Los 13 Exorcismos de Salomon Joch

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¿PREPARADOS PARA VIAJAR HASTA EL MISMÍSIMO

INFIERNO?
El padre Salomon Joch es un exorcista al servicio del Vaticano bendecido, o
maldecido quizás, con el don de la inmortalidad. Ha vivido aventuras que la
mayoría ni siquiera alcanza a imaginar. Tras milenios luchando contra las
fuerzas del mal, ahora nos relata sus aventuras por tierras francesas, donde
debe librar trece combates contra las almas que ha poseído un tenebroso
ejército comandado nada más y nada menos que por Lucifer.
En cada una de estas batallas, el padre Joch hará frente a demonios que tratan
de corromper todo y a todos… Pero estos indicios del mal que el exorcista
debe erradicar no son más que la calma que precede a la tormenta, pues una
maldición nacida en tiempos inmemoriales está a punto de desatar el
Armagedón en una de las tierras más míticas y emblemáticas del actual sur de
Francia.

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Paul Arquier-Parayre

Los 13 exorcismos de Salomon


Joch
13 aventuras contra el mal

ePub r1.0
Titivillus 31.07.2023

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Título original: Les treize exorcismes de Salomon Joch
Paul Arquier-Parayre, 2013
Traducción: Mariona Gastó Jiménez

Editor digital: Titivillus


ePub base r2.1

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Al padre Joseph Sala, capellán jesuita del Petit Collège
de la École de Provence, en Marsella (1921-2008).
Este sacerdote y narrador excepcional me enseñó
con fervor la historia de la religión

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Prólogo

M e llamo Salomon Joch; Joch, como la pequeña localidad que hay en el


centro del Rosellón. Nací hace ya mucho tiempo en un país donde
reinan los olivos, cantan las cigarras y no existe el tiempo. Represento una
casta enigmática para el resto de los mortales: los sacerdotes exorcistas. En
este campo circulan los rumores más inverosímiles, cuyos secretos guardan
celosamente unos pocos privilegiados. Los espíritus torturados acaban siendo
los peores fantasmas en estos rituales. Para los fieles, soy un combatiente del
diablo. Mi trabajo fascina y atemoriza a las almas sensibles por igual.
Entendería que les hiciera gracia, pero les daré un consejo de amigo: no
intenten salir a mi encuentro. Si algún día tuvieran que hacerlo, significaría
que enfrentan un grave problema con las fuerzas de las tinieblas. No les
costará reconocerme, pues soy el único eclesiástico que combina una sotana
negra con un sombrero de cowboy y botas de montar.
Soy un hombre de fe, y, para mí, el mal no tiene nada de misterioso.
Conozco todas las señales, todos los rituales y todos los procedimientos
necesarios para luchar contra los ángeles negros. Cobro más fuerza en cada
iglesia que piso. El caballero San Jorge, cuyo escudo luce la cruz roja de los
templarios, es mi patrón. Igual que San Jorge, mi deber es enfrentarme al
dragón. Aquí, en tierras catalanas, he vivido las experiencias sobrenaturales
más espectaculares de mi larga vida. Creía que con ellas encontraría el
descanso, pero no fueron más que batallas infernales.
Asumí tal responsabilidad siendo plenamente consciente de que no tenía
elección. He aprendido de los mejores teólogos del mundo y soy el
representante de la santa doctrina de la fe. Respondo únicamente ante el papa
en persona y poseo el título de Gran Exorcista del Vaticano. Solamente él
sabe quién soy en realidad y, en este sentido, el Santo Padre me ha dado carta
blanca para hacer lo que quiera y como quiera. He recorrido tierras
desconocidas y descubierto civilizaciones y culturas perdidas desde hace
décadas, y he encontrado la huella de las fuerzas del mal en cada rincón.

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Ahora ha llegado el momento de que comparta mi larga experiencia con
ustedes. Tengo que limpiar mi conciencia. Las escenas y súplicas de las
cuales he sido testigo me persiguen. Haber vivido lo que les contaré
demuestra inventiva, o irracionalidad, o como quieran llamarlo, pero basta
con que les diga, para su tranquilidad, que se trata de ficción. ¡Lean y
comprenderán!

A quienes crean no les hará falta explicación alguna.


A quienes no crean no podré darles ninguna explicación.

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La esfinge

De Acharamoth salió el Demiurgo, forjador de


los mundos, de los cielos y del Diablo.[1]

N ada más llegar al Rosellón, me acordé de un prejuicio acerca de sus


habitantes. Ya me habían avisado de que los catalanes tenían mala
reputación; una fama que se remontaba a sus antepasados. Según los
científicos, los habitantes de Tautavel eran unos caníbales. En Sicilia, las
Vísperas Sicilianas habían dejado tal huella en la memoria de los oriundos
que, en la Edad Media, se utilizaba la expresión «malvado como un catalán».
Los almogávares, los mercenarios del rey de Mallorca, fueron demonios
sanguinarios sin igual. Incluso en el mundo del rugby, un deporte con valores
ejemplares, la reputación de bárbaros seguía persiguiendo a nuestros amigos.
Yo, con mi personalidad optimista, pensaba que unos energúmenos que
comían caracoles tostados, bebían vino dulce natural, bailaban al son de
instrumentos cuyo sonido podría perforarle el tímpano a cualquiera y que
tenían un asno como emblema, aquellos individuos, no podían ser del todo
malos. En el peor de los casos, se podía decir que eran un poco toscos, brutos
y salvajes, al igual que los paisajes majestuosos que tanto hechizaban esas
tierras. Me encontraba, pues, en Catalonie[2]
La primera de mis extrañas encomiendas tuvo lugar en pleno centro de la
ciudad de Perpiñán, donde fui testigo de una visión mitológica. Esta
perturbadora aventura terminó con un enigma que tuve que resolver para no
palmarla ahí mismo.
Una casita metida entre la casa parroquial y el majestuoso pórtico de la
catedral de San Juan fue el escenario de unos inquietantes acontecimientos.
Una anciana llamada Lucile Gorki vivía allí, sola y rodeada de gatos. Su casa
era un santuario para cualquier felino del vecindario. Lucile Gorki odiaba la
especie humana. Comunista por naturaleza y anarquista visceral, la mujer
detestaba la religión. No hablaba con nadie, permanecía completamente

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recluida en su casa y tenía declarada una guerra de trincheras a las autoridades
religiosas. No soportaba el toque de las campanas los domingos y a menudo
intentaba prender fuego a todo aquello que representara un objeto de culto. Es
probable que dicho comportamiento radical se debiera a su educación y a su
trabajo. Lucile era vigilante nocturna. Se pasó más de cincuenta años
custodiando los pasillos del Museo de Historia Natural, situado en el casco
antiguo de la ciudad. Gracias a su gran erudición, se sabía la historia de cada
una de las colecciones del museo al dedillo, sobre todo si se trataba de las
antigüedades egipcias. No solo conocía los objetos, sino también su origen,
aunque fueran de otros continentes.
Era una pobre mujer amargada con una única razón para vivir: sus gatos.
Los llamaba a cada uno por su nombre y, cuando salía a pasear por el campo
santo, estos solían seguirla. Un día, la mujer dejó de dar señales de vida. Era
originaria del departamento del Norte de Francia. Hay que reconocer que ya
no quedaban muchos bolcheviques en el Rosellón. ¿Qué había pasado con
Lucile Gorki? Fueron pocos los que notaron su ausencia, hasta que, un día, un
fuerte olor a putrefacción llevó a la brigada del ayuntamiento a abrir la puerta
del pequeño inmueble. Los agentes públicos se toparon con una legión de
monstruos. La mayoría de los gatos se habían devorado los unos a los otros;
los que habían sobrevivido se habían convertido en fieras y fueron abatidos.
La soviética llevaba muerta un mes. Sus pequeños ahijados se la habían
comido. La policía solo encontró un esqueleto, un montón de osamenta
blancuzca esparcida por toda la casa. También descubrieron una habitación
que se había convertido en una leonera con todo tipo de porquerías. La
protectora de animales llegó a contar sesenta y seis gatos muertos en bolsas de
basura. Al finalizar la limpieza, cerraron el domicilio. El notario se puso a
investigar y descubrió que Lucile Gorki tenía un solo heredero: un sobrino
llamado Igor Gorki. El joven, que vivía en Dunkerque, solicitó que pusieran
la residencia a la venta. Una agencia del centro de la ciudad se hizo con la
exclusiva. La construcción era sólida, pero estaba mal orientada. La primera
persona en comprobar el estado del inmueble fue una joven trabajadora. Nada
más girar la llave en la cerradura de la puerta, un jarrón se precipitó desde
arriba de las escaleras, donde había una estatua a tamaño real de un gato
egipcio, y cayó a sus pies. La joven, asustada, salió corriendo, sin la más
mínima intención de descubrir si alguien estaba okupando la casa. Al día
siguiente, el mismo director de la agencia, un hombre llamado Trouge, se
presentó allí, convencido por la comercial de que tenía que ir a comprobar un
problema. Después de abrir la puerta, una corriente de aire helado envolvió la

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estancia. El frío fue aumentando a medida que el señor Trouge se adentraba
en la vivienda. De repente, la puerta de la habitación empezó a chirriar y a
abrirse lentamente. Se oyó una risa malvada seguida de un maullido siniestro.
El director de la agencia alumbró la zona. Una silla de ruedas se abalanzó
hacia él. No había nadie sentado en ella. El hombre, cuya valentía dejaba
mucho que desear, bajó las escaleras a todo correr. Antes de salir, se dio la
vuelta. Vio una sombra gigantesca levantarse de la silla y oyó un portazo tras
de sí.
De vuelta a la agencia, el señor Trouge llamó al propietario. Igor Gorki
escuchó los acontecimientos con gran interés y le informó de que la casa
llevaba siglos encantada. Igor detentaba el diario íntimo de su tía, donde había
anotaciones inquietantes que demostraban dicha hipótesis.
Me acuerdo del encuentro con el señor Joseph Trouge. Yo estaba
peritando la mano momificada de San Juan Bautista, una santa reliquia de la
catedral de Perpiñán. La datación por carbono-14 indicaba que ese objeto era
del año 30. Más extraño aún era el hecho de que la mano habría pertenecido a
un hombre de más de dos metros. Los evangelios describían a ese santo como
un ermitaño tosco que vivía en el desierto, se alimentaba de langostas e
incitaba al pueblo a convertirse con tal de preparar la llegada del Mesías. Yo
quería intentar hacer un retrato robot de ese personaje bíblico. Estaba
acabando de tomar medidas cuando un hombre rechoncho y de poca estatura
se me acercó. Su mirada estaba llena de una única emoción: miedo. Esa
sensación que nos deja petrificados ante el peligro. Esa emoción que nos deja
sin aliento y hace que el corazón se nos acelere. Ese peculiar sentimiento que
determina si somos cobardes o héroes y que yo sentía constantemente desde
que luchaba contra el mal. Y, aun así, a pesar de haber tenido experiencias
atroces, seguía con vida. «Ese hombre ha visto al diablo como mínimo», me
dije.
El visitante me saludó y, con una voz temblorosa que delataba la angustia
que sentía, me preguntó:
—Buenas tardes, señor. Me llamo Joseph Trouge y soy el director de una
agencia inmobiliaria. ¿Es usted el padre Salomon Joch?
—Sí, soy yo. ¿En qué puedo ayudarle? —⁠respondí.
—Hay un asunto preocupante… Y, como ve, me inquieta hablarle de esto,
pero debe saber que la casa que hay al lado de la casa parroquial está… —⁠El
hombre hizo una pausa antes soltar una palabra que parecía que le
molestara⁠—. ¡Embrujada!

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Cerré mi carpeta y guardé la mano momificada de Juan Bautista. Miré a
mi interlocutor a los ojos y vi que no estaba mintiendo. «¡Acción, por fin!»,
pensé, y le dediqué una sonrisa.
—Y, dígame: ¿qué o quién ha embrujado esa casa?
—Francamente, padre, no sé absolutamente nada al respecto. Lo que sí he
visto ha sido una silla de ruedas poseída correr hacia mí.
Aquella anécdota me pareció más bien divertida. Me puse a pensar en voz
alta.
—Una silla de ruedas que avanza sola. ¡Asombroso! Le creo. Hijo mío,
dígame todo lo que sepa de ese lugar.
El agente inmobiliario me contó tres veces los hechos que había
presenciado, sin cambiar el más mínimo detalle.
—De acuerdo, me ha quedado claro. ¿Trae las llaves consigo, señor
Trouge?
—Sí, padre. Aquí están.
—Perfecto. Vayámonos.

La casa de Lucile Gorki tenía una forma extraña. Era muy estrecha y muy
alta, y estaba metida en un recoveco de la catedral, contra la casa parroquial.
Se dividía en tres pisos escondidos tras seis metros de fachada. Me había
fijado en esa particularidad arquitectónica, pero no había sentido malestar
alguno al mirarla. Me quité la cruz de madera que llevaba alrededor del
cuello. Antes de meter la llave en la cerradura, recé un padrenuestro. El
agente inmobiliario se santiguó. Tenía la sensación de que ocurriría algo y me
dio su linterna. Empujé la puerta con decisión, evitando salir de la escalinata.
Respiré el ambiente, tratando de detectar olores que pudieran darme alguna
pista. Un malestar se apoderó de mí. ¡La casa olía a meado de gato!
Un pequeño inciso para mis amigos lectores: no me gustan los gatos,
menos aún los negros. Son seres maléficos, hipócritas y están poseídos. Un
buen ragú de gato en tiempos de penuria está especialmente sabroso. Lo
mismo ocurre con las ratas, los erizos y los coipos: animales crujientes que
nos deleitan y nos llenan la barriga. En Cambio, jamás he comido perro o
caballo; se trata de una cuestión de principios.
Pronuncié la oración del benedícite y me santigüé. Entré en la vivienda.
Un frío de mil demonios me envolvió. Parecía venir de arriba. De repente,
oímos un golpe en la pared. Fue un sonido breve e intenso. Entonces vi cómo
la estatua del gato egipcio me miraba fijamente. El retrato de la señora Gorki

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que colgaba de la pared ponía los pelos de punta. En él, la soviética
representaba a la reina del Gran Imperio. No tenía ni pizca de la belleza de
Nefertiti; salía más fea que Picio. El agente inmobiliario hizo bien en venir a
buscarme. El edificio entero estaba cargado de energía negativa. El
propietario me dejó las llaves unos días para que limpiara el domicilio.

A principios de semana esparcí harina por el suelo de cada una de las


estancias, cubriéndolo todo con una fina película blanca a mi paso.
Transcurrieron veinticuatro horas. Al día siguiente regresé para inspeccionar
el lugar. La harina había permanecido intacta a lo largo del pasillo y en las
escaleras que llevaban hasta la estatua del gato. Sin embargo, en la habitación
de la anciana se podían apreciar unas pequeñas huellas. Decidí quedarme un
momento a observar posibles fenómenos. Encendí una vela y recité una
oración. Aquel ritual no me decepcionó. Un cajón se abrió despacio. Luego el
armario se entreabrió, acompañando la acción con un chirrido siniestro.
Entonces, la mecedora empezó a moverse. Por último, vi cómo se iban
imprimiendo pequeños pasos en el suelo cubierto de harina. Seguí el recorrido
del fantasma, que se dirigía a la cama. Me fije en el colchón. Parecía que
alguien acabara de tumbarse ahí. Volví a establecer comunicación con el ser
que había en la habitación.
—Señora Gorki, ¿está aquí?
La cama empezó a crujir ligeramente. Tenía los nervios a flor de piel y me
costaba tragar saliva. Repetí la pregunta.
—Espíritu, si eres la señora Gorki, dame una señal.
Sonó un ruido fuerte y seco contra el muro. Un aire gélido avanzó hacia
mí. Peor aún fue constatar que en la harina esparcida por el suelo estaban
apareciendo nuevos pasos que se dirigían hacia otra estancia. Seguí al
fantasma, vela en mano. Se paró delante de un papiro de El Libro de los
Muertos que había colgado en la pared con una representación de Anubis. El
ectoplasma quería hacerme llegar un mensaje. Una corriente de aire apagó la
llama de la vela. Una fuerza inconmensurable me empujó hacia las escaleras.
Caí torpemente, rodé peldaños abajo y, si sigo con vida, es gracias a un tapiz
persa de gran tamaño que había enrollado en el suelo. Salí del domicilio con
magulladuras, pero sin duda alguna de que allí habitaba un poder maligno.
Tenía que encargarme personalmente del caso de la señora Gorki.

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Aquella misma tarde aproveché para indagar en el obispado de Perpiñán.
Consulté los archivos de la diócesis sobre la construcción de la catedral. Algo
me llamó la atención: la casa estaba situada en el punto exacto en que los
paganos —⁠en este caso, los celtíberos, un pueblo primitivo del Rosellón⁠—
habían erigido un dolmen destinado a los sacrificios. Lo que estaba a punto de
descubrir acerca de ese lugar hizo que fuera más prudente que nunca. Los
demonios de antaño, que tanta adoración recibían en tiempos inmemoriales,
solían ser los peores.

Al día siguiente, un mendigo fue el primero en avisarme. Delante de la plaza


de la catedral vi a un ser humano a quien yo llamaba «el híbrido». Iba a cuatro
patas, con sus manos y sus atrofiadas piernas completamente invertidas.
Parecía una araña enorme. El pobre desdichado me vio dirigirme a la casa de
la señora Gorki y, con una voz que parecía más bien la de un muerto, dijo:
—Sacerdote, no vayas a enfrentarte al felino maligno. ¡Te matará!

Me encontraba frente a la puerta, vestido con mi sotana y una Biblia en la


mano. Un trozo de piedra afloraba del suelo de la plaza; seguramente fueran
vestigios del dolmen. Empujé la puerta con sosiego. Estaba empezando a
subir las escaleras, que ya me costaba lo suyo, cuando un aullido irrumpió en
la oscuridad. Apunté a la puerta de la habitación con la linterna y, acto
seguido, aparecieron dos puntos rojos. En ese mismo momento, una silla se
despegó del suelo para estrellarse a mis pies. Estaba solo ante una presencia.
Esta vez, ya no se trataba de la endeble señora Gorki. Tenía que descubrir a
qué me atenía: ¿una fuerza maligna o un ser vivo? Barrí el interior de la
habitación con mi haz luminoso. En la pared, un retrato de Lenin cubierto por
una bandera roja con un martillo y una hoz indicaba que la señora Gorki
debió de ser comunista. Sonreí. Un demonio en casa de una partidaria del
bolchevismo era cuando menos paradójico. Dirigí la mirada a la cama de
estilo Enrique II. Aquella cosa debía de esconderse debajo. Por cuestiones de
seguridad, me armé con un trozo de silla rota que usé como porra. Fui
golpeando los salientes de la cama para localizar lo que quiera que hubiera en
ese lugar. Entonces ocurrió algo extraordinario. La cama empezó a moverse.
Lentamente. El mueble debía de pesar más de cien quilos. De golpe, la cama
quedó patas arriba. Di un paso hacia atrás, agarrando con fuerza la linterna y
el bastón, y me dije: «¿Qué narices es esto?».

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De repente vi a un animal cuyo secreto solo podía esconderse en la
mitología griega. Ese animal fantástico con busto de mujer, cuerpo de león y
alas de pájaro se erguía con orgullo frente a mí. Yo, allí, con mi traje de
sacerdote, me sentía impotente. Aquella fantasmagoría gozaba de una belleza
demoníaca. Era el rostro de la señora Gorki. Me examinó un buen rato antes
de dirigirme la palabra.
—¿Sabes quién soy, Salomon Joch?
—Si no me falla la memoria, eres una criatura mítica, hija de Tifón y de la
Quimera. Y ahora has adoptado el aspecto de la pobre Lucile.
—¡Te equivocas, jesuita! Tú estás hablando de mi primo griego. Yo, en
cambio, soy la esfinge egipcia. La original. La guardiana de las pirámides.
Como ya debes de saber, para vencerme tienes que responder a un enigma.
—Sí, ya sé cómo va. Es como ese programa de la televisión, Saber y
ganar.
—Yo no estaría tan seguro. Mis enigmas son más complicados que los de
mi primo griego. ¡Si fallas, mueres!
En ese instante, la esfinge desplegó sus alas y mostró sus garras de felino.
—No te las des tan de listo, Salomon, y escucha con atención. Te daré un
minuto para responder.
—¡Estoy listo, ser infernal!
La esfinge castañeó los dientes y luego anunció el enigma.
—En una habitación hay cuatro esquinas. En cada esquina, hay un gato.
Delante de cada gato, hay tres gatos. Y, encima de la cola de cada gato, un
gato. Así que, dime, jesuita, ¿cuántos gatos hay en la habitación?
Cerré los ojos y visualicé el cuarto con los gatos. Hice el cálculo y di con
una solución demasiado evidente. ¡Era una habitación enorme! Agotado el
tiempo, respondí.
—Esfinge —le dije—, la respuesta es cuatro gatos. La cosa es que cada
gato ya tiene tres gatos delante, que están en las otras equinas, y cada gato
está sentado sobre su propia cola. Simple. Es una cuestión de lógica.
Al oír esas palabras, la rabia se apoderó de la esfinge. Esta se abalanzó a
la ventana y desapareció en el cielo, no sin antes reducir los postigos a polvo.
Me apresuré para ver en qué dirección se había escapado aquel ser
fantástico, pero fijé mi vista en las gárgolas de la catedral. Me había parecido
ver cómo una de ellas acababa de petrificarse en esa fachada gótica.
Cerré la residencia de la señora Gorki y aconsejé al obispo que comprara
el edificio para agrandar la casa parroquial. Las casas, al igual que las
personas, también deben morir. Una vez terminado mi trabajo, coloqué las

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estatuas de distintos santos alrededor de la vivienda para serenar el lugar y
recogí la formidable escultura del gato egipcio, que debía de tener más de tres
mil quinientos años de antigüedad.

Por las noches, cuando observo las distintas gárgolas y quimeras de la


catedral, no puedo evitar pensar en la criatura mitológica que derroté.
Probablemente la esfinge estuviera vigilando entre esos animales monstruosos
mientras esperaba el momento de vengarse.

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El sarcófago de Ruscino

A veces el diablo me tienta para que crea en Dios.[1]

E l combate contra la esfinge me había hecho reflexionar acerca de los


misterios de aquella tierra catalana. Algunos meses más tarde, una
curiosa historia me conduciría hasta los entresijos de vidas anteriores. He aquí
un caso singular, pues estoy completamente convencido de que aquella vez sí
se trató de una reencarnación real. Juzguen ustedes mismos.

El profesor Micheli Brachetti, doctor de la facultad de Turín, primero de su


promoción en la École nationale du Louvre y especialista en lenguas antiguas,
representaba a la nueva generación de docentes. Por encima de todo, era
italiano. Dominaba el arameo, el sumerio, el griego, el minoico y el latín.
Aquel profesor de cuarenta y cuatro años era un hombre apuesto: era alto,
esbelto y cuidaba su imagen. Lo único que resultaba extraño era su mirada.
En uno de sus innumerables viajes contrajo un virus que le llevó a perder un
ojo. Una prótesis ocular reemplazaba, de forma muy realista, aquella herida
que le había valido el apodo de «Minos». Soltero de mala reputación, Micheli
tenía una larga lista de conquistas. Era adepto a distintos clubes y cofradías,
de modo que disfrutaba de una red de buenas amistades. Le apasionaba viajar
y a menudo solía ir a descubrir civilizaciones desaparecidas, cuya religión y
esoterismo despertaban su interés. Yo tuve la oportunidad de conocerle en
una de esas expediciones y de vivir con él una apasionante aventura.
Esta historia empezó una bonita mañana de verano en la zona del Ruscino,
la antigua ciudad romana a las puertas de Perpiñán. Llegué allí en mi vieja
Solex y con mi hábito de eclesiástico. Me quité el casco y mi pelo, demasiado
largo, me cayó por encima de los hombros. Estaba acercándome a saludar al
profesor cuando un tipo me silbó y me llamó por un nombre de ave. Se
trataba de un operario de las obras de excavación. Era claramente un motero.

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—¡Oye, ganso, ya estás sacando tu antigüedad de dos ruedas del parking
de las motos!
Me di la vuelta y me dirigí hacia ese animal de enormes brazos tatuados
que sujetaba un pico en el hombro. El hombre rio con sarcasmo al ver mi
sotana levantarse a causa de la fuerte tramontana.
—Fíjate tú, ¡pero si nuestra titi es un sacerdotillo!
Me puse frente a él y le mantuve la mirada con insistencia. Entonces dije:
—¿Sabes, hijo mío? Esta Solex es una pieza de coleccionista.
—¿Este montón de chatarra? ¡No me hagas reír, putita!
Eché una ojeada a su moto y una idea brillante me vino a la cabeza.
—Bueno, claramente no te gusta mi motocicleta, así que escúchame bien:
vamos a jugárnosla a un pulso. ¡Tu Harley Davidson contra mi Solex!
El motero se echó a reír y movilizó a todos sus compañeros, que trajeron
un barril vacío a la zona de aparcamiento. Me remangué la sotana y empuñé
con fuerza la mano contra la de mi adversario. Ese tío tenía las extremidades
como pequeños brazuelos de cerdo. Un tatuaje del diablo sacando la lengua se
le hinchó en el bíceps. Era de una vulgaridad repugnante. Un árbitro puso las
manos encima de las nuestras. El motero se jactaba de lo que creía que sería
una victoria fácil. Lo que no sabía ese tío era que yo contaba con un arma
letal. Un punto de acupuntura situado justo en el dorso de mi mano le
paralizaría los músculos. Conocía esta técnica gracias a un maestro del pulso
polaco: el invencible Lewando. Nada más empezar, aplasté la zona sensible
de mi contrincante, que sufrió una contracción tetánica y, acto seguido, le
partí el húmero con un golpe violento.
Les daré algunos detalles, amigos lectores: me encanta oír el sonido seco
que emite un hueso al fracturarse. Es algo así como el sonido de un tronco
húmedo que crepita al quemarse en el fuego de la chimenea. Cuando era
pequeño me gustaba poner a prueba la resistencia de la concha de los
caracoles. Les iba poniendo piedrecitas cada vez más pesadas encima para ver
en qué punto se empezaba a romper el caparazón antes de que el gasterópodo
explotara. Más tarde empecé a hacer lo mismo con las tortugas. Sin embargo,
viví una experiencia que fue la decisiva, aquella cuyo recuerdo jamás se
borrará de mi memoria: la ejecución de los condenados a muerte en India. Un
elefante apoyaba la pata delantera en el cráneo del condenado, y este acababa
abriéndose como una nuez de coco.
El motorista ululó de dolor. Yo, en cambio, saltaba de alegría mientras
cogía las llaves de la Harley. Acababa de ganar una Night Rod negra. Mis
gestos de victoria dejaron a los arqueólogos dubitativos.

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Micheli Brachetti, arqueólogo principal del municipio de Perpiñán, empezó
una campaña de excavación a los pies de la ciudad de Château Roussillon,
limítrofe con el camino de Carlomagno. Ese lugar, situado cerca del lecho
original del río Têt, era la entrada norte de Ruscino. Según prometedores
sondeos llevados a cabo por el equipo del profesor durante el invierno
anterior, había muchas posibilidades de que ahí se hallaran antiguos vestigios.
Las excavaciones empezaron el 1 de junio de 2012. Una excavadora hundió
su cuchara de acero en un campo abandonado donde previamente se habían
colocado balizas de madera. El terreno arcilloso de aquel punto en concreto
debía de tener unos cuantos metros de profundidad. El equipo de excavación
pudo despejar la zona sin demasiado problema antes de cederla a un centenar
de voluntarios que iban a tomar el relevo con picos y palas antes de ultimar
las investigaciones con pinceles. Las obras tenían que durar cuatro meses,
pero el profesor jamás imaginó lo que iba a descubrir allí y qué consecuencias
tendría todo eso en su vida.
Nabila Mesobal era una bella estudiante de la facultad de Historia de
Túnez que se había apuntado como voluntaria en la página web rempart.com,
a través de la cual se organizaba el trabajo de voluntarios en el ámbito del
patrimonio arqueológico francés. Para poder presentar su tesis doctoral en
antiguas civilizaciones, tenía que hacer prácticas sobre el terreno, y la
excavación de Ruscino le ofrecía esa oportunidad. La joven estaba encantada
de pasar un mes en el sur de Francia. Nada más salir del avión, se fijó en
aquella montaña nevada que tanto enorgullece a los catalanes erguida en
medio del Rosellón. Una sensación de opresión se apoderó de ella. Notó que
se le encogía el pecho, como si un torno de hierro lo estuviera aplastando.
Conocía aquella montaña sagrada. Era igual de famosa que el monte Olimpo,
donde habitaron los dioses politeístas, y tan intrigante como el Sinaí, cuna de
las religiones reveladas. Su mente estudiaba la razón de aquel ataque de
pánico, intentando encontrar un recuerdo perdido en su memoria que pudiera
darle la respuesta. La joven estudiante fue directa al baño para refrescarse la
cara. Tras sosegarse, salió del aeropuerto y se dirigió al lugar de encuentro.
En el autobús, mientras admiraba el paisaje, Nabila se puso a pensar en el
tema de su tesis, que giraba alrededor del gran conquistador púnico: el general
Aníbal. Aquel estratega había atravesado los Pirineos para luego quedarse allí
unos meses con el fin de reclutar algunas tropas de mercenarios y construir
armas a partir del hierro de las minas del Canigó. Seguro que disfrutó de ese

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azul tan puro del cielo y de las ráfagas del fuerte viento que soplaba
acariciando el mar añil.
El trayecto le pareció muy corto. Al pasar por el lado de un río, Nabila
empezó a encontrarse mal de nuevo. Era algo que le ocurría a veces, cuando
viajaba, así que se tomó una pastilla para el mareo. Cuando pudo bajar del
bus, delante de un portal que indicaba que había llegado al yacimiento
arqueológico de Ruscino, se sintió aliviada. Era un lugar tranquilo, cuya
ciudad romana estaba rodeada de maravillosos chalés. Nabila cogió su maleta
y fue hacia las tiendas de campaña que habían montado en el antiguo foro.
Una multitud de curiosos se acercó a admirar el espectáculo de la
reconstrucción histórica de una sección de legionarios de la VIIIª legión
Augusta. Los hombres iban vestidos con el atuendo de combate característico
de la armada romana imperial. Nabila se acercó a uno de los figurantes. Todos
eran originarios de Italia. Uno de ellos llevaba un casco con una cresta de
color rojo, una coraza de hierro segmentada y una espada en la cintura. Con la
mano izquierda sujetaba un escudo rectangular y, con la derecha, un pilum. La
tunecina sintió el miedo apoderarse de ella. Ese legionario la hizo estremecer.
—¿Buongiorno, bella señorita? —⁠preguntó el soldado romano con
seguridad⁠—. ¿Le apetece cenar conmigo esta noche?
—No, gracias —respondió ella apresurándose hacia el lugar de la
excavación.

