IE II - Eje 1 Temas 3,4 y 5

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Licenciatura en Gestión Educativa


INSTITUCIONES EDUCATIVAS II Módulo Eje 1
Año 2021 Prof. Isabel A. Álvarez

3. LA EDUCACIÓN EN LA SOCIEDAD POSTMODERNA:


DESAFÍOS Y OPORTUNIDADES
Cristóbal RUIZ ROMÁN
Universidad de Málaga
Revista Complutense de Educación
Vol. 21 Núm. 1 (2010) 173-188

A. DE LA MODERNIDAD A LA POSTMODERNIDAD: ALGUNOS COMENTARIOS


INTRODUCTORIOS

Mientras que algunos teóricos postmodernos consideran que la postmodernidad rompe


radicalmente con la modernidad y supone una forma totalmente nueva de configurar la
cultura, para otros teóricos existen continuidades y discontinuidades entre la época moderna y
la postmoderna. Por lo tanto, unos interpretan que la postmodernidad trae el fin de la
modernidad, mientras que para otros la postmodernidad no es más que una evolución de la
propia modernidad. No obstante, como se puede observar, en lo que sí coinciden unas u otras
posturas es en definir lo postmoderno en relación a lo moderno. Por lo tanto, veamos en
primer lugar qué es, o a qué se le ha llamado modernidad:
 Por una parte, la modernidad se basa en la confianza ciega en La Razón. El ser
humano confía en hacer las cosas por sí mismo, dominar la naturaleza y su propio destino,
sin tener que recurrir a explicaciones irracionales. En efecto, en la modernidad se confía en
que los seres humanos a través de la razón pueden construir formas de convivencia y
relación social basadas en el consenso y la negociación, a diferencias de épocas anteriores,
en donde el dogma religioso, el poder aristocrático, la arbitrariedad del privilegio o el peso de
la tradición imponían otras formas de relación humana. Este supuesto de partida supuso
cambios y giros de gran calado: se afirmó la ciencia frente a la religión y las leyes naturales
frente a la arbitrariedad moral. Así pues, la característica más definitoria de la modernidad es,
sin duda, la apuesta decidida por el imperio de la razón como el instrumento privilegiado en
manos del ser humano que le permite ordenar la actividad científica y técnica, el gobierno de
las personas, y la administración de las cosas, sin el recurso a fuerzas y poderes externos o
sobrenaturales (Pérez, 1994).
 Por otra parte, la modernidad hace referencia a la confianza ciega en el progreso
continuo de la humanidad. El ser humano, con la esperanza puesta y fundamentada en su
capacidad intelectual, espera un futuro mejor. Se tiene pues, una inquebrantable fe en las

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propias capacidades intelectuales de la persona para favorecer constantemente el desarrollo


humano, técnico y científico.
 Por último, la creencia sin sombras en el imperio de la razón que caracteriza a la
modernidad ha conducido a ir buscando “la verdadera forma ideal de lo ‘bello’ (estética), y la
forma auténtica ‘del Bien’, es decir, de los valores éticos” (Ibáñez, 2005, p. 29), a ir definiendo
un único modelo válido de desarrollo y comportamiento humano. En síntesis, a imponer como
privilegiada, única o verdadera, una forma particular de racionalizar la civilización.

B. HACIA UN ESBOZO DE LA CORRIENTE POSTMODERNA


Aún con el riesgo de no lograr una descripción definitiva de este fenómeno, vamos a
exponer los principales rasgos de la postmodernidad que ofrezcan un perfil lo más nítido
posible de esta nueva interpretación de la vida.

Desencanto y quebranto de la razón: Basados firmemente en la racionalidad, el hombre de


la modernidad ha tratado de construir un mundo más próspero y más justo. Sin embargo, la
ilusión puesta durante la modernidad en la razón y en el conocimiento científico como el gran
constructor-salvador del mundo ha defraudado. Así la Ciencia amenaza con monstruosas
armas biológicas, clonaciones de seres humanos, al tiempo que muchos de sus avances,
como vacunas y medicamentos, no son universalizados a toda la población del tercer mundo
por mor de intereses económicos; la Técnica ha creado grandes armas nucleares que podrían
acabar con toda la población del planeta; la Política y la Economía han perdido credibilidad no
sólo por los casos de corrupción o por la actual crisis económica que estamos viviendo, sino
porque cada vez va existiendo más desigualdad social, más diferencias entre la cantidad de
ricos y pobres y entre las condiciones de vida de los mismos. Así pues, los progresos a los
que ha conducido la racionalidad de la modernidad están siendo acompañados de aspectos
muy negativos, al tiempo que es un progreso que es utilizado, a veces, como forma de
control, de modo que como afirma Vattimo (1996) “la organización técnica, científica y
económica del mundo culminan en el establecimiento de un dominio que en el fondo es de
tipo militar” (p.38).
A consecuencia de este desencanto por la racionalidad surge un rechazo por parte de los
teóricos postmodernistas de los sistemas de explicación totalizadores, llamadas también
“metanarrativas”, o metarrelatos en términos de Lyotard (1989). La postmodernidad rechaza
las grandes ideologías, los grandes relatos que pretenden explicar la realidad porque rechaza
que un relato contenga la Verdad Absoluta, y porque hoy conocemos demasiados fracasos
históricos de las grandes ideologías o metarrelatos como para afirmar con seguridad donde

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está el ideal a seguir. En el continente ilustrado se dieron dos guerras mundiales, las
ideologías marxistas han generado dictaduras y pobreza, el capitalismo permite convivir el
derroche y la miseria, al tiempo que en el 2008 ha generado una crisis económica mundial sin
precedentes. Todo esto es una manifestación expresiva de cómo las metanarrativas, en su
dimensión más política y social, se han vuelto en contra de la humanidad.
Así, la postmodernidad nos libera de los abusos de la razón, de un fundamentalismo
racionalizante, que no pocas veces ha contribuido a alimentar y mantener ideas, principios,
modos de vida y verdades que se tenían por incuestionables y cuya finalidad última era el
dominio, la coacción y el poder sobre el otro: (machismo, clasismo, capitalismo...)

