Memorias de Adriano

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La apasionante personalidad de Adriano, emperador de Roma en el siglo

segundo, y uno de los más notables gobernantes que tuvo el Imperio,


transciende cualquier reseña sobre su obra y figura para convertirse en
fuente de inspiración de esta novela excepcional, alabada como una de las
obras más singulares, bellas y hondas de la literatura del siglo XX. Este
inventario autobiográfico ficticio que Adriano hace a las puertas de la
muerte constituye el más íntimo y magistral retrato de quien fue uno de los
últimos espíritus libres de la Antigüedad.
Marguerite Yourcenar

Memorias de Adriano
ePub r1.8
MayenCM 15.09.2021
Título original: Mémoires d’Hadrien
Marguerite Yourcenar, 1951
Traducción: Julio Cortázar

Editor digital: MayenCM


Segundo editor: Horus (r1.0 a 1.7)
Informes de erratas: spawner, rodovil
ePub base r2.1
Animula vagula, blandula,
Hospes comesque corporis,
Quae nunc abibis in loca
Pallidula, rigida, nudula,
Nec, ut solis, dabis iocos…

P. ÆLIUS HADRIANUS, Imp.


ANIMULA
VAGULA
BLANDULA
Querido Marco:
He ido esta mañana a ver a mi médico Hermógenes, que acaba de
regresar a la Villa después de un largo viaje por Asia. El examen debía
hacerse en ayunas; habíamos convenido encontrarnos en las primeras horas
del día. Me tendí sobre un lecho luego de despojarme del manto y la túnica.
Te evito detalles que te resultarían tan desagradables como a mí mismo, y la
descripción del cuerpo de un hombre que envejece y se prepara a morir de
una hidropesía del corazón. Digamos solamente que tosí, respiré y contuve
el aliento conforme a las indicaciones de Hermógenes, alarmado a pesar
suyo por el rápido progreso de la enfermedad, y pronto a descargar el peso
de la culpa en el joven Iollas, que me atendió durante su ausencia. Es difícil
seguir siendo emperador ante un médico, y también es difícil guardar la
calidad de hombre. El ojo de Hermógenes sólo veía en mí un saco de
humores, una triste amalgama de linfa y de sangre. Esta mañana pensé por
primera vez que mi cuerpo, ese compañero fiel, ese amigo más seguro y
mejor conocido que mi alma, no es más que un monstruo solapado que
acabará por devorar a su amo. Haya paz… Amo mi cuerpo; me ha servido
bien, y de todos modos no le escatimo los cuidados necesarios. Pero ya no
cuento, como Hermógenes finge contar, con las virtudes maravillosas de las
plantas y el dosaje exacto de las sales minerales que ha ido a buscar a
Oriente. Este hombre, tan sutil sin embargo, abundó en vagas fórmulas de
aliento, demasiado triviales para engañar a nadie. Sabe muy bien cuánto
detesto esta clase de impostura, pero no en vano ha ejercido la medicina
durante más de treinta años. Perdono a este buen servidor su esfuerzo por
disimularme la muerte. Hermógenes es sabio, y tiene también la sabiduría
de la prudencia; su probidad excede con mucho a la de un vulgar médico de
palacio. Tendré la suerte de ser el mejor atendido de los enfermos. Pero
nada puede exceder de los límites prescritos; mis piernas hinchadas ya no
me sostienen durante las largas ceremonias romanas; me sofoco; y tengo
sesenta años.
No te llames sin embargo a engaño: aún no estoy tan débil como para
ceder a las imaginaciones del miedo, casi tan absurdas como las de la
esperanza, y sin duda mucho más penosas. De engañarme, preferiría el
camino de la confianza; no perdería más por ello, y sufriría menos. Este
término tan próximo no es necesariamente inmediato; todavía me recojo
cada noche con la esperanza de llegar a la mañana. Dentro de los límites
infranqueables de que hablaba, puedo defender mi posición palmo a palmo,
y aun recobrar algunas pulgadas del terreno perdido. Pero de todos modos
he llegado a la edad en que la vida, para cualquier hombre, es una derrota
aceptada. Decir que mis días están contados no tiene sentido; así fue
siempre; así es para todos. Pero la incertidumbre del lugar, de la hora y del
modo, que nos impide distinguir con claridad ese fin hacia el cual
avanzamos sin tregua, disminuye para mí a medida que la enfermedad
mortal progresa. Cualquiera puede morir súbitamente, pero el enfermo sabe
que dentro de diez años ya no vivirá. Mi margen de duda no abarca los años
sino los meses. Mis probabilidades de acabar por obra de una puñalada en
el corazón o una caída de caballo van disminuyendo cada vez más; la peste
parece improbable; se diría que la lepra o el cáncer han quedado
definitivamente atrás. Ya no corro el riesgo de caer en las fronteras,
golpeado por un hacha caledonia o atravesado por una flecha parta; las
tempestades no supieron aprovechar las ocasiones que se les ofrecían, y el
hechicero que me predijo que no moriría ahogado parece haber tenido
razón. Moriré en Tíbur, en Roma, o a lo sumo en Nápoles, y una crisis de
asfixia se encargará de la tarea. ¿Cuál de ellas me arrastrará, la décima o la
centésima? Todo está en eso. Como el viajero que navega entre las islas del
Archipiélago ve alzarse al anochecer la bruma luminosa y descubre poco a
poco la línea de la costa, así empiezo a percibir el perfil de mi muerte.
Ciertas porciones de mi vida se asemejan ya a las salas desmanteladas
de un palacio demasiado vasto, que un propietario venido a menos no
alcanza a ocupar por entero. He renunciado a la caza; si sólo estuviera yo
para turbar su rumia y sus juegos, los cervatillos de los montes de Etruria
vivirían tranquilos. Siempre tuve con la Diana de los bosques las relaciones
mudables y apasionadas de un hombre con el ser amado; adolescente, la
caza del jabalí me ofreció las primeras posibilidades de encuentro con el
mando y el peligro; me entregaba a ellas con furor, y mis excesos me
valieron las reprimendas de Trajano. La encarna, en un claro de bosque en
España, fue mi primera experiencia de la muerte, del coraje, de la piedad
por las criaturas, y del trágico placer de verlas sufrir. Ya hombre, la caza me
sosegaba de tantas luchas secretas con adversarios demasiado sutiles o
torpes, demasiado débiles o fuertes para mí. El justo combate entre la
inteligencia humana y la sagacidad de las fieras parecía extrañamente leal
comparado con las emboscadas de los hombres. Siendo emperador, mis
cacerías en Toscana me sirvieron para juzgar el valor o las aptitudes de los
altos funcionarios; allí eliminé o elegí a más de un estadista. Después, en
Bitinia y en Capadocia, convertí las grandes batidas en pretexto para
fiestas-triunfo otoñal en los bosques del Asia. Pero el compañero de mis
últimas cacerías murió joven, y mi gusto por esos violentos placeres
disminuyó mucho después de su partida. Pero aun aquí, en Tíbur, el súbito
resoplar de un ciervo entre el follaje basta para que se agite en mí un
instinto más antiguo que todos los demás, gracias al cual me siento tanto
onza como emperador. ¿Quién sabe? Si he ahorrado mucha sangre humana,
quizá sea porque derramé la de tantas fieras, que a veces, secretamente,
prefería a los hombres. Sea como fuere, la imagen de las fieras me persigue
más y más, y tengo que hacer un esfuerzo para no abandonarme a
interminables relatos de montería que pondrían a prueba la paciencia de mis
invitados durante la velada. En verdad el recuerdo del día de mi adopción
tiene su encanto, pero el de los leones cazados en Mauretania no está mal
tampoco.
La renuncia a montar a caballo es un sacrificio aún más penoso: una
fiera no pasa de ser un adversario, pero el caballo era un amigo. Si hubiera
podido elegir mi condición, habría elegido la de centauro. Las relaciones
entre Borístenes y yo eran de una precisión matemática: me obedecía como
a su cerebro, no como a su amo. ¿Habré logrado jamás que un hombre
hiciera lo mismo? Una autoridad tan absoluta comporta, como cualquier
otra, los riesgos del error para aquel que la ejerce, pero el placer de intentar
lo imposible en el salto de obstáculos era demasiado grande para lamentar
una clavícula fracturada o una costilla rota. Mi caballo reemplazaba las mil
nociones vinculadas al título, la función y el nombre, que complican la
amistad humana, por el único conocimiento de mi peso exacto de hombre.
Participaba de mis impulsos; sabía exactamente, y quizá mejor que yo, el
punto donde mi voluntad se divorciaba de mi fuerza. Pero ya no inflijo al
sucesor de Borístenes la carga de un enfermo de músculos laxos, demasiado
débil para montar por sus propios medios. Celer, mi ayuda de campo, lo
adiestra en este momento en el camino de Preneste; todas mis antiguas
experiencias con la velocidad me permiten compartir el placer del jinete y
el de la cabalgadura, valorar las sensaciones del hombre a galope tendido en
un día de sol y de viento. Cuando Celer desmonta, siento que vuelvo a
tomar contacto con el suelo. Lo mismo ocurre con la natación; he
renunciado a ella, pero participo todavía de la delicia del nadador acariciado
por el agua. La carrera, aun la más breve, me sería hoy tan imposible como
a una estatua, a un César de piedra, pero recuerdo mis carreras de niño en
las resecas colinas españolas, el juego que se juega con uno mismo y en el
cual se llega al límite del agotamiento, seguro de que el perfecto corazón y
los intactos pulmones restablecerán el equilibrio; de cualquier atleta que se
adiestra para la carrera del estadio, alcanzo una comprensión que la
inteligencia sola no me daría. Así, de cada arte practicado en su tiempo,
extraigo un conocimiento que me resarce en parte de los placeres perdidos.
Creí, y en mis buenos momentos lo creo todavía, que es posible compartir
de esa suerte la existencia de todos, y que esa simpatía es una de las formas
menos revocables de la inmortalidad. Hubo momentos en que esta
comprensión trató de trascender lo humano, y fue del nadador a la ola. Pero
en este punto me faltan ya seguridades, y entro en el dominio de las
metamorfosis del sueño.
Comer demasiado es un vicio romano, pero yo fui sobrio con
voluptuosidad. Hermógenes no se ha visto precisado a alterar mi régimen,
salvo quizá esa impaciencia que me llevaba a devorar lo primero que me
ofrecían, en cualquier parte y a cualquier hora, como para satisfacer de
golpe las exigencias del hambre. De más está decir que un hombre rico, que
sólo ha conocido las privaciones voluntarias o las ha experimentado a título
provisional, como un incidente más o menos excitante de la guerra o del
viaje, sería harto torpe si se jactara de no haberse saciado. Atracarse los días
de fiesta ha sido siempre la ambición, la alegría y el orgullo naturales de los
pobres. Amaba yo el aroma de las carnes asadas y el ruido de las marmitas
en las festividades del ejército, y que los banquetes del campamento (o lo
que en el campamento valía por un banquete) fuesen lo que deberían ser
siempre: un alegre y grosero contrapeso a las privaciones de los días
hábiles. En la época de las saturnales, toleraba el olor a fritura de las plazas
públicas. Pero los festines de Roma me llenaban de tal repugnancia y hastío
que alguna vez, cuando me creí próximo a la muerte durante un
reconocimiento o una expedición militar, me dije para reconfortarme que
por lo menos no tendría que volver a participar de una comida. No me
infieras la ofensa de tomarme por un vulgar renunciador; una operación que
tiene lugar dos o tres veces por día, y cuya finalidad es alimentar la vida,
merece seguramente todos nuestros cuidados. Comer un fruto significa
hacer entrar en nuestro Ser un hermoso objeto viviente, extraño, nutrido y
favorecido como nosotros por la tierra; significa consumar un sacrificio en
el cual optamos por nosotros frente a las cosas. Jamás mordí la miga de pan
de los cuarteles sin maravillarme de que ese amasijo pesado y grosero
pudiera transformarse en sangre, en calor, acaso en valentía. ¡Ah! ¿Por qué
mi espíritu, aun en sus mejores días, sólo posee una parte de los poderes
asimiladores de un cuerpo?
En Roma, durante las interminables comidas oficiales, se me ocurrió
pensar en los orígenes relativamente recientes de nuestro lujo, en este
pueblo de granjeros parsimoniosos y soldados frugales, alimentados a ajo y
a cebada, repentinamente precipitados por la conquista en las cocinas
asiáticas y hartándose de alimentos complicados con torpeza de campesinos
hambrientos. Nuestros romanos se atiborran de pájaros, se inundan de
salsas y se envenenan con especias. Un Apicio está orgulloso de la sucesión
de las entradas, de la serie de platos agrios o dulces, pesados o ligeros, que
componen la bella ordenación de sus banquetes; vaya y pase, todavía, si
cada uno de ellos fuera servido aparte, asimilado en ayunas, doctamente
saboreado por un gastrónomo de papilas intactas. Presentados al mismo
tiempo, en una mezcla trivial y cotidiana, crean en el paladar y el estómago
del hombre que los come una detestable confusión en donde los olores, los
sabores y las sustancias pierden su valor propio y su deliciosa identidad. El
pobre Lucio se divertía antaño en confeccionarme platos raros; sus patés de
faisán, con su sabia dosis de jamón y especias, daban pruebas de un arte tan
exacto como el del músico o el del pintor; yo añoraba sin embargo la carne
pura de la hermosa ave. Grecia sabía más de estas cosas; su vino resinoso,
su pan salpicado de sésamo, sus pescados cocidos en las parrillas al borde
del mar, ennegrecidos aquí y allá por el fuego y sazonados por el crujir de
un grano de arena, contentaban el apetito sin rodear con demasiadas
complicaciones el más simple de nuestros goces. En algún tabuco de Egina
o de Falera he saboreado alimentos tan frescos que seguían siendo
divinamente limpios a pesar de los sucios dedos del mozo de taberna, tan
módicos pero tan suficientes que parecían contener, en la forma más
resumida posible, una esencia de inmortalidad. También la carne asada por
la noche, después de la caza, tenía esa calidad casi sacramental que nos
devolvía más allá, a los salvajes orígenes de las razas. El vino nos inicia en
los misterios volcánicos del suelo, en las ocultas riquezas minerales; una
copa de Samos bebida a mediodía, a pleno sol, o bien absorbida una noche
de invierno, en un estado de fatiga que permite sentir en lo hondo del
diafragma su cálido vertimiento, su segura y ardiente dispersión en nuestras
arterias, es una sensación casi sagrada, a veces demasiado intensa para una
cabeza humana; no he vuelto a encontrarla al salir de las bodegas
numeradas de Roma, y la pedantería de los grandes catadores de vinos me
impacienta. Más piadosamente aún, el agua bebida en el hueco de la mano,
o de la misma fuente, hace fluir en nosotros la sal secreta de la tierra y la
lluvia del cielo. Pero aun el agua es una delicia que un enfermo como yo
sólo debe gustar con sobriedad. No importa; en la agonía, mezclada con la
amargura de las últimas pociones, me esforzaré por saborear su fresca
insipidez sobre mis labios.
Durante algún tiempo me abstuve de comer carne en las escuelas de
filosofía, donde es de uso ensayar de una vez por todas cada método de
conducta; más tarde, en Asia, vi a los gimnosofistas indios apartar la mirada
de los corderos humeantes y de los cuartos de gacela servidos en la tienda
de Osroes. Pero esta costumbre, que complace tu joven austeridad, exige
atenciones más complicadas que las de la misma gula; nos aparta
demasiado del común de los hombres en una función casi siempre pública,
presidida las más de las veces por el aparato o la amistad. Prefiero pasarme
la vida comiendo gansos cebados y pintadas, y no que mis convidados me
acusen de una ostentación de ascetismo. Bastante me ha costado —con
ayuda de frutos secos o del contenido de un vaso saboreado lentamente—
disimular ante los comensales que los aderezados manjares de mis
cocineros estaban destinados a ellos más que a mí, o que mi curiosidad por
probarlos se agotaba antes que la suya. Un príncipe carece en esto de la
latitud que se ofrece al filósofo; no puede permitirse diferir en demasiadas
cosas a la vez, y bien saben los dioses que mis diferencias eran ya
demasiadas, aunque me jactase de que muchas permanecían invisibles. En
cuanto a los escrúpulos religiosos del gimnosofista, a su repugnancia frente
a las carnes sangrientas, me afectarían más si no se me ocurriera
preguntarme en qué difiere esencialmente el sufrimiento de la hierba segada
del de los carneros degollados, y si nuestro horror ante las bestias
asesinadas no se debe sobre todo a que nuestra sensibilidad pertenece al
mismo reino. Pero en ciertos momentos de la vida, por ejemplo en los
períodos de ayuno ritual, o en las iniciaciones religiosas, he apreciado las
ventajas espirituales —y también los peligros— de las diferentes formas de
abstinencia, y aun de la inanición voluntaria, de estos estados próximos al
vértigo en que el cuerpo, privado de lastre, entra en un mundo para el cual
no ha sido hecho y que prefigura las frías levedades de la muerte. En otros
momentos esas experiencias me permitieron jugar con la idea del suicidio
progresivo, de la muerte por inanición que escogieron ciertos filósofos,
especie de incontinencia a la inversa por la cual se llega al agotamiento de
la sustancia humana. Pero me hubiera disgustado adherirme por completo a
un sistema; no quería que un escrúpulo me privara del derecho de hartarme
de embutidos, si por casualidad me venían las ganas o si este alimento era el
único accesible.
Los cínicos y los moralistas están de acuerdo en incluir las
voluptuosidades del amor entre los goces llamados groseros, entre el placer
de beber y el de comer, y a la vez, puesto que están seguros de que podemos
pasarnos sin ellas, las declaran menos indispensables que aquellos goces.
De un moralista espero cualquier cosa, pero me asombra que un cínico
pueda engañarse así. Pongamos que unos y otros temen a sus demonios, ya
sea porque luchan contra ellos o se abandonan, y que tratan de rebajar su
placer buscando privarlo de su fuerza casi terrible ante la cual sucumben, y
de su extraño misterio en el que se pierden. Creeré en esa asimilación del
amor a los goces puramente físicos (suponiendo que existan como tales) el
día en que haya visto a un gastrónomo llorar de deleite ante su plato
favorito, como un amante sobre un hombro juvenil. De todos nuestros
juegos, es el único que amenaza trastornar el alma, y el único donde el
jugador se abandona por fuerza al delirio del cuerpo. No es indispensable
que el bebedor abdique de su razón, pero el amante que conserva la suya no
obedece del todo a su dios. La abstinencia o el exceso comprometen al
hombre solo; pero salvo en el caso de Diógenes, cuyas limitaciones y cuya
razonable aceptación de lo peor se advierten por sí mismas, todo
movimiento sensual nos pone en presencia del Otro, nos implica en las
exigencias y las servidumbres de la elección. No sé de nada donde el
hombre se resuelva por razones más simples y más ineluctables, donde el
objeto elegido sea pesado con más exactitud en su peso bruto de delicias,
donde el buscador de verdades tenga mayor probabilidad de juzgar la
criatura desnuda. Partiendo de un despojamiento que iguala el de la muerte,
de una humildad que excede la de la derrota y la plegaria, me maravillo de
ver restablecerse cada vez la complejidad de las negativas, las
responsabilidades, los dones, las tristes confesiones, las frágiles mentiras,
los apasionados compromisos entre mis placeres y los del Otro, tantos
vínculos irrompibles y que sin embargo se desatan tan pronto. El juego
misterioso que va del amor a un cuerpo al amor de una persona me ha
parecido lo bastante bello como para consagrarle parte de mi vida. Las
palabras engañan, puesto que la palabra placer abarca realidades
contradictorias, comporta a la vez las nociones de tibieza, dulzura,
intimidad de los cuerpos, y las de violencia, agonía y grito. La obscena
frasecita de Posidonio sobre el frote de dos parcelas de carne —que te he
visto copiar en tu cuaderno escolar como un niño aplicado— no define el
fenómeno del amor, así como la cuerda rozada por el dedo no explica el
milagro infinito de los sonidos. Esa frase no insulta a la voluptuosidad sino
a la carne misma, ese instrumento de músculos, sangre y epidermis, esa
nube roja cuyo relámpago es el alma.
Reconozco que la razón se confunde frente al prodigio del amor, frente
a esa extraña obsesión por la cual la carne, que tan poco nos preocupa
cuando compone nuestro propio cuerpo, y que sólo nos mueve a lavarla, a
alimentarla y llegado el caso, a evitar que sufra, puede llegar a inspirarnos
un deseo tan apasionado de caricias, simplemente porque está animada por
una individualidad diferente de la nuestra y porque presenta ciertos
lineamientos de belleza sobre los cuales, por lo demás, los mejores jueces
no se han puesto de acuerdo. Aquí la lógica humana se queda corta, como
en las revelaciones de los Misterios. Y no se ha engañado la tradición
popular que siempre vio en el amor una forma de iniciación, uno de los
puntos de contacto de lo secreto y lo sagrado. La experiencia sensual se
asemeja además de los Misterios en que la primera aproximación produce
en el no iniciado el efecto de un rito más o menos aterrador,
escandalosamente alejado de las funciones familiares del sueño, del beber y
del comer, objeto de bromas, de vergüenza o de terror. Al igual que la danza
de las ménades o el delirio de los coribantes, nuestro amor nos arrastra a un
universo diferente, donde en otros momentos nos está vedado penetrar, y
donde cesamos de orientarnos tan pronto el ardor se apaga o el goce se
disuelve. Clavado en el cuerpo querido como un crucificado a su cruz, he
aprendido algunos secretos de la vida que se embotan ya en mi recuerdo,
sometidos a la misma ley que quiere que el convaleciente, una vez curado,
cese de reconocerse en las misteriosas verdades de su mal, que el prisionero
liberado olvide la tortura, o el vencedor ya sobrio la gloria.
He soñado a veces con elaborar un sistema de conocimiento humano
basado en el erótico, una teoría del contacto en la cual el misterio y la
dignidad del prójimo consistirían precisamente en ofrecer al Yo el punto de
apoyo de ese otro mundo. En una filosofía semejante, la voluptuosidad sería
una forma más completa, pero también más especializada, de este
acercamiento al Otro, una técnica al servicio del conocimiento de aquello
que no es uno mismo. Aun en los encuentros menos sensuales, la emoción
nace o se alcanza por el contacto: la mano un tanto repugnante de esa vieja
que me presenta un petitorio, la frente húmeda de mi padre agonizante, la
llaga de un herido que curamos. Las relaciones más intelectuales o más
neutras se operan asimismo a través de este sistema de señales del cuerpo:
la mirada súbitamente comprensiva del tribuno al cual explicamos una
maniobra antes de la batalla, el saludo impersonal de un subalterno a quien
nuestro paso fija en una actitud de obediencia, la ojeada amistosa del
esclavo cuando le doy las gracias por traerme una bandeja, o el mohín
apreciativo de un viejo amigo frente al camafeo griego que le ofrecemos.
En el caso de la mayoría de los seres, los contactos más ligeros y
superficiales bastan para contentar nuestro deseo, y aun para hartarlo. Si
insisten, multiplicándose en torno de una criatura única hasta envolverla por
entero; si cada parcela de un cuerpo se llena para nosotros de tantas
significaciones trastornadoras como los rasgos de un rostro; si un solo ser,
en vez de inspirarnos irritación, placer o hastío, nos hostiga como una
música y nos atormenta como un problema; si pasa de la periferia de
nuestro universo a su centro, llegando a sernos más indispensable que
nuestro propio ser, entonces tiene lugar el asombroso prodigio en el que
veo, más que un simple juego de la carne, una invasión de la carne por el
espíritu.
Estos criterios sobre el amor podrían inducir a una carrera de seductor.
Si no la seguí, se debe sin duda a que preferí hacer, si no algo mejor, por lo
menos otra cosa. A falta de genio, esa carrera exige atenciones y aun
estratagemas para las cuales no me sentía destinado. Me fatigaban esas
trampas armadas, siempre las mismas, esa rutina reducida a perpetuos
acercamientos y limitada por la conquista misma. La técnica del gran
seductor exige, en el paso de un objeto amado a otro, cierta facilidad y
cierta indiferencia que no poseo; de todas maneras, ellos me abandonaron
más de lo que yo los abandoné; jamás he podido comprender que pueda uno
saciarse de un ser. El deseo de detallar exactamente las riquezas que nos
aporta cada nuevo amor, de verlo cambiar, envejecer quizá, no se concilia
con la multiplicidad de las conquistas. Creí antaño que cierto gusto por la
belleza me serviría de virtud, inmunizándome contra las solicitaciones
demasiado groseras. Pero me engañaba. El catador de belleza termina por
encontrarla en todas partes, filón de oro en las venas más innobles, y goza,
al tener en sus manos esas obras maestras fragmentarias, manchadas o rotas,
un placer de entendido que colecciona a solas una alfarería que otros creen
vulgar. Para un hombre refinado, la eminencia en los negocios humanos
significa un obstáculo más grave, pues el poder casi absoluto entraña
riesgos de adulación o de mentira. La idea de que un ser se altera y cambia
en mi presencia por poco que sea, puede llevarme a compadecerlo,
despreciarlo u odiarlo. He sufrido estos inconvenientes de mi fortuna tal
como un pobre sufre los de su miseria. Un paso más, y hubiera aceptado la
ficción consistente en pretender que se seduce, cuando en realidad se
domeña. Pero allí empieza el riesgo del asco, o quizá de la tontería.
Acabaríamos prefiriendo las simples verdades del libertinaje a las tan
sabidas estratagemas de la seducción, si en aquéllas no reinara también la
mentira. Estoy pronto a admitir en principio que la prostitución puede ser
un arte como el masaje o el peinado, pero me cuesta ya sentirme a gusto en
manos del barbero o los masajistas. Nada puede ser más grosero que
nuestros cómplices. En mi juventud me bastaba la mirada de reojo del
tabernero que me reservaba el mejor vino, privando por lo tanto a algún
otro de beberlo, para asquearme de las diversiones romanas. Me desagrada
que una criatura se crea capaz de calcular y prever mi deseo, adaptándose
mecánicamente a lo que presume ser mi elección. Este reflejo imbécil y
deformado de mí mismo, que me ofrece en esos momentos un cerebro
humano, me induciría a preferir los tristes efectos del ascetismo. Si la
leyenda no exagera las extravagancias de Nerón y las sabias búsquedas de
Tiberio, esos grandes consumadores de delicias debieron de tener harto
apagados los sentidos para procurarse un aparato tan complicado, y un
singular desprecio de los hombres para tolerar que se burlaran o
aprovecharan así de ellos. Y sin embargo, si he renunciado casi a esas
formas demasiado maquinales del placer, o me he negado a seguir adelante,
lo debo a mi suerte más que a mi virtud incapaz de resistir a cosa alguna.
Podría recaer con la vejez, como se recae en cualquier forma de confusión o
de fatiga. La enfermedad y la muerte relativamente próxima me salvarán de
la repetición monótona de los mismos gestos, semejante al deletreo de una
Lección ya sabida de memoria.
De todas las felicidades que lentamente me abandonan, el sueño es una
de las más preciosas y también de las más comunes. Un hombre que
duerme poco y mal, apoyado en una pila de almohadones, tiene tiempo para
meditar sobre esta voluptuosidad particular. Concedo que el sueño más
perfecto sigue siendo casi por necesidad un anexo del amor: reposo reflejo,
reflejado en dos cuerpos. Pero lo que aquí me interesa es el misterio
especifico del sueño por el sueño mismo, la inevitable sumersión que noche
a noche cumple osadamente el hombre desnudo, solo y desarmado, en un
océano donde todo cambia, los colores y las densidades, hasta el ritmo del
aliento, y donde nos encontramos con los muertos. Lo que nos tranquiliza
en el sueño es que volvemos a salir de él, y que salimos inmutables, pues
una interdicción extraña nos impide traer con nosotros el residuo exacto de
nuestros ensueños. También nos tranquiliza el que nos cure de la fatiga,
pero esa cura temporaria se cumple por el más radical de los
procedimientos, el de dejar de ser. Allí, como en otras cosas, el placer y el
arte consisten en abandonarse conscientemente a esa bienhechora
inconsciencia, en aceptar ser, sutilmente, más débil, más pesado, más
liviano y más confuso que uno mismo. Volveré a referirme a la asombrosa
población de los ensueños. Ahora prefiero hablar de ciertas experiencias de
sueño puro, de puro despertar, que rozan la muerte y la resurrección. Me
esfuerzo para aprehender otra vez la exacta sensación de aquellos sueños
fulminantes de la adolescencia, cuando uno se dormía vestido sobre los
libros, arrancado de golpe de las matemáticas y el derecho, y sumido en lo
hondo de un sueño sólido y pleno, tan henchido de energía sin empleo, que
en él se saboreaba, por así decirlo, el puro sentido del ser a través de los
párpados cerrados. Evoco los bruscos sueños sobre la tierra desnuda, en la
floresta, al término de fatigosas cacerías: el ladrido de los perros me
despertaba, o sus patas plantadas en mi pecho. Tan total era el eclipse, que
cada vez hubiera podido encontrarme siendo otro, y me asombraba —a
veces me entristecía— el estricto ajuste que de tan lejos volvía a traerme a
ese estrecho reducto de humanidad que era yo mismo. ¿Qué valían esas
particularidades que tanto cuentan para nosotros, si tan poco contaban para
el libre durmiente y si durante un segundo, antes de retornar descontento a
la piel de Adriano, alcanzaba a saborear casi conscientemente a ese hombre
vacío, a esa existencia sin pasado?
Por lo demás la enfermedad y la vejez tienen también sus prodigios, y
reciben del sueño otras formas de bendición. Hace un año, después de un
día especialmente fatigoso en Roma, conocí una de esas treguas en las que
el agotamiento de las fuerzas provocaba los mismos milagros —u otros,
mejor— que las inagotables reservas de antaño. Voy poco a la capital; una
vez en ella trato de hacer lo más posible. Aquella jornada había sido
desagradablemente abrumadora: a una sesión del Senado siguió otra en el
tribunal, y una interminable discusión con uno de los cuestores; vino luego
una ceremonia religiosa que no se podía abreviar, y sobre la cual caía la
lluvia. Yo mismo había reunido, ordenado esas diferentes actividades, para
dejar entre una y otra el menor tiempo posible a las importunidades y a las
adulaciones inútiles. El retorno fue uno de mis últimos viajes a caballo.
Llegué hastiado y enfermo a la Villa, sintiendo el frío que sólo se siente
cuando la sangre se rehúsa y deja de actuar en nuestras arterias. Celer y
Chabrias se afanaban, pero la solicitud puede llegar a fatigar aun cuando sea
sincera. Ya en mis aposentos, tragué unas cucharadas de una tisana caliente
que preparaba yo mismo —no por sospecha, como algunos se figuran, sino
porque así me doy el lujo de estar solo. Me acosté: el sueño parecía tan
alejado de mí como la salud, como la juventud y la fuerza. Me adormecí. El
reloj de arena me probó que apenas había llegado a dormir una hora. A mi
edad, un breve sopor equivale a los sueños que en otros tiempos abarcaban
una semirrevolución de los astros; mi tiempo está medido ahora por
unidades mucho más pequeñas. Pero una hora había bastado para cumplir el
humilde y sorprendente prodigio: el calor de mi sangre calentaba mis
manos; mi corazón, mis pulmones, volvían a funcionar con una especie de
buena voluntad; la vida fluía como un manantial poco abundante pero fiel.
En tan poco tiempo, el sueño había reparado mis excesos de virtud con la
misma imparcialidad que hubiera aplicado en reparar los de mis vicios.
Pues la divinidad del gran restaurador lo lleva a ejercer sus beneficios en el
durmiente sin tenerlo en cuenta, así como el agua cargada de poderes
curativos no se inquieta para nada de quién bebe en la fuente.
Si pensamos tan poco en un fenómeno que absorbe por lo menos un
tercio de toda vida, se debe a que hace falta cierta modestia para apreciar
sus bondades. Dormidos, Cayo Calígula y Arístides el Justo se equivalen;
yo no me distingo del servidor negro que duerme atravesado en mi umbral.
¿Qué es el insomnio sino la obstinación maníaca de nuestra inteligencia en
fabricar pensamientos, razonamientos, silogismos y definiciones que le
pertenezcan plenamente, qué es sino su negativa de abdicar en favor de la
divina estupidez de los ojos cerrados o de la sabia locura de los ensueños?
El hombre que no duerme —y demasiadas ocasiones tengo de comprobarlo
en mí desde hace meses— se rehúsa con mayor o menor conciencia a
confiar en el flujo de las cosas. Hermano de la Muerte… Isócrates se
engañaba, y su frase no es más que una amplificación de retórico. Empiezo
a conocer a la muerte; tiene otros secretos, aún más ajenos a nuestra actual
condición de hombres. Y sin embargo, tan entretejidos y profundos son
estos misterios de ausencia y de olvido parcial, que sentimos claramente
confluir en alguna parte la fuente blanca y la fuente sombría. Nunca me
gustó mirar dormir a los seres que amaba; descansaban de mí, lo sé; y
también se me escapaban. Todo hombre se avergüenza de su rostro
contaminado de sueño. Cuántas veces, al levantarme temprano para estudiar
o leer, ordené con mis manos las almohadas revueltas, las mantas en
desorden, evidencias casi obscenas de nuestros encuentros con la nada,
pruebas de que cada noche dejamos de ser…

Comenzada para informarte de los progresos de mi mal, esta carta se ha


convertido poco a poco en el esparcimiento de un hombre que ya no tiene la
energía necesaria para ocuparse en detalle de los negocios del estado,
meditación escrita de un enfermo que da audiencia a sus recuerdos. Ahora
me propongo más: tengo intención de contarte mi vida. Como correspondía,
el año pasado preparé un informe oficial sobre mis actos, en cuyo
encabezamiento estampó su nombre mi secretario Flegón. He mentido allí
lo menos posible; de todas maneras, el interés público y la decencia me
forzaron a reajustar ciertos hechos. La verdad que quiero exponer aquí no es
particularmente escandalosa, o bien lo es en la medida en que toda verdad
es escándalo. Lejos de mí esperar que tus diecisiete años comprendan algo
de esto. Sin embargo me propongo instruirte, y aun desagradarte. Tus
preceptores, elegidos por mí, te han impartido una educación severa, celosa,
quizás demasiado aislada, de la cual en suma espero un gran bien para ti y
para el Estado. Te ofrezco, como correctivo, un relato libre de ideas
preconcebidas y principios abstractos extraídos de la experiencia de un solo
hombre —yo mismo—. Ignoro las conclusiones a que me arrastrará mi
narración. Cuento con este examen de hechos para definirme, quizá para
juzgarme, o por lo menos para conocerme mejor antes de morir.
Como todo el mundo, sólo tengo a mi servicio tres medios para evaluar
la existencia humana: el estudio de mí mismo, que es el más difícil y
peligroso, pero también el más fecundo de los métodos; la observación de
los hombres, que logran casi siempre ocultarnos sus secretos o hacernos
creer que los tienen; y los libros, con los errores particulares de perspectiva
que nacen entre sus líneas. He leído casi todo lo que han escrito nuestros
historiadores, nuestros poetas y aun nuestros narradores, aunque se acuse a
estos últimos de frivolidad; quizá les debo más informaciones de las que
pude recoger en las muy variadas situaciones de mi propia vida. La palabra
escrita me enseñó a escuchar la voz humana, un poco como las grandes
actitudes inmóviles de las estatuas me enseñaron a apreciar los gestos. En
cambio, y posteriormente, la vida me aclaró los libros.
Pero los escritores mienten, aun los más sinceros. Los menos hábiles,
carentes de palabras y frases capaces de encerrarla, retienen una imagen
pobre y chata de la vida; algunos, como Lucano, la cargan y abruman con
una dignidad que no posee. Otros como Petronio, la aligeran, la convierten
en una pelota hueca que rebota, fácil de recibir y lanzar en un universo sin
peso. Los poetas nos transportan a un mundo más vasto o más hermoso,
más ardiente o más dulce que el que nos ha sido dado, diferente de él y casi
inhabitable en la práctica. Para estudiarla en toda su pureza, los filósofos
hacen sufrir a la realidad casi las mismas transformaciones que el fuego o el
mortero hacen sufrir a los cuerpos; en esos cristales o en esas cenizas nada
parece subsistir de un ser o de un hecho tales como los conocimos. Los
historiadores nos proponen sistemas demasiado completos del pasado,
series de causas y efectos harto exactas y claras como para que hayan sido
alguna vez verdaderas; reordenan esa dócil materia muerta, y sé que aun a
Plutarco se le escapará siempre Alejandro. Los narradores, los autores de
fábulas milesias, hacen como los carniceros, exponen en su tabanco
pedacitos de carne que las moscas aprecian. Mucho me costaría vivir en un
mundo sin libros, pero la realidad no está en ellos, puesto que no cabe
entera.
La observación directa de los hombres es un método aún más
incompleto, que en la mayoría de los casos se reduce a las groseras
comprobaciones que constituyen el pasto de la malevolencia humana. La
jerarquía, la posición, todos nuestros azares, restringen el campo visual del
conocedor de hombres: para observarme, mi esclavo goza de facilidades
totalmente distintas de las que tengo yo para observarlo; pero las suyas son
tan limitadas como las mías. El viejo Euforión me presenta desde hace
veinte años mi frasco de aceite y mi esponja, pero mi conocimiento de él se
detiene en su servicio, y el suyo se limita a mi baño; toda tentativa para
informarse mejor produce, tanto en el emperador como en el esclavo, el
efecto de una indiscreción. Casi todo lo que sabemos del prójimo es de
segunda mano. Si por casualidad un hombre se confiesa, aboga por su
causa, con su apología pronta. Si lo observamos, deja de estar solo. Se me
ha reprochado que me gusta leer los informes de la policía de Roma;
continuamente descubro en ellos motivos de sorpresa; amigos o
sospechosos, desconocidos o familiares, todos me asombran; sus locuras
sirven de excusa a las mías. No me canso nunca de comparar el hombre
vestido al hombre desnudo. Pero esos informes, tan ingenuamente
circunstanciados, se agregan a mis archivos sin ayudarme para nada a
pronunciar el veredicto final. El que ese magistrado de austera apariencia
haya cometido un crimen, no me permite conocerlo mejor. Me veo en
presencia de dos fenómenos en vez de uno: la apariencia del magistrado y
su crimen.
En cuanto a la observación de mí mismo, me obligo a ella aunque sólo
sea para llegar a un acuerdo con ese individuo con quien me veré forzado a
vivir hasta el fin, pero una familiaridad de casi sesenta años guarda todavía
muchas posibilidades de error. En lo más profundo, mi autoconocimiento es
oscuro, interior, informulado, secreto como una complicidad. En lo más
impersonal, es tan glacial como las teorías que puedo elaborar sobre los
números: empleo mi inteligencia para ver de lejos y desde lo alto mi propia
vida, que se convierte así en la vida de otro. Pero estos dos medios de
conocimiento son difíciles; el uno exige un descenso, y el otro una salida de
uno mismo. Llevado por la inercia, tiendo como todos a reemplazarlos por
una mera rutina, una idea de mi vida parcialmente modificada por la imagen
que de ella se hace el público, por juicios en bloque, es decir falsos, como
un patrón ya preparado al cual un sastre inepto adapta penosamente nuestra
tela propia. Equipo de valor desigual; instrumentos más o menos
embotados. Pero no tengo otros, y con ellos me fabrico lo mejor que puedo
una idea de mi destino de hombre.
Cuando considero mi vida, me espanta encontrarla informe. La
existencia de los héroes, según nos la cuentan, es simple; como una flecha,
va en línea recta a su fin. Y la mayoría de los hombres gusta resumir su vida
en una fórmula, a veces jactanciosa o quejumbrosa, casi siempre
recriminatoria; el recuerdo les fabrica, complaciente, una existencia
explicable y clara. Mi vida tiene contornos menos definidos. Como suele
suceder, lo que no fui es quizá lo que más ajustadamente la define: buen
soldado pero en modo alguno hombre de guerra; aficionado al arte, pero no
ese artista que Nerón creyó ser al morir; capaz de cometer crímenes, pero
no abrumado por ellos. Pienso a veces que los grandes hombres se
caracterizan precisamente por su posición extrema; su heroísmo está en
mantenerse en ella toda la vida. Son nuestros polos o nuestros antípodas. Yo
ocupé sucesivamente todas las posiciones extremas, pero no me mantuve en
ellas; la vida me hizo resbalar siempre. Y sin embargo no puedo jactarme,
como un agricultor o un mozo de cordel virtuosos, de una existencia situada
en el justo medio.
El paisaje de mis días parece estar compuesto, como las regiones
montañosas, de materiales diversos amontonados sin orden alguno. Veo allí
mi naturaleza, ya compleja, formada por partes iguales de instinto y de
cultura. Aquí y allá afloran los granitos de lo inevitable: por doquier, los
desmoronamientos del azar. Trato de recorrer nuevamente mi vida en busca
de su plan, seguir una vena de plomo o de oro, o el fluir de un río
subterráneo, pero este plan ficticio no es más que una ilusión óptica del
recuerdo. De tiempo en tiempo, en un encuentro, un presagio, una serie
definida de sucesos, me parece reconocer una fatalidad; pero demasiados
caminos no llevan a ninguna parte, y demasiadas sumas no se adicionan. En
esta diversidad y este desorden, percibo la presencia de una persona, pero
su forma está casi siempre configurada por la presión de las circunstancias;
sus rasgos se confunden como una imagen reflejada en el agua. No soy de
los que afirman que sus acciones no se les parecen. Muy al contrario, pues
ellas son mi única medida, el único medio de grabarme en la memoria de
los hombres y aun en la mía propia; quizá sea la imposibilidad de seguir
expresándose y modificándose por la acción lo que constituye la diferencia
entre un muerto y un ser viviente. Pero entre yo y los actos que me
constituyen existe un hiato indefinible. La prueba está en que sin cesar
siento la necesidad de pensarlos, explicarlos, justificarlos ante mí mismo.
Ciertos trabajos que duraron poco son despreciables, pero otras ocupaciones
que abarcaron toda mi vida no me parecen más significativas. En el
momento de escribir esto, por ejemplo, no me parece esencial haber sido
emperador.
De todas maneras, tres cuartos de mi vida escapan a esta definición por
los actos; la masa de mis veleidades, mis deseos, hasta de mis proyectos,
sigue siendo tan nebulosa y huidiza como un fantasma. El resto, la parte
palpable, más o menos autentificada por los hechos, apenas si es más
distinta, y la sucesión de los acaecimientos se presenta tan confusa como la
de los sueños. Poseo mi cronología propia, imposible de acordar con la que
se basa en la fundación de Roma o la era de las olimpiadas. Quince años en
el ejército duraron menos que una mañana de Atenas; sé de gentes a quienes
he frecuentado toda mi vida y que no reconoceré en los infiernos. También
los planos del espacio se superponen: Egipto y el valle de Tempe se hallan
muy próximos, y no siempre estoy en Tíbur cuando estoy ahí. De pronto mi
vida me parece trivial, no sólo indigna de ser escrita, sino aun de ser
contemplada con cierto detalle, y tan poco importante, hasta para mis
propios ojos, como la del primero que pasa. De pronto me parece única, y
por eso mismo sin valor, inútil —por irreductible— a la experiencia del
común de los hombres. Nada me explica: mis vicios y mis virtudes no
bastan; mi felicidad vale algo más, pero a intervalos, sin continuidad, y
sobre todo sin causa aceptable. Pero el espíritu humano siente repugnancia
a aceptarse de las manos del azar, a no ser más que el producto pasajero de
posibilidades que no están presididas por ningún dios, y sobre todo por él
mismo. Una parte de cada vida, y aun de cada vida insignificante, transcurre
en buscar las razones de ser, los puntos de partida, las fuentes. Mi
impotencia para descubrirlos me llevó a veces a las explicaciones mágicas,
a buscar en los delirios de lo oculto lo que el sentido común no alcanzaba a
darme. Cuando los cálculos complicados resultan falsos, cuando los mismos
filósofos no tienen ya nada que decirnos, es excusable volverse hacia el
parloteo fortuito de las aves, o hacia el lejano contrapeso de los astros.
VARIUS
MULTIPLEX
MULTIFORMIS
Mi abuelo Marulino creía en los astros. Aquel anciano demacrado, de rostro
amarillento, me concedía el mismo afecto sin ternura, sin signos exteriores
y casi sin palabras, que tenía por los animales de su granja, sus tierras, su
colección de piedras caídas del cielo. Descendía de una vasta línea de
antepasados establecidos en España desde la época de los Escipiones. Era
de jerarquía senatorial, y tercero del mismo nombre; hasta entonces nuestra
familia había pertenecido al orden ecuestre. Bajo el reinado de Tito, mi
abuelo había participado modestamente en las actividades públicas. Este
provinciano ignoraba el griego, y hablaba el latín con un ronco acento
español que me transmitió y que más tarde fue motivo de risa. Pero su
espíritu no era completamente inculto; a su muerte se halló en su casa un
saco lleno de instrumentos de matemáticas y de libros que no había tocado
en veinte años. Tenía conocimientos semicientíficos, semicampesinos, la
misma mezcla de prejuicios estrechos y añeja sabiduría que caracterizaron a
Catón el viejo. Pero Catón fue toda su vida el hombre del Senado romano y
de la guerra de Cartago, el exacto representante de la dura Roma
republicana. La dureza casi impenetrable de Marulino remontaba más atrás,
a épocas más antiguas. Era el hombre de la tribu, la encarnación de un
mundo sagrado y casi aterrador, cuyos vestigios encontré más tarde entre
nuestros necrománticos etruscos. Andaba siempre a cabeza descubierta,
cosa que luego habrían de criticar en mí; sus pies encallecidos prescindían
de las sandalias. En los días ordinarios, sus ropas se distinguían apenas de
las de los viejos mendigos y los graves aparceros acurrucados al sol. Tenía
fama de brujo y los aldeanos trataban de evitar su mirada. Pero gozaba de
un singular poder sobre los animales. Le he visto acercar su cabeza cana a
un nido de víboras, prudente y amistosamente; he visto sus dedos nudosos
que ejecutaban una especie de danza frente a un lagarto. En las noches de
verano me llevaba a lo alto de una árida colina para observar el cielo. Me
quedaba dormido en un hueco, fatigado de contar los meteoros. Él seguía
sentado, alta la cabeza, girando imperceptiblemente con los astros. Debía de
haber conocido los sistemas de Filolao y de Hiparco, y el de Aristarco de
Samos, que preferí más tarde, pero esas especulaciones ya no le
interesaban. Para él los astros eran puntos inflamados, objetos como las
piedras y los lentos insectos de los cuales también extraía presagios, partes
constitutivas de un universo mágico que abarcaba las voluntades de los
dioses, la influencia de los demonios, y la suerte reservada a los hombres.
Había determinado el tema de mi natividad. Una noche vino a mí, me
sacudió para despertarme y me anunció el imperio del mundo con el mismo
laconismo gruñón que hubiera empleado para predecir una buena cosecha a
las gentes de la granja. Luego, presa de desconfianza, fue a sacar una tea del
pequeño fuego de sarmientos que mantenía para calentarnos en las horas de
frío, la acercó a mi mano y leyó en mi espesa palma de niño de once años
no sé qué confirmación de las líneas inscritas en el cielo. El mundo era para
él un solo bloque: una mano confirmaba los astros. Su noticia me conmovió
menos de lo que podía creerse: un niño lo espera siempre todo. Creo que
después se olvidó de su profecía, sumido en esa indiferencia a los sucesos
presentes y futuros que es propia de la ancianidad. Lo encontraron una
mañana en el bosque de castaños de los confines del dominio, ya frío y
picoteado por las aves de presa. Antes de morir había tratado de enseñarme
su arte. No tuvo éxito; mi curiosidad natural saltaba de golpe a las
conclusiones sin preocuparse por los detalles complicados y un tanto
repugnantes de su ciencia. Pero quedó en mi el gusto por ciertas
experiencias peligrosas.
Mi padre, Elio Afer Adriano, era un hombre abrumado de virtudes. Su
vida transcurrió en administraciones sin gloria; su voz no contó jamás en el
Senado. Contrariamente a lo que suele ocurrir, su gobierno de África no lo
había enriquecido. Entre nosotros, en el municipio español de Itálica, se
agotaba dirimiendo conflictos locales. Carecía de ambición y de alegría;
como tantos otros hombres que se van eclipsando de año en año, había
llegado a ocuparse con maniática minucia de las insignificancias a las
cuales se dedicaba. También yo he conocido esas honorables tentaciones de
la minucia y del escrúpulo. La experiencia había desarrollado en mi padre
un extraordinario escepticismo sobre los seres humanos, y en él me incluía
siendo yo apenas un niño. Si hubiera asistido a mis éxitos, no lo habrían
deslumbrado en absoluto; el orgullo familiar era tan grande que nadie
hubiera admitido que yo agregaba alguna cosa. Aquel hombre agotado
sucumbió cuando yo tenía doce años. Mi madre habría de pasar el resto de
su vida en una austera viudez; no volví a verla desde el día en que, llamado
por mi tutor, partí para Roma. De su rostro alargado de española, lleno de
una dulzura algo melancólica, guardo un recuerdo que el busto de cera del
muro de los antepasados corrobora. De las hijas de Gades tenía los
piececitos calzados con estrechas sandalias, y el dulce balanceo de las
caderas de las danzarinas de la región asomaba en aquella joven matrona
irreprochable.
Con frecuencia he reflexionado sobre el error que cometemos al
suponer que un hombre o una familia participan necesariamente de las ideas
o los acontecimientos del siglo en que les toca vivir. El contragolpe de las
intrigas romanas llegaba apenas hasta mis padres en aquel rincón de
España, aunque en tiempos de la revuelta contra Nerón mi abuelo hubiera
ofrecido hospitalidad a Galba durante una noche. Se vivía con el recuerdo
de cierto Fabio Adriano, quemado vivo por los cartagineses en el sitio de
Útica, de un segundo Fabio, soldado sin suerte que persiguió a Mitridates
en las rutas del Asia Menor, oscuros héroes de archivos sin fastos. Mi padre
no sabía casi nada de los escritores de la época; Lucano y Séneca le eran
ajenos, aunque oriundos de España como nosotros. Mi tío abuelo Elio, que
era letrado, limitaba sus lecturas a los autores más conocidos del siglo de
Augusto. Este desdén por las modas contemporáneas les ahorraba muchos
errores de gusto; a él debían su falta de engreimiento. El helenismo y el
Oriente eran desconocidos, o se los miraba de lejos con el ceño fruncido;
creo que en toda la península no había una sola estatua griega. La economía
iba a la par de la riqueza, y una cierta rusticidad con un empaque casi
pomposo. Mi hermana Paulina era grave, silenciosa, retraída; se casó siendo
joven con un viejo. La probidad era rigurosa, pero se trataba con dureza a
los esclavos. No se incurría en ninguna curiosidad, limitándose a pensar en
todo lo que convenía a un ciudadano romano. Yo he debido de ser el
disipador de tantas virtudes, si realmente se trataba de virtudes.
La ficción oficial quiere que un emperador romano nazca en Roma,
pero nací en Itálica; más tarde habría de superponer muchas otras regiones
del mundo a aquel pequeño país pedregoso. La ficción tiene su lado bueno,
prueba que las decisiones del espíritu y la voluntad priman sobre las
circunstancias. El verdadero lugar de nacimiento es aquel donde por
primera vez nos miramos con una mirada inteligente; mis primeras patrias
fueron los libros. Y, en menor grado, las escuelas. Las de España se
resentían del ocio provinciano. La escuela de Terencio Scauro, en Roma,
proporcionaba una enseñanza mediocre sobre las filosofías y los poetas,
pero preparaba bastante bien para las vicisitudes de la existencia humana;
los maestros ejercían sobre los alumnos un despotismo que yo me
avergonzaría de imponer a los hombres; encerrados en los estrechos límites
de su saber, cada uno despreciaba a sus colegas que poseían otros
conocimientos igualmente estrechos. Aquellos pedantes se desgañitaban
disputándose sobre palabras. Las querellas de precedencia, las intrigas, las
calumnias, me familiarizaron con lo que debería encontrar más tarde en
todos los círculos donde viví; y a ello se agregaba la brutalidad de la
infancia. No obstante llegué a querer a algunos de mis maestros, a esas
relaciones extrañamente íntimas y extrañamente elusivas que existen entre
el profesor y el alumno, y a las Sirenas cantando en lo hondo de una voz
cascada que por primera vez nos revela una obra maestra o nos explica una
idea nueva. Después de todo, el más grande seductor no es Alcibíades sino
Sócrates.
Los métodos de los gramáticos y los rectores eran quizá menos absurdos
de lo que yo creía en la época en que me hallaba sometido a ellos. La
gramática, con su mezcla de regla lógica y de uso arbitrario, propone al
joven las primicias de lo que más tarde le ofrecerán las ciencias de la
conducta humana, el derecho o la moral, todos los sistemas donde el
hombre ha codificado su experiencia instintiva. En cuanto a los ejercicios
de retórica, en los que éramos sucesivamente Jerjes y Temístocles, Octavio
y Marco Antonio, me embriagaron; me sentí Proteo. Por ellos aprendí a
penetrar sucesivamente en el pensamiento de cada hombre, a comprender
que cada uno se decide, vive y muere conforme a sus propias leyes. La
lectura de los poetas tuvo efectos todavía más trastornadores; no estoy
seguro de que el descubrimiento del amor sea por fuerza más delicioso que
el de la poesía. Me transformé; la iniciación a la muerte no me hará entrar
más profundamente en otro mundo que un crepúsculo dicho por Virgilio.
Más tarde preferí la rudeza de Ennio, tan próximo a los orígenes sagrados
de la raza, a la sapiente amargura de Lucrecio; a la generosa soltura de
Homero antepuse la humilde parsimonia de Hesíodo. Gusté por sobre todo
de los poetas más complicados y oscuros, que someten mi pensamiento a
una difícil gimnástica; los más recientes o los más antiguos, aquellos que
me abren caminos novísimos o aquellos que me ayudan a encontrar las
huellas perdidas. Pero por aquel entonces amaba en el arte de los versos lo
que toca más de cerca a los sentidos, el metal pulido de Horacio, la blanda
carne de Ovidio. Scauro me desesperó al asegurarme que yo no pasaría
nunca de ser un poeta mediocre; me faltaban el don y la aplicación. Mucho
tiempo creí que se había engañado; guardo en alguna parte, bajo llave, uno
o dos volúmenes de versos amorosos, en su mayoría imitaciones de Catulo.
Pero ahora me importa muy poco que mis producciones personales sean o
no detestables.
Siempre agradeceré a Scauro que me hiciera estudiar el griego a
temprana edad. Aún era un niño cuando por primera vez probé de escribir
con el estilo los caracteres de ese alfabeto desconocido; empezaba mi gran
extrañamiento, mis grandes viajes y el sentimiento de una elección tan
deliberada y tan involuntaria como el amor. Amé esa lengua por su
flexibilidad de cuerpo bien adiestrado, su riqueza de vocabulario donde a
cada palabra se siente el contacto directo y variado de las realidades, y
porque casi todo lo que los hombres han dicho de mejor lo han dicho en
griego. Bien sé que hay otros idiomas; están petrificados, o aún les falta
nacer. Los sacerdotes egipcios me mostraron sus antiguos símbolos, signos
más que palabras, antiquísimos esfuerzos por clasificar el mundo y las
cosas, habla sepulcral de una raza muerta. Durante la guerra con los judíos,
el rabino Josuá me explicó literalmente ciertos textos de esa lengua de
sectarios, tan obsesionados por su dios, que han desatendido lo humano. En
el ejército me familiaricé con el lenguaje de los auxiliares celtas; me
acuerdo sobre todo de ciertos cantos… Pero las jergas bárbaras valen a lo
sumo por las reservas que proporcionan a la palabra, y por todo lo que sin
duda expresarán en el porvenir. En cambio el griego tiene tras de él tesoros
de experiencia, la del hombre y la del Estado. De los tiranos jonios a los
demagogos de Atenas, de la pura austeridad de un Agesilao o los excesos
de un Dionisio o de un Demetrio, de la traición de Dimarates a la fidelidad
de Filopemen, todo lo que cada uno de nosotros puede intentar para perder
a sus semejantes o para servirlos, ha sido hecho ya alguna vez por un
griego. Y lo mismo ocurre con nuestras elecciones personales: del cinismo
al idealismo, del escepticismo de Pirrón a los sueños sagrados de Pitágoras,
nuestras negativas o nuestros asentimientos ya han tenido lugar; nuestros
vicios y virtudes cuentan con modelos griegos. Nada iguala la belleza de
una inscripción votiva o funeraria latina; esas pocas palabras grabadas en la
piedra resumen con majestad impersonal todo lo que el mundo necesita
saber de nosotros. Yo he administrado el imperio en latín; mi epitafio será
inscrito en latín sobre los muros de mi mausoleo a orillas del Tíber; pero he
pensado y he vivido en griego.
Tenía dieciséis años; volvía de un periodo de aprendizaje en la Séptima
legión acantonada entonces en el corazón de los Pirineos, en una región
salvaje de la España Citerior, harto diferente de la parte meridional de la
península donde había crecido. Acilio Atiano, mi tutor, creyó oportuno
equilibrar mediante el estudio aquellos meses de vida ruda y cacerías
salvajes. Sensatamente se dejó persuadir por Scauro y me envió a Atenas
como alumno del sofista Iseo, hombre brillante y dotado sobre todo de un
raro talento para la improvisación. Atenas me conquistó de inmediato; el
colegial un tanto torpe, el adolescente de tempestuoso corazón, saboreaba
por primera vez ese aire intenso, esas conversaciones rápidas, esos
vagabundeos en los demorados atardeceres rosados, esa incomparable
facilidad para la discusión y la voluptuosidad. Las matemáticas y las artes
—investigaciones paralelas— me ocuparon sucesivamente; tuve así ocasión
de seguir en Atenas un curso de medicina de Leotiquidas. Me hubiera
agradado la profesión de médico; su espíritu no difiere en esencia del que
traté de aplicar a mi oficio de emperador. Me apasioné por esa ciencia
demasiado próxima a nosotros para no ser incierta, para no estar sujeta a la
infatuación y al error, pero a la vez rectificada de continuo por el contacto
de lo inmediato, de lo desnudo. Leotiquidas tomaba las cosas en la forma
más positiva posible; había elaborado un admirable sistema de reducción de
fracturas. Por la tarde nos paseábamos a orillas del mar; aquel hombre
universal se preocupaba por la estructura de los caracoles y la composición
de los limos marinos. Le faltaban medios experimentales; añoraba los
laboratorios y las salas de disección del museo de Alejandría, que había
frecuentado en su juventud, el choque de las opiniones, la ingeniosa
competencia de los hombres. Espíritu seco, me enseñó a preferir las cosas a
las palabras, a desconfiar de las fórmulas, a observar más que a juzgar.
Aquel áspero griego me enseñó el método.
A pesar de las leyendas que me rodean, he amado muy poco la
juventud, y la mía menos que ninguna otra. Considerada en sí misma, esa
juventud tan alocada se me presenta la mayoría de las veces como una
época mal desbastada de la existencia, un periodo opaco e informe, huyente
y frágil. De más está decir que en esta regla he hallado cierto número de
excepciones deliciosas, y dos o tres admirables entre las cuales tú, Marco,
has sido la más pura. Por lo que a mí se refiere, a los veinte años era poco
más o menos lo que soy ahora, pero sin consistencia. No todo en mí era
malo, pero podía llegar a serlo: lo bueno o lo excelente apuntalaban lo peor.
Imposible pensar sin ruborizarme en mi ignorancia del mundo que creía
conocer, mi impaciencia, esa especie de ambición frívola y avidez grosera.
¿Debo confesarlo? En el seno de la vida estudiosa de Atenas, donde todos
los placeres ocupaban su lugar morigeradamente, yo añoraba, si no a Roma
misma, la atmósfera del lugar donde continuamente se hacen y deshacen los
negocios del mundo, el ruido de poleas y engranajes de la máquina del
poder. El reinado de Domiciano llegaba a su fin; mi primo Trajano, que se
había cubierto de gloria en las fronteras del Rin, se convertía en hombre
popular; la tribu española se afianzaba en Roma. Comparada con ese
mundo de acción inmediata, la dulce provincia griega me parecía dormitar
en un polvillo de ideas ya respiradas; la pasividad política de los helenos era
para mí una forma asaz innoble de renunciación. Mi apetito de poder, de
dinero —que entre nosotros suele ser su primera forma— y de gloria, para
dar este hermoso nombre apasionado al prurito de oír hablar de nosotros,
era ya innegable. A él se mezclaba confusamente el sentimiento de que
Roma, inferior en tantas cosas, recobraba la ventaja en la familiaridad con
los grandes negocios que exigía de sus ciudadanos, por lo menos aquellos
de las órdenes senatorial o ecuestre. Había llegado al punto de sentir que la
discusión más trivial sobre la importación de trigo de Egipto me hubiera
enseñado más sobre el Estado que toda la República de Platón. Ya algunos
años atrás, joven romano avezado en la disciplina militar, había creído
comprender mejor que mis profesores a los soldados de Leónidas y a los
atletas de Píndaro. Abandoné Atenas, reseca y rubia, por la ciudad donde
hombres envueltos en pesadas togas luchan contra el viento de febrero,
donde el lujo y el libertinaje están privados de encanto, pero donde las
menores decisiones afectan al destino de una parte del mundo y donde un
joven provinciano ávido pero nada obtuso, y que al principio sólo creía
obedecer a ambiciones bastante groseras, habría de perderlas a medida que
las realizaba, aprendiendo a medirse con los hombres y las cosas, a mandar,
y, lo que al fin de cuentas es quizá algo menos fútil, a servir.
No todo era bello en ese advenimiento de una virtuosa clase media que
se establecía en vísperas de un cambio de régimen; la honestidad política
ganaba la partida con ayuda de estratagemas asaz turbias. Al poner poco a
poco la administración en manos de sus protegidos, el Senado cerraba el
círculo en torno a Domiciano hasta sofocarlo; quizá los hombres nuevos a
los cuales me vinculaban mis lazos de familia no diferían mucho de
aquellos a quienes iban a reemplazar; de todas maneras estaban menos
manchados por el poder. Los primos y sobrinos de provincia esperaban
obtener puestos subalternos, pero se les pedía que los desempeñaran con
integridad. También yo recibí mi puesto: fui nombrado juez del tribunal
encargado de los litigios sucesorios. Desde esta modesta función asistí a los
últimos golpes del duelo a muerte entre Domiciano y Roma. El emperador
había perdido pie en la capital, en la que sólo se sostenía gracias a continuas
ejecuciones que apresuraban su propio fin; el ejército entero conspiraba
para matarlo. No comprendí gran cosa de esta esgrima mucho más fatal que
la de las arenas; me contenté con sentir hacia el tirano acorralado el
desprecio un tanto arrogante de un alumno de los filósofos. Bien aconsejado
por Atiano, desempeñé mi oficio sin ocuparme demasiado de política.
Aquel año de trabajo no se diferenció mucho de los años de estudio.
Ignoraba el derecho, pero tuve la suerte de encontrar como colega en el
tribunal a Neracio Prisco, quien consintió en instruirme y siguió siendo mi
asesor legal y mi amigo hasta el día de su muerte. Pertenecía a esa rara
familia espiritual que, poseyendo a fondo una especialidad, viéndola por así
decirlo desde adentro, y con un punto de vista inaccesible a los profanos,
conserva sin embargo el sentido de su valor relativo en el orden de las
cosas, y la mide en términos humanos. Más versado que cualquiera de sus
contemporáneos en la rutina legal, no vacilaba nunca frente a las
innovaciones útiles. Gracias a él pude imponer más tarde ciertas reformas.
Pero entonces se imponían otras tareas. Había yo conservado mi acento
provinciano; mi primer discurso en el tribunal hizo reír a carcajadas.
Aproveché entonces mi frecuentación de los actores, que escandalizaban a
mi familia; durante largos meses las lecciones de elocución fueron la más
ardua pero la más deliciosa de mis tareas, y el secreto mejor guardado de mi
vida. Hasta el libertinaje se convertía en un estudio en aquellos años
difíciles. Trataba de ponerme a tono con la juventud dorada de Roma; jamás
lo conseguí por entero. Movido por la cobardía propia de esa edad, cuya
temeridad exclusivamente física se agota en otras cosas, sólo a medias me
atrevía a confiar en mí mismo; con la esperanza de parecerme a los demás,
embotaba o afilaba mi naturaleza.
No era muy querido. No había ninguna razón para que lo fuera. Ciertos
rasgos, por ejemplo la afición a las artes, que pasaban inadvertidos en el
colegial de Atenas y que serían más o menos aceptados en el emperador,
resultaban incómodos en el oficial y el magistrado en los primeros peldaños
de la autoridad. Mi helenismo se prestaba a las sonrisas, tanto más que yo lo
exhibía y lo disimulaba alternativamente. En el Senado me llamaban el
estudiante griego. Empezaba a tener mi leyenda, ese extraño reflejo
centelleante nacido a medias de nuestras acciones y a medias de lo que el
vulgo piensa de ellas. Los litigantes impudentes me delegaban sus mujeres,
si sabían de mi aventura con la esposa de un senador, o sus hijos, cuando yo
proclamaba alocadamente mi pasión por algún joven mimo. Confundir a
esas gentes con mi indiferencia me resultaba un placer. Los más
lamentables eran los que me hablaban de literatura para congraciarse
conmigo. La técnica que debía elaborar en aquellos puestos mediocres me
sirvió más tarde para mis audiencias imperiales. Volcarse íntegramente a
cada uno durante la breve duración de la entrevista, hacer del mundo una
tabla rasa donde en ese momento sólo existe cierto banquero, cierto
veterano, cierta viuda; acordar a esas personas tan variadas —aunque
encerradas en los estrechos límites de alguna especie— toda la atención
cortés que en los mejores momentos nos acordamos a nosotros mismos, y
verlos casi infaliblemente aprovechar de esa facilidad para engreírse como
la rana de la fábula; y, finalmente, consagrar seriamente algunos instantes a
su problema o a su negocio. Aquello seguía siendo el consultorio del
médico. Ponía al desnudo viejos odios aterradores, una lepra de mentiras.
Maridos contra esposas, padres contra hijos, colaterales contra todo el
mundo; el poco respeto que tenía personalmente por la institución de la
familia no resistió a ese desfile.
No desprecio a los hombres. Si así fuera no tendría ningún derecho,
ninguna razón para tratar de gobernarlos. Los sé vanos, ignorantes, ávidos,
inquietos, capaces de cualquier cosa para triunfar, para hacerse valer,
incluso ante sus propios ojos, o simplemente para evitar sufrir. Lo sé: soy
como ellos, al menos por momentos, o hubiera podido serlo. Entre el
prójimo y yo las diferencias que percibo son demasiado desdeñables como
para que cuenten en la suma final. Me esfuerzo pues para que mi actitud
esté tan lejos de la fría superioridad del filósofo como de la arrogancia del
César. Los hombres más opacos emiten algún resplandor: este asesino toca
bien la flauta, ese contramaestre que desgarra a latigazos la espalda de los
esclavos es quizá un buen hijo; ese idiota compartiría conmigo su último
mendrugo. Y pocos hay que no puedan enseñarnos alguna cosa. Nuestro
gran error está en tratar de obtener de cada uno en particular las virtudes
que no posee, descuidando cultivar aquellas que posee. A la búsqueda de
esas virtudes fragmentarias aplicaré aquí lo que decía antes,
voluptuosamente, de la búsqueda de la belleza. He conocido seres
infinitamente más nobles, más perfectos que yo, como Antonino, tu padre;
he frecuentado a no pocos héroes, y también a algunos sabios. En la
mayoría de los hombres encontré inconsistencia para el bien; no los creo
más consistentes para el mal; su desconfianza, su indiferencia más o menos
hostil cedía demasiado pronto, casi vergonzosamente, y se convertía
demasiado fácilmente en gratitud y respeto, que tampoco duraban mucho;
aun su egoísmo podía ser aplicado a finalidades útiles. Me asombra que tan
pocos me hayan odiado; sólo he tenido dos o tres enemigos encarnizados,
de los cuales y como siempre yo era en parte responsable. Algunos me
amaron, dándome mucho más de lo que tenía derecho a exigir y aun a
esperar de ellos; me dieron su muerte, y a veces su vida. Y el dios que
llevan en ellos se revela muchas veces cuando mueren.
Sólo en un punto me siento superior a la mayoría de los hombres: soy a
la vez más libre y más sumiso de lo que ellos se atreven a ser. Casi todos
desconocen por igual su justa libertad y su verdadera servidumbre.
Maldicen sus grillos; a veces parecería que se jactan de ellos. Por lo demás
su tiempo transcurre en vanas licencias; no saben urdir para sí mismos el
más ligero yugo. En cuanto a mí, busqué la libertad más que el poder, y el
poder tan sólo porque en parte favorecía la libertad. No me interesaba una
filosofía de la libertad humana (todos los que la intentan me hastían) sino
una técnica; quería hallar la charnela donde nuestra voluntad se articula con
el destino, donde la disciplina secunda a la naturaleza en vez de frenarla.
Compréndeme bien: no se trata de la dura voluntad del estoico, cuyo poder
estimas exageradamente, ni tampoco de una elección o una negativa
abstractas, que insultan las condiciones de nuestro mundo pleno, continuo,
formado de objetos y de cuerpos. Soñé con una aquiescencia más secreta o
una buena voluntad más flexible. La vida era para mí un caballo a cuyos
movimientos nos plegamos, pero sólo después de haberlo adiestrado. Como
en definitiva todo es una decisión del espíritu, aunque lenta e insensible,
que entraña asimismo la adhesión del cuerpo, me esforzaba por alcanzar
gradualmente ese estado de libertad —o de sumisión— casi puro. La
gimnástica me ayudaba a ello; la dialéctica no me perjudicaba. Busqué
primero una simple libertad de vacaciones, de momentos libres. Toda vida
bien ordenada los tiene, y quien no sabe crearlos no sabe vivir. Fui más allá;
imaginé una libertad simultánea, en la que dos acciones, dos estados, serían
posibles al mismo tiempo; tomando por modelo a César, aprendí a dictar
diversos textos a la vez, y a hablar mientras seguía leyendo. Inventé un
modo de vida en el que podía cumplirse perfectamente la tarea más pesada
sin una tregua total; llegué aun a proponerme eliminar la noción física de
fatiga. En otros momentos me ejercitaba en practicar una libertad
alternativa: las emociones, las ideas, los trabajos, debían poder ser
interrumpidos a cada instante y luego reanudados; la certidumbre de poder
ahuyentarlos o llamarlos como a esclavos les quitaba toda posibilidad de
tiranía, y a mí todo sentimiento de servidumbre. Hice más: ordené todo un
día en torno a una idea escogida, que no debía abandonarme nunca; cuando
hubiera podido desanimarme o distraerme, los proyectos o los trabajos de
otro orden, las palabras vanas, los mil incidentes de la jornada, se apoyaban
en esa idea como los pámpanos en un fuste de columna. Otras veces, en
cambio, dividía al infinito: cada pensamiento, cada hecho, era objeto de una
segmentación, de un seccionamiento en múltiples pensamientos o hechos
más pequeños, de manejo más fácil. Las resoluciones difíciles se
desmigajaban así en un polvillo de decisiones minúsculas, tomadas una a
una, determinándose consecutivamente, y por ello tan inevitables como
fáciles.
Pero el mayor rigor lo apliqué a la libertad de aquiescencia, la más
ardua de todas. Asumí mi estado y mi condición; en mis años de
dependencia, la sujeción perdía lo que pudiera tener de amargo o aun de
indigno, si aceptaba ver en ella un ejercicio útil. Elegía lo que tenía,
exigiéndome tan sólo tenerlo totalmente y saborearlo lo mejor posible. Los
trabajos más tediosos se cumplían sin esfuerzo a poco que me apasionara
por ellos. Tan pronto un objeto me repugnaba, lo convertía en tema de
estudio, forzándome hábilmente a extraer de él un motivo de alegría. Frente
a un suceso imprevisto o casi desesperado, una emboscada o una tempestad
en el mar, una vez adoptadas todas las medidas concernientes a los demás,
me consagraba a festejar el azar, a gozar de lo que me traía de inesperado;
la emboscada o la tormenta se integraban sin esfuerzo en mis planes o en
mis ensueños. Aun en la hora de mi peor desastre, he visto llegar el
momento en que el agotamiento lo privaba de una parte de su horror, en que
yo lo hacía mío al aceptarlo. Si alguna vez me toca sufrir la tortura —y sin
duda la enfermedad se encargará de someterme a ella—, no estoy seguro de
conservar mucho tiempo la impasibilidad de un Trasea, pero al menos me
quedará el recurso de resignarme a mis gritos. Y en esta forma, con una
mezcla de reserva y audacia, de sometimiento y rebelión cuidadosamente
concertados, de exigencia extrema y prudentes concesiones, he llegado
finalmente a aceptarme a mí mismo.

