Abraham Nos Cuenta Su Vida
Abraham Nos Cuenta Su Vida
Abraham Nos Cuenta Su Vida
Aquí integramos las tres entrevistas en un solo relato, para evitar las lógicas repeticiones.
Damos fe de la literalidad de cada texto integrado (con la excepción de los intertítulos, que
insertamos). Quien esté interesado en cada entrevista, puede recurrir a las oficinas de la
Dirección Nacional de Fe y Alegría en Caracas. JL
1 A pesar de la rotunda afirmación de Abraham, creemos que los años en los que estuvo en el San Carlos hay que
reducirlos más o menos a la mitad… (Nota de JL)
muchos años sirviendo –algunos, más de cuarenta– se les daba de alta, se les
mandaba a sus casas, a descansar. Y al que quería ascender un grado, lo manda -
ban a estudiar. Yo me puse a estudiar. Entonces, para obtener un grado militar, no
valían influencias ni recomendaciones, sino el estudio: que la persona se merecie-
ra ese ascenso. Ésa era la época de Medina Angarita.
Ahí, en el Cuartel San Carlos, estaba el maestro Pedro Elías Gutiérrez 2, que tenía
allí, en un local, su banda, donde se guardaban los instrumentos; y estaba el
maestro Carlos Bonet, autor de la marcha de Radio Caracas. Era gente sencilla,
muy humana, que no parecía que fueran esos grandes valores de Venezuela.
¿Sabe lo que hacía el maestro Pedro Elías Gutiérrez? Los domingos nos llevaba a
la iglesia de Las Mercedes. Íbamos a tambor batiente. Llegábamos a la iglesia a
oír la misa, y salíamos como entrábamos, porque el padre estaba de espaldas y
no entendíamos el latín. No había nada de homilía, no decía nada, la bendición y
más nada. Esa era la misión de él (el sacerdote).Yo decía: “Bueno, ya están alzan-
do una cosita blanca: cuando esa cosita blanca se alza, allá es la señal para que
nos hincáramos de rodillas”.
2Pedro Elías Gutiérrez (1870-1954), autor del joropo “Alma Llanera”, considerado como “el segundo himno nacional de
Venezuela”)
noche y llegábamos amaneciendo a El Silencio para ganar nueve bolívares dia-
rios3. Después de eso, me consiguieron un trabajito en el Hospital Militar Naval,
que me consiguió un montón de gente importante: militares de influencia que yo
conocía…. Yo después fui auxiliar de farmacia. Allí me instruí mucho.
¡Y nació Fe y Alegría!
Y cuando el Padre aceptó mi casa, yo comprendí que era la Virgen quien la estaba
aceptando. Entonces sentí una gran alegría de poder colaborar con las cosas de
Dios, con el servicio.
Ellos empezaron con un catecismo. Los muchachos iban todos los sábados al
catecismo, y llevaban ropita y comida para los muchachos, y aquellas muchachas
y aquellos muchachos tan amables, tan bondadosos y llenos de ternura…; esos
muchachitos del catecismo les cantaban y se entusiasmaban mucho y empezaron
a visitar casa por casa, familia por familia, para invitar al catecismo, y entonces ahí
vino la escuela. Pusieron la escuela, los muchachitos en el suelo, descalcitos, de
todas las edades. Entonces ellos pagaron a unas tres maestras. Una era Isabel
Silva, la otra era Carmen y la otra muchachita era de la Iglesia.
Los muchachos se animaron mucho con el proyecto de empezar la escuelita en
esa casa que yo había cedido con todo el cariño del mundo. Para mí fue una ale-
gría muy grande poder participar con esa obra tan buena que querían hacer por
los barrios.
Todas las familias del barrio estaban muy de acuerdo con la escuela; se pusieron
a la orden, abrieron sus casas, sus corazones. No hubo una sola persona que se
quejara, porque ellos se sentían estimulados con la visita del Padre Vélaz y de sus
jóvenes. Estaban muy contentos, estaban muy entusiasmados del proyecto de la
escuela. Esos muchachos que venían con el P. Vélaz eran casi el único contacto
con el mundo. Entonces no teníamos nadie radio. Éramos muy pobrecitos. La idea
de la escuela dio un sentido a sus vidas, una inyección de optimismo, de ganas de
vivir, de trabajar, de ver que a sus hijos esa educación les abriría las puertas del
futuro. Eso los animó mucho, vieron una gran esperanza.