Había un hombre de pie, con los brazos cruzados, y una gorra con un rombo
de color rojo y amarillo y el acrónimo USAP en la cabeza. Su rostro estaba
dividido por un frondoso bigote. Unas Ray-Ban le cubrían los ojos, y el polo
de color azul que llevaba se confundía con un cielo claro y luminoso. Unas
bermudas beige y unas Dockides marrones completaban el atuendo. El
hombre se acercó al grupo de estudiantes en prácticas que acababa de llegar,
integrado por unas diez personas. Se quitó las gafas y una sonrisa iluminó su
rostro marcial. Vio a la magrebí.
—Bienvenidos. Soy el profesor Micheli Brachetti, aunque podéis
llamarme Minos, y soy el jefe de excavación de este yacimiento. He aquí el
hotel de cuatro estrellas en el que os alojaréis durante vuestra estancia en el
Rosellón. Espero que disfrutéis de una agradable experiencia.
Nabila suspiró al ver la comodidad espartana de la cual gozaría en su
nueva morada. Se acercó al profesor, sacudió su negra cabellera y se colocó
frente a él.

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—Soy Nabila Mesobal —anunció tendiéndole la mano⁠—, estudiante de
Historia de las civilizaciones antiguas. Es un placer conocerle, profesor.
Micheli estrechó la mano de la joven durante unos segundos. Volvió a
quitarse las gafas y su mirada enigmática se clavó en los ojos color café de la
chica.
—Encantado, señorita Nabila. El placer es todo mío.
La joven tuvo la impresión de que se le iba a hender el corazón. Su
intuición femenina la puso en alerta y una voz interior le mandó una imagen
lejana que tenía grabada en la memoria; el flash de un acontecimiento de
hacía muchísimo tiempo. A juzgar por la fijeza de los párpados del profesor,
Nabila adivinó que tenía un ojo de cristal. Aquel detalle la perturbó en
extremo. Micheli hizo alusión a sus estudios.
—He leído su tesis con mucho interés. Ha trabajado en una hipótesis
curiosa del paso de las tropas de Aníbal por la Cerdaña y no por la Albera.
Apasionante.
—Así es, profesor. Estoy convencida de que los cartagineses aclimataron
a los elefantes al puerto pirenaico antes de intentar pasar por los Alpes.
—Interesante. Yo mismo pensé en organizar algunas excavaciones en esa
área de la montaña. Hay una pirámide extraña en un lugar remoto, pero de eso
ya hablaremos en otro momento. Mientras tanto, acomódese. Diana a las seis
de la mañana.

Para la joven, la primera noche en la obra fue una pesadilla con todas las de la
ley. Nabila soñó con algo inquietante. Su cerebro embarulló los
acontecimientos del día anterior. Se vio seguir a un hombre que llevaba un
abrigo largo de color púrpura y una coraza de bronce. Era un hombre tuerto.
No había nadie más fuerte que él y su ejército. La imagen se mezclaba con la
del profesor y su ojo de cristal. De repente, se veía a sí misma al borde de un
río, con su amante, que le regalaba un magnífico caballo. Y luego, el
accidente, la caída y el ahogamiento sin que el hombre pudiera salvarla. Lo
último que vio fueron imágenes de grandiosos funerales y el dolor inmenso
del jefe de guerra.
El sobresalto despertó a Nabila de golpe. Se tranquilizó y guardó ese
sueño en un rincón de su memoria.
Sosegada, se presentó al área de excavación que le habían asignado. Era la
jefa del equipo y la responsable de la zona norte. Se trataba de un túmulo en
el camino de Carlomagno que había a lo lejos, delante de la puerta norte de la

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antigua ciudad de Ruscino. Para Nabila, empezar a investigar en ese preciso
lugar era una señal. Le pidió al equipo que excavara bajo el terraplén que
había en una ligera pendiente. Pico y pala en mano, cuatro obreros se
dirigieron hacia allí con un poco de escepticismo. La estudiante también se
puso manos a la obra, picando la tierra y apartando las piedras más pesadas.
Pasada una hora, un pico topó con una placa de metal. Acababan de descubrir
la estructura de lo que parecían los cimientos de un edificio antiguo. Una
especie de túnel pasaba justo por debajo del túmulo.
Llegué acompañado del profesor para constatar aquel descubrimiento.
—Es una tumba —vaticinó Nabila—; una tumba púnica. No me cabe
duda.
—No se emocione, señorita —⁠contestó el arqueólogo⁠—. Posiblemente no
sea más que un granero de maíz o una cisterna romana.
—No, profesor. Estoy segura de ello. Vamos a descubrir una sepultura de
estilo púnico. Es bastante improbable que hubiera un granero a las afueras de
la ciudad.
Ante tanto entusiasmo, la curiosidad me pudo.
—¿Cómo está tan segura, joven?
—Sencillamente lo sé, padre. Para mí es evidente. —⁠La estudiante
recogió el pico y empezó a despejar el pasillo. Entonces se giró con
arrogancia⁠—. Vuelva al ponerse el sol, profesor Brachetti. Tendrá la mayor
sorpresa de su carrera. Y usted, sacerdote, deberá echar mano de sus creencias
religiosas para explicar lo que voy a descubrir —⁠sentenció.
Pasamos por el foro para salir de esa zona. La determinación de la joven
nos había dejado un poco tocados. Un segundo equipo acababa de descubrir
las ruinas de una posada romana.

Limpiar el pasillo de la tumba fue relativamente fácil, ya que era de tierra


arcillosa compacta. Los cuatro peones llegaron frente a una majestuosa puerta
de bronce que debía de pesar más de una tonelada, y cuyos frescos en los
batientes representaban escenas de combates y paisajes exóticos. Uno de los
obreros vino a buscarnos desde el norte del yacimiento, respirando con
dificultad, para informarnos de un gran descubrimiento. Fuimos hacia allí con
el material de ecografía y unas cámaras con fibra óptica que cabían incluso en
las aberturas más estrechas y minúsculas. El profesor se quedó admirado
frente al pórtico de estilo púnico donde debía de descansar un personaje
ilustre. Los técnicos pasaron una microcámara por la cerradura. Delante de la

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pantalla de recepción, dos personas más y yo. Cuando un haz de luz iluminó
el interior, probablemente sentimos lo mismo que Carter al descubrir la tumba
de Tutankamón.
Allí había todo el mobiliario típico de un palacio real que cualquiera
pudiera imaginar. Sillones, mesas y sillas. Armarios y baúles. Un
extraordinario carro tirado por dos caballos de hierro. Y la guinda del pastel:
un elefante disecado, los colmillos del cual debían de medir dos metros. En el
centro reposaba un sarcófago de mármol rosa del Canigó y, sobre la tapa, le
efigie de una mujer.
—Es la tumba de Himilce, la mujer de Aníbal —⁠informó Nabila⁠—. ¡Estoy
segura!
—¿Cómo puede tenerlo tan claro de nuevo? —⁠preguntó el profesor.
La tunecina, cuyos ojos estaban asombrosamente fijos, respondió algo
increíble:
—Lo sé porque… yo… ¡Yo he sido esta mujer!

El profesor Micheli Brachetti invitó a la estudiante a cenar. La joven le


fascinaba. Hablaron largo y tendido sobre arqueología y aquel viaje de
estudios, pero también trataron la hipótesis de la reencarnación. Era increíble
los puntos en común, las sensaciones y las experiencias parecidas que unían la
vida de aquellos dos científicos. Cuando terminaron, Micheli acompañó
tranquilamente a Nabila al campamento.
Yo sabía que, para mí, las sorpresas aún no se habían acabado. A la
mañana siguiente, fui a hablar con la joven. Quería tener una conversación
seria con ella y evitar la palabrería. Charlamos después de desayunar, en la
capilla del pueblo. Mi presencia ponía nerviosa a Nabila. Entramos en el
confesionario y pronuncié una breve oración de bienvenida.
—Dígame, hija, ¿cree en Dios? —⁠pregunté.
—Me criaron siguiendo la fe musulmana, padre, aunque eso nunca me
llenó de felicidad. Podríamos decir que soy atea.
—Bueno, quizás algún día vuelva a sus raíces, señorita. Sus afirmaciones
sobre la metempsícosis me inquietan un poco. ¿Cómo puede afirmar que ha
sido Himilce? Las personas solo tenemos un único cuerpo, una única alma y
un único espíritu.
—No puedo explicarlo, padre. Es como si se me desgarrase el corazón.
Sensaciones, flashes, imágenes que de vez en cuando me vienen a la cabeza
sobre experiencias que ya he vivido. Es perturbador y doloroso a partes

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iguales. Padre, ¿no ha tenido nunca la sensación de haber sido otra persona en
un pasado muy remoto?
Cerré mi bloc de notas y persigné la frente de la muchacha. Su pregunta
me había desconcertado. Miré el reloj.
—Es hora de ir a verificar su teoría, señorita. No creo que otra alma la
haya poseído. Velaré por usted. En cuanto a mí, siempre he sido la misma
persona: el padre Salomon Joch.

La apertura de la puerta de bronce se llevó a cabo con máxima precaución. El


espectáculo nos dejó pasmados. Los especialistas retiraron un total de seis mil
objetos de la tumba. Tardaron días en hacer el inventario. Llevaron el tesoro
al palacio de los reyes de Mallorca, en la zona de recepción del rey. Allí,
equipos nacionales de arqueología empezaron la larga tarea de identificación.
Al cabo de un mes, solo quedaba el sarcófago por abrir. Me invitaron a tal
extraordinario acontecimiento. Colocaron un torno elevador eléctrico encima
de un trípode para poder levantar la tapa, que debía de pesar una tonelada.
Fue una tarea delicada que realizaron los trabajadores del yacimiento. Nabila
parecía estar serena. Había anticipado todos los descubrimientos.
Hallamos un ataúd de madera precioso, con signos cuneiformes
característicos de una escritura que desconocíamos.
—Es púnico —aclaró Nabila—. Dice: «Aquí descansa la más bella de las
mujeres del imperio íbero, la princesa Himilce, mujer del general Aníbal
Barba, que murió ahogada en el río Tetis».
Eso me dejó desconcertado. Nadie entendía el púnico; la venganza de
Roma contra sus enemigos fue despiadada y apenas quedaba rastro alguno de
la escritura de esa lengua. ¿Cómo era posible que la joven tunecina conociera
tan bien un idioma que había desaparecido hacía milenios?
Abrimos el ataúd y descubrimos la momia, de una belleza apabullante,
cubierta con una máscara funeraria de oro. El despojo de la princesa estaba
cubierto por un pectoral de rubíes y distintos brazaletes. Micheli Brachetti
empezó a quitarle los atavíos y a meter los objetos en cajitas de plástico. Lo
grabamos todo con cámaras digitales. Nabila acariciaba las joyas como si
fueran suyas. Yo iba observando hasta el menor gesto a fin de poder
identificar un posible caso patológico de esquizofrenia. Nada. La estudiante
afirmaba acordarse de una vida anterior. Aquello me fascinaba. Yo creía a
pies juntillas que a algunas almas se les concedía una segunda oportunidad
para que pudieran poner fin a algún asunto por terminar en la Tierra. La

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hipótesis que quería comprobar con Nabila y esa momia se basaba en la
singularidad de la persona: un solo cuerpo, un solo espíritu y una sola alma.
Me había propuesto hipnotizar a la joven arqueóloga, pero no me hizo falta.
Cuando apartaron las vendas que cubrían el rostro de la momia, gritamos
horrorizados. Nabila, a pesar de tener los ojos abiertos, se sumergió en una
especie de sueño.
El rostro momificado estaba intacto y presentaba los mismos rasgos que la
joven tunecina. Todo el equipo estaba maravillado con el magnífico trabajo
de los embalsamadores de aquella época. Cualquiera habría pensado que la
princesa llevaba pocos minutos durmiendo. Los científicos acabaron de
desvendar el cuerpo desnudo e intacto de Himilce. Era simple y llanamente
asombroso. Y, de golpe, sucedió lo inimaginable. El rostro de Nabila
empalideció a la vez que la momia parecía resucitar. Acabábamos de asistir
personalmente a una transferencia de alma. En tan solo unos minutos,
presencié lo que parecía ser la muerte de la arqueóloga. Himilce, en cambio,
empezó a respirar y abrió los ojos. Cual autómata, se incorporó y nos miró de
arriba abajo.
—O ani vé mi atem?
Reconocí sin problema alguno una lengua semita. Un hebreo arcaico. La
princesa quería saber dónde estaba y quiénes éramos nosotros. Como yo
dominaba el arameo —⁠el idioma de Jesús⁠— a la perfección, le ofrecí una
respuesta de jesuita.
—Princesa, os encontráis en el Rosellón, en la provincia de Narbonae. Yo
soy sacerdote, y aquí conmigo están algunos profesores y doctores.
—Ani ha icha Imelce guedola chalika. Yech la lekouf ezo anah nouz?
—Sé que vos sois la esposa del general, la princesa Himilce. Es el año
2012 después de Cristo.
—Ani rostsé roa ha molah chel eretz ze!
—Este país ya no tiene rey, princesa.
La joven mujer parecía desamparada. Entonces reparó en el cuerpo de
Nabila, que yacía en el suelo.
—Bahoura zé kmo teomi?
—¿Queréis saber si es vuestra melliza? Quizá. Sin embargo, lo que es
inexplicable es que es idéntica a vos; ¡su cara y su cuerpo tienen la misma
fisonomía! En nuestra época, a esto se le llama «una doble».
Fijó su mirada en Micheli durante un buen rato.
—O ben zougue chely Hannibal?

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—Este hombre no es el general. Aníbal murió hace ya muchos años,
princesa.
Entonces, Himilce empezó a hablar en latín y a repetir la misma pregunta
una y otra vez.
—Hic ubi frater Hannibalis?
—No es su hermano, su majestad. ¿Qué le ocurre?
La princesa parecía realmente contrariada. Miraba al profesor Brachetti de
hito en hito.
—Ego in flumen demersi! Ego cecidit equo et Hannibal non nisi me. Si
quis mihi mori, sic amet ipse mortuus est!
«Me ahogué en el río. Caí de mi caballo y Aníbal no pudo salvarme»,
dijo. «¡Si aquel a quien amo está muerto, entonces yo también debo morir!»,
sentenció.
Después de haber pronunciado estas palabras, la princesa resucitada
volvió a tumbarse en el lecho. Su respiración se fue ralentizando y debilitando
hasta que suspiró por última vez. Nos giramos hacia Nabila, que seguía
tumbada en el suelo, y vimos cómo el color se volvía a posar en su rostro.
Finalmente, abrió los ojos y nos miró.
—¿Dónde estoy? —preguntó—. He soñado que era Himilce.
—Acaba de suceder algo extraño. ¡Sobrenatural, diría yo! —⁠respondí.
Nabila miró a la momia. El cuerpo había quedado encartonado y en su
majestuoso rostro ahora se dibujaba una mueca escalofriante. De repente, los
años acababan de echarse encima de Himilce.
La joven tunecina gritó horrorizada y salió corriendo de allí. Micheli la
encontró al pie del foro, trastornada por aquella noticia. El reencuentro de dos
viejas almas suponía un cambio radical en las vidas de nuestros protagonistas.

Al día siguiente, la estudiante de Arqueología regresó a Túnez. La revelación


de su propia muerte al ahogarse explicaba sus angustias y la sensación de
sofoco que la envolvían cuando se encontraba delante de una superficie
líquida. En forma de documento escrito, Nabila me hizo un último obsequio.
Se trataba de información crucial: un punto de referencia marcado en un mapa
de ruta. La joven había señalado un peñón a la altura de Col de la Perche y
aclaraba que, si cruzábamos el bloque de granito a pie, encontraríamos algo
inédito relacionado con el general púnico. Empecé la búsqueda. Tenía que
encontrar un indicio que señalara el paso de la armada de Aníbal por allí.
Según el historiador romano Tito Livio, en el año 218 antes de Cristo, las

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tropas cartaginesas negociaron su paso por los Pirineos con los sordones, una
expedición de mercenarios que se enfrentaron a las legiones de ciudadanos
romanos. Se repartieron el territorio dividiéndolo en dos grupos: el grupo
dirigido por Magon eligió bordear la costa y probablemente atravesó Col de
Pertús. ¿Habría Aníbal, con sus elefantes, seguido otra ruta? ¿Guardaban los
puertos montañosos de los Pirineos ese secreto? Debía encontrar la solución a
ese enigma.
Emprendí el viaje un domingo, y me llevé un pico y una pala conmigo.
No tuve problemas para encontrar el lugar que Nabila había indicado en el
mapa. El peñón parecía una pirámide. Estuve excavando durante todo el día,
apartando una tierra maleable de una profundidad de más de un metro.
Finalmente, una caja de madera vio la luz. Era enorme. La abrí con
precaución. En el centro, el cráneo de un elefante y sus dos impresionantes
colmillos lucían en su máximo esplendor. Había algo más extraordinario aún:
el busto de mármol rosa que representaba un renombrado general. Tenía, justo
delante de mí, el retrato del gran conquistador púnico. Aníbal en persona me
miraba con solamente un ojo. Efectivamente, parecía ser el hermano gemelo
del profesor Micheli Brachetti. Compartían la misma envergadura, el mismo
rostro y, además, el mismo hándicap. Ambos habían perdido un ojo. Más allá
de la prueba de que Aníbal había pasado por el puerto de la Cerdaña y no por
el de Pertús, ahora tenía la certeza de que quizás existían las vidas pasadas.
Di el busto de Aníbal y las dos piezas de marfil al museo de Ruscino.
Desde aquella aventura, el profesor Micheli Brachetti tiene la firme
convicción de haber sido el cartaginés y esposo de Nabila. Dicha revelación
marcó un antes y un después en su vida. Dejó su trabajo de arqueólogo, se
centró en el budismo y se convirtió en especialista de vidas pasadas, aunque
jamás volvió a ver a la estudiante magrebí. Brachetti me contó que, según la
ley del karma, había que saldar una deuda entre ambas almas. La muerte
accidental de su esposa probablemente había sido culpa del general púnico.
Hoy por hoy, su alejamiento voluntario ha restablecido el equilibrio y la
armonía entre los dos amantes.
Yo, por mi parte, dejé constancia de los hechos en un informe que redacté
para la Congregación para la Doctrina de la Fe. Tal experiencia me permitió
argumentar la tesis de la reencarnación frente a los cardenales.
Ahora bien: es imposible que yo fuera otra persona en el pasado. Eso no
puede ser, porque hace muchísimo tiempo que sé quién soy…

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El fantasma del templario

Bien mal adquirido, a nadie ha enriquecido.

U n mes después de haber encontrado aquellas pistas sobre Aníbal, me


hablaron de otro lugar peculiar: un sitio en territorio catalán donde se
concentra una energía diabólica almacenada, desde hace siglos, tras los muros
de una fortaleza. Este lugar se sitúa en pleno corazón de un viñedo milenario.
Es un castillo abandonado donde se esconde una «Puerta del Tiempo». Cuatro
torres almenadas flanquean los edificios erigidos con piedras de río. Oculto
entre un bosque de pinos, dicho bastión esconde un gran secreto. En la Edad
Media, en ese preciso lugar, una pequeña colina dominaba la llanura del
Rosellón. Una capilla romana encajada en una muralla servía de cripta. Un
panteón honraba las tumbas de los ilustres soldados, unos guerreros cuyo
papel es fundamental en la historia de la humanidad.
Hoy en día, allí se encuentra una cooperativa que produce un vino de la
tierra exquisito, conocido sobre todo por acompañar barbacoas o caracoladas.
El viticultor propietario de la misma, un hombre de ascendencia catalana,
quería verme. Según él, esas tierras eran testigo de fenómenos
extraordinarios. Llegué con mi Harley Davidson, la Night Rod negra que
había ganado echando un pulso. Era el modelo de los famosos Hells Angels.
«Los ángeles del Infierno». Me fascina este oxímoron.
Iba vestido con mi sotana y las botas de montar sudistas. El día era más
bien gris y parecía que iba a llover, pero yo me sentía confiado y sereno. En
mi maletín llevaba los objetos necesarios para bendecir el lugar, una fortaleza
muy famosa de la cual había oído hablar. Su nombre era una referencia para
los historiadores medievales. La orden religiosa más reputada lo había
convertido en la venerable encomienda Mas Deus. Los templarios del
Rosellón fueron los arquitectos más eficaces del departamento. Ellos se
encargaron de desecar los pantanos con tal de evitar la propagación del
paludismo. También organizaron tierras agrícolas para mejorar su

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rendimiento y garantizaron la seguridad en la Marca Hispánica. El estandarte,
conocido con el nombre de «Beaussant», ondeaba majestuoso en los Pirineos.
La encomienda de Mas Deus se caracterizaba por la presencia de viejos
soldados que ya se habían retirado de las cruzadas. Algunos habían conocido
el infierno de primera mano en las batallas que se libraron en los desiertos de
Palestina. Otros se habían enfrentado a los hashashins en Egipto o Siria. Los
templarios habían descubierto secretos esotéricos y los habían llevado hasta
Occidente. Desafortunadamente, los traicionaron, los juzgaron y los
aniquilaron.

La simpática propietaria me contó lo que había presenciado las noches de


luna llena: en el patio central de la fortaleza, un hombre con una armadura
aparecía entre las ruinas. Se quedaba ahí de pie, espada y escudo en mano,
esperando a un supuesto rival. Cuando se le acercaba alguien, la aparición se
desvanecía. Era como si un acontecimiento del pasado se proyectara en una
pantalla del cine. Me pareció realmente curioso, así que le pregunté que me
indicara el punto exacto donde aparecía el caballero. Fui hasta la capilla
romana de piedra que había en el centro de la encomienda; aunque ese era el
lugar, yo no percibía ondas negativas. Las excavaciones que habían realizado
allí los alemanes durante su ocupación del territorio tampoco habían
desvelado mucho. Los nazis buscaban el Grial para dominar el mundo, pero
no encontraron nada aparte de tierra. Sin embargo, el cementerio me llamó la
atención. Fui lápida por lápida, intentando descifrar el nombre de las personas
que estaban allí enterradas. Había una cuya inscripción todavía era legible: la
del caballero Guillermo de Londres, nacido en 1207 y comandante de la
encomienda en 1255. No había fecha de defunción. No es que me den miedo
los fantasmas, pero tampoco me apetecía ponerme a cavar para descubrirla.
Tenía poco tiempo como para esperar a la próxima luna llena, así que
decidí empezar con el ritual para invocar a los muertos nada más caer la
noche. Aprendí esta antigua práctica hebrea de un rabino que aseguraba que
dicho ritual le permitía a uno ponerse en contacto con las almas en pena.
Dibujé un círculo frente a la tumba y coloqué una vela negra en el centro,
junto con una hostia consagrada y un bol de sangre de toro. Se suponía que el
calor de la llama tenía que aportar la energía necesaria para ayudar al espíritu
a manifestarse en forma de ectoplasma. La hostia debía calmar el alma
cándida y, el bol de sangre, atraer el alma negra. Así, enseguida podría ver a
quién había invocado.

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Cogí la Biblia y empecé a recitar el conjuro.
—Caballero Guillermo de Londres, recurro a vos, dondequiera que estéis,
pronunciando estas palabras que atraviesan cualquier distancia, sin importar
el tiempo ni el espacio, para que aparezcáis ante mí.
Nada. No ocurrió absolutamente nada. No se movió ni un insecto, ni un
ave nocturna, ni un reptil. Se hizo el silencio, sin más. Inaudito. Mortal.
El aire se volvió gélido. Hacía tanto frío que creía haberme abismado en
las mismísimas tinieblas. Yo seguía centrado en la lápida. Al cabo de algunos
minutos agitándose, una forma vaporosa se materializó justo delante de mí.
Retomé la oración.
—Vos que vivisteis ayer, volved de entre las sombras o de la luz y
manifestaos aquí. Os lo pido de espíritu a espíritu.
La nebulosa fue adquiriendo forma y apareció un hombre desdichado con
una cuerda de cáñamo alrededor del cuello, como si de un condenado a
muerte se tratase. Le enseñé la hostia y el bol de sangre. El espectro sospesó
ambas opciones con calma antes de decantarse por la Santa Comunión.
—¿Quién eres? —pregunté entonces.
La sombra se acercó a mí arrastrando los pies, cabizbaja.
—Soy el señor Guillermo de Londres, comandante de Mas Deus. Me
condenaron a muerte por negarme a abrir las puertas de la fortaleza al rey de
Francia y a sus tropas.
—¿Os referís a Felipe el Atrevido cuando regresó de su cruzada contra los
catalanes?
—Sí.
—¿Por qué os negasteis a acogerlo?
—El rey tenía malaria. Nosotros, los templarios, sabíamos a la perfección
los estragos de esta enfermedad. Jamás contemplamos poner en riesgo a
nuestros hermanos y al resto de los aldeanos.
—Y el rey, ¿falleció en Perpiñán?
—Sí.
—¿Quién os condenó?
—Su hijo, Felipe el Hermoso.
—Contádmelo.
—Cuando la armada del rey volvió a la región de Île de France, me
convocaron a París para ponerme al día de la situación. Me recibió el Gran
Maestro templario en persona. Escuchó atentamente mi historia, aquello que,
a mi leal saber y entender, me había llevado a tomar la decisión de cerrar las

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puertas al rey de Francia. Luego coincidió en que había sido una elección
sensata.
»Tras esta investigación interna del Orden, Felipe el Hermoso enfureció y
mi castigo no tardó en llegar. Durante mi viaje de vuelta al Rosellón, las
tropas reales atacaron mi sección templaría. Fue un combate intenso y, a pesar
de la valentía de mis soldados, me llevaron preso y me metieron en la cárcel
real. Me pasé un año completamente aislado en un calabozo infame. Me
torturaron y, finalmente, me ejecutaron sin juicio previo.
—¿Vuestro Gran Maestro no os pudo salvar?
—Oficialmente se dijo que el ataque a la sección templaría había sido
obra de unos bandidos y vagabundos a sueldo de un sarraceno. Nadie supo la
verdad. Me colgaron cual vulgar ladrón en la horca de Montfaucon. Ni
siquiera me sepultaron. Los cuervos devoraron mi cadáver y luego arrojaron
mis restos al Sena.
—¿Quién es el soldado que aparece por aquí vestido con una armadura las
noches de luna llena?
La mirada del fantasma permaneció fija mientras buscaba la respuesta en
su ya mohoso cerebro.
Le facilité la información que me había dado la propietaria actual de ese
lugar:
—Lleva una armadura negra y una túnica verde.
—¡Es el sarraceno! —respondió el espectro⁠—. ¡Es el señor
Houssameddine! ¡Él fue quien me entregó! Trabajó para el rey de Francia y
fue capitán de la infantería.
—¿Qué puedo hacer por vos, caballero Guillermo de Londres?
—Cuando vuelva a haber luna llena, convoca a esta alma negra y
ajustaremos nuestra deuda de sangre.
Acepté el trato y recité una oración para que el fantasma pudiera
marcharse.
—A vos que vivisteis ayer, os doy las gracias. Podéis dejar esta tierra y
regresar al mundo de los espíritus.
La imagen del espectro se volatilizó en la atmósfera, dando lugar a una
noche estrellada. Le conté al actual dueño de Mas Deus lo sucedido durante
mi ritual nocturno. Ahora ya sabíamos por qué faltaba una fecha en la tumba
del caballero.
Decidimos respetar el deseo de Guillermo de Londres y esperar a que
llegara la próxima luna llena para repetir mi conjuro y evocar a las almas
errantes.

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Pasaron veintidós días durante los cuales me sumergí en el periodo
histórico en que había vivido nuestro fantasma y, más en concreto, en la
Orden del Temple. Eran el claro ejemplo de los monjes soldados que habían
cumplido su misión: proteger la Tierra Santa. Al llegar a Europa, esta orden
religiosa se había quedado sin objetivo alguno. Su fin era inevitable y quien
tenía las riendas no era otro que Felipe el Hermoso. El tesoro de los
templarios sirvió de pretexto para aniquilar la Orden. En tierras catalanas no
había oro ni peculio alguno. La riqueza del Templo no era otra que la
devoción que sus hombres mostraban a Dios. El único objeto de valor que
pertenecía a los caballeros era un simple tejido, uno que ustedes conocen bajo
el nombre de «Santo Sudario de Turín». Dicha impresión del Señor es la
única imagen de la cual disponen los creyentes para representar el rostro de
Cristo. He aquí el secreto de los templarios.
El sarraceno, por su parte, pertenecía a la secta de los hashashins, una
temible orden religiosa. Houssameddine hacía el trabajo sucio de distintas
personalidades. Pasó al servicio de un papa llamado Alejandro IV y se
convirtió en un verdugo. Su aventura concluyó en Roma, donde fue objeto de
una confabulación.

