Memorias de Adriano
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Memorias de Adriano
ePub r1.8
MayenCM 15.09.2021
Título original: Mémoires d’Hadrien
Marguerite Yourcenar, 1951
Traducción: Julio Cortázar
La luz fue cambiando poco a poco. Desde hacía dos años, el paso del
tiempo se marcaba en los progresos de una juventud que se formaba,
dorándose, ascendiendo a su cenit; la voz, grave, se habituaba a gritar
órdenes a los pilotos y a los monteros; el corredor corría más lejos, las
piernas del jinete dominaban con mayor pericia la cabalgadura; el escolar
que en Claudiópolis había aprendido de memoria largos fragmentos de
Homero, se apasionaba ahora por la poesía voluptuosa y sapiente,
entusiasmándose con ciertos pasajes de Platón. Mi joven pastor se convertía
en un joven príncipe. No era ya el niño diligente que en los altos se arrojaba
del caballo para ofrecerme, en el cuenco de sus manos, el agua de la fuente;
el donante conocía ahora el inmenso valor de sus dones. En el curso de las
cacerías organizadas en los dominios de Lucio, en Toscana, me había
complacido en mezclar ese rostro perfecto con las caras opacas o
preocupadas de los altos dignatarios, los perfiles agudos de los orientales,
los espesos hocicos de los monteros bárbaros, obligando al bienamado a
desempeñar el difícil papel del amigo. En Roma, las intrigas se habían
anudado en torno a su juvenil cabeza, con innobles esfuerzos por ganar su
influencia o sustituirla por otra. El vivir absorbido en un pensamiento único
dotaba a aquel joven de dieciocho años de un poder de indiferencia que
falta en los más probados; había sabido desdeñarlo o ignorarlo todo. Pero su
hermosa boca había asumido un amargo pliegue que los escultores
advertían.
Ofrezco aquí a los moralistas una fácil oportunidad de triunfar sobre mí.
Mis censores se aprestan a mostrar en mi desgracia las consecuencias de un
extravío, el resultado de un exceso; tanto más difícil me es contradecirlos
cuanto que apenas veo en qué consiste el extravío y dónde se sitúa el
exceso. Me esfuerzo por reducir mi crimen, si lo hubo, a sus justas
proporciones; me digo que el suicidio no es infrecuente, y nada raro morir a
los veinte años. Sólo para mí la muerte de Antínoo es un problema y una
catástrofe. Puede que ese desastre haya sido inseparable de un exceso de
júbilo, un colmo de experiencia, de los que no habría consentido en
privarme ni privar a mi compañero de peligro. Aun mis remordimientos se
han convertido poco a poco en una amarga forma de posesión, una manera
de asegurarme de que fui hasta el fin el triste amo de su destino. Pero no
ignoro que hay que tener en cuenta las decisiones de ese bello extranjero
que sigue siendo, a pesar de todo, cada ser que amamos. Al hacer recaer
toda la falta sobre mí, reduzco su joven figura a las proporciones de una
estatuilla de cera que, luego de plasmada, hubiera aplastado entre mis
dedos. No tengo derecho a disminuir la singular obra maestra que fue su
partida; debo dejar a ese niño el mérito de su propia muerte.
De más está decir que no incrimino la preferencia sensual, nada
importante, que determinaba mi elección en el amor. Otras pasiones
parecidas habían cruzado con frecuencia por mi vida; aquellos amores
varios no me habían costado hasta entonces más que un mínimo de
promesas, de mentiras y de males. Mi breve apasionamiento por Lucio sólo
me indujo a algunas locuras reparables. Nada impedía que ocurriera lo
mismo en esa suprema ternura; nada, salvo precisamente la cualidad única
que la distinguía de las otras. La costumbre nos hubiera llevado a ese fin sin
gloria pero también sin desastres que la vida procura a los que no rehúsan
su dulce embotamiento por el uso. Hubiera visto cambiarse la pasión en
amistad, como lo quieren los moralistas, o en indiferencia, que es lo más
frecuente. Un ser joven se hubiera apartado de mí en el momento en que
nuestros lazos comenzaran a pesarme; otras rutinas sensuales, o las mismas
con diferentes formas, habríanse establecido en mi vida; el porvenir hubiera
incluido un matrimonio ni mejor ni peor que tantos otros, un puesto en la
administración provincial, la gestión de un dominio rural en Bitinia;
también podía ser la inercia, la vida palaciega proseguida en alguna
posición subalterna; en el peor de los casos, una de esas carreras de
favoritos caídos que terminan en confidentes o en proxenetas. Si algo
entiendo de eso, la sensatez consiste en no ignorar nada de esos azares, que
son la vida misma, esforzándose a la vez por evitar los peores. Pero ni aquel
adolescente ni yo éramos sensatos.
No había esperado la presencia de Antínoo para sentirme dios. El éxito,
sin embargo, multiplicaba en torno a mí las ocasiones de abandonarme a ese
vértigo; cada estación parecía colaborar con los poetas y los músicos de mi
séquito para convertir nuestra existencia en una fiesta olímpica. El día de mi
llegada a Cartago terminó una sequía de cinco años; delirante bajo la lluvia,
la multitud me aclamó como el dispensador de los beneficios del cielo; los
grandes trabajos realizados en África no fueron luego más que una manera
de canalizar aquella prodigalidad celeste. Poco antes, mientras hacíamos
escala en Cerdeña, una tormenta nos obligó a buscar refugio en la cabaña de
unos campesinos. Antínoo ayudó a nuestro huésped a asar dos trozos de
atún sobre las brasas; me creí Zeus visitando a Filemón en compañía de
Hermes. El adolescente sentado en una cama, con las piernas cruzadas, era
ese mismo Hermes que desataba sus sandalias; Baco cortaba el racimo, o
saboreaba por mí una copa de vino rosado; aquellos dedos endurecidos por
el arco eran los de Eros. En medio de tantas máscaras, en el seno de tantos
prestigios, terminé olvidando a la persona humana, al niño que se esforzaba
vanamente por aprender el latín, que rogaba al ingeniero Decriano que le
diera lecciones de matemáticas, terminando por renunciar a ellas, y que al
menor reproche se enfurruñaba y se iba a la proa del navío para contemplar
el mar.
