Breve Historia de Israel y Palestina

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Breve historia de Israel y

Palestina
Marcos Aguinis
Nº 56-57
No es fácil reducir una historia larga a un artículo. Lo intentaré.

El pequeño espacio que se disputan árabes y judíos se encuentra ubicado en un


conflictivo lugar. Las crónicas más viejas documentan pulseadas entre Egipto al sur
y Mesopotamia al norte. Luego vinieron las sangrientas conquistas asirias,
babilonias, persas, griegas, romanas, árabes, cristianas, turcas e inglesas, hasta
llegar al día de hoy, en que se eterniza la confrontación entre pueblos arraigados a
esa tierra que, para respaldar sus derechos, se basan en sus propias narrativas.

Un chiste judío propone que los antiguos israelitas marcharon de Egipto a Canaán
por la tartamudez de Moisés. Dios le ordenó: "Lleva mi pueblo a la Tierra
Prometida, la tierra que mana leche y miel; llévalo a Canadá", y Moisés repitió a sus
columnas con gran esfuerzo: "¡Vamos a Can… can… na… án!". Y allí los encajó.

El vocablo Palestina no existía. No es mencionado ni una vez en la Biblia ni en


ningún otro documento de la antigüedad.
Los israelitas consiguieron unificar a las diversas tribus y pueblos que habitaban
entre el río Jordán y el Mediterráneo. David, mil años antes de la era cristiana –
había nacido en la aldea de Belén (Beth-léjem, en hebreo, "casa del pan")–, convirtió
en su capital el vecino y estratégico caserío jebuseo, ubicado a pocos kilómetros al
norte; le impuso el nombre de Jerusalén (en hebreo, "ciudad de la paz"). Su hijo
Salomón construyó allí el Templo. Después se produjo una escisión entre los
habitantes del norte y el sur del pequeño país. El norte se llamó Reino de Israel y el
sur, Reino de Judá. Los asirios conquistaron y destruyeron el reino del norte. Siglos
después los babilonios hicieron lo mismo con el del sur. Unas siete décadas más
tarde el emperador Ciro, de Persia, auspició el regreso a Jerusalén de los exiliados
de Judá, quienes ya habían empezado a cantarle salmos de exquisita inspiración:
Si me olvidara de ti, oh Jerusalén,/ mi diestra se paralice/ y mi lengua se pegue al
paladar.

Luego de la breve conquista helénica, los macabeos recuperaron la independencia


de Eretz Israel (Tierra de Israel), que duró hasta la conquista romana. Los
emperadores Vespasiano y Tito tuvieron que poner el pecho para frenar las
sublevaciones judías y arrasaron Jerusalén, el Templo y varias fortalezas. Pero la
resurrección de Judea era un problema que no lograban impedir. No olvidemos que
un agravio adicional a Jesús –herido con infinita crueldad y aparentemente
derrotado– fue instalar sobre la cruz una sigla elocuente: INRI (Jesús el Nazareno,
Rey de los Judíos). ¡Vaya rey!, se burlaron los romanos mientras disputaban sus
despojos.
¿Y Palestina?
Todavía nada, inexistente.

Un siglo y medio después de Cristo se produjo otra importante sublevación.


Jerusalén estaba en ruinas, el templo arrasado, las fortalezas de Herodion y Masada
hechas añicos. Un guerrero llamado Bar Kojbá reinició la lucha, enloqueció a varias
legiones romanas y consiguió una relativa independencia. Los romanos tuvieron
que mandar la desproporcionada cifra de ochenta mil hombres, al mando del
famoso general Julio Severo. Cuando consiguieron penetrar en la última fortaleza
de Bar Kojba, tras un prolongado sitio, lo encontraron muerto, pero enrollado por
una serpiente. El oficial romano exclamó: "Si no lo hubiese matado un dios, ningún
hombre lo habría conseguido". Adriano era el emperador de turno. En su
libro Memorias de Adriano, Marguerite Yourcenar dedica muchas páginas a ese
levantamiento. El emperador lucubró cómo poner fin a las reivindicaciones de los
judíos por su querida Judea y su venerada Jerusalén. Primero les prohibió visitar
Jerusalén, convertida en una guarnición militar, y pronto cambió el nombre a la
ciudad por el de Aelia Capitolina. Al mismo tiempo, cambió la denominación
de Judea o Israel por Palestina.
¡En ese momento apareció Palestina por primera vez! ¡Era el siglo II d. C.!

¿De dónde se obtuvo el vocablo? Fue otra ofensa romana. Palestina se escribía en
latín Phalistina y hacía referencia a los filisteos, que la Biblia menciona desde Josué
hasta David. Significa "pueblo del mar". Habían llegado desde Creta,
probablemente tras la implosión de la civilización minoica, y se establecieron en la
costa suroeste del territorio. Jamás lograron conquistar el resto del país y
terminaron integrados por completo en el reino de David. Nunca más hubo filisteos
ni grupo alguno que los reivindicase. Se convirtieron en judíos. Quizás Einstein,
Kafka, Marc Chagall, Ariel Sharón, Golda Meir y muchos otros notables descienden
de antiquísimos filisteos convertidos en judíos, ¿quién lo puede saber?
La palabra Phalistina, además, no tuvo suerte. A ese territorio –que adquirió
relevancia extraordinaria por la Biblia, base del cristianismo y luego del Corán– los
judíos lo siguieron llamando Eretz Israel (tierra de Israel) y los cristianos Tierra
Santa, y después los árabes lo bautizaron Siria Meridional. Los cristianos fundaron
el efímero reino latino de Jerusalén en la primera Cruzada, y durante el Imperio
Otomano se convirtió en una provincia irrelevante: el vilayato de Jerusalén. El país
perdió brillo, se despobló y secó. Viajeros del siglo XIX como Pierre Loti y Mark
Twain testimonian en sus escritos que atravesaban largas distancias sin ver un solo
hombre.
Los nacionalismos judío y árabe nacieron casi al mismo tiempo. El judío a fines del
siglo XIX y el árabe a principios de XX. Este último floreció en Siria, a cargo de
pensadores y activistas cristianos que recibieron influencias europeas. Los sirios
acusaron a los sionistas, es decir, a los nacionalistas judíos, ¡de haber inventado la
palabra Palestina para quedarse con Siria Meridional! En realidad, ese nombre
había resucitado como una palabra neutra frente al desmoronamiento del Imperio
Turco.
***

La presencia judía en Tierra Santa fue una constante asombrosa. El alma judía
añoraba año tras año, siglo tras siglo, milenio tras milenio, la reconstrucción de
Eretz Israel con intenso fervor, parecido al que, mucho antes, había florecido junto
a los nostálgicos ríos de Babilonia. Nunca dejaron de repetir: "¡El año que viene en
Jerusalén!". A fines del siglo XIX empezaron a llegar oleadas de inmigrantes que se
aplicaron a edificar el país con caminos, kibutzim, escuelas, institutos técnicos y
científicos, forestación obsesiva, universidades, teatros, naranjales, una orquesta
filarmónica, aparatos administrativos. En 1870 fundaron en Mikvé Israel la
primera escuela agrícola de la región.