Al llegar la luna llena, me coloqué delante de la capilla, justo donde debía


aparecer el guerrero con la armadura. Repetí la ceremonia con la vela negra,
la hostia sagrada y la sangre de toro. No llegué a terminar siquiera el ritual de
invocación de los muertos. Un viento helado apagó la vela y una presencia
maléfica hizo que el bol de sangre se vaciara. Luego oí un ruido extraño,
parecido a un chirrido metálico. Miré hacia la torre que había cerca de la
capilla. Alguien estaba bajando por la escalera de piedra. Ese ruido enlatado
cesó y fue entonces cuando atisbé una visión espantosa entre el marco de la
puerta. Un guerrero con una armadura negra y una túnica verde con una luna
creciente roja apareció delante de mí, cimitarra en mano. No le veía la cara.
Un insoportable olor a putrefacción lo envolvió todo. Recité un padrenuestro
y me acerqué la cruz de madera al pecho, sujetándola bien fuerte. Entonces,
pregunté con firmeza:
—Espíritu de la noche que estás frente a mí, ¿eres Houssameddine?
El gran yelmo metalizado emitió un chirrido lúgubre y, a continuación, el
fantasma respondió con voz baja y ronca:
—¿Cómo te atreves a preguntármelo, sirviente de Dios de pacotilla?
Tragué saliva y abrí la Biblia para empezar el exorcismo.

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El espectro estalló de risa y empezó a caminar en mi dirección.
—No estoy poseído, padre. ¡Soy un soldado del diablo y voy a enviarte a
tu Paraíso!
En un intento por decapitarme, el sarracino me atacó despiadadamente
con su espada, el filo de la cual hizo que el viento silbara al cortarlo por
encima de mi cabeza. Houssameddine me atacó de nuevo. Por suerte, pude
proveerme de un trozo de madera lo bastante grande como para frenar el
golpe. La espada lo partió por la mitad con un corte limpio. ¿Cómo podía ser
que un fantasma pudiera hacer algo tan real? Eso me dejaba en una mala
posición; no me había imaginado que algo así pudiera ocurrir. Parecía que la
única forma de salvarme era huir. Con la sotana entre los dientes, me puse a
correr pensando que podría dejar al fantasma atrás sin problemas, pues creía
que el peso de la armadura ralentizaría su paso. Igual que los escoceses, yo no
llevaba nada debajo de la túnica negra, así que mis atributos bamboleaban en
todas direcciones. Lamentablemente, la mujer del viticultor que, presa de la
curiosidad, se había escondido para ver la invocación de cerca, también echó
a correr cuando vio cómo había evolucionado la situación. Nos cruzamos
durante su fervorosa carrera. Miró aterrorizada cómo se movían mis pelotas.
Presa del pánico, se recogió el largo camisón y salió pitando en dirección
contraria. Yo estaba muerto de vergüenza. En ese preciso instante, un sonido
como de cacerolas hizo que me diera la vuelta. Houssameddine estaba justo
detrás de mí e iba a atravesarme con su espada. Sin embargo, se detuvo en
seco y clavó la cimitarra en el suelo. Cruzó los brazos en una posición de
orgullo frente a mí. Me volví a colocar bien la sotana. De repente entendí lo
que estaba pasando. Otro caballero acababa de aparecer a mis espaldas.
Llevaba una armadura brillante y una túnica blanca con la cruz roja de los
templarios. Su atuendo lo completaban un escudo y un mangual. Guillermo de
Londres.
Me aparté de la zona de combate, intuyendo que iba a asistir a un duelo de
otra época.
Guillermo de Londres llevaba un yelmo nasal dorado. Se quitó la túnica
blanca e increpó a su contrincante.
—¿Me reconoces, hijo del Infierno? Soy el comandante templario
Guillermo de Londres. ¡Tú me entregaste; me ahorcaron cual mendigo
andrajoso! Y ahora vas a pagar por ello.
—¡Menuda sorpresa! Fuiste tú quien se negó a hospedar a su rey en este
mismo lugar, templario. ¡Por eso moriste!

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—Salvé a mis hombres y aldeanos de una muerte segura. Ese hombre, por
muy rey que fuera, estaba enfermo. Tenía malaria.
—Eso da igual. ¡Felipe el Atrevido era tu rey! Allahu Akbar!
Tras pronunciar esas palabras, el hashashin cargó contra el comandante,
sujetando su larga espada con ambas manos. El templario se limitó a parar el
golpe con el escudo, haciendo que el mangual pasara por encima de su
cabeza. Aquellos golpes magullaron con fuerza el acero del broquel.
Guillermo buscaba debilitar a su contrincante para propiciarle un golpe
mortal. Les tres bolas de hierro con púas afiladas rasgaron la túnica del
sarraceno, que reculó ante el impacto. El templario lanzó un ataque rápido a la
altura de la rodilla del musulmán para que este cediera. Sin embargo, fue él
quien, con un golpe directo, hizo volar el casco del templario por los aires.
Aquella colisión le cortó el cuero cabelludo. Con el rostro ensangrentado,
Guillermo aumentó la guardia.
Houssameddine blandió la espada, haciendo siniestros molinetes con ella.
El templario lanzó su escudo, que rozó la armadura de su adversario e hizo
que se tambaleara. El mangual rechinó y se estampó contra su oscuro yelmo.
El sarraceno cayó con fuerza sobre su espalda. Guillermo de Londres le puso
el pie en el cuello, cogió la espada y se la clavó en el entrecejo. Un espantoso
ruido de huesos crujiendo puso fin al combate.
Me acerqué entonces a los restos de Houssameddine. Guillermo de
Londres hincó la rodilla en el suelo y rezó en árabe para el descanso de su
alma. Cuando le quité el yelmo, apestaba a descomposición, y el horror hizo
que un escalofrío me recorriera el cuerpo. Una calavera sonriente me clavó
una última mirada desafiante. Pronuncié una bendición y entonces vi cómo el
cadáver abandonaba la armadura, que se convirtió en un montón de chatarra
oxidada.
Guillermo de Londres estaba de pie frente a su lápida. Había recobrado su
honor y vengado su muerte. Ya podía descansar en paz. Se despidió de mí con
la mano y se volatilizó. Recé por él.
Antes de irme de allí, me fijé en un objeto que había quedado entre la
hierba. Era un casco dorado. Lo cogí. ¿Cómo podía ser que tuviera tal reliquia
intacta en las manos si la batalla se había librado hacía siglos? Aquella prueba
me confirmó que lo que acababa de presenciar no había sido un sueño.
¿Habría cruzado la puerta del tiempo y viajado a 1285?
Aquel misterio formaba parte de los hechos que atribuía a los caminos del
Señor. Era algo inescrutable.

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Me subi a la Harley Davidson. El motor rugió, soltando un ruido sordo y
fuerte. Necesitaba un poco de aire fresco después de ese viaje a las puertas del
Infierno. Me acomodé el casco alemán de cuero, un modelo Stalingrad.
Un amigo de Marsella quería que quedáramos para hablarme de un
enigmático manuscrito. Puse rumbo a mi próxima cita con la clara intención
de descansar e ir a un partido de fútbol del Olympique de Marsella.

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El puente del diablo

Si alguien vende su alma al diablo,


es porque Dios no la quería comprar.[1]

T odo empezó con una entrevista con el director de una prestigiosa escuela
de Marsella. La École de Provence era una institución conocida tanto
por su excelencia como por sus resultados; logros que se debían a un solo
hombre: el señor de Belsunce. La élite de la juventud marsellesa llevaba
formándose entre las paredes de esa entidad desde la época de Napoleón III.
El gran colegio católico databa de 1873.
Distintas generaciones de jesuitas se instruyeron aquí. Uno de ellos, el
más excéntrico, tocaba la gaita, hablaba arameo y se dedicaba a los
fenómenos de posesión. Este peculiar sacerdote basó su investigación en el
mundo esotérico. Se trataba del padre Salem. El exorcista tenía un diario con
revelaciones extraordinarias. El director, un tipo simpático y riguroso, me
mostró los archivos del establecimiento y, en concreto, ese pequeño libro de
cuero; me explicó que escondía hechos escalofriantes en relación con el
mundo de la demonología. Intrigado, cogí la obra y le prometí que le
resumiría lo que descubriera. Como no me permitió sacar el manuscrito del
recinto de la institución, el director propuso que me alojara en la escuela.
Acepté su oferta. Aquella experiencia me recordaba a mi época como
estudiante en el Seminario Pontificio Francés de Roma.
Me puse a trabajar y conté con la ayuda del joven seminarista Christian
Michel, cuya intención era convertirse en exorcista. El chico —⁠alto, rubio y
de ojos azules⁠— tenía una cara simpática y también era músico. Tocaba el
saxofón. El armonioso son del instrumento hacía que me sintiera melancólico.
Por las noches, el joven organizaba conciertos de instrumentos de metal. Con
él empecé a tocar la trompeta, pero enseguida me di cuenta de que no se me
daba nada bien. Soplar, mal, en un tubo es como arañar una pizarra. ¡Eso no
se hace! En definitiva: estoy mejor sin un instrumento para hacer música.

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El diario del padre Salem era como un compendio de historias acerca de
asuntos sobrenaturales. La última de todas me llamó mucho la atención. El
autor afirmaba haber tratado y hablado con Mefistófeles en persona. Aquella
declaración me interesaba, sobre todo porque gracias a ella podría jactarme de
haber conocido un demonio de tal sulfurosa reputación.
Ocurrió en 1876 en Céret, un hermoso municipio del Vallespir. Pasada esa
fecha, el padre enloqueció a causa de la ira del Infierno. Falleció en el
hospital psiquiátrico de Thuir. En su compendio, el sacerdote transcribió las
conversaciones que mantuvo con el hombre que se supone que organizó la
construcción de un puente.
Según cuenta la leyenda, en 1321, unas lluvias torrenciales arrasaron la
región. El Tec creció y adquirió una rapidez y una violencia espantosas. Los
estragos no fueron nada desdeñables y la pasarela que permitía a los vecinos
de Céret cruzar el río desapareció; la fuerte corriente se la llevó por delante.
Había que construir un puente sólido y estable de inmediato para que las
personas que vivían en la comarca del Vallespir pudieran desplazarse hasta la
llanura del Rosellón. Como iban faltos de recursos económicos, los habitantes
de la zona encargaron la obra a un arquitecto que estaba de paso y que no les
pidió una gran cantidad de dinero a cambio, sin saber que estaban haciendo
tratos con el diablo. El acuerdo era simple: la primera alma que cruzara el
puente después de haber colocado la última piedra pasaría a ser de su
propiedad.
Atónitos y preocupados, los ciudadanos de Céret se dieron cuenta de con
quién habían estado tratando. El arquitecto se puso manos a la obra y terminó
el puente en una sola noche. Una obra maestra realmente atrevida: una única
bóveda apoyada en dos rocas. Al alba, el puente, un arco de piedra elegante
que medía cuarenta y cinco metros de largada y que se encontraba a treinta
metros por encima del río, servía de frontera entre el Alto Vallespir y el curso
bajo del Tec. Los más desconfiados decidieron que el primero en cruzar el
puente fuera un gato negro, que el diablo hechizó enseguida. Se fue de allí
sintiéndose engañado y ofendido. Era una leyenda bonita, aunque nada
creíble. Había cientos de puentes del diablo en Europa. Aquella fábula me
hizo reír. El diablo era tonto, pero tampoco tanto.

No presté más atención a esa historia hasta que, un día, un acontecimiento la


trajo de vuelta a mi memoria. El suelo tembló tanto en los Pirineos que

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incluso el famoso puente se agrietó y sufrió otros daños a causa de la
sacudida.
Me fui al Vallespir con mi antiguo DS y me llevé a Christian conmigo,
pues se había convertido en mi aprendiz de exorcista. Estaba convencido de
que, más de setecientos años después, nuestro soldado de los Infiernos
volvería a Céret para buscar venganza. Aquel sorprendente puente era obra
suya y, aun así, acababa de deteriorarse muchísimo. Yo tenía una hipótesis
simple: ante tales circunstancias, Mefistófeles —⁠porque estaba seguro de que
era él⁠— regresaría.

En primavera, este pueblo es precioso. Los cerezos se visten de racimos de


frutos rojos de un color intenso. Con tal de asegurarme de que estaba en lo
cierto, decidí alquilar una casa cerca del puente. Para ser sincero diré que, una
vez recorridas las calles de aquella localidad, el tiempo pasaba a cámara lenta.
Entonces descubrí la librería Platane, en el centro. Allí leí cómics durante una
semana entera. Les confesaré algo: me fascinan los superhéroes americanos.
A decir verdad, mi ídolo es John Constantine, un tipo marginado que es clave
en la saga de cómics Hellblazer. Este antihéroe es desagradable, mal hablado
y lucha contra Satanás. A fin de cuentas, somos extremadamente parecidos.
Las aventuras de este pobre soldado de Dios me hacen reír, aunque a veces no
puedo sino reconocer que su autor está bastante en lo cierto. Mi aprendiz de
exorcista, en cambio, mató el rato jugando al fútbol con los jóvenes del
pueblo.

Una semana más tarde, los especialistas llegaron para valorar los daños.
Había una grieta de tamaño considerable justo en medio del arco, habían
caído piedras y la bóveda estaba dañada. Tenían que cerrar el puente durante
un tiempo.
A lo largo del día, fui viendo cómo la gente se amontonaba alrededor de
las barreras: muchos turistas que nada tenían de diabólico y ancianos del
pueblo que acudían allí para encontrarse con los demás y hablar. Me lo
pasaba bien escuchando los comentarios triviales y de sentido común de aquel
pueblo francés.
Ya estaba empezando a impacientarme cuando un anciano se presentó
diciendo que era maestro cantero. El hombre peroraba con un acento
germánico muy marcado. Aficionado del Tour de Francia, decía haber

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construido distintas catedrales y aseguraba que podía sellar la grieta con
facilidad. Me quedé callado, observando a ese personaje. Era alto y muy
delgado, y tenía la espalda encorvada, la cual cosa indicaba que tenía ya cierta
edad. Sin embargo, parecía estar en unas buenas condiciones físicas; debía de
haber tenido mucha fuerza cuando era joven. Su ropa era de muy buena
calidad. De sus hombros caía una capa negra y larga. Su rostro le convertía en
alguien seductor, con rasgos uniformes e inalterables. Tenía una frente larga y
un mentón redondeado donde se había dejado un poco de perilla negra. Tenía
la piel de la sien y de los pómulos apergaminada, con miles de finas arrugas
que trazaban extraños dibujos en su cara. Pero fue su mirada lo que me
horrorizó. Al verla, no pude evitar sobresaltarme. Un destello de malicia
brillaba en sus ojos. Era el rostro de Mefistófeles; reconocía a esa malvada
criatura. Busqué en mi memoria. En otra época, se llamó Roulpalstistein y fue
un sablista excepcional.
Después de mucha palabrería, el maestro cantero consiguió lo que quería.
Los ingenieros de monumentos históricos, convencidos de que estaba loco, le
concedieron aquello que había pedido: un solo día para trabajar.
El milagro sucedió el 5 de mayo. Arregló el puente en una sola noche:
algo impensable para los mortales; una simple broma para un demonio. Los
ingenieros enmudecieron ante tal maravilla. Yo, en cambio, me abalancé
hacia él fantástico constructor. Por fin había llegado la hora de encontrarme
con el diablo.
Puse mis cartas sobre la mesa y me presenté:
—Me llamo Salomon Joch y quisiera hablar con usted.
Los ojos de Mefistófeles se ensombrecieron. Una expresión de odio y de
poder salió desde lo más profundo de su ser. Tenía la mirada de un saurio,
igual de reluciente que la de las serpientes, gracias a su membrana nictitante.
—¿Sigue usted pog aquí? Me alegro de fegle. ¡Es un milagro! —⁠dijo con
su acento germánico⁠—. ¡Como quiega, señog Ioch! Esta noche, si le pagese
bien, aquí mismo, en el puente.

Estaba claro que era Mefistófeles en persona. Aquel encuentro terminaría


clarísimamente con un duelo. Iba a tener que echar mano de todos mis
conocimientos de esgrima si no quería morir. Esta vez no me iba a equipar
con un crucifijo y un hisopo, sino más bien con una buena hoja de acero. Abrí
el maletero de mi DS y, dentro de una caja de hierro que tenía ahí, encontré

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mis espadas, sables, hachas y otras mazas, cuyo resplandor deslumbraba a
cualquiera. Christian se quedó embelesado ante tal arsenal.
Me decanté por un estoque italiano. Una espada de vestir que se usa
cuando uno lleva ropa de calle. Larga y fina, con una empuñadura elaborada y
una hoja flexible. Era una preciosidad al servicio de Dios. Azoté el aire y la
hice silbar. También cogí mi Colt 45, más expeditivo. Me quité la sotana para
cambiarme y me puse dos prendas de ropa. Christian me servía de
compañero. Se prestó al juego y dejó que ensayara algunos ataques y
defensas. Una hora más tarde, ya estaba listo para luchar. ¡Aquella noche,
Mefistófeles se iría a dormir al Infierno!

A medianoche, ni un segundo antes ni uno después, me hallaba con mi


asistente de exorcista al lado oeste del puente. Frente a mí, el demonio,
envuelto en una capa morada, me miraba con orgullo. La luna, de color rojo
sangre, se asomaba por encima del Canigó.
—Señog Ioch, gran exogsista del Faticano, ¿qué puedo haseg pog usted?
—⁠ironizó.
Desenvainé mi espada y me dirigí hacia él.
—Sé quién eres en realidad, Roulpalstistein. No me tomes por un simple
monaguillo.
—Ah, fíjate tú, qué buena notisia —⁠respondió el anciano⁠—. ¿Y quién soy,
padge Ioch?
—Un mentiroso. ¡No eres más que un estafador, Mefistófeles!
Roulpalstistein estalló a reír.
—Nein! No eges más que un pobge iluminado, Ioch. La cocaína se te ha
subido a la cabesa.
Aquel comentario me dejó helado. Ese tipo asqueroso sabía sin duda
alguna que era un gran adicto a la coca.
—¡Te he geconosido, padge! ¡Hase mucho tgabajaste paga el papa
Alejandgo VI de la familia de los Borgia! ¡Tú organisabas orgías en pleno
Faticano! Quinientas putas paga solo unos cuantos cagdinales. Una fiesta
incgeíble, ¡inigualable!
—Deliras, Mefisto. ¡Eres víctima de tu propia imaginación, o quizá de las
innumerables drogas que consumes en exceso! Los Borgia fueron una familia
satánica que vivió en el siglo XVI.
—Jawohl! ¿Te escondes detgás de esta sotana, padge? ¡Confiesa todos tus
pecados!

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—¡Ya basta! —dije alto y claro—. Hemos hablado suficiente. ¡Ha llegado
la hora de que mueras! Voy a mandarte a casa de tus amigos.
—Eges faliente, padge, ¡pego me temo que segé yo quien te mande a la
tumba! —⁠Tras pronunciar esas palabras, sacó un largo estoque de debajo de
su atavío⁠—. Vas a pagag por tus insultos. Te voy a cogtag como si fuegas una
fulgar salchicha —⁠mugió el siervo de Lucifer.
Cogí mi espada con más fuerza, hice la señal de la cruz con la hoja y le
lancé un ataque directo. Nuestras armas chocaron violentamente. El acero
restallaba y silbaba en una explosión de chispas.
Mefistófeles manipulaba su espada con destreza. Yo me movía sin cesar a
su alrededor, obligándole a estar en alerta constantemente. El cansancio nos
podía, pero continuamos luchando enérgicamente. Mefisto se dotó de golpes
secos y nerviosos. Ambos éramos invencibles. Debía dar con una finta para
acabar con él. Una idea de lo más elemental me vino a la mente. Saqué mi
Colt 45.
Claramente desconcertado por mi arma, el demonio pidió tiempo muerto.
—¿Qué es esta máquina, padge?
—Un revólver, amigo mío. Que sepas que Dios creó a los hombres, pero
Colt los hizo iguales.
Mi adversario se quedó paralizado. Era evidente que aquel objeto le había
fascinado.
—¿Y qué piensas haseg con esto?
—¡Aniquilarte!
Mefisto soltó una carcajada y, en ese momento, aproveché para vaciar el
tambor de mi Colt con fervor. Le disparé nueve balas.
Al ver que su traje echaba humo, y sin tener claro lo que acababa de
ocurrir, el demonio abrió sus ojos de reptil de par en par. Los proyectiles no lo
podían matar, pero bajó la guardia ante el impacto. Ese fue el error que le
costó la cabeza, la cual tiré al suelo con un golpe de espada. Rodó por una
gárgola y cayó a las orillas del río. Un majestuoso árbol lleno de frutos rojos
apareció inmediatamente en su lugar. El cuerpo decapitado se desangró. El
envoltorio carnal de Mefisto merecía, en ese momento, toda mi compasión.
Oré por él y pedí que lo enterraran en el cementerio de Céret. «¡La oración
para los muertos es siempre la mejor!»[2].

Me separé de Christian, que volvió a Marsella para terminar sus estudios en


Teología. Me escribió cartas a menudo. Lo último que supe de él fue que

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trabajaba como exorcista, sobre todo para los futbolistas del Olympique de
Marsella. De hecho, parecía que una maldición había caído sobre los
jugadores. Un morabito les había lanzado un maleficio. Todo el equipo tenía
los pies cuadrados a excepción del portero, que estaba más ciego que un topo.
En resumidas cuentas, aquello me parecía una soberana tontería.
Abrí la última carta que había recibido con el sello del Vaticano. El
obispo de Perpiñán me necesitaba para una misión especial.

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El desconocido del Castillet

Con Dios lo terrible es que nunca se sabe


si no se trata de un golpe del diablo.[1]

C omo gran sacerdote exorcista, me he adentrado en distintos ámbitos en


lo referente a lo paranormal.
Aun así, la Iglesia es muy prudente, por no decir hostil, ante los
fenómenos paranormales.
El cardenal Spagiari me encomendó una misión secreta. Debía redactar un
informe detallado acerca de una librería esotérica en pleno centro de la ciudad
de Perpiñán donde acudía muchísima gente. ¿Qué ocurría en ese lugar?

Llegué a la Centre de Verseau, la famosa librería regentada por la señora


Isaure de Tours, donde habían organizado un coloquio. Había muchos
asistentes. Dirigí la mirada hacia un grupo de señoras mayores congregadas
alrededor de un velador. Ocurrió algo extraño, algo que me dejó perplejo.
Parecía que los pies de la mesa se movían. Aún más increíble fue el momento
en que el objeto se elevó del suelo y flotó en el aire. Las ancianas no estaban
jugando al bridge: eran brujas jugando a la güija, el tablero para comunicarse
con los espíritus. La mesa se orientó hacia los baños. Aquella entidad
probablemente tenía un deseo que satisfacer. La escena me hizo gracia, pero
dejé a las espiritistas allí y me dirigí a la sala de conferencias.
Me había informado y conocía la biografía de la oradora del programa. La
señorita Clitorine de Fetge, que descendía de una familia humilde, vivía en un
pueblo pequeño cerca de Mont-Louis. Su padre era aduanero y su madre,
cocinera. Fueron ellos quienes la animaron a desarrollar el poder que tenía
para comunicarse con el más allá. Y me tocaba a mí descubrir si el mal se
estaba expresando a través de la boca de esa joven.

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Clitorine se puso a hablar de la videncia. Esa chica me dejó asombrado.
Su cara era como la de las actrices de las películas de ciencia ficción. Nunca
había visto un rostro igual. Era fea como un pecado. Aquella carita se parecía
a la caricatura de un macaco. La especie era difícil de determinar. ¿Un mono
narigudo, quizá? Ya saben, el animal ese con un apéndice nasal que cuelga
como la cola gastada de un viejo sátiro. En el caso de aquella pobre
desdichada, la nariz salía del centro de su cara y le caía por encima de la boca.
Su rostro de zambo quedaba enmarcado por una cabellera castaña. Hechizos
destellaban en sus ojos de color verde. Era pálida como la nieve y parecía
estar melancólica. Y lo que era todavía peor: una peste como de zoológico
procedía de la tarima. ¿Cómo podía ser Dios capaz de crear criaturas tan
espeluznantes? Clitorine propuso establecer contacto con las almas difuntas
en un lugar cargado de historia. ¿Por qué no el Castillet en medio de
Perpiñán? Con una fortificación que simbolizaba el poder de los reyes de
España y que luego sirvió de siniestra prisión para los reyes de Francia, aquel
castillo sería el lugar ideal para dicha experiencia. Clitorine de Fetge fijó el
día: Viernes Santo a las tres de la tarde. El aniversario de la muerte de Cristo.
Para mí, aquella fecha escondía algo perverso.

Un mes después nos reunimos en el aposento alto del último piso del
Castillet. Éramos siete personas: Clitorine de Fetge, un profesor de
universidad, un diputado, un general jubilado, una cantante local, un pintor y
un servidor. La decoración del lugar constaba de una mesa redonda con tres
pies centrales y una silla para cada invitado. Cuando la catedral de Perpiñán
dio la tercera campanada, la sesión empezó en medio de un silencio tenso. En
el exterior se celebraba la procesión de la Sangre, un gran acontecimiento de
la fe catalana. Cientos de penitentes vestidos de negro y rojo y con un capirote
puntiagudo desfilaban llevando pesadas estatuas que representaban Jesús el
mártir. Este antiguo espectáculo, heredado de la Edad Media, conservaba una
fastuosidad que ahuyentaba a los no creyentes. A pesar del ambiente de
laicidad fanática, el pueblo catalán defendía sus tradiciones con orgullo y
pasión.
Estábamos sentados con los brazos encima de la mesa y las manos
abiertas para que los dedos de cada participante se rozaran con los del vecino.
Aquella posición tampoco estaba tan mal. Miré a los otros seis participantes,
pero, por desgracia, la nariz de la médium fue lo que captó mi atención. Aquel
símbolo fálico me asombraba. Tras reflexionar un poco, llegué a la conclusión

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de que la nariz de Clitorine, tiesa y apuntando hacia el techo, debía de ser una
especie de antena con el más allá. Por suerte, pasados algunos minutos y tras
tomar una bocanada de aire, Clitorine de Fetge dio inicio a la sesión:
—Espíritu, ¿estás aquí? —preguntó.
Noté un ligero movimiento en los pies del mueble.
—Espíritu, ¿estás aquí? —insistió la médium.
Esta vez, la mesa se levantó considerablemente del suelo para luego
volver a caer allí mismo. Me concentré en el ambiente que nos rodeaba y los
personajes ahí sentados para detectar un posible impostor.
—¿Conoces a alguien de esta mesa? —⁠continuó Clitorine.
La mesa se movió dos veces. Antes había vibrado una única vez, un
sinónimo de afirmación, así que supuse que dos vibraciones equivalían a una
negación.
Clitorine confirmó mi hipótesis:
—Nadie de los aquí presentes conoce al espíritu, pero quiere hablar con
nosotros. Voy a recibirle y así podréis hablar con él.
La médium echó la cabeza hacia atrás e inspiró profunda y lentamente. A
todos nos fascinó su abandono. La nariz continuaba erguida cual antena. El
profesor fue el primero en dirigirse al espíritu:
—Buenas noches, espíritu. ¿Puedes decirnos quién eres?
Clitorine abrió sus grandes ojos verdes y de ella salió una voz de niño:
—¿Dónde está mi madre?
—Para saber dónde está tu mamá, necesitamos saber en qué época viviste
y conocer tu identidad —⁠le explicó el profesor.
—Nací el 27 de marzo de 1785. Me llamo Luis Carlos Capeto.
—Es Luis XVII, el hijo de Luis XVI, que murió con solo diez años
—⁠clarifiqué a mis compañeros, boquiabierto⁠—. ¿Por qué queréis hablar con
nosotros, Luis? —⁠pregunté.
—No han respondido a mi pregunta —⁠gruñó la médium.
La asamblea se miró petrificada por la angustia. La cantante respondió
con lo que sabía según las fuentes históricas:
—Vuestra mamá murió hace ya mucho tiempo y descansa con vuestro
papá en la basílica de Saint-Denis.
—Sí, la asesinaron de forma atroz —⁠contestó el espíritu⁠—. Su cadáver fue
arrojado a una fosa común de la Madeleine, con la cabeza entre las piernas, y
luego echaron cal encima del ataúd de madera. Un crimen peor que cometer
regicidio. ¡Vine aquí hace ya mucho tiempo! Mi alma en pena yerra entre
estas paredes.

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—¡Increíble! —intervino el general⁠—. Luis XVII desapareció del Templo
en 1794. Según las fuentes oficiales, encomendaron al Delfín a los
comisionados de la Convención nacional en señal de paz con España.
Utilizaron al niño de la realeza como moneda de cambio.
—Así es —prosiguió el espíritu.
—¿Qué ocurrió? —preguntó esta vez el pintor.
—Me puse enfermo. Tosía y escupía sangre. Los revolucionarios me
trajeron aquí, a esta prisión. Los emisarios españoles estaban en palacio,
esperando para hacer la transacción. Me encerraron en un calabozo húmedo y
frío. Durante tres días, no me dieron nada aparte de un trozo de pan seco y un
cántaro de agua. Un dolor atroz me quemaba en el estómago. Llamé para
socorrer ayuda, pero fue en vano. Desafortunadamente, morí lejos de mi
familia y con un dolor insoportable. Los revolucionarios me encontraron
bañado en mi propia sangre. Me arrancaron el corazón para entregárselo a los
mentores parisinos. Luego encerraron mi cadáver en el calabozo.
—¿Dónde está ese calabozo? —⁠quiso saber el diputado.
—En algún rincón del Castillet.
—Lo encontraremos. Aunque tengamos que desmontar el castillo piedra a
piedra —⁠le garanticé.
—Gracias, padre. Encuentren mis huesos.
—Lo haremos, príncipe Luis.