El viaje por África terminó bajo el sol de julio en los nuevos cuarteles
de Lambesa. Mi compañero se puso la coraza y la túnica militar con pueril
alegría; durante unos días fui un Marte desnudo y con casco que participaba
de los ejercicios del campamento, el Hércules atlético embriagado por el
sentimiento de vigor todavía joven. Pese al calor y a los duros trabajos de
nivelación cumplidos antes de mi llegada, el ejército funcionó como todo el
resto con una facilidad divina; imposible hubiera sido obligar a un corredor
a que saltara otro obstáculo más, o exigir de un jinete otro volteo, sin
malograr la eficacia de aquellas maniobras quebrando en alguna parte el
justo equilibrio de fuerzas que constituían su belleza. No tuve que señalar a
los oficiales más que un error imperceptible —un grupo de caballos que
quedaban en descubierto durante el simulacro de ataque en campo raso—;
mi prefecto Corneliano me satisfizo en todo. Un orden inteligente regía
aquellas masas de hombres, de animales de tiro, de mujeres bárbaras
acompañadas de robustos niños que se agolpaban en las inmediaciones del
pretorio para besarme las manos. Aquella obediencia no era servil; su
ímpetu salvaje se aplicaba a sostener mi programa de seguridad; nada había
costado demasiado caro, nada había sido descuidado. Hubiera querido que
Arriano escribiera un tratado de táctica, exacto como un cuerpo bien
construido.
Tres meses más tarde, en Atenas, la consagración del Olimpión dio
lugar a fiestas que recordaban las solemnidades romanas, pero lo que en
Roma había acontecido en tierra se situaba allá en pleno cielo. Una clara
tarde de otoño ocupé mi puesto bajo aquel pórtico concebido a la escala
sobrehumana de Zeus; el templo de mármol, erigido en el lugar donde
Deucalión vio cesar el diluvio, parecía perder su peso, flotar como una
espesa nube blanca; mis vestiduras rituales se acordaban con los tonos del
anochecer en el cercano Himeto. Había encargado a Polemón el discurso
inaugural. Ese día Grecia me discernió aquellos títulos divinos donde yo
veía a la vez una fuente de prestigio y el fin más secreto de las tareas de mi
vida: Evergeta, Olímpico, Epifanio, Amo del Todo. Y el título más
hermoso, el más difícil de merecer: Jonio, Filoheleno. Había en Polemón
mucho de actor, pero el juego fisonómico de un gran comediante traduce a
veces una emoción de la cual participa toda una multitud, todo un siglo.
Alzó la mirada, se recogió antes del exordio, pareciendo concentrar en él
todos los dones contenidos en aquel instante. Yo había colaborado con los
tiempos, con la vida griega misma; la autoridad que ejercía no era tanto un
poder como una potencia misteriosa, superior al hombre, pero que sólo
obraba eficazmente por intermedio de una persona humana; la unión de
Roma y Atenas quedaba consumada; el pasado recobraba un semblante de
porvenir; Grecia reiniciaba la marcha como un navío largo tiempo
inmovilizado por la calma chicha y que siente otra vez en sus velas el
impulso del viento. Entonces una melancolía fugitiva me apretó el corazón;
pensé que las palabras de culminación, de perfección, contienen en sí
mismas la palabra fin; quizá no había hecho otra cosa que ofrecer una presa
más al Tiempo devorador.
Entramos luego en el templo, donde los escultores trabajaban todavía; la
inmensa estatua de Zeus, de oro y marfil, iluminaba vagamente la
penumbra; al pie de los andamios, el gran pitón que había mandado traer de
la India para consagrarlo en el santuario griego descansaba ya en su cesta de
filigrana, animal divino, emblema rampante del espíritu de la Tierra,
asociado desde siempre al joven desnudo que simboliza el Genio de
emperador. Antínoo, asumiendo cada vez más ese papel, sirvió
personalmente al monstruo su ración de abejarucos con las alas cortadas.
Luego, alzando los brazos, oró. Yo sabía que aquella plegaria, hecha para
mí, sólo a mí se dirigía, pero no era lo bastante dios para adivinar su sentido
ni para saber si alguna vez sería o no escuchada. Me alivió salir de aquel
silencio, el resplandor azulado, y encontrarme de nuevo en las calles de
Atenas donde ya se encendían las lámparas, envuelto en la familiaridad de
las gentes sencillas y los gritos en el aire polvoriento del anochecer. La
joven fisonomía, que bien pronto habría de embellecer tantas monedas del
mundo griego, se convertía para la multitud en una presencia amistosa, en
un signo.
No amaba menos, sino al contrario. Pero el peso del amor, como el de
un brazo tiernamente posado sobre un pecho, se hacía cada vez más difícil
de soportar. Reaparecían las comparsas: recuerdo a aquel adolescente duro
y fino que me acompañó durante una estadía en Mileto, pero al cual
renuncié. Vuelvo a ver aquella velada en Sardes, cuando el poeta Estratón
nos llevó de un lugar equívoco a otro, rodeados de dudosas conquistas.
Estratón, que había preferido la oscura libertad de las tabernas asiáticas a mi
corte, era un hombre exquisito y burlón, ansioso de probar lo inane de todo
lo que no sea el placer mismo, quizá para excusarse de haberle sacrificado
el resto. Y hubo también aquella noche de Esmirna en que obligué al
bienamado a soportar la presencia de una cortesana. La idea que se hacía el
adolescente del amor continuaba siendo austera, porque era exclusiva; su
repugnancia llegó a la náusea. Más tarde se habituó. Aquellas vanas
tentativas se explican pasablemente por la afición al libertinaje; se mezclaba
en ellas la esperanza de inventar una nueva intimidad en la que el
compañero de placer no dejara de ser el bienamado y el amigo, el deseo de
instruirlo, de someter su juventud a las experiencias por las que había
pasado la mía, y quizá, más inconfesadamente, la intención de rebajarlo
poco a poco al nivel de las delicias triviales que en nada comprometen.
