Verbos de cal y arena
Por Mónica Balmelli
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Como cualquier persona, Daniela va creando sus vínculos y aprendiendo con cada interacción sobre las cosas importantes y sobre las banales. Descubre cómo manejar sus emociones, cómo superar obstáculos, cómo decirle sí o no a lo que la vida parece ir ofreciéndole.
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Verbos de cal y arena - Mónica Balmelli
Observar
Uno de los primeros recuerdos que tiene de ella misma es el de ir mirando por la ventanilla del bus al resto de las personas y preguntarse: ¿Qué están sintiendo ellos?, ¿Cómo viven sus vidas?, ¿Qué palabras utilizan para expresar su amor, su dolor, su ira?
Desde tan pequeña que apenas sabía lo que significaban esas palabras, ya se recuerda observando, larga y minuciosamente, tantas situaciones y personas como se le iban presentando.
Observaba las posturas, las expresiones faciales, el timbre de las voces, las palabras.
Observaba el comportamiento de las hormigas, las lombrices, las gallinas, los gatos y los perros.
Observaba las nubes, las partículas de polvo danzando sobre los finos rayos de luz que dejan pasar los agujeros de las persianas bajadas, lo bien que huelen las mandarinas cuando se comen al sol de una tarde de invierno.
Escuchar
A Daniela le tranquilizaba escuchar la voz y la risa de su madre. Una conversación entre sus padres era como una caricia reconfortante. También le gustaba escucharlos cantar y charlar con otras personas.
En muchas ocasiones, sobre todo cuando estaba cansada o molesta por algo, la niña trepaba al regazo de su madre y pegaba la oreja a su pecho, mientras la conversación de los adultos seguía su curso. El sonido y las vibraciones de la voz de su madre desde dentro la adormecían y le daban una sensación de bienestar difícil de conseguir en otros momentos del resto de su vida.
Sentir
El padre llegó con un loro pequeño entre sus manos y las dos niñas se sintieron asombradas y conmovidas. Le llamaron Piringo y el animalito aprendió a vivir con ellos. No tenía jaula, su casita era una caja de cartón con papeles y retazos de telas. Andaba suelto por la casa y el padre le cortaba la punta de las plumas de las alas para que no volara.
Dejaban la camita en el baño para que durmiera allí por las noches y, por las mañanas, Piringo trepaba con sus patitas y su pico por la colcha de las camas de las niñas y las despertaba con suaves golpecitos de su pico en sus caras.
Un día, al volver de la casa de los abuelos, encontraron al loro ahogado en el inodoro. Daniela sintió tantas cosas a la vez que quedó paralizada por el impacto. Sintió culpa porque estaba segura que había sido ella la que había dejado la tapa del inodoro abierta antes de salir. Sintió un profundo dolor dentro de ella, no como cuando se pegaba o se caía . Sintió rabia contra sí misma por haber sido tan irresponsable.
Nunca olvidaría esa experiencia ni el amor por ese pequeño compañero, ni la sensación de despertar con la suavidad de un besito de loro.
Tocar
La madre estaba haciendo caramelo. Calentaba el azúcar en una olla y luego lo extendía en la fría encimera de mármol de la cocina para que se solidificara.
Daniela observaba todo el procedimiento desde cierta distancia porque su mamá le había dicho que era peligroso. La madre terminó y se fue a hacer alguna otra tarea hasta que se enfriara el caramelo.
Pero Daniela era impaciente y tenía que comprobar cómo estaba aquello que le hacía la boca agua. Puso su mano sobre el caramelo y, un segundo después, aullaba de dolor.
Nada de lo que hubiera tocado antes le había provocado una reacción tan dolorosa.
Jugar
El día de reyes era una fiesta y comenzaba temprano. Antes de salir el sol, su hermana menor Paula y ella ya estaban levantadas, con los pelos revueltos y la sonrisa de ilusión en sus caras.
Todos los años, los reyes les traían una muñeca a cada una y otros juguetes que dejaban como en exposición y las dos jugaban juntas durante días con los regalos anuales. No había otros en todo el resto del año, así que había que aprovechar la ocasión .
Una vez amaneció lloviendo a cántaros y les extrañó mucho cuando papá y mamá les dijeron que miraran por la ventana, que afuera había otro regalo.