Clitorine despertó de repente. Se llevó las manos a la sien y su nariz le cayó


por encima de la boca como si se acabara de cortar la comunicación. Se tomó
un vaso de agua y nos preguntó qué había pasado. No se acordaba de nada,
pero una sensación de malestar se había apoderado de ella. Quería salir de
allí. Nos fuimos del Castillet y nos dirigimos al Café de la Poste, que estaba
justo enfrente, para contarle lo sucedido. Nos encontrábamos delante del
monumento que ocultaba el cadáver del heredero al trono de Francia. Yo
observaba cada detalle, contando las ventanas y las troneras, con el ánimo de
dar con la ubicación de un calabozo secreto. Reclamamos al guardia del
castillo, quien llamó a los de servicios técnicos para que nos facilitaran los
planos de la fortaleza. Tardamos un mes en obtener respuesta; total, para un
simple trozo de papel.
Ah, ya que hablamos de administración, les contaré una pequeña
anécdota. Un día pedí una partida de nacimiento. Al cabo de un año, por
sorprendente que les parezca, ¡el funcionario en cuestión del ayuntamiento me

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informó de que llevaba mucho tiempo muerto! Preferí dejar el tema y así no
tener que justificar lo injustificable.

Cuando finalmente nos dieron el plano, volvimos a quedar para examinarlo


todo piso por piso: salas, calabozos, dependencias y sótanos. Teníamos que
encontrar el escondrijo que llevaba siglos ignoto. Mientras caminaba por el
edificio, iba contando las ventanas exteriores, apuntaba el número en un papel
y lo comparaba con las salas que había. Algo no cuadraba: faltaba una
habitación. El general me acompañó para hacer un recuento exacto desde
dentro del Castillet. Una pequeña abertura que en su día debió de estar
cubierta con una rejilla me llamó la atención. Estaba en el «pequeño
Castillet», a la izquierda de una estatua de la Virgen María. Al otro lado había
un muro construido con piedras de río.
—Es aquí —le dije al general—. ¡Tenemos que echar abajo esta pared!
El diputado llamó al alcalde de Perpiñán y al curador del museo.
Estábamos todos allí. Clitorine sentía la presencia del fantasma más cerca que
nunca. Una hora más tarde, llegó un equipo de albañiles. Retiraron los
ladrillos que rodeaban la puerta de hierro enseguida. Un cerrajero rompió el
mecanismo de la puerta y entró en la sala. Salió de inmediato, sofocado y
acometido por un hedor putrefacto.
—¡Aquí hay un cadáver! —gritó.
Entré tapándome la nariz con un pañuelo. Lo que vi allí dentro hizo que
las lágrimas se me asomaran a los ojos. El esqueleto de una criatura yacía en
el suelo. Su indumentaria estaba hecha un guiñapo. Algunos trozos de tela y
los zapatos de cuero con hebilla indicaban que se trataba de un niño. La triste
escena incluía un plato del siglo XVIII y un cántaro de barro. Pedí que me
dejaran a solas con Clitorine para llevar a cabo el ritual cristiano. Entoné una
plegaria por los difuntos, bendije el alma del joven príncipe y oré por su
reposo.

Un equipo de la científica se personó para constatar nuestro hallazgo. Se


llevaron los restos para estudiarlos y realizar un examen perital. Seguí aquella
investigación muy de cerca. No me sorprendí en absoluto cuando me
comunicaron el resultado. Los estudios concluían que el cuerpo pertenecía a
un niño de diez años que había muerto de peritonitis tuberculosa.
Probablemente le habían arrancado el corazón de la caja torácica post

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mortem. La datación por carbono estimaba —⁠año arriba, año abajo⁠— que el
Delfín habría fallecido en 1795. Las conclusiones eran evidentes. Habíamos
descubierto el cuerpo del heredero al trono de Francia: el joven Luis XVII,
hijo de Luis XVI.
El Ayuntamiento de Perpiñán prefirió no dar a conocer dicha información
para evitar una polémica.
Decidí enviar a uno de mis fieles secuaces a robar el esqueleto de la
científica una noche para sepultarlo en la basílica de Saint-Denis. Cuando
volvió, me trajo una cajita de madera que pesaba, a lo sumo, diez quilos. Ahí
había exactamente doscientos seis huesos.
Viajé con Clitorine de Fetge. Nos recibió el obispo de Saint-Denis.
Llegamos de noche. Algunos nostálgicos de la monarquía se habían
congregado allí. Distinguidos nombres de la aristocracia francesa formaban
una guardia de honor. Abrimos la cripta de los reyes de Francia para depositar
los restos del hijo mártir de la Revolución al pie del mausoleo.
Regresé a Perpiñán feliz por haber llevado a cabo una noble misión.
Aquella experiencia paranormal del Castillet fue un punto de inflexión en lo
referente a mis convicciones sobre la capacidad que tienen algunas personas
para comunicarse con los muertos. Clitorine era una antena de recepción
extraordinaria. A partir de ese momento, la joven decidió especializarse en
resolver misterios históricos.
Volví a ver a la médium en una conferencia acerca de las experiencias de
la muerte clínica. Seguía siendo igual de fea y continuaba apestando. Me
resultó imposible no recomendarle que se sometiera a una rinoplastia. Su
negativa me dejó anonado. Clitorine me contó que había heredado su nariz de
uno de sus antepasados. Le pregunté de dónde venía. Me explicó que, en el
siglo XVIII, su abuelo naufragó en la isla de Borneo, pero sobrevivió entre
unos simios muy conocidos: ¡los monos narigudos!
En fin, una maravillosa historia que me gustaría comprobar algún día.
Mientras tanto, debía reunirme con los Señores de la noche.

Pronto emprendería una sorprendente aventura que me conduciría a las


puertas de las tinieblas.

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«Vampira», habéis dicho «vampira»

La mujer es la obra maestra de Dios,


sobre todo si lleva el diablo dentro.[1]

C on mi trabajo, era inevitable que acabara encontrándome con el Homo


vampiricus en algún momento. Había oído hablar del mito de Drácula.
Estaba convencido de que el vaivoda de los Cárpatos no era más que una
leyenda, hasta el día en que conocí a Elektra Drakule Tepes.
Yo estaba en Saint-Cyprien, una localidad de la llamada Costa radiante.
Sustituía al viejo cura que se había ido tres meses a la montaña para
descansar. La zona exterior de la iglesia de aquel municipio era muy
agradable, de modo que un domingo decidí celebrar la misa de la mañana
bajo las moreras platanifolias y, entonces, llegó. Era guapa, esbelta y su
cabellera pelirroja sobresalía bajo un sombrero de tela. Llevaba un vestido
estrecho que se le arrapaba al cuerpo y dejaba a la vista unos generosos
pechos y unas nalgas pretenciosas. La joven no caminaba; desfilaba. Dios,
aquella chica era tan guapa que le haría perder la cabeza a cualquier santo. Y
yo, de santo, poco, pero me gustaban los pechos. Como sacerdote, tuve que
hacer voto de celibato, pero eso de la castidad me costaba horrores. Me centré
en mi sermón, que giraba alrededor de la parábola de La Tentación de Jesús
en el desierto. La mujer, cuya mirada quedaba oculta detrás de unas grandes
gafas de sol, no se movió ni un centímetro. Su rebosante pecho subía y bajaba
al ritmo de su respiración. A su lado, había un negro enorme. Era un tipo
extraño con una mirada fija y fría. Cuando terminó la misa, me sorprendió ver
a la joven acercarse hacia mí decididamente. Se quitó las gafas y pude
admirar sus ojos: eran de color verde y brillaban de una forma excepcional.
Su mirada hipnótica me embrujó enseguida. Se presentó:
—Buenos días, padre. Soy la condesa Elektra Drakule Tepes, la heredera
del Castillo del Murciélago, al pie del macizo de la Albera.

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Noté en su voz un acento eslavo que me permitió suponer que aquella
mujer era de origen balcánico o de algún país del este. Elektra me partió el
corazón al instante. Como jesuita me habían formado para que fuera capaz de
resistirme a este tipo de incitaciones. Se suponía que los ejercicios espirituales
tenían que ayudarme a no caer en la tentación de una mujer. Pero yo, por
desgracia, siempre fui mal alumno, y la mejor forma de resistirme a aquella
diosa era cediendo, sin más. Cuando estaba delante de Elektra Drakule Tepes,
mis buenos propósitos se esfumaban.

—Querría hacerle una pregunta, padre —⁠dijo con voz melódica⁠—. Tiene que
venir al castillo esta noche. Ocurren cosas extraordinarias. ¡Hasta me
atrevería a decir que son fuera de lo normal!
—¿Cosas extraordinarias? —repetí con entonación ascendente.
—¡No se hace una idea!
—Decidme, ¿vuestro apellido tiene algo que ver con el conde Drácula, el
vaivoda de los Cárpatos?
—En efecto. ¡Es mi bisabuelo!
Y entonces pensé: «O esta chica es una mitómana y —⁠de ser así⁠— me
voy a reír como nunca, o ya puedo espabilar, porque miedo me da». Tenía,
justo delante de mí, a la bisnieta de un reputado vampiro.
—Padre —repitió por segunda vez⁠—, ¿podría venir a mi casa? ¡Se lo
ruego!
—Claro, hija —contesté—. Vendré esta misma noche, como deseáis.
—Perfecto. Hector, mi mayordomo, irá a recogerle a la casa parroquial a
las ocho.
Vi a la preciosa criatura marcharse meneando incendiariamente sus nalgas
y dejando, a su paso, una fragancia embelesadora. Me iba a explotar la
cabeza.
Intenté olvidarme de aquella imagen durante todo el día, pero no lo
conseguí. Sentía que me había poseído el demonio de la lujuria. Si bien
dediqué toda la tarde a rezar en silencio en mi iglesia, no pude evitar buscar
en internet quién era esa mujer cuyo apellido era tan conocido. Cuando tecleé
su patronímico, me sorprendió dar con un blog en el que se hablaba de un
grupo de hard rock. Lo más divertido fue la indumentaria que llevaban los
músicos, que iban vestidos de criaturas fantásticas: una vampira, un hombre
lobo y otros monstruos de las tinieblas. Me pareció más bien gracioso.
Encontré fotos de la atractiva pelirroja con ropa provocativa y una guitarra

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eléctrica en la mano. Hubo algo que me hizo mucha gracia: una
escenificación donde se la veía mordiéndole el cuello a un pobre desgraciado.
Leí algunos testimonios que me confirmaron la celebración de una orgía
musical en un castillo a la frontera de los Cárpatos. Aquella mujer era
realmente misteriosa. Debí haber desconfiado de ella pese a la atracción que
sentía. Preparé una bolsita con artefactos para luchar contra un ataque
demoníaco o «vampiresco».
A las ocho en punto, Hector, el gigante negro, aguardaba frente a la puerta
de la casa parroquial. Estaba sentado detrás del volante de un Jaguar rojo,
listo para llevarme al Castillo del Murciélago.
Era un caserón de estilo art nouveau, característico de la belle époque,
edificado en las alturas de Argelès. Llegamos al anochecer y vi una luna llena
de color rojizo elevarse. Hector me guio hasta dentro del castillo. Frente a mí,
arreglada con un vestido de noche de estilo Victoriano, la condesa Elektra
Drakule Tepes me esperaba sujetando una copa de champán. Hice ademán de
besarle la mano y nos dirigimos a la sala de estar, decorada con adornos
contemporáneos. El contraste de estilos daba un carácter particular al
ambiente. Me llamaron la atención la Fender y la batería que había en un
rincón del comedor. De repente, una música envolvió la sala; era el sonido de
una campana mezclado con el de una guitarra eléctrica. Aquella lúgubre
melodía me hizo estremecer.
—¿Le gusta el hard rock, padre? —⁠se interesó la condesa.
—No mucho, señora.
—¡Yo soy fan de AC/DC!
—Tampoco es tan sorprendente que os guste el grupo Anti Christ Death
to Christ[2], ¿no? —⁠respondí con una risa sarcástica.
—Pues no. Pero hay un nombre más divertido aún: ¡«After Christ Devil
Comes»[3]! La canción que suena ahora es Hells Bells, las campanas de los
Infiernos; un mito, ¿a que sí?
—Por supuesto.
—Yo prefiero Highway to Hell —⁠tarareó Elektra.
Entonces cogió su Fender y, al igual que Angus Young, tocó el fantástico
solo de guitarra eléctrica.
—¡Bravo, condesa!
—Padre, ¡debería venir a verme tocar el sábado por la noche en el Black
Sabbath!
—Tendréis que disculparme, pero el sábado me toca dirigir el coro de la
parroquia.

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Aquel comentario tensó la atmósfera. La aristócrata dio una palmada.
—¿Le apetece un té, padre? —⁠dijo, sonriente.
—¿Acaso tengo pinta de tomar té, señora condesa?
—Desde luego que no.
—¡Pues que sea un güisqui!
—¿Con hielo?
—No. Tengo pánico al agua. Excepto… ¡al agua bendita!

La noche ya había caído en el magnífico parque de aquella vivienda. Hector


nos sirvió la cena a la luz de las velas y nosotros no pudimos sino hablar de
fenómenos paranormales. Al terminar, la condesa quiso salir a tomar el aire a
la terraza. La luna era enorme. Los árboles parecían un ejército en formación,
a la espera de asaltar el castillo. Estábamos pasando un rato agradable y a mi
lado tenía a una mujer de una belleza sin igual. Me había quedado sin ideas
para acabar con los silencios que se hacían demasiado largos. Las dos
perfectas esferas de su escote me llamaban y yo descansé mi mirada en ellas.
Elektra se me acercó todo cuanto pudo y la respiración se le aceleró. No tenía
escapatoria. Estaba completamente petrificado, igual que un conejito frente a
una serpiente.
—Es usted muy seductor, padre —⁠me susurró al oído.
—Condesa, ¡que soy un hombre de iglesia!
—Justo. Conoce de primera mano la frustración. A la que se suelta, estoy
segura de que es usted espectacular.
Aquellas palabras me dejaron helado.
La joven eslava no tenía ni idea de cómo me había puesto.
Me mordió el lóbulo de la oreja y me lamió la mejilla. Mientras, yo le
rogaba a Dios que acudiera en mi ayuda, pero la ducha boca de Elektra se
pegó a la mía. Una llama deliciosa me quemaba por dentro. La condesa me
besó con todo su savoir-faire para hacerme flaquear y que dejara de
resistirme. Fue justo entonces cuando un aullido rompió el silencio de aquella
noche estrellada. Acababa de aparecer, sobre uno de los tejados del castillo,
un lobo de dimensiones descomunales. Un animal mítico que solo existía en
los cuentos infantiles. La bella Elektra me cogió de la mano.
—Es hora de que vayamos dentro, querido amigo. ¡Los fenómenos
extraordinarios están a punto de empezar!

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La habitación de la condesa parecía una escenificación teatral. Una cama
grande con dosel reinaba en el centro de la estancia. Unos armarios antiguos
encuadraban las esquinas y unos espejos enormes colgados en las paredes me
devolvían mi propia imagen. Tuve la sensación de que se me paraba el
corazón cuando vi que la imagen de la condesa no aparecía por ninguna parte.
Aquel fenómeno solo podía ser cosa de un trucaje. Cogí el vaso de güisqui
para fingir un poco de prestancia. El lobo que había visto fuera también tenía
que ser una martingala, un holograma que les serviría para asustar a la
mayoría de los mortales, pero ¡no al gran exorcista Salomon Joch!
La condesa se ausentó para ir al baño y, no sé qué encantamiento me
lanzaron, pero de repente estaba completamente desnudo. Cuando regresó, me
invadió una sensación brutal. Elektra Drakule Tepes estaba delante de mí y
llevaba una combinación extraña de muaré que se le pegaba al cuerpo como si
de una segunda capa de piel se tratase, tanto que parecía que las nalgas iban a
hacer explotar la fina tela. Llevaba una máscara negra y dos canicas verdes
miraban fijamente mi corpus delicti con una sonrisa de complicidad. Yo era el
Rasputín de la iglesia católica. Aquel monje ortodoxo cuyo pene flotaba en un
tarro del museo de San Petersburgo tenía un admirable palmarés del sexo
opuesto. Elektra reposó ambas manos encima de la manga de la justicia
divina. Me convertí en un juguete para la depredadora. Mi decisión estaba
tomada. Iba a satisfacer a aquella histérica. Mi sexo sería el hisopo y mi
semen, un elixir de redención. El tatuaje en mi espalda la extasió; se trataba
de un cuadro de Salvador Dalí hecho a mano por el maestro en persona:
Cristo de San Juan de la Cruz. Un Cristo que mira abajo desde el abismo,
observando una escena de pesca. En la parte inferior, la cita del increíble
pintor catalán: «El cielo, aquello que mi alma ha buscado a lo largo de una
vida perfumada con el soplo del demonio»[4].
—¿Es un Dalí auténtico? —preguntó la condesa arañando el dibujo con
sus puntiagudas uñas.
—Sinceramente, señora, ¿os parece que me habría tatuado un Dalí falso
en la espalda?
—¡Esta obra maestra tiene que valer una fortuna!
—¡Un millón de dólares!
Vi que los ojos de mi anfitriona brillaban y comprendí que lo que quería
aquella mujer era matarme. Literalmente. Tenía que vigilar si no quería que
me diera un cuchillazo de improviso.

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Lo que vino a continuación es difícil de contar a los lectores castos. En una
sola noche descubrí todo lo que un hombre puede descubrir sobre placeres
carnales. Agotada y satisfecha, la espectacular mujer se quedó dormida. Yo
me mantuve en vilo para saborear el momento, a la vez que daba vueltas al
plan diabólico que quizás había elaborado la aristócrata. Oí el lobo aullar a lo
lejos. La condesa se despertó de golpe. Una señal de alerta se disparó en mi
cerebro. Empecé a calcular en qué piso acababa de encerrarme. El aullido
continuó y la condesa se abalanzó encima de mí como una furia. Aprecié dos
colmillos puntiagudos crecerle en el labio superior. Intenté empujar, pero fue
en vano. Tenía una fuerza impresionante. Ya notaba sus colmillos rasgarme el
cuello. Elektra chupó la sangre que salía de la herida y aquel beso me pareció
sublime. No podía luchar; era su esclavo. Una vez saciada, la preciosa
pelirroja me empujó, se levantó y abrió la ventana desde donde vi aparecer un
lobo monstruoso. Me hice el dormido; el amanecer estaba a la vuelta de la
esquina y, por lo que yo sabía, la aurora haría que los sortilegios se
desvanecieran. La bestia salvaje se bebió, a lengüetadas, lo que quedaba de mi
sangre en las manos de su dueña. Asistí, por el rabillo del ojo, a la increíble
metamorfosis del animal: el pelo le cayó y dejó paso a una piel de tez oscura;
la delgada silueta reveló una potente musculatura; perdió la cola e,
inmediatamente después, tenía delante de mí a un hombre desnudo que no era
ni más ni menos que el mayordomo: Hector. La surrealista pareja formada por
una vampira y un hombre lobo me observaba con insistencia. Cuenta la
leyenda que yo debería haber muerto exangüe, y acabado en el inframundo.
Sin embargo, ocurrió justo lo contrario: me sentía en plena forma. El dúo
infernal me abandonó en aquella habitación, suponiendo que me había
convertido en uno de ellos. Oí cómo sus pasos se alejaban. Aproveché ese
momento para salir discretamente por la ventana, que continuaba abierta. Me
di a la fuga y me adentré en el bosque de la Massane. Tras caminar un buen
rato, llegué a la pequeña aldea de Lavall, desde donde pude regresar a Saint-
Cyprien. Cuando ya estuve al abrigo de mi casa parroquial, instigué a las
autoridades judiciales a centrarse en las insólitas artimañas de aquella pareja e
invoqué la presunción de robo de objetos de culto destinados a las misas
negras. Cuando la policía registró la vivienda, halló pruebas de rituales
satánicos y algo más espantoso aún: pieles que resultaron ser tejidos humanos
tratados para poder confeccionar ropa. La información me dejó de piedra.
Pensé en la vestimenta sexi de la condesa, cuya materia no había podido
identificar. Hubo otros indicios que permitieron resolver las desapariciones de
algunos jóvenes por todo el territorio francés.

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La vampira y el hombre lobo se habían esfumado. Di el asunto por
zanjado.

Pasaron más de diez años y yo no había vuelto a oír nada más acerca de
Elektra Drakule Tepes y de Hector, la pareja infernal. Estaba oficiando la
misa de Jueves Santo en la catedral de San Juan Bautista de Perpiñán cuando
ambos entraron en la nave. Ella, elegante como siempre y con sus curvas,
llevaba un atuendo de cuero rojo. Él, fuerte y viril, permanecía detrás de
Elektra cual buen perro guardián. No habían envejecido ni un pelo. Clavaron
sus ojos en mí durante toda la ceremonia. Muy a mi pesar, el encanto de
Elektra volvió a hacer de las suyas y mi pantalón se tensó a la altura de la
entrepierna, delatando unas monstruosas ganas de entretener a la condesa. Un
pequeño demonio interior me trajo algunos recuerdos lúbricos a la memoria.
Me rasqué la bragueta para hacer bajar aquella grímpola.
Se acercaron al terminar la misa. Por prudencia, no solté el hisopo de plata
que tenía en la mano.
—Buenas tardes, padre Salomon Joch.
—Buenas tardes, condesa Elektra Drakule Tepes —⁠respondí sobriamente.
Saludé con la cabeza al gigante negro, que no despegaba los ojos de mí.
Di golpecitos con el hisopo y lo agité como si fuera un arma de disuasión.
—¡Qué sorpresa volver a verle! —⁠dijo ella con una sonrisa de oreja a
oreja⁠—. ¡Está usted igual!
Permanecí impasible ante su paripé de simpatía.
—Como podéis comprobar, condesa, no he muerto ni me he convertido en
un vampiro —⁠contesté⁠—. Querida amiga, ¡habéis fracasado!
La pelirroja estalló en una carcajada cristalina.
—Convertirle en vampiro habría sido una sandez. Lo que sí veo es que mi
elixir del amor funciona a la perfección. Sigue usted muy… ¡predispuesto!
—⁠dijo mientras pasaba una mano lasciva por encima de mi pantalón.
Noté cómo un frenesí sexual se apoderaba de mí. Estaba fuera de control.
Azoté el cráneo de Hector con un solo golpe y el pobre se derrumbó aturdido.
Habiéndome ocupado ya del mayordomo, arrastré a la condesa hasta la cripta
de las santas reliquias. Allí la tiré bruscamente sobre la estatua yacente del rey
de Mallorca, le subí el vestido y le arranqué las bragas, dejando al aire sus
voluminosas nalgas. Preparado, me introduje en ella con la firme intención de
metérsela hasta el fondo. A pesar del pecado, Dios me inspiró: para aniquilar
a un vampiro hacía falta una estaca de plata. Tenía la solución en mi bolsillo:

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el hisopo de metal precioso. Cogí aquel objeto sagrado, me retiré y lo metí lo
más hondo que pude en su sexo. Dicha penetración divina sirvió de
exorcismo. La pelirroja gimió de placer. Bram Stoker estaba equivocado: el
punto débil de los vampiros no era el corazón. Cuando la preciosa Elektra ya
estuvo definitivamente «desvampirizada», me aclaré la voz y, con una calma
estoica a pesar de mi coitus interruptus, dije:
—Que sepáis, bella condesa, que acabáis de hacer un juramento de
fidelidad a Jesucristo nuestro señor.
No dijo ni mu mientras yo recitaba la oración de la Misericordia. Hector
se despertó del coma, hizo crujir su mandíbula y se convirtió en un vulgar
perro grande ante mis ojos. La condesa le ordenó que se tumbara. Hector —⁠el
perro⁠— se tendió bocarriba en señal de sumisión. Elektra lo acarició y le
susurró dulcemente a la oreja.

Hoy, cuando entren en la extraordinaria catedral de San Juan, pidan que les
hagan una visita guiada. Una mujer realmente guapa les explicará todo lo que
sabe; yo mismo la he instruido en la historia de la catedral. Un perro
acompaña a la encantadora guía, aunque de can tiene poco. Es una bestia
enorme que responde al nombre de Hector. Así que presten atención y no se
alejen demasiado hacia los rincones sombríos y aislados del monumento, ¡o
podrían acabar desangrados en la mandíbula del último hombre lobo!

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La bestia de la Salanque

En el infierno el diablo es un héroe positivo.[1]

N o sé a ustedes, pero a mí, los vampiros y los hombres lobo no son lo que
más me impresiona del mundo de lo extraño. Aquello que realmente me
hace temblar son los poseídos.
Cuando uno cree que alguien está poseído por el diablo, ¿cómo lo
demuestra? No es fácil, pues lo que separa la locura de un hechizo no es más
que una línea muy fina. Les voy a dar un truco para que sepan distinguir
cuándo se trata de enajenación mental. Miren a la otra persona a los ojos y
háganle una pregunta difícil. Si no se le mueven ni resplandecen las pupilas,
es que se les ha fundido algo en el cerebro. Su cobaya no está hechizada, solo
es estúpida. ¡Y al diablo no le gustan los tontos!
Tuve la ocasión de estudiar este tema en los años ochenta, de la mano de
un asesino.
El tipo —«la bestia de la Salanque», como le llamaban⁠— ostentaba un
triste récord: más de treinta muertes a sus manos, todas chicas jóvenes,
morenas y con los ojos claros. Los médicos no llegaron a descifrar la
personalidad del asesino. Postrado en un mutismo absoluto, el hombre se
pasaba días enteros sin hablar. Una mañana, solicitó que le visitara un
sacerdote. Evidentemente, el obispo me envió a mí para que me encontrara
con Teddy Tranchet, alias «la bestia de la Salanque». Estaba entre rejas en la
prisión de Perpiñán. Tuvo un juicio inapelable: treinta años irreducibles, lo
que viene a ser un año por víctima. Una sentencia indulgente en comparación
con las atrocidades que había cometido. Aquello que algunos consideraban
una pena ejemplar, a mí me parecía irrisorio, pues Teddy solo tenía treinta y
tres años, de modo que podría salir algún día de la prisión y ser libre. En los
Estados Unidos, le habrían caído trescientos años.
Eché una ojeada a su historial médico. Los psiquiatras le habían dado el
diagnóstico de esquizofrenia. Según ellos, el asesino tenía más de trece

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personalidades. Para mí, aquella información era de gran importancia. Para la
ciencia, el tío estaba chalado. Yo, en cambio, estaba convencido de que a
aquel asesino en serie le había poseído un demonio.
Mi misión era salvar su alma. Preparé mi maletín de exorcista
minuciosamente. Debía dar con la entidad que se había apoderado de su
cuerpo sí o sí.
Llegué a la prisión una mañana de primavera. Un guardia me acompañó
hasta el cuartel de alta seguridad. Teddy disponía de una celda individual que
había decorado exclusivamente con unos cuantos pósteres de chicas jóvenes
desnudas…, morenas y con ojos claros. Fue algo que me pareció de muy mal
gusto, aunque aquellos cuerpos femeninos me hicieran delirar.
Una vez más, estaba delante de un asesino. Un hombre sin Dios ni ley. Un
depredador cuya única motivación no era otra que derramar sangre por placer.
Era enorme, por no decir obeso, y se movía lentamente. Su aura me
pareció más bien oscura y esa fue mi primera pista. Su cráneo, rapado, relucía
cuando le daba la luz. Estaba como una bola y tenía la nariz pequeña,
ligeramente respingona, y unas orejas gordas, grandes y caídas. Su boca, con
unos labios gruesos y pronunciados, colgaba encima de un mentón con
papada, y sus dientes, llenos de caries, no seguían orden alguno. Tenía una
mandíbula de tiburón —⁠aunque su voz sonaba dulce, casi infantil⁠— y una
sonrisa angelical. Su apretón de manos me pareció frío y escurridizo, y sus
regordetes dedos estaban húmedos. Su mirada tenía un aire extrañamente
metálico, sin vida. Fijé mis ojos en los suyos, intentando sonsacarle alguna
emoción, una sensación humana, pero no sentí más que malestar y su terror.
Ocupé una silla y me presenté con voz tranquila:
—Hola, Teddy. Soy el padre jesuita Salomon Joch.
—Buenas, Salomon. Estoy muy contento de conocerte. ¿Es normal que
lleves un vestido negro igual que las tías?
—Sí, es normal —contesté—. Es una sotana, el uniforme de los
sacerdotes. Teddy, ¿deseaba hablar conmigo?
—¡Así es!
—¿Y qué quería decirme, hijo mío?
—¡Que soy inocente, padre! Eso es todo.
Tragué saliva y empecé mi interrogatorio.
—¿Está intentando decirme que ha sido otro quien ha cometido todos
estos crímenes?
—Sí.
—¿Y conoce al autor de dichas masacres?