Había mucho de angustia en mi necesidad de herir aquella sombría
ternura que amenazaba complicar mi vida. En el curso de un viaje por la
Tróade, visitamos la llanura del Escamandro bajo un verde cielo de
catástrofe; la inundación, cuyos daños había venido a inspeccionar sobre el
terreno, convertía en islotes los túmulos de las tumbas antiguas. Dediqué
unos instantes a recogerme junto a la tumba de Héctor; Antínoo fue a soñar
a la de Patroclo. No supe reconocer en el cervatillo que me acompañaba el
émulo del camarada de Aquiles y me burlé de aquellas fidelidades
apasionadas que florecen sobre todo en los libros. Insultado, Antínoo
enrojeció violentamente. La franqueza era la única virtud a la que me ceñía
cada vez más; me daba cuenta de que entre nosotros las disciplinas heroicas
con que Grecia rodeaba el afecto de un hombre maduro por un camarada
más joven suelen no pasar de un simulacro hipócrita. Más sensible de lo
que me había imaginado a los prejuicios de Roma, recordaba que éstos
conceden su parte al placer, pero sólo ven en el amor una manía
vergonzosa; otra vez me ganaba el violento deseo de no depender
exclusivamente de nadie. Me exasperaban esos caprichos propios de la
juventud, y como tales inseparables de mi elección; acababa por encontrar
en aquella pasión diferente todo lo que me había irritado en mis amantes
romanas; los perfumes, los aderezos, el frío lujo de los ornatos, recobraban
su lugar en mi vida. Entre tanto, en aquel corazón sombrío penetraban
temores casi injustificados: lo he visto inquietarse porque pronto cumpliría
diecinueve años. Caprichos peligrosos, cóleras que agitaban en su frente
obstinada los rizos de Medusa, alternaban con una melancolía semejante al
estupor, con una dulzura cada vez más quebrada. Llegué a golpearlo: me
acordaré siempre de sus ojos espantados. Pero el ídolo abofeteado seguía
siendo el ídolo, y comenzaban los sacrificios expiatorios.
Todos los Misterios asiáticos acudían a reforzar este voluptuoso
desorden con sus músicas estridentes. Los tiempos de Eleusis habían
llegado a su fin. Las iniciaciones en los cultos secretos o extraños, prácticas
más toleradas que permitidas y que el legislador que había en mí observaba
con desconfianza, se adecuaban a ese momento de la vida en que la danza
se convierte en vértigo, en que el canto culmina en grito. En la isla de
Samotracia había sido iniciado en los misterios de los Cabires, antiguos y
obscenos, sagrados como la carne y la sangre; las serpientes ahítas de leche
del antro de Trofonio se frotaron en mis tobillos; las fiestas tracias de Orfeo
dieron lugar a salvajes ritos de fraternidad. El estadista que había prohibido
bajo las penas más severas todas las formas de mutilación consintió en
asistir a las orgías de la Diosa Siria; allí vi el horrible torbellino de las
danzas sangrientas; fascinado como un cabrito frente a un reptil, mi joven
camarada contemplaba aterrado a aquellos hombres que elegían dar a las
exigencias de la edad y del sexo una respuesta tan definitiva como la de la
muerte, y quizá todavía más atroz. Pero el horror culminó durante una
estadía en Palmira, donde el comerciante árabe Melés Agripa nos albergó
tres semanas en el seno de un lujo bárbaro y espléndido. Un día en que
habíamos estado bebiendo, Melés, alto dignatario del culto de Mitra, que
tomaba poco en serio sus deberes de pastóforo, propuso a Antínoo que
participara del tauróbolo. Sabedor de que yo me había sometido antaño a
una ceremonia del mismo género, el joven se ofreció ardorosamente. No
creí oportuno oponerme a su fantasía, para cuyo cumplimiento sólo se
requería un mínimo de purificaciones y abstinencias. Acepté ser un
asistente, junto con Marco Ulpio Castoras, mi secretario en lengua árabe. A
la hora indicada bajamos a la caverna sagrada; el joven bitinio se tendió
para recibir la sangrienta aspersión. Pero cuando vi surgir de la profundidad
aquel cuerpo estriado de rojo, la cabellera apelmazada por un lodo
pegajoso, el rostro salpicado de manchas que estaba vedado lavar y que
debían borrarse por sí mismas, sentí que el asco me ganaba la garganta, y
con él el horror de aquellos ambiguos cultos subterráneos. Días después
prohibí a las tropas acantonadas en Emesa la entrada al negro santuario de
Mitra.
También yo tuve mis presagios; como Marco Antonio antes de su última
batalla, oí en plena noche alejarse la música del relevo de los dioses
protectores que se marchan… La escuchaba sin prestar atención. Mi
seguridad era como la del jinete a quien un talismán protege de las caídas.
Un congreso de reyezuelos de Oriente tuvo lugar bajo mis auspicios en
Samosata; durante las cacerías en la montaña, Abgar, rey de Osroene, me
enseñó personalmente el arte del halconero; batidas, preparadas como
escenas teatrales, precipitaban manadas enteras de antílopes en redes de
púrpura; Antínoo se curvaba con todas sus fuerzas para frenar el impulso de
una pareja de panteras que tiraban de sus pesados collares de oro. A
cubierto de esos esplendores selláronse los acuerdos; las negociaciones me
fueron invariablemente favorables, seguí siendo el jugador que gana todas
las manos. El invierno transcurrió en aquel palacio de Antioquía donde
antaño había pedido a los hechiceros que me iluminaran el porvenir. Pero el
porvenir ya no podía darme nada, o por lo menos nada que pasara por un
don. Mis vendimias estaban hechas; el mosto de la vida llenaba la cuba.
Verdad es que había dejado de ordenar mi propio destino, pero las
disciplinas cuidadosamente elaboradas de antaño sólo me parecían ahora la
primera etapa de una vocación humana; con ellas pasaba lo que con las
cadenas de que un bailarín se carga a fin de saltar mejor cuando las arroja.
En ciertos puntos mi austeridad se mantenía; seguía prohibiendo que
sirvieran vino antes de la segunda guardia nocturna; me acordaba de haber
visto, sobre esas mismas mesas de madera pulida, la mano temblorosa de
Trajano. Pero hay otras formas de embriaguez. Ninguna sombra se perfilaba
sobre mis días, ni la muerte, ni la derrota —aun esa más sutil que nos
infligimos a nosotros mismos—, ni la vejez que sin embargo acabaría por
llegar. Pero me apresuraba, como si cada una de esas horas fuese a la vez la
más bella y la última.