Relativismo, Pluralidad y Fragmentación: La negación de que existan relatos ideológicos y


verdades irrefutables y absolutas alcanzadas por medio de la razón ha ocasionado la
fragmentación y el nacimiento de múltiples verdades. La multiplicidad de verdades hace
imposible llegar a una única verdad (Derrida, 1995). Se pierde la universalidad para confirmar
la multiplicidad de saberes y lenguajes. Si el saber ya no es universal sino relativo, ya no
pueda hablarse de verdad, sino de verdades que no precisan ser legitimadas por las
instituciones superiores. (Foucault, 1984; Ibáñez, 2005).
Con ello, se ha auspiciado el respeto a la diversidad y la escucha de gran cantidad de
voces, pertenecientes a multitud de culturas, subculturas, grupos sociales minoritarios y
personas individuales, y no a una única voz, a un único relato, a una única historia universal.
Por ello, la postmodernidad reconsidera la fuerza de la particularidad, las diferentes
interpretaciones sobre la realidad, el valor de la multiculturalidad y la reconsideración de
“otras voces” desoídas en épocas pasadas.
La crítica postmoderna proporciona un importante servicio teórico y político al ayudar a
los “otros” marginados a reclamar sus propias historias y sus propias voces. Al cuestionar el
concepto dominante de tradición, el postmodernismo ha desarrollado un discurso sensible al
poder que ayuda a los subordinados y a los grupos excluidos a dar sentido a sus propias
historias y mundos sociales, mientras que ofrece simultáneamente nuevas oportunidades de
producir vocabularios políticos y culturales con los que definir y conformar sus identidades
individuales y colectivas. (Giroux, 1991, p. 24).
En este contexto de respeto y ensalzamiento de la pluralidad, la persona en la
postmodernidad disfruta de la riqueza que le ofrece una gran diversidad y cantidad de puntos
de vistas, modos de vidas, opiniones, creencias e ideas.
Tal es así que, por ejemplo Vattimo, en consonancia con Castells, señala que los mass
media son los instrumentos que más han contribuido a determinar el paso de nuestra

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sociedad moderna la postmoderna: sobre todo al ser causa determinante de la disolución de


los puntos de vista básicos de los grandes relatos.
Así pues, hemos de advertir que esta “sobredosis” de información fragmentaria, no
siempre tiene porqué conducir a un mayor enriquecimiento de los puntos de vistas y criterios
de análisis, ni a la conformación de una cultura más rica y plural, sino que puede conducir a
una mayor confusión y perplejidad, a una mera acumulación de perspectivas sin estructurar
en esquemas de pensamiento. (Pérez, 1997). Y es que las personas en este contexto
multiforme y fragmentado tenemos grandes dificultades para hacernos una representación
comprensible y crítica del mundo.
Provisionalidad y fugacidad: Al ser puesta en entredicha la razón como instrumento infalible
para encumbrar certezas y verdades absolutas, la postmodernidad asume otra característica:
la provisionalidad de los hallazgos del pensamiento. Todo lo que hoy es, alguna vez no ha
sido y probablemente en el futuro no será. No existen cosas permanentes, puntos invariables
(Fontán, 1996).
En este contexto, la rapidez, otra de las grandes características de nuestra sociedad,
ayudan a que el saber, el conocimiento y la información se hagan efímeros y volátiles. El
desarrollo espectacular de la ciencia y la tecnología hace que el conocimiento, la información
se produzcan de manera vertiginosa. De esta manera, la provisionalidad del conocimiento y
de la información es espectacular...debido a la celeridad con la que internet, la ciencia, la
tecnología, los medios de comunicación, producen y generan conocimiento e información. Y
es que la sociedad cambia de tal manera que continuamente desafía la verdad y la relevancia
del conocimiento, tomando constantemente por sorpresa hasta a las personas mejor
informadas. (Bauman, 2007).
En este contexto de provisionalidad, todos los ámbitos de la vida se ven envueltos por la
inestabilidad y la fugacidad: las cuestiones ideológicas, afectivas, sexuales, familiares,
culturales o políticas. Así por ejemplo, el contrato temporal y las Empresas de Trabajo
Temporal suplanta al contrato estable y a las instituciones permanentes; el periodo de
caducidad de las prendas de vestir cada vez se hace más fugaz; los porcentajes de divorcios
y separaciones nos hablan de relaciones matrimoniales cada vez menos estables, mientras
que los políticos ahora dicen una cosa y mañana te dicen otra, cambiando de principios o
políticas en razón de sus propios intereses de perpetuarse en el poder. El sujeto de la
postmodernidad no se aferra a nada, no tiene verdades absolutas y sus opiniones y modos de
vida son carne de cañón de modificaciones rápidas. Por eso, no es extraño, que esta
provisionalidad en la que nos sume la postmodernidad a veces provoque cierta indiferencia,
falta de identificación o compromiso con una forma de vida, ideal o relación. Inestabilidad que

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puede llevarnos a perder o hipotecar el sentido de nuestra existencia o al menos a tener


serias dificultades para otorgárselo.
En el enredo del escepticismo: Ya ninguna ideología política es capaz de entusiasmar a las
gentes, en la sociedad postmoderna no tienen cabida las grandes ideologías que actúen a
modo de ideario colectivo o proyecto histórico movilizador. Todas las instituciones, todos los
grandes valores y finalidades que organizaron las épocas pasadas se están vaciando
progresivamente de sustancia: una deserción que transforma a la sociedad en un organismo
abandonado. La familia, los sindicatos, la iglesia, los partidos, el Estado... ya no tienen
capacidad de liderazgo (Bauman, 2004), han dejado globalmente de funcionar como
principios absolutos y, en distintos grados, ya nadie cree en ellos, en ellos ya nadie invierte
nada.
Esta especie de nihilismo carece de tragedia, es un nihilismo “light”, es decir no se vive
como un suceso trágico, como algo que preocupe. Lipovetsky afirma al respecto: “Dios ha
muerto, las grandes finalidades se apagan, pero a nadie le importa un bledo. Esta es la alegre
novedad.” (Lipovetski, 1990, p. 36).
Sin embargo, el sistema funciona y no por inercia. El desencanto generado por el
escepticismo de la postmodernidad, es aprovechado por los “expertos”, los “técnicos” u otros
agentes que aprovechan este estado de abandono y desencanto que genera el escepticismo
para encargarse de inducir un sentido allí donde sólo reina el desierto de la apatía.
Así el individuo paga un precio al escepticismo. De este modo, se erigen las nuevas
religiones del siglo XXI, como el consumismo, la apariencia y la autocomplacencia (éstas
últimas como medios para activar el propio consumo) (Burbules y Torres, 2005). Así, van
emergiendo individuos vacíos y reciclables, que asumen y consumen la continua avalancha
de modelos, propuestos por la publicidad y los medios de comunicación.
Estos nuevos modelos de vida propuestos por el sistema de consumo se basan en la
exaltación de las formas, de las apariencias, de los envoltorios a costa de los significados, de
los contenidos, ya sea para ocultar la ausencia de los mismos o para camuflar la
superficialidad de los mensajes. La apariencia sustituye a la esencia.
Así, la persona actual queda en un estado de vulnerabilidad ante la fortaleza de los
estímulos generados por la cultura de la apariencia. El individuo queda inmerso en una
sociedad evanescente y consumista, en la que todo puede comprarse y venderse. Una
sociedad en la que el consumo es promovido a través de la exaltación del culto a la
apariencia y a la propia autocomplacencia. En efecto, el culto a la apariencia y a la propia
autocomplacencia son presentadas como vías para dar sentido a la propia existencia y como
fuente de felicidad. Sin embargo, cuanto más trata de invertirse y consumir en favor del Yo,

