Manual 2.0

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PROLOGO

No parece ya época de manuales. Cada vez se escriben menos por diversas razones más o
menos conocidas, aunque una de ellas es posible que sea el tópico de que la generación
que ahora tiene unos veinte años, carece de recursos atencionales suficientes y no
soporta más que mensajes rápidos, principalmente en formato audiovisual.
Asumamos por fin una verdad que parece que todo el mundo ha querido olvidar, o al
menos se resiste incomprensiblemente a recordar. Nunca se ha leído demasiado. En
realidad, la alfabetización de la población es muy reciente, y aunque el mercado editorial
ha conseguido un negocio, porcentualmente los lectores son muy pocos. Ni siquiera los
estudiantes han leído mucho más. Llevan generaciones viviendo de apuntes, es decir, de
notas tomadas en sus clases o de resúmenes habitualmente apócrifos de tratados y
manuales. Pocos exalumnos, hoy profesionales, leyeron los manuales enteros o casi
enteros, incluso habiéndolos adquirido.
Con este panorama, parece una temeridad animarse a redactar un manual, pero en
cambio es eso lo que han empezado a intentar los autores del presente libro con este su
primer tomo. Y adentrándonos en sus páginas, el sentido de la decisión se justifica, porque
se redacta un material que combina la tradición con la modernidad, utilizando un enfoque
más bien clásico con el seguro objeto de no desorientar al lector que ya es jurista, pero
desarrollando en esos epígrafes una exposición suficientemente completa de las doctrinas
más modernas que van adheridas a cada concepto.
Y no sólo eso, sino que el trabajo tiene algunos momentos de osadía. Se le dedica una
lección entera a la jurisdicción, y dentro de la misma se tratan la acción y el proceso. La
decisión no es baladí. Se reconoce finalmente la centralidad del primero de los
tradicionales conceptos fundamentales y se asume que los otros dos acompañan al
primero, sin que sean imaginables por separado. Un proceso sin jurisdicción es un vacío, y
una acción que no pide jurisdicción es inane. En cambio, teóricamente el juez podría
decidir sin acción, imponiéndose forzosamente al ciudadano como en un proceso
inquisitivo. También podría, asúmase, decidir sin un auténtico proceso, siendo su decisión
impulsiva, instantánea, y no por ello dejaría ser jurisdicción el producto de su labor
intelectual. Harán bien los autores en desarrollar esta apuesta doctrinal en futuras
ediciones de la obra, aunque puede que se encuentren con alguna sorpresa que, en aras
de la libertad científica, no desvelaré. Sólo una pista: tal vez la jurisdicción no sea el único
concepto central o, mejor dicho, ni siquiera sea el auténtico concepto central. Al fin y al
cabo, un juez no existe sin justiciables a los que servir…
Más allá de eso, la obra es prudente. Aunque sea doctrinal, no busca adoctrinar, sino
recoger lo mejor que ha dado la ciencia procesal hasta el momento, focalizándolo en el
Derecho chileno pero con cierta vocación de ir más allá de esas fronteras, enseñando
algunos de los principales frutos de la doctrina autóctona para que puedan servir de
ejemplo, como el “avenimiento”, distinguiéndolo de la transacción. Igual que se hace
mención de la conciliación como algo diferente a la mediación, aunque esto es algo más
frecuente en la doctrina. Con todo, no es malo llamar la atención sobre esos medios
alternativos de resolución de conflictos, porque aunque probablemente, al contrario de lo
que tanto se dice, no sean el futuro de nuestra disciplina —más bien fueron su origen—,
debe dedicárseles atención en busca de su debida perfilación, que sirva por fin como base
a una teoría general sobre los mismos, que aún está pendiente. No todo es tan sencillo
como decir que se llega a acuerdos por diferentes vías. Hay que analizar los antecedentes
epistémicos de los conflictos y de los acuerdos, como han hecho otros científicos, pero
aún no los juristas. Puede que por fin en ese estudio se halle la esencia de la composición
(auto- o hetero-) y se logre saber si es algo tan sumamente diferente de la tutela, o bien,
en realidad, esa tutela es solamente una variedad de la composición. A veces olvidamos
que el proceso jurisdiccional también es un mecanismo de resolución de conflictos…
En todo caso, quedará abierta la reflexión a partir de la lectura, y vuelvo con ello a cuanto
decía al inicio. No es cierto que los jóvenes ya no lean. Al contrario, leen y escriben
muchísimo más que en ninguna otra época gracias a sus celulares, y no sonrían, porque es
cierto, y hay mucha más literatura en muchos de sus mensajes que en obras enteras que,
para desgracia de los bosques de este mundo, fueron objeto de publicación en siglos
pasados… Y no sólo eso, sino que interactúan con su entorno social en una medida
infinitamente superior a la del pasado, sin excluir la presencialidad, pero no haciéndola
exclusiva, aceptando la distancia, que con alguna frecuencia resta prejuicios y añade
reflexión. Estos jóvenes descubrirán más pronto que tarde —la mayoría ya lo sabe— que
la información escrita es la más valiosa, y que el libro es solamente un soporte más que
permite aprender en solitario contenido que luego se comparte de un modo aplicado. Ya
no se memorizan los libros como si fueran poesías, sino que se bebe de ellos y se absorbe
su conocimiento, transformándolo en la energía inagotable que es el conocimiento. Por
eso hacen falta obras como la prologada, y que los profesores no las dejen de escribir.
Los jóvenes no quieren únicamente vídeos de un minuto. Eso sólo les divierte, como a las
generaciones pasadas les divertían los juegos de cartas. Saben perfectamente que el
conocimiento no se puede condensar en unos pocos mensajes de una red social, ni mucho
menos en unos videojuegos, o en capítulos de series vistos a saltos. Al contrario, saben
que para contribuir, para aportar en la sociedad, primero hay que haber leído y
aprendido. Y para eso están los libros.
En consecuencia, bienvenidos sean los autores a este escenario de la manualística
mundial. No desistan, pase lo que pase. Se les necesita.
Barcelona, a 7 de diciembre de 2022.
Jordi Nieva Fenoll
Catedrático de Derecho Procesal
Universitat de Barcelona
CAPITULO I

1. Concepto de Derecho procesal

Quien se proponga identificar el concepto de Derecho procesal se encontrará con


numerosos problemas e inconvenientes. El primero de ellos semántico o, si se quiere, de
significado. En efecto, basta una somera lectura de los distintos manuales y tratados que
existen sobre la materia, para percatarse que existen tantas definiciones cuantos autores
hay. Y lo desconcertante de ello, más allá de su variedad y heterogeneidad, es que la
mayoría de los conceptos de Derecho procesal siguen acuñando definiciones descriptivas,
muchas veces indebidamente desatendidas, y que están impregnadas de ideas
supuestamente neutras, unitarias y atemporales de proceso y sus diversas
manifestaciones.

Quizás por ello, sea un lugar común definir al Derecho procesal apelando a dos puntos de
vista: uno orgánico y otro funcional. Se dice, en efecto, que el Derecho procesal es una
rama del Derecho público que, en lo orgánico, se preocupa de la organización y
atribuciones de los tribunales de justicia y, en lo funcional, atiende a la forma de los
diversos tipos de procedimientos existentes. De allí que, vinculando tales ideas a la teoría
general del proceso, se delimite casi siempre su finalidad desde un punto de vista
instrumental: esto es, como un medio apto e idóneo para la solución de conflictos de
relevancia jurídica.

Ahora bien, si los estudiosos del Derecho procesal no cuestionan lo anterior, no se debe,
casi con seguridad, a una suerte de relajo o displicencia en el análisis de la materia, sino
más bien a la concurrencia de una serie de tópicos que modelan la forma como se asume
tradicionalmente el Derecho procesal.

El primer factor o tópico, a nuestro juicio, pasa por la adhesión (muchas veces
inconsciente) a ciertas concepciones teóricas que ayudaron a conformar nuestra
disciplina. Basta pensar, en este sentido, en la injerencia de ciertas escuelas procesales
europeas de inicios del siglo pasado, las cuales, siguiendo muy de cerca el legalismo y la
ritualidad procedimental (Calamandrei, 2006, p. 24), calaron hondo en la configuración de
institutos procesales hoy asumidos como comunes: la comprensión de la acción procesal,
el análisis de los presupuestos procesales, el estudio la relación jurídico-procesal, así como
un sinnúmero de otras tantas categorías jurídico-procesales. El punto, sin embargo, y más
allá del gran aporte de tales concepciones, es que la adhesión incondicionada a las mismas
ha implicado que el Derecho procesal y su objeto de estudio se asuma desde un plano de
análisis extremadamente formal, cerrado y atemporal. Todo esto, por cierto, no solo ha
supuesto una pretendida “neutralidad” o “pureza” de sus contenidos, sino que también
ha tendido a desconocer el carácter marcadamente abierto y contingente del Derecho
procesal: vale decir, sus condicionamientos sociales, políticos y económicos que, en cada
momento histórico, reestructuran y modelan el núcleo del proceso y sus diversas
exigencias.

A lo anterior se suma, en segundo lugar, que no basta solo con asumir un plano
estrictamente semántico (de significado) y pragmático (de contexto) del concepto de
Derecho procesal. De hecho, si asumimos que nuestra disciplina está constantemente
permeable al cambio y al dinamismo, es porque ostenta una pretensión evidentemente
práctica. Nadie podría dudar, en efecto, que el Derecho procesal se estructura sobre la
base de la interacción entre lo normativo, lo fáctico y valorativo, más aún cuando se
observa desde el prisma de los operadores jurídicos y, en particular, de la función
realizada por los tribunales de justicia. De hecho, si el Derecho procesal posee un arsenal
analítico y explicativo, es precisamente porque su telón de fondo se orienta a lo real y
concreto. No asumiendo una suerte de escepticismo frente a las normas del sistema
jurídico, sino operando con reglas y principios que necesitan de una argumentación
concreta, debidamente justificada y que sea susceptible de un control posterior. De allí,
entonces, que el Derecho procesal y su objeto de estudio deban siempre ser
contemplados desde un prisma de dinamismo y cambio, más aún cuando su carácter
“abstracto” en ocasiones es el obstáculo principal a su evolución y adaptación a las
necesidades reales de justicia.

A partir de lo anterior, en tercer término, si el Derecho procesal es contemplado desde su


vocación a la “praxis”, debe comprenderse su inserción en un mundo que prevé nuevas
formas normativas de convivencia nacional e internacional. De hecho, desde este último
ámbito, es sabido que el fenómeno procesal se ha visto enriquecido no solo por decisiones
de tribunales internacionales, sino que también por un reconocimiento explícito de
derechos y garantías fundamentales. De esta forma, derechos como el acceso a la justicia,
el derecho a defensa, el derecho al recurso, entre otros tantos, hacen que el Derecho
procesal rompa su visión estrictamente formal y pase a ocupar un lugar privilegiado en la
sistematización y estructuración de garantías de fondo. No en vano, en múltiples
ocasiones diversos tribunales internacionales han declarado la responsabilidad
internacional del Estado chileno, disponiendo una serie de medidas de reparación y no
repetición, frente a la aplicación de normas lesivas de garantías procesales que se
consideran barreras infranqueables en todo sistema normativo que se tilde de
democrático. Así, a modo de ejemplo, considérese el caso Norín Catrimán y otros vs. Chile,
en el cual, la CorteIDH, con fecha 29 de mayo de 2014, declaró la responsabilidad
internacional del Estado de Chile por la violación del principio de legalidad y el derecho a
la presunción de inocencia, así como del principio de igualdad y no discriminación, la igual
protección de la ley en el ejercicio de los derechos y del derecho a la libertad personal, en
perjuicio de las ocho víctimas de este caso, a saber: tres dirigentes, cuatro miembros y una
activista del pueblo mapuche. Asimismo, se declaró que el Estado de Chile violó el
derecho de la defensa de los denunciantes y el derecho a recurrir el fallo ante un juez o
tribunal superior, todo lo cual a su vez vulneró el derecho a un debido proceso legal.

Quizás por ello, en cuarto lugar, se debería huir a la tentación por establecer una
conceptualización unitaria de Derecho procesal. Esto, porque un somero análisis de las
garantías y derechos que integran el proceso civil y el proceso penal, hace comprender la
imposibilidad material para establecer un tratamiento común e indiferenciado de tales
ámbitos. Ciertamente, en diversas ocasiones se ha intentado desarrollar lineamientos
generales de los distintos Derechos procesales y, a partir de allí, fijar una serie de
institutos y rasgos comunes en aras de asegurar previsibilidad, igualdad y seguridad
jurídica. Sin embargo, si bien ambos ámbitos comparten muchas similitudes y afinidades,
no es menos cierto que su pretendido enfoque unitario esconde roles distintos,
finalidades distintas y paradigmas distintos. Piénsese, en este sentido, en las finalidades
complejas e incluso a veces diacrónicas del proceso penal, las cuales, en la mayoría de los
casos, se encuentran asediadas no solo por criterios político-criminales y criminológicos
comunes al ímpetu social, sino que también por técnicas e instrumentos invariablemente
diversos: la averiguación del hecho punible, la protección del inocente, la distribución de
riesgo de error en la condena, la determinación y ejecución de la pena, etc. Por ende, “una
definición plena de sentido solo se puede dar en el marco del Derecho procesal
correspondiente, pues un concepto general común queda demasiado abstracto y, por ello,
no aporta nada nuevo a la tarea de administrar justicia” (Roxin y Schünemann, 2019, p.
63).

Así las cosas, reconociendo que nos enfrentamos a una disciplina compleja, representativa
de diferentes aspectos interrelacionados entre sí, pero que requieren explicaciones y
justificaciones particularizadas, en lo sucesivo entenderemos por Derecho procesal
distinguiendo sus concretos ámbitos de acción tanto en lo procesal civil como en lo
procesal penal. Para ello, si bien estableceremos que ambas ramas son mecanismos de
legitimación formal de decisiones jurisdiccionales, asumiremos que ellas parten de una
óptica teleológica y funcional diversa: a saber, el área procesal civil, contextualizada no
solo como un medio para la resolución de conflictos intersubjetivos de intereses privados,
sino también —y preferentemente— como un instrumento idóneo para el esclarecimiento
de la verdad en aras de la salvaguarda de derechos y garantías fundamentales (Marinoni y
Mitidiero, 2015, p. 23); el área procesal penal, por su parte, atingente al estudio del
conjunto de reglas y principios que estatuyen y disciplinan la investigación de los hechos
constitutivos de delito, los que determinan la participación punible, los que acreditan la
inocencia del imputado y, en su caso, los que modelan la aplicación y ejecución de la
sanción penal. En razón de ello, comprenderemos que el concepto de Derecho procesal se
halla, pues, inseparablemente ligado a la necesidad por distinguir entre las funciones y
fines que inspiran sus concretos ámbitos de acción, más aún se enmarcan dentro de una
pluralidad de fuentes normativas que trascienden las peculiaridades nacionales y que
ostentan una pretensión ius-fundamental.
Con todo, quien ponga atención a las anteriores ideas, si bien podrá compartir las
diferencias entre las dos especies de proceso, también podrá concordar que la distancia
en el modo de concebir estas diferencias no supone necesariamente una incompatibilidad
absoluta. De hecho, la estructura de todo proceso es dialéctica y, en ese sentido, se
sustenta en la contraposición entre dos o más posiciones, que se manifiestan en dos o
más versiones fácticas y normativas que deben ser resueltas por un tercero imparcial e
independiente. Por ende, guardando las proporciones del caso y efectuando las
distinciones de rigor, teóricamente creemos que es posible trazar ciertos “lugares
comunes” no solo entre lo procesal civil o penal, sino que también en cualquier ámbito
donde el fenómeno procesal se manifieste. De esta forma, pensamos que el gran desafío
de quien se proponga el estudio de esta disciplina está precisamente en saber identificar
lo general desde lo particular o, si se quiere, abordar la uniformidad desde la diversidad,
puesto que solo de esta forma se podrán armonizar los vastos e intrincados ámbitos en los
cuales opera contemporáneamente el Derecho procesal.

2. Características y elementos esenciales

El enfoque tradicional sobre esta materia casi siempre aborda como características
propias del Derecho procesal lo siguiente: su adscripción como rama al Derecho público,
su carácter marcadamente adjetivo, su rol esencialmente instrumental y su cariz
autónomo. Pues bien, a partir de tales rasgos, a continuación desarrollaremos
brevemente estas ideas, marcando, en todo caso, ciertos aspectos dables de considerar.

2.1. El Derecho procesal como rama del Derecho público

Sin entrar al debate teórico particular, diremos que la contraposición entre “Derecho
público” y “Derecho privado” se manifiesta como una de las vías más tradicionales a
través de las cuales se estudian las ramas del Derecho: el Derecho público, en este
sentido, representaría aquella rama del Derecho que regula las relaciones entre el Estado
y los particulares; y, el Derecho privado, involucraría aquella rama del saber jurídico que
regula la relaciones entre particulares y, en casos excepcionales, las relaciones entre los
particulares y el Estado, siempre y cuando este último actúe desprovisto de su facultad de
“imperio”.

Sin perjuicio de lo anterior, si bien tal distinción presupone en principio un modo


adecuado para caracterizar el Derecho procesal, no es menos cierto que su manifestación
es meramente formal y debe ser complementada con criterios de fondo. Ello, pues, aun a
riesgo de simplificar, el adjetivo “público” en nuestra disciplina denota no solo una forma
peculiar y singular de “relación jurídica”, sino que también las fronteras y límites bajo los
cuales los órganos del Estado y, particularmente, los tribunales de justicia, deben actuar
ejerciendo sus potestades frente a los ciudadanos. En efecto, en su sentido estricto, el
Derecho público representa un instrumento jurídico-político que restringe los ámbitos de
acción de las autoridades y, por ende, que se encarga de establecer cómo, cuándo y
dónde la intervención del poder público debe ser ejercida (Schmidt-Aßmann, 2003, p. 55).
Piénsese, en este sentido, en las distintas reglas y principios jurídicos que modelan y
restringen la persecución criminal, la administración de justicia (en la medida que su
ejercicio no sea privatizable en la forma de arbitrajes), el ejercicio de la fuerza pública, la
defensa técnica y letrada, así como un sinnúmero de otras funciones de envergadura en lo
procesal. En todos estos casos, a nuestro modo de ver, se constata que lo “público” no
solo importa un medio a través del cual se fijan “relaciones” que sustraen ciertos asuntos
de la esfera privada para radicarlos en lo público, sino que también se estructuran una
serie de cauces institucionales que establecen frenos y contrapesos a cualquier forma de
abuso y violencia estatal.

Ahora bien, que el Derecho procesal sea una disciplina contextualizada en el Derecho
público, no nos puede llevar a pensar que en su seno solo existen “normas de orden
público”. De hecho, en nuestra disciplina —al igual que en cualquiera otra— se
entremezclan normas de diversa naturaleza. Por ello, con independencia de la distinción
binaria entre Derecho público y Derecho privado, debiésemos asumir que tales
“divisiones” en estricto rigor constituyen categorías (Guzmán, 2001, p. 22), puesto que en
su interior siempre es posible identificar y apreciar distintas normas en su particularidad
concreta. De allí, entonces, que identificando el Derecho procesal como una categoría de
lo público, sea perfectamente posible encontrar en su estructuración tanto “normas de
orden público” como “normas de orden privado”.

Son normas de orden público, en este sentido, aquellas de carácter imperativo y que
además consagran derechos irrenunciables para las partes, de manera tal que no pueden
dejar de ser observadas y su interpretación siempre será restrictiva. Por ejemplo, las
normas de competencia absoluta, las reglas referentes a la composición de los tribunales,
o bien las relativas a las formas y fases establecidas para el desarrollo de los
procedimientos. A su turno, son normas de orden privado, aquellas que pueden ser
modificadas o alteradas por las partes, e incluso si se establecen derechos disponibles
para estas, pueden ser perfectamente renunciadas. Por ejemplo, las normas de
competencia relativa en materia procesal civil, o bien aquellas que permiten acuerdos
reparatorios entre víctima e imputado en materia procesal penal.

2.2. El Derecho procesal como Derecho adjetivo

El contraste entre Derecho sustantivo y adjetivo al parecer se remontaría a Jeremy


Bentham, quien, en una obra titulada “Of Laws in General”, manifestó que en todo
sistema jurídico existirían dos tipos de leyes: unas principales, que subsisten por sí mismas
sin ser complementadas por ninguna otra; y otras subsidiarias, que necesitan de leyes
principales a las cuales acceder a fin de lograr su operatividad (Bentham, 1970, p. 141). De
allí que, a su juicio: “aquellas leyes que no pueden sostenerse por sí solas, sino que
requieren ser precedidas por alguna otra a la que puedan adherirse, pueden ser llamadas
leyes adjetivas o enclíticas; las opuestas, sustantivas o autosubsistentes. A la clase adjetiva
pertenecen todas aquellas leyes relativas al curso del procedimiento judicial” (Bentham,
1970, p. 142).

A partir de lo anterior, la diferencia entre lo sustantivo y adjetivo se expandió a países


ajenos al sistema anglosajón, permitiendo hasta el día de hoy identificar al Derecho
procesal como un tipo de Derecho adjetivo y subsidiario del Derecho material. No en
vano, gran parte de la doctrina y la jurisprudencia comparadas continúa viendo al Derecho
procesal como “la doncella del derecho sustantivo que lo sigue tan fielmente como una
sombra” (Damaska, 2000, p. 255). Sin embargo, si bien tal categoría fue parte de un
superficial análisis del fenómeno jurídico, no debemos perder de vista que su finalidad fue
establecida con un objetivo esencialmente práctico: limitar ciertos ámbitos del Derecho
cuya amplitud e indeterminación podría degenerar en una eventual arbitrariedad. En
efecto, como bien se sabe, fue una característica de la Ilustración el intentar construir
sistemas jurídicos ideales, deducidos de ciertos principios autoevidentes y con capacidad
para resolver cualquier caso concebible. De acuerdo con ello, las doctrinas jurídicas
siguientes mantuvieron posturas formalistas extremas, consistentes, como es bien sabido,
en resaltar el imperio de la ley, la separación de poderes y la proscripción de la
arbitrariedad. Quizás por ello, según la célebre frase de Montesquieu, los jueces deberían
ser solo “la boca que pronuncia las palabras de la ley, seres inanimados que no pueden
moderar ni la fuerza ni el rigor de aquéllas” (Montesquieu, 1884, p. 268).

Ocurre, sin embargo, que bien pronto se observó que la sola legalidad no era segura
garantía en contra de la arbitrariedad, motivo por el cual gran parte de la doctrina acogió
la división entre Derecho adjetivo y sustantivo con un fin evidente: hacer depender el
fenómeno procesal legalizado a otras instancias normativas que funcionen como freno y
límite de este último. No obstante ello, y a pesar que tal distinción ha perdurado hasta
nuestros días, cabe resaltar que contemporáneamente la separación entre lo sustantivo y
lo adjetivo se difumina en grados imperceptibles, motivo por el cual la línea demarcatoria
entre tales ámbitos simplemente no existe. Ello, como veremos más adelante, no solo por
la evolución del principio de legalidad al principio de “juridicidad”, sino que también
porque la fisonomía actual del Derecho procesal es esencialmente de corte
iusfundamental. De esta forma, incluso si se quisiera mantener tal distinción, habría que
concluir que el Derecho procesal debe ser leído desde la mancomunión y no desde la
separación, más aún cuando a partir de ello se hacen realizables precisamente derechos y
garantías fundamentales.

2.3. El Derecho procesal y su rol instrumental y autónomo


El Derecho procesal es instrumental, al igual que casi todas las ramas del Derecho, porque
es un medio que se plantea para la realización de ciertos fines. En efecto, si asumimos que
el Derecho procesal se desenvuelve como un medio normativo e institucional diseñado
para acoger y canalizar diversas expectativas sociales, no cabe duda de que su orientación
es instrumental al estar dirigido al cumplimiento de valores públicos como la justicia, la
paz social y la estabilidad normativa. De allí que dicho carácter no implique ni signifique
accesoriedad, precariedad o contingencia, sino una funcionalidad orientada a conseguir la
justa composición de los litigios.

Sin embargo, aun cuando el proceso deba orientarse al cumplimiento de tales fines, no
resulta trivial preguntarse cuáles son tales metas teleológicas que el Derecho procesal
debería satisfacer. Ello, pues, al margen que el proceso deba servir de instrumento para el
ejercicio de la acción y de la jurisdicción, para el desarrollo y establecimiento de un justo y
debido proceso o, en suma, para conseguir la tutela judicial efectiva de cuestiones
sustanciales y controvertidas, son múltiples los fines que a través de aquél pueden
perseguirse: para algunos, en efecto, tales objetivos se conseguirían mediante la correcta
aplicación del Derecho; para otros, en cambio, se lograrían resaltando el carácter
heterocompositivo del proceso en aras de dar solución a asuntos controvertidos; y, por
fin, para otros, se lograría mediante el establecimiento de la verdad (probable) de los
enunciados fácticos sometidos a controversia.

Pues bien, independientemente de los ríos de tinta que se han escrito sobre lo anterior,
pensamos que si el Derecho procesal es un instrumento institucional y, como tal, se
orienta a la puesta en marcha de un sinfín de valores públicos, no resulta coherente ni
mucho menos razonable atribuirle un único y exclusivo fin. Ello, pues, más allá de la
disputa ideológica que condiciona las aproximaciones, no se puede desconocer que son
múltiples los factores que conjuntamente debiesen concurrir para identificar al proceso
como un instrumento racional y justo. El Derecho procesal es, por ende, un lugar donde se
interpretan y aplican normas jurídicas, se resuelven controversias por medio de decisiones
deseablemente justas y, ciertamente, se realizan actividades encaminadas a obtener
conocimientos verdaderos sobre los hechos de la causa. Pero tampoco se agota allí. En
este, desde una perspectiva constitucional y democrática de Derecho, convergen además
otros fines casi olvidados y no bien asumidos por la dogmática tradicional: reconocimiento
y protección de derechos e intereses difusos, una adecuada gestión de los casos judiciales
(Letelier, 2021, pp. 160 y ss.) y las exigencias de materialización de diversos métodos
alternativos de solución de conflictos (Vargas y Fuentes, 2019, pp. 25 y ss.; Delgado, 2018,
pp. 569 y ss.). De esta forma, a nuestro modo de ver, el rol instrumental de nuestra
disciplina se materializa en una serie de objetivos y fines que deben ser apreciados de
forma conjunta y sistemática, de modo que su necesidad de apertura y adaptabilidad
responda a legitimar formal y materialmente la justicia de cada decisión.

Ahora bien, si somos conscientes de lo antes indicado, debiésemos tener precaución al


tiempo de identificar al Derecho procesal como una disciplina autónoma. Ello, no solo por
la necesaria complementariedad que debería darse entre lo material y lo formal, sino que
también porque tal autonomía y neutralidad rigidiza la respuesta particular que se
demanda en cada caso concreto. De hecho, si entendemos por autonomía el hecho que el
Derecho procesal posee institutos, normas y técnicas que le son propias, el Derecho
procesal resultará autónomo simplemente por una cuestión de abstracción y mera
formalidad. Sin embargo, si entendemos por autonomía la necesidad de integrar el
proceso en armonía con normas adjetivas, sustantivas y iusfundamentales, tal autonomía
implicará asumir una óptica distinta: una perspectiva donde la autonomía no es sinónimo
de neutralidad o indiferencia, sino complementariedad y reciprocidad en pos de las
específicas necesidades de tutela y justicia al caso concreto. En otras palabras, un Derecho
procesal que para ser eficaz se adapte a la particular naturaleza de su objeto, previendo,
tanto en lo orgánico como lo funcional, de jueces y procedimientos idóneos para
proporcionar formas adecuadas de respuesta a las necesidades de cada caso (Marinoni y
Mitidiero, 2015, pp. 457-458).

3. Clasificación del Derecho procesal


Tradicionalmente, con fines propedéuticos y de sistematización, se acostumbra a
proponer una serie de clasificaciones de lo procesal dependiendo de distintos criterios a
considerar. Ello, como ya lo anticipamos, parte esencialmente de una visión unitaria del
Derecho procesal, en cuya virtud el proceso sería “uno” y sus manifestaciones
procedimentales “variadas”. Esto, por un lado, ha permitido hasta hoy día mantener en
nuestro medio una visión muchas veces acrítica y atomizada para afrontar el estudio de
nuestra disciplina y, por otro lado, ha limitado nuestra visión acerca de las diversas
tipologías que el Derecho procesal actualmente manifiesta. En otros términos, por
demarcar una idea esencialmente unitaria y un enfoque “proceso-céntrico” (Vargas y
Fuentes, 2019, p. 107), la dogmática jurídico-procesal contemporánea no ha tenido en
cuenta la diversidad y amplitud que los distintos ámbitos de lo procesal han alcanzado. De
esta forma, si queremos asumir una perspectiva procesal desde la contingencia y la
pluralidad, además de abandonar cualquier idea de un fin unitario, debemos asumir que
las clasificaciones que siguen son tan solo una muestra resumida de la variabilidad de
ámbitos en los cuales el Derecho procesal opera.

3.1. Derecho procesal civil y penal

Como lo adelantamos, esta clasificación es una de las más características del Derecho
procesal. Según gran parte de la doctrina nacional, tal distinción se efectuaría atendiendo
al contenido de las normas sustantivas o materiales. De esta forma, el Derecho procesal
civil guardaría relación con normas de Derecho privado (civil, comercial, de familia, etc.),
mientras que el Derecho procesal penal atendería a normas fundamentalmente de
naturaleza punitiva (Casarino, 2007, p. 10; Oberg y Manso, 2011, pp. 8-9; Orellana, 2018,
pp. 31-32).

Sin embargo, a nuestro modo de ver, tal criterio de distinción no solo desconoce la
necesaria sincronía y complementariedad que se debiese dar entre normas sustantivas y
adjetivas, sino que también reduce el ámbito de validez del Derecho procesal a una
cuestión meramente accesoria y residual respecto de las normas de fondo. Ello, pues, a
pesar que tal distinción sea fruto de una larga tradición histórica, no podemos desconocer
que contemporáneamente razones de naturaleza funcional e institucional reclaman una
visión integral en relación a lo sustantivo y lo adjetivo. Más concretamente, ambos
aspectos son piezas de un mismo sistema social, ese sistema integral que, en las
sociedades democráticas, entiende a la administración de justicia como un subsistema
que juega un rol preponderante dentro de la organización social. De allí, entonces, si
somos coherentes con dicha visión, debiésemos adoptar un criterio diferente de
clasificación entre los sistemas de justicia penal y civil, con el fin de intentar perfilar de
mejor manera la distinción entre ambos tipos de ordenamientos procesales.

Pues bien, a partir de lo anterior, optaremos por asumir que el Derecho procesal civil y
penal se diferencian principalmente por una dialéctica funcional y teleológica diversa,
puesto que poseen una estructura distinta y buscan satisfacer fines no coincidentes. El
sistema de justicia penal, fijando no solo los elementos, criterios y garantías que legitiman
el merecimiento y la necesidad de una pena o una medida de seguridad, sino que también
estableciendo un conjunto de órganos y procedimientos encaminados a averiguar el
contenido de verdad (probable) de los enunciados punitivos imputados. El sistema de
justicia civil, delimitando los elementos, criterios y garantías que legitiman la resolución de
conflictos intersubjetivos entre partes, por un lado, y estableciendo un conjunto de
órganos y procedimientos encaminados a determinar la justa composición de tal litigio,
por el otro. De allí, entonces, si somos coherentes con dicha visión, debiésemos asumir
que la diferencia entre lo procesal civil y penal no pasa necesariamente por distinguir
entre normas adjetivas y sustantivas, sino más bien por diferenciar los diversos niveles
dialécticos que ambos tipos de sistemas manifiestan: formas de legitimación diversas,
objetos de tutela disímiles y, en suma, salvaguarda de derechos y garantías fundamentales
también discordes.

3.2. Derecho procesal orgánico y funcional

Siguiendo una visión descriptiva de nuestra disciplina, gran parte de la doctrina parte por
concebir al Derecho procesal como “el conjunto de normas relativas a la estructura y
funciones de los órganos jurisdiccionales, a los presupuestos y efectos de la tutela
jurisdiccional y a la forma y contenido de la actividad tendente a dispensar dicha tutela”
(De la Oliva, 2019, p. 323).

A partir de lo anterior, resulta tradicional la clasificación que distingue entre Derecho


procesal orgánico y Derecho procesal funcional. El Derecho procesal orgánico se ocuparía
del estudio de todas aquellas reglas y principios que regulan al órgano jurisdiccional
mismo y los auxiliares de la administración de justicia, atendiendo en aspectos vinculados
a su génesis, desempeño, competencia, prohibiciones, limitaciones y demás prerrogativas.
El Derecho procesal funcional, a su vez, se ocuparía del estudio de todas aquellas reglas y
principios jurídicos atingentes a los presupuestos y efectos de la tutela jurisdiccional, en
especial a los aspectos vinculados a la ritualidad y marcha de los procedimientos (Figueroa
y Morgado, 2013a, p. 19).

Sobre la base de lo anterior, cabe mencionar que el estatuto que regula y disciplina el
Derecho procesal orgánico en nuestro país es principalmente la Ley Nº 7.421, de 9 de julio
de 1943, conocida también como COT. En efecto, la CPR de 1980, en su art. 77, es enfática
en señalar: “Una ley orgánica constitucional determinará la organización y atribuciones de
los tribunales que fueren necesarios para la pronta y cumplida administración de justicia
en todo el territorio de la República. La misma ley señalará las calidades que
respectivamente deban tener los jueces y el número de años que deban haber ejercido la
profesión de abogado las personas que fueren nombradas ministros de Corte o jueces
letrados”. Luego, al tenor de lo señalado, nuestro Tribunal Constitucional en múltiples
oportunidades se ha referido al alcance de la expresión “organización y atribuciones de los
tribunales” enunciado por tal artículo. Por un lado, señalando que “dicho precepto
comprende […] aquellas disposiciones que se refieren a la estructura básica de los
tribunales que fueren necesarios para la pronta y cumplida administración de justicia en
todo el territorio de la República” (STC 336 c. 17º). Por otro lado, manifestando que “la
expresión “atribuciones” que emplea el art. 74 [77] CPR, en su sentido natural y obvio y
con el contexto de la norma, está usada como sinónimo de “competencia”, esto es, como
la facultad que tiene cada juez o tribunal para conocer de las materias que la ley ha
colocado dentro de la esfera de sus funciones. En otras palabras, dentro del término
“atribuciones” el intérprete debe entender comprendidas sólo las reglas que digan
relación con la competencia, sea ésta absoluta o relativa, o si se quiere, en términos más
amplios y genéricos, con la “jurisdicción” (STC 271, c. 14; STC 273, c. 10). De allí, por tanto,
que la noción “organización y atribuciones de los tribunales” implicaría considerar no solo
las materias que la CPR ha confiado específica y directamente al COT, “sino también
aquellas que constituyen el complemento indispensable de las mismas” (STC Rol Nº 442-
2005, cons. 8º).

Ahora bien, en lo referente al Derecho procesal funcional, resulta dable destacar que si
bien aquel disciplina la forma o manera como los tribunales ejercen sus atribuciones a
través de los distintos procedimientos (Casarino, 2007, p. 10), no es menos cierto que
tales procedimientos deben diferenciarse desde un punto de vista de la tutela concreta y
específica que en cada caso se efectúa. Ello, pues, al margen que todos los sistemas de
justicia operen como subsistemas normativos dentro del sistema de organización social, la
tutela procesal concreta que se ejerce a través de ellos es completamente variada
dependiendo del prisma iusfundamental desde el cual se aborden. Piénsese, en este
sentido, en el auge de la justicia especializada verificada el último tiempo en nuestro país,
la cual, junto con hacer mutar la faz orgánica de nuestros tribunales de justicia (mediante
la creación de tribunales especiales), implicó también un cambio profundo en la forma de
entender cómo y de qué forma se desenvuelven los distintos procedimientos: una
transformación, por cierto, que atiende no solo a la singularidad de los conflictos sobre los
cuales versan, sino que también a la naturaleza de los derechos fundamentales
involucrados en los mismos (Turner, 2002, pp. 413 y ss.). Por tanto, si somos coherentes
en orden a identificar al Derecho procesal como un mecanismo dotado de idoneidad
instrumental y iusfundamental, debiésemos coincidir que su dimensión funcional se hace
patente primordialmente “conformando tanto la estructura del procedimiento como la
composición, la autoridad y los poderes del tribunal, sobre las peculiaridades de la función
ejercitada” (Cappelletti, 2010, p. 40).

Por consecuencia, únicamente puede identificarse, en la forma ya mencionada y en


cuanto sea posible, el respeto a una funcionalidad heterogénea y dinámica con la cual
deben operar los distintos sistemas judiciales existentes en nuestro país. Ello, por cierto,
no solo identificando el proceso como único y exclusivo medio para la solución de
conflictos, sino también dando cabida a una oferta de protección amplia a través de la
fijación de métodos que tiendan a la Resolución Alternativa de Disputas (Alternative
Dispute Resolution - ADR). No en vano, el criterio funcional que impera en la mayoría de
las legislaciones comparadas supone adoptar formas procedimentales integradas y
flexibles, en pos de adaptarlas a las múltiples exigencias iusfundamentales que se
demandan de los distintos sistemas de justicia. En consecuencia, desde una perspectiva de
funcionalidad como la ya referida, no existe solo un proceso ni menos aún una única
forma de protección que ofrezca respuesta idéntica para todas las situaciones, pues,
frente a una diversidad de procesos y un sinnúmero de formas de protección amparadas
por el ordenamiento jurídico, el Derecho procesal debe ser el reflejo de las necesidades de
tutela en sus más variadas combinaciones (Proto, 1999, p. 6).

4. Relación con otras ramas del Derecho

Siguiendo una visión tradicional, el Derecho procesal se vincula necesariamente con


múltiples disciplinas que le resultan afines. Sin perjuicio de ello, la forma metodológica
como se enfoca el tema “relacional” de nuestra disciplina casi siempre se aborda desde un
punto vista interno, esto es, parte de ciertas premisas normativas, fundadas
aparentemente en el Derecho positivo vigente, para llegar a determinadas conclusiones
interpretativas (Hart, 2000, p. 15). Tal enfoque, ciertamente útil en teoría, ignora “el
punto de vista externo”, puesto que no toma en consideración la interacción que debería
observarse entre el funcionamiento institucional de los sistemas de justicia y los diversos
procesos sociales que reclaman tutela y protección en nuestro país. De allí que, a nuestro
modo de ver, se deba intentar conciliar tales enfoques internos y externos no solo desde
la abstracción teórica, sino que también desde la toma de posiciones de carácter práctico,
a fin de abarcar el análisis de lo procesal tanto desde lo descriptivo (del ser) como lo
prescriptivo (del deber ser).
Sea como fuere, la primera vinculación que se suele realizar en nuestra disciplina es con el
Derecho constitucional. Ello, pues, grosso modo, si la función de una Constitución Política
es la de fijar un acuerdo entre diversos grupos sociales acerca de cómo debe organizarse y
distribuirse el poder y cuáles son los límites de ese poder frente al individuo, parece obvio
que un presupuesto ineluctable a su configuración es garantizar la tutela de los derechos
de los ciudadanos a través del establecimiento de órganos competentes y procedimientos
preestablecidos. Así, por ejemplo, desde su posición como ente adjudicador, nuestra Carta
Fundamental establece una serie de principios propios de la organización y atribuciones
de los tribunales de justicia, pero también una serie de límites que vinculan a dichos
órganos del Estado con el respeto de diversos derechos y garantías fundamentales. Sin
embargo, dicha forma de tutela tampoco se agota allí. Ello, pues, después de la Segunda
Guerra Mundial, el Estado Constitucional de Derecho reclama de forma progresiva una
relación mucho más estrecha entre Constitución y proceso, procurando que los órganos
adjudicativos asuman un rol protagónico no solo frente a las garantías de defensa y
libertad de las personas, sino que también frente a las garantías de acción y participación
a una tutela judicial efectiva. De allí, entonces, que no sea extraño concebir el rol del
poder judicial en este ámbito desde una perspectiva de aplicación y protección concreta,
dando cabida a lo que la doctrina comparada ha denominado “status activus processualis”
(Häberle, 1993, p. 157).

Ahora bien, como lo veremos con detalle más adelante, dentro de las disposiciones que
nuestra CPR establece y que son de relevancia para el Derecho procesal, se observan: los
arts. 5º, 6º y 7º, en especial en cuanto al ejercicio de la función jurisdiccional y sus límites
normativos y iusfundamentales; los numerales 1, 2, 3, 4, 5, 14, 24 y 26 del art. 19,
referente a la igual protección de la ley en el ejercicio de los derechos, el derecho a
defensa, la legalidad en el juzgamiento, el derecho a obtener sentencias fundadas y
avaladas en procedimientos e investigaciones racionales y justas; a lo cual se agregan,
además, las normas contenidas en el capítulo VI (referente al Poder Judicial, arts. 76 a 82),
el capítulo VII (atingentes al Ministerio Público, arts. 83 a 91) y el capítulo VIII (relativo al
Tribunal Constitucional, arts. 92 a 94).
Por otro lado, cabe estacar también la vinculación de nuestra disciplina con el Derecho
civil, así como con el Derecho penal. Ello, ciertamente, pues de la interacción entre unos y
otros se dará vida a sistemas de justicia distintos, con actores y potestades diversas,
garantías dispares en cuanto a su fisonomía y fines no necesariamente coincidentes en
cuanto a su significación. Así, por ejemplo, en materia penal los intereses que están en
juego resultan ser portadores de una mayor trascendencia e impacto social —como la vida
y la integridad física de las personas—, en cambio, en materia civil los intereses
comprometidos suelen tener un carácter esencialmente privado y marcadamente
patrimonial. Quizás por ello, mientras en materia procesal civil el sistema pone su
atención de modo preferente en el conflicto intersubjetivo entre partes, interviniendo el
Estado como ente adjudicador imparcial e independiente; en materia procesal penal el
sistema pone su énfasis en el conflicto público generado por el delito, actuando el Estado
desde una triple posición: como ente persecutor (a través del Ministerio Público), como
órgano defensor (a través de la Defensoría Penal Pública) y como ente adjudicador (a
través de los órganos judiciales competentes). De allí, entonces, que la racionalidad y
óptica de funcionamiento de cada sistema se fije a través de cauces diversos, lo cual
también redunda en procedimientos y garantías distintas fijadas por la Constitución y las
leyes.

A mayor abundamiento, a diferencia de lo que sucede en el proceso penal, donde impera


el principio de legalidad de la investigación y de oficialidad en materia adjudicativa, en
materia procesal civil impera preferentemente el principio dispositivo. Sobre este último
punto, en efecto, nuestra Excma. Corte Suprema ha sostenido:

“Que, como bien menciona la recurrente, en el proceso civil predomina el principio


dispositivo, lo que importa que cuando el legislador reconoce al tribunal instancias de
análisis y examen de las pretensiones de las partes que pueden y deben en algunos casos
desarrollar de oficio, lo señala expresamente y solo en las hipótesis especialmente
previstas. Ello se aprecia, en el caso del juicio ejecutivo, del tenor de los artículos 441 y
442 del Código de Procedimiento Civil, que otorgan al juez la facultad de examinar el título
y despachar o denegar la ejecución, aun sin audiencia ni notificación del demandado una
vez interpuesta la demanda ejecutiva. Se trata, en consecuencia, de una excepción que,
como tal, ha de ser interpretada en forma estricta y no general, por lo que no es posible
aplicarla analógicamente a cualquier otra fase del procedimiento. El principio dispositivo
que se reconoce, entre otras manifestaciones, en el impulso procesal que la ley hace
recaer en las partes, está previsto con carácter de regla general en el artículo 10 del
Código Orgánico de Tribunales, de acuerdo con el cual los tribunales no pueden ejercer su
ministerio sino a petición de parte, salvo en los casos en que la ley los faculte para
proceder de oficio. También se expresa en otras disposiciones del Código de
Procedimiento Civil, que reconocen como facultad de las partes la iniciativa para abrir el
procedimiento, determinar el contenido de la litis e impulsar el proceso, activándolo a
través de las distintas fases o estadios que lo integran; aportar las pruebas que permitan
al juez pronunciar sentencia; formular impugnación en contra de esta; proseguir la
tramitación de los recursos que sean pertinentes, y promover, por último, la ejecución de
lo que se resuelva una vez que el fallo quede provisto de firmeza” (SCS, Rol Corte N°
85.075-2020, de 20 de octubre de 2021).

Con todo, y sin perjuicio de lo anterior, cabe destacar también la vinculación del Derecho
procesal con las siguientes disciplinas:

a) El Derecho de familia y el Derecho laboral: A partir de diversas modificaciones


introducidas en nuestro país, tanto el Derecho de familia como el Derecho del trabajo han
experimentado diversos cambios en materia procesal. Así, frente a los notables avances
logrados por la reforma procesal penal, desde el año 2004 en adelante surgió en Chile la
necesidad no solo de implementar una nueva forma en la tramitación de las controversias
laborales y de familia, sino que también la de incorporar una jurisdicción especializada que
vele por los derechos de los intervinientes más débiles de tales relaciones: los niños, niñas
y adolescentes tratándose del Derecho de familia y los trabajadores tratándose del
Derecho laboral. De esta forma, dando aplicabilidad directa a diversas garantías
reconocidas en tratados internacionales, se erigieron en tales ámbitos procedimientos
orales, concentrados y desformalizados, primando en ellos los principios de inmediación,
actuación de oficio y la búsqueda de soluciones colaborativas entre las partes.
En lo que respecta al Derecho de familia, la Ley Nº 19.968, de 2004, creó los Tribunales
de Familia, instaurando en nuestro país una serie de procedimientos especiales por dos
razones fundamentales: por un lado, la singular naturaleza del conflicto familiar y, por
otro lado, la intervención en dicho ámbito de niños, niñas y adolescentes. De esta forma,
si bien en la ley en cuestión no se hace mención explícita a la “protección de la parte más
débil del núcleo familiar”, no es menos cierto que diversas disposiciones plasman dicha
intención legislativa. Así, a modo de ejemplo, el interés superior del niño, niña o
adolescente y su derecho a ser oído son principios rectores que deben siempre tomarse
en consideración para la adecuada resolución del asunto. No en vano, la misma Ley en su
art. 16 manifiesta como uno de sus objetivos esenciales: “el garantizar a todos los niños,
niñas y adolescentes que se encuentren en el territorio nacional, el ejercicio y goce pleno
y efectivo de sus derechos y garantías”. De esta forma, a partir de este tipo de tutela
diferenciada, la Ley Nº 19.968 da cuenta de los siguientes procedimientos: a) El
procedimiento ordinario ante los Tribunales de Familia; b) El procedimiento para la
aplicación de medidas de protección de los derechos de los niños, niñas y adolescentes; c)
El procedimiento relativo a los actos de violencia intrafamiliar; d) El procedimiento no
contencioso; y, f) El procedimiento contravencional ante los Tribunales de Familia.

Por su parte, en lo referente al Derecho del trabajo, como consecuencia de las


propuestas desarrolladas por un grupo de estudios llamado “Foro de la Reforma Procesal
Laboral y Previsional”, el año 2003 se presentaron al Congreso Nacional tres proyectos de
ley, con un cariz procesal tanto orgánico como funcional, que condujeron a la aprobación
en nuestro país de las siguientes leyes: la Ley Nº 20.022, de 2005, que creó los Tribunales
de Cobranza Laboral y Previsional y los nuevos Tribunales del Trabajo; la Ley Nº 20.023, de
2005, que modificó la Ley Nº 17.322, sobre Normas para la Cobranza Judicial de
Cotizaciones, Aportes y Multas de las Instituciones de Seguridad Social; y la Ley Nº 20.087,
de 2006, que sustituyó íntegramente el Procedimiento Laboral Contemplado en el Libro V
del CdT. En su conjunto, las leyes ya señaladas dieron vida al nuevo proceso laboral
chileno, de forma tal de extender a todos los conflictos entre trabajadores y empleadores
los beneficios de una judicatura especializada y de un procedimiento adecuado a los
requerimientos propios de esta área del Derecho. De esta forma, buscando materializar el
carácter protector y compensador de las posiciones disímiles de la relación laboral, se
plasmaron distintos procedimientos en consideración precisamente al tipo de tutela
reclamada: a) El procedimiento ordinario de aplicación general; b) El procedimiento de
tutela laboral; c) El procedimiento monitorio; y, d) El procedimiento de reclamación de
multas y demás resoluciones administrativas.

b) El Derecho internacional: Diversas instituciones del Derecho procesal tocan los linderos
del Derecho internacional público y privado, en especial frente a la posibilidad que una ley
procesal extranjera rija en Chile, o bien que una ley procesal chilena rija en el extranjero.
Ello, por lo demás, no solo tiene importancia en relación con materias como el
cumplimiento de los fallos y la extradición, sino que también con cualquier problema que
se genere a propósito de la territorialidad de la ley procesal.

Con todo, la conexión anterior, que oscila entre las nociones de soberanía, territorio y
jurisdicción, debe ser complementada no solo con aspectos propios de una justicia
transfronteriza (art. 6 del COT), sino que también con aspectos atingentes al
establecimiento de tribunales internacionales con fuerza vinculante en nuestro país.
Piénsese, en este sentido, en la Corte Penal Internacional con sede en la Haya, la cual,
mediante reforma constitucional introducida a nuestra Carta Fundamental por la Ley Nº
20.352 de 2009, que incluyó una nueva disposición 24 transitoria a la CPR de 1980, supuso
no solo que el Estado chileno se adhiriera al Estatuto de Roma que crea la Corte Penal
Internacional, sino que también que reconozca la complementariedad de dicho tribunal
en protección y salvaguarda de derechos fundamentales básicos del individuo. Por tanto,
con independencia de los diversos tribunales que pudieran intervenir en asuntos
verificados en nuestro país, lo relevante es destacar que todos ellos responden a una
misma idea basal: esto es, el deber de respetar los derechos esenciales que emanan de la
naturaleza humana, garantizados tanto por la CPR de 1980, como por los tratados
internacionales ratificados por Chile y que se encuentren vigentes (art. 5 de la CPR).
c) El Derecho administrativo: A pesar de que durante mucho tiempo se plasmó cierta
dificultad al separar la administración y la jurisdicción, no se puede desconocer que los
últimos tres siglos su evolución ha estado marcada por la reivindicación del control judicial
sobre la administración. En efecto, el derecho a una tutela judicial efectiva permite hoy en
día afirmar que no existen ámbitos de la actividad administrativa exentos de la posibilidad
de control judicial, lo cual, en todo caso, no supone que el aparato jurisdiccional asuma
una posición excluyente respecto de la administración para ejercer sus potestades. De
hecho, los jueces requieren de la colaboración de la administración para que sus
decisiones se cumplan y, en tal caso, para que su potestad de imperio se materialice en
pos de hacer “ejecutar lo juzgado”. En otras palabras, “el imperio judicial es una parte de
la función jurisdiccional que, a diferencia de los momentos anteriores —conocer y juzgar
— requiere una colaboración de la administración” (Larroucau, 2020, pp. 50-51).

Ahora bien, con independencia de lo anterior, se debe destacar que los jueces y los
funcionarios judiciales son responsables administrativamente de las faltas o abusos que
cometieren en el ejercicio de sus funciones. Por ello, a pesar que a su respecto no operan
las normas referentes al Estatuto Administrativo, sí se han establecido en su quehacer
diversas normas y procedimientos tendientes a hacer efectiva esta clase de
responsabilidad. Destaca, en este sentido, el Acta Nº 15, de 26 de enero de 2018, la cual,
dictada por el Pleno de la Excma. Corte Suprema, enfatiza en su art. 1: “La presente
reglamentación tiene por objeto sistematizar y explicitar las normas actualmente
existentes sobre la responsabilidad disciplinaria de los integrantes del Poder Judicial, en
especial aquellas que pueden culminar en la aplicación de alguna de las sanciones
previstas en los artículos 532 y 537 del Código Orgánico de Tribunales, e implementar un
régimen disciplinario que ante las faltas a sus deberes o infracciones a las prohibiciones
que rigen a los jueces y demás funcionarios”. Por tanto, circunscrito su objetivo y ámbito
de aplicación, parece sensato concluir que es de fundamental importancia para cualquier
entidad, particularmente tratándose de aquellas que ejercen funciones públicas, contar
con procedimientos objetivos, claros y uniformes para la determinación de las
responsabilidades disciplinarias, máxime si a través de ellos se establecen normas que dan
vida a un auténtico y genuino debido proceso legal.

d) El Derecho tributario: Las relaciones del Derecho procesal con el Derecho tributario,
aun cuando según algunos son escasas, se manifiestan principalmente a través del
principio de legalidad de los tributos, el cual, además de requerir que estén disciplinados y
reglados todos los aspectos de dichas cargas públicas, exige también de procedimientos
racionales y justos que determinen la solución de controversias sobre pretensiones que
derivan de la obligación tributaria. En atención a ello, con fecha 27 de enero de 2009, se
publicó en el Diario Oficial la Ley Nº 20.322, que fortalece y perfecciona la jurisdicción
tributaria, creando Tribunales Tributarios y Aduaneros de primera instancia en diversas
comunas de nuestro país. Quizás por ello, precisamente por la importancia de lo procesal
en lo tributario, se ha sostenido la existencia de un “Derecho Procesal Tributario”, el cual
tendría por objeto el estudio de la actividad jurisdiccional en el ámbito de la relación
jurídico-tributaria, los procedimientos mediante los cuales se regla dicha actividad, así
como los diversos derechos y garantías que delimitan su ejercicio (Massone, 2013, p. 3).

5. Fuentes del Derecho procesal

Sabido es que el sistema jurídico está constituido por diversas reglas y principios que
cumplen variadas funciones: algunas imponen ciertas obligaciones, otras prescriben la
aplicación de sanciones; también las hay que otorgan competencia para aplicar sanciones;
y, además, hay normas que facultan para dictar otras normas. Pero, a pesar que dicha
enunciación solo da cuenta parcial de las clases más importante de normas, lo relevante
es destacar que las normas (o reglas, en un sentido estricto) no solo se pueden clasificar
por su estructura o contenido, sino también por su fundamento u origen. De allí que en
este último caso sea común hablar de “fuentes del Derecho” para expresar —en términos
generales— las distintas formas de creación de normas jurídicas (Ross, 2007, pp. 355 y
ss.).
Ahora bien, a pesar de que la expresión “fuente del Derecho” es una noción figurada,
superlativamente ambigua y dotada de una pluralidad de significados, para el Derecho
procesal el estudio de sus fuentes no es una cuestión que resulte ajena a su rol
instrumental y iusfundamental. De hecho, en nuestra disciplina las fuentes representan no
solo el modo de creación de la norma jurídico-procesal, sino que también la forma como
se puede identificar el fundamento de validez de las mismas en su aplicación. De allí,
entonces, que cada norma jurídico-procesal sea “fuente” del precepto cuya creación
regula y, al mismo tiempo, sustente la aplicación de la misma al caso particular de que se
trate. Así, por ejemplo, una resolución judicial es un acto jurídico-procesal por el cual una
norma general, una ley, es aplicada al caso concreto; pero, al mismo tiempo, dicha
resolución judicial es también fuente de una norma individual que impone derechos y
obligaciones a las partes en conflicto. Se trata, por ende, de diferenciar los discursos de
creación y de aplicación de la norma jurídico-procesal y, de paso, identificar las fuentes de
nuestra disciplina a partir del correlato existente entre lo genérico —la creación— y lo
específico —la aplicación— (Günther, 1995, pp. 271-302). Pues bien, simplificando un
poco las cosas, cabe señalar dos modalidades tradicionales a través de las cuales se
estudian y clasifican las fuentes del Derecho procesal: las fuentes directas y las fuentes
indirectas.

Las fuentes directas o inmediatas, que podríamos homologar a lo que comúnmente se


conoce como fuentes formales, son aquellas que contienen el mandato general, abstracto
y coactivo a través de las cuales se exteriorizan las normas jurídico-procesales. En tal
sentido, se suele identificar como única fuente directa o inmediata de nuestra disciplina a
la ley procesal, comprendiendo dentro de ella a la Constitución Política, la ley procesal
propiamente tal, los tratados internacionales y los autos acordados.

Las fuentes indirectas o mediatas, que se identificarían con lo que comúnmente se llama
fuentes materiales, son aquellos actos o hechos con relevancia jurídica que constituyen
fuente solo y en la medida que contribuyen a delimitar el contenido, la evolución, la
interpretación y la aplicación de las normas jurídico-procesales. Fuentes indirectas, es este
sentido, serían la doctrina y la jurisprudencia, a lo cual se agregarían, según algunos, la
costumbre procesal y la legislación extranjera.

5.1. Las fuentes directas o inmediatas

5.1.1. La Constitución Política de la República

Según lo adelantamos, dentro de la noción genérica de ley procesal, se suele identificar a


la CPR como fuente principal y directa del Derecho procesal. Esto, lógicamente, no solo
porque la Constitución confluye a la instauración de órganos y procedimientos a través de
los cuales actúa nuestra disciplina, sino que también por los diversos derechos y garantías
que aquella asegura. En efecto, nadie puede dudar que nuestra Constitución configura el
Estado como democrático en el sentido político de la expresión, de lo cual resulta que el
Estado está al servicio de la persona humana y su finalidad es promover el bien común,
para lo cual debe contribuir a crear las condiciones sociales que permitan a todos y a cada
uno de los integrantes de la comunidad nacional su mayor realización espiritual y material
posible, con pleno respeto a los derechos y garantías que esta Constitución establece (art.
4º inc. 1º de la CPR). Por esta razón, a juicio del Tribunal Constitucional, “dicho precepto
consagra una finalidad del Estado, que se deriva de una concepción instrumental del
mismo, pues de ella se deduce una tarea estatal permanente y de actualización
progresiva. Su justificación es exógena y se identifica en finalidades que estén al servicio
de la persona humana y del bien común, en tanto el destinatario esencial de la actividad
estatal es la persona humana, por lo que se le impone una dirección al Estado para
privilegiar la promoción de los múltiples fines humanos que se despliegan en la sociedad”
(STC, Rol 2693-2014, de 13 de octubre de 2015, cons. 17º).

A partir de lo anterior, en armonía con el reconocimiento de que las personas nacen libres
e iguales en dignidad y derechos, fluye que tras el asentamiento del Estado Constitucional,
así como el desarrollo y expansión de los derechos fundamentales, las exigencias
regulativas del Derecho procesal en nuestro país son mucho más exigentes de las que
existían en la época liberal. De hecho, la dimensión institucional del Derecho impone
actualmente no solo un conjunto de “reglas” sobre las cuales se sustenta el imperio de la
ley, la separación de poderes y la proscripción de la arbitrariedad, sino también, y sobre
todo, un conjunto de “principios jurídicos” que sirven de punto de arranque para toda
labor interpretativa y argumentativa efectuada en nuestra disciplina. De allí que, desde
una perspectiva contemporánea, la subordinación de la ley sea reemplazada por la
subordinación a la juridicidad, lo cual obliga a enfrentar al Derecho procesal en general, su
concepto, instituciones y contenidos, en consideración a un prisma constitucional abierto
y omnicomprensivo de una serie de derechos y garantías fundamentales. Se trata, por
consiguiente, de una arquitectura institucional muy precisa y determinada que, en el ir y
venir de la adaptabilidad y la contingencia, reclama de forma progresiva el reconocimiento
de un núcleo básico que asegure una tutela jurisdiccional efectiva, en la igual protección
en el ejercicio de los derechos, proscribiendo la autotutela y garantizando un
procedimiento racional y justo.

Tales derechos y garantías, que gozan en nuestro país de reconocimiento constitucional,


se manifiestan principalmente del art. 19 Nº 3 de la CPR, el cual reza:

“La Constitución asegura a todas las personas:

3º. La igual protección de la ley en el ejercicio de sus derechos.

Toda persona tiene derecho a defensa jurídica en la forma que la ley señale y ninguna
autoridad o individuo podrá impedir, restringir o perturbar la debida intervención del
letrado si hubiere sido requerida. Tratándose de los integrantes de las Fuerzas Armadas y
de Orden y Seguridad Pública, este derecho se regirá, en lo concerniente a lo
administrativo y disciplinario, por las normas pertinentes de sus respectivos estatutos.

La ley arbitrará los medios para otorgar asesoramiento y defensa jurídica a quienes no
puedan procurárselos por sí mismos. La ley señalará los casos y establecerá la forma en
que las personas naturales víctimas de delitos dispondrán de asesoría y defensa jurídica
gratuitas, a efecto de ejercer la acción penal reconocida por esta Constitución y las leyes.
Toda persona imputada de delito tiene derecho irrenunciable a ser asistida por un
abogado defensor proporcionado por el Estado si no nombrare uno en la oportunidad
establecida por la ley.

Nadie podrá ser juzgado por comisiones especiales, sino por el tribunal que señalare la ley
y que se hallare establecido por ésta con anterioridad a la perpetración del hecho.

Toda sentencia de un órgano que ejerza jurisdicción debe fundarse en un proceso previo
legalmente tramitado. Corresponderá al legislador establecer siempre las garantías de un
procedimiento y una investigación racionales y justos.

La ley no podrá presumir de derecho la responsabilidad penal.

Ningún delito se castigará con otra pena que la que señale una ley promulgada con
anterioridad a su perpetración, a menos que una nueva ley favorezca al afectado.

Ninguna ley podrá establecer penas sin que la conducta que se sanciona esté
expresamente descrita en ella”.

Ahora bien, más allá de la técnica y configuración precisada por nuestro constituyente al
delimitar tales derechos y garantías, resulta ampliamente aceptado que el anterior
artículo, en armonía con el art. 8º de la CADH, en relación con el art. 14 del PIDCP, se
manifiesta en pos de reconocer un debido proceso legal en nuestro país. Así, a pesar que
lo analizaremos con detalle más adelante, conviene adelantar que nuestra CPR plasma
dicha garantía en un sentido formal y otro material: desde el plano formal, exige que toda
decisión de un órgano jurisdiccional sea el resultado de un proceso previo, ante tribunal
competente, realizado conforme a un procedimiento que asegure posibilidades básicas de
defensa, orgánica y funcionalmente, tanto para conocer y resolver cuestiones civiles como
penales; desde el plano material, en cambio, se demanda que toda decisión jurisdiccional
sea racional y justa en sí, vale decir, proporcional, adecuada, fundada y motivada tanto en
los hechos cuanto en el Derecho. Quizás por ello, dado su efecto de irradiación a cualquier
sistema de justicia, diversos países han reconocido expresamente tales dimensiones a
nivel constitucional. En Italia, por ejemplo, el art. 111, pf. 1 y 2 de la Constitución de 1947
señala: “La jurisdicción se administrará mediante un justo proceso regulado por la ley.
Todo juicio se desarrollará en un proceso contradictorio entre las partes, en condiciones
de igualdad, ante un juez independiente e imparcial. La ley garantizará que su duración
sea razonable”. En Brasil, por su parte, el art. 5, LIV, de la Constitución Federal de 1988
manifiesta: “Ninguna persona será privada de la libertad o de sus bienes sin el debido
proceso legal”. Y, por fin, en Colombia, el art. 29 de la Constitución de 2007 es enfático en
sostener: “El debido proceso se aplicará a toda clase de actuaciones judiciales y
administrativas”.

De allí, entonces, refiriéndose a la transversalidad del debido proceso y su fuerza


progresiva, la Excma. Corte Suprema haya sostenido:

“El derecho al debido proceso constituye un conjunto de garantías que la Constitución, los
tratados internacionales ratificados por Chile y las leyes entregan a las partes de la
relación procesal, por medio de las cuales se procura que todos puedan hacer valer sus
pretensiones en los tribunales, que sean escuchados, que puedan reclamar cuando no
están conformes, que se respeten los procedimientos fijados en la ley, que se dicten
veredictos motivados o fundados, etc. Por otro lado, la necesidad de resguardar la
igualdad de las partes se traduce en el hecho que cualquiera que recurra a la justicia ha de
ser atendido por los tribunales con arreglo a unas mismas leyes y con sujeción a un
procedimiento común, igual y fijo, infringiéndose este derecho cuando una de las partes
queda situada en una posición de desigualdad o impedida del ejercicio efectivo de sus
prerrogativas, pues precisamente es el juzgador quien debe velar por que se establezca un
real equilibrio, sin ningún tipo de discriminaciones entre el imputado y la parte acusadora
durante las fases de desarrollo del juicio oral” (SCS, Rol Corte N° 5922-2012, de 12 de
diciembre de 2012).

De este modo, al alero de lo antes señalado, podríamos agrupar en forma sucinta las
garantías mínimas que se suelen incluir dentro del debido proceso, a partir de aquello que
se quiere asegurar, esto es: (a) las condiciones del órgano adjudicador; (b) las condiciones
del procedimiento, y (c) las prerrogativas del sujeto que se ve expuesto al proceso.
a) La primera clase de garantías asociadas a un debido proceso guarda relación con el tipo
de órgano adjudicador que debe conocer y resolver el asunto, es decir, con los
presupuestos mínimos que se deben observar por la ley al tiempo de establecer el tribunal
ante el cual se verificará el proceso. En este nivel, siguiendo el art. 8 de la CADH de 1969,
incluimos la necesidad de que el órgano adjudicador sea un organismo competente,
independiente, imparcial y establecido con anterioridad al acaecimiento de los hechos.

b) La segunda clase de garantías asociadas a un debido proceso guarda relación con las
que rigen las condiciones del procedimiento propiamente tal. En esta categoría, al alero
del art. 8.2 del PIDCP, cabe mencionar la garantía de un juicio único, la publicidad de los
actos jurisdiccionales, la igualdad de “armas” ejercida de conformidad con la ley, la
bilateralidad de la audiencia y el emplazamiento, la prescindencia de dilaciones indebidas
y la transparencia, progresión y eficacia en sus diversas etapas.

c) Por último, existe un grupo de garantías que tienden a dotar al individuo de


prerrogativas, como el derecho a la defensa, el derecho a rendir prueba, el derecho al
contradictorio y el derecho a contar con una sentencia motivada y el derecho a recurrir de
la sentencia dictada. Así, desde esta perspectiva, nuestro TC ha señalado: “El legislador
está obligado a permitir que toda parte o persona interesada en un proceso cuente con
medios apropiados de defensa que le permitan oportuna y eficazmente presentar sus
pretensiones, discutir las de la otra parte, presentar pruebas e impugnar las que otros
presenten, de modo que, si aquéllas tienen fundamento, permitan el reconocimiento de
sus derechos, el restablecimiento de los mismos o la satisfacción que, según el caso,
proceda; excluyéndose, en cambio, todo procedimiento que no permita a una persona
hacer valer sus alegaciones o defensas o las restrinja de tal forma que la coloque en una
situación de indefensión o inferioridad” (STC, Rol 7972-2019, de 7 de mayo de 2020, cons.
56º).

5.1.2. Los tratados internacionales

Según se habrá podido advertir, todas las anteriores aseveraciones descansan en la


asunción de que la tutela judicial efectiva y su rol garantístico no solo abarca el contexto
nacional, sino que también —y por sobre todo— el contexto internacional. Ello, en buena
medida, por aspectos vinculados a la apertura del sistema gracias a una visión que
responda a los retos de la globalización (Twining, 2003, p. 19), pero también por la
necesidad de reforzar la protección de los derechos fundamentales en función de su
efectiva aplicabilidad. En efecto, sabido es que luego de la Segunda Guerra Mundial, se
expidieron textos constitucionales con amplios mandatos sustantivos para el Estado,
reconociéndose una gran cantidad y diversidad de derechos fundamentales para las
personas. Sin embargo, bien pronto se observó que una auténtica democracia en su
sentido material, no solo debe estar destinada a dar prioridad a tales derechos desde una
perspectiva interna, sino que también tiene que aceptar una apertura del sistema en
orden a dar viabilidad, amparo y progresión a la efectiva puesta en práctica de dichos
derechos. De ahí que se haya comprendido que las garantías procesales y, en particular,
las referidas al debido proceso, requieren de una protección extra que las complemente
desde el Derecho internacional, de forma tal de evitar que su eficacia se torne
materialmente ilusoria y simplemente teórica.

Ahora bien, desde esta óptica, que precisamente da cabida a la integración y


complementariedad en la tutela los derechos y garantías fundamentales, nuestra CPR
señala expresamente en su art. 5º inc. 2º:

“El ejercicio de la soberanía reconoce como limitación el respeto a los derechos esenciales
que emanan de la naturaleza humana. Es deber de los órganos del Estado respetar y
promover tales derechos, garantizados por esta Constitución, así como por los tratados
internacionales ratificados por Chile y que se encuentren vigentes”.

De este modo, no cabe duda alguna que los tratados internacionales en nuestro país son
una fuente importantísima para el Derecho procesal, desde que especifican no solo el rol
que los tribunales de justicia deben desempeñar en el Estado democrático de Derecho,
sino que también brindan una tutela reforzada a garantías orgánicas y funcionales que
rodean el debido proceso legal. En este sentido, destacan principalmente por su rol
garantístico en nuestra disciplina: la DUDH de 1948 (arts. 7, 8, 10 y 11), el PIDCP (arts. 2 Nº
3 y 14 Nº 1) y la CADH (arts. 8.1 y 25.1), a lo cual se agregan una serie de convenciones
internacionales con un campo de aplicabilidad diversa y complementaria de lo procesal.
En ese sentido, son dables de destacar: la Convención contra la Tortura y otros Tratos o
Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes; la Convención Interamericana para Prevenir y
Sancionar la Tortura; la Convención Internacional sobre la Eliminación de todas las Formas
de Discriminación Racial; la Convención Interamericana para la Eliminación de Todas las
Formas de Discriminación contra las Personas con Discapacidad; la Convención de
Derechos del Niño; el Convenio Nº 169 de la OIT sobre Pueblos Indígenas y Tribales; y, la
Convención Internacional sobre la Protección de los Derechos de Todos los Trabajadores
Migratorios y de sus Familiares.

Con todo, a nivel interamericano, destaca como tribunal internacional la Corte


Interamericana de Derechos Humanos (CorteIDH). Dicho órgano jurisdiccional, con sede
en San José de Costa Rica, fue creado por la CADH el 18 de julio de 1978, con la finalidad
de determinar si un Estado ha incurrido en responsabilidad internacional por la violación
de alguno de los derechos consagrados en la Convención Americana o en otros tratados
de derechos humanos aplicables al Sistema Interamericano. Asimismo, a través de esta
vía, la Corte realiza la supervisión de cumplimiento de sentencias, responde consultas que
formulan los Estados miembros de la OEA sobre dudas interpretativas o de compatibilidad
de sus normas internas con la Convención y, finalmente, en casos de extrema gravedad y
urgencia, la Corte también puede dictar medidas cautelares con el fin de evitar daños
irreparables a las personas y sus derechos básicos.

