La Idea de Cultura - Terry Eagleton
La Idea de Cultura - Terry Eagleton
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La idea de cultura
Una mirada política sobre los
conflictos culturales
S PAIDÓS
Barcelona • Buenos Aires • México
Título original:
The Idea of Culture
Originalmente publicado en inglés,
en 2000, por Blackwell Publishers Ltd.,
Oxford, RU
Traducción de
Ramón José del Castillo
Diseno de
Mario Eskenazi
2001 de la traducción,
Ramón José del Castillo
I S B N : 84-493-1096-2
Depósito legal: B-28.360/2001
11 1. Modelos de cultura
55 2. La cultura en crisis
83 3. Guerras culturales
131 4. Cultura y naturaleza
167 5. Hacia una cultura común
Modelos de cultura
nature ¡s made better by no mean/ But nature makes that mean; so over
that art,/Which you say adds to nature, is an art/That nature makes... This
is an art/Which does mend nature -change it rather, but/The art itself ¡s
nature.
5. La tempestad, Madrid, Austral, 1997, pág. 70. Sir, he may live/ «I saw
h¡m beat the surges under h¡m,/And ride upon their backs, he trod the
water,/ Whose enmity he flung aside, and breasted/The surge most swoln
that met him; his bold head/'Bove the contentious waves he kept, and
oared/Himself with his good arms in lustry stroke/ To th' shore...»
Eagleton atribuye este pasaje a Gonzalo, el viejo consejero, pero son pala-
bras de Francisco, uno de los nobles (N. del t.)
material maleable, doblega algo que «pugna», algo antagónico
y resistente a la acción humana. Sin embargo, es esa misma
resistencia la que le permite actuar sobre ese océano. La natura-
leza produce por sí misma los medios para trascenderse, de un
modo parecido al «suplemento» derrideano, contenido ya en
todo aquello a lo que suple. Según veremos más adelante, este
derroche gratuito que denominamos cultura posee una extra-
ña necesidad. La naturaleza siempre tiene algo de cultural,
mientras que las culturas se construyen a base de ese tráfico
incesante con la naturaleza que llamamos trabajo. La ciudades
se levantan con arena, madera, hierro, piedras, agua y otros ele-
mentos, y por lo tanto tienen de natural lo mismo que los pai-
sajes bucólicos tienen de cultural. El geógrafo David Harvey
cree que la ciudad de Nueva York no tiene nada de «innatural»,
y duda que los pueblos tribales se puedan considerar «más pró-
ximos a la naturaleza» que Occidente.6 Originalmente, la pala-
bra «manufactura» significa trabajo manual y, por tanto,
encierra un sentido «orgánico», pero con el tiempo adquiere el
significado de producción mecánica en masa y el tono peyora-
tivo de lo artificial, como cuando se dice «crear divisiones
donde no las hay».7
En su sentido original como «producción», la cultura evoca
un control y, a la vez, un desarrollo espontáneo. Lo cultural es lo
que podemos transformar, pero el elemento que hay que alte-
rar tiene su propia existencia autónoma, y esto le hace partici-
par del carácter recalcitrante de la naturaleza. Pero la cultura
también es un asunto de seguir reglas, y en esa medida también
implica una interacción entre lo regulado y lo no-regulado.
Seguir una regla no es como obedecer una leyfísica,pues impli-
ca una aplicación creativa de la regla en cuestión. Por ejemplo:
22. Culture and Imperialism, Londres, 1993, pág. xxix (trad. cast.:
Cultura e Imperialismo, Barcelona, Anagrama, 1993).