Cuando terminó la Primera Guerra Mundial, Palestina fue desprendida de Siria y


quedó en manos del conquistador británico por mandato de la Liga de Naciones.
Quienes nacían en esa tierra eran palestinos, fuesen judíos o árabes. Antes de la
independencia, que volvió a recuperar la palabra Israel, los judíos se llamaban a sí
mismos palestinos. Y hablaban de "volver a Palestina". El actual Jerusalem Post se
llamaba Palestine Post y la Filarmónica de Israel se llamada Filarmónica de
Palestina. ¡Pero eran entidades judías! Los antisemitas de Europa, toda América y
Africa del norte les gritaban: "¡Judíos, váyanse a Palestina!". Palestina era
reconocida como el hogar de los judíos incluso por quienes los odiaban.
Los árabes tardaron en tomar conciencia de su propia identidad nacional. Al
principio, hasta saludaron como beneficiosa la presencia del sionismo, como lo
atestigua el encuentro entre Jaim Weizman, presidente de la Organización Sionista
Mundial, y el rey Feisal de Irak. Pero Gran Bretaña, advertida de la compulsión judía
por su emancipación, cortó dos tercios de la Palestina que le habían adjudicado e
inventó el reino de Transjordania, donde instaló al hachemita Abdulá, hijo del jerife
de La Meca. Cometió el delito de quitar derechos a los judíos, que reclamaban parte
de ese territorio, y lo convirtió en el primer espacio Judenrein (limpio de judíos)
antes del nazismo, porque no permitía que allí se instalase judío alguno. Tenebroso
antedecente, desde luego. Pronto Gran Bretaña advirtió que sus aliados en la zona
eran los árabes, no los judíos, y creó la Liga Árabe en 1945, para mantener su poder
colonial. Olvidó que estaba allí para favorecer la construcción de un Hogar Nacional
para el pueblo judío, el único que de forma permanente y con grandes sacrificios
exigía la reconstrucción del país que le había dado su gloria. Es cierto que algunos
judíos preferían que esa misión la cumpliese el Mesías y otros se volcaron a la causa
de la revolución comunista, pero el núcleo central se agrupó en torno al sionismo,
palabra que significaba –simple y elocuentemente– el renacimiento nacional y
social del pueblo que más agravios, persecuciones y matanzas había sufrido en dos
mil años.
Después de la Segunda Guerra Mundial arreció la demanda emancipadora judía. La
potencia colonial llevó el caso a las Naciones Unidas para provocar su condena. El
tiro le salió al revés: las Naciones Unidas votaron el fin del Mandato Británico y la
partición de Palestina en dos Estados, uno judío y otro árabe (no establecía que
alguno se llamase Palestina, sino que eran parte de Palestina). Los judíos
celebraron la resolución, pero los países árabes en conjunto decidieron violarla sin
escrúpulos y barrer "todos los judíos al mar", como lo atestiguan documentos de la
época. El secretario general de la Liga Árabe amenazó con efectuar matanzas que
dejarían en ridículo las de Gengis Khan. La guerra, por lo tanto, se presentaba como
un hecho inminente. Y apuntaba a un nuevo genocidio, pocos años después del
Holocausto. No había pudor en seguir asesinando judíos. Ni siquiera los que
rechazaban semejante conducta propusieron una condena rotunda y eficaz.
El flamante Estado de Israel (nombre que adoptó, basado en la expresión
hebrea Eretz Israel) no tenía armas –¿quién las vendería a un cadáver?– y debió
enfrentar a siete ejércitos enemigos con las uñas y los dientes. Fue una lucha
desesperada. ¡Los israelíes no contaban con un solo tanque ni un solo avión! La
mayor parte de su armamento fue robado o arrancado a los británicos. Numerosos
combatientes eran espectros que acababan de arribar, luego de sobrevivir en los
campos de exterminio nazis. O triunfaban o morían. Fue la guerra en que cayó la
mayor cantidad de judíos. En algunos lugares recurrieron a estrategemas para
impulsar la rendición o la huida de sus enemigos, en otros atacaron sin clemencia.
Sabían qué les esperaba en caso de ser vencidos. Los árabes estaban fragmentados
entre quienes defendían sus tierras y quienes habían invadido y luchaban sin
convicción. Al cabo de varios meses, con treguas que eran quebradas por alguno de
los bandos, se llegó al armisticio y el trazado de fronteras arbitrarias.
Como consecuencia de esa guerra desigual –iniciada por los árabes–, aparecieron
los refugiados. Refugiados árabes y refugiados judíos. Estos últimos eran los
ochocientos mil judíos expulsados de casi todos los países árabes en venganza por
la derrota. Los recibió Israel, pese a sus dificultades iniciales, y los integró a la vida
normal, pese a que en ese tiempo y durante varios años debió sufrir un
interminable bloqueo y mantener un estricto racionamiento. Los seiscientos mil
refugiados árabes, en cambio, fueron encerrados por sus hermanos en
campamentos, donde se los aisló y sometió a la pedagogía del odio y el desquite.
Transjordania usurpó Cisjordania y Jerusalén Este, medida que justificaba su
cambio de nombre; a partir de 1949, en efecto, se empezó a llamar Jordania (ambos
lados del río Jordán); Egipto se quedó con la Franja de Gaza. La ocupación árabe de
esos territorios duró 19 años. En esas casi dos décadas, ¡jamás se pensó ni reclamó
crear un Estado árabe palestino independiente compuesto por Cisjordania,
Jerusalén Oriental y Gaza! Ningún presidente, rey o emir árabe o musulmán visitó
Jerusalén Oriental, convertida en un vilorrio sucio e irrelevante. No se permitía que
los judíos fuesen a rezar al Muro de los Lamentos.
Sólo después de la Guerra de los Seis Días (conflagración que se produjo por la
insistente provocacion árabe), se produjo la ocupación israelí de esos territorios y
otros más (toda la Península del Sinaí, los Altos del Golán y trocitos de
Transjordania). Entonces la historia pegó un brinco.

***

La Guerra de los Seis Días cambió la relación de fuerzas en el conflicto árabe-israelí.


Digo bien, porque hasta ese momento no era un conflicto palestino-israelí. Los
árabes de Palestina se llamaban "árabes de Palestina", no "palestinos". La
diferencia es importante. Como señalamos en la primera entrega, también los
judíos se llamaban “palestinos” a sí mismos. El enfrentamiento se daba entre el
Estado de Israel y todos los Estados árabes que habían intentado destruirlo desde
antes de su nacimiento, violando la sabia y ecuánime resolución de las Naciones
Unidas que ordenaba la erección de un Estado árabe y un Estado judío, lado a lado,
con vínculos económicos fraternales.
Esa partición, votada en la Asamblea General el 29 de noviembre de 1947, se
basaba en la distribución demográfica de entonces. A los árabes se les otorgaba sus
principales ciudades (y casi todos los sitios bíblicos, además); a los judíos, sus
ciudades, colonias y la mayor parte del desierto. Los judíos lo celebraron, aunque
muchos con tristeza, porque se quedaban sin porciones ligadas a su historia
nacional y religiosa.