En este sentido, resaltando la tarea de complementariedad nacional e internacional en


materia del resguardo y tutela al debido proceso, la CorteIDH ha precisado de forma
categórica:

“Los jueces y órganos vinculados a la administración de justicia en todos los niveles están
en la obligación de ejercer ex officio un ‘control de convencionalidad’ entre las normas
internas y la Convención Americana, en el marco de sus respectivas competencias y de las
regulaciones procesales correspondientes. En esta tarea, los jueces y órganos vinculados a
la administración de justicia deben tener en cuenta no solamente el tratado, sino también
la interpretación que del mismo ha hecho la Corte Interamericana, intérprete última de la
Convención Americana” (CorteIDH, caso Atala Riffo y niñas vs. Chile, de 2012, pf. 282).

En suma, la consecuencia inmediata de todo lo dicho anteriormente redunda en que el


Derecho procesal y sus fuentes deben ser entendidas desde el prisma iusfundamental,
más aun considerando la función que le corresponde a los jueces nacionales en el actual
sistema democrático y de Derecho que nos rige. Por tanto, de la mano de la función
conservadora de que están investidos los tribunales superiores de justicia, constituye una
obligación de estos observar e interpretar armónicamente los derechos fundamentales
previstos en nuestra “Carta Política, en los tratados internacionales, en el derecho
internacional consuetudinario y ius cogens, dándole aplicación directa a sus disposiciones,
como profundizar su contenido mediante una interpretación que atiende a los motivos,
objeto y fin de las disposiciones y principios que las inspiran, de manera sistemática
conforme a las circunstancias de contexto y específicas del caso” (SCS Rol 9031-2013, de 9
de noviembre de 2013).

5.1.3. La ley procesal

Constituye un principio general y básico del Derecho procesal chileno la legalidad


entendida en su sentido orgánico y funcional, vale decir, que solo la ley puede establecer
tribunales y fijar los diversos procedimientos existentes. Esto, naturalmente, no solo como
un resabio formal del imperio de la ley propio del Estado liberal de Derecho, sino que
también como una genuina garantía de regulación prevista para el desarrollo y aplicación
de los derechos y garantías iusfundamentales. De allí, entonces, la doble manifestación de
la ley como fuente directa e inmediata de nuestra disciplina: por un lado, como premisa
de un modelo no autoritario de justicia y, por otro, como base para la democratización del
proceso. De este modo, solo toca al legislador, y exclusivamente a él, disponer de normas
orgánicas y funcionales que fijen y delimiten de forma concreta la acción de la justicia.

Ahora bien, a pesar que se verá con mayor detalle en el próximo capítulo, conviene
adelantar que la ley procesal como fuente directa debe ser entendida en un sentido
amplio, esto es: aquella que regula la esencia de los sistemas de justicia, sus diversos
procedimientos y formas alternativas de solución de controversias, sus fases y estructuras,
sus intervinientes y funciones, sus potestades, derechos, cargas, expectativas y
resoluciones, eventuales formas de impugnación y, ciertamente, en términos globales la
organización y atribuciones de los órganos jurisdiccionales y sus auxiliares (En un sentido
similar, Figueroa y Morgado, 2013a, pp. 15-16). De allí, entonces, que la ley procesal
pueda ostentar un carácter orgánico o funcional, dependiendo de si regula al sistema
judicial y sus procedimientos, o bien a la organización y atribuciones de los tribunales de
justicia. Se aplica en este punto, por ende, la misma tipología que se vio a propósito de la
clasificación de Derecho procesal.

5.1.4. Los autos acordados

Los AA constituyen normas de carácter general y abstracto, emanadas de las facultades


económicas de los tribunales superiores de justicia, con la finalidad de regular materias
que no se encuentran suficientemente determinadas por la ley, o bien cuya
reglamentación es necesaria para una pronta y cumplida administración de justicia.

Así las cosas, si bien las materias que pueden regular los AA excluyen aquellas que
constitucionalmente son reservadas a la ley (art. 63 de la CPR), no es menos cierto que el
contenido de aquellos no se agota solo en aspectos de detalle o complemento en la
ejecución de la ley, sino que abarca también disposiciones de carácter general y abstracto
vinculadas a la correcta administración judicial. De allí, por ende, que el fundamento de
los AA se sustente principalmente en las facultades económicas de los tribunales
superiores de justicia, propendiendo a un mejor y eficiente servicio judicial, en el
cumplimiento precisamente de los cometidos que la Constitución y la ley les han asignado.

Ahora bien, el ámbito de aplicación de los AA es diferente según cual sea el tribunal del
que provienen. Así, los AA que dictan las Cortes de Apelaciones rigen en el territorio
donde ejercen su competencia, mientras que los que emanan de la Corte Suprema operan
a nivel nacional. Bajo este marco, cabe mencionar que tras la reforma constitucional de la
Ley Nº 20.050, del año 2005, se confirió al Tribunal Constitucional la facultad de resolver
las cuestiones de constitucionalidad de los AA dictados por la Corte Suprema, las Cortes
de Apelaciones y el Tribunal Calificador de Elecciones, lo cual indudablemente vino a
ratificar esta potestad normativa asignada a los tribunales superiores de justicia.

Sin embargo, huelga destacar que —a juicio de algunos autores— no todos los AA pueden
insertarse en nuestro ordenamiento jurídico como fuente formal, puesto que, a partir del
principio de competencia señalado en el art. 7º de la CPR, los tribunales superiores de
justicia no podrían ejercer dicha potestad si no se prevén contenidos normativos precisos
y determinados por la CPR (Zúñiga, 2011, p. 414; Salas, 2011, p. 422). Esto significa, en
otras palabras, que las facultades económicas de los tribunales superiores de justicia, que
serían la única fuente legitimante de los AA, no habilitarían para que dichos tribunales
puedan dictar AA en materias que la Constitución ha entregado directamente al legislador.
Así, por ejemplo, el Acta Nº 94, de 17 de julio de 2015, que fija el texto refundido del AA
sobre Tramitación y Fallo del Recurso de Protección de las Garantías Constitucionales, el
cual reemplaza —nuevamente— el AA original de 29 de marzo de 1977, haría tabula rasa
del citado principio, toda vez que, además de regular materias relativas a la tutela de
derechos y garantías constitucionales, daría cabida a una competencia reglamentaria sub
lege que resultaría formalmente inconstitucional (por contravenir, entre otros, el art. 63
Nº3 CPR).

Con todo, a nuestro juicio, tal indicación debe ser matizada con dos aspectos: el primero,
si la Carta Fundamental ha reconocido a los tribunales superiores de justicia y, en especial,
a la Corte Suprema, la potestad de dictar AA, es para propender precisamente al ejercicio
de sus funciones jurisdiccionales, lo cual, además de vincularse con el art. 76 de la CPR, da
operatividad al principio de independencia en su faz funcional (ver cap. IV, tit. III, apdo.
3.1); el segundo, porque si la CPR obliga a toda persona, institución o grupo y,
naturalmente, a todos los órganos del Estado, a dar respeto, protección y promoción de
los derechos fundamentales, no se ve cómo y por qué los tribunales superiores de justicia
no puedan precisamente subsanar una omisión legislativa, a fin de restablecer el imperio
del Derecho y asegurar la debida protección del afectado en caso de una vulneración ius-
fundamental. Por tanto, si somos congruentes con lo ya indicado, la fuente de los AA no
solo se encontraría en las facultades económicas de los tribunales superiores de justicia,
sino también —y de modo preferente— en sus facultades conservadoras, las cuales exigen
de estos un rol activo en la defensa, tutela y promoción de los derechos y garantías
fundamentales.

5.2. Las fuentes indirectas o mediatas

5.2.1. La jurisprudencia de los tribunales de justicia

Según explica Couture, la voz jurisprudencia deriva de la expresión latina iurisprudentia,


compuesto del genitivo ius, iuris (Derecho) y del sustantivo femenino prudentia (sabiduría,
conocimiento) (Couture, 1960, p. 372). Sin embargo, como bien explica el citado jurista
uruguayo, esta última palabra, que es una deformación de providens, participio presente
de provideo (prever), refleja el canon que debería atribuírsele a la jurisprudencia: esto es,
la previsión y conocimiento de lo que ya ha sido resuelto en materia de Derecho. De allí,
por ende, que se acostumbre a identificar a la jurisprudencia como “el conjunto de
decisiones de los tribunales sobre una materia determinada, emitidas con ocasión de los
juicios sometidos a su resolución, los cuales, aún no teniendo fuerza obligatoria, se
imponen por el valor persuasivo de sus razones y la autoridad del órgano del que
emanen” (Couture, 1960, p. 372).

En efecto, según lo hemos adelantado, el Derecho procesal no es un fenómeno que se


agote en la simple norma legal ni mucho menos en un sistema estático y cerrado; muy por
el contrario, en él convergen un sinnúmero de enunciados normativos, fácticos y
valorativos que, por su carácter dinámico y heterogéneo, requieren siempre de criterios
que aseguren su uniformidad y previsibilidad en los casos para cuya regulación se
manifiesten. De hecho, las decisiones judiciales no solo constituyen uno de los núcleos
normativos más importantes en algunos sistemas jurídicos (como en el common law), sino
que, hasta en los sistemas de tipo europeo continental, como el nuestro, ostentan un
protagonismo interpretativo y argumentativo cada vez más indiscutible. No en vano,
frente a la necesidad de considerar la relevancia de la jurisprudencia, diversas leyes
dictadas en el último tiempo en nuestro país han reconocido su valor en el contexto de la
igualdad ante la ley y la certeza jurídica. Piénsese, en este sentido, en el recurso de
unificación de jurisprudencia en materia laboral, o en el recurso de nulidad deducido ante
la CS por la causal prevista en el art. 373 letra b) del CPP, o bien en el conocimiento en
pleno que hace la CS del recurso de casación en el fondo por aplicación del art. 780 del
CPC. En todos estos casos, aun cuando gran parte de los autores siga considerando a la
jurisprudencia como fuente indirecta del Derecho procesal, la realidad es tozuda y
muestra un escenario diametralmente opuesto: esto es, que frente a la necesidad de dar
previsibilidad y homogeneidad a las diversas interpretaciones sostenidas por los tribunales
superiores de justicia, la jurisprudencia cada vez se posiciona con mayor ahínco normativo
como fuente positiva de nuestro sistema jurídico-procesal.

Con todo, llegados a este punto no debemos confundir lo que es, por una parte, la
jurisprudencia, de lo que es por otra, el precedente. Ello, pues, si bien ambas figuras se
encuentran emparentadas por emanar de una misma fuente generativa, no son iguales, ya
que presentan una serie de diferencias tanto en lo cuantitativo como en lo cualitativo.

En lo cuantitativo, cuando se habla del precedente se hace generalmente referencia a una


decisión relativa a un juicio particular, ya que la decisión que se asume como precedente
es una sola, mientras que cuando se habla de la jurisprudencia se hace referencia a una
pluralidad a menudo bastante amplia de decisiones relativas a varios y diversos juicios
concretos. De este modo, una cosa es la decisión que verdaderamente “hace precedente”
(también denominada, case law) y otra la comprensión de múltiples decisiones
manifestadas en un mismo sentido interpretativo como jurisprudencia.

En lo cualitativo, en cambio, el precedente involucra cualquier decisión de carácter


jurisdiccional que expresa al menos una regla a la que se le dota de vinculatoriedad para
casos diferentes a aquel en cuyo contexto fue dictada (Núñez, 2018, p. 57). Se trata, por
tanto, de una propiedad de obligatoriedad de ciertas decisiones jurisdiccionales que
puede ser aplicada como norma de decisión en un caso sucesivo, en función de la
identidad o, como sucede regularmente, de analogía entre un caso y otro. Dicho de otro
modo, estaremos en presencia de un precedente siempre que su ratio decidendi pueda
ser aplicada como regla en la resolución de otros casos sucesivos posteriores
(MacCormick, 2018, pp. 268-269). De esta forma, cuando los jueces tienen la obligación de
decidir los casos similares conforme a un precedente, se dota al razonamiento judicial de
un criterio de autoridad normativo suplementario, lo que tiende a favorecer no solo la
uniformidad aplicativa del Derecho, sino que también a reducir los costos personales y
temporales en el pronunciamiento de la decisión de que se trata.

El empleo de la jurisprudencia, por el contrario, ostenta en este ámbito características


bastante diversas. Ello, pues, a lo menos en el sistema del civil law, la jurisprudencia
arranca de una lógica de particularidad y no de universalidad, principalmente por el efecto
relativo de las sentencias inter partes. De esta forma, dado que en sistemas como el
nuestro las sentencias solo tienen fuerza obligatoria respecto de las causas que
actualmente se pronunciaren (art. 3 del CC), la labor interpretativa sostenida
reiterativamente por los más altos tribunales de un Estado no es vinculante y, por ende, la
jurisprudencia solo cumple una función orientadora y descriptiva de ciertos parámetros de
decisión. Así, p. ej., tratándose del recurso de unificación de jurisprudencia laboral, los
jueces laborales no están obligados a seguir los lineamientos fijados por la CS en dicha
materia, no solo por aplicación del principio de independencia y autonomía de los jueces,
sino que también por el efecto relativo de las sentencias plasmado en este ámbito en el
art. 483-C del CdT: “El fallo que se pronuncie sobre el recurso sólo tendrá efecto respecto
de la causa respectiva, y en ningún caso afectará a las situaciones jurídicas fijadas en las
sentencias que le sirven de antecedente”.

Con todo, y al margen de las anteriores apreciaciones, no cabe duda que tanto la
jurisprudencia como el precedente poseen una importancia práctica cada vez más decisiva
y preponderante en nuestro país: los jueces emplean a menudo sentencias pretéritas de
sus superiores jerárquicos para justificar sus decisiones, los abogados recurren a ellas
como argumentos de autoridad y persuasión, las revistas de Derecho dedican secciones
completas destinadas al comentario de jurisprudencia y, por si fuera poco, distintas
instituciones públicas y privadas pagan hoy costosas bases de datos para mantenerse al
día en lo que a jurisprudencia se refiere. Ello nos habla, independientemente del
calificativo, de que los fallos de los tribunales superiores de justicia no solo desempeñan
un rol formal vinculado a una correcta nomofilaxis interpretativa del Derecho, sino que
también un rol insustituible como fuente de argumentos en la justificación de las premisas
en las cuales se sustenta una decisión (Beltrán, 2012, p. 603).

5.2.2. La dogmática jurídica

A pesar de que la cambiante historia de la dogmática procesal refleja un sinnúmero de


contrastes metodológicos, no se puede desconocer su rol en la configuración de una serie
de axiomas cuya validez hoy nadie discutiría. En efecto, independientemente de su
evolución y de sus conocidas discrepancias, resulta innegable que la dogmática procesal
aporta, por un lado, sistematización y ordenación de los aspectos que circundan la
jurisdicción, la acción y el proceso y, por otro lado, suministra criterios que aseguran un
común denominador acerca de las condiciones que se exigen para garantizar un debido
proceso legal. Piénsese, en este sentido, en las consideraciones dogmáticas de carácter
estructural que se encuentran, implícita o explícitamente, detrás de cada procedimiento:
el derecho al juez natural, el derecho a defensa, el derecho al contradictorio, el derecho al
recurso, así como un sinfín de otras garantías reconocidas tanto a nivel nacional como
internacional. Todas ellas, analizadas con el auxilio de un cariz pragmático y aplicativo,
hacen que la dogmática procesal proponga categorías y distinciones orientadas
precisamente a la racionalización de sus muchos y vastos problemas.

De esta forma, dada la amplitud y ambigüedad de gran parte de las normas jurídico-
procesales, la dogmática jurídica ha de proponer su perfeccionamiento y mejor
argumentación de acuerdo a sus especiales características. Ello ha de significar, en otros
términos, que no basta con un estudio eminentemente formal y cerrado de los institutos
jurídico-procesales, sino que más bien se requiere una dimensión crítica, abierta y
contingente que posicione a la dogmática procesal en dos direcciones bien definidas: por
un lado, sometiendo sus conceptos y categorías básicas a una revisión y evaluación
constante para perfeccionar su correspondencia con el ideal de legitimidad
iusfundamental que la inspira; y, por el otro, confrontando el Derecho procesal vigente
con el análisis estructural, lógico y argumentativo de sus postulados aplicados al caso
particular. De esta forma, por tanto, partiendo de un análisis detallado de sus premisas
garantísticas asociadas a la jurisdicción, la acción y el proceso, así como de sus conexiones
lógico-estructurales y axiológicas, toda tarea dogmática requiere de su inserción dentro de
un sistema que haga plausible y contrastables sus resultados, para culminar, en suma, con
su aplicación y fundamentación al caso específico de que se trate.

Ahora bien, sin perjuicio de lo antes dicho, no debe pensarse que el estudio del Derecho
procesal tenga una larga data como disciplina científica. De hecho, a pesar que en todas
las épocas y culturas se han creado y explicitado institutos procesales, se han instaurado
diversos procedimientos y se han replicado múltiples usos y prácticas forenses, no es
posible hablar en su tratamiento de un auténtico y genuino estudio científico del Derecho
procesal. Sin ir más lejos, incluso después de la Revolución Francesa, la cual reconoció
postulados liberales como la separación de los poderes, la legalidad del juzgamiento y la
obligación de fundar las sentencias, la idea de una disciplina procesal científica y
autónoma estaba aún lejos de consolidarse (Alsina, 1956, p. 48). No en vano, superado el
“Ancien Régime”, gran parte de los juristas continuó viendo al Derecho procesal como
dependiente del Derecho material, de modo que incluso en pleno apogeo del liberalismo
aquél aún era considerado como una disciplina auxiliar y residual.

Sin embargo, dicha cadena se cortó la segunda mitad del s. XIX de la mano del
procesalismo científico alemán, después el italiano y bastante más tarde el
hispanoamericano. En efecto, tras la polémica entre Windscheid y Muther sobre la
naturaleza de la acción procesal (1856-1857), se fue consolidando no solo la disociación
entre el derecho material y la acción procesal, sino también la autonomía del Derecho
procesal. De allí que, superando el análisis meramente descriptivo y exegético de la ley,
surgen en Alemania autores como Bülow, Wach, Kisch y Stein; a lo que se añaden, en
Italia, Mortara, Chiovenda, Carnelutti y Calamandrei. Todos ellos, de la mano del método
histórico-sistemático, dan un impulso científico estable a la ciencia jurídico-procesal
moderna en aras precisamente de buscar la sincronía entre dogmática, práctica e historia
de las instituciones procesales. Desde ese momento, por ende, el Derecho procesal, con
independencia de su examen como procedimiento, se considera como disciplina
autónoma caracterizada por la revisión de sus conceptos fundamentales, por la búsqueda
de sus grandes líneas directrices y el análisis de los institutos en su esencia (Chiovenda,
1949, p. 375).

Sin extendernos en consideraciones respecto de los puntos de vista sustentados por los
autores que acabamos de mencionar, su influjo científico en Iberoamérica resultó una
cuestión gravitante. Así, con la excepción hecha de Francisco Beceña, considerado por
algunos como el primer procesalista científico de habla castellana (Montero, 2000, p. 21),
resaltan como precursores de nuestra disciplina la primera mitad del siglo pasado: en
España, Leonardo Prieto Castro, Jaime Guasp, Niceto Alcalá-Zamora y Víctor Fairén
Guillén; en Argentina, Hugo Alsina, Santiago Sentis Melendo, Lino Palacio y Ramiro
Podetti; y, en el resto de América, destacan en Uruguay Eduardo J. Couture, en Brasil José
Carlos Barbosa Moreira y en Colombia Hernando Devis Echandía.

En nuestro país, por su parte, el tratamiento científico del Derecho procesal destaca con
las enseñanzas de los profesores Manuel Urrutia Salas, Fernando Alessandri Rodríguez,
Francisco Hoyos Henrechson y Hugo Pereira Anabalón, siendo continuadores de su influjo
los profesores Mario Mosquera Ruiz y Juan Colombo Campbell. Mención especial, en este
sentido, merecen también los profesores Carlos Anabalón Sanderson, Julio Salas Vivaldi y
Mario Casarino Viterbo, quienes, con un exhaustiva y vasta obra, aspiraron a ofrecer un
marco general superador de la mera exégesis procedimental predominante en el Chile de
la primera mitad del s. XX. De esta forma, con independencia de la superación de los
métodos asociados al tratamiento “atomizado” e “interno” de nuestra disciplina, no es
posible desconocer la importancia de los aportes de dichos autores. En particular, el
desarrollo de una exposición sistemática de los conceptos, instituciones y principios
erigidos en pos de la construcción racional de la acción, la jurisdicción y el proceso.

5.2.3. La costumbre jurídica procesal (o usos forenses)

La costumbre jurídica es la repetición constante, uniforme y pública de ciertas conductas o


modos de obrar, a la que se une la conciencia colectiva de que se obedece a un imperativo
jurídico. Se destacan, por ende, dos elementos esenciales y copulativos de la costumbre
jurídica: por un lado, el elemento material u objetivo, que está constituido por la
repetición constante y uniforme de ciertas conductas determinadas, observada por la
generalidad de los sujetos de un lugar; y, por otro lado, el elemento sicológico o subjetivo,
también llamado opinio iuris, que consiste en el convencimiento por parte de los sujetos
de que las conductas realizadas son jurídicamente obligatorias.

Ahora bien, sabido es que la costumbre jurídica en materia civil solo tiene vigencia y
aplicación en la medida en que la ley se remita a ella (art. 2° del CC). En materia procesal,
en cambio, la costumbre jurídica no tiene cabida principalmente por las implicancias
derivadas del principio de legalidad y sus normas de orden público. No obstante ello,
estrechamente vinculada con la costumbre jurídica, se encuentran los denominados “usos
y prácticas procesales”, que consisten en actuaciones que se van produciendo
reiteradamente en la tramitación de los asuntos judiciales y que sirven para proyectar
idealmente una mejor aplicación de la ley procesal. Por ejemplo, con la dictación de la Ley
Nº 20.886, de 18 de diciembre de 2015, se modificó el art. 30 del CPC, señalándose en su
inc. 2º: “Los escritos se encabezarán con una suma que indique su contenido o el trámite
de que se trata”. Luego, incluso desde antes de dicha modificación, en caso de que la
suma contenga varias peticiones, constituye una práctica procesal el distinguir, por un
lado, una petición principal identificada con la formula “En lo principal” y, por otro lado,
las demás peticiones, identificadas con la mención “otrosíes” (que significa “además”).

Ejemplo de suma

EN LO PRINCIPAL: Deduce demanda de indemnización de perjuicios; EN EL PRIMER


OTROSÍ: Acompaña documentos bajo apercibimiento que indica; EN EL SEGUNDO OTROSÍ:
Señala forma de notificación electrónica; EN EL TERCER OTROSÍ: Patrocinio y poder.

Adicional a lo anterior, desde una perspectiva funcional, otro ejemplo de prácticas o


costumbres procesales —especialmente en el campo de la justicia civil— son la
indiscriminada cantidad de certificaciones que muchas veces se piden o exigen como
trámites previos para poder continuar con el procedimiento. De hecho, es por todos
conocidos que en ocasiones los jueces exigen trámites y diligencias que resultan dilatorias
e innecesarias, como ocurre, por ejemplo, en la certificación si un plazo está o no vencido,
si se opusieron o no excepciones por el demandado, o bien si el término probatorio se
encuentra o no vencido. En todos estos casos, aún cuando dicha información muchas
veces consta en la carpeta electrónica y es de pública notoriedad, todavía perdura en
nuestro medio —como práctica procesal— el exigir tales certificaciones en pos de
salvaguardar supuestamente el principio de pasividad consagrado en el art. 10 del COT.
Sin embargo, como bien ha sostenido nuestra jurisprudencia:

“Con las modificaciones introducidas al Código de Procedimiento Civil, especialmente por


la Ley Nº 18.705 de 24 de mayo de 1988, se advierte la finalidad de dar un mayor impulso
a la tramitación del juicio civil, procurando que la agilización de la justicia recaiga también
en los jueces que ejercen tal competencia. Así, en el Mensaje con que el Ejecutivo enviaba
esta reforma, se señalaba:”Se amplían las atribuciones de los magistrados, que en
numerosos casos, hasta podrán proceder de oficio; a los jueces se les saca de su rol pasivo
de meros espectadores en la contienda judicial, para llevarlos al plano de personeros
activos de la justicia, premunidos de las facultades necesarias para establecer, con pleno
conocimiento de causa, la verdad jurídica que permita, fundada y rápidamente, dar a cada
uno lo que es suyo”.

De ahí que pueda concluirse, en consecuencia, que actualmente el legislador ha hecho


compatibles los principios de pasividad y oficialidad, reglando el campo de acción de las
partes y de los jueces” (SCS, Rol 40.959-2021, de 05 de noviembre de 2021, cons. 7º).

Lo anterior, por lo tanto, permite destacar que la tendencia legislativa en nuestro país ha
sido la de acentuar el rol activo del juez civil en el proceso y, de este modo, que asuma la
responsabilidad de velar por la prosecución y término del juicio en un plazo razonable. De
este modo, y a pesar que las formalidades constituyen una garantía de los justiciables en
pos de evitar posibles arbitrariedades, las exigencias indiscriminadas de certificación no
pueden transformarse en una práctica procesal que distorsione el sentido y espíritu de la
ley, ni mucho menos que sean un “pretexto ritual” para obviar la carga judicial de dar
impulso al proceso en la etapa procesal correspondiente.

5.2.4. El Derecho extranjero o comparado

Sabido es que las instituciones del Derecho procesal chileno no se han generado
íntegramente en nuestro país, sino que la mayor parte de ellas tiene su origen en otras
legislaciones. No en vano, en el marco de reformas posibles para mejorar los diversos
sistemas de justicia en Chile, la orientación y el debate se inspira casi siempre en el análisis
comparado de diversas legislaciones extranjeras, en pos de implementar precisamente
reglas y principios que doten de mayor consistencia, seguridad y legitimidad la creación
normativa. De allí que no sea extraño observar en los trabajos pre-legislativos y
preparatorios un “corpus” comparado que auxilia y facilita el cúmulo de aspectos
jurídicos, sociales y culturales que deben evaluarse para medir la forma y el fondo de
cualquier norma jurídico-procesal.

Así, en cuanto a la descripción de la situación chilena, considérese por ejemplo la creación


de nuestro actual Código Procesal Penal, el cual fue aprobado mediante la ley Nº 19.696,
promulgada el 29 de septiembre de 2000 y publicada el 12 de octubre del mismo año.
Dicho cuerpo normativo, que instauró por primera vez en nuestro país un sistema de
enjuiciamiento criminal acusatorio, oral y público, tomó como parámetros básicos para su
diseño no solo diversos tratados internacionales que obligaban a nuestro país en dicho
ámbito, sino que también diversos textos de legislación extranjera, tanto de nivel legal
como constitucional, que sirvieron de fuente fundamental para su elaboración. Entre los
códigos extranjeros de más frecuente utilización estuvieron, en primer orden, el Código
Procesal Penal Modelo para Iberoamérica aprobado en las Jomadas de Río de Janeiro del
año 1988, que a su vez se basa esencialmente en el modelo acusatorio contenido en la
Ordenanza Procesal Penal Alemana de 1877. Junto a ello, se recurrió también al Proyecto
de Código Procesal Penal de la Nación Argentina de 1986 (propuesto por el jurista
argentino Julio B. Maier), el Código Procesal Penal Italiano de 1988, la Ley de
Enjuiciamiento Criminal Española de 1882, el Código Procesal Penal de la Nación
Argentina de 1992, el Código Procesal Penal de la Provincia de Córdoba de 1992 y el
Código Procesal Penal Peruano de 1991. Finalmente, también le sirvieron como fuente de
inspiración el Proyecto de Código Procesal Penal de Guatemala de 1991 y el Proyecto de
Código Procesal Penal de El Salvador de 1993.

Con todo, y al margen de lo señalado, conviene aclarar que una cosa es admitir al Derecho
extranjero como fuente indirecta en la creación legislativa procesal, y otra exigir su
aplicabilidad directa en el contexto judicial. Ello, pues, si bien desde antiguo se presume
que el juez conoce el Derecho positivo (lo que se ha expresado con la fórmula “iura novit
curia”), no es menos cierto que dicha cognoscibilidad se dirige principal y
preferentemente al Derecho nacional. Y ello, en esencia, por una razón muy simple: la
existencia, vigencia, interpretación y aplicabilidad al caso de la norma jurídica extranjera
no le consta al juez. Por este motivo, gran parte de los sistemas del “civil law” asume que
la ley extranjera constituye una materia que debe probarse, mientras que el Derecho
escrito (no conseutudinario) e interno (no extranjero) se presume conocido por todos
(Ezquiaga, 2000, p. 92). Quizás por ello, aunque no exenta de críticas, un sector
importante de nuestra jurisprudencia sostenga:

“Que el Derecho extranjero es, ante los tribunales chilenos, un hecho cuya demostración
debe hacerse conforme a las leyes chilenas, como lo demuestra, por ejemplo, el artículo
411 Nº 2 del Código de Procedimiento Civil, que permite oír informe de peritos sobre
puntos de derecho referentes a alguna legislación extranjera, no siéndole aplicable,
entonces, la presunción de conocimiento a que se refiere el artículo 8º del Código Civil…”
y “Que así las cosas, puesto en la necesidad de probar la norma extranjera y, con ello, la
concurrencia de los requisitos referidos en la motivación tercera del presente fallo, el
Ministerio Público no produjo tal prueba, razón por la cual estos sentenciadores no
accederán a la solicitud de extradición en análisis” (SCA de Punta Arenas, Rol Corte Nº 15-
2008, de 10 de marzo de 2008).

De esta forma, sin entrar al fondo de la discusión, en el sentido de precisar si la ley


extranjera es una cuestión de hecho o de Derecho, lo importante es considerar que
producto de la globalización poco a poco se han ido incorporando en nuestro país diversos
tratados internacionales que, en materias como el comercio internacional y el arbitraje,
dan cabida en cierto sentido a la aplicabilidad de la ley extranjera en Chile. Desde esta
perspectiva, si bien las partes deben suministrar al juez los medios de conocimiento de la
norma extranjera, dicha información debe entenderse no con supuestos idénticos a la
justificación de la prueba de los hechos, sino más bien como una actividad colaborativa
entre las partes y el órgano jurisdiccional, de forma tal de respetar las normas de Derecho
interno que precisamente permiten que se aplique la ley extranjera y se tengan por
válidos sus preceptos.

6. Tratamiento del conflicto y vías de solución

Según se habrá podido advertir, todas las anteriores observaciones realizadas descansan
en la asunción de que el Derecho procesal cumple un rol instrumental en la solución de
conflictos de relevancia jurídica. Naturalmente, resulta una cuestión consustancial a la
vida en sociedad el que aparezcan contiendas, divergencias, choques, incompatibilidades,
tanto de opiniones como de intereses. Pero el que exista una simple divergencia no
transforma un asunto en jurídicamente relevante para su tratamiento desde un punto de
vista procesal. Se debe tratar, como expresa Carnelutti, de un “conflicto de intereses
calificado por la pretensión de uno de los interesados y la resistencia del otro que versa
sobre un bien jurídicamente tutelado” (Carnelutti, 1994, p. 44). De allí, entonces, siempre
que existan dos partes que disputen en torno a intereses, el conflicto adquirirá la
calificación jurídica de “litigio” cuando dichos intereses se encuentren efectivamente
protegidos y tutelados por el Derecho.

Sin embargo, se debe aclarar que no todo litigio debe ser compuesto acudiendo a un
tercero imparcial e independiente, a objeto de que en nombre del Estado ejerza el
monopolio de la fuerza física legítima. De hecho, al contrario de lo que comúnmente se
piensa, no siempre corresponde al Estado resolver las controversias de relevancia jurídica,
puesto que, en ciertas materias, se permite que sean las partes quienes —directa o
indirectamente— logren precisamente una solución pacífica a sus controversias. Quizás
por ello, y a pesar de lo arraigado en nuestra disciplina, sea prudente huir a la tentación
de caer en un dogmatismo proceso-céntrico, en el cual, por la influencia ideológica de
ciertos autores e instituciones, aún se asume a la heterocomposición como el genuino
medio idóneo y apto para la solución de controversias. Dentro de esta última línea, por
ejemplo, Couture sostenía: “Cuando el hombre se siente objeto de una injusticia, de algo
que él considera contrario a su condición de sujeto de derechos, no tiene más salida que
acudir ante la autoridad. Privado ya de su poder de hacerse justicia por mano propia, le
queda en reemplazo el poder jurídico de requerir la colaboración de los poderes
constituidos por el Estado” (Couture, 1989, p. 28). De esta forma, la cultura procesal
latinoamericana en general tiende a concebir al proceso judicial como algo positivo,
“normal” y deseable, máxime cuando a partir de aquel se evita la autotutela y se dan
garantías de imparcialidad y previsibilidad respecto de una decisión final válida.

Con todo, a nuestro juicio, tal ideal debe ser atemperado distinguiendo si nos
encontramos ante conflictos penales, por un lado, y conflictos civiles y comerciales, por el
otro. Ello, porque en los primeros existe un interés público y colectivo muy nítido en su
solución: cuando se investiga un hecho constitutivo de delito, se demuestra la
participación del imputado y, en suma, se le condena a la pena prevista por el legislador,
no solo es la víctima quien en cierto sentido se ve compensada por el mal que
experimentó como consecuencia del delito, sino que también la comunidad toda quien
reconoce y acepta los mandatos legales como justificados y se abstiene de cometer delitos
por esa razón. El juicio penal, por ende, transmite un reproche normativo relativamente
intenso que, cumpliendo presupuestos garantísticos de todo debido proceso, intenta
comunicar también la desaprobación jurídico-social de la conducta lesiva: un reproche
que no solo se dirige al autor, sino que también a la víctima del delito y a la sociedad en su
conjunto.

Una justificación distinta y de menor radicalidad parte en el entendimiento del conflicto


civil. Ello, pues, si bien el sistema de enjuiciamiento criminal posibilita que los
intervinientes puedan alcanzar salidas alternativas al proceso penal, no es menos cierto
que su ámbito de aplicación es reducido y no tan amplio como el que se presenta en
materia procesal civil. En efecto, en este último ámbito la experiencia muestra que las
partes son más proclives a superar el conflicto a través de métodos alternativos de
solución de controversias, principalmente por dos puntos fundamentales: el primero,
relacionado a materias esencialmente patrimoniales y que les permiten disponer de
derechos o bienes de los cuales ostentan una titularidad; y, el segundo, relacionado a la
toma de decisiones en libertad y consenso a través de la autonomía de la voluntad. Todos
estos elementos, entre otros adicionales, hacen que la solución alternativa de los
conflictos civiles se manifieste como una institución viable y racional, más aún si se
consideran además los menores costos tanto en lo referente al tiempo como al factor
económico de un eventual litigio jurisdiccional.

Quizás por lo anterior, en el anhelo por buscar fuera de la jurisdicción o en el seno de ella,
mecanismos complementarios, flexibles y colaborativos como una real alternativa a los
procedimientos judiciales, surgió en la década de los sesenta y setenta del siglo pasado el
movimiento de los ADR (Alternative Dispute Resolution), el cual, en lo esencial, se refiere a
diversos “métodos que tratan de resolver disputas, principalmente fuera de los tribunales,
o bien mediante mecanismos no judiciales” (Cappelletti, 1993, p. 282). Dicho movimiento,
cuyo nacimiento se produjo en los EE. UU. hacia la década de los años treinta del siglo
pasado, nació precisamente como una reacción frente a la profunda crisis que se venía
produciendo en los órganos jurisdiccionales civiles y penales en dicho país, los cuales,
frente a los asuntos que diariamente venían engrosando el quehacer judicial, eran
incapaces de responder en términos cuantitativos y cualitativos a la alta demanda
jurisdiccional. De allí, entonces, considerando además la incapacidad intrínseca del
sistema de poder asegurar a todos el acceso a la justicia, se fueron generando diversas
vías a través de las cuales se podían desplegar mecanismos privados de resolución de las
controversias particulares: la conciliación, la mediación, el arbitraje y otras tantas.

Ahora bien, a pesar de que lo anterior nos pueda parecer historia, curiosamente los
mismos argumentos son los que perduran hasta nuestros días y que hacen que la
tendencia a los ADR sea siempre permanente en miras a su progresión y fortalecimiento.
En efecto, la profunda crisis que caracteriza el funcionamiento de la justicia civil en
nuestro país, sumado a la incapacidad del legislador para modificarla y adecuarla a
estándares internacionales, ha supuesto que se deba acudir a los mecanismos alternativos
de solución de controversias para garantizar precisamente un genuino acceso a la justicia.
No en vano, producto del contexto de emergencia sanitaria derivada de la covid-19, dicha
necesidad de reforma procedimental se ha visto acrecentada incluso desde el mismo
Poder Judicial. De hecho, según datos de la Corporación Administrativa del Poder Judicial,
específicamente tomando como referencia el flujo normal de los años anteriores versus
los años 2020-2021, la saturación y atochamiento en la tramitación de diversos
procedimientos civiles ha llegado a niveles casi exorbitantes. Así, por ejemplo, solo el año
2020 ingresaron al Poder Judicial un total de 1.085.250 causas civiles, de las cuales, a
mayo de 2022, aún se encuentran en tramitación en primera instancia 972.138 (véase:
https://numeros.pjud.cl/Competencias/Civil). Si a ello sumamos que nuestro
procedimiento civil rige desde 1902, manteniendo casi intactas ciertas formalidades y
ritualidades propias de esa época, no debe sorprendernos el que nuestra justicia civil no
logre actuar con la celeridad y eficiencia que se espera. Esto nos habla, en consecuencia,
acerca de la necesidad por potenciar los ADR no solo por razones ideológicas, sino que
también pragmáticas: esto es, por el alto volumen de causas que progresivamente se
judicializan en materias de escasa lesividad; por la falta de procedimientos rápidos y
eficaces que superen el extremo formalismo que impera en nuestro medio; por los altos
costos que traen aparejados los procedimientos en tiempo y dinero; y, por sobre todo, por
la manifiesta necesidad de asegurar a todos los ciudadanos el derecho al acceso a la
justicia.

Con todo, lo anterior no quiere decir que en muchos casos una solución autocompositiva a
la controversia sea materialmente conveniente y hasta ventajosa para las partes. Así, por
ejemplo, nadie podría dudar que la mediación en materia de familia facilita no solo la
propuesta de soluciones y la resolución de conflictos, mediante el diálogo, la
comunicación y el respeto, sino que también en muchos casos favorece la orientación y el
consejo en pos de restablecer la armonía y la relación familiar entre las partes. De allí,
entonces, que sea razonable cuestionarse porqué el Estado debe intervenir resolviendo
todo tipo de conflictos, cuando existen ciertos casos que no necesariamente trascienden a
la comunidad, y que, por su naturaleza esencialmente privada y singular, hacen
aconsejable que un profesional con competencias para ello trate de aunar la voluntad de
las partes en orden a lograr un acuerdo mutuamente aceptado. No desde una faz
abstracta e impersonal, distanciada de los intereses reales de las partes, sino desde una
óptica racional y comunicativa que considere las prerrogativas individuales de los
involucrados. En un sistema procesal civil así concebido, en suma, la pacificación del
conflicto ya no es vista con una vocación impositiva de tipo unilateral y vertical, sino más
bien desde un plano interpersonal y horizontal, que fomenta alternativas de acceso a la
justicia flexibles y dúctiles a cada estrategia, adecuadas a cada tipología conflictual y en
atención a la singularidad de las personas en conflicto.

Ahora bien, siguiendo el modo clásico de enfrentar las formas de solución de


controversias en nuestro medio, diremos que coexisten en el momento presente tres
métodos o posibles medios de solución: la autotutela, la autocomposición y la
heterocomposición.

6.1. La autotutela

Tradicionalmente se asevera que la autotutela o autodefensa es “la reacción directa y


personal de quien se hace justicia por mano propia” (Couture, 2007, p. 8). Desde antaño
existe amplio consenso en que los conflictos que se suscitan entre los individuos no
pueden ser zanjados por medio de la violencia, sea física o moral. Innecesario pareciera,
entonces, agregar que la solución violenta del conflicto solo tendrá un carácter de
aparente solución, pues, además de no poner fin al conflicto por medios racionales y
justos, supondrá siempre origen de futuras “vendettas” motivadas por el espíritu
revanchista que preside el uso irreflexivo de la fuerza. Por tanto, asumiendo que a través
de esta vía saldrá vencedor el más hábil, el más rápido, el más veloz o, en definitiva, quien
detente más poderío sobre otro, nuestro ordenamiento jurídico en general proscribe este
tipo de mecanismo de solución de controversias.
Sobre este último punto, refiriéndose a las denominadas “funas” verificadas a través de
las redes sociales, nuestra jurisprudencia ha sido consistente en rechazar dichas
publicaciones por ser manifestación precisamente de una forma de autotutela. Así, se se
ha sostenido: “Que las “funas” son formas de ejercer un repudio público de determinadas
actuaciones que se estiman reprochables respecto de la persona objeto de la “funa” con la
finalidad de darla a conocer públicamente y obtener así un reproche social o castigo a su
conducta sumado a una advertencia sobre el proceder de esta persona frente a terceros.
(…) Que el comportamiento llevado a cabo por los recurridos en cuanto imputa a los
actores un actuar inadecuado y eventualmente contrario a derecho y deciden conforme a
ello darlo a conocer públicamente constituye un acto arbitrario e ilegal. Es además
arbitrario, por cuanto, la recurrida se aparta de un comportamiento racional dentro de
una sociedad en la que existe un estado de derecho en que nada impide a quien se ve
afectado, en el ejercicio de sus derechos, acudir a los tribunales de justicia en resguardo
de los mismos como se había hecho en un inicio y solicitar las medidas tendientes a
obtener el cumplimiento de lo resuelto por la judicatura. Por lo tanto, no pueden los
recurridos ejercer una autotutela en una situación que la ley no se los permite y que
afecta las garantías constitucionales de los actores, como son el derecho a su honra que se
ve afectado con la denostación que se realizó y el derecho a no ser juzgado por
comisiones especiales, pues los recurridos por sí juzgan y sanciona el comportamiento de
los recurrentes, por lo que el recurso de protección debe ser acogido y brindar la cautela
que resguarde los derechos constitucionales amagados” (SCA de Santiago, Rol Corte Nº
96.162-2020, de 26 de julio de 2021. Confirmando dicho fallo, SCS, Rol Corte Nº 56.107-
2021, de 8 de agosto de 2021). Sin embargo, huelga destacar que en ciertos y
determinados ámbitos el Estado autoriza la autotutela de forma excepcional. Que los
individuos tengan ciertos derechos básicos que funcionan como restricciones a la
persecución de objetivos colectivos, nos habla que la defensa individual de tales derechos,
cuando el Estado no puede acudir en su auxilio, encuentra una justificación que es
independiente de cualquier consideración de defensa social colectiva. Así, el derecho a la
vida, a la integridad física, a la libertad, etc., se convertirían en meras declaraciones
programáticas si no estuviera implícito en ellos la facultad de hacer todo lo necesario para
preservarlos, aun cuando de ello resulte un saldo negativo de beneficios y perjuicios para
el conjunto social. De allí, entonces, la necesidad de que la autotutela lícita deba estar
debidamente articulada, precisando cuáles son los derechos básicos en juego, y cómo y de
qué forma se debería resolver la ponderación de los mismos.

Tal idea, que aparece ligada al mandato de determinación y taxatividad, se plasma en


nuestro Derecho positivo a partir de algunas reglas excepcionales establecidas en diversas
disposiciones, que citamos por vía meramente ilustrativa:

(a) La legítima defensa, como eximente de responsabilidad penal, regulada por el art. 10
Nº 4 del CP;

(b) El derecho de huelga (cesación colectiva y concertada del trabajo), por parte de los
trabajadores; con su contrapartida: el lock-out, consagrados en los arts. 345 y 353 del CdT;

(c) El derecho que el art. 942 del CC confiere al propietario de un predio para cortar las
raíces del árbol plantado en la heredad vecina, que excede el plano vertical de deslinde de
ambos inmuebles; y,

(d) El derecho legal de retención que el mismo cuerpo de leyes concede a determinadas
personas, en ciertos casos, como al arrendatario (art. 1937 del CC), al mandatario (art.
2162 del CC), al comodatario (arts. 2192 y 2193 del CC), al depositario (arts. 2234 y 2235
del CC) y al acreedor prendario (art. 2401 del CC).

Por último, cabe hacer presente que producida la autotutela lícita ella debe ser
homologada, pues, además de no operar ipso iure, requiere que se comprueben
judicialmente la concurrencia de sus requisitos condicionantes. Así, por ejemplo, en los
casos de legítima defensa, se deben analizar y ponderar: la agresión ilegítima, la necesidad
racional del medio empleado para impedirla o repelerla y la falta de provocación
suficiente por parte del que se defiende (art. 10 Nº 4 del CP). Por tanto, junto con
examinar los presupuestos fácticos y probatorios que acompañan la petición de licitud de
la autotutela, se requiere que con posterioridad a su ejercicio extraprocesal ella se
convalide dentro de un determinado proceso.

6.2. La autocomposición

Prohibida por el Estado la autotutela como regla general, aquel reconoce la eficacia de la
autonomía de la voluntad de los particulares, dentro de ciertos límites y en determinados
ámbitos, en aras de componer sus controversias como una forma de propender a la paz
social. En efecto, según lo adelantamos, frente a un claro fenómeno de la judicialización
de las sociedades modernas, la autocomposición (a través de los ADR o los MASC) se ha
erigido como una alternativa válida y legítima que contribuye, por un lado, a
descongestionar al órgano jurisdiccional en pos de favorecer la rápida obtención de
soluciones entre las partes y, por otro lado, a propender que la voluntad privada se
manifieste en un contexto de libertad —asistida o no— evitando la escalada del conflicto y
logrando acuerdos mutuamente aceptables. De esta forma, asumiendo un carácter
reflexivo, renunciativo y altruista, la autocomposición designa a todos aquellos métodos
alternativos de solución de controversias donde el consentimiento y el acuerdo libre de las
partes evitan precisamente el recurso a la jurisdicción (Nieva, 2014, pp. 20-21).

En consideración a lo anterior, la ley Nº 21.934, de 25 de noviembre de 2021, que


introdujo en nuestro país reformas al sistema de Justicia para enfrentar la situación luego
del estado de excepción constitucional de catástrofe decretado por la covid-19, incorporó
al CPC un nuevo artículo 3º bis, cuyo tenor es el siguiente:

“Es deber de los abogados, de los funcionarios de la administración de justicia y de los


jueces, promover el empleo de métodos autocompositivos de resolución de conflictos,
como la conciliación, la mediación, entre otros. Estos métodos no podrán restringir,
sustituir o impedir la garantía de tutela jurisdiccional”.

Luego, no puede sino valorarse el genuino esfuerzo por consagrar legalmente los
mecanismos autocompositivos en forma expresa, estableciendo el deber de su promoción
por todos los actores del sistema de justicia, desde que su efectiva implementación
requiere del compromiso y apoyo de los distintos operadores jurídicos. Sin embargo, que
la norma haya dado una connotación de principio a los métodos autocompositivos de
inmediato deja abierta la duda acerca de una regulación específica que le sirva de
sustento y, al mismo tiempo, que le dé sentido sistémico para su ulterior desarrollo y
aplicación práctica. No en vano, en la historia fidedigna de su establecimiento, se dejó
constancia que “por su naturaleza programática pareciera explicar que el precepto,
aunque establezca un deber —“los métodos autocompositivos (…) deberán ser
promovidos”— no especifique quién, ni cómo se asegurará su cumplimiento, ni las
consecuencias derivadas de la inobservancia de este deber. Desprovista entonces de estos
atributos, la norma resulta más bien una propuesta de comportamiento deseable —el de
promover métodos autocompositivos— de parte de los sujetos normados —abogados,
funcionarios de la administración de justicia y jueces—, cuya utilidad es difícil anticipar.
Tampoco se observa cómo el precepto que se incorpora pudiera servir de criterio
interpretativo o integrador para ser aplicado por jueces y juezas al resolver, lo que
permite poner en duda la utilidad de la norma que se propone, como no sea poner de
manifiesto la necesidad de intensificar el uso de mecanismos alternativos de resolución de
conflictos” (Historia de la Ley Nº 21.394, Segundo Informe de Comisión de Constitución,
de 30 de mayo de 2021, p. 22).

Sea como fuere, asumiendo que ciertas formas autocompositivas no se encuentran


suficientemente reguladas en nuestra legislación, la dogmática procesal acostumbra a
clasificarlas en consideración a diversos criterios:

a) Desde el punto de vista de su relación con el proceso, la autocomposición puede ser


extraprocesal (como la transacción) o intraprocesal (como la conciliación);

b) Desde el punto de vista de la intervención o no de un tercero que contribuya a aunar la


voluntad de las partes, la autocomposición puede ser directa (como el avenimiento) o
indirecta (como la mediación); y,

c) Desde el punto de vista de la concurrencia de las partes para generar el acuerdo, la


autocomposición puede ser unilateral (como el desistimiento) o bilateral (como la
conciliación). De esta forma, de la conjugación de los criterios antes señalados, se
determinará la forma cómo debe plasmarse el acuerdo alcanzado y cuáles son sus efectos
homologadores desde el punto de vista de su imperatividad.

Con todo, debe recordarse que la autocomposición está permitida para la solución de
todos aquellos conflictos que versen sobre derechos disponibles (art. 12 del CC) y,
además, en la medida en que se tenga la capacidad y la potestad para poder obligarse a
través del acto jurídico-procesal de que se trata. Adicional a ello, el consentimiento y el
acuerdo de voluntades es un elemento esencial a la autocomposición. Por esta
consideración, a nuestro modo de ver, resulta cuestionable calificar como formas
autocompositivas a ciertos actos unilaterales que no requieren la aquiescencia de las
partes en conflicto. Piénsese, en este sentido, principalmente en el desistimiento y el
allanamiento: el primero, manifestado como un incidente especial que se verifica cuando
el actor se retracta de su demanda incoada, una vez que esta última ha sido válidamente
notificada al demandado (art. 148 del CPC); el segundo, que consiste en una
manifestación de voluntad del demandado en orden a reconocer expresamente la
satisfacción de la pretensión hecha valer en su contra por el actor (art. 313 del CPC). En
ambos casos, según un sector importante de la doctrina, se trataría de formas
autocompositivas unilaterales principalmente porque la actitud altruista y renunciativa
propia de esta forma de solución de conflictos emanaría solo del atacante —es decir, de
quien deduzca la pretensión— o solo del atacado —o sea de quien se oponga a la misma
— (Alcalá-Zamora, 2018, pp. 80 y 83).

Sin embargo, si se analiza con rigor, en ambos supuestos no se observan ni concesiones


mutuas más o menos equilibradas que deben presentarse en todo acuerdo, ni mucho
menos una genuina solución directa y efectiva al conflicto planteado. Así, por un lado, si se
examina el desistimiento de la demanda seguido de la resolución del tribunal que lo
acoge, esta no resuelve la controversia de relevancia jurídica derechamente, sino que más
bien se pronuncia solo sobre la pretensión del actor y su extinción en relación a las partes
litigantes y a todas las personas a quienes hubiese aprovechado el fallo (art. 150 del CPC);
por otro lado, si se examina el allanamiento, este solo tiene efectos respecto de los
hechos de la causa, más no necesariamente respecto del Derecho que se invoca en la
demanda, motivo por el cual dicho allanamiento no hace desaparecer la necesidad de
dictar sentencia definitiva, una vez evacuado el traslado de la réplica (art. 313 del CPC). En
consecuencia, tanto el desistimiento como el allanamiento podrán ser calificados como
formas anormales de terminar un procedimiento, o bien, tratándose del desistimiento, un
equivalente jurisdiccional, pero no pueden ser considerados como acuerdos capaces de
ostentar el estatus de formas autocompositivas propiamente tales.

6.2.1. La transacción

Dentro de las genuinas formas autocompositivas regladas en nuestro Derecho, quizás la


de más larga data en cuanto a su positivación sea la transacción. En efecto, inspirada en el
art. 2044 del CC francés de 1804, la transacción se encuentra definida por el art. 2446 de
nuestro CC como “un contrato en que las partes terminan extrajudicialmente un litigio
pendiente, o precaven un litigio eventual”. De allí, entonces, a pesar de identificarse como
un contrato de naturaleza civil, no se necesite gran esfuerzo para delimitar su objetivo
principal: terminar extrajudicialmente un litigio pendiente o de prevenir un litigio
eventual, puesto que, tal y como lo establece el inc. 2º del art. 2446: “no es transacción el
acto que sólo consiste en la renuncia de un derecho que no se disputa”.

Ahora bien, según lo apunta la doctrina y la jurisprudencia unánimemente (Figueroa y


Morgado, 2013a, p. 53; Oberg y Manso, 2011, p. 188; Hoyos, 2001, p. 84), la definición
propuesta por el legislador adolece de un defecto omisivo de importancia, toda vez que
no consideró un elemento esencial del contrato aludido, esto es, la existencia de
concesiones recíprocas. Estas son entendidas como las renuncias totales o parciales que
hacen a sus respectivas pretensiones cada una de las partes en conflicto para poder así
zanjar la litis. De allí que nuestra Corte Suprema sostenga: “La transacción importa un
contrato, pues ambas partes crean vinculaciones jurídicas por las que se obligan
recíprocamente a dar, hacer o no hacer alguna cosa, como también un modo de extinguir
obligaciones (art. 1567 Nº 3 CC) y en ella entonces van envueltas las concesiones
recíprocas, en cuanto a la renuncia total o parcial que hacen las partes de sus
pretensiones, para poner término a un litigio pendiente o evitar un litigio eventual, sin que
en cuanto a ellas se exija la equivalencia” (SCS Rol 127-2005, de 7 de marzo de 2007). Por
consiguiente, soslayando el error conceptual en el cual incurre el legislador chileno,
podríamos decir que la transacción es “un contrato por el cual las partes, haciéndose
concesiones recíprocas, extrajudicialmente ponen término a un litigio pendiente o
precaven uno eventual”.

Luego, como características adicionales de la transacción, podemos subrayar:

1. Es un método autocompositivo extrajudicial, o sea, debe celebrarse necesariamente


fuera del proceso;

2. Es un medio autocompositivo directo, puesto que no se contempla la asistencia de un


tercero que asesore a las partes en su celebración;

3. Siguiendo la tradicional clasificación de los medios de resolución de los conflictos, la


transacción corresponde a una vía autocompositiva bilateral, dado que existe
“subordinación recíproca de los intereses de ambas partes” (Vargas y Fuentes, 2018, p.
21).

4. Es un contrato o acto jurídico bilateral, por lo que en principio se perfecciona de forma


consensual por el mero consentimiento de las partes. No obsta a ello, en todo caso, la
circunstancia de que la transacción esté sujeta, en determinados supuestos, a cumplir
ciertas formalidades, como, p. ej., reducirse a escritura pública cuando envuelve la
transferencia de un inmueble, requisito necesario para poder verificar la tradición de él;

5. Procesalmente hablando, constituye una excepción perentoria pues busca atacar el


fondo de la acción deducida, de modo que puede hacerse valer en la contestación de la
demanda en el juicio ordinario. Sin perjuicio de ello, constituye también una excepción
mixta, esto es, siendo perentoria en su naturaleza, puede hacerse valer como excepción
dilatoria antes de contestar la demanda; y, por fin, también constituye una excepción
perentoria anómala, motivo por lo cual puede hacerse valer en cualquier estado del
proceso hasta antes de la citación para oír sentencia en primera instancia y la vista de la
causa en segunda;

6. El mandatario judicial requiere de facultades especiales para transigir conforme al inc.


2º del art. 7º del CPC y 403 del CPP, habiéndose entendido que la facultad de transigir
comprende la de avenir y conciliar; y,

7. La transacción produce el efecto de cosa juzgada en última instancia, de conformidad a


lo previsto en el art. 2460 del CC.

6.2.2. La conciliación

La conciliación es una institución procesal de antigua data en nuestro país, pues, si bien el
CPC en sus orígenes no la contemplaba, la Ley Nº 7.760, de 1944, la incorporó en nuestro
Derecho para hacerla aplicable a todo juicio civil, con excepción de los juicios de hacienda,
juicios ejecutivos, la citación de evicción y la declaración judicial del derecho legal de
retención. Empero, dado que dicha regulación reconocía a la conciliación como un trámite
meramente facultativo o potestativo, la Ley Nº 19.334, de 1994, le dio un mayor realce al
atribuirle un carácter obligatorio y la calidad de trámite esencial en la generalidad de los
juicios civiles (art. 795 Nº 2 del CPC). De esta forma, tratándose por ejemplo del juicio
ordinario de mayor cuantía, el tribunal debe efectuar un llamado obligatorio a conciliación
una vez agotado el período de discusión y antes de la recepción de la causa a prueba, so
pena de incurrir en una eventual nulidad procesal frente a dicha omisión.

Ahora bien, nuestro CPC (que se ocupa de la conciliación entre los arts. 262 a 268) no
contiene una definición precisa de dicho instituto. Sin embargo, según explica Couture,
etimológicamente la voz “conciliación” deriva del verbo conciliare, y este del latín concilio,
derivado, a su vez, de concilium, el cual hacía referencia a aquellas asambleas donde se
reunía la gente para cerrar negocios, resolver disputas y/o tomar acuerdos (Couture,
1960, p. 171). De allí que la conciliación, en un sentido técnico, denote en nuestro
Derecho una idea muy precisa y clara: la comparecencia de las partes ante el juez
competente, quien, actuando como amigable componedor, propone bases de arreglo con
el objetivo de que diriman sus controversias. Ello, pues, si la solución del conflicto no se
obtuvo a través de otra forma autocompositiva y llega el proceso civil como mal necesario,
dentro de este el juez debe llamar a las partes a una audiencia de conciliación. En esta
audiencia el juez actúa como amigable componedor, fija las bases del acuerdo y, en caso
de lograrse el mismo, el acta de conciliación se estimará como una sentencia firme y
ejecutoriada para todos los efectos legales (art. 267 del CPC).

En este contexto, por consiguiente, son características de la conciliación:

1. Es método autocompositivo intraprocesal, puesto que a través de ella se pretende


poner término a un litigio pendiente dentro de un proceso ya iniciado;

2. Es un medio autocompositivo asistido o directo, puesto que se contempla la


intervención del juez que conoce de la causa, quien, proponiendo bases para el arreglo,
actúa como amigable componedor aunando la voluntad de las partes, pero sin que las
opiniones que emita lo inhabiliten para seguir conociendo del asunto;

3. Constituye un acto jurídico-procesal bilateral, por lo que en principio se perfecciona a


través de ciertas formalidades que le dan existencia jurídica y validez formal.
Específicamente, la conciliación debe constar por escrito en un acta que debe consignar
solo las especificaciones del acuerdo, la cual deben suscribir el juez, las partes que lo
deseen y el secretario del tribunal (art. 267 del CPC);

4. Se precisa, además, que en aquel juicio civil sea legalmente admisible la transacción y
que el pleito no se encuentre en los supuestos previstos en el art. 313 del CPC;

5. Procesalmente hablando, puede ser que exista una conciliación total o parcial, pero en
uno u otro caso la conciliación se estima como sentencia ejecutoriada para todos los
efectos legales y, en consecuencia, produce el efecto de cosa juzgada de acuerdo a lo
prescrito en el art. 175 del CPC, y constituye un título ejecutivo perfecto conforme a lo
prescrito en el art. 434 Nº 1 del mismo cuerpo legal;

6. El mandatario judicial requiere de facultades especiales para conciliar conforme al inc.


2º del art. 7º del CPC; y,
7. Por último, se ha fallado por nuestros tribunales de justicia que “la convocatoria a
conciliación puede ser efectuada por el juez en cualquier estado de la causa, una vez
evacuado el trámite de contestación de la demanda, como exactamente ha ocurrido en la
especie, cumpliendo así con el trámite esencial prevenido por el legislador” (SCS Rol 2526-
2008, de 8 de septiembre de 2009).

Ejemplo de acta de audiencia de conciliación

NOMENCLATURA: 1. [62] Audiencia

JUZGADO: 2º Juzgado de Letras de Copiapó

CAUSA ROL: C-263-2021

CARATULADO: HUERTA VALDIVIESO / CISTERNAS CÉSPEDES

En Copiapó, a cinco de abril de dos mil veintiuno, a la hora señalada tiene lugar la
audiencia decretada por el Tribunal, la cual se realiza mediante sistema telemático, a la
que asiste el apoderado de la parte demandante, el abogado don Cristian Juan Ramírez
Pérez, y el demandado don Franklin Iván Cisternas Céspedes, cedula de identidad Nº
5.947.876-4, quien comparece asistido por el abogado don Marcelo Antonio Iturra Acuña,
confiriéndole patrocinio y poder en la causa en los términos señalados en su minuta de
contestación.

Llamadas las partes a conciliación esta no se produce. Sin perjuicio de ello, el demandado
señala que el negocio de la sociedad era una imprenta que ya no tiene funcionamiento
desde diciembre de 2020, y que su propuesta es la enajenación de los activos de la
sociedad y repartirse entre los socios los dineros que se obtengan. Se deja constancia que
en atención al medio electrónico mediante el cual se ha realizado la presente audiencia la
Sra. Secretaria Subrogante del Tribunal en su calidad de ministro de fe procede a dar
lectura del acta, siendo ratificada por los comparecientes. Con lo actuado, se pone
término a la audiencia la cual será firmada electrónicamente solo por el Tribunal, en
atención a que el abogado de la parte demandada no cuenta con firma electrónica
avanzada a diferencia del demandante quien no se opone a que sea firmada el acta solo
por el Tribunal.

Dirigió y resolvió en audiencia doña María Vergara Marabolí, Jueza Letrada Titular de este
Segundo Juzgado de Letras de Copiapó.

6.2.3. El avenimiento

El avenimiento ha sido definido como “el acuerdo que logran directamente las partes en
virtud del cual le ponen término a su conflicto pendiente de resolución judicial,
expresándoselo así al tribunal que está conociendo de la causa” (Colombo, 1991, p. 20). Se
distingue de la conciliación, pues, por un lado, surge como resultado de las negociaciones
hechas por las partes en forma extrajudicial y, por otro lado, el acuerdo se alcanza
directamente por las partes sin la intervención del juez de la causa. De esta forma, a pesar
de existir un litigio pendiente, el acuerdo no se logra ante el juez que conoce del negocio,
ni menos a instancia de él actuando como amigable componedor. Se trata, por tanto, de
un medio autocompositivo de carácter extrajudicial, bilateral y no asistido, destinado a
poner término a un litigio pendiente de resolución judicial.

Ahora bien, nuestro legislador no regula expresamente el avenimiento, el CPC enumera


como título ejecutivo el “acta de avenimiento pasada ante el tribunal competente y
autorizada por un ministro de fe o por dos testigos de actuación” (art. 434 Nº 3). Por esta
disposición se infiere que el avenimiento no tiene, por sí mismo, valor o mérito ejecutivo,
razón por la cual es necesario que sea autorizado por un ministro de fe o dos testigos de
actuación (en caso de juicios arbitrales). Luego, a partir de ello, tanto la doctrina como la
jurisprudencia han trazado una serie de elementos que caracterizan al avenimiento:

1. Es método autocompositivo extrajudicial, puesto que, a pesar de existir un litigio


pendiente, el acuerdo logrado se alcanza fuera del proceso;

2. Es un medio autocompositivo directo, puesto que no se contempla la asistencia ni del


juez que conoce de la causa, ni de un tercero que inste a las partes a su celebración;
3. Constituye un acto jurídico-procesal bilateral, por lo que requiere el acuerdo de las
partes del litigio para establecer las condiciones bajo las cuales se pone término a un
litigio pendiente;

4. Es una forma autocompositiva que requiere de homologación judicial. Ello, pues, a


pesar de que generalmente las partes lo celebran fuera del proceso, deben estas dar
cuenta al tribunal para que se produzca el término del proceso;

5. El avenimiento pasado ante tribunal competente pone término al proceso y produce el


efecto de cosa juzgada; y,

6. El mandatario judicial requiere de facultades especiales para avenir conforme al inc. 2º


del art. 7º del CPC.

Escrito de avenimiento

AVENIMIENTO

S. J. L. DE SAN JAVIER

XIMENA ANDREA MUÑOZ ROMÁN, demandante de autos, y SANDRA ELIZABETH DÍAZ


NAVARRO, demandada, en autos sobre cobro de rentas de arrendamiento caratulados
“MUÑOZ con DÍAZ”, causa Rol C-320-2022, a US., respetuosamente decimos:

Que por este acto venimos en comunicar a S.S., que hemos acordado celebrar un
avenimiento respecto de las acciones y defensas de autos, en los términos que pasamos a
exponer:

1. La parte demandada, doña SANDRA ELIZABETH DÍAZ NAVARRO, se obliga a hacer la


entrega del inmueble ubicado en Calle Larga Nº35, comuna de Villa Alegre, a la parte
demandante doña XIMENA ANDREA MUÑOZ ROMÁN, a más tarde con fecha 12 de mayo
del año 2022.
2. En caso de que la parte demandada no cumpla con su obligación de entregar el
inmueble a más tardar el día 12 de mayo de 2022, la parte demandante, previo certificado
del ministro de fe competente, podrá solicitar inmediatamente el lanzamiento de doña
SANDRA ELIZABETH DÍAZ NAVARRO del inmueble sub lite, ya individualizado en el punto
Nº 1.

3. La parte demandada se obliga a reparar los daños causados al inmueble, reponiendo las
dos puertas interiores que faltan, arreglando la chapa de la puerta principal de la reja
exterior del departamento, y colocando el panel interior que separaba la cocina y el living
del departamento.

4. Si constare en certificado expedido por el competente receptor judicial el


incumplimiento de las obligaciones signadas en el número 3 del presente avenimiento, la
parte demandada, doña SANDRA ELIZABETH DÍAZ NAVARRO, quedará obligada al pago de
$150.000.- (ciento cincuenta mil pesos) a doña XIMENA ANDREA MUÑOZ ROMÁN.

5. La parte demandante renuncia al cobro de las rentas de arrendamiento que han sido
devengadas y no pagadas a la fecha.

6. Para parte pagará sus costas.

POR TANTO,

ROGAMOS A US. tener presente el presente avenimiento y aprobarlo en todo cuanto no


sea contrario a Derecho.

6.2.4. La mediación

En nuestro país, la mediación se ha introducido lentamente como un mecanismo de


solución de controversias con el objetivo de lograr acuerdos mediante instancias
horizontales, dialógicas y cooperativas alcanzadas a través de la intervención de un
tercero inter-partes. Para ello, desde un punto de vista evolutivo, ha sido en materia
laboral, de salud y de familia donde con mayor ímpetu se ha manifestado la mediación en
Chile. Así, en materia laboral, con ocasión de la entrada en vigencia de la Ley Nº 19.759,
de 2001, se incorporó dentro de la legislación chilena aplicable al procedimiento de
negociación colectiva reglada, la figura de la Actuación de Buenos Oficios del Inspector del
Trabajo, procedimiento que no obstante compartir las principales características de una
mediación, se apartaba del modelo tradicional establecido para esta forma de solución de
conflictos. Por esta razón, y para evitar cualquier duda al respecto, la Ley Nº 20.940, de
2016, vino a regular de forma específica la mediación voluntaria y obligatoria, haciendo
extensiva su aplicación incluso a trabajadores eventuales, de temporada y de obra o faena
transitoria (arts. 344, 351, 370, 378 y ss. del CdT). Por consiguiente, frente a la
consolidación de dicho método alternativo de solución de conflictos, la Ley Nº 21.327, de
30 de abril de 2021, incorporó el nuevo art. 377 bis del CdT, definiendo la mediación en
idénticos términos a los señalados por el art. 103 de la Ley Nº 19.968, esto es: “se
entenderá por mediación laboral el sistema de resolución de conflictos en el que un
tercero imparcial llamado mediador, sin poder decisorio, colabora con las partes, y les
facilita la búsqueda, por sí mismas, de una solución al conflicto y sus efectos, mediante
acuerdos.

Por otro lado, huelga también destacar el rol de la mediación por daños a la salud en
materia de garantías explícitas de salud (“Ley Auge”). En efecto, mediante la Ley Nº
19.966, de 2004, y con el propósito de desjudicializar los conflictos sanitarios, se
estableció en nuestro país un sistema de mediación previo y obligatorio al ejercicio de
acciones judiciales civiles contra prestadores de salud. Así, distinguiendo entre
prestadores de salud adscritos al sector público y al sector privado, la citada normativa
busca no solo obtener acuerdos extrajudiciales entre las partes, sino que también
propender diversas instancias de reparación producto de los daños ocasionados en el
otorgamiento de prestaciones de carácter asistencial. De allí, entonces, que en este
ámbito se reconozcan diversos procedimientos y normas aplicables al proceso de
mediación: por un lado, tratándose de prestadores públicos que integren las redes
asistenciales del Ministerio de Salud, la mediación será efectuada por el Consejo de
Defensa del Estado; por otro lado, tratándose de los prestadores privados, dicho proceso
lo realizará la Superintendencia de Salud, a través de mediadores inscritos en un registro a
cargo de dicha institución. De esta forma, según datos estadísticos del período
comprendido entre 2005-2017, se verificaron 13.510 solicitudes de mediación por daños
en salud en el sector público, de las cuales 12.744 (94,3%) resultaron admisibles para
mediación y 11.920 (87,4%) lograron concluirse por decisión de las partes (Lagos y Bravo,
2020, pp. 211-215).

Por fin, mediante la Ley Nº 19.968, de 2004, que creó los Tribunales de Familia, la
mediación también pasó a ocupar un rol preponderante en materia del Derecho de
familia. En efecto, si bien en este ámbito originalmente se estableció un sistema de
mediación facultativa o voluntaria de carácter intraprocesal (a cargo de mediadores
externos al Poder Judicial), no es menos cierto que a partir de la Ley Nº 20.286, de 2008,
dicho sistema se modificó a objeto de establecer una mediación previa y obligatoria para
asuntos de alimentos, cuidado personal y régimen de relación directa y regular. De esta
forma, frente a la coexistencia de una mediación de tipo facultativa y otra obligatoria, el
Derecho procesal de familia en nuestro país pasó a ostentar una fisonomía híbrida o
mixta, dependiendo de la naturaleza del asunto controvertido. Todo ello nos habla, por
tanto, de un instituto cuyo fin de política pública aspira a una doble consideración: por
una parte, mejorar el acceso a la justicia ofreciendo respuestas más adecuadas a la
naturaleza de los conflictos; y, por otra, propender a mejorar la gestión de los tribunales
de familia contribuyendo a su descongestionamiento (Contreras, 2021a, p. 34).