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como objeto de atención, culto y veneración, mayores son la incertidumbre, la ansiedad, la


insatisfacción y los interrogantes.
Narcisismo e Individualismo Vs Alteridad y Solidaridad: Como hemos dicho hasta
ahora vivimos sumidos en la fragmentación. La moral está hoy fragmentada, y tras la pérdida
de la fe en la verdad, desaparece el criterio sobre el que fundamentar la acción moral. Sin
esperar conseguir la unidad propia de un sistema filosófico, sólo se aspira a un saber
provisional, a buscar sólo consensos locales y circunstanciales, descartando la posibilidad de
alcanzar una interpretación válida, estable y universalizable de la realidad.
Efectivamente, al desintegrarse y fragmentarse, la razón, la historia, el pensamiento, la
ciencia... sólo quedan los valores y la moral, que desde la óptica postmoderna también “salta
hecha añicos”, dado que carecen de principios, referentes u orientaciones normativas de
sujeción. Nos encontramos pues, ante una pérdida de los grandes ideales, que explica la
preeminencia de actitudes éticas situacionistas y relativistas, en la que habrá tantas reglas
morales como realidades tenga cada uno. Hablamos pues de una moral de lo precario, que ya
no juzga a nadie por grandes valores absolutizables a cualquier situación. Hablamos de un
moral movida por propuestas concretas, formuladas tentativamente y que no tienen el afán de
reivindicarse en moral universal para toda la humanidad, pero que sin embargo sí dan una
respuesta específica y precisa a la situación concreta (Bauman, 2004).
Si sólo son las actitudes, sentimientos, o preferencias del ego los que orienten la acción,
y sólo son criterios puramente individualistas los que juzguen la misma, habrá tantas reglas
morales como necesidades individuales tenga cada uno.
En definitiva, en la postmodernidad, tras la pérdida de la fe en alcanzar una única
verdad moral mediante la razón se erigen dos grandes referentes morales que conforman
sendas opciones para convertirse en el eje sobre el que vertebrar la acción moral: Yo y el
Otro.
Tomados como únicos referentes pueden llegar a generar individualismo y Narcisismo
(en el caso del Yo) o dependencia en el caso de tomar exclusivamente el criterio del Otro
como referente desde el que tomar las decisiones.

C. LA PEDAGOGÍA EN LA POSTMODERNIDAD
Hegemonía y educación en la modernidad

La escuela de occidente hunde sus raíces en la pretensión ilustrada y moderna de


ofrecer un espacio objetivo y neutral de igualdad de oportunidades, donde todos los individuos
independientemente de sus peculiares condiciones de origen económico, social, cultural o

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sexual puedan acceder a la cultura pública universal. Esto conduce al diseño de una
institución pública, gratuita y obligatoria, que confía en la objetividad y asepsia de la
racionalidad moderna como criterio con el que demarcar qué contenidos, valores deben
formar parte de esa instrucción universal.
Sin embargo, la razón llega a convertirse en la modernidad en el nuevo tótem con el
que alzar significados culturales a la categoría de universales o absolutos. El racionalismo
absoluto de la modernidad, hace estragos en el sistema educativo. Así por ejemplo, el
delimitar o empaquetar en el currículum unos contenidos académicos dados como científicos
y universalmente valioso –pero paradójicamente completamente asignificativos para que el
individuo pueda interpretar su vivencia y experiencia cotidiana con la realidad−; la creación de
un currículum oficial y oficioso en el que se privilegian los significados o referentes culturales
de unas comunidades sobre los de otras; la proliferación de una prácticas profesionales
docentes en las que predomina la realización de acciones funcionariales, pero donde a los
docentes se les coarta la posibilidad de generar espacios y tiempos que hagan posible la
confrontación respetuosa y el enriquecimiento entre significados de distintas culturas, son, a
mi entender, algunos de los males que las desviaciones de la modernidad ha traído a la
institución escolar contemporánea. Son, sin duda, otras formas de utilizar el “dios razón” para
universalizar, adoctrinar, negar la subjetividad u obstaculizar el desarrollo de una escuela
capaz de albergar la diversidad, una escuela en la que “la subjetividad humana se pierde en
los mecanismos de la objetividad científica” (Vattimo, 1996, p. 36).
La escuela ha sido, y en ocasiones lo sigue siendo, un escenario de este uso desviado
de la racionalidad. Y es que, el modelo educativo de la modernidad, basado en la razón como
herramienta con la que descubrir la verdad absoluta, ha ido configurando y delimitando los
objetivos y contenidos que debían ser transmitidos en la escuela. En estas escuelas, los
alumnos tienden a asimilar las verdades y contenidos que les son transmitidas. Dichas
verdades, por un lado, en su mayoría resultan asignificativas e inservibles para que el
alumnado las conecte y le sirvan para interpretar racional y críticamente sus experiencias y
realidades cotidianas; y por otro lado, dichas verdades suelen mostrar una visión sesgada y
parcial de la realidad, que sin embargo, habitualmente se suele presentar como verdades
fundamentales para la vida que no dejan lugar a otros saberes (Esteve y Vera, 2001).
Mucho tiempo hemos pensado que la esencia del aprender residía en aquello que se
trasmitía: un contenido objetivo, formalizado, que se debía transmitir con autoridad y
neutralidad. En la modernidad, ésta es la imagen tradicional del aprender. Lo que se da a
aprender, en la modernidad, es un saber atrapado con autoridad y transmitido con
neutralidad, un saber por el que el aprendiz transita ordenadamente sin ser atravesado por la