Mis frecuentes estadías en Asia Menor me habían puesto en contacto
con un pequeño grupo de hombres dedicados seriamente a las artes
mágicas. Cada siglo tiene sus audacias; los espíritus más excelsos del
nuestro, cansados de una filosofía que se va reduciendo a las declamaciones
escolares, terminan por rondar esas fronteras prohibidas al hombre. En Tiro,
Filón de Biblos me había revelado ciertos secretos de la antigua magia
fenicia; me acompañó ahora a Antioquía. Numenio interpretaba
tímidamente los mitos de Platón sobre la naturaleza del alma, pero sus ideas
hubieran llevado lejos a un espíritu más osado que el suyo. Sus discípulos
evocaban los demonios: aquello fue un juego como tantos otros. Extrañas
figuras que parecían hechas con la médula misma de mis ensueños se me
aparecieron en el humo del styrax, oscilaron, se fundieron, dejándome tan
sólo la sensación de una semejanza con un rostro conocido y viviente.
Quizá todo aquello no pasaba de un simple truco de saltimbanqui; si lo era,
el saltimbanqui conocía su oficio. Me puse a estudiar otra vez anatomía,
como en mi juventud, pero ya no lo hacía para considerar la estructura del
cuerpo. Habíase despertado en mí la curiosidad por esas regiones
intermedias donde el alma y la carne se confunden, donde el sueño
responde a la realidad y a veces se le adelanta, donde vida y muerte
intercambian sus atributos y sus máscaras. Hermógenes, mi médico,
desaprobaba esos experimentos, pero acabó haciéndome conocer a ciertos
colegas que se ocupaban de esas cosas. A su lado traté de localizar el
asiento del alma, de hallar los lazos que la atan al cuerpo, midiendo el
tiempo que tarda en desprenderse de ellos. Algunos animales fueron
sacrificados en esas investigaciones. El cirujano Sátiro me llevó a su clínica
para que asistiera a la agonía de los moribundos. Soñábamos en voz alta:
¿Será el alma la culminación suprema del cuerpo, frágil manifestación del
dolor y el placer de existir? ¿O bien, por el contrario, es más antigua que
ese cuerpo modelado a su imagen y que le sirve bien o mal de instrumento
momentáneo? ¿Es válido imaginarla en el interior de la carne, establecer
entre ambas esa estrecha unión, esa combustión que llamamos vida? Si las
almas poseen identidad propia, ¿pueden intercambiarse, ir de un ser a otro
como el bocado de fruta, el trago de vino que dos amantes se pasan en un
beso? Sobre estas cosas, todo estudioso cambia veinte veces por año de
opinión; en mí el escepticismo luchaba con el deseo de saber, y el
entusiasmo con la ironía. Pero estaba convencido de que nuestra
inteligencia sólo deja filtrar hasta nosotros un magro residuo de los hechos;
de más en más me interesaba el mundo oscuro de la sensación, negra noche
donde fulguran y ruedan soles enceguecedores. En aquel entonces, Flegón,
que coleccionaba historias de fantasmas, nos contó una noche la de la novia
de Corinto, asegurándonos que era auténtica. Aquella aventura, en la que el
amor devuelve un alma a la tierra y le da temporariamente un cuerpo, nos
emocionó a todos, aunque de manera más o menos profunda. Muchos
intentaron una experiencia análoga: Sátiro se esforzó por evocar a su
maestro Aspasio, que había hecho con él uno de esos pactos jamás
cumplidos por los cuales los que mueren prometen dar noticias a los
vivientes. Antínoo me hizo una promesa del mismo género, que tomé a la
ligera pues nada me llevaba a suponer que aquel niño no me sobreviviría.
Filón se esforzó por hacer aparecer a su esposa muerta. Permití que se
pronunciaran los nombres de mi padre y mi madre, pero una especie de
pudor me impidió evocar a Plotina. Ninguna de esas tentativas tuvo éxito;
pero habíamos abierto puertas extrañas.
Pocos días antes de partir de Antioquía, fui como antaño a sacrificar a la
cima del monte Casio. La ascensión se cumplió de noche; como en el Etna,
sólo llevé conmigo a un reducido número de amigos capaces de subir a pie
firme. Mi objeto no era tan sólo cumplir un rito propiciatorio en aquel
santuario más sagrado que otros; quería ver otra vez desde lo alto el
fenómeno de la aurora, prodigio cotidiano que jamás he podido contemplar
sin un secreto grito de alegría. Ya en la cumbre, el sol hace brillar los
ornamentos de cobre del templo, y los rostros iluminados sonríen, cuando
las llanuras asiáticas y el mar están todavía sumidos en la sombra; durante
unos instantes, el hombre que ruega en el pináculo es el único beneficiario
de la mañana. Preparóse lo necesario para el sacrificio, comenzamos a
ascender a caballo, y luego a pie, las peligrosas sendas bordeadas de retama
y lentiscos, que reconocíamos en plena noche por su perfume. El aire estaba
pesado, la primavera ardía como en otras partes el verano. Por primera vez
en la ascensión de una montaña me faltó el aliento; tuve que apoyarme un
momento en el hombro del preferido. Una tormenta, prevista desde hacía
rato por Hermógenes, entendido en meteorología, estalló a un centenar de
pasos de la cumbre. Los sacerdotes salieron a recibirnos a la luz de los
relámpagos; empapado hasta los huesos, el pequeño grupo se reunió junto
al altar preparado para el sacrificio. En el momento de cumplirse, un rayo,
estallando sobre nosotros, mató al mismo tiempo al victimario y a la
víctima. Pasado el primer instante de horror, Hermógenes se inclinó con la
curiosidad del médico sobre los fulminados; Chabrias y el sumo sacerdote
lanzaban gritos de admiración: el hombre y el cervatillo sacrificados por
aquella espada divina se unían a la eternidad de mi Genio: aquellas vidas
sustituidas prolongaban la mía. Aferrado a mi brazo, Antínoo temblaba, no
de terror como lo creía en ese momento, sino bajo la influencia de un
pensamiento que comprendí más tarde. Espantado ante la idea de la
decadencia, es decir de la vejez, había debido prometerse mucho tiempo
atrás que moriría a la primera señal de declinación, y quizá antes. Hoy creo
que esa promesa, que tantos nos hemos hecho sin cumplirla, remontaba en
su caso a los primeros tiempos, a la época de Nicomedia y de nuestro
encuentro al borde de la fuente. Ello explicaba su indolencia, su ardor en el
placer, su tristeza, su total indiferencia a todo futuro. Pero hacía falta
además que aquella partida no tuviera el aire de una rebelión y se cumpliera
sin la menor queja. El rayo del monte Casio le mostraba una salida: la
muerte podía convertirse en un supremo servir, un último don, el único que
le quedaba. La iluminación de la aurora fue poca cosa al lado de la sonrisa
que se alzó en aquel rostro conmovido. Días más tarde volví a ver esa
sonrisa, pero más oculta, ambiguamente velada. Durante la cena, Polemón,
que pretendía saber de quiromancia, quiso examinar la mano del joven, esa
palma donde a mí mismo me asustaba una asombrosa caída de estrellas. El
niño la retiró, cerrándola, con un gesto dulce y casi púdico. Quería guardar
el secreto de su juego y el de su fin.
