El cuerpo incorrupto
Por Marina Herrera
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El cuerpo incorrupto - Marina Herrera
Invocación
El cuerpo de Simón transita por el camino que va desde el panteón hasta el pueblo; el mismo trayecto que recorrió dos semanas atrás en sentido inverso, a marcha lenta, sobre una carroza fúnebre, dentro de un ataúd, oficialmente muerto.
Si tuviera a su merced los pensamientos, razonaría sobre aquella sensación de ser jalado por un cordón invisible liado a las coyunturas en brazos y piernas, anudado el cabo principal por el tórax y de ahí a la cabeza que, por sí sola, no podría mantenerse firme. Recapacitaría su ridículo tambaleo y, particularmente, en el hecho de que no tiene idea a dónde lo lleva esa fuerza que lo levantó de la tumba, haciéndolo arañar la vestidura mortuoria, golpear la madera con los nudillos hasta dejarlos en los puros huesos y emerger desde el útero de la tierra húmeda para sacudirse los gusanos, en un segundo nacimiento.
No existe el infierno, Pau, tampoco el cielo. La muerte es una oscuridad terca que nos convierte en carroña. Más allá no hay luz y los que regresamos, sólo encontramos tinieblas
, diría sobre esa quimera de la vida tras la muerte, aprendida desde niño, a golpe de pecho, durante los catecismos dominicales. Pero Simón nada dice, la voluntad le fue despojada violentamente con su defunción. Jacinto fue el culpable.
Se festejaba la entrada de la primavera con el baile tradicional en la plazuela. Para Simón y Paula sería la última fiesta a la que asistirían como novios. Los hombres y mujeres que hicieron fila para ver el cadáver macheteado fueron los mismos que se formaron para bailar con la pareja, antes de que llegara el turno de Jacinto.
A cuchicheos, las comadres se encargaron de recordar el suceso que marcó la vida de la muchacha en otros tiempos, cuando aún no le bajaba su primera regla: Paula llevaba un vestido color melón con flores blancas bordadas en el pecho, venía de la tienda cargando cuidadosamente un kilo de azúcar, como quien sostiene un bebé recién nacido. A esas horas Jacinto trabajaba en el taller mecánico de la esquina, pero cuando vio a la pequeña atravesar la calle detuvo sus labores y dio un trago al refresco tibio, escupió una bola de saliva espesa acumulada en el paladar y se acercó al portón por donde ella pasó.
Nadie escuchó el susurro babeante que la petrificó; todo el pueblo recordaba la estela escarchada de una niña con una mano de grasa pintada sobre los retoños bordados en blanco.
¡Esta fue mía primero!
, gritó Jacinto zarandeando por el brazo a la agraviada, quien se había negado a bailar una pieza con él.
Simón dejó en medio de la pista a Má Zahara para auxiliar a su prometida. La ofensa hizo empuñar el primer machete que arrancó tres dedos a Jacinto en una tajada; el segundo surcó el cuello de Simón, desde la yugular hasta las cuerdas vocales
, apuntó el médico del pueblo en su informe.
El futuro de Paula se derramó en una laguna casi negra de tan roja y se extendió por el empedrado con las suelas de los curiosos que se fueron cuando se llevaron al difunto. Murió con los ojos abiertos, clavadas las pupilas en el rostro de su novia, con la incertidumbre de sus primeros días de noviazgo y esa mirada quedó como una herencia de culpa en el espíritu de la que pudo haber sido su esposa y que, antes de eso, viuda fue.
No es cierto mi amor, no es cierto
gritaba; nunca fue tan verdadera su palabra, como cuando clamó llorando —con menos dolor, con menos orfandad— no es cierto, papito, no es cierto
, después del castigo impuesto con una varilla sobre la espalda en piel reventada bajo el vestido melón, el de los capullos ultrajados.
Fluidos infecciosos descomponiendo tejidos, sangre prieta detonando vejiguillas, carnes expuestas, putrefactas, desde el rostro hasta las plantas de los pies descalzos. ¡Sin zapatos!
, pensaría Simón, el vivo. Él, quien no salía a la calle sin el mejor calzado, con la mejor gala, planchada de almidón por Má Zahara, ahora va hecha harapos, porque la ropa, junto con el cuerpo, el alma y el pensamiento, también se pudren, se hacen polvo... y esto es lo único cierto de todo lo que se dice en la iglesia
. Más que encarnado en pena pareciera un borracho en sus andanzas. Una troca foránea pasa despacio con la intención de pararse y le echa las luces. Es un briago
, piensa el conductor y da marcha rápida al vehículo. ¡Qué vergüenza! ¡Qué pena me da estar muerto!
, se quejaría.
Llovió fuerte en la tarde, pero la brizna dilata