Ahora bien, se consideran como características de la mediación los siguientes tópicos:

1. Es método autocompositivo extrajudicial, puesto que, a pesar de existir un litigio


pendiente, el acuerdo se alcanza por regla general fuera del proceso e, incluso, como
sucede en materia de familia, de forma previa al juicio;

2. Es un medio autocompositivo indirecto o asistido, puesto que no se contempla la


asistencia de un tercero, denominado mediador, para que sin poder decisorio asesore a
las partes a fin de que sean ellas las que determinen las condiciones bajo las cuales
pueden llegar a poner término al conflicto;
3. Constituye un acto jurídico-procesal flexible, informal y creativo, toda vez que la
mediación no tiene etapas preestablecidas, ni menos requisitos materiales que
condicionen la búsqueda de solución al conflicto. No obstante ello, en caso de llegar a
acuerdo sobre todos o algunos de los puntos sometidos a mediación, se deberá dejar
constancia de ello en un acta de mediación, la cual, luego de ser leída por los
participantes, será firmada por ellos y por el mediador, quedando una copia en poder de
cada una de las partes;

4. El proceso de mediación es esencialmente confidencial, tanto para las partes, como


para el mediador y los terceros; y,

5. En ciertos ámbitos y con el afán de dar celeridad y flexibilidad al procedimiento, se


prevé la posibilidad de efectuar la mediación por vía remota mediante videoconferencia.
Así, por ejemplo, a través de la Ley Nº 21.394, de 30 de noviembre de 2021, se incorporó
el nuevo art. 109 bis en la LJF, precisamente con el fin de dar la posibilidad que la
mediación se efectúe por vía telemática. De esta forma, “la mediación, con acuerdo de las
partes, se podrá realizar vía remota mediante videoconferencia según lo dispuesto en el
artículo 109 bis, si el mediador contare con los medios tecnológicos para ello. Ambas
partes podrán comparecer remotamente, o bien, una de ellas podrá hacerlo de manera
remota y la otra en las dependencias del mediador o del Centro de Mediación, si así lo
convinieren”.

6.3. La heterocomposición

La heterocomposición es aquel método de solución de conflictos en virtud del cual un


tercero imparcial e independiente, actuando de forma individual o colegiada, emite una
decisión supra-partes para la justa composición del litigio. De este modo, a diferencia de
lo que sucede en la autocomposición, en la heterocomposición será un tercero —y no las
partes— quien deberá brindar la solución al conflicto mediante la decisión que emita.

Luego, a la luz de las exigencias del paradigma del Estado Constitucional, la razón por la
cual el tercero imparcial interviene en la solución del conflicto radica en que este ejerce
una función pública denominada jurisdicción, la cual, lejos de buscar solo y
exclusivamente la mera solución de la controversia, reclama también de una decisión
dotada de legitimidad tanto en los hechos cuanto en el Derecho. De allí que
contemporáneamente se exija no solo considerar la tarea decisoria del órgano
jurisdiccional, sino que también el establecimiento concreto de los hechos materia del
proceso y, principalmente, la relevancia del deber de motivación de la concreta decisión
judicial. De este modo, partiendo de la base de que el Derecho, de no cumplirse
espontáneamente por los coasociados, puede y debe aplicarse por órganos imparciales e
independientes, nuestro constituyente es enfático en señalar en su art. 76 inc. 1º:

“La facultad de conocer de las causas civiles y criminales, de resolverlas y de hacer


ejecutar lo juzgado, pertenece exclusivamente a los tribunales establecidos por la ley. Ni el
Presidente de la República ni el Congreso pueden, en caso alguno, ejercer funciones
judiciales, avocarse causas pendientes, revisar los fundamentos o contenido de sus
resoluciones o hacer revivir procesos fenecidos”.

Ahora bien, para que se ponga en movimiento el ejercicio de la función jurisdiccional es


menester que se ejerza una acción. Esto, porque la posibilidad jurídicamente encuadrada
de recabar los proveimientos jurisdiccionales necesarios para obtener un
pronunciamiento de fondo y, en su caso, la ejecución respecto de la pretensión litigiosa
(Alcalá-Zamora, 2018, p. 220), requiere de un derecho público subjetivo capaz de asegurar
la actuación del órgano jurisdiccional en aras de buscar precisamente la solución del
litigio. No en vano, nuestra CPR asegura a todas las personas “la igual protección de la ley
en el ejercicio de los derechos” (art. 19 Nº 3 inc. 3º), seguida del “derecho de presentar
peticiones a la autoridad, sobre cualquier asunto de interés público o privado, sin otra
limitación que la de proceder en términos respetuosos y convenientes”. De allí que
reclamada su intervención en forma legal y en negocios de su competencia, los tribunales
de justicia no puedan excusarse de ejercer su función jurisdiccional, ni aun a pretexto de
falta de regla que resuelva la contienda o asunto sometido a su decisión.
Con todo, la sentencia que se debe dictar por el órgano jurisdiccional solo resulta eficaz en
la medida que se dicte dentro de un proceso legalmente tramitado. Esto, pues, si bien
toda persona puede concurrir a los tribunales para poner en movimiento la función
jurisdiccional, no es menos cierto que esta debe ejercerse con sujeción a una serie de
actos jurídico-procesales, vinculados y estructurados entre sí, con miras de brindar las
formas y las garantías mínimas de razonabilidad y justicia que legitimen la decisión. Desde
luego, dichas garantías serán vastas y numerosas dependiendo del tipo de sistema
procesal de que se trate. Pero, con independencia de ello, la idea que teleológicamente
evoca el proceso implica casi siempre lo siguiente: “una secuencia o serie de actos que se
desenvuelven progresivamente, con el objeto de resolver, mediante un juicio de
autoridad, el conflicto sometido a su decisión” (Couture, 1958, pp. 121 y 122).

Ahora bien, bajo esta línea no se puede desconocer que el proceso es tan solo uno de los
tantos componentes que dan vida a los diversos sistemas de justicia. Ello, pues, a
diferencia de la visión tradicional que impera en nuestro medio, los sistemas procesales
exceden la mera canalización del conflicto a través de proceso, posicionándose con
realidades extraordinariamente dinámicas y cuya complejidad demanda una superación
de la forma clásica de cómo concebir la heterocomposición. Una demanda, por cierto, que
exige no solo comprender el proceso judicial de forma abierta y dinámica, sino también
todos los elementos y factores que convergen en su realidad concreta. Piénsese, p. ej., en
la gestión judicial de casos y la importancia de considerar el valor y/o peso de un caso
específico dentro del universo de causas que actualmente son conocidas por los
tribunales. En ellas, dada la asignación proporcional de los limitados recursos judiciales,
confluyen ciertamente no solo criterios asociados a la importancia y complejidad de cada
asunto, sino que también factores de urgencia, cuantía y situación económica de las
partes con el fin de asegurar precisamente una solución justa y equitativa en cada caso
(García y Fuentes, 2020, p. 119). No se trata, por ende, de obviar la importancia del
proceso como instrumento potencialmente idóneo para resolver los conflictos de
relevancia jurídica, sino de dejar en claro que para el desenvolvimiento fáctico del proceso
se requiere un plus extra: esto es, un sinnúmero de factores personales, económicos, de
infraestructura y de gestión que, compartiendo una sinergia estructural y humana,
permiten que la idea abstracta y teológica que encarna el proceso (en base a un conocer,
resolver y ejecutar) se haga patente en un sistema procesal eficiente y racional.

ACTIVIDADES DE APLICACIÓN

1. ¿Qué es el Derecho procesal desde una óptica contemporánea?

2. ¿Que el Derecho procesal sea una rama del Derecho Público involucra que sus
normas son exclusivamente de orden público?

3. ¿Es posible en nuestra disciplina seguir manteniendo una tesis unitaria de la teoría
general del proceso?

4. Indague cuáles son los postulados fundamentales de la tesis dualista del Derecho
procesal.

5. ¿Cuál es la visión que se debería asumir del Derecho procesal desde el prisma del
Estado constitucional y democrático de Derecho?

6. ¿Qué involucra asumir la visión atomista y proceso-céntrica en el tratamiento de lo


procesal?

7. ¿Cuáles son las fuentes directas del Derecho procesal?

8. ¿Cuál es la importancia de la Constitución en materia procesal?

9. ¿Qué son las normas de competencia en materia procesal?

10. ¿Señale qué es la autotutela y cuáles son sus características esenciales?

11. Indague las diferencias entre el debido proceso y la tutela judicial efectiva.

12. Delimite la importancia de los MASC en relación con sus características esenciales.
13. ¿Qué es la heterocomposición y cuál es su relevancia desde el punto de vista
iusfundamental?

CAPITULO II

Capítulo II
La ley procesal

1. Generalidades
Que la ley sea fuente directa del Derecho procesal no es una cuestión antojadiza ni menos
gratuita. En efecto, frente a las críticas formuladas por la Ilustración al actuar despótico y
arbitrario de las monarquías absolutas, una de las formas de evitar la dictación de
resoluciones judiciales carentes de fundamento racional fue exaltar la vinculación del juez
a la ley. De allí que, como corolario natural del principio de imparcialidad e independencia,
la ley se posicionara como garantía mínima de certidumbre y seguridad para garantizar la
razonabilidad, previsibilidad e igualdad ante la justicia. De esta forma, el juez se
transformó en una suerte de “esclavo de la ley”, lo cual redundó en que sus decisiones no
debían, ni aun con los más plausibles motivos, desviarse de su genuino sentido y alcance.
No en vano, a juicio de don Andrés Bello, “puede muchas veces parecer al juez una lei
injusta; puede creerla temeraria; puede encontrar su opinión apoyada en doctrinas que le
parezcan respetables, i puede ser que no se equivoque en su concepto; pero, con todo, ni
puede obrar contra esa lei, ni puede desentenderse de ella, porque sí en los jueces
hubiera tal facultad, no ya por las leyes se reglarían las decisiones, sino por las particulares
opiniones de los magistrados” (Bello, 1885, p. 202).
En este escenario liberal, por ende, luego de alcanzada la independencia política en
nuestro país, no fue extraño que se iniciara un proceso codificador tendiente a reemplazar
la legislación heredada de la monarquía española. Muchos consideraron, en efecto, que la
referida independencia no quedaba perfeccionada ni menos aún consolidada, mientras no
se generaran nuevas leyes que rompieran el último lazo que aún nos ataba a la vieja
Metrópolis. Por este motivo, con el fin de dar sistematicidad y orden a las diversas leyes
procesales, a fines del siglo XVIII y comienzos del XIX se alzó en nuestro país la codificación
procesal como un fenómeno tendiente a reglamentar la organización y atribuciones de los
tribunales de justicia, así como los diversos procedimientos a los cuales se deben someter
los asuntos civiles y penales. De esta forma, el proceso codificador en área procesal se
puede decir que da cierre al período de fijación del Derecho en Chile, cuya característica
principal fue la ordenación sistemática de preceptos y normas legales referentes al ámbito
procesal.
En consecuencia, a partir de lo anterior, se consolidaron como fuentes legales básicas del
Derecho procesal en Chile: el Código Orgánico de Tribunales, de 9 de julio de 1943; el
Código de Procedimiento Civil, de 28 de agosto de 1902; el Código de Procedimiento
Penal, de 12 de junio de 1906; el Código Procesal Penal, de 12 de octubre de 2000; el
Código de Justicia Militar, de 23 de diciembre de 1925; y, por último, una infinidad de
leyes, decretos leyes y decretos con fuerza de ley que han modificado o complementado
los diferentes cuerpos legales anteriores y que iremos analizando a través de nuestro
estudio.

2. Concepto y clasificación
Una de las cuestiones más importantes de la teoría del Derecho consiste en señalar que el
objeto de las ciencias jurídicas lo constituye las normas jurídicas y, en la medida de su
trascendencia para la vida en sociedad, la forma a través de las cuales dichas normas son
aplicadas y acatadas por sus destinatarios (Kelsen, 2009, p. 115).
Sin embargo, la posibilidad de pensar en las normas jurídicas como paradigma propio del
Derecho procesal y, en particular, de las decisiones jurisdiccionales, depende de varias y
múltiples circunstancias. Una de ellas, por cierto, es entender a la norma jurídico-procesal
a partir de un sistema de reglas y principios de carácter simplemente “legal”, pero
también otra es comprenderla como un conjunto de prescripciones contextualizadas
desde el paradigma de la juridicidad. Desde esta última dimensión, la naturaleza procesal
de una norma jurídica no debería, pues, deducirse de la posición o lugar en que aparece
incluida, sino de su objeto concreto de regulación: por un lado, la formación de los
órganos jurisdiccionales, su organización y atribuciones; y, por otro, las formas y garantías
que subyacen en la conformación y marcha de los distintos procedimientos existentes.
Lo anterior no significa, naturalmente, desconocer que la ley constituye una fuente
esencial que disciplina el Derecho procesal y, por ende, que se encuentra dotada de una
fuerza autoritativa de una importancia fundamental. De hecho, la reserva de ley para
todos los actos de intervención en la esfera iusfundamental, dentro de cuyo ámbito se
encuentra ciertamente el Derecho procesal, es un elemento esencial para que los
derechos de las personas puedan estar jurídicamente protegidos y ser plenamente
aplicables en la realidad. Es más, si las cosas no fueran así no habría en este ámbito Estado
de Derecho, simplemente porque el imperio de la ley y su legitimidad se resquebrajarían
en aras de un latente activismo judicial. Por esta razón, lo que aquí se sostiene es que el
sentido y alcance de la ley procesal no puede interpretarse en abstracto y, en
consecuencia, no debe divorciarse del contexto ius fundamental que rodea a todas y cada
una de las garantías que inciden en su configuración. No en vano, considerando la
integración de la legalidad desde la óptica de la juridicidad, la CorteIDH ha sostenido:
“La Corte es consciente que los jueces y tribunales internos están sujetos al imperio de la
ley y, por ello, están obligados a aplicar las disposiciones vigentes en el ordenamiento
jurídico. Pero cuando un Estado ha ratificado un tratado internacional como la Convención
Americana, sus jueces, como parte del aparato del Estado, también están sometidos a ella,
lo que les obliga a velar porque los efectos de las disposiciones de la Convención no se
vean mermadas por la aplicación de leyes contrarias a su objeto y fin, y que desde un
inicio carecen de efectos jurídicos. En otras palabras, el Poder Judicial debe ejercer una
especie de “control de convencionalidad” entre las normas jurídicas internas que aplican
en los casos concretos y la Convención Americana sobre Derechos Humanos. En esta
tarea, el Poder Judicial debe tener en cuenta no solamente el tratado, sino también la
interpretación que del mismo ha hecho la Corte Interamericana, intérprete última de la
Convención Americana” (caso Almonacid Arellano vs. Chile, sentencia de 26 de
septiembre de 2006, pf. 124).
Pues bien, sobre esta base, la dogmática procesal desde antiguo ha propuesto un
sinnúmero de conceptos relativos a la ley procesal. Así, atendiendo a su objeto de
regulación, Chiovenda la define corno “la norma reguladora de las condiciones y modos de
la actuación de la ley en el proceso, así como de la relación jurídico-procesal” (Chiovenda,
1922, p. 120). Por su parte, Gómez Orbaneja y Herce Quemada la conciben como “la
reguladora de la actividad jurisdiccional en el proceso y la que fija, en todos sus aspectos,
los presupuestos, el contenido y el desenvolvimiento de la relación jurídico-procesal”
(Gómez y Herce, 1976, p. 27). Y, finalmente, en nuestro país, Vargas y Fuentes la definen
como “la manifestación de la voluntad soberana que dispone quién y cómo ha de ponerse
término a una contienda” (Vargas y Fuentes, 2018, p. 65).
Sin perjuicio de lo anterior, y no obstante que en Chile no existe una definición legal sobre
la materia, cabe destacar que durante la tramitación de la ley de reforma constitucional
Nº 20.245, de 9 de enero de 2008, que agregó un nuevo inc. final al art. 77 de la CPR, se
dejó constancia expresa —en la historia fidedigna de su establecimiento— que la ley
procesal suponía:
“Aquella norma jurídica que dice relación con la organización de los tribunales de justicia,
con la determinación de sus atribuciones y competencias o con el establecimiento de las
normas de procedimiento a que deben someterse tanto los tribunales como las personas
que actúan en el proceso” (Mensaje Nº 1194-355, de 7 de diciembre de 2007).
De allí que la ley procesal pueda comprender normas orgánicas y normas funcionales,
dependiendo si regula al tribunal competente para conocer y decidir el asunto sometido a
su consideración, o bien el establecimiento de los procedimientos a través de los cuales se
aplica el Derecho vigente.
2.1. Las normas procesales orgánicas
Son aquellas que atañen a la constitución, organización y disciplina de los tribunales de
justicia, así como de los auxiliares de la administración de justicia, contemplando aspectos
relativos a sus nombramientos, inhabilidades e incompatibilidades que los afectan, sus
jerarquías, garantías y derechos, atribuciones y competencia, obligaciones y deberes, etc.
En nuestro sistema jurídico, estas normas están contenidas en la Constitución Política, en
el Código Orgánico de Tribunales, en el Código de Justicia Militar, en la Ley Nº 15.231
sobre Organización y Atribuciones de los Juzgados de Policía Local, en la Ley Nº 19.968
que crea los Tribunales de Familia, así como en una serie de leyes especiales que se
refieren a la competencia para conocer y juzgar ciertas materias específicas.
Ahora bien, de todas las leyes anteriores, la regulación orgánica más importante en
nuestro país se encuentra en la ley Nº 7.421 de 1943, conocida comúnmente como Código
Orgánico de Tribunales, en virtud de lo dispuesto en el art. 4º transitorio de la
Constitución de 1980. En ese sentido, el art. 77 de la CPR encargó de forma muy específica
a una ley orgánica (4/7) “la organización y atribuciones de los tribunales que fueren
necesarios para la pronta y cumplida administración de justicia en todo el territorio de la
República”, mandatando, del mismo modo, que “la misma ley señalará las calidades que
respectivamente deban tener los jueces y el número de años que deban haber ejercido la
profesión de abogado las personas que fueren nombradas ministros de Corte o jueces
letrados”. Sin embargo, a juicio de nuestro Tribunal Constitucional, la noción
“organización y atribuciones de los tribunales” debe ser interpretada en un sentido amplio
abarcando “no solo las materias que la Constitución ha confiado específica y directamente
a una ley orgánica constitucional […], sino también aquellas que constituyen el
complemento indispensable de las mismas” (STC Rol Nº 442-2005, de 11 de mayo de
2005, cons. 8). De allí que, en consecuencia, toda norma jurídico-procesal (sea de carácter
orgánico o funcional) se califique como tal no por su ubicación concreta en el COT, sino
más bien por su naturaleza y objeto específico de regulación. En otras palabras, “si la ley,
por su contenido, tiende a describir ese tipo tan particular de relación continuitiva y
dinámica que denominamos proceso y que se revela por esa noción que va desde la
demanda hasta la ejecución; si encontramos esa nota; si hallamos en ella la descripción de
cómo se debe realizar u ordenar el cúmulo de actos tendientes a la obtención de una
decisión judicial susceptible de ejecución coactiva por parte de los órganos del Estado, esa
ley será procesal y entonces estaremos frente al tema que tenemos necesidad de tratar”
(Couture, 1948, p. 47).
2.2. Las normas procesales funcionales
Son aquellas que rigen la tramitación del proceso para los efectos de la correcta y justa
composición del litigio. En el ámbito procesal penal, se manifiestan en un sinfín de reglas y
principios relativos a la investigación del hecho constitutivo de delito, los procedimientos
que determinan la participación punible o, en su caso, la inocencia del imputado,
incluyendo ciertamente todas las actuaciones y diligencias cuyo fin sea el esclarecimiento
de los hechos de que se trata. En el ámbito procesal civil, por su parte, dan cuenta de
todos los trámites, actuaciones y diligencias que posibilitan la ritualidad y marcha de los
distintos procedimientos, incluyendo, ciertamente, las reglas y principios que disciplinan la
tramitación digital de los procedimientos judiciales, las notificaciones, las pruebas, los
recursos, así como cualquiera otra norma referente al orden consecutivo que rige en los
distintos procedimientos civiles.
En nuestro Derecho, dentro de los cuerpos legales que aglutinan un mayor número de
normas procesales funcionales destacan el Código de Procedimiento Civil (CPC) y el Código
Procesal Penal (CPP). Tratándose del primero, fue aprobado mediante la Ley Nº 1.552,
promulgada el 28 de agosto de 1902 y publicada el 30 de agosto del mismo año, bajo el
gobierno del presidente Germán Riesco. Gracias a la figura de la vacancia legal, comenzó a
regir el 1º de marzo de 1903 y derogó a todas las leyes procesales civiles preexistentes a la
fecha. Según se desprende de su art. 1: “Las disposiciones de este Código rigen el
procedimiento de las contiendas civiles entre partes y de los actos de jurisdicción no
contenciosa, cuyo conocimiento corresponda a los Tribunales de Justicia”. A razón de ello,
las normas del CPC se han mantenido como legislación común y supletoria respecto de
toda gestión, trámite y actuación que no esté sometida a una regla especial diversa,
cualquiera que sea su naturaleza. De este modo, abarcando 925 artículos más un artículo
final, el CPC consta de cuatro libros: el primero, que fija las reglas comunes a todo
procedimiento; el segundo, referente a la tramitación del juicio ordinario de mayor
cuantía; el tercero, dedicado a la regulación de los diferentes procedimientos civiles
especiales; y, el cuarto, destinado a reglamentar los actos de jurisdicción no contenciosa.
El Código Procesal Penal, por su parte, fue aprobado mediante la Ley Nº 19.696,
promulgada el 29 de septiembre de 2000 y publicada el 12 de octubre del mismo año.
Entró en vigencia paulatinamente en las distintas regiones del país, entre el 16 de
diciembre de 2000 y el 16 de junio de 2005, bajo el gobierno del presidente Ricardo Lagos.
A partir de ello, se produce entonces el abandono paulatino del vetusto Código de
Procedimiento Penal de 1906, sustituyéndose, de forma gradual, por un sistema de
justicia penal de raigambre acusatoria, oral y pública, cimentado, por lo demás, en el
respeto de los derechos y garantías esenciales del imputado y de los demás intervinientes
del proceso penal. De este modo, abarcando 485 artículos permanentes y un artículo
transitorio, el CPP se divide en 4 libros: el primero, denominado “disposiciones generales”;
el segundo, referente al procedimiento ordinario penal; el tercero, llamado “recursos”; y,
el cuarto, dedicado a los procedimientos especiales y de ejecución.
Ahora bien, sin perjuicio de lo ya analizado, conviene recalcar que —para un sector de
nuestra jurisprudencia— tanto las normas procesales orgánicas como las funcionales
responderían al concepto genérico de normas “ordenatoria litis”, en oposición a las
llamadas normas sustantivas o “decisoria litis”. Las primeras, según lo ha sostenido
nuestra jurisprudencia, serían “aquellas normas de índole netamente procesal que se
encargan de regular las formalidades procedimentales en juicio, por ejemplo, las que
regulan la oportunidad para hacer valer la cosa juzgada, las dirigidas a fijar la competencia
específica de los jueces o las que reglan el nombramiento de un administrador pro
indiviso” (SCS, Rol Corte Nº 91.117-2021, de 1 de junio de 2022, cons. 13º); las segundas,
por el contrario, involucrarían a “todas aquellas disposiciones que tienen incidencia
determinante en la resolución del asunto litigioso” (SCS, Rol Corte Nº7861-2011, de 7 de
noviembre de 2011, cons. 6º). De esta forma, mientras las normas procesales
especificarían qué órgano, bajo qué circunstancias y de acuerdo a qué procedimiento se
resolverá el asunto, las normas sustantivas servirían “in concreto” para determinar cómo y
bajo qué regla material de fondo se pone fin a la controversia.
Tal distinción, por lo demás, propia de la aplicación práctica del recurso de casación en
materia procesal civil, pone de relevancia la clásica dicotomía existente entre lo sustantivo
y lo adjetivo, que, según vimos en el capítulo precedente, es una distinción que no se
condice con el rol autónomo y iusfundamental del Derecho procesal contemporáneo. En
efecto, las normas procesales no pueden desconectarse de los diversos casos concretos,
dado precisamente el carácter sustantivo de los derechos y garantías que modelan su
estructuración. De allí que resulte sumamente complejo —por no decir artificial— trazar
una frontera nítida entre forma y substancia, desconociendo, de paso, el carácter
integrativo y convergente de reglas y principios que materializan la aplicabilidad de
derechos fundamentales. No en vano, a juicio de algunos autores, “la distinción misma
entre reglas procesales y reglas substantivas es una distinción que, aunque útil en muchos
contextos, no pertenece a la estructura profunda del Derecho” (Atria, 2017, p. 117). Por
este motivo, quien se proponga analizar la teoría de la ley procesal —al alero de una visión
contemporánea de completitud de los sistemas normativos— debería insistir en realzar
“lo sustantivo del procedimiento y lo procedimental de lo sustantivo”, precisamente con
el objetivo de evitar la distribución errada de los riesgos que se asumen en todo
pronunciamiento judicial (Pérez, 2018, p. 277).
Sobre esta base, considerando la complejidad y diversidad de los distintos actos jurídico-
procesales que rigen por mandato de la ley, cabe preguntarnos cuáles son los efectos de la
ley procesal en el tiempo y en el espacio. Esto, porque dependiendo el tipo de norma
jurídico-procesal de que se trate, la ley procesal regirá y se aplicará con criterios
específicos en los cuales desplegará sus efectos.

3. Efectos de la ley procesal chilena


3.1. La ley procesal en el tiempo
Para adentrarnos en esta materia, tenemos que realizar ciertas preguntas indispensables
para perfilar nuestro objeto de estudio: esto es, ¿desde cuándo y hasta cuándo rige la ley
procesal? ¿Puede la ley procesal regular situaciones acaecidas con anterioridad a su
efectiva entrada en vigencia? ¿Qué sucede si en el curso de un procedimiento iniciado
bajo el imperio de una ley se dicta una nueva ley que lo modifica o deja sin efecto?
¿Puede regir y seguir produciendo efectos una ley procesal después de su derogación?
Tales interrogantes, naturalmente, pueden ser respondidos desde diversos enfoques y
posturas. Sin embargo, para efectos metodológicos, trazaremos tres criterios comunes
con los cuales deben ser abordados.
En primer lugar, desde el punto de vista de la relación que se da entre el tiempo de
vigencia de la ley y el tiempo en que acaece el hecho al que se aplica, se debe reconocer
como regla general la denominada actividad, esto es, la ley procesal solo opera respecto
de hechos que acaecen desde su efectiva entrada en vigencia. De este modo, una vez
promulgada y publicada en el Diario Oficial se entiende que la ley procesal rige y opera
respecto de situaciones futuras. Así lo dispone, por lo demás, enfática y categóricamente
el inc. 1º del art. 9º del CC: “La ley puede sólo disponer para lo futuro, y no tendrá jamás
efecto retroactivo”.
En segundo lugar, que la regla general sea la actividad en cuanto manifestación del
principio de seguridad y certeza jurídica, no quiere decir que existan circunstancias de
extractividad de la ley procesal, esto es, casos en los cuales la ley procesal rige para
situaciones anteriores y/o posteriores a su entrada en vigencia. Y ello por una razón muy
simple: la extensión del referido art. 9º del CC es de naturaleza simplemente legal y, por
ende, nada obsta a que sea el mismo legislador quien establezca a través de otra ley
posterior efectos propios de extractividad. Así, según lo ha sostenido nuestra
jurisprudencia: “El principio de irretroactividad establecido en el artículo 9 del Código Civil
no obliga al legislador, porque no está escrito en la Constitución sino en una ley. En
consecuencia, el legislador puede dictar leyes retroactivas; si tiene poder para derogar las
leyes, con mayor razón lo tiene para darles efecto retroactivo. Todavía cabe decir que
como la disposición del artículo 9 del Código Civil no tiene carácter constitucional, puede
ser alterada o modificada por una ley posterior” (SCS, 22 de agosto de 1935, RDJ, t. 32, sec
1ª, p. 499; SCS, 10 de abril de 1957, RDJ, t. 54, sec. 1ª, p. 47; SCS, 15 de junio de 1966, RDJ,
t. 63, sec. 1ª, p. 201). De este modo, hay que distinguir dos tipos preferente de
extractividad procesal: por un lado, la retroactividad, que se da cuando una ley rige un
hecho acaecido con anterioridad a su entrada en vigencia; y, por otro, la ultractividad, que
se verifica cuando se la aplica a un hecho acaecido con posterioridad a su derogación.
Por último, y frente a posibles conflictos de temporalidad de la ley procesal vinculados a la
citada extractividad, se debe observar el siguiente orden de prelación a efectos de fijar el
alcance y la prioridad de la ley procesal antigua versus la ley procesal nueva:
a) En primer término, se debe atender a los límites constitucionales y, si se trata de
normas procesales con efecto retroactivo, se deben respetar las normas del derecho de
propiedad del art. 19 Nº 24 inc. 3º de la CPR (por su importancia con la cosa juzgada) y del
derecho a la libertad personal del art. 19 Nº 3 incs. 7º y final de la CPR (por su relevancia
en el principio in dubio pro imputado). A estos límites constitucionales, además, se debe
agregar el art. 77 inc. final de la CPR, el cual, incorporado por Ley Nº 20.245 de 2008, se
encarga de fijar un límite temporal a la retroactividad de la ley procesal tanto en su faz
orgánica como funcional: “La ley orgánica constitucional relativa a la organización y
atribuciones de los tribunales, así como las leyes procesales que regulen un sistema de
enjuiciamiento, podrán fijar fechas diferentes para su entrada en vigencia en las diversas
regiones del territorio nacional. Sin perjuicio de lo anterior, el plazo para la entrada en
vigor de dichas leyes en todo el país no podrá ser superior a cuatro años”;
b) En segundo término, si se trata de leyes procesales que no transgreden los límites
constitucionales antes indicados, se debe recurrir a las disposiciones transitorias, esto es,
normas contenidas en la nueva ley que regulan el tránsito entre esta y la antigua ley,
solucionando cualquier conflicto de intertemporalidad que se presente; y,
c) En tercer lugar, si la nueva ley no contiene disposiciones transitorias o estas son
incompletas o insuficientes, se debe recurrir a la Ley sobre Efecto Retroactivo de las Leyes
(LERL) del año 1861, la cual, entre otras materias, regula aspectos vinculados
precisamente a las leyes procesales y su eficacia en el tiempo.
Ahora bien, sentadas las anteriores generalidades, conviene advertir que lo usual en
nuestra disciplina es que el sentenciador aplique la ley procesal que se encuentra vigente
al momento de la sentencia y que también estaba rigiendo al tiempo del acaecimiento del
hecho que se enjuicia. En este caso, por ende, hay actividad de la ley procesal en el
sentido arriba indicado. Sin embargo, como también ya se señaló, existen casos en los
cuales el legislador apela a la retroactividad, con la finalidad de ofrecer razones operativas
y pragmáticas que brinden estabilidad a ciertas garantías protegidas frente al cambio
legal. De allí, por ende, que el desenvolvimiento temporal y sucesivo del proceso exija casi
de modo insoslayable la necesidad de incluir disposiciones transitorias, las cuales, en tanto
normas jurídicas incluidas en la nueva ley, tienen por finalidad contemplar soluciones de
intertemporalidad frente a problemas referentes a la organización y atribuciones de los
tribunales de justicia, o bien a la sustanciación y/o ritualidad de los diversos
procedimientos.
Sin embargo, cabe destacar que las disposiciones transitorias no siempre consiguen
prevenir los problemas de temporalidad existentes entre la antigua y la nueva ley
procesal. Un ejemplo de ello lo podemos apreciar con la ley Nº 20.886 de 2015, la cual
estableció por primera vez en nuestro país la obligatoriedad en la tramitación digital de los
procedimientos judiciales y, en particular, de todas aquellas causas que conozcan los
tribunales indicados en los incs. 2º y 3º del art. 5º del COT. En efecto, dicha normativa
contempló en su artículo 2º transitorio lo siguiente:
“Las disposiciones de esta ley sólo se aplicarán a las causas iniciadas con posterioridad a
su entrada en vigencia. Las causas se entenderán iniciadas desde la fecha de presentación
de la demanda o medida prejudicial, según corresponda”.
De esta forma, de acuerdo a la disposición transitoria referida, esta ley solo se aplica a las
causas iniciadas con posterioridad a su entrada en vigencia y las causas se entienden
iniciadas desde la fecha de presentación de la demanda o medida prejudicial, según
corresponda. Esto significa, en otras palabras, que todas aquellas causas iniciadas antes de
2016 (año de su entrada en vigencia gradual en nuestro país) estarán regidas por las
disposiciones de la antigua ley, por lo que los litigantes seguirán estando sujetos a las
cargas procesales que se suprimen o eliminan con la citada normativa. Empero, y pese a
su aparente claridad, cabe destacar que nuestra Excma. Corte Suprema ha interpretado la
citada disposición transitoria en un sentido diverso, señalando: “el sentido y alcance de
esta disposición transitoria es limitado, toda vez que únicamente se refiere al respaldo
material constituido por el expediente físico que ahora pasó a ser electrónico […] Es en
razón de aquello que, para realizar la transición, se decidió que las causas anteriores a la
vigencia de la ley, que ya contaban con un expediente material, podrían seguir
tramitándose de aquel modo” (SCS, Rol Corte N° 28.507-2018, de 4 de noviembre de
2019, cons. 7º). Por este motivo, dado el objetivo específico del referido art. 2º transitorio,
el sentido y alcance en la vigencia de la ley de tramitación electrónica debe interpretarse
como una ley procesal cuyas normas rigen “in actum”, no correspondiendo, por tanto,
exigir el cumplimiento de ciertas cargas procesales a los litigantes (como “hacerse parte”
en segunda instancia) no obstante haberse iniciado el procedimiento antes de la efectiva
entrada en vigencia de la citada normativa.
Crónica
FUENTE www.diarioconstitucional.cl - 17 de agosto de 2018
Ley Nº 20.886.
CS determina que la carga procesal de hacerse parte en Tribunales Superiores se
encuentra derogada
A la fecha del pronunciamiento de la resolución que declara desierta la apelación de la
reclamante, se encontraba vigente la Ley de Tramitación Electrónica.
La Corte Suprema, conociendo recientemente de un recurso de queja estableció que la
carga procesal de hacerse parte en la Corte de Apelaciones de Santiago y en la Corte
Suprema ha sido derogada a contar de la entrada en vigencia de la Ley de Tramitación
Electrónica (Ley Nº 20.886)
En el caso de la Ley Nº 20.886, aduce el fallo, el artículo primero transitorio estableció una
fecha concreta para la entrada en vigencia, a contar de la fecha de su publicación. En
concreto, para las causas que se tramitan ante los tribunales que ejerzan jurisdicción en
los territorios jurisdiccionales de la Corte de Apelaciones de Santiago, el plazo era de 1 año
a contar de la publicación, realizada el 18 de diciembre de 2015.
Así, como se observa, a la fecha del pronunciamiento de la resolución que declara desierta
la apelación de la reclamante, se encontraba vigente la Ley de Tramitación Electrónica,
que eliminó la carga procesal de hacerse parte en segunda instancia dentro del plazo de
cinco días desde el ingreso de los autos a la Secretaría, razón por la que no resultaba
procedente que el tribunal de alzada capitalino exigiera su cumplimiento y aplicara la
sanción prevista en el antiguo texto del artículo 200 del Código de Procedimiento Civil.
A continuación, manifiesta la Corte Suprema que no cambia la anterior conclusión, el
texto del artículo segundo transitorio, que dispone: “Las disposiciones de esta ley sólo se
aplicarán a las causas iniciadas con posterioridad a su entrada en vigencia. Las causas se
entenderán iniciadas desde la fecha de presentación de la demanda o medida prejudicial,
según corresponda”. En efecto, el sentido y alcance de esta disposición transitoria es
limitado, toda vez que únicamente se refiere al respaldo material constituido por el
expediente físico que ahora pasó a ser electrónico. La tramitación electrónica que
constituyó el eje de la reforma, involucró un cambio esencial relacionado con la
materialidad del expediente, el que se elimina.
Es en razón de aquello que, para realizar la transición, se decidió que las causas anteriores
a la vigencia de la ley, que ya contaban con un expediente material, podrían seguir
tramitándose de aquel modo. Este es el único objeto que tuvo la norma segunda
transitoria, que constituye una norma excepcionalísima, que debe ser interpretada en
forma restrictiva y en armonía con la naturaleza de la ley procesal y con la expresa
disposición de vigencia consagrada en el artículo primero transitorio antes referido,
concluye de esa manera el máximo Tribunal.
Con todo, como ya se indicó, a falta de las referidas disposiciones transitorias, se debe
atender a los arts. 23 y 24 de la LERL. Ello, pues, como lo ha sostenido nuestra Excma.
Corte Suprema: “antes de aplicar la Ley sobre Efecto Retroactivo de las Leyes es necesario
comprobar si existen en la nueva ley las normas o disposiciones transitorias y sólo en
ausencia de ellas, o si las que se han dictado presentan vacíos, corresponde acudir a las
reglas de dicha Ley sobre Efecto Retroactivo” (SCS, Rol Corte Nº 9670-2012, de 6 de enero
de 2014, cons. 8º). Ahora bien, sobre esta base, para una correcta interpretación y
aplicación de la LERL, la dogmática procesal suele distinguir la naturaleza de las leyes
procesales de que se trata e identificarlas en sus aspectos orgánicos y funcionales.
Así, en primer lugar, tratándose de normas procesales orgánicas, estas por referirse a la
organización y atribuciones de los tribunales de justicia son de orden público y, por
consiguiente, cualquier disposición que las modifique debe aplicarse inmediatamente (“in
actum”). Esto se admite sin dificultad principalmente porque el art. 19 Nº 3 inc. 5º de la
CPR, es enfático en señalar: “nadie podrá ser juzgado por comisiones especiales, sino por
el tribunal que señalare la ley y que se hallare establecido por ésta con anterioridad a la
perpetración del hecho”. De allí que la legalidad en el juzgamiento constituya no solo un
derecho fundamental asegurado a toda persona para ser juzgada por el tribunal que
señale la ley, sino que también represente “un elemento básico para la seguridad jurídica,
pues impide que el juzgamiento destinado a afectar sus derechos y bienes se realice por
un tribunal o un juez distinto del órgano permanente, imparcial e independiente a quien
el legislador haya confiado previamente esta responsabilidad que se cumple por las
personas naturales que actúan en él” (STC, Rol Nº 554-2006, de 30 de enero de 2007,
cons. 17º).
En segundo lugar, en lo referente a normas funcionales referentes a leyes del
procedimiento, esto es, las que regulan la sustanciación y ritualidad de los juicios, hay que
hacer un nuevo distingo. Esto porque como lo ha sostenido un sector importante de la
doctrina (Chiovenda, 1922, pp. 122 y ss.), para una adecuada comprensión del régimen de
la aplicación de la ley procesal en el tiempo debe distinguirse entre a) los procesos
terminados; b) los procesos no iniciados; y, c) los procesos pendientes.
a) Si el proceso se halla totalmente terminado, la solución no puede ser otra que la
inmutabilidad de lo ya dictaminado, toda vez que, por la autoridad de la cosa juzgada, se
impide volver a discutir lo ya resuelto entre las mismas partes, mismo objeto pedido y
misma causa de pedir. Incluso es más, se ha sostenido que la cosa juzgada beneficia a
todos a quienes aprovecha el fallo, motivo por el cual la situación jurídica que se reconoce
en un fallo firme o ejecutoriado no puede ser destruida sin contravenir el derecho de
propiedad señalado en el art. 19 Nº 24 de la CPR (SCS, 23 de junio de 1980, RDJ, t. 77, sec.
1ª, p. 49). Al respecto, nuestra Excma. Corte Suprema ha señalado: “que la cosa juzgada
como institución jurídica se vincula tradicionalmente al efecto que produce la
inmutabilidad de las sentencias firmes o ejecutoriadas, evitando el pronunciamiento sobre
un asunto ya resuelto con anterioridad” (SCS, Rol Corte Nº 4416-04, de 13 de septiembre
de 2006, cons. 5º). Por tanto, “ni el Presidente de la República ni el Congreso pueden
ejercer funciones judiciales, avocarse causas pendientes, revisar los fundamentos o
contenido de sus resoluciones o hacer revivir procesos fenecidos, de lo que se colige la
improcedencia de la revisión de procesos ya terminados por sentencia que produce cosa
juzgada. La única excepción a ello la constituye el recurso de revisión del que conoce la
Corte Suprema y que, en todo caso, tiene causales muy específicas establecidas en el
artículo 810 del Código de Procedimiento Civil” (SCS, Rol Corte Nº 21.015- 2020, de 5 de
agosto de 2020, cons. 7º).
b) Si el proceso no se ha iniciado, la regla general es que se tramitará por la ley vigente al
momento de su iniciación y no según aquella que regía cuando aconteció el supuesto
fáctico que motiva el juicio (art. 22 Nº 1 LERL). La nueva ley, por ende, tendrá efectos
inmediatos y se aplicará “in actum”, rigiendo con preeminencia sobre la normativa
antigua, salvo norma especial diversa.
Sin embargo, una excepción importante en esta materia guarda relación con los medios
de prueba establecidos para acreditar los contratos. Así, de conformidad al art. 23 de la
LERL, pese a haberse dictado una nueva ley procesal:
“Los actos o contratos válidamente celebrados bajo el imperio de una ley podrán probarse
bajo el imperio de otra, por los medios que aquélla establecía para su justificación; pero la
forma en que debe rendirse la prueba estará subordinada a la ley vigente al tiempo en
que se rindiere”.
Por ejemplo, si al tiempo de celebrarse un contrato la acción de nulidad del mismo se
puede acreditar por instrumentos públicos o privados y, producto de la nueva ley, se
puede probar solo por instrumentos públicos. En este caso, subsisten los medios de
prueba autorizados por la ley vigente al tiempo de la celebración del contrato, vale decir,
que la acción de nulidad derivada del contrato puede acreditarse mediante instrumentos
públicos y privados, aun cuando la nueva ley hubiere suprimido la posibilidad de usar
como medio de prueba los instrumentos privados. Empero, la forma de presentación y
rendición de tales medios de prueba se regirá por las disposiciones de la nueva ley vigente
al momento de diligenciarlas. Esto quiere decir, por tanto, que si la antigua ley señalaba
que los instrumentos se presentaban en juicio con conocimiento y la nueva exige que se
acompañen con citación, esta última normativa es la que rige y prima por sobre la
anterior.
Con todo, cabe destacar que la aplicación en el tiempo de la regulación anterior tampoco
ha estado ausente de controversias. Esto, porque a pesar de su aparente completitud, la
normativa en comento claramente da cuenta de una regulación de la prueba judicial que
hoy resulta insuficiente. El ejemplo más latente de ello, a partir de ciertos casos de la
justicia de familia, se ha presentado con el cambio de legislación en materia de prueba de
la paternidad y de la determinación de la filiación extramatrimonial. Esto, porque el art.
199 del CC originalmente establecía que la negativa injustificada del demandado a
practicarse un examen de ADN haría presumir judicialmente la paternidad, lo cual,
después de la dictación de la Ley Nº 20.030 de 2005, cambió en el sentido de que hoy tal
negativa se considera una presunción legal de paternidad. Como se ve, tras el paso de una
presunción judicial a una presunción legal de paternidad, lo que se modificó no fue el
medio de prueba (puesto que siempre se habló de la prueba de ADN), ni tampoco de la
forma de presentarlo o rendirlo en juicio, sino más bien del “onus probandi” y de su
concreto peso probatorio. Por ello, y con justa razón, un sector relevante de nuestra
doctrina ha sostenido que el art. 23 de la LERL deja sin regulación asuntos probatorios
como “la carga de la prueba, la exclusión de prueba, el peso de la prueba y los estandares
probatorios. Es decir, aquellos aspectos de la prueba judicial a los que la jurisprudencia
chilena se refiere como “leyes reguladoras de la prueba” (Larroucau, 2021, p. 36). De allí
que, frente a tal vacío normativo, urja no solo la necesidad de brindar una adecuada
interpretación teleológica a las normas procesales temporales, sino que también la de
instar a una reforma legal sustancial que incorpore modificaciones actuales y necesarias a
la LERL de 1861.
c) Por último, si se encontrare pendiente el proceso y se dictare una ley modificatoria de
carácter procesal, será necesario hacer algunos distingos para establecer sus efectos. Ello,
pues, como se dijo, a falta de disposiciones transitorias, la regla general es que las leyes
procesales rijan “in actum”, es decir, de inmediato, lo que devela la naturaleza de orden
público, irrenunciable y de Derecho estricto de tales enunciados. Así lo dispone, por lo
demás, expresamente el art. 24 de la LERL:
“Las normas concernientes a la sustanciación y ritualidad de los juicios prevalecen sobre
las anteriores desde el momento en que deben empezar a regir, con excepción de los
términos que hubiesen empezado a correr y las actuaciones que ya estuvieren iniciadas”.
Ahora bien, justificando este precepto, el Mensaje con que el Proyecto de Ley sobre
Efecto Retroactivo de las leyes fue presentado al Congreso Nacional, señala: “En orden a
las leyes relativas al sistema de enjuiciamiento, el proyecto establece que tengan
inmediato efecto desde el instante de su promulgación. Las leyes de esta naturaleza jamás
confieren derechos susceptibles de ser adquiridos; por consiguiente, nada hay que pueda
oponerse a su inmediato cumplimiento. Para salvar los embarazos que pudieran resultar
de los cambios súbitos en la ritualidad de los juicios, basta que los trámites pendientes se
lleven a término con arreglo a la ley bajo cuyo imperio se hubieren iniciado” (Historia de la
Ley sobre Efecto Retroactivo de las Leyes, pp. 6-7). Sin embargo, como la misma
disposición citada señala, a pesar que las leyes procesales funcionales rigen “in actum”,
existen dos salvedades que hacen excepción a la regla precitada: una, referente a los
plazos y términos procesales que hubiesen empezado a correr, y otra, referente a las
diligencias y actuaciones que ya estuvieren iniciadas. En ambos casos, a pesar de haber
dictado una nueva ley, su diligenciamiento se regirá por la ley antigua, es decir, la vigente
al tiempo de su iniciación.
Es importante advertir, sin embargo, una importante contraexcepción respecto de los dos
casos antes indicados. Ello, porque a pesar que los términos de un procedimiento
pendiente hubiesen empezado a correr y sus actuaciones estuvieren ya iniciadas, puede
una nueva ley establecer una suspensión y/o cancelación de dichos efectos. Un ejemplo
de lo anterior lo podemos avizorar con la ley Nº 21.226, de 1 de abril de 2020, que
estableció en Chile un régimen jurídico de excepción para los procesos judiciales por el
impacto de la covid-19, y cuyo art. 6º señaló:
“Los términos probatorios que a la entrada en vigencia de esta ley hubiesen empezado a
correr, o que se inicien durante la vigencia del estado de excepción constitucional de
catástrofe, en todo procedimiento judicial en trámite ante los tribunales ordinarios,
especiales y arbitrales del país, se suspenderán hasta el vencimiento de los diez días
hábiles posteriores al cese del estado de excepción constitucional de catástrofe, por
calamidad pública, declarado por decreto supremo Nº 104, de 18 de marzo de 2020, del
Ministerio del Interior y Seguridad Pública, y el tiempo en que este sea prorrogado, si es el
caso”.
Con todo, y a pesar de que dicha norma fue derogada por la Ley Nº 21.379, de 30 de
septiembre de 2021, lo importante es destacar que no siempre los plazos o diligencias que
hubieren empezado a correr bajo el imperio de una ley, pueden, indefectiblemente, seguir
operando y producir sus efectos procesales normales frente a un determinado cambio
legal. Esto, como se dijo, porque los actos realizados bajo el imperio de una ley procesal
pueden quedar anulados y/o modificados por una posterior, la cual, de ese modo,
extendería su eficacia de forma retroactiva.
3.2. La ley procesal en el territorio
Siendo consecuencia del ejercicio de un poder emanado de la soberanía nacional, la ley
procesal solo producirá sus efectos dentro del territorio en el cual se dictó, careciendo, en
principio, de eficacia fuera de las fronteras y límites territoriales de cada Estado. Ello,
pues, siendo la jurisdicción una función pública entregada exclusivamente a los tribunales
de justicia, dicho poder-deber del Estado solo puede ejercerse para conocer, resolver y
ejecutar, por medio de un justo y racional procedimiento, los conflictos jurídicamente
relevantes que se promuevan en el orden temporal y dentro del territorio de la República
(Colombo, 1991, p. 41). De allí que, por mandato expreso del art. 7º del COT, se establezca
de forma categórica que nuestros “tribunales solo podrán ejercer su potestad en los
negocios y dentro del territorio que la ley les hubiere respectivamente asignado”.
Sin embargo, producto de una comprensión dinámica de la noción de soberanía, sumado
al creciente impacto de la globalización, los efectos territoriales de la ley procesal son cada
vez más amplios. Piénsese, por ejemplo, en el rápido y fuerte incremento de la frecuencia
de controversias transnacionales, que, además de involucrar a partes de diversa
nacionalidad, reclaman de fuentes normativas que exceden la simple dimensión legal y
estatal de solución de controversias. Quizás por ello, el principio de territorialidad de la ley
procesal, “que podía parecer adecuado en épocas en las cuales pocas controversias
internacionales surgían en ámbitos políticos y económicos relativamente limitados y
homogéneos, no aparezca ya idóneo para resolver todos los problemas que surgen en la
dimensión globalizada de las controversias” (Taruffo, 2006, p. 103). De allí que, desde un
punto de vista práctico, sean cada vez más comunes las opiniones en orden a unificar
criterios y pautas relativas a la configuración de los derechos y garantías mínimas que
deberían observarse para decidir adecuadamente las controversias transnacionales.
Con todo, desde un plano general, sabido es que de conformidad al art. 14 del CC la ley
chilena es obligatoria para todos los habitantes de la República, incluso los extranjeros. A
partir de allí, la regla general en materia de Derecho procesal está conformada por el
principio de territorialidad, en cuya virtud, las normas aplicables al procedimiento se rigen
bajo el principio “lex fori regit processum”, cuyo sentido es que el juez de cada Estado
aplica su propia ley procesal nacional, aunque para resolver el fondo del asunto deba
aplicar la ley nacional o la ley extranjera. De allí, por tanto, que el art. 5º inc. 1º del COT se
manifieste en los siguientes términos:
“A los tribunales mencionados en este artículo corresponderá el conocimiento de todos
los asuntos judiciales que se promuevan dentro del territorio de la República, cualquiera
que sea su naturaleza o la calidad de las personas que en ellos intervengan, sin perjuicio
de las excepciones que establezcan la Constitución y las leyes”.
Sin embargo, pese a la conexión entre soberanía, territorio y jurisdicción que fluye de la
norma anterior, nuestra legislación procesal igualmente da cuenta de ciertos criterios que
se han planteado como fórmula de solución para determinados conflictos transnacionales,
los cuales, de este modo, se establecen como auténticas excepciones al mentado principio
de territorialidad procesal: a) los supuestos relativos al art. 6º del COT; b) la inmunidad de
jurisdicción; y, c) las resoluciones dictadas por tribunales extranjeros.
a) En lo referente al art. 6º del COT, este se contempla como una excepción al citado
principio de territorialidad, toda vez que, haciendo eco de ciertos crímenes y simples
delitos cuyos elementos objetivos o subjetivos son de relevancia para nuestro país,
atribuye competencia a tribunales chilenos respecto de hechos acaecidos fuera del
territorio de la República. Dentro de sus justificaciones se encuentran diferentes “puntos
de conexión”, como el principio de personalidad (asociado a la nacionalidad) y el principio
real o de defensa (asociado a la protección de ciertos intereses vitales para el Estado), que
hacen legítima la extensión de la jurisdicción nacional a hechos ocurridos fuera del
territorio del país. De esta forma, tal y como lo señaló la Corte Permanente de Justicia
Internacional en el famoso caso Lotus de 1927, si bien “la primera y principal limitación
que impone el Derecho internacional a los Estados es que, a falta de una regla permisiva
en contrario, un Estado no puede ejercer de ninguna forma su poder en el territorio de
otro Estado”, no es menos cierto que “de esto no se sigue que el Derecho internacional
prohíba a los Estados ejercer jurisdicción en su propio territorio con respecto a cualquier
situación relacionada con hechos que ocurran en el extranjero. Una posición contraria
sólo podría sostenerse si el Derecho internacional impusiera sobre los Estados una
prohibición general de extender la aplicación de sus leyes y la jurisdicción de sus
tribunales sobre las personas, los bienes y los actos que están fuera de su territorio y, si
como una excepción a esta prohibición general, el Derecho internacional permitiera a los
Estados hacerlo sólo en determinados casos. Pero, ciertamente, esto no es lo que ocurre
en el Derecho internacional, tal como éste se presenta hoy en día” (caso Lotus, sentencia
de 7 de septiembre de 1927, acap. III).
Por consiguiente, al alero de tal reconocimiento y de conformidad al mentado art. 6º del
COT, quedarán sometidos a la jurisdicción chilena los crímenes y simples delitos
perpetrados fuera del territorio de la República que a continuación se indican:
“1º) Los cometidos por un agente diplomático o consular de la República, en el ejercicio
de sus funciones;
2º) La malversación de caudales públicos, fraudes y exacciones ilegales, la infidelidad en la
custodia de documentos, la violación de secretos, el cohecho, cometidos por funcionarios
públicos chilenos o por extranjeros al servicio de la República y el cohecho a funcionarios
públicos extranjeros, cuando sea cometido por un chileno o por una persona que tenga
residencia habitual en Chile;
3º) Los que van contra la soberanía o contra la seguridad exterior del Estado, perpetrados
ya sea por chilenos naturales, ya por naturalizados, y los contemplados en el Párrafo 14
del Título VI del Libro II del Código Penal, cuando ellos pusieren en peligro la salud de
habitantes de la República;
4º) Los cometidos, por chilenos o extranjeros, a bordo de un buque chileno en alta mar, o
a bordo de un buque chileno de guerra surto en aguas de otra potencia;
5º) La falsificación del sello del Estado, de moneda nacional, de documentos de crédito del
Estado, de las Municipalidades o de establecimientos públicos, cometida por chilenos o
por extranjeros que fueren habidos en el territorio de la República;
6º) Los cometidos por chilenos contra chilenos si el culpable regresa a Chile sin haber sido
juzgado por la autoridad del país en que delinquió;
7º) La piratería;
8º) Los comprendidos en los tratados celebrados con otras potencias;
9º) Los sancionados por la ley 6.026 y las que la han modificado, cometidos por chilenos o
por extranjeros al servicio de la República;
10º) Los sancionados en los artículos 366 quinquies, 367 y 367 bis Nº 1, del Código Penal,
cuando pusieren en peligro o lesionaren la indemnidad o la libertad sexual de algún
chileno o fueren cometidos por un chileno o por una persona que tuviere residencia
habitual en Chile; y el contemplado en el artículo 374 bis, inciso primero, del mismo
cuerpo legal, cuando el material pornográfico objeto de la conducta hubiere sido
elaborado utilizando chilenos menores de dieciocho años;
11º) Los sancionados en el artículo 62 del decreto con fuerza de ley Nº 1, del Ministerio de
Economía, Fomento y Reconstrucción, de 2004, que fija el texto refundido, coordinado y
sistematizado del decreto ley Nº 211, de 1973, cuando afectaren los mercados chilenos; y,
12º) Los delitos cometidos por chilenos, que se encuentran comprendidos en los artículos
34 y 35 de la Ley que Implementa la Convención sobre la Prohibición del Desarrollo, la
Producción, el Almacenamiento y el Empleo de Armas Químicas y sobre su Destrucción y
la Convención sobre la Prohibición del Desarrollo, la Producción y el Almacenamiento de
Armas Biológicas (Bacteriológicas) y Toxínicas y sobre su Destrucción”.
Ahora bien, en consideración a la norma antes referida, los tribunales chilenos podrían
fundar su competencia penal precisamente para conocer de la mayoría de los crímenes y
simples delitos antes indicados. Sin embargo, cabe destacar que el Estado chileno también
ha dado su aprobación a una serie de convenios y tratados internacionales que prevén
delitos de Derecho Penal Internacional (principalmente, genocidio, crímenes de lesa
humanidad —incluyendo la tortura y desaparición de personas— y crímenes de guerra) y,
en tal sentido, ha avalado también la persecución y el juzgamiento de ciertos hechos
punibles asociados al denominado “principio de universalidad”. Este, en efecto, posibilita
que los órganos internos de cada Estado, en representación de la comunidad
internacional, puedan investigar y, en su caso, enjuiciar, ciertos delitos de Derecho Penal
Internacional, con independencia del lugar donde se hayan cometido, la nacionalidad del
sospechoso, de las víctimas o la existencia de cualquier otro vínculo de conexión con el
Estado que ejerza esta jurisdicción. De allí que, en consideración a tal principio, nuestro
país haya implementado la Ley Nº 21.250, de fecha 17 de agosto de 2020, la cual, junto
con incorporar un nuevo numeral 12 al referido art. 6º del COT, consagró la
extraterritorialidad de la ley procesal chilena con la finalidad de implementar y dar
ejecución en nuestro país de la Convención sobre la Prohibición del Desarrollo, la
Producción, el Almacenamiento y el Empleo de Armas Químicas y sobre su Destrucción, de
13 de enero de 1993, y la Convención sobre la Prohibición del Desarrollo, la Producción y
el Almacenamiento de Armas Bacteriológicas (Biológicas) y Toxínicas y sobre su
Destrucción, de 26 de marzo de 1975.
De esta forma, a la limitada extensión del principio de universalidad en el Derecho chileno,
que originalmente se reducía principalmente a “la piratería” (art. 6º Nº 7 del COT), hoy día
sería posible entender complementado dicho principio por diversos tratados
internacionales que, a lo menos teóricamente y por aplicación del art. 6º Nº 8 del COT,
serían compatibles con la idea de la persecución y juzgamiento penal por algunos
tribunales nacionales de crímenes internacionales. De hecho, acogiendo dicha tesitura, en
un interesante y bullado fallo, la Tercera Sala de la Excma. Corte Suprema, con fecha 18 de
noviembre de 2015, dio origen a un hecho inédito en nuestra historia jurisprudencial al
haber acogido una acción de protección presentada en favor de dos ciudadanos
venezolanos, Leopoldo López y Daniel Ceballos, ambos dirigentes políticos de dicho país y
que se encontraban a la fecha privados de libertad precisamente en Venezuela. Así, entre
los numerosos argumentos esgrimidos por la Corte, dentro de los cuales se incluían el
principio de universalidad y la necesidad de salvaguardar derechos en contextos penales
internacionales, destaca el siguiente:
“En consecuencia, los antecedentes disponibles revelan que las personas en cuyo favor se
recurre, se encuentran sometidas a privación de libertad por el gobierno de su país en
virtud de un proceso aparentemente ilegítimo, por hechos de connotación evidentemente
política y sin protección de sus tribunales nacionales”. Y, sobre lo anterior, agrega: “Así,
resulta visible que operan en este caso todos los requisitos exigibles para que actúe la
jurisdicción universal protectora de los derechos humanos antes mencionada, desde que
los tribunales de la República Bolivariana de Venezuela no aparecen actuando con
suficiencia en la protección de los derechos de sus ciudadanos ya individualizados; y hasta
se podría sostener con al menos cierta connivencia con los propósitos políticos del
gobierno local. Del mismo modo, la jurisdicción y competencia que esta Corte se atribuye,
proviene de una fuente reconocida del derecho internacional, como son los tratados ya
anotados y el jus cogens sustrato de toda la normativa mundial; y, en tercer término, que
la legislación de Chile se encuentra en completa armonía con el señalado derecho
internacional”.
Que, por fin, a juicio de la Corte, “no se puede dejar de consignar que si, por una parte, la
jurisdicción universal tiene reconocimiento en el Derecho Chileno según se ha venido
señalando, su corolario secuencial es que dicho derecho —si no se quiere concebírselo
abstracto— tenga también una acogida procesal en el ordenamiento nacional, que le
otorgue eficacia y concreción. Dicha manifestación es, en cuanto a la garantía principal
involucrada, el recurso de protección de los derechos esenciales reconocidos en nuestra
Constitución” (SCS, Rol Corte Nº 17393-2015, de 18 de noviembre de 2015, cons. 5° y 9°).
Con todo, la decisión de acoger y extender la idea de una jurisdicción penal internacional a
la tutela judicial de los derechos humanos, supuso, desde un ámbito dogmático y
académico nacional, dos tipos de cuestionamientos centrales: por un lado, brindar una
tutela judicial de naturaleza cautelar que se inmiscuyó derechamente en un ámbito de
competencias propio del Presidente de la República (en cuanto “jefe de Estado”) y, por
otro lado, que conoció y falló en sede de protección una materia propia de la acción de
amparo constitucional (o habeas corpus), instruyendo, además, al Ministerio de
Relaciones Exteriores para que requiriera a la “Comisión de Derechos Humanos de la OEA”
a efectos de que se constataran las condiciones y circunstancias en que se encontraban
los privados de libertad (Zúñiga, 2015, pp. 167-181; Silva, 2018, pp. 323-336). Sin
embargo, y en lo que nos interesa, cabe agregar que el recurso al principio de
universalidad no puede fundarse sin los matices y restricciones ofrecidos por el criterio de
complementariedad y presencialidad. Ello, pues, incluso en el evento improbable de
considerar que los actos denunciados eran crímenes internacionales, la potestad de juzgar
hechos punibles que acontezcan fuera de los límites del Estado solo opera en subsidio de
la jurisdicción internacional y, por cierto, en el evento que el imputado se encuentre en el
territorio del país aprehensor (Matus y Ramírez, 2019, pp. 123-124). De esta forma, en
suma, la sentencia en comento realizó un control de convencionalidad de carácter
anómalo, pues, además de proyectar una suerte de tutela de urgencia transfronteriza, dio
una interpretación extrema y maximalista al referido principio de universalidad.
Sea como fuere, al margen de casos como el anterior, cabe señalar que los delitos
perpetrados fuera del territorio nacional y que fueren de conocimiento de los tribunales
chilenos por aplicación del art. 6º del COT, serán de competencia de los jueces de garantía
y de los tribunales de juicio oral en lo penal de la jurisdicción de la Corte de Apelaciones
de Santiago, conforme al turno que dicho tribunal fije a través de un AA (art. 167 del COT).
Por ello, amparándose en dicha norma, la Corte de Apelaciones de Santiago, con fecha 19
de junio de 2007, dictó un Auto Acordado S/N en el cual determinó que es competente
para conocer de estos asuntos el juzgado penal que esté de turno en el mes que se inicie
el procedimiento. Luego, para tales efectos, se entenderá que el procedimiento se inicia
en la fecha en que toma conocimiento el tribunal nacional de la denuncia, querella o
demás antecedentes enviados por las autoridades extranjeras.
b) Por otro lado, una segunda excepción al principio de territorialidad de la ley procesal se
manifiesta en materia de inmunidades de jurisdicción. En efecto, es un principio de
Derecho internacional universalmente reconocido que tanto las naciones soberanas como
sus representantes no estén sometidos a la jurisdicción de los tribunales extranjeros. Así,
avalándose primero en la máxima “par in parem non habet imperium” (“nadie tiene
potestad sobre su igual”) y luego en los principios de independencia, autodeterminación y
no injerencia estatal externa, desde antiguo se reconoce que los Estados extranjeros, los
jefes de Estado, los jefes de gobierno, los ministros de relaciones exteriores, incluidos los
agentes diplomáticos y consulares al servicio de una nación extranjera, se encuentran
eximidos de la jurisdicción de los tribunales del país donde se encuentren.
En este sentido, con arreglo al art. 297 del Código de Derecho Internacional Privado,
también conocido como Código de Bustamante, la ley penal chilena no es aplicable a “los
Jefes de los otros Estados, que se encuentren en su territorio”, sin distinción alguna de la
razón o motivo por la cual se realiza la visita o el cometido, de forma que su inmunidad de
jurisdicción se extiende tanto a las visitas oficiales como privadas. De allí, entonces, al
alero del Derecho internacional consuetudinario, que esta clase de exención sea conocida
como inmunidad personal o “ratione personae”, puesto que otorga protección frente a los
tribunales extranjeros en relación con todos los actos públicos o privados realizados
durante el desempeño del cargo, incluso con anterioridad al mismo (Olásolo et al., 2016,
p. 260).
Por otro lado, el Derecho internacional reconoce también un segundo tipo de inmunidad
denominada funcional o “ratione materiae”, que comprende a todos los actos llevados a
cabo con carácter oficial y en nombre del Estado que se representa. En esta lógica, el art.
298 del Código de Derecho Internacional Privado manifiesta: “Gozan de igual exención los
Representantes diplomáticos de los Estados contratantes en cada uno de los demás, así
como sus empleados extranjeros, y las personas de la familia de los primeros, que vivan
en su compañía”. Concordante con ello, el art. 31 de la Convención de Viena sobre
Relaciones Diplomáticas de 1951, manifiesta que “el agente diplomático gozará de
inmunidad de la jurisdicción penal del Estado receptor”, declarándolo, además,
“inviolable” y no susceptible de “ser objeto de ninguna forma de arresto o detención” (art.
29 de la CVRD). A mayor abundamiento, el art. 37 de la misma Convención enfatiza que
dicha inmunidad se extiende también a “los miembros de la familia de un agente
diplomático que formen parte de su casa (…) siempre que no sean nacionales del Estado
receptor”; “los miembros del personal administrativo y técnico de la misión, con los
miembros de sus familias que formen parte de sus respectivas casas, siempre que no sean
nacionales del Estado receptor ni tengan en él residencia permanente”; y a los empleados
“del servicio de la misión” extranjero, pero solo respecto a los delitos cometidos en el
ejercicio de sus funciones.
A su turno, en lo que respecta a los funcionarios consulares, hay que atender al art. 43 Nº
1 de la Convención de Viena sobre Relaciones Consulares de 1963, el que señala: “Los
funcionarios consulares y los empleados consulares no estarán sometidos a la jurisdicción
de las autoridades judiciales y administrativas del Estado receptor por los actos ejecutados
en el ejercicio de las funciones consulares”. Ello significa, en otras palabras, que gozan de
inmunidad solo y exclusivamente respecto de delitos ejecutados en el ejercicio de sus
funciones consulares, tales como corrupción y falsificaciones en relación con los
documentos y certificaciones que autorizan o emiten. Por consiguiente, por regla general
no son inviolables y carecen de inmunidad respecto de los delitos comunes que cometan
en Chile y no afecten el interés del Estado al que sirven.
Ahora bien, haciendo las precisiones del caso, nuestra jurisprudencia ha avalado la
inmunidad de jurisdicción principalmente en las nociones de soberanía,
autodeterminación e independencia, señalando al respecto:
“Que, se debe recordar que la idea de inmunidad de jurisdicción dice relación con el
reconocimiento formal que los Estados hacen de su propia soberanía, sintetizado en el
tópico “par in parem non habet imperium”, en virtud del cual declaran el mutuo respeto al
ejercicio de sus atribuciones, en cuanto emanación de su independencia y derecho a la
autodeterminación, en virtud de lo cual históricamente se aceptó en el contexto del
derecho internacional la deferencia recíproca entre los Estados de no someter al otro a su
propia jurisdicción” (SCS Rol 8750-2018, de 19 de junio de 2018, cons. 8). De allí, entonces,
que “la acepción inmunidad de jurisdicción se relacione con un principio relativo a la
jurisdicción, es decir, a la capacidad del órgano pertinente para decir o declarar el Derecho
de las partes en una controversia, de manera que el beneficiado por ese privilegio se ve
dispensado o liberado de acatar tal potestad judicial. Así, dentro del ámbito del derecho
internacional y referido a la posibilidad de intervención del Poder Judicial de un Estado
respecto de actuaciones de otro con consecuencias en su territorio, se hace efectivo dicho
mecanismo, según el cual el primero debe abstenerse de juzgar los actos de otro Estado.
La prerrogativa claramente se concreta en la situación de cada una de las personas que
representan a tales personas jurídicas, cuya inmunidad se extiende a sus agentes, a lo
efectuado por ellos, sea por la naturaleza misma de la actuación (inmunidad ratione
materiae), sea por las funciones que la persona cumple y mientras las desempeñe, como
ocurre con los funcionarios diplomáticos (inmunidad ratione personae), excepto cuando el
Estado acreditado renuncie soberanamente a la referida prerrogativa” (SCS, Rol Corte Nº
891-2010, de 13 de mayo de 2010, cons. 7º).
c) Por último, otra excepción respecto del principio de territorialidad en materia procesal
se presenta con las resoluciones dictadas por tribunales extranjeros. Esto, porque si bien
la sentencia extranjera es fruto del ejercicio de una potestad jurisdiccional foránea y, por
ende, solo tiene eficacia en general en el ordenamiento jurídico en que ha sido
pronunciada, no es menos cierto que producto del principio de reciprocidad y de
cooperación internacional diversas normas nacionales brindan valor en Chile a las
sentencias pronunciadas por tribunales extranjeros. Luego, al contrario de lo que se
piensa, dicha forma de reconocimiento va mucho más allá del mero valor asignado a las
sentencias foráneas, puesto que, producto del actual proceso de integración de la
comunidad internacional, dichos modos de reconocimiento se extienden también a la
aceptación de solicitudes de extradición, exhortos y demás peticiones de cooperación
internacional simplificadas a través de la intervención del Ministerio de Relaciones
Exteriores y/o del Ministerio Público. En este último sentido, destaca la Unidad de
Cooperación Internacional y Extradiciones del Ministerio Público de Chile (UCIEX), la cual,
creada en 2004, asume la representación de los Estados requirentes ante la Corte
Suprema en materia de extradiciones pasivas, asesora a los fiscales chilenos tratándose de
extradiciones activas, diligencia los requerimientos de asistencia internacional en materia
de persecución penal, acoge las denuncias internacionales por delitos transnacionales y
realiza la coordinación para la realización de diligencias de investigación a nivel
internacional. Por tanto, asumiendo que el cumplimiento de peticiones internacionales es
variado y contingente, no siempre se requerirá de un procedimiento judicial que
reconozca la validez de actuaciones de asistencia mutua entre los órganos administrativos
de distintos Estados.
Sin embargo, y al margen de lo anterior, es claro que por “razones de regularidad
internacional” toda sentencia extranjera requiere en nuestro país de un reconocimiento
judicial. De hecho, como lo ha sostenido un sector importante de la doctrina, “para el
Derecho chileno, la sentencia extranjera es un acto jurídico en el Estado en que los
respectivos jueces la pronunciaron; pero es un hecho ante el Estado de Chile que adquiere
la condición de acto en la medida en que una norma le atribuya eficacia como tal”
(Pereira, 1996, p. 110). Por lo tanto, dado que sus efectos y la forma de hacerlas valer en
nuestro país es variable, se debe distinguir entre las reglas y principios que regulan el
reconocimiento y ejecución de sentencias extranjeras en Chile tanto para asuntos penales
como para asuntos civiles.
Tratándose del efecto en Chile de las sentencias penales de tribunales extranjeros,
haciendo eco de la máxima “ne bis in ídem”, el art. 13 del CPP señala expresamente:
“Tendrán valor en Chile las sentencias penales extranjeras. En consecuencia, nadie podrá
ser juzgado ni sancionado por un delito por el cual hubiere sido ya condenado o absuelto
por una sentencia firme de acuerdo a la ley y al procedimiento de un país extranjero, a
menos que el juzgamiento en dicho país hubiere obedecido al propósito de sustraer al
individuo de su responsabilidad penal por delitos de competencia de los tribunales
nacionales o, cuando el imputado lo solicitare expresamente, si el proceso respectivo no
hubiere sido instruido de conformidad con las garantías de un debido proceso o lo hubiere
sido en términos que revelaren falta de intención de juzgarle seriamente”.
Luego, según consta en la historia fidedigna de su establecimiento, la actual redacción del
art. en comento se formuló tomando en consideración los lineamientos y directrices
fijados principalmente por dos tratados internacionales. Por un lado, el art. 14 Nº 7 del
PIDCP, el cual, además de reconocer el valor de la sentencia extranjera, señala: “nadie
podrá ser juzgado ni sancionado por un delito por el cual haya sido ya condenado o
absuelto por una sentencia firme de acuerdo con la ley y el procedimiento penal de cada
país”. Por otro lado, el art. 20 del Estatuto de Roma que crea la Corte Penal Internacional,
el cual, junto con destacar que nadie podrá ser procesado ni sentenciado en razón de
conductas por los cuales ya hubiere sido condenado o absuelto, “establece dos
excepciones a la cosa juzgada, las cuales, aplicadas en la especie, importan que el
juzgamiento anterior hubiere obedecido al propósito de sustraer al individuo de su
responsabilidad penal por delitos de competencia de los tribunales nacionales, o que el
anterior juicio no haya sido instruido en forma independiente o imparcial de conformidad
con las garantías procesales reconocidas por el derecho internacional. Esta última
excepción, por cierto, si el imputado solicitare expresamente el nuevo juzgamiento en
Chile” (Segundo Informe de Constitución, Historia de la Ley Nº 19.696 que establece el
CPP: artículo 13, p. 17).
Con todo, al alero de lo reseñado y conforme lo dispone el inc. final del citado art. 13 del
CPP, “la ejecución de las sentencias penales extranjeras se sujetará a lo que dispusieren
los tratados internacionales ratificados por Chile y que se encontraren vigentes”. De esta
forma, siguiendo la lógica de que los inculpados o condenados queden sometidos a una
ejecución penal en un ambiente desconocido, eventualmente hostil y en un idioma
potencialmente ajeno, Chile ha suscrito diversos tratados internacionales atingentes a la
forma y modo de cumplimiento de las sentencias penales extranjeras. Destacan, en este
sentido, la Convención Interamericana para el Cumplimiento de Condenas penales en el
Extranjero (DS Nº 1859, de 1998), el Convenio de Estrasburgo sobre Traslado de Personas
Condenadas (DS Nº 1317, de 1998), el Tratado con Brasil sobre Transferencia de Presos
Condenados (DS Nº 225, de 1999), el Tratado con Bolivia sobre Transferencia de Personas
Condenadas (DS Nº 227, de 2004), el Tratado con Argentina sobre Traslado de Nacionales
Condenados y Cumplimiento de Sentencias Penales (DS Nº 55, de 2005) y el Tratado con
Perú sobre el Traslado de Personas Condenadas (DS Nº 80, de 2012).
Por otro lado, tratándose de la eficacia de la sentencia extranjera en materia procesal civil,
la regla general es que las sentencias dictadas por tribunales extranjeros carezcan de
eficacia en nuestro país y únicamente la adquieran en virtud del trámite denominado
“exequatur”, gestión judicial que se realiza ante la Corte Suprema y que es necesaria para
que la sentencia extranjera tenga valor en nuestro país. De allí, entonces, que la sentencia
recaída en el juicio de exequatur tenga naturaleza constitutiva, puesto que sin este
reconocimiento la sentencia extranjera sería un mero hecho y con ella cambia o altera
sustancialmente su naturaleza y su condición. Concordante con ello, a juicio de nuestra
jurisprudencia:
“El exequátur consiste, en nuestro país, en la decisión mediante la cual la Corte Suprema,
luego de sustanciar el procedimiento contradictorio respectivo, procede a revisar las
exigencias legales y sin entrar a estudiar en detalle el fondo de la cuestión controvertida
en el juicio respectivo, otorga autorización o pronunciamiento favorable a la sentencia
extranjera que lo resuelve, con el objeto de dotarla de la fuerza ejecutiva de la que carece
y reconocerle los mismos efectos que los fallos expedidos por jueces nacionales, lo que
permitirá se la pueda cumplir mediante el procedimiento y ante el tribunal competente”
(SCS, Rol Corte Nº 30.638-2018, de 19 de noviembre de 2019, cons. 8).
Ahora bien, de conformidad a lo dispuesto en los arts. 242 a 245 del CPC, el
procedimiento previsto para el reconocimiento de la sentencia extranjera civil requiere de
la observación de las siguientes reglas: en primer lugar, se debe atender a los tratados
internacionales vigentes entre Chile y el país de donde procede la resolución cuya eficacia
se pretende reconocer; en segundo lugar, a falta de dichos tratados internacionales, se
debe apelar a criterios atingentes a la reciprocidad internacional, de forma tal que al fallo
que se trata de cumplir en Chile se le dará la misma fuerza que se dé a los fallos chilenos
en el país de donde procede la resolución que se desea cumplir; y, por último, si los
anteriores criterios no pueden aplicarse, las resoluciones de tribunales extranjeros
tendrán en Chile la misma fuerza que si se hubieran dictado por tribunales chilenos, con
tal que no contengan nada contrario a las leyes de la República, no se opongan a la
jurisdicción nacional y, además, se encuentren debidamente notificadas y ejecutoriadas
conforme a las leyes del país en que fueron dictadas.
Por último, conviene advertir que las anteriores exigencias se avalan, entre otras razones,
precisamente porque el sistema de regularidad internacional de los fallos se fundamenta
en el respeto a la garantía constitucional del debido proceso, que se sustenta, a su vez, en
la imparcialidad del juez, el conocimiento de la demanda o acusación, el derecho a
contestarla, el derecho a conocer y contradecir la prueba de cargo, a producir propia
prueba, el derecho a que el sentenciador resuelva conforme al mérito del proceso y con el
respaldo de las probanzas producidas, el derecho a contar con una sentencia
debidamente motivada, etc. Es natural, por consiguiente, que el país al cual se pide la
ejecución de una sentencia extranjera no solo se preocupe de los aspectos formales que
detallan el procedimiento de reconocimiento propiamente tal, sino también que se
identifiquen ciertas garantías sin las cuales puede hablarse en términos amplios de
indefensión. De esta forma, en suma, debe reiterarse que el debido proceso es un aspecto
fundamental del orden público procesal que debe ser efectivamente controlado en el
exequatur como instrumento de cumplimiento de sentencias extranjeras, y con ello, de
todas las garantías que efectivamente le dan su concreta fisonomía iusfundamental
(Aguirrezábal et al., 2011, p. 457).