La guerra que los Estados árabes se empecinaron en llevar adelante, con el


manifiesto propósito de realizar una matanza "que pusiera en ridículo a Gengis
Khan", produjo una catástrofe a ellos mismos. Hasta el día de hoy es sorprendente
la falta de autocrítica por parte de esos Estados: iniciaron un conflicto cruel e
innecesario, se privaron de tener un vecino moderno y estimulante como Israel y
ocasionaron el sufrimiento de sus hermanos más débiles radicados en Palestina.
Además, no realizaron esfuerzos para integrarlos, sino que los persiguieron,
discriminaron y hasta asesinaron en forma masiva, como en el Septiembre Negro
de 1971. Allí cayeron más árabes palestinos por las balas jordanas y sirias que en
todos los enfrentamientos con Israel.

Antes y despúes cientos de miles tuvieron que pasar varias generaciones en


campamentos, mantenidos por la limosna internacional. Es el único caso de un alto
cupo de refugiados que no pudo ser resuelto en tantas décadas, pese a la inversión
multimillonaria que nutrió a una burocracia enorme y corrupta. Se convirtieron en
un material humano que recibe cuadalosas inyecciones diarias de victimización y
resentimiento. Por lo cual quedan imposibilitados de trabajar en forma sostenida
hacia un futuro mejor.

El presidente de Egipto, Gamal Abdel Naser, adquirió un fuerte liderazgo gracias a


su empeño panarabista, su acercamiento con la Unión Soviética y su alianza con los
países no alineados (entre los que figuraban países cuya no alineación al
capitalismo o al comunismo era una grosera hipocresía, como China, Cuba o
Yugoslavia). Consiguió formar con Siria la República Arabe Unida, que era el
comienzo de una federación destinada a unir todo el mundo árabe. Su propósito no
entraba en contradicción con la existencia de Israel, según entendió este país, y
David ben Gurión le propuso integrarse a su proyecto. Naser no quiso ni siquiera
escucharlo y redobló su agresividad. Bloqueó el Estrecho de Tirán, que permite el
acceso al Golfo de Akaba, y de esa forma pretendió matar el puerto israelí de Eilat.
Manifestó que ansiaba convertir en realidad el sueño de arrojar a los judíos al mar
mediante la demolición de Israel, como lo testimonia la prensa de entonces.
Compró gran cantidad de armas para llevar a cabo ese propósito. Las súplicas
internacionales destinadas a evitar otro genocidio resultaron estériles. Iba a
realizar su ataque mediante una pinza mortal: Egipto desde el sur y Siria desde el
norte. Siria expresó su acuerdo mediante disparos cotidianos desde las alturas del
Golán contra las poblaciones israelíes que rodeaban el bíblico lago de Galilea. Aba
Eban, canciller de Israel, recorría angustiado las principales capitales del mundo
para rogar que disuadieran al presidente egipcio. Fue inútil, porque Naser llegó al
extremo de exigir que las Naciones Unidas retirasen las tropas que evitaban los
choques entre ambos países; quería tener libre la ruta de su masivo ataque bélico.
Ante un mundial estupor, el entonces secretario general de la ONU, el birmano U
Thant, le dio el gusto y ordenó la evacuación de esas tropas. Naser tenía luz verde
para iniciar los combates.
No sólo los judíos, sino millones de personas se conmovieron ante la inminencia de
una tragedia que reproduciría el Holocausto. Fue entonces cuando estalló la Guerra
de los Seis Días, porque horas antes del colosal ataque árabe la aviación israelí
tomó la iniciativa y pudo cambiar el curso de la historia. Al principio las emisoras
árabes mintieron a sus audiencias informando sobre inexistentes triunfos. El
primer ministro de Israel, Levy Eshkol, pidió al rey Husein de Jordania que no se
incorporase a la agresión de Egipto y Siria, porque Israel no quería un tercer frente.
Pero Husein, presionado por Naser, avanzó sobre Jerusalén y otros puntos de la
larga y accidentada frontera. Entonces Israel, luego de aplastar a egipcios y sirios,
tuvo que dirigirse tamabién contra los jordanos. En esa contienda les arrebató
Cisjordania, que usurpaban desde 1948.

La opinión pública internacional no podía salir del asombro. El diminuto Israel


volvía a ganar. En los organismos internacionales el bloque comunista, aliado con
los árabes, puso el grito en el cielo y exigió la devolución incondicional de los
territorios conquistados, sin tener en cuenta –¡de nuevo!– la responsabilidad de
Egipto, Siria y Jordania, ni exigir que firmasen la paz. Los verdaderos
territorios conquistados eran la península del Sinaí y las alturas del Golán, que no
se consideraban parte de Palestina desde el trazado de fronteras que realizaron,
con cierta arbitrariedad, las potencias coloniales luego del desmembramiento del
Imperio Otomano. Técnicamente, Cisjordania y Jerusalén fueron liberadas de la
ilegítima ocupación jordana, y la Franja de Gaza de la ocupación egipcia: los
israelíes no lucharon contra los árabes-palestinos, sino contra Estados árabes
poderosos que ocupaban buena parte de la Palestina histórica. Ya es hora de
disipar esta confusión.
No obstante su victoria, Israel propuso grandes devoluciones territoriales a cambio
de la paz. Como respuesta, la Liga Arabe se reunió en Jartum y, estimulada por
Naser, escupió a Israel los famosos Tres Noes: No a las negociaciones con Israel, No
al reconocimiento de Israel, No a la paz con Israel. Es decir, continuar con el odio y
los enfrentamientos.
Israel, por el contrario, decidió en forma unilateral que todas las mezquitas y los
lugares sagrados del islam fueran administrados por autoridades musulmanas. Las
ciudades y aldeas árabes debían estar a cargo de intendentes árabes
democráticamente electos, muchos de los cuales, como el de Belén, permanecieron
en el cargo durante décadas y mantuvieron excelentes relaciones con el Gobierno
israelí. Cientos de miles de árabes de Gaza y Cisjordania encontraron trabajo en las
poblaciones de Israel. Los benefició el turismo, que habían desconocido hasta
entonces. Parte significativa de sus productos eran comprados por los mismos
israelíes. Se registraron encuentros entre judíos y árabes que habían sido amigos
antes de 1948 e incluso se celebraron casamientos mixtos.