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—No.
—¿Qué le hace creer que no ha sido usted?
—¡Es otra y está dentro de mí!
El criminal pensaba que estaba poseído por un espíritu femenino.
—¡Es una mujer! ¿Cómo se llama?
—Se llama Edmée. ¡Se llama Edmée, Edmée, Edmée!
Me quedé pensativo. Conocía esa referencia cinematográfica. Aquel tipo
se estaba pitorreando de mí y me tomaba por un principiante.
—¿Es Louis de Funès? —le pregunté.
—¡Sí, milord!
Podía ver cómo se burlaba de mí por sus respuestas.
—¿Es Fantomas?
—No —rio con sarcasmo el asesino⁠—. Soy… ¡el comisario Juve!
Fue justo eso lo que confirmó mis sospechas de posesión. Decidí cambiar
de tema para evitar que me ridiculizara.
—¿Cree en Dios, Teddy?
—Sí.
Acerqué el maletín y me puse la estola púrpura alrededor del cuello. Cogí
el crucifijo y lo besé antes de dejarlo encima de la Biblia. Le expliqué a
Teddy cómo íbamos a proceder:
—Le escucharé desde dentro del confesionario. Lo que me cuente quedará
entre nosotros dos. Pero antes de empezar, vamos a rezar el padrenuestro.
Al oír mis palabras, al prisionero le dio un rictus escalofriante y adoptó
una mirada como de sorpresa.
—No recuerdo cómo era, lo he olvidado. Hace ya mucho tiempo que no
rezo.
—No importa, hijo, usted repita lo que yo diga. Padre nuestro que estás en
el cielo…
Teddy se echó a reír y luego empezó a trastabillar lo que yo decía, con
voz de niño.
—… santificado sea tu nombre…
Al pronunciar esta frase, su voz adoptó un tono más grave, como si fuera
un adolescente.
—… venga a nosotros tu reino…
Entonces se oyó una tercera voz, completamente diferente a las demás.
—… hágase tu voluntad en la Tierra como en el cielo.
Cualquiera diría que Teddy tenía voz de mujer.
—Danos hoy nuestro pan de cada día…

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El prisionero volvió a cambiar de voz.
—… perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los
que nos ofenden…
Teddy empezó a sudar y continuó repitiendo mis palabras con un timbre
de voz sordo.
—… no nos dejes caer en la tentación…
Esta vez, al asesino le costó un gran esfuerzo terminar la frase.
—… y líbranos del mal. Amén.
Teddy se quedó callado tras la súplica y empezó a brotarle saliva por las
comisuras de los labios. Comenzó a temblar y a moverse como si tuviera el
mal de San Vito. De repente, gritó con voz cavernosa:
—¡Cállate, padre!
Acababa de dar con la personalidad poseída por el diablo. Empuñé mi
manual de exorcismos; estaba ante una situación de emergencia. El prisionero
se levantó y se acercó a mí, amenazador. Decidí aplicar el procedimiento de
exorcismo exprés.
—¡Sal de este cuerpo, demonio! —⁠dije blandiendo el crucifijo.
El asesino se hizo con la cruz de madera y la molió como si no fuera más
que una simple cerilla. Boquiabierto por la fuerza que había empleado en
aquel sacrilegio, agarré la silla y, con un gesto rápido, se la estampé contra el
cráneo.
Fue un golpe duro, pero el hombre ni siquiera pestañeó.
—Hijo de Satanás, ¡sal de este cuerpo y arrepiéntete! —⁠grité.
Entonces, Teddy me lanzó una mirada malévola. La sangre rojiza
chorreaba de la herida qué le había causado en el cuero cabelludo.
—¿Crees que me han embrujado, Joch? —⁠respondió el gigante lamiendo
el hilo de sangre que le goteaba por encima de la nariz.
—Sí, Teddy. ¡Tenemos que curarle!
—Pobrecito, el sacerdote se las da de médico. Tú eres el tarado mental.
Tú eres quien da por saco con sus plegarias. Tú eres quien debería ir al
hospital.
Tenía que romper la dominación del poseído. Rugí:
—¡Cállate! ¡Vuelve a la cama de inmediato!
—Aaaaaaaaaaaaaaaaaa​aaaaaaaaaaaaa! —⁠chilló Teddy mientras se
abalanzaba hacia mí.
Paro unos segundos para contarles un secreto: el boxeo es una de mis
pasiones. El mayor campeón de todos los tiempos sigue siendo, creo yo,
Cassius Clay, alias Mohamed Ali. He visto todos sus combates. El arte de

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esquivar seguido del de contratacar; he aquí un resumen de la táctica de este
boxeador. Yo entro en la categoría de «peso mediano». Reconozco que a
veces paso voluntariamente por los barrios chungos para enfrentarme a la
chusma. He propiciado golpes fuertes a una multitud de matones. A mi
parecer, el castigo corporal es mucho más eficaz que ir a prisión. Yo soy la
mano de Dios. De un puñetazo le parto la boca a cualquiera.
Y justo eso fue lo que le ocurrió a Teddy. Esquivé su ataque y le di en
plena mandíbula. El crujido siniestro de la quijada seguido de un tambaleo
hacia delante dieron lugar a la caída del gigante. Victoria por nocaut. Levanté
los brazos en señal de triunfo.
Tumbado en el suelo, Teddy se acurrucó y se puso a llorar. Me quedé a
cuadros cuando vi su reacción. La personalidad violenta había dado paso a
una especie de niño pequeño. Salí de la celda con la intención de redactar un
informe completo sobre mi encuentro con Teddy. Pedí que me facilitaran la
grabación de la entrevista para que un psiquiatra pudiera evaluarla. Una
semana más tarde, recibí el veredicto de un experto: esquizofrenia.
Seguí investigando. Necesitaba descubrir el nombre del demonio para
poder ser más preciso. Identifiqué la séptima personalidad como la que estaba
poseída por el espíritu del mal. En numerología, el siete es el número de la
sangre. La forma característica de una diagonal central cortada por una barra
horizontal que representa una guadaña, el símbolo de la muerte. Mis
conocimientos me decían que el demonio tenía que ser el poderoso Azrael.
¿Era pues el ángel de la muerte el responsable de los horribles crímenes
que había cometido un pobre humano como Teddy? Decidí volver a visitarle
en su celda para comprobarlo.
Cuando entré, Teddy ya me esperaba. Le saludé y le pedí que se sentara
en la cama. Le conté que quizás había dado con la solución a su problema,
pero que debía dirigirme al personaje que tenía dentro, que se llamaba Azrael.
El gigante inclinó la cabeza, dejando solo sus pequeños ojos porcinos a la
vista. Respiró lenta y profundamente. Luego, en un abrir y cerrar de ojos, giró
la cabeza hacia atrás, como apartándose para dejar paso a la voz demoníaca.
—¿Querías hablar conmigo, Salomon Joch?
Me signé y recité la oración de San Miguel Arcángel: «Muy ilustre
Príncipe de la Milicia Celestial, defendednos en la lucha que vamos a librar
contra los Príncipes de este mundo y los del mal, contra las energías malignas,
contra las fuerzas tenebrosas y contra los espíritus malvados que merodean
por las alturas. Presentadle nuestras súplicas al Altísimo para que pronto
sintamos el poder de su misericordia y vos mismo logréis capturar al dragón

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—⁠la antigua serpiente, es decir, el diablo o Satanás⁠— y podáis encadenarlo y
lanzarlo al abismo para que no seduzca nunca más a los pueblos».
—Soy Azrael, el arcángel de la muerte. Soy el contable de Dios; tengo un
libro enorme donde anoto el nombre de los hombres y sus fechas de
nacimiento para borrarlas cuando mueren. Estoy aquí por ti, Salomon. Ya es
hora de que pongamos punto final a los aterradores crímenes del pobre Teddy.
Me he hecho con su cuerpo para hablar contigo.
Yo estaba asombrado. Empecé a dialogar.
—No entiendo qué es lo que esperáis de mí, ilustre arcángel.
—Sé cuál es tu historia, Salomon, y el día de la resurrección de los
muertos serás el último superviviente de todas las criaturas de Dios. ¡Te
maldijeron, nunca lo olvides!
Aquellas palabras me petrificaron el corazón y me helaron la sangre. El
enviado de Dios me recordó mi propia historia y recalcó mi sentencia.
Entonces le pedí un favor:
—Venerable arcángel Azrael, ¡salid del cuerpo del pobre Teddy!
—¡Por supuesto, Salomon Joch! Pero, antes, mira qué final les espera a
las almas que han sido condenadas.
Entonces vi cómo la imagen del ángel de la muerte se superponía a
Teddy: tenía cuatro caras y cuatro mil alas. Su cuerpo entero estaba cubierto
por lenguas y ojos que correspondían a cada una de las personas que vivían en
la Tierra. Luego vi un árbol de grandes dimensiones, cuyas hojas llevaban
escritos los apellidos de todos los humanos. Algunas eran verdes; otras,
amarillas y algunas, negras. Enseguida comprendí que el arcángel estaba
esperando a que cayera una para extraer el alma correspondiente. El cuerpo de
Teddy estaba tumbado en el suelo cubierto de losas. El espectro de Azrael lo
cogió para extirparle el alma. En ese momento atisbé lo que ocurría en el otro
mundo. Sonreí ante el maravilloso espectáculo que era el Paraíso… Y
entonces advertí que Teddy hacía muecas de terror, mientras lo arrastraban
por la negra entrada de los Infiernos.

Desperté de mi letargo. Teddy yacía inerte en el suelo. No pude hacer más


que constatar su muerte. Mi exorcismo había fracasado. Recé la oración de
los muertos, aunque sabía a la perfección que Teddy Tranchet quemaría
eternamente en las entrañas de la Tierra.
El director de la prisión me enseñó el último video de mi encuentro con
Teddy, gracias al cual pude ver algo extraordinario. Mientras yo hablaba con

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el detenido, una sombra nos había estado acompañando todo el rato desde
detrás de este. Luego, cuando salía yo orando por su descanso, apareció una
imagen furtiva: Azrael se estaba llevando el alma del criminal hacia el
Infierno.
El director me pidió que no divulgara aquella información. Prefirió
destruir el video. En un mundo pagano, que algo demostrara la existencia de
las fuerzas de las tinieblas podía ser desastroso para la gente de a pie.

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El Lydia

Dios pesca las almas con caña,


el diablo las pesca con red.[1]

E l reino de Satanás está por todas partes, por tierra y por agua. Siempre
ha habido monstruos marinos en los mares y océanos. La leyenda negra
de los océanos va de la mano de pulpos gigantes, el leviatán y el megalodón.
Sin embargo, no son nada en comparación con la niebla de la muerte, no son
nada.
La historia que les contaré ahora fue la peor experiencia de toda mi vida.
Lo que presencié una noche de verano en el Mediterráneo no se lo podrá
contar nadie más, porque todos los testigos están muertos.
En 1966, el armador griego de Hellenic Mediterranean Lines me invitó a
disfrutar del último crucero del paquebote Lydia. El punto de partida sería
Marsella, a los pies del fuerte Saint-Jean. En aquel puerto deportivo había
unos cien barcos amarrados. El Lydia era un increíble palacio flotante de
noventa metros con capacidad para ciento ochenta pasajeros. El armador me
explicó que en su país tenían una tradición: que los marinos colocaran una
moneda de oro bajo el mástil como ofrenda a Poseidón. Era un hombre
supersticioso y me pidió que dejara un crucifijo bendecido en el área de
recepción. También me contó que el mar Mediterráneo, y sobre todo el golfo
de León, era una zona peligrosa para los marinos con poca experiencia.
Una vez dentro, me enseñó los lujosos salones y la biblioteca, repleta de
obras. El Lydia disponía de cuatrocientas cabinas espaciosas y un comedor de
oficiales que hacía las veces de centro operacional. La distribución del buque
finalizaba con dos restaurantes a cada punta del paquebote y una zona de
descanso donde se podía hacer deporte. La tripulación estaba formada por
cien marineros. Me invitaron a un viaje que iba a ser maravilloso. El crucero
tenía que llevarnos hacia el pequeño puerto de Colliure y, de ahí, a las islas

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Baleares. Luego nos dirigiríamos hacia Malta, antes de poner rumbo a Sicilia
y terminar nuestra travesía en Córcega.
El capitán quiso buscar la mejor ruta para llegar al pintoresco puerto
catalán. Eso significaba que teníamos por delante veinticuatro horas de
travesía en una zona donde podían desatarse unas tormentas imprevisibles
horrorosas. Miles de botellas de los mejores vinos del mundo garantizaban el
disfrute de los pasajeros. Toneladas de vituallas descansaban en las neveras,
congeladores y el economato del paquebote. Soltaron las amarras el 4 de julio
de 1966 a las nueve y media de la noche. El Lydia zarpó del antiguo puerto de
Marsella mientras un sol al rojo vivo se ponía detrás de las islas del Frioul. El
Mediterráneo había adoptado la fisonomía de un lago y hacía un tiempo
espectacular para ir de crucero. El capitán hizo sonar la sirena de niebla y los
motores estaban en pleno funcionamiento.
Aquella noche, durante la cena, me invitaron a la mesa del comandante,
donde conocí a distintas personas a quienes maravillaron mis historias de
fantasmas y de posesiones. Cuando nos hubimos terminado el postre, me
dirigí a las mesas de juego. El póquer es mi debilidad. Me apalanqué en una
mesa de cuatro y observé, largo y tendido, a mis rivales. Esta es la primera
regla antes de empezar a jugar. Había un senador de la ciudad focense. Era un
hombre atractivo, vestido con un esmoquin impoluto que le daba un aire de
suficiencia. Su punto débil era el orgullo. A su derecha teníamos a un burgués
de Marsella que se parecía a Raimu en la trilogía de Pagnol. Bajito, rechoncho
y con un acento típico de la Canebière que hacía que pareciera simpático.
Sufría del síndrome de Tourette y a ese pobre hombre le traicionaban los
gestos obscenos. Más temible era aún un general jubilado vestido con su
uniforme rojo de caballería: un hombre seco, nervioso y delgado como un
palo. Era demasiado impetuoso, demasiado impulsivo, como suele pasar con
los militares. Resultaría fácil provocarle. El último contrincante de la mesa
era una mujer: una aristócrata; una joven viuda que dilapidaba su fortuna en
cosas insignificantes. Era guapa, pero tonta a más no poder. Aquella muñeca
tenía una dentadura perfecta, con unos afilados dientes incisivos. Mi sexto
sentido me advirtió que debería desconfiar de dicha rareza en un futuro no
muy lejano.
Los integrantes de aquel grupo mágico serían mis compañeros de póquer.
La partida empezó tranquilamente con unos golpes sin gran misterio.
Espié a mis adversarios. Contaba con un método infalible para sondear a mis
víctimas. Primero me fijé en el reflejo de la retina y, luego, de forma más

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sutil, en el latido del pulso en la carótida, sinónimo de una subida de
adrenalina.
Enseguida reparé en los tics de cada jugador. El burgués se tocaba su
enorme narizota de forma sistemática. El político hacía girar sus fichas en la
mano izquierda y el general golpeaba la mesa con los dedos de forma
acompasada. La joven mujer no tenía ninguna manía aparente y se contentaba
con reír a carcajada limpia a cada ronda. Ahora ya sabía cómo tenía que jugar
para desplumarlos.
Perdí dos veces, adrede. La trampa ya estaba tendida. Tenía en mis manos
una escalera de color: un golpe imparable que solo podía superar la escalera
real, y eso, estadísticamente hablando, era imposible en aquella configuración
del juego.
Ataqué hábilmente e hice que mis contrincantes subieran las apuestas. Era
ahora o nunca. El bote estaba en los treinta mil francos. Algunos curiosos se
amontonaron alrededor de la mesa. El general sacó su talonario y apostó otros
cincuenta mil francos. El burgués hizo lo propio y la alegre viuda, al ver tanto
dinero, les imitó por diversión. El único en abandonar las cartas fue el
político, que se había olido la confabulación. Yo hice números en silencio.
Encima de la mesa había más de cien mil francos. Dejé mis cartas encima del
tapiz, enseñando mi escalera de color. El póquer de sietes del general estaba
bien, el trío de la viuda no era la mejor clasificación, y el burgués no tenía
nada en absoluto. Se echó al suelo enrabiado.
—¡Estúpido idiota! Señor cura, ¡ha nacido con la flor en el culo!
Aquella invectiva desencadenó el caos.
—¡Santo Cielo! —respondió la viuda⁠—. ¡Pero mire cómo le ha hablado a
un hombre de iglesia!
—¡Tú, mosca, cállate! —contestó el personaje «pagnolesco».
La viuda dejó la mesa, indignada, bajo un rumor de malestar general y con
el corte de manga del que sufría de Tourette.
—Discúlpele, padre —intervino el militar⁠—. Le falta un tornillo.
El burgués enrojeció de furia. Se puso a parpadear y a hacer unas muecas
incontrolables que lo convirtieron en alguien irreconocible.
—¿Loco? ¿Yo? ¿Y quién es usted para juzgarme? —⁠soltó mientras
dibujaba obscenidades con los dedos.
La cosa se puso fea. Decidí calmar la situación:
—No se pongan nerviosos. Todo el dinero irá destinado a la diócesis de
Marsella.
—¡Ale, una buena obra! Gracias, padre —⁠exclamó el político.

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El burgués se puso como loco. Dominado por sus tics, levantó la voz.
—Eh, tú, bigote de foca, ¡no seas pelota!
El senador se levantó y, con un gesto dramático, se puso en guardia.
—¡Tócate las narices! ¡Tú, ponte de pie y peleemos!
Empezaron a provocarse. Tenía que hacer algo.
—Señores, por favor… Su dinero se utilizará con buenos fines. Lo donaré
a las obras caritativas de Marsella.
—¿A la Buena Madre? —inquirió el burgués.
—Sí, a Nuestra Señora de la Guardia.
La polémica terminó enseguida y una atmósfera distendida envolvió la
sala de juego otra vez.
Aproveché la ocasión para dejar a mis amigos marselleses y volver a mi
cabina. Cuando estuve allí solo, me quedé mirando el fajo de billetes. Ni de
broma iba a dar el dinero a una obra benéfica. Le había echado el ojo a un
Rolex de oro que vendían en una tienda de la calle Saint-Ferréol, en Marsella.
Aquella belleza completaría mi panoplia de gran seductor. Ahora que me lo
podía permitir, iría fardando por la Canabière.

En plena noche, una fuerte ventolera agitó el Lydia. La tripulación tuvo que
acatar rápidamente las órdenes correspondientes ante el temporal. Parecía que
el mar, enorme como era, echara humo a causa de las explosivas salpicaduras
de las olas. La situación dentro del barco era apocalíptica. Algunos invitados
echaron las tripas. En el momento álgido de la tormenta, el comandante
decidió poner el barco a cubierto para evitar el constante choque de las olas
contra el casco. Tenía que llevar los motores al máximo para estabilizar el
buque. Estábamos en un momento crítico. El viento sopló más rápido y
ocurrió algo escalofriante: una monstruosa ola gigante se formó en el
horizonte. Era una masa de agua de diez metros que se dirigía hacia el norte.
El comandante se quedó pasmado ante lo que iba a acabar con nuestras vidas.
Se aferró al timón y pidió a la tripulación que distribuyera los chalecos
salvavidas y preparara los botes de salvamento. Refugiado con el resto de
pasajeros en la sala de proyección, me puse a rezar en voz alta; los demás
feligreses hicieron eco de mis plegarias. A través de un ojo de buey vi
erguirse, cual construcción de tres plantas, otra ola descomunal. Volví a la
cubierta. El comandante mandó el navío directo a la ola con los motores
diésel al máximo. El Lydia avanzó hacia la cresta de espuma y se hundió en el
costado con la misma facilidad con que se clava un cuchillo en mantequilla.

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La colisión fue aterradora. Oímos un siniestro crujido contra el casco. El agua
engulló literalmente el paquebote. A los pasajeros, los segundos que pasamos
bajo la fuerte presión de aquella inmensa ola nos parecieron una eternidad. El
barco volvió a caer al mar enfurecido con fuerza, pero no zozobró.

La madrugada del 5 de julio de 1966, el Lydia estaba abollado por todas


partes, pero lo habían controlado; las cajas estancas habían aguantado el
golpe. El aspecto de la cubierta era desolador. La obra muerta ligera de la
embarcación había desaparecido; la ola la había arrancado. Algunos ojos de
buey se habían roto y por ellos ahora pasaban canalones de agua; sin
embargo, la estructura central había encajado bien el violento ataque.
Inspeccionaron la embarcación de pe a pa para que el capitán pudiera ver en
qué condiciones se encontraba el barco. La llegada a Colliure estaba
finalmente prevista para el día siguiente. El mecánico del barco quería revisar
los motores. Era optimista, pues la tramontana había cesado y esperaba que la
maquinaria volviera a funcionar antes de que cayera la noche. Los pasajeros,
ya más tranquilos, se tomaron el contratiempo con filosofía. En verano, el
anticiclón de las Azores permitía disfrutar de noches agradables en el mar. No
obstante, el comandante y sus oficiales se preguntaban cómo era posible que
aquello hubiera ocurrido en el golfo de León. Para poner fin al incidente,
tripulación y pasajeros se reunieron en la cubierta y se les ofreció un poco de
vino para amenizar el ambiente.

Un aire caliente y cargado de humedad, procedente del sur, refrescó el clima.


De repente vislumbramos otro fenómeno inesperado en el horizonte. Una
niebla densa pero extrañamente luminosa y un halo verdoso rodearon el
navío. Era impresionante. A aquella insólita belleza se le sumó el canto de la
aristócrata viuda. Una melodía embrujadora, casi lancinante. Nos quedamos
todos fascinados. Y entonces oímos unas campanadas lúgubres que provenían
de las tinieblas. La cantante paró en seco y dejó que el solo de metal resonara.
Desde la superficie del agua nos llegó un olor a podredumbre. Noté cómo la
angustia y el miedo se apoderaban de la tripulación. Los pasajeros estaban
aterrorizados. En el aire había algo extraño. De golpe, un barco apareció de la
nada; estaba cerca de nosotros y tenía todas las velas izadas. Era una visión
surrealista: se trataba de una fragata de la época de Napoleón que databa del
siglo XVIII. Aquel inmenso muro de madera y de acerco iba hacia nosotros.

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Las portas estaban abiertas y las bocas de fuego brillaban en la noche
tenebrosa. Conté hasta treinta cañones de veinticuatro libras que pesaban dos
toneladas. El barco fantasma se balanceaba al ritmo de las olas. El viejo
buque pasó en un silencio ensordecedor y nosotros nos lo quedamos mirando
boquiabiertos. Me fijé en el pabellón: llevaba grabada la —⁠tristemente⁠—
famosa insignia de una calavera. Acto seguido, desapareció entre la niebla.
Pensamos que no había sido más que un sueño cuando, de pronto, el grito de
una pasajera nos hizo volver a la realidad. La fragata había dado media vuelta
y se dirigía claramente hacia nosotros. El barco pirata nos atacaba. Entonces
vi que la aristócrata cantante mordía al capitán en el cuello con violencia y
luego experimentaba una metamorfosis: le creció una cola con escamas por
debajo del vestido. Se había convertido en una sirena. Se zambulló en el agua
y se dirigió hacia el navío. Su lóbrego canto había atraído al barco fantasma.
¡Me había dado mala espina desde buen principio! Nos encontrábamos en la
misma situación que el buque de Ulises: a merced de los monstruos marinos.
Y, en ese instante, los cañones escupieron una salva de balas que destruyó la
cubierta del Lydia. Fue un choque brutal. Un comienzo de incendio se
propagó por la sala de máquinas. Tuve suficiente con oír el chirrido de las
cuadernas y el sordo crujido de las olas contra la carena para darme cuenta de
que el agua acababa de entrar en el paquebote.
Aquel ataque vino acompañado de un viento espantoso. Los pasajeros
gritaban amedrentados y la tripulación se hizo con todo lo que pudiera servir
de arma. Transcurrió un largo minuto antes de que aparecieran unas sombras
humanas de la nada. Unas cosas oscilantes descendían por la cubierta. En la
oscuridad de la noche, parecía que fueran irreales y formaban una ola mortal.
Y entonces lo entendí: aquellas siluetas andantes eran muertos vivientes. Nos
atacaba un navío fantasma. Llegaban alaridos desde los pisos inferiores,
donde los zombis estaban devorando a los cruceristas. Me apropié de una
barra de hierro para sentirme más protegido. Aunque resultó inútil, el
comandante vació su cargador contra un ser en descomposición antes de que
le masacraran. Las entrañas del burgués de Marsella se esparcieron por el
suelo después de que este le propiciara un golpe que resultó bastante inútil a
un esqueleto ambulante. Tantos años haciendo de sacerdote y jamás había
visto algo tan terrorífico. Ahí me di cuenta de que, contra un ejército de
muertos vivientes, no hay arma que sirva. El Lydia era el escenario del caos.
Los hombres de la tripulación y los pasajeros sucumbieron. Hubo quien se
tiró al agua, pensando encontrar así la salvación. Yo emprendí la retirada y

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regresé al teatro del paquebote. En el escenario había un zombi con una
espada en la mano. Se presentó:
—Soy el jefe. Mi nombre es Akim, pero me llaman «el Tuerto».
Blandí mi crucifijo y eso le hizo parar en seco. Era como si estuviera
paralizado. Aproveché la ocasión para decapitarlo con mi barra de hierro y le
robé la espada. El esqueleto cayó en la fosa del apuntador. La cruz los
debilitaba. Luché con valentía y mandé al infierno a una decena de
esqueletos, pero había alrededor de cien. Haciendo caso a mi instinto de
supervivencia, bajé un buque salvavidas al mar. Salté y subí a la lancha.
Remé con todas mis fuerzas para alejarme de aquella masacre. El Lydia ya no
era más que un gran cementerio. Los muertos vivientes recuperaron su barco.
Se oyó el lúgubre sonido de una campana y la proa del navío fantasma
empezó a perderse en la negrura de la noche antes de desaparecer entre un
borboteo monstruoso.
Desde mi lancha, agotado y acongojado, miré el Lydia dirigirse
inexorablemente hacia su destino. Escruté el agua, ahora tranquila, en busca
de algún superviviente. Estaba helado y me quedé dormido. Un ruido lejano
me despertó al alba. Un pescador de trainera que estaba recogiendo sus redes
me vio y vino a socorrerme. El patrón de pesca me llevó a tierra, a Canet.
Fui a informar a los gendarmes; les hablé de la tormenta y de aquella ola
gigantesca. No dije ni una palabra acerca del navío fantasma porque no quería
que se pensaran que estaba chiflado. Un gendarme marítimo me contó que el
Lydia se acababa de encallar en un banco de arena en Le Barcarès. No había
nadie a bordo. Habían desaparecido más de cuatrocientas personas; según los
periodistas locales, se habían «volatilizado». Habida cuenta del estado del
barco, el informe del perito concluía que tanto la tripulación como los
pasajeros habrían abandonado el buque de forma voluntaria. Aquella
deducción no se aguantaba por ninguna parte y no logró convencer a nadie.
Tantos agujeros de balas de cañón en el casco del navío eran prueba suficiente
de que había sido cosa de un violento ataque pirata. Los políticos
desestimaron dicha conclusión para evitar que se sembrara el pánico entre los
vecinos y los veraneantes.

No tardaron mucho en dar carpetazo al asunto. Tenían que encontrar un nuevo


uso para el buque. Gaston Pams, presidente del consejo general, propuso
convertirlo en una atracción turística de los años setenta. Remolcaron el

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barco, lo repararon y finalmente lo vararon en la playa de Le Barcarès. Ya
colocado en un canal estrecho, lo fijaron definitivamente.
Eché mano de mis contactos para visitar el paquebote antes de que abriera
sus puertas al público. Busqué alguna prueba de la tragedia que había vivido y
que había ocultado a las autoridades. Localicé el antiguo teatro donde había
luchado contra el jefe Akim, alias «el Tuerto», y su gran sombrero, que había
acabado en la fosa del apuntador, en medio del escenario.
Los científicos que se encargaron de restaurar el cráneo, con su sombrero
del siglo XVIII y las armas de la misma época, se quedaron atónitos ante tal
descubrimiento. ¿Cómo era posible que en medio del teatro de un buque del
siglo XX se hallara la cabeza de un pirata de la época napoleónica?
Expusieron aquella reliquia en la sala de juego del barco. Tras su
reconstrucción, el Lydia se había convertido en un restaurante; un club
nocturno con casino incluido. Me acerqué a la vitrina de cristal para
contemplar el cráneo, magníficamente siniestro. Era una noche oscura, sin
luna. Una melodía lejana llegó a mis oídos. El canto de las sirenas subía desde
el fondo del mar. Estaba observando la cabeza del pirata cuando, de repente,
un insólito cañoneo me mandó a la cubierta de la embarcación. Vi aparecer un
navío en el horizonte. Era como una pesadilla: el barco pirata había vuelto. En
ese mismo instante oí el ruido de una vitrina rompiéndose. Un esqueleto
acababa de hacerse con el cráneo. Se lo colocó encima de las vértebras. Era
Akim el Tuerto en persona, que venía a recuperar lo que era suyo. El
esqueleto se dirigió hacia la playa. Un bote con cuatro espectros apareció en
medio de la oscuridad. Se me puso el pelo de punta cuando vi quiénes eran
los remeros: el senador, el general, el burgués y el comandante del Lydia. Los
pobres se habían convertido en zombis. De golpe, el burgués que sufría de
Tourette me reconoció. Me señaló con un dedo y dijo a sus compañeros:
—¡Fijaos, el sacerdote está vivo! Pobrecito Salomon, ¡venga a tomar anís
con nosotros!
—No, gracias, amigo mío. ¡Yo solo bebo güisqui! —⁠grité.
—¡Menudo idiota! ¿Te crees mejor que nosotros?
—Para nada, señores, pero me esperan en la parroquia.
—¡Venga, hombre! Me da hasta pena. ¡Déjeme saludarle, camarada!
—Lo siento, colega. ¡Me tengo que ir!
Vi una silueta enorme en la arena. Una sirena movía su inmensa cola y me
miraba con una gran sonrisa. Era la aristócrata, que me mandaba un beso
mientras cantaba.
Asustado, me subí a mi Harley Davidson y me fui sin decir nada.

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Había sobrevivido a los filibusteros que aparecieron entre la niebla. Desde
aquella vez, las leyendas de los barcos fantasma que surcan los mares y
océanos ya no me hacen ni pizca de gracia. Temía que volvieran tarde o
temprano para acabar lo que habían empezado. Era solo cuestión de tiempo.
El Lydia era un botín. Un trofeo que querían recuperar. Para los zombis de las
profundidades, el tiempo había dejado de existir. El mito de las sirenas, por su
parte, me preocupaba: la viuda aristócrata y cantante me había echado el ojo.
Lo mejor sería que evitara acercarme a la playa. Tampoco es que pescar atún
fuera mi fuerte.
Por eso decidí responder a la invitación de un amigo que juega al golf. Me
pareció que pasar un poco de tiempo en la montaña me ayudaría a
recuperarme. ¡De haber sabido lo que me esperaba, hubiera preferido jugar a
la petanca!

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La maldición

No invoquen al diablo; vendrá sin que le inviten.