4. Interpretación e integración de la ley procesal


4.1. Nociones generales
Es notorio que las discusiones acerca de la legalidad procesal desde el punto de vista
contemporáneo desbordan la sola apreciación exegética de las reglas. De hecho, como
hemos tenido la oportunidad de apreciar, desde una dimensión institucional y garantística
los diversos sistemas de justicia reclaman en su estructuración e identificación no solo
reglas, sino también de principios jurídicos que guíen y orienten cualquier tarea
interpretativa a su respecto. Piénsese, por ejemplo, en los sistemas de justicia de familia y
el énfasis dado al interés superior del niño, niña y adolescente. Una garantía que,
ciertamente, no puede ser entendida solo como una simple regla que prescribe cómo
sopesar los intereses convergentes en una decisión particular, sino todo lo contrario: un
derecho sustantivo que, actuando como principio jurídico fundamental y como regla de
procedimiento, permea de forma dinámica y progresiva todo el sistema de justicia familiar
en pos de garantizar y reafirmar los derechos de los niños, niñas y adolescentes
(Contreras, 2021b, pp. 138 y ss.). Esto nos habla, por consecuencia, que cualquier tarea
interpretativa de la ley procesal debe contextualizarse en el marco normativo y
iusfundamental concreto del sistema de justicia al cual adscribe, lo cual, por tanto, supone
huir a la tentación por establecer interpretaciones unitarias o en bloque que desconozcan
las fisonomías particulares y singulares de cada sistema de enjuiciamiento.
Abona a lo anterior, la tensión entre legalidad y juridicidad que hace impropio en un
Estado democrático de Derecho el asumir la tarea interpretativa solo desde un punto de
vista interno, mecánico y procedimental. De hecho, aun cuando la ley sea la norma
jurídica fundamental en materia procesal, esto no quiere decir que aquella prevea
absolutamente todo, ni mucho menos que abarque la infinidad de detalles, condiciones y
excepciones que se dan en cada caso particular. La ley procesal, en efecto, representa solo
el germen de una estructura normativa mucho más compleja y sofisticada, que involucra
al tribunal, los procedimientos y la decisión, lo cual requiere del análisis de relaciones de
compatibilidad material que exceden el solo literalismo de la ley. Para comprenderla,
pues, no basta con apelar a una exégesis mecánica, culturalmente ciega y con propensión
de absoluta neutralidad; precisa, por el contrario, “ponerla en relación con la vida social
actual, con las nuevas necesidades o relaciones sociales que se han agregado o
superpuesto a las anteriores y que también requieren la tutela del Derecho. Cuando el
contenido ha escapado de la forma, que es la norma jurídica, es necesario que lo
substituyamos con el nuevo contenido social que en la realidad de la vida, ha desplazado
al anterior, si se quiere que la norma continúe siendo lo que debe ser, es decir, una fuerza
constantemente viva” (Rocco, 2019, p. 278).
Por lo demás, si se mira al complejo entramado de normas nacionales e internacionales
que permean nuestros sistemas de justicia, la posibilidad de pensar en decisiones
unívocas y uniformes en su significación interpretativa es cada vez más compleja. Ello,
porque a los conocidos problemas interpretativos de vaguedad, ambigüedad y
contradicción, se suman hoy posiciones metodológicas decimonónicas que no se condicen
con la variedad y dinamismo de las fuentes que operan en el campo procesal. Sin ir más
lejos, fue una característica del racionalismo naturalista de los siglos XVII y XVIII la
aspiración de construir sistemas jurídicos ideales, estrictamente deducidos de ciertos
principios autoevidentes y con capacidad para resolver cualquier caso concebible. De allí
que, gracias al formalismo ingenuo del siglo XIX, propio de la Escuela de la Exégesis, en
Francia, y de la Jurisprudencia de Conceptos, en Alemania, perduren hasta nuestros días
metodologías extremas en materia de interpretación, consistentes, como es bien sabido,
en sostener que la tarea interpretativa del juez se reduce a salvaguardar la literalidad de la
obra legislativa, pues, en los hechos, el sistema jurídico se presume pleno, coherente y
sistemático (Beltrán, 2021, pp. 248-249). Desde esta óptica, por ejemplo, el fallecido juez
de la Corte Suprema de los EE.UU., Antonin Scalia, llegó a sostener que, “asumiendo que
es la ley la que gobierna y no la intensión del legislador”, se “pueden promulgar leyes
poco inteligentes, así como otras muy sabias, pero no es el trabajo de los tribunales el
decidir cuál es cual y reescribir las primeras” (Scalia, 2015, pp. 80 y 83). Por tanto, bajo
esta lógica, ha de ponerse el acento en una racionalidad basada en una interpretación lo
más literalista posible, pues, aunque parezca dura o contra la equidad, eso es lo que pide
el espíritu mismo de la idea de imperio de la ley.
Sin embargo, la descripción anterior, aunque se presente como la explicación
predominante, no es del todo correcta. Ella responde, en efecto, al “predominio que ha
tenido entre nosotros el denominado positivismo legalista, metodología que trata de
explicar el fenómeno jurídico partiendo de la base que no hay más Derecho que el
promulgado por El Poder, correspondiéndoles a los jueces y abogados tan solo
interpretarlo con los instrumentos exegéticos contenidos en el título primero del Código
Civil. En este esquema, la función jurisdiccional se reduciría a aplicar la solución legal al
caso concreto. A lo más, si el sentido de la ley no es claro en su tenor literal, se puede
recurrir a la aplicación de una serie de reglas de interpretación subsidiarias de la literal,
para dar con la solución del caso” (Romero, 2012, p. 20). No obstante, se debe aclarar que
en muchos casos la sola literalidad textual de las palabras, que es atribuida en base a
reglas semánticas y sintácticas del lenguaje en que han sido formuladas, no basta para
abarcar a cabalidad el carácter convencional del referido lenguaje. De hecho, una misma
oración puede ser formulada en diferentes ocasiones para expresar distintas cosas (tales
como afirmar, interrogar u ordenar), sin que sea posible “a priori” determinar su concreto
significado semántico y contextual. Así, p. ej., el art. 12 Nº 12 del CP establece que el robo
cometido de noche es susceptible de una pena con la circunstancia agravante de
nocturnidad, pero ¿se puede aplicar esta agravante a un robo cometido a medianoche en
un casino brillantemente iluminado? La respuesta obviamente no es automática y, como
ocurre en la mayoría de los casos, dependerá no solo de la literalidad de las palabras, sino
también del contexto y las razones que guiaron al legislador a establecer precisamente
dicha norma.
Lo anterior no significa, naturalmente, desconocer que la “obtención del Derecho
aplicable” constituye un fenómeno autoritativo que pretende generar deberes genuinos
de actuar y, por ende, que se encuentra dotado de reglas formales que tienen una
importancia fundamental. De hecho, si las cosas no fueran así, el ideal regulativo de las
sociedades democráticas contemporáneas se desvanecería en aras de un activismo
judicial maquillado en apariencia como “legítimo”. Por esta razón, lo que aquí se sostiene
es más bien que el juez al interpretar la ley debe sentirse “vinculado no sólo por el texto
de las normas jurídicas vigentes, sino también por las razones en las que ellas se
fundamentan (art. 40 del Código Modelo Iberoamericano de Ética Judicial, aprobado en
Lisboa en 2006). De allí, por tanto, que la ley como fuente del Derecho procesal deba ser
identificada e interpretada comprendiendo en ella tanto las reglas y los principios que
formalmente ostenten dicha jerarquía, pero considerando también las razones y pautas
contextuales que complementen las condiciones de aplicación del precepto de que se
trata.
No en vano, apelando a la necesidad de diferenciar entre las distintas razones
contextuales y justificativas de la interpretación, nuestra Corte Suprema ha señalado:
“Que la norma legal no es una simple enunciación descriptiva o normativa, por ello,
entendiendo que la ley otorga una determinada calificación o tratamiento jurídico a
hechos o situaciones previstas, es lícito al intérprete, en busca del sentido de justicia y
equidad, como meta de toda interpretación judicial, recurrir al motivo de la ley, su
finalidad y a los intereses tutelados por ésta” (SCS, Rol Corte Nº 3114-2003, de 11 de julio
de 2005, cons. 9º).
4.2. Interpretación de la ley procesal y los métodos de interpretación
A partir de lo antes visto, queda relativamente claro que toda tarea interpretativa no solo
puede sustentarse sobre la literalidad textual de la norma de que se trata, sino que es
necesario inquirir también las razones que inspiraron su instauración. Desde esta
perspectiva, sin dudas particularmente importante, las razones en el contexto
interpretativo serían entonces siempre relativas y contextuales, dado que el resultado de
su viabilidad para fundar una determinada decisión dependería siempre del ámbito en
que se quieran utilizar. Se trata, sin embargo, de una empresa plagada de factores,
elementos e ideologías diversas, las cuales no necesariamente convergen en una misma
dirección, máxime cuando cada sistema de justicia posee principios y reglas protectoras
de ciertos intereses que considera valiosos en su singularidad.
Sin embargo, si se analiza desde una perspectiva instrumental, la interpretación de la
norma jurídico-procesal adquiere una mayor consistencia si se la concibe desde los fines
del proceso judicial. Desde una dinámica orientada a los objetivos, en efecto, la
interpretación de la ley procesal adquiere una relevancia y particularidad mucho más
significativa, dando realce, por un lado, a la idea de autonomía que se pregona a su
respecto y, por otro, facilitando distinguir los diversos espacios y ámbitos contextuales
donde debe operar. Desde esta óptica, por ejemplo, el Código General del Proceso de
Colombia del año 2012 señala:
“Art. 11. Interpretación de las normas procesales. Al interpretar la ley procesal el juez
deberá tener en cuenta que el objeto de los procedimientos es la efectividad de los
derechos reconocidos por la ley sustancial. Las dudas que surjan en la interpretación de
las normas del presente código deberán aclararse mediante la aplicación de los principios
constitucionales y generales del derecho procesal garantizando en todo caso el debido
proceso, el derecho de defensa, la igualdad de las partes y los demás derechos
constitucionales fundamentales”.
En una lógica como la sugerida, ciertamente, se hace preciso conciliar el interés de los
litigantes que exige una pronta solución de los pleitos, por una parte, y el interés de la
justicia que requiere una acertada interpretación y aplicación del Derecho, por otra. Es por
ello que, en un intento por conciliar tales finalidades, el Proyecto de Nuevo Código
Procesal Civil chileno del año 2012 enfatiza:
“Art. 13. Aplicación e interpretación. Al aplicar la ley procesal, el juez deberá tener en
cuenta que el fin de los procedimientos es la efectividad de los derechos reconocidos en la
ley sustantiva y que en la pronta sustanciación de los procesos y la justa resolución de los
conflictos sometidos a su competencia, existe un interés público comprometido.
Para la interpretación e integración de las normas procesales se atenderá a los principios
generales del Derecho Procesal y los indicados en el Título I de este Código, sin perjuicio
de lo señalado en los artículos 19 a 24 del Código Civil” (Boletín Nº 8197-07, de 13 de
marzo de 2012).
Sobre esta base, todo ejercicio hermenéutico en manos del tribunal deberá tener en
cuenta que el fin del proceso es la efectividad de los derechos substanciales y, a partir de
allí, deberá ordenar y disciplinar su concreta significación lingüística respetando los
criterios de interpretación previstos por nuestro legislador civil. Desde luego, ha de
tenerse en consideración que los referidos arts. 19 a 24 del Código Civil son preceptos
dinámicos y dúctiles, de forma tal que, “junto a las demás disposiciones del párrafo 4 del
título preliminar del Código Civil, constituyen solo un medio auxiliar del juez para dar a
cada disposición legal la interpretación que este considere adecuada” (SCS, Rol Corte Nº
498-2008, de 28 de julio de 2009, cons. 6º). Por este motivo, partiendo de la base de la
autonomía de las normas jurídico-procesales, toda labor exegética que se efectúe a su
respecto debería plantear dos límites objetivos: por un lado, el respeto de los derechos y
garantías que aseguran la necesidad de preservar las garantías constitucionales del debido
proceso legal y de la tutela judicial efectiva; y, por otro lado, la sujeción del intérprete a las
reglas de los arts. 19 a 24 del CC, que pueden verse como una concreción de la garantía
del principio de legalidad, en la medida que su observancia permite evaluar la corrección o
no de las decisiones interpretativas en juego.
Ahora bien, dejando de lado la interpretación legal o auténtica de la ley, por ser una
materia que excede nuestros propósitos, diremos que desde tiempos antiguos —
principalmente a partir de la escuela histórica y exegética— confluyen en la interpretación
judicial de la ley en nuestro país el elemento gramatical, lógico, histórico y sistemático,
referidos, respectivamente, al lenguaje de las leyes, las relaciones lógicas que unen las
diferentes partes del pensamiento de la ley, el estado del Derecho que sobre la materia
existía en la época en que la ley fue dictada y la ligazón íntima que une las instituciones y
las reglas de Derecho en el seno de una vasta unidad (Savigny, 1878, p. 150). Como se
observa, cada elemento refleja cierta concepción metodológica en el tratamiento de lo
normativo: por ejemplo, la interpretación gramatical remite a la idea de la ley corno
expresión de una voluntad soberana perfecta y completamente declarada, de modo que
“cuando el sentido de la ley es claro, no se desatenderá su tenor literal so pretexto de
consultar su espíritu” (art. 19 del CC). Pero como los significados de las expresiones
lingüísticas empleadas por la ley no son siempre unívocos, el legislador abre la posibilidad
de acudir a otros criterios subyacentes a las disposiciones normativas, pues “bien se
puede, para interpretar una expresión obscura de la ley, recurrir a su intención o espíritu,
claramente manifestados en ella misma o en la historia fidedigna de su establecimiento”
(art. 19 del CC). En consecuencia, cuando el sentido literal de la ley es oscuro, esto es,
cuando es confuso, falto de claridad y poco inteligible, el Código Civil se manifiesta en pos
de utilizar dos vías posibles: una objetiva, acudiendo a la intención o espíritu de la ley
manifestado claramente en ella misma, o bien ilustrando el texto a interpretar mediante
otras leyes que versan sobre el mismo asunto; y otra subjetiva, esto es, acudiendo a la
historia fidedigna de su establecimiento, así como los diversos propósitos sociales,
económicos y culturales por los cuales se motivó el proceso legislativo.
Ciertamente, una concepción metodológica como la anterior nos muestra una visión del
Derecho adscrita a un sistema normativo coherente y lógico, que actúa dentro de un
contexto histórico y social determinado. Sin embargo, se debe reconocer que el
pluralismo de criterios interpretativos es un rasgo característico de nuestra cultura
jurídica, a lo cual se añade la ausencia de una jerarquía que limite y restrinja su uso
alterno y/o mancomunado en cada caso. En efecto, el formalismo decimonónico, de la
mano del positivismo jurídico, durante mucho tiempo intentó establecer un orden de
prelación y valoración de los argumentos interpretativos, sin que dicha jerarquización
diera frutos esclarecedores a la luz de los aspectos funcionales y sistemáticos inmersos en
la práctica interpretativa. De hecho, a los conocidos cánones sugeridos por nuestra
legislación civil, se añaden hoy una serie de otros tantos, inspirados, entre otras razones,
en la ponderación entre principios y reglas, la consideración contextual y pragmática del
enunciado que se interpreta, la referencia integrativa a derechos consagrados en la
Constitución y los tratados internacionales, etc. De esta forma, como expresa Zagrebelsky,
“el pluralismo metodológico está tan arraigado en las exigencias del Derecho actual que
ninguna controversia sobre los métodos ha logrado jamás terminar imponiendo uno de
ellos en detrimento de los demás y, al final, todas se han resuelto con la propuesta de
añadir algún otro a la lista. Por ello, quien se esfuerza en imponer un método obtiene el
efecto opuesto de contribuir a la libertad interpretativa y, de este modo, se tiene la
impresión de que los esfuerzos teóricos sobre los métodos… tienen algo de
donquijotesco” (Zagrebelsky, 2011, p 135).
Por lo tanto, aun observado el problema de la interpretación de las leyes procesales desde
la perspectiva de las disposiciones del Código Civil, se percibe súbitamente que el juez
nacional no está rígida ni mecánicamente subordinado a los cánones interpretativos
prefijados por el CC, más aún si se considera que aquel no desarrolla una labor de
puramente silogística ni mucho menos de mera referencia nominal de los artículos de un
Código (Pereira, 1996, pp. 64-65). Quizás por ello, reiteradamente nuestra jurisprudencia
se ha encargado de señalar:
“Las reglas contenidas en los artículos 19, 20 y 22 del Código Civil sólo constituyen
principios o normas generales destinados a orientar la labor de los tribunales de justicia en
su función específica y primordial de averiguar y fijar el recto y genuino sentido de la ley,
para aplicarla con acierto a la resolución de las controversias de que conocen, porque es
requisito primordial de este recurso que la infracción invocada influya sustancialmente en
lo dispositivo del fallo, condición que no puede producirse sin relacionar aquellas reglas
con una ley en que propiamente descanse el fallo, es decir, que tenga el carácter de
decisoria litis” (SCS, 11 de abril de 1955, RDJ, t. 52, sec 1ª, p. 42; SCS, 12 de mayo de 1992,
RDJ, t. 89, sec. 1ª, p. 51; SCS, 27 de mayo 1992, RDJ, t. 89, sec. 1ª, p. 55; SCS, 15 de junio
1992, RDJ, t. 89, sec. 1ª, p. 70).
A nuestro entender, abona a la posición anterior, el hecho que las normas de
interpretación judicial de la ley poseen una especificidad normativa que no puede quedar
al margen de lo señalado por nuestra Constitución. En efecto, sin prescindir de la
importancia y trascendencia de los referidos criterios hermenéuticos, la ley procesal no
puede ser interpretada de forma aislada ni con prescindencia del sistema de fuentes al
cual adscribe el ordenamiento jurídico. Esto porque con el asentamiento del Estado
constitucional de Derecho, la unidad y coherencia del sistema exige que cada precepto
normativo sea interpretado conforme a la Constitución y las normas dictadas conforme a
ella, más aún si esta se entiende como la fuente de validez de las restantes normas del
sistema jurídico. De allí que, considerando el principio de supremacía constitucional, todos
los órganos del Estado (legislativo, judicial o administrativo) “deben someter su acción a la
Constitución y a las normas dictadas conforme a ella”, pues “los preceptos de esta
Constitución obligan tanto a los titulares o integrantes de dichos órganos como a toda
persona, institución o grupo” (art. 6º de la CPR). El juez nacional, por ende, no solo
debería efectuar su tarea hermenéutica conjugando los cuatro elementos de
interpretación señalados por el CC —gramatical, lógico, histórico y sistemático—, sino que
también debería orientar su decisión interpretativa en base a las prescripciones
constitucionales que determinan las bases y límites del ejercicio de su potestad normativa.
Es fundamental en la interpretación judicial de las leyes procesales, en consecuencia, la
consideración tanto del sentido del precepto legal a interpretar cuanto de su armónico
funcionamiento dentro del sistema jurídico entendido como un todo. No en vano, el
amplio repertorio de derechos y garantías imperantes en sede procesal, como el derecho
a la acción, la igualdad ante la justicia, el derecho a defensa y otros tantos, deben su
reconocimiento positivo tanto a la Constitución como a diversos tratados internacionales
ratificados por Chile y que se encuentran vigentes (art. 5º inc. 2º de la CPR). Por tanto, mal
podría atribuirse una significación interpretativa a un precepto legal aislado,
desconociendo, por lo tanto, que el sentido y alcance de toda norma jurídico-procesal se
enmarca en un sistema adjudicativo cuya finalidad es precisamente dar efectividad a los
derechos fundamentales (Passanante, 2018, p. 332).
4.3. Integración de la ley procesal
La ciencia jurídica moderna ha llegado a la conclusión de que las leyes son siempre
insuficientes para resolver los infinitos problemas que plantea la vida práctica del
Derecho. Ello, pues, frente a la imprecisión y vaguedad del lenguaje, así como a la
inabarcabilidad de la descripción normativa, hace que siempre existan casos que quedan
fuera del supuesto fáctico previsto como condición de aplicación de una determinada
norma jurídica. Quizás por ello, en la teoría del Derecho de los últimos años, una de las
características que parece identificar a los sistemas jurídicos contemporáneos es su
propensión a la derrotabilidad (Bayón, 2000, pp. 90-91).
La idea, por cierto, tiene su paralelismo con la noción de “laguna”, de uso corriente —
aunque no perfectamente claro ni pacífico— tanto por la doctrina como por la
jurisprudencia, pero también se vincula derechamente con el principio de inexcusabilidad.
Esto porque frente a la ausencia de una regulación expresa para resolver una determinada
materia, los tribunales “no podrán excusarse de ejercer su autoridad, ni aun por falta de
ley que resuelva la contienda o asunto sometidos a su decisión” (art. 76 inc. 2º de la CPR y
art. 10 inc. 2º del COT). De esta forma, si la función jurisdiccional se identifica con la
solución de los conflictos en pos de declarar que los hechos previstos por una norma han
acaecido, y si el principio de inexcusabilidad obliga a los jueces a ejercer su función incluso
cuando no haya ley que regule el conflicto, entonces parece razonable preguntarse cómo
y de qué forma los órganos jurisdiccionales pueden colmar la ausencia de una regla para
resolver el asunto sometido a su decisión.
Pues bien, siguiendo la clásica distinción propuesta por Carnelutti, la doctrina suele
distinguir dos procedimientos para integrar tales lagunas: la heterointegración y la
autointegración (Carnelutti, 1951, pp. 86 y ss.). La diferencia entre ambos radica en que en
el primer caso la integración es llevada a cabo por medio de un ordenamiento diverso al
jurídico —p. ej., el Derecho natural— o echando mano de fuentes formales distintas de la
propia ley, mientras que en el segundo la integración se produce dentro del marco de la
misma fuente que adolece del vacío, sin recurrir ni a fuentes distintas ni tampoco a otro
ordenamiento jurídico. A su vez, dentro del procedimiento de la autointegración se
distinguen tres criterios: el recurso a la analogía, los principios generales del Derecho y la
equidad.
En lo que nos interesa, cabe destacar que en nuestro sistema jurídico positivo no hay
norma alguna que dé preminencia a las fórmulas de autointegración antes indicadas
(Mujica, 2010, p. 903). No obstante ello, hay coincidencia en la doctrina nacional en orden
a que si bien los referidos criterios tienen un papel hermenéutico en el ámbito del
Derecho civil, su rol integrativo sería mucho más relevante y trascendental a la luz del
Derecho procesal (Squella, 2014, p. 355). Esto porque a pesar de que el art. 24 del CC
menciona como elementos “al espíritu general de la legislación y a la equidad natural”, su
esfera de acción interpretativa solo se admite en la hipótesis de pasajes oscuros o
contradictorios y siempre que no pudieren aplicarse las reglas de interpretación que el
mismo CC consagra. De allí, por ende, que su relevancia esté dada principalmente por dos
aspectos de raigambre adjudicativa: por un lado, por el principio de inexcusabilidad, que
excluye la posibilidad de dejar sin solución un asunto puesto en conocimiento del juez
(“non liquet”) y, por otro lado, por el tenor del art. 170 Nº 5 del CPC, el cual exige dentro
de los requisitos que deben contener las sentencias definitivas “la enunciación de las
leyes, y en su efecto de los principios de equidad, con arreglo a los cuales se pronuncia el
fallo”.
Ahora bien, la última de las normas antes aludida ha generado una serie de dudas y
conjeturas, puesto que, al emplear la expresión “principios de equidad”, no se sabe bien si
la función integradora se está refiriendo a los principios generales del Derecho, a la
equidad, o a ambos. Con todo, la jurisprudencia de nuestros tribunales ha impuesto una
interpretación amplia de dicha expresión, señalando:
“Si la ley no soluciona expresamente un caso que se plantea ante los tribunales, estos, en
el silencio de la ley, deben proceder a interpretarla según las reglas generales, dando
aplicación a aquellos principios que puedan resolver la materia por analogía y que se
conformen con el espíritu general y aun con la equidad” (SCS, septiembre 1942, RDJ, t. 40,
sec 1, p. 183. En el mismo sentido: SCS, enero 1993, RDJ, t. 90, sec 3, p. 2 ss; SCS, enero
1990, RDJ t. 87, sec 3, pp. 131 ss.; y, finalmente SCS, abril 1942, RDJ, t. 39, sec 1, p. 554).
Ciertamente, ni la idea de principios ni la noción de equidad pueden ser invocadas solo
como la opinión individual y puramente subjetiva del juez, sino que se han de fundar en
razones que justifiquen y expliquen —como primer punto— la no existencia de norma
expresa que solucione el conflicto y, consiguientemente, la no posibilidad de uso de las
reglas de interpretación de los arts. 19 al 23 del CC. Ello, porque si bien nuestra legislación
procesal autoriza recurrir a dichos elementos de autointegración, no es menos cierto que
en su uso “se le exige al sentenciador una carga argumentativa anexa, pues antes de
motivar la decisión de mérito del proceso, debe justificar el uso de la cláusula excepcional
de la inexcusabilidad, que le permita fundar su decisión en una fuente no legal, debiendo
argumentar acerca del silencio, oscuridad, deficiencia o contradicción de la ley que lo lleva
a esta labor” (Martínez, 2012, p. 119). De esta forma, en suma, el desarrollo del proceso
integrativo necesitará no solo de la identificación de los criterios utilizados y la adscripción
de su significado general, sino que también se requerirá de una motivación
pormenorizada que dé cuenta acerca del porqué su concretización constituye una regla
apta para resolver la controversia.

ACTIVIDADES DE APLICACIÓN
1. ¿Qué es la ley procesal?
2. ¿Cuáles son los problemas adscritos a su conceptualización?
3. ¿Qué identifica a una norma jurídico-procesal orgánica?
4. A juicio de nuestra jurisprudencia, ¿cuáles son los elementos que integran la noción
“Organización y atribuciones de los tribunales de justicia”?
5. Refiérase a los efectos de la ley procesal en el tiempo.
6. ¿Qué se entiende por actividad, retroactividad y ultraactividad de la ley procesal?
7. ¿Cómo y de qué forma la LERL regula los efectos de la ley procesal en el tiempo?
8. Refiérase a los efectos de la ley en el espacio y su vinculación con el principio de
territorialidad.
9. ¿Qué casos se establecen como ejemplos de extraterritorialidad en nuestra
legislación?
10. Analice al art. 6º del COT y dé ejemplos respecto de su campo de aplicación.
11. ¿Qué es la inmunidad de jurisdicción y cómo se regula en nuestra legislación?
12. ¿Cómo se puede lograr el reconocimiento de una sentencia extranjera en Chile?
13. ¿Qué es la interpretación de la ley procesal y cómo puede entenderse desde el
prisma contemporáneo?
14. ¿Cuáles son los criterios que debería observar el juez para interpretar la ley procesal?
15. ¿Cómo y de qué forma se deberían colmar los vacíos normativos en sede procesal?

CAPITULO III

1. Generalidades
En los estudios tradicionales de Derecho procesal se posiciona a la jurisdicción en una
relación triangulada con la acción y el proceso. Con ello se quiere resaltar que esta
relevante función pública es excitada por el ejercicio de una acción y se desarrolla a través
de un proceso jurisdiccional que culmina en la dictación de una sentencia, la que puede
adquirir el atributo de la cosa juzgada.
1.1. Una primera aproximación a la jurisdicción
La palabra jurisdicción es polisémica e incluso en los textos y el lenguaje jurídicos es
utilizada en más de un sentido. En algunas oportunidades se usa para significar una
manifestación de soberanía (p. ej. cuando se dice que un determinado asunto está bajo la
jurisdicción del Estado) o la esfera de atribuciones de un ente público (p. ej. cuando se
dice que una materia se halla comprendida en la jurisdicción de un municipio
determinado). Precisando más su acepción en el sentido que acá le daremos, en varios
casos se utiliza el término jurisdicción para aludir al territorio dentro del cual esta
potestad es ejercida por un tribunal, es decir, al territorio jurisdiccional (p. ej. art. 101 del
COT: “Cuando existieren desequilibrios entre las dotaciones de los jueces y la carga de
trabajo entre tribunales de una misma jurisdicción, la Corte Suprema…”; art. 49 inc. 2º del
CPC: “En los juicios seguidos ante los tribunales inferiores el domicilio deberá fijarse en un
lugar conocido dentro de la jurisdicción del tribunal correspondiente…”). Solo en casos
muy marginales se asimila la jurisdicción —incorrectamente según se verá— a las
atribuciones asignadas por la ley a los tribunales, es decir, a su competencia (p. ej. art. 191
del CPC: “Cuando la apelación comprenda los efectos suspensivo y devolutivo a la vez, se
suspenderá la jurisdicción del tribunal inferior para seguir conociendo de la causa. (…)
Podrá, sin embargo, entender en todos los asuntos en que por disposición expresa de la
ley conserve jurisdicción, especialmente…”).
En un sentido técnico general se puede afirmar que la jurisdicción es una potestad estatal
“dimanante de la soberanía” o una función pública “cuyo ejercicio corresponde
exclusivamente a los juzgados y tribunales determinados en las leyes y en los tratados
internacionales para juzgar y hacer ejecutar lo juzgado” (RAE, 2017, t. II, p. 1244). Sin
embargo, sobre la jurisdicción, así como ocurre con otras instituciones a que se refiere
nuestra disciplina, existe una multiplicidad de definiciones que ponen énfasis en sus
diversos aspectos, lo que en nuestra opinión es síntoma de que el fenómeno puede ser
analizado desde diversos puntos de vista.
La jurisdicción tiene un contenido y cumple funciones que trascienden la que se asocia
solo al origen de la palabra, es decir, declarar (dicere) el derecho (ius) en un caso concreto
por medio de un juicio (iuditium), puesto que es una institución que cumple una función
pública. Además, tanto las formas a través de las cuales se administra justicia como los
métodos de juzgar deben ser evaluados en su validez, según el momento y lugar en que se
aplican dado que “tienen un valor contingente” (Calamandrei, 1962, p. 114). Por otra
parte, la definición de jurisdicción está estrechamente ligada a la precisión de sus fines,
sobre los que también existen posiciones diversas (Pereira, 1996, p. 82).
Por esas razones, para intentar una definición de jurisdicción adecuada para este texto
antes propondremos algunos puntos de vista para la comprensión del instituto. No se
trata de visiones excluyentes, sino de perspectivas desde las cuales se puede observar y
evaluar la jurisdicción y sus fines, con el objetivo de permitir una mejor comprensión de
ella.
1.1.1. La jurisdicción como potestad pública
Desde que el Estado se organiza modernamente y proscribe la autotutela como
mecanismo para la solución de los conflictos intersubjetivos de relevancia jurídica que se
promuevan en el orden temporal, la jurisdicción es una manifestación y ejercicio de la
soberanía que se expresa en la autoridad de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado (Devis,
2002, pp. 95 y 96). El Estado monopoliza la administración de justicia, dejando a los
particulares solo algunas zonas precisas para que desarrollen componendas privadas que
él mismo asimila, en algunos casos, a la sentencia emanada de un juez funcionario (p. ej.
el contrato de transacción según el art. 2461 del CC).
No es casual, entonces, que la jurisdicción sea ejercitada preponderantemente por
tribunales que pertenecen a un poder del Estado, el Poder Judicial, órganos que investidos
por la ley actúan una función pública dotados de relevantes potestades —poderes de
mandar super partes (Pereira, 1996, p. 87)—, que les permiten, incluso, disponer
lícitamente de la fuerza pública para el cumplimiento efectivo de lo que resuelvan,
atributo que se identifica con la facultad de imperio (Gimeno, 1981, p. 32).
Esta potestad, que implica el ejercicio de una función pública, no faculta a los jueces para
actuar arbitrariamente, puesto que su actividad se rige por normas imperativas (Alsina,
2001, p. 304).
1.1.2. La jurisdicción como deber
Puesto que con el fin de resguardar la paz social el propio Estado ha prohibido la
autotutela, también asume el imperativo de administrar justicia proveyendo a los
justiciables de herramientas para activar esta función pública y requerir que ella sea
actuada según determinados procedimientos y estándares de calidad, con el fin de
obtener una respuesta jurisdiccional fundada en Derecho. Toda persona tiene derecho a
requerir del Estado, bajo ciertas condiciones, el ejercicio de la función jurisdiccional, con
independencia de la relación material privada que pretenda invocar (Alsina, 2001, p. 304).
De ahí que se afirme que la noción de jurisdicción como poder es insuficiente, puesto que
el juez tiene el deber de juzgar (Couture, 1958, p. 30).
Y dado que el Estado asume inexcusablemente el deber de ejercer la jurisdicción, los
jueces funcionarios quedan sujetos a diversos tipos de responsabilidad por la falta o el
abuso en el ejercicio de esta función.
Lo dicho tiene un correlato en nuestro sistema. Tanto la Constitución, en su art. 76 inc. 2º,
como el COT, en sus arts. 10 y 112, consagran el principio de inexcusabilidad —esto se
verá en el capítulo respectivo— por el que los jueces deben ejercer la función
jurisdiccional, no pudiendo excusarse de ello si esta es activada siguiendo los
procedimientos marcados por la ley y el tribunal es competente en el asunto
determinado.
1.1.3. El énfasis en la función
La jurisdicción no se justifica sino en una visión dinámica, ejercitada por el Estado hacia el
otorgamiento de tutela en favor de los justiciables. En este sentido, corresponde al Estado
el deber de diseñar las herramientas para identificar las específicas necesidades de tutela
de las personas y modular las respuestas jurisdiccionales para que sean idóneas en la
satisfacción de aquellas. Entendida como una función, la jurisdicción se mira como una
“actividad con que el Estado provee a la realización de la regla jurídica”, aspecto que es
esencial en el instituto (Oberg y Manso, 2011, p. 19).
El proceso jurisdiccional, instrumento a través del cual el Estado desarrolla la jurisdicción,
debe asumir las formas adecuadas para que las necesidades de tutela sean satisfechas, de
modo que es posible evaluar la idoneidad de un proceso (su diseño y funcionamiento) en
la medida que la tutela judicial sea prestada. Todo proceso ha de respetar, al menos, dos
principios para ser considerado un método adecuado de resolución de una controversia
de relevancia jurídica: el de bilateralidad de la audiencia para la presentación de las
alegaciones y las prueba por ambas partes (audiatur et altera pars) y el de igualdad en la
actuación procesal (igualdad de armas) (Couture, 1958, p. 42).
En la mirada sobre la función de la jurisdicción tradicionalmente se ha debatido si ella
cumple un rol de tutela del ordenamiento objetivo, con la finalidad de garantizar la
aplicación de derecho (el rol de los jueces sería el de hacer cumplir las normas que los
sujetos directamente obligados por ellas no cumplieron), o bien si la misma cumple la
función de tutela de los derechos subjetivos, dado que le interesa la solución de conflictos
de relevancia jurídica (el rol de los jueces sería el de resolver conflictos intersubjetivos de
intereses en los que se invocan derechos insatisfechos). Aunque volveremos sobre el
punto, pareciera ser que esta discusión tiene relevancia más para entender cómo se ha
estudiado el fenómeno de la jurisdicción que para dimensionar su relevancia en el sistema
procesal, puesto que la jurisdicción cumple la función de hacer aplicar el ordenamiento
jurídico en la medida que, excitada su actuación por quien la requiera y por las vías
idóneas que contempla la ley (p. ej. el proceso jurisdiccional) debe otorgar tutela a los
derechos subjetivos e intereses jurídicamente relevantes de los justiciables (Bordalí, 2020,
p. 52).
1.1.4. En una dimensión orgánica
Para el ejercicio de la jurisdicción se requiere de una organización puesta a su servicio. El
Estado encomienda el ejercicio de la jurisdicción a distintos órganos, dotados de
diferentes atribuciones (competencias) y organizados de diversa manera para el
cumplimiento de esta función. Ello configura la organización jurisdiccional (Chiovenda,
1940, p. 68).
Son los órganos jurisdiccionales o tribunales de justicia las organizaciones integradas por
jueces y funcionarios, compuestas por estructuras físicas y sistemas que permiten que la
jurisdicción sea permanentemente actuada como un servicio que ha de prestarse a las
personas.
Lo que caracteriza esencialmente a los tribunales de justicia es el hecho que la ley radica
en tales organizaciones la función jurisdiccional, por lo que, según se verá en su
oportunidad, puede afirmarse que hay órganos que, aun cuando según su configuración
no sean propiamente tribunales, pueden llegar a actuar como tales si en determinados
casos, mandatados por la ley, ejercen la función jurisdiccional.
Es habitual que la ley refiera a jueces y magistrados cuando alude al actuar de los
tribunales de justicia, lo que no es incorrecto en el entendido que los jueces y magistrados
son funcionarios que ejercen la jurisdicción, en otras palabras, son agentes —en muchos
casos agentes públicos— de la función jurisdiccional. De ahí que se pueda afirmar que
cuando un juez o magistrado resuelve un asunto es el tribunal el que está resolviendo.
Por cierto, que con esto no se quiere adherir a una doctrina organicista, desechada por
obsoleta, que restrinja lo jurisdiccional a los actos emanados de los órganos del Poder
Judicial, es decir sus tribunales (Hoyos, 2001, p. 30), significando que el criterio distintivo
de la jurisdicción es el del órgano que ejercita la función, puesto que el diseño de la
judicatura demuestra que los tribunales de justicia ejercen también otras actividades que
la propiamente jurisdiccional (p. ej. dictación de autos acordados) y, además, hay órganos
que no siendo tribunales en determinados supuestos legales ejercen una función
jurisdiccional (p. ej. el Senado cuando resuelve una acusación constitucional, según el art.
53 Nº 1 de la CPR).
Tampoco se pretende confundir jurisdicción con judicatura, desde que esta última es una
organización (Larroucau, 2020, p. 25), sino solo poner de resalto que la jurisdicción
requiere de una organización (jueces y tribunales) para actuar, por lo que es una
perspectiva que no puede soslayarse para estudiar la institución.
1.1.5. La perspectiva de la adjudicación
Como resultado del acto de juicio, los jueces aplican las normas de Derecho a casos
concretos (Serra, 2008, p. 53), manifestando una voluntad, la voluntad jurisdiccional. Esta
voluntad manifestada no es el fruto de una pura espontaneidad ni del arbitrio, sino de un
proceso jurisdiccional, marcado por etapas, que permite al juez seleccionar la o las reglas
de Derecho aplicables al caso a partir de unos hechos que resultan probados. Es a través
del acto de juicio que el tribunal manifiesta la decisión de acoger o rechazar las peticiones
planteadas por las partes, con los fundamentos fácticos y jurídicos que expresa en la
sentencia.
En el ejercicio de la jurisdicción la labor fundamental de los jueces es emitir un mandato
concreto para aplicar o hacer cumplir la ley en un caso determinado y ese mandato, que
es una manifestación de voluntad jurisdicente, puede llegar a consolidarse y
transformarse en indiscutible e irrevocable cuando adquiera la autoridad de cosa juzgada.
1.2. Definiciones de jurisdicción
Con todo lo descrito, conviene detenerse en algunas definiciones de jurisdicción que ha
planteado la doctrina procesal, recordando que cada una obedece a contextos históricos
determinados y enfatiza algunos aspectos del instituto, lo que nos permite observarlo
desde diversas perspectivas.
1) Giuseppe Chiovenda, expositor de la doctrina clásica italiana en los inicios del siglo XX,
ha definido a la jurisdicción desde su estrecha vinculación con el fin del proceso, como la
“función del Estado que tiene por fin la actuación de la voluntad concreta de la ley
mediante la sustitución, por la efectividad de los órganos públicos, de la actividad de los
particulares, sea afirmando la voluntad de la ley, sea al hacerla prácticamente efectiva”
(Chiovenda, 1940, p. 1). Esta definición, que concibe a la jurisdicción como una función
pública que persigue la aplicación del Derecho a casos concretos, se asila en la idea de la
sustitución de voluntades: el Estado jurisdicente, por medio de sus decisiones
jurisdiccionales, sustituye la voluntad de los particulares que no han cumplido
voluntariamente las normas —normas primarias— que regulan las conductas (p. ej. si el
deudor en un contrato de mutuo no paga la deuda, obligación que ha de cumplir por
mandato legal, el acreedor puede interponer una demanda para que el tribunal condene
al primero a su pago).
2) Piero Calamandrei en la primera mitad de siglo XX entendía la jurisdicción, dentro de un
sistema de legalidad en que el derecho objetivo se manifiesta a través de reglas generales
y abstractas, como una función complementaria a la labor legislativa, recalcando que el
objeto de la jurisdicción es poner en práctica la autoridad del Estado para hacer cumplir el
Derecho legislado, en los casos en que sus destinatarios no lo observen voluntariamente.
El fin principal de la jurisdicción, plantea el autor, es de aplicar la ley, que es algo distinto a
su ejecución u observancia por sus destinatarios: “La ley, o sea la concreta voluntad que
de la misma se individualiza cuando los hechos de la realidad corresponden a su hipótesis,
puede ser ejecutada o bien observada solamente por aquel al cual se dirige el precepto,
esto es, como suele decirse, por el destinatario del precepto jurídico: ejecutar o sea
observar la ley, significa tener aquel comportamiento práctico que corresponde en
concreto al mandato de la ley. Aplicar la ley significa, en cambio, encontrar [el juez] cuál es
la norma jurídica que mejor se adapta y que está en contacto con las circunstancias de
caso concreto y, como consecuencia, establecer la certeza respecto de cuál es el
comportamiento que otros [los destinatarios de la norma] habrían debido tener en
concreto, en ejecución de aquella norma” (Calamandrei, 1962, p. 163).
3) También en Italia, Francesco Carnelutti ponía acento en la justa composición de la litis
por acto de un tercero (heterocomposición) como finalidad de la jurisdicción, llamando
litigio “al conflicto de intereses calificado por la pretensión de uno de los interesados y por
la resistencia del otro” (Carnelutti, 1944, p. 44).
4) En América Latina, el insigne procesalista uruguayo Eduardo Couture, definió la
jurisdicción reuniendo diversos elementos que son muy ilustrativos de los puntos de vista
con los que se puede analizar el instituto, especialmente su contenido, es decir la
presencia de un conflicto intersubjetivo de relevancia jurídica que es necesario resolver
por medio de una decisión que goce de autoridad de cosa juzgada y su función, que es
precisamente la de dirimir conflictos y decidir controversias aplicando el Derecho.
Entiende este autor que la jurisdicción es una “función pública, realizada por órganos
competentes del Estado, con las formas requeridas por la ley, en virtud de la cual, por acto
de juicio, se determina el derecho de las partes, con el objeto de dirimir sus conflictos y
controversias de relevancia jurídica, mediante decisiones con autoridad de cosa juzgada,
eventualmente factibles de ejecución” (Couture, 1958, p. 40).
5) El profesor colombiano Hernando Devis Echandía concibe la jurisdicción, en sentido
estricto, como la función pública de administrar justicia que emana de la soberanía del
Estado y que tiene una naturaleza doble: es una “obligación jurídica de derecho público”
que asume el Estado de actuar mediante los órganos jurisdiccionales para la realización o
certeza de los derechos y para la tutela del orden jurídico, y además es un poder del
Estado de someter a su jurisdicción a quienes requieren de la composición del litigio, la
realización de un derecho o han incurrido en algún ilícito penal. De esta forma, el autor
define la jurisdicción como “la soberanía del Estado, aplicada por conducto del órgano
especial a la función de administrar justicia, principalmente para la realización o garantía
del derecho objetivo y de la libertad y de la dignidad humanas, y secundariamente para la
composición de los litigios o para dar certeza jurídica a los derechos subjetivos, o para
investigar y sancionar delitos e ilícitos de toda clase o adoptar medidas de seguridad ante
ellos, mediante la aplicación de la ley a casos concretos, de acuerdo con determinados
procedimientos y mediante decisiones obligatorias” (Devis, 2002, p. 97).
6) En España el profesor Jaime Guasp propuso una definición de jurisdicción como función
vinculada a la de proceso, que entiende como una institución jurídica destinada a la
satisfacción de pretensiones. Así, para esta concepción, la jurisdicción es, en sentido
estricto, la “función específica estatal por la cual el Poder público satisface pretensiones”
(Guasp y Aragoneses, 2004, p. 93). La jurisdicción, a través del proceso, resuelve los
reclamos que los individuos de la comunidad plantean frente a otros ante los órganos
jurisdiccionales.
7) También en España el profesor Manuel Serra proponía hace muchos años una
definición que luego mantuvo en el tiempo y que pretende identificar el núcleo esencial
de la labor de los jueces. Para el profesor de Barcelona, la jurisdicción “es la
determinación irrevocable del derecho en un caso concreto, seguido, en su caso, por su
actuación práctica” (Serra, 2008, p. 53), de donde se sigue que el criterio rector que define
a la jurisdicción es la determinación del derecho.
8) Siguiendo esa línea el profesor Juan Montero ha planteado más modernamente que
para arribar a una definición de jurisdicción hay que referirse a un doble juego de
condiciones: los órganos a los que la ley otorga esta potestad y la función atribuida a esos
órganos (función jurisdiccional). En este curso de ideas, define la jurisdicción como “la
potestad dimanante de la soberanía del Estado, ejercida exclusivamente por los juzgados y
tribunales, integrado por jueces y magistrados independientes, de realizar el derecho en el
caso concreto juzgando de modo irrevocable y ejecutando lo juzgado” (Montero et al.,
2014, p. 63).
9) En el ámbito nacional una buena parte de las definiciones se centra en el conflicto
intersubjetivo como justificación para el ejercicio de la función jurisdiccional. Damos
cuenta solo de algunas:
a) El profesor Juan Colombo la define como “el poder deber que tienen los tribunales
para conocer y resolver, por medio del proceso y con efecto de cosa juzgada, los conflictos
de intereses de relevancia jurídica que se promuevan en el orden temporal, dentro de
territorio de la República y en cuya solución les corresponde intervenir” (Colombo, 1991,
p. 41).
b) El profesor Hugo Pereira construye una definición a partir del ordenamiento
constitucional y legal en Chile y de los principios vigentes. En su concepto la jurisdicción es
“la potestad pública ejercida privativamente por los jueces, mediante el debido proceso,
para dirimir en justicia conflictos jurídicos actuales o eventuales, con la aplicación de
normas y principios de derecho o la equidad natural, en sentencia con autoridad de cosa
juzgada, susceptible, según su contenido, de ejecución” (Pereira, 1996, p. 92).
c) Para el profesor Mario Mosquera la jurisdicción es el “poder deber del Estado,
radicado exclusivamente en los tribunales establecidos en la ley, para que éstos dentro de
sus atribuciones y como órganos imparciales, por medio de un debido proceso, iniciado
generalmente a requerimiento de parte y a desarrollarse según las normas de un racional
y justo procedimiento, resuelvan con eficacia de cosa juzgada y eventual posibilidad de
ejecución los conflictos de intereses de relevancia jurídica que se promuevan en el orden
temporal y dentro del territorio de la República” (cit. por Figueroa y Morgado, 2013a, p.
33).
d) Para los profesores Avsolomovich, Lührs y Noguera la función jurisdiccional debe
entenderse vinculada con la función del Estado de satisfacer pretensiones procesales, por
lo que la definen como “aquella actividad estatal que tiene por fin satisfacer pretensiones
procesales”. Adhieren, entonces, a la tesis de Guasp, precisando que una pretensión
extraprocesal puede no llegar a ser satisfecha por los tribunales. Lo que estos conocen,
juzgan y eventualmente ordenan cumplir son pretensiones procesales (Avsolomovich et
al., 1965, pp. 46 y 47).
10) Nuestra Corte Suprema ha entendido que la jurisdicción es una manifestación de la
soberanía estatal, cuya finalidad es resolver conflictos intersubjetivos de intereses por
medio de la aplicación del Derecho objetivo. Así en la sentencia de casación dictada en la
causa Rol Nº 22.198-2019 declaró:
“Que atendidos los contornos de la discusión, resulta necesario dilucidar, en primer
término, si la falta de jurisdicción puede ser alegada como excepción dilatoria. Para estos
efectos conviene recordar que “La función jurisdiccional es el poder-deber del Estado
político moderno, emanado de su soberanía, para dirimir, mediante organismos
adecuados, los conflictos de intereses que se susciten entre los particulares y entre éstos y
el Estado, con la finalidad de proteger el orden jurídico” (…) También se ha dicho por este
Tribunal que, en general, en los conceptos de jurisdicción, está implícito que es el Estado
el que la ejerce por medio de sus órganos especializados y siempre como manifestación
de la soberanía nacional (…). Por otra parte, resultando palmaria la ausencia de un
concepto de jurisdicción dado por el legislador, existen, no obstante, diversas
disposiciones que se refieren, directa o indirectamente, a este poder-deber del Estado,
como son los artículos 5º, 76, 77 y 19 Nº 3 de la Constitución Política de la República, que
determinan el ejercicio de la soberanía por el pueblo y las autoridades que el
constituyente señala, entre los que se encuentran los Tribunales de Justicia” (cons. 4º).
Todas estas definiciones sirven para destacar caracteres relevantes de la jurisdicción que
analizaremos en el punto correspondiente. Sin embargo, en nuestro parecer la definición
que mejor identifica un criterio distintivo de la jurisdicción es la de Serra Domínguez: “es
la determinación irrevocable del derecho en un caso concreto, seguido, en su caso, por su
actuación práctica”. Ello porque el juez, indudablemente debe adaptar el Derecho al caso
concreto a partir de los hechos que quedan establecidos en el proceso. El juez debe
determinar si los hechos del caso coinciden con los hechos descritos en términos
generales por la norma de derecho aplicable. En este sentido el juez “determina” el
“derecho en el caso concreto” puesto que elige la regla de Derecho a partir de los hechos
probados. Además, esta determinación puede ser “irrevocable” alcanzando la autoridad y
eficacia de cosa juzgada, aunque, como se explicará luego, puede que este atributo se
presente en grados distintos. Asimismo, es posible que la determinación del Derecho en el
caso concreto requiera ser ejecutada forzosamente, lo que dependerá de los efectos de la
sentencia y el comportamiento de los obligados, como se explicará también, de modo que
su “actuación práctica” es una posibilidad que queda cubierta por la jurisdicción (Nieva,
2014, pp. 45 y 46).
1.3. Características de la jurisdicción
La doctrina nacional suele identificar una serie de características que definen y sirven para
delimitar este instituto. Así se ha resaltado, entre otros aspectos, que la jurisdicción es
una función pública de origen constitucional cuyo ejercicio es exclusivo de los tribunales
de justicia, los que han de ser independientes e imparciales; además es un concepto
unitario, es una potestad inderogable, indelegable, improrrogable e irrenunciable, es de
ejercicio eventual y encuentra en la competencia de cada tribunal un límite interno, de
modo que todos los jueces tienen jurisdicción, pero no todos son igualmente competentes
para conocer de los asuntos. Asimismo, se afirma que el ejercicio de la jurisdicción
produce cosa juzgada (Colombo, 1991, pp. 44 y ss.; Oberg y Manso, 2011, pp. 25 y ss.;
Figueroa y Morgado, 2013a, p. 34; Bordalí, 2020, pp. 57 y ss.).
En esta parte explicaremos algunas características que sirven para aclarar qué es la
jurisdicción.
1.3.1. Tiene fuente constitucional
Su regulación se halla principalmente en el Título VI de la CPR intitulado “Poder Judicial”.
El art. 76 constitucional es una fuente clara de lo que la Carta Fundamental entiende por
jurisdicción: “La facultad de conocer de las causas civiles y criminales, de resolverlas y de
hacer ejecutar lo juzgado, pertenece exclusivamente a los tribunales establecidos por la
ley”.
En el Título VI se reconocen y regulan algunos principios considerados bases de la
jurisdicción, como el de inexcusabilidad (art. 76 inc. 2º), el de inavocabilidad en sus
facciones interna y externa (art. 76 inc. 1º) y el de responsabilidad de los jueces (arts. 79,
80 y 81) —ello se verá en el capítulo siguiente—. Contiene también importante regulación
acerca del actual sistema de nombramiento de jueces, fiscales y ministros de los
tribunales de justicia (art. 78 de la CPR) y el reconocimiento de la Corte Suprema como un
tribunal que ejerce varias potestades en su rol de tribunal ubicado en la cúspide de la
orgánica jurisdiccional (además del máximo control jurisdiccional de las decisiones de los
tribunales inferiores, según el art. 82 de la CPR la Corte Suprema ejerce la
superintendencia directiva, correccional y económica de todos los tribunales de la
República, a excepción de los que la misma norma indica).
También en la Constitución existen normas aplicables a la función jurisdiccional que
reconocen el derecho a la tutela judicial y el derecho al debido proceso (art. 19 Nº 3 incs.
1º y 6º), sin perjuicio de los demás derechos procesales de fuente constitucional que están
en el mismo art. 19 Nº 3 de la CPR. Por su parte, del art. 5º de la CPR se colige que la
jurisdicción es una emanación de la soberanía que reside en la Nación (Oberg y Manso,
2011, p. 25) y que la misma ha de ejercerse siempre en armonía y con pleno respeto de
los derechos fundamentales reconocidos en la propia Constitución y en los tratados
internacionales sobre derechos humanos, como el PIDCP y la CADH (art. 5º inc. 2º de la
CPR).
Asimismo, sin perjuicio de otras normas constitucionales, son aplicables a la materia las
que regulan el principio de legalidad y publicidad de las actuaciones del Estado, además
del deber de motivar los actos que pesa sobre los agentes públicos, incluidos, por cierto,
los jueces (arts. 6º, 7º y 8º de la CPR).
1.3.2. Es un concepto unitario
El ejercicio de la jurisdicción implica una serie de actividades que han de desarrollarse de
forma íntegra y no admiten parcialización, cualquiera sea el tribunal que la ejercite, el
proceso en que aplique y el grado jurisdiccional en que se desarrolle (Pereira, 1996, p. 96).
Este conjunto de actos sitúa a los jueces en la posición de elegir correctamente la regla
jurídica aplicable a un caso sometido a su decisión, a partir de determinados hechos que
han sido probados en juicio.
Las actuaciones que comprende la jurisdicción deben permitir a los jueces:
a) enterarse de las pretensiones de las partes otorgándoles la oportunidad de ser oídas en
la forma y momentos marcados por la ley;
b) confrontar las pretensiones de las partes con la actividad probatoria que se desarrolle;
c) razonar fundadamente sobre las pruebas rendidas para arribar a la determinación,
conforme a los estándares de suficiencia definidos por la ley, de los hechos que se
encuentran probados en el juicio; y,
d) decidir sobre el asunto controvertido por medio de la emisión de una sentencia que
acoja o rechace total o parcialmente una u otra pretensión, actividad que el juez no puede
excusarse de cumplir aun a falta de ley que resuelva el conflicto sometido a su decisión.
Eventualmente los tribunales deberán resolver las impugnaciones que las partes deduzcan
contra las decisiones que adopten, pudiendo resultar que las decisiones impugnadas sean,
en un segundo momento, confirmadas o revocadas por un tribunal superior, adquiriendo
las mismas, en algún momento, un grado de consolidación tal que las transforme en
inmutables, inimpugnables y coercibles. Llegado este estado es posible que a los
tribunales les corresponda conocer procedimientos de ejecución de la sentencia, si no ha
existido cumplimiento voluntario por quien resulte obligado por los efectos de ella,
traduciéndose, según el caso, en la adopción de vías compulsivas para la ejecución de lo
resuelto.
Todo lo anterior comprende la actividad del juez consistente en conocer, juzgar y hacer
ejecutar lo juzgado y el concepto unitario de jurisdicción permite afirmar que todos los
jueces ejercen jurisdicción cualquiera sea la controversia que decidan, puesto que la
fuente de esta función pública y las actividades que demanda su ejercicio son idénticas
(Colombo, 1991, p. 51; Devis, 2002, p. 101). Así, entonces, para el ejercicio de la
jurisdicción en todo caso los jueces han de estar dotados de un conjunto de poderes que
les permitan resolver, con conocimiento de causa, los conflictos de intereses sometidos su
decisión, a la vez que ordenar la ejecución de lo resuelto. Tales atribuciones, utilitarias a la
jurisdicción, pueden identificarse como:
a) un poder de decisión, para dirimir la controversia con fuerza obligatoria;
b) un poder de coerción, que permite al tribunal la remoción de los obstáculos que
limitan o se interponen en las decisiones que los jueces vayan adoptando en la marcha del
proceso;
c) un poder de documentación o investigación, que faculta a los jueces para allegar al
proceso material fáctico que será integrado en su análisis sobre los hechos y la prueba; y,
d) un poder de ejecución, que permite el cumplimiento de las resoluciones judiciales y se
materializa en la facultad de imperio (Devis, 2002, pp. 99 y 100).
Estas actividades que comprende la jurisdicción han de considerarse actuaciones debidas,
porque los jueces, una vez activada la jurisdicción, no pueden optar por realizarlas o dejar
de hacerlo. Al ser manifestaciones de la jurisdicción, tienen como contrapartida el derecho
de los justiciables a la tutela judicial efectiva.
Como consecuencia del carácter unitario se afirma también que la jurisdicción es
inclasificable, dado que siempre que se ejecute la función jurisdiccional es menester que
los jueces desarrollen esas actividades. Las clasificaciones de la jurisdicción que pueden
hallarse en textos jurídicos o en el lenguaje extrajurídico (p. ej., “jurisdicción civil y penal”,
“jurisdicción del trabajo”, “jurisdicción nacional y extranjera”, “la jurisdicción de la Corte
de Apelaciones de Valparaíso”) lo que hacen, en realidad, es aludir a la competencia
(Pereira, 2003, p. 95). Como se explicará, a pesar de que todo tribunal esté premunido de
jurisdicción y con idénticas potestades, la ley determina en qué materias, dentro de qué
territorios y en qué grados jurisdiccionales esta función pública puede ser ejercitada. De
ahí, entonces, es que se justifique la tan repetida afirmación de que todos los jueces
ejercen jurisdicción, pero no la misma competencia o, dicho de otra manera: “Todo
tribunal tiene jurisdicción, pero puede ser incompetente para conocer de determinados
asuntos” (Colombo, 1991, p. 48).
1.3.3. Su ejercicio es eventual
Para poner en movimiento la jurisdicción es condición necesaria el ejercicio de una acción
que la excite. Lo anterior se explica porque al ser la jurisdicción una garantía de la vigencia
y eficacia del derecho, esta solo opera cuando el cumplimiento de la norma general no sea
voluntario por los particulares y sea necesario recurrir a la compulsión de su observancia
por medio de la orden de un tribunal. La falta de cumplimiento voluntario de las normas
por quienes resultan ser los sujetos obligados, es decir su transgresión (Colombo, 1991,
pp. 51 y 52), es el presupuesto para que la jurisdicción se active. De ahí que se señale que
el ejercicio de la jurisdicción es eventual.
Hay que tener en cuenta que esta característica considera la perspectiva de la jurisdicción
como función, pues mirado el instituto como un poder-deber este es permanente y como
tal la Constitución y las leyes lo atribuyen a los tribunales desde su origen (cuando la ley
crea un tribunal lo dota de jurisdicción y le atribuye competencia para conocer de
determinados asuntos). El fundamento positivo de esto último se halla en el art. 76 de la
CPR, que atribuye la jurisdicción a los tribunales de justicia.
También hay que considerar que no siempre la transgresión a una norma, es decir la
violación a una norma o el desconocimiento de un derecho que provoca un conflicto, es el
presupuesto para activar la jurisdicción. Como se explicará, hay casos en que se pone en
movimiento la jurisdicción con la finalidad de que la decisión jurisdiccional ponga fin a una
situación jurídica incierta (p. ej. la validez de un acto o contrato), o constituya un nuevo
estado jurídico (p. ej. el divorcio entre los cónyuges) o bien cumpla las funciones de
certificar y dar validez a determinados actos jurídicos (p. ej. la confección de un inventario
solemne o la rectificación de una partida de nacimiento).
1.3.4. Es exclusiva e indelegable
En nuestro sistema el Estado tiene el monopolio de la función jurisdiccional y solo los
tribunales creados por la ley pueden ejercerla (arts. 76 de la CPR y 1º del COT)). En este
sentido se describe un monopolio estatal y un monopolio judicial de la jurisdicción
(Bordalí, 2020, p. 59).
Con esa atribución exclusiva por la CPR a “los tribunales establecidos por la ley”, quienes
detentan la jurisdicción no pueden transferirla ni traspasarla. En este sentido, tal mandato
constitucional es muy claro y ha de concordarse con los arts. 6º y 7º de la CPR, normas
que consagran el principio de juridicidad de las actuaciones del Estado, por lo que, si un
órgano se arroga el ejercicio de la jurisdicción sin la investidura previa para ejercerla, es
decir no ha sido creado como tribunal, o actúa fuera del ámbito de sus atribuciones,
estaría incurriendo en una actuación nula.
En caso de que un juez, que es un agente público de la jurisdicción, delegue la función
jurisdiccional que le ha sido conferida por el art. 76 de la CPR, estaría actuando fuera de la
esfera de sus atribuciones e incurriendo en la ejecución de un acto nulo. Dado que el
ejercicio de la jurisdicción, como potestad pública, emana de la soberanía (art. 5º de la
CPR) y es la Nación la que la entrega a los órganos creados por la Constitución y las leyes,
aquella no se puede delegar, pues se está en el campo de materias de Derecho público y
de orden público en las que solo pueden realizarse las conductas expresamente
permitidas por la ley (Oberg y Manso, 2011, p. 26).
No debe confundirse la indelegabilidad de la jurisdicción con la posibilidad de delegar la
competencia, según reconoce nuestro sistema procesal. En estos casos, como se verá en
el capítulo correspondiente, el tribunal que está conociendo de un asunto encomienda a
otro, que puede hallarse dentro o fuera del territorio de la República, que practique en su
territorio jurisdiccional algunas diligencias precisas y determinadas, debiendo este, una
vez cumplidas, remitir al primero el resultado de ellas (Figueroa y Morgado, 2013a, pp. 73
y 74). Esta figura, de vieja raigambre en nuestro sistema procesal (art. 71 del CPC) se
inscribe hoy dentro del fenómeno reconocido como cooperación judicial.
1.3.5. Es irrenunciable e improrrogable
El atributo de la jurisdicción es consustancial a la calidad de juez. Desde una dimensión
positiva se afirma, como ya se ha expresado, que todo juez por el hecho de ser investido
como tal —se entiende que regularmente investido— ejerce jurisdicción, y desde una
dimensión negativa se sostiene que ningún juez puede excusarse de ejercer la jurisdicción
en los asuntos de su competencia, cuando esta ha sido requerida por los justiciables
utilizando los procedimientos y formas legales (principio de inexcusabilidad, art. 76 inc. 2º
de la CPR y 10 inc. 2º del COT). Dado que el ejercicio de la jurisdicción es un acto debido, si
aquel es reclamado y se trata de asuntos en los que el juez es competente y este sin
justificación legal se abstiene de resolverlo, puede incluso incurrir en responsabilidad
penal por el delito de denegación de justicia (arts. 79 de la CPR y 224 Nº 3 del CP). En
consecuencia, es correcto afirmar que la jurisdicción es irrenunciable.
Asimismo, las partes no pueden atribuir jurisdicción a órganos que no son tribunales para
que actúen en esa calidad. Las partes no pueden transferir esta propiedad a quienes la ley
no se las ha reconocido, porque nuevamente se está actuando dentro del ámbito de
materias de Derecho y de orden público y, dado que la jurisdicción pertenece al Estado,
corresponde a la ley atribuir su ejercicio a los órganos creados para tal efecto (Colombo,
1991, p. 50). De ahí que se sostenga que la jurisdicción es improrrogable.
Hasta 1990 el pf. 8 del Título VII se intitulaba incorrectamente “De la prórroga de
jurisdicción”, pero con la corrección legislativa de la Ley Nº 18.969 pasó a denominarse
“De la prórroga de competencia”, regulando, como se verá, los casos en que las partes,
expresa o tácitamente, pueden atribuir competencia a un juez que naturalmente carece
de ella (Figueroa y Morgado, 2013a, pp. 103 y ss.).
Esta característica, la improrrogabilidad, pareciera encontrar una excepción en la figura de
los jueces árbitros. Estos son nombrados por las partes o por la autoridad judicial, en
subsidio, para que resuelvan un conflicto en ciertos casos (art. 222 del COT), sustrayendo
el conocimiento de esas materias de la justicia ordinaria por medio de un acuerdo
denominado compromiso o cláusula compromisoria. Los árbitros no son órganos del
Estado y, por lo tanto, en principio, pareciera que no son jueces. Pero sin perjuicio de las
diversas teorías acerca de la naturaleza jurídica del arbitraje, en lo que acá nos interesa, la
situación de los árbitros no constituye una excepción a la improrrogabilidad de la
jurisdicción, porque no son las partes las que confieren jurisdicción a los árbitros, sino que
es la ley la que se las atribuye. Es la ley la que define a los árbitros como jueces (art. 222
del COT) y la que permite u obliga a las partes —según se trate de arbitraje voluntario o
forzoso— a acudir a un árbitro (arts. 227 y 228 del COT), comprendiendo ella misma que
sean titulares de jurisdicción.
1.3.6. Su ejercicio produce cosa juzgada
Se ha definido a la jurisdicción como “la determinación irrevocable del derecho en el caso
concreto, seguida, en su caso, por su actuación práctica” (Serra, 2008, p. 53), de donde se
sigue que la presencia de la cosa juzgada sería un elemento definitorio en las decisiones
jurisdiccionales de los órganos legitimados para ejercer la jurisdicción (Gimeno, 1981, p.
86).
Sobre la cosa juzgada se ha explicado que es un efecto que producen determinadas
resoluciones judiciales, las sentencias, cuando adquieren el carácter de firmes o
ejecutoriadas, de suerte que la parte que ha obtenido en el juicio puede exigir su
cumplimiento (acción de cosa juzgada) y las partes a quienes alcanzan sus efectos pueden
oponerse a un nuevo juzgamiento por el mismo asunto (excepción de cosa juzgada). Se
pone acento, entonces, en que la cosa juzgada, como “verdad jurídica indiscutible e
inamovible de ciertas resoluciones judiciales” (Colombo, 2004, p. 69), es un efecto de las
sentencias firmes que permite, por un lado, exigir su cumplimiento incluso coactivamente
y, por otro, evitar que se pueda volver a discutir en un juicio y entre las mismas partes la
cuestión que ha sido objeto del fallo (Alessandri, 1936, pp. 127 y 137; Colombo, 1991, p.
53; Colombo, 2004, pp. 69 y 70; Oberg y Manso, 2011, p. 27; Bordalí et al., 2014, pp. 417-
418).
No corresponde que en esta parte nos detengamos en la cosa juzgada, pero el punto sí
merece una breve explicación para vincularla con la jurisdicción.
Alguna doctrina muy autorizada define a la cosa juzgada como “la autoridad y eficacia de
una sentencia judicial cuando no existen contra ella medios de impugnación que permitan
modificarla” (Couture, 1958, p. 401). Una de las características de la jurisdicción es su
auctoritas, es decir, el respaldo en el juicio intelectual que refleja su ejercicio (Gimeno,
1981, p. 33). La autoridad de la cosa juzgada, como cualidad o atributo propio del fallo, se
justifica en que la sentencia emana de un órgano jurisdiccional mandatado por la
Constitución para ejercer la jurisdicción. La eficacia de la cosa juzgada se expresa en tres
atributos de que goza la sentencia una vez que alcanza determinado estado: la
inimpugnabilidad, la inmutabilidad y la coercibilidad. La sentencia es inimpugnable cuando
contra ella no resulta procedente la interposición de recursos dirigidos a revisar lo
resuelto o la promoción de un proceso posterior en que ello se vuelva a discutir. En este
sentido la cosa juzgada opera como una prohibición de reiteración de juicios (Nieva, 2014,
p. 61). La inmutabilidad o inmodificabilidad significa que ninguna autoridad puede alterar
el contenido de la sentencia pasada en autoridad de cosa juzgada (ello aparece
reconocido en el art. 76 inc. 1º de la CPR). La coercibilidad representa la posibilidad de
obtener el cumplimiento forzado de la sentencia cuando la partes no lo han hecho
voluntariamente, por lo que es una eventualidad que depende de la conducta de ellas.
Si se considera que el efecto de una sentencia está dado por el contenido de lo que
resuelve (p. ej. una sentencia declara la validez de una disposición testamentaria; declara
que el demandante es dueño de un inmueble; declara que el demandado debe pagar al
demandante una indemnización de perjuicios e impone a esa parte el cumplimiento de
una prestación; declara el divorcio entre cónyuges), cuando se dice que ella está
amparada por la autoridad y eficacia de la cosa juzgada se está poniendo acento en los
atributos que la envuelven, es decir, en su inimpugnabilidad, inmutabilidad y
coercibilidad. De ahí que podría sostenerse que la cosa juzgada, antes que un efecto de las
sentencias es una cualidad o atributo de los efectos de las sentencias. Cuando se dice que
en virtud de la autoridad y eficacia de la cosa juzgada una sentencia es inimpugnable,
inmodificable y coercible (Figueroa y Morgado, 2012, p. 215) se está afirmando que sus
efectos no son mutables ni modificables y que son coercibles.
Entonces al afirmar que el ejercicio de la jurisdicción produce cosa juzgada se está
poniendo de relieve la inmutabilidad o inmodificabilidad de lo resuelto por la sentencia
una vez alcanzado este estado de consolidación (Bordalí et al., 2014, p. 418), desde que
los jueces ni otra autoridad y ni aun las partes del juicio pueden alterar el contenido de lo
resuelto, es decir, sus efectos. Ello a diferencia de lo que ocurre con otras fuentes
creadoras de Derecho, como la Constitución y las demás leyes, los decretos y reglamentos
y los contratos, que pueden ser modificados o dejados sin efecto por decisiones de la
autoridad (p. ej. una ley de reforma constitucional, una ley que modifique o derogue total
o parcialmente otra; un acto administrativo que modifique o reemplace otro anterior) o
por la voluntad de las partes contratantes (p. ej. la resciliación).
En materia penal, sin embargo, acontece que el atributo de inmutabilidad reconoce
excepciones fundadas en el principio favor rei. Ello ocurre, por ejemplo, cuando con
posterioridad a que una sentencia condenatoria se encuentre firme o ejecutoriada, se
dicta una ley más favorable al condenado, bien porque hace desaparecer del catálogo de
delitos la conducta castigada, o porque concede amnistía o un indulto general a los
condenados, o porque rebaja las penas que se hallaban vigentes al momento de la
condena, o porque reconoce en favor de los condenados formas sustitutivas de cumplir
las penas privativas de libertad, entre otros. En todos estos casos un acto posterior del
legislador podría alterar los efectos de una sentencia condenatoria pasada en autoridad
de cosa juzgada.
Asimismo, la inimpugnabilidad no es un atributo que se aplique a ultranza en nuestro
sistema. En el proceso civil es posible intentar contra una sentencia ejecutoriada una
acción de revisión, que el CPC regula como “Recurso de Revisión” (Título XX, Libro III del
CPC), cuando se funde en estrictas causales que marca la ley y se ejerza dentro del plazo
de un año contado desde la última notificación de la sentencia impugnada. En materia
penal se reconoce el procedimiento de “Revisión de las sentencias firmes” (pf. 5º Título VII
Libro IV del CPP) que se deduce también contra sentencias condenatorias firmes, por las
causales reguladas taxativamente en la ley, sin que se establezca un plazo para su
ejercicio. En ambos casos el éxito de las gestiones intentadas produce una modificación de
lo resuelto por la sentencia.
Como se ha dicho, la coercibilidad es siempre eventual y dependerá por un lado de la
naturaleza de los efectos de la sentencia, es decir, del contenido de su resolución (la
condena a una prestación de dar, hacer o no hacer; la mera declaración de un derecho; la
constitución de un estado jurídico) y, por otro, del comportamiento de las partes que
resulten obligadas por ella. Solo en el caso que una sentencia declarativa de condena, es
decir, que imponga una prestación, no sea voluntariamente cumplida por el deudor (p. ej.
la sentencia declara en favor del demandante el dominio exclusivo de un bien que está en
poder del demandado, disponiendo que este debe restituirlo al primero dentro del plazo
de 10 días contados desde que le sentencia quede ejecutoriada y llegado el plazo el
demandado no restituye el bien), se activará este atributo de la coercibilidad si el acreedor
lo pide (Couture, 1958, p. 402).
Lo que se ha dicho es sin perjuicio de los casos en que para el cumplimiento de las
sentencias se requiere de la colaboración de los órganos de la Administración o de los
auxiliares de la administración de justicia (p. ej. una sentencia del Juzgado de Familia que
declare la adopción de un niño o niña debe ser remitida al Registro Civil para la práctica de
una nueva inscripción; la sentencia del juez civil que declare la nulidad absoluta de un
contrato de compraventa sobre un bien raíz inscrito deberá anotarse al margen de la
inscripción respectiva en el Registro de Propiedad del Conservador de Bienes Raíces
correspondiente).
1.4. Naturaleza jurídica de la jurisdicción
Debe advertirse que las teorías sobre la naturaleza jurídica de la jurisdicción han
proliferado tanto como sus definiciones, las que reflejan cómo los estudiosos de esta
materia han entendido el núcleo central del trabajo de los tribunales. Todas ellas, de las
que acá se dará cuenta de manera esquemática y sucinta y solo de algunas, tratan de
explicar la naturaleza de la jurisdicción desde una postura compatible con la función de
declarar el derecho (iuris dictio) para un caso concreto (Nieva, 2014, p. 47), poniendo
acento en algún elemento distintivo del instituto, como la existencia de un conflicto entre
derechos subjetivos, el derecho objetivo aplicable y la posición de juez como un tercero
ajeno al conflicto entre otros.
Siguiendo una sistematización que nos parece muy clara (Serra, 2008, pp. 20 y ss.) se
explicará el contenido esencial de las llamadas teorías subjetivas, de las teorías objetivas y
de las teorías de la sustitución, incluyendo además una breve explicación de la teoría de la
satisfacción de pretensiones.
1.4.1. Teorías subjetivas
Se trata de doctrinas clásicas que en su enunciación general plantean que la jurisdicción
tiene por finalidad la tutela de los derechos subjetivos de los particulares involucrados en
el conflicto, entendiéndose por derecho subjetivo un “interés jurídicamente tutelado”
(Serra, 2008, p. 22). La insatisfacción del titular del derecho ya sea por incertidumbre de
este o por resistencia del obligado, justifica la intervención de la jurisdicción “para que se
le sitúe en su derecho, no de un modo general, como lo hace la ley, sino efectiva y
concretamente, pasando, si es necesario, por encima de la voluntad del obligado”
(Avsolomovich et al., 1965, pp. 64 y 65).
Como una variante de estas teorías hay quienes afirman que lo esencial de la jurisdicción
es la función que ella cumple de resolver controversias o la resolución de un conflicto
entre derechos subjetivos, descansando en la idea común de que la jurisdicción tiene
como finalidad el amparo de derechos subjetivos (Hoyos, 2001, p. 33).
Estas doctrinas han enfrentado diversas críticas, de las que podemos extraer dos
cuestionamientos relevantes: por un lado, hay procesos jurisdiccionales en que es
discutible que los litigantes ejerzan derechos subjetivos y, por otro, que la controversia no
es un elemento consustancial al proceso, porque hay procesos que se desarrollan sin
controversia y controversias que pueden ser resueltas fuera del proceso. En efecto, estas
teorías serían incompletas para explicar los procesos jurisdiccionales en que los sujetos
que intervienen no invocan un derecho subjetivo insatisfecho, como en los procesos
administrativos, en el que se tutelan intereses legítimos y no derechos subjetivos (Bordalí
et al., 2014, p. 6); o en el proceso penal, en que el MP, más que ejercer un derecho
subjetivo, cumple el mandato legal de perseguir penalmente (investigar y acusar) los
hechos que constituyan ilícitos penales (Nieva, 2014, p. 46). Por otra parte, la víctima,
cuyo derecho subjetivo a la reparación podría no integrar el objeto del juicio penal y por
tanto quedar fuera de la decisión jurisdiccional, tiene reconocido un derecho de
intervención en el proceso penal, pero, por razones obvias, no ejercita un derecho
subjetivo a la imposición de una pena contra el imputado ya que carece de titularidad
sobre ella.
En el ámbito de los procesos civiles hay casos en que falta la controversia, como en las
hipótesis de rebeldía del demandado mientras ella se mantenga y de allanamiento a la
demanda (en nuestro sistema, arts. 78 y ss. y 313 del CPC), casos en que el juez ha de
dictar una sentencia ejerciendo, evidentemente, jurisdicción. Existen también los procesos
declarativos en que la controversia puede estar actualmente ausente y de los que podría
emanar una sentencia meramente declarativa (Couture, 1958, p. 316), y los procesos
constitutivos o de declaración constitutiva (Devis, 2002, p. 163) que dan origen a
sentencias constitutivas (p. ej. la que declara el divorcio entre cónyuges o la que declara
un vínculo de filiación anteriormente inexistente, constituyendo ambas un nuevo estado
civil), en que la controversia, aun existiendo, no es relevante para el ejercicio de la función
jurisdiccional (cosa distinta en que la controversia en las pretensiones sea relevante para
la configuración del objeto del juicio). En tales casos “la actuación jurisdiccional es el único
medio para obtener una consecuencia jurídica, siendo totalmente irrelevante la
conformidad o disconformidad de las partes en orden a dicha consecuencia” (Serra, 2008,
p. 23).
1.4.2. Teorías objetivas
Propugnan que lo determinante en la jurisdicción es la actuación, por los tribunales de
justicia, del Derecho objetivo en el caso concreto. Estas doctrinas, que reclaman un papel
protagónico de la ley, es decir del derecho positivado, tuvieron amplia difusión en nuestro
orbe, lo que se comprende al examinar su compatibilidad con la doctrina tradicional de la
separación de poderes (Nieva, 2014, p. 47). En general se las critica por tres razones: los
jueces, al menos en asuntos civiles, no actúan de oficio, por lo que no se comprende cómo
el sistema haría compatible este rol de actuación del derecho objetivo por los jueces con
la posición de pasividad que les impide ejercer la jurisdicción sin requerimiento de las
partes interesadas; además, se advierte que al poner de relieve ese cometido, de la
jurisdicción quedan fuera las hipótesis en que el juez resuelve el caso con fundamento en
la equidad y no en normas de Derecho. Se ha señalado, también, que las teorías objetivas
no permiten distinguir los actos jurisdiccionales de los actos de la Administración, dado
que estos también permiten la actuación concreta de la ley.
Una de sus manifestaciones es la Teoría de la jurisdicción como garantía de la observancia
de las normas, cuyo principal promotor en Italia ha sido Piero Calamandrei. Según sus
explicaciones, el Derecho es ordinariamente cumplido en forma voluntaria por sus
destinatarios, pero el mismo ordenamiento jurídico debe proveer de herramientas para
lograr que las normas sean cumplidas en caso de quebrantamiento por quienes se hallan
obligados a acatarlas. Esa es la función de la jurisdicción, una labor complementaria de la
del legislador, dado que sin ella las normas quedan incompletas. Esta actividad
complementaria, la jurisdicción, es una garantía de la observancia del Derecho. En
palabras del autor: “Resulta que, de momento, para asegurar la observancia práctica del
derecho en el desarrollo concreto de las relaciones sociales, no es suficiente la obra del
legislador, cuyas voliciones generales y abstractas podrán a su tiempo traducirse en
actividades practicas conformes a ellas, sólo en cuanto los individuos comprendan la
palabra de la ley estén dispuestos a respetarla. (…) Pero si los individuos no están
dispuestos a respetar voluntariamente las leyes, entonces, para hacerlas respetar, es
necesaria una ulterior actividad del Estado, que se presenta como complemento de la
actividad legislativa. (…) Esta ulterior actividad del Estado, dirigida a poner en práctica la
coacción amenazada y a hacer efectiva la asistencia prometida por las leyes, es la
jurisdicción. En la vida del Estado, el momento legislativo o normativo no puede
entenderse con separación del momento jurisdiccional: legislación y jurisdicción
constituyen dos aspectos de una misma actividad continuativa que puede denominarse,
en sentido lato (…) actividad jurídica; primero dictar el derecho y después hacerlo
observar; primero el establecimiento y después el cumplimiento del derecho. La
jurisdicción aparece, pues, como la necesaria prosecución de la legislación, como el
indispensable complemento práctico del sistema de legalidad” (Calamandrei, 1962, pp.
127 y 128, cursivas en el original).
En consecuencia, cuando el Estado, por medio de la jurisdicción, interviene en las
relaciones entre los particulares lo hace para garantizar la observancia práctica de los
preceptos cuyos destinatarios son los ciudadanos. Esta intervención ocurre cada vez que
las normas son oscuras, han sido violadas, son inciertas o bien ellas deben ser
necesariamente actuadas en una sede jurisdiccional por referirse a derechos o estados
indisponibles (Hoyos, 2001, p. 37). Con estas explicaciones esta teoría pretende cubrir las
hipótesis de las sentencias meramente declarativas y las constitutivas.
Sin embargo, esta teoría objetiva podría criticarse —y así fue hecho por parte importante
de la doctrina procesal— desde más de una perspectiva. Como se ha anticipado, y este
puede ser su flanco más débil, porque resulta insuficiente para explicar los casos en que el
juez, aun faltando Derecho objetivo, dicta igualmente sentencia aplicando reglas de
integración de las lagunas del ordenamiento con principios generales del Derecho y la
equidad. Cuando un juez resuelve fundando la sentencia en la equidad está claro que
existe una norma de Derecho habilitante para ello, pero esa norma es de naturaleza
procesal; el fundamento de su sentencia, la justificación de la decisión jurisdiccional, está
en la equidad (en nuestro modelo, la sentencia dictada por los árbitros arbitradores). En
este caso no existe una función complementaria de garantía de la observancia del derecho
positivo.
Además —se critica— la afirmación de que la jurisdicción cumple una función
complementaria de la del legislador garantizando el cumplimiento de las normas, más que
identificar el núcleo esencial y caracteres propios de la jurisdicción, lo que hace es
describir uno de los fenómenos que justifican la actividad jurisdiccional: los sujetos acuden
normalmente ante un tribunal cuando el derecho no es espontáneamente cumplido
(Serra, 2008, p. 33).
Dentro de las teorías objetivas se podría inscribir la Teoría de la justa composición de la
litis, promovida principalmente por Francesco Carnelutti. Para esta doctrina, que también
ha sido considerada dentro de las teorías subjetivas, la exigencia que la composición de la
litis sea justa hace pensar que el estándar aplicable es que la decisión del juez implique la
efectiva aplicación del Derecho en un caso concreto.
Para Carnelutti las explicaciones acerca de la jurisdicción, y no solo de ella sino del proceso
jurisdiccional giran en torno a la litis. En la litis se observan sujetos y sus vínculos con la
pretensión: “La pretensión es exigencia de subordinación de interés ajeno al interés
propio. (…) La resistencia es la no adaptación a la subordinación de un interés propio al
interés ajeno, y se distingue en contestación (no tengo que subordinar mi interés al ajeno)
y lesión (no subordinación) de la pretensión. (…) La litis, por tanto, puede definirse como
un conflicto (intersubjetivo) de intereses calificado por una pretensión resistida
(discutida). El conflicto de intereses es su elemento material, la pretensión y su resistencia
son su elemento formal” (Carnelutti, 1997, p. 28, cursivas en el original). La controversia
es previa al proceso y de naturaleza material; en cambio “la litis tiene naturaleza procesal
y surge tan solo cuando se inicia el proceso mediante la pretensión”. La controversia
puede ser un antecedente de la litis, pero no es condición necesaria de esta, porque
puede existir una litis sin que haya efectivamente controversia (Serra, 2008, p. 35).
Se ha criticado de este planteamiento que al considerar la litis —así concebida por
Carnelutti— como un presupuesto de la actividad jurisdiccional no podría explicarse la
jurisdicción en aquellos procesos en que no está presente, como el proceso penal y los
procesos constitutivos. Estos casos de procesos sin litis, que deberían quedar entonces
excluidos de la jurisdicción verdadera y propia, se enmarcan sin embargo dentro de la
tendencia acusada en la función de jurisdiccional de “transformarse de actividad
mediadora que interviene solamente cuando haya que dirimir, en defensa de la paz social,
un conflicto de intereses individuales, en actividad de control jurídico, que, aun cuando
coincidan los intereses individuales, interviene en defensa de la ley” (Calamandrei, 1958,
p. 184). Con relación a lo anterior, se agrega que como fin inmediato de la jurisdicción no
resulta predicable la composición de la litis, puesto que salvo por los pocos casos en que el
juez llama a las partes al arribo de componendas, como la conciliación, más bien su
finalidad es declarar el Derecho aplicable en un caso concreto (Serra, 2008, p. 36).
1.4.3. Teoría de la sustitución
Este planteamiento explica la jurisdicción como la sustitución por el juez de la voluntad de
todos los ciudadanos actuando la voluntad de la ley y fue formulada y defendida
principalmente por Giuseppe Chiovenda. En su afán por identificar un criterio
verdaderamente diferenciador de la jurisdicción, especialmente frente a los actos de la
Administración, explica que “la actividad jurisdiccional es siempre una actividad de
sustitución; y precisamente la sustitución por una actividad pública de una actividad de
otro” (Chiovenda, 1940, pp. 8 y 9, cursivas en el texto). Se considera que es una teoría
clásica, porque incluso sus críticos reconocen en la función jurisdiccional un ejercicio de
sustitución, integrado con otros elementos definitorios de la jurisdicción.
La sustitución que identifica Chiovenda no es física sino jurídica y “quiere significar la
posición de tercero en que se encuentra el Estado respecto de la contienda, expresada en
el tradicional aforismo «nemo iudex in sua causa». Esa ajenidad del juez respecto del
conflicto debatido, que se distingue del principio de independencia judicial, es
indiscutiblemente uno de los elementos definidores de la jurisdicción aceptado
comúnmente” (Serra, 2008, p. 37). En otras palabras, es precisamente la posición en la
que se halla el juez respecto al litigio, de tercero imparcial, la que le permite ejercer esta
función pública de sustituir la actividad de los sujetos obligados por la norma.
La sustitución puede darse en los procesos de conocimiento como sustitución de índole
intelectiva, y en la actuación material de las partes, cuando se trata de los casos en que las
mismas han podido dar cumplimiento a la voluntad de la ley produciéndose una
“sustitución, por la actividad material de los órganos del Estado, de la actividad debida,
sea que la actividad pública se proponga sólo a obligar al obligado a obrar, sea que atienda
directamente al resultado de la actividad” (Chiovenda, 1940, p. 10, cursivas en el texto).
De allí que toca excluir del ámbito de la jurisdicción los casos en que la actuación de la
voluntad de la ley está encargada a órganos públicos, dado que en este caso no hay
sustitución posible (como la ejecución penal, que sería una actividad esencialmente
administrativa).
La sustitución para Chiovenda no es solo de los sujetos de la relación material, sino
respecto a todos los miembros de la comunidad, dado que con la jurisdicción se declara la
voluntad de la ley: “En el conocimiento, la jurisdicción consiste en la sustitución definitiva
y obligatoria, por la actividad intelectiva de juez, de la actividad intelectiva no sólo de las
partes, sino de todos los ciudadanos, al afirmarse como existente o no existente la
voluntad concreta de la ley que concierne a las partes. Por boca del juez, la voluntad
concreta de la ley se declara y se actúa lo mismo que si ocurriera, en virtud de una fuerza
suya propia, automáticamente. (…) En la sentencia el juez se sustituye a todos para
siempre al afirmar existente una obligación de pagar, de dar, de hacer o no hacer; al
afirmar existente el derecho a la separación personal o a la resolución de un contrato; o
querida por la ley una pena” (Chiovenda, 1940, pp. 9 y 10, cursivas en el texto). De ello se
sigue la relevancia de entender la posición del juez como un sujeto ajeno al litigio (“nadie
es juez en pleito propio”), que se trate de un sujeto extraño a los intereses sobre los que
le toca decidir (Serra, 2008, p. 39).
La teoría sostenida por Chiovenda, que resulta coherente con la concepción dualista
concreta de la acción (Marinoni et al., 2010, p. 15), según se explicará en el próximo
punto, ha sido objeto de diversas críticas, a pesar de tener gran influjo en las discusiones
posteriores acerca de la naturaleza de la jurisdicción. Se ha afirmado que esta concepción
de la jurisdicción deja fuera las llamadas sentencias constitutivas, dado que en ellas la
voluntad de las partes es irrelevante para el ejercicio de la función jurisdiccional, por lo
que no cabría hablar de sustitución de la voluntad de ellas por la voluntad del juez. Sin
embargo, se ha replicado que tal crítica es solo aparente. Las sentencias constitutivas (p.
ej., la que declara la adopción) no son susceptibles de ejecución forzosa en el sentido del
cumplimiento definitivo que dependa de las partes obligadas, sin que su cumplimiento
esté entregado a órganos del Estado, por lo que en este caso no cabe hablar de
sustitución. Pero el juez sí puede sustituir la voluntad intelectiva de todos los ciudadanos
declarando la voluntad de la ley al juzgar el caso concreto (Serra, 2008, p. 37).
El problema radica en la afirmación, sostenida por el propio Chiovenda, de que la
jurisdicción sustituye la voluntad intelectiva no solo de las partes, sino de todos los
ciudadanos, lo que equivaldría a sostener que no sustituye la voluntad de ninguno. Esto es
relevante porque es en la sentencia que dicta el juez el acto donde se ejercita la
jurisdicción, si se entiende como la determinación de la voluntad concreta de la ley
concerniente a las partes o la determinación del Derecho en un caso concreto (Serra,
2008, p. 40). En este sentido, entonces, el criterio de la sustitución no sería útil para
explicar las sentencias declarativas.
Además, puede criticarse la tesis de la sustitución en que no es de la esencia de la
jurisdicción resolver sobre relaciones extrañas o de terceros, dado que también así actúa
la Administración, en algunos casos. A su turno el juez también juzga sobre actividades
propias, como cuando evalúa las normas que regulan cómo debe actuar para resolver (p.
ej., si es o no competente). El mismo Chiovenda reconoció que este se trata de un criterio
diferenciador marcadamente presente en una y otra actividad del Estado: “Pero en el
órgano de la Administración prevalece el juicio respecto a la actividad propia; en el juez, el
juicio respeto a la actividad ajena. Es en este sentido como se puede hablar de una
diferencia de acentuación” (Chiovenda, 1940, p. 11, cursivas en el original). Entonces, tal
criterio, el de la ajenidad frente a lo que le corresponde juzgar, no sería esencial a la
jurisdicción (Serra, 2008, p. 41).
1.4.4. La jurisdicción como satisfacción de pretensiones
Se debe a Guasp el planteamiento de la jurisdicción como “la función específica estatal
por la cual el Poder público satisface pretensiones” (Guasp y Aragoneses, 2014, p. 93).
Las pretensiones tienen un origen social y pueden mantenerse fuera del ámbito del
proceso, como extraprocesales. En ese estado la pretensión se entiende como “aquella
voluntad manifestada de un sujeto de derechos de que otra persona cumpla o reconozca
un derecho, que el primero cree tener en su contra” (Avsolomovich et al., 1965, p. 20).
Promovido el proceso por la interposición de una acción la pretensión se manifiesta como
procesal. Entonces, las pretensiones jurídicas procesales, es decir, los reclamos que los
individuos plantean frente a otros ante los órganos jurisdiccionales, deben ser resueltas
por el proceso jurisdiccional, que se presenta como un instrumento de satisfacción de
pretensiones. El proceso, a través del cual actúa la jurisdicción, es “una construcción
jurídica destinada a remediar, en derecho, el problema planteado por la reclamación de
una persona frente a otra” (Bordalí, 2020, p. 52).
Esta noción permite distinguir la jurisdicción de otras actividades jurídicas del Estado. De
la función legislativa se distingue porque esta “se propone dirigir la vida de la comunidad
mediante la producción de normas jurídicas nuevas; la función jurisdiccional se propone la
satisfacción de una pretensión comparándola generalmente con normas ya existentes”
(Guasp y Aragoneses, 2014, pp. 94 y 95, cursivas en el texto). Ello no impide reconocer la
existencia de relaciones entre ambas actividades: la legislativa produce normas que
regulan la actividad jurisdiccional y la jurisdicción, en sentido amplio, puede evaluar la
regularidad formal o material de la ley.
También puede diferenciarse la función jurisdiccional de la función administrativa, pero
sin atender al criterio, habitualmente sostenido, de que en la jurisdicción se aplica el
Derecho a casos concretos, dado que la Administración también aplica normas de
Derecho a situaciones particulares. El criterio diferenciador para esta doctrina es la
existencia o no de pretensión como justificación para actuar: en la jurisdicción se
identifican pretensiones que las personas hacen valer y que ella debe satisfacer, mientras
que la Administración realiza sus fines por la conducta espontánea de los órganos que la
integran y que actúan sus atribuciones asignadas por la ley. En síntesis, “la Jurisdicción es
función estatal de satisfacción de pretensiones, la Administración es función estatal de
cumplimiento de los fines de interés general” (Guasp y Aragoneses, 2014, pp. 94 y 95,
cursivas en el texto).
Lo interesante de esta teoría es que presenta a la jurisdicción inescindiblemente ligada
con el proceso como instrumento puesto a su servicio; sin embargo, no logra explicar
completamente el panorama actual de la función jurisdiccional. La jurisdicción no solo
debe satisfacer las pretensiones del actor, sino que además ha pronunciarse sobre las
resistencias formuladas por la persona frente a quien se pretende (el demandado). Eso se
justifica en que según sus propios postulados la presencia del sujeto pasivo de la
reclamación del actor es necesaria, pues el proceso es una figura rigurosamente
tridimensional (Guasp y Aragoneses, 2014, pp. 94, 95 y 36).
Se observa, asimismo, que hoy la jurisdicción también tutela intereses jurídicamente
relevantes que invocan los individuos de la comunidad, es decir, las ventajas, bienes o
utilidades legítimas que son “coherentes con el entramado legal y constitucional”. En
consecuencia, la jurisdicción debe dar curso o no a las pretensiones (del actor y del
demandado) que contengan tales intereses, evaluando si ellos son jurídicos y socialmente
relevantes y si se encuentra justificada su necesidad de tutela (Bordalí, 2020, pp. 52 y 53).