Después de la Guerra de Iom Kipur, en 1973 (también iniciada por Egipto), el nuevo
presidente de Egipto, Anuar el Sadat, empezó a reconocer que no tenía sentido
negar la existencia de un país tan sólido como Israel. Ante la sorpresa universal,
decidió visitar Jerusalén. Aunque esperaba ser bien recibido, no esperaba que lo
aplaudieran y agasajaran con una lluvia de júbilo y gratitud. Empezaron las
negociaciones con el duro Menajem Beguin y, en menos de un año, se firmó la paz
entre ambos países. A cambio de la paz, Beguin aceptó entregar hasta el último
grano de arena del desierto del Sinaí. Y no sólo arena: entregó aeropuertos, pozos
de petróleo, rutas, centros turísticos y hasta ordenó la evacuación de la populosa
ciudad de Yamit, construida entre Gaza y el Sinaí, para que nada de Israel
permaneciera en territorio egipcio. El encargado de evacuar por la fuerza a los
colonos judíos fue Ariel Sharón. Este general no imaginaba que, mucho después,
debería repetir el operativo en la Franja de Gaza. Con esta cesión de tierras
equivalentes a casi tres veces el tamaño de Israel, caía la acusación de su vocación
expansiva, por lo menos entre quienes piensan con lógica. Por supuesto que esta
paz fue duramente condenada por todos los demás países árabes.

En el tratado con Egipto, Israel prometió la autonomía de los árabes que habitaban
Gaza y Cisjordania. Autonomía significaba otorgarles el manejo de todas las áreas,
menos la defensa y las relaciones exteriores. Es decir, no llegaban a la
independencia ni a la soberanía. Así lo entendió Beguin, pero seguramente Sadat
pensaba que la autonomía conduciría, de forma inexorable, a la independencia. La
idea de los dos Estados que viven y prosperan uno al lado del otro, que nació en la
saboteada partición de 1947, resucitaba con fuerza. Gracias al contacto directo con
los israelíes, que resultaba inspirador, los árabes de Palestina tomaron conciencia
de su identidad nacional y se aplicaron a la conformación de una narrativa que les
otorgase respaldo.

***

Se debe hacer justicia al fenómeno nacional palestino, que era irrelevante en la


primera mitad del siglo XX. En el curso de los últimos años consiguió hacerse
reconocer por la Liga Árabe, las Naciones Unidas y el mismo Estado de Israel. Desde
1948 (independencia de Israel) hasta 1967 (Guerra de los Seis
Días), Falistín (Palestina, en árabe) había dejado de existir. Durante 19 años una
porción del mapa lo ocupaba Israel y la otra, Jordania y Egipto. Lo repito porque es
esencial recordarlo.
En mayo de 1964 se fundó la OLP (Organización para la Liberación de Palestina),
integrada por centenares de hombres que componían Al Fatah, Al Saiqa y el Frente
Popular para la Liberación de Palestina. Las tres entidades eran laicas y se
inspiraban en el apasionado nacionalismo que durante los años 60 acompañó la
descolonización en África y Asia; la última era marxista-leninista. No estaban
contaminados por el fundamentalismo islámico, que advino más adelante. En 1967
apoyaron la obsesión bélica del presidente Naser, que concluyó en un desastre,
como ya narré: Israel derrotó a quienes pretendían aniquilarlo y se extendió desde
el Canal de Suez hasta las alturas del Golán. Los árabes palestinos pasaron de la
ocupación jordana y egipcia a la insospechada y mareante ocupación israelí.

La OLP eligió profundizar la vía terrorista en lugar de proponer negociaciones.


Siguió el modelo de los fedayines que Naser había espoleado a cruzar la frontera
de Gaza para cometer cientos de atentados. Además, se dedicaron a asaltar aviones,
atacar aeropuertos, asesinar deportistas, poner bombas en ómnibus escolares,
disparar contra viviendas civiles. Adquirieron notoriedad porque contrastaban
con los sectores que aspiraban a conseguir un acuerdo pacífico. Por esa época el
gentilicio palestino se asociaba con la palabra terrorista. Pero, de a poco, fue
otorgando resonancia a la expresión pueblo palestino, que se refería ahora sólo a
los árabes de Palestina. Se la martilló con vigor creciente, a pesar de que muchos
aún negaban su existencia real. Muchos israelíes se seguían considerando tan
palestinos como los árabes.
En 1970 la OLP había logrado constituir una fuerza considerable en Jordania, casi
un Estado dentro del Estado, y decidió tomar el gobierno de ese país, que
históricamente había formado parte de Palestina. En otras palabras, ya exisitía un
Estado palestino llamado Jordania, hecho que la OLP no ignoraba, por supuesto, y
pretendía sacar beneficio de esta situación. El rey Husein reaccionó ferozmente y
se calcula que sus tropas mataron a miles de hermanos en septiembre de 1971,
llamado desde entonces Septiembre Negro.
Las despavoridas columnas de Arafat huyeron hacia Siria, pero el presidente Asad
les cerró la entrada con impiadosos cañones y ametralladoras. De forma poco clara
–tal vez autorizados por Israel– llegaron al Líbano, donde también se empeñaron
en formar un Estado dentro del Estado, con un laberinto de túneles y barrios
controlados por completo, hasta que explotó la sangrienta guerra civil.
La OLP controlaba el sur del país, y desde ahí lanzaba ataques diarios contra las
poblaciones fronterizas de Israel. En 1974 consiguió ser reconocida por la Liga
Árabe como "única representación legítima del pueblo palestino", noticia que puso
en aprietos a la dirigencia árabe moderada. Menajem Beguin, que había firmado
una generosa paz con Egipto, decidió silenciar las baterías palestinas del Líbano,
que atacaban a diario, impiadosamente, centros civiles de Galilea. Sus fuerzas
llegaron rápido hasta Beirut y en el trayecto fueron recibidas con alivio, flores y
alimentos por las poblaciones cristianas del Líbano, sometidas a los asaltos de la
pinza sirio-musulmana. Los dirigentes de la OLP tuvieron que huir a Túnez.

En noviembre de 1988, durante una reunión del Consejo Nacional Palestino en


Argel, Arafat anunció el establecimiento del Estado Independiente de Palestina y
aceptó las resoluciones 242 y 338 de las Naciones Unidas, que no son precisas,
porque hablan de la devolución de los territorios conquistados: no dice "todos".
Esa inteligente decisión fue premiada al mes siguiente por Estados Unidos, que
aceptó iniciar un diálogo diplomático directo con la OLP. Los avances se quebraron
cuando Arafat apoyó la invasión a Kuwait de Sadam Husein, lo que le enemistó con
Occidente y con la mayoría de los países árabes que hasta ese momento lo habían
sostenido.