La primera variante importante de la palabra «cultura»
implica una crítica anticapitalista; la segunda restringe a la par
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que pluraliza la noción al asociarla con una forma de vida com-
pleta; la tercera implica su gradual reducción a las artes, pero
aún en este caso la palabra puede tener un significado más res-
tringido o más amplio: puede abarcar la actividad intelectual
en general (la ciencia, lafilosofía,la sabiduría y cosas así) o que-
dar reducida a empresas presuntamente más «imaginativas»
< como la música, la pintura y la literatura. La gente «cultivada»
g es gente que tiene cultura en este sentido más específico. Desde
o
S luego, entendida así, la palabra insinúa un desarrollo histórico
<
2 dramático. Sugiere, para empezar, que la ciencia, lafilosofía,la
<
política y la economía no se pueden considerar algo creativo o
imaginativo. También sugiere -para plantearlo de la forma más
sombría- que los valores «civilizados» sólo son alcanzables por
medio de la fantasía Esto supone, desde luego, una visión dema-
siado cáustica de la realidad social: la creatividad se podía encon-
trar en el arte, pero ¿por qué no se podía encontrar en otro sitio?
En el momento en que la idea de cultura se identifica con la
educación y las artes, actividades éstas confinadas a una escasa
proporción de hombres y mujeres, adquiere más grandeza,
pero también queda empobrecida
La historia de lo que todo esto supuso para las artes cuando
éstas se vieron dotadas de una importancia social enorme que,
en realidad, su propia fragilidad y delicadeza les impedía asu-
mir, forzadas a hacer las veces de Dios, de la felicidad o de la jus-
ticia política y, por tanto, abocadas a su propio fracaso, esa
historia -digo- forma parte de la crónica del modernismo. El
posmodernismo, sin embargo, procura aliviar a las artes de esta
carga de ansiedad, incitándolas a olvidar esos solemnes sueños
de profundidad y liberándolas mediante un tipo bastante fri-
volo de libertad. Sin embargo, tiempo atrás, el romanticismo
intentó cuadrar el círculo: la cultura estética podía ser una
alternativa al orden político, pero también el verdadero para-
digma de un orden político transformado. Esto no es tan difícil
como parece, puesto que si la finalidad última del arte era su
falta de finalidad, entonces el estetiásta más extravagante tam-
bién podía ser el revolucionario más entregado, comprome-
tiéndose con una idea del valor como autonomía, verdadero
reverso de la utilidad capitalista. Entonces, el arte podía emular
a la vida buena no representándola, sino transformándose
directamente en ella, a través de todo lo que se muestra y no a
través de lo que dice, o sea, a través del escándalo que supone su
placentera falta de finalidad, crítica callada de la racionalidad
instrumental y los valores de mercado. Sin embargo, esta eleva-
ción del arte al servicio de la humanidad supuso una auténtica
e inevitable perdición: dotó al artista romántico, a la artista
romántica, de un estatus trascendente reñido con su dimen-
sión política, y, como en la trampa peligrosa de toda utopía, la
imagen de una vida plena acabó por mostrar su auténtico
carácter irrealizable.
Hubo otro sentido en el que la cultura también provocó su
propio fracaso. Lo que la convirtió en una crítica del capitalis-
mo industrial fue su afirmación de la totalidad, de la simetría,
del desarrollo integral de las facultades humanas. De Schiller a
Ruskin, es ese ideal de totalidad lo que se lanza contra los efectos
desestabilizadores de una división del trabajo que atrofia y
reduce las capacidades humanas. El marxismo también posee
algunas de sus fuentes en esta tradición romántica y humanis-
ta Pero la cultura, en tanto juego libre y autosatisfactorio en el
que todas las facultades humanas se pueden exaltar desintere-
sadamente, es otra idea que se opone firmemente a la toma de
partido: implicarse es sinónimo de embrutecerse. Matthew
Arnold creyó en la cultura como progreso social, pero se negó a
adoptar una postura concreta sobre el tema de la esclavitud en
la Guerra Civil de los Estados Unidos. La cultura, pues, es un
antídoto contra la política; suaviza, con su apelación al equili-
brio, las visiones parciales y fanáticas; y, así, mantiene al espíri-
tu puro y alejado de todo lo tendendoso, desestabilizado y sec-
tario. De hecho, por mucho que el posmodernismo critique al
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humanismo liberal, la aversión pluralista que siente por las
posiciones puras y duras, o sea, su confusión de lo definido con
lo dogmático, reproduce buena parte de esa visión humanista
La cultura puede ser una crítica del capitalismo, pero también
puede ser una crítica de las posturas que se oponen a él. Para
que su ideal pluralista llegue a realizarse, pues, sería necesaria
< una política de tomas de posición enérgicas, pero entonces los
^ medios actuarían desastrosamente contra ese fin. La cultura
o
o exige a aquellos que claman justicia que miren, más allá de sus
<
2 propios intereses parciales, hacia la totalidad, o sea, hacia los
<
intereses de sus soberanos, así como a los suyos propios. En con-
secuencia, minimiza el hecho de que esos intereses pueden ser
incompatibles. Asociar la cultura con la justicia con grupos
minoritarios, tal como se hace hoy día, es un paso totalmente
nuevo.