2. Jurisdicción, acción y proceso


Cuando según el punto de mira se observa la función del Estado de resolver los conflictos
intersubjetivos de intereses de relevancia jurídica, con decisiones que gocen de autoridad
de cosa juzgada, o de determinar de manera irrevocable, para un caso concreto, el
Derecho aplicable, se puede identificar una clara relación entre la jurisdicción, la acción y
el proceso. La jurisdicción es puesta en movimiento por el ejercicio de una acción y se
desarrolla instrumentalmente a través de un proceso jurisdiccional, cristalizado en una
resolución que contiene la voluntad jurisdiccional (Montero et al., 2014, pp. 34 y 35). El
proceso es un instrumento necesario para que la jurisdicción activada se desarrolle, dado
que el ejercicio de la jurisdicción no es compatible con la instantaneidad: “En principio, en
un orden utópico, bastaría el simple ejercicio de la acción, la afirmación realizada por las
partes ante el juez para que éste pudiera, sin más trámites, emitir su resolución
jurisdiccional. Pero el Juez normalmente no conoce la realidad, sino solo la versión que de
la realidad le ofrecen las partes. (…) Pero la limitación humana impone necesariamente
que entre la afirmación de las partes y la resolución jurisdiccional se intercalen una serie
de actos, cuyo conjunto recibe el nombre de proceso” (Serra, 2008, p. 231). Por nuestra
parte agregamos que, ni aun cuando el juez conociera la realidad de los hechos debatidos,
el proceso sería prescindible, puesto que dada su posición de tercero imparcial e impartial
(sujeto ajeno al conflicto) la estructura dialéctica de aquel le sirve como instrumento
adecuado para adoptar una decisión fundada, cuya motivación ha de cumplir
determinados estándares.
Revisaremos en lo que sigue algunos aspectos fundamentales relacionados con la acción y
el proceso jurisdiccional.
2.1. La acción
Sobre la acción la doctrina ha estudiado y escrito mucho. Si bien en algún momento los
arduos debates acerca de su naturaleza jurídica, que se centraron en la relación entre ella
y el Derecho material, pudieron justificarse por su relevancia para la consolidación del
estudio científico del Derecho procesal como una disciplina autónoma (Gimeno, 1981, p.
129), hoy carecen de importancia práctica si se toma una postura acerca de su contenido y
justificación, como se hará en este texto. La referencia a los debates que se desarrollaron
preponderantemente en el siglo XX se hará para fines de ilustrar la importancia de la
acción en su relación con la jurisdicción y con el derecho a la tutela judicial.
Por ahora, para centrar el tema, diremos que la acción es el derecho fundamental de
activar la jurisdicción con la finalidad de obtener tutela judicial de parte del Estado. La
acción, el derecho de acción y el derecho a la tutela judicial son todas manifestaciones del
derecho reconocido a toda persona de “instar al poder público la resolución de los
conflictos en que se hallen involucrados, ante la prohibición jurídica que pesa sobre ellos
de que los resuelvan por sí mismos, arbitrariamente o mediante el uso de la fuerza”
(Garberí, 2009, p. 116).
2.1.1. Doctrinas tradicionales acerca de la naturaleza jurídica de la acción
A lo largo del tiempo la doctrina ha intentado explicar la naturaleza jurídica de la acción
enfocando el análisis, principalmente, en su relación con el Derecho material. Se atribuye
a los pandectistas alemanes y sus trabajos sobre la actio en el Derecho romano el inicio de
los debates que luego derivaron en el desarrollo científico del Derecho procesal. La acción
para Frederick Karl von Savigny debía concebirse como “una metamorfosis del derecho
subjetivo privado, que se produce como consecuencia de una violación” (cit. por Hoyos,
2001, p. 114). En un trabajo publicado en 1856 Bernhard Windscheid criticó la idea de
Savigny y señaló que este incurría en un error sobre la interpretación de la actio,
proponiendo que en realidad la idea romana de actio correspondía a la noción germana
de Anspruch (pretensión o razón), dado que el ordenamiento jurídico “no es el
ordenamiento de los derechos, sino de las pretensiones judicialmente perseguibles”
(Serra, 2008, p. 189). De ahí que en el sistema romano de las acciones lo relevante era la
actio que entregaba el magistrado, pudiendo el demandante tener actio sin tener
derecho. En 1857 Theodor Muther publicó un trabajo con una refutación a la tesis de
Windscheid, criticando la asimilación ente actio y Anspruch, a pesar de que reconoció que
derecho y actio son dos derechos distintos, “de los cuales uno es presupuesto del otro,
pero que pertenecen a diversas esferas, puesto que uno es privado y otro público (…)
Ambos derechos, el privado y el público, no coinciden ni en el contenido, pues uno va
encaminado a la restitución y el otro al respeto material del derecho, ni el sujeto pasivo,
que en la acción es el Juez, como representante de la justicia del Estado, y en el derecho
es el obligado” (Serra, 2008, pp. 189 y 190).
A partir de ese debate en torno a la actio romana y de la famosa polémica científica entre
Windscheid y Muther sobre el alcance de la interpretación de Savigny, de la que se infiere
que entre ambos autores había acuerdo en que acción y derecho subjetivos son dos
fenómenos jurídicos diversos, la doctrina ha identificado el momento en que la acción se
independiza de Derecho material y con ello el estudio de las instituciones del Derecho
procesal. Se atribuye a Chiovenda, fuertemente influido por la discusión de la doctrina
alemana, haber introducido el debate en Italia y con ello el desarrollo posterior de
variadas doctrinas sobre la naturaleza jurídica de la acción, sustentada por relevantes
autores, con gran influencia en España y Latinoamérica. Habitualmente se sostiene que
con la célebre prolusión pronunciada en la Universidad de Bolonia en 1903, con un
discurso sobre la acción en el sistema de los derechos, Chiovenda fundó la escuela
científica italiana del Derecho procesal.
En las líneas siguientes plantearemos un esbozo esquemático de estos debates, siempre
con la finalidad de presentar una visión panorámica y ordenada de estas, pero en lo
estrictamente necesario para entender los alcances fundamentales del instituto.
2.1.1.1. Doctrinas monistas
Son propias del siglo XIX y, en lo medular, identifican a la acción con el derecho subjetivo
vulnerado o turbado. Esta corriente extrae una vieja definición de la actio romana
contenida en el Digesto que en su formulación en castellano expresa que la acción “no es
más que el derecho de perseguir en juicio lo que se nos deba”. La acción entonces se
identifica con la prestación debida, es el mismo derecho material que invoca quien
acciona, pero puesto en “pie de guerra”; es el derecho subjetivo elevado a la segunda
potencia (Couture, 1958, p. 63). En consecuencia, la acción no es un derecho autónomo,
pues no es independiente del derecho subjetivo material.
Se critica esta teoría por razones evidentes. Por un lado, entiende al Derecho procesal sin
autonomía, ligado a otras ramas del Derecho, por lo que malamente podía vislumbrase un
desarrollo científico de la disciplina. Por otra parte, y es la crítica principal, no permite
explicar las sentencias desestimatorias que declaran que quien ejerció la acción no estaba
amparado por el Derecho material. Tampoco permite explicar otros fenómenos como los
supuestos de las obligaciones naturales (Couture, 1953, p. 9), la tutela jurídica de la
posesión (la posesión es un hecho y no un derecho), las sentencias meramente
declarativas, las sentencias constitutivas necesarias, etc. (Hoyos, 2001, p. 115).
A pesar de hallarse abandonadas y constituir no más que un dato histórico, aunque
relevante por los debates que a partir de entonces se desarrollaron, en nuestro
ordenamiento jurídico identificamos manifestaciones que adhieren a las tesis monistas.
Cuando el CC en sus arts. 577 y 578 expresa, luego de definir qué se entiende por
derechos reales y derechos personales, que de los primeros “nacen las acciones reales” y
de los segundos “nacen las acciones personales”, está reflejando que abraza esta postura,
lo que puede entenderse por la época en que el Código fue redactado. Lo mismo se
entiende de la lectura de los arts. 580 y 581 del CC, al reputar los derechos y acciones
bienes muebles o inmuebles “según sea la cosa en que han de ejercerse, o que se debe”, y
considerar muebles los hechos que se deben y las acciones para reclamarlos.
También puede identificarse esta asimilación en las normas del COT que contienen las
reglas sobre competencia relativa (arts. 135 y ss.), dado que al clasificar la acción según el
derecho subjetivo en acciones muebles e inmuebles la entiende indisolublemente ligada a
él (Figueroa y Morgado, 2013a, pp. 180 y 182).
Una identificación similar se hallaba en el viejo CdePP de 1906 cuyo art. 25 en su versión
original disponía que: “De todo delito nace acción penal para el castigo de culpable; i
puede nacer acción civil para la restitución de la cosa…” (con la reforma de la Ley Nº
18.857 de 1989, la fórmula del ahora art. 10 quedó con un lacónico “Se concede acción
penal para impetrar la averiguación de todo hecho punible y castigar…”).
2.1.1.2. Doctrinas dualistas: la autonomía de la acción
Sobre la base de los trabajos de Muther y de su célebre polémica con Windscheid a
mediados del siglo XIX, la doctrina comenzó a concebir la acción como un derecho del
ciudadano a obtener tutela jurídica del Estado, que se distingue del derecho subjetivo
material. Esa es la concepción que planteó Adolf Wach a partir de esa polémica de la que
resultó la disociación entre derecho y acción, afirmando en un trabajo publicado en 1885
que la acción es un derecho autónomo, separado del derecho material o sustancial
(Couture, 1953, p. 11), un derecho subjetivo por sí mismo dirigido hacia el Estado que
mira a la obtención de una prestación consistente en la garantía jurisdiccional
(Calamandrei, 1962, p. 243). Con esta concepción de acción, que Wach denomina
“pretensión de tutela del derecho” se logró además reafirmar la autonomía del Derecho
procesal respecto del Derecho material (Couture, 1953, p. 12; Serra, 2008, p. 190).
Habiéndose establecido con exactitud la diferencia entre el derecho subjetivo material y la
acción, surgieron varias teorías que también pretendieron responder a la pregunta sobre
su naturaleza como acción civil y que tuvieron gran auge en lo que corrió del siglo pasado.
Agrupándolas, es posible distinguir dos corrientes importantes: la del dualismo concreto y
la del dualismo abstracto.
a) El dualismo concreto o acción en sentido concreto
Según esta teoría la acción es independiente del derecho subjetivo material, pero se
acciona siempre para su reconocimiento, es decir, tienen acción sólo quienes gozan de un
derecho válido que tutelar judicialmente. En otras palabras, la acción es el derecho a una
sentencia favorable sobre el fondo del asunto, “un derecho correspondiente a quien tiene
razón contra quien no la tiene” (Calamandrei, 1962, p. 247).
Para Chiovenda, precursor de esta posición, no es correcta la afirmación de que la acción
se dirija hacia el Estado, sino que es un derecho que se encamina frente el adversario. Si
bien la acción es autónoma del derecho subjetivo material, es además concreta, es decir,
que pertenece “solo a los que tienen razón” (Couture, 1953, p. 14). Por lo mismo, la acción
tiene la naturaleza de un derecho potestativo, es decir, el poder del demandante de influir
en la condición jurídica del demandado, quien, aun contra su voluntad, queda sujeto a los
efectos jurídicos de la sentencia.
Sin embargo, esta doctrina, que ha tenido influencia posterior, no logró superar las
objeciones que se plantean a la hipótesis de desestimación de la demanda infundada. Si la
sentencia es desestimatoria por carecer la demanda de fundamento, ello significa que al
actor no le asistía el derecho de accionar. Entonces ¿cómo se explica el desarrollo del
proceso y el valor de los actos procesales?, ¿podría concebirse la figura de un proceso sin
acción?, ¿cómo se explica que el sistema jurídico reconozca en este caso, una excepción
de cosa juzgada (prohibición de doble juzgamiento) en favor del demandado? (Serra,
2008, p. 193).
b) El dualismo abstracto o acción en sentido abstracto
El contenido de la acción es abstracto y tiene como único objetivo activar la función
jurisdiccional, sin necesidad de ser titular del derecho material. Se puede accionar incluso
por quien no tiene razón ni fundamento en un derecho sustantivo, dado que la acción es
“solamente el derecho al inicio del proceso” (Nieva, 2014, p. 54) con independencia de lo
que la sentencia definitiva resuelva sobre el fondo del asunto.
Los sustentadores de esta doctrina sostienen que la acción es un derecho que “puede
corresponder también a quien no tiene razón en el mérito, haciendo abstracción (y por
eso se habla de acción en sentido abstracto) del fundamento de la demanda”
(Calamandrei, 1962, p. 249). En esta tesis derecho material, pretensión y acción no van
siempre reunidos, porque perfectamente puede ocurrir que el actor acuda al órgano
jurisdiccional planteando una pretensión infundada, sobre la que se pronuncia la
sentencia. Explica Couture: “La acción, como poder jurídico de acudir a la jurisdicción,
existe siempre: con derecho (material) o sin él; con pretensión o sin ella, pues todo
individuo tiene ese poder jurídico, aun antes de que nazca su pretensión concreta. El
poder de accionar es un poder jurídico de todo individuo en cuanto tal; existe aun cuando
no se ejerza efectivamente”. La acción sería el derecho de toda persona de acudir a la
autoridad solicitando lo que considera justo, es decir una manifestación del derecho de
petición (Couture, 1958, pp. 68 y 72 y ss.).
En suma, la acción es un derecho que se dirige hacia el Estado y su objeto no es la
obtención de una sentencia favorable, sino solo de una sentencia sobre el fondo del
asunto (Montero et al., 2014, p. 208).
Sin embargo, es de destacar que esta teoría, que resulta compatible con el mejor
rendimiento de la acción como derecho fundamental, no logra explicar cómo se justifica
que algunos sistemas permitan a los tribunales declarar, en fase liminar, inadmisibles las
demandas que resulten manifiestamente improponibles, es decir, las que evidentemente
carecen de fundamentos y frente a las que el Estado no estaría obligado a activar la
jurisdicción (p. ej. el control de admisibilidad de la demanda en asuntos de familia, según
el art. 54-1 inc. 3º de la LJF: “Con excepción de los numerales 8) [acciones de filiación] y
16) [violencia intrafamiliar] del artículo 8º, si se estimare que la presentación es
manifiestamente improcedente, la rechazará de plano, expresando los fundamentos de su
decisión”; el Proyecto de Código Procesal Civil Modelo para Iberoamérica faculta al
tribunal para rechazar in limine la demanda que sea manifiestamente improponible, según
su art. 33 Nº 1).
2.1.2. Concepción actual: la acción como derecho fundamental
Estamos nuevamente frente a una institución respecto de la que abundan las definiciones,
vinculadas casi todas a la adhesión a alguna tesis sobre su naturaleza jurídica. Sobre ellas,
sin embargo, la doctrina actual ha perdido interés declarando, incluso, la inutilidad de
continuar un debate científico ya agotado (Gimeno, 1981, p. 129; Serra, 2008, p. 207;
Nieva, 2009, pp. 19 y ss.).
Actualmente a la teoría sobre la acción le resulta insoslayable reconocer, por un lado, que
la acción es un derecho autónomo, es decir, desvinculado del derecho subjetivo material,
y por otro, que se trata de un derecho constitucionalmente reconocido a toda persona y
que confiere el derecho de activar la jurisdicción y de participar en el proceso
jurisdiccional (Montero et al., 2014, p. 34).
Desde esa perspectiva se ha entendido que la acción es un “derecho subjetivo público, de
carácter constitucional, consistente en excitar o poner en funcionamiento la actividad
jurisdiccional del Estado” (Fairén cit. por Gimeno, 1981, p. 130). Conforme con esta
definición, los rasgos esenciales de la acción son:
a) Tiene naturaleza de un derecho subjetivo público, porque es reconocido por el Estado
en favor de toda persona, es decir, no emana de relaciones privadas, y su ejercicio
provoca la activación de una función estatal (Avsolomovich et al., 1965, pp. 26 y 27).
b) Es un derecho público de carácter constitucional, pues se trata de un derecho cívico
fundamental cuyo reconocimiento suele hallarse en distintas formulaciones
constitucionales (como un derecho de acción, un derecho de acceso a los tribunales, un
derecho a obtener tutela efectiva, etc.).
c) Su objeto lo constituye el ejercicio de la actividad jurisdiccional, por lo que pone en
marcha la jurisdicción estatal (Gimeno, 1981, p. 133; Montero et al., 2014, p. 34) y se
ejerce, entonces, hacia el Estado —no contra el demandado— para que otorgue tutela
judicial.
En el Estado constitucional contemporáneo se concibe a la acción como un derecho
fundamental de las personas de acudir a los tribunales de justicia para pedir tutela en los
casos en que la intervención estatal es necesaria (Bordalí, 2020, p. 239). Las ventajas de
otorgar a la acción el estatuto de un derecho fundamental son innegables: es un derecho
anterior al proceso y se halla consagrado al máximo nivel normativo en textos
constitucionales y tratados internacionales sobre derechos humanos (Garberí, 2009, p.
126), siendo aplicables a su respecto las reglas sobre hermenéutica que reconoce el
derecho internacional de los derechos humanos (principios pro homine, de interpretación
extensiva y de interpretación progresiva).
Para el ejercicio del derecho de acción no es necesaria la existencia de un derecho
subjetivo material, dado que el proceso jurisdiccional se desarrolla con independencia de
si previamente existen derechos subjetivos o intereses legítimos reconocidos por el
Derecho, correspondiéndole al juez, en la sentencia definitiva, determinar si el actor era o
no titular de los derechos o intereses discutidos. Basta que quien comparezca al proceso
afirme inicialmente la titularidad de una relación jurídica sustancial. Otra cosa es que
habitualmente quien accione invoque en su favor un derecho o un interés protegido por el
Derecho, de modo que “el ejercicio del derecho de acción supone la existencia en cabeza
de quien acciona [de] un derecho subjetivo material, pero esa normalidad no quita el
carácter eventual. No es condición necesaria la existencia de ese derecho subjetivo
material” (Bordalí, 2020, pp. 241 y 242).
Se habla entonces de derecho de acción o de derecho a la tutela judicial, y bien que se
conciba a la acción como “un derecho fundamental (…) que tiene como función inmediata
la tutela jurisdiccional de los derechos e intereses legítimos” (Proto, 2014, p. 61) o como
“un derecho fundamental a la tutela efectiva, entendiéndose por ‘efectiva’ la tutela del
derecho material que también es tempestiva” (Marinoni, 2015, p. 37), lo cierto es que el
derecho de acción y el derecho de tutela judicial confluyen en el derecho de los
justiciables de excitar la función jurisdiccional del Estado para la tutela de derechos o
intereses legítimos mediante la emisión de una respuesta motivada, derecho que se
justifica en la proscripción de la autotutela (Garberí, 2009, p. 116).
La relación entre el derecho a la tutela y el derecho de acción es muy clara. Basta reparar
en el tenor del art. 24.1 de la Constitución española (“Todas las personas tienen derecho a
obtener la tutela efectiva de los jueces y tribunales en el ejercicio de sus derechos e
intereses legítimos, sin que, en ningún caso, pueda producirse indefensión”) y el art. 24
inciso 1º de la Constitución italiana (“Todos pueden accionar en juicio para la tutela de sus
propios derechos e intereses legítimos…”), interpretados en clave del art. 6.1 del CEDH
(“Toda persona tiene derecho a que su causa sea oída equitativa, públicamente y dentro
de un plazo razonable, por un tribunal independiente e imparcial, establecido por la
ley…”). En nuestro ámbito la misma relación se desprende de los mandatos
constitucionales puestos en relación con el derecho a ser oído del art. 8 de la CADH y el
derecho a contar con un recurso o remedio efectivo para tutela de derechos
fundamentales, del art. 25 del mismo pacto internacional.
2.1.3. Consagración del derecho de acción
Siguiendo el planteamiento de Couture se ha sostenido que el fundamento del derecho de
acción radica en el derecho de formular peticiones a la autoridad, que en nuestro caso
está reconocido por el art. 19 Nº 14 de la CPR. Sin embargo, ello es discutible, pues este
derecho no importa el deber correlativo del Estado a dar una respuesta, elemento
esencial en el derecho de acción pues con ella se activa la jurisdicción.
En nuestro sistema el fundamento constitucional del derecho de acción se halla en el
derecho a la igual protección de la ley en el ejercicio de los derechos, reconocido y
garantizado por el art. 19 Nº 3 inc. 1º de la CPR, precepto que se ha entendido reconduce,
en un sentido amplio, al derecho de acceso a la justicia, derecho a la tutela judicial o,
derechamente, derecho de acción (Vargas y Fuentes, 2018, p. 185; Bordalí, 2020, p. 244).
La regulación constitucional patria ha de complementarse con las normas internacionales
sobre derechos humanos que reconocen el derecho a la tutela judicial, contenidas en el
art. 14.1 del PIDCP y el art. 8.1. de la CADH, que integran nuestro acervo de derechos
fundamentales por aplicación del art. 5º inc. 2º de la CPR.
2.1.4. Contenido del derecho de acción
Entendida la acción, entonces, en su dimensión de derecho fundamental de poner en
movimiento la jurisdicción estatal, es posible definir los subderechos o garantías que la
componen, a la vez que definen sus límites como derecho a la tutela judicial (Vargas y
Fuentes, 2018, p. 184; Bordalí, 2020, pp. 243 y 244):
1) El derecho de acceso a la justicia, que supone solicitar la apertura y la tramitación del
proceso jurisdiccional.
Con el ejercicio de la acción debe efectivamente activarse la función jurisdiccional para
que actúe por medio de un proceso. Es por esa razón que corresponde evaluar si las
limitaciones que contemplan los procedimientos soportan o no un análisis de
compatibilidad con el derecho fundamental.
Desde esa perspectiva constituyen restricciones intolerables para un sistema de derechos
aquellos que, aun cuando no limiten efectivamente el ejercicio de la acción, sí lo hagan en
la práctica, como sería si los requisitos y formalidades para interponer una demanda
fueran tantos y de tal complejidad que la activación de la jurisdicción, por esa vía, se torne
inaccesible para los justiciables. También se ha discutido si las manifestaciones de la regla
solve et repete, propio del Derecho administrativo, soportan análisis de rendimiento del
derecho a accionar, dado que imponen a la parte reclamante la carga de consignar en
favor de la Administración los montos de la multa impuesta, previo a la formulación del
reclamo. Sobre el particular se ha pronunciado el TC declarando, tanto en control
preventivo de constitucionalidad como en sede de inaplicabilidad, la incompatibilidad de
esta exigencia con la garantía del art. 19 Nº 3 inc. 1º CPR (p. ej., STC, Rol 5731-2018, de 10
de diciembre de 2019, voto de minoría cons. 8º: “Que, los Ministros que suscribimos este
voto, estamos por acoger la inaplicabilidad del art. 113, inciso 4º, impugnado [DFL Nº 1 del
Ministerio de Salud, de 2005, norma que regula el reclamo de las multas impuestas por la
Superintendencia de Salud]. En esencia, por tratarse de un supuesto de solve et repete,
que constituye una barrera injustificada y carente de razonabilidad al derecho de acceso a
la justicia, que forma parte de la garantía de la igual protección de la ley en el ejercicio de
los derechos…”).
2) El derecho a que el tribunal resuelva el fondo del asunto sometido a su conocimiento.
La sentencia, como manifestación de la voluntad jurisdicente, debe resolver el asunto
sometido a conocimiento del tribunal, debe pronunciarse sobre el objeto del proceso o,
dicho de otra manera, decidir el fondo del asunto. Para ello el juez ha de desarrollar el
proceso admitiendo las pruebas presentadas por las partes o decretando las que
considere necesarias, si el sistema lo permite, con la finalidad de determinar los hechos
probados a partir de los cuales deberá escoger la o las reglas de Derecho aplicables al
caso. Podría ocurrir, también, que el juez deba acudir a otras fuentes de decisión que el
sistema permite, como la costumbre o los principios de equidad. No debe olvidarse que el
tribunal, excitada que sea la jurisdicción y en asuntos de su competencia, no podría
resolver non liquet, excusándose de ejercer esta función.
Pero la garantía se cumple, también, si el tribual resuelve el asunto aun sin
pronunciamiento sobre el fondo, cuando verifica que alguno de los presupuestos
necesarios para el ejercicio de la jurisdicción no se cumple (p. ej. el tribunal carece de
competencia, las partes carecen de capacidad) o si por conducta de las mismas partes
pierde sentido la emisión de una decisión sobre el fondo (p. ej. el demandante se desiste
de la demanda, se promueve el incidente de abandono de procedimiento).
3) El derecho a impugnar la sentencia por medio de los recursos previstos por la ley.
Impugnar una resolución judicial es atacar su contenido ejerciendo las vías o mecanismos
que la ley reconoce. Las vías de impugnación, habitualmente denominadas recursos,
permiten al litigante que se considera agraviado por el contenido de una resolución
judicial, reclamar de la misma pidiendo a otro tribunal, generalmente uno de jerarquía
mayor, la reparación del agravio (Letelier, 2013, p. 31).
Por ese motivo se considera al derecho a impugnar una manifestación del derecho de
acción, porque con su ejercicio se activa un grado jurisdiccional distinto —generalmente
un grado jurisdiccional superior— para la decisión del asunto.
Se ha discutido en nuestro entorno si el derecho al recurso es fundamental solo en
materias penales o si goza de ese estatuto también en asuntos no penales (civiles, de
comercio, administrativos, laborales, etc.). La justificación del debate radica en la
redacción del art. 8.2 letra h) de la CADH y el art. 14.5 del PIDCP, que reconocen
explícitamente el derecho a recurrir, como derecho fundamental, solo al condenado en
asuntos penales, por lo que en las otras hipótesis (imputado absuelto y, en general, las
partes de los procesos de naturaleza no penal) los afectados por una sentencia carecerían
de tal derecho con rango de fundamental. A pesar de que el tema es debatible, pues
ingresan en su consideración aspectos que escapan de lo estrictamente procesal (p. ej.
análisis económico del derecho), hay que considerar que la CorteIDH ha tendido a
extender la aplicación de la garantía del art. 8.2 letra h) de la CADH a materias no
criminales (p. ej. sentencia dictada en el caso “Nadege Dorzema y Otros vs. República
Dominicana”, de 2012), resaltando que, en todo caso, han de cumplirse los estándares de
eficacia, accesibilidad e idoneidad. Nuestro TC (p. ej. STC, Rol 9127-2020, de 3 de
diciembre de 2020, cons. 8º a 12º) ha declarado que el derecho al recurso es un derecho
constitucionalmente protegido por el art. 19 Nº 3 inc. 6º de la CPR (cosa distinta es que no
se garantice un modelo recursivo determinado, dado que eso sería materia de las leyes de
procedimiento).
4) El derecho a la efectividad de lo resuelto, comprendiendo el derecho a la
inmodificabilidad de las resoluciones judiciales (cosa juzgada), el derecho a la tutela
cautelar (medidas cautelares) y el derecho a obtener la ejecución de las resoluciones
judiciales (cuando corresponda según sus efectos):
a) Hemos visto que un rasgo esencia de la jurisdicción, según algunos autores, es la
presencia de la cosa juzgada. La “determinación irrevocable” del derecho en el caso
concreto garantiza la inmodificabilidad de lo resuelto. Ello es sin perjuicio de la existencia
de determinados correctivos fundados, principalmente, en razones de justicia que evitan
perpetuar decisiones contrarias a este valor (el recurso de revisión en materia civil y el
procedimiento de revisión de las sentencias en asuntos penales). La inmodificabilidad de
lo resuelto por la decisión jurisdiccional, es decir, la consolidación de sus efectos es
también una garantía de certeza jurídica.
b) La tutela cautelar, esto es aquella que mira no a la satisfacción de la pretensión
principal de las partes (p. ej. el pago de crédito insoluto, la restitución del bien propio, la
indemnización por los daños causados) sino al perjuicio marginal que eventualmente
pueda sufrir el actor por el retardo en la emisión y cumplimiento de una sentencia que se
pronuncie sobre el mérito de la controversia (Proto, 2014, pp. 384 y 385), evitando que se
transforme en inútil (Tavolari, 1994, p. 151), es considerada una garantía integrante del
derecho de acción (Bordalí, 2020, p. 250).
En el modelo del actual CPC, la tutela cautelar —manifestada principalmente en las
medidas cautelares que regula el Título V del Libro II (arts. 290 y ss. del CPC)— es bastante
tradicional y apunta a la conservación del estado de cosas (p. ej. la retención de bienes del
demandado), por lo que discurre con un modelo de medidas cautelares nominadas y
conservativas (salvo algunas excepciones en el mismo título y en juicios especiales del
Libro III). En otros procedimientos los jueces tienen potestades cautelares más amplias,
pudiendo decretar medidas innominadas, es decir, no contempladas expresamente en la
ley, medidas innovativas, esto es, las que tienen por finalidad un cambio en el estado
actual de cosas, o incluso medidas anticipatorias (Proto, 2014, p. 395), es decir, las que de
alguna manera satisfacen anticipadamente en favor del demandante la pretensión
invocada. Así, por ejemplo, dispone el art. 22 de la LJF (“Potestad cautelar. Sin perjuicio de
lo dispuesto en leyes especiales, en cualquier etapa del procedimiento, o antes de su
inicio, el juez, de oficio o a petición de parte, teniendo en cuenta la verosimilitud del
derecho invocado y el peligro en la demora que implica la tramitación, podrá decretar las
medidas cautelares conservativas o innovativas que estime procedentes”), el art. 444 del
CdT (“En el ejercicio de su función cautelar, el juez decretará todas las medidas que estime
necesarias para asegurar el resultado de la acción…”) y el art. 8 Nº 7 bis de la Ley Nº
18.101 (Ley sobre Arrendamiento de Predios Urbanos), recientemente modificada por la
Ley Nº 21.461 (2022) (“A solicitud del demandante y con el mérito de lo obrado en la
audiencia, el juez podrá ordenar la restitución anticipada del inmueble y el lanzamiento
del arrendatario demandado, con auxilio de la fuerza pública si fuere necesario. (…) En
todos los casos sólo será necesario acreditar, sobre la base de los antecedentes
presentados junto a la demanda y aquellos ventilados en la audiencia, la existencia de una
presunción grave del derecho que se reclama”).
El proyecto de nuevo CPC para Chile de 2012 (Bol. 8.197-07), aún en tramitación en el
Congreso, regula expresamente la posibilidad de decretar en el juicio civil medidas
cautelares conservativas e innovativas (arts. 182 y ss.).
c) La ejecución de las resoluciones judiciales es una garantía que da sentido al ejercicio de
la acción como derecho de activar la jurisdicción (Marinoni, 2015, pp. 40 a 42), dado que
no tendría razón de ser que el sistema no asegure que lo decidido por el juez se cumplirá
por quienes resulten obligados. Sin embargo, como ya hemos dicho, no toda sentencia
requiere la iniciación de un procedimiento de ejecución que culmine en el reemplazo,
incluso por la fuerza, de la voluntad de los obligados. Hay que estar a los efectos de la
sentencia, de modo que solo requerirán estos procedimientos compulsivos las sentencias
declarativas de condena, es decir, que imponen a la parte vencida una prestación, cuando
no ha habido cumplimiento voluntario. En otros casos, como el de las sentencias
constitutivas, la ejecución requiere, en varias oportunidades, de la colaboración de
órganos de la Administración.
2.1.5. La pretensión
2.1.5.1. Nociones de pretensión
Derecho objetivo, derecho subjetivo material, acción y pretensión son dimensiones
jurídicas diversas, aun cuando las interacciones entre ellas resulten evidentes.
Según se ha explicado, la acción es un derecho fundamental que se ejerce frente al Estado
y no contra el demandado, para poner en movimiento la función jurisdiccional. Contra el
demandado el actor ejerce una pretensión, que consiste en la afirmación por el
demandante de ser titular de un derecho que no está gozando puesto que ha sido privado
o turbado de él, solicitando en su favor la tutela judicial. Sin un derecho material es
posible la invocación de la pretensión y si tal ausencia del derecho es declarada por la
sentencia definitiva, ocurre que el actor ha ejercido una pretensión infundada. Ello es así
porque, considerando que el derecho de accionar es autónomo y fundamental, es
perfectamente posible que la parte que pide tutela judicial promoviendo un proceso
invoque pretensiones fundadas o infundadas, dependiendo de si se hallan o no
respaldadas por el derecho material (Devis, 2002, p. 216).
También podría suceder que la idea de la titularidad sobre un derecho por quien no lo
está gozando permanezca solo en su fuero interno o incluso lo exteriorice contra quien le
atribuya el desconocimiento o perturbación del derecho, pero sin que pida tutela jurídica
del Estado. La existencia de un conflicto material no exige necesariamente la intervención
de los tribunales, a menos que la ley lo disponga así. Esos casos en que no se ha activado
la jurisdicción, aun cuando pueda existir un conflicto material, demuestran que la
presencia o ausencia del conflicto de intereses “no es lo determinante para la actividad de
la jurisdicción. Lo determinante es la existencia de una pretensión y de una resistencia”
(Montero et al., 2014, p. 116).
La naturaleza de la pretensión no es la de un derecho sino de un hecho, puesto que es una
afirmación, una exteriorización de voluntad, algo que se hace (Montero et Al, 2014, p.
117) y no que alguien tiene (Carnelutti, 1997, p. 31). Ello queda claro si se repara en que la
pretensión es la afirmación hecha por un sujeto de ser merecedor de tutela jurídica del
Estado, con la concreta aspiración “de que ésta se haga efectiva”. Es “la autoatribución de
un derecho por parte de un sujeto que invocándolo pide concretamente que se haga
efectiva a su respecto la tutela jurídica” (Couture, 1958, p. 72).
Se ha definido también la pretensión como “la voluntad manifestada por un sujeto de
derecho, de poner en ejercicio la función jurisdiccional para que una pretensión
extraprocesal, resistida real o presuntivamente, por aquel contra quien se tiene, sea
recogida y examinada por esa función, a fin de que, si del examen se deduce que es
fundada en el ordenamiento objetivo, sea satisfecha cumplidamente” (Avsolomovich et
al., 1965, p. 28). Esta noción incorpora la de pretensión extraprocesal, que no es más que
la creencia de un sujeto de tener un derecho que ejercer contra alguien, quien podría
resistirse a satisfacerlo; el conflicto —material— es eventual y, por tanto, eventual es
también la activación de la función jurisdiccional para que aquella se invoque como
pretensión procesal.
Entonces la pretensión no es la acción ni tampoco su contenido, pues ya hemos visto que
el contenido de esta es poner en marcha la función jurisdiccional del Estado para obtener
tutela judicial. La demanda, como acto jurídico procesal de iniciación que manifiesta el
ejercicio de la acción, contiene una pretensión consistente en la voluntad de lograr una
consecuencia jurídica. Esta consecuencia jurídica que se busca y que se acoge o rechaza en
la sentencia de fondo es el contenido de la pretensión.
2.1.5.2. Elementos de la pretensión
La pretensión no puede reducirse solo a una petición, a una voluntad exteriorizada contra
el demandado. La pretensión se construye con más de un elemento:
a) Un sustrato fáctico, que son los hechos en base a los que el actor fundamenta su
afirmación (Montero et al., 2014, p. 116) y que algunos denominan la pretensión
extraprocesal real o presuntivamente resistida (Avsolomovich et al., 1965, p. 29).
b) Un sustrato jurídico, que es el derecho subjetivo material que el actor invoca en su
favor y respecto del que sostiene la conformidad de los hechos que afirma (Devis, 2002, p.
219).
c) La manifestación de un acto volitivo —una petición— ejercido contra el demandado y
dirigido al tribunal para que otorgue tutela jurídica satisfaciendo, reparando o
restituyendo el derecho que considera vulnerado (Figueroa y Morgado, 2013a, p. 182).
A pesar de ser diferentes acción y pretensión, no puede desconocerse que entre ambas
existe una relación instrumental: con el ejercicio de este poder jurídico de acudir a la
jurisdicción, quien acciona puede invocar una pretensión. Se reconoce a la acción “el
poder jurídico de hacer valer la pretensión” (Couture, 1958, p. 72). De este modo, la
pretensión requiere de la acción como vehículo porque necesita la iniciación de un
proceso. De lo contrario, si se hiciera valer como tal fuera de un proceso, sería autotutela.
Hay que tener en cuenta que cuando la sentencia, como acto jurídico procesal de
decisión, acoge la demanda hace suya la pretensión y sus fundamentos y revela los
efectos que son contenidos en la pretensión (la declaración de un derecho, la constitución
de un nuevo estado jurídico o la imposición de una prestación; o, según el punto de vista,
la declaración de un derecho, imponiendo o no una prestación).
2.1.5.3. Clasificaciones de la pretensión
Decíamos que la acción no es clasificable, dado que es un derecho fundamental autónomo
e independiente del derecho material. En cambio, la pretensión sí puede clasificarse
siguiendo algunos criterios (Figueroa y Morgado, 2013a, pp. 184 y 185):
a) Según la materia de que trata el conflicto material, se distinguen las pretensiones civiles
de las penales.
La pretensión civil es, en términos amplios, la que se invoca en materias no penales, como
las civiles propiamente tales, las de comercio, las de familia y las laborales.
La pretensión penal, en cambio, es la que se hace valer para que aquel contra quien se
dirige la persecución penal sufra la consecuencia jurídica de la conducta imputada descrita
en la norma infringida (una pena o una medida de seguridad). No corresponde a las
nociones que hemos indicado arriba, que se refieren a la pretensión civil, dado que quien
ejerce la pretensión penal no invoca un derecho resistido que considera propio, sino que
solicita al órgano jurisdiccional la actuación de la ley penal contra el imputado fundándose
en determinados hechos que considera coincidentes con el supuesto fáctico de una norma
jurídica (Letelier, 2013, p. 80).
b) Según la naturaleza del derecho que se invoca, puede distinguirse entre pretensiones
reales o personales y pretensiones muebles o inmuebles. En nuestro sistema procesal,
como se verá en el capítulo correspondiente, estas distinciones tienen relevancia para la
aplicación de las reglas especiales de competencia.
c) Según sea el procedimiento en que se hacen valer: pretensiones ordinarias, sumarias y
ejecutivas.
d) Dependiendo del efecto que el actor busca lograr si el tribunal acoge su pretensión:
pretensiones declarativas, constitutivas, de condena y cautelares.
Salvo casos aislados, el CPC no utiliza la voz pretensión en sentido técnico (p. ej. la usa en
el art. 565 del CPC a propósito de la denuncia de obra nueva: en la audiencia las partes
deben comparecer y presentar en ella los documentos y demás medios probatorios en
que las “funden sus pretensiones”). Es frecuente, sin embargo que el CPC utilice la
expresión acción o acciones para referirse a lo que hemos explicado como pretensión (p.
ej. el art. 17, que regula la pluralidad de “acciones” en el juicio, sean estas compatibles o
no entre sí; el art. 18 que permite la parte plural “siempre que se deduzca la misma
acción, o acciones que emanen directa e inmediatamente de un mismo hecho”; el art. 92
a propósito de los supuestos que habilitan la acumulación de autos, refiriendo a acciones
iguales o distintas; el art. 312, que se refiere al contenido del escrito de réplica; el art. 170,
que regula el contenido de la sentencia definitiva, en sus Nº 2 y 6: “La enunciación breve
de las peticiones o acciones deducidas por el demandante…” y “La decisión del asunto
controvertido. Esta decisión deberá comprender todas las acciones y excepciones que se
hayan hecho valer…”).
En el COT se presenta la misma situación descrita a propósito de la regulación de la
competencia, como ya hemos anticipado (p. ej. en el art. 48 inc. 2º tratando de la
competencia cuando el Fisco obre como demandante “cualquiera que sea la naturaleza de
la acción deducida”; en los arts. 116 a 124, que tratan de la determinación de la cuantía en
materia civil; en los arts. 135 a 138, que distinguen entre acciones inmuebles y acciones
muebles, remitiendo a las normas de los arts. 580 y 581 del CC; el art. 171 que, tratando
de la competencia civil de los tribunales con competencia penal, distingue entre acciones
civiles restitutorias, indemnizatorias y reparatorias; el art. 223, que en materia de las
reglas de procedimiento que deben seguir los árbitros de Derecho, remite a “las reglas
establecidas para los jueces ordinarios, según la naturaleza de la acción deducida”).
2.1.6. El derecho de contradicción
2.1.6.1. El derecho constitucional de defensa
Se trata, en términos muy generales, de una manifestación del derecho a la tutela judicial,
cuyo titular es el demandado. Comparte la misma naturaleza que el derecho de accionar,
lo que implica entonces que es un derecho que se ejerce frente el Estado y que tiene el
rango de derecho fundamental. En nuestro sistema se encuentra consagrado en el art. 19
Nº 3 de la CPR que garantiza el derecho a la defensa. En materia penal se consagra
específicamente en el art. 19 Nº 3 inc. 4º (derecho irrenunciable del imputado a la defensa
penal letrada) y busca igualar la relación jurídica procesal que es estructuralmente
desigual entre el imputado y el Estado.
En el diseño de los procedimientos, dada la configuración dialéctica del proceso, se
contemplan oportunidades para que el demandado y los otros sujetos contra quien se
pide la actuación concreta de la ley, hagan valer sus defensas en juicio. En el
procedimiento ordinario regulado por el Libro II del CPC el demandado puede ejercer su
defensa dentro del término de emplazamiento, una vez que la demanda le ha sido
notificada (arts. 257 y ss. del CPC). En algunos procedimientos especiales de aplicación
frecuente, el demandado goza de la misma oportunidad: en el juicio ejecutivo puede
oponer excepciones desde que ha sido requerido de pago y dentro de cierto lapso (arts.
462 y ss. del CPC) y en el procedimiento sumario, puede ejercer su defensa en la audiencia
de contestación (art. 683 del CPC). En los procedimientos “reformados” no penales,
también el demandado puede ejercer su defensa una vez que le sea notificada la
demanda y hasta antes de la audiencia preparatoria de juicio (p. ej. art. 58 LJF y art. 452
CdT).
En asuntos penales el imputado dispone de varias oportunidades para formular sus
defensas, teniendo relevancia procesal el planteamiento que en este sentido efectúe en la
audiencia de preparación de juicio oral y en el juicio oral (arts. 263 a 265 y 326 del CPP).
2.1.6.2. El ejercicio del derecho de contradicción
Es posible distinguir diferentes formas de ejercer el derecho de contradicción, las que no
siempre implican oponerse o atacar la pretensión. El derecho de oposición, como
manifestación del derecho de defensa, surge para el demandado en el proceso civil y
supone una resistencia a la pretensión dirigida en su contra.
El titular del derecho de contradicción podría asumir distintas actitudes que revisaremos
en un panorama sintético:
a) Guardar silencio. En este caso, si bien no hay actividad del demandado, igualmente hay
ejercicio del derecho de contradicción (p. ej. el demandado es legalmente notificado de la
demanda, pero opta por no contestarla quedando incurso en rebeldía). Aunque en
general para el Derecho el silencio no produce efecto jurídico alguno, en materia procesal
se asimila a la negación (Figueroa y Morgado, 2013a, p. 191), por lo que se estima que
puede haber controversia sobre los hechos que fundan la pretensión del actor.
b) Formular meras alegaciones o simples defensas. Estas consisten en la negación de la
existencia de los hechos y del derecho invocado por el demandante o contenidos en la
imputación hecha por el Estado (p. ej. el demandado contesta su demanda negando la
veracidad de los hechos que invoca el demandante). En estos casos corresponderá al
demandante la carga de probar los hechos en que funda su demanda.
c) Oponer excepciones. La excepción en sentido técnico es una forma específica de ejercer
el derecho de oposición y consiste en la alegación por el demandado de hechos nuevos,
esto es que no han sido incorporados al juicio, que impiden que la pretensión se acoja en
la misma forma que plantea el demandante. En otras palabras, son “alegaciones de
hechos efectuadas por el demandado, excluyentes de las pretensiones del actor”
(Carocca, 2003, p. 108).
La excepción implica la formulación de una verdadera contrapretensión en el contexto de
la relación de contradicción en que se inserta, dado que es una pretensión del demandado
respecto del mismo conflicto de intereses. Se identifica entonces una resistencia a la
pretensión: “la voluntad del demandado para que se respete o se le mantenga en el goce
de una situación jurídica que estima amenazada por la acción procesal” (Figueroa y
Morgado, 2013a, p. 186), o, precisando, por la pretensión.
La excepción ataca los fundamentos de la pretensión del demandante con la alegación por
el demandado de razones propias que a aquella la destruyen o la modifican. La doctrina
enseña que la excepción es “una razón especial de la oposición del demandado a la
pretensión del demandante, manifestada en forma activa, y por tanto, una contrarrazón
frente a la razón de la pretensión del demandante” (Devis, 2002, p. 233, citando a
Carnelutti, cursivas en el texto), por lo que si el juez acepta la excepción acoge también
sus fundamentos y al desechar consecuencialmente la pretensión también rechaza sus
fundamentos (p. ej. el actor deduce una acción reivindicatoria invocando el derecho de
dominio adquirido por sucesión por causa de muerte y el demandado opone una
excepción alegando el derecho de dominio adquirido por un contrato de compraventa).
Entonces, si el juez acoge la excepción opuesta necesariamente debe rechazar la
pretensión alegada (a menos que acoja la excepción solo en parte, pudiendo en tal caso
dar lugar parcialmente a la pretensión).
Al igual que la pretensión, las excepciones se fundan en hechos que se pueden
sistematizar en tres categorías, atendiendo a los efectos que busca lograr al resistir la
pretensión (Carocca, 2003, pp. 123 a 125; Devis, 2002, pp. 229 y 230; Figueroa y Morgado,
2013a, pp. 189 y 190). Revisamos las categorías con algunos ejemplos:
i) Hechos impeditivos: son los que evitan que la norma jurídica alegada por el actor
produzca efectos, evitando que el derecho invocado por el demandante nazca por la
ausencia de algunos requisitos o la presencia de determinadas circunstancias (p. ej. el
demandado alega la inexistencia o la nulidad del contrato cuyo cumplimiento se pide).
ii) Hechos extintivos: son los que por la ocurrencia de algún hecho con trascendencia
jurídica cesa la aplicación de la ley al caso concreto, desapareciendo el derecho alegado
por el demandante (p. ej. se demanda el cobro de una suma de dinero y el demandado
opone la excepción de pago de la deuda; o se alega la existencia de una condición
resolutoria cumplida).
iii) Hechos modificativos o dilatorios: son los que alteran el beneficio invocado en la
pretensión en la forma alegada por el demandante o afectan su exigibilidad actual (p. ej.
se demanda el cobro de una suma de dinero, pero el demandado alega ser el fiador; el
demandado alega una distinta calidad del contrato invocado por el demandante; se
demanda el cumplimiento de una obligación y el demandado opone la excepción de plazo
o de condición suspensiva).
Cerrando este punto, hay que advertir que la oposición de excepciones impone al
demandado la carga de probar los hechos que las justifican (p. ej. si el demandado opone
la excepción de pago de la deuda, asume la carga de probar los hechos constitutivos de
este modo de extinguir las obligaciones), a menos que los hechos en que funda su
excepción surjan de la propia demanda y lo que se alegue por el demandado sea un efecto
jurídico diferente al invocado por el demandante (p. ej. el demandado opone la excepción
de prescripción de la acción deducida por el demandante).
Es necesario precisar, además, que estas ideas sobre la excepción son predicables solo a
las que se ejercitan en asuntos no penales. En estas últimas materias la noción de defensa
es más amplia y abarca todas las estrategias y alegaciones que el imputado haga valer
para evitar la aplicación a su respecto o morigerar los efectos penales de la norma cuya
infracción se le atribuye por la conducta delictuosa (art. 263 letra c) del CPP). Ello es sin
perjuicio de que el CPP regula las llamadas “excepciones de previo y especial
pronunciamiento” (art. 264 del CPP), que son hipótesis definidas expresamente por la ley
cuya aceptación por el tribunal hacen inoportuna o injustificada, según el caso, la
realización del juico penal.
2.2. El proceso
Esta es otra institución de la que se han ocupado con abundancia los estudiosos de
nuestra disciplina, lo que se justifica si se considera que el proceso es una herramienta a
través de la cual se ejercita la jurisdicción. El proceso, en general, refleja la existencia de
una sucesión de actos ejecutados en una dimensión espacial y temporal, ordenados
teleológicamente hacia un objetivo, cuya secuencia reconoce un comienzo y un fin.
La palabra proceso (del latín processus con origen en procedere, avanzar) tiene varios
significados y no es un término de uso exclusivo por el Derecho ni del Derecho procesal.
Por ello para distinguir el objeto que informaremos en este punto de otras
manifestaciones en ámbitos no jurisdiccionales, nos referiremos a él como proceso
jurisdiccional, que alude “al proceso que se necesita para la emisión del juicio de un juez”
(Nieva, 2014, p. 63).
2.2.1. Definiciones de proceso
Se lo ha definido como “una secuencia o serie de actos que se desenvuelven
progresivamente, con el objeto de resolver, mediante un juicio de la autoridad, el
conflicto sometido a su decisión” (Couture, 1958, pp. 121 y 122). Esta definición atiende a
tres elementos que constituyen y se vinculan con el proceso: a) la existencia de un
conflicto jurídico que la jurisdicción debe decidir; b) el conjunto de actos que
sucesivamente configuran el proceso, y c) la culminación del proceso en el acto de juicio,
que es el que contiene la decisión jurisdiccional con autoridad de cosa juzgada.
Desde la perspectiva de la pretensión procesal, se ha definido al proceso como “un
instrumento de satisfacción de pretensiones” (Guasp y Aragoneses, 2004, p. 35). Esta
simple fórmula encierra dos ideas fundamentales:
a) Supone abandonar una orientación material del concepto de proceso que se enfoca en
la resolución de un conflicto social, porque la idea del conflicto previo no explica
necesariamente el proceso, y, también, implica dejar de lado las doctrinas formales del
proceso que ven en este un instrumento de aplicación del Derecho, puesto que hay
procesos en que no se discute sobre derecho subjetivo alguno y porque la actuación del
derecho objetivo no solo se logra mediante un proceso (también le interesa a la
Administración).
b) La satisfacción debe considerarse en un sentido jurídico y no psicológico o social,
porque alude al deber que pesa sobre los tribunales de examinar la pretensión y decidir
acogerla o rechazarla, según le parezca fundada o no, por lo que en caso alguno significa
dar siempre la razón al reclamante. Además, la pretensión ha de concebirse en sentido
jurídico, como una reclamación planteada formalmente por un miembro de la comunidad
frente a otro y ante un tribunal (Guasp y Aragoneses, 2004, pp. 31 a 35).
Una definición “neutra” de proceso lo concibe como “el instrumento que posibilita la
declaración de la jurisdicción” (Nieva, 2014, p. 62). En sentido similar se lo concibe como
“la exigencia constitucionalmente prevista para el rogado desarrollo procesal de la
potestad jurisdiccional” (Bordalí et al., 2014, p. 25). La utilidad de estas definiciones está
en que resaltan el valor instrumental del proceso frente a la jurisdicción, como una
sucesión de fases o actos que culminan en la emisión del juicio jurisdiccional. Y esta
instrumentalidad del proceso puede observarse desde una doble perspectiva: como
instrumento para que los órganos jurisdiccionales cumplan con la función que la CPR les
asigna y como medio para que los particulares puedan ver satisfecho su derecho a la
tutela judicial (Montero et al., 2014, p. 223).
Desde una perspectiva que vincula su estructura con sus fines, se define proceso como “el
conjunto de actos coordinados que se ejecutan por o ante los funcionarios competentes
del órgano jurisdiccional del Estado, para obtener, mediante la actuación de la ley en un
caso concreto, las defensas o la realización coactiva de los derechos que pretendan tener
las personas privadas o públicas, en vista de su incertidumbre o de su desconocimiento o
insatisfacción (en lo civil, laboral o contencioso-administrativo) o para la investigación,
prevención y represión de los delitos y las contravenciones (en materia penal), y para la
tutela del orden jurídico y de la libertad individual y la dignidad de las personas, en todos
los casos (civiles, penales, etc.)” (Devis, 2002, p. 155).
En nuestro medio, aparte de la definición del profesor Andrés Bordalí anotada más arriba,
se ha conceptuado el proceso como “un medio idóneo para dirimir imparcialmente, por
acto de juicio de autoridad, un conflicto de relevancia jurídica mediante una resolución
que, eventualmente, puede adquirir la fuerza de la cosa juzgada” (Figueroa y Morgado,
2013a, p. 144). Aunque lo exprese de otra forma, esta definición refleja también el
carácter instrumental del proceso (es un medio) frente a la jurisdicción (se ejercita un acto
de autoridad). Se enfatiza que la finalidad del proceso es dirimir un conflicto de relevancia
jurídica, pero no debe olvidarse que el conflicto no es un presupuesto necesario para la
existencia del proceso ni el proceso jurisdiccional es la única herramienta para resolver los
conflictos.
También se ha escrito que el proceso “es el instrumento puesto por el ordenamiento
jurídico para que la jurisdicción y sus órganos realicen su función” (Oberg y Manso, 2011,
p. 174). Esta definición nuevamente pone énfasis en el valor instrumental del proceso
frente a la jurisdicción, actuada por los tribunales de justicia.
2.2.2. Elementos constitutivos del proceso
En el proceso jurisdiccional pueden identificarse dos elementos consustanciales: el