De haberse prolongado en exceso, esa vida en Roma me hubiera agriado,


corrompido o gastado. Me salvó el reingreso en el ejército, que también
tiene sus compromisos pero más sencillos. La incorporación significaba
viajar, y me puse en marcha lleno de júbilo. Había sido nombrado tribuno
en la Décima Legión, la Coadjutora; pasé a orillas del alto Danubio algunos
meses lluviosos de otoño, sin otro compañero que un libro de Plutarco que
acababa de aparecer. En noviembre fui trasladado a la Quinta Legión
Macedonia, acantonada entonces (y aun hoy) en la desembocadura del
mismo río, en las fronteras de la Moesia inferior. La nieve que bloqueaba
las rutas me impidió viajar por tierra. Embarqué en Pola, y apenas tuve
tiempo de visitar otra vez Atenas, donde más tarde habría de vivir largo
tiempo. La noticia del asesinato de Domiciano, anunciada a los pocos días
de mi llegada al campamento, no asombró a nadie y alegró a todo el mundo.
Trajano no tardó en ser adoptado por Nerva; la avanzada edad del nuevo
príncipe daba a esta sucesión un carácter perentorio. La política de
conquistas, en la que mi primo se proponía lanzar a Roma según era
notorio, los reagrupamientos de tropas que empezaban a cumplirse, la
severidad progresiva de la disciplina, mantenían al ejército en un estado de
efervescencia y expectativa. Aquellas legiones danubianas funcionaban con
la precisión de una máquina de guerra bien engrasada; no se parecían en
nada a las soñolientas guarniciones que yo había conocido en España. Lo
que es más importante, la atención del ejército había dejado de concentrarse
en las querellas de palacio, para fijarse en los asuntos exteriores del
imperio; nuestras tropas no se reducían ya a una banda de lictores prontos a
aclamar o a degollar a cualquiera. Los oficiales más inteligentes se
esforzaban por distinguir un plan general en esas reorganizaciones de las
que participaban, por prever el futuro nacional y no solamente el suyo
propio. Por lo demás aquellos acontecimientos, que atravesaban la primera
etapa de su crecimiento, provocaban no pocos comentarios ridículos; todas
las noches las mesas de los oficiales quedaban cubiertas de planes
estratégicos tan gratuitos como inhábiles. El patriotismo romano, la
creencia inquebrantable en los beneficios de nuestra autoridad y en la
misión de Roma sobre los pueblos, asumían en aquellos profesionales una
brutalidad a la cual yo no estaba aún acostumbrado. En las fronteras, donde
precisamente hubiera hecho falta cierta habilidad, por lo menos
momentánea, para obtener la adhesión de algunos jefes nómadas, el soldado
eclipsaba por completo al estadista; los trabajos forzados y las requisiciones
daban lugar a abusos que no asombraban a nadie. Gracias a las divisiones
continuas entre los bárbaros, la situación en el nordeste era más favorable
que nunca; incluso dudo de que las guerras posteriores la hayan mejorado.
Los incidentes fronterizos nos causaban pocas pérdidas, sólo inquietantes
por su repetición continua; reconozcamos que ese perpetuo quién vive
servía por lo menos para fortalecer el espíritu militar. Estaba persuadido sin
embargo de que un menor número de demostraciones, unido al ejercicio de
una mayor actividad mental, hubiera bastado para someter a ciertos jefes,
para ganar la adhesión de los otros, y decidí consagrarme a esta última tarea
que todo el mundo desdeñaba.
Impulsábame a ello mi gusto por el extrañamiento; me placía frecuentar
a los bárbaros. Aquel gran país situado entre las bocas del Danubio y las de
Borístenes, triángulo del cual recorrí por lo menos dos lados, se cuenta
entre las regiones más sorprendentes del mundo, al menos para nosotros,
hombres nacidos a orillas del Mar Interior, habituados a los paisajes puros y
secos del sur, a las colinas y penínsulas. Allí adoré a la diosa Tierra, como
aquí adoramos a la diosa Roma, y no hablo de Ceres sino de una divinidad
más antigua, anterior a la invención de los cultivos. Nuestro suelo griego o
latino, sostenido por la osamenta de las rocas, posee la elegancia ceñida de
un cuerpo masculino; la tierra escita tenía la abundancia algo pesada de un
cuerpo reclinado de mujer. La llanura sólo acababa en el cielo. Frente al
milagro de los ríos mi maravilla no tenía fin; aquella vasta tierra vacía era
tan sólo una pendiente y un lecho para ellos. Nuestros ríos son cortos, y
jamás nos sentimos lejos de sus fuentes. Pero el enorme caudal que acababa
aquí en confusos estuarios, arrastraba consigo los limos de un continente
desconocido, los hielos de regiones inhabitables. El frío de una meseta
española no es inferior a ningún otro, pero por primera vez me hallaba cara
a cara con el verdadero invierno, que en nuestras regiones sólo hace
apariciones más o menos breves, mientras allá se mantiene durante largos
meses, y más al norte se lo adivina inmutable, sin comienzo ni fin. La noche
de mi llegada al campo, el Danubio era una inmensa ruta de hielo rojo, y
más tarde de hielo azul, en la que el trabajo interior de las corrientes
marcaba huellas tan hondas como las de los carros. Nos protegíamos del
frío con pieles. La presencia de ese enemigo impersonal, casi abstracto,
provocaba una exaltación extraordinaria, una sensación creciente de
energía. Luchábamos por conservar ese calor, como en otras partes
luchábamos por conservar el coraje. Ciertos días, en la estepa, la nieve
borraba todos los planos, ya harto poco apreciables; se galopaba en un
mundo de espacio puro, de puros átomos. La helada daba a las cosas más
triviales y blandas una transparencia y una dureza celestes. Un junco
quebrado se convertía en una flauta de cristal. Assar, mi guía caucásico,
rompía hielo al atardecer para abrevar nuestros caballos. Aquellas bestias
eran uno de nuestros puntos de contacto más útiles con los bárbaros; los
regateos y las interminables discusiones originaban una especie de amistad,
y el respeto mutuo nacía de alguna proeza ecuestre. De noche, los fuegos
del campamento iluminaban los extraordinarios brincos de los bailarines de
estrecha cintura y sus extravagantes brazaletes de oro.
Muchas veces, en primavera, cuando el deshielo me permitía
aventurarme hasta las regiones interiores, me ocurrió dar la espalda al
horizonte austral que encerraba los mares y las islas bien conocidas, y al
occidental, donde en alguna parte el sol se ponía sobre Roma, y soñar con
adentrarme en aquellas estepas, superando los contrafuertes del Cáucaso,
hacia el norte o el Asia más lejana. ¿Qué climas, qué fauna, qué razas
humanas habría descubierto, qué imperios ignorantes del nuestro como
nosotros de los suyos, o conociéndonos a lo sumo por algunas mercancías
transmitidas de mano en mano por los traficantes, tan raras para ellos como
la pimienta de la India y el grano de ámbar de las regiones bálticas para
nosotros? En Odessos, un negociante que volvía después de un viaje de
muchos años me regaló una piedra verde semitransparente, al parecer una
sustancia sagrada procedente de un inmenso reino cuyos bordes había
costeado, y cuyas costumbres y dioses no habían despertado el interés de
aquel hombre sumido en la estrechez de su ganancia. La extraña gema me
produjo el mismo efecto que una piedra caída del cielo, meteoro de otro
mundo. Conocemos aún muy mal la configuración de la tierra, pero no
comprendo que uno pueda resignarse a esa ignorancia. Envidio a aquellos
que lograrán dar la vuelta a los doscientos cincuenta mil estadios griegos
tan bien calculados por Eratóstenes y cuyo recorrido nos traería otra vez al
punto de partida. Me imaginaba a mí mismo tomando la simple decisión de
seguir adelante por el sendero que reemplazaba nuestras rutas. Jugaba con
esa idea… Estar solo, sin bienes, sin prestigio, sin ninguno de los beneficios
de una cultura, exponiéndose en medio de hombres nuevos, entre azares
vírgenes… Ni que decir que era un sueño, el más breve de todos. Aquella
libertad que me inventaba sólo existía a la distancia; muy pronto hubiera
recreado todo lo que acababa de abandonar. Más aún: en todas partes sólo
hubiera sido un romano ausente. Una especie de cordón umbilical me ataba
a la Ciudad. Quizá en aquella época, en aquel puesto de tribuno, me sentía
más estrechamente ligado al imperio de lo que me siento hoy como
emperador, por la misma razón que el hueso del puño es menos libre que el
cerebro. Y sin embargo soñé ese sueño monstruoso que hubiera hecho
estremecerse a nuestros antepasados, prudentemente confinados en su tierra
del Lacio, y haberlo albergado en mí un instante me diferencia para siempre
de ellos.

Trajano estaba a la cabeza de las tropas en la Germania inferior; el ejército


del Danubio me designó portador de sus felicitaciones al nuevo heredero
del imperio. Me hallaba a tres días de marcha de Colonia, en plena Galia,
cuando en un alto del camino me fue anunciada la muerte de Nerva. Sentí la
tentación de adelantarme al correo imperial y de llevar personalmente a mi
primo la noticia de su advenimiento. Partí al galope, sin detenerme en parte
alguna, salvo en Tréveris, donde mi cuñado Serviano residía en calidad de
gobernador. Cenamos juntos. La alocada cabeza de Serviano estaba llena de
vapores imperiales. Hombre tortuoso, empeñado en perjudicarme o por lo
menos en impedirme agradar, concibió el plan de adelantárseme enviando
su propio correo a Trajano. Dos horas después fui atacado al vadear un río;
los asaltantes hirieron a mi ordenanza y mataron nuestros caballos. Pudimos
sin embargo apoderarnos de uno de los agresores, antiguo esclavo de mi
cuñado, quien confesó todo. Serviano hubiera debido darse cuenta de que
no es tan fácil impedir que un hombre resuelto continúe su camino, a menos
de matarlo, y era demasiado cobarde para llegar a ese punto. Tuve que hacer
doce millas a pie antes de dar con un campesino que me vendiera su
caballo. Llegué esa misma noche a Colonia, aventajando apenas al correo
de mi cuñado. Esta especie de aventura tuvo éxito, y el ejército me recibió
con un entusiasmo acrecentado. El emperador me retuvo a su lado en
calidad de tribuno de la Segunda Legión, la Fiel.
Había recibido la noticia de su advenimiento con admirable
desenvoltura. Hacía mucho que la esperaba, y sus proyectos no cambiaban
en absoluto. Seguía siendo el de siempre, el que sería hasta su muerte: un
jefe. Pero había tenido la virtud de adquirir, gracias a una concepción
totalmente militar de la disciplina, una idea de lo que es el orden en el
Estado. Todo, por lo menos al principio, giraba en torno a esta idea, incluso
sus planes de guerra y sus proyectos de conquista. Emperador-soldado, pero
en modo alguno soldado-emperador. Nada cambió en su vida; su modestia
prescindía tanto de la afectación como del empaque. Mientras el ejército se
regocijaba, él asumía sus nuevas responsabilidades como parte del trabajo
cotidiano, y mostraba a sus íntimos una sencilla satisfacción.
Yo le inspiraba muy poca confianza. Veinticuatro años mayor que yo,
mi primo era mi co-tutor desde la muerte de mi padre. Cumplía sus
obligaciones familiares con seriedad provinciana: estaba pronto a hacer lo
imposible para ayudarme si mostraba ser digno, y a tratarme con más rigor
que nadie si resultaba incompetente. Se había enterado de mis locuras de
muchacho con una indignación en modo alguno injustificada, pero que sólo
se da en el seno de las familias; por lo demás mis deudas lo escandalizaban
mucho más que mis travesuras. Otros rasgos de mi carácter lo inquietaban;
poco cultivado, sentía un respeto conmovedor por los filósofos y los
letrados, pero una cosa es admirar de lejos a los grandes filósofos y otra
tener a su lado a un joven teniente demasiado teñido de literatura. No
sabiendo dónde se situaban mis principios, mis contenciones, mis frenos,
me suponía desprovisto de ellos y sin recursos contra mí mismo. De todas
maneras, jamás había yo cometido el error de descuidar el servicio. Mi
reputación de oficial lo tranquilizaba, pero para él no era más que un joven
tribuno de brillante porvenir, que había que vigilar de cerca.
Un incidente de la vida privada estuvo muy pronto a punto de perderme.
Un bello rostro me conquistó. Me enamoré apasionadamente de un
jovencito que también había llamado la atención del emperador. La
aventura era peligrosa, y la saboreé como tal. Cierto Galo, secretario de
Trajano, que desde hacía mucho se creía en el deber de detallarle mis
deudas, nos denunció al emperador. Su irritación fue grande, y yo pasé un
mal momento. Algunos amigos, entre ellos Acilio Atiano, hicieron lo
posible por impedir que se obstinara en un resentimiento tan ridículo.
Acabó cediendo a sus instancias, y la reconciliación, al principio muy poco
sincera por ambas partes, fue más humillante para mí que todas las escenas
de cólera. Confieso haber guardado a Galo un odio incomparable. Muchos
años más tarde fue condenado por falsificación de escrituras públicas, y me
sentí —con qué delicia— vengado.
La primera expedición contra los dacios comenzó al año siguiente. Por
gusto y por política me he opuesto siempre al partido de la guerra, pero
hubiera sido más o menos que un hombre si las grandes empresas de
Trajano no me hubieran embriagado. Vistos en conjunto y a distancia,
aquellos años de guerra se cuentan entre los más dichosos para mí. Su
comienzo fue duro, o así me pareció. Empecé desempeñando puestos
secundarios, pues aún no había alcanzado la total benevolencia de Trajano.
Pero conocía el país y estaba seguro de ser útil. Casi a pesar mío, invierno
tras invierno, campamento tras campamento, batalla tras batalla, sentía
crecer mis objeciones a la política del emperador; en aquella época no tenía
ni el deber ni el derecho de expresar esas objeciones en voz alta, aparte de
que nadie me hubiera escuchado. Situado más o menos al margen, en el
quinto o el décimo lugar, conocía tanto mejor a mis tropas y compartía más
íntimamente su vida. Gozaba de cierta libertad de acción, o más bien de
cierto desasimiento frente a la acción misma, que no es fácil permitirse una
vez que se llega al poder y se han pasado los treinta años. Tenía mis
ventajas: el gusto por ese duro país, mi pasión por todas las formas
voluntarias —por lo demás intermitentes— de desposeimiento y austeridad.
Quizá era el único de los oficiales jóvenes que no añoraba Roma. Cuanto
más se iban alargando en el lodo y en la nieve los años de la campaña, más
ponían de relieve mis recursos.
Viví entonces una época de exaltación extraordinaria, debida en parte a
la influencia de un pequeño grupo de tenientes que me rodeaba y que
habían traído extraños dioses del fondo de las guarniciones asiáticas. El
culto de Mitra, menos difundido entonces de lo que llegó a ser luego de
nuestras expediciones contra los partos, me conquistó un momento por las
exigencias de su arduo ascetismo, que tendía duramente el arco de la
voluntad, por la obsesión de la muerte, del hierro y la sangre, que exaltaba
al nivel de explicación del mundo la aspereza trivial de nuestras vidas de
soldados. Nada hubiera debido oponerse más a las ideas que empezaba yo a
abrigar acerca de la guerra, pero aquellos ritos bárbaros, que crean entre los
afiliados vínculos de vida y de muerte, halagaban los más íntimos ensueños
de un joven ansioso de presente, incierto ante el porvenir, y por ello mismo
abierto a los dioses. Fui iniciado en una torrecilla de madera y juncos, a
orillas del Danubio, teniendo por asistente a Marcio Turbo, mi compañero
de armas. Me acuerdo de que el peso del toro agonizante estuvo a punto de
derrumbar el piso bajo cuya abertura me hallaba para recibir la sangrienta
aspersión. Más tarde he reflexionado sobre los peligros que estas sociedades
casi secretas pueden hacer correr al Estado si su príncipe es débil, y he
terminado por reprimirlas rigurosamente, pero reconozco que frente al
enemigo confieren a sus adeptos una fuerza casi divina. Cada uno de
nosotros creía escapar a los estrechos límites de su condición de hombre, se
sentía a la vez él mismo y el adversario, asimilado al dios de quien ya no se
sabe si muere bajo forma bestial o mata bajo forma humana. Aquellos
ensueños extraños, que hoy llegan a aterrarme, no diferían tanto de las
teorías de Heráclito sobre la identidad del arco y del blanco. En aquel
entonces me ayudaban a tolerar la vida. La victoria y la derrota se
mezclaban, confundidas, rayos diferentes de la misma luz solar. Aquellos
infantes dacios que pisoteaban los cascos de mi caballo, aquellos jinetes
sármatas abatidos más tarde en encuentros cuerpo o cuerpo donde nuestras
cabalgaduras encabritadas se mordían en pleno pecho, a todos podía yo
herirlos más fácilmente por cuanto me identificaba con ellos. Abandonado
en un campo de batalla, mi cuerpo despojado de sus ropas no hubiera sido
tan distinto de los suyos. El choque de la última estocada hubiera sido el
mismo. Te confieso así pensamientos extraordinarios, que se cuentan entre
los más secretos de mi vida, y una extraña embriaguez que jamás he vuelto
a encontrar exactamente bajo esa forma.
Cierto número de acciones brillantes, que quizá no hubieran llamado la
atención en un simple soldado, me dieron renombre en Roma y una suerte
de gloria en el ejército. La mayoría de mis supuestas proezas no eran más
que inútiles bravatas; con cierta vergüenza descubro hoy, detrás de esa
exaltación casi sagrada de que hablaba hace un momento, un bajo deseo de
agradar a toda costa y atraer la atención sobre mí. Así, un día de otoño,
crucé a caballo el Danubio henchido por las lluvias, llevando el pesado
equipo de los soldados bátavos. En este hecho de armas, si lo fue, mi
cabalgadura tuvo más mérito que yo. Pero ese período de locuras heroicas
me enseñó a distinguir entre los diversos aspectos del coraje. Aquel que me
gustaría poseer de continuo es glacial, indiferente, libre de toda excitación
física, impasible como la ecuanimidad de un dios. No me jacto de haberlo
alcanzado jamás. La falsificación que utilicé más tarde no pasaba de ser, en
mis días malos, una cínica despreocupación hacia la vida, y en los días
buenos, un sentimiento del deber al cual me aferraba. Pero muy pronto, por
poco que durara el peligro, el cinismo o el sentimiento del deber cedían a un
delirio de intrepidez, especie de extraño orgasmo del hombre unido a su
destino. A la edad que tenía entonces, aquel ebrio coraje persistía sin cesar.
Un ser embriagado de vida no prevé la muerte; ésta no existe, y él la niega
con cada gesto. Si la recibe, será probablemente sin saberlo; para él no pasa
de un choque o de un espasmo. Sonrío amargamente cuando me digo que
hoy consagro un pensamiento de cada dos a mi propio fin, como si se
necesitaran tantos preparativos para decidir a este cuerpo gastado a lo
inevitable. En aquella época, en cambio, un joven que mucho hubiera
perdido de no vivir algunos años más, arriesgaba alegremente su porvenir
todos los días.
Sería fácil interpretar lo que antecede como la historia de un soldado
demasiado intelectual, que busca hacerse perdonar sus libros. Pero estas
perspectivas simplificadas son falsas. Diversos personajes reinaban en mí
sucesivamente, ninguno por mucho tiempo, pero el tirano caído recobraba
rápidamente el poder. Albergaba así al oficial escrupuloso, fanático de
disciplina, pero que compartía alegremente las privaciones de la guerra con
sus hombres; al melancólico soñador de los dioses, al amante dispuesto a
todo por un instante de vértigo, al joven teniente altanero que se retira a su
tienda, estudia sus mapas a la luz de la lámpara, sin ocultar a los amigos su
desprecio por la forma en que van las cosas, y al estadista futuro. Pero
tampoco olvidemos al innoble adulador, que para no desagradar consentía
en emborracharse en la mesa imperial, al jovenzuelo que opinaba sobre
cualquier cosa con ridícula seguridad; al conversador frívolo, capaz de
perder a un buen amigo por una frase ingeniosa; al soldado que cumplía con
precisión maquinal sus bajas tareas de gladiador. Y mencionemos también a
ese personaje vacante, sin nombre, sin lugar en la historia, pero tan yo como
todos los otros, simple juguete de las cosas, ni más ni menos que un cuerpo,
tendido en su lecho de campaña, distraído por un olor, ocupado por un
aliento, vagamente atento a un eterno zumbido de abeja. Y sin embargo,
poco a poco, un recién venido entraba en función: un hombre de teatro, un
director de escena. Conocía el nombre de mis actores; arreglaba para ellos
entradas y salidas plausibles; cortaba las réplicas inútiles; evitaba
gradualmente los efectos vulgares. Aprendía por fin a no abusar del
monólogo. Poco a poco mis actos me iban formando.
Las hazañas militares hubieran podido valerme la enemistad de un
hombre menos grande que Trajano. Pero el coraje era el único lenguaje que
comprendía inmediatamente y cuyas palabras llegaban a su corazón. Acabó
por ver en mí a un segundo, casi a un hijo, y nada de lo que sucedió más
tarde pudo separarnos del todo. Por mi parte, algunas de mis nacientes
objeciones a su política fueron dejadas momentáneamente de lado,
olvidadas frente al admirable genio que Trajano desplegaba en el ejército.
Siempre me ha gustado ver trabajar a un gran especialista. En lo suyo, el
emperador poseía una habilidad y una seguridad inigualables. Al frente de
la Legión Minervina, la más gloriosa de todas, fui designado para destruir
las últimas defensas del enemigo en la región de las Puertas de Hierro.
Luego del sitio de la ciudadela de Sarmizegetusa, entré con el emperador a
la sala subterránea donde los consejeros del rey Decébalo acababan de
envenenarse en el curso de un banquete final; Trajano me ordenó hacer
quemar aquel extraño amontonamiento de muertos. Por la noche, en la
escarpa del campo de batalla, me puso en el dedo el anillo de diamantes que
había recibido de Nerva, y que representaba en cierto modo la prenda de la
Sucesión del poder. Aquella noche dormí contento.
Mi incipiente popularidad dio a mi segunda estadía en Roma algo de ese
sentimiento de euforia que habría de volver a encontrar en un grado mucho
mayor durante mis años de felicidad. Trajano me había entregado dos
millones de sextercios para hacer regalos al pueblo. La suma no era
bastante, pero yo gozaba ya de la administración de mi propia fortuna, que
era considerable, y vivía a salvo de preocupaciones de dinero. Había
perdido en gran medida mi innoble temor de desagradar. Una cicatriz en el
mentón me proporcionó el pretexto para usar la corta barba de los filósofos
griegos. Impuse a mi vestimenta una simplicidad que exageré todavía más
en la época imperial; mi tiempo de brazaletes y perfumes había terminado.
No importaba que esta simplicidad fuese todavía una actitud. Lentamente
me iba habituando a la privación por sí misma y a ese contraste que amé
más tarde entre una colección de gemas preciosas y las manos desnudas del
coleccionista. A propósito de vestimentas, durante el año en que serví como
tribuno del pueblo me ocurrió un incidente del cual se extrajeron presagios.
Un día en que me tocaba hablar en público bajo la lluvia, perdí mi abrigo de
gruesa lana gala. Obligado a pronunciar mi discurso envuelto en una toga,
por cuyos pliegues resbalaba el agua como en otros tantos canalones, me
pasaba a cada momento la mano por la frente para secar la lluvia que me
llenaba los ojos. Resfriarse es en Roma un privilegio de emperador, puesto
que le está vedado llevar cualquier otra prenda que no sea la toga; a partir
de aquel día, la vendedora de la esquina y el voceador de sandías creyeron
en mi fortuna.
Se habla con frecuencia de los ensueños de la juventud. Pero se olvidan
demasiado sus cálculos. También son ensueños, y no menos alocados que
los otros. No era yo el único en soñarlos durante aquel período de fiestas
romanas; el ejército entero se precipitaba a la carrera de los honores. Entré
asaz alegremente en ese papel de ambicioso que jamás he podido
representar mucho tiempo con convicción, o sin los constantes auxilios de
un apuntador. Acepté desempeñar con la más prudente exactitud la aburrida
función de curador de las actas del Senado, y cumplir mi tarea con
provecho. El lacónico estilo del emperador, admirable en el ejército,
resultaba insuficiente para Roma; la emperatriz, cuyos gustos literarios se
parecían a los míos, lo persuadió de que me dejara preparar sus discursos.
Aquél fue el primero de los buenos oficios de Plotina. Logré éxito, tanto
más que estaba acostumbrado a ese tipo de complacencias. En la época de
mis penosos comienzos, muchas veces había redactado arengas para
senadores cortos de ideas o de estilo, y que acababan por creerse sus
verdaderos autores. Trabajar para Trajano me produjo un placer semejante
al que los ejercicios de retórica me habían proporcionado en la
adolescencia; a solas en mi habitación, estudiando mis efectos ante un
espejo, me sentía emperador. La verdad es que aprendí a serlo; las audacias
de que no me hubiera creído capaz se volvían fáciles cuando era otro quien
las endosaba. El pensamiento del emperador, simple pero inarticulado, y por
tanto oscuro, se me hizo familiar; me jactaba de conocerlo un poco mejor
que él mismo. Me encantaba mimar el estilo militar del jefe, escucharlo
pronunciar en el Senado frases que parecían típicas y de las cuales era yo
responsable. Otras veces, estando enfermo Trajano, fui encargado de leer
personalmente aquellos discursos de los cuales él ya no se enteraba; mi
elocución por fin irreprochable honraba las lecciones del actor trágico
Olimpo.
Aquellas funciones casi secretas me valían la intimidad del emperador y
hasta su confianza, pero la antigua antipatía continuaba. Por un momento
había cedido al placer que un viejo príncipe siente al ver que un joven de su
sangre inicia una carrera, pues con no poca ingenuidad imagina que habrá
de continuar la suya. Pero quizá ese entusiasmo había brotado con tanta
fuerza en el campo de batalla de Sarmizegetusa porque irrumpía a través de
muchas capas superpuestas de desconfianza. Aun hoy creo que había allí
algo más que la inextirpable animosidad basada en las querellas seguidas de
difíciles reconciliaciones, en las diferencias de temperamento, o
simplemente en los hábitos mentales de un hombre que envejece. El
emperador detestaba instintivamente a los subalternos indispensables.
Hubiera preferido en mí una mezcla de celo e irregularidad al cumplir mi
cargo: le resultaba casi sospechoso a fuerza de técnicamente irreprochable.
Bien se lo vio cuando la emperatriz creyó ayudar mi carrera arreglándome
un casamiento con la sobrina nieta de Trajano. Éste se opuso
obstinadamente al proyecto, alegando mi falta de virtudes domésticas, la
extremada juventud de la elegida y hasta mis antiguas historias de deudas.
La emperatriz se empecinó, y yo mismo insistí; a su edad, Sabina no dejaba
de tener encantos. Aquel matrimonio, aligerado por una ausencia casi
continua, fue para mí una fuente tal de irritaciones y de inconvenientes, que
me cuesta recordar que en su día representó un triunfo para un ambicioso de
veintiocho años.
Ahora pertenecía más que nunca a la familia, y me vi forzado a vivir en
su seno. Pero todo me desagradaba en ese medio, salvo el hermoso rostro de
Plotina. Las comparsas españolas y los primos provincianos abundaban en
la mesa imperial, así como más tarde habría de encontrarlos en las comidas
de mi mujer, durante mis raras estadías en Roma; ni siquiera agregaré que
volvía a encontrarlos envejecidos, pues ya en aquella época todos parecían
centenarios. Una espesa cordura, algo como una rancia prudencia, emanaba
de sus personas. Casi toda la vida del emperador había transcurrido en el
ejército; Conocía Roma muchísimo menos que yo. Ponía una buena
voluntad incomparable en rodearse de todo lo que la ciudad le ofrecía de
mejor, o de lo que le presentaban como tal. El círculo oficial estaba
compuesto por hombres de admirable integridad, pero cuya cultura era un
tanto pesada, mientras su blanda filosofía no iba al fondo de las cosas.
Nunca me ha placido mucho la afabilidad estirada de Plinio; la sublime
tiesura de Tácito se me antoja que encierra la concepción del mundo de un
republicano reaccionario y que se detiene en la época de la muerte de César.
En cuanto al círculo extraoficial, era de una repelente grosería, lo que me
evitó momentáneamente correr nuevos riesgos. Para todas aquellas gentes
tan variadas, tenía yo la cortesía indispensable. Me mostraba deferente
hacia unos, flexible ante otros, canallesco cuando hacía falta, hábil pero no
demasiado hábil. Mi versatilidad me era necesaria; era múltiple por cálculo,
ondulante por juego. Caminaba sobre la cuerda floja. No sólo me hubieran
hecho falta las lecciones de un actor, sino las de un acróbata.
Por aquel entonces me reprocharon algunos adulterios con patricias.
Dos o tres de aquellas relaciones tan criticadas duraron más o menos hasta
comienzos de mi principado. Roma, tan propicia al libertinaje, no ha
apreciado jamás el amor entre aquellos que gobiernan. Marco Antonio y
Tito podrían dar testimonio de ello. Mis aventuras eran más modestas, pero
teniendo en cuenta nuestras costumbres, no entiendo cómo un hombre a
quien las cortesanas repugnaron siempre, y a quien el matrimonio hartaba
ya, hubiera podido familiarizarse de otra manera con la variada sociedad de
las mujeres. Mis enemigos, encabezados por el odioso Serviano, mi cuñado,
que por tener treinta años más que yo podía aunar las atenciones del
pedagogo con las del espía, pretendían que la ambición y la curiosidad
pesaban en aquellos amores más que el amor mismo, que la intimidad con
las esposas me hacía penetrar poco a poco en los secretos políticos de los
maridos y que las confidencias de mis amantes valían para mí tanto como
los informes policiales que habían de deleitarme más tarde. Verdad es que
toda relación prolongada me valía casi inevitablemente la amistad de un
esposo robusto o débil, pomposo o tímido, y casi siempre ciego, pero por lo
general extraía de ellas muy poco placer y menos provecho. Hasta debo
confesar que ciertos relatos indiscretos de mis amantes, escuchados sobre la
almohada, terminaban despertando simpatía por esos maridos tan burlados
y tan mal comprendidos. Aquellas relaciones, harto agradables cuando las
mujeres eran hábiles, llegaban a ser conmovedoras cuando eran hermosas.
Yo estudiaba las artes, me familiarizaba con las estatuas; aprendía a conocer
mejor a la Venus de Cnido o a Leda temblorosa bajo el peso del cisne. Era
el mundo de Tibulo y de Propercio; una melancolía, un ardor un tanto
ficticio pero obsesionante como una melodía en el modo frigio, besos
furtivos en las escaleras, velos flotantes sobre los pechos, partidas al alba, y
coronas de flores abandonadas en los umbrales.
Ignoraba casi todo de esas mujeres; lo que me daban de su vida cabía
entre dos puertas entornadas; su amor, del que hablaban sin cesar, me
parecía a veces tan liviano como sus guirnaldas, una joya de moda, un
accesorio costoso y frágil; sospechaba que se adornaban con su pasión a la
vez que con su carmín y sus collares. Mi vida era igualmente misteriosa
para ellas; no querían conocerla, prefiriendo soñarla de la manera más
arbitraria. Acababa por comprender que el espíritu del juego exigía esos
disfraces perpetuos, esos excesos en la confesión y las quejas, ese placer tan
pronto fingido como disimulado, esos encuentros concertados como figuras
de danza. Aun durante las querellas esperaban de mí una réplica prevista, y
la bella desconsolada se retorcía las manos como en escena.
Con frecuencia he pensado que los amantes apasionados de las mujeres
están tan enamorados del templo y los accesorios del culto como de la diosa
misma; hallan deleite en los dedos enrojecidos con alheña, en los perfumes
frotados sobre la piel, en las mil astucias que exaltan la belleza y a veces la
fabrican por entero. Aquellos tiernos ídolos diferían por completo de las
grandes hembras bárbaras o de nuestras campesinas pesadas y graves;
nacían de las volutas doradas de las grandes ciudades, de las cubas del
tintorero o del vapor de los baños, tal como Venus de las olas griegas. Era
casi imposible separarlas de la afiebrada dulzura de ciertas noches de
Antioquía, de la excitación matinal de Roma, de los nombres famosos que
ostentaban, del lujo en medio del cual su último secreto era el de mostrarse
desnudas, pero jamás sin adornos. Yo hubiera querido más: la criatura
humana despojada, a solas consigo misma, como alguna vez debería estarlo
durante una enfermedad, a la muerte de un primogénito, al ver una arruga
en el espejo. Un hombre que lee, que piensa o que calcula, pertenece a la
especie y no al sexo; en sus mejores momentos llega a escapar a lo humano.
Pero mis amantes parecían empecinarse en pensar tan sólo como mujeres; el
espíritu o el alma que yo buscaba no pasaba todavía de un perfume.
Debía de haber otra cosa, sin embargo. Disimulado tras de una cortina,
como un personaje de comedia que espera la hora propicia, espiaba con
curiosidad los rumores de un interior desconocido, el sonido particular de
las charlas de mujeres, el estallido de una cólera o una risa, los murmullos
de una intimidad, todo aquello que cesaba tan pronto me sabían allí. Los
niños, la perpetua preocupación por los vestidos, las cuestiones de dinero,
debían de adquirir en mi ausencia una importancia que me ocultaban; aun el
marido tan befado se volvía esencial, quizá hasta lo amaban. Solía comparar
a mis amantes con el rostro malhumorado de las mujeres de mi familia, las
administradoras y las ambiciosas, ocupadas sin cesar en la liquidación de
las cuentas matrimoniales o vigilar el tocado de los bustos de los
antepasados. Me preguntaba si aquellas matronas estrecharían también a un
amante bajo la glorieta del jardín, y si mis fáciles beldades no esperaban
más que mi partida para reanudar una discusión con el intendente. Buscaba,
bien o mal, unir esas dos caras del mundo de las mujeres.
El año pasado, poco después de la conspiración en la cual Serviano
terminó perdiendo la vida, una de mis amantes de antaño se tomó el trabajo
de ir a la Villa para denunciar a uno de sus yernos. No hice caso de la
acusación, nacida quizá de un odio de suegra tanto como del deseo de
serme útil. Pero me interesó la conversación, que sólo se refería, como en
otros tiempos en el tribunal de herencias, a testamentos, tenebrosas
maquinaciones entre parientes cercanos, matrimonios intempestivos o
desafortunados. Volvía a encontrar el estrecho círculo de las mujeres, su
duro sentido práctico, su cielo que se vuelve gris tan pronto el amor deja de
iluminarlo. Ciertas actitudes, una especie de áspera lealtad, me recordaron a
mi fastidiosa Sabina. Las facciones de la visitante parecían aplastadas,
fundidas, como si la mano del tiempo hubiera pasado y repasado
brutalmente sobre una máscara de cera blanda; aquello que yo había
consentido en tomar un momento por belleza, no había sido más que una
flor de frágil juventud. Pero el artificio reinaba todavía: aquel rostro
arrugado utilizaba torpemente la sonrisa. Los recuerdos voluptuosos, si
alguna vez los hubo, se habían borrado completamente para mí; quedaba un
intercambio de frases afables con una criatura marcada como yo por la
enfermedad o la vejez, la misma buena voluntad algo impaciente que habría
mostrado ante una vieja prima española o una parienta lejana venida de
Narbona.
Me esfuerzo por recobrar un instante, entre los anillos de humo, las
burbujas irisadas de un juego de niño. Pero olvidar es fácil… Tantas cosas
han pasado desde aquellos livianos amores, que sin duda ya no reconozco
su sabor; me place sobre todo negar que me hayan hecho sufrir. Y sin
embargo hay una, entre aquellas amantes, que quise deliciosamente. Era a la
vez más fina y más robusta, más tierna y más dura que las otras; aquel
menudo torso curvo hacía pensar en un junco. Siempre aprecié la belleza de
las cabelleras, esa parte sedosa y ondulante de un cuerpo, pero la cabellera
de la mayoría de nuestras mujeres son torres, laberintos, barcas o nudos de
víboras. La suya consentía en ser lo que yo amo que sean: el racimo de uvas
de la vendimia, o el ala. Tendida de espaldas, apoyando en mí su pequeña
cabeza orgullosa, me hablaba de sus amores con un impudor admirable. Me
gustaban su furor y su desasimiento en el placer, su gesto difícil y su
encarnizamiento en destrozar su alma. Le conocí docenas de amantes; ya no
llevaba la cuenta, y yo no era más que un comparsa que no exigía fidelidad.
Se había enamorado de un bailarín llamado Batilo, tan hermoso, que todas
las locuras se justificaban por adelantado. Sollozaba su nombre entre mis
brazos; mi aprobación le devolvía el coraje. En otros momentos habíamos
reído mucho juntos. Murió, joven, en una isla malsana donde la había
exiliado su familia a consecuencia de un divorcio escandaloso. Me alegré
por ella, pues temía envejecer, pero ese sentimiento no lo experimentamos
jamás por aquellos que hemos amado verdaderamente. Aquella mujer tenía
inmensas necesidades de dinero. Una vez me pidió que le prestara cien mil
sextercios. Se los llevé al día siguiente. Se sentó en el suelo, figurilla de
jugadora de dados, vació el saco y se puso a equilibrar las pilas
resplandecientes. Yo sabía que para ella, como para todos nosotros los
pródigos, las piezas de oro no eran monedas trabucantes marcadas con una
cabeza de César, sino una materia mágica: una moneda personal en la que
se había estampado la efigie de una quimera al lado del bailarín Batilo. Yo
no existía ya. Ella estaba sola. Casi fea, arrugando la frente con una
deliciosa indiferencia por su belleza, hacía y rehacía con los dedos las
difíciles sumas, plegada la boca en un mohín de colegiala. Jamás me
pareció más encantadora.

La noticia de las incursiones sármatas llegó a Roma mientras se celebraba


el triunfo dacio de Trajano. La fiesta, largo tiempo diferida, llevaba ya ocho
días. Se había precisado cerca de un año para hacer venir de África y Asia
los animales salvajes que habrían de ser abatidos en masa en la arena; la
masacre de doce mil fieras, el metódico degüello de diez mil gladiadores,
convertían a Roma en un lupanar de la muerte. Aquella noche me hallaba
en la terraza de la casa de Atiano, con Marcio Turbo y nuestro huésped. La
ciudad iluminada estaba espantosa de alegría desenfrenada; el populacho
convertía aquella dura guerra, en la cual Marcio y yo habíamos consagrado
cuatro años de juventud, en un pretexto de fiestas vinosas, en un brutal
triunfo de segunda mano. No era oportuno hacer saber al pueblo que
aquellas victorias tan alabadas no eran definitivas y que un nuevo enemigo
avanzaba sobre nuestras fronteras. Ocupado ya en sus proyectos sobre el
Asia, el emperador se desinteresaba más o menos de la situación en el
nordeste, que prefería considerar como arreglada de una vez por todas.
Aquella primera guerra sármata fue presentada como una simple expedición
punitiva. Trajano me confió la dirección, con el título de gobernador de
Panonia y poderes de general en jefe.
La guerra duró once meses y fue atroz. Creo todavía que la aniquilación
de los dacios estaba más o menos justificada; ningún jefe de estado soporta
de buen grado la existencia de un enemigo organizado a sus puertas. Pero la
caída del reino de Decébalo había creado en esas regiones un vacío en el
cual se precipitaban los sármatas; bandas surgidas de ninguna parte
infestaban un país devastado por años de guerra, incendiado y vuelto a
incendiar por nuestras tropas, y donde nuestros efectivos, insuficientes,
carecían de puntos de apoyo; aquellas bandas pululaban como gusanos en el
cadáver de nuestras victorias dacias. Los éxitos habían minado la disciplina;
en los puestos avanzados volví a encontrar parte de la grosera
despreocupación de las fiestas romanas. Ciertos tribunos mostraban una
confianza estúpida ante el peligro; aislados en una región cuya única parte
bien conocida era nuestra antigua frontera, contaban para seguir triunfando
con los armamentos que yo veía disminuir de día en día por efecto de las
pérdidas y el desgaste, y con refuerzos que no esperaba ver llegar, sabedor
de que todos nuestros recursos serían concentrados desde ese momento en
Asia.
Otro peligro empezaba a asomar: cuatro años de requisiciones oficiales
habían arruinado las aldeas de la retaguardia. Desde las primeras campañas
contra los dacios, por cada vacada o rebaño de carneros pomposamente
ganado al enemigo, había visto innumerables desfiles de animales
arrancados por la fuerza a los aldeanos. Si este estado de cosas persistía, no
estaba lejos la hora en que nuestras poblaciones campesinas, hartas de
soportar la pesada máquina militar romana, terminarían prefiriendo a los
bárbaros. Las rapiñas de la soldadesca presentaban un problema quizá
menos esencial pero más visible. Mi popularidad era lo bastante grande
como para no vacilar en imponer a las tropas las más duras restricciones;
puse de moda una austeridad que era el primero en practicar; inventé el
culto a la Disciplina Augusta, que logré extender más tarde a todo el
ejército. Envié a Roma a los imprudentes y a los ambiciosos, que
complicaban mi tarea; en cambio hice venir a los técnicos que
necesitábamos. Fue preciso reparar las defensas que el orgullo de nuestras
recientes victorias había descuidado singularmente; abandoné de una vez
por todas aquellas que hubiera sido demasiado costoso mantener. Los
administradores civiles, sólidamente instalados en el desorden que sigue a
toda guerra, pasaban gradualmente a la situación de jefes
semiindependientes, capaces de las peores exacciones a nuestros súbditos y
de las peores traiciones contra nosotros. También aquí veía yo prepararse a
mayor o menor plazo las rebeliones y las divisiones futuras. No creo que
evitemos estos desastres, pues sería como evitar la muerte, pero de nosotros
depende hacerlos recular algunos siglos. Despedí a los funcionarios
incapaces; mandé ejecutar a los peores. Descubrí que podía ser despiadado.
Un otoño brumoso y un invierno frío sucedieron a un húmedo verano.
Tuve que recurrir a mis conocimientos de medicina, en primer lugar para
cuidarme a mí mismo. Aquella vida de frontera me colocaba poco a poco al
nivel de los sármatas; la corta barba del filósofo griego se convertía en la
del jefe bárbaro. Volví a presenciar todo lo que había visto hasta la náusea
en el curso de las campañas dacias. Nuestros enemigos quemaban vivos a
los prisioneros; nosotros los degollábamos, por carecer de medios de
transporte que los llevaran a los mercados de esclavos de Roma o de Asia.
Las estacas de nuestras empalizadas se erizaban de cabezas cortadas. El
enemigo torturaba a los rehenes; muchos de mis amigos perecieron así. Uno
de ellos se arrastró con las piernas ensangrentadas hasta nuestro campo;
estaba tan desfigurado, que jamás pude volver a imaginar su rostro intacto.
El invierno escogió sus víctimas: grupos ecuestres atrapados en el hielo o
arrastrados por las crecientes, enfermos desgarrados por la tos, gimiendo
débilmente en las tiendas, muñones helados de los heridos. Una buena
voluntad admirable se concentró en torno a mí: la reducida tropa que
mandaba tenía en su estrecha cohesión una forma suprema de virtud, la
única que soporto todavía: su firme determinación de ser útil. Un tránsfuga
sármata que me servía de intérprete arriesgó la vida para fomentar en su
tribu las revueltas o las traiciones. Conseguí tratar con aquella población;
desde entonces sus hombres combatieron en nuestros puestos de avanzada,
protegiendo a nuestros soldados. Algunos golpes de audacia, imprudentes
en sí pero sagazmente dispuestos, probaron al enemigo lo absurdo de luchar
contra Roma. Uno de los jefes sármatas siguió el ejemplo de Decébalo: lo
hallaron muerto en su tienda de fieltro, junto a sus mujeres estranguladas y
un horrible paquete en el cual estaban sus niños. Mi repugnancia por el
derroche inútil se hizo aquel día extensiva a las pérdidas de los bárbaros;
lamenté aquellos muertos que Roma hubiera podido asimilar y emplear un
día como aliados contra hordas todavía más salvajes. Nuestros asaltantes,
desbandados, desaparecieron como habían venido en aquella oscura región
de donde habrán de asomar sin duda muchas otras tempestades. La guerra
no estaba concluida. Tuve que reanudarla y darle fin algunos meses después
de mi advenimiento. El orden, por lo menos, reinaba momentáneamente en
aquella frontera. Volví a Roma cubierto de honores. Pero había envejecido.
Mi primer consulado fue todavía un año de campaña, una lucha secreta
pero continua en favor de la paz. No la libraba solo, sin embargo. Un
cambio de actitud paralelo al mío se había producido antes de mi vuelta en
Licinio Sura, en Atiano, en Turbo, como si a pesar de la severa censura que
aplicaba yo a mis cartas, mis amigos me hubieran comprendido,
precediéndome o siguiéndome. Antaño, los altibajos de mi fortuna me
molestaban sobre todo frente a ellos; los temores o las impaciencias que de
estar solo hubiera sobrellevado sin esfuerzo, se tornaban aplastantes tan
pronto me veía forzado a ocultarlos a su solicitud o a confesarlos; me
incomodaba que su cariño se inquietara por mí más de lo que me inquietaba
yo mismo, y que jamás viera, bajo las agitaciones exteriores, a ese ser más
tranquilo a quien en el fondo nada le importa y que por consiguiente puede
sobrevivir a todo. Pero ahora ya no había tiempo para interesarme en mí
mismo, y tampoco para desinteresarme. Mi persona se borraba,
precisamente porque mi punto de vista empezaba a pesar. Lo importante era
que alguien se opusiera a la política de conquistar, arrostrara las
consecuencias y el fin y se preparara de ser posible a reparar sus errores.
Mi puesto en las fronteras me había mostrado una cara de la victoria que
no figura en la Columna Trajana. Mi retorno a la administración civil me
permitió acumular contra el partido militar un legajo aún más decisivo que
todas las pruebas reunidas en el ejército. La oficialidad de las legiones y la
entera guardia pretoriana están formadas exclusivamente por elementos
itálicos; aquellas lejanas guerras minaban las reservas de un país ya pobre
en hombres. Los que no morían se malograban igualmente para la patria
propiamente dicha, pues se los obligaba a establecerse en las tierras recién
conquistadas. Aun en las provincias, el sistema de reclutamiento provocó
serios motines por aquel entonces. Un viaje a España, emprendido algo
después para inspeccionar la explotación de las minas de cobre de mi
familia, me mostró el desorden que había introducido la guerra en todas las
ramas de la economía; terminé por convencerme de que las protestas de los
negociantes que frecuentaba en Roma estaban bien fundadas. No incurría en
la ingenuidad de creer que de nosotros dependería siempre evitar las
guerras, pero sólo aceptaba las defensivas; concebía un ejército preparado
para mantener el orden en las fronteras, rectificadas si fuese necesario, pero
seguras. Todo nuevo desarrollo del vasto organismo imperial se me
antojaba una excrecencia maligna, un cáncer o el edema de una hidropesía
que terminaría matándonos.
Ninguno de estos pareceres hubieran podido ser expresados ante el
emperador. Trajano había llegado a ese momento de la vida, variable para
cada hombre, en el que el ser humano se abandona a su demonio o a su
genio, siguiendo una ley misteriosa que le ordena destruirse o trascenderse.
En conjunto, la obra de su principado había sido admirable, pero los
trabajos pacíficos hacia los cuales sus mejores consejeros lo inducían,
aquellos grandes proyectos de los arquitectos y los legistas del reino,
contaban menos para él que una sola victoria. El despilfarro más insensato
se había apoderado de aquel hombre tan noblemente parsimonioso cuando
se trataba de sus necesidades personales. El oro bárbaro extraído del lecho
del Danubio, los quinientos mil lingotes del rey Decébalo, habían bastado
para pagar las larguezas concedidas al pueblo, las donaciones militares de
las que yo había tenido mi parte, el lujo insensato de los juegos y los gastos
iniciales de los grandes proyectos militares en Asia. Aquellas riquezas
sospechosas engañaban sobre el verdadero estado de las finanzas. Lo que
venía de la guerra se volvía a la guerra.
Licinio Sura murió en estas circunstancias. Había sido el más liberal de
los consejeros privados del emperador. Su muerte significó para nosotros
una batalla perdida. Hacia mí había mostrado siempre una solicitud
paternal; desde hacía varios años las débiles fuerzas que le dejaba la
enfermedad no le permitían los prolongados trabajos de la ambición
personal, pero le bastaron siempre para servir a un hombre cuyas miras le
parecían sanas. La conquista de Arabia había sido emprendida en contra de
sus consejos; sólo él, de haber vivido, hubiera podido evitar al Estado las
fatigas y los gigantescos gastos de la campaña parta. Aquel hombre
devorado por la fiebre empleaba sus horas de insomnio en discutir conmigo
los planes más agotadores, cuyo triunfo le importaba más que algunas horas
suplementarias de existencia. Junto a su lecho viví por adelantado, hasta el
último detalle administrativo, ciertas fases futuras de mi reino. Las críticas
del moribundo exceptuaban al emperador, pero sentía que al morir se
llevaba consigo el resto de sensatez que aún quedaba al régimen. De haber
vivido dos o tres años más, quizá hubieran podido evitarse algunas
maquinaciones tortuosas que marcaron mi ascenso al poder; él hubiera
logrado persuadir al emperador de que me adoptara antes, y a cielo
descubierto. Pero las últimas palabras de aquel estadista que me legaba su
tarea fueron una de mis investiduras imperiales.
Si el grupo de mis partidarios iba en aumento, lo mismo ocurría con el
de mis enemigos. Mi adversario más peligroso era Lucio Quieto, romano
mestizado de árabe, cuyos escuadrones númidas habían cumplido un
importante papel en la segunda campaña dacia y que apoyaba con salvaje
ímpetu la guerra en Asia. Todo, en aquel personaje, me era odioso: su lujo
bárbaro, el presuntuoso ondular de sus velos blancos ceñidos con una
cuerda de oro, sus ojos arrogantes y falsos, su increíble crueldad con los
vencidos y los que se sometían. Aquellos jefes del partido militar se
diezmaban en luchas intestinas, pero los restantes se iban afirmando en el
poder, por lo cual yo me veía expuesto cada vez más a la desconfianza de
Palma o al odio de Celso. Por fortuna mi posición era casi inexpugnable. El
gobierno civil descansaba más y más en mí desde que el emperador se
dedicaba exclusivamente a sus proyectos guerreros. Aquellos de mis
amigos que hubieran podido reemplazarme por sus aptitudes o su
conocimiento de la cosa pública, insistían con doble modestia en
preferirme. Neracio Prisco, que gozaba de la confianza del emperador, se
acantonaba cada vez más deliberadamente en su especialidad legal. Atiano
organizaba su vida de manera de serme útil. Contaba yo con la prudente
aprobación de Plotina. Un año antes de la guerra fui promovido a la función
de gobernador de Siria, a la que más tarde se agregó la de legado ante el
ejército. Tenía a mi cargo la inspección y organización de nuestras bases, y
me había convertido así en una de las palancas de mando de una empresa
que consideraba insensata. Durante un tiempo vacilé, pero al final di mi
consentimiento. Negarme hubiera sido cortar los accesos al poder en
momentos en que el poder me importaba más que nunca. Y además hubiera
perdido mi única oportunidad de desempeñar el papel de moderador.
Durante esos años que precedieron a la gran crisis, había tomado una
decisión que llevó a mis enemigos a considerarme irremediablemente
frívolo, y que en parte estaba destinada a lograr ese fin y parar así todo
ataque. Pasé algunos meses en Grecia. La política, por lo menos en
apariencia, no tuvo nada que ver con ese viaje. Se trataba de una excursión
de placer y de estudio; volví con algunas copas grabadas y libros que
compartí con Plotina. De todos mis honores oficiales, el que allí recibí me
dio la alegría más pura: fui nombrado arconte de Atenas. Pude concederme
algunos meses de trabajo y fáciles deleites, de paseos en primavera por
colinas sembradas de anémonas, de contacto amistoso con el mármol
desnudo. En Queronea, adonde había ido a enternecerme con el recuerdo de
las antiguas parejas de amigos del Batallón Sagrado, fui durante dos días
huésped de Plutarco. También yo había tenido mi Batallón Sagrado, pero,
como me ocurre a menudo, mi vida me conmovía menos que la historia.
Cacé en Arcadia; rogué en Delfos. En Esparta, a orillas del Eurotas, los
pastores me enseñaron un antiquísimo aire de flauta, extraño canto de
pájaros. Cerca de Megara di con una boda rústica que duró toda la noche;
mis compañeros y yo osamos mezclarnos a las danzas, atrevimiento que las
pomposas costumbres de Roma nos hubieran vedado.
Las huellas de nuestros crímenes eran visibles en todas partes: los
muros de Corinto arruinados por Memnio y los nichos vacíos en el fondo de
los santuarios, después del rapto de estatuas organizado durante el
escandaloso viaje de Nerón. Empobrecida, Grecia mantenía una atmósfera
de gracia pensativa, de clara sutileza, de discreta voluptuosidad. Nada había
cambiado desde la época en que el alumno del retórico Iseo respirara por
primera vez ese olor de miel caliente, de sal y resina; nada, en realidad,
había cambiado desde hacía siglos. La arena de las palestras era tan rubia
como antaño; Fidias y Sócrates no las frecuentaban ya, pero los jóvenes que
allí se adiestraban se parecían aún al delicioso Carmides. Me parecía a
veces que el espíritu griego no había llevado a sus conclusiones extremas
las premisas de su propio genio. Aún faltaba cosechar; las espigas
maduradas al sol y ya tronchadas eran poca cosa al lado de la promesa
eleusina del grano escondido en esa hermosa tierra. Aun entre mis salvajes
enemigos sármatas había yo encontrado vasos de purísima línea, un espejo
adornado con una imagen de Apolo, resplandores griegos semejantes a un
pálido sol sobre la nieve. Entreveía la posibilidad de helenizar a los
bárbaros, de aticizar a Roma, de imponer poco a poco al mundo la única
cultura que ha sabido separarse un día de lo monstruoso, de lo informe, de
lo inmóvil, que ha inventado una definición del método, una teoría de la
política y de la belleza. El leve desdén de los griegos, que jamás dejé de
sentir por debajo de sus más ardientes homenajes, no me ofendía; lo
encontraba natural; cualesquiera fuesen las virtudes que me distinguían de
ellos, siempre sería yo menos sutil que un marinero de Egina, menos
sensato que una vendedora de hierbas del ágora. Aceptaba sin irritación las
complacencias algo altaneras de aquella raza orgullosa; otorgaba a todo un
pueblo los privilegios que siempre concedía fácilmente a los seres amados.
Pero para permitir a los griegos que continuaran y perfeccionaran su obra,
se necesitaban algunos siglos de paz y los tranquilos ocios, las prudentes
libertades que la paz autoriza. Grecia contaba con que fuéramos sus
guardianes, puesto que al fin y al cabo pretendemos ser sus amos. Me
prometí velar por el dios desarmado.
Llevaba un año en mi puesto de gobernador de Siria cuando Trajano se
me reunió en Antioquía. Venía a inspeccionar los preparativos de la
expedición a Armenia, que en su pensamiento preludiaba el ataque contra
los partos. Como siempre, lo acompañaban Plotina y su sobrina Matidia, mi
indulgente suegra que desde hacía años lo seguía en los campamentos como
intendente. Celso, Palma y Nigrino, mis antiguos enemigos, seguían
formando parte del Consejo y dominaban el estado mayor. Todos ellos se
amontonaron en el palacio, aguardando la apertura de la campaña. Las
intrigas de la corte crecían diariamente. Cada uno hacía su apuesta a la
espera de que cayeran los primeros dados de la guerra.
El ejército partió casi en seguida hacia el norte. Con él vi alejarse la
vasta muchedumbre de los altos funcionarios, los ambiciosos y los inútiles.
El emperador y su séquito se detuvieron unos días en Comagene para asistir
a fiestas ya triunfales; los reyezuelos orientales, reunidos en Satala,
rivalizaban en protestas de lealtad que yo, de haber estado en el lugar de
Trajano, no habría considerado muy seguras para el porvenir. Lucio Quieto,
mi peligroso rival, dirigía las avanzadas que ocuparon los bordes del lago
de Van en el curso de un inmenso paseo militar. La parte septentrional de la
Mesopotamia, abandonada por los partos, fue anexada sin dificultad; Abgar,
rey de Osroene, se sometió en Edesa. El emperador retornó a Antioquía
para sentar allí sus cuarteles de invierno, dejando para la primavera la
invasión del imperio parto propiamente dicho. Todo se había cumplido
según sus planes. La alegría de lanzarse por fin en aquella aventura tanto
tiempo postergada devolvía como una segunda juventud a aquel hombre de
sesenta y cuatro años.
Mis pronósticos seguían siendo sombríos. Los elementos judíos y
árabes se mostraban más y más hostiles a la guerra, los grandes propietarios
de provincias se veían forzados a pagar los gastos que ocasionaba el paso de
las tropas; las ciudades soportaban a regañadientes la imposición de nuevos
gravámenes. Apenas había retornado el emperador, una primera catástrofe
sirvió de anuncio a las restantes: a mitad de una noche de diciembre un
terremoto dejó en ruinas la cuarta parte de Antioquía. Trajano, golpeado por
la caída de una viga, siguió ocupándose heroicamente de los heridos; en su
círculo más íntimo hubo varios muertos. El populacho sirio buscó de
inmediato a quién achacar el desastre; renunciando por una vez a sus
principios de tolerancia, el emperador cometió la falta de permitir la
matanza de un grupo de cristianos. Siento muy poca simpatía hacia esa
secta, pero el espectáculo de los ancianos azotados y de los niños
supliciados contribuyó a la agitación de los espíritus, haciendo aún más
odioso aquel invierno siniestro. Faltaba dinero para reparar en seguida los
estragos del sismo: millares de personas sin techo dormían de noche en las
plazas. Mis giras de inspección me revelaban la existencia de un sordo
descontento, de un odio secreto que no sospechaban los altos dignatarios
que atestaban el palacio. En medio de las ruinas, el emperador proseguía los
preparativos de la próxima campaña; todo un bosque fue empleado para
construir puentes móviles y pontones destinados al paso del Tigris. Trajano
había recibido jubilosamente una serie de nuevos títulos discernidos por el
Senado; se impacientaba por acabar con el Oriente y volver triunfante a
Roma. Los menores retardos le producían tales cóleras, que se agitaba como
en un acceso.
El hombre que recorría impaciente las vastas salas de aquel palacio
erigido antaño por los Seléucidas, y que yo mismo (¡con qué hastío!) había
decorado en su honor con inscripciones elogiosas y panoplias dacias, no era
ya el mismo que me había recibido en el campamento de Colonia casi
veinte años antes. Su jovialidad algo pesada, que ocultaba en otros tiempos
una auténtica bondad, no pasaba ahora de una rutina vulgar; su firmeza se
había convertido en obstinación; sus aptitudes para lo inmediato y lo
práctico, en una total negativa a pensar. El tierno respeto que sentía hacia la
emperatriz, el afecto gruñón que testimoniaba a su sobrina Matidia, se
transformaban en una dependencia senil ante aquellas mujeres, cuyos
consejos desoía sin embargo más y más. Sus crisis hepáticas inquietaban a
Crito, su médico, pero él no se preocupaba. Siempre había faltado el arte en
sus placeres y su nivel descendía aún más con la edad. Poco importaba si el
emperador, terminada la tarea del día, se abandonaba a orgías de cuartel,
acompañado de jóvenes que le parecían agradables o hermosos. Pero en
cambio era muy grave que Trajano abusara del vino, que soportaba mal, y
que aquella corte de subalternos, cada vez más mediocres, elegidos y
manejados por equívocos libertos, tuviera el privilegio de asistir a todas mis
conversaciones con él y las comunicara a mis adversarios. Durante el día
sólo me era dado ver al emperador en las reuniones del estado mayor,
ocupado en la preparación de los planes, y donde nunca llegaba el momento
de expresar libremente una opinión. En las restantes oportunidades, Trajano
evitaba los diálogos conmigo. El vino proporcionaba a aquel hombre poco
sutil todo un arsenal de groseras astucias. Su susceptibilidad de otros
tiempos había cesado; insistía en asociarme a sus placeres; el ruido, las
risas, las bromas más insignificantes de los jóvenes eran siempre bien
recibidas, como otros tantos medios de mostrarme que no era el momento
de ocuparse de cosas serias; me espiaba, aguardando el momento en que un
trago de más me privaría de razón. Todo giraba en torno de mí en aquella
sala donde las cabezas de aurochs de los trofeos bárbaros parecían reírseme
en la cara. Los jarros seguían a los jarros; una canción vinosa salpicaba aquí
y allá, o la risa insolente y encantadora de un paje; el emperador, apoyando
en la mesa una mano más y más temblorosa, amurallado en una embriaguez
quizá fingida a medias, perdido en las rutas del Asia, se sumía gravemente
en sus ensoñaciones…
Por desgracia, aquellas ensoñaciones eran bellas. Coincidían con las
mismas que antaño me habían tentado a abandonarlo todo y seguir, más allá
del Cáucaso, las rutas septentrionales asiáticas. Aquella fascinación a la que
el emperador avejentado se entregaba como un sonámbulo, Alejandro la
había sufrido antes que él, realizando casi los mismos sueños y muriendo
por ellos a los treinta años. Pero el peor peligro de tan vastos planes era en
el fondo su sensatez: como siempre, abundaban las razones prácticas para
justificar el absurdo, para inducir a lo imposible. El problema del Oriente
nos preocupaba desde hacía siglos; parecía natural terminar con él de una
vez por todas. Nuestros intercambios de mercancías con la India y el
misterioso País de la Seda dependían por entero de los mercaderes judíos y
los exportadores árabes que gozaban de franquicias en los puertos y los
caminos de los partos. Una vez aniquilado el vasto y flotante imperio de los
jinetes arsácidas, tocaríamos directamente esos ricos confines del mundo;
por fin unificada, el Asia no sería más que otra provincia romana. El puerto
de Alejandría en Egipto era la única de nuestras salidas hacia la India que
no dependía de la buena voluntad de los partos, pero allí tropezábamos
continuamente con las exigencias y las revueltas de las comunidades judías.
El triunfo de la expedición de Trajano nos hubiera permitido prescindir de
aquella ciudad poco segura. Pero todas esas razones jamás me habían
convencido. Hubiera preferido oportunos tratados comerciales, y entreveía
ya la posibilidad de disminuir el papel de Alejandría creando una segunda
metrópolis griega en las vecindades del Mar Rojo, cosa que realicé más
tarde al fundar Antínoe. Empezaba a conocer la complicación del mundo
asiático. Los simples planes de exterminio total que habían dado buenos
resultados en Dacia, no podían aplicarse a este país de vida más múltiple,
mejor arraigada, y del cual dependía además la riqueza del mundo. Pasado
el Éufrates, empezaba para nosotros la región de los riesgos y los
espejismos, las arenas devorantes, las rutas que no terminan en ninguna
parte. El menor revés ocasionaría un desprestigio capaz de desencadenar
todas las catástrofes; no se trataba solamente de vencer, sino de vencer
siempre, y nuestras fuerzas se agotarían en la empresa. Ya lo habíamos
intentado; pensaba con horror en la cabeza de Craso, lanzada de mano en
mano como una pelota durante una representación de las Bacantes de
Eurípides, que un rey bárbaro teñido de helenismo ofrecía la noche de su
victoria sobre nosotros. Trajano soñaba con vengar esa vieja derrota; yo
pensaba sobre todo en impedir que se repitiera. Preveía con bastante
exactitud el porvenir, cosa posible cuando se está bien informado sobre la
mayoría de los elementos del presente. Algunas victorias inútiles llevarían
demasiado lejos a nuestros ejércitos peligrosamente retirados de las
restantes fronteras; el emperador próximo a la muerte se cubriría de gloria,
y nosotros, los que seguiríamos viviendo, quedaríamos encargados de
resolver todos los problemas y remediar todos los males.
César tenía razón al preferir el primer puesto en una aldea que el
segundo en Roma. No por ambición o vanagloria, sino porque el hombre
que ocupa el segundo lugar no tiene otra alternativa que los peligros de la
obediencia, los de la rebelión y aquellos aún más graves de la transacción.
Yo no era ni siquiera el segundo en Roma. A punto de partir para una
arriesgada expedición, el emperador no había designado aún a su sucesor;
cada paso adelante daba una nueva oportunidad a los jefes del estado
mayor. Aquel hombre casi ingenuo me resultaba ahora más complicado que
yo mismo. Sólo sus rudezas me tranquilizaban: el malhumorado emperador
me trataba como a un hijo. En otros momentos pensaba que apenas fuera
posible prescindir de mis servicios sería desplazado por Palma o eliminado
por Quieto. Me faltaba poder: ni siquiera pude obtener una audiencia para
los miembros influyentes del Sanhedrín de Antioquía, tan preocupados
como nosotros por las actividades de los agitadores judíos, y que hubieran
aclarado a Trajano los amaños de sus correligionarios. Mi amigo Latinio
Alexander, descendiente de una de las antiguas familias reales del Asia
Menor, y cuyo nombre y fortuna pesaban mucho, tampoco era escuchado.
Plinio, enviado cuatro años atrás a Bitinia, había muerto sin tener tiempo de
informar al emperador sobre la situación exacta de las opiniones y las
finanzas —suponiendo que su incurable optimismo le hubiera permitido
hacerlo—. Los informes secretos del comerciante lidio Opramoas, que
conocía bien las cuestiones asiáticas, habían sido tomados en broma por
Palma. Los libertos aprovechaban los períodos de enfermedad que seguían a
las noches de borrachera, para alejarme de la cámara imperial; Fedimas,
oficial de órdenes del emperador, honesto pero obtuso, y lleno de
animosidad hacia mí, me negó dos veces el acceso. En cambio mi enemigo,
el teniente imperial Celso, se encerró una noche con Trajano y mantuvo con
él un conciliábulo que duró horas enteras, luego del cual me creí perdido.
Busqué aliados donde pude; corrompí a precio de oro a antiguos esclavos
que con mucho gusto hubiera enviado a las galeras; acaricié horribles
cabezas rizadas. El diamante de Nerva no despedía ya ninguna chispa.
Y fue entonces cuando surgió el más sabio de mis genios benéficos, en
la persona de Plotina. Hacía cerca de veinte años que conocía a la
emperatriz. Pertenecíamos al mismo medio; teníamos casi la misma edad.
La había visto vivir una existencia tan forzada como la mía y más
desprovista de porvenir. Me había sostenido, sin parecer darse cuenta de
que lo hacía, en momentos difíciles. Pero su presencia se me hizo
indispensable durante los días peligrosos de Antioquía, tal como más
adelante me sería indispensable su estima, que conservé hasta su muerte.
Me acostumbré a aquella figura de ropajes blancos, los más simples
imaginables en una mujer; me habitué a sus silencios, a sus palabras
mesuradas que valían siempre por una respuesta, la más clara posible. Su
aspecto no chocaba para nada en aquel palacio más antiguo que los
esplendores de Roma: aquella hija de advenedizos era harto digna de los
Seléucidas. Estábamos de acuerdo en casi todo. Los dos teníamos la pasión
de adornar y luego despojar nuestra alma, de someter el espíritu a todas las
piedras de toque. Plotina se inclinaba a la filosofía epicúrea, ese lecho
angosto pero limpio donde a veces he tenido mi pensamiento. El misterio de
los dioses, tan angustioso para mí, no la tocaba, y tampoco compartía mi
apasionado gusto por los cuerpos. Era casta por repugnancia hacia la
facilidad, generosa por decisión antes que por naturaleza, prudentemente
desconfiada pero pronta a aceptarlo todo de un amigo, aun sus inevitables
errores. La amistad era una elección en la que se comprometía por entero,
entregándose como yo sólo me he entregado en el amor. Plotina me conoció
mejor que nadie; le dejé ver lo que siempre disimulé cuidadosamente ante
otros, por ejemplo ciertas secretas cobardías. Quiero creer que, por su parte,
no me ocultó casi nada. La intimidad de los cuerpos, que jamás existió entre
nosotros, fue compensada por el contacto de dos espíritus estrechamente
fundidos.
Nuestro entendimiento no requirió confesiones, reticencias ni
explicaciones: los hechos bastaban por sí mismos. Ella los observaba mejor
que yo. Bajo las pesadas trenzas que la moda exigía, aquella frente lisa era
la de un juez. Su memoria guardaba la huella exacta de los menores objetos;
jamás le ocurría como a mí vacilar demasiado o decidirse prematuramente.
Le bastaba una ojeada para descubrir a mis más ocultos enemigos; valoraba
a mis partidarios con una prudente frialdad. A decir verdad éramos
cómplices, pero el oído más aguzado apenas hubiera podido reconocer entre
nosotros los signos de un acuerdo secreto. Jamás cometió ante mí el grosero
error de quejarse de Trajano, o el más sutil de excusarlo o elogiarlo. Mi
lealtad, por otra parte, no le inspiraba la menor duda. Atiano, que acababa
de llegar a Roma, se sumaba a aquellas entrevistas que duraban a veces la
noche entera; nada parecía fatigar a esa mujer imperturbable y frágil. Había
logrado que mi antiguo tutor fuese designado consejero privado, eliminando
así a mi enemigo Celso. La desconfianza de Trajano, o la imposibilidad de
encontrarme un reemplazante en la retaguardia, me obligaba a permanecer
en Antioquía; pero contaba con ellos para enterarme de todo lo que no me
dirían los boletines. En caso de desastre, sabrían agrupar en torno a mí la
fidelidad de una parte del ejército. Mis adversarios tendrían que soportar la
presencia de aquel anciano gotoso que sólo partía para servirme, y de
aquella mujer capaz de exigirse a sí misma una larga resistencia de soldado.
Los vi alejarse, con el emperador a caballo, firme, admirablemente
plácido, el grupo de las mujeres en literas, los guardias pretorianos
mezclados con los exploradores númidas del temible Lucio Quieto. El
ejército, que había invernado a orillas del Éufrates, se puso en marcha
apenas llegado el jefe: la campaña parta comenzaba más que
auspiciosamente. Las primeras noticias fueron sublimes: conquistada
Babilonia, franqueado el Tigris, Ctesifón acababa de caer. Como siempre,
todo cedía ante la asombrosa capacidad de aquel hombre. Sharaceno,
príncipe de Arabia, se sometió abriendo todo el curso del Tigris a las
flotillas romanas; el emperador se embarcó rumbo al puerto de Sharax, en el
fondo del Golfo Pérsico. Tocaba ya en las orillas fabulosas. Mis inquietudes
subsistían, pero las disimulaba como si fueran crímenes; tener razón
demasiado pronto es lo mismo que equivocarse. Lo que es peor, dudaba de
mí mismo; había sido culpable de esa innoble incredulidad que nos impide
reconocer la grandeza de un hombre que conocemos demasiado. Había
olvidado que ciertos seres modifican los límites del destino, cambian la
historia. Había blasfemado del Genio del emperador. Me consumía en mi
puesto. Si por casualidad se producía lo imposible, ¿quedaría yo excluido?
Como todo es más fácil que la sensatez, me venían deseos de vestir la cota
de malla de las guerras sármatas y utilizar la influencia de Plotina para
hacerme llamar al ejército. Envidiaba al último de nuestros soldados, el
polvo de las rutas asiáticas, el choque de los batallones persas acorazados.
El Senado acababa de otorgar al emperador, no ya el derecho de celebrar un
triunfo, sino una sucesión de triunfos que durarían tanto como su vida. Por
mi parte hizo lo que correspondía hacer: ordené fiestas y subí a sacrificar a
la cima del monte Casio.
Súbitamente, el incendio que se incubaba en las tierras orientales estalló
por todas partes. Los comerciantes judíos se negaron a pagar los impuestos
a Seleucia; inmediatamente Cirene se sublevó y el elemento oriental asesinó
al elemento griego; las rutas que llevaban el trigo de Egipto a nuestras
tropas fueron cortadas por una banda de zelotes de Jerusalén; en Chipre, los
residentes griegos y romanos cayeron en manos del populacho judío, que
los obligó a matarse entre ellos en combates de gladiadores. Logré
mantener el orden en Siria, pero advertía las llamaradas en los ojos de los
mendigos acurrucados en los umbrales de las sinagogas, las sonrisas
irónicas en los gruesos labios de los camelleros, un odio que en resumidas
cuentas no merecíamos. Desde el comienzo los judíos y los árabes habían
hecho causa común frente a una guerra que amenazaba arruinar su negocio;
pero Israel aprovechaba para lanzarse contra un mundo del que la excluían
sus furores religiosos, sus singulares ritos y la intransigencia de su dios.
Luego de volver apresuradamente a Babilonia, el emperador delegó en
Quieto el castigo de las ciudades sublevadas; Cirene, Edesa, Seleucia, las
grandes metrópolis helénicas del Oriente, fueron entregadas a las llamas
para vengar las traiciones premeditadas durante los altos de las caravanas o
maquinadas en las juderías. Más tarde, visitando aquellas ciudades que
habría de reconstruir, anduve bajo columnatas en ruinas, entre hileras de
estatuas rotas. El emperador Osroes, que había fomentado aquellas
revueltas, tomó inmediatamente la ofensiva; Abgar se sublevó y penetró en
Edesa reducida a cenizas; nuestros aliados armenios, con los cuales había
creído contar Trajano, se volcaron a los sátrapas. Bruscamente el emperador
se halló en medio de un inmenso campo de batalla, donde había que hacer
frente en todas direcciones.
Perdió el invierno en el sitio de Hatra, nido de águilas casi inexpugnable
en pleno desierto y que costó miles de muertos a nuestro ejército. Su
obstinación asumía más y más una forma de coraje personal; aquel hombre
enfermo se negaba a abandonar la partida. Por Plotina sabía que Trajano, a
pesar de la advertencia de un breve ataque de parálisis, seguía rehusándose
a nombrar su heredero. Si el imitador de Alejandro moría a su vez de fiebre
o de intemperancia en algún rincón malsano de Asia, la guerra exterior se
complicaría con una guerra civil; una lucha a muerte estallaría entre mis
partidarios y los de Celso o Palma. De pronto las noticias cesaron casi por
completo; la precaria línea de comunicación entre el emperador y yo sólo
subsistía por obra de las bandas númidas de mi peor enemigo. Entonces, por
primera vez, ordené a mi médico que marcara en mi pecho, con tinta roja, el
lugar del corazón; si sobrevenía lo peor no estaba dispuesto a caer vivo en
manos de Lucio Quieto. La difícil tarea de pacificar las islas y las
provincias limítrofes se agregaba a las demás obligaciones de mi puesto,
pero el agotador trabajo diurno no era nada comparado con las
interminables noches de insomnio. Todos los problemas del imperio me
abrumaban a la vez, pero el mío propio pesaba más. Quería el poder. Lo
quería para imponer mis planes, ensayar mis remedios, restaurar la paz.
Sobre todo lo quería para ser yo mismo antes de morir.
Iba a cumplir cuarenta años. Si sucumbía en esa época, de mí sólo
quedaría un nombre en una serie de altos funcionarios, y una inscripción
griega en honor del arconte de Atenas. Desde entonces, cada vez que he
visto desaparecer en mitad de la vida a un hombre cuyos éxitos y fracasos el
público cree poder medir exactamente, he recordado que a esa edad yo
existía tan sólo para mí mismo y para algunos amigos, que a veces debían
dudar de mí como lo hacía yo personalmente. He comprendido que pocos
hombres se realizan antes de morir, y he juzgado con mayor piedad sus
interrumpidos trabajos. Aquella amenaza de una vida frustrada
inmovilizaba mi pensamiento en un punto, fijándolo como un absceso. Mi
deseo de poder era semejante al del amor, que impide al amante comer,
dormir, pensar, y aun amar, hasta que no se hayan cumplido ciertos ritos.
Las más urgentes tareas parecían vanas, desde el momento que me estaba
vedado adoptar, como señor, decisiones referentes al futuro; necesitaba
tener la seguridad de que iba a reinar para sentir de nuevo el placer de ser
útil. Aquel palacio de Antioquía, donde algunos años más tarde habría de
vivir en una especie de frenesí de felicidad, era para mí una prisión, y tal
vez una prisión de condenado a muerte. Envié mensajes secretos a los
oráculos, a Júpiter Amón, a Castalia, a Zeus Doliqueno. Me rodeé de
magos; llegué al punto de hacer traer a los calabozos de Antioquía a un
criminal condenado a la crucifixión y a quien un hechicero degolló en mi
presencia, con la esperanza de que el alma, flotando un instante entre la
vida y la muerte, me revelara el porvenir. Aquel miserable se salvó de una
agonía más prolongada, pero las preguntas formuladas quedaron sin
respuesta. De noche andaba de vano en vano, de balcón en balcón, por las
salas del palacio cuyos muros mostraban aún las fisuras del terremoto,
trazando aquí y allá cálculos astrológicos en las losas, interrogando las
estrellas titilantes. Pero los signos del porvenir había que buscarlos en la
tierra.
El emperador levantó por fin el sitio de Hatra y se decidió a volver
sobre sus pasos, cruzando el Éufrates que jamás hubiera debido franquear.
Los calores tórridos y el hostigamiento de los arqueros partos hicieron
todavía más desastroso aquel amargo retorno. En un ardiente anochecer de
mayo, a orillas del Orontes y fuera de las puertas de la ciudad, salí a recibir
al pequeño grupo castigado por las fiebres, la ansiedad y la fatiga: el
emperador enfermo, Atiano y las mujeres. Trajano se obstinó en llegar a
caballo hasta el palacio; apenas podía sostenerse; aquel hombre tan lleno de
vida parecía más cambiado que otro por la cercanía de la muerte. Crito y
Matidia lo sostuvieron al subir la escalinata, lo llevaron a acostarse y se
instalaron a su cabecera. Atiano y Plotina me narraron los incidentes de la
campaña que no habían incluido en sus breves mensajes. Uno de aquellos
relatos me conmovió al punto de incorporarse para siempre a mis recuerdos
personales, a mis símbolos propios. Apenas llegado a Sharax, el fatigado
emperador había ido a sentarse a la orilla del mar, frente a las densas aguas
del Golfo Pérsico. En aquel momento no dudaba todavía de la victoria, pero
por primera vez lo abrumaba la inmensidad del mundo, la conciencia de su
edad y de los límites que nos encierran. Gruesas lágrimas rodaron por las
arrugadas mejillas del hombre a quien se creía incapaz de llorar. El jefe que
había llevado las águilas romanas a riberas hasta entonces inexploradas,
comprendió que no se embarcaría jamás en aquel mar tan soñado; la India,
la Bactriana, todo ese Oriente tenebroso del que se había embriagado a
distancia, se reducirían para él a unos nombres y a unos ensueños. A la
mañana siguiente, las malas noticias lo forzaron a retroceder. Cada vez que
el destino me ha dicho no, he recordado aquellas lágrimas derramadas una
noche en lejanas playas por un anciano que quizá miraba por primera vez su
vida cara a cara.
Al otro día subí a ver al emperador. Me sentía filial y fraternal a su lado.
El hombre que se había gloriado siempre de servir y pensar como cualquier
soldado de su ejército, llegaba a su fin en la más grande soledad; tendido en
su lecho, seguía combinando grandiosos planes que ya no interesaban a
nadie. Como siempre, su lenguaje seco y cortante afeaba su pensamiento;
articulando trabajosamente las palabras, me habló del triunfo que le
preparaba Roma. Negaba la derrota como negaba la muerte. Dos días
después tuvo un segundo ataque. Se reanudaron mis ansiosos conciliábulos
con Atiano y Plotina. Previsora, la emperatriz había elevado a mi antiguo
amigo a la todopoderosa dignidad de prefecto del pretorio, poniendo así la
guardia imperial a sus órdenes. Matidia, que no abandonaba la habitación
del enfermo, estaba afortunadamente de nuestra parte; aquella mujer tan
sencilla y tan tierna era como de cera entre las manos de Plotina. Pero
ninguno de nosotros osaba recordar al emperador que la sucesión seguía
pendiente. Quizá, como Alejandro, había decidido no nombrar en persona a
su heredero; quizá tenía con el partido de Quieto compromisos que sólo él
conocía. O, más sencillamente, se negaba a admitir su propio fin; así es
como en tantas familias se ve morir intestados a tercos ancianos. Para ellos
no se trata tanto de guardar hasta el fin su tesoro o su imperio, que sus
dedos entumecidos ya han soltado a medias, como de no ingresar
prematuramente en el estado póstumo de un hombre que ya no tiene
decisiones que adoptar, sorpresas que dar, amenazas o promesas que hacer a
los vivientes. Yo lo compadecía: éramos demasiado diferentes como para
que pudiera encontrar en mí ese dócil continuador, dispuesto desde el
comienzo a emplear los mismos métodos y hasta los mismos errores, y que
la mayoría de los hombres que han ejercido autoridad absoluta buscan
desesperadamente en su lecho de muerte. Pero el mundo, en torno a él,
carecía de estadistas; yo era el único a quien podía elegir sin faltar a sus
deberes de buen funcionario y de gran príncipe; como jefe habituado a
valorar las hojas de servicio, estaba prácticamente obligado a aceptarme.
Por lo demás, esa razón le daba un excelente motivo para odiarme. Poco a
poco su salud se restableció lo bastante como para permitirle salir de su
habitación. Hablaba de emprender una nueva campaña, pero ni él mismo
creía en ella. Su médico Crito, que temía los calores de la canícula, logró
por fin convencerlo de que retornara por mar a Roma. La noche antes de su
partida me hizo llamar a bordo del navío que lo llevaría a Italia, y me
nombró comandante en jefe en su reemplazo. Llegaba hasta eso; pero lo
esencial quedaba por hacer.
Contrariamente a las órdenes recibidas, pero en secreto, comencé de
inmediato a negociar la paz con Osroes. Me fundaba en que probablemente
ya no tendría que rendir cuentas al emperador. Menos de diez días después
me despertó a mitad de la noche la llegada de un mensajero: reconocí de
inmediato a un hombre de confianza de Plotina. Me traía dos misivas. Una,
oficial, anunciaba que Trajano, incapaz de soportar la navegación, había
sido desembarcado en Selinunte, en Cilicia, donde yacía gravemente
enfermo en casa de un mercader. La otra carta, secreta, me anunciaba su
muerte que Plotina prometía mantener oculta el mayor tiempo posible,
dándome así la ventaja de haber sido advertido el primero. Partí
inmediatamente para Selinunte, después de tomar las medidas necesarias a
fin de contar con las guarniciones sirias. Apenas me había puesto en
marcha, un nuevo correo me anunció oficialmente el deseo del emperador.
Su testamento, donde me nombraba su heredero, acababa de ser enviado a
Roma por mensajeros de confianza. Todo lo que desde hacía diez años fuera
febrilmente soñado, combinado, discutido o callado, se reducía a un
mensaje de dos líneas, trazado en griego por una mano firme y una menuda
escritura de mujer. Atiano, que me aguardaba en el muelle de Selinunte, fue
el primero en saludarme con el título de emperador.
Aquí, en ese intervalo entre el desembarco del enfermo y el momento de
su muerte, se sitúa una de esas series de acontecimientos que jamás me será
posible reconstruir y sobre las cuales se ha edificado sin embargo mi
destino. Esos pocos días pasados por Atiano y las mujeres en la casa del
mercader decidieron para siempre mi vida, pero con ellos ocurrirá
eternamente lo que más tarde habría de ocurrir con cierta tarde en el Nilo,
de la que tampoco sabré jamás nada, precisamente porque me importaría
tanto saberlo todo. En Roma hasta el último charlatán tiene una opinión
formada sobre estos episodios de mi vida, mientras yo sigo siendo el menos
informado de los hombres. Mis enemigos acusaron a Plotina de
aprovecharse de la agonía del emperador para hacer escribir al moribundo
las pocas palabras que me legaban el poder. Los calumniadores, aun más
groseros, hablaron de un lecho con colgaduras, la incierta lumbre de una
lámpara, el médico Crito dictando las últimas voluntades de Trajano con
una voz que imitaba la del muerto. Se hizo notar que Fedimas, el oficial de
órdenes, que me odiaba y cuyo silencio mis amigos no habrían podido
comprar, sucumbió muy oportunamente de una fiebre maligna al otro día
del deceso de su amo. En esas imágenes de violencia y de intriga hay algo
que impresiona la imaginación popular, y aun la mía. No me desagradaría
que un pequeño grupo de gentes honradas hubiese sido capaz de llegar
hasta el crimen por mí, ni que la abnegación de la emperatriz la hubiera
arrastrado tan lejos. Plotina conocía los riesgos que la falta de una decisión
acarreaba al Estado; la estimo lo suficiente como para creer que hubiera
aceptado incurrir en un fraude necesario, si la prudencia, el sentido común,
el interés público y la amistad la impulsaban a ello. Más tarde he tenido en
mis manos ese documento tan violentamente impugnado por mis
adversarios; no puedo pronunciarme en pro o en contra de la autenticidad
de ese último dictado de un enfermo. Prefiero suponer claro está, que
renunciando antes de morir a sus prejuicios personales, Trajano haya dejado
por su propia voluntad el imperio a aquel a quien después de todo juzgaba
el más digno. Pero debo confesar que en este caso el fin me importaba más
que los medios; lo esencial es que el hombre llegado al poder haya probado
luego que merecía ejercerlo.
El cadáver fue quemado a orillas del mar, poco después de mi llegada, a
la espera de los funerales triunfales que se celebrarían en Roma. Casi nadie
asistió a la sencilla ceremonia cumplida al alba; no fue más que el último
episodio de los largos cuidados domésticos proporcionados por las mujeres
a la persona de Trajano. Matidia lloraba a lágrima viva; la vibración del aire
en torno de la pira borraba los rasgos de Plotina. Serena, distante, un poco
demacrada por la fiebre, se mantenía como siempre claramente
impenetrable. Atiano y Crito cuidaban de que todo se consumara
decorosamente. La pequeña columna de humo se disipó en el pálido aire de
la mañana sin sombras. Ninguno de mis amigos aludió a los incidentes de
los días que precedieron a la muerte del emperador. Evidentemente su
consigna era la de callar; la mía consistió en no hacer preguntas peligrosas.
El mismo día la emperatriz viuda y sus familiares se embarcaron rumbo
a Roma. Volví a Antioquía, acompañado a lo largo del camino por las
aclamaciones de las tropas. Una calma extraordinaria se había adueñado de
mí: la ambición y el temor parecían una pesadilla terminada. Siempre había
estado decidido a defender hasta el fin mis probabilidades imperiales,
pasara lo que pasare; pero el acto de adopción, lo simplificaba todo. Mi
propia vida ya no me preocupaba; podía pensar otra vez en el resto de los
hombres.
TELLUS
STABILITA
Mi vida había vuelto al orden, pero no así el imperio. El mundo que
acababa de heredar semejaba a un hombre en la flor de la edad, robusto
todavía aunque mostrando a los ojos de un médico imperceptibles signos de
desgaste, y que acabara de sufrir las convulsiones de una grave enfermedad.
Las negociaciones se reanudaron abiertamente; hice correr la voz en todas
partes de que Trajano en persona me las había encomendado antes de morir.
Suprimí de un trazo las conquistas peligrosas, no sólo la Mesopotamia
donde no habíamos podido mantenernos, sino Armenia, demasiado
excéntrica y lejana, que me limité a conservar en calidad de estado vasallo.
Dos o tres dificultades, que hubieran prolongado por años una conferencia
de paz si los principales interesados hubieran tenido interés en dilatarla,
fueron allanadas gracias a la habilidad del comerciante Opramoas, que
gozaba de la confianza de los sátrapas. Traté de infundir a aquellas
negociaciones todo el ardor que otros reservan para el campo de batalla;
forcé la paz. La parte contraria la deseaba por lo menos tanto como yo
mismo; los partos sólo pensaban en reabrir sus rutas comerciales entre la
India y nosotros. Pocos meses después de la gran crisis, tuve la alegría de
ver formarse otra vez a orillas del Orontes la hilera de las caravanas; los
oasis se repoblaban de mercaderes que comentaban las noticias a la luz de
las hogueras y que cada mañana, al cargar sus mercaderías para
transportarlas a países desconocidos, cargaban también cierto número de
ideas, de palabras, de costumbres bien nuestras, que poco a poco se
apoderarían del globo con mayor seguridad que las legiones en marcha. La
circulación del oro, el paso de las ideas, tan sutil como el del aire vital en
las arterias; el pulso de la tierra volvía a latir.
La fiebre de la rebelión disminuía a su turno. En Egipto había alcanzado
tal violencia que fue necesario reclutar con todo apuro milicias de
campesinos a la espera de nuestros esfuerzos. Encargué inmediatamente a
mi camarada Marcio Turbo que restableciera el orden, cosa que hizo con
prudente firmeza. Pero el orden en las calles apenas me bastaba; quería, de
ser posible, restaurarlo en los espíritus, o más bien hacerlo reinar en ellos
por primera vez. Una visita de una semana a Pelusio se pasó en equilibrar la
balanza entre los griegos y los judíos, eternos incompatibles. No vi nada de
lo que hubiera deseado ver: ni las orillas del Nilo, ni el museo de
Alejandría, ni las estatuas de los templos; apenas si hallé la manera de
consagrar una noche a las agradables orgías de Canope. Seis interminables
días se pasaron en la hirviente cuba del tribunal, protegido del calor de
fuera por largas cortinas de varilla que restallaban al viento. De noche,
enormes mosquitos zumbaban en torno a las lámparas. Trataba yo de
demostrar a los griegos que no siempre eran los más sabios, y a los judíos
que de ninguna manera eran los más puros. Las canciones satíricas con que
esos helenos de baja ralea hostigaban a sus adversarios no eran menos
estúpidas que las groseras imprecaciones de las juderías. Aquellas razas que
vivían en contacto desde hacía siglos, no habían tenido jamás la curiosidad
de conocerse ni la decencia de aceptarse. Los extenuados litigantes que se
marchaban al final de la noche, volvían a encontrarme al alba en mi sitial,
ocupado en aventar el montón de basura de los falsos testimonios; los
cadáveres apuñalados que me traían como pruebas eran muchas veces los
de los enfermos muertos en su cama o robados a los embalsamadores. Pero
cada hora de apaciguamiento era una victoria, precaria como todas; cada
arbitraje en una disputa representaba un precedente, una prenda para el
porvenir. Poco me importaba que el acuerdo obtenido fuese exterior,
impuesto y probablemente temporario; sabía que tanto el bien como el mal
son cosas rutinarias, que lo temporario se prolonga, que lo exterior se
infiltra al interior y que a la larga la máscara se convierte en rostro. Puesto
que el odio, la tontería y el delirio producen efectos duraderos, no veía por
qué la lucidez, la justicia y la benevolencia no alcanzarían los suyos. El
orden en las fronteras no era nada si no conseguía persuadir a ese
ropavejero judío y a ese carnicero griego de que vivieran pacíficamente
como vecinos.
La paz era mi fin, pero de ninguna manera mi ídolo; hasta la misma
palabra ideal me desagradaría, por demasiado alejada de lo real. Había
imaginado llevar a su extremo mi rechazo de toda conquista, abandonando
la Dacia; lo hubiera cumplido de no haber sido una locura alterar
radicalmente la política de mi predecesor; más valía aprovechar lo más
sensatamente posible las ganancias previas a mi reino, y ya registradas por
la historia. El admirable Julio Basso, primer gobernador de aquella
provincia apenas organizada, había muerto de fatiga como yo mismo había
estado a punto de sucumbir durante mi servicio en las fronteras sármatas,
aniquilado por ese trabajo sin gloria consistente en pacificar todo el tiempo
un país al que se da por sometido. Ordené que le hicieran funerales
triunfales, que de ordinario se reservaban a los emperadores; aquel
homenaje a un buen servidor oscuramente sacrificado fue mi última y
discreta protesta contra la política de conquista; puesto que era dueño de
suprimirla de golpe ya no tenía motivos para denunciarla en voz alta. En
cambio se imponía una represión militar en Mauretania, donde los agentes
de Lucio Quieto fomentaban la agitación, pero mi presencia inmediata no
era necesaria. Lo mismo ocurría en Bretaña, donde los caledonios habían
aprovechado el retiro de las tropas con motivo de la guerra en Asia, para
diezmar las insuficientes guarniciones fronterizas. Julio Severo se encargó
allí de lo más urgente, hasta que la liquidación de los asuntos romanos me
permitiera emprender aquel largo viaje. Pero yo estaba deseoso de terminar
personalmente la guerra sármata en suspenso y utilizar esta vez el número
necesario de tropas para dar fin a las depredaciones de los bárbaros. En
esto, como en todo, me negaba a someterme a un sistema. Aceptaba la
guerra como un medio para la paz, toda vez que las negociaciones no
bastaban, así como el médico se decide por el cauterio después de haber
probado los simples. Todo es tan complicado en los negocios humanos, que
mi reino pacífico tendría también sus períodos de guerra, así como la vida
de un gran capitán tiene, mal que le pese, sus interludios de paz.
Antes de remontar hacia el norte, para liquidar el conflicto sármata,
volví a ver a Quieto. El carnicero de Cirene seguía siendo temible. Mi
primera medida había consistido en disolver sus columnas de exploradores
númidas. Le quedaba su sitial en el Senado, su cargo en el ejército regular y
el inmenso dominio de las arenas occidentales que podía convertir a gusto
suyo en un trampolín o en un asilo. Me invitó a una cacería en Misia, en
plena selva, y tramó un accidente en el cual, de haber tenido menos suerte o
menos agilidad física, hubiera perdido seguramente la vida. Pero era
preferible aparentar que no sospechaba nada y esperar con paciencia. Poco
más tarde, en la Moesia Inferior, en momentos en que la capitulación de los
príncipes sármatas me permitía pensar en el pronto retorno a Roma, un
cambio de mensajes cifrados con mi antiguo tutor me hizo saber que
Quieto, luego de volver presuroso a Roma, acababa de conferenciar con
Palma. Nuestros enemigos fortificaban sus posiciones, organizaban sus
tropas. Mientras tuviéramos en contra a aquellos dos hombres, ninguna
seguridad sería posible. Escribí a Atiano para que obrara con rapidez. El
anciano golpeó como el rayo. Fue más allá de mis órdenes, librándome de
una sola vez de todos mis enemigos declarados. El mismo día, con pocas
horas de diferencia, Celso fue ejecutado en Bayas, Palma en su villa de
Terracina y Nigrino en Favencia, en el umbral de su casa de campo. Quieto
pereció en ruta, al salir de un conciliábulo con sus cómplices, junto al
carruaje que lo traía de vuelta a la ciudad. Serviano, mi anciano cuñado, que
aparentemente se había resignado a mi fortuna pero que acechaba
ávidamente mis pasos en falso, debió de sentir una alegría que sin duda fue
la mayor voluptuosidad que tuvo en su vida. Los siniestros rumores que
corrían acerca de mí hallaron nuevamente oídos crédulos.
Recibí estas noticias a bordo del navío que me traía a Italia. Me
aterraron. Siempre es grato saberse a salvo de los adversarios, pero mi tutor
había demostrado una indiferencia de viejo ante las consecuencias de su
acto; había olvidado que yo tendría que vivir más de veinte años soportando
los resultados de aquellas muertes. Pensaba en las proscripciones de
Octavio, que habían manchado para siempre la memoria de Augusto, en los
primeros crímenes de Nerón seguidos de tantos otros. Me acordaba de los
últimos años de Domiciano, aquel hombre mediocre pero no peor que otros,
a quien el miedo infligido y soportado había privado poco a poco de forma
humana, muerto en pleno palacio como una bestia acosada en los bosques.
Mi vida pública me escapaba ya: la primera línea de la inscripción contenía
algunas palabras, profundamente grabadas, que no podría borrar jamás. El
Senado, ese vasto cuerpo débil, pero que se volvía poderoso apenas se
sentía perseguido, no olvidaría nunca que cuatro hombres salidos de sus
filas habían sido ejecutados sumariamente por orden mía; tres intrigantes y
una bestia feroz pasarían por mártires. Ordené a Atiano que se me reuniera
en Bríndisi, para darme cuenta de sus actos.
Me esperaba a dos pasos del puerto, en una de las habitaciones del
albergue que miraba hacia el oriente, y donde antaño había muerto Virgilio.
Se asomó cojeando al umbral para recibirme; sufría de una crisis de gota.
Tan pronto quedamos solos, estallé en reproches. Un reino que deseaba
moderado, ejemplar, comenzaba por cuatro ejecuciones, de las cuales sólo
una era indispensable; con peligrosa negligencia, se las había cumplido sin
rodearlas de formas legales. Aquel abuso de fuerza me sería tanto más
reprochado cuanto que trataría en el futuro de ser clemente, escrupuloso o
justo; se lo emplearía para probar que mis supuestas virtudes no pasaban de
una serie de máscaras y para fabricarme una leyenda de tirano que quizá
habría de seguirme hasta el fin de la historia. Confesé mis temores: no me
sentía más exento de crueldad que de cualquier otra tara humana; aceptaba
el lugar común según el cual el crimen llama al crimen y la imagen del
animal que ha conocido el sabor de la sangre. Un antiguo amigo cuya
lealtad me había parecido segura, se emancipaba aprovechándose de las
debilidades que había creído notar en mí; so pretexto de servirme, se las
había arreglado para liquidar una cuestión personal con Nigrino y Palma.
Comprometía mi obra de pacificación; me preparaba el más negro de los
retornos a Roma.
El anciano pidió permiso para sentarse, y apoyó en un taburete su pierna
vendada. Mientras le hablaba, cubrí con una manta su pie enfermo. Me
escuchaba con la sonrisa de un gramático que observa cómo su alumno sale
del paso en un recitado difícil. Al terminar, me preguntó tranquilamente qué
había pensado hacer con los enemigos del régimen. Si era necesario, se
probaría que los cuatro hombres habían tramado mi muerte; en todo caso
tenían interés en ella. Todo paso de un reino a otro entraña esas operaciones
de limpieza; él se había encargado de ésta para dejarme las manos libres. Si
la opinión pública reclamaba una víctima, nada más sencillo que quitarle su
cargo de prefecto del pretorio. Había previsto esa medida y me aconsejaba
tomarla. Y si se necesitaba todavía más para tranquilizar al Senado, estaría
de acuerdo en que yo llegara hasta el confinamiento o el exilio.
Atiano había sido ese tutor al que se le pide dinero, el consejero en los
días difíciles, el agente fiel, pero por primera vez miraba yo atentamente
aquel rostro de mejillas cuidadosamente afeitadas, aquellas manos deformes
que se apoyaban calmosas sobre el puño en un bastón de ébano. Conocía
bastante bien los diversos elementos de su próspera existencia: su mujer,
que tanto quería y cuya salud reclamaba cuidados, sus hijas casadas, sus
nietos, para los cuales sentía ambiciones modestas y tenaces a la vez, como
lo habían sido las suyas propias; su amor por los platos finos; su marcado
gusto por los camafeos griegos y las danzarinas jóvenes. Pero me había
dado prioridad frente a todas esas cosas; desde hacía treinta años, su primer
cuidado había sido el de protegerme, y más tarde el de servirme. Para mí,
que hasta entonces sólo había preferido ideas, proyectos, o a lo sumo una
imagen futura de mí mismo, aquella trivial abnegación de hombre a hombre
me parecía prodigiosamente insondable. Nadie es digna de ella, y sigo sin
explicármela. Acepté su consejo: Atiano perdió su puesto. Una fina sonrisa
me mostró que esperaba que lo tomara al pie de la letra. Sabía bien que
ninguna solicitud intempestiva hacia un viejo amigo me impediría adoptar
el partido más sensato; aquel político sutil no hubiera deseado otra cosa de
mí. Pero no había por qué exagerar la duración de su desgracia; después de
algunos meses de eclipse, conseguí hacerlo entrar en el Senado. Era el
máximo honor que podía otorgar a un hombre de la orden ecuestre. Tuvo
una vejez tranquila de rico caballero romano, gozando de la influencia que
le daba su profundo conocimiento de las familias y los negocios; muchas
veces fui su huésped en su villa de los montes de Alba. No importa: tal
como Alejandro la víspera de una batalla, yo había sacrificado al Miedo
antes de mi entrada a Roma. Suelo contar a Atiano entre mis víctimas
humanas.
Atiano había visto bien: el oro virgen del respeto sería demasiado blando
sin una cierta aleación de temor. Con el asesinato ocurrió como con la
historia del testamento fraguado: las gentes honestas, los corazones
virtuosos se rehusaron a considerarme culpable; los cínicos suponían lo
peor, pero me admiraban más por ello. Roma se tranquilizó, apenas supo
que mis rencores no iban más allá; el júbilo que sentía cada uno al saberse
seguro lo llevó a olvidar prontamente a los muertos. Se maravillaban de mi
moderación pues la consideraban deliberada, voluntaria, preferida
diariamente a una violencia que me hubiera sido igualmente fácil; alababan
mi simplicidad pues la creían obra del cálculo. Trajano había tenido la
mayoría de las virtudes modestas; las mías asombraban más; otro poco, y
hubieran visto en ellas un refinamiento de vicio. Yo era el mismo hombre
de antaño, pero lo que habían despreciado en mí pasaba ahora por sublime:
una extremada cortesía, en la que los espíritus groseros habían visto una
forma de debilidad, quizá de cobardía, se transformaba en la vaina lisa y
brillante de la fuerza. Pusieron por las nubes mi paciencia hacia los
solicitantes, mis frecuentes visitas a los enfermos de los hospitales
militares, mi amistosa familiaridad con los veteranos de vuelta al hogar.
Nada de eso difería de la forma en que había tratado toda mi vida a mis
servidores y a los colonos de mis granjas. Cada uno de nosotros posee más
virtudes de lo que se cree, pero sólo el éxito las pone de relieve, quizá
porque entonces se espera que dejemos de manifestarlas. Los seres
humanos confiesan sus peores debilidades cuando se asombran de que un
amo del mundo no sea de una estúpida indolencia, presunción o crueldad.
Había rechazado todos los títulos. Durante el primer mes de mi reinado,
y contra mi voluntad, el Senado me había conferido la larga serie de
designaciones honoríficas que, a manera de un chal rayado, adorna el cuello
de ciertos emperadores. Dácico, Pártico, Germánico: Trajano había amado
esos bellos sonidos de músicas guerreras, semejantes a los címbalos y los
tambores de los regimientos partos; en él habían suscitado ecos y
respuestas; a mí me irritaban y me aturdían. Hice suprimir todo eso;
también rechacé, provisionalmente, el admirable título de Padre de la Patria
que Augusto sólo aceptó al final y del que no me consideraba todavía
digno. Hice lo mismo con el triunfo; hubiera sido ridículo consentir en él
por una guerra en la cual mi mérito era el de haberle puesto fin. Aquellos
que vieron modestia en estos rechazos se engañaron tanto como los que los
atribuían a orgullo. Mis cálculos atendían menos al efecto provocado en el
prójimo que a mis propias ventajas. Quería que mi prestigio fuese personal,
pegado a la piel, inmediatamente mensurable en términos de agilidad
mental, de fuerza o de actos cumplidos. Los títulos, de venir, vendrían más
tarde y serían diferentes: testimonios de victorias más secretas a las cuales
todavía no osaba pretender. Bastante ocupado estaba por el momento en
llegar a ser, o ser lo más posible Adriano.
Me acusan de no querer a Roma. Y sin embargo era bella en esos dos
años en que el Estado y yo nos probamos mutuamente, con sus calles
estrechas, sus foros amontonados, sus ladrillos de color de carne vieja.
Después de Oriente y Grecia, volver a ver Roma la revestía de una cierta
rareza que un romano, nacido y alimentado perpetuamente en la ciudad, no
hubiera advertido. Me acostumbré otra vez a sus inviernos húmedos y
cubiertos de hollín, a sus veranos africanos moderados por la frescura de las
cascadas de Tíbur y por los lagos de Alba, a su pueblo casi rústico,
provincianamente aferrado a sus siete colinas, pero en el cual la ambición,
el cebo del lucro, los azares de la conquista y de la servidumbre vuelcan
poco a poco todas las razas del mundo, el negro tatuado, el germano
velludo, el esbelto griego y el pesado oriental. Me desembaracé de ciertas
delicadezas: acudía a los baños públicos en las horas de afluencia popular;
aprendí a soportar los Juegos, en los que hasta entonces sólo había visto un
feroz derroche. No había cambiado de opinión: detestaba esa matanza
donde las fieras no tienen ninguna probabilidad a su favor; poco a poco, sin
embargo, percibía su valor ritual, sus efectos de purificación trágica en la
inculta multitud; quería que las fiestas igualaran en esplendor a las de
Trajano, pero con más arte y más orden. Me obligaba a saborear la esgrima
exacta de los gladiadores, pero a condición de que nadie fuera obligado a
ejercer ese oficio contra su voluntad. Desde lo alto de la tribuna del Circo,
aprendía a parlamentar con la multitud por boca de los heraldos, a
imponerle silencio con una deferencia que ella me devolvía centuplicada, a
no concederle jamás algo que no tuviera derecho a esperar dentro de lo
razonable, a no negar nada sin explicar mi negativa. No llevaba, como
haces tú, mis libros al palco imperial; se insulta al prójimo cuando se
desdeñan sus alegrías. Si el espectáculo me repugnaba, el esfuerzo de
soportarlo era un ejercicio más valioso que la lectura de Epicteto.
La moral es una convención privada; la decencia, una cuestión pública;
toda licencia demasiado visible me ha hecho siempre el efecto de una
ostentación de mala ley. Prohibí los baños mixtos, causa de riñas casi
continuas; hice fundir e incorporar a las arcas del Estado la colosal vajilla
de plata que había servido para la gula de Vitelio. Nuestros primeros
Césares adquirieron una detestable reputación de cazadores de herencias;
tomé por principio no aceptar para el Estado ni para mí ningún legado sobre
el cual algún heredero directo pudiera considerarse con derechos. Traté de
reducir la exorbitante cantidad de esclavos del palacio imperial, y sobre
todo su audacia, que los llevaba a considerarse los iguales de los mejores
ciudadanos, y a veces a aterrorizarlos; cierto día uno de mis servidores
interpeló con impertinencia a un senador; mandé que lo abofetearan. Mi
repugnancia al desorden me indujo a hacer fustigar en pleno Circo a
algunos disipadores cubiertos de deudas. Para evitar las confusiones,
insistía en que se llevara la toga o la laticlavia en la vida pública de Roma;
eran ropas incómodas, como todo lo honorífico, y sólo en la capital me
sometía a su uso. Me ponía de pie para recibir a mis amigos; nunca me
sentaba durante las audiencias, como reacción contra la desvergüenza que
significa recibir a alguien estando sentado o acostado. Ordené reducir el
número de carruajes que obstruyen nuestras calles, lujo de velocidad que se
destruye a sí mismo, pues un peatón saca ventaja a cien vehículos
amontonados a lo largo de las vueltas de la Vía Sacra. Cuando iba de visita,
tomé la costumbre de hacerme transportar en litera hasta el interior de las
casas, evitando así mi huésped la fatiga de esperarme o despedirme bajo el
sol o el enconado viento de Roma.
Volví a encontrar a los míos; siempre sentí algún afecto por mi hermana
Paulina, y el mismo Serviano parecía menos odioso que en el pasado. Mi
suegra Matidia había traído de Oriente los primeros síntomas de una
enfermedad mortal; me ingenié para distraerla de sus sufrimientos con
ayuda de frugales fiestas, y embriagar inocentemente con un dedo de vino a
aquella matrona llena de ingenuidades de jovencita. La ausencia de mi
mujer, que se había refugiado en la campiña a consecuencia de uno de sus
malhumores, no restaba nada a aquellos placeres de familia. Probablemente
haya sido el ser a quien menos supe agradar; cierto es que no me preocupé
demasiado por hacerlo. Frecuentaba la modesta casa donde la emperatriz
viuda se entregaba a las graves delicias de la meditación y los libros. Volví
a encontrar el bello silencio de Plotina. La veía apartarse suavemente; aquel
jardín, aquellas habitaciones claras, se volvían de más en más el recinto de
una Musa, el templo de una emperatriz ya divina. Su amistad, sin embargo,
seguía siendo exigente, pero sus exigencias eran siempre sensatas.
Volví a ver a mis amigos; gocé del placer exquisito de reanudar el
contacto después de largas ausencias, de juzgar y ser nuevamente juzgado.
Mi camarada de placeres y trabajos literarios de antaño, Víctor Voconio,
había muerto; tomé a mi cargo escribir su oración fúnebre. Las gentes
sonrieron al oír mencionar, entre las virtudes del difunto, la castidad que sus
propios poemas negaban tanto como la presencia de Thestylis la de los rizos
de miel, que Víctor había llamado en otros tiempos su hermoso tormento.
Pero mi hipocresía era menos grosera de lo que pensaban: todo placer
regido por el gusto me parecía casto. Ordené a Roma como una casa que el
amo puede abandonar sin que sufra durante su ausencia: puse a prueba
nuevos colaboradores; los adversarios incorporados a mi política cenaron en
el Palatino con los amigos de los tiempos difíciles. Neracio Prisco esbozaba
en mi mesa sus planes de legislación; el arquitecto Apolodoro nos explicaba
sus planos; Ceyonio Cómodo, riquísimo patricio descendiente de una
antigua familia etrusca de sangre casi real, buen catador de vinos y de
hombres, combinaba conmigo mi próxima maniobra en el Senado.
Su hijo Lucio Ceyonio, que apenas tenía dieciocho años, alegraba con
su riente gracia de joven príncipe aquellas fiestas que yo hubiera querido
austeras. Lucio tenía ya entonces algunas manías absurdas y deliciosas: la
pasión de confeccionar platos raros a sus amigos, un gusto exquisito por las
decoraciones florales, un loco amor por los juegos de azar y los disfraces.
Marcial era su Virgilio; declamaba aquellas poesías lascivas con una
encantadora desvergüenza. Le hice promesas que más tarde me acarrearon
hartas preocupaciones; aquel joven fauno danzante ocupó seis meses de mi
vida.
Tantas veces he perdido de vista y he vuelto a encontrar a Lucio en el
curso de los años siguientes, que temo guardar de él una imagen formada
por recuerdos superpuestos y que no corresponde en suma a ninguna fase de
su breve existencia. El árbitro algo insolente de las elegancias romanas, el
orador en sus comienzos, inclinado tímidamente sobre los ejemplos de
estilo a la espera de mi parecer sobre un pasaje difícil, el joven oficial
preocupado, atormentando su barba rala, el enfermo desgarrado por la tos, a
quien velé hasta la agonía, sólo existieron mucho más tarde. La imagen de
Lucio adolescente se recorta en rincones más secretos del recuerdo: un
rostro, un cuerpo, el alabastro de una tez pálida y rosada, el exacto
equivalente de un epigrama amoroso de Calímaco, de unas pocas líneas
claras y desnudas del poeta Estratón.
Pero yo tenía prisa en salir de Roma. Hasta ahora mis predecesores se
habían ausentado de ella por razones de guerra; para mí los grandes
proyectos, las actividades pacíficas y mi vida misma empezaban fuera de
sus muros.
Me quedaba por cumplir un último deber: había que ofrecer a Trajano el
triunfo que había obsesionado sus sueños de enfermo. Un triunfo sólo sienta
a los muertos. En vida, siempre hay alguien pronto a reprocharnos nuestras
debilidades, como antaño reprochaban a César su calvicie y sus amores.
Pero un muerto tiene derecho a esa especie de inauguración funeraria, a
esas pocas horas de pompa ruidosa antes de los siglos de gloria y los
milenios de olvido. La fortuna de un muerto está al abrigo de los reveses;
hasta sus derrotas adquieren un esplendor de victoria. El triunfo final de
Trajano no conmemoraba un éxito más o menos dudoso sobre los partos,
sino el honorable esfuerzo que había constituido toda su vida. Nos
habíamos reunido para celebrar el mejor emperador que conociera Roma
desde la vejez de Augusto, el más asiduo en su trabajo, el más honesto y el
menos injusto. Aun sus defectos eran esas particularidades que llevan a
reconocer la perfecta semejanza de un busto de mármol con el rostro. El
alma del emperador subía al cielo, llevado por la inmóvil espiral de la
Columna Trajana. Mi padre adoptivo pasaba a ser un dios; tomaba su lugar
en la serie de las encarnaciones guerreras del Marte eterno, que de siglo en
siglo vienen a trastornar y renovar el mundo. De pie en el balcón del
Palatino, medí mis diferencias: yo me instrumentaba para fines más
serenos. Empezaba a soñar con una soberanía olímpica.