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aguda flecha de la palabra del libro que se lee. Es un saber que ya no ‘sabe’, porque a nada
‘sabe’ en realidad. Un saber sin ‘sabor’. (Bárcena y Mèlich, 2000, p. 153).
Esta desubstanciación del saber está provocada por la concepción instrumental y
tecnócrata de la racionalidad (Deleuze y Guattari, 2001) y además termina arrojando a los
maestros al rol de técnicos. Como afirma Labarre (1992) el problema con esta perspectiva es
que promociona un modelo tecnocrático de la enseñanza y tiende a ocultar el contenido ético
de los problemas instructivos. De esta forma, los maestros y educadores quedan relegados a
utilizar sus capacidades mentales y racionales para transmitir los objetivos y contenidos que
“les vienen desde arriba”: (administración, editoriales o expertos) sin poner en tela de juicio el
sentido y la función que tienen y van a desempeñar dichos objetivos y contenidos.
Aunque afirmamos contar con una educación democrática, la realidad es muy diferente:
tenemos un modelo educativo colonial, muy elaborado, y diseñado fundamentalmente para
formar a los maestros con métodos que devalúan la dimensión intelectual de la enseñanza. El
objetivo principal de este modelo colonial es continuar discapacitando a los maestros y
estudiantes, de forma que caminen irreflexivamente a través de un laberinto de
procedimientos y técnicas. (Chomsky, 2001, p. 10).
Efectivamente, los profesionales de la educación corremos el riesgo de no ser muy
conscientes del ‘funcionarismo’ en el que podemos vernos abocados, del abandono
negligente de nuestros derechos y deberes democráticos, de no ejercer nuestra capacidad de
racionalidad crítica, a partir de la cual discernir y reflexionar sobre el modelo de sociedad y de
persona que estamos contribuyendo a construir.
El técnico no investiga, no descubre leyes científicas sino que aprende las derivaciones
normativas que hace el ingeniero, incorpora las rutinas, las recetas, las reglas de intervención
y las aplica a la práctica. El maestro que se concibe como un simple técnico no tiene que
acceder al conocimiento científico, sino simplemente a las derivaciones prácticas del mismo,
asimilando sus características y desarrollando las capacidades y habilidades requeridas para
ponerlas en práctica. Como lógica consecuencia de este enfoque se deteriora la
consideración social del maestro, subordinado al científico (Pérez Gómez, 1993, p. 11).
Cuando el maestro y el educador quedan postergados al rol de técnico, que utiliza su
pensamiento exclusivamente para poner en marcha los medios oportunos que permitan
alcanzar unos fines ya preestablecidos por otros, el potencial re-creativo que tiene el
profesional de la educación queda inmolada. La situación resulta aún más gravosa, si
pensamos que de este modo no sólo es el maestro o el educador individualmente los que
pierden capacidad de re-creación, sino que es la misma sociedad, a través de sus

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representantes, los trabajadores responsables de la educación, la que pierde control


democráticos de las instituciones.
En este sentido, la función educativa de la escuela exige la suficiente independencia
intelectual tanto por parte del profesorado como del alumnado para mantener una actitud
crítica ante los influjos socializadores, así como para poder resistir y recrear cuando resulten
necesarios los significados e ideas impuestas por la mayoría de la sociedad.

Fragmentación, caos y educación postmoderna


Los excesos de la modernidad desembocaron en una racionalidad fundamentalista.
Esto ha hecho que la postmodernidad desconfíe de que la razón pueda legitimar una única
visión o interpretación de la realidad. La heterogeneidad y cantidad de planteamientos ante un
único pensamiento totalizador es uno de los logros de la crítica que se ha realizado desde los
planteamientos postmodernistas a la modernidad racionalizadora. Así pues, en la sociedad
postmodernista nos encontramos antes una avalancha de informaciones y significados que
por su cantidad y diversidad hemos de considerarla en sí misma enriquecedora.
Sin embargo, la alternativa ante un racionalismo uniformizador, en forma de
sobreinformación caótica y anárquica, no puede calificarse como una alternativa a seguir sin
más. “Cuanto más amplio y abierto es el horizonte, más expectativas y posibilidades se abren
al conocimiento, al intercambio y a la acción, pero al mismo tiempo mayor es la indefinición,
desorganización y caos del perfil que presenta la realidad actual”. (Pérez Gómez, 1998, p.
130) En efecto, la pluralidad y saturación de información, unidas al síndrome de la
impaciencia (Bauman, 2007) que padece nuestra sociedad actual, no dejan espacio ni tiempo
para la reflexión personal y compartida, para pasar de la información al conocimiento. La
información “pasa a ser conocimiento cuando tienen un sentido para quien lo adquiere; lo cual
significa que ilumina algo nuevo, lo hace de otra forma o con un tipo de comprensión más
profunda, lo que ya se conoce por experiencia previas. Es decir, se precisa engarzar la
información proporcionada con la previamente existente, contextualizándola subjetivamente”.
(Gimeno, 2001, p. 220).
En este aspecto, es donde creo que reside el papel fundamental de la educación. Y es
que las instituciones educativas, lejos de competir en la era de las nuevas tecnologías con
otros agentes de difusión y propalación de información mucho más potentes, ha de
caracterizarse fundamentalmente por ser agentes que ayuden a los educandos a dar sentido,
interpretar, contextualizar y criticar dicha información, más que ser primordialmente
transmisores de información. Y es que los procesos de transmisión de información por sí
mismos no se caracterizan por su componente crítico. En efecto, la esencia del proceso de

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aprendizaje no radica en la mera transmisión y reproducción de conocimientos estáticos e


irrefutables, sino más bien, la capacidad de transitar y traspasar dichos contenidos
(confrontarlos, reflexionarlos, aceptarlos, rechazarlos o recrearlos...).
Los significados culturales que se trabajan en la escuela, son contenidos que deben ser
reflexionados, no deben ser unos dogmas que se tengan que respetar escrupulosamente –
como si actuaran a modo de prisión para profesores y alumnos–, pero tampoco deben
convertirse en una avalancha de conocimiento que genere caos, desconcierto, perplejidad y
sensación de desorientación. Por eso, es necesario provocar la reconstrucción del
conocimiento. Que el educando reconstruya, de modo relativamente autónomo, el
conocimiento que le es dado. Un conocimiento que bien sea ofrecido en forma de
conocimiento objetivo y verdad revelada, o bien sea ofrecido como catarata de información
fragmentada que nos inunda por su diversidad y abundancia, debe ser reinterpretado,
reconstruido y organizado de manera crítica por parte del propio educando.

Pluralidad y educación para la diversidad


En conexión con el hecho de la fragmentación del que hasta ahora hemos estado
hablando, el saber postmoderno afina nuestra sensibilidad ante las diferencias y el pluralismo.
Este hecho pensamos que ha traído algunas consecuencias positivas a la escuela. Así
la cultura postmoderna ha roto con las “recetas” y las “intervenciones universales” para todo
contexto educativo por las que la modernidad apostaba. De ésta manera desechados los
moldes, la postmodernidad se abre a una cultura plural, en la que la escuela ha de dar
respuesta a una realidad multicultural y con fuertes desigualdades sociales. Ya no es
suficiente con hacer universalizable y accesible la educación para todos, sino que la
educación debe atender a la diversidad para ofrecer igualdad de oportunidades. Por eso, la
tendencia que nos trae la postmodernidad a la escuela es la de apostar por la Atención a la
Diversidad; por hacer flexibles y adaptables las estrategias de aprendizaje a las
características de los educandos; por acercar el conocimiento a sus intereses y necesidades;
por considerar cada aula –incluso dentro del mismo centro– como un lugar idiosincrásico y
ecológico de aprendizaje. Por lo tanto, ha sido en este contexto postmoderno, donde la
escuela ha recibido su empuje final. Este proceso ha resultado positivo para la escuela por
cuanto ha propiciado que no se de por hecho que a todos los alumnos haya que ofrecerle una
única respuesta, es decir se vea la necesidad de atender a la diversidad.
Todo esto creemos que contribuye notablemente a reducir las desigualdades sociales,
culturales,... siempre y cuando se pacten unos mínimos educativos que garanticen la no

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generación de mayores desigualdades, es decir siempre que la Atención a la Diversidad sea


compaginada con la Comprensividad. Así pues hay que apostar para que desde la escuela se
compagine la atención a la diversidad con la comprensividad. Es necesario combinar lo
universal con lo particular; lo común con lo particular; un currículo que fortalezca lo común, lo
propio que nos une como ciudadanos iguales, con otro que, específicamente atienda a las
diferencias y respete la libertad; el proyecto de la modernidad –ilustrar a la población con los
mismos conocimientos para aumentar los niveles de igualdad y su emancipación– con las
correcciones y consideraciones que el pensamiento postmoderno, que cuestiona con acierto
algunos de los excesos de la modernidad, así como buena parte de sus carencias.