S oy, sin duda alguna, un hombre de iglesia, un combatiente del mal. Sin
embargo, soy, ante todo, un pecador, con mis pasiones y debilidades: las
mujeres y el deporte. En lo que a mujeres se refiere, llevo mis locuras con
discreción. El deporte, en cambio, es algo más complicado. Tomen el golf
como ejemplo. Estoy completamente convencido de que este juego es fruto
del diablo. De hecho, solo un espíritu perverso podría haber inventado algo
así. Es un pasatiempo simple, complejo y peligroso a la vez. Prueba de ello es
el hecho de que esta afición a veces llega a convertirse en una obsesión para
algunos, arrastrándolos, en ocasiones, hacia un estado depresivo; a otros,
puede conllevarles la pérdida de trabajo y, a todos aquellos fanáticos del golf
que estén casados, el divorcio. El golf está lleno de anécdotas increíbles. La
más formidable tiene que ver con un capitán de los Highlanders que, durante
la Gran Guerra, lanzó granadas con su palo de golf; un método eficaz hasta el
día en que dicha granada detonó al impactar con el palo y pulverizó al
temerario oficial. Cualquier golfista del mundo ha tenido alguna partida
extraordinaria, pero seguro que no tan diabólica como la que viví yo en 1999
en el campo de golf de Falgos, en el Vallespir.

Pierre Pardineil, un amigo de la infancia, me ofreció acompañarle a los greens


del complejo situado en Saint Laurent-de-Cerdans. Era mayo, el cielo estaba
despejado y hacía un calor infernal. Le invité a comer en el restaurante de
Toto Gonzalo, el chef italiano del campo de golf.
He aquí otra de mis debilidades: la glotonería. Me encanta la pasta; podría
engullir toneladas. Cuenta la leyenda que fueron los chinos quienes
inventaron esta maravilla. Sinceramente, ¿quién va a creerse semejante

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tontería? ¡Fue el escocés Mac Aroni quien descubrió la pasta! Ale, ahora ya
saben la verdad.
Aquel día me zampé unos spaghetti alla puttanesca. Luego fuimos al club
a beber cerveza. Los Dragons catalans, el emblemático equipo del
departamento, jugaban un partido importante en el Gilbert Brutus, el templo
del rugby a 13. Los ingleses, que se enfrentaban a los locales de Perpiñán,
habían venido a prepararse para el partido en el hotel del complejo. El bar
estaba abarrotado y se oían los cantos, las bromas y las charlas de los
aficionados. Antes de ir a jugar al golf, reté a un grupo de bebedores
británicos a un estúpido juego de vigas, que consiste en ingerir un litro de
güisqui repartido en tres vasos: uno de cincuenta centilitros, otro de
treintaitrés y un último de diecisiete. Entre cada vaso, la persona que beba
tiene que andar sobre unas vigas de diez metros que se van estrechando a cada
paso y dejar el vaso encima de una mesa. Los guiris, un total de trece tíos,
perdieron la mitad de los jugadores después del primer vaso. La otra mitad
cayó en la segunda ronda. La última fase la jugaron tres alcohólicos perdidos.
El primero, un tipo enorme que parecía una mezcla entre un jabalí y un monje
benedictino, se estrelló contra el listón y se abrió la cabeza como si fuera una
lata de conserva. El segundo, el guaperas del equipo, que parecía sacado de
una revista, se aplastó los testículos en medio de la traviesa. Finalmente, el
último, que era más bien poca cosa y se creía más astuto que sus compañeros,
dejó parte de la dentadura encima de la mesa. Yo fui el único que logró dejar
el pequeño vaso de güisqui encima de un taburete y me llevé la jugosa
cantidad de ciento cincuenta euros. A mí, que pillo unas cogorzas increíbles,
un litro de güisqui me sienta igual que un batido de fresa a una niña pequeña.
Cuando nos disponíamos a empezar la partida con mi amigo Pierre, yo
seguía en plena forma. Llegamos a la zona de salida. Delante de nosotros, en
el green, teníamos a un crío que iba con una señora mayor. Los seguí con la
mirada. La mujer llevaba un único palo de golf que utilizaba de bastón. A
pesar de tener unos cien años, estaba preparada para jugar. La anciana golfista
empezó el recorrido y algo me llamó la atención. Acompañaba cada golpe con
un swing impoluto. Gozaba de una flexibilidad excepcional para su edad, pero
lo extraño era que golpeaba el vacío. La centenaria jugaba sin pelota. Tras
cada golpe, cogía al niño de la mano y seguía el itinerario. Pierre siguió
aquella partida virtual con gran interés. Estaba tan impresionado como yo por
la calidad de los golpes, todos perfectos. La mujer buscaba sistemáticamente
hacer el par. Mi amigo se reía, porque tener una puntuación como aquella a su
edad era todo un logro.

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El domingo siguiente, estando yo sobrio, nos plantamos allí a las cinco de
la tarde. La vieja mujer llegó con el pequeño. Su falda de tartán me hizo
pensar que era británica o escocesa. Tenía la cara arrugada y escondía sus
ojos detrás de unas gafas de sol. La saludé en inglés, un idioma que apenas
hablo. Me di cuenta de que se había sorprendido. Extrañada, me respondió en
un francés impecable.
Se llamaba Sarah Macleod y se presentó como una especie de artista en
exilio. Decía que el golf le permitía zambullirse en una profunda meditación.
Le divirtió ver que la seguíamos. Pierre le contó que le fascinaba que jugara
sin pelota y Sarah Macleod nos contó que aquella forma de jugar la ayudaba a
conseguir el movimiento perfecto: el swing ideal en cada golpe. El
escepticismo de mi amigo la hizo sonreír. La mujer le propuso jugar nueve
hoyos. Pierre aceptó el reto encantado y yo me convertí en su caddie, cómo
no. Antes de empezar, la escocesa puso una condición que nos desconcertó:
quería que cada vez que Pierre perdiera, este tomara un poco del brebaje que
ella misma había preparado y que guardaba en una cantimplora de piel de
cabra. Pierre, cuyo hándicap era bastante significativo, aceptó y puso la pelota
en el tee para comenzar con el primer hoyo. No le apetecía nada tener que dar
un solo sorbo a aquella extraña bebida. La anciana escocesa me pareció
particularmente confiada: antes de cada salida, se divertía diciendo el número
de golpes al caddie que la acompañaba. Las sorpresas no acabaron allí. Pierre
dio el primer golpe con su driver, un swing que mandó la pelota a más de
doscientos metros de donde estábamos nosotros. Sarah Macleod dio un muy
buen golpe y mandó la pelota a la distancia máxima que el hierro le permitía:
ciento treinta metros. El segundo golpe de mi amigo fue excelente. Dejó la
pelota al pie del green. La escocesa hizo exactamente la misma jugada que la
primera vez. Iba ciento cincuenta metros por detrás. Pierre golpeó un enfoque
rodado que mandó la pelota a cinco metros de la bandera. El tercer golpe de la
escocesa fue igual que los demás y, con un golpe pesado, envió la pelota
prácticamente justo delante de la bandera. ¡Menuda suerte! Pierre tuvo que
jugar dos veces y perdió el primer hoyo. La escocesa le acercó la cantimplora.
Pierre, hombre de buena fe, dio un trago a aquel raro brebaje. Ella hizo lo
propio. Eso me sorprendió. Según mi amigo, a quien pregunté discretamente,
sabía a un excelente güisqui.
El segundo hoyo fue catastrófico para Pierre. Tuvo que beber de nuevo.
La británica también dio un sorbo al líquido de la cantimplora. Pasamos a otro
par 4. Pierre acertó, pero Sarah Macleod dio un golpe menos. A la tercera
libación me di cuenta de que la escocesa parecía más radiante e iba menos

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encorvada. Aquel güisqui debía de «doparla». Al cuarto hoyo, la cosa se puso
seria. Después de tres buenos golpes de aproximación, Sarah Macleod hizo un
putt de más de diez metros y la pelota entró directamente en el hoyo. Nos
dedicó una mirada burlona mientras le ofrecía la cantimplora a mi pobre
amigo. Aquel cuarto sorbo fue revelador. Incrédulo, constaté que el rostro de
la escocesa tenía menos arrugas y que su pelo había dejado de ser blanco para
dar lugar a un color rubio. Pierre, en cambio, tenía la espalda encorvada,
como si estuviera más débil. Empecé a hacerme preguntas sobre aquella
mujer. ¿La habría poseído el mal? Al siguiente par, Pierre jugó de forma muy
mediocre; ella, en cambio, lo bordó. La escocesa ganó el quinto hoyo con
facilidad y ambos bebieron. Me fijé en el cambio con atención. Lo había visto
bien: Sarah Macleod se transformaba. Ahora ya no era una señora mayor, sino
más bien una adulta. ¿Habría descubierto el secreto de la eterna juventud con
aquel güisqui? A Pierre, que tenía la espalda arqueada, parecía que se le
hubieran echado los años encima. El par 6 fue breve y mi pobre amigo volvió
a perder. Estaba completamente desesperado, pero aceptó dar otro trago al
brebaje. La británica rejuveneció diez años; según mis cálculos, ahora tendría,
más o menos, unos cincuenta. Pierre no parecía tener la misma suerte. El par
7 fue una mera formalidad para la mujer. Su pelota fue rodando recta, ni
demasiado fuerte ni demasiado lenta, como si la estuvieran guiando directa al
hoyo donde terminó su recorrido. Mi amigo, sediento, bebió directamente del
recipiente. Sarah Macleod se convirtió en una mujer muy atractiva, mientras
que Pierre se transformó en un hombre viejo. Y, no, no eran alucinaciones
mías. El octavo hoyo fue el apocalipsis para Pierre. Fijé mi mirada en la
escocesa. Mi intuición de combatiente del mal me decía que allí pasaba algo
diabólico. Un solo golpe la llevó directa al green. Nos esperó allí, radiante y
con soberbia. Hizo un putt sin problema alguno y ganó. Yo estaba esperando
a ver la metamorfosis. No me decepcioné. Ahora, la mujer era una muñeca en
plena treintena, esbelta y sonriente; una chica despampanante. Agarré mi
crucifijo. Pierre iba como una cuba, ni siquiera podía jugar el último hoyo.
Físicamente parecía que tuviera cien años. Le habían echado un sortilegio
espantoso.
Sarah me miró de arriba abajo y me dijo algo increíble:
—Lo ha entendido bien, padre. ¡Solo quedamos nosotros dos! Le
propongo que hagamos una apuesta. Jugaremos un último par con un solo
golpe. Un albatros. Su alma contra este hoyo.
—Menuda bruja está hecha, Sarah —⁠respondí⁠—. Ha chupado la energía
de mi amigo y ahora usted irradia vida. Acepto su reto con una condición:

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salvar a Pierre.
—Reto aceptado, Salomon Joch. Su alma a cambio de la vida de su
amigo.
Mandó a su caddie hacia donde estaba la bandera y se sumergió en una
profunda cavilación. Una melodía se le escapó de entre los labios. Rezaba y
parecía que estuviera en trance. Cuando terminó, se puso en posición y
efectuó distintos swings al vacío. Colocó la pelota, sopló varias veces durante
un buen rato y luego aguantó la respiración antes de dar el golpe. Su swing, de
una fluidez y perfección asombrosas, lanzó la pequeña bola blanca al aire.
Llegó muy alto antes de bajar hacia donde estaba el caddie y caer a sus pies,
rodando algunos centímetros antes de quedarse quieta delante del agujero. Yo
saltaba de alegría. La hermosa escocesa permaneció absolutamente tranquila.
Señalé la pelota, mostrándole que estaba claramente al límite del hoyo pero
que no había entrado. Sarah Macleod me pidió que la acompañara al green.
Llegamos al noveno hoyo. Me acerqué y me quedé sin palabras. Un irrisorio
montículo de arena había frenado la pelota de golf a un milímetro del agujero.
La británica me preguntó qué es lo que veía. Le describí la situación.
—El caso de la lombriz —dijo alegre, entre risitas.
Efectivamente. Se trataba de una galería de lombrices que sobresalía justo
en el borde del agujero. Me pidió la hora inmediatamente.
—Son las ocho —contesté.
Entonces, vi cómo la pelota se movía con fuerza y caía dentro del hoyo.
Donde estaba hacía unos segundos, ahora había una pequeña lombriz que
acababa de salir de su túnel.
—Justo cuando se pone el sol —⁠dijo la mujer, triunfante.
Sarah Macleod había ganado su increíble apuesta. La pelota cayó en el
agujero con un solo golpe. Un drive que algunos no lograrían jamás. Un golpe
que, en aquel preciso momento de la partida, era estadísticamente imposible.
Eso se tenía que celebrar, de modo que me acerqué a ella para probar su
famoso brebaje. La escocesa no se movió ni un ápice, estaba quieta como una
estatua. Se quitó las gafas y fue entonces cuando le vi los ojos por primera
vez. Me quedé helado. ¡Sarah Macleod estaba ciega!
Se dirigió a mí:
—Padre Salomon Joch, ha perdido usted su alma. Ahora debe devolverme
la vista. Para ello tendrá que comerse la lombriz de tierra y beber mi güisqui
rejuvenecedor.
El caddie sujetaba la lombriz con los dedos y Sarah Macleod esperaba
estoica.

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—¿Puede explicarme cómo ha conseguido rejuvenecer más de ochenta
años?
—Es cosa de la magia escocesa. Como bien ha adivinado, he utilizado la
energía de su amigo. ¡Mire! Se ha convertido en un señor mayor que no puede
ni moverse.
Me di la vuelta y miré a Pierre, que estaba sentado en un banco. Parecía
que hubiera nacido hacía un siglo.
—¡Lo que acaba de hacer es inhumano! ¿Qué pasará si no me como el
gusano?
—Que su amigo morirá al instante.
—No le creo, bruja. Todo esto no es más qué una farsa.
—¿Una farsa, dice, padre? ¡Mire el cielo!
De repente, unas nubes negras se formaron al horizonte y acto seguido
empezó a nevar en el campo de golf, cosa que no era habitual en primavera.
La nieve era tan pesada que al caer acallaba cualquier otro sonido de la
naturaleza. «Lo que me faltaba, ¡con lo que odio el frío! Detesto que se me
congelen los pies, ¡y el hielo solo lo tolero en pequeñas dosis en el güisqui!»,
pensé.
Un largo silencio se impuso entre nosotros. No quería acatar la ley de
aquella bruja. Lancé la lombriz al aire. No tuve ni tiempo de ver el cuervo que
se lo tragó de golpe, detrás de mí. De pronto, el pájaro empezó a convulsionar
y voló cielo arriba antes de estrellarse contra el suelo, muerto. Entonces
presencié cómo la escocesa se marchitaba y se convertía en una vieja
encorvada, carente de la belleza de la cual gozaba antes. Pierre llegó
corriendo; era como si hubiese recuperado todas sus facultades físicas.
Enseguida regresó el buen tiempo. Estábamos fuera de peligro. El orden de
las cosas se había restablecido. Y en ese instante comprendí de qué iba todo
aquello. Éramos nosotros dos quienes deberíamos haber sufrido su hechizo:
para uno, la vejez eterna y, para el otro, la muerte.
—¡Ha tenido usted mucha suerte, padre Joch! —⁠me dijo ella con un hilo
de voz.
—¿Por qué? —pregunté—. ¡Es una delincuente!
—Su fe les ha salvado del infierno en el que vivo desde hace años. ¡Me
maldijeron! Tenga piedad, padre. Fui víctima de un hechizo, hace ya mucho
tiempo, en Saint Andrews.
Cuando pronunció aquellas palabras, la vieja mujer se dejó caer al suelo,
llorando.

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—Pero mujer, ¡no diga eso! ¡Yo puedo ayudarla! ¡Crea en Jesús y se
salvará!
Entonces abracé a la anciana, cogí un poco de barro del suelo y lo coloqué
con delicadeza en el cuenco vacío de sus ojos. Luego le rogué a Dios nuestro
señor que le devolviera la vista. Le lavé la cara con un poco de agua. Sarah
Macleod pestañeó y exclamó alegre:
—¡Puedo ver! ¡Es un milagro!
Pierre, que no se había enterado de la misa la media, se acercó.
—Es usted una golfista maravillosa, señora Macleod.
—Ahora que he recuperado la vista, les voy a dar una pequeña lección.
¡Los próximos nueve hoyos con solo nueve golpes!
Sonreí mientras me despedía de la vieja escocesa con la mano. Jugar con
el diablo no me interesaba en absoluto. Ya había tenido mi dosis de
maleficios y valía más no hacer enfadar a Sarah Macleod. Teniendo en cuenta
lo que acababa de ocurrir, era muy capaz de hacer una jugada magistral.

Ya por curiosidad, busqué información acerca de Sarah Macleod. Encontré


una anécdota perturbadora de algo que sucedió en 1897 en el campo de golf
de Saint Andrews, en Escocia. El mejor jugador de todos los tiempos fue,
según cuenta la leyenda, una mujer. Era cantante y no tenía conocimiento
alguno sobre golf. Invitaron a aquella intérprete del siglo XIX a cantar en la
inauguración del nuevo campo. Pidió que le dejaran golpear una pelota, por
probar. Aquel fue su primer y último contacto con el golf en vida. Utilizó un
hierro 5 para un par 3 y la pelota fue directa al hoyo. Una hazaña nunca
igualada que dejó a los profesionales con un regusto amargo y unos celos
inconmensurables. Lo que todavía me sorprendió más fue leer que la cantante
se llamaba Sarah Macleod y que perdió la vista de forma dramática: el día
después de la inauguración, durante una representación al aire libre, fue
víctima de un ataque inexplicable perpetuado por una bandada de cuervos.
Sesenta años más tarde, Hitchcock se inspiraría en esa historia para crear su
famosa película Los pájaros. En cuanto a mí, seguía sin saber qué fue lo que
vi aquel día en el campo de golf de Falgos: una arpía, una bruja o una pobre
cantante víctima del mal.
Me fui de allí sin haber dado un solo golpe. Necesitaba algo de acción.
Cuando arranqué mi motocicleta aún no sabía que mi siguiente aventura
acabaría siendo de lo más satánica.

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Líbrenos del mal

No se puede vencer el mal sino con otro mal.[1]

R omper maldiciones y sortilegios es divertido, pero no hay nada mejor


que enfrentarse a un buen hechizo. Aquella vez, tuve suficiente.
¡Gracias, Dios, por ese regalo envenenado!
Cuando el sacerdote de la parroquia de Opoul llegó apresuradamente a mi
casa, me encontró remendando mis botas. Aprovecho este momento para
confesarles algo: me encanta la costura y, en especial, la zapatería. Tengo una
colección de zapatos maravillosa. Esta humilde tarea manual requiere mucha
precisión, calma y concentración; es perfecta para relajarme después de pasar
el día rodeado de histéricos. No pueden ni imaginarse los miles de
quilómetros que he recorrido a lo largo de mi vida, siempre andando por los
caminos del mundo entero. Por eso siempre tengo dolor en los pies. La gente
no cuida los dedos de los pies como debería y eso es un error.
El viejo sacerdote de Corbières, Robert Vinas, vino para decirme que una
joven de diecisiete años estaba desarrollando todos los síntomas típicos de
una posesión. Al principio, los médicos estaban convencidos de que se trataba
de una crisis de histeria agravada por un delirio de persecución. Habían
recurrido a distintas terapias y la habían sometido a múltiples tratamientos,
pero no respondía a nada. Finalmente, los médicos se echaron atrás y dejaron
que fueran los especialistas en ciencia oscura quienes se ocuparan del caso.
El pobre sacerdote ni siquiera había intentado enfrentarse a «la cosa».
Llamó al obispado al cual pertenezco y, para variar, me dijeron que me
encargara yo del asunto. No les negaré que ya empezaba a estar hasta las
narices de ser el único combatiente de Dios. Sinceramente, me importaba un
bledo esa joven histérica que había conseguido que un demonio la poseyera.
Pero bueno, cumplí con mi deber.
Llegué a casa de la afectada con mi sombrero tejano, una capa larga y mis
botas de montar. Se me daba bien acobardar a la gente; de hecho, gracias a mi

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calma y determinación, se me daba fenomenal (o al menos eso espero).
Charlé un poco con el sacerdote de Opoul en el comedor, al lado de la
chimenea. Parecía que la situación había empeorado aún más. Subí la escalera
de aquel antiguo inmueble solo. Como de costumbre, percibí que allí reinaba
un frío glacial. Era como si las paredes, los objetos y las ventanas estuvieran
helados. Puse la mano en el pomo de la puerta. Anuncié mi visita
pronunciando un padrenuestro y entré. Se oyó un quejido sordo: la señal de
bienvenida del demonio. Todo normal, hasta que la vi.

Faustine Malé era una chica joven y la única hija de una familia de
campesinos. Su padre era viticultor y hacía un vino de la tierra de muy buena
calidad; además, formaba parte del consejo municipal. Su madre, católica
devota, se encargaba de las obras caritativas del pueblo. Faustine estaba en su
primer año de universidad y estudiaba en la facultad de Historia. Morena de
ojos negros, adoraba cautivar a quienquiera que estuviera a su alrededor. No
eran pocos los jóvenes que habían intentado seducirla, todos en vano. La
joven iba a misa con sus padres cada domingo y los tres seguían las consignas
de su Iglesia al pie de la letra. Al menos, hasta el día en que se animó a
reconstruir una sesión de adivinación según antiguos ritos de la cultura
sumeria junto a un grupo de estudiantes y contradijo los principios cristianos.
Su profesor, Mourad Soliman, responsable de las excavaciones de Ur, les
había enseñado la estatua de una diosa con la absurda idea de organizar un
ritual. Lo que atrajo el mal fue aquella cuestionable iniciativa.

No era la primera vez que me enfrentaba al diablo y, en ocasiones anteriores,


me había salvado gracias a mi fe y experiencia. Esta vez no pude evitar
estremecerme ante tal escalofriante visión: Faustine Malé estaba
completamente desnuda. Estaba sentada en su cama, con los brazos abiertos y
las manos juntas, sujetando un crucifijo bocabajo. Era extraordinariamente
diabólica.
Tenía el rostro parcialmente cubierto por su despeinada melena. Sus ojos
me miraban con arrogancia y me dedicó una sonrisa de desafío acompañada
de una risa sarcástica, parecida a la de una hiena. Me saludó con voz de
ultratumba:
—Buenas tardes, padre. Le esperaba impaciente.

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No contesté y me adentré un poco más en la estancia, inundada por una
repugnante peste a putrefacción. Dejé mi maletín encima de la mesa, evitando
cruzar miradas con la joven. Me cubrí los hombros con una estola púrpura y
abrí el frasco de agua bendita. Cogí mi crucifijo de madera y la Biblia. Tomé
aire profundamente y lo aguanté. Me sabía el ritual del gran exorcismo de la
Iglesia católica de memoria. Me puse delante de la poseída y, después de
hacer la señal de la cruz, empecé a rezar.
—En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, amén.
—Por ser que no tienes un pelo de tonto, empiezas con muy mal pie, Joch
—⁠soltó Faustine.
—¡Cállate, cosa!
—¿Sabes cuál es tu problema, sacerdote?
—No, pero dímelo, vamos.
—Que vas de sabelotodo cuando, en realidad, ¡no tienes ni idea de nada!
Un escalofrío me recorrió el cuerpo entero. Me las estaba teniendo con
algo aterrador. Su orgullo y autoridad no me lo iban a poner nada fácil.
—Estás muy sexi con tu sotana, sacerdote —⁠continuó la cosa⁠—.
¡Chúpame las tetas y cómeme el coño!
Ahí estaba una de las primeras señales de la posesión: las proposiciones
obscenas. Le lancé un chorro de agua bendita. El demonio ululó de dolor.
—Orina sagrada, esperma de santos… ¡Para! —⁠me amenazó el demonio
escupiendo una bola de mocos amarillenta.
Ya íbamos por las blasfemias. Oí golpes sordos provenientes del techo y
del suelo. Tenía que jugar todas mis cartas.
—¡Ya me conozco tu colección de injurias! Me dirás que mi madre se
dedica a chupar pollas en el Infierno, que soy un sodomita y que tengo el
alma podrida —⁠intervine.
—¡Exacto, sacerdote asqueroso! —⁠gritó el demonio.
—Olvídate de tu retahíla de insultos. Estás gastando energía para nada.
No me das miedo.
—Eres escoria, una rata de cloaca. ¡Ve y fóllate al Papa! —⁠chilló la
poseída.
Había llegado el momento de rogar a los santos. Y eso hice, con voz
autoritaria:
—Señor, ten piedad. Cristo, ten piedad. Señor, ten piedad. Cristo, óyenos.
¡Cristo, escúchanos!
—¡Cierra el pico, bendito estúpido! ¡Que te den por el culo!

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—Santa María, ruega por nosotros. ¡Santa madre de Dios, ruega por
nosotros!
—¡No menciones a esa zorra! —⁠vociferó la cosa.
La rocié con agua bendita por segunda vez. El demonio berreó y reculó
hasta darse con el cabezal de la cama.
—¡Pírate, gilipollas!
—San Miguel, San Gabriel y San Rafael, ¡rogad por nosotros!
Un gruñido sordo inundó la habitación.
—San Juan Bautista y San José, ¡rogad por nosotros!
El sonido ronco aumentó.
—San Pedro, San Pablo, San Andrés, San Jacobo y San Juan, ¡rogad por
nosotros!
Faustine empezó a hablar en latín.
—Non haberes potestatem adversum me tu times moreti me.
Gracias a sus estudios literarios, hablaba aquella lengua muerta a la
perfección. Tenía que descifrar si era ella quien quería hablar conmigo o si se
trataba de la entidad que la había poseído. Más importante aún era que
descubriera su nombre. Aquello sería clave para el exorcismo.
—Quid dicam in latin? Quid nomen tibi?
—Loquar omnibus linguis mundi! —⁠gritó el demonio.
—Si hablas todas las lenguas del mundo, dime, demonio: ¿cómo te
llamas?
—Kalamata gurû pilulu!
Acababa de darse otra señal de posesión. La poseída hablaba en un idioma
antiguo: sumerio. Seguro que Faustine no conocía ni una palabra en esa
lengua. Yo sabía un poco. Por fin iba a empezar la lucha verbal.
—¿Quién eres? —pregunté—. ¡Dime cómo te llamas! —⁠repetí.
La cosa lanzó su viciosa mirada hacia mí.
—¿Quién soy? —se rio el demonio⁠—. ¡Quién narices eres tú para
hablarme!
—Padre nuestro que estás en el cielo… —⁠Eso fue todo cuanto respondí.
—¡Tú estás de parte del tipo de la cruz! ¡Eres un judío, un traidor!
El demonio me arrancó el crucifijo de las manos y me lo lanzó como si
fuera un puñal. El objeto sagrado me rozó la mejilla y me arañó la piel. Lo
recogí y lo besé antes de asestarlo contra el pecho de la joven muchacha. La
cruz empezó a quemarle la piel: la última señal de posesión.
Un alarido animal hizo vibrar las paredes de la habitación. La entidad
había descubierto quién era yo realmente. Hizo aparecer profundas heridas en

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el cuerpo de Faustine para mostrarme su poder. Tenía que identificar al
demonio lo más rápido posible. Levanté la Biblia y recité el salmo 54.
Encadené la lectura de los tres pasajes del Evangelio.
En la cama, el cuerpo mártir de la joven empezó a sufrir convulsiones. No
dejé que me afectara y proseguí con mi ritual. Ya podía empezar el exorcismo
propiamente dicho:
—Te ruego, espíritu inmundo, así como a toda entidad enemiga, a todo
espectro y a toda legión, que te marches en nombre del Padre, del Hijo y del
Espíritu Santo. ¡Deja lugar para el Espíritu Santo y, con la señal de la cruz, sal
de este cuerpo!
La joven se quedó inmóvil. Puse mi pulgar en su frente y dibujé una cruz
con el aceite santo. Aquella bendición reanimó a la poseída y me mordió la
mano con fuerza. Le di un puñetazo en la cara. Cedió. La joven, con la boca
hinchada, estalló de risa:
—Buen gancho, padre. ¡Y mira qué buena obra, también!
—¡Silencio!
—¡Quiero que me folies, jesuita!
—He dicho que te calles.
Recobré la calma y me envolví la mano magullada con un pañuelo.
Empecé el segundo exorcismo:
—Te suplico, antigua serpiente, que te retires inmediatamente. Te ruego,
dragón abominable y perverso, que salgas de esta mujer; sal de la casa de
Dios. Te lo ordena Jesús de Nazaret. ¡Acata sus leyes divinas!
—¿La ley divina? Deliras, chaval.
—Te vuelvo a rogar, fantasma despreciable, invasor satánico, que
abandones la lucha contra esta criatura de Dios. Obedece y glorifica a tu amo.
¡Ha llegado la hora de que el Excelso juzgue a los vivos y a los muertos!
—¡Chorradas! ¡El rey de los demonios soy yo! ¡Tú no eres más que un
gran trozo de mierda!
Entoné el cántico de la Virgen María. Entonces, al demonio le dio un
ataque de risa.
—Maldito sacerdote, cantas como el culo. ¡Me da a mí que haré que te
cagues vivo!
Tenía los nervios a flor de piel y un odio feroz me corría por las venas.
Decidí contratacar:
—¡Que te calles! Yo sí que te daré miedo. Te acojonarás. Volveré. Te
llamaré por tu nombre, te cazaré y ¡te mataré!
—¡Ni lo sueñes! Jamás sabrás quién soy.

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Acabé con una oración a la Santa Virgen. Después me persigné y salí de
la habitación, donde la poseída continuaba zahiriéndome. Había perdido la
primera batalla.

Volví al comedor y hablé un poco con los padres de Faustine. Necesitaba


recopilar información relevante.
—Dígame, señor Malé, ¿su hija estudia Historia de la Arqueología?
—Sí, padre. Estudia en la facultad de Perpiñán.
—¿Podría dejarme ver sus apuntes, por favor?
—Ahora mismo se los traigo.
Me bebí el moscatel de Rivesaltes que me habían ofrecido. Estaba
intentando averiguar en qué había fallado mi exorcismo. Cuando el viticultor
me enseñó los apuntes de su hija, encontré lo que andaba buscando. Un
informe de las excavaciones de Ur. En el documento se hablaba de una
estatua desconocida que había descubierto el profesor Mourad Soliman. El
escrito estaba acompañado por una fotografía adjunta de la estatuilla de arcilla
que pude estudiar. No había lugar a dudas: se trataba de una representación
sumeria de la diosa Lilith, el demonio femenino de la lujuria. Arranqué la
página del informe y me la guardé en el bolsillo. Memoricé la dirección del
anfiteatro donde el profesor Soliman daba clase.
—Señor Malé, se ha hecho tarde y tengo que ir a buscar algo muy
importante. Volveré al amanecer y pondremos fin a todo esto. Confíe en mí.
El padre Vinas cuidará de su hija esta noche. No le pasará nada grave.
Habiendo dicho esto, me fui de su casa. Desde la habitación de la
desdichada Faustine se oían cantos de victoria. Cogí el teléfono y llamé a un
amigo de confianza.
—¿Hannibal Fritz?
—¡Sí, padre!
—Necesito material para esta noche. Pero que sea potente, ¡muy potente!