Roma ya no está en Roma: tendrá que perecer o igualarse en adelante a la


mitad del mundo. Estos muros que el sol poniente dora con un rosa tan
bello, ya no son sus murallas; yo mismo levanté buena parte de las
verdaderas, a lo largo de las florestas germánicas y las landas bretonas.
Cada vez que desde lejos, en un recodo de alguna ruta asoleada, he mirado
una acrópolis griega y su ciudad perfecta como una flor, unida a su colina
como el cáliz al tallo, he sentido que esa planta incomparable estaba
limitada por su misma perfección, cumplida en un punto del espacio y un
segmento del tiempo. Su única probabilidad de expansión, como en las
plantas, hubiera sido su semilla: la siembra de ideas con que Grecia ha
fecundado el mundo. Pero Roma, más pesada e informe, vagamente tendida
en su llanura al borde de su río, se organizaba para desarrollos más vastos:
la ciudad se convertía en el Estado. Yo hubiera querido que el Estado
siguiera ampliándose, hasta llegar a ser el orden del mundo y de las cosas.
Las virtudes que bastaban para la pequeña ciudad de las siete colinas,
tendrían que diversificarse, ganar en flexibilidad, para convenir a la tierra
entera. Roma, que fui el primero en atreverme a calificar de eterna, se
asimilaría más y más a las diosas-madres de los cultos asiáticos: progenitora
de los jóvenes y las cosechas, estrechando contra su seno leones y
colmenas. Pero toda creación humana que aspire a la eternidad debe
adaptarse al ritmo cambiante de los grandes objetos naturales, concordar
con el tiempo de los astros. Nuestra Roma no es más la aldea pastoril del
tiempo de Evandro, grávida de un porvenir que en parte ya es pasado; la
Roma agresiva de la República ha cumplido su misión; la alocada capital de
los primeros Césares tiende por sí misma a sentar cabeza; vendrán otras
Romas cuya fisonomía me cuesta concebir, pero que habré contribuido a
formar. Cuando visitaba las ciudades antiguas, sagradas pero ya muertas,
sin valor presente para la raza humana, me prometía evitar a mi Roma el
destino petrificado de una Tebas, una Babilonia o una Tiro. Roma debería
escapar a su cuerpo de piedra; con la palabra Estado, la palabra ciudadanía,
la palabra república, llegaría a componer una inmortalidad más segura. En
los países todavía incultos, a orillas del Rin, del Danubio o del mar de los
bátavos, cada aldea defendida por una empalizada de estacas me recordaba
la choza de juncos, el montón de estiércol donde nuestros mellizos romanos
dormían ahítos de leche de loba: esas metrópolis futuras reproducirían a
Roma. A los cuerpos físicos de las naciones y las razas, a los accidentes de
la geografía y la historia, a las exigencias dispares de los dioses o los
antepasados, superpondríamos para siempre, y sin destruir nada, la unidad
de una conducta humana, el empirismo de una sabia experiencia. Roma se
perpetuaría en la más insignificante ciudad donde los magistrados se
esforzaran por verificar las pesas y medidas de los comerciantes, barrer e
iluminar las calles, oponerse al desorden, a la incuria, al miedo, a la
injusticia, y volver a interpretar razonablemente las leyes. Y sólo perecería
con la última ciudad de los hombres.
Humanitas, Felicitas, Libertas: no he inventado estas bellas palabras
que aparecen en las monedas de mi reinado. Cualquier filósofo griego, casi
todos los romanos cultivados, se proponen la misma imagen del mundo.
Frente a una ley injusta por demasiado rigurosa, he oído gritar a Trajano
que su ejecución ya no respondía al espíritu de la época. Pero tal vez sería
yo el primero que subordinara conscientemente mis actos a ese espíritu de
la época, haciendo de él otra cosa que el sueño nebuloso de un filósofo o la
vaga aspiración de un buen príncipe. Y daba gracias a los dioses por
haberme dejado vivir en una época en la que mi tarea consistía en
reorganizar prudentemente un mundo, y no en extraer del caos una materia
aún informe, o en tenderme sobre un cadáver para tratar de resucitarlo. Me
congratulaba de que nuestro pasado fuese lo bastante amplio para
proporcionarnos ejemplos, sin aplastarnos con un exceso de peso; de que el
desarrollo de nuestras técnicas hubiera llegado al punto de facilitar la
higiene de las ciudades y la prosperidad de los pueblos, sin exceder de la
medida y abrumar a los hombres con adquisiciones inútiles; y de que
nuestras artes, árboles fatigados ya por la abundancia de sus dones, fueran
todavía capaces de dar algunos frutos deliciosos. Me alegraba de que
nuestras vagas y venerables religiones, decantadas de toda intransigencia o
de todo rito salvaje, nos asociaran misteriosamente a los más antiguos
sueños del hombre y de la tierra, pero sin vedarnos una explicación laica de
los hechos, una visión racional de la conducta humana. Me placía, por fin,
que aquellas palabras de Humanidad, Libertad y Felicidad no hubieran sido
todavía devaluadas por un exceso de aplicaciones ridículas.
Advierto una objeción a todo esfuerzo por mejorar la condición
humana: la de que quizá los hombres son indignos de él. Pero la desecho sin
esfuerzo: mientras el sueño de Calígula siga siendo irrealizable y el género
humano no se reduzca a una sola cabeza ofrecida al cuchillo, tendremos que
tolerarlo, contenerlo, utilizarlo para nuestros fines; nuestro interés bien
entendido será el de servirlo. Mi manera de obrar se basaba en una serie de
observaciones sobre mí mismo, hechas desde mucho tiempo atrás; toda
explicación lúcida me ha convencido siempre, toda cortesía me conquista,
toda felicidad me da casi siempre la cordura. Y sólo escuchaba a medias a
los bien intencionados que afirman que la felicidad relaja, que la libertad
reblandece, que la humanidad corrompe a aquellos en quienes se ejerce.
Puede ser; pero en el estado actual del mundo, eso equivale a no querer dar
de comer a un hombre exánime por miedo de que dentro de unos años sufra
de plétora. Cuando hayamos aliviado lo mejor posible las servidumbres
inútiles y evitado las desgracias innecesarias, siempre tendremos, para
mantener tensas las virtudes heroicas del hombre, la larga serie de males
verdaderos, la muerte, la vejez, las enfermedades incurables, el amor no
correspondido, la amistad rechazada o vendida, la mediocridad de una vida
menos vasta que nuestros proyectos y más opaca que nuestros ensueños —
todas las desdichas causadas por la naturaleza divina de las cosas—. Tengo
que confesar que creo poco en las leyes. Si son demasiado duras, se las
transgrede con razón. Si son demasiado complicadas, el ingenio humano
encuentra fácilmente el modo de deslizarse entre las mallas de esa red tan
frágil. El respeto a las leyes antiguas corresponde a lo que la piedad humana
tiene de más hondo; también sirve de almohada a la inercia de los jueces.
Las más remotas participan del salvajismo que se esforzaban por corregir;
las más venerables siguen siendo un producto de la fuerza. La mayoría de
nuestras leyes penales sólo alcanzan, por suerte quizá, a una mínima parte
de los culpables; nuestras leyes civiles no serán nunca lo suficientemente
flexibles para adaptarse a la inmensa y fluida variedad de los hechos.
Cambian menos rápidamente que las costumbres; peligrosas cuando quedan
a la zaga de éstas, lo son aún más cuando pretenden precederlas. Sin
embargo, en esta aglomeración de innovaciones arriesgadas o de rutinas
añejas, sobresalen aquí y allá, como sucede en la medicina, algunas
fórmulas útiles. Los filósofos griegos nos han enseñado a conocer algo
mejor la naturaleza humana; desde hace varias generaciones, nuestros
mejores juristas trabajan en pro del sentido común. Yo mismo llevé a cabo
algunas de esas reformas parciales, las únicas duraderas. Toda ley
demasiado transgredida es mala; corresponde al legislador abrogarla o
cambiarla, a fin de que el desprecio en que ha caído esa ordenanza insensata
no se extienda a leyes más justas. Me proponía la prudente eliminación de
las leyes superfluas y la firme promulgación de un pequeño cuerpo de
decisiones prudentes. Parecía llegado el momento de revaluar todas las
antiguas prescripciones, en interés de la humanidad.
En España, cerca de Tarragona, un día que visitaba solo una mina
semiabandonada, un esclavo cuya larga vida había transcurrido casi por
completo en los corredores subterráneos, se lanzó sobre mí armado de un
cuchillo. Muy lógicamente, se vengaba en el emperador de sus cuarenta y
tres años de servidumbre. Lo desarmé fácilmente, y lo entregué a mi
médico; su furor se calmó, y acabó convirtiéndose en lo que
verdaderamente era: un ser no menos sensato que los demás, y más fiel que
muchos. Aquel culpable, que la ley salvajemente aplicada hubiera mandado
ejecutar de inmediato, se convirtió para mí en un servidor útil. Casi todos
los hombres se parecen a ese esclavo, viven demasiado sometidos, y sus
largos períodos de embotamiento se ven interrumpidos por sublevaciones
tan brutales como inútiles. Quería yo ver si una libertad bien entendida no
sacaría mejor partido de ellos, y me asombra que una experiencia semejante
no haya tentado a más príncipes. Aquel bárbaro condenado a trabajar en las
minas se convirtió para mí en el emblema de todos nuestros esclavos, de
todos nuestros bárbaros. No me parecía imposible tratarlos como había
tratado a ese hombre, de volverlos inofensivos a fuerza de bondad, siempre
y cuando comprendieran previamente que la mano que los desarmaba era
firme. Los pueblos han perecido hasta ahora por falta de generosidad:
Esparta hubiera sobrevivido más tiempo de haber interesado a los ilotas en
su supervivencia; un buen día Atlas deja de sostener el peso del cielo y su
rebelión conmueve la tierra. Hubiera querido hacer retroceder, evitar si
fuera posible, ese momento en que los bárbaros de fuera y los esclavos
internos se arrojarán sobre un mundo que se les exige respetar de lejos o
servir desde abajo, pero cuyos beneficios no son para ellos. Me obstinaba
en que el más desheredado de los seres, el esclavo que limpia las cloacas de
la ciudad, el bárbaro hambriento que ronda las fronteras, tuviera interés en
que Roma durara.
Dudo de que toda la filosofía de este mundo consiga suprimir la
esclavitud; a lo sumo le cambiarán el nombre. Soy capaz de imaginar
formas de servidumbre peores que las nuestras, por más insidiosas, sea que
se logre transformar a los hombres en máquinas estúpidas y satisfechas,
creídas de su libertad en pleno sometimiento, sea que, suprimiendo los
ocios y los placeres humanos, se fomente en ellos un gusto por el trabajo
tan violento como la pasión de la guerra entre las razas bárbaras. A esta
servidumbre del espíritu o la imaginación, prefiero nuestra esclavitud de
hecho. Sea como fuere, el horrible estado que pone a un hombre a merced
de otro exige ser cuidadosamente reglado por la ley. Velé para que el
esclavo dejara de ser esa mercancía anónima que se vende sin tener en
cuenta los lazos de la familia que pueda tener, ese objeto despreciable cuyo
testimonio no registra el juez hasta no haberlo sometido a la tortura, en vez
de aceptarlo bajo juramento. Prohibí que se lo obligara a oficios
deshonrosos o arriesgados, que se lo vendiera a los dueños de lenocinios o a
las escuelas de gladiadores. Aquellos a quienes esas profesiones agraden,
que las ejerzan por su cuenta: las profesiones saldrán ganando. En las
granjas, donde los capataces abusan de su fuerza, he reemplazado lo más
posible a los esclavos por colonos libres. Nuestras colecciones de anécdotas
están llenas de historias sobre gastrónomos que arrojan a sus domésticos a
las murenas, pero los crímenes escandalosos y fácilmente punibles son poca
cosa al lado de millares de monstruosidades triviales, perpetradas
cotidianamente por gentes de bien y de corazón duro, a quien nadie pensaría
en pedir cuentas. Hubo muchas protestas cuando desterré de Roma a una
patricia rica y estimada que maltrataba a sus viejos esclavos; un ingrato que
abandona a sus padres enfermos provoca mayor escándalo en la conciencia
pública, pero yo no veo gran diferencia entre las dos formas de
inhumanidad.
La situación de las mujeres se ve determinada por extrañas condiciones:
sometidas y protegidas a la vez, débiles y todopoderosas, son demasiado
despreciadas y demasiado respetadas. En este caos de hábitos
contradictorios, lo social se superpone a lo natural y no es fácil
distinguirlos. Tan confuso estado de cosas es más estable de lo que parece;
en general, las mujeres son lo que quieren ser; o resisten a los cambios, o
los aplican a los mismos y únicos fines. La libertad de las mujeres de hoy,
mayor o por lo menos más visible que en otros tiempos, no pasa de ser uno
de los aspectos de la vida más fácil de las épocas de prosperidad; los
principios, y aun los prejuicios de antaño, no se han visto mayormente
afectados. Sinceros o no, los elogios oficiales y las inscripciones funerarias
continúan atribuyendo a nuestras matronas las mismas virtudes de
industriosidad, recato y austeridad que se les exigía bajo la República. Por
lo demás los cambios, reales o supuestos, no han modificado en nada la
eterna licencia de las costumbres de las clases inferiores o la eterna
mojigatería burguesa, y sólo el tiempo mostrará si son perdurables. La
debilidad de las mujeres, como la de los esclavos, depende de su condición
legal; su fuerza se desquita en las cosas menudas donde el poder que
ejercen es casi ilimitado. Raras veces he visto casas donde no reinaran las
mujeres; con frecuencia he visto reinar también al intendente, al cocinero o
al liberto. En el orden financiero, siguen legalmente sometidas a una forma
cualquiera de tutela, pero en la práctica, en cada tienda de la Suburra la
vendedora de aves o la frutera es la que casi siempre manda en el
mostrador. La esposa de Atiano administraba los bienes familiares con
admirable capacidad de hombre de negocios. Las leyes deberían diferir lo
menos posible de los usos; he acordado a la mujer una creciente libertad
para administrar su fortuna, testar y heredar. Insistí para que ninguna
doncella sea casada sin consentimiento: la violación legal es tan repugnante
como cualquier otra. El matrimonio es la cuestión más importante de su
vida: justo es que la resuelvan según su voluntad.
Parte de nuestros males proviene de que hay demasiados hombres
vergonzosamente ricos o desesperadamente pobres. Hoy en día, por suerte,
tiende a establecerse el equilibrio entre los dos extremos; las colosales
fortunas de emperadores y libertos son cosa pasada; Trimalción y Nerón
han muerto. Pero un inteligente reajuste económico del mundo está todavía
por hacerse. Cuando subí al poder renuncié a las contribuciones voluntarias
ofrecidas al emperador por las ciudades, y que no son más que un robo
disfrazado. Te aconsejo que también renuncies a ellas cuando te llegue el
día. La anulación completa de las deudas de los particulares al Estado era
una medida más osada, pero igualmente necesaria para hacer tabla rasa
después de diez años de economía de guerra. Nuestra moneda se ha
devaluado peligrosamente a lo largo de un siglo, y sin embargo la eternidad
de Roma está tasada por nuestras monedas de oro; preciso es, entonces,
devolverles su valor y su peso, sólidamente respaldados en las cosas.
Nuestras tierras se cultivan al azar; tan sólo dos distritos privilegiados —
Egipto, el África, la Toscana y algunos otros— han sabido crear
comunidades campesinas que conocen a fondo el cultivo del trigo o de la
vid. Una de mis preocupaciones consistía en sostener esa clase, que me
proporcionaría instructores destinados a las poblaciones rurales más
primitivas o más rutinarias. Acabé con el escándalo de las tierras dejadas en
barbecho por los grandes propietarios indiferentes al bien público; a partir
de ahora, todo campo no cultivado durante cinco años pertenece al
agricultor que se encarga de aprovecharlo. Lo mismo puedo decir de las
explotaciones mineras. La mayoría de nuestros ricos hacen enormes
donaciones al Estado, a las instituciones públicas y al príncipe. Muchos lo
hacen por interés, algunos por virtud, y casi todos salen ganando con ello.
Pero yo hubiese querido que su generosidad no asumiera la forma de la
limosna ostentosa, y que aprendieran a aumentar sensatamente sus bienes
en interés de la comunidad, así como hasta hoy lo han hecho para
enriquecer a sus hijos. Guiado por este principio, tomé en mano propia la
gestión del dominio imperial; nadie tiene derecho a tratar la tierra como
trata el avaro su hucha llena de oro.
A veces nuestros comerciantes son nuestros mejores geógrafos y
astrónomos, nuestros naturalistas más sabios. Los banqueros se cuentan
entre los mejores conocedores de hombres. Utilicé las competencias; luché
con todas mis fuerzas contra las usurpaciones. El apoyo dado a los
armadores ha duplicado los intercambios con países extranjeros; pude así,
con poco gasto, reforzar la costosa flota imperial. Con respecto a las
importaciones del Oriente y África, Italia es una isla, y a falta de cosecha
propia depende de los comerciantes en granos para su subsistencia. La
única manera de remediar los peligros de esta situación consiste en tratar a
esos indispensables negociantes como a funcionarios estrechamente
vigilados. Nuestras antiguas provincias han alcanzado en los últimos años
una prosperidad que aún puede ir en aumento, pero lo que importa es que la
prosperidad sirva para todos y no solamente para la banca de Herodes Ático
o para el pequeño especulador que acapara todo el aceite de una aldea
griega. Se necesitan las leyes más rigurosas para reducir el número de los
intermediarios que pululan en nuestras ciudades: raza obscena y ventruda,
murmurando en todas las tabernas, acodada en todos los mostradores,
pronto a minar cualquier política que no le proporcione ganancias
inmediatas. Una distribución juiciosa de los graneros del Estado ayuda a
contener la escandalosa inflación de los precios en épocas de carestía, pero
yo contaba sobre todo con la organización de los productores mismos, los
viñateros galos, los pescadores del Ponto Euxino cuya miserable pitanza
devoran los importadores de caviar y de pescado salado prontos a sacar
tajada de sus fatigas y sus peligros. Uno de mis días más hermosos fue
aquel en que convencí a un grupo de marineros del Archipiélago de que se
asociaran formando una corporación y que trataran directamente con los
vendedores de las ciudades. Jamás me sentí más útil como príncipe.
Con harta frecuencia el ejército considera la paz como un período de
ocio turbulento entre dos combates; la alternativa de esa inacción o ese
desorden es la preparación de una determinada guerra, seguida por la guerra
misma. Rompí con esas rutinas; mis continuas visitas a los puestos de
avanzada eran un medio entre muchos otros para mantener un ejército
pacífico en estado de actividad útil. Por doquiera, en la llanura como en la
montaña, al borde de la selva y en pleno desierto, la legión extiende o
concentra sus edificios siempre iguales, sus campos de maniobras, sus
barras construidas en Colonia para resistir a la nieve, o en Lambesis para
defenderse de las tormentas de arena, sus almacenes cuyo material inútil
había mandado vender, su círculo de oficiales presidido por una estatua del
príncipe. Pero esta uniformidad es sólo aparente, esos cuarteles
intercambiables contienen la multitud siempre diferente de las tropas
auxiliares; todas las razas aportan al ejército sus virtudes y sus armas
particulares, su genio de infantes, de jinetes o de arqueros. Volvía a
encontrar en estado bruto aquella diversidad dentro de la unidad que
constituía mi propósito imperial. Permití a los soldados que profirieran sus
gritos de guerra nacionales y que las órdenes se dieran en su propio idioma;
autoricé las uniones de los veteranos con mujeres bárbaras y legitimé a sus
hijos. Me esforzaba así por mitigar el salvajismo de la vida rural y tratar a
aquellos hombres sencillos como hombres. A riesgo de perder movilidad,
quería que se afincaran en el rincón de la tierra que estaban encargados de
defender; no vacilaba en regionalizar el ejército. Esperaba restablecer, en
escala imperial, el equivalente de las milicias de la joven República, en las
que cada hombre defendía su campo y su granja. Me esforzaba sobre todo
por desarrollar la eficacia técnica de las legiones; quería servirme de esos
centros militares como de una palanca civilizadora, una cuña lo bastante
sólida para entrar poco a poco allí donde se embotaran los instrumentos más
delicados de la vida civil. El ejército se convertía en lazo de unión entre el
pueblo de la selva, la estepa y las marismas, y el habitante refinado de las
ciudades; sería escuela primaria para bárbaros, escuela de resistencia y de
responsabilidad para el griego ilustrado o el joven caballero habituado a las
comodidades de Roma. Conocía personalmente los lados penosos de esa
vida, así como sus facilidades y sus subterfugios. Anulé los privilegios,
prohibí que los oficiales gozaran de licencias demasiado frecuentes; mandé
que se suprimieran en los campamentos las salas de banquetes, las casas de
reposo y sus costosos jardines. Aquellos edificios inútiles pasaron a ser
enfermerías y hospicios para veteranos. Hasta ahora reclutábamos nuestros
soldados antes de que tuvieran edad suficiente y los guardábamos hasta que
eran demasiado viejos, todo lo cual era tan poco económico como cruel.
Cambié ese estado de cosas. La Disciplina Augusta tiene el deber de
participar en la humanidad del siglo.
Somos funcionarios del Estado, no Césares. Razón tenía aquella
querellante a quien me negué cierto día a escuchar hasta el fin, cuando me
gritó que si no tenía tiempo para escucharla, tampoco lo tenía para reinar.
Las excusas que le presenté no eran solamente de forma. Y sin embargo me
falta tiempo: cuanto más crece el imperio, más tienden a concentrarse los
diferentes aspectos de la autoridad en manos del funcionario en jefe; este
hombre apremiado tiene que delegar parte de sus tareas en otros; su genio
consistirá cada vez más en rodearse de un personal de confianza. El gran
crimen de Claudio o de Nerón fue el de permitir perezosamente que sus
libertos o sus esclavos se apoderaran de la función de agentes, consejeros y
delegados del amo. Parte de mi vida y de mis viajes ha estado dedicada a
elegir los jefes de una burocracia nueva, a adiestrarlos, a hacer coincidir lo
mejor posible las aptitudes con las funciones, a proporcionar posibilidades
de empleo a la clase media de la cual depende el Estado. Veo el peligro de
estos ejércitos civiles y puedo resumirlo en una palabra: la rutina. Estos
engranajes destinados a durar siglos, se estropearán si no se tiene cuidado;
al amo corresponde regular incesantemente su movimiento, prever o reparar
el desgaste. Pero la existencia demuestra que a pesar del infinito cuidado en
la elección de nuestros sucesores, los Césares mediocres serán siempre los
más numerosos, y que por lo menos una vez por siglo algún insensato llega
al poder. En tiempos de crisis, la administración bien organizada podrá
seguir atendiendo a lo esencial, llenar el intervalo, a veces demasiado largo,
entre uno y otro príncipe prudente. Ciertos emperadores desfilan llevando a
la zaga a los bárbaros atados por el cuello, en interminable procesión de
vencidos. El grupo selecto de funcionarios que he decidido formar será un
cortejo harto diferente. Gracias a aquellos que constituyen mi consejo, he
podido ausentarme durante años de Roma y volver solamente de paso. Me
comunicaba con ellos mediante los correos más veloces; en caso de peligro
se usaban las señales de los semáforos. Ellos han formado a su vez a otros
auxiliares útiles. Su competencia es obra mía: su actividad bien ordenada
me ha permitido dedicarme a otras cosas. Me permitirá, sin demasiada
inquietud, ausentarme en la muerte.
A lo largo de veinte años de poder, pasé doce sin domicilio fijo.
Ocupaba sucesivamente los palacios de los mercaderes asiáticos, las
discretas casas griegas, las hermosas villas provistas de baños y caloríferos
de los residentes romanos de la Galia, las chozas o las granjas. Seguía
prefiriendo la liviana tienda, la arquitectura de tela y de cuerdas. Los navíos
no eran menos variados que los alojamientos terrestres. Tuve el mío,
provisto de un gimnasio y una biblioteca, pero desconfiaba demasiado de
toda fijación como para aficionarme a una residencia aunque fuera móvil.
Lo mismo me servían la barca de lujo de un millonario sirio, los bajeles de
alto bordo de la flota o el queche de un pescador griego. El único lujo era la
velocidad y todo lo que la favorecía: los mejores caballos, los vehículos de
mejor suspensión, el equipaje menos incómodo, las ropas y accesorios
apropiados para el clima. Pero el gran recurso lo constituía sobre todo la
perfecta salud corporal; una marcha forzada de veinte leguas no era nada,
una noche de insomnio valía como una invitación a pensar. Pocos hombres
aman durante mucho tiempo los viajes, esa ruptura perpetua de los hábitos,
esa continua conmoción de todos los prejuicios. Pero yo tendía a no tener
ningún prejuicio y el mínimo de hábitos. Gustaba de la deliciosa
profundidad de los lechos, pero también el contacto y el olor de la tierra
desnuda, las desigualdades de cada segmento de la circunferencia del
mundo. Estaba habituado a la variedad de los alimentos, pasta de cereales
británica o sandía africana. Un día llegué a probar la carne semipodrida que
hace las delicias de ciertos pueblos germánicos: la vomité, pero la
experiencia quedaba hecha. Claramente decidido en materia de preferencias
amorosas, aun allí temía las rutinas. Mi séquito, reducido a lo indispensable
o a lo exquisito, me aislaba poco del resto del mundo; velaba por mantener
la libertad de mis movimientos y para que pudiera llegarse fácilmente hasta
mí. Las provincias, esas grandes unidades oficiales cuyos emblemas yo
mismo había elegido, la Britania en su territorio rocoso o la Dacia y su
cimitarra, se disociaban en bosques donde había yo buscado la sombra, en
pozos donde había bebido, en individuos hallados al azar de un alto, en
rostros elegidos y a veces amados. Conocía cada milla de nuestras rutas,
quizá el más hermoso don que ha hecho Roma a la tierra. Pero el momento
inolvidable era aquel en que la ruta se detenía en el flanco de una montaña,
a la cual subíamos de grieta en grieta, de bloque en bloque, para ver la
aurora desde lo alto de un pico de los Pirineos a los Alpes.
Algunos hombres habían recorrido la tierra antes que yo: Pitágoras,
Platón, una docena de sabios y no pocos aventureros. Por primera vez el
viajero era al mismo tiempo el amo, capaz de ver, reformar y crear al
mismo tiempo. Allí estaba mi oportunidad, y me daba cuenta de que tal vez
pasarían siglos antes de que volviera a producirse el feliz acorde de una
función, un temperamento y un mundo. Y entonces me di cuenta de la
ventaja que significa ser un hombre nuevo y un hombre solo, apenas
casado, sin hijos, casi sin antepasados, un Ulises cuya Ítaca es sólo interior.
Debo hacer aquí una confesión que no he hecho a nadie: jamás tuve la
sensación de pertenecer por completo a algún lugar, ni siquiera a mi Atenas
bienamada, ni siquiera a Roma. Extranjero en todas partes, en ninguna me
sentía especialmente aislado. A lo largo de los caminos iba ejerciendo las
diferentes profesiones que integran el oficio de emperador: entraba en la
vida militar como en una vestimenta cómoda a fuerza de usada. Volvía a
hablar sin trabajo el idioma de los campamentos, ese latín deformado por la
presión de las lenguas bárbaras, sembrado de palabrotas rituales y bromas
fáciles; me habituaba nuevamente al pesado equipo de los días de maniobra,
a ese cambio de equilibrio que determina en todo el cuerpo la presencia del
pesado escudo en el brazo izquierdo. El interminable oficio de contable me
ocupaba aún más, ya se tratara de liquidar las cuentas de la provincia de
Asia o las de una pequeña aldea británica endeudada por la construcción de
un establecimiento termal. Del oficio del juez ya he hablado. Me venían a la
mente analogías extraídas de otras ocupaciones: pensaba en el médico
ambulante que cura a las gentes de puerta en puerta, en el obrero que acude
a reparar una calzada o a soldar una cañería de agua, en el capataz que corre
de un extremo a otro del banco de los navíos, alentando a los remeros pero
empleando lo menos posible el látigo. Y hoy, mientras desde las terrazas de
la Villa observo a los esclavos que podan las ramas o escardan los arriates,
pienso sobre todo en el sabio ir y venir del jardinero.
Los artesanos a quienes llevaba conmigo en mis giras no me causaban
preocupaciones, pues su gusto por los viajes igualaba al mío. En cambio me
vi en dificultades con los hombres de letras. El indispensable Flegón tiene
defectos de mujer vieja, pero es el único secretario que haya resistido al
uso: todavía está ahí. El poeta Floro, a quien ofrecí una secretaría en lengua
latina, dijo a todo el mundo que no hubiera querido ser César para tener que
andar soportando los inviernos escitas y las lluvias bretonas. Las largas
caminatas tampoco le agradaban. Por mi parte le dejaba de buen grado las
delicias de la vida literaria romana, las tabernas donde sus colegas se reúnen
todas las noches para repetir las mismas ocurrencias y hacerse picar
fraternalmente por los mismos mosquitos. Había nombrado a Suetonio
encargado de los archivos, cargo que le permitía consultar los documentos
secretos que necesitaba para sus biografías de los Césares. Aquel hombre
tan hábil, y tan bien apodado Tranquilo, no era concebible más que en una
biblioteca; permaneció en Roma, donde llegó a ser uno de los familiares de
mi mujer, miembro de ese pequeño círculo de conservadores descontentos
que se reunían en su casa para criticar lo mal que anda el mundo. Como ese
círculo me desagradaba, obligué a retirarse a Tranquilo, que se marchó a su
pabellón de los montes sabinos para seguir soñando en paz con los vicios de
Tiberio. Favorino de Arles desempeñó cierto tiempo una secretaría griega;
aquel enano de voz aflautada no carecía de fineza. Era uno de los espíritus
más falsos que jamás he encontrado; disputábamos, pero me encantaba su
erudición. Me regocijaba su hipocondría, que lo llevaba a ocuparse de su
salud como un amante de su amada. Tenía un servidor hindú que le
preparaba el arroz traído con no poco gasto de Oriente; por desgracia aquel
exótico cocinero hablaba muy mal el griego, y apenas sabía otros idiomas,
por lo cual no pudo enseñarme nada sobre las maravillas de su país natal.
Favorino se jactaba de haber realizado en su vida tres cosas bastante raras.
Galo, se había helenizado mejor que nadie; hombre de baja extracción,
disputaba sin cesar con el emperador sin que ello le acarreara ningún
inconveniente, singularidad que en definitiva le honraba; impotente, tenía
que pagar de continuo la multa aplicable a los adúlteros. Verdad es que sus
admiradoras provincianas le metían en dificultades de las cuales tenía yo
que andar sacándolo. Al final me cansé y Eudemón ocupó su puesto. Pero
en conjunto he sido bien servido. El respeto de ese pequeño grupo de
amigos y de empleados ha sobrevivido, sólo los dioses saben cómo, a la
brutal intimidad de los viajes; su discreción ha sido más asombrosa, si es
posible, que su fidelidad. Los Suetonios del futuro cosecharán muy pocas
anécdotas sobre mí. Lo que el público sabe de mi vida, es lo que yo mismo
he revelado. Mis amigos guardaron mis secretos, tanto los políticos como
los otros; justo es decir que hice lo mismo con los suyos.
Construir es colaborar con la tierra, imprimir una marca humana en un
paisaje que se modificará así para siempre; es también contribuir a ese lento
cambio que constituye la vida de las ciudades. Cuántos afanes para
encontrar el emplazamiento exacto de un puente o una fontana, para dar a
una ruta de montaña la curva más económica que será al mismo tiempo la
más pura… La ampliación de la ruta de Megara transformaba el paisaje de
rocas esquinorianas; los dos mil estadios de camino pavimentado, provisto
de cisternas y puestos militares, que unen Antínoe al Mar Rojo,
inauguraban en el desierto la era de la seguridad y acababan con la del
peligro. Los impuestos de quinientas ciudades asiáticas no eran demasiados
para construir un sistema de acueductos en la Tróade; el acueducto de
Cartago resarcía en cierto modo de las durezas de las guerras púnicas.
Levantar fortificaciones, en suma, era lo mismo que construir diques:
consistía en hallar la línea desde donde puede defenderse un ribazo o un
imperio, el punto donde el asalto de las olas o de los bárbaros será
contenido y roto. Dragar los puertos era fecundar la hermosura de los
golfos. Fundar bibliotecas equivalía a construir graneros públicos, amasar
reservas para un invierno del espíritu que, a juzgar por ciertas señales y a
pesar mío, veo venir. He reconstruido mucho, pues ello significaba
colaborar con el tiempo en su forma pasada, aprehendiendo o modificando
su espíritu, sirviéndole de relevo hacia un más lejano futuro; es volver a
encontrar bajo las piedras el secreto de las fuentes. Nuestra vida es breve;
hablamos sin cesar de los siglos que preceden o siguen al nuestro, como si
nos fueran totalmente extranjeros; y sin embargo llegaba a tocarlos en mis
juegos con la piedra. Esos muros que apuntalo están todavía tibios del
contacto de cuerpos desaparecidos; manos que todavía no existen
acariciarán los fustes de estas columnas. Cuanto más he pensado en mi
muerte, y sobre todo en la del otro, con mayor motivo he buscado agregar a
nuestras vidas esas prolongaciones casi indestructibles. En Roma utilizaba
de preferencia el ladrillo eterno, que sólo muy lentamente vuelve a la tierra
de la cual ha nacido y cuyo lento desmoronamiento e imperceptible
desgaste se cumplen de modo tal que el edificio sigue siendo montaña aun
cuando haya dejado de ser visiblemente una fortaleza, un circo o una
tumba. En Grecia y en Asia empleaba el mármol natal, la hermosa sustancia
que una vez tallada sigue fiel a la medida humana, tanto que el plano del
entero templo se halla contenido en cada fragmento de tambor. La
arquitectura tiene muchas más posibilidades de las que hacen suponer los
cuatro órdenes de Vitrubio; nuestros bloques, como nuestros tonos
musicales, admiten combinaciones infinitas. Para alzar el Panteón me
remonté a la antigua Etruria de los divinos y los arúspices; el santuario de
Venus, en cambio, redondea al sol sus formas jónicas, la profusión de
columnas blancas y rosadas en torno a la diosa de carne de donde brotó la
raza de César. El Olimpión de Atenas tenía que ser el contrapeso exacto del
Partenón, alzarse en la llanura como aquél en la colina, inmenso allí donde
el otro es perfecto: el ardor arrodillado ante la calma, el esplendor a los pies
de la belleza. Las capillas de Antínoo, sus templos, habitaciones mágicas,
monumentos de un misterioso pasaje entre la vida y la muerte, oratorios de
un dolor y una felicidad sofocantes, eran recinto de la plegaria y la
reaparición; en ellos me entregaba a mi duelo. La tumba que me he
destinado a orillas del Tíber reproduce en escala gigantesca las antiguas
tumbas de la Vía Appia, pero sus proporciones mismas la transforman,
hacen pensar en Ctesifón y Babilonia, en las terrazas y las torres por las
cuales el hombre se aproxima a los astros. El Egipto funerario ordenó los
obeliscos y las avenidas de esfinges del cenotafio que impone a una Roma
vagamente hostil la memoria del amigo nunca bastante llorado. La Villa era
la tumba de los viajes, el último campamento del nómada, el equivalente en
mármol de las tiendas y los pabellones de los príncipes asiáticos. Casi todo
lo que nuestro gusto consiente ha sido ya intentado en el mundo de las
formas; pasé entonces al de los colores: el jaspe, verde como las
profundidades marinas; el pórfido graneado como la carne, el basalto, la
taciturna obsidiana. El denso rojo de las tapicerías se adornaba con
bordados cada vez más sutiles; los mosaicos de las murallas o los
pavimentos no eran nunca bastante dorados, o blancos, o negros. Cada
piedra era la extraña concreción de una voluntad, de un recuerdo, a veces de
un desafío. Cada edificio era el plano de un sueño.
Plotinópolis, Andrinópolis, Antínoe. Adrianoterea… He multiplicado
todo lo posible esas colmenas de la abeja humana. El plomero y el albañil,
el ingeniero y el arquitecto presiden esos nacimientos de ciudades; la
operación exige asimismo ciertos dones de rabdomante. En un mundo que
los bosques, el desierto, las llanuras incultas cubren en su mayor parte,
resulta bello el espectáculo de una calle pavimentada, un templo dedicado a
cualquier dios, los baños y letrinas públicos, la tienda donde el barbero
discute con sus clientes las noticias de Roma, la del pastelero, la del
vendedor de sandalias, la del librero, la enseña de un médico, un teatro
donde de tiempo en tiempo representan una pieza de Terencio. Nuestros
exquisitos se quejan de la uniformidad de nuestras ciudades; lamentan
encontrar en todas partes la misma estatua de emperador y el mismo
acueducto. Se equivocan: la belleza de Nimes difiere de la de Arles. Pero
además esa uniformidad, repetida en tres continentes, contenta al viajero
como una piedra miliar; nuestras ciudades más insignificantes guardan su
prestigio tranquilizador de relevo, de posta o de abrigo. La ciudad: el
marco, la construcción humana, monótona si se quiere pero como son
monótonas las celdillas de cera henchidas de miel, el lugar de los
intercambios y los contactos, la plaza a la que acuden los campesinos para
vender sus productos y donde se quedan mirando boquiabiertos las pinturas
de un pórtico… Mis ciudades han nacido de encuentros: mi encuentro con
mi rincón de tierra, el de mis planes de emperador con los incidentes de mi
vida de hombre. Plotinópolis surgió de la necesidad de establecer nuevos
centros agrícolas en Tracia, pero también del tierno deseo de honrar a
Plotina. Adrianoterea está destinada a servir de emporio a los madereros del
Asia Menor; al principio fue para mí el retiro estival, las cacerías en la
floresta, el pabellón de troncos al pie de la colina de Atis, el torrente
coronado de espuma donde nos bañábamos por las mañanas. Adrianópolis,
en Epiro, reabre un centro urbano en el seno de una provincia empobrecida,
y nació de una visita al santuario de Dodona. Adrianópolis, ciudad
campesina y militar, centro estratégico en el linde de las regiones bárbaras,
está habitada por los veteranos de las guerras sármatas; conozco
personalmente lo bueno y lo malo de cada uno de ellos, su nombre, sus años
de servicio y las heridas que han recibido. Antínoe, la más querida,
emplazada en el lugar de la desgracia, está ceñida de una angosta faja de
tierra árida, entre el río y la roca. Busqué ansiosamente enriquecerla con
otros recursos, el comercio de la India, los transportes fluviales, las
sapientes gracias de una metrópolis griega. En la tierra entera no hay otro
lugar que menos desee volver a ver; y hay muy pocos a los cuales haya
consagrado más cuidados. Antínoe es un peristilo perpetuo. Mantengo
correspondencia con su gobernador, Fido Aquila, acerca de los propileos de
su templo, de las estatuas de su arca; he elegido los nombres de sus barrios
urbanos y de sus demos, símbolos aparentes y secretos, catálogo completo
de mis recuerdos. Tracé por mí mismo el plano de las columnatas corintias
que replican, a lo largo de la ribera, la alineación regular de las palmeras.
Mil veces he recorrido con el pensamiento ese cuadrilátero casi perfecto,
cortado por calles regulares, escindido en dos por una avenida triunfal que
va de un teatro griego a una tumba.
Vivimos abarrotados de estatuas, ahítos de delicias pintadas o
esculpidas, pero esa abundancia es ilusoria: reproducimos al infinito
algunas docenas de obras maestras que ya no seríamos capaces de inventar.
También yo he mandado copiar para la Villa el Hermafrodita y el Centauro,
Niobe y Venus. He querido vivir lo más posible en medio de esas melodías
de formas. Presté mi apoyo a las experiencias con el pasado, al sabio
arcaísmo que vuelve a encontrar el sentido de las intenciones y las técnicas
perdidas. Intenté esas variaciones consistentes en transcribir en mármol rojo
en Marsias desollado de mármol blanco, devolviéndolo así al mundo de las
figuras pintadas, o en transponer en el tono del mármol de Paros el grano
negro de las estatuas egipcias, cambiando así el ídolo en fantasma. Nuestro
arte es perfecto, es decir plenamente cumplido, pero su perfección es
susceptible de modulaciones tan variadas como las de una voz pura; a
nosotros nos toca jugar ese hábil juego consistente en acercarse o alejarse
perpetuamente de la solución encontrada de una vez por todas, llegando al
límite del rigor o del exceso, encerrando innumerables construcciones
nuevas en el interior de esa hermosa esfera. Gozamos de la ventaja de tener
tras de nosotros mil puntos de comparación, de poder continuar con
inteligencia la línea de Scopas o contradecir voluptuosamente a Praxiteles.
Mis contactos con las artes bárbaras me han llevado a creer que cada raza se
limita a ciertos temas, a ciertos modos dentro de los modos posibles; y
dentro de las posibilidades ofrecidas a cada raza, la época cumple además
una selección complementaria. En Egipto he visto dioses y reyes colosales;
los prisioneros sármatas tenían en las muñecas brazaletes que repiten al
infinito el mismo caballo al galope, las mismas serpientes devorándose
entre sí. Pero nuestro arte (quiero decir el griego) ha elegido atenerse al
hombre. Sólo nosotros hemos sabido mostrar en un cuerpo inmóvil la
fuerza y la agilidad latentes; sólo nosotros hemos hecho de una frente lisa el
equivalente de un pensar profundo. Soy como nuestros escultores: lo
humano me satisface, pues allí encuentro todo, hasta lo eterno. La floresta
bienamada se resume para mí íntegramente en la imagen del centauro; la
tempestad nunca respira mejor que en el henchido peplo de una diosa
marina. Los objetos naturales, los emblemas sagrados valen tan sólo cuando
están preñados de asociaciones humanas: la piña fálica y fúnebre, el tazón
de fuente con palomas que sugiere la siesta al borde de los manantiales, el
grifo que arrebata al cielo al bienamado.
El arte del retrato me interesa poco. Nuestros retratos romanos sólo
tienen valor de crónica: copias donde no faltan las arrugas exactas ni las
verrugas características, calcos de modelos a cuyo lado pasamos de largo en
la vida y que olvidamos tan pronto han muerto. Los griegos, en cambio,
amaron la perfección humana al punto de despreocuparse del variado rostro
de los hombres. Apenas si echaba una ojeada a mi propia imagen, a ese
rostro moreno que la blancura del mármol desnaturaliza, a esos grandes
ojos abiertos, a esa boca fina y sin embargo carnosa, dominada hasta el
temblor. Pero el rostro de otro ser me preocupó más. Tan pronto se volvió
importante para mi vida, el arte dejó de ser un lujo para convertirse en un
recurso, una forma de auxilio. Impuse al mundo esa imagen: actualmente
hay más retratos de aquel niño que de cualquier hombre ilustre o cualquier
reina. Al comienzo me preocupé de que el escultor registrara la belleza
sucesiva de un ser que está cambiando; después el arte se convirtió en una
especie de operación mágica capaz de evocar un rostro perdido. Las efigies
colosales parecían un medio de expresar las verdaderas proporciones que da
el amor a los seres; quería que esas imágenes fueran enormes como una
figura vista de muy cerca, altas y solemnes como las visiones y las
apariciones de la pesadilla, aplastantes como lo ha seguido siendo ese
recuerdo. Reclamaba un acabado perfecto, una pura perfección, reclamaba
ese dios que todo aquel que ha muerto a los veinte años llega a ser para
quienes lo amaban, y también el parecido fiel, la presencia familiar, cada
irregularidad de un rostro más querido que la belleza. Cuántas discusiones
para mantener la espesa línea de una ceja, la redondez un tanto mórbida de
un labio… Contaba desesperadamente con la eternidad de la piedra y la
fidelidad del bronce para perpetuar un cuerpo perecedero o ya destruido,
pero también insistía en que el mármol, ungido diariamente con una mezcla
de aire y de ácidos, tomara el brillo y casi la blandura de una carne joven.
En todas partes volvía a encontrar aquel rostro único; amalgamaba las
personas divinas, los sexos y los atributos eternos, la dura Diana de los
bosques a Baco melancólico, el vigoroso Hermes de las palestras al dios
que duerme, apoyada la cabeza en el brazo, en un desorden de flor.
Comprobaba hasta qué punto un joven que piensa se parece a la viril
Atenea. Mis escultores solían confundirse; los más mediocres caían aquí y
allá en la blandura o en el énfasis; pero todos participaban más o menos del
sueño. Están las estatuas y las pinturas del joven viviente, reflejando ese
paisaje inmenso y cambiante que va de los quince a los veinte años, el perfil
lleno de seriedad del niño bueno, está la estatua en que un escultor de
Corinto se atrevió a fijar el abandono del adolescente que comba el vientre
y adelanta los hombros, la mano en la cadera, como si parado en alguna
esquina contemplara una partida de dados. Está ese mármol en el que
Pappas de Afrodisia trazó un cuerpo más que desnudo, indefenso, con la
frágil frescura del narciso. Y en una piedra algo rugosa, Aristeas esculpió
siguiendo mis órdenes aquella pequeña cabeza imperiosa y altanera… Están
los retratos posteriores a la muerte, por donde la muerte ha pasado, esos
grandes rostros de labios sapientes, cargados de secretos que ya no son los
míos porque ya no son los de la vida. Está el bajorrelieve donde Antoniano
de Mileto transpuso en términos sobrehumanos al vendimiador vestido de
seda, y el hocico amistoso del perro que se frota en una pierna desnuda. Y
esa mascarilla casi intolerable, obra de un escultor de Cirene, en la que el
placer y el dolor brotan y se entrechocan en el rostro como dos olas contra
una misma roca. Y esas estatuillas de arcilla que valen un centavo y que
sirvieron para propaganda imperial: Tellus stabilitata, el Genio de la tierra
pacificada bajo el aspecto de un joven tendido entre frutos y flores.
Trahit sua quemque voluptas. A cada uno su senda; y también su meta,
su ambición si se quiere, su gusto más secreto y su más claro ideal. El mío
estaba encerrado en la palabra belleza, tan difícil de definir a pesar de todas
las evidencias de los sentidos y los ojos. Me sentía responsable de la belleza
del mundo. Quería que las ciudades fueran espléndidas, ventiladas, regadas
por aguas límpidas, pobladas por seres humanos cuyo cuerpo no se viera
estropeado por las marcas de la miseria o la servidumbre, ni por la
hinchazón de una riqueza grosera; quería que los colegiales recitaran con
voz justa las lecciones de un buen saber; que las mujeres, en sus hogares, se
movieran con dignidad maternal, con una calma llena de fuerza; que los
jóvenes asistentes a los gimnasios no ignoraran los juegos ni las artes; que
los huertos dieran los más hermosos frutos y los campos las cosechas más
ricas. Quería que a todos llegara la inmensa majestad de la paz romana,
insensible y presente como la música del cielo en marcha; que el viajero
más humilde pudiera errar en un país, de un continente al otro, sin
formalidades vejatorias, sin peligros, por doquiera seguro de un mínimo de
legalidad y de cultura; que nuestros soldados continuaran su eterna danza
pírrica en las fronteras; que todo funcionara sin inconvenientes, los talleres
y los templos; que en el mar se trazara la estela de hermosos navíos y que
frecuentaran las rutas numerosos vehículos; quería que, en un mundo bien
ordenado, los filósofos tuvieran su lugar y también lo tuvieran los
bailarines. Este ideal, modesto al fin y al cabo, podría llegar a cumplirse si
los hombres pusieran a su servicio parte de la energía que gastan en trabajos
estúpidos o feroces; una feliz oportunidad me ha permitido realizarlo
parcialmente en este último cuarto de siglo. Arriano de Nicomedia, uno de
los seres más finos de nuestro tiempo, se complace en recordarme los bellos
versos donde el viejo Terpandro definió en tres palabras el ideal espartano,
el perfecto modo de vida que la Lacedemonia soñó siempre sin alcanzarlo:
la Fuerza, la Justicia, las Musas. La Fuerza constituía la base, era el rigor
sin el cual no hay belleza, la firmeza sin la cual no hay justicia. La Justicia
era el equilibrio de las partes, el conjunto de las proporciones armoniosas
que ningún exceso debe comprometer. Fuerza y Justicia eran tan sólo un
instrumento bien acordado en manos de las Musas. Toda miseria, toda
brutalidad, debía suprimirse como otros tantos insultos al hermoso cuerpo
de la humanidad. Toda iniquidad era una nota falsa que debía evitarse en la
armonía de las esferas.
Las fortificaciones y los campamentos que había que renovar o
establecer, las nuevas rutas o las que necesitaban ser puestas en buen
estado, me retuvieron en Germania cerca de un año; nuevos bastiones,
erigidos en una extensión de setenta leguas, reforzaron nuestras fronteras a
lo largo del Rin. Aquel país de viñedos y ríos torrentosos no me ofrecía
nada imprevisto; volvía a encontrar en él las huellas del joven tribuno que
llevara a Trajano la noticia de su advenimiento. También encontré, más allá
de nuestro último fuerte de troncos de abetos, el mismo horizonte monótono
y negro, el mismo mundo cerrado para nosotros desde el imprudente avance
que hicieron en él las legiones de Augusto, el océano de árboles, la reserva
de hombres blancos y rubios. Cumplida la tarea de reorganización, bajé
hasta la desembocadura del Rin por las praderas belgas y bátavas. Dunas
desoladas componían un paisaje septentrional matizado por hierbas
sibilantes; las casas del puerto de Noviomago, construidas sobre pilotes, se
recostaban en los navíos amarrados a sus umbrales; las aves marinas se
posaban en los tejados. Yo amaba aquellos lugares melancólicos que
parecían horribles a mis ayudas de campo, aquel cielo nublado, los ríos
fangosos desgastando una tierra informe y sin fuerza, con cuyo limo nada
han modelado los dioses.
Una barca de fondo casi plano me condujo a la isla de Bretaña. El
viento nos devolvió varias veces a la costa que acabábamos de abandonar;
aquella accidentada travesía me valió algunas asombrosas horas vacías.
Gigantescas nubes nacían del pesado mar, sucio de arena, incesantemente
removido en su lecho. Si antaño, entre los dacios y los sármatas, había
contemplado religiosamente la Tierra, ahora percibía por primera vez un
Neptuno más caótico que el nuestro, un infinito mundo líquido. En Plutarco
había leído una leyenda de navegantes acerca de una isla situada en los
parajes vecinos al Mar Tenebroso, donde los Olímpicos triunfantes habrían
confinado siglos atrás a los Titanes vencidos. Aquellos grandes cautivos de
la roca y la ola, eternamente flagelados por un océano insomne, incapaces
de dormir pero soñando sin cesar, seguirían oponiendo al orden olímpico su
violencia, su angustia, su deseo perpetuamente crucificado. En aquel mito
situado en los confines del mundo volvía a encontrar las teorías filosóficas
que había hecho mías: cada hombre está eternamente obligado, en el curso
de su breve vida, a elegir entre la esperanza infatigable y la prudente falta
de esperanza, entre las delicias del caos y las de la estabilidad, entre el Titán
y el Olímpico. A elegir entre ellas, o a acordarlas alguna vez entre sí.
Las reformas civiles cumplidas en Bretaña forman parte de mi obra
administrativa, de la que he hablado en otra parte. Lo que importa aquí es
que he sido el primer emperador que se instaló pacíficamente en esa isla
situada en los límites del mundo conocido, donde sólo Claudio se había
arriesgado algunos días en su calidad de general en jefe. Durante todo un
invierno, Londinium se convirtió por mi voluntad en ese centro efectivo del
mundo que había sido Antioquía en tiempos de la guerra parta. Cada viaje
desplazaba así el centro de gravedad del poder, lo llevaba por un tiempo al
borde del Rin o a orillas del Támesis, permitiéndome valorar los puntos
fuertes y débiles que hubieran tenido como sede imperial. Aquella estadía
en Bretaña me indujo a contemplar la hipótesis de un estado centrado en el
Occidente, de un mundo atlántico. Estas imaginaciones carecen de valor
práctico, y sin embargo dejan de ser absurdas apenas el calculista traza sus
esquemas concediéndose una suficiente cantidad de futuro.
Apenas tres meses antes de mi llegada, la Sexta Legión Victoriosa había
sido transferida a territorio británico. Reemplazaba a la malhadada Novena
Legión, deshecha por los caledonios durante las revueltas que nuestra
expedición contra los partos había desencadenado como contragolpe en
Bretaña. Para impedir la repetición de semejante desastre se imponían dos
medidas. Nuestras tropas fueron reforzadas por la creación de un cuerpo
auxiliar indígena; en Eboracum, desde lo alto de un otero verde, vi
maniobrar por primera vez aquel ejército británico recién constituido. La
erección de una muralla que dividía la isla por su parte más angosta, sirvió
al mismo tiempo para proteger las regiones fértiles y civilizadas del sur
contra los ataques de las tribus norteñas. Inspeccioné personalmente buena
parte de los trabajos, emprendidos simultáneamente sobre un terraplén de
ochenta leguas; se me presentaba la ocasión de ensayar, en ese espacio bien
delimitado que va de una costa a otra, un sistema de defensa que más tarde
podría aplicarse a otras partes. Pero aquella obra puramente militar servía
ya a la paz, favoreciendo la prosperidad de esa región de Bretaña; nacían
aldeas, y las poblaciones convergían hacia nuestras fronteras. Los albañiles
de la legión recibían ayuda de equipos indígenas; para muchos de aquellos
montañeros, aún ayer insumisos, la erección de la muralla significaba la
primera prueba irrefutable del poder protector de Roma; el dinero del
salario era la primera moneda romana que pasaba por sus manos. Aquella
línea de defensa se convirtió en el emblema de mi renuncia a la política de
conquistas; al pie del bastión más avanzado hice levantar un templo al dios
Término.
Todo me pareció encantador en aquella tierra lluviosa: las franjas de
bruma en el flanco de las colinas, los lagos consagrados a ninfas aún más
fantásticas que las nuestras, la melancólica raza de ojos grises. Tenía como
guía a un joven tribuno del cuerpo auxiliar británico; aquel dios rubio había
aprendido el latín, balbuceaba el griego, ejercitándose tímidamente en
componer poesías amorosas en esa lengua. Una fría noche otoñal fue mi
intérprete ante una sibila. Sentados en la choza de humo de un carbonero
celta, calentándonos las piernas metidas en gruesas bragas de áspera lana,
vimos arrastrarse hasta nosotros a una vieja empapada por la lluvia,
desmelenada por el viento, feroz y furtiva como un animal de los bosques.
Aquel ser se precipitó sobre los panecillos de avena que se cocían en el
hogar. Mi guía consiguió persuadir a la profetisa de que examinara para mí
las volutas de humo, las chispas, las frágiles arquitecturas de sarmientos y
cenizas. Vio ciudades que se alzaban, multitudes jubilosas, pero también vio
ciudades incendiadas, tristes hileras de vencidos que desmentían mis sueños
de paz, un rostro joven y dulce, que tomó por un rostro de mujer y en el
cual me negué a creer; un espectro blanco que acaso no era más que una
estatua, objeto aún más inexplicable para aquella habitante de los bosques y
las landas. Y, a una vaga distancia en el tiempo, vio mi muerte, que yo era
harto capaz de prever sin su ayuda.
La Galia próspera, la opulenta España, me retuvieron menos tiempo que
Bretaña. En la Galia Narbonense volví a encontrar a Grecia, que ha llevado
hasta allí sus hermosas escuelas de elocuencia y sus pórticos bajo un cielo
puro. Me detuve en Nimes para sentar el plano de una basílica dedicada a
Plotina y destinada a convertirse un día en su templo. Los recuerdos
familiares que vinculaban a la emperatriz con aquella ciudad me hacían aún
más caro su paisaje seco y dorado.
Pero la revuelta de Mauretania ardía aún. Abrevié mi travesía de España
negándome, entre Córdoba y el mar, a detenerme un instante en Itálica,
ciudad de mi infancia y mis antepasados. En Gades me embarqué rumbo a
África.
Los hermosos guerreros tatuados de las montañas del Atlas seguían
inquietando a las ciudades africanas costaneras. Durante algunas breves
jornadas vivía allí el equivalente númida de las luchas con los sármatas;
volvía a ver las tribus domadas una a una, la fiera sumisión de los jefes
prosternados en pleno desierto, en un desorden de mujeres, hatos y animales
arrodillados. Pero la arena reemplazaba allí a la nieve.
Por una vez me hubiera sido dulce la primavera en Roma, volver a
encontrar la Villa ya empezada, las caricias caprichosas de Lucio, la
amistad de Plotina. Pero mi permanencia en la ciudad se vio interrumpida
casi de inmediato por alarmantes rumores de guerra. La paz con los partos
había quedado sellada hacía apenas tres años y ya estallaban graves
incidentes en el Éufrates. Partí de inmediato para Oriente.

