La Idea de Cultura - Terry Eagleton

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La idea de cultura

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16. Terry Eagleton La idea de cultura
Terry Eagleton

La idea de cultura
Una mirada política sobre los
conflictos culturales

S PAIDÓS
Barcelona • Buenos Aires • México
Título original:
The Idea of Culture
Originalmente publicado en inglés,
en 2000, por Blackwell Publishers Ltd.,
Oxford, RU

Traducción de
Ramón José del Castillo

Diseno de
Mario Eskenazi

Quedan rigurosamente prohibidas, sin


la autorización de los titulares del
"Copyright", bajo las sanciones estable-
cidas en las leyes, la reproducción total o
parcial de esta obra por cualquier méto-
do o procedimiento, comprendidos la re-
prograf ia o tratamiento informático, y la
distribución de ejemplares de ella me-
diante alquiler o préstamo público.

2000 Terry Eagleton

2001 de la traducción,
Ramón José del Castillo

2001 de todas las ediciones en


castellano, Ediciones Raidos Ibérica,
S.A., Mariano Cubi, 92 - 08021
Barcelona y Editorial Paidós, SA1CF,
Defensa, 599 - Buenos Aires
ht^¿/wyvw.paidos.com

I S B N : 84-493-1096-2
Depósito legal: B-28.360/2001

Impreso en A & M Gráfic, S.L.,


08130 Sta. Perpetua de Mogoda
(Barcelona)

Impreso en España - Printed in Spain


A Eáward Said
SUMARIO

11 1. Modelos de cultura
55 2. La cultura en crisis
83 3. Guerras culturales
131 4. Cultura y naturaleza
167 5. Hacia una cultura común

195 índice analítico y de nombres


CAPITULO 1

Modelos de cultura

«Cultura» es una de las dos o tres palabras más complicadas de la


lengua inglesa, aunque el término que a veces se toma por su
opuesto, «naturaleza», parece llevarse la palma. Pese a que hoy
día se ha puesto de moda ver la naturaleza como un derivado de
la cultura, la cultura, etimológicamente hablando, es un concep-
to derivado de la naturaleza. Uno de sus significados originales
es «producción», o sea, un control del desarrollo natural.1 Pasa
algo parecido con las palabras que usamos para referirnos a la
ley y a la justicia, o con términos como «capital», «reserva», «pecu-
niario» y «de ley».2 En inglés, coulter, una palabra de la misma
familia que «cultura», designa la reja del arado.3 Así pues, la pala-
bra que usamos para referirnos a las actividades humanas más
refinadas la hemos extraído del trabajo y de la agricultura, de las
cosechas y del cultivo. Francis Bacon habló del «cultivo y abono
de los espíritus», jugando con la ambigüedad entre el estiércol y
la distinción intelectual. A esas alturas, «cultura» significaba una
actividad, y eso fue lo que significó durante mucho tiempo,

1. «Producción» (explotación, aprovechamiento), en inglés husbandry,


que se puede traducir directamente por «agricultura» o «ganadería» (.ani-
mal husbandry), pero cuyo significado general es acopio y administración
de productos y mercancías. «Control» traduce a tending, literalmente
«cuidar», «mantener» (un campo, un jardín), pero también «vigilar» exis-
tencias o reservas (un stock). (N. del t.)
2. En inglés, sterling, «esterlina». (N. del t.)
3. En latín, culter, tri. es «cuchilla», «navaja», «hocino». En castellano
antiguo, el «cultiello» (de cultellus) también era un cuchillo (N. del t)
antes de que pasara a designar una entidad. Incluso así, hubo
que esperar a Matthew Arnold para que la palabra se despren-
diera de adjetivos como «moral» e «intelectual» y se convirtiera,
sin más, en «cultura», o sea, en una abstracción.
Etimológicamente hablando, pues, la expresión «materialis-
mo cultural» resulta algo tautológica. En principio, «cultura»
designó un proceso profundamente material que luego se vio
metafóricamente transmutado en un asunto del espíritu. La
palabra, pues, registra dentro de su desarrollo semántico el trán-
sito histórico de la humanidad, del mundo rural al urbano, de la
cría de cerdos a Picasso, de la labranza del campo a la escisión del
átomo. En términos marxistas, «cultura» abarca base y superes-
tructura en un solo concepto. Probablemente, detrás del placer
que obtenemos de la gente «cultivada» quilas se oculta una
memoria ancestral de sequía y hambruna Pero la inversión
semántica también resulta paradójica: las personas «cultivadas»
acaban siendo los habitantes del medio urbano, mientras que los
que realmente viven labrando el campo no lo soa En efecto, los
que cultivan la tierra tienen menos posibilidades de cultivarse a
sí mismos; la agricultura no deja tiempo libre para la cultura.
La raíz latina de la palabra «cultura» es cólere, que puede signi-
ficar desde cultivar y habitar, hasta veneración y protección. Su
significado como «habitar» ha evolucionado desde el latín colonos
al actual «colonialismo»; por eso, títulos como Cultura y colonialis-
mo también resultan medio tautológicos. Pero cólere también
desemboca, a través del latín cultus, en el término religioso
«culto»; luego, en la era moderna, la idea de cultura acabará
adquiriendo un valor religioso y trascendente, cada vez más apa-
gado y decaído. Las verdades culturales -sean las del arte o las de
tradiciones populares- a veces resultan sagradas, o sea, algo que
hay que proteger y adorar. La cultura, pues, hereda el majestuoso
manto de la autoridad religiosa, pero también sus incómodas afi-
nidades con la ocupación y la invasióa Entre esos dos polos, uno
positivo y uno negativo, queda localizado el concepto de cultura,
una de esas raras ideas que han resultado tan decisivas para la
izquierda como vitales para la derecha; razón por la que su histo-
ria social resulta extraordinariamente enredada y ambivalente.
Por un lado, la palabra «cultura» señala una transición histó-
rica decisiva, pero, por otro, encierra por sí sola una serie de
aspectosfilosóficosclaves. Para empezar, controversias como la
de la libertad y el determinismo, la acción y la reacción, el cam-
bio y la identidad, lo dado y lo creado, cobran una misma
importancia. Entendida como un control organizado del desa-
rrollo natural, la cultura sugiere una dialéctica entre lo artificial
y lo natural, entre lo que hacemos al mundo y lo que el mundo
nos hace a nosotros. Desde un punto de vista epistemológico, es
un concepto «realista», puesto que implica la existencia de una
naturaleza o material crudo más allá de nosotros mismos; pero
también posee una dimensión «constructivista», puesto que ese
material crudo se ha de elaborar de una forma significativa en
términos humanos. Más que deconstruir la oposición entre cul-
tura y naturaleza, lo importante es entender que el término
«cultura» ya incluye en sí mismo esa deconstrucción.
En un giro dialéctico posterior, los medios culturales que
usamos para transformar la naturaleza se extraen de ella
misma. Esta idea queda expresada mucho más poéticamente
por Políxenes en El cuento de invierno:

Pero la naturaleza no mejora con ningún medio,


salvo el que crea ella misma; así, sobre el arte
que, según tú, emula a la naturaleza, está el arte
que ella crea l...jEsunarte
que enmienda a la naturaleza, la cambia, pero
el arte mismo es naturaleza.4

(Acto IV, escena IV)

4. El cuento de invierno, Madrid, Espasa-Calpe, 2000, pág. 111.. Yét


Así pues, la naturaleza produce la cultura que, a su vez,
transforma a la naturaleza, tema muy frecuente en esas come-
dias tardías de Shakespeare en las que la cultura se representa
como el instrumento de una constante recreación de la natura-
leza. En La tempestad, desde luego, Ariel es poder etéreo, mien-
tras que Calibán encarna la inercia terrena, pero encontramos
un juego más dialéctico entre cultura y naturaleza en la des-
cripción que hace Gonzalo de Fernando nadando desde el
barco naufragado:

Señor, quizá esté vivo. Le vi cómo batía


las olasy cabalgaba sobre ellas.
Seguía aflotey rechazaba la embestida
de las aguas, afrontando el oleaje.
Su audaz cabeza descollaba sobre olas
en combatey, remando con brazos vigorosos,
alcanzó la costa5

(Acto 11, escena I)

Nadar es una buena imagen para describir ese tipo de inte-


racción, puesto que el nadador produce activamente la corrien-
te que lo sostiene, es decir, doma las olas para que vuelvan a
impulsarle. Fernando «bate las olas» para «cabalgar sobre ellas»,
o sea, avanza y se abre paso en un océano que no es un simple

nature ¡s made better by no mean/ But nature makes that mean; so over
that art,/Which you say adds to nature, is an art/That nature makes... This
is an art/Which does mend nature -change it rather, but/The art itself ¡s
nature.
5. La tempestad, Madrid, Austral, 1997, pág. 70. Sir, he may live/ «I saw
h¡m beat the surges under h¡m,/And ride upon their backs, he trod the
water,/ Whose enmity he flung aside, and breasted/The surge most swoln
that met him; his bold head/'Bove the contentious waves he kept, and
oared/Himself with his good arms in lustry stroke/ To th' shore...»
Eagleton atribuye este pasaje a Gonzalo, el viejo consejero, pero son pala-
bras de Francisco, uno de los nobles (N. del t.)
material maleable, doblega algo que «pugna», algo antagónico
y resistente a la acción humana. Sin embargo, es esa misma
resistencia la que le permite actuar sobre ese océano. La natura-
leza produce por sí misma los medios para trascenderse, de un
modo parecido al «suplemento» derrideano, contenido ya en
todo aquello a lo que suple. Según veremos más adelante, este
derroche gratuito que denominamos cultura posee una extra-
ña necesidad. La naturaleza siempre tiene algo de cultural,
mientras que las culturas se construyen a base de ese tráfico
incesante con la naturaleza que llamamos trabajo. La ciudades
se levantan con arena, madera, hierro, piedras, agua y otros ele-
mentos, y por lo tanto tienen de natural lo mismo que los pai-
sajes bucólicos tienen de cultural. El geógrafo David Harvey
cree que la ciudad de Nueva York no tiene nada de «innatural»,
y duda que los pueblos tribales se puedan considerar «más pró-
ximos a la naturaleza» que Occidente.6 Originalmente, la pala-
bra «manufactura» significa trabajo manual y, por tanto,
encierra un sentido «orgánico», pero con el tiempo adquiere el
significado de producción mecánica en masa y el tono peyora-
tivo de lo artificial, como cuando se dice «crear divisiones
donde no las hay».7
En su sentido original como «producción», la cultura evoca
un control y, a la vez, un desarrollo espontáneo. Lo cultural es lo
que podemos transformar, pero el elemento que hay que alte-
rar tiene su propia existencia autónoma, y esto le hace partici-
par del carácter recalcitrante de la naturaleza. Pero la cultura
también es un asunto de seguir reglas, y en esa medida también
implica una interacción entre lo regulado y lo no-regulado.
Seguir una regla no es como obedecer una leyfísica,pues impli-
ca una aplicación creativa de la regla en cuestión. Por ejemplo:

6. Harvey, David, Nature and the Geography of Difference, Oxford,


1996, págs. 186-188.
7. Literalmente: «manufacturing divisions where none exit». (N. del t.)
2,4,6,8,10,30 podría representar perfectamente una secuencia
definida por una regla distinta a la que uno cree. Realmente, no
16
puede haber reglas para aplicar las reglas, so pena de regreso
infinito. Sin este carácter de continua apertura, las reglas no
serían reglas, igual que las palabras tampoco serían palabras,
pero esto no significa que cualquier movimiento pueda valer
como una manera de seguir una regla. Seguir una regla no es
una cuestión ni de anarquía ni de autocracia Las reglas, como
< las culturas, ni son completamente aleatorias ni están rígida-
|¡ mente determinadas, lo cual quiere decir que ambas entrañan
o
S la idea de libertad. Alguien que estuviera totalmente eximido
<
a de convenciones culturales no sería más libre que alguien que
<
fuera esclavo de ellas.
La idea de cultura, pues, implica una doble negativa: contra
el determinismo orgánico, por un lado, y contra la autonomía
del espíritu, por otro. Supone un rechazo tanto del naturalismo
como del idealismo, afirmando contra el primero el hecho de
que dentro de la naturaleza hay algo que la excede y la des-
monta; y contra el idealismo, que incluso la producción huma-
na de condición más elevada echa sus más humildes raíces en
nuestro entorno biológico y natural El hecho de que «cultura»
(a este respecto, también «naturaleza») pueda funcionar como
término descriptivo y como término valorativo, el hecho de
que pueda designar lo que efectivamente ha tenido lugar, pero
también lo que debería tener lugar, resulta crucial para esta
doble oposición al naturalismo y al idealismo. El concepto se
opone al determinismo, pero también expresa un rechazo del
voluntarismo. Los seres humanos no son meros productos de
sus entornos, pero esos entornos tampoco son pura arcilla que
puedan usar para darse la forma que quieran. La cultura trans-
figura la naturaleza, pero es un proyecto al que la naturaleza
impone límites estrictos. La palabra «cultura» contiene en sí
misma una tensión entre producir y ser producido, entre racio-
nalidad y espontaneidad que se opone a la idea ilustrada de un
intelecto inmaterial y desencarnado, pero que también desafía
al reduccionismo cultural imperante en gran parte del pensa-
miento contemporáneo. Alude, incluso, al contraste político
entre evolución y revolución, -la primera como «orgánica» y
«espontánea», la segunda artificial y voúlu-, y, por tanto, insinúa
cómo se podría ir más allá de esta antítesis agotada. Combina,
de una forma extraña, el desarrollo espontáneo y la planifica-
ción, la libertad y la necesidad, la idea de un proyecto conscien-
te, pero también la de un excedente imprevisto. Y si esto es
cierto de la palabra, otro tanto habría que decir de algunas de
las actividades a las que hace referencia. Cuando Friedrich
Nietzsche buscó una actividad que pudiera desmantelar la opo-
sición entre libertad y determinismo, optó por la experiencia
artística, una experiencia a través de la cual el artista no sólo se
siente libre y sometido a la necesidad, creativo y a la vez condi-
cionado, sino que llega a percibir cada uno de estos elementos
en términos de los otros, logrando así que esas viejas dicotomías,
un tanto desgastadas, acaban mostrando su carácter irresoluble.
Hay otro sentido en el que la palabra «cultura» ofrece esas
dos caras, pues también puede sugerir una división en nuestro
propio interior, una división entre esa parte de nosotros mis-
mos que cultivamos y refinamos, y esa otra parte que sirve
como material crudo para ese refinamiento. En efecto, una vez
que la cultura se comprende como cultivo de uno mismo, suscita
toda una dualidad entre las facultades superiores y las inferio-
res, entre la voluntad y el deseo, entre la razón y la pasión; dua-
lidad, eso sí, que siempre trata de superar. La naturaleza ya no es
la sustancia del mundo, sino la sustancia amenazadoramente
apetivia del ego. Como «cultura», «naturaleza» también signifi-
ca las dos cosas, lo que nos rodea y lo que yace dentro de no-
sotros; los ciegos impulsos interiores se pueden equiparar
fácilmente a las fuerzas anárquicas del exterior. La cultura,
pues, es un asunto de autosuperación, pero también de auto-
rrealizarión. Eleva al yo, pero también lo disciplina, uniendo lo
estético y lo ascético. La naturaleza humana no es en absoluto lo
mismo que un campo de remolacha, pero necesita ser cultivada
como un campo; la palabra «cultura» nos transporta de lo natu-
ral a lo espiritual, y en esa medida sugiere una afinidad entre
esos dos ámbitos. Somos seres culturales, pero también somos
parte de la naturaleza sobre la que ejercemos nuestro trabajo.
De hecho, parte del meollo de la palabra «naturaleza» es que nos
recuerda el continuum entre nosotros mismos y nuestro entor-
no, mientras que «cultura» sirve para destacar la diferencia
En este proceso de autocreación, de acción y pasividad, lo
enérgicamente deseado y lo puramente dado se unen una vez
más; esta vez en los propios individuos. Nos parecemos a la
naturaleza en que, como ella, se nos empuja a darnos forma,
pero nos distinguimos de ella en que nos podemos dar esa
forma a nosotros mismos, introduciendo así en el mundo un
grado de autorrefiexividad al que no puede aspirar el resto de la
naturaleza. Como cultivadores de nosotros mismos, somos
barro en nuestras propias manos, redentores e impenitentes al
mismo tiempo, sacerdotes y pecadores en un solo cuerpo.
Dejada a su aire, nuestra malvada naturaleza no alcanzará la
gracia de la cultura de forma espontánea, pero esa gracia tam-
poco puede recaer violentamente sobre ella. Más bien, debe
cooperar con las inclinaciones de la naturaleza, para así indu-
cirla a trascenderse a sí misma. Para subsistir la cultura debe,
como la gracia, funcionar como un potencial previo dentro de
la propia naturaleza humana. Pero entonces esa apremiante
necesidad de cultura significa que la naturaleza carece de algo,
que nuestra capacidad para elevarnos hasta alturas que no
alcanzan otras criaturas vivas nos es totalmente necesaria por-
que nuestra condición natural es mucho más «innatural» que
la de nuestros semejantes. En fin, la palabra «cultura» no sólo
esconde una historia y una política; también esconde toda una
teología
El cultivo, sin embargo, no es sólo algo que nosotros poda-
mos ejercer sobre nosotros mismos. También puede ser algo
que se puede ejercer sobre nosotros, especialmente a través del
Estado político. Para que el Estado se desarrolle, debe inculcar a
sus ciudadanos unos tipos adecuados de disposiciones espiri-
tuales y eso es lo que la idea de cultura o Büdung significa para
esa venerable tradición que va de Schiller a Matthew Arnold.8
En la sociedad civil, los individuos viven en un estado de anta-
gonismo crónico, impulsado por intereses opuestos; pero el
Estado es esa esfera trascendente en la que las divisiones se
pueden reconciliar armoniosamente. Sin embargo, para que
ocurra esto, el Estado ya debe haber ejercido su acción en la
sociedad civil, aplacando los rencores y retinando las sensibili-
dades. Este proceso es lo que conocemos como cultura, o sea,
un tipo de pedagogía ética que nos prepara para la ciudadanía
política mediante el desarrollo libre de un ideal o yo colectivo
que todos llevamos dentro, un yo que encuentra su expresión
suprema en la esfera del Estado. En esta línea, Coleridge afirmó
la necesidad de fundar la civilización en la cultura, o sea, «en el
desarrollo armonioso de aquellas cualidades y facultades pro-
pias de nuestra humanidad. Para ser ciudadanos, primero debe-
mos ser personas».9 El Estado, pues, encarna la cultura que, a su
vez, es la plasmación de nuestra común condición humana
Poner la cultura por encima de la política -ser primero seres
humanos y luego ciudadanos- significa que la política se debe
mover dentro de una dimensión ética más profunda, sirvién-
dose de los recursos de la Büdung y formando individuos para
convertirlos en ciudadanos. Ésta es la retórica, si se quiere un
poco exagerada, de la clase dvica. Pero puesto que la «humani-