elemento subjetivo (los sujetos) y el elemento objetivo (el objeto).
2.2.2.1. El elemento subjetivo
Son los sujetos que intervienen en el desarrollo del proceso, cada uno ejecutando las
conductas que la ley establece según la posición que en él ocupan. Identificamos entre
ellos a las partes y los tribunales de justicia:
a) Las partes
Son personas que sostienen ante un tribunal un conflicto jurídico y actual, solicitando una
la tutela jurisdiccional del Estado en contra de la otra. Una definición clásica de parte, que
la plantea a partir del concepto de proceso y de relación procesal, la entiende como
“aquel que pide en propio nombre (o en cuyo nombre se pide) la actuación de una
voluntad de la ley, y aquel frente al cual se pide” (Chiovenda, 1940, p. 264, cursivas en el
original).
Las partes, que son los contendientes en el proceso (hallamos en él una parte y una
contraparte) adquieren por tanto una calidad reconocida por la ley que los habilita para
ejercer los derechos y cumplir con las cargas y obligaciones que el procedimiento
establece (Romero, 2017, p. 184), según la posición que ocupen en el proceso
(demandante, demandado, tercero).
Las partes del proceso (de la relación procesal) no son necesariamente las partes en la
relación jurídica material ni en el conflicto que sobre ella exista. Esas son cualidades que
influyen en el éxito de la pretensión y no en el derecho de intervenir en un proceso
jurisdiccional (Devis, 2002, pp. 307 y 308).
b) Los tribunales de justicia
Son los “órganos públicos que ejercen la función jurisdiccional del Estado” (Bordalí, 2020,
p. 279), debiendo decidir los asuntos que les son sometidos a su conocimiento por medio
del proceso.
El proceso jurisdiccional se desarrolla en el seno de un tribunal de justicia; requiere de un
tribunal para su incoación, prosecución y fin. Desde este punto de vista el proceso es “el
instrumento por medio del que actúa el órgano dotado de potestad jurisdiccional”
(Montero et al., 2014, p. 222). Ello no quiere decir, como hemos explicado antes, que
todos los actos que ejecuta un tribunal sean manifestación de jurisdicción, puesto que
tiene atribuciones para ejecutar otros actos de distinta naturaleza (p. ej. los actos
administrativos encomendados a los tribunales).
En resumen, el proceso tiene una estructura dialéctica que permite que sea “un cambio de
propuestas, de respuestas, de réplicas, un entrecruzamiento de pretensiones y
resistencias, de ataques y contraataques” entre las partes, de donde se sigue que la
voluntad del juez “no es más soberana absoluta, sino que está siempre condicionada por
la voluntad y comportamiento de las partes” (Bordalí et al., 2014, p. 27). Cada uno de los
sujetos del proceso (el juez, el demandante y el demandado; el juez, el ejecutante y el
ejecutado; el juez, el MP, el imputado y el querellante, en su caso) ocupa una posición en
este y según ella cumple con las conductas que la ley establece (deberes, derechos, cargas
y obligaciones). El proceso, para desarrollarse, requiere de estas correlaciones entre los
sujetos que lo componen: la vieja formulación de Búlgaro, “iudicium est actus trium
personarum” refleja esta idea.
2.2.2.2. El elemento objetivo o contienda jurídica
Este se refiere al conflicto material que deriva de la aplicación del derecho sustantivo a las
relaciones jurídicas particulares y que se traslada al proceso cuando las partes solicitan del
Estado la tutela judicial de sus derechos e intereses legítimos (Hoyos, 2001, p. 210).
Las partes acuden al órgano jurisdiccional invocando pretensiones, en las que se
distinguen las peticiones que estas contienen, es decir, las consecuencias jurídicas de las
normas que las partes buscan sean aplicadas al caso, y la causa de pedir, es decir, los
hechos que sustentan la petición y que se enmarcan en el supuesto de hecho de las
normas que las partes pretenden que se apliquen al caso (Priori, 2019, pp. 156 y 157). La
invocación de la pretensión por el actor y de las defensas del demandado configuran el
objeto del proceso y este determina el asunto sobre el que el tribunal debe ejercer la
función jurisdiccional.
Sobre el objeto del proceso, se ha explicado que es “aquella relación material que es
relevante para el ordenamiento jurídico, acaecida en el mundo real, sobre la cual el
tribunal debe pronunciarse considerando las peticiones que se han formulado respecto de
tal” (Romero, 2021, pp. 14 y 15). El objeto el proceso es “la relación jurídica o los actos
jurídicos o los hechos, a la cual o a los cuales debe aplicarse en el caso concreto las
normas que los regulan, para decidir sobre su existencia y sus efectos jurídicos” (Devis,
2002, p. 156).
En materia penal el objeto del proceso puede ser entendido como “un hecho histórico
concreto, establecido en el curso de un proceso jurisdiccional, por cuya ejecución se pide
al Estado que imponga una pena u otra consecuencia jurídica a una persona determinada,
pues se considera que el primero coincide con la descripción típica contenida en un
precepto legal y que la segunda, es responsable criminalmente del mismo” (Letelier, 2013,
p. 79).
La determinación del objeto tiene gran relevancia intra y extraprocesal, que no viene al
caso detallar acá. Pero nos interesa destacar que si el objeto del proceso fija la
competencia específica del tribunal, sobre el mismo el tribunal debe ejercer la
jurisdicción. En este sentido, entonces, el objeto y su protección tiene incidencia en el
respeto del principio de congruencia procesal (Romero, 2021, p. 15), por lo que, de
acuerdo con la nomenclatura del procedimiento civil chileno, la sentencia debe dictarse
conforme al “mérito del proceso” (art. 160 del CPC) y al resolver el asunto controvertido,
debe pronunciarse sobre “todas la acciones y excepciones que se hayan hecho valer en el
juicio” (art. 170 Nº 6 del CPC), y en los términos de la regulación del proceso penal la
sentencia de condena “no podrá exceder el contendido de la acusación” (art. 341 del
CPP), acto que a su vez “sólo podrá referirse a hechos y personas incluidos en la
formalización de la investigación” (art. 259 inc. final del CPP).
2.2.3. Naturaleza jurídica del proceso
Este es un tema muy debatido en la doctrina procesal, porque se han elaborado diversas
teorías que intentan explicar la naturaleza jurídica del proceso. Muchas de ellas asimilan el
proceso a otras categorías jurídicas ya existentes con la finalidad que le sea aplicable ese
estatuto jurídico en particular.
Hoy algunas teorías tienen un valor meramente histórico y otras han de mirarse solo en su
aptitud para explicar la función instrumental del proceso frente a la jurisdicción, por lo
que no son pocos los autores que opinan que sobre la naturaleza jurídica del proceso se
ha llegado a un punto muerto (Gimeno, 1981, p. 171) o bien que, derechamente, al
proceso no pueden aplicarse otras categorías jurídicas dado que es una categoría en sí
mismo, carece de naturaleza jurídica o a su respecto es inútil discurrir sobre una (Montero
et al., 2014, pp. 224 y 225; Nieva, 2014, p. 63).
Sin embargo, siempre con la perspectiva de explicar el proceso como instrumento de la
jurisdicción, nos detendremos en la ilustración de lo sustancial de algunas de las teorías
privatistas y publicistas que han tenido más difusión.
2.2.3.1. Doctrinas privatistas
La doctrina francesa de los siglos XVIII y XIX intentó explicar el proceso acudiendo a la
figura del contrato y sostuvo que las partes, en virtud de un acuerdo de voluntades,
convenían someterse a un proceso. A este contrato se le denominó contrato judicial, por
el que “ambos litigantes aceptan someter a la decisión del juez el litigio que los divide”
(Couture, 1958, p. 127).
Esta corriente de signo romanista identificó en el contrato de litis contestatio del derecho
romano la justificación de la relación procesal y el efecto de cosa juzgada, que vinculaba
solo a las partes en virtud del efecto relativo de los contratos.
Pero esta doctrina hubo de ser revisada porque no lograba explicar que el nombramiento
de los jueces (jueces funcionarios) no dependiera de las partes ni que existieran procesos
en rebeldía del demandado (Gimeno, 1981, pp. 156 y 157). Se sostuvo que del proceso
nacen obligaciones para las partes que se manifiestan a lo largo de su desarrollo y que
pesa sobre ellas la obligación de cumplir lo que la sentencia declare. Por lo mismo y para
explicar la naturaleza del proceso, los juristas franceses de mediados del siglo XIX
acudieron a las restantes fuentes de las obligaciones, descartando, por un lado, que se
trate de un delito o cuasidelito, puesto que no es un ilícito sancionado por la ley, y, por
otro, que se trate de un contrato, dado que la voluntad de las partes no es enteramente
libre, lo que queda demostrado porque una de ellas, el demandado, es emplazada al
proceso, no concurriendo enteramente con su voluntad. En consecuencia, procediendo
por eliminación de las otras fuentes de las obligaciones (Couture, 1958, p. 131)
concluyeron que los vínculos que emanan del proceso provendrían del cuasicontrato.
Estas teorías han sido objeto de varias críticas. Las más profundas apuntan a que en el
proceso las partes no actúan en base a un acuerdo de voluntades (Guasp y Aragoneses,
2004, p. 38), sino que lo hacen para cumplir con cargas procesales o utilizar las
oportunidades puestas en su favor; es de esta manera que proceden a lo largo del juicio,
logrando satisfacer sus pretensiones para evitar riesgos y sanciones, no en virtud de una
convención inicial o sucesiva. Por otra parte, el juez no está vinculado en su actuar por la
voluntad de las partes (Gimeno, 1981, p. 157), sino por el cumplimiento de un mandato
legal que le atribuye jurisdicción.
Se critican las teorías contractualistas, además, porque trasladan instituciones propias del
Derecho civil y, por tanto, instituciones ius privatistas, al ámbito del Derecho procesal,
rama del Derecho que requiere el uso de instituciones y categorías propias. Por su parte la
teoría cuasicontractualista acude a una figura de contornos difusos, como es el
cuasicontrato. Finalmente, aun suponiendo que del proceso nazcan obligaciones, ambas
doctrinas descartan a la ley que es la verdadera y tradicional fuente de las obligaciones
(Couture, 1953, pp. 49 y 50).
A pesar de que estas doctrinas históricas han sido desechadas, todavía algunos fallos de
nuestros tribunales acuden a la figura de la litis contestatio para explicar las relaciones
que surgen en el proceso jurisdiccional. Así, por ejemplo, en la SCS, Rol Corte Nº 25.169-
2019 (19 de mayo de 2020), razonando sobre el sentido y alcance del art. 2518 del CC:
“Cosa diversa es el tratamiento que en el procedimiento realiza el legislador, el cual
determina que la notificación de la demanda genera la litis contestatio, que constituye el
instante en que se traba la litis, pero que se relaciona exclusivamente con un tema
procesal por el cual quedan vinculas [sic] las partes entre sí y con el tribunal (…)” (cons.
10º).
2.2.3.2. Teoría de la relación jurídica procesal
Esta teoría explica el proceso como una relación jurídica compleja, autónoma y de
Derecho público existente entre los sujetos que en él participan (Devis, 2002, pp. 168 y
ss.). Se trata de una doctrina publicista originada en los trabajos de los procesalistas
alemanes de mediados del siglo XIX, que influyó en los estudios del Derecho procesal
desarrollados en Italia en el siglo XX (Gimeno, 1981, pp. 158 y ss.). Fue propuesta por
Oskar von Bülow en una obra publicada en 1868 (Teoría de las Excepciones y de los
Presupuestos Procesales) y ha tenido bastante adhesión en nuestro medio.
Lo central de esta teoría es su planteamiento de que el proceso ha de ser comprendido
observando los vínculos materiales y procesales que ligan a las partes entre sí y a ellas con
el juez (Couture, 1953, p. 50). La relación jurídica procesal debe ser entendida como “un
conjunto de «vinculaciones jurídicas existentes entre las personas que en él [el proceso]
participan». El contenido de la relación jurídica viene determinado por los derechos y
obligaciones de naturaleza procesal que ostentan tanto el Juez como las partes” (Gimeno,
1981, p. 159. En el mismo sentido Alcalá-Zamora, 2018, p. 126).
La relación jurídica procesal en sus diversas explicaciones por la doctrina se ha presentado
como una relación solo entre las partes, solo entre las partes y el tribunal o
trianguladamente entre las partes y entre cada una de ellas y el tribunal. Pero cualquiera
sea su propuesta, asume algunas características relevantes que la diferencian de otras
relaciones jurídicas:
a) Es autónoma, puesto que es independiente de la situación jurídica material que da
origen al proceso (Alcalá-Zamora, 2018, p. 126).
b) Es compleja, porque da lugar a una serie de derechos y obligaciones que la conforman,
cuyo ejercicio y cumplimiento “constituyen el desarrollo de la relación” (Devis, 2002, p.
169).
c) Es de Derecho público, ya que se rige por normas relacionadas con la actividad estatal:
la jurisdicción. Este carácter se manifiesta aun cuando el conflicto material existente entre
las partes sea de naturaleza privada (Gimeno, 1981, p. 160).
d) Es dinámica, puesto que los hechos, actos y negocios inherentes a la relación procesal
se verifican progresivamente hacia un fin. La relación procesal es dinámica porque “tiende
a alcanzar una finalidad y a extinguirse en el logro de la misma; pero mientras esta
finalidad, que es la providencia definitiva, no ha sido alcanzada (…) la relación procesal
continúa estando pendiente…” (Calamandrei, 1962, p. 344). Por ello el proceso tiene un
carácter evolutivo y se va perfeccionando por fases (Nieva, 2014, p. 64).
e) Es compleja, porque la relación jurídica procesal es una unidad constituida por varias
relaciones menores que vinculan a las partes entre sí o a estas con el juez, de las cuales
nacen derechos y obligaciones recíprocas. Todas estas relaciones apuntan hacia un mismo
fin: la solución del litigio, pero el proceso sigue siendo el mismo de principio a fin.
La teoría de la relación jurídica procesal más que explicar la naturaleza del proceso lo que
plantea es una descripción de la interacción de sus participantes y “poco más aporta de
ese carácter gráfico” (Nieva, 2014, p. 64). Pero, aunque resulte difícil convenir que del
proceso nazcan vinculaciones entre las partes y el órgano jurisdiccional que constituyan
verdaderos derechos y obligaciones procesales (Guasp y Aragoneses, 2004, p. 40), tiene el
mérito de haber explicado la naturaleza del proceso desde las categorías del Derecho
público y de haber destacado su carácter tridimensional, del que se sigue el valor del
contradictorio como un principio esencial del proceso jurisdiccional (Gimeno, 1981, pp.
161 y 162).
No es infrecuente que esta doctrina se manifieste en la concepción triangular del proceso
(relaciones jurídicas entre las partes entre sí y entre ellas y el tribunal) que revelan
algunos fallos de nuestros tribunales de justicia. Así, p. ej., la SCS, Rol Corte Nº 36.972-
2021 (18 de mayo de 2021):
“En efecto, el proceso constituye una relación entre el juez y las partes, pero al mismo
tiempo cada uno de sus actos impulsa el procedimiento, los cuales tienen diferentes
efectos según la etapa en que se realicen, como es la presentación de la demanda, su
notificación, la oposición, la recepción de la causa a prueba, el transcurso del término
probatorio, la dictación de la sentencia e interposición de los recursos procesales, por
señalar las de mayor relevancia. Se origina fundamentalmente la relación procesal con el
emplazamiento al demandado, mediante la notificación de la providencia que le da
conocimiento de la pretensión que se ha interpuesto en su contra, para luego, mediante la
oposición se originará la litis contestatio, que vinculará a las partes y al magistrado a la
controversia planteada. (…) Por ello no obstante sus distintas fases, tiempos y lugares
diversos la relación procesal es la que imprime al proceso el carácter de un “único
individuo jurídico” que se identifica desde su inicio y hasta su extinción, el cual sigue
siendo el mismo, no obstante la sucesión de actividades. La relación procesal es la que da
origen a la litis pendencia, por la cual las partes y el juez ya no son libres para abandonar
el proceso sin consecuencias, como tampoco podrán concurrir a otro tribunal con este
mismo objetivo” (voto en contra, literal L).
2.2.3.3. Teoría de la situación jurídica
Formulada por James Goldschmidt en una obra publicada en 1925 (El Proceso como
Situación Jurídica), afirma que en el proceso los litigantes no tienen vínculos entre ellos ni
para con el juez, concibiendo al proceso como “un conjunto de cargas, de expectativas y
de caducidades” (Couture, 1953, p. 51).
Las obligaciones que, según la teoría de la relación jurídica tiene el juez para con el Estado
y con las partes, no surgen del Derecho procesal ni para el proceso, sino que se fundan en
el Derecho público general. Los jueces no resuelven porque las partes tengan un derecho
correlativo que obligue a los primeros a fallar los asuntos, sino que lo hacen en
cumplimiento de un deber estatal de administrar justicia (Gimeno, 1981, p. 163). Entre las
partes tampoco existen obligaciones mutuas en el proceso, sino que ciertos nexos
procesales entre ellas con ocasión del proceso que no son precisamente derechos ni
obligaciones, sino conductas movidas por el aprovechamiento de oportunidades o
chances para la obtención de una ventaja procesal o bien por la ejecución de cargas
procesales cuya observancia no implica una actividad para satisfacer a la contraparte, sino
la disminución de la expectativa de una sentencia desfavorable (Goldschmidt, 2011, pp. 18
y ss.).
Tales expectativas, posibilidades y cargas que enfrentan las partes en el proceso no son
derechos ni obligaciones, por lo que no puede hablarse de la existencia de una relación
jurídica. Configuran un conjunto de situaciones jurídicas en que las partes se hayan frente
a la sentencia. El proceso, para Goldschmidt asume una dimensión estratégica: es el
“conjunto de expectativas, posibilidades, cargas y liberación de cargas de cada una de las
partes y que significa el estado de una persona desde el punto de vista de la sentencia
judicial que se espera con arreglo a las normas jurídicas” (Alcalá-Zamora, 2018, p. 128).
El estado de incertidumbre que deriva del proceso se proyecta en la posición que ocupan
los sujetos que intervienen. En el proceso las partes se hallan en el estado de expectativa
de una sentencia favorable y de perspectiva de una sentencia desfavorable (Gimeno,
1981, p. 164), lo que las lleva a ejecutar actos dirigidos a mejorar sus posiciones de ventaja
y evitar las de desventaja procesal.
Se reconoce que, además de presentar una visión “realística” del proceso frente a la
puramente jurídica y procedimental (Serra, 2008, p. 250), un aporte interesante de esta
teoría al estudio del Derecho procesal es la introducción de las categorías de carga,
expectativas, posibilidades o riesgos, que constituyen construcciones netamente
procesales e integrantes de la situación jurídica, diferentes a las de derechos y
obligaciones identificadas en el proceso por la teoría de la relación jurídica procesal. Las
expectativas aluden a la obtención de una ventaja procesal y miran a la sentencia
favorable; las perspectivas apuntan —ello es inevitable si las partes se sitúan
estratégicamente— a la sentencia desfavorable. Hay determinadas posibilidades,
oportunidades o chances que las partes pueden aprovechar para generar en su favor una
ventaja procesal, al tiempo que para prevenir una desventaja procesal han de cumplir con
determinadas cargas procesales, de las que a veces quedan liberadas por la ley (Alcalá-
Zamora, 2018, p. 128). Cada acto procesal ejecutado con expresión de algunas de esas
finalidades genera una situación procesal “desde la cual, cada sujeto procesal considera y
examina sus expectativas sobre la sentencia deseada” (Gimeno, 1981, p. 165) y sus
perspectivas sobre la sentencia que no desea recibir.
La teoría de la situación jurídica ha sido criticada desde varios flancos. Se afirma que
relega a un segundo plano la posición del juez para con las partes; que destruye la unidad
del proceso lograda con la teoría de la relación jurídica al negar la existencia de derechos y
obligaciones en el proceso, sin construir nuevamente esa unidad; que esta situación o
conjunto de situaciones es lo que precisamente afirma la teoría de la relación jurídica
procesal, porque cuando se habla de relación jurídica no hay por qué pensar que el
proceso esté integrado solo de derechos y obligaciones (Couture, 1958, p. 138); que
existen otros imperativos de conducta que sí se reconocen en el proceso y que no son
cargas, como los deberes procesales y las obligaciones procesales, y que las propuestas
categorías de cargas y expectativas no son, en realidad autónomas sino que elementos
dependientes de los derechos y deberes procesales (Guasp y Aragoneses, 2004, p. 40).
Como quiera que las críticas pueden resultar más o menos fundadas (Gimeno, 1981, pp.
165 y 166), lo cierto es que las categorías de cargas y expectativas son actualmente
utilizadas por la doctrina, la jurisprudencia e, incluso, la ley para referirse a las
eventualidades procesales que enfrentan las partes (Nieva, 2014, p. 65). Por lo mismo nos
parece útil explicar estas tres categorías de imperativos de conducta que pueden
observarse en el proceso:
a) Los deberes procesales, que son imperativos establecidos por la ley para algunos
sujetos del proceso, en favor de la adecuada realización de este, que apuntan a la
satisfacción de un interés general y cuya inobservancia da origen a sanciones (pecuniarias
o penales).
Son los jueces, como agentes públicos de la jurisdicción, los sujetos que prototípicamente
cumplen deberes en el proceso. El ejemplo más claro es el que representa el principio de
inexcusabilidad y el régimen de responsabilidades aplicable a los jueces que incumplen
con el deber de ejercer la jurisdicción (responsabilidad que puede ser incluso de carácter
penal).
Las partes y terceros también están sujetos al cumplimiento de algunos deberes
procesales impuestos por la ley, algunos calificados como deberes meramente morales.
Así hay casos en que la ley impone a las partes el deber de lealtad procesal o el deber de
obrar de buena fe (p. ej. el art. 5º del proyecto de nuevo CPC; el art. 2º letra d) de la LTE),
o impone deberes a algunos terceros, como por ejemplo a los testigos, sobre quienes pesa
el deber de decir la verdad (art. 363 del CPC).
b) Las cargas procesales, que son imperativos de conducta establecidos en favor de la
parte que ha de cumplirlos y cuya inobservancia acarrea para la misma parte una
desventaja procesal; apuntan a la prevención de un perjuicio procesal y, en último
término, de una sentencia desfavorable (Goldschmidt, 2001, p. 28) (p. ej. la carga del
demandante de presentar su demanda en tiempo y forma, la carga del demandado de
contestar la demanda, la carga de las partes de solicitar oportunamente las pruebas, la
carga de las partes de probar sus afirmaciones de hecho, la carga de las partes de
impugnar las resoluciones que consideran agraviantes, etc.).
Se ha explicado que las cargas son situaciones en “que la parte puede —pero no debe—
realizar una actuación, perdiendo, si no la realiza, una expectativa” (Nieva, 2014, p. 65) y
tienen dos particularidades que las distinguen de otros imperativos de conducta: solo
surgen para las partes y algunos terceros (nunca para el juez) y su incumplimiento acarrea
consecuencias procesales desfavorables para la parte que no las ejecutó (Devis, 2002, p.
46). En síntesis, las cargas procesales son imperativos del propio interés.
c) Las obligaciones procesales, que son prestaciones impuestas a las partes con ocasión
del proceso y que se establecen en favor de otro sujeto (el Estado, la contraparte o un
tercero) que puede, en caso de inobservancia, exigir su cumplimiento forzado (p. ej. el
pago de costas procesales y personales, el pago de los honorarios de los auxiliares de la
administración de justicia, etc.).
2.2.3.4. Teoría del proceso como institución
Desarrollada principalmente por Jaime Guasp, aplica al proceso la vieja figura de
institución para explicar, con una categoría superior, la pluralidad de relaciones que
existen en él. Ello es así porque constata que la teoría de la relación jurídica es insuficiente
para explicar la multiplicidad de correlaciones de deberes y derechos presentes en el
proceso, lo que hace necesario reconducir esa multiplicidad hacia la unidad acudiendo a la
figura de la institución (Gimeno, 1981, p. 167).
Para esta tesis institucionalista del proceso la institución es un “conjunto de actividades
relacionadas entre sí por el vínculo de una idea común y objetiva a la que figuran
adheridas, sea ésa o no su finalidad individual, las diversas voluntades particulares de los
sujetos de quienes procede aquella actividad” (Guasp y Aragoneses, 2004, p. 41).
En el proceso se encuentran numerosas correlaciones de poderes y deberes jurídicos,
cada uno de los cuales se compone a su vez de varios elementos. Los elementos
fundamentales del poder son la facultad y la carga, entendiendo por la primera “la
situación jurídica favorable al ejercicio de un poder” y por la segunda, “la situación jurídica
desfavorable por el no ejercicio de un poder”; los elementos que fundan el deber son la
potestad y la responsabilidad y por la primera se entiende “la situación jurídica favorable
para el cumplimiento de un deber” y por la segunda, “la situación jurídica desfavorable
por el no cumplimiento de un deber” (Guasp y Aragoneses, 2004, p. 42).
Guasp concibe al proceso como un instrumento de satisfacción de pretensiones. Por ello
se plantea la idea de que esta institución, el proceso, se asienta sobre la base de dos
fundamentos que lo justifican: el principio de la seguridad y el principio de la justicia. El
proceso se justifica en el principio de la seguridad porque si el Estado no brindara esta
herramienta para satisfacer las pretensiones se daría paso a la tutela privada, al uso de la
fuerza actuada por los privados, poniendo en riesgo a la comunidad; se justifica en el
principio de justicia, porque la satisfacción de pretensiones que otorga el proceso se
inspira en la idea de dar a cada uno lo suyo, de suerte que, dependiendo de cómo juzgue
el juez la pretensión, si esta es justa debe acogerse y si es injusta ha de ser rechazada
(Guasp y Aragoneses, 2004, pp. 43 y 44).
Algunas de las ideas básicas que sustenta, en lo fundamental, la tesis institucionalista
(Couture, 1958, p. 144; Gimeno, 1981, p. 167) sobre el proceso son las que siguen:
a) Tiene carácter objetivo, ya que es una idea superior a las voluntades que contribuyen a
constituirlo; es una idea diferente de las voluntades subjetivas.
b) Es una realidad jurídica permanente, independiente de los procesos concretos
originados por las pretensiones de tutela jurídica, ya que estos últimos pueden
extinguirse, subsistiendo la idea de proceso como idea general que expresa una situación
estatal.
c) El proceso se sitúa en un plano de desigualdad o subordinación jerárquica.
d) Su objeto no puede ser modificado por las voluntades que lo componen, salvo en una
mínima parte que, incluso, no altera la idea matriz.
e) Es adaptable a la realidad y a las necesidades de cada momento (el proceso es
elástico).
Couture, que en un primer momento adhirió a esta teoría reconociendo la rectitud de
estas características del proceso, planteó luego sus prevenciones porque el concepto de
institución es ambiguo y aún no ha logrado una consolidación. Para atemperar esta
objeción habría que comprender el vocablo institución solo en una acepción primaria que
lo significa como “instituto, creación, organización” regulado por el Derecho para la
consecución de un fin, al igual que el trabajo, la familia, la empresa o el Estado. En ese
sentido el proceso sería una institución creada por el Derecho para el logro de unos de sus
fines (Couture, 1958, pp. 143 y 144).
Se ha criticado también a esta teoría porque plantea que existe una “unidad fundamental
del proceso” ya que todos los tipos de proceso, incluso el proceso penal, responden al
mismo concepto de satisfacción de pretensiones (Guasp y Aragoneses, 2004, p. 47). Sin
embargo, esta idea de unidad se justifica solo desde un razonamiento metafísico, “pues
las pretensiones y resistencias que luchan en el proceso están presididas por el principio
del contradictorio” (Gimeno, 1981, p. 168).
Sin perjuicio del interés científico que han podido despertar estas teorías, de las que se
utilizan categorías para explicar la relación entre jurisdicción y proceso, se ha sostenido
que ese estudio hoy es infructuoso. No resulta de utilidad discurrir acerca de la naturaleza
jurídica del proceso si con ello se quiere lograr la aplicación a él de otras categorías que el
derecho identifica y ha ido desarrollando, puesto que el proceso jurisdiccional es una
institución única que no admite comparación con otras. Esta constatación conduce a una
afirmación tautológica: “el proceso es tan solo y únicamente el proceso” (Serra, 2008, p.
258).
Además, es imperativo considerar que en el Estado constitucional el proceso jurisdiccional
debe estar instrumentado hacia la tutela de los derechos e intereses legítimos, hacia la
protección de los derechos fundamentales y el resguardo de la dignidad de las personas,
puesto que la jurisdicción es una función pública puesta al servicio de la tutela de estos.
2.2.4. Proceso y conceptos afines
Existen conceptos de uso habitual que se vinculan con el proceso y, a veces, se confunden
con este, aunque correspondan a categorías distintas. Identificaremos algunos.
2.2.4.1. Procedimiento
Este vocablo comparte con el proceso una raíz común, pero refleja un concepto distinto.
Se ha dicho que el proceso es un instrumento para que el Estado ejerza la jurisdicción, de
lo que se colige tradicionalmente que es, en abstracto, una idea única. Para el desarrollo
de los procesos, la ley se encarga de regular cuál es el contenido de los actos procesales,
las formas que estos han de revestir, los sujetos que deben o pueden ejecutarlos, las
oportunidades en que han de cumplirse, los efectos que producen, las consecuencias de
su inobservancia, etc. Todo ese conjunto de aspectos que reflejan el modo de ser del
proceso es el procedimiento.
Se ha planteado que el estudio del proceso debe conducir, finalmente, al estudio del
procedimiento o, mejor dicho, de los procedimientos, puesto que si el proceso, como se
ha dicho en el punto anterior, es tan solo el proceso, como una categoría propia, tiene
sentido que una definición neutra del mismo lleve a centrar la atención en estos otros
aspectos regulados por la ley, que indican, finalmente, cómo es la eficacia práctica de las
normas que actualmente lo regulan o cómo será la de las que en el futuro se dicten
(Nieva, 2014, pp. 65 y 66).
Ello no quiere decir, sin embargo, que proceso y procedimiento sean categorías
asimilables. Un proceso jurisdiccional requiere siempre de un procedimiento, puesto que
este dispone la coordinación de los actos que lo constituyen; procedimiento es la “secuela
de reglas con arreglo a las cuales se desarrolla el proceso” (Bordalí et al., 2014, p. 28).
Pero no todo procedimiento implica un proceso jurisdiccional (p. ej. hay procedimientos
legislativos, procedimientos sancionatorios, procedimientos administrativos).
En nuestro país las normas que regulan los procedimientos judiciales son materia de ley,
puesto que son objeto de codificación procesal (art. 63 Nº 3 de la CPR). Por esa razón es
aconsejable revisar las situaciones en que se regulan procedimientos por vía de normas de
rango infra legal (esa es una observación que se plantea, p. ej., respecto del AA de la Corte
Suprema sobre tramitación y fallo del recurso de protección).
2.2.4.2. Juicio
Este vocablo en la antigüedad fue entendido como sinónimo de sentencia (Bordalí et al.,
2014, p. 29) y hoy se asimila al conjunto de razonamientos que los jueces llevan a cabo
para adoptar sus decisiones, es decir, el juicio jurisdiccional (Nieva, 2014, p. 48). En este
mismo sentido de decisión se utiliza cuando se alude a la acción de juzgar (Montero et al.,
2014, p. 228) y cuando se define proceso judicial como “una secuencia o serie de actos
que se desenvuelven progresivamente, con el objeto de resolver, mediante un juicio de
autoridad, el conflicto sometido a su decisión” (Couture, 1958, pp. 121 y 122, cursivas
nuestras). El juicio, entonces, es un momento culminar del proceso en que los jueces
manifiestan su decisión jurisdiccional motivada, en la que influyen cuestiones jurídicas, de
razonamiento lógico, de contexto histórico, epistémicas, culturales y psicológicas.
También la expresión juicio es utilizada como audiencia de juicio, es decir, el “[A]cto
procesal que tiene por objeto la práctica de las pruebas que requieren inmediación
(declaración de las partes, testifical informes orales y contradictorios de peritos,
reconocimiento judicial y reproducción de palabras, imágenes y sonidos), cerrándose con
la exposición de las conclusiones finales de las partes” (RAE, 2017, t. II, p. 1230). Ese es el
sentido, por ejemplo, de las normas del Título III del Libro II del CPP que regulan el juicio
oral, o la del art. 454 del CdT que regula “la audiencia de juicio” en el proceso laboral.
En muchas ocasiones el legislador utiliza la voz juicio como sinónimo de proceso. Ocurre
así, por ejemplo, en las normas de la Ley Nº 18.120 que regula la comparecencia “en
juicio”, en las del Título II del Libro I del CPC (“De la comparecencia en juicio”) y en muchas
otras normas del CPC (p. ej. en el art. 17: “En un mismo juicio podrán entablarse dos o
más acciones con tal que no sean incompatibles”; en el art. 29: “Se formará la carpeta
electrónica con los escritos, documentos, resoluciones, actas de audiencia y actuaciones
de toda especie que se presenten o verifiquen en el juicio”; en el art. 82: “Toda cuestión
accesoria de un juicio que requiere el renunciamiento especial con audiencia de parte se
tramitará como incidente…”; en el art. 158 inc. 2º: “Es sentencia definitiva la que pone fin
a la instancia resolviendo la cuestión o asunto que ha sido objeto del juicio”, etc.).
Se ha defendido por algunos la sinonimia entre proceso y juicio, puesto que el juicio
correspondería a cada proceso determinado que se desarrolla en concreto, por lo que
habría tantos juicios como procesos se tramitan en un contexto espacio temporal. Ello
explicaría el sentido de varias normas que utilizan este término en la significación de un
proceso en desarrollo o ya afinado (p. ej. art. 6 inc. 3º del CPC: “Podrá, sin embargo,
admitirse la comparecencia al juicio de una persona que obre sin poder en beneficio de
otra, con tal que ofrezca garantía de que el interesado aprobará lo que se haya obrado en
su nombre”; art. 402 inc. 1º del CPC: “No se recibirá prueba alguna contra los hechos
personales claramente confesados por los litigantes en el juicio”; art. 586 del CPC: “Las
personas citadas de evicción tendrán para comparecer al juicio el término de
emplazamiento que corresponda en conformidad a los artículos 258 y siguientes…”).
2.2.4.3. Expediente
Es la vieja nomenclatura que daba cuenta de la materialidad del proceso, de las
actuaciones, documentos y demás piezas agregadas físicamente a este. También era de
uso frecuente —más en el foro que en los textos jurídicos— la voz “autos” con el mismo
sentido. En algunos casos, en la ley o en la práctica, se asimilaban el expediente o los
“autos” al proceso concreto de que él daba cuenta.
En la actualidad tales expresiones han sido reemplazadas por “carpeta electrónica”, que
tiene presencia en nuestro sistema a partir de la relevante modificación que en 2015
introdujo al CPC y otros cuerpos legales la LTE. Sin embargo, en el CPC aún perviven
algunas normas que asimilan el proceso con la materialidad, física o virtual, de la carpeta
en que se desarrolla (p. ej. art. 554 inc. 1º: “Cuando el querellado quiera rendir prueba
testimonial, deberá indicar el nombre, profesión u oficio y residencia de los testigos, en
una lista que entregará en la secretaría y se agregará al proceso…”; art. 578 inc. 3º: “La
parte que quiera rendir prueba testimonial deberá entregar en secretaría, para que se
agregue al proceso…”; art. 637 inc. 1º: “El arbitrador oirá a los interesados; recibirá y
agregará al proceso los instrumentos que le presenten…”).
2.2.4.4. Debido proceso
Es un derecho fundamental de toda persona que consiste en que, quien activa la
jurisdicción requiriendo tutela de sus derechos e intereses legítimos, tiene a su disposición
un instrumento, el proceso jurisdiccional, provisto de un conjunto de derechos que
garantizan su racionalidad y justicia.
En nuestro sistema el art. 19 Nº 3 inc. 6º de la CPR garantiza en favor de toda persona el
derecho a “un procedimiento y una investigación racionales y justos”, norma que, como se
dirá en el capítulo siguiente, reconoce el derecho al debido proceso o el derecho al
proceso con todas las garantías (Bordalí, 2020, pp. 257 y ss.).
Cualquiera sea la configuración legal del proceso, en el Estado constitucional el límite está
dado por el respeto de las garantías del debido proceso, por lo que puede afirmarse que
no son tolerables los procesos que no se ajusten a esos requerimientos. Los derechos que
integran la garantía del debido proceso no sólo gozan de un rango superior por estar
reconocidos en la CPR y en los pactos internacionales sobre derechos fundamentales, sino
también porque son una especificación normativa de un valor superior como es la
dignidad humana (Letelier, 2013, pp. 147 y 148).
2.3. La jurisdicción y el proceso en el Estado Constitucional de Derecho
Bajo el paradigma del Estado Constitucional de Derecho las relaciones entre la
jurisdicción, el proceso y sus funciones en la sociedad han de mirarse con el prisma de los
valores que a aquel lo sustentan. Ello significa que esta función pública, la jurisdicción, que
se actúa a través de un instrumento, el proceso, debe respetar no solo la vigencia de la
Constitución, sino que además ciertos valores “que giran en torno a la dignidad de la
persona, en la forma democrática de gobierno y en el respeto de los derechos
fundamentales” (Priori, 2019, p. 38).
Por lo mismo, corresponde a la jurisdicción no solo la tutela de los derechos e intereses
legítimos que los justiciables reclamen ser titulares o asistirles, sino también la “defensa y
garantía de los derechos y las libertades fundamentales” (Bordalí, 2020, p. 39). En este
cometido la jurisdicción debe respetar los principios democráticos que fundamentan la
estructura, funcionamiento y fines del Estado, superando la concepción liberal que se
enfoca en la reparación de los derechos subjetivos vulnerados y la concepción republicana
que se centra en la garantía de la actuación del Derecho objetivo, por una concepción
democrática que se preocupa de la legitimidad de la función judicial por medio de
garantizar la participación de las partes en el proceso y el observancia de las reglas del
debido proceso, todo ello con respeto de las normas constitucionales y legales.
El respeto del principio democrático que reconozca la amplia participación de los
justiciables permite garantizar la legitimidad de la decisión jurisdiccional, a la vez que
tender a la pacificación de la comunidad. Desde este punto de vista se ha escrito que “la
función de la jurisdicción es, entonces, permitir a los ciudadanos participar de las
decisiones que los vinculan y deben soportar para alcanzar la efectivación [sic] del
derecho discutido. (…) La jurisdicción en este contexto, puede además ser definida como
aquella donde un tercero imparcial, extraño a la litis, por medio de un proceso dialéctico y
con garantía de participación de todos los involucrados, decide con pretensión de
definitividad el objeto jurídico debatido en el proceso. La función de la jurisdicción es así,
dentro de esta perspectiva, permitir a los ciudadanos participar de las decisiones que
deben soportar para que se alcance la tutela efectiva del derecho discutido” (Machado,
2018, pp. 582 y 584).
Pero la jurisdicción, además de tutelar los derechos e intereses jurídicamente relevantes
de las personas y sus derechos y garantías fundamentales, cumple un relevante rol de
control de la Administración (causas contencioso-administrativas) y de la legislación
(causas constitucionales), por lo que estas otras funciones públicas no quedan excluidas
del enjuiciamiento de la jurisdicción.
El proceso, como instrumento de la jurisdicción, debe concebirse y estructurarse siempre
con miras a la realización de los fines que la Constitución entrega a esa función pública,
dentro de los que está “la efectiva protección de todos los derechos ante cualquier
situación de amenaza o lesión” (Priori, 2019, p. 45). En este sentido una visión neutra del
proceso solo permite el estudio dogmático del instituto, pero no evaluar su compatibilidad
con las normas y principios que contiene la Constitución. Un proceso en cuyo diseño no se
respeten los principios estructurales de contradicción y de igualdad (Gimeno, 1981, pp.
181 y ss.) difícilmente es compatible con el valor de la democracia. Un proceso en cuya
fisonomía no se respeten las garantías del debido proceso, en materia civil o penal,
tampoco logrará sortear una evaluación de su compatibilidad con la Constitución y los
pactos internacionales sobre derechos humanos.
No debe soslayarse que, si el proceso es un instrumento para la satisfacción de
pretensiones, tras ellas están las personas que requieren del Estado la tutela de sus
derechos e intereses legítimos o de sus derechos fundamentales. El proceso debe ser un
instrumento de garantía y tutela de la dignidad humana.

3. Contenido y clasificación de la jurisdicción


La jurisdicción requiere ser actuada, puesta en movimiento. De ahí que el enfoque situado
en la función parece acertado: si una finalidad relevante de la jurisdicción es la de otorgar
tutela judicial a las personas que lo requieran del Estado, esta función, ejercitada por
determinados órganos investidos por la ley de atribuciones, debe desplegarse con ese
cometido.
3.1. El contenido de la jurisdicción
En la jurisdicción es posible identificar elementos estructurales, formales y de contenido
(Colombo, 1991, p. 34).
Los elementos estructurales describen la organización de que se sirven los tribunales de
justicia para desarrollar la función jurisdiccional. En ella han de considerarse la
composición de los órganos jurisdiccionales (en general, jueces y funcionarios judiciales),
la existencia de auxiliares de la administración de justicia (p. ej. fiscales judiciales,
relatores, receptores judiciales, consejeros técnicos) y los elementos materiales a partir de
los que estos órganos se estructuran (edificios, equipamiento material, sistemas
informáticos, tecnologías, etc.).
Los elementos formales están constituidos por los actos procesales que se identifican en
los procedimientos y que exteriorizan cómo la función jurisdiccional se va desarrollando
(p. ej., la demanda, la contestación y los recursos, como actos procesales de las partes; las
resoluciones judiciales, como actos del tribunal). Los actos procesales asumen
determinadas formas moduladas por la ley, las que consideradas en su adecuada
dimensión, tienen relevancia como “garantía de los derechos y de las libertades
individuales”, porque indican a las partes cómo han de actuar con eficacia en el proceso
(Calamandrei, 1962, p. 322).
El contenido de la jurisdicción está dado por el conjunto de potestades y deberes que se
asignan a los tribunales para la decisión de los asuntos que les son sometidos a su
conocimiento (Figueroa y Morgado, 2013a, p. 35). Esta función es ejecutada por los
órganos jurisdiccionales independientemente de su pertenencia al Poder Judicial, pues,
como se verá en el capítulo correspondiente, sin bien un alto número de tribunales de
justicia componen este poder del Estado, en calidad de ordinarios o especiales, fuera del
Poder Judicial hay otros tribunales que gozan de autonomía constitucional (p. ej. el TC) o
que pertenecen a la Administración del Estado (p. ej. los Juzgados de Policía Local), o hay
órganos no jurisdiccionales que en determinados supuestos ejercen jurisdicción y gozan
de autonomía constitucional (p. ej. la Contraloría General de la República) o integran otros
poderes del Estado (p. ej. Senado).
La resolución del conflicto jurídico con autoridad de cosa juzgada es para Couture el
elemento determinante del contenido de la jurisdicción: “Por contenido de la jurisdicción
se entiende la existencia de un conflicto de relevancia jurídica que es necesario decidir
mediante resoluciones susceptibles de adquirir autoridad de cosa juzgada. Es lo que en
doctrina se denomina el carácter material del acto” (Couture, 1958, p. 36). Desde esta
perspectiva, son criterios identificadores del ejercicio de jurisdicción la existencia de un
conflicto intersubjetivo de intereses de relevancia jurídica sometido a su resolución, la
posibilidad de que la decisión jurisdiccional pueda alcanzar la autoridad de cosa juzgada
(Pereira, 1996, p. 91) y la posibilidad que la misma sea ejecutada por la fuerza.
Si bien el elemento formal (estructura y formas) es relevante, no es sin embargo
definitorio para la jurisdicción; lo que define a la jurisdicción es su contenido y su función.
Pero bien se ponga el acento en la tutela de los derechos subjetivos, en la garantía de la
aplicación del derecho objetivo, en su carácter sustitutivo o la determinación del Derecho
para casos concretos, lo cierto es que el contenido de la jurisdicción determina su función.
3.2. Clasificación de la jurisdicción
Se ha explicado antes que la jurisdicción se comprende como un concepto unitario (la
jurisdicción es única e indivisible), por lo que no corresponde a su respecto formular
clasificaciones (Bordalí, 2020, p. 57). Sin embargo, la doctrina, a partir de los usos que la
ley o el lenguaje forense dan a la voz jurisdicción, habitualmente la clasifica atendiendo a
diversos factores, entre los que destaca la naturaleza del asunto que los jueces son
llamados a conocer.
Desde esa perspectiva, esta función pública se puede clasificar en jurisdicción civil, penal,
de familia, administrativa, laboral, militar, minera, constitucional, contencioso-
administrativa, disciplinaria (Devis, 2002, pp. 107 y ss.; Oberg y Manso, 2011, p. 31). En
estos casos, en realidad, lo que se está clasificando es la competencia, puesto que se trata
de determinadas materias sobre las que los tribunales están llamados por la ley a ejercer
la función jurisdiccional.
Según la naturaleza del servicio que se presta —siguiendo el planteamiento de alguna
doctrina— la jurisdicción puede clasificarse en jurisdicción contenciosa y jurisdicción no
contenciosa o voluntaria (Devis, 2002, p. 102). Sobre esta distinción volveremos más
adelante al explicar estas categorías.

4. Facultades conexas a la jurisdicción


Se trata de atributos que se asignan a los órganos jurisdiccionales para una administración
de justicia más eficaz y que actúan como complemento de la función jurisdiccional. En
nuestro modelo reconocemos tres tipos: las facultades conservadoras, las facultades
disciplinarias y las facultades económicas (art. 3º del COT).
4.1. Facultades conservadoras
Son un conjunto de atribuciones que la ley otorga a algunos tribunales de justicia para el
resguardo de las garantías constitucionales de las personas y tienen su origen en la
Comisión Conservadora que regulaba la Constitución de 1833, cuya función principal,
durante el receso parlamentario, era la de proteger las garantías individuales. El instituto
fue tomado por la Ley de Organización y Atribuciones de los Tribunales de Justicia de 1875
(art. 31) y de ahí pasó al COT (Tavolari, 1994, pp. 177 y ss.).
En nuestro sistema hallamos diversas manifestaciones de estas facultades. Los Juzgados
de Letras son competentes para conocer del Habeas Data, cuya finalidad es la protección
jurisdiccional de determinados datos personales (Ley Nº 19.628); además, son
competentes para conocer de la acción de no discriminación arbitraria, contemplada en el
art. 3º de la Ley Nº 20.609 (Ley Zamudio). En materia penal los Juzgados de Garantía
tienen competencia para conocer de la cautela de garantías que regla el art. 10 del CPP y
de los amparos que se interpongan al tenor del art. 94 del mismo cuerpo legal.
Las Cortes de Apelaciones son tribunales competentes para conocer en primera instancia
de los recursos de protección y amparo (art. 63 Nº 2 letra b) del COT) y del amparo
económico (Ley Nº 18.971). La Corte Suprema conoce en segunda instancia de las
apelaciones deducidas contra las sentencias pronunciadas en los recursos de amparo y
protección (art. 98 Nº 4 del COT) y de la acción de reclamación por pérdida de
nacionalidad (art. 12 de la CPR).
Hasta antes de la reforma constitucional de 2005 se afirmaba que el objetivo de estas
facultades era, además, el resguardo de la constitucionalidad de las leyes. Sin embargo,
luego de la reforma que a la Carta Fundamental introdujo la Ley Nº 20.050 (2005), la Corte
Suprema dejó de ser competente para conocer del llamado recurso de inaplicabilidad por
inconstitucionalidad (art. 98 Nº 1 del COT, que debe entenderse tácitamente derogado),
pasando este control a ser de competencia del TC (art. 93 Nº 6 de la CPR).
Se ha afirmado que estas facultades son de naturaleza jurisdiccional (Oberg y Manso,
2011, p. 33). Bajo el paradigma del Estado constitucional ello tiene sentido si se
comprende que, en la actualidad, a todos los jueces les corresponde adoptar decisiones
dirigidas a otorgar la tutela judicial a los derechos y garantías de las personas que lo
reclaman. En este curso de ideas, la Corte Suprema, resolviendo sobre el cumplimiento de
la sentencia dictada por la CorteIDH en el caso “Norín Catrimán y otros Lonkos vs. Chile”
(2014), sostuvo en los AD 1386-2014 (acuerdo del pleno de 16 de mayo de 2019):
“Que la función conservadora —entendida como aquella destinada a promover y asegurar
el respeto de los derechos fundamentales garantizados por la Constitución y los tratados
internacionales ratificados por Chile, corrigiendo cualquier afectación proveniente de las
autoridades o particulares— en nuestro país ha evolucionado en el tiempo, con una
determinación clara de ser una competencia general y natural de la judicatura” (Cons. 10º,
cursivas nuestras).
4.2. Facultades disciplinarias
Son atribuciones que tienen como finalidad resguardar el correcto comportamiento de los
jueces y de los justiciables dentro del proceso jurisdiccional, por lo que se pueden
concretar en la represión de las faltas o abusos “en que incurrieren funcionarios
pertenecientes al orden judicial y a los particulares que intervienen en los asuntos
sometidos al conocimiento de los tribunales” (Pereira, 1996, p. 152).
La fuente de las facultades disciplinarias se halla en diversas normas de la CPR y el COT.
Entre ellas de destacan el art. 80 de la CPR, que permite a la Corte Suprema remover a los
jueces que “no han tenido buen comportamiento”, el art. 82 de la misma Carta
Fundamental que, como se ha dicho, confiere a la Corte Suprema la “superintendencia
directiva, correccional y económica de todos los tribunales de la Nación”, el art. 96 Nº4 del
COT que reitera ese mandato y las normas del Título XVI del COT, arts. 530 y ss., que
regulan pormenorizadamente la disciplina judicial. El epígrafe de este título se refiere a la
“jurisdicción disciplinaria”, pero dudamos que todas las actuaciones que en este se
regulan sean ejercicio de jurisdicción; antes bien, algunas son de índole administrativo
(especialmente las que no revisten la forma de proceso).
La Corte Suprema ha regulado también la materia, por medio del Auto acordado sobre
procedimiento para investigar la responsabilidad disciplinaria de los integrantes del Poder
Judicial (Acta 108, de 4 de septiembre de 2020).
Las facultades disciplinarias pueden hacerse valer de oficio por los tribunales o a petición
de la parte afectada (Casarino, 2007, p. 42). Las partes afectadas disponen de la queja
disciplinaria (art. 547 del COT) y del recurso de queja (arts. 545 y ss. del COT) como vías
para hacer efectiva la responsabilidad disciplinaria de los jueces que incurren en faltas o
abusos en el ejercicio de sus funciones ministeriales o en la dictación de determinadas
sentencias, pudiendo resultar de ellas la aplicación en su contra de una sanción
disciplinaria.
La ley regula, además, las medidas disciplinarias que pueden imponer los tribunales a los
abogados de las partes cuando no observan la conducta debida (arts. 530 a 532 y 546 del
COT).
Dentro de estas facultades se considera la figura de la visita ordinaria, en cuya virtud a un
ministro de un tribunal superior se encomienda la visita de uno inferior para fiscalizar el
orden y funcionamiento del tribunal, lo que también puede hacer en los oficios de
determinados auxiliares de la administración de justicia (arts. 553 a 558 del COT).
4.3. Facultades económicas
Son atribuciones conferidas a algunos tribunales para que la actividad jurisdiccional sea
realizada en términos oportunos y eficientes. No tienen naturaleza jurisdiccional y su
concreción se encuentra en la facultad que tiene cada tribunal de dictar órdenes,
disposiciones y normas de aplicación más o menos general que incidan en la buena
administración de justicia.
Un claro ejemplo de estas facultades son los autos acordados, que son normas que dictan
los tribunales superiores de justicia (Cortes de Apelaciones y Corte Suprema) para que la
actividad jurisdiccional se realice de manera expedita, oportuna y suficiente. Como se ha
visto, constituyen una fuente relevante, de naturaleza infra legal, para el correcto
desempeño de la función jurisdiccional y que pueden clasificarse atendiendo a algunos
criterios:
a) Según su ámbito de aplicación: AA con vigencia en todo el territorio de la República (p.
ej. AA de la Corte Suprema sobre forma de dictar las sentencias de 1920; sobre
tramitación y fallo del recurso de amparo de 1932; sobre tramitación y fallo de los
recursos de queja de 1972; sobre tramitación y fallo del recurso de protección de 2015;
para la aplicación en el Poder Judicial de la LTE) y AA con vigencia sobre un territorio
jurisdiccional determinado (p. ej. AA de la Corte de Apelaciones de Santiago sobre la
Unidad Centralizada de Cumplimiento de los Cuatro Tribunales de Familia de Santiago, de
2021);
b) Según su vigencia en el tiempo: AA con vigencia temporal sin límites y AA con vigencia
acotada en el tiempo (p. ej. AA de la Corte Suprema sobre tramitación y fallo de la
reclamación por los procedimientos de la Convención Constitucional, de 2021); y,
c) Según quienes son sus destinatarios: AA aplicables a todos quienes reclamen la
activación de la función jurisdiccional (p. ej. AA de la Corte Suprema sobre audiencias y
vista de causas por videoconferencia, de 2021) y AA aplicables solo a jueces y funcionarios
de sistema judicial (p. ej. AA de la Corte Suprema que regula el procedimiento para
investigar la responsabilidad disciplinaria de los funcionarios del Poder Judicial, de 2020).
También, actuando en el marco de las facultades económicas, los tribunales pueden dictar
circulares, decretos económicos, actas que contengan acuerdos, etc.