Estaba decidido a liquidar aquellos incidentes fronterizos usando medios


menos triviales que el de las legiones en marcha. Concerté una entrevista
personal con Osroes. Llevaba conmigo a la hija del emperador, que había
sido tomada prisionera casi en la cuna, en la época en que Trajano ocupó
Babilonia, y mantenida en Roma como rehén. Era una niña enclenque, de
grandes ojos. Su presencia y las de sus azafatas me incomodó bastante en
un viaje que importaba sobre todo cumplir sin retardos. El grupo de mujeres
veladas fue llevado a lomo de dromedario a través del desierto sirio, bajo un
baldaquino de cortinas severamente cerradas. Por la noche, en los altos,
mandaba preguntar si nada faltaba a la princesa.
En Licia me detuve una hora a fin de decidir al comerciante Opramoas,
que ya había mostrado sus cualidades de negociador, para que me
acompañara al territorio parto. La falta de tiempo le impidió desplegar su
lujo habitual. Aquel hombre ablandado por la opulencia no dejaba por eso
de ser un admirable compañero de ruta, habituado a todos los azares del
desierto.
El lugar de la conferencia quedaba en la orilla izquierda del Éufrates, no
lejos de Dura. Cruzamos el río en una balsa. Los soldados de la guardia
imperial parta, con sus corazas de oro, montados en caballos tan
espléndidos como ellos, formaban a lo largo de la ribera una línea
enceguecedora. Mi inseparable Flegón estaba muy pálido. También los
oficiales que me acompañaban sentían algún temor: aquel encuentro podía
ser una trampa. Opramoas, habituado a olfatear el aire del Asia, se mostraba
perfectamente tranquilo, confiado en esa mezcla de silencio y tumulto, de
inmovilidad y repentinos galopes, en ese lujo tendido en el desierto como
un tapiz sobre la arena. En cuanto a mí, estaba maravillosamente sereno:
como César en su barca, me entregaba a esos leños que llevaban mi fortuna.
Una prueba de esa confianza estaba en restituir de inmediato la princesa
parta a su padre, en vez de guardarla en nuestras líneas hasta mi retorno.
Prometí también devolver el trono de oro de la dinastía arsácida, arrebatado
antaño por Trajano; de nada nos servía, mientras que la superstición oriental
lo valoraba extraordinariamente.
El fasto de aquellas entrevistas con Osroes no fue más que exterior.
Nada las diferenciaba de las conversaciones entre dos vecinos que se
esfuerzan por arreglar amistosamente una cuestión de pared medianera. Me
veía abocado a un bárbaro refinado, que hablaba griego, nada tonto, sin que
nada que obligara a creerlo más pérfido que yo mismo, pero lo bastante
vacilante como para dar una impresión de inseguridad. Mis curiosas
disciplinas mentales me permitían captar su esquivo pensamiento; sentado
frente al emperador de los partos, aprendía a prever, y muy pronto a orientar
sus respuestas; entraba en su juego, me imaginaba a Osroes regateando con
Adriano. Me horrorizan los debates inútiles en los que cada uno sabe por
adelantado que va a ceder o no; en los negocios, la verdad me agrada sobre
todo como medio de simplificar y andar rápido. Los partos nos temían;
nosotros desconfiábamos de los partos; la guerra nacería del acoplamiento
de nuestros dos temores. Los sátrapas fomentaban la guerra por interés
personal; no tardé en darme cuenta de que también Osroes tenía sus Quietos
y sus Palmas. El más belicoso de aquellos príncipes semiindependientes
apostados en la frontera, Farasmanés, era aún más peligroso para el imperio
parto que para nosotros. Se me ha acusado de neutralizar, mediante
subsidios, ese grupo dañino y ocioso: pero era un dinero bien invertido. Me
sentía demasiado seguro de la superioridad de nuestras fuerzas para que
pesara en mí un estúpido amor propio; estaba dispuesto a todas las
concesiones huecas, que sólo afectan el prestigio, y a ninguna otra. Lo más
difícil fue persuadir a Osroes de que si yo le prometía pocas cosas era
porque estaba dispuesto a cumplir mis promesas. Me creyó, sin embargo, o
hizo como si creyera. El acuerdo que sellamos en aquella visita sigue en
pie; desde hace quince años, tanto por una como por otra parte, nada ha
alterado la paz en las fronteras. Cuento contigo para que ese estado de cosas
continúe después de mi muerte.
Una noche, durante una fiesta que Osroes daba en mi honor en la tienda
imperial, advertí entre las mujeres y los pajes de largas pestañas a un
hombre desnudo, descarnado, completamente inmóvil, cuyos enormes ojos
parecían ignorar aquella confusión de platos cargados de carnes, de
acróbatas y bailarinas. Le hablé, valiéndome de mi intérprete; no se dignó
contestar. Era un sabio. Pero sus discípulos se mostraban más locuaces;
aquellos piadosos vagabundos venían de la India y su maestro pertenecía a
la poderosa casta de los brahmanes. Supe que sus meditaciones lo llevaban
a creer que todo el universo no es más que un tejido de ilusiones y errores;
la austeridad, el renunciamiento, la muerte, eran para él la única manera de
escapar al flujo cambiante de las cosas, por el cual sin embargo se había
dejado arrastrar nuestro Heráclito, y de alcanzar más allá del mundo de los
sentidos esa esfera de la pura divinidad, ese firmamento inmóvil y vacío
con el cual también soñó Platón. A través de las torpezas de mis intérpretes
presentía ciertas ideas que no habían sido enteramente extrañas a algunos de
nuestros filósofos, pero que el sabio indio expresaba de manera más
definitiva y desnuda. Aquel brahmán había llegado al estado en que nada,
salvo su cuerpo, lo separaba del dios intangible, sin presencia y sin forma,
al cual quería unirse: había decidido quemarse vivo al día siguiente. Osroes
me invitó a presenciar la solemnidad. Alzóse una pira de maderas olorosas;
el hombre se arrojó a ella y desapareció sin lanzar un grito. Sus discípulos
no manifestaron la menor señal de dolor; para ellos no se trataba de una
ceremonia fúnebre.
Aquella noche medité largamente. Estaba tendido en un tapiz de
riquísima lana, protegido por una tienda adornada con espesas telas
tornasoladas. Un paje me masajeaba los pies. Me llegaban de afuera los
raros sonidos de aquella noche asiática: una conversación de esclavos
susurrando junto a mi puerta, el leve frotar de una palmera, el ronquido de
Opramoas detrás de una colgadura, el golpear de un casco de caballo; y más
lejos, en el sector de las mujeres, el arrullo melancólico de un canto. El
brahmán había desdeñado todo aquello. Ebrio de rechazo, se había
entregado a las llamas como un amante que rueda en un lecho. Había
apartado las cosas, los seres, y luego a sí mismo, como otras tantas
vestiduras que le ocultaban la presencia única, el centro invisible y vacío
que prefería a todo.
Yo me sentía diferente, pronto para otras lecciones. La austeridad, el
renunciamiento y la negación no me eran completamente ajenos; había
mordido en ellos a los veinte años, como ocurre casi siempre. Aún no tenía
esa edad cuando fui a visitar, guiado por un amigo, al viejo Epicteto en su
covacha de la Suburra, pocos días antes de que Domiciano lo exilara. El ex-
esclavo a quien un amo brutal había roto antaño una pierna sin hacerle
exhalar una sola queja, el achacoso anciano que soportaba con paciencia el
largo tormento del mal de piedra, me había parecido dueño de una libertad
casi divina. Había mirado con admiración aquellas muletas, el jergón, la
lámpara de terracota, la cuchara de madera en un vaso de arcilla, simples
utensilios de una vida pura. Pero Epicteto renunciaba a demasiadas cosas, y
yo no había tardado en darme cuenta de que nada era tan peligrosamente
fácil como renunciar. El indio, más lógico, rechazaba la vida misma. Tenía
mucho que aprender de aquellos fanáticos puros, pero a condición de alterar
el sentido de la lección que me brindaban. Aquellos sabios se esforzaban
por recobrar a su dios más allá del océano de las formas, por reducirlo a esa
cualidad de único, de intangible, de incorpóreo, a la cual renunció el día en
que se quiso universo. Yo entreveía de otra manera mis relaciones con lo
divino. Me imaginaba secundándolo en su esfuerzo por informar y ordenar
un mundo, desarrollando y multiplicando sus circunvoluciones, sus
ramificaciones y rodeos. Yo era uno de los rayos de la rueda, uno de los
aspectos de esa fuerza única sumida en la multiplicidad de las cosas, águila
y toro, hombre y cisne, falo y cerebro conjuntamente. Proteo que a la vez es
Júpiter.
Por aquel entonces empecé a sentirme dios. No vayas a engañarte:
seguía siendo, más que nunca, el mismo hombre nutrido por los frutos y los
animales de la tierra, que devolvía al suelo los residuos de sus alimentos,
que sacrificaba el sueño a cada revolución de los astros, inquieto hasta la
locura cuando le faltaba demasiado tiempo la cálida presencia del amor. Mi
fuerza, mi agilidad física o mental, se mantenían gracias a una cuidadosa
gimnástica humana. ¿Pero qué puedo decir sino que todo aquello era vivido
divinamente? Las azarosas experiencias de la juventud habían llegado a su
fin, y también su urgencia por gozar del tiempo que pasa. A los cuarenta y
cuatro años me sentía libre de impaciencia, seguro de mí, tan perfecto como
mi naturaleza me lo permitía, eterno. Y entiende bien que se trata aquí de
una concepción del intelecto; los delirios si preciso es darles ese nombre,
vinieron más tarde. Yo era dios, sencillamente, porque era hombre. Los
títulos divinos que Grecia me concedió después no hicieron más que
proclamar lo que había comprobado mucho antes por mí mismo. Creo que
hubiera podido sentirme dios en las prisiones de Domiciano o en el pozo de
una mina. Si tengo la audacia de pretenderlo se debe a que ese sentimiento
apenas me parece extraordinario, y no tiene nada de único. Otros lo
sintieron, o lo sentirán en el futuro.
He dicho que mis títulos no agregaban casi nada a tan asombrosa
certidumbre; en cambio ésta se veía confirmada por las más simples rutinas
de mi oficio de emperador. Si Júpiter es el cerebro del mundo, el hombre
encargado de organizar y moderar los negocios humanos puede
razonablemente considerarse como parte de ese cerebro que todo lo preside.
Con o sin razón, la humanidad ha concebido casi siempre a su dios en
términos de providencia; mis funciones me obligaban a ser esa providencia
para una parte del género humano. Cuanto más se desarrolla el Estado,
ciñendo a los hombres en sus mallas exactas y heladas, más aspira la
confianza humana a situar en el otro extremo de la inmensa cadena la
adorada imagen de un hombre protector. Lo quisiera o no, las poblaciones
orientales del imperio me trataban como a un dios. Aun en Occidente, aun
en Roma, donde sólo somos declarados oficialmente divinos después de
nuestra muerte, la oscura piedad popular se complace más y más en
deificarnos vivos. Muy pronto la gratitud de los partos elevó templos al
emperador romano que había instaurado y mantenido la paz; tuve mi
santuario en Vologeso, en el seno de aquel vasto mundo extranjero. Lejos de
ver en esas señales de adoración un peligro de locura o prepotencia para el
hombre que las acepta, descubría en ellas un freno, la obligación de
realizarse de conformidad con un modelo eterno, de asociar a la fuerza
humana una parte de sapiencia suprema. Ser dios, en resumidas cuentas,
exige más virtudes que ser emperador.
Dieciocho meses más tarde me hice iniciar en Eleusis. Aquella visita a
Osroes había cambiado en cierto sentido el curso de mi vida. En vez de
regresar a Roma decidí consagrar algunos años a las provincias griegas y
orientales del imperio; Atenas se convertía cada vez más en mi patria, mi
centro. Quería agradar a los griegos, y también helenizarme lo más posible,
pero aquella iniciación, motivada en parte por consideraciones políticas, fue
sin embargo una experiencia religiosa sin igual. Los grandes ritos eleusinos
sólo simbolizan los acaecimientos de la vida humana, pero el símbolo va
más allá del acto, explica cada uno de nuestros gestos en términos de
mecánica eterna. La enseñanza recibida en Eleusis debe ser mantenida en
secreto; por lo demás, siendo por naturaleza inefable, corre pocos riesgos de
ser divulgada. Si se la formulara, no pasaría de las evidencias más triviales;
su profundidad reside precisamente en eso. Los grados superiores que me
fueron conferidos luego de mis conversaciones privadas con el hierofante,
no agregaron casi nada al loco choque inicial, idéntico al que siente el más
ignorante de los peregrinos que participa de las abluciones rituales y bebe
en la fuente. Había oído las disonancias resolviéndose en acorde; por un
instante me había apoyado en otra esfera y contemplado desde lejos, pero
también desde muy cerca, esa procesión humana y divina en la que yo tenía
mi lugar, ese mundo donde el dolor existe todavía, pero no ya el error. El
destino humano, ese vago trazo en el cual la mirada menos experta
reconoce tantas faltas, centelleaba como los dibujos del cielo.
Conviene que mencione aquí una costumbre que me llevó durante toda
mi vida por caminos menos secretos que los de Eleusis, pero que al fin y al
cabo son paralelos: me refiero al estudio de los astros. He sido siempre
amigo de los astrónomos y cliente de los astrólogos. La ciencia de estos
últimos es incierta, falsa en los detalles, quizá verdadera en su totalidad;
pues si el hombre, parcela del universo, está regido por las mismas leyes
que presiden en el cielo, nada tiene de absurdo buscar allá arriba los temas
de nuestras vidas, las frías simpatías que participan de nuestros triunfos y
nuestros errores. Jamás dejaba yo, a cada anochecer de otoño, de saludar en
el sur a Acuario, al Copero celeste, al Dispensador bajo el cual he nacido.
Nunca olvidaba verificar los pasajes de Júpiter y Venus, que regulan mi
vida, ni de medir la influencia del peligroso Saturno. Pero si esa extraña
refracción de lo humano en la bóveda estelar preocupaba con frecuencia
mis vigilias, aún más me interesaban las matemáticas celestes, las
especulaciones abstractas a que dan lugar esos grandes cuerpos inflamados.
Inclinábame a creer, como algunos de nuestros sabios más atrevidos, que
también la tierra participa de esa marcha nocturna y diurna que las santas
procesiones de Eleusis simbolizan en su humano simulacro. En un mundo
donde todo es torbellino de fuerzas, danza de átomos, donde todo está
arriba y abajo a la vez, en la periferia y en el centro, me costaba imaginar la
existencia de un globo inmóvil, de un punto fijo que al mismo tiempo no
fuera moviente. Otras veces, los cálculos de la precesión de los equinoccios
establecida por Hiparco de Alejandría obsesionaban mis veladas; volvía a
encontrar en ellos, en forma de demostraciones y no ya como fábulas o
símbolos, el mismo misterio eleusino del pasaje y el retorno. La Espiga de
la Virgen no está ya en nuestros días en el punto del mapa señalado por
Hiparco, pero esta variación es el cumplimiento de un ciclo, y el cambio
mismo confirman las hipótesis del astrónomo. Lenta, ineluctablemente, este
firmamento volverá a ser como era en tiempos de Hiparco: será de nuevo lo
que es en tiempos de Adriano. El desorden se integraba en el orden; el
cambio formaba parte de un plan que el astrónomo era capaz de aprehender
por adelantado; el espíritu humano revelaba su participación en el universo
mediante teoremas exactos, así como lo revelaba en Eleusis con gritos
rituales y danzas. El contemplador y los astros contemplados rodaban
inevitablemente hacia su fin, marcado en alguna parte del cielo. Pero cada
momento de esa caída era una pausa, un hito, un segmento de una curva tan
sólida como una cadena de oro. Cada deslizamiento nos devolvía a ese
punto en el que por azar nos encontramos y que por ello nos parece un
centro.
Jamás, desde las noches de mi infancia en que el brazo alzado de
Marulino me mostraba las constelaciones, me abandonó la curiosidad por
las cosas del cielo. Durante las vigilias forzadas de los campamentos
contemplaba la luna corriendo a través de las nubes de los cielos bárbaros;
más tarde, en las claras noches áticas, escuché al astrónomo Terón de Rodas
explicar su sistema del mundo; tendido en el puente de un navío, en pleno
mar Egeo, vi oscilar lentamente el mástil, desplazándose entre las estrellas,
yendo del ojo enrojecido de Toro al llanto de las Pléyades, de Pegaso al
Cisne; contesté lo mejor posible a las preguntas ingenuas y graves del joven
que contemplaba conmigo ese mismo cielo. Aquí, en la Villa, hice levantar
un observatorio al que la enfermedad ya no me deja subir. Pero hice aun
más, una vez en la vida: ofrecí a las constelaciones el sacrificio de toda una
noche. Fue después de mi visita a Osroes, durante la travesía del desierto
sirio. Tendido de espaldas, bien abiertos los ojos, abandonando durante
algunas horas todo cuidado humano, me entregué desde la noche hasta el
alba a ese mundo de llama y de cristal. Fue el más hermoso de mis viajes.
El gran astro de la constelación de la Lira, estrella polar de los hombres que
vivirán dentro de algunas decenas de millares de años, resplandecía sobre
mi cabeza. Los Gemelos brillaban débilmente en los últimos resplandores
del crepúsculo; la Serpiente precedía al Sagitario; el Águila ascendía al
cenit, abiertas las alas, y bajo ella ardía esa constelación aún no designada
por los astrónomos y a la cual habría que dar un día el más querido de los
nombres. La noche, jamás tan completa como lo creen aquellos que viven y
duermen encerrados en sus habitaciones, se volvió más oscura y luego más
clara. Las hogueras destinadas a alejar a los chacales se fueron apagando;
aquellos montones de carbones ardientes me recordaron a mi abuelo
erguido en su viña, sus profecías convertidas ya en presente y que bien
pronto serían pasado. En mi vida busqué unirme a lo divino bajo muchas
formas; conocí más de un éxtasis; los hay atroces, y los hay de una
conmovedora dulzura. El éxtasis de la noche siria fue extrañamente lúcido.
Inscribió en mí los movimientos celestes con una precisión que jamás me
habría permitido alcanzar ninguna observación parcial. En el momento en
que te escribo, sé exactamente qué estrellas pasan en Tíbur sobre este techo
ornado de estucos y pinturas preciosas, y cuáles están suspendidas, en otras
tierras, sobre una tumba. Algunos años después, la muerte había de
convertirse en objeto de mi contemplación constante, pensamiento al cual
dedicaría todas las fuerzas de mi espíritu que no estuvieran absorbidas por
el Estado. Y quien dice muerte dice también el mundo misterioso al cual
acaso ingresamos por ella. Después de tantas reflexiones y de tantas
experiencias quizá condenables, sigo ignorando lo que sucede detrás de esa
negra colgadura. Pero la noche siria representa mi parte consciente de
inmortalidad.
SAECULUM
AUREUM
Pasé en el Asia Menor el verano que siguió a mi encuentro con Osroes,
deteniéndome en Bitinia para vigilar personalmente la tala de los bosques
del Estado. En Nicomedia, ciudad clara, civil, sapiente, me instalé en casa
del procurador de la provincia, Cneio Pompeyo Próculo, que habitaba en la
antigua residencia del rey Nicomedes, llena de los recuerdos voluptuosos
del joven Julio César. Las brisas de la Propóntida ventilaban aquellas salas
frescas y sombrías. Próculo, hombre refinado, organizó reuniones literarias
en mi honor. Sofistas de paso, pequeños grupos de estudiantes y aficionados
a la literatura, se reunían en los jardines, al borde de una fuente consagrada
a Pan. De tiempo en tiempo, un servidor sumergía en ella una jarra de
arcilla porosa; los cristales más límpidos parecían opacos comparados con
aquella agua pura.
Aquella noche se leía una obra asaz abstrusa de Licofrón, a quien
admiro por sus alocadas yuxtaposiciones de sonidos, alusiones e imágenes,
su complejo sistema de reflejos y de ecos. Algo apartado, un muchacho
escuchaba las difíciles estrofas con una atención a la vez ausente y
pensativa, que me hizo pensar inmediatamente en un pastor en el hondo de
los bosques, vagamente atento a algún oscuro reclamo de pájaro. No había
traído ni tabletas ni estilo. Sentado al borde de la taza de la fuente, mojaba
los dedos en la bella superficie lisa. Supe que su padre había ocupado un
puesto secundario en la administración de los vastos dominios imperiales;
como quedara de niño a cargo de su abuelo, éste lo había enviado a casa de
un amigo de sus padres, armador en Nicomedia, que pasaba por rico a ojos
de aquella pobre familia. Hice que se quedara cuando se marcharon los
demás. Era poco instruido, lleno de ignorancias, reflexivo y crédulo.
Conocía yo Claudiópolis, su ciudad natal; logré hacerlo hablar de su casa
familiar, al borde de los grandes bosques de pinos que proporcionan los
mástiles de nuestros navíos, del templo de Atis situado en la colina, cuyas
estridentes músicas amaba, de los hermosos caballos de su país y de sus
extraños dioses. Aquella voz algo velada pronunciaba el griego con acento
asiático. De pronto, sabiéndose escuchado o quizás contemplado, se turbó
enrojeciendo, y recayó en uno de esos obstinados silencios a los que acabé
por habituarme. Así habría de nacer una intimidad. A partir de entonces me
acompañó en todos mis viajes, y comenzaron algunos años fabulosos.
Antínoo era griego; remonté en los recuerdos de aquella familia antigua
y oscura, hasta la época de los primeros colonos arcadios a orillas de la
Propóntida. Pero en aquella sangre algo acre el Asia había producido el
efecto de la gota de miel que altera y perfuma un vino puro. Volvía a
encontrar en él las supersticiones de un discípulo de Apolonio, el culto
monárquico de un súbdito oriental del Gran Rey. Su presencia era
extraordinariamente silenciosa; me siguió en la vida como un animal o
como un genio familiar. De un cachorro tenía la infinita capacidad para la
alegría y la indolencia, así como el salvajismo y la confianza. Aquel
hermoso lebrel ávido de caricias y de órdenes se tendió sobre mi vida. Yo
admiraba esa indiferencia casi altanera para todo lo que no fuese su delicia
o su culto; en él reemplazaba al desinterés, a la escrupulosidad, a todas las
virtudes estudiadas y austeras. Me maravillaba de su dura suavidad, de esa
sombría abnegación que comprometía su entero ser. Y sin embargo aquella
sumisión no era ciega; los párpados, tantas veces bajados en señal de
aquiescencia o de ensueño, volvían a alzarse; los ojos más atentos del
mundo me miraban en la cara; me sentía juzgado. Pero lo era como lo es un
dios por uno de sus fieles; mi severidad, mis accesos de desconfianza (pues
los tuve más tarde), eran pacientes, gravemente aceptados. Sólo una vez he
sido amo absoluto; y lo fui de un solo ser.
Si aún no he dicho nada de una belleza tan visible, no hay que ver en
ello la reticencia de un hombre completamente conquistado. Pero los rostros
que buscamos desesperadamente nos escapan; apenas si un instante…
Vuelvo a ver una cabeza inclinada bajo una cabellera nocturna, ojos que el
alargamiento de los párpados hacían parecer oblicuos, una cara joven y
ancha. Aquel cuerpo delicado se modificó continuamente, a la manera de
una planta, y algunas de sus alteraciones son imputables al tiempo. El niño
cambiaba, crecía. Una semana de indolencia bastaba para ablandarlo; una
tarde de caza le devolvía su firmeza, su atlética rapidez. Una hora de sol lo
hacía pasar del color del jazmín al de la miel. Las piernas algo pesadas del
potrillo se alargaron; la mejilla perdió su delicada redondez infantil,
ahondándose un poco bajo el pómulo saliente; el tórax henchido de aire del
joven corredor asumió las curvas lisas y pulidas de una garganta de bacante.
El mohín petulante de los labios se cargó de una ardiente amargura, de una
triste saciedad. Sí, aquel rostro cambiaba como si yo lo esculpiera noche y
día.
Cuando considero estos años, creo encontrar en ellos la Edad de Oro.
Todo era fácil; los esfuerzos de antaño se veían recompensados por una
facilidad casi divina. Viajar era un juego: placer controlado, conocido,
puesto hábilmente en acción. El trabajo incesante no era más que una forma
de voluptuosidad. Mi vida, a la que todo llegaba tarde, el poder y aun la
felicidad, adquiría un esplendor cenital, el brillo de las horas de la siesta en
que todo se sume en una atmósfera de oro, los objetos del aposento y el
cuerpo tendido a nuestro lado. La pasión colmada posee su inocencia, casi
tan frágil como las otras; el resto de la belleza humana pasaba a ser
espectáculo, no era ya la presa que yo había perseguido como cazador.
Aquella aventura, tan trivial en su comienzo, enriquecía pero también
simplificaba mi vida; el porvenir ya no me importaba. Dejé de hacer
preguntas a los oráculos; las estrellas no fueron más que admirables diseños
en la bóveda del cielo. Nunca había observado con tanto deleite la palidez
del alba en el horizonte de las islas, la frescura de las grutas consagradas a
las Ninfas y llenas de aves de paso, el pesado vuelo de las codornices en el
crepúsculo. Releí a los poetas; algunos me parecieron mejores que antes, y
la mayoría peores. Escribí versos que me dieron la impresión de ser menos
insuficientes que de costumbre.
Tuvimos el mar de los árboles, las florestas de alcornoques y los pinares
de Bitinia; el pabellón de caza, con sus galerías iluminadas en las que el
niño, abandonándose al ambiente de su país natal, se despojaba al azar de
sus flechas, su daga, su cinturón de oro, y se revolcaba con los perros sobre
los divanes de cuero. Las planicies habían acumulado el calor del
prolongado verano; el vapor subía de las praderas a orillas del Sangarios,
donde galopaban tropillas de caballos salvajes; al amanecer bajábamos a
bañarnos a la ribera, rozando al pasar las altas hierbas empapadas de rocío
nocturno, bajo un cielo en el cual estaba suspendida la delgada luna en
cuarto creciente que sirve de emblema a Bitinia. Aquel país fue colmado de
favores, y hasta asumió mi nombre. Hicimos una bella travesía del Bósforo,
bajo la tormenta; hubo cabalgatas en la selva tracia, con el viento agrio que
se engolfaba en los pliegues de los mantos, el innumerable tamborilear de la
lluvia en el follaje y en el techo de la tienda, el alto en el campamento de
trabajadores donde habría de alzarse Andrinópolis, las ovaciones de los
veteranos de las guerras dacias, la blanda tierra de donde pronto surgirían
murallas y torres. Una visita a las guarniciones del Danubio me llevó hasta
la próspera población que hoy es Sarmizegetusa; el adolescente bitinio
llevaba en la muñeca un brazalete del rey Decébalo. Volvimos a Grecia por
el norte; me demoré unos días en el valle de Tempe, salpicado de aguas
vivas; la rubia Eubea precedió al Ática color de vino rosado. Apenas
permanecimos en Atenas; pero en Eleusis, durante mi iniciación en los
Misterios, pasamos tres días participando con la multitud del baño de mar
ritual, de los sacrificios y las carreras de antorchas.
Llevé a Antínoo a la Arcadia de sus antepasados; sus bosques seguían
tan impenetrables como en los tiempos de aquellos antiguos cazadores de
lobos. A veces un jinete asustaba a una víbora con un latigazo; en las cimas
pedregosas el sol llameaba como en lo más vivo del verano; el adolescente
se adormecía contra las rocas, caída la cabeza sobre el pecho, los cabellos
acariciados por el viento como un Endimión de pleno día. Una liebre que
mi joven cazador había domesticado con gran trabajo fue destrozada por los
perros; nuestros días sin sombras no tuvieron más desgracias que ésa. Los
habitantes de Mantinea se descubrieron lazos de parentesco con la familia
de colonos bitinios, hasta entonces desconocidos; la ciudad, donde el niño
tuvo más tarde sus templos, fue enriquecida y adornada por mí. El
inmemorial santuario de Neptuno, casi arruinado, era tan venerable, que su
entrada estaba prohibida a todos; tras de sus puertas siempre cerradas se
perpetuaban misterios más antiguos que la raza humana. Construí un nuevo
templo, mucho más vasto, dentro del cual el vetusto edificio yace desde
entonces como el hueso en el centro del fruto. No lejos de Mantinea, sobre
el camino, hice embellecer la tumba donde Epaminondas, muerto en plena
batalla, reposa junto a un joven camarada caído a su lado; una columna
donde está grabado un poema se alzó para conmemorar el recuerdo de un
tiempo en el que todo, visto desde lejos, parece haber sido noble y sencillo:
la ternura, la gloria y la muerte. Los juegos ístmicos se celebraron en Acaya
con un esplendor que no se veía desde antiguos tiempos; al restablecer
aquellas grandes fiestas helénicas confiaba en devolver a Grecia una
viviente unidad. Las cacerías nos llevaron al valle de Helicón, dorado por
las últimas lumbres del otoño; hicimos alto al borde de la fuente de Narciso,
junto al santuario del Amor, y ofrecimos a este dios, el más sabio de todos,
los despojos de una osezna, trofeo suspendido con clavos de oro en la pared
del templo.
La barca que el mercader Erasto de Éfeso me prestaba para navegar por
el archipiélago fondeó en la bahía de Falera, y me instalé en Atenas como
un hombre que vuelve al hogar. Me atrevía a tocar aquella belleza, trataba
de convertir una ciudad admirable en una ciudad perfecta. Por primera vez
Atenas se repoblaba, empezaba a crecer después de un largo período de
decadencia. Doblé su extensión; preví, a lo largo del Iliso, una nueva
Atenas, la ciudad de Adriano después de la de Teseo. Había que disponerlo
y construirlo todo. Seis siglos antes, la construcción del gran templo
consagrado a Zeus Olímpico había quedado interrumpida. Mis obreros se
pusieron a la tarea; Atenas conoció otra vez la exaltación jubilosa de las
grandes empresas, que no había saboreado desde los días de Pericles. La
inspección de los trabajos requirió ir y venir diariamente en un laberinto de
máquinas, de complicadas poleas, fustes semilevantados y bloques blancos
negligentemente apilados bajo el cielo azul. Volvía a encontrar allí algo de
la excitación de los astilleros navales; un navío aparejaba rumbo al
porvenir. Por la noche, la arquitectura cedía el lugar a la música, esa
construcción invisible. He practicado un poco todas las artes, pero sólo me
he ejercitado constantemente en el de los sonidos, donde me reconozco con
cierta excelencia. En Roma disimulaba esa afición, a la que podía
entregarme discretamente en Atenas. Los músicos se reunían en el patio
donde había un ciprés, al pie de una estatua de Hermes. Seis o siete
solamente: una orquesta de flautas y liras, a la que a veces se agregaba un
virtuoso de la cítara. Casi siempre tocaba yo la flauta travesera.
Ejecutábamos melodías antiguas, casi olvidadas, y también nuevas
melodías compuestas para mí. Amaba la viril austeridad de los aires dorios,
pero no me desagradaban las melodías voluptuosas o apasionadas, las
modulaciones patéticas o artificiosas, que las personas graves, cuya virtud
consiste en tenerlo todo, rechazan por considerarlas trastornadoras de los
sentidos o del corazón. A través de las cuerdas entreveía el perfil de mi
joven camarada, atentamente ocupado en cumplir su parte en el conjunto, y
sus dedos que corrían a lo largo de los hilos tendidos. Aquel hermoso
invierno fue rico en frecuentaciones amistosas; el opulento Ático, cuyo
banco costeaba mis trabajos edilicios no sin obtener provecho, me invitó a
sus jardines de Kefisia, donde vivía rodeado de una corte de improvisadores
y escritores de moda; su hijo, el joven Herodes, era un conservador
arrebatador y sutil a la vez, que se convirtió en el comensal indispensable
de mis cenas atenienses. Había perdido por completo la timidez que lo
hiciera quedarse corto en mi presencia, en la época en que la efebía
ateniense lo envió a la frontera sármata para felicitarme por mi
advenimiento, pero su creciente vanidad me parecía divertidamente
ridícula. El retórico Polemón, famoso en Laodicea, que rivalizaba con
Herodes en elocuencia y sobre todo en riqueza, me encantó por su estilo
asiático, amplio y centelleante como las olas de un Pactolo; aquel hábil
ajustador de palabras vivía como hablaba, con fasto. Pero el más precioso
de los encuentros fue el de Arriano de Nicomedia, mi mejor amigo. Doce
años menor que yo, había comenzado la bella carrera política y militar en la
cual continúa honrándose y sirviendo. Su experiencia de los grandes
negocios, su conocimiento de los caballos, los perros y todos los ejercicios
corporales, lo ponían infinitamente por encima de los simples hacedores de
frases. En su juventud había sido presa de una de esas extrañas pasiones del
espíritu sin las cuales no hay quizá verdadera sabiduría ni verdadera
grandeza: dos años de su vida habían transcurrido en Nicópolis, en Epiro,
habitando el cuchitril frío y desnudo donde agonizaba Epicteto; se había
impuesto la tarea de recoger y transcribir palabra por palabra los últimos
pensamientos del anciano filósofo enfermo. Aquel periodo de entusiasmo lo
marcó para siempre; conservaba de él admirables disciplinas morales y una
especie de grave candor. Practicaba en secreto una vida austera de la que
nadie tenía idea. Pero el largo aprendizaje del deber estoico no lo había
endurecido en una actitud de falsa sabiduría; era demasiado fino como para
no haberse apercibido de que los extremos de la virtud se asemejan a los del
amor en que su mérito proviene precisamente de su rareza, de su condición
de obra maestra única, de hermoso exceso. La inteligencia serena, la
perfecta honradez de Jenofonte le servían desde entonces de modelo.
Escribía la historia de Bitinia, su país. Había yo colocado a esta provincia,
largo tiempo mal administrada por los procónsules, bajo mi jurisdicción
personal; Arriano me aconsejó en mis planes de reforma. Lector asiduo de
los diálogos socráticos, no ignoraba nada de las reservas de heroísmo,
abnegación y a veces sapiencia con que Grecia ha sabido ennoblecer la
pasión por el amigo; así, trataba a mi joven favorito con una tierna
deferencia. Los dos bitinios hablaban ese dulce dialecto de la Jonia, lleno de
desinencias casi homéricas, en el cual convencí más tarde a Arriano de que
escribiera sus obras.
En aquella época Atenas tenía su filósofo de la vida frugal: en una
cabaña de la aldea de Colona, Demonax vivía una existencia ejemplar y
alegre. No era Sócrates: le faltaban la sutileza y el ardor, pero me gustaba su
burlona llaneza. El actor cómico Aristómenes, que interpretaba con brío la
antigua comedia ática, fue otro de mis amigos de corazón sencillo. Le
llamaba mi perdiz griega; pequeño, gordo, alegre como un niño o un pájaro,
sabía más que nadie sobre los ritos, la poesía y las recetas culinarias de
antaño. Me divirtió y me instruyó mucho tiempo. Por aquel entonces
Antínoo se encariñó con el filósofo Chabrias, platónico con ribetes de
orfismo, el más inocente de los hombres, que consagró al adolescente una
fidelidad de perro guardián, transmitida a mí más tarde. Once años de vida
palaciega no lo han cambiado; es siempre el mismo ser cándido, devoto,
castamente ocupado de ensueños, ciego a las intrigas y sordo a los rumores.
A veces me aburre, pero sólo la muerte me separará de él.
Mis relaciones con el filósofo estoico Eufrates fueron más breves.
Habíase retirado a Atenas, luego de brillantes triunfos en Roma. Lo tomé
como lector, pero los sufrimientos ocasionados por un absceso al hígado, y
la debilidad consiguiente, lo persuadieron de que su vida no le ofrecía ya
nada digno de ser vivido. Me pidió que lo autorizara a abandonar mi
servicio y suicidarse. Jamás he sido enemigo de la desaparición voluntaria;
había pensado en ella como posible final en la hora de la crisis que precedió
a la muerte de Trajano. El problema del suicidio, que habría de
obsesionarme más tarde, me parecía entonces de fácil solución. Eufrates
recibió el permiso que reclamaba; se lo hice llegar por mano de mi joven
bitinio, quizá porque me hubiera gustado recibir de un mensajero semejante
la respuesta suprema. El filósofo se presentó aquella noche al palacio, para
mantener una conversación que en nada difería de las anteriores, y se
suicidó a la mañana siguiente. Hablamos muchas veces de ese episodio, que
tuvo taciturno a Antínoo durante muchos días. Aquel hermoso ser sensual
miraba con horror la muerte, y yo no me daba cuenta de que pensaba ya
mucho en ella. Por mi parte, apenas comprendía que pudiera abandonarse
un mundo que me parecía hermoso, y que no se agotara hasta el límite, pese
a todos los males, la última posibilidad de pensamiento, de contacto y hasta
de mirada. Mucho he cambiado desde entonces.
Las fechas se mezclan; mi memoria compone un solo fresco donde se
acumulan los incidentes y los viajes de diversas temporadas. La lujosa
barca del comerciante Erasto de Éfeso puso proa a Oriente, luego al sur y
por fin rumbo a Italia, que para mí significaba el Occidente. Tocamos Rodas
dos veces; Delos, enceguecedora de blancura, nos recibió una mañana de
abril y más tarde bajo la luna llena del solsticio; el mal tiempo en la costa
de Epiro me permitió prolongar mi visita a Dodona. En Sicilia nos
demoramos unos días en Siracusa para explorar el misterio de las fuentes:
Aretusa, Ciadné, hermosas ninfas azules. Me acordaba de Licinio Sura, que
antaño consagraba sus ocios de estadista a estudiar las maravillas de las
aguas. Había oído hablar de las sorprendentes irisaciones de la aurora sobre
el mar Jónico cuando se la contempla desde la cima del Etna. Decidí
emprender la ascensión de la montaña, pasamos de la región de los viñedos
a la de la lava, y por fin a la de la nieve. El adolescente de piernas danzantes
corría por las pendientes escarpadas; los hombres de ciencia que me
acompañaban subían a lomo de mula. En la cresta habían levantado un
abrigo que nos permitiría esperar el alba. Amaneció: un inmenso velo de
Iris se desplegó de uno a otro horizonte; extraños fuegos brillaron en los
hielos de la cima; el espacio terrestre y marino se abría a la mirada hasta el
África visible y la Grecia adivinada. Fue una de las cumbres de mi vida. No
faltó nada en ella, ni la franja dorada de una nube, ni las águilas, ni el
escanciador de inmortalidad.
Días alciónicos, solsticio de mi vida… Lejos de embellecer mi dicha
distante, tengo que luchar para no empalidecer su imagen; hasta su recuerdo
es ya demasiado fuerte para mí. Más sincero que la mayoría de los hombres,
confieso sin ambages las causas secretas de esa felicidad; aquella calma tan
propicia para los trabajos y las disciplinas del espíritu se me antoja uno de
los efectos más bellos del amor. Y me asombra que esas alegrías tan
precarias, tan raramente perfectas a lo largo de una vida humana —bajo
cualquier aspecto con que las hayamos buscado o recibido—, sean objeto
de tanta desconfianza por quienes se creen sabios, temen el hábito y el
exceso de esas alegrías en vez de temer su falta y su pérdida, y gastan en
tiranizar sus sentidos un tiempo que estaría mejor empleado en ordenar o
embellecer su alma. En aquella época ponía yo en acendrar mi felicidad, en
saborearla, y también en juzgarla, esa constante atención que siempre
concedí a los menores detalles de mis actos; ¿y qué es la voluptuosidad sino
un momento de apasionada atención del cuerpo? Toda dicha es una obra
maestra: el menor error la falsea, la menor vacilación la altera, la menor
pesadez la desluce, la menor tontería la envilece. La mía no es responsable
de ninguna de las imprudencias que más tarde la quebraron; mientras obré a
su favor fui sensato. Creo todavía que un hombre más sensato que yo
hubiera podido ser dichoso hasta su muerte.
Tiempo después, en Frigia, en los confines donde Grecia y Asia se
entremezclan, tuve la imagen más completa y más lúcida de esa dicha.
Acampábamos en un lugar desierto y salvaje, en el emplazamiento de la
tumba de Alcibíades, muerto allí víctima de las maquinaciones de los
sátrapas. En la tumba abandonada desde siglos atrás había hecho emplazar
una estatua de mármol de Paros, con la efigie de ese hombre a quien Grecia
amó como a pocos. Había ordenado asimismo que todos los años se
celebraran ciertos ritos conmemorativos; los habitantes de la aldea vecina se
habían reunido con los hombres de mi escolta para la ceremonia inaugural.
Se sacrificó un novillo, reservándose parte de su carne para el festín
nocturno. En la llanura se improvisó una carrera de caballos, y danzas en las
cuales el adolescente bitinio participó con una gracia fogosa; algo después,
junto a la última hoguera, cantó con su hermosa cabeza echada hacia atrás.
Amo tenderme junto a los muertos para medirme a mí mismo; aquella
noche comparé mi vida con la del gran gozador envejecido, que cayera
acribillado de flechas en aquel lugar, defendido por un joven amigo y
llorado por una cortesana ateniense. Mi juventud no había pretendido los
prestigios de la de Alcibíades, pero mi diversidad igualaba o superaba la
suya. Yo había gozado tanto como él, reflexionado más, trabajado mucho
más; como él, tenía la extraña felicidad de ser amado. Alcibíades lo ha
seducido todo, hasta la Historia, y sin embargo deja tras él los montones de
muertos atenienses abandonados en las canteras de Siracusa, una patria
tambaleante, los dioses de las encrucijadas tontamente mutilados por su
mano. Yo había gobernado un mundo infinitamente más vasto que aquel
donde viviera el ateniense; había mantenido la paz en él, aparejándolo como
a un bello navío para un viaje que durará siglos; había luchado lo mejor
posible para favorecer el sentido de lo divino en el hombre, sin sacrificar lo
humano. Mi felicidad era una retribución.

Roma estaba ahí. Pero ya no me veía forzado a contemporizar, a dar


seguridades, a complacer. La obra del principado se imponía; las puertas del
templo de Jano, que se abren en tiempo de guerra, seguían cerradas. Las
intenciones daban su fruto; la prosperidad de las provincias refluía sobre la
metrópolis. Acepté por fin el título de Padre de la Patria que me había sido
propuesto en la época de mi advenimiento.
Plotina había muerto. Durante una estadía anterior en la capital había
visto por última vez a aquella mujer que sonreía fatigada y que la
nomenclatura oficial me asignaba por madre, aunque era mucho más que
eso: mi única amiga. Esta vez sólo encontré de ella una pequeña urna
depositada bajo la Columna Trajana. Asistí en persona a las ceremonias de
la apoteosis; contrariando los usos imperiales, llevé luto durante nueve días.
Pero la muerte no cambiaba gran cosa en esa intimidad que desde hacía
muchos años prescindía de la presencia. La emperatriz seguía siendo lo que
siempre había sido para mí: un espíritu, un pensamiento al cual estaba unido
el mío.
Algunas de las grandes construcciones llegaban a su término. El
Coliseo, reparado y lavado de los recuerdos de Nerón que aún duraban en
él, había sido adornado, en reemplazo de la imagen de aquel emperador, con
una efigie colosal del Sol, Helios-Rey, aludiendo a mi gentilicio Elio. Se
estaba terminando el templo de Venus y de Roma, situado en el
emplazamiento de la escandalosa Casa Áurea en la que Nerón había
desplegado con pésimo gusto un mal adquirido. Roma, Amor: la divinidad
de la Ciudad Eterna se identificaba por primera vez con la Madre del Amor,
inspiradora de toda alegría. Era una de las ideas de mi vida. La potencia
romana adquiría así ese carácter cósmico y sagrado, esa forma pacífica y
tutelar que ambicionaba darle. Se me ocurría a veces asimilar la emperatriz
difunta a aquella Venus sapiente, consejera divina.
Cada vez más, todas las deidades se me aparecían como
misteriosamente fundidas en un Todo, emanaciones infinitamente variadas,
manifestaciones iguales de una misma fuerza; sus contradicciones no eran
otra cosa que una modalidad de su acuerdo. Me obsesionaba la idea de
construir un templo a todos los dioses, un Panteón. Había elegido el
emplazamiento sobre los restos de antiguos baños públicos ofrecidos al
pueblo romano por Agripa, el yerno de Augusto. Del viejo edificio no
quedaba más que un pórtico y la placa de mármol conteniendo una
dedicatoria al pueblo de Roma: esta última fue cuidadosamente reinstalada
en el frontón del nuevo templo. Poco me importaba que mi nombre no
figurara en esa obra, que era mi pensamiento. En cambio me agradaba que
una inscripción, de más de un siglo de antigüedad, la asociara con los
comienzos del imperio, con el pacífico reinado de Augusto. Aun allí donde
innovaba quería sentirme ante todo un continuador. Más allá de Trajano y
de Nerva, convertidos oficialmente en mi padre y mi abuelo, me vinculaba
con aquellos doce césares tan maltratados por Suetonio; la lucidez y no la
dureza de Tiberio, la erudición y no la debilidad de Claudio, el sentido
artístico y no la estúpida vanidad de Nerón, la bondad y no la insipidez de
Tito, la economía y no la ridícula tacañería de Vespasiano, eran otros tantos
ejemplos que me proponía a mí mismo. Aquellos príncipes habían
desempeñado su papel en los negocios humanos; ahora me incumbía a mí
elegir de entre sus actos aquellos que importaba continuar, consolidando los
mejores, corrigiendo los peores, hasta el día en que otros hombres, más o
menos calificados pero igualmente responsables, se encargaran de hacer
otro tanto con los míos.
La consagración del templo de Venus y de Roma fue una especie de
triunfo acompañado de carreras de carros, espectáculos públicos,
distribuciones de especias y perfumes. Los veinticuatro elefantes que
habían arrastrado hasta el lugar de la erección de aquellos enormes bloques,
reduciendo así el trabajo forzado de los esclavos, figuraban como monolitos
vivientes en el cortejo. La fecha elegida para la fiesta era el aniversario del
nacimiento de Roma, el octavo día siguiente a los idus de abril del año
ochocientos ochenta y dos de la fundación de la ciudad. Jamás la primavera
romana había sido más dulce, más violenta, más azul. El mismo día, con
una solemnidad más recogida y como en sordina, tuvo lugar en el interior
del Panteón una ceremonia consagratoria. Había yo corregido
personalmente los planes excesivamente tímidos del arquitecto Apolodoro.
Utilizando las artes griegas como simple ornamentación, lujo agregado, me
había remontado para la estructura misma del edificio a los tiempos
primitivos y fabulosos de Roma, a los templos circulares de la antigua
Etruria. Había querido que el santuario de Todos los Dioses reprodujera la
forma del globo terrestre y de la esfera estelar, del globo donde se
concentran las simientes del fuego eterno, de la esfera hueca que todo lo
contiene. Era también la forma de aquellas chozas ancestrales de donde el
humo de los más arcaicos hogares humanos se escapaba por un orificio
practicado en lo alto. La cúpula, construida con una lava dura y liviana que
parecía participar todavía del movimiento ascendente de las llamas,
comunicaba con el cielo por un gran agujero alternativamente negro y azul.
El templo, abierto y secreto, estaba concebido como un cuadrante solar. Las
horas girarían en el centro del pavimento cuidadosamente pulido por
artesanos griegos; el disco del día reposaría allí como un escudo de oro; la
lluvia depositaría un charco puro; la plegaria escaparía como una humareda
hacia ese vacío donde situamos a los dioses. La fiesta fue para mí una de
esas horas a las que todo converge. De pie en el fondo de aquel pozo de
claridad, tenía a mi lado a los integrantes de mi principado, los materiales
que componían mi destino de hombre maduro, edificado más que a medias.
Reconocía la austera energía de Marcio Turbo, servidor fiel; la dignidad
gruñona de Serviano, cuyas críticas bisbisadas con voz cada vez más sorda
ya no me alcanzaban; la elegancia real de Lucio Ceyonio, y, algo aparte, en
esa clara penumbra que conviene a las apariciones divinas, el rostro soñador
del joven griego en quien había encarnado mi fortuna. Mi mujer, también
presente, acababa de recibir el título de emperatriz.
Hacía ya largo tiempo que prefería las fábulas sobre los amores y las
querellas de los dioses a los torpes comentarios de los filósofos acerca de la
naturaleza divina; aceptaba ser la imagen terrestre de Júpiter en la medida
en que éste es hombre, sostén del mundo, justicia encarnada, orden de las
cosas, amante de los Ganimedes y las Europas, esposo negligente de la
acerba Juno. Mi espíritu, dispuesto este día a verlo todo a plena luz,
comparaba a la emperatriz con aquella diosa en cuyo honor, durante una
reciente visita a Argos, había consagrado un pavo real de oro ornado de
piedras preciosas. Hubiera podido divorciarme para quedar libre de aquella
mujer a quien no amaba; como simple ciudadano, no había vacilado en
hacerlo. Pero me incomodaba poco, y nada en su conducta justificaba un
insulto tan público. Siendo joven esposa la habían ofuscado mis desvíos,
pero un poco como a su tío lo irritaban mis deudas. Ahora asistía, sin
aparentar darse cuenta, a las manifestaciones de una pasión que se
anunciaba duradera. Como muchas mujeres poco sensibles al amor, no
comprendía bien su poder; su ignorancia excluía a la vez la indulgencia y
los celos. Sólo se hubiera inquietado en caso de que sus títulos o su
seguridad se vieran amenazados, lo que no era el caso. Ya no le quedaba
nada de la gracia de adolescente que antaño me hubiera interesado por un
momento; aquella española prematuramente envejecida se mostraba grave y
dura. Agradecía a su frialdad que no hubiera tomado un amante; me
complacía que llevara dignamente sus velos de matrona, que eran casi velos
de viuda. Me gustaba que en las monedas romanas figurara un perfil de
emperatriz, llevando en el reverso una inscripción dedicada al Pudor o a la
Tranquilidad. Solía pensar en ese matrimonio ficticio que, la noche de las
fiestas de Eleusis, tiene lugar entre la gran sacerdotisa y el hierofante,
matrimonio que no es una unión, ni siquiera un contacto, pero sí un rito, y
como tal sagrado.
La noche que siguió a estas celebraciones vi arder a Roma desde lo alto
de una terraza. Aquellos fuegos jubilosos reemplazaban los incendios
ordenados por Nerón, y eran casi tan terribles. Roma, crisol, pero también
la hoguera y el metal hirviente; martillo; pero también el yunque, prueba
visible de los cambios y de los recomienzos de la historia; Roma, uno de los
lugares del mundo donde el hombre ha vivido más tumultuosamente. La
conflagración de Troya, de donde había escapado un hombre llevando a su
anciano padre, su joven hijo y sus Lares, culminaba aquella noche en esas
altas llamaradas de fiesta. Pensaba también, con una especie de terror
sagrado, en los incendios del futuro. Esos millones de vidas pasadas,
presentes y futuras, esos edificios recientes nacidos de edificios antiguos y
seguidos de edificios por nacer, parecían sucederse como olas en el tiempo;
el azar hacía que aquellas olas vinieran esa noche a romper a mis pies. Nada
he de decir sobre esos momentos de delirio en que la púrpura imperial, la
tela santa que tan pocas veces aceptaba vestir, fue puesta en los hombros de
la criatura que se convertía en mi Genio; sí, me convenía oponer ese rojo
profundo al oro pálido de una nuca, pero sobre todo obligar a mi Dicha, a
mi Fortuna, entidades inciertas y vagas, a que se encarnaran en esa forma
tan terrestre, a que adquirieran el calor y el peso tranquilizador de la carne.
Los espesos muros del Palatino, donde vivía poco pero que acababa de
hacer reconstruir, oscilaban como los flancos de una barca; las colgaduras,
apartadas para dejar entrar la noche romana, eran las de un pabellón de
popa; los gritos de la muchedumbre sonaban como el ruido del viento en el
cordaje. El enorme escollo que se percibía a lo lejos en la sombra, los
cimientos gigantescos de mi tumba que empezaba a alzarse al borde del
Tíber, no me inspiraban ni terror, ni nostalgia, ni vana meditación sobre la
brevedad de la vida.

