Crisis en Las Humanidades
Crisis en Las Humanidades
Crisis en Las Humanidades
Naín Nómez
Opinión
20/05/2021
¿Están las humanidades en peligro de extinción? ¿Es posible vivir en la sociedad actual sin
filósofos, sin historiadores, sin educadores, sin artistas? ¿Se puede escuchar a los otros,
aprender a debatir y compartir con los demás sin estas áreas de conocimiento? Lo que está
en juego es la manera de estar en el mundo y de eso se preocupan nuestras disciplinas.
Vivimos porque convivimos. Sin las humanidades, la ciencia está vacía y la tecnología
ciega.
Por Naín Nómez
Podemos decir con Marshall Berman que vivimos tiempos en que todo lo sólido se
desvanece en el aire. Parafraseando al coronel Aureliano Buendía en el inicio de Cien años
de soledad, podríamos agregar que muchos años después íbamos a recordar con nostalgia el
momento en que las humanidades eran parte del conocimiento esencial de las academias,
que datan al menos desde la época de Aristóteles hace unos 2400 años. Fue a partir de la
entronización del proceso de la modernidad hacia los siglos XVII y XVIII que los estudios
humanísticos empezaron a perder terreno frente a la relevancia que adquirió el pensamiento
científico, en connivencia con la racionalidad del pensamiento cartesiano, primero, y del
positivismo de Augusto Comte, después. El proceso de la modernidad que puso al sujeto en
el centro del mundo y por ende del conocimiento, y que afirma que el progreso en la
marcha hacia la libertad y la felicidad está gobernado por el saber de la razón.
Posteriormente, y de la mano con el liberalismo, el naturalismo y el positivismo, la
racionalización del mundo se homologa al lenguaje de la ciencia como el discurso por
excelencia de la verdad. Esto se acrecienta en el siglo pasado, con la caída de los grandes
relatos y la crisis en que entra el proceso histórico moderno por el agotamiento de su
movimiento liberador e igualitario, dejando como única utopía la de la ciencia a través de
sus aplicaciones técnicas en la cibernética, la telemática y la informática.
Naín Nómez. Crédito: Rodrigo Fernández.
Esta entrada un poco rimbombante solo tiene el sentido de situar la crisis de las
humanidades en el camino de una crisis mayor en donde la racionalidad original del
proceso de lo moderno, que era la consecución de una finalidad social, se convierte en
racionalidad instrumental, acción puramente técnica cuyos fines están guiados por el interés
personal y no social. Después de su paulatina instalación, con avances y retrocesos, el
proceso de la modernidad empieza a disolverse, sin que todavía sepamos muy bien si lo que
tenemos ahora es una postmodernidad o si en este largo camino solo se trasviste, como lo
hace el tecno capitalismo liberal actual.
Más allá de estas disquisiciones tan poco alentadoras como el covid-19, es necesario que
volvamos al tema que nos convoca. ¿Están las humanidades en peligro de extinción? ¿Es
posible vivir en la sociedad actual sin filósofos, sin historiadores, sin educadores, sin
artistas? ¿Se puede escuchar a los otros, aprender a debatir y compartir con los demás sin
estas áreas de conocimiento?
Actuamos desde las emociones y estas están ligadas a disciplinas humanistas. La ciencia
aplicada nos da vacunas, pero las humanidades nos hacen conocer las realidades sociales de
los seres humanos que se enferman. Ellas no intervienen en la creación de las vacunas, pero
ayudan a enfrentar de mejor manera la existencia dentro y en la pandemia: la soledad, la
tristeza, los conflictos amorosos, los recelos frente a la inoculación, el desempleo, el
aislamiento de la familia y los cercanos, la educación virtual y, en fin, a dar las otras
respuestas (que son múltiples) a la pandemia. Se trata de intervenir el virus no como lo
hacen la economía, la microbiología, la bioquímica, sino también desde la mirada de
nuestras disciplinas: la filosofía, la sicología, la antropología, la lingüística, la literatura, la
educación, la historia, el periodismo, etcétera. También desde la vida en común de la
humanidad, desde la reflexión que reconoce la relación entre el ser humano y la naturaleza,
desde la necesidad de situarnos en nuestra precariedad, de hacernos parte de un colectivo
que nos permite ser solidarios y exorcizar nuestra soledad. Los algoritmos, las cifras, las
estadísticas son solo datos que no nos acogen, no nos alimentan, no nos abrigan.