5. Los momentos jurisdiccionales


Si se analiza la jurisdicción como una función, que supone la actividad dirigida a la
determinación irrevocable del Derecho en un caso concreto y, además, mirada en el
desarrollo del proceso que le sirve de instrumento, se ha sostenido que aquella envuelve
tres actividades diferenciables y consecutivas: el conocimiento, el juzgamiento y la
ejecución (Colombo, 2004, pp. 70 y ss.; Figueroa y Morgado, 2013a, pp. 43 y ss.). Estos
momentos están descritos en el art. 76 de la CPR (“La facultad de conocer de las causas
civiles y criminales, de resolverlas y de hacer ejecutarlo juzgado, pertenece
exclusivamente a los tribunales establecidos por la ley”) y en el art. 1º del COT cuyo
contenido reitera la norma constitucional.
5.1. El conocimiento
Es una fase compleja que pone a los jueces en la necesaria posición de estar
suficientemente informados sobre todas las cuestiones de hecho y de Derecho planteadas
—debatidas o no— en el juicio y que les corresponde resolver. Este momento se
construye con distintas actividades, que en esta explicación separamos para el solo efecto
de plantear su análisis:
a) El aporte de los justiciables del material fáctico al proceso. La incorporación de los
hechos al proceso se realiza a través de las presentaciones escritas u orales por medio de
las cuales las partes introducen las versiones acerca de los mismos (Carocca, 2003, pp. 80
y 123). Entre esas versiones acerca de la realidad que las partes plantean puede haber
controversia, la que ha de ser resuelta por el tribunal. Por ello no es exacto expresar que
en un juicio se debatan hechos, puesto que estos ocurren en la realidad de una sola e
idéntica manera; al proceso los hechos ingresan mediatizados a través de los relatos o
versiones que aportan las partes, de suerte que una controversia sobre los hechos es en
realidad una controversia entre proposiciones o relatos de hechos.
b) Al proceso ingresa también la información fáctica que aportan las pruebas. Para las
partes la prueba en el proceso jurisdiccional es un derecho fundamental, que se
manifiesta en distintas concreciones: el reconocimiento legal de los medios de prueba y la
posibilidad, en los sistemas modernos, de incorporar medios no reconocidos
expresamente por la ley; el derecho de proponer pruebas y que las mismas sean
admitidas por el tribunal, el derecho a que la pruebas sean efectivamente rendidas y de
participar en su producción, el derecho a que las pruebas sean valoradas por el tribunal y
que la valoración integre el acervo fáctico que analice la sentencia para fundar la decisión
(Carocca, 2003, pp. 154 y ss.).
En virtud del derecho a la prueba, entonces, se incorporan al proceso otros relatos sobre
hechos; esta vez la realidad ingresa mediatizada por la información o relatos que
introducen las pruebas (p. ej. la declaración de un testigo, la información que entrega un
instrumento público, la información que se extrae de una fotografía, la que se entiende
del dictamen pericial). Corresponderá, luego, a los jueces comparar el contenido de las
afirmaciones de las partes con el de la información que aportan las pruebas, con la
finalidad de establecer los hechos probados en juicio.
Lo relevante de la fase de conocimiento es que permite a los jueces contar con la
información necesaria para desarrollar la función jurisdiccional. Por lo general el juez está
limitado por las afirmaciones fácticas planteadas por las partes y por la prueba rendida a
iniciativa de ellas (el juez debe resolver “según lo alegado y probado en juicio”), a menos
que la ley lo habilite para integrar el objeto del proceso con cuestiones de hecho no
planteadas por las partes y para decretar pruebas de oficio, circunstancias que
dependerán de la regulación que la ley marque para el tipo de proceso de que se trate.
Esta misma fase tiene la utilidad de permitir la concreción del principio de audiencia y
contradicción (audiatur et altera pars), principio esencial de todo proceso jurisdiccional en
cuya virtud todas las partes deben gozar de las mismas oportunidades para formular sus
alegaciones y proponer o requerir la práctica de las pruebas que consideren necesarias
para acreditarlas, a la vez que examinar y contraexaminar (controlar) las pruebas
rendidas.
5.2. El juzgamiento
Es una fase compleja que importa una serie de actividades que debe desarrollar el juez en
el acto de juicio (Figueroa y Morgado, 2013a, p. 46) y que comprende actos intelectivos y
volitivos:
a) Que el juez valore la prueba rendida (juicio fáctico). El juez debe otorgar un peso
particular a las pruebas —a la información que aportan las pruebas— con el fin de
determinar qué hechos resultan probados y cuáles no (ya sea por insuficiencia o falta de
prueba). Con esta actividad el juez compara las afirmaciones sobre los hechos planteadas
por las partes (afirmaciones contenidas preponderantemente en la demanda y en la
contestación) con la información que aportan las pruebas, determinando qué afirmación o
afirmaciones gozan de respaldo epistémico en las pruebas rendidas y si por ello resultan
suficientemente probadas.
De la riqueza del material probatorio y de la corrección del razonamiento judicial depende
que los hechos probados en juicio se acerquen en mayor o menor medida a la realidad,
siendo óptimo que ellos se correspondan, con un alto grado de probabilidad, con los
hechos que efectivamente han acontecido.
Esta actividad debe respetar estándares de racionalidad, con la finalidad de que pueda ser
intersubjetivamente controlada, es decir, comprendida por las partes y sometida a crítica
por otro tribunal.
b) A partir de los hechos probados el tribunal debe escoger la o las reglas jurídicas
aplicables al caso (juicio jurídico). La correcta determinación de los hechos probados
permite a los jueces aplicar adecuadamente el Derecho, por lo que la decisión será
jurídicamente justa si los hechos probados se corresponden, con alto grado de
probabilidad, con la realidad. Las normas jurídicas contienen un sustrato fáctico cuya
ocurrencia hace que se torne efectivo el mandato contenido en ellas (p. ej. la celebración
de un contrato de depósito, del que surge para el depositario la obligación de conservar y
restituir la cosa en su momento; la posesión regular de un bien por cierto lapso que
genera en favor del poseedor el estatuto de la prescripción adquisitiva), por lo que la
aplicación de las normas a hechos que no se corresponden con su descripción fáctica,
porque no han ocurrido o porque es muy poco probable que hayan sucedido, genera el
riesgo de su aplicación falsa, es decir a casos que no quedan regulados por las normas. De
ello se deriva un resultado injusto.
c) El tribunal debe decidir el asunto. La sentencia, como manifestación de la jurisdicción,
contiene un acto volitivo del Estado porque refleja una decisión. De la sentencia definitiva
se espera que resuelva el litigio y decida el asunto con un pronunciamiento sobre las
pretensiones del actor y la oposición del demandado (p. ej. “Se acoge la demanda y se
declara que María es dueña única y exclusiva del inmueble ubicado en…, debiendo el
demandado restituirlo dentro del plazo de …”; “Se rechaza la demanda de nulidad relativa
intentada por el demandante… Se acoge la excepción de prescripción opuesta por el
demandado…”). Por ello la sentencia que resuelve el fondo del asunto se pronuncia sobre
el objeto del juicio.
Todo el razonamiento probatorio y jurídico debe estar reflejado con suficiencia e
integridad en las consideraciones sobre las afirmaciones de hecho, la prueba y las normas
jurídicas aplicables, es decir, en el análisis crítico sobre ellas, dado que la fundamentación
de las sentencias es una garantía del debido proceso. Y ese análisis crítico ha de ser la
justificación coherente de las decisiones contenidas en la sentencia, porque estas no se
sostienen por sí solas sino en su relación de interdependencia con los fundamentos de
aquella. En otras palabras: cada decisión que esté contenida en la sentencia debe estar
suficientemente justificada en la fundamentación, puesto que la voluntad jurisdicente no
puede ser el resultado de un mero arbitrio sino de actos razonados.
Antiguamente se explicaba la sentencia como un silogismo, en que la norma de derecho
general y abstracta es la premisa mayor, los hechos probados son la premisa menor y la
consecuencia la decisión del tribunal. Según esta idea la labor del tribunal es subsumir los
hechos (premisa menor) en la norma jurídica (premisa mayor) para elaborar la conclusión.
En algunos fallos de la Corte Suprema se advierte esa concepción de la estructura de la
sentencia:
“Que se suele comparar la sentencia judicial con un silogismo, en el cual los hechos son la
premisa menor, el derecho la mayor y la conclusión el fallo. El Juez es soberano al sentar
la premisa menor, o sea, en cuanto se refiere a determinar la materialidad y modalidad de
los hechos. Al establecer el Juez los hechos, debe hacer un raciocinio y singularizar que ley
aplica a los hechos que ha dado por establecido, para arribar a deducir su conclusión. De
tal manera que el establecimiento de los hechos es una facultad privativa de estos que no
puede ser impugnada por el recurso de casación en el fondo” (SCS, Rol Corte Nº 4146-
2010, de 28 de septiembre de 2011, cons. 11º).
Sin embargo, esa estructura del silogismo resulta ser insuficiente para explicar el proceso
que lleva al tribunal a decidir un asunto aplicando el Derecho a un caso concreto. Más
bien parece que los jueces solo a partir o con fundamento en los hechos probados
(suficientemente probados), están en condiciones de determinar el Derecho aplicable,
dado que las normas jurídicas no son meras abstracciones vacías de contenido fáctico sino
mandatos cuya operatividad depende del acaecimiento de los hechos descritos en ellas.
El esquema del silogismo tampoco logra revelar la riqueza del razonamiento jurídico
necesario para la interpretación y aplicación de las normas a partir de unos hechos
probados; la labor del juez es una actividad selectiva de los supuestos de hecho (hechos
probados en el juicio) y de las normas que ha de aplicar. Y la labor no se agota ahí, puesto
que además los jueces deben realizar una tarea de interpretación de las normas (Gimeno,
1981, p. 41) y en este proceso inciden, además de los jurídicos, aspectos culturales,
psicológicos e históricos (Bordalí et al., 2014, pp. 412 y 413).
Son muchos los casos en que una norma jurídica admite diversas interpretaciones, lo que
se demuestra en los fallos de distinto sentido adoptados por los tribunales superiores de
justicia (p. ej. si el art. 2518 del CC dispone que la interrupción civil de la prescripción
extintiva de las acciones se produce solo con la interposición de la demanda o se requiere
su notificación; si el art. 258 del CPP faculta o no al querellante para forzar la acusación
cuando no ha habido formalización previa del MP) o en que una norma contiene
conceptos jurídicos amplios e indeterminados (p. ej. el art. 44 inc. 3º del CC cuando trata
de la culpa leve: “El que debe administrar un negocio como un buen padre de familia es
responsable de esta especie de culpa”; el art. 30 Nº 4 de la Ley de Registro Civil: “No podrá
imponerse al nacido un nombre extravagante, ridículo, impropio de personas, equívoco
respecto del sexo o contrario al buen lenguaje”), o que importan la aplicación de
principios rectores que los jueces deben dotar de contenido (p. ej. el art. 22 de la LJF que a
propósito de la potestad cautelar y, específicamente, de las medidas cautelares
innovativas dispone que “sólo podrán disponerse en situaciones urgentes y cuando lo
exija el interés superior del niño, niña o adolescente, o cuando lo aconseje la inminencia
del daño que se trata de evitar”), o en que se aplica la equidad como fuente para la
decisión del asunto (p. ej. árbitros de equidad, art. 640 del CPC) o como fuente supletoria
a falta de ley que lo resuelva (art. 170 Nº 5 del CPC).
Una reciente sentencia definitiva dictada en materia civil (Rol Nº 1.533-2021, de 29 de
junio de 2022, pronunciada por el 8º Juzgado Civil de Santiago), que resolvió un juicio
sobre cese gratuito del buen común proindiviso, siendo el bien común dos perros de raza
Shi Tzu, refleja lo que venimos diciendo. En ella la jueza plantea reflexiones particulares
acerca de la naturaleza de los bienes objeto del debate (dos animales de compañía a los
que reconoce el estatuto de “seres sintientes”) y refleja criterios acerca de lo justo para el
caso que está resolviendo:
“Que despejado entonces que los perros de compañía objeto de la presente acción, en
nuestro ordenamiento jurídico tienen tratamiento de cosas muebles, y en consecuencia
susceptibles de ser poseídos en copropiedad, como sucede en el caso sublite; a juicio de
esta sentenciadora, resulta necesario hacer presente, que tal como se dijo en los
razonamientos precedentes, atendida la especialidad de la acción incoada en cuanto a su
objeto, que el concepto de gratuidad, en los presentes autos, no debe ni puede
interpretarse únicamente en un sentido económico-patrimonial, sino en la posibilidad de
disfrutar y gozar de las mascotas, en su sentido más amplio que incluye su compañía, así
como su ámbito afectivo, puesto que tal como se ha sostenido reiteradamente por los
entendidos en la materia, los perros son seres que sienten y manifiestan sus emociones
(…).
Que así las cosas, correspondiendo la propiedad de (…) en comunidad al actor y a la
demandada, resulta de toda justicia, que ambos puedan mantenerlos bajo su protección y
cuidado compartido, por igual, como se dirá, estimando esta sentenciadora que ello se
satisface mediante la tenencia de cada tres meses por cada uno de los copropietarios,
iniciando por aquél que no los ha tenido bajo su posesión, esto es el actor, desde que la
presente sentencia se encuentre ejecutoriada” (cons. 18º y 20º).
La existencia de estos espacios de discrecionalidad reglada que sitúan a los jueces en la
necesidad de interpretar las normas aplicando, además de criterios jurídicos, otros que
dependen de factores culturales, psicológicos e históricos, no significa, como se ha dicho,
que las sentencias sean el producto de la arbitrariedad de los juzgadores cuyos
fundamentos se basen en un querer no revelado e incontrolable. Es una garantía del
Estado de Derecho que las resoluciones judiciales sean motivadas, que la motivación sea
expresada en la sentencia y que la misma cumpla con determinados estándares, puesto
que solo de esa manera se permite a los jueces dotar de razonabilidad a sus decisiones y
el Estado puede hacer efectiva otra garantía: la posibilidad que las decisiones sean
conocidas y evaluadas por la comunidad, al tiempo que puedan ser controladas
intersubjetivamente por otra voluntad jurisdiccional si las partes a quienes afectan,
alegando una disconformidad con la decisión, ejercen alguna vía de impugnación
establecida en la ley. Ello constituye una poderosa herramienta para controlar la
discrecionalidad judicial (Letelier, 2013, pp. 129-131).
Por esa razón la ley regula la estructura que debe tener la sentencia definitiva, de donde
resulta que la decisión jurisdiccional debe ser una manifestación de una actividad racional.
El art. 170 del CPC, complementado por al AA de la Corte Suprema sobre forma de dictar
las sentencias (1920) contiene un esquema bastante tradicional de cómo los jueces han de
estructurarlas:
a) una parte expositiva, que debe contener la individualización de los litigantes, la
enunciación de las acciones (pretensiones) deducidas por el demandante y de las
excepciones opuestas por el demandado, en ambos casos con sus fundamentos; la
circunstancia de haberse recibido la causa a prueba y de haberse citado a las partes para
oír sentencia;
b) las consideraciones de hecho que sirven de fundamento a la sentencia y la enunciación
de las normas de derecho o, en su defecto, de los principios de equidad conforme a los
que se dicta la sentencia; y,
c) la decisión del asunto controvertido, debiendo emitir pronunciamiento sobre todas las
acciones (pretensiones) y excepciones hechas valer en juicio.
5.3. La ejecución o cumplimiento
Una vez dictado un pronunciamiento, la jurisdicción debe dotar al tribunal de las
herramientas necesarias para que esa decisión se ejecute en favor de los justiciables. No
se cumpliría con la finalidad de otorgar efectiva tutela judicial si los efectos de la
sentencia, el mandato contenido en ella, no pudieran concretarse en actos. Por esa razón
es relevante el poder de coerción que acompaña a la jurisdicción, dado que su
fundamento “está en obtener que las resoluciones judiciales no sean meramente teóricas,
no queden en papel, sino que tengan la fuerza suficiente para tomar vida en el campo del
derecho” (Colombo, 2004, p. 74).
Es la facultad de imperio el atributo que la CPR y las leyes otorgan a los tribunales de
justicia para “impartir órdenes directas a la fuerza pública o ejercer los medios de acción
conducentes de que dispusieren” (art. 76 inc. 3º de la CPR) con la finalidad de hacer
ejecutar sus resoluciones. Las autoridades cuyo auxilio se requiera no pueden cuestionar
los fundamentos, justicia ni legalidad de las resoluciones debiendo cumplirlas “sin más
trámite” (art. 76 inc. 4º de la CPR y art. 11 del COT).
Dado que algunos casos para cumplir lo resuelto por un tribunal ha de recurrirse a la
actividad de la Administración, se ha discutido si esta fase es propiamente jurisdiccional o
bien administrativa, desde que lo jurisdiccional se agotaría con el juzgamiento. Pero
considerando el tenor de los arts. 76 inc. 1º de la CPR y 1º del COT debe entenderse que
nuestro sistema se inclina por considerar a esta fase como jurisdiccional.
Hemos expuesto antes que no toda sentencia definitiva requiere, para que se haga
efectivo el mandato contenido en ella, el inicio de un procedimiento de cumplimiento que
culmine en la adopción de medidas coactivas. Una distinción tradicional clasifica a las
sentencias, según sus efectos, en declarativas, constitutivas y de condena (Devis, 2002, pp.
160 y ss.):
a) Las declarativas no requieren un cumplimiento, porque la declaración en ellas
contenidas se basta a sí misma (p. ej. la sentencia que reconoce la validez de una cláusula
testamentaria; la sentencia que declara la nulidad absoluta de un contrato);
b) Las sentencias constitutivas tampoco requieren de un cumplimiento propiamente tal,
sino la colaboración de agentes de la Administración u otros servicios públicos, dado que
se ejecutan con las anotaciones o inscripciones en determinados registros (p. ej. el
Servicio de Registro Civil, para la sentencia que declare la nulidad de un matrimonio o la
que declare el divorcio vincular); y,
c) Las sentencias condenatorias, que sí requieren el cumplimento forzado cuando quien
resulte obligado por ellas no haya cumplido voluntariamente con la prestación impuesta
(Figueroa y Morgado, 2013a, p. 48).
Alguna doctrina ha criticado esta triple clasificación de las sentencias que considera la
presencia o ausencia en ellas de una declaración, argumentando que en toda sentencia el
tribunal realiza una declaración, la que “puede ser merodeclarativa o constitutiva” o bien
“puede generar una prestación”. Por lo mismo y asumiendo que siempre contienen una
declaración, la distinción debería simplemente clasificar las sentencias en las que añaden
una constitución o una prestación. Incluso más: desde la perspectiva de la posible
actividad ejecutiva que las sentencias requieran, debería solo distinguirse entre las
sentencias que imponen una prestación y las que no (Nieva, 2009, pp. 43 y 44). Pero, a
pesar de que esta crítica es plausible, en nuestro sistema el cumplimiento de las
sentencias depende del mandato contenido en ellas, de modo que si la parte condenada
no ejecuta voluntariamente la prestación impuesta es necesario acudir a procedimientos
compulsivos.
En ese caso será necesario que, a petición de la parte que obtuvo en el juicio, se inicie el
procedimiento destinado a obtener la ejecución de la sentencia, regulado en el Título XIX
del Libro I del CPC (se denomina en la práctica “Cumplimiento incidental de la sentencia”)
ante el mismo tribunal que conoció el asunto en primera o única instancia (según la Regla
de Ejecución, del art. 113 inc. 1º del COT), o bien que se proceda ejecutivamente contra el
deudor conforme a las reglas del Juicio Ejecutivo (Títulos I y II del Libro III del CPC). Ello es
sin perjuicio de la existencia de procedimientos especiales de cumplimiento de las
sentencias según la materia de que se trate (p. ej. en el ámbito laboral las reglas del pf. 4º
del Título I del Libro V del CdT “Del cumplimiento de la sentencia y de la ejecución de los
títulos ejecutivos laborales”).
Las sentencias emanadas de los juzgados con competencia penal, cuando imponen penas
privativas de libertad en modalidad de cumplimiento efectivo o en la modalidad de penas
sustitutivas reguladas por la Ley Nº 18.216 (p. ej. remisión condicional, reclusión parcial,
libertad vigilada, libertad vigilada intensiva), son ejecutadas directamente por
Gendarmería de Chile, servicio a cargo de la administración penitenciaria que depende del
Ministerio de Justicia y Derechos Humanos. Sin embargo corresponde a los Juzgados de
Garantía la competencia genérica de hacer cumplir las penas y medidas de seguridad
impuestas por sentencia definitiva ejecutoriada y resolver las cuestiones que se relacionen
con dicho cumplimiento, por aplicación de la regla general de competencia contenida en
el art. 113 inc. 2º del COT (Regla de Ejecución) y por la atribución competencial del art. 14
inc. 2º letra f) del COT (“Corresponderá a los jueces de garantía: f) Hacer ejecutar las
condenas criminales y las medidas de seguridad, y resolver las solicitudes y reclamos
relativos a dicha ejecución, de conformidad a la ley procesal penal”).

6. Los límites a la jurisdicción


Se trata de fenómenos con relevancia jurídica propios o ajenos a la jurisdicción que
impiden que ella se desarrolle sin contención, ubicándola dentro de un cauce que sirve
para demarcarla y contener su fuerza expansiva (Figueroa y Morgado, 2013a, p. 40).
Siguiendo una perspectiva tradicional, agrupamos los límites en externos e internos,
atendiendo al origen de cada uno.
6.1. Límites externos
Son ajenos a la jurisdicción y deslindan su ejercicio impidiendo que esta se desborde.
Dentro de los límites externos se distinguen límites internacionales y límites
constitucionales.
6.1.1. La jurisdicción de otros Estados o límites externos internacionales
El ejercicio de la jurisdicción, como manifestación de la soberanía, está sujeto a los límites
espaciales del Estado respectivo, por lo que se aplica solo al juzgamiento de las conductas
ejecutadas dentro del territorio de un Estado. Las que se ejecutan fuera quedan sujetas a
la jurisdicción del Estado donde ocurren, quedando vedado a los demás, por respeto al
principio de no injerencia, el ejercicio de este poder soberano en un territorio extranjero.
En este sentido la jurisdicción de los demás Estados es un límite externo a la jurisdicción
chilena.
Sin perjuicio de lo anterior, en las últimas décadas han surgido algunos fenómenos que de
a poco debilitan los límites espaciales para el ejercicio de la jurisdicción. Entre los más
relevantes contamos:
1) La cooperación judicial internacional. Se materializa en acuerdos internacionales, bi o
multilaterales, celebrados entre los Estados para aplicar jurisdicción fuera de sus límites
territoriales a determinadas conductas que los mismos instrumentos determinan (p. ej.
acuerdos internacionales para la práctica de diligencias probatorias, para la ejecución de
medidas cautelares, para la ejecución de órdenes de detención, para el cumplimiento de
sentencias civiles y penales, etc.).
2) La llamada jurisdicción universal. Si bien existe un orden normativo para cada Estado,
en los últimos años se ha avanzado hacia la construcción de un orden jurídico mundial
para el juzgamiento de conductas delictuosas que incumben a un número considerable de
Estados, con independencia del lugar donde se hayan cometido. Este fenómeno se ha
observado, principalmente, en el ámbito de los crímenes de lesa humanidad, genocidio,
crímenes de guerra, crimen de agresión, desaparición forzada, piratería, esclavitud,
tortura, apartheid y terrorismo (Larroucau, 2020, p. 42) y ha pretendido erigirse como una
respuesta más eficiente a las violaciones al Derecho Internacional de los Derechos
Humanos y al Derecho Internacional Humanitario (p. ej. constituyen antecedentes los
Juicios de Nuremberg, el Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia y el Tribunal
Penal Internacional para la República de Ruanda).
En actualidad la Corte Penal Internacional es el tribunal internacional permanente al que
corresponde el juzgamiento de los crímenes más graves de trascendencia internacional,
como los crímenes de lesa humanidad, de genocidio, de guerra y de agresión. El Estatuto
de Roma (1988), que instituye la Corte y regula su competencia y funcionamiento, ha sido
ratificado por más de 120 países incluyendo Chile. En nuestro país el reconocimiento de la
jurisdicción de la Corte derivó de la reforma constitucional de la Ley Nº 20.352 (2009) que
introdujo a la CPR la disposición transitoria 24ª, norma que autorizó expresamente al
Estado de Chile para aceptar la jurisdicción de la Corte en los términos que regula su
estatuto, disponiendo que la misma “sólo se podrá ejercer respecto de los crímenes de su
competencia cuyo principio de ejecución sea posterior a la entrada en vigor en Chile del
Estatuto de Roma”.
3) Los tribunales internacionales. Los sistemas de protección internacional de los derechos
humanos reconocen la existencia de órganos jurisdiccionales a que se someten los Estados
parte de los pactos que los configuran, asumiendo la obligación de hacer cumplir lo
resuelto. La relevancia de estos tribunales es que permiten hacer efectiva la
responsabilidad internacional de los Estados por la violación de los derechos humanos
garantizados por los tratados. En nuestro ámbito regional es importante la presencia de la
Corte Interamericana de Derechos Humanos, que junto con la Comisión Interamericana
conforman el sistema interamericano de protección de los derechos humanos, regulado
por la Convención Americana de Derechos Humanos (San José de Costa Rica, 1969)
(Larroucau, 2020, pp. 44 y ss.). En el ámbito europeo, tiene importante presencia el
Tribunal Europeo de Derechos Humanos, tribunal supranacional garante de los derechos
que reconoce el Convenio Europeo de Derechos Humanos (Convenio de Roma, 1950) que
tiene jurisdicción sobre los Estados que conforman el Consejo de Europa (Montero et al.,
2014, p. 71).
Son varios los casos en que la CorteIDH ha condenado a nuestro país por su
responsabilidad en la violación de los derechos humanos garantizados por la CADH,
estableciendo para el Estado la obligación de adoptar medidas cuyo cumplimiento debe
informar periódicamente a la Corte. Destacamos algunos:
• Caso La Última Tentación de Cristo (Olmedo Bustos y otros) vs. Chile (sentencia de
2001), que declaró la responsabilidad del Estado por la violación al derecho a la libertad
de pensamiento y de expresión (art. 13 de la CADH).
• Caso Palamara Iribarne vs. Chile (sentencia de 2005), que declaró la responsabilidad
del Estado por la violación al derecho a la libertad de pensamiento y de expresión (art. 13
CADH), el derecho a las garantías judiciales (art. 8 de la CADH), derecho a la protección
judicial (art. 25 de la CADH) y derecho a la libertad personal (art. 7 de la CADH), entre
otros.
• Caso Almonacid Arellano vs. Chile (sentencia de 2006), que declaró la responsabilidad
del Estado por la violación al derecho a las garantías judiciales (art. 8 de la CADH) y el
derecho a la protección judicial (art. 25 de la CADH), además de declarar la
incompatibilidad de la Ley de Amnistía (DL Nº 2.191) con las normas de la Convención.
• Caso Atala Riffo y Niñas vs. Chile (sentencia de 2012), que declaró la responsabilidad
del Estado por la violación al derecho a la igualdad y no discriminación (art. 24 de la
CADH), el derecho a la vida privada (art. 11 de la CADH) y el derecho a ser oído por un
tribunal imparcial (art. 8 de la CADH).
• Caso Norín Catrimán y otros (Dirigentes, miembros y activista del Pueblo Indígena
Mapuche) vs. Chile (sentencia de 2014), que declaró la responsabilidad del Estado por la
violación al derecho a la libertad de pensamiento y de expresión (art. 13 CADH), a los
derechos políticos (art. 23 de la CADH) y al derecho a la protección a la familia (art. 17 de
la CADH).
• Caso Pavez Pavez vs. Chile (sentencia de 2022), que declaró la responsabilidad del
Estado por la violación al derecho a la igualdad y no discriminación (art. 24 de la CADH), el
derecho a la libertad personal (art. 7 de la CADH), el derecho a la vida privada (art. 11 de
la CADH), el derecho al trabajo (art. 26 de la CADH) y el derecho a las garantías judiciales y
a la protección judicial (arts. 8 y 25 de la CADH).
6.1.2. Las atribuciones de los demás poderes del Estado o límites externos
constitucionales
En virtud del principio de inavocabilidad en su dimensión externa —consagrado en el art.
76 inc. 1º de la CPR y que se estudiará en el capítulo siguiente— ningún otro poder del
Estado puede entrometerse en la función jurisdiccional (“Ni el Presidente de la República
ni el Congreso pueden, en caso alguno, ejercer funciones judiciales, avocarse causas
pendientes, revisar los fundamentos o contenido de sus resoluciones o hacer revivir
procesos fenecidos”), principio que a su turno es una garantía para la independencia
judicial. Se puede sostener también que este principio opera en un sentido inverso, al
tenor del art. 4º del COT (“Es prohibido al Poder Judicial mezclarse en las atribuciones de
otros poderes públicos y en general ejercer otras funciones que las determinadas en los
artículos precedentes”), norma que ha de interpretarse a luz del art. 7º de la CPR: por una
parte, los jueces, como agentes públicos de la jurisdicción, actúan válidamente solo si lo
hacen regularmente investidos, dentro de sus competencias y en la forma prescrita por la
ley, y por otra, los tribunales de justicia no pueden asumir funciones asignadas a otros
poderes y órganos del Estado (“Ninguna magistratura, ninguna persona ni grupo de
personas pueden atribuirse, ni aun a pretexto de circunstancias extraordinarias, otra
autoridad o derechos que los que expresamente se les hayan conferido en virtud de la
Constitución o las leyes”). En consecuencia, las atribuciones (competencias) asignadas por
la ley a otros órganos del Estado actúan como un límite para el ejercicio de la jurisdicción
por los tribunales de justicia.
Ello no quiere significar que en ejercicio de la jurisdicción los tribunales no puedan
controlar las actuaciones de otros poderes públicos. Por el contrario, en la actualidad es
indudable que la jurisdicción controla la legalidad de los actos de la Administración (p. ej.
las Cortes de Apelaciones y la Corte Suprema por medio de los recursos de amparo y de
protección; los Juzgados de Letras y las Cortes conocen asuntos de naturaleza contenciosa
administrativa) o de otros agentes públicos (p. ej. la Corte Suprema conoce de la
reclamación por la infracción de las reglas de procedimiento aplicables a la Convención
Constitucional, según el art. 136 de la CPR). Tales casos se han identificado como una
derogación tácita del art. 4º del COT (Figueroa y Morgado, 2013a, p. 42), pero nos parece
que se trata más bien de situaciones en que los órganos jurisdiccionales referidos actúan
mandatados por la ley dentro del ámbito de su competencia.
6.2. Límites internos
Son cauces para que la jurisdicción se ejercite considerando el territorio jurisdiccional de
cada tribunal, las materias en las que ella recae, la calidad de las partes que intervienen y
los grados jurisdiccionales en que ella se despliega. Desde esta perspectiva el límite
interno más relevante para la jurisdicción es la competencia, dado que esta especifica que
aquella sea actuada de una determinada manera.
Como una primera aproximación, dado que se estudiará más adelante, la competencia
puede definirse como la facultad que cada juez tiene para ejercer la jurisdicción en ciertos
asuntos, dentro de un territorio y en un determinado grado jurisdiccional, según las reglas
que establece la ley. Y aunque se han planteado diversas formas de explicar la relación
entre jurisdicción y competencia (p. ej. considerando a la jurisdicción como un todo y la
competencia como la parte o fracción de la jurisdicción, o considerando a la jurisdicción
como el género y a la competencia la especie) hay que precisar una idea básica: todo
tribunal ejerce jurisdicción por el hecho de haber sido creado como tal por la ley, pero no
todo tribunal es igualmente competente para conocer de un determinado asunto (Oberg y
Manso, 2011, p. 36). Entonces es perfectamente posible concebir la figura de un tribunal
que carezca de competencia (tribunal incompetente) pero no la del que carezca de
jurisdicción (Devis, 2002, p. 142).
En nuestra opinión la competencia es una concreción de la jurisdicción en cada caso
particular, según se consideren diversos factores regulados por la ley, como la materia a
que se refiere la pretensión (p. ej. competencia en asuntos civiles, penales, de familia,
tributarios, del trabajo, etc.), el territorio en el que se ejercita a jurisdicción (p ej. territorio
jurisdiccional de un determinado Juzgado de Letras o de una determinada Corte de
Apelaciones), la calidad de las partes (competencia de los tribunales según las partes del
litigio gocen o no de fuero) y el grado jurisdiccional en que ha de resolverse (conocimiento
en única, primera o segunda instancia). Este reparto de la función jurisdiccional es, en
otras palabras, “la singularización o especificación de la jurisdicción al caso concreto”
(Colombo, 1991, p. 52).
En ese sentido la competencia orgánica actúa como un límite interno de la jurisdicción,
porque provoca que esta se encauce. Pero además la competencia específica, es decir, la
que le otorgan las partes al tribunal al activar la jurisdicción definiendo el objeto del
proceso, permite al tribunal resolver el asunto actuando singularmente la jurisdicción.
Esta competencia “comprende lo invocado y alegado por las partes en las oportunidades y
en los actos procesales que señalen al afecto las normas de procedimiento” (Colombo,
2004, p. 247). Un viejo brocardo expresa iudex iudicare debet iusta allegata et probata
partium, es decir, que los jueces deben resolver conforme a lo alegado y probado en juicio
por las partes, de modo que no les es permitido extender su decisión a puntos no
sometidos por ellas a su conocimiento, a menos que la ley les faculte para actuar de oficio.
De ahí que el CPC, en su art. 160, disponga que las sentencias deben dictarse “conforme al
mérito del proceso, y no podrán extenderse a puntos que no hayan sido expresamente
sometidos a juicio por las partes, salvo en cuanto las leyes manden o permitan a los
tribunales proceder de oficio”. Si el juez excede estos límites competenciales la sentencia
podría ser invalidada por adolecer del vicio de ultra o extra petita, por medio de un
recurso de casación en la forma (art. 768 Nº 4 del CPC). Algo similar ocurre en el proceso
penal si la sentencia condenatoria excede los límites de la acusación (art. 341 del CPP), en
cuyo caso podría ser anulada por medio del recurso de nulidad (art. 374 letra f) del CPP).
6.3. Límite temporal
Si bien los jueces permanecen en su cargo mientras observen un buen comportamiento
(art. 80 inc. 1º de la CPR), se reconoce como un límite temporal al ejercicio de la
jurisdicción la fijación por la ley de una edad límite (75 años) para que los mismos
desempeñen sus cargos, debiendo, a su cumplimiento, cesar en sus funciones (art. 80 de
la CPR).
Hay otros casos en que la propia temporalidad del cargo determina la cesación de las
funciones por los jueces. Tal es la situación de los jueces árbitros, que deben cumplir su
cometido normalmente en el plazo de dos años contados desde la aceptación del encargo
(art. 235 inc. 3º del COT).
El cese de funciones por los jueces provoca, indudablemente, que pierdan la facultad de
ejercer jurisdicción.

7. Los equivalentes jurisdiccionales


7.1. Definición y naturaleza
Si bien la respuesta judicial ante la litis es por regla general una sentencia, es decir, una
resolución del tribunal dictada en un proceso jurisdiccional que se pronuncia sobre el
fondo del asunto (las pretensiones), existen otras vías de composición del litigio a las que
las leyes asignan los mismos efectos que una sentencia pasada en autoridad de cosa
juzgada.
De la observación que en Italia efectuó Carnelutti a comienzos del siglo XX sobre la
transacción y la sentencia extranjera, concluyó que ambas figuras constituyen actos que
sirven para la misma finalidad que la jurisdicción, pero no implican el ejercicio de la
misma, desde que la primera es el fruto de dos intereses privados, el de los contratantes,
y la segunda nace de un interés externo que se funda en otro ordenamiento jurídico. Estos
actos, que bajo determinadas condiciones se les reconoce “idoneidad para alcanzar la
misma finalidad a que tiende la jurisdicción”, son en su concepto los equivalentes
jurisdiccionales (Carnelutti, 1944, p. 183).
Los actos que en nuestro ordenamiento el día de hoy pueden identificarse como
equivalentes jurisdicciones son de diversa naturaleza, por lo que no es posible describir
una naturaleza jurídica compartida (Hoyos, 2001, pp. 83 y 84), aunque tienen en común
que, en determinadas circunstancias, la ley les reconoce el mismo efecto que una
sentencia pasada en autoridad de cosa juzgada o una consecuencia similar. Por esto se ha
entendido por la doctrina nacional que son los “medios arbitrados por la ley, que sin ser
propiamente ejercicio de jurisdicción, producen el efecto de la cosa juzgada” (Figueroa y
Morgado, 2013a, p. 49).
7.2. Clasificación
Estos actos admiten ser clasificados atendiendo a distintos criterios que se pueden
observar de lo que a continuación se explicará:
1) Según la sede en que se perfeccionan, esto es, si se arriba a ellos dentro o fuera del
proceso, pueden catalogarse en procesales (p. ej. la conciliación, el sobreseimiento
definitivo) y extraprocesales (p. ej. la transacción).
2) Atendida la voluntariedad de los involucrados para promoverlos o arribar a ellos, se
clasifican en voluntarios (la mayoría) y forzosos (p. ej. algunas conciliaciones
administrativas).
3) Según el momento en que se desarrollan frente al proceso, se clasifican en pre
procesales (p. ej. conciliación administrativa previa a la demanda en procedimiento
monitorio) y estrictamente procesales (p. ej. conciliación, avenimiento, sobreseimiento
definitivo).
7.3. Los equivalentes en particular
7.3.1. Equivalentes en sede extraprocesal
Son los que se producen fuera del desarrollo de un proceso jurisdiccional, aunque tengan
indudables efectos asimilables a los de una sentencia pasada en autoridad de cosa
juzgada. Nos referiremos a la transacción y a la sentencia extranjera.
7.3.1.1. La transacción
Se encuentra regulada en el Título XL del Libro IV del CC (“De la transacción”). Tratando las
formas autocompositivas de solución del conflicto, hemos analizado en el Capítulo I que, a
la definición legal de transacción contenida en el art. 2446 del CC, la doctrina y la
jurisprudencia agregan, como elemento consustancial, que las partes contratantes se
otorguen concesiones recíprocas. Este es un requisito esencial de este contrato por cuyo
defecto el acto muta en una simple renuncia (Colombo, 1991, p. 15) y no vale como
transacción.
Desde el punto de vista civil la transacción es un contrato consensual, pues la ley no exige
solemnidad alguna (salvo los casos en que está sujeta a algunas formalidades
dependiendo del objeto sobre el que este contrato recae, como se vio en su oportunidad).
Al tratarse de un contrato requiere del acuerdo de voluntades de dos o más personas para
crear derechos y obligaciones, debiendo estarse a los requisitos generales de todo
contrato y los que regula específicamente el CC. Entre estos se encuentran algunas reglas
que interesa destacar:
a) La regulación de la capacidad para transigir (arts. 2447 y 2448 del CC);
b) La existencia de prohibiciones para transigir sobre determinados objetos (art. 2450 del
CC prohíbe la transacción sobre el estado civil de las personas);
c) La nulidad de la transacción si el tiempo de celebrarse hubiere ya concluido el litigio
por sentencia pasada en autoridad de cosa juzgada (art. 2455 del CC);
d) La exigencia de requisitos adicionales para que valga (art. 2451 del CC, la transacción
sobre alimentos futuros vale, pero requiere de aprobación judicial); y,
e) La relatividad de la transacción en cuanto alcanza solo a lo transigido y a las partes
contratantes y no a terceros (arts. 2461 y 2462 del CC).
Estos y otros aspectos regulados por el CC (p. ej. otros casos en que la transacción es
nula), no solo tienen relevancia en el ámbito contractual sino también en composición del
litigio actual o un conflicto jurídico futuro (Figueroa y Morgado, 2013a, pp. 53 y 54).
Pero también se ha entendido que la transacción es un contrato procesal (Colombo, 1991,
p. 16), no porque se celebre dentro de un proceso, sino por las consecuencias que
produce en él. No debe pensarse que siempre la transacción supone la existencia de un
proceso jurisdiccional pendiente, dado que, al tenor del art. 2446 del CC este contrato
podría poner fin extrajudicialmente a un “litigio” o evitar un litigio futuro. En este último
caso, lo que las partes hacen es acordar una composición para un futuro y eventual
conflicto jurídico material evitando el conflicto procesal (Pereira, 1996, p. 105).
En lo que aquí nos concierne, la consecuencia más relevante desde un punto de vista
procesal es que la ley reconoce expresamente que la transacción “produce el efecto de
cosa juzgada en última instancia” (art. 2460 del CC), por lo que sin duda constituye un
equivalente jurisdiccional en sede extraprocesal. Este efecto se manifiesta poderosamente
en la vertiente de impedir el doble juzgamiento, es decir, el de la cosa juzgada como
excepción, ya que distintas disposiciones del CPC reconocen a la transacción como una
excepción con aptitud para enervar la acción ordinaria o ejecutiva deducida por el
demandante (arts. 304, 310, 464 Nºs 16 y 18). Carece por sí sola de la virtualidad para
servir de título con el que exigir el cumplimiento de las prestaciones acordadas, es decir,
como acción de cosa juzgada, a menos que el contrato se otorgue por escritura pública —
las normas que regulan el contrato de transacción no exige esta solemnidad— en cuyo
caso la copia autorizada de este instrumento es la que goza de mérito ejecutivo (art. 434
Nº 1 del CPC).
7.3.1.2. La sentencia extranjera
Si bien, por el principio de soberanía, las sentencias dictadas en el extranjero no se
podrían cumplir sino dentro de los límites del Estado que las emitió, es indiscutible que la
inserción de los países en la comunidad internacional hace necesaria que se reconozca el
valor de los actos de jurisdicción emanados de otros Estados, pues las relaciones jurídicas
entre personas (naturales o jurídicas) y Estados no están limitadas por las fronteras de
cada país. Y así podría ocurrir, por ejemplo, que sea necesario cumplir en Chile la
sentencia de un tribunal extranjero que ordena la restitución, en favor del demandante,
de un inmueble que se encuentra en territorio nacional; o bien que sea necesario cumplir
en otro país la sentencia de un Juzgado de Familia chileno que ordena el pago, en favor
del alimentario, de una pensión de alimentos.
Nuestro sistema admite la ejecución de las sentencias extranjeras en Chile, cuando se
cumplen determinados requisitos y aquel se sujeta a un procedimiento previsto por la ley,
el que de manera general se halla regulado en el pf. 2 del Título XIX del Libro I del CPC.
Según estas normas es necesario que se observe la aplicación de alguno de los criterios
contemplados en los arts. 242 y ss. del CPC que, en orden de preferencia, consisten en:
1º Corroborar si existen acuerdos relativos a la aplicación de sentencias extranjeras entre
el país que busca aplicar la sentencia y el que la dicta.
2º Si no existen acuerdos se aplican los principios de reciprocidad internacional, es decir,
se proporciona a la sentencia extranjera el trato que el país extranjero dé al cumplimiento
de las sentencias dictadas en Chile (arts. 243 y 244 del CPC).
3º En defecto de los dos criterios anteriores, se acude a las reglas de regularidad
internacional, es decir se revisa que las sentencias no contengan nada contrario a las leyes
de la República, que no se opongan a la jurisdicción nacional, que la parte contra quien se
pide su cumplimiento haya sido debidamente emplazada y que aquellas se encuentren
ejecutoriadas conforme a las leyes del país de origen (art. 245 del CPC).
La verificación de alguno de los criterios indicados en la ley no es automática, pues
requiere de la autorización que otorga la Corte Suprema para el cumplimiento de
sentencias extranjeras en Chile, trámite que se denomina Exequatur. Este procedimiento
es un “conjunto de reglas conforme a las cuales el ordenamiento jurídico de un Estado
verifica si el acto jurídico procesal (sentencia) emanado de una potencia extranjera reúne
o no los presupuestos que legitiman su homologación en otro Estado” (Hoyos, 2001, p.
85). Por lo mismo al exequatur, antiguamente llamado pase regio, también se le denomina
reconocimiento, deliberación u homologación (Pereira, 1996, p. 112).
El exequatur no es la ejecución misma de la sentencia extranjera, sino el procedimiento
previo que concluye, en su caso, con una sentencia de la Corte Suprema que reconoce a la
sentencia extranjera como tal para que produzca plenos efectos en el ordenamiento
interno (Pereira, 1996, p. 112), disponiendo su cumplimiento. De ahí que el art. 251 del
CPC exprese: “Mandada a cumplir una resolución pronunciada en país extranjero…”
(cursivas nuestras).
Corresponde también aplicar el exequatur a sentencias emanadas de tribunales arbitrales,
debiendo en este caso hacerse constar “su autenticidad y eficacia por el visto-bueno u
otro signo de aprobación emanado de un tribunal superior ordinario del país donde se
haya dictado el fallo” (art. 246), siempre que, también, se cumplan los requisitos de los
artículos 242 a 245 del CPC o los que los acuerdos internacionales o las leyes especiales
internas establezcan (p. ej. los arts. 35 y 36 de la Ley Nº 19.971 de 2004 sobre Arbitraje
Comercial Internacional, que regulan el reconocimiento y ejecución de los laudos
arbitrales provenientes del extranjero y los motivos para denegarlos).
La Corte Suprema ha declarado que el examen que efectúa en el procedimiento de
exequatur solo es de regularidad de la sentencia y del procedimiento en que tuvo su
origen, pero no de los fundamentos de la decisión. Así, por ejemplo, razonó el máximo
tribunal en la SCS, Rol Corte Nº 41.841-2017, de 26 de julio de 2018, sobre cumplimiento
en Chile del laudo arbitral dictado por la Corte Internacional Comercial de Arbitraje anexa
a la Cámara de Comercio e Industria de Ucrania:
“Que, primeramente, estima esta Corte necesario consignar que este tipo de gestiones
tienen por objeto revisar las exigencias legales y, sin entrar a estudiar en detalle el fondo
de la cuestión controvertida en el juicio respectivo, otorgar autorización o
pronunciamiento favorable a la sentencia extranjera que resuelve el conflicto con la
finalidad de otorgarle la fuerza ejecutiva de la que carece y reconocerle los mismos
efectos que los fallos expedidos por jueces nacionales, lo que permitirá se la pueda
cumplir mediante el procedimiento y ante el tribunal competente”. (Cons. 1º)
“Que como corolario de lo que se viene diciendo, las normas legales que regulan la
ejecución de un fallo arbitral dictado en el territorio de un Estado extranjero y cuyo
cumplimiento se solicita en otro Estado distinto de aquel, como es Chile, son las
contenidas en los artículos 35 y 36 de la Ley Nº 19.971, sobre Arbitraje Comercial
Internacional que rigen el reconocimiento y ejecución de los laudos arbitrales dictados en
el extranjero; normas especiales que priman respecto de las generales y cuyos preceptos
por lo demás son similares a los establecidos en las disposiciones de la Convención de
Nueva York y en la que la primera, por lo demás, se inspiró para su dictación (…)” (Cons.
3º)
“Que ha quedado en evidencia que tratándose de la ejecución de un laudo arbitral,
conforme al tenor de la Ley 19.971, cualquiera sea el país en que este se haya dictado es
reconocido como vinculante en Chile si cumple con los presupuestos que contemplan los
artículos 35 y 36 de esa normativa, los que por lo demás y como se dijo, constituyen una
repetición de lo pertinente del Convenio de Nueva York y que en armonía con ello vienen
a constituir una reglamentación interna más flexible. Un estatuto así concebido, como lo
señalan los autores, condice con las exigencias del trafico comercial internacional y la
necesidad de una solución alternativa de las contiendas de este tipo, en que la aludida ley
vino a mejorar, flexibilizar y modernizar aquella legislación contenida en nuestra
codificación de antiguo, con el objeto de ponerla al día en relación a las exigencias que en
la actualidad presenta dicha disciplina” (Cons. 9º).
Dado que el exequatur produce los efectos de homologar las sentencias extranjeras a las
dictadas en Chile, lo que corrobora el art. 245 del CPC (“En los casos en que no pueda
aplicarse ninguno de los tres artículos precedentes, las resoluciones de tribunales
extranjero tendrán en Chile la misma fuerza que se hubieran dictado por tribunales
chilenos…”, cursivas nuestras) y que, otorgado el exequatur para la ejecución de la
sentencia extranjera, se aplican las reglas generales de los arts. 113 y 114 del COT (art.
251 del CPC: “Mandada a cumplir una resolución pronunciada en país extranjero, se
pedirá su ejecución a tribunal a quien habría correspondido conocer del negocio en
primera o única instancia, si el juicio se hubiera promovido en Chile”, cursivas nuestras),
parece adecuado sostener que las sentencias extranjeras a las que se ha otorgado
exequatur no son propiamente equivalentes jurisdiccionales, sino más bien sentencias
reconocidas en Chile, es decir manifestaciones del “ejercicio de jurisdicción que la
normativa nacional reconoce como tal” (Figueroa y Morgado, 2013a, p. 49), aunque parte
de la doctrina nacional las consideren como equivalentes reconocidos por un acto del
Estado (exequatur).
La ejecución en Chile de sentencias penales extranjeras se sujeta a lo que dispongan “los
tratados internacionales ratificados por Chile y que se encuentren vigentes” (art. 13 inc.
final del CPP). Sin perjuicio de otros acuerdos bi o multilaterales de que Chile sea parte, en
esta materia destaca la Convención Interamericana para el Cumplimiento de Condenas
Penales en el Extranjero adoptada en 1993 por la Organización de los Estados Americanos
y promulgada en Chile en 1999. Este acuerdo establece dos principios fundamentales en la
materia: a) una persona condenada por un Estado del que no es nacional puede cumplir la
condena en el Estado del que sí lo es, y b) los Estados parte se comprometen a otorgarse
la más amplia cooperación internacional para la trasferencia de personas condenadas. En
este instrumento se reglan también algunas condiciones de regularidad para el
cumplimiento en el Estado receptor de una sentencia dictada por el Estado sentenciador,
entre las que destacan que la sentencia condenatoria se encuentre firme, que la persona
condenada haya prestado su consentimiento al traslado, que la condena a cumplir no sea
la pena de muerte y que la aplicación de la sentencia no contravenga el ordenamiento
jurídico del Estado donde se cumplirá.
7.3.2. Los equivalentes en sede procesal
Son aquellos que se producen dentro del proceso y que, dados los efectos que la ley les
asigna, una vez que se concretan hacen innecesaria la dictación de sentencia definitiva.
Revisaremos la conciliación judicial, el avenimiento y el sobreseimiento definitivo.
7.3.2.1. La conciliación
Es un acuerdo de voluntades al que arriban las partes a propuesta del juez y que produce
los mismos efectos que una sentencia definitiva. En consecuencia, pone fin a la litis,
concluye el proceso jurisdiccional y hace innecesaria la dictación de una sentencia
definitiva. Vimos en el Capítulo I que como mecanismo autocompositivo la conciliación
supone la comparecencia de las partes ante el juez, por lo que a diferencia de la
transacción, ella es siempre judicial.
Lo que se ha descrito es la conciliación judicial, que en nuestro sistema procesal civil está
regulada en el Título II del Libro II del CPC, en sus arts. 262 y ss., por lo que se la trata
entre las normas que disciplinan el juicio ordinario de mayor cuantía. Estas reglas se
aplican supletoriamente en todas las gestiones y trámites, de cualquier naturaleza, que no
estén sometidas a una regulación diversa (art. 3º del CPC).
Con la reforma que se introdujo al CPC en 1994 (Ley Nº 19.334) el legislador elevó el
llamado a las partes a conciliación, cuando sea legalmente procedente, a la categoría de
un trámite esencial en única o primera instancia (art. 795 Nº 2) una vez agotado el período
de discusión, de modo que si el juez omite este trámite podría anularse la sentencia por
vía de un recurso de casación en la forma (art. 798 Nº 9 del CPC).
Si las partes que han asistido al comparendo de conciliación aceptan las bases de arreglo
propuestas por el juez y, en definitiva, arriban al acuerdo, debe levantarse un acta que ha
de ser suscrita por el juez, las partes y el secretario del tribunal, y “se estimará como
sentencia ejecutoriada para todos los efectos legales” (art. 267 del CPC). Con ello el
legislador reconoce expresamente al acta que contiene la conciliación el carácter de
equivalente jurisdiccional.
Con esa asimilación legal a una sentencia ejecutoriada, la conciliación no solo evita un
nuevo juzgamiento (excepción de cosa juzgada) sino que permite a las partes demandar la
ejecución de las prestaciones convenidas (cosa juzgada como acción), por aplicación al
caso del art. 434 Nº 1 del CPC.
La reforma introducida por la Ley Nº 21.394 (2021) ha pretendido resaltar la relevancia de
los métodos autocompositivos con la incorporación en el CPC del art. 3º bis: “Es deber de
los abogados, de los funcionarios de la administración de justicia y de los jueces, promover
el empleo de métodos autocompositivos de resolución de conflictos, como la conciliación,
la mediación, entre otros. Estos métodos no podrán restringir, sustituir o impedir la
garantía de tutela jurisdiccional”. Es probable, sin embargo, que esta modificación, en la
que se detectan fines que apuntan a la promoción de soluciones participativas
(componendas) y a la mejoría de la gestión de los tribunales, se enfrente a una tradición
jurídica de tipo “proceso-céntrica” por la que la disciplina del Derecho Procesal “se
concentra en el proceso y su regulación, dejando casi completamente de lado el estudio
de otros mecanismos de resolución de controversias” (Vargas y Fuentes, 2018, p. 108) y a
una cultura forense poco proclive a promover vías de autocomposición.
La conciliación judicial no solo está presente en el CPC, cuyas reglas se aplican
supletoriamente, sino además en procedimientos especiales, como los que regulan la LJF
(art. 61 Nº 5), el Código del Trabajo (art. 435 Nº 2), la Ley de Arrendamiento de Predios
Urbanos Nº 18.101 (art. 8 Nº 4), entre otros. En el proceso penal, si se ha deducido
demanda civil, el juez de garantía debe llamar al querellante e imputado a conciliación en
la audiencia de preparación de juicio oral (art. 273 del CPP); y en el procedimiento por
delitos de acción penal privada, el juez debe llamar al querellante y al querellado a una
conciliación al inicio de la audiencia de juicio (art. 404 del CPP).
La ley también reconoce la figura de la conciliación administrativa, figura en la que el
tercero que facilita y propone las bases del arreglo no es un juez sino un funcionario de un
órgano de la Administración. La conciliación administrativa es un equivalente
jurisdiccional en sede extraprocesal, pero comparte la misma estructura de la conciliación
judicial. Un caso paradigmático de conciliación administrativa es el llamado a conciliación
laboral ante la Inspección del Trabajo, previo a la interposición de una demanda en
procedimiento monitorio. En el ámbito de este procedimiento, es necesario que previo a
la interposición de la demanda el trabajador deduzca un reclamo ante la Inspección del
Trabajo, por lo que el llamado a conciliación que esta efectúa es pre procesal y obligatorio
(art. 497 del CdT). Si no se produce la conciliación entre el trabajador y el empleador, la
ley autoriza al primero a interponer la demanda en procedimiento monitorio (art. 499 del
CdT).
7.3.2.2. El avenimiento
Es un acuerdo al que arriban voluntariamente las partes, actuando por iniciativa propia. Es
una forma autocompositiva que nace de la negociación extrajudicial e informal de las
partes que constituye una práctica frecuente en el foro, pero carece de regulación
sistemática en el ordenamiento jurídico nacional (Vargas y Fuentes, 2018, p. 21).
Explicamos en el Capítulo I que como método autocompositivo el avenimiento es un
medio extrajudicial, bilateral, no asistido y que requiere de homologación judicial. Esto
último quiere decir que para que el avenimiento valga como equivalente jurisdiccional y
pueda exigirse su cumplimiento es necesario que el acuerdo se redacte por escrito, es
decir que conste en un acta, la que además debe estar “pasada ante el tribunal
competente y autorizada por un ministro de fe o por dos testigos de actuación” (art. 434
Nº 3 del CPC). Esto lo transforma en un acto solemne, en que las solemnidades consisten
en que: a) el acto debe escriturarse, b) las partes que arriban al acuerdo deben someterlo
a la aprobación del tribunal que conoce del juicio, c) debe ser autorizada por el secretario
del tribunal u otro ministro de fe (art. 70 del CPC) o bien por dos testigos que
comparezcan en el mismo acto y lo suscriban (Figueroa y Morgado, 2013a, p. 56). El
cumplimiento de estos requisitos permite que el acta de avenimiento goce de mérito
ejecutivo, es decir, habilita para demandar su cumplimiento forzado.
El avenimiento produce los mismos efectos que la conciliación, sin embargo, se diferencia
de esta en que el juez solo se limita a aprobarlo o rechazarlo, careciendo de capacidad
propositiva en su génesis y en el contenido del acuerdo. Además, ambas figuras se
diferencian en que el llamado a conciliación es un trámite esencial del procedimiento y el
avenimiento no. A pesar de ello en algunas ocasiones el legislador utiliza el término
avenimiento como sinónimo general de acuerdo (p. ej. arts. 13 y 263 del CPC) o bien como
sinónimo de conciliación (p. ej. arts. 711 y 725 del CPC).
En algunos procedimientos especiales también se reconoce la procedencia y valor de los
avenimientos. Así ocurre en el procedimiento de familia reglado por la LJF (art. 54-2 de la
LJF, avenimiento en la etapa de recepción; art. 104, avenimientos obtenidos fuera de un
procedimiento de mediación familiar) y en el procedimiento ejecutivo laboral reglado por
el CdT (art 464 Nº 2 del CdT: “Son títulos ejecutivos laborales: (…) La transacción,
conciliación y avenimiento que cumplan con las formalidades establecidas en la ley”).
7.3.2.3. El sobreseimiento definitivo
Es un equivalente jurisdiccional propio del proceso penal —en algunos sistemas se
denomina sobreseimiento libre— que consiste en una resolución judicial que, no siendo
sentencia definitiva y fundándose en situaciones tipificadas por la ley que demuestran la
innecesaridad del juicio, produce los mismos efectos de una absolución con autoridad de
cosa juzgada.
Es un derecho del imputado solicitar al Juzgado de Garantía que decrete el sobreseimiento
definitivo en su favor (art. 93 f) del CPP) si concurre alguna de las causales que lo
autorizan (art. 250 del CPP). En virtud del principio de objetividad que guía su actuación
(art. 3º de la Ley Nº 19.640) los fiscales del MP deben pedir al Juzgado de Garantía que
decrete el sobreseimiento definitivo, total o parcial, cuando de la investigación surja la
existencia de alguna de esas causales. La resolución que lo decreta o la que lo rechaza
puede ser apelada por el interviniente que se considere afectado (art. 253 del CPP).
Para una mejor comprensión del instituto, que tiene antigua raigambre en nuestro
sistema procesal penal, y su inclusión como equivalente jurisdiccional son necesarias
algunas precisiones:
a) No se trata de una vía autocompositiva entre los intervinientes del proceso penal, dado
que no existe entre ellos una negociación de la que nazca. Es una resolución judicial del
Juzgado de Garantía que lo declara.
b) Para que el tribunal declare el sobreseimiento definitivo debe darse alguna de las
hipótesis tipificadas por la ley en el art. 250 del CPP. La lectura de estas explica que el
juicio penal, en el caso, es innecesario (p. ej. el hecho investigado no constituye delito, el
imputado está exento de responsabilidad penal, etc.).
c) La falta de antecedentes necesarios para fundar una acusación no es causal de
sobreseimiento definitivo, sino que puede originar otra respuesta del MP (eventualmente
la comunicación de la decisión de no perseverar, del art. 248 c) del CPP).
d) El equivalente jurisdiccional es el sobreseimiento definitivo y no el sobreseimiento
temporal, dado que este solo paraliza la prosecución del proceso penal en determinadas
circunstancias reguladas por la ley (arts. 10 y 252 del CPP).
e) Una vez ejecutoriada la resolución que declara el sobreseimiento definitivo se pone fin
al procedimiento penal y ella “tiene autoridad de cosa juzgada” (art. 251 del CPP), por lo
que la persona sobreseída definitivamente, al igual que quien ha sido absuelto o
condenado, está amparada por la garantía ne bis in idem, es decir, la prohibición de
persecución penal múltiple (art. 1º inc. 2º del CPP).
Alguna doctrina señala que las llamadas salidas alternativas en el proceso penal, esto es, la
suspensión condicional del procedimiento (art. 237 del CPP) y los acuerdos reparatorios
(art. 241 del CPP), son mecanismos de resolución de conflictos de carácter negocial
(Vargas y Fuentes, 2018, p. 32). Y si bien tales salidas alternativas son mecanismos de
negociación más o menos restringida que tienden, en alguna medida, a la reparación del
daño causado por el delito, no debe soslayarse que, además de requerir la aprobación
judicial que verifique el cumplimento de los requisitos de procedencia, para que
provoquen efectos liberatorios en el proceso penal es necesario que el tribunal decrete el
sobreseimiento definitivo una vez transcurrido el plazo fijado para la suspensión
condicional sin que esta haya sido revocada (art. 240 inc. final del CPP) o una vez
cumplidas las obligaciones contraídas por el imputado en el acuerdo reparatorio (art. 241
del CPP), según corresponda. En consecuencia, visto desde la perspectiva del instituto que
acá analizamos, en estos casos el equivalente jurisdiccional sigue siendo el sobreseimiento
definitivo, pero esta vez, basado en una suspensión condicional del procedimiento o en un
acuerdo reparatorio exitosos.

8. Actos judiciales no contenciosos


Para introducirnos en este punto es necesario explicar preliminarmente que, al hablar de
jurisdicción no contenciosa, voluntaria o graciosa, nos referiremos a procedimientos
judiciales promovidos por un peticionario, sin que exista una pretensión resistida y en que,
por mandato de la ley, la intervención del tribunal es necesaria para el cumplimiento de
determinados fines.
8.1. Cuestiones acerca de la nomenclatura
En diversas normas, en los fallos de los tribunales y en los manuales de Derecho procesal
se alude de distinta manera al fenómeno. En unos casos se refieren a ellos
como “actos no contenciosos” (art. 2º del COT), “acto de jurisdicción no
contenciosa” (art. 1º del CPC), “actos judiciales no contenciosos” (Libro IV y
art. 817 del CPC), “negocios no contenciosos” (arts. 824 y 826 del CPC),
“asuntos no contenciosos” (art. 827 del CPC y art. 1º Ley Nº 18.120),
“asuntos de jurisdicción voluntaria” (art. 179 del COT). El Proyecto de
Código Procesal Civil Modelo para Iberoamérica los denomina y trata como
“Procesos voluntarios” (Título VI Libro II). La doctrina nacional los trata, en
algunos casos, como “actos judiciales no contenciosos” (Pereira, 1996, pp.
142 y ss.), “jurisdicción voluntaria” (Casarino, 2007, pp. 37 y ss.; Figueroa y
Morgado, 2013a, pp. 62 y ss.) e incluso se da cuenta de la expresión
“facultades no contenciosas” (Bordalí, 2020, pp. 159 y ss.).
Frente a esta nomenclatura tan variada, considerando que todas describen esencialmente
lo mismo, es necesario hacer algunas precisiones. Según se ha anticipado, es discutible
aseverar que la jurisdicción admita clasificaciones. Soslayando esto, las expresiones
“jurisdicción voluntaria” y “jurisdicción no contenciosa”, que tradicionalmente se utilizan,
parecen de uso incorrecto porque no puede existir voluntariedad si quien solicita este tipo
de actuaciones está compelido por la ley a requerir la intervención del juez (Couture,
1958, p. 46); por lo mismo, también criticamos la denominación de “procesos
voluntarios”. Por otra parte, hay quienes afirman que resulta un contrasentido atribuir a la
jurisdicción el carácter de no contenciosa, puesto que, al menos desde cierta postura
acerca de su naturaleza, es consustancial a ella la existencia de un conflicto intersubjetivo,
una contienda que se busca resolver. En consecuencia, la forma más correcta de
denominar a este tipo de actuaciones que llevan a cabo los tribunales es la de actos
judiciales no contenciosos o procedimientos judiciales no contenciosos (Pereira, 1996, p.
142).
8.2. Definición
Si bien el art. 817 del CPC otorga lo que pareciera ser una definición (“Son actos judiciales
no contenciosos aquellos que según la ley requieren la intervención de juez y en que no se
promueve contienda alguna entre partes”), no se refiere a su naturaleza jurídica y
contiene algunos errores conceptuales. Sin embargo, se afirma que ella, de cierto modo,
permite abarcar el vasto número y distinta especie de actos judiciales no contenciosos
comprendidos en el Libro IV CPC (Hoyos, 2001, p. 61).
Se ha definido jurisdicción no contenciosa como “el procedimiento judicial seguido sin
oposición de partes y en los cuales la decisión no causa perjuicio a persona conocida”
(Figueroa y Morgado, 2013a, p. 63), definición que se cimenta a partir de la que enunció el
Digesto (Couture, 1958, p. 45). La misma noción se contenía en la que planteaba en el
siglo XIX el proyecto de CPC de José Bernardo Lira: “Son actos judiciales no contenciosos o
de jurisdicción voluntaria todos aquellos para los cuales requiera la ley la intervención del
juez y en que no se promueva cuestión alguna entre partes conocidas y determinadas”.
Con esta redacción se pretendía explicar la inclusión dentro de los actos judiciales no
contenciosos de algunas gestiones, como la Información para perpetua memoria (arts.
909 y ss. del CPC), que insinúan o promueven cuestiones que sí podrían afectar a personas
distintas del peticionario, con tal que no sean conocidas y determinadas (Lazo, 1918, pp.
848 y 849).
Como quiera que estos enunciados destacan la presencia de dos elementos definitorios en
la jurisdicción no contenciosa, a saber, que la ley requiere expresamente la intervención
del juez y que no se promueva contienda alguna entre partes (Oberg y Manso, 2011, p.
32), se explica que se concibe a la jurisdicción no contenciosa como “la facultad que, en
casos expresamente determinados, otorga la ley a los tribunales para intervenir en
asuntos en que no hay litigio, pero si [sic] necesidad de tutela, control o comprobación de
ciertos actos jurídicos” (SCS, Rol Corte Nº 5232-2019, cons. 6º).
Con abstracción de la ausencia de conflicto como elemento definitorio de la jurisdicción
no contenciosa, se la ha descrito como “aquella que se ejerce por el juez, a solicitud de
una o de varias personas, en los casos especialmente previstos por la ley, que tiene como
finalidad cooperar al nacimiento de determinadas relaciones jurídicas y que, en
consecuencia, las resoluciones que en ella recaen no reconocen derechos ni imponen
prestaciones entre partes” (Casarino, 1993, p. 62).
Para nosotros son actos judiciales no contenciosos las actuaciones emanadas de un
tribunal, provocadas a petición de un solicitante, cuando por expreso mandato de la ley
un juez deba intervenir certificando algunas situaciones u otorgando determinadas
autorizaciones, para la protección de derechos e intereses que la ley considera
socialmente relevantes.
8.3. Naturaleza jurídica
Una buena parte de la doctrina extranjera —mayoritariamente italiana— y nacional ha
afirmado que la naturaleza de estos actos no es propiamente jurisdiccional, sino que se
trata más bien de actuaciones administrativas que emanan de un tribunal para lograr una
autorización o certificar ciertos hechos. Se hallan en una zona fronteriza entre lo
jurisdiccional y lo administrativo, pero dado que la ley otorga a los jueces la competencia
para intervenir en ellos, se trataría de actividad administrativa ejercida por órganos
jurisdiccionales (Bordalí, 2020, p. 160).
Se ha sostenido también que la jurisdicción voluntaria, si bien no es propiamente
jurisdicción, tampoco puede asimilarse íntegramente a los actos de la Administración,
porque en estos ella resulta vinculada con los administrados, de suerte que de los actos
administrativos nace un vínculo entre la Administración y los particulares. En cambio, en la
sentencia que dicta el tribunal no existe una vinculación entre este y las partes; la
sentencia deja al tribunal en una posición ajena a las partes, como un extraño a la relación
impuesta. En consecuencia, la naturaleza jurídica de la jurisdicción no contenciosa sería
sui generis aunque su conocimiento sea propio de los tribunales de justicia (Casarino,
1993, p. 65).
Actualmente algunos autores defienden que la llamada jurisdicción no contenciosa sí es
de naturaleza jurisdiccional, porque afirmar lo contrario, sosteniendo que donde no hay
litis no hay jurisdicción, sería un punto de vista equivocado. En el Estado Constitucional de
Derecho la función del juez no se agota con la de aplicar la ley, sino que cumple un rol de
tutela de los derechos e intereses legítimos que se consideran socialmente relevantes. Por
ello para que se considere que existe función jurisdiccional no es siempre necesaria la
constatación de que un derecho ha sido amenazado o violado, sino que en algunos casos
el juez actúa preventivamente para la protección de un derecho, del solicitante o de un
tercero. De lo dicho se entiende que “el deber jurisdiccional de protección, ciertamente,
no puede ser resumido a un deber de tutela del derecho amenazado o violado, pues nadie
puede negar que el legislador, al establecer un procedimiento de jurisdicción voluntaria, lo
hace exactamente para garantizar la protección de un derecho socialmente relevante” (…)
“Por lo tanto, no es correcto admitir que la protección del derecho sólo pueda ocurrir
después de la solución del conflicto, cuando alguna de las partes se le haya reconocido por
el juez como amenazado o violado. Es precisamente para ello, que el juez u otro órgano o
sujeto actúa preventivamente y para dar certeza y así proteger el bien o el derecho que,
en la ausencia de la participación de la jurisdicción, quedaría entregado a la voluntad de
los particulares” (Marinoni et al., 2010, p. 139, cursivas en el texto).
La importancia de distinguir la naturaleza jurídica de los actos judiciales no contenciosos
radica en poder determinar cuál es el estatuto jurídico que se les aplica, aspecto que
nuestro sistema soluciona porque la jurisdicción no contenciosa se encuentra regulada
por la ley. Sin embargo existen zonas fronterizas en que, tratándose de asuntos altamente
similares entre los que existen solo diferencias menores, según el caso los interesados
pueden gestionar directamente ante un órgano de la Administración o deben concurrir a
un tribunal para promover una gestión no contenciosa (p. ej. en la solicitud de cambio de
nombre algunos casos deben tramitarse ante los Juzgados de Letras y otros pueden
tramitarse directamente ante el Servicio de Registro Civil, según lo dispone la Ley Nº
17.344).
8.4. Criterios para distinguir entre la jurisdicción contenciosa y la no contenciosa
Se han propuesto una serie de criterios para diferenciar los actos de jurisdicción no
contenciosa de los actos jurisdiccionales propiamente tales o de jurisdicción contenciosa.
Entre ellos podemos identificar:
1) Criterio que apunta a la voluntariedad de quien reclama la intervención del tribunal. La
jurisdicción contenciosa se ejerce respecto de “personas que no estando de acuerdo en
sus pretensiones jurídicas, recurren ante un magistrado para que en ejercicio de sus
funciones precise los derechos de las partes u ordene su cumplimiento, según el caso”. La
actuación del demandante al interponer su demanda pone al demandado “en situación de
tener que comparecer al juicio, o, por lo menos, verse afectado por los resultados del
mismo” (Casarino, 1993, p. 52). En cambio, en los actos de jurisdicción no contenciosa ella
se activa por la sola y espontánea voluntad del interesado cuando la ley así lo dispone.
Este criterio es inexacto, porque tratándose de la jurisdicción contenciosa deja sin explicar
los casos en que las partes se someten voluntariamente a la decisión de un juez, como
ocurre con el arbitraje voluntario (art. 228 del COT) o bien cuando el demandado se allana
a la demanda (art. 313 del CPC). Por otra parte, en el ámbito de la jurisdicción no
contenciosa tampoco resulta satisfactorio para explicar que en muchos casos los
solicitantes se hallan en la necesidad de requerir la intervención judicial para la validez o
eficacia de determinados actos jurídicos (p. ej. existiendo una donación entre vivos ella
debe ser insinuada, conforme al art. 1401 del CC).
2) Criterio que atiende a la existencia o no de conflicto entre partes. La jurisdicción
contenciosa supone una controversia entre partes. La contradicción sería un elemento
consustancial en esta jurisdicción y, por lo mismo, es correcto referirse a las partes como
sujetos de intereses contrapuestos. Si la jurisdicción se actúa a través de un proceso y este
es por excelencia contencioso dado que “supone, estructuralmente, dos posiciones en
términos de contradicción” (Bordalí, 2020, p. 160), entonces solo esta “jurisdicción
contenciosa” sería propiamente jurisdicción. En la llamada jurisdicción no contenciosa no
existe conflicto, no existen pretensiones resistidas y, en consecuencia, no hay partes que
hagan valer derechos o intereses frente a la otra (su contraparte). Por esa razón quien
requiere la actuación del tribual asume el nombre de interesado o solicitante.
A pesar de la vigencia de este criterio clásico y que puede aportar con claridad una pauta
diferenciadora (Casarino, 1993, p. 57), siendo el que sigue nuestro legislador en el art. 817
del CPC, resulta ser formalista e incompleto, puesto que es posible que exista un proceso
jurisdiccional sin contienda entre partes. Ello ocurre cuando el proceso se sigue en
rebeldía del demandado (art. 78 del CPC), cuando el mismo se allana a la demanda o bien
cuando no contradice, de manera sustancial y pertinente los hechos sobre los que versa el
juicio (art. 313 del CPC).
3) Criterio que apunta a la sustitución de la actuación de los destinatarios de la norma. Es
la regla que propugna Chiovenda, conforme a la que explica la naturaleza de la
jurisdicción. Aplicado al caso resulta que, actuando la jurisdicción contenciosa, el tribunal
viene a sustituir una conducta que las partes se hallaban obligadas a cumplir como
destinatarias de las normas, pero que no ejecutaron voluntariamente. En los actos de
jurisdicción no contenciosa la conducta de las partes es insustituible, puesto que se
encuentran, por orden de la ley, en la necesidad de provocar la intervención del tribunal.
Este no busca reemplazar una conducta debida por las partes, sino que solo ejecutar
directamente la ley. Por lo mismo Chiovenda atribuía a estos últimos actos un carácter
meramente administrativo.
4) Criterio que atiende a la presencia o no de la cosa juzgada. Las sentencias emanadas de
la jurisdicción contenciosa pueden llegar a tener autoridad y eficacia de cosa juzgada,
momento de consolidación en que sus efectos se tornan inmutables, inimpugnables y
coercibles. Las sentencias dictadas en asuntos de jurisdicción no contenciosa no producen
cosa juzgada, dado que los pronunciamientos en este ámbito son revocables y
modificables (Bordalí, 2020, p. 161).
Pero de inmediato es necesario relativizar esta afirmación: ya hemos dicho que en asuntos
contenciosos no siempre las sentencias ejecutoriadas producen la inmutabilidad de sus
efectos, puesto que hay casos en que la propia ley admite su modificación por un cambio
de circunstancias (p. ej. sentencia recaída en un juicio de alimentos), o por la incoación de
un nuevo juicio sobre el mismo asunto ya resuelto (p. ej. el derecho de los condenados en
los interdictos posesorios para deducir la acción ordinaria que corresponda, con la
finalidad que en otro proceso se revise lo resuelto, según el art. 563 del CPC) o por la
interposición de un recurso de revisión (art. 810 del CPC). En el proceso penal lo mismo
puede ocurrir por la promoción de un procedimiento de revisión de una sentencia
condenatoria firme (arts. 473 y ss. del CPP).
Y en el ámbito de la jurisdicción no contenciosa, hay resoluciones que según la ley sí
producen cosa juzgada. Estas son las resoluciones afirmativas, es decir las que acogen la
solicitud del peticionario, que se hallen cumplidas o ejecutadas. Por el contrario, son
revocables o modificables las resoluciones negativas y las afirmativas incumplidas (art. 821
del CPC).
5) Según la finalidad de una y otra jurisdicción. Se ha afirmado que los actos de
jurisdicción contenciosa tienden a la actuación de relaciones jurídicas existentes (p. ej. el
tribunal ordena al comprador que pague el precio que debe). En la jurisdicción no
contenciosa, en cambio, los actos del tribunal tienen un fin constitutivo, ya que “tienden
siempre a la constitución de estados jurídicos nuevos o contribuyen al desenvolvimiento
de relaciones existentes” en que no actúa un derecho que corresponda a una parte en
contra de otra (Chiovenda, 1940, p. 19, cursivas en el texto). El ordenamiento jurídico
reconoce a las personas la autonomía para celebrar actos que produzcan efectos jurídicos
y, en general, basta la sola manifestación de voluntad para que ellos nazcan y generen
estos efectos. Sin embargo, en algunos casos el Estado impone ciertos requisitos
adicionales encaminados a la protección del interés público o el de determinadas
personas, caso en que “las trabas o restricciones se traducen legalmente en
confirmaciones o autorizaciones de parte del Estado acerca de la conveniencia o legalidad
del acto que se va a realizar desempeñando en el nacimiento de las relaciones jurídicas el
rol de elementos de forma o extrínsecos. La eficacia jurídica de la relación [material]
depende así directamente de la observancia de estas formalidades” (Casarino, 1993, p.
61).
Si embargo la distinción pareciera no ser tan nítida si se repara en que los efectos
constitutivos de la jurisdicción contenciosa tienden a un derecho o una situación jurídica
nueva, en cambio en la jurisdicción no contenciosa los actos que emanan del tribunal son
una vía para el logro de determinados fines que la ley considera relevantes, como la
publicidad de los actos, la protección de ciertos derechos socialmente relevantes o la
seguridad en el tráfico de ciertos bienes de importancia social (Bordalí, 2020, p. 161).
8.5. Normas aplicables a estos asuntos
Como regulación general encontramos en el art. 2º del COT la norma competencial
genérica que encarga expresamente el conocimiento de los asuntos no contenciosos a los
tribunales de justicia. Lo mismo hace el art. 45 Nº 2 letra c) del COT, que encomienda a los
Juzgados de Letras el conocimiento en primera instancia de estos asuntos. Por su parte,
todo el Libro IV del CPC regula el procedimiento de los actos judiciales no contenciosos,
siendo el del Título I el básico y de aplicación general, sin perjuicio de los requisitos y
trámites particulares que se exijan para cada uno de los asuntos en particular en la
reglamentación de los Títulos II al XV.
Pero la regulación de ellos excede los marcos del CPC. Solo por identificar algunas, a modo
de ejemplo, se hallan reglas que rigen los actos judiciales no contenciosos en otros
cuerpos legales:
1) En el CC (pf. 3º, Titulo II Libro I, que regula los trámites para la declaración de muerte
presunta).
2) En la LJF (art. 102, ubicado en el pf. 3º Título IV, a propósito de los procedimientos
especiales, norma que se remite a las reglas del Libro IV del CPC “a menos que resulten
incompatibles con la naturaleza de los procedimientos que esta ley establece,
particularmente en lo relativo a la exigencia de oralidad”).
3) En la Ley Nº 19.620 que regula la adopción de menores, en lo relativo al procedimiento
de adopción (art. 23 inc. 2º: “Sin perjuicio de lo dispuesto en el artículo 2º de la presente
ley, la adopción tendrá el carácter de un procedimiento no contencioso, en el que no será
admisible oposición”).
4) En el Código de Minería (art. 34: “Las concesiones mineras se constituyen por
resolución judicial dictada en un procedimiento no contencioso…”).
5) En la Ley Nº 17.344 sobre cambio de nombres y apellidos (art. 2: “Será juez competente
para conocer de las gestiones a que se refiere la presente ley, el Juez de Letras en lo Civil
del domicilio del peticionario”), que deja a salvo el derecho de los interesados de solicitar
el cambio de nombre, según el caso, directamente ante el Servicio de Registro Civil e
Identificación, de acuerdo con la Ley Nº 4.808.
6) En matera de libre competencia, como atribución del TDLC (art. 18 Nº 2 DL Nº 211).
8.6. Características más relevantes de los actos judiciales no contenciosos
Como una aproximación general para caracterizar los actos de jurisdicción no contenciosa,
se pueden identificar los siguientes rasgos:
1) Son actos jurídicos procesales. A pesar de su discutida naturaleza jurídica, sí puede
señalarse al menos que son actos jurídicos de naturaleza procesal, por lo que deben
cumplir sus requisitos propios. Ello es así porque indudablemente la ley asigna su
conocimiento a los tribunales, por lo que constituyen actividad judicial.
2) Se rigen por el principio de taxatividad legal. El juez solo puede intervenir en los casos
en que la ley expresamente lo indica (art. 817 del CPC). Es por esto que la ley confiere
expresa competencia a los tribunales para su conocimiento, siendo asignada a los
Juzgados de Letras (art. 45 Nº 2 del COT), sin perjuicio que, dependiendo de la gestión,
conozcan otros tribunales (p. ej. los Juzgados de Familia y el TDLC). En estos asuntos,
además, el fuero de que goce el interesado es irrelevante para la determinación de la
competencia, por lo que no se eleva la categoría del tribunal llamado a conocer del asunto
(art. 827 del CPC).
3) Quien interviene no tiene la calidad de parte. Se ha dicho que lo que caracteriza a la
jurisdicción contenciosa es la existencia de dos o más partes, aun cuando falte la
controversia o ella no sea actual (p. ej. allanamiento a la demanda, rebeldía del
demandado). En cambio, en los asuntos no contenciosos no hay más que un peticionario,
que recibe también el nombre de solicitante o interesado, pues se lleva adelante sin
oposición de parte ni una estructura procesal que suponga la existencia de una pretensión
resistida (Oberg y Manso, 2011, p. 33).
4) Ausencia de un conflicto jurídico. En la concepción de nuestro sistema estos
procedimientos se caracterizan por la falta de un conflicto jurídico (art. 817 del CPC). No
existe conflicto jurídico material y, menos aun, uno procesal. Dado que este es un criterio
definitorio legal, es difícil comprender que dentro de los actos judiciales no contenciosos
se considerara la expropiación por causa de utilidad pública, en que el conflicto entre el
Estado y el expropiado es al menos potencial (Título XV Libro IV del CPC, derogado por el
DL Nº 2.186 de 1978, que regula las expropiaciones).
5) Pueden transformarse en contenciosos. Estos actos pueden transformarse en
contenciosos cuando exista un tercero que se considere afectado por el acto no
contencioso, intervenga reclamando de esta afectación y, por tanto, origine un conflicto
procesal. Es lo que admite el art. 823 del CPC al regular la intervención del legítimo
contradictor.
6) La decisión no goza de los atributos de la cosa juzgada. Con ello se quiere decir que
estas decisiones están sujetas a la regla rebus sic stantibus, lo que implica que mientras se
conserven las circunstancias que motivaron la decisión ella se mantiene, pero si aquellas
cambian la decisión también se modifica. Esto demuestra que carecen del atributo de
inmutabilidad que trae aparejada la cosa juzgada.
Sin perjuicio de lo anterior, según el art. 821 del CPC ello se predica solo de las
resoluciones negativas (las que rechazan la solicitud) y afirmativas que se encuentren sin
cumplir (las que acogen la solicitud, pero no están aún ejecutadas). En cambio, las
resoluciones afirmativas cumplidas sí gozan del atributo de cosa juzgada, las que no
pueden revocarse ni modificarse.
8.7. Clasificación de los actos de jurisdicción no contenciosa
En la categoría de actos judiciales no contenciosos se encuentran muchos y de muy
variada índole y no solo los del Libro IV, sino también lo que están regulados en leyes
especiales. Considerando esta circunstancia, pero sin olvidar que es la ley la que los
establece y entrega su conocimiento a los tribunales, presentamos una clasificación que
atiende a sus efectos, distinguiendo entre actos judiciales no contenciosos destinados a:
1) La protección de incapaces, como las autorizaciones para celebrar actos y contratos, el
nombramiento de curadores (arts. 838 y ss. del CPC) o la facción de inventario solemne
(arts. 858 y ss. del CPC).
2) Declarar solemnemente hechos o actos jurídicos, como la declaración de muerte
presunta (pf. 3º, Titulo II Libro I del CC, arts. 80 y ss.)
3) Certificar ciertos hechos, como los trámites para la obtención de la posesión efectiva
testada (arts. 877 y ss. del CPC).
4) La autentificación de algunas situaciones jurídicas, como las tasaciones (arts. 895 y ss.
del CPC) o la confección el inventario solemne (arts. 858 y ss. del CPC).
5) Producir efectos probatorios, como las informaciones para perpetua memoria (arts. 909
y ss. del CPC).
6) La evitación de fraudes, como el trámite de la insinuación de las donaciones (arts. 889 y
890 del CPC).
Cerrando el punto, debemos explicar que, en la medida que la legislación evoluciona,
varias materias que han sido entregadas al conocimiento de los tribunales de justicia
como actos judiciales no contenciosos, también han sido puestas por la ley dentro de la
esfera de la competencia de los órganos de la Administración cuando concurren algunas
circunstancias particulares. Destacamos algunos casos:
1) En 2003 la Ley Nº 19.903 modificó los trámites para el otorgamiento de la posesión
efectiva de la herencia quedada a la muerta del causante, que hasta entonces se
tramitaba como gestión no contenciosa únicamente ante los Juzgados de Letras. Esta ley
trasladó la tramitación de las posesiones efectivas cuando se trate de sucesiones
intestadas, directamente ante el Servicio de Registro Civil e Identificación
correspondiente.
2) En materia de cambio de nombre, por aplicación de las normas pertinentes de la Ley Nº
4.808 y Nº 17.344, hay casos en que el interesado puede requerir el cambio directamente
ante el Servicio de Registro Civil e Identificación (p. ej. rectificaciones por errores menores
e incluso, la alteración en el orden de los apellidos, después de la modificación que
introdujo la Ley Nº 21.334 de 2022) o bien debe tramitarlo como gestión no contenciosa
ante el Juzgado de Letras que corresponda.
3) Tratándose de la rectificación del sexo registral, la Ley Nº 21.120 (2018), que reconoce y
protege la identidad de género, permite que el interesado, si es una persona mayor de
edad, lo solicite directamente ante el Servicio de Registro Civil e Identificación; en cambio
si es menor de edad (y mayor de 14 años) debe promover la gestión ante el Juzgado de
Familia competente (arts. 9º, 10, 12 y 13 de la Ley Nº 21.120).