La luz fue cambiando poco a poco. Desde hacía dos años, el paso del
tiempo se marcaba en los progresos de una juventud que se formaba,
dorándose, ascendiendo a su cenit; la voz, grave, se habituaba a gritar
órdenes a los pilotos y a los monteros; el corredor corría más lejos, las
piernas del jinete dominaban con mayor pericia la cabalgadura; el escolar
que en Claudiópolis había aprendido de memoria largos fragmentos de
Homero, se apasionaba ahora por la poesía voluptuosa y sapiente,
entusiasmándose con ciertos pasajes de Platón. Mi joven pastor se convertía
en un joven príncipe. No era ya el niño diligente que en los altos se arrojaba
del caballo para ofrecerme, en el cuenco de sus manos, el agua de la fuente;
el donante conocía ahora el inmenso valor de sus dones. En el curso de las
cacerías organizadas en los dominios de Lucio, en Toscana, me había
complacido en mezclar ese rostro perfecto con las caras opacas o
preocupadas de los altos dignatarios, los perfiles agudos de los orientales,
los espesos hocicos de los monteros bárbaros, obligando al bienamado a
desempeñar el difícil papel del amigo. En Roma, las intrigas se habían
anudado en torno a su juvenil cabeza, con innobles esfuerzos por ganar su
influencia o sustituirla por otra. El vivir absorbido en un pensamiento único
dotaba a aquel joven de dieciocho años de un poder de indiferencia que
falta en los más probados; había sabido desdeñarlo o ignorarlo todo. Pero su
hermosa boca había asumido un amargo pliegue que los escultores
advertían.
Ofrezco aquí a los moralistas una fácil oportunidad de triunfar sobre mí.
Mis censores se aprestan a mostrar en mi desgracia las consecuencias de un
extravío, el resultado de un exceso; tanto más difícil me es contradecirlos
cuanto que apenas veo en qué consiste el extravío y dónde se sitúa el
exceso. Me esfuerzo por reducir mi crimen, si lo hubo, a sus justas
proporciones; me digo que el suicidio no es infrecuente, y nada raro morir a
los veinte años. Sólo para mí la muerte de Antínoo es un problema y una
catástrofe. Puede que ese desastre haya sido inseparable de un exceso de
júbilo, un colmo de experiencia, de los que no habría consentido en
privarme ni privar a mi compañero de peligro. Aun mis remordimientos se
han convertido poco a poco en una amarga forma de posesión, una manera
de asegurarme de que fui hasta el fin el triste amo de su destino. Pero no
ignoro que hay que tener en cuenta las decisiones de ese bello extranjero
que sigue siendo, a pesar de todo, cada ser que amamos. Al hacer recaer
toda la falta sobre mí, reduzco su joven figura a las proporciones de una
estatuilla de cera que, luego de plasmada, hubiera aplastado entre mis
dedos. No tengo derecho a disminuir la singular obra maestra que fue su
partida; debo dejar a ese niño el mérito de su propia muerte.
De más está decir que no incrimino la preferencia sensual, nada
importante, que determinaba mi elección en el amor. Otras pasiones
parecidas habían cruzado con frecuencia por mi vida; aquellos amores
varios no me habían costado hasta entonces más que un mínimo de
promesas, de mentiras y de males. Mi breve apasionamiento por Lucio sólo
me indujo a algunas locuras reparables. Nada impedía que ocurriera lo
mismo en esa suprema ternura; nada, salvo precisamente la cualidad única
que la distinguía de las otras. La costumbre nos hubiera llevado a ese fin sin
gloria pero también sin desastres que la vida procura a los que no rehúsan
su dulce embotamiento por el uso. Hubiera visto cambiarse la pasión en
amistad, como lo quieren los moralistas, o en indiferencia, que es lo más
frecuente. Un ser joven se hubiera apartado de mí en el momento en que
nuestros lazos comenzaran a pesarme; otras rutinas sensuales, o las mismas
con diferentes formas, habríanse establecido en mi vida; el porvenir hubiera
incluido un matrimonio ni mejor ni peor que tantos otros, un puesto en la
administración provincial, la gestión de un dominio rural en Bitinia;
también podía ser la inercia, la vida palaciega proseguida en alguna
posición subalterna; en el peor de los casos, una de esas carreras de
favoritos caídos que terminan en confidentes o en proxenetas. Si algo
entiendo de eso, la sensatez consiste en no ignorar nada de esos azares, que
son la vida misma, esforzándose a la vez por evitar los peores. Pero ni aquel
adolescente ni yo éramos sensatos.
No había esperado la presencia de Antínoo para sentirme dios. El éxito,
sin embargo, multiplicaba en torno a mí las ocasiones de abandonarme a ese
vértigo; cada estación parecía colaborar con los poetas y los músicos de mi
séquito para convertir nuestra existencia en una fiesta olímpica. El día de mi
llegada a Cartago terminó una sequía de cinco años; delirante bajo la lluvia,
la multitud me aclamó como el dispensador de los beneficios del cielo; los
grandes trabajos realizados en África no fueron luego más que una manera
de canalizar aquella prodigalidad celeste. Poco antes, mientras hacíamos
escala en Cerdeña, una tormenta nos obligó a buscar refugio en la cabaña de
unos campesinos. Antínoo ayudó a nuestro huésped a asar dos trozos de
atún sobre las brasas; me creí Zeus visitando a Filemón en compañía de
Hermes. El adolescente sentado en una cama, con las piernas cruzadas, era
ese mismo Hermes que desataba sus sandalias; Baco cortaba el racimo, o
saboreaba por mí una copa de vino rosado; aquellos dedos endurecidos por
el arco eran los de Eros. En medio de tantas máscaras, en el seno de tantos
prestigios, terminé olvidando a la persona humana, al niño que se esforzaba
vanamente por aprender el latín, que rogaba al ingeniero Decriano que le
diera lecciones de matemáticas, terminando por renunciar a ellas, y que al
menor reproche se enfurruñaba y se iba a la proa del navío para contemplar
el mar.
El viaje por África terminó bajo el sol de julio en los nuevos cuarteles
de Lambesa. Mi compañero se puso la coraza y la túnica militar con pueril
alegría; durante unos días fui un Marte desnudo y con casco que participaba
de los ejercicios del campamento, el Hércules atlético embriagado por el
sentimiento de vigor todavía joven. Pese al calor y a los duros trabajos de
nivelación cumplidos antes de mi llegada, el ejército funcionó como todo el
resto con una facilidad divina; imposible hubiera sido obligar a un corredor
a que saltara otro obstáculo más, o exigir de un jinete otro volteo, sin
malograr la eficacia de aquellas maniobras quebrando en alguna parte el
justo equilibrio de fuerzas que constituían su belleza. No tuve que señalar a
los oficiales más que un error imperceptible —un grupo de caballos que
quedaban en descubierto durante el simulacro de ataque en campo raso—;
mi prefecto Corneliano me satisfizo en todo. Un orden inteligente regía
aquellas masas de hombres, de animales de tiro, de mujeres bárbaras
acompañadas de robustos niños que se agolpaban en las inmediaciones del
pretorio para besarme las manos. Aquella obediencia no era servil; su
ímpetu salvaje se aplicaba a sostener mi programa de seguridad; nada había
costado demasiado caro, nada había sido descuidado. Hubiera querido que
Arriano escribiera un tratado de táctica, exacto como un cuerpo bien
construido.
Tres meses más tarde, en Atenas, la consagración del Olimpión dio
lugar a fiestas que recordaban las solemnidades romanas, pero lo que en
Roma había acontecido en tierra se situaba allá en pleno cielo. Una clara
tarde de otoño ocupé mi puesto bajo aquel pórtico concebido a la escala
sobrehumana de Zeus; el templo de mármol, erigido en el lugar donde
Deucalión vio cesar el diluvio, parecía perder su peso, flotar como una
espesa nube blanca; mis vestiduras rituales se acordaban con los tonos del
anochecer en el cercano Himeto. Había encargado a Polemón el discurso
inaugural. Ese día Grecia me discernió aquellos títulos divinos donde yo
veía a la vez una fuente de prestigio y el fin más secreto de las tareas de mi
vida: Evergeta, Olímpico, Epifanio, Amo del Todo. Y el título más
hermoso, el más difícil de merecer: Jonio, Filoheleno. Había en Polemón
mucho de actor, pero el juego fisonómico de un gran comediante traduce a
veces una emoción de la cual participa toda una multitud, todo un siglo.
Alzó la mirada, se recogió antes del exordio, pareciendo concentrar en él
todos los dones contenidos en aquel instante. Yo había colaborado con los
tiempos, con la vida griega misma; la autoridad que ejercía no era tanto un
poder como una potencia misteriosa, superior al hombre, pero que sólo
obraba eficazmente por intermedio de una persona humana; la unión de
Roma y Atenas quedaba consumada; el pasado recobraba un semblante de
porvenir; Grecia reiniciaba la marcha como un navío largo tiempo
inmovilizado por la calma chicha y que siente otra vez en sus velas el
impulso del viento. Entonces una melancolía fugitiva me apretó el corazón;
pensé que las palabras de culminación, de perfección, contienen en sí
mismas la palabra fin; quizá no había hecho otra cosa que ofrecer una presa
más al Tiempo devorador.
Entramos luego en el templo, donde los escultores trabajaban todavía; la
inmensa estatua de Zeus, de oro y marfil, iluminaba vagamente la
penumbra; al pie de los andamios, el gran pitón que había mandado traer de
la India para consagrarlo en el santuario griego descansaba ya en su cesta de
filigrana, animal divino, emblema rampante del espíritu de la Tierra,
asociado desde siempre al joven desnudo que simboliza el Genio de
emperador. Antínoo, asumiendo cada vez más ese papel, sirvió
personalmente al monstruo su ración de abejarucos con las alas cortadas.
Luego, alzando los brazos, oró. Yo sabía que aquella plegaria, hecha para
mí, sólo a mí se dirigía, pero no era lo bastante dios para adivinar su sentido
ni para saber si alguna vez sería o no escuchada. Me alivió salir de aquel
silencio, el resplandor azulado, y encontrarme de nuevo en las calles de
Atenas donde ya se encendían las lámparas, envuelto en la familiaridad de
las gentes sencillas y los gritos en el aire polvoriento del anochecer. La
joven fisonomía, que bien pronto habría de embellecer tantas monedas del
mundo griego, se convertía para la multitud en una presencia amistosa, en
un signo.
No amaba menos, sino al contrario. Pero el peso del amor, como el de
un brazo tiernamente posado sobre un pecho, se hacía cada vez más difícil
de soportar. Reaparecían las comparsas: recuerdo a aquel adolescente duro
y fino que me acompañó durante una estadía en Mileto, pero al cual
renuncié. Vuelvo a ver aquella velada en Sardes, cuando el poeta Estratón
nos llevó de un lugar equívoco a otro, rodeados de dudosas conquistas.
Estratón, que había preferido la oscura libertad de las tabernas asiáticas a mi
corte, era un hombre exquisito y burlón, ansioso de probar lo inane de todo
lo que no sea el placer mismo, quizá para excusarse de haberle sacrificado
el resto. Y hubo también aquella noche de Esmirna en que obligué al
bienamado a soportar la presencia de una cortesana. La idea que se hacía el
adolescente del amor continuaba siendo austera, porque era exclusiva; su
repugnancia llegó a la náusea. Más tarde se habituó. Aquellas vanas
tentativas se explican pasablemente por la afición al libertinaje; se mezclaba
en ellas la esperanza de inventar una nueva intimidad en la que el
compañero de placer no dejara de ser el bienamado y el amigo, el deseo de
instruirlo, de someter su juventud a las experiencias por las que había
pasado la mía, y quizá, más inconfesadamente, la intención de rebajarlo
poco a poco al nivel de las delicias triviales que en nada comprometen.
Había mucho de angustia en mi necesidad de herir aquella sombría
ternura que amenazaba complicar mi vida. En el curso de un viaje por la
Tróade, visitamos la llanura del Escamandro bajo un verde cielo de
catástrofe; la inundación, cuyos daños había venido a inspeccionar sobre el
terreno, convertía en islotes los túmulos de las tumbas antiguas. Dediqué
unos instantes a recogerme junto a la tumba de Héctor; Antínoo fue a soñar
a la de Patroclo. No supe reconocer en el cervatillo que me acompañaba el
émulo del camarada de Aquiles y me burlé de aquellas fidelidades
apasionadas que florecen sobre todo en los libros. Insultado, Antínoo
enrojeció violentamente. La franqueza era la única virtud a la que me ceñía
cada vez más; me daba cuenta de que entre nosotros las disciplinas heroicas
con que Grecia rodeaba el afecto de un hombre maduro por un camarada
más joven suelen no pasar de un simulacro hipócrita. Más sensible de lo
que me había imaginado a los prejuicios de Roma, recordaba que éstos
conceden su parte al placer, pero sólo ven en el amor una manía
vergonzosa; otra vez me ganaba el violento deseo de no depender
exclusivamente de nadie. Me exasperaban esos caprichos propios de la
juventud, y como tales inseparables de mi elección; acababa por encontrar
en aquella pasión diferente todo lo que me había irritado en mis amantes
romanas; los perfumes, los aderezos, el frío lujo de los ornatos, recobraban
su lugar en mi vida. Entre tanto, en aquel corazón sombrío penetraban
temores casi injustificados: lo he visto inquietarse porque pronto cumpliría
diecinueve años. Caprichos peligrosos, cóleras que agitaban en su frente
obstinada los rizos de Medusa, alternaban con una melancolía semejante al
estupor, con una dulzura cada vez más quebrada. Llegué a golpearlo: me
acordaré siempre de sus ojos espantados. Pero el ídolo abofeteado seguía
siendo el ídolo, y comenzaban los sacrificios expiatorios.
Todos los Misterios asiáticos acudían a reforzar este voluptuoso
desorden con sus músicas estridentes. Los tiempos de Eleusis habían
llegado a su fin. Las iniciaciones en los cultos secretos o extraños, prácticas
más toleradas que permitidas y que el legislador que había en mí observaba
con desconfianza, se adecuaban a ese momento de la vida en que la danza
se convierte en vértigo, en que el canto culmina en grito. En la isla de
Samotracia había sido iniciado en los misterios de los Cabires, antiguos y
obscenos, sagrados como la carne y la sangre; las serpientes ahítas de leche
del antro de Trofonio se frotaron en mis tobillos; las fiestas tracias de Orfeo
dieron lugar a salvajes ritos de fraternidad. El estadista que había prohibido
bajo las penas más severas todas las formas de mutilación consintió en
asistir a las orgías de la Diosa Siria; allí vi el horrible torbellino de las
danzas sangrientas; fascinado como un cabrito frente a un reptil, mi joven
camarada contemplaba aterrado a aquellos hombres que elegían dar a las
exigencias de la edad y del sexo una respuesta tan definitiva como la de la
muerte, y quizá todavía más atroz. Pero el horror culminó durante una
estadía en Palmira, donde el comerciante árabe Melés Agripa nos albergó
tres semanas en el seno de un lujo bárbaro y espléndido. Un día en que
habíamos estado bebiendo, Melés, alto dignatario del culto de Mitra, que
tomaba poco en serio sus deberes de pastóforo, propuso a Antínoo que
participara del tauróbolo. Sabedor de que yo me había sometido antaño a
una ceremonia del mismo género, el joven se ofreció ardorosamente. No
creí oportuno oponerme a su fantasía, para cuyo cumplimiento sólo se
requería un mínimo de purificaciones y abstinencias. Acepté ser un
asistente, junto con Marco Ulpio Castoras, mi secretario en lengua árabe. A
la hora indicada bajamos a la caverna sagrada; el joven bitinio se tendió
para recibir la sangrienta aspersión. Pero cuando vi surgir de la profundidad
aquel cuerpo estriado de rojo, la cabellera apelmazada por un lodo
pegajoso, el rostro salpicado de manchas que estaba vedado lavar y que
debían borrarse por sí mismas, sentí que el asco me ganaba la garganta, y
con él el horror de aquellos ambiguos cultos subterráneos. Días después
prohibí a las tropas acantonadas en Emesa la entrada al negro santuario de
Mitra.
También yo tuve mis presagios; como Marco Antonio antes de su última
batalla, oí en plena noche alejarse la música del relevo de los dioses
protectores que se marchan… La escuchaba sin prestar atención. Mi
seguridad era como la del jinete a quien un talismán protege de las caídas.
Un congreso de reyezuelos de Oriente tuvo lugar bajo mis auspicios en
Samosata; durante las cacerías en la montaña, Abgar, rey de Osroene, me
enseñó personalmente el arte del halconero; batidas, preparadas como
escenas teatrales, precipitaban manadas enteras de antílopes en redes de
púrpura; Antínoo se curvaba con todas sus fuerzas para frenar el impulso de
una pareja de panteras que tiraban de sus pesados collares de oro. A
cubierto de esos esplendores selláronse los acuerdos; las negociaciones me
fueron invariablemente favorables, seguí siendo el jugador que gana todas
las manos. El invierno transcurrió en aquel palacio de Antioquía donde
antaño había pedido a los hechiceros que me iluminaran el porvenir. Pero el
porvenir ya no podía darme nada, o por lo menos nada que pasara por un
don. Mis vendimias estaban hechas; el mosto de la vida llenaba la cuba.
Verdad es que había dejado de ordenar mi propio destino, pero las
disciplinas cuidadosamente elaboradas de antaño sólo me parecían ahora la
primera etapa de una vocación humana; con ellas pasaba lo que con las
cadenas de que un bailarín se carga a fin de saltar mejor cuando las arroja.
En ciertos puntos mi austeridad se mantenía; seguía prohibiendo que
sirvieran vino antes de la segunda guardia nocturna; me acordaba de haber
visto, sobre esas mismas mesas de madera pulida, la mano temblorosa de
Trajano. Pero hay otras formas de embriaguez. Ninguna sombra se perfilaba
sobre mis días, ni la muerte, ni la derrota —aun esa más sutil que nos
infligimos a nosotros mismos—, ni la vejez que sin embargo acabaría por
llegar. Pero me apresuraba, como si cada una de esas horas fuese a la vez la
más bella y la última.
Mis frecuentes estadías en Asia Menor me habían puesto en contacto
con un pequeño grupo de hombres dedicados seriamente a las artes
mágicas. Cada siglo tiene sus audacias; los espíritus más excelsos del
nuestro, cansados de una filosofía que se va reduciendo a las declamaciones
escolares, terminan por rondar esas fronteras prohibidas al hombre. En Tiro,
Filón de Biblos me había revelado ciertos secretos de la antigua magia
fenicia; me acompañó ahora a Antioquía. Numenio interpretaba
tímidamente los mitos de Platón sobre la naturaleza del alma, pero sus ideas
hubieran llevado lejos a un espíritu más osado que el suyo. Sus discípulos
evocaban los demonios: aquello fue un juego como tantos otros. Extrañas
figuras que parecían hechas con la médula misma de mis ensueños se me
aparecieron en el humo del styrax, oscilaron, se fundieron, dejándome tan
sólo la sensación de una semejanza con un rostro conocido y viviente.
Quizá todo aquello no pasaba de un simple truco de saltimbanqui; si lo era,
el saltimbanqui conocía su oficio. Me puse a estudiar otra vez anatomía,
como en mi juventud, pero ya no lo hacía para considerar la estructura del
cuerpo. Habíase despertado en mí la curiosidad por esas regiones
intermedias donde el alma y la carne se confunden, donde el sueño
responde a la realidad y a veces se le adelanta, donde vida y muerte
intercambian sus atributos y sus máscaras. Hermógenes, mi médico,
desaprobaba esos experimentos, pero acabó haciéndome conocer a ciertos
colegas que se ocupaban de esas cosas. A su lado traté de localizar el
asiento del alma, de hallar los lazos que la atan al cuerpo, midiendo el
tiempo que tarda en desprenderse de ellos. Algunos animales fueron
sacrificados en esas investigaciones. El cirujano Sátiro me llevó a su clínica
para que asistiera a la agonía de los moribundos. Soñábamos en voz alta:
¿Será el alma la culminación suprema del cuerpo, frágil manifestación del
dolor y el placer de existir? ¿O bien, por el contrario, es más antigua que
ese cuerpo modelado a su imagen y que le sirve bien o mal de instrumento
momentáneo? ¿Es válido imaginarla en el interior de la carne, establecer
entre ambas esa estrecha unión, esa combustión que llamamos vida? Si las
almas poseen identidad propia, ¿pueden intercambiarse, ir de un ser a otro
como el bocado de fruta, el trago de vino que dos amantes se pasan en un
beso? Sobre estas cosas, todo estudioso cambia veinte veces por año de
opinión; en mí el escepticismo luchaba con el deseo de saber, y el
entusiasmo con la ironía. Pero estaba convencido de que nuestra
inteligencia sólo deja filtrar hasta nosotros un magro residuo de los hechos;
de más en más me interesaba el mundo oscuro de la sensación, negra noche
donde fulguran y ruedan soles enceguecedores. En aquel entonces, Flegón,
que coleccionaba historias de fantasmas, nos contó una noche la de la novia
de Corinto, asegurándonos que era auténtica. Aquella aventura, en la que el
amor devuelve un alma a la tierra y le da temporariamente un cuerpo, nos
emocionó a todos, aunque de manera más o menos profunda. Muchos
intentaron una experiencia análoga: Sátiro se esforzó por evocar a su
maestro Aspasio, que había hecho con él uno de esos pactos jamás
cumplidos por los cuales los que mueren prometen dar noticias a los
vivientes. Antínoo me hizo una promesa del mismo género, que tomé a la
ligera pues nada me llevaba a suponer que aquel niño no me sobreviviría.
Filón se esforzó por hacer aparecer a su esposa muerta. Permití que se
pronunciaran los nombres de mi padre y mi madre, pero una especie de
pudor me impidió evocar a Plotina. Ninguna de esas tentativas tuvo éxito;
pero habíamos abierto puertas extrañas.
Pocos días antes de partir de Antioquía, fui como antaño a sacrificar a la
cima del monte Casio. La ascensión se cumplió de noche; como en el Etna,
sólo llevé conmigo a un reducido número de amigos capaces de subir a pie
firme. Mi objeto no era tan sólo cumplir un rito propiciatorio en aquel
santuario más sagrado que otros; quería ver otra vez desde lo alto el
fenómeno de la aurora, prodigio cotidiano que jamás he podido contemplar
sin un secreto grito de alegría. Ya en la cumbre, el sol hace brillar los
ornamentos de cobre del templo, y los rostros iluminados sonríen, cuando
las llanuras asiáticas y el mar están todavía sumidos en la sombra; durante
unos instantes, el hombre que ruega en el pináculo es el único beneficiario
de la mañana. Preparóse lo necesario para el sacrificio, comenzamos a
ascender a caballo, y luego a pie, las peligrosas sendas bordeadas de retama
y lentiscos, que reconocíamos en plena noche por su perfume. El aire estaba
pesado, la primavera ardía como en otras partes el verano. Por primera vez
en la ascensión de una montaña me faltó el aliento; tuve que apoyarme un
momento en el hombro del preferido. Una tormenta, prevista desde hacía
rato por Hermógenes, entendido en meteorología, estalló a un centenar de
pasos de la cumbre. Los sacerdotes salieron a recibirnos a la luz de los
relámpagos; empapado hasta los huesos, el pequeño grupo se reunió junto
al altar preparado para el sacrificio. En el momento de cumplirse, un rayo,
estallando sobre nosotros, mató al mismo tiempo al victimario y a la
víctima. Pasado el primer instante de horror, Hermógenes se inclinó con la
curiosidad del médico sobre los fulminados; Chabrias y el sumo sacerdote
lanzaban gritos de admiración: el hombre y el cervatillo sacrificados por
aquella espada divina se unían a la eternidad de mi Genio: aquellas vidas
sustituidas prolongaban la mía. Aferrado a mi brazo, Antínoo temblaba, no
de terror como lo creía en ese momento, sino bajo la influencia de un
pensamiento que comprendí más tarde. Espantado ante la idea de la
decadencia, es decir de la vejez, había debido prometerse mucho tiempo
atrás que moriría a la primera señal de declinación, y quizá antes. Hoy creo
que esa promesa, que tantos nos hemos hecho sin cumplirla, remontaba en
su caso a los primeros tiempos, a la época de Nicomedia y de nuestro
encuentro al borde de la fuente. Ello explicaba su indolencia, su ardor en el
placer, su tristeza, su total indiferencia a todo futuro. Pero hacía falta
además que aquella partida no tuviera el aire de una rebelión y se cumpliera
sin la menor queja. El rayo del monte Casio le mostraba una salida: la
muerte podía convertirse en un supremo servir, un último don, el único que
le quedaba. La iluminación de la aurora fue poca cosa al lado de la sonrisa
que se alzó en aquel rostro conmovido. Días más tarde volví a ver esa
sonrisa, pero más oculta, ambiguamente velada. Durante la cena, Polemón,
que pretendía saber de quiromancia, quiso examinar la mano del joven, esa
palma donde a mí mismo me asustaba una asombrosa caída de estrellas. El
niño la retiró, cerrándola, con un gesto dulce y casi púdico. Quería guardar
el secreto de su juego y el de su fin.

Hicimos alto en Jerusalén. Allí, sobre el terreno, estudié el proyecto de una


nueva ciudad que tenía intención de construir en el emplazamiento de la
ciudad judía arrasada por Tito. La buena administración de Judea y los
progresos del comercio oriental requerían el desarrollo de una gran
metrópolis en esa encrucijada de caminos. Imaginé la capital romana
habitual: Elia Capitolina tendría sus templos, sus mercados, sus baños
públicos, su santuario de Venus romana. Mis recientes preferencias por los
cultos apasionados y sensibles me indujo a elegir en el monte Moriah el
emplazamiento de una gruta donde se celebrarían las Adonías. Estos
proyectos indignaron a la población judía; aquellos desheredados preferían
sus ruinas a una gran ciudad donde tendrían todas las ventajas del dinero, el
saber y los placeres. Los obreros que daban los primeros golpes de zapa a
los muros agrietados fueron molestados por la multitud. Seguí adelante:
Fido Aquila, que más tarde había de aplicar su genio de organizador a la
construcción de Antínoe, se puso al frente de las obras de Jerusalén. Me
negué a advertir, en aquel montón de escombros, el rápido crecimiento del
odio. Un mes más tarde llegamos a Pelusio, donde me ocupé de restaurar la
tumba de Pompeyo. Cuanto más me sumía en los negocios del Oriente, más
admiraba el genio político de aquel eterno vencido del gran Julio. A veces
me parecía que al esforzarse por poner orden en aquel incierto mundo
asiático, Pompeyo había sido más útil a Roma que el mismo César. Los
trabajos de refección fueron una de mis últimas ofrendas a los muertos de la
historia; bien pronto tendría que ocuparme de otras tumbas.
Nuestra llegada a Alejandría se cumplió discretamente. La entrada
triunfal quedaba postergada hasta el arribo de la emperatriz. Habían
persuadido a mi mujer, poco amiga de viajar, que pasara el invierno en el
clima más suave de Egipto; Lucio, apenas repuesto de una tos pertinaz,
debía probar el mismo remedio. Congregábase una flotilla de barcas para un
viaje por el Nilo, cuyo programa incluía una serie de inspecciones oficiales,
fiestas, banquetes, que prometían ser tan fatigosos como los de una
temporada en el Palatino. Yo mismo había organizado todo aquello; el lujo,
el prestigio de una corte, tenían su valor en aquel viejo país habituado a los
fastos reales.
Pero mi mayor deseo era el de dedicar a la caza las semanas precedentes
a la llegada de mis huéspedes. En Palmira, Melés Agripa nos había
preparado excursiones en el desierto, pero nunca nos internamos lo
suficiente como para encontrar leones. Dos años antes, África me había
ofrecido algunas hermosas cacerías de fieras. Sabiéndolo demasiado joven e
inexperto, no había permitido a Antínoo que figurara en primera línea. Por
él yo era capaz de cobardías que jamás me hubiera consentido cuando se
trataba de mí mismo. Ahora, cediendo como siempre, le prometí el papel
principal en la caza del león. No podía seguir tratándolo como a un niño, y
estaba orgulloso de su fuerza juvenil.
Partimos rumbo al oasis de Amón, a algunos días de marcha de
Alejandría; aquel lugar era el mismo donde Alejandro había sabido, por
boca de los sacerdotes, el secreto de su nacimiento divino. Los indígenas
habían señalado en esos parajes la presencia de una fiera
extraordinariamente peligrosa, que atacaba con frecuencia al hombre. Por la
noche, en torno a las hogueras del campamento, comparábamos
alegremente nuestras futuras hazañas con las de Hércules. Pero lo único que
nos proporcionaron los primeros días fueron algunas gacelas. Por fin,
Antínoo y yo decidimos apostarnos cerca de una charca arenosa cubierta de
juncos. Decíase que el león acudía allí a beber a la caída de la noche. Los
negros estaban encargados de encaminarlo hacia nosotros con gran
algarabía de tambores, címbalos y gritos; el resto de nuestra escolta
permanecía a cierta distancia. El aire estaba pesado y tranquilo; no valía la
pena preocuparse por la dirección del viento. Apenas había transcurrido la
hora décima, pues Antínoo me hizo ver en el estanque los nenúfares rojos
que seguían abiertos. Súbitamente la bestia real apareció entre un frotar de
juncos y volvió hacia nosotros su cara tan hermosa como terrible, una de las
fisonomías más divinas que puede asumir el peligro. Situado algo atrás, no
tuve tiempo de retener a Antínoo que, dando imprudentemente rienda suelta
a su caballo, lanzó su pica y sus dos jabalinas con suma destreza, pero
demasiado cerca de la fiera. Herido en el cuello, el león se desplomó
batiendo el suelo con la cola; la arena removida nos permitía apenas
entrever una masa rugiente y confusa. De pronto el león se enderezó,
concentrando sus fuerzas para saltar sobre el caballo y el caballero
desarmados. Yo había previsto el riesgo, y por fortuna el caballo de Antínoo
no se movió; nuestras cabalgaduras habían sido admirablemente adiestradas
para esos juegos. Interpuse mi caballo, exponiendo el flanco derecho.
Estaba habituado a tales ejercicios, y no me resultó difícil rematar a la
bestia herida ya de muerte. Desplomóse por segunda vez; el hocico se
hundió en el limo, mientras un hilo de sangre negra se mezclaba con el
agua. El enorme gato color de desierto, miel y sol, expiró con una majestad
más que humana. Antínoo desmontó de su caballo cubierto de espuma, que
todavía temblaba; nuestros camaradas se nos reunieron; los negros
arrastraron hasta el campamento la enorme víctima muerta.
Improvisóse una especie de festín; tendido boca abajo frente a una
bandeja de cobre, Antínoo distribuyó con sus propias manos las porciones
de cordero cocido en la ceniza. Bebimos vino de palmera en su honor. Su
exaltación subía como un canto. Acaso exageraba el alcance del auxilio que
yo le había prestado, olvidando que hubiera hecho lo mismo por cualquier
otro cazador en peligro; pero sin embargo nos sentíamos devueltos a ese
mundo heroico donde los amantes mueren el uno por el otro. La gratitud y
el orgullo alternaban en su alegría como las estrofas de una oda. Los negros
trabajaron a maravilla; por la noche, la piel del león se balanceaba bajo las
estrellas, suspendida de dos estacas en la entrada de mi tienda. A pesar de
los perfumes derramados profusamente, su olor a fiera nos obsesionó toda
la noche. Por la mañana, luego de comer fruta, abandonamos el
campamento; en el momento de partir vimos en un foso los restos de la
bestia real de la víspera: una osamenta roja envuelta en una nube de
moscas.
Volvimos a Alejandría unos días después. El poeta Pancratés me honró
con una fiesta en el Museo, en cuya sala de música había reunido una
colección de instrumentos preciosos. Las viejas liras dóricas, más pesadas y
menos complicadas que las nuestras, alternaban con las cítaras curvas de
Persia y Egipto, los caramillos frigios, agudos como voces de eunucos, y
delicadas flautas indias cuyo nombre ignoro. Un etíope golpeó largamente
sobre calabazas africanas. Una mujer cuya belleza algo fría me hubiera
seducido, de no haber decidido simplificar mi vida reduciéndola a lo que
para mí era esencial, tañó un arpa triangular de triste sonido. Mesomedés de
Creta, mi músico favorito, acompañó en el órgano hidráulico la recitación
de su poema La Esfinge, obra inquietante, sinuosa, huyente como la arena al
viento. La sala de conciertos se abría a un patio interior; los nenúfares
flotaban en el agua de su estanque, bajo el resplandor casi furioso de un
atardecer a fines de agosto. Durante un intervalo, Pancratés nos hizo
admirar de cerca aquellas flores de una variedad muy rara, rojas como
sangre y que sólo florecen a fines del estío. Inmediatamente reconocimos
nuestros nenúfares escarlatas del oasis de Amón. Pancratés se inflamó con
la idea de la fiera herida expirando entre las flores. Me propuso versificar el
episodio de caza; la sangre del león pasaría por haber teñido a los lirios
acuáticos. La fórmula no era nueva, pero le encargué el poema. Pancratés,
perfecto poeta cortesano, compuso de inmediato algunos agradables versos
en honor de Antínoo: la rosa, el jacinto, la celidonia, eran sacrificadas a
aquellas corolas de púrpura que llevarían desde entonces el nombre del
preferido. Se ordenó a un esclavo que entrara en el estanque para recoger un
ramo. Habituado a los homenajes, Antínoo aceptó gravemente las flores
cerosas de tallos serpentinos y blandos, que se cerraron como párpados
cuando cayó la noche.

Por aquellos días arribó la emperatriz. El largo viaje la había afectado


mucho; la encontré frágil, sin que hubiera perdido su dureza. Sus
frecuentaciones políticas ya no me causaban inquietud, como en la época en
que había alentado tontamente a Suetonio; ahora sólo se rodeaba de literatas
inofensivas. La confidenta del momento, una tal Julia Balbila, escribía
versos griegos bastante agradables. La emperatriz y su séquito se
establecieron en el Liceo, del cual salían poco. Lucio, en cambio, se
mostraba como siempre ávido de todos los placeres, comprendidos los de la
inteligencia y los ojos. A los veintiséis años no había perdido casi nada de
aquella sorprendente belleza que le valía ser aclamado en las calles por la
juventud romana. Seguía siendo absurdo, irónico y alegre. Sus caprichos de
antaño se habían convertido en manías. Jamás viajaba sin llevar a su
cocinero; los jardineros le componían, aun a bordo, asombrosos arriates de
flores raras; llevaba consigo su lecho, cuyo modelo había diseñado
personalmente, y cuatro colchones rellenos con cuatro especies de
sustancias aromáticas, sobre los cuales se acostaba rodeado de sus jóvenes
amantes como de otras tantas almohadas. Sus pajes, empolvados y llenos de
afeites, vestidos como los Céfiros y el Amor, hacían lo posible por
adaptarse a sus caprichos muchas veces crueles; tuve que intervenir
personalmente para impedir que el pequeño Bóreas, cuya delgadez
admiraba Lucio, se dejara morir de hambre. Todo eso era más irritante que
agradable. Visitamos juntos lo que hay para ver en Alejandría: el Faro, el
mausoleo de Alejandro, el de Marco Antonio donde Cleopatra triunfa
eternamente sobre Octavio, y no olvidamos los templos, los talleres, las
fábricas y aun el barrio de los embalsamadores. El sacerdote del templo de
Serapis me ofreció un servicio de cristalería opalina, que envié a Serviano,
con el cual quería mantener relaciones cordiales por respeto hacia mi
hermana Paulina. De aquellas giras asaz fastidiosas nacieron grandes
proyectos edilicios.
En Alejandría las religiones son tan variadas como los negocios, pero la
calidad del producto me parece más dudosa. Los cristianos, sobre todo, se
distinguen por una abundancia inútil de sectas. Dos charlatanes, Valentino y
Basílides, intrigaban el uno contra el otro, vigilados de cerca por la policía
romana. La hez del pueblo egipcio aprovechaba cada observancia ritual
para precipitarse garrote en mano sobre los extranjeros; la muerte del buey
Apis provoca más motines en Alejandría que una sucesión imperial en
Roma. Las gentes a la moda cambian allí de dios como en otras partes se
cambia de médico, y no con mejor suerte. Pero su único ídolo es el oro: en
ninguna parte he visto pedigüeños más desvergonzados. En todas partes
surgían inscripciones pomposas para conmemorar mis beneficios, pero mi
negativa a suprimir un impuesto que la población estaba en condiciones de
pagar, no tardó en enajenarme la buena voluntad de aquella turba. Los dos
jóvenes que me acompañaban fueron repetidamente insultados: a Lucio le
reprochaban su lujo, por lo demás excesivo; a Antínoo, su origen oscuro,
sobre el cual corrían absurdas historias; a ambos, el ascendiente que les
atribuían sobre mí. Este último cargo era ridículo: Lucio, que juzgaba las
cuestiones públicas con una sorprendente perspicacia, no tenía la menor
influencia política, y Antínoo no se preocupaba por tenerla. El joven
patricio, conocedor del mundo, se limitaba a reírse de los insultos; pero
Antínoo sufrió.
Los judíos, aguijoneados por sus correligionarios de Judea, agriaban lo
mejor posible aquella masa ya ácida. La sinagoga de Jerusalén delegó a su
miembro más venerado, el nonagenario Akiba, para que me instara a
renunciar a los proyectos en vía de realización en Jerusalén. Con ayuda de
intérpretes, pues el anciano no sabía griego, sostuve varias conversaciones
que le sirvieron de pretexto para monologar. En menos de una hora fui
capaz de aprehender, ya que no de compartir, su pensamiento; él no hizo
ningún esfuerzo por lo que se refiere al mío. Fanático, no tenía la menor
idea de que pueda razonarse sobre premisas diferentes de las suyas. Ofrecía
yo a aquel pueblo despreciado un lugar entre los que constituían la
comunidad romana. Jerusalén, por boca de Akiba, me significaba su
voluntad de seguir siendo hasta el fin la fortaleza de una raza y de un dios
aislados del género humano. Aquellas ideas insensatas se expresaban con
fatigante sutileza; tuve que soportar una larga hilera de razones, sabiamente
deducidas unas de otras, que probaban la superioridad de Israel. Al cabo de
ocho días, el obstinado negociador terminó por percatarse de que había
tomado el camino equivocado, y anunció su partida. Odio la derrota, aun la
ajena; me emociona sobre todo cuando el vencido es un anciano. La
ignorancia de Akiba, su negativa a aceptar nada que no fueran sus libros
santos y su pueblo, le confería una especie de íntima inocencia. Pero no era
fácil enternecerse con el sectario. La longevidad parecía haberlo despojado
de toda flexibilidad humana; su cuerpo descarnado y su espíritu reseco
tenían un duro vigor de langosta. Parece ser que más tarde murió como un
héroe defendiendo la causa de su pueblo, o más bien de su ley; cada cual se
consagra a sus propios dioses.
Las distracciones de Alejandría empezaban a agostarse. Flegón, que
conocía todas las curiosidades locales, la alcahueta o el hermafrodita
célebre, nos propuso visitar a una maga. Aquella proxeneta de lo invisible
habitaba en Canope. Acudimos de noche, en barca, siguiendo el canal de
aguas espesas. El trayecto fue aburrido. Como siempre, una sorda hostilidad
reinaba entre los dos jóvenes; la intimidad a la cual yo los forzaba no hacía
más que aumentar su mutua aversión. Lucio ocultaba la suya bajo una
condescendencia burlona; mi joven griego se encerraba en uno de sus
accesos de humor sombrío. Por mi parte me sentía cansado; días antes, al
volver de un paseo a pleno sol, había sufrido un breve síncope del que sólo
fueron testigos Antínoo y Euforión, mi servidor negro. Ambos se habían
alarmado excesivamente, pero los obligué a que guardaran el secreto.
Canope no es más que una decoración; la casa de la maga hallábase
situada en la parte más sórdida de aquella ciudad de placer. Desembarcamos
en una terraza semiderrumbada. La hechicera nos esperaba dentro, munida
de los sospechosos instrumentos de su oficio. Parecía competente y no
había en ella nada de la nigromántica de teatro; ni siquiera era vieja.
Sus predicciones fueron siniestras. Hacía ya algún tiempo que los
oráculos me anunciaban dificultades de toda suerte, trastornos políticos,
intrigas palaciegas y enfermedades graves. Hoy me siento convencido de
que en aquellas bocas de la sombra actuaban influencias muy humanas, a
veces para prevenirme, casi siempre para infundirme miedo. La verdadera
situación en una parte del Oriente se expresaba así más claramente que en
los informes de mis procónsules. Yo recibía serenamente esas supuestas
revelaciones, pues mi respeto por el mundo invisible no llegaba al punto de
confiar en aquellos divinos parloteos. Diez años atrás, poco después de mi
llegada al poder, había hecho cerrar el oráculo de Dafné, cerca de
Antioquía, que me había vaticinado el poder, por miedo a que siguiera
haciendo lo mismo con el primer pretendiente que lo consultara. Pero
siempre es enojoso oír hablar de cosas tristes.
Después de habernos inquietado lo mejor posible, la adivinadora nos
ofreció sus servicios; un sacrificio mágico, que constituye la especialidad de
los hechiceros egipcios, bastaría para lograr un arreglo amistoso con el
destino. Mis incursiones en la magia fenicia me habían llevado a
comprender que el horror de esas prácticas prohibidas no radica tanto en lo
que nos muestran como en lo que nos ocultan. Si mi odio a los sacrificios
humanos no hubiera sido conocido, probablemente me habrían aconsejado
inmolar a un esclavo. Pero se contentaron con hablar de un animal familiar.
Se requería que, en la medida de lo posible, la víctima me hubiera
pertenecido; los perros quedaban descartados, pues la superstición egipcia
los considera inmundos. Lo más conveniente era un pájaro, pero no viajo
llevando una pajarera. Mi joven amo me ofreció su halcón. Las condiciones
quedarían cumplidas: yo le había regalado el bello animal luego de recibirlo
personalmente del rey de Osroene. El adolescente lo alimentaba con su
propia mano, y era una de las raras posesiones con las cuales se había
encariñado. Comencé por negarme, pero insistió gravemente; comprendí
que atribuía una significación extraordinaria a su ofrenda, y acepté por
bondad. Luego de recibir detalladas instrucciones, mi correo Menécrates
partió en busca del ave, que se hallaba en nuestros aposentos del Serapeum.
Aun al galope, el viaje exigiría más de dos horas. No era cuestión de
pasarlas en la sucia covacha de la maga, y Lucio se quejaba de la humedad
de la barca. Flegón encontró un medio, y nos instalamos como pudimos en
casa de una proxeneta, después que ésta hubo alejado al personal de la casa.
Lucio decidió dormir y yo aproveché del intervalo para dictar algunos
mensajes; Antínoo se acostó a mis pies. El cálamo de Flegón chirriaba bajo
la lámpara. Entrábamos en la última vigilia de la noche cuando Menécrates
volvió con el ave, el guantelete, el capuchón y la cadena.
Retornamos a casa de la maga. Antínoo retiró el capuchón, y después de
acariciar largamente la cabecita soñolienta y salvaje del halcón, lo entregó a
la encantadora, que inició una serie de pases mágicos. Fascinada, el ave se
durmió de nuevo. Era necesario que la víctima no se debatiera y que su
muerte diese la impresión de ser natural. Ritualmente ungido de miel y
esencia de rosa, el halcón fue metido en una cuba llena de agua del Nilo; el
animal ahogado se asimilaba a Osiris llevado por la corriente del río; los
años terrestres del ave se sumaban a los míos; la menuda alma solar se unía
al Genio del hombre por quien se la sacrificaba; aquel Genio invisible
podría aparecérseme y servirme desde entonces bajo esa forma. Las
prolongadas manipulaciones que siguieron no eran más interesantes que una
preparación culinaria.
Lucio bostezaba. Las ceremonias imitaron hasta el fin los funerales
humanos, y las fumigaciones y las salmodias continuaron hasta el alba. El
ave fue metida en un sarcófago lleno de sustancias aromáticas, que la maga
enterró ante nosotros al borde del canal, en un cementerio abandonado.
Acurrucóse luego bajo un árbol para contar, una a una, las monedas de oro
que Flegón acababa de darle.
Volvimos en barca. Soplaba un viento extrañamente frío. Sentado junto
a mí, Lucio levantaba con la punta de sus finos dedos las mantas de algodón
bordado; por pura cortesía seguíamos cambiando frases sobre las noticias y
los escándalos de Roma. Antínoo, tendido en el fondo de la barca, había
apoyado la cabeza en mis rodillas; fingía dormir para aislarse de esa
conversación que no lo incluía. Mi mano resbalaba por su nuca, bajo sus
cabellos. Así, en los momentos más vanos o más apagados, tenía la
sensación de mantenerme en contacto con los grandes objetos naturales, la
espesura de los bosques, el lomo musculoso de las panteras, la pulsación
regular de las fuentes. Pero ninguna caricia llega hasta el alma. Brillaba el
sol cuando arribamos al Serapeum; los vendedores de sandías anunciaban
su mercancía por las calles. Dormí hasta la hora de la sesión del Senado
local, a la cual asistí. Más tarde supe que Antínoo había aprovechado de esa
ausencia para persuadir a Chabrias de que lo acompañara a Canope. Una
vez allí volvió a casa de la maga.

El primer día del mes de Atir, el segundo año de la CCXXVI Olimpíada…


era el aniversario de la muerte de Osiris, dios de las agonías; a lo largo del
río, agudas lamentaciones resonaban desde hacía tres días en todas las
aldeas. Mis huéspedes romanos, menos habituados que yo a los misterios de
Oriente, mostraban cierta curiosidad por esas ceremonias de una raza
diferente. A mí me fatigaban. Había hecho amarrar mi barca a cierta
distancia de las otras, lejos de todo lugar habitado. Pero un templo
faraónico semi abandonado alzábase cerca de la ribera, y como conservaba
aún su colegio de sacerdotes, no pude escapar del todo al resonar de las
lamentaciones.
La noche anterior Lucio me había invitado a cenar en su barca. Me hice
trasladar a ella a la caída del sol. Antínoo se negó a seguirme. Lo dejé en mi
cabina de popa, tendido sobre su piel de león, ocupado en jugar a los dados
con Chabrias. Media hora más tarde, ya cerrada la noche, cambió de parecer
y mandó llamar una canoa. Ayudado por un solo remero, recorrió contra la
corriente la distancia bastante considerable que nos separaba de las otras
barcas. Su entrada en la tienda donde tenía lugar la cena interrumpió los
aplausos provocados por las contorsiones de una bailarina. Llevaba una
larga vestidura siria, tenue como la gasa, sembrada de flores y de quimeras.
Para remar con más soltura había dejado caer la manga derecha; el sudor
temblaba en aquel pecho liso. Lucio le lanzó una guirnalda que él atrapó al
vuelo; su alegría casi estridente no cesó un solo instante, sostenida apenas
por una copa de vino griego. Regresamos juntos con mi canoa de seis
remeros, acompañados desde lo alto por la despedida mordaz de Lucio. La
salvaje alegría continuó. Pero de mañana toqué por casualidad un rostro
empapado en lágrimas. Le pregunté con impaciencia por qué lloraba;
contestó humildemente, excusándose por la fatiga. Acepté aquella mentira y
volví a dormirme. Su verdadera agonía se cumplió en ese lecho, junto a mí.
El correo de Roma acababa de llegar; la jornada transcurrió en lecturas
y respuestas. Como siempre, Antínoo iba y venía silenciosamente por la
habitación; nunca sabré en qué momento aquel hermoso lebrel se alejó de
mi vida. Hacia la duodécima hora se presentó Chabrias muy agitado.
Contrariando todas las reglas, el joven había abandonado la barca sin
especificar el objeto y la duración de su ausencia; ya habían pasado más de
dos horas de su partida. Chabrias se acordaba de extrañas frases
pronunciadas la víspera, y de una recomendación formulada esa misma
mañana y que se refería a mí. Me confesó sus temores. Bajamos
presurosamente a la ribera. El viejo pedagogo se encaminó instintivamente
hacia una capilla situada junto al río, pequeño edificio aislado pero
dependiente del templo, que Antínoo y él habían visitado juntos. En una
mesa para las ofrendas, las cenizas de un sacrificio estaban todavía tibias.
Chabrias hundió en ellas los dedos y extrajo unos rizos cortados.
No nos quedaba más que explorar el ribazo. Una serie de cisternas que
habían debido de servir antaño para las ceremonias sagradas, comunicaban
con un ensanchamiento del río. Al borde de la última, a la luz del
crepúsculo que caía rápidamente, Chabrias percibió una vestidura plegada,
unas sandalias. Bajé los resbaladizos peldaños: estaba tendido en el fondo,
envuelto ya por el lodo del río. Con ayuda de Chabrias, conseguí levantar su
cuerpo, que de pronto pesaba como de piedra. Chabrias llamó a los remeros,
que improvisaron unas angarillas de tela. Reclamado con todo apuro,
Hermógenes no pudo sino comprobar la muerte. Aquel cuerpo tan dócil se
negaba a dejarse calentar, a revivir. Lo transportamos a bordo. Todo se
venía abajo; todo pareció apagarse. Derrumbarse el Zeus Olímpico, el Amo
del Todo, el Salvador del Mundo, y sólo quedó un hombre de cabellos
grises sollozando en el puente de una barca.
Dos días después Hermógenes consiguió hacerme pensar en los
funerales. Los ritos de sacrificio que Antínoo había elegido para rodear su
muerte nos mostraban el camino a seguir; no por nada la hora y el día de
aquel final coincidían con el momento en que Osiris baja a la tumba. Me
trasladé a Hermópolis, en la otra orilla, donde vivían los embalsamadores.
Había visto a los que trabajaban en Alejandría, y no ignoraba a qué ultrajes
entregaría su cuerpo. Pero también es horrible el fuego, que asa y carboniza
una carne que fue amada, y la tierra donde se pudren los muertos. La
travesía fue breve; acurrucado en un rincón de la cabina de popa, Euforión
plañía en voz baja no sé qué canto fúnebre africano; su ulular ahogado y
ronco se me antojaba casi mi propio grito. Llevamos al muerto a una sala
que acababan de lavar a baldes de agua, y que me recordó la clínica de
Sátiro. Ayudé al amoldador, untando con aceite el rostro antes de que
aplicara la cera. Todas las metáforas recobraban su sentido; sí, tuve ese
corazón entre mis manos. Cuando me alejé, el cuerpo vacío no era más que
una preparación de embalsamador, primer estado de una atroz obra maestra,
sustancia preciosa tratada con sal y pasta de mirra, que el aire y el sol no
volverían a tocar jamás.
De regreso visité el templo cerca del cual se había consumado el
sacrificio, y hablé con los sacerdotes. Su santuario, renovado, se convertiría
otra vez en centro de peregrinación para todo el Egipto; su colegio,
enriquecido y aumentado, se consagraría en adelante al servicio de mi dios.
Aun en los momentos más torpes, jamás había dudado de que aquella
juventud fuese divina. Grecia y Asia lo venerarían a nuestra usanza, con
juegos, danzas, ofrendas rituales al pie de una estatua blanca y desnuda.
Egipto, que había asistido a la agonía, participaría también de la apoteosis.
Su parte sería la más negra, la más secreta, la más dura: aquel país
desempeñaría para él la función eterna de embalsamador. Durante siglos,
los sacerdotes de cráneos rapados recitarían letanías donde figuraría su
nombre, sin valor para ellos pero que todo lo contenía para mí. Año tras
año, la barca sagrada pasearía aquella efigie por el río; el primer día del mes
de Atir las plañideras marcharían por aquel ribazo donde yo había
marchado. Toda hora tiene su deber inmediato, un mandamiento que
domina a todo el resto; el mío, en ese momento, era el de defender contra la
muerte lo poco que me quedaba. Flegón había reunido a orillas del río a los
arquitectos e ingenieros de mi séquito; sostenido por una especie de
embriaguez lúcida, los arrastré a lo largo de las colinas pedregosas,
explicando mi plan; el desarrollo de los cuarenta y cinco estadios de la
muralla del recinto; marqué en la arena el lugar del arco del triunfo y el de
la tumba. Antínoo iba a nacer, era ya una victoria contra la muerte imponer
a aquella tierra siniestra una ciudad enteramente griega, un bastión que
mantendría a distancia a los nómadas de Eritrea, un nuevo mercado en la
ruta de la India.
Alejandro había celebrado los funerales de Efestión con devastaciones y
hecatombes. Más hermoso me parecía ofrecer al preferido una ciudad donde
su culto se mezclaría para siempre con el ir y venir de la plaza pública,
donde su nombre sería pronunciado en las conversaciones nocturnas, donde
los jóvenes se lanzarían coronas a la hora de los banquetes. Pero mis ideas
no estaban decididas en un punto. Me parecía imposible abandonar aquel
cuerpo en suelo extranjero. Como un hombre que, inseguro sobre la etapa
siguiente, reserva alojamiento en diversas posadas, ordené en Roma un
monumento a orillas del Tíber, junto a mi tumba; pensé también en los
oratorios egipcios que por capricho había hecho erigir en la Villa, y que de
pronto se mostraban trágicamente útiles. Se fijó la fecha de los funerales,
que se celebrarían al cabo de los meses exigidos por los embalsamadores.
Encargué a Mesomedés que compusiera los coros fúnebres. Volví a bordo
avanzada la noche; Hermógenes me preparó una poción para dormir.

Seguimos remontando el río, pero yo navegaba por la Estigia. En los


campos de prisioneros, a orillas del Danubio, había visto antaño cómo
algunos miserables, tendidos contra un muro, daban contra él la frente con
un movimiento salvaje, insensato y dulce, repitiendo sin cesar el mismo
nombre. En los sótanos del Coliseo me habían hecho ver leones que
enflaquecían por la ausencia del perro con el cual los habían acostumbrado
a vivir. Yo reunía mis pensamientos: Antínoo había muerto. De niño había
clamado sobre el cadáver de Marulino, picoteado por las cornejas, pero mi
clamor había sido semejante al de un animal privado de razón. Mi padre
había muerto, pero el huérfano de doce años sólo había reparado en el
desorden de la casa, el llanto de su madre y su propio terror; nada había
sabido de las angustias por las que había pasado el moribundo. Mi madre
había muerto mucho después, en tiempos de mi misión en Panonia; ya no
me acordaba de la fecha exacta. Trajano era tan sólo un enfermo a quien se
trata de convencer para que haga testamento. No había visto morir a
Plotina. Atiano había muerto: era un anciano. Durante las guerras dacias
había perdido camaradas a quienes creía amar ardientemente; pero éramos
jóvenes, la vida y la muerte igualmente embriagadoras y fáciles. Antínoo
había muerto. Me acordaba de los lugares comunes tantas veces
escuchados: se muere a cualquier edad, los que mueren jóvenes son los
amados de los dioses. Yo mismo había participado de ese infame abuso de
las palabras, hablando de morirme de sueño, de morirme de hastío. Había
empleado la palabra agonía, la palabra duelo, la palabra pérdida. Antínoo
había muerto.
Amor, el más sabio de los dioses… Pero el amor no era responsable de
esa negligencia, de esas durezas, de esa indiferencia mezclada a la pasión
como la arena al oro que arrastra un río, de esa torpe inconsciencia del
hombre demasiado dichoso y que envejece. ¿Cómo había podido sentirme
tan ciegamente satisfecho? Antínoo había muerto. Lejos de haber amado
con exceso, como Serviano lo estaría afirmando en ese momento en Roma,
no había amado lo bastante para obligar al niño a que viviera. Chabrias, que
como iniciado órfico consideraba que el suicidio era un crimen, insistía en
el lado sacrificatorio de ese fin; yo mismo sentía una especie de horrible
alegría cuando pensaba que aquella muerte era un don. Pero sólo yo podía
medir cuánta acritud fermenta en lo hondo de la dulzura, qué desesperanza
se oculta en la abnegación, cuánto odio se mezcla con el amor. Un ser
insultado me arrojaba a la cara aquella prueba de devoción; un niño,
temeroso de perderlo todo, había hallado el medio de atarme a él para
siempre. Si había esperado protegerme mediante su sacrificio, debió pensar
que yo lo amaba muy poco para no darse cuenta de que el peor de los males
era el de perderlo.
Las lágrimas cesaron; los dignatarios que se me acercaban no tenían ya
que desviar la mirada de mi rostro, como si llorar fuera obsceno. Se
reanudaron las visitas a las granjas modelo y a los canales de irrigación;
poco importaba la forma en que pasara mi tiempo. Mil rumores erróneos
corrían a propósito de mi desgracia; hasta en las barcas que seguían a la mía
circulaban atroces historias que me avergonzaban. Yo dejaba decir; la
verdad no era de las que se pueden andar gritando. A su manera, las
mentiras más maliciosas eran exactas; me acusaban de haberlo sacrificado,
y en cierto sentido lo había hecho. Hermógenes, que me transmitía
fielmente esos ecos del exterior, fue portador de algunos mensajes de la
emperatriz. Su tono era digno, como ocurre casi siempre en presencia de la
muerte. Aquella compasión descansaba en un malentendido: me
compadecían, siempre y cuando me consolara pronto. Yo mismo me
consideraba casi tranquilo, y me sonrojaba de sólo pensarlo. No sabía que el
dolor contiene extraños laberintos por los cuales no había terminado de
andar.
Todos buscaban distraerme. Pocos días después de nuestra llegada a
Tebas, supe que la emperatriz y su séquito habían estado dos veces al pie
del coloso de Memnón, con la esperanza de escuchar el misterioso sonido
que brota de la piedra, famoso fenómeno que todos los viajeros desean
presenciar. El prodigio no se había producido, y la superstición llevaba a
suponer que ocurriría estando yo presente. Acepté acompañar a las mujeres
al día siguiente; todos los medios eran buenos para acortar la interminable
duración de las noches otoñales. Por la mañana, a la hora undécima,
Euforión entró en mi cámara para avivar la lámpara y ayudar a vestirme.
Subí a la cubierta; el cielo, aún negro, era el cielo de bronce de los poemas
de Homero, indiferente a las alegrías y a los males de los hombres. Aquello
había ocurrido hacía más de veinte días. Embarqué en la canoa; el corto
viaje se cumplió con no pocos gritos y sustos de las mujeres.
Desembarcamos cerca del Coloso. Una franja rosada se tendía en el
oriente; empezaba un nuevo día. El misterioso sonido se produjo tres veces
y me recordó el de la cuerda de un arco al romperse. La inagotable Julia
Balbila dio inmediatamente a luz varios poemas. Las mujeres se fueron a
visitar los templos, y las acompañé un rato a lo largo de los muros
acribillados de monótonos jeroglíficos. Me sentía abrumado por las
colosales imágenes de reyes tan parecidos entre sí, sentados uno junto al
otro con sus pies largos y chatos, y por esos bloques inertes donde nada hay
de lo que para nosotros constituye la vida, ni dolor, ni voluptuosidad, ni el
movimiento que libera los miembros, ni la reflexión que organiza el mundo
en torno a una cabeza inclinada. Los sacerdotes que me guiaban parecían
casi tan mal informados como yo sobre esas existencias aniquiladas; de
tiempo en tiempo surgía una discusión a propósito de un nombre. Sabían
vagamente que cada uno de estos monarcas había heredado un reino,
gobernado su pueblo, procreado su sucesor; eso era todo. Aquellas oscuras
dinastías se remontaban más allá de Roma, más allá de Atenas, más allá del
día en que Aquiles murió bajo los muros de Troya, más allá del ciclo
astronómico de cinco mil años calculado por Menón para Julio César.
Fatigado, despedí a los sacerdotes y descansé un rato a la sombra del
Coloso antes de volver a la barca. Sus piernas estaban cubiertas hasta las
rodillas de inscripciones griegas trazadas por los viajeros: había nombres,
fechas, una plegaria, un tal Servio Suavis, un tal Eumenes que había estado
en ese mismo sitio seis siglos antes que yo, un cierto Panión que había
visitado Tebas seis meses atrás. Seis meses atrás… Un capricho nació en
mí, que no había sentido desde los tiempos de niño cuando grababa mi
nombre en la corteza de los castaños, en un dominio español; el emperador
que se negaba a hacer inscribir sus nombres y sus títulos en los
monumentos que había erigido, desenvainó su daga y rasguñó en la dura
piedra algunas letras griegas, una forma abreviada y familiar de su nombre:
ADRIANO… Era, una vez más, luchar contra el tiempo: un hombre, una
suma de vida cuyos elementos innumerables nadie computaría, una marca
dejada por un hombre perdido en esa sucesión de siglos. Y de pronto me
acordé que estábamos en el vigésimo séptimo día del mes de Atir, en el
quinto día anterior a nuestras calendas de diciembre. Era el cumpleaños de
Antínoo; de estar vivo, hubiera tenido ese día veinte años.
Subí a bordo. La herida, cerrada prematuramente, volvía a abrirse.
Grité, hundida la cara en la almohada que Euforión había deslizado bajo mi
cabeza. Aquel cadáver y yo partíamos a la deriva, llevados en sentido
contrario por dos corrientes del tiempo. El quinto día anterior a las calendas
de diciembre, el primero del mes de Atir: cada instante transcurrido hundía
aún más ese cuerpo, tapaba ese fin. Yo remontaba la pendiente resbaladiza,
sirviéndome de mis uñas para exhumar aquel día muerto. Flegón, sentado
de frente al umbral, sólo recordaba un ir y venir en la cabina de popa,
gracias al rayo luminoso que lo había molestado cada vez que una mano
empujaba el batiente. Como un hombre acusado de un crimen, examinaba el
empleo de mis horas: un dictado, una respuesta al Senado de Éfeso… ¿A
qué grupo de palabras correspondía aquella agonía? Reconstruía la
curvatura de la pasarela bajo los pies presurosos, el ribazo árido, el
enlosado plano, el cuchillo que corta un bucle contra la sien; después, el
cuerpo que se inclina, la pierna replegada para que la mano pueda desatar la
sandalia; y esa manera única de entreabrir los labios, cerrando los ojos.
Aquel excelente nadador había debido estar desesperadamente resuelto para
asfixiarse en el negro lodo. Trataba de imaginar esa revolución por la cual
todos habremos de pasar, el corazón que renuncia, el cerebro que se nubla,
los pulmones que cesan de aspirar la vida. Yo sufriré una convulsión
análoga; un día moriré. Pero cada agonía es diferente; mis esfuerzos por
imaginar la suya culminaban en una fabricación sin valor; él había muerto
solo.
Resistí. He luchado contra el dolor como contra una gangrena. Me
acordaba de las obstinaciones, de las mentiras; me decía que hubiera
cambiado, engordado, envejecido. Tiempo perdido: tal como un obrero
concienzudo se agota copiando una obra maestra, así me encarnizaba
exigiendo a mi memoria una insensata exactitud; recreaba aquel pecho alto
y combado como un escudo. A veces la imagen brotaba por sí misma, y una
ola de ternura me arrebataba; volvía a ver un huerto de Tíbur, el efebo
juntando las frutas otoñales en su túnica recogida a modo de cesta. Todo
faltaba a la vez: el camarada de las fiestas nocturnas, el adolescente que se
sentaba sobre los talones para ayudar a Euforión a rectificar los pliegues de
mi toga. De creer a los sacerdotes, su sombra también sufría, añorando el
cálido abrigo de su cuerpo, y rondaba plañidera los parajes familiares,
lejana y tan próxima; demasiado débil momentáneamente para hacerme
sentir su presencia. Si era cierto, entonces mi sordera era peor que la misma
muerte. ¿Pero acaso había comprendido, aquella mañana, al joven viviente
que sollozaba junto a mí? Chabrias me llamó una noche para mostrarme en
la constelación del Águila una estrella, hasta entonces poco visible, que de
pronto palpitaba como una gema, latía como un corazón. La convertí en su
estrella, en su signo. Noche a noche me agotaba siguiendo su curso; vi
extrañas figuras en aquella región del cielo. Me creyeron loco, pero no tenía
importancia.
La muerte es horrorosa, pero también lo es la vida. Todo hacía muecas.
La fundación de Antínoe era un juego irrisorio: una ciudad más, un refugio
para los fraudes de los mercaderes, las exacciones de los funcionarios, las
prostituciones, el desorden, y para los cobardes que lloran a sus muertos
antes de olvidarlos. La apoteosis era vana; aquellos honores públicos sólo
servirían para que el adolescente sirviera de pretexto a bajezas e ironías,
para que fuera un objeto póstumo de deseo o escándalo, una de esas
leyendas semi podridas que se amontonan en los recovecos de la historia.
Mi duelo no pasaba de un exceso, de un grosero libertinaje; seguía siendo
aquel que aprovecha, aquel que goza, aquel que experimenta; el bienamado
me entregaba su muerte. Un hombre frustrado lloraba vuelto hacia sí
mismo. Las ideas rechinaban, las palabras se llenaban de vacío, las voces
hacían sus ruidos de langostas en el desierto o de moscas en un montón de
basura; nuestras barcas, con las velas hinchadas como buches de palomas,
servían de vehículo a la intriga y a la mentira; la estupidez estaba estampada
en la frente de los hombres. La muerte asomaba por doquier en forma de
decrepitud o de podredumbre: la mancha en un fruto, la rotura
imperceptible en el orillo de una colgadura, una carroña en la ribera, las
pústulas de un rostro, la señal de los azotes en la espalda de un marinero.
Sentía que mis manos estaban siempre algo sucias. A la hora del baño,
mientras abandonaba a los esclavos mis piernas para que las depilaran,
miraba con asco ese cuerpo sólido, esa máquina casi indestructible que
digería, andaba, era capaz de dormir, y que volvería a acostumbrarse un día
a las rutinas del amor. Sólo toleraba la presencia de algunos servidores que
se acordaban del muerto; ellos lo habían amado a su manera. Mi duelo
hallaba eco en el dolor algo tonto de un masajista o del viejo negro
encargado de las lámparas. Pero su pena no les impedía reír suavemente
entre ellos, mientras tomaban el fresco a orilla del río. Una mañana,
apoyado en las jarcias, vi en el sector reservado a las cocinas que un esclavo
destripaba uno de esos pollos que los egipcios hacen nacer por millares en
sucios hornos; tomando con ambas manos el pegajoso montón de entrañas,
las tiró al agua. Apenas tuve tiempo de volver la cabeza para vomitar. En
Filaé, durante una fiesta, ofrecida por el gobernador, un niño de tres años,
oscuro como el bronce, hijo de un portero nubio, se deslizó hasta las
galerías del primer piso para contemplar los bailes, precipitándose desde lo
alto. Se hizo todo lo posible por ocultar el incidente; el portero contenía sus
sollozos para no molestar a los huéspedes de su amo. Lo hicieron salir con
el cadáver por la puerta de las cocinas, pero a pesar de todo alcancé a ver
sus hombros que se levantaban y bajaban convulsivamente como si lo
azotaran. Yo me sentía asumiendo aquel dolor de padre, como había
asumido el de Hércules, el de Alejandro, el de Platón, que lloraban a sus
amigos muertos. Hice que dieran algunas monedas de oro al miserable;
¿qué más podía hacer? Volví a verlo dos días más tarde: tendido al sol, en el
umbral, se despiojaba beatíficamente.
Afluían los mensajes. Pancratés me envió su poema, por fin terminado.
No pasaba de un mediocre centón de hexámetros homéricos, pero el
nombre que se repetía casi a cada línea lo tornaba más conmovedor para mí
que muchas obras maestras. Numenio me hizo llegar una Consolación
escrita conforme a las reglas del género, cuya lectura me llevó toda una
noche; no faltaba en ella ninguno de los esperados lugares comunes.
Aquellas débiles defensas alzadas por el hombre contra la muerte se
desarrollaban conforme a dos líneas de argumentos. La primera consistía en
presentarla como a un mal inevitable, recordándonos que ni la belleza, ni la
juventud, ni el amor, escapan a la podredumbre, y a probarnos por fin que la
vida y su cortejo de males son todavía más horribles que la muerte, por lo
cual es preferible perecer que llegar a viejo. Estas verdades están destinadas
a movernos a la resignación, pero lo que realmente justifican es la
desesperación. La segunda línea de argumentos contradice la primera, pero
nuestros filósofos no miran las cosas demasiado de cerca; ahora ya no se
trata de resignarse a la muerte, sino de negarla. El tratado sostenía que sólo
el alma contaba; arrogantemente daba por sentada la inmortalidad de esa
vaga entidad que jamás hemos visto funcionar en ausencia del cuerpo, antes
de tomarse el trabajo de probar su existencia. Yo no estaba tan seguro; si la
sonrisa, la mirada, la voz, esas realidades imponderables, habían sido
aniquiladas, ¿por qué no el alma? No me parecía ésta más inmaterial que el
calor del cuerpo. Me apartaba de los restos donde ya no habitaba esa alma;
sin embargo era la única cosa que me quedaba, mi única prueba de que ese
ser viviente había existido. La inmortalidad de la raza se consideraba como
un paliativo de la muerte de cada hombre, pero poco me importaba que las
generaciones de los bitinios se sucedieran hasta el final de los tiempos al
borde del Sangarios. Se hablaba de gloria, bella palabra que dilata el
corazón, pero con miras a establecer entre ella y la inmortalidad una
confusión falaz, como si la huella de un ser fuese lo mismo que su
presencia. En lugar del cadáver me mostraban al dios deslumbrante; yo
mismo había hecho ese dios, creía a mi manera en él, pero el más luminoso
de los destinos póstumos en lo hondo de las esferas estelares no
compensaba aquella breve vida; el dios no me pagaba al viviente perdido.
Me indignaba el apasionamiento que pone el hombre en desdeñar los
hechos en beneficio de las hipótesis y en no reconocer sus sueños como
sueños. Entendía de otro modo mis obligaciones de sobreviviente. Aquella
muerte sería vana si yo no tenía el coraje de mirarla cara a cara, de abrazar
esas realidades del frío, del silencio, de la sangre coagulada, de los
miembros inertes, que el hombre cubre tan pronto de tierra y de hipocresía;
me parecía mejor andar a tientas en las tinieblas sin el socorro de lámparas
vacilantes. Sentía que en torno a mí empezaban a ofuscarse frente a un
dolor tan prolongado; su violencia causaba mayor escándalo que su causa.
Si me hubiera abandonado a las mismas lamentaciones por la muerte de un
hermano o de un hijo, lo mismo me hubieran reprochado que llorara como
una mujer. La memoria de la mayoría de los hombres es un cementerio
abandonado donde yacen los muertos que aquéllos han dejado de honrar y
de querer. Todo dolor prolongado es un insulto a ese olvido. Las barcas nos
trajeron otra vez al lugar donde empezaba a levantarse Antínoe. Eran menos
numerosas que a la partida; Lucio, a quien había visto muy poco, se volvía
a Roma, donde su joven esposa acababa de dar a luz a un niño. Su partida
me libraba de no pocos curiosos e importunos. Los trabajos de construcción
alteraban la forma del ribazo; el plano de los futuros edificios se esbozaba
entre montones de tierra removida. Pero ya no pude reconocer el lugar
exacto del sacrificio. Los embalsamadores entregaron su obra; el delgado
ataúd de cedro fue puesto en un sarcófago de pórfido, de pie en la sala más
secreta del templo. Me acerqué tímidamente al muerto. Parecía disfrazado;
el rígido tocado egipcio cubría los cabellos. Las piernas, ceñidas por las
vendas, no eran más que un paquete blanco, pero el perfil del joven halcón
no había cambiado; las pestañas vertían sobre las mejillas pintadas una
sombra que reconocí. Antes de terminar el vendaje de las manos, quisieron
que admirase las uñas de oro. Empezaron las letanías; por boca de los
sacerdotes, el muerto declaraba haber sido perpetuamente veraz,
perpetuamente casto, perpetuamente compasivo y justo, jactándose de
virtudes que, de haberlas practicado, lo hubieran puesto al margen de sus
semejantes para siempre. El rancio olor del incienso llenaba la sala; a través
de una nube trataba de lograr la ilusión de una sonrisa; el hermoso rostro
inmóvil parecía temblar. Asistí a los pases mágicos mediante los cuales los
sacerdotes obligan al alma del muerto a encarnar una parcela de sí misma
en el interior de las estatuas que conservarán su memoria; asistí a otros
exorcismos aún más extraños. Cuando todo hubo terminado, ajustaron la
máscara de oro moldeada sobre la mascarilla de cera que coincidía
exactamente con las facciones. Aquella hermosa superficie incorruptible no
tardaría en reabsorber sus posibilidades de irradiación y de calor, yaciendo
para siempre en la caja herméticamente cerrada, símbolo inerte de
inmortalidad. Pusieron sobre su pecho un ramillete de acacias. Doce
hombres colocaron en su sitio la pesada tapa. Pero yo vacilaba todavía
acerca del emplazamiento de la tumba. Recordaba que al ordenar por
doquiera las fiestas apoteósicas, los juegos fúnebres, la acuñación de
monedas, las estatuas en las plazas públicas, había hecho una excepción con
Roma, temiendo aumentar la animosidad que en mayor o menor grado
rodea siempre a un favorito extranjero. Me dije que no siempre estaría allí
para proteger su sepultura. El monumento previsto en las puertas de
Antínoe me parecía igualmente demasiado público, y por tanto poco seguro.
Acepté el consejo de los sacerdotes. Me indicaron, en el flanco de una
montaña de la cadena arábiga, a unas tres leguas de la ciudad, una de las
cavernas que los reyes de Egipto utilizaban antaño como pozos funerarios.
Un tiro de bueyes arrastró el sarcófago por la pendiente. Con ayuda de
cuerdas se lo hizo resbalar por los corredores subterráneos, hasta dejarlo
apoyado contra la pared de roca. El niño de Claudiópolis descendía a la
tumba como un faraón, como un Ptolomeo. Lo dejamos solo. Entraba en esa
duración sin aire, sin luz, sin estaciones y sin fin, frente a la cual toda vida
parece efímera; había alcanzado la estabilidad, quizá la calma. Los siglos
contenidos en el seno opaco del tiempo pasarían por millares sobre esa
tumba sin devolverle la existencia, pero sin agregar nada a la muerte, sin
poder impedir que un día hubiera sido. Hermógenes me tomó del brazo para
ayudarme a remontar el aire libre; sentí casi alegría al volver a la superficie,
al ver de nuevo el frío cielo azul entre dos filos de rocas rojizas. El resto del
viaje fue breve. En Alejandría, la emperatriz se embarcó rumbo a Roma.
DISCIPLINA
AUGUSTA
Volví por tierra a Grecia. El viaje fue largo. Tenía razones para pensar que
aquélla sería mi última gira oficial por Oriente, y quería más que nunca
verlo todo por mis propios ojos. Antioquía, donde me detuve algunas
semanas, se me apareció bajo una nueva luz; ya no era tan sensible como
antaño a los prestigios de los teatros, las fiestas, las delicias de los jardines
de Dafné, el amontonamiento abigarrado de las multitudes. Advertía con
mayor fuerza la eterna ligereza de aquel pueblo maldiciente y burlón, que
me recordaba al de Alejandría, la necedad de los pretendidos ejercicios
intelectuales, el trivial despliegue de lujo de los ricos. Casi ninguno de
aquellos notables comprendía la totalidad de mis programas de obras y
reformas en Asia; se contentaban con aprovecharse de ellos para su ciudad,
y sobre todo para su propio beneficio. Me encantaba la idea de trasladar la
capital de la provincia a Esmirna o Pérgamo, pero los defectos de Antioquía
eran los de cualquier gran metrópolis; no hay ciudad de esa importancia que
no los tenga. Mi repugnancia hacia la vida urbana me indujo a consagrarme
aún más a las reformas agrarias; completé la larga y compleja
reorganización de los dominios imperiales en Asia Menor, por la cual los
campesinos lograron mejoras y el Estado también. En Tracia fui a visitar
Andrinópolis, donde los veteranos de las campañas dacias y sármatas se
habían congregado atraídos por donaciones de tierras y reducciones de
impuestos. Un plan análogo debería aplicarse en Antínoe. Hacía mucho que
había concedido exenciones análogas a los médicos y profesores de todas
partes, con la esperanza de favorecer el mantenimiento y el desarrollo de
una clase media seria e instruida. Conozco sus defectos, pero un Estado
sólo se mantiene gracias a ella.
Atenas seguía siendo la etapa preferida; me maravillaba que su belleza
dependiera tan poco de los recuerdos, ya fueran míos o históricos; la ciudad
parecía nueva cada mañana. Esta vez me instalé en casa de Arriano.
Iniciado como yo en Eleusis, había sido adoptado luego de ello por una de
las grandes familias sacerdotales del territorio ático, la de los Kerikés, tal
como yo fuera adoptado por la de los Eumólpidas. Se había casado con una
joven ateniense, fina y orgullosa. Ambos me rodeaban de discretos
cuidados. Su casa se hallaba situada a pocos pasos de la nueva biblioteca
que yo había donado a Atenas y en la que no faltaba nada de lo que puede
ayudar a la meditación o al reposo que la precede: asientos cómodos,
calefacción adecuada durante los inviernos con frecuencia rigurosos,
escaleras para llegar a las galerías donde se guardan los libros, el alabastro
y el oro de un lujo discreto y sereno. La elección y el emplazamiento de las
lámparas habían sido objeto de particular cuidado. Cada vez sentía mayor
necesidad de recopilar y conservar los volúmenes antiguos, y encargar a
escribas concienzudos de que hicieran copias nuevas. Tan bella tarea no me
parecía menos urgente que la ayuda a los veteranos o los subsidios a las
familias prolíficas y pobres; me decía que bastarían algunas guerras, con la
miseria que las acompaña, y un período de grosería o salvajismo bajo el
reinado de algún príncipe perverso, para que los pensamientos conservados
con ayuda de aquellos frágiles objetos de fibras y de tinta perecieran para
siempre. Todo hombre lo bastante afortunado para beneficiarse en mayor o
menor medida de aquel legado cultural se me antoja responsable de él, su
fideicomisario ante el género humano.
Mucho leí durante aquel periodo. Había convencido a Flegón para que
compusiera, con el nombre de Olimpíadas, una serie de crónicas que
continuarían las Helénicas de Jenofonte y que terminarían en mi reino; plan
atrevido, en cuanto convertía la inmensa historia de Roma en una simple
continuación de la de Grecia. El estilo de Flegón es enojosamente seco,
pero de todas maneras vale la pena reunir y dejar sentados los hechos. El
proyecto me despertó el deseo de releer a los historiadores de antaño. Su
obra, comentada por mi propia experiencia, me llenó de ideas sombrías. La
energía y buena voluntad de cada estadista parecían poca cosa frente a ese
acaecer fortuito y fatal a la vez, ese torrente de sucesos demasiado confusos
para admitir una previsión, una dirección o un juicio. También me atraían
los poetas; amaba evocar desde un lejano pasado esas pocas voces plenas y
puras. Llegué a sentirme amigo de Teognis, el aristócrata, el exiliado, el
observador sin ilusión ni indulgencia de las acciones humanas, siempre
pronto a denunciar esos errores y esas faltas que llamamos nuestros males.
Aquel hombre tan lúcido había saboreado las punzantes delicias del amor; a
pesar de las sospechas, los celos, los agravios recíprocos, su relación con
Cirno se prolongó hasta la vejez del uno y la edad madura del otro; la
inmortalidad que prometía al joven de Megara era algo más que una palabra
vana, puesto que su recuerdo llegaba hasta mí desde más allá de seis siglos.
De todos los poetas antiguos, Antímaco fue empero el que más me atrajo;
estimaba ese estilo oscuro y denso, las frases amplias y a la vez
condensadas al máximo, grandes copas de bronce llenas de un vino espeso.
Prefería su relato del periplo de Jasón a los Argonautas de Apolonio.
Antímaco había comprendido mejor el misterio de los horizontes y los
viajes, la sombra que proyecta el hombre efímero sobre los paisajes eternos.
Había llorado apasionadamente a su esposa Lydyé, dando el nombre de la
muerta a un extenso poema donde figuraban todas las leyendas de dolor y
de duelo. Lydyé, a quien quizá yo no habría mirado en vida, se me convertía
en una figurilla familiar, más querida que muchos personajes femeninos de
mi propia existencia. Aquellos poemas, casi olvidados sin embargo, me
devolvían poco a poco la confianza en la inmortalidad.
Revisé mis propias obras: los poemas de amor, los de circunstancias, la
oda a la memoria de Plotina. Llegaría el día en que alguien tuviera deseos
de leer todo eso. Un grupo de versos obscenos me hizo vacilar, pero acabé
por incluirlos. Nuestros poetas más honestos los escriben parecidos. Para
ellos son un juego; yo hubiera preferido que los míos fuesen otra cosa, la
exacta imagen de una verdad desnuda. Pero ahí, como en todo, los lugares
comunes nos encarcelan; empezaba a comprender que la audacia del
espíritu no basta para librarse de ellos y que el poeta sólo triunfa de las
rutinas y sólo impone su pensamiento a las palabras gracias a esfuerzos tan
prolongados y asiduos como mis tareas de emperador. Por mi parte no podía
pretender más que a la buena suerte del aficionado; demasiado sería ya si de
todo aquel fárrago subsistían dos o tres versos. Por aquel entonces, sin
embargo, tuve intención de escribir una obra asaz ambiciosa, parte en prosa
y parte en verso, donde quería hacer entrar a la vez lo serio y lo irónico, los
hechos curiosos observados a lo largo de mi vida, mis meditaciones,
algunos sueños. Todo ello hubiera sido enlazado con un hilo muy fino y
habría servido para exponer una filosofía que era ya la mía, la idea
heraclitiana del cambio y el retorno. Pero he acabado dejando de lado un
proyecto tan vasto.
Ese mismo año sostuve varias conversaciones con la sacerdotisa que me
había iniciado antaño en Eleusis y cuyo nombre debe permanecer secreto;
las modalidades del culto de Antínoo fueron establecidas una por una. Los
grandes símbolos elusinos seguían destilando para mí una virtud calmante;
acaso el mundo carece de sentido, pero si tiene alguno, en Eleusis está
expresado más sabia y noblemente que en cualquier otra parte. Bajo la
influencia de aquella mujer decidí trazar las divisiones administrativas de
Antínoe, sus demos, sus calles, sus bloques urbanos, plano del mundo
divino a la vez que imagen transfigurada de mi propia vida. Todo tenía allí
participación, Hestia y Baco, los dioses del hogar y los de la orgía, las
divinidades celestes y las de ultratumba. Incorporé a mis antepasados
imperiales, Trajano y Nerva, para que fueran parte integrante de aquel
sistema de símbolos. Plotina también estaba allí; la bondadosa Matidia
quedaba asimilada a Deméter; y mi mujer, con la cual mantenía en esa
época relaciones bastante cordiales, figuraba en el cortejo de personas
divinas. Meses más tarde di el nombre de mi hermana Paulina a uno de los
barrios de Antínoe. Había acabado querellándome con la esposa de
Serviano pero, después de muerta, Paulina recobraba en aquella ciudad del
recuerdo su lugar único de hermana. El triste sitio se convertía en paraje
ideal de reuniones y recuerdos, Campos Elíseos de una vida donde las
contradicciones se resuelven, donde todo, en su plano, es igualmente
sagrado.
De pie junto a una ventana de la casa de Arriano, frente a la noche
sembrada de astros, meditaba en la frase que los sacerdotes egipcios habían
hecho grabar en el ataúd de Antínoo: Obedeció la orden del cielo. ¿Sería
posible que el cielo nos intimara sus órdenes y que los mejores de entre
nosotros las escucharan allí donde el resto de los hombres sólo percibe un
silencio aplastante? La sacerdotisa eleusina y Chabrias lo creían así.
Hubiera querido poder darles la razón. Volvía a ver con el pensamiento
aquella palma de la mano alisada por la muerte, tal como la había
contemplado por última vez la mañana del embalsamamiento; las líneas que
antaño me inquietaran ya no se veían; ocurría con ellas lo que con las
tabletas de cera en las cuales se borra la orden cumplida. Pero esas
afirmaciones de lo alto iluminan sin infundir calor, como la luz de las
estrellas, y la noche en torno es aún más sombría. Si el sacrificio de
Antínoo había sido pesado a mi favor en alguna balanza divina, los
resultados de aquel horrible don de sí mismo no se manifestaban todavía;
sus beneficios no eran los de la vida, y ni siquiera los de la inmortalidad.
Apenas me atrevía a buscarles un nombre. A veces, a raros intervalos, un
débil resplandor palpitaba fríamente en el horizonte de mi cielo, sin
embellecer al mundo ni a mí mismo; seguía sintiéndome más lacerado que
salvado.
Por aquel entonces Cuadrato, obispo de los cristianos, me envió una
apología de su fe. Había yo tenido por principio mantener frente a esa secta
la línea de conducta estrictamente equitativa que siguiera Trajano en sus
mejores días; acababa de recordar a los gobernadores de provincia que la
protección de las leyes se extiende a todos los ciudadanos, y que los
difamadores de los cristianos serían castigados en caso de que los acusaran
sin pruebas. Pero toda tolerancia acordada a los fanáticos los mueve
inmediatamente a creer que su causa merece simpatía. Me cuesta creer que
Cuadrato confiara en convertirme en cristiano; sea como fuese, se obstinó
en probarme la excelencia de su doctrina, y sobre todo su inocuidad para el
Estado. Leí su obra; mi curiosidad llegó al punto de pedir a Flegón que
reuniera noticias sobre la vida del joven profeta Jesús, fundador de la secta,
que murió víctima de la intolerancia judía hace unos cien años. Aquel joven
sabio parece haber dejado preceptos muy parecidos a los de Orfeo, con
quien suelen compararlo sus discípulos. A través de la monocorde prosa de
Cuadrato, no dejaba de saborear el encanto enternecedor de esas virtudes de
gente sencilla, su dulzura, su ingenuidad, la forma en que se aman los unos
a los otros; todo eso se parecía mucho a las hermandades que los esclavos o
los pobres fundan por doquiera para honrar a nuestros dioses en los barrios
populosos de las ciudades. En el seno de un mundo que, pese a todos
nuestros esfuerzos, sigue mostrándose duro e indiferente a las penas y a las
esperanzas de los hombres, esas pequeñas sociedades de ayuda mutua
ofrecen a los desventurados un punto de apoyo y una confrontación. Pero
no dejaba por ello de advertir ciertos peligros. La glorificación de las
virtudes de los niños y los esclavos se cumplía a expensas de cualidades
más viriles y más lúcidas. Bajo esta inocencia recatada y desvaída
adivinaba la feroz intransigencia del sectario frente a formas de vida y de
pensamiento que no son las suyas, el insolente orgullo que lo mueve a
preferirse al resto de los hombres y su visión voluntariamente deformada.
No tardé en cansarme de los argumentos capciosos de Cuadrato y de esos
retazos de filosofía torpemente extraídos de los escritos de nuestros sabios.
Chabrias, siempre preocupado por el culto que debe ofrecerse a los dioses,
se inquietaba ante los progresos de esa clase de sectas en el populacho de
las grandes ciudades; temía por nuestras antiguas religiones, que no
imponen al hombre el yugo de ningún dogma, se prestan a interpretaciones
tan variadas como la naturaleza misma y dejan que los corazones austeros
inventen si así les parece una moral más elevada, sin someter a las masas a
preceptos demasiado estrictos que en seguida engendran la sujeción y la
hipocresía. Arriano compartía estos puntos de vista; pasamos toda una
noche discutiendo el mandamiento que exige amar al prójimo como a uno
mismo; yo lo encontraba demasiado opuesto a la naturaleza humana como
para que fuese obedecido por el vulgo, que nunca amará a otro que a sí
mismo, y tampoco se aplicaba al sabio, que está lejos de amarse a sí mismo.
Por lo demás el pensamiento de nuestros filósofos me parecía
igualmente limitado, confuso o estéril. Tres cuartas partes de nuestros
ejercicios intelectuales no pasan de bordados en el vacío; me preguntaba si
esa creciente vacuidad se debería a una disminución de la inteligencia o a
una decadencia del carácter; sea como fuere, la mediocridad espiritual
aparecía acompañada en casi todas partes por una asombrosa bajeza del
alma. Había encargado a Herodes Ático que vigilara la construcción de una
red de acueductos en la Tróade; se valió de ello para derrochar
vergonzosamente los denarios públicos. Llamado a rendir cuentas,
respondió con insolencia que era lo bastante rico para cubrir el déficit; su
riqueza misma era un escándalo. Su padre, muerto poco antes, se había
arreglado para desheredarlo discretamente, multiplicando las dádivas a los
ciudadanos de Atenas; Herodes rehusó redondamente pagar los legados
paternos, de donde resultó un proceso que dura todavía.
En Esmirna, Polemón, mi familiar de antaño, se permitió arrojar a la
calle a una diputación de senadores romanos que había creído poder contar
con su hospitalidad. Tu padre Antonino, el más bondadoso de los hombres,
perdió la paciencia; el estadista y el sofista acabaron yéndose a las manos;
aquel pugilato indigno de un futuro emperador lo era aún más de un filósofo
griego. Favorino, el ávido enano a quien había colmado de dinero y
honores, repartía por todas partes epigramas a mi costa. De hacerle caso, las
treinta legiones que mandaba eran mis únicos argumentos válidos en las
justas filosóficas que tenía la vanidad de sostener, y donde él se cuidaba de
dejar la última palabra al emperador. Con ello me tachaba a la vez de
presunción y de tontería, presumiendo por su parte de una rara cobardía.
Pero los pedantes se irritan siempre de que conozcamos tan bien como ellos
su mezquino oficio. Todo servía de pretexto a sus malignas observaciones.
Había hecho yo incluir en los programas escolares las obras demasiado
olvidadas de Hesíodo y de Ennio; los espíritus rutinarios me atribuyeron
inmediatamente el deseo de destronar a Homero y al límpido Virgilio, a
quien sin embargo citaba sin cesar. Con gentes así no se podía hacer nada.
Arriano valía más. Me gustaba hablar con él de cualquier cosa. Había
guardado un recuerdo deslumbrado y grave del adolescente de Bitinia. Yo le
agradecía que colocara aquel amor, del que había sido testigo, al nivel de las
grandes pasiones recíprocas de antaño. Hablábamos de él algunas veces,
pero aunque jamás se dijera una mentira, tenía a veces la impresión de que
nuestras palabras se teñían de una cierta falsedad; la verdad desaparecía
bajo lo sublime. También Chabrias terminó por decepcionarme; había
tenido por Antínoo la ciega abnegación de un anciano esclavo por su joven
amo, pero tanto lo ocupaba el culto del nuevo dios, que parecía haber
perdido casi por completo el recuerdo del ser viviente. Por lo menos
Euforión, mi servidor negro, lo había visto todo de más cerca. Arriano y
Chabrias me eran muy queridos y no me sentía en nada superior a esos dos
hombres tan honrados, pero a veces me parecía ser el único que se
esforzaba por seguir teniendo los ojos abiertos.
Sí, Atenas era siempre bella, y no lamentaba haber impuesto disciplinas
griegas a mi vida. Todo lo que poseemos de humano, de ordenado y lúcido,
a ellas se lo debemos. Pero a veces me decía que la seriedad algo pesada de
Roma, su sentido de la continuidad y su gusto por lo concreto habían sido
necesarios para transformar en realidad lo que en Grecia seguía siendo una
admirable concepción del espíritu, un bello impulso del alma. Platón había
escrito La República y glorificado la idea de lo Justo, pero sólo nosotros,
instruidos por nuestros propios errores, nos esforzábamos penosamente por
hacer del Estado una máquina capaz de servir a los hombres, con el menor
riesgo posible de triturarlos. Griega es la palabra filantropía, pero el legista
Salvio Juliano y yo trabajamos para mejorar la miserable condición del
esclavo. La asiduidad, la seriedad, la aplicación en el detalle que corrige la
audacia de las concepciones generales, habían sido para mí virtudes
aprendidas en Roma. Me ocurría también encontrar en lo más hondo de mí
mismo los paisajes melancólicos de Virgilio, sus crepúsculos velados de
lágrimas. Iba aún más allá: reconocía otra vez la ardiente tristeza de España
y su árida violencia, pensaba en las gotas de sangre celta, ibera, quizá
púnica, que habían debido de infiltrarse en las venas de los colonos
romanos del municipio de Itálica: me acordaba de que mi padre había sido
llamado el Africano. Grecia me había ayudado a valorar esos elementos no
griegos. Lo mismo ocurría con Antínoo, de quien había hecho la imagen
misma de ese país apasionado por la belleza y del cual sería acaso el último
dios. Y sin embargo la Persia refinada y la salvaje Tracia se habían aliado
en Bitinia con los pastores de la antigua Arcadia; aquel perfil delicadamente
curvo recordaba el de los pajes de Osroes; el ancho rostro de pómulos
salientes era el de los jinetes tracios que galopan a orillas del Bósforo y que
prorrumpen al anochecer en roncos cantos tristes. Ninguna fórmula era lo
bastante completa para contenerlo todo.
Terminé aquel año la revisión de la constitución ateniense, comenzada
mucho antes. En la medida de lo posible volvía a las viejas leyes
democráticas de Clístenes. La reducción del número de funcionarios
aliviaba las cargas del Estado. Me opuse al desastroso sistema de impuestos
que por desgracia se sigue aplicando aquí y allá en las administraciones
locales. Las fundaciones universitarias, establecidas en la misma época,
ayudaron a Atenas a convertirse otra vez en un importante centro de
estudios. Los gustadores de belleza, que afluyeran a la ciudad antes que yo,
se habían contentado con admirar sus monumentos sin inquietarse de la
creciente penuria de sus habitantes. Habíame esforzado, en cambio, por
multiplicar los recursos de aquella tierra pobre. Uno de los grandes
proyectos de mi reinado culminó poco tiempo antes de mi partida: la
creación de embajadas anuales, gracias a las cuales los problemas del
mundo griego se tratarían desde entonces en Atenas, devolvió a aquella
ciudad modesta y perfecta su categoría de metrópoli. El plan sólo había
podido materializarse luego de espinosas negociaciones con las ciudades
celosas de la supremacía de Atenas, o que alimentaban rencores seculares y
anticuados; poco a poco, empero, la razón y hasta el entusiasmo lograron
ventaja. La primera de aquellas asambleas coincidió con la apertura del
Olimpión al culto público; el templo se convertía, más que nunca, en el
símbolo de una Grecia renovada.
La ocasión fue celebrada con una serie de espectáculos muy bien
realizados, que tuvieron lugar en el teatro de Dionisos. Asistí a ellos,
ocupando un sitial apenas más elevado que el del hierofante; el sacerdote de
Antínoo tenía ya su lugar entre los notables y el clero. Había hecho
agrandar el escenario, adornado con nuevos bajorrelieves; en uno de ellos,
mi joven bitinio recibía de las diosas eleusinas algo así como un derecho de
ciudad eterno. En el estadio de las Panateneas, convertido durante algunas
horas en el bosque de la fábula, organicé una cacería en la que figuraron mil
animales salvajes, reanimando así en el breve tiempo de una fiesta la ciudad
agreste y salvaje de Hipólito, servidor de Diana, y de Teseo, compañero de
Hércules. Pocos días después abandoné Atenas. Desde entonces no he
vuelto a ella.