En 1993 Simón Peres e Isaac Rabin decidieron resucitar al debilitado Arafat para
conseguir la solución del largo conflicto. La primera Intifada había tenido el mérito
de consolidar la flamante identidad nacional árabe-palestina, incluso entre los
israelíes. Era un buen momento, entonces, para un recononcimiento recíproco y
avanzar hacia la tan postergada paz. Se firmaron los Acuerdos de Oslo, que les valió
a los tres personajes citados el Premio Nobel de la Paz. Nacióla Autoridad Nacional
Palestina y empezó la transferencia de poderes. Los temas más difíciles quedaron
para el final, cuando los aceitase una mayor confianza mutua.
Pero sucedió lo contrario, debido a la acción de los grupos armados autónomos que
la Autoridad Palestina no quiso inhibir. Al Fatah, liderado por el mismo Yaser
Arafat, constituyó las Brigadas de Al Aqsa, que cometían crímenes condenados en
inglés y felicitados en árabe. Engordaban los grupos
fundamentalistas Hamás y Yihad Islámica, que no aceptaban ningún acuerdo.
Arafat, en lugar de ejercer la posición del estadista que monopoliza el poder, seguía
con las ilusiones del guerrillero que dejaba hacer a los terroristas para minar la
resistencia israelí. Alcanzó cumbres del doble discurso. Condenaba cada atentado
mientras estimulaba su multiplicación. Las primeras mujeres asesino-suicidas
fueron jóvenes palestinas que calificó de "rosas de nuestra causa". Era evidente que
mentía: su objetivo no era la paz con Israel, sino destruirlo con otros medios.

En el encuentro de Camp David, durante la presidencia de Clinton, los palestinos


habían logrado un avance que no hubieran soñado años antes: la pronta creación
de un Estado árabe-palestino independiente sobre casi todos los territorios
ocupados y la soberanía compartida de Jerusalén. Pero Arafat resistió las
presiones, pateó el tablero y logró que los palestinos no dejaran de perder la
oportunidad de volver a perder la oportunidad… Regresó haciendo la uve de la
victoria (¿qué victoria?), mientras el primer ministro de Israel –que había cedido
más de lo que hubiera aceptado Rabin– volvió derrotado.

A los pocos días, con la pueril excusa de un paseo de Ariel Sharón por la explanada
del Templo (que había consentido Jamil Jagrib, responsable palestino de
seguridad), desencadenó la injustificada y criminal segunda Intifada, que duró
cinco años, con miles de muertos por ambas partes, exacerbación del odio en lugar
de la confianza y un empeoramiento profundo de la calidad de vida palestina.

El rechazo a las concesiones de Camp David fue una siniestra repetición de los Tres
Noes lanzados en Jartum. Bloqueó el camino de los acuerdos y cargó dinamita a la
violencia. Pero consiguió que el mundo viese a los palestinos como la víctima
inocente, inerme e indiscutible; por lo tanto, impermeable a cualquier crítica. Todo
lo que hacían se justificaba por el martirio de la cruel ocupación. De esa forma,
nadie exigió a la Autoridad Palestina que ejerciera el monopolio de la fuerza y
pusiese fin a la metralla de los atentados. Nadie exigió que invirtiera en salud,
educación y construcción en vez de en armas los multimillonarios recursos que
recibía de la Unión Europea y los Estados Unidos. Ni siquiera que terminase con la
enorme corrupción que hasta un intelectual palestino como Edward Said criticó,
encendido de rabia. Gran parte del dinero volaba hacia bancos extranjeros. La
viuda de Arafat es ahora una millonaria que disfruta las delicias de París mientras
se conmueve por el heroísmo de los suicidas (ni ella ni su hija piensan suicidarse,
por supuesto).

Grandes desafíos enfrenta el nacionalismo palestino en este momento, un


nacionalismo que nació secular y ahora ha caído bajo la influencia de la teocracia
fundamentalista, que amenaza con provocar escisiones internas muy profundas.

¿Debemos repetir que nunca existió un Estado árabe independiente en Palestina?


¿Que nunca Jerusalén fue la capital de ningún Estado árabe o musulmán, ni siquiera
cuando Saladino expulsó a los cruzados, o el imperio turco se extendió por la
región, o Jordania usurpó la parte oriental? Debido a esa carencia, el nacionalismo
palestino racional y moderado necesita escribir una narrativa que le brinde
respaldo, sin recurrir a la fabulación que lo haga insostenible. Debe resignarse a no
alcanzar la vastedad, riqueza y resonancia de la narrativa judía, porque ésta tiene
3.500 años de historia. El contraste es demasiado grande.

El Estado palestino no será la obra de un milagro, como no lo fue el Estado de Israel.


Los judíos lo reconstruyeron con lágrimas, sudor y sangre. No fue un regalo de
nadie. Antes de la independencia –vuelvo a insistir–, los sionistas ya habían creado
ciudades, kibutzim, caminos, universidades, teatros, colegios, sistemas de riego,
orquestas sinfónicas, puertos, métodos para fertilizar el desierto, hospitales,
museos, forestaciones, centros de investigación. Los palestinos pueden exhibir los
derechos que les otorga un período de vida menor, en el que también derramaron
lágrimas y sangre, además de nacer en ese territorio o extrañarlo desde el exilio.
Pero no alcanza con sangre y lágrimas. Falta el sudor: ¡construir en vez de destruir!

***

Las últimas elecciones palestinas (enero de 2006) complicaron la situación,


aunque muchos pensamos que la volvieron más diáfana. Esas elecciones fueron
ganadas de manera impecable por el grupo fundamentalista Hamás. Para conocer
la ideología que lo sustenta es obligatorio conocer su Carta Fundacional.
Constituye una guía también impecable, ya que este tipo de organizaciones no anda
con vueltas: dice lo que piensa y hace lo que dice. No nos perdamos algunas citas
elocuentes.
En el preámbulo afirma:

Israel existirá y continuará existiendo hasta que el islam lo destruya, tal como
destruyó a otros en el pasado.

Y en el artículo 6 se dice:

El Movimiento de Resistencia Islámico [Hamás] es un movimiento cuya alianza es con


Alá y cuya forma de vida es el islam. Su objetivo es izar el estandarte de Alá sobre
cada porción del suelo palestino.

El artículo 7 expresa su ardiente antisemitismo:

El Día del Juicio Final no llegará hasta que los musulmanes se enfrenten a los judíos
y los maten a todos. Entonces, los judíos se esconderán detrás de las rocas y de los
árboles, y las rocas y los árboles gritarán: "¡Oh, musulmán, hay un judío escondido
detrás de mí! ¡Ven y mátalo!".

El artículo 22 es extenso, pero ofrece evidencias de su inspiración en los libelos


que, a su vez, alimentaron el Mein Kampf, de Adolf Hitler. Reúne todas las calumnias
que diferentes tendencias inventaron sobre los judíos. También manifiesta su
alucinante carácter reaccionario.
Los judíos han conspirado contra nosotros durante mucho tiempo y han acumulado
grandes riquezas materiales y gran influencia. Con su dinero, tomaron el control de
los medios. Con su dinero, provocaron revoluciones en distintas partes del mundo.
Estuvieron detrás de la Revolución Francesa, de la Revolución Comunista y de la
mayoría de las revoluciones. Con su dinero, crearon organizaciones secretas –tales
como los masones, el Rotary Club y el Club de Leones–, que se están diseminando por
el mundo con el fin de destruir sociedades y llevar a cabo los intereses sionistas.
Estuvieron detrás de la Primera Guerra Mundial y crearon la Liga de las Naciones,
por medio de la cual podían gobernar el mundo. Estuvieron detrás de la Segunda
Guerra Mundial, por medio de la cual lograron enormes ganancias financieras. No
hay ninguna guerra en ningún lugar del mundo en la que ellos no intervengan.

