Relampago 21-25

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me permitiera hablar con la embajada de mi país en Amm n, la capital de Jordania.

Marcos aceptó. Eso nos pillaba de camino hacia el hospital.


No hizo preguntas.
Lo agradecí.
Y a media mañana, a lomos de mulas, divisábamos la población de Mathlūtha. No
hubo forma de contactar con la legación norteamericana. El único teléfono de los badu
no funcionaba. Marcos decidió. Nos desplazaríamos, en vehículo, hasta Amm n. Era lo
más sensato. Allí hablaría con la embajada.
En M dab tuvimos que cambiar de transporte. La vieja camioneta, alquilada en
Mathlūtha, era un suplicio añadido. Se detenía cada kilómetro...
Finalmente, bien entrada la tarde, nos detuvimos frente a la embajada USA en
Amm n. Simulé que me hallaba mejor y rogué a Marcos que regresara al Mujib. En la
embajada me atenderían.
Fue una despedida breve y emotiva. Y comprendí mejor al Maestro: las
despedidas no son buenas...
«Regresaré», le dije.
El buen árabe asintió con la cabeza. Quiso sonreír, pero no lo logró. Dio media
vuelta, entró en el vehículo y arrancó a toda velocidad.
En esos instantes no imaginaba que Marcos se convertiría en un hombre clave a la
hora de la transmisión de mi legado. Pero eso sucedería algún tiempo más tarde...[10]
El pulso aceleró. Y la frecuencia superó los 110. No supe si se debía a la pérdida
de sangre o a la lógica agitación, al responder a las preguntas del policía militar que
me interrogó.
Mostré la placa metálica. Me identifiqué y, tras un par de llamadas telefónicas, la
maquinaria USA se puso en movimiento. El mismísimo embajador se colocó al frente
de la operación de rescate de aquel explorador. Dean era discreto y eficaz. Había sido
cónsul en el Congo Belga y embajador en Senegal y Gambia. Sabía qué hacer...
Vereker, la esposa, se desvivió por aquel compatriota enfermo y perdido...
Siempre estaré en deuda con ellos.
Ya anochecido, una ambulancia, fuertemente escoltada, me trasladaba a la frontera
con Israel. Allí, en el puente Allenby, fui sedado. Mis recuerdos son confusos...
Nos dirigimos al sur. Vi los carteles de la ciudad de Be’er Sheva. Después nada.
Quedé dormido.
Cuando desperté me hallaba en la cama de un hospital.
Interrogué a las enfermeras que entraban y salían, pero ninguna respondió. Sólo lo
hacían con interminables sonrisas.
Después lo averigüé.
Había ido a parar al desierto del Negev, al sur. En esos momentos no supe si al
centro nuclear de Dimona o a la base de Nevatim. Ambos se encontraban relativamente
próximos y hacia el este.
Pero ¿qué importaba dónde me hallaba?
El dolor remitió, merced a la medicación suministrada en la embajada, en Amm
n. Continuaba débil y con la mente confusa.
Y allí empezó una nueva e inquietante aventura...