Los asuntos judíos iban de mal en peor. Los trabajos llegaban a su fin en
Jerusalén, a pesar de la violenta oposición de los grupos zelotes. Habíase
cometido cierto número de errores, reparables en sí mismos pero que los
fautores de agitación supieron aprovechar de inmediato. La Décima Legión
Expedicionaria tiene por emblema un jabalí. La insignia fue colocada en las
puertas de la ciudad, como es costumbre hacerlo. El populacho, poco
habituado a las imágenes pintadas o esculpidas, de las cuales la priva desde
hace siglos una superstición harto desfavorable para el progreso de las artes,
tomó la imagen por la de un cerdo y vio en aquel hecho insignificante un
insulto a las costumbres de Israel. Las fiestas del año nuevo judío,
celebradas con gran algarabía de trompetas y cuernos, daban lugar cada vez
a riñas sangrientas. Nuestras autoridades prohibieron la lectura pública de
cierto relato legendario consagrado a las hazañas de una heroína judía, que
valiéndose de un falso nombre llegó a ser la concubina de un rey de Persia e
hizo matar salvajemente a los enemigos del pueblo despreciado y
perseguido del que era oriunda. Los rabinos se las ingeniaron para leer de
noche lo que el gobernador Tineo Rufo les prohibía leer de día; aquella
feroz historia, donde los persas y los judíos rivalizaban en atrocidad,
excitaba hasta la locura el nacionalismo de los zelotes. Finalmente el mismo
Tineo Rufo, hombre muy sensato y que no dejaba de sentir interés por las
fábulas y tradiciones de Israel, decidió hacer extensivas a la práctica judía
de la circuncisión las severas penalidades que yo había promulgado poco
antes contra la castración, que se referían sobre todo a las sevicias
perpetradas en jóvenes esclavos con fines de lucro o de libertinaje.
Confiaba así en suprimir uno de los signos por los cuales Israel pretende
distinguirse del resto del género humano. Por mi parte no alcancé a darme
cuenta del peligro de aquella medida, máxime cuando me había enterado de
que muchos judíos ilustrados y ricos que viven en Alejandría y Roma no
someten ya a sus hijos a una práctica que los vuelve ridículos en los baños
públicos y en los gimnasios, y que llegan incluso a disimular las marcas de
su propio cuerpo. Ignoraba hasta qué punto aquellos banqueros
coleccionistas de vasos mirrinos diferían de la verdadera Israel.
Ya lo he dicho: nada de todo eso era irreparable, pero sí lo eran el odio,
el desprecio recíproco, el rencor. En principio el judaísmo ocupa su lugar
entre las religiones del imperio; de hecho, Israel se niega desde hace siglos
a no ser sino un pueblo entre los pueblos, poseedor de un dios entre los
dioses. Los más salvajes dacios no ignoran que su Zalmoxis se llama Júpiter
en Roma; el Baal púnico del monte Casio ha sido identificado sin trabajo
con el Padre que sostiene en su mano a la Victoria, y del cual ha nacido la
Sabiduría; los egipcios, tan orgullosos sin embargo de sus fábulas diez
veces seculares, consienten ver en Osiris a un Baco cargado de atributos
fúnebres; el áspero Mitra se sabe hermano de Apolo. Ningún pueblo, salvo
Israel, tiene la arrogancia de encerrar toda la verdad en los estrechos límites
de una sola concepción divina, insultando así la multiplicidad del Dios que
todo lo contiene; ningún otro dios ha inspirado a sus adoradores el
desprecio y el odio hacia los que ruegan en altares diferentes. Por eso, más
que nunca, quería hacer de Jerusalén una ciudad como las demás, donde
diversas razas y diversos cultos pudieran existir pacíficamente; olvidaba
que en todo combate entre el fanatismo y el sentido común, pocas veces
logra este último imponerse. La apertura de las escuelas donde se
enseñaban las letras griegas escandalizó al clero de la antigua ciudad. El
rabino Josuá, hombre agradable e instruido con quien había yo hablado
muchas veces en Atenas, pero que buscaba hacerse perdonar su cultura
extranjera y sus relaciones con nosotros, ordenó a sus discípulos que sólo se
consagraran a aquellos estudios profanos si encontraban una hora que no
correspondiera ni al día ni a la noche, puesto que la Ley judía debía ser
estudiada noche y día. Ismael, miembro conspicuo del Sanedrín, y que
pasaba por aliado de la causa romana, dejó morir a su sobrino Ben-Dama
antes que aceptar los servicios del cirujano griego que le había enviado
Tineo Rufo. Mientras en Tíbur buscábamos aún los medios de conciliar las
voluntades sin dar la impresión de ceder a las exigencias de los fanáticos,
en Oriente ocurrió lo peor; una asonada de los zelotes tuvo éxito en
Jerusalén.