A veces hay que aplicar la ley del talión: ojo por ojo y diente por diente. Un
método expeditivo para acabar con los canallas que existen en la sociedad
actual.
Una pequeña confesión más: siempre me han gustado las armas. Tengo un
apego especial por el Kaláshnikov: un fusil de asalto terriblemente eficaz. El
«tac, tac, tac» característico de la bala que sale disparada del cañón me

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provoca un gozo inmenso. Apretar el gatillo es como acariciar el pezón de
una ninfómana.
Aparqué mi viejo Citroën DS delante de la Universidad de Perpiñán. Abrí
el maletero y cogí un objeto que podría parecer extraño para un sacerdote. Me
coloqué otro en el cinturón. A mi lado se encontraba un hombre
impresionantemente cuadrado: Hannibal Fritz, un antiguo legionario. Tenía
entre las manos un Kaláshnikov AK-47. Hannibal y yo nos habíamos hecho
amigos después de una partida de póquer un tanto lúgubre que no acabó muy
bien. Nos unía una amistad indestructible. Era noche cerrada cuando nos
adentramos en el pabellón de antigüedades. Desde allí vimos una luz que
venía del sótano. Nos tendimos en el césped y miramos a través del tragaluz.
Había unos hombres con pasamontañas negros y rojos alrededor de una mesa
sobre la cual una mujer desnuda se ofrecía a un hombre animal que llevaba
una piel de macho cabrío.
Aquello desbloqueó una imagen en mi memoria: una vez, en Palestina,
una de estas bestias con cuernos cargó contra mí en medio de un campo. En
mi culo todavía podían apreciarse las cicatrices. Fue un recuerdo muy
doloroso. Pero bueno, volvamos a nuestros carneros y, más en concreto, a mi
cabeza de turco.
Una misa negra, eso es lo que estaba presenciando. Reconocí la
representación de la divinidad sumeria que había visto en el cuaderno de
Faustine. Hannibal permaneció escondido, apuntando al grupo satánico con su
Kaláshnikov. Vi una puerta, bajé silenciosamente las escaleras y bordeé un
pasillo que llevaba a una puerta cerrada con llave. Hice subir una bala a la
cámara de mi escopeta y apreté el gatillo. Los perdigones de cazar jabalíes
pulverizaron el mecanismo de cierre. Acabé el trabajo con una patada. Los
encapuchados, unos diez aproximadamente, se giraron, aturdidos por la
aparición de un cowboy con una cruz en el pecho. Solo un insensato intentó
desarmarme. Le propicié un golpe con la culata y le rompí la nariz. Otros
intentaron escapar, aterrorizados. Cuando llegaron fuera, Hannibal los hizo
prisioneros. En ese momento, en el sótano, reinaba un silencio sepulcral.
—¡Hola a todos! —grité—. ¿Es aquí la orgía zoofílica?
Encima de la mesa, la pareja, que hasta hacía un segundo estaba al lío, se
quedó callada. Seguí con mi monólogo.
—Tú, la que está en pelotas, y tú, el payaso con la piel de cabrón, levantad
los brazos lentamente.
Me apoderé de la estatuilla de la diosa Lilith que presidía en la mesa y la
metí en mi bolsa.

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—¿Eres policía? —preguntó el hombre con la cabeza de irasco.
—Algo así, sí. Soy policía de Dios. Soy el padre jesuita Salomon Joch. Ya
sabes, el gran exorcista del Vaticano. Ocupo un escaño en el tribunal de las
almas.
El jefe de la secta volvió en sí. Se puso más arrogante; un error que yo no
perdono jamás.
—Sal de aquí, buitre de la religión. ¡Maldito papista! —⁠chilló.
—¿Crees que puedes darme órdenes? —⁠me burlé⁠—. ¡Ahora te cuento por
qué he venido a interrumpir tus zalamerías! Por tu culpa y la de tu pandilla,
una joven está siendo martirizada, poseída por el alma de un demonio. Y tú
eres el responsable de esta tragedia. ¡Debes pagar por ello!
—¿Hablas de Faustine?
—¡Por supuesto que hablo de Faustine, cabeza de chorlito!
—¡No quiso unirse a nuestro ritual! Por eso Lilith la ha poseído. Una
virgen pura e inocente es un blanco evidente para la diosa de la noche.
—Me da igual —contesté—. ¿Sabes qué, cabrío? Eres chusma, mierda
podrida. ¡Apestas! ¡Soy el limpiador de Dios! Saluda a tu maestro Satanás de
mi parte. Yo no puedo ni quiero hacer nada por ti. ¡Ve a reírle las gracias al
demonio!
Dicho esto, apreté el gatillo e hice saltar la cabeza del cabro, cuya máscara
salió disparada, rota en mil pedazos, junto con los sesos. Era como una
calabaza madura.
Su cómplice me miró con cara de estupefacción. Le di una bofetada
magistral y la até de manos.
—Tú, la cabra del rebaño, ven conmigo. Tengo una sorpresa para ti.
Fuera, Hannibal había cargado los cadáveres en el maletero del coche y
esperaba a que le diera nuevas órdenes. Los mandé al mar con un bloque de
cemento a los pies, para que tuvieran un entierro de categoría.
Cuando entré en la habitación de Faustine con mi prisionera, entregada al
demonio, la entidad se quedó paralizada.
—¿Has vuelto, trozo de mierdecilla bendita? —⁠dijo finalmente la poseída,
entre risas.
Me puse el atuendo de gran exorcista de nuevo y oí el inconfundible ruido
que precede a la diarrea. Venía de la cama.
—¿Un poco de peste para mejorar el ambiente le parece bien, señor Joch?
—Por supuesto —repliqué.
—¡Mentiroso! —graznó la cosa.
—¡Cállate!

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Hice la señal de la cruz en el aire para dar comienzo a mi exorcismo.
—En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
—¡Amén! —se burló el demonio.
—¡Sé quién eres! —anuncié directamente.
—¿En serio? —rugió la cosa—. ¿Tú, exorcista de pacotilla, tú sabes quién
soy yo?
—Eres Lilith, la gran prostituta —⁠contesté.
Como si hubiera entrado en un repentino estado de somnolencia, el
demonio se quedó petrificado. Se oyó un aullido lúgubre.
—¡Bastardo! ¡Me has reconocido!
Aquella noticia hizo que el demonio girara los ojos hasta dejarlos en
blanco.
—Tengo una propuesta para ti —⁠seguí⁠—. ¿Ves esta chica amordazada?
Desea convertirse en tu esclava. Te ofrezco lo siguiente: si dejas el cuerpo de
Faustine Malé, te doy el de esta joven a cambio. ¿Qué te parece?
Y entonces ocurrió lo inimaginable. La cosa se levantó y, tranquilamente,
subió hacia el techo. La joven levitaba a más de dos metros de altura. Luego,
en un idioma que desconocía, exigió a la prisionera que se postrara ante ella
mientras la señalaba con un dedo. La antigua esclava del cabro se puso a
temblar, hipnotizada por el demonio. Tumbé a la joven en la cama. Lilith se
arrojó sobre su presa y yo aproveché ese momento para romper la figura de
arcilla contra el suelo a la vez que añadía:
—Vade retro Satana!
Desvié la mirada hacia la prisionera. Una chispa diabólica le brillaba en
las pupilas. La transferencia había funcionado. Faustine Malé se despertó
como quien acaba de salir de un coma. No se acordaba de nada. No
presentaba señal alguna de la posesión. Estaba sana y salva.

Me fui del pequeño pueblo de Opoul y me encontré con mi amigo Hannibal


Fritz. Le di las llaves de mi Citroën DS para que pudiera llegar a Roma. En el
maletero de mi coche había una joven que vociferaba insultos. La esperaban
en un convento de las Hermanas de la Caridad; ellas se encargarían de
reencaminarla y de convertirla en una criatura de Dios.

Una nueva misión me aguardaba, y no estaba nada mal. No sé cómo, pero en


menos que canta un gallo conseguí meterme en otro berenjenal. Tengo el don

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de ir siempre donde nadie quiere ir. Ya ven, forma parte de mi trabajo.

Esta vez, tenía una cita con el mismísimo Lucifer.

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La mirada del diablo

Donde Dios tiene un templo,


el demonio tendrá una capilla.[1]

J amás se debe cambiar la ubicación de un lugar santo o de una tumba,


pues podría acarrear graves problemas. En los años setenta, la
construcción de una presa destinada al riego en la depresión de Vinça obligó a
las autoridades locales a llevar a cabo el rescate de una capilla romana. Igual
que reconstruyeron el templo de Abu Simbel, en Egipto, unos cien metros
más arriba de donde estaba, lo mismo sucedió con la pequeña capilla de San
Vicente. Sin embargo, no tuvieron en cuenta un detalle: aquel lugar escondía
algo.

Estudiaron la zona antes de empezar las obras. La solución de desmontar el


edificio religioso piedra a piedra parecía la más lógica; sin embargo, los
expertos americanos propusieron desplazarlo entero, en una sola pieza. La
empresa encargada de esto se comprometió a hacerlo en un único intento; así
ganarían muchísimo tiempo. Lo debatieron bastante y, finalmente, tomaron la
decisión de desenterrar la construcción y cargarla, íntegra, en un camión
gigantesco. Por aquel entonces, los americanos ya eran grandes expertos en
eso. Después de apuntalar el edificio al completo, colocaron unas barras de
acero inmensas bajo los cimientos con la ayuda de cuatro grúas de elevación
gigantescas. El alcalde del municipio me invitó a dicho espectáculo. De
hecho, en calidad de gran exorcista del Vaticano, disfrutaba del privilegio de
poder acudir a este tipo de ceremonias. El alcalde, amante de la historia, ya
había excavado por la zona en distintas ocasiones y había descubierto
muchísimos objetos bélicos: puntas de flecha, empuñaduras de espadas,
trozos de coraza ya oxidados… Según ese hombre, aquella hondonada natural
era señal de que allí se hallaba una fosa común donde descansaban enterrados

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los cuerpos de miles de guerreros. En el año 666, en aquella estrecha llanura,
se libró una batalla campal entre dos mundos. Cuando llegamos, el concejal
me contó lo que había descubierto sobre la historia de esa zona gracias a sus
investigaciones.
Los ejércitos árabes desembarcaron en el Rosellón después de las
incursiones en Sicilia y las Islas Baleares y establecieron una ofensiva cabeza
de puente para atenazar la península ibérica. Los autóctonos huyeron de la
costa por el altiplano de la Cerdaña. El Rosellón quedó despoblado. Fueron
muchos los que se refugiaron en Narbona. Los pillajes y saqueos de los
pueblos llevaron a un noble de origen italiano a luchar contra los invasores.
Era Giuseppe Pompeius. Este preparó una revuelta masiva de la población y
fue a pedir ayuda a los magnates de Tolosa, pero no le sirvió de nada. Estaba
solo. La única opción que le quedaba era crear un ejército de bandidos. Y eso
hizo. Más adelante, llegó un día en el que tuvo que enfrentarse a los
musulmanes en una batalla que sería decisiva. Aquel acontecimiento ocurrió
aquí, en el pie del Canigó, en este puerto de montaña cerca del pueblo de
Rodes. Giuseppe Pompeius aplicó la táctica de las Termópilas: en un lugar
estrecho, encajonado entre dos acantilados, unos cuantos guerreros esperaban
a la caballería moruna. Desafortunadamente, la infantería sarracena les pilló
por la retaguardia. Aquella proeza resultó en la muerte de Giuseppe y del
conjunto de soldados. Más terrible aún fue la represión de los bereberes, que
masacraron a todos los cristianos de los alrededores. Aquel rincón maldito fue
el escenario de un verdadero genocidio. Enterraron los despojos en una fosa
común en el centro de la hondonada. Un túmulo enorme se erigía siniestro allí
en medio. Según un monje erudito, había más de cien mil cadáveres bajo
tierra. Existen testigos que afirman que, algunas noches, una extraña silueta
aparece en la parte más alta de la necrópolis. Según la leyenda, justo en ese
punto había una escalera que llevaba al trono de Lucifer. Unos siglos más
tarde, construyeron allí una capilla romana para protegerse de la hipotética
puerta de los Infiernos. Dicha historia hizo que algunas dudas me asaltaran.

Cumpliendo con el motivo por el cual me habían invitado a la gran operación


del levantamiento del edificio, bendije la zona. Nos encontrábamos en un
lugar tranquilo que iban a sepultar bajo las aguas de una presa. El equipo de
transportistas levantó la capilla, que quedó colgando en el aire sujetada por las
grúas. Luego la colocaron en una plataforma y remolcaron aquella pequeña
iglesia hasta la cima de la colina. Al cabo de cuatro horas, ya descansaba en

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su nueva ubicación. Desde allí había unas vistas maravillosas al futuro lago
artificial. El rendimiento tecnológico fue impresionante.
Lo que nos sorprendió a todos fue la cripta que había bajo los cimientos
de la capilla y que permanecía cerrada. Tenía una cruz tallada y se podía leer
el siguiente lema en latín, que avisaba de un grave infortunio: A MUNDO
CONDITO; es decir, «desde la creación del mundo».
Los técnicos, arqueólogos y espeleólogos allí presentes querían abrir
aquella extraña puerta de inmediato. Yo me opuse radicalmente a esa idea
usando como pretexto la hipótesis de que aquel lugar podía ser sagrado. Por
desgracia, se burlaron de mí. Se morían de ganas de ver qué había ahí debajo.
Un polispasto levantó la losa de mármol y descubrimos una escalera. El
alcalde y yo nos miramos, y enseguida entendí que nos temíamos lo mismo:
de acuerdo con la famosa leyenda, aquella escalera llevaba al trono de
Lucifer. Propuse acompañar al equipo de investigación. Me equipé bien y me
llevé algo para luchar contra un posible demonio, además de un bastón-
espada, por si acaso…

La escalera era empinada y profunda. Uno de los espeleólogos abrió la


marcha e iluminó el estrecho pasillo con la ayuda de un foco. Por detrás le
seguían el arqueólogo jefe, que iba grabando el descenso, yo y, al final de
todo, un espeleólogo que se encargaba de ir desenrollando un hilo de Ariadna.
La escalera nos llevó hasta una sala gigantesca dentro de la misma roca
piramidal. El espectáculo que se abrió ante nuestros ojos era horroroso. Me
quedé helado. Allí había un osario donde se amontonaban miles de cráneos y
osamenta humanos. Eran los restos de todos los desventurados que murieron
luchando, así como de los aldeanos a quienes masacraron en represalia.
Vimos un túnel que se extendía en dirección sur. Las imágenes que el
arqueólogo iba mandando a la superficie resultaron ser fuente de entusiasmo
entre los investigadores, quienes nos ordenaron que siguiéramos con la
exploración. Yo era el único que estaba cada vez más preocupado. Descubrí
una especie de pozo en el techo; a lo mejor se trataba de una salida de
emergencia. Seguíamos avanzando con prudencia cuando, de repente, una
barra de clavos se accionó y lanzó al explorador contra el muro. El hombre
murió al acto, atravesado por todo el cuerpo. En ese mismo instante se
escuchó un ruido sordo justo detrás de nosotros, como si un objeto acabara de
precipitarse. Gritando, ordené a mis compañeros que echaran a correr lo más
rápido que pudieran. El espeleólogo, que continuaba yendo el último y

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estirando el hilo, se quedó atrás. Una enorme bola de granito salió despedida
del pozo, empezó a rodar y fue destruyendo todo lo que encontraba a su paso.
Atisbé una cavidad y empujé al arqueólogo hacia allí, justo a tiempo para ver
cómo la bola aplastaba al rezagado como una cucaracha. Su cuerpo triturado
frenó el paso de la roca de granito, que ahora bloqueaba el camino de vuelta.
Estábamos atrapados. El arqueólogo quería esperar a que vinieran a
rescatarnos, pero yo preferí seguir para ver dónde nos llevaba el túnel. Al
final, vino conmigo. Llegamos a un lago subterráneo que probablemente fuera
una resurgencia del Têt. Un templo negro se alzaba a la orilla y, frente a este,
un fuego quemaba en un brasero. Lancé una piedra al agua y comprobé que el
lago no era muy profundo. Sentía la presencia de una entidad maligna.
—¡Aléjese del lago, profesor! Hay algo dentro de esta oscura agua.
—Déjese de delirios místicos, padre. ¡Soy suficientemente mayor como
para saber qué tengo que hacer! Debemos cruzar rápidamente este río
subterráneo.
—Como quiera, profesor, pero luego no diga que no lo he avisado. ¡Yo
me quedo aquí!
Un guardián tenía que proteger el templo; una especie de cerbero, sin
lugar a duda. La superficie del lago empezó a hervir, pero el científico ignoró
mi advertencia. De pronto, una serpiente con cabeza de dragón apareció
delante de nuestras narices. Era extraordinaria; un animal que solo existe en
los cuentos. La criatura agitaba su plana cabeza y lanzaba brillantes
relámpagos de color rojo con los ojos. Se apoyó en su larga cola, se irguió,
desplegó sus alas y vomitó una lengua de fuego que iluminó la gruta. Era la
guardiana del umbral y, si queríamos vencerla, tendríamos que cortarle la
cabeza.
Feroz, esa especie de reptil lanzó un primer ataque: su pesada testa,
formada por capas de escamas, atrapó al arqueólogo con los dientes y se lo
metió en aquella enorme boca. Con un movimiento brusco, partió a ese infeliz
en dos. Me puse a renegar ante la estupidez del profesor:
—Científicos… Son todos iguales. ¡Menudos zopencos!
Preparado para el segundo ataque, brinqué a un lado agarrando bien mi
bastón-espada con las dos manos.
Tengo un miedo horroroso a las serpientes. Esta empezó a reptar para
rodearme y tirarme al lago. De repente, me golpeó con la cola, me hizo perder
el equilibrio y caí de espaldas, con fuerza. La serpiente, triunfante, abrió su
enorme boca, de donde salía un olor apestoso.

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—Dios mío, ¡qué mal aliento! Creo que has comido demasiadas ratas
—⁠grité⁠—. Toma, aquí tienes un paquete de chicles. —⁠Le lancé mis Freedent
White.
El animal se tragó mi regalo, y yo aproveché esa breve pausa para volver
a ponerme de pie y desenvainar mi espada.
—¿También te gusta el güisqui, cosa asquerosa?
Lancé mi petaca de cristal al aire. Justo en el momento en que la serpiente
engulló el frasco, la sorpresa la dejó petrificada. Posiblemente aquel güisqui
de más de veinte años acabara de quemarle la garganta.
Le corté la cabeza con un fuerte movimiento. Una sangre negra y espesa
brotó de su cuerpo. Recé en voz alta y recité el Cantar de los Cantares. El
cuerpo de la bestia se volatilizó y desapareció. El arqueólogo seguía partido
en dos. Oré rápidamente por el descanso de su alma.

Un ser de una belleza extraordinaria me estaba esperando en el templo negro,


sentado en un trono de esmeralda. Silencioso y envuelto en sus oscuras alas,
el ángel caído me miraba de arriba abajo.
—Por fin has llegado, gran exorcista Salomon Joch.
—Así es —respondí—. ¿Cómo sabes cómo me llamo?
—Todo el mundo sabe quién eres. Lo que tú todavía no sabes es que eres
mi mejor creación, hecha siglos atrás. Acuérdate de que negaste la vida a tu
dios y por eso perdiste la muerte.
—Yo tengo muy claro quién soy, pero ¿y tú? ¿Eres…?
—No digas mi nombre.
—No sufras. Posees tantos que no sabría cuál es el correcto para describir
a quien tengo delante ahora mismo.
—Soy quien reina en esta tierra. Soy el portador de luz, la estrella del
alba, y nada tengo que ver con Satanás. El diablo no existe; no es más que una
invención de los hombres para atemorizar a los más débiles. Aun así, os he
vencido, a ti y a tu Iglesia. Os he aniquilado, os he reducido a una vulgar
religión. Este triunfo me deja un regusto amargo.
Yo iba escuchando el discurso del ángel negro con zozobra. Quería
desestabilizarlo.
—Te imaginaba más grande, más fuerte, más impresionante. Además, ¡tu
palacio tampoco da tanto miedo!
Entonces miré a Lucifer a los ojos. Dos esmeraldas me fulminaron el
alma. Luego, el ángel de la luz se puso a reír con ganas.

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—Salomon Joch, quiero hacerte una oferta. Es una especie de acuerdo.
—Me temo que te has equivocado de persona —⁠contesté.
—Para nada. De todos mis enemigos, tú eres el mejor; te he elegido a ti
para esta misión. Hoy por hoy, las cosas están fatal. Si vosotros, los
cristianos, desaparecéis, ¡yo también lo haré! Tenemos que luchar contra los
paganos y los ateos; son unos ignorantes. Llegará un día en el que, por su
culpa, la palabra «Dios» desaparecerá del vocabulario de los humanos y, de
rebote, también del mío. Nuestra hermosa civilización de catedrales dejará de
existir. Occidente aguanta por los pelos. La vieja Europa morirá envenenada
por sus falsas suposiciones. Los dioses son inmortales, están presentes en el
universo y en cada hombre. Tienes que hacer lo que sea para salvar el legado
de tus antecesores y evitar que los humanos sigan deshonrando la moral y las
tradiciones.
Me quedé atónito ante la propuesta del ser de la luz. Entendía
perfectamente su preocupación. El destino del bien y el del mal iban de la
mano, y el colapso de las religiones supondría el fin de ambos.
—Si acepto esta misión, ¿qué me ofreces a cambio?
—Morirás y podrás aspirar a resucitar, ¡igual que hizo nuestro dios!
Me había leído la mente y había descubierto mi mayor anhelo. El acuerdo
iba en serio. No tenía otra alternativa.
—Acepto.
—Me alegra oír eso. Dame tu mano; vamos a sellar nuestra alianza.
Con cautela y mucha aprensión, alargué mi brazo y le di la mano al ángel
negro. En cuanto la tocó, sentí un agudo dolor. Acababa de aparecerme una
marca al rojo vivo en la palma de la mano. Me había convertido en «un hijo
de la luz». Me desmayé y caí al suelo. No sé cuánto tiempo estuve
inconsciente.
Un aire fresco me despertó. Vi una luz al final de un túnel. Me levanté y
fui andando hacia la salida. ¡Menuda sorpresa me llevé cuando vi que había
llegado a una cueva marina! Una estatua de piedra se erigía ante mí: era el
perro de los Infiernos, que me miraba con sus tres cabezas. Me colé por un
agujero y me dirigí hacia Cap Cerbère, al pie de la Albera. En ese lugar,
tiempo atrás se había podido contemplar el templo de Afrodita, esposa de
Hefesto, el dios del fuego. Yo seguía con vida y respiraba el aire revitalizador
de la costa. Me miré la mano y constaté, horrorizado, que la señal que Lucifer
me había tatuado seguía allí.

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Regresé a Vinça, donde ya habían terminado de construir la presa. El agua
había inundado la depresión de la zona y un maravilloso lago recubría la zona
donde antes se encontraba la capilla, que a partir de ahora vigilaría aquel
territorio desde lo alto de la colina. Me quedé contemplando el paisaje
primaveral. Mi viaje a las entrañas de la Tierra había durado más de nueve
meses. Había desaparecido igual que los otros tres que habían iniciado aquella
hazaña conmigo. Algo en mí acababa de cambiar; era una mutación
imperceptible pero cierta: volvía a ser mortal.

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Rennes-le-Château

Dios es el autor de la obra; Lucifer, el director del teatro.[1]

L o que vais a leer aquí es lo que hizo que mi vida tomara un rumbo
distinto. Una desaventura que resultó en una maldición. Este
acontecimiento me destrozó la vida un día de primavera. No sé ni cómo ni por
qué me pasó a mí. Lo único que tengo claro es que la profunda herida que me
llevó a actuar de aquella forma seguirá doliéndome como una puñalada en
pleno corazón por toda la eternidad. Es probable que la mayoría de los
mortales no se acuerden de esto. Mi caso era justamente el contrario: lo
recordaba perfectamente incluso diez mil años después de que hubiera
sucedido.
Un domingo de Pascua del año de gracia de 1877 ocurrió algo curioso. La
misa estaba a punto de acabar. Yo estaba dando la comunión a los fieles de la
catedral, completamente concentrado en aquella acción de gracias. Tardé un
poco en darme cuenta de la silueta negra que se me acercaba. De repente, se
arrodilló a mis pies. Era una joven con una mantilla. Bajé la vista hacia ella
mientras sujetaba la hostia consagrada con la punta de los dedos. La
comulgante se quitó el manto y dejó su rostro a la vista. Fue entonces cuando
mi cuerpo se quedó petrificado, como si acabaran de hipnotizarme. Mi mente
viajó inmediatamente a un pasado muy lejano.

Me llamo Ahasverus Cartapilus, soy zapatero de mi estado y pugilista del


equipo del gobernador de la región. Nací en Jerusalén en el seno de una
modesta familia de artesanos. Mis inigualables capacidades físicas me
convirtieron en atleta. Participé en los Juegos del Olimpo en el año 21, bajo el
mandato del emperador Tiberio. Miriam de Magdala era mi amiga de la
infancia. Era realmente preciosa. Esbelta, con una cabellera castaña larga y
ondulada que caía por encima de sus delicados hombros. Era la encarnación

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de la feminidad. Su piel era blanca como la porcelana y su rostro lucía rasgos
semitas. Su nariz, ligeramente aguileña, desvelaba su noble linaje. Una
dulzura infinita se desprendía de sus grandes ojos negros, maquillados con
una sombra oscura, emanaba una dulzura infinita. Sus carnosos labios de
color escarlata le daban un falso aire cándido. La ropa que llevaba era de una
calidad excepcional y la había heredado de una familia aristócrata con tierras
alrededor de Magdala. Recibió una educación estricta y severa que, sin
embargo, la convirtió en una cortesana (pero en el sentido noble de la
palabra). Erudita y con conocimiento de distintos idiomas, mi amiga se
codeaba con la corte de Herodes Antipas y con los círculos del procurador
romano Poncio Pilato. Miriam se enamoró de un galo que servía en las tropas
auxiliares de Tiberio. Venía de la lejana provincia de Narbonae para contener
un levantamiento de los malhechores zelotas. Ocupaba el rango de centurión
y se llamaba Cornelio. Eran pocas las veces que uno podía encontrarle en
casa, pues siempre estaba en alguna misión. Miriam pasaba la mayor parte del
tiempo en Betania, junto a su hermana Marta y su hermano Lázaro, y
trabajaba como escriba para el procurador de Roma.
Yo estaba secretamente enamorado de ella y me pasaba horas haciendo
que no se aburriera. Un día, en casa de una personalidad importante de la
ciudad de Cafarnaúm, cometí el error de presentarle a un hombre al cual
llamábamos «el Nazareno». A Miriam la precedía cierta mala reputación
sobre sus trabajos para Herodes, el usurpador del trono de Judea, y el
ocupante romano, Pilato. Los judíos religiosos la despreciaban y muchos eran
los que contaban historias bribonas sobre su vida. Miriam había oído hablar
del hombre que obraba milagros y que ensalzaba el amor al prójimo. Cuando
lo vio por primera vez, se puso de rodillas y cubrió el suelo con su pelo. Lavó
los pies del Nazareno con sus propias lágrimas y le ofreció un perfume
singular. Se convirtió en una persona privilegiada, alguien que pasaba largos
ratos con ese hombre, Jesús, que decía ser el hijo de Dios. Jesús le habló de
muchas revelaciones. Lo suyo era el encuentro del espíritu femenino con el
espíritu masculino en una unión no carnal sino espiritual. Sus dotes de escriba
la llevaron, como era de esperar, a anotar todos y cada uno de los
movimientos de su maestro. Y, por si fuera poco, Jesús, que la quería con
locura y la besaba a menudo, le concedió el mismo rango que a Pedro y le
encargó la misma misión: evangelizar los pueblos de la Tierra. El amor que el
Nazareno sentía hacia aquella mujer no fue bien recibido por parte de los
apóstoles. Miriam tenía fama de traidora y algunos siempre la verían como un
rival.

