La Sirenita

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La Sirenita

Hans Christian Andersen

En el fondo del más azul de los océanos había un maravilloso


palacio en el cual habitaba el Rey del Mar, un viejo y sabio tritón
que tenía una abundante barba blanca. Vivía en esta espléndida
mansión de coral multicolor y de conchas preciosas, junto a sus
hijas, cinco bellísimas sirenas.
La Sirenita, la más joven, además de ser la más bella, poseía una

voz maravillosa; cuando cantaba acompañándose con el arpa, los


peces acudían de todas partes para escucharla, las conchas se
abrían, mostrando sus perlas, y las medusas al oírla dejaban de
flotar.
La pequeña sirena casi siempre estaba cantando, y cada vez que
lo hacía levantaba la vista buscando la débil luz del sol, que a duras
penas se filtraba a través de las aguas profundas.

—¡Oh! ¡Cuánto me gustaría salir a la superficie para ver por fin el


cielo que todos dicen que es tan bonito, y escuchar la voz de los
hombres y oler el perfume de las flores!

—Todavía eres demasiado joven —


respondió la abuela—. Dentro de
unos años, cuando tengas quince,
el rey te dará permiso para su-
bir a la superficie, como a tus

hermanas.

La Sirenita soñaba con

el mundo de los hombres, el cual conocía a través de los rela-


tos de sus hermanas, a quienes interrogaba durante horas para

satisfacer su inagotable curiosidad cada vez que volvían de la


superficie. En este tiempo, mientras esperaba salir a la superficie
para conocer el universo ignorado, se ocupaba de su maravilloso

jardín adornado con flores marítimas. Los caballitos de mar le ha-


cían compañía y los delfines se le acercaban para jugar con ella;

únicamente las estrellas de mar, quisquillosas, no respondían a


su llamada.

Por fin llegó el cumpleaños tan esperado y, durante toda la noche


precedente, no consiguió dormir. A la mañana siguiente el padre
la llamó y, al acariciarle sus largos y rubios cabellos, vio esculpida
en su hombro una hermosísima flor.
—¡Bien, ya puedes salir a respirar el aire y ver el cielo! ¡Pero re-
cuerda que el mundo de arriba no es el nuestro, sólo podemos

admirarlo! Somos hijos del mar y no tenemos alma como los hom-
bres. Sé prudente y no te acerques a ellos. ¡Sólo te traerían des-
gracias!

Apenas su padre terminó de hablar, la Sirenita le dio un beso y


se dirigió hacia la superficie, deslizándose ligera. Se sentía tan
veloz que ni siquiera los peces conseguían alcanzarla. De repente
emergió del agua. ¡Qué fascinante! Veía por primera vez el cielo
azul y las primeras estrellas centelleantes al anochecer. El sol,
que ya se había puesto en el horizonte, había dejado sobre las

olas un reflejo dorado que se diluía lentamente. Las gaviotas re-


voloteaban por encima de La Sirenita y dejaban oír sus alegres

graznidos de bienvenida. —¡Qué hermoso es todo! —exclamó fe-


liz, dando palmadas.

Pero su asombro y admiración


aumentaron todavía: una nave
se acercaba despacio al escollo
donde estaba la Sirenita. Los ma-
rinos echaron el ancla, y la nave,

así amarrada, se balanceó sobre


la superficie del mar en calma.

La Sirenita escuchaba sus voces y comentarios. “¡Cómo me gus-


taría hablar con ellos!”, pensó. Pero al decirlo, miró su larga cola

cimbreante, que tenía en lugar de piernas, y se sintió acongojada:


“¡Jamás seré como ellos!”

A bordo parecía que todos estuviesen poseídos


por una extraña animación y, al cabo de poco,
la noche se llenó de vítores: “¡Viva nuestro
capitán! ¡Vivan sus veinte años!” La pequeña
sirena, atónita y extasiada, había descubierto
mientras tanto al joven al que iba dirigido todo
aquel alborozo. Alto, moreno, de porte real,
sonreía feliz. La Sirenita no podía dejar de
mirarlo y una extraña sensación de alegría y
sufrimiento al mismo tiempo, que nunca había
sentido con anterioridad, le oprimió el corazón.

La fiesta seguía a bordo, pero el mar se encrespaba cada vez


más. La Sirenita se dio cuenta en seguida del peligro que corrían
aquellos hombres: un viento helado y repentino agitó las olas, el

cielo entintado de negro se desgarró con relámpagos amenazan-


tes y una terrible borrasca sorprendió a la nave desprevenida.

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—¡Cuidado! ¡El mar...! —en vano la Sirenita gritó y gritó.

Pero sus gritos, silenciados por el rumor del viento, no fueron oí-
dos, y las olas, cada vez más altas, sacudieron con fuerza la nave.

Después, bajo los gritos desesperados de los marineros, la arbo-


ladura y las velas se abatieron sobre cubierta, y con un siniestro

fragor el barco se hundió. La Sirenita, que momentos antes había

visto cómo el joven capitán caía al mar, se puso a nadar para so-
correrlo. Lo buscó inútilmente durante mucho rato entre las olas

gigantescas. Había casi renunciado, cuando de improviso, mila-


grosamente, lo vio sobre la cresta blanca de una ola cercana y, de

golpe, lo tuvo en sus brazos.

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