Quienes suponen que Hamás se conforma con un Estado palestino que permita
alguna coexistencia con Israel deben fijarse en el artículo 11:

La tierra de toda Palestina es un ‘waqf’ [posesión sagrada del islam] consagrado para
futuras generaciones islámicas hasta el Día del Juicio Final. Nadie puede renunciar a
esta tierra ni abandonar ninguna parte de ella.

Los ideales de un Estado árabe palestino, democrático y pluralista, donde tengan


derechos no sólo los judíos, sino también los cristianos, quedan destruidos por el
categórico artículo 13:

Palestina es tierra islámica. Esto es un hecho.

La guerra es orlada con febril exaltación. El artículo 33 borra cualquier duda:

Las filas se cerrarán, los luchadores se unirán con otros luchadores y las masas de
todo el mundo islámico acudirán al llamado del deber proclamando en voz alta: ¡Viva
la yihad! Este grito llegará a los cielos y seguirá resonando hasta que se alcance la
liberación, los invasores hayan sido derrotados y logremos la victoria de Alá.

No deja espacio para las iniciativas de paz, que son condenadas en otra parte del
feroz artículo 13:

Las iniciativas de paz y las supuestas soluciones pacíficas, así como las conferencias
internacionales, se contradicen con los principios de Hamás. Esas conferencias son un
inaceptable medio para designar árbitros de las tierras del islam a los infieles. No hay
solución sin la yihad. Las iniciativas, las propuestas y las conferencias internacionales
de paz son una pérdida de tiempo.
La demonización del sionismo permanece anclada en centenarios mitos
paranoicos, cuya fuente falsa y venenosa no tienen pudor en revelar, como lo
ilustra el artículo 32:

La confabulación del sionismo no tiene fin; después de Palestina querrán expandirse


desde el Nilo hasta el Éufrates. Cuando hayan terminado de digerir el área sobre la
que hayan puesto sus manos, codiciarán más espacio. Su plan ha sido diseñado por
los ‘Protocolos de los Sabios de Sión’.

No hace falta ser avispado para advertir que proyectan sobre el diminuto Israel su
propia hambre de expansión territorial. Son ellos quienes aspiran a un califato que
se extienda desde el Atlántico hasta Indochina, y luego más. En sus escuelas
enseñan que España pertenece al islam y deberá ser recuperada. El objetivo más
alto no es ahora la creación de un Estado palestino, sino la victoria universal de la
fe y la legislación islámicas. Su programa aspira a que rijan las leyes de la sharía,
imposibles para la civilización occidental. Como lo expresa el delirante artículo 22,
hasta la Revolución Francesa es abominable, y seguro que las tres famosas palabras
–libertad, igualdad, fraternidad– serán sospechosas.
A Hamás, sin embargo, no lo votaron por este programa teocrático-nazi, sino por
la corrupción, ineficacia e hipocresía de Al Fatah y los líderes de la Autoridad
Palestina. Una encuesta reveló que el 75% de los palestinos que votaron por Hamás
aspiraban a la solución de un Estado propio que conviviera lado a lado con Israel.
Hamás se presentó como la única opción que tenía las manos limpias. No ganó por
su fanatismo reaccionario y judeofóbico, sino por el desencanto de los palestinos.
La irresponsable segunda Intifada, desencadenada por la hipócrita Administración
anterior, trajo la parálisis de una solución negociada. Además, produjo un
incremento de las muertes, las represalias, la desocupación y la miseria. A Hamas
ya no le alcanzará con lavarse las manos y echar la culpa de todo a Israel.

La mayoría de los israelíes no está entusiasmada con la ocupación de territorios


palestinos, si esa ocupación empeora su seguridad y su calidad de vida. Pero
tomará decisiones unilaterales mientras la otra parte no sea una genuina socia para
la paz. Lo hizo al retirarse del Líbano sin exigir contrapartidas, y al retirarse de
Gaza de la misma forma. Muchos opinan que fueron decisiones equivocadas.
Comparto esa crítica. Ambas retiradas pretendían demostrar que Israel no desea
mantener la ocupación de zonas donde hay mayoría árabe. La respuesta, sin
embargo, no fue de comprensión ni de amistad, sino lluvias de misiles.

***

En un reportaje, a una nena árabe de tres años y medio le preguntaron si odiaba.


Dijo que sí, que odiaba a los judíos. ¿Por qué? Porque son monos y cerdos. ¿Quién
lo dice? Lo dice el Corán.

Es verdad que el Corán lo dice, pero como todo libro religioso extenso, escrito en
circunstancias históricas determinadas, exhibe expresiones contradictorias,
algunas durísimas y otras más dulces que la miel. Igual sucede con la Biblia.
Corresponde a los hombres interpretar esos textos y enfatizar sus contenidos
nobles.

Históricamente el odio a los judíos fue más intenso entre los cristianos que entre
los musulmanes. Los cristianos acusaban a los judíos de ser "los asesinos de Dios",
los musulmanes sólo de haber enmendado la Biblia para que no figurase el anuncio
de la llegada de Mahoma. Ambos son hechos deleznables (de haber sido ciertos),
pero más horrible, desde luego, es el primero. Si los judíos pudieron "asesinar a
Dios" –como se predicó durante centurias desde todos los púlpitos–, ¿qué puede
impedir que cometan otros crímenes, y de lo más atroces? Se los acusó de
envenenar los pozos cuando había una peste (y se carneaba entonces judíos con
entusiasmo enérgico), se los acusó de utilizar la sangre de niños cristianos para
amasar el pan de la Pascua (¡?) (y nació el delirante y repetido libelo del crimen
ritual, que llevaba a renovadas y jubilosas matanzas). El judío fue el Shylock voraz
por una libra de carne, el judío pobre que se despreciaba por sucio y débil o el rico
que rapiñaba sin culpa. Fue el personaje siniestro de Los Protocolos de los Sabios de
Sión, que redactó la policía secreta del Zar para estimular los pogromos. Fue El
judío internacional del resentido Henry Ford. En Mein Kampf, Hitler prometía hacer
lo que finalmente hizo ante la indiferencia de la civilización occidental. Auschwitz.
Haj Amín el Huseini, el amigo de Hitler
El plan nazi de encerrar a todos los judíos del mundo y exterminarlos como si
fuesen cucarachas por un odio sedimentado durante siglos en Europa tuvo un éxito
casi total. En pocos años liquidó un tercio de ese pueblo gracias a la sistemática
técnica industrial de la muerte. Ese plan recibió el apoyo del líder árabe de
Palestina Haj Amín el Huseini, gran muftí de Jerusalén. Este clérigo fanático, que
espoleaba a destruir las comunidades judías porque importaban costumbres
"degeneradas" como la igualdad de la mujer, la apertura de teatros y orquestas, la
edición masiva de libros, los ideales de la democracia y el socialismo, se ofreció a
colaborar con la Solución Final. Viajó a Berlín por un largo período y prometió
erradicar cada judío de Palestina y sus alrededores "con los métodos científicos del
Tercer Reich". Planeó erigir otro Auschwitz en Nablús, sobre las colinas de Samaria.
Su lema, difundido por radios nazis, fue: “Mata a los judíos dondequiera los
encuentres, para agradar a Alá y a la Historia”. Se fotografió varias veces con Hitler.
Apareció en los noticieros de cine haciendo el saludo nazi. También se reunió con
el nazi y asesino croata Ante Pavelic, para sellar el mismo pacto.