Relativismo, ética y educación para la convivencia


La escuela obligatoria que, como ya hemos visto, nace como una institución
primordialmente moderna, y cuya función inicial es la transmisión y universalización de una
serie de conocimientos, parece que pierde una de sus grandes razones de ser en la sociedad
de la información. De igual manera, en la heterogénea y fragmentada sociedad postmoderna
en la que no es posible un único referente conceptual, ético, epistemológico, parece que la
escuela ha perdido el norte y por ello vive en unos momentos de desconcierto.
De esto, tenemos noticias todos los días, cuando los grandes problemas surgidos de la
diversidad que aglutina la escuela, generan conflictos, problemas de comunicación educador-
educando, e incluso violencia... que hace levantar las voces de la sociedad hacia la escuela.
La escuela moderna, que tradicionalmente ha ejercido su función desde una monocromática
ética de principios y verdades absolutas, no puede encontrar respuestas a conflictos
derivados de la diversidad que aglutina.
La salida a esta situación, no parece consistir, como se propone desde ciertos
paradigmas epistemológicos y éticos, en re-conquistar una sociedad y una escuela con
grandes valores, universalmente aceptados, que sustenten un modelo educativo que de
nuevo instruya a los alumnos en dichos valores considerados absolutos y universales. La
heterogeneidad y multiculturalidad que caracterizan nuestras sociedades industrializadas, y
que cada vez más lo hará en una sociedad globalizada que evoluciona a un ritmo vertiginoso
(Burbules y Torres, 2005), nos ha de impulsar a la búsqueda, no tanto de una ética que se
base en principios estáticos, sino hacia una ética basada en unos procedimientos, que
posibiliten el dinamismo y la interacción entre la diversidad y relatividad de principios y
valores.
Procedimientos que faciliten el diálogo para entender los presupuestos ajenos y
contrastar las propias elaboraciones, detectar y enfrentar las contradicciones, distorsiones y

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malentendidos que aparecen inevitablemente en los procesos de comunicación intra e


intercultural. (Pérez, 1998).
Esta ética no suprime el conflicto de valores, sino que permite el diálogo, la
comprensión y la tolerancia de la pluralidad. Esta ética facilita el contraste de pareceres y de
experiencias entre los individuos y las culturas, aunque “no garantiza el éxito de dichas
negociaciones; incluso podría hacerlas más difíciles y agregar algunos obstáculos en el
camino” (Bauman, 2004, p. 43). Desde esta ética es necesario mantener el compromiso
socrático con el libre intercambio de opiniones, con el compromiso platónico de la posibilidad
de un acuerdo universal –una posibilidad asegurada por doctrinas epistemológicas como la
teoría platónica de la reminiscencia, o la kantiana de la relación entre conceptos puros y
empíricos. (Rorty, 1996)
Para generar un contexto que favorezca un debate colectivo enriquecedor, hay que
ofrecer la oportunidad de que nuestros alumnos vivan la experiencia del “otro”. Y es que
desde el desconocimiento y el anonimato, el otro se encuentra más allá del espacio social
desde el que se puede generar la moral (Bauman, 2004). Por ello, es importante propiciar en
el alumnado encuentros con los otros, experimentando que podemos comunicar y ser
comunicados, enriquecer y ser enriquecidos. Pero sin duda esto es importante que lo
asumamos todos los miembros de la comunidad educativa.
Así, es necesario que todos, sujetos y comunidades, seamos capaces de
descentrarnos, de extrañarnos, de mirar al “otro” que hay en “mí” o como expone Machado en
Proverbios y Cantares III: “Busca en tu espejo al otro, al otro que va contigo”. Fomentar
actitudes de acercamiento y co-responsabilidad desde la “otredad” y la “mismidad”. Actitudes
que deben impregnar desde el diseño de las programaciones y proyectos más formales, hasta
todos nuestros pequeños, y a primera vista insignificantes, actos, actitudes, hábitos, lenguaje,
costumbre de trabajo en el aula y en el centro.
La cultura de la colaboración tiene dos aspectos fundamentales que se implican
mutuamente en todo proceso educativo: por un lado el contraste cognitivo, el debate
intelectual que provoca la descentración y la apertura de la diversidad; por otro el clima
afectivo de confianza que permite la apertura del individuo a experiencias alternativas, la
adopción de riesgos y el desprendimiento personal sin la amenaza del ridículo, la explotación,
la devaluación de la propia imagen o la discriminación. (Pérez, 1998, p. 172).
Efectivamente, para que todos los miembros de la comunidad educativa participen
realmente en la construcción y desarrollo de un proyecto común es necesario crear nuevos
espacios y ámbitos de relación de padres, profesores y alumnos. Espacios en los que el clima
de confianza y respeto mutuo ayude a poner en crisis los propios esquemas, ideas y valores.

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Referencias bibliográficas
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- Pedagogía, num. 241. pp. 527 – 537.
- Bauman, Z. (2007). Los retos de la educación en la modernidad líquida. Barcelona:
Gedisa.
- Chomsky, N. (2001). La deseducación. Barcelona: Gedisa.
- Deleuze Y Guattari, (2001). ¿Qué es la filosofía? Barcelona: Anagrama.
- Derrida, (1995). Dar (el) tiempo. Barcelona: Paidós.
- Esteve, J.M. Y Vera, J. (2001). Un examen a la cultura escolar. Barcelona: Octaedro.
- Finkielkraut, A. (1987). La derrota del pensamiento. Barcelona: Anagrama.
- Foucault, (1984). Hermeneútica del sujeto. Madrid: La Piqueta.
- Gimeno Sacristán, J. (2001). Educar y convivir en la cultura global. Madrid: Morata.
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- Giroux, (1991). Postmodernism, Feminism and Cultural Politics. New York: Rethinking
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- Levinas, E. (1987). De otro modo que ser, o más allá de la esencia. Salamanca: Sígueme.
- Lyotard, J.F. (1989). La condición postoderna. Madrid: Cátedra.
- Lipovetski, G. (1990). La era del vacío. Barcelona: Anagrama.
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- Pérez Gómez, A.I. (1994). “La cultura escolar en la sociedad postmoderna”. Rev.
Cuadernos de Pedagogía, nº 225, pp. 80-85.
- Pérez Gómez, A.I. (1998). La cultura escolar en la sociedad neoliberal. Madrid: Morata.
- Rorty, R. (1996). Objetividad, Relativismo y Verdad. Barcelona: Paidós.
- Vattimo, G. (1991). Ética de la interpretación. Barcelona: Paidós.
- Vattimo, G. (1996). El fin de la modernidad. Nihilismo y hermenéutica en la cultura.