Un aventurero surgido de la hez del pueblo, un tal Simeón, que se hacía
llamar Bar-Koshba, Hijo de la Estrella, desempeñó en la revuelta el papel
de tea inflamada o de espejo incendiario. Sólo puedo juzgar a dicho Simeón
por lo que de él se decía; sólo lo vi una vez cara a cara, el día en que un
centurión me trajo su cabeza cortada. Pero estoy pronto a reconocerle esa
chispa genial que siempre se requiere para ascender tan pronto y tan alto en
los destinos públicos; nadie se impone en esa forma si no posee por lo
menos cierta habilidad. Los judíos moderados fueron los primeros en acusar
al pretendido Hijo de la Estrella de trapacería e impostura; por mi parte creo
que aquel espíritu inculto era de los que se dejan atrapar por sus propias
mentiras, y que el fanatismo corría en él parejo con la astucia. Simeón se
hizo pasar por el héroe que el pueblo judío espera desde hace siglos para
saciar sus ambiciones y sus odios; aquel demagogo se proclamó Mesías y el
rey de Israel. El viejo Akiba, que había perdido la cabeza, paseó al
aventurero por las calles de Jerusalén, llevando a su caballo de la rienda. El
sumo sacerdote Eleazar consagró nuevamente el templo, considerándolo
profanado por la entrada de visitantes incircuncisos; montones de armas,
enterradas desde hacía cerca de veinte años, fueron distribuidas a los
rebeldes por obra de los agentes del Hijo de la Estrella; lo mismo hicieron
con las armas defectuosas fabricadas intencionalmente por los obreros
judíos en nuestros arsenales, y que la intendencia había rechazado. Los
grupos zelotes atacaron las guarniciones romanas aisladas, matando a
nuestros soldados con refinamientos de crueldad que recordaban los peores
episodios de la sublevación judía en tiempos de Trajano. Jerusalén cayó
finalmente en manos de los insurgentes, y los barrios nuevos de Elia
Capitolina ardieron como una antorcha. Los primeros destacamentos de la
Vigésima Segunda Legión Dejotariana, enviada desde Egipto con toda
urgencia a las órdenes del legado de Siria, Publio Marcelo, fueron
derrotados por bandas diez veces superiores en número. La revuelta se
había convertido en guerra, una guerra inexpiable.
Dos legiones, la Segunda Fulminante y la Sexta, la Legión de Hierro,
reforzaron de inmediato los efectivos emplazados en Judea; Julio Severo,
que pacificara antaño las regiones montañosas del norte de Bretaña, tomó
meses más tarde el mando de las operaciones militares; traía consigo
algunos pequeños contingentes de auxiliares británicos acostumbrados a
combatir en terrenos difíciles. Nuestras tropas pesadamente equipadas,
nuestros oficiales habituados a la formación en cuadro o en falange de las
batallas en masa, se veían en dificultades para adaptarse a aquella guerra de
escaramuzas y sorpresas, que conservaba en campo raso los procedimientos
del motín. Simeón, gran hombre a su manera, había dividido a sus
partidarios en centenares de escuadrones apostados en las crestas
montañosas, emboscados en lo hondo de cavernas y canteras abandonadas,
ocultos entre los pobladores de los suburbios populosos. Severo no tardó en
comprender que aquel enemigo inasible podía ser exterminado pero no
vencido, y se resignó a una guerra de desgaste. Fanatizados o aterrorizados
por Simeón, los campesinos hicieron causa común con los zelotes; cada
roca se convirtió en un bastión, cada viñedo en una trinchera: las alquerías
debieron ser reducidas por hambre o tomadas por asalto. Sólo a comienzo
del tercer año fue reconquistada Jerusalén, luego de fracasar las últimas
tentativas de negociación; lo poco que se había salvado de la ciudad judía
después del incendio de Tito fue aniquilado. Severo decidió cerrar los ojos
por largo tiempo a la flagrante complicidad de las otras ciudades
importantes; convertidas en las últimas fortalezas del enemigo, fueron más
tarde atacadas y reconquistadas calle por calle y ruina por ruina. En
aquellos momentos difíciles mi lugar estaba en el campamento, en Judea.
Tenía la mayor confianza en mis dos tenientes, pero por eso mismo era
necesario que estuviera en el terreno para compartir la responsabilidad de
las decisiones, que todo hacía prever atroces. Al terminar el segundo verano
de la campaña inicié amargamente mis preparativos de viaje; Euforión
empaquetó una vez más el estuche que contenía mis útiles de tocador, algo
abollado por el uso, y que era obra de un artesano de Esmirna, la caja con
libros y cartas, la estatuilla de marfil del Genio Imperial y su lámpara de
plata; a comienzos del otoño desembarqué en Sidón.
El ejército es mi oficio más antiguo; jamás me he entregado de nuevo a
él sin que sus exigencias me fueran pagadas con ciertas compensaciones
interiores; no lamento haber pasado los dos últimos años de mi vida activa
compartiendo con las legiones la aspereza, la desolación de la campaña de
Palestina. Había vuelto a ser ese hombre vestido de cuero y de hierro que
dejaba de lado todo lo que no fuera inmediato, sostenido por las sencillas
rutinas de una vida dura, un poco más lento que antaño para montar o
desmontar, un poco más taciturno, quizá más sombrío, rodeado como
siempre (sólo los dioses saben por qué) de la devoción a la vez idólatra y
fraternal de la tropa. Durante aquella última permanencia en el ejército tuve
un encuentro inestimable: tomé como ayuda de campo a un joven tribuno
llamado Celer, a quien cobré mucho afecto. Tú lo conoces, pues no me ha
abandonado. Admiraba su hermoso rostro de Minerva con casco, pero en
ese afecto la parte de los sentidos fue todo lo pequeña que puede serlo en
esta vida. Te recomiendo a Celer; posee esas cualidades que convienen a un
oficial colocado en segundo plano, e incluso sus mismas virtudes le
impedirán pasar al primero. Una vez más, y en circunstancias algo
diferentes de las de antaño, había vuelto a encontrar a uno de esos seres
cuyo destino es consagrarse, amar y servir. Desde que lo conocí, Celer no
ha tenido jamás un pensamiento que no concerniera a mi bienestar o a mi
seguridad; aún sigo apoyándome en esos fuertes hombros.