8. Esta corriente se analiza bien en Lloyd, D. y Thomas, P., Culture and


the State, Nueva York y Londres, 1998. Véase también Hunter, Ian,
Culture and Goverment, Londres, 1988, sobre todo el capítulo 3.
9. Coleridge, S. T., On the Constitution of Church and State, 1830, reedi-
tado en Princeton, 1976, págs. 42-43.
dad» se entiende como una comunidad libre de conflicto, el fin
último no es la prioridad de la cultura sobre la política, sino,
más bien, la prioridad de la cultura sobre cualquier tipo de polí-
tica. La cultura y el Estado son una especie de utopía anticipada
que suprime el conflicto a un nivel imaginario, conflicto que,
por tanto, no necesitan resolver a nivel político. Sin embargo,
nada menos inocente, en términos políticos, que la denigración
de lo político en nombre de lo humano. De hecho, quienes pro-
claman la necesidad de un período de incubación ética que pre-
pare a los hombres y a las mujeres para la ciudadanía política
pueden ser los mismos que niegan a los pueblos coloniales el
derecho al autogobierno hasta que sean suficientemente «civili-
zados» y puedan ejercer su propia responsabilidad. Pero claro,
ignoran el hecho de que la mejor preparación para la indepen-
dencia política es la independencia política Así pues, es irónico
que un argumento en el que se pasa de la humanidad a la cul-
tura y de ésta a la política traicione, con su propia inclinación
política, el hecho de que el verdadero movimiento tiene lugar
en sentido contrario: son los intereses políticos los que normal-
mente gobiernan a los culturales, y, al hacerlo, definen un
modelo particular de la humanidad.
Lo que la cultura hace, pues, es extraer nuestra común
humanidad de nuestra individualidad políticamente sectaria,
liberando al espíritu del mundo de los sentidos, arrebatando lo
imperecedero a lo contingente y obteniendo unidad de la
diversidad. Esto implica dos cosas: una especie de división inter-
na, pero también una autocura, dos procesos a través de los cua-
les nuestros desapacibles y sublunares egos no son anulados,
sino refinados desde su interior por mediación de una natura-
leza humana más ideal La escisión entre el Estado y la sociedad
civil, o sea, entre la forma en la que los ciudadanos burgueses
desearían representarse a sí mismos y la forma en la que, de
hecho, se representan, se preserva, pero también se ve erosiona-
da. La cultura es una forma de subjetividad universal que opera
dentro de cada uno de nosotros, igual que el Estado es la presen-
cia de lo universal dentro del ámbito particularista de la socie-
21
dad civil. Como Friedrich Schiller planteó en su Sobre la
educarían estética del hombre (1795):

Todo hombre individual puede decirse que lleva en sí, según la


disposición y la destinación, un hombre puro ideal; y el magno
problema de la vida consiste en ajustar todas las modificaciones
del individuo a la unidad inmutable del ideal interior. Este hombre
s
puro, que más o menos se manifiesta en cada sujeto, está represen- §
tado por el Estado, que es la forma objetiva y, por decirlo así, cañó- °
nica, en que la muchedumbre de los sujetos trata de unificarse.10 o
i—
-i
70
>
En esta tradición de pensamiento, pues, la cultura no se
disocia de la sociedad, pero tampoco se identifica completa-
mente con ella En un sentido, es una crítica de la vida social; en
otro, es cómplice de ella. Aún no se opone frontalmente a la
factiddad, tal como ocurrirá luego, cuando la corriente inglesa
de «Culture and Sodety» empiece a desplegarse. En efecto, para
Schiller la cultura es el verdadero mecanismo de lo que más
tarde se llamará «hegemonía», algo que conforma a los sujetos
humanos a las necesidades de un nuevo tipo de gobierno, que
los remodela de arriba abajo, y los vuelve dóciles, moderados,
distinguidos, amantes de la paz, tolerantes y desinteresados
agentes de ese orden político. Pero para hacer eso, la cultura
también debe actuar como un tipo de crítica inmanente o
deconstrucción, alojándose en el interior de una sociedad no
regenerada para así romper sus resistencias a las tendencias del
espíritu. Más tarde, en la era moderna, la cultura se convertirá o
en una sabiduría olímpica o en un arma ideológica, en una

10. Schiller, Friedrich, On the Aesthetic Education of Man, In a Series of


Letters, Oxford, 1967, pág. 17 (trad. cast.: Escritos sobre estética,
Madrid, Tecnos, 1991, págs. 105-106).
forma aislada de crítica social o en un proceso totalmente
engranado en el statu quo, pero aquí, en un momento anterior y
22
más esperanzado de esta historia, todavía es posible ver a la cul-
tura como una crítica ideal y como una auténtica fuerza social.
Raymond Williams rastreó parte de la compleja historia de
la palabra «cultura», y distinguió sus tres sentidos modernos
más básicos." Desde sus raíces etimológicas en el mundo del
trabajo rural, la palabra adquirió, primero, un significado pró-
< ximo a «civilidad», y luego, en el siglo xvm, se volvió más o
ID

y menos sinónimo de «civilización», entendida ésta como un pro-


S ceso general de progreso intelectual, espiritual y material. En
<
B efecto, la idea de civilización equipara los modales y la morali-
<
dad: ser civilizado consiste en no escupir en la alfombra o en no
decapitar a los prisioneros de guerra. La palabra misma ya
implica una correlación sospechosa entre comportamiento
educado y conducta ética, correlación que en Inglaterra tam-
bién se da en la palabra «caballero» (gentleman). Como sinónimo
de «civilización», el término «cultura» formó parte del espíritu
general de la Ilustración, con su culto al autodesarrollo secular
y progresista. Durante mucho tiempo, la civilización fue una
idea francesa -entonces se pensaba, y aún hoy se piensa, que los
franceses tienen el monopolio en lo de ser civilizados- y desig-
nó tanto el proceso gradual de refinamiento social como el telos
utópico hacia el que tendía. Pero mientras que la «civilización»
francesa abarcaba de forma característica la vida política, eco-
nómica y técnica, la «cultura» alemana tenía un significado
más estrictamente religioso, artístico e intelectual. Podía aludir
al refinamiento intelectual de un grupo o de un individuo,

11. Wilüams, Raymond, Keywords, London, 1976 (trad. cast: Palabras


clave. Un vocabulario de la cultura y la sociedad, Buenos Aires, Nueva
Visión, 2000, págs. 87 y sigs.). Es importante tener en cuenta que
Williams ya había realizado buena parte de su trabajo para la voz sobre
cultura de Palabras clave tiempo atrás, cuando escribió el ensayo de
1953 al que hago referencia en la nota 13.
pero no al de la sociedad como un todo. La «civilización» quita-
ba importancia a las diferencias nacionales, mientras que la
23
«cultura» las subrayó. Desde luego, la tensión entre «cultura» y
«civilización» tiene mucho que ver con la rivalidad entre
Alemania y Francia12
En torno a finales del siglo xix, pues, a la idea de cultura le
ocurre tres cosas. Para empezar, empieza a dejar de ser un sinó-
nimo de «civilización» y pasa a convertirse en su antónimo.
Esto es un brusco y extraño viraje semántico que encierra en sí s
un giro histórico de enorme importancia. Como «cultura», ?
«civilización» también es un término parcialmente descriptivo °
o

y parcialmente normativo: puede servir para designar neutral- ¡=


mente una forma de vida («la civilización inca») o puede usarse >
para alabar una forma de vida por su humanidad, ilustración y
refinamiento. Hoy día, el adjetivo «civilizado» funciona de ese
modo. «Civilización» quiere decir industrias, vida urbana, polí-
ticas públicas, complejas tecnologías y cosas de ese estilo, pero
como todo esto se considera un avance respecto a lo que hubo
antes, «civilización» siempre funciona de las dos formas: des-
criptiva y normativamente. Significa la vida tal como la cono-
cemos, pero dando a entender que es superior a la barbarie. Si,
además, la civilización no es sólo una un etapa de desarrollo en
sí misma, sino un estado de permanente evolución interna,
entonces la palabra unifica hecho y valor todavía más. Cual-
quier estado de cosas existente implica un juicio de valor, pues-
to que lógicamente ha de ser una mejora de lo que hubo antes.
Exista lo que exista, no sólo está bien, sino que es mucho mejor
que lo que había antes.
Sin embargo, el problema empieza cuando los aspectos des-
criptivo y normativo de la palabra «civilización» empiezan a

12. Véase Elias, Norbert, The Civilising Process, 1939, reimpreso en


Oxford, 1994, cap. 1. (trad. cast.: El proceso de la civilización, México,
FCE, 1993).
volar cada uno por su lado. En efecto, el término pertenece al
léxico de una clase media preindustrial europea, impregnada
24
de buenas maneras, refinamiento, politesse, y de un elegante
sosiego en el trato social. Implica, por tanto, algo personal y
algo social: el cultivo atañe a un desarrollo armonioso e inte-
gral de la personalidad, pero nadie puede hacer eso aislado. El
hecho de reconocer esta limitación es lo que ayuda a que la cul-
tura cambie su significado individual por su significado social
< La cultura requiere ciertas condiciones sociales; y puesto que
§ esas condiciones pueden implicar al Estado, también puede
o
S tener una dimensión política. La cultura va a la par que el
<
s comercio, pues es éste el que acaba con la rudeza rural coloca a
<
"• los hombres en una relación compleja y pule sus toscos perfiles.
Sin embargo, los industriales capitalistas herederos de esta era
de optimismo tuvieron muchas más dificultades para conven-
cerse de que el hecho de la civilización no contradecía a la civi-
lización como valor. En efecto, durante la primera fase de la
civilización industrial capitalista, los jóvenes deshollinadores
desarrollaron cáncer de escroto, pero era difícil considerar a ese
hecho como un logro cultural equiparable a las novelas de
Waverley o a la catedral de Reims.
Entre tanto, haciafinalesdel siglo XK, «civilización» también
había adquirido una serie de connotaciones necesariamente
imperialistas que, a ojos de algunos liberales, eran suficientes
para desacreditarla Se necesitaba, pues, una nueva palabra que
indicara cómo debería ser la vida social y no cómo era. Los ale-
manes adoptaron la palabra francesa culture y, de ese modo,
Kultur, «Cultura», se convirtió en la etiqueta de la crítica román-
tica y premarxista de la primera fase del capitalismo industriaL
La civilización designa algo sociable, una cuestión de cordiali-
dad, de buen juicio y buenas maneras; la cultura, por el contra-
rio, es un asunto absolutamente extraordinario, espiritual,
crítico y elevado, y no algo que permita estar contento y a gusto
con el mundo. Según reza el tópico, la civilización es algo típi-
camentefrancés;la cultura, algo inconfixndiblemente alemán.
Cuanto más agresiva y degradada parece la civilización, más
se reafirma el carácter crítico de la idea de cultura. La
Kulturkritik está en guerra con la civilización, en vez de concor-
dar del todo con ella Durante un tiempo, se creyó que la cultu-
ra iba a la par que el comercio; ahora esas dos cosas están más
reñidas. Como Raymond Williams dice: «En el siglo xix, la
misma palabra que había indicado un proceso de instrucción
dentro de una sociedad asentada, se convirtió en el foco de una
reacción profundamente significativa a una sociedad envuelta
en un cambio radical y doloroso».13 En consecuencia, una de las
razones que explica el surgimiento de la «cultura» es el hecho
de que la «civilización» dejara de sonar como un término de
aprobación. El final del siglo xix asiste al surgimiento del
Kulturpessimismus, cuyo documento más importante quizás sea
La decadencia de Occidente, de Ostwald Spengler, aunque también
encuentra alguna resonancia inglesa en un libro de F. R. Leavis
de título muy significativo: Mass Civilisation and Minority Culture.
Sobra decir que la cópula que aparece en este título expresa
una contraposición más que evidente.
Aunque la cultura deba implicar una auténtica crítica, tam-
bién debe retener su dimensión social. No puede terminar
retrocediendo a su antiguo sentido de cultivo individual. La
célebre antítesis de Coleridge en On Constitution ofChurch and
State, «la distinción permanente y el contraste ocasional entre
cultivo y civilización», presagia buena parte del destino del
mundo durante las décadas siguientes. Nacido en el seno de la
Ilustración, el concepto de «cultura» arremete con crueldad edí-
pica contra sus propios progenitores. La civilización resultaba
abstracta, alienada, fragmentada, mecánica, utilitaria, esclava

13. Williams, Raymond: «The Idea of Culture», en Mcllroy, John y


Westwood, Sallie (comps.), Border Country: Raymond Williams in Adult
Education, Leicester, 1993, pág. 60.
de una burda fe en el progreso material; la cultura, en cambio,
se veía como global, orgánica, sensible, autónoma y evocadora
26
El conflicto entre cultura y civilización, pues, formaba parte de
un debate abierto entre tradición y modernidad que, hasta cier-
to punto, fue una falsa guerra. Para Matthew Arnold y sus discí-
pulos, Jo opuesto a Ja cultura era Ja anarquía que engendraba Ja
propia civilización. Una civilización totalmente materialista,
decían, generaría brutos y resentidos dedicados a arruinarla,
< pero, refinando a estos rebeldes, la cultura correría al rescate de
§ la civilización que provocaba todo ese malestar. Así pues, aun-
o
S que las conexiones políticas entre los dos conceptos se entrecru-
<
2 zaban, la civilización se transformó en algo totalmente burgués,
<
mientras que la cultura acabó siendo patricia y populista, las
dos cosas. Como en el caso de Lord Byron, representó principal-
mente una rama radical de la aristocracia que sentía una since-
ra simpatía por el Volk y un desprecio arrogante por el Bürgher.
Este giro volkisch del concepto de «cultura» es la segunda
línea de desarrollo que Williams apuntó. Desde los idealistas
alemanes en adelante, la idea de cultura adopta su significado
moderno como una forma particular de vida. Para Herder, esto
supone un ataque deliberado contra el universalismo de la
íiusfradón. í,a cuitura, dirá, no consiste en una Historia unffí-
neal de una humanidad universal, sino una diversidad de
formas de vida específicas, cada una con sus propias y
peculiares leyes de evolución. De hecho, tal como señala Robert
Young, la Ilustración no se opuso en bloque a esta visión. Se
abrió a culturas no europeas que relativizaban peligrosamente
sus propios valores, e incluso algunos de sus pensadores antici-
paron la posterior idealización de lo «primitivo» como crítica a
Occidente.14 Herder, sin embargo, conecta explícitamente la

14. Véase Young, J, C, Colonial Desire, Londres y Nueva York, 1995,


cap. 2. Ésta es la mejor introducción breve a la idea moderna de cultura,
con todíjs sus sospechosos tintes racistas. En lo que respecta al relativis-
contraposición entre los dos sentidos de la palabra «cultura»
con el conflicto entre Europa y su Otro colonial. De ahí que
27
oponga el eurocentrismo de la cultura como civilización uni-
versal con las demandas de todos aquellos procedentes «de cual-
quier rincón del mundo» que no han vivido y perecido por el
dudoso honor de haber garantizado la felicidad a sus futuras
generaciones gracias a una cultura europea totalmente supe-
rior.15
«Lo que una nación considera indispensable en el círculo de
sus ideas», escribe Herder, «nunca ha estado dentro de la menta-
lidad de otra, y se puede haber estimado injurioso para una ter-
cera».16 El origen de la idea de cultura como una forma
característica de vida, pues, está íntimamente ligada con la
debilidad romántica y anticolonialista por sociedades «exóti-
cas» ya extintas. El exotismo saldrá nuevamente a flote en el
siglo xx, a través de los rasgos primitivistas del modernismo, un
primitivismo que discurrirá completamente a la par que el
desarrollo de la antropología cultural. El exotismo resurgirá
más tarde, esta vez bajo modo posmoderno, transformando a la
cultura popular en algo romántico, dotada ahora de la función
expresiva, espontánea y casi utópica que antes desempeñaban
las culturas «primitivas».17
Con un gesto que anticipa al posmodernismo, característi-
co inter alia del pensamiento romántico tardío, Herder propone
pluralizar el término «cultura», hablando, como hace él, de las
culturas de diferentes naciones y períodos, así como de distin-

mo cultural ¡lustrado, nada más ejemplar que Los viajes de Gulliver, de


Swift.
15. /b/tt, pág. 79.
16. Von Herder, J. G., Reflections on the Philosophy ofthe History of
Mankind, Chicago, 1968, pág. 49.
17. Véase, por ejemplo, Fiske, J.: Understanding Popular Culture,
Londres, 1989; y Reading the Popular, Londres, 1989. Si se quiere un
comentario crítico sobre este punto, véase también McGuigan, J.,
Cultural Populism, Londres, 1992.
tas culturas sociales y económicas dentro de una misma
nación. Es este sentido de la palabra el que provisionalmente
echará raíces hacia mediados del siglo XK, pero no se establece-
rá completamente hasta principios del siglo xx. Aunque las
palabras «civilización» y «cultura» se van a usar de forma indis-
tinta (especialmente por los antropólogos), en ese momento la
cultura casi es lo opuesto a la civilidad. Es tribal, en vez de cos-
mopolita, o sea, una realidad vivida con las entrañas, a un nivel
mucho más profundo que el de la mente y, por tanto, inmune
a la crítica racional. Irónicamente, pues, «cultura» sirve para
describir formas de vida de «salvajes», y no a los civilizados.18
Por medio de una curiosa inversión, los cultivados son los sal-
vajes, no los civilizados. Pero además de describir un orden
social «primitivo», «cultura» puede servir para idealizar tu pro-
pio orden social. Para los románticos radicales, la cultura «orgá-
nica» suministraba una crítica de la sociedad real. Para un
pensador como Edmund Burke puede proporcionar una metá-
fora de la sociedad real y de ese modo protegerla de tal crítica.
La unidad que algunos sólo podían encontrar en las comuni-
dades premodernas también podía recaer en la imperial Gran
Bretaña Así, los Estados modernos podían saquear a los premo-
dernos con fines ideológicos y económicos. «Cultura», dice
Young, «es una palabra verdaderamente incongruente, enfren-
tada consigo misma... sinónima de la tendencia general de la
civilización occidental, pero también contraria a ella».19 Como
juego libre del pensamiento desinteresado, la cultura socava los
intereses sociales egoístas; pero como los socava en nombre de la
totalidad social, refuerza el mismo orden social al que trata de cri-
ticar.

