Antología Viajeros Voragine

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Vastas

soledades
Juan David Correa Ulloa Adriana Martínez-Villalba
Ministro Carlos Guillermo Páramo
Ministerio de las Culturas, Diego Pérez Medina
las Artes y los Saberes María Angélica Pumarejo
Marcela Quiroga
Luisa Fernanda Trujillo Bernal Daniella Sánchez Russo
Secretaria General Comité editorial
Ministerio de las Culturas, Biblioteca Vorágine
las Artes y los Saberes
Camilo Sierra Sepúlveda
Adriana Martínez-Villalba Coordinación editorial para
Directora esta publicación
Biblioteca Nacional
de Colombia Juan Pablo Fajardo / PTP
Diseño de colección
María del Pilar Ordóñez Méndez
Directora General Paula Andrea Gutiérrez
Corporación Colombia Diagramación
Crea Talento
Imprenta Nacional de Colombia
Óscar Medina Sánchez Impresión
Director Corporativo
Corporación Colombia Primera edición: Bogotá, D.C.,
Crea Talento marzo de 2024

Diego Pérez Medina ISBN impreso:


Líder de Proyectos Editoriales 978-628-7666-27-6
Biblioteca Nacional ISBN digital:
de Colombia 978-628-7666-32-0

Jesús Goyeneche Wilches © Carlos Guillermo Páramo


Gestor editorial © De las traducciones de Friel,
Biblioteca Nacional de Parker Hanson y Dickey y
Colombia Daniel: Luz Stella Bonilla de
Páramo
Juan Carlos Flórez A. © 2024: Ministerio de las
Ximena Gama Chirolla Culturas, las Artes y los Saberes
Juan Camilo González – Biblioteca Nacional
María Victoria González de Colombia
Felipe Martínez Cuéllar
Vastas
soledades
ANTOLOGÍA DE VIAJEROS
EN TIEMPOS DE LA VORÁGINE

Edición y compilación
Carlos
Guillermo
Páramo
Bonilla
CIEN AÑOS DE VORÁGINES
Juan David Correa Ulloa .11.

LLANOS ORIENTALES
.51.

Al Meta
.53.
Casanare
.104.
Excursiones por Casanare
.129.
Carta a Elías Quijano y Guillermo Arana .172.
.17. PRESENTACIÓN
Carlos Guillermo
Páramo Bonilla

.193. AMAZONIA

.195. América del Sud: exploración de


regiones desconocidas

.212. La Amazonia colombiana


Abusos y atrocidades cometidos por
.233. los peruanos contra el colombiano
Cornelio Josa M.
La Amazonia colombiana
.257.
Un viaje por el Putumayo y el
Amazonas. Ensayo de navegación .336.
Un año en el Putumayo.
Resumen de un diario .427.

Las desventuras de un médico tropical .445.


.477. ORINOQUIA

.479. Del Zulia al Magdalena

.481. Recuerdos de un viaje.


De Orocué a Manaos

.534. El río de las siete estrellas

.572. Viaje a Manaos

.604. Obras citadas

.606. Bibliografía recomendada

.610. Sobre los autores


CIEN AÑOS DE
VORÁGINES

Juan David
Correa Ulloa
Ministro de las Culturas,
las Artes y los Saberes de Colombia

•11•
· Vastas soledades ·

Hace un siglo, José Eustasio Rivera, un hom-


bre de clase media, nacido en San Mateo,
Huila (hoy Rivera), publicó una novela llama-
da La vorágine. Corría el año 1924. Las esté-
ticas latinoamericanas buscaban en la ruptu-
ra de las vanguardias, en la mirada hacia los
pueblos originarios —el indigenismo— y en
la reivindicación de lo telúrico, formas para
entender su lugar en el mundo, a un siglo de
haberse creado las primeras repúblicas tras
las emancipaciones coloniales. Rivera había
nacido en 1888. Había viajado como abogado
a Orocué, un pequeño pueblo del Casanare,
para atender un pleito. Sabía, por los infor-
mes que se habían producido desde la década
de 1910, que la Amazonia colombiana y pe-
ruana era el escenario de la empresa colonial
extractivista más cruel que haya existido en
el siglo xx en América Latina. Miles de indí-
genas bora, uitoto, muinane, andoque, entre
otros, fueron esclavizados a través de la eco-
nomía del endeude, que consistía en entregar
bienes —máquinas de coser, radios, etcéte-
ra— a los individuos para atarlos para siem-
pre, al ignorar el monto que debían pagar. Así
se creó una maquinaria para extraer látex de
los árboles, haciendo cortes en los troncos (si-
ringueo), que, debido a la brutalidad de cau-

•12•
Cien años de vorágines

cheros de los dos países, como la famosa Casa


Arana, acabaron con la vida de más de sesen-
ta mil personas.
Aquella matanza está bien documentada
y consignada en Holocausto en el Amazonas.
Una historia social de la Casa Arana, de Rober-
to Pineda, uno de los diez libros que, junto a la
novela de Rivera, con el espléndido texto defi-
nido por Erna von der Walde, cedido con gran
generosidad por ella y por Ediciones Unian-
des, componen esta Biblioteca Vorágine que
usted tiene entre sus manos o ante sus ojos.
Esta colección, en conjunto con una serie
de conversaciones nacionales e internacio-
nales, una exposición itinerante, un acto de
perdón ante las comunidades que habitan la
zona conocida como La Chorrera y la invita-
ción de Brasil como país invitado de honor
a la Feria Internacional del Libro de Bogotá
(FILBo) en 2024, para hacer énfasis en la
Amazonia, representan apenas una idea que
buscamos sea apropiada por todas ustedes.
Queremos proponerles al país y al mun-
do una conversación que atraviese asuntos
como la emergencia climática, el racismo, el
extractivismo y la exclusión, pero también,
al decir del profesor Pineda, la esperanza y
alegría que recuperaron pueblos originarios

•13•
· Vastas soledades ·

como los andoque, a pesar del arrasamien-


to al que fueron sometidos por cuenta de un
sistema inhumano que precisa ser puesto en
cuestión.
Esta Biblioteca Vorágine busca contri-
buir al diálogo sobre los horizontes que nos
abre un libro inmenso para nuestra historia,
que van desde el plano histórico, político y
social, hasta el estético y literario. Horizon-
tes que se materializan en diez libros, los ya
mencionados de Rivera y Pineda y otros ocho
títulos, cuatro que reeditamos por su impor-
tancia histórica: Raíces históricas de La vo-
rágine, de Vicente Pérez Silva; Historia de
Orocué, de Roberto Franco; Los infiernos del
Jerarca Brown, de Pedro Gómez Valderrama,
y La historia de José Eustasio Rivera, biogra-
fía escrita por Isaías Peña Gutiérrez. Y otras
cuatro compilaciones, hasta ahora inéditas y
que han sido preparadas especialmente para
la conmemoración del centenario de publica-
ción de La vorágine: Una tribu cosmopolita.
Memora de la Gente de Centro, que reúne los
testimonios de los cuatro pueblos indígenas
que resistieron a la masacre en sus territorios
y que hoy buscan endulzar la palabra para re-
significar la historia; Anastasia Candre. Po-
lifonía amazónica para el mundo, antología

•14•
Cien años de vorágines

y homenaje póstumo a la gran artista ocai-


na-uitoto que recoge en su obra el dolor y la
resiliencia de sus familiares, que fueron tes-
tigos del holocausto cauchero en el Amazo-
nas; Vastas soledades. Antología de viajeros en
tiempos de La vorágine, en la que se recopilan
textos que dan cuenta de la complejidad de
los territorios recorridos por Arturo Cova
y que inspiraron a Rivera, y Mujeres frente a
la vorágine amazónica, una antología crítica
de literatas y antropólogas que estudian La
vorágine y el genocidio cauchero desde una
perspectiva de género y raza.
La Biblioteca Vorágine irá a todas las
bibliotecas públicas colombianas, a biblio-
tecas rurales itinerantes, a sedes diplomá-
ticas del país, con el apoyo del Ministerio
de Relaciones Exteriores, y acompañará las
conversaciones que se realizarán en festi-
vales internacionales como el Hay Festival
en Cartagena y Arequipa, y las ferias de La
Habana, Bogotá, Quito, Santa Cruz de la
Sierra, Madrid, París, Paraty, Guayaquil,
Lisboa, Fráncfort y Guadalajara, así como
las veinticuatro ferias del libro regionales
colombianas. Además, realizaremos un pri-
mer lanzamiento de esta conmemoración en
Mocoa, Putumayo, y contaremos con una

•15•
· Vastas soledades ·

exposición curada por Erna von der Walde,


en Bogotá.
Las puertas están abiertas para construir
juntos un relato más incluyente de nación, en
el cual quepan miles de dolorosas exclusiones
y omisiones. La vorágine es una obra abierta.
Si cada lector la acompaña y la confronta con
sus propias lecturas, prejuicios, filias y fo-
bias, tendrá la opción de pensarla como más
que una ficción —como quisieron convertir-
la las élites que repetían el manido discurso
de civilización y barbarie—; podrá encontrar
que se trata del más pertinente alegato en
contra del dolor de un pueblo.
Colombia debe reconocer, en sus profun-
das contradicciones y deudas históricas, el
camino para emprender una transformación
social que tendrá que ser espiritual y cultural.
Releer y reconocer La vorágine es parte de ese
camino.

•16•


PRESENTACIÓN
Carlos
Guillermo
Páramo
Bonilla*1

—¡Serían entonces éstas


unas vastas soledades!
—Naturalmente,
más de lo que son ahora.

Rafael Thomas, La Amazonia colombiana


(1916, p. 109)

* Profesor asociado, Departamento de Historia, Universi-


dad Nacional de Colombia

•17•
· Vastas soledades ·

Esta antología es un diálogo con La vorágine.


Cada uno de los textos seleccionados descri-
be alguna región o algún lugar referido por
José Eustasio Rivera en su alucinada novela,
más o menos por la época en que transcurrie-
ron las incursiones de Arturo Cova o Cle-
mente Silva —esto es, en las inmediaciones
de 1908 a 1914— o cuando el testimonio de
Cova vio la luz en la imprenta de Editorial de
Cromos, en noviembre de 1924. Incluso algu-
nos de estos recuentos inspiraron a Rivera.
Otros, de finales del siglo XIX , describen un
entorno que no había cambiado sustancial-
mente veinte o treinta años después.
Se trata de un variopinto conjunto de
fragmentos —en su gran mayoría—, los cua-
les, en sí mismos, conforme con sus variadí-
simos estilos, temperamentos, formatos y
con la identidad escritural de sus autores,
muestran un proporcional arreglo de mi-
radas tan distintas como complementarias
sobre un mismo continuo espacial. Algo que
más bien poco se ha señalado sobre La vorá-
gine es cómo logró producir en los lectores
de su época, y de allí en adelante, un efecto de
macrorregión. No solo versaba sobre los
Llanos, el Putumayo o el Vichada, sino so-
bre la Amazorinoquia. Lo que ocurría en un

•18•
Presentación

extremo incidía en el otro. De hecho, aun-


que hasta la fecha es frecuente obstinarnos
en identificar la novela como fundamental-
mente sobre los Llanos Orientales de Ca-
sanare y las atrocidades caucheras del Pu-
tumayo, perpetradas con terror inexorable
por los agentes peruanos de la Casa Arana,
la intención de Rivera era distinta y mucho
más ambigua: quería que se supiera que la
expoliación de la selva, sus habitantes y
sus recursos, que la esclavización de los
pueblos indígenas y los colonos migrantes,
provenientes de un sinnúmero de latitudes,
amén de la barbarie, la deshumanización, la
violencia y el terror, no eran solamente un
asunto del Putumayo. Este no había sido
un hecho aislado, sostenía y denunciaba
Rivera: seguía ocurriendo en la banda ori-
noquense como podía suceder en cualquier
otra frontera de la nación colombiana. Tam-
bién mostraba que los victimarios no solo
eran peruanos, podían ser caribeños, fran-
ceses, tangerinos, brasileños, venezolanos
y, sí, colombianos. “¡Yo he sido cauchero, yo
soy cauchero!”, sentenciaba lapidaria y céle-
bremente al inicio de su tercera parte. “¡Y lo
que hizo mi mano contra los árboles puede
hacerlo contra los hombres!”. La ambición,

•19•
· Vastas soledades ·

el despojo, la violencia, el terror… todo eso


que entonces como ahora alimenta las eco-
nomías extractivas y, en general, el capital
no tenía patria.
Aun así, porque la claridad de la trama lo
requería y acaso porque Rivera fue compo-
niendo su novela en diferentes momentos y
en respuesta a distintos estímulos ambien-
tales, cada una de sus tres partes tuvo por
epicentro una región particular: los Llanos
en la primera; la Amazonia y en particular
el Putumayo en la segunda; la Orinoquia y el
Vichada en la tercera. En correspondencia,
esta antología se ha dividido de manera se-
mejante; no obstante, como podrá consta-
tarse fácilmente, muchas de las narraciones
incluidas abarcan una macrorregión seme-
jante a la que comprende La vorágine, igual
de dilatada y diversa.

***
Comenzamos por el viaje del historiador,
pensador social, matemático e ingeniero Mi-
guel Triana. Reconocido adalid de las ideas
darwinianas y positivistas, con una voz in-
fluyente en los gobiernos de las primeras dé-
cadas del siglo XX , a Triana le obsesionaba, al

•20•
Presentación

igual que a la Comisión Corográfica de cin-


cuenta años atrás, reconocer la utilidad de
las tierras bajas y los Llanos, sobre el enten-
dido de que, a mayor altura sobre el nivel del
mar, mayor grado de civilización. Así, Triana
recorrió la región en busca de toda suerte de
posibilidades para su aprovechamiento, en
especial con miras en la extracción de sal.
Entre más se le sacara provecho a la región,
se pensaba, más integrada quedaba al alti-
plano y, por ende, más se acompasaba con el
progreso nacional.
Su recuento, aunque a veces inevitablemen-
te ingenieril y técnico, abunda en sensibilidad
sobre el paisaje y la población llanera, mucho
más que sobre los pueblos indígenas, por cier-
to, aunque es innegable que este pionero de
la antropología en Colombia denunció aquí,
como otros varios autores en esta antología,
las crueldades contra la población aborigen
por parte de los colonos. La ruta que consignó
para el trayecto entre Bogotá y Villavicencio
bien pudiera haber sido la misma que siguieron
los recién escapados Arturo Cova y Alicia.
Le sigue un fragmento del clásico reco-
nocimiento del Casanare por parte del inge-
niero civil y militar francés George, o Jorge,
Brisson, un agudo y detallado observador

•21•
· Vastas soledades ·

que anticipó la visión de los Llanos como una


genuina tierra de promisión, poco antes de la
Guerra de los Mil Días. De particular interés
es su reseña del hato Mata de Palma, el más
grande y rico de la región, propiedad de Ra-
món Oropeza, cuya sucesión, al cabo de su
muerte en 1914, involucró como abogado re-
cién graduado a José Eustasio Rivera. Mata
de Palma fue el modelo para Hato Viejo en La
vorágine y el roñoso Oropeza —así tal cual
identificado en el manuscrito de la novela
que hoy en día cuida la Biblioteca Nacional
de Colombia— transmutó en Zubieta.
Brisson recorrió en extenso a Colombia y
sus apuntes para cualquiera de los lugares por
los que pasó siempre están revestidos de inte-
rés. También le conocemos como memorista de
guerra: coronel en el bando conservador, fue
testigo directo de la carnicera batalla de Palo-
negro en 1900. De su profesión como viajero,
consignó en otro lugar una reflexión que le des-
cribe bien:

Cuando veo algo bueno, me complazco


en referirlo; cuando hay algo malo no lo
oculto, pero tampoco lo exagero ni recalco
sobre él; en realidad no he tenido gran di-

•22•
Presentación

ficultad en llevar el asunto como si se tra-


tara de mi patria, porque tengo cariño á la
tierra que me ha recibido con hospitalidad.
(Brisson, 1899, 4)

Muy distinto resulta el informe del mi-


sionero agustino recoleto español Daniel
Delgado, que visitó Casanare catorce años
después de Brisson. A Delgado le preocupa-
ba el estado en el que quedaron los Llanos
después de la guerra civil (la misma de los
Mil Días) y, como tendría que ser para su
ocupación, el estado de disgregación de los
pueblos indígenas, la mayoría entonces aun
fundamentalmente nómade. Su texto no es
particularmente pródigo en detalles, pero
en cambio retrata varios tipos sociales con
cierto ingenio. Hallamos aquí trasuntos del
Pipa y el tuerto Mauco, que constatan cuán
frecuente era y es toparse con truqueros de
este jaez en los enclaves de frontera.
Para cerrar la primera parte, se incluye
una carta escrita por el propio José Eustasio
Rivera a un par de amigos suyos residentes
en Cali. Este es un Rivera de veintiocho años
que todavía es estudiante de Derecho en la
Universidad Nacional y que ya es normalista

•23•
· Vastas soledades ·

y se ha ido granjeando fama de buen poeta.


Es su primera incursión en el Llano, va en
plan de paseo y de cacería, pero ya anuncia
temas y giros que se exacerbarán en La vorá-
gine ocho años después. Se trata de un bello
texto, conmovedor y emotivo sin renunciar
al sentido analítico, que debiera conocerse
mucho más y ponerse en obligada relación
con la novela.
El general Rafael Reyes, quien fuera un
importante presidente de Colombia entre
1904 y 1909, pero antes de eso explorador y
empresario quinero, presentó ante la Segun-
da Conferencia Panamericana, ocurrida en
México a finales de 1901, un resumen de las
exploraciones amazónicas que adelantó con
sus hermanos hacia 1884 y que halló suntuo-
sa publicación en el libro A través de la Amé-
rica del Sur, de 1902. Aquí se reproduce un
extracto del texto conforme aparece en las
memorias de la Conferencia, donde interesa
no tanto por su muy cuestionable ojo, sino
por su vocación por las figuras altisonantes
y la narración de situaciones de folletín. En
contraste con otros contemporáneos menos
interesados en promocionarse, quienes des-
cribían la selva como difícil pero no inexpug-
nable, con habitantes indígenas recelosos

•24•
Presentación

de la presencia blanca pero poco pugnaces,


Reyes buscaba mostrarse como un Stanley
colombiano o, tanto más, el equivalente la-
tinoamericano de Teodoro Roosevelt, a la
sazón presidente de Estados Unidos, aunque
de seguro no sospechaba que, mientras este
le agasajaba en Washington, urdía la separa-
ción de Panamá de Colombia. Claro está, no
sería Reyes, ni de lejos, el único presidente de
este territorio prioritariamente preocupado
por complacer a su homólogo gringo. Como
fuera, sobre esta inspiración describió una
Amazonia colombiana henchida de fieros
caníbales, quienes, para no ir más lejos, se
habían manducado sin contemplación a su
hermano Néstor.
Un opositor político suyo, víctima además
de la persecución de Reyes durante su quin-
quenio presidencial, Demetrio Salamanca
Torres, corrigió con divertida sorna estas
estrambóticas historias en el primer volu-
men de su magna La Amazonia colombiana
de 1916. Dicho sea de paso, de este riguroso
tratado sobre la soberanía colombiana en la
región solo sobrevivió su primer volumen,
dado que el Gobierno de José Vicente Con-
cha, con la particular saña de su ministro de
Gobierno Miguel Abadía Méndez, ordenó

•25•
· Vastas soledades ·

la inmediata incineración del segundo tomo


por su abierta denuncia sobre el mediocre
celo de la diplomacia nacional frente a las
aspiraciones de Brasil y Perú, por no decir
que su abierta complicidad con la expansión
de la Casa Arana. En efecto, la información
recogida por Salamanca y otros funcionarios
y víctimas de los atropellos de esta compañía
cauchera condujo a que a Reyes y varios aso-
ciados se les acusara en 1910 ante la Procu-
raduría General de la Nación por traición a
la patria, al haber facilitado y haberse bene-
ficiado por la adjudicación a la Casa Arana
del inmenso predio de explotación en el Pu-
tumayo sobre el que ejercía decidida e impla-
cable soberanía (al respecto, véase Gómez,
Lesmes y Rocha, 1995).
José Eustasio Rivera conoció a Demetrio
Salamanca Torres en su calidad de cónsul
en Manaos y fue ante él que le correspondió
presentar sus denuncias sobre el tráfico y la
venta de nacionales colombianos en la re-
gión orinoquense fronteriza con Brasil, fru-
to de sus hallazgos mientras formaba parte
de la comisión limítrofe con Venezuela en
1922. Es muy probable que Salamanca fuera
implícitamente el esclarecido cónsul al que
Arturo Cova envió su desgarrado recuento,

•26•
Presentación

al cuidado del rumbero Silva y el mulato An-


tonio Correa. De seguro Rivera profería con
él ese célebre y desconsolado clamor que en
la primera edición de La vorágine rezaba:
“¡porque a esta pobre patria no la conocen
sus hijos, ni siquiera sus geógrafos e ingenie-
ros!”, en referencia no a Salamanca, sino al
frecuente y disoluto funcionario diplomático
colombiano al servicio de mezquinos intere-
ses (aunque, como en esta antología se cons-
tata, otros geógrafos e ingenieros sí hicieron
su tarea con dedicación y probidad).
El caso de Rafael Reyes, ese “gran colom-
biano” que con tal mote biografió Eduardo
Lemaitre, da en cualquier circunstancia para
adelantar una breve reflexión al margen. Su
historia es muy semejante a la de Julio César
Arana. Ambos se hicieron a pulso y gracias a
un boom amazónico —la quina para el prime-
ro y el caucho para el segundo— construyeron
las bases de su poder político y territorial. Am-
bos, como muchos de sus contemporáneos,
estaban honestamente convencidos en que
“hacían patria” y que eran portadores del
progreso y la luz en el corazón de las tinie-
blas. De conformidad, ambos se encargaron
de magnificar la imagen de una Amazonia
cundida de tribus antropófagas y congeladas

•27•
· Vastas soledades ·

en la edad de piedra a las que había que redi-


mir a punta de trabajo, disciplina civilizato-
ria y conversión al catolicismo. Muy segura-
mente, ambos creían que en verdad era así.
Si el orden de los factores hubiera sido solo
un poco distinto, si no hubiera habido un
desplome en los precios de la quina, si no hu-
bieran estallado la Guerra de los Mil Días o
los escándalos del Putumayo, Reyes hubiera
podido levantar un imperio amazónico si-
guiendo métodos tan brutales como los de
la gente de Arana; y Arana, que también fue
un influyente parlamentario, hubiera podido
ser presidente del Perú, un “gran peruano”
como, de hecho, aún se le venera en Iquitos.
Nada indica que hayan sido personajes espe-
cialmente perversos. De hecho, por una vez
el retrato que hizo La vorágine de Arana fue
una salida en falso y una mala caricatura. Ni
que decir que sí hubo y abundaron caucheros
retorcidos, pero, ante todo, sobre muchas de
estas figuras —incluidos varios de los viaje-
ros que aparecen en la presente antología—
pesaron los principios sociales y culturales
de su época y su entorno.
Ciertamente, Salamanca no fue un “viaje-
ro” en el sentido literario del término. Tam-
poco lo fue el colono cauchero nariñense

•28•
Presentación

Cornelio Josa, pero su caso y la rareza del


panfleto que da cuenta de su queja ameritan
que le hayamos incluido en seguida. En julio
de 1911, una avanzada del Ejército peruano
agredió el campamento militar colombiano
asentado en La Pedrera (hoy en día, en el de-
partamento de Amazonas). Como parte de
las movilizaciones previas del país vecino,
que a la sazón ejercía casi soberanía de fac-
to en el área cubierta por las estaciones de la
Casa Arana, expropiaron a Josa y le despla-
zaron con su familia. Tres años antes, la mis-
ma propiedad había sido incendiada por ins-
tigación de Bartolomé Zumaeta, cuñado de
Julio César Arana con acreditada fama como
un agente de singular sevicia y quien poco
tiempo después fue asesinado por el célebre
rebelde Katenere, indígena bora, en retalia-
ción por la violación de su esposa.
Hasta la fecha, la denuncia de Josa nunca
había hallado cabida en ninguna colección
documental. Aunque ambos episodios que le
involucran aparecen referidos en la clásica y
beligerante compilación de Vicente Olarte
Camacho, Las crueldades en el Putumayo y en
el Caquetá, de 1911, y en el mucho más recien-
te informe del Centro Nacional de Memo-
ria Histórica, Putumayo: La vorágine de las

•29•
· Vastas soledades ·

caucherías, su deposición en Panamá había


escapado del radar, acaso por hallarse con-
signada en un rarísimo folleto, cuyo conoci-
miento debo y agradezco a mi colega Laura
Sánchez Alvarado, actual subdirectora del
Archivo General de la Nación (don Vicente
Pérez Silva también manifiesta haberlo co-
nocido y leído en Mocoa, según sostiene en
su Raíces históricas de La vorágine, cuya ree-
dición actualizada aparece en otro volumen
de la biblioteca que incluye la presente anto-
logía). En una comunicación dirigida al go-
bernador de Nariño sobre el mismo incidente
de 1911, Josa se quejaba de la indolencia del
Gobierno de Carlos E. Restrepo frente a sus
reclamos (véase Stanfield, 1998, 144, que lo
cita equívocamente). No obstante, la Secre-
taría de Estado de los Estados Unidos refi-
rió la versión peruana sobre el suceso, en su
informe Slavery in Peru, de 1913. Según el
fiscal de la Nación Salvador Cavero, Josa y
otros siete colombianos eran unos reputa-
dos delincuentes que secuestraban y vendían
indígenas en el Brasil, y la avanzada contra
ellos desde la guarnición peruana sobre el río
Yubineto era justamente para capturarles.
Les pillaron in fraganti, continúa esta fuen-
te, mientras se deleitaban viendo cómo una

•30•
Presentación

mujer indígena moría de total inanición, he-


cho del que se reportaba haber tomado una
fotografía. Curiosamente, esta misma ima-
gen vendría a ser la que se hizo enormemente
célebre e icónica de las atrocidades del Putu-
mayo cuando Walter E. Hardenburg —o eso
sostenían los apologistas de Arana y asocia-
dos— la presentó en su libro de 1912, The Pu-
tumayo, the Devil’s Paradise, adjudicándosela
de forma implícita a la infamia de los cauche-
ros peruanos.
En torno a todos estos hechos afloran mu-
chas dudas que no son del caso despejar aquí.
Ya nos enseñó La vorágine que, en lo que ata-
ñe al genocidio indígena, nadie es inocente
hasta que se demuestre lo contrario. De to-
dos modos, esta denuncia de Cornelio Josa
le da cabida a un género textual, abundante
en ejemplos, que fue habitual en varias pu-
blicaciones propagandísticas colombianas
en su causa contra el Perú, bien fuera a raíz
del asalto a La Pedrera en 1911, los escánda-
los internacionales de 1912 o el conflicto de
Leticia entre 1932 y 1934; obras como la ya
citada de Olarte Camacho o el muy popular
Libro rojo del Putumayo de 1913, cuya auto-
ría o composición editorial siguen siendo
un misterio (se le atribuye a cierta agencia

•31•
· Vastas soledades ·

editorial inglesa “N. Thomson & Co”, con


sede en el número 27 de la calle Cannon, en
Londres, pero, al consultar directorios y
catálogos londinenses del año 1913, en esa
dirección no aparece registrada dicha em-
presa o alguna que cumpliera alguna función
de comunicación, impresión o representa-
ción legal. Sí hubo, en todo caso, un experto
en la cuestión limítrofe de nombre Norman
Thomson, quien fue llamado a declarar por
parte del Parlamento británico y defendió el
derecho de Colombia a este territorio, pero
que de forma manifiesta nunca estuvo me-
dianamente cerca de este).
De muy distinta factura, y de nuevo en
un molde mucho más canónico de crónica
de viaje, presentamos el extenso recuento
hecho por Rafael Thomas, subteniente del
Ejército, de un recorrido que abarcó des-
de Bogotá, vía los Llanos de San Martín, el
Guaviare, el Vaupés y el Apaporis, para ter-
minar en la brasileña Tefé. Su descripción de
la vida en las estaciones caucheras y del pro-
ceso de varios tipos de caucho es particular-
mente valiosa. Thomas podía ser muy dado a
la digresión verbosa, pero cierta disposición
soleada frente a la gente con quien cruzó du-
rante su desplazamiento produjo un cuadro

•32•
Presentación

muy interesante de la mentalidad coloniza-


dora. (Su texto se complementa y se aviene
bien con el Memorándum de viaje escrito por
el empresario cauchero Joaquín Rocha hacia
1905. Este no se incluyó en esta antología,
porque sin duda merece una reedición con-
temporánea total, la cual me hallo en curso
de producir con la Universidad Nacional).
El libro completo de Thomas sirve también
como un testimonio interesante sobre el
ethos castrense en tiempos de una ambiciosa
reforma al Ejército colombiano. Al culminar
su viaje, Thomas pidió la baja y, con el tiem-
po, se convirtió en un importante académi-
co, investigador y promotor de la historia
regional en su nativa Mompox.
El capuchino catalán Gaspar de Pinell (o
monseñor Gaspar de Moncunill, como a veces
aparece luego de haber sido nombrado pre-
fecto apostólico del Caquetá, en 1930) dejó
una copiosa obra fruto de su celo misionero.
De hecho, en lo que a literatura misionera
concierne, tal vez se trata del autor más só-
lido e interesante, o, cuando menos, el mejor
observador y narrador. Conoció a fondo la
Amazonia colombiana, al punto de formar
parte de la delegación colombiana para la
comisión limítrofe con el Perú, en 1928. Y,

•33•
· Vastas soledades ·

contrario al estereotipo del cura misionero


obtuso e intolerante, proyectó una mirada
sobre la población indígena mucho más com-
pleja y sensible que la de muchos de sus coe-
táneos liberales, socialistas o positivistas.
Mal que bien, aparte de lo que correspondería
en buena ley a su temperamento, en su obra
se comprueba cómo, algo paradójicamente,
la Orden Franciscana (de la que la capuchi-
na es la tercera) fue especialmente proclive a
entender las bases del pensamiento animista
aborigen en tanto su mito fundacional —el de
la historia y las enseñanzas de Francisco de
Asís—; asimismo reconocían el intelecto y la
voluntad de los animales, los elementos y, en
general, de la naturaleza. De Pinell, por ejem-
plo, consideraba que los sitios tradicionales
de consumo de mambe y ambil eran propicios
para la evangelización, si bien, por el contra-
rio, en varios lugares se despachó contra el
consumo del yagé. También era célebre por-
que a dondequiera que arribara comenzaba
con los exorcismos del papa León XIII, para
limpiar el lugar de influencias demoniacas.
Más que escandalizarse o reírse, para la gente
sabedora de muchos asentamientos indígenas
esto debía ser el equivalente a sus propios ri-
tuales de curación del territorio.

•34•
Presentación

Se sabe que José Eustasio Rivera admira-


ba y consultó la obra de De Pinell, de la que
aquí ofrecemos algunos apartes. Y tenía por
qué interesarle, ya que su Un viaje por el Pu-
tumayo y el Amazonas, aparecido en el mismo
año de La vorágine, hace un notable recuen-
to de la historia de la penetración cauchera
peruana e incluso adelanta una semblanza
biográfica de Julio César Arana; sin embar-
go, aquí resulta más atractivo incluir su rela-
ción sobre su paso por algunas estaciones de
la compañía. Para entonces, los abusos más
atroces contra los indígenas habían merma-
do ostensiblemente, fruto de la censura y la
presión internacional, pero Arana y su gente
seguían defendiendo el statu quo, poniendo
palos en la rueda cada vez que podían a los
esfuerzos colombianos por ejercer sobera-
nía. Y es que eso también eran por aquellos
tiempos las misiones capuchinas auspiciadas
por nuestro Gobierno: representantes suyos
en las fronteras.
Algo similar, aunque mucho menos es-
tructurado, ocurría con la presencia de la
Orden de Frailes Menores auspiciada por
el Gobierno peruano. Curiosamente, el
Putumayo fue el escenario de una especie
de guerra fría entre la tercera y la primera

•35•
· Vastas soledades ·

Orden Franciscana, los unos en represen-


tación de Colombia y los otros, al menos
parcialmente, al servicio de los intereses
del país vecino. Este es el trasfondo del re-
cuento del padre Alberto Gridilla, quien fue
comisionado, por indicación del feneciente
Gobierno de Augusto Leguía, a acompañar
—y no sabemos hasta dónde eso significa-
ba espiar— las labores de la recién llegada
misión irlandesa de la Orden de Frailes Me-
nores, tras la instrucción del papa Pío X en
ese sentido, coincidente con la emisión de la
encíclica Lacrimabili statu indorum, que en
parte tenía por asunto el maltrato a los in-
dios del Putumayo.
En todo caso, la suya no es una apología a
los caucheros; por el contrario, indica cómo
la administración central peruana recela-
ba profundamente del arraigado poder que
las élites loretanas, entre las que descollaba
Julio Arana, ejercían en la inmensa región
amazónica.
Aunque no se trata de una obra extensa,
Gridilla produjo un sabroso relato, lleno de
escenas en extremo significativas, algunas
incluso chistosas. No fue muy larga su esta-
día en la región, en todo caso. El resto de su
vida lo dedicó a trabajar como historiador

•36•
Presentación

y arquitecto en el interior del Perú, dejando


tras de sí una copiosa obra, con algunos tí-
tulos históricos muy saludados en su tiempo.
Solo veinte años después de su paso por el
Putumayo fue que el franciscano buscó exhu-
mar su relato. Según su testimonio, en 1932
procuró recomponer las notas que había con-
signado entonces, las cuales, vaya a saberse
por qué, se perdieron en 1914 a bordo de un
navío alemán, hundido en altamar.
Una última perspectiva sobre el Putuma-
yo sometido por la Casa Arana es la que ofre-
ce la crónica de los estadounidenses Herbert
Spencer Dickey y Hawthorne Daniel, que
aquí se ofrece por primera vez traducida al
castellano. Dickey fue un pintoresco y no
del todo confiable personaje que buscó hacer
carrera como médico en Colombia, en 1899,
con tan mala suerte que apenas arribó a nues-
tras costas se encontró con el estallido de la
Guerra de los Mil Días. La primera parte de
sus Desventuras de un médico tropical versan
justo sobre sus tribulaciones en el bajo Mag-
dalena, donde, por cierto, tuvo entendimien-
to forzado con el célebre guerrillero liberal
Ramón “el Negro” Marín y su gente. Luego
trabajó por siete años para la Tolima Mining
Company y, creyendo que la situación podía

•37•
· Vastas soledades ·

ser más próspera y estable hacia el surorien-


te amazónico, de donde llegaban historias de
abundancia y falta de servicios de salud, ter-
minó enganchado por la Casa Arana como
médico de campaña, estableciéndose en la
sección de El Encanto. Los apartes que aquí
se incluyen refieren a ese periodo de su vida
de casi seis años y cómo fue abriendo los ojos
frente a las monstruosidades de sus patro-
nes, aunque no deja de sorprender que no las
vio sino hasta cuando se puso de moda repa-
rar en ellas.
La relación de Dickey con el Putumayo se
prolongó por un lustro más allá de su retiro
de la empresa. Fue una suerte de guía ex-
perto del cónsul británico Roger Casement,
cuando en respuesta a las escandalosas re-
velaciones de la prensa sajona este visitó las
estaciones del Putumayo, en busca de testi-
monios sobre el maltrato a los barbadenses
al servicio de Arana y de aquellos hacia la
población nativa. (Llamativamente, en La
vorágine nunca se menciona a los barbaden-
ses en el marco del relato de Clemente Silva;
solo se hace referencia a “un negrote de Mar-
tinica” que trabajaba en La Chorrera; de he-
cho, la historia a profundidad de este triste
contingente está aún por hacerse). Tiempo

•38•
Presentación

después, cuando el cónsul de Su Majestad


había transmutado en adalid de la causa in-
dependentista irlandesa y había negociado
con Alemania, en medio de la Gran Guerra,
el auspicio militar a la fallida insurrección
de Pascua en Dublín, en 1916; luego de que
en ese trance fuera capturado a poco de des-
cender de un submarino germano en costas
irlandesas y fuera sonoramente procesado
y ejecutado por traidor, y de que en el ínte-
rin de su proceso se usaran en su contra sus
diarios personales, los cuales supuestamente
le mostraban como un inescrupuloso preda-
dor homosexual, Dickey volvió a entrar en
escena, dando explicaciones sobre la natu-
raleza de los diarios absolutamente difíciles
de creer y sugiriendo que la tensión de la in-
vestigación en el Paraíso del Diablo —como
se conocía el Putumayo al cabo de los escán-
dalos de 1912— había hecho mella en Case-
ment, llevándole al trastorno mental.
Y es que a Dickey le gustaba la publicidad.
Para sus Desventuras, se unió a Hawthorne
Daniel, un escritor de historias de mar y no-
velas juveniles de aventuras que muy proba-
blemente también hizo de escritor fantasma
para el siguiente volumen del médico tropi-
cal, My Jungle Book (Mi libro de la selva), de

•39•
· Vastas soledades ·

1932. Para entonces Dickey ya posaba de ex-


plorador profesional —luego de haber fun-
gido como oficial de inteligencia durante la
Gran Guerra— y su misión ahora iba en pos
del nacimiento del Orinoco. Luego del texto
de Dickey sobre el Putumayo, también esta
antología sigue ese camino.
La tercera parte inicia con un brevísimo
extracto de la propuesta publicada en 1921
por Melitón Escobar Larrazábal sobre la
construcción de una vía entre los ríos Zulia y
Magdalena, que facilitara el comercio entre
Venezuela y Colombia, sobreponiéndose a las
vicisitudes de sus relaciones políticas. Lo que
aquí es objeto de atención es un curioso jui-
cio sobre el talante de la selva, que inmedia-
tamente recuerda la famosa invocación que
inicia la tercera parte de La vorágine, apa-
recida tres años después. Su interés radica
en que este futuro presidente de la Sociedad
Colombiana de Ingenieros participó con José
Eustasio Rivera de la Comisión Demarcado-
ra de Límites con Venezuela, supervisada por
el Consejo Federal Suizo. Ambos estuvieron
en campo entre septiembre y diciembre de
1922 como miembros de la segunda comi-
sión, a la cual se asignó demarcar la línea en-
tre los ríos Atabapo y Guainía. Sabemos que

•40•
Presentación

allí trabaron una fuerte amistad y a ambos


se debe el escandalizado informe remitido al
ministro de Relaciones Exteriores sobre la
trata de colombianos en la frontera. En res-
puesta al maltrato y el real desinterés de am-
bos Gobiernos, renunciaron casi al tiempo.
Rivera debió conocer este texto de Escobar
justo por la época en que empezó a escribir su
novela; si no le influyó, cuando menos queda
claro que ambos participaban de una sensibi-
lidad común.
Continuamos con una narración sobre un
desplazamiento entre Orocué y el Vichada, en
este caso huyendo de las tropas conservadoras
enemigas durante la Guerra de los Mil Días.
El autor de esta atípica memoria, Pablo V. Gó-
mez, fue otro de esos personajes tan fascinan-
tes como ignotos que revolvieron en torno a la
aparición de La vorágine. En 1925, tras el rui-
doso éxito de la novela, el mismo Gómez escri-
bió a José Eustasio Rivera desde San Vicente de
Chucurí, tal y como lo registró El Tiempo:

Señor de todo mi aprecio:

Acabo de leer La vorágine. Conozco la mayor


parte de los lugares citados en ella y conozco
personalmente (a) varios de sus actores que,

•41•
· Vastas soledades ·

como Arana, Pezil, Cardoso y Albuquerque,


fueron mis amigos y relacionados.
Yo fui peón del llano en Casanare, cau-
chero en el Casiquiare, capitán de buques
en el Río Negro, militar en el Acre y co-
merciante en Manaos, el Yavarí, el Vaupés
y otros muchos ríos.
¿Quién, pues, con más títulos que yo
puede dar a usted el voto de admiración
que se merece por su admirable novela?
Ella me hizo volver a vivir, con la vida del
recuerdo, esos tres años de intenso salva-
jismo que llevé en correría vagabunda y
aventurera por las selvas de Colombia, Ve-
nezuela y el Brasil.
No sé si será pretensión mía, pero le
confieso que, leyendo La vorágine, me he
figurado, en algunas de sus escenas, re-
tratado en su protagonista Cova. ¿Acaso
en su viaje al Río Negro no oyó Usted ha-
blar del coronel Gómez, de quien decía el
gobernador, general Fandeo, por el terror
que le inspiraba, que al conocerlo lo salu-
daría con la boca de su revólver? (Citado
en Neale-Silva, 1986, 299-300)

Por si las dudas, nada indica que Rivera


hubiese escuchado hablar de Gómez mientras

•42•
Presentación

estuvo por los territorios que luego inmorta-


lizó en su epopeya. La verdad, muy poco se
asemejaba a Cova. Pero esto, claro está, en
nada importa con respecto a sus Recuerdos
de un viaje, obra de vertiginosa rapidez, que
arranca en caliente y, aunque nos transporta
hasta Manaos en lo que parece un solo envión,
está llena de observaciones agudas, algunas
casi volterianas. De entre todos los testimo-
nios recogidos en este volumen, el de Pablo V.
Gómez es el del genuino hombre de frontera.
Alguien que, por demás, demostró una rara
empatía por los indígenas y su mundo.
Concluye la antología con otros dos tex-
tos que por primera vez son traducidos al
castellano. Ambos arrojan luces, de manera
distinta y contrastante, sobre el ascenso, el
imperio y el ocaso del coronel Tomás Funes
en San Fernando de Atabapo, luego de la ma-
sacre perpetrada el 8 de mayo de 1913, la cual
segó la vida del gobernador Roberto Pulido.
Como bien se sabe, este mismo episodio de la
Noche de los Machetes fue magistralmente
narrado por Ramiro Estévanez hacia el final
de La vorágine.
El estadounidense Arthur Olney Friel
fue sobre todo célebre en su tiempo por ser
un maestro y productor en serie de literatura

•43•
· Vastas soledades ·

pulp y de aventuras. No obstante, en 1922


intentó ser un explorador real, comisiona-
do por la Associated Press para recorrer el
Orinoco en toda su extensión, empresa que
le tomó seis meses. De esta experiencia pro-
dujo El río de las siete estrellas. Su recuento
de la dictadura de Funes tiene la ventaja de
ser, con la de José Eustasio Rivera, una de
las fuentes más próximas al tiempo de los
acontecimientos; sin embargo, a diferen-
cia de la versión del colombiano, la de Friel
fue en esencia concebida para unos lectores
foráneos, ávidos de aventuras y situaciones
ingenuas o poco verosímiles, propias de las
repúblicas bananeras (así en San Fernando
no hubiera habido banano, sino caucho).
Mucho más rigurosa, si se quiere, es la
versión tardía recogida por el ingeniero,
geógrafo y arqueólogo alemán, naturaliza-
do en los Estados Unidos, Earl Parker Han-
son. Financiado por el Instituto Carnegie de
Washington, Hanson viajó por América del
Sur entre 1931 y 1933, y estudió las varia-
ciones del magnetismo terrestre. Así arribó
a San Fernando. En su imprescindible es-
tudio sobre La vorágine, Leopoldo Bernuc-
ci (2020) sugiere que Hanson abrevó en las
mismas fuentes que Rivera, si no es que tomó

•44•
Presentación

la novela como base para estructurar su re-


cuento. Ahora bien, justo porque ya había
más distancia temporal frente a los hechos,
Hanson pudo poner en mayor perspectiva la
historia y darle realce a la némesis de Funes,
el guerrillero Emilio Arévalo Cedeño. Sea
como sea, al leer ambas versiones sobre un
episodio del que comparativamente hay poca
información disponible —por oposición a lo
que hoy en día se obtiene sobre el Putumayo
de la Casa Arana—, aumenta el valor de la
crónica de Ramiro Estévanez.

***
Así, concurren en esta colección ingenieros,
geógrafos, médicos, periodistas, misione-
ros, agentes estatales, colonos, explorado-
res, aventureros de dudosa moral y por lo
menos un literato consumado. Todos son
hombres; aunque la mujer viajera no es des-
conocida por entonces, se trata aún de una
rara especie y, que sepamos, no existe algu-
na que haya dejado testimonio de su viaje
por la macrorregión amazorinoquense por
la época que aquí interesa. Todos respon-
den, en mayor o menor grado, a los ideales y
prejuicios de su tiempo; pocos, más bien, son

•45•
· Vastas soledades ·

los que se preocupan por entender a profun-


didad y mucho menos comunicar con proli-
jidad la vida y la cosmología de los pueblos
indígenas que encuentran en sus correrías.
Para ello, habría que consultar a etnógrafos
como Theodor Koch-Grünberg o Thomas
Whiffen, de cuyos textos prescindimos por
las razones que se expondrán enseguida. En
cambio, la mayoría fueron estupendos des-
criptores de la vida y la mentalidad de los
llaneros, los colonos, los caucheros y demás
tipos de la frontera.
Vastas soledades… La figura comporta
cuando menos dos sentidos. Esas soledades
fueron en esa época sinónimo de desierto,
término que connotaba cualquier lugar
despoblado y carente de vida “civilizada”,
habida cuenta de que no consideraba a sus
habitantes indígenas. (Se recordará que el
hábito persiste hasta nuestros días, con las
dicientes e infortunadas declaraciones de
cierto ministro de Ambiente al hablar en
una entrevista sobre la serranía de Chiribi-
quete). Son soledades vastas, dilatadas, que
se ofrecen como desafíos para la resistencia
y la tenacidad del viajero, que muchas veces
las recorre con el propósito de ver cómo se
las transforma en algo útil, bien sea a punta

•46•
Presentación

de traer migrantes, explotar sistemática-


mente algún recurso o hacer de sus aboríge-
nes ciudadanos en el molde occidental. Pero,
en ese tránsito, se convierten también en las
soledades de su mente y de su espíritu. Al
desierto se trasladan quienes huyen de algo
o quieren dejar algo atrás: prófugos de la
justicia, exiliados políticos, místicos en
busca de la epifanía o poetas que huyen de
la ciudad y el escándalo, en compañía de su
novia embarazada. En el desierto muchas
veces cambian de nombre, si no es que muda
su personalidad. La vorágine explica cómo
el desierto —que es el Llano y también la
selva— transforma al fuereño blanco en al-
guien más salvaje que los “salvajes” que la
habitan. Así ninguno de los viajeros repre-
sentados en esta antología haya experimen-
tado semejante metamorfosis moral, segu-
ro ya no eran los mismos al regresar de su
expedición. José Eustasio Rivera volvió to-
cado por el Llano después de 1916 y ya sabe-
mos eso hasta dónde lo llevó. Al descubrirse
solos en el desierto, por muy acompañados
que hubieran estado, se encontraron con co-
sas de sí mismos que desconocían. Algunos,
como Arturo Cova, revelaron su lado más
oscuro.

•47•
· Vastas soledades ·

Los criterios para seleccionar los textos


fueron fundamentalmente tres: que no hu-
bieran sido reimpresos en tiempos recientes
o que de existir reedición se hubiera agota-
do rápidamente; que fueran viajeros en sen-
tido estricto (salvo por los casos de Deme-
trio Salamanca Torres o Cornelio Josa, cuya
particularidad se explicó antes); y que no
hubieran sido traducidos al castellano. So-
bre esto último, la inclusión de los apartes
de Dickey, Friel y Hanson no sería posible
sin la invaluable colaboración de mi madre,
Stella Bonilla de Páramo, quien con enorme
entusiasmo y obsesiva exactitud adelantó
las traducciones y las tuvo listas en un tiem-
po récord.
La intención fundamental ha sido provo-
car con un conjunto de lecturas cuyos volúme-
nes solo están en la sección de Raros de ciertas
bibliotecas. Mi aspiración es que se conozcan,
que ojalá maravillen, pero que igual inviten
a ser consultadas y ojalá reeditadas en su in-
tegridad. Son un universo representativo; no
agotan la totalidad de fuentes de esta natura-
leza. Como se señaló, por lo menos un texto
fundamental, el de Joaquín Rocha, no está de-
liberadamente incluido, en tanto demanda ser
reeditado en toda su extensión.

•48•
Presentación

Mantuve en su gran mayoría las idiosin-


crasias de cada texto; incluso los errores en
los nombres propios o en su escritura. Tam-
poco unifiqué topónimos o etnónimos. Es-
tos yerros o aparentes inconsistencias de-
muestran la variedad de voces y les otorgan
un insustituible sabor de época.
Cuando los apartes se compusieron de
secciones procedentes de distintos capítu-
los, preferí separarlas con tres asteriscos en
sucesión. En otros casos, acorté las seccio-
nes de un mismo capítulo mediante elipsis.
Solo mantuve los acápites cuando indica-
ban sobre qué iban y si lo que seguía era su-
ficientemente extenso. Busqué respetar en
su mayoría las notas al pie originales; otras
las compusimos la traductora o yo, con la
intención de suplir información contex-
tual importante. En cualquier caso, busqué
mantenerlas al mínimo.
En la bibliografía final, se indican otras
fuentes fundamentales de fácil consecución,
así como los títulos referidos en esta intro-
ducción o en las notas.
Escribía Arturo Cova a don Clemen-
te Silva, a poco de emprender en dirección
del caño Marié, con su sietemesino en bra-
zos: esta es “la historia nuestra, la desolada

•49•
· Vastas soledades ·

historia de los caucheros. ¡Cuánta página en


blanco, cuánta cosa que no se dijo!”1.

1 Quiero agradecer especialmente a Diego Pérez Medina


y Camilo Sierra Sepúlveda, de la Biblioteca Nacional de
Colombia, sin cuyo soporte en la ubicación y prepara-
ción digital de los materiales este libro no hubiera sido
posible.

•50•
LLA-
NOS
ORIEN-
TALES
Al Meta
MIGUEL TRIANA
1913

El camino que de Bogotá conduce a Villavi-


cencio tiene 22 leguas (110 kilómetros de lon-
gitud), las que se recorren en mula en dos días
y medio, a paso lento. El piso es firme, en su
mayor parte rocoso y de suaves pendientes.
Las corrientes de alguna consideración que
atraviesa se pasan por buenos puentes. Hay
recursos abundantes de posadas y potreros
en toda su extensión y los viajeros pueden en-
contrar modo de relevar sus cabalgaduras. El
valor actual de los fletes, que han encarecido
por la abundante conducción de plátanos a
Bogotá, es de $ 5[1] por carga de 10 @.
1 Siempre que se hable de pesos ($) en estos escritos, se
entenderán en oro, equivalentes a cinco francos. [Nota
del original]

•53•
· Vastas soledades ·

Del extremo sur de Bogotá arrancan dos


líneas de camino, la una en pendiente suaví-
sima de carretero, por la falda del cerro, ha-
cia el boquerón de Chipaque, y la otra por la
planicie de la Sabana en la vía de Usme has-
ta Yomasa, a legua y media, donde quiebra
bruscamente al oriente, con inclinación de
un 7 por 100, hacia el mismo boquerón de la
cordillera.
Por el camino de arriba hay profundos lo-
dazales en tiempo de lluvias y por el de abajo,
en línea recta de camellón, bordado por las
tapias de colindancia, se desarrolla monóto-
no y triste como es la Sabana de Bogotá por
el lado del sur, por un piso arenoso que levan-
ta polvo al trote de los caballos. En esta parte
los barrancos fronterizos, que el agua ha ido
lamiendo verticalmente, semejan templos
derruídos y ciudades moriscas. El río Tun-
juelo acompaña y embellece en una parte el
sendero y lo carcome en una de sus revueltas,
dejándolo suspendido sobre la vega empradi-
zada y esmaltada de alisos.
Las lomas áridas de las inmediaciones del
pueblo de Usme se ven desarrollarse, pedre-
gosas y tostadas, hasta el páramo de Pasqui-
lla. En Yomasa se deja el plano de la Sabana
de Bogotá y el camino asciende suavemente

•54•
Llanos Orientales

al boquerón durante una legua. Desde las


eminencias de esta cuestecilla se ven a la de-
recha, en los repliegues del cuenco de Usme,
grandes cultivos de trigo; a la izquierda, en
un pequeño replán que azota el viento del
boquerón y bajo un sol espléndido, giran al
grito de los labradores alegres, unas tantas
yeguas flacas sobre un montón de mies ma-
dura, para hacer la trilla. La escena tiene el
más expresivo efecto agrícola.
El renombrado boquerón de Chipaque, por
donde la cordillera da paso rápido y casi ins-
tantáneo al camino, está a 400 metros sobre
el plano de la Sabana, es decir a 3,100 metros
sobre el nivel del mar. Uno de los espectáculos
sublimes de la naturaleza es el que ofrece la
montaña negra erizada de picachos, los cua-
les durante las lunaciones hacen la fantasía
de la noche. Allí, en este boquerón, boquete
o desportillo del espinazo de la montaña, una
bocanada de viento frío azota el rostro du-
rante los cinco minutos empleados en pasar la
encrucijada, adornada con las crucecillas que
los viandantes de a pie ponen para celebrar la
terminación de la subida y el cambio de pa-
norama. La costumbre es tradicional: sobre
el boquerón, un poco al sur, hay un adorato-
rio antiguo que consiste en una plataforma

•55•
· Vastas soledades ·

circular, desde donde se columbran las dos


vertientes de la montaña y desde el cual salu-
daban los chibchas el sol naciente.
Allí el panorama que se desarrolla por el
oriente es magnífico. El laberinto de estriba-
ciones, de 20 leguas de espesor, que sostienen
la gran mesa andina, se despliega con todos
los matices del azul, desde la barrera amena-
zante de farallones abruptos, hasta el perfil
delicado y brumoso que hace una especie de
suspiro en el horizonte para confundirse con
el cielo.
Desciende el camino al 8 por 100 por el
fondo de un inmenso cuenco, con labores
agrícolas en dondequiera que se detiene la
mirada. Al pie y a la izquierda las veredas de
Chipaque, parceladas con todos los cultivos
de la tierra fría; a la derecha, el seno fecundo
en mieses del Distrito de Une, donde pare-
ce haber más labranzas que habitantes, y al
frente las arrugadas vegas del río Cáqueza,
matizadas con todos los verdes de la agricul-
tura tropical.
Tras la primera fila de farallones de la iz-
quierda de este panorama de promisión co-
rre la hoya del Rioblanco, formada por otro
cuenco tan fecundo como el que se tiene
ante la maravillada vista del viajero, donde

•56•
Llanos Orientales

demoran millares de propietarios rústicos


en los colmados Municipios de Fómeque,
Ubaque y Choachí. Y tras de la cumbre del
cuchillón que detiene la vista por la derecha,
hay otra hoya por la que corre un segundo
Rioblanco y el río Sáname, donde están los
Distritos agrícolas de Fosca y Gutiérrez.
Reunidas éstas para formar el Rionegro,
pasa este río por el último Distrito agrícola
de Quetame que, junto con los anteriores,
constituye la rica y condensada Provincia
de Oriente de Cundinamarca, con 55.000
habitantes, que por el camino de Villavicen-
cio tienen su movimiento comercial y colo-
nizador sobre el Llano.
El río Guavio con sus afluentes, de la mis-
ma manera que el Rionegro con los suyos,
abraza una rica y poblada cuenca de 44,000
habitantes que se mueven por Medina hacia
el Meta.
El río Garagoa moverá un tráfico sobre la
llanura de 43,000 habitantes sanos, robus-
tos y laboriosos del Valle de Tensa, cuando se
abra el camino de Macanal al río Upía.
El mal camino de Labranzagrande mueve
hoy el comercio de la gran Provincia de Su-
gamuxi hacia el río Cravo, procedente de una
masa cordillerana de 70,000 habitantes.

•57•
· Vastas soledades ·

Por el camino de Támara hacia el río Pau-


to se mueve el comercio de la media hoya del
Chicamocha recostada sobre la sierra neva-
da de Güicán, que forma la región de la alfal-
fa, con una población de 70,000 habitantes.
Y por último, por el camino en proyecto
de Labateca al río Sarare se movería la Pro-
vincia de Pamplona, sin contar con varios
pueblos de la de Cúcuta, con una población
de 43,000 habitantes.
Los pueblos situados inmediatamente so-
bre los Llanos que tienden a la colonización
de esta vasta explanada, con su comercio
por los actuales caminos o en potencia, por
falta de ellos, dan un total de población de
325,000 habitantes. No es computable to-
davía, por falta de exploraciones definitivas
que precisen el camino de San Martín al valle
del Magdalena, la población de las Provin-
cias de Sumapaz y centro del Tolima que se
movería por él hacia el Llano.
Por esos caminos, como por este de Vi-
llavicencio, la cordillera de cuencos fecun-
dos en el criadero humano hace, como los
ríos formados en ellos, sus derrames hacia
la llanura. En algunos la obra de la propia
colonización del cuenco no está concluída
y ofrecen grandes extensiones de bosques

•58•
Llanos Orientales

baldíos o anexos a verdaderos latifundios


de propiedad particular, de poco valor al
presente y de ínfima aplicación actual. Tal
sucede, por ejemplo, en la Provincia del
Guavio. El ensanche y mejora de aquellas
vías subdividirá la propiedad y mejorará
sus precios, como ocurre en las descritas
hoyas del Rionegro. Allí, en la Provincia de
Oriente de Cundinamarca, está la despensa
de Bogotá en los abundantes frutos de sus
labranzas y la provisión humana para la co-
lonización paulatina de los Llanos de San
Martín, en la superabundancia de su pobla-
ción. Terminar el camino de Macanal al río
Upía sería poner un canal de desagüe al des-
borde de población del Valle de Tensa, más
condensada que aquélla, pero casi incomu-
nicada y estancada por la naturaleza de sus
actuales caminos. Todas esas poblaciones
indígenas de la banda del Chicamocha, que
se extiende al pie del Nevado de Güicán,
tales como Chita, Chiscas, Panqueba, Güi-
cán, La Capilla, El Cocuy, etc., colmadas de
indígenas mal alimentados en sus antiguos
resguardos y empobrecidos por falta de ex-
pansión y movimiento industrial, tendrían
sobre Casanare un fecundante ensanche y
una segura redención económica.

•59•
· Vastas soledades ·

Los ganados de saca de San Martín pa-


sarían directamente al valle del Tolima
por el camino de Arbeláez; los de Casanare
vendrían, sin pasar el páramo que hoy los
diezma, a las ricas praderías del valle de So-
gamoso y Paipa, y los de Arauca por Labate-
ca, inundarían los valles de Cúcuta sin pasar
páramo alguno.
Por una especial disposición de este ramal
de los Andes, tendiente a bifurcarse, después de
recorrer los ríos sus amplios cuencos intercor-
dilleranos, han tenido que romper una especie
de segunda barrera que los separa de la llanu-
ra y corren por cauces estrechos, sin vegas, y
por entre laderas empinadas y fragosas.
Los tres cuencos amplios de Fómeque, Cá-
queza y Fosca se juntan en las inmediaciones
de Quetame, y el río que alimentaron abre
brecha por entre estrechuras y contrafuertes
ásperos, hasta su entrada brusca a la llanura.
El camino que se deslizaba por el fondo del
valle de Cáqueza sigue cortado en corniza por
aquellos contrafuertes. Puede decirse que la
distancia de Bogotá a Villavicencio está pro-
mediada en el puente de Quetame, entre esos
dos aspectos de lozanía agrícola por una par-
te y de serranía salvaje lo demás. La región de
los cultivos, a su turno, está también dividida

•60•
Llanos Orientales

entre sementeras de papa y pastos, alrededor


de Chipaque, y cañaduzales alrededor de Cá-
queza. De modo insensible pasa de los de tie-
rra fría a los de tierra caliente: la fecundidad
del suelo y la suavidad del descenso en la pri-
mera parte contribuyen a dificultar la fijación
del límite de las dos zonas. A una legua dis-
tante próximamente de Chipaque y a 2,000
metros sobre el mar, se distingue agazapada
detrás de una cerca de piedra una raquítica
mata de plátano.
Tomada la zona de la tierra templada, un
perfume de vegetación florida se difunde
en el aire tibio y ligero. El camino suaviza
su descenso; partidas de mulas cargadas de
frutas, tomates y huevos, cuidadosamente
empacados, plátanos, yuca y panela, que
vienen a los mercados de Bogotá, estorban
frecuentemente el paso. Mozos robustos y
de fisonomía casi rubia, festiva y franca,
animan las mulas con interjecciones fulmi-
nantes; tal cual mujer a horcajadas en bueyes
hace parte de las caravanas hacia la capital, y
muchos hombres maduros, de luenga barba y
aspecto de propietarios rurales, se encami-
nan a la ciudad tras de sus cargamentos de
comestibles, caballeros en yeguas de valona
y toconas. En las frecuentes casas de la orilla

•61•
· Vastas soledades ·

del camino, pintadas de blanco y rojo, de co-


rredor, sobre la explanada que forma el patio,
se detienen momentáneamente los arrieros a
tomar guarapo, o a despachar de pie y a soplo
y sorbo una taza de cuchuco o ajiaco.
El rumor del tráfico se sucede alternativa-
mente con el rumor del río Cáqueza, entre pe-
drejones, por cuyas vegas cultivadas de caña
de azúcar y árboles frutales corre placente-
ro el camino hasta el pueblo de este nombre,
capital de la Provincia. Dos contrafuertes
enfrentados, entre los cuales está tendido un
puente de madera, cubierto de teja metálica
y pintado de rojo, forman una cortina inver-
tida que enmarca el gracioso paisaje de la fal-
da fronteriza cubierta de cultivos sobre que
se recuesta el poblado en escalones, con sus
tejados vermellón, irregulares y altibajos, y
la capilla blanca que corona un picacho final
del suelo inquieto.
En mayo de 1816 libró el General Serviez
en el sitio del puente que la posteridad ha de-
dicado a su memoria, una heroica batalla en
retirada para darle tiempo de pasar la cabu-
ya a la numerosa emigración que de huida de
Morillo lo acompañaba al Llano. El paso de la
maroma era lento para la muchedumbre que
desde Chiquinquirá iba engrosándose al

•62•
Llanos Orientales

amparo de los pocos soldados que formaban


el ejército: tímidos y delicados hombres de
alguna edad, comprometidos en la revolu-
ción de la Patria boba, familias enteras de
los próceres que andaban en armas por todo
el país, mujeres, niños y ancianos formaban
la fila que pasaba lentamente la cabuya. El
Capitán español, Antonio Gómez, sale en
persecución de Serviez y le da alcance en
esta interminable faena; la lucha es desigual
y angustiosa: actos de un valor desesperado
se cumplen allí para dar tiempo a que la ta-
rabita vaya y vuelva de morón a morón car-
gada de gente indefensa y entontecida por
el pánico; centenares de personas se arro-
jan al río, abundosísimo por las lluvias de
mayo, y perecen ahogadas; los mil objetos
que los emigrantes llevaban para amenguar
las incomodidades de la marcha y del Llano
estorban las operaciones y motivan una es-
pantosa carnicería hecha por los españoles
sobre los rezagados por defenderlos, para
que a la postre quedaran abandonados como
botín de guerra. Pasada la turbamulta, si-
guen los soldados de Serviez disparando
desde la zaranda sobre el enemigo y se des-
pliegan después sobre la banda opuesta del
río para proteger el paso de la retaguardia.

•63•
· Vastas soledades ·

¡El inmortal Serviez pasa el último y con su


propio sable corta el hilo!
Otra batalla, más costosa en víctimas
indefensas que la anterior, debía librar Ser-
viez antes de poner a salvo a los emigrantes
bajo el seguro amparo del ejército del Gene-
ral Páez. El sitio de esta batalla, cumplida
pocos días después para defender el paso del
río Guatiquía, en vía para Casanare, se llama
desde entonces el Rincón de los muertos.
Desde los solares del pueblo de Cáqueza,
cortados en barrancos a plomo, se ven allá
abajo, sobre las vegas del río, numerosos es-
tablecimientos de caña y se oye el chirriar de
sus trapiches de palo, y seguramente habrán
de oírse también en la quietud de la noche los
cantos de los bagaceros:

“Molé, trapiche, molé,


molé la caña morada,
moléla a la media noche,
moléla a la madrugada”.

No se impaciente el lector desdeñoso de


estas nonadas que flotan en un ambiente
simpático, pero que sirven para caracterizar
la índole de la colonización cordillerana ha-
cia la llanura.

•64•
Llanos Orientales

El plano inclinado que se desarrolla del


otro lado del río, frente a Cáqueza, amplio y
sin arrugas perceptibles, se columbra desde
los balcones de la casa de correos y telégra-
fos, cubierto también de tablones de caña,
verde pálido, bordeados de sauceras. Este
rico partido del Distrito se designa con el
nombre de Vereda de Jirón.
Las variantes que tan detalladamente
proyectaba en 1872 el Dr. Restrepo en su li-
bro, con brújula y aneroide en mano, como si
fuera un ingeniero, para reemplazar las su-
bidas y bajadas fragosas por donde hubo de
pasar Serviez con su emigración, han sido
talladas ya en forma de cornisa por todo el
flanco casi vertical que estrecha el río Cá-
queza, desde el paso de aquel francés ilustre
hasta el de Quetame, tres leguas más adelan-
te, a tres horas de marcha.
Es prudente mañanear en Cáqueza para
recorrer este angosto y espeluznante sendero
antes de que se desate el viento que después
de las nueve sopla en verano por el cañón
del río; porque se corre el riesgo de que una
bocanada de huracán haga perder en el des-
filadero el equilibrio de la cabalgadura, con
menoscabo de la osamenta del viandante, de
la cual no quedaría sino polvo impalpable en

•65•
· Vastas soledades ·

caso de rodadura. Las recuas cargadas de


caucho y plátano que vienen de Villavicencio,
deben aguardarse en algún recodo propicio,
y tomar el viajero el arrimo del talud para
evitar contratiempos.
Desde el mirador de la cornisa, a más de
200 metros casi verticales del lecho del río
Cáqueza, se ven las derivaciones de su ya
apacible corriente, sus variables orillas, los
hermosos cultivos de sus estrechas vegas, las
acequias de irrigación que las fecundan, las
techumbres de los trapiches, los árboles como
cabezas de verdes clavos hincados en la al-
fombra del cultivo, los bueyes de labor, cuyas
patas se ocultan bajo la amplitud del costillar,
y los labriegos, de quienes se podría medir el
diámetro de sus sombreros. El campo con sus
acequias, con sus senderos, con sus cercas,
con sus árboles de sombrío y valladar, con sus
animales de labor y de cría, con el trajín de sus
dueños, con el ruido de sus faenas, tiene una
expresión de vida conjunta tomada por el via-
jero desde las alturas de la cornisa y a vuelo
de pájaro.
Antes de llegar al puente de Quetame,
por el cual se pasa de una cornisa a la cor-
nisa del frente cae a la cortadura el largo
contrafuerte de Santana, procedente de los

•66•
Llanos Orientales

lados de Fómeque, filudo y ondulado como


el espinazo de una iguana. De aquí hasta la
entrada a la llanura, el río ya toma el nombre
de Rionegro. El puente es colgante y queda
al pie del pueblo de Quetame, algunas cua-
dras arriba del rígido que montó en 1873 el
Sr. D. Juan Nepomuceno González Vásquez.
Este se cayó unos diez años después de cons-
truido, porque los jugadores de turmequé de
los contornos fueron sacándole las tuercas
para utilizarlas como tejos. Cuando por los
movimientos al paso de las cabalgaduras, se
comprendió que la armadura estaba falsea-
da, trajo al sitio a su costa el Sr. D. Sergio
Convers al mecánico Juan N. Rodríguez y
celebró con él un contrato de reparación ad
referendum, parece que por la suma de $ 60,
el cual no fue aprobado por la económica
Junta de caminos de entonces, a cuyo cargo
estaba la conservación de la obra, porque a
sus miembros les pareció demasiado caro
aquel precio.
El actual puente colgante, de 25 metros de
luz, hecho con alambre de telégrafo por un prác-
tico, es un modelo económico para construir
muchos otros del mismo tipo, muy general.
Presta satisfactorio servicio para la tempora-
da de lluvias, en que crece el Rionegro, pues en

•67•
· Vastas soledades ·

verano se pasa por entre el agua, con unos 50


centímetros de profundidad.
Quetame ha pretendido hacer un camino
de cornisa por la banda izquierda del río, para
comunicarse con Fómeque, y lo ha logrado en
un buen trecho y a poco costo, según infor-
mes. Este camino está llamado a tener más
importancia de tráfico que el de Cáqueza,
pues sirve a un grupo de población mayor y a
un cuenco más amplio, aparte de que esa vía
sería más corta que la de Chipaque para co-
municar a Bogotá con Villavicencio.
Aislado del tráfico el importante pueblo
de Quetame, a donde nadie llega por el actual
camino, derivaría innumerables ventajas con
la ejecución completa de la variante que se ha
propuesto. La ciudad de Fómeque obtendrá
de esta empresa más provechos que aquel
pueblo, y cuenta con más recursos que él
para coronarla.
[…]

Pasado el puente de Quetame, con la


constitución geológica de la cordillera, cam-
bian también el aspecto ameno del camino,
en lo relativo al paisaje de los cultivos, y la
naturaleza de su trazado. Al suelo cuaterna-
rio de las primeras diez leguas de cordillera,

•68•
Llanos Orientales

reemplaza el esqueleto granítico y porfiroide


de la época primitiva en otras diez leguas.
Dos períodos geológicos, distanciados in-
mensamente en el tiempo, se han emparejado
y como ensamblado en esta cordillera mixta,
para diferenciar dos regiones geográficas,
dos faces económicas y dos grupos sociológi-
cos de un mismo país.
La barrera cristalina la vence el río por
medio de colmatajes sedimentarios durante
una época de trabajo milenario, primeramen-
te, y luégo por medio de un trabajo de erosión,
más lento y laborioso aún, al través del obstá-
culo eruptivo que determinó el colmataje y al
través de su misma obra anterior; al respaldo
de cada cortadura de la barrera, hecha por el
río como por un serrucho hidráulico, hay una
mesa sedimentaria de faldas rodadas.
Desde la quebrada de Contador, a tres
kilómetros adelante del puente de Queta-
me, comienza el desfiladero de La Huesada,
de seis kilómetros de longitud, tallado en la
roca viva; luego vienen los colmatajes de las
quebradas de El Naranjal y Quebradablanca,
donde se asientan, respectivamente, los pe-
queños cultivos de Trapichito y Mundonuevo
y los de Marcelita y Monterredondo, a cuyo
pie está la primera cortadura del río. De la

•69•
· Vastas soledades ·

mesa de Monterredondo al fondo del valle


se baja un escalón de más de 300 metros, por
medio de un largo zigzag del 10 por 100. La
quebrada de Las Perdices, en su colmataje,
antes de la estrechura de Chirajara, formó
a Mesagrande, por cuyo pie pasa hoy el ca-
mino, y desde la que se domina el cuchillón
sedimentario formado también por la misma
quebrada, el cual se apellida San Miguel, don-
de sucedió en la última guerra la batalla de
este nombre, que libró el General González
Valencia ocupante de Mesagrande. El desfi-
ladero de Chirajara, de ocho kilómetros de
longitud, tallado también en roca viva, que
termina en Susumuco, es el verdadero des-
punte del filo de Chingasa que cierra el cuen-
co del Rionegro, para desviarlo hacia el sur,
en larga y pronunciada curva, por medio de
una de sus estribaciones basálticas, para
arrojarlo hacia la estrechura final de Guayu-
riba, por donde entra al Llano. Esta última
estrechura determina las mesetas sucesivas
de Pipiral, Colorada y Servitá, donde vuel-
ve a haber pequeños cultivos. Transmonta
el camino esta última con el nombre de Bue-
navista, apartándose del curso regresivo del
río, para caer al Llano en Villavicencio. Tal
es el trazo rápido de esta segunda parte del

•70•
Llanos Orientales

camino de montaña, en un tendido de 1,200 a


1,600 metros sobre el nivel del mar, análogo
en sus peripecias al que cae a Medina y al que
caerá a San Pedro de Upía.
Pero esta descripción general ofrece deta-
lles interesantes que no es posible dejar pasar en
silencio, por la natural impaciencia de conocer
la llanura. Volvamos atrás. El desfiladero de
La Huesada presenta uno de los espectáculos
más interesantes de la vía: a la izquierda el pe-
ñón erizado de puntas de roca estallada por el
taladro, por sobre el cual subía y bajaba con
quebranto de las bestias, el antiguo camino;
a la derecha, en lo profundo, el río rumoroso,
haciendo su eterno trabajo de aserrador de la
barrera; en la vertiente opuesta, la rica vere-
da de Guacapate perteneciente al Distrito de
Quetame, entre las quebradas Piña y Taque-
tá, cubierta de cultivos de caña separados por
sauces y eucaliptus. La altura media de esta
exuberante vereda es de 1,400 metros sobre
el nivel del mar, y su suelo es el más adecua-
do, por la facilidad que permite al regadío,
para poner en ella el imponderable cultivo de
la alfalfa, ¡que alimenta cincuenta cabezas de
ganado vacuno por hectárea! Destinadas esas
tierras que hoy producen, por término medio,
$ 300 por hectárea en el cultivo de caña, al

•71•
· Vastas soledades ·

engorde de los ganados del Llano, producirían


la enorme utilidad de $ 1,000 con el cultivo de
la alfalfa, mediante la fundación de establos
para las reses de seba. Otro tanto puede ha-
cerse extensivo, para el propósito de este li-
bro, respecto de todas las grandes hoyas del
Rionegro, Guavio y Garagoa, comprendidas
como están entre los límites altimétricos del
cultivo de aquel estupendo forraje, en Soatá y
sus inmediaciones.
Pasado el desfiladero se entra en los terre-
nos de riego procedentes del cuenco secun-
dario de la quebrada de El Naranjal, donde
nuevamente se encuentran cultivos de tierra
media. Un buen puente, construido en este
año por el Sr. Ismael Romero G., salva el pe-
ligroso torrente cuyas aguas ofrecen un rico
tesoro de fuerza. Desde la ribera derecha se
columbra sobre el opuesto lado el alto ba-
rranco de sedimentación, labrado por aque-
llas aguas que corrieron en época no lejana
por el sitio mismo de Marcelita, por donde
hoy pasa el camino. También se columbra en-
tre ese antiguo lecho y el Rionegro, la hondo-
nada de un antiquísimo sendero, tallada por
la planta humana al través de los siglos, aca-
so cuando la quebrada no había aún acabado
de practicar su actual lecho.

•72•
Llanos Orientales

No ha desaparecido de la mente la conside-


ración sobre la traza prehistórica, cuando dos
horas después, habiendo dejado atrás el trapi-
che de Monterredondo, se distingue del otro
lado del Rionegro, sobre la vertiente del em-
pinado cuchillón que separa las aguas de éste
de las del Rioblanco que le entran frente a
San Miguel, una nivelada meseta, restos del
gran valle sedimentario que cubría antigua-
mente el hoy atormentado cauce. La meseta
está actualmente rodeada por taludes inac-
cesibles que carcome el río y en su recuesto
se levanta casi vertical, como un paredón, la
vertiente de la cuchilla que mira al nordeste,
de modo que el sol la acaricia de soslayo al
amanecer, antes que al resto del panorama.
En esta pared, casi vertical sobre la meseta,
hay unas pocas construcciones de piedra en
seco, especies de murallas horizontales a flor
de tierra, formando escalones estrechos en la
abrupta falda, idénticos a los que el autor en-
contró en la vertiente del Guáitara, entre los
ríos Sapuyes y Angasmayo. El objeto de esas
construcciones, ora fuera como trincheras
para defender desde lo alto la población de
la meseta, ora fuera como adoratorios para
empinarse en la cumbre a saludar al sol na-
ciente, no puede adivinarse aun por falta de

•73•
· Vastas soledades ·

elementos de estudio de nuestro pueblo pre-


histórico, que a la larga irán descubriéndose;
pero lo que sí denuncian por lo pronto es la
identidad de costumbres y acaso de origen de
los indios de ésta con la lejana mesa de Tú-
querres, y eso por sí solo es muy importante
para la etnografía nacional.
Pasa las cómodas posadas de Guayabe-
tal y San Miguel, mira al frente la boca del
Rioblanco, sobre la cual hay una primorosa
meseta que hoy menosprecia su dueño y que
valdría cien veces más cubierta de alfalfa, y
entra el viajero en el célebre desfiladero de
Chirajara, angosto, pedregoso y festoneado
de helechos y orquídeas. De San Miguel para
adelante se dejan atrás los pajonales que ves-
tían por uno y otro lado los cerros parados
que estrechan el río. La vegetación arbores-
cente engalana la falda de la derecha, la cual
le da el aspecto de un paño motoso, en veces
matizado por la florescencia del ocobo, el
guayacán o el sietecueros. A la vera del ca-
mino las lianas en velo de hilados festones,
los arbustos colmados de extravagantes flo-
res de olor acre y los helechos con sus palmas
destelladas, cierran el espectáculo del río,
atenúan suavemente la luz y le prestan al am-
biente suavidad y perfume.

•74•
Llanos Orientales

La cascada de Chirajara, como una ninfa


del paisaje, se desprende de lo alto de una ca-
ñada pedregosa, por entre musgos y salta en
espumas por sobre los negros monolitos que
le obstruyen el cauce. Al paso del puentecillo
de madera que salva la cañada, se contempla
con fruición este raudal de lirios blancos en-
tre el boscaje sombrío.
En la época del verano en la vertiente
oriental, es decir, de noviembre a marzo, se
establece un viento rastrero del lado de la lla-
nura en las horas del mayor calor, que al enca-
ñonarse por el abra del río, azota tremebundo
los contrafuertes de la montaña. Apresurada
la velocidad de este viento en las estrechuras,
es tal su ímpetu que las caballerías vacilan en
su marcha cuando les da de costado o cuando
las atolondra a fuerza de pegarles de frente.
Los cultivos desaparecen en estas laderas
escarpadas y los cerros, ora desnudos, ora
cubiertos de bosque, adquieren la adustez de
la montaña. La parte de cerro bastante incli-
nada, donde es imposible que se sostenga la
vegetación arborescente, se cubre de paja, la
cual suelen incendiar los colonos y cazadores
durante el verano, con lo que quedan a descu-
bierto las aristas pétreas de la serranía. Des-
quiciadas las yuxtaposiciones por los varios

•75•
· Vastas soledades ·

agentes que trabajan sin descanso en la obra


geológica, descienden sobre el camino aludes
de pedrisco y cascajo hacia el río y es el hura-
cán el iniciador del derrumbe. Hay cañadas
donde el rodadero es constante y al través de
las cuales la existencia del camino es efíme-
ra. Adelante de la cascada hay una cañada
que se salvaba por medio de un viaducto de
madera de dos tramos, cuyo apoyo central
era la punta aguda de una roca saliente que se
avanzaba en el frente del rodadero. Al paso
de los ganados en hilera los tableros se balan-
ceaban sobre la arista de aquella nariz de la
montaña. Hoy en este y otros puntos se ha re-
emplazado el viaducto por un corte firme en
la roca, y aquí, en el más largo, se ha puesto
una balaustrada sobre el abismo.
Para descender a la quebrada de Susumuco,
límite del Departamento de Cundinamarca
y donde comienza la Intendencia nacional
del Meta, hay una sección de camino tra-
zada personalmente por el Sr. Dr. Emiliano
Restrepo, en línea del 8 por 100 en el bosque,
como lo hubiera hecho todo un ingeniero.
Los hombres de esa vigorosa generación, no
reemplazada para desventura del país, fue-
ron luchadores en todos los campos: contra la
rutina colonial abrieron a la industria nuevos

•76•
Llanos Orientales

horizontes; contra la psicología medioeval


levantaron cátedras y escribieron libros, hoy
insuperables; contra el feudalismo incrusta-
do en la economía social redimieron el traba-
jo e hicieron la ley igualitaria; contra el pre-
juicio, hoy nuevamente en boga, del mal lote
en el reparto herencial de las naciones sura-
mericanas hicieron estudios de verdadera
savia indígena, construyeron caminos, fun-
daron empresas de transporte y se anticipa-
ron al porvenir en sus ensueños de grandeza
por el país, y contra la desadaptación de los
mestizos que presumen de europeos, que ha
vuelto a aquejar las entecas generaciones de
pseudo-científicos y pseudo-escritores que
se han venido sucediendo después, estudia-
ron el país, sus peculiaridades y sus costum-
bres nativas, para descollar como geógrafos,
sociólogos y poetas de aliento original.
En suave pendiente se asciende a la mesa
de Pipiral, que venía columbrándose de tiem-
po atrás a cada revuelta del camino. En la ca-
becera de la mesa hay una casa abandonada
y en sus contornos el rastrojo invade lo que
fue dehesa pocos años há. Domina la mesa un
montículo al parecer artificial, de forma con-
torneada y perfectamente regular, semejan-
te a las tolas negras de la mesa de Túquerres

•77•
· Vastas soledades ·

que, junto con lo de los cimientos de la falda


frente a San Miguel, constituye un fuerte in-
dicio de que los quillasingas tuvieron por aquí
sus colonias. La palabra Choachí, Chuhuachí
o Chi-gua-chí (como dicen los campesinos)
con que se designa todo un Municipio en la
hoya del Rionegro, tiene raíces quichuas, in-
dicativas de agua caliente o fuentes terma-
les, en que abunda la región2.
Al descender a la quebrada de Pipiral, se ex-
tiende la vista hacia el amplio cuenco solitario
e inculto que alimenta esta corriente y se pien-
sa en que probablemente en otro tiempo estuvo
aposentada allí una gran colonia quichua.
El puentecillo de Pipiral, a 800 metros
sobre el nivel del mar, es el punto más bajo
de esta vía y a sus inmediaciones brota una
fuente termal a 50° de temperatura, la prime-
ra e inferior de la serie que sigue por la hoya
del Rionegro: en Quetame, a la orilla del río,
a 1,200 metros sobre el mar, está la segunda,
de 38° de calor; en Fómeque está la tercera,
a 1,700 metros, con temperamento de 31°, y
en Choachí está la última, a 1,900 metros y
54° de calor. Son cloruradas en esta serie las

2 El gentilicio anticuado de los indígenas de allí era chi-


guanos. [Nota del original]

•78•
Llanos Orientales

de suave temperatura, lo que parece probar


que el banco salino que atraviesan no es muy
profundo, y son sulfurosas las que pasan por
bancos profundos y vienen a más de 50°.
Aquí presenta la cordillera su base basál-
tica, y el camino tiene un ascenso suave hacia
el lomo de Buenavista, a 1,250 metros sobre
el mar, apartándose más y más del curso del
Rionegro. El vecindario de Servitá empieza
a presentirse por la presencia de casitas ha-
bitadas por gentes anémicas, y cultivos dis-
persos. La quebrada Colorada es la última
corriente, por cierto de muy poca significa-
ción, que atraviesa el camino antes de caer a
la llanura.
Sobre la garganta de Servitá, a uno y otro
lado de ella, tuvo el Dr. Restrepo dos hacien-
das, de caña la una y de café la otra; ambas
están arruinadas e invadidas por el rastro-
jo. En la de cañas sólo subsiste, como una
irrisión, un cañón de chimenea por el que se
levanta frondoso un árbol, cuya edad cuen-
ta los años del papel moneda en Colombia.
Sobre la fértil vega del Rionegro, en la curva
que envuelve el ganglio de Buenavista, hay
otra hacienda de cañas, arruinada también,
perteneciente a otro trabajador inteligente y
tenaz, el Sr. D. Ricardo Jaramillo. 200,000

•79•
· Vastas soledades ·

arbustos de cafeto tenía el Dr. Restrepo en


el cuenco de la quebrada de San Lorenzo,
afluente del Guatiquía. ¡La crítica agrícola
enmudece y un sentimiento de profunda tris-
teza se apodera del ánimo al contemplar los
próvidos esfuerzos de la inteligencia y el tra-
bajo anonadados por la estolidez de un Go-
bierno banderizo que apeló para sostenerse a
un régimen económico suicida!
De todo esto ha subsistido, sin embargo,
un germen de civilización: una escuela rural
que reúne los niños del contorno en número
de 25 alumnos, pálidos y jipalos. ¡No pasa un
hombre de aliento por un terreno que le fue
desastroso, sin que deje siquiera una huella
de luz!
De la Colorada a Buenavista hay unos 7
kilómetros por el espinazo del ganglio. La
casa de Buenavista, de agradable aspecto y
enfrentada hacia el oriente por el abra que
mira al Llano, prepara el ánimo del viajero
para presenciar un espectáculo sublime. No
siempre se disfruta de esta vista magnífica,
porque en verano el humo de las quemas, y
en invierno las nieblas, opacan el aire. En
todo caso, se ve la faja de bosque que orla el
pie de la cordillera; más allá, un resplandor
de sabanas, y en línea recta, hacia el oriente,

•80•
Llanos Orientales

la cinta sinuosa del río Guatiquía; después,


¡una vaguedad de infinito!
Este es un sitio de pensamiento: el poeta
tiene un cuadro de emociones que se escapan
al lenguaje vulgar; el filósofo deduce altas
concepciones religiosas en presencia del sol
naciente, como padre de las múltiples teogo-
nías humanas; el sabio calcula la potenciali-
dad de los gérmenes que la llanura disipa en
el espacio, como el sol en el vacío sus energías
poderosas; el sociólogo concibe el movimien-
to migratorio de los hombres en esa prolífi-
ca región, y el patriota, hijo de la República
olvidadiza de sus tesoros, ¡suspira por un
Gobierno simplemente administrador de las
inmensas riquezas que allí se pierden!

***
No se conoce la llanura de un modo comple-
to sin conocer sus productos, el principal de
los cuales es el llanero; pero la elaboración
de ese bello producto, en que era maestra la
pampa, está sufriendo perturbaciones por
causa de la civilización actual. Esa sabia y
paciente orfebre de joyas antiguas no puede
ya trabajar a gusto y empieza a dejar incon-
clusas sus obras.

•81•
· Vastas soledades ·

Un centauro que colea ganado al galope


de su caballo; que aguarda en medio de la sa-
bana, de pie firme, al toro viejo y lo clava de
hocicos, tomándolo por los cuernos; que caza
tigres con lanza y se bate a cuchillo con los
caimanes en el río; que pasa a nado el Ori-
noco con su silla de montar en la diestra y
el ronzal de su yegua entre los dientes; que
canta galerones al són de una guitarra ronca,
y que habla un lenguaje lleno de metáforas,
vibratorias como el viento y rápidas y des-
lumbradoras como el rayo; ese llanero, com-
pañero de Páez y Rendón, desapareció en la
epopeya. De ese Marte liberal de la llanura
sólo queda la silueta en la Historia de Colom-
bia, la gloriosa.
La antigua incomunicación de los pue-
blos por falta de caminos, y más que todo,
por ciertas condiciones de estática social que
va desapareciendo por causa de la Prensa y
el telégrafo, determinaba la formación de
tipos regionales. El llanero era uno de ellos.
La presión del medio, ejercida sin pertur-
baciones extrañas, a través de una serie in-
definida de generaciones, debía obrar en el
organismo y en la mente del hombre profun-
das modificaciones que le imprimían carác-
ter especial en la fisonomía, en el lenguaje,

•82•
Llanos Orientales

en la mentalidad y en las maneras. Preciso


era que el troquel de impresión de estos ti-
pos tuviera aristas aceradas. La planicie y
la montaña, el aislamiento y la comunica-
ción con el mundo, el frío y el calor deter-
minan diferencias sustanciales en las mo-
dalidades humanas; pero el ferrocarril y el
vapor conspiran contra esa diferenciación
y la antropología moderna ha acabado con
las razas.
El Llano ofrece, como ha podido verse
en los capítulos anteriores, varios motivos
de diferenciación en el hombre: la forma del
suelo, la amplitud del horizonte, la mono-
tonía, la soledad, la temperatura, la mayor
mortalidad, los peligros de la vida.
Es curioso observar que las facilidades
del suelo plano y los ríos para el transporte,
hayan creado en el hombre el hábito de no
hacer uso de sus órganos de locomoción: el
llanero salta del chinchorro al caballo y del
caballo al chinchorro. ¡Un llanero a pie no sir-
ve para nada!
Por desgracia el caballo llanero es un sér
triste, taciturno, pensativo, perezoso, flaco,
sarnoso, pelado y feo; porque vive enfermo.
Los murciélagos le chupan la sangre de no-
che y los tábanos lo enloquecen de día. El

•83•
· Vastas soledades ·

caballo, como el indio en el Llano, no tiene


un momento de solaz. La mortalidad de estas
bestias allí es aterradora, y por eso las crías
de caballos son muy difíciles. A precio de mil
cuidados se mantienen los caballos durante
su corta y precaria existencia. Un caballo, se-
gún sus condiciones, vale en el Llano cuatro,
seis… ¡diez novillos!
La amplitud del horizonte intensifica los
sentidos: el llanero distingue a largas distan-
cias una vaca de un toro y una res del propio
hato de otra res del hato vecino. Las voces de
los cazadores de venado y las señas estratégi-
cas de la batida las entiende el llanero de un
extremo al otro de la sabana. Las percepcio-
nes de toda especie de ruidos en el hijo de la
pampa es cosa de maravillar: ellos oyen y dis-
tinguen desde el rancho el paso de la piara, el
arrullo de las pavas y el rumor de las fieras en
la mata lejana.
La uniformidad del paisaje, la línea siem-
pre horizontal del suelo, la vida llana desarro-
llan en la pampa, por una especie de contraste,
el paisajismo mental de los hombres, la consi-
guiente metáfora en el lenguaje, la supersti-
ción de lo fantástico, el cuento de los imposi-
bles. La voz del llanero es lenta y cadenciosa,
pero su charla es anecdótica y seductora. Los

•84•
Llanos Orientales

cuentos de los llaneros están llenos de pintu-


ras y de movimientos; en sus relaciones se ve
el tigre deslizándose majestuoso por la llanu-
ra, se oye el cascabel del crótalo, se siente el
raudo correr de los venados.
La musa del Llano huye con la coloniza-
ción de la cordillera. El poeta popular que
improvisaba galerones al són de la bandu-
rria y el tamboril en los fandangos, ya ha
desaparecido; pero subsisten sus versos en
la memoria de los llaneros alegres, próxi-
mos también a desaparecer. Como muestras
preciosas de la literatura pastoril de nues-
tra encantadora región oriental, recogemos
los galerones más vulgarizados allí, para
salvarlos del olvido en vísperas de que la
civilización, que invade la América del sur
con paso acelerado, haga desaparecer al lla-
nero, sus tradiciones y sus verbos. ¡Siempre
es grato fijar en el recuerdo de las genera-
ciones el rasgo fugitivo que caracterizó un
estado social que no volverá jamás!

Mi mama me dio el consejo


que no fuera enamorao,
y si veo una bonita
me le voy de medio lao:
¡como el gayo a la gayina,

•85•
· Vastas soledades ·

como la garza al pescao,


como la torcaz al trigo,
como la vieja al cacao!

Por aquel yanito abajo,
donde yaman Para Para,
me encentré con un becerro
con los ojos en la cara;
el rabo lo tenía atrás,
tenía pelos en el cuero,
los cachos en la cabeza
y las patas en el suelo.

Más acá de no sé dónde,
juntico de la quebrada,
iba yo, ya nochecita,
y hayé la tigra cebada.
No sé qué estaría pensando
el dianche de la malvada
que, así que me vido encima,
me tiró una manotada.
¡Huiste! le dije a la indina:
“¡No sea busté tan mal criada,
“que pa saludar un hombre
“no se le tira a la cara!
“¿No ve que el morcillo es potro
“y que se asusta de nada?”.

•86•
Llanos Orientales

Yo soy nacío de Aroa


y bautizao en el Pao;
no hay zambo que me l’haya hecho
que no me l’haya pagao,
que anoche comí culebra
y esta mañana pescao;
que los dedos tengo romo
de pegalle a los malcriao;
los brazos los tengo blancos
de vivir enchelecao;
¡no hay zambo que me l’haya hecho
que no me l’haya pagao!

Yo no soy de por aquí,


yo vengo del otro lao
y me trajo un capuchino
en las barbas enredao.
Si hubiere alguno en la rueda
que con yo esté incomodao,
sálgase de para afuera
p’echarlo patarribiao
con este brazo invencible.
que Jesucristo me ha dao;
que en esos yanos de Achagua
yo soy el zambo mentao:
yo fui el que le dio la muerte
al plátano verde asao,

•87•
· Vastas soledades ·

con un cabito de vela


y un padrenuestro gloriao.