La administración de Italia, abandonada durante siglos a la voluntad de los


pretores, no había sido nunca codificada definitivamente. El Edicto
perpetuo, que la fija de una vez por todas, data de esta época de mi vida;
llevaba años manteniendo correspondencia con Salvio Juliano acerca de las
reformas, y mi retorno a Roma aceleró su realización. No se trataba de
privar de sus libertades a las ciudades italianas; por el contrario, allí como
en cualquier parte teníamos el máximo interés en no imponer por la fuerza
una unidad ficticia; me asombra incluso que esos municipios, algunos de
ellos más antiguos que Roma, estén tan dispuestos a renunciar a sus
costumbres; a veces muy sabias, para asimilarse en un todo a la capital. Mi
propósito era tan sólo el de reducir la frondosa masa de contradicciones y
abusos que acaban por convertir el derecho y los procedimientos en un
matorral donde las gentes honestas no se animan a aventurarse, mientras los
bandidos prosperan a su abrigo. Estas tareas me obligaron a viajar mucho
por el interior de la península. Residí varias veces en Bayas, en la antigua
villa de Cicerón que había comprado al comienzo de mi principado; me
interesaba la provincia de Campania, que me recordaba a Grecia. A orillas
del Adriático, en la pequeña ciudad de Adria de donde cuatro siglos atrás
mis antepasados habían emigrado a España, recibí los honores de las más
altas funciones municipales; junto al mar tempestuoso cuyo nombre llevo,
volví a encontrar las urnas familiares en un columbario en ruinas. Pensaba
en aquellos hombres de quienes no sabía casi nada, pero de los cuales había
salido; su raza terminaba en mí.
En Roma se ocupaban de agrandar mi colosal mausoleo, cuyos planos
habían sido hábilmente modificados por Decriano; aun hoy siguen
trabajando en él. Egipto me inspiraba esas galerías circulares, esas rampas
que se deslizan hacia salas subterráneas. Había concebido la idea de un
palacio de la muerte que no quedara exclusivamente reservado para mí o
mis sucesores inmediatos, sino al cual vendrían a descansar los
emperadores futuros, separados de nosotros por una perspectiva de siglos;
así, príncipes aún no nacidos tienen ya señalado su lugar en la tumba. Me
ocupaba también de adornar el cenotafio elevado en el Campo de Marte en
memoria de Antínoo, para el cual un navío de fondo plano había
desembarcado obeliscos y esfinges procedentes de Alejandría. Un nuevo
proyecto me absorbió largamente, y aún me preocupa: el Odeón, biblioteca
modelo, provista de salas de clase y de conferencias, que constituiría un
centro de cultura griega en Roma. Le di menos esplendor que a la nueva
biblioteca de Éfeso, construida tres o cuatro años atrás, y menos elegancia
amable que a la de Atenas. Quería hacer de esta fundación una émula, ya
que no la igual del Museo de Alejandría; su desarrollo futuro será de tu
incumbencia. Mientras me ocupo de ella, suelo pensar en la hermosa
inscripción que Plotina había hecho grabar en el umbral de la biblioteca
creada por sus afanes en pleno foro de Trajano: Hospital del alma.
La Villa estaba lo bastante terminada como para que pudiera hacer
trasladar a ella mis colecciones, mis instrumentos de música y los millares
de libros comprados aquí y allá en el curso de mis viajes. Ofrecí una serie
de fiestas donde todo había sido cuidadosamente dispuesto, desde los platos
hasta la lista bastante restringida de mis convidados. Quería que todo se
acordara con la apacible belleza de los jardines y las salas; que los frutos
fueran tan exquisitos como los conciertos, y la disposición de los servicios
tan precisa como el cincelado de las bandejas de plata. Por primera vez me
interesé por la elección de los platos; ordené que las ostras fueran traídas
del Lucrino, mientras los cangrejos deberían venir de los ríos galos.
Enemigo de la pomposa negligencia que caracteriza con frecuencia la mesa
imperial, fijé como regla que cada plato me sería mostrado antes de ser
servido al más insignificante de mis invitados; insistía en verificar
personalmente las cuentas de los cocineros y hosteleros; recordaba, a veces,
que mi abuelo había sido avaro. El pequeño teatro griego de la Villa, y el
teatro latino apenas más grande, no estaban aún terminados, pero a pesar de
ello hice representar algunas obras, tragedias y pantomimas, dramas
musicales y atelanas. Me gustaba sobre todo la gimnástica sutil de las
danzas; descubrí que sentía cierta debilidad por las danzarinas de crótalos,
que me recordaban la comarca de Gades, los primeros espectáculos a que
había asistido de niño. Amaba ese ruido seco, los brazos levantados, el
despliegue o el repliegue de los velos, la bailarina que deja de ser mujer
para convertirse en nube o en pájaro, en ola o en trirreme. Llegué a
aficionarme pasajeramente a una de aquellas criaturas. Las perreras y las
caballerizas no habían sido descuidadas en mi ausencia; volví a encontrar el
pelaje duro de los sabuesos, la sedosa piel de los caballos, las hermosas
jaurías con sus sirvientes. Organicé algunas partidas de caza en la Umbría, a
orillas del lago Trasimeno, y también cerca de Roma, en los bosques de
Alba. El placer había recobrado su lugar en mi vida; mi secretario Onésimo
me servía de proveedor. Sabía cuándo era preciso evitar ciertos parecidos, o
cuándo debía buscarlos. Pero aquel amante presuroso y distraído no era
amado. Aquí y allá daba con algún ser más tierno o más fino que los demás,
alguien que valía la pena escuchar y quizá volver a ver. Aquellas felices
ocasiones eran escasas, probablemente por culpa mía. Por lo regular me
contentaba con satisfacer o engañar mis apetitos. En otros momentos sentía
frente a esos juegos una indiferencia de viejo.
En las horas de insomnio andaba por los corredores de la Villa, errando
de sala en sala, turbando a veces a un artesano que trabajaba para colocar un
mosaico en su sitio. Estudiaba al pasar un sátiro de Praxíteles, y me detenía
ante las efigies del muerto. Cada habitación tenía la suya, así como cada
pórtico. Con la mano protegía la llama de mi lámpara, mientras rozaba con
un dedo aquel pecho de piedra. Las confrontaciones complicaban la tarea de
la memoria; desechaba, como quien aparta una cortina, la blancura del
mármol de Paros o del Pentélico, remontando lo mejor posible de los
contornos inmovilizados a la forma viviente, de la piedra dura a la carne.
Continuaba luego mi ronda; la estatua interrogada volvía a sumirse en la
noche, mientras mi lámpara me mostraba una nueva imagen a pocos pasos;
aquellas grandes figuras blancas no diferían en nada de los fantasmas.
Pensaba amargamente en los pases con los cuales los sacerdotes egipcios
habían atraído el alma del muerto al interior de los simulacros de madera
que emplean para su culto. Yo había hecho como ellos, hechizando piedras
que a su vez me habían hechizado. Nunca más escaparía a ese silencio, a
esa frialdad más próxima a mí desde entonces que el calor y la voz de los
vivos; contemplaba rencorosamente aquel rostro peligroso, de huyente
sonrisa. Y sin embargo, horas después, mientras yacía tendido en mi lecho,
decidía ordenar una nueva estatua a Pappas de Afrodisia; le exigiría un
modelado más exacto de las mejillas. Allí donde se ahondan apenas bajo la
sien, una inclinación más suave del cuello hacia el hombro; a las coronas de
pámpanos o a los nudos de piedras preciosas, sucedería el esplendor de los
rizos desnudos. Jamás dejaba de hacer ahuecar aquellos bajorrelieves o
aquellos bustos para rebajar su peso y facilitar su transporte. Los que
guardaban mayor semejanza me han acompañado por doquier; ya ni
siquiera me importa que sean hermosas o no.
Aparentemente mi vida era la cordura misma. Me aplicaba con mayor
firmeza que nunca a mi oficio de emperador, mostrando más discernimiento
allí donde quizá faltaba algo de ardor de otros tiempos. Había perdido en
parte mi gusto por las ideas y las relaciones nuevas, así como la flexibilidad
intelectual que me permitía asociarme al pensamiento ajeno y
aprovecharme de él a la vez que lo juzgaba. Mi curiosidad, que antaño me
había parecido el resorte mismo de mi pensar, y uno de los fundamentos de
mi método, sólo se ejercía ahora en las cosas más fútiles; abría las cartas
destinadas a mis amigos, que acababan ofendiéndose; aquella ojeada a sus
amores y a sus querellas conyugales me divirtió cierto tiempo. En mi
actitud se mezclaba además una parte de sospecha; durante varios días me
dominó el terror al veneno, terror atroz que antaño había visto en la mirada
de Trajano enfermo, y que un príncipe no se atreve a confesar pues parece
grotesco hasta que los acontecimientos lo justifican. Semejante obsesión
asombra en un hombre que se ha sumido en la meditación de la muerte, mas
no pretendo ser más consecuente que los demás. Secretos furores,
impaciencias salvajes, me dominaban ante las menores fruslerías y las
bajezas más triviales, así como una repugnancia de la cual no me
exceptuaba a mí mismo. Juvenal se atrevió a insultar en una de sus Sátiras
al mismo Paris, que me placía. Estaba harto de ese poeta engreído y gruñón;
me incomodaba su grosero desprecio por el Oriente y Grecia, su gusto
afectado por la supuesta sencillez de nuestros padres y esa mezcla de
detalladas descripciones del vicio y virtuosas declamaciones, que excita los
sentidos del lector a la vez que tranquiliza su hipocresía. Sin embargo, dada
su calidad de hombre de letras, tenía derecho a ciertas contemplaciones; lo
mandé llamar a Tíbur para notificarle personalmente su sentencia de
destierro. El denigrador del lujo y los placeres de Roma podría estudiar
sobre el terreno las costumbres provincianas; sus insultos al bello Paris
señalaban el fin de su propia obra. También en esa época Favorino se
instaló en su cómodo exilio de Chios, donde no me desagradaría por mi
parte vivir; desde allí su agria voz ya no podría alcanzarme. Y también en
aquellos días hice expulsar ignominiosamente de una sala de festines a un
mercader de sabiduría, un cínico roñoso que se quejaba de morirse de
hambre como si semejante basura mereciera otra cosa. Grande fue mi placer
cuando vi a aquel charlatán, doblado en dos por el espanto, desaparecer en
medio del ladrido de los perros y la risa burlona de los pajes; la canalla
filosófica y letrada no me inspiraba ya el menor respeto.
Las menores equivocaciones de la vida política me exasperaban, así
como en la Villa me irritaba la más pequeña irregularidad de un pavimento,
la menor mancha de cera en el mármol de una mesa, el más insignificante
defecto de un objeto que hubiera querido sin imperfección y sin tacha. Un
informe de Arriano, recientemente nombrado gobernador de Capadocia, me
puso en guardia contra Farasmanés, quien en su pequeño reino a orillas del
Mar Caspio continuaba el doble juego que tan caro nos había costado en
tiempos de Trajano. El reyezuelo lanzaba solapadamente contra nuestras
fronteras a las hordas de bárbaros alanos, y sus querellas con Armenia
comprometían la paz en Oriente. Llamado a Roma, se negó a presentarse,
tal como se había negado cuatro años atrás a asistir a la conferencia de
Samosata. A guisa de excusa me envió un regalo de trescientos ropajes de
oro; ordené que los vistieran otros tantos criminales entregados a las fieras
del circo. Esta decisión poco prudente me satisfizo como el gesto de un
hombre que se rasca hasta hacerse sangre.
Tenía un secretario, personaje mediocre a quien conservaba porque
estaba al tanto de los procedimientos de la cancillería, pero que me
impacientaba por su suficiencia regañona y de cortos alcances, su negativa
a aplicar métodos nuevos, su obstinación en argüir interminablemente sobre
detalles inútiles. Aquel imbécil me irritó cierto día más que de costumbre.
Alcé la mano para golpearlo; desgraciadamente tenía entre los dedos un
estilo, que le vació el ojo derecho. Jamás olvidaré el aullido de dolor, el
brazo torpemente recogido para atajar otro golpe, el rostro convulso de
donde saltaba la sangre. Mandé llamar inmediatamente a Hermógenes, que
se ocupó de los primeros cuidados; se consultó luego al oculista Capito,
pero en vano: el ojo estaba perdido. Días más tarde, con el rostro vendado,
el secretario reanudó sus tareas. Lo mandé llamar y le pedí humildemente
que fijara por sí mismo la compensación a que tenía derecho. Con una
sonrisa maligna, respondió que sólo me pedía otro ojo. Terminó sin
embargo por aceptar una pensión. Lo guardé a mi servicio; su presencia me
sirve de advertencia, quizá de castigo. No había querido dejar tuerto a aquel
miserable. Pero tampoco había querido que un niño que me amaba muriera
a los veinte años.

Los asuntos judíos iban de mal en peor. Los trabajos llegaban a su fin en
Jerusalén, a pesar de la violenta oposición de los grupos zelotes. Habíase
cometido cierto número de errores, reparables en sí mismos pero que los
fautores de agitación supieron aprovechar de inmediato. La Décima Legión
Expedicionaria tiene por emblema un jabalí. La insignia fue colocada en las
puertas de la ciudad, como es costumbre hacerlo. El populacho, poco
habituado a las imágenes pintadas o esculpidas, de las cuales la priva desde
hace siglos una superstición harto desfavorable para el progreso de las artes,
tomó la imagen por la de un cerdo y vio en aquel hecho insignificante un
insulto a las costumbres de Israel. Las fiestas del año nuevo judío,
celebradas con gran algarabía de trompetas y cuernos, daban lugar cada vez
a riñas sangrientas. Nuestras autoridades prohibieron la lectura pública de
cierto relato legendario consagrado a las hazañas de una heroína judía, que
valiéndose de un falso nombre llegó a ser la concubina de un rey de Persia e
hizo matar salvajemente a los enemigos del pueblo despreciado y
perseguido del que era oriunda. Los rabinos se las ingeniaron para leer de
noche lo que el gobernador Tineo Rufo les prohibía leer de día; aquella
feroz historia, donde los persas y los judíos rivalizaban en atrocidad,
excitaba hasta la locura el nacionalismo de los zelotes. Finalmente el mismo
Tineo Rufo, hombre muy sensato y que no dejaba de sentir interés por las
fábulas y tradiciones de Israel, decidió hacer extensivas a la práctica judía
de la circuncisión las severas penalidades que yo había promulgado poco
antes contra la castración, que se referían sobre todo a las sevicias
perpetradas en jóvenes esclavos con fines de lucro o de libertinaje.
Confiaba así en suprimir uno de los signos por los cuales Israel pretende
distinguirse del resto del género humano. Por mi parte no alcancé a darme
cuenta del peligro de aquella medida, máxime cuando me había enterado de
que muchos judíos ilustrados y ricos que viven en Alejandría y Roma no
someten ya a sus hijos a una práctica que los vuelve ridículos en los baños
públicos y en los gimnasios, y que llegan incluso a disimular las marcas de
su propio cuerpo. Ignoraba hasta qué punto aquellos banqueros
coleccionistas de vasos mirrinos diferían de la verdadera Israel.
Ya lo he dicho: nada de todo eso era irreparable, pero sí lo eran el odio,
el desprecio recíproco, el rencor. En principio el judaísmo ocupa su lugar
entre las religiones del imperio; de hecho, Israel se niega desde hace siglos
a no ser sino un pueblo entre los pueblos, poseedor de un dios entre los
dioses. Los más salvajes dacios no ignoran que su Zalmoxis se llama Júpiter
en Roma; el Baal púnico del monte Casio ha sido identificado sin trabajo
con el Padre que sostiene en su mano a la Victoria, y del cual ha nacido la
Sabiduría; los egipcios, tan orgullosos sin embargo de sus fábulas diez
veces seculares, consienten ver en Osiris a un Baco cargado de atributos
fúnebres; el áspero Mitra se sabe hermano de Apolo. Ningún pueblo, salvo
Israel, tiene la arrogancia de encerrar toda la verdad en los estrechos límites
de una sola concepción divina, insultando así la multiplicidad del Dios que
todo lo contiene; ningún otro dios ha inspirado a sus adoradores el
desprecio y el odio hacia los que ruegan en altares diferentes. Por eso, más
que nunca, quería hacer de Jerusalén una ciudad como las demás, donde
diversas razas y diversos cultos pudieran existir pacíficamente; olvidaba
que en todo combate entre el fanatismo y el sentido común, pocas veces
logra este último imponerse. La apertura de las escuelas donde se
enseñaban las letras griegas escandalizó al clero de la antigua ciudad. El
rabino Josuá, hombre agradable e instruido con quien había yo hablado
muchas veces en Atenas, pero que buscaba hacerse perdonar su cultura
extranjera y sus relaciones con nosotros, ordenó a sus discípulos que sólo se
consagraran a aquellos estudios profanos si encontraban una hora que no
correspondiera ni al día ni a la noche, puesto que la Ley judía debía ser
estudiada noche y día. Ismael, miembro conspicuo del Sanedrín, y que
pasaba por aliado de la causa romana, dejó morir a su sobrino Ben-Dama
antes que aceptar los servicios del cirujano griego que le había enviado
Tineo Rufo. Mientras en Tíbur buscábamos aún los medios de conciliar las
voluntades sin dar la impresión de ceder a las exigencias de los fanáticos,
en Oriente ocurrió lo peor; una asonada de los zelotes tuvo éxito en
Jerusalén.
Un aventurero surgido de la hez del pueblo, un tal Simeón, que se hacía
llamar Bar-Koshba, Hijo de la Estrella, desempeñó en la revuelta el papel
de tea inflamada o de espejo incendiario. Sólo puedo juzgar a dicho Simeón
por lo que de él se decía; sólo lo vi una vez cara a cara, el día en que un
centurión me trajo su cabeza cortada. Pero estoy pronto a reconocerle esa
chispa genial que siempre se requiere para ascender tan pronto y tan alto en
los destinos públicos; nadie se impone en esa forma si no posee por lo
menos cierta habilidad. Los judíos moderados fueron los primeros en acusar
al pretendido Hijo de la Estrella de trapacería e impostura; por mi parte creo
que aquel espíritu inculto era de los que se dejan atrapar por sus propias
mentiras, y que el fanatismo corría en él parejo con la astucia. Simeón se
hizo pasar por el héroe que el pueblo judío espera desde hace siglos para
saciar sus ambiciones y sus odios; aquel demagogo se proclamó Mesías y el
rey de Israel. El viejo Akiba, que había perdido la cabeza, paseó al
aventurero por las calles de Jerusalén, llevando a su caballo de la rienda. El
sumo sacerdote Eleazar consagró nuevamente el templo, considerándolo
profanado por la entrada de visitantes incircuncisos; montones de armas,
enterradas desde hacía cerca de veinte años, fueron distribuidas a los
rebeldes por obra de los agentes del Hijo de la Estrella; lo mismo hicieron
con las armas defectuosas fabricadas intencionalmente por los obreros
judíos en nuestros arsenales, y que la intendencia había rechazado. Los
grupos zelotes atacaron las guarniciones romanas aisladas, matando a
nuestros soldados con refinamientos de crueldad que recordaban los peores
episodios de la sublevación judía en tiempos de Trajano. Jerusalén cayó
finalmente en manos de los insurgentes, y los barrios nuevos de Elia
Capitolina ardieron como una antorcha. Los primeros destacamentos de la
Vigésima Segunda Legión Dejotariana, enviada desde Egipto con toda
urgencia a las órdenes del legado de Siria, Publio Marcelo, fueron
derrotados por bandas diez veces superiores en número. La revuelta se
había convertido en guerra, una guerra inexpiable.
Dos legiones, la Segunda Fulminante y la Sexta, la Legión de Hierro,
reforzaron de inmediato los efectivos emplazados en Judea; Julio Severo,
que pacificara antaño las regiones montañosas del norte de Bretaña, tomó
meses más tarde el mando de las operaciones militares; traía consigo
algunos pequeños contingentes de auxiliares británicos acostumbrados a
combatir en terrenos difíciles. Nuestras tropas pesadamente equipadas,
nuestros oficiales habituados a la formación en cuadro o en falange de las
batallas en masa, se veían en dificultades para adaptarse a aquella guerra de
escaramuzas y sorpresas, que conservaba en campo raso los procedimientos
del motín. Simeón, gran hombre a su manera, había dividido a sus
partidarios en centenares de escuadrones apostados en las crestas
montañosas, emboscados en lo hondo de cavernas y canteras abandonadas,
ocultos entre los pobladores de los suburbios populosos. Severo no tardó en
comprender que aquel enemigo inasible podía ser exterminado pero no
vencido, y se resignó a una guerra de desgaste. Fanatizados o aterrorizados
por Simeón, los campesinos hicieron causa común con los zelotes; cada
roca se convirtió en un bastión, cada viñedo en una trinchera: las alquerías
debieron ser reducidas por hambre o tomadas por asalto. Sólo a comienzo
del tercer año fue reconquistada Jerusalén, luego de fracasar las últimas
tentativas de negociación; lo poco que se había salvado de la ciudad judía
después del incendio de Tito fue aniquilado. Severo decidió cerrar los ojos
por largo tiempo a la flagrante complicidad de las otras ciudades
importantes; convertidas en las últimas fortalezas del enemigo, fueron más
tarde atacadas y reconquistadas calle por calle y ruina por ruina. En
aquellos momentos difíciles mi lugar estaba en el campamento, en Judea.
Tenía la mayor confianza en mis dos tenientes, pero por eso mismo era
necesario que estuviera en el terreno para compartir la responsabilidad de
las decisiones, que todo hacía prever atroces. Al terminar el segundo verano
de la campaña inicié amargamente mis preparativos de viaje; Euforión
empaquetó una vez más el estuche que contenía mis útiles de tocador, algo
abollado por el uso, y que era obra de un artesano de Esmirna, la caja con
libros y cartas, la estatuilla de marfil del Genio Imperial y su lámpara de
plata; a comienzos del otoño desembarqué en Sidón.
El ejército es mi oficio más antiguo; jamás me he entregado de nuevo a
él sin que sus exigencias me fueran pagadas con ciertas compensaciones
interiores; no lamento haber pasado los dos últimos años de mi vida activa
compartiendo con las legiones la aspereza, la desolación de la campaña de
Palestina. Había vuelto a ser ese hombre vestido de cuero y de hierro que
dejaba de lado todo lo que no fuera inmediato, sostenido por las sencillas
rutinas de una vida dura, un poco más lento que antaño para montar o
desmontar, un poco más taciturno, quizá más sombrío, rodeado como
siempre (sólo los dioses saben por qué) de la devoción a la vez idólatra y
fraternal de la tropa. Durante aquella última permanencia en el ejército tuve
un encuentro inestimable: tomé como ayuda de campo a un joven tribuno
llamado Celer, a quien cobré mucho afecto. Tú lo conoces, pues no me ha
abandonado. Admiraba su hermoso rostro de Minerva con casco, pero en
ese afecto la parte de los sentidos fue todo lo pequeña que puede serlo en
esta vida. Te recomiendo a Celer; posee esas cualidades que convienen a un
oficial colocado en segundo plano, e incluso sus mismas virtudes le
impedirán pasar al primero. Una vez más, y en circunstancias algo
diferentes de las de antaño, había vuelto a encontrar a uno de esos seres
cuyo destino es consagrarse, amar y servir. Desde que lo conocí, Celer no
ha tenido jamás un pensamiento que no concerniera a mi bienestar o a mi
seguridad; aún sigo apoyándome en esos fuertes hombros.
En la primavera del tercer año de campaña, el ejército puso sitio a la
ciudadela de Bethar, nido de águilas donde Simeón y sus partidarios
resistieron más de un año a las lentas torturas del hambre, la sed y la
desesperación, y donde el Hijo de la Estrella vio perecer uno a uno a sus
fieles sin aceptar rendirse. Nuestro ejército sufría casi tanto como los
rebeldes, pues éstos, al retirarse, habían quemado los huertos, devastado los
campos, degollado el ganado, a la vez que contaminaban las cisternas
arrojando en ellas a nuestros muertos. Aquellos métodos salvajes resultaban
abominables aplicados a una tierra naturalmente árida, carcomida ya hasta
el hueso por largos siglos de locura y furor. El verano fue ardiente y
malsano; la fiebre y la disentería diezmaron nuestras tropas. Una admirable
disciplina seguía reinando en aquellas legiones obligadas simultáneamente
a la inacción y al estado de alerta; hostigado y enfermo, el ejército se
sostenía gracias a una especie de rabia silenciosa que se me había
comunicado. Mi cuerpo ya no soportaba como antes las fatigas de una
campaña, los días tórridos, las noches sofocantes o heladas, el áspero viento
y el polvo. Solía dejar en mi escudilla el tocino y las lentejas hervidas del
rancho común, y quedarme con hambre. Desde mucho antes del verano
venía arrastrando una tos maligna, y no era el único en sufrirla. En mi
correspondencia con el Senado suprimí la fórmula que encabeza
obligatoriamente los comunicados oficiales: El emperador y el ejército
están bien. Por el contrario, el emperador y el ejército estaban
peligrosamente fatigados. Por la noche, luego de la última conversación con
Severo, la última audiencia a los tránsfugas, el último correo de Roma, el
último mensaje de Publio Marcelo, encargado de limpiar los aledaños de
Jerusalén, Euforión medía parsimoniosamente el agua de mi baño en una
cuba de tela embreada. Me tendía en mi lecho; trataba de pensar.
No lo niego: la guerra de Judea era uno de mis fracasos. No tenía la
culpa de los crímenes de Simeón ni de la locura de Akiba, pero me
reprochaba haber estado ciego en Jerusalén, distraído en Alejandría,
impaciente en Roma. No había sabido encontrar las palabras capaces de
prevenir, o al menos retardar, aquella crisis de furor de un pueblo; no había
sabido ser lo bastante flexible o lo bastante firme a tiempo. Verdad es que
no teníamos razones para sentirnos inquietos, y mucho menos
desesperados; el error y las faltas recaían solamente en nuestras relaciones
con Israel; fuera de allí, en todas partes, cosechábamos en aquel tiempo de
crisis el fruto de dieciséis años de generosidad en el Oriente. Simeón había
creído poder contar con una rebelión del mundo árabe, semejante a la que
había marcado los últimos y sombríos años del reinado de Trajano; lo que
es más, se había atrevido a esperar ayuda de los partos. Su error le costaba
la muerte lenta en la ciudadela sitiada de Bethar; las tribus árabes no se
solidarizaban con las comunidades judías; los partos seguían fieles a los
tratados. Aun las sinagogas de las grandes ciudades sirias se mostraban
indecisas o tibias; las más entusiastas se contentaban con remitir algún
dinero a los zelotes. La población judía de Alejandría, tan turbulenta por lo
regular, manteníase en calma; el absceso judío se localizaba en la árida zona
que se tiende entre el Jordán y el mar; podíamos cauterizar o amputar sin
peligro ese dedo enfermo. Pero no obstante todo eso, y en cierto sentido, los
días nefastos precedentes a mi reinado parecían recomenzar. En aquellos
tiempos Quieto había incendiado Cirene, ejecutado a los notables de
Laodicea, reconquistado a Edesa en ruinas… El correo nocturno acababa de
informarme de que habíamos tomado posesión del montón de escombros
que yo llamaba Elia Capitolina y que los judíos seguían llamando Jerusalén;
acabábamos de incendiar Ascalón; había sido necesario ejecutar en masa a
los rebeldes de Gaza… Si dieciséis años de reinado de un príncipe
apasionado por la paz culminaban con la campaña de Palestina, las
perspectivas pacíficas del mundo del futuro no se presentaban muy
favorables.
Me incorporé apoyándome en el codo, incómodo en mi estrecha cama
de campaña. Verdad era que por lo menos algunos judíos habían escapado
al contagio de los zelotes; aún en Jerusalén los fariseos escupían al paso de
Akiba, tratando de viejo loco a ese fanático que reducía a la nada las sólidas
ventajas de la paz romana y gritándole que la hierba le crecería en la boca
antes de que se cumpliera en la tierra la victoria de Israel. Pero yo prefería a
los falsos profetas antes que a esos hombres amantes del orden que nos
despreciaban a todos y contaban con nosotros para proteger de las
exacciones de Simeón su dinero colocado en los bancos sirios y en sus
granjas de Galilea. Pensaba en los tránsfugas que pocas horas antes se
habían sentado bajo esta misma tienda, humildes, conciliadores y serviles,
pero arreglándose siempre para dar la espalda a la imagen de mi Genio.
Nuestro mejor agente, Elías Ben-Abayad, que nos servía de informante y de
espía, era justamente despreciado por ambos bandos; el más inteligente del
grupo tenía un espíritu liberal y un corazón enfermo, vivía desgarrado entre
su amor por su pueblo y su afición a nuestras letras y a nosotros; también él,
por lo demás, sólo pensaba en Israel. Josué Ben-Kisma, que predicaba la
pacificación, era una especie de Akiba más tímido o más hipócrita; en
cuanto al rabino Josuá, que había sido mucho tiempo mi consejero en
cuestiones judías, yo había advertido que por debajo de su flexibilidad y su
deseo de agradar se escondían diferencias irreconciliables, ese punto en el
que dos pensamientos de especie diferente sólo se encuentran para
combatirse. Nuestros territorios se extendían a lo largo de centenares de
leguas, millares de estadios, más allá de aquel seco horizonte de colinas,
pero la roca de Bethar era nuestra frontera. Podíamos aniquilar los macizos
muros de la ciudadela donde Simeón consumaba frenéticamente su suicidio,
pero no podíamos impedir que aquella raza siguiera diciéndonos no.
Zumbaba un mosquito; Euforión, que se estaba poniendo viejo, no había
cerrado del todo las finas cortinas de gasa; los libros, los mapas tirados por
tierra, se movían crujiendo a causa del viento que entraba bajo la tela de la
tienda. Sentándome en el lecho me calzaba los borceguíes, buscaba a tientas
mi túnica, mi cinturón y mi daga; salía luego a respirar el aire nocturno.
Recorría las grandes calles regulares del campamento, vacías a aquella hora
avanzada, iluminadas como las de las ciudades. Los soldados de facción me
saludaban solemnemente al verme pasar; mientras flanqueaba la barraca
que servía de hospital, respiraba el hedor de los enfermos de disentería. Me
acercaba al terraplén que nos separaba del precipicio y del enemigo. Un
centinela marchaba a largos pasos regulares por aquel camino de ronda y la
luna lo recortaba peligrosamente; en aquel ir y venir reconocía el
movimiento de un engranaje de la inmensa máquina cuyo eje era yo mismo.
Por un instante me emocionaba el espectáculo de aquella silueta solitaria,
de esa llama efímera ardiendo en el pecho de un hombre en medio de un
mundo de peligros. Silbaba una flecha, apenas más importuna que el
mosquito que me fastidiara en mi tienda; me acodaba a los sacos de arena
del parapeto.
Desde hace algunos años se supone que gozo de una extraña
clarividencia, que conozco sublimes secretos. Es un error, pues nada sé.
Pero no es menos cierto que en aquellas noches de Bethar vi pasar ante mis
ojos inquietantes fantasmas. Las perspectivas que se abrían al espíritu en lo
alto de las colinas desnudas eran menos majestuosas que las del Janículo,
menos doradas que las del Sunión; eran su reverso, su nadir. Me repetía que
era vano esperar para Atenas y para Roma esa eternidad que no ha sido
acordada a los hombres ni a las cosas, y que los más sabios de entre
nosotros niegan incluso a los dioses. Esas formas sapientes y complicadas
de la vida, esas civilizaciones satisfechas de sus refinamientos del arte y la
felicidad, esa libertad espiritual que se informa y que juzga, dependen de
probabilidades tan innumerables como raras, de condiciones casi imposibles
de reunir y cuya duración no cabe esperar. Destruiríamos a Simeón; Arriano
sabría proteger a Armenia de las invasiones alanas. Pero otras hordas
vendrían después, y otros falsos profetas. Nuestros débiles esfuerzos por
mejorar la condición humana serían proseguidos sin mayor entusiasmo por
nuestros sucesores; la semilla del error y la ruina, contenida hasta en el
bien, crecería en cambio monstruosamente a lo largo de los siglos. Cansado
de nosotros, el mundo se buscaría otros amos; lo que nos había parecido
sensato resultaría insípido, y abominable lo que considerábamos hermoso.
Como el iniciado en el culto de Mitra, la raza humana necesita quizás el
baño de sangre y el pasaje periódico por la fosa fúnebre. Veía volver los
códigos salvajes, los dioses implacables, el despotismo incontestado de los
príncipes bárbaros, el mundo fragmentado en naciones enemigas,
eternamente inseguras. Otros centinelas amenazados por las flechas irían y
vendrían por los caminos de ronda de las ciudades futuras; continuaría el
juego estúpido, obsceno y cruel, y la especie, envejecida, le incorporaría sin
duda nuevos refinamientos de horror. Nuestra época, cuyas insuficiencias y
taras conocía quizá mejor que nadie, llegaría a ser considerada por contraste
como una de las edades de oro de la humanidad.
Natura deficit, fortuna mutatur, deus omnia cernit. La naturaleza nos
traiciona, la fortuna cambia, un dios mira las cosas desde lo alto.
Atormentaba con los dedos el engarce de un anillo en el cual, cierto día de
amargura, había hecho grabar aquellas tristes palabras. Iba aún más allá en
el desencanto y quizás en la blasfemia, y terminaba por encontrar natural, si
no justo, que tuviéramos que perecer. Nuestra literatura se agota, nuestras
artes se adormecen; Pancratés no es Homero, Arriano no es Jenofonte;
cuando quise inmortalizar en la piedra la forma de Antínoo, no pude
encontrar un Praxiteles. Nuestras ciencias están detenidas desde los días de
Aristóteles y Arquímedes; los progresos técnicos no resistirían el desgaste
de una guerra prolongada; hasta los más voluptuosos de entre nosotros
sienten el hartazgo de la felicidad. Las costumbres menos rudas, el adelanto
de las ideas durante el último siglo, son obra de una íntima minoría de
gentes sensatas; la masa sigue siendo ignara, feroz cada vez que puede, en
todo caso egoísta y limitada; bien se puede apostar a que lo seguirá siendo
siempre. Demasiados procuradores y publicanos ávidos, senadores
desconfiados y centuriones brutales han comprometido por adelantado
nuestra obra; los imperios no tienen más tiempo que los hombres para
instruirse a la luz de sus faltas. Allí donde un sastre remendaría su tela,
donde un calculista hábil corregiría sus errores, donde el artista retocaría su
obra maestra todavía imperfecta, la naturaleza prefiere volver a empezar
desde la arcilla, desde el caos, y ese derroche es lo que llamamos el orden
de las cosas.
Levanté la cabeza y me moví para desentumecerme. En lo alto de la
ciudadela de Simeón nacían vagos resplandores que enrojecían el cielo,
manifestaciones inexplicables de la vida nocturna del enemigo. El viento
soplaba de Egipto; y una tromba de polvo pasaba como un espectro; los
perfiles aplastados de las colinas me recordaban la cadena arábiga a la luz
de la luna. Regresé lentamente, tapándome la boca con el borde de mi
manto, irritado conmigo mismo por haber consagrado la noche a hueras
meditaciones sobre el porvenir, cuando hubiera debido emplearla para
preparar la jornada siguiente, o para dormir. La caída de Roma, si es que
caía, era de la incumbencia de mis sucesores; en aquel año ochocientos
ochenta y siete de la era romana, mi tarea consistía en sofocar la revuelta en
Judea y devolver a la patria, sin demasiadas pérdidas, un ejército enfermo.
Al atravesar la explanada, resbalaba a veces en la sangre de un rebelde
ejecutado la víspera. Me acosté vestido; dos horas después me despertaron
las trompetas del alba.

Durante toda mi vida me había entendido muy bien con mi cuerpo,


contando implícitamente con su docilidad y con su fuerza. Aquella estrecha
alianza empezaba a disolverse; mi cuerpo dejaba de formar una sola cosa
con mi voluntad, con mi espíritu, con lo que torpemente me veo precisado a
llamar mi alma; el inteligente camarada de antaño ya no era mas que un
esclavo que pone mala cara al trabajo. Mi cuerpo me temía; continuamente
notaba en el pecho la oscura presencia del miedo, una opresión que no era
todavía dolor pero sí el primer paso hacia él. Desde mucho tiempo atrás
estaba acostumbrado al insomnio, pero ahora el sueño era aún peor que su
ausencia; apenas dormido, me despertaba horriblemente angustiado.
Padecía de dolores de cabeza que Hermógenes achacaba al clima caluroso y
al peso del casco. Por la noche, después de las prolongadas fatigas, me
sentaba como quien se desploma; levantarme para recibir a Rufo o a Severo
me demandaba un esfuerzo para el cual tenía que prepararme por
adelantado. Mis codos me pesaban en los brazos del asiento, y me
temblaban los muslos como los de un corredor exhausto. El menor gesto se
convertía en una fatiga, y de esas fatigas estaba hecha la vida.
Un accidente casi ridículo, una indisposición de niño, reveló la
enfermedad agazapada detrás de aquella fatiga atroz. Durante una reunión
del estado mayor tuve una hemorragia nasal de la que me preocupé muy
poco, pero que continuó durante la cena; en plena noche me desperté
bañado en sangre. Llamé a Celer, que dormía en la tienda vecina y que
avisó a su vez a Hermógenes; pero el horrible flujo tibio continuó. Las
manos diligentes del joven oficial enjugaban el liquido que me manchaba la
cara. Al amanecer fui presa de estremecimientos, como los condenados a
muerte que se abren las venas en el baño. Con ayuda de mantas y afusiones
hirvientes se buscó calentar en lo posible mi cuerpo que se helaba. Para
detener la hemorragia, Hermógenes había recetado la aplicación de nieve.
Como faltara en el campamento, Celer la hizo traer de las cimas del
Hermón a costa de mil dificultades. Supe más tarde que habían desesperado
de salvarme la vida; yo mismo me sentía retenido a su lado por un hilo
delgadísimo, imperceptible como el pulso demasiado rápido que
consternaba a mi médico. La inexplicable hemorragia acabó, sin embargo,
por detenerse. Abandoné el lecho y traté de someterme a la misma vida de
antes; no pude lograrlo. Una noche en que, apenas convaleciente, cometía la
imprudencia de hacer un breve paseo a caballo, recibí un segundo aviso,
más grave aún que el primero. Por espacio de un segundo sentí que los
latidos de mi corazón se precipitaban, y que disminuían luego cada vez más
hasta detenerse. Creí caer como una piedra en no sé qué pozo negro, que sin
duda es la muerte. Si lo era, se engañan los que la creen silenciosa; me sentí
arrastrado por cataratas, ensordecido como un buzo por el rugir de las
aguas. No alcancé el fondo; sofocándome, ascendí a la superficie. En aquel
instante que había creído el postrero, toda mi fuerza se concentró en mi
mano crispada sobre el brazo de Celer, que se hallaba a mi lado; más tarde
me hizo ver las huellas de mis dedos en su hombro. Pero aquella breve
agonía no puede explicarse; como todas las experiencias del cuerpo, es
indecible y mal que nos pese sigue siendo el secreto del hombre que la ha
vivido. Más tarde he pasado por crisis análogas pero jamás idénticas; sin
duda no se puede soportar dos veces semejante terror y semejante noche sin
perecer. Hermógenes acabó por diagnosticar un comienzo de hidropesía del
corazón; fue preciso aceptar las consignas que me imponía el mal,
convertido de pronto en mi amo, y consentir en una larga temporada de
inacción, ya que no de reposo, limitando por un tiempo las perspectivas de
mi vida a las dimensiones de un lecho. Me sentía como avergonzado de
aquella enfermedad interna, casi invisible, sin fiebre ni abscesos, sin dolores
de entrañas y cuyos síntomas son una respiración algo más forzada y la
marca lívida que deja en el pie hinchado la correa de la sandalia.
Un silencio extraordinario se hizo en torno a mi tienda; el entero
campamento de Berthar parecía haberse convertido en una cámara de
enfermo: el aceite aromático ardiendo a los pies de mi Genio adensaba aún
más el aire encerrado en esa jaula de tela; el ruido de forja de mis arterias
me hacía pensar vagamente en la isla de los Titanes al borde de la noche. En
otros momentos aquel ruido insoportable se convertía en un galope sobre
tierra blanda; mi espíritu, tan cuidadosamente contenido durante cerca de
cincuenta años, emprendía la fuga; un pesado cuerpo flotaba a la deriva: yo
aceptaba ser ese hombre fatigado que cuenta distraídamente las estrellas y
los rombos de su manta. Miraba, en la sombra, la mancha blanca de mi
busto; una cantilena en honor de Epona, diosa de los caballos, y que antaño
cantaba en voz baja mi nodriza española, mujer corpulenta y sombría que
parecía una Parca, remontaba del fondo de un abismo que tenía más de
medio siglo. Los días y las noches parecían medidos por las gotas de color
oscuro que Hermógenes contaba una a una sobre una taza de vidrio.
Por la noche reunía mis fuerzas para escuchar el informe de Rufo. La
guerra tocaba a su fin; Akiba, que desde el comienzo de las hostilidades
parecía haberse retirado de los negocios públicos, se consagraba a la
enseñanza del derecho rabínico en la pequeña ciudad de Usfa, en Galilea.
Sabíamos que su sala de conferencias era el centro de la resistencia de los
zelotes. Aquellas manos nonagenarias cifraban y transmitían mensajes
secretos a los secuaces de Simeón. Fue preciso emplear la fuerza para que
los estudiantes fanatizados que rodeaban al anciano volvieran a sus hogares.
Después de mucha vacilación, Rufo se decidió a prohibir por sedicioso el
estudio de la ley judía. Días después Akiba desobedeció el decreto; fue
arrestado y ejecutado. Nueve doctores de la ley, que formaban el alma del
partido zelote, perecieron con él. Yo había aprobado aquellas medidas con
un movimiento de cabeza. Akiba y sus fieles murieron persuadidos hasta el
fin de ser los únicos inocentes y los únicos justos. Ninguno de ellos soñó
siquiera en aceptar su parte de responsabilidad en las desgracias que
agobiaban a su pueblo. Gentes así serían envidiables si se pudiera envidiar a
los ciegos. No niego a aquellos diez desaforados el título de héroes; de
todas maneras no eran gentes sensatas.
Tres meses después, una fría mañana de febrero, subí a sentarme en lo
alto de una colina, contra el tronco de una higuera pelada, para asistir al
asalto que precedió por pocas horas a la capitulación de Bethar. Vi asomar
uno a uno los últimos defensores de la fortaleza, lívidos, descarnados,
horribles y sin embargo bellos como todo lo indomable. A fines de ese
mismo mes me hice llevar hasta un sitio conocido por el pozo de Jacob,
donde los rebeldes apresados con las armas en la mano en las
aglomeraciones urbanas habían sido concentrados y vendidos al mejor
postor. Había allí niños de rostro burlón, ferozmente deformados ya por
convicciones implacables, que se jactaban en voz alta de haber causado la
muerte de decenas de legionarios, ancianos sumidos en un ensueño de
sonámbulos, matronas de carnes fofas, y otras solemnes y sombrías como la
Gran Madre de los cultos orientales. Todos ellos desfilaron bajo la fría
mirada de los mercaderes de esclavos; aquella multitud pasó delante de mí
como una nube de polvo. Josué Ben-Kisma, jefe de los supuestos
moderados, que había fracasado lamentablemente en su papel de
pacificador, murió por aquellos días luego de una larga enfermedad;
sucumbió haciendo votos por la continuación de la guerra y el triunfo de los
partos sobre nosotros. Por otra parte los judíos cristianizados, a quienes no
habíamos molestado y que guardan rencor al resto del pueblo judío por
haber perseguido a su profeta, vieron en nosotros el instrumento de la cólera
divina. La larga serie de los delirios y los malentendidos continuaba.
Una inscripción emplazada en el lugar donde se había levantado
Jerusalén prohibió bajo pena de muerte a los judíos que volvieran a
instalarse en aquel montón de escombros; reproducía palabra por palabra la
frase inscrita antaño en el portal del templo, por la cual se prohibía la
entrada a los incircuncisos. Un día por año, el nueve del mes de Ab, los
judíos tienen derecho a congregarse para llorar ante un muro en ruinas. Los
más piadosos se negaron a abandonar su tierra natal y se establecieron lo
mejor posible en las regiones poco devastadas por la guerra; los más
fanáticos pasaron a territorio parto, mientras otros se encaminaban a
Antioquía, a Alejandría y a Pérgamo; los más inteligentes se marcharon a
Roma y allí prosperaron. Judea fue borrada del mapa y recibió, conforme a
mis órdenes, el nombre de Palestina. Durante los cuatro años de guerra,
cincuenta fortalezas y más de novecientas ciudades y aldeas habían sido
saqueadas y destruidas; el enemigo había perdido casi seiscientos mil
hombres; los combates, las fiebres endémicas y las epidemias nos costaban
cerca de noventa mil. La reconstrucción del país siguió inmediatamente a la
terminación de la guerra; Elia Capitolina fue erigida otra vez aunque en
escala más modesta; siempre hay que volver a empezar.
Descansé algún tiempo en Sidón, donde un comerciante griego me
prestó su casa y sus jardines. En marzo, los patios interiores estaban ya
tapizados de rosas. Había recobrado las fuerzas y descubría sorprendentes
posibilidades en mi cuerpo, tan postrado al comienzo por la violencia de
aquella primera crisis. Nada se habrá comprendido de la enfermedad en
tanto que no se reconozca su extraña semejanza con la guerra y el amor, sus
compromisos, sus fintas, sus exigencias, esa amalgama tan extraña como
única producida por la mezcla de un temperamento y un mal. Me sentía
mejor, pero para ganar en astucia a mi cuerpo, para imponerle mi voluntad o
ceder prudentemente a la suya, ponía tanto arte como el que aplicara antaño
a ampliar y a ordenar mi universo, para construir mi propia persona y
embellecer mi vida. Volví con moderación a los ejercicios del gimnasio; mi
médico había cesado de prohibirme montar a caballo, pero sólo lo empleaba
como medio de transporte, renunciando a los peligrosos volteos de otros
tiempos. En todo trabajo y en todo placer, ni el uno ni el otro eran ya lo
esencial; mi mayor cuidado consistía en no fatigarme demasiado con ellos.
Mis amigos se maravillaban de un restablecimiento al parecer tan completo;
se esforzaban por creer que la enfermedad se había debido tan sólo a los
excesivos esfuerzos de aquellos años de guerra y que no se repetiría. Yo
pensaba de otra manera, me acordaba de los grandes pinos de las florestas
de Bitinia, que el leñador marca con una muesca al pasar, a fin de volver y
derribarlos al año siguiente. Finalizaba la primavera cuando me embarqué
rumbo a Italia en uno de los navíos de alto bordo de la flota; llevaba
conmigo a Celer, que me era indispensable, y a Diótimo de Gadara,
hermoso joven griego de origen servil, que había conocido en Sidón. La
ruta del retorno atravesaba el archipiélago; por última vez en mi vida, sin
duda asistía a los saltos de los delfines en las aguas azules; observaba, sin
pensar demasiado en los posibles presagios, el largo vuelo regular de los
pájaros migratorios, que a veces vienen a descansar amistosamente sobre el
puente del navío; saboreaba el olor de sal y de sol en la piel humana, el
perfume de lentisco y terebinto de las islas donde quisiera uno vivir y donde
sabe por adelantado que no habrá de detenerse. Diótimo ha recibido esa
acabada instrucción literaria que suele impartirse, para acrecer su valor, a
los jóvenes esclavos que se distinguen por su belleza física. A la hora del
crepúsculo, acostado en la popa bajo una pequeña tienda de púrpura, lo
escuchaba leer a los poetas de su país, hasta que la noche borraba tanto las
líneas que describen la trágica incertidumbre de la vida humana como las
que hablan de palomas, coronas de rosas y bocas besadas. Un aliento
húmedo ascendía del mar; las estrellas subían una a una al lugar que les está
asignado; balanceado por el viento, el navío corría hacia el oeste rasgado
por una última franja roja; una estela fosforescente se tendía tras de
nosotros, muy pronto cubierta por la masa negra de las olas. Y pensaba que
sólo dos asuntos importantes me esperaban en Roma. Uno era la elección de
mi sucesor, que concernía al imperio entero; la otra era mi muerte, que sólo
me concernía a mí.