18. Véase un tratamiento lúcido de los temas de la antropología cultural


en Beattie, John, Other Cultures, Londres, 1964 (trad. cast: Otras cultu-
ras, México, FCE, 1993).
19. Young, Colonial Deslre, pág. 53.
La cultura como algo orgánico, igual que la cultura como
civilidad, se debate, vacilante, entre los hechos y los valores. En
un sentido, no sirve más que para designar una forma tradicio-
nal de vida, sea la de los bereberes o la de los barberos.20 Pero
como comunidad, tradición, arraigo y solidaridad son nocio-
nes que, se supone, resultan aceptables, al menos hasta que
surge el posmodernismo, entonces la cultura puede funcionar
como una afirmación de la existencia de una forma de vida
como tal. O mejor, como una afirmación de la existencia de
una pluralidad de formas de vida. Es esta fusión de lo descripti-
vo y lo normativo, incorporada ya en la idea de «civilización» y
en el sentido universalista de «cultura», lo que en nuestros días
volverá a aparecer bajo la forma de un relativismo cultural.
Resulta irónico que este relativismo «posmoderno» proceda de
una serie de ambigüedades que ya tienen lugar durante la
modernidad. Para los románticos una forma de vida completa
posee algo intrínseco, único; más aún cuando la «civilización»
se encarga de perturbarlo. Sin duda, ese carácter de «totalidad»
es un mito: los antropólogos nos han enseñado cómo «los hábi-
tos, los pensamientos y las acciones más heterogéneos y hetero-
géneas pueden coexistir mutuamente»21 en las culturas
aparentemente más «primitivas», aunque, claro, las mentalida-
des más rapsódicas siempre han hecho caso omiso a este tipo
de advertencias. La cultura, entendida como civilización, es
extremadamente selectiva; pero no así la cultura como forma
de vida. No, aquí es bueno todo lo que surge auténticamente de
un pueblo, sea cual sea ese pueblo. Idea que, por supuesto, fun-
ciona mejor si se piensa en un pueblo como los navajo, en vez
de en gente como las Madres de Alabama por la Pureza Moral,
aunque, evidentemente, este tipo de diferencia se ha ido

20. Paronomasia en inglés: «berbers or barbers». (/V. cfe/í.)


21. Boas, Franz, Race, Language and Culture, 1940. Reimpreso en
Chicago y Londres, 1982, pág. 30.
borrando rápidamente. La cultura, entendida como civiliza-
ción, tomó prestadas las distinciones entre lo elevado y lo bajo
30
de los primeros antropólogos, según los cuales algunas culturas
eran manifiestamente superiores a otras; pero conforme el
debate creció, la visión antropológica del mundo se volvió más
descriptiva y menos evaluativa. El hecho de ser una cultura de
cierto tipo pasó a ser un valor en sí mismo, con lo cual, elevar
una cultura por encima de otra tuvo tan poco sentido como
< sostener que la gramática del catalán era superior a la del árabe.
g Para el posmodernismo, en cambio, las formas totales de vida
o
S son dignas de alabanza cuando corresponden a las de grupos
<
2 disidentes o minoritarios, pero han de castigarse cuando perte-
necen a mayorías. La posmoderna «política de la identidad» abar-
ca, pues, al lesbianismo, pero no al nacionalismo, algo
completamente ilógico para los primeros radicales románticos, a
diferencia de los radicales posmodernos posteriores. El primer
bando vivió una era de revolución política y nunca cayó en el
absurdo de creer que los movimientos mayoritarios o consensua-
dos eran una necedad. El segundo bando surge en una fase poste-
rior y menos eufórica de la misma historia y ha dejado de creer
en movimientos radicales de masas, aunque tiene algunos muy
dignos que recordar. Como teoría, el posmodernismo aparece en
escena después de los grandes movimientos de liberación nacio-
nal de mediados del siglo xx y, literal o metafóricamente, resulta
demasiado joven como para hacerse eco de esas conmociones sís-
micas de orden político. El propio término «poscolonialismo»
implica una preocupación con las sociedades del «Tercer Mundo»
que ya han atravesado sus luchas anticoloniales y que, en conse-
cuencia, es poco probable que resulten embarazosas para aque-
llos teóricos occidentales que sienten aprecio por los que llevan
las de perder, pero que se muestran mucho más escépticos con
conceptos tales como el de «revolución política». Desde luego,
resulta más fácil sentir solidaridad con aquellas naciones del
«Tercer Mundo» que no se han puesto a matar a tus compatriotas.
Pluralizar el concepto de cultura y retener su carga positiva
no son cosas muy compatibles. Desde luego, es posible entusias-
marse por la cultura como autodesarrollo humanista o, ponga-
mos, por la cultura boliviana, puesto que cualquiera de estas
formaciones complejas incluyen bastantes rasgos positivos.
Pero una vez que, con un espíritu de generoso pluralismo, se
empieza a descomponer la idea de cultura para que abarque la
«cultura de bar de policías», la «cultura de la psicopatía sexual» o
la «cultura de la mafia», entonces no está tan claro que esas for-
mas culturales sean dignas de aprobación simplemente porque
son formas culturales o simplemente porque son parte de una
rica diversidad de formas culturales. Hablando históricamente,
siempre ha existido una rica diversidad de culturas de la tortu-
ra, pero incluso los más devotos pluralistas se negarían a acep-
tar ese hecho como una instancia más del tapiz multicolor de
la experiencia humana Quienes sostienen que la pluralidad es
un valor en sí mismo son puros formalistas y, obviamente, no
se han percatado de la sorprendente e imaginativa variedad de
formas que, por ejemplo, puede adoptar el racismo. En cual-
quier caso, e igual que le ocurre a gran parte del pensamiento
posmoderno, el pluralismo forma una extraña mezcla con la
autoidentidad. En vez de disolver identidades separadas, las
multiplica. El pluralismo presupone identidad; igual que la
hibridación presupone pureza Hablando estrictamente, sólo se
puede hibridar una cultura que sea pura, aunque, como sugiere
Edward Said, «todas las culturas están involucradas entre sí;
ninguna es pura, ni tínica; todas son híbridas, heterogéneas, y
extraordinariamente diversas, nada monolíticas».22 Sin embar-
go, también habría que recordar que ninguna cultura humana
es más heterogénea que el capitalismo.

22. Culture and Imperialism, Londres, 1993, pág. xxix (trad. cast.:
Cultura e Imperialismo, Barcelona, Anagrama, 1993).
La primera variante importante de la palabra «cultura»
implica una crítica anticapitalista; la segunda restringe a la par
32
que pluraliza la noción al asociarla con una forma de vida com-
pleta; la tercera implica su gradual reducción a las artes, pero
aún en este caso la palabra puede tener un significado más res-
tringido o más amplio: puede abarcar la actividad intelectual
en general (la ciencia, lafilosofía,la sabiduría y cosas así) o que-
dar reducida a empresas presuntamente más «imaginativas»
< como la música, la pintura y la literatura. La gente «cultivada»
g es gente que tiene cultura en este sentido más específico. Desde
o
S luego, entendida así, la palabra insinúa un desarrollo histórico
<
2 dramático. Sugiere, para empezar, que la ciencia, lafilosofía,la
<
política y la economía no se pueden considerar algo creativo o
imaginativo. También sugiere -para plantearlo de la forma más
sombría- que los valores «civilizados» sólo son alcanzables por
medio de la fantasía Esto supone, desde luego, una visión dema-
siado cáustica de la realidad social: la creatividad se podía encon-
trar en el arte, pero ¿por qué no se podía encontrar en otro sitio?
En el momento en que la idea de cultura se identifica con la
educación y las artes, actividades éstas confinadas a una escasa
proporción de hombres y mujeres, adquiere más grandeza,
pero también queda empobrecida
La historia de lo que todo esto supuso para las artes cuando
éstas se vieron dotadas de una importancia social enorme que,
en realidad, su propia fragilidad y delicadeza les impedía asu-
mir, forzadas a hacer las veces de Dios, de la felicidad o de la jus-
ticia política y, por tanto, abocadas a su propio fracaso, esa
historia -digo- forma parte de la crónica del modernismo. El
posmodernismo, sin embargo, procura aliviar a las artes de esta
carga de ansiedad, incitándolas a olvidar esos solemnes sueños
de profundidad y liberándolas mediante un tipo bastante fri-
volo de libertad. Sin embargo, tiempo atrás, el romanticismo
intentó cuadrar el círculo: la cultura estética podía ser una
alternativa al orden político, pero también el verdadero para-
digma de un orden político transformado. Esto no es tan difícil
como parece, puesto que si la finalidad última del arte era su
falta de finalidad, entonces el estetiásta más extravagante tam-
bién podía ser el revolucionario más entregado, comprome-
tiéndose con una idea del valor como autonomía, verdadero
reverso de la utilidad capitalista. Entonces, el arte podía emular
a la vida buena no representándola, sino transformándose
directamente en ella, a través de todo lo que se muestra y no a
través de lo que dice, o sea, a través del escándalo que supone su
placentera falta de finalidad, crítica callada de la racionalidad
instrumental y los valores de mercado. Sin embargo, esta eleva-
ción del arte al servicio de la humanidad supuso una auténtica
e inevitable perdición: dotó al artista romántico, a la artista
romántica, de un estatus trascendente reñido con su dimen-
sión política, y, como en la trampa peligrosa de toda utopía, la
imagen de una vida plena acabó por mostrar su auténtico
carácter irrealizable.
Hubo otro sentido en el que la cultura también provocó su
propio fracaso. Lo que la convirtió en una crítica del capitalis-
mo industrial fue su afirmación de la totalidad, de la simetría,
del desarrollo integral de las facultades humanas. De Schiller a
Ruskin, es ese ideal de totalidad lo que se lanza contra los efectos
desestabilizadores de una división del trabajo que atrofia y
reduce las capacidades humanas. El marxismo también posee
algunas de sus fuentes en esta tradición romántica y humanis-
ta Pero la cultura, en tanto juego libre y autosatisfactorio en el
que todas las facultades humanas se pueden exaltar desintere-
sadamente, es otra idea que se opone firmemente a la toma de
partido: implicarse es sinónimo de embrutecerse. Matthew
Arnold creyó en la cultura como progreso social, pero se negó a
adoptar una postura concreta sobre el tema de la esclavitud en
la Guerra Civil de los Estados Unidos. La cultura, pues, es un
antídoto contra la política; suaviza, con su apelación al equili-
brio, las visiones parciales y fanáticas; y, así, mantiene al espíri-
tu puro y alejado de todo lo tendendoso, desestabilizado y sec-
tario. De hecho, por mucho que el posmodernismo critique al
34
humanismo liberal, la aversión pluralista que siente por las
posiciones puras y duras, o sea, su confusión de lo definido con
lo dogmático, reproduce buena parte de esa visión humanista
La cultura puede ser una crítica del capitalismo, pero también
puede ser una crítica de las posturas que se oponen a él. Para
que su ideal pluralista llegue a realizarse, pues, sería necesaria
< una política de tomas de posición enérgicas, pero entonces los
^ medios actuarían desastrosamente contra ese fin. La cultura
o
o exige a aquellos que claman justicia que miren, más allá de sus
<
2 propios intereses parciales, hacia la totalidad, o sea, hacia los
<
intereses de sus soberanos, así como a los suyos propios. En con-
secuencia, minimiza el hecho de que esos intereses pueden ser
incompatibles. Asociar la cultura con la justicia con grupos
minoritarios, tal como se hace hoy día, es un paso totalmente
nuevo.
Con su rechazo de las tomas de partido -decía-, la cultura se
presenta como una noción políticamente neutra Y sin embar-
go, es esa implicación formal con la pluralidad lo que la vuelve
más partidista que nada La cultura no se plantea a qué fin
deberían servir las facultades humanas y, por tanto, ignora de
forma característica todo lo que se refiere al contenido. Se limi-
ta a decir que esas facultades se deben desarrollar armoniosa-
mente, equilibrándose unas con otras de forma juiciosa,
insinuando, por tanto, una política en el orden formal. Se nos
pide, pues, que creamos que la unidad es inherentemente prefe-
rible al conflicto, o el equilibrio a la toma de partido. Pero tam-
bién se nos pide que creamos algo todavía más inverosímil: que
esa postura no es una posición política más. De igual modo,
como esas capacidades se han de desarrollar exclusivamente en
aras de sí mismas, nunca se puede acusar a la cultura de instru-
mentalización política, aunque, de hecho, esa no-utilidad
encierra toda una política: o bien la política patricia de todos
aquellos que han disfrutado del asueto y la libertad suficientes
para desdeñar la utilidad, o bien la política utópica de todos
aquellos que desean imaginar una sociedad más allá del valor
de mercado.
Lo que aquí está en cuestión, pues, no es exactamente la cul-
tura, sino una selección particular de valores culturales. Ser civi-
lizado o cultivado es haber sido agraciado con sentimientos
refinados, con pasiones bien temperadas, con modales adecua-
dos y con un espíritu abierto. Es comportarse razonable y mode-
radamente, con una sensibilidad innata para los intereses de los
otros; es practicar la autodisciplina y estar dispuesto a sacrificar
los intereses propios y particulares en aras del bien de la totali-
dad. Pero, por magnánimos que puedan parecer algunos de estos
preceptos, no son políticamente inocentes. En absoluto. Por el
contrario, el individuo cultivado muestra un sospechoso pareci-
do con un liberal ligeramente conservador. Es como si los locuto-
res de la BBC marcaran la pauta para la humanidad en general
El individuo civilizado no suena, ciertamente, a revolucionario
político, aunque la revolución también sea parte de la civiliza-
ción. Aquí, la palabra «razonable» significa algo así como «abierto
al diálogo», o «dispuesto a llegar a un consenso», como si todas las
convicciones pasionales fueran ipsofacto irracionales. La cultura
está del lado del sentimiento, y no del lado de la pasión; está con
la clases medias educadas, y no con las masas encolerizadas.
Dada la importancia que se otorga al equilibrio, es difícil enten-
der por qué no deberíamos contrapesar las objeciones al racismo
con argumentos opuestos. Oponerse inequívocamente al racis-
mo debería ser una posición claramente no-pluralista, ¿no? Y
puesto que la moderación siempre es una virtud, la actitud más
apropiada ante la prostitución infantil debería ser una repulsa
contenida, y no una vehemente oposición. La acción puede aca-
rrear tomas tajantes de decisión, así que este modelo de cultura
necesariamente tiene que ser contemplativo y no engagé
Desde luego, todo esto podría aplicarse a la idea de lo estéti-
oo que tema Friedrich Schiller, a saber un «estado negativo de
indetserminacíón».23 En el estado estético, «el hombre es cero, si
se atiende a un resultado aislado, no a toda facultad, y si se con-
sidera que falta en él toda determinación particular».24 O sea,
nos hayamos suspendidos en un estado de perpetua posibili-
dad, una especie de nirvana o negación de toda determinación
La cultura, o lo estético, esta libre de prejuicios e intereses socia-
les concretos, pero, justamente por eso, consiste en una facultad
general de producción. No es algo opuesto a la acción, sino la
fuente generadora de cualquier tipo de acción. La cultura «no
toma en su regazo, para fomentarla, ninguna particular fun-
ción humana, y por eso precisamente es favorable a todas sin
distinción, y no derrama sus mercedes sobre ninguna preferi-
da, porque es ella el fundamento de la posibilidad de todas».25
Incapaz de decir una cosa sin decirlo todo, la cultura acaba por
no decir nada. Su elocuencia llega a tal punto, que acaba por
enmudecer. Desarrolla toda posibilidad hasta el límite, pero
amenaza con agarrotarnos e inmovilizarnos. Ése es el efecto
paralizante de la ironía romántica. Cuando llega el momento
de actuar, interrumpimos el juego libre con la sordidez de los
hechos; pero, al menos, lo hacemos con conciencia de otras
posibilidades y dejamos que ese sentido libre de un potencial
creativo conforme cuanto hagamos.
Para Schiller, pues, la cultura era la fuente de la acción, pero
también su negación. Hay una tensión entre lo que hace que
nuestra práctica sea creativa y la práctica misma, que es un
hecho a ras de tierra. De forma similar, Matthew Arnold creía
que la cultura era un ideal de absoluta perfección, pero tam-
bién el imperfecto proceso histórico que tiende hacia ese fin.