Por los años de sesenta
para colear el ganao,
me dieron para mi siya,
un cabayito melao;
me echaron un toro josco,
los cachos abercelaos;
le di tan fuerte jalón
que lo dejé mancornao.

Vino el mayordomo y dijo:


“No me maltrate el ganao”;
Yo le dije: “Cabayero,
sea busté mejor hablao”;
que me yaman “tántas muelas”
aunque no las he mostrao,
pues si las yego a mostral
se ha de ver el sol clisao,
la luna teñía en sangre,
los elementos trocaos;
¡que jumo tabaco en bomba
y escupo de medio lao!

Por otra manifestación extraña de la ley


de los contrastes, la soledad y el aislamiento
en que viven los llaneros les da aquel espíritu

•88•
Llanos Orientales

hospitalario de que justamente se ufanan.


Son contadas en la existencia del llanero las
ocasiones en que un forastero llega a su ca-
baña; era de esperarse que fuera montaraz, y
sin embargo, sale al encuentro de la caravana
para ofrecerle amparo en su casa. Para el lla-
nero no sólo es sagrado el huésped sino que lo
constituye en amo y señor. El trago de café de
la bienvenida parece sellar un pacto, en vir-
tud del cual todo, desde el chinchorro hasta
el perro, quedan a la orden del visitante. Al
principio el llanero se muestra discreto en
sus intimidades, por timidez, pero luégo abre
su corazón, denuncia sus secretos y cuenta su
historia.
La vida de peligros que pasa el llanero,
en lucha frecuente con las fieras y en desafío
permanente de peligros, le infunde un valor
estoico de que él no se da cuenta. Caza el ti-
gre como pudiera hacerlo con un armadillo,
cruza el río embravecido durante la tormen-
ta, soporta la perniciosa bajo el mosquitero
como si se tratara de un catarro y se burla de
la muerte a cada paso como si le fuera indife-
rente la existencia.
La indolencia, el talento, la generosidad
y el valor son las características que el Lla-
no sabe poner en la índole de sus hijos. En

•89•
· Vastas soledades ·

cuanto al físico del llanero, se lo imprimen


el calor y la alimentación: color moreno, ojos
negros y brillantes, estatura mediana, seco
de carnes.
Estas condiciones aparecen en el tipo
puro, raizal del Llano; porque la migración
cordillerana, renovada diariamente, tiende a
neutralizar la obra del medio. Pero el medio
tiene un poder formidable y es tenaz como el
tiempo. Entre la montaña y la llanura se ha
establecido, en efecto, una lucha: la cordille-
ra manda a sus hijos fornidos y el Llano los
enflaquece; diligentes, y el Llano los empere-
za; mezquinos y pacatos, y el Llano los hace
pródigos y chisparosos; tímidos, y el Llano
los convierte en audaces. Pero antes de que la
transformación se cumpla, la muerte cosecha
un 7 por 100 anual de rebeldes a la adaptación.
Entre los niños bogotanos voceadores de
periódicos que algún Prefecto de Policía de-
portó al Llano en 1887, iba uno de diez años de
edad, vivaz y sentimental como todos los de su
oficio, llamado Milcíades Naranjo (alias la pul-
ga). Las calenturas apagaron el color de su ros-
tro, la escrófula le rayó las pantorrillas, la ane-
mia le secó las carnes, la nostalgia le apagó el
genio y el sentimiento de la injusticia le laceró
el corazón. Sin embargo, el hijo querido de los

•90•
Llanos Orientales

embaldosados de la ciudad no murió, y hoy es


dueño de un pequeño hato en el centro de una
rica sabana y padre de familia y hace por tem-
poradas una larga correría para traer un nuevo
alumno a las escuelas de Villavicencio.
Los Sres. Francisco y Carlos Vásquez fue-
ron al Llano en 1884 con sólo crédito, y hoy
sus descendientes que giran bajo la respeta-
ble razón social de Vásquez Hermanos, tie-
nen dos magníficos hatos allí, con cerca de
4,000 reses y han podido adquirir, además,
con el producto de su afortunada y meritoria
labor llanera, varias fincas valiosísimas en
la hoya del río Bogotá. El éxito de aquellos
dos hermanos antioqueños atrajo al Llano a
diez hermanos más, tan trabajadores y afor-
tunados como ellos.
El Sr. Ricardo Rojas R. llegó sin dinero al
Llano en 1862, y al principiar la malhadada
guerra de 1899 era dueño en Villavicencio de
dos espléndidas haciendas de pasto y cañas y
un hato de más de 1,000 cabezas, que la gue-
rra destruyó. Su hermano, Antonio de P. Ro-
jas, vino al Llano en 1880, adolescente aún,
como administrador de un hato, y al morir,
dieciocho años después, legó una cuantiosa
fortuna, consistente en dos grandes hacien-
das de pasto y caña y dos hatos de 800 reses.

•91•
· Vastas soledades ·

Hacia el año de 1860 se estableció en Vi-


llavicencio el Sr. D. Manuel Fernández, sin un
real en el bolsillo, principió a trabajar como
un héroe, educó a su numerosa familia en los
mejores colegios de Bogotá y le dejó al morir,
treinta y cuatro años después, dos haciendas
de pasto y un hato de más de 1,000 cabezas.
Manuel Velásquez, Antonio Puentes, Mil-
cíades Martínez, Juan Acuña, ricos comer-
ciantes de Villavicencio, comenzaron allí su
fortuna hace doce años.
Santos Quevedo, Justo Flórez, Acisclo
Velásquez, Lino Rojas, Gregorio Rey, Juan
Herrera, Bautista Rodríguez y centenares
más, ricos hoy, comenzaron su labor llanera
sin recursos.
Y, para decirlo de una vez, todo mozo ca-
queceño que llega al banquete de la vida y no
encuentra en él puesto, porque lo ocuparon
ya otros con prelación de tiempo; es decir,
que le falta tierra en el apretujo de labran-
zas de sus mayores, toma su escopeta, le dice
adiós al terruño y busca la aventura en el Lla-
no. El derrotero es conocido y el éxito proba-
ble: después de un año es dueño de cabaña y
conuco, y si persevera, a la vuelta de diez años
es hombre de capital a inmediaciones de San
Martín o Villavicencio. Por millares podrían

•92•
Llanos Orientales

citarse nombres: todos los vecinos del Terri-


torio del Meta, con pocas excepciones de le-
janas procedencias, son hijos de los cuencos
del Rionegro, el Guavio y el Garagoa. Otro
tanto puede decirse de la humilde coloniza-
ción boyacense, por los malos caminos de la
cordillera hacia Casanare.
Como la sedimentación lenta, perseve-
rante y eterna de la montaña sobre la llanura
no se nota de un año a otro y parece que no
existiera, así el aporte humano de aquella so-
bre éste. Si mediante un registro estadístico
se contaran las pequeñas fortunas levanta-
das de la nada en el Llano, cada cierto pe-
ríodo de tiempo, sumarían guarismos cuan-
tiosos. La acumulación de esas pequeñas
porciones representa para el país lo que la
agricultura microscópica de los estancieros,
una gran riqueza de conjunto.
Hay, pues, una tenue corriente humana,
afortunada y próspera, aunque humilde y
casi imperceptible, que baja de la cordillera
hacia el Llano, la cual hará al través de los si-
glos su obra de colonización de la gran llanu-
ra, por el colmataje del tiempo. Acelerar este
movimiento en velocidad y sobre todo, en
intensidad, por un método de concurso cien-
tífico, es el objeto de la civilización moderna

•93•
· Vastas soledades ·

en esta lucha que tienen empeñada las nacio-


nes para llegar pronto a su apogeo.
Pero hay otra corriente humana que sube
del Llano hacia la cordillera, la cual cumple el
mismo fin que la anterior y que se debe some-
ter a los mismos procedimientos acelerativos.
Nótase, en efecto a medida que se interna el
observador en la llanura, que la migración del
Apure va trayendo lentamente sus rebaños en
pequeñas o grandes partidas hacia Arauca y
Casanare, en busca de mejores condiciones
de vida. Venezuela verifica sobre Colombia
un éxodo inconsciente, del cual puede aprove-
charse esta última para apresurar el corona-
miento de sus anhelos de progreso. De cierta
distancia de la pata del cerro (como por allá
dicen) para abajo, casi todos los dueños de
grandes hatos, de empresas de transportes
y almacenes son venezolanos, muchos de los
cuales, como D. Ramón Real, son verdaderos
propulsores de nuestro progreso.
El llanero venezolano, más atemperado
al clima al través de su largo éxodo en las
llanuras de su propia Patria y con una mez-
cla de sangre africana que le presta atavis-
mos tropicales, es quien caracteriza verda-
deramente el tipo regional y quien impone
sus costumbres, sus gustos, su estilo y sus

•94•
Llanos Orientales

supersticiones, a cuya escuela concurre el


llanero colombiano de procedencia serrana y
sangre mezclada de indio.
Todo esto, aunque aclimatado más o menos
en una o varias generaciones, es de proceden-
cia exótica, donde predomina muchísimo la
sangre andaluza, como se descubre por cierta
genialidad gallarda y chispeante de que están
impregnadas con grato perfume las maneras
de la gente de nuestra llanura oriental.
Pero hay otro elemento étnico propio de
la región [...] y son los indios llaneros, cuya
importancia demográfica va siendo cada día
menor, a medida que el contacto de la raza
dominante los degenera y elimina. Hay tiem-
po de salvar lo que resta.
En la época de la Conquista era la parcia-
lidad de los achaguas, una de las más dóciles
que poblaban la llanura en toda la extensión
del Meta, en número incontable, hoy ha desa­
parecido casi del todo, víctima desde enton-
ces de la persecución de los blancos. Subsis-
ten aún en considerable número los salivas y
los guahibos y rastros poco significativos de
otra multitud de tribus del Orinoco remon-
tadas hacia la cordillera por sus afluentes.
Con todas ellas estaría al presente inundada
la inmensa llanura, sin la perturbación del

•95•
· Vastas soledades ·

régimen demográfico que introdujo la con-


quista española con todas sus crueldades
y depredaciones, apenas comparables con las
depredaciones y crueldades de los actuales
peruanos en la Amazonia.
Razón tienen los guahibos cuando les gri-
tan en mal castellano a los pasajeros del va-
por que hace viajes en el Orinoco:
“¡Blanco ladrón! ¡Lancha mía, río mío!”.

***
En el Llano la agricultura es un accesorio
de la ganadería, y las labranzas se estable-
cen como simple apoyo de esta industria ne-
tamente llanera. Lo que en todas partes es
tópico fundamental, aquí es apenas de im-
portancia secundaria. Una fundación es una
hacienda de ganado, que tiene como comple-
mento algunos cultivos y la explotación de
tal cual producto natural del bosque, como
el caucho y la copaiba. Considerados ligera-
mente estos detalles, sigamos nuestra visita
a la fundación.
Al frente tiene el lector un paisaje: el río
al pie, de aguas azulinas y transparentes, en
cuyo fondo se ven jugar en número infinito
los pescados; sobre la linfa la canoa, digamos

•96•
Llanos Orientales

la curiara, para no desafinar; al frente una


barranca roja, hendida en el medio para de-
jar pasar un caño de aguas negras, criadero
de babillas, desde donde los pequeños saurios
hacen su agosto sobre los pececillos del río;
sobre la barranca, entre palmeras, la enrama-
da del trapiche de bueyes corpulentos y man-
sos, que lanza al espacio un caudal de notas
agudas y un perfume delicioso de miel cocida;
entre flores de escandaloso color y tamaño
tropical, la cocina contigua al trapiche, en la
cual oficia una moza, coqueta y alegre, en la
fritada de lomo de marrano, patacones y café
claro, para la merienda de los trapicheros, y
allí, en el fondo verde del follaje, un puente-
cillo colgante de cuatro hilos sobre el caño de
las babillas, para comunicar el trapiche con
los potreros de ceba de la vega del río.
La sabana, con su horizonte deprimido y
sus perspectivas indecisas que permiten mi-
rar proyectadas en el lienzo gris del atardecer
las espigas del pajonal y los árboles aislados
de una mata solitaria, cambia nuevamente los
toques festivos del bosque y del río por la uni-
formidad desoladora de la línea recta. Allá,
a lo lejos, a la hora del crepúsculo, se ven las
techumbres de la fundación y las cercas de los
corrales que la rodean. Un gregal de ganado

•97•
· Vastas soledades ·

tendido en la llanura pone tal cual punto co-


lorante en esa mar quieta de paja pálida. Al-
gunas vacas a paso lento se aproximan a los
corrales a lamer el terrón de sal botado sobre
la grama, y el buey que las llama muge apaci-
ble y amorosamente para armonizar con esa
nota vaga la paz del paisaje.
Llega el llanero a la fundación al cerrar
la noche, caballero en una jaca vieja o enve-
jecida por los trabajos, ensillada con un fus-
te sin forrar, de estribos de aro y jaquimón
de cerda. En estos estribos, que se hicieron
para apoyo de unas botas, desarmonizan
el pie descalzo y la polaina raída. Aparta el
hombre del sendero con la zurriaga las vacas
que echadas en él, rumian tranquilamente
antes de coger el sueño. Abre desde a caballo
la puerta de talanqueras del corral, al través
de las cuales una madre acaricia a su terne-
ro que lloriquea por el lado de adentro. Grita
las buenas noches, y una veintena de perros
sarnosos llegan a agasajarlo cruzándosele
por entre las piernas y lamiéndole las manos,
mientras él desensilla su bestia y cuelga los
aperos en un gancho de madera o garabato
que pende del alero de la enramada. En ésta
están atravesadas varias hamacas de cuma-
re tejidas por los indios, dispuestas allí para

•98•
Llanos Orientales

dormir él y su servidumbre. Sobre el envi-


gado de la casa hay un entablado donde se
duerme bajo mosquiteros. Una escopeta, un
arpón y una lanza, armas del hombre del de-
sierto, completan los enseres de estas casas
sin tabiques, levantadas sobre horcones y ex-
puestas al viento de la llanura.
La merienda la constituyen una sopa de
arroz con trozos de carne de puerco o algún
animal de monte, fritada de plátano y yuca y
café sin dulce.
Después de comer, el llanero y los vaque-
ros llegados antes que él a la casa, cogen sus
chinchorros y llaman el sueño con cuentos
de cacería y aventuras con los guahibos. Al
compás de los ronquidos, del mugir del gana-
do, del ladrido de los perros, del berrear de
los becerros mortificados por los murciéla-
gos, van pasando las horas de la noche hasta
los primeros tintes de la aurora, en que peo-
nes, patrón y cocinera se ponen en actividad.
Distribuído el trago de café, a modo de desa-
yuno, los peones se dispersan hacia el bosque
a picar los cauchos, el patrón monta a caballo
y llama a sus perros para dar un vistazo al
ganado y la mujer ordeña las vacas, trae agua
del jagüey y hacia el medio día prepara el al-
muerzo.

•99•
· Vastas soledades ·

De la revista del ganado resulta frecuen-


temente la desaparición de algún becerro y
la consiguiente busca del tigre que se lo está
engullendo en la mata vecina. El tigre en
los Llanos de San Martín y éste y los indios
bravos en Casanare y Arauca son la preocu-
pación permanente del llanero. El hábito de
cazar tigres ha hecho de esta faena una ocu-
pación familiar; en el Llano se caza un tigre
con la misma sencillez empleada para un
conejo o un tapir. Sin embargo, la cosa suele
ofrecer peligrosas aventuras, sobre las cua-
les se refieren infinidad de consejas. Todos
los habitantes del Territorio del Meta refie-
ren el modo como un tigre le arrancó las na-
rices a D. Polo Solano, llanero viejo de San
Martín. Salió D. Polo a matar un tigre ceba-
do que le hacía daños en su hato; se armó de
su escopeta y llevó en su compañía a sus dos
hijos, mozo adolescente el uno y niño de ocho
años el otro, provistos, respectivamente de
una lanza y un cuchillito. Llegan los tres a
la mata donde la fiera estaba en asecho; le
dispara el viejo y marra el tiro; el animal lo
acomete furioso y le clava las garras en los
muslos y las espaldas en un abrazo mortal, al
propio tiempo que a dentelladas le destroza
el cráneo y le arranca las narices. El mozo de

•100•
Llanos Orientales

la lanza, viendo perdido indefectiblemente a


su padre, se aterroriza y huye a todo correr,
acobardado por el pánico. El viejo lucha a
viva fuerza y el felino, ciego de cólera, sólo
atiende a su víctima sin preocuparse por el
chicuelo del cuchillito, quien se lo envasa por
los hijares, causándole una muerte instantá-
nea. Desangrándose D. Polo se arrastra con
el niño salvador hasta la casa del fundo, don-
de encuentra a su hijo mayor, todavía lanza
en mano, encaramado en el zarzo. Allí el in-
dignado padre levanta la mano para malde-
cir al cobarde, pero el chiquillo de rodillas le
implora y obtiene su perdón.
El habitante natural del Llano que lo ani-
ma y lo embellece es el ganado vacuno. Las
sabanas solitarias son desapacibles. Hacia las
vegas del Meta donde anda el gran rebaño ac-
tualmente, el pasto en retoño de un verde tier-
no y la presencia del numeroso hato prestan al
panorama un delicioso ambiente de vida.
Las vacadas en una sabana se despliegan
como un ejército en línea recta para comer
durante el día, acaso con el previsor objeto
de agotar el pasto en tandas metódicas y no
pisotear el que han de comer en lo sucesivo.
Por la noche los toros llaman a sus madrinas,
o sea a las sultanas de su respectivo harén,

•101•
· Vastas soledades ·

en número de veinte a treinta, y las agrupan


por pelotones con las crías hacia el centro y
hacen la guardia contra el tigre; pero estos
pequeños gregales siempre ocupan la línea
de ataque sobre el pasto. Así van dejando
atrás las sabanas agotadas, y avanzan los re-
baños poco a poco hacia el extremo opuesto.
En el veranillo de agosto se hacen las quemas
en ese lado, para que no falte durante el res-
to del año el pasto tierno. La prescripción de
no incendiar los pajonales de las sabanas la
aconsejan quienes no tienen ganados en la
llanura, con la utópica intención de no este-
rilizarlas por el fuego.
La paz de la grey se trasmite al campo y
del paisaje al espectador. La vaca que lame
y acaricia a su hijo; las alegres corvetas de
éste, con su cara ingenua como la de un niño;
la circunspección baturra del toro y su afec-
tada seriedad, tan semejante a la de ciertos
hombres sin ideas que llegan como él a ocupar
puesto de primer orden en el rebaño; la orga-
nización de este en grey tranquila, y sobre
todo, la sugestión bíblica de la vida pastoril,
que evoca vagos recuerdos de una sociedad
feliz, bajo el gobierno patriarcal de Abraham
y de Jacob: todo esto le presta al ganado un
delicioso encanto que se difunde por el prado

•102•
Llanos Orientales

y llega como una caricia de la madre tierra al


alma del hombre ciudadano atormentado por
la duda, por la política mezquina y por la ma-
levolencia del prójimo.
La numerosa vacada, agrupada en ma-
drinas, pace tranquila en estas sabanas y
se multiplica según la ley del mormón. Hay,
sin embargo, entre los toros, como entre los
hombres, curiosos estados de conciencia que
se traducen en una especie de filosofía ascéti-
ca como la de los brahamanes. Estos buenos
monjes de la India, después de haber sido los
mimados del mundo creyente, hacen el últi-
mo curso de santidad, retirándose al monte;
allí miran la salida y la entrada del sol para-
dos en un pie y cantan, con voz profunda, los
versículos del Veda.
En el centro de una sabana solitaria, a
la caída de la tarde, vimos un toro cenobita
contemplando la ocultación del sol, que mu-
gía con lúgubre lamento. La melancolía de la
hora, la soledad del bovino y la triste despe-
dida del astro, cuyos últimos lampos de luz
dibujaban con un trazo de fuego las dente-
lladuras de la cordillera, daban al paisaje el
sentimiento de una oración.

•103•
Casanare
GEORGE BRISSON*3
1896

La sección de la República de Colombia de-


signada con el nombre de Casanare, está
comprendida entre el 1.° y 3.° de longitud
oriental de Bogotá y el 5.° y 7.° de latitud Nor-
te, y cubre una superficie que se puede valuar
en 6.000,000 de hectáreas.
Sus límites naturales son: al Norte, los
ríos Sarare y Arauca; al Oriente, una línea
artificial; al Sur, los ríos Meta y Upía, y al
Occidente la Cordillera oriental.
Casanare no solo se compone de llanuras:
divídese físicamente en dos regiones muy
distintas: las faldas orientales de la cordi-
llera de Sumapaz, de Toquilla á la Nevada de
Chita, y una parte de los llanos que se hallan
á la izquierda del río Meta y á la derecha del
Arauca.

* En el original como Jorge Brisson. [Nota del editor]

•104•
Llanos Orientales

Estos mismos llanos se prolongan luégo,


como un golfo, entre ligeras ondulaciones,
hasta la boca del Orinoco, en la costa oriental
de Sur América, sobre el Océano Atlántico.
La serranía, de origen complejo, presenta
en su generalidad una formación calcárea,
perteneciente en parte al cretácico, y en mu-
chas otras se compone de terrenos carboní-
feros, esquistos, pizarrosos y asperones.
Esta cordillera, que en sus depresiones
(San Ignacio, Culebreada, Los Hervideros,
Las Cañas, Rechiniga) presenta cuellos que
bajan hasta 3,200 metros, alcanza en la Ne-
vada de Chita una altitud de 5,085 metros
y forma la línea divisoria de aguas entre el
Magdalena y el Orinoco.
En su vertiente Este, mucho más desarro-
llada que la del Poniente, que en varias par-
tes se levanta, casi como una muralla, sobre
el valle del Chicamocha, prolonga sus últi-
mos estribos y contrafuertes en longitud de
más de treinta leguas, lo cual le permite dar
nacimiento á ríos caudalosos como el Upía, el
Pauto, el Casanare, el Arauca y el Sarare, tri-
butarios todos indirectamente del Orinoco,
en tanto que por el Oeste únicamente forma
quebradas y torrentes fragosos que van á en-
grosar el Sogamoso.

•105•
· Vastas soledades ·

El suelo superficial de la parte llana es de


arenas porosas, de transporte ó de acarreo,
es decir, de aluviones, que reposan sobre una
capa de arcilla caliza de unos quince metros
de espesor.
La grande y melancólica llanura, cortada
por caños (ríos) orillados por cintas de mon-
tes de una anchura que varía de 10 á 5,000
metros, es una de las más sorprendentes y
majestuosas manifestaciones de la natura-
leza. ¡El hombre más valeroso y atrevido se
siente allí sobrecogido por respetuosa admi-
ración, cuando mide con los ojos y el pensa-
miento esas incógnitas y vírgenes soledades,
sólo cruzadas por fieras y por seres que por
su estado primitivo recuerdan los misterio-
sos orígenes de nuestra raza!
La altura de los Llanos sobre el nivel del
mar aumenta insensiblemente desde los 145
(bocas del río Casanare en el Meta) hasta
los 300 metros, que es la altitud media de los
pueblos situados al pie de la cordillera (Nun-
chía, Pore, Moreno, Tame, etc.).
La orientación general del río Meta, es
decir, de la vaguada principal, es de S. O. á
N. E., y la de los ríos afluentes de éste por la
izquierda, que bajan de los Andes orientales,
es de O. N. O. á E. S. E.

•106•
Llanos Orientales

Se ha dado el nombre de Casanare á la re-


gión, porque este río recibe, antes de desem-
bocar eu el Meta, la mayor parte de las aguas
que atraviesan las llanuras (Lipa, Ele, Cravo
del Norte, río de Tame, río Chire, Aricaporo,
Ariporo, etc.).
La población más importante de Casa-
nare es Arauca (170 metros sobre el nivel del
mar); desgraciadamente su situación excén-
trica en la frontera del Norte, y las dificulta-
des de comunicación en invierno con el inte-
rior, impiden elegirla para capital.
La segunda población, la que por su po-
sición topográfica está llamada al mayor
desarrollo, es Orocué sobre el río Meta (175
metros de altura), la que indudablemente
será la futura capital del “Departamento de
los Llanos”. Su clima es sano; su situación so-
bre una elevada barranca la pone al abrigo de
toda inundación, y el incremento que tomará
en breve tiempo la navegación del Meta, hará
de esta ciudad un importante centro comer-
cial é industrial en Colombia.
Los otros pueblos principales, clasifica-
dos por el número de habitantes, son: Tame,
Nunchía, Moreno, Pore, Zapatosa, Corozal y
Chire, situados todos al pie de la cordillera.

•107•
· Vastas soledades ·

La Trinidad, ó la Parroquia, hermoso


pueblo en la orilla izquierda del Pauto, se ha-
lla, puede decirse, en el propio centro de los
Llanos de Casanare, y por tal motivo le está
reservado también un gran porvenir.
Támara, la capital actual, está situada
en una ensillada, á 1,400 metros de altitud:
carece de área para extenderse, y los cami-
nos que á ella conducen son trabajosos, por
lo cual debe afirmarse que fue error elegirla
para centro administrativo de Casanare.
Támara se desarrollará poco á poco con el
cultivo de los cafetales que se irán levantan-
do á su rededor; pero tiene inconvenientes in-
superables para llegar al rango verdadero de
capital civilizada: clima frío y húmedo (sin
temor de equivocarnos podemos conside-
rarlo menos sano que el de Orocué), falta de
aguas, carencia absoluta de terreno plano
para edificar, etc. etc.
La Salina de Chita, que tarde ó temprano
indudablemente hará parte del Departamen-
to de los Llanos, es yá una población de cerca
de 2,000 habitantes, y la riqueza inagotable
de sus fuentes saladas la convertirá, con el
progreso de la elaboración, en una de las más
preciosas joyas de la diadema casanareña.

•108•
Llanos Orientales

El Llano presenta, entre muchas singulari-


dades y caracteres especiales, gran facilidad
de comunicaciones naturales de Occidente
á Oriente, y viceversa, pero ninguna hasta
ahora de Sur á Norte.
Efectivamente, los caminos que andan, es
decir, los ríos, van todos, como lo hemos obser-
vado, hacia el Levante, y la mayor parte (Arau-
ca, Ele, Cravo del Norte, Casanare, Ariporo,
Pauto y Cravo del Sur) son navegables en lan-
chitas de vapor, bongos, canoas. etc. Por tanto,
uno de los desvelos de una administración inte-
ligente en Casanare debiera ser facilitar las co-
municaciones de Norte á Sur, y recíprocamen-
te, estableciendo barcas con cables, canoas con
paseros, cabuyas, etc., en los ríos que cortan
el paso en el sentido del meridiano.
No debe pensarse por ahora en construir
puentes en los ríos del Llano, pues además de
inútiles en invierno, serían muy costosos.
Los caminos en las sabanas de Casana-
re no nececitan reparación alguna: como en
Hungría, los indica la brújula, según el rum-
bo que debe seguir el viajero para llegar al
lugar á donde se dirige, buscando á la vez en
los ríos, caños, esteros y raudales, los pun-
tos por donde se pasan y vadean con menor
trabajo.

•109•
· Vastas soledades ·

Muy diferente es la situación de los cami-


nos de la cordillera que enlazan los Llanos con
el interior de la República: los del Sarare y de
Cusirí (del Cocuy á Lope) son dos empresas
de magnitud trascendental, pero ni el uno ni
el otro están terminados. Los que conducen
de los Llanos á las salinas (de Moreno á Chi-
ta), el de Pore y Támara á Lagunaseca, y el de
Nunchía á Labianzagrande y Sogamoso, son
malísimos, carecen de muchos puentes ne-
cesarios, y entre los que existen hay algunos
cuyo paso es peligroso.
En los dos años que cuenta la Intendencia,
no les ha prestado atención alguna.
Sabemos hoy que todas las faldas de la
Cordillera oriental, hasta cerca de los pára-
mos (3,000 metros de altura para abajo), se
prestan admirablemente, por la composición
de su suelo, para el cultivo del café, del algo-
dón y del maíz.
En la región baja, en el Llano, los pocos
ensayos de cultivos hechos hasta hoy, han sido
coronados de éxito completo. Bástenos citar
á Arauquita, que es un paraíso, una tierra de
Canaán, con sus cacaotales, sarrapiales y ca-
ñaverales; otro tanto puede decirse de Santa
María (Mata de Palma, Toribio, Oropeza): no
se necesita en ellas sino sembrar para recoger.

•110•
Llanos Orientales

Lo que falta allí son brazos. Efectivamen-


te, el ganado vacuno es el único habitante de
estas inmensas sabanas, porque no podemos
decir que esté poblada una área de 6.000,000
de hectáreas en donde no hay sino unos 500
dueños de hatos, y vaqueros, y unos 1,500 in-
dios nómades.
Como la República de Colombia no está ac-
tualmente en situación económica que le per-
mita fomentar una inmigración, asumiendo
las responsabilidades de encargarse de ella,
conviene hacerla venir invitándola, sin va-
nas promesas, dándole sencillamente, como
garantía, todas las facilidades apetecibles de
comunicación y la protección administrativa.
Los misioneros son para esto gran elemen-
to de seguridad, y dan prueba de la tolerancia,
mansedumbre y caridad cristianas que sería
de desear imitaran todos los funcionarios y
empleados que administran á Casanare.
Allí no irán hombres de salón, ni de ins-
trucción superior: irán más bien espíritus
atrevidos y aventureros, y quizás á veces algo
fieros, que necesitan mucha libertad y mucha
indulgencia.
Hay que dar al colono ancho campo para
su actividad, mientras ésta no moleste ni per-
judique á terceros ni escandalice á la sociedad.

•111•
· Vastas soledades ·

El telégrafo y el correo deben ser, des-


pués de atendidos los medios de transitar y
de franquear las aguas, una de las grandes
preocupaciones del Gobierno, y las primeras
líneas han de enlazar á Arauca y Orocué con
la capital de la República.
Los indios que pueblan el Llano son, en
general, sumamente dóciles: no hablaremos
de los Sálivas, Piapocos y Tunebos, que es-
tán tan civilizados como cualquiera de los
aldeanos de Boyacá ó de Cundinarnarca;
hablamos de los Goahivos y los Cuivas, que
algunos viajeros novelescos se entretienen
en presentarnos como fieras; lo cierto es que
hasta ahora los pobres han sido muy maltra-
tados por los civilizados, y huyen aterrados
cuando ven á un blanco; la cuestión no es yá
reducirlos sino inspirarles confianza, y el
problema puede resolverse fácilmente si esta
delicada obra se confía á los Reverendos Pa-
dres misioneros, quienes la llevarán á cabo
mucho mejor de lo que lo haría la adminis-
tración oficial.
Sería redundancia explanarnos aquí sobre
las riquezas naturales de los bosques que ori-
llan los ríos del Llano: todos saben que esos
montes están llenos de esencias admirables
para construir, grabar, teñir, curar, etc.

•112•
Llanos Orientales

Los tigres y las culebras son otros espanta-


jos de la misma familia que los indios bravos.
Es cierto que el tigre gusta de los novi-
llos y terneros; pero pregúntese á los gana-
deros si cuando quieren desembarazarse de
un tigre tienen que perseguirlo algunas ve-
ces hasta quince días para poder encontrar-
lo y matarlo; esto es suficiente para probar
que el tigre jamás ataca primero al hombre
en los llanos de Casanare, donde tiene ali-
mento en abundancia.
Las culebras sólo se ven por casualidad.
Las fiebres existen como en todas las
tierras calientes, con diferencia que aquí
nunca ha habido caso alguno de fiebre ama-
rilla, de cólera, de beri-beri, y que las calen-
turas del llano se curan con veinte granos
de quinina.
No queremos sostener que Casanare sea
una tierra prometida á donde uno encuen-
tra el maná como el pueblo de Israel en el
Desierto, nó; y no aconsejamos á los seres
delicados ó afeminados que vayan á esas
tierras; porque hay que saber soportar el
calor, la humedad, la mala cama y la mala
comida, que algunas veces es ninguna; pero
sí piremos, con toda buena fe, á los jóvenes
de esta nueva generación que se levanta, de

•113•
· Vastas soledades ·

esta generación que estará en todo su vigor


en los albores del siglo xx:
“Id á Casanare porque sois laboriosos y
estáis educados yá para la paz y la economía;
¡porque vuestros primeros años se han desa-
rrollado en medio de las dificultades, de los
sufrimientos y de los obstáculos de la lucha
por la vida, que son los mejores maestros
para hacernos hombres!
“¡Seréis enérgicos y vigorosos porque no
os habéis criado en la voluptuosidad, en el
lujo, en el sibaritismo, y habéis tenido que
comprender desde temprano la imprescin-
dible necesidad de una existencia de trabajo
tenaz é inquebrantable para salvaros!
“¡Por esto id á Casanare!”.
Jorge Brisson
Bogotá, 1° de Diciembre de 1894

***
El Llano, entremezclado de pastales y bos-
quecitos, presenta agreste aspecto; hay ver-
daderos bosques de palmeras que ofrecen
infinidad de variedades en esta familia: la
palma real (chamoerops humilis) ó cuesco: de
la fruta de esta palma se saca aceite de alum-
brar, del tronco una bebida, y las hojas sirven

•114•
Llanos Orientales

para techos de las cabañas; la moriche1 (mau-


riciajlexuosa), el “Arbol de la vida”, de Alejan-
dro de Humboldt, según la Geografía de E.
Reclus, pero más bien creemos que el sabio
alemán ha querido aplicar esta palabra á todo
el género de dichas plantas; lo cierto es que la
palma moriche produce un cogollo con cuya
fibra se fabrica la cabuya que sirve para tejer
hamacas y cuerdas, y una fruta comestible
que se emplea mucho para engordar animales;
la palma uraco, que sirve para cercar corrales
y otras obras análogas; la macana (espinosa),
empleada por los indios para la fabricación de
sus arcos y flechas; el corozo, que llaman piña
de carozo en los Llanos, y aquí todavía no la
emplean sino para cebar marranos y gallinas;
también extraen de ella un excelente aceite de
alumbrar como lo hacen en el Cauca; la palma
sarare (ó saray); la palma de coco (cultivada,
no silvestre), la palma mararay, palma cucu-
rito (parecida á la de coco); la palma cubarro
(espinosa), cuya fruta es un antibilioso y un

1 Llaman morichales los lugares donde se produce en


abundancia esta palma, porque prefiere los puntos
húmedos y bajos (aunque la liemos encontrado y muy
abundante en partes secas); ha venido esta palabra mori-
chal á designar en los Llanos sitios húmedos y pantano-
sos. [Nota del original]

•115•
· Vastas soledades ·

remedio contra los dolores de estómago. No


vemos palmas de cera ni de dátil2.
Entre las plantas medicinales ó industria-
les encontramos el alborjol, hierba curativa de
los cólicos; la zarzamora ó Zamora, buena
contra las calenturas; la conopía, cuya fruta
madura da una tintura negra, y antes de ma-
durar colorada; el aracaco, palo cuya corteza
produce una tinta colorada, y negra cuando
se muele con hojas de yuca; el micaco, cuya
fruta es comestible; tamarindos, cuya pulpa
extraída de los frutos (bayas) es un laxante
febrífugo; dividivi ó dividive (coesalpineia),
que da los granos que se utilizan en Europa
en las curtimbres y para fabricar tinta; man-
gos, madroños, canimes (palo de aceite ó
copaiba); el mato, pequeño bejuco, cuya raíz
amarga, parecida á una papita, es un exce-
lente estomacal, febrífugo y antióbrico.
Los volátiles son muy abundantes y de
hermosos colores: el loro real, el cotorro
(azul), el guaybo (verde con pintas azules en
la cabeza); estos dos pájaros pertenecen á la
familia de los loros; el perico mastratero y el

2 El único lugar de la República de Colombia donde pro-


duce frutas la palma de dátil, es en las orillas del Chi-
camocha (Provincia del Norte en Boyacá). [Nota del
original]

•116•
Llanos Orientales

perico cascabel (verde y de muy diminuto ta-


maño); golondrinas con vientre color carme-
lita; arroceros (amarillos), etc. etc.
Nos dicen que hay por estos lugares muchos
venados, y efectivamente tenemos ocasión de
ver en varias casas de propietarios de hatos3
algunos ciervos y ciervas domesticadas y con
sus crias. Hay también armadillos que llaman
aquí cachicamo, el cual produce una manteca
que consideran como poderoso remedio para
las mordeduras de culebras; tropas de marra-
nos de monte, osos palmeros, especie de oso
hormiguero (mirmecophaba jubata), con una
trompa y uñas muy largas y crines abundantes
y espesas, particularmente en la cola, bajo la
cual se oculta enteramente, lo que hace á me-
nudo que se le confunda con las hilachas de las
hojas secas de las palmeras, pues es del mismo
color y aspecto, á cierta distancia.
Como el examen del paso de Ariporo nos
ha demorado, resolvemos no ir hoy hasta

3 Se llama hato la reunión de más de 2.000 reses pertene-


cientes á un mismo dueño ó compañía; en menor canti-
dad se denomina fundación; se da el nombre de hacien-
da á una propiedad compuesta de casa de habitación,
sementeras y bestias, que represente una importancia
mayor que el conuco, que es á la hacienda lo que la fun-
dación con respecto al hato. [Nota del original]

•117•
· Vastas soledades ·

Chire, y nos apartamos del camino directo


de Moreno á Chire para pasar la noche en
La Virgen, pequeño caserío habitado por dos
familias de ganaderos y dueños de hatos, y
situado una legua al Este del “Camino Real”.
Llegamos á las 4 p. m. y nos hospedamos en
la casa del señor Abelardo Fernández, quien
nos recibo con la mayor hospitalidad.
Precisamente están “en trabajo”, y vemos
á gran distancia aparecer en el horizonte una
madrina (es decir, una tropa, reunión, mana-
da, punta de ganado [toros, vacas, novillos,
becerros]) que acaban de rodear y apartar (el
lugar donde reúnen el ganado en la sabana se
llama paradero) para llevarlo hasta aquí y en-
cerrarlo en el corral; toda esta primera parte
del “trabajo” se llama sabanear. Cuando se
trata de bestias caballares, con yegüerizo y
cría, la tropa no se llama madrina sino ata-
jo; asistimos á la castración y á la operación
de herrar (señalar los animales con el hierro
que representa la marca del dueño): el patrón
mismo del hato, ayudado de tres ó cuatro peo-
nes (vaqueros), enlaza el toro, lo atrae por la
fuerza del rejo (soga) hasta el pie del botalón
(palo en horqueta, plantado en una parte del
corral, y por el cual se pasa el rejo para hacer
más fuerza de tracción), lo tumba coleándola,

•118•
Llanos Orientales

y después de manearle las dos patas de atrás,


lo castra con una velocidad y destreza asom-
brosa, y lo marca con el hierro candente, ha-
ciéndole además una señal particular en una
oreja. El ganado es bonito y bravo, muge, se
defiende, resiste, y hay algunas veces que lu-
char con toda fuerza y ligereza4.

***
En estas llanuras, la vista, que corre sin en-
contrar barrera, adquiere, á la larga, una
intensidad y potencia extraordinarias, y los
llaneros distinguen á distancias enormes y
á donde nosotros, profanos, no vemos abso-
lutamente nada. El llanero, con su caballo
alto y seco, su silla levantada de adelante y
de atrás, su rejo, del cual no se separa nunca,
sus estribos de plata, sus riendas de cadena
de acero, su cacho amarrado con un cordelito
para alcanzar agua en los caños sin apearse,
su sombrero de fieltro, sin grandes alas para
evitar la fuerza del viento, su cara tostada

4 Hay en Los Llanos hatos como los del Tigre (Policarpo


Reyes), Mata de Palma (Ramón Oropeza) y Craxo (Soco-
rro Figueroa), que cuentan aproximadamente de 25.000
á 30.000 reses repartidas en extensiones de 2,000 á 2,500
kilómetros cuadrados cada uno. [Nota del original]

•119•
· Vastas soledades ·

y flaca, su aire astuto y socarrón, forma un


tipo aparte en Colombia, del cual tendremos
que tratar á menudo en estas notas.
[…]

Pasarnos cerca de varias lagunetas que


á pesar del verano tienen agua todavía, y en
sus alrededores están agrupados centenares
de patos y de garzas (ardea albazancuda).
Entre las garzas hay muchas variedades,
y distinguimos entre ellas la garza morena,
la paleta rosada, la candela (colorada), la
garza blanca, grande y pequeña; esta última
principalmente da las plumas tan estimadas
en Europa y es la que vale $200 oro la libra en
Ciudad Bolívar mismo.
Los patos se dividen en pato real, güirirí
(color canela), carretero, más grande que el
güirirí, pecho blanco y alas rayadas; yagua-
zo, más pequeño que el güirirí, de plumas
muy finas, empleadas en Europa para ador-
nar los sombreros de señora; una sola plu-
ma de las alas reúne cinco colores distintos:
azul, verde, negro, blanco y gris; codita, de
color oscuro, pico agudo: se sumerge mucho,
y se hacen en Arauca, de su pecho y alas, unas
gorras muy origínales, y azulejo, familia del
yaguazo.

•120•
Llanos Orientales

El tara, ave pescadora, parecida al carra-


co; el martín pescador. Hay infinidad de otras
aves y pájaros: el alcaraván (ardea sexestacia,
zancuda); el garzón gaván ó pionía (color ne-
gro); el garzón soldado, más grande y blanco;
el chicuaco, pájaro que se parece á un mirlo
blanco y pardo; el carrao, especie de zamuro
(nombre que dan á los gallinazos); tórtolas (co-
lumba turtur) y torcazas (columba montana); el
sangre de toro, pajarito de vientre colorado y
lomo sucio oscuro; el pico de plata, encarnado
y pico blanco; la guacamaya (pscittacus macas,
trepador).

***
A las 3 y 50’ p. m. llegamos á los alrededores
del caño del Rosario (Flores amarillas), á don-
de pararon los arrieros y apearon las cargas
por temor de entrarse sin nosotros en Iguani-
to y Los Cuarteles, lugares que tienen fama de
ser muy frecuentados por los indios goahivos.
La distancia de Mata de Marrero al caño
del Rosario es de tres leguas (altura, 180 me-
tros s. el n. del m.).
Durante toda la noche los indios prendie-
ron infinidad de candeladas en el Llano, y se
puede decir que estamos acampados en medio

•121•
· Vastas soledades ·

de un círculo de fuego; el efecto es admirable


y de un pintoresco y originalidad increíbles.
Sin embargo, algunos de nuestros compañe-
ros no miran precisamente el asunto desde el
punto de vista artístico y pintoresco, y quedan
preocupadísimos con la idea de algún atrope-
llo ó ataque de parte de los goahivos. A media
noche llega la inquietud de algunos hasta tal
punto, que cualquier ruido de rama quebra-
da, de roce de las hojas, de brisa agitando las
palmas, se transforma en pisada de indios, en
espionaje ó asalto de guerrilla; el silbido de
un pájaro se parece mucho al guaruru, ruido
particular que producen los indios soplándo-
se en la mano para darse aviso. Al fin uno de
los nuestros, agitado sin duda por la fiebre que
lo tiene agobiado desde antes de emprender
viaje, dispara tres tiros de revólver contra la
sombra de un palo, lo que acaba de asustar y
meter el desorden en la ranchería.
[…]

Hace yá unos siete meses que los goahivos


no vienen á Arauca por motivo de atropellos
de los blancos, pues se cuentan hechos muy
vergonzosos y desagradables ejecutados por
estos últimos, que se han mostrado más sal-
vajes en muchas circunstancias que aquellos

•122•
Llanos Orientales

infelices. Por estas razones no hemos experi-


mentado la satisfacción de verlos durante el
viaje, porque, miedosos yá, huyen y se ocultan
al momento que ven una caravana, y tendre-
mos que aguardar para hablar con ellos hasta
que los encontremos á orillas del Meta.
[…]

Nos cuentan que algunos propietarios que


tenían varias quejas contra los indios que ino-
centemente les roban ganado para comer (ellos
no tienen idea de lo que es la propiedad), hicie-
ron que se convidara á una especie de banquete
á los principales jefes de ellos, y en el momento
en que estaban comiendo y bebiendo con con-
fianza, los hicieron fusilar villanamente. Ase-
sinaron en esta horrorosa emboscada unos 22,
de los más conspicuos indios conocidos y queri-
dos en Arauca, á donde venían de visita varias
veces al año.
Este hecho tuvo lugar hace pocos meses en
un hato situado en Venezuela, del otro lado del
Arauca; y después de esto se sorprenden de que
los indios manden algunas flechas cuando ven
pasar blancos por un monte, ó les roban sus ca-
ballos. Yo si fuera indio haría otro tanto y mu-
cho más.

***
•123•
· Vastas soledades ·

Barrancopélado, caserío de unas tres casas


de tapias y cinco cabañas, fue fundado en 1890
por los Reverendos Padres Manuel, Marcos y
el Hermano Isidoro. El Reverendo Padre Ma-
nuel es el que actualmente está fundando la
Misión del rio Ele.
El edificio de la misión (mitad, bahareque,
mitad tabique) se compone de cuatro piezas: la
capilla, el comedor, el dormitorio y otro cuarto;
está en regular estado y muy aseado.
La población actual se compone de dos Pa-
dres, un Hermano y tres familias; en todo unos
quince habitantes.
En este tiempo hay algunos indios, y vienen
continuamente varias capitanías á visitar á los
Padres y á permanecer algunos días cerca de
ellos; huyeron ahora casi todos, porque corrió
la voz entre ellos que el señor Prefecto de Oro-
cué, que permaneció por aquí algunos días de
la semana y asada, había venido para amarrar-
los y matarlos para hacer jabón (?) (!)5.

5 Este dato es tan creíble como interesante. En muchos


contextos de explotación colonial, la gente “blanca” (u
“occidental”, por aclarar el término con otra categoría
igualmente gaseosa) ha sido percibida por la población
nativa como extractora de grasa con fines de lucro. En
la grasa está la fuerza, la sustancia y la vida, que abun-
dan los indígenas y de las que carecen los “blancos”, por
lo que los esclavizan y explotan para hacer trabajos que

•124•
Llanos Orientales

La misión es dueña solamente de una mula,


dos caballos y tres vacas.
La distancia de San Rafael á Barrancopéla-
do es de unas cincuenta y cuatro leguas aproxi-
madamente, porque desde abajo de la boca del
Guachiria, donde fondeamos ayer, no hemos ca-
minado más de diez y ocho leguas; de Barranco-
pelado á Orocué, por el Meta, hay unas 30.
Conversamos algo con los indios, que no
hablan casi nada de castellano; los Padres ha­-
blan correctamente el goahivo. Uno de es-
tos indios está vestido de mujer, con ropa
multicolor y muy adornado con cintas y en-
cajes; los otros apenas están cubiertos con
el guayuco. Entre ellos hay también uno que
tiene una mano muy ulcerada por una morde-
dura de culebra. Decidimos montar á caba-
llo inmediatamente para ir á Mata de Palma

los “blancos” no están en capacidad física de adelan-


tar, o bien los exterminan para vampirizarles o sacarle
provecho comercial a su sebo. Aún se registran casos
contemporáneos en los Andes centrales o en el África
subsahariana, donde se han generado olas de pánico y
resistencia violenta por el arribo de funcionarios “blan-
cos” que, se cree, realmente vienen tras la grasa de la co-
munidad. Y, así como se estima una posibilidad real y
física, es una diciente metáfora sobre la enajenación del
trabajo y el drenaje de los recursos vitales de la tierra.
[Nota del editor]

•125•
· Vastas soledades ·

y regresar luégo á Barrancopelado, á fin de


recorrer los terrenos designados para los in-
dios de las Misiones hasta Orocué.
Salimos á las 3 y 45’ p. m. y vamos en di-
rección Norte, dirigidos por un baquiano; los
perros que nos acompañan se entran en una
espesa mata, y oímos pronto muchos ladri-
dos que indican lucha con algún animal que,
según nos dice el baquiano, debe ser algún ti-
gre ó león, que no escasean en los alrededores.
Hace seis días, él mismo, acompañado del Pa-
dre, mató uno á una legua de Barrancopelado.
[…]

Y hénos aquí solitos y plantados en medio


de la sabana. Pero no nos desanimamos: re-
sueltamente seguimos adelante en busca del
puño de ganado, al cual llegamos afortuna-
damente. ¡Go ahead! Seguimos con la misma
suerte, y á las 9 a. m. damos con la casa de
D. Ramón Oropeza, al que encontramos en
la puerta del corral donde los vaqueros están
castrando y marcando novillos.
Hay tres leguas de La Periquera á Mata
de Palma, de modo que la distancia total de
Barrancopelado á Mata de Palma es de siete
y media leguas.
[…]

•126•
Llanos Orientales

El señor Oropeza es venezolano y dueño de


unas diez y ocho á veinte mil cabezas de gana-
do y de una fuerte suma en oro, que nadie sino
él conoce. Es hombre de buena estatura, muy
robusto, colorado, pintón, y marcado en toda
la piel con manchitas amarillas, como atigra-
do; tendrá unos sesenta y cinco años y sufre de
gota; su voz es oscura y sus ojos muy apagados
por el abuso del alcohol.
Sin embargo, en este momento se halla en
regular estado y conversa con cierto tino.
Fundó su hato en 1856, y desde entonces
no ha salido sino una vez ó dos, hace muchos
años, hacia Arauca; no conoce ni el Meta si-
quiera, ni el Cerro6, y nada afuera, á excep-
ción de las inmediaciones de su casa.
La casa es nueva: la antigua fue destruida
por el comején.
[…]

D. Ramón no tiene confianza en el bien que


pueden hacer las misiones á los indios, á quie-
nes aborrece justamente, pues ellos mataron
á su padre.
Sin embargo, es de extrañar que no haya
protegido en nada y para nada á los pobres

6 Se designa con el nombre de El Cerro todo lo que no es


llano, es decir, todas las faldas orientales de la Cordillera.
[Nota del original]

•127•
· Vastas soledades ·

Padres que se sacrifican desde hace tres años


en Barrancopelado, y que no les haya manda-
do nunca ni una res, haciéndoles, al contrario,
pagar rigurosamente la carne que necesitan.
Dice que los indios le matan ganado, en
compañía con los tigres, pero que estos son
males que no se pueden evitar; y no alcanza su
estrecho concepto á comprender que, aunque
él fuera mahometano ó budhista, conviene á
sus intereses, fuera de toda razón moral, fi-
losófica ó filantrópica, tener unos hombres
racionales y un punto civilizado á proximidad
de sus propiedades y sobre el Meta.
Toda su conversación respira el más com-
pleto egoísmo é indiferencia por el progreso
de la región; no se acuerda de que quizás no
hemos comido desde ayer, y sólo nos hace ser-
vir una tacita de café; y como no ha mandado
desensillar nuestros caballos, juzgamos que
es inútil detenernos más de unas dos horas,
y nos despedimos para irnos á Santa María,
plantaciones y labranzas de D. Toribio Orope-
za, hermano de D. Ramón.
Algunos habitantes están agrupados alre-
dedor de Mata de Palma; la comarca es muy
sana, no hay fiebres, y la única enfermedad
que reina algunas veces es el sarampión.

•128•
Excursiones
por Casanare
DANIEL DELGADO
1909

De seguro que nunca se imaginó D. Valentín


de los Santos que había de comenzar yo el
presente capítulo hablando de su interesante
y simpática figura. Es D. Valentín un sujeto
de unos sesenta años, mediano de cuerpo,
cenceño, tez morena, ojos lacrimosos á la vez
que picarescos, narices algo más deprimidas
de lo que se gasta comúnmente, boca rasga-
da, barba y bigote escasos y rucios, parecían
éstos “un rastrojo mal quemado”, según ex-
presión gráfica del mismo D. Valentín. No
haré su retrato moral, porque no me siento

•129•
· Vastas soledades ·

con aptitudes para tamaña empresa; pero sí


anotaré, para la clara inteligencia de lo que
voy á narrar, que el señor de los Santos no
tiene parientes, ni casa, ni propiedad alguna;
nadie sabe de dónde viene ni á dónde va.
Este señor, tál como se lo figuren los lec-
tores, se coló en nuestra posada tan pronto
como amainó el temporal, con el único obje-
to, según afirmó, de ponerse á la orden...
Aunque no teníamos maldita la gana
de oír historias, comenzó por referirnos la
suya propia, diciéndonos por remate de ella
que había sido antiguamente mayordomo del
templo de San Lorenzo “por el Gobierno Na-
cional”, empleo que actualmente ejercía por
el santo Obispo de Casanare; que si no lo
creíamos, podíamos averiguarlo en el Libro
de Defunciones de Arauca, donde estaba re-
fundido su nombramiento. Añadió D. Valen-
tín que, en virtud de tal nombramiento, era
solicitado con frecuencia por todos los veci-
nos de Arauquita para rezar en los velorios;
quién sabe si este oficio será güeno; prosiguió
picaramente, rascándose detrás de la oreja
derecha. Y viendo que nosotros hacíamos oí-
dos de mercader, continuó diciendo:
—También vengo á entregar á mis supe-
riores la yave del templo.

•130•
Llanos Orientales

—¿Encontraremos en el templo lo nece-


sario para decir misa?
—¡Gua! ¡cómo no, mi ceñó cura! lo que
farta es monigote para contestar al cura, por-
que yo tengo que largarme esta noche con los
santicos y las campanas para rezar en un ve-
lorio.
—¿Y dónde es el velorio, muy lejos?
—No, ceñó Cura; aquí no más, alantico
del Guafar.
—Pero, D. Valentín, ¿cómo se va á llevar
usted los santos y las campanas, teniendo que
celebrar nosotros misa mañana temprano?
—¡Ah, no! yo siempre á la orden de mis
superiores.
Como el templo estaba cerquita de nuestra
posada, nos dirigimos á él, en compañía de D.
Valentín, después de habernos obsequiado el
patrón con una totuma de vino de palma.
El tan cacareado templo es una capillita
de palma, en cuyo recinto no hay otra cosa
que dos imágenes sin facha de nada (los san-
ticos de D. Valentín), y dos campanillas.
Aseámos el local cuanto fue posible, para
rezar el santo Rosario y regresamos á la posa-
da sin sospechar siquiera la partida que nos iba
á jugar D. Valentín; y fue que, en vez de irse por
el caserío, tocando las campanillas para que

•131•
· Vastas soledades ·

concurriese la gente á la capilla, como había-


mos convenido, cogió los santicos y las cam-
panillas y se largó con ellos, embarcado en una
canoa que tenía preparada en el río...
Luego nos encontraremos inesperada-
mente con el muy pícaro de D. Valentín y se
acabará esta verídica historia.
Entretanto, bueno será ir anotando lo
poco que se me ocurre decir sobre San Lo-
renzo.
Parece que este pueblo fue fundado por
los indios de Cuiloto. Al extinguirse las mi-
siones, á principios del siglo XIX , se refugia-
ron los indios en la montaña de Banadía y
ribera del Arauca, trayendo consigo las cam-
panas, ara, custodia y dos cálices (que toda-
vía deben de conservarse en el pueblo), más la
imagen de San Lorenzo y algunos ornamen-
tos sagrados; pero éstos se destruyeron con
otras Cosas en los dos incendios que sufrió
el pueblo, causados por los indios de Cuiloto,
que querían llevarse las campañas é imagen.
Extendióse poco á poco el pueblo por la
ribera del río y vino á formarse el agregado
de vecindarios llamado Arauquita.
San Lorenzo apenas tiene doce ó quince
casas con unos sesenta habitantes que viven
de la agricultura, si tal nombre merece el

•132•
Llanos Orientales

arrojar perezosamente á la madre tierra un


puñado de semillas para recoger luego abun-
dante cosecha. Plátanos, maíz, yuca, arroz,
caña dulce, sandías, melones, piñas, agua-
cates, mangos, cocos y otros mil diferentes
productos crecen en esta sección de Arau-
quita, de un modo maravilloso. Sin embargo,
ninguno de estos frutos son explotados en
grande escala, fuera de la caña de azúcar, de
la cual hay una pequeña hacienda en las afue-
ras del vecindario. En la orilla opuesta del no
Arauca (territorio de Venezuela) se divisan
algunas casitas tan mezquinas como las de
San Lorenzo.
Al día siguiente de nuestra llegada, nos
despedímos de nuestros fieles compañeros de
viaje, los indios macar güanes, quienes esta-
ban locos por volverse á su tierra, y empren-
dimos la jornada por toda la ribera del Arau-
ca. Todo el trayecto que íbamos á recorrer en
este día (unas tres ó cuatro leguas) es lo que
se llama Arauquita. Después de franquear la
pequeña montaña que separa á San Lorenzo
del resto de Arauquita, pasamos de largo por
el caserío del Guafal, algo más poblado que
el anterior. Aquí mejora grandemente el as-
pecto pintoresco de la afamada Arauquita:
venios por primera vez grandes plantaciones

•133•
· Vastas soledades ·

de caña y de plátanos de todas variedades co-


nocidas, extensos bosques del theobroma ca-
cao, que ostenta sus troncos cuajados de ricas
mazorcas; esbeltas palmeras de cuyas copas
penden hacinados los sabrosos cocos; los ca-
caotales están protegidos de los ardientes ra-
yos solares por árboles gigantescos, como el
algarrobo (hymeuea courbaril), el ceibo (bom-
bax ceiba), el balso (ochroma tormeutosum),
etc. etc. Razón tuvo el ingeniero Sr. Brisson
para estampar en su libro Casanare que “en
catorce años que hacía que viajaba en Sur
América, raramente había hallado un lugar
tan feraz y admirable en cuanto á la produc-
ción del suelo, como Arauquita”. Me admiré
de no ver plantaciones de café, artículo que
se consume aquí, como en todo Casanare,
en grande escala, y que se consigue á precios
muy subidos. Tan sólo vimos un cafetal que,
por cierto, producía á sus dueños buenos ren-
dimientos.
Yá nos íbamos acercando al Troncal. El ca-
mino continúa por entre una vieja plantación
de cacao. Sin percatarnos de ello, nos extra-
viámos un poco y dimos con una casita de la
cuál salían gritos como de gente alegre y rego-
cijada. No pasó mucho tiempo sin que averi-
guáramos la causa del alboroto, pues al entrar

•134•
Llanos Orientales

en el patio, que parecía un bello jardín por la


multitud y variedad de las flores que en él ha-
bía, topamos con... D. Valentín de los Santos,
el cual, poco menos que en guayuco y liada la
cabeza con un gran pañuelo de colores, á ma-
nera de turbante, estaba haciendo grotescas
ceremonias delante de los santicos...
—¡Buenas tardes, D. Valentín!...
Ni la explosión de una bomba de dinamita
hubiera producido efectos tan desastrosos en
nuestro amigo. D. Valentín quedó pasmado,
pero recobrado luego del susto, emprendió
rápida carrera y se ocultó en el vecino caña-
veral. Acercámonos á la casa para preguntar
por el camino, pero no obtuvimos contesta-
ción satisfactoria; allí no había más que cua-
tro ó seis beodos que estaban echando cuarte-
tos á un garrafón de aguardiente. Por fortuna
no nos costó gran trabajo dar con el camino,
y continuámos por la orilla del río. La ribera
venezolana está casi totalmente inculta; sólo
vimos dos pequeños caseríos, Santa Rosa y La
Victoria; y aun en la colombiana, la zona culti-
vada es muy pequeña proporcionalmente á los
terrenos baldíos.
Después de trotar durante una hora, lle-
gámos á la última importante hacienda de
Arauquita, fin de nuestra jornada. D. Luis

•135•
· Vastas soledades ·

Bageón, dueño de la expresada finca, nos


recibió con exquisita amabilidad, dándonos
hospedaje en su propia casa.
Nunca podré olvidarlos siete días mor-
tales que hubimos de permanecer en este
sitio de Arauquita, no obstante que el Sr.
Bageón nos trató con todo género de aten-
ciones é hizo cuanto en su mano estaba para
hacernos llevadera, yá que no grata, nuestra
permanencia en su casa: la vida á que forzo-
samente hay que hacerse en Arauquita, así
como en el resto de Casanare, una vez que
entra la estación de las lluvias, no es vida
para los pobres guates que, como nosotros,
no están familiarizados con el uso del chin-
chorro... Y con toda verdad, que eso de estar
veinticuatro horas por día embutido en ese
nido de la pereza, para los que no han na-
cido llaneros no es cosa de tomarla en un
sorbo... ¡Y vaya usted á decirles á esta gente
que “en esta vida caduca, el qué no trabaja
no manduca!”.
Alguna distracción nos proporcionó la
visita á la enramada donde se beneficia la
caña para la fabricación del aguardiente. El
local es amplio y bien ventilado; hay en él
dos trapiches, uno de madera y otro de hie-
rro, con todos los accesorios que requiere la

•136•
Llanos Orientales

fabricación del asqueroso brebaje que por


aquí llaman claro (a. aguardiente).
También matamos algún ratico recorrien-
do los frondosos platanales de la hacienda;
pero lo que verdaderamente fue para nosotros
un pequeño paréntesis en la vida monótona
que llevábamos en Arauquita fue la visita con
que nos agraciaron los habitantes de las selvas
casanareñas, los indios goahivos...
No se borrará jamás de mi memoria el
recuerdo de aquella mañana en que los vi
por vez primera. Tras una noche borrascosa
amaneció un día espléndido, cuyo sol enviaba
raudales de luz sobre la playa de blanca y me-
nuda arena que teníamos enfrente de nuestra
casa. Allá, en esa playa, estaban los infelices
nómadas: unos se mecían blandamente en el
chinchorro; otros, tendidos en el suelo, se cu-
brían el cuerpo con fresca arena; quién com-
ponía el arco ó afilaba las flechas; quién sal-
taba á la insegura canoa para lanzarse quizá
al río en busca del sustento...
Como alguien les diera á entender que allí
habían llegado padres misioneros, volaron
todos á pedirnos corotos, esto es, baratijas.
La impresión que me causó el ver junto á
mí aquellas criaturas de Dios, en la misma
forma en que Él los echara al mundo, no es

•137•
· Vastas soledades ·

para descrita; tanto hombres como mujeres


llevaban, únicamente el primitivo guayuco
ó taparrabos de fibras de palmera. Nunca
me imaginé que esta pobre gente anduviera
así, tan en cueros vivos... Entonces me expli-
qué que aquel buen Hermano, recién venido
de España á estas misiones de Casanare, se
alarmara al verlos de esta traza y les incre-
pase diciéndoles con la mayor candidez:
“¡Indecentes! no os presentéis así delante de
mí; marchaos de aquí, y ponéos siquiera los
calzones...”. Entonces comprendí la razón
que asistía al padre Cassani al asegurar que
el vestido de los indios casanareños “para el
abrigo es ninguno; para la decencia y para el
trabajo, muy impertinente...”.
En general, son los goahivos bien forma-
dos, de estatura regular y constitución robus-
ta; tienen el cabello crespo, barba rala, narices
chatas, y en general todos los caracteres de la
raza americana. Había dos indios y cuatro in-
dias pintorrajeadas de colores vivos, querien-
do imitar sin duda el tatuaje. Fuera de un viejo
panzudo, de piel arrugada, que podría tener
sus ochenta inviernos, eran todos jóvenes; los
niños y niñas no pasaban de una docena. Si el
historiador Fray Pedro Simón hubiera vivido
en nuestros días, de seguro que no perdiera

•138•
Llanos Orientales

el tiempo en investigar la causa de la longe-


vidad de los indígenas. Su razonamiento es
sustancioso; pero hay que convenir en que no
solamente por comer casabe y hormigas cu-
lonas vivían los indios larga vida. Dice así el
autor nombrado: “Comen los indios casi ex-
clusivamente cazabe, el cual mezclan para
que tome gusto, con unas hormigas gruesas,
aludas, tostadas en unas cazuelas de barro,
con que pasan su vida hasta llegar á los cien
años. Con que podemos advertir cuántos qui-
tan de los nuestros las varias invenciones de
potajes y comidas compuestas que ha inven-
tado la madre gula, madre de tantos hijos, y
madrastra de nuestra salud y vida, pues tanto
nos la cercena, gastándola y fatigándola con
tan grasicntos comistrajes, pues sólo el sim-
ple manjar de unas raíces y hormigas les acre-
cienta un año sobre otro á estos pobres indios
hasta llegar á más de ciento, y al cabo unieren
sin enfermedades”. ¡Oh tempora! Ahora comen
los indios (y otros muchos que no son indios)
cazabe y hormigas, y ninguno se hace viejo...
¡Oh tempora!
El mismo historiador también da la razón
por qué los indios no tienen barba. Dice que
los autores lo explican de diferente modo,
pero que, á juicio suyo. lamas fundada es

•139•
· Vastas soledades ·

ésta: “que desde muy antiguo han ido dando


en enfadarse de ver junto á la boca aquellos
estorbos de pelos y se los iban arrancando...;
y como poco á poco se han ido vertiendo la
naturaleza, de unos en otros, yá no tiene
fuerza para producir barbas”. Y poco después
añade: “Podemos traer de símile el de los pe-
rros perdigueros, que de habérseles cortado
á muchos las colas, de quien ellos lian venido
á nacer, yá nacen sin ellas”. Lo cual es cuanto
decirse puede á este respecto.
Volviendo á la visita de los indios, agregaré
que D. Luis Bageón nos presentó al capitán de
la tribu, único que hablaba el castellano, quien,
después de saludarnos á lo indio, ordenó á su
gente que nos pidiera la bendición, lo que hicie-
ron todos en el acto, arrodillándose y juntan-
do las inanos. Y como si el haberles bendecido
fuese una autorización para que pudiesen pedir
mercedes, comenzaron a menudear las peticio-
nes de corotos. Unos se contentaban simple-
mente con corotos; otros pedían camisón; quién,
tabaco, ¡y no faltó quien se atreviera á pedirnos
una cabaya, esto es, una de las bestias en que
habíamos llegado montados á Arauquita!
Dijimosle al capitán que en otra ocasión
volveríamos á visitarlos y les traeríamos una
coroteria, pero que entretanto nada teníamos

•140•
Llanos Orientales

que darles. Ignoro si el capitán nos compren-


dió; ello es que todos se dirigieron en tropel á
casa de D. Luis y en medio del mayor regocijo
comenzaron á desliar las maletas de nuestro
equipaje que yacían en el corredor. Al fin les
ofrecimos un poco de tabaco y alguna otra
cosilla que hallámos á mano y lográmos que
se apaciguaran un tantico. “Cuñao, me dijo el
capitán al despedirse, en el verano llevándo-
te éste una danta”.
Mientras esto acontecía, la crecida del río
Arauca, avivada por las últimas lluvias, au-
mentaba por instantes; y esto fue la causa de
que les indios nos dejaran tranquilos. En la
playa, que las aguas iban ocultando acelera-
damente, tenían lo que ellos llamaban su pue-
blo (es decir, unos ochenta palos clavados en
el suelo, los cuales servían para amarrar las
canoas y guindar los chinchorros), y se fue-
ron corriendo á recoger los palos y fundar el
pueblo en otra parte.
Como algún día, Dios mediante, han de
ser los indios objeto de un estudio especial,
voy á terminar estos apuntes con la siguiente
loa que de los goahivos hizo el padre Rive-
ro: “No se ha hallado en esta América gente
más parecida á los gitanos de España. Andan
errantes y vagabundos, y por eso no benefician

•141•
· Vastas soledades ·

tierras ni hacen labranzas. Por esta razón son


insignes y contumaces ladrones. ... No se han
descubierta hasta ahora gentes más pedigüe-
ñas, ni talentos más escogidos de limosneros
en todo el orbe. Todo lo han de pedir, y, si se
les comienza á dar, han de estar pidiendo has-
ta el fin del mundo... Todas las sabanas, los
montes y las orillas de los ríos son sus pueblos,
su ciudad, su despensa y sus bienes patrimo-
niales; andan de sabana en sabana, de palmar
en palmar buscando frutas y mariscos”1.

***
No sería extraño á estos apuntes hacer una
descripción detallada de las diferentes fa-
ces que presenta la recogida de ganado, pero
traspasaría los límites de este escrito y abu-
saría quizá de la paciencia de los lectores.
Me limitaré á transcribir las breves notas
que hallo en la cartera, las cuales dicen de
esta manera:

1 Se refiere al jesuita toledano Juan Rivero y su Historia de


las misiones de los llanos de Casanare y los ríos Orinoco y
Meta, compuesta en las primeras décadas del siglo xviii.
La cita como la transcribe Delgado está algo alterada,
como puede constatarse en Rivero (1956, 150). [Nota del
editor]

•142•
Llanos Orientales

Día 7. Aún no ha achirado el día y ya están


unos diez y ocho llaneros, que componen el
peonaje, al pie de sendos caballos apurando
la taza de café que les sirve una mandanga...
Poco después veo correr de mano en mano
un pequeño objeto raro, incomprensible para
quienes no están al tanto de las usanzas de la
tierra. Todos meten el índice en la negra ca-
jita y extraen de ella una sustancia pegajosa,
negra y brillante con la cual se embadurnan
las encías...
—¡Bravo chinó! refunfuña uno de la cua-
drilla.
Desperézanse unos, otros sujetan al fuste
las pesadas sogas, que son parte esencial del
equipaje llanero y, entre donaires y chistes,
montan todos á caballo.
Hora y inedia después desaparecen en la
inmensa llanura... Son las tres de la tarde.
Allá muy lejos se divisan medio esfumadas en
la bruma las siluetas de los jinetes formando
una figura caprichosa. Desbarátase ésta con
frecuencia y vese correr como flechas á dos ó
tres bultos que fantasmas parecen. Dícenme
que son llaneros que persiguen á los novillos
que se desmandan.
Poco después llegan á la casa de la fun-
dación dos hombres que traen una novilla

•143•
· Vastas soledades ·

pegada á la cola del caballo, novilla que será


el almuerzo, la comida y la cena del peona-
je, porque cuando el llanero está en trabajos
de sabana no prueba bocado generalmente
hasta la noche. En cambio no deja pasar dos
horas sin untarse encías y dientes con el ma-
ravilloso chimó que apaga la sed y mata el
hambre; más aún, el chimó le preserva de las
insolaciones, así como de los enfriamientos
que pudieran sobrevenirle á consecuencia de
los repetidos baños en caños y esteros. Todo
esto aseguran los consumidores de tan as-
queroso artículo.
Mientras que los dos hombres acabados
de llegar sacrifican la novilla, van acercán-
dose pausadamente los peones que traen el
ganado recogido durante la mañana.
Ya se oye el triste y monótono canto llane-
ro que dulcemente escuchan los salvajes y fie-
ros cornúpetos... Los cuales son estrechados
más y más por los jinetes hasta que logran
encerrar á aquéllos en una barrera de carne
de caballo.
Distan unos quinientos metros de la em-
palizada.
De pronto cesa el canto y la masa de carne
y cachos comienza á moverse en dirección al
corral. La velocidad aumenta gradualmente

•144•
Llanos Orientales

hasta que los peones arman gritería infernal


y obligan al ganado á precipitarse dentro de
la estacada...
La puerta es pequeña para que por ella
pueda penetrar el formidable torrente; así
que al ver obstruido el paso, recházanse los
novillos de la culuta y huyen á la desbandada
por la llanura...
Y aquí es de verse la destreza del llanero.
Excepto tres peones que se quedan á cerrar el
tranquero ó puerta de la empalizada, los de-
más corren vertiginosamente en persecución
de los fugitivos novillos; cada cual persigue
al que le corresponde, según las reglas de la
profesión; y una vez que el jinete logra em-
parejar el caballo con la res bravía, agáchase
un poco, toma al bicho por la cola, hiere con
la espuela al brioso corcel y con destreza sin
igual, con un esfuerzo supremo, derriba al
novillo haciéndole voltear sobre el espinazo.
Entonces el llanero echa pie á tierra, ama-
rra la fiera por los remos traseros y vuelve á
montar á caballo para continuar la misma
faena.
Sobre el fango de la sabana yacen unos
veinte novillos bramando de furor. Todos,
uno á uno, deben ser llevados de grado ó por
fuerza á la empalizada. En efecto, provistos

•145•
· Vastas soledades ·

de una gran soga de cuero crudo, acércanse


dos peones á la primera fiera que encuentran
y después de amarrarla fuertemente por los
cuernos y la jeta, la rabiatan á uno de los caba-
llos. La res forcejea por recobrar su libertad
nativa, pero el caballo, diestramente guiado
por el llanero, clava en el suelo las traseras pa-
tas y queda inmoble, dispuesto á aprovechar
los ataques del novillo ó cualquier otro movi-
miento para ganar terreno en dirección al co-
rral. De esta traza, que exige gran caudal de
paciencia, van encerrando el ganado fugitivo.
En tan laboriosa operación mueren algunos
hermosos novillos, que dejan abandonados
en la sabana para pasto de las aves de rapiña.
Quiébrasele á otro una pata y lo rematan de
un machetazo.
Son las seis de la tarde. Los peones se di-
rigen á hacer los honores á la novilla asada y
al gran sancocho que les tienen preparados.
Y hasta aquí los apuntes.
Los trabajos del día 8 fueron más tolera-
bles. El 9 repitiéronse las escenas del primer
día con la añadidura de sacar á pastoreo el
ganado cautivo, que llevaba dos días sin co-
mer ni beber. Acampados los peones á unos
quinientos metros del corral con una ma-
drina de bueyes y vacas mansas, ábrese el

•146•
Llanos Orientales

tranquero, que es invadido con ímpetu avasa-


llador por las fieras hambrientas de libertad,
para dirigirse en confuso tropel hacia la ma-
drina. Al confundirse con ésta, comienza á
rebullirse todo el ganado, y da vueltas y más
vueltas fascinado por el lánguido cantar de
los llaneros.
Poco después avanza á paso lento, custo-
diado por cinco ó seis peones.
Observé que en el corral habían quedado
muertos dos novillos. Nadie se curó de ello ni
siquiera para utilizar el cuero.
El día 11 yá estaba encerrado todo el ga-
nado que se pretendía exportar; por consi-
guiente, dedicóse la mañana al pastoreo y
la tarde á traer atajos de bestias con el fin de
escoger las que debían montar los peones, en
su viaje á Arauca y Venezuela. En resumen:
trabajaron unos veinte peones durante cinco
días para coger cien novillos. De éstos mu-
rieron seis á consecuencia del maltrato en la
cogida.
Pero ¡cuánto tienen que bregar aún los
pobres llaneros para ver sus novillos conver-
tidos en relucientes morrocotas! Después de
dos ó tres días de continuo caminar por es-
teros y caños, aguantando soles y lluvias, lle-
garán con su ganado á Arauca, y en Arauca,

•147•
· Vastas soledades ·

al río del mismo nombre. Por este río tendrán


que tirarlo y acaso perder en esta operación
dos, cuatro, seis ó más novillos que serán ro-
bados por la corriente como tributo reclama-
do por los feroces caimanes. Empero, á decir
verdad, nada significa esto; los llaneros go-
zan lo indecible en medio de estos continuos
ajetreos capaces de rendir á cualquier hijo de
vecino. ¡Con qué gallardía, con qué desenvol-
tura y desparpajo recorren la población á ga-
lope tendido dando órdenes aquí, haciendo
provisión de chimó más allá, tomando trago
en cada esquina é invitando á los amigos y
aficionados á la tirada del ganado al río! Yá
se ve en la playa un numeroso grupo de gente
curiosa y desocupada esperando con ansie-
dad la llegada de las reses; yá sube por el río
la pequeña flota de embarcaciones ligeras
para colocarse ordenadamente en la orilla...
El ganado avanza entretanto, y al ser hosti-
gado por veinte ó treinta jinetes, arrójase al
agua en un paroxismo de furor.
El ruido producido por las fieras al caer
al río; el chasquido seco y apresurado de los
canaletes; los gritos de los llaneros, ora enér-
gicos, ora blandos y suplicantes; la actitud
medio trágica de los espectadores, todo da
á la escena una solemnidad tan desusada y

•148•
Llanos Orientales

original que nunca se borra de la memoria de


quien la haya presenciado siquiera una vez en
su vida.
El ganado todo cayó al río; sólo se ve la
cornamenta y el hocico de las fieras. Las em-
barcaciones van protegiéndolas á uno de los
flancos. Si alguna desfallece, tómanla los re-
meros por los cachos y la conducen á tierra.
De cinco á diez minutos tardan en ganar
la orilla opuesta, momentos de ansiedad, de
verdadera tortura para los circunstantes.
Pero yá están en tierra venezolana; maña-
na irán á Guadualito; después, á San Cristó-
bal; después... ¡vaya usted á saber dónde irán
después!

***
Como en los antiguos castillos señoriales,
no faltaba en Mare-mare una especie de bu-
fón enano que daba placer y solaz refiriendo
las destrezas nigrománticas ó bufonas que
había llevado á dichoso término desde que,
probando fortuna, se había desprendido de
las montañas del reino. Tanto como bufón no
era: llamábase apenas curandero de anima-
les y cazador de culebras. ¡Con cuánta can-
didez ó tontera ó picardía (que todo podía

•149•
· Vastas soledades ·

ser) refería el asendereado guate los prodi-


gios que había obrado en el arte de curar bes-
tias; y cuenta que él no empleaba específico
ninguno, ni aun glóbulos siquiera como el Sr.
Coriaco: sabia todo un libro de conjuros, de-
precaciones, evangelios, etc. etc., como otros
tantos guates y llaneros; pero conjuros y de-
precaciones que la santa Iglesia nunca auto-
rizó, evangelios que jamás ha inspirado el
Espíritu Santo!
La oración ó el “Exorcismo á San Joaquín”
no tenía migaja de desperdicio; y tan eficaz
que “bien podía curar á un toro del mal de
gusanos”, aunque el exorcista “estuviera en
Arauca y el toro en La Trinidad”, lo que me
recordó á aquel cantar llanero que dice así:
Me puse á torear un toro / Lo torié por la mi-
tad / El toro estaba en Arauca /Yo estaba en
La Trinidad. Pero volviendo á nuestro ensal-
mador diremos que aseguraba haber curado
más de doscientos animales en circunstan-
cias tan desfavorables con el ensalmo consa-
bido: “Yo te conjuro, animales perjuros / Qué
creo que han de morir de uno en uno / En
su misma sangre, en su misma sangre.
/ San Joa­quín, seré yo en salvo, en salvo /
San Joaquín, seré yo en salvo, en salvo / Y
creo que han de morir en su misma sangre,

•150•
Llanos Orientales

en su misma sangre / Y creo que han de mo-


rir de uno en uno...”. ¡Y yo creo (añadió el ma-
yordomo del hato) y yo creo que si no le junta
usté creolina se muere la bestia antes que los
gusanos!
Pues ¡y la oración á San Pablo, ó Pablos,
como él decía! Sabiéndola de memoria ó lle-
vándola consigo escrita, cualquiera hijo de
vecino podía meterse en el seno toda casta de
culebras y animales ponzoñosos. No es casa-
nareña en su origen esta oración, pero aquí
campea como en su propia tierra. Al expresado
ensalmador se la oímos de esta manera: Jesús
dijo á San Pablos / Y San Pablos dijo á Jesús:
/ En los pies carga una luz / Y en las manos
una cruz. / Líbrame de las culebras / Y ani-
males ponzoñosos, / San Pablos, amén, Je-
sús. / San Pablos es tan querido / De Dios
Todopoderoso / Líbrame de malos pasos /
Y animales ponzoñosos, / San Pablos, amén,
Jesús. / Digo estas cuatro palabras, / Las
digo porque las sé, / En el nombre de San Pa-
blos / Y de Jesús, María y José.

***
Fresca está aún sobre las incultas sabanas
de Casanare la sangre derramada por seres

•151•
· Vastas soledades ·

infelices que apetecían vivir tranquila vida


en soledades inconcebibles. Fue ayer cuan-
do los indios salvajes de esta región pusieron
en febril alarma á pacíficos llaneros que han
abandonado, con tristes lamentos, sus ca-
sas, sus sementeras y parte de sus ganados á
la nativa fiereza de indómitos salvajes; y fue
ayer también cuando esos mismos hijos del
bosque, pero hechuras de Dios, eran bárba-
ramente sacrificados en tropel por causas in-
justificables ó baladíes, cuando no por mero
pasatiempo. ¿Qué tienen, pues, de insólitos
los sucesos que tánta polvareda han levan-
tado en gran parte de la República? Nada, la
eterna historia de todos los tiempos: los in-
dios pueden lanzar al rostro de la civilización
abrumador pliego de agravios, de los agra-
vios que continuamente han recibido de los
blancos ó civilizados; pueden éstos justificar
su proceder aduciendo su legítima defensa,
la de sus personas, familias, intereses, etc.
Así es que si se consulta la historia de esta
rica región, siempre aparecen indios y blan-
cos en continua reyerta. Las más de las ve-
ces son aquéllos los provocadores, porque el
agravio que reciben, ó que por tál lo reputan,
siempre permanece fresco en su memoria: lo
disimularán por algún tiempo, en medio de

•152•
Llanos Orientales

su rudeza ocultarán taimadamente sus pro-


pósitos salvajes, brindarán acaso fingida
amistad; pero todo lo ordenarán á propor-
cionarse ocasión propicia de saciar su sed
de venganza en blanco ladrón2, en el infeliz
llanero. Gravísimos y no raros son los ejem-
plos en que los blancos se han puesto al nivel
de los salvajes con más culpable salvajismo;
pero no es esto lo que ordinariamente acon-
tece, sino que aquéllos se ven en la necesidad
de repeler y aun de precaver las felonías de
los bravos indígenas en virtud de su legíti-
ma defensa. Nada tienen, pues, de insólito
los sucesos que motivan las líneas como verá
quien leyere lo que sigue.

Algo de historia
Con fecha 22 de Junio de 1805, el Goberna-
dor de los Llanos, D. José Planes, enviaba al
Virrey Amar breve y alarmante reseña de las
víctimas que habían hecho los salvajes duran-
te aquellos años, y su número se eleva al de
setenta y nueve. Aterrado el Gobernador con
semejantes asesinatos que se sucedían con
rapidez, solicitaba del Virrey una escolta

2 Este poco honroso calificativo suelen dar los indios


guahivos á los civilizados. [Nota del original]

•153•
· Vastas soledades ·

para poner coto á estos crímenes, ahuyen-


tando ó reduciendo á los indígenas.
En aquel mismo año de 1805 aconteció
el brutal saqueo por los indios después de
asesinar á cuantos blancos pudieron alcan-
zar con sus flechas envenenadas. Pero tén-
gase presente que pocos años antes habían
sido perseguidos estos indios implacables,
con verdadero encarnizamiento; y hasta se
organizaron escoltas ó expediciones que
salían todos los veranos (copio un informe
del Gobernador) “á perseguir y matar sin
distinción á cuantos salvajes no tenían la
facilidad de huir, cautivando á los que caían
en sus manos”. Y si esto se hacía en cierto
modo con pública sanción ¿qué extraño tie-
ne el que los particulares obrasen con idén-
ticos criminales procederes? Esto hizo en
este mismo tiempo D. Custodio de Mendo-
za, vecino de Pore, quien “encerró y pasó á
cuchillo una tropa de indios que de buena
fe y de su propia voluntad le estaban traba-
jando y haciendo corrales en su hacienda de
Guachiría”. Reciente es, dice otro documen-
to de aquella época, la matanza de indios
que hizo D. F. Vargas, Corregidor que fue
del Partido del Meta.

•154•
Llanos Orientales

Como se ve, pues, indios y blancos se pe-


leaban encarnizadamente haciendo valer sus
respectivos derechos3.
Veamos otros hechos más recientes, y
pasando á los años de 1870 se nos viene á la
pluma la célebre matanza de Caribabare, que
por ser proverbial en todo Casanare vamos á
referirla con algunos detalles suministrados
por un testigo ocular.
D. Pedro del Carmen Gutiérrez fue el ins-
trumento principal de la matanza. Este señor,
que era venezolano, natural de Guadualito,
vivió primero en Patute y San Lope; de aquí
se trasladó á Caribabare, y luégo fundó hato
en Corozal, donde murió. Atribúyesele la
obra de la toma de agua que lame las casas de
aquel vecindario, pero no hizo sino limpiar la
que abrieron los PP. Jesuítas en la época de
las misiones. Fue también explorador del río
Casanare, donde no se había vuelto á nave-
gar desde los tiempos coloniales.
Estando, pues, en Caribabare procuró
atraerse las indias para servirse de ellas en

3 Juzgamos innecesario advertir que aquí se trata general-


mente de los indígenas no afiliados á las misiones; los
que vivían con los misioneros eran perseguidos por sus
congéneres con la misma saña y felonía que los blancos.
[Nota del original]

•155•
· Vastas soledades ·

las faenas de su hacienda, cosa que consi-


guió sin grandes dificultades. Pero el na-
tural siempre feroz y sanguinario de las
goahivas, su continuo trato con los blancos
viciosos y corrompidos y los constantes
perniciosos ejemplos que veían dondequie-
ra, les hicieron recobrar su nativa fiereza y
comenzaron á cometer sinrazones, robando
y destrozando cuanto tocaban sus manos,
matando gentes indefensas y cometiendo
toda clase de fechorías en los caminos, ca-
sas y hatos vecinos. A tal punto dícese que
llegó el mal porte y atrevimiento de estos
indios, que eran un peligro general para
las gentes y los pueblos como lo están sien-
do ahora. Destruyeron el caserío de Mani-
ca (Manare), que tenía siete casas é igual
número de familias, y sólo se salvaron dos
personas; lo mismo hicieron en las funda-
ciones de las Monas, matando á los mayor-
domos; en Auto, á las puertas de Moreno,
dieron un asalto en pleno día y asesinaron
á varias mujeres; en los caminos hubo bas-
tantes asaltos; de modo que desde el puerto
de Casanare hasta la Angostura, camino de
Cravo y Cuiloto, tenían que ir los pasajeros
bien armados y en partidas de quince ó vein-
te hombres. Al mismo D. Pedro y su familia

•156•
Llanos Orientales

parece que tenían proyectado robarles y


asesinarlos y hubieron de ocultarse.
Estos y otros sucesos que se repetían á
diario con lujo creciente de feroz canibalis-
mo, tenían sobresaltados los ánimos en todo
Casanare hasta que finalmente las mismas
autoridades de los pueblos, con el Prefecto
á la cabeza, excitaron á D. Pedro á que se
pusiese al frente de 200 hombres armados
que habían reunido de Moreno, San Lope,
Betoyes y Tame. D. Pedro se resistió al prin-
cipio, pero luego hubo de convenir; y ocul-
tando á los indios sus negros propósitos, los
hizo reunir en Caribabare, so pretexto de
invitarlos á una gran comilona. Los incau-
tos indios en número de 250, aceptaron tan
fementida invitación y acudieron al hato de
D. Pedro, todos desnudos, como acostum-
bran, y ansiosos de cambiar siquiera transi-
toriamente los frutos silvestres y sabandijas
inmundas de que se alimentan, por la carne
fresca y sabrosa de la becerra gorda...
Para asegurar más impunemente la horri-
ble carnicería, dividieron á los indios en dos
grupos: de ellos, en la propia casa del Hato;
de ellas, en una ramada próxima. La matanza
comenzó por los de la casa; y para que nada
oyeran los otros se procedió á degollarlos...

•157•
· Vastas soledades ·

No es posible describir escena tan horro-


rosa. De más de un centenar de indios que
allí había, sólo uno pudo pisar el umbral de la
puerta. Certera bala lo alcanzó é hirió mor-
talmente; pero la explosión puso en alarma
á las presuntas víctimas que en la ramada
se hallaban. Sin embargo, pocos pudieron
librarse del furor de los blancos; de los 250
indios solamente quedaron con vida siete,
entre ellos dos muy conocidos en Casanare,
que murieron hace pocos años; el renco Ma-
nuel Arauca y el indio Catorce.
No hago comentario alguno; me concreto
á exponer hechos tan públicos y notorios que
el mismo Gobierno tuvo que intervenir, po-
niendo coto á los fieros desmanes de indios y
blancos con la Ley 11 de 27 de Abril de 1874,
que ordenaba: “El Poder Ejecutivo man-
tendrá constantemente en el Territorio de
Casanare y en el de San Martín, cuando lo
exijan las circunstancias de incursiones de
indios salvajes ú otras, una fuerza organiza-
da de no menos de cien hombres de infante-
ría ó caballería destinada á dar protección
á las poblaciones civilizadas contra los ata-
ques de los indios, á éstos contra los abusos

•158•
Llanos Orientales

ó persecuciones de los blancos y á dar segu-


ridad á todos”4.
Ignoramos si se llevaron á la práctica es-
tas sabias disposiciones del Poder Ejecutivo,
pero es probable que nada fue preciso hacer
á raíz de los sucesos relatados; los indios te-
mían la repetición del sangriento drama de
Caribabare; los blancos, los hechos que lo
precedieron.
Sucedieron algunos pocos años de relativa
calma; pero el fuego estaba latente y debía de
estallar, bien en forma de volcán devastador,
bien en forma de pequeños cráteres que die-
ron salida lenta á la cólera y mortal odio que
los indios abrigaban en sus pechos.
Los PP. Candelarios, estableciendo va-
rias misiones entre estos salvajes, lograron
mantener á raya á los indómitos guahivos,
pero las misiones fundadas y sostenidas con
heroicos sacrificios subsistieron poco tiem-
po como luégo se dirá, y otra vez comenzaron
las hostilidades.
Corría el año de 1899, año de gran desven-
tura para la capital del Vicariato, como lo fue
para todo Casanare. Cierto día en que nadie
había soñado (si de día soñar se puede) que

4 Artículo 14. [Nota del original]

•159•
· Vastas soledades ·

pudiera ser turbada la calma chicha de que


disfrutaba el destacamento revolucionario
acantonado en Támara, apareció en la pla-
za toda una capitanía de indios goahivos
que hizo sudar cerote á los de la guardia que
tranquilos se hallaban. Por fortuna para los
hijos de Marte (aunque otra cosa creyeron)
nó se trataba de defender parapetos ni de
resistir un asalto. Erase una tropa dé indios
desnudos y desarmados que, acosados por el
hambre, venían de los bosques de la llanura
en demanda de su Obispo. El Illmo. Sr. Casas
los agasajó cuanto lo permitió su situación
angustiosa, y alegres y contentos regresaron
otra vez á recorrer sabanas, bosques y ríos.
Hasta aquí, nada de extraño tiene el relato;
pero es el caso que casi todos estos indios
que acabamos de ver en Támara, humildes,
pacíficos y correctos en su porte, fueron ase-
sinados bárbaramente poco tiempo después,
en determinado hato cercano al Meta. No se
han hecho públicos los motivos que tuvieran
los blancos para obrar de manera tan inhu-
mana. Sospechamos que se trataba de casti-
gar algunos daños que los goahivos habían
causado en los ganados del hato.
En 1906 se recrudecen las hostilida-
des. En El Negro, hato de la jurisdicción de

•160•
Llanos Orientales

Arauca, cometen los indios algunas rapiñas,


que el Capitán paga con la vida. En Buena-
vista asesinaron los indios al joven Hoyos,
natural de Tunja; y expían el crimen el Capi-
tán Bautista, su hijo y varios goahivos de la
misma Capitanía.
En 1907 trátase de contener los excesos
que cometían los indios en el ganado de El
Tigre, y los indios contestan á la intimación
asesinando á una infeliz mujer que en el hato
hallaron.
En 1908 los crímenes se han sucedido con
lujo de crueldad. Primero en la fundación de
Santa Catalina, á orillas del Ariporo, pro-
piedad de D. Luis Gualdrón. Este señor, que
siempre había estado en amigable correspon-
dencia con los indios que frecuentaban aque-
llos parajes, había sido amonestado repetidas
veces por amigos y conocidos de que no se
fiara de los solapados goahivos porque sería
víctima de alguna felonía cuando menos la
temiere. En efecto, por estar la fundación de
Santa Catalina internada en sabanas incultas
y bravias y aislada de otros hatos ó fundacio-
nes, podía sufrir, sin esperanza de socorro, las
consecuencias de algún descuido, de alguna
imprudencia. Así aconteció. El día 17 de Abril
una tribu compuesta de algunos 200 salvajes

•161•
· Vastas soledades ·

se presentó en pleno día á las puertas de la


fundación. Rodearon cautelosamente la casa
de palmas y sin perder tiempo comenzaron á
lanzar una lluvia de flechas envenenadas. La
defensa de la casa fue tenaz, pero nada pudo
contener el ímpetu salvaje, de los goahivos. De
cinco blancos que allí había sólo uno se salvó,
D. Luis; y esto porque tuvo valor para arran-
carse de diferentes partes del cuerpo una por-
ción de flechas que lo dejaron mal herido. El
resto de la familia, á saber, la esposa del Sr.
Gualdrón, dos mujeres y un hombre quedaron
muertos allí mismo.
El pánico cundió por los hatos y fundacio-
nes vecinas y tratóse de organizar una expedi-
ción armada que se internase en las guaridas
de los indígenas intimándoles con amenaza.
Nada más que seis ú ocho blancos acudieron á
la cita y emprendieron tan arriesgada empre-
sa. Encontráronse con los indios y les hicieron
algunos tiros; pero los salvajes, lejos de huir
despavoridos al ruido de los burujoe (que así
llaman á las armas de fuego), acometieron con
furia á los blancos, quienes hubieron de correr
á galope tendido.
Los goahivos se envalentonaron con este
ruidoso triunfo é intentaron el asalto de
otro hato.