Cada uno traía una sillita, un banquito. Después consiguieron unos bancos hechos
de unos cajones. Aquello fue tan hermoso... fue como una bendición de Dios. Las
familias se acercaban, estaban contentas porque ya sus hijos iban a estudiar.
Yo no sé cómo se las arreglaban. Las tres maestras se repartieron los niños, los
pusieron en grupos: los que sabían menos, los regulares y los más adelantados.
Entonces, ellos quisieron después poner los varones aparte, y entonces yo cedí
otra parte de mi rancho, y me mudé a otro rancho que tenía. Yo tenía una ale-
gría… Me sentía como estimulado. Como nos sentíamos todos. Ésta era una obra
de todos, y yo había puesto un granito de la obra, una raicecita. Cuando se hace
el bien, uno se estimula, y yo creo que esa es la gran alegría.
Nadie se imaginó que eso iba a pasar más allá, que iba a extenderse como el que
siembra una semilla, y esa semilla se va reproduciendo y va dando frutos de bien,
y donde todo el mundo colabora, donde todo el mundo se siente estimulado. gran
felicidad.
Esta obra es la demostración de lo que se puede hacer con el pueblo que está en
los cerros, no porque ellos quieran sino porque sus medios económicos no le per-
miten comprar un apartamento. Si esa gente se estimula como la estimuló el Pa -
dre Vélaz y esos jóvenes, se puede hacer de esas familias algo grande: incorpo-
rarlas a la sociedad, porque ellos valen mucho; ahí hay grandes valores en la
gente pobre, en la gente de los barrios. La prueba es cómo empezó aquello, sin
recursos humanos ni nada, y cómo pareciera que esta obra fuera obra del Padre
Vélaz y de toda la gente de los barrios marginados, donde se puede hacer una
tierra, abonándola con afecto, preparándola, cultivándola para que dé fruto.
El Padre Vélaz
Yo veía al Padre Vélaz como un hombre lleno de bondad, un hombre muy huma-
no. En ese padre, en su cerebro, no había otra cosa sino hacer el bien. Yo diría
que el Padre Vélaz era un hombre que, por donde pasara, iba sembrando la
bondad de querer hacer de aquel hombre marginado, de aquel hombre a quien
nadie escuchaba… Él escuchaba a la gente, le miraba la cara, y entonces le
dejaba que hablara… y, con solamente la presencia de él, la gente sentía algo
como un bálsamo de esa persona que Dios ha predestinado para una gran obra.
Así, más o menos, me figuraría yo un poco ante él.
Al barrio lo llenaba de esperanza. Que el hombre valía algo, que no éramos una
basura, una cosa botada por allá que no valía nada: no. Nos sentíamos valorados,
nos sentíamos seres humanos. Nosotros no éramos seres humamos y él nos hizo
sentir seres humanos. Nos hizo ver que el ser humano –cualquiera que sea–, si se
ayuda, si se estimula a que sea algo, a que se supere, a que se realice por sus
propios medios, a que ponga algo de su parte para realizarse… Él siempre iba a la
familia, y ahí era como una cantera, como algo muy grande.
Él nos decía que cambiáramos de vida, que dejáramos el aguardiente, los vicios; y
que todos nos portáramos bien con nuestra señora; que el hombre debía tener
una sola mujer, porque ahí es donde se realiza el hombre. Allí es donde están los
verdaderos amigos, no los amigos de fiesta, de palitos y aguardiente: esos no son
amigos; el amigo se experimenta –por decir algo– cuando uno está preso, o en
una cama de enfermedad de un hospital.
Los verdaderos amigos son la familia. La felicidad está dentro; la familia se siente
realizada cuando la familia tiene su conciencia, que está cumpliendo con todos
sus deberes, con su trabajo. Que, cuando el hombre llegue a su casa, encuentre a
su familia, y que su mujer no esté por allí en fiestas, y que el hombre no bote sus
centavos, lo que gana, sino que los gaste con su familia en acomodar su casa, por
el bien de la familia, de sus hijos. Que el mejor capital que le puede dejar a sus
hijos es su educación, no la riqueza material: ésa se bota…
Él tenía una manera de decir tan suave, tan accesible… Él se ponía a la altura de
nosotros. Uno no lo veía tan grande, sino que le parecía que era uno de nosotros,
porque él se ponía bajito, como nosotros, como un amigo más, como un verdadero
padre. Siempre orientándonos hacia el futuro, hacia el presente. No importa el pa-
sado, sino el presente. Que tenemos que trabajar, tenemos que superarnos. Todo
el poder y toda la grandeza de un pueblo está en su familia, y debiéramos noso -
tros trabajar, economizar; que no fuéramos unos despilfarradores, que si ganába-
mos tanto debíamos guardar siquiera una parte, ahorrar, que no lo despilfarrá ra-
mos en cosas que no valía la pena, sino en acomodar la casa, en la educación de
los muchachos. Eso, más o menos, y algo más, era la figura del Padre Vélaz.