23. On the Aesthetic Education of Man, pág. 141 (trad. cast. cit, pág.
173).
24. Ibíd., pág. 146 (trad. cast.: pág. 176).
25. Ibíd., pág. 151 (trad. cast.: pág. 178).
En ambos casos, parece haber un salto constitutivo entre la cul-
tura y su encarnación material La polivalencia estética nos ins-
pira acciones que la contradicen con su carácter selectivo y
específico.
La palabra «cultura» encierra un texto histórico y filosófico,
pero también un terreno de conflicto político. Tal como lo plan-
tea Raymond Williams: «El complejo de sentidos [de la palabra]
indica una argumentación compleja sobre las relaciones entre
el desarrollo humano general y un modo determinado de vida,
y entre ambos y las obras y prácticas del arte y la inteligencia».26
De hecho, ésa es la historia trazada por Williams en su Culture
and Society 1780-1950, donde cartografía la versión autóctona
inglesa de la Kulturphihsophie europea. Esta línea de pensamien-
to se podría ver como una lucha para conectar diversos signifi-
cados de la cultura que gradualmente flotan por separado: la
cultura (en el sentido de las artes) define una cualidad de la vida
valiosa (la cultura como civilidad) cuya realización en la totali-
dad de la cultura (en el sentido de vida social) es tarea del cambio
político. Lo estético y lo antropológico quedan así reunidos. De
Coleridge a F. R. Leavis, el sentido amplio y soáalmente relevan-
te de cultura se mantiene enjuego, pero sólo puede ser definido
por un sentido más especializado del término (la cultura como
las artes) que amenaza constantemente con sustituir a aquél En
una dialéctica, agotada hasta el extremo, entre esos dos sentidos
de cultura, Arnold y Ruskin reconocen que sin el cambio social,
las artes y la «vida valiosa» están expuestas a un peligro de muer-
te, pero también creen que las artes son uno de los escasos ins-
trumentos válidos para esa transformación. En Inglaterra, este
círculo vicioso semántico no se logrará romper hasta William
Morris, que reconducirá toda esta Kúlturphüosophie hacia una
fuerza política real: el movimiento de la clase trabajadora.

26. Keywords, pág. 81 (Palabras clave, pág. 89).


Quizás, el Williams de Palabras clave no se percata completa-
mente de la lógica interna de los cambios que él mismo regis-
38
tra. ¿Qué es lo que conecta la cultura como crítica utópica, la
cultura como forma de vida y la cultura como creación artísti-
ca? Probablemente, la respuesta es negativa: todas ellas, las tres,
son diferentes reacciones al fracaso de la cultura como una ver-
dadera civilización, o sea, como la gran Historia del progreso
humano. Conforme avanza el capitalismo industrial, esa histo-
< ría pierde su credibilidad, se empieza ver como un enorme
g cuento heredado de un pasado algo más sanguinario, y, en con-
o secuencia, la idea de cultura se enfrenta con una serie de desa-
<
a gradables alternativas. Puede mantener su alcance global y su
<
importancia social, pero rehuye el sombrío presente para con-
vertirse en una imagen, patéticamente amenazada, de un futu-
ro deseable. Otra imagen de ese tipo, por sorprendente que
parezca, será el pasado antiguo, un pasado que se parece a un
futuro emancipado en algo: el indiscutible hecho de su inexis-
tencia Así es la cultura como crítica utópica: extraordinaria-
mente creativa, políticamente debilitada, las dos cosas; una
crítica que siempre corre el peligro de disolverse en toda esa
distancia crítica hacia la Realpólitik que ella misma plantea tan
devastadoramente.
Por otra parte, la cultura puede sobrevivir abjurando de
toda esa abstracción y volviéndose concreta, convirtiéndose en
la cultura bávara, la cultura de Microsoft o la cultura de los
nómadas; pero eso implica el riesgo de otorgarle una especifici-
dad demasiado estricta en comparación con su falta de norma-
tividad. Para los románticos, este sentido de cultura retiene su
fuerza normativa, puesto que esas formas de Gemeinschaft pue-
den aprovecharse para una crítica solvente de la GeseUschaft. El
pensamiento posmoderno, en cambio, tiene demasiada alergia
a la nostalgia como para adoptar esta vía sentimentalista, olvi-
dando que para Walter Benjamín hasta la nostalgia podía tener
un significado revolucionario. En realidad, lo único que tiene
valor para la teoría posmoderna es el hecho formal de la plura-
lidad de esas culturas, y no su contenido intrínseco. En lo que
atañe a su contenido, no hay por qué elegir entre ellas, puesto
que los criterios para tomar una decisión de esa índole se supo-
ne que también están vinculados a una cultura u otra. Así, el
concepto de cultura gana en especificidad lo que pierde en
capacidad crítica, igual que el sillón constructivista es una
forma artística más sociable que las obras del modernismo de
vanguardia, pero a costa de perder su componente crítico.
Según hemos visto, la tercera respuesta a la crisis de la cultura
como civilización consiste en reducir la categoría entera de cul-
tura a un conjunto selecto de obras artísticas. De este modo, la
cultura significa un cuerpo de obras artísticas e intelectuales
consagradas, así como las instituciones que las producen, las dis-
tribuyen y las regulan. Con este sentido relativamente reciente
de la palabra, la cultura es, a la vez, un síntoma y un remedio. Sí,
es un oasis de valor y, por tanto, ofrece una especie de solución.
Pero si la educación y las artes son los únicos reductos de creativi-
dad que sobreviven, entonces sí que tenemos un grave problema
¿En qué condiciones sociales la creatividad llega a confinarse a la
música y la poesía, mientras que la ciencia, la tecnología, la polí-
tica, el trabajo y la vida doméstica se convierten en algo terrible-
mente prosaico? En fin, sobre esta noción de cultura cabe
plantear lo que Marx ya afirmó sobre la religión: ¿Puede tanta
trascendencia compensar tan terrible alienación?
Pero, aunque esta idea minoritaria de cultura sea un sínto-
ma de una crisis histórica, también es un tipo de remedio.
Como la cultura en tanto forma de vida, este modelo da tono y
textura a la abstracción ilustrada de la cultura como civiliza-
á ó a En las corrientes más fértiles de la crítica literaria inglesa,
de Wordsworth a Orwell, lo que proporciona un buen índice
de la calidad de la vida social como un todo son las artes y espe-
cialmente las artes del lenguaje comúa Pero si en este sentido
de la palabra la cultura posee la inmediatez sensible de la cultu-
ra como forma de vida, también hereda la predisposición nor-
mativa de la cultura como civilización. Las artes pueden refle-
jar la vida valiosa, pero también son la medida de ella. Las artes
dan expresión a ese tipo de vida, pero también la juzgan Y así,
unen realidad y deseo de un modo parecido a como lo hace la
política radicaL
Estos tres sentidos de cultura, pues, no son fácilmente separa-
bles. Si la cultura como crítica ha de ser más que una fantasía
ociosa, debe apuntar hacia aquellas prácticas del presente que
prefiguran parcialmente esa cordialidad y esa plenitud que ella
misma anhela. Puede hallarlas en la producción artística, pero
también en aquellas culturas marginales que todavía no han
sido completamente absorbidas por la lógica de la utilidad.
Apoyándose en la cultura en esos otros sentidos, la cultura
como crítica intenta eludir el modo puramente subjuntivo de la
«mala» utopía, o sea, esa especie de anhelo melancólico, un «no
sería maravilloso que...»sin ninguna base real. El equivalente
político de esto es ese trastorno infantil conocido como ultraiz-
quierdismo que niega el presente en nombre de alguna incon-
cebible alternativa de futuro. La utopía «buena», en cambio,
tiende un puente entre el presente y el futuro mediante aque-
llas fuerzas existentes en el presente que son potencialmente
capaces de transformarlo. Un futuro deseable también debe ser
un futuro realizable. Asociándose con esos otros sentidos de la
cultura, sentidos que por lo menos tienen la virtud de existir
realmente, las versiones más utópicas de la cultura se pueden
transformar en una forma de crítica inmanente, o sea, pueden
juzgar las carencias del presente evaluándolo según normas que
él mismo ha generado. En este sentido, la cultura también
puede unir hecho y valor, al ofrecer una explicación de lo que
hay, pero también un anticipo de lo deseable. Si lo que existe
contiene lo que lo contradice, entonces el término «cultura» está
abocado a adoptar ambos caminos. Hoy día, la deconstrucción
muestra cómo toda situación está abocada a violar su propia
lógica justamente cuanto más intenta adherirse a ella, y por
tanto, se podría considerar como otra expresión de esa noción
tradicional de crítica inmanente. Para los románticos radicales,
el arte, la imaginación, la cultura folclórica o las comunidades
«primitivas» son signos de una energía creativa que debe abar-
car a la sociedad política como un todo. Pero tras el romanticis-
mo aparecerá el marxismo y será una forma de energía creativa
menos exaltada, la de la clase trabajadora, la que pueda transfi-
gurar un orden social de la que ella misma es producto.
Evidentemente, este sentido de la cultura surge cuando la
civilización comienza a mostrar sus contradicciones internas.
Conforme se desarrolla la sociedad civilizada, la situación obliga
a algunos de sus teóricos a emprender una nueva e impactante
clase de reflexión: el pensamiento dialéctico, un pensamiento
que trata de responder a una verdadera crisis. El pensamiento
dialéctico surge porque cada vez es más difícil ignorar el hecho
de que cuando la civilización intenta realizar algunos potencia-
les humanos suprime otros de forma perjudicial. Lo que engen-
dra este nuevo hábito intelectual, pues, es la relación interna
entre esos dos procesos. Desde luego, esta contradicción se
puede racionalizar convirtiendo la palabra «civilización» en un
término valorativo y contraponiéndolo a la sociedad del pre-
sente. Eso es lo que, parece ser, Gandhi tenía en mente cuando se
le preguntó lo que pensaba sobre la civilización británica:
«Podría estar bien». Pero también se puede asociar «cultura» con
las capacidades reprimidas y «civilización» con las fuerzas repre-
sivas. La virtud de esta maniobra es que la cultura puede actuar
como una crítica del presente, pero apoyándose sólidamente en
él. La cultura no es algo completamente opuesto a la sociedad,
pero, a diferencia de la civilización, tampoco es idéntica a ella.
Se mueve en ambos sentidos: a favor y a contrapelo del progreso
histórico. La cultura no es una vana fantasía de plenitud, sino
un conjunto de posibilidades gestadas por la historia que ope-
ran subversivamente dentro de ella
La cuestión es cómo liberar esas fuerzas, y la respuesta de
Marx será el socialismo. Según él, un verdadero futuro socialista
42
sólo es posible si el socialismo sabe guiarse por el presente capita-
lista. La idea de que los aspectos positivos y negativos de la histo-
ria siempre van estrechamente unidos resulta aleccionadora,
pero también alentadora. En efecto, la represión, la explotación y
cosas similares sólo pueden funcionar porque existen seres
humanos autónomos, reflexivos y capacitados que, o bien pue-
< den explotar a otros, o bien pueden ser explotados por otros. Sólo
g se pueden reprimir capacidades creativas que ya existan. Y no
o
S son, desdé luego, el mejor motivo de dicha. Resulta extraño
<
a fomentar la fe en seres humanos apoyándose en el hecho de que
son capaces de ser explotados. Pero aún asi, es cierto que la exis-
tencia de la injusticia presupone las prácticas culturales más
benignas que conocemos, prácticas como la crianza. Sólo
alguien al que se haya cuidado como un crío puede ser injusto,
puesto que de otra manera ni siquiera podría ser capaz de abusar
de otras gentes. Todas las culturas deben incluir prácticas como
el sustento infantil, la educación, la asistencia, la comunicación o
el apoyo mutuo, porque de otra forma serían incapaces de repro-
ducirse a sí mismas, y por lo tanto incapaces, entre otras cosas, de
desarrollar prácticas de explotación. Por supuesto, el cuidado de
niños y niñas puede ser sádico, la comunicación pervertida, y la
educación brutalmente autocrática. Pero ninguna cultura puede
ser completamente negativa, simplemente porque para alcanzar
sus propios fines viciosos debe fomentar capacidades que siem-
pre implican hábitos virtuosos. La tortura requiere un tipo de jui-
cio, iniciativa e inteligencia que siempre podría usarse para
eliminarla En este sentido, todas las culturas son autocontradic-
torias. Pero este hecho, igual que puede suscitar el cinismo,
puede dar motivos de esperanza, pues significa que las propias
culturas engendran las fuerzas que podrían llegar a transformar-
las. No se trata, por tanto, de lanzarse en paracaídas sobre tales
fuerzas desde algún espacio metafísico exterior.
Hay otras formas de interacción entre estos tres sentidos de
cultura. La idea de cultura como forma orgánica de vida es algo
tan característico de la cultura «refinada» como lo pueda ser
Berlioz. Como concepto, es un producto típico de intelectuales
cultivados y puede simbolizar una realidad absolutamente dife-
rente que podría revitalizar sus propias sociedades degeneradas.
Siempre que se oye hablar con admiración de los salvajes, segu-
ro que se tiene delante a un exquisito. De hecho, le tocó a un
exquisito, Sigmund Freud, revelar los deseos incestuosos que se
escondían detrás de nuestros sueños de plenitud sensorial, ese
ansia incesante de un cuerpo que resulta agradablemente tangi-
ble, pero que siempre se evade. La cultura, entendida de las dos
formas, como realidad concreta y como visión vaga, capta par-
cialmente esta dualidad. El arte modernista se vuelve hacia
unas nociones primigenias para, así, sobrevivir a una moderni-
dad filistea, y la mitología proporciona un eje entre ambos
extremos. Así pues, el exceso de exquisitez y la falta de desarro-
llo forjan extrañas alianzas.
Pero las dos nociones de cultura también están relacionadas
de otras formas. Entendida como el conjunto de las artes, la cul-
tura puede ser una anticipación de una nueva existencia social,
pero de una manera circular, puesto que sin ese cambio social las
artes también corren peligro. La imaginación artística, así discu-
rre el argumento, sólo puedefloreceren un orden social orgáni-
co, y no echará raíces en la tierra superficial de la modernidad. El
cultivo individual depende cada vez más de la cultura en su sen-
tido sociaL Por eso, Henry James y T. S. Eliot abandonan la socie-
dad «inorgánica» de su país, Estados Unidos, a cambio de una
Europa con más hábitos, una Europa más profunda y de más
rico sedimento. Si Estados Unidos representa la civilización, una
noción profundamente secular, Europa simboliza la cultura, una
noción casi religiosa. El arte se ve fatalmente amenazado por
una sociedad que sólo se entusiasma por él en el salón de subas-
tas, y cuya lógica abstracta despoja al mundo de su cualidad sen-
sible. También queda contaminada por un orden social para el
que la verdad no tiene utilidad, y lo valioso se equipara a lo que
vende. Así pues, para que las artes sobrevivan es necesario que
uno se vuelva o bien un reaccionario, o bien un revolucionario
en términos políticos, retrasando el reloj o la Ruskin hasta el
orden corporativo del gótico feudal o adelantándolo, como
Wüliam Morris, hacia un socialismo que supere al modelo mer-
cantil
Sin embargo, estos dos sentidos de cultura también pueden
estar enfrentados. ¿No es el exceso de exquisitez un enemigo de
la acción? ¿No podría toda esa sensibilidad volcada en sí
misma, sutil, y polivalente que las artes arrastran consigo inca-
pacitarnos para adquirir compromisos más amplios y menos
ambivalentes? Normalmente, no se asignaría la cartera del
Ministerio de Sanidad a un poeta. La atención absorbente que
exigen las artes, ¿no nos vuelve inútiles para asuntos rutinarios
como esos, incluso cuando dirigimos nuestra atención a obras
de arte con conciencia social? En cuanto al sentido más gemeins-
chaftlich de la cultura, es obvio que implica una transferencia a
la sociedad de los valores asociados a la cultura como arte. La
cultura como una forma de vida es, en efecto, una versión este-
tizada de la sociedad que reúne toda esa unidad, toda esa inme-
diatez sensible y liberación de los conflictos que asociamos con
los productos estéticos. Se supone que la palabra «cultura» debe-
ría designar un tipo de sociedad, pero de hecho sólo es una
manera normativa de imaginar esa sociedad. También puede
ser una manera de imaginar las condiciones de una sociedad
dada sobre el modelo de las condiciones de otra que exista en el
pasado, en el campo o en un futuro político.
Aunque la palabra «cultura» se ha vuelto popular con el pos-
modernismo, sus fuentes principales siguen siendo premoder-
nas. Como idea, la cultura empieza a adquirir importancia en
cuatro momentos de crisis histórica. Primero, cuando se con-
vierte en la única alternativa aparente a una sociedad degrada-
da; segundo, cuando parece que sin un cambio social de pro-
fundo calado, la cultura como arte y excelencia de vida ya no
volverá a ser posible; tercero, cuando proporciona los términos
en los que un grupo o un pueblo busca su emancipación políti-
ca; y, cuarto, cuando un poder imperialista se ve forzado a tran-
sigir con la forma de vida de aquellos a los que subyuga. De
estos momentos, quizás sean los dos últimos los que, con dife-
rencia, han convertido a la cultura en un tema prioritario del
siglo xx. En gran parte, debemos nuestra noción moderna de
cultura al nacionalismo y al colonialismo, así como al desarro-
llo de una antropología al servicio del poder imperial. En ese
mismo momento histórico, el surgimiento de la cultura de
«masas» en Occidente otorgó al concepto una actualidad añadi-
da Con nacionalistas románticos como Herder y Fichte surge,
por primera vez, la idea de una cultura étnica específica, dotada
de derechos políticos simplemente en virtud de su propia pecu-
liaridad étnica.27 La cultura, pues, se vuelve vital para el nacio-
nalismo, pero no así la lucha de clases, los derechos civiles o la
ayuda contra el hambre (o, al menos, no con el mismo grado).
Desde cierto punto de vista, el nacionalismo es un modo de
adaptar los lazos ancestrales a las complejidades modernas.
Conforme la nación premoderna da paso al Estado moderno, la
estructura de papeles tradicionales ya no puede mantener
unida a la sociedad, y es la cultura, en el sentido de un lenguaje
común, una tradición, un sistema educativo, unos valores com-
partidos y cosas de este estilo, lo que interviene como principio
de cohesión social.28 En otras palabras: la cultura adquiere