•162•
Llanos Orientales

Cuando los llaneros que en él vivían, no-


taron la presencia de los temibles indios,
encerráronse en la casa dispuestos á recha-
zar el asalto con varias armas de fuego que
á mano tenían. Comenzaron á llover flechas
sobre la casa, pero como éstas no producían
el efecto apetecido resolvieron incendiarla.
Los sitiados, que eran cuatro, después de lu-
char defendiéndose valerosamente, se batie-
ron en retirada. Todos cuatro recibieron he-
rida gravísima. Esto aconteció en el mes de
Septiembre último.
A consecuencia de los últimos asaltos que
acabamos de relatar, han sido desamparadas
por sus düeños las fundaciones siguientes: Rl
Remolino, de Rodulfo Bayona; Sania Catali-
na, de Luis Gualdrón; Santa Rosa, de Julián
Cortés; San Agustín, de Benito Moreno; Ros
Cañaotes, de Juan Castro; y La Candela na,
de Eduardo Hurtado. Las cuatro primeras
están situadas entre los ríos Chire y Ariporo;
las restantes, en el Aripón y el Guachiría.
En los últimos casos que brevemente he-
mos referido, hase podido observar un extra-
ño fenómeno que está en abierta pugna con
las usanzas y costumbres de los indios goahi-
vos. Hasta hace un año, poco más bastaba un
tiro de escopeta para poner en polvorosa á

•163•
· Vastas soledades ·

todos los indios de Casanare juntos, y sin em-


bargo acabamos de ver con tristes y elocuen-
tes realidades todo lo contrario: resisten el
ataque de La Florida, desconciertan á varios
llaneros provistos de armas de percusión; no
se acobardan ante la ruda defensa de Los Ca-
ñaotes... ¿Qué significa cambio tan repentino,
proceder tan distinto del hasta aquí observa-
do? Corren rumores, citándose determinados
nombres propios, de que al frente de los indios
van dos ó tres blancos que no há mucho se fu-
garon de cierta colonia penal. Y siendo así, los
asaltos á fundaciones y hatos continuarán re-
pitiéndose indefinidamente.
En vista de lo expuesto, creemos haber
llegado la hora en que el Gobierno Nacional
tome cartas en estos tristes acontecimientos
que constituyen un peligro próximo para los
habitantes é intereses de Casanare. Hasta
hoy se han limitado los salvajes goahivos á.
hostilizar las fundaciones aisladas de toda
comunicación; mañana pueden avanzar has-
ta los poblados, de los cuales no se andan
muy lejos.
No somos partidarios de que el Gobierno
suministre armas y municiones á los particu-
lares, como se ha pretendido. Si se cree llega-
do el caso de este género de intervenciones

•164•
Llanos Orientales

(que al menos es discutible), organícese de-


bidamente una fuerza respetable con gente
casanareña, conocedora del terruño y de las
costumbres indígenas, tómense las precau-
ciones necesarias y hágase todo con estudia-
dos fines, bajo un plan enteramente civiliza-
dor, netamente cristiano. Las expediciones
de este género son muy delicadas; porque la
sola muerte de un indio puede ser hasta una
virtud, pero cuando se hace sin autoridad
legítima, puede degenerar en vil asesinato.
Según nuestro modo de pensar, otros deben
ser los medios que deben emplearse para re-
primir los desafueros de los indios.
Por las relaciones que deben suponerse
existentes entre los sucesos relatados y los
PP. Misioneros de Casanare, se ha habla-
do también de los RR. PP. Candelarios, que
constituyen una Provincia religiosa de la es-
clarecida Orden de Agustinos Recoletos, y
cuya gloriosa historia estará siempre íntima-
mente ligada á la de esta región casanareña.
No se trata aquí de una vindicación, que
no la necesitan, ni de una apología que en la
Historia Patria está escrita con mano seve-
ra y elocuente. Tan sólo diremos alguna cosa
pertinente al asunto que motiva el presente
escrito.

•165•
· Vastas soledades ·

Los PP. Candelarios, que tienen á su cargo


la administración espiritual del Vicariato de
Casanare, nunca han visto con indiferencia
los referidos lamentables sucesos que han te-
nido por teatro las vastísimas llanuras orien-
tales. Decir lo contrario significa desconocer
por completo la historia de las misiones de
Casanare; equivale á pagar con acerba ingra-
titud los desvelos y sacrificios de todo género,
que en épocas remotas, lo mismo que en los
tiempos presentes, se han impuesto celosísi-
mos misioneros, dignos de toda considera-
ción y de gratitud eterna. Abrase la historia;
consúltese á cuantos han presenciado de
cerca ó de lejos, pero con sano criterio é im-
parcialidad, la obra de las misiones; interro-
gúese si se quiere, á los mismos indígenas que
hoy siembran el espanto en estas llanuras
solitarias... y la historia, con su inflexible fa-
llo; las gentes sensatas, con su fiel veredicto;
y los mismos indios goahivos con rústicas y
salvajes muestras de gratitud, abonarán la
conducta siempre recta, siempre evangélica
de los PP. Candelarios, Misioneros de Casa-
nare. El hábito Recoleto ha sido siempre, y lo
es en la actualidad, de celo y heroísmo.
Y dicho esto, que á ningún casanareño se
le oculta, ¿será preciso comprobar que los PP.

•166•
Llanos Orientales

Candelarios han sabido cumplir fielmente la


útilísima misión que de nuevo les fue confia-
da hace casi veinte años, y que tánto se re-
laciona con los sucesos de que hemos hecho
mérito?5 ¿Será preciso amontonar pruebas
para convencer á los más exigentes de que en
los PP. Candelarios no recae responsabilidad
alguna por lo que está aconteciendo en Ca-
sanare? Se dirá que con el establecimiento
de misiones vivas entre los infieles podían
haberse evitado del todo ó en parte los des-
manes criminales de los indios. No lo nega-
mos; porque si se observan las épocas en que
indios y blancos se han peleado con más saña
y crueldad, se notará que coinciden exac-
tamente con la decadencia de las misiones.
Este es un hecho que hiere la vista con luz
meridiana. Pero, si de las misiones antiguas
se trata, nadie podrá mostrar á los PP. Can-
delarios la llorada decadencia: obra fue de los
tiempos; si de las misiones contemporáneas,
razones poderosísimas relevan á los Misio-
neros casanareños de ese injusto cargo. Re-
cuérdese lo que era Casanare al posesionarse

5 Trátase aquí desde la creación del Vicariato: sabido es


que los PP. Candelarios permanecieron en Casanare
desde los primeros años del siglo xvii hasta bien entrado
el xix. [Nota del original]

•167•
· Vastas soledades ·

últimamente de su administración espiritual


los PP. Candelarios. Recuérdese que además
de los 2,000 indígenas que vagaban errantes
por estas solitarias llanuras, existían en el Vi-
cariato otros 18,000 cristianos, igualmente
diseminados en vastísimo territorio, y según
nuestro particular criterio, más necesitados
de los auxilios de la Religión que los mismos
indígenas salvajes. ¿A quiénes atender con
preferencia? porque ciertamente la mies era
copiosa, abundante, y pocos y desprovistos
de recursos los operarios. Nada más natural
(según nuestro entender, repetimos) que re-
mediar la urgente y extrema necesidad de los
civilizados, mientras que Dios remediase la
falta de misioneros y de recursos, y sin em-
bargo el celo de seis ú ocho misioneros hace
prodigios de caridad, suple la falta de otros
muchos; y sin desatender la viña ya plantada,
sepúltanse en sabanas inmensas, en bosques
seculares buscando esos rezagados del cris-
tianismo, oprobio de la civilización moder-
na.
En aquellos años establecióse una misión
de indios goahivos en Barrancopelado, otra
en San Juaniio y una tercera en Caño de Ma-
ría. Aún quedaban en Casanare las desiertas
y célebres sabanas de Cuiloto, cuyos indios,

•168•
Llanos Orientales

harto valientes y temibles, fueron el espanto


de Casanare durante largos años, y el M. R. P.
Manuel Fernández, intrépido Misionero,
celosísimo Apóstol de Cristo, cual otros her-
manos suyos, emprende la arriesgada expedi-
ción de Cuiloto para fundar un nuevo pueblo
de indígenas. ¿Habéis pensado algún día de
vuestra vida, gratuitos detractores de los
Misioneros, en los sacrificios, penalidades,
privaciones que entraña el establecimiento
de una misión? ¿Sabéis lo que significa re-
nunciar á los atractivos de la vida civilizada
y sepultarse en soledades inconcebibles, te-
niendo por única sociedad incultos y toscos
salvajes cuando no fieras alimañas de los
bosques? Pues allá fueron los PP. Candela-
rios, á donde vosotros no osaríais ir. Y allá
estuvieron haciendo prodigios inauditos de
valor, de sacrificio hasta el año de 1899, en
que comenzó, la guerra civil.
En aquel entonces fueron heridos de
muerte los evangélicos pastores, y dispersa-
do el incipiente rebaño.
Terminada la guerra, volvieron á ocupar
sus puestos los mismos misioneros, pero otra
vez surgió ante ellos el terrible problema. No,
no es que se olvidaran un solo momento los
PP. Candelarios de los infelices salvajes que

•169•
· Vastas soledades ·

en territorio de su jurisdicción se hallaban;


pero si cuando se reanudaron las misiones
creyó el Vicario Apostólico atender con más
preferencia aún á los civilizados, mayores ra-
zones que antes obraban ahora en favor del
mismo proceder. Y así se han conducido los
PP. Candelarios, obedeciendo sumisos la voz
del Vicario Apostólico. Entretanto, la labor
de éstos ha sido fructuosa, fecunda: su bené-
fica influencia en Casanare se deja sentir en
todas las órdenes de vida. Y acaso los Misio-
neros tienen ya en los blancos, no obstáculos
que se opongan á la gran obra de la civiliza-
ción de los salvajes, sino más bien auxiliares
eficaces que secunden con agrado la obra de
las misiones.
En vista de esto, el actual Vicario Apostó-
lico de Casanare ha creído llegado el tiempo
de reanudar las misiones activas, y al efecto
se están dando los pasos necesarios. Ya se
habían comunicado las órdenes necesarias al
efecto de estudiar sobre el terreno el punto
más adecuado donde fundar la misión, y dis-
poniéndose estaba el mismo Vicario Apos-
tólico para trasladarse personalmente á los
lugares frecuentados por los indios, cuando
sucesos inesperados le obligaron á dirigirse
á la capital de la República. Peto tengamos

•170•
Llanos Orientales

fe y esperemos, que quizá dentro de muy


poco tiempo tendremos á los temibles indios
goahivos sojuzgados bajo el suave yugo del
Evangelio, y cesarán los lamentables aconte-
cimientos, materia de este escrito.
Para ello contamos con la ayuda de-
cidida y eficaz del Gobierno Nacional, y
también de los casanareños. Las misio-
nes de este género, además de abnegados
misioneros, que no faltan gracias á Dios,
demandan recursos de toda especie, prin-
cipalmente al establecerse la misión. Ha-
llaremos dificultades, tropezaremos con
obstáculos, acaso sean nuestros primeros
enemigos quienes deberían ser los prime-
ros en secundar nuestra labor. No importa:
habremos ayudado al Gobierno Nacional en
la obra de la total redención de Casanare, y
en todo caso recibiremos la eterna recom-
pensa de Dios en el cielo.

•171•
Carta a Elías
Quijano
y Guillermo
Arana*1
JOSÉ EUSTASIO RIVERA
1916
Bogotá, febrero 22 de 1916

Señores
Elías Quijano y Guillermo Arana
Cali

Queridos amigos:
Estas líneas escritas de prisa los noticiarán
de mi regreso de los Llanos, y al mismo tiem-
po les expresarán mi cordial agradecimiento

* Citado en Pachón-Farías (1991).

•172•
Llanos Orientales

por el amable telegrama de cumpleaños que


se sirvieron dirigirme. Yo no olvidé en su fe-
cha a Elías, pero aún me hallaba en la inmen-
sidad de la pampa salvaje, lejos de las ofici-
nas telegráficas y apenas pude recordar en su
día al amigo ausente.
Imposible relatarles ahora todo lo que
experimenté en aquellas soledades agobian-
tes, melancólicas, y fuera de ser infinitas y
monótonas por lo imponentes. Desde que el
viajero remonta el último estribo de la cor-
dillera oriental, ya al descender a Villavicen-
cio, presiente la enormidad del paisaje hasta
en el aire que respira, pues como a Heredia1,
le acontece que a través de las distancias
inconmensurables absorbe su nariz el olor
penetrante de las resinas y de los pajonales
onduladores; de repente al sesgar una quie-
bra, halla la inmensidad ante sus ojos, vas-
ta, colosal, infinita. El panorama tiene por
límite el horizonte, y desde el nacimiento de
la serranía se ven las curvas de los grandes
ríos salvajes, como si alguien hubiera tenido
el capricho de ponerle a uno bajo sus ojos un
tablero que tuviera toda la perspectiva del
1 Se refiere a la “Oda al huracán” del cubano José María
Heredia (1803-1839), considerado el primer poeta ro-
mántico de América Latina. [Nota del editor]

•173•
· Vastas soledades ·

Llano: el Guayuriba, el Ocoa, el Guatiquía,


el Humadas, el Meta se ven salir a la llanura y
perderse luego a una distancia de más de se-
senta leguas, bajo las brumas del límite des-
conocido. A trechos se perciben las grandes
cejas de montes que cruzan en las planicies
desiertas, tan planas como un billar, y el ojo
adivina en los pequeños puntos movibles que
manchan el aire, la ondulación perenne de
las palmeras sagradas.
Más allá de Villavicencio, población
importante de calles empedradas, de luz
eléctrica y acueducto, se extiende una selva
de más de 30 quilómetros de anchura, que
va desde los ejidos de la población hasta el
linde de los pajonales pequeños. Ese monte
virgen, tiene toda suerte de fieras, y en mu-
chas partes es completamente desconocido.
Mientras lo atravesaba una mañana, cuan-
do me dirigía con mis amigos cazadores al
lejano Humea, vi repetidas veces las mana-
das de chigüiros y dantas, que huían por el
camino, adelante de nuestras cabalgaduras,
sin hacer mayor caso de los disparos de mi
escopeta, que rindió dos chigüiros enormes.
Mis compañeros, tan cazadores como yo,
seguían impasibles diciéndome: espera que
salgamos al Llano.

•174•
Llanos Orientales

Ah, eso es algo indescriptible. Las palme-


ras suben sobre los pajonales talludos y al-
tísimos, y donde la llanura ha sido quemada
se ve en una distancia hasta de ocho o más
leguas el retoño verde, tan tierno como los
arrozales recién nacidos, en donde pastan
los venados de “enramadas testas” en grupo
de cuatro o más pares. Por el aire vagan los
guacamayos charladores y loros reales, ne-
gros, blancos, verdes, rojos, amarillos, cre-
mas y en los esteros pascan garzas de toda
pluma, patos semejantes a los gansos case-
ros, y el cogitabundo garzón soldado, de esti-
lo rojo y plumaje blando, que parece a distan-
cia un hombrecito que estuviera bañándose a
la orilla de las aguas inmóviles.
Cada caño, nombre que los llaneros dan a
los grandes ríos, tiene una ceja de monte de
cuatro o más leguas de anchura, pero las hay
de pocas cuadras también. Allí toda clase de
maderas “tiene su asiento”. Pero ¡qué asien-
to! Hasta 17 metros de diámetro miden los
troncos de algunas ceibas y cariocares. ¡Qué
árboles para tener cepas tan colosales! Bajo
aquellos montes se puede andar de a caballo,
tan limpios y parejos son; pero en partes la
maraña es tan intrincada, los guaduales son
tan tupidos que solo dan refugio a culebrones

•175•
· Vastas soledades ·

enormes, a los lagartos y a las hormigas.


Puede uno garantizar que nunca han recibi-
do aquellos parajes ni un solo rayo de sol. Los
perros les temen, y los cafuches y zainos no
se atreven a penetrarlos aunque se vean aco-
sados por la jauría.
El paisaje es monótono, pero tiene a ve-
ces la llanura detalles bellísimos: palmeras
de distintas clases se balancean eternamen-
te, ya formando calles de varias cuadras de
largo, ya distribuidas simétricamente alre-
dedor de plazoletas enormes, que tienen en
su centro un estero, zarco como una pupila,
vigilado por parejas de garzas. La serranía,
que se extiende desde San Martín hasta el
Orinoco en cosa de 600 leguas, está formada
por millones de cerritos cuya altura mayor
alcanza a cuarenta metros. Estos cerritos
de forma cónica y de cúspides planas, están
tapizados por gramales de distintos colores,
o son de arena gris, roja o negruzca, y están
rodeados por otros tan pequeñitos que solo
contienen en su plano superior un pocito de
agua o un par de palmitas. Y se ven los co-
nos, aquí, allá, al norte, al oriente, y por sus
bases rueda a veces un arroyo saltador lleno
de espumas; y es frecuente encontrar entre
ellos altas planicies de varias leguas de largo,

•176•
Llanos Orientales

redondas como un circo, encerradas por las


palmeras, con sus cerritos a los extremos, en
forma de torres que hacen pensar en forta-
lezas y castilletes de civilizaciones extintas.
Sus únicos habitantes son los venados, los
pumas y el tigre, las águilas, los patos y los
garzones. El ambiente es tan silencioso que
hace dar miedo; la Serranía tiene 180 millas
de ancho y el que se aventure a explorarla, se
pierde irremediablemente, porque todos los
parajes son parecidos, y según la elevación
de cada morrito, por un fenómeno inexplica-
ble, cambia la perspectiva del horizonte. Sé
de algunas expediciones de botánicos alema-
nes que se internaron en la Serranía y que no
volvieron a salir jamás.
La hacienda de Barrancas, a dos jomadas
de Villavicencio, de propiedad de los Vás-
quez, mis compañeros de cacerías y anfitrio-
nes muy amables, estaba habitada por Rubén
Vásquez, Montoyita (q. e. p. d.), una mujer y
dos muchachos. La vecindad, lo que los lla-
neros llaman vecindad, queda a cosa de 15
leguas y es una fundación menos poblada que
Barrancas. Hay vecindades de más de cua-
renta leguas. Barrancas tiene más de 7.000
reses en las llanuras aledañas, que pastan a
uno o dos días de distancia. Todo individuo

•177•
· Vastas soledades ·

anda a caballo por las sabanas, y aún por los


montes; la vestimenta consiste en un calzon-
cillo ancho y mal abotonado y en una cami-
sita ligera. Algunos, en vez de sombrero se
amarran la cabeza con un pañuelo colorado.
Para andar entre los pajonales se forra uno
las piernas con un bayetón y a veces sucede
que las enormes culebras salen colgando de
él, enredadas por los colmillos en las motas
de lana. Yo adopté aquella vestimenta y an-
duve descalzo porque mis botines se me que-
daron enterrados en un zural desde el día
siguiente al de mi llegada. Los zurales son
enormes acueductos, acequias hondísimas,
cubiertas de pajonales que se cruzan en todos
sentidos. Esa trabazón de canales se extiende
en dos, tres o más leguas, y ¡ay! del que caiga
en uno de sus canjilones. Bajo los pajonales
hay aguas podridas donde medran las boas,
los güíos, las macarelas y los sapos, tan gran-
des como un cojín. Quemado el pajal, queda
al descubierto la red de acequias que se pier-
den de vista a lo largo y a lo ancho. Aunque
estaba advertido del peligro, por no dar la
vuelta de dos horas a buscar la cabecera del
zuro, hice meter la mula para hacerle tiro a
unos venados. El animal empezó a saltar de
acequia en acequia, hasta que se resistió a

•178•
Llanos Orientales

seguir, pronto hundió la mano en un barrial


tan negro, pegajoso y oreado como la brea.
Acostado sobre la barranquita logré desensi-
llarla y empecé a darle látigo para que salie-
ra. En vano. Y nadie a quién pedirle socorro,
porque mis compañeros estaban muy lejos y la
zanja me tapaba la mula. Comprendiendo que
el animal podría quebrarse la mano me tiré al
fondo y quedé hundido en el fango hasta las
pantorrillas. Forcejeé más de media hora,
presa de gran desesperación. Al fin escapé al
peligro, pero los botines se quedaron sepulta-
dos para siempre. La muía quedó manca por
algunos días, y yo descalzo por todo el tiempo
de la permanencia en el Llano.
Sólo después de haberse retirado de la
casa ocho o más leguas, encuentra uno algu-
na madrina de ganado, que consta de 1.000
o más reses, a condición de que vaya a los
dormitorios cuando esté amaneciendo. Para
esto se pone uno en marcha a las 3 de la ma-
ñana, después de haber tomado un tazón de
café negro sin dulce. Qué grata sensación la
que se experimenta en la inmensidad, llena
de aires tan frescos y tan perfumados como
un seno de virgen, en esa hora en que aún late
en el cielo la claridad de las estrellas cercanas
y empieza a iniciarse el crepúsculo matutino,

•179•
· Vastas soledades ·

que riega a distancia un vapor rosado, flotan-


te en la llanura como un reflejo levísimo de
incendios infinitos.
El horizonte todo se ensangrienta y dura
más de una hora despidiendo una semiluz
atenuada, sobre la que se ven cabecear las
palmeras de lejanía. El corazón se ensancha
con una especie de palpitación afanosa, y el
ojo hipnotizado ve aparecer la curva del sol,
que emerge de los pajonales, redondo, colosal
y de color rojo vivo, y avanza hacia el viajero
dando saltos enormes. De repente, después
de tenerlo a cosa de treinta cuadras, se trepa
al cielo y empieza su eterna gran pupila a ilu-
minar los mundos recién despiertos.
Empero, si es verdad que el ganado es
muy andariego, conviene saber si va de cuan-
do en cuando a los corrales a comer la sal,
que se le deja en grandes terrones sobre las
piedras. Sólo los toros padres, de 60 a 80
arrobas de peso y de una bravura increíble,
permanecen esquivos, y cuando llegan a los
corrales en altas horas de la noche, inme-
diatamente se traban en lucha y derriban
las cercas y aran el suelo con las pezuñas, de
manera que es necesario levantarse y hacer
que los perros los pongan en fuga. La raza
de estos toros es de “Cebú”, y cada ejemplar

•180•
Llanos Orientales

parece nacido de búfalo y elefante, tan gran-


des y fornidos son. Tienen una jiba colosal,
hirsuta y movible, cuyos largos cadejos les
caen a manera de crines y les prestan un as-
pecto de fiereza indómita nunca soñada. Uno
de esos toros mató al hermano mayor de los
Vásquez. Se le vino encima por entre un pajo-
nal tupido, y con la cornamenta tan enorme
como mis brazos lo engarzaron por la quija-
da y lo desmontó del caballo, llevándolo en
alto por sobre las marañas más de una mi-
lla. Los toros padres nunca se dejan ver en la
manada. Ventean al hombre a distancia, y se
ocultan; es peligroso entrar en un pajonal en
donde se hayan escondido. Uno puede andar
por entre la vacada, sin que hagan las reses
la mayor muestra de hostilidad. Al contrario,
se acercan olfateando. Pero desde que uno se
desmonta, es hombre al agua porque todo el
ganado se le viene encima, vacas, ternerillos
y toretes. El tigre los acecha de tarde en los
dormideros. Mata a un toro o un ternerillo,
e inmediatamente la vacada se pone en mar-
cha acompasando su trote con bramidos lú-
gubres, alta la cola y el ojo avispado. Pero no
se derrotan en desorden, sino que se alejan en
grandes grupos, rodeadas por los toretes, en
busca de la casa, a donde llegan en altas

•181•
· Vastas soledades ·

horas bramando y atropellándose hasta en-


trar al patio, a los corrales, a las enramadas,
a los corredores, a la cocina, y es de ver como
aquellos animales aterrorizados se olvidan
de atacarlo a uno aunque lo vean andar a pie
a su alrededor. Inmediatamente que se siente
el tropel del ganado que llega, se amarran los
perros, y ya al amanecer van dos vaqueros a
buscar el sitio en donde tigre hizo presa. No
es muy difícil ir al punto preciso porque la
vaca cuya cría fue muerta, corre adelante de
los vaqueros dando bramidos y los conduce
al lugar trágico en donde rondan mujiendo
los grandes toros que se quedaron desafian-
do el peligro. ¡Como recordé mi soneto aquel
en que pinto la lucha del toro y el tigre! Cómo
se estremecían de júbilo los llaneros oyéndo-
melo recitar, y cómo se hacían cruces “por-
que uno pintara lo nunca visto”.
El tigre arrastra la presa hacia los zura-
les o hacia los montes. Come las asaduras
de ella, y se retira a vigilarla, con la cabeza
puesta sobre las manos, de manera que pue-
de sentir a grandes distancias el ruido de las
Pisadas del que se acerca, ya sea el perro, o
el toro, o el hombre porque el suelo le repite
los pasos clara y distintamente. Los vaque-
ros corren mucho peligro cuando acuden a

•182•
Llanos Orientales

ver el daño, pero se contentan con ver el pun-


to donde la res fue muerta, y allí ponen los
perros, al otro día. Ya leerán algo sobre la
cacería del tigre en el periódico que publique
tan emocionante lucha. Les envío “La Patria
Literaria” en donde cuento mi aventura con
los zaínos en los montes del río Coca.
Los ríos del Llano son tan puros como el
cristal, lentos y mudos. Las más variadas cla-
ses de peces se encuentran en sus remansos,
y hay algún millar de cada especie en el más
insignificante charquito. Vi el corpulento
“valentón” que llega a pesar hasta 21 arrobas,
el “amarillo” no menos grande, la cachama.
Un bocachico común pesa hasta 12 libras y
tiene la escama más plateada que la de nues-
tros ríos del Tolima. El yamuz, el caribe, el
coporo, el pipón, el sable, el temblador, la
cuchara, la zapusra, el ciego, la corunta, el
bagre, el bagre sapo, el corroncho, el iris,
el caro-caro, se ven pasar por debajo de las
aguas y volteándose bajo el sol, sin temer al
hombre, ni a las redes ni a nada. Las tortugas
de todos tamaños se adormilan en los arena-
les vecinos, a pocos pasos de los caimanes
enormes, negros y hediondos, de papada lle-
na de arrugas, que se descuelgan a lo largo de
la mandíbula, siempre abierta y voraz; es tan

•183•
· Vastas soledades ·

grande el número de estos saurios, que aún en


el charco vecino a la casa, a cinco o seis me-
tros de la cocina, salían a calentarse sobre la
barranca, a pesar de que disparábamos desde
el corredor sin errar el tiro. La pesca es una
diversión casi nula, por la facilidad que tie-
ne en los Llanos. Es emocionante ver que el
valentón o el pintadillo prendan en el guaral,
anzuelo tan grande como un gancho de ro-
mana, cuyo cable mide más de cincuenta me-
tros y cuya camada consiste en un atado de
fique ensangrentado, o un trapo cualquiera
o en un bocachico regular, o en una naranja
agria, tan grande como las totumas de tierra
caliente. Prendido al [ilegible] que levanta
grandes oleadas y recorre el charco de nor-
te a sur, subiendo los chorros y azotando las
playas, mientras el pescado acompañado de
cinco o seis hombres más que le van dando
cuerda por los arenales abajo, sin que sea
raro que un pez tan crecido les quite el an-
zuelo o les voltee la canoa a los que entran
a arponearlo cuando ya está rendido, en la
orilla. Pescar con tacos de dinamita, es des-
perdiciar el pescado, pues se matan centena-
res, sin que uno resuelva coger más que una o
dos cachamas; el pescado de mejor gusto que
hay en el Llano, cuyo peso, fluctúa entre una

•184•
Llanos Orientales

y dos arrobas. Todos los días se pesca, cuan-


do no cae en el anzuelo algún valentón, si cae
se cortan unas cuantas libras de la carne del
lomo, y lo demás se deja a los caimanes y a las
babillas o cachirros.
Por las playas vagan los chigüiros en mana-
da de cincuenta o más. Estos puercos acuáti-
cos son tan grandes como los cerdos comunes,
y zambullen en los grandes charcos aunque se
mantienen de pasto, gramas, hojas y cogollos
de pindo, frutas, lombrices. Es curioso ver la
manada que avanza por un arenal sin hacer
caso del tirador que lo fusila a pocos metros
distancia, aunque sabe que esos animales son
de mal gusto y no comen su carne sino los pe-
rros. Un día que andábamos de a caballo hici-
mos embarcar una manada de más de ciento,
que venían playa abajo. Los perros destriparon
algunos, y mientras se quedaban devorándo-
los, aprovechamos la oportunidad para lanzar
la partida a un charco profundo, en donde fue
atacado por los caimanes, que saltaban azo-
tando la penca sobre las aguas y dando ronqui-
dos medrosos; pero fueron tan poco afortuna-
dos, los chigüiros se les fueron todos, pues sólo
vimos que cogieran a dos al salir a la orilla, y
eso porque estaban mordidos por los perros y
se habían desangrado mucho.

•185•
· Vastas soledades ·

El 28 de enero, día siguiente al de la ca-


cería de zainos que hice yo solo en un monte
por donde vagaba descalzo, maté dos dantas
en una vega cercana a la casa, y sólo llevamos
una para sacar el cuero y un poco de carne.
Ya estaba yo cansado de matar tantos ani-
males a quemarropa, que llevaba a la casa
para mostrarlas, pues bien sabía que se los
echaban a los perros, después de despresar-
les los cuartos delanteros con cuero y todo.
Hubo vez que llevara yo siete pavas muertas
y dos paujiles enormes, que quedaron en la
cocina llenándose de hormigas, hasta por la
noche, que los aprovechamos poniéndolos de
carnada en los anzuelos. Hay razón en des-
perdiciar la caza, pues todo lo que se mata,
aunque se sala muy bien, se llena de gusanos
a las pocas horas y entra en descomposición
en menos de un día. Sin embargo a veces se
come carne frita en aceite de seje o mil pesos.
La comida consiste en plátano frito, verde
y maduro, yuca cocida, pescado, huevos de
tortuga, carne y café negro y cerrero. El al-
muerzo y el desayuno en nada se diferencian
de la comida.
El 29 de enero convinimos en ir a cazar
una tigra parida que hacía daños en el gana-
do a más de seis horas de la casa, y por motivo

•186•
Llanos Orientales

de haberse herido un peno de los mejores, la


aplazamos para el lunes siguiente. A ese perro
lo hirió un hojarasquín del monte, especie de
oso hormiguero enorme, de los mismos que
exhibieron en Bogotá. Alcanzado por el pe-
rro se puso en guardia y le abrió una oreja de
un arañazo, pero eso no lo libró que otro pe-
rro le arrancara el guargüero de un mordis-
co y lo arrastrara varios metros mientras la
jauría toda lo destripaba. El hojarasquín del
monte abunda en los Llanos y se conoce con
el nombre de oso pajizo.
Ese mismo día me dieron gusto en que-
mar una sabana y le prendimos fuego como
a las 11 a.m. Qué cosa tan colosal, tan impo-
nente y medrosa. El fuego en un llano de esos
evoca el incendio de Roma, el de Numancia
y todos los incendios más célebres de la tie-
rra. Ya leerán la descripción que publicaré
pronto. El fuego lo inunda lodo y dura dos y
tres meses quemando las sabanas intérmi-
nas, hasta que llega a la orilla de un río que
lo detiene. Ha sucedido que las quemas de los
Llanos de Achagua, en Venezuela, han pasa-
do a nuestro territorio y se han mantenido en
su intensidad desde noviembre hasta abril,
que es el tiempo de las lluvias, después de ha-
ber recorrido más de 800 leguas. A la 10 de

•187•
· Vastas soledades ·

la noche sentimos una tronamenta extraña y


un resplandor rojizo entraba hasta nuestras
hamacas. ¡Levántese, que la candela se acer-
ca! fue el grito del mayordomo desde el co-
rredor. Veíamos un reflejo de sangre sobre el
horizonte, y en menos de media hora pasó el
fuego por el frente de los corrales, prendien-
do cuanto abarcaba la vista y con una rapi-
dez tan vertiginosa que, aunque estábamos
listos para no dejar prender las ramadas, el
calor y el humo solos nos sacaron corriendo.
A poco momento la candela huía hacia el Hu-
mea describiendo una línea de llamas que se
perdía en la sombra trágica de la noche. Las
llamaradas tienen hasta cincuenta metros
de largo, media cuadra poco más o menos,
y desprendidas del incendio vuelan solas,
adelantándose grandes trechos a incendiar
las palmeras y los pajonales a la redonda. Pa-
saron por frente de la casa sin causar daño
ninguno, gracias a que soplaban vientos con-
trarios. Montoyita, el mayordomo, que tan-
to me quería, me dijo: acostémonos, doctor,
que ya la candela no hará más que calentar
a los muertos que están enterrados, junto a
la corraleja. Y se puso a mostrarme los sitios
donde años atrás abrieron sepulturas, y dijo:
¡Dios y María me libren de quedar enterrao

•188•
Llanos Orientales

pues aquí no hay quien le rece a uno ni un pa-


drenuestro! ¡Mi pobrecito nunca imaginaba
que al otro día nos tocaría enterrarlo en el
mismo punto!
Porque al otro día, a las seis de la mañana
se nos ahogó Montoya, en un charco vecino a
la casa. Después de tirar el taco de dinamita
a las cachamas en su remanso, mientras los
dos muchachos que lo acompañaban cogían
las que iban saliendo a flote, cayó el pobre
Montoya al agua, y, probablemente para-
lizado por el temblador, que es un pez eléc-
trico que inmoviliza cuanto toca, se hundió
en el charco cristalino y silente, y sin dar
un grito, corrieron los muchachos a ver que
le había sucedido, y sólo vieron los cabellos
del ahogado que se movían bajo las corrien-
tes, mientras el cadáver se encallaba en unos
guaduales. ¡De allí le saqué yo, cuatro horas
después cuando los pescadores corrieron a
buscarme a las sabanas para damos la triste
noticia! Si yo hubiera estado presente, nunca
se hubiera ahogado el pobre Montoya. Ni me
hubiera tocado extraerlo del fondo y llevarlo
en peso a la casa para tenderlo en la salita,
sobre un banco de carpintería, a cuya cabece-
ra prendimos una lámpara de petróleo, mien-
tras los dos muchachos cavaban la sepultura,

•189•
· Vastas soledades ·

llorando, fuera de los corrales, en el mismo


sitio en el que la noche anterior se había es-
tremecido ante la idea de quedar enterrado,
sin que nadie le rezara ni un padrenuestro.
¡Pero yo sí recé por el pobre muerto!
Al otro día emprendí marcha a Villavicen-
cio, y solo, cargado de penas, mientras tris-
te, con miedo de perderme en esas inmensi-
dades, sin poder olvidarme del ahogado,
a quien recordaba ya cuando me llevaba el
café negro cerrero a la hamaca, ya cuando se
echaba a corretear los venados que yo rendía;
y lo veía también tendido sobre el banco tos-
co, con los ojos abiertos por el espanto de la
muerte, el bigote desarreglado y la boca con-
traída en una mueca de desesperación. Toda-
vía creía sentir en mi epidermis el roce de la
carne del muerto cuando rebullido bajo las
aguas translúcidas lo agarré del pelo y de la
cintura, y después cuando sobre el arenal
lo comprimía con mis rodillas para hacerle
arrojar el agua, en la esperanza de que aún
pudiera hacerlo vivir. Y sobre todo me per-
seguía el recuerdo de que ya al descenderlo
al hoyo, cayó de medio lado, por lo que bajé
a enderezarlo y a taparle la cara con mi pa-
ñuelo para que no se le llenara de tierra, y me
alejé con los ojos llorosos para no verlo.

•190•
Llanos Orientales

Como ya los tendré cansados de esta car-


ta, suspendo la relación de mis aventuras...
acuérdense de este amigo que los abraza, no
sin pedirles excusas por lo mal zurcido de
estas líneas, que han sido estampadas al co-
rrer de la máquina, sin orden, ni cuidado ni
pulimento.
Atentamente
Tacho

•191•
AMA-
ZO-
NIA
I
América
del Sud:
exploración
de regiones
desconocidas* 1

RAFAEL REYES
1902

Excelentísimo Señor Presidente: Tengo el


honor de presentar á la Conferencia el mapa
de las exploraciones que, con mis hermanos
Enrique y Néstor, hice durante varios años
en la América del Sur, desde el Pacífico al At-
lántico, en los inmensos territorios que rie-

* Discurso pronunciado ante la Segunda Conferencia Pa-


namericana en México, el 30 de diciembre de 1901.

•195•
· Vastas soledades ·

gan el Amazonas y sus afluentes, y el Paraná


y los suyos.
Confieso que, á pesar de haber sido exci-
tado á publicar estos trabajos, por miembros
de las sociedades geográficas de Londres y de
París y por otras varias personas interesadas
en la geografía , no lo había hecho , porque la
desastrosa muerte de mis dos hermanos, du-
rante las exploraciones, víctima Enrique, el
mayor, de la fiebre, y devorado Néstor, el me-
nor , por los antropófagos del Putumayo, me
hacía mirar con cierto horror todo cuanto se
rozara con aquella empresa, y los planos y las
apuntaciones de ella han reposado durante
largo tiempo entre mis papeles, en donde los
guardaba el egoísmo del dolor.
Hoy, cuando tengo el honor inmerecido
de pertenecer á esta Conferencia, en la cual
están representados todos los países de las
tres Américas por hijos suyos de los más dis-
tinguidos, he creído un deber ineludible dar
publicidad á este trabajo, que interesa á to-
das las naciones aquí representadas.
Si hace algunos años los territorios á que
me refiero no tenían sino local y relativa im-
portancia, no sucede hoy lo mismo, porque el
desarrollo de la navegación y del comercio y
las necesidades crecientes de la humanidad,

•196•
Amazonia

exigen que no permanezcan ignorados é im-


productivos. En las extensas selvas en que
vagaban los salvajes antropófagos cuando hi-
cimos esas exploraciones, se sostiene hoy un
importante comercio por varias decenas de
millones de pesos, y se levantan poblaciones
de millares de habitantes. Además, el proyec-
tado Ferrocarril Intercontinental, obra civili-
zadora en que con tanto interés se ocupa esta
Conferencia, da grandísima importancia á los
referidos territorios, de los cuales son dueños
todos los países aquí representados, excep-
tuando Norte y Centro América y Chile.
A mi paso por Washington, cuando tuve
el honor de visitar al Señor Presidente Roo-
sevelt, me manifestó éste que conocía las
exploraciones que con mis hermanos yo
había hecho en Sur América, y de las que
se ocupó el “New York Herald” del mes de
marzo del presente año; me excitó el Presi-
dente Roosevelt á dar cuenta de ellas á esta
Conferencia y, con clara visión de hombre
superior, me dijo: “Esa comarca es un nuevo
mundo que se ofrece al progreso y al bienes-
tar de la humanidad”1. Me ofreció recomen-
1
Una larga década después, en 1912, Roosevelt buscó
reponerse de una desastrosa campaña presidencial aven-
turándose a participar de una “expedición científica” al

•197•
· Vastas soledades ·

dar á la Delegación Norte-americana que


se ocupara con interés de este asunto, y sé
que cumplió con lo ofrecido. En concepto de
este muy avisado estadista, las exploracio-
nes realizadas por mis hermanos y por mí,
se relacionan íntimamente con el proyecto
del Ferrocarril Intercontinental.
Comparada la parte de la América del
Sur, de que vengo ocupándome, con aque-
lla parte del África explorada por el gran
Livingstone y por Stanley, la superioridad
en riquezas minerales y vegetales en terre-
nos para la agricultura, y, sobre todo, en
vías fluviales, está en favor de la primera.
Apenas hace un cuarto de siglo que las ex-
ploraciones de aquellos dos apóstoles del
progreso se terminaron, y hoy el ferrocarril
recorre ya los territorios que ellos tuvieron
que atravesar á pie y abriendo una ruta al
través de las selvas tenebrosas; florecien-
tes y nuevas poblaciones surgen allí, como
por encanto, y se hace en la actualidad un

río Da Dúvida (hoy en día, río Roosevelt), en compañía


del célebre militar, explorador e indigenista brasileño
Cândido Rondon. Aunque la empresa, patrocinada por
el Museo Americano de Historia Natural, se promocio-
nó como un éxito, por poco acaba con la vida del expre-
sidente. [Nota del editor]

•198•
Amazonia

comercio de grandísima importancia. ¿Por


qué no había de suceder lo mismo en la Amé-
rica del Sur?
Tenemos la convicción de que, á medida
que avance la construcción del Ferrocarril
Intercontinental, el que no es otra cosa que
la conexión de los ferrocarriles ya existentes
en los diversos países, aquella región se de-
sarrollará con mayor fuerza é importancia
que las exploradas por Livingstone y Stan-
ley. La humanidad busca nuevos territorios
para su progreso y bienestar; ya está la gran
masa humana que se desborda en la Améri-
ca del Norte y en Europa, y, por medio de los
ferrocarriles y de los vapores, invadirá la del
Sur; necesario es que las repúblicas que for-
man aquella parte del continente se preparen
para recibirla y para conservar y hacer su in-
tegridad respetable, por medio de la paz, de
la libertad y de la justicia.
[…]

A riesgo de abusar de la benevolencia de


mis distinguidos colegas, haré una breve re-
seña de las primeras exploraciones que reali-
cé en compañía de mis hermanos.
Partimos de la ciudad de Pasto, situada en
la cima de los Andes, bajo la línea Equinoccial.

•199•
· Vastas soledades ·

La inmensa región que se extiende desde esta


ciudad, por más de 4,000 millas, hasta el At-
lántico, era entonces completamente desco-
nocida. Atravesamos á pie la gran masa de la
Cordillera de los Andes, que se eleva á más
de 12,000 pies sobre el nivel del mar, hasta la
región de las nieves perpetuas. Al terminar
ésta se encuentran inmensas sabanas, llama-
das páramos, en donde no nace un arbusto,
ni se mira una flor, y en donde desaparece por
completo la vida animal. Durante un mes va-
gamos por aquellas frías soledades, guiados
por la brújula; reina en ellas una neblina tan
espesa como en las altas latitudes del norte, en
el invierno; hubo días en que tuvimos que per-
manecer en un mismo sitio, en media obscu-
ridad sin poder avanzar un solo paso. El ter-
mómetro llegó á bajar á 10 bajo cero, lo que se
hacía insoportable, por la falta de abrigo y de
calzado; teníamos que usar una especie de za-
pato, llamado alpargatas, hecho de henequén,
que sólo cubre la mitad del pie, porque el cal-
zado de cuero no puede usarse, debido á que
esas sabanas están cubiertas de una espesa
capa de lodo, en la que el viajero, al caminar,
se hunde hasta la rodilla.
Después de un mes de marcha por aquel
desierto, en el cual perecieron, á causa del

•200•
Amazonia

frío, dos hombres de la expedición, de los


diez que á sus espaldas cargaban las provi-
siones, llegamos al límite de aquellas pam-
pas solitarias que parecen el producto de
una naturaleza en formación. Estábamos
en las vertientes orientales de los Andes. A
nuestra vista se extendía un océano de luz y
de verdura, que hacía contraste con las som-
bras y con las soledades que acabábamos de
recorrer; teníamos adelante las abruptas
faldas de la Cordillera, que descendiendo
en algunas partes verticalmente, continua-
ban en planos ligeramente inclinados y se-
guían luego en planos perfectos por millas
de millas hasta el océano. Por las murallas
graníticas de los Andes se precipitaban las
aguas en elevadísimas cataratas, después
seguían en torrentes por las quiebras de la
Cordillera, y por último, al llegar al plano,
se convertían en anchos y hermosos ríos,
semejantes á grandes cintas de plata sobre
un campo de esmeralda, que se perdían en el
lejano horizonte. En los bosques se exhibía
la lujuriosa flora tropical con todas sus be-
llezas. Los árboles veíanse poblados de toda
clase de aves de variados colores; era, en fin,
la vida la que teníamos delante, y el caos lo
que dejábamos atrás.

•201•
· Vastas soledades ·

Penetramos en esas selvas desconocidas,


abriéndonos camino con el machete, á través
de la maleza y de las lianas que nos impedían
el paso. Al llegar á los descensos verticales
de la Cordillera, en los puntos en que eran
infranqueables, teníamos que bajarlos con la
ayuda de cuerdas ó maromas.
Por quince días continuamos nuestra
marcha á través de esas selvas vírgenes en
que abundan las víboras y las fieras, que
afortunadamente nunca nos hicieron mal.
Los torrentes los pasábamos por puentes de
árboles que arrojábamos sobre ellos, ó va-
deándolos á pie; al pasar así uno de esos to-
rrentes, perdimos dos de los cargueros, y la
expedición quedó reducida á sólo seis hom-
bres. Después de grandes fatigas y soportan-
do ya una temperatura de 30° centígrados,
llegamos á una vía navegable por canoa, en
cuyas orillas habita la tribu de los Mocoas,
indios que, aunque salvajes, practican la hos-
pitalidad y no son antropófagos. En medio
de esa tribu permanecimos un mes, durante
el cual conseguimos de los indios una canoa
para seguir nuestra expedición al Amazonas,
y seis indios que nos acompañaran en el via-
je. Estos no conocían sino hasta seiscientas
millas aguas abajo, y nos informaban que,

•202•
Amazonia

de allí para adelante, nunca habían pasado,


porque los que antes se atrevieron á hacerlo,
fueron devorados por las tribus antropófa-
gas que habitan la otra mitad del río hasta el
Amazonas.
Lanzamos nuestra canoa á merced de la
corriente de ese río desconocido, al cual deja-
mos el nombre que le daban los salvajes, “Pu-
tumayo” (aguas claras, en el idioma siona).
Después de dos días de navegación, llegamos
á un punto que bautizamos con el nombre de
“La Sofía”, el de mi esposa, en donde el río
tiene seis pies de profundidad en todo tiempo
y que es el término de la navegación á vapor.
Al aventurarnos en aquella expedición
tan llena de peligros de todas las clases ima-
ginables, yo quise, y perdonad esta digresión
de carácter puramente personal, consagrar
con un nombre muy caro en mis afectos,
aquel punto de una nueva partida hacia el
gran misterio de la naturaleza americana.
Tomaba ese nombre como precioso talismán
para la lucha con lo desconocido y lo salva-
je. Siempre fueron los puros sentimientos del
alma la mejor coraza del hombre en las bata-
llas de la vida.
Gastamos un mes desde “La Sofía” hasta
el punto conocido por los salvajes de Mocoa,

•203•
· Vastas soledades ·

ó sea una extensión de seiscientas millas.


En todo este trayecto el río es navegable
por vapores de cinco pies de calado, sin in-
conveniente alguno; sus márgenes están cu-
biertas por espesas selvas en donde abunda
el caucho ó jeve, cacao, zarzaparrilla, marfil
vegetal ó tagua, hipecacuana, otras plantas
medicinales y variedad de maderas finas. Vi-
sitamos las tribus nómades, que nos trataron
con benevolencia y hasta con generosidad,
obsequiándonos con provisiones ahumadas,
productos de la caza y de la pesca, que cons-
tituyen su principal ocupación.
Esas tribus son los Cosacuntis, los Mon-
tepas, los Tohallá y los Inquisilla, todas bien
formadas y constantes migradoras en bus-
ca de la caza y de la pesca. Apenas tienen
habitaciones de ranchos de paja y cultivan
pequeñas plantaciones de plátano y yuca,
que se extienden en los claros de las selvas,
las cuales derriban con hachas de piedra y
consumen con el fuego. Viven casi desnu-
dos y conservan la más absoluta autonomía
cada una tribu respecto de las otras. El idio-
ma que hablan es una mezcla de Siona y de
Quipchua. No tienen otra religión que la ado-
ración de los espíritus malos, con los cuales
sus sacerdotes ó payés dicen que se ponen en

•204•
Amazonia

comunicación, para cuyo efecto se embria-


gan con el jugo de una planta narcótica que
llaman yoco. Es preciso estar siempre en bue-
nos términos con los payés ó sacerdotes, quie-
nes tienen gran dominio sobre sus compañe-
ros. El número de individuos que componen
las tribus nombradas, según los informes que
recogimos, es de unos 20,000.
Entrábamos á la región habitada por in-
dios antropófagos. La primera tribu con
quien teníamos que entendernos era la po-
derosa y guerrera de los Mirañas. Nuestros
compañeros, los indios de Mocoa, nos no-
tificaron categóricamente que de allí para
adelante no seguirían y que debíamos buscar
canoa y bogas ó tripulantes en aquella tribu,
porque ellos se volvían. Así lo hicimos, salta-
mos á tierra y con un intérprete nos dirigimos
á la primera ranchería. En ella encontramos
á su poderoso jefe “Chua”, ó tigre, hermoso
joven, de esbelta y atlética figura, de edad
de unos treinta años; nos recibió como ami-
gos, nos tendió la mano, signo inequívoco
de amistad entre aquellos salvajes, y nos in-
vitó á entrar en su cabaña. Era yo el primer
hombre blanco que veían aquellos salvajes, y
por lo mismo, fuí el objeto de su curiosidad
infantil. Celebraban una fiesta á la luna llena

•205•
· Vastas soledades ·

y nos ofrecieron de sus manjares de carne


humana, de indios Huitotes enemigos de los
Mirañas, que habían hecho prisioneros.
Por medio del intérprete pedimos á Chua
—quien desde aquel día se hizo nuestro ami-
go y siempre nos fué fiel, llevando su cariño
hasta tomar mi nombre, pués se llamó en
adelante Rafael Chua— que nos diera ca-
noas, provisiones é indios para continuar
nuestra marcha hasta el Amazonas. El indio
generoso nos prometió darnos todo lo que
necesitáramos.
Despedimos á nuestros compañeros los
Mocoas y nos quedamos de huéspedes de los
Mirañas.
Permanecimos entre ellos por quince
días, durante los cuales los acompañamos en
sus expediciones de caza y pesca.
Pasado este tiempo, Chua nos dió una ca-
noa grande y diez robustos y jóvenes tripulan-
tes para continuar nuestro viaje al Amazonas.
En una hermosa mañana, dijimos adiós
á nuestro amigo Chua y lanzamos nuestra
embarcación sobre las aguas del Putumayo,
que en aquella parte tiene más de 900 yardas
de ancho y 10 pies de profundidad. Nos fal-
taban 600 millas para llegar al Amazonas.
En toda esta extensión el río es navegable en

•206•
Amazonia

todo tiempo por vapores hasta de 9 pies de


calado. Las selvas que cubren sus márgenes
abundan en los mismos vegetales que las que
acabábamos de recorrer. Visitamos é hici-
mos amistad con las tribus antropófagas de
los Huitotes, Beneció, Orejones, Carijones,
Garaparaná y Campulla. Todas éstas nos
recibieron y trataron con benevolencia y ge-
nerosidad. Debemos reconocer que durante
diez años que hicimos exploraciones en el
Putumayo, en el Amazonas y en sus otros
afluentes, nunca fuimos amenazados ni ata-
cados por los salvajes, lo que por desgracia
no aconteció con nuestro hermano menor,
Néstor, quien fué devorado por los antropó-
fagos del Putumayo, y pagó así con la vida,
en plena juventud, su amor al trabajo y al co-
nocimiento y progreso de la América.
Gastamos dos meses en recorrer la parte
baja del río, porque nos detuvimos para hacer
exploraciones en sus márgenes y permane-
cimos algunos días visitando las diferentes
tribus. Estas hablan la lengua Siona, y el nú-
mero de individuos que la componen, según
los informes que tomamos, es de más de...
60,000. Esas tribus viven en continua guerra
unas con otras, con el fin de hacer prisioneros
para sus festines y también para venderlos á

•207•
· Vastas soledades ·

los comerciantes que del Amazonas suben


por el Putumayo unas 200 millas y que, en
cambio de ellos, les daban alcohol, tabaco,
cuentas de vidrio, espejos y otras baratijas.
Durante el tiempo que con mis hermanos es-
tuve en aquella región, destruimos este bár-
baro comercio, aprisionando á los tratantes
de carne humana, los que entregábamos á las
autoridades brasileras, quienes siempre les
infligieron el merecido castigo.
Lo más penoso de aquella nuestra prime-
ra exploración, no era el calor de 45 centí-
grados, soportado sin sombra alguna, pues-
to que la canoa iba descubierta, bajo un sol
abrasador, ni la fatiga de ir remando á la par
de los indios durante todo el día, ni tampoco
la mala y escasa alimentación, ni los peligros
que se corrían en medio de aquellos antropó-
fagos. Lo era, sí, las noches pasadas en las
inmensas playas del río, sobré arenas que-
mantes, calcinadas por el sol, en las cuales
teníamos que cavar una especie de sepultura
y cubrirnos con ellas, dejando sólo descubier-
tas las narices, como lo hacían los salvajes,
para libertarnos de las picaduras de los zan-
cudos, los que hay en tal abundancia, que
puede decirse que la atmósfera se compone
de ellos, tal la llenan y obscurecen; al cerrar

•208•
Amazonia

las dos manos, quedaba entre ellas una masa


sólida de mosquitos. Con las primeras luces de
la aurora, que hacen huir á los zancudos, salía-
mos de esas fosas, improvisados dormitorios,
en los cuales reposábamos desnudos, cubiertos
por una argamasa formada por la arena y por
el sudor, que se había endurecido sobre nuestra
piel con el frío de la mañana, y nos lanzábamos
al río para que el agua nos libertara de su pe-
sadumbre y de su asco, y luego nos poníamos
los escasos y desgarrados vestidos que aun nos
quedaban. Navegábamos durante todas las ho-
ras de luz, y solamente nos deteníamos con el
fin de hacer la caza y la pesca de lo que nece-
sitábamos para nuestra alimentación. De no-
che preparábamos los alimentos que habíamos
conseguido durante el día.
Esa fué nuestra vida durante los meses
eternos que gastamos en nuestro primer via-
je del Putumayo; soportábamos las mismas
fatigas que los salvajes, tanto en la conduc-
ción de nuestra pequeña y frágil nave, como
en la caza, en la pesca y en las expediciones á
pie, y tenemos el convencimiento de que esto
fué lo que nos captó el cariño y el respeto de
los salvajes, quienes no reconocen otra supe-
rioridad que la de la fuerza.

•209•
· Vastas soledades ·

Al fin, después de grandes fatigas, atrave-


sando la Cordillera y recorriendo ya á pie, ya
en canoa, las 1,400 millas del río Putumayo,
llegamos al Amazonas. Nuestros esfuerzos ha-
bían sido coronados con éxito feliz. Habíamos
conseguido el propósito que perseguíamos al
emprender la expedición, propósito que era el
de descubrir un río navegable á vapor, que co-
municara á Colombia con el Amazonas.
Exploraciones tan penosas como las que
acabamos de describir, hicimos después, du-
rante varios años, con nuestros hermanos
Enrique y Néstor, en los ríos Caquetá, Napo,
Ucayali, Yabarí, Yuruá, etc., y los otros que
se señalan en el mapa que os acompaño.
Mi hermano Enrique pereció de fiebre
maligna, explorando el río Yabarí. Los pe-
ruanos le levantaron un suntuoso mausoleo
en el cementerio de Iquitos.
Néstor, mi hermano menor, se perdió ex-
plorando las selvas del Putumayo, en donde,
como antes queda dicho, fué devorado por
los salvajes. Solamente logramos recuperar
sus huesos, los que pude unir á los restos de
mi hermano Enrique y conducirlos á Bogotá,
capital de Colombia, donde yacen deposita-
dos en la iglesia Catedral.

•210•
Amazonia

Séame permitido, Excmo. Sr. Presidente,


haciendo abstracción de los lazos de la san-
gre, y convirtiéndome en vocero de la justicia
histórica, consagrar aquí, ante vosotros, un
recuerdo de admiración y de respeto á esos
dos héroes del trabajo y de la civilización del
Continente Americano.

•211•
La Amazonia
colombiana
DEMETRIO SALAMANCA TORRES
1916

Cuando los trabajos de extracción de qui-


nas en el Cauca se habían localizado en los
contrafuertes orientales de los Andes, ha-
cia la cuenca del Alto Putumayo y de la del
Caquetá, y cuando los señores Elías Reyes
& Hermanos y una Compañía anónima que
se denominó Compañía del Caquetá, habían
aglomerado considerable cantidad de quina
en las proximidades de Mocoa, el señor don
Rafael Reyes, socio de los primeros y repre-
sentante de la segunda, se dirigió en canoa
por las aguas del río Putumayo, a principios
de 1875, con el propósito de conseguir del Go-

•212•
Amazonia

bierno imperial del Brasil licencia para sacar


quinas por las aguas brasileñas del Amazo-
nas, en tránsito para Europa, por no haber
tratados de comercio y navegación entre
los dos países. Como el liberal y progresista
Gobierno del Imperio despachase favorable-
mente la solicitud del empresario señor Re-
yes, dispuso aquel Gobierno que de Manaos
zarpase con destino al río Putumayo una
lancha de guerra, a cuyo bordo siguió como
Comandante titular el Capitán Mr. Alfredo
Simpson en noviembre de 1875. Este señor,
después de navegar gran parte de aquel río,
regresó a Manaos a dar cuenta de su viaje de
exploración al Gobernador de aquella Pro-
vincia. Este ilustre viajero publicó su rela-
ción de viaje con bastantes datos geográficos
y científicos en los Proceedings of the Royal
Geographical Society, volumen XXI, número
vi, página 569. Mr. Simpson calculó en 620
millas la distancia directa o por elevación del
trayecto navegable de este río, y en 1,200 su
curso navegable. En aquella misma ocasión y
contratado para el transporte de las quinas
surcó el remolcador de vapor Santacruz con
su albarenga (champán) al mando del brasi-
leño señor Francisco Hurtado, embarcación
que, debido a contratiempos y averías de la

•213•
· Vastas soledades ·

máquina, hubo de regresar antes de alcanzar


el puerto de su destino.
Por iniciativa del mismo señor Rafael
Reyes salió de Iquitos en enero de 1876 el va-
porcito Ucayali, registrado en la Capitanía
de aquel puerto con el nombre de Tundama
(Departamento natal del señor Reyes en el
entonces Estado de Boyacá), bajo el mando
del colombiano señor Gabriel Pinedo (mom-
posino). Fue este el primer vapor que llegó
hasta el puerto de Cantinera, y regresó con
felicidad conduciendo al Amazonas 250 pa-
cas de quinas; pero en su segundo viaje se fue
a pique en el mismo puerto de Cantinera, por
descuido de su Comandante señor Oliveira
da Rosa, de nacionalidad portuguesa.
Al amparo de la licencia concedida por
el Gobierno imperial en 2 de septiembre de
1875, el señor Rafael Reyes fletó el vapor bra-
sileño Julio La Rocque, que salió del puerto
del Pará en 7 de marzo de 1877. Era este el
vapor de mayor tonelaje que hasta entonces
había navegado el Putumayo, e hizo su via-
je sin dificultad hasta el puerto de Cantine-
ra, conduciendo, aguas arriba, mercancías
americanas y europeas en 495 volúmenes de
mar; y de aguas abajo, 102,488 kilogramos
de quina, 500 de zarza y 1,500 de caucho.

•214•
Amazonia

Este vapor fue bajo el mando del señor An-


tonio Bisao, náutico portugués con diploma,
quien, provisto de su brújula y octante, le-
vantó la carta geográfica de aquel río, carta
que fue mandada litografiar por el señor Ra-
fael Reyes.
En el año de 1879 el ilustrado explorador
francés señor Julio Crevaux, como pasajero
del vapor Canumán, fletado por los señores
Elías Reyes & Hermanos para el transpor-
te de quinas por el río Putumayo, levantó la
carta geográfica de este río, rectificando en
gran parte la del señor Bisao.
Los señores Reyes continuaron la nave-
gación del Putumayo en el vapor Caquetá, de
nacionalidad brasileña, mandado construir
por la Casa comercial que en el Pará giraba
bajo la razón social de Manuel Piñeiro & Ca,
hasta el año de 1884, en que la depreciación
de las quinas en los mercados europeos pro-
dujo desastre ruinoso en los negocios de la
Compañía del Caquetá y de los señores Elías
Reyes & Hermanos.
El señor Enrique Reyes, “el hombre de la
constancia en el trabajo y el abnegado”. como
muy bien lo llama su sobrino el señor Floren-
tino Calderón, cuando todo había acabado en
el Putumayo, fue asociado por el autor de este

•215•
· Vastas soledades ·

libro en sus negocios de extracción de pará


fino en el río Javary y se incorporaron después
en la Casa comercial de Orellana & Ca, de
Iquitos. Murió don Enrique en viaje para esa
ciudad a bordo de la lancha Tamaya, víctima
de una fulminante fiebre biliosa adquirida
en el río Javary. Su hermano Néstor se ahogó
trágicamente en el Putumayo, y su cadáver,
encontrado por Rafael Castrillón sobre una
palizada, dos vueltas abajo del puerto de La
Sofía, fue inhumado por los señores Fernan-
do Pareja, Apolinar Oliveros, Fernando Santa
Cruz y Gerardo de la Espriella. A la memoria
de esos dos malogrados amigos le tributo un
homenaje de cariñoso recuerdo.
Los últimos restos del personal que tenían
a su disposición los señores Reyes se dedica-
ron a la extracción de caucho en las regiones
bañadas por el mismo Putumayo, sin éxito
alguno.
Hoy en las riberas del Putumayo apenas
existen, muy diseminados, los mismos case-
ríos de indígenas que existían desde antes de
la iniciación de la navegación por vapor, dis-
tribuídos así en 1876:

1.° Frontera Cotuhé, antiguo San Cristó-


bal— En este lugar, fijado como frontera

•216•
Amazonia

entre los dominios del Brasil y del Perú, el


Gobierno de Iquitos, por sí y ante sí, esta-
bleció en el año de 1900 un destacamento
militar y Comisaría fiscal para cobrar de-
rechos de exportación e importación de
todos los géneros de procedencia o con
destino al río Putumayo. En el tiempo en
que navegaba el señor Rafael Reyes había
en San Cristóbal tres casas habitadas por
colombianos civilizados.

2.° Orejones— Apenas se notan los rastro-


jos en donde habitaron unos pocos indios
de esta tribu.

3.° Cosacuntí— Hay un rancho adonde sa-


len en el verano unos indios que habitan al
interior.

4.° Montepa— Existe este caserío de cua-


tro casas, con unos 40 indios, que gustan
de recibir a los blancos y hacen el servicio
de bogas.

5.° Boca de Igaraparaná— Abajo de Cosa-


cuntí existe esta fundación, hecha de 1885
en adelante.

•217•
· Vastas soledades ·

6.° Picudos— Es una sola casa, en donde


habitan unos 10 indios mansos.

7.° Yasotoaró— Hav una familia de gente


venida del Tolima.

8.° Cuembi— En este lugar existen unos


50 habitantes, que son mestizos del cru-
zamiento de los antiguos indios cuembises
con gentes venidas del Tolima y de Pasto.

9.° San José— Es un caserío de 10 casas,


donde habitan unos 100 individuos entre
indios y mestizos.

10.° San Diego— Hay en este caserío unas


seis casas, con 50 indios y mestizos.

Merece especial mención, entre los afluen-


tes del Putumayo, el Igaraparaná, por habitar
en él gran número de indios dóciles y traba-
jadores, así como por abundar en sus selvas
los árboles que producen la goma elástica. Los
empresarios peruanos trabajan en estas re-
giones. Dicho afluente ha adquirido una gran
importancia, como se ve por las grandes can-
tidades de goma que desde 1898 se han expor-
tado de allí, como productos de nacionalidad

•218•
Amazonia

peruana, y pagando, por lo mismo, el corres-


pondiente tributo a la Aduana de Iquitos.
El señor F. Enrique Espinar, hijo del Se-
cretario privado del Libertador, Capitán de
corbeta de la antigua marina peruana, ex-
ploró en el año de 1902 el Igaraparaná, y del
informe que presentó al Prefecto del Depar-
tamento de Loreto transcribo las siguientes
páginas:
El río Igaraparaná tiene de extensión na-
vegable, por vapor, desde su confluencia con
el Putumayo hasta la Colonia Indiana, 176,6
millas náuticas. Su cauce general es limpio,
sin islas y con playas pequeñas en las vueltas
del río, ninguna central. Su anchura, que en
la boca es de 300 metros, disminuye gradual-
mente hasta la entrada a la bahía de La Cho-
rrera, que sólo mide 40 metros. Su profundi-
dad, de más de ocho brazas en la creciente,
en la baja disminuye hasta cuatro.
En la creciente puede surcarse el Igarapa-
raná en buques de vapor de seis a siete pies de
calado, pero de corta eslora, por las vueltas
rápidas que tiene su cauce; en la baja puede
ser navegable, en su parte alta, por lanchas
de vapor que sólo calen tres pies.
En la proximidad de la bahía de La Cho-
rrera tiene cuatro rápidos sensibles en la baja,

•219•
· Vastas soledades ·

así como algunas piedras aisladas en el cauce,


las que deben ser bien marcadas por los prác-
ticos que conducen las embarcaciones.
En toda la extensión del río Igaraparaná
existen los fundos siguientes, todos pertene-
cientes a la firma Larraniaga, Arana y Ca

Margen izquierda:

Unión:
Lat. S., 1° 43’ 09”. Long., 71° 53’ 36” O. G.

Mediodía:
Lat. S., 1° 32’ 12”. Long., 72° 24’ O. G.

Indostán
Lat. S., 1° 28’ 39”. Long., 72° 29’ 24” O. G.

Santa Julia:
Lat. S., 1° 20’ 54”. Long., 72° 29’ 24” O. G.

Margen derecha:

Soledad:
Lat. S., 1° 20’ 42”. Long., 72° 32’ 36” O. G.

Menage:
Lat. S., 1° 03’ 48”. Long., 72° 42’ 18” O. G.

•220•
Amazonia

Colonia Indiana
Lat. S., 0° 46’ 06”. Long., 73° 00’ 42” O. G.

La temperatura observada durante un


mes en la Colonia dio en el termómetro cen-
tígrado, máximum, 29° 5’; mínimum, 20°
2’, durante el día, y en la noche baja con fre-
cuencia hasta 12°. Se ha observado la altura
hipsométrica de La Chorrera, y ha resultado
estar a 387 metros sobre el nivel del mar.
Se ha formado el cuadro de distancias,
bajando desde Iquitos hasta San Antonio del
Izá por el Amazonas, y surcando del Izá o
Putumayo hasta el fundo Colonia Indiana y
cascada San Rafael en el Igaraparaná; de él
se deduce el cómputo siguiente:

De Iquitos a la boca del Izá 471

Boca del Iza a la de Cotuhé 150

Cotuhé a la boca del Igaraparaná 252

Igaraparaná a La Chorrera 178

Total millas 1.052

•221•
· Vastas soledades ·

La particularidad de este gran río, afluen-


te del Putumayo, es la de no tener plaga de
zancudos ni mosquitos; es pues habitable por
los civilizados que lo colonicen.
La margen izquierda, en su interior, está
habitada por diversas tribus salvajes y antro-
pófagas en enorme número, en términos que
se calculan en más de 50,000 almas, sien-
do de admirar la docilidad de estas tribus, su
mansedumbre para con los blancos y su seña-
lada tendencia en favor de la civilización. En
la actualidad son tribus completamente des-
nudas; sólo los hombres usan una especie de
bragueros formados de corteza de un árbol
especial; pero las mujeres están completa-
mente desnudas, usando sólo, como adorno,
diversas pinturas en el rostro y en todo el
cuerpo, así como collares de dientes huma-
nos y de animales, pulseras en los brazos y
piernas, hechas de hilo de cáñamo tejido por
ellas mismas: les gusta sobremanera el uso
de choquira de colores (mostacilla) para gar-
gantillas y pulseras. La Casa de los señores
Larraniaga, Arana & Compañía tiene con-
quistadas cinco numerosas tribus, subdivi-
didas en 170 agrupaciones, llamadas impro-
piamente naciones, las que hablan diversos
dialectos, siendo los principales el huitoto, el

•222•
Amazonia

borax, el momanos, el andoques y el nevajes.


La totalidad de conquistados forma 18 agru-
paciones, con un jefe cada una, llamados
capitanes; y éstos están al cuidado de dos o
cuatro jóvenes civilizados, dependientes de
la Casa comercial, los que cuidan sus seccio-
nes para hacerlos trabajar en la extracción de
goma elástica. Cada agrupación cuenta más
de 300 indios de trabajo, y esto mismo com-
prueba la humildad de aquellas tribus, pues
sólo dos o cuatro empleados son suficientes
para vigilar el trabajo y gobernar de 500 a
1,000 hombres. La Casa comercial indicada
cuenta actualmente con más de 12,000 hom-
bres de servicio; cada infiel solicita como
aviamento diversos objetos de insignificante
valor; ya algunos piden escopetas, pólvora,
munición, fulminantes, hachas, machetes, y
siempre chaquiras. obsequio de gran aprecio
para las indias. También hay agrupaciones
que han sido destinadas para el trabajo del
jeve, usando en su beneficio el sistema acos-
tumbrado en todo el Amazonas.
Los infieles del Igaraparaná y Carapa-
raná o Toallá no tienen más armas que las
macanas y unas lancitas con puntas enve-
nenadas, llamadas muruco, lasque avientan
a mano a una distancia de 25 metros; no

•223•
· Vastas soledades ·

conocen otra arma que la flecha para arco,


que es la más temible; manejan bien las ca-
noas; son buenos nadadores, y para obtener
peje en los ríos usan unas canastas especia-
les a manera de ratonera; y en tierra, para
cazar cuadrúpedos, construyen diversas
clases de trampas. Son muy astutos para
defenderse del hombre civilizado, que creen
sea enemigo, así como de las fieras; constru-
yen en los caminos o trochas trampas bajo
tierra (grandes agujeros), sembradas de
lanzas envenenadas y cubiertas con ramas,
etc., de manera que no se conoce la existen-
cia de ellas. Esta es el arma más peligrosa
que usan los indios.
La zona ocupada por los salvajes está for-
mada de terrenos altos y llanos, nombrados
sabanas; son tierras fértiles y ricas en caucho
y jeve.
La extracción actual de productos de
la montaña es sólo de goma elástica, pero
asegúrase que todas las tribus tienen sem-
brados de plátanos y yuca, únicos alimentos
que usan.
Está evidentemente probada la salubri-
dad de aquel territorio, en el cual, no obs-
tante la vida salvaje de sus tribus, desnu-
dos en absoluto, sin alimentación nutritiva

•224•
Amazonia

suficiente y perseguidos por las fieras (el


tigre, principalmente), es de admirar el nú-
mero de indios que existen en esa zona, y es-
pecialmente la inmensidad de muchachos;
todos son de buena complexión, pero débi-
les para el trabajo por falta de costumbre y
desarrollo muscular.
En el fundo Colonia Indiana se halla es-
tablecida una Subcomisaría fluvial peruana,
con una pequeña guarnición, con el especial
objeto de cuidar del orden, garantizar la pro-
piedad y vida de los que habitan en aquella
región, persiguiendo a los criminales e impi-
diendo los actos de canibalismo de los indios,
a quienes se les está haciendo comprender el
delito en que incurren.
Después de la anterior exposición históri-
ca sobre el Putumayo, sus descubridores, via-
jeros y exploradores técnico-científicos, no
sospechables, y del modo como murieron los
hermanos Reyes, a quienes no se les ocurrió
la curiosa idea de darlas de exploradores,
reproduzco algunos pasajes de la Exposición
que el General Rafael Reyes presentó al Con-
greso Panamericano de Méjico, en 1902:

•225•
· Vastas soledades ·

Excelentísimo señor Presidente:

Tengo el honor de presentar a la Confe-


rencia el mapa de las exploraciones que,
con mis hermanos Enrique y Néstor, hice
durante varios años en la América del
Sur, desde el Pacífico al Atlántico, en los
inmensos territorios que riegan el Amazo-
nas y sus afluentes, y el Paraná y los suyos.
Confieso que a pesar de haber sido ex-
citado a publicar estos trabajos, por miem-
bros de la Sociedad Geográfica de Londres
y de París y por otras varias personas in-
teresadas en la geografía, no lo había he-
cho porque la desastrosa muerte de mis
dos hermanos durante las exploraciones,
víctima Enrique, el mayor, de la fiebre, y
devorado Néstor, el menor, por los antro-
pófagos del Putumayo, me hacía mirar con
cierto horror todo cuanto se rozara con
aquella empresa, y los planos y las apun-
taciones de ella han reposado durante lar-
go tiempo entre mis papeles, en donde los
guardaba el egoísmo del dolor…

Entre los sobrevivientes que saben cómo


murió el señor Néstor Reyes, menciono al se-
ñor Gerardo de la Espriella.

•226•
Amazonia

En las extensas selvas en que vagaban los


salvajes antropófagos, cuando hicimos
esas exploraciones, se sostiene hoy un co-
mercio importante por varias decenas de
millones de pesos y se levantan poblacio-
nes de millares de habitantes.

El comercio de los Aranas en el Putumayo


se efectuó después de la Conferencia de Mé-
jico, y las poblaciones a que probablemente
quiere referirse deben de ser Pará, Manaos
e Iquitos, ciudades que existían muchos años
antes de nacer el General Reyes, y en el Putu-
mayo aún no hay una aldea.

La inmensa región que se extiende desde


esta ciudad (Pasto), por más de 4,000 mi-
llas, hasta el Atlántico, era entonces com-
pletamente desconocida.

¿Quiere decir esto que no existía en el


Amazonas una sola población, que era des-
conocido ese río y que no había navegación
en él?

Atravesamos los Andes… hasta la región


de las nieves perpetuas.

•227•
· Vastas soledades ·

De Pasto a Mocoa no hay nieves perpetuas.

Durante un mes vagámos por aquellas


frías soledades llamadas páramos, donde
no nace un arbusto, ni se mira una flor y
en donde desaparece por completo la vida
animal, guiados por la brújula; reina en
ellas una neblina tan espesa como en las
altas latitudes del Norte.

Esto parece más bien la Groenlandia y no


el páramo de Bordoncillo y el camino a Sebun-
doy, donde no hace tanto frío como en los po-
los. ¿Por qué brújula para pasar por un camino
que existe hace más de trescientos años?
Nótese que en aquel mismo tiempo pasó
por allí el que esto escribe, y vio medio des-
nudos a los indios de Santiago, San Pedro,
Sebundoy, Descanse y Mocoa.
Dice este explorador que al fin descubrió
“una vía navegable por canoa, en cuyas ori-
llas habita la tribu de los mocoas… En medio
de esa tribu permanecimos un mes… Estos
salvajes no conocen sino hasta 600 millas
abajo, y nos informaban que de allí para ade-
lante nunca habían pasado, porque los que
antes se atrevieron a hacerlo, fueron devora-
dos por las tribus antropófagas”.

•228•
Amazonia

Todo el mundo sabe que Mocoa ha exis-


tido desde tiempos coloniales, y yo agrego
que el explorador encontró allí a un Prefec-
to, señor Salvador Quintero, y a un Párroco,
fray Nepomuceno Santacruz. y muchos otros
blancos y morenos civilizados.
Cuando el explorador entró en la región de
los antropófagos, dice:

Saltámos a tierra, y con un intérprete nos


dirigimos a la primera ranchería. En ella
encontramos a su poderoso jefe, Chua o
tigre, hermoso joven, de esbelta y atlética
figura, de edad de unos treinta años; nos
recibió como amigos, nos tendió la mano,
signo inequívoco de amistad entre aque-
llos salvajes, y nos invitó a entrar en su
cabaña.

Chua debió de creer que Reyes era de la


misma tribu de los antropófagos, según el
ceremonial que se gastó. Concluye el explo-
rador, como para hacer sublime la recepción
entre jefes:

Era yo el primer hombre blanco que veían


aquellos salvajes, y por lo mismo fui objeto
de su curiosidad infantil.

•229•
· Vastas soledades ·

Eran dos hermosos jóvenes de esbelta y


atlética figura y de la misma edad de treinta
años; ¡tenían razón de admirarse!
Hay muchos otros párrafos del mismo
mérito que los anteriores; pero juzgo que eso
basta para la reparación de la verdad histó-
rica. Esta digresión no es fuéra de lugar si se
considera que el nombre del General Reyes
está íntimamente ligado a las cuestiones del
Putumayo y del Perú como explorador, como
comerciante del Putumayo, como General y
como Dictador.
El señor Gerardo de la Espriella, en carta
de 6 de julio de 1912, dice:

Respecto a la muerte trágica de Néstor


Reyes, le diré: él se suicidó tirándose de
un barranco al río Putumayo. Los indios
del Putumayo que viven cerca de La Sofía,
lugar del suceso, no son antropófagos, y
¿cómo después de un festín canibalesco
podrían encontrarse reunidos tibias, pe-
ronés, tarsos y metatarsos para colocarlos
después en una iglesia? Este es asunto de
sentido común. Yo estaba ese día en La So-
fía de regreso del Amazonas, cuando desa-
pareció Néstor, y tres días después de bus-
carlo por todos los caminos de tierra con

•230•
Amazonia

unas diez y seis personas, se encontró a


una media hora abajo del puerto el cadáver
papandujo y casi inconocible; se sepultó en
una bodega de las que servían para depo-
sitar quinas. Es cuanto puedo asegurarle
porque yo lo vi.

Conservo esta carta, y el señor De la Es-


priella está vivo y es hombre de honor para
no decir la verdad1.
Exponente de la más atrevida audacia del
explorador Reyes y de sus triunfos es el haber
logrado engañar al Congreso Panamericano
de Méjico con su fantástica Exposición, so-
bre las exploraciones por los valles del Ama-
zonas y del Paraná. El respetable Congreso

1 El cartagenero Gerardo de la Espriella es una figura


conspicua de la historia del temprano siglo xx colom-
biano. Originalmente visitó el Caquetá hacia 1875, en
compañía de Rafael Reyes, y con una indígena carijona
tuvo un hijo, José, quien tiempo después también sería
una persona importante de la región, como más adelan-
te lo atestiguará la narración de Rafael Thomas en esta
antología. Al cabo de más de treinta años de intensa vida
en el Caquetá, retirado ya en Bogotá, fue consultor fre-
cuente de especialistas amazonólogos como Demetrio
Salamanca y el general Rafael Uribe Uribe, de cuyo ase-
sinato el 16 de octubre de 1914 rindió una importante
versión durante la investigación sobre un presunto autor
intelectual. [Nota del editor]

•231•
· Vastas soledades ·

Internacional destinó placa honorífica a los


hermanos Reyes, supuestos exploradores y
supuestos mártires de la civilización.

•232•
Abusos
y atrocidades
cometidos por
los peruanos
contra el
colombiano
Cornelio
Josa M.
CORNELIO JOSA
1913

•233•
· Vastas soledades ·

Por Colombia
Hace algunos días se nos presentó un ami-
go acompañado del ciudadano colombiano
señor Cornelio Josa con quien entramos en
relaciones y pudimos oír de sus labios toda
una historia de iniquidades y crueldades per-
petradas en su persona y en las de su familia
por súbditos peruanos, allá en las márgenes
del Putumayo.
El señor Josa, hombre honrado y trabaja-
dor, había fundado una finca de agricultura a
orillas del río Yuvineto, afluente del Putuma-
yo, allá por los años de 1900 a 1911. Confia-
do en el derecho que tiene todo colombiano
de trabajar en cualquier punto del territorio
de su Patria, siempre que ese punto haya sido
adquirido por compra o cesión de su primitivo
propietario, este señor se estableció allí con su
esposa y tiernos hijos, y empezó a labrar la tie-
rra arrostrando todo, mal clima, pésimos ali-
mentos, plagas terribles y soledad completa.
Bien pronto ese sitio, antes yermo, se convir-
tió en graciosa labranza, a impulsos de los es-
fuerzos del hombre que sin temor de nada de-
safiaba allí la muerte y todas las calamidades
que pudieran sobrevenirle.
Mas he aquí que el 15 de abril de 1911
estando el señor Josa ausente de su casa

•234•
Amazonia

encontró al regresar a ella una guarnición de


soldados peruanos que con inaudita audacia
y sin respetar nada ni a nadie, pues allí había
señoras y niños, ocuparon esta propiedad con
el derecho de la fuerza, que es el derecho de
los brutos, y lo que es más increíble aun, de-
voraron lo que había y se alzaron con todo. Y
empieza aquí la serie de crueldades de que ha
sido víctima el señor Josa y que publicamos
en seguida como una muestra de lo que a dia-
rio pasa en nuestro territorio con los ciuda-
danos colombianos, y de lo que son capaces
los salteadores peruanos, en todo lugar y en
todo tiempo.
Dejar a un hombre laborioso en la mise-
ria, robándole su trabajo, es obra que ejecu-
ta cualquier saltimbanqui o merodeador de
caminos. Pero abusar de la debilidad de una
mujer y de unos niños haciéndolos sufrir sin
objeto, y por el simple placer de ver sufrir,
placer propio de las fieras, es el colmo de la
barbarie, de la malevolencia y de la más refi-
nada maldad.
Lean todos estas páginas, y convenzámo-
nos de que el Perú es nuestro enemigo impla-
cable, que tarde o temprano tendremos que
castigar como se castiga al rapaz malcriado
que no se corrige con las amonestaciones.

•235•
· Vastas soledades ·

El señor Josa debe ser ampliamente re-


tribuido de los perjuicios sufridos; así es de
esperarse.
Por nuestra parte, creemos que nada se
queda impune en la vida, y que la justicia ven-
drá algún día dándole a cada cual lo suyo.
Protestamos de la manera más enérgica
contra los actos salvajes que aquí se relatan,
mientras el Gobierno de Colombia pone re-
medio al mal, que no dudamos lo pondrá; y
recomendamos la lectura de estas páginas.
Tumaco, Agosto 11 de 1913.

***

Abusos en la región del Putumayo


por las guarniciones peruanas, en
la persona del súbdito colombiano
Cornelio Josa
El 14 de Abril de 1911, encontrándome au-
sente, había llegado a mi finca la guarnición
peruana comandada por el Capitán César
Delgado Nogerol; dicho Jefe había tomado
mi casa convirtiéndola en cuartel; mi familia
y servidumbre con hijos, las redujeron a un
pequeño cuarto; cinco días después de haber
llegado la referida tropa, llegué yo de viaje,

•236•
Amazonia

salude a los presentes, y pregunté por el Jefe,


toda vez que supe, me presenté ante él, pero
no me dió lugar a dirigirle la palabra y me
dijo. Yo he tomado su casa por orden de mi
superior, naturalmente pagando los alquile-
res que Ud. estime por el poco tiempo que la
ocupemos.
Yo le respondí: me es imposible acceder a
sus deseos por la sencilla razón de tener a mi
tierna familia, y no tener donde hospedar-
me, más por tener hijos pequeños, quienes
podrían sucumbir, con los penosos traslados;
él me responde que de toda suerte seguiría
ocupándola; viendo que todos mis esfuerzos
eran inútiles, me vi precisado a pedirle un
certificado, en la forma que habían tomado
posesión, no me puso obstáculo ninguno en
darme el certificado bajo las condiciones si-
guientes: 1° Ocupación por un mes, o dos a
más tardar, pagando el alquiler de dos soles
diarios; si en dicho plazo no la desocupaban,
pagarían tres soles diarios durante la perma-
nencia de la guarnición; esto nada más como
una cláusula provisoria, porque el Capitán
Delgado me dijo que a más tardar serían dos
meses el sufrimiento de mi familia fuera de
mi casa, que en estos dos meses era suficien-
te para construir un cuartel.

•237•
· Vastas soledades ·

En esta misma fecha, el antedicho Jefe


tomó contra mi voluntad otro sitio de mi pro-
piedad, donde empezaron a construir el cuar-
tel; este lugar está situado sobre el río Yuvi-
neto afluente del Putumayo, se halla hacia
arriba a tres cuartos de hora de navegación
en canoa, entables de agricultura, en una ex-
tención de 7 a 8 cuadras, todo sembrado de
maiz, yuca, maní, papas y árboles frutales,
empleando en esto el más esmerado trabajo,
el maíz en estado de dar fruto, por todo y con
todo se comprometió hacerme pagar sesen-
ta libras esterlinas, lo que justamente podría
valar más de cien libras; pero viendo las vici-
situdes del tiempo, me vi obligado a convenir
en esa cantidad.
Pero al fin después de haber arreglado
todo esto, contra mi voluntad, salí de mi
casa con mi familia y servidumbre a vivir a la
intemperie de un pequeño tambito, pasando
una vida triste y penosa por cuanto nos en-
contrábamos sin ninguna comodidad, para
las necesidades principales de la vida.
Trascurridos nueve meses, y cansados
de sufrir; arrojados de nuestras casas, como
criminales, pagando penas injustas, no pu-
diendo resistir los engaños de que iba sien-
do víctima y de que se me hacía imposible la

•238•
Amazonia

vida; me dirigí a la Prefectura de Iquitos, por


escrito, haciendo reclamaciones sobre mis in-
tereses adueñados por la guarnición del “Yu-
vineto”, perjudicándome no sólo con mis inte-
reses, sino también en los sufrimientos de mis
criaturas, desde que nos engañaron; pasados
nueve meses, y no tengo esperanzas, que me
paguen los arrendamientos estipulados, ni el
valor del lugar donde están haciendo cuartel;
¡qué desconsideración y vil engaño!
El señor Prefecto me contestó con refe-
rencia a mi solicitud, que necesitaba de dos
certificados para resolver el asunto confor-
me y satisfactoriamente a mi solicitud pre-
sentada, y aun me citó a los señores Amadeo
Burga, Comisario del Rio Putumayo, y al
Mayor Tizón, Jefe de las tropas del Putuma-
yo. A principios del mes de enero de 1913, lle-
gó al Yuvineto el señor Mayor Pedro Iriarte
Zevallos como Jefe de esa guarnición quien
iba a relevar al Capitán Moya del Barco; así
como también pronto desembarcó y me man-
dó llamar para decirme que había traído el
original de mi solicitud para tomar las decla-
raciones que pedía el señor Prefecto.
En efecto, tomadas esas declaraciones,
estaban conformes con mi solicitud, a lo que
el mayor agregó: es justa su reclamación pues

•239•
· Vastas soledades ·

la demora para que venga el dinero consiste


únicamente en que llegue mi comunicación a
la Prefectura, y en la primera lancha le man-
da el dinero que le debe el Estado.
Pero debo de advertir que esto dicho por
el Mayor Iriarte, no podía tener certeza si
era de buena fé o ilusión, pero son palabras
tal como las dijo.
El 13 de mayo de 1912 el Comandante An-
tonio Castro llegó a la guarnición del Yuvi-
neto en la lancha “Callao”, perteneciente a la
Empresa del Encanto, The Peruvían Amazón
y Ca Ltd.; tan pronto como desembarcó di-
cho militar, me hizo llamar, me presenté y lo
saludé, pero este militar sin contestarme el
saludo me preguntó en tono imperioso y des-
preciativo ¿a cómo vendes la cabeza de pláta-
nos? le contesté: a sol; con esta respuesta tan
sencilla se indignó, diciéndome que por qué
estaba yo explotando su tropa, y mejor hicie-
ra en irme con una lanza al camino; diciéndo-
me además: esos terrenos no le pertenecen a
Ud., son ajenos, así es que tiene que perderlo
todo, Yo le contesté: señor yo no puedo sa-
ber de quién son estos terrenos, lo único que
le puedo decir es que hace nueve años que
he venido a establecerme a este sitio, con el
fin de trabajar como hombre honrado y de

•240•
Amazonia

buen criterio, y tengo la satisfacción de que


durante mi permanencia en esta apartada y
desesperada región, ninguno de los que me
conocen tendrán el menor motivo de queja
sobre mi conducta y comportamiento, y si
hoy dispongo de algún pequeño interés, es
porque lo he adquirido a costa de nueve años
de fuerte y consecutivo trabajo, no sólo con
mis brazos, sino con ayuda de diez a quince
hombres trabajadores que desempeñaban los
trabajos de mis intereses. ¡Ay! es imposible
imaginar qué de sufrimientos, penalidades
y miseria para todo esto. Y ahora, las auto-
ridades quieren resolverlo todo a su deseo,
en que tenga que perder mis intereses; que-
dará esto bajo el buen criterio del Gobierno,
al concluir, mi espíritu se enerva, y caigo en
el abatimiento, y poco después en el furor;
me retiro a mi desolado tambo a disipar mis
congojas con las caricias de mis idolatradas
hijitas.
Después de algunos días, este pundono-
roso militar mandó a un Sargento Ancaya,
a cortar plátanos; se presentó el Sargento y
me dijo: vengo a cortar plátanos, le dije al
Sargento: me es imposible cederles plátanos
porque todo lo había concluido, hurtándolo,
la Guarnición; y lo poco que tenía alrededor

•241•
· Vastas soledades ·

de mi tambito era para sostener a mi fami-


lia, y al salir de esto me vería en una situación
crítica y peligrosa; peor de lo que estoy y está
toda mi familia; la mayor parte de la manten-
ción está en el plátano y como aquí no hay a
quien ocurrir, es preciso conservar el resto
de chácara para que no falte a la casa. El sar-
gento conoció la razón, viendo mi situación,
y regresó a dar parte al Comandante Castro,
este inhumanitario militar, que por su aspec-
to representa el genio de la maldad, volvió a
mandar al Sargento con la orden de cortar los
plátanos que hubiesen y que si yo me oponía,
que iba a mandar tropa para que arrasasen
con todo. Le dije al Sargento que el señor Cas-
tro, como autoridad, podía hacer lo que qui-
siera, como yo soy una persona indefensa no
podría combatir sus abusos. ¡Que ignorancia
la de este mal intencionado hombre, cuando
ya estaba a punto de dejarnos perecer a mí y
a mi desgraciada familia! Después de algunos
días, sin duda para satisfacer su ambicionado
deseo, me mandó una nota, haciéndome pre-
sente que si algo necesitaba de mi casa, yo no
pusiese el precio, sino él.
Pues no hizo lo de su nota, sinó que puso
bajo sus órdenes mis vacas lecheras, chácaras,
gallinas, patos, embarcaciones, carabinas

•242•
Amazonia

Winchester, escopetas y varias cosas más;


dejándome a mí con las manos cruzadas y
aun quitándome el último vasito de leche
que era el alimento más importante de mis
criaturas.
El 29 de mayo por la tarde, me sorpren-
dió porque tenía un centinela en la puerta de
mi tambo, necesariamente mi espíritu con-
trariado como estaba, me puse a discurrir
conmigo mismo y no encontré el mas leve
motivo; en vista de esto y para desahogar mi
intranquilidad, le pregunté al centinela si sa-
bía la razón porqué estaba yo vigilado y me
dijo que no sabía, entonces le contesté: voy a
averiguar porque está Ud. aquí y me respon-
dió: tengo orden del Comandante Castro de
no dejar salir a nadie de esta habitación, y si
intentasen salir que haga fuego, sea quien
fuese, y además están incomunicados. Está
bien le dije y me retiré; este Comandante
después de dar estas órdenes, al siguiente día
se ausentó del Campamento por varios días.
Pues no me quedaba otro recurso que dirigir-
me por escrito al Oficial que había quedado a
cargo de la guarnición, suplicándole me per-
mitiese salir a mi compañera a las chácaras,
a traer alguna cosa para poder sostener mi
familia, porque a un prisionero no se le deja

•243•
· Vastas soledades ·

morir de hambre; sin duda la justa conciencia


le increpó al Oficial y concedió permiso para
que saliera mi mujer, y me hizo presente, que
lo hacía por caridad, pero no tenía orden de
su superior, ¡Que ignominia!
Regresó el Comandante el 14 de junio a mi
habitación, y los señores Capitán Alvarez y
Teniente Suárez, con cuatro soldados arma-
dos a abrir todos mis baúles y hacer un regis-
tro minucioso, pero al no encontrar dinero,
y para saciarse de su anticipada mala inten-
ción con que estaban revestidos y dominados
por una vil inclinación se llevaron varios do-
cumentos y cartas de importancia que me ha-
cen mucha falta a mí, y a ellos no les sirven.
Sobre este punto ya tenía previsto el caso
o al menos tenía dudas, porque uno de los
soldados de la Guarnición, quien parecía ser
honrado y de conciencia, me dijo un día a la
ligera y escondido del centinela: Josa, me da
pena el considerar tu situación y la de tu fa-
milia, te voy a contar un asunto pero guár-
dame el secreto. Hay una consulta entre los
Oficiales que decían: Josa tiene plata guar-
dada y el otro contestaba: lo menos que tie-
ne en efectivo son de diez a doce mil soles,
¡no sé, me dijo, por qué será esa consulta!, ¡te
advierto que tengas mucho cuidado, porque

•244•
Amazonia

estos no sé lo que piensan, son hombres sin


corazón! con el abrir o registrar mis baúles,
y la previsión que tenían por lo que me contó
el soldado vine por aclarar la trama urdido.
Pues este misterioso asunto hacía trabajar
mucho mi imaginación, en virtud de ver y re-
cibir ultrajes y oprobios en mi persona, mas
en la triste situación de que me tenían preso,
pues venían los soldados a mi chácara a lle-
várselo todo, ante mi presencia, como para
hacérmelo ver, yo no podía juzgar mal al atri-
buir que esta orden era del Comandante, así
es que tenía que sacar valor para resistir todo
cuanto hicieran contra mí. Con fecha 16 del
mismo mes el Comandante salió del Campa-
mento del Yuvineto aguas arriba del Putu-
mayo, conforme me consta a mí y a todos mis
compañeros que fueron presos a Iquitos que
salieron con tropa bien equipada, artillería
y demás elementos de guerra en la Lancha
“Callao”, con su respectiva tripulación; per-
teneciente a la empresa del Encanto. Firma
The Peruvian Amazon Litd.
En esta época fué cuando el Comandante
Antonio Castro se sació, cometiendo a sus
anchas los más crueles abusos con que siem-
pre vive revestido, por un mal carácter, y
agobiado el espíritu por su mala naturaleza.