Allí estaba, tapada con un plástico, una enorme hamaca de madera de esas que tienen dos asientos enfrentados. Los vecinos escucharon los gritos de alegría de las niñas, que mostraban su ansiedad de estrenar el hermoso regalo, aunque eso significara tener que mojarse.
Ese fue el último día de reyes que pasaron los cuatro juntos porque sus padres se separaron casi al final de ese mismo año y, un tiempo después, las niñas descubrieron que la hamaca la había hecho su padre, que era carpintero, y no los reyes magos, como ellas creían.
La madre, las niñas y la hamaca se fueron a casa de los abuelos maternos, que vivían en el mismo barrio, cambiando completamente la dinámica familiar, tanto de las unas como de los otros, y adornando el porche con un armatoste bonito pero amargo, que les recordaba a diario que la alegría no dura para siempre.
Pelear
A partir de entonces aprenden a pelear. Las niñas se peleaban entre ellas pero también con su tío más pequeño, que tenía la misma edad que Daniela.
Tres niños casi de la misma edad que tenían que compartir espacio, afecto y hasta clase en la escuela; esto era motivo de conflictos permanentes.
Por momentos, la convivencia se hacía muy difícil y Celina, la madre de las niñas, tenía que trabajar y se veían poco.
La abuela Celeste hacía lo que podía y, para ayudarla, estaba la tía Graciela, quien salía ya de su adolescencia.
Un tiempo después de haber llegado a casa de sus abuelos, todos conocieron la noticia de que Graciela estaba embarazada y, como no estaba casada ni parecía que fuera a hacerlo, llegó otra niña a la ya masificada familia.
Sin saberlo ni proponerlo, la pequeña tuvo la capacidad de unirlos un poco más a todos y fue dulce verla crecer, jugar con ella, dedicar ratos a enseñarle a hablar, caminar y otras destrezas que aprenden los niños.
Volar
Algunas tardes de lluvia o cuando había cortes de luz, lo que ocurría con cierta frecuencia, niños y adultos se sentaban a jugar a las cartas, juegos de mesa y, a veces, se aventuraban con el juego de la copa.
Antes de comenzar el juego de la copa, Graciela se encargaba de escribir las letras en papelitos, el si, el no y alguna frase ocurrente. Ponían los papeles escritos en círculo y una copa de cristal boca abajo en el centro. Graciela asustaba a los niños diciendo que un espíritu vendría a contarles el futuro. Todos ponían sus dedos en la base de la copa y alguien hacía una pregunta.
Sorprendentemente, la copa comenzaba a moverse por el círculo formando palabras y frases y contestando si o no.
Raúl, que era el tío de la edad de Daniela, preguntó si alguna vez iba a volar y la copa fue formando una respuesta que provocaría la hilaridad de grandes y chicos: si, vas a volar de una patada
.
Años después, Daniela recordaría aquella frase, ya que la realidad no fue muy distinta al augurio, y pensaría con una sonrisa que aquel espíritu de la copa tenía un peculiar sentido del humor.
Silbar
El padre de las niñas venía a verlas regularmente, una o dos veces a la semana. Él tenía un código para que las niñas supieran que estaba cerca y, antes de doblar la esquina de la calle de los abuelos, silbaba un silbido largo y agudo, con cinco notas, siempre las mismas, que desencadenaba que dos pares de piernas comenzaran una carrera loca y terminaran trepando un cuerpo de hombre.
Paula disfrutaba cada momento con su padre, pero Daniela sabía cuándo estaba tranquilo, cuándo estaba triste y cuándo desesperado con sólo echarle un vistazo de lejos. Eso la desconcertaba y necesitaba hacerle preguntas a su madre.
-¿Mami, ya no querés a papá?
-Si, Daniela, lo sigo queriendo. Pero me mintió y ya no puedo confiar en él. Por eso ya no podemos estar juntos, ¿me entendés?
Entendió que la mentira era algo que tenía el poder de destruir una familia, que podía hacer sufrir a más personas que las implicadas y que nunca sería una buena idea utilizarla.
Golpear
Era el 25 de agosto, el día que se celebraba la independencia, y, al anochecer, las luces de las casas de todo el barrio se apagaron. Pero no era un apagón de