Roma me había preparado un triunfo, que esta vez acepté. Ya no luchaba


contra costumbres al mismo tiempo venerables y vanas; todo lo que saca a
luz el esfuerzo del hombre, aunque sea por un día, me parece saludable en
un mundo tan dispuesto al olvido. No se trataba tan sólo de la represión de
la revuelta judía; en un sentido más hondo, y que sólo yo conocía, había
triunfado. Asocié a los honores el nombre de Arriano, quien acababa de
infligir a las hordas alanas una serie de derrotas que por largo tiempo las
contendrían en aquel oscuro rincón asiático del cual habían creído salir.
Armenia estaba a salvo; el lector de Jenofonte se revelaba su émulo; aún no
se había acabado esa raza de hombres de letras capaces de comandar y
combatir cuando es necesario. Aquella noche, de regreso en mi casa de
Tíbur, sentí mi corazón cansado pero sereno en el momento de recibir de
manos de Diótimo el vino y el incienso del sacrificio cotidiano a mi Genio.
Simple particular, había empezado a comprar y a reunir aquellas tierras
tendidas al pie de los contrafuertes del Soracto, al borde de las fuentes, con
el paciente encarnizamiento de un campesino que completa su viñedo. Entre
dos jiras imperiales, había sentado mis reales en los bosquecillos entregados
ya a los albañiles y arquitectos, y cuya conservación me pedía
piadosamente un adolescente imbuido de todas las supersticiones asiáticas.
Al volver de mi largo viaje por el Oriente, había tratado de completar casi
frenéticamente aquel inmenso decorado de una obra terminada ya en sus
tres cuartas partes. Ahora retornaba a él para acabar allí mis días de la
manera más decorosa posible. Todo estaba ordenado para facilitar tanto el
trabajo como el placer: la cancillería, las salas de audiencias, el tribunal
donde juzgaba en última instancia los procesos difíciles, me evitaban los
fatigosos viajes entre Tíbur y Roma. Aquellos edificios tenían nombres que
evocaban a Grecia: el Pecilo, la Academia, el Pritaneo. Sabía de sobra que
el pequeño valle plantado de olivos no era el de Tempe, pero llegaba a la
edad en que cada lugar hermoso nos recuerda otro aún más bello, donde
cada delicia se carga con el recuerdo de las delicias pasadas. Aceptaba
entregarme a esa nostalgia que llamamos melancolía del deseo. Había
llegado a llamar Estigia a un rincón del parque especialmente sombrío, y
Campos Elíseos a una pradera sembrada de anémonas; me preparaba así a
ese otro mundo cuyos tormentos se parecen a los del nuestro, pero cuyas
nebulosas alegrías no pueden compararse con las de la tierra. Lo que es
más, había hecho construir en lo hondo de aquel retiro un refugio aún más
aislado, un islote de mármol en medio de un estanque rodeado de
columnatas, una cámara secreta que comunicaba con la orilla —o más bien
se aislaba de ella— gracias a un liviano puentecillo giratorio que me basta
tocar con una mano para que se deslice en sus ranuras. Mandé llevar a ese
pabellón dos o tres estatuas amadas, y la pequeña imagen de Augusto niño
que Suetonio me había regalado en los días de nuestra amistad. Iba allí a la
hora de la siesta para dormir, soñar y leer. Tendido en el umbral, mi perro
estiraba sus patas rígidas; un reflejo jugaba en el mármol; Diótimo apoyaba
la mejilla en el liso flanco de un tazón de fuente para refrescarse. Yo
pensaba en mi sucesor.
No tengo hijos, y no lo lamento. Verdad es que en esas horas de
cansancio y debilidad en que uno reniega de sí mismo, me he reprochado a
veces no haberme tomado el trabajo de engendrar un hijo que me hubiera
sucedido. Pero esa vana nostalgia descansa en dos hipótesis igualmente
dudosas: la de que un hijo nos sucede necesariamente y la de que esa
extraña mezcla de bien y de mal, esa masa de particularidades ínfimas y
extrañas que constituyen una persona, merezca tener sucesión. He empleado
lo mejor posible mis virtudes, he sacado partido de mis vicios, pero no
tengo especial interés en legarme a alguien. No, no es la sangre lo que
establece la verdadera continuidad humana: el heredero directo de
Alejandro es César, no el débil infante nacido de una princesa persa en una
ciudadela del Asia; Epaminondas, al morir sin posteridad, se jactaba con
razón de que sus victorias fueran sus hijas. La mayoría de los hombres
notables de la historia tuvieron descendientes mediocres, por no decir peor,
dando la impresión de que habían agotado en sí mismos los recursos de una
raza. La ternura del padre se halla casi siempre en conflicto con los
intereses del jefe. Y si no fuera así, el hijo del emperador tendría que sufrir
además las desventajas de una educación de príncipe, la peor de todas para
un futuro monarca. Afortunadamente, en la medida en que nuestro Estado
ha sabido crearse una regla para la sucesión imperial, ésta se determina por
la adopción; reconozco en ella la sabiduría de Roma. Conozco los peligros
de la elección y sus posibles errores; no ignoro que la ceguera no es
privativa de los afectos paternales; pero una decisión presidida por la
inteligencia, o en la cual ésta toma por lo menos parte, me parecerá siempre
infinitamente superior a las oscuras voluntades del azar y de la ciega
naturaleza. El imperio debe pasar al más digno; bello es que un hombre que
ha probado su competencia en el manejo de los negocios mundiales elija su
reemplazante, y que una decisión de tan profundas consecuencias sea al
mismo tiempo su último privilegio y su último servicio al Estado. Pero tan
importante elección se me antoja más difícil que nunca.
Amargamente había reprochado a Trajano que vacilara durante veinte
años antes de resolverse a adoptarme, y que sólo lo hiciera en su lecho de
muerte. Pero ya habían transcurrido cerca de dieciocho años desde mi
llegada al poder, y a pesar de los riesgos de una vida aventurera, también yo
había aplazado para más tarde la elección de un sucesor. Circulaban mil
rumores, casi todos ellos falsos; se habían aventurado mil hipótesis, pero lo
que tomaban por mi secreto no era más que mi vacilación y mi duda.
Cuando miraba en torno veía que los funcionarios honrados abundaban,
pero ninguno tenía la envergadura necesaria. Cuarenta años de integridad
abonaban en favor de Marcio Turbo, mi querido camarada de antaño, mi
incomparable prefecto del pretorio, pero Marcio tenía mi edad, era
demasiado viejo. Julio Severo, excelente general y buen administrador de
Bretaña, no entendía gran cosa de los complejos asuntos de Oriente;
Arriano había dado pruebas de todas las cualidades que se exigen a un
estadista, pero era griego, y aún no ha llegado el tiempo de imponer un
emperador griego a los prejuicios de Roma.
Serviano vivía aún; su longevidad daba la impresión de un largo
cálculo, de una forma obstinada de la espera. Hacía sesenta años que
esperaba. En tiempos de Nerva, la adopción de Trajano lo había alentado y
decepcionado a la vez. Había esperado algo mejor, pero el arribo al poder
de aquel primo ocupado continuamente en el ejército parecía asegurarle por
lo menos una situación importante en el plano civil, y quizás el segundo
lugar. También en eso se engañaba, pues apenas logró una magra porción de
honores. Seguía esperando, en la época en que encargó a sus esclavos que
me atacaran en un bosque de álamos a orillas del Mosela; el duelo a muerte
entablado aquella mañana entre el joven y el quincuagenario duraba desde
hacía veinte años. Serviano había predispuesto a Trajano contra mí,
exagerando mis desvíos y aprovechando mis más mínimos errores.
Semejante enemigo acaba por ser un excelente profesor de prudencia;
después de todo Serviano me había enseñado muchísimo. Cuando asumí el
poder mostró suficiente finura como para dar la impresión de que aceptaba
lo inevitable; se había lavado las manos en la conjuración de los cuatro
tenientes imperiales, y yo había preferido no reparar en las salpicaduras de
aquellos dedos todavía sucios. Por su parte habíase contentado con protestar
en voz baja y escandalizarse a puertas cerradas. Sostenido en el Senado por
el pequeño y poderoso partido de los conservadores inamovibles, a quienes
mis reformas incomodaban, vivía cómodamente instalado en ese papel de
crítico silencioso del reinado. Poco a poco me había malquistado con mi
hermana Paulina. De ella sólo había tenido una hija, casada con un tal
Salinator, hombre de noble cuna y a quien exalté a la dignidad consular,
pero que murió joven de resultas de la tisis. Fusco, su único hijo, fue
educado por su pernicioso abuelo en el odio hacia mi persona. Pero entre
nosotros el odio conservaba el decoro; no negué a Serviano su parte en las
funciones públicas, aunque evitaba figurar a su lado en las ceremonias
donde su avanzada edad le hubiera valido un lugar de mayor privilegio que
el del emperador. Cada vez que volvía a Roma aceptaba concurrir a una de
esas comidas de familia en la que todos se mantienen a la defensiva;
cambiábamos correspondencia y sus cartas no carecían de ingenio. Pero a la
larga toda esa insípida impostura había terminado por repugnarme. La
posibilidad de quitarse la máscara en todas las ocasiones es una de las raras
ventajas que reconozco a la vejez; valiéndome de ella, me negué a asistir a
los funerales de Paulina. En el campamento de Bethar, en las peores horas
de miseria física y de desaliento, la suprema amargura había sido la de
pensar que Serviano alcanzaría su objeto, y que lo alcanzaría por mi culpa.
Aquel octogenario tan parsimonioso con sus fuerzas se las arreglaría para
sobrevivir a un enfermo de cincuenta y siete años. Si yo moría intestado,
sabría conseguir a la vez los sufragios de los descontentos y la aprobación
de quienes pensarían seguir siéndome fieles al elegir a mi cuñado. Su
mínimo parentesco le serviría para echar abajo mi obra. Me decía, tratando
de calmarme, que el imperio podía encontrar amos peores; después de todo
Serviano tenía sus virtudes y hasta el torpe Fusco sería quizá digno de
reinar algún día. Pero todo lo que me quedaba de energía se rebelaba contra
esa mentira y deseaba seguir viviendo para aplastar a aquella víbora.
En Roma volví a encontrarme con Lucio. En otros tiempos había
contraído con él ciertos compromisos, de esos que nadie se preocupa de
cumplir pero que yo había recordado. Verdad es, por lo demás, que jamás le
prometí la púrpura imperial; no se hacen cosas así. Pero durante quince
años había pagado sus deudas, sofocado los escándalos y nunca dejé de
contestar sus cartas, que eran deliciosas pero que terminaban siempre con
pedidos de dinero para él o de ascensos para sus protegidos. Demasiado
unido a mi vida estaba para que pudiera excluirlo de ella si se me antojaba,
pero lejos me hallaba de querer tal cosa. Su conversación era deslumbrante;
aquel joven a quien muchos consideraban trivial, había leído más y mejor
que los literatos profesionales. Tenía el más exquisito gusto para todas las
cosas; se tratara de personas, objetos, usos, o de la manera más justa de
escandir un verso griego. En el Senado, donde tenía fama de hábil, había
logrado celebridad como orador; sus discursos, concisos y ornados a la vez,
servían de flamantes modelos a los profesores de elocuencia. Lo hice
nombrar pretor, y más tarde cónsul, funciones que cumplió
satisfactoriamente. Algunos años atrás lo había casado con la hija de
Nigrino, uno de los tenientes imperiales ejecutados al comienzo de mi
reino; aquella unión pasó a ser el emblema de mi política de pacificación.
El matrimonio no fue muy feliz; la joven esposa se quejaba del abandono de
Lucio, de quien tenía sin embargo tres hijos, uno de ellos varón. A sus
quejas casi continuas, Lucio respondía con helada cortesía que uno se casa
por su familia y no por sí mismo, y que un contrato tan grave no se aviene
con los despreocupados juegos del amor. Su complicado sistema requería
hermosas amantes para el espectáculo, y fáciles esclavos para la
voluptuosidad. Se estaba matando a fuerza de placer, pero como un artista
se mata realizando una obra de arte; y no soy yo quien he de reprochárselo.
Lo miraba vivir. Mi opinión sobre él se modificaba de continuo, cosa
que sólo sucede con aquellos seres que nos tocan de cerca; a los demás nos
contentamos con juzgarlos en general y de una vez por todas. A veces me
inquietaba alguna estudiada insolencia, una dureza, una palabra fríamente
frívola; pero casi siempre me dejaba arrastrar por aquel ingenio rápido y
ligero, en el que una observación acerada permitía presentir bruscamente al
estadista futuro. Hablaba de él a Marcio Turbo, quien una vez terminada su
fatigosa jornada de prefecto del pretorio venía todas las noches a charlar
sobre las cuestiones del momento y a jugar conmigo una partida de dados;
juntos volvíamos a examinar minuciosamente las posibilidades que tenía
Lucio de cumplir adecuadamente una carrera de emperador. Mis amigos se
asombraban de mis escrúpulos, algunos encogiéndose de hombros, me
aconsejaban tomar el partido que más me agradara; gentes así se imaginan
que uno puede legar la mitad del mundo como si dejara una casa de campo.
Durante la noche volvía a pensar en el asunto. Lucio tenía apenas treinta
años. ¿Qué era César a los treinta años sino un hijo de buena familia,
cubierto de deudas y manchado de escándalos? Como en los negros días de
Antioquía, antes de ser adoptado por Trajano, pensaba con el corazón
oprimido que nada es más lento que el verdadero nacimiento de un hombre;
yo mismo había pasado los treinta años cuando la campaña de Panonia me
abrió los ojos sobre las responsabilidades del porvenir; y a veces me parecía
que Lucio era un hombre más cumplido que yo a esa edad.
A raíz de una crisis de sofocación más grave que las anteriores —aviso
de que ya no había tiempo que perder— me decidí bruscamente y adopté a
Lucio, quien tomó el nombre de Elio César. Su ambición era negligente;
exigía sin avidez, habituado desde siempre a conseguirlo todo; por ello
recibió con la mayor desenvoltura mi decisión. Cometí la imprudencia de
decir que aquel príncipe rubio sería admirablemente hermoso vestido de
púrpura; los maldicientes se apresuraron a sostener que yo pagaba con un
imperio la voluptuosa intimidad de otrora. Aquello equivalía a no
comprender la forma en que piensa un jefe, por poco que merezca su título
y su puesto. Si consideraciones de esa especie hubieran desempeñado algún
papel en la adopción, Lucio no era el único en quien podría haber fijado mi
atención.
Mi mujer acababa de morir en su residencia del Palatino, que seguía
prefiriendo a Tíbur y donde había vivido rodeada de una pequeña corte de
amigos y parientes españoles, únicos que contaban para ella. Las
consideraciones, las cortesías, las débiles tentativas de entendimiento
habían cesado poco a poco entre nosotros, dejando al desnudo la irritación,
el rencor y, por parte de ella, el odio. Fui a visitarla en sus últimos tiempos:
la enfermedad había agriado aún más su carácter áspero y melancólico; la
entrevista le dio ocasión de proferir violentas recriminaciones que la
aliviaron y que tuvo la indiscreción de hacer ante testigos. Se felicitaba de
morir sin hijos; pues mis hijos se hubieran parecido a mí y ella les hubiera
mostrado la misma aversión que a su padre. Aquella frase en la que supura
tanto rencor fue la única prueba de amor que me haya dado Sabina. A su
muerte removí esos recuerdos tolerables que siempre deja algún ser cuando
nos tomamos el trabajo de buscarlos; rememoraba una cesta de frutas que
me enviara para mi cumpleaños, después de una querella; mientras pasaba
en litera por las estrechas calles del municipio de Tíbur, frente a la modesta
casa que había pertenecido a mi suegra Matidia evocaba con amargura
algunas noches de un lejano estío, cuando vanamente había tratado de hallar
placer junto a aquella joven esposa fría y dura. La muerte de mi mujer me
conmovía menos que la de la buena Areté, intendenta de la Villa, a quien un
acceso de fiebre arrebató ese mismo invierno. Como la letal enfermedad de
la emperatriz, que los médicos no habían sido capaces de diagnosticar, le
produjera hacia el fin atroces dolores de entrañas, se me acusó de haber
empleado el veneno y aquel rumor insensato halló fácil crédito. De más está
decir que un crimen tan superfluo no me había tentado nunca.
Quizá la muerte de mi mujer impulsó a Serviano a jugar el todo por el
todo. La influencia que tenía Sabina en Roma favorecía su causa; con ella
se derrumbaba uno de sus sostenes más respetables. Por otra parte Serviano
acababa de cumplir noventa años, y tampoco él tenía tiempo que perder.
Llevaba varios meses tratando de atraerse a pequeños grupos de oficiales de
la guardia pretoriana; su atrevimiento llegó al punto de explotar el respeto
supersticioso que inspira la edad avanzada, y hacerse tratar como
emperador a puertas cerradas. Poco tiempo antes había yo reforzado la
policía secreta militar, institución que me parece repugnante pero que en
esta oportunidad probó su utilidad. Nada ignoraba de aquellos conciliábulos
que parecían tan secretos, y en los cuales Serviano enseñaba a su nieto el
arte de las conspiraciones. La adopción de Lucio no sorprendió al anciano,
pues hacía mucho que tomaba mi incertidumbre por una decisión
hábilmente disimulada, pero aprovechó para obrar el momento en que el
acta de adopción era todavía materia de controversias en Roma. Su
secretario Crescencio, cansado de cuarenta años de fidelidad mal retribuida,
delató el proyecto, la fecha y el lugar de ejecución, y el nombre de los
cómplices. Mis enemigos no habían desplegado mayor imaginación: se
limitaban a copiar el atentado concebido en otros tiempos por Nigrino y
Quieto. Debían matarme durante una ceremonia religiosa en el Capitolio;
mi hijo adoptivo caería conmigo.
Aquella misma noche tomé mis precauciones. Nuestro enemigo había
vivido demasiado, y yo quería dejar a Lucio una herencia libre de peligros.
Alrededor de la duodécima hora, en un frío amanecer de febrero, un tribuno
portador de la sentencia de muerte de Serviano y de su nieto se presentó en
casa de mi cuñado; tenía la consigna de esperar en el vestíbulo hasta que la
orden que llevaba fuese cumplida. Serviano mandó llamar a su médico y
todo transcurrió decorosamente. Antes de morir, me deseó que expirara
lentamente, atormentado por un mal incurable, sin gozar como él del
privilegio de una breve agonía. Sus votos ya se han cumplido.
No había ordenado con alegría aquella doble ejecución, pero más tarde
no sentí la menor lástima ni el menor remordimiento. Una vieja cuenta
quedaba liquidada; eso era todo. Jamás he creído que la edad sea una
excusa para la malignidad humana; antes bien, me parece una circunstancia
agravante. La sentencia de Akiba y sus acólitos me había hecho vacilar
mucho más; viejo por viejo, prefería el fanático al conspirador. En cuanto a
Fusco, por mediocre que fuera y por más que su odioso abuelo lo hubiera
prevenido contra mí, era el nieto de Paulina. Pero por más que se diga, los
lazos de la sangre son harto débiles cuando no los refuerza el afecto; basta
ver lo que ocurre entre las gentes cada vez que hay una herencia en litigio.
Más lástima me daba la juventud de Fusco, que apenas tenía dieciocho
años, pero el interés del Estado exigía ese desenlace que el viejo Serviano,
se diría que con placer, había vuelto inevitable. Y yo me sentía demasiado
próximo a mi propia muerte para ponerme a meditar sobre ese doble fin.
Durante algunos días Marcio Turbo redobló la vigilancia; los amigos de
Serviano hubieran podido vengarlo. Pero nada ocurrió, ni atentado, ni
sedición, ni protestas. Yo no era el recién llegado que busca atraerse la
opinión pública luego de la ejecución de cuatro tenientes imperiales;
diecinueve años de justicia decidían a mi favor. Mis enemigos eran
execrados en masa, y la multitud aprobó que me hubiera desembarazado de
un traidor. Lamentaron la muerte de Fusco, sin considerarlo por ello
inocente. Sé que el Senado no me perdonaba haber fulminado una vez más
a uno de sus miembros; pero callaba, y callaría hasta mi muerte. Al igual
que antaño, una dosis de clemencia no tardó en mitigar la dosis de rigor:
ninguno de los partidarios de Serviano fue molestado. Esta regla tuvo una
sola excepción: el eminente Apolodoro, bilioso depositario de los secretos
de mi cuñado, y que pereció con él. Hombre de talento, había sido el
arquitecto favorito de mi predecesor y a él se debía la erección de la
Columna Trajana. Entre nosotros no existía el menor afecto; en un tiempo
se había burlado de mis torpes trabajos de aficionado, mis aplicadas
naturalezas muertas con calabazas y zapallos. Por mi parte había criticado
sus obras con presunción de muchacho. A su tiempo Apolodoro denigró las
mías, pues todo lo ignoraba de las grandes épocas del arte griego; aquel
lógico al ras del suelo me reprochaba haber poblado nuestros templos con
estatuas tan colosales que, de levantarse, romperían con la frente la bóveda
de sus santuarios; crítica estúpida, que ofende a Fidias más que a mí. Pero
los dioses no se levantan; no se levantan para prevenirnos, ni para
protegernos, ni para recompensarnos, ni para castigarnos. No se levantaron
aquella noche para salvar a Apolodoro.

Al llegar la primavera, la salud de Lucio empezó a preocuparme seriamente.


Una mañana, en Tíbur, fuimos después del baño a la palestra donde Celer se
ejercitaba en compañía de otros jóvenes. Alguien propuso disputar una de
esas pruebas en la que cada participante corre armado de un escudo y una
pica. Lucio se hizo a un lado como de costumbre, pero acabó por ceder a
nuestras bromas amistosas. Mientras se equipaba, quejóse del peso del
escudo; comparado con la sólida belleza de Celer, aquel esbelto cuerpo
parecía frágil. Al cabo de unas pocas vueltas se detuvo privado de aliento y
se desplomó vomitando sangre. El accidente no tuvo consecuencias, y
Lucio se repuso pronto: Yo me había alarmado mucho; hubiera debido
tranquilizarme menos rápidamente. A los primeros síntomas de la
enfermedad de Lucio opuse la obtusa confianza de un hombre robusto, su
implícita fe en las inagotables reservas de la juventud, en el excelente
funcionamiento del cuerpo. También él se engañaba; lo sostenía un liviano
ardor, y su vivacidad lo inducía a las mismas ilusiones que a nosotros. Mis
mejores años habían transcurrido viajando, en los campamentos y las
vanguardias; había apreciado personalmente las virtudes de una vida ruda,
el efecto salubre de las regiones secas o heladas. Decidí nombrar a Lucio
gobernador de aquella misma Panonia donde había hecho mi primera
experiencia de jefe. La situación en esa frontera no tenía la gravedad de
otrora; su tarea se limitaría a los sosegados trabajos del administrador civil
o a inspecciones militares sin peligro. Pero aquel país lleno de dificultades
lo curaría de la molicie romana; aprendería a conocer mejor el inmenso
mundo que Roma gobierna y del cual depende. Lucio temía los climas
bárbaros y no comprendía que pudiera gozarse de la vida en otro lugar que
en Roma. Aceptó, sin embargo, con la habitual complacencia que
demostraba toda vez que trataba de serme grato.
Durante el verano leí atentamente sus informes oficiales, así como otros
secretos que me enviaba Domicio Rogato, hombre de confianza que había
puesto junto a Lucio en calidad de secretario con el encargo de vigilarlo.
Quedé satisfecho: Lucio demostró en Panonia esa seriedad que yo le exigía
y que quizá hubiera perdido después de mi muerte. Por otra parte se
condujo brillantemente en una serie de combates de caballería en los
puestos avanzados. En la provincia, como en todas partes, su encanto no
tardaba en imponerse, y su sequedad un poco mordiente no le perjudicaba;
por lo menos no sería uno de esos príncipes bonachones que se dejan
gobernar por una camarilla. A comienzos del otoño atrapó un enfriamiento.
Pareció curarse en seguida, pero la tos no tardó en reaparecer; la fiebre
persistía, hasta no abandonarlo más. A una mejoría pasajera siguió una
grave recaída en la primavera siguiente. Los boletines de los médicos me
aterraron; el correo público que acababa de establecer, con sus postas de
caballos y vehículos a lo largo de inmensos territorios, parecía funcionar tan
sólo para traerme lo más rápidamente posible, todas las mañanas, noticias
del enfermo. No me perdonaba haberme mostrado inhumano con él por
temor de ser o parecer demasiado indulgente. Tan pronto estuvo lo bastante
repuesto como para soportar el viaje, lo hice volver a Italia.
Acompañado por el viejo Rufo de Éfeso, especialista en tisis, fui
personalmente a esperar al puerto de Bayas a mi frágil Elio César. Aunque
el clima de Tíbur es mejor que el de Roma, no se presta sin embargo para
las enfermedades pulmonares, por lo cual había resuelto hacerle pasar el
otoño en esa región más favorable. El navío fondeó en pleno golfo; una
pequeña embarcación trajo a tierra al enfermo y a su médico. Su rostro
torturado parecía aún más flaco bajo la corta barba que le cubría las mejillas
y que se dejaba para asemejarse a mí. Pero sus ojos habían conservado el
duro brillo de las piedras preciosas. Su primera palabra fue para recordarme
que sólo había vuelto obedeciendo a mis órdenes; su administración había
sido irreprochable y me había obedecido en todo. Se portaba como un
colegial que justifica el empleo del día. Lo instalé en la misma villa de
Cicerón donde antaño, cuando tenía dieciocho años, había pasado conmigo
una temporada; tuvo la elegancia de no referirse jamás a aquellos tiempos.
Los primeros días me dieron la impresión de una victoria sobre la
enfermedad. En sí misma, la vuelta a Italia valía por un remedio; el país era
de color púrpura y rosa en aquel momento del año. Pero vinieron las lluvias,
y un viento húmedo sopló desde el mar gris; la vieja casa, construida
durante la República, carecía de las comodidades más modernas de la villa
de Tíbur; yo miraba a Lucio, que calentaba melancólicamente sobre el
brasero sus largos dedos cargados de sortijas. Hermógenes había vuelto de
Oriente, adonde lo enviara para renovar y completar su provisión de
medicamentos. Ensayó en Lucio los efectos de un barro impregnado de
potentes sales minerales; sus aplicaciones tenían fama de panacea, pero no
fueron mejores para sus pulmones que para mis arterias.
La enfermedad dejaba al desnudo los peores aspectos de aquel carácter
seco y ligero. Su mujer vino a visitarlo, y la entrevista acabó como siempre
con palabras amargas; ella no volvió más. Le trajeron a su hijo, hermoso
niño de siete años, llena de sonrisas la boca aún sin dientes; Lucio lo miró
con indiferencia. Se informaba ávidamente de las noticias políticas de
Roma; le interesaban como jugador, no como estadista. Pero su frivolidad
seguía siendo una forma de valor; despertaba de largas tardes de
sufrimiento o de sopor, para entregarse entero a una de esas deslumbrantes
conversaciones de antaño; aquel rostro bañado en sudor sabía todavía
sonreír; el descarnado cuerpo se alzaba con gracia para recibir al médico:
Sería hasta el fin el príncipe de marfil y oro.
De noche, incapaz de dormir, me instalaba en el aposento del enfermo.
Celer, que quería poco a Lucio pero que me es demasiado fiel para no servir
solícito a quienes me son caros, aceptaba velar a mi lado; del lecho brotaba
un continuo estertor. Me invadía una amargura profunda como el mar:
Lucio no me había querido nunca, nuestras relaciones no habían tardado en
convertirse en las del hijo pródigo y el padre condescendiente; aquella vida
había transcurrido sin grandes proyectos, sin pensamientos graves, sin
pasiones ardientes; había dilapidado sus años como un derrochador tira
monedas de oro. Me había apoyado en un muro en ruinas; pensaba colérico
en las enormes sumas gastadas para su adopción, en los trescientos millones
de sextercios distribuidos a los soldados. En cierto modo mi triste suerte
continuaba: había podido satisfacer mi antiguo deseo de dar a Lucio todo lo
que puede darse. Pero el Estado no sufriría y yo no correría el riesgo de
quedar deshonrado por mi elección. En lo más hondo de mí mismo llegaba
a temer que mejorara; si por un azar se arrastraba todavía algunos años,
¿cómo legar el imperio a esa sombra? Sin hacerme jamás una pregunta, él
parecía penetrar en mi pensamiento sobre este punto; sus ojos seguían
ansiosos mis menores gestos. Lo había nombrado cónsul por segunda vez, y
él se inquietaba al no poder cumplir con sus funciones; el temor de
desagradarme lo empeoró. Tu Marcellus eris… Me repetía a mí mismo los
versos de Virgilio consagrados al sobrino de Augusto, también destinado al
imperio y detenido en plena ruta por la muerte. Manibus date lilia plenis…
Purpureos spargam flores… El enamorado de las flores sólo recibiría de mí
los inanes ramos fúnebres.
Creyó sentirse mejor, y quiso volver a Roma. Los médicos que sólo
disputaban ya acerca del tiempo que le quedaba por vivir, me aconsejaron
que consintiera a su capricho; lo traje a la Villa en varias etapas cortas. Su
presentación al Senado en calidad de heredero del imperio debía tener lugar
en la primera sesión posterior al Año Nuevo; la costumbre quería que en esa
oportunidad el elegido me dirigiera un discurso de agradecimiento. Aquel
trozo de elocuencia lo preocupaba desde hacía meses, y revisábamos juntos
los pasajes difíciles. Trabajaba en él la mañana de las calendas de enero,
cuando fue presa de un vómito de sangre. Perdiendo el sentido, se apoyó en
el respaldo de su asiento y cerró los ojos. La muerte, para aquel liviano ser,
no fue más que un aturdimiento. Era el día de Año Nuevo y no quise
interrumpir las fiestas públicas y los festejos privados; mantuve en secreto
la noticia de su muerte, que fue oficialmente anunciada al día siguiente. El
entierro se cumplió discretamente en los jardines de su familia. La víspera
de la ceremonia, el Senado me envió una delegación encargada de
presentarme sus condolencias y ofrecer a Lucio los honores divinos, a los
cuales tenía derecho en su calidad de hijo adoptivo del emperador. Rehusé
los honores; aquel asunto había costado ya demasiado dinero al erario
público. Me limité a hacer levantar algunas capillas funerarias y colocar
estatuas en los diferentes lugares donde había vivido; mi pobre Lucio no era
un dios.
Cada momento contaba ahora, mas yo había tenido tiempo de
reflexionar a la cabecera del enfermo, y mis planes estaban trazados. En el
Senado había tenido ocasión de reparar en un cierto Antonino, hombre de
unos cincuenta años, descendiente de una familia provinciana lejanamente
emparentada con la de Plotina. Me habían impresionado las atenciones
deferentes y afectuosas al mismo tiempo que prodigaba a su suegro,
anciano inválido que ocupaba el asiento contiguo al suyo. Releí su hoja de
servicios; aquel hombre de bien había mostrado ser un funcionario
irreprochable en todos los puestos. Mi elección recayó en él. A medida que
frecuento a Antonino, mi estima por él tiende cada vez más a convertirse en
respeto. Hombre sencillo, posee una virtud en la cual había pensado poco
hasta ahora, aun cuando me ocurriera ponerla en práctica: la bondad. No
está a salvo de los modestos defectos de la cordura; su inteligencia, aplicada
al cumplimiento minucioso de las tareas cotidianas, se ocupa más del
presente que del porvenir; su experiencia del mundo está limitada por sus
propias virtudes, y sus viajes se han reducido a unas pocas misiones
oficiales, por lo demás bien cumplidas. Sabe poco de arte, y sólo acepta en
último extremo las innovaciones. Las provincias, por ejemplo, jamás
representarán para él las inmensas posibilidades de desarrollo que siempre
he visto en ellas; más que ampliar mi obra la continuará, pero la continuará
bien: el Estado tendrá en él un servidor honesto y un buen amo.
Una generación, sin embargo, me parece poca cosa cuando se trata de
garantizar la seguridad del mundo; de ser posible querría prolongar más allá
esa prudente filiación adoptiva y preparar para el imperio otra etapa en la
ruta de los tiempos. Cada vez que volvía a Roma no dejaba de ir a saludar a
mis viejos amigos Vero, españoles como yo y una de las familias más
liberales de la alta magistratura. Te conocí desde la cuna, pequeño Annio
Vero, que por obra mía te llamas hoy Marco Aurelio. En uno de los años
más solares de mi vida, en la época marcada por la erección del Panteón, te
hice ingresar, por amistad hacia los tuyos, en el santo colegio de los
Hermanos Arvales, presidido por el emperador, que perpetúa piadosamente
nuestras antiguas costumbres religiosas romanas. Te tuve de la mano
durante el sacrificio que se ofreció aquel año a orillas del Tíber, y miré con
afectuosa sonrisa tu figura de niño de cinco años, asustado por los chillidos
del cerdo que inmolaban pero que trataba lo mejor posible de imitar la
digna actitud de sus mayores.
Me preocupé de la educación de ese niño demasiado juicioso, y ayudé a
tu padre a elegir los mejores maestros. Vero, el que dice la verdad: me
gustaba jugar con tu nombre; tú eres quizá el único ser que jamás me ha
mentido.
Te he visto leer apasionadamente los escritos de los filósofos, vestirte de
áspera lana, dormir en el suelo, someter tu cuerpo algo frágil a las
mortificaciones de los estoicos. En todo eso hay exceso, pero a los
diecisiete años el exceso es una virtud. A veces me pregunto en qué escollo
naufragará toda esa cordura, puesto que siempre naufragamos: ¿será una
esposa, un hijo demasiado querido, una de esas trampas legitimas en que
caen por fin los corazones timoratos y puros? ¿O será sencillamente la
vejez, la enfermedad, la fatiga, el desengaño que nos dice que si todo es
vano, la virtud también lo es? En lugar de tu cándido rostro de adolescente,
imagino tu rostro cansado de la vejez. Siento lo que tu firmeza, tan bien
aprendida, oculta de dulzura, y quizá de debilidad; adivino en ti la presencia
de un genio que no es necesariamente el del estadista; y sin embargo el
mundo habrá de mejorar seguramente por haber asociado alguna vez ese
genio al poder supremo. He hecho lo necesario para que fueras adoptado
por Antonino; bajo tu nuevo nombre, que se incorporará un día a la lista de
los emperadores, eres desde ahora mi nieto. Creo dar a los hombres la única
posibilidad que tendrán jamás de realizar el sueño de Platón: ver reinar
sobre ellos a un filósofo de corazón puro. Aceptaste los honores con
repugnancia. Tu jerarquía te obliga a vivir en palacio; Tíbur, donde seguiré
reuniendo hasta el fin todo lo que la vida tiene de dulce, inquieta tu joven
virtud. Te veo errar gravemente por las avenidas donde se entrelazan las
rosas; sonrío al ver cómo te atraen los bellos seres de carne y hueso que
encuentras a tu paso, cómo vacilas tiernamente entre Verónica y Teodora,
hasta que de pronto renuncias a ambas en beneficio de tu austeridad, ese
puro fantasma… No me has ocultado tu melancólico desdén por los
esplendores efímeros, por esa corte que se dispersará con mi muerte. No me
quieres; tu afecto va más bien hacia Antonino. Sospechas en mí una
sabiduría opuesta a la que te enseñan tus maestros, ves en mi abandono a
los sentidos un método de vida contrario a la severidad de la tuya, y sin
embargo paralelo. No importa; no hace falta que me comprendas. Hay más
de una sabiduría, y todas son necesarias al mundo; no está mal que se vayan
alternando.
Ocho días después de la muerte de Lucio me hice llevar en litera al
Senado. Pedí permiso para entrar así en la sala de deliberaciones y
pronunciar acostado mi discurso, apoyándome en una pila de almohadones.
Hablar me fatiga: rogué a los senadores que se agruparan en torno a mí,
para no verme obligado a forzar la voz. Hice el elogio de Lucio; aquellas
pocas líneas reemplazaron en el programa de la sesión el discurso que él
hubiera debido pronunciar ese día. Anuncié luego mi decisión; nombré a
Antonino, y pronuncié tu nombre. Había contado con una adhesión
unánime, y la obtuve. Expresé entonces una última voluntad, que fue
aceptada como las otras; pedí que Antonino adoptara asimismo al hijo de
Lucio, que tendrá en esa forma a Marco Aurelio por hermano; los dos
gobernaréis juntos, y cuento contigo para que tengas hacia él las atenciones
de un hermano mayor. Quiero que el Estado conserve alguna cosa de Lucio.
Al volver a la Villa, y por primera vez en muchos días, sentí deseos de
sonreír. Acababa de hacer una jugada maestra. Los partidarios de Serviano,
los conservadores hostiles a mi obra, no habían capitulado; todas las
cortesías que pudiera haber tenido con aquel cuerpo senatorial antiguo y
caduco, no compensaban para ellos las dos o tres heridas que le había
inferido. Sin duda aprovecharían mi muerte para tratar de anular mis actos.
Pero mis peores enemigos no osarían oponerse al más íntegro de sus
representantes y al hijo de uno de sus miembros más respetados. Mi tarea
pública estaba cumplida; ahora podía volver a Tíbur, entrar en ese retiro que
se llama enfermedad, experimentar con mis sufrimientos, sumergirme en lo
que me restaba de delicias, reanudar en paz mi diálogo interrumpido con un
fantasma. Mi herencia imperial quedaba a salvo en manos del pío Antonino
y del grave Marco Aurelio; el mismo Lucio se sobrevivía en su hijo. Todo
eso no estaba tan mal arreglado.
PATIENTIA
Arriano me escribe:

Conforme a las órdenes recibidas, he terminado la


circunnavegación del Ponto Euxino. Cerramos el círculo en
Sinope, cuyos habitantes te están profundamente agradecidos
por los grandes trabajos de reconstrucción y ampliación del
puerto, realizados bajo tu vigilancia directa hace unos años…
A propósito, te han erigido una estatua nada parecida y nada
bella; envíales otra, de mármol blanco… En Sinope, y no sin
emoción, contemplé el Ponto Euxino desde lo alto de las
mismas colinas donde nuestro Jenofonte lo percibió por
primera vez, y donde tú mismo lo has mirado no hace
mucho…
Inspeccioné las guarniciones costaneras; sus
comandantes merecen los mayores elogios por la excelencia
de la disciplina, el empleo de los métodos más recientes de
adiestramiento y la buena calidad de trabajos de ingeniería.
En toda la parte salvaje y casi desconocida de la costa, he
mandado practicar nuevos sondeos, rectificando allí donde
era necesario las indicaciones de los navegantes
precedentes…
Pasamos junto a la Cólquida. Sabiendo cuánto te
interesan los relatos de los poetas antiguos, interrogué a los
habitantes acerca de Medea y las hazañas de Jasón, pero
parecen ignorar esas historias…
En la orilla septentrional de este mar inhospitalario
tocamos una pequeña isla que se agranda en la fábula; la isla
de Aquiles. Recordarás que Tetis hizo educar a su hijo en ese
islote perdido en las brumas; surgiendo del fondo del mar,
acudía todas las tardes a hablar con su hijo en la playa.
Inhabitada, la isla sólo alimenta hoy a las cabras. Vi allí un
templo consagrado a Aquiles. Las gaviotas, las grandes aves
marinas, la frecuentan, y el batir de sus alas impregnadas de
humedad marina refresca continuamente el atrio del
santuario. Pero esta isla de Aquiles es también, como
corresponde, la isla de Patroclo, y los innumerables exvotos
que decoran las paredes del templo están dedicados tanto a
Aquiles como a su amigo, pues aquellos que aman al uno
veneran asimismo la memoria del otro. Aquiles se aparece en
sueños a los navegantes que visitan esos parajes, para
protegerlos y prevenirlos de los peligros del mar, como lo
hacen en otras regiones los Dióscuros. Y la sombra de
Patroclo aparece junto a Aquiles.
Te hago saber estas cosas pues entiendo que merecen ser
conocidas, y porque aquellos que me las han contado las
experimentaron personalmente o las oyeron a testigos
merecedores de fe… Pienso a veces que Aquiles es el más
grande de los hombres, por su coraje, el temple de su alma, el
conocimiento del espíritu unido a la agilidad del cuerpo y su
ardiente amor por su joven compañero. Y nada en él me
parece más grande que la desesperación que lo llevó a
desdeñar la vida y desear la muerte cuando hubo perdido a su
bienamado.

Dejo caer sobre mis rodillas el voluminoso informe del gobernador de la


Armenia Menor y jefe de la escuadra. Como siempre, Arriano ha trabajado
bien. Pero esta vez ha hecho más: me ofrece un don necesario para morir en
paz, me devuelve la imagen de mi vida tal como yo hubiera querido que
fuese. Arriano sabe que lo que verdaderamente cuenta es lo que no figurará
en las biografías oficiales, lo que no se inscribe en las tumbas; sabe también
que el transcurso del tiempo no hace sino agregar un vértigo más a la
desdicha. Vista por él, la aventura de mi existencia asume un sentido, se
organiza como en un poema; el afecto incomparable se desprende del
remordimiento, de la impaciencia, de las tristes manías, como de otras
tantas cenizas: el dolor se decanta, la desesperación se purifica. Arriano me
abre el profundo empíreo de los héroes y los amigos, y no me cree
demasiado indigno de él. Mi aposento secreto en el centro de un estanque
de la Villa no es un refugio bastante interior; arrastro hasta él mi cuerpo
envejecido y sufro. Verdad es que mi pasado me propone aquí y allá
algunos retiros donde escapo por lo menos a una parte de las desdichas
actuales: la llanura nevada a orillas del Danubio, los jardines de Nicomedia,
Claudiópolis envuelta en la luz amarilla de la cosecha de azafrán en flor,
cualquier calle de Atenas, un oasis donde los nenúfares se balancean en el
légamo, el desierto sirio a la luz de las estrellas, de retorno del campamento
de Osroes. Pero esos lugares tan queridos están frecuentemente asociados a
las premisas de un error, de una falta, de algún fracaso que solamente yo
conozco; en mis malos momentos, todos mis caminos de hombre feliz
parecen llevar a Egipto, a una habitación en Bayas, o a Palestina. Hay más:
la fatiga de mi cuerpo se transmite a mi memoria; la imagen de las
escalinatas de la Acrópolis resulta casi insoportable para un hombre que se
sofoca al subir los peldaños del jardín; el sol de julio sobre el terraplén de
Lambesa me abruma como si cayera hoy sobre mi cabeza desnuda. Arriano
me ofrece algo mejor. En Tíbur, desde lo profundo de un ardiente mes de
mayo, escucho en las playas de la isla de Aquiles la prolongada queja de las
olas; aspiro su aire puro y frío, vago sin esfuerzo por el atrio del templo
envuelto en humedad marina; veo a Patroclo… Ese lugar que no conoceré
jamás se convierte en mi residencia secreta, mi asilo supremo. Allí estaré
sin duda en el momento de mi muerte.
Hace años, di mi permiso al filósofo Eufrates para que se suicidara.
Nada parecía más simple; un hombre tiene el derecho de decidir en qué
momento su vida cesa de ser útil. Yo no sabía entonces que la muerte puede
convertirse en el objeto de un ciego ardor, de una avidez semejante al amor.
No había previsto esas noches en que arrollaría mi tahalí en mi daga para
obligarme a pensar dos veces antes de servirme de ella. Sólo Arriano ha
entrado en el secreto de ese combate sin gloria contra el vacío, la aridez, la
fatiga, la repugnancia de existir que culmina en el deseo de la muerte.
Imposible curarse de ese deseo; su fiebre me ha dominado muchas veces
haciéndome temblar por adelantado como el enfermo que siente llegar un
nuevo acceso. Todo me era bueno para postergar la hora de la lucha
nocturna: el trabajo, las conversaciones proseguidas insensatamente hasta el
alba, los besos, los libros. Está sobreentendido que un emperador sólo se
suicida si se ve obligado por razones de Estado; el mismo Marco Antonio
tenía la excusa de una batalla perdida. Y mi severo Arriano admiraría
menos esta desesperación nacida en Egipto, si yo no hubiera triunfado de
ella. Mi propio código prohíbe a los soldados esa salida voluntaria que he
acordado a los sabios; no me sentía más libre para desertar que cualquier
legionario. Pero sé lo que es acariciar voluptuosamente la estopa de una
cuerda o el filo de un cuchillo. Terminé por convertir ese deseo mortal en
una muralla contra mí mismo; la perpetua posibilidad del suicidio me
ayudaba a soportar con menos impaciencia la vida, así como la presencia al
alcance de la mano de una poción sedante calma al hombre que sufre de
insomnio. Por una íntima contradicción, la ansiedad de la muerte sólo dejó
de imponerse en mí cuando los primeros síntomas de mi enfermedad
aparecieron para distraerme de ella. Volví a interesarme en esa vida que me
abandonaba; en los jardines de Sidón, deseé apasionadamente gozar de mi
cuerpo algunos años más.
Estaba de acuerdo en morir; pero no en asfixiarme; la enfermedad nos
hace sentir repugnancia de la muerte, y queremos sanar, lo que es una
manera de querer vivir. Pero la debilidad, el sufrimiento, mil miserias
corporales, no tardan en privar al enfermo del ánimo para remontar la
pendiente; pronto rechazamos esos respiros que son otras tantas trampas,
esas fuerzas flaqueantes, esos ardores quebrados, esa perpetua espera de la
próxima crisis. Me espiaba a mí mismo: ese sordo dolor en el pecho, ¿sería
un malestar pasajero, el efecto de una comida apresurada, o bien el enemigo
se preparaba a un asalto que esta vez no sería rechazado? Jamás entraba al
Senado sin decirme que quizá la puerta se cerraba a mi espalda tan
definitivamente como si, al igual que César, cincuenta conjurados me
esperaran armados de puñales. Durante los banquetes en Tíbur, temía inferir
a mis huéspedes la descortesía de una súbita partida; me aterraba la idea de
morir en el baño, o en brazos de un cuerpo joven. Funciones que antaño
resultaban fáciles y hasta agradables, llegan a ser humillantes cuando se las
cumple con dificultad; nos cansamos del vaso de plata cuyo contenido
examina el médico todas las mañanas. El mal principal va acompañado de
un cortejo de afecciones secundarias. Mi oído no es tan agudo como antes;
ayer, sin ir más lejos, me vi obligado a rogar a Flegón que repitiera una
frase, y me sentí más avergonzado de eso que de un crimen. Los meses
siguientes a la adopción de Antonino fueron atroces; la estadía en Bayas, el
regreso a Roma y las negociaciones posteriores habían acabado con mis
pocas fuerzas. Volví a sentir la obsesión de la muerte, pero esta vez sus
causas eran visibles, confesables, y mi peor enemigo no hubiera podido
sonreír. Nada me retenía ya; hubiera sido comprensible que el emperador,
recluido en su casa de campo luego de poner orden en los negocios del
estado, tomara las medidas necesarias para facilitar su fin. Pero la solicitud
de mis amigos equivale a una vigilancia constante: todo enfermo es un
prisionero. Ya no me siento con fuerzas para hundir la daga en el lugar
exacto, marcado antaño con tinta roja bajo la tetilla izquierda; al mal
presente no hubiera hecho más que agregar una repugnante mezcla de
vendajes, esponjas ensangrentadas y cirujanos discutiendo al pie del lecho.
Para preparar mi suicidio necesitaba tomar las mismas precauciones que un
asesino para dar el golpe.
Pensé primeramente en Mástor, mi montero mayor, hermoso sármata
brutal que me sigue desde hace años con una abnegación de perro lobo y
que a veces se encarga de velar a mi puerta por la noche. Aproveché de un
momento de soledad para llamarlo y explicarle lo que quería de él. Al
principio no comprendió; luego la luz se hizo en él y el espanto crispó su
hocico rubio. Mástor me cree inmortal; noche y día ve entrar a los médicos
en mi aposento y me oye gemir durante las punciones, sin que su fe se
quebrante; para él aquello era como si el señor de los dioses, deseoso de
tentarlo, bajara del Olimpo y le reclamara el golpe de gracia. Arrancándome
de las manos su espada, que yo tenía empuñada, huyó gritando. Lo
encontraron en el fondo del parque; divagaba bajo las estrellas en su jerga
bárbara. Calmaron lo mejor posible a aquella bestia espantada, y nadie
volvió a hablar del incidente. Pero a la mañana siguiente advertí que Celer
había sustituido sobre la mesa de trabajo situada junto a mi lecho, un estilo
de metal por un cálamo de madera.
Busqué entonces un aliado mejor. Tenía la confianza más absoluta en
Iollas, joven médico alejandrino que Hermógenes había escogido el verano
pasado para que lo reemplazara durante su ausencia. Solíamos conversar, y
arriesgábamos hipótesis sobre la naturaleza y el origen de las cosas; me
gustaba su espíritu osado y soñador, y el fuego sombrío de sus ojos. No
ignoraba que Iollas había descubierto en el palacio de Alejandría la fórmula
de los venenos extraordinariamente sutiles que en otros tiempos utilizaban
los médicos de Cleopatra. El examen de los candidatos a la cátedra de
medicina que acabo de fundar en el Odeón me sirvió de excusa para alejar
unos días a Hermógenes dándome oportunidad de mantener una entrevista
secreta con Iollas. Me comprendió inmediatamente; me compadecía,
aunque estaba obligado a darme la razón, pero su juramento hipocrático le
vedaba prescribir una droga nociva a un enfermo bajo ningún pretexto.
Negóse, refugiándose en su honor de médico. Insistí, exigí, empleando
todos los medios posibles para inspirarle piedad o comprometerlo; él ha
sido el último hombre a quien he suplicado algo. Vencido, me prometió
finalmente ir en busca de la dosis de veneno. Lo esperé en vano hasta la
noche. Algo más tarde me enteré horrorizado de que acababan de
encontrarlo muerto en su laboratorio, con una ampolleta de vidrio en la
mano. Aquel corazón, puro de todo compromiso, había encontrado la
manera de ser fiel a su juramento sin negarme nada.
Al día siguiente Antonino se hizo anunciar; aquel amigo sincero retenía
apenas el llanto. La idea de que un hombre a quien se ha habituado a amar y
a venerar como un padre, sufriera tanto como para buscar la muerte, le
resultaba insoportable; tenía la impresión de haber faltado a sus
obligaciones de buen hijo. Me prometía unir sus esfuerzos a los de aquellos
que me rodeaban a fin de cuidarme, aliviar mis males, hacerme la vida fácil
y agradable hasta el fin, y acaso curarme… Contaba con que yo siguiera
orientándolo e instruyéndolo todo lo posible; se sentía responsable del resto
de mis días ante el imperio. Sé lo que valen esas pobres protestas, esas
promesas ingenuas, y sin embargo me alivian y me reconfortan. Las
sencillas palabras de Antonino me convencieron; vuelvo a tomar posesión
de mí antes de morir. El fin de Iollas, fiel a su deber de médico, me exhorta
a satisfacer hasta el fin lo que el oficio de emperador reclama. Patientia…
Ayer vi a Domicio Rogato, procurador de la moneda y encargado de una
nueva emisión; le di esa divisa, que será mi última consigna. Mi muerte me
parecía mi decisión más personal, mi supremo reducto de hombre libre; me
engañaba. La fe de millones de Mástores no debe ser quebrantada; no
someteré a otros Iollas a semejantes pruebas. Comprendí que para el
pequeño grupo de amigos abnegados que me rodean, mi suicidio parecería
una señal de indiferencia, acaso de ingratitud; no quiero que su amistad
conserve esa imagen irritante de un supliciado incapaz de soportar la
tortura. Durante la noche que siguió a la muerte de Iollas, otras
consideraciones se me hicieron presentes. La existencia me ha dado mucho,
o por lo menos he sabido extraer mucho de ella; en ese momento, como en
los tiempos de mi felicidad, y por razones absolutamente opuestas, me
parece que no tiene ya nada que ofrecerme; y sin embargo no estoy seguro
de que nada me queda por aprender de ella. Escucharé sus secretas
instrucciones hasta el fin. Toda mi vida he tenido confianza en el buen
sentido de mi cuerpo, tratando de saborear juiciosamente las sensaciones
que ese amigo me procuraba; estoy obligado, pues, a saborear también las
postreras. No rehúso ya esa agonía que me corresponde, ese fin lentamente
elaborado en el fondo de mis arterias, heredado quizá de un antecesor,
nacido de mi temperamento, preparado poco a poco para cada uno de mis
actos en el curso de mi vida. La hora de la impaciencia ha pasado; en el
punto en que me encuentro, la desesperación sería de tan mal gusto como la
esperanza. He renunciado a apresurar mi muerte.

Todo queda por hacer. Mis dominios africanos, heredados de mi suegra


Matidia, deben convertirse en un modelo de explotación agrícola; los
campesinos de la aldea de Borístenes, fundada en Tracia en memoria de un
caballo fiel, tienen derecho a recibir socorros luego de un duro invierno; en
cambio hay que negar los subsidios a los ricos cultivadores del valle del
Nilo, siempre prontos a aprovecharse de la amabilidad del emperador. Julio
Vestino, prefecto de estudios, me envía su informe sobre la apertura de las
escuelas públicas de gramática. Acabo de dar fin a la refundición del código
comercial de Palmira; todo está allí previsto, la tasa de las prostitutas y la
adjudicación de las caravanas. Se reúne en este momento un congreso de
médicos y magistrados que deberá estatuir sobre los límites extremos del
embarazo, poniendo fin a interminables querellas legales. Los casos de
bigamia se multiplican en las colonias militares; me esfuerzo por persuadir
a los veteranos de que no hagan mal uso de las nuevas leyes que los
autorizan a casarse, y que se limiten prudentemente a una sola esposa. En
Atenas se está levantando un Panteón a la manera del de Roma; compongo
la inscripción que ostentarán sus muros, en la cual enumero a título de
ejemplo los servicios que he prestado a las ciudades griegas y a los pueblos
bárbaros; en cuanto a los servicios prestados a Roma, caen de su peso. La
lucha contra la brutalidad judicial continúa; he debido amonestar al
gobernador de Cilicia, que hacía morir entre suplicios a los ladrones de
ganado de su provincia, como si la sola muerte no bastara para castigar a un
hombre y librarse de él. El estado y las municipalidades abusaban de las
condenas a trabajos forzados, para asegurarse así una mano de obra a bajo
precio; he prohibido esa práctica, tanto para los esclavos como para los
hombres libres, pero debo velar a fin de que tan detestable sistema no se
restablezca con otro nombre. Todavía se sacrifican niños en algunos puntos
del territorio de la antigua Cartago, y es preciso encontrar el modo de
prohibir a los sacerdotes de Baal que sigan atizando alegremente sus
hogueras. En Asia Menor, los derechos de los herederos de los Seléucidas
han sido vergonzosamente perjudicados por nuestros tribunales civiles,
siempre mal dispuestos hacia los antiguos príncipes; he cuidado de reparar
esa prolongada injusticia. En Grecia, el proceso de Herodes Ático dura
todavía. La caja de despachos de Flegón, sus raspadores de piedra pómez y
sus bastoncillos de cera roja seguirán conmigo hasta el fin.
Como en tiempos de mi felicidad, siguen creyéndome un dios, y
persisten en darme ese título aun en momento en que ofrecen sacrificios al
cielo para el restablecimiento de la Salud Augusta. Te he dicho ya por qué
esa creencia tan beneficiosa no me parece descabellada. Una vieja ciega ha
llegado a pie desde Panonia; emprendió tan inmenso viaje para pedirme que
tocara con el dedo sus pupilas apagadas; al contacto de mis manos recobró
la vista, tal como su fervor lo había previsto; su fe en el emperador-dios
explica el milagro. Se han producido otros prodigios; hay enfermos que
dicen haberme visto en sueños, como los peregrinos de Epidauro ven a
Esculapio, y pretenden haber despertado sanos, o por lo menos aliviados.
No me río del contraste entre mis poderes de taumaturgo y mi enfermedad;
acepto gravemente estos nuevos privilegios. La anciana ciega que camina
hacia el emperador desde el fondo de una provincia bárbara se ha
convertido para mí en lo que fuera antaño el esclavo de Tarragona: el
emblema de las poblaciones del imperio que he regido y servido. Su
inmensa confianza es la recompensa de veinte años de trabajos que no me
fueron desagradables. Flegón me ha leído hace poco la obra de un judío de
Alejandría, que también me atribuye poderes sobrehumanos; he recibido sin
sarcasmo esa descripción del príncipe de cabellos canosos a quien se ha
visto ir y venir por todas las rutas de la tierra, sumiéndose en los tesoros de
las minas, despertando las fuerzas generadoras del suelo, estableciendo por
doquiera la prosperidad y la paz, del iniciado que reconstruye los lugares
sagrados de todas las razas, del conocedor de artes mágicas, del vidente que
exalta a un niño hasta el cielo. He sido mejor comprendido por ese judío
entusiasta que por muchos senadores y procónsules; ese adversario venido a
mis filas completa a Arriano; me maravilla haberme convertido al fin, para
ciertos ojos, en lo que deseaba ser, y que ese triunfo se haya logrado con tan
poca cosa. La vejez y la muerte tan cercanas agregan ya su majestad a ese
prestigio; los hombres se apartan religiosamente a mi paso; no me
comparan como antes a Zeus radiante y sereno, sino a Marte Gradivo, dios
de las largas campañas y la austera disciplina, y al grave Numa inspirado
por los dioses; en estos últimos tiempos mi rostro pálido y demacrado, mis
ojos fijos, mi gran cuerpo rígido por un esfuerzo de voluntad, les recuerdan
a Plutón, dios de las sombras. Sólo algunos íntimos, algunos amigos
seguros y queridos escapan a tan terrible contagio del respeto. El joven
abogado Frontón, magistrado lleno de porvenir y que será sin duda uno de
los buenos servidores de tu reino, vino a discutir conmigo un mensaje que
deberá dirigir al Senado. Su voz temblaba, y leí en sus ojos esa misma
reverencia mezclada con temor. Las tranquilas alegrías de la amistad ya no
existen para mí; me veneran demasiado para amarme.
He tenido una suerte análoga a la de ciertos jardineros: todo lo que traté
de implantar en la imaginación humana ha echado raíz. El culto de Antínoo
parecía la más alocada de mis empresas, desbordamiento de un dolor que
sólo a mí concernía. Pero nuestra época está ávida de dioses; prefiere los
más ardientes, los más tristes, los que mezclan al vino de la vida una
amarga miel de ultratumba. En Delfos el niño se ha convertido en Hermes,
guardián del umbral, amo de los oscuros pasajes que conducen a las
sombras. Eleusis, donde su edad y su condición de extranjero habían
impedido antaño que fuese iniciado junto a mí, lo ha consagrado el joven
Baco de los Misterios, príncipe de las regiones limítrofes entre los sentidos
y el alma. La Arcadia ancestral lo asocia con Pan y Diana, divinidades
forestales; los campesinos de Tíbur lo asimilan al dulce Aristeo, rey de las
abejas. En Asia los fieles vuelven a encontrar en él a sus tiernos dioses
tronchados por el otoño o devorados por el verano. En los bordes de los
países bárbaros, el compañero de mis cacerías y mis viajes ha asumido el
aspecto del Jinete Tracio, caballero misterioso que galopa en los jarales al
claro de luna, arrebatando las almas en el pliegue de su manto. Todo eso
podría ser al fin y al cabo una excrecencia del culto oficial, una adulación
de los pueblos o la bajeza de sacerdotes ávidos de subsidios. Pero la joven
figura me trasciende, cede a las aspiraciones de los corazones sencillos; por
una de esas restituciones inherentes a la naturaleza de las cosas, el efebo
sombrío y delicioso se ha convertido por obra de la piedad popular en el
sostén de los débiles y los pobres, el consolador de los niños muertos. La
imagen de las monedas de Bitinia, ese perfil de los quince años, con sus
rizos flotantes y la sonrisa maravillada y crédula que tan poco habría de
durarle, cuelga del cuello de los recién nacidos a guisa de amuleto; en los
cementerios de aldea se la ve clavada en las pequeñas tumbas. Antes,
pensando en mi propio fin como un piloto que no se preocupa por sí mismo
pero tiembla por el pasaje y la carga del navío, me decía amargamente que
aquel recuerdo se hundiría conmigo; el adolescente minuciosamente
embalsamado en lo hondo de mi memoria perecería así por segunda vez.
Pero tan justo temor ya no me atormenta como antes; he compensado lo
mejor posible esa muerte prematura; una imagen, un reflejo, un débil eco
sobrenadará por lo menos durante algunos siglos. No se puede hacer más en
materia de inmortalidad.
He vuelto a ver a Fido Aquila, gobernador de Antínoe, en ruta hacia su
nuevo puesto en Sarmizegetusa. Me ha descrito los ritos anuales que se
celebran a orillas del Nilo en honor del dios muerto, los peregrinos que
afluyen por millares del norte y el sur, las ofrendas de cerveza y grano, las
plegarias; cada tres años tienen lugar juegos conmemorativos en Antínoe,
así como en Alejandría, Mantinea, y en mi amada Atenas. Las fiestas
trienales se repetirán este otoño, pero no espero durar hasta el noveno
retorno del mes de Atir. Más que nunca importa que cada detalle de las
solemnidades quede dispuesto por adelantado. El oráculo del muerto
funciona en la cámara secreta del templo faraónico reconstruido por mí; los
sacerdotes distribuyen diariamente algunos centenares de respuestas —
preparadas por adelantado— a todas las preguntas que la esperanza o la
angustia humana pueden formular. Se me ha reprochado que yo mismo
haya compuesto varias de ellas. No tenía intención de faltar al respeto a mi
dios, o burlarme de esa esposa de soldado que pregunta si su marido
volverá vivo de una guarnición de Palestina, de ese enfermo ávido de
confortación, de ese mercader cuyos navíos se balancean en las olas del
Mar Rojo, de esa pareja que quisiera un hijo. Prolongaba, a lo sumo, los
juegos de logogrifos, las charadas en verso a que solíamos entregarnos
juntos. Tampoco falta quien se haya asombrado de que aquí, en la Villa, en
torno a la capilla de Canope donde su culto se celebra al modo egipcio,
haya permitido que se establecieran los pabellones destinados al placer,
semejante a los que existen en el barrio de Alejandría que lleva ese nombre,
con sus facilidades y sus distracciones que ofrezco a mis huéspedes, y de
las cuales solía participar. Antínoo estaba acostumbrado a todo eso, y uno
no se encierra durante años en un pensamiento único sin que en él vayan
entrando poco a poco todas las rutinas de la vida.
He hecho todo lo que nos aconsejan. Esperé, y a veces rogué. Audivi
voces divinas… La tonta Julia Balbila creía escuchar al alba la misteriosa
voz de Memnón; yo escuchaba los ruidos de la noche. He cumplido las
unciones de miel y aceite de rosa que atraen a las sombras; preparé la taza
de leche, el puñado de sal, la gota de sangre, sostén de su existencia de
antaño. Me tendí en el pavimento de mármol del pequeño santuario; el
resplandor de los astros se deslizaba por las aberturas de la muralla, creando
aquí y allá extraños reflejos, inquietantes fuegos pálidos. Recordaba las
órdenes susurradas por los sacerdotes al oído del muerto, el itinerario
grabado en la tumba: Y él reconocerá el camino… Y los guardianes del
umbral lo dejarán pasar… Y él irá y vendrá en torno de aquellos que lo
aman durante millones de días… A veces, en contadas ocasiones he creído
sentir el roce de un acercamiento, un ligero contacto, leve como el de las
pestañas, tibio como el interior de la palma de una mano. Y la sombra de
Patroclo aparece junto a Aquiles… Jamás sabré si ese calor, si esa dulzura,
no emanaban simplemente de lo más hondo de mí mismo, últimos esfuerzos
de un hombre en lucha con la soledad y el frío de la noche. Pero esa
cuestión, que también se plantea en presencia de nuestros amores vivientes,
ha dejado ya de interesarme; poco me importa que los fantasmas evocados
vengan de los limbos de mi memoria o de los de otro mundo. Si poseo un
alma, está hecha de la misma sustancia que los espectros; ese cuerpo de
manos hinchadas y uñas lívidas, esa triste masa disuelta a medias, este saco
de males, deseos y ensueños, no es más sólido o más consistente que una
sombra. Sólo me diferencio de los muertos en que me está dado asfixiarme
todavía un momento más; en cierto sentido su existencia me parece más
segura que la mía. Antínoo y Plotina son por lo menos tan reales como yo.
La meditación de la muerte no enseña a morir y no facilita la partida;
pero ya no es facilidad lo que busco. Pequeña imagen enfurruñada y
voluntariosa, tu sacrificio no ha enriquecido mi vida sino mi suerte. Su
cercanía restablece como una estrecha complicidad entre nosotros; los
vivientes que me rodean, los servidores abnegados y a veces inoportunos,
no sabrán jamás hasta qué punto el mundo ha dejado de interesarnos. Pienso
con repugnancia en los negros símbolos de las tumbas egipcias: el seco
escarabajo, la momia rígida, la rana de los partos eternos. De creer a los
sacerdotes, te he dejado en ese lugar donde los elementos de un ser se
desgarran como una vestidura usada de la cual tiramos, en esa siniestra
encrucijada entre lo que existe eternamente, lo que fue y lo que será. Puede
ser después de todo que tengan razón, y que la muerte esté hecha de la
misma materia fugitiva y confusa que la vida. Pero desconfío de todas las
teorías de la inmortalidad; el sistema de retribuciones y de penas deja frío a
un juez que conoce la dificultad de juzgar. Por otra parte también me sucede
encontrar demasiado simple la solución contraria, la nada, el hueco vacío
donde resuena la risa de Epicuro. Observo mi fin: esta serie de
experimentos sobre mí mismo continúa el largo estudio iniciado en la
clínica de Sátiro. Hasta ahora las modificaciones son tan exteriores como
las que el tiempo y la intemperie hacen sufrir a un monumento cuya materia
o arquitectura no se alteran; a veces creo percibir y tocar a través de las
grietas el basamento indestructible, la toba eterna. Soy el que era; muero sin
cambiar. A primera vista el robusto niño de los jardines de España, el oficial
ambicioso que entra en su tienda sacudiendo de sus hombros los copos de
nieve, parecen tan aniquilados como lo estaré yo cuando haya pasado por la
pira; pero sin embargo están ahí, soy inseparable de ellos. El hombre que
clamaba abrazado a un muerto sigue gimiendo en un rincón de mí mismo,
pese a la calma más o menos humana de la que ya participo; el viajero
encerrado en el enfermo para siempre sedentario se interesa por la muerte
puesto que representa una partida. Esa fuerza que fui parece todavía capaz
de instrumentar muchas otras vidas, de levantar mundos. Si por milagro
algunos siglos vinieran a agregarse a los pocos días que me quedan,
volvería a hacer las mismas cosas y hasta incurriría en los mismos errores;
frecuentaría los mismos Olimpos y los mismos Infiernos. Una
comprobación semejante es un excelente argumento en favor de la utilidad
de la muerte, pero al mismo tiempo me hace dudar de su total eficacia.
Durante ciertos periodos de mi vida he tomado nota de mis sueños, para
discutir su significación con los sacerdotes, filósofos y astrólogos. La
facultad de soñar, amortiguada desde hacía años, me ha sido devuelta en
estos meses de agonía; los incidentes de la vigilia parecen menos reales y a
veces menos importunos que mis sueños. Si ese mundo larval y fantástico,
donde lo vulgar y lo absurdo pululan con mayor abundancia aun que en la
tierra, nos ofrece una idea de las condiciones del alma separada del cuerpo,
sin duda pasaré mi eternidad lamentando el exquisito dominio de los
sentidos y la ajustada perspectiva de la razón humana. Sin embargo me
sumerjo con cierta dulzura en esas vanas regiones de los sueños; por un
segundo aprehendo ahí ciertos secretos que no tardan en escapárseme y
bebo en las fuentes. Hace unos días estaba en el oasis de Amón, la tarde de
la caza del león. Me sentía feliz, y todo ocurrió como en los tiempos en que
era dueño de mi fuerza: herido, el león se desplomó, para levantarse
nuevamente mientras yo me precipitaba para rematarlo. Pero esta vez mi
caballo, encabritándose, me tiró al suelo; la horrible masa ensangrentada
rodó sobre mí y sus garras me desgarraron el pecho; desperté en mi
aposento de Tíbur pidiendo socorro. Hace muy poco volví a ver a mi padre,
en quien sin embargo pienso pocas veces. Estaba acostado en su lecho de
enfermo, en una habitación de nuestra casa de Itálica, de la cual me marché
apenas hubo muerto. Tenía sobre la mesa una ampolla conteniendo una
poción calmante, que le supliqué me entregara. Antes de que tuviera tiempo
de responderme, desperté. Me asombra que la mayoría de los hombres tema
tanto a los espectros, siendo que tan fácilmente aceptan hablar con los
muertos en sus sueños.
También los presagios se multiplican; ahora todo parece una
intimidación, un signo. Acaba de caérseme y hacerse trizas una preciosa
piedra grabada que llevaba engastada en una sortija; un artista griego había
trazado en ella mi perfil. Los augures mueven gravemente la cabeza; en
cuanto a mí, lamento la pérdida de esa purísima obra maestra. Me ocurre
hablar de mí mismo en pasado; mientras discutía en el Senado ciertos
acontecimientos ocurridos con posterioridad a la muerte de Lucio, se me
trabó la lengua y mencioné repetidamente esas circunstancias como si
hubieran tenido lugar después de mi propia muerte. Hace unos meses, el día
de mi cumpleaños, al subir en litera la escalinata del Capitolio me di de
boca con un hombre de luto que lloraba; vi cómo mi viejo Chabrias
palidecía. En aquel entonces yo seguía saliendo para cumplir en persona
mis funciones de sumo pontífice, de hermano Arval, y celebrar los antiguos
ritos de la religión romana que he terminado por preferir a la mayoría de los
cultos extranjeros. Estaba de pie ante el altar, pronto a encender el fuego, y
ofrecía a los dioses un sacrificio en pro de Antonino. De pronto la porción
de la toga que me cubría la frente resbaló hasta caerme sobre el hombro, y
quedé con la cabeza descubierta, pasando así de la condición de sacrificador
a la de víctima. En realidad es justo que me toque el turno.
Mi paciencia da sus frutos. Sufro menos, y la vida se vuelve casi dulce.
No me enojo ya con los médicos; sus tontos remedios me han condenado,
pero nosotros tenemos la culpa de su presunción y su hipócrita pedantería;
mentirían menos si no tuviéramos tanto miedo de sufrir. Me faltan las
fuerzas para los accesos de cólera de antaño; sé de buena fuente que
Platorio Nepos, a quien mucho quise, ha abusado de mi confianza; pero no
he tratado de confundirlo y no lo he castigado. El porvenir del mundo no
me inquieta; ya no me esfuerzo por calcular angustiado la mayor o menor
duración de la paz romana; dejo hacer a los dioses. No es que confíe más en
su justicia que no es la nuestra, ni tengo más fe en la cordura del hombre; la
verdad es justamente lo contrario. La vida es atroz, y lo sabemos. Pero
precisamente porque espero poco de la condición humana, los períodos de
felicidad, los progresos parciales, los esfuerzos de reanudación y de
continuidad me parecen otros tantos prodigios, que casi compensan la
inmensa acumulación de males, fracasos, incuria y error. Vendrán las
catástrofes y las ruinas: el desorden triunfará, pero también, de tiempo en
tiempo, el orden. La paz reinará otra vez entre dos períodos de guerra; las
palabras libertad, humanidad y justicia recobrarán aquí y allá el sentido que
hemos tratado de darles. No todos nuestros libros perecerán; nuestras
estatuas mutiladas serán rehechas, y otras cúpulas y frontones nacerán de
nuestros frontones y nuestras cúpulas; algunos hombres pensarán,
trabajarán y sentirán como nosotros; me atrevo a contar con esos
continuadores nacidos a intervalos irregulares a lo largo de los siglos, con
esa intermitente inmortalidad. Si los bárbaros terminan por apoderarse del
imperio del mundo, se verán obligados a adoptar algunos de nuestros
métodos y terminarán por parecerse a nosotros. Chabrias se inquieta ante la
idea de que un día el pastóforo de Mitra o el obispo cristiano se instalen en
Roma y reemplacen al sumo pontífice. Si por desgracia llega ese día, mi
sucesor al borde del ribazo vaticano habrá dejado de ser el jefe de un
círculo de afiliados o de una banda de sectarios, para convertirse a su turno
en una de las figuras universales de la autoridad. Heredará nuestros palacios
y nuestros archivos; no será tan diferente de nosotros como podría
suponerse. Acepto serenamente esas vicisitudes de la Roma eterna.
Los medicamentos ya no actúan; la inflamación de las piernas va en
aumento, y dormito sentado más que acostado. Una de las ventajas de la
muerte será estar otra vez tendido en un lecho. Ahora me toca a mí consolar
a Antonino. Le recuerdo que desde hace mucho la muerte me parece la
solución más elegante de mi propio problema; como siempre, mis deseos
acaban por realizarse, pero de manera más lenta e indirecta de lo que había
supuesto. Me felicito de que el mal me haya dejado mi lucidez hasta el fin;
me alegro de no haber tenido que pasar por la prueba de la extrema vejez,
de no estar destinado a conocer ese endurecimiento, esa rigidez, esa
sequedad, esa atroz ausencia de deseos. Si no me equivoco en mis cálculos,
mi madre murió aproximadamente a la edad que tengo hoy; mi vida ha
durado la mitad más que la de mi padre, muerto a los cuarenta años. Todo
está pronto; el águila encargada de llevar a los dioses el alma del emperador
se halla lista para ser empleada en la ceremonia fúnebre. Mi mausoleo, en
cuya techumbre plantan ya los cipreses destinados a formar una pirámide
negra en pleno cielo, estará terminado a tiempo para el transporte de las
cenizas todavía tibias. He rogado a Antonino que haga llevar luego las de
Sabina; descuidé ofrecerle a su muerte los honores divinos, que después de
todo le corresponden, y no estaría mal que se reparara ese olvido. Y quisiera
que los restos de Elio César sean colocados junto a mí.
Me han traído a Bayas; con los calores de julio el viaje fue penoso, pero
respiro mejor a orillas del mar. La ola repite en la playa su murmullo de
seda frotada y de caricia; disfruto todavía de los prolongados atardeceres
rosa. Pero sólo sostengo esas tabletas para dar ocupación a mis manos, que
se mueven a pesar de mí. He mandado buscar a Antonino; un correo sale
hacia Roma a galope tendido. Resonar de los cascos de Borístenes, galope
del Jinete Tracio… El reducido grupo de los íntimos se reúne junto a mí.
Chabrias me da lástima; las lágrimas no van bien con las arrugas de los
ancianos. El hermoso rostro de Celer está, como siempre, extrañamente
tranquilo; me cuida aplicadamente, sin dejar traslucir nada que pudiera
agregarse a la inquietud o a la fatiga de un enfermo. Pero Diótimo solloza,
hundida la cabeza en los almohadones. He asegurado su porvenir; como no
le gusta Italia podrá realizar su sueño de volver a Gadara y abrir allí, junto
con un amigo, una escuela de elocuencia; nada perderá con mi muerte. Y
sin embargo sus frágiles hombros se agitan convulsivamente bajo los
pliegues de la túnica; siento caer sobre mis dedos esas lágrimas deliciosas.
Hasta el fin, Adriano habrá sido amado humanamente.
Mínima alma mía, tierna y flotante, huésped y compañera de mi cuerpo,
descenderás a esos parajes pálidos, rígidos y desnudos, donde habrás de
renunciar a los juegos de antaño. Todavía un instante miremos juntos las
riberas familiares, los objetos que sin duda no volveremos a ver… Tratemos
de entrar en la muerte con los ojos abiertos…
AL DIVINO ADRIANO AUGUSTO

HIJO DE TRAJANO CONQUISTADOR DE LOS PARTOS


NIETO DE NERVA
SUMO PONTÍFICE INVESTIDO POR LA XXII VEZ
DE LA DIGNIDAD TRIBUNICIA
TRES VECES CÓNSUL DOS VECES VENCEDOR
PADRE DE LA PATRIA
Y A SU DIVINA ESPOSA
SABINA
SU HIJO ANTONINO
A LUCIO ELIO CÉSAR
HIJO DEL DIVINO ADRIANO
DOS VECES CÓNSUL
Cuadernos de notas a las
«Memorias de Adriano»

Traducción de
Marcelo Zapata
a G. F.