•245•
· Vastas soledades ·

Este tirano Comandante tomó con precau-


ción informes, de unos indios Witotos, el
lugar donde se habían reconcentrado en la
montaña, y donde trabajaban goma elástica,
ocho súbditos colombianos; como en efecto
a los dos días de haber surcado el Putumayo
dieron con el lugar indicado. El Comandante
hizo salir su tropa a tierra y buscar las hue-
llas de estos pobres trabajadores, momentos
después de emprender la busca, encontraron
diez mujeres Witotas que se encontraban a
orillas del río Putumayo, unas mujeres, las
compañeras de los trabajadores que se en-
contraban en el centro, quienes las habían
dejado a todas en un solo tambo porque algu-
na de ellas tenía hijos, y no les era posible lle-
varlos por la distancia muy larga que tenían
que caminar; encontradas estas mujeres
dieron parte al Comandante, anciosamen-
te ordenó a una comisión, que trajesen una
de las mujeres, llevaron a ésta como quiera,
donde los pobres trabajadores, por el bien o
por el mal, esta pobre infeliz, dominada por
el terror, tuvo que llevarlos al lugar donde se
encontraban los colombianos; al llegar a este
sitio los tomaron presos con el rigor mas ti-
rano y amenazador, poniéndoles las armas
en el pecho, como para disparar, algunos

•246•
Amazonia

fueron amarrados con cadenas como a cri-


minales, y así los sacaron al río; donde esta-
ba el Comandante, y tan pronto como fueron
entregados, ordenó meterlos al purón de la
lancha, así fueron martirizados estos pobres
sin motivo. ¡Qué desastre, qué fatalidad!
para estos pobres haber tenido que dejar lo
que consiguieron por su trabajo, mediante
tantos sufrimientos y sacrificios, habiendo
trabajado honradamente para satisfacer sus
compromisos y necesidades; pero desgracia-
damente fuimos presa de opresores, que fui-
mos explotados peor que una dinamita ex-
plosiva. ¡Atención! a los galones que exhibe
el ilustre Comandante Castro.
Durante su perniciosa comisión al cen-
tro de la montaña, a la luz del público, metió
forsosamente a tres mujeres compañeras de
estos pobres arrebatados, a la camarita de la
Lancha, entre estas había una muchacha de
12 a 13 años de edad, esta sin duda no quiso
acceder al mal deseo del Comandante, pero
este viendo que no accedía, la tomó a empe-
llones, entonces la infeliz lloraba a gritos,
como pidiendo amparo, pero allí no había
quien increpase esa indigna acción, y este
genio de mal azotó con un cinturón a la po-
bre y la hizo callar, de esa manera cruel, tuvo

•247•
· Vastas soledades ·

que acceder. Los demás oficiales, soldados


y tripulación con mayor razón; llevándose
de las lecciones perniciosas de su superior,
con las demás mujeres, hacían lo que les daba
su regalado gusto. Esto no es exageración,
me ratifico en todo caso, y sin desconfianza
pueden acudir al Juez Militar de Iquitos; que
allí existen nueve declaraciones vibrantes
sobre este crimen.
El 26 de junio el Comandante Castro lle-
gó al campamento del Yuvineto conduciendo
a los seis presos trabajadores, y todo el perso-
nal que estaba trabajando en la misma mon-
taña, hombres y mujeres venían por cuenta
del Comandante, que no era otro el objeto
sino quedarse con nuestros intereses.
Los presos sin motivo son los siguientes:
Antonino Ordóñez, Sebastián González,
Dionisio Pasalape, Carlos María López,
Pedro Guevara y Miguel Cucalón. El 27 fué
un Teniente a notificarme que preparase mi
cama y la de mi familia, que el Comandante
así lo ordenaba, y que en ese mismo momento
tenía que embarcarme a bordo de la Lancha
“Puno”. ¡Está bien!, le dije, le pedí un cuarto
de hora para arreglarme, concluido este pla-
zo me puse a órdenes y pasé a bordo con mis
inocentes criaturas por delante y por detrás,

•248•
Amazonia

un Oficial y cuatro soldados armados que nos


conducían. ¡Señores, ya debéis imaginar y
considerar el terrible momento de fatalidad,
se necesitaba tener un corazón fuerte e indo-
mable, para resistir los golpes, atrocidades y
ultrajes de este inhumanitario militar; ¡sóla-
mente el amor a mis hijos me ha obligado for-
zosamente a resistir, los sufrimientos más
crueles que vengo experimentando desde el
14 de abril de 1911 hasta el 5 de febrero de
1912! Hablo en justicia de mi conciencia, con
toda la legalidad del caso. Que si no hubiera
tenido mis hijitos, me hubiera hecho quitar
la vida del tal Comandante, que así hubiera
evitado los ultrajes, y sufrimientos, quedan-
do este sin castigo riéndose de la humanidad;
así es que tuve que embarcarme a bordo de
la Lancha, y apesar de estar preso, aun más,
como mendigo, después de haber trabajado
tanto tiempo, teniendo de que disponer; allí
fuimos siete con los anteriores; al despedir-
me le dije al Comandante, quedan todos mis
intereses, Ud. me manda preso para Iquitos,
cuánto me alegro, me voy contento, mejor
que si Ud. me hubiera tenido aquí, como me
ha tenido martirizado, estando en su poder.
A las doce del día salimos del puerto del
Yuvineto con rumbo a Iquitos, y el Coman-

•249•
· Vastas soledades ·

dante sigue adueñado de todos mis intereses


y personal de trabajadores y nosotros en toda
la hambruna; después de 19 días de pésimo
viaje, por la incomodidad de no poder dormir
y la mala alimentación, llegamos al puerto de
Iquitos a las cuatro y media de la madruga-
da mis hijitos enfermos y sin darnos lugar a
nada, el Capitán Alvarez que nos conducía,
nos llevó con mucho rigor a encerrarnos al
Cuartel, como a unos criminales, dejando
mi familia votada a bordo; este Capitán era
otro de los que secundaba al Comandante
Castro, y tan es así que en el trayecto del Pu-
tumayo a Iquitos, a mis compañeros los tra-
taba como esclavos, haciéndolos trabajar sin
comer; abofeteándolos y maltratándolos, so-
portando estas humillaciones del enemigo.
En Iquitos nos tubieron 14 días encerrados,
después nos tomó declaración el Juez Mili-
tar, de las falsas acusaciones que nos hacía
el Comandante Castro, el Juez por su buen
criterio, conoció que éramos inocentes, del
delito que nos imputaba este Comandante; al
menos tuve yo que citar los mismos Oficiales
que habían estado en el Putumayo, para que
fueran al despacho del Juez Militar a decir la
verdad, de lo que ellos conocían o sabían de
mi comportamiento.

•250•
Amazonia

A los 14 días de encierro, nos dieron la


ciudad por cárcel, casualmente fué día 28 de
julio aniversario del Perú.
Encontrándome en Iquitos, y tomando
en consideración todo lo que venía sufriendo
por la Guarnición peruana, engaños, ultrajes
y oprobios en mi persona; daños y perjuicios
en mis intereses, tomé todas las precaucio-
nes para entablar mis reclamaciones ante la
Prefectura, sobre mis intereses que me había
quitado el Comandante Castro, valiéndo-
se de viles artimañas, de mandarme preso
y quedarse él con todo; busqué mi apodera-
do para hacer trabajar los memoriales, y los
presenté al despacho prefectural, pero no les
dieron tramitación; viendo esto me apersoné
a la Prefectura, el señor Prefecto me reci-
bió indignado, poco le faltó para abofetear-
me, viendo esto me retiré; en fin, yo seguía
haciendo mis reclamaciones; pero no era
posible hacer nada, como si no hubiera ha-
bido autoridad al menos para los de nuestra
nacionalidad colombiana, según el odio que
nos tienen, por el único hecho de ser colom-
biano, es suficiente para ser desprestigiado
en esa población; así es que desde Iquitos
hasta el Putumayo donde rigen esas autori-
dades, cualquiera que sea siendo peruano, no

•251•
· Vastas soledades ·

prestarán atención, al contrario, castigarán


al inocente y darán garantías al culpable, ga-
rantizando esto por mi honor, y lo sostengo
no solo por lo que ha pasado en mí, sino por
lo que he visto y conozco.

Abusos del Prefecto de Iquitos


El señor Prefecto me notificó que me em-
barcara en el vapor “Liberal” que salía al Pu-
tumayo, le contesté: que si no me daba una
orden por escrito, para que me entregase la
Guarnición mi casa y mis intereses que me
habían quitado, no iba, que prefería sufrir
con mi familia en Iquitos, que irme a presen-
tar ante la Guarnición sin orden, exponién-
dome nuevamente a ultrajes y que me hagan
regresar, no bien le hube manifestado esto,
el Prefecto como un loco llamó gritando a
los policías en la calle y ordenó que me con-
dujeran a bordo, así fué que me embarcaron
sin saber de mi familia y mis compañeros;
al conocer el Comandante del vapor, la ini-
quidad e injusticia que estaba cometiendo el
Prefecto, increpó su conducta y dijo: en qué
país estamos, de salvajes o civilizados, por
qué es que tantos abusos se cometen, cómo
puede ser posible que este pobre hombre deje
su familia votada; si tiene delito por qué no lo

•252•
Amazonia

tienen en la cárcel, y asi mismo, por qué no lo


dejan embarcar con su familia; a ponerlos al
lugar donde lo han traído; a uno de los Ofi-
ciales, que me guardaban le dijo; dígale al
señor Prefecto, que si no traen a la familia
me opongo a darle pasaje, el señor Prefecto
tendrá autoridad en su despacho y que él no
es el responsable de lo que pueda pasar en mi
navío; así es que después de media hora tra-
jeron sólo mi familia, dejando toda la ropa
de cama y de vestir, de manera que tuvimos
que ir durmiendo sin ropa de cama, sobre la
pura cubierta del vapor, durante todo el via-
je hasta llegar al Encanto, que mis criaturas
lloraban de frío. Llegando al “Encanto” co-
nocí que mi situación era bastante peligrosa
porque el Comandante siempre andaba en
esa misma región y siempre revestido de su
abominable carácter pernicioso; pero dió
la bendita casualidad, como para nuestra
salvación del peligro, que encontramos a los
honorables señores Cónsules de Norte Amé-
rica, Inglaterra y Perú, que se encontraban
en Comisión de sus Gobiernos; esto fué en
fecha 25 de octubre de 1912, al considerar
mi situación, sin vacilar me dirigí donde los
Cónsules y les comuniqué todo lo que había
hecho la Guarnición peruana y en la situación

•253•
· Vastas soledades ·

que me encontraba: los señores Cónsules me


escucharon con atención, y me contestaron
que ellos no podían resolver este asunto por
cuanto eran autoridades extranjeras, pero
me dijeron que no tuviera cuidado que le
hablarían al Cónsul peruano, para que me
diese pasaje a “Iquitos”, que no me querían
dar pasaje para Colombia, ni para el Brasil,
querían que me quedase por allí, sabe Dios
con qué fin, pero yo me suponía lo que ellos
pensaban; y dije: bien, que se pierdan mis in-
tereses, menos mi vida y la de mi familia, me
voy de aquí a donde no me vuelvan a ver; en-
contrándome en situación tan alarmante, me
dirigí donde don Julio Arana, para ver si me
daba o me pagaba por lo todavía existente en
mi finca del Yuvineto, don Julio Arana me
contestó: pero qué pueden haber dejado es-
tando en poder de la Guarnición, ya habrán
acabado con todo, a mí no me quedaba razón
para contradecir, pero el señor Arana al fin
me dijo: como para hacerte un favor, con-
siderando todo lo que has pasado te puedo
dar cinco mil soles, que esto hago de cuenta
que lo pierdo; le dije: señor, convengo en su
ofrecimiento. ¡Ay! en la situación que me en-
contraba sin un centavo, para transportarme
con mi familia a cualquier otro lugar; así es

•254•
Amazonia

que estaba en la triste condición de aceptar,


aun cuando hubiese sido mil soles, apesar
que en la fecha que me despojó el Comandan-
te Castro de mis bienes, mi finca valía como
precio más reducido, poniendo a cada cosa su
precio justo, de mi pertenencia en la finca del
Yuvineto, denominada “Buenos Aires” valía
diez y seis mil quinientos soles plata; fuera de
daños y perjuicios, pues con el dinero que me
dió don Julio Arana pude emprender mi viaje
exigente y forzoso. ¡Señores fijáos bien, des-
de el principio que vil y desautorizada será
la Guarnición peruana, que se haya valido
de un sagaz engaño, para despojarme de mi
casa, finca e intereses en general, violando el
carácter de autoridad militar; poniéndose a
nivel de los hombres más perversos que están
avanzados a toda clase de crímenes!
El Comandante Castro es un hombre fal-
so, sin carácter, que le gusta decir una cosa
por otra como quien dijera que el sol que
alumbra de día no es el sol sino la luna, así
es que este hombre es peor que las mujeres
vulgares, y no me cansaré sin ofender mi fé
y mi conciencia, diciendo la verdad, para que
conozcan lo que es este militar peruano; bajo
ningún punto será tolerable que a un colono
de una región que haya trabajado tantos años

•255•
· Vastas soledades ·

honradamente, y que al fin de tantas fatigas,


angustias y mil penalidades, haya podido
conseguir una pequeña fortuna, para poder
disponer, y que vaya un hombre revestido
bajo la máscara de un jefe militar de regiones,
para arrebatar los intereses del pobre colono,
y que habiendo tenido, me encuentre hoy casi
mendigando, sin tener con qué sostener mi
familia que se puede atribuir; conferenciado
a todas dificultades que pueden originar, de-
bido a la perniciosa Guarnición peruana y en
su mayor parte al titánico Comandante Cas-
tro, jefe de las tropas en esa región.
En fe de lo cual, firmo en Panamá a 8 de
febrero de 1912.
Cornelio Josa M.

•256•
La Amazonia
colombiana
RAFAEL THOMAS
1918

Sobre la parte más empinada de un elevado


barranco se encuentra Puerto Arturo, cuyo
nombre, a no dudarlo, trae su origen del puer-
to que en la contienda ruso-japonesa jugó tan
decisivo papel, y ha sido escogido por antojár-
sele a quien lo dió, alguna semejanza entre uno
y otro. A los pies, el caudaloso Guaviare corre
con ímpetu, arrastrando las arenas amari-
llentas que raudales incontables arrancaron
de las lejanas cordilleras del oriente; la opues-
ta orilla, toda sombras y vegetación lujuriante
queda tan apartada que apenas pueden distin-

•257•
· Vastas soledades ·

guirse los contornos del vijao1 gigantesco. Un


sol espléndido, un sol de junio que caldea la
atmósfera y paraliza las energías, reverbera
magnífico en el cristal movible de las aguas
fugitivas y derrama sus torrentes de luz so-
bre el espectáculo grandioso de la primitiva
naturaleza tropical. Los compañeros duer-
men la siesta tendidos al abrigo de la sombra
protectora del techo amigo refrescado con la
proximidad de los árboles vigorosos, libres
de inquietudes y confortados con las agrada-
bles sorpresas que nos proporcionó en la mesa
provista de muchas cosas ya olvidadas, la ge-
nerosidad de don Baldomero. Enjambres de
insectos de todas clases pululan en derredor
amenazándonos con sus agudas trompas chu-
padoras y dejando oír los ruidos caracterís-
ticos de las alas en movimiento, que forman
contraste con la música bulliciosa y variada de
las aves que se arrullan en el bosque, cuáles in-
mediatas, casi al alcance de la mano, cuáles en
el fondo remoto de la selva milenaria.
Las raras armonías de esta arpa misterio-
sa de innumerables cuerdas, en la cual las no-
tas graves del diapasón las forman los vagos

1 Especie peculiar de la región, y que alcanza a tener un


tamaño mayor que el del plátano. [Nota del original]

•258•
Amazonia

y sordos ruidos producidos por la blanda bri-


sa que agita suavemente el verde follaje de
las elevadas palmeras, y por miles de cosas
invisibles, y la prodigiosa visión que se pre-
sentaba a mi vista en esa hora de íntimo reco-
gimiento, me produjeron en el alma intensas
vibraciones que al herir la imaginación me
llevaron repentinamente, como en viaje de
ensueño salvando dilatados valles y altas
montañas, a parajes similares en los cuales
corrieron mi niñez y mi juventud, y donde re-
siden todas mis caras afecciones…
Es aquél un edén —pensaba en tales ins-
tantes— donde se vive una vida sana y sim-
ple, una vida sencilla de gentes que no saben
de las complicaciones de las grandes capita-
les ni de los prejuicios que se derivan de las
exigencias del trato cosmopolita. Es un be-
llo rincón bañado de sol profusamente y por
un río ingrato que amenaza no volver, y en
el cual los dones de la zona tórrida se derra-
man en un derroche de prodigalidad. Allí mi
buena madre, mi cristiana madrecita, a to-
das horas estaría rogando por mí, elevado su
pensamiento hacia el Altísimo, y pasando sus
manos las cuentas del rosario; rogando por
nosotros, pues ella sabía que éramos varios
los que íbamos camino de lo desconocido al

•259•
· Vastas soledades ·

servicio del deber. Quién sabe cuántas ve-


ces, me imaginaba también, ya las gentes
desalmadas, las comadres oficiosas habrían
amargado sus instantes con la forjadura de
alguna fingida historia pavorosa, de funes-
tos sucesos que nos hubieran conducido a un
fin desastroso.
—¡Usted siempre escribiendo, don Tomás!
Volví la cabeza. Era don Baldomero que
aparecía a mi espalda, procedente del tambo
de atrás.
—No siempre, le repuse; pero cuando no
tengo con quien hablar aprovecho el tiempo
tomando apuntes. Mírelos cómo duermen,
como unos bienaventurados, dije mostrán-
dole el grupo que formaba el resto de la co-
misión.
—¿Qué quiere usted? Imítelos, que el día
está muy fuerte, bochornoso, y convida al
sueño, continuó mi interlocutor.
—Más bien charlemos, si le place; cuénte-
me algo de su viejo Tolima…
—Nó, yo soy ahora huilense.
—Verdad; no recordaba su procedencia.
¿De qué punto es usted?
—De Garzón, un pueblo cercano al Mag-
dalena, grande y bastante poblado, pero po-
bre. Mi hermano Gregorio es asimismo de

•260•
Amazonia

allá. Yo vine posteriormente a esta región y


puede decirse que no tengo gran cosa en la em-
presa…; mi hermano es el socio principal2…
Continuamos hablando algo más hasta que
mi interlocutor tuvo que retirarse, y yo me
quedé un rato pensando; ¿por qué el señor
Calderón me diría don Tomás?
No había acabado de hacerme la pregunta
acerca del tratamiento que me traía intrigado

2 Gregorio Calderón fue una leyenda de la temprana cau-


chería amazónica. Junto con Benjamín Larrañaga, fue
uno de los primeros “conquistadores” —eufemismo
para “explotadores” o “esclavistas”— del caucho en la
amazonia colombiana. En 1907 fundó Calamar, sobre el
río Unilla, hoy en día en el departamento del Guaviare,
primero sirviéndose del trabajo a endeude —o fruto de
alianzas por intercambio de dones— de los indígenas
cubeo, luego del de huitotos y carijonas. También fundó
con sus hermanos las estaciones de La Florida, Filadelfia
y El Encanto (que luego célebremente pasó a manos de
la Casa Arana), sobre el Cará-Paraná. Calderón fue un
temprano denunciante de la presencia peruana; ya para
1902 se había manifestado al respecto en comunicación
a la prefectura de la provincia de Caquetá. Al parecer,
también dirigió escaramuzas contra los primeros en-
claves de Arana, lo cual no significa que sus intereses
hubieran sido algo más que económicos; ya en 1909 se
había asociado con sus antiguos enemigos. Al respecto,
el general Rafael Uribe Uribe (1955, 551) comentó de-
cepcionado: “Parece que, por una mal entendida sed de
oro, los colombianos que bajan al Putumayo perdieran
el sentido patrio”. [Nota del editor]

•261•
· Vastas soledades ·

cuando apareció un muchacho de la casa su-


plicándome a nombre de aquél que pasara a la
sala de la casa principal, en la que teníamos
nuestro dormitorio el señor Prieto y yo. Me
recibió con una copita de vino San Rafael.
—Válgame Dios, mi querido amigo, le dije
al punto, que nuestra permanencia en su casa
por poco que se prolongue le va a ser perjudi-
cial, pues que vamos a vaciarle la despensa.
—Pierda cuidado, don Tomás, tendría
mucho gusto en que así sucediera; no siem-
pre en estas soledades se puede contar con la
oportunidad de recibir la visita de amigos, y
naturalmente úno hace lo que puede festejar
dignamente su arribo a este pobre tambo.
Además, si las provisiones se agotaren, como
usted dice, gran falta que harán, cuando
Gregorio está en Bogotá y a su regreso, que
será pronto, tendremos nuevamente de todo.
—Le agradezco, le estamos todos muy
obligados… ¿Y ahora qué más?, le pregunté
viéndolo andar por allá por donde sabía an-
daban guardadas las cosas de regalo.
—Hágame el favor de aceptarme un ciga-
rro, dijo volviendo con una cajita de conocida
procedencia (de Ambalema).
Extremadas y obligantes fueron en efecto
las atenciones que se gastaron con nosotros

•262•
Amazonia

en Puerto Arturo. No contento don Baldo-


mero con prodigarnos las de la hospitalidad
y con prestarnos su valiosa ayuda para el
transporte hacia el Unilla, se tomó la tarea
de obsequiarnos con lo mejor de sus reservas:
¡buenos cigarros, vino, brandy, carne, hue-
vos y hasta chocolate!
El establecimiento no es de mayor exten-
sión que el de Puerto España; se reduce a una
casa cercada, cocina y un tambo grande con
zarzo para depósito de las cargas, y estamos;
pero hay plataneras, asnos y cría de gallinas
y es algo; también una palguera condenada;
mosquitos, zancudos, tábanos y angoletas, y
es demasiado; mas tiene el visitante crecida
compensación en la cordial acogida que allí
se le dispensa de parte de los propietarios.
La temperatura media en los días de nues-
tra permanencia en dicho punto fue de 28
grados centígrados. Llovía muchísimo y muy
fuerte. ¿Cómo estarían los caminos? Esta era
la preocupación nuestra de cada momento.
Temíamos que a la postre llegare el caso de
que tuviésemos que hallar en razón las obje-
ciones que se nos hacían por algunos, respec-
to a no haber sido bien escogida la estación
para emprender la exploración y a que nos
viésemos obligados a sufrir mucho a causa de

•263•
· Vastas soledades ·

las inclemencias del tiempo, o a fracasar en


nuestro intento.
No eran halagüeñas ninguna de las pers-
pectivas, pero decididamente, la suerte esta-
ba echada y no era dable pensar en volver a
empezar. Sin embargo, la opinión del señor
Calderón no era tan adversa, y pocas segu-
ramente tan autorizadas como esa, pues que
partía de un experto, de persona experimen-
tada en la vida de la región durante todo el
tiempo del año, y conocedora, aunque de oí-
das, del género de navegación y demás me-
dios de transporte que habría que poner en
ejecución allá abajo, y de las influencias que
sobre ellos tuvieran o la demasiada lluvia o la
sequía en exceso.
Tiene Puerto Arturo su rico baño aparte
del del río. No es en el hermoso caño Parrado
de Villavicencio, pero sí en un poético arro-
yuelo de escasas aguas que corren saltando
por entre peñas en un paraje agreste hasta
causar terror. Involuntariamente cuando
me encontraba en aquel sitio miraba en to-
das direcciones con disimulo, temeroso de
ver aparecer entre la espesura la silueta del
jaguar o de distinguir entre los árboles los
ojillos brillantes de algún buío hambreado
en acecho de la presa…

•264•
Amazonia

La obligada reclusión del toldillo fue una


excelente oportunidad para acercarnos más
y más a nuestro generoso huésped y cono-
cer las ideas y los sentimientos de esa raza
de hombres en constante lucha con las nece-
sidades, con las fieras y con sus semejantes
todavía en estado salvaje. Los males de la
Patria, sus progresos recientes y futuro en-
grandecimiento formaban el tema de nues-
tras conversaciones. Y ninguna parte más a
propósito para inflamar el patriotismo que
aquellas regiones incultas llamadas a ser el
teatro del choque entre pueblos que en la his-
toria americana representarían la vieja esce-
na de Caín y Abel, si no fuera porque uno de
ellos está para con el otro en condiciones que
dan motivo para pensar en un paisaje bíblico
distinto.
El amor a Colombia es la segunda religión
del cauchero; y es notorio que no sólo el deseo
de lucrar es el que los mueve a plantar su tolda
entre salvajes. Nó; ellos tienen aspiraciones
más altas. Sueñan con el poderío y la pros-
peridad de la Patria grande, y tienen conoci-
miento de que realmente laboran con efica-
cia en este sentido, y sienten la santa cólera
de la impotencia, ellos que de años atrás vie-
nen defendiendo palmo a palmo la sagrada

•265•
· Vastas soledades ·

herencia y sus propios intereses. Combates,


prisiones, sangrientas sorpresas, crímenes
atroces; de todo es testigo la extensa región,
y de todo han experimentado los que priva-
dos hasta cierto punto del apoyo oficial, han
hecho derroche de valor y de abnegación. De
boca del señor Calderón aprendí a conocer y
a venerar los nombres de algunos de esos hé-
roes ignorados: Miguel Antonio Acosta, Jor-
ge Villamil, Marco Herrera, Tomás Prada,
Agustín Ciceri, etc., etc.
Como el camino a Cano ha sido abierto con
fines caucheros, está dividido en trozos de 20
kilómetros más o menos, que corresponden a
las jornadas de tercieros (hombres con carga
a la espalda). En cada jornada hay un tambo
para pasar la noche a cubierto; en dos de ellos
hay además pasto para los animales.
Demoramos bastante en Puerto Arturo.
La tardanza en marchar hacia adelante se
debió en mucha parte a la falta de aparejo su-
ficiente para la totalidad de los bueyes; para
construírlo y acabar de disponer todo, ten-
dríamos que trasladarnos a La María, el pri-
mer tambo, que queda a unos 12 kilómetros
de distancia del primer lugar, y en donde por
haber algún pasto natural se construyó el po-
trero desde un principio por los dueños de la

•266•
Amazonia

empresa, y se tienen los animales de carga y


de cría.
Hacia allá nos encaminamos finalmente
para acelerar los preparativos emprendidos; y
por cierto que nos fue de gran utilidad tal de-
terminación, en el sentido de que el cambio de
horizontes y la faena de los operarios que tra-
bajaban las enjalmas, y la de la recolección de
la paja, nos distrajeron bastante. Los mismos
muchachos nuestros prestaron su coopera-
ción en esta labor, disminuyendo así los días
empleados; y también yo ayudé en lo que mi
ignorancia de esos asuntos podía permitirme.
La humilde casita por varios días presentó
el aspecto de un concurrido taller, en el cual
más de una docena de obreros trabajaban de
seis a seis, quienes en la sabana arrancando a
montones de la hierba especial de que se hace
uso para el objeto, quienes cosiendo la tela, y
finalmente otros, los profesionales, rellenan-
do los costales ya formados.
Estaba con nosotros don Baldomero,
quien nos acompañaría hasta Cano. Era un
enigma para mí el carácter de ese caballero
de fisonomía desorientadora, de maneras
sencillas y afables, de natural servicial y bon-
dadoso, pero que tiene un no sé qué de raro,
que se me pone ha de ser la característica de

•267•
· Vastas soledades ·

los tolimenses del sur, pues a cuantos he co-


nocido les he hallado el mismo misterio inte-
rior en su comportamiento con las personas.
¿Qué era lo que le desagradaba y que por pena
retenía en los ocultos pliegues de su disimu-
lo, que en veces hacía asomar a sus ojos ver-
des una como llama de cólera fugaz? ¿Cuáles
preocupaciones las que anublaron momentá-
neamente su rostro y marcasen en él un sello
de pasajera adustez? ¿Sería acaso el efecto de
rozamientos insignificantes sobre una con-
ciencia sencillísima y asaz susceptible o una
predisposición del temperamento a sufrir
enojos efímeros por cosas de poco momento?
¿O tal vez apenas sugestiones mías? Por otra
parte, la conducta observada para con noso-
tros, su aspecto —tenía sus cuarenta años—
todo mansedumbre, y el tratamiento que
daba a sus empleados, predisponían en su fa-
vor y nos inducían no solamente al agradeci-
miento y al aprecio, sino a juzgarlo no por lo
que parece en determinados momentos sino
por lo que es en sí.
Pasámos unos días muy agradables, espe-
cialmente aquellos en que la lluvia nos obli-
gaba a agruparnos en el reducido espacio del
rancho. Entonces salían a colación los agu-
dos chistes de los que cada cual se guardaba

•268•
Amazonia

una colección. Entre todos sobresalía, natu-


ralmente, el paisa Jaramillo (mozo cuidan-
dero del establecimiento), que, como buen
antioqueño, era fuente inagotable de este
género de chascarrillos, y quien a no poder
más, los inventaba a cada paso, tomando asi-
dero del detalle más indiferente.
Los cuentos graves de brujas y de apare-
cidos, género en que a su vez era especialista
don Baldomero, salían también a contribución,
haciendo visible efecto en las mentes sencillas
de algunos de los muchachos, ignorantes y su-
persticiosos. ¿Qué se propondrán las personas
serias al referir con la mayor serenidad y con-
tinente sincero toda una sarta de ficciones, de
historias macabras de hechizos y de visiones
fantásticas? Yo me las quedo en todas las oca-
siones mirando a los ojos como embobado, no
sabiendo qué pensar, y mucho menos, cuando
las veo resistir impasibles la mirada investi-
gadora, y continuar como bajo el imperio de
la más firme realidad. ¿Creerán engañarnos?
¿Pensarán apenas en una burla inocente? ¿Ha-
brán con toda verdad sentido algo, visto algo,
bajo el influjo de extrañas alucinaciones deri-
vadas de excitación nerviosa?
Volvimos en La María a experimentar
las torturas de la escasez. Se nos concluyó

•269•
· Vastas soledades ·

la carne, y el mote solo, cansa, desespera.


La caza era abundante en las inmediaciones,
pero mal elemento es el estar atenidos a ella,
porque entonces por uno u otro motivo falla;
los tiros certeros se hacen desear demasiado
cuando de todas veras se está pendiente de sus
resultados. Los cazadores tenían mala suerte;
cada día traían una nueva historia: que encon-
traban las manadas de cafuches o de zainos,
o las bandadas de pavas y que no les hacían
daño; que se les iban las piezas heridas, o que
las dejaban muertas en algún sitio y que no las
encontraban al regreso. La avaricia es mala
consejera, pensaba yo, concediendo, en gracia
de no ver la necesidad de mentir.
—Menos mal, Elisio, si se contentaran
con una sola y dejaran de perseguir a las de-
más, decía yo a los cazadores que jadeantes,
sudorosos y todo mohínos regresaban una
mañana con la escopeta al hombro y consu-
midos gran parte de los pertrechos.
—¡Usted no sabe, señor Thomas! Vea,
toda una manada en el monte del lado atrás
de aquellos cerritos… Disparé sobre el gru-
po; quedó uno tendido y corrieron los otros;
hizo fuego Luis, lo mismo Jorge…; vimos
caer dos o tres, y por el ansia, los persegui-
mos, dejando tendidos los ya dichos; pero no

•270•
Amazonia

sé qué pasó: cuando regresamos, no encon-


tramos nada…
—¡Cosas de duendes!
Más afortunados fueron otro día los ca-
zadores de última hora, los señores Prieto y
Calderón, quienes al salir nos anunciaron un
venado para el almuerzo. Desde bien lejos los
distinguimos al regreso, y percibimos asi-
mismo que habían cumplido su palabra, pues
resaltaba el alegre color de la piel del hermo-
so animal que entre los dos conducían.
—¡Somos ingleses, señor Thomas! ¡Con
nosotros no valen historias, don Tomás!, di-
jeron casi a un tiempo los hábiles tiradores, y
dejaron caer la preciosa carga.
—Ya veo que tampoco a mí me engañaron
los presentimientos, contesté, pues desde
que ustedes se marcharon tenía como cosa
segura almorzar hoy algo efectivo; y luégo
encarándome con el segundo que lleno de no
disimulado y muy justo orgullo se dirigía a
colocar su escopeta colgada de un clavo, le
pregunté sonriente, no pudiendo resistir por
más tiempo la curiosidad, cuénteme ahora,
don Baldomero, ¿por qué me dice usted don
Tomás?
Le brillaron los ojos verdi-azules y rom-
pió en una discreta carcajada.

•271•
· Vastas soledades ·

—¿Cómo quiere que le diga, pues? dijo


seguidamente con el pausado dejo peculiar
tolimense. No puedo tutearlo, tampoco tra-
tarlo de señor, porque es usted muy joven;
Subteniente, queda demasiado largo, ni esta-
mos tampoco en el cuartel ni en campaña. A
ver, ¿cómo quiere?
—Nó, como le plazca, Thomas, sin más
ni más; ¿no merecemos tener confianza? Era
apenas un simple deseo de conocer el moti-
vo, continuó; no es por nada, pero me hacía
gracia…
—Por poca cosa se inquieta usted, queri-
do amigo, siguió diciendo mi interlocutor, al
mismo tiempo que dirigía miraditas de satis-
facción al sitio donde los muchachos se pre-
paraban a desollar el venado.
—Me he acordado de repente, le dije
yo entonces, de mi tierra; allá el trato en-
tre amigos de poca confianza casi que exi-
ge una adición al nombre, que venga a ser
como una transición entre los extremos,
que amengüe el inusitado franco tuteo o el
rigorismo del señor; comunmente se usa la
palabra doctor: doctor Fulano, doctor Zu-
tano, o bien, general…
—¿De modo que sería usted el doctor
Thomas?

•272•
Amazonia

—Ni más ni menos!…


El ejemplo dado por los cazadores vie-
jos influyó enormemente en la moral de los
otros, quienes fuera por obra de la casuali-
dad o de esfuerzos mayores en el ejercicio
en que enantes resultaron tan incapaces o
poco cuidadosos, en lo sucesivo pudieron
aspirar con justicia a ser tenidos en buen
concepto. Principalmente se dedicaron a
la persecución de las pavas y los manaos, y
todos nos sentimos inclinados a aplaudirles
esa preferencia en atención a que la caza de
estos animales es la más segura y a que en
el sentir general no se le concedía a la carne
de venado mayor estima que a la de aquéllos.
¿Perversión del gusto? ¿Secreto convencio-
nalismo interior que ponía a éste al servicio
de las circunstancias? Podía ser lo uno o lo
otro, más lo que era por la parte mía confie-
so que le encontraba a la carne de ese jabalí
(?) sabor delicioso y no así a la de venado,
que me parecía más simple.
Entre los recursos alimenticios que pone
la Providencia al alcance del hombre en
aquellos montes, merece especial mención
la palmera denominada unamo unamo. La
conocí en La María. Producen sus frutos,
tratados convenientemente, una sustancia

•273•
· Vastas soledades ·

parecida a la leche y cuyo sabor es agradable


y de no escaso valor nutritivo. La manipula-
ción es sencilla, igual a la que sufre el coco
para preparar el arroz célebre de ciertas re-
giones; sólo que se requiere mayor cuidado en
la operación preliminar de ablandar en agua
ligeramente tibia el meollo encerrado entre
la dura corteza exterior, porque si alcanza a
propasarse del grado de calor indispensable,
todo se habrá perdido, pues aquella adquiri-
rá una resistencia tál, que no será ya posible
quebrantarla para los fines subsiguientes; se
enyeguan, dicen los peritos.

***
Era un gran caminador nuestro amigo. Por
la tarde nos salió al encuentro a la entrada
de la trocha que conduce al tambo menciona-
do, llevando su benevolencia hasta traernos
hacia el camino un socorro inesperado. A re-
gular distancia lo distinguimos a un lado de
aquél con su actitud humilde, sencilla y toda
bondad, sin saco, cubierta la cabeza con el
inseparable sombrero de fieltro negro de alas
caídas; en el suelo y a corta distancia de él
notamos también más tarde una olla de me-
tal pintada de azul.

•274•
Amazonia

—¡Doctor Thomas!, me gritó discreta-


mente, sonreído tan pronto estuvimos cer-
canos. ¡Con que se nos vino, no? Lo celebro
porque tendremos banquete.
—No estuvo de mi parte, le contesté; mas
también lo celebro yo, por encontrarme al
lado de ustedes como siempre: y echándole el
brazo y una ojeada inquisidora a la marmita
que junto a sí tenía, continué: Veamos en qué
consiste ese banquete.
—Nó, no es eso, me dijo, notando que
había descubierto el contenido del conocido
utensilio de cocina. Esto es apenas un ape-
ritivo; entremos por aquí y verá luégo lo que
es bueno, lo que resulta de no separarse de la
buena compañía…
A una indicación suya nos sentamos y en
paz y en armonía nos distribuímos las pro-
visiones con que se nos obsequió, las cuales
desaparecieron en un satiamén.
—¿Qué creen haber comido?, nos pregun-
tó luego.
—Lo que fuere, dijo el señor Prieto; no me
preocupo gran cosa en averiguarlo, ya que
estoy no poco habituado a esta vida. ¡A ver!,
que diga el señor Thomas, continuó después
dirigiéndose a mí.

•275•
· Vastas soledades ·

—No sé qué pueda ser, repuse; la verdad


es que debe ser algo extraordinario, pues lo
he hallado delicioso.
—Bueno, lo úno, ya sabemos que es maíz
cocido, un mote excelente, preparado por
verdaderos profesionales; lo otro es carne
asada de… mico, explicó finalmente el señor
Calderón.
—Me lo figuraba! ¡Es delicioso!, repusi-
mos a un tiempo el señor Prieto y yo.
Reparadas las fuerzas agotadas por cinco
días de marcha en medio de las mayores priva-
ciones, tomamos el sendero y nos entramos al
pequeño establecimiento cuyo propietario es
un señor de apellido Córdoba, pensando yo en
mi interior qué suerte de sorpresas nos tendría
preparadas el señor Calderón para la comida.
Estábamos en pleno Caucho Negro. Allí
comenzamos a conocer la vida íntima cau-
chera y los procedimientos de explotación:
Se juntan varios hombres, escogen un lugar
apropiado donde haya abundancia de madera
(así llaman a los cauchos) y se reparten las ta-
reas iniciales: construcción de habitaciones,
roza, etc., y después de instalados se repar-
ten asimismo las subsiguientes por turno,
aún las de cocina cuando no tienen mujeres.

•276•
Amazonia

Merced a este prudente sistema pudi-


mos notar en la pequeña propiedad un buen
orden en los trabajos, esperanza cierta de
buenos rendimientos y medios de satisfacer
las necesidades más imperiosas. La carne la
compran a las casas que ya han comenzado
a introducir ganados; pero esto es sólo por
excepción, y la caza es el recurso obligado,
siendo el mico el que con más frecuencia pro-
vee las despensas; después siguen las dantas,
venados, cafuches o manaos, borujos, pavas,
patos, loros, etc.; todo lo que vuela, todo lo
que vive. Lo demás lo suministra la importa-
ción o la roza en la cual se cultivan de prefe-
rencia el maíz, la yuca, el plátano, el chonque
y la caña.
La colonia o trabaja por cuenta propia o
por la de alguna empresa. En el primer caso,
se comporta como queda anotado y es libre
de hacer con sus productos lo que a bien ten-
ga; en el segundo, recibe los elementos de
subsistencia de los patronos y tiene derecho
a la mitad de la producción.
Como llegamos a media tarde me distra-
je recorriendo los alrededores de la colonia
—tres casas a orillas de un pequeño río y bue-
nas sementeras— y ví multitud de árboles de
caucho en pie y otros ya muertos, tendidos en

•277•
· Vastas soledades ·

tierra y exhaustos desde las raíces hasta las


últimas ramas, pues para beneficiarlos los
derriban y los sangran por todas partes.
El árbol queda como rendido, en esquele-
to, esquilmado, sin una gota de savia ni en su
tronco ni en su corteza ni en sus hojas. Es la
semejanza de la majestad impotente y abati-
da, extorsionada hasta en sus más preciados
bienes.
Por tierra yace todo el orgullo desafiante
y la belleza espléndida de estos gigantes de
la vegetación, de recia contextura y elevadas
copas. No queda más que la armazón tosta-
da y la hojarasca dispersa en torno del vene-
rable tronco que les daba vida; y en el suelo,
en todas direcciones, las canales ya secas y
los hoyos que contuvieron para moldearlo, el
vivificante zumo que la industria persigue y
la locura de los hombres derrocha insensata-
mente.
¡Espectáculo imponente y doloroso basta
conmover profundamente toda la sensibili-
dad del ser! Es el triunfo de los instintos de
fiera que todos cargamos y que se desarro-
llan en determinadas condiciones.

***

•278•
Amazonia

Por otra parte, nada tan sencillo como la ex-


tracción y la preparación de la goma, según el
proceso en uso en la región: Se le hace al árbol
una canal ahondando en toda la corteza al-
rededor del tronco e inclinada hacia un lado
para que la leche caiga al suelo por un solo
punto; se corta aquél luego inmediatamen-
te por encima de la canal, y una vez tendido
se le hacen canales transversales distantes
unas dos varas unas de otras. El zumo se re-
cibe en un hoyo pequeño de paredes apreta-
das, preparado de antemano, y se le cubre.
A los quince días más o menos se congela;
entonces se le pone en prensa y se le ata con
las cintas de caucho que resultan de la con-
gelación del sedimento que queda adherido
sobre las canales. El látex de las raíces y de
las ramas se extrae del mismo modo.
Con el producto fresco se confeccionan
toda clase de encauchados superiores en con-
sistencia y en duración a los que vienen del
extranjero. Basta agregarle un poco de pól-
vora o de azufre y alumbre, colarla, y aplicar-
lo sobre la tela con una pluma o con los dedos.
Nosotros, los de la comisión, reprobamos
con toda la energía de que éramos capaces
el referido bárbaro sistema de elaboración
que trae el recuerdo de algunas fábulas

•279•
· Vastas soledades ·

históricas, si así pudiere decirse, entre otra,


la de las quinas; pero decían los interesados
que es preciso proceder de ese modo porque
el árbol no resiste las sangrías, y que, para
aprovecharlo, desde luego acababan de una
vez. En verdad que tal respuesta más pare-
cía un pretexto a la codicia y un modo nada
eficaz por cierto de disculpar su imprevisión.
Un castilloa en completo desarrollo pue-
de producir hasta cinco arrobas de goma, y
un hombre puede extraer dos diariamente,
y veinte por término medio en un mes. Una
arroba de caucho negro costaba allí mismo,
entonces, de nueve a diez pesos. Quedaba de
esta suerte justificado en cierto modo el im-
prudente comportamiento de los colonos.
Los árboles de caucho no se encuentran
por lo general agrupados sino diseminados,
por más que determinado sitio sea reputado
como abundante en madera. De aquí algunas
dificultades para su aprovechamiento, y tal
vez el motivo principal que se opone a que
se siga un sistema racional, sangrándolos
apenas lo conveniente hasta obtener al día
la cantidad de zumo indispensable sin detri-
mento de la planta.

***

•280•
Amazonia

El Unilla, el Itilla… Se juntan más abajo


para formar el Vaupés; éste va al Ríonegro,
que nace también en territorio colombiano
y rinde tributo al monarca universal, a ese
gigante americano que se llama Amazonas,
el río monstruo, el río sin márgenes, un poco
después de prestar su concurso al comercio,
al movimiento mundial, en la gran ciudad
de Manaos, la reciente y próspera capital del
nuevo Estado brasileño de Amazonas.
De veras que el insignificante Unilla de
aguas oscuras, profundas y pobladas de tan-
tas variedades de pececillos de vistosos co-
lores, y casi sin corriente, hace sugerir mil
ideas relacionadas con las conexiones que
tienen entre sí las innumerables vías fluvia-
les que riegan el dilatado territorio así como
el de los países limítrofes, y las proximidades
de unas a otras. ¿Hasta dónde podrá alcan-
zar el desarrollo de esa comarca doble —la
comarca llano y la comarca selva— una vez
que la civilización siente en ella sus reales
y la lancha y el buque de vapor surquen las
aguas de los cien ríos que la cruzan en todas
direcciones, y la locomotora y el automóvil a
su vez por la tierra firme, abran nuevas sen-
das al intercambio de los productos?

•281•
· Vastas soledades ·

El Meta, el Guaviare, Vaupés, Caquetá,


Putumayo, Marañón… Todos ellos forman
dos hoyas, la del Orinoco y la del Amazonas; y
si se piensa en que las cuencas de estos dos ríos
principales se comunican entre sí mediante
el concurso del brazo Casiquiare, se tendrá
una idea más perfecta de las facilidades que
presenta la naturaleza para las comunica-
ciones en todo el territorio, aunque restrin-
gidas en parte por los raudales que abundan
en el curso superior de dichos ríos.
La empresa de los señores Cano y Calde-
rón tiene su buena casa pajiza de dos pisos y
otras dependencias para los empleados y los
mozos3. Allí en Puerto Cano está su asiento
principal y el centro adonde acuden los cau-
cheros diseminados por donde quiera a re-
cibir los víveres y a entregar los productos.
Hay tienda con lo más indispensable en telas,
armas, instrumentos agrícolas, medicinas,
etc., y una buena roza.
Vivíamos cómodamente en el piso de ca-
ñas con la hamaca y el toldillo listos constan-
temente, fumando y leyendo novelas de Du-
mas y algunas importantes obras nacionales,
3 El socio de Calderón era Elías Cano, colonizador tem-
prano, antiguo negociante quinero y boyante cauchero,
fundador de la estación epónima. [Nota del editor]

•282•
Amazonia

tales como volúmenes completos y encuader-


nados del Repertorio Colombiano, que for-
man la escasa biblioteca de los propietarios
de la casa.

***
Si habíamos de dar completo crédito a las
historias que corrían, los indios, ya fueran
carijonas, uitotes o andoques, eran de un
valor y de una ferocidad extraordinarias,
que ante nada se contenían ni les temían a
las lanchas armadas en guerra ni a muchos
hombres armados. Para los colonos, en es-
pecial para las mujeres, éramos nosotros
bueyes destinados al sacrificio. En el fondo
de todo eso tenía que haber algo de cier-
to. Personas serias y veraces nos referían
también muchos casos de hombres aislados
asesinados, y aún de correrías (grupo de ex-
ploradores, en lenguaje cauchero) enteras,
de diez y más hombres, y aún de sesenta y
tres personas. Esta última dizque fue envia-
da en años anteriores de una colonia parece
que del Caraparaná adonde los andoques,
y que de ellos sólo tres pudieron salvarse.
Verdad es que en todos los casos referidos
había sucedido una de éstas: O se trataba de

•283•
· Vastas soledades ·

un hombre solo o de dos entre varios indios,


o de muchos que no tomaron precauciones
ningunas y que fueron sorprendidos duran-
te el sueño, y que en todas las ocasiones en
que habían ocurrido esos desastres, las co-
misiones habían ido con fines poco lauda-
bles o con propósitos en manera alguna del
gusto de esas pobres gentes; a reclutarlos
violentamente para el trabajo o a quitarles
sus mujeres. Con respecto a éstas, ya tenía-
mos trazada por anticipado nuestra norma
de conducta: no nos preocuparíamos ni por
conocerlas, si así fuere preciso, y teníamos,
además, resuelto no emplear en el trabajo
sino a aquellos indios que buenamente qui-
sieran servirnos a cambio de una remune-
ración adecuada. Por lo demás, ya sabíamos
que no deberíamos fraccionarnos demasia-
do, íbamos bien armados y poco dispuestos
a tener que ver con los tales, a no ser en lo
absolutamente indispensable, así como a
establecer en todo tiempo el más exigente
servicio de seguridad.

***
No pude formarme una idea cabal ni siquiera
aproximada del número de colonos del Caucho

•284•
Amazonia

Negro y de más allá, del Vaupés abajo en don-


de están los siringalos, los establecimientos
que explotan el hevea. Tal vez en la región
primeramente nombrada sean un millar;
pueden no pasar de ciento. Nadie me dió una
razón exacta a este respecto.
Los productos del Caucho Negro van a
los mercados europeos por Bogotá y por Ma-
naos; los que salen por nuestra capital reco-
rren las mismas vías que nosotros; los demás
bajan por el Vaupés que es libre hasta Yuru-
parí y luégo por el Ríonegro, teniendo que
salvar por tierra cerca de cuarenta raudales
que hay entre los dos ríos; es de varios meses
el viaje de ida y vuelta. Toma la última vía el
caucho que compran las empresas de Villa-
mil y de Montaña H. & Cia., establecidas cer-
ca a Yavaraté, lugar por donde pasa la línea
fronteriza con el Brasil, y el procedente de
sus propios establecimientos.
Obtienen pingües ganancias los cauche-
ros, pero pasan una vida de privaciones. En
lo general no aprovechan razonablemen-
te los frutos de su ímprobo trabajo, pues
cuando salen a las poblaciones o siquiera a
los centros de la categoría de Cano, gastan
incondicionalmente. De aquí que siempre
anden alcanzados, y a veces de una manera

•285•
· Vastas soledades ·

aterradora. En una antigua casa célebre por


sus riquezas, establecida parece que en el
Putumayo o en algún afluente del Caquetá
y que sucumbió en condiciones muy des-
honrosas y desfavorables para nuestro país
—pasó a la funesta casa de Arana que tan-
tas depredaciones ha cometido contra in-
dios y civilizados, y que influyó tan podero-
samente en la ocupación filibustera de esos
territorios colombianos— por la imprevi-
sión y ese espíritu de locura derrochadora
tan común en los caucheros, había trabaja-
dores que tenían contraídas deudas hasta
por quince mil pesos oro. El señor Calderón
se jactaba de no ser tan pródigo, y a pesar
de ser su empresa de cortos alcances en ca-
pital, tenía, en la época de nuestro paso por
Cano, deudores de setecientos, ochocientos
y de mil doscientos pesos. Esto da la medida
de lo que hace la cabeza de algunas perso-
nas a quienes Dios les presenta el medio de
adquirir posición en la vida, y las cuales aún
a la vista del precio a que suelen alcanzarlo,
no tienen inconveniente en destruír de un
día a otro el bien ambicionado, por satisfa-
cer groseros apetitos.
La disipación en los trabajadores, prin-
cipales y dependientes, es proverbial; entre

•286•
Amazonia

ellos se bebe de ordinario brandy y otras cosas


finas, y se come de la misma manera cuando
se presenta la ocasión, y con la circunstancia
agravante de los altos precios que en aquellos
lugares alcanzan todos los artículos.
Pero indudablemente que en ninguna
parte como ésa el demonio alcohol da mo-
tivo a presentar ejemplos de inmoderación
y desvarío, cercanas a la locura. Se cuenta
que en las prolongadas tenidas que ocurren
cuando se logra asir una ocasión, se concluye
por beber de cuanto se encuentra a la mano
si las bebidas usuales llegan a agotarse pre-
maturamente: ¡Se toma curarina, Agua de
Florida y hasta Linimento! No se puede ir
más allá. Existía un sujeto en Cano a quien
estas fechorías le hicieron perder el habla y
que después de curado en San Martín volvió
a repetirlas con idéntico efecto. Ya estaba
muy mejorado nuevamente, pero todavía se
expresaba con dificultad suma; daba angus-
tia entenderse con él.
Ningún ejemplo más resaltante de lo esté-
ril que es para muchos el trabajo aun cuando
sople buena suerte, que el de la misma perso-
na dueña de la gran empresa referida atrás.
Se dice que tenía como dos mil indios que
le elaboraban una cantidad exhorbitante de

•287•
· Vastas soledades ·

goma. Para nada: él no entendía o no quería


entender de cuentas, y si un buque salía car-
gado con el producto de muchos días de la-
bor, otro entraba repleto de bebidas, rancho
y demás costosas superfluidades, y se daban
la gran vida; no había para ellos ni hoy ni
mañana. Cuando le fue forzoso vender, no le
quedó de todo aquel fausto sino la reducida
suma de diez mil pesos, precio en que nego-
ció su propiedad. Pero hay más todavía: es-
tos pesos, que siempre son hartos para una
persona de buen sentido, tardaron en evapo-
rarse lo que tardó mi hombre en llegar a una
ciudad de nuestro país, populosa y de muchí-
simos atractivos.
No parecía que estuvieran en buen pie
las empresas caucheras del Unilla, supon-
go que por falta de capitales suficientes.
Se adolecía de incumplimientos recíprocos
que entrababan el funcionamiento normal
de los negocios. Cuando no era la casa eran
los trabajadores. A veces no se daban los ví-
veres en oportunidad; otras, el pago no se
hacía cumplidamente; lo más frecuente era,
por otra parte, que el cauchero se diese sus
días de ocio o que vendiera ocultamente a
otros el caucho elaborado con perjuicio de
la casa acreedora, o que se marchara sin

•288•
Amazonia

cubrir los adelantos recibidos. No había una


palabra de seriedad, y de ahí provenía que el
provecho era casi ilusorio.
A don José Gregorio Calderón debe el país
la apertura de la comunicación al Caquetá
por los llanos de San Martín. Como oyera
decir a los indios uitotos o a los carijonas,
que tenían frecuentes guerras con los gua-
zayas del Guaviare, que más al norte había
sabanas, se supuso fueran ellas los llanos,
y mandó una expedición a ver qué había de
cierto en esta afirmación. Los expediciona-
rios sufrieron lo indecible; durante seis me-
ses pasaron la vida más cruel sin víveres ni
otros recursos; hasta de sal carecieron por
largo tiempo, pero tuvieron al fin la satis-
facción de llevar a buen término su cometi-
do. Salieron al Guaviare y resultó la trocha
del Unilla a aquel río (la Calamar-San José).
Ocurrió una coincidencia: simultáneamen-
te y persiguiendo fines idénticos, Régulo
Benjumea y Rosendo Barrera penetraban
por lo que es hoy Puerto Arturo-Puerto
Cano; y estas dos corrientes de explorado-
res que no tenían noticias unos de otros,
se encontraron. Intrépida, sufrida, varonil
raza de hombres que rememoran las hazañas
del siglo XV.

•289•
· Vastas soledades ·

***
A la mañana siguiente, después de menos de
media hora de andar, divisamos las casas de
Miraflores agrupadas en una elevada emi-
nencia. El júbilo fue indescriptible así como
el remordimiento por no haber apresurado
un poco más en la noche anterior.
El sonido incesante del cuerno y los re-
petidos disparos de revólver y de escopeta
—modo de anunciarse y de expresar alegría
muy común en el Vaupés— advirtieron de
nuestra presencia a los habitantes de Mira-
flores, quienes bajaron al puerto a recibirnos
no poco maravillados de ver contra lo de cos-
tumbre un número tan crecido de viajeros
desconocidos. El cuidandero, el señor Casi-
miro, nos ofreció la casa para hospedarnos,
pero como nosotros teníamos aún más pre-
tensiones, se hizo preciso mandar a llamar al
encargado de la empresa, al señor Abraham
Ramírez, que estaba en Nare.
Don Abraham, caballero oriundo de la
ciudad de Neiva, contribuyó a afianzar la opi­-
nión que teníamos formada de los colonos
acerca de lo atenciosos para con los viajeros y
el buen deseo de proporcionarles cuantas fa-
cilidades estuviesen a sus alcances, así como

•290•
Amazonia

del celo patriótico de que queda constancia


en otro lugar. Aunque Nare dista medio día
del establecimiento principal, no encontró
inconveniente en dirigirse allá a atendernos
cuando tuvo noticia por el indio Fernando
(empleado de la casa) de nuestra llegada, y la
misma tarde estuvo entre nosotros, trayen-
do a su señora y a una niñita hija suya y a al-
gunos trabajadores, muchos de ellos indios.
¿Que necesitábamos maíz? Estaba bien; lo
tendríamos, y tanto cuanto deseáramos:
veinte, treinta… arrobas; sólo que como no
estaba todavía recogido había que permane-
cer allí cuatro días o más.
—No solamente de los productos de la
roza y demás de la empresa que a ustedes les
sean necesarios, puedo brindarles, nos decía
el señor Ramírez con exquisita cortesía des-
pués de que enterado de nuestra solicitud y
andando del puerto hacia las habitaciones,
tuvo conocimiento somero del objeto del via-
je; la persona mía, así como las de los emplea-
dos y peones de la casa, están a disposición
de ustedes para aquello en que podamos ser-
les útiles.
Le dimos las cumplidas gracias.
—Algunos datos relacionados con la re-
gión que van a atravesar y que tengo por

•291•
· Vastas soledades ·

referencias, que les sirvan en algún modo,


puedo suministrárselos con mucho gusto,
agregó.
—Ya lo molestaremos bastante, le dijo el
señor Prieto.
—¿Conoce usted bien la región hacia aba-
jo, y la parte comprendida entre este río y el
Apoporis?, le pregunté a mi vez.
—Absolutamente, contestó; yo no he pasa-
do de Yuruparí, pero por el trato frecuente con
unos y con otros, tengo una idea bastante apro-
ximada de todo eso. De Nare parte un camino
que va a San Fernando y de ahí se interna en la
dirección que ustedes persiguen… Inmediatas
a las empresas de abajo seguramente han de
hallarse otras vías, y juzgan sean esas preferi-
bles porque contarán allá ustedes con el auxi-
lio de mayor personal civilizado y con núcleos
más numerosos de indios que les ayuden en el
transporte y en la dirección.
—¿Y nos será absolutamente imposible
hacernos a un baqueano?, volví a preguntar.
—Lo creo difícil; los hay muchísimos,
porque todo cauchero por fuerza ha de ser
explorador y conoce, en consecuencia, el te-
rritorio en muchas leguas a la redonda, pero
cada uno tiene sus ocupaciones propias. Una
persona a propósito por excelencia para el

•292•
Amazonia

caso, agregó nuestro interlocutor después de


breve meditación, sería José de la Espriella,
un joven amigo mío, hijo de don Gerardo de
la Espriella (cartagenero) y una india cari-
jona; es persona muy estimable e instruída,
educada en Neiva, y que por su condición do-
ble de indio y civilizado y su buen carácter,
goza de muchas simpatías e influencias entre
todos, y domina el castellano así como los
idiomas de los indios de la comarca; pero lo
más que podrían conseguir de él sería que les
diese cuantos datos le solicitaren4.
—¡Caramba, pero los indios!, interrum-
pió Luis Felipe. ¿No y que son muy malos?
—Siempre tendrán que tomar en todo
tiempo y circunstancia las debidas precau-
ciones, porque el menor descuido podría oca-
sionarles una desagradable aventura, obser-
vó el señor Ramírez.
—¿Luego puede ser creído cuanto de ellos
se cuenta?, preguntó alguien.

4 José Eustasio Rivera conoció en el alto Inírida y fue cer-


cano a José de la Espriella, de quien debió haber escu-
chado varias historias, suyas o de su padre Gerardo, que
hallaron lugar en La vorágine. Para Vicente Pérez Silva,
él fue el gran inspirador de la novela. Rafael García Sán-
chez (1996, 13) secundó esta idea. [Nota del editor]

•293•
· Vastas soledades ·

—Depende de lo que a ustedes les hayan


referido, contestó. Han ocurrido algunas
desgracias ya desde que se está trabajando
en estos desiertos; los indios no pierden nun-
ca sus instintos de ferocidad, y a la primera
oportunidad hacen de las suyas…
Era don Abraham persona de buen porte,
despejado, de facciones bien delineadas, na-
riz prominente y conversación fácil.
A más de una cuadra del río quedan las
habitaciones. Estas son capaces, cómodas y
bien distribuidas. La casa principal es de un
tamaño considerable, y aun cuando de paja,
tiene dos pisos y ha sido construida bajo in-
genioso plan que permite una buena distribu-
ción de todas las partes y la división en co-
rredores, comedor y demás dependencias de
una casa bien montada. Los indios tienen sus
tambos especiales para dormitorios, cocina,
etc., y para el pequeño trapiche de madera
hay un rancho más.
Las sementeras eran extensísimas, de
muchas hectáreas, y comprendían cultivos
de plátano, maíz, caña, yuca brava y tabaco.
Las crías de gallinas y de cerdos eran asimis-
mo de bastante valor. El propietario de la
empresa estaba ausente, un señor de apellido
Castillo, bogotano, según entendimos.

•294•
Amazonia

Las costumbres, influenciadas por las de


los naturales cuyo contacto con los colonos
va siendo mayor a medida que se avanza en
la región por la proximidad a sus centros, su-
fren desde aquel punto un cambio en la base
de la alimentación. Decae el uso del maíz y
se presentan por primera vez dos artículos
alimenticios similares que lo substituyen
con ventaja en cuanto a la facilidad para su
aplicación inmediata: la fariña —mañoco
entre los indios de Casanare— y el cazabe;
dos productos esencialmente indígenas y
de grande utilidad, especialmente el prime-
ro, en los viajes. Ambos proceden de la yuca
brava, una especie de esta planta, llamada
así por las propiedades tóxicas que contie-
nen sus frutos, las cuales los indios les hacen
desa­parecer en la manipulación.
El aspecto del cazabe es el de una galleta
grande, gruesa y de contextura áspera, tan-
to por lo defectuoso del procedimiento para
obtener la harina a que se reducen los bulbos,
como por la dilatación que experimentan
los granos de la misma durante la cocción.
La fariña es un producto idéntico cocido en
fragmentos pequeños, como harina ordi-
naria; es la más usada porque se conserva
indefinidamente en buen estado, se adapta

•295•
· Vastas soledades ·

perfectamente a cualquiera vasija para el


transporte, y se presta a mayor número de
combinaciones culinarias.
La elaboración de la yuca en orden a estos
fines es de lo más primitiva, y seguramente
que perfeccionando los métodos en uso se al-
canzarían visibles ventajas en la calidad. Las
raíces sufren inicialmente una inmersión
de varios días en agua fresca para que des-
compuestos los elementos que las forman,
se ablanden y se separen las partes leñosas
de las nutritivas; seguidamente viene una
trituración de la masa que resulta hasta de-
jarla lo bastante compacta, y repetidos lava-
dos adentro de un lienzo que deje escapar el
agua, y finalmente, la cocción en una superfi-
cie lisa y calentada lo suficiente mediante un
fuego incesantemente mantenido por debajo
de aquélla.
El personal de la colonia lo componían en
su mayor parte indios de las diversas tribus de
los alrededores, y gente del Tolima y de Huila.
Es un dato en que había parado la atención ya
de atrás, a saber: que por lo común proceden
de los Departamentos nombrados los traba-
jadores y dueños de empresas que pueblan la
región que visitábamos. Otra parte la consti-
tuyen gentes de los llanos, de Antioquia y de

•296•
Amazonia

Caldas, y unos pocos del Reino. Es lo natu-


ral. La proximidad, la semejanza de climas,
la laboriosidad y las penosas condiciones en
que vegetan las clases desvalidas del valle del
Magdalena, han de ser causas determinantes
a mostrarles las tierras de oriente como cam-
po propicio a su actividad, como la tierra de
promisión en donde con toda libertad y un
muy risueño porvenir hallarán ocupación
remuneradora cuantos tengan el valor sufi-
ciente para arrostrar la vida de aventuras y
de penalidades que allí se vive.
Lo que con bastante fundamento podría
ser llamado el barrio indígena de Miraflores
era lo que más vivamente llamaba la atención
nuestra, y raro era el momento en que Irene,
la esposa de Fernando, se veía privada de las
visitas asiduas de unos y de otros que llenos de
curiosidad querían abarcar de un golpe todas
las particularidades que concernían a esos
pobres seres tan distanciados de los benefi-
cios de la civilización; y de allí todo un cues-
tionario que se ocurría a las mentes con su se-
rie de preguntas calcadas más o menos en una
misma pauta: ¿Cómo viven? ¿De qué razas
son? ¿Cómo se comportan? ¿De qué manera
han procedido para traerlos a la fundación?
¿Son mansos? ¿Cuáles son sus costumbres y

•297•
· Vastas soledades ·

creencias? ¿Qué idea tienen de nosotros y del


resto del país?…
A propósito de lo último recogí un in-
forme curioso obtenido en los trabajosos
tanteos para comunicarme con la india y
comprender las respuestas dadas en su jerga
ininteligible, y de las traducciones buenas o
malas de algún piadoso mediador: Para los
indios, Tolima es un nombre genérico que
comprende todo lo habitado por seres distin-
tos a ellos, por los civilizados, a quienes ape-
llidan blancos; de suerte que del Tolima son
todos los colonos, de allí mismo procedíamos
nosotros, y para el Tolima siguen los viajeros
que toman el curso del Vaupés abajo. Tam-
bién pude notar la idea invencible que tienen
de lo limitado de nuestra población, la que en
ningún caso, en su sentir, podría igualar a la
indígena. Los carijonas que se creen la tribu
más numerosa, y como que lo es en efecto,
hablando orgullosamente de sí mismos usan
de un conocido símil: dicen ser tan abundan-
tes como las estrellas del firmamento y las
arenas de sus ríos interiores.
Irene no es bien parecida; con mayor pro-
piedad hablando de ella, puede decirse que
es fea, con sus facciones innobles y sin ex-
presión ni destello visible de inteligencia, y

•298•
Amazonia

su cuerpo sin gracia. Le hablaba, y me res-


pondía sin inmutarse ni denotar desagrado;
apenas levantaba la cabeza y sonreía ante mi
insistente amabilidad, volviendo en seguida
a sus faenas.
Las apariencias no favorecen a los indios
en cuanto al concepto que pueda formarse
de ellos con relación al aseo y pulcritud en la
confección de los alimentos. Observé a Irene
en esas ocupaciones, y estuvo muy distante
de haberme dejado una impresión siquiera de
tranquilidad; antes por el contrario, experi-
menté verdadera repugnancia. Entre otras
cosas reprensibles, noté que en la confección
del cazabe o de la fariña entra en juego cierto
mueble del cual ciertamente tenía noticia de
que aunque en un principio prestó el servicio
a que está destinado de suyo, el tiempo que
llevaba de andar en contacto diario con la
masa fermentada lo acreditaba para hacer
desaparecer del ánimo la idea de recelo jus-
tificado. Escaso poder tenía sin embargo tal
garantía, cuando los ojos y el estómago se
resistían a hacer esa abstracción de tiempo y
de uso, aunque por otra parte era manifiesta
la conveniencia de tratar de vencer esos sen-
timientos pueriles en las circunstancias que
atravesábamos, puesto que no era fácil fijar

•299•
· Vastas soledades ·

el tiempo que nos viéramos obligados a vivir


entre esas gentes que eran las que fabricaban
los artículos de primera necesidad en aque-
llas regiones.
Dadas estas consideraciones, traté de ol-
vidar lo que ví, y así los demás, como en obe-
decimiento a un tácito convencionalismo,
esquivaban toda alusión inoportuna e impru-
dente, y con el mayor sosiego, en las comidas
hacíamos los honores a los comestibles de
todas las procedencias. La india, como obse-
quio especial, nos enviaba algunas veces del
casaramano preparado por ella. Este es otro
alimento exclusivamente indígena, y de mu-
cho poder nutritivo, al decir de los colonos;
es una sustancia que en el color y la consis-
tencia tiene un gran parecido con el jabón
ordinario cuando aún está en estado fluído y
no ha sido moldeado, y es compuesto del jugo
de la yuca cocido durante varios días segui-
dos y adicionado con todo lo alimenticio que
se encuentre a la mano: carne, pescado, ajíes,
plátano, ramas, etc.
La manifiesta confianza que se observaba
en la vida ordinaria de la colonia, y la mino-
ría en que necesariamente habían de quedar
en algunas ocasiones los blancos en relación
con el personal indígena, hacía impresión en

•300•
Amazonia

mi ánimo, en atención a las tan recomenda-


das precauciones que se habían de usar en el
trato en común con aquél. Tuve que aclarar el
punto con el señor Ramírez.
—Aquí vivimos con la mayor seguridad,
me dijo. Nuestros indios son antiguos ser-
vidores de la casa, bien conocidos y mejor
tratados; y agregó después de dirigir una mi-
rada de satisfacción a los nombrados que es-
taban presentes: Ñaro es muy fiel y muy leal
y de toda mi confianza. ¿Qué decir de Fer-
nando y de Félix su hermano? Este último es
como un hijo mío; como tal lo quiero, y así él
se comporta; lo tengo desde muy niño.
Eran todos jóvenes. Félix, el menor, no
podría pasar de trece años. Era de lo más
simpático: diligente y despierto como un ágil
perro de caza; de mirada viva, amable; de
comprensión pronta, porte marcial y andar
enérgico y levantado.
—¿Cuánto gana cada uno de salario?,
pregunté nuevamente.
—Puede decirse que ellos no tienen sala-
rio determinado. ¿Para qué? No entienden de
remuneración ni conocen el valor del dinero
como tál; las monedas las consideran como
una baratija cualquiera que colgarán del cue-
llo como lo harían con unas cuentas de vidrio

•301•
· Vastas soledades ·

y otros avalorios. Aquí la empresa les da todo


lo necesario y trabajan por el tiempo que lo
tienen a bien. Cuando se retiran, siempre se
les da algunas cosas útiles como ropas, he-
rramientas, aparatos de caza y de pesca, etc.
—¿Y éstos que ahora trabajan en la casa
cuándo se retiran?, preguntó Luis.
—Eso sábelo Dios. Ñaro hace tiempos
que me acompaña, explicó don Abraham; en
cuanto a Félix, ése es mío; para dondequiera
que me traslade lo llevaré conmigo; ¿cierto?
Se dirigía últimamente al indiecito que
delante de nosotros recostado a una mesa
estaba atento a la conversación. Le contestó
con una significativa mirada y una sonrisa
franca y dulce.
Profundizando un poco más en este asun-
to relacionado con los naturales, los de la co-
misión obtuvimos informes que hacen esca-
so honor a los colonos. Ni en el tratamiento
para con los indios ni en la manera de servir-
se de ellos dejan de existir hartos motivos de
censura. Si bien la mayoría de las empresas
proceden en la forma como queda dicho de
Miraflores, no se han menester los mayores
esfuerzos para encontrar hombres brutales
y de principios estragados cuyos procedi-
mientos no son inspirados por una norma

•302•
Amazonia

elevada de conducta. Habrá de consiguien-


te establecimientos en los cuales el trabajo
para los indios es impuesto contra su volun-
tad y la remuneración no es proporcionada
a aquél, en los que ellos han sido obligados a
abandonar sus casas por medios no siempre
pacíficos y donde finalmente se hace uso de
castigos corporales denigrantes como medio
de corrección y de estimular a los negligen-
tes, dada la tendencia natural de esas pobres
gentes a la molicie.
Mas cuán honda satisfacción no había de
experimentar mi corazón de colombiano al en-
terarme de la distinción que precisa hacer en
estas narraciones, entre los elementos na-
cionales y los extraños, de la insignificante
fracción que a nuestros compatriotas corres-
ponde en los hechos que oía referir.
—De eso no le quepa la menor duda, me
decía el señor Ramírez, y asentían los demás
con afirmativos movimientos de cabeza, en-
tre nosotros oirá usted decir a lo sumo que
un tal X. emplea excepcionalmente el látigo
como castigo, o que otros han ido a pobla-
ciones de indios a traerse las mujeres, pero
para saber de horrores hay que ir más lejos.
Sí, señor; contrastan notablemente la con-
ducta de los colombianos y sus medios de

•303•
· Vastas soledades ·

conquista con los de otros, que asientan su


dominación con sangre como lo atestiguan
elocuentemente las márgenes del Putumayo,
que han presenciado más de un crimen, mu-
chísimas violencias sufridas hasta por ele-
mentos no indígenas. Los mismos indios dan
testimonio de mis afirmaciones, en el grado
de cariño y de respeto que sienten por noso-
tros, después de que han estado bajo nuestra
dominación.
—Yo creo, le dije, que no se ha de buscar
en otra parte la razón de la hostilidad que
invenciblemente encuentran ustedes entre
los indios y las resistencias que les oponen en
todo el territorio…
—Igual opinión tenemos todos, me con-
testó, y continuó: Cabe preguntar, ¿eran
originariamente los indios tan irreductibles
como en lo actual? ¿Abrigaban el mismo odio
para el civilizado como ahora?
Me parece haber oído contestar negativa-
mente.
—¿Eran entonces inofensivos?
—Tanto como eso, nó; el indio por na-
turaleza es enemigo del hombre civilizado
e instintivamente lo acomete siempre que
se le presenta la ocasión favorable; pero es
evidente que ellos en un principio fueron de

•304•
Amazonia

índole más benigna y que los procedimientos


bruscos y crueles originaron una corriente de
antipatía profunda que frecuentemente oca-
siona terribles represalias y que repercuten
hasta donde ninguna complicidad ni remota
se tiene en los hechos que referimos.

***
Era el medio día. En el punto indicado pa-
samos la noche. Es una pequeña posesión
dependiente de Miraflores, en la cual hay
también variados y considerables cultivos y
muchos indios de ambos sexos.
Salimos un poco tarde al día siguiente, y
alcanzamos a llegar hasta El Lago, una ba-
rraca de siringueros deshabitada todavía por
no haber comenzado la época de la extrac-
ción del caucho de esa especie.
El siringa (hevea) es un árbol elevado, de
tronco delgado, corteza rugosa y de follaje
escaso; éste, compuesto de cinco o más ra-
mas delgadas, se forma en la extremidad, de-
jando así el tronco desnudo en todo el resto.
Es la goma más estimada en el mercado por
su calidad superior. Desde Génova comien-
za a encontrársele aisladamente, y tal vez
distante de las márgenes del río los haya en

•305•
· Vastas soledades ·

mayor número, como va sucediendo después


de Buenavista.
Con este árbol tienen los caucheros espe-
ciales consideraciones. Condenadas por las
costumbres y la práctica están las talas salva-
jes, y si alguna observación pudiera hacerse
acerca del negocio en aquella parte, no será
de seguro referente al sistema de explotación
implantado, el cual es correctísimo, lleno de
delicadas atenciones encaminadas a propen-
der a la conservación de la planta. Censurable
sí es a todas luces el que los empresarios hasta
ahora se conformen con los rendimientos de
los árboles nacidos espontáneamente y espar-
cidos aquí y allí sin orden ni concierto, ocasio-
nando una pérdida de tiempo a los operarios
que tienen que vagar en todas direcciones,
cuando si acometieran la tarea de sembrar-
los a las distancias convenientes, en el menor
espacio de terreno y de tiempo obtendrían el
máximum de resultados.
Las empresas se han distribuído entre sí
grandes trechos de terreno, los cuales cada
una tiene divididos en sectores con su corres-
pondiente barracón (rancho pequeño) a ori-
llas del río para la vivienda de los trabajadores
durante la temporada, que es cuando bajan las
aguas —de agosto a marzo— y para punto de

•306•
Amazonia

reunión en donde traer el producto extraído


en la mañana y coagularlo por la tarde.
A cada hombre le corresponde también
un sector determinado con su número fijo de
plantas —doscientas aproximadamente—,
y en él abre las trochas indispensables para
trasladarse de árbol a árbol con los instru-
mentos del caso, y verificar las sucesivas
sangrías. El arma es un hacha minúscula fa-
bricada especialmente, y el golpe en la corte-
za ha de ser suave y en sitio que se ha fijado
de antemano por el orden que se lleva desde
el principio. El zumo se recibe en pequeños
recipientes de lata que se adhieren al tronco
con barro blando, y se junta después en uno
mayor. Jamás a una planta se le hace más de
una incisión en un mismo día.
La operación de coagular el látex es bas-
tante simple: Se pone al fuego una vasija de
arcilla en forma de embudo, y con una paleta
de madera se toma el zumo y se le pone bajo
la acción del calor y del humo que sale por la
abertura angosta del utensilio mencionado
hasta que se seca, repitiendo la operación
cuantas veces sea preciso para formar una
bola grande, que es la forma como se da al
mercado. Formado el coágulo, se desprende
fácilmente de la paleta.

•307•
· Vastas soledades ·

Un árbol de hevea —que empieza a producir


a los nueve años próximamente— produce al
día diez gramos de leche, por término medio
también.
Las primeras estradas que encontramos
fueron las de la empresa de los señores Mon-
tañas. Todavía en ese tiempo —a mediados
de agosto— la rebalsa subiría parte del te-
rreno de las orillas y algunos de los barraco-
nes, que presentaban un estado ruinoso de
abandono; éstos estaban a la espera de la ya
próxima estación del trabajo activo (el fábri-
co, denominado por los caucheros), que había
de atraer la animación y la vida consiguiente
y la renovación de los materiales destruidos
por la intemperie.
Esa parte del río, suficientemente ancha
y limpia se presta a la navegación nocturna,
circunstancia que aprovechamos a maravilla
para andar un poco más cada día, adelantan-
do la hora de salida. A veces nos levantába-
mos a las cuatro, otras a las tres, y así cuando
salía el sol, ya habíamos avanzado mucho y
llevábamos en las cacerolas una buena provi-
sión de aves y de pescado.

***

•308•
Amazonia

El siete de septiembre desembocamos en el


Pirá-Paraná, río de caudal semejante al del
Tí. Fue durante la tarde, ya al aproximarse
la hora de acampar, cuando se verificó este
plausible acontecimiento. Nuestro júbilo no
tuvo límites cuando percibimos la entrada
en un río cuya anchura y profundidad eran
una garantía completa de la terminación
de los inconvenientes que tanto nos habían
molestado en los días anteriores. Esa noche
tuve un sueño bastante intranquilo en las
primeras horas, a causa de un tigre que se
sentía rondando en las inmediaciones del
campamento.
—Es un cajure, un cajure, decían los mu-
chachos conocedores, un tigre pequeño, que
no vale la pena pensar en él.
El cambio de baqueanos se verificaría
entre indios de la tribu de los carapanas. Así
nos lo hacía entender Fabriciano; pero ro-
deaba de tanto misterio el arribo a la casa
en que ello había de suceder, que sentíamos
verdaderamente no podernos explicar con
él lo preciso para hacernos cargo de la razón
de sus dudas y precauciones extremas. Las
conjeturas asaltaban las mentes, unas tras
otras, creyendo encontrar cumplida explica-
ción a nuestras preocupaciones.

•309•
· Vastas soledades ·

¿Sería aquélla una tribu enemiga de la de


los tucanos, y estaría el indio en posesión de
algún medio para valemos sin sufrir él las
consecuencias de hallarse entre contrarios?
¿O la índole excesivamente bravía de los ca-
rapanas requerirá la mayor prudencia para
los que se han de acercar a sus dominios? ¿Se-
rían simplemente medidas encaminadas a
evitar que atemorizados con nuestra presen-
cia, ellos huyesen y no pudiéramos conseguir
lo que necesitábamos con tanta urgencia?…
Al entrar en el arroyo Oroseyá, en el cual se
encuentra la casa perseguida, y al remontarlo,
el indio con gestos y ademanes aconsejó ma-
yor cuidado aún: que no se hablase, que no se
hiciera el menor ruido, que los canaletes ape-
nas rozaran el agua, que no respirásemos…
Llegamos finalmente a un punto del cual
partía un sendero en dirección hacia aden-
tro. Entonces se transformó Fabriciano de
súbito y asumió francamente la dirección
de la maniobra. Nos hizo saltar y dividió la
gente. Una parte, bien armada, debía quedar
cuidando de las embarcaciones; la otra, con
él a la cabeza, seguir por la trocha que estaba
al frente. Entramos por ella en columna de
a uno y con distancias como si se tratase de
un reconocimiento militar. Después de haber

•310•
Amazonia

recorrido cerca de dos cuadras, el camino


desembocó en un ancho espacio abierto, en
una plaza de grandes dimensiones, en cuyo
centro se levantaba desafiante y rodeada de
frutales, la hermosa casa que buscábamos.
La primera operación fue la de cercarla y
tomar las puertas, que estaban cerradas. Co-
menzamos a tocar, quedo, prudentemente, al
principio, con fuerza después, en vista de que
no éramos atendidos, y sin contemplaciones
últimamente. La entrada principal cedió al
fin y aparecieron los dueños.
El recibimiento revistió los caracteres de
la cordialidad negativa más franca. Causó
nuestra presencia honda sorpresa a los cara-
panas, quienes se mostraron amenazadores,
fieros, terribles. Eran pocos, afortunada-
mente, pero demostraban estar dominados
por sentimientos hostiles en alto grado. No
podíamos comprender lo que decían ni lo que
querían hacernos entender con sus movi-
mientos, bruscos e impetuosos.
Fabriciano se les enfrentó con la mayor
energía, y se entabló seria disputa. Todos
hablaban con fuego, y se comprendía que
los sorprendidos carapanas nos llenaban
de improperios y de amenazas, y que incre-
paban duramente la conducta del indio, de

•311•
· Vastas soledades ·

servirnos de guía, y de llevarnos traidora-


mente a sus dominios. Mas nuestro hombre
no se amilanó por nada, y en el mismo tono
destemplado e iracundo que ellos emplea-
ban, les argumentaba. Era una mezcla con-
fusa de voces y sonidos inarticulados, pues
en el lenguaje de los indios entran en mucho
los ronquidos. Por el contrario, Joaquín, a
ojos vistas, se mostraba todo temeroso y ha-
cía lo posible por sustraerse a las miradas de
los contendores.
—Joaquín, le dije yo, acercándome al tron-
co de meray (marañón) en donde, mohíno y
asustado, se había encubierto, ¿qué la cosa?
Bajó la cabeza confuso y me respondió
casi en secreto y mirando el suelo:
—Carapana, malo, malo; mata.
—¿Y tú tienes miedo?
—Sí, mielo, melo.
Y no era para menos. Los carapanas, se-
gún las apariencias, han de ser de lo más sal-
vajes: corpulentos y desnudos; de caras hos-
cas y pintadas de negro; de cabellos largos, y
labios y orejas horadadas, y atravesadas con
gruesos palillos.
La disputa se suspendió un momento
mientras un indio se dirigió al monte y vol-
vió trayendo consigo a otro que debía ser el

•312•
Amazonia

cacique o algún personaje investido de au-


toridad. Ese era más feroz todavía que los
demás; lo caracterizaban los grandes ojos
negros, de mirada oblicua. Pero su interven-
ción fue decisiva. Manifiestamente su fallo,
una vez que se impuso de lo que pasaba, puso
fin al incidente. Con toda solemnidad impar-
tió sus órdenes en voz alta y se retiró de nues-
tro círculo. Fueron acogidas reverentemente
aquellas por sus subordinados, según pudo
colegirse. En seguida un indio, viejo y encor-
vado, vino ante nosotros con un canalete.
—¡Vamo! ¡Vamo!, dijo entonces Fabricia-
no con la mayor naturalidad y satisfecho de
su triunfo, y tomó de nuevo el camino de an-
tes.
Le seguimos después de despedirnos cor-
tesmente de esos desgraciados, quienes tal
vez en las frases de correspondencia nos en-
comendaron caritativamente al diablo o a las
flechas de los de más adelante.
—Creo que hemos estado expuestos a un
peligro real, dijo el señor Prieto, cuando des-
andábamos lo remontado en el Oroseyá.
—No del todo —le interrumpió Gumercin-
do—, quien agregó: en verdad que si el núme-
ro de indios hubiera sido mayor, o si hubieran
podido comunicarse con otros que residieran

•313•
· Vastas soledades ·

en las cercanías, habrían sido más altaneros;


pero las armas y la actitud resuelta basta-
ba a contenerlos; no se recomiendan mucho
por el valor.
—¿Y dónde estaban las mujeres?, pregun-
tó Luis Felipe.
—Eso estuve extrañando, repuso el mis-
mo que hablaba antes. Probablemente nos
sintieron con anticipación y tuvieron tiempo
de huir: es lo que más ocultan al civilizado.
—¿Pero habían soñado, francamente us-
tedes alguna vez con cara más siniestra que
la del cacique, capitán o demonio que llegó a
última hora?, preguntó alguien.
—¿Y las de los demás? Soñar es la palabra—
dijo Javier—, porque tal creo, que los sucesos
de hace un momento fueron una pesadilla.
—¿Y comerán gente?
—Eso no lo sé yo, pero no tendría nada de
raro.
—Los carapanas tienen bien sentada
fama de feroces, continuó diciendo Gumer-
cindo: En el Cananari, río afluente del Apo-
poris, existía o debe existir aún el estable-
cimiento cauchero perteneciente a Heladio
Trujillo. Se asegura que una de las correrías
de esa casa que desapareció hace poco, fue
exterminada por estas gentes, y tengo mis

•314•
Amazonia

sospechas de que estuvimos en el sitio en que


se desarrolló el drama sangriento.
—¿Y cómo pueden obtener ciertos deta-
lles a este respecto?, pregunté.
—Siempre se va averiguando algo al tra-
vés del tiempo con los indios que llegan a las
colonias a trabajar, quienes con la comunica-
ción con otros, dan los datos para descubrir
la verdad al cabo.
El viejo carapana había llevado consigo
su potrillo, y silencioso y despreocupado na-
vegaba a la par nuestra.
No comprendíamos todavía las intencio-
nes de Fabriciano, porque a pesar de haber
recibido el relevo, continuaba con nosotros,
y nos daba a entender que nos acompañaría
unos días más, hasta llegar a Naná-cachivera
(la cascada de Las Piñas).
Comenzó para entonces a esbozarse el te-
mido espectro de la escasez en el horizonte,
nada despejado de la comisión, que de maña-
na a tarde no hacía sino andar a toda prisa,
sin prever la terminación de esa faz del viaje,
cuando se nos había anunciado ser cosa de
diez o quince días los que emplearíamos en
cruzar aquel territorio desierto. Los víveres
no tardarían en agotarse, y contra todos los
cálculos y esperanzas, la región no producía

•315•
· Vastas soledades ·

nada para reponerlos. Suponíamos que en la


casa de los carapanas hallaríamos algunos
recursos, y más que destemplada fue la aco-
gida que se nos dispensó. El indio viejo ase-
veraba que pronto arribaríamos a otra, en la
que nos venderían fariña o cazabe; asegura-
ba más, o al menos éso entendimos, que no
tardaríamos quince días sin que tocásemos
en la mencionada empresa de Trujillo.
—¿Usted comprende esto, Gumercindo?,
pregunté a éste después de largo batallar con
el viejo para lograr arrancarle alguna noticia
inteligible, acerca de nuestra posición y la del
establecimiento dicho. ¿Es este el Pirá-Paraná
o el Cananari? ¿Cuál de los dos desemboca
más arriba? ¿Queda Heladio Trujillo muy in-
mediato al Apoporis?
—Lo último es así; en cuanto ser este rio
otro distinto del Pirá, lo dudo mucho, pues
los informes contestes que recibimos des-
de el Vaupés, no dejan lugar a vacilaciones.
Ahora, ¿cuál de los dos desemboca más aba-
jo? Indudablemente, éste.
—Bueno, si es un punto sujeto a dudas el
que el río que navegamos pueda ser el Cana-
nari —interrumpió el señor Prieto— ¿Qué
nombre tenía el que perseguíamos cuando
pensamos entrar por el Tuy?

•316•
Amazonia

—¡Es la verdad!, exclamé; debemos de­


sechar toda esperanza de encontrar recur-
sos de cierto género antes del arribo a La
Libertad.
La Libertad es un establecimiento cau-
chero que según el croquis y algunos datos
recogidos, deberíamos encontrar en el Apo-
poris, al pie de un salto, y pocos días arriba
de su desembocadura en el Caquetá.
Desde el 10 de septiembre los saltos comen-
zaron a presentarse más inmediatos unos de
otros, y asimismo gradualmente fueron aumen-
tando las dificultades para salvarlos, porque
los obstáculos presentados a la libre circula-
ción de la corriente crecían también. Ese día a
poco de haber salido del lugar en donde pasa-
mos la noche, llegamos a uno de estos impedi-
mentos, y luégo a otro, y a otro más adelante…
Diez cascadas y raudales seguidos y situados a
escasa distancia. En los dos primeros hubo que
repetir la operación obligada para casos aná-
logos: la de saltarnos y pasar las embarcacio-
nes cargadas con la ayuda de lazos; en los dos
siguientes, pudimos pasar embarcados, pero
en los restantes fue indispensable descargar y
conducir el cargamento por tierra.
Cada vez al mismo tiempo estábamos más
encantado de los guías tucanos, en especial,

•317•
· Vastas soledades ·

del mayor, quien se tomaba tal solicitud por


los asuntos de la comisión, que parecía fue-
ra un servidor nuestro de muchos años, y que
nos ligasen afectos muy profundos. En los
pasos malos se desvivía en atenciones con
las personas y las cosas y trabajaba con vivo
interés. Tenía, por otra parte, un carácter
agradabilísimo: era fiel y amable, juguetón
e inteligente. Joaquín, lo mismo, aunque de
natural un poco reservado y tímido.
Se comprendía que nos habían tomado ca-
riño los dulces y serviciales súbditos de Rai-
mundo, pues se notaba que no querían des-
prenderse de la comisión. Quedó muy lejos
Naná, y todavía no daban trazas de pensar
en devolverse. A última hora se despejó la si-
tuación. Joaquín se marcharía con nosotros.
Hacía días que Gumercindo lo venía catequi-
zando en ese sentido; pero en la decisión defi-
nitiva es de justicia reconocer que influyó en
gran parte la intervención mía, pues hablán-
dole detenidamente logré hacerle compren-
der lo que es la vida en el otro mundo que él
no conocía, y cómo son nuestras ciudades. La
descripción a mi manera que le hice de Bogotá
lo entusiasmó en el más alto grado. Se apasio-
nó por la capital, y desde ese momento no fue
posible hacerle hablar de otra cosa. Bogotá,

•318•
Amazonia

Bogotá, decía con fruición en su lenguaje de


niño, al mismo tiempo que una chispa de ale-
gría iluminaba sus ojos5.
—¿Y Fabriciano no quiere acompañar a
Joaquín?, le preguntábamos a aquél.
—Nó, contestaba, y añadió explicativa-
mente una de las veces en que le tratábamos
del asunto: mujer, mujer.
Quería decirnos que no era libre como el
otro; que lo sujetaban obligaciones ineludi-
bles; que lo retenían los lazos de la familia.
—¿Tienes hijos, Fabriciano?, le pregunté
en seguida.
—Sí, hijo; y agregó luégo: me va; baile.
Que sí tenía hijos, y que entonces sí le era
preciso irse, porque estaba interesado en en-
contrarse en un baile que iba a poner en su
tribu.
Cuando estábamos para llegar a la casa
anunciada por el viejo, se repitieron las cómi­
cas escenas del Oroseyá, a insinuación de

5 Este caso da el ejemplo de una coincidencia bien extra-


ña. Perduró en el indio su devoción por nuestra capital,
y con nosotros regreso al país más tarde. En Girardot se
le desarrolló grave dolencia; y de Bogotá apenas si pudo
conocer el trayecto comprendido entre la estación del
Ferrocarril y el Hospital adonde fue conducido. Allí fue
su permanencia de corta duración; falleció pocos días
después. [Nota del original]

•319•
· Vastas soledades ·

aquél, que con ridículos ademanes recomen-


daba el más absoluto silencio. Y era gracioso
ver la ostentación que de obedecerle hacían
los muchachos gendarmes, bullangueros e
inquietos de por sí, justificados esa vez por
la figura grotesca de nuestro hombre, y el
escepticismo unánime que reinaba con res-
pecto a los resultados. Para remar, todo se
volvían muecas, que provocaban el estallido
de la risa, la que hubiera sido causa de un fra-
caso anticipado en el buen éxito.
Por otra parte, íbamos entretenidos en la
contemplación de las bellezas que ostentaban
las riberas del Pirá-Paraná en esos puntos así
como en toda su extensión, después de que ha-
biendo sido aumentado su caudal con el de los
diversos tributarios, se ensancha el cauce.
—¿Ha leído usted las obras de Julio Ver-
ne?, interrogué a mi compañero, quien de se-
guro se había penetrado de la naturaleza de
la emoción que embargaba mi ánimo.
—No recuerdo, me respondió; he tenido
poca inclinación a las ficciones.
—Se me antoja viajar en estos instan-
tes—continué—por los remotos parajes afri-
canos que nos pinta aquel autor en algunas
de sus célebres novelas. ¿Habrá en el mundo
paisajes más encantadores que los presentes,

•320•
Amazonia

lugares más salvajes y agrestemente bellos?