Yo lo que admiro más es aquel hombre lleno de Dios es esa ternura de ese hom-
bre, de aquella alma grande llena de Dios: sus palabras eran como un bálsamo del
amor de Dios que le calaba a uno y lo revivía y lo alegraba.
Era un hombre que tenía algo por dentro, un hombre lleno de Dios, de amor, de
ternura. Uno veía –todos los que tuvimos la dicha de conocerlo– que en el mundo
hay personas tan amables, tan bondadosas, tan buenas, que a uno se le aviva la
fe, que uno cree más en Dios. Esa entrega, ese abandono de todo, de olvidarse
de sí mismo para dedicarse a los pobres –al pobre que solamente lo utilizan cuan-
do les interesa el voto– y que esas personas quieran el bien de uno, con esa sin -
ceridad: eso es muy grande, eso es algo que no se consigue; es muy difícil en el
mundo unas personas así.
Yo veía al Padre Vélaz como un hombre lleno de bondad. Yo diría que el Padre
Vélaz era un hombre que por donde quiera que pasaba iba sembrando bondad, el
bien de ayudar al hombre marginado, al hombre que nadie toma en cuenta.
Él escuchaba a la gente, les miraba a la cara y los dejaba que hablaran, y con sola
la presencia de él, la gente se sentía alguien. Su presencia transmitía esperanza,
nos hacía ver que valíamos, que no éramos basura, que no éramos una cosa
botada por allí, sin valor.
Nos sentimos valorados, nos sentimos seres humanos, nosotros éramos seres
humanos, y el Padre Vélaz nos lo hizo sentir. Nos hizo ver que con estímulo y
ayuda podíamos progresar, levantarnos de la miseria, empezar una obra que hoy
es una cosa muy grande.
El Padre Vélaz iba siempre a la familia. Nos decía que cambiáramos de vida, que
dejáramos el aguardiente, los vicios, que respetáramos nuestras señoras, que el
hombre debía tener sólo una mujer, que ahí es donde se realiza el hombre, no
regando hijos por ahí. Y nos decía que los verdaderos amigos se experimentan en
la ayuda, cuando uno está postrado en la cama de un hospital o no tiene qué co -
mer. Que de bien poco sirven esos amigos de fiesta, de palitos de aguardiente,
donde uno bota los reales y luego no alcanzan para la comida de los muchachos,
para acomodar la casa, para atender a la mujer.
Nos decía que el mejor tesoro era la familia, que debíamos cuidar mucho ese
tesoro. Decía que debíamos trabajar y luchar por superar a la familia, que no
fuéramos despilfarradores del dinero, que guardáramos siempre una partecita de
lo que ganábamos. También nos decía que la educación era una gran riqueza.
Todo esto nos lo decía de una manera suave, sencilla. Él se ponía a la altura de
nosotros, uno no le veía tan grande, sino que parecía que era uno de nosotros. Él
se ponía bajito, como nosotros; él se ponía como un amigo. Él era un padre, siem -
pre orientándonos hacia el futuro, sin importar el pasado de cada uno.
Después de que le entregué mi casa, yo le veía muy poco, porque él siempre se la
pasaba viajando, y yo me metí con alma, vida y corazón con la Legión de María,
cumpliendo esa promesa a la Virgen de ayudar a la Virgen, de ayudar a su hijo en
los pobres.
Cuando recibí la noticia de que el P. José María Vélaz había muerto, yo me fui al
Santísimo y oré por él. Todas las noches, yo oro por él. Le dije a Dios que él debe
estar en el cielo porque el P. Vélaz es un santo. Aunque no esté canonizado, pero
el haber hecho una obra educativa tan bien organizada, del pueblo, esa entrega
de la vida de él… Él ofrendó su vida en aras de una educación tan bien concebida,
en una educación para los pobres muy de acuerdo con la vida moderna. Una edu-
cación del pueblo. Y eso que él hizo yo creo que Dios tiene que reconocerlo. Y el
P. Vélaz debe estar en el cielo, entre los bienaventurados.