Tras el ingreso en el hospital de la base judía (?), todo fue de «primera clase»:
rápido, positivo y amable.
Fui sometido a las correspondientes analíticas y a primera hora de la tarde del
jueves, 5 de julio, entraba en quirófano. No disponía de historia clínica y eso
complicó, al principio, el diagnóstico diferencial. Los médicos sospechaban cuál era el
problema, pero no tenían una seguridad total. Podía tratarse de una úlcera péptica o
quizá de varices esofágicas.
Un médico joven y negro quiso tranquilizarme. «Estas intervenciones —susurró—
las hacemos doscientas veces al día... ¡Ánimo!»
Mentía, pero lo agradecí.
Mis últimos pensamientos, antes de caer en el pozo de la anestesia, fueron para Él
y para ella...
Horas después despertaba en una habitación pequeña, soleada y espartana. La
única compañía era un suero. Brillaba en lo alto.
Una ventana, timidísima, me enseñó el desierto del Negev. Allí pasaría casi una
semana.
Esa misma noche, el cirujano negro —nunca supe su nombre— se presentó en la
habitación y me puso al día.
La intervención fue un éxito.
No se trataba de un síndrome de Mallory-Weiss, afortunadamente [11]. Eso
hubiera complicado las cosas...
También fue descartado un origen respiratorio de los vómitos de sangre
(hemoptisis).
El problema se hallaba en una úlcera péptica que estaba dañando la arteria
gastroduodenal y ocasionando hemorragias digestivas preocupantes[12]. En definitiva,
el clorhídrico, al perforar la mucosa, provocaba aquel intenso dolor.
La intervención (una vagotomía troncular con piloroplastia) fue limpia y
relativamente cómoda. La úlcera era oval, con un diámetro de 1,2 centímetros.
El cirujano no habló sobre el origen de la úlcera. Podía ser múltiple, pero intuí
que la causa se hallaba en el estrés provocado en el proceso de inversión de masa de
los swivels y también, con seguridad, en la excitación vivida durante el tercer «salto»
en el tiempo.
Por supuesto guardé silencio sobre dicha sospecha.
Lo que interesaba es que el mal había sido conjurado.
Sea como fuere, debía mantenerme alerta. No era bueno abusar de determinados
medicamentos. La úlcera podía aparecer de nuevo[13]. Tendría que vigilar las dosis de
antioxidantes...
El postoperatorio fue bueno y tranquilo. Miento: fue todo menos tranquilo, pero
por razones ajenas a la operación quirúrgica...
Veamos.
Debo seguir narrando, pero con orden...
No se produjeron nuevos episodios de dolor, o de vómitos de sangre. Recuperé la
normalidad en la presión sanguínea, el pulso se estabilizó, y la anemia fue remitiendo.
Tampoco se registró recurrencia de heces alquitranadas.
Al poco, ante la satisfacción del equipo médico, empecé a dar cortos paseos, y a
ingerir alimentos no irritantes (especialmente leche y dosis de antiácidos). Los
israelitas me proporcionaron hidróxido de aluminio, con un laxante que contenía, creo,
hidróxido de magnesio (el hidróxido de aluminio, como es sabido, es susceptible de
originar un impacto o impacción fecal tras el desarrollo de una hemorragia
gastrointestinal).
Esa noche del jueves, 5 de julio, fui sedado con fenobarbital, a razón de 15
miligramos por dosis.
Dormí plácidamente...
Y llegó el viernes, día 6, con otra sorpresa...