Mire usted esas orillas con sus elevados ba-
rrancos de blanquísima arena movediza que
forma como gradas de simetría irreprocha-
ble, y en la altura, la arboleda vigorosa y
uniforme, por entre la cual resaltan las nu-
merosas palmeras de rara especie que dan al
cuadro el tono característico.
—Verdaderamente, que despierta la co-
dicia el descubrimiento de tanto tesoro es-
condido, y no se explica uno cómo es que la
civilización desprecia las riquezas de todo
género que andan esparcidas en el inmenso
territorio que recorremos.
—Aguarde, le interrumpí. ¿No considera
la excursión nuestra como la primera piedra
colocada en el edificio de la mudanza del con-
cepto en que somos tenidos, el cual se levan-
tará en el tiempo lozano y pródigo en frutos
de bendición?
En este punto fue suspendida la plática
que habíamos sostenido en apagado tono,
porque estábamos ya ante el puerto. Salta-
mos a tierra con las mismas precauciones
ensayadas el otro día; pero todo fue en vano.
No encontramos a nadie. Los indios debie-
ron habernos sentido, pues esparcidas en el
recinto cerrado hallamos algunas labores

•321•
· Vastas soledades ·

domésticas empezadas y como abandonadas


al azar, con la precipitación de la huida.
Asistimos seguidamente a otros actos risi-
bles en gran manera. Las demostraciones que
hacía el indio zorro para darnos a entender
que se interesaba vivamente en averiguar si los
habitantes de la casa estaban cerca y podía ha-
cerlos regresar. Daba grandes voces, tocaba el
suelo en varios puntos, lo golpeaba fuertemen-
te más allá, registraba en otros lugares, etc.
Todo resultó fallido. Tampoco pudimos ese día
agregar algo a las mermadas provisiones.
Al siguiente, la comisión se vió privada
de los valiosos servicios del inolvidable indio
tucano que tan gratos recuerdos dejó en no-
sotros. También él dio muestras visibles de
que la separación le había afectado.
El sentimiento de Fabriciano pudo ser
suavizado en parte por la nada mezquina re-
muneración recibida a cambio de su trabajo, y
que consistió en variados y numerosos artícu-
los de primera necesidad de los que cargá-
bamos para el caso, tales como sal, pólvora,
municiones, fulminantes, ropas, anzuelos,
cuchillos, etc. El indio carapana, a su vez, re-
cibió también parte proporcional.
A partir de entonces, la navegación se hizo
aburridora e igual, monótona y cansada, con

•322•
Amazonia

su andar incesante sin descubrir el más leve


indicio de establecimientos de civilizados ni
de tribus indígenas que se prestasen a enten-
derse con nosotros, y con el encuentro a cada
instante de cascadas entorpecedoras de la
marcha, y de raudales llenos de peligros, por-
que ya cansados de respetarlos, nos lanzába-
mos en la mayoría de los casos irreflexivamen-
te a la corriente, exponiéndonos en cada uno
de ellos a un estrellamiento contra los cercos
de rocas, o a volcarnos entre los borbollones
furiosos del agua que corre impetuosa.
La presencia de los raudales y cascadas
se denunciaba desde alguna distancia por el
ruido atronador que forman, y nos ponían en
guardia. Sin desembarcarnos nos acercába-
mos a ellos lo más que la prudencia permitía;
luégo poníamos pie a tierra y marchaban los
pilotos a verificar un ligero reconocimiento
del mal paso y a resolver si arriesgaban la co-
rrida6, y se procedía de conformidad.
Las cascadas más importantes tienen
estos nombres: Moaví Musanque y Muecá.

6 Correr un raudal quiere decir, lanzarse resueltamente


a la corriente. Es operación que requiere mucha sangre
fría y habilidad en el patrón, y también mucho arrojo.
Una indecisión o una torpeza, bastan para causar las
más serias y fatales consecuencias. [Nota del original]

•323•
· Vastas soledades ·

En la primera poco faltó para que se hiciese


añicos una de las canoas durante la difícil
cuanto peligrosa faena de conducirlas por
entre los corrientales y descensos. La últi-
ma es muy interesante. No es una sola cas-
cada realmente, sino una serie de raudales y
de saltos que alteran por completo el curso
del río en un trayecto de cerca de un kiló-
metro. Es un espectáculo imponente el que
presentan las encrespadas y furiosas ondas
corriendo como pueden y por donde hallan
paso en un lecho en que las piedras grandes y
pequeñas se amontonan irregularmente. Al-
gunos de los raudales pudieron ser corridos,
no sin que el agua dejara de hacernos piadosa
advertencia, entrándose a las canoas en no
pocos de ellos, abundantemente, y bañando
de pies a cabeza a los que quedábamos en la
mitad, que es el punto más vulnerable en ca-
sos semejantes.
Una noche pudimos aprehender a un in-
diecito de la tribu de los panaras. Habíamos
acampado tarde, y los muchachos que si-
guieron por la orilla del río en busca de leña
sorprendieron una curiara tripulada por dos
niños que remontaban la corriente, y la to-
maron por sorpresa. Uno de los indios logró
escapar tirándose al agua, pero el otro, con

•324•
Amazonia

la embarcación, fue conducido ante nosotros.


Podría tener diez u once años, y era comple-
tamente salvaje. Temblaba como un azogado,
como inofensivo animal montés acorralado
por una jauría. Pensaba seguramente que era
llegada su última hora, al verse débil e inde-
fenso ante tan crecido número de extraños, de
seres de otra especie, de los cuales en las con-
versaciones en familia habría oído referir más
de un horror. Estaba completamente desnudo.
Siguiendo fielmente nosotros la línea de
conducta que nos habíamos trazado, y los
naturales impulsos de caridad, tratamos de
agasajar de la mejor manera posible a aque-
lla almita inocente y tal vez desgraciada,
ofreciéndole de nuestro alimento y algunas
baratijas. De lo primero nada quiso aceptar
por más que Joaquín, con cariñosa solicitud,
unía sus ruegos a los nuéstros, y finalmente
hubo que dejarlo partir viendo que no era po-
sible inspirarle confianza, y en atención a la
inquietud en que debían estar sus padres a
tales horas por su ausencia.
Se observó un detalle curioso con el indie-
cito. Nunca había visto encender fósforos. Se
dejó comprender así de la fuerte impresión
de sorpresa que le produjo el ver a alguno ha-
cer fuego de esta suerte delante de él.

•325•
· Vastas soledades ·

***
El señor Joao Evangelista Reis e Silva es un
cumplido caballero; más aún: tiene un buen co-
razón; es de aquellas personas cuya nobleza de
alma obliga a un reconocimiento de por vida de
parte de quienes alguna vez han tenido la suer-
te de tratarlo, y consiguientemente, de recibir
servicios de su mano, prestados de manera tan
natural y sencilla, que dá la ilusión del desem-
peño de funciones anexas a su cargo.
Es por sobre todo, buen amigo de Colom-
bia. Y por cierto que no hace un misterio de
su espontánea simpatía hacia nuestro país;
y quien quiera que en los luctuosos días de
mediados del año de 1911 se hubiese visto
precisado a refugiarse en Solimses (antiguo
Puerto Nariño), daría fé de estas aseveracio-
nes llenas de honradez y de gratitud.
El señor Reis e Silva tiene un carácter ex-
celente. Es franco, comunicativo y afable.
Fué la providencia de los colombianos que de
una o de otra suerte, dejaron a la desbandada
los sucesos de La Pedrera. Era en esa época
Jefe del Posto Fiscal Federal, y gozaba de
bastante influencia política en su país.
Como pobres náufragos y fatigados nave-
gantes, obtuvimos en el establecimiento de

•326•
Amazonia

la frontera fraternal acogida, y se nos dedicó


para el alojamiento un sitio decente y capaz
en una de las habitaciones del piso bajo; ente-
rados después de nuestra nacionalidad y de los
pormenores de la travesía que habíamos hecho,
fuimos objeto de atenciones mayores; pero al
corriente más tarde del carácter oficial de la
excursión y de la categoría de sus miembros
principales —Comisario Especial uno y per-
teneciente al Ejército regular otro— recibimos
invitación de pasar a la mesa del empleado jefe,
y de ocupar una pieza mejor e independiente.
El aspecto de la fundación es agradable,
y respira tranquilidad. Se observaba que la
vida se hacía en condiciones normales, de-
bido al influjo de celosas autoridades cons-
tituídas, subordinadas a un Gobierno serio y
solícito, en comunicación regular y constan-
te con los más alejados resortes de su depen-
dencia. Periódicamente un pequeño buque
de vapor sube hasta los puntos a mayor dis-
tancia, en servicio postal, y con el encargo
de proveer de víveres y demás elementos in-
dispensables a las personas, así empleados
oficiales como del comercio e industrias, que
viven separadas de la metrópoli amazónica.
Hay varias casas grandes y cómodas y
un buen almacén de ropas, calzado, víveres,

•327•
· Vastas soledades ·

etc., en el cual se surten los colonos de los al-


rededores. El resguardo de tropas al mando
de nu sargento, queda un centenar de metros
hacia abajo.
Además del señor Siceri, estaban asilados
en la oficina brasileña dos colombianos más:
el señor Jorge Gómez Posada, y un muchacho
de apellido Cabrera.
Vivo contraste hizo durante la corta per-
manencia en Solimses el comportamiento
para con nosotros del señor Gómez Posada y
el de las demás personas con las cuales no nos
ligaba ningún vínculo común. Este caballero
tuvo para sus compatriotas olímpico desdén,
y para la cara patria lejana, los más sangrien-
tos reproches. Efectos éstos seguramente de
las grandes pérdidas que le habían originado
los acontecimientos recientes. Tenía un esta-
blecimiento cauchero en pleno desarrollo en
el Mirití-Paraná (río Mirití), y se vió obliga-
do a abandonar sus propiedades y a refugiar-
se entre las autoridades brasileñas.
Era un sólo haz de nervios excitados, que
al menor rozamiento descargaban furibun-
dos toda su bilis. De complexión delicada,
bien parecido y de modales distinguidos,
acusaba notoria desproporción entre sus ca-
pacidades físicas y el fuego que despedían sus

•328•
Amazonia

ojos y las tempestades que lanzaban sus pa-


labras caldeadas por la ira y el despecho. El
alma toda se asomaba a sus ojos que resplan-
decían amenazadores.
Decía con cierto tono de sangrienta recri-
minación:
—Mientras mi caucho salió libre a los
mercados, jamás tuve tropiezos de ningún
género; bastó que el Gobierno estableciera
aduanas y cobrara impuestos sobre la expor-
tación, para que comenzara a recibir perjui-
cios. ¿Es ésa la garantía de la propiedad que
ofrecen las leyes?
Poco después de nuestro arribo se pre-
sentó al puerto la lancha peruana que hacía
el servicio de la custodia de las bocas. Se
llamaba Loreto (si mal no recuerdo) y era pe-
queña, del calado a propósito para navegar
en esas aguas ya de escaso fondo. Saltaron
un oficial vestido de blanco y algunos em-
pleados. Yo en mi hamaca hice caso omiso
de los nuevos visitantes, y apenas de reojo
pude darme cuenta de los pormenores ano-
tados, así como de los relacionados con el
buque. Después de algunas horas de deten-
ción, se volvió a su puesto.
—Esos vinieron a persuadirse de quie-
nes habían venido y en qué condiciones, dijo

•329•
· Vastas soledades ·

alguien cuando la pequeña nave se alejaba en


la dirección del sitio que ocupara antes.
—Ni le quepa la menor duda, dije a mi vez.
Un viejo brasileño que estaba presente y
que había entendido las breves palabras que
se habían cruzado con relación a la lancha
del Perú, nos habló así, lentamente, con el
acento sentencioso peculiar y arrojando in-
termitentes gruesos chorros de humo que
arrancaba a la pipa que sostenía en su des-
dentada boca:
—Ustedes han estado asistidos por un
buen abogado.
—¿Cómo es ésto? le interrogué. ¿De qué
abogado nos habla y a cuál negocio se refiere?
Se explicó:
—Hablo de un ahogado celestial, de un
santo patrono…
—¡Bien, vamos!, exclamé nuevamente. ¿Y
cuál es el asunto?
—Ustedes salieron por las bocas, ¿es cier-
to? Bién; debieron venir muy apegados a la
costa del lado de acá.
—¡Precisamente!
—¡Bueno!, continuó nuestro interlocutor;
esa es otra cosa. Pues se vieron expuestos a
ser asesinados desde la lancha de guerra. Si
las embarcaciones se hubieran alejado un

•330•
Amazonia

poco de la orilla, desde el barco les hubieran


hecho fuego sin tregua…
Nos cruzamos una mirada de inteligencia
el señor Prieto y yo y recordamos al anciano
de la colonia que habíamos visitado el día
anterior.
—Era una saludable advertencia la que
aquel amigo, dijo.
—Y quiso también retardarnos el cono-
cimiento del abandono en que quedábamos,
agregó el mismo señor Prieto.
—El otro día, continuó el viejo, un rapaz
del establecimiento fue a cortar unas palmas
del lado allá del Apoporis, y aún lo divisaron
los peruanos, lo acribillaron a balazos. Tuvo
la suerte de que se advirtió en tiempo a los que
disparaban y así pudo salvarse. ¡Oh! Tienen
una vigilancia extrema de ese lado; constante-
mente creen en una invasión colombiana des-
cendiendo por los ríos que vienen de su país.
—Pero un sólo muchacho, y en una ca-
noa… ¡Ave María!, exclamó Jaramillo.
—Es que son pendencieros, nos dijo el
viejo con misterio, y agregó luégo: Aquí ese
día hubo mucho desagrado, y tuvieron ellos
que oír después algunas verdades.
Tomó alientos el hombre de la pipa, un
viejo robusto todavía y bajo de cuerpo, de

•331•
· Vastas soledades ·

cabellos canos y piel negra, y prosiguió en el


mismo tono:
—Pendencieros, sí señor, buscacuestio-
nes. Tuvimos otra que resonó hasta Río (Rio-
janeiro). Cuando vinieron a atacar La Pedre-
ra, se entraron con sus buques, para acortar
las distancias quizá, por brazos que nuestro
país no ha dado a la libre navegación.
El indio Joaquín que venía de las otras ca-
sas con el resto de los muchachos se acercó a
mí en esos momentos para decirme mostrán-
dome con el dedo extendido a la Loreto que
fondeaba:
—Vea, vea, buque, buque.
—Joaquín, le pregunté con curiosidad ¿te
gustó el buque?
Hay necesidad de dejar constancia de que
el indio debido a nuestras frecuentes insinua-
ciones, no tenía mayor anhelo por esos días
que el de conocer un buque de vapor. Por eso
extrañé cuando lo ví fruncir el ceño y contes-
tarme con visible desagrado:
—Peruano, malo, malo…
Javier me dió la razón de la conducta del
salvaje.
—¡Qué vá!, exclamó. Ninguno de noso-
tros, inclusive Joaquín podemos decirle de qué
color es la lancha, más que por lo que puede

•332•
Amazonia

verse desde la distancia que tiene actual-


mente, ni cómo son los hombres que saltaron
hace un rato. Desde que la vimos venir en
esta dirección nos apartamos del lado de las
últimas casas y dimos la espalda al río. Hasta
ahora no regresamos.
—¿Sabe usted qué vinieron a buscar?, le
pregunté al amigo que hacía parte de nuestro
grupo.
—Hicieron algunas compras. Pero tra-
ta usted de averiguar algo que conoce tanto
como yo, agregó sonriendo con malicia. Tam-
bién, naturalmente, y eso sería lo principal,
les importaba cerciorarse de la procedencia
de las embarcaciones que vinieron acercarse
al Posto, así como su condición.
—¿Y Joaquín y los demás, pregunté luego
dirigiéndome al grupo que formaban los gen-
darmes, por qué motivo huyeron así ante la
aproximación de la lancha?
Jorge fue quien contestó con su pronun-
ciado dejo tolimense:
—¿Huir nosotros señor Thomás, y de qué?
—Era que no queríamos ni verla, explicó
Antonio.
—Si es que nos pusimos todos de acuerdo
para no ensuciarnos los ojos mirando esa mu-
gre, añadió Luis Felipe riendo con estrépito.

•333•
· Vastas soledades ·

—¡Bah!, dije entonces: Que ha sido un


complot en el cual sin tener aviso previo casi
que resulto comprometido también.
Era por otra parte muy complicada la
situación nuéstra en la frontera, desde que
habíamos perdido el apoyo que creíamos en-
contrar en el punto hacia el cual nos dirigía-
mos, y una vez que de esa manera la vuelta
por el mismo territorio se hacía imposible,
no sólo por la carencia de vehículos apropia-
dos y de recursos de todo género, sino por la
vigilancia severa que ejercían los contrarios
en aquellos lugares.
Estudiados con la minuciosidad y el cui-
dado debidos los caminos que teníamos ante
sí para salir avantes de la dificultad, ese mis-
mo día quedó resuelta la partida hacia Ma-
naos dentro del más breve plazo (para el día
siguiente 4 de octubre), con el propósito de
comunicarnos desde allí con nuestro Gobier-
no, oír el dictamen del Cónsul, y resolver de
conformidad.
Aparecía tanto más acertada esta deter-
minación cuanto que tuvimos conocimiento
de que en el pueblo de Teffé (distante quin-
ce días de las bocas) se encontraba un con-
siderable núcleo de fuerzas colombianas
que habían llegado al país conducidas por el

•334•
Amazonia

General Carlos Neira como auxiliares de las


que ocupaban La Pedrera, y las que por des-
gracia, y debido a desaciertos, no pudieron
llegar oportunamente al lugar de su destino.
Suficientemente provistos de los elemen-
tos alimenticios que nos pudieron vender en
Solimses, partimos como estaba acordado
en las mismas dos antiguas y deterioradas
curiaras que sacámos de Puerto Cano en un
día de julio.
Iniciamos esa nueva etapa de nuestra ex-
cursión bajo la impresión de nada gratos ni
cristianos sentimientos. Viajábamos tristes,
silenciosos, coléricos, nutriendo la imagina-
ción con siniestros planes de venganza y dis-
cutiendo interiormente la manera más acer-
tada para repatriarnos prontamente.
Contribuía, a no dudarlo, al fomento de
estas pasiones y a su prolongación, la cir-
cunstancia de haber perdido la comisión dos
de sus miembros, Gumercindo y Elíseo, quie-
nes quisieron quedarse trabajando con el se-
ñor Silva en su establecimiento.
Ese primer día nos tocó pasar la noche en
un pequeño rancho deshabitado y que se le-
vantaba en medio de una risueña sementera
de maíz recién sembrada.

•335•
Un viaje
por el
Putumayo y
el Amazonas.
Ensayo de
navegación
FRAY GASPAR DE PINELL
1924

Del Caucaya al Caraparaná -


Entrada a la zona ocupada por
el Perú
El 25 de abril seguímos por el Putumayo con
deseos de llegar pronto a Yuvineto, ya que de lo
que allí nos sucediera dependía en gran parte

•336•
Amazonia

el éxito o fracaso de nuestra expedición, y


sobre todo el rumbo definitivo de nuestro
viaje. Si allí se nos impedía el paso, tendría-
mos que regresar para tomar alguna tro-
cha que nos condujera al río Napo e Iquitos;
y esto implicaba el tener que separarnos de
los bogas con quienes estábamos ya familia-
rizados y quienes deseaban más que nosotros
conocer el Amazonas y Manaos. Además,
esta contrariedad nos impediría conocer y
estudiar las condiciones del Putumayo para
la navegación.
En todo el trayecto del Putumayo hasta el
Caucaya poco molesta el mosco jején durante
el día, ni tampoco el zancudo por la noche;
pero de ahí para abajo, el Putumayo es casi
inhabitable por las inmensas nubes de jején,
zancudo y arenilla, especialmente en ciertos
trayectos del río. Cuando uno se halla reco-
gido dentro del toldillo, esperando que ama-
nezca, parece como si se encontrara rodeado
de un avispero alborotado, tal es el ruido que
producen dichos insectos; y si al acostarse no
se tiene la precaución de arreglar el toldillo de
modo que quede bastante separado del cuer-
po, no se limitan a hacer ruido, sino que al tra-
vés de la tela van acribillando a picotazos al
pobre mortal que no ha sido suficientemente

•337•
· Vastas soledades ·

precavido, en términos que por más dormi-


do que uno esté lo despiertan y se ve preci-
sado a defenderse. Hace algunos años que en
un folleto del General Rafael Reyes leí que
eran tántos los moscos del Putumayo, que
bastaba dar un palmetazo con las manos,
para que quedara en ellas una pasta forma-
da por la muchedumbre de moscos que con
esta sola acción se aplastaban y que de noche
era preciso cubrirse completamente con una
gruesa capa de arena, dejando únicamente
en descubierto las narices para no asfixiar-
se, a fin de poder dormir y evitar las picadu-
ras de los zancudos. Al leer estas afirmacio-
nes me sonreí, pareciéndome una enorme
exageración, pero confieso ingenuamente
que después de haber pasado por dicho río,
la exageración no me parece tan grande. En
confirmación de lo que acabo de decir, refe-
riré las precauciones que teníamos que tomar
para poder celebrar la santa misa; pero antes
voy a permitirme una pequeña digresión, que
no me parece fuera de lugar. La piedad de los
expedicionarios era ejemplar; todos los días,
al levantarnos, lo primero que hacíamos era
celebrar la santa misa, que oían todos; el doc-
tor Márquez la ayudaba auxiliado con el Ca-
tecismo, y además comulgaba diariamente

•338•
Amazonia

y muchas veces también algunos de los bo-


gas. Cuando llegábamos donde había gente,
lo primero que hacíamos era brindarles los
servicios y auxilios espirituales, como bau-
tizar, confirmar, confesar, casar, etc. Por las
noches nunca nos acostábamos sin haber re-
zado en común el santo rosario y todos prac-
ticaban con gusto y devoción estos actos de
piedad. Pues bien, del Caucaya para abajo,
para celebrar la santa misa nos vimos preci-
sados a destinar al capitán de la tripulación,
para que con un abanico de plumas de cola
de pava espantara las moscas que durante
el santo sacrificio se prendían de la cabeza,
pescuezo y manos del celebrante, con una
pertinacia desesperante; y el doctor Már-
quez, para hacer de acólito, se veía precisado
a taparse la cara y manos con una gasa que
algo lo defendía de la voracidad insaciable
de esa terrible plaga. Durante el día, en la
canoa, o teníamos que taparnos completa-
mente la cara y las manos, lo cual nos pro-
ducía un calor insoportable, o era preciso
rodearnos de espirales de humo de nidos de
comején que encendíamos, cuyo mal olor nos
atontaba pronto la cabeza, al mismo tiempo
que nos hacía lagrimear en abundancia. Con
todo, a pesar de estas penosas precauciones,

•339•
· Vastas soledades ·

llegámos a Manaos con las manos tan llenas


de puntos negros, que se podían confundir
con las de los descendientes de Cam.
Después de estas explicaciones, que dan
alguna idea de los trabajos que pasámos des-
de nuestra salida del Caucaya, volvamos a
seguir la relación del curso de nuestro viaje.
En tres días y medio de navegación nos pusi-
mos del istmo de La Tagua a Yuvineto. Este
lugar, considerado militarmente, es muy
estratégico, está en el vértice de un inmen-
so ángulo que forma el cauce del Putumayo.
Hay dos casas grandes desde las cuales se do-
mina perfectamente el río en una extensión
de más de una legua, tanto hacia arriba como
hacia abajo. En aquel tiempo había allí ocho
soldados y un Teniente, todos en apariencia
palúdicos y en un estado de abandono que no
parecían militares. Más de una hora antes
de llegar, ya divisámos las casas, y aunque
ninguno de los que íbamos conocía el punto,
pronto comprendimos lo que en realidad era.
El rato que tardámos en llegar lo pasámos en
animados comentarios de lo que nos podía
suceder, al mismo tiempo que estábamos to-
dos poseídos de la más viva curiosidad y zo-
zobra. Atracamos al desembarcadero, donde
se nos acercó un soldadito que tenía la cabeza

•340•
Amazonia

y el cuello cubiertos con una especie de cofia,


cuyas extremidades en forma de faldones
le colgaban por el pecho y la espalda, indu-
mentaria muy común en las regiones del Bajo
Putumayo para defenderse de los mosquitos.
Le preguntamos por el jefe y nos respondió
que lo iba a llamar, al mismo tiempo que nos
interrogó quiénes éramos. Le manifesté
que era un Misionero, el doctor Márquez un
compañero de viaje, y los demás los bogas1.
Inmediatamente se fue a comunicar al jefe
lo que había oído, y que deseábamos hablar
con él. Pronto bajó un individuo de aspecto
antipático, con barbas negras como de en-
fermo, rostro blanco alabastrino, efecto del
paludismo, en el cual resaltaba mucho la ne-
grura de sus desgreñados pelos. Nos pregun-
tó quiénes éramos y a dónde íbamos. Nuestra
respuesta fue, poco más o menos, la misma
que dimos al soldado. Nos exigió pasaportes,
pero como no traíamos, dijo que siquiera le

1 El antioqueño Tomás Márquez Bravo acompañaba a De


Pinell en calidad de visitador fiscal del Gobierno colom-
biano. Poeta, escritor de ficción y crítico literario, bajo el
seudónimo de “Lope de Azuero” se hizo temer por sus
cáusticas reseñas en el diario Gil Blas. Aunque celebró la
originalidad de la obra poética de José Eustasio Rivera,
también castigó su aparente desdén por la poesía nacio-
nal. [Nota del editor]

•341•
· Vastas soledades ·

mostráramos algún documento que acredi-


tara nuestra personalidad, pues aunque él
creía que éramos gente respetable y honrada,
bien podía suceder que fuéramos unos bandi-
dos o espías. Al oír esto, respondí inmediata-
mente que no éramos bandidos y que sí podía
acreditar mi carácter de Misionero, cuyos tí-
tulos traía, y diciendo esto le mostré mis do-
cumentos eclesiásticos; pero como estaban
lodos en latín, tan pronto como les hubo dado
un vistazo, me respondió que a él aquello no
le servía, y me exigió que le presentara algún
documento escrito en castellano. Después de
un minucioso registro en mis papeles, no en-
contré otro para el caso que el nombramiento
de Viceprefecto Apostólico. Con disimulo
pregunté al doctor Márquez si presentaba
o nó aquel documento, y fue de parecer que
debía mostrarlo. Lo leyó, se quedó pensativo
y no dijo nada. Entonces se dirigió al doctor
haciéndole la misma exigencia; y éste, como
no encontrase otro documento a propósito,
se vio precisado a presentar un telegrama de
Bogotá, en que se le llamaba Visitador Fiscal
de la Nación. Desde que se impuso de los pa-
peles aludidos, cambió un poco de modales.
Le preguntámos si podíamos pasar, que era
lo que más nos interesaba, y nos contestó que

•342•
Amazonia

sí. La respuesta nos regocijó sobremanera,


y desde este momento se acabó la ansiedad
que nos dominaba y que no podía menos de
aparecer en el exterior. Interrogamos a dicho
señor si los que vivían allí eran militares, y
nos contestó que nó, que eran caucheros de
la casa Arana, y para hacernos creer mejor lo
que nos decía, nos contó que en el Putumayo
no se cosecha caucho fino sino una mezcla de
varias gomas o jebes, con las que se forman ti-
ras gruesas de caucho llamadas rabos del Pu-
tumayo, cuatro de los cuales constituyen un
pago, o sea una arroba de caucho; y que para
extraer esas gomas no cortan los árboles,
sino que pican uno de los lados del tallo en
forma de espinazo de pez. Con todo, nos dijo
que él tenía el título de Inspector del tráfico,
y como tál debía averiguar y registrar todo lo
que subía y bajaba por aquel sitio; y en efec-
to, nos hizo examinar la canoa y los equipa-
jes, pero lo hicieron con tal timidez, que no
se dieron cuenta de nada; manifestó además
que se llamaba Valdés Ramos y que sólo des-
de enero estaban allí, habiendo permanecido
ese sitio abandonado durante mucho tiempo.
A pesar de lo que nos decía aquel señor, nos
llamó en gran manera la atención y nos hizo
dudar de que las cosas fueran como él decía,

•343•
· Vastas soledades ·

el hecho de ver en las chaquetas viejas que te-


nían puestas los tres o cuatro muchachos que
aparecieron en el embarcadero, unos ribetes
colorados como los que se usan en los unifor-
mes militares. Ofrecí al señor Ramos mis ser-
vicios apostólicos y me contestó que nada ha-
bía que hacer, pues todos eran racionales (así
llaman por allá a los blancos para distinguir-
los de los indios), habían recibido el bautismo
y eran casados. No nos invitó a subir a la casa,
ni a nada, lo cual no nos disgustó, pues la ca-
tadura de toda aquella gente poca confianza
nos inspiraba. Como referiremos a su debido
tiempo, supimos después que el señor Ramos
no era tal Valdés sino el Teniente Barriga, y
los demás que vimos no eran peones de la casa
Arana sino soldados del Gobierno del Perú,
y que estuvieron deliberando un buen rato si
nos apresaban o nó.

•344•
Amazonia

Entrada al Caraparaná - El Encanto


- Visita a los Padres Franciscanos
en San Antonio - Censo de la
población indígena del Caraparaná
e Ignraparaná. Algunas costumbres
de los indios - Curiosidad que
despertó nuestra visita
en aquellos sitios
En catorce horas de navegación aguas arri-
ba por el Caraparaná llegámos a El Encanto.
En este trayecto del río habían entonces unas
diez familias colombianas o de colombianos
que vivían con indígenas huitotos. Hablámos
con todos ellos; nos contaron muchas cosas
de los peruanos, sobre todo acontecimientos
sucedidos hacía ya muchos años. Nos mani-
festaron que a ellos no les daban trabajo en la
empresa Arana, pero que tampoco los hosti-
lizaban, y que el único medio que tenían para
ganar algún dinero, era vender carne de mon-
te o peces a la agencia principal de la empre-
sa o a sus vapores. En El Encanto el Gerente
de la casa Arana, señor Miguel de Loaisa,
nos recibió muy bien y nos atendió con mu-
cho esmero2. Al manifestar nuestros deseos
2 Miguel S. Loayza era uno de los lugartenientes de con-
fianza de Arana y, en esa condición, gerente de la sección
de El Encanto (la segunda más importante, después de

•345•
· Vastas soledades ·

de visitar a los Padres Misioneros Francisca-


nos en San Antonio, inmediatamente puso a
nuestra disposición un blanco, empleado de
la empresa, señor Carlos Seminario, y cua-
tro indios huitotos; el primero para que nos
sirviera de guía, y los segundos para que nos
llevaran el equipaje.
El Encanto lo componen tres edificios re-
gulares y unas quince casas de paja, la mayor
parte habitadas por indios huitotos. Los edi-
ficios pertenecen, uno a la casa de Arana, a la
cual sirve de agencia y es de madera labrada
con cubierta de cinc; otro, de propiedad del
Gobierno Nacional, donde está el motor y
maquinarias de la torre inalámbrica, sistema

La Chorrera), de la que dependía una cincuentena de


subestaciones. Desde las primeras denuncias, Loayza
fue acusado de asesino y brutal; luego de retirarse de su
puesto, hacia 1930, fue el responsable de deportar por
la fuerza, hacia la banda peruana, a nuevas estaciones
a orillas del río Ampiyacu, a casi 7000 indígenas boras,
huitotos y okainas. Loayza es de los hombres de Arana
de los que más sabemos; la mayoría desapareció sin de-
jar mayor rastro entre mediados de la décadas de 1910
y 1920. El último encuentro reportado con Loayza, aún
radicado en el Ampiyacu, lo registró un prófugo nazi,
Hermann Becker-Freysing, médico sindicado y luego
ejecutado por adelantar experimentos con la población
recluida en el campo de concentración de Dachau. [Nota
del editor]

•346•
Amazonia

Telefuncke, que funciona allí; éste de cemen-


to, con techo también de cinc; la torre es de
hierro y mide unos 60 metros de altura; la
maquinaria de la torre estaba a cargo de un
mecánico alemán, pero el telegrafista era pe-
ruano3. El tercer edificio sirve de cuartel a la
guarnición militar de aquel sitio; es inferior a
los otros dos en cuanto a solidez y valor, aun-
que superior en dimensiones. Aquella guar-
nición se componía de veinticinco hombres,
comandados por el Capitán Udiales. Este se-
ñor, cuando supo lo que nos había sucedido
en Yuvineto, se contrarió bastante y nos dijo
que el sujeto que se había presentado como
Inspector del tráfico no era tal Valdés Ra-
mos sino un Teniente Barriga, su subalterno,
y los jóvenes que lo acompañaban, soldados
del ejército peruano; agregó que el Putumayo
constituía el primer sector militar de Loreto
con tres guarniciones: la de Yuvineto; la de
El Encanto, residencia del Jefe del sector, y
la de Taraparaná, en la frontera con el Bra-
sil. Se lamentó de que tan mal representada

3 De seguro se refiere De Pinell a un sistema telegráfico de


la empresa alemana Telefunken, fundada en 1903 y que
durante las primeras décadas del siglo xx monopolizó
una parte considerable de las nacientes telecomunica-
ciones en los países de América Latina. [Nota del editor]

•347•
· Vastas soledades ·

estuviera su patria en la frontera de Colom-


bia. Seguramente aquel seudo Valdés Ramos
recibiría su buena reprimenda, por haberse
puesto un nombre tan bonito; con todo esto,
se confirmó una vez más la verdad de aquel
adagio: “Más fácil es coger a un mentiroso
que a un cojo”. El Capitán Udiales nos faci-
litó un pasaporte para que en la guarnición
de Tarapacá, desembocadura de Cotué, no
nos sucediera contrariedad alguna. El lugar
de El Encanto es muy pintoresco. Unas be-
llas lomitas, tapizadas de verde césped, cuyo
asiento baña el río Caraparaná, formando
dos grandes herraduras, constituyen el área
de población. En este lugar tiene la empresa de
Arana una lancha de treinta toneladas, lla-
mada Callao, comandada por un portugués
de apellido Tabares, y tripulada por indios
huitotos. Con ella recogen el producto de to-
das las secciones que quedan cerca de los ríos
navegables, a fin de que el vapor Liberal, que
cada tres meses va de Iquitos a El Encanto y
La Chorrera, encuentre la carga lista. Junto a
la Callao amarrámos nuestro bote y observa-
mos que era dos metros más largo que dicha
lancha. Les llamó mucho la atención nuestra
canoa a los vecinos de El Encanto, quienes
no se cansaban de alabar sus magníficas

•348•
Amazonia

condiciones, lo que nos llenaba de orgullo y


satisfacción.
El 3 de mayo, después de un desayuno-al-
muerzo obsequiado por el señor Loaisa,
nos dirigímos a San Antonio. Salímos de El
Encanto a las nueve de la mañana, y a las dos
de la tarde llegamos a la sección cauchera
de Esmeralda. Durante el camino pudimos
observar lo que nos contó en Yuvineto el su-
puesto Valdés Ramos, sobre la manera como
picaban los tallos para extraer la goma. A
ambos lados de la trocha, muy ancha y bien
arreglada, por donde pasábamos, vimos
multitud de árboles picados en forma de es-
pinazo de pez, por todos sus lados, los que in-
dican distinta época; pues debe saberse que
a cada árbol no puede hacérsele sino cada
cuatro años una de esas picaduras laterales.
La sección de Esmeralda se compone de unas
dos tribus de indios huitotos, manejados por
un blanco. Allí se nos presentaron una mul-
titud de indígenas completamente desnudos,
sobre todo las mujeres. Los hombres, aun los
más escasos de vestido, llevaban siquiera un
pequeño delantal, como de una cuarta y me-
dia de largo por una de ancho, que les cubría
siquiera lo más indispensable para no hacer
avergonzar a los que los vieran; pero las del

•349•
· Vastas soledades ·

sexo débil, sólo llevaban unas pequeñas gar-


gantillas en las muñecas y en los tobillos. En
ese lugar nos cogió un soberbio aguacero en
una de las grandes casas del capitán de la tri-
bu. Allí tocamos largamente el maguaré y pu-
dimos comprobar que es cosa cierta que los
indios oyen a largas distancias los sonidos
de este singular instrumento. Teníamos que
pasar del Caraparaná, y no habiendo canoa
en el lado donde nosotros estábamos, nos
fue preciso pedirla a una tribu que vivía en
la otra banda, pero a unas horas de distan-
cia de Esmeralda. Los que nos acompañaban
dieron en el maguaré los toques que acostum-
bran para estos casos, y en el tiempo preciso
que necesitábamos la embarcación, llegaron
los indios con ella. Antes de que nadie habla-
ra con ellos, el doctor y yo les preguntamos
quién les había avisado, y nos respondieron
que habían oído el maguaré. A las seis de la
tarde llegámos a San Antonio. Los Padres
Franciscanos Cipriano Burne, Sebastián
Fitzpatrick y el Hermano fray B. Edwin
O’Donell, nos recibieron con sorpresa, al
mismo tiempo que con gran caridad y finas
atenciones4. Les conté en confianza el objeto

4 Se trata de los franciscanos irlandeses Cyprian Byrne,


Sebastian Fitzpatrick y Edwin O’Donnell. Byrne,

•350•
Amazonia

de nuestro viaje y quiénes éramos; y ellos a su


vez me explicaron muchas cosas referentes a
su situación y ministerio, y me suministraron
datos estadísticos completos de los ríos Ca-
raparaná e Igaraparaná. Por ellos supe que
en 1912 el Papa Pío X les había enviado allí a
raíz de la publicidad que se dio a los crímenes
del Putumayo. Cuando dicho Pontífice publi-
có la Encíclica Lacrimabili Statu, se hizo en
Londres una gran colecta para auxiliar a los
salvajes del Putumayo. Lo que se colectó se
depositó a interés en un establecimiento de
crédito, y se dispuso que con los réditos se
fundara y sostuviera una Misión católica que

O’Donnell y los padres Leo Sambrook, Frederick Fur-


long y Felix Ryan arribaron al Putumayo en 1913 a
instancias de la recomendación del cónsul Roger Case-
ment, quien juzgaba recomendable poner en sus manos
la atención de la vapuleada población indígena, que tuvo
la consecuente aprobación e instrucción papal. Para en-
tonces, Casement ya había empezado a abrazar plena-
mente la causa independentista irlandesa y, por lo mis-
mo, la fe católica en tanto gesto nacionalista, amén de
identificar la situación de los indios con la de sus com-
patriotas. Fue por entonces que acuñó la figura de “el
Putumayo irlandés” para referirse en la prensa británica
a las condiciones de maltrato, abyección y violencia a las
que, sostenía, se había sometido a su pueblo por parte
de Inglaterra. Furlong tuvo que regresar al poco tiempo,
por no soportar el clima tropical, y le sustituyó el padre
Sebastian Fitzpatrick. [Nota del editor]

•351•
· Vastas soledades ·

fuera el amparo y defensa de aquellos infe-


lices. Esa región, según el mapa eclesiástico
del Perú, forma parte del Vicariato Apostó-
lico de Iquitos. Con todo, la Misión de los
Padres Franciscanos se estableció como
independiente, aunque sin excardinarla te-
rritorialmente de aquella entidad. Al prin-
cipio vinieron cuatro religiosos sacerdotes,
cuyo Superior tenía facultades de Prefecto
Apostólico. Establecieron dos residencias:
una en la región del Igaraparaná, en el ca-
serío de La Chorrera, centro principal de
aquel río, y otra en la del Caraparaná, en
el sitio de San Antonio, antiguo San Gre-
gorio, cuando en esa región tenían sus em-
presas los colombianos Gregorio Calderón
y hermanos. Los Padres fundaron escuelas
en cada una de las residencias, pero casi sin
ningún resultado, debido a que ni a los in-
dios les gusta concurrir a ellas, ni por parte
de la casa Arana, ni por la del gobierno del
Perú, encontraron apoyo alguno para que
obligaran a los indios a enviar sus hijos a
educarse e instruírse. Su ministerio se re-
ducía casi exclusivamente a bautizar indios
párvulos sin uso de razón y adultos en la
hora de la muerte. Me dijo el Reverendo Pa-
dre Cipriano que en seis años habían hecho

•352•
Amazonia

dos casamientos y distribuído un número


insignificante de comuniones. Desde que
estalló la guerra europea casi no recibían
auxilio alguno; cuando pasámos nosotros,
sólo celebraban dos veces por semana por
escasez de harina y de vino, por lo que les
obsequié un poco de harina de la que noso-
tros traíamos para hacer las hostias. Antes
de la guerra recibían mensualmente provi-
siones y recursos de Inglaterra por conduc-
to del Cónsul de Iquitos y de la Compañía
Booth, cuyos barcos hacían viajes directos
de Liverpool a la capital de Loreto. Hacía
ya dos años que el Reverendo Padre Supe-
rior y otro de los Padres habían regresado a
Europa por motivos de salud, y ellos espera-
ban que les llegara de un momento a otro la
orden de regresar también. Efectivamente,
en el mes de octubre de aquel mismo año se
fueron para su patria, quedando de nuevo
las regiones del Caraparaná e Igaraparaná
espiritualmente desamparadas.
Según el último censo levantado en 1917
por la casa Arana y que dichos Padres Misio-
neros me facilitaron, había en la región del
Caraparaná 2,300 indios, todos huitotos,
diseminados en las siguientes caucheras: El
Encanto, centro principal; Esmeralda, con

•353•
· Vastas soledades ·

la sucursal de San Antonio, residencia de


los Misioneros; Argelia, con las sucursales
de Pisaguas y Sebuas; Yabuyanas; Florida,
con la sucursal Nonuyas; La Sombra, con la
sucursal Erayes; Esperanza; La India e Ibe-
ria (antigua Nueva Granada), sobre la orilla
izquierda del Putumayo, cuatro horas más
abajo de la desembocadura del Caraparaná.
Cada sección se componte de dos, tres o más
tribus de indios, a órdenes cada una de su ca-
pitán respectivo. Las sucursales cuentan con
menos indios. Cada capitán de tribu tiene su
gran casa de reunión, como se dijo al hablar
de los huitotos de Güepí, y en cada casa sus
maguarés. Estos capitanes están sujetos a un
agente blanco que reside en cada sección, y
éstos a su vez reciben sus órdenes directas
del Gerente de El Encanto.
En la región del Igaraparaná domina la
casa Arana 6,200 indios de distintas razas
y lenguas, siendo los huitotos los más nume-
rosos. Las razas con lengua propia son seis:
huitotos, boras, andoques, recígaros (que
sólo cuentan 50 hombres de trabajo), ocainas
y muinanes. Las estaciones de aquella región
son las siguientes: La Chorrera, que es la prin-
cipal, a orillas del mismo Igaraparaná; allí
reside el Gerente de aquella región, que era

•354•
Amazonia

entonces el señor Ubaldo Lores; hasta allí va


cada tres meses el vapor Liberal a cargar cau-
cho y balata. Dispone también de una lancha
llamada Aguila, para recoger el producto de
las distintas secciones; esta lancha es un poco
más pequeña que la Callao. Sección Sur, de
indios huitotos; Oriente, de indios ocainas;
Occidente, con la sucursal Emerayes, ambas
de huitotos; Atenas, con la sucursal Charo-
camena, también de huitotos; Andoques, de
indios andoques y boras; Sabana, con las su-
cursales Nonuyes y Aimenas, de indios hui-
totos, boras y recígaros; Entrerríos, con una
sucursal, ambas de huitotos; Ultimo Retiro,
con la sucursal Porvenir, de indios huitotos y
muinanes; Abisinia, con la sucursal Uvatipa,
de indios boras, y Santa Catalina, también
de indios boras. Me informaron además los
Reverendos Padres Misioneros que en la raza
bora había aún muchos salvajes, a los cuales
no habían podido someter los blancos, y que
para éstos eran una verdadera amenaza, de
tal manera que no podían andar por las cer-
canías donde esos indios tienen sus centros,
sin ir bien armados y en grupos, pues a uno
solo, aunque vaya bien armado, le es muy di-
fícil defenderse. En el año de 1917 hubo en
el Igaraparaná un levantamiento de indios,

•355•
· Vastas soledades ·

parte de los sometidos y parte de los indómi-


tos, quienes atacaron la agencia principal de
aquella región. Durante varios días hubo un
nutrido tiroteo entre rebeldes y blancos e in-
dios fieles. Los insurrectos se atrincheraron
dentro de una casa rodeada de una muralla
de bultos de caucho, en la que no penetraban
las balas. De Iquitos acudió una compañía de
soldados con una ametralladora, pero ni así
consiguieron desalojar de sus posiciones a
los levantiscos; sólo lo consiguieron cuando
lograron incendiar el techo de la casa donde
se guarecían, por medio de una pelota im-
pregnada de petróleo, la cual prendieron y
lanzaron sobre la casa5. En esa ocasión los
5 De Pinell se refiere aquí a la revuelta organizada por Ya-
rokamena, capitán huitoto del grupo Bofaisai o Bopaita
(“gente antorcha” o “gente gusano”), contra la sección
de Atenas, en el alto Cahuinarí, como retaliación por la
muerte de su hijo a manos de los caucheros. El carismá-
tico líder pudo consolidar una fuerza significativa inte-
rétnica —de hecho, conformada por gentes tradicional-
mente enemigas— y contó con el concurso de los aimas,
o sabedores chamanes, para su preparación ritual. Tal y
como lo narra al paso el capuchino, el levantamiento fue
sofocado horríficamente al quemar a las familias de los
alzados dentro de la maloca en la que se guarnecían. Un
espléndido análisis de la insurrección de Yarokamena lo
adelanta Roberto Pineda Camacho en su clásico Holo-
causto en el Amazonas, cuya reedición acompaña en la
Biblioteca Vorágine al presente volumen. [Nota del editor]

•356•
Amazonia

blancos del Igaraparaná se salvaron por ha-


ber hecho traición algunos de los mismos in-
dios, quienes les avisaron con tiempo lo que
se tramaba, y así pudieron prevenirse y repe-
ler el ataque desde los primeros momentos.
Muchas otras cosas me contaron los Padres
sobre las relaciones de los blancos e indios.
También sobre el apoyo que los empleados
de la casa Arana prestaban a los Misioneros.
Este apoyo fue casi siempre insignificante,
por lo menos en la parte moral o a la que se
refería al ministerio apostólico e instrucción
pública. No hostilizaban directamente a los
religiosos, pero tampoco ejercían influencia
sobre los indios para que se aprovecharan de
sus labores apostólicas. La presencia de los
Padres favoreció mucho a los indios, pues los
Padres, tanto como Misioneros católicos,
eran considerados como espías ingleses, y el
temor de una intervención extranjera mode-
ró a los caucheros. La primera mejora que se
implantó con la llegada de los Padres a esas
regiones fue el cambio de sistema en la ma-
nera de hacer trabajar a los indios. Antes, a
los jefes de sección se les daba como honora-
rios un tanto por ciento de lo que recogían
los indios que manejaban. Con este siste-
ma sucedía muchas veces que por el deseo

•357•
· Vastas soledades ·

inmoderado de lucro, se exigiera a los pobres


indios tareas superiores a sus fuerzas, dan-
do esto ocasión a crueldades y malos tratos
por no cumplir lo que les era materialmente
imposible. Desde la llegada de los Padres se
abandonó el sistema del tanto por ciento y
se estableció el de sueldos fijos. Cuando no-
sotros pasámos por el Caraparaná todos los
empleados de la empresa Arana tenían sus
sueldos, cualquiera que fuese el resultado
del trabajo de los indios. Por lo que pudimos
observar y también por lo que nos contaron
los Padres Franciscanos, nos formámos la
convicción de que hace algunos años no se
registran casos de barbarie como los que se
cuentan de tiempos anteriores. Unos colom-
bianos, que cuando nosotros pasamos por El
Encanto vivían en el Caraparaná y después
subieron a Puerto Asís, me contaron que
desde nuestra visita habían mejorado los
pagos a los indios. ¡Quién sabe si sea verdad
tánta belleza!
Los indios que todavía viven sin suje-
ción a nadie son antropófagos, como lo
eran hasta hace poco los que están someti-
dos. Más todavía: se puede afirmar que los
ancianos de las tribus ya conquistadas son
aún antropófagos; y si se contienen, es por

•358•
Amazonia

el miedo de ser castigados por los blancos,


si continuaran con tan inhumana costum-
bre. Un empleado de la casa Arana que ha
pasado muchos años en las regiones del
Caraparaná e Igaraparaná, me contó que
uno de los trabajos más grandes que tuvie-
ron al hacerse cargo de aquellas tribus, fue
quitarles la bárbara costumbre de comerse
los de una tribu a los de la otra cuando los
cogían prisioneros en sus peleas. Para co-
merse a los que aprisionaban, preparaban
estos salvajes una gran fiesta con sus bailes
respectivos. Durante dos o tres días invi-
taban a los de toda la tribu y demás tribus
amigas con continuos toques de maguaré.
Cuando llegaba el momento de empezar la
fiesta, ataban al prisionero a un palo clava-
do en la mitad de la casa donde se celebra-
ba la macabra ceremonia. Organizaban un
gran círculo de danzantes alrededor de la
víctima y lo iban despedazando por partes a
medida que el baile avanzaba, obedeciendo
a ciertas señales del que lo dirigía: primero,
le cortaban un brazo; después, el otro; luégo
las piernas una por una, y finalmente lo re-
mataban con un golpe en la nuca. El señor
que esto me contó me dijo que algunas ve-
ces los blancos al oír los toques del maguaré,

•359•
· Vastas soledades ·

corrían al lugar donde se iba a efectuar tan


bárbara fiesta, y valiéndose de fuetes y pa-
los lograban despejar la casa y salvar a la
víctima; y que a veces ocurría el que algunas
de esas víctimas al verse libres, como que
se entristecían y no querían huir, diciendo
que era mejor acabar la fiesta y que se los co-
mieran, teniendo por honor y orgullo poder
demostrar a sus enemigos que son valientes
y que pueden aguantar sin quejarse todo el
odio y ferocidad de que son víctimas, lo cual
demuestra el estado de degradación moral
de aquellos infelices. ¡Oh profundidades in-
sondables del corazón humano!
Cuando yo contaba a los Misioneros
Franciscanos la manera como en Colombia
se trata a los indios, se quedaron admirados.
Les mostré el Decreto del Gobierno, número
1484 de 1914, sobre la manera de gobernar a
los indios del Caquetá y Putumayo, y al ver-
lo me dijeron que ni en Iquitos se conocían y
mucho menos se aplicaban disposiciones tan
católicas y justas. Como se comprenderá, la
premura del tiempo me impidió informarme
detalladamente sobre muchas otras costum-
bres de los indios. Con todo, alcancé a reco-
ger algunos datos que creo oportuno dejar
consignados aquí. Aquellos indios creen en la

•360•
Amazonia

existencia de un Sér superior todopoderoso, a


quien llaman Fusinamuy; este mismo nombre
dan a todo aquello que tiene relación direc-
ta con ese Sér, según su manera de discurrir;
así, llaman también Fusinamuy al Padre Mi-
sionero, por considerarlo representante de
Dios. Reconocen también la existencia de un
sér inferior, espíritu del mal, que denominan
Taifeño. Admiten la inmortalidad del alma y
la vida futura. Rinden homenaje al sol, que
llaman hama, y a la luna, que apellidan fuey.
Entierran a sus muertos en la misma casa que
habitaba el difunto, envuelven el cadáver en
una hamaca nueva y lo sepultan con todos los
utensilios de su propiedad. No tienen ceremo-
nia especial de matrimonio. Cuando un indio
desea casarse, se dirige al lugar donde reside
su pretendida, desmonta un pedazo de terre-
no, prepara leña para su futuro suegro y da
en ofrenda al capitán de la tribu de su amada,
una bolsa de coca o una bola de tabaco. Pasa-
dos unos quince días, el capitán mencionado
entrega al novio la mujer que pretende. En sus
costumbres no existe la poligamia; solamente
uno que otro capitán se ha atrevido alguna vez
a tener dos o más mujeres. Todos los huitotos
hablan el mismo idioma, con algunas mo-
dificaciones no sustanciales; es idioma muy

•361•
· Vastas soledades ·

sencillo y carece de artículos y conjugaciones.


Ordinariamente lo hablan con una entona-
ción prolongada bastante armoniosa.
Medio día y una noche permanecimos con
los Padres Franciscanos cambiando ideas e
impresiones. Muy satisfechos y agradecidos
regresamos a El Encanto, por camino distinto.
Pasámos esta vez por dos caseríos de indios
o estaciones caucheras; la última se llamaba
La Esperanza. En ambas observámos poco
más o menos lo mismo que en Esmeralda.
Dos o tres casas grandes de capitanes de tri-
bu y una o dos para los empleados blancos.
Indios desnudos, algunos medio vestidos, y
montones de caucho o gomas, parte en tiras
largas, en forma de tallos de árboles, de unos
40 centímetros de grueso (los rabos del Putu-
mayo de que se nos habló en Yuvineto).
En El Encanto nos volvieron a recibir con
toda amabilidad. Mientras fuimos a San An-
tonio, dejámos al práctico y al camarero, que
estaban un poco enfermos de culebrillas en
los pies, para que cuidaran el bote Márquez
y los equipajes. Al llegar nos contaron que
los empleados de 1a agencia, desde el mismo
Gerente, los sometieron constantemente a
largos y minuciosos interrogatorios, para
sacarles quiénes éramos y a dónde íbamos;

•362•
Amazonia

y como nunca oyeran nuestros nombres sino


los que antes habíamos convenido, como ya
se explicó, pretendían saber también cómo se
llamaban y cómo nos llamábamos. Como es-
taban bien aconsejados, supieron guardar el
secreto y evadir todas las preguntas capcio-
sas. Lo mismo, aunque en forma más culta,
hicieron conmigo y el doctor. Me acuerdo
que el señor Loaisa, seguramente para disi-
mular más sus verdaderas intenciones, bus-
caba las ocasiones propicias para encontrar-
nos los dos solos, y cuando lo consiguió me
hizo un gran panegírico de la Orden de San
Francisco y de lo mucho que en el Perú quie-
ren a los Franciscanos, por haber sido estos
religiosos de los que más se distinguieron en
la catequesis y civilización de las tribus in-
cas; pero al mismo tiempo que me hablaba de
estas cosas, al parecer inocentes, introducía
preguntas capciosas sobre lo que habíamos
hecho en Colombia, estábamos haciendo y
pensábamos realizar, especialmente en las
regiones del Caquetá y Putumayo. Así, nos
veíamos precisados a responder con mucha
circunspección, para no comprometernos ni
contradecirnos.
La tarde antes de salir de El Encanto
llegaron los indios de una sección, todos

•363•
· Vastas soledades ·

cargados con bultos de caucho; les causó


gran admiración ver a un Padre con bar-
bas; pronto me rodearon y conversaban con
gran animación del Fusinamuy (Misionero)
colombiano. Algunos referían que habían co-
nocido a otros Padres iguales, y les alcancé
a oír los nombres de los Padres Basilio y Ja-
cinto (Capuchinos). Iba correspondiendo al
saludo afectuoso de cada uno, con cariñosas
palmaditas sobre sus desnudas y sudorosas
espaldas. Cuando en esta forma departía-
mos alegremente con esos salvajes, se oyó un
grito de un empleado de la agencia, y en un
instante me dejaron solo.
Tuvimos ocasión de visitar La Chorrera
y región del Igaraparaná, adonde se puede
ir en una jornada de a caballo por buena
trocha; pero como comprendimos que poco
les gustaba nuestra presencia en aquellos si-
tios, resolvimos proseguir nuestro viaje sin
más demoras.

•364•
Amazonia

Del Caraparaná al Amazonas


- Región desierta y causas que
impiden colonizarla - Canoas de
tribus no conquistadas - Encuentro
trágico-cómico con Samuel
Rogeroni - Entrada en el Putumayo,
colonizado por el Brasil. Puesto
fiscal brasilero - Continuación del
viaje en lancha brasilera - Indios del
Igaraparaná en el Brasil - Nostalgia
de sus tribus y su regreso - Llegada
al Amazonas
El 5 de mayo salímos de El Encanto. Todos los
empleados de la casa Arana nos despidieron
con grandes atenciones. Este día pernoctá-
mos en una casa de colombianos del Carapa-
raná, donde se reunieron todos los connacio-
nales que vivían cerca de aquel sitio. Algunos
de éstos tuvieron interés especial en que les
bautizara y confirmara sus hijos y en que el
doctor Márquez fuera su compadre, a lo cual
accedimos gustosos. Como algunos de ellos
hacía muchos años que vivían por allá, nos
refirieron multitud de acontecimientos que
habían presenciado, sobre algunos de los
cuales habíamos oído ya vagas referencias,
pudiendo de este modo aclarar informes so-
bre hechos importantes publicados y tal vez

•365•
· Vastas soledades ·

escritos con espíritu apasionado o tenden-


cioso. Nos informaron también que todavía
había algunos colombianos que servían como
empleados en la casa Arana. Calculámos que
entre los empleados de la casa peruana y los
que vivían aparte, en casas propias, darían
un total de 35 a 40 colombianos residentes
en aquella región.
En doce días y algunas noches nos pusi-
mos del Caraparaná a Cotué. Este trayecto
del río está casi todo desierto; encontrámos
solamente unas doce casas a largas distan-
cias, algunas —más o menos la mitad— eran
de colombianos; una de un venezolano, y las
demás de peruanos. En casi todas ellas ejercí
el santo ministerio, bautizando, confirman-
do y presenciando uno que otro matrimonio.
Las causas principales de tan exigua pobla-
ción en el trayecto del Putumayo ocupado por
el Perú, han sido los procederes de la empre-
sa Arana, la cual se considera dueña absoluta
de las tribus más numerosas de aquella co-
marca. Cuando algunos de esos indios se han
ido a trabajar con otros empresarios inde-
pendientes que han querido establecerse en
aquella región, la casa Arana los ha mandado
capturar, con comisiones especiales, a veces
de indios mismos, dejando de esta manera

•366•
Amazonia

sin brazos apropiados a los pequeños indus-


triales que a la vez serían colonos. Además,
como la única navegación del Putumayo es la
de la empresa Arana, basta que ésta se nie-
gue a transportar productos y a vender víve-
res y mercancías, para que nadie pueda esta-
blecerse ventajosamente en aquellos lugares.
Como no hay mal que por bien no venga, esta
conducta de la empresa peruana no hay duda
de que ha favorecido a Colombia, pues cual-
quiera ve que es mucho más fácil hacer un
arreglo de límites con mutuas concesiones,
tratándose de terrenos despoblados, que no si
el arreglo versara sobre regiones bien coloni-
zadas por ciudadanos peruanos. Seguramente
las circunstancias apuntadas no habrán deja-
do de influír en el Tratado de límites firmado
en Lima el 24 de marzo de 1922.
Desde la desembocadura del Igaraparaná
hasta cerca del Yaguas, vimos varías canoas
viejas, rundimentarias, vaciadas a fuego y
sin pulir por la parte exterior, abandonadas
en medio de palizadas o entre las malezas de
las orillas del Putumayo. Al averiguar quién
construía y usaba aquellas embarcaciones,
supimos que eran potrillos de los salvajes
que no han entrado aún en relaciones con los
blancos, y que para fabricarlas se sirven de

•367•
· Vastas soledades ·

hachas de piedra y del fuego. La aparición de


embarcaciones de esta clase en cualquier río
o quebrada es señal cierta de que no muy le-
jos hay infieles; y los caucheros o cualquiera
persona que ande por aquellos parajes debe
tomar precauciones para evitar sorpresas
desagradables. Las grandes y súbitas aveni-
das de los ríos y quebradas suelen arrastrar
esas embarcaciones por descuido o imprevi-
sión de sus dueños, dejándolas abandonadas
e inservibles en aquellas riberas.
El 13 de mayo, después de siete días de no
encontrar a nadie ni ver huellas humanas,
advertímos que subía una gran canoa por la
orina izquierda del río, e inmediatamente di-
rigimos hacia ella la nuestra, movidos por el
deseo que teníamos de saber cuánto nos fal-
taba para llegar al Amazonas. Nuestra sor-
presa fue grande cuando notamos que así que
nos vieron, arrimaron a la orilla y algunos de
los que iban en la canoa saltaban a tierra,
como huyendo de nosotros o preparándose
para atacarnos, al mismo tiempo que uno
de los que quedaban en la embarcación se le-
vantó súbitamente y apuntó hacia nosotros.
Todos instintivamente gritamos: ¡no dis-
paren!, pero antes de acabar de pronunciar
estas palabras, oímos la detonación y vimos

•368•
Amazonia

que se dirigían apresuradamente en su canoa


hacia nosotros. Durante algunos momentos
fuimos presa de viva ansiedad y temor, pero
pronto nos tranquilizamos, porque nos di-
mos cuenta de que recogían algo flotante en
la corriente. Habían disparado con una cara-
bina a un pato real que nadaba en dirección
nuestra, y le habían destrozado el cuello. Nos
acercámos a saludar a aquellos individuos,
quienes nos dijeron que venían del Napo y
entraban por primera vez en el Putumayo. El
patrón se llamaba Samuel Rogeroni, ecuato-
riano de prosapia italiana, y sus peones eran
indios incas de aquel río. Nos regaló el pato
que acababa de matar y nos dijo que al vernos
se había asustado creyendo que éramos gente
de la casa Arana, que íbamos a impedirle sus
trabajos, y que por esta razón había hecho
desembarcar parte de sus peones para que
pudieran ver, escapar y dar cuenta, si algo
les sucedía. Nos informaron del lugar don-
de estábamos, que era a unas pocas leguas
más abajo de la confluencia del Igaraparaná.
Conversámos un rato, nos reímos del miedo
mutuo que nos habíamos causado y nos des-
pedímos con la mayor cordialidad.
Hacía cuatro días que nuestro camarero
no podía moverse a causa de una maligna

•369•
· Vastas soledades ·

erupción de culebrilla o sabañones que le in-


vadían las piernas, y nos vimos precisados a
demorarnos un día en una de aquellas desier-
tas playas, a fin de curarlo con más detención
y cuidado, pues a pesar de que todos los días
le aplicábamos remedios a mañana y tarde, la
infección se iba haciendo más extensa, pero
con las especiales aplicaciones que ese día le
hicimos, pudimos atajar el mal y lograr que
no tardara mucho en reponerse. Aprovechá-
mos esta ocasión para lavar la ropa, limpiar
completamente el bote Márquez, y también
enviar a cacería al práctico y marinero, quie-
nes volvieron con algunos monos y paujiles
que buen servicio nos hicieron.
El 17 de mayo, a las tres y media de la tar-
de, atracámos a Tarapacá, puerto militar pe-
ruano, situado en la desembocadura del Co-
tué, banda derecha del Putumayo. Por este
sitio pasa la línea limítrofe entre Perú y Bra-
sil, acordado en 1852, aunque con la protesta
de Colombia. Esta línea arranca de Tabatin-
ga, sobre el Amazonas, cerca de la confluen-
cia del Yavarí, y en dirección norte va a dar a
la bocana del Apoporis en el Caquetá; corta
el Putumayo en la desembocadura de Cotué,
por la banda derecha; y por la izquierda, a una
legua y media más arriba en la confluencia de

•370•
Amazonia

una quebradita que no tiene nombre. Consti-


tuyen a Tarapacá dos casas regulares con una
pequeña guarnición de un Teniente, un Sar-
gento y tres soldados. El Teniente de ese en-
tonces se llamaba Oscar Ceballos Ortiz; nos
recibió con algún recelo, pero le presentámos
el pasaporte que en El Encanto nos facilitó el
Capitán Udiales. A la vista de ese documento
se volvió más amable, le puso su visto bueno
y nos preguntó si llevábamos algún indio de
las regiones del Caraparaná e Igaraparaná o
de cualquier otro punto del Putumayo ocupa-
do por el Perú. Le respondimos que nó; nos
exigió los nombres de todos los que íbamos
y nos dio el pase sin ninguna dificultad. Nos
despedímos cortésmente, y desde este mo-
mento entramos en territorio colonizado por
los brasileros. Desde este punto a la desem-
bocadura del Putumayo, unas 40 leguas por
el curso del río, hay una multitud de fincas a
lado y lado; probablemente pasan de ciento.
Ya entrada la noche, llegámos a la casa
de un brasilero, llamada El Retiro, pernoc-
támos allí y pasámos en ella la Pascua del
Espíritu Santo, que fue al día siguiente. El
dueño de El Retiro se llamaba Martiniano
Cardoso; nos contó que había acompañado
al General Gamboa en La Pedrera y que con

•371•
· Vastas soledades ·

anticipación había advertido a dicho Jefe de


las intenciones de los peruanos y muchas
otras cosas referentes a aquellos sucesos6.
También nos habló largamente del río Ca-
quetá y de sus pobladores de la parte baja,
de la Compañía colombiana Félix Mejía
Angarita, establecida en aquellas regiones,
y de otros muchos asuntos que sería largo
enumerar. Allí oí hablar por primera vez
la lengua portuguesa. Al oírla me hizo el
efecto de una mezcla de catalán chapurra-
do y castellano mal pronunciado, de mane-
ra que en seguida entendí perfectamente el
portugués, aunque no puedo decir lo mismo
respecto a hablarlo. El lunes del Espíri-
tu Santo, a las dos horas y media de haber
salido de El Retiro, llegámos a Ipiranga,

6 El general Isaías Gamboa, veterano de la Guerra de los


Mil Días, estaba a cargo de la comandancia de la guar-
nición de La Pedrera cuando esta fue atacada en julio de
1911 por un contingente del Ejército peruano. Aunque
dicha acción no tuvo mayores repercusiones diplomáti-
cas, generó una ola de antiperuanismo en el interior y
condujo a la degradación de Gamboa, a quien injustifi-
cadamente se le acusó de haber abandonado a su tropa.
Lo cierto es que los recursos colombianos eran mínimos
y la formación de los soldados era pobre frente a sus ad-
versarios, comandados por el teniente coronel, y futuro
presidente interino y mariscal del Perú, Oscar Raimun-
do Benavides. [Nota del editor]

•372•
Amazonia

puesto fiscal brasilero, en la banda derecha


del Putumayo. Hay en ese lugar aduana con
su resguardo y una buena lancha de vapor. El
Secretario —scriváo en portugués— encar-
gado de la Jefatura, señor Miguel Texeira de
Melho, nos recibió muy bien y nos informó
que el Jefe, señor Juan Miguel Pinto Riveiro,
estaba ausente en uso de licencia. Hablámos
largo sobre el objeto de nuestro viaje, que le
pareció a él magnífico, y nos animó mucho
a que lo efectuáramos, diciéndonos que en
Manaos encontraríamos con toda seguridad
muchos que secundarían nuestros deseos;
nos dio datos muy interesantes sobre el co-
mercio y comunicaciones de aquella región,
y puso a nuestras órdenes la lancha del res-
guardo para que nos llevara hasta el Amazo-
nas. Pasámos un día en este lugar, donde se
reunió bastante gente de las fincas vecinas,
que tan pronto como supieron que había lle-
gado un sacerdote acudieron a hacer bau-
tizar algunos niños. Bauticé una docena, y
con motivo de esto y de los compadrazgos
organizaron una gran fiesta que terminó
con animados bailes al son de victrolas. Al
día siguiente continuamos viaje en la lancha
Sergipe, que así se llamaba la del resguardo,
y en dos días llegamos al Amazonas. Varias

•373•
· Vastas soledades ·

veces paramos durante ese trayecto para que


la lancha tomara leña o llamados por los ha-
bitantes de las fincas ribereñas, que desea-
ban hablar con el Comandante de la embar-
cación, señor Luis Suárez Ramos, hombre
muy estimado en todo aquel trecho del río.
Todas estas demoras las aprovechaba para
administrar el santo bautismo a los que lo
solicitaban. Bauticé unos veinte. Con el se-
ñor Suárez Ramos, hombre muy práctico y
conocedor de esas regiones, tuvimos largas e
interesantes conversaciones sobre comercio,
geografía y costumbres locales. Entre otras
cosas me contó un hecho que pinta a las mil
maravillas la inconstancia de los pobrecitos
indios y que recuerda las rebeldías del pueblo
de Israel, cuando a pesar de las gracias conti-
nuas que Dios Nuestro Señor les concedía en
el desierto, suspiraban nuevamente por las
ollas de Egipto, prueba de que a la desgracia-
da humanidad seduce tánto el espejismo de
los recuerdos como la esperanza de un bien,
incapaz en todo caso de satisfacer el corazón
humano creado para cosas más grandes. El
hecho es el siguiente: un día se presentaron al
Jefe del puesto fiscal brasilero don Juan Mi-
guel Pinto Riveiro, unas veinticinco familias
de indios boras escapados del Igaraparaná;

•374•
Amazonia

le dijeron que querían establecerse en el


Brasil, y le contaron horrores respecto del
trato que les daban en sus tribus. Este se-
ñor, hombre muy honrado, de corazón noble
y profundamente cristiano, se compadeció
de ellos y los colocó en una finca que tiene en
Atú, sobre la orilla izquierda del Putumayo,
unas seis leguas más abajo de Ipiranga, y les
dio facilidades para que pudieran estable-
cerse con toda comodidad. Construyeron
cuatro o cinco casas grandes, como las que
acostumbran en sus tribus. Les proporcio-
naba víveres, mercancías y medicinas para
alimentarse bien, vestirse mejor y curarse
en sus enfermedades. Cualquiera supondría
que lo más natural era que los indios agra-
decidos perseveraran a las órdenes de este
señor, que los quería y trataba como si fuera
su padre. No obstante, no fue así; después de
algún tiempo de disfrutar de aquel buen tra-
to empezaron a tener largas conversaciones
con el Comandante del vapor Liberal, cada
vez que pasaba por aquel lugar; y un día, en
medio de la estupefacción de todos los que
lo presenciaron, aquellos infelices salvajes,
con muestras de alegría y como quien alcan-
zaba un triunfo, se embarcaron todos en el
vapor peruano para volver al Igaraparaná

•375•
· Vastas soledades ·

a sujetarse a la misma cautividad que antes


habían abominado. ¡Desengaños de la vida!
¡Cuántas veces a los pobres Misioneros les
suceden lances de esta clase! Podría contar
más de un caso semejante de los que me han
ocurrido. A veces cree uno estar rodeado del
afecto de aquellos a quienes hace el bien y
para quienes se sacrifica, y cuando menos lo
sospecha, se encuentra solo y abandonado.
No obstante, esto es de gran provecho para
el alma, puesto que enseña de un modo ab-
solutamente convincente que sólo Dios no se
muda y que únicamente a aquel que a Dios y
por Dios trabaja nada le falta. En la desembo-
cadura del Putumayo al Amazonas pasamos
cuatro días esperando que pasara el vapor de
la Compañía de The Amazon River, que hace
viajes mensuales de Belén del Para á Iquitos,
y viceversa. Nos informaron que dentro de
pocos días bajaría a Iquitos el vapor Cuyabá.
Esos días los pasámos en Puerto América,
caserío situado en una isla del Amazonas,
frente a la bocana del Putumayo, cuyo due-
ño era entonces un peruano llamado Aníbal
Carranza. Visitámos también algunas fincas
vecinas y el caserío de San Antonio —Santo
Antonio de Icá, que llaman los brasileros—,
que es el núcleo de población más antiguo y

•376•
Amazonia

principal de aquellos alrededores; consta de


unas quince o veinte casas, con una iglesia
pequeña, cubierta de teja y bastante desman-
telada, y de unos cien habitantes.
Este caserío está situado en una altipla-
nicie sobre la margen izquierda del Amazo-
nas, media hora más abajo de la confluencia
del Putumayo. Varias veces han tenido que
cambiarlo de sitio, debido a los derrumbes
producidos por las crecientes y mermas del
gran río.

Permanencia forzada en El
Encanto - Pánico disimulado en
la empresa Arana - Objeto del
viaje de la “Callao” - El señor de
Loaisa visita a la “Telefuncke”
- Respuestas evasivas de Curiel -
Alegatos infructuosos. Atenciones
simuladas de la casa Arana - Notas
cruzadas entre el Capitán peruano
y el Comandante brasilero -
Radiogramas a Manaos e Iquitos.
Protesta formal contra el Gobierno
del Perú a bordo de la “Yaquirana”
Tan pronto como llegámos a El Encanto, pe-
dímos respetuosamente al Capitán Curiel
que nos despachara, el cual nos contestó que

•377•
· Vastas soledades ·

para poder librar los despachos necesitaba la


respuesta de un radiograma que en consulta
había puesto a Iquitos7. Exigió al comandan-
te de la Yaquirana que le presentara una lista
de carga y pasajeros, la cual debía quedar en
la Comisaría Militar peruana.
Por lo que pudimos observar y nos con-
taron los colombianos, la noticia de que se
iba a establecer libre y periódica navegación
en el Putumayo, produjo gran pánico en la
empresa Arana, que sin duda vio en ésta la
desbandada de los indios y por consiguiente
su ruina. Supimos entonces que el viaje de
la Callao debía ser hasta Cotué, a fin de im-
pedir que entráramos en territorio ocupado
por el Perú; pero como ya nos encontraron
dentro y vieron que todos los despachos eran
legales, el Capitán Curiel no se atrevió a ha-
cernos regresar sin consultar primero con
otros que le ayudaran a llevar responsabi-
lidades. Estamos plenamente convencidos
que la mano negra que embrolló ese asunto
fue la casa Arana y el Consejero de Curiel,
en quien se notaba mucha perplejidad, era el
señor de Loaisa, hombre sumamente astuto e
7 Manuel Curiel, capitán de caballería, era entonces co-
mandante del distrito militar del bajo Ucayali. [Nota del
editor]

•378•
Amazonia

inteligente, que hace más de veinte años que


dirige los asuntos de aquella empresa en el
Caraparaná. El presenció y tomó parte en
muchos de los acontecimientos de aquellos
lugares, cuando las empresas caucheras pa-
saron de manos de los colombianos a las de
los peruanos. El estaba allí, cuando las comi-
siones mandadas por gobiernos extranjeros
visitaron aquellas regiones a raíz del gran
escándalo mundial que produjo el denuncio
sobre crímenes en el Putumayo. Ha tenido
que entenderse con muchos empleados del
gobierno del Perú, algunos de los cuales han
sido acérrimos enemigos suyos, hasta el pun-
to de pegarle alguna vez. No faltan quienes
lo sindican como el criminal mayor del Pu-
tumayo o autor moral de los mayores críme-
nes; pero el caso es que él ha salido siempre
ileso de todas estas borrascas, sin que hasta
la fecha se le haya comprobado hecho alguno
criminoso. Este fue el hombre de confianza
del Capitán Curiel durante el tiempo en que
nos ocurrieron los sucesos que relatamos. No
obstante, él sabía disimular tan bien, que si
nosotros no hubiéramos sabido de antema-
no con quién tratábamos y no hubiéramos
discurrido sobre segundas intenciones, nos
habríamos persuadido de que nos ayudaba

•379•
· Vastas soledades ·

con grande interés a vencer dificultades.


Supo que yo había dicho que seguramente
porque perjudicaría intereses particulares,
la libre navegación tropezaría con graves
obstáculos, pues pronto me mandó con el
doctor Márquez la razón de que como en el
Putumayo que ellos llaman peruano no hay
más intereses particulares que los de la Com-
pañía Arana, podía yo estar muy cierto que
lejos de perjudicar a dicha casa, la navega-
ción que nosotros intentábamos establecer,
antes les favorecería mucho por facilitarles
en gran manera la adquisición de víveres y
otros objetos de Colombia que ellos necesita-
ban; y noté además que desde entonces todos
los dependientes de la casa tenían un interés
especial en convencernos de que nuestra de-
mora obedecía únicamente al Gobierno del
Perú o a sus subalternos, y que la casa Ara-
na estaba dispuesta a favorecernos en todo,
como lo había demostrado, facilitándonos
leña y víveres. A pesar de todo, nosotros no
dejábamos de repetir en nuestros adentros
aquel sabio refrán de que “por más que el lobo
se vista de piel de oveja, lobo se queda”.
A las seis de la tarde del mismo día que
llegámos a El Encanto, el comandante de la
Yaquirana, acompañado de un intérprete,

•380•
Amazonia

individuo de la tripulación que poseía muy


bien el castellano, se fue a conferenciar con
el Capitán Curiel, para exigirle que nos des-
pachara pronto; le respondió que no había
inconveniente para el despacho, puesto que
la documentación era legal, pero siendo la
primera vez que subía embarcación para
Colombia, había consultado a Iquitos si se
debía mandar un gendarme hasta Yuvineto.
Estas razones nos tranquilizaron bastante.
Durante esa forzada demora, aprovechámos
el tiempo libre para conocer bien todo lo de
El Encanto. Visitámos las maquinarias de la
Telefuncke o torre inalámbrica, y el telegra-
fista, un señor Salinas, nos mostró la manera
como funciona esa admirable invención del
ingenio humano. Transmitió y recibió algu-
nas comunicaciones en nuestra presencia.
Nos dijo que todos los días se comunicaba
con Lima por intermedio de las torres de
Iquitos, Manaos y otras. Nos manifestó que
oía radiogramas de casi todas las Repúblicas
de Sur América, y algunas veces hasta de las
Antillas. Sólo de Colombia dijo que no tenía
presente haber oído transmisión alguna. El
lo atribuía a que seguramente no funcionaba
en ese entonces estación alguna radiotele-
gráfica en Colombia.

•381•
· Vastas soledades ·

Mientras estábamos hablando con el se-


ñor telegrafista, entró a la oficina el Capi-
tán Curiel. Aprovechámos la ocasión para
preguntarle si nos despacharía pronto, y su
respuesta fue que no nos despachaba, porque
tenía orden de no dejar pasar embarcación
alguna que no viniera del puerto de Iquitos.
Esta respuesta tan inesperada nos hizo sos-
pechar que se trataba de algún plan para im-
pedirnos el paso a todo trance.
Aproveché la ocasión de la ida de un co-
lombiano a San Antonio, donde los Padres
Franciscanos, y les escribí recordándoles la
visita que les hicimos en el mes de mayo, y
contándoles también algo de lo que nos esta-
ba sucediendo.
El tercer día de nuestra permanencia en
el Caraparaná, por la mañana el coman-
dante de la Yaquirana fue a decir al Capitán
Curiel que si él no nos despachaba pronto,
le mandaría un oficio exigiéndole expusiera
por escrito los motivos que tuviera para tal
proceder. El Capitán peruano le contestó
que tal vez a las once de la mañana llegaría
la respuesta a la consulta que había elevado
a Iquitos y podría despacharnos, pero que en
todo caso estaba listo a escribir los motivos
porqué no despachaba la lancha. Ese mismo

•382•
Amazonia

día el primer piloto de la embarcación dete-


nida mandó un oficio al mismo Capitán Cu-
riel, preguntándole qué requisitos se necesi-
taban para poder pasar en lancha brasilera
por territorios ocupados por el Perú. Con el
que entregó el oficio mandó razón al piloto
brasilero que le contestaría. Poco después
de recibido este oficio, Curiel se fue a con-
ferenciar con Loaisa, conferencia que quiso
ocultar el Capitán peruano, procurando des-
pistar en público, pues precisamente cuando
se dirigía a donde Loaisa, pasó por donde
nosotros estábamos hablando con el capitán
de la Callao; y para que nosotros lo oyéramos
le preguntó en alta voz cómo estaba Loaisa
y le encargó que lo saludara, diciéndole que
aquel día no podía ir a visitarlo. Al salir de la
conferencia con Loaisa, Curiel mandó decir
al primer piloto, como respuesta a su nota,
que otra vez se fijara en lo que escribía, por-
que la palabra territorio ocupado por el Perú
era una ofensa que se hacía a su patria, ya que
el Perú nunca ha ocupado sino lo que siempre
le ha pertenecido. Ese día el doctor Márquez
fue a decir al Capitán Curiel que si él o yo
éramos la causa de no despacharse la lancha
para Colombia, o nos tenía por sospechosos,
allí estábamos a su disposición; pero que en

•383•
· Vastas soledades ·

todo caso no demorara más el despacho. Le


contestó que ni yo ni el doctor Márquez éra-
mos la causa de la demora, pues bien veía que
éramos personas serias y honradas, de quie-
nes nada había que temer.
Al llegar con el doctor Márquez a la Ya-
quirana, de regreso de un paseo que hicimos
por aquellos alrededores, encontrámos al co-
mandante de la Callao y al primer piloto de
nuestra lancha en el siguiente alegato: decía
el primer piloto: “Si la Yaquirana no llega a
Puerto Asís por causa de los peruanos, cuen-
ten ustedes con que el vapor Liberal tam-
poco llegará a El Encanto por causa de los
brasileros”. El comandante le respondía: “Si
la Yaquirana intenta subir sin despacho del
Capitán Curiel, seguirémos tras ella y le im-
pedirémos el paso, aunque sea a bala, y si se
regresa a Manaos sin esperar la respuesta de
Iquitos, el Gobiernos del Perú nada perderá
con esto; quienes perderán serán ustedes”.
Esto demostraba que los ánimos se iban exal-
tando de parte y parte, y hasta peligraba un
conflicto. Intervinímos nosotros, a fin de
que se dejaran de disputas, que a nada con-
ducían; y así se calmaron. En todas esas los
de la casa Arana, seguramente para disimu-
lar sus verdaderos sentimientos, al parecer

•384•
Amazonia

se desvivían para ayudarnos a resolver las


dificultades. Nos aconsejaban con mucho
interés que aguardáramos, que estaban cier-
tos de que llegaría respuesta favorable para
nuestro paso; y nos decían que deseaban en
gran manera la libre comunicación con Co-
lombia, a fin de poder realizar buenos ne-
gocios y reanimar el comercio del Putuma-
yo, tan decaído entonces y ahora. Nuestro
Comandante, viendo que iban pasando los
días sin conseguir nada, mandó al Capitán
Curiel, en la tarde del 21 de agosto, un oficio
en el que le preguntaba y exigía por contesta-
ción escrita, los motivos que tuviera para no
despachar la lancha brasilera. A este oficio
contestó Curiel con el que copio a continua-
ción:

V Región del Oriente - Sector número 1 -


Comandancia - Encanto, 21 de agosto de
1918.

Señor Comandante de la lancha brasilera


Yaquirana, al ancla en este puerto - Pre-
sente.

•385•
· Vastas soledades ·

Señor Comandante:

En contestación de su oficio de la fecha,


debo manifestarle que a pesar de existir
libre navegación fluvial entre los Estados
Unidos del Brasil y el Perú, sin embargo es
de práctica, como requisito aduanero, que
toda embarcación que pase al Alto Putu-
mayo sea despachada por la aduana princi-
pal de Iquitos. Así pues, la demora de cin-
cuenta horas que esta Comandancia tiene
hasta la fecha, en expedir el pase de salida
de la embarcación de su digno mando, obe-
dece a una consulta que sobre el particular
se ha hecho por radiograma a la superiori-
dad en Iquitos, y que el suscrito no puede
precisar su llegada.

Dios guarde a usted, señor Comandante.


El Capitán Comandante del sector,
Me. Curiel

Impuesto el Comandante Viera de la con-


testación del Capitán Curiel, resolvió que si
al día siguiente no obtenía el pase, reuniría
a la oficialidad del buque, a los demás tri-
pulantes y pasajeros, y en presencia de to-
dos formularía por escrito formal protesta,

•386•
Amazonia

haciendo cargo al Gobierno del Perú de to-


dos los daños y perjuicios que el proceder
de Curiel nos ocasionaba. Al día siguiente
resolvimos apuras todos los recursos, antes
de tomar la dolorosa resolución de regresar
a Manaos sin llegar a Puerto Asís. Nos di-
rigímos al Gobernador del Amazonas y al
Cónsul brasilero en Iquitos por medio de la
Telefuncke, en los siguientes términos:

Encanto, 22 de agosto de 1918

Em viagem alto Isa com embarsasao mer-


cante brazileira de meu comando, estamos
detido por autoridades peruanas. Todus
os papeis e carga estando legalizados,
por autoridades brazileiras e peruanas de
Manaos e da Fronteira. A autoridade des-
te lugar officiomme que so pode dar pas-
se as embarcacao sejam despachadas en
Iquitos. Consulton seu Governo. Pedimos
esclarecer este asunto urgentemente. De-
morados desde 19 as 14 horas.

Fermado, Augusto Viera

Estos dos telegramas nos costaron la frio-


lera de 173 soles peruanos. Mientras tanto,

•387•
· Vastas soledades ·

el señor Loaisa nos decía que se interesaba


mucho por nosotros, y que había puesto un
radiograma al señor Prefecto de Loreto, di-
ciéndole que la lancha brasilera se perjudica-
ba con la demora en despacharla.
El 23 de agosto a mediodía, viendo que
aún no se tomaba resolución alguna por par-
te de los peruanos, el señor Viera mandó al
Capitán Curiel el siguiente oficio:

Ilustrísimo señor Capitáo da Comandan-


cia do Porto do Encanto.

Levo ao vosso conhecimiento que a lancha


nal brazileira Yaquirana sob meu coman-
do prizentemente detida n’este porto por
ordem de Vuestra Señoría so tenho, resol-
vido a so sperar até amanha as 8 horas do
día a desisaó de Vuestra Señoría com nao
haya resolusaó alguna. Convoco a junta de
officiaes e lavro o meu protesto responsa-
bilizando au Governo peruano por tudos
os prejuijos causados da referida embar-
sasao. Nestos termos pede deferimento.

Firmado,
Augusto Viera,
Comandante de Yaquirama

•388•
Amazonia

En este día tanto Loaisa como Curiel ma-


nifestaron un interés especial en decirnos
que tenían plena seguridad de que siendo la
lancha brasilera podría llegar hasta Puerto
Asís. El Capitán Curiel dijo particularmente
al Comandante Viera que hacía varios días
tenía telegrama sobre la Yaquirana, y añadió
que si en la lancha no hubiera más que brasi-
leros, estaría ya despachada, y que la causa
de la demora éramos nosotros. Enterado el
doctor Márquez de estas manifestaciones del
Capitán peruano, aprovechó una ocasión en
que estaban juntos Curiel y Loaisa para de-
cirles que le gustaría oír una declaración de
esta clase de boca de un funcionario del Go-
bierno del Perú, pues “yo —añadió— aun-
que simple particular, tengo conocimien-
to de que el Gobierno de mi Patria no pone
obstácu­lo alguno a que suban lanchas perua-
nas a Puerto Asís. Si la declaración de que
habla el señor Viera es cierta, la pondré en
conocimiento del Gobierno de mi Patria”. In-
mediatamente tomó la palabra Loaisa y dijo
que la manifestación a que se refería el Co-
mandante brasilero la había hecho él (Loai-
sa), no el Capitán Curiel; pero que el sentido
de ella era que no habiendo tratado de nave-
gación entre Colombia y Perú, era imposible

•389•
· Vastas soledades ·

dar paso libre sin muchas condiciones. Que


ciertamente existía un tratado de libre na-
vegación del Putumayo entre Perú y Brasil,
pero que estaba ya caducado por no haberse
puesto nunca en práctica.
El Capitán Curiel, cuando recibió la últi-
ma nota de nuestro Comandante, le mandó
decir verbalmente “que sentía mucho no po-
der dar todavía el pase, pues en ningún caso
debía desobedecer órdenes de sus superiores,
y que por lo demás estaba listo a recibir y fir-
mar la protesta que levantaran en la Yaquira-
na”. Además, Curiel particularmente dijo a
Viera que el Perú no quería cuestiones con el
Brasil, pero que con todo estaba plenamente
convencido que mientras no se fijaran defini-
tivamente los límites entre Perú y Colombia,
sería la última vez que subía lancha a Puerto
Asís. Este mundo de razones contradictorias
nos convencieron que no pasaríamos. Por
otra parte, las vituallas y recursos de nues-
tra lancha iban escaseando, y el perjuicio que
recibíamos por cada día de demora no pre-
vista era grande. El 24 de agosto a las ocho
de la mañana, como habíamos anunciado en
la nota dirigida al Capitán Curiel, se reunió
a bordo de nuestra lancha la junta de oficia-
les convocada por el Comandante Viera, y

•390•
Amazonia

además todos los pasajeros y tripulantes,


y se formuló oficialmente y por escrito una
protesta solemne, haciendo cargo al Gobier-
no del Perú de los daños y perjuicios que nos
causaba el procedimiento arbitrario del Ca-
pitán Curiel. Se mandó copia de esta protesta
a dicho Capitán, y emprendemos nuevamen-
te marcha de regreso a Manaos.

