Textos Realismo
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1.-La moza tenía pañuelo azul claro por la cabeza y un mantón sobre los hombros, y en el
momento de ver al Delfín1, se infló con él, quiero decir, que hizo ese característico arqueo de
brazos y alzamiento de hombros con que las madrileñas del pueblo se agasajan dentro del
mantón, movimiento que les da cierta semejanza con una gallina que esponja su plumaje y se
ahueca para volver luego a su volumen natural.
Juanito no pecaba de corto, y al ver a la chica y observar lo linda que era y lo bien calzada que
estaba, diéronle ganas de tomarse confianzas con ella.
–¿Vive aquí –le preguntó– el señor de Estupiñá?
–¿Don Plácido?… en lo más último de arriba –contestó la joven, dando algunos pasos hacia
fuera.
Y Juanito pensó: «Tú sales para que te vea el pie. Buena bota»… Pensando esto, advirtió que la
muchacha sacaba del mantón una mano con mitón (2) encarnado y que se la llevaba a la boca.
La confianza se desbordaba del pecho del joven Santa Cruz, y no pudo menos de decir:
–¿Qué come usted, criatura?
–¿No lo ve usted? –replicó mostrándoselo–. Un huevo.
–¡Un huevo crudo!
Con mucho donaire, la muchacha se llevó a la boca por segunda vez el huevo roto y se atizó
otro sorbo.
–No sé cómo puede usted comer esas babas crudas –dijo Santa Cruz, no hallando mejor modo
de trabar conversación.
–Mejor que guisadas. ¿Quiere usted? –replicó ella ofreciendo al Delfín lo que en el cascarón
quedaba.
Por entre los dedos de la chica se escurrían aquellas babas gelatinosas y transparentes. Tuvo
tentaciones Juanito de aceptar la oferta; pero no: le repugnaban los huevos crudos.
–No, gracias.
Ella entonces se lo acabó de sorber, y arrojó el cascarón, que fue a estrellarse contra la pared
del tramo inferior. Estaba limpiándose los dedos con el pañuelo, y Juanito discurriendo por
dónde pegaría la hebra, cuando sonó abajo una voz terrible que dijo:
–¡Fortunaaá!
Entonces la chica se inclinó en el pasamanos y soltó un yia voy con chillido tan penetrante que
Juanito creyó se le desgarraba el tímpano. El yia principalmente sonó como la vibración
agudísima de una hoja de acero al deslizarse sobre otra. Y al soltar aquel sonido, digno canto
de tal ave, la moza se arrojó con tanta presteza por las escaleras abajo, que parecía rodar por
ellas. Fortunata y Jacinta Galdós
2.- Celedonio, ceñida al cuerpo la sotana negra, sucia y raída, estaba asomado a una ventana,
caballero en ella, y escupía con desdén y por el colmillo a la plazuela; y si se le antojaba
disparaba chinitas sobre algún raro transeúnte que le parecía del tamaño y de la importancia
de un ratoncillo. Aquella altura se les subía a la cabeza a los pilluelos y les inspiraba un
profundo desprecio de las cosas terrenas.
-¡Mia tú, Chiripa, que dice que pué más que yo! -dijo el monaguillo, casi escupiendo las
palabras; y disparó media patata asada y podrida a la calle apuntando a un canónigo, pero
seguro de no tocarle. ¿quiés que l'atice al señor Magistral que entra ahora?
-¿Le conoces tú desde ahí? -Claro, bobo; le conozco en el menear los manteos. Mia, ven acá.
¿No ves cómo al andar le salen pa tras y pa lante? Es por la fachenda que se me gasta.
Empezaba el otoño. Los prados renacían, la yerba había crecido fresca y vigorosa con las
últimas lluvias de septiembre. Los castañedos, robledales y pomares que en hondonadas y
laderas se extendían sembrados por el ancho valle, se destacaban sobre prados y maizales con
tonos oscuros; la paja del trigo, escaso, amarilleaba entre tanta verdura. Las casas de labranza
y algunas quintas de recreo, blancas todas, esparcidas por sierra y valle reflejaban la luz como
espejos.[…]
Alguien subía por el caracol. Los dos pilletes se miraron estupefactos. ¿Quién era el osado?
Bismarck tenía razón; el roce de la tela con la piedra producía un rumor silbante, como el de
una voz apagada que impusiera silencio. El manteo apareció por escotillón; era el de don
Fermín de Pas, Magistral de aquella santa iglesia catedral y Provisor del Obispo. El delantero
sintió escalofríos. Pensó: «¿Vendrá a pegarnos?» No había motivo, pero eso no importaba. Él
vivía acostumbrado a recibir bofetadas y puntapiés sin saber por qué.
3.- Se acordó de que no había conocido a su madre. Tal vez de esta desgracia nacían sus
mayores pecados. «Ni madre ni hijos». Esta costumbre de acariciar la sábana con la mejilla la
había conservado desde la niñez. Una mujer seca, delgada, fría, ceremoniosa, la obligaba a
acostarse todas las noches antes de tener sueño. Apagaba la luz y se iba. Anita lloraba sobre la
almohada, después saltaba del lecho; pero no se atrevía a andar en la oscuridad y pegada a la
cama seguía llorando, tendida así, de bruces, como ahora, acariciando con el rostro la sábana
que mojaba con lágrimas también. Aquella blandura de los colchones era todo lo maternal con
que ella podía contar; no había más suavidad para la pobre niña. Entonces debía de tener,
según sus vagos recuerdos, cuatro años. Veintitrés habían pasado, y aquel dolor aún la
enternecía.
4.- Se asomó al balcón. Por la plaza pasaba todo el vecindario de la Encimada camino del
cementerio, que estaba hacia el Oeste, más allá del Espolón sobre un cerro. Llevaban los
vetustenses los trajes de cristianar; criadas, nodrizas, soldados y enjambres de chiquillos eran la
mayoría de los transeúntes; hablaban a gritos, gesticulaban alegres; de fijo no pensaban en los
muertos. Las personas decentes no llegaban al cementerio; las señoritas emperifolladas no
tenían valor para entrar allí y se quedaban en el Espolón paseando, luciendo los trapos y
dejándose ver, como los demás días del año. Tampoco se acordaban de los difuntos; pero lo
disimulaban; los trajes eran obscuros, las conversaciones menos estrepitosas que de costumbre,
el gesto algo más compuesto....
Ana aquella tarde aborrecía más que otros días a los vetustenses; aquellas costumbres
tradicionales, respetadas sin conciencia de lo que se hacía, sin fe ni entusiasmo; aquella tristeza
ambiente que no tenía grandeza, que no se refería a la suerte incierta de los muertos, sino al
aburrimiento seguro de los vivos, se le ponían a la Regenta sobre el corazón, y hasta creía sentir
la atmósfera cargada de hastío, de un hastío sin remedio, eterno…[…]
Visita encogía los hombros. «No se explicaba aquello. ¡Qué mujer era Ana! Ella estaba
segura de que Álvaro le parecía requetebién. Ella, Visita, no quería renunciar al placer de ver a
su amiga caer donde ella había caído. Nunca se le había ocurrido que aquel espectáculo era
fuente de placeres secretos intensos, Quería ver a la Regenta, a la impecable, en brazos de D.
Álvaro; y también le gustaba ver a D. Álvaro humillado ahora, por más que deseara su victoria,
no por él, sino por la caída de la otra.