4. ESCUELA Y POSMODERNIDAD: ANÁLISIS POSESTRUCTURALISTA


DESDE LA PSICOLOGÍA SOCIAL DE LA EDUCACIÓN
María de la Villa Moral Jiménez

A. DIAGNOSIS DE LA ESCUELA CONTEMPORÁNEA


La escuela, en una sociedad posmoderna, sigue siendo una institución moderna,
trasmisora de la tradición y agente de poder. Sus métodos disciplinares y de instrucción
persiguen el fin último de la autodisciplina. Sus mecanismos sancionadores están diseñados
para provocar la autorregulación. Su transmisión de conocimientos lleva implícito el poder de
convencernos de su verdad. Los actos de poder disciplinario persiguen el autocontrol como
acción autorreguladora.
El fomento del aprendizaje individualista en detrimento de la cooperación nos hace
seres responsables de nuestro rendimiento, y mientras se personaliza el fracaso, el éxito
parece atribuirse a los propios principios de enseñanza, como en una suerte de sesgo de
autoservicio de la institución. Sus jerarquías rígidas se imponen, interiorizándose, como signo

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inequívoco de la estratificación y el poder. La utilización interesada de determinados


procedimientos nos lleva al acostumbramiento, lo que deriva en la cronicidad de un sistema
que, sin embargo, se fortalece en la agonía.
El hiato entre la escuela como institución moderna y la condición posmoderna se
acrecienta con cada sucesión de cuestionamientos que no encuentran reflejo en la primera y
con cada reafirmación de conocimientos, procedimientos, valores, métodos y fines que no
hallan correspondencia entre aquellos que se cuestionan en la condición posmoderna. La
escuela debe proceder a resolver ciertas paradojas ocasionadas por el inmovilismo ante el
cambio acelerado de las condiciones de la posmodernidad. Se evidencia el carácter
anacrónico de la escolarización, si bien puede que el revestimiento posmoderno no encubra
sino estructuras tradicionales de un edificio escolar, tanto en sentido literal como figurado, que
durante décadas ha estado, y continúa estando, en permanente crisis, pero cuyo andamiaje
está sólidamente establecido por la propia fuerza de penetración de la modernidad y por el
acto de legitimación y recreación, en nosotros, de lo acostumbrado.
En el último tiempo, la fe en el programa y el proceder modernista de la educación se
han visto erosionados por la anticipación de crisis diversas, cuestionándose las creencias
sobre la verdad, la razón, la igualdad, el conocimiento, la autoridad, el poder y el propio
discurso.
Se hace cada vez más evidente la necesidad de reevaluar el principio modernista de
que el progreso social puede alcanzarse desarrollando de modo sistemático la comprensión
científica y tecnológica para aplicarlas a la vida social y económica. Basta citar la falta de
correspondencia esperable, de acuerdo a estos presupuestos, entre el progreso a ese nivel y
la mejora de las relaciones humanas y del bienestar psicosocial, que más bien han devenido
en desórdenes personales y sociales.
Los presupuestos desde los que la escuela, como institución moderna por excelencia,
ha de ser centro del saber, agente de la formación personal, constructora de valores,
promotora de igualdad, de una sociedad más pacífica y lugar de preparación para el trabajo,
contrastan con la inadecuación de los objetivos propuestos en una institución inserta en una
sociedad donde las funciones que se le demandan ya son otras. El problema estriba en la
disparidad de criterios, mediante lo que se aumenta el hiato entre ambas, escuela y sociedad.
A lo anterior se une la tendencia a anticipar el fin de la infancia, como si el ocaso de la
modernidad supusiera, entre otros ocasos, el de la pedagogización de la niñez escolarizada.
La fuerza de la posadolescencia como condición posmoderna refuerza, siquiera por decreto,
como acto de reclutamiento forzoso, la vigencia de una institución moderna que convierte en

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sujetos de instrucción a unos individuos que ya son definidos desde otras coordenadas
psicosociológicas.
Dada la constatación de transformaciones socioeconómicas operadas, se deposita en la
escuela la necesidad de adaptarse a ciertos cambios que se operativizan en la solicitud de
diversificación de sus funciones, flexibilización de las prácticas docentes, potenciación de los
recursos psicosociológicos del aula y mayor sintonización de valores priorizados en el ámbito
académico y a nivel social. En este sentido, se van imponiendo nuevos órdenes
socioeducativos, ya sea en los sistemas de instrucción-aprendizaje, la gobernabilidad escolar
o en propuestas de currículum multicultural en los escenarios educativos. En consecuencia,
se abunda en la necesidad de volver a pensar la educación y sus funciones.
En suma, los escenarios e intérpretes de la praxis psicopedagógica y de las
interacciones formales e informales han de adaptarse a la nueva idiosincrasia de la educación
contemporánea y al ritmo entrópico de cambio de las últimas décadas.

B. ANÁLISIS POSESTRUCTURALISTA DE LA EDUCACIÓN


Los términos escuela, educación obligatoria y posmodernidad, así como los significados
socioconstruidos que proyectan los mismos, se reinterpretan social y colectivamente. El
producto escuela es uno de los agentes de control social más potentes que existe, no solo por
su sutil modo de inoculación, sino, fundamentalmente, porque se inscribe entre los pocos que
son de carácter obligatorio. A su vez, el producto de las condiciones posmodernas, como algo
más que mera disquisición terminológica, se vive, no solo se teoriza sobre él. Como términos,
inseparables de la realidad «real», se debe convenir en que, si bien la andadura del primer
término educación es amplia, la del segundo es incipiente e incluso algunos se cuestionan la
pertinencia de su uso y su propia existencia Por su parte, la razón de ser –en el doble sentido
de facultad o capacidad de conocer y como principio de explicación y cuestionamiento de las
realidades, del ser, del devenir y del actuar– de la posmodernidad como condición social, no
procede de la negación de las consecuencias a múltiples niveles de la razón iluminista, sino
del poder de los cuestionamientos que desenmascaran discursos a los que la fuerza de la
costumbre nos hace asumir como reglas del juego.
En esta aportación psicosociológica a la educación, en las condiciones posmodernas
contemporáneas, se conviene en la necesidad de abordar tales circunstancias como propias
de un estado de organización social que se puede investigar sociológicamente, con lo que el
mero término lingüístico designa y construye significados sociales.
El lenguaje crea realidades, las realidades se adoptan como verdades y las verdades de
las instituciones del conocimiento son poderes fácticos. La simpleza de lo anterior es

