Relampago 6-10
Relampago 6-10
Relampago 6-10
28 de junio (1973)
Recuerdo un sol naranja, huyendo más allá del oasis de En Gedi, en la costa oeste
del mar Muerto...
Recordaba los relojes de la nave...
Señalaban las 21 horas del jueves, 28 de junio de 1973.
Me hallaba de nuevo en mi tiempo...
Pronto oscurecería.
¡Habíamos fallado!
La «cuna» acababa de precipitarse a las aguas del mar de la Sal. Yo salté
primero. Mejor dicho, Eliseo, mi compañero, me empujó. Y me hundí...
Después contemplé la nave, espantado. Se hundía y se perdía hacia las
profundidades.
¿Qué había sucedido?
El módulo debería de haber aterrizado en lo alto de la meseta de Masada. Eso era
lo programado. Pero fallamos...
Pensé en el combustible. Se agotó...
No, no era exacto. Pudimos posarnos en la «piscina»...
¿Por qué no lo hicimos?
Yo me hallaba medio inconsciente. Era Eliseo quien pilotaba.
No lograba comprender...
Miré a mi alrededor.
Negativo.
Ni rastro de mi compañero.
«Es listo —traté de tranquilizarme—. Seguramente habrá nadado hacia la
orilla...»
Me sentía sin fuerzas.
«¿Dónde estaba?»
Quise orientarme, pero lo conseguí a medias.
Reconocí la costa oriental del mar Muerto (actual Jordania). Eso fue todo. Me
hallaba a unos doscientos metros.
Lo lógico hubiera sido nadar en sentido opuesto y buscar la orilla judía. Desistí.
Era mucha distancia. Casi quince kilómetros.
Después lo supe: la «cuna» cayó al mar frente a la desembocadura del wadi
Mujib. En esa zona del mencionado mar Muerto —entre Mujib y En Gedi—, la
profundidad es máxima: alrededor de trescientos metros. La nave, probablemente,
había ido a parar al fondo; un lecho de fango de cien metros de espesor. Auténticas y
peligrosísimas arenas movedizas. Todo lo que cae en esa zona desaparece para
siempre...[1]
Traté de nadar. No lo logré. Estaba agotado.
Me dejé arrastrar por el viento y por la corriente. No tenía alternativa.
El viento soplaba sin demasiado convencimiento, pero soplaba. Me empujaba
hacia el sureste.
Yo sabía que en esa época del año, coincidiendo con el verano, los vientos se
presentaban antes del mediodía y morían poco antes del crepúsculo. En cuanto a las
corrientes, en el mes de junio eran suaves: del orden de quince centímetros por
segundo y siguiendo la dirección contraria a las agujas del reloj[2]. Por la noche,
dichas corrientes se hacían más intensas y superaban el medio metro por segundo. En
definitiva, viento y corrientes me empujaban, sin remedio, hacia la citada costa este, y
concretamente al sur del wadi Mujib.
Ahora, al escribir esta parte de los diarios, comprendo. Eliseo, que conocía estas
circunstancias, lo tenía todo calculado... Pero debo ir paso a paso.
Reparé entonces en el traje de astronauta. El instinto me previno. Tenía que
desembarazarme de él. Si los judíos o jordanos terminaban por localizarme, ¿qué
podía decirles? ¿Qué hacía un yanqui, vestido de astronauta, en la árida costa del mar
Muerto?
Me deshice del pesado y llamativo traje y allí quedó, flotando en las rojizas
aguas.
El sol desapareció a las 21 horas y 36 minutos.
Y el silencio, curioso, me miró desde lo alto. La luna hacía rato que se había
mudado...
Sentí tristeza. Una profunda e intensa tristeza...
Todo había terminado. La operación Caballo de Troya era humo. Él ya no
estaba...
Eché la cabeza atrás y me puse en las manos del Padre Azul, una vez más. Él
sabía. Y recé: «¡Padre, recíbeme! Me consagro a ti ahora, en el tiempo...»
Y el dulce oleaje, casi de juguete, me consoló.
«¿Qué había pasado?... Jesús de Nazaret... El Maestro alzó el brazo izquierdo y
agitó la mano... Se despedía de quien esto escribe... Nunca más volvería a verle.»
Era todo lo que recordaba.