En Puerto América - Llegada


inesperada del vapor “Liberal” -
Ausencia de algunos compañeros de
viaje - Angustias y temores - Acto
casi heroico de caridad - Cacería que
nos hacía perder el viaje - Apareció
el perdido - Militares a bordo - La
mano de la Providencia
Volvamos a Puerto América y despidámonos
definitivamente del Amazonas. El 8 de octu-
bre, confiando tanto yo como mis bogas en
que el vapor Liberal no saldría de Iquitos has-
ta el 10 u 11, como acostumbraba en los viajes
anteriores, estábamos muy tranquilos cre-
yendo que nos faltaban todavía tres o cuatro
días para podernos despedir del Amazonas.
El 9 de octubre a las seis de la mañana cele-
braba la santa misa en Puerto América, sin
sospechar que la hora de partir estuviera

•391•
· Vastas soledades ·

muy próxima, cuando oí una sirena de vapor


que arrimaba a aquel puerto, y a todos los cir-
cunstantes que en tono de extrañeza decían:
“¡El Liberal!, ¡el Liberal! ¿Por qué será que
pasa tan pronto esta vez?”. Como la mayoría
de mis compañeros no estaban conmigo, sino
paseando donde sus amigos, que yo mismo
ignoraba dónde vivían, calcúlese el susto y
sorpresa que experimentaría en esos momen-
tos; pues comprendía muy bien que un vapor
como el Liberal (tiene unas cien toneladas) no
podía demorar a esperar los pasajeros que en
el tránsito quisieran embarcarse. Acabé la
santa misa lo más pronto que pude, e inme-
diatamente dispuse se buscara a los compa-
ñeros que faltaban, quienes tenían permiso
de estar ausentes hasta el día siguiente. Me
fui a hablar con el Comandante del vapor Li-
beral, señor Celso Prieto, Capitán de la mari-
na de guerra peruana, le entregué la carta
que para él traía del señor Julio Arana, y le
expuse lo que nos pasaba. En el vapor venían
un Teniente Coronel del ejército peruano, se-
ñor Teuxio; unos treinta soldados; el Jefe del
Resguardo aduanero de Iquitos, señor Pa-
triau; mucha tripulación y unos doce pasaje-
ros particulares; todos iban al Putumayo
ocupado por el Perú. Como es de suponer,

•392•
Amazonia

nuestra angustia era grande al considerar


que si perdíamos aquella ocasión no podía-
mos subir por el Putumayo hasta después de
tres meses, y se nos dificultaba en gran ma-
nera ir por la vía del Napo, la cual suponía
varaderos y trochas en donde no sabíamos si
encontraríamos canoas, ni siquiera gente; y
además, era imposible pensar subir en canoa
por el mismo Putumayo, desde donde estába-
mos, porque con seguridad no habríamos re-
sistido un viaje de tres o cuatro meses por
lugares llenos de plagas, día y noche, y en
donde no encontraríamos qué comer. Como
dije, expliqué al Comandante del vapor Libe-
ral estos afanes y zozobras, el cual me acon-
sejó que embarcara yo y los que estábamos
presentes, que con mucho gusto nos llevaría
hasta El Encanto, y que si alguno de los mu-
chachos no aparecía pronto lo dejara reco-
mendado a algún buen amigo y él cuidaría de
embarcarlo en el próximo viaje de enero. Al
oír esto le respondí que de ninguna manera
podía consentir en dejar ni uno solo de mis
fieles bogas; en primer lugar, porque podría
morir de pena al verse solo y abandonado en
tierra extraña, sin esperanza de regresar
pronto a su patria; por otro lado, nada ade-
lantábamos con que lo subiera hasta El En-

•393•
· Vastas soledades ·

canto en el mes de enero, puesto que en aquel


lugar se encontraría más solo y desamparado
que en el Amazonas; y finalmente, todos los
que venían eran indispensables para manejar
el bote Márquez, único vehículo con que con-
tábamos para trasladarnos del Caraparaná a
Puerto Asís. El señor Prieto me insistió en
que todas esas dificultades podrían solucio-
narse. En El Encanto nos facilitarían los bo-
gas que necesitáramos, y a los que se queda-
ran, también les facilitarían allá la manera
de poder llegar a Colombia. Insistí en que mi
conciencia no me permitía dar este paso,
pues toda la vida me parecería haber cometi-
do un crimen, si dejaba alguno de los mucha-
chos en aquel lugar, tan lejano y lleno de difi-
cultades para salir, de manera que o nos
íbamos todos o nos quedábamos todos. Es-
tando en esas pláticas llegaron dos de los tres
que faltaban. Esto nos animó no poco, y em-
pezámos a embarcar las cosas, mientras es-
perábamos si llegaba el otro, que era el intér-
prete y práctico Vargas. Alguien nos dio la
noticia de que se había ido Putumayo arriba,
a la casa de unos indios amigos que tenía en
las orillas de un lago, media legua distante de
Puerto América. Esta razón nos tranquilizó,
pensando que al pasar por frente al lago lo

•394•
Amazonia

llamaríamos y podríamos seguir todos sin


dificultad. Salímos de Puerto América, des-
pués de dos horas de parar el vapor allí; al
pasar por frente al lago donde creíamos en-
contrar a Vargas, el vapor paró y llamó con la
sirena, y pronto estuvo a bordo un indio a
averiguar qué se ofrecía. Calcúlese la ansie-
dad con que le preguntamos yo y mis compa-
ñeros de viaje dónde estaba Vargas; nos res-
pondió que aquella mañana había salido a
cacería al monte, que hacía poco había oído
unos tiros allá en una orilla del Putumayo,
distante una media hora de donde estába-
mos, y que si nos esperábamos él iría a ver si
lo encontraba. Al oír esta razón, el capitán
dio orden al piloto que virara el buque y lo di-
rigiera hacia el lugar indicado por el indio, al
mismo tiempo que sin cesar tocaran la sire-
na. Llegámos pronto al punto indicado y no
apareció nadie. En estos apuros ofrecí una
novena de misas a las almas del Purgatorio
para que nos ayudaran a salir con bien en este
trance angustioso. El Capitán insistía en que
no me preocupara tánto por un indio, que él
respondía de que ningún mal le sucedería,
aunque se quedara en aquellos lugares hasta el
mes de enero, y entonces él lo subiría hasta El
Encanto. Le contesté lo mismo de antes: que o

•395•
· Vastas soledades ·

nos íbamos todos o nos quedábamos todos;


que para mí poco influía que fuera indio o
blanco; me bastaba que fuera hombre y padre
de familia para no abandonarlo en ningún
caso, por más trabajos que tuviéramos que
pasar todos por esta causa. Como el Capitán
no dio orden de que parara el vapor en la ori-
lla donde esperábamos encontrar a Vargas,
fue siguiendo río abajo, y pronto volvimos a
llegar al Amazonas, de donde habíamos sali-
do hacía ya dos horas. Al darse cuenta de
esto, el Comandante regañó al piloto, y le or-
denó que inmediatamente girara la nave para
arriba, y así se hizo en efecto. Viendo que no
aparecía Vargas por ningún lado, con gran
pena supliqué al señor Prieto que hiciera pa-
rar la nave y desatar el bote Márquez, que ve-
nía a remolque, a fin de desembarcar con mis
bogas y quedarnos entregados en las manos
de la Providencia, que con toda seguridad
nos proporcionaría alguna solución favora-
ble en premio del acto casi heroico de caridad
que hacíamos en favor de nuestro compañe-
ro. El Capitán y también algunos de los pasa-
jeros nos hicieron nuevas reflexiones, dicién-
donos que pensáramos bien en el disparate
que íbamos a cometer, las consecuencias que
nos podrían sobrevenir, las dificultades que

•396•
Amazonia

encontraríamos por la vía Napo y otras mu-


chas cosas que seguramente me habrían in-
ducido a no desembarcar si la voz de la con-
ciencia no me hubiera gritado más duro que
todas estas razones de conveniencias; puesto
que en el cumplimiento del deber no se debe
fijar uno en la magnitud del sacrificio; y de-
ber primordial consideraba para mí en esos
instantes no dejar contra su voluntad en tie-
rra extraña a ninguno de los que se habían
confiado a mi cuidado y puesto bajo mi direc-
ción. Los otros cuatro compañeros, al ver
que el vapor estaba ya parado y el bote Már-
quez listo a recibir nuestros equipajes, sintie-
ron en sus almas toda la magnitud de la des-
gracia que nos estaba sucediendo, y sin
fijarse en las consecuencias de lo que decían,
casi todos fueron de parecer que dejáramos a
Vargas, recomendándolo al señor Riveiro,
jefe de la frontera brasilera, muy buen amigo
nuestro, como ya queda dicho. Además, con
todo el mal humor que es de suponer, emplea-
ban expresiones duras contra el pobre indio,
que sin él sospecharlo era causa de tan grave
conflicto. Me vi obligado a hacerles serias re-
flexiones, poniéndoles de presente lo que
pensaría cada uno de ellos si se encontrara
en lugar del pobre Vargas, y de repente se en-

•397•
· Vastas soledades ·

terara de que los demás lo habían abandona-


do, sin tener esperanzas de poder volver pron-
to a Colombia, donde con tántas ansias
deseaban llegar. Les recalqué que ninguna
culpabilidad tenía Vargas en lo que nos pasa-
ba, puesto que estaba con permiso hasta el día
siguiente; y les recordé que Vargas, aunque in-
dio y humilde, era padre de familia y tenía
alma y sentimientos, como teníamos cual-
quiera de nosotros. Me sostuve firme en mi
resolución, dispuesto a sufrir resignadamente
las incalculables consecuencias de aquella
obra de caridad; pero cuando habíamos perdi-
do ya toda esperanza, la Providencia solucio-
nó aquel angustioso conflicto de la manera
más suave y natural. Al empezar a sacar, tris-
tes y desconsolados, nuestros equipajes del
vapor Liberal para pasarlos al bote Márquez,
vimos una canoíta que manejada por un solo
individuo salía de una orilla del río y se dirigía
hacia nosotros. Los pasajeros, que compren-
dían la gravedad de lo que nos sucedía, así que
se advirtieron de aquella canoa, empezaron a
gritar: “¡Suspendan el desembarque que segu-
ramente allí viene el perdido!”. Esta voz de es-
peranza nos reanimó. Deseábamos con ansia
conocer pronto quién era el de la canoíta, y
nuestra tristeza se convirtió de súbito en

•398•
Amazonia

gran alegría, al ver que efectivamente era


Vargas. Al hallarnos a todos en el vapor, que
él no creía fuera el Liberal, quedó medio atur-
dido y espantado, sobre todo cuando oyó a
los otros cuatro compañeros que en tono re-
gañón le hacían cargos de que por él casi per-
demos el viaje; pronto se reanimó, le conta-
ron todo lo que nos había sucedido, y él
también nos explicó que hacía mucho rato,
tal vez unas cuatro horas, que oía y hasta veía
el vapor, pero como no sospechaba que fuera
el que esperábamos, siguió muy tranquilo en
su cacería, persiguiendo una manada de cho-
rongos (monos), hasta que por fin, oyendo con
tánta insistencia el toque de sirena, y dándo-
se cuenta que el barco subía y bajaba en aquel
trayecto, como si buscara a alguno, le entró
sospecha de que tal vez llamaban a él, y fue
entonces cuando resolvió salir a la orilla del
río, donde había dejado el potrillo que llevó
de la casa de sus amigos; al llegar allí vio el
vapor parado, le entró curiosidad de ir a pre-
guntar lo que sucedía, y el resultado fue la
solución satisfactoria del gran conflicto.
¡Cosas de la Providencia! Inmediatamente
en medio de la más grande alegría se volvió a
amarrar a remolque el bote Márquez, y segui-
mos viaje.

•399•
· Vastas soledades ·

Antes de pasar adelante se me ocurren las


siguientes preguntas y reflexiones: ¿por qué
la casa Arana adelantó ese mes el envío del
vapor Liberal, teniendo establecido, como
costumbre fija, que la salida de Iquitos fue-
ra los días 10 u 11 de cada mes? ¿Por qué el
empeño del señor Julio Arana en que yo no
saliera de Manaos antes de que pasara el
vapor de la línea Pará-Iquitos, vapor que no
se encontró esta vez con el Liberal? Es difí-
cil poder dar una respuesta que corresponda
del todo a la realidad de las cosas; pero se-
guramente la exacerbación que produjo en el
ánimo de los brasileros del Putumayo y par-
te del Amazonas el percance de la Yaquira-
na, exacerbación que provocó amenazas de
ataque al vapor Liberal, no dejaría de influír
en el adelantamiento inesperado de ese via-
je. Los treinta militares que iban a bordo, al
mando de un Teniente Coronel, seguramen-
te no ignorarían tampoco la calentura de los
brasileros. Ellos decían que su viaje obedecía
al relevo del personal de las guarniciones del
Putumayo; pero con seguridad que en lugar
de ir a relevar aquellas guarniciones, las
irían a aumentar, pues no hay duda que los
peruanos creerían, como es de sentido co-
mún, que el proceder arbitrario de Curiel o

•400•
Amazonia

de su gobierno provocaría la indignación del


Brasil y de Colombia. Adelantando el viaje,
pasaban por la parte del Brasil que es necesa-
rio atravesar para ir a El Encanto, en días en
que nadie lo esperaba, y así les era mucho más
fácil burlar cualquiera intentona de ataque.
Mi presencia en el buque peruano no hay duda
que contribuyó también a calmar los ánimos
de los brasileros, pues viendo que me trataban
bien, suponían que el Perú estaba dispuesto a
dar satisfacciones por lo ocurrido.
La visita al Putumayo en esa ocasión del
Jefe del Resguardo de la Aduana de Iquitos,
seguramente no obedecía a otra cosa sino a
ir a averiguar lo sucedido con la Yaquirana.
El interés de Julio Arana en que yo no saliera
de Manaos antes del 2 de octubre, ¿no sería
para que no me enterara de que subían sol-
dados para el Putumayo? No lo puedo saber.
De lo que sí me convencí palpablemente fue
de que la Providencia nos iba guiando, infun-
diéndome presentimientos tan fuertes de lo
que nos podía suceder, y después en efecto
nos sucedía, que bien puedo asegurar que se
cumplió en nosotros una vez más aquel cris-
tiano y teológico pensamiento de que el hom-
bre se agita y Dios lo conduce.

•401•
· Vastas soledades ·

Del Amazonas al Caraparaná -


Cambio de rumbo: al Caraparaná
en vez del Igaraparaná - Llegada
inesperada a El Encanto -
Guarnición militar de La Chorrera
- Ruta de navegación del vapor
“Liberal”, de Campuya a Iquitos.
Contingencias que influyen en la
rapidez de la navegación de los
vapores fluviales - Idea de ponernos
presos - Desaparición de mi cartera
de viaje. La bandera colombiana
en el Putumayo - Problemas
internacionales del Perú
El 18 de octubre llegámos por última vez a El
Encanto en el Liberal. Durante esos días tu-
vimos buen viaje. En El Encanto no espera-
ban el vapor hasta el 25, y por lo mismo no te-
nían la carga lista. Otra prueba más de que la
precipitación del viaje se resolvió en Iquitos,
y no obedeció a que les hubieran avisado del
Putumayo que la carga estaba lista. También
pude comprobar que recelaban de nosotros,
pues el intento del Comandante del vapor era
entrar antes al Igaraparaná que al Carapara-
na, y así nos lo había manifestado varias ve-
ces, pero seguramente después de conferen-
ciar con el Teniente Coronel y con el Jefe del

•402•
Amazonia

Resguardo de la Aduana de Iquitos, resolvió


ir directamente al Caraparaná, y supongo
que fue para que nosotros no conociéramos
lo que tienen en La Chorrera. Oí entonces al-
gún rumor referente a que intentaban resta-
blecer la guarnición militar en aquel punto.
Según nos informaron, antes habían tenido
guarnición allí, pero hacía ya algunos años
que la habían suprimido; tal vez para que no
supiéramos esta nueva determinación ofi-
cial, acordaron ir primero a dejarnos en El
Encanto. A pesar de todos los recelos, pude
hacerme a buenos datos a bordo del vapor
Liberal. Con uno que conocía bien el río Pu-
tumayo y hacía mucho tiempo que andaba en
aquel vapor, pude recoger la siguiente ruta de
navegación, que da idea exacta de las distan-
cias, desde el Campuya, más arriba del Cara-
paraná, hasta Iquitos y puntos intermedios:

Río Putumayo (bajando).


• Del Campuya a la boca del río Carapara-
ná, cuatro horas.
• De Caraparaná a Iberia (Nueva Granada),
una hora veinte minutos.
• De Iberia a Los Cocamas (lugar), cuarenta
minutos.
• De Cocamas al río Eré, dos horas.

•403•
· Vastas soledades ·

• De Eré a Cuédados (lugar, banda derecha


del Putumayo), dos horas cincuenta minu-
tos.
• De Cuidado al lago Gamboa, a la banda
izquierda del Putumayo, dos horas cinco
minutos.
• Del lago de Gamboa a Las Piedras, banda
derecha del río, una hora treinta minutos.
• De Las Piedras a El Estrecho, primer paso
de Las Termópilas, cinco horas.
• De El Estrecho a Sábaloyaco, quebrada a
la izquierda del río, una hora veinte minu-
tos.
• De Sábaloyaco al río Esperanza, dos ho-
ras.
• De Esperanza al Remanso, izquierda del
río, una hora veinticinco minutos.
• De Remanso a la finca Chaves, derecha
del río, treinta minutos.
• De la finca Chaves al lago de Santa Rosa, a
la derecha del río, tres horas treinta y cin-
co minutos.
• Del lago de Santa Rosa al río Inca, dere-
cha del Putumayo, treinta minutos.
• Del río Inca al río Buriburi, izquierda del
Putumayo, tres horas diez minutos.
• Del Buriburi a la primera boca del Algo-
dón, derecha del Putumayo, dos horas.

•404•
Amazonia

• De la primera boca del Algodón a la se-


gunda, una hora.
• De la segunda boca del Algodón al Igara-
paraná, tres horas.
• Del Igaraparaná a Puerto Punchana, ori-
lla derecha del Putumayo, cincuenta mi-
nutos.
• De Puerto Punchana (lugar) a la quebrada
Trompetero, banda derecha, dos horas.
• De la quebrada Trompetero a Malpaso
Bobona (lugar), treinta minutos.
• Bobona a la purma, en el Perú (equivalente
a rastrojo en Colombia), de Bellavista, iz-
quierda, dos horas cinco minutos.
• De rastro de Bellavista a Pesquería anti-
gua (lugar), a la derecha, dos horas.
• De Pesquería antigua al río Mutú, a la de-
recha, treinta minutos.
• De Mutú a Chonta-pacta (lugar), a la iz-
quierda, o San Jerónimo, a la derecha, tres
horas. De San Jerónimo a Puerto Alfonso
(lugar), dos horas treinta y cinco minutos.
• De Puerto Alfonso a la quebrada Curinga,
a la derecha, treinta minutos.
• De la quebrada Curinga a la quebrada
Aguila, a la izquierda, una hora diez mi-
nutos.

•405•
· Vastas soledades ·

• De la quebrada Aguila al río Pupuña, a la


izquierda, una hora veinte minutos.
• Del río Pupuña al estirón de Tabatinga,
una hora.
• Del estirón de Tabatinga a Malpaso de
Tresesquinas (segundas Termópilas), dos
horas.
• De Tresesquinas a la isla Putumayo, fren-
te a dos quebradas, banda izquierda, una
hora.
• De la isla del Putumayo al río Esperanza, a
la derecha, y otra quebrada a la izquierda,
dos horas.
• Del río Esperanza al río Porvenir, banda
izquierda, tres horas treinta minutos.
• De Porvenir a Puerto Lomas, quebrada a
la izquierda, una hora.
• De Puerto Lomas a Puerto Alegría (lugar
y casa), a la izquierda, dos horas.
• De Puerto Alegría al río Yaguas, a la dere-
cha, una hora.
• Del río Yaguas a Puerto San Cristóbal
(lugar), a la derecha, dos horas cincuenta
minutos.
• De San Cristóbal a Santa Clara (casa y
quebrada), a la izquierda, cuarenta minu-
tos.

•406•
Amazonia

• De Santa Clara a Tarapacá y río Cotué, a


la derecha, dos horas.
• Del río Cotué a El Retiro (casa y quebra-
da), a la derecha, una hora.
• De El Retiro a Ipiranga, aduana brasilera,
una hora.
• De Ipiranga a Mucuripí (finca), a la iz-
quierda, una hora veinticinco minutos.
• De Mucuripí a Itú (finca), a la derecha, dos
horas.
• De Itú a Puritú, río, dos horas.
• De Puritú a la quebrada Juhy, a la derecha,
veinte minutos.
• De la quebrada Juhy a la isla de Gamboa,
cinco minutos.
• De la isla de Gamboa a la isla de San Joao
o Vireito, diez minutos.
• De Vireito a la quebrada Apapary, a la de-
recha, dos horas.
• De Apapary a La Unión (finca), a la iz-
quierda, una hora treinta minutos.
• De La Unión al río Molino (Muinho en
portugués), tres horas.
• Del río Molino a Porto-libertade (finca), a
la izquierda, treinta minutos.
• De Porto-libertade a Sao Sebastiáo (fin-
ca), a la izquierda, una hora.

•407•
· Vastas soledades ·

• De Sao Sebastiáo al lago Tapacoa, a la iz-


quierda, dos horas.
• De Tapacoa al lago de Carará, a la izquier-
da, treinta, minutos.
• De Carará a la boca del río Tacurapá, a la
derecha, dos horas.
• De Tacurapá a la boca del Putumayo,
treinta minutos.

Río Amazonas (subiendo).


• De la boca del río Isa (Putumayo) a Co-
lonia Rigana (propiedad de Julio Arana),
tres horas treinta minutos.
• De Colonia Riojana a Matura (finca), una
hora cuarenta minutos.
• De Matura a Laranjal (finca), dos horas
cuarenta y cinco minutos.
• De Laranjal a San Pablo D’Olivenza (ciu-
dad), cinco horas cuarenta minutos.
• De San Pablo D’Olivenza a Santa Rita (fin-
ca), cinco horas cincuenta y cinco minutos.
• De Santa Rita a Boavista (finca), dos ho-
ras treinta minutos.
• De Boavista a Palmares (finca), cuatro ho-
ras cuarenta minutos.
• De Palmares a Belem (finca), cuarenta y
cinco minutos.

•408•
Amazonia

• De Belem a Capacete (creo es puerto fis-


cal), ocho horas veinticinco minutos.
• De Capacete a Esperanza (finca), tres ho-
ras cuarenta y cinco minutos.
• De Esperanza a Tabatinga, una hora cua-
renta minutos.
• De Tabatinga a Leticia, frontera entre
Perú y Brasil, cuarenta minutos.
• De Leticia a Santa Sofía (finca), tres horas
veinte minutos.
• De Santa Sofía a Supe (fincas), una hora
diez minutos.
• De Supe a Caballo Cocha (lago, caserío),
seis horas.
• De Caballo Cocha a San Juan (fincas), seis
horas cuarenta minutos.
• De San Juan a Santo Tomás (fincas), tres
horas veinticinco minutos.
• De Santo Tomás a Macallacta (fincas),
tres horas treinta y cinco minutos.
• De Macallacta a Callacalla, siete horas
cincuenta minutos.
• De Callacalla a Tipisca, tres horas cua-
renta y cinco minutos.
• De Tipisca a Santa Rosa de Orán (fincas),
cinco horas.
• De Santa Rosa de Orán a Santa Teresa,
tres horas cincuenta minutos.

•409•
· Vastas soledades ·

• De Santa Teresa a Iquitos, cuatro horas


cuarenta y cinco minutos.
Según estos datos, tenemos que del Cam-
puya a la boca del Putumayo, bajando a mar-
cha ordinaria, en río no crecido, del vapor
Liberal se gastan ochenta y nueve horas quin-
ce minutos; y de la boca del Putumayo a Iqui-
tos, subiendo en la misma forma, se emplean
ochenta y seis horas treinta y cinco minutos, y
por consiguiente de Campuya a Iquitos, cien-
to setenta y cinco horas con cincuenta minu-
tos de navegación. Para poder calcular con
exactitud distancias sobre estos datos, hay
que tener en cuenta que en los ríos los vapores
y lanchas andan por lo menos una tercera par-
te más y a veces la mitad, cuando bajan que
cuando suben. No se puede dar un dato fijo de
cuántas millas por hora ande el vapor Liberal
o cualquier otro, pues esto depende de muchas
contingencias, como son la clase de leña que
consumen, la rapidez de la corriente del río,
que cuando está crecido es por lo menos el
doble de cuando está bajo, y por consiguiente
impulsa de manera extraordinaria a las naves
que descienden y neutraliza en gran parte la
velocidad de los que suben.
Iban como pasajeras del vapor Liberal la
esposa del Teniente Barriga y una indiecita

•410•
Amazonia

sirvienta suya, las cuales estaban en Yuvine-


to cuando pasamos el 28 de abril. Un día se
me acercó la indiecita como a quererme con-
fiar algún secreto, la atendí y me refirió lo si-
guiente: “Yo lo vi, Padre, cuando bajaron por
Yuvineto. El Teniente pensó ponerlos presos;
dijo: ‘¿Qué hago con esta gente? ¿Los amarro
aquí algunos días?’. Pero después de haber
hablado con ustedes, al subir nuevamente a la
casa, volvió a decir: ‘Mejor, para evitar com-
promisos, dejo que pasen; se ve que son gente
de alguna categoría’”. Acostumbré durante
todo el viaje escribir cada día un pequeño
apunte de las impresiones y cosas principales
que íbamos viendo y nos iban sucediendo. En
el camarote que ocupaba en el vapor Liberal
iba otro pasajero peruano, el cual bajó en un
punto intermedio entre Cotué e Igarapara-
ná. Para no estar abriendo y cerrando cada
rato la maleta, dejaba debajo de la almohada
la libreta del diario. Poco después de haber
desembarcado aquel sujeto, fui en busca de la
libreta para hacer algunos apuntes, y había
desaparecido. Averigüé con los camareros
si alguna sabía de ella, y me contestaron que
probablemente aquel señor la habría llevado,
pues ellos notaron varias veces que cuan-
do yo no estaba en el camarote, registraba

•411•
· Vastas soledades ·

los libros de mi uso que encontraba a mano,


como el breviario, etc. Un ejemplo más de
que uno no puede fiarse de nadie que no co-
nozca bien, y mucho menos viajando en tie-
rra extraña, pues es de notar que ese señor se
presentaba siempre como muy educado, y me
trataba con grandes atenciones y deferencia.
Me parece oportuno referir también otro
hecho que me sucedió a bordo del vapor Libe-
ral. Una tarde, después de una llovizna agra-
dable, apareció con todo su esplendor el arco
iris, formando sobre el río Putumayo un poé-
tico puente de colores. Desde a bordo los prin-
cipales pasajeros estábamos contemplando
y comentando aquella bella visión. En esos
momentos, entre espontánea e intencionada-
mente, dije: “Vean la bandera colombiana os-
tentando majestuosamente sus colores sobre
el Putumayo”. Al oír esto el Jefe del Resguar-
do de la aduana de Iquitos, me replicó: “¡Qué
bandera colombiana, ni ocho cuartos; no hay
riesgo de que Vuestra Reverencia la vea nun-
ca ondear en estos sitios!”. Como si me hubie-
sen dado una puñalada en el corazón, le con-
testé inmediatamente: “¡Quién sabe, señor,
cosas más difíciles vemos realizarse todos
los días!”. Entonces varios a la vez me repli-
caron: “Lo que es esto, le podemos asegurar

•412•
Amazonia

que no se realizará mientras haya un peruano


capaz de tomar las armas”. Yo añadí a la vez:
“Pues yo también les puedo asegurar que por
cada peruano capaz de tomar las armas, hay
un colombiano en las mismas condiciones,
y no debemos olvidar que donde las dan, las
toman”. A fin de evitar el exacerbar el patrio-
tismo de nadie, nos separámos del grupo con
el Teniente Coronel, quien tomando pie de
esta conversación, me contó las cuestiones
internacionales que preocupaban al Perú.
Entre otras cosas me dijo: “Nuestro verda-
dero enemigo, que en realidad nos preocupa
y contra quien hace años nos preparamos, es
Chile; con Colombia y con el Ecuador ni que-
remos ni debemos pelear; nuestro ejército es
suficiente para enfrentarse a las dos Repúbli-
cas juntas, a las cuales no tememos, pero no
creo que llegue el caso de irnos a las manos
para arreglar asuntos que deben tratarse por
la vía diplomática”. Haciéndome cargo de mi
situación, y para no pasar los límites de la
prudencia, resolví quedarme callado, aunque
no sin tomar nota del estado de ánimo que
aquellas conversaciones denotaban.
Dicho Teniente Coronel me dijo que muy
pronto debía salir hasta Yuvineto la lancha
Callao a relevar los soldados que había allá,

•413•
· Vastas soledades ·

y que podría irme en ella. Muy buena me pa-


reció la idea, pues aquel trayecto entre Cara-
paraná y Yuvineto es muy largo y sobre todo
muy mortificante para subirlo en canoa. Con
esta esperanza llegámos a El Encanto. En la
desembocadura del Caraparaná dejé el bote
Márquez y cuatro de los cinco bogas. Loaisa,
Curiel y otros muchos conocidos, peruanos y
colombianos, me recibieron muy bien.

Por última vez en El Encanto -


Despedidas y regalos - Fin funesto
de Curiel. Misa con abanico -
Corridos por los zancudos - Pesca
inesperada - Centinelas dormidos
- Disparos misteriosos - El gran
“amarón” - Saetas vivientes.
Zabullidos en el río - Sitio de los
crueles recuerdos - Enorme cantidad
de huevos de charapa - Segunda vez
en Yuvineto - Un hermoso rey
de los felinos
Lo primero que hice al llegar a El Encanto
fue averiguar cuándo saldría la Callao para
Yuvineto. El Teniente Coronel y el señor
Loaisa casi me aseguraron que sería el día si-
guiente, pero desgraciadamente muy pronto
el Comandante del Liberal me desilusionó,

•414•
Amazonia

diciendo que era imposible que la Callao fue-


ra a Yuvineto antes de reunir la carga para el
vapor; además, manifestó que tendría que ir
antes que a Yuvineto hasta la desembocadu-
ra del Igaraparaná a dejar la carga de El En-
canto, que el vapor no podía esperar ahora, y
que al regreso de La Chorrera la recogería en
el punto indicado.
Estas razones me hicieron perder toda es-
peranza de subir con lancha hasta Yuvineto, y
por lo mismo resolví irme cuanto antes en ca-
noa, a fin de no perder tiempo. Compré algu-
nos víveres que nos hacían falta para el viaje.
Saqué pasaportes para mí y para los bogas en
la Comandancia del Sector Militar, a fin de
que no tuviéramos dificultad alguna en Yu-
vineto, pasaportes que me expidió el fatídico
Capitán Curiel. Me despedí de todos los co-
nocidos, y el 19 de octubre dejámos el puerto
de El Encanto, que tantos desencantos tuvo
para nosotros. El señor Carlos Seminario,
empleado de la casa Arana, que en el mes de
mayo nos acompañó a visitar a los Padres
Franciscanos de San Antonio, me obsequió
para el viaje bastantes latas de conservas y
aceite español. Los colombianos, tanto los
que estaban en El Encanto como los que vi-
vían más abajo en las orillas del Caraparaná,

•415•
· Vastas soledades ·

nos regalaron gallinas y víveres, al mismo


tiempo que nos expresaban su pena por las
dificultades y contratiempos que habíamos
sufrido. Antes de dejar definitivamente a los
peruanos, creo de justicia hacer constar que
en el vapor Liberal no sólo el Comandante
sino toda la tripulación en general, y los mis-
mos pasajeros, nos trataron muy bien; sobre
todo el Comandante se esmeró en llenarme
de atenciones, obedeciendo seguramente a la
recomendación del señor Julio Arana. Varias
veces, como prueba de especial estimación,
hizo servir la comida a los dos solos en su
camarote, haciéndola preparar más esmera-
damente que para los demás pasajeros. Me
complazco pues en hacer constar mi recono-
cimiento por todas esas atenciones.
Respecto al Capitán Curiel, instrumento
principal de nuestros desastres, no será por
demás hacer notar que su fin fue de lo más de-
sastroso que podía haber para un pobre mor-
tal. En 1921, junto con el Capitán Cervantes,
encabezaron la revolución del Departamento
de Loreto contra el poder central de Lima.
Al ser derrotados por la fuerza del Gobierno
legítimo, se refugió en el Napo ecuatoriano, y
allí murió asesinado de la manera más villa-
na, a fines de 1922. ¡Que Dios Nuestro Señor

•416•
Amazonia

le haya perdonado todos sus disparates!


El 20 de octubre, después de haber admi-
nistrado el santo bautismo, en la desemboca-
dura del Caraparaná, a algunos niños hijos
de colombianos, emprendimos nuevamente
marcha en nuestro bote Márquez. Entonces
nuestros fieles bogas de Puerto Asís volvie-
ron a lucir sus habilidades, con la desventaja
para todos, que ahora nos tocaba aguas arri-
ba, y por consiguiente el tiempo en recorrer
las distancias se nos duplicaba, y a veces tri-
plicaba, y también los moscos nos triplica-
ban los tormentos, por cuanto el roce de la
canoa y palancas de los bogas en las orillas
del río, levantaban nubes de jejenes durante
el día; y el no poder andar de noche nos obli-
gaba a aguantar la música y las picaduras de
los crueles zancudos. Para poder celebrar la
santa misa, tuvimos que volver al método de
poner un peón que espantara a los jejenes,
que con una pertinacia desesperante se pren-
dían a chupar sangre al propio tiempo que
producían una comezón desesperante en mi
pescuezo, cabeza y manos.
Una tarde llegámos al borde de un pedazo
de monte muy bonito, y resolvimos construír
rancho para pasar allí la noche; mientras
duró la luz del día estuvimos muy tranquilos

•417•
· Vastas soledades ·

y contentos, pero así que empezó la oscu-


ridad de la noche, se nos vino encima una
cantidad tal de zancudos, de los que cantan
fino y pican duro, que por allá a media noche,
cansados y aburridos de golpearnos para es-
pantar esas diminutas fieras, y también des-
esperados por el ardor que nos producían sus
piquetes inmisericordes, sin que alcanzara
a defendernos la ropa que nos cubría, todos
fuimos de parecer que era preferible seguir
viaje río arriba, aun exponiéndonos a algún
percance ocasionado por la oscuridad de la
noche, que no seguir aguantando aquel tor-
turador suplicio. Así lo hicimos. En aque-
lla hora intempestiva embarcámos todo lo
que habíamos sacado al monte para seguir
la marcha; pero casi siempre en este mundo
las penas van mezcladas con las alegrías; al
ir a desatar la canoa para empezar a andar,
uno de los bogas quiso recoger un anzuelo
bagrero que había echado al agua con un co-
razón de paujil al acostarnos, y notando que
no seguía con facilidad empezó a tirar duro
del volantín que lo sujetaba, y su sorpresa y la
alegría de todos fueron grandes al ver que es-
taba prendido un bagre que medía, por lo me-
nos, dos metros de longitud; todos con gran
presteza, ayudados de la luz de la lámpara,

•418•
Amazonia

contribuímos a rematarlo y embarcarlo en


la canoa. Al amanecer lo desollamos en una
bonita playa, y nos dio unas ocho arrobas de
sabroso alimento, que buen servicio nos hizo
en aquellas soledades donde el viajero no se
puede proveer sino con buenas armas de ca-
cería y adecuados aperos de pesca.
En once jornadas llegamos a Yuvineto;
al principiar nuevamente nuestro viaje en
canoa no dejamos de tener cierto temor de
que tal vez pudiéramos ser víctimas de algún
asalto nocturno de los salvajes o de indios
mal aconsejados; para evitar alguna sorpre-
sa, resolvimos que siempre quedara en guar-
dia uno de los bogas, mientras los demás dor-
míamos; pero por más que repetidas noches
intentámos poner en práctica nuestro deseo,
nunca lo pudimos conseguir, porque al poco
rato de estar velando, el centinela quedaba
más profundamente dormido que los demás,
debido al cansancio del día. Algunas veces
desperté en aquellas noches, y quise compro-
bar si efectivamente había quien vigilara,
y nunca encontré boga que no roncara con
gran satisfacción. Viendo que era inútil in-
tentar la vigilancia nocturna, desistímos de
nuestros propósitos, entregándonos confia-
dos en las manos de la Providencia. Un día

•419•
· Vastas soledades ·

de esos, cuando precisamente pasábamos


por uno de los lugares más distantes de don-
de pudiera encontrarse gente civilizada, el
práctico Vargas disparó a unos patos; a los
pocos momentos oímos otro tiro dentro del
monte; le ordené que disparara nuevamente,
por si acaso el que contestó fuera alguno que
anduviera perdido en la montaña. Así lo hizo,
y también a los pocos minutos volvimos a oír
otro disparo, como antes. Disparamos no-
sotros por tercera vez, y por tercera vez nos
correspondieron. Esto nos hizo entrar pron-
to en sospechas y comentarios de que tal vez
nos seguían. A la media hora ordené que se
hiciera otro tiro, y a los cinco minutos obtu-
vimos también respuesta, como en las veces
anteriores. Después de discurrir sobre lo que
sucedía y si podía tener o nó consecuencias
para nosotros, resolvimos pasar unos dos o
tres días, sin hacer disparo alguno, a fin de
evitar que se orientaran, si es que en efecto
nos seguían o vigilaban.
Un percance digno de anotarse nos ocu-
rrió en el trayecto entre Caraparaná y Yuvi-
neto: una mañana lluviosa, triste y fría, con
aquel frío que en esas regiones produce la hu-
medad, subíamos por la orilla del río, llena de
palos secos, ramas y barro. El Capitán Ferrín

•420•
Amazonia

divisó una cosa negra, parecida a un gran pez


que tuviera el cuerpo fuera del agua, y la ca-
beza y la cola escondidas en la misma; buscó
la carabina para dispararle, y cuando está-
bamos ya muy cerca de aquel objeto y Ferrín
apuntándole, el práctico Vargas dio un grito
angustioso a media voz, como quien teme
hacer ruido, diciendo: “No dispare, es el gran
amarón (boa), que nos puede voltear la ca-
noa”. Al oír esto, todos asustados dirigimos la
vista hacia aquel objeto, y pudimos contem-
plar, entre curiosos y temerosos, una enorme
boa, de diez a doce metros, que parecía dor-
mir el sueño que les produce la digestión de
los grandes animales que devoran. La cabeza
estaba debajo de nuestra canoa; lo que se veía
en la orilla era un pedazo de su cuerpo, y nos
tocaba pasar por encima de su parte poste-
rior, si no queríamos regresar aguas abajo,
lo cual nos habría hecho perder unas cuatro
horas de viaje. No hay que decir que pasámos
con todas las precauciones del caso, para no
turbar el sueño de aquel monstruo, que con
sólo rebullirse habría podido voltearnos la
embarcación y estrangular y tragarse a al-
gunos de nosotros. Así que habíamos dejado
atrás unos diez metros aquella compañía tan
poco grata, y comentábamos animadamente

•421•
· Vastas soledades ·

el peligro que acabábamos de pasar, uno de


los bogas punteros, sin darse cuenta, tocó
con su palanca un nido de avispas bravas, de
aquellas que se echan como flemas sobre lo
que atacan. Tocar el avispero y echarse en-
cima de nosotros una multitud de aquellas
saetas vivientes y encendidas, fue una sola
cosa. Como el dolor de esas picaduras es in-
soportable, los bogas no encontraron otro
recurso para defenderse que zambullirse en
el río, y así lo hicieron todos, sin acordarse de
la peligrosa vecindad de la boa, excepto dos
que se quedaron sosteniendo la canoa. Yo me
defendí a sombrerazos y encerrándome en el
rancho del bote, pero siempre alcanzaron a
enredarse algunas en mis barbas, y tuve que
luchar un buen rato para aplastarlas, antes
de que consiguieran clavar su aguijón en mis
carrillos. Con todos estos afanes, los dos
bogas que habían quedado gobernando la
canoa ya no podían dominarla, e iba dando
la vuelta hacia el lugar donde dormía la boa
de que acabábamos de librarnos. Al ver que
para librarnos de las llamas avispales, íba-
mos a caer en aquella inmensa brasa cule-
bral, grité con energía a los que estaban en
el agua que no fueran cobardes y ayudaran
a salir pronto de aquellos lugares donde tan

•422•
Amazonia

mal nos recibían y trataban.


Haciendo de tripas corazón, como vulgar-
mente se dice, se embarcaron nuevamente y
empujaron con tal energía, que muy pronto
estuvimos lejos de aquel sitio, que bautizámos
con el nombre de Los Crueles Recuerdos. En
la primera playa a que llegámos, saltamos a
reponernos de los grandes sustos que acabá-
bamos de pasar; pero los pobres punteros su-
frieron algo más que sustos, ya que los pique-
tes recibidos se les enconaron de tal manera
que les produjeron grandes chupos, al mismo
tiempo que fuertes dolores, hasta el punto de
impedirles trabajar todo aquel día; les apliqué
algunos remedios, con los cuales se aliviaron,
y al día siguiente pudimos continuar el viaje.
Nos entreteníamos a veces en buscar ni-
dos de charapas en las grandes playas. En-
contrámos muchos, algunos hasta de ciento
cincuenta huevos; alcanzámos a llenar una
tercera parte de la canoa; y por fin aburridos
de tanto comer y ver huevos de tortuga, los
votámos al río y lavámos bien la canoa.
El 30 de octubre pasámos nuevamente
por Yuvineto y todavía estaba allá de Jefe el
supuesto Valdés Ramos; esta vez nos recibió
mejor y hasta nos invitó a pasar la noche en
su casa, oferta que no aceptamos, a pesar de

•423•
· Vastas soledades ·

que eran las cinco de la tarde cuando salimos


de aquel lugar. Presenté los pasaportes que
en El Encanto nos dio Curiel, y aquel día an-
duvimos hasta las doce de la noche. El 7 de
noviembre arribamos a la boca del Caucaya o
istmo de La Tagua.
Entre el Caraparaná y el Caucaya, debi-
do a que en| todo ese trayecto no vive alma
humana, si exceptuamos los pocos soldados
de Yuvineto, con frecuencia interrumpían
la monotonía del paisaje y de nuestra vida
fluvial manadas de animales, que a veces
chimbando el río, otras haciendo ruido en
las orillas del monte o encaramados en las
copas de los grandes árboles, nos propor-
cionaban un rato de solaz, corriendo en su
persecución, a veces dando buena cuenta de
ellos; y otras, sin otro resultado que perder
infructuosamente el tiempo. Algunos días
matábamos tres o cuatro puercos jabalíes, de
los que andan en grandes manadas, y que por
acá llaman manaos. Con mucha frecuencia
podíamos disparar a los monos de distintas
clases que amenizan aquellos bosques secu-
lares. Paujiles y pavas eran la comida más
común. Hasta un grande y hermoso tigre
quiso que Ferrín y Benjamín ensayaran en
su bello bulto la incierta puntería. Una tarde

•424•
Amazonia

muy hermosa, a la hora en que el sol trataba


de ocultarse entre las copas de los frondosos
y altísimos árboles, apareció sentado en un
gran palo seco de la orilla un soberbio ejem-
plar del rey de los felinos, mirando el río en
actitud meditabunda, como si no acabara de
resolverse a pasarlo; subíamos en la canoa
por el mismo lado donde él estaba; lo alcan-
zámos a ver a una distancia de cincuenta o se-
senta metros, y nos parámos a contemplarlo
un buen rato; ordené que alistaran las cara-
binas y dispararan tan pronto como él inten-
tara privarnos de su vista; pero lejos de esto,
no se daba por entendido, y a pesar del ruido
que hacía la canoa subiendo, permanecía en
la misma posición; al llegar a veinticinco me-
tros de donde él estaba, hice parar la canoa y
di orden de que apuntaran las dos carabinas
a la vez y de que hicieran fuego; ni el ruido de
los dos disparos, ni el silbido de las balas, que
debieron pasar muy cerca de su hermosa piel,
consiguieron hacerlo mover; ordené que dis-
pararan por segunda vez, y entonces dio un
brinco, se estiró desperezándose y se metió
en el monte a paso lento, y mirando de sos-
layo, como si fuera a prepararse para tomar
la revancha. El práctico Vargas nos dijo en
esta ocasión que cuando se anda en el monte

•425•
· Vastas soledades ·

de cacería y se topa un tigre de aquella clase,


no se le debe disparar si no se está muy se-
guro de inmovilizarlo del primer balazo; de
lo contrario, el cazador debe prepararse a lu-
char con él mano a mano, porque lo primero
que hace al sentirse herido es atacar al que lo
hirió. Estuvimos un buen rato mirando si sa-
lía a embestirnos, puesto que la actitud con
que se fue no era de susto sino de coraje y de
ganas de vengarse.

•426•
Un año en el
Putumayo.
Resumen
de un diario
ALBERTO GRIDILLA
1914

Gran tempestad
La pesquería de tortugas
Muy de madrugada salimos al día siguiente,
para poder llegar a El Encanto.
El calor fué excesivamente fuerte. A las
4 p.m., encontrándonos a la vista del Cara-
paraná, en un momento se desató una fu-
riosa tempestad, acompañada de viento. El
olaeje era tan grande, que estuvimos a punto
de zozobrar.

•427•
· Vastas soledades ·

¡Remen! gritaba yo a los soldados. ¡En la


misma desembocadura hay una choza donde
podremos guarecer!…
Cuando en ese momento crítico, se oyó la
sirena del vapor “Callao”, de la casa, que ba-
jaba por el Caraparaná. Le hicimos señales,
al aparecer en el Putumayo, y nos recogió en
el acto. Fué nuestra salvación. La choza con
que yo contaba, había desaparecido; no había
donde quedarse, y era imposible que pudiéra-
mos llegar hasta El Encanto. ¡Qué noche la
que nos esperaba!…
La “Callao” se dirigía a una pesquería de
tortugas que la casa mantenía algunas le-
guas abajo, a cargo de una familia cocama.
Esa numerosa tribu, cristiana toda ella, ha-
bita entre las confluencias del Marañón y del
Ucayali; pero, gitanos de la Montaña, se les
encuentra en todas partes, y hablan una por-
ción de idiomas.
En la pesquería, tenían en unos corrali-
tos o cercos cubiertos, de una vara de altura,
centenares de grandes tortugas; y las tenían
bajo techo, porque no soportaban por mucho
tiempo los ardores del sol. Las pescan con ar-
pón, o bien volteándolas en las playas cuando
salen a poner sus huevos. Cada una pone de
200 a 300. Abre un gran hoyo en la arena,

•428•
Amazonia

los deposita y cubre con la misma arena, y no


tiene que hacer más: el calor y la humedad se
encargan de empollarlos, saliendo las tortu-
guitas al ser removidas las arenas con las pri-
meras crecientes.
Estos quelonios abundan mucho en el Pu-
tumayo. En la época en que ovan, se sale a las
playas, y con el pie se descubre fácilmente sus
nidos o depósitos. El huevo, es casi del tama-
ño del de la gallina, pero redondo; y en vez de
cáscara, tiene una especie de pergamino. No
se utiliza más que las yemas.
La “Callao” cargó con unas 200 de las que
los cocamas tenían encerradas, y al día si-
guiente regresamos a El Encanto.

Visita a las secciones


Una misa de campaña
A mediados de marzo, salí para la Chorrera
por tierra y en dos jornadas. El primer día
llegué hasta la Sección “Sombra”, que estaba
a cargo de un señor Calderón, de Pacasmayo,
y al siguiente, me reuní con mis compañeros.
El viaje lo hice solo. Encontré, al segundo
día, a los salvajes que estaban lavando el cau-
cho en las quebraditas. Hombres y mujeres,
todos desnudos, me salían al encuentro, di-
ciendo:

•429•
· Vastas soledades ·

—¡Cigarru…! ¡Cigarru…!
Les fui dando, hasta que se me acabó la pro-
visión que llevaba. Como nuevo en aquellos lu-
gares, no dejó de impresionarme todo aquello.
Al P. Furlong, lo encontré atacado de pa-
ludismo, y salió para Inglaterra en el primer
vapor que llegó a La Chorrera.
Yo no me sentía bien; y en el mes de mayo
salí para recorrer las Secciones del alto Iga-
raparaná, en compañía de los PP. Sambrook
y Byrne, tomando el vaporcito sobre la cas-
cada. Partimos temprano, llegando a almor-
zar a los simenes (nombre de la tribu y de la
Sub-sección) y a la media noche, anclamos en
el puerto de Occidente, Sección que estaba
a cargo del doctor Adán Negrete. Esta Sec-
ción, la más importante de todas, está divi-
dida en varias Sub-secciones, y en todas ellas
había empleados blancos.
Ahí me encontré con un antiguo amigo
del Barranco, César Bustamante; y aunque
hacía muchos años que no nos veíamos, nos
reconocimos al momento. Hicimos reminis-
cencias de otros tiempos, recordando a los
amigos, Felipe Sassone, hoy célebre literato,
a Alberto Cazorla, y a Carlos Lareo Herrera.
Descansamos un día, y al siguiente muy
temprano, zarpamos para Ultimo Retiro, a

•430•
Amazonia

donde llegamos muy cerca de la media no-


che. La lanchita remolcaba una albarenga
que ocupábamos nosotros. Había a bordo un
buen fonógrafo, y durante el pesado viaje nos
entreteníamos oyendo música. Los salvajes
son muy aficionados, y no es raro oírlos, en
medio de la espesura del bosque, silbando una
jota. Al servicio del timón se encontraba uno
de ellos; y absorto en la música, descuidó el
timón y nos fuimos contra un árbol. El fonó-
grafo y los discos rodaron al río, y casi nos
sucede a nosotros lo mismo.
Jefe de esa Sección era Víctor Ganoza, tru-
jillano. Más arriba se encuentra Urania, pero
el puesto estaba abandonado. Durante nuestra
permanencia en el Ultimo Retiro, que fué de al-
gunos días, recorrimos a pie varias tribus.
Nos tocó la fiesta de la Ascensión. Con el
objeto de ver qué impresión les causaba a los
salvajes la ceremonia de la misa, supliqué a
Ganoza hiciera venir a los salvajes de la Sec-
ción. Entre hombres y mujeres, todos desnu-
dos, se reunieron un buen número. Preparé el
altar portátil en la explanada de la casa; di
comienzo al santo sacrificio, y a duras penas
pude terminar, pues fué tal el escándalo que
armaron los salvajes con su risa estrepitosa,
que me hallaba sin saber qué hacer.

•431•
· Vastas soledades ·

En vano rogué a Ganoza y demás emplea-


dos que impusieran silencio: fué contrapro-
ducente. Terminada la misa a capazos, como
quien dice, y averiguado el motivo de la risa,
no había sido provocada por las ceremonias
ni por los ornamentos, como lo sospechaba:
fueron las dos velas encendidas lo que provo-
có su hilaridad; revolcándose por el suelo y
riéndose a caquinos, repetían:
¡De día y con luz!… ¡De día y con luz!…

El Encanto
Visita a algunas secciones
Diálogo con algunos jefes salvajes
Llegamos a El Encanto en 8 días. Allí encon-
tré al P. Sambrook. Todos los de la casa eran
mis conocidos: Loayza, Gerente, Coloma,
cajero, Egoaguirre, a cargo de la tienda, y
Salinas, almacenero. Loayza era tarapaque-
ño, Alfredo Coloma, limeño, lo mismo que
Egoaguirre, y Salinas, huachano. Había
otros empleados de menor cuantía, entre
ellos un portugués, comandante de la lancha
“Callao”. En la casa, vivía también el doctor
Vivar, médico de la guarnición. Este era ique-
ño, y había sido médico de nuestro convento.
En El Encanto, permanecimos cuatro
meses, durante los cuales hicimos muchas

•432•
Amazonia

excursiones. Con el P. Sambrook recorrimos,


en la lancha “Callao”, las Secciones que se en-
cuentran en el río Caraparaná, llamadas, No-
nuyas, Florida, Yabuyanos, Niuzayes y Argelia.
En esta Sección, el jefe blanco me preguntó:
—¿Habla usted huitoto?
—Como he de permanecer poco tiempo
en el Putumayo, le contesté, no tengo interés
en aprenderlo, pero algo lo entiendo.
—Desengáñese: sin diccionario, es impo-
sible aprenderlo.
—¿Y dónde encontrar diccionario?
—Yo tengo el mío.
—Quisiera verlo…
Y entrando a su cuarto, salió el viejo sin-
vergüenza con su india, diciéndome:
—Aquí lo tiene usted…
En otra ocasión, fuimos a visitar la Sec-
ción Liberia, en el rio Putumayo.
Mientras el P. Sambrook fué hasta Ca-
quetá, en compañía del Teniente Coronel
don Julio Mindreau, hoy General, visité yo
las Secciones: Esperanza, India y Esmeral-
da. El Jefe de la Esperanza, era un joven co-
lombiano, quien me trató muy bien. Apenas
llegué, se presentó el jefe de la tribu con los
principales, y por medio del colombiano, se
entabló el siguiente diálogo:

•433•
· Vastas soledades ·

—¿Cómo te llamas?
—Alberto.
—¿Albreto?
—Alberto
—Albreto.
Y con Albreto me quedé.
—¿A qué has venido?
—A enseñaros la religión cristiana.
—¿Y de dónde has venido?
—De dos lunas lejos de aquí.
—Y en tu tierra, ¿para qué queréis el cau-
cho? ¿Lo coméis acaso?…
Y enseñándoles un objeto fabricado con
esa goma, les hice ver para qué servía el cau-
cho.
—¿Y cuándo te vas?
—No lo sé…
—¿Tienes mujer?
Y al decirle el jefe colombiano, que noso-
tros no la podíamos tener, quedó más que ad-
mirado, pasmado; y después de un momento
de reflexión, exclamó:
—Este es jusínamuy, es un sabio…
Descubrió un algo, para él incomprensi-
ble. No podía concebir un hombre sin mujer,
y veía que era lo primero que buscaban los
blancos.

•434•
Amazonia

Otras secciones
Caigo de un puente con el caballo
De la Sección Esperanza, pasé a la India.
Era jefe don Oscar Coloma, hermano del
Contador de El Encanto. Aquí hubo baile,
y ví la ceremonia de la fabricación del man-
guaré, telégrafo sin hilos, de que trataré
más adelante.
A Esmeralda, fuí en compañía de Alfre-
do Coloma. Era Jefe de la Sección el Chalaco
Daniel Dancourt, y nos invitó para una fiesta
extraordinaria. Se trataba del abandono del
lugar, por haberse acabado el caucho, y del
traslado de la tribu a otra parte, en donde ya
tenían preparada casa y chacra. El baile duró
tres días con sus noches, terminando todo con
el incendio de las casas que abandonaban.
—Mucho me temo, le dije a Dancourt, por
la suerte de esta gente.
—¿Por qué? me contestó.
—Porque he observado en el Pichis, que
cuando los salvajes se instalaban en vivien-
das levantadas en terrenos recién rozados, se
morían muchos.
No pasó un mes, y ya habían muerto 21.
Fuimos y regresamos a caballo. Al re-
greso, por seguir mi mala costumbre de no
apearme en los sitios peligrosos, al pasar por

•435•
· Vastas soledades ·

un puente formado por los corazones de tres


árboles, resbaló mi caballo y caímos al río.
Felizmente, éste estaba muy crecido y la co-
rriente era casi nula. Todo, pues, se redujo a
un baño; y el caballo por una parte y yo por la
otra, salimos a nado hasta la orilla. Coloma
se asustó mucho; y después de preguntarme
si me había herido, y contestarle que no, me
ofreció una copa de coñac por el baño, que
sin ella, antes de los 10 minutos me hallaba
enjuto y como si tal cosa.
Otra vez, fui hasta el Campuya, internán-
dome en ese río para conocer a los salvajes
orejones.
La última visita la hice a la Sombra. Yo co-
nocía esa Sección; pero habiendo renunciado
Alfredo Coloma el puesto de Contador, solicitó
el de Jefe de Sombra, por haberse retirado Cal-
derón, puesto que le concedieron en el acto, y
me invitó a pasar algunos días en su compañía,
pues los salvajes daban un gran baile.

Reparto de mercaderia
El perro negro
Occidente es la Sección que tiene más habi-
tantes, entre las de La Chorrera. Cuenta con
unos 600 hombres, sin contar las mujeres y los
niños; pero en el baile, que duró cinco días con

•436•
Amazonia

sus noches, hubo millares de salvajes, prove-


nientes de otras tribus, pues como se dirá en
su lugar, se invitaban en esos casos.
Todo terminó con el reparto de la goma
y pago en mercaderías. Los salvajes no co-
nocían la moneda; sus necesidades son muy
limitadas, y únicamente pedían por su jebe,
escopetas, pólvora, fulminantes, munición,
hachas, machetes, espejos, y uno que otro,
también hamacas.
Se empeñó Negrete en que yo presenciara
todo eso. Según que bajaba más o menos el
puntero de la romana, sabían lo que podían
exigir. Recuerdo que un salvaje corpulento y
de mala catadura, y que había entregado más
caucho que nadie, no quiso aceptar nada. Al
invitarlo a escoger escopetas, hachas, etc.,
dijo secamente:
—No quiero nada; tengo todo.
Y tanto y tanto se le insistió para que pi-
diera alguna cosa, que por fin dijo:
—¡Dame un perro negro!
A lo que le contestó Negrete:
—¿Y de dónde saco yo perro negro, ni
blanco, si no los hay en todo el Putumayo?
—Tú me pides caucho, replicó el salvaje, y
te traigo caucho; y yo te pido un perro negro
y debes dármelo.

•437•
· Vastas soledades ·

En realidad, en la región apenas si se encon-


traban perros. No conocí más que un fox-te-
rrier, propiedad de un negro de Barbados.

Secciones de la Gerencia
Habitantes
La Gerencia de La Chorrera estaba dividida
en las Secciones siguientes:
Ultimo Retiro, Abisinia. Andokes, Sur,
Occidente, Atenas, Oriente, Indostán, La
Sabana, Santa Catalina y Entre Ríos, siendo
jefes, respectivamente, Ganoza, Morandi,
Vega, Plaza, Negrete, Alcorta, Seminario,
Bourke y Becerra.
Empleados superiores eran: Jorge Mea-
ve Seminario, Gerente y Contador; Carlos
Loayza y Hugo Jorquiera, a cargo de la tien-
da, y médico el inglés doctor Dickei Spencer1.
Los empleados secundarios, comandantes
de lancha, mecánicos, carpinteros, herre-
ros, cocinero y panadero, eran una porción,
y todos ellos ganaban Lp. 20 mensuales, casa
y comida. El panadero y el cocinero eran
negros barbadientes. Al cocinero, lo había
conocido en Chanchamayo en la casa de los

1 Se refiere a Herbert Spencer Dickey, cuyo paso se narra


en el siguiente texto de esta antología. [Nota del editor]

•438•
Amazonia

Jorquiera, en la hacienda El Milagro, y con


ellos (al poco tiempo llegó Luis) se vino al Pu-
tumayo. Por retiro de José Plaza, que era jefe
de la Sección Sur, obtuvo Luis Jorquiera ese
mismo puesto.
Los habitantes de las Secciones se compo-
nían de huitotos, boras, ocainas, andokes, etc.
y eran todos salvajes. Los de la Gerencia de
El Encanto, habían progresado algo más, y
se echaba de ver en ellos la influencia colom-
biana. El día 28 de julio, los reunieron al pie
de la bandera peruana; y al incitarlos a que
gritaran:
—¡Viva el Perú!, decían por lo bajo:
—¡Viva Colombia!
El Encanto tiene las Secciones siguientes:
Nonuyas, Florida, Yabuyanos, Argelia,
Nuizayes, Esmeralda, La Sombra, India, Es-
peranza, Liberia y Campuya, con indios hui-
totos, formando multitud de tribus, aunque
la última se compone de orejones.
La Gerencia de La Chorrera contaba con
unos 4.000 indios, sin las mujeres y los niños,
y la de El Encanto, con unos 1.500. En esta
Gerencia, había muchos empleados colom-
bianos, entre ellos dos jefes de Sección.

•439•
· Vastas soledades ·

La leyenda negra
La zafra del caucho
Durante el año íntegro que permanecí en el
Putumayo, me di cuenta de todo. Nada anor-
mal observé en el trato con los salvajes, y aún
me pareció que estaban mejor tratados que
en el resto de la Montaña.
Entre los muchos horrores que yo había
leído en los periódicos de Lima respecto al
Putumayo (la prensa nacional coadyuvó, in-
conscientemente, a la obra de difamación del
Perú, haciéndose eco de los crímenes denun-
ciados), uno era, que a los pobres salvajes los
trataba la Casa Arana como a bestias, dándo-
les de comer en pesebre. La Empresa, nunca
dió de comer al salvaje, ni en pesebre ni fue-
ra de él. El indio tiene sus comidas peculia-
res, y de lo que comíamos los civilizados, no
aceptaba más que salmón y sardinas, y estas
conservas se las daban por vía de obsequio,
cuando se acercaban a la casa de los blancos.
Los salvajes del Putumayo no tenían su-
puestas y grandes deudas, como acontecía
en los demás ríos; y cada cuatro meses, se les
pagaba su caucho en mercadería y a razón
de unos 6 centavos oro el kilo. En el traba-
jo, eran enteramente libres, y la ocupación
de recoger las lágrimas de goma, cada día,

•440•
Amazonia

más que trabajo era un pasatiempo. Cada 15


días, se ordenaba por medio del manguaré o
telégrafo sin hilos, el lavado del caucho, y se
les veía en todas las quebradas, golpeándolo
y formando los chorizos, conocidos con el
nombre de “rabos del Putumayo”.
Respecto a La Chorrera, en las Secciones
próximas al río, como Occidente, Sur, Oriente,
Ultimo Retiro, Indostán, Atenas, y Entre Ríos,
el trabajo estaba dividido en períodos de 4 me-
ses, que llamaban zafras o fábricas; y en las
apartadas, como La Sábana, Santa Catalina,
Abisinia y Andokes, en períodos de 6, y eso con
el objeto de disminuir el trabajo de carguío,
pues no se permitía que cargara el indio más de
30 kilos, ni que anduviera cargado jornadas de
más de 4 leguas. Y aún de esto se les quería exi-
mir, pues estando yo allí, comenzó a introducir
la Empresa recuas de mulas con ese objeto. Los
caminos se estaban arreglando.
En cada zafra, o período de 4 meses, los sal-
vajes no dedicaban al caucho más que tres; y un
mes lo dedicaban a sus chacras, a la limpieza
de los caminos, y sobre todo a los bailes, pues
la chacera que la cultivan en común y por tri-
bus, no la renuevan sino cada dos o tres años.
El mismo sistema se empleaba en El Encanto.

•441•
· Vastas soledades ·

Antiguo sistema
Rancho de empleados
En los años anteriores, hasta la visita de Cas-
sement, los empleados, además del sueldo,
tenían el tanto por ciento sobre la producción
de caucho. Esto fué, indudablemente, causa
de muchos abusos con los indios. Cuando yo
visité aquello, estaban todos a sueldo única-
mente, y además tenían casa y comida, mar-
chando todo con regularidad.
El llamado rancho para los empleados
y jefes de las Secciones, era algo extraordi-
nario. Ellos presentaban la lista, y de los al-
macenes les mandaban lo que pedían, que no
era cualquier cosa. En mis manos tuve una de
esas listas. Decía así:
—Sección Atenas: 2 costales de arroz de
la India; 1 costal de azúcar; 1 arroba de café;
20 latas de té; 1 cajón de leche condensada;
2 cajones de sardinas finas; 1 cajón de sal-
món; 2 cajones de galleta de agua; 1 cajón de
latas de carne; 1 barril de jamones, etc. Y así
por el estilo. Y estas listas, las presentaban
cada cuatro meses.
Los jefes de Sección tenían en sus casas
muchas comodidades, y en ninguna faltaba
su baño de ducha.

•442•
Amazonia

En los almacenes de la Gerencia, no falta-


ba licor; pero el que lo quería, tenía que com-
prarlo, y con un recargo del 25 %.
Cada jefe de Sección tenía a su servicio
una docena de mozos, llamados muchachos,
oriundos de diversas tribus y naciones, los
cuales servían de intérpretes, y los emplea-
ban en la vigilancia de los demás esclavos.
Cuando salían en comisión, iban armados de
carabina; y para que no hicieran trampas, se
les entregaban las cápsulas contadas y nu-
meradas, teniendo que presentar a su regre-
so, las sobrantes y los casquillos de las que
hubiesen gastado.

La moral de los blancos


La conducta de los empleados civilizados,
dejaba mucho que desear, sobre todo en la
parte moral. La mayoría de ellos tenía su in-
dia, y algunos dos o tres, como Curacas. Al
retirarse de la Empresa, ordinariamente se
llevaban sus hijos y la mujer; otros los aban-
donaban. Empleado conozco, que a sus hijos,
medio huitos, los mandó a Lima para que se
educaran, y uno de ellos es ingeniero.
Al visitarme en Lima Daniel Dancourt,
le pregunté por cierto jefe de Sección, y me
dijo:

•443•
· Vastas soledades ·

—Ya salió del Putumayo. A su hijito ma-


yor se llevó a Iquitos, y allí lo regaló; el otro,
como nació tuerto, lo dejó para la tribu…
Algunos, de tal modo se habían hecho al
medio, que en la casa y por los caminos, an-
daban completamente desnudos, calzados
con zapatillas.
Sus indias, aunque horrorosas en sí, eran
para ellos unas beldades, y gastaban en ellas
lo que hubiera sido suficiente para mantener
a toda una familia. India he conocido, que
ostentaba un collar de libras esterlinas agu-
jereadas, de tres vueltas. A éstas, les daba,
por lo general, emplear pasta de dientes, y
todo el día andaban con su escobilla. Sien-
ten pasión por los perfumes, y los usaban
muy finos. Sus camisones (no usaban otra
cosa), tanto los recargaban de blondas, que
parecían unos boleros. En el almacén tenían
cuenta corriente abierta; y al tonto del em-
pleado le venían a costar los antojos de la in-
dia, de 20 a 30 libras mensuales.

•444•
Las
desventuras
de un médico
tropical
HERBERT SPENCER DICKEY
Y HAWTHORNE DANIEL
1929

En lo que a mí concierne, había tenido buena


suerte, como para variar —o eso pensé—, y
llegué a El Encanto en el que pudiera ser con-
siderado el momento psicológico preciso. La
Peruvian Amazon Rubber Company —luego
conocida como Peruvian Amazon Company,

•445•
· Vastas soledades ·

Limited— tenía una agencia importante allí,


y su médico (la paz sea con él) había muerto
apenas un mes antes de mi llegada a ese flo-
reciente centro cauchero1. Un nuevo médico
había sido contratado pero en el último mo-
mento se había rehusado a venir, de manera
que el empleo estaba disponible. Me fue ofre-
cido un contrato por dos años, con un sala-
rio mensual que jamás había imaginado que
alguien le pagara a un médico —cuatro veces
lo que yo había recibido en Frias—, y sin di-
laciones firmé. De hecho, estaba tan ansioso
por firmar como a menudo he estado ansioso
de buscarme problemas indirectamente. En
esta ocasión, sin embargo, más que en ningu-
na otra, metí mi cabeza en la boca del león.
Hoy no me atrevería a regresar a El Encanto,
ni tengo deseos de hacerlo.

***
Me sentía dichoso con mi nuevo trabajo, y
con el entusiasmo propio de la juventud ins-
peccionaba la agencia, en medio de la selva,

1 La Peruvian Amazon Rubber Company era por enton-


ces el nombre oficial de la Casa Arana, tal y como se
había radicado en Londres, con una junta directiva emi-
nentemente constituida por ingleses. [Nota del editor]

•446•
Amazonia

la que había llegado providencialmente. La


estructura principal estaba conformada por
un excelente edificio de dos plantas, ente-
chado, es cierto, con hierro corrugado; por
lo demás era irreprochable. El primer piso
servía principalmente como bodega para el
caucho, aun cuando el contador, un español
de nombre Ponce, ocupaba allí un cuarto.
El segundo piso, por contraste, había sido
construido primorosamente con maderas
nativas enceradas y frotadas hasta conse-
guir un lustre sutil. En un extremo de este
piso se encontraba el comedor, que era un
gran apartamento oblongo y abierto al ex-
terior en tres de sus costados. Un corredor
largo y muy amplio llevaba desde el come-
dor hasta el otro extremo de la estructura, y
sobre uno de sus costados estaban la oficina
y los aposentos del administrador, llamado
Miguel Loayza. El cuarto que me asignaron
se ubicaba al otro lado del corredor, es decir
entre los cuartos ocupados por Harriaran, el
asistente del administrador, y Solar, cuyas
tareas tenían que ver con el mantenimiento
y los pagos de los almacenes. Incluyéndome,
había solamente cinco hombres blancos en
la agencia y todos vivíamos en esta estruc-
tura principal.

•447•
· Vastas soledades ·

El área de la cocina estaba ubicada a poca


distancia de esa estructura y allí había un
cuarto que era ocupado por Armando King,
un cocinero negro de Barbados quien, la pri-
mera vez que lo ví, me causó la impresión
de ser un hombre indigno de confianza, una
muy mala persona2. Se mostraba demasiado
subordinado a sus superiores, y más tarde
supe que con aquellos a quienes no temía era
un verdadero demonio. Volveré sobre esto
más adelante.
Un patio amplio enmarcaba dos costados
de la casa principal y, a través de éste, des-
de el edificio en el que yo iba a vivir durante
tanto tiempo, se erguía una hilera de chozas

2 A partir de 1904, la empresa de Arana empezó a re-


clutar de forma masiva personal en Barbados para que
ayudara con varias tareas en las estaciones caucheras.
Ya en el terreno, a la gran mayoría la empleó preferen-
cialmente para contribuir a sembrar terror entre la
población indígena. Fue a raíz de los escándalos sobre
las condiciones de trabajo en el Putumayo, promovi-
dos por la prensa inglesa a partir de 1910, que intervino
la corona británica en tanto los barbadenses eran sus
súbditos. Durante las primeras décadas del siglo xx,
Barbados suministró mano de obra para varios mega-
proyectos en tierra firme latinoamericana, no solo para
las caucheras de Arana, sino para la construcción del
canal de Panamá y la línea brasilera del ferrocarril Ma-
deira-Mamoré. [Nota del editor]

•448•
Amazonia

que eran utilizadas por los trabajadores que


la agencia ocasionalmente requería. A esca-
sa distancia de la hilera se encontraba una
estructura algo más pretenciosa, que los ha-
bitantes del lugar denominaban el “conven-
to”. La ironía de tal nombre no me sacudió al
principio puesto que durante un tiempo no
supe su significado exacto. Este “convento”
era ocupado por cerca de quince mujeres in-
dígenas nativas sobre cuyos hombros, siem-
pre disponibles, recaía prácticamente todo el
trabajo que demandaba El Encanto. Barrían
el patio cada día, traían la leña y mantenían
limpio todo el lugar; trabajaban en los jardi-
nes, lavaban la ropa y ejecutaban la mayor
parte de los demás oficios de baja categoría.
Fue después que empecé a percatarme de que
esas tareas eran secundarias. La razón fun-
damental de su presencia era de naturaleza
muy distinta. Cuando el bote de la compañía
llegaba de Iquitos cada tres meses, estas mu-
jeres eran distribuidas entre la tripulación
hasta que el vapor emprendiera, una vez
más, su viaje de regreso. Lo extraño de todo
esto era que, entre sus compañeras, esas
mujeres eran consideradas como un grupo
particularmente afortunado, y ellas se veían
así mismas de esa manera. Debo decir que

•449•
· Vastas soledades ·

la sorpresa que en mí generaba esa aprecia-


ción se transformó en una toma de concien-
cia antes de que abandonara El Encanto. Al
comienzo no me daba cuenta de que, de ese
modo, esas mujeres escapaban de las bruta-
lidades espantosas a las que eran sometidas
otras de su tribu.
Todas las construcciones de este pequeño
grupo se levantaban en la ribera del río, alta
y segura, en un claro de la selva de extensión
más o menos considerable dedicado en gran
parte al cultivo de mandioca y a otros usos
agrícolas; pero, mucho antes de que yo hu-
biera explorado siquiera el dominio limitado
de ese claro, ocurrió un incidente que bastó
para corroborar mi primera impresión de
Armando King, el cocinero negro, y que,
de haber sido yo más perspicaz, me hubiera
demostrado lo que en realidad de continuo
estaba sucediendo, tras bambalinas, en esa
terrible región de “el Putumayo”.
Me enteré de que habían encontrado,
maniatada, una vaca del hato de la agencia.
Recuerdo el sentimiento de disgusto que ex-
perimenté ante una crueldad tan carente de
sentido. El animal tenía que ser sacrificado,
por supuesto, pero ya malherido había esta-
do tendido por horas —acaso durante un día

•450•
Amazonia

o algo así— cuando lo encontraron, y era ob-


vio que algún salvaje había sido el culpable de
semejante barbaridad. Al parecer, una vaca
había desaparecido antes en circunstancias
muy cuestionables, y nadie había sido casti-
gado. Ahora, en cambio, algunas pocas evi-
dencias apuntaban a un grupo de indígenas
que vivía en la selva a escasas millas y que fue
traído para ser interrogado.
Siete del grupo estaban bajo el mando
de un tal Quicha y, habiendo escuchado la
indagación, tuve que admitir que les fueron
dadas muchas oportunidades de decir quién
era el culpable. No obstante, cada uno de
ellos, incluido Quicha, se negó a pronunciar
palabra. No sé cuál era la prueba que los se-
ñalaba, aunque parecía ser bastante sólida.
Por cuanto el interrogatorio no había dado
resultados, los siete hombres fueron llevados
a la casa principal al frente de la cual, al nivel
del segundo piso, había una terraza amplia;
bajo ésta todos fueron acostados boca abajo
con las manos y los pies amarrados a estacas
clavadas en la tierra.
Semejante tratamiento me impactó de in-
mediato porque me pareció extenuante; sin
bien la falta cometida había sido seria, sentí
que, dada mi inexperiencia con estos nativos

•451•
· Vastas soledades ·

en particular, no podía intervenir. Empero,


cuando Armando King, el cocinero, fue lla-
mado y lo vi aparecer con un terrible látigo
de piel de tapir, llamado “ronzal”, cuya soga
tenía cinco pies de largo, tres pulgadas de an-
cho y una pulgada de grosor, empecé a tem-
blar; no pude evitarlo. Con aparente reticen-
cia el administrador Miguel Loayza dio la
orden a King de azotar a esos nativos atados,
y King, con una horrible sonrisa de placer en
su rostro de no fiar, agitó cerca de su cabeza
el aterrador látigo y lo descargó en la espalda
del primer hombre.
El golpe inicial hizo brotar sangre y el
cuerpo del indígena saltó del suelo tan alto
como sus manos y sus pies atados lo permi-
tían. Yo estaba horrorizado, y al ver que un
azote tras otro caía sobre la infeliz criatura
abandoné el lugar; no podía soportar más.
Bajé al lado del río para pensar en esas co-
sas. Que esos indígenas habían sido respon-
sables de una falta grave resultaba indiscu-
tible; pese a esto, el castigo recibido era en
extremo brutal. Más aún, no habían admi-
tido su culpa y ninguna corte había dado un
veredicto. Con todo, en esa distante estación
en medio de la selva no había ley distinta a la
ejercida por un puñado de hombres blancos.

•452•
Amazonia

Era esta una cuestión difícil de resolver y no


podía encontrarle pies ni cabeza. Había visto
la vaca y, desde luego, cualquiera que hubie-
ra sido el culpable de tal acción no habría re-
sultado castigado en exceso por unos pocos
lapos, ni siquiera si hubieran sido infligidos
con un látigo tan horripilante como el que
empuñaba Armando King.
La falta había sido grave; de todos modos,
el castigo no era el que yo hubiera escogido.
Cuando empecé a preguntarme qué habría
hecho de haber sido el encargado de imponer
justicia en esta tierra salvaje, tuve que acep-
tar que no sabía qué hubiera sido lo más efi-
caz. Los hombres de esta compañía cauche-
ra sabían mejor cómo lidiar con los nativos.
Todo lo que pude hacer fue sacudir la cabeza
y dudar.
Una mujer del “convento” pasó sostenien-
do alguna carga y me dijo que el castigo ha-
bía terminado; me paré y volví a subir por la
orilla. Por ahí estaban los siete indígenas con
sus espaldas sangrando y con masas en carne
viva. Se les veía taciturnos, acurrucados en
la sombra. Un vistazo era suficiente; subí a
mi cuarto y preparé una solución antiséptica
que unté en sus espaldas. Más tarde le hablé
de esos hombres a Loayza.

•453•
· Vastas soledades ·

“Sabemos que eran culpables”, me dijo, “y


uno de ellos finalmente lo admitió”.
Eso era cierto. Uno lo admitió y es alta-
mente probable —hablo luego de tener una
larga experiencia con los indígenas sura-
mericanos— que todos hubieran estado im-
plicados en el asunto. Aún así, ese castigo
terrible me molestó, aun cuando todavía no
sé qué hubiera hecho. A pesar de todo, aún
horrores como este son olvidados y yo más o
menos lo olvidé.
Para mí casi no había trabajo por hacer;
es verdad que atendía muchos casos de ma-
laria, pero no permanecía muy ocupado. In-
clusive tuve tiempo para aprender la lengua
de los indígenas Huitoto del lugar; siempre
ayuda conocer esas lenguas. Tenía muy poco
qué hacer, repito. Me dí entonces a la caza y
montaje de pájaros, tan sólo para poder echar
mano de algo que me mantuviera activo.
Un par de meses después de mi llegada a
El Encanto vino uno de los jefes de agencia,
en viaje de negocios o por otros motivos. Era
un franco-peruano de nombre Dancuart y
traía a algunos nativos para que cargaran los
bienes por los cuales había hecho el viaje des-
de su lugar de trabajo, que estaba a apenas
diez o quince millas a través de la selva.

•454•
Amazonia

Uno de esos indios, cuyo nombre olvidé


desde hace tiempos, tenía, se me aseguraba,
un sorprendente parecido a mi persona. Era
más alto que el Huitoto común, esbelto, y yo
mismo tuve que admitir ese parecido. En la
semana anterior habíamos tenido menos
quehaceres que de costumbre y necesitaba
un poco de diversión, de manera que tomé a
este indígena que era un tipo notablemente
decente y de inteligencia más bien superior
al promedio, y decidí hacerle un tremendo
regalo. Yo tenía un viejo esmoquin, en cier-
ta manera desperdiciado. Visto que el hom-
bre era más o menos de mi talla y que, ade-
más, se daban pocas oportunidades de usar
una prenda como esa en El Encanto, decidí
vestirlo con ese traje y enviarlo de regreso a
casa con semejante regalo, que pocos nati-
vos suramericanos han recibido alguna vez.
Desem­polvé también una camisa, un cue-
llo y una corbata, y, luego de sortear más de
un pequeño problema, lo tuve enfundado en
toda esa indumentaria en desuso.
Siempre he lamentado no haber contado
entonces con una cámara; una fotografía de
ese indígena con tal vestimenta mucho hu-
biera valido la pena. Cuando bajamos la es-
calera y exhibí de improviso al hombre ante

•455•
· Vastas soledades ·

los miembros de la agencia, todos se dester-


nillaron de la risa. Ahí estaba mi indígena,
con un cuello que torturaba su cogote y su
barbilla desacostumbrados a ese aditamen-
to, y con una capa algo arrugada —en todo
caso reconocible en cuanto a lo que había
sido—, que se ajustaba perfectamente a sus
hombros. La pechera de la camisa relucía
bajo la luz brillante del sol y, aunque los boto-
nes eran de cobre porque no quise deshacer-
me de prendas en buen estado, desde lejos se
veían muy bien. No le di zapatos y por eso sus
pies desnudos, que jamás habían sido aprisio-
nados por zapatos, se desparramaban asom-
brosamente bajo los pantalones.
Todo no pasó de ser sino una payasada rui-
dosa, que en todo caso contribuyó a mi com-
prensión de las condiciones que prevalecían
allí. Como es de suponer, en esos tiempos
yo era por completo inconsciente de ellas, y
contemplaba a mi nativo engalanado aden-
trarse en la selva con su carga a la espalda,
para entretenimiento de todos los hombres
blancos y para envidia de los otros cargueros
que marchaban con él.
Me había encariñado con ese nativo y por
eso, cuando Dancuart regresó a El Encanto
un par de meses después, le pregunté por el

•456•
Amazonia

indio que se parecía a mí. Dancuart se enco-


gió de hombros y me dijo que había muerto.
“Malaria”, explicó, y lo creí.
Sinembargo,unadelasmujeresdel“conven-
to” se encontraba cerca y escuchó la conver-
sación. No dijo nada en el momento; después
de que Dancuart se fue, vino hacia mí mien-
tras yo alimentaba perezosamente a un peri-
co y balbuceó algo sobre que tenía una cosa
para decirme.
Paré mi trabajo y le pregunté en huitoto
qué quería, pues ella aparentemente no de-
seaba hablar en español; me aseguró que el
indígena por quien yo había indagado no ha-
bía muerto de malaria.
“¿Entonces no está muerto?”, pregunté.
“Sí”, asintió. “Murió”.
“¿Quiere decir que no murió de malaria?”.
Admitió que eso era exactamente lo que
quería decir.
“¿Entonces de qué murió?”, pregunté.
“Dancuart. Él mató”, susurró.
Naturalmente le pregunté cómo lo sa-
bía y por qué Dancuart lo habría matado, y
lo que conseguí fue que se explayara en una
larga historia de brutalidad y degeneración.
El joven indígena tenía una mujer a la que
Dancuart deseaba. El indígena se negó a

•457•
· Vastas soledades ·

cedérsela. Dancuart, en un arranque de ira,


mató al indígena y se llevó a la mujer. Mi
informante me aseguró que pertenecía a la
misma tribu y que le habían dado todos los
detalles.
Me sentía perplejo. La mujer no tenía ra-
zones para decirme una mentira. Pese a esto,
a la luz de las circunstancias, ¿qué podía ha-
cer yo? Toda mi evidencia era de oídas como
también la de ella, al menos en parte. Le creía
porque yo ya estaba empezando a hacerme
preguntas sobre esos hombres a los que es-
taba asociado. Había visto muchas cosas. En
verdad, desde aquella primera golpiza dada
a los siete hombres no había presenciado
ningún otro evento de esa clase. Aparte de
eso no había visto nada, como no fuera a los
indios sentados en silencio en las bodegas
cuando, de tanto en tanto, iba a las diferen-
tes subestaciones para tratar a alguien con
malaria. Eso sí, había visto a muchos con
verdugones espantosos en sus espaldas cau-
sados por los azotes que les propinaban con
látigos de cuero de tapir, aunque, sin excep-
ción, tales verdugones, de acuerdo con mis
propias observaciones, ya habían sanado y
mostraban señales de haber sido producidos
mucho antes.

•458•
Amazonia

Pese a todo, de tiempo en tiempo los hom-


bres del lugar bebían demasiado y hablaban
demasiado. Al comienzo yo no daba mayor
importancia a esos cuchicheos, pensando que
las cosas tan terribles de las que conversaban
eran quizás producto de su imaginación;
pero, cuando comencé a juntar todos los ca-
bos, creció mi certidumbre de que el Distri-
to del Putumayo era una inmensa cámara de
tortura en la que el puñado de funcionarios y
capataces de las caucherías, cuya palabra era
ley, torturaban, mataban y mutilaban por-
que, en su degradación, así lo decidían.
No mucho después de que la mujer me
hablara del crimen cometido por Dancuart,
un indio que había estado sacando la male-
za de los rincones del patio vino a mi cuarto
y exhibió su boca que, evidentemente, había
sido lesionada por un golpe violento de algún
objeto contundente. A duras penas podía ha-
blar; después de tratarlo y curarlo lo mejor
que pude, supe que un tal Juan de la Cruz lo
había pateado en la boca.
Este Juan de la Cruz era un peruano-qui-
chua que se encargaba de las cuadrillas de
trabajadores traídas a El Encanto ocasional-
mente para las labores que las requirieran.
El indio agredido había estado acurrucado

•459•
· Vastas soledades ·

cortando hierba y de pronto Juan, según pa-


rece sin advertirle y según parece sin razón,
se le abalanzó y lo pateó de lleno en la boca.
El hecho de que Juan calzara pesadas botas
vaqueras hacía doblemente grave el incidente.
Por cierto, la boca del indígena nunca pudo
sanar por completo al haber resultado frac-
turadas algunas porciones del hueso de la
mandíbula. Luego de curar la lesión me di a la
tarea de buscar a Juan. Por primera vez desde
que llegué a El Encanto me sentía furioso, y al
encontrar al hombre lo mandé al infierno en
mi español más fluido y enérgico que, luego de
los ocho años que había pasado en Sur Amé-
rica, podía ser tan fluido como enérgico. Más
aún, le aseguré que, si llegaba a hacer otra vez
algo así, lo golpearía hasta matarlo.
Al principio se le veía apenas sorprendi-
do; cuando mis amenazas se volvieron más
serias, decidió reportarlas al señor Loaysa.
Lo seguí; no iba a permitir que dijera una
sarta de mentiras. Ahora bien, si Juan había
confiado en que Loaysa se pusiera de su par-
te, tristemente se equivocó; el administrador
le repitió con vehemencia lo que yo ya le ha-
bía dicho y me respaldó sin reservas. Como
era de esperar, Juan no fue castigado; por el
momento, creo, se le pudo intimidar.

•460•
Amazonia

No puedo suponer que Miguel Loayza fue-


ra el responsable directo de todo esto. Era en
general un tipo agradable. Sin embargo, te-
nía largos accesos de mal humor y depresión,
y mientras los sufría se entregaba a leer toda
la noche. Liberado de ellos era una persona
tan amable como uno pueda imaginar. Era
decente comparado con otros en el Putuma-
yo; también era hospitalario. Estoy conven-
cido de que conocía poco de lo que ocurría en
la selva que nos rodeaba. No es que no hubie-
ra podido averiguarlo, si le hubiera importa-
do. No era de carácter fuerte y, por lo mismo,
deliberadamente cerraba sus ojos y sus oídos
a esos horrores.
De hecho, también aprendí a hacer esto.
Durante algunos meses presumí que la evi-
dencia que tenía ante mis ojos no constituía
prueba de lo que ella sugería; a medida que
pasaba el tiempo y más y más señales se aña-
dían, comencé a darme cuenta de que, por
horribles y bárbaros que fueran esos casos de
brutalidad, eran ciertos. A menudo vi indios
que habían sido golpeados. Ocasionalmente
vi a uno que había sido mutilado. Además, en
forma gradual me fui familiarizando con los
hombres que habían sido culpables de esos
crímenes atroces. Sabía que asesinar era

•461•
· Vastas soledades ·

nada para algunos de ellos, y que, si escri-


biera cartas a forasteros dando detalles o si
diera señales de que deseaba irme sin tener
razones valederas para hacerlo, me pondrían
emboscar y atacar. Por eso no dije nada. Era
más seguro.
No había pasado en la región del Putu-
mayo más que unos pocos meses que fueron
suficientes para darme cuenta de que ese no
era el lugar para mí. ¿Cómo podría escapar?
Era americano y ya otro americano de nom-
bre Hardenburg había causado problemas.
Estuvo en el Putumayo por unas pocas se-
manas, luego fue a Inglaterra donde escri-
bió una serie de artículos sobre este terrible
distrito y la vendió a Truth, una publicación
londinense. Sus escritos sobre la adminis-
tración del Putumayo a duras penas suscita-
ron controversia, y los funcionarios de Iqui-
tos, cuyo único y gran interés radicaba en
obtener más caucho sin reparar en las con-
diciones bajo las cuales éste era producido,
hicieron todo lo que pudieron para impedir
la aparición de más historias como las publi-
cadas. En adición, era obvio que, si evitaban
que cualquiera de sus empleados abandona-
ra la región donde se daban las atrocidades,
habría menos probabilidades de que esas

•462•
Amazonia

condiciones terribles reclamaran la aten-


ción del mundo.
Empecé entonces a pensar que, al ser yo
médico, podía inventarme síntomas que nin-
guno de los legos del lugar fuera capaz de in-
terpretar. Pero, si bien los viajes asociados a
mi salud no eran exactamente tabú, ya había
notado que, siempre que solicitaba autoriza-
ción para ausentarme, invariablemente se
me daba para ir río arriba, en dirección a una
zona que sólo hubiera podido atravesar con
la más extrema de las dificultades. En todas
las incontables ocasiones en las que pedí per-
miso para salir, nunca se me concedió para ir
río abajo, hacia el Amazonas y la civilización.
Ahí estaba yo, entre el demonio y el mar
profundo. Los hombres que me rodeaban co-
menzaban a ser más y más repugnantes para
mí. Encontraba cada vez más difícil ser lo su-
ficientemente diplomático como para enten-
derme con ellos, y esto era esencial. Cumplía
con mis deberes en el menor tiempo posible, y
con mayor frecuencia me adentraba en la sel-
va a recolectar pájaros para mis montajes; era
una manera de escapar de los horrores que me
deprimían. Hasta entonces había visto poco
con mis propios ojos. Pero tales crímenes no
pueden existir cerca de uno sin permear toda

•463•
· Vastas soledades ·

la atmósfera, y algunas veces no podía sino


sentirme asfixiado bajo la luz brillante del sol
y en la comodidad de El Encanto.
En esas condiciones permanecí allí du-
rante casi un año, cuando ocurrió algo que
hizo innecesario fingir síntomas; estos apa-
recieron de tal forma que no podían desper-
tar suspicacias ni siquiera entre quienes me
rodeaban. En mi creciente aversión por los
hombres con quienes me vi forzado a aso-
ciarme, de tiempo atrás me había dado a va-
gar solo entre los matorrales, armado única-
mente con una pistola calibre 20 con la que
cazaba pájaros. En una de esas excursiones
me había ausentado de la agencia por tres
días, parando a pernoctar en chozas de in-
dios. Los indios, pese a tener razones para
temer y odiar a los blancos, se mostraban
amigables conmigo. Supongo que tenían de
mí una buena impresión, como resultado de
las numerosas veces en las que había atendi-
do a indios enfermos y heridos. Cualquiera
que fuera la razón, siempre me recibían bien
y me acomodaban de la mejor manera que les
fuera posible.
Los indios en el Putumayo eran en su ma-
yoría Huitoto; ellos fueron los más abierta
y terriblemente explotados por la compañía

•464•
Amazonia

cauchera. De tiempo en tiempo aparecían en


la región otras bandas, que ya sabían de la
brutalidad de los blancos y por lo mismo no
podían ser consideradas propiamente como
amistosas. Unas pocas de ellas también eran
forzadas a extraer caucho.
Dado que los huitoto habían sido comple-
tamente subyugados, un hombre blanco solo
no corría peligro entre ellos, menos aún si,
como en mi caso, no había estado implicado
en ninguno de los numerosos crímenes de los
que eran víctimas esos desafortunados.
En consecuencia, no había pensado en
peligros cuando, al tercer día de haber sali-
do de El Encanto, llegué a un caño pequeño
que corría entre orillas empinadas, de ocho
o diez pies de altura. Me percaté de que, para
atravesar ese caño en miniatura, era nece-
sario bajar por mi orilla, saltar sobre el caño
y correr tan rápido como pudiera hacia la
otra, buscando que el impulso me ayudara a
alcanzar los arbustos del lado opuesto. Una
vez decidido el método para cruzar procedí
a seguirlo, y diez segundos después me en-
contré en la cima de la otra orilla, entre los
arbustos, mirando fijamente y con sorpresa
una fogata india que ya era un lecho de car-
bones. No había visto nada de eso antes de

•465•
· Vastas soledades ·

cruzar el caño, como tampoco había visto


siquiera una señal de los seis indios desnu-
dos que se acuclillaban cerca del fuego y al
parecer vigilaban una olla de barro en la que
cocían algo de pescado. Habían hecho su
fuego detrás del borde del caño, y la cortina
de matojos me había ocultado por completo
todo eso hasta el momento en el que irrumpí
por entre el matorral y me detuve a unos seis
pies de los indios.
Es innecesario subrayar que esa no es la
manera de llegarle a un grupo de salvajes. No
hay duda de que estaban aún más sorprendidos
al ver a un hombre blanco armado y parado en
medio de ellos, que yo de estar allí. No podía
esperar que en sus mentes cupiera el hecho de
que mi pequeña pistola para cazar pájaros no
era un arma peligrosa. Tenía una pistola y las
pistolas son armas peligrosas. Había caído en
su territorio exactamente como si lo hubiera
hecho con intención, y todo daba la impresión
de que no venía como amigo.
Ví todo eso en un instante; también, por
desgracia, ellos lo vieron. Antes de que tu-
viera tiempo de pronunciar palabra, uno de
los salvajes saltó sobre mí y me arrebató el
arma de las manos. Hablé en huitoto y no res-
pondieron. Otros dos me agarraron y luego

•466•
Amazonia

empezaron a comunicarse con rapidez entre


ellos en una lengua nativa que no entendí.
Que eran indios Andoque llegó a ser obvio
gradualmente y yo no conocía ni una palabra
de su lengua; no hablaron más.
Si hubiera irrumpido de improviso en el te-
rritorio de un grupo similar de huitotos, no es
improbable que alguno me hubiera reconoci-
do como el médico de El Encanto y que todos
me habrían tratado muy bien. Estos Ando-
ques, por el contrario, no sabían nada de
médicos. Ellos tan sólo sabían que yo era un
blanco y que los hombres blancos eran culpa-
bles de incontables y horribles crímenes co-
metidos a lo largo y ancho de las catorce mil
millas cuadradas del Distrito de Putumayo;
así mismo sabían que, por una vez, tenían a
un hombre blanco a su merced. No los culpo
por lo que hicieron. Era bien merecido si se
tenía en cuenta todo lo que conocían de los
blancos, y sabían que estos podrían salirse
con la suya. Casi no les tomó tiempo deci-
dir sobre lo que iban a hacer. Primero jala-
ron tanto como pudieron mis manos hacia
mi espalda, y luego las juntaron y sujetaron
con trozos de lianas que arrancaron de los
árboles. Después me pararon al frente de un
árbol y ataron mis manos a él de forma que

•467•
· Vastas soledades ·

no podía sino inclinarme hacia delante, y la


mayor tensión recaía en mis brazos que esta-
ban amarrados muy estrechamente detrás de
mi espalda. Enseguida, tras haberme coloca-
do en una posición de la que no había escape
puesto que cada movimiento tan sólo servía
para hacerme levantar, y con mayor dolor,
los brazos por detrás de la espalda, quebra-
ron la olla de barro que había permanecido
sobre los carbones rojos y ardientes y pusie-
ron un pedazo de la loza caliente entre mis
manos. Estas ardieron espantosamente por
un minuto; luego vino una especie de aneste-
sia y sufrí muy poco.
Uno de mis captores dio el último toque
a mi situación. No entendí lo que este ha-
bía hecho sino hasta después de que todos
se fueron: con su machete había lanzado un
tajo profundo al tronco del árbol, justo sobre
mi cabeza. Cuando vino hacia mí alzando el
machete sentí que mi fin había llegado; para
mi sorpresa, había atacado tan sólo al árbol.
Recuerdo que pensé que la maniobra era ton-
ta y me pregunté si el indio había hecho eso
únicamente para aterrorizarme. Conclui-
da su tarea, todos se fueron sin decir nada;
desaparecieron en silencio dentro de la selva
mientras yo seguía colgado en una posición

•468•
Amazonia

muy lastimosa e incómoda, con mis manos


aún humeantes por la quemadura de la piel.
Cuando los indios ya se habían ido em-
pecé a comprender la astucia casi diabólica
que revelaba ese corte en el árbol. La savia
había tenido tiempo de fluir tronco abajo, y
las enormes hormigas negras, que hasta en-
tonces habían estado en tierra concentradas
en sus asuntos, notaron esa impresionante
provisión de alimento. Al principio solamen-
te unas pocas me usaron como puente para
alcanzar el corte en el árbol; poco después,
miles empezaron a subir por mis piernas, a
lo largo de mis brazos torturados, incluso
por mi rostro y cuello; se metieron también
entre mi camisa que estaba abierta a la al-
tura de la garganta. Miríadas de poderosas
compañeras llegaron. Sacudía mi cabeza en
un esfuerzo de liberarme del flujo constante
de insectos. Los soplaba para sacarlos de las
comisuras de mi boca. Gritaba y pataleaba,
sin efecto alguno. Y seguían viniendo mien-
tras cada movimiento que hacía, allí colga-
do, me debilitaba más y más, con las manos
arriba de mi espalda, con el cuerpo inclinado
hacia adelante y alejado del árbol, con casi
todo mi peso pendiendo de mis brazos torci-
dos y adoloridos, que habían sido estrecha y

•469•
· Vastas soledades ·

malignamente atados al tronco de ese árbol


cubierto de hormigas.
Todo el resto de la tarde permanecí allí
suspendido, dando alaridos de tanto en tan-
to y, de igual manera, cayendo en un estado
semicomatoso, sólo para despertar y de nue-
vo escupir y golpear y gritar a las hormigas
mientras continuaban la faena de recorrer
mi cara, bajar por mi cuello, hacer pausas
antes de morder los rabillos de mis ojos o mis
labios resecos e hinchados. El ocaso llegó y
el tinte de la selva pasó de verde a negro. La
noche fue terrible pues las hormigas seguían
ensañándose en mi persona. Por ellas me
daba cuenta de que estaba vivo. Mi mente se
sublevaba y yo lloraba. Es lo que más recuer-
do de esa noche. ¡Hormigas y oscuridad! ¡Os-
curidad y hormigas! Y esas dos realidades
se acentuaban con el dolor espantoso de mis
brazos casi dislocados.
Amaneció al fin; no era muy conciente de
ello. Pendía impotente, con la certidumbre
de que mi final se acercaba. Estaba en la sel-
va, lejos de todo sendero y lejos de todo po-
blado indio. Era muy improbable que llegara
ayuda y desde hacía rato había perdido com-
pletamente la esperanza. Y algo sucedió: por
la gracia de la providencia, dos niñas indias

•470•
Amazonia

que habían salido esa mañana a recoger bayas


me encontraron por puro accidente. Tuve ple-
na conciencia de verlas cuando aparecieron y
traté de hablar en huitoto. Quizás no pronun-
cié con claridad mis palabras; haya o no sido
así, estaban muy asustadas como para enten-
derlas. Se arrimaron bien una a la otra y me
miraron fijamente. Por un momento se que-
daron ahí paradas, y luego en forma repentina
se dieron vuelta y corrieron hacia el matorral.
Chillé y lloré en voz alta. Intenté reventar mis
ligaduras y grité. El ataque pasó y caí una vez
más en la inconciencia, de la cual, luego de un
tiempo, desperté a medias para ver a un gru-
po de indios parados mirándome. Las niñas
habían traído a sus padres y ahora eran ellos
los que se mostraban asustados. Es malo para
un indio encontrar a un blanco en semejante
situación, si no hay manera de probar quién
pudo ser el responsable de provocarla. El re-
sultado de lo anterior fue que se perdió mucho
tiempo en deliberaciones. Finalmente un vie-
jo —había docenas de ellos— decidió que de
todos modos me aliviaría un poco, a tiempo
que uno de sus compañeros iba a la estación
cauchera más cercana a contar la historia.
Fui liberado 22 horas después de haber
sido amarrado y estaba hecho un desastre.