Necesitamos que nos recuerden el sentido de todo esto, que se trata de fenómenos que
hemos experimentado desde siempre, que contamos con la experiencia de los otros y las
otras, ahora y antes, que es parte de la supervivencia de la vida. Ese apoyo viene de las
reflexiones individuales y colectivas de nuestras disciplinas, que nos describen lo que nos
pasa como sujetos y como sociedad y nos entregan el sentido de la existencia, más allá de
los avatares coyunturales que de vez en cuando nos enfrenta con el medio natural
(terremotos, incendios, plagas, erupciones volcánicas, inundaciones, etcétera). El miedo, el
pánico, el terror, el dolor de la existencia que se acrecienta con el aislamiento, el encierro,
el hambre, la separación de las familias y amigos, la incertidumbre del mañana, no pueden
ser apaciguados por los bonos y las canastas alimenticias. Se necesita otro tipo de alimento
más espiritual, más ético, más emotivo, más trascendental, más comunal, que entregue los
contextos hacia atrás y hacia adelante, aunque no dé certezas porque nadie las tiene.
Justamente, es la incertidumbre la que permite empezar a elaborar respuestas sean o no
verdades, porque alimentan el ser sí mismo, el ser sí misma. Las humanidades dan el
conocimiento y la experiencia de muchos seres humanos, cuyas representaciones reales y
simbólicas incursionan en las experiencias subjetivas de los que vivimos hoy en pandemia.
Los alemanes, por ejemplo, han consultado a filósofos, historiadores, cientistas sociales,
especialistas en comportamiento y en otras áreas, para aportar al proceso educativo de los
niños en la actual situación. En cambio, nuestros dirigentes desconocen el papel de los
estudios humanísticos o los consideran superfluos, al margen de encajar dos o tres frases de
referencia cultural al azar en algún discurso lleno de lugares comunes. Chile tiene una de
las tasas más altas a nivel mundial de trastornos como ansiedad y depresión. El
confinamiento aumenta la irritabilidad y la sensación de falta de sentido. Se ha perdido a
personas cercanas y el encierro es fatal para los jóvenes. Las mujeres quintuplican a los
hombres en problemas mentales, especialmente en sectores vulnerables. Se percibe una
amenaza externa que no es controlable. Hasta la relación amorosa sufre y se enferma: es
cosa de ver la proliferación de los femicidios, sin contar la intensificación de los conflictos
y las separaciones. Todo es visto desde la perspectiva médica y biológica sin ver el rol que
podrían jugar las ciencias humanas y el conocimiento artístico frente a la desesperanza.
¿Qué utilidad pueden tener las humanidades hoy?
Como ha dicho el escritor Paul Auster, en La Tercera, “si no tenemos arte, moriremos
espiritualmente”. Lo que está en juego es la manera de estar en el mundo y de eso se
preocupan nuestras disciplinas. Vivimos porque convivimos. En este sentido, no se trata de
oponer ciencia a humanidades, porque también tienen que convivir y trabajar
conjuntamente. Sin las humanidades, la ciencia está vacía y la tecnología ciega. Si no hay
seres humanos, ¿para qué la ciencia? ¿Para qué el desarrollo si no hay cuidado para los
seres humanos? Quienes proporcionan valor y sentido frente a la utilidad, cuestionamiento
frente a los dogmas de la eficiencia, son las artes, la historia, la literatura, la filosofía y la
educación, entre otros saberes.
Hemos descuidado tanto la naturaleza que ahora se resiente. Al matarla nos matamos
nosotros. Al planeta no le hacemos falta. Seguirá ahí. Acostumbrados al corto plazo por el
exitismo, el consumo, los medios tecnológicos, hemos perdido la paciencia. Las
humanidades nos enseñan que todo cambio requiere tiempo y que las medidas actuales
generarán la sociedad del futuro, que no son solo aparatos virtuales o robots, sino que se
trata de cambiar la forma en que nos relacionamos y de cómo nos sentimos mejor. El
avance de la automatización del trabajo, la educación y el comercio produce un dilema
ético. La velocidad de las máquinas y el utilitarismo reduce la empatía e instalan un
antihumanismo radical. Es la optimización mercantilista del teletrabajo, que es una nueva
forma de control social que impide la capacidad de decisión humana. Por un lado, está el
confort de la tecnología y la imposición del trabajo virtual como una necesidad de la
pandemia, que no solo produce formas de tristeza, depresión y aislamiento, sino que
destruye miles de empleos y limita los lazos humanos, la sociabilidad y la felicidad de
construir proyectos comunes, cuerpo a cuerpo. Esto pasa también con la educación a
distancia, que elimina la necesidad que tenemos de educarnos en aulas comunes junto a los
demás. Por otro lado, el cambio digital que aceleró la pandemia profundizó las brechas y
desigualdades socioeconómicas, raciales, geográficas, educativas y de género, que son
exclusiones de larga duración.