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recubierta por una compleja red de interrelaciones, soterradas bajo la acción de mecanismos
distractores que entorpecen nuestra comprehensión. Cualquier realidad es el producto de un
entramado de influencias y representaciones.
Por su parte, la verdad de las palabras es una mera abstracción de intuiciones diversas
que se reifica socialmente. La propia naturaleza del lenguaje, la discursividad de lo social se
redefine desde posturas denominadas posestructuralistas, de acuerdo con Ogiba (1997).
Precisamente, Foucault llamaba la atención sobre el papel ejercido por el lenguaje, que
parece actuar como un elemento de constitución de la realidad, y estar implicado en, al mismo
tiempo que ejerce, las relaciones de poder.
En este sentido, el discurso sobre la educación, y el propio discurso sobre la
posmodernidad, están contribuyendo a la conformación de una serie de epistemes, o
categorías reificantes de definición de la realidad social, la que se convertirá en tal a partir de
su acto de nombrar esa realidad, al tiempo que la constituyen. El lenguaje es un instrumento
de acción y no solo de etiquetaje.
Resulta curioso pretender cuestionar nuestra sociedad sin pensar en los límites que nos
impone la misma lengua mediante la cual pretendemos poner en duda el sistema establecido,
como nos advirtió agudamente Roland Barthes.
El término educación, como algo más que un constructo sociolingüístico, es un
fenómeno en el sentido anteriormente aludido, artefacto1, que actúa como agente
socializador y mecanismo transmisor de poderes –autocontrol, interiorización, aprendizaje
individualista, autoexigencias, conciencia, libertad y saber a través del conocimiento, etc.–,
que se convierten en mecanismos eficaces de inoculación de poderes y verdades difíciles de
desacreditar.
En definitiva, todos construimos posiciones políticas e ideológicas desde las que hablar,
ya sea sobre educación, adolescencia, sociedad, etc. De ahí que el reconocimiento de la
naturaleza política de la educación resulta insoslayable. El conocimiento y el poder se
interrelacionan para reafirmar la diferencia e inquirirla, de acuerdo con la argumentación de un
crítico de la educación tradicional como Giroux. La pedagogía, para este autor, es una
tecnología del poder por el lenguaje y la práctica que produce y va legitimando formas
diversas de regulación ideológica, moral y política mediante todo lo cual se ofrecen visiones
particulares de sí mismos, y del mundo. En consecuencia, el desarrollo crítico de un lenguaje
público mediante el que se abandonen formas activas de prácticas pedagógicas que dificulten
a los alumnos tomar conciencia de la opresión institucional y cotidiana a la que se ven
sometidos por las mismas, amparadas en la fuerza de la tradición y eficaces en la

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consecución de sus objetivos disciplinarios, es una tarea prioritaria en cualquier proyecto que
pretenda oxigenar dichas prácticas.
Por tanto, los términos escuela y posmodernidad han de ser analizados no sólo como
constructos sociolingüísticos, de los que de hecho se derivan consecuencias, sino como
realidades socioconstruidas.

5. EL QUIEBRE DE LA ESCUELA MODERNA. De la promesa de futuro a la


contención social
Sebastián Giménez

Rev. CONTEXTOS DE EDUCACIÓN

Introducción

Estamos concurriendo a un verdadero quiebre de la escuela moderna. En los barrios


pobres, dicho fenómeno es quizás más notorio. La escuela no parece ya garantizar las
promesas de progreso, inserción y movilidad social que fueran su característica durante
mucho tiempo. La implosión de la exclusión social hacia la década del 90 en Argentina hizo
que el futuro posible se convirtiera en incógnita, incertidumbre. Y la escuela pasa a funcionar
en muchas ocasiones como un dique de contención social de los desplazados, de los
excluidos.

Escuela, modernidad, capitalismo


La escuela se origina como una institución de la modernidad y su promesa de progreso
indefinido asociado a la ciencia. En la Argentina aparece fuertemente ligada a la fundación del
Estado Nacional. Testigo de ello es la ley 1420 del año 1884 de educación laica y obligatoria,
en tiempos en que se comenzó a consolidar el Estado argentino una vez que se impusieron
las clases dominantes sobre los sectores postergados y autóctonos de entonces: el gaucho,
el orillero y el indio.
Es imposible concebir a la escuela sin el capitalismo. La escuela nace para formar a la
mano de obra. Su mismo modo de funcionamiento lo atestigua: momentos de trabajo y ocio
claramente pautados; acceso al conocimiento graduado; organización rígida del horario
escolar. De hecho, una de las funciones de la escuela moderna es el disciplinamiento. Para
Michel Foucault, “…la disciplina fabrica cuerpos sometidos y ejercitados, cuerpos ‘dóciles’:
aumenta las fuerzas del cuerpo (en términos económicos de utilidad) y disminuye esas
mismas fuerzas (en términos políticos de obediencia)…” (Foucault, 2003: 83).

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La escuela ejercita la disciplina y un principio básico que sostiene es la jerarquía. El


docente, el directivo ordena y el alumno obedece, se somete a esa autoridad.
En nuestro país, el instaurador por excelencia del modelo de escuela moderna fue
Domingo Faustino Sarmiento. Sobre la instrucción pública, sostuvo “…que tiene por objeto
preparar las nuevas generaciones en masa para el uso de la inteligencia individual, por el
conocimiento aunque rudimental de las ciencias y hechos necesarios para formar la razón. Es
una institución puramente moderna...” (Sarmiento, 1849: 13).
El país abrió las puertas a la inmigración. Fue muy recordada en este sentido la frase de
Juan Bautista Alberdi de que gobernar es poblar.
Los rituales escolares, los contenidos de enseñanza, los programas fueron pensados
como forma de construir los vínculos de un sentimiento y formación de la Nación, importante
para que la Argentina se insertara como Estado Nacional en el capitalismo mundial.
La escuela, a nivel social, fue portadora para el individuo de la civilización, de la
promesa de progreso. El alumno debía esforzarse, disciplinarse para alcanzar la educación,
que posibilitó la inserción de los inmigrantes y fue una llave para la movilidad social durante
mucho tiempo.