Debemos tenerlo en cuenta, porque este dirigente fascista tuvo un protagonismo


que la narrativa árabe quiere a borrar. No sólo organizó ataques contra las
comunidades judías antes de la independencia de Israel, sino que se negó a aceptar
la partición decidida por las Naciones Unidas del 29 de noviembre de 1947 para el
nacimiento de un Estado arabe y otro judío que viviesen lado a lado y en fraterna
colaboración. Como frutilla del postre, tuvo la idea brillante de ordenar a su gente
que abandonase Palestina rápido, para permitir que Siria, Irak, Líbano, Egipto,
Arabia y Transjordania pudiesen empujar a los judíos al mar sin tener que
molestarse en esquivar la presencia de árabes en su camino. Esta orden se difundió
como un incendio. Algunos se negaron a obedecerla y lucharon contra los judíos,
otros –en especial en la Galilea– se limitaron a quedarse en sus casas y ahora son
ciudadanos israelíes. Recordemos que los árabes israelíes conforman el 20% de la
población del país. ¿Cuántos judíos quedan en los Estados árabes? Mientras los
Estados árabes pueden vanagloriarse de ser Judenrein, Israel es acusado de hacer
discriminación étnica. ¡Qué hipocresía! Además, en Israel no existe ningún diario,
radio o TV que incite al odio contra los árabes. En el mundo árabe, por el contrario,
casi no hay medio de comunicación que alguna vez, o muchas veces, deje de incitar
al odio hacia los judíos e Israel. Un país no árabe como Irán, pero líder del
fundamentalismo islámico, profirió en su Asamblea parlamentaria el grito:
"¡Muerte a Israel!". ¿No es escandaloso? ¿En la Kneset se profirió alguna vez una
frase que invite a liquidar otro país?
El poder del odio
El odio árabe aumentó de forma sustantiva cuando fueron derrotados en la guerra
de la independencia (1948-9). No los había vencido una potencia colonial, sino una
comunidad minúscula que ni siquiera contaba con un solo tanque ni un solo avión.
El pueblo más inerme del planeta, más despreciado, que acababa de ser reducido a
escombros por los nazis, el pueblo al que le habían cerrado los puertos antes,
durante y después del Holocausto, pudo triunfar. Era una insoportable herida que
puso en marcha una febril venganza mediante la expulsión de casi todos los judíos
residentes en los países árabes. El sueño de Hitler de conseguir
países Judenrein ¡fue un logro árabe! (anticipado por los ingleses al decretar que
no se afincasen judíos en Transjordania).
Es importante insistir en que los cientos de miles de refugiados judíos
provenientes de Europa y del mundo árabe fueron recibidos e integrados en Israel,
con esfuerzos enormes, desproporcionados a la riqueza que entonces tenía el país.
Mientras los atendía, no era posible descuidar la seguridad de sus fronteras
precarias. Esa tarea humanitaria sólo obtuvo la ayuda de los judíos afincados en la
Diáspora, sin que los organismos internacionales se interesaran siquiera en el
asunto. El único país que más tarde aportó, pero por otras razones, fue Alemania,
en concepto de devolución de los bienes que había rapiñado el régimen nazi a los
judíos; no se trataba de reparaciones por los crímenes, que jamás pueden ser
pagados.

Los refugiados árabes que produjo la indeseada guerra de la independencia de


Israel, en cambio, fueron amontonados por sus hermanos en campos especiales,
como prisiones de las cuales no podían salir, excepto en Jordania. Jordania llevó
adelante otra política, porque deseaba asimilar la Cisjordania a su propio territorio
de una forma tan intensa que nunca más se la quitasen. Pero tampoco puso fin a la
existencia de refugiados en su territorio, por razones difíciles de explicar. O fáciles
de explicar: los refugiados eran un peón que podían lucir para victimizarse y recibir
dinero. Por esta razón los países árabes recibieron en forma directa o indirecta
fondos multimillonarios. Pero en lugar de utilizarlos para resolver el drama, los
usaban para eternizarlo. Consiguieron que los refugiados árabes de Palestina se
conviertieran en el único caso de refugiados sin solución. Es importante hacer
énfasis en este punto, porque forma parte del conflicto árabe-israelí. A lo largo del
siglo XX no hubo dos, tres o diez millones de refugiados, sino ¡cientos de millones!
Sí, cientos de millones. Todos, absolutamente todos, consiguieron resolver su
problema. La única excepción ha sido la de los refugiados árabes, cuyo número
original no llegaba al millón, un número parecido al de los refugiados judíos
expulsados de los países árabes. Tan firme fue la resistencia de los Estados árabes
a resolver la cuestión de sus refugiados que cuando empezó la explotación
petrolera intensiva en Libia y Kuwait y hacía falta mano de obra sólo se permitía
que fuesen hacia allí varones palestinos solos, para que sus familias permanecieran
en los campos como rehenes; luego de unos pocos años esos trabajadores, en lugar
de afincarse en un sitio mejor, debían retornar a los ominosos campamentos.
Ese odio –sostenido e incrementado sin cesar– impide discernir por dónde pasa el
camino que los llevaría al bienestar. Golda Meir pronunció una famosa reflexión:
"Podemos perdonar a los árabes que asesinaron a nuestros chicos. No los podemos
perdonar por forzarnos a matar los suyos. Sólo tendremos paz cuando ellos
quieran a sus hijos más de lo que nos odian a nosotros". Por desgracia, en algunos
sitios ahora es peor: ciertas madres bendicen a sus hijos que se atan cinturones con
explosivos para suicidarse en operaciones criminales.