Este libro fue concebido y después escrito, en su totalidad o en parte,


bajo diversas formas, en el lapso que va de 1924 a 1929, entre mis veinte y
mis veinticinco años de edad. Todos esos manuscritos fueron destruidos y
merecieron serlo.
*
Encontrada de nuevo en un volumen de la correspondencia de Flaubert,
releída y subrayada por mí hacia 1927, la frase inolvidable: «Cuando los
dioses ya no existían y Cristo no había aparecido aún, hubo un momento
único, desde Cicerón hasta Marco Aurelio, en que sólo estuvo el hombre».
Gran parte de mi vida transcurriría en el intento de definir, después de
retratar, a este hombre solo y al mismo tiempo vinculado con todo.
*
Trabajos vueltos a emprender en 1934; largas investigaciones; unas
quince páginas escritas y consideradas definitivas; proyecto retomado y
abandonado muchas veces entre 1934 y 1937.
*
Durante mucho tiempo imaginé la obra como una serie de diálogos
donde se hicieran oír todas las voces del tiempo. Pero a pesar de todos mis
intentos, el detalle prevalecía sobre el conjunto; las partes comprometían el
equilibrio del todo; la voz de Adriano se perdía en medio de todos esos
gritos. Yo no acertaba a organizar ese mundo visto y oído por un hombre.
*
La única frase que subsiste de la redacción de 1934: «Empiezo a
percibir el perfil de mi muerte». Como un pintor instalado frente al
horizonte y que desplaza sin cesar su caballete a derecha y a izquierda, al
fin encontré el punto de vista del libro.
*
Tomar una vida conocida, concluida, fijada por la Historia (en la medida
en que puede ser una vida), de modo tal que sea posible abarcar su curva
por completo; más aún, elegir el momento en el que el hombre que vivió
esa existencia la evalúa, la examina, es por un instante capaz de juzgarla.
Hacerlo de manera que ese hombre se encuentre ante su propia vida en la
misma posición que nosotros.
*
Mañanas en la Villa Adriana; innumerables noches pasadas en los cafés
que bordean el Olimpión; incesante ir y venir por los mares griegos;
caminos de Asia Menor. Para que pudiera utilizar esos recuerdos, que son
míos, fue necesario que se alejaran tanto de mí como el siglo II.
*
Experiencia con el tiempo: dieciocho días, dieciocho meses, dieciocho
años, dieciocho siglos. Inmóvil permanencia de las estatuas que, como la
cabeza de Antínoo Mondragón en el Louvre, viven aún en el interior de ese
tiempo muerto. El mismo problema considerado en términos de
generaciones humanas: dos docenas de pares de manos descarnadas, unos
veinticinco ancianos bastarían para establecer un contacto ininterrumpido
entre Adriano y nosotros.
*
En 1937, durante mi primera residencia en los Estados Unidos, hice una
serie de lecturas para este libro en la Universidad de Yale; escribí la visita al
médico y el pasaje sobre la renunciación a los ejercicios del cuerpo. Estos
fragmentos subsisten, modificados, en la versión actual.
*
En todo caso, yo era demasiado joven. Hay libros a los que no hay que
atreverse hasta no haber cumplido los cuarenta años. Se corre el riesgo,
antes de haber alcanzado esa edad, de desconocer la existencia de grandes
fronteras naturales que separan, de persona a persona, de siglo a siglo, la
infinita variedad de los seres; o por el contrario, de dar demasiada
importancia a las simples divisiones administrativas, a los puestos de
aduana, o a las garitas de los guardias. Me hicieron falta esos años para
aprender a calcular exactamente las distancias entre el emperador y yo.
Dejo de trabajar en este libro (salvo durante algunos días, en París) en
1937 y 1939.
*
Surge el recuerdo de T. E. Lawrence, que se superpone en Asia Menor
al de Adriano. Pero el trasfondo de Adriano no es el desierto, sino las
colinas de Atenas. Cuanto más pensaba en esto, tanto más la aventura de un
hombre que niega (y que en primer término se niega) me inspiraba el deseo
de presentar a través de Adriano el punto de vista de alguien que no
renuncia, o que renuncia en un lugar para aceptar en otra parte. Por lo
demás, es evidente que ese ascetismo y ese hedonismo son actitudes
intercambiables.
*
En octubre de 1939, dejé el manuscrito en Europa con la mayor parte de
las notas; pero llevé a los Estados Unidos los resúmenes hechos antes en
Yale, un mapa del Imperio Romano en la época de la muerte de Trajano que
llevaba conmigo desde hacía años y el perfil del Antínoo del Museo
Arqueológico de Florencia, que compré allí en 1926, y que lo muestra
joven, grave y dulce.
*
Proyecto abandonado desde 1939 hasta 1948. A veces volvía sobre él,
pero siempre con sumo desaliento, casi con indiferencia, como si se hubiera
tratado de algo imposible. Y hasta avergonzada por haber intentado alguna
vez semejante cosa.
*
Hundimiento en la desesperación de un escritor que no escribe.
*
En los peores momentos de desaliento y de atonía, iba a ver en el
hermoso Museo de Hartford (Connecticut) una hermosa tela romana de
Canaletto: el Panteón ocre y dorado recortándose contra un cielo azul, al
final de una tarde de verano. Después de contemplarla, me sentía más
serena y reconfortada.
*
Hacia 1941 descubrí por casualidad, en la tienda de un comerciante
neoyorquino, cuatro grabados de Piranesi, que G… y yo compramos. En
uno de ellos, una vista de la Villa Adriana que me era desconocida hasta
entonces, aparece la capilla Canope, de donde fueron tomados en el siglo
XVII el Antínoo de estilo egipcio y las estatuas de sacerdotisas de basalto
que hoy se ven en el Vaticano. Estructura redonda, pulida como un cráneo,
de donde penden algunas malezas como mechones. El genio casi
mediúmnico de Piranesi ha intuido la alucinación, las extensas rutinas del
recuerdo, la arquitectura trágica de un mundo interior. Durante muchos años
me detuve a contemplar esta imagen casi todos los días, sin por ello volver
sobre mi antiguo proyecto, al que creía haber renunciado. Tales son los
curiosos subterfugios de lo que se llama olvido.
*
En la primavera de 1947, ordenando papeles, quemé los apuntes
tomados en Yale: me parecían ya definitivamente inútiles.
*
Sin embargo, el nombre de Adriano figura en un ensayo sobre el mito
de Grecia, que redacté en 1943 y que Caillois publicó en Les lettres
françaises de Buenos Aires. En 1945, la imagen de Antínoo, anegada y
arrastrada de alguna manera por esa corriente de olvido, vuelve a salir a
flote en un ensayo aún inédito, Cántico del alma libre, escrito en vísperas
de una grave enfermedad.
*
Decirse constantemente que todo lo que yo aquí cuento está desmentido
por lo que no cuento; esas notas sólo enmarcan una laguna. No se refieren a
lo que yo hacía durante esos años difíciles, como tampoco a mis
pensamientos, mis trabajos, mis angustias, mis alegrías, la inmensa
repercusión de los hechos exteriores, la constante prueba de mí misma en la
piedra de toque de los hechos. Y callo también las experiencias que me
deparó la enfermedad y otras, más secretas, que se vinculan con ellas, y la
perpetua presencia o busca del amor.
*
No tiene importancia: tal vez fuera necesaria esa solución de
continuidad, esa ruptura, esa noche del alma que tantos de nosotros hemos
padecido en aquella época, cada uno a su manera, y muy frecuentemente de
modo más trágico y más definitivo que yo, para obligarme a tratar de
colmar no sólo la distancia que me separaba de Adriano, sino sobre todo la
que me separaba de mí misma.
*
Utilidad de todo lo que hacemos por nosotros mismos, sin pensar en el
provecho. Durante los años de destierro, frecuenté la lectura de los autores
antiguos: los volúmenes de tapa roja o verde de la edición Loeb-Heinemann
llegaron a ser una patria para mí. Una de las mejores formas de recrear el
pensamiento de un hombre: reconstruir su biblioteca. Durante años, y sin
saberlo, yo me había empeñado en repoblar las calles de Tíbur. No me
quedaba más que imaginar las manos hinchadas de un enfermo sobre los
manuscritos desplegados.
*
Reconstruir desde adentro lo que los arqueólogos del siglo XIX han
hecho desde afuera.
*
En diciembre de 1948 recibí de Suiza, donde la había dejado durante la
guerra, una maleta llena de papeles familiares y cartas de más de diez años
de antigüedad. Me senté junto al fuego para acabar con esa especie de
horrible inventario de cosas muertas; me pasé varias noches en soledad
ocupada en eso. Deshacía atados de cartas; releía, antes de destruirlo, ese
montón de correspondencia con personas olvidadas y que me habían
olvidado, algunas vivas, otras muertas. Algunos de esos papeles databan de
una generación anterior a la mía; los nombres mismos no me decían nada.
Arrojaba mecánicamente al fuego ese intercambio de frases muertas con
Marías, Franciscos y Pablos desaparecidos. Desplegué cuatro o cinco hojas
dactilografiadas; el papel estaba amarillento. Leí el encabezamiento:
«Querido Marco…» Marco… ¿De qué amigo, de qué amante, de qué
pariente lejano se trataba? No advertí de inmediato a quién se refería el
nombre. Al cabo de unos instantes, recordé de pronto que ese Marco no era
otro que Marco Aurelio, y supe que tenía en mis manos un fragmento del
manuscrito perdido. Desde ese momento, me propuse reescribir ese libro
costara lo que costare.
*
Esa noche reabrí dos volúmenes que me habían enviado, restos de una
biblioteca dispersa. Uno era Dion Casio en la hermosa impresión de Henri
Estienne, y el otro un tomo de una edición corriente de la Historia Augusta:
las dos fuentes principales de la vida de Adriano, que adquirí en la época en
que me había propuesto escribir este libro. Todo lo que el mundo y yo
habíamos atravesado entre tanto, enriquecía esas crónicas con la
experiencia de un tiempo convulso, proyectaba sobre esa existencia
imperial otras luces, otras sombras. En aquel entonces, yo había pensado en
el letrado, en el viajero, en el poeta, en el amante y sin que ninguno de esos
aspectos perdiera su importancia, veía por primera vez dibujarse con
extrema nitidez, entre todos ellos, el más oficial y a la vez más secreto, el
del emperador. Haber vivido en un mundo que se deshace me mostró la
importancia del Príncipe.
*
Me complací en hacer y rehacer el retrato de un hombre que casi llegó a
la sabiduría.
*
Tan sólo otra figura histórica me ha tentado con una insistencia similar.
Omar Khayam, poeta astrónomo. Pero la vida de Khayam es la del
contemplador, la del contemplador puro: el mundo de la acción le fue ajeno
por completo. Por lo demás, no conozco Persia ni su lengua.
*
Imposibilidad, también, de tomar como figura central un personaje
femenino; de elegir, por ejemplo, como eje de mi relato, a Plotina en lugar
de Adriano. La vida de las mujeres es más limitada, o demasiado secreta.
Basta con que una mujer cuente sobre sí misma para que de inmediato se le
reproche que ya no sea mujer. Y ya bastante difícil es poner alguna verdad
en boca de un hombre.
*
Partí para Taos, en Nuevo México. Llevaba conmigo las hojas en blanco
para recomenzar este libro: nadador que se arroja al agua sin saber si
alcanzará la otra orilla. Muy tarde en la noche, trabajé en él entre Nueva
York y Chicago, encerrada en mi camarote como en un hipogeo. Después,
durante todo el día siguiente, continué en el restaurante de una estación de
Chicago, donde tuve que esperar a un tren detenido por una tormenta de
nieve. Enseguida, de nuevo hasta el alba, sola en el coche del expreso de
Santa Fe, rodeada por las oscuras cimas de las montañas del Colorado y por
el eterno transcurso de los astros. Escribí sin interrupción los pasajes sobre
la infancia, el amor, el sueño y el conocimiento del hombre. No recuerdo
día más ardiente ni noches más lúcidas.
*
Paso lo más rápido posible sobre tres años de investigaciones, que no
interesan más que a los especialistas, y sobre la elaboración de un método
de delirio que no interesaría más que a los insensatos. Esta última frase hace
demasiadas concesiones al romanticismo: hablemos más bien de una
participación constante, y la más clarividente posible, en lo que sucedió.
*
Con un pie en la erudición, otro en la magia, o más exactamente y sin
metáfora, sobre esa magia simpática que consiste en transportarse
mentalmente al interior de otro.
*
Retrato de una voz. Si decidí escribir estas Memorias de Adriano en
primera persona, fue para evitar en lo posible cualquier intermediario,
inclusive yo misma. Adriano podría hablar de su vida con más firmeza y
más sutileza que yo.
*
Los que consideran la novela histórica como una categoría diferente,
olvidan que el novelista no hace más que interpretar, mediante los
procedimientos de su época, cierto número de hechos pasados, de recuerdos
conscientes o no, personales o no, tramados de la misma manera que la
Historia. Como Guerra y Paz, la obra de Proust es la reconstrucción de un
pasado perdido. La novela histórica de 1830 cae, es cierto, en el melodrama
y el folletín de capa y espada; no más que la sublime Duquesa de Langeais
o la asombrosa Niña de los ojos de oro. Flaubert reconstruye
laboriosamente el palacio de Amílcar con ayuda de centenares de pequeños
detalles; del mismo modo procede con Yonville. En nuestra época, la novela
histórica, o la que puede denominarse así por casualidad, ha de desarrollarse
en un tiempo recobrado, toma de posesión de un mundo interior.
*
El tiempo no cuenta. Siempre me sorprende que mis contemporáneos,
que creen haber conquistado y transformado el espacio, ignoren que la
distancia de los siglos puede reducirse a nuestro antojo.
*
Todo se nos escapa, y todos, y hasta nosotros mismos. La vida de mi
padre me es tan desconocida como la de Adriano. Mi propia existencia, si
tuviera que escribirla, tendría que ser reconstruida desde fuera,
penosamente, como la de otra persona; debería remitirme a ciertas cartas, a
los recuerdos de otro, para fijar esas imágenes flotantes. No son más que
muros en ruinas, paredes en sombra. Ingeniármelas para que las lagunas de
nuestros textos, en lo que concierne a la vida de Adriano, coincidan con lo
que hubieran podido ser sus propios olvidos.
*
Lo cual no significa, como se dice con demasiada frecuencia, que la
verdad histórica sea siempre y en todo inasible. Es propio de esta verdad lo
de todas las otras: el margen de error es mayor o menor.
*
Las reglas del juego: aprenderlo todo, leerlo todo, informarse de todo, y,
simultáneamente, adaptar a nuestro fin los Ejercicios de Ignacio de Loyola
o el método del asceta hindú que se esfuerza, a lo largo de años, en
visualizar con un poco más de exactitud la imagen que construye en su
imaginación. Rastrear a través de millares de fichas la actualidad de los
hechos; tratar de reintegrar a esos rostros de piedra su movilidad, su
flexibilidad viviente. Cuando dos textos, dos afirmaciones, dos ideas se
oponen, esforzarse en conciliarlas más que en anular la una por medio de la
otra; ver en ellas dos facetas diferentes, dos estados sucesivos del mismo
hecho, una realidad convincente porque es compleja, humana porque es
múltiple. Tratar de leer un texto del siglo II con los ojos, el alma y los
sentimientos del siglo II; bañarlo en esa agua-madre que son los hechos
contemporáneos; separar, si es posible, todas las ideas, todos los
sentimientos acumulados en estratos sucesivos entre aquellas gentes y
nosotros. Servirse, no obstante, pero prudentemente, a título de estudios
preparatorios, de las posibilidades de acercamiento o de comprobación, de
perspectivas nuevas elaboradas poco a poco por tantos siglos o
acontecimientos que nos separan de ese texto, de ese suceso, de ese
hombre; utilizarlos en alguna manera como hitos en la ruta de regreso hacia
un momento determinado en el tiempo. Deshacerse de las sombras que se
llevan con uno mismo, impedir que el vaho de un aliento empañe la
superficie del espejo; atender sólo a lo más duradero, a lo más esencial que
hay en nosotros, en las emociones de los sentidos o en las operaciones del
espíritu, como puntos de contacto con esos hombres que, como nosotros,
comieron aceitunas, bebieron vino, se embadurnaron los dedos con miel,
lucharon contra el viento despiadado y la lluvia enceguecedora y buscaron
en verano la sombra de un plátano y gozaron, pensaron, envejecieron y
murieron.
*
Hice revisar por médicos varias veces los breves pasajes de las crónicas
que se refieren a la enfermedad de Adriano. No muy diferentes, en general,
de las descripciones clínicas de la muerte de Balzac.
*
Para comprender mejor utilizar un comienzo de enfermedad del
corazón.
*
¿Qué es Hécuba para él?, se pregunta Hamlet en presencia del actor
ambulante que llora por Hécuba. Y Hamlet no tiene más remedio que
reconocer que ese comediante que derrama lágrimas auténticas ha logrado
establecer con esa muerte tres veces milenaria una comunicación más
profunda que la de él mismo con su padre enterrado la víspera, pero cuya
desdicha no siente del todo por estar dispuesto a vengarlo sin demora.
*
La sustancia, la estructura humana apenas cambian. Nada más estable
que la curva de una clavícula, el lugar de un tendón o la forma de un dedo
del pie. Pero hay épocas en las que el calzado deforma menos. En el siglo
del que hablo, estamos aún muy cerca de la libre verdad del pie descalzo.
*
Al atribuir a Adriano dotes de visionario, me instalaba en el terreno de
lo plausible, aun cuando esas posibilidades fuesen vagas. El analista
imparcial de los hechos humanos se equivoca por lo común bastante poco
sobre el desarrollo ulterior de los acontecimientos; y al contrario, acumula
errores cuando se trata de prever su manera de suceder, sus detalles y sus
características. Napoleón profetizó en Santa Elena que un siglo después de
su muerte Europa sería revolucionaria o cosaca; distinguió muy bien las dos
posibilidades de la alternativa; no podía imaginar que se superpondrían la
una a la otra. Pero en general, sólo es por orgullo, por grosera ignorancia o
por negligencia, como nos negamos a ver en el presente los lineamientos de
las épocas futuras. Esos sabios libres del mundo antiguo pensaban como
nosotros en términos de física o de fisiología universal: consideraban
posible el fin del hombre y la muerte del mundo. Plutarco y Marco Aurelio
no ignoraban que los dioses y las civilizaciones pasan y mueren. No somos
los únicos que miramos cara a cara un inexorable porvenir ante nosotros.
*
Esta clarividencia que atribuyo a Adriano no era, por lo demás, sino la
forma de hacer resaltar el elemento casi fáustico del personaje, tal como se
ve, por ejemplo, en los Cantos Sibilinos, en los escritos de Elio Arístides, o
en el retrato de Adriano anciano hecho por Frontón. Con razón o sin ella, se
le atribuían a ese moribundo virtudes más que humanas.
*
Si ese hombre no hubiera mantenido la paz del mundo y no hubiera
renovado la economía del imperio, sus venturas y desventuras personales
interesarían menos.
*
No hay tarea tan apasionante como la de confrontar los textos. El poema
del trofeo de caza de Tespies, consagrado por Adriano al Amor y a la Venus
Uraniana «en las colinas de Helicón, junto a la fuente de Narciso», es del
otoño de 124; el emperador fue por la misma época a Mantinea, donde nos
cuenta Pausanias que hizo levantar la tumba de Epaminondas y que
inscribió en ella un poema. La inscripción de Mantinea hoy se ha perdido,
pero el gesto de Adriano quizá sólo cobra todo su sentido confrontado con
un pasaje de las Moralia de Plutarco, que refiere que Epaminondas fue
sepultado en aquel lugar entre dos jóvenes amigos muertos a su lado. Si se
acepta para el encuentro entre Antínoo y el emperador la fecha 123-124 de
su residencia en Asia Menor, que en todo caso es la fecha más plausible y
mejor documentada por los hallazgos de los iconógrafos, esos dos poemas
formarían parte de lo que podría llamarse el ciclo de Antínoo, inspirados
ambos por esa misma Grecia idílica y heroica que Adriano evocaría más
tarde, después de la muerte del favorito, cuando compare al muchacho con
Patroclo.
*
Cierto número de personajes cuyo retrato quisiera desarrollar: Plotina,
Sabina, Arriano, Suetonio. Pero Adriano no podía verlos más que de sesgo.
El propio Antínoo sólo puede verse por reflejo, a través de los recuerdos del
emperador, es decir, con una minucia apasionada y algunos errores.
*
Todo lo que podría decirse sobre el temperamento de Antínoo está
inscrito en la menor de sus imágenes. Eager and impassionated tenderness,
sullen effeminacy: Shelley, con el admirable candor de los poetas, dijo en
seis palabras lo esencial, lo que los críticos de arte y los historiadores del
siglo XIX no hicieron más que dilatar en declamaciones virtuosas, con
mucho de idealización falsa o ambigua.
*
Retratos de Antínoo: abundan, van de lo incomparable a lo mediocre.
Todos, a pesar de las variaciones debidas al arte del escultor o a la edad del
modelo, con la diferencia que existe entre los retratos hechos ante la imagen
viva y los retratos ejecutados en honor del muerto, sorprenden por el
increíble realismo de esa figura siempre reconocida de inmediato y sin
embargo interpretada de maneras tan diversas, por ese ejemplo, único en la
Antigüedad, de supervivencia y de multiplicación en la piedra de un rostro
que no fue ni el de un hombre de Estado ni el de un filósofo, sino
simplemente el de alguien que fue amado. Entre estas imágenes, las dos
más hermosas son las menos conocidas: son también las únicas que llevan
el nombre de un escultor. Una es el bajorrelieve firmado por Antoniano de
Afrodisias y encontrado hace unos cincuenta años sobre el emplazamiento
de un instituto agronómico, los Fundi Rustici, en cuya sala del consejo de
administración se halla hoy colocado. Como ningún guía de Roma señala su
existencia en esta ciudad ya repleta de estatuas, los turistas la ignoran. El
bajorrelieve de Antoniano está tallado en mármol italiano; seguramente fue
hecho en Italia, y sin duda en Roma, por ese artista instalado desde mucho
tiempo atrás en la Ciudad o llevado por Adriano en uno de sus viajes. La
delicadeza de la pieza es admirable. Una greca de vid rodea con el más
flexible de los arabescos al joven rostro melancólico e inclinado: se piensa
irresistiblemente en las vendimias de la vida breve, en la atmósfera frutal de
una tarde de otoño. La obra delata las huellas de los años pasados en un
sótano durante la última guerra: la blancura del mármol ha desaparecido
momentáneamente bajo manchas terrosas; faltan tres dedos de la mano
izquierda. Así sufren los dioses la locura de los hombres.
[Nota de 1958. Las líneas precedentes aparecieron hace seis años; entre
tanto, el bajorrelieve de Antoniano fue adquirido por un banquero romano,
Arturo Osio, curioso personaje que hubiera interesado a Stendhal o a
Balzac. Osio demuestra por esta reliquia la misma solicitud que por los
animales que viven en libertad en una propiedad suya muy cerca de Roma,
así como por los árboles que ha plantado por millares en su dominio de
Orbetello. Rara virtud: «Los italianos detestan los árboles», dijo Stendhal
en 1828, ¿y qué diría ahora cuando los especuladores de Roma matan
echándoles agua caliente a los pinos demasiado hermosos, demasiado
protegidos por los reglamentos urbanos, que les molestan para construir
sus hormigueros? Lujo raro, también: ¿cuántos hombres ricos pueblan sus
bosques y prados de animales en libertad, no por el placer de la caza, sino
para reconstruir algo así como un admirable Edén? El amor hacia las
estatuas antiguas, esos grandes objetos apacibles, duraderos y frágiles a la
vez, es bastante poco común en los coleccionistas de nuestra época agitada
y sin porvenir. Por consejo de los expertos, el nuevo poseedor del
bajorrelieve de Antoniano acaba de someterlo a mano autorizada para la
más delicada de las limpiezas; una lenta fricción con la yema de los dedos
ha desembarazado el mármol de su herrumbre y su moho, devolviéndole su
brillo natural de alabastro y marfil.]
La segunda de estas dos obras maestras es el ilustre sardónice que lleva
el nombre de Gema Malborough por haber pertenecido a esa colección hoy
dispersa. Durante más de treinta años se creyó que esa hermosa pieza estaba
perdida o enterrada. Una venta pública en Londres la sacó a relucir en enero
de 1952; el gusto refinado del gran coleccionista Giorgio Sangiorgi hizo
que volviera a Roma. Debo a la benevolencia de Sangiorgi el haber visto y
tocado esa pieza única. En el borde se lee, incompleta, una firma que se
considera de Antoniano de Afrodisias. El artista encerró con tanta maestría
ese perfil perfecto en el estrecho espacio de un sardónice, que ese trozo de
piedra testimonia un gran arte perdido como lo haría una estatua o un
bajorrelieve.
Las proporciones de la obra hacen olvidar las dimensiones del objeto.
En la época bizantina el reverso de la obra maestra fue moldeado en una
ganga del oro más puro. Fue así como pasó de coleccionista desconocido en
coleccionista desconocido hasta llegar a Venecia, donde en el siglo XVI se
señala su presencia en una gran colección; el célebre anticuario Gavin
Hamilton la compró y la llevó a Inglaterra, de donde vuelve hoy a Roma, su
lugar de origen. De todos los objetos existentes en la superficie de la tierra,
es el único que podemos presumir con alguna certeza que haya pasado por
las manos de Adriano.
*
Es necesario sumergirse en los recovecos de un tema para descubrir las
cosas más simples, y del interés literario más general. Fue sólo al estudiar a
Flegón, secretario de Adriano, cuando supe que se debe a este personaje
olvidado la primera y una de las más bellas historias de aparecidos, esa
sombría y voluptuosa Novia de Corinto en la que se inspiraron Goethe y el
Anatole France de las Bodas corintias. Flegón, además, escribía con la
misma tinta y con la misma curiosidad desordenada por todo aquello que
trascendiera los límites de lo humano absurdas historias de monstruos con
dos cabezas, de hermafroditas en trance de parir. Tal vez, por lo menos en
ciertos días, el tema de conversación en la mesa imperial.
*
Los que hubieran preferido un Diario de Adriano a las Memorias de
Adriano olvidan que el hombre de acción muy rara vez lleva un diario; no
es sino mucho después, al llegar a un periodo de inactividad, cuando se
pone a recordar, anota y por lo común se asombra.
*
A falta de cualquier otro documento, la carta de Arriano al emperador
Adriano acerca del viaje por el Mar Negro bastaría para recrear en líneas
generales la figura imperial: minuciosa exactitud del dueño y señor que
todo lo quiere saber; interés por los trabajos de la paz y de la guerra; gusto
por las estatuas bien modeladas; pasión por los poemas y las leyendas
antiguas. Y ese mundo, raro en cualquier época, y que habría de
desaparecer por completo después de Marco Aurelio, en el cual, por sutiles
que fueran los matices del protocolo y el respeto, el letrado y el
administrador se dirigían aún al príncipe como a un amigo. Todo está allí:
melancólico retorno al ideal de la Grecia antigua; discreta alusión a los
amores perdidos y a las consolaciones místicas buscadas por el
superviviente, añoranza de países desconocidos y de climas bárbaros. La
evocación prerromántica de las regiones desiertas, pobladas de pájaros
marinos hace pensar en el admirable vaso, encontrado en la Villa Adriana y
que hoy puede verse en el Museo de las Termas, donde una bandada de
garzas se esparce y alza vuelo en plena soledad por la nieve del mármol.
*
Nota de 1949. Cuanto más me esfuerzo por lograr un retrato fiel, más
me alejo del hombre y del libro que podrían agradar. Sólo podrán
comprenderme algunos pocos que se apasionan por el destino humano.
*
La novela devora hoy todas las formas: estamos casi obligados a pasar
por ella; este estudio sobre la suerte de un hombre que se llamó Adriano
hubiera sido una tragedia en el siglo XVII y un ensayo en el Renacimiento.
*
Este libro es la condensación de una enorme tarea hecha sólo para mí.
Me había habituado, todas las noches, a escribir de manera automática el
resultado de mis paseos imaginarios por la intimidad de otras épocas.
Registraba hasta las menores palabras, los menores gestos, los matices más
imperceptibles; las escenas que en el libro ocurren en dos líneas, aparecían
hasta en sus menores detalles y como en cámara lenta. Unidas las unas a las
otras, esas especies de actas hubieran formado un volumen de millares de
páginas. Pero quemaba por la mañana el trabajo de cada noche. Escribí así
enorme cantidad de meditaciones muy abstrusas, y algunas descripciones
bastante obscenas.
*
El hombre más apasionado por la verdad, o al menos por la exactitud, es
por lo común el más capaz de darse cuenta, como Pilato, de que la verdad
no es pura. De ahí que las afirmaciones más directas vayan mezcladas con
dudas, repliegues, rodeos que un espíritu más convencional no tendría. En
ocasiones, aunque no a menudo, me asaltaba la impresión de que el
emperador mentía. Y entonces tenía que dejarle mentir, como todos
hacemos.
*
Grosería de los que dicen: «Adriano es usted». Grosería quizás mayor
de los que se sorprenden de que yo haya elegido un tema tan lejano y
extraño. El hechicero que practica una incisión en su pulgar en el momento
de evocar las sombras, sabe que ellas no sólo obedecerán esa llamada
porque van a beber a su propia sangre. Sabe también, o debería saber, que
las voces que le hablan son más sabias y más dignas de atención que sus
propios gritos.
*
Me di cuenta muy pronto de que estaba escribiendo la vida de un gran
hombre. Por tanto, más respeto por la verdad, más cuidado, y, en cuanto a
mí, más silencio.
*
De alguna manera, toda vida narrada es ejemplar; se escribe para atacar
o para defender un sistema del mundo, para definir un método que nos es
propio. Y no es menos cierto que por la idealización o la destrucción
deliberadas, por el detalle exagerado o prudentemente omitido, se
descalifica casi toda biografía: el hombre así construido sustituye al hombre
comprendido. No perder nunca de vista el diagrama de una vida humana,
que no se compone, por más que se diga, de una horizontal y de dos
perpendiculares, sino más bien de tres líneas sinuosas, perdidas hacia el
infinito, constantemente próximas y divergentes: lo que un hombre ha
creído ser, lo que ha querido ser, y lo que fue.
*
Aunque sea obvio decirlo, siempre se erige un monumento de acuerdo
con el gusto de cada uno. Y no es poco emplear sólo piedras auténticas.
*
Todo ser que haya vivido la aventura humana vive en mí.
*
El siglo II me interesa porque fue, durante mucho tiempo, el de los
últimos hombres libres. En lo que a nosotros concierne, quizás estemos ya
bastante lejos de aquel tiempo.
*
El 26 de diciembre de 1926, en una noche glacial al borde el Atlántico,
en el silencio casi polar de la isla de los Montes Desiertos, en los Estados
Unidos, traté de revivir el calor, la sofocación de un día de julio de 138 en
Bayas, el peso de su túnica en las piernas lentas y cansadas, el ruido casi
imperceptible de un mar sin marea que bañaba a un hombre absorto en los
rumores de su propia agonía. Traté de llegar hasta el último trago de agua,
el último malestar, la última imagen. Al emperador sólo le quedaba morir.
*
No he dedicado a nadie este libro. Tendría que habérselo dedicado a G.
F. Y lo hubiera hecho si poner una dedicatoria personal al frente de una
obra en la que yo pretendía pasar inadvertida no hubiera sido una suerte de
indecencia. Pero aun la dedicatoria más extensa es una manera bastante
incompleta y trivial de honrar una amistad fuera de lo común. Cuando trato
de definir ese bien que me ha sido dado desde hace años, advierto que un
privilegio semejante, por raro que sea, no puede ser único; que debe existir
alguien, siquiera en el trasfondo, en la aventura de un libro bien llevado o
en la vida de un escritor feliz, alguien que no deje pasar la frase inexacta o
floja que no cambiamos por pereza; alguien que tome por nosotros los
gruesos volúmenes de los anaqueles de una biblioteca para que
encontremos alguna indicación útil y que se obstine en seguir
consultándolos cuando ya hayamos renunciado a ello; alguien que nos
apoye, nos aliente, a veces que nos oponga algo; alguien que comparta con
nosotros, con igual fervor, los goces del arte y de la vida, sus tareas siempre
pesadas, jamás fáciles; alguien que no sea ni nuestra sombra, ni nuestro
reflejo, ni siquiera nuestro complemento, sino alguien por sí mismo; alguien
que nos deje en completa libertad y que nos obligue, sin embargo, a ser
plenamente lo que somos. Hospes Comesque.
*
Supe en diciembre de 1951 de la reciente muerte del historiador alemán
Wilhelm Weber, en abril de 1952 la del erudito Paul Graindor, cuyos
trabajos me fueron muy útiles. Conversé estos días con dos personas. G.
B… y J. F… que conocieron en Roma al grabador Pierre Gusman, sobre la
época en la que él se dedicó a dibujar con pasión los lugares de la Villa.
Sentimiento de pertenecer a una especie de Gens Elia, de formar parte del
conjunto de secretarios del gran hombre, de participar en el relevo de la
guardia imperial que montan los humanistas y los poetas relevándose en
torno a un gran recuerdo. Así (y lo mismo ocurre sin duda con los
especialistas en Napoleón y los amantes de Dante), un círculo de espíritus
vinculados por las mismas simpatías y las mismas inquietudes se forma a
través del tiempo.
*
Los Blazios y los Vadios existen, y su primo Basilio aún vive. Una vez,
sólo una vez, me encontré frente a ese conjunto de insultos y bromas de
cuerpos de guardia, citas truncadas o deformadas con arte para infundir a
nuestras frases una tontería que ellas no dicen, argumentos capciosos
sostenidos por afirmaciones a la vez vagas y perentorias para ser tenidas en
cuenta por el lector respetuoso del hombre con títulos y que no tiene tiempo
ni deseos de consultar por su cuenta las fuentes. Todo esto caracteriza cierto
género y cierta especie, felizmente poco comunes. Cuánta buena voluntad,
al contrario, hay en tantos eruditos que podrían muy bien, en nuestra época
de especialización forzosa, desdeñar en bloque todo esfuerzo literario de
reconstrucción del pasado que parezca invadir sus territorios… Muchos de
ellos se han ofrecido espontáneamente a rectificarme un error, a
confirmarme un detalle, a sostener una hipótesis, a facilitar una nueva
investigación; les quedo aquí sumamente agradecida. Todo libro reeditado
debe alguna cosa a sus lectores honrados.
*
Esforzarse en lo mejor. Volver a escribir. Retocar, siquiera
imperceptiblemente, alguna corrección. «Es a mí mismo a quien corrijo —
decía Yeats— al retocar mis obras».
*
Ayer, en la Villa, pensé en los millares de vidas silenciosas, furtivas
como las de los animales, irreflexivas como las de las plantas: que han
vivido entre Adriano y nosotros: Bohemios del tiempo de Piranesi,
saqueadores de ruinas, mendigos, cabreros, aldeanos refugiados entre
escombros. Al borde de un olivar, en una senda antigua y con escombros,
G… y yo nos encontramos ante el lecho de cañas de un campesino, ante el
bulto de las ropas colocado entre dos bloques de cemento romano, ante las
cenizas de su fuego recién apagado. Sensación de humilde intimidad
bastante similar a la que se siente en el Louvre, después del cierre, a la hora
en que los catres de tijera de los guardas aparecen entre las estatuas.
*
(Nada que modificar, en 1958, en las líneas que anteceden; el
portamantas del campesino, aunque no su lecho, aún sigue allá. G… y yo
volvimos a detenernos sobre la hierba de Tempe, entre las violetas, en aquel
momento sagrado del año en que todo vuelve a comenzar a pesar de las
amenazas que el hombre de nuestros días deja caer sobre el mundo y sobre
él mismo. Pero la Villa ha sufrido, sin embargo, un insidioso cambio. No
total, es cierto: no se altera tan rápidamente un lugar que los siglos han
destruido y formado con lentitud. Pero por un defecto raro, en Italia, los
«embellecimientos» peligrosos han venido a sumarse a las refacciones y a
las consolidaciones necesarias. Los olivares han sido talados para dar
lugar a una zona de estacionamiento de automóviles y a un quiosco de
bebidas que transforman la noble soledad del lugar en una especie de feria.
Los visitantes beben de una fuente de cemento el agua que surge a través de
un mascarón de yeso que imita lo antiguo; otro mascarón, aún más inútil,
ornamenta el frente de una piscina surcada hoy por una flotilla de patos. Se
ha copiado, también en yeso, triviales estatuas de jardín grecorromanas
halladas en excavaciones recientes, y que no merecían que se les tributara
ni ese exceso de honor ni esa indignidad; estas réplicas en tal vil materia
esponjosa y blanda, dispuestas casi al azar en pedestales, dan a la
melancólica Canope la apariencia de un rincón de estudio de cine para una
película sobre los Césares. Nada más frágil que el equilibrio de los lugares
hermosos. Nuestras fantasías de interpretación dejan intactos los textos
mismos, que sobreviven a nuestros comentarios; pero la menor
restauración imprudente infligida a las piedras, la menor carretera de
asfalto que invade un campo donde creció la hierba durante siglos,
determina para siempre lo irreparable. La belleza se aleja; la autenticidad
también.).
*
Lugares en los que se ha elegido vivir, residencias invisibles que uno se
construye al margen del tiempo. Yo viví en Tíbur, tal vez allí muera, como
Adriano en la Isla de Aquiles.
*
No. He vuelto a visitar la Villa una vez más, con sus pabellones para la
intimidad y el reposo, sus vestigios de un lujo sin fasto, lo menos imperial
posible, de rico aficionado que se esfuerza por unir las delicias del arte a los
placeres campestres; he buscado en el Panteón el lugar exacto al que llega
un rayo de sol de la mañana del 21 de abril; he vuelto a transitar, a lo largo
de los corredores del Mausoleo, la ruta fúnebre tan frecuentada por
Chabrias, Celer y Diótimo, amigos de sus últimos días. Pero he dejado de
sentir a esos seres, su inmediata presencia, esos hechos, esa actualidad;
permanecen cerca de mí, pero desordenados, ni más ni menos como los
recuerdos de mi propia vida. Nuestro intercambio con los demás no se
produce más que por un cierto tiempo; se desvanece una vez lograda la
satisfacción, la lección sabida, el servicio obtenido, la obra acabada. Lo que
yo era capaz de decir ya está dicho; lo que hubiera podido aprender ya está
aprendido. Ocupémonos ahora de otras cosas.
Nota

Una reconstitución del género que acaba de leerse, es decir, escrita en


primera persona y puesta en la boca del hombre a quien se trataba de
retratar, próxima a la novela en algunos aspectos y en otros a la poesía,
podría en rigor, prescindir de documentos justificativos; su valor humano
aumenta sin embargo singularmente por obra de la fidelidad a los hechos.
El lector hallará más adelante una lista de los principales textos en que nos
hemos basado para escribir este libro. Al fundamentar así una obra literaria,
no hacemos más que conformarnos al uso sentado por Racine, quien en los
prefacios de sus tragedias enumera cuidadosamente sus fuentes. Pero en
primer término, y a fin de responder a las cuestiones más urgentes, sigamos
asimismo el ejemplo de Racine al indicar algunos de los puntos, muy poco
numerosos, donde hemos ido más allá de la historia, o la hemos modificado
prudentemente.
El personaje de Marulino es histórico, pero su característica principal, el
don adivinatorio, está tomada de un tío y no de un abuelo de Adriano; las
circunstancias de su muerte son imaginarias. Una inscripción nos señala que
el sofista Iseo fue uno de los maestros del joven Adriano, pero no hay
certeza de que el estudiante haya hecho, como aquí se dice, el viaje a
Atenas. Galo es real, pero el detalle referente a la caída final de este
personaje sólo tiene por objeto destacar uno de los rasgos más frecuentes en
las descripciones del carácter de Adriano: el rencor. El episodio de la
iniciación al culto de Mitra ha sido inventado; en aquella época dicho culto
estaba ya de moda en el ejército, por lo cual es posible, aunque no se haya
probado, que el joven oficial Adriano tuviera el capricho de hacerse iniciar.
Lo mismo cabe decir del tauróbolo al cual se somete Antínoo en Palmira.
Melés Agrippa, Castoras y, en el episodio precedente, Turbo, son personajes
reales, pero su participación en los ritos iniciáticos ha sido inventada en
todos sus detalles. Se ha seguido en estas dos escenas la tradición según la
cual el baño de sangre es propio tanto del rito de Mitra cuanto del de la
diosa siria, al cual ciertos eruditos prefieren limitarlo; estas asimilaciones de
rituales entre distintos cultos son psicológicamente posibles en una época
en la que las religiones de salvación «contaminaban» la atmósfera de
curiosidad, de escepticismo y de vago fervor, como fue la del siglo II. El
encuentro con el gimnosofista no figura en la historia de Adriano; hemos
utilizado textos del siglo I y II que describen episodios del mismo género.
Todos los detalles concernientes a Atiano son exactos, salvo una o dos
alusiones a su vida privada, de la que nada sabemos. El capítulo sobre los
amantes fue extraído en su totalidad de dos líneas de Esparciano (XI, 7); al
recurrir toda vez que hacía falta a la invención, tratamos de mantenernos
dentro de las generalidades más plausibles.
Pompeyo Próculo fue gobernador de Bitinia, aunque no puede
asegurarse que lo fuera en 123-124, en ocasión de la visita del emperador.
Estratón de Sardes, poeta erótico cuya obra nos es conocida por la
Antología Palatina, vivía probablemente en época de Adriano; nada prueba,
ni impide, que el emperador lo haya encontrado en alguno de sus viajes por
Asia Menor. La visita de Lucio a Alejandría en 130 ha sido deducida (cosa
que ya hizo Gregorovius) de un texto muy discutido, la Carta de Adriano a
Serviano; el pasaje concerniente a Lucio no obliga de ninguna manera a esa
interpretación. Su presencia en Egipto es, pues, más que incierta; en cambio
los detalles concernientes a Lucio en este período han sido extraídos en su
casi totalidad de su biografía por Esparciano, Vida de Elio César. La
historia del sacrificio de Antínoo es tradicional (Dion, LXIX, 11;
Esparciano, XIV, 7); el detalle de las operaciones de hechicería se inspira en
las recetas de los papiros mágicos egipcios, pero los incidentes de la velada
en Canope han sido inventados. El episodio del niño que se cae del balcón
en una fiesta, y que aquí se sitúa durante la permanencia de Adriano en
Filaé, fue extraído de un informe de los Papiros de Oxirrinco; en realidad,
ocurrió cerca de cuarenta años después del viaje de Adriano a Egipto.
Vincular la ejecución de Apolodoro a la conjuración de Serviano no pasa de
una hipótesis, acaso defendible.
Chabrias, Celer y Diótimo son frecuentemente mencionados por Marco
Aurelio, quien, sin embargo, no pasa de citar sus nombres y su apasionada
fidelidad a la memoria de Adriano. Lo hemos utilizado para evocar la corte
de Tíbur en los últimos años del reino: Chabrias representa el círculo de
filósofos platónicos o estoicos que rodeaban al emperador; Celer (a quien
no debe confundirse con el Celer mencionado por Filóstrato y Arístides, y
que fue secretario ab epistulis Graecis) resume el elemento militar, y
Diótimo el grupo de los eromenes imperiales. Estos tres nombres históricos
han servido por tanto como punto de partida para la invención parcial de
tres personajes. En cambio, el médico Iollas es un personaje real cuyo
nombre no nos ha conservado la historia, la cual tampoco nos dice que
fuera oriundo de Alejandría. El liberto Onésimo existió, pero no sabemos si
cumplió para Adriano el papel de proxeneta; el nombre de Crescencio,
secretario de Serviano, es auténtico, aunque la historia no nos diga que haya
traicionado a su amo. El comerciante Opraomas existió; nada prueba
empero que acompañara a Adriano hasta el Éufrates. La esposa de Arriano
es un personaje histórico, pero no sabemos si era, como lo dice aquí
Adriano, «fina y orgullosa». Los únicos personajes totalmente inventados
no pasan de unas pocas comparsas: el esclavo Euforión, los actores Olimpo
y Batilo, el médico Leotiquidas, el joven tribuno británico y el guía Assar.
Las dos hechiceras —la de la isla de Bretaña y la de Canope— son
personajes ficticios pero que resumen ese mundo de adivinos y expertos en
ciencias ocultas que a Adriano le gustaba frecuentar. El nombre de Areté
proviene de un poema auténtico de Adriano (Ins. Gr., XIV, 1089), atribuido
aquí arbitrariamente a la intendenta de la Villa; el del correo Menecratés fue
extraído de la Carta del rey Fermés al emperador Adriano (Biblioteca de la
Escuela de Actas, vol. 74, 1913), texto en un todo legendario y del que la
historia propiamente dicha no puede valerse, pero que sin embargo pudo
tomar sus detalles de otros documentos perdidos hoy en día. Los nombres
de Benedicta y Teodora, pálidos fantasmas amorosos que recorren los
Pensamientos de Marco Aurelio, han sido cambiados por los de Verónica y
Teodora, por razones estilísticas. Por último, los nombres griegos y latinos
grabados en la base del coloso de Memnón, en Tebas, están en su mayor
parte tomados de Letronne, Colección de Inscripciones griegas y latinas de
Egipto, 1848; el imaginario de un tal Eumeno, que se habría inscrito en
aquel lugar seis siglos antes de Adriano, tiene por fin dar cuenta, tanto para
nosotros cuanto para Adriano mismo, del tiempo transcurrido entre los
primeros visitantes griegos en Egipto, contemporáneos de Heródoto, y
aquellos paseantes romanos de una mañana del siglo II.
La breve descripción del ambiente familiar de Antínoo no es histórica,
pero tiene en cuenta las condiciones sociales que prevalecían entonces en
Bitinia. Frente a diversos puntos controvertidos —razones del exilio de
Suetonio, origen libre o servil de Antínoo, participación de Adriano en la
guerra de Palestina, fecha de la apoteosis de Sabina y del entierro de Elio
César en el castillo Sant’Angelo—, hemos tenido que elegir entre las
hipótesis de los historiadores, esforzándonos por condicionar la decisión a
las buenas razones. En otros casos —adopción de Adriano por Trajano,
muerte de Antínoo— hemos preferido que planeara sobre el relato cierta
incertidumbre que, antes de comunicarse a la historia, fue sin duda la de la
vida misma.
Las dos fuentes principales para el estudio de la vida y del personaje del
emperador son el historiador griego Dion Casio, que escribió el capítulo de
su Historia romana consagrado a Adriano unos cuarenta años después de la
muerte del emperador, y el cronista latino Esparciano, que redactó un siglo
más tarde su Vita Hadriani, uno de los textos más sólidos de la Historia
Augusta, y su Vita Aeli Caesaris, obra menor que nos da una imagen
singularmente plausible del hijo adoptivo de Adriano y que sólo parece
superficial porque el personaje también lo era. Ambos autores se basan en
documentos hoy perdidos, entre otros las Memorias publicadas por Adriano
con el nombre de su liberto Flegón, y una recopilación de cartas del
emperador reunidas por este último. Ni Dion ni Esparciano son grandes
historiadores, pero precisamente su falta de arte y hasta cierto punto de
sistema, los mantiene en contacto singularmente estrecho con los hechos
vivos, al punto que las investigaciones modernas han confirmado las más de
las veces y en forma impresionante sus afirmaciones. Sobre estas sumas de
hechos menudos se basa en parte la interpretación que acaba de leerse.
Mencionemos también, sin pretender ser exhaustivos, algunos detalles
extraídos de las Vidas de la Historia Augusta, como las de Antonino y
Marco Aurelio, por Julio Capitolino, y algunas frases procedentes de
Aurelio Víctor y del autor del Epítome, quienes tienen ya una concepción
legendaria de la vida de Adriano, pero cuyo espléndido estilo coloca en una
categoría aparte. Las noticias históricas del Diccionario de Suidas
proporcionaron dos hechos poco conocidos: la Consolación dirigida por
Numenio a Adriano y las músicas fúnebres compuestas por Mesómedes en
ocasión de la muerte de Antínoo.
Del mismo Adriano quedan algunas obras auténticas que hemos
utilizado: correspondencia administrativa, fragmentos de discursos o de
informes oficiales, como el célebre Discurso de Lambesa, conservados en
la mayoría de los casos por inscripciones; decisiones legales transmitidas
por jurisconsultos; poemas mencionados por los autores de su tiempo, como
el ilustre Animula vagula blandula, o vueltos a encontrar en los
monumentos donde figuraban a modo de inscripciones votivas, como el
poema al Amor y a Afrodita Urania grabado en el muro del templo de
Tespies (Kaibel, Epigr. Gr. 811). Las tres cartas de Adriano referentes a su
vida personal (Carta a Matidia, carta a Serviano, carta dirigida por el
emperador moribundo a Antonino), que se encuentran respectivamente en
la selección de cartas compiladas por el gramático Dositeo, en la Vita
Saturnini de Vopiscus, y en el Grenfell and Hunr, Fayum Towns and their
Papyri, 1900, son de discutible autenticidad; no obstante, las tres llevan en
gran medida la señal del hombre a quien se atribuyen, y algunas de las
indicaciones que proporcionan han sido utilizadas en este libro.
Recordemos que las innumerables menciones de Adriano o de su
círculo, diseminadas en casi todos los escritores del siglo II y III, ayudan a
completar las indicaciones de las crónicas y llenan sus lagunas. Así, para no
citar más que algunos ejemplos de las Memorias de Adriano, el episodio de
las cacerías en Libia procede íntegramente de un fragmento muy mutilado
del poema de Pancratés, Las cacerías de Adriano y Antínoo, hallado en
Egipto y publicado en 1911 en la colección de Papiros de Oxirrinco (III,
N.º 1085); Ateneo, Aulo Gelio y Filóstrato proporcionan numerosos
detalles sobre los sofistas y poetas de la corte imperial, mientras Plinio y
Marcial agregan algunos rasgos a la imagen algo borrosa de un Voconio o
un Licinio Sura. La descripción del dolor de Adriano por la muerte de
Antínoo se inspira en los historiadores del reino, pero también en ciertos
pasajes de los Padres de la Iglesia, sin duda reprobatorios, pero a veces más
humanos y sobre todo con más diferentes opiniones acerca de este tema de
lo que suele afirmarse. Se han incorporado a la obra pasajes de la Carta de
Arriano al emperador Adriano con motivo del periplo del Mar Negro, que
contienen alusiones al mismo tema, y aquí nos atenemos al juicio de los
eruditos que consideran auténtico a este texto en su integridad. El
Panegírico de Roma, del sofista Elio Arístides —obra de estilo netamente
adriánico—, ha servido como base para la breve descripción del Estado
ideal expuesta aquí por el emperador. Unos pocos detalles auténticos,
mezclados en el Talmud con un inmenso material legendario, se agregan al
relato de la Historia eclesiástica de Eusebio para el episodio de la guerra de
Palestina. La mención del exilio de Favorino proviene de un manuscrito de
este último, publicado en 1931 por la Biblioteca del Vaticano (M. Norsa y
G. Vitelli, Il papiro Vaticano greco, II en Studi e Testi, LIII); el atroz
episodio del secretario tuerto procede de un tratado de Galeno, médico de
Marco Aurelio; la imagen de Adriano moribundo se inspira en el trágico
relato del emperador envejecido, obra de Frontón. Otras veces hemos
acudido a las imágenes de los monumentos y a las inscripciones para fijar
los detalles de los hechos no registrados por los historiadores antiguos.
Ciertos aspectos de salvajismo de las guerras contra los dacios y los
sármatas —prisioneros quemados vivos, los consejeros del rey Decébalo
envenenándose el día de la capitulación— provienen de los bajorrelieves de
la Columna Trajana (W. Foener, La Colonne Trajane, 1865; I. A.
Richmond, Trajan’s Army on Trajan’s Column, en Papers of the British
School at Rome, XIII, 1935); gran parte de las imágenes correspondientes a
los viajes han sido tomadas de las monedas del reino. Los poemas grabados
por Julia Balbila al pie del coloso de Memnón sirven de punto de partida al
relato de la visita a Tebas (R. Cagnat, Inscrip. Gr. ad res romanas
pertinentes, 1186-7); la precisión sobre el día del nacimiento de Antínoo se
debe a la inscripción del colegio de artesanos de Lanuvium, que en 133
tomó a Antínoo por patrón protector (Corp. Ins. Lat XIV, 2112), precisión
discutida por Mommsen, pero aceptada más tarde por los eruditos menos
hipercríticos; las frases que figuran como inscritas en la tumba del favorito
fueron tomadas del gran texto en jeroglífico del obelisco del Pincio, que
relata sus funerales y describe las ceremonias de su culto (A. Erman,
Obelisken Römischer Zeit, en Röm. Mitt., XI, 1896); O. Marucchi, Gli
obelischi egiziani di Roma, 1898). Para la historia de los honores divinos
rendidos a Antínoo y la caracterización física y psicológica de éste, el
testimonio de las inscripciones, los monumentos figurativos y las monedas
sobrepasa ampliamente el de la historia escrita.
No existe hasta la fecha ninguna buena biografía moderna de Adriano a
la cual podamos remitir al lector. La única obra de este género que merece
mención, la más antigua también, es la de Gregorovius, publicada en 1851 y
revisada en 1884, no carente de vida ni de color pero floja en todo lo
referente a Adriano como administrador y como príncipe; por lo demás se
trata de una biografía anticuada, y lo mismo puede decirse de los brillantes
retratos trazados por Gibbon y por Renan. La obra de B. W. Henderson, The
Life and Principate of the Emperor Hadrian, publicada en 1923, superficial
a pesar de su extensión, no ofrece más que una imagen incompleta del
pensamiento de Adriano y de los problemas de su tiempo, y hace un uso
muy insuficiente de las fuentes. Pero aunque aún falta una biografía
completa de Adriano, abundan en cambio los sólidos estudios de detalle, y
en muchos puntos la erudición moderna ha renovado la historia del reinado
y la administración de Adriano. Para no citar más que algunas obras
recientes, o prácticamente tales, y más o menos accesibles con facilidad,
mencionaremos —en idioma francés— los capítulos consagrados a Adriano
en Le Haut-Empire Romain, de Léon Hemo, 1933, y en L’Empire Romain
de E. Albertini, 1936; el análisis de las campañas de Trajano contra los
partos y de la política pacífica de Adriano en el primer volumen de la
Histoire de l’Asie de René Grousset, 1921; el estudio sobre la obra literaria
de Adriano en Les Empereurs et les Lettres latines de Henri Bardon, 1944;
las obras de Paul Graindor, Athènes sous Hadrien, de Louis Perret, 1929, y
L’Empereur Hadrien, son oeuvre législative et administrative, de Bernard
d’Orgeval, 1950, esta última a veces confusa en el detalle. Los trabajos más
profundos sobre el reinado y la personalidad de Adriano siguen siendo sin
embargo los de la escuela alemana, J. Dürr, Die Reisen des Kaisers
Hadrian, Viena, 1881); J. Plew, Quellenuntersuchungen zur Geschichte des
Kaisers Hadrian, Estrasburgo, 1890; E. Kornemann, Kaiser Hadrian und
der letzte grosse Historiker von Rom, Leipzig, 1905, y sobre todo el breve y
admirable trabajo de Wilhelm Weber, Untersuchungen zur Geschichte des
Kaisers Hadrianus, Leipzig, 1907, y el ensayo sustancial y más accesible
publicado por él en 1936 en el undécimo tomo de la Cambridge Ancient
History, The Imperial Peace, págs. 294-324. En lengua inglesa, la obra de
Arnold Toynbee alude frecuentemente al reinado de Adriano; en algunas de
dichas referencias se han basado ciertos pasajes de las Memorias de
Adriano, en los que el emperador define por él mismo sus puntos de vista
políticos: de Toynbee, véase en particular su Roman Empire and Modern
Europe, en la Dublin Review, 1945. Véase también el importante capítulo
consagrado a las reformas sociales y financieras de Adriano en M.
Rostovtzeff, Social and Economic History of the Roman Empire, 1926; y,
para el detalle de los hechos, los estudios de R. H. Lacey, The Equestrian
Officials of Trajan and Hadrian: Their career, with Some Notes of
Hadrian’s Reforms, 1917; de Paul Alexander, Letters and Speeches of the
Emperor Hadrian, 1938; de W. D. Gray, A study of the Life of Hadrian
Prior to his Accesion, Northampton, Mass., 1919; de F. Pringsheim, The
Legal Policy and Reforms of Hadrian, en el Journ. of Roman Studies,
XXIV, 1934. Para la residencia de Adriano en las islas británicas y la
erección del muro en la frontera de Escocia, consúltese la obra clásica de J.
C. Bruce, The Handbook to the Roman Wall, edición revisada por R. G.
Collingwood en 1933, y del mismo Collingwood en colaboración con J. N.
L. Myres, Roman Britain and the English Settlements, segunda edición,
1937. Para la numismática del reino (excepción hecha de las monedas de
Antínoo, mencionadas más abajo), véanse los trabajos relativamente
recientes de Harold Mattingly y E. A. Sydenham, The Roman Imperial
Coinage, II, 1926, y el de P. L. Strack, Untersuchungen zur Römisch
Reichsprägung des zweiten Jahrhunderts, II, 1923.
Para la personalidad de Trajano y sus guerras, véase R. Paribeni,
Optimus Princeps, 1927; R. P. Longden, Nerva and Trajan, y The Wars of
Trajan, en la Cambridge Ancient History, XI, 1936; M. Durry, Le Règne de
Trajan d’après les Monnaies, Rev. His. LVII, 1932, y W. Weber, Traian und
Hadrian, en Meister der Politik, I, Stuttgart, 1923. Sobre Elio César: A. S.
L. Farquharsen, On the names of Aelius Caesar, Classical Quartely, II,
1908, y J. Carpocino, L’hérédité dynastique chez les Antonins, 1950, cuyas
hipótesis han sido desechadas como poco convincentes, prefiriendo la
interpretación literal de los textos. Sobre la cuestión de los cuatro tenientes
imperiales, véase A. von Premerstein, Das Attentat der Konsulare
aufHadrian in Jahre 118, en Klio, 1908; J. Carcopino, Lusius Quiétus,
l’homme de Qwrnyn, en Istros, 1934. Sobre el entorno griego de Adriano:
A. von Premerstein, C. Julius Quadratus Bassus, en los Sitz. Bayr. Akad. d.
Wiss., 1934; P. Graindor, Un Milliardaire Antique, Hérode Atticus et sa
famille, El Cairo, 1930; A. Boulanger, Ælius Aritide et la Sophistique dans
la Province d’Asie au IIe siècle de notre ère, en las publicaciones de la
Bibliothèque des Ecoles Françaises d’Athènes et de Rome, 1923; K. Horna,
Die Hymnen des Mesomedes, Leipzig, 1928; G. Martellotti, Mesomede,
publicaciones de la Scuola di Filologia Classica, Roma, 1929; H. C. Puech,
Numénius d’Apamée, en Mélanges Bidez, Bruselas, 1934. Sobre la guerra
de los judíos: W. D. Gray, The Founding of Ælia Capitolina and the
Chronology of the Jewish War under Hadrian, American Journal of semitic
Language and Literature, 1923; A. L. Sachar, A History of the Jews, 1950;
y 5. Lieberman, Greek in Jewish Palestine, 1942. Los descubrimientos
arqueológicos hechos en Israel durante estos últimos años y vinculados con
la revuelta de Bar Kochba han enriquecido con ciertos detalles nuestro
conocimiento de la guerra de Palestina; la mayor parte de ellos, ocurridos
después de 1951, no han podido ser utilizados en la presente obra.
La iconografía de Antínoo, y de manera más incidental, la historia del
personaje, no han dejado de interesar a los arqueólogos y estetas, sobre todo
en los países de lengua germana, desde que en 1764 Winckelmann dio al
conjunto de retratos de Antínoo, o al menos a los principales de ellos
conocidos en la época, un lugar preponderante en su Historia del Arte
Antiguo. La mayoría de estos trabajos de fines del siglo XVIII y aun del siglo
XIX no son más que una curiosidad, en lo que a nosotros concierne; la obra
de L. Dietrichson, Antinoüs, Christiania, 1884, de un idealismo muy
confuso, sigue siendo no obstante digna de atención por el cuidado con el
que el autor ha recogido casi la totalidad de las referencias antiguas al
favorito de Adriano; el aspecto iconográfico representa sin embargo hoy en
día una óptica y un método superados. El pequeño trabajo de F. Laban, Der
Gemütsausdruck des Antinoüs, Berlín, 1891, pasa revista a las teorías
estéticas en boga en Alemania en la época, pero no enriquece en nada la
iconografía propiamente dicha del joven bitinio. El extenso ensayo
consagrado a Antínoo por J. A. Symonds en sus Sketches in Italy and
Greece, Londres, 1900, aunque de estilo y de información a veces
envejecidos, sigue teniendo gran interés, así como una nota fundamental del
mismo autor en su notable y rarísimo ensayo sobre la inversión antigua, A
Problem in Greek Ethics (diez ejemplares fuera de comercio, 1883,
reimpreso en 100 ejemplares en 1901). La obra de E. Holm, Das Bildnis
das Antinoüs, Leipzig, 1933, revisión de tipo más académico, no aporta ni
opiniones ni informaciones nuevas. Para los monumentos figurativos de
Antínoo, además de la numismática, el mejor texto relativamente reciente
es el estudio publicado por Pirro Marconi, Antínoo, Saggio sull’Arte
dell’Eta’ Adrianea, en el volumen XXIX de los Monumenti Antichi, R.
Accademia dei Lincei, Roma, 1923, estudio por lo demás poco accesible al
gran público, por el hecho de que los numerosos tomos de esta colección se
encuentran completos en muy pocas de las grandes bibliotecas.[1] El ensayo
de Marconi, mediocre desde el punto de vista de la discusión estética,
significa sin embargo un gran progreso en la iconografía del tema, y acaba
por su precisión con las brumosas fantasías imaginadas en torno al
personaje de Antínoo aun por los mejores de los críticos románticos.
Véanse también los breves estudios consagrados a la iconografía de
Antínoo en las obras generales sobre el arte griego o grecorromano, como
las de G. Rodenwalt, Propyläen-Kunstgescitichte, III, 2, 1930; E. Strong,
Art in Ancient Rome, segunda edición, Londres, 1929; Robert West,
Römische Porträt-Plastik, II, Munich, 1941; y C. Seltman, Approach to
Greek Art, Londres, 1948. Las notas de R. Lanciani y C. L. Visconti,
Bolletine Communale di Roma, 1886, los ensayos de O. Rizzo, Antínoo-
Silvano, en Ausonia, 1908, de S. Reinach, Les Têtes des médaillons de l’Arc
de Constantin, en la Rev. Arch., Serie IV, XV, 1910, de P. Gauckler, Le
Sanctuaire syrien du Janicule, 1912, de H. Bulle, Ein Jagddenkmal des
Kaisers Hadrian, en Jahr. d. arch. Inst., XXXIV, 1919, y de R. Bartoccini,
Le Terme di Lepcis, en África italiana, 1929, son dignos de citar entre
muchos otros sobre los retratos de Antínoo identificados o descubiertos a
fines del siglo XIX o en el siglo XX, y sobre las circunstancias de su
descubrimiento.
En lo que concierne a la numismática del personaje, el mejor trabajo,
considerando las numismáticas que se ocupan hoy de este tema, sigue
siendo la Numismatique d’Antínoos, en el Journ. Int. d’Archeologie
Numismatique, XVI, págs. 33-70, 1914, de Gustave Blum, joven erudito
muerto durante la guerra de 1914, y que también ha dejado otros estudios
iconográficos consagrados al favorito de Adriano. Para las monedas de
Antínoo acuñadas en Asia Menor, consultar en particular E. Babelon y T.
Reinach, Recueil Général des Monnaies Grecques d’Asie Mineure, I-IV,
1904-1912, segunda edición 1925; para las monedas acuñadas en
Alejandría, véase J. Vogt, Die Alexandrinisciten Münzen, 1929, y para
algunas de las monedas acuñadas en Grecia, de C. Seltman, Greek Sculpture
and Some Festival Coins, en Hesperia (Journ. of Amer. School of Classical
Studies at Athens), XVII, 1948.
Con respecto a las oscurísimas circunstancias de la muerte de Antínoo,
véase W. Weber, Drei Untersuchungen zur aegyptisch-griechischen
Religion, Heidelberg, 1911. El libro de P. Graindor, ya citado, Athènes sous
Hadrien contiene (pág. 13) una interesante referencia al mismo tema. El
problema del exacto emplazamiento de la tumba de Antínoo nunca ha sido
resuelto, a pesar de los argumentos de C. Hülsen, Das Grab des Antinoüs,
en Mitt. d. deutsch. arch. Inst. Röm. Abt., XII, 1896, y en Berl. Phil.
Wochenschr., 15 de marzo de 1919 y las opiniones opuestas de H. Kähler
sobre este tema en su obra, mencionada más abajo, sobre la Villa de
Adriano. Señalemos además que el admirable tratado del Padre Festugière
sobre La Valeur Religieuse des Papyrus Magiques, en L’ideal religieux des
Grecs et l’Evangile, 1932, y sobre todo su análisis del sacrificio del Esiés,
de la muerte por inmersión y la divinización conferida en esa forma a la
víctima, si bien no contienen referencias a la historia del favorito de
Adriano, no dejan por ello de aclarar ciertas prácticas que sólo conocíamos
a través de una tradición literaria desvitalizada, permitiendo extraer esta
leyenda de abnegación voluntaria del depósito de accesorios trágico-épicos,
y hacerla entrar en el marco bien delimitado de cierta tradición oculta.
Casi todas las obras generales que tratan sobre el arte grecorromano
dedican un extenso lugar al arte adriánico; algunas de ellas han sido
mencionadas en parágrafo consagrado a las efigies de Antínoo; para una
iconografía más completa de Adriano, de Trajano, de las princesas de su
familia, y de Elio César, véase la obra ya citada de Robert West, Römische
Porträt-Plastik, y entre otros, los libros de P. Graindor, Bustes et Statues-
Portraits de l’Egypte Romaine, El Cairo, s/f, y de E Poulsen, Greek and
Roman Portraits in English Country Houses, Londres, 1923, que contiene
un cierto número de retratos menos conocidos y raramente reproducidos de
Adriano y de su corte. Sobre la decoración de la época de Adriano en
general, y sobre todo por las relaciones entre los motivos empleados por los
cinceladores grabadores y las directivas políticas y culturales del reino, la
hermosa obra de Jocelyn Toynbee, The Hadrianic School, A chapter in the
History of Greek Art, Cambridge, 1934, merece una mención particular.
Las referencias a las obras de arte ordenadas por Adriano o
pertenecientes a sus colecciones, sólo son dignas de figurar aquí en la
medida en que completan la imagen de un Adriano anticuario, aficionado al
arte, o amante preocupado por inmortalizar su rostro amado. La descripción
de las efigies de Antínoo, hechas por el emperador, y la imagen misma del
favorito en vida ofrecida en repetidas ocasiones en el curso de la presente
obra, están naturalmente inspiradas en los retratos del joven bitinio,
encontrados en su mayor parte en la Villa Adriana, que existen aún hoy en
día, y a los que conocemos en la actualidad con los nombres de los grandes
coleccionistas italianos de los siglos XVII y XVIII, a quienes Adriano por
cierto no se los habría dejado. La atribución al escultor Aristeas de la
pequeña cabeza existente hoy en el Museo Nacional de Roma, es una
hipótesis de Pirro Marconi, en un ensayo citado más arriba; la atribución a
Papias, otro escultor de la época de Adriano, del Antínoo Farnesio del
Museo de Nápoles, no es más que una suposición de la autora. La hipótesis
según la cual una efigie de Antínoo, hoy imposible de identificar con
certeza, adornó los bajorrelieves adriánicos del teatro de Dionisos en
Atenas, está tomada de una obra ya citada de P. Graindor. Sobre un punto de
detalle, el origen de las tres o cuatro bellas estatuas grecorromanas o
helenísticas encontradas en Itálica, patria de Adriano, adoptamos la opinión
que señala que estas obras, de las cuales una al menos parece salida de un
taller alejandrino, provienen de mármoles griegos que datan del fin del
primer siglo o del comienzo del segundo, y que sería una ofrenda del
emperador mismo a su ciudad natal.
Las mismas consideraciones generales se aplican a la mención de
monumentos levantados por Adriano, de los que una descripción más
documentada habría transformado este libro en un manual disfrazado, y
particularmente en el caso del de la Villa Adriana: el emperador, hombre de
gusto, no haría sufrir a sus lectores el inventario completo de sus
propiedades. Nuestras informaciones sobre las grandes construcciones de
Adriano, tanto en Roma cuanto de las diferentes partes del imperio, nos
llegan por intermedio de su biógrafo Esparciano, por la Descripción de
Grecia de Pausanias, por los monumentos edificados en Grecia, o por
cronistas más tardíos, como Malalas, que insiste particularmente en los
monumentos elevados o restaurados por Adriano en Asia Menor. Por
Procopio sabemos que la parte superior del Mausoleo de Adriano estaba
decorada con estatuas que sirvieron como proyectiles a los romanos en la
época del sitio de Alarico; y por la breve descripción de un viajero alemán
del siglo VIII, el Anónimo de Einsiedeln, conservamos una imagen de lo que
era a principios de la Edad Media el Mausoleo, ya fortificado desde los
tiempos de Aureliano, pero aún no transformado en Castel Sant’Angelo. A
estas referencias y a estas nomenclaturas, los arqueólogos y los epigrafistas
han añadido sus hallazgos. Para no dar de estos últimos más que un solo
ejemplo, recordemos que fue en fecha muy reciente, y merced a las marcas
de fábrica de los ladrillos que se utilizaron para edificarlo, que sabemos que
el honor de la construcción o de la reconstrucción total del Panteón le es
debido a Adriano, a quien se creyó por mucho tiempo sólo el restaurador.
Remitimos al lector, sobre el tema de la arquitectura adriánica, a la mayor
parte de las obras generales sobre el arte grecorromano citadas más arriba;
véase también C. Schultess, Bauten des Kaisers Hadrianus, Hamburgo,
1898; G. Beltrami, Il Panteone, Roma, 1898; G. Rosi, Bolletino della
comm. arch. com., LIX, pág. 227, 1931; M. Borgatti, Castel S. Angelo,
Roma, 1890; S. R. Pierce, The Mauseoleum of Hadrian and Pons Aelius, en
el Jour. of Rom. Stud., XV, 1925. Para las construcciones de Adriano en
Atenas, la obra varias veces citada de P. Graindor, Athènes sous Hadrien,
1934, y O. Fougères, Athènes, 1914, aunque algo anticuada, resume
siempre lo esencial.
Recordemos, para el lector que se interese en ese lugar único que es la
Villa Adriana, que los nombres de las diferentes partes de ésta, enumerados
por Adriano en la presente obra y aún en uso hoy en día, provienen también
de indicaciones de Esparciano y que las excavaciones hechas en el lugar
han confirmado y completado, hasta el momento, antes que invalidado.
Nuestro conocimiento de los diferentes estados de esta hermosa ruina, entre
Adriano y nosotros, proviene de toda serie de documentos escritos o de
sucesivos grabados desde el Renacimiento, de los cuales los más preciosos
son quizás la Relación dirigida por el arquitecto Ligorio al Cardenal d’Este
en 1538, las admirables planchas consagradas por Piranesio a esta ruina
hacia 1781, y, sobre un punto de detalle, los dibujos del Ciudadano Ponce
(Arabesques antiques des bains de Livie et de la Villa Adriana, Paris, 1789),
que conservan la imagen de estucos hoy destruidos. Los trabajos de Gaston
Boissiers, en sus Promenades Archéologiques, 1880, de H. Winnefeld, Die
Villa des Haudrian bei Tivoli, Berlin, 1895, y de Pierre Gusman, La Villa
impériale de Tibur, 1904, son aún esenciales; más cerca de nosotros, la obra
de R. Paribeni, La Villa dell’Imperatore Adriano, 1930, y el importante
trabajo de H. Kähler, Hadrian und seine Villa bei Tivoli, 1950. En las
Memorias de Adriano, una referencia a mosaicos sobre los muros de la
Villa ha sorprendido a algunos lectores; se trata de los de exedras y nichos
de las ninfas, frecuentes en las ciudades de la campiña durante el siglo
primero, y que plausiblemente también adornaron los pabellones del palacio
de Tíbur, o los que según numerosos testimonios revestían el exterior de las
bóvedas (sabemos por Piranesio que los mosaicos de Canope eran blancos),
o aun los emblemata, tablas de mosaicos que según el uso se incrustaban en
las paredes de las salas. Véase para todo este detalle, además de Gusman ya
citado, el artículo de P. Gauckler en Daremberg y Saglio, Dictionnaire des
Antiquités Grecques et Romaines, III, 2, Musivum Opus.
En lo que se refiere a los monumentos de Antínoo, recordemos que las
ruinas de la ciudad fundada por Adriano en honor a su favorito todavía se
mantenían a principios del siglo XIX, cuando Jomard dibujó las planchas de
la grandiosa Descripción de Egipto, iniciada por orden de Napoleón, y que
contiene emocionantes imágenes de este conjunto de ruinas hoy destruidas.
Hacia mediados del siglo XIX, un industrial egipcio las transformó en cal, y
las empleó para la construcción de fábricas de azúcar para las cercanías. El
arqueólogo francés Albert Gayet trabajó con ardor pero, según parece, con
poco rigor metodológico sobre ese lugar profanado, aunque las
informaciones contenidas en los artículos publicados por él entre 1896 y
1914 son sumamente útiles. Los papiros recogidos en el lugar de Antínoe y
en el de Oxirrincus, y publicados entre 1901 y nuestros días, no han
aportado nada de novedoso sobre la arquitectura de la ciudad de Adriano o
el culto favorito, pero uno de ellos nos ha provisto de una información muy
completa de las divisiones administrativas y religiosas de la ciudad,
evidentemente establecidas por el mismo Adriano, y que testimonia una
fuerte influencia del rito eleusíaco sobre el espíritu de su autor. Véase la
obra citada más arriba de Wilhelm Weber, Drei Untersuchungen zur
aegyptisch-griechischen Religion, y la de E. Kuhn, Antínoopolis, Ein
Beitrag zur Geschichte des Hellenismus in römischen Egyptien, Göttingen,
1913, y B. Kübler, Antinoopolis, Leipzig, 1914. El breve artículo de M. J.
Johnson, Antínoe and its Papyri, en el Journ of Egyp. Arch., I, 1914, es un
buen resumen de la topografía de la ciudad de Adriano.
Sabemos de la existencia de una ruta establecida por Adriano entre
Antínoe y el mar Rojo por una inscripción antigua encontrada en el lugar
(Ins. Gr. and Rer. Rom. Pert., I, 1142), pero el trazado exacto de su
recorrido parece no haber sido nunca relevado hasta el momento, y la cifra
de las distancias dada por Adriano en la presente obra no es más que una
aproximación. Agreguemos finalmente que una frase de la descripción de
Antínoe, atribuida aquí al emperador, ha sido extraída de la relación del
viaje de un tal Lucas, que visitó la región a comienzos del siglo XVIII.
MARGUERITE CLEENEWERCK DE CRAYENCOUR, (8 de junio de
1903 - 17 de diciembre de 1987), más conocida por su seudónimo
Marguerite Yourcenar, fue una poetisa, novelista, autora de teatro y
traductora nacida en Bruselas, Bélgica.
Huérfana de madre desde su nacimiento, fue llevada muy pronto a Francia
por el padre (natural de Lille) que, tras impartirle una educación bastante
esmerada, la llevó siempre con él, en el curso de su cosmopolita existencia,
comunicándole su amor por los viajes.
Cursó estudios universitarios, especializándose en cultura clásica, y empezó
a publicar diez años antes del comienzo de la Segunda Guerra Mundial,
aunque con escaso éxito. De esta primera época son las novelas Alexis o el
tratado del inútil combate (1928), que comenzó a despertar el interés de la
crítica: obra de corte gidiano, es una lúcida y desinhibida vivisección de un
fracaso existencial; La Nouvelle Eurydice (1929), menos tensa e inspirada;
Alexis: Denier du rêve (1934), historia de un atentado fracasado contra
Mussolini, donde la violencia política ocupa el primer plano; y La mort
conduit l’attelafe (1934), colección de tres cuentos.
Sus largas estancias en Grecia dieron origen a una serie de ensayos reunidos
en Viaje a Grecia y llevaron a su maduración la idea originaria de Fuegos
(1936), una obra esencialmente lírica compuesta de relatos míticos y
legendarios. La misma dimensión mítica se deja traslucir en su colección de
Cuentos orientales, publicada en 1938. El año siguiente aparece El tiro de
gracia, basada en un hecho real, una historia de amor y de muerte en un
país devastado durante las luchas antibolcheviques. Son importantes
también varios ensayos, como Pindare (1932) y Les songes et les sorts
(1938).
En 1939 la guerra la sorprendió en los Estados Unidos y allí fijó su
residencia, en Maine, dedicándose en un principio a la enseñanza y
adquiriendo la nacionalidad norteamericana en 1948. Llevó a cabo también
en este período una serie de refinadas traducciones de textos de diversa
naturaleza: obras de Virginia Wolf, Henry James y K. Kavafis y la antología
de poesía griega antigua La couronne et la lyre.
Su fama como novelista la debe a dos grandes novelas históricas que han
tenido gran resonancia: Memorias de Adriano (1951), reconstrucción
histórica realizada con gran celo documental de la vida del más ilustrado de
los emperadores romanos. Escrita a modo de carta dirigida como testamento
espiritual a su sucesor designado, es una meditación del hombre sobre sí
mismo, e ilustra el único remedio posible a la angustia de la muerte: la
voluntad de vivir conscientemente, asumiendo el deber principal del
hombre que es el perfeccionamiento interior. La otra fue Opus nigrum
(1965), obra fruto de cuidadosas investigaciones, que gira en torno a la
figura del médico alquimista y filósofo Zenón, intelectual enfrentado a los
problemas del conocimiento.
Publicó también el ensayo A beneficio de inventario (siete estudios sobre A.
d’Aubigné, Piranesi, S. Lagerlöf, Kavafis, Th. Mann, etc.) y diversas obras
teatrales como Electre ou la chute des masques (1954), Le mystère
d’Alceste (1963) y el volumen de 1971 que comprende Dar al César, Le
petite Sirène y Le dialogue dans le marécase. En 1974 publicó su
autobiografía en dos volúmenes: Recordatorios y Archivos del Norte,
frescos histórico-narrativos sobre su propia familia. Fue la primera mujer en
ser elegida miembro de la Academia Francesa en 1980.
En el curso de un viaje a África llevó a término la redacción de los tres
relatos que componen Como el agua que fluye (1982), y el ensayo Mishima
o la visión del vacío (1981), fruto de la larga frecuentación de la obra del
gran escritor japonés. En 1982 vio la luz Con los ojos abiertos, libro de
conversaciones con Matthieu Galey, que constituye una reveladora
autobiografía.
[1]Lo mismo también es aplicable, naturalmente, a muchas de las obras aquí
mencionadas. Nunca se insistirá lo suficiente en que un libro raro, agotado,
existente sólo en los anaqueles de pocas bibliotecas, o un artículo aparecido
en un viejo número de una publicación seria, es para la inmensa mayoría de
los lectores absolutamente inaccesible. En el noventa y nueve por ciento de
los casos, el lector curioso y con afán de instruirse, pero carente de tiempo y
de algunas técnicas simples familiares al erudito de profesión, es tributario
a su grado o a su pesar de las obras de difusión elegidas casi al azar, y que
las mejores de ellas, al no reimprimirse siempre, se convierten a su vez en
inaccesibles. Aquello a lo que nosotros llamamos nuestra cultura es, más de
lo que se supone, una cultura de escritorios cerrados. <<

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