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Unos días antes de que detuvieran a Cristo tuve una fuerte discusión con
ella. Le declaré mi amor y le expliqué que la quería desde que no era más que
una niña. Le propuse llevarla a Magdala, en Galilea, para que nos casáramos
y dejara a ese soldado mercenario al que apenas veía, A pesar de demostrar
una gran compasión hacia mí, Miriam me contó que ya quería a dos hombres:
a su marido, por el cual sentía un fuerte amor físico, y a Jesús, por quien
sentía un amor espiritual incalculable. Aquella afirmación y aquel rechazo
definitivo desataron en mi mente ideas de venganza. Perdí los estribos por
completo. ¿Cómo podía Miriam querer a un bárbaro y a un fanático, y
tratarme a mí, al niño del pueblo, con tanto desprecio y arrogancia? Aquella
injusticia debía ser castigada con terribles represalias.
Lo que viene a continuación ya lo sabéis. La traición del zelote Judas, que
supuso la detención de Cristo. Miriam intentó enterarse de qué le pasaría al
prisionero, pero sus esfuerzos fueron en vano. Las puertas del palacio
permanecieron cerradas. Condenaron al Nazareno a muerte al amanecer. Esa
decisión me alegraba: Miriam por fin abriría los ojos y me elegiría a mí.
Y entonces ocurrió algo horrible en la senda de la cruz. Yo estaba en el
barrio de los artesanos, de pie al lado de mi tienda. Me sentía extrañamente
inquieto y un intenso odio se había apoderado de mí. De repente, Jesús,
llevando a cuestas un patibulum, se desplomó delante de mí. Estaba agotado,
ya no tenía fuerza para continuar. Un centurión se acercó para saber qué
ocurría. No logré verle la cara, pues su rostro estaba cubierto por un casco con
una cimera roja. Su pelo, rubio y largo, indicaba que pertenecía a las tropas
auxiliares galas. Enseguida lo reconocí. Era Cornelio, el marido de Miriam.
Se arrodilló con un pie y miró al infeliz prisionero. Le preguntó si tenía sed.
El Nazareno asintió con la cabeza, no sin dificultad. El centurión galo se quitó
el casco y vino hacia mí para que lo llenara de agua y vinagre, una
combinación famosa por sus cualidades anestesiantes. Tenía frente a mí a los
dos individuos que me habían convertido en un desgraciado y que más odiaba
en el mundo. Me reí con sorna al ver al prisionero ensangrentado. Escupí en
el casco y llamé al torturado:
—¡Camina, hijo de Dios! Dirígete a tu muerte. Pobre chiflado… ¡Ahora
Miriam es mía!
Y entonces ocurrió algo extraño. Algo que trastornó mi vida.
Con voz dulce y llena de compasión, Cristo me contestó:
—Ahasverus, yo camino porque voy a encontrar mi muerte. Tú seguirás
errando sin morir hasta que yo regrese.

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El centurión me empujó con violencia, cogió el yelmo lleno de agua, lo
vació con delicadeza en la boca del condenado y le lavó la cara. Luego se
volvió a colocar el casco. Levantó al prisionero y eligió a un hombre entre la
multitud para que le ayudara a llevar la cruz.
Acababan de echarme una maldición. Sentí como si el elixir de la eterna
juventud corriera por mis venas. La gracia de Dios acababa de cambiar mi
futuro.
Cristo murió al final del día. Cornelio le clavó la lanza al costado para
asegurarse de que el prisionero no seguía con vida. En ese momento, la gracia
divina se puso de su parte. Buscó a su esposa entre los discípulos y juntos
acudieron a la misa que se celebró alrededor del sepulcro. Luego organizó la
vigilancia para evitar que algún fanático robara el cuerpo exánime. El
centurión Cornelio fue el único soldado que no salió corriendo cuando la
tierra tembló en el momento en que el Señor salió con vida del sepulcro. Se
echó al suelo en señal de sumisión. Cuando volví a ver al galo, este había
decidido abandonar la armada romana y los dos nos fuimos del Gólgota. Al
alba, Miriam llegó para efectuar el embalsamiento del cuerpo y se encontró
con el resucitado. En ese momento entendí cuál había sido mi error y todas las
consecuencias que conllevaba. Me convertí en el primer cristiano.

Hice las paces con mis enemigos y organicé, junto con Cornelio, nuestro viaje
hacia la Galia. José de Arimatea nos prestó un buque mercante para preparar
el viaje en buenas condiciones. Nos marchamos exactamente un mes después
de que Jesús resucitara. En el barco íbamos José de Arimatea, Felipe el
Apóstol, Lázaro, Marta, Miriam, Cornelio y un servidor. Pusimos rumbo a
nuestro destino final: Massilia[2]. Hicimos parada en Atenas, luego en
Siracusa —⁠en Sicilia⁠— y por último desembarcamos en la región de la
Provenza. José de Arimatea partió hacia la Gran Bretaña. Felipe recorrió la
Galia antes de volver a Asia Menor. Finalmente, Miriam, su hermana, su
hermano y Cornelio se instalaron en la región de Les Baux-de-Provence. Yo
me fui a Roma. Por desgracia, las persecuciones empezaron en el imperio,
donde masacraron a muchos en las arenas del Coliseo. Miriam de Magdala
murió unos años después de cumplir los noventa y la enterraron en la Santa
Bauma. Nunca nadie ha encontrado ni su evangelio ni sus escrituras secretas.
Fue la única mujer en el mundo que conoció una historia de amor tan intensa
como aquella, basada en una completa fidelidad hacia el centurión y en una
espiritualidad divina hacia el Nazareno. El regreso de Cornelio, mi rival de

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toda la vida, a las lejanas tierras septentrionales puso fin a esta aventura.
Falleció en mis brazos. Me llevé su cuerpo para darle sepultura en las colinas
de las Corbières. El centurión tenía un cariño especial por los valles pequeños
que se asemejaban a las áridas montañas de Jerusalén. Cavé una tumba
directamente en la roca. Se encuentra encima de la localidad de Rennes-le-
Château. Junto a él, enterré también sus objetos personales y la Lanza
Sagrada.

Un día, un apasionado de la historia encontró la tumba. Fue el cura de


Rennes-le-Château, el abad Saunières. El hombre —⁠un trozo de pan, aunque
codicioso⁠— no gozaba de la mejor reputación del mundo. Me personé allí
mismo porque temía saber qué había encontrado. El padre me mostró su
hallazgo. Era algo extraordinario. Yo estaba en una situación peliaguda. No
podía dejar que descubriera mi identidad. Me inventé una historia acerca de
un tesoro legendario y una teoría abstracta sobre un linaje divino de Cristo. El
abad encontró la cripta y abrió algunas tumbas de príncipes visigodos. Se hizo
con un pequeño tesoro de oro y con joyas merovingias. También descubrió
algunos objetos de la era hebraica. En última instancia, dio con la sepultura de
Cornelio. Sobornarle resultó una tarea fácil. Le ofrecí una fortuna para
comprar su silencio y que contara una historia abracadabrante a la sociedad de
aquella época. Justo antes de morir, siguió mis consejos y gravó, en el frontón
de su iglesia, una frase en latín: TERRIBILIS EST LOCUS ISTE, que significa
«Este lugar es terrible».
Los despojos del centurión continúan allí, junto a la Lanza Sagrada. Aquel
que se haga con ella en un futuro será invencible y guiará a las armadas
celestiales hacia la victoria final. Ya sabía que sería yo quien iría a buscarla al
cabo de poco.
Mientras esperaba, seguí caminando y gastando las suelas de mis zapatos
siglo tras siglo, viajando por todos los países del mundo. Menos mal que era
zapatero: así siempre tenía un buen par de borceguís a mano. En mi casa, el
zapatero siempre es el que va mejor calzado. Además, continuaba siendo un
buen pugilista, de modo que la gente me respetaba y yo ganaba generosas
cantidades de dinero en apuestas poco limpias. No cambiamos. Seguimos
siendo los mismos, por mucho que pasen los siglos. El vicio y la virtud son
dos de mis rasgos principales.

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Volví de ese periplo al pasado. Recuperé rápidamente mi lucidez ante aquella
hermosa joven. Mi viaje mental fue breve pero intenso. La chica que tenía
delante no era Miriam. Como mucho, podría ser su doble. Recibió la
comunión con una sonrisa en los labios, como si acabara de descubrir el
secreto qué escondía mi alma. Después de la misa regresé a la casa parroquial.
Me pasé el día rezando frente a un lienzo. Era un retrato de María Magdalena
hecho por Leonardo da Vinci. El magnífico pintor se basó en mis
descripciones y creó una obra maestra inigualable: La Scapigliata. Servidor
guardaba el recuerdo de aquel amor perdido que un día me rompió el corazón
y que me condujo hasta la maldición de convertirme en inmortal.
Lamentablemente, a ojos del Señor, yo seguía siendo el judío errante. El
desterrado. El condenado.
Para mí, el tiempo no existe.

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Vulcano en el Canigó

El Dios vencido llegará a ser Satán;


Satán vencedor se proclamará Dios.[1]

E l papa Benedicto XVI dimitió el 28 de febrero de 2013 a medianoche.


Fue una bomba que incendió los departamentos de redacción de los
medios informativos. El acontecimiento requería reflexionar; no se podía caer
en falsas especulaciones o en complots hipotéticos. Para los adeptos, la 112.ª
profecía, la que provenía de San Malaquías, estaba a punto de cumplirse. Ya
solo habría otro papa más antes de que llegara el fin del mundo, y le llamarían
Pedro el Romano.
«Durante la última persecución de la Santa Iglesia romana reinará Pedro
el Romano, que cuidará de su rebaño en medio de numerosas tribulaciones.
Después, la ciudad de las siete colinas será destruida y el terrible juez juzgará
al pueblo».
No había más que hacer. Gracias, San Malaquías.
En ese contexto de tensión, decidí irme de retiro a la montaña para hacer
un balance sobre la situación mundial. Estábamos a punto de presenciar un
choque entre civilizaciones. Tenía que averiguar algo más sobre el porvenir
de la humanidad. En algunas ocasiones, los sacerdotes exorcistas llegan a
conocer el sufrimiento que puede derivar de un mensaje premonitorio.
Aquel don divino lo recibí un día mientras meditaba solo en una zona
conocida como Col des Isards, en Vernet-les-Bains. Tras un buen rato
rezando, cerré los ojos y me embarqué en un viaje extraordinario. Sabía que
estaba adentrándome en otra dimensión, quizás en otro mundo o incluso en un
futuro no muy lejano. Y he aquí el relato que corresponderá a mi última
historia antes de la revelación.

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Para empezar, tenía muchísimo calor. Luego sentí un dolor en el corazón que
se convirtió en una sensación de desagarro que me recorrió el cuerpo. Sufrí
una parada cardíaca. Dejé de respirar. No pensé que estuviera muerto, pero sí
«fuera», como en otra dimensión. Sin embargo, mi alma flotaba. En ese
momento empecé a volar como un ángel por encima del Rosellón. Era una
escena majestuosa. Un contrafuerte del Canigó me llamó la atención. Ahora
me encontraba delante de una antigua mina romana. Dos inmensos anillos
dorados sobresalían de un trozo de granito. Una imagen fugaz me vino a la
cabeza. Era la del primer cataclismo, la de la venganza de Dios contra los
hombres, la del diluvio universal. Eran los anillos con los que Noé había
sujetado el arca antes de partir hacia Asia Menor. Allí mismo, en pleno
macizo, un peñasco que había caído después del sismo de 1428 había
obstruido una gruta. Como si fuera el mismísimo Hércules, levanté el peñasco
sin demasiado esfuerzo y despejé la entrada de la cueva. Luego me adentré en
las entrañas de la Tierra y así pude llegar a una de las venas principales de las
minas de hierro que se encontraban en la zona de Valmanya. El terremoto
había dado lugar a un desprendimiento. Ese lugar era peligroso. Mientras
estaba en el túnel sentí cómo la temperatura subía rápidamente. Ese lugar, que
normalmente no superaba los quince grados, ahora debía de estar a más de
treinta. Los romanos debieron de extraer una gran cantidad de minerales. En
el suelo había marcas de carros. El túnel se prolongaba hacia las
profundidades del centro de la montaña, y el color rojo anaranjado provenía
de una roca rica en minerales férreos. A pesar del calor apabullante que me
llegaba desde el corazón de la montaña, no estaba sudando.
Llegué a una sala tallada por la mano del hombre donde descubrí algo
increíble. El suelo estaba repleto de herramientas antiguas: palas, picos, sacos
de escombros, ladrillos y demás. Un poco más adelante había utensilios de
cocina, vasijas y una ánfora que aún contenía aceite para las lámparas. Por
último, una estatua de bronce que representaba el dios de los infiernos
descansaba en una alcoba de nicho. Era Vulcano. Los mineros escaparon y lo
dejaron todo atrás. Entonces caí en un pozo muy hondo, lo cual me permitió
continuar indagando por aquellos antiguos pasillos. Un olor agrio parecía
subir del centro de la Tierra.
Miré el color ocre de las paredes. Seguí caminando confiado. Sin pavor
alguno, entré en una nueva sima. Fue un descenso rápido; creo que caí más de
cincuenta metros. Aterricé con mucha elegancia, igual que un pájaro. Bajé la
mirada al suelo. Era amarillento. Agarré un farolillo que encontré ahí. Me
arrodillé, cogí un puñado de tierra y me lo acerqué a la nariz: había

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muchísimo azufre. Acaricié la pared y me di cuenta de que estaba caliente. Un
pasillo natural que conducía a otras cavidades se abría frente a mí. Mi
intuición me llevó hasta la boca más ancha del túnel. Entré sin dificultad.
Respiraba lentamente, aunque ese olor insoportable tampoco me molestara.
No tenía ninguna necesidad de protegerme ante el vapor del cloro. Mi viaje
era cada vez más apasionante. ¿Qué escondía el granito del Canigó? El túnel
siguió por una ligera pendiente. El suelo era cada vez más resbaladizo, pero
continué caminando sin miedo hasta llegar a una zona que estaba iluminada
por una antorcha de pared. Me acerqué a la entrada, me agaché y metí la
cabeza por debajo de aquella abertura. Lancé el farolillo en medio de la
oscuridad. Una luz verde envolvió una enorme sala. Era lisa, como si unos
gigantes hubieran moldeado la montaña a mazazos. Parecía una bañera de
granito. Aquel espacio gigantesco debía de cubrir una circunferencia de unos
cientos de metros. En el medio había una especie de desagüe, como en los
fregaderos. De la fosa salía una nube de vapor que se iba difuminando a
medida que ganaba altura. Salté tan alto como pude para ver mejor lo que
había descubierto. Aquella sala era artificial; los romanos habían abierto
túneles a su alrededor. Parecía un templo en honor al dios Vulcano. De
repente, un ruido sordo, parecido a un martillazo, hizo que me cayera de culo.
Acababa de producirse un terremoto, no tenía ninguna duda. Se me aceleró el
ritmo cardíaco. Estaba en un lugar peligroso; debía de estar a mucha
profundidad. Seguro que aquella sacudida sísmica también se había notado en
la superficie. Una réplica aún más fuerte me lanzó directo a esa cavidad. Lo
primero en tocar el suelo fue mi cabeza. No pude frenar mi caída y estuve
resbalando un buen rato boca abajo hasta que llegué a una superficie plana y
pude ponerme de pie. Me di la vuelta y constaté que acababa de bajar unos
cien metros. Con pasos pequeños, me acerqué al agujero central. Lo que vi
me puso los pelos de punta.

Una masa pegajosa brotaba de las entrañas de la Tierra. En un punto rojo se


concentraba el magma líquido. Un mar de fuego dormía en el corazón del
Canigó. De aquella chimenea volcánica se desprendía un calor insoportable.
Me quedé petrificado mientras intentaba asimilar lo que acababa de descubrir.
Aquella bañera enorme debía de recoger la lava fundida y las distintas
galerías que había más arriba servirían de válvula de seguridad para liberar la
presión de los gases. Los romanos habían domado la montaña sagrada. Eché
una segunda ojeada a ese lugar para evaluar los riesgos. El magma subía a

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gran velocidad desde lo más hondo de la Tierra. En el centro del Rosellón se
estaba cocinando una erupción traicionera. Instintivamente, pegué un salto y,
de golpe, me encontré gravitando por encima del cráter. Desde allí se veía la
panorámica del monstruo que estaba a punto de despertarse. De la nada, una
explosión seguida de una llamarada de fuego incandescente salió despedida
de la chimenea. Un géiser de lava subió a más de trescientos metros dentro de
la misma caverna. Me protegí los ojos ante aquella luz tan violenta. En un
santiamén, aquella enorme sala se llenó de un magma de color rojo intenso.
Cuando la gruta estuvo llena hasta arriba, el magma siguió avanzando por los
pasillos que los romanos excavaron en su día. Los túneles tenían que evitar
que el cerro explotara. De no ser así, Cataluña se convertiría en una segunda
Pompeya. Desvié la mirada hacia la formidable masa de piedra suspendida
que estaba encima de mi cabeza. Tenía que huir. Me puse a correr y empecé a
subir la ligera pendiente en dirección a la salida.

La lava acababa de llegar al túnel y empezaba a infiltrarse por cualquier grieta


que hubiera en la caverna. Una tras otra, las explosiones continuaban
generando una enorme cantidad de sustrato. La bañera romana estaba hasta
los topes. El magma no tardaría en llegar al techo de la cueva y, cuando lo
hiciera, ejercería tantísima presión contra la bóveda que se produciría una
explosión enorme. Un tapón de granito de más de mil metros, equivalente a
millones de metros cúbicos de roca fundida, iba a cernerse sobre el Rosellón.
Sería un cataclismo igual de fulminante que cuando el Vesubio erupcionó en
Italia. Un gas letal precedía la subida del magma, anunciando una muerte
segura para cualquiera que se expusiera a él.

Finalmente llegué a la salida, que había quedado obstruida a causa del sismo.
Era prisionero del volcán.
No tenía tiempo que perder. Sentía el calor detrás de mí, cada vez más y
más intenso. El suelo seguía temblando, pero yo no tenía miedo. Coloqué las
manos en la rocosa pared y, entonces, vislumbré una tenue luz rojiza al final
del túnel. Travesé los últimos bloques de granito como por arte de magia. La
materia inerte me pareció blanda y porosa. Salí de los Infiernos. Pegué un
salto y me puse a andar por un camino forestal. En ese mismo instante, el
volcán escupió la lava. El magma bañaría los antiguos puertos de la montaña

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sin que la cima del Canigó explotara. Mientras, yo intentaba convencerme de
que el sistema de evacuación de los romanos funcionaría.

Al subir de las profundidades de la Tierra, la presión del magma alcanzaría su


punto álgido. El mínimo movimiento tectónico podría provocar la erupción.
Aquella roca de granito no resistiría mucho más. La llegada de la lava a la
superficie haría henchir la montaña.

Enseguida estuve de vuelta al refugio de Bonnes Aigües, cerca de Vernet-les-


Bains. Quise beber agua fresca de la fuente, pero no encontré más que un
poco de líquido ácido.
En ese momento levanté la vista y miré hacia la cima de la montaña. Sería
testigo de aquella erupción igual que lo fueron los ciudadanos de Pompeya.
Flexioné las piernas, salté y me quedé volando en el aire. Tenía uno de los
mejores palcos para disfrutar de un espectáculo dantesco. Fue peor que el
volcán de Santorini cuando destruyó la antigua Creta.

El pico del Canigó cedió sobre las dos de la tarde. El magma fundido explotó
y la montaña se derrumbó. La energía térmica que liberó la erupción fue
como unas cien mil veces la bomba atómica de Hiroshima. En el apogeo de la
expulsión, la lava salió propulsada a una altura de más de cuarenta
quilómetros. Una cantidad ingente de rocas dio lugar a olas de lava y
avalanchas piroclásticas.

En un radio que rodeaba Céret, Perpiñán, Saint-Paul de Fenouillet, Mont-


Louis y Prats de Mollo, los pueblos sufrieron un mortífero bombardeo de lava
candente. La llanura quedó sepultada bajo metros y metros de lava. La costa
catalana, por su parte, fue asolada por un maremoto. La fisionomía del
Rosellón había cambiado por completo. El macizo parecía más bien un
gigantesco cráter lunar. La montaña había perdido más de un tercio de su
altura y el punto más alto se encontraba a menos de mil metros. El mar moría
al pie del nuevo volcán y no quedaba ni una sola alma con vida en lo que
antes había sido un pequeño paraíso terrestre.

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Arriba, en el aire, el cielo parecía una pantalla de cine. Apareció un
inmenso ejército dirigido por un lúgubre caballero vestido con una armadura
que se alejaba de aquel cielo de fuego cabalgando un caballo alado. Lo
escoltaba una multitud de criaturas espantosas, seguida por unos demonios
que escupían llamas y que iban montados en dragones.
En medio de aquella tenebrosa armada había un ser majestuoso. El
príncipe de los rebeldes, la criatura que se había alzado contra Dios,
reapareció más fuerte que nunca. El orgulloso Anticristo, el amo de la Tierra,
observaba la muerte caer sobre la explanada del Rosellón. La última batalla
tendría lugar al pie de la montaña sagrada. Un mundo dejaría de existir para
dar paso al caos.
De repente me di cuenta de que llevaba puesta una armadura con la cruz
roja y que sujetaba la Lanza Sagrada con la mano derecha. Mis compañeros
de armas, los templarios, me esperaban para librar el último combate. Nos
reunimos miles de jinetes con capas blancas. Estábamos en otra dimensión.
Llegaban caballeros de los cinco continentes. Era un ejército legendario
formado por los elegidos. Reconocí los rostros de quienes había querido en el
pasado. Éramos setenta y dos mil, ni uno más ni uno menos, e íbamos a
enfrentarnos en aquella llanura. Formamos un frente que iba del río del
Barbarès hasta las columnas basálticas de Ille-sur-Têt. Una sola carga en una
sola fila de miles de lanzas. Derramamos sangre. El lago de Canet parecía una
gran reserva de hemoglobina y su color azul se tiñó de reflejos granates.
Por último, el cielo fue el escenario donde se libró un combate entre los
ángeles de la luz y el caballero de las tinieblas. Luego, la Jerusalén Celestial
bajó del firmamento. Las almas de los buenos entraron a la nueva ciudad. Las
almas de los hombres que habían perdido la vida en el campo de batalla se
fueron al cielo.
La última imagen que captaron mis ojos me dejó perturbado. Había visto
la última traición: Lucifer estaba abrazando a Dios Padre como si fuera el hijo
pródigo que acababa de volver a casa. El ángel de la luz estaba sentado al
lado de Cristo triunfante.
Se había acabado.

Recuperé el conocimiento y me empezó a latir el corazón de nuevo. Había


vuelto de esa travesía. Tenía la sensación de que aquel viaje al futuro había
durado horas; sin embargo, solo había pasado un minuto. Me quedé mirando
el macizo del Canigó. Aunque grandiosa e inofensiva, aquella montaña

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explotaría tarde o temprano. Igual que el Vesubio arrasó Pompeya, el Canigó
vitrificaría el Rosellón. Me fui de Vernet-les-Bains para volver a mi catedral,
en Perpiñán.
Encendí un cirio frente la estatua de la Virgen. Solo podía rezar.

Acta fabula est. Abyssus abyssum invocat.


(La función ha terminado. El abismo llama al abismo).

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Epílogo

S i han contado bien, mis historias suman trece: un número mágico para
algunos, aunque temido por otros.
Los doce apóstoles se reunieron alrededor de Cristo en la Santa Cena y la
decimotercera persona que los acompañó no fue otro que el siniestro Judas.
Sin embargo, también existe un decimocuarto protagonista en esta historia; un
tipo que lo vio y lo escuchó todo: yo, el último testigo.
Si han sido perspicaces, ya habrán comprendido quién soy en realidad.
Nací en Galilea bajo el reinado de Tiberio, en el año 1. Mi primer nombre fue
Ahasverus Cartapilus, pero me conocen más por «judío errante». Según
cuenta la leyenda, me maldijeron y me convirtieron en inmortal. Llevo cientos
de años buscando la redención, por eso me hice exorcista. Bajo el
pseudónimo «Salomon Joch», mi arrepentimiento llega a su fin. He visto
cosas maravillosas; prodigios, incluso. Sin embargo, de lo único que estoy
seguro es de una cosa: Él volverá.
Acaban de llegar al final de mi diario. ¿Han disfrutado de la lectura?
Espero que así sea. Ahora empieza lo arduo para todos ustedes.
Hermanos, avisados están. Les he hablado de lo que ocurrirá en un futuro
cercano. Su precioso Canigó no tardará en explotar y reducir a cenizas la
mayoría de los pueblos del Rosellón.
¿Que qué deben hacer? Huir es inútil, pues los mejores científicos están
seguros de que no hay riesgo alguno de que aquella montaña se convierta en
un volcán. Crean a los eruditos, que dan buenos consejos. Esos hablan de
ciencia infusa, porque tal catástrofe es geológicamente imposible. Pero
sucederá de todos modos.
Si se quedan, ¿dónde irán? ¿Al pie del Bugarach? Según la predicción de
2012, ese tenía que ser el último santuario que se mantuviera en pie al llegar
el fin del mundo. No es verdad. No fue más que palabrería. La razón es
simple: estamos en 2018. De hecho, Cristo murió seis años antes de la fecha
oficial. Soy el único que lo sabe, porque yo estaba allí…

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Pero volvamos al fin del mundo. Encontrarán la salvación en Corbières,
en la Gruta del inmortal, en Tautavel. Allí hay una nave espacial donde vive
el Galaxionauta, un hombre que lleva cien mil años perdido en el pasado y
que espera regresar al futuro. Vayan a verle de mi parte.

Para terminar, voy a darles un último consejo. Aún tienen una pequeña
posibilidad de sobrevivir: vayan al pie del castillo de Opoul-Périllos el
próximo 1 de mayo. Los habitantes del futuro quizá se lleven consigo algunos
humanos allí presentes ese día con tal de proteger su especie. Vivirán una
experiencia única; será un largo viaje. Serán los pioneros de la especie
humana en otros universos, aunque puede que acaben en un zoo galáctico, en
cuyo caso serían prisioneros como los de la película El planeta de los simios:
reliquias vivas de un mundo desaparecido.

Yo, por mi parte, prefiero morir. Hace más de dos mil años que anhelo este
acontecimiento. Sé perfectamente qué es lo que me espera en el más allá. Ya
estoy afilando mis armas para tener una muerte rápida.
Estoy listo para encontrarme con Dios nuestro señor. Tenemos muchas
cosas que contarnos, y ni siquiera la eternidad será tiempo suficiente para que
nos perdonemos.

Pues suyo es el reino, el poder y la gloria, por los siglos de los siglos.
Amén.

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Querido lector:

Aquí te relato unas cuantas anécdotas y secretos que he querido regalar a los
lectores de esta edición en español.
Salomon Joch lleva el nombre de un pequeño pueblo del Canigó, y el
personaje se inspira en un jesuita marsellés. Los jesuitas tienen la reputación
de ser los mejores combatientes del diablo. Para escribir este libro entrevisté
al exorcista de la diócesis de Perpiñán, el padre Denis Brossat. Él me
describió el ritual que la Iglesia católica sigue en lo que a exorcismos se
refiere. El padre recibe alrededor de un millar de visitas cada año de personas
que creen sufrir una posesión. En general, Brossat no practica ningún
exorcismo a menos que el sujeto presente signos evidentes de posesión
demoníaca. El resto de visitantes suelen acabar tratados por algún trastorno
mental.

Curiosidades:

1. La casa encantada de la que os hablo en el comienzo de la novela fue


destruida al igual que la casa parroquial. Hoy por hoy, la dama de los
gatos no es más que una leyenda urbana.
2. El capítulo del sarcófago de Ruscino es ahora una novela que he
titulado Karma.
3. Sobre «El fantasma del templario», puedo deciros que el cuartel de los
templarios de Trouillas fue registrado por los nazis, que iban en busca
del famoso tesoro.
4. El desconocido del Castillet sigue siendo… un desconocido.
5. El Lydia se ha convertido en un local en el que se organizan eventos, y
el ayuntamiento de Le Barcarès se encarga de su gestión.
6. El Rosellón es una región en la que la brujería a penas se podía
contener en el pasado. Solo en 1618 tuvieron lugar 200 juicios…
7. El capítulo «Líbrenos del mal» es una parodia de El exorcista.
8. Sobre «Rennes-la-Château»… Bueno, lo que sabemos acerca del linaje
de Cristo no es más que una farsa. Dan Brown ya trató esto en su
icónica novela El código da Vinci.

Página 111
Notas de la traductora

Página 112
[1]Flaubert, G.(1975). La tentación de San Antonio (pp. 153). (Trad. Elena
del Almo). Madrid: Editorial Cuadernos para el diálogo, S. A.(Trabajo
original publicado en 1874). <<

Página 113
[2]Denominación establecida por la Administración francesa siguiendo el
modelo de Occitania, aparecida tras el Tratado de los Pirineos, para
denominar la zona sur de Francia que delimitaba con el norte de la actual
Cataluña. <<

Página 114
[1] Lec, S. J.(1997). Pensamientos despeinados (pp. 35). (Trad. Emilio
Quintana y Anna Luzny). Barcelona: Ediciones Península, S. A.(Trabajo
original publicado en 1957). <<

Página 115
[1] Sabatier, R.(1991). Le Livre de la déraison souriante. Traducción propia.
<<

Página 116
[2] Pater, J.(1983). Le petit Pater illustré. Traducción propia. <<

Página 117
[1]
Anouilh, J.(1966). Teatro. Piezas con disfraz: La alondra (pp. 42). (Trad.
Edgardo Cozarinsky). Buenos Aires: Editorial Losada, S. A.(Trabajo original
publicado en 1953). <<

Página 118
[1]Cita atribuida a Alphonse Allais, obra y año desconocidos. Traducción
propia. <<

Página 119
[2] Anti-Cristo muerte de Cristo. <<

Página 120
[3] Después de Cristo llega el diablo. <<

Página 121
[4] Traducción propia. <<

Página 122
[1] Lec, S. J.(1997). Pensamientos despeinados (pp. 27). (Trad. Emilio
Quintana y Anna Luzny). Barcelona: Ediciones Península, S. A.(Trabajo
original publicado en 1957). <<

Página 123
[1] Cita atribuida a Alexandre Dumas. Traducción propia. <<

Página 124
[1]Sartre, J. P.(1948). Las moscas, (pp. 41). (Trad. Aurora Bernárdez).
Buenos Aires: Editorial Losada, S. A.(Trabajo original publicado en 1943).
<<

Página 125
[1]
Burton, R.(2015). Anatomía de la melancolía, (pp. 430). (Trad. Cristina
Corredor, derechos de la Asociación Española de Neuropsiquiatría, 2006).
Madrid: Alianza Editorial, S. A.(Trabajo original publicado en 1621). <<

Página 126
[1]Cita atribuida a Victor Hugo («Philisophie prose», en Océan, 2002).
Traducción propia. <<

Página 127
[2] Actual Marsella. <<

Página 128
[1]France, A.(1986). La rebelión de los ángeles, (pp. 184). (Trad. Agustín
Izquierdo y Juan Luis González Caballero). Madrid: Valdemar Ediciones, S.
A.(Trabajo original publicado en 1914). <<

Página 129

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