Con la técnica del "miente, miente que algo queda", los antisemitas buscan imponer
la versión de que el Estado de Israel es un producto artificial del Holocausto y
fue creado de la nada por las Naciones Unidas. Falso, basta leer la prensa de
entonces. Debemos insistir una y otra vez en que la construcción del tercer Estado
judío (los dos primeros están descriptos en la Biblia) empezó de forma intensa en
el último cuarto del siglo XIX, cuando todavía era dueño del Medio Oriente el
Imperio Otomano y no había señales de nacionalismo árabe, que recién apareció
en Siria a principios del XX. El flamante movimiento sionista (movimiento de
liberación nacional y social del pueblo judío) creó en 1903 el Keren Kayemeth
Leisrael para reacaudar dinero con el cual comprar a los efendis radicados en
Beirut o Damasco sus pobres tierras palestinas y erigir los primeros kibutzim en
forma legal. También se usaba parte del dinero para una campaña frenética de
forestación, la primera en la historia, que aún los partidos ecologistas no se atreven
a reconocer. El Imperio Turco miraba con sospecha estas actividades de
crecimiento acelerado, máxime cuando Palestina era parte del marginal y
pobrísimo Vilayato de Jerusalén.
Israel: el Estado vino después
Necesitamos machacar ciertos datos para entender mejor el conflicto árabe-israelí.

En 1909 nació Tel Aviv sobre dunas de arena, sólo habitada por arañas y cangrejos.
En la década del 20 los pioneros judíos fundaron la Universidad Hebrea de
Jerusalén, entre cuyos primeros gobernadores de honor figuraron Albert Einstein
y Sigmund Freud. También se creó la primera Orquesta Filarmónica del Medio
Oriente, inaugurada por el director antifascista Arturo Toscanini. Surgió el
dinámico teatro Habima. Se estableció un Instituto de Ciencias en Rehovot, la
Universidad Técnica en Haifa y la Escuela de Artes Bezalel en Jerusalén. Se fundó
la Histadrut, primera central obrera del Medio Oriente, toda una revolución social.
Se multiplicaron los kibutzim, los moshavim, las aldeas y las ciudades, se tendieron
caminos, abrieron puertos y fundaron instituciones educativas. Vastas extensiones
desérticas se cubrieron con el manto esmeralda de los naranjales. Las colinas
pedregosas y ardientes de Judea, devastadas por los dientes de las cabras y el
abandono de siglos, empezaron a ser embellecidas por el color de los pinos que se
plantaban en sus laderas. El pantano del extremo norte, Hula, generador de una
epidemia sostenida de paludismo, del que no se salvaba nadie, ni David ben Gurión,
fue poco a poco desecado. La febril actividad judía inyectó a ese pequeño país más
prosperidad de la que existía en los grandes vecinos. Era un ariete ciclópeo de
modernidad, progreso, cultura. Revolucionaba toda la región.
Y, sin embargo, ¡aún no se había producido el Holocausto ni las Naciones Unidas
habían tomado cartas en el asunto! Pero había nacido el conflicto árabe-israelí. No
tanto porque aumentaba el número de judíos ni porque estos judíos quitasen algo
a los árabes. No. El conflicto radicaba en la oferta. Esa oferta era progreso,
modernidad, ciencia, arte, estudios seculares, igualdad de la mujer, democracia.
Una oferta que impulsaba a dejar la Edad Media. Gran insulto a los cavernarios.
El país más vulnerable
El presidente de Irán, Mahmud Ahmadineyad, el hombrecito de la sonrisa cínica y
los ojitos de rata, envió una misiva de diez folios a Angela Merkel, canciller de
Alemania, que, luego de ser traducida, provocó un ataque de náuseas. Ella decidió
no contestar. El iraní pedía la obscena colaboración de Alemania para destruir
Israel y el judaísmo, autores de todos los males que aquejan al mundo. Los
considera el mal absoluto, capaces de las peores atrocidades. Llamea odio, además
de fanatismo irracional. ¿Dónde radica el mal de Israel? En sus virtudes, desde
luego. Virtudes insoportables para quienes se empeñan en vivir como Mahoma en
el siglo VII.

"La diferencia de Israel y Occidente con nosotros –ha dicho el líder del Hezbolá– es
que ellos aman la vida y nosotros la muerte". Para que no haya equívocos,
Nasrala suele gritar: "¡Amo la muerte!". Pulsión tanática igual a la de los nazis. Las
SS usaban trajes negros y calaveras porque también amaban la muerte y
consiguieron su objetivo: 50 millones de cadáveres en Europa, además de la ruina
total de Alemania. El ayatolá Rafsanyani lo confirmó:

Con nuestra bomba atómica mataremos los 5 millones de judíos de Israel, y aunque
Israel pueda enviarnos bombas de respuesta, sólo mataría 15 millones de iraníes,
cifra despreciable ante los 1.300 millones de musulmanes que somos en el mundo.

Los ojitos de rata y sus patrones de la teocracia fundamentalista quieren asesinar,


porque suponen que los asiste un ideal superior. Empiezan con los judíos y
seguirán con el resto, los enloquece una ensoñación parecida a la de sus maestros
del Tercer Reich. Por eso Jomeini mandó oleadas de niños iraníes a la muerte, para
desmoralizar a las tropas de Irak. Por eso Hezbolá y Hamás lanzan sus cohetes
desde escuelas, hospitales y barrios superpoblados, para que la respuesta israelí
los asesine y puedan exhibir los cadáveres como prueba de la perversidad israelí.
Los cobardes organismos internacionales no han repudiado a Hezbolá y a Hamás
por el crimen de usar escudos humanos. Los medios de comunicación tampoco
muestran desde dónde disparan los fundamentalistas y son cómplices, por lo tanto,
de falsificar la información sobre cómo funciona el conflicto árabe-israelí.

En los tiempos de la postmodernidad, importa cada vez menos por dónde pasa lo
bueno y por dónde lo malo. ¿Interesa, por ejemplo, que los jóvenes israelíes sueñen
con ser inventores y científicos, mientras que los de Hezbolá y Hamás sueñan con
ser mártires? No, no interesa. ¿Interesa que en Israel no se predique el odio a los
árabes, que constituyen el 20 por ciento de su población y viven mejor que en
muchos países árabes, mientras entre los árabes son superventas Los protocolos de
Sión y Mein Kampf y en la TV egipcia se ha difundido una serie vomitiva donde los
judíos extraen sangre de niños para bárbaros rituales? Lo único que interesa es que
los palestinos parecen más débiles frente al poderío de Israel. Pero ¿acaso el
conflicto es palestino-israelí, o árabe-israelí? ¿No fueron los Estados árabes
quienes frustraron la pacífica partición de Palestina en dos Estados? ¿No fueron los
que iniciaron las grandes guerras del Medio Oriente? ¿No son los que expulsaron a
todos sus judíos? ¿No son los que han evitado resolver el drama de los refugiados?
El conflicto no es palestino-israelí sino árabe-israelí; o, mejor dicho, entre la
modernidad democrática y un autoritarismo revestido de variadas tendencias que
se mezclan con fijaciones teocráticas o nostalgias medievales.

Israel es el país más vulnerable del planeta, rodeado por un mar de


fundamentalistas, predicadores alucinados y dictadores que ansían barrerlo de
mapa. Es la frontera de la racionalidad, la legalidad, el pluralismo, la libertad y la
democracia. Por eso es inmoral dejarlo solo.

© elmed.io

https://www.clublibertaddigital.com/ilustracion-liberal/56-57/breve-historia-
de-israel-y-palestina-marcos-aguinis.html

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