En la primavera del tercer año de campaña, el ejército puso sitio a la
ciudadela de Bethar, nido de águilas donde Simeón y sus partidarios
resistieron más de un año a las lentas torturas del hambre, la sed y la
desesperación, y donde el Hijo de la Estrella vio perecer uno a uno a sus
fieles sin aceptar rendirse. Nuestro ejército sufría casi tanto como los
rebeldes, pues éstos, al retirarse, habían quemado los huertos, devastado los
campos, degollado el ganado, a la vez que contaminaban las cisternas
arrojando en ellas a nuestros muertos. Aquellos métodos salvajes resultaban
abominables aplicados a una tierra naturalmente árida, carcomida ya hasta
el hueso por largos siglos de locura y furor. El verano fue ardiente y
malsano; la fiebre y la disentería diezmaron nuestras tropas. Una admirable
disciplina seguía reinando en aquellas legiones obligadas simultáneamente
a la inacción y al estado de alerta; hostigado y enfermo, el ejército se
sostenía gracias a una especie de rabia silenciosa que se me había
comunicado. Mi cuerpo ya no soportaba como antes las fatigas de una
campaña, los días tórridos, las noches sofocantes o heladas, el áspero viento
y el polvo. Solía dejar en mi escudilla el tocino y las lentejas hervidas del
rancho común, y quedarme con hambre. Desde mucho antes del verano
venía arrastrando una tos maligna, y no era el único en sufrirla. En mi
correspondencia con el Senado suprimí la fórmula que encabeza
obligatoriamente los comunicados oficiales: El emperador y el ejército
están bien. Por el contrario, el emperador y el ejército estaban
peligrosamente fatigados. Por la noche, luego de la última conversación con
Severo, la última audiencia a los tránsfugas, el último correo de Roma, el
último mensaje de Publio Marcelo, encargado de limpiar los aledaños de
Jerusalén, Euforión medía parsimoniosamente el agua de mi baño en una
cuba de tela embreada. Me tendía en mi lecho; trataba de pensar.
No lo niego: la guerra de Judea era uno de mis fracasos. No tenía la
culpa de los crímenes de Simeón ni de la locura de Akiba, pero me
reprochaba haber estado ciego en Jerusalén, distraído en Alejandría,
impaciente en Roma. No había sabido encontrar las palabras capaces de
prevenir, o al menos retardar, aquella crisis de furor de un pueblo; no había
sabido ser lo bastante flexible o lo bastante firme a tiempo. Verdad es que
no teníamos razones para sentirnos inquietos, y mucho menos
desesperados; el error y las faltas recaían solamente en nuestras relaciones
con Israel; fuera de allí, en todas partes, cosechábamos en aquel tiempo de
crisis el fruto de dieciséis años de generosidad en el Oriente. Simeón había
creído poder contar con una rebelión del mundo árabe, semejante a la que
había marcado los últimos y sombríos años del reinado de Trajano; lo que
es más, se había atrevido a esperar ayuda de los partos. Su error le costaba
la muerte lenta en la ciudadela sitiada de Bethar; las tribus árabes no se
solidarizaban con las comunidades judías; los partos seguían fieles a los
tratados. Aun las sinagogas de las grandes ciudades sirias se mostraban
indecisas o tibias; las más entusiastas se contentaban con remitir algún
dinero a los zelotes. La población judía de Alejandría, tan turbulenta por lo
regular, manteníase en calma; el absceso judío se localizaba en la árida zona
que se tiende entre el Jordán y el mar; podíamos cauterizar o amputar sin
peligro ese dedo enfermo. Pero no obstante todo eso, y en cierto sentido, los
días nefastos precedentes a mi reinado parecían recomenzar. En aquellos
tiempos Quieto había incendiado Cirene, ejecutado a los notables de
Laodicea, reconquistado a Edesa en ruinas… El correo nocturno acababa de
informarme de que habíamos tomado posesión del montón de escombros
que yo llamaba Elia Capitolina y que los judíos seguían llamando Jerusalén;
acabábamos de incendiar Ascalón; había sido necesario ejecutar en masa a
los rebeldes de Gaza… Si dieciséis años de reinado de un príncipe
apasionado por la paz culminaban con la campaña de Palestina, las
perspectivas pacíficas del mundo del futuro no se presentaban muy
favorables.
Me incorporé apoyándome en el codo, incómodo en mi estrecha cama
de campaña. Verdad era que por lo menos algunos judíos habían escapado
al contagio de los zelotes; aún en Jerusalén los fariseos escupían al paso de
Akiba, tratando de viejo loco a ese fanático que reducía a la nada las sólidas
ventajas de la paz romana y gritándole que la hierba le crecería en la boca
antes de que se cumpliera en la tierra la victoria de Israel. Pero yo prefería a
los falsos profetas antes que a esos hombres amantes del orden que nos
despreciaban a todos y contaban con nosotros para proteger de las
exacciones de Simeón su dinero colocado en los bancos sirios y en sus
granjas de Galilea. Pensaba en los tránsfugas que pocas horas antes se
habían sentado bajo esta misma tienda, humildes, conciliadores y serviles,
pero arreglándose siempre para dar la espalda a la imagen de mi Genio.
Nuestro mejor agente, Elías Ben-Abayad, que nos servía de informante y de
espía, era justamente despreciado por ambos bandos; el más inteligente del
grupo tenía un espíritu liberal y un corazón enfermo, vivía desgarrado entre
su amor por su pueblo y su afición a nuestras letras y a nosotros; también él,
por lo demás, sólo pensaba en Israel. Josué Ben-Kisma, que predicaba la
pacificación, era una especie de Akiba más tímido o más hipócrita; en
cuanto al rabino Josuá, que había sido mucho tiempo mi consejero en
cuestiones judías, yo había advertido que por debajo de su flexibilidad y su
deseo de agradar se escondían diferencias irreconciliables, ese punto en el
que dos pensamientos de especie diferente sólo se encuentran para
combatirse. Nuestros territorios se extendían a lo largo de centenares de
leguas, millares de estadios, más allá de aquel seco horizonte de colinas,
pero la roca de Bethar era nuestra frontera. Podíamos aniquilar los macizos
muros de la ciudadela donde Simeón consumaba frenéticamente su suicidio,
pero no podíamos impedir que aquella raza siguiera diciéndonos no.