Tras el desayuno me vi sorprendido con la visita del general Curtiss, jefe de


Caballo de Troya. Vestía de uniforme. Lo acompañaban dos directores del proyecto y
un tercer hombre, de paisano, al que no conocía.
Permanecieron unos segundos en la puerta, desconcertados.
Comprendí.
Aquel mayor no era el que habían despedido el 10 de marzo (1973), cuando se
llevó a cabo el segundo «salto» en el tiempo[14].
Lo sabía bien. Mi aspecto era el de un anciano.
Caminaron despacio hacia la cama, sin dar crédito a lo que tenían a la vista.
No sonreí. No lo merecían.
Curtiss, probablemente, fue el más afectado.
Y allí continuaron durante un par de espesos segundos, sin saber qué decir.
No los ayudé.
El general estaba pálido. Quiso hablar, pero no supo por dónde empezar.
Me miraban como si fuera un fantasma; un viejo fantasma con el cabello blanco y
la piel arrugada como una momia chilena.
—¿Qué ha pasado? —acertó a balbucear uno de los directores.
Respondí con la verdad. No lo sabía.
—Pero ¿cómo es posible? —estalló Curtiss.
Los directores solicitaron calma. El tercer individuo permanecía mudo e
impasible, contemplándome desde los pies de la cama.
Insistí. No sabía qué había ocurrido en los últimos minutos, cuando la «cuna» se
precipitó en las aguas del mar Muerto. En realidad no sabía nada desde mucho antes.
Pero me limité a comentar lo estrictamente necesario. No me fiaba.
—... La nave hizo estacionario —recordé— y mi compañero terminó
empujándome... No me hallaba bien...
Guardaron un tenso silencio.
—... Entonces caí y me hundí... La intensa salinidad terminó lanzándome hacia la
superficie... Fue cuando vi el módulo. Se hundía...
—¿Y Eliseo?
—No sé nada de él... No llegué a verlo en el interior de la nave... Supongo que
saltó...
—¿Supones?
La pregunta del general era pura dinamita. Pero me mantuve frío:
—No llegué a verlo —repetí—. Después fui arrastrado por las corrientes y
aparecí cerca del wadi Mujib, en la costa oriental...
Curtiss, enojado, no me permitió terminar:
—Sabemos dónde está el Mujib...
E insistió:
—¿Qué ocurrió con tu copiloto?
—No era yo quien pilotaba —repliqué con frialdad—. Me hallaba medio
inconsciente... Era Eliseo quien volaba la «cuna»...
Uno de los directores terció, conciliador:
—¿Qué ocurrió? ¿Por qué te hallabas medio inconsciente?
—No lo sé... No consigo recordar...
—¡Mientes!
El general bramaba.
—¡Calma! —exigió el director que acababa de preguntar—. Así no llegaremos a
ninguna parte...
Tenía razón.
Y todos intentamos serenarnos.
—Es posible que las hemorragias internas —aclaré— me debilitaran...
Eso lo sabían. Curtiss y el resto estaban al corriente de la intervención quirúrgica.
—... Después me recogió un grupo de beduinos...
—¿Por qué no llamaste de inmediato?
Me excusé, refugiándome en mi precario estado. Creo que no logré convencerlos.
No importaba. La verdad, como relaté, es que en aquellos momentos iniciales no
deseaba volver. No me interesaba el proyecto y, mucho menos, el general y su gente.
—Hemos perdido un tiempo precioso...
El lamento de Curtiss no fue dirigido a nadie en particular. Caminó hacia la
ventana y allí permaneció, abstraído. Dudo que se fijara en las dunas amarillas del
Negev...
En esos instantes no acerté a comprender el auténtico significado de las últimas
palabras de Curtiss: «Hemos perdido un tiempo precioso...»
Después se volvió hacia quien esto escribe y siguió contemplándome, muy serio.
Esta vez fui yo quien preguntó:
—¿Qué sabéis de Eliseo?
No hubo respuesta por parte de nadie.
Mensaje recibido.
El silencio confirmó mis suposiciones. El ingeniero no había dado señales de
vida. ¿Se ahogó en el mar de la Sal?
—¿Eliseo?... Acabas de decir que se hundió con la «cuna»...
Rectifiqué al general. Yo no había dicho eso. La nave desapareció en las
profundidades, pero no alcancé a distinguir en el interior a mi compañero.
—¿En qué lugar se hundió?
La súbita irrupción de una enfermera, con el termómetro en la mano, interrumpió
la conversación.
Guardaron silencio.
Cuando la joven cerró la puerta y desapareció, Curtiss hizo suya la pregunta de
uno de los directores:
—¿Dónde pudo caer la nave? ¿Lo recuerdas?
El tono se había dulcificado. El general era listo, muy listo...
—Estimo que la vi desaparecer no muy lejos del Mujib...
—El mar tiene casi 17 kilómetros de anchura... ¿No puedes ser más concreto?
Entendí.
El de paisano —el tipo que no conocía— sacó entonces una pequeña libreta de
tapas negras y se dispuso a escribir.
Lo contemplé, intrigado. ¿Quién era?
Pero regresé a lo que importaba...
—No estoy seguro —dudé—. Estaba anocheciendo...
Hice cálculos, aunque un poco absurdos.
—Tuvo que ser a menos de una milla del wadi...
—Bien, eso es algo —replicó el general—. Una milla, o menos, al oeste del
Mujib...
Asentí con la cabeza, y añadí:
—Más o menos...
El de la libreta garrapateó la ubicación que acababa de proporcionar y siguió
mirándome, con la pluma en el aire. Parecía aguardar más información.

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