27. Una crítica de ese nacionalismo romántico puede encontrarse en


Eagleton, Terry, «Nationaiism and the Case of Ireland», New Left
Review, 234, marzo/abril, Londres, 1999 («El nacionalismo y el caso de
Irlanda», New Left Review. Edición castellana, 1, Madrid, Akal, 2000).
28. Véase sobre esto, Gellner, Ernest, Thought and Change, Londres,
1964; y Natíonsand Nationaiism. Oxford, 1983 (trad. cast.: Naciones y
nacionalismo, Madrid, Alianza, 1988).
importancia intelectual cuando se transforma en una fuerza
con la que hay que contar políticamente.
46
El significado de la cultura como una forma específica de
vida empieza a predominar con el despliegue del colonialismo
del siglo xix. En consecuencia, la forma de vida en cuestión
suele ser la de los «no-civilizados». Tal como hemos visto, la cul-
tura como civilización es lo opuesto a la barbarie, pero la cultu-
ra como forma de vida puede identificarse con ella. Según lo
< plantea Geoffrey Hartman, Herder es el primero en usar la
g palabra cultura «en el sentido moderno de una cultura de iáenti-
S dad: una forma de vida tradicional, social y popular, caracteri-
<
s zada por una cualidad que lo cubre todo y que hace que las
<
personas se sientan enraizadas o en un hogar».29 En dos pala-
bras: cultura significa «gente distinta»30. Como ha sostenido
Fredric Jameson, la cultura siempre es «una idea del Otro (inclu-
so cuando se reasuma para uno mismo)».31 No es sorprendente
que los Victorianos se concibieran a sí mismos como una «cul-
tura»; eso no sólo significaba elevarse por encima, sino conce-
birse como una posible forma de vida entre otras. Pero, claro, si
defines tu mundo como una cultura, te arriesgas a relativizarlo.
Así pues, tu forma de vida ha de ser humana sin más; mientras
que la forma de vida étnica, idiosincrásica y peculiar cultural-
mente, siempre es la de los otros. Tus puntos de vista son razo-
nables; los de otra gente, fanáticos.
La ciencia de la antropología marca un punto en el que

2 9 . Hartman, Geoffrey, The fateful Question of Culture, Nueva York,


1977, pág. 2 1 1 .
30. Esta frase («culture ¡s other people») alude a una célebre expresión
de Raymond Williams, «Masses are other people», en su Culture and
Society 1780-1950, London, 1958 (reeditado en Harmodsworth, 1963),
pág. 289.
3 1 . Jameson, Fredric, «On "Cultural Studies"», Social Text, 34, 1993,
pág. 34 (trad. cast.: Jameson, Fredric y Zizek, Slajov, Estudios cultura-
les. Reflexiones sobre el multiculturalismo, Buenos Aires, Paidós, 1998,
pág. 103).
Occidente comienza a convertir otras sociedades en objetos
legítimos de estudio, pero el verdadero signo de crisis política
tiene lugar cuando se ve en la necesidad de hacer otro tanto
consigo mismo. Sí, también hay salvajes dentro de la sociedad
occidental, criaturas enigmáticas y difíciles de comprender,
guiadas por pasiones feroces y propensas a conductas rebeldes,
que también han de convertirse en objetos de un conocimiento
sistemático. El positivismo, la primera escuela de sociología con
conciencia «científica», reveló las leyes evolutivas según las cua-
les la sociedad industrial cada vez se vuelve más corporativa,
leyes que un proletariado rebelde debe considerar tan inviola-
bles como las fuerzas que mueven las olas. Más adelante, parte
de la tarea de la antropología consistirá en confabularse con «la
inmensa ilusión perceptiva a través de la cual un imperialismo
en ciernes reconocerá la existencia de los "salvajes", congelán-
dolos conceptualmente en su alteridad subhumana, incluso
cuando trastorna sus formaciones sociales y los elimina física-
mente».32
La versión romántica de la cultura, pues, acabó desembo-
cando en un modelo «científico». Aún así, existían algunas afi-
nidades básicas. La idealización que el modelo romántico hizo
de lo «folclórico» o tradicional, o sea, de las subculturas vitales
profundamente alojadas dentro de su propia sociedad, fue
fácilmente transferida a aquellas formas primitivas que mora-
ban más allá, fuera del propio hogar. Lo folclórico y lo primiti-
vo, pues, son residuos del pasado dentro del presente; seres
pintorescos y arcaicos que surgen como deformaciones tempo-
rales dentro del presente. El organicismo romántico podía
rehacerse como funcionalismo antropológico, concibiendo a
las culturas «primitivas» como todos coherentes y exentos de

32. Banaji, Jairus, «The Crisis of British Anthropology», New Left


Review, 64, noviembre-diciembre, 1970.
contradicción. La expresión «total», contenida en frases como
«una forma total de vida», oscila ambiguamente entre lo fáctico
y lo valorativo; significa una forma de vida que puedes captar
porque estás fuera de ella, pero también una forma de vida con
una integridad de la que carece la tuya. La cultura, pues, somete
ajuicio nuestra propia forma de vida, agnóstica y fragmentada,
pero lo hace, por así decirlo, manteniendo las distancias.
En realidad, desde sus orígenes etimológicos como control
del desarrollo natural, la idea de cultura siempre ha servido
para desplazar a la conciencia. En su sentido restringido, denotó
los productos más elevados y conscientes de la historia humana,
pero en su sentido general siempre apuntó exactamente a lo
contrario. Con su resonancia de unos procesos orgánicos y una
evolución sigilosa, la cultura funcionó como un concepto casi
determinista que evocaba todos aquellos elementos de la vida
social -costumbres, parentesco, lenguaje, rito, mitología- que no
elegimos nosotros, sino que nos eligen a nosotros. Irónicamente,
pues, la idea de cultura siempre queda por encima y por debajo
de la vida social corriente: resulta incomparablemente más
consciente que ella, pero también es mucho menos predecible.
La «civilización», en cambio, posee un halo de mediación y deli-
beración a su alrededor, un aura de proyección racional y de pla-
nificación urbana. Sí, la civilización es un proyecto colectivo por
medio del cual se ganan ciudades a los pantanos y se erigen cate-
drales que ascienden hasta los cielos. Parte del escándalo del
marxismo ha consistido en tratar a la civilización como si fuera
la cultura, o sea, en escribir la historia del inconsciente político
de la humanidad, la historia de todos aquellos procesos sociales
que, como dijo Marx, tienen lugar «a espaldas» de los agentes
implicados. Igual que luego sucederá con Freud, la conciencia
civilizada se ve forzada a revelar las fuerzas ocultas que la mue-
ven. Como se dijo en una reseña de E capital que mereció la
aprobación de su autor, «si los elementos conscientes desempe-
ñan un papel tan secundario en la historia de la civilización,
entonces es obvio que una investigación crítica cuyo objeto de
estudio sea la civilización difícilmente podrá tomar como
punto de partida las formas y productos de la conciencia»:"
En consecuencia, la cultura es el fevés inconsciente de
la vida civilizada, o sea, una serie de creencias que damos
por supuestas y unas preferencias que, para que podamos
actuar, sólo debemos tener presentes de forma vaga. La cultura
es algo que surge espontáneamente, algo que se lleva por den-
tro, no algo que se piense con el cerebro. No es sorprendente,
pues, que el concepto encontrara sitio en un estudio de unas
sociedades «primitivas» que, a ojos de los antropólogos, cuyos
mitos, ritos, sistemas de parentesco y tradiciones ancestrales
-decían los antropólogos- hadan el trabajo de pensar por ellas.
Esas sociedades, pues, funcionaron como una especie de ver-
sión a lo isla del Pacífico del derecho consuetudinario y de la
Cámara de los Lores, una vida de utopía a lo Burke en la que el
instinto, los hábitos, la piedad y la ley ancestral operaban por sí
mismos, sin la intromisión de la razón analítica. Así, la «menta-
lidad salvaje» adquiría una especial importancia para el moder-
nismo cultural, que desde los cultos de fertilidad de T. S. Eliot a
las consagraciones de la primavera de Stravinsky podrían
encontrar en ella una crítica velada de la racionalidad ilustrada.
De hecho, se dio con toda una bicoca teórica, pues esas cul-
turas «primitivas» podían encarnar tanto la crítica de esa racio-
nalidad como su confirmación. Sus hábitos de pensamiento,
concretos y sensibles ponían de manifiesto la desecación de
una razón occidental, pero los códigos inconscientes que gober-
naban ese tipo de pensamiento poseían el mismo rigor que el
álgebra o la lingüística. Así fue como la antropología estructu-
ral de Lévi-Strauss presentó a esos «primitivos»: su parecido
resultaba consolador; su diferencia, exótica. Los primitivos

33. Citado en ¡bíd., nota de pág. 79.


piensan en términos de la tierra y la luna, pero lo hacen con la
elegante complejidad de la física nuclear.34 La tradición y la
modernidad, podían armonizarse bien, un proyecto inacabado
que el estructuralismo había heredado del modernismo de
vanguardia. La mentalidad vanguardista, pues, viró en redondo
para encontrarse con lo más arcaico; de hecho, para algunos
pensadores románticos, ésa era la única forma en la que un
Occidente disoluto podía regenerarse. Habiendo alcanzado un
punto de compleja decadencia, la civilización ya no podía
refrescarse en la fuente de la cultura y había de retroceder para
así poder avanzar. Así que, el modernismo echó marcha atrás, y
encontró en el pasado una imagen del futuro.
El estructuralismo no fue la única rama de la teoría literaria
cuyos orígenes se remontan al imperialismo. El psicoanálisis y
la hermenéutica (detrás de la cual podría ocultarse la angustio-
sa duda de si los otros son realmente comprensibles) tampoco
resultan ajenos a un proyecto que desentierra un subtexto atá-
vico en la raíces mismas de la conciencia humana. La crítica
mitológica o arquetípica hace algo parecido, mientras que el
postestructuralismo (uno de cuyos principales exponentes pro-
cede de una antigua colonia francesa)35 tambalea lo que consi-
dera como una metafísica profundamente eurocéntrica. Respecto
a la teoría posmoderna, nada podría estar más alejado de su
gusto que la idea de una cultura premoderna estable y estre-
chamente unificada, cuya sola mención impulsa a esa teoría
hacia la hibridación y la indefinición. Pero lo posmoderno y lo
premoderno están más cerca de lo que parece. Comparten por
igual un alto, a veces excesivo, respeto hacia la cultura como tal.
De hecho, se podría decir que la cultura es una idea premoder-

34. Véase Lévi-Strauss, Claude, Antropologie Structurale, París, 1958;


Le Pensée savage, París, 1962 (trads. casts.: Antropología estructural,
Buenos Aires, Eudeba, 1968; El pensamiento salvaje, México, FCE,
1964).
35. Se refiere a Jacques Derrida, nacido en 'El-Biar, Argelia. (A/, del t.)
na y posmoderna, pero no moderna Surge en la modernidad,
pero o bien como una huella del pasado o bien como una anti-
cipación de futuro.
Lo que vincula a los órdenes premodernos y posmodernos
es que para ambos, aunque sea por muy diferentes razones, la
cultura ocupa un nivel básico de la vida social. Si tiene tanto
peso en las sociedades tradicionales es porque no se trata tanto
de un «nivel» como de un médium ubicuo dentro del cual tienen
lugar otros tipos de actividad. La política, la sexualidad y la pro-
ducción económica también están imbuidas en un orden sim-
bólico de significación. El antropólogo Marshall Sahlins dice
algo que choca de lleno en el modelo marxista de base y supe-
restructura: «en las culturas tribales, el comercio, el gobierno,
los ritos, y la ideología no son "sistemas" separados».36 En el
mundo posmoderno, la cultura y la vida social también están
estrechamente unidas, pero ahora a través de la estética de los
productos de mercado, la política como espectáculo, el estilo de
vida consumista, la influencia de la imagen y la integración
definitiva de la cultura en la producción global del mercado. La
estética, que nació como un término aplicado a la experiencia
perceptiva cotidiana y sólo después se volvió un término espe-
cializado para las artes, cierra así el círculo y celebra su origen
mundano, igual que los dos sentidos de la cultura -las artes y la
vida común- se funden en el estilo, la moda, la publicidad, los
medios de comunicación y cosas parecidas.
Evidentemente, lo que tiene lugar entre ambos órdenes es
lo que llamamos modernidad, una modernidad para la cual la
cultura no fue el concepto más vital. De hecho, nos cuesta
retroceder a una época en la que todas esas palabrejas que
ahora están de moda -corporalidad, diferencia, localismo, imagina-

36. Sahlins, Marshall, Culture and Practica! Reason, Chicago y Londres,


1976, pág. 6.
rían, identidad cultural- fueron expresión de todos los obstáculos
para una política verdaderamente emandpatoria, en vez de ser
sus términos clave. Para la Ilustración, la cultura significaba, lisa
y llanamente, todos aquellos vínculos regresivos que nos impi-
den convertirnos en ciudadanos y ciudadanas del mundo.
Cultura significaba nuestro apego al lugar, la nostalgia de tradi-
ción, la inclinación hacia la tribu, la reverencia a la jerarquía.
Durante mucho tiempo, la diferencia fue una doctrina reaccio-
naria que negaba la igualdad a la que todos los hombres y todas
las mujeres tenían derecho. El asalto a la Razón en nombre de la
intuición o de una sabiduría del cuerpo, era una forma segura
de caer en el prejuicio irracional. La imaginación era una enfer-
medad del espíritu que nos impedía ver el mundo tal cual es, y
por tanto, actuar para transformarlo. Desde luego, la negación
de la Naturaleza en nombre de la Cultura cayó del lado malo de
las barricadas.
Con todo, la cultura, consiguió crearse un lugar; pero durante
la era moderna ese lugar fue o bien de oposición, o bien suple-
mentario. O la cultura se transformaba en una forma poco mor-
daz de crítica política, o era un espacio protegido a donde se
podían desviar todas esas energías potenáalmente demoledo-
ras, espirituales, artísticas o eróticas, que la modernidad cada
vez satisfacía peor. Este espacio, como los espacios tradicional-
mente sacros, fue venerado e ignorado, colocado en el centro y
desplazado al margen. La cultura ya no fue una descripción de
lo que somos, sino de lo que podríamos ser o de lo que solíamos
ser. Ya no fue un forma de designar a nuestro propio grupo, sino
un término aplicable a nuestros propios disidentes bohemios, o,
según se aproximó el siglo xix, a gentes menos sofisticadas que
se hallan lejos de nosotros. Para no describir la existencia social
tal cual es, la cultura especula elocuentemente sobre otro tipo
de sociedad. Como Andrew Milner señala, «La "cultura" y la
"sociedad" no sólo han sido excluidas de la política y de la eco-
nomía en las democracias industriales modernas... sino que la
sociedad moderna se concibe como una sociedad específica y
singularmente asocial, una sociedad cuya vida económica y
política se caracteriza por carecer de normas y permanecer
exenta de valores; una sociedad, en suma, sin cultura».37 Nuestra
propia noción de cultura, pues, se apoya en una alineación
peculiarmente moderna de lo social por lo económico, de lo
simbólico por lo material. La «cultura» pudo excluir la repro-
ducción material sólo en una sociedad cuya existencia diaria
parecía despojarse de valor y, sin embargo, sólo fue así como el
concepto se pudo asociar con una crítica de ese tipo de existen-
cia. Como Raymond Williams comenta, la noción de cultura
surge exactamente «cuando se acepta el divorcio entre ciertas
actividades morales e intelectuales y la fuerza impulsora de un
nuevo tipo de sociedad». La noción, pues, se convierte «en una
corte de apelación humana, que recae sobre los procesos de jui-
cio social práctico... como una alternativa atenuante y regene-
rante».38 La cultura, en consecuencia, es sintomática de una
fractura que ella misma se presta a superar. Como el escéptico
dijo del psicoanálisis: es la enfermedad que ella misma se propo-
ne curar.