El quiebre
“La única certeza es la incertidumbre”
Zygmunt Bauman

Mientras el capitalismo necesitó trabajadores, el rol de la escuela no sufriría alteraciones


ni interpelaciones de gran significación. El modelo de escuela moderna en Argentina siguió
relativamente impoluto hasta el advenimiento de la exclusión social, fenómeno que alcanzó a
vastos sectores de la población sobre todo a partir de la década de 1990. Acá es pertinente
aclarar que hablo de quiebre porque numerosos elementos de la escuela moderna persisten,
no son sólo un resabio del pasado sino que sobreviven en la actualidad. La escuela moderna
se ve desbordada, quebrada, pero sigue permaneciendo de muchas formas, no es solo la
nostalgia de una etapa superada.
El papel social de la escuela como institución moderna se va agrietando a medida que
va quedando claro que el capitalismo para reproducir su ganancia precisa cada vez menos
del trabajo humano, como sostiene José Paulo Netto (Netto, 2002).
Sin necesitar trabajadores el capitalismo, no tendría sentido disciplinar, reproducir
cuerpos dóciles y aprovechables económicamente.
El capitalismo ya no necesita disciplinar. Sin necesitar de trabajadores, los excluidos (en
algunos casos el apartamiento lleva dos generaciones) no se apropian entonces del

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significado moderno del valor de la escuela. Porque la escuela dejó de vincularse con el
mundo del trabajo que no se les presenta como posible. Son excluidos sociales, o tomando el
término de Robert Castel, desafiliados (Castel, 1997). Son desafiliados los padres como los
hijos que concurren a la escuela. En estrecha ligazón con esto, la escuela pasa a
desempeñar un rol de contenedora de la situación social. Testigo de esto son la proliferación
de comedores escolares en los barrios más pobres. En la política de tierra arrasada que
significó el neoliberalismo, la escuela sobrevivió como un dique de contención, al igual que los
centros de salud y los hospitales de los barrios humildes. Como es lógico, hay un desborde tal
de problemas y tan precarios recursos, que las escuelas y las otras instituciones estatales o
comunitarias se ven ampliamente desbordadas. Si socialmente se conserva el derecho a la
educación, en la realidad el capitalismo parece precisar de la escuela sólo la contención
social que brinda.
La escuela no puede sostener con la certidumbre de antes la promesa moderna de un
futuro mejor, lo que ofrece ahora es un lugar donde el niño va a estar mejor que en su casa.
Muchas veces se ven casos de chicos que enfrentan situaciones sociales muy adversas, y es
mejor que el niño concurra a la escuela (si es posible, en jornada completa) a que esté en su
casa o solo por la calle, incluso trabajando. Después, si aprende algo mejor.
La función disciplinar de la escuela pierde terreno frente a la función contenedora. Es
notable también ver cómo en los barrios humildes no se demanda en general más que esto.
Es muy común encontrar a padres disconformes con el maestro porque un niño le pegó a otro
y prácticamente nunca se observa alguna inquietud pedagógica, de por qué no enseña
división, multiplicación, la mar en coche. La escuela parece asemejarse a la guardería, el
maestro al cuidador.
Pero es fundamental apuntar que, si en muchas situaciones la escuela dejó de ser una
promesa de progreso, sí se puede advertir que su estructura formal (reglamentos,
organización escolar, jerarquía) no ha abandonado por lo menos totalmente los principios que
rigieron la educación moderna. Y aquí comienza a interactuar conflictivamente el ideal
moderno que aún persiste en la escuela en nombre de una promesa ya no tan fácil de
cumplir, y el desenvolvimiento concreto como contenedora y mejor lugar para el ahora, para la
coyuntura. Porque la escuela se ha transformado quizás en eso, en una perpetua coyuntura
con poca planificación o visión de futuro. Es un sitio mejor que la calle y a veces poco más
que eso y no por responsabilidad docente precisamente sino por ser la trinchera, el dique de
contención de la situación social.

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El esfuerzo descomunal consiste, al fin y al cabo, en conservar el mínimo orden, la


disciplina escolar porque de lo contrario no habría directamente institución y la escuela se
convertiría sólo en una guardería.
Alguien tiene que rehacer el orden perdido, las certidumbres que naufragaron, recobrar
el control que parece perderse porque la escuela está desbordada, la dejaron en tierra
arrasada y bajo el solo arbitrio de sus escasos recursos. Y surge entonces, como uno de las
escasas posibilidades dentro de los recursos del sistema educativo, la demanda de
intervención a los equipos externos.
El equipo externo es convocado por distintas problemáticas. Las más comunes son
“…fracaso escolar, repitencia, deserción, minoridad en riesgo, problemas de convivencia y
crisis socio-institucionales, alumnos con necesidades educativas especiales, violencia y
adicciones…” (Portal GCBA, 2012).
La escuela pide la intervención del equipo externo en muchas ocasiones con la
esperanza de que pueda recobrar el orden que se rompió. Se busca volver a recuperar la
certidumbre, la previsibilidad de la que la escuela moderna fue fundante. Si hay un problema
en el niño, que se trate lo patológico, brindando un diagnóstico y un tratamiento. Si hay una
enfermedad, una patología, hay un remedio. Y quien debe proveerlo o recetar la solución es
el equipo externo, o en su defecto aplicar las medidas tendientes al mejoramiento de la
situación del niño en la escuela, como la derivación a tratamientos de diferente tipo
(psicológicos, psicopedagógicos) o su egreso a otra institución escolar de ser necesario.
Es notable aquí observar la ansiedad del personal docente y directivo por encontrar un
diagnóstico. Y al respecto, es útil preguntarnos como profesionales qué nos produce el niño
que no nos devuelve el espejo de lo que somos. El niño con problemas de aprendizaje o de
comportamiento parece desmentir nuestra pretendida capacidad de enseñar. El diagnóstico
tranquiliza, absuelve la responsabilidad docente, centra la explicación de los resultados en el
propio niño. El diagnóstico recupera el equilibrio, la previsibilidad de la escuela moderna.
Pero es necesario, y es algo que habitualmente se descuida, que primen las
necesidades del niño, su derecho a recibir la educación que merece de acuerdo a sus
características y posibilidades.
Pero es muy difícil encarar en la actualidad proyectos centrados en las posibilidades de
los niños, en la efectivización de sus derechos. Por la política de tierra arrasada del
neoliberalismo que llevará mucho tiempo remontar, por la escasez de docentes y la falta de
profesionales en los equipos externos. Y, como en el hospital, todos los agentes educativos
(docentes, directivos, equipos externos) nos vemos enfrentados a una situación que nos
excede tanto que sólo atinamos a resolver los problemas más importantes de la coyuntura.

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Como la guardia de un hospital, atendemos solo las emergencias. Estamos atrapados por la
coyuntura y no planificamos el futuro.
Bibliografía
- Castel, R. (1997) La metamorfosis de la cuestión social. Buenos Aires: Ed. Paidós.
- Forrester, V. (1997) El horror económico. Buenos Aires: Ed. Fondo de Cultura Económica.
- Foucault, M. (2003) Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión. Buenos Aires: Siglo XXI
Editores.
- Hernández Arregui, J.J. (1973) ¿Qué es el ser nacional? Buenos Aires: Editorial Plus
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- Netto, J. P. (2002) “Reflexiones en torno a la cuestión social”. En: Varios Autores. Nuevos
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- Sarmiento, D. (1849) De la educación popular. Santiago de Chile: Imprenta de Julio Belín.

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