En Chile, el individualismo ha llegado a un nivel insostenible y eso incide en el número de
contagiados y de muertos, porque cada uno se rasca con sus uñas. No hay pegamento social
y solo se hace comunidad en algunos bolsones sociales, como los colectivos en las
poblaciones para parar la olla común o en asociaciones barriales de capas medias
intelectuales o socializadas. Las elites económicas son individualistas por naturaleza o solo
se articulan en función de la clase o el dinero. El ascenso de diversos grupos medios
aspiracionales ha engendrado también un reagrupamiento social cuyo objetivo es tener más
dinero y no perseguir otros valores más tradicionales como la educación y la cultura en su
simbología general. En gran medida, los y las jóvenes han crecido bajo estos “valores-
disvalóricos”, acrecentados por una desmesurada subjetividad basada en los medios
tecnológicos y la virtualidad, que intensifica las conductas de aislamiento y competitividad.
A eso se agrega el presentismo que significa vivir encerrado por el covid-19, sin pasado ni
futuro, ratificado por la incapacidad de proyectarse en la sociedad que viene. Como indica
el biólogo y filósofo chileno Humberto Maturana, recientemente fallecido, “antes de la
pandemia vivíamos insensibles, ciegos a muchas cosas (…) es la psiquis del poder, es una
psiquis de lucha competitiva oportunista (…) ahora decimos que somos los primeros en
vacunas ¿para qué? (…) el deseo psíquico de negar al otro, es una actitud negativa” (La
Tercera). Ya no tenemos mundo sino solo fragmentos de realidad inconexa, cuyo círculo
más amplio son parientes y amigos que visitamos de manera virtual y telegráfica. Desde
hace tiempo, hemos perdido el sentido de comunidad que alguna vez tuvimos.
La relación establecimiento-mundo científico-salud, escamotea los muertos. Mientras la
ciencia quiere explicar el fenómeno, nosotros queremos saber su significado social, cómo
reaccionamos frente al virus y frente a la muerte súbita. Hasta un defensor de la tradición
liberal como José Joaquín Bunner indica: “¿acaso las ciencias no han tocado sus límites
frente al virus? ¿Es contar los muertos, el máximo indicador de la eficiencia y la
racionalidad?” (El Mercurio). Y agrega: “La vista de los cadáveres despierta pasión por la
vida. No es una amenaza solo a la salud, sino a la propia sociedad, las instituciones, el
Estado, los estilos de vida, los imaginarios, la percepción del futuro. Además de las cifras o
los paliativos, la sociedad reclama interpretaciones intelectuales, reflexión filosófica,
relatos históricos, análisis comprensivos, intuiciones de poetas y escritores, arte, teatro, en
fin, formas de imaginar que den sentido a las experiencias reales de fragilidad, de temor y
de incertidumbre, el fin del sin sentido que siente el ser humano frente a la catástrofe”.
La Asociación de Investigadores e Investigadoras en Artes y Humanidades, organismo
creado por los académicos de diversas universidades del país, envió al Gobierno una
propuesta de medidas en relación al covid-19 y, a la vez, formuló una mesa de trabajo con
el Ministerio de Ciencias para discutir temas como la salud mental, la brecha digital, la
relación con el Estado, el ámbito laboral, la desigualdad y los derechos humanos. Entre las
medidas propuestas estaban las de transparentar la toma de decisiones, desarrollar mayor
contacto con las comunidades para recoger sus necesidades y conocer sus prácticas
culturales, poner énfasis en el cuidado comunitario y reforzar los esfuerzos en salud mental.
También se planteaba incorporar las perspectivas de género y apoyar a las poblaciones
migrantes. Hasta donde sabemos, nada de esto ha sido recogido por el Gobierno y no hay
ningún representante de las humanidades y las ciencias sociales en la mesa donde se toman
las decisiones para hacer frente a la pandemia. El Gobierno, atrincherado en sus posiciones
autistas, sigue considerando la crítica como sinónimo de perjuicio y falta de cooperación.