37. Milner, Andrew, Culturalism Materialism, Melbourne, 1993, págs. 3 y 5.


38. Williams, Raymond, Culture and Society, pág. 17.
CAPÍTULO 2

La cultura en crisis

El significado de la palabra «cultura» puede ser tan amplio o


tan estrecho que cuesta creer en su utilidad. En su sentido
antropológico abarca de todo, desde los estilos de peinado y
los hábitos de bebida hasta cómo comportarte con el primo
segundo de tu marido, mientras que en su sentido estético
incluye a Igor Stravinsky, pero no a la ciencia-ficción. La cien-
cia-ficción pertenece a la cultura popular o de «masas», una
categoría que flota ambiguamente entre lo antropológico y
lo estético. Sin embargo, también se puede ver al revés, y con-
siderar que el sentido estético es demasiado borroso, mientras
que el antropológico parece demasiado tajante. La cultura, tal
como la entendía Arnold, o sea, como perfección, bondad y
luz, como lo mejor que se ha pensado y se ha dicho, como
una visión ajustada de las cosas, etc... resulta terriblemente
imprecisa, pero si la cultura significa una forma de vida, pon-
gamos, la forma de vida de los fisioterapeutas turcos, enton-
ces resulta fastidiosamente específica. La idea que trato de
defender aquí, en este libro, es que seguimos atrapados entre
unas nociones de cultura tan amplias que no valen para nada
y otras que resultan exageradamente rígidas, y que nuestra
necesidad más urgente es situarnos más allá de todas ellas.
Margaret Archer cree que el concepto de cultura ha mostra-
do «el desarrollo analítico más débil que cualquier otro con-
cepto clave de la sociología y ha desempeñado un papel
extraordinariamente impreciso dentro de la teoría sociológi-
ca».1 Ejemplo de ello es la afirmación de Edward Sapir de que
la «cultura se define en términos de? formas de comporta-
56
miento, y su contenido se compone de esas formas, cuya
variedad es enorme».2 Desde luego, sería difícil soltar una
definición vacía más brillante.
Pero en cualquier caso ¿qué abarca la cultura como forma de
vida? Si una forma de vida resulta demasiado amplia y diversa,
¿se puede calificar como cultura? ¿Y si es demasiado pequeña?
< Raymond Williams cree que el alcance de una cultura «normal-
z>

i mente es proporcional al área de un lenguaje y no al área de una


Q clase»3, aunque esto es bastante dudoso: la lengua inglesa abarca
e a muchas culturas, mientras que la cultura posmoderna cubre
<
una variada gama de lenguajes. Como mantiene Andrew Miller,
Va cuVtraa. «s&raJáaxft consiste en v¡na serie de: maneras da naces
las cosas característicamente australianas: la playa y la barbacoa,
el compadreo y el machismo, Hungtyjack.% el sistema de arbitra-
je y las reglas del fútbol australiano».4 Pero aquí, «característico»
no puede tener el significado de «propio», puesto que, desgracia-
damente, el machismo no está reservado a Australia, ni tampo-
co las playas y las barbacoas. La sugestiva lista de Miller mezcla
elementos peculiares de Australia con otros que no lo son, pero
que abundan enormemente en ella La «cultura británica» abar-
ca, normalmente, el castillo de Warwick, pero no la fabricación
de cañerías de desagüe; el pan del labrador, pero no su paga. A
pesar de todo lo que una definición antropológica arrastre con-
sigo, hay cosas que se consideran demasiado mundanas para ser

1. Archer, Margaret S., Culture and Agency, Cambridge, 1996, pág. 1.


2. Sapir, Edward, The Psychology of Culture, Nueva York, 1994, pág.
84. Véase un conjunto variado de definiciones de cultura en Kroeber, A. L.
y Kluckholn, C, «Culture: A Critical Review of Concepts and Definitions»,
Papers ofthe Peabody Museum of American Archaeology and Ethnology,
vol. 47, Harvard, 1952.
3. Williams, Raymond, Culture and Society 1780-1950, Londres, 1958;
reeditado en Harmondsworth, 1963, pág. 307.
4. Milner, Andrew, Cultural Materialism, Melbourne, 1993, pág. 1.
culturales, mientras que otras se consideran poco representati-
vas. Puesto que los británicos fabrican cañerías de una forma
muy parecida a la de los japoneses, y lo hacen sin vestir un lla-
mativo traje nacional y sin entonar alguna conmovedora balada
tradicional, la fabricación de cañerías resulta demasiado prosai-
ca y nada típica, así que, queda fuera de la categoría de cultura
Sin embargo, el estudio de la cultura Nuer o de la Tuareg inclui-
ría perfectamente la economía de la tribu. Si la cultura abarca
todo aquello que es de construcción humana y no lo que se da
de forma natural, entonces sería lógico que incluyera la indus-
tria y los medios de comunicación, las formas de hacer patitos
de goma y las formas de hacer el amor o de hacer una fiesta.
Quizás, prácticas como la fabricación de cañerías no sean
culturales porque no son prácticas de signijkación, una defini-
ción semiótica de cultura que gozó de algo de popularidad
durante los setenta. Clifford Geertz, por ejemplo, ve la cultura
como redes de significación en las que se halla envuelta la
humanidad.5 Raymond Williams describe la cultura como «el
sistema significante a través del cual... un orden social se
comunica, se reproduce, se experimenta y se investiga».6 Detrás
de esta definición subyace una interpretación estructuralista
del carácter activo de la significación, que encaja con la insisten-
cia proto-posmarxista de Williams de que la cultura es un ele-
mento constitutivo de otros procesos sociales, y no su simple
reflejo o representación. Este tipo de planteamiento tiene la
ventaja de que es lo suficientemente concreto como para decir
algo (sistema «significante», leemos), pero también lo suficiente-
mente amplio como para no resultar elitista. Puede incluir a
Voltaire y a un anuncio de vodka, pero si la fabricación de

5. Geertz, Clifford, The Interpretaron of Cultures, Londres, 1975, pág.


5 (trad. cast: La interpretación de la cultura, Barcelona, Gedisa, 2000).
6. Williams, Raymond, Culture, Glasgow, 1981, pág. 13 (trad. cast.:
Sociología de la cultura, Barcelona, Paldós, 1994; en ediciones anteriores
Cultura, pág. 13).
coches cae fuera de esa definición, entonces otro tanto ocurre
con el deporte que, como cualquier otra práctica humana,
tiene una significación, pero que difícilmente cae dentro de la
misma categoría cultural que la épica homérica y los graffiti. De
hecho, Williams se presta a distinguir entre diferentes grados
de significación o, más bien, entre diferentes correlaciones
entre la significación y lo que él llama «necesidad». Todos los sis-
temas sociales implican significación, pero hay una diferencia
entre la literatura y, por ejemplo, la moneda, donde el factor de
significación se ve «disuelto» en el factor funcional; o entre la
televisión y el teléfono. La vivienda es una cuestión de necesi-
dad, pero sólo se convierte en un sistema de significación cuan-
do las distinciones sociales empiezan a cobrar importancia. Un
bocadillo comido deprisa tampoco tiene que ver con una comi-
da en el Ritz saboreada con tranquilidad; es difícil que alguien
cene en el Ritz sólo porque tiene hambre. Enfin,todos los siste-
mas sociales entrañan significación, pero no todos ellos son sis-
temas de significación, o sea, sistemas «culturales». Esta distin-
ción, por tanto, es importante porque evita las definiciones con
un afán demasiado excluyente y las amplias pero inútiles, aun-
que realmente sigue siendo una reformulación de la dicotomía
tradicional entre lo estético y lo instrumental y se presta al tipo
de objeciones que normalmente se han vertido sobre esta última.
La cultura se puede entender, aproximadamente, como el
conjunto de valores, costumbres, creencias y prácticas que
constituyen la forma de vida de un grupo específico. Ese «todo
complejo», según la conocida afirmación del antropólogo E. B.
Tylor en su Primitive Culture, «abarca el conocimiento, las creen-
cias, el arte, la moralidad, las leyes, las costumbres, y cualesquie-
ra otras capacidades y hábitos que el hombre haya adquirido
como miembro de la sociedad».7 Sin embargo, «cualesquiera

7. Tylor, E. B., Primitive Culture, Londres, 1871, vol. 1, pág. 1.


otras capacidades» peca de demasiada amplitud: lo cultural y lo
social acaban por ser lo mismo. Y la cultura acaba siendo todo
lo que no es transmisible genéticamente, o sea, se identifica, tal
como lo plantea un sociólogo, con la creencia de que los seres
humanos «son lo que se les enseña».8 Stuart Hall ofrece una
visión igual de generosa sobre la cultura entendida como
«prácticas vitales» o «ideologías prácticas que permiten a una
sociedad, a un grupo o a una clase, experimentar, definir, inter-
pretar y dar sentido a sus condiciones de existencia».9
Desde otro punto de vista, la cultura es el conocimiento
implícito del mundo, un conocimiento por medio del cual la
gente establece formas apropiadas de actuar en contextos espe-
cíficos. Como la phronesis de Aristóteles, la cultura consiste en
una habilidad o destreza y no en un conocimiento teórico; se
parece más a un conjunto de interpretaciones tácitas o directri-
ces prácticas que a un modelo teórico de la realidad. Podemos
tener una concepción más concreta de la cultura si la entende-
mos como -en palabras de John Frow- «toda la serie de prácti-
cas y representaciones a través de las cuales se construye y se
sostiene la realidad (o las realidades) de un grupo social»10, una
definición que probablemente excluirá a la industria pesquera,
pero también al criquet El criquet puede ser parte de la autoi-
magen de una sociedad, pero no es exactamente una práctica
de representación; no, al menos, en el sentido en el que lo son la
poesía surrealista o las marchas de Orange.

8. Bauman, Zygmunt, «Legislators and Interpreters: Culture as Ideology


of Intellectuals», en Haferkamp, Hans (comp.), Social Structure and
Culture, Nueva York, 1989, pág. 315.
9. Hall, Stuart: «Culture and trie State», en Open Universlty, The State
and Popular Culture, Milton Keynes, 1982, pág. 7. Un buen resumen de
distintos argumentos sobre la cultura puede consultarse en Billlngton,
R., Strawbridge, S., Greensldes, L. y Fitzslmons, A, Culture and Society:
A Sociology of Culture, Londres, 1991.
10. Frow, J.: Cultural Studiesand Cultural Valué, Oxford, 1995, pág. 3.
En uno de sus ensayos más tempranos, Raymond Williams
incluyó «la idea de un patrón de perfección» entre las definicio-
nes clásicas de la cultura.11 Más tarde, en Culture and Society 1780-
Í950, Williams enumeró cuatro significados distintos de
cultura: como un hábito mental individual; como un estado de
desarrollo intelectual de toda una sociedad; como el conjunto
de las artes; y como una forma de vida de un grupo o de un
pueblo en su conjunto.12 El primero de estos sentidos, quizás,
pueda resultar demasiado estrecho y el último demasiado
amplio, pero Williams tiene buenas razones políticas para dar
esa última definición, puesto que restringir la cultura a las artes
y a la vida intelectual implica la amenaza de que la clase traba-
jadora queda excluida de esa categoría Si, en cambio, ensanchas
la categoría y haces que abarque ciertas instituciones -sindica-
tos y cooperativas, por ejemplo- puedes sostener que la clase
obrera ha producido una cultura rica y compleja, aunque no
sea esencialmente artística. Claro que, según esta misma defini-
ción, los parques de bomberos y los servicios públicos también
se deberían incluir bajo la idea de cultura, puesto que también
son instituciones, en cuyo caso la cultura se vuelve coextensiva
con la sociedad y corre elriesgode perder su precisión concep-
tual. Hasta cierto punto, la expresión «instituciones culturales»
es una tautología, puesto que no hay instituciones que no sean
culturales. Se podría mantener, con todo, que los sindicatos son
instituciones sociales porque expresan significados colectivos,
mientras que los servicios públicos no lo hacen. En The Long
Revolution, la definición que Williams ofrece de cultura incluye
«la organización de la producción, la estructura de la familia, la
estructura de las instituciones que expresan o gobiernan las

11. Williams, Raymond, «The Idea of Culture», en Mcllroy, J. and


Westwood, S. (comps.), Border Country: Raymond Williams in Adult
Education, Leicester, 1993, pág. 61.
12. Williams, Raymond, Culture and Society, pág. 16.
relaciones sociales, [y] las formas características a través de las
cuales se comunican los miembros de la sociedad».13 Sin duda,
abre demasiado la mano, y prácticamente no deja nada fuera.
Sin embargo, en otra parte del mismo libro, Williams propo-
ne otra definición de cultura como «estructura de sentimiento»,
casi un oxímoron, pero que capta la idea de que la cultura es las
dos cosas al mismo tiempo, concreta e impalpable. Una estruc-
tura de sentimiento -dice Williams- es «el efecto vivo y particu-
lar de todos los elementos que intervienen en la organización
general (de una sociedad)... Definiría la teoría de la cultura
como el estudio de las relaciones entre los elementos de una
forma de vida en su conjunto».14 La idea de «estructura de senti-
miento», al establecer esa fuerte conexión entre lo objetivo y lo
afectivo, es un intento de reconciliar la duplicidad de la cultura,
o sea, la cultura como realidad material y la cultura como expe-
riencia vitaL Sea como sea, en ningún sitio se manifiesta tan grá-
ficamente la complejidad de la idea de cultura como en el
hecho de que su teórico más eminente durante la posguerra en
Gran Bretaña, Raymond Williams, la defina en distintas ocasio-
nes como un patrón de perfección, un hábito intelectual, el con-
junto de las artes, el desarrollo intelectual general, la totalidad
de una forma de vida, un sistema de significación, una estructu-
ra de sentimiento, una interreladón de elementos en una forma
de vida y, en fin, como todo tipo de cosas, desde la producción
económica y la familia hasta las instituciones políticas.
En vista de esto, se puede intentar definir la cultura f u n á o
nalmente, en vez de sustantivamente, y decir que es todo aque-

13. Williams, Raymond, The Long Revolution, Londres, 1961.


Reeditado en Harmondsworth, 1965, pág. 42.
14. Ibíd., págs 63 y 64. Si puedo añadir aquí un nota personal, contaré
que Williams descubrió la idea de ecología mucho antes de que se pusiera
de moda y que en cierta ocasión me la describió -yo todavía no había oído
hablar sobre ello- como «el estudio de la interrelación de los elementos de
un sistema viviente». Esto se acerca mucho a esa definición suya de cultu-
ra que estamos considerando.
lio que resulta superfluo para las necesidades materiales de una
sociedad. Según esta teoría, la comida no es cultural, pero los
62
tomates secados al sol sí lo son; el trabajo no es cultural, pero
calzarse botas de suela mientras se trabaja sí. En la mayoría de
los climas, llevar calzado es una cuestión de necesidad física,
pero qué clase de calzado se lleva no. Hasta cierto punto, esta
idea de la cultura como excedente no se aleja demasiado de la
diferencia que Williams marca entre significación y necesidad;
< pero distinguir entre lo que es y lo que no es superfluo es un
g problema que desalienta a cualquiera. La gente puede estar dis-
o
a puesta a pegarse por el tabaco o por el taoísmo, en vez de por
<
o asuntos materialmente perentorios. Una vez que la producción
<
cultural queda integrada en la producción de bienes en gene-
ral, es muy difícil decir dónde acaba el ámbito de la necesidad y
dónde empieza el reino de la libertad. De hecho, como la cultu-
ra (en sentido restringido) ha servido como instrumento para
legitimar el poder -o sea, se ha usado como ideología-, siempre
ha existido esa dificultad.
En nuestro propio tiempo, el conflicto entre los sentidos
estrechos y amplios de la cultura ha asumido una forma parti-
cularmente paradójica. Lo que ha pasado es que una noción
local y bastante limitada de cultura ha empezado a proliferar
umversalmente. Tal como Geoffrey Hartman plantea en The
Fateful Quesüon of Culture, ahora tenemos la cultura de la fotogra-
fía, la cultura de las armas, la cultura de servicios, la cultura de
museos, la cultura de sordos, la cultura del fútbol,... la cultura
de la dependencia, la cultura del dolor, la cultura de la amnesia,
etcétera.».15 Una expresión como «cultura de café» no significa
simplemente que la gente frecuente cafés, sino que el hecho de
frecuentarlos es parte de su forma de vida, cosa que, presumi-

15. Hartman, Geoffrey, The Fateful Question of Culture, Nueva York,


1997, pág. 30.
blemente, no ocurre cuando visitan a sus dentistas. El hecho de
que una serie de gente pertenezca al mismo lugar, a la misma
profesión o a la misma generación no significa que formen una
cultura; sólo lo hacen cuando empiezan a compartir hábitos
lingüísticos, tradiciones populares, maneras de proceder, for-
mas de valoración e imágenes colectivas. Parece extraño que
tres personas puedan formar una cultura, pero no que lo hagan
trescientas, o tres millones. La cultura de una empresa engloba
su política de bajas por enfermedad, pero no su red de cañerías;
sus normas jerárquicas de aparcamiento, pero no el hecho de
que hace uso de ordenadores. Cubre, pues, aquellos aspectos
suyos que encarnan una forma peculiar, aunque no necesaria-
mente Tínica, de ver el mundo.
Sea por su amplitud, sea por su estrechez, este uso de la
noción de cultura combina lo peor de ambos mundos.
«Cultura policial» es demasiado vago y demasiado exclusivo.
Cubre, sin distingos, todo lo que hacen los agentes de policías,
pero dando a entender que los equipos contra incendios o los
bailaores de flamenco son una casta completamente diferen-
te. Durante un tiempo la cultura fue una noción demasiado
selecta; ahora es un término elástico que apenas deja nada
fuera de él. Sin embargo, también se ha vuelto algo demasia-
do especializado y ha reflejado pasivamente la fragmentación
de la vida moderna en vez de tratar de reintegrarla, tal como
ocurría con el concepto clásico de cultura «Con una autocon-
ciencia nunca antes mostrada (fomentada enérgicamente por
hombres de letras)», escribe un comentador, «cada pueblo se
centra en sí mismo y se defiende de los otros con su lenguaje,
su arte, su literatura, su filosofía, su civilización, su "cultu-
ra"».16 Esto podría ser una buena definición de las actuales