Con su rechazo de las tomas de partido -decía-, la cultura se
presenta como una noción políticamente neutra Y sin embar-
go, es esa implicación formal con la pluralidad lo que la vuelve
más partidista que nada La cultura no se plantea a qué fin
deberían servir las facultades humanas y, por tanto, ignora de
forma característica todo lo que se refiere al contenido. Se limi-
ta a decir que esas facultades se deben desarrollar armoniosa-
mente, equilibrándose unas con otras de forma juiciosa,
insinuando, por tanto, una política en el orden formal. Se nos
pide, pues, que creamos que la unidad es inherentemente prefe-
rible al conflicto, o el equilibrio a la toma de partido. Pero tam-
bién se nos pide que creamos algo todavía más inverosímil: que
esa postura no es una posición política más. De igual modo,
como esas capacidades se han de desarrollar exclusivamente en
aras de sí mismas, nunca se puede acusar a la cultura de instru-
mentalización política, aunque, de hecho, esa no-utilidad
encierra toda una política: o bien la política patricia de todos
aquellos que han disfrutado del asueto y la libertad suficientes
para desdeñar la utilidad, o bien la política utópica de todos
aquellos que desean imaginar una sociedad más allá del valor
de mercado.
Lo que aquí está en cuestión, pues, no es exactamente la cul-
tura, sino una selección particular de valores culturales. Ser civi-
lizado o cultivado es haber sido agraciado con sentimientos
refinados, con pasiones bien temperadas, con modales adecua-
dos y con un espíritu abierto. Es comportarse razonable y mode-
radamente, con una sensibilidad innata para los intereses de los
otros; es practicar la autodisciplina y estar dispuesto a sacrificar
los intereses propios y particulares en aras del bien de la totali-
dad. Pero, por magnánimos que puedan parecer algunos de estos
preceptos, no son políticamente inocentes. En absoluto. Por el
contrario, el individuo cultivado muestra un sospechoso pareci-
do con un liberal ligeramente conservador. Es como si los locuto-
res de la BBC marcaran la pauta para la humanidad en general
El individuo civilizado no suena, ciertamente, a revolucionario
político, aunque la revolución también sea parte de la civiliza-
ción. Aquí, la palabra «razonable» significa algo así como «abierto
al diálogo», o «dispuesto a llegar a un consenso», como si todas las
convicciones pasionales fueran ipsofacto irracionales. La cultura
está del lado del sentimiento, y no del lado de la pasión; está con
la clases medias educadas, y no con las masas encolerizadas.