Por su parte, el profesor Rodrigo Karmy de la U. de Chile, ha señalado que las
humanidades pueden parecer fuera de época, en desuso e inútiles, idea que nos viene de la
arrogancia de las ciencias duras y nuestro complejo epistémico. También del relevamiento
de la producción del conocimiento neoliberal y el capitalismo académico con su obsesión
por la indexación equivalente a dinero, la obligación de usar formas metodológicas de las
ciencias duras, que de esta manera se erigen en el fetiche de “investigación en sí”, que
acumula “capital cognitivo” y alimenta el flujo del “capitalismo mundializado” dejando de
lado la figura del intelectual. Desde esta mirada, solo las humanidades permiten ir más allá
de los logaritmos y las estadísticas, para desarrollar diálogos y abrirse a otras preguntas que
interpelen las modulaciones del presente, las prácticas y saberes que provienen de las
experiencias cotidianas de los interlocutores, los orígenes de sus vivencias frente al virus y
sus secuelas de muerte, así como las historias que se ocultan detrás de cada sujeto y su
entorno. Es lo que recoge el concepto de “Syndemia” de Merril Singer, que alude a la
interacción entre lo biológico y lo social, incluyendo las desigualdades de todo tipo. Ver el
covid-19 como una syndemia implica comprender sus orígenes sociales y las enfermedades
no comunicadas (NCD, por sus siglas en inglés) como hipertensión, obesidad, diabetes,
enfermedades respiratorias y cáncer, que se relacionan con la educación, el empleo, la
vivienda, la alimentación y el medio ambiente. Como destaca Grínor Rojo, las
humanidades dan origen a la cultura moderna que cuestiona la naturalización del aparato
simbólico de la economía neoliberal. Tal vez por ello, del ínfimo 0,36% de su producto
bruto que Chile destina a la investigación (frente al 3,25% de Suecia) solo un 0,10%
corresponde aproximadamente a las humanidades. Su tarea puede ser peligrosa para los
poderes estatuidos.
Judith Butler nos recuerda que hace 20 años, en la película Matrix 1, el agente Smith le
decía a Neo: “Ustedes no son mamíferos (…) se multiplican y multiplican hasta consumir
cada recurso natural. El único otro organismo que sigue el mismo patrón es el virus (…).
Los seres humanos son una enfermedad, un cáncer del planeta: son un virus. Un virus que
vive a expensas de las células que invade”. Sobrepoblamos el planeta, aumentamos la
temperatura de la biósfera con el desarrollo técnico-industrial y económico, hemos
extinguido especies completas de flora y fauna. No nos diferenciamos mucho del virus que
ahora nos ataca. Desde las humanidades no podemos tampoco parar el virus. Pero podemos
trabajar desde las subjetividades de cada ser humano para hacer la pandemia menos
apocalíptica y abrir otras realidades, que nos ayuden a asumirla y entender su proceso
interior, limitando sus efectos sicológicos y existenciales (25-5-2020).
Queremos finalizar citando al académico portugués Boaventura De Sousa Santos, quien en
su libro La universidad del siglo XXI (2015), señala: “Sostengo que en el siglo XXI la
universidad pública será menos hegemónica en el campo de la producción de conocimiento
avanzado, pero no menos necesaria. Su especificidad como bien público es la de ser la
institución que une el presente y el pasado con el futuro, a mediano y largo plazo a través
del conocimiento y de la educación que genera. También es la institución que crea un
espacio público privilegiado, potencialmente dedicado al debate abierto y crítico de las
ideas (…). En los últimos años ha aumentado la presión para transformar a la universidad
en una empresa capitalista como cualquier otra, para proletarizar a sus profesores y
convertir a los estudiantes en consumidores de un servicio más. La creatividad, el
pensamiento libre, el saber y la innovación sin valor económico cada vez son más
marginados, y ya comienzan a ser sospechosos o simplemente inútiles (…). Es por esto, un
bien público permanentemente amenazado”.
Esperemos entonces, parodiando al escritor guatemalteco Augusto Monterroso, que cuando
despertemos mañana, la próxima semana o el próximo mes, la pesadilla monstruosa de la
pandemia ya no siga ahí. Por otro lado, esperemos también que las humanidades sigan
siendo parte esencial de nuestras sociedades y que nos acompañen a lo menos por otros
2400 años más.
***
Esta es la exposición central que dictó Naín Nómez en la ceremonia de conmemoración del
cuadragésimo aniversario de la Facultad de Humanidades de la Universidad de La Serena,
el 30 de abril de 2021.