16. Benda, Julien, Le trahison des clercs, París, 1927, pág. 29 (trad.
cast.: La traición de los intelectuales, Argentina, Efeco, 1974)
políticas de la identidad, pero data de 1927, y su autor es el
intelectual francés Julien Benda
64
Decir que la idea de cultura está actualmente en crisis es
peligroso. ¿Es que alguna vez no lo ha estado? Cultura y crisis
siempre van juntas, como Laurel y Hardy. Pero incluso así,
parece que se ha deslizado algún cambio importante en el con-
cepto, un cambio que Hartman describe como el conflicto
entre la cultura y una cultura o, si se prefiere, entre la Cultura y
< la cultura. Tradicionalmente, la cultura era un modo de
g sumergir nuestros insignificantes particularismos en un
o
S médium más amplio y englobante. Como una forma de subjeti-
<
a vidad universal, implicaba aquellos valores que compartimos
<
simplemente por virtud de nuestra naturaleza humana. La
cultura, entendida como las artes, era tan importante por eso,
porque producía esos valores en un formato fácilmente trans-
ferible. Al leer, contemplar o escuchar una obra, dejábamos en
suspenso nuestros egos empíricos, con todas sus contingencias
sociales, sexuales y étnicas, y de esa forma nos convertíamos
en sujetos universales. La perspectiva de la alta cultura, como
la del Todopoderoso, es ese tipo de visión que sólo se posee si se
está en todo y en ningún lugar.
Desde 1960, sin embargo, la palabra «cultura» ha girado
sobre su propio eje y ha empezado a significar prácticamente lo
contrario. Ahora significa la afirmación de identidades especí-
ficas -nacionales, sexuales, étnicas, regionales- en vez de su
superacióa Como todas esas identidades se consideran a sí mis-
mas reprimidas, lo que en un tiempo se concibió como un
ámbito de consenso ahora se ve transformado en un campo de
batalla O sea la cultura ha pasado de ser parte de la solución a
ser parte del problema Ya no es un instrumento para resolver
la lucha política ni una dimensión más elevada o profunda en
la que nos podemos reconocer como semejantes, sino que es
parte del propio léxico del conflicto político. «Lejos de ser un
plácido rincón de convivencia armónica», escribe Edward Said,
«la cultura puede ser un auténtico campo de batalla en el que
las causas se expongan a la luz del día y entren en liza unas con
otras».17 Para las tres formas de política radical que han domina-
do el panorama global durante las últimas décadas -el naciona-
lismo revolucionario, el feminismo y la lucha étnica- la
cultura, entendida como signo, imagen, significado, valor, iden-
tidad, solidaridad y autoexpresión, siempre ha sido un motivo
diario de lucha política, y no su alternativa celestial. En Bosnia
o en Belfast, la cultura no es algo que escuchas en tu equipo de
música, sino algo por lo que matas. Lo que la cultura pierde en
sutileza, lo gana en dimensión práctica. En situaciones como
ésas, sea para bien o para mal, no se puede acusar a la cultura de
elevarse por encima de la vida diaria.
Algunos críticos literarios, reflejando fielmente este cambio
sísmico de significado, han dejado el drama Tudor y se han
pasado a los tebeos, o han cambiado a Pascal por la pornografía.
No deja de ser extraño que gente que se ha dedicado a distin-
guir una métrica alterada o un dáctilo se ponga a discutir
sobre el sujeto poscolonial, el narcisismo secundario o el modo
asiático de producción, asuntos que, quizás, sería bueno que
estuvieran en manos menos remilgadas. Pero también es un
hecho que muchos de los así llamados eruditos profesionales,
como todos los falsos intelectuales18, han renunciado a esas
cuestiones, y se las han echado a gente que, quizás, esté mucho
menos preparada para plantearlas. Los estudios literarios tie-
nen muchas virtudes, pero el pensamiento sistemático no es
una de ellas. Sin embargo, este desplazamiento desde la literatu-
ra hacia la política cultural no es nada incongruente, puesto
que lo que une esos ámbitos es la idea de subjetividad. La cultu-

17. Said, Edward, Culture and Imperialism, Londres, 1993, pág. 14


(trad. cast.: Cultura e imperialismo, Barcelona, Anagrama, 1996,
pág. 14).
18. Literalmente «treasonable clerks», o sea, con los términos de Benda
(N. del t).
ra significa el dominio de la subjetividad social, un dominio
más amplio que la ideología, pero más reducido que la socie-
dad, menos palpable que la economía, pero más tangible que la
teoría. No es ilógico, por tanto, aunque sea un poco insensato,
creer que quienes fueron instruidos en una ciencia de la subje-
tividad -la crítica literaria- son los que están mejor situados
para discutir sobre el emblema de los Ángeles del Infierno, o la
semiótica de los grandes almacenes.
En el apogeo de la burguesía europea, la literatura desempe-
ñó una función clave en conformar esta subjetividad social, y
dedicarse a la crítica literaria no era una ocupación sin impor-
tancia política. No lo era, en efecto, para Johnson, Goethe,
Hazlitt o Taine. El problema fue que lo que dio una expresión
más sutil a este mundo subjetivo, el arte, también era un fenó-
meno excepcional, limitado a una minoría privilegiada, de tal
forma que, conforme pasó el tiempo, al crítico le resultó cada
vez más difícil saber si desempeñaba un papel destacado o si
resultaba completamente superfluo. La cultura, concebida así,
se convirtió en una paradoja inaceptable. Por un lado, parece
poseer una importancia extraordinaria; por otro, no pareda tan
importante, pues bastaba con quitarse ceremoniosamente el
sombrero ante ella. Pero existía una interdependencia entre
estos dos extremos: el hecho de que los plebeyos y los filisteos
no dispusieran de tiempo para la cultura se convirtió en el testi-
monio más elocuente de su valor. Pero esto colocó al crítico en
una posición de permanente disenso, posición que nunca resul-
ta muy confortable. La transición desde la Cultura a la cultura
solucionó este problema preservando una actitud disidente,
pero combinándola con otra popular. Ahora, lo crítico era toda
una subcultura, pero dentro de ella, dentro de esa forma de
vida, las artes desempeñaban una función afirmativa. De ese
modo, te podías sentir como un rebelde, pero gozando plena-
mente de la solidaridad, a diferencia de lo que le ocurría al pro-
totípico poete maudit.
ra significa el dominio de la subjetividad social, un dominio
más amplio que la ideología, pero más reducido que la socie-
66
dad, menos palpable que la economía, pero más tangible que la
teoría. No es ilógico, por tanto, aunque sea un poco insensato,
creer que quienes fueron instruidos en una ciencia de la subje-
tividad -la crítica literaria- son los que están mejor situados
para discutir sobre el emblema de los Ángeles del Infierno, o la
semiótica de los grandes almacenes.
< En el apogeo de la burguesía europea, la literatura desempe-
g ñó una función clave en conformar esta subjetividad social, y
o
o dedicarse a la crítica literaria no era una ocupación sin impor-
<
2 tanda política. No lo era, en efecto, para Johnson, Goethe,
<
Hazlitt o Taine. El problema fue que lo que dio una expresión
más sutil a este mundo subjetivo, el arte, también era un fenó-
meno excepcional, limitado a una minoría privilegiada, de tal
forma que, conforme pasó el tiempo, al crítico le resultó cada
vez más difícil saber si desempeñaba un papel destacado o si
resultaba completamente superfluo. La cultura, concebida así,
se convirtió en una paradoja inaceptable. Por un lado, parece
poseer una importancia extraordinaria; por otro, no parecía tan
importante, pues bastaba con quitarse ceremoniosamente el
sombrero ante ella. Pero existía una interdependencia entre
estos dos extremos: el hecho de que los plebeyos y los filisteos
no dispusieran de tiempo para la cultura se convirtió en el testi-
monio más elocuente de su valor. Pero esto colocó al crítico en
una posición de permanente disenso, posición que nunca resul-
ta muy confortable. La transición desde la Cultura a la cultura
solucionó este problema preservando una actitud disidente,
pero combinándola con otra popular. Ahora, lo crítico era toda
una subcultura, pero dentro de ella, dentro de esa forma de
vida, las artes desempeñaban una función afirmativa. De ese
modo, te podías sentir como un rebelde, pero gozando plena-
mente de la solidaridad, a diferencia de lo que le ocurría al pro-
totípico poete maudit
queda la Cultura, al menos como un sustituto de segunda clase.
Éste es el punto histórico de inflexión que revela la obra de
Arnold. La idea no era del todo descabellada: la religión fomen-
ta el fervor, el simbolismo, la cohesión social, la identidad colec-
tiva, combina la moralidad práctica y el idealismo espiritual y
crea un vínculo entre los intelectuales y el pueblo llano...
¿Acaso no hace lo mismo la cultura? Pues no, la cultura es una
alternativa lamentable a la religión, al menos por dos razones.
Primero, porque en su sentido estrictamente artístico, la cultu-
ra está reducida a un porcentaje insignificante de la población.
Segundo, porque en su sentido más amplio, en su sentido
social la cultura es el mayor foco de desacuerdo entre las perso-
nas. Entendida como religión, nacionalidad, sexualidad, etniá-
dad o cosas similares, la cultura es un verdadero campo de
batalla Así que, cuanto más vital es, más difícil es que cumpla
una función conciliadora; y cuanto más conciliadora es, más
inoperante se vuelve.
El posmodernismo, descreído y espabilado, opta por la cul-
tura como conflicto real, en vez de como reconciliación imagi-
naria; aunque eso no tiene nada de original: el marxismo ya lo
anticipó hace mucho tiempo. Con todo, los efectos escandalo-
sos de este tipo de desafío a la idea tradicional de cultura van
mucho más allá de lo que se pueda imaginar, pues esta idea, tal
como hemos visto, ha constituido el verdadero polo opuesto a
lo social y material. Si los materialistas llegaban a plantar sus
sucias patazas sobre la cultura, entonces ya no habría cosas
venerables, y menos aún sagradas. La cultura era el ámbito
donde una serie de valores habían logrado eludir un orden
social que se mostraba frío e indiferente con ellos, pero si los
materialistas y los historicistas podían prender fuego a este
enclave celosamente vigilado, entonces lo que estaba en peligro
eran los valores humanos en sí mismos. Así les pareció, al
menos, a aquellos y aquellas que desde hacía mucho tiempo
habían dejado de percibir valores en todo aquello que estuviera
fuera del arte.
Nadie se sorprende de que la sociología o la economía se
vuelvan «políticas»: se supone que una investigación de carác-
ter eminentemente social ha de plantear ese tipo de cuestiones.
En cambio, parece que politizar la cultura es como privarla de
su propia identidad, o sea, destruirla. Y esa es la razón por la que
un discurso tan relativamente inofensivo como la teoría litera-
ria ha levantado tanta polvareda. Pero no hay que engañarse: si
las alfombras de las salas de los catedráticos están tan salpicadas
de sangre (a veces demasiado parecida a la mía) no es porque a
alguien de las altas esferas le preocupe mucho si tu enfoque de
la poesía de Sir Walter Raleigh es feminista o marxista, fenome-
nología) o deconstructivista. No son el tipo de cuestiones que
puedan quitarle el sueño a alguien de Whitehall o de la Casa
Blanca; ni siquiera son asuntos que tus propios profesores sean
capaces de recordar un año después de que acabes la carrera.
Sin embargo, las sociedades no suelen contemplar con la misma
compostura y serenidad a quienes pueden debilitar los valores
con los que ellas justifican su poder, y ésa es la razón por la que
la palabra «cultura» adquiere uno de sus significados más
importantes.
En realidad, el sentido que los posmodernistas le dan a la
cultura no está completamente alejado de la idea universalista
de cultura que ellos mismos denuncian tan rotundamente.
Primero, porque ningún concepto de cultura es verdadera-
mente autocrítico. Del mismo modo que la alta cultura asume,
como un minorista en rebajas, que no se puede regatear con su
valor, las creaciones artísticas de los criadores de pichón de
West Yorkshire también se pueden entender, no quepa la
menor duda, como una reafirmación del valor de la cultura de
la cría del pichón de West Yorkshire. Segundo, las culturas, en
este sentido posmoderno, a menudo son universales concretos,
o sea, versiones locales del propio universalismo al que atacan.
Sin duda, los criadores de pichón de West Yorkshire son tan
conformistas, exclusivistas y autocráticos como el resto del
mundo en el que viven. En cualquier caso, una cultura pluralis-
ta debe ser exclusivista, dado que debe dejar fuera a los enemi-
gos del pluralismo. Y como las comunidades marginales suelen
considerar que el resto de la cultura es tremendamente opresi-
va, a menudo con toda la razón, pueden llegar a compartir esa
aversión por los hábitos de la mayoría que siempre ha caracteri-
zado a la cultura «refinada» o estética El patricio y el disidente,
pues, pueden hacer buenas migas contra la estúpida burguesía.
Desde ambos puntos de vista, desde el elitista y desde el incon-
formista, los barrios residenciales son un lugar demasiado mez-
quino.
A primera vista, el sarpullido de subculturas que componen
los irónicamente llamados Estados Unidos podría revelar un
tipo atractivo de diversidad. Pero, puesto que algunas de esas
subculturas permanecen unidas gracias a su antagonismo con
otras, pueden convertir en algo local la cerrazón global que
ellas mismas reprochan a la noción clásica de cultura. En el
peor de los casos, el resultado es un tipo de conformismo plura-
lista en el que el universo de la Ilustración, con toda su lógica
coercitiva y monolítica, se ve desafiado por una serie de mini-
mundos que reproducen, en miniatura, muchos de sus propios
rasgos. El comunitarismo es un ejemplo de esto: en lugar de
padecer la tiranía de una racionalidad universal, ahora sufres el
acoso del vecino de al lado. Por supuesto, el sistema político
dominante saca buena tajada de este hecho, pues ahora ya no
tiene un único oponente, sino una colección variopinta de
adversarios desunidos. Las subculturas, pues, protestan contra
las alienaciones de la modernidad, pero las reproducen con su
propia fragmentación.
Los apologistas de esa política de la identidad critican a los
guardianes del valor estético por la excesiva importancia que le
otorgan a la cultura como arte, pero ellos también exageran el
papel de la cultura como política. La cultura es un elemento fun-
damental para el tipo de política a la que el posmodernismo da
prioridad, pero sólo porque el propio posmodernismo es quien
favorece ese tipo de política Hay muchas otras reivindicaciones
políticas -huelgas, campañas anticorrupción, protestas contra la
guerra- para las que la cultura no resulta tan importante, lo cual
no quiere decir que sea irrelevante. Sin embargo, el posmoder-
nismo, ese posmodernismo que supuestamente está abierto a
todo, no dice casi nada sobre esos asuntos. Los estudios culturales
de hoy día -escribe Francas Mulhern- «no dejan lugar para una
política más allá de la práctica cultural, ni para una política de la
solidaridad más allá de los particularismos de la diferencia cultu-
ral».19 El posmodernismo, pues, no consigue entender dos cosas:
que no todos los asuntos políticos son culturales y que no todas
las diferencias culturales son políticas. Al reducir los asuntos de
Estado, clase, organización política y similares a cuestiones cultu-
rales, el posmodernismo acaba reproduciendo los prejuicios de la
Kulturkritik tradicional que él mismo rechaza, o sea, los prejuicios
de ese tipo de crítica cultural que nunca tuvo tiempo para asun-
tos políticos tan vulgares. Así, un esquema político típico de
Estados Unidos se logra unlversalizar por medio de un movi-
miento que considera al universalismo como un anatema Lo
que la Kulturkritik y el culturalismo de hoy día comparten, pues,
es una misma falta de interés por lo que, políticamente hablan-
do, subyace detrás de la cultura: el aparato estatal de violencia y
coerción. Aunque es esto, y no la cultura lo que verdaderamente
resiste un cambio radical.
En este sentido reducido, o sea, tomada como identidad o
solidaridad, la cultura mantiene alguna afinidad con el sentido
antropológico del término, pero en realidad ve en él prejuicios
valorativos y un organicismo nostálgico que le incomodan.