Dada la importancia que se otorga al equilibrio, es difícil enten-
der por qué no deberíamos contrapesar las objeciones al racismo
con argumentos opuestos. Oponerse inequívocamente al racis-
mo debería ser una posición claramente no-pluralista, ¿no? Y
puesto que la moderación siempre es una virtud, la actitud más
apropiada ante la prostitución infantil debería ser una repulsa
contenida, y no una vehemente oposición. La acción puede aca-
rrear tomas tajantes de decisión, así que este modelo de cultura
necesariamente tiene que ser contemplativo y no engagé
Desde luego, todo esto podría aplicarse a la idea de lo estéti-
oo que tema Friedrich Schiller, a saber un «estado negativo de
indetserminacíón».23 En el estado estético, «el hombre es cero, si
se atiende a un resultado aislado, no a toda facultad, y si se con-
sidera que falta en él toda determinación particular».24 O sea,
nos hayamos suspendidos en un estado de perpetua posibili-
dad, una especie de nirvana o negación de toda determinación
La cultura, o lo estético, esta libre de prejuicios e intereses socia-
les concretos, pero, justamente por eso, consiste en una facultad
general de producción. No es algo opuesto a la acción, sino la
fuente generadora de cualquier tipo de acción. La cultura «no
toma en su regazo, para fomentarla, ninguna particular fun-
ción humana, y por eso precisamente es favorable a todas sin
distinción, y no derrama sus mercedes sobre ninguna preferi-
da, porque es ella el fundamento de la posibilidad de todas».25
Incapaz de decir una cosa sin decirlo todo, la cultura acaba por
no decir nada. Su elocuencia llega a tal punto, que acaba por
enmudecer. Desarrolla toda posibilidad hasta el límite, pero
amenaza con agarrotarnos e inmovilizarnos. Ése es el efecto
paralizante de la ironía romántica. Cuando llega el momento
de actuar, interrumpimos el juego libre con la sordidez de los
hechos; pero, al menos, lo hacemos con conciencia de otras
posibilidades y dejamos que ese sentido libre de un potencial
creativo conforme cuanto hagamos.
Para Schiller, pues, la cultura era la fuente de la acción, pero
también su negación. Hay una tensión entre lo que hace que
nuestra práctica sea creativa y la práctica misma, que es un
hecho a ras de tierra. De forma similar, Matthew Arnold creía
que la cultura era un ideal de absoluta perfección, pero tam-
bién el imperfecto proceso histórico que tiende hacia ese fin.
23. On the Aesthetic Education of Man, pág. 141 (trad. cast. cit, pág.
173).
24. Ibíd., pág. 146 (trad. cast.: pág. 176).
25. Ibíd., pág. 151 (trad. cast.: pág. 178).
En ambos casos, parece haber un salto constitutivo entre la cul-
tura y su encarnación material La polivalencia estética nos ins-
pira acciones que la contradicen con su carácter selectivo y
específico.
La palabra «cultura» encierra un texto histórico y filosófico,
pero también un terreno de conflicto político. Tal como lo plan-
tea Raymond Williams: «El complejo de sentidos [de la palabra]
indica una argumentación compleja sobre las relaciones entre
el desarrollo humano general y un modo determinado de vida,
y entre ambos y las obras y prácticas del arte y la inteligencia».26
De hecho, ésa es la historia trazada por Williams en su Culture
and Society 1780-1950, donde cartografía la versión autóctona
inglesa de la Kulturphihsophie europea. Esta línea de pensamien-
to se podría ver como una lucha para conectar diversos signifi-
cados de la cultura que gradualmente flotan por separado: la
cultura (en el sentido de las artes) define una cualidad de la vida
valiosa (la cultura como civilidad) cuya realización en la totali-
dad de la cultura (en el sentido de vida social) es tarea del cambio
político. Lo estético y lo antropológico quedan así reunidos. De
Coleridge a F. R. Leavis, el sentido amplio y soáalmente relevan-
te de cultura se mantiene enjuego, pero sólo puede ser definido
por un sentido más especializado del término (la cultura como
las artes) que amenaza constantemente con sustituir a aquél En
una dialéctica, agotada hasta el extremo, entre esos dos sentidos
de cultura, Arnold y Ruskin reconocen que sin el cambio social,
las artes y la «vida valiosa» están expuestas a un peligro de muer-
te, pero también creen que las artes son uno de los escasos ins-
trumentos válidos para esa transformación. En Inglaterra, este
círculo vicioso semántico no se logrará romper hasta William
Morris, que reconducirá toda esta Kúlturphüosophie hacia una
fuerza política real: el movimiento de la clase trabajadora.
