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2.

Las dos revoluciones

El resquebrajamiento del viejo orden


Las ideas fundamentales de la sociología europea se comprenden
mejor si se las encara como respuesta al derrumbe del viejo
régimen, bajo los golpes del industrialismo y la democracia
revolucionaria, a comienzos del siglo XIX, y los problemas de
orden que este creara. Tal es la única conclusión que podemos
extraer del carácter de las ideas y las obras donde aparecen, y de la
relación de idea y obra con la época. Los elementos intelectuales de
la sociología son producto de la refracción de las mismas fuerzas y
tensiones que delinearon el liberalismo, el conservadorismo y el
radi- calismo modernos.
El colapso del viejo orden en Europa —orden que se apoyaba en el
parentesco, la tierra, la clase social, la religión, la comunidad local
y la monarquía— liberó los diversos elementos de poder, riqueza y
status consolidados, aunque en forma precaria, desde la Edad
Media. Dislocados por la Revolución, reunidos confusamente por el
industrialismo y las fuerzas de la democracia, encontraremos a esos
elementos recorriendo a tumbos el paisaje político de Europa
durante todo el siglo XIX, en la búsqueda de contextos nuevos. Del
mismo modo que la historia política del siglo XIX registra los
esfuerzos prácticos de los hombres por volver a consolidarlos, la
historia del pensamiento social registra los esfuerzos teóricos
realizados en tal sentido; es decir, las tentativas de ubicarlos en
perspectivas de importancia filosófica y científica para la nueva era.
La índole de la comunidad, la localización del poder, la
estratificación de la riqueza y los privilegios, el rol del individuo en
la naciente sociedad de masas, la reconciliación de ios valores
sacros con las realidades políticas y económicas, la dirección de la
sociedad occidental: he ahí ricos temas para la ciencia del horhbre
del siglo XIX, igualmente sustanciosos como problemas por di-
rimir en el mercado, en la cámara legislativa, y también, con
bastante frecuencia, en las barricadas.
Dos fuerzas, monumentales por su significación, dieron extrema
relevancia a estos temas: la Revolución Industrial y la Revolución
Francesa. Sería difícil encontrar algún área del pensamiento que no
hubiera sido afectada por uno de estos acontecimientos o por
ambos. Su naturaleza cataclís- mica se torna muy evidente si
observamos la reacción de quienes vivieron durante esas
revoluciones y sufrieron sus consecuencias inmediatas. Hoy resulta
harto sencillo sumergir cada revolución, con sus rasgos distintivos,
en procesos de cambio de largo plazo; tendemos a subrayar la
continuidad más que la discontinuidad, la evolución más que la
revolución. Pero para los intelectuales de esa época, tanto radicales
como conservadores, los cambios fueron tan abruptos como si
hubiera llegado el fin del mundo. El contraste entre lo presente y lo
pasado parecía total —terrorífico o embriagador, según cual fuera
la relación del sujeto con el viejo orden y con las fuerzas en él
actuantes—.
En este capítulo nos ocuparemos, no tanto de los acontecimientos y
los cambios producidos por las dos revoluciones, como de las
imágenes y reflejos que puedan hallarse de ellos en el pensamiento
social del siglo pasado. No abriremos juicio sobre lo que fueron en
su realidad histórica las revoluciones Industrial o Francesa, en su
relación concreta con lo que las precedió y lo que las siguió.
Nuestro interés se centrará sobre las ideas, y el vínculo entre
acontecimientos e ideas nunca es directo; siempre están de por
medio las concepciones existentes sobre aquellos. Por eso es crucial
el papel que desempeña la valoración moral, la ideología política.
La Revolución Industrial, el poder de la burguesía y el nacimiento
del proletariado pueden o no haber sido lo que Marx supuso que
fueron, pero queda en pie el hecho de que, si se prescinde de su
concepción al respecto, no hay otra forma de explicar lo que quizá
fue posteriormente el mayor movimiento intelectual o social de la
historia de Occidente. Cabe afirmar lo mismo de la Revolución
Francesa. Alfred Cobban se refirió hace poco al «mito» de la
Revolución Francesa, queriendo decir, al parecer, que no sólo la
subitaneidad de la Revolución sino también su importancia habían
sido exageradas. Pero desde el punto de vista de algunos de los
fundadores de la sociología —Comte, Tocquevi-
lie, Le Play— lo fue en otro sentido completamente distin- ^
to, más o menos el que Sorel habría de dar a esa palabra. [~
Para aquellas figuras —y para muchos otros— la Revolución
Francesa pareció casi un acto de Dios en su inmensi- dad
cataclísmica. Con la posible excepción de la Revolución
Bolchevique en el siglo XX, ningún otro acontecimiento des- [ de
la caída de Roma en el siglo V suscitó emociones tan intensas,
reflexiones tan graves ni tantos dogmas y perspec- ( tivas diversos
relativos al hombre y su futuro. Tal como afirma E. J. Hobsbawm
en uno de sus últimos escritos, las [ palabras son testimonios que a
menudo hablan más alto que los documentos. El período
comprendido por el último [' cuarto del siglo XVIII y la primera
mitad del siglo XIX es, desde el punto de vista del pensamiento
social, uno de los f más ricos de la historia en lo que atañe a la
formación de palabras. Consideremos las siguientes, inventadas en
ese lapso o —lo que es lo mismo— modificadas entonces para
darles el sentido que hoy tienen: industria, industrialista, [ '
democracia, clase, clase media, ideología, intelectual,
racionalismo, humanitario, atomístico, masa, comercialismo, J
proletariado, colectivismo, igualitario, liberal, conservador,
científico, utilitario, burocracia, capitalismo, crisis.1 Hubo otras,
pero estas son para nosotros las más interesantes.
Evidentemente, estas palabras no fueron simples tantos p- en un
juego de reflexiones abstractas acerca de la sociedad y sus cambios.
Todas y cada una de ellas estuvieron satura- p das por un interés
moral y una adhesión partidaria, lo mismo al terminar el siglo XIX
como en sus comienzos, cuando | hicieron su aparición. Esto no
significa negar ni oscurecer su eficacia posterior en el estudio
objetivo de la sociedad. [ Todos los grandes períodos del
pensamiento en la historia de la cultura se caracterizan por la
proliferación de nuevos p términos y de nuevas acepciones para los
antiguos. ¿De qué otro modo podrían cortarse los lazos de los
convencionalis- J mos intelectuales, si no mediante los filosos
bordes de las nuevas palabras, capaces de expresar por sí solas
nuevos J valores y fuerzas que pugnan por manifestarse? Nada más
fácil que aplicarles los epítetos de <jerga» y «barbarismo lin- [
güístico» cuando surgen por primera vez; por cierto, algunas
los tenían bien merecidos y recibieron el justo castigo del olvido postérior, pero la historia revela
palmariamente que fueron pocas las palabras claves, en el estudio humanístico del hombre y la
sociedad, que no comenzaran como neologismos nacidos de la pasión moral y del interés
ideológico.

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