•471•
· Vastas soledades ·

Con la ayuda del indio que me había dado ali-


vio, llegué a su choza dando tumbos a través
de la selva; desde allí tuve que ser cargado en
guando hasta El Encanto. Sacaba, por lo me-
nos, una gran ventaja de todo esto: tenía sín-
tomas reales; síntomas tan visibles y contun-
dentes que no hubo objeción alguna para que
se me trasladara a Iquitos en el siguiente bote.
Más tarde, de encime, vino otra calami-
dad. Todo estaba arreglado para mi viaje.
Mi baúl había sido empacado. Ya había dicho
mentalmente adiós al Putumayo. Entonces
caí con un ataque de malaria perniciosa que
me postró una semana durante la cual el bote
llegó y se fue, mientras, en mi delirio, soñaba
con helado, pastel de carne y otras comidas
que no había visto en años. Loayza me dijo
más tarde que mi temperatura había alcan-
zado los 106 grados Farenheit. No es de ex-
trañar que hubieran decidido no ponerme en
el bote. Por si fuera poco, recobré la concien-
cia y comprendí que otros tres meses debe-
rían transcurrir antes de que me fuera posi-
ble escapar de esa abominable región.
Qué meses fueron aquellos. Tenía los
nervios destrozados. La tortura a la que fui
sometido se había tragado buena parte de
mí y la malaria el resto. Para colmo, se había

•472•
Amazonia

cometido un error al embarcar los alimentos


destinados a la estación. Por ese tonto error
las provisiones habituales no habían llegado y
en cambio sí recibimos una infinita cantidad
de latas de camarones y de pâté-de-foie-gras.
Cuarenta cajas de tan deleitables comidas nos
fueron enviadas, ¡y eso era todo! Imaginen te-
ner que comer camarones y pâté-de-foie-gras
todos los días. Imaginen los intentos de pre-
parar platos nuevos con esas existencias. De
hecho, teníamos sopa de pâté-de-foie-gras. La
fritábamos, la ahumábamos y le hacíamos
todo lo que podíamos; procedíamos de igual
forma con los camarones enlatados. Por suer-
te contábamos con mandioca y esta, créanme,
se convirtió en un regalo del cielo. Las tres
únicas latas de leche condensada fueron para
mí. Todos compartíamos más tiempo con los
indios para alimentarnos con su comida y,
aun cuando todo esto sucedió en 1909, toda-
vía no he podido volver a comer camarones ni
pâté-de-foie-gras.
Ahora pienso que tal vez todo estuvo bien.
Si el grupo hubiera recibido la comida ade-
cuada y yo los cuidados necesarios, es bien
probable que mi salida hacia Iquitos hubiera
sido cancelada. Así se dieron las cosas; yo era
una ruina y era obvio, al menos para mí, que

•473•
· Vastas soledades ·

si bien había superado la malaria, jamás me


habría levantado si me hubieran forzado a
permanecer en El Encanto. Gracias al cielo
el resultado fue que, cuando El Liberal apare-
ció de nuevo en nuestra estación, lo abordé y
vi desaparecer El Encanto, a popa, mientras
nos dirigíamos río abajo.
No había duda en mi mente de que había
visto lo último del Putumayo. No tenía la más
mínima idea sobre si alguna vez regresaría
a ese lugar dominado por el horror. Porque
somos criaturas sujetas a las circunstancias,
toda mi resolución se fue luego a la nada. Du-
rante poco más de dos años estuve lejos, es
cierto, y en ese lapso vi otra cara de la vida
en Sur América; a la postre fui una vez más al
Putumayo donde ví cosas de las que antes sólo
había oído hablar, y donde empecé a darme
cuenta de lo que es genuina degeneración y de
qué tan hondo la humanidad puede hundirse
en el fango de la brutalidad y la crueldad.
[…]

Varias veces había escuchado hablar de


cómo los peruanos de la clase más baja —y
había muchos de ellos en el Putumayo— co-
rrían despavoridos para alejarse del cuerpo
de un indio asesinado, cuando se enteraban

•474•
Amazonia

de que había sido bautizado. Al parecer, en


sus mentes estaba profundamente arraigada
la idea de que existía una diferencia enorme
entre matar a un “infiel” —un salvaje infiel,
no bautizado— y matar a uno que hubiese
recibido los beneficios del sacramento. Los
primeros eran “animales”. Los segundos,
“cristianos”.

•475•
ORI-
NO-
QUIA
I
Del Zulia
al Magdalena
MELITÓN ESCOBAR LARRAZÁBAL
1921

En el seno de aquellas soledades habita un tes-


timonio perenne de lo que es la hermosura y
lo que es la grandeza en el sentido parnasiano
y panteísta. La pujanza creadora de la natu-
raleza culmina allí en manifestaciones ago-
biadoras. La fauna y la flora emulan entre sí
para hacer sensible el milagro de una realiza-
ción en el color, en el sonido, en la armonía,
en el ritmo, en la fuerza, en la extensión y la
profundidad de todas las manifestaciones que
alcanza a percibir 1a criatura humana. Aque-
llo desbordaría, en materia de clasificación, la
laboriosidad benedictina de todos los léxicos.

•479•
· Vastas soledades ·

Y a tiempo que el sol asiste a esta apo-


teosis de lo vital pero inanimado, el hombre
mide con exactitud desconcertante la infe-
rioridad de su comprensión y de su energía
ante ese prodigio simultáneo de soberanas
manifestaciones. Es una relación inversa, en
que al máximum de expansión animal y vege-
tal, al más alto exponente de los tres reinos
en que se cifra lo aparente, corresponde el
mínimum de posibilidades humanas. Y esta
relación inversa mella la voluntad y com-
promete la estabilidad del espíritu. El hom-
bre siente allí una hostilidad concentrada y
agresiva en todo lo que se agita y todo lo que
reposa, en el ambiente cálido y sonoro, en la
tierra húmeda y fecunda, en la abrumadora
pujanza de ese vivir que se multiplica en so-
noridades y palpitaciones infinitas.
¡Selva enorme, que no tienes compasión
con lo raquítico y miserable, que exaltas so-
lamente lo que es invicto como tú, que odias
lo incapaz y lo moribundo, selva egregia, sel-
va dura!

•480•
Recuerdos
de un viaje.
De Orocué a
Manaos*
PABLO V. GÓMEZ
19131

* Texto transcrito íntegramente. El carácter en extremo


artesanal de la publicación original indica cuando me-
nos dos asuntos: la frecuente ausencia de tipos para las
acentuaciones, incluso en palabras que incuestionable-
mente las demandaban entonces como ahora, y la falta
de cualquier tipo de corrección ortográfica. Gracias a
esto último no solo se revela la idiosincrática escritura
del autor, sino que tiende a constatarse su relativa dis-
tancia de la redacción en castellano, al servirse de giros
o, tanto más, grafías propias de alguien que desde el in-
glés se aproximaba con cautela a nuestra lengua. Así se
validaría la historia de su residencia en Inglaterra. Como
sea, incorporé la acentuación para hacer más fácilmente
legible el relato y mantuve deliberadamente los “errores”
ortográficos, que por cierto le agregan un gran encanto
a la ágil narración. [Nota del editor]

•481•
· Vastas soledades ·

I
El Vichada
Ya la vanguardia de las fuerzas enemigas
pisaba las primeras calles de Orocué, cuando
me embarcaba en una pequeña canoa fondea-
da en una de las bocacalles más excusadas de
aquel puerto. Un indio joven de la tribu Sáliva,
único tripulante de la canoa, apoyando con
fuerza su canalete en el barranco de la orilla,
lanzó la pequeña embarcación al medio del
río, que nos llevó demasiado lejos a pesar de
los esfuerzos que el indio aterrorizado hacía
para cortar la corriente. ¡Cuán cierto es que
hasta para huir se necesita valor! No había-
mos llegado a la opuesta orilla, cuando ya se
oían las descargas y la vocería con que las tro-
pas celebraban la toma de la indefensa villa.
Por fin tocamos a tierra. El indiecito jade­
ante amarró la canoa y mostrando con la mano
abierta el lejano horizonte, me indicó la ruta
que debíamos seguir para llegar a Raudalito a
donde, se había comprometido a llevarme.
Emprendimos la marcha, el indio ade-
lante con su paso corto y ligero peculiar a su
raza, yo en seguida cargado con mi rifle y mi
cobija y atrás mi perro grande y temible ani-
mal, valioso obsequio de un amigo y al que
debí en muchas ocasiones la vida. Eran las

•482•
Orinoquia

3 de la tarde, el calor abrazaba, los tostados


pajonales rizados por las brisas parecían a lo
lejos devorados por la llama de un incendio y
el sol ardiente descendía en el horizonte en
medio de arreboles semejantes a coloradas y
gigantescas rocas de granito que formaban
unas como a modo de cavernas iluminadas
por reflejos multicolores.
El indio seguía su marcha constante sin
hablar palabra, el perro jadeaba y el sudor
inundaba mis ya fatigados miembros. De
repente, y cuando ya oscurecía, el indio se
detuvo bruscamente y mirándome de frente
con el espanto marcado en su rostro, dijo con
voz trémula mostrando a lo lejos ¡“Cuibas”!
Ya sabía yo cuánta razón tenía su terror y mi-
rando hacia el punto que el indio me indicaba
vi solamente una tenue columna de humo que
salía de una arboleda muy lejana. Precisas
fueron las amenazas de muerte para que el
indio conviniera en seguir hacia el lugar don-
de salía el humo, y aun algunas veces parecía
que se resignaba a recibir la muerte, antes
que seguir adelante. Tanto así es el espanto y
el terror que inspira a las gentes de la región,
la feroz tribu de los Cuibas.
Pocas cuadras nos separaban de la arbo-
leda, cuando distinguimos en la penumbra

•483•
· Vastas soledades ·

multitud de hombres desnudos que en preci-


pitada fuga abandonaban el bosquecillo para
dirigirse a la selva inmediata.
Mas, repuesto de su terror, el indio se vol-
vió de nuevo hacia mi diciendo: “No Cuibas,
Guahibos” y apercibimos una hoguera en me-
dio de la arboleda.
Me acerqué a ella con cautela y ya pensa-
ba que estaría desierta, cuando vi levantarse
de un chinchorro colgado entre dos árboles la
horrible figura de un indio viejo, flaco y decré-
pito. Me aproximé a él saludándolo de modo
afable, el indio me tendió la mano diciendo,
“tajaco” que es la fórmula de su saludo.
Después me indicó un lugar en el suelo
para que me sentara, y en un español endia-
blado me preguntó que iba a hacer allí y de
donde venía; díjele venía de Orocué perse-
guido por soldados y a buscar refugio y de-
fensa entre éllos. Bien sabía yo el odio pro-
fundo que profesan a los militares, y este
ardid me salvó la vida. Rendido por la fatiga
tendí en la hojarasca la cobija y me acosté, el
indio Sáliva se tendió a mi lado y el viejo tor-
nó a echarse en su chinchorro. Sería la media
noche, cuando desperté sobresaltado, el pe-
rro ladraba, llamé al indio y encontré vacío
el punto donde se había acostado: se había

•484•
Orinoquia

fugado; busqué al viejo del chinchorro y ha-


bía desaparecido también.
Estaba pues abandonado y perdido en
aquel desierto, rodeado de peligros: los in-
dios, las fieras y el hambre.
Volver atrás era imposible, me esperaba
una muerte segura suponiendo encontrar el
camino que había llevado; me propuse seguir
adelante, ¿pero para dónde?
Resolví acostarme y esperar que amane-
ciera. Pero en vano traté de conciliar el sue-
ño; el perro corría por todos lados ladrando
enfurecido, llegaba hasta mí y luego volvía
hacia las sombras. De repente oí pasos hu-
manos en la hojarasca, algunos silvos raros y
murmullos. Me levanté de un salto con el rifle
tendido hacia donde oía el ruido, pero una voz
conocida me contuvo: era el indio viejo que re-
gresaba; otras sombras negras avanzaban por
todos lados cautelosamente hacia mí; “Noso-
tros corazón bueno”, dijo el indio, “no matan-
do para tí”. Acercáronse eran más de sesenta.
Todos jóvenes, robustos y de alta talla.
Me dieron todos la mano y en su porte y
lenguaje se comprendía que venían de paz,
aunque armados de arcos y afiladas púas. Su
Capitán o Jefe era el único barbado y el que
algo hablaba español.

•485•
· Vastas soledades ·

Llamábase Dionisio, era alto, delgado,


vivaz y charlatán. Llevaba por único vestido
un pantalón, los demás solo tenían un angos-
to guayuco. Nos sentamos en el suelo y uno
de éllos sacó de una bolsa de corteza un pez-
cado, cazabe y un cuarto de armadillo, todo
frío y sin sal, que me presentó y devoré más
por miedo a su enojo que por hambre.
Con mucha dificultad para hacerme
comprender de aquellos salvajes, repetí lo
que ya había dicho al indio viejo, agregan-
do que deseaba me llevasen a Raudalito (lu-
gar situado en la ribera del río Muco) y que
esperaba que éllos me favorecieran de los
soldados que me perseguían. Pude notar
en sus semblantes la credulidad en lo que
yo les decía, y el orgullo en constituirse en
defensores mios. Me confesaron con inge-
nuidad que el día anterior, cuando me divi-
saron, creyendo fuésemos soldados habían
guardado sus mujeres e hijos para volver a
atacarme, pero que afortunadamente el in-
dio viejo se había quedado dormido cuando
ellos salieron y les había informado a media
noche quien era yo y a qué iba. Me manifes-
taron que gustosamente serían mis guías
hasta Raudalito a la hora que yo quisiera.
Momentos después llegaban sus mujeres e

•486•
Orinoquia

hijos, los que agrupándose a mi rededor me


contemplaban con gran curiosidad.
Una muchacha como de 12 años, más re-
suelta que sus compañeras, se me acercó e in-
troduciendo su mano en el bolsillo del chaleco,
extrajo mi cortaplumas que se llevó, mien-
tras que las demás muchachas daban saltos
y gritos de alegría.
Ya amanecía. Fieles a su gratuito com-
promiso acompañado de 5 de aquellos indios
marché en dirección a Raudalito. El resto de
los salvajes permaneció allí. Según compren-
dí, todos éllos estaban en aquellas sabanas
en la inocente ocupación de matar ganado,
del hato de “El Porvenir” de propiedad de
Don Ramón Real.
Habíamos andado unas 6 horas, bajo un
sol abrazador, y a un paso tan acelerado, que
cuando llegamos a la orilla de un caño que
mis guías llamaron “Guanacabí” creí sucum-
bir de fatiga. Tratamos de vadearlo, pero era
imposible: su lecho cenagoso, su corriente
impetuosa y su profundidad no lo permitían.
Los indios se lanzaron a la corriente cre-
yendo muy natural que yo los seguiría. Tan
luego como me vieron desde la opuesta orilla
que yo había permanecido quieto, regresaron
y me instaron para que siguiera su ejemplo;

•487•
· Vastas soledades ·

pero imposible, yo no sabía nadar y no había


por allí un tronco para ayudarme.
Al contemplarme en aquella penosa situa-
ción, muy inferior a un salvaje, pensé en lo
deficiente que resulta la educación recibida
en nuestras escuelas y colegios en donde lo
menos que se preocupa el Gobierno es en el
perfeccionamiento material de los colombia-
nos. Estando nosotros en continuo contacto
con la Naturaleza salvaje, la marcha, la equi-
tación, la natación y el manejo de las armas
debieran ser obligatorios en nuestros Insti-
tutos de enseñanza primaria.
Esto lo escribo hoy, después de haber vis-
to que, en Europa, con menos razón, se pone
mayor cuidado durante los primeros años de
estudio, a los ejercicios materiales y al desa-
rrollo del cuerpo que al perfeccionamiento
intelectual del educando.
Para ocultar mi impotencia a los ojos de los
indios y que no llegaran a considerarme como
su inferior, les dije que no me botaba al caño
por no humedecer mi rifle, pues se dañaría.
Creyeron justa mi excusa y entonces uno
de ellos tirándose boca abajo, me hizo señas
que me montara sobre sus espaldas, así lo
hice; y levantando en alto el rifle, el indio se
lanzó de nuevo.

•488•
Orinoquia

Nadaba sumergido sacando de cuando en


cuando la cabeza para respirar. Desviados
de la línea que debíamos seguir tanto por la
impetuosidad de la corriente, como porque
el indio perdía sus fuerzas por momentos, al
llegar a la orilla daríamos con un barranco
escarpado donde no podríamos hacer pié y
contra el cual el agua se estrellaba con gran
fuerza. Los momentos eran, pues, críticos.
Aun no habíamos llegado a la mitad del caño,
el indio se hundía y yo con él hasta creer que
no volveríamos a la superficie. De cuando en
cuando sacaba el salvaje la cabeza dando un
grito desgarrador y hacía esfuerzos supre-
mos por deshacerse de mí.
Pensé por un momento botar el rifle para
aligerar la carga al indio y ayudarle, pero lue-
go resolví más bien perecer, antes que perder
mi arma.
Los compañeros del salvaje contempla-
ban desde la orilla esta escena sin pensar en
auxiliar a su hermano, antes bien se burlaban
de él con grandes risotadas.
Afortunadamente dimos en un violento
remolino q’ nos lanzó lejos hacía un árbol
ribereño cuyas grandes ramas se extendían
sobre la superficie del agua, de ellas agarrose
el indio y apoyándonos de una en una salimos

•489•
· Vastas soledades ·

a la orilla donde nos esperaban nuestros 4


compañeros alborozados por habernos visto
en semejante apuro.
Por mi parte solo traté de disimular tama-
ño susto sentándome a desarmar el rifle, ope-
ración que los indios miraban estupefactos.
Seguimos luego nuestra marcha y al ano-
checer atravesamos el río Muco en una peque-
ña canoa que encontramos amarrada a la ori-
lla, y llegamos al caserío de Raudalito.
Consta este caserío de 5 casas pajizas ha-
bitadas por otras tantas familias de la tribu de
los Guahibos, contando unos 30 habitantes.
Me recibió el capitán del pueblo con afa-
bilidad y me designó una pequeña choza para
mi alojamiento.
En este lugar debía esperar mi equipaje
que un recomendado debía conducir desde
Orocué por el Meta, hasta San Pedro de Ari-
mena; de aquí, al caño de Caracacate por tie-
rra; de allí, por el Muco en canoa a Raudalito.
Quince días habían trascurrido y el citado
equipaje no llegaba. Solo Dios sabe cuántas
amarguras experimenté y con cuanto trabajo
pude proveer a mi subsistencia.
Aquellos pobres indios apenas alcanza-
ban, trabajando rudamente, para alimentar
con escacez sus familias, y estaban natural­-

•490•
Orinoquia

mente cansados de darme alimentos, al ver


que yo nada tenía para remunerarlos.
Todos los días salía desde temprano en
compañía de mi perro a buscar alguna caza
y después de andar y desandar sin más ali-
mentos que agua, volvía al anochecer con las
manos vacías o con alguna infeliz presa que
tenía que compartir con los indios. A estos
sucedía otro tanto, pues la región es pobre
en caza y el río en pescado; así era que yo me
sentía desfallecer, el perro se moría de ham-
bre y los indios me miraban mal.
Una circunstancia vino a empeorar fa-
talmente mi situación: como a cuatro leguas
de Raudalito se halla el pueblo de Hueveria-
na habitado por numerosos indios guahibos
pero más salvajes y feroces que los que había
tratado hasta entonces.
Sucedió que una noche se presentaron en
mi choza 28 de ellos cargados con armas,
ropas, baules, chinchorros y venían de sa-
quear y matar a los indios de la tribu Sáliba
que mora en el caserío de Marras cerca del
Meta. Había entre ellos algunos heridos.
Sin contar conmigo se establecieron en la
choza y allí con ellos tuve que pasar la no-
che soportando su charla ininteligible y su
asquerosa fetidez.

•491•
· Vastas soledades ·

Al amanecer trataron de marcharse, pero


noté que se llevaban mi cuchillo. Llamé al
Jefe y le manifesté por medio de un intér-
prete de Raudalito que yo sabía quién era el
ladrón, y que si no me lo devolvía le tiraría
con el rifle.
Apercibidos los indios de lo que yo decía
y viéndome en disposición de disparar sobre
ellos, formaron espantosa algarabía, echa-
ron a tierra lo que llevaban y prepararon sus
arcos para repeler mi ataque.
Confieso que semejante aventura, cuyo
solo recuerdo hoy me eriza los cabellos, no
me inspiró el menor temor; no sé si por la
magnitud del peligro, o la conciencia de mi
superioridad o bien mi angustiosa situación;
el hecho es que, colocado tras uno de los pi-
lares de la choza, apunté sobre el primero
que me tendió el arco, pero su capitán se in-
terpuso diciéndome, más por señas que con
palabras, “blanco, mejor será que tu no ma-
tes ninguno, porque nosotros somos muchos
y te mataremos también” —“No importa que
sean muchos si yo con esta bala los atravieso
a todos” le contesté, mostrándole la cápsula
con que había cargado el rifle.
La miró el indio espantado y volviéndose
hacia sus compañeros conferenció con éllos

•492•
Orinoquia

en lenguaje animado. Salió uno del grupo,


con el cuchillo que dió al jefe, el cual me lo
entregó diciéndome “Si tu corazón conten-
to, nosotros también corazón contento”. Me
dieron todos la mano y se marcharon para su
pueblo con los productos de su saqueo.
Al día siguiente llegó una mensajera a
Raudalito con el fin de que me notificaran
que, si no me iba inmediatamente, vendrían
una noche y me sacrificarían con todos los
habitantes del pueblo, para lo cual estaban
ese día preparando curare para envenenar
las flechas.
El terror de que se apoderaron los de
Raudalito fue indescriptible, sabían que sus
vecinos cumplirían su promesa y llegaron
amotinados a mi choza a pedirme con gestos
y gritos feroces que me fuera porque sus ve-
cinos los matarían.
Manifesté al capitán que yo no podría
emprender viaje sin recibir mi equipaje y sin
conseguir embarcación tripulada para se-
guir adelante, “entonces nosotros nos iremos
y te dejaremos solo en el pueblo”, me dijeron,
“hagan lo que gusten, teniendo entendido
que no temo a Uds. ni a nadie” les dije.
Profiriendo amenazas y mostrándome los
puños con gestos extravagantes se retiraron

•493•
· Vastas soledades ·

a sus casas y a poco los vi salir cargados con


cuanto poseían, asilándose en el pueblo de
Mayoragua.
Mi situación no podía ser más espantosa:
abandonado de todo ser humano, hambrea-
do, amenazado de muerte por todas partes,
sin fuego para cocinar, privado de la libertad
hasta de salir a buscar mi subsistencia, pues
temía encontrarme con mis enemigos en al-
guna de mis correrías, experimenté durante
veinte días todas las amarguras de que es ca-
paz un hombre.
Durante la noche mi perro no cesaba de
ladrar, y a cada una de sus embestidas creía
yo ver encima de mí a mis asesinos. Ni una
sola noche, ni un solo momento pude con-
ciliar el sueño. La extremada debilidad en
que me hallaba, la impresión de una amena-
za de muerte constante, apartaban de mis
ojos el sueño y de mi cuerpo la vida. Muchas
veces me refugiaba en un espeso matorral,
a riesgo de ser mordido por una cascabel de
las que tanto abundan en esos lugares, a fin
de entregarme al sueño y al descanso pero
en vano: el más leve ruido, la caída de una
hoja, me sorprendía y asustaba el perro,
que parecía comprender el peligro en que
me hallaba.

•494•
Orinoquia

Poco tiempo después supe que en algunas


de esas noches habían estado los de Hueve-
riana acechando mi choza y habían huido a la
embestida del perro.
Por fin llegó mi equipaje y algunos víve-
res. Tras esto los habitantes de Raudalito
que, al saber su llegada, venían a pedirme el
pago de la hospitalidad y de lo poco que me
habían dado, se creían con derecho a todo
cuanto tenía, inclusive mi ropa.
Ya no querían los indios que me fuera y
gran trabajo me costó conseguir dos remeros
que me llevaran hasta Cumare, pueblecito
situado a la orilla del río y a donde llegamos
después de 4 horas de vertiginosa marcha
por su rápida corriente.
Allí pedí al capitán dos marineros, los que
me negó con el propósito de detenerme y sa-
quearme á su sabor, así es que me vi precisa-
do a demorarme unos días más.
Durante este tiempo, cuando ya estaba
desesperado con la rapiña e impertinencia
de los indios, llegaron a Cumare dos de los de
Hueveriana, de los ya en mala hora conoci-
dos, me saludaron con muestras de cariño y
en su complicado lenguaje me dieron a com-
prender que venían de parte de su capitán
para decirme que tenían en aquellas sabanas

•495•
· Vastas soledades ·

15 reses gordas pero muy bravías, las que no


habían podido matar con sus flechas, que, si
yo quería hacerlo con el rifle, me darían una.
Tal embajada me dejó perplejo, pues a más
de que podría ser una treta para asesinarme
cómodamente, si no iba, entenderían mi ne-
gativa por miedo e intentaban sacrificarme
sin temor. Así es que resueltamente les dije
“Vamos” y cargando el rifle, tomé el camino
de Hueveriana.
Eran las 3 de la tarde cuando alcancé a
divisar la población en una pintoresca ele-
vación de la sabana. Todos sus habitantes se
habían reunido en la casa del capitán para re-
cibirme, serían unos 200.
Cuenta la población unas cuarenta casi-
tas colocadas en dos hileras, fabricadas con
esmero y entre las cuales sobresale por su
amplitud la del capitán, que consiste en un
espacioso salón con paredes de estera.
Se adelantó éste para recibirme y en se-
guida los demás, viéndome obligado a dar la
mano a cada uno de aquellos indios, entre los
cuales reconocí algunos de los que días antes
habían pretendido asesinarme.
La esposa del capitán, única mujer que
vestía traje honesto y cabal, me presentó
una gran totuma repleta de una bebida que

•496•
Orinoquia

llaman yucuta y que se toma con otra totuma


pequeña. Consiste la tal bebida en un poco de
mañoco disuelto en agua fría.
Aunque pensé, con razón, que podían
envenenarme, no podría negarme a tomarla
so pena de incurrir en su enojo. Tomé pues
aquella descomunal totumada tratando de
disimular el disgusto que me causaba.
Resolvió el capitán dejar la caza del gana-
do para el dia siguiente; vino luego otro indio
a invitarme a conocer su casa y me dejé condu-
cir, su mujer me presentó otra enorme totuma
de yucuta la que debia tomar toda, lo que hice
con grandes esfuerzos hasta creer que reven-
taría. Llegó otro indio a invitarme también a
su casa, pero le dí a comprender que estaba
muy cansado y que al día siguiente iría.
El capitán me indicó una casita alejada
(chuibata) donde encontré un chinchorro
preparado. A tiempo de salir de ella, me dijo
el capitán que esa noche vendría y me traería
algo que me iba a gustar, pero que amarrara
el perro, y me dejó solo entregado a mis in-
quietudes. ¿Por qué se me alejaba? ¿Por qué
se había diferido la caza del ganado? ¿Por
qué me exigía que amarrara el perro? Tales
cavilaciones aumentaban mi afán, pero lo
amarré, pues si el capitán venía de buena fé y

•497•
· Vastas soledades ·

el perro lo mordía, no habría escapado de mis


mortales enemigos.
A eso de las 8 el perro me anunció que al-
guien se acercaba, me levanté, era el capitán,
le indiqué que el perro estaba seguro, entró y
se sentó en el suelo al lado de mi chinchorro.
En un español casi ininteligible me pregun-
tó por qué los blancos se destrozaban en las
guerras, qué clase de armas usaban; me hizo
describir a Bogotá y otras muchas preguntas
que revelaban en aquel salvaje un talento na-
tural poco común. Se retiró satisfecho y yo
me quedé tranquilo.
Amaneció y acompañado de unos 30 in-
dios armados de flechas salí a la pampa en
busca del ganado. No bien nos hubo aperci-
bido desapareció en veloz carrera dejando
en pos espesa polvareda, pero lo seguimos
por más de 3 horas de marcha tan rápida,
como jamás podré repetirla. Me llenaba de
tristeza al verme forzado a correr en medio
de aquella partida de salvajes, haciendo más
de lo que mis fuerzas me lo permitían por
igualarme a ellos en velocidad y constancia.
Ya empezaba a desfallecer y parecía que los
mismos indios admiraban mi resistencia,
pero lo que más me torturaba era el temor de
que en el estado en que me hallaba, erraría

•498•
Orinoquia

el tiro, lo que sería mi sentencia de muerte.


Serían las 11 cuando el ganado cansado paró
a pocas cuadras de un montecito, me aposté
en él y ordené a los indios hacerlo pasar cer-
ca, así lo hicieron con el mejor resultado; al
pasar disparé 2 veces sobre el grupo de re-
ses, una de ellas cayó allí mismo y otra fue a
caer más lejos.
La prueba fue cruel y demasiado peligro-
sa. Llenos de alborozo los indios despeda-
zaron las reses y cargaron con ellas para el
pueblo, en donde nos recibieron con gritos de
alegría. Me dieron algunas piezas y el rosto
lo entregaron al capitán. El patio de la casa
de éste se llenó de fogones y ollas en donde
cocinaban todo, hasta los intestinos, sin cui-
dado ni aseo.
El resto del día lo pasaron los salvajes co-
miendo carne casi cruda bailando y cantan-
do, de suerte que al amanecer no quedaban
señales del ganado.
Tres indios de Hueveriana me condu-
jeron de nuevo a Cumare y de allí a Sefu-
ria después de dos días de navegación; allí
los cambié por otros dos que me exigieron
adelantado el valor de su trabajo hasta Jo-
jore sobre el Vichada. Anduvimos medio
día al cabo del cual atracaron la canoa en

•499•
· Vastas soledades ·

una orilla montuosa y saltaron a tierra.


Les pregunté a qué saltaban y contestando
cualquier cosa en su dialecto penetraron
en la selva. Trascurrió media hora y no re-
gresaban, entonces salté a tierra y ponien-
do el perro en la pista seguí sus huellas,
pero los bandidos estaban demasiado lejos
y hube de resignarme a embarcarme solo y
remar como un galeote. La canoa mal diri-
gida daba vueltas muchas veces en el mismo
punto sin avanzar, o se atascaba entre en-
marañadas palizadas o golpeaba contra los
peñascos de la orilla; pero la necesidad me
obligó a aprender a manejarla.
Así anduve 4 días hasta llegar a Jojore,
abajo de la desembocadura del río Muco en el
Vichada. En uno de estos días me dio alcan-
ce una canoa donde iba un hombre blanco en
viaje para el Orinoco, le supliqué me llevara
o me diera un marinero para llegar siquiera
hasta Basilia, pagándole muy bien y se negó
rotúndamente a prestarme ese servicio. Era
un habitante de las orillas del Meta. Siguió
su camino con la mayor indiferencia y este
acto de maldad me hirió profundamente. Era
este hombre más malvado que los mismos in-
dios que me habían abandonado, pues estos
no tienen obligación de ser buenos.

•500•
Orinoquia

Poco tiempo después ví a este hombre en


San Fernando de Atabalpo enfermo y men-
dicante. No pude menos de recordar los per-
cances que después me sucedieron, y que el
habría podido evitar llevándome en su com-
pañía, al darle una limosna diciendo a los
que me acompañaban “Conste que doy una
limosna a quien merece recibir la muerte de
mis manos”. Les referí lo sucedido con aquel
hombre y todos convinieron en que yo tenía
razón.
En una de aquellas noches en que fatiga-
do de remar me tendí en la popa de la canoa
a descansar, me quedé profundamente dormi-
do, dejando andar la canoa a merced de la co-
rriente. Desperté al amanecer. Había descen-
dido mucho, tal vez varias leguas, y pasado
frente a Basilia y estaba en Vichada. Al incor-
porarme apoyé mi mano sobre algo extraño
clavado en el borde de la canoa: era una flecha
que se me había disparado al pasar frente a al-
gún pueblo de los muchos que hay en el trayec-
to. Una pulgada de distancia habría, entre el
lugar donde quedó clavada y mi cuerpo.
A mi llegada á Jojore fuí sorprendido por
la vista de una multitud de indios que vestían
los trajes más vistosos; unos de pieles de ve-
nado otros de tigre y todos lucían plumajes

•501•
· Vastas soledades ·

cuernos de venado colocados sobre la cabe-


za. El aspecto de este cuadro era encantador.
Tan pronto salté a tierra se apresuró la
multitud a recibirme vociferando y haciendo
las más extravagantes muecas.
Se hallaban en una fiesta llamada por
éllos yaraque del nombre de la bebida que en
élla toman compuesta de cazabe quemado y
podrido dentro del agua, dulce y que se yo
que más, todo fermentado de sabor agrada-
ble y que embriaga rápidamente.
Me condujeron a casa del Capitán. Se ha-
bían congregado allí los habitantes de tres o
cuatro pueblos y sus respectivos Capitanes con
sus numerosas familias estaban con el de Jojo-
re. Como yo había concebido mi plan para con-
seguir tripulantes díjele al Capitán que le traía
de Bogotá un pliego cerrado y firmado por el
mismo Presidente. Puse en sus manos un Papel
cualquiera y habiéndome rogado que se lo leye-
ra, como yo lo esperaba, finjí leerle que el Pre-
sidente le ordenaba me diera tres tripulantes
para mi canoa. Lo creyó el Capitán manifes-
tando la más grande satisfación y orgullo para
con sus colegas, que se miraban asombrados de
que el de Jojore mereciera tan alta distinción.
Me manifestó éste que me daría los hombres
que necesitaba pero que tenía que esperar dos

•502•
Orinoquia

días a que terminaran las fiestas, y que entre-


tanto él se encargaría de alimentarme.
El cazabe y el mañoco, extraídos de la yuca
brava, son el principal alimento de estos in-
dios y el viajero que, como yo, va desprovisto
de todo otro recurso, se ve obligado a comer
cuanto le ofrezcan, como los gusanos que
cria en su interior la palma llamada seje, las
ranas blancas, las lombrices de tierra y todo
animal que tenga sangre roja como la culebra
cazavenado y otras, el mono, un horrible mo-
lusco llamado matamata, los ratones de agua
con sus intestinos, los armadillos y las fieras;
nada se escapa al voraz apetito de estos sal-
vajes.
Me vi pues obligado a demorarme, pero
no me pesó, pues tuve ocasión de observar en
las costumbres de estos indios lo que nunca
había visto ni imajinado.
Forman las casas de Jojore una pequeña
plazoleta; reunidos en ella los indios dieron
principio a una ceremonia conmovedora:
abrazábanse de a cuatro en fondo, dos hom-
bres y dos mujeres y en fila regular, daban
vueltas cantando y bailando al son monóto-
no de una banda de carrizos, tambores y bo-
tutos, alrededor de una pequeña casa donde
un anciano tejía lentamente una crezneja de

•503•
· Vastas soledades ·

una fibra durísima llamada curagua. Termi-


nada esta crezneja en una brocha con peque-
ños nudos, salió el indio viejo a la plazoleta y
los danzantes se retiraron algunos metros de
él. Siguió entonces una verdadera flajelación:
los hombres llevaban hasta el anciano sus
mujeres e hijos, le decían sus faltas y enton-
ces el anciano azotaba al acusado sin piedad
con la crezneja cuya extremidad penetraba
como una cuchillada en sus desnudas carnes.
Este esperaba resignado, inmóvil, con los
brazos levantados y cruzados sobre la cabeza
los terribles latigazos sin proferir una queja.
Tal ceremonia explica por qué los indios no
castigan ni corrigen nunca a sus mujeres ni
a sus hijos; es en élla cuando ésto se verifica,
y por lo que pude comprender, solo se castiga
la pereza y la desobediencia en los hijos, y en
las mujeres la infidelidad y el descuido para
con su familia.
Terminada la ceremonia se desplegaron
por el llano hombres y mujeres, y armados
de pequeños palos, procuraba cada cual qui-
tarle a los demás la mayor cantidad de lana
de la que tenían enredada en las cornamen-
tas de venado. Después se dedicaron a beber
yaraque y a bailar con la mayor animación
sus infelices danzas. Cada poco tenían los

•504•
Orinoquia

Capitanes el cuidado de obsequiarme una


buena totumada de yaraque, que me veía
obligado a apurar.
Tienen estos indios algunas nociones so-
bre el bautismo, pues unas cuantas madres
se me acercaron con sus niños a que los bau-
tizara y les pusiera nombre y apellido. Por
allá quedaron algunos Napoleón Bonaparte,
Judas Iscariote, Eduardo Séptimo, Emilio
Loubet y hasta Marroquín y Sanclemente,
en dos viejos valetudinarios que se hicieron
bautizar también.
Tal vez sea el interés del obsequio, que na-
turalmente hacen los blancos al bautizado,
lo que mueve a estos salvajes a hacerse bau-
tizar, pero ¡cúan fácil sería, aun por este me-
dio, atraerlos a la vida civilizada!
Pero las Misiones fundadas años atrás
por frailes extranjeros, que el Gobierno cos-
tea y al que se hace creer que sus beneficios
se extienden a gran número de tribus, se de-
dicaron a reducir exclusivamente la tribu Sá-
liba, la que además de morar en las cercanías
de Orocué, es la más humilde, laboriosa, tie-
ne ganados y mujeres hermosas y no tiene de
salvaje más que el dialecto.
Tuve ocasión de ver en esta tribu dos mu-
jeres rubias de notable hermosura y algunos

•505•
· Vastas soledades ·

otros ejemplares en cuya paternidad no anda-


ba enredado ningún austero anacoreta; seres
infelices odiados por sus parientes y odio que
los indios hacían extensivos al P. Marcos, al P.
Pedro, al P. Alegría y qué se yo cuantos otros…
Cuesta trabajo creer que, entre los guahí-
bos, cuando la mujer da a luz, es el marido
quien se encarga de guardar dieta y cama. Pro-
híbesele a este, durante quince días después de
nacido el niño, el comer algo caliente ó que no
haya sido soplado por el uissi ó médico, el co-
jer con la mano instrumento alguno cortante y
el levantarse temprano. Toca a la mujer, como
siempre, seguir sus faenas de labranza y aten-
der a su marido en dieta y a sus hijos.
La joven india que entra a la pubertad es
sometida a las ceremonias más crueles y al
fin es condenada a sufrir un cierto número
de azotes proporcional a su hermosura; cual-
quier hombre soltero que quiera sufrirlos en
su lugar será dueño de élla.
El matrimonio se efectua en medio de una
ceremonia indescriptible, pero hay en ella
siempre algo simbólico y nunca escasean los
azotes a los novios.
Los hombres están obligados a derribar el
monte; toca a las mujeres sembrar y atender
sus labranzas.

•506•
Orinoquia

En una de sus fiestas celebran la proce-


sión llamada del diáblo (máguare) en que los
mozos de la tribu disfrazados de tal, van al
río a bañarse. La mujer que vea esta proce-
sión es condenada a muerte.
El uissi ó sabio es el mismo tiempo sacer-
dote y médico; según ellos tienen el poder de
alejar las tempestades y de sacar de los cuer-
pos las enfermedades o maleficios por medio
de soplos ó succiones hechas con sus labios,
que son verdaderas ventosas.
El uissi de Jojore era uno de los más hábi-
les en supercherías. Queriendo examinarle
su pretendida ciencia, entablé conversación
con él. Era un zambo alto y orgulloso y de mi-
rada astuta y desconfiada. Llevaba siempre
consigo una canasta llena de amuletos, pie-
dras y calabacitos llenos de polvos distintos.
Le dije al fin que estaba enfermo del pecho y
que quería que me curara. Ajustamos el pre-
cio de la curación y cuando lo hubo recibido
abrió su canasta, sacó de ella un calabazo lle-
no de un polvo griz del cual esparció un poco
a mi rededor pronunciando palabras ininte-
ligibles. Luego me hizo tender sobre el suelo
y empezó una tarea de ejercicios y muecas
sobre mi pecho con tal entusiasmo y grave-
dad que los circunstantes no se atrevían ni

•507•
· Vastas soledades ·

a mirarlo. Cansado con la pantomina le dije


que ya me sentía bien, pero que estaba enfer-
mo de una pierna. Lo que hizo para el pecho
fué soplar es decir ahuyentar el espíritu malo
con sus gestos y palabras, para la pierna iba
a chupar. En efecto me hizo señalar el punto
del dolor y me dijo que el Capitán de Cumare,
que era un pícaro, me había metido un ma-
leficio que iría yo a ver. Me colocó los labios
en un punto cualquiera que yo le había indi-
cado y empezó a chupar con tal fuerza, que
casi no podía resistir. A poco sacó de la boca
una gran espina de macana y me aseguró
que la había extraído de dentro de la pierna
y que ese era el maleficio. “Saca más” le dije y
volvió a chupar. En seguida sacó una avispa
viva, luego una gran espina de pescado. De-
cididamente era un buen escamoteador. Para
todas estas prácticas toman de antemano
por las narices una especie de rapé llamado
yopo que les produce una exitación espantosa
con visiones terribles y después embriaguez
o locura temporal, al mismo tiempo que una
abundante destilación por las narices, que
van consumiendo por la boca. Un joven de
Sogamoso, Ángel M. Hojos, que había ido al-
gún tiempo a aquella comarca, tomó un poco
de yopo y en su delirio mató de un balazo al

•508•
Orinoquia

Capitán del pueblito en que se hallaba. Vuel-


to en sí emprendió la huida hacia Orocué y en
un día y una noche recorrió a pié, por parajes
por nadie transitados, las treinta leguas que
median entre dicho pueblecito y Arimena,
dejando muy atrás a los indios que lo perse-
guían para matarlo.
Cuando aplican algún remedio son bár-
baros: a una mujer que tenía fiebre le mandó
echar sumo de jenjibre en los ojos. Su deses-
peración fue atroz, pero se produjo la trans-
piración y cesó la fiebre. Un muchacho se que-
jaba de dolor de muela, el uissi salió al llano,
metió una pajita en un pequeño hormiguero,
sacó prendidas algunas hormigas amarillas
y haciendo con unas tres o cuatro una bolita
la colocó dentro de la muela del muchacho.
Eso si es científico; es una manera fácil de
aplicar el ácido fórmico.
En un rincón del salón donde se bailaba
alcancé a divisar dos seres humanos muy di-
ferentes de los indios con quienes trataba.
Me llevó la curiosidad hasta ellos y me infor-
mó el Capitán de que eran dos indios, macho
y hembra de la tribu de los Murciélagos, a
quienes los de Jojore habían dado caza en el
Alto Vichada. Examinándolos atentamente
pude convencerme de que estos dos seres,

•509•
· Vastas soledades ·

no diré dejenerados, sino primitivos, eran


ni más ni menos que esa especie que tanto se
ha buscado y que es el eslabón de la cadena
que une al hombre con el mono o una rama
animal que ha sido refractaria por sus con-
diciones de vida al progreso evolutivo. Su fi-
gura, que me la hizo recordar después el gran
chimpanzee del New York Zoological Park,
era en extremo raquítica, su lacia y ruda ca-
bellera arrancaba desde muy cerca a los ojos,
sus narices eran una lijera prominencia, su
boca grande y güelfa, las orejas grandes y
aplanadas, el busto encorvado, el cuerpo ne-
gro quemado y sin bello, los pies muy zambos
y el coxis pronunciado. No había duda, pues,
de que se trataba de un ejemplar interesante
para la ciencia.
Hasta donde estaba yo sentado observan-
do las danzas y los bruscos galanteos de los
salvajes, llegó un indio con dos calabacitas
en la mano, que contenía colores negro y rojo
y sendos pinceles, a exijirme que me dejara
pintar la cara, tal como ellos estaban pinta-
dos. Convine en ello hasta que intentó borrar
con su saliva una línea mal trazada en mi ros-
tro, pero las instancias siguieron y al fin tuve
que convenir en que prosiguiera la pintura,
pero a condición de que la artista fuera una

•510•
Orinoquia

de las muchachas que yo escojiera. Esa con-


vino en pintarme y alrededor de nosotros se
agruparon todos los indios que celebraban
con estruendosas risotadas cada una de las
pinceladas que la muchacha daba en mi cara.
Continuaron bebiendo yaraque hasta la
completa beodez, después pelearon hasta las
mujeres y en seguida, rendidos y maltratados
se entregaron a toda clase de excesos en que
ninguno reconocía su mujer, ni sus herma-
nas, ni aun sus propias hijas.
Yo me había retirado a la choza más apar-
tada para no presenciar semejantes excenas
y me recliné en un chinchorro. Hasta allí
fué un indio de gigantesca talla y golpeando
bruscamente el chinchorro me dijo. “Blanco:
yo quiero pelear contigo”. El primer impulso
de mi ánimo fué levantarme para aceptar su
reto, seguro como estaba de las ventajas que
al indio le llevaba.
Pero refleccioné que, una vez que yo abo-
feteara a ese hombre tendría en contra mia
toda la tribu y, si entre ellos no se atacan
con flechas ni otras armas, contra mí sí las
usarían. ¿Cómo salir pues del conflicto, evi-
tándolo sin que el indio lo atribuyera a mie-
do? Fingí un esfuerzo para levantarme del
chinchorro y volví a caer dando a entender al

•511•
· Vastas soledades ·

indio que estaba ebrio, que no era capaz de


pararme, pero que también deseaba pelear
con él y que lo dejáramos para el día siguien-
te, seguro como estaba de que entonces no se
acordaría de nada, en lo cual convino.
Salí al fin de Jojore, acompañado de tres
robustos indios escogidos por el Capitán
para marineros. A tiempo de despedirme de
éste me dijo en tono solemne que le diera sa-
ludes al Presidente, que había cumplido su
orden y que fuera a hacerles una visita, pues
tenía muchas cosas para hablar con él.
A poco llegamos a Baravaca en cuyas cer-
canías fundó un hato Dn. Leonidas Norzaga-
ray, destruido a poco tiempo por los indios.
Salté a tierra para ir al pueblecito a conse-
guir algo para comer; pero habiéndose ade-
lantado el perro y encontrado en él un papa-
gayo doméstico lo mató. Grande fué el enojo
de los indios por la muerte de su animal, me
notificaron que tenía que pagarlo o matarían
el perro: hube de regresar al puerto y el due-
ño del animal me dijo que por su lora quería
ropa. Le di un pañuelo, pero insistió en que
era poco. Le di un pantalón, insistió otra vez
en que quería ropa para su mujer. Agotada
mi paciencia cojí la lora por un ala y la tiré al
rostro del indio dicíendole que se la comiera

•512•
Orinoquia

pero que no me robara. Me embarqué y sali-


mos en medio de cuantos habían presenciado
esa excena sin decir una palabra.
En el mismo día llegamos a Quirey. Me di-
jeron los marineros que tenían necesidad de
ir hasta el pueblo, distante algunas cuadras
de la orilla. Esperé una hora y no regresaban.
Tomé el rifle y me dirigí en su busca. Interro-
gado por mí, el Capitán del pueblo me dijo
que no sabía de ellos.
Pasando por en medio de los indios bus-
qué minuciosamente choza por choza, ha-
llándolos escondidos en la más apartada.
Preguntados por el motivo de su fuga me
contestaron con el mayor descaro que era
costumbre que tenían, los amenacé con el pe-
rro si intentaban huir de nuevo y sin el menor
inconveniente siguieron en pos de mí.
Algunos días después de constante na-
vegar, pasando por algunos otros pueblos,
llegamos al de Tomorococo, que tiene más
de 200 habitantes de pequeña estatura, feo
aspecto y mala índole. Su Capitán, un vieji-
to nervioso y más malo que los demás, fué al
puerto a recibirme acompañado de más de
50 hombres armados de flechas y macanas.
Apenas hubo atracado la canoa avanzó el
viejo hacia mí, preguntándome en español,

•513•
· Vastas soledades ·

qué venía hacer allí —“Nada” —le respondí,


voy de paso para el Orinoco. Observó minu-
ciosamente el interior de la canoa, se volvió a
sus compañeros con los cuales habló algo que
no entendí y luego me dijo. —Yo quiero que
tú me señales eso que traes en ese baúl. —Lo
que aquí traigo es mi ropa, y no es para ven-
derla, le dije. —pero yo quiero verla, replicó.
Yo sabía que su intención era robarme, pues
eso sucedía con frecuencia: obligaban al via-
jero o comerciante a mostrarles sus cosas y
luego cada uno cogía lo que le gustaba, y se
escabullía prometiendo pagar al regreso,
pero nadie volvía a verlos. Conferenció con
los otros indios y entonces todos se acerca-
ron y metiéndose en el río rodearon la ca-
noa, —Yo siempre quiero que tu me señales
lo que llevas, dijo el indio tratando de subir
a ella. —Voy a señalarte, le dije y dirigiéndo-
me a donde estaba amarrado el perro, lo sol-
té, apuntando luego con el rifle al pecho del
indio atrevido. Este y sus compañeros retro-
cedieron espantados y entre tanto dí orden a
los marineros de separarnos hacia el medio
del río. Los marineros aterrados bogaban
con trabajo. Estalló entonces una gran vo-
cinglería entre los salvajes, diciendo a los
marineros en su dialecto que volvieran la

•514•
Orinoquia

canoa a la orilla. Pero el río forma en este lu-


gar, al frente del caserío una curva, de suerte
que, ya oculta la canoa a la vista de los indios,
después de haber dado la media vuelta, cayó
cerca de nosotros una lluvia de flechas que
habían sido disparadas a lo alto. Poco fal-
tó para que hubieran logrado su intento los
bandidos, habiendo caído muchas cerca de
mí, parado como me hallaba en la proa de la
embarcación.
Obligué entonces a los marineros a bo-
gar aprisa, y yo mismo les ayudaba temiendo
que me persiguieran. Muy tarde de la noche
atracamos en una playa situada en la punta
de una isla. Los marineros se tendieron en la
arena y yo en un chinchorro a alguna distan-
cia, hablaban éllos en voz baja y de tiempo en
tiempo miraban fijamente hacia arriba del
río como asustados. El perro corría presuro-
so por la arena ladrando sin cesar. No hacía
luna, pero el cielo estaba limpio y estrella-
do. Me acerqué a los indios y los pregunté la
causa de su alarma. Me respondieron con su
eterno “Nada” (ajibi).
De repente, hacia la parte que los in-
dios miraban oí el ruido de una boga, ese
ruido tan característico lo producen los
remeros golpeando el borde de la canoa

•515•
· Vastas soledades ·

acompasadamente con el remo y tiene la par-


ticularidad de oírse a largas distancias. Me
levanté presuroso con el rifle en la mano. Es-
peré a que se acercara la sombra que veía a
distancia y pregunté, ¿quíen es? —Yo, indio,
contestó la voz del que remaba —¡Acércate!
le grité. El indio desembarcó —¿qué vienes
hacer aquí? —a venderte pescado y cazabe,
(dujuai, beyu) sacó de su canasto un pescado
pequeño y una torta de cazabe y me los pre-
sentó. Le di por ello lo que me exigió: anzue-
los e hilo. Se disponía a regresar, pero le dije
que esa noche no lo dejaba volverse y que si in-
tentaba lo mataría. Se tendió a su pesar en la
arena al lado de los marineros, y continuaron
conversando todos con vehemencia, entre
tanto que yo me paseaba por la playa.
Trascurrió una hora, de repente el re-
cien llegado dió un prolongado grito y en el
instante se oyó arriba del río un estruendo-
so golpear de remos semejante a un trueno
formidable. Corrí al estremo de la playa y
poniendo la rodilla en tierra dirigí la pun-
tería a la vuelta del río, con el propósito de
disparar a la primera sombra que se me pre-
sentase. ¡Momento terrible! No eran menos
de 100 los que remaban; creí llegada mi últi-
ma hora, y abrumaba mi corazón la idea de

•516•
Orinoquia

perecer tristemente en aquella playa a manos


de aquellos miserables. ¡Y a todas estas solo
me quedaban unas 15 cápsulas! Esperé unos
momentos en suprema angustia. Pronto el
ruido atronador de los bogas pareció alejar-
se, y momentos después me convencí de que
los indios huían. Esperé hasta no oírles ya,
volví al indio que había llegado y le pregunté
quienes andaban por allí y qué estaban ha-
ciendo. Me contestó que eran sus paisanos
y que estaban pescando. —¡Miserable! le
dije, ¡viniste de espía a ver si estaba dormi-
do para matarme! vé a decirles que vengan a
atacarme para matarlos a todos. Di un pun-
tapié al indio, quien se fué; inmediatamente
que traspuso la vuelta del río me embarqué y
seguimos remando a toda prisa el resto de la
noche.
Cuatro días después llegamos al pueble-
cito de San Pablo. A la entrada del caserío
se ofreció a mis ojos el espectáculo más raro
que pueda imaginarse. Sobre un barranco a la
orilla del camino se hallaba un indio muy alto
y delgado, teniendo por vestido un guayuco
que dejaba ver sus largas y flacas piernas y
llevaba sobre sus hombros usa casaca nueva
y fina. Me espantó el indio a primera vista y
supe después que aquella casaca se la había

•517•
· Vastas soledades ·

regalado un eminente médico colombiano,


que hacía algún tiempo había pasado por allí.
Algo más de dos meses después de haber
salido de Orocué, llegué al lugar en que el
Vichada desemboca en el Orinoco, a algu-
na distancia se alcanza a oír el estruendo de
aquel río al caer en el raudal del Vichada.
Un poco arriba de la desembocadura vivía
una india de la tribu de Baniba, llamada Bal-
bina Cabuguare, la que me facilitó marineros
y recursos para llegar dos días después a San
Fernando de Atabapo, Capital del Territorio
Federal de Amazonas, en la República de Ve-
nezuela.

II
Atabapo, Casiquiare y Rionegro
El aspecto de una persona que tras una larga
y cruda campaña pasa dos meses entre sal-
vajes, soportando hambres y angustias, no
debió parecer muy agradable a los que por
primera vez me veían en la población vene-
zolana de San Fernando de Atabapo; sobre
todo donde se nos mira y se nos trata a los
colombianos poco menos que como a perros.
Sin embargo, yo sería injusto si me quejara,
pues, aunque acababa de estallar la revolu-
ción en Venezuela y los ánimos se hallaban

•518•
Orinoquia

prevenidos y exaltados, le merecí las más fi-


nas atenciones al Gobernador del Territorio,
y poco después la mayor confianza hasta ha-
cerme cargo de varias comisiones delicadas
e importantes.
De paso también para el Brasil estaban en
San Fernando M. León Becket y el Coronel
Chapelle, de quien voy a ocuparme.
Como de 36 años de edad, cuerpo raquí-
tico, larga barba, borrachín y afeminado,
tal era ese Coronel Chapelle que conocimos
como Jefe de la Artillería de aquel ejército
que, atravezando los llanos de Apure, Casa-
nare y San Martín, vino a sucumbir en las
gargantas del Guavío, ya en las postrimerías
de nuestra última guerra.
Todos los miembros de ese ejército fuimos
testigos de la conducta cobarde observada
por Chapelle en el Guavío como Comandan-
te del famoso “Zumbador” y de lo que obje-
tó al Ayudante que le comunicaba la orden
de disparar sobre el enemigo que en colum-
na cerrada marchaba sobre el citado cañón.
“¡Oh!, yo no puedo disparar ahora, porque si
esto hiciera llamaría la atención del enemigo
sobre la pieza, y entonces todos sus fuegos se
dirijirían contra mí”. Chapelle abandonó su
puesto sin dísparar y fué reemplazado por

•519•
· Vastas soledades ·

un Coronel González, a quien Chapelle había


dado algunas instrucciones sobre el manejo
del cañón.
Consumado el desastre del ejército, Chape-
lle siguió hacia Cabuyaro y de ahí por el Vicha-
da, lo llevó en su compañía hasta San Fernando
un aventurero belga llamado León Becket.
A mi llegada a San Fernando encontré
allí a Chapelle en la situación más miserable,
pero habiéndome cabido la suerte de ser nom-
brado Ingeniero de un vapor brasilero que se
hallaba en aquel puerto, obtuve de su Capi-
tán que ocupara a Chapelle como cocinero
del buque. Mas tarde, cuando por muerte de
Malettí se me hizo Capitán, tuve ocasión de
mejorar en algo la suerte de Chapelle.
Me cupo en esta vez el honor de ser el pri-
mer Capitán que, con un buque de 7 pies de
calado, exploró los ríos Atabapo, Alto Ori-
noco, Guainía, Siapa, Yavita y Pimichín, que
hasta entonces se creían inaccesibles a la na-
vegación por vapor.
Habiendo tenido necesidad de reparar
el buque hicimos un viaje a Manaos descen-
diendo el Rionegro. Al llegar allí saltó a tie-
rra Chapelle y ninguno de sus compañeros,
los tripulantes del “Leao”, volvió a saber de él
en tres días. Una tarde en que, acompañado

•520•
Orinoquia

de mí segundo andábamos por la avenida Ri-


veiro, tropezamos con dos monjes capuchi-
nos, uno de los cuales se dirijió a mi tendién-
dome la mano. Cúal no sería mi sorpreza al
reconocer en él al Coronel Chapelle, —Que
es ésto, Coronel, le pregunté asombrado.
—Perdone Ud, Capitán, me interrumpió, que
no hubiera revelado a Ud. el secreto de mi
vida, Ud sabe por qué. Solo diré a Ud. que he
tenido la dicha de hallar en esta ciudad algu-
nos hermanos de mi orden y ya sabe Ud. que
en adelante seré para Ud. y para todos el hu-
milde hermano Gabriel.
Algún tiempo después hallándome en
Iquitos, (Perú) llegó a mis manos por casua-
lidad un periódico de Belén del Pará que con-
tenía una extensa relación de las aventuras
del P. Gabriel durante su campaña en Colom-
bia; relación llena de mentiras y de ultrajes
contra los colombianos de uno y otro bando
y en la cual se esforzaba su autor en exhibir-
se como un verdadero mártir. El Director
del periódico que contenía tal relato tuvo la
galantería de publicar también el mentís que,
en nombre de mis compañeros y en el mío
propio, envié a aquel misterioso impostor.
Grande sorpresa fué para mí también el
casual encuentro en San Fernando, con un

•521•
· Vastas soledades ·

conterráneo, un tipo chabacano de la clase


de los arrieros, de apellido Ardila, que hacía
algunos años estaba establecido a orillas del
Inírida en donde había hecho su labranza. Un
zapatoca en aquellas alturas, a más de dos-
cientas leguas de su tierra que me hablaba
de los viejos de mi pueblo, tenía que ser para
mí un hallazgo de gran precio, pero sentí que
una trivial circunstancia hubiera enfriado
nuestra amistad. Dirijíame a toda prisa de
San Fernando a Maipures, en cumplimiento
de una comisión militar urgentísima de orden
del Gobernador y a poco de haber salido del
puerto, oí que un hombre embarcado en una
pequeña canoa me llamaba con instancia,
exigiéndome que me detuviera. Creyendo
fuera alguna contraorden híce atracar mi
canoa y esperé al hombre que avanzaba len-
tamente: era mi paisano. Cuando esperaba
oírle algo interesante me dijo acercándose:
¡Ole!, paisano, ¿no se acuerda de lo güenos
que eran los aguacates de la Cuchilla de Mé-
rida en Chucurí? —Sí, paisano le contesté, y
para que Ud. se acuerde de mí y no vuelva a
detenerme con esas necedades cuando voy
tan urgido, pase a la proa de esa canoa, reme
junto a esos indios y así me repone el tiempo
que me ha hecho perder. No hubo remedio:

•522•
Orinoquia

tuvo que bogar más de dos horas que fueron


para él sólo más de cuatro de regreso.
Quizá ninguna otra región de Sur Améri-
ca se presta mejor para la especulación que la
comprendida entre el Orinoco y el Rionegro.
Los comerciantes introductores venden sus
mercancías o las cambian por caucho para
con el 100 % sobre factura de Manaos o Ciu-
dad Bolívar, y toman el caucho con un 50 %
menos del precio a como lo venden en estas
plazas. Yo compraba ganado en Maipures a
8 pesos la res, después de doce días de nave-
gación las vendía a 100 pesos cada una en el
Brasil. No hay pues tierra en donde sea más
fácil hacer fortuna en poco tiempo; pero es
preciso antes encajarse entre pecho y espalda
un enorme desprecio por la propia vida, un
desprecio más grande aún por la vida ajena
y una plena confianza en el arma que se lleva
al cinto. Allí los indios caucheros consumen
sederías y usan alhajas de alto precio. En sus
fiestas de Invierno las indias, muy civilizadas
ya, sobre todo las de las tribus baré y baniba,
de ojos garzos y larga cabellera, se visten con
diferente traje de seda en cada noche de bai-
le; los indios usan zapatos, fluxes de casimir
y relojes de oro, sin que sepan conocer las ho-
ras. Estos indios aborrecen o desprecian con

•523•
· Vastas soledades ·

razón a los goahibos del Vichada, y las indias


tienen, para hacerse querer de los blancos,
mil drogas y brebajes peligrosos llamados
pusana, que en realidad debilitan el sistema
nervioso del individuo y lo hacen someterse
a la voluntad de la hembra, casi dementizán-
dolo. Por eso hay en esa región muchos blan-
cos del interior del Brasil y de Venezuela, de
alguna consideración, viviendo tristemente
subyugados a la voluntad de una india que los
explota y domina, sin que sea posible subs-
traerlos a ese yugo.
Los Piaroas que moran a orillas del Ori-
noco son todos pintados de carate; su trato
con ellos es peligroso, porque si llegan a que-
rerlo a uno le prenden el carate para que así
no se ausente, y si lo aborrecen también para
perjudicarlo.
Los Maquiritares viven en el Alto Orinoco
y son numerosísimos, pero muy ignorantes.
Hay una rama de esta tribu, hacia el Duida,
en que todos viven completamente desnudos,
lo mismo que los Seiée que son blancos como
caucásicos. Los Maquiritares guardan con
gran celo una rica mina de oro de aluvión,
en la creencia que el día en que los blancos
se apoderen de ella se acabarán los indios.
—Quizá tengan razón. En el tiempo en que

•524•
Orinoquia

yo viajaba por el Orinoco, un banquero ita-


liano, llamado Jiovani Pedemonte, hizo viaje
a esta región amparado por la bandera ingle-
sa, bajo el incógnito de James Spool, con el
ánimo de apoderarse de la mina, pero pagó
con la vida su ambición, pues murió a manos
de los indios.
La situación de los indígenas que no tra-
bajan por su propia cuenta en los cauchales,
sino sometidos a los blancos es mucho peor
que la esclavitud. El principal capital de és-
tos consiste en las deudas de los indios: cada
indio vale lo que debe y por esto precio se los
ceden o venden entre sí los blancos, y cuan-
do al fin de la cosecha del caucho, el indio
alcanza a pagar su deuda al precio y por la
romana que el blanco le impone, éste tiene
el cuidado de llamarlo, emborracharlo y ha-
cerlo comprar todo cuanto quiere venderle
en mercancías u objetos inútiles al precio
más subido, en la seguridad de que el indio
ebrio comprará cuanto le ofrezcan y paga-
rá cuanto le cobren con la mayor honradez,
aunque se muera, pues las deudas que pesan
sobre el indio que muere las heredan sus hijos
por miserables que sean. La mayor parte de
estos infelices, pertenecientes a blancos ve-
nezolanos viven durante el invierno, cuando

•525•
· Vastas soledades ·

no pueden extraer caucho, en las riberas del


Guainía que pertenece a Colombia según el
Laudo Español. Allí se sustraen a la obedien-
cia de sus amos que los obligan en invierno
a trabajar gratuitamente construyendo habi-
taciones o en viajes penosísimos a Manaos o
Ciudad Bolívar.
Algunos de los principales indios de la re-
gión Colombiana comprendida como tal en el
Laudo y otros que se hubieran trasladado a
establecerse allí me propusieron que encabe-
zara un levantamiento para desconocer las
autoridades venezolanas y fundar poblacio-
nes en la costa colombiana; pero yo que es-
taba al tanto de la indignidad y cobardía del
Gobierno colombiano en tratándose de los
arreglos con Venezuela, me limité a aconse-
jarles que esperaran un tiempo más oportu-
no, pues yo sabía que el Gobierno de mi pa-
tria, para satisfacer al de Venezuela, habría
sido capaz de mandarme cortar la cabeza por
el delito de pretender conservar la integridad
de su territorio, por sobre algunos intereses
particulares.
Acababa de zarpar el “Leao” del puerto de
Maipures y aún tenía en mis manos el timón
cuando se me avisó que un hombre embarca-
do en una piragua, que aún no había llegado

•526•
Orinoquia

al puerto, pedía trasbordo. De mala gana


volví a atracar; quien llamaba era el General
Víctor Aldana que venía de Ciudad Bolívar y
me traía cartas de mi familia, de la que hacía
tres años no tenía la menor noticia. El vapor
hacía su último viaje y seguía para el Brasil;
si yo no hubiera condescendido en atracar,
cosa que nunca habría hecho, la correspon-
dencia se había perdido. Fué esta una verda-
dera y feliz casualidad.
Después de varios viajes por el Orino-
co, el Rionegro, el Casiquiare, el Guainía,
el Atabapo y otros varios ríos, cumplido mi
compromiso con la casa dueña del buque, de
la que alcancé a ser socio; terminada la épo-
ca de invierno en la que solo son navegables
aquellos ríos; después de tres años de rudo
e incesante trabajo en cuantas profesiones
lícitas puede ocuparse un hombre, y sintién-
dome atacado de beriberi, salí del Territorio
Amazonas en último viaje para Manaos.
A los tres días de viaje estaba completa-
mente paralítico. Los indios que me llevaban
en una pequeña canoa, como tenían necesi-
dad de cargarme a cuestas en los pasos de
tierra, resolvieron hacerme pasar embar-
cado, los rápidos de San Gabriel, Matupí y
otros. Crueldad inaudita hacerme descender

•527•
· Vastas soledades ·

por entre semejantes torbellinos de agua, por


saltos horrorosos, donde nos veíamos pre-
cipitados con velocidad vertiginosa y sin la
menor esperanza de que al caer al agua por
cualquier causa pudiera salvarme.
Por fin llegué a Santa Isabel, en la confian­
za de encontrar ahí un vapor que me condu-
jera a Manaos como única salvación para mí,
pues ya la sona del beriberi estaba en la pelvis
y solo me restaban ocho días cuando más de
vida, sino cambiaba radicalmente de clima.
Desgraciadamente el buque que salía a
este puerto cada ocho días, había partido el
día anterior aun teniendo aviso de mi llegada.
En ese buque había tomado pasaje don
Gerardo de la Espriella, que con dos compa-
ñeros más había atravezado todo el Caquetá,
desde Mocoa a Santa Isabel. Viaje admirable,
digno de otras épocas y de otros éxitos. Quien
conoce esa región puede calificar de prodigio
el que tres hombres hubieran hecho tan larga
y peligrosa correría por entre tantas tribus
de antropófagos, tantos ríos invadeables, sin
guía y sin más recursos que sus armas.
Perdida la esperanza de alcanzar el vapor,
no me quedaba más recurso que esperar seis
días más ó seguir en canoa hasta Manaos,
en lo que emplearía 8 días; ambos lados del

•528•
Orinoquia

dilema envolvían la seguridad de mi próximo


fin. Opté por esperar, lo que equivalía a ver
confirmada y sellada mi sentencia de muerte.
Las señoras D’Cunha, en cuya casa me alojé,
ya familiarizadas con el beriberi, comenta-
ban mi caso en voz baja, pero no tanto que
yo no pudiera oírles “Fulano, sutano y pe-
rencejo, decían, murieron seis días después
de llegada la parálisis a la vejiga; este señor
está ya en el mismo estado, probrecito, dicen
que es de tierras muy lejanas y es seguro que
su familia no tiene siquiera idea de dónde va
a quedar enterrado”. Estas conversaciones
se repetían cada momento, pero no sé si una
vaga esperanza o quizá un esfuerzo supremo
contra el desprecio por la vida, inherente a
esa enfermedad, me hacían dudar de tan fa-
tales pronósticos.
Dos días después de mi llegada a Santa
Isabel, y a eso de las tres de la tarde, me pa-
reció haber oído el silbato lejano de un vapor
y de ello me convencí cuando vi acudir a mi
habitación, con grande regocijo, a la fami-
lia que me asistía exclamando: —¡Un vapor!
¡un vapor! ¡se ha salvado Ud.! Su alegría era
sincera, y al recordar este acontecimiento no
puedo menos de enviar a esa familia los vo-
tos de mi gratitud. El vapor llegó en efecto y

•529•
· Vastas soledades ·

en él venía de pasajero mi buen amigo y pro-


tector el General venezolano Señor Z. Tan
pronto como éste saltó a tierra acudió a mi
habitación y me ofreció encargarse de todo
lo relacionado con mi embarque. El buque
debía regresar a las 8 del siguiente día y a las
6 del mismo dos robustos mozos me condu-
jeron a bordo y me acomodaron en una silla
en el salón de popa. Minutos después estuvo
en mi presencia el Contador del barco y me
dijo en tono arrogante —¿Está Ud. enfermo?
—Sí señor, tengo beriberi. —Este buque es
propiedad particular, prosiguió, y está prohi-
bido embarcar enfermos. Yo devolveré a Ud.
el valor del pasaje y lo haré sacar a tierra”. In-
mediatamente escribí al General Z. una tar-
jetica en estos términos: “El Contador aca-
ba de venir a notificarme que debo salirme
porque no embarcan enfermos. Venga Ud.
en mi ayuda pues no siendo mi enfermedad
contagiosa, no hay motivo para negarme el
pasaje y con tres días más de demora aquí me
despacho. Corrió el General a bordo, ciego
de ira. —¿Tiene Ud. revolver? me preguntó al
entrar. —Ahí está en mi equipaje, le contes-
té. Abrió uno de mis baúles, sacó el revólver
y después de examinar si estaba bien carga-
do, me lo entregó diciéndome: —El asunto

•530•
Orinoquia

es decisivo: mate Ud. a quien quiera que pre-


tenda tocarlo; mate Ud. toda la tripulación
si es necesario, pero no se deje sacar de aquí;
esa es una villanía de estos perros brasileros.
Dijo esto y salió sin decir más nada a nadie.
A otro momento volvió el Contador con dos
marineros dispuestos a sacarme a tierra.
—Caballero: le dije, si Ud. me saca de aquí,
antes de tres días habré muerto; este plazo no
vale para mi nada, así es que estoy resuelto a
morir hoy mismo, matando a todo el que se
acerque a sacarme. El Contador se puso lívi-
do y furioso, pero comprendió que el caso era
serio y resolvió salir a llamar al Capitán del
barco. Vino este, le repetí lo mismo que había
dicho al Contador, y convencido también de
la gravedad del caso, resolvió dejarme en paz
retirándose, pero profiriendo amenazas y
denuestos contra ese patife colombiano. Has-
ta que zarpó el vapor me vigilaban mucho,
quizá para sorprender el momento en que yo
no tuviera el revolver en mis manos y enton-
ces arrojarse sobre mí y sacarme a la fuerza,
pero yo cuidé de no distraerme un momento,
ni aun en los lugares en que atracaba el bar-
co. Al fin del viaje ninguno fué tan mi amigo
ni tan atento y jovial como el Contador; me
preguntaba ingenuamente si yo en realidad

•531•
· Vastas soledades ·

habría sido capaz de matarlo, y se espantaba


al oírme decir que no habría tenido escrúpulo
ninguno para ello, pues se trataba de salvar
mi vida. Desembarqué en Manaos con solo
la ayuda de un hombre que me apoyó en su
mano, y a los ocho días me paseaba sano y
salvo por sus calurosas avenidas.
Por este tiempo estaban en guerra el Bra-
sil y Bolivia: guerra injusta en la que el pri-
mero pretendía, y al fin lo consiguió, arreba-
tarle a la segunda los ricos gomales del Acre.
Al recordar hoy aquella campaña en que se
desplegó todo el genio y el poder militar de
un rico país como el Brasil para sitiar y redu-
cir con poderosa escuadra y fuerzas de tierra
magníficamente equipadas, un puñado de
Bolivianos encerrado en las débiles fortifica-
ciones del Acre; cuando recuerdo las ridículas
escaramuzas de ese ejército, la impericia mi-
litar de sus Jefes y el desconocimiento com-
pleto de lo que es el arrojo y la bravura en el
soldado; al recordar aquel parte en que el Ge-
neral brasilero Roca Calhado le comunicaba
al Ministro de la Guerra de Rio Janeiro la
toma del Acre, y agregaba que le recomenda-
ba la conducta de los oficiales Fulano y Suta-
no por haber soportado algunas noches a la
intemperie las fatigas del sitio, (en un clima

•532•
Orinoquia

ardiente) y la de un soldado que había muerto


cerca a las trincheras (un soldado borracho
desviado del campamento); cuando recuerdo
también a Palonegro, San Cristóbal, Capi-
tanes, el Guavio y otros campos que fueron
certamen de heroísmo, me pregunto ¿por qué
el Gobierno colombiano tendrá tan baja idea
del valor de sus gobernados cuando soporta
del Perú y de las demás naciones limítrofes
tantos ultrajes y mutilaciones? Cuando es-
tuve en Londres, gracias a los escritos del P.
Ravagliati, oí llamar a Colombia la Repúbli-
ca leprosa; hoy podrían llamarla, con mayo-
res razones, la República cobarde1.

1 El padre Evasio Rabagliati, piamontés de origen, fue el


primer superior de la comunidad salesiana en Colom-
bia, a donde arribó en 1890. Aparte de patrocinar la
creación del Colegio Salesiano de León XIII, fue promo-
tor de los lazaretos a cargo de su orden en los llanos de
San Martín. [Nota del editor]

•533•
El río de las
siete estrellas
ARTHUR O. FRIEL
1924

El ogro del Orinoco


Haga ahora una pausa conmigo, Amigo Lec-
tor, en el puerto de Zamuro maldecido por
mosquitos, y escuche un fragmento de la his-
toria no escrita del alto Orinoco. No puede
sentir a esos bichos y le prometo no retenerlo
allí tanto tiempo como el que en ese sitio yo
tuve que pasar. La crónica de estos eventos le
explicará por qué las embarcaciones —y los
hombres— eran tan escasos arriba de Atures
en 1922, y le dará algún conocimiento de los
asuntos de la espalda salvaje de Venezuela.
Por añadidura, cualquier intento de escribir

•534•
Orinoquia

sobre mi viaje sin hacer referencia a ellos re-


sultaría tan incompleto como una historia re-
ciente de Europa que omitiera toda mención
de la Gran guerra.
Por la información que utilizo relacionada
con estos eventos, me siento muy en deuda —
aun cuando no enteramente— con los hom-
bres del río. Podría haber algunas impreci-
siones, pero, en lo fundamental, el relato aquí
presentado es, créame, mucho más verídico
que el que surgiría si se acudiera a cualquier
fuente oficial. Cuando llegué tiempo después
al pueblo de San Fernando de Atabapo donde
esta historia se centra, me encontré con un si-
lencio tal que sospeché que había un plan con-
certado para impedirme conocer más acerca
de ella.
En 1913, el Territorio de Amazonas (que
empieza en el puerto de Zamuro) tenía como
gobernador a Pedro Pulido1, quien había
llegado a ese cargo por designación federal
hecha desde Caracas. Era un gobernador
progresista y reconocía la importancia de
mejorar las facilidades de transporte en la
parte alta del río, tanto como fuera posible;
1 Su nombre era Roberto Pulido Briceño (1870-1913). Fue
gobernador de Amazonas entre 1911 y 1913. [Nota de la
traductora]

•535•
· Vastas soledades ·

en Venezuela, el caucho de mejor calidad llega


desde el alto Orinoco y sus tributarios, y trans-
portarlo río abajo hasta los mercados es una
aventura peligrosa. Para llevar a buen término
las obras proyectadas, el gobernador Pulido
aplicó impuestos adicionales a los comercian-
tes de caucho de su territorio. Si se tiene en
cuenta que estos serían los beneficiarios direc-
tos de las mejoras y que estaban en capacidad
de sufragar los gastos, los nuevos impuestos
parecían ser más que justos. No obstante, no
todos ellos (tal vez ninguno) vio la iniciativa de
esa manera. Uno de quienes se opusieron con
fuerza a la nueva norma era un turbio comer-
ciante que vendía mercancías diversas, con las
habituales ganancias extorsivas, en los entor-
nos de la parte alta del río. Originalmente era
residente de la periferia del norte de Caracas,
y consideró conveniente trasladarse a la región
cercana a Brasil donde las leyes eran menos
drásticas. Mantuvo una pequeña casa de ne-
gocios en San Fernando y un sitio2 sobre el río
Casiquiare; éste es tanto una conexión acuáti-
ca entre el río Orinoco, de Venezuela, y el río

2 En la traducción se respetó el uso de cursivas que hace el


autor, como en este caso. Como se verá, lo hace siempre
o casi siempre cuando usa palabras en castellano. [Nota
de la traductora]

•536•
Orinoquia

Negro, de Brasil, como una práctica puerta


trasera para salir de Venezuela puesto que el
Negro se adentra en el Amazonas.
El hombre se llamaba Tomás Funes. Si
hay algo premonitorio en los nombres, el de
él era profético. El verbo español funes-tar
significa “manchar o profanar”, y el adjeti-
vo funes-to designa lo doloroso, lo triste, lo
deprimente; ambos se derivan del latín fun-
nus que denota “funeral” o “cadáver”. Funes
hizo que su nombre encarnara todos esos
sentidos.
En la noche del 8 de mayo de 1813, San
Fernando se alegraba con música y diversión
general; el tiempo de recolección del caucho
había concluido, los lugareños habían regre-
sado luego de meses de trabajo en los campos,
y el curso del jolgorio era tan rápido y furioso
como en cualquiera de nuestros pueblos mi-
neros de antaño. Un gran baile alcanzaba el
culmen de la animación, por lo que la llegada
río abajo de otra pandilla pasó prácticamen-
te inadvertida. La pandilla, armada hasta
los dientes, estaba bajo el mando de Tomás
Funes quien, de tiempo atrás, había venido
urdiendo tramas contra el gobernador.
El gobernador Pulido se sentía indispuesto
y descansaba en su casa. De pronto, la música

•537•
· Vastas soledades ·

que llegaba desde el pueblo fue interrumpida


por disparos repetidos. La señora Pulido, agu-
zando el oído, dijo: “Pedro, hay problemas”.
“No pasa nada”, respondió el gobernador.
“Seguramente los caucheros bebieron mucho
ron. No te asustes”.
Pero el tiroteo seguía, aumentaba, avan-
zaba a través de la plaza. El gobernador, ya
preocupado, cogió un revolver y se dirigió a la
puerta. Otra ráfaga vino y cayó muerto, acri-
billado por las balas de la banda de Funes.
Mirando fijamente el cuerpo de su esposo,
la señora Pulido temblaba y perdía el juicio.
Los asesinos en enjambre la rodearon y la ata-
ron junto a su hijo de catorce años; enseguida
se fueron a proseguir con la carnicería de los
habitantes del pueblo. Cada hombre recono-
cido como amigo del gobernador fue dado de
baja. El sol naciente encontró al pueblo salpi-
cado de sangre de extremo a extremo, y cu-
bierto por trescientos cuerpos. La población
masculina fue virtualmente aniquilada.
Al amanecer, Funes envió aguas abajo a
tres destacamentos de sus matones, con ór-
denes de apoderarse de los tres miradores
de la parte superior del río y de ocuparlos
para controlar el porteo alrededor del Rá-
pido de Maipures; esos tres puntos eran los

•538•
Orinoquia

asentamientos minúsculos de Maipures,


Atures —a medio camino del raudal del mis-
mo nombre y cuartel del servicio de trans-
porte de crudo—, y Zamuro, el puerto ubica-
do más abajo. Las órdenes incluían matar a
todos los hombres de Pulido que encontraran
en esos lugares, empezando por Roberto, el
hermano del gobernador, quien era jefe civil
en Atures. Los mandatos se cumplieron. Lue-
go de asentar sus avanzadas en la frontera
del Territorio de Amazonas, Funes se decla-
ró así mismo gobernador de dicho territorio
y dio continuidad al reino de terror que había
comenzado. Este reino duró casi ocho años.
El carácter inhumano de Funes se reveló
desde el principio en el tratamiento que dio a
la indefensa viuda y su hijo. La señora Pulido
había perdido la razón, sin remedio. El joven
se presentó ante el tirano y con desespero,
mirándolo a los ojos, le dijo: “Coronel Funes,
usted mató a mi padre y a mi tío, y enloqueció
a mi madre. No tengo amigos en ningún rin-
cón del mundo. Máteme a mí también”.
Con una mueca de desdén, Funes repli-
có: “Bien, como usted diga”, y acto seguido
le disparó con sus propias manos. Poco des-
pués, por órdenes suyas, la trastornada viuda
y madre fue envenenada.

•539•
· Vastas soledades ·

Como gobernante del más extenso terri-


torio cauchero de Venezuela, Funes, por su-
puesto, controló en este todo el comercio del
caucho. Para su beneficio, todos los comer-
ciantes fueron obligados a pagar altos tri-
butos. Con la riqueza obtenida de ese modo
compró grandes suministros de armas y
municiones a los proveedores brasileños, y los
embarcó a través de la “puerta trasera” an-
tes mencionada, esto es el río Casiquiare.
Con esas armas conformó un formidable
ejército de asesinos; algunos le servían por
propia elección y otros por física necesidad.
Como era de esperar, los matones y las cua-
drillas ilegales de muchas millas a la redon-
da gravitaban hacia las fuerzas de Funes, y
se alimentaban de lo peor de los pobladores
tanto del sur de Venezuela y Colombia como
del norte de Brasil. Por su parte, muchos hu-
mildes peones de la región fueron integrados
al ejército de Funes bajo amenaza de muer-
te si desobedecían o intentaban escapar. De
este modo, sintiéndose apoyado y por demás
protegido por los obstáculos del río que de-
tendrían cualquier expedición punitiva con-
tra él, el antes mercachifle se convirtió en la
autoridad máxima de todo el Alto Orinoco y
el Territorio de Amazonas.

•540•
Orinoquia

Era lo suficientemente astuto y, porque lo


era, lograba permanecer dentro de sus pro-
pios límites y apaciguar al gobierno venezola-
no. Le hizo saber a éste que los impuestos es-
tatales regulares serían pagados al gobierno,
como era habitual. Más aún, tenía un docu-
mento redactado por S. Gonzáles Perdomo3,
un bribón bien educado de su ejército, escrito
que retrataba al difunto gobernador Pulido
como un opresor y a Funes como el salvador
del Territorio de Amazonas. Perdomo hizo un
excelente trabajo al pergeñar un panfleto titu-
lado El Libro de las Reivindicaciones; allí Fu-
nes fue ensalzado con tanta generosidad que
cualquier lector crédulo podría pensar que el
coronel era un segundo Simón Bolívar. Pero
no embaucó al presidente Gómez4 ni a sus mi-
nistros. Arriba en Caracas se debatía sobre la
manera y los medios de capturar a Funes y ha-
cerlo encarar el castigo justo.
Se trataba de un problema tan espinoso
que no se le encontró solución. El traslado de
un cuerpo suficiente de tropas federales hasta

3 Sebastián González Perdomo. [Nota de la traductora]


4 Juan Vicente Gómez Chacón (1857-1935), político, mili-
tar y dictador que gobernó Venezuela entre 1908 y 1935.
[Nota de la traductora]

•541•
· Vastas soledades ·

el Orinoco, que estaba rodeado de cachiveras,


sería una tarea hercúlea, y mucho antes de que
pudiera llegar, las turbas de Funes podrían es-
cabullirse fácilmente hacia Brasil por la suso-
dicha “puerta trasera”. El único camino para
bloquear esa salida era el de enviar tropas por
mar a los alrededores, hasta el Amazonas y el
Negro, que estaban a una distancia de cuatro
mil millas; una expedición de esa naturaleza
era prohibitiva, no sólo por sus elevadísimos
costos sino por la decidida reticencia de Bra-
sil a permitir el paso de tropas foráneas por
su territorio. El juego no valía la pena. Por lo
anterior, el presidente y sus consejeros adop-
taron sagazmente una política que pronto se
puso de moda en nuestros propios círculos
gubernamentales: la de una espera vigilante.
Tarde o temprano (y fue muy tarde) alguna so-
lución aparecería.
Protegido por la inaccesibilidad, Funes es-
taba tan seguro como cualquier ogro medieval
en un castillo emplazado en un peñón. Y, salvo
por el hecho de que en la realidad no devoraba
carne humana, era un ogro, un monstruo que
se cebaba en la muerte. Era, por añadidura, un
cobarde que vivía con el temor constante de su-
frir un destino semejante al que había trazado
para otros.