La cultura en crisis
16. Benda, Julien, Le trahison des clercs, París, 1927, pág. 29 (trad.
cast.: La traición de los intelectuales, Argentina, Efeco, 1974)
políticas de la identidad, pero data de 1927, y su autor es el
intelectual francés Julien Benda
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Decir que la idea de cultura está actualmente en crisis es
peligroso. ¿Es que alguna vez no lo ha estado? Cultura y crisis
siempre van juntas, como Laurel y Hardy. Pero incluso así,
parece que se ha deslizado algún cambio importante en el con-
cepto, un cambio que Hartman describe como el conflicto
entre la cultura y una cultura o, si se prefiere, entre la Cultura y
< la cultura. Tradicionalmente, la cultura era un modo de
g sumergir nuestros insignificantes particularismos en un
o
S médium más amplio y englobante. Como una forma de subjeti-
<
a vidad universal, implicaba aquellos valores que compartimos
<
simplemente por virtud de nuestra naturaleza humana. La
cultura, entendida como las artes, era tan importante por eso,
porque producía esos valores en un formato fácilmente trans-
ferible. Al leer, contemplar o escuchar una obra, dejábamos en
suspenso nuestros egos empíricos, con todas sus contingencias
sociales, sexuales y étnicas, y de esa forma nos convertíamos
en sujetos universales. La perspectiva de la alta cultura, como
la del Todopoderoso, es ese tipo de visión que sólo se posee si se
está en todo y en ningún lugar.
Desde 1960, sin embargo, la palabra «cultura» ha girado
sobre su propio eje y ha empezado a significar prácticamente lo
contrario. Ahora significa la afirmación de identidades especí-
ficas -nacionales, sexuales, étnicas, regionales- en vez de su
superacióa Como todas esas identidades se consideran a sí mis-
mas reprimidas, lo que en un tiempo se concibió como un
ámbito de consenso ahora se ve transformado en un campo de
batalla O sea la cultura ha pasado de ser parte de la solución a
ser parte del problema Ya no es un instrumento para resolver
la lucha política ni una dimensión más elevada o profunda en
la que nos podemos reconocer como semejantes, sino que es
parte del propio léxico del conflicto político. «Lejos de ser un
plácido rincón de convivencia armónica», escribe Edward Said,
«la cultura puede ser un auténtico campo de batalla en el que
las causas se expongan a la luz del día y entren en liza unas con
otras».17 Para las tres formas de política radical que han domina-
do el panorama global durante las últimas décadas -el naciona-
lismo revolucionario, el feminismo y la lucha étnica- la
cultura, entendida como signo, imagen, significado, valor, iden-
tidad, solidaridad y autoexpresión, siempre ha sido un motivo
diario de lucha política, y no su alternativa celestial. En Bosnia
o en Belfast, la cultura no es algo que escuchas en tu equipo de
música, sino algo por lo que matas. Lo que la cultura pierde en
sutileza, lo gana en dimensión práctica. En situaciones como
ésas, sea para bien o para mal, no se puede acusar a la cultura de
elevarse por encima de la vida diaria.
Algunos críticos literarios, reflejando fielmente este cambio
sísmico de significado, han dejado el drama Tudor y se han
pasado a los tebeos, o han cambiado a Pascal por la pornografía.
No deja de ser extraño que gente que se ha dedicado a distin-
guir una métrica alterada o un dáctilo se ponga a discutir
sobre el sujeto poscolonial, el narcisismo secundario o el modo
asiático de producción, asuntos que, quizás, sería bueno que
estuvieran en manos menos remilgadas. Pero también es un
hecho que muchos de los así llamados eruditos profesionales,
como todos los falsos intelectuales18, han renunciado a esas
cuestiones, y se las han echado a gente que, quizás, esté mucho
menos preparada para plantearlas. Los estudios literarios tie-
nen muchas virtudes, pero el pensamiento sistemático no es
una de ellas. Sin embargo, este desplazamiento desde la literatu-
ra hacia la política cultural no es nada incongruente, puesto
que lo que une esos ámbitos es la idea de subjetividad. La cultu-