Zumbaba un mosquito; Euforión, que se estaba poniendo viejo, no había
cerrado del todo las finas cortinas de gasa; los libros, los mapas tirados por
tierra, se movían crujiendo a causa del viento que entraba bajo la tela de la
tienda. Sentándome en el lecho me calzaba los borceguíes, buscaba a tientas
mi túnica, mi cinturón y mi daga; salía luego a respirar el aire nocturno.
Recorría las grandes calles regulares del campamento, vacías a aquella hora
avanzada, iluminadas como las de las ciudades. Los soldados de facción me
saludaban solemnemente al verme pasar; mientras flanqueaba la barraca
que servía de hospital, respiraba el hedor de los enfermos de disentería. Me
acercaba al terraplén que nos separaba del precipicio y del enemigo. Un
centinela marchaba a largos pasos regulares por aquel camino de ronda y la
luna lo recortaba peligrosamente; en aquel ir y venir reconocía el
movimiento de un engranaje de la inmensa máquina cuyo eje era yo mismo.
Por un instante me emocionaba el espectáculo de aquella silueta solitaria,
de esa llama efímera ardiendo en el pecho de un hombre en medio de un
mundo de peligros. Silbaba una flecha, apenas más importuna que el
mosquito que me fastidiara en mi tienda; me acodaba a los sacos de arena
del parapeto.
Desde hace algunos años se supone que gozo de una extraña
clarividencia, que conozco sublimes secretos. Es un error, pues nada sé.
Pero no es menos cierto que en aquellas noches de Bethar vi pasar ante mis
ojos inquietantes fantasmas. Las perspectivas que se abrían al espíritu en lo
alto de las colinas desnudas eran menos majestuosas que las del Janículo,
menos doradas que las del Sunión; eran su reverso, su nadir. Me repetía que
era vano esperar para Atenas y para Roma esa eternidad que no ha sido
acordada a los hombres ni a las cosas, y que los más sabios de entre
nosotros niegan incluso a los dioses. Esas formas sapientes y complicadas
de la vida, esas civilizaciones satisfechas de sus refinamientos del arte y la
felicidad, esa libertad espiritual que se informa y que juzga, dependen de
probabilidades tan innumerables como raras, de condiciones casi imposibles
de reunir y cuya duración no cabe esperar. Destruiríamos a Simeón; Arriano
sabría proteger a Armenia de las invasiones alanas. Pero otras hordas
vendrían después, y otros falsos profetas. Nuestros débiles esfuerzos por
mejorar la condición humana serían proseguidos sin mayor entusiasmo por
nuestros sucesores; la semilla del error y la ruina, contenida hasta en el
bien, crecería en cambio monstruosamente a lo largo de los siglos. Cansado
de nosotros, el mundo se buscaría otros amos; lo que nos había parecido
sensato resultaría insípido, y abominable lo que considerábamos hermoso.
Como el iniciado en el culto de Mitra, la raza humana necesita quizás el
baño de sangre y el pasaje periódico por la fosa fúnebre. Veía volver los
códigos salvajes, los dioses implacables, el despotismo incontestado de los
príncipes bárbaros, el mundo fragmentado en naciones enemigas,
eternamente inseguras. Otros centinelas amenazados por las flechas irían y
vendrían por los caminos de ronda de las ciudades futuras; continuaría el
juego estúpido, obsceno y cruel, y la especie, envejecida, le incorporaría sin
duda nuevos refinamientos de horror. Nuestra época, cuyas insuficiencias y
taras conocía quizá mejor que nadie, llegaría a ser considerada por contraste
como una de las edades de oro de la humanidad.
Natura deficit, fortuna mutatur, deus omnia cernit. La naturaleza nos
traiciona, la fortuna cambia, un dios mira las cosas desde lo alto.
Atormentaba con los dedos el engarce de un anillo en el cual, cierto día de
amargura, había hecho grabar aquellas tristes palabras. Iba aún más allá en
el desencanto y quizás en la blasfemia, y terminaba por encontrar natural, si
no justo, que tuviéramos que perecer. Nuestra literatura se agota, nuestras
artes se adormecen; Pancratés no es Homero, Arriano no es Jenofonte;
cuando quise inmortalizar en la piedra la forma de Antínoo, no pude
encontrar un Praxiteles. Nuestras ciencias están detenidas desde los días de
Aristóteles y Arquímedes; los progresos técnicos no resistirían el desgaste
de una guerra prolongada; hasta los más voluptuosos de entre nosotros
sienten el hartazgo de la felicidad. Las costumbres menos rudas, el adelanto
de las ideas durante el último siglo, son obra de una íntima minoría de
gentes sensatas; la masa sigue siendo ignara, feroz cada vez que puede, en
todo caso egoísta y limitada; bien se puede apostar a que lo seguirá siendo
siempre. Demasiados procuradores y publicanos ávidos, senadores
desconfiados y centuriones brutales han comprometido por adelantado
nuestra obra; los imperios no tienen más tiempo que los hombres para
instruirse a la luz de sus faltas. Allí donde un sastre remendaría su tela,
donde un calculista hábil corregiría sus errores, donde el artista retocaría su
obra maestra todavía imperfecta, la naturaleza prefiere volver a empezar
desde la arcilla, desde el caos, y ese derroche es lo que llamamos el orden
de las cosas.
Levanté la cabeza y me moví para desentumecerme. En lo alto de la
ciudadela de Simeón nacían vagos resplandores que enrojecían el cielo,
manifestaciones inexplicables de la vida nocturna del enemigo. El viento
soplaba de Egipto; y una tromba de polvo pasaba como un espectro; los
perfiles aplastados de las colinas me recordaban la cadena arábiga a la luz
de la luna. Regresé lentamente, tapándome la boca con el borde de mi
manto, irritado conmigo mismo por haber consagrado la noche a hueras
meditaciones sobre el porvenir, cuando hubiera debido emplearla para
preparar la jornada siguiente, o para dormir. La caída de Roma, si es que
caía, era de la incumbencia de mis sucesores; en aquel año ochocientos
ochenta y siete de la era romana, mi tarea consistía en sofocar la revuelta en
Judea y devolver a la patria, sin demasiadas pérdidas, un ejército enfermo.
Al atravesar la explanada, resbalaba a veces en la sangre de un rebelde
ejecutado la víspera. Me acosté vestido; dos horas después me despertaron
las trompetas del alba.
Traducción de
Marcelo Zapata
a G. F.