19. Mulhern, Francis, «The Politics of Cultural Studles», en Meiksins


Wood, E. y Bellamy Foster, J., (comps.), In Defense of History, Nueva
York, 1997, pág. 50.
También se muestra hostil con la inclinaciones valoratívas de la
cultura estética y su elitismo. La cultura ya no es, con el sentido
elevado de Matthew Arnold, una crítica de la vida; no, la cultura
es la crítica que hace una forma periférica de vida a una forma
de vida dominante o mayoritaria. Mientras que la alta cultura es
la alternativa fallida a la política, la cultura como identidad es la
continuación de la política por otros medios. Para la Cultura, la
cultura está ofuscada por el sectarismo; mientras que para la cul-
tura, la Cultura encama un desinterés fraudulento. Para la cultu-
ra, la Cultura es demasiado etérea; mientras que para la Cultura,
la cultura está demasiado pegada al suelo. Estamos como dividi-
dos entre un universalismo vado y un particularismo ciego. La
Cultura, parece ser, es algo desarraigado y desencarnado; la cul-
tura, en cambio, anhela con exceso una morada propia
En The Fateful Question of Culture, Geoffrey Hartman, que
escribe como judío alemán emigrado a Estados Unidos, se niega
a idealizar la noción de diáspora tal como hacen posmodernis-
tas más ingenuos. «El desarraigo» -escribe- «siempre es una
maldición», un golpe mortal sobre aquellos para los que
la carencia de nación viene a equivaler a la carencia de
Dios. Sin embargo, el trasfondo de Hartman le empuja a mos-
trarse igual de escéptico con las ideas volkisch de la cultura
como integridad e identidad, o, en general, de todo aquello que
apacigüe nuestro fantasmal anhelo de arraigo. El judío es lo
opuesto a esa encarnación local: sin fundamentos, sin raíces,
siniestramente cosmopolita, y por lo tanto, todo un escándalo
para el Kulturvolk Puede que hoy día, la teoría posmoderna aso-
cie la cultura con una cuestión de disidencia y minoría, o sea,
con el lado del judío, y no de la limpieza étnica, pero hasta la
palabra «cultura» está manchada por la historia de esa limpieza
Durante el periodo nazi, «cultura», la palabra que designa el
mayor tipo de refinamiento humano queda irremediablemen-
te unida a la más incalificable de las degradaciones humanas.
La cultura significa crítica de los imperios, pero también su
construcción. Mientras que la cultura, en sus formas más viru-
lentas, siempre celebra la esencia pura de alguna identidad de
grupo, la Cultura, en su sentido más mandarín, reniega de lo
político como tal y, así, se acaba convirtiendo en su cómplice
criminal. Como Theodor Adorno señaló, el ideal de Cultura
como absoluta integración encuentra su mayor expresión lógi-
ca en el genocidio. En realidad, las dos formas de cultura se ase-
mejan en que ambas se presentan como no políticas: la alta
cultura porque transciende esos asuntos mundanos y rutina-
rios; la cultura como identidad colectiva porque (en algunas, si
no en todas las formulaciones) subyace por debajo de la políti-
ca, en vez de por encima, sumida en un modo de vida instinti-
vo.
Sin embargo, la complicidad criminal de la Cultura sólo es
una parte de la historia. Primero, porque una parte considerable
de la Cultura también representa un testimonio contra el geno-
cidio; y segundo, porque la cultura no sólo es sinónimo de una
identidad excluyente, sino también de todos aquellos que pro-
testan colectivamente contra ese tipo de identidad. Ha existido,
desde luego, una cultura del genocidio nazi, pero también una
cultura de la resistencia judía Y puesto que ambos sentidos de la
palabra son ambivalentes, ninguno de los dos puede utilizarse
contra el otro. La escisión entre la Cultura y la cultura no es cul-
tural y no se puede remediar con simples medios culturales, por
mucho que Hartrnan lo anhele. No, esa escisión hunde su raíces
en la historia material en un mundo que vacila entre un uni-
versalismo vacío y un estrecho particularismo, entre la anar-
quía de las fuerzas del mercado global y los cultos de la
diferencia local que tratan de resistirse a esas fuerzas. Cuanto
más voraces son las fuerzas que acechan a las identidades loca-
les, más patológicas se vuelven éstas. Este férreo combate tam-
bién imprime sus huellas en los consiguientes debates intelec-
tuales, en las batallas entre lo moral y lo ético, en los conflictos
entre los defensores del deber y los paladines de la virtud, en las
trifulcas entre los kantianos y los comunitaristas. Y es que en
todos estos casos, parece que nos debatimos entre la capacidad
del espíritu para abarcar lo universal y nuestras limitaciones
como seres vivos.
Uno de nuestros términos clave para referirnos a ese alcance
global del espíritu es «imaginación». Quizás ningún otro térmi-
no del léxico de la crítica literaria ha tenido una carga tan posi-
tiva como la de éste. Como «comunidad», «imaginación» es una
de esas palabras que todo el mundo aprueba, lo cual ya es bas-
tante para dudar seriamente de ella. La imaginación, se dice, es
esa facultad por medio de la cual podemos sentir empatia con
los demás y, por tanto, una facultad gracias a la cual te puedes
orientar en el territorio ignoto de otra cultura Es más, se supo-
ne que podrías hacerlo en cualquier otra cultura, puesto que esa
facultad es de alcance universal. Pero, claro, esto deja sin resol-
ver una cuestión, a saber: dónde estás realmente tú, tú como
algo distinto a esas otras gentes. En un sentido, pues, la imagina-
ción no implica posición alguna: subsiste, exclusivamente, a
través de su intenso poder de empatia con los otros, y como la
«inclinación negativa» de Keats, puede conectar empáticamen-
te con cualquier forma de vida. Como el Todopoderoso, esta
facultad cuasidivina parece ser todo y nada, estar en todas par-
tes y en ninguna. En fin, una pura ausencia de sentimiento,
carente de una identidad propia, que se alimenta parasitaria-
mente de las formas de vida de los otros, pero que trasciende
esas formas de vida a través de un poder invisible que le permi-
te introducirse sucesivamente en cada una de ellas. La imagina-
ción, pues, centra y descentra al mismo tiempo; te dota de
autoridad universal, pero sólo porque te vacía de cualquier
identidad específica. No puede figurar entre las culturas que
explora, puesto que ella es la actividad consistente en explorar-
las. La imaginación, pues, posee una promiscuidad que la con-
vierte en algo con menos sustancia que esas identidades
establecidas, pero también posee un carácter multiforme y
voluble que esas identidades establecidas nunca pueden alcan-
. zar. No es tanto una identidad en sí misma, sino el conocimien-
to de todas las identidades y, en ese sentido, es más que una
identidad precisamente por el hecho de ser menos.
No es difícil detectar en esta doctrina una forma liberal de
imperialismo. Occidente no tiene una identidad propia, quizás
porque no necesita ninguna. Lo bonito de ser soberano es que
uno no se tiene que preocupar de quién es, puesto que, de
forma engañosa, uno cree que ya lo sabe. Lo diferente son las
otras culturas, mientras que tu propia forma de vida es la
norma y, por lo tanto, no es una «cultura», sino el patrón con el
que otras formas de vida aparecen como culturas, con toda su
fascinante e inquietante singularidad. No se trata de la cultura
occidental, sino de la civilización occidental -oímos a menu-
do-, o sea, de Occidente como forma particular de vida, pero
también como locus de una forma universal de vida. La imagi-
nación, o lo que es lo mismo, el colonialismo, significa que
otras culturas sólo saben de sí mismas, mientras que nosotros
sabemos de ellas. Esto nos vuelve más inseguros que esas cultu-
ras, pero también nos da una ventaja cognitiva y política sobre
ellas, una ventaja cuya consecuencia práctica es que, antes o
después, ellas también dejarán de estar seguras.
El encuentro colonialista, por tanto, es un encuentro entre
la Cultura y la cultura, un encuentro entre un poder que es uni-
versal, pero por lo mismo demasiado difuso e inestable, y un
modo de vida localista, pero seguro, al menos hasta que la
Cultura le planta sus acicaladas manos encima. Esto tiene
consecuencias obvias para el así llamado «multiculturalis-
mo». La sociedad está hecha de culturas diferentes, y en cierto
modo no consiste más que en ellas, pero también es una enti-
dad trascendente, «la sociedad», que no es una cultura específi-
ca, sino el patrón y la medida de todas ellas. La sociedad, pues, se
parece a la obra de arte de la estética clásica: no es algo que esté
por encima de sus instancias particulares, pero sí opera como
su ley secreta. De algún modo, existe un conjunto implícito de
criterios que determinan qué se ha de aceptar como una cultu-
ra, qué derechos locales se les puede reconocer, y cosas simila-
res; pero esta autoridad encubierta no se puede encarnar por sí
misma, puesto que ella misma no es una cultura, sino las condi-
ciones de posibilidad de una cultura. Corno la imaginación, o la
folie de grandeur del colonialismo, es lo que mora en todas las
culturas, pero sólo porque transciende a todas ellas.
Existe, de hecho, una estrecha conexión entre la imagina-
ción y Occidente. Richard Rorty ha dicht> lo siguiente:

Seguridad y simpatía van unidas, por la misma razón que van


unidas la paz y la productividad econóniica. Cuanto más duro es
todo, más cosas hay que temer, más peligrosa es la situación y
menos tiempo y esfuerzo puede uno dedicar a pensar cómo ven
las cosas las personas con las que uno no se identifica de modo
inmediato. La educación sentimental solamente funciona con
quienes pueden relajarse lo suficiente pafa escuchar.20

Según este implacable materialismo, sólo puedes ser imagi-


nativo si te sobra el dinero. La riqueza es lo único que nos libera
del egoísmo. Cuando nos falta el sustento, es difícil que poda-
mos pensar en algo más allá de nuestras necesidades materia-
les. La existencia de un excedente material es lo único que nos
saca de nosotros mismos y nos proporciona ese otro excedente
imaginativo, hasta ese conocimiento mediante el cual descu-
brimos en qué consiste ser otra persona. Como ocurría con la
«civilización» del siglo xvm (pero no con la «cultura» del xix), el
progreso espiritual y el material van estrechamente unidos.
Hoy día, pues, Occidente es el único que puede ser verdadera-

20. Rorty, Richard, «Human Rights, Ratioriality, and Sentimentality», en


Savic, Obrad (comp.), The Politics of Human Rights, Londres, 1999,
pág. 80 (trad. cast. en: Verdad y progreso. Escritos filosóficos 3,
Barcelona, Paidós, 2000, pág. 236).
mente empático, puesto que es el único que dispone del tiempo
y la tranquilidad necesarias para imaginarse como un argenti-
no o como una cebolla
Para empezar, esta teoría relativiza a la Cultura: cualquier
orden social próspero puede alcanzarla La riqueza de Occidente
es algo contingente desde un punto de vista histórico, así que
también lo son sus virtudes civilizadas. Por otro parte, esta teo-
ría representa para el ámbito espiritual lo que la OTAN para el
político. La civilización occidental no está constreñida por las
peculiaridades propias de una cultura. Transciende a todas las
culturas gracias a su capacidad para entenderlas desde dentro, o
para comprenderlas mejor de lo que ellas mismas se comprenden
(si se quiere decir como en la hermenéutica de Schleiermacher)
y, en consecuencia, posee el derecho a intervenir en los aconte-
cimientos por el bien de ellas mismas. La progresiva universali-
zación de la cultura occidental significa eso, que ese tipo de
intervención ya no se entiende como una intromisión o inje-
rencia de una cultura en otra, sino como un acto con el que la
humanidad pone en orden su propio hogar. En el Nuevo Orden
Mundial, como en la obra de arte clásica la estabilidad de cada
parte componente es necesaria para el desarrollo del todo. Es
como si el antiguo lema de Horacio, «nada humano me es
ajeno»21, cobrara un nuevo significado, mucho menos elegante,
y dijera: «Cualquier viejo y atrasado rincón del planeta puede
poner en peligro nuestros intereses».
Es un error creer, como Rorty, que las sociedades oprimidas
no disponen de tiempo para imaginar lo que otros pueden
estar sintiendo. Al revés, existen sobrados casos en los que es ese
estado de opresión lo que justamente las lleva a sentir ese tipo
de empatia Esto es lo que a veces se ha llamado internacionalis-

21. La cita, creo, no es de Horacio, sino de Terencio. «Homo sum; huma-


n¡ nihil a me alienum puto». (N. del t.)
mo socialista, un movimiento para el cual tu lucha por la liber-
tad sólo tendrá esperanza de éxito si te alias con culturas tan
oprimidas como la tuya Si los irlandeses de la preindependen-
cia se interesaron tanto por Egipto, India y Afganistán, no era
porque no tuvieran otra forma mejor de desperdiciar su tiem-
po libre. El colonialismo fomenta mucha empatia imaginativa,
desde luego, dado que consigue unir rápidamente a culturas
muy diferentes que se hallen en condiciones similares. También
es un error imaginar que una cultura puede dialogar con otra
sólo si ambas poseen alguna facultad especial y superior a sus
peculiaridades locales. ¿Por qué es un error? Pues simplemente
porque no hay cosas como peculiaridades locales. Todos los
contextos locales son porosos e indefinidos, todos se solapan
entre sí, todos muestran, parecidos familiares con lugares apa-
rentemente remotos, y todos se confunden por sus márgenes
borrosos.
Pero también es un error porque no necesitas salir de tu pro-
pia piel para darte cuenta de lo que otro está sintiendo; en reali-
dad, hay ocasiones en las que lo que necesitas es ahondar más
profundamente en ti mismo. Una sociedad que ha padecido la
colonización sólo tiene que consultar su propia experiencia
«local» para sentir solidaridad con otra colonia como ella. Por
supuesto, habrá diferencias fundamentales, pero los irlandeses
de principios del siglo xx no necesitaron recurrir a ninguna
misteriosa facultad intuitiva para saber cómo se sentían los
indios de principios del xx. No nos engañemos, aquí los reaccio-
narios son los que convierten las diferencias culturales en un
fetiche. Esas sociedades consiguieron ir más allá de su propia
historia cultural, ahondando en ella y no congelándola tempo-
ralmente. No te comprendo mejor porque deje de ser yo
mismo, porque entonces no habría nadie que comprendiera o
dejara de comprender. Que tú llegues a comprenderme tampo-
co consiste en que reproduzcas en ti lo que siento yo (una presu-
posición que plantea cuestiones demasiado espinosas: ¿cómo es
posible salvar la barrera ontológica entre unos y otros?) Pensar
así es dar por asumido que yo ya estoy en perfecta posesión de
mi propia experiencia, que soy totalmente transparente a mí
mismo, y que el único problema es cómo puedes acceder tú a
esa autotransparencia Pero lo cierto es que yo no soy dueño de
mi propia experiencia: a veces puedo estar bastante equivocado
sobre lo que estoy sintiendo, y mucho más sobre lo que pienso.
Con frecuencia, eres tú el que puede comprenderme mejor de
lo que yo mismo me comprendo; y la manera en que tú me
comprendes puede ser, poco más o menos, mi propia manera
de comprenderme. En resumidas cuentas: comprender no es
una cuestión de empatia No comprendo una fórmula química
por sentir empatia con ella. El hecho de que yo no haya sido
esclavo no me impide compartir lo que siente un esclavo; y
puedo llegar a entender los sufrimientos que supone ser una
mujer aunque yo no sea una mujer. Creer lo contrario sería
caer en un típico malentendido romántico sobre la naturaleza
de la comprensión. Sin embargo, a juzgar por algunas formas
de política de identidad, parece que estos prejuicios románticos
están más vivos que nunca
Sean cuales sean las confusiones asociadas con la empatia,
lo cierto es que la cultura occidental posee una lamentable
capacidad para tratar de imaginar a otras culturas, y el mejor
ejemplo es el fenómeno de los extraterrestres. Lo siniestro de
los extraterrestres es lo poco extraterrestres que son. Más bien,
parecen tristes testimonios de nuestra incapacidad para conce-
bir formas de vida radicalmente diferentes de la nuestra.
Pueden tener cabezas en forma de bulbo y ojos triangulares,
hablar con un soniquete metálico y monótono, propio de un
robot, o emitir un fuerte hedor a azufre, pero si no fuera por
eso se parecerían mucho a Tony Blair. Aunque son criaturas que
pueden viajar años-luz, resulta que tienen cabeza extremida-
des, ojos y voz. Sus naves se pueden colar por agujeros negros;
pero, ¡mira por dónde! siempre acaban estrellándose jen e|
desierto de Nevada A pesar de haber sido construidas en gala-
xias tan remotas, sus naves dejan siniestras marcas de aterrizaje
en nuestra tierra. Sus ocupantes demuestran un interés dema-
siado familiar por observar los genitales de los humanos, y son
bastantes propensos a lanzar vagos y pesados mensajes sobre la
necesidad de la paz mundial, como si fueran un secretario
general de las Naciones Unidas. Fisgonean por las ventanas de
las cocinas con sus extrañas poses y les fascinan las dentaduras
postizas. Pero, en fin, como un agente de inmigración sabe per-
fectamente, una criatura con la que podemos comunicarnos
no es, por definición, un extraño. Así que, los auténticos extra-
ños son todos esos seres que, como quien no quiere la cosa, han
estado sentados sobre nuestras rodillas durante siglos.
Y por último: existe otro vínculo importante entre cultura y
poder. Ningún poder político puede sobrevivir por medio de la
coacción pura y dura. Perdería demasiada credibilidad ideoló-
gica, y sería demasiado vulnerable en tiempos de crisis. Para
poder asegurarse el consenso de aquellos y aquellas a quienes
gobierna, necesita conocerlos de una forma íntima, y no a tra-
vés de un conjunto de gráficos o de estadísticas. Como la verda-
dera autoridad implica la internalización de la ley, el poder
siempre trata de calar en la subjetividad humana, por muy
libre y privada que parezca. Para gobernar con éxito debe, por
lo tanto, comprender los deseos secretos y las aversiones de
hombres y mujeres, y no sólo sus tendencias de voto o sus aspi-
raciones sociales. Si tiene que controlarlos desde dentro, tam-
bién debe imaginarlos desde dentro, y no hay instrumento de
conocimiento más eficaz para captar los entresijos de la vida
interior que la cultura artística. Así fue como, a lo largo del
siglo xix, la novela realista se perfiló como una fuente de cono-
cimiento social incomparablemente más gráfica y compleja
que cualquier sociología positivista. La alta cultura no es una
conspiración de la clase dirigente; a veces cumple esa función
cognoscitiva, pero a veces también puede alterarla. Sin embar-
go, las obras de arte que parecen mas inocentes y ajenas al
poder, las obras que mejor describen la vida emocional, precisa-
mente por ello, también pueden servir al poder.
Aún así, puede que llegue el día en el que contemplemos
con nostalgia todos esos regímenes de conocimiento que a los
foucaultianos les parecen la última palabra en términos de
opresión. Los pronósticos vaticinan un nuevo milenio de capi-
talismo todavía más autoritario e inexpugnable, un capitalismo
que, sobre el fondo de un decadente panorama social, se ve ase-
diado por enemigos internos y externos cada día más desespe-
rados; un capitalismo que renuncia finalmente a toda pretensión
de un orden consensuado y que se entrega a una defensa des-
piadada de los privilegios. Muchas son las fuerzas que podrían
ejercer su resistencia contra este lúgubre vaticinio, pero no
parece que la cultura destaque entre ellas.

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