•542•
Orinoquia

Si veía a un par de hombres con las cabezas


juntas, esos dos eran condenados; que habla-
ran confidencialmente significaba, sin lugar
a equivocaciones en la mente de Funes, que
estaban fraguando su asesinato. Y entonces
eran visitados sin demora por un cabo que les
ordenaba ir a cortar madera en Punta Don
Diego (un aserrío que quedaba justo abajo del
pueblo); o eran mandados a llevar un mensaje
a Puerto Tití, un “puerto” minúsculo sobre el
Orinoco, a medio camino del asentamiento.
En cualquier punto eran detenidos y descabe-
zados con machetes por asesinos previamente
escogidos para hacer el trabajo, y sus cuerpos
eran enterrados a poca profundidad in situ, o
tirados al río. “Vaya a Don Diego” o “lleve un
recado a Tití” devinieron en sinónimos de sen-
tencia de muerte. Dentro de las siniestras som-
bras de Don Diego, en particular, tantos seres
fueron eliminados que empezó a ser conocido,
en toda la extensión del río, como el cementerio
de Funes.
Las ejecuciones no se confinaban en San
Fernando y sus alrededores más cercanos. A
todo lo largo del Alto Orinoco, en los campos
de caucho o en el sitio de comercio, los desta-
camentos de hombres de Funes podían apa-
recer en cualquier momento; aprehendían a

•543•
· Vastas soledades ·

algún pobre infeliz, lo llevaban al río, lo des-


cabezaban y lo arrojaban a los voraces cari-
bes. Podía no haber pronunciado palabra al-
guna contra Funes; fuera como fuera, moría;
moría porque algún enemigo había mentido
sobre él. Como los tiempos de la Revolución
Francesa, estos eran los del apogeo del infor-
mante que buscaba vengarse por algún ren-
cor real o imaginario. Para que no quedaran
rastros, usualmente el soplón también mo-
ría; Funes no confiaba en nadie y el gusano
que carcomía su cerebro le llevaba a voltear
su mano contra cualquier hombre.
No todos sus asesinatos fueron inducidos
por el instinto primario de conservación. Ma-
taba también con sus propias manos por puro
placer. Un ejemplo típico de lo anterior fue el
sacrificio de los hermanos Espinosa. Tres de
ellos —Antonio, Alberto y Federico—, que
estaban en San Fernando, murieron a manos
de Funes. Al día siguiente otro hermano —
Juan— llegó de Ciudad Bolívar a visitarlos.
Funes fue informado inmediatamente y orde-
nó que Juan (aún inadvertido de la muerte de
los otros) se presentara ante él, y que los cuer-
pos de los tres muertos fueran exhumados.
Después de una charla amable sobre los asun-
tos del río, le pidió a Juan que lo acompañara a

•544•
Orinoquia

dar un corto paseo. De súbito el joven, despre-


venido, al mirar hacia abajo se encontró con
los rostros de sus parientes muertos.
“¿Conoce a estos hombres?”, preguntó
Funes sonriendo.
“¡Son mis hermanos!”, gritó Juan. “¡Oh
Dios mío!, ¡mis hermanos!”.
“¡Ah!, ¿se siente triste porque los ha per-
dido? ¡Pues váyase con ellos!”. Y le pegó un
tiro. Riendo entre dientes ordenó a sus hom-
bres arrojar los cuatro cuerpos en una misma
tumba y se fue.
Las acciones de esa naturaleza, que Fu-
nes ejecutaba por sí mismo, se daban con
mucha frecuencia. No obstante, detrás de
muchos de sus asesinatos había otros moti-
vos distintos al miedo y el desenfreno. Como
sucede con todos los déspotas era un suicidio
provocar su ira, y hombres o mujeres morían
a veces de repente por negarse a seguir sus
mandatos. Los peores de todos eran acaso
los asesinatos a sangre fría impulsados por la
codicia; de los primeros tal vez no se dieron
muchos; de los últimos sí.
El ogro no siempre mataba a tiros a sus
propias víctimas; en ocasiones prefería acu-
dir a la más insidiosa manera de deshacer-
se de ellas: el envenenamiento. Luego de un

•545•
· Vastas soledades ·

tiempo sus provisiones de venenos se agota-


ron y, puesto que quería acabar con otras per-
sonas mediante ese método, ordenó al médico
del pueblo que le diera nuevos tósigos. Para
su honra, el médico Dr. Valdimiro Benito se
rehusó a hacerlo. Más tarde, uno de los ins-
trumentos de Funes llamado Baca entró al
consultorio del doctor portando un rifle; se
sentó a su lado, le conversó durante algunos
minutos y por accidente (?) dejó que el arma se
deslizara de costado. Un tiro se disparó estre-
pitosamente. El doctor Benito cayó de su silla,
muerto. Después de las exclamaciones consa-
bidas y de lamentar en voz alta el desafortu-
nado “accidente”, Baca fue a donde Funes a
reportarle el éxito de su misión. Tal era la cru-
da cortesía con la que el archiasesino buscaba
enmascarar sus fechorías.
Con las mismas artimañas intentaba ca-
muflar, bajo cargos de “conspiración”, los
asesinatos causados por su avaricia. Las
muertes sistemáticas por dinero parecen ha-
ber sido una de las últimas modalidades de su
reino de terror, período en el cual tuvo que ha-
ber reconocido que su poder estaba llegando
a su fin. Al comienzo había aceptado de buen
grado que los distribuidores y comerciantes
del caucho emprendieran y manejaran por

•546•
Orinoquia

ellos mismos sus negocios regulares; eran la


gansa que ponía sus huevos de oro. Ahora,
por el contrario, su codicia sin límites le llevó
a sentirse insatisfecho con las considerables
ganancias producidas por esas fuentes, y de-
cidió apropiarse no sólo de una parte sino de
toda la pequeña fortuna de cada negociante.
Por consiguiente, con la misma frialdad con
la que había llevado sus cuentas cuando era
un mercachifle en el río, dio inicio al más si-
niestro libro de registro sobre el Orinoco del
que se tenga noticia. En él anotaba el nombre
de cada hombre del territorio que tuviera al-
guna propiedad susceptible de ser converti-
da en dinero, y un cálculo de lo que se podría
obtener si muriera; con su “ejecución” por
“conspiración”, sus bienes serían confiscados
por el “estado”. El “estado”, claro está, era
Funes, y con total premeditación procedió a
matar a la gansa.
Su método era el muy trillado que se co-
noce en nuestros Estados Unidos como
“entrampamiento” o “enredar” (frame-up).
Cómo montaba los falsos casos quedó en evi-
dencia en el de dos prósperos socios llamados
Rodríquez y Pulido (el último no tiene nada
que ver con el gobernador fallecido), quienes
manejaban un sitio, bien arriba del Orinoco,

•547•
· Vastas soledades ·

dedicado sobre todo al negocio del caucho. En


este ejemplo el plan no funcionó con la flui-
dez esperada, gracias a la valiente lealtad de
un hombre ya conocido por el lector: se trata
de Portonio Solano, piloto de la canoa que me
trajo a Zamuro. La narración de los hechos
enseñará cómo fue jugado el juego.
En esos días Portonio era empleado de
Rodríquez y Pulido en calidad de capitán del
río, y estaba a cargo del transporte del cau-
cho desde el extremo del Alto Orinoco hasta
San Fernando. En una de sus visitas perió-
dicas a San Fernando fue llamado a presen-
tarse ante Funes, quien le exigió darle in-
formación sobre un complot para asesinarlo
urdido por los empleadores de Portonio. Éste
respondió que no sabía nada al respecto. El
coronel, acudiendo a todos los trucos y ame-
nazas que podía imaginar, trató de forzarlo
a que admitiera la existencia del supuesto
complot. En silencio, el capitán se mantuvo
firme. Por último, Funes airadamente asegu-
ró que sabía que Rodríguez y Pulido habían
comprado cartuchos en Brasil, y que estos
eran para asesinarlo; Portonio tendría que
espiarlos, averiguar dónde escondían los car-
tuchos e informarle todo en su próxima visi-
ta al pueblo. Enseguida despachó a Portonio.

•548•
Orinoquia

En la situación de Portonio, no muchos


en el Orinoco se hubieran dado el lujo de
desobedecer al coronel. Portonio se lo dio;
cuando se reencontró con sus empleadores
les contó todo lo ocurrido y les pidió ser cui-
dadosos con sus palabras y sus movimientos.
En el viaje siguiente a San Fernando, fue lle-
vado de nuevo a donde Funes y fue sometido
a un interrogatorio peor que el anterior. Una
vez más, con el chantaje de la muerte pen-
diendo sobre su cabeza ensortijada, el leal
hombre se negó a dar testimonios falsos. A la
larga Funes lo despidió y con furia le espetó:
“¡Cuídese! ¡Tiene sus pies en una trampa!”.
Portonio lo sabía. Sabía que el amanecer
podría encontrarlo flotando sin cabeza río
abajo; y decidió flotar con la cabeza puesta.
En medio de la oscuridad encontró la forma
de robarse un remo y una vieja canoa agrie-
tada, casi inservible; con este artefacto em-
prendió una travesía suicida y remó río abajo
a máxima velocidad.
Huyó atravesando, uno tras otro, los mal-
ditos raudales, a duras penas manteniendo a
flote el viejo y podrido armatoste. Para esqui-
var la guarnición de Maipures se adentró en
el terrible raudal del mismo nombre; fue ésta
una proeza sin par. Más aún, intentó pasar las

•549•
· Vastas soledades ·

imbatibles cataratas de Atures y logró hacer


la mitad del recorrido antes de caer exhausto.
Con esfuerzos sobrehumanos, no solamente
alcanzó la costa, sino que salvó sus armas, su
rifle, su revólver y su machete. Acosado por el
hambre y el infortunio siguió por tierra hacia
Zamuro, trepó cuesta arriba por detrás de un
centinela que vigilaba los botes, lo golpeó, lo
dejó sin sentido y continuó su huída. Final-
mente llegó a Ciudad Bolívar.
Tampoco allí se sentía seguro porque los
espías de Funes acechaban. Había oído que
Funes “se lo encontraría en una callecita”.
Como no era tonto, Portonio intuyó que los
mercenarios de Funes en Ciudad Bolívar po-
drían atacarlo por la espalda. Partió sin di-
laciones, se internó en las selvas furiosas del
Río Caroní y allí permaneció hasta la caída de
Funes. El lector sabrá ahora por qué Portonio
cargaba un puñal debajo de su abrigo, cuan-
do viajó conmigo en la región en la que todos
recordaban la bien difundida orden de matar-
lo. Si bien Funes ya no tenía poder como para
hacerle daño, nadie sabía qué podría suceder.
Luego del escape de Portonio, sus dos em-
pleadores fueron arrestados y encerrados en
la cárcel de San Fernando. Otro hombre sin
el carácter de Portonio había colaborado en

•550•
Orinoquia

el frame-up y aquellos fueron condenados.


Empero, por intercesión del hermano de Fu-
nes —que era la antítesis del perverso Tomás
y era sacerdote de la iglesia católica— la eje-
cución fue suspendida y los dos escaparon
por el Orinoco. Todas sus posesiones, con
excepción de sus vidas, pasaron a las manos
de Tomás Funes. Pese a todo, tuvieron suer-
te; Funes no se ahorraba una vida.
A medida que el tiempo pasaba, el antes
mercachifle abrió otro libro —ahora eran
dos— en el que anotaba las muertes reales de
sus adineradas víctimas, las fechas y lugares
de sus fallecimientos y las sumas obtenidas
por sus propiedades. Nuevos nombres iban
apareciendo en su “libro del futuro”, nombres
de personas cuya eliminación no lo beneficia-
ría en términos de finanzas, pero a quienes in-
tentaría liquidar antes de huir. No había duda
de que planeaba escapar. Documentos halla-
dos en sus cuarteles, cuando el destino lo sacó
de cielos despejados, revelaron su clara inten-
ción de partir hacia Brasil y, por qué no, de
Brasil a Europa. Haber matado a su gansa de
oro no fue el capricho de un demente; fue un
saqueo sistemático de todo el Alto Orinoco,
que él intentaba exprimir para sacarle toda su
riqueza y virtualmente toda su vida antes de

•551•
· Vastas soledades ·

huir. Cómo iría a ser esta limpieza se hizo ex-


plícito en su lista de proscripción, que incluía
también a su amante; de otro documento se
infirió que intentaría incendiar a San Fernan-
do luego de partir. Si hubiera consumado este
último acto, se habría cumplido la profecía
eclesiástica. San Fernando de Atabapo había
sido una ciudad conflictiva desde mucho an-
tes de que Funes llegara, y en épocas distintas
dos curas habían predicho que, por su maldad,
terminaría en llamas.
Con tan notable ejemplo de asesino y de
ladrón, y al ser traidores como su jefe, los fo-
rajidos que actuaban como oficiales del ejér-
cito del coronel naturalmente se permitían
las mismas prácticas de él. El saqueo y la
codicia eran su credo; mataban por iniciati-
va propia y se ocupaban de los peces chicos
de la región, mientras su líder perseguía a los
grandes. Los carniceros más reconocidos en
las fuerzas de Funes fueron Luciano López
—segundo al mando y quien en la realidad
era matarife; tenía en el pueblo el puesto de
matarife oficial de ganado— y un tal “Avis-
pa”, cuyo nombre era real o falso. Con ellos y
otros de su calaña, ningún hombre ni mujer
alguna podían sentirse seguros a menos que
fueran protegidos de Funes.

•552•
Orinoquia

Examínese por ejemplo lo sucedido con


Tomasa Manlavia, hermosa mujer de Mai-
pures. Tomasa era feliz con su marido hasta
donde era posible serlo en esas épocas tan
turbulentas. Pero también estaba González
Perdomo quien había escrito el libro de ven-
ganza de Funes y ahora era sargento a cargo
de la guarnición de Maipures. Gonzáles Per-
domo deseaba a Tomasa cuyo esposo obvia-
mente era un obstáculo; González lo mató.
Después le exigió a Tomasa ser su mujer. Con
amargo desdén ella se negó, dándole una
paliza verbal. Era lo natural. Y lo más peli-
groso. Esa noche Perdomo mandó a Avispa
y a otro hombre a visitarla; la encontraron
tratando de paliar con una pequeña caja de
música su dolor de viuda. El compinche de
Avispa se paró enfrente de ella para llamar
su atención; Avispa se ubicó a sus espaldas y
levantó el machete. Con un ágil movimiento
de costado la afilada cuchilla danzó y la ca-
beza de Tomasa cayó al suelo, llevándose por
delante la caja de música.
Tales cosas eran comunes. A pesar de
ellas, alivia notar que los dos, Perdomo y
Avispa, cosecharon el premio por sus críme-
nes. A la postre Funes empezó a sospechar
que estaban tramando su derrocamiento y

•553•
· Vastas soledades ·

silenciosamente envenenó a Perdomo; Avis-


pa, atado a un árbol, fue descabezado. Hubo
cierto humor siniestro en cada una de esas
muertes: Perdomo, una víbora solapada, mu-
rió traicionado y él había traicionado; Avispa,
brutal machetero, fue descuartizado a punta
de machete.
De igual manera, una especie de justicia
macabra le fue aplicada a Baldino Ruiz, sar-
gento en San Fernando. Después de arrancar
una hoja del libro de Funes, Ruiz asesinó sin
piedad a muchos hombres pobres para que-
darse con los pocos pesos que tenían, ocultó
el botín en el bosque y fingió haber perpe-
trado esos crímenes para proteger a su co-
ronel. De esa forma acumuló la suma de cien
morocotas (aproximadamente $2.000). Por
la desconfianza que despertó en su jefe por
una u otra razón, más tarde, y sin fórmula de
juicio, fue desterrado a Ciudad Bolívar. Lo
que en realidad ocurrió fue que Funes supo
la verdad acerca de las operaciones de su
subordinado e hizo un plan para vengarse.
Algunos mensajes ladinos le fueron envia-
dos a Ruiz a través del servicio de espionaje
de Funes; en ellos se le decía que se le per-
donaba y que un puesto más alto le espera-
ba si regresaba. Por cuanto se había tenido

•554•
Orinoquia

que ir tan precipitadamente que no había


podido desenterrar su botín ensangrentado,
Ruiz volvió. A su llegada le esperaba Luciano
López y otros pocos, quienes lo invitaron a
cenar. Tan pronto se sentó y dejó descansar
sus codos sobre la mesa, López, sentado a su
derecha, le disparó directamente al corazón.
Esa noche, los familiares vivos de sus vícti-
mas pudieron haber reído.
El baño de sangre continuó. Por traición
y contratraición, por asesinato descarado o
silencioso, la población de la parte alta del
río estaba siendo exterminada con sigilo.
Escapar era imposible; los destacamentos
de Funes se movían en todas partes, y tanto
éstos como los raudales mortales de abajo
constituían barreras infranqueables que,
como es de suponer, pocos tenían el coraje
de traspasar. El nombre terrible de Funes y
los de sus sangrientos bandidos dominaban
todo o casi todo. Había algunos pocos que,
como los Varela de San Carlos, contraataca-
ban cuando se veían arrinconados; por des-
gracia, el final era el mismo.
Esos tres Varela estaban a cargo de la
oficina de aduanas de la frontera brasile-
ña. Domingo Varela era el jefe, y sus hijos,
Pedro y José, eran empleados de la misma

•555•
· Vastas soledades ·

oficina. Sin aviso, a la media noche, una


pandilla de Funes apareció y exigió que se
le dejara entrar. No está claro si fue enviada
por el coronel o si actuaba por cuenta pro-
pia; lo cierto es que estaba allí para llevarse
los recaudos de las aduanas. Domingo Vare-
la se negó tanto a entregarles el dinero como
a permitirles la entrada. El tiroteo comenzó
de inmediato.
Los Varela se veían gravemente sobre-
pasados en número; aun así, dieron la pelea
con coraje. Había algunos rifles en la casa,
que eran cargados y pasados al trío lucha-
dor por una sirvienta india. Durante cuatro
horas defendieron la oficina. Al amanecer,
una bala mandó al piso al padre, severamen-
te herido; en tan deplorable condición, gri-
taba a sus hijos: “No es nada. ¡Peleen!”. Así
lo hicieron hasta que otras balas acabaron
con ellos.
Los asaltantes violentaron la puerta y en-
traron. Los Varela no habían sido vencidos.
Heridos e impotentes, siguieron disparando
con sus armas calientes y lucharon hasta su
último aliento. No fue sino hasta cuando los
tres recibieron balas en la cabeza que sus ri-
fles se silenciaron. La mujer india escapó; los
malditos sobrevivientes saquearon el arca

•556•
Orinoquia

del dinero y la historia de los Varela quedó


cerrada para siempre.
Si el asalto fue ordenado por Funes, pro-
bablemente éste añadió pronto una entrada
a su interminable lista de muertos, y ceñudo
examinó el precio de los costosos cartuchos
que se requirieron para enfrentar la tenaci-
dad de los valientes padre e hijos. Todavía le
quedaban muchos proyectiles y su alma de
buhonero pudo haber derivado una cierta sa-
tisfacción de su contabilidad y de las ganan-
cias obtenidas tras los hechos ocurridos en
San Carlos. Y aún existía dinero por hacer y
hombres por matar, si mantenía actualizado
su record de “un hombre por día”. Ese es el
suyo en el Orinoco: Funes y su banda asesi-
naron un hombre por día en el transcurso de
casi ocho años.
La trágica ironía está en que los mismos
cartuchos en los que su poder se sustentó y
las contabilidades en las que encontró salva-
je entretenimiento lo destruirían al cabo de
poco tiempo.

La serpiente y el gavilán
Ahora, hacia el norte de Venezuela estaba
otro hombre cuya captura el gobierno ar-
dientemente deseaba apresurar. Se llamaba

•557•
· Vastas soledades ·

Arebalo Cedeño5. Como Tomás Funes, era


un líder proscrito. Por lo demás, se parecía
tanto al despiadado jefe del Amazonas como
un gavilán se parece a una serpiente. Funes,
el envenenador, era literalmente una ser-
piente; un reptil humano de sangre fría cu-
yos venenosos colmillos no conocían amigos.
La sangre de Cedeño era tan caliente como
helada era la de Funes; sus movimientos tan
rápidos y audaces como deliberados y caute-
losos eran los de Funes. Funes era una ser-
piente de la selva del sur; Cedeño un gavilán
de las llanuras del norte.
La carrera como rebelde de Cedeño em-
pezó alrededor del momento en el que Funes
dio el golpe en San Fernando. Los dos hom-
bres, empero, no tenían nada en común; ni
siquiera se conocían. La codicia empujaba a
Funes; a Cedeño la venganza.
Si el del norte era descendiente del ge-
neral Cedeño que luchó bajo el mando de
Simón Bolívar un siglo atrás, no lo sé. Sí sé
de su habilidad para la batalla y de su odio

5 En las fuentes consultadas aparece como Emilio Aréva-


lo Cedeño (1882-1965), célebre guerrillero venezolano
y opositor del régimen de Juan Vicente Gómez. En esta
traducción se conservará la forma usada por el autor.
[Nota de la traductora]

•558•
Orinoquia

por la injusticia. De acuerdo con la informa-


ción que recibí, fue la injusticia la que lo lle-
vó a rebelarse. Antes había sido un ranchero
acaudalado; quedó en la ruina a causa de la
imposicióndeimpuestosexorbitantesydelacon-
fiscación de sus bienes. Por lo anterior, se
dedicó a la guerra.
Sus operaciones de combate eran por ne-
cesidad del tipo ágil del de las guerrillas: un
asalto repentino aquí, una incursión rápida
allá, con huidas tan vertiginosas que dejaban
perplejos a sus enemigos; su credo de comba-
te era la antigua máxima según la cual “aquel
que pelea y huye puede vivir para pelear otra
vez”; su único objetivo era el persistente e in-
terminable hostigamiento a las fuerzas fede-
rales. Con una más bien pequeña pero devota
banda de seguidores adelantaba sus campa-
ñas año tras año en todo el norte de Venezue-
la, y se mofaba de los esfuerzos que tenían
que hacer las tropas del gobierno para cap-
turarlo. Se dice que sus hombres lo seguían
por amor; es digno de notar el hecho de que
todas las gentes del Orinoco se refieren a él
por su primer apellido, Arebalo. Si los relatos
sobre él son ciertos, era una especie de Robin
Hood; cuando se tomaba una ciudad, a me-
nudo distribuía los fondos federales entre la

•559•
· Vastas soledades ·

gente más pobre. Su propio botín siempre era


de armas y municiones para ser utilizadas
por su banda en futuros combates. Pudo ha-
ber sido, además, una especie de Don Quijo-
te; se sabía que había sido y era un buen tele-
grafista y que ahora, como antes, pulsaría un
alambre de la línea terrestre del norte para
enviarle al jefe civil de algún lugar este men-
saje: “Mañana a las nueve Arebalo Cedeño
atacará su pueblo.
Y a las nueve lo atacaría. Si fallaba en
hacerlo, le haría tanto daño a los federales
como le fuera posible y enseguida desapare-
cería como por arte de magia. Si ganaba no
hacia daño a nadie, salvo, quizás, a los oficia-
les. Cuando se marchaba se llevaba los per-
trechos de guerra: rifles y balas.
Cerca del final de 1920, el gobierno de
Caracas y Arebalo Cedeño sintieron que To-
más Funes tenía mucha pólvora. El gobierno
le envió a Funes una petición formal de tras-
ladar sus armas y municiones a la muy cerca-
na guarnición de Ciudad Bolívar. Cedeño no
pidió nada; sin hacer ruido se preparó para
apoderarse de esas armas.
Funes, que siempre empleaba un tono
blando con el gobierno, respondió con la pro-
mesa de juntar las armas y enviarlas río abajo

•560•
Orinoquia

en el siguiente febrero. Su limpieza ya estaba


bien avanzada y con seguridad su intención
real era completarla y escapar a Brasil a co-
mienzos de 1921, naturalmente llevándose
con él las armas. Mientras tanto, sin que el
gobierno ni Funes lo supieran, Cedeño se
dirigió al sur y sentó sus cuarteles en Puer-
to Carreño, más allá de Meta. En ese lugar
sus hombres interceptaron a todos los viaje-
ros del Orinoco, los retuvieron y rompieron
la comunicación entre el alto y el bajo río.
Cuando le convino, Cedeño se movió.
Como siempre, lo hizo con la velocidad
de un raudo gavilán; capturó a las aterradas
guarniciones de Zamuro, Atures y Maipures
y se las llevó como prisioneras. En un lapso
de pocos días acampó en los rocosos y escar-
pados islotes llamados Castillitos (pequeños
castillos), que quedaban a pocas millas, aba-
jo de San Fernando. Ni la más ligera señal de
su llegada se había filtrado antes.
Allí, mientras sus hombres descansaban
bajo la luna tropical, dos demostraciones del
dominio de Funes le llegaron. La primera fue
una canoa sin piloto, aparentemente vacía,
que fue interceptada. En su fondo yacía el
cuerpo sin cabeza de un hombre, dejado a la
deriva como broma macabra de sus asesinos.

•561•
· Vastas soledades ·

Poco después apareció otra canoa remada


atropelladamente por una joven llamada Abe-
lina que huía de San Fernando. La mujer ha-
bía recibido de Funes la orden de convertirse
en amante de uno de sus villanos y, antes que
obedecerla, se había arriesgado a morir en
los raudales. También ella fue detenida por los
hombres de Cedeño y, protegida por este, a la
mañana siguiente regresó a San Fernando.
A la primera y tenue luz de un temprano
enero, Cedeño puso en tierra a sus fuerzas
en Puerto Tití, en el Orinoco, y aceleró por
la media milla de trocha hasta llegar al ho-
rrible pueblo de Atabapo. Alrededor de éste
apostó sus destacamentos en los árboles.
La adormilada San Fernando, bostezando y
desperezándose mientras el sol salía, aún no
presentía lo que estaba por venir.
La osadía de Cedeño se hizo patente en
el hecho de que estaba corto de cartuchos.
Contaba con tan sólo diez rondas por hom-
bre. Tenía en cambio su temple propio, la
obediencia inquebrantable de sus hombres
y cinco cornetas. Echó mano de todo lo que
tenía, hasta de su nombre: el nombre que, él
bien lo sabía, desde hacía mucho tiempo ha-
bía calado en ese lugar; el nombre de un gue-
rrero invicto en ocho años de campaña.

•562•
Orinoquia

El llamado de un clarín militar resonó en


los oídos de San Fernando. Desde otros luga-
res cercanos llegaron las respuestas de otros
clarines. Luego vino el rugido del fuego que
avanzaba, y más llamados, más descargas,
seguidos de un grito que penetró hasta los
tuétanos de cada oyente.
“¡Viva Arebalo Cedeño! ¡Abajo Funes!”.
Otro rugido de rifles, repetidos llamados de
clarines, respuestas repetidas. El tumulto era
como el de un gran cuerpo de tropas que rodea-
ba completamente al pueblo, con su vanguar-
dia abriendo fuego. Bajo la mirada de los ate-
rrorizados San Fernandinos estalló la primera
escaramuza de ese ejército que corría por todos
lados disparando y lanzando gritos de triunfo.
Tanta era la sorpresa y tanto el desconcierto
que el coraje abandonó a la pandilla de Funes.
Luciano López, el matarife, corría cual
conejo perseguido, pero fue capturado. Sus
subordinados huían hacia el río, se ocultaban
en las casas, buscaban como locos escapar por
entre el bosque o se entregaban y rogaban por
sus vidas. Muy tarde se dieron cuenta de que
esos primeros tiradores eran el ejército com-
pleto de Cedeño, y que en realidad estaban
tirando al aire sus preciosas tres rondas por
hombre. Sin herir a un solo hombre la ciudad

•563•
· Vastas soledades ·

fue capturada y el ejército de Funes quedó


convertido en una chusma caótica.
Someter a Funes no fue fácil. Acorralado
en su oficina con apenas un secuaz leal, se re-
sistió; pero no por mucho tiempo. No tenía el
carácter firme de los Varela de San Carlos ni
el heroísmo del hombre que lo acompañó has-
ta el último instante. Funes claudicó mien-
tras su compinche arriesgaba la vida.
Este hombre, independientemente de su
pasado, fue un héroe. Se trataba del sargento
Amalio López, quien no tenía relación algu-
na con el conocido Luciano. En vez de ren-
dirse, Amalio peleó como tigre.
Una bala destrozó su brazo derecho y lan-
zó su rifle al suelo. Sacó un revolver y siguió
disparando con su mano izquierda. Otra bala
le dio en el pecho y lo tumbó.
Una carrera más y Funes fue sometido; se
rindió. De inmediato fue desarmado. Cede-
ño se paró al lado del afligido Amalio. “Usted
es un Valiente”, le dijo. “Trataré de salvarle la
vida”. Pero Amalio sacudió la cabeza y, ya sin
fuerzas, le hizo un gesto de despedida al con-
quistador. “He prometido ir hasta el final con
mi coronel”, murmuró, y, tornando su mirada a
su innoble jefe, añadió: “Coronel, ¡estamos per-
didos!”.

•564•
Orinoquia

Poco después murió. Cedeño, sin sombre-


ro, ordenó que se le diera un entierro hono-
rable y, mientras el cuerpo era retirado, se
cubrió de nuevo la cabeza y dio la orden de
que Funes fuera llevado a la cárcel. Allí, en la
prisión en la que había confinado a tantas de
sus desgraciadas víctimas, el dueño caído
de Amazonas fue conminado a entregar el
dinero mal habido y su reserva de armas y
municiones, que había ocultado en algún si-
tio. Cedeño no tenía la intención de matarlo;
el luchador de las llanuras del norte no había
sido puesto al tanto de muchas de las andan-
zas de Funes, y lo veía como una especie de
hermano que, como él mismo, estaba por fue-
ra de la ley. Más aún, como ha sido demostra-
do, Cedeño no era un matarife. Había venido
a arrebatar el liderazgo a Funes, a tomar su
acero y su dinero, pero no su vida. Dejó esto
claro, como también que alcanzaría aquello
por lo que había venido.
Funes transigió. Mañana revelaría dónde
mantenía sus depósitos ocultos. Cedeño, ne-
cesitado de descanso luego de la azarosa tra-
vesía hacia el río, accedió. Dejó a Funes para
que reflexionara sobre lo prometido.
Hubiera sido mucho mejor para Funes
entregar todo de una buena vez y dejar que

•565•
· Vastas soledades ·

su captor se fuera con Dios por donde había


llegado; en el entretanto, mientras Funes
maldecía y aplazaba y tanteaba cuál pudie-
ra ser una vía de escape, se iba conociendo
más sobre su infamia. Liberadas al fin de su
amargo cautiverio, varias personas de San
Fernando le contaron a Cedeño lo que ha-
bían sufrido en muertes inhumanas y a cau-
sa de la codicia brutal de Funes. El hombre
del norte escuchaba, escudriñaba sus ros-
tros y, no es de dudarlo, pensaba en el hom-
bre descabezado de la canoa y en Abelina.
Seguidamente, tras el hallazgo de los docu-
mentos de Funes, dio con los dos libros ne-
gros de la muerte y los examinó en detalle.
De un momento a otro dio un salto e impre-
có: “¡Dios mío!, ¡este no es un hombre! ¡Es un
monstruo! ¡No merece vivir!”. Sin embargo,
no lo mató; no lo hizo a pesar de que Funes
ahora se negaba a entregar las armas que
tenía escondidas. Primero Cedeño convocó
a los pobladores de San Fernando y en un
breve discurso enfatizó en que era tan sólo
un “visitante” y en que no tenía intención de
quedarse; en que no se iba a aprovechar de
la prosperidad del Territorio de Amazonas,
y en que la suerte de su gobernante anterior
quedaba en manos de ellos.

•566•
Orinoquia

“Ustedes conocen al coronel Funes; yo


no”, dijo. “Son ustedes quienes deben decir
qué se debe hacer. Si quieren liberarlo, lo li-
beraré. Si su deseo es otro, digan cuál es”.
La amargura por tanto tiempo reprimida
de todos esos maltratados estalló en una ex-
plosión de odio: “¡Que lo maten! ¡Que lo ma-
ten!”.
Matarlo no les parecía que fuera un cas-
tigo suficiente. La multitud fue más allá:
“¡Mátelo lentamente, Arebalo!”. “¡Mátelo
poco a poco!”. “¡Déme a mí un ojo; ¡él asesinó
a mi padre!”. “¡Para mí las orejas!; ¡mató a mi
hermano!”. “¡Yo pido su lengua!; ¡le entregó
mi hija a una de sus bestias!”. “¡Para mí una
pata!”. “¡Me pido un dedo!”. “¡Mátelo poco a
poco!; maldito demonio”.
Ese fue el veredicto vengativo de las vícti-
mas de Funes. No se concretó de esa manera.
Por el contrario, a la mañana siguiente Fu-
nes fue conducido a la plaza. Un pelotón de
fusilamiento lo esperaba.
Después de haber aterrorizado con la
muerte año tras año, de alcanzar cifras re-
cord en cuanto a seres aniquilados bajo la
mera sospecha de que le iban a hacer daño,
el coronel en ese instante se encontró con-
frontándose consigo mismo. Al haber tenido

•567•
· Vastas soledades ·

que retroceder por tanto tiempo ante temo-


res sombríos, acaso era un alivio encontrar-
se con la horrible realidad. O fue el heroico
ejemplo de Amalio López el que lo mantuvo
firme. Por esto o por aquello, se enfrentó a
su destino con la cabeza en alto y con los ojos
abiertos.
Ocho rifles tronaron. Funes se desgonzó
y quedó inerte. El hombre del Orinoco caía
abatido por las balas que habían sido arran-
cadas de los cintos de sus desleales secuaces.
Luciano López corrió con la misma suerte. Al
tronar de los rifles brincó en el aire y cayó de
espalda. El cuerpo de su jefe fue colocado en
medio ataúd (no se pudo encontrar uno com-
pleto), y el suyo en una hamaca. Los cadáve-
res fueron separados y enterrados, y este fue
el final de dos de los hombres más temidos en
el alto Orinoco.
Fue así que el 30 de enero de 1921 con-
cluyó el reinado de Tomás Funes. Su ejército
estaba huyendo —cada hombre por sí mis-
mo— en medio de las selvas de Brasil y de Co-
lombia. Sus armas y municiones, que pronto
fueron encontradas, pasaron a las manos de
una banda más limpia que la suya. De toda
la riqueza que acumuló no se ha encontrado
huella. Es factible que ciertos hombres que

•568•
Orinoquia

actuaban como sus agentes en el mercado


del caucho, tanto en Brasil como en Ciudad
Bolívar (por necesidad los tuvo), y quienes
misteriosamente se volvieron ricos después
de la ejecución de su jefe, puedan explicar
lo que ocurrió con el capital de Funes; pero
no dirán nada. Sea como sea, el único dine-
ro del que se sabe que fue descubierto fue el
encontrado en su propia persona: veintiocho
morocotas (aproximadamente $560) escondi-
das en bolsas pequeñas de caucho amarradas
detrás de sus rodillas.
Los hombres del norte permanecieron
por algunos días en el pueblo, dedicados a la
cacería del botín de la victoria; escarbaban
en cada lugar que pudiera dar claves prome-
tedoras, a tiempo que su jefe, en la misma
tónica, escudriñaba los archivos de Funes.
Ante la realidad de que el dinero no podría
ser hallado, Cedeño claudicó. Con sus hom-
bres y sus nuevas armas, y con todos los no
combatientes que deseaban viajar río abajo
con él, Cedeño abandonó la ciudad y la dejó
atrás. Al partir se llevó cada bote que había
en San Fernando, es decir, cargó con todos
los del Alto Orinocó dado que prácticamen-
te ningún comerciante había quedado vivo.
Después de desembarcar arriba de los más

•569•
· Vastas soledades ·

impetuosos raudales, dejó que todo lo que


flotara cayera en los rápidos para que queda-
ra destrozado. Esa fue la razón por la cual,
cuando llegué a Zamuro un año después, el
problema de transporte era tan grave.
Continuando su viaje en las piraguas que
lo esperaron en Zamuro, el incursor se en-
contró de nuevo en Puerto Carreño. No llegó
muy tarde. Pese a las precauciones que había
tomado, las noticias sobre sus paraderos y
correrías habían llegado de a pocos a Ciu-
dad Bolívar y a los oídos del general Pérez
Soto6, y ahora este hazañoso guerrero iba
en camino con un formidable cuerpo de tro-
pas a emboscar al gavilán en los raudales y a
cortar sus alas para siempre. Cedeño se reti-
ró hacia el Meta y Pérez Soto lo siguió. Las
dos fuerzas pronto se trabaron en batalla,
y la lucha subsiguiente fue sin duda la más
dura de la carrera del gavilán. Su habilidad
para escabullirse lo salvó, al menos para fa-
cilitarle a su banda la huida en las etapas en
las que el combate le era adverso. Si él escapó
seguía siendo una pregunta sin respuesta en
el Orinoco cuando visité la región. Nada se

6 Vicencio Antonio de Jesús Pérez Soto (1882-1955). [Nota


de la traductora]

•570•
Orinoquia

sabía de él desde esa batalla, excepto que es-


taba “en algún lugar de Colombia”. Por otra
parte, cuando más tarde pasé por una nueva
revolución, no escuché nada sobre Cedeño;
los enfrentamientos a lo largo del río ya eran
conducidos por otros líderes.
Si esta arremetida contra la serpiente del
sur fue la última hazaña del gavilán, era una
que iba a dejar su nombre hondamente gra-
bado en las mentes de los hombres del Río
Madre. Por mera osadía no pudo ser supera-
da, y fue esa gesta la que aniquiló a la más ve-
nenosa criatura que jamás se haya enroscado
en la oscuridad del Territorio de Amazonas.
Si tarde o temprano otro reptil saca sus col-
millos, podría aparecer otro gavilán en los
cielos, ¡listo a precipitarse sobre él antes de
que ataque!

•571•
Viaje
a Manaos
EARL PARKER HANSON
1938

El patrón de la tiranía
Alguna vez mi casa había sido el “palacio” de
Funes. Se extendía sobre un costado de la
plaza y dominaba la ciudad, tal y como él
la había dominado. Ahora permanecía en pié
en sombría desolación, deteriorada, reple-
ta de vampiros que chillaban y silbaban en
todas las vigas. Las paredes de mi cuarto,
por dentro y por fuera, estaban salpicadas
de impactos de bala, como recordatorios de
la batalla de enero de 1921 que había puesto
punto final a la carrera de Funes. El piso se
veía perforado en una docena de puntos.

•572•
Orinoquia

En San Fernando vivía un recaudador de


impuestos conocido como coronel Bareto-
llon. Su oficina estaba en San Carlos a diez
días de viaje, si bien él nunca la había visto.
Administraba un almacén en San Fernando
desde el que trataba de vender, contra pago
en efectivo, los bienes que su agente en San
Carlos había tomado como remuneración
por sus servicios. Pero nadie en San Fernan-
do tenía dinero en efectivo, lo cual disgusta-
ba al coronel. Había estado allí por tan sólo
unos pocos meses y añoraba a Caracas.
Más tarde cometí una gran injusticia con
él, y por ella ahora me disculpo. Fue difícil
encontrar una oportunidad para entender-
nos; su filosofía era diametralmente opuesta
a la mía. Siendo por naturaleza un hombre de
sociedad que había ascendido bajo el ala de
“ese gran hombre”, el general Gómez, por su
exilio al Orinoco el coronel volcaba su resen-
timiento en comentarios despectivos sobre
los lugareños, en el espíritu que lleva a los
neoyorkinos a hablar de “the yokels”.
Invité a Baretollon y su esposa a mi casa
a escuchar en la radio un concierto especial;
era el Metropolitan o alguna sinfonía. Su es-
posa estaba muy enferma y no podía venir.
Pasaba las horas en su hamaca y se le veía

•573•
· Vastas soledades ·

siempre apática, cansada a muerte de su vida


entre los rudos habitantes ribereños, con el
corazón carcomido de nostalgia por los salo-
nes de Caracas. El coronel, en cambio, acep-
tó la invitación con entusiasmo.
Se le veía inquieto y aburrido, sentado con
los audífonos sobre su cabeza. La lámpara de
acetileno que había llevado alumbraba todo
con una luz blanca rechinante, menos los rin-
cones más lejanos que permanecían en una
tenue oscuridad. Todo el tiempo quería hablar
mientras la música sonaba y yo tenía que ca-
llarlo. Perversamente sentí que si él, con con-
descendencia y tono de superioridad, presu-
mía de ser un hombre civilizado, yo haría que
se comportara como tal ante la música.
Quiso irse rápidamente cuando el con-
cierto terminó; se lo impedí. Le pregunté por
Funes.
“¿Funes? Verá usted; no sé mucho de él.
He estado aquí muy poco tiempo. Vine a ayu-
dar a mi general, quien necesitaba un recau-
dador de impuestos en el que pudiera confiar.
Iría hasta al infierno por el general Gómez.
Es el hombre más grande en el mundo. He
pasado aquí apenas seis meses y no tengo
mucho trato con estas gentes. De cualquier
manera, no me hablarían de Funes. Y mejor

•574•
Orinoquia

que no lo hagan. Entre ellos no hablan mucho


de él; mala conciencia, supongo”.
“¿Mala conciencia?”, pregunté. “¿Qué
quiere decir?”.
“Ciertamente, mala conciencia. El gene-
ral Gómez nombró un gobernador para estas
gentes miserables, y todo lo que pudieron ha-
cer fue quejarse y complotar contra él. Ter-
minaron por matarlo. ¿Dónde están ahora?
¿Me lo puede decir? Usted ha visto la ruina
de este pueblo. ¿Vio lo que él hizo? Mire cómo
está la iglesia al otro lado de la plaza. Mire la
plaza misma, la reja que la rodea, los sende-
ros, las bancas. Mire las calles, la señaliza-
ción, los faroles que ahora están despedaza-
dos, los números de todas las casas. Él hizo
lucir este lugar como una ciudad cristiana.
La aseó, mantuvo el orden e impulsó los ne-
gocios. Pero no; estas gentes quieren mil ve-
ces más de lo que se merecen; quieren todo y
nada les parece suficientemente bueno”.
Creo que me estaba agradecido por per-
mitirle desahogar su amargura y su resen-
timiento con la gente entre la que vivía exi-
liado. Sin duda, yo era su única audiencia.
Desde hacía rato su esposa se había encerra-
do en la coraza de su desespero y no volvería
a escuchar sus quejas.

•575•
· Vastas soledades ·

Se levantó y se paró sobre uno de los hue-


cos del piso, señalándolo. “¿Ve esto? Estas
gentes ya no querrán trabajar ahora que Fu-
nes se ha ido y no los impulsará a que lo ha-
gan. Esto es lo que llaman trabajo”.
El hueco no tenía más de cuatro pulgadas
de profundidad y yo no podía entender lo que
quería decir.
“¡Trabajo!”, explotó. “¿Sabe lo que estu-
vieron haciendo aquí? Buscaban el dinero de
Funes. Cavaron cuatro pulgadas y pararon.
No son capaces ni siquiera de hacer bien eso.
Tal vez cavaron más profundamente y relle-
naron otra vez el hueco”.
“¿Lo rellenaron?”. El hombre resopló,
asintiendo. “Pero no ellos”, añadió. ¿Ha vis-
to la cantina oxidada y la bayoneta rota en la
calle, justo afuera? Han estado ahí desde la
batalla de 1921, durante 11 años, y nadie se
molesta en recogerlas. Esta gente es dema-
siado perezosa hasta para rellenar de nue-
vo un hoyo abierto por ellos, y en el que los
forasteros podrían romperse el cuello. No.
Comenzaron a cavar en busca del dinero de
Funes y se cansaron cuando el hoyo apenas
tenía cuatro pulgadas de profundidad”.
Me sentí tentado a levantarme en defen-
sa de aquellos lugareños que, en mi parecer,

•576•
Orinoquia

eran decentes y estaban atrapados en su Te-


rritorio, abandonados y aislados del mundo.
A duras penas podía sacarle al hombre lo que
quería de él.
“¿Y qué pasaba con Funes? ¿Tenía dinero?”.
“¿Cómo voy a saberlo? Por supuesto que
esta gente pensaba que sí. Tonto sería un
hombre si pasara aquí la mejor parte de su
vida sin hacer dinero. ¿Qué otra cosa podría
hacer en estas selvas, distinta a ahorrar para
volver luego a Caracas a disfrutar la vida?”.
Se detuvo un momento a saborear esta pe-
queña confesión.
“Todos pensaban que sí tenía. Miles y mi-
les de bolívares. Ese era el chiste que hacían
entre ellos. Luego de que murió no pudieron
hallarlos. Ni un centavo. Hurgaron en todas
partes, pero no encontraron nada. Tampoco
ellos tenían dinero. Habían sido muy holga-
zanes como para ahorrar y culpaban de todo
al pobre Funes. ¿No es asombroso? Nadie
supo dónde podría haber algo. Tal vez él con-
signaba en algún banco de Caracas. Quizás
en Ciudad Bolívar o en Manaos. Sólo Dios lo
sabe. Pero nunca se supo. El tipo fue asesi-
nado sin siquiera dejar una herencia que al-
guien le pudiera robar a sus hijos. A menos
que Cedeño se la haya llevado”.

•577•
· Vastas soledades ·

“¿Cedeño?”.
“¡Pues claro! Arévalo Cedeño, el liberta-
dor. Toda esta gente le rinde culto porque
vino río arriba con sus bandidos a asesinar
a Funes. Le digo que aquí Cedeño es visto
como un gran hombre. ¡Ese bandido! ¡Ese
traidor! Había estado atacando al General
Gómez durante veinte años. Déjeme decir-
le: si Gómez no fuera un hombre tan grande,
simplemente saldría y capturaría a todos los
de la ralea de Cedeño y los tiraría a los cala-
bozos. No se molestará en hacerlo. ‘Déjelos
ir’, dice. ‘No pueden hacerme daño.’ ¿No es
eso importante? Fue sin duda lo que ocurrió.
Cedeño vino dizque a ‘liberar’ de Funes la
región, y aprovechó para robarle todas sus
armas y su capital”1.
No había mucho más para sonsacarle al
coronel, así que cambié de tema y le dije que
había decidido no comprarle su lámpara de
acetileno. Durante varios días había estado
tratando de vendérmela. Pareció tomar mi
negativa como ingratitud porque me la había

1 Barterollo fue injusto con Cedeño. Conocí después al


general y encontré en él a un idealista total. La historia
de Cedeño y el dinero de Funes, a la que me referiré más
tarde, me ha sido confirmada por algunos venezolanos y
es indiscutiblemente cierta. [Nota del original]

•578•
Orinoquia

prestado algunas noches cuando yo había te-


nido que hacer cálculos.
De la gente del pueblo no obtuve infor-
mación sobre Funes, distinta de la que había
conseguido en otras partes; nada más que
encogimientos de hombros y evasivas. Las
cosas que había oído de parte de la señorita
Maniglia y de otros parecían ser respuestas
de cajón a todas las preguntas indiscretas.
“Funes era un buen negociante y un buen
administrador. Construyó cosas. Dio traba-
jo a los desempleados. En Yavita mantuvo
abierto el porteo. Les dio la bienvenida a los
pobres que llegaban al Territorio y les ayudó
tanto como pudo. Usted mismo sabe cómo
trató a quien lo precedió aquí. Le suministró
una canoa y hombres, y envió con él a Carlos
Wendehake para ir a la frontera brasileña.
Tenía sólo un defecto. Mató a muchos”.
Lo anterior nunca fue dicho de forma
directa y con sinceridad. Era mencionado
como si esa gente fuera presa de algún temor
amenazante, furtivamente, como lección
aprendida para repetir en toda ocasión a los
forasteros que hacían preguntas.
Apenas una vez la reserva se quebró, por
un momento. Una mujer flaca, ruda, des-
aseada, escuchaba las evasivas dadas por el

•579•
· Vastas soledades ·

secretario municipal mientras yo intentaba


presionarlo.
“¡Miente!”, le gritó de repente. “¡Miente!
Ese era un degenerado implacable y asque-
roso, que mataba por placer. Nos habría ase-
sinado a todos si Arévalo no hubiera subido
por el río. ¿Dónde estaría hoy usted si ese
hombre anduviera todavía por aquí? Estaría
muerto, torturado hasta morir, amarrado a
un hormiguero. No hubiera podido seguir
halagando a ese tipo por siempre. Luego de
un tiempo habría sospechado de usted y lo
hubiera acabado”. Con furia salió del salón.
Cuando la volví a ver, se mostró tan escurri-
diza como el resto de la gente.
De los vestigios del reino de Funes, una
cosa era cierta y palpable en el pueblo. Como
todos los tiranos, Funes emprendió varias
obras públicas y se preocupó por el embelleci-
miento del lugar. Si se piensa en la remota ubi-
cación de San Fernando y en el azaroso via-
je que había que hacer para llegar allí y para
transportar materiales, es de reconocer que
demostró sus habilidades administrativas.
Ahora la pintura se había desprendido en
todas partes, y apenas quedaban algunos ji-
rones adheridos aquí y allá en descuidado
abandono. Los faroles en las calles estaban

•580•
Orinoquia

oxidados, con los vidrios rotos. Los números


de las casas se veían borrosos y pendían, la-
deados, de las puertas. Las casas alrededor de
la plaza eran las únicas que presentaban un
aspecto cuidado. Las calles traseras estaban
semidestruidas y la maleza voraz había em-
pezado a extenderse por todas partes.
La iglesia de Funes había sido una estruc-
tura imponente, pese a la lejanía del lugar.
Aunque se mantenía en pie, ahora estaba en
ruinas; la mayor parte del yeso había desa-
parecido y los listones de caña eran visibles;
las puertas ya no existían como tampoco los
postigos; el interior era hueco y lóbrego, sin
santos de yeso, sin altar, sin signo alguno de
devoción, con vampiros en las vigas y los pi-
sos y paredes plagados de insectos tropica-
les.
En los días de Funes el pueblo estaba con-
formado por varios miles de habitantes. Sabe
Dios cuántos tenía siglos antes, dada su posi-
ción estratégica en la confluencia de tres ríos
que había hecho de él un asentamiento prós-
pero mucho antes de la llegada de los espa-
ñoles. Sabe Dios cuántos tuvo luego, cuando
la avidez de los jesuitas por almas los llevó a
erigir allí sus centros de acción; cuando, por
la codicia de los cazadores de Eldorado, fue

•581•
· Vastas soledades ·

utilizado como uno de sus lugares de equipa-


miento, y cuando la rivalidad de los españo-
les con los portugueses les indujo a mantener
allí una guarnición
Sesenta personas vivían ahora en las rui-
nas de glorias olvidadas, cual pesarosos perros
guardianes sentados en la tumba de un imperio.
Para mí era exasperante no ser capaz de
desentrañar algo sobre Funes, de boca de sus
contemporáneos. Tenía el sueño de regresar
algún día a San Fernando para hacer una
película sobre el Emperador Jones del Orino-
co2, el más despiadado tirano de los tiempos
modernos. Fui de un lado a otro con lápiz y
libreta de notas atravesándomele a todo el
mundo, con la chispa de un viejo marino en
mis ojos; para mi desconsuelo, todo lo que
conseguía eran disparates ambiguos.
A mi regreso a los Estados Unidos me
encontré con que todos los relatos sobre el
Orinoco incluían la historia de Funes y Aré-
valo Cedeño, con una excepción tan llena de

2 El autor alude a The Emperor Jones, la obra trágica del


dramaturgo estadounidense Eugene O’Neill, cuyo pro-
tagonista es Brutus Jones, quien, luego de escapar de la
cárcel, llega a una isla caribeña, comete allí toda suerte
de abusos, amasa una fortuna y se erige como empera-
dor. [Nota de la traductora]

•582•
Orinoquia

errores fantásticos que no puede ser tomada


sino como sarta descarada de falsedades. Tan
opresivamente pesa todavía el siniestro espí-
ritu del monstruo Funes sobre el Territorio, a
diez y siete años de su muerte, que hoy en día
es imposible escribir acerca de la región sin re-
ferirse a dicha historia. Esta impone un tono.
Explica muchas cosas que, de otra manera,
resultarían inexplicables. No obstante, todos
los recuentos contemporáneos son fragmen-
tarios y difieren el uno del otro, visto que la
imaginación de los autores necesariamente
tiene que compensar la escasez de informa-
ción disponible. Un golpe de pura suerte me
llevó a la que acaso es la versión más auténtica
y alcanzable del periplo vital de Funes.
En 1935, Desmond Holdridge3 se diri-
gió a las Islas Vírgenes para vivir la vida que
inspiró su encantador libro Escape to the Tro-
pics. Allí conoció al general Arévalo Cedeño
con el corazón roto en el exilio y la pobreza,
desesperadamente ansioso por encontrar los
medios que le posibilitaran reunir sus fuerzas
para otro de sus muchos asaltos armados con-
tra la tiranía del general Gómez.

3 Escritor y explorador estadounidense (1907-1946). [Nota


de la traductora]

•583•
· Vastas soledades ·

Holdridge le habló al general sobre mi per-


sona y mi interés en Funes. Recibí luego una
nota cortés mediante la cual Cedeño se ponía
a mi disposición para suministrarme cual-
quier información que yo deseara. Se dio ini-
cio así a una copiosa correspondencia; nun-
ca supe desde dónde recibiría las siguientes
noticias, y tenía que responder de inmediato
cada una de sus cartas porque se trasladaba,
casi sin pausa, de un lugar a otro. Al princi-
pio se ocultó con un exiliado venezolano y
después con otro, en las Islas Vírgenes, en
Martinica, en Panamá, en Puerto Rico.
No fue sino hasta 1937, luego de la muerte
del presidente Gómez y de que Cedeño hubie-
ra sido llamado a Venezuela para convertirse
en congresista, que me reuní con el general en
Nueva York y le escuché hablar de Funes en
varias sesiones deliciosas alrededor de la g̒ ran
mesaʼ (long table) del Explorers Club.
“Fíjese”, dijo, “en esos días, antes del as-
censo de Funes, el territorio florecía. San
Fernando de Atapabo tenía cerca de dos mil
habitantes y los empresarios eran prósperos.
Como moneda usaban el oro inglés que subía
por el río tan velozmente como crecía el Ori-
noco, y lo acumulaban en vez de devolverlo
al mundo exterior. Hacían sus negocios a

•584•
Orinoquia

crédito con los comerciantes de Ciudad Bo-


lívar. Mostraban cultura y civilización. En-
galanaban sus casas con antejardines; ves-
tían ropas de buena calidad; comían buena
comida; bebían cervezas alemanas, whiskies
escoceses, vinos franceses y quesos holande-
ses empacados en latas rojas. Contaban con
médico y sacerdote e iban a la iglesia.
Hacían dinero. Había cómo hacerlo. Un
hombre de alguna valía tenía cuando menos
trescientos indios o peones blancos que tra-
bajaban para él. Él era su dueño. Quedaban
atados a él por deudas que crecían y crecían
año tras año; sangraban el caucho y la bala-
ta; recogían pepas de tonka y plumas de gar-
za. Si un indio moría por exceso de trabajo, o
por trato brutal o por malnutrición o de física
hambre, todos los miembros de su familia te-
nían que trabajar para pagar sus deudas; em-
pero, entre más trabajaban, éstas más se acre-
centaban. Se lo digo. Era espantoso. Cuando
liberé el Territorio, lo primero que hice fue
expedir una proclamación para dar libertad a
esos pobres seres”.
“¿Qué los obligaba a permanecer allí?”, al-
guien preguntó.
“Los soldados”, dijo Cedeño. “Había guar-
niciones en todas partes que les impedían

•585•
· Vastas soledades ·

abandonar el territorio sin los papeles que


probaran que habían pagado sus deudas o las
habían saldado con trabajo”.
Apuró un sorbo de café y habló sobre el
ascenso de Funes. “Fue cierto lo que le dije-
ron de él cuando estuvo en el Orinoco. Funes
había sido un empresario respetable, uno de
los mejores y más confiables en los alrede-
dores del río. Tenía su sembradío, esposa e
hijos. Gozaba de credibilidad. Era conocido
como comerciante honesto y se servía de mu-
chos hombres. Los mismos empresarios lo
hicieron gobernador; no deseaban que Puli-
do continuara en ese cargo”.
“¿Por qué? ¿Por qué querían deshacerse de
Pulido?”.
“A decir verdad, Pulido no era tan mal
gobernador como sí lo fueron otros. Antes
y después de él, Gómez envió al territorio a
algunos que resultaron pésimos. Pulido era
impopular pero no mató a nadie. Eso sí, era
muy codicioso”.
“Cuando usted estuvo allí, amigo mío”
—me dijo— “el gobernador disponía al mes
de una abultada suma para administrar el
territorio, y podía quedarse con lo que no
gastaba. Ese es un mal sistema. Nosotros
lo cambiaremos tan pronto como podamos

•586•
Orinoquia

hacer algo por el Territorio de Amazonas. En


los días de Pulido, el gobernador no recibía
dinero de Caracas. Simplemente se le ponía a
administrar el Territorio entero, y él lo hizo
como si se tratara de su hacienda, de sus ne-
gocios personales, de la misma forma en que
Gómez gobernaba a toda Venezuela. Tenía
las manos más libres que Gómez, mucho más
libres, puesto que nadie se molestaba en pre-
guntar por las selvas del Orinoco. Mandaban
a un gobernador, pero no mandaban leyes ni
jueces que las hicieran cumplir. Él hacía sus
propias leyes; nombraba sus propios jueces,
sus empleados y sus soldados.
“Todos trabajaban para él y hacían lo que
les dijera. Tenía sus propios negocios; san-
graba caucho para sí mismo, en competencia
con sus gobernados. Cuando lo deseaba, los
jueces pesaban su caucho y verificaban sus
cosechas de mandioca, y los ciudadanos no
podían acceder a los servicios de justicia en
tanto no finalizaran esa tarea”.
El Dr. Lynch, genial anfitrión de la “gran
mesa” del Explorers Club’s, ofreció un tro-
zo fresco de tostada, y el pequeño y duro
luchador, el “tigre”, con sus ojos tranquilos,
aunque penetrantes continuó hablando del
Orinoco.

•587•
· Vastas soledades ·

“El gobernador introdujo un impuesto


de exportación para todo lo que saliera del
Territorio”, dijo; “recaía sobre cada libra de
caucho y balata o cualquier otro producto
que esta gente embarcara para obtener di-
nero”. El impuesto era bastante alto, pero no
afectaba al gobernador porque no lo aplicaba
a sus negocios propios; esto le daba una ven-
taja muy grande e injusta frente a sus subal-
ternos, que también eran sus competidores.
“Como era de esperar, los empresarios se re-
sintieron. A los peones o los esclavos no les im-
portaba; su situación era deplorable fuera quien
fuera el gobernante. Por el contrario, quie­-
nes negociaban con caucho empezaron a sen-
tirse oprimidos. ¿En dónde se podrían quejar?
No podían ir a Caracas a sabiendas de que
Gómez siempre respaldaría a su gobernador,
y probablemente los enviaría a la cárcel acu-
sándolos de ser enemigos de la república.
“Y entonces Pulido cometió su error más
grande. Fue en mayo de 1913. Hasta esa fe-
cha había recaudado los impuestos mediante
cartas de crédito de Blohm and Company; de
repente dijo que estaba cansado de lidiar con
eso. Quería dinero en efectivo y la sanción
por no acatar la nueva norma era la confis-
cación.

•588•
Orinoquia

“¡Efectivo! Era una idea enteramente nue-


va. Era una herejía. Quienes lo tenían habían
venido acumulándolo para cuando pudieran
irse a Caracas o París o Nueva York a vivir
como reyes. Algunos lo consignaban en los
bancos, en Bolívar o Manaos, y no podrían
retirarlo en menos de un par de meses. Otros
cuantos no usaban sino papeles crediticios,
aquí y allá. Le puedo decir que durante un
tiempo se dio una ola salvaje de especulación.
Los que disponían de efectivo le compraban
el caucho a precios ridículos a quienes no lo
tenían. El mismo gobernador lo compraba a
un cuarto de su valor, y así los vendedores le
podían retornar el dinero como impuestos
sobre lo que les permitía conservar.
“Los afectados se exasperaron, mataron
a Pulido e hicieron a Funes gobernador”.
El general Cedeño nos visitó varias ve-
ces en el Explorers Club. Hablé además con
el señor Manuel Aristeguieta —hasta hace
poco agregado comercial de Venezuela en
los Estados Unidos— y quien trabajó para
Blohm and Company durante el régimen
de Funes; dos de sus tíos fueron asesina-
dos en el Territorio en ese tiempo. Hablé
con varios venezolanos en Nueva York. Leí
la obra de Cedeño, El libro de mis luchas,

•589•
· Vastas soledades ·

recientemente publicado en Caracas, y así


me fui adentrando en la historia de Funes,
quizás en parte apócrifa pero verdadera en
sus detalles principales.
En la noche del 8 de mayo los descontentos
reunieron a sus hombres en la bodega de Fu-
nes, les dieron ron, Máusers y machetes; los
mandaron por las calles arenosas y a través
de la plaza hacia el “palacio” de Pulido, quien
dormía bajo estrellas tropicales que pare-
cían estar suspendidas con cuerdas desde el
negro cielo. Sorprendieron al gobernador en
su hamaca y lo agarraron a tiros allí mismo.
Mataron a los soldados que, aturdidos, vinie-
ron a toda prisa desde sus barracas, acomo-
dándose los pantalones mientras corrían. La
esposa de Pulido y dos niños fueron tomados
como prisioneros. Hicieron el trabajo entero
en menos de veinte minutos y acto seguido
proclamaron a su nuevo gobernador, Tomás
Funes; lo elevaron a esa posición para impul-
sar los negocios y para que les diera libertad
de comercio.
Funes era un hombre rechoncho y bajito,
de abrigo y bigote. Calzaba zapatos talla 5.
Mostraba un aire de benigna pomposidad y
causaba sorpresa en sus subalternos. Una vez
tuvo el control, se volvió contra los hombres

•590•
Orinoquia

que se lo habían dado. Esa es una de las cosas


inexplicables de Funes: su transformación
repentina e inmediata en un ogro sangriento,
habiendo sido antes un empresario cristiano
y “decente” que maltrataba exclusivamente a
los trabajadores bajo su mando. En los Esta-
dos Unidos no es desconocido el espectáculo
de alguien que llega a un cargo político por
la fortaleza de su excelente historial, para
luego ser repudiado cuando ya está “en” esa
posición. Todos hemos visto el actuar abomi-
nable de dictadores que, habiendo alcanzado
el poder, han tenido que purgar sus partidos
de hombres que una vez habían sido sus más
ardientes seguidores. Sin embargo, algo así
casi siempre toma tiempo. Con excepción del
de Funes, en la historia moderna no conozco
otro caso en el que esa inevitable y aparente
transformación se produzca en veinte minu-
tos. El hombre no perdió tiempo. Con preci-
sión de reloj se internó en los pasos de rutina
de la dictadura, sin desperdiciar ni una hora.
¿Ocurrió lo que ocurrió por algo inheren-
te a la naturaleza de Funes, o por algo más
bien propio de la idiosincrasia de su región —
cruda, dura, rígida, simple, aislada— donde
el gobernante no tenía que hacer concesiones
para protegerse ni para granjearse la opinión

•591•
· Vastas soledades ·

favorable de sus propios seguidores y del res-


to del mundo?
Funes había empezado a asesinar y no se
detendría. Esa misma noche, sesenta de las
“mejores” personas de San Fernando paga-
ron con gargantas cortadas, cabezas abier-
tas y balas en el cerebro el encumbramiento
de Funes. No eran de la “chusma”. Habían
sido sus colegas, sus amigos, hombres que lo
habían ayudado a llegar a ese cargo.
No había nada, por ejemplo, contra el se-
ñor Heriberto Maggi, como no fuera el hecho
de que era un caballero culto y un comercian-
te reconocido y con dinero. Cuando a él y a su
hermano les cortaron la cabeza en la oscuri-
dad de su bodega, los asesinos encontraron
en su caja de efectivo sesenta mil dólares que
Funes distribuyó entre sus seguidores, pre-
sumiblemente para lograr que se interesaran
en su trabajo. Miguel Marín, los cuatro her-
manos Espinoza, Jesús Capecchi y docenas
de otros que también fueron asesinados eran
comerciantes pacíficos, como lo había sido
Funes hasta veinte horas antes.
El médico Baldomero Benítez fue aniqui-
lado en su clínica por rehusarse a envenenar a
un hombre. Después de su muerte, a lo largo de
los veinte años siguientes el Territorio no contó

•592•
Orinoquia

con médico ni con servicios médicos de ningu-


na clase, excepto cuando los médicos Hamilton
Rice4 y Dickey5 estuvieron, con sus respectivas
expediciones, en las fuentes del Orinoco.
En esa primera purga sangrienta y en las
de las semanas siguientes no fueron asesina-
dos exclusivamente hombres. La señora To-
masa de Malave fue tiroteada en los Rápidos
del Maipure por negarse a revelar el parade-
ro de su esposo. Aún el lugarteniente de Fu-
nes, que estaba a cargo de la guarnición de
ese lugar y era apodado El avispa, se sintió
asqueado ante la orden de matar a esa mujer
y rogó que se le perdonara. Como respuesta
Funes le mandó un recado advirtiéndole que,
si no la eliminaba de inmediato, El avispa
mismo sería ejecutado. La señora Mercedes
Pulido, la hermosa y culta viuda del exgober-
nador, fue llevada a los Rápidos del Maipure
con sus dos pequeños hijos. El diez y ocho de
mayo las tropas de Funes, ebrias, primero la
violaron delante de sus hijos y luego la acribi-
llaron junto con estos.
4 Alexander H. Rice Jr. (1875-1956), médico, geógrafo y
explorador estadounidense conocido por sus expedicio-
nes a la cuenca del Amazonas. [Nota de la traductora]
5 El mismo Herbert Spencer Dickey, de quien hemos con-
signado un extracto. [Nota del editor]

•593•
· Vastas soledades ·

En pocos días Funes había creado una at-


mósfera de temor y desconfianza, de terror
acompañado, en contrapartida, por adula-
ciones serviles sin las cuales ninguna tiranía
se puede perpetuar. ¿Por qué? ¿Cuál es la ra-
zón que lleva a alguien a convertirse en dic-
tador? Nadie lo sabe. Los intelectuales, tan
inclinados a la grandilocuencia, podrían de-
cir que se trataba de paranoia, o de demencia
precoz, o de ostensibles delirios de grandeza.
Quienes viven en países de Sur América don-
de, más evidentemente que aquí, los cargos
políticos son vistos como oportunidades de
oro para enriquecerse mediante la manipula-
ción del poder, podrían explicar el fenómeno
en términos más sencillos. Tal vez en el caso
de Funes se dio únicamente porque ambicio-
naba acrecentar sus negocios particulares
en todo el Territorio de Amazonas, y estaba
decidido a no correr riesgos; había visto lo
que le había sucedido a Pulido cuando quería
expandir las estructuras comerciales bajo su
control. No permitiría competidores; para
los negocios en el Territorio no admitiría
sino hombres que le fueran leales, como sue-
len serlo a la casa matriz los administradores
de tiendas de cadena.

•594•
Orinoquia

En efecto, Funes empezó a dominar todos


los negocios una vez fue hecho gobernador.
El señor Maniglia y todos los demás estaban
en lo correcto. Funes era buen empresario y
excelente administrador. Se expandió, como
todo hombre de negocios desea hacerlo y, en
tiempo y lugar, dio los pasos necesarios para
asegurarse de que esto sucediera.
Fue directamente luego de la rebelión de
Funes contra Pulido que, por comisión de la
Carnegie Institution, Power se adentró en
la región, y Funes, aduciendo su pasión por la
ciencia, le suministró un bote, hombres, co-
mida y demás provisiones necesarias para
que viajara con tanto lujo como las caracte-
rísticas de la zona lo permitieran6. En 1933
Power me manifestó que no había visto nada
malo sobre el Orinoco. Funes conocía muy
bien las ventajas de rodear a los turistas ex-
tranjeros de guías que les impidieran ver lo
que no debía ser visto.
Una vez pasada la primera purga, el dic-
tador empezó a “edificar” la región con

6 A. D. Power era un físico estudioso del magnetismo te-


rrestre, quien adelantó investigaciones en Argentina y
Venezuela. E. P. Hanson, el autor, había llegado a Vene-
zuela con el mismo interés, también patrocinado por la
Fundación Carnegie. [Nota del editor]

•595•
· Vastas soledades ·

energía. ¿Por qué no habría de hacerlo? Esta


era la suya y no iba a ser tan descuidado como
para dejar que su propiedad se desintegrara.
Además, un programa de obras públicas es
una de las rutinas fundamentales de las dic-
taduras. A un tirano le resulta indispensable
tener razones para exigir la gratitud de su
pueblo por obras “hechas”, como también
levantar cortinas de humo duraderas, a ma-
nera de monumentos a sus emprendimientos,
su benevolencia y su vanidad.
La primera preocupación de Funes fue el
porteo entre Yavita y Pimichín, importante
ruta que conecta la cuenca del Orinoco con
la del Amazonas y es el atajo más corto en el
viaje de un mes desde San Fernando a la “Ciu-
dad de oro de Manaos”. Funes hizo allí lo que
ningún otro gobernador había hecho. Invir-
tió dinero en la carretera, contrató hombres
para ampliarla, despejarla, construir puen-
tes sobre los caños, tender troncos7 en los
tramos pantanosos. Ubicó animales de carga
en la vía, aun cuando en 1932 nadie me pudo

7 El término usado por el autor es corduroy, que en caste-


llano sería pana. Esta es un textil generalmente acana-
lado; quizás el autor hizo una asociación de esa carac-
terística con la manera en que veía los cubrimientos de
tramos pantanosos. [Nota de la traductora]

•596•
Orinoquia

decir cómo los había llevado hasta el río. Se


encargó de que siempre hubiera embarcacio-
nes en las terminales de Yavita y Pimichín.
Los jaguares y las boas-constrictor, los mo-
nos y los papagayos se asomaban en el denso
bosque, y veían el espectáculo hermoso de
corrientes de tráfico que iban y venían sin
caer o ser obligadas a cortar lianas, sin rega-
tear precios, sin congestionar la terminal de
la vía mientras esperaban los botes.
Así mismo organizó el servicio de trans-
porte regular de correo y de botes de pasaje-
ros que eran remados por indios dondequiera
que los ríos se adentraban en el Territorio.
En la época, de acuerdo con lo que me dijo
alguien en San Fernando de Apure, una per-
sona podía comprar pasaje para ir a cual-
quier lugar entre los Rápidos del Maipure y
la frontera brasileña, entre San Fernando de
Atabapo y Esmeralda.
Con tales obras y las que hizo para que
San Fernando “valiera la pena”, dio empleo
a los pobres y se ganó su “lealtad”. Le eran
útiles puesto que muchos de ellos habían ve-
nido de otras partes para escapar de la poli-
cía. Algunos fueron integrados a su ejército
privado de matones; otros recibieron con-
cesiones caucheras en las selvas en las que

•597•
· Vastas soledades ·

sus antepasados habían sido exterminados;


todos se unieron a su “policía secreta”, ese
ejército de espías que existía por consenso
tácito, cuando no por organización real.
Por sus ejecutorias, Funes consiguió la
aparente adulación de los empresarios de la
región; ellos sabían cómo confundir los sím-
bolos visibles con las cosas mismas, y desea-
ban tan desesperadamente permanecer vi-
vos y entregados a sus negocios, que fueron
rápidos en aprender en cuál lado de su pan
estaba la mantequilla.
Pese a todo, durante los ocho años de su
reinado ningún seguidor de Funes se sintió
seguro, y mucho menos sus enemigos. Una
vez iniciado, el baño de sangre tenía que con-
tinuar. Mató hombres por meras sospechas,
o porque tenían dinero, o porque habían sido
escuchados mencionando su nombre. Él mis-
mo los acribillaba a tiros o sus macheteros les
cortaban la cabeza, o, como anticipo de los
procederes de nuestros gangsters, los manda-
ba de viaje en piraguas que siempre sufrían
“accidentes” en lugares donde miles de pe-
queños caribes esperaban a sus víctimas. Sus
bandas de matones remaban hacía arriba y
hacia abajo todos los ríos, con órdenes secre-
tas de matar.

•598•
Orinoquia

Los indios fueron sometidos a una cam-


paña de terrorismo sin precedentes. Eran
azotados, atados a troncos, amarrados a
hormigueros por quedar cortos, así fuera en
pocos kilos, al entregar sus cuotas de cau-
cho. Eran abaleados por los seguidores de
Funes por deporte o para probar rifles nue-
vos. Sus mujeres eran raptadas para el uso de
los blancos. En San Fernando un hombre me
dijo: “Funes no tenía vicios. Nunca bebió ni
fumó, pero le gustaban las mujeres”.
Sus atrocidades, su desconfianza en la gen-
te y la celeridad con la que sus espías hacían su
trabajo aumentaban en igual medida. Si estos
últimos no presentaban reportes, se conver-
tían ellos mismos en sospechosos de laxitud y
deslealtad, y se ponían en peligro. El Territorio
entero era un desastre en el que todo el mundo
contaba historias de todo el mundo. A Funes
le llegaron a ser atribuidos poderes de clarivi-
dencia y facultades de ver y oír cada acto, cada
palabra dicha a cientos de millas.
Entre los ciudadanos, la verdadera amis-
tad se desvaneció en la oscuridad profunda
de la desconfianza y la sospecha. Nadie sabía
quién era espía. Ningún hombre prudente
confiaba en cualquiera, y el imprudente no
sobrevivía por mucho tiempo.

•599•
· Vastas soledades ·

Las gentes de Amazonas llevaban una


existencia sin esperanza. Ni siquiera podían
abandonar el Territorio sin el permiso de Fu-
nes, y pedirlo se convertía a menudo en razón
suficiente para asesinarlas. Cedeño las des-
cribe así:
“Caminando vacilantes, con la cabeza
gacha, con los brazos caídos, con las voces
apagadas por el miedo, parecían fantasmas.
Ya no pensaban. Habían perdido toda espe-
ranza de salvación. No hubo nunca un pueblo
más aterrorizado, intimidado, desconsola-
do, desorganizado. Todo lo que esperaban
era que Funes les garantizara el derecho di-
vino de respirar”.
Pasada la revuelta del ocho de mayo8, Gó-
mez nombró pronto y oficialmente a Funes
gobernador del Territorio Federal de Ama-
zonas. Acaso lo hizo porque no le quedaba
más remedio. Con veinte hombres en alerta
en los Rápidos de Maipure, Funes podía de-
tener a cualquier ejército que el presidente
pudiera mandar contra él. Poco después de
la muerte de Funes, Gómez construyó la vía
alrededor de los Rápidos y trasladó a Puerto

8 Conocida como la Noche de los Machetes. [Nota de la


traductora]

•600•
Orinoquia

Ayacucho la sede del gobierno del Territorio,


donde ésta le resultaba accesible.
Surge la pregunta de si Gómez apoyó a
Funes porque se vio forzado a ello en razón
de que no estaba dentro de su alcance mili-
tar. En 1921 Cedeño subió por el río y se tomó
a San Fernando de Atabapo, con uno de los
grupos de hombres más hambrientos y po-
brememente equipados que jamás se hayan
comprometido en una operación militar di-
fícil. Si Cedeño pudo alcanzar a Funes, ¿por
qué Gómez, cuyo ejército federal era exce-
lente, no hubiera podido hacerlo? La teoría
propuesta por el mismo Cedeño es la de que
Gómez sostuvo a Funes porque le gustaba
tener hombres “fuertes” en sus fronteras,
para que lo protegieran de Arévalo Cedeño
y de todos los revolucionarios que constan-
temente trataban de invadir Venezuela para
después matarlo.
Hay algo extrañamente universal en todo
esto: el tirano que en su vida personal no tie-
ne “vicios”; el programa de obras públicas; el
temor y la desconfianza que inhiben a sus su-
bordinados de llevar a cabo acciones concer-
tadas; la adulación al dictador como expre-
sión hipócrita de miedo; el ejército privado;
los espías. Hay algo universal, aun cuando en

•601•
· Vastas soledades ·

general no ha sido dicho, acerca de ese dog-


ma: “Era un buen administrador que movía
los negocios. Tan sólo mató a demasiadas
personas”.
No encontramos el patrón de la dictadura
exclusivamente en países que están política-
mente organizados por cuenta de la tiranía.
Lo hallamos también en áreas locales de
grandes democracias, donde las mayorías
desorganizadas, sufrientes, golpeadas por
la pobreza, son gobernadas por minorías que
han logrado afincarse con tenacidad. Se dan
variaciones en cuanto a detalle; el chisme
local puede llegar a sustituir el trabajo del
sistema de espionaje organizado; los jinetes
nocturnos encapuchados o las compañías
de policía son capaces de encargarse de los
actos terroristas que pudiera acometer un
ejército privado. A pesar de todo, los meca-
nismos cardinales de la tiranía son siempre
los mismos. Los vi en acción en Puerto Rico;
allí la enfermedad, el hambre y las restric-
ciones impuestas por el estatus político a
las ventajas económicas han impulsado una
poderosa reclamación de independencia.
Fui testigo del infaltable programa de obras
públicas; vi a la policía local militarizada y
brutalizada hasta el punto de que, en la muy

•602•
Orinoquia

conocida masacre del ̒Domingo de Ramosʼ


(Palm Sunday) no titubeó antes de matar y ti-
rotear, en quince minutos, a más gente que la
que el almirante Sampson había herido en el
bombardeo de tres horas que cayó sobre San
Juan durante la guerra hispanoamericana; vi
al gobernador mismo rodearse de un enorme
cuerpo de guardaespaldas armados hasta
los dientes. En medio del caos y del horrible
sufrimiento de casi dos millones de perso-
nas lo oí hablar, una y otra vez, de sembrar
flores para embellecer a Puerto Rico; vi a los
puertorriqueños desorganizados por el mie-
do, la desconfianza y el arma poderosa del te-
rrorismo económico; presencié la adulación
servil que recibían los funcionarios del país
gobernante, de parte de muchas de las “me-
jores gentes” y de casi todos los políticos de
la colonia.
Funes no inventó nada nuevo. Bajo las
condiciones básicas y remotas que se lo per-
mitieron, simplemente demostró la esencia
pura y destilada de la tiranía y la dictadura,
cuyos mecanismos son tan antiguos como la
historia misma de lo que llamamos gobierno.

•603•
Obras
citadas
Brisson, Jorge. Casanare. Imprenta Nacional, 1924.

De Pinell, Gaspar. Un viaje por el Putumayo y el Ama-


zonas. Ensayo de navegación. Imprenta Nacio-
nal, 1924.

Delgado, Daniel. Excursiones por Casanare. Imprenta


La Luz, 1909.

Dickey, Herbert Spencer y Hawthorne Daniel. The mi-


sadventures of a tropical medico. Dodd, Mead &
Co., 1929.

Escobar Larrazábal, Melitón. Del Zulia al Magdalena.


Imprenta y Litografía de Juan Casís, 1921.

Gómez, Pablo. Recuerdos de un viaje. De Orocué a Ma-


naos. Tipografía El Progreso, 1913.

Gridilla, Alberto. Un año en el Putumayo. Resumen de


un diario. Sin editorial, 1943.

Friel, Arthur. The river of the Seven Stars. Harper &


Brothers Publishers, 1924.

•604•
Obras citadas
Josa, Cornelio. Abusos y atrocidades cometidos por los
peruanos contra el colombiano Cornelio Josa.
Imprenta La Libertad, 1913.

Pachón-Farías, Hilda Soledad. José Eustasio Rivera:


intelectual, textos y documentos, 1912-1928.
Universidad Nacional de Colombia, 1991.

Parker Hanson, Earl. Journey to Manaos. Reynal &


Hitchcock, 1938.

Reyes, Rafael. “América del Sud: Exploración de re-


giones desconocidas”. [Discurso pronunciado
el 30 de diciembre de 1901 ante la Segunda
Conferencia Internacional Americana en Mé-
xico]. Monthly Bulletin of The International Bu-
reau of The American Republics, vol. xii, enero
1902.

Salamanca Torres, Demetrio. La Amazonia colombia-


na. Estudio geográfico, histórico y jurídico en
defensa del derecho territorial de Colombia. Im-
prenta Nacional, 1916.

Thomas, Rafael. La Amazonia colombiana. Imprenta


Eléctrica Departamental, 1918.

Triana, Miguel. Al Meta. Casa Editorial El Liberal,


1913.

•605•
Bibliografía
recomendada
Anónimo. El libro rojo del Putumayo. Arboleda & Va-
lencia, 1913[1].

Bernucci, Leopoldo. Un paraíso sospechoso. La vorá-


gine de José Eustasio Rivera, novela e historia.
Traducción de Mariana Serrano. Pontificia
Universidad Javeriana, 2020.

Brisson, Jorge. Viajes por Colombia en los años de 1891


a 1897. Imprenta Nacional, 1899.

Casement, Roger. Diario de la Amazonía. Edición de


Angus Mitchell. Traducción de Sonia Fernán-
dez Ordás. Ediciones del Viento, 2011.

Dickey, Herbert Spencer. My Jungle Book. Little,


Brown, and Company, 1932.

García Sánchez, Rafael. Rastros en la selva. Editorial


Códice, 1996.

1 Hay por lo menos tres ediciones posteriores, dos de las


cuales son actualmente de fácil consecución.

•606•
Bibliografía recomendada
Gómez, Augusto, Ana Cristina Lesmes y Claudia Ro-
cha. Caucherías y conflicto colombo-peruano.
Testimonios, 1904-1934. Disloque Editores,
1995.

Koch-Grünberg, Theodor. Dos años entre los indios:


Viajes por el noroeste brasileño, 1903/1905.
Traducción de María Mercedes Ortiz y Luis
Carlos Francisco Castillo Serrano. Universi-
dad Nacional de Colombia, 1995*.1.].

Hardenburg, Walter E. The Putumayo, the Devil’s Pa-


radise. Travels in the Peruvian Amazon region
and an account of the atrocities committed upon
the Indians therein. T. Fisher Unwin, 1912.

Libro azul británico. Informes de Roger Casement y


otras cartas sobre las atrocidades del Putu-
mayo. Traducción de Luisa Elvira Belaunde.
Centro Amazónico de Antropología y Aplica-
ción Práctica (caaap) y Grupo Internacional
de Trabajo sobre Asuntos Indígenas (iwgia),
2012*. Edición en línea: https://www.iwgia.
org/images/publications/0568_informe_
azul_para_el_eb.pdf

Neale-Silva, Eduardo. Horizonte humano: Vida de José


Eustasio Rivera. Fondo de Cultura Económi-
ca, 1986.

* Los títulos que van secundados por un asterisco indican


otras obras de viajeros o testimonios de la cauchería que
pueden ser fácilmente asequibles en ediciones contem-
poráneas.

•607•
· Vastas soledades ·
Olarte Camacho, Vicente. Las crueldades de los perua-
nos en el Putumayo y en el Caquetá. Imprenta
Nacional, 1932.

Peña Gutiérrez, Isaías. Breve historia de José Eustasio


Rivera. Cooperativa Editorial Magisterio,
1988.

Pérez Silva, Vicente. Raíces históricas de La vorágine.


Ediciones Príncipe Alchipaque, 1988[2].

Pérez Triana, Santiago. De Bogotá al Atlántico. Pre-


sentación de Juan Gabriel Vásquez. Biblioteca
Nacional de Colombia y Ministerio de Cultu-
ra, 2018.

Pineda Camacho, Roberto. Holocausto en el Amazo-


nas. Una historia social de la Casa Arana. Es-
pasa, 2000[3].

Putumayo: La vorágine de las caucherías. Memoria y


testimonio. Centro Nacional de Memoria His-
tórica, 2014*. Edición en línea: https://www.
centrodememoriahistorica.gov.co/descar-
gas/informes2014/putumayoCaucherias/To-
mo1-Putumayo.pdf

Rey de Castro, Carlos, Carlos Larrabure y Correa, Pa-


blo Zumaeta y Julio César Arana. La defensa de
los caucheros. Monumenta Amazónica, 2005*.

2 Una reedición actualizada de este texto se encuentra la


Biblioteca Vorágine.
3 Una reedición actualizada de este texto se encuentra la
Biblioteca Vorágine.

•608•
Bibliografía recomendada
Rivero, Juan. Historia de las misiones de los llanos de
Casanare y los ríos Orinoco y Meta. Prólogo de
Ramón Guerra Azuola. Biblioteca de la Presi-
dencia de Colombia, 1956.

Robuchon, Eugène. En el Putumayo y sus afluentes.


Editado por Juan Álvaro Echeverri. Editorial
Universidad del Cauca, 2010*.

Stanfield, Michael Edward. Red rubber, bleeding trees.


Violence, Slavery, and Empire in Northwest
Amazonia, 1850-1933. University of New
Mexico Press, 1998.

Triana, Miguel. Por el Sur de Colombia. Excursión pin-


toresca y científica al Putumayo. Editorial Uni-
versidad del Cauca, 2021*.

Uribe Uribe, Rafael. Por la América del Sur. Biblioteca


de la Presidencia de Colombia, 1955[4].

Valcárcel, Carlos. El proceso del Putumayo y sus secre-


tos inauditos. Monumenta Amazónica, 2004*.

Whiffen, Thomas. El Amazonas noroccidental. Notas


de algunos meses vividos entre tribus caníbales.
Edición de Roberto Pineda Camacho y Felipe
Cárdenas Arroyo. Academia Colombiana de
Historia, 2022*.

4 Hay una edición de 2014, publicada en Medellín por el


Fondo Editorial de la Universidad Autónoma Latinoa-
mericana (Unaula).

•609•
Sobre los
autores
George Brisson
Ingeniero civil y militar francés que recorrió
y describió extensamente muchos lugares del
territorio nacional. Tuvo un marcado interés
por los Llanos Orientales antes de la Guerra
de los Mil Días y, durante esta, fue testigo de
la batalla de Palonegro, en 1900.

Hawthorne Daniel
(Norfolk, Estados Unidos, 1890-Lynchburg,
Estados Unidos, 1980)
Editor de varias publicaciones periódi-
cas, corresponsal durante la Primera Guerra
Mundial, autor de historias de mar y novelas
juveniles y, posiblemente, el escritor fantas-
ma del libro del entonces explorador Herbert
Spencer Dickey, con quien se asocia para
narrar la historia de su compatriota en el
Putumayo y su búsqueda del nacimiento del
Orinoco.

•610•
Sobre los autores

Fray Gaspar de Pinell


(Pinell de Solsonès, España, 1891-Florencia,
Colombia, 1946)
Fraile capuchino, ingresó a la orden en
1907 y fue ordenado sacerdote en 1914. Fue
enviado a la misión del Caquetá, donde fue
nombrado prefecto apostólico en 1930. Co-
noció a fondo la Amazonia colombiana, al
punto de formar parte de la delegación na-
cional para la comisión limítrofe con el Perú,
en 1928.

Herbert Spencer Dickey


Aún siendo estudiante de Medicina, se em-
barcó hacia Colombia en 1899, justo cuando
comenzaba la Guerra de los Mil Días. Intere-
sado en el auge del caucho al sur del país, tra-
bajó con la Tolima Mining Company y luego
se enganchó con la Casa Arana. Durante esta
última etapa fue guía del cónsul británico sir
Roger Casement.

Daniel Delgado
Misionero agustino recoleto español que
visitó los Llanos Orientales durante 1909,
donde pudo ver y documentar los estragos
de la guerra civil y su impacto en los pueblos
indígenas.

•611•
· Vastas soledades ·

Melitón Escobar Larrazábal


(1885-1932)
Director de Anales de Ingeniería en 1920,
participó en la Comisión de Límites con Ve-
nezuela, donde conoció a José Eustasio Ri-
vera. Fue presidente de la Sociedad Colom-
biana de Ingenieros y falleció en 1932 en un
accidente de aviación.

Arthur Olney Friel


(Detroit, Estados Unidos, 1885-Concord,
Estados Unidos, 1959)
Miembro de la Sociedad Geográfica Es-
tadounidense y editor de la Prensa Asociada,
viajó a América del Sur en 1922 para recorrer
el río Orinoco. Junto con José Eustasio Rive-
ra, fue uno de los escritores que narró con
más cercanía la masacre de San Fernando
del Atapabo.

Pablo V. Gómez
Peón del llano en Casanare, cauchero en el
Casiquiare, capitán de buques en el río Ne-
gro, militar en el Acre y comerciante en Ma-
naos, el Yavarí, el Vaupés y muchos otros
ríos. Escribió a José Eustasio Rivera para
presentar su admiración por La vorágine, ya
que conoció de primera mano muchos de los

•612•
Sobre los autores

lugares y los personajes de los que se habla en


la novela.

Alberto Gridilla
Fraile franciscano, historiador y arquitecto.
Fue comisionado por el Gobierno peruano
para acompañar a la Orden de Frailes Meno-
res que había llegado a la región, con el fin
de verificar los maltratos denunciados por el
papa Pío X en la encíclica Lacrimabili statu
indorum.

Cornelio Josa
Colono cauchero nariñense. En 1908, por
orden de Bartolomé Zumaeta, su rancho fue
quemado para provocar su reubicación. Tres
años después, en una de las avanzadas del
Ejército peruano en territorio colombiano
auspiciadas por la Casa Arana, finalmente le
expropiaron su terreno y tuvo que salir des-
plazado junto con su familia.

Earl Parker Hanson


(1899-1978)
Ingeniero, geógrafo y arqueólogo alemán,
naturalizado en los Estados Unidos. Finan-
ciado por el Instituto Carnegie de Washing-
ton, viajó por América del Sur entre 1931 y

•613•
· Vastas soledades ·

1933, y estudió las variaciones del magnetis-


mo terrestre.

Rafael Reyes
(Santa Rosa de Viterbo, 1849-Bogotá, 1921)
Además de haber sido presidente de
Colombia entre 1904 y 1909, también fue
abogado, político, explorador, empresario
quinero y un importante pionero en la colo-
nización de las selvas amazónicas colombia-
nas, a través de la empresa Hermanos Reyes,
cuyas exploraciones dejó consignadas en el
libro A través de la América del Sur (1902).
En 1910 fue acusado ante la Procuraduría
General de la Nación por haber facilitado y
haberse beneficiado de la adjudicación a la
Casa Arana de buena parte del Putumayo y
su explotación.

José Eustasio Rivera


(Neiva, Colombia, 1888-Nueva York, Esta-
dos Unidos, 1928)
Poeta, narrador, dramaturgo y ensayista.
Muy joven publicó sus poemas; en 1921, editó
su libro de sonetos Tierra de promisión; entre
1922 y 1923 viajó por el Orinoco como secre-
tario jurídico de la segunda comisión demar-
cadora de límites con Venezuela. En Nueva

•614•
Sobre los autores

York, editó la quinta edición de La vorágine,


publicada en 1924, hace cien años.

Demetrio Salamanca Torres


(Sogamoso, Colombia,1853-Belém do Pará,
Brasil, 1926)
Diplomático, militar, estadista e historia-
dor colombiano. Actuó como cónsul nacio-
nal en Manaos en la misma época que José
Eustasio Rivera formó parte de la comisión
limítrofe con Venezuela. En 1916 publicó la
obra La Amazonia colombiana, en la que de-
nuncia la mediocre diplomacia colombiana y
la abierta complicidad de los políticos nacio-
nales en la expansión de la Casa Arana.

Rafael Thomas
Militar, académico, investigador e historia-
dor. Durante su época en el Ejército, descri-
bió extensamente el recorrido que hizo entre
Bogotá hasta la ciudad amazónica brasileña
de Tefé, pasando por los Llanos, Guaviare y
Vaupés. De esta travesía quedó el importante
recuento de la vida en las estaciones cauche-
ras por las que pasó y el proceso de varios ti-
pos de caucho.

•615•
· Vastas soledades ·

Miguel Triana
Historiador, pensador social, matemático
e ingeniero. Reconocido adalid de las ideas
darwinianas y positivistas, e influyente en
los Gobiernos colombianos de las primeras
décadas del siglo xx, Triana fue un apasiona-
do defensor de la utilidad de las tierras bajas
y los Llanos Orientales, con la idea de que,
a mayor altura sobre el nivel del mar, mayor
grado de civilización. Así, Triana recorrió la
región en busca de toda suerte de posibili-
dades para su aprovechamiento, en especial
con miras en la extracción de sal.

•616•
Sobre los autores

•617•
TÍTULOS DE LA
BIBLIOTECA
VORÁGINE
1. La vorágine
José Eustasio Rivera

2. Holocausto en el Amazonas. Una historia


social de la Casa Arana
Roberto Pineda Camacho

3. Raíces históricas de La vorágine


Vicente Pérez Silva

4. La historia de José Eustasio Rivera


Isaías Peña Gutiérrez

5. Historia de Orocué
Roberto Franco García
6. Los infiernos del Jerarca Brown
seguido de “Ruido y desolación”
Pedro Gómez Valderrama

7. Una tribu cosmopolita. Memoria de la


Gente de Centro
Edición y compilación
Marcela Quiroga y María Angélica Pu-
marejo

8. Vastas soledades. Antología de viajeros


en tiempos de La vorágine
Edición y compilación
Carlos Guillermo Páramo

9. Mujeres frente a la vorágine amazónica


Edición y compilación
Daniella Sánchez Russo y Laura Victoria
Navas

10. Anastasia Candre. Polifonía amazónica


para el mundo
Edición y compilación
Juan Carlos Flórez A.
Vastas soledades : antología de viajeros en tiempos de La
vorágine / edición y compilación Carlos Guillermo Páramo
Bonilla ; comité editorial Juan Carlos Flórez… [y otros diez]
; traducciones Luz Stella Bonilla de Páramo. -- Primera edi-
ción. -- Bogotá, Colombia : Ministerio de las Culturas, las
Artes y los Saberes ; Biblioteca Nacional de Colombia, 2024.

620 páginas. -- (Biblioteca Vorágine ; 8)

Incluye referencias bibliográficas.

ISBN: 978-628-7666-27-6 (obra impresa)


ISBN: 978-628-7666-32-0 (obra digital)

1. Cuentos colombianos – Siglo XX 2. Literatura colombia-


na – Siglo XX 3. Autores colombianos – Siglo XX 4. América
Latina – Descripciones y viajes – Siglo XX 5. Colombia –
Vida social y costumbres – Siglo XX I. Páramo Bonilla, Car-
los Guillermo, editor y compilador II. Flórez, Juan Carlos,
editor III. Bonilla de Páramo, Stella, traductora IV. Título
V. Serie

CDD: 918.04 Clasificación Local: z CO-BoRNBP


A •100• AÑOS DE SU PUBLICACIÓN,
LA BIBLIOTECA VORÁGINE
ES UN HOMENAJE A UNA GRAN
OBRA Y A TODOS LOS SERES
QUE AÚN REPRESENTA.

Fue compuesta con tipografías


Alpina y Nuevo Espíritu, en la ciudad
de Bogotá, en 2024.

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