ACTIVIDADES DE APLICACIÓN
1. Averigüe en qué caso/s es posible que se alegue la falta de jurisdicción de un tribunal
chileno.
2. Indague cuál es el estado actual de la discusión en Chile acerca de la naturaleza
jurisdiccional de la ejecución y si esta debe o no estar en manos de los tribunales.
3. Investigue cuáles son las principales discusiones que se han promovido en el país con
relación al art. 82 de la CPR.
4. Investigue qué órganos de gobierno judicial se han propuesto para Chile y en qué
modelos se inspiran.
5. Investigue en qué caso relevante para la historia de Chile se ha aplicado el principio
de jurisdicción universal.
6. Investigue cuáles fueron las principales objeciones que se plantearon en Chile para
aceptar el estatuto de la Corte Penal Internacional.
7. Investigue qué significa que los jueces realicen un control de convencionalidad al
dictar las sentencias.
8. Investigue por qué el fallo de la CorteIDH en la causa Almonacid Arellano vs. Chile es
relevante para el control de convencionalidad.
9. Indague qué es la Corte Internacional de Justicia y cuáles son sus principales
atribuciones.
10. Investigue qué significa para los jueces y las juezas resolver con perspectiva de
género y busque algún caso reciente en que un tribunal la haya aplicado.
11. Indague qué significa el atributo de la ductilidad y adaptabilidad de los procesos
jurisdiccionales.
12. Averigüe qué significa el deber de colaboración procesal.
13. Identifique manifestaciones del deber de colaboración procesal en algunos
procedimientos del CPC o de leyes especiales.
14. Averigüe si sobre las partes del proceso civil existe el deber de decir la verdad.
15. Averigüe en qué casos recientes la Corte Suprema ha hecho uso de las facultades
disciplinarias.

CAPITULO IV

1. Generalidades
Las Bases Generales de la Administración de Justicia, que se conocen también como bases
de la organización del Poder Judicial o bases fundamentales de la judicatura constituyen
un conjunto de principios y reglas cuya finalidad es el correcto y eficiente ejercicio de la
función jurisdiccional. Algunos sostienen que entre las bases hay una diversa valoración y
jerarquía, siendo de más alto rango las de independencia, inamovilidad y responsabilidad
de los jueces, por tener, incluso, consagración constitucional y hallarse vinculadas “entre
sí de manera indisoluble” (Pereira, 1991, p. 260).
Su fuente regulatoria se halla en las normas del Código Orgánico de Tribunales, en algunas
normas de la Constitución y las de los pactos internacionales sobre la materia,
fundamentalmente el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y la Convención
Americana de Derechos Humanos. Los principios también están recogidos en algunas
disposiciones del Código Penal, del Código de Procedimiento Civil y del Código Procesal
Penal.
A lo largo de este capítulo realizaremos un análisis de los principios en particular.

2. Principio de legalidad
Este principio puede analizarse desde un doble punto de vista: la legalidad del tribunal y
legalidad del juzgamiento. Ambos se complementan y, como veremos, hallan
reconocimiento constitucional.
2.1. La legalidad del tribunal
2.1.1. Sentido y alcance
Este principio garantiza a toda persona el derecho a no ser juzgado por otro tribunal que
el que señale la ley, establecido con anterioridad a los hechos que motivan el juzgamiento,
y no por comisiones especiales o tribunales ad hoc creados para juzgar el caso particular.
En este sentido se reconoce una dimensión positiva, que importa la predeterminación por
la ley del juez que conocerá el asunto con la asignación también por la ley de su
competencia, y una dimensión negativa, que implica la prohibición impuesta a la
autoridad de crear tribunales para que en particular juzguen casos determinados (Oberg y
Manso, 2011, p. 73).
El respeto al principio de legalidad del tribunal repudia, entonces, la creación de
“comisiones especiales”, lo que constituye una garantía de antigua data en nuestra
legislación. La Constitución Política de 1822 así lo expresaba (art. 199): “Todos serán
juzgados en causas civiles y criminales por sus jueces naturales y nunca por comisiones
particulares.” De ahí ha pasado a los textos constitucionales posteriores: en términos
similares en el art. 136 de la Constitución de 1823 (Título XLL “Del Poder Judicial”), en el
art. 15 de la Constitución de 1828 (Cap. III “Derechos Individuales”) como garantía en su
dimensión negativa y positiva (“Ninguno podrá ser juzgado por comisiones especiales, sino
por los tribunales establecidos por la ley”), en el art. 125 de la Constitución de 1833 (Cap.
IX “De las Garantías de la Seguridad y Propiedad”) como garantía que agrega la necesidad
que el tribunal se halle establecido con anterioridad a los hechos juzgados (“Ninguno
puede ser juzgado por comisiones especiales, sino por el tribunal que le señale la ley, y
que se halle establecido con anterioridad por ésta”) y en el art. 12 de la CPR de 1925
(“Cap. III “Garantías Constitucionales”) en términos muy similares a la de 1833.
En la actualidad el principio está garantizado por el art. 19 N° 3 inc. 5º de la CPR de 1980:
“Nadie podrá ser juzgado por comisiones especiales, sino por el tribunal que señalare la
ley y que se hallare establecido por ésta con anterioridad a la perpetración del hecho”,
norma que se relaciona directamente con las del Cap. VI, arts. 76 y 77 de la misma Carta y
que debe entenderse en armonía con las normas sobre la legalidad de la actuación de los
órganos del Estado previstas en los arts. 6° y 7° de la CPR (Romero, 2017, pp. 27 y ss.).
De acuerdo con una antigua jurisprudencia del TC la garantía del art. 19 Nº 3 de la CPR
repudia el juzgamiento por comisiones especiales puesto que las concibe como un
“órgano que usurpa atribuciones jurisdiccionales y pretende asumirlas sin haber sido
atribuido de ellas conforme a derecho” (STC, Rol Nº 184-94, de 7 de marzo de 1994, cons.
7º letra f; STC, Rol Nº 4.381-18, de 8 de agosto de 2019, cons. 47º). Se pueden considerar
comisiones especiales no solo a una pluralidad de sujetos sino también a las conformadas
por un individuo, siempre que se aboquen “de facto, al ejercicio de la jurisdicción, en
términos amplios y que, por lo mismo, van más allá de la función únicamente judicial”
(Evans, 2012, p. 166).
En buenas cuentas, el derecho al juez ordinario predeterminado por la ley exige: a) que la
ley haya creado previamente el órgano jurisdiccional; b) que con anterioridad al hecho por
el cual se requiere su intervención el órgano esté investido de jurisdicción y dotado de
competencia; c) que su estructura y estatuto legal no permita calificarlo como tribunal ad
hoc, comisión especial o excepcional; y d) que la composición del órgano esté
determinada por la ley (Picó, 2012, p. 115).
2.1.2. El derecho al juez natural
El principio de legalidad del tribunal se concreta en la garantía del derecho al juez natural,
derecho fundamental que tiene un antiquísimo origen y se remonta a algunos viejos
fueros hispanos del bajo medioevo y a la Carta Magna Inglesa de 1215. En la Constitución
francesa de 1791 aparece reconocido con toda claridad (art. 4 Cap. V): “Los ciudadanos no
pueden ser distraídos de los jueces que la ley les asigna por ninguna comisión…”
Refuerza este principio su consagración supranacional en algunos tratados sobre derechos
humanos, como la CADH, que en su art. 8.1 garantiza: “Toda persona tiene derecho a ser
oída, con las debidas garantías y dentro de un plazo razonable, por un juez o tribunal
competente, independiente e imparcial, establecido con anterioridad por la ley…”. Y la
garantía contenida en el art. 14 del PIDCP y en el art. 6.1 del CEDH es de contenido muy
similar.
2.1.2.1. El juzgamiento por tribunales militares
La CorteIDH de antiguo ha resaltado la relevancia del derecho al juez natural en su
vinculación con las garantías del derecho de toda persona a ser juzgada por un tribunal
competente, independiente e imparcial. Desde fines de los años noventa del siglo pasado,
a propósito del juzgamiento de civiles por tribunales militares, en que se destaca la idea
de la excepcionalidad de la jurisdicción militar, este tribunal ha declarado:
“Constituye un principio básico relativo a la independencia de la judicatura que toda
persona tiene derecho a ser juzgada por tribunales de justicia ordinarios con arreglo a
procedimientos legalmente establecidos. El Estado no debe crear “tribunales que no
apliquen normas procesales debidamente establecidas para sustituir la jurisdicción que
corresponda normalmente a los tribunales ordinarios” (…) “El juez encargado del
conocimiento de una causa debe ser competente, independiente e imparcial de acuerdo
con el artículo 8.1 de la Convención Americana” (caso Castillo Petruzzi vs. Perú, sentencia
de 30 de mayo de 1999, pf. 128 a 130; caso Cantoral Benavidez vs. Perú, sentencia de 18
de agosto de 2000, pf. 112; caso 19 Comerciantes vs. Colombia, sentencia de 5 de julio de
2004, pf. 167, 173 y 174).
En ese sentido la CorteIDH ha reiterado el carácter excepcional y restrictivo de la
jurisdicción castrense, la que solo se justifica si está “encaminada a la protección de
intereses jurídicos especiales, vinculados con las funciones que la ley asigna a las fuerzas
militares” (caso Almonacid Arellano vs. Chile, sentencia de 26 de septiembre de 2006, pf.
131).
La misma Corte también ha declarado que el juzgamiento por tribunales “sin rostro” viola
la garantía del derecho al juez natural, desde que se impide a los justiciables valorar su
competencia e idoneidad para juzgar el asunto (caso Castillo Petruzzi vs. Perú, pf. 133;
caso Lori Berenson Mejía vs. Perú, sentencia de 25 de noviembre de 2004, pf. 147).
2.1.2.2. Derecho al juez natural y la presencia de aforados
La presencia del fuero de que gozan algunas personas, por cuya aplicación podrían verse
alteradas las reglas de competencia, plantea dudas sobre su eventual colisión con el
derecho al juez natural. Ello dado que, por aplicación de reglas de conexidad, las partes
que no gozan de fuero son juzgadas por un tribunal distinto al que correspondería de no
existir en el caso tal factor.
La CorteIDH ha resuelto el punto entendiendo que el fuero no es un derecho personal del
funcionario a quien se le atribuye, sino que “ha sido establecido para proteger la
integridad de la función estatal que compete a las personas a las que alcanza esta forma
de inmunidad y evitar, así, que se altere el normal desarrollo de la función pública”, por lo
que así, entendido el fuero “persigue un fin compatible con la Convención”. Ello supone,
necesariamente que el fuero esté regulado previamente por la ley y persiga una finalidad
legítima, como la indicada, al tiempo que las reglas de conexidad estén previstas por el
legislador. La incompatibilidad con la Convención y, en consecuencia, la violación al
derecho al juez natural surgiría si el fuero es establecido por el Poder Ejecutivo o el mismo
Poder Judicial o si la conexidad no está regulada por la ley (caso Barreto Leiva vs.
Venezuela, sentencia de 17 de noviembre de 2009, pf. 74 a 80).
2.1.2.3. Compatibilidad con la justicia especializada
El fenómeno de la especialización de la justicia surge como una de las varias respuestas a
la necesidad de profesionalizar la tutela jurisdiccional: los tribunales especializados en
cuanto a la materia estarían en una mejor posición que los de competencia común para
resolver los particulares asuntos que les son sometidos a su conocimiento. Y así la justicia
especializada, en la medida que ha ido ganando terreno en el panorama de la judicatura,
no solo ha supuesto la creación de tribunales especiales y especializados en cuanto a las
materias, sino que también la provisión de jueces con conocimientos y preparación
especial, la incorporación, en algunos casos, de jueces no letrados sino expertos en
determinadas áreas del conocimiento, y una estructura organizacional diferente a la que,
al menos en nuestro país, exhibieron los tribunales ordinarios. Sin embargo, no deben
desatenderse que la especialización de la judicatura puede provocar, como consecuencia
mediata, una afectación del derecho de acceso a la justicia para los litigantes que no
cuentan con las herramientas materiales y técnico-jurídicas que este tipo de tribunales y
sus procedimientos exigen (Larroucau, 2020, pp. 219 y 220).
La creación de tribunales especiales no puede abrogar los límites que impone el respeto a
la garantía de la legalidad del tribunal: los tribunales deben ser creados por la ley, la que
debe dotarlos de competencia; su existencia debe ser previa a los hechos que les
corresponden juzgar y todo asunto que no esté expresamente sometido por la ley al
conocimiento de un tribunal especial debe ser resuelto por la justicia ordinaria. Pero la
idea puede plantearse en un sentido inverso: si la ley crea tribunales especiales
dotándolos de competencia para conocer de uno o más asuntos, la promoción de estos
debe quedar bajo su conocimiento, puesto que de acuerdo con la ley obedecen a la figura
del juez natural.
Como se verá, la creación —en algunos casos se puede hablar de proliferación— de
tribunales especiales, dentro y fuera del Poder Judicial, puede provocar conflictos de
competencia cuando se promueven asuntos que, debido a factores territoriales,
temporales o de conexidad, podrían al menos aparentemente quedar bajo la esfera de
competencia de uno o más tribunales, sean ordinarios o especiales.
2.2. La legalidad del juzgamiento: la garantía del debido proceso
En esta dimensión, el principio de legalidad alcanza su consagración constitucional en el
derecho al debido proceso («due process of law» del derecho anglosajón) o a un proceso
con todas las garantías.
En nuestro derecho interno este derecho está garantizado por el art. 19 Nº 3 inc. 6º de la
CPR: “Toda sentencia de un órgano que ejerza jurisdicción debe fundarse en un proceso
previo legalmente tramitado. Corresponderá al legislador establecer siempre las garantías
de un procedimiento y una investigación racionales y justos”, según expresa el texto
reformado por Ley Nº 19.519, de 1997. Esta reforma constitucional modificó el inciso
segundo de la disposición reemplazando la frase original “un racional y justo
procedimiento” por “un procedimiento y una investigación racionales y justos”, con la
finalidad de hacer coherente el mandato constitucional con la estructura del nuevo
proceso penal que comenzó a regir a partir del CPP de 2000.
2.2.1. Reconocimiento y contenido
Los pactos internacionales sobre derechos humanos también contemplan el principio: el
PIDCP en su art. 14 N° 1 y N° 2 letra c), el CEDH en su art. 6 (“Derecho a un proceso
equitativo”) y la CADH en su art. 8 (“Garantías Judiciales”). A su turno el art. 10 de la
DUDH (ONU, 1948) reconoce:
“Toda persona tiene derecho, en condiciones de plena igualdad, a ser oída públicamente y
con justicia por un tribunal independiente e imparcial, para la determinación de sus
derechos y obligaciones o para el examen de cualquier acusación contra ella en materia
penal”.
El derecho al proceso con todas las garantías impone a los Estados el deber de configurar
el proceso jurisdiccional con una serie de estándares mínimos que respeten los valores
que justifican y fundamentan un Estado de Derecho, asegurando la independencia e
imparcialidad de los tribunales y el derecho al juez predeterminado por la ley; además,
impone el resguardo de estándares como el principio de audiencia y contradicción, la
razonabilidad de los procedimientos, el derecho al juzgamiento dentro de plazo razonable,
la publicidad de los procesos, la garantía de la motivación de las sentencias, el derecho a
impugnar las sentencias agraviantes, el derecho a la ejecución de lo resuelto y la
proscripción de la indefensión.
Aplicándolos en su máxima capacidad de rendimiento, puesto que el derecho al debido
proceso es un derecho fundamental, sus estándares deben desenvolverse en función de
los aspectos que caracterizan a cada proceso y que se traducen en los específicos
requerimientos de tutela de un derecho o interés legítimo. En este sentido la CorteIDH ha
declarado en varios fallos que el catálogo de garantías específicas del art. 8.2 de la
Convención se aplica, también, en asuntos no penales, aun cuando de su lectura podría
pensarse que se aplican solo en materias de índole criminal (así ha resuelto, por ejemplo,
en los casos Tribunal Constitucional vs. Perú, de 2001, pf. 70; Baena Ricardo vs. Panamá,
de 2001, pf. 125; Vélez Loor vs. Panamá, de 2010, pf. 142 y Nadege Dorzema y Otros vs.
República Dominicana, de 2012, pf. 157).
En una antigua opinión consultiva, la OC Nº 11 de 1990, la CIDH, “Excepciones al
agotamiento de los recursos internos (arts. 46.1, 46.2.a y 46.2.b Convención Americana de
Derechos Humanos)”, de 10 de agosto de 1990, el sistema interamericano ha dado
algunas pistas sobre la extensión de la garantía, declarando:
“[E]n materias que conciernen con la determinación de [los] derechos y obligaciones de
orden civil, laboral, fiscal o de cualquier otro carácter el artículo 8 no especifica garantías
mínimas, como lo hace en el numeral 2 al referirse a materias penales. Sin embargo, el
concepto de debidas garantías se aplica también a esos órdenes y, por ende, en ese tipo
de materias el individuo tiene derecho también al debido proceso que se aplica en
materia penal” (cursivas en el original).
2.2.2. El derecho al debido proceso en el sistema nacional
Como se expuso, la CPR garantiza en favor de todas las personas el derecho a que el
ejercicio de la jurisdicción se efectúe por medio de un proceso legalmente tramitado,
encomendando al legislador la tarea de definir “siempre las garantías de un
procedimiento y una investigación racionales y justos” (art. 19 Nº 3 inc. 6º).
Ese derecho así garantizado se suma a los otros derechos de índole procesal que se
identifican en el contenido del art. 19 Nº 3 de la CPR: derecho a la tutela judicial (inc. 1º),
derecho a la defensa letrada (inc. 2º), derecho a la defensa jurídica gratuita (inc. 3º),
derecho irrenunciable a defensa en materia penal (inc. 4º), derecho a ser juzgado por el
tribunal determinado previamente por la ley (inc. 5º), todo ello sin perjuicio de las
garantías de orden penal que la misma norma reconoce (prohibición de presumir la
responsabilidad penal y principio de legalidad penal) (Bordalí, 2020, pp. 257 y 258).
El respeto de la garantía alcanza a todo órgano que ejerza jurisdicción, es decir, todo
órgano que ejerza la función pública de resolver una controversia en el orden temporal
por medio de una resolución que pueda producir cosa juzgada, bien se trate de tribunales
ordinarios, especiales, administrativos, arbitrales o bien de órganos de la administración
que actúen como tales (p. ej. Contraloría General de la República), según se dejó expresa
constancia en la sesión N° 103 de la Comisión Constituyente de la CPR de 1980.
Como, a diferencia de textos constitucionales extranjeros, la Carta de 1980 dejó al
legislador la tarea de configurar la garantía del procedimiento y la investigación
“racionales y justos”, su contenido se ha ido conformando en la medida que las leyes de
procedimiento, incluso preconstitucionales, reconocen determinadas garantías en los
aspectos que regulan, sin perjuicio de que debe reconocerse a la jurisprudencia y la
doctrina nacional una importante labor en la definición de aquella.
En la referida sesión N° 103 la Comisión Constituyente acordó dejar en actas que entendía
por garantías mínimas de un racional y justo proceso (de acuerdo con la versión original
del artículo) permitir el oportuno conocimiento de la acción, la adecuada defensa y
producción de la prueba que correspondiere. Sin embargo se ha entendido que la
intención del constituyente fue dar al legislador la tarea de integrar las garantías que
configuran el proceso racional y justo, “dejándose constancia que tales atributos se
concretan, entre otros elementos, en principios como el de la igualdad de las partes y el
emplazamiento, materializados en el conocimiento oportuno de la acción, la posibilidad
de una adecuada defensa y la aportación de la prueba, cuando ella procede” (STC, Rol Nº
478-2006, de 8 de agosto de 2006, cons. 14).
El mismo TC ha reiterado la idea de que la CPR no configura un solo modelo de debido
proceso, sino que concede al legislador un margen de acción para que configure las
garantías de un procedimiento e investigación racionales y justos, atendiendo a las
características de cada procedimiento específico. Así lo ha declarado en la STC, Rol Nº
8678-2020 (27 de agosto de 2020):
“Frente a la imposibilidad de determinar cuál es ese conjunto de garantías que deben
estar presentes en cada procedimiento (…) mandató al legislador para que en la
regulación de los procedimientos éstos siempre cumplan con las exigencias naturales que
la racionalidad y la justicia impongan en cada proceso específico. (…) Racional para
configurar un proceso lógico y carente de arbitrariedad. Y justo para orientarlo a un
sentido que cautele los derechos fundamentales de los participantes en un proceso. Con
ello se establece la necesidad de un juez imparcial, con normas que eviten la indefensión,
que exista una resolución de fondo, motivada y pública, susceptible de revisión por un
tribunal superior y generadora de la intangibilidad necesaria que garantice la seguridad y
certeza jurídica propias del Estado de Derecho” (voto de disidencia, cons. 7º).
En un sentido similar la Corte Suprema entiende la garantía del debido proceso,
reconociendo determinados derechos mínimos de un procedimiento racional y justo. Así
ha declarado este alto tribunal:
“En cuanto a los aspectos que comprende el derecho del debido proceso, no hay
discrepancias en que, al menos, lo conforman el derecho de ser oído, de presentar
pruebas para demostrar las pretensiones de las partes, de que la decisión sea razonada y
la posibilidad de recurrir en su contra, siempre que la estime agraviante, de acuerdo a su
contenido” (SCS, Rol Corte Nº 2.995-2013, de 24 de julio de 2013, cons. 7º).
“Sobre los presupuestos básicos que tal garantía supone, se ha dicho que el debido
proceso lo constituyen a lo menos un conjunto de garantías que la Constitución Política de
la República, los Tratados Internacionales ratificados por Chile que están en vigor y las
leyes les entregan a las partes de la relación procesal, por medio de las cuales se procura
que todos puedan hacer valer sus pretensiones en los tribunales, que sean escuchados,
que puedan reclamar cuando no están conformes, que se respeten los procedimientos
fijados en la ley y que las sentencias sean debidamente motivadas y fundadas” (SCS, Rol
Corte Nº 131.730-2020, de 22 de enero de 2021, cons. 5º).
Por nuestra parte, reconociendo que el legislador puede modular los estándares del
debido proceso a los procedimientos particulares, entendemos que esta garantía se
satisface con el cumplimiento de algunos mínimos (Devis, 2002, pp. 55 y ss.; Marinoni et
al., 2010, pp. 439 y ss.; Bordalí, 2020, pp. 263 y ss.) cuya presencia debe detectarse con
mayor o menor acento en todos los procedimientos:
a) Que el ejercicio de la acción active efectivamente la función jurisdiccional;
b) Que asegure la existencia de un tribunal competente independiente e imparcial;
c) Que las partes sean oídas en sus alegaciones y defensas (principio de audiencia y
contradicción o auditur et altera pars);
d) Que las partes gocen del derecho a rendir pruebas;
e) Que el proceso se resuelva dentro de un plazo razonable;
f) Que el tribunal emita un pronunciamiento sobre el fondo del negocio;
g) Que este pronunciamiento sea motivado; y,
h) Que se reconozca en favor de las partes el derecho a impugnar la decisión.
2.2.3. Tutela judicial y debido proceso
Si bien sobre el derecho a la tutela judicial, reconocido por el art. 19 Nº 3 inc. 1º de la CPR,
ha sido tratado en el capítulo anterior de este libro, debemos explicar por qué se suele
relacionar e incluso confundir con el derecho al debido proceso.
Los orígenes de uno y otros se funden en sistemas jurídicos distintos, por lo que gozan de
un contenido sustantivo diferente: el derecho de acceso a la justicia impone a los Estados
el deber de garantizar a los justiciables la potestad de activar la jurisdicción estatal para
requerir la tutela judicial de sus derechos e intereses legítimos. El derecho al debido
proceso impone a los Estados el deber de configurar el proceso jurisdiccional con una
serie de estándares mínimos que respeten los valores que justifican y fundamentan un
Estado de Derecho, asegurando la independencia e imparcialidad de los tribunales y el
derecho al juez predeterminado por la ley y el resguardo de estándares como el principio
de audiencia y contradicción, la razonabilidad de los procedimientos, el derecho al
juzgamiento dentro de plazo razonable, la publicidad de los procesos, la garantía de la
motivación de las sentencias, el derecho a impugnar las sentencias agraviantes, el derecho
a la ejecución de lo resuelto y la proscripción de la indefensión.
Algunas sentencias del TC y la Corte Suprema han confundido ambos derechos,
considerando la existencia de un metaderecho al debido proceso, inclusivo del derecho de
acceso a la jurisdicción o derecho a la acción. Sin embargo, en la última década la
jurisprudencia se ha decantado por distinguirlos como dos derechos diferentes (p. ej. la
STC, Rol Nº 2.697-14, de 24 de septiembre de 2015, cons. 17º), que integrarían una suerte
de metaderecho a la justicia: derecho de tutela (derecho de acción), derecho al debido
proceso y el derecho a la inmodificabilidad de lo resuelto (Garberí, 2009, pp. 129 y ss.;
Vargas y Fuentes, 2018, pp. 184 y 185).
El derecho a la tutela (o derecho de acceso a la justicia) se satisfaría con el derecho de
accionar provocando la actividad jurisdiccional, el derecho de obtener una resolución
motivada, el derecho a la impugnación de las decisiones y el derecho de ejecutar lo
resuelto (Bordalí, 2020, p. 244), todo ello según se verá en su oportunidad. El derecho al
debido proceso, de configuración legal, comprendería una serie de estándares o
condiciones mínimas que el proceso jurisdiccional ha de cumplir (Nogueira, 2008, pp. 280
y ss.) y que se han ido configurando por el desarrollo legislativo y la jurisprudencia de los
altos tribunales, en la que resulta cada vez con mayor presencia la obligación del Estado
de respetar sus obligaciones internacionales (Aldunate, 2008, p. 342), en una apertura
más declarada hacia el control de convencionalidad.
A pesar de las diferencias de origen, conceptual y de contenido entre el derecho a la
tutela judicial y el derecho al debido proceso, nos parece correcto afirmar que entre
ambos existe una vinculación íntima puesto que, si el Estado garantiza el acceso a la
justicia, no da lo mismo cómo se configure el proceso que sirve para activar la función
jurisdiccional.
2.2.4. Debido proceso en el proceso penal
La garantía del debido proceso asume cualidades particulares en estos asuntos, dadas las
características del proceso penal. Este tiene rasgos que lo distinguen del proceso civil, que
es un proceso típicamente de partes. Entre otros, los aspectos que han de observarse en
el proceso penal son la calidad de los sujetos que intervienen (el MP, el imputado, la
víctima, los tribunales con competencia penal y las policías), los intereses involucrados (la
aplicación de la ley penal, la libertad individual, el derecho a la reparación, entre otros), la
estructura del proceso (fase de investigación, fase intermedia, fase de juicio) y las
potestades públicas en juego (diligencias de investigación en mayor o menor grado
restrictivas de derechos, las medidas que privan o limitan la libertad del imputado). Con
una perspectiva general de tales aspectos corresponde identificar los estándares mínimos
que, en asuntos penales, configuran la garantía del debido proceso.
Como se adelantó, el sistema interamericano de derechos humanos se ha encargado de
reconocer un conjunto de garantías específicas del proceso penal que aparecen recogidas
en el art. 8.2 de la CADH. Con independencia de si ellas se aplican extensivamente en
asuntos no penales, como hemos indicado antes, lo cierto es que estas garantías tienen
por función limitar el poder público al punto que la investigación penal y el juicio posterior
no conculquen al atributo básico de la dignidad humana. Es por ello que el sistema
reconoce en favor del imputado el derecho a que se presuma su inocencia, a guardar
silencio, a conocer de la investigación y la acusación que en su contra se formula, a contar
con defensa letrada aun cuando carezca de medios económicos para solventarla, a
examinar la prueba de cargo y de rendir la propia, a que el proceso sea público, a recurrir
de fallo condenatorio y a no ser juzgado más de una vez por los mismos hechos respecto
de los que ha recaído sentencia firme (ne bis in idem).
Nuestros tribunales, interpretando el mandato del art. 19 Nº 3 inc. 6º de la CPR, que
confiere el legislador la función de establecer “siempre las garantías de un procedimiento
y una investigación racionales y justos” a la luz de las demás garantías procesales
reconocidas por el mismo art. 19 y las normas convencionales, aplicables por disposición
del art. 5° inc. 2º constitucional, han destacado que la garantía cubre todas las etapas del
proceso penal en sentido amplio, por lo que también es exigible de la investigación que
realizan los agentes del Estado. Así lo ha declarado el TC:
“En el Derecho Procesal Penal no hay márgenes previos o fuera del procedimiento que
puedan ser incluidos dentro del mismo con afectación de los derechos fundamentales.
Incluso en las etapas previas la Constitución protege dos momentos claves respecto de las
fases previas a un debido proceso penal el que, de acuerdo con el artículo 19, numeral 3°,
inciso sexto de la Constitución abarca a su “investigación”. Esas reglas están el artículo 19,
N° 1, inciso final [prohibición de apremios ilegítimos] y en el artículo 19, numeral 7° literal
f) de la Constitución [derecho a la no autoincriminación]” (STC, Rol Nº 4.627-18, de 11 de
diciembre de 2018, cons. 10º).
Así los fallos de los altos tribunales han ido configurando una doctrina jurisprudencial que
reconoce en el proceso penal determinados estándares del debido proceso, como la
garantía individual de contar con un juez independiente, imparcial y natural (p. ej. SCS, Rol
Corte Nº 13.123-2018, de 24 de octubre de 2018, cons. 6º), el derecho a la defensa
técnica, el derecho a la presunción de inocencia, el derecho a la legalidad de las
actuaciones de las autoridades (p. ej. SCS, Rol Corte Nº 14.769-2020, de 11 de mayo de
2020, cons. 8º y 9º), el derecho a que la sentencia condenatoria no se funde en prueba
ilícita (p. ej. SCS, Rol Corte Nº 309-2020, de 17 de febrero de 2020, cons. 7º; SCS, Rol Corte
Nº 41.165-2019, de 6 de febrero de 2020, voto en contra, cons. 5º) y el derecho a que la
sentencia condenatoria solo se refiera a personas y hechos incluidos en la acusación o
principio de congruencia procesal (p. ej. STC, Rol 9.266-20, de 21 de enero de 2021, voto
disidente, cons. 15º), entre otros.

3. Principio de independencia
Este principio es heredero de la tradicional doctrina de la división de los poderes del
Estado. Se explica en la idea que la función jurisdiccional, entendida como una función
estatal que ejercita una potestad pública con la finalidad de satisfacer pretensiones
procesales (Avsolomovich et al., 1965, p. 46), debe ser practicada libre de interferencias,
presiones y revisiones por parte de otros órganos del poder público, por lo que la
independencia de los jueces también es un presupuesto para el ejercicio de la democracia
y el resguardo del Estado de Derecho. En este sentido el mandato de la Carta Democrática
Interamericana (2001) resulta muy alegórico:
“Son elementos esenciales de la democracia representativa, entre otros, el respeto a los
derechos humanos y las libertades fundamentales; el acceso al poder y su ejercicio con
sujeción al estado de derecho; la celebración de elecciones periódicas, libres, justas y
basadas en el sufragio universal y secreto como expresión de la soberanía del pueblo; el
régimen plural de partidos y organizaciones políticas; y la separación e independencia de
los poderes públicos” (art. 3).
Una primera aproximación a este principio expresa que solo el Poder Judicial puede
ejercer la función jurisdiccional con independencia y soberanía respecto de los otros
poderes del Estado y que los jueces deben estar libres de “toda coacción ajena en el
ejercicio de sus funciones. (…). El juez debe sentirse soberano en la recta aplicación de la
justicia, conforme a la ley. Por eso, nada más oprobioso que la existencia de jueces
políticos, de funcionarios al servicio de los gobernantes o de los partidos” (Devis, 2002, p.
56).
La independencia es un atributo reconocido por los tratados internacionales sobre
derechos humanos: el art. 10 de la DUDH, el art. 14 del PIDCP y el art. 8 de la CADH,
garantizan el derecho de los justiciables a acudir ante un órgano independiente. En este
último ámbito, la CorteIDH ha resaltado la necesidad de que se garantice la independencia
de los tribunales, como resguardo de la democracia y el Estado de Derecho. Así ha
declarado, por ejemplo, en el caso Tribunal Constitucional vs. Perú (2001):
“Esta Corte considera que uno de los objetivos principales que tiene la separación de los
poderes públicos, es la garantía de la independencia de los jueces y, para tales efectos, los
diferentes sistemas políticos han ideado procedimientos estrictos, tanto para su
nombramiento como para su destitución” (pf. 73).
En la CPR el principio de independencia halla su fundamento en los arts. 7° (principio de
legalidad de las actuaciones de los órganos del Estado) y 76 inc. 1° (Cap. VI “Poder
Judicial”). En las normas del COT se reconoce expresamente en el art. 12. Ambas
disposiciones, el art. 76 de la CPR y el art. 12 del COT consagran la independencia del
Poder Judicial en forma positiva.
3.1. Independencia orgánica e independencia funcional
La independencia del Poder Judicial reviste un doble carácter: orgánica y funcional. Desde
el punto de vista orgánico, la independencia se relaciona con la autonomía del Poder
Judicial frente a los demás órganos del Estado. Este poder no depende jerárquicamente
del Poder Ejecutivo ni del Legislativo y por eso a la independencia orgánica se la denomina
también independencia política.
La Constitución ha reforzado la idea que la función jurisdiccional se ejerce exclusivamente
por los tribunales pertenecientes al Poder Judicial y que han sido establecidos por la ley
(sin perjuicio de los que se explicará en el capítulo VI sobre el panorama actual de
tribunales que no pertenecen a este poder del Estado). Además, la misma Carta impide al
Poder Ejecutivo (“Ni el Presidente de la República…”) y al Poder Legislativo (“ni el
Congreso…”) ejercer las funciones propias de la jurisdicción (Pereira, 1996, p. 261), por lo
que este principio también se relaciona con el de inavocabilidad, según veremos más
adelante.
No obstante, el régimen actual de nombramiento de los jueces regulado en la CPR
provoca que en Chile la independencia externa no sea absoluta, puesto que, según del
cargo y escalafón de que se trate, el texto constitucional vigente reconoce la intervención
de los tres poderes del Estado (art. 78 CPR).
Desde la perspectiva funcional la independencia se relaciona con la libertad de los jueces
para ejercer sus atribuciones en las causas que conozcan, con la única limitación de no
apartarse de la legalidad. Por cierto, ello no supone que los jueces puedan resolver con
total discrecionalidad o en conciencia, sino que en el ejercicio de la función jurisdiccional
quedan exclusivamente sometidos a la ley. Este aspecto se consolida con el
reconocimiento constitucional y legal de la facultad de imperio de los jueces (arts. 76 inc.
3º de la CPR y 11 del COT).
Esta dimensión funcional de la independencia del Poder Judicial también se ve reforzada
por el límite que el art. 76 inc. 1º de la CPR impone a los poderes Ejecutivo y Legislativo de
“ejercer funciones judiciales” y “avocarse a causas pendientes”, es decir, ejercer los
atributos de la jurisdicción, “revisar los fundamentos o contenidos de sus resoluciones”,
desde que esa es una función propia del control jurisdiccional, y “hacer revivir procesos
fenecidos”, respetando así la autoridad y eficacia de la cosa juzgada como atributo propio
de las decisiones judiciales firmes.
3.2. Dimensión positiva y dimensión negativa de la independencia judicial
La independencia, además, puede ser analizada desde un punto de vista positivo y otro
negativo. Hasta acá, hemos referido al primero, en su doble perspectiva orgánica y
funcional, en cuanto el Poder Judicial es “libre, soberano e independiente de los demás
poderes del Estado” (Oberg y Manso, 2011, p. 67).
En una dimensión negativa, la independencia del Poder Judicial impide a los jueces
intervenir en las atribuciones o mezclarse en las funciones de los demás poderes públicos,
dimensión que tiene amparo legal en el art. 4º del COT y en los arts. 6° y 7° de la CPR.
3.3. Independencia interna e independencia externa
La independencia garantizada por el texto constitucional vigente se aviene con el respeto
del principio de separación de poderes, por lo que, según se ha visto, las normas
resguardan que otros poderes del Estado ejerzan funciones propias de los tribunales o se
inmiscuyan en sus atribuciones. Es así como se protege la independencia externa.
Sin embargo, también se reconoce una faceta interna de la independencia de los jueces,
que es necesario asegurar. Esta se refiere a la necesidad de que los jueces ejerzan sus
funciones sin la interferencia de otros jueces, especialmente de los que detentan una
jerarquía superior (Bordalí, 2020, p. 72). Sobre el particular, el Estatuto del Juez
Iberoamericano (Santa Cruz de Tenerife, 2011) garantiza en su art. 4:
“Independencia Interna. En el ejercicio de la jurisdicción, los jueces no se encuentran
sometidos a autoridades judiciales superiores, sin perjuicio de la facultad de éstas de
revisar las decisiones jurisdiccionales a través de los recursos legalmente establecidos, y
de la fuerza que cada ordenamiento nacional atribuya a la jurisprudencia y a los
precedentes emanados de las Cortes Supremas y Tribunales Supremos”.
En otras palabras, se trata que en el ejercicio de la función jurisdiccional los jueces
cuenten con la competencia suficiente para resolver los asuntos únicamente sometidos a
la ley y libre de presiones de cualquier tipo que puedan provenir de otros miembros del
Poder Judicial, por lo que el principio se ve afectado “cuando algún miembro del Poder
Judicial ejerce algún tipo de coacción o presión contra otro juez, con el objeto de
determinar el contenido de alguna actuación o resolución judicial” (Romero, 2017, p. 119).
Por esa razón el legislador prohíbe a los jueces el ejercicio de la abogacía y la
representación judicial, con la sola excepción de asumir la defensa en causas personales y
de determinados parientes, al tiempo que cualquier funcionario del orden judicial puede
quedar sujeto a responsabilidad disciplinaria si “recomendaren a jueces o tribunales
negocios pendientes en juicios contradictorios o causas criminales” (arts. 316 y 544 Nº 6
del COT, respectivamente).
La ONU en los Principios de Bangalore sobre la Conducta Judicial (2006) sobre el punto ha
declarado: “Al cumplir sus obligaciones judiciales, un juez será independiente de sus
compañeros de oficio con respecto a decisiones que esté obligado a tomar de forma
independiente”.
El problema que se detecta en este punto está en que la propia organización del Poder
Judicial puede poner en tensión la independencia interna de los jueces que lo integran. La
independencia de los jueces, en su faceta interna, puede verse afectada cuando una
organización jurisdiccional es jerarquizada y las funciones de gobierno judicial están
concentradas en un superior jerárquico, como ocurre con la de Chile. Ello permite que las
decisiones jurisdiccionales que adopta un tribunal puedan ser revisadas por su superior
jerárquico, órgano que a la vez tiene por ley las atribuciones de decidir sobre los ascensos
de los jueces, las calificaciones y la aplicación del régimen de disciplina.
En nuestro sistema la Corte Suprema, siendo el tribunal que está en la cúspide de la
organización judicial, tiene, por mandato constitucional, la “superintendencia directiva,
correccional y económica” de todos los tribunales de la República” con excepción del
Tribunal Constitucional, el Tribunal Calificador de Elecciones y los tribunales electorales
regionales (art. 83 de la CPR) y al mismo tiempo conoce de recursos procesales de gran
relevancia para el sistema recursivo nacional, como el recurso de casación en el fondo
(art. 98 Nº 1 del COT), el recurso de nulidad penal por infracción sustancial de derechos y
garantías fundamentales (art. 373 letra a) del CPP) y el recurso de unificación de
jurisprudencia laboral (art. 483 del CdT). En otras palabras, es la misma Corte Suprema el
tribunal que, en virtud de la ley, a la vez ejerce el máximo control jurisdiccional de las
decisiones adoptadas por los tribunales del país y las más relevantes funciones de
gobierno judicial (nombramiento de los jueces y disciplina judicial).
La situación descrita al menos pone en riesgo la independencia judicial interna, porque
podría llevar a los jueces a adoptar decisiones jurisdiccionales presionados por la eventual
aplicación de una medida disciplinaria y el futuro resultado de un ascenso. En otras
palabras, la excesiva concentración de poder en la cúspide del modelo, la Corte Suprema,
provoca problemas en la independencia de los jueces frente a sus superiores (Vargas,
2018, p. 93).
El tema será nuevamente abordado en los puntos que siguen, pero en esta parte es útil
traer a colación una crítica que la CorteIDH ha formulado al modelo jerarquizado chileno
de concentración de funciones jurisdiccionales y de gobierno en un solo órgano. En la
sentencia del caso Urrutia Laubreaux vs. Chile (2020) el tribunal interamericano declaró:
“Los jueces solo deben estar sometidos a la ley, y decidir en base a ella las cuestiones que
se le presenten. Este Tribunal ha señalado que los jueces “no deben verse compelidos a
evitar disentir con el órgano revisor de sus decisiones, el cual, en definitiva, sólo ejerce
una función judicial diferenciada y limitada a atender los puntos recursivos de las partes
disconformes con el fallo originario” (…) La existencia de una normativa que fomenta una
cultura jerárquica y de respeto a los superiores en el Poder Judicial crea un ambiente
propicio para que los jueces se vean obligados a actuar de cierta manera y, por ende,
atenta contra la independencia interna de los jueces” (Voto concurrente del juez L.
Patricio Pazmiño Freire, pf. 4 y 5, cursivas nuestras).
3.4. Independencia judicial y sistema de nombramiento de los jueces
Como se estudia en el capítulo VI, el régimen de nombramiento de los jueces regulado en
la CPR y otras leyes, dependiendo del cargo y escalafón, reconoce la intervención de los
tres poderes del Estado. La norma del art. 78 constitucional, que desarrolla con precisión
el pf. 3 del Título X del COT, es bastante precisa y clara: en todos los nombramientos de
jueces (jueces de tribunales inferiores, ministros y fiscales de las Cortes) intervienen,
según corresponda, las Cortes de Apelaciones y la Corte Suprema, el Presidente de la
República y el Senado (depende de la categoría y escalafón).
Con ese panorama resulta claro que la independencia externa no es absoluta, puesto que
en todos los procesos para el nombramiento de jueces interviene el Presidente de la
República y, en algunos, el Senado. Por otro lado, tampoco la independencia interna es
total, pues en el proceso de nombramiento de jueces de primer grado (en general, jueces
de letras) y de ministros y fiscales de las Cortes de Apelaciones intervienen, en el primer
caso, la Corte de Apelaciones correspondiente y, en el segundo, la Corte Suprema, es
decir, en ambas situaciones el superior jerárquico respectivo.
En la medida que el sistema de nombramiento privilegie criterios objetivos y se traduzca
en procedimientos racionales y públicos que garanticen que los jueces nombrados no
serán sujetos de presiones de los demás poderes del Estado o de otros grupos de poder, ni
obedecerán a influencias de otros jueces, particularmente los que estén en una posición
jerárquica superior, se protege también la independencia judicial. La relación ha sido
puesta de manifiesto por la CorteIDH en el ya citado caso del Tribunal Constitucional vs.
Perú (2001):
“Esta Corte considera necesario que se garantice la independencia de cualquier juez en un
Estado de Derecho y, en especial, la del juez constitucional en razón de la naturaleza de
los asuntos sometidos a su conocimiento. Como lo señalara la Corte Europea, la
independencia de cualquier juez supone que se cuente con un adecuado proceso de
nombramiento, con una duración establecida en el cargo y con una garantía contra
presiones externas” (pf. 75).
Por lo mismo no es de extrañar que varias propuestas de reforma legal y constitucional,
algunas apoyadas incluso por los mismos jueces, sostengan que es necesario sustraer de
las atribuciones de la Corte Suprema funciones de gobierno judicial que tengan relación
con el nombramiento, promoción, calificaciones y disciplina de los jueces, radicándolas en
un organismo del tipo consejo de la magistratura que goce de algún grado de autonomía
—en este punto hay opiniones diversas— para permitir que el más alto tribunal del Poder
Judicial asuma preponderantemente el control jurisdiccional de las decisiones de los
jueces de la República. El sistema de nombramiento de los jueces y, en general, del
gobierno judicial, es uno de los temas que en materia de justicia se debatió en el seno de
la Convención Constitucional (2021-2022).
Crónica
FUENTE www.diarioconstitucional.cl - 9 de noviembre de 2021
Presidente de la Corte Suprema expuso ante Comisión de Sistemas de Justicia de la
Convención Constitucional
«La justicia civil, penal, laboral y de familia, y el sistema recursivo, se ejerce con plenitud
en todo el territorio de la República, de manera continua, autónoma y estable, adjetivos
que vale la pena recalcar”, destacó Guillermo Silva Gundelach.
El presidente de la Corte Suprema, Guillermo Silva Gundelach, expuso ante la Comisión de
sistemas de justicia de la Convención Constitucional, que coordinan los convencionales
Christian Viera y Vanessa Hoppe. En la oportunidad el presidente enfatizó la relevancia
para el país de garantizar la independencia judicial.
Gobierno Judicial
En su presentación, la autoridad se refirió al gobierno judicial y la forma propuesta por la
institución para dividir la labor jurisdiccional de la administrativa. “En cuanto al gobierno
judicial, es amplio el consenso en torno a la necesidad de separar las funciones
jurisdiccionales de las administrativas. (…). En cuanto a qué competencias abarcaría el o
los órganos, figuran: nombramientos, formación y capacitación, responsabilidad
disciplinaria, administración y gestión de recursos; y, en cuanto a la composición de este
órgano u órganos, ésta puede ser interna, externa o mixta. Cualquiera sea el modelo que
se adopte, consideramos que el cambio debiera orientarse siempre a la garantía de
independencia, a fin de resguardar el debido proceso de todas las personas, por lo que el
nuevo órgano —u órganos- debiera estar conformado por integrantes con la capacitación
apropiada y conocedores de la función jurisdiccional”.
Para la Corte Suprema, un presupuesto estable para el Poder Judicial contribuye a la
independencia.
“Hemos advertido, también, que el actual diseño otorga competencia a la Corte Suprema
y Cortes de Apelaciones para intervenir tanto en los nombramientos de ciertas
autoridades no judiciales como en su remoción directa, en algunos casos. Sobre lo
primero, la opción que promueve que sea un órgano autónomo, distinto al judicial, el que
esté a cargo de estas designaciones, parece coherente con la generación de un sistema
autónomo de nombramiento de jueces. (…)”.
4. Principio de imparcialidad
La imparcialidad del juzgador es uno de los atributos más relevantes de la jurisdicción y
por ello desde muy antiguo ha sido concebida como una cualidad esencial en los jueces, al
tiempo que un elemento del “proceso con todas las garantías” o debido proceso (Garberí,
2009, p. 288). La imparcialidad sitúa al juez en una posición de neutralidad frente a las
alegaciones de las partes, de modo que su intervención en el juicio debe estar desprovista
de todo prejuicio e interés en el asunto que le corresponde decidir. En otras palabras, lo
que este principio exige es “decidir un caso de acuerdo con el derecho y no en base a
preferencias personales y/o de un tercero” (Larroucau, 2020, p. 62).
Un viejo aforismo expresa que “Nadie puede ser juez en su propia causa” (nemo iudex in
causa sua) y lleva mucha razón, si se considera que la exigencia al juez de una posición de
neutralidad en el asunto que le corresponde decidir es incompatible con la posición de las
partes (o de cada parte), que son quienes legítimamente alegan el reconocimiento en el
juicio de un derecho o la tutela de un interés. El propio Estatuto del Juez Iberoamericano
(2001) lo eleva a la categoría de un principio fundamental: “La imparcialidad del juez es
condición indispensable para el ejercicio de la función jurisdiccional” (art. 7).
La imparcialidad, entonces, sitúa al juez al margen de los intereses de las partes y del
proceso que le corresponde resolver. Ella exige “la ausencia de todo interés en su
decisión, distinto al de la recta aplicación de la justicia. (..) Al juez le está vedado conocer y
resolver asuntos en que sus intereses personales se hallen en conflicto con su obligación
de aplicar rigurosamente el derecho. No se puede ser juez y parte a un mismo tiempo”
(Devis, 2002, p. 56).
De lo dicho hasta ahora se colige que la dualidad de partes en un proceso es una garantía,
al menos formal, de la imparcialidad del juzgador. La presencia de dos partes con
intereses contrapuestos (p. ej. el demandante y el demandado; el MP y el imputado) pone
al juez en la necesidad de resolver un litigio. Recordemos acá la estructura dialéctica y
dialógica del proceso jurisdiccional que lo transforma “en sí mismo, [en] un método de
debate” (Couture, 1953, p. 52). La existencia en el proceso de dos partes enfrentadas
“posibilita la imparcialidad desde un punto de vista meramente formal. Efectivamente, si
se sitúa al juez frente a dos o más sujetos —ajenos a dicho juez— que debaten entre sí, se
posibilita que el juzgador se quede al margen del litigio, resolviéndolo con total
distanciamiento de las partes. De no existir este principio, como se ha visto, es casi segura
la directa implicación del juez en el litigio” (Nieva, 2014, p. 130, destacado nuestro).
La imparcialidad del juzgador es un atributo reconocido por los tratados internacionales
sobre derechos humanos: el art. 10 de la DUDH, el art. 14.1 del PIDCP, en el art. 6.1 del
CEDH y el art. 8.1 de la CADH, garantizan el derecho de los justiciables a acudir ante un
órgano independiente e imparcial. En el ámbito regional americano la CorteIDH en el caso
Duque vs. Colombia (2016) ha declarado:
“La Corte reitera que el derecho a ser juzgado por un juez o tribunal imparcial es una
garantía fundamental del debido proceso, debiéndose garantizar que el juez o tribunal en
el ejercicio de su función como juzgador cuente con la mayor objetividad para enfrentar el
juicio. Este Tribunal ha establecido que la imparcialidad exige que el juez que interviene
en una contienda particular se aproxime a los hechos de la causa careciendo, de manera
subjetiva, de todo prejuicio y, asimismo, ofreciendo garantías suficientes de índole
objetiva que inspiren la confianza necesaria a las partes en el caso, así como a los
ciudadanos en una sociedad democrática” (pf. 162, destacado nuestro).
4.1. Imparcialidad subjetiva e imparcialidad objetiva
Son dos maneras de aproximarse a la garantía, que exigen, como hemos visto, que el juez
esté situado en una posición equidistante y ajena a los intereses de las partes, como un
tercero no parcial, carente de prejuicio positivo o negativo en el asunto que le
corresponde resolver (Romero, 2017, p. 117).
De antiguo el TEDH ha resuelto que la imparcialidad se puede apreciar desde dos puntos
de vista: uno subjetivo, “que trata de averiguar la convicción personal de un juez
determinado en un caso concreto” y un punto de vista objetivo, que “se refiere a si éste
[el juez] ofrece las garantías suficientes para excluir cualquier duda razonable al respecto”
(caso Piersack vs. Bélgica, 1982, pf. 30, destacado nuestro). En consecuencia, una cosa es
que el juez se enfrente al asunto sin interés en los resultados del caso concreto que debe
resolver (p. ej. el juez no tiene vínculo de parentesco o amistad alguna con las partes) y
otra, que el contexto en que el juez ejerza la jurisdicción otorgue a las justiciables
garantías suficientes de imparcialidad (p. ej. el sistema garantiza que el juez no haya
emitido un pronunciamiento anticipado —prejuzgamiento— sobre el asunto), cuestión
que importa, incluso, a la comunidad donde ejerce jurisdicción.
Es por ello por lo que en esta materia basta que el juez esté situado en una posición que
podría despertar dudas de su imparcialidad para que, según el modelo, se activen los
mecanismos de resguardo (p. ej. apartamiento, inhabilidad), puesto que “[N]o basta con
que un juez sea realmente imparcial, que se sienta así incluso. Para la conservación de su
auctoritas ante la ciudadanía, es imprescindible que también «parezca» imparcial (…). Ello
es algo muy mal entendido en la práctica, cuando ha habido jueces que se han resistido a
ser recusados por este motivo. Sin embargo, es fundamental que si el juez ya no conserva
su imagen de imparcialidad, la confianza de la ciudadanía por la Justicia no se quebrante
por la inexplicable insistencia de un juzgador de mantener, a toda costa, su función en un
caso concreto” (Nieva, 2014, p. 129).
La CorteIDH también ha formulado esa distinción, demostrando que es útil a la hora de
identificar los casos en que se violenta el principio de imparcialidad. Sobre la imparcialidad
subjetiva ha declarado que:
“Asimismo, el Tribunal reitera que la imparcialidad personal de un juez debe ser
presumida, salvo prueba en contrario. Para el análisis de la imparcialidad subjetiva, el
Tribunal debe intentar averiguar las convicciones, intereses o motivaciones personales del
juez en un determinado caso. En cuanto al tipo de evidencia que se necesita para probar
la imparcialidad subjetiva, se debe tratar de determinar, por ejemplo, si el juez ha
manifestado hostilidad o si ha hecho que el caso sea asignado a él por razones
personales”. (Caso Amrhein y Otros vs. Costa Rica, 2018, pf. 386, destacado nuestro).
Tratando de la imparcialidad objetiva, la Corte ha declarado que:
“Por su parte, la denominada imparcialidad objetiva consiste en determinar si el juez
cuestionado brindó elementos convincentes que permitan eliminar temores legítimos o
fundadas sospechas de parcialidad sobre su persona. Ello puesto que el juez debe
aparecer como actuando sin estar sujeto a influencia, aliciente, presión, amenaza o
intromisión, directa o indirecta, sino única y exclusivamente conforme a —y movido por—
el Derecho” (caso López Lone y Otros vs. Honduras, 2015, pf. 233, destacado nuestro).
La distinción también tiene relevancia en la resolución de los asuntos en el ámbito interno,
pues permite identificar los aspectos de la función jurisdiccional que quedan cubiertos por
la garantía de la imparcialidad. Así la Corte Suprema ha resuelto en la SCS, Rol Corte Nº
13.123-2018, de 24 de octubre de 2018:
“[T]odo acusado, en resguardo de su derecho a ser juzgado por un tribunal imparcial, se
encuentra en condiciones de reclamar la falta de dicha garantía cuando existen
circunstancias externas, objetivas, que sugieren sospechas legítimas sobre la existencia de
prejuicios del juzgador en la solución del caso que debe resolver, sin que pese sobre el
imputado la carga de demostrar que el juez, efectivamente, albergaba en su fuero interno
la aspiración de una sentencia perjudicial a sus intereses. De este modo, en consonancia
con las exigencias que postula la imparcialidad objetiva, todo juez respecto de quien
puedan existir motivos plausibles para desconfiar de su imparcialidad debe inhibirse de
conocer el caso” (cons. 6º, destacado nuestro).
4.2. Imparcialidad judicial e independencia institucional
La separación de los poderes públicos permite garantizar la independencia de los órganos
jurisdiccionales y la estructura que los sostiene. Sin embargo, el correcto ejercicio de la
función jurisdiccional para la tutela de los derechos e intereses de los justiciables requiere
que los jueces gocen de independencia, atributo subjetivo que se vincula con el de la
imparcialidad judicial.
Si bien la independencia orgánica y funcional es una propiedad distinta a la imparcialidad,
ella está reconocida al servicio de esta última: es tan relevante que la independencia
permita que los jueces sean imparciales, atributo esencial de la jurisdicción, que la CPR, al
consagrar la independencia, “lo hace con la finalidad de que ella contribuya a la
imparcialidad de los jueces. En otros términos, entendemos que la independencia
funcional es instrumental a la imparcialidad o independencia personal del juez” (Pereira,
1996, p. 262, cursivas en el original).
Esta relación ha sido puesta de relieve por la ONU en el texto de los Principios Básicos
Relativos a la Independencia de la Judicatura (Milán 1985), que en lo relativo a la
independencia de la judicatura expresa:
“Los jueces resolverán los asuntos que conozcan con imparcialidad, basándose en los
hechos y en consonancia con el derecho, sin restricción alguna y sin influencias, alicientes,
presiones, amenazas o intromisiones indebidas, sean directas o indirectas, de cualesquiera
sectores o por cualquier motivo”.
Pero es necesario insistir que aunque entre los principios de independencia y de
imparcialidad judicial exista un vínculo estrecho, ambos tienen diferencias importantes: la
independencia es una garantía político-institucional para que los jueces ejerzan sus
funciones con estricto apego al Derecho, libres de todo tipo de presiones e influencias,
externas e internas, por lo que puede ser evaluada en abstracto observando las
características del modelo de justicia. La imparcialidad es una garantía que permite
mantener al juez en una posición de neutralidad en un caso concreto, ajeno a los intereses
que las partes hacen valer en el mismo y su falta o déficit ha de evaluarse en cada caso
concreto, verificando si concurren las causales que justifican el apartamiento del juez por
su inhabilidad (Romero, 2017, pp. 119 y 120).
4.3. La imparcialidad y su protección en el sistema chileno
La imparcialidad, a pesar de ser una cualidad esencial del juzgador, no es un atributo que
aparezca reconocido expresamente y con generalidad en nuestra legislación. Las
referencias son, por el contrario, aisladas. Por ejemplo, en el CPP se reconoce como el
derecho a ser juzgado por un tribunal imparcial (art. 1º), en el COT, a propósito del
régimen de las implicancias y recusaciones (arts. 196 Nº 16, 200, 484 y 488), en el CPC, en
la regulación del incidente a que dan lugar las implicancias y recusaciones (art. 125) y en la
Ley N° 19.968, pero a propósito del estatuto de la mediación familiar (arts. 103 y ss.), por
lo que en este caso escapa del ámbito jurisdiccional.
Hemos señalado que la imparcialidad del juez es un elemento que integra la garantía del
debido proceso, por lo que debe entenderse incorporada como estándar de un
procedimiento racional y justo del art. 19 Nº 3 inc. 6º de la CPR. Además, la garantía
constitucional resulta enriquecida por las normas de los tratados internacionales sobre
derechos humanos ratificados por Chile, como el PIDCP y la CADH, que, según hemos
visto, garantizan expresamente la independencia e imparcialidad, y por el acervo
jurisprudencial del sistema interamericano de protección de los derechos humanos. En
suma, puede afirmarse que en nuestro sistema se reconoce y asegura la imparcialidad de
los jueces como una garantía esencial del debido proceso.
En Chile el sistema legal de tutela de la imparcialidad y que persigue la inhabilidad de los
jueces para conocer determinados casos es el de las implicancias y recusaciones. Ambos
son mecanismos que especifican casos en que el juez carece de imparcialidad o ella se ve
afectada o amenazada, por tener vinculaciones con las partes o relación con el asunto
concreto que está llamado a resolver. Nuestro modelo se decanta, entonces, por la opción
técnica de regular legalmente las causales de inhabilidad (Romero, 2017, p. 121).
El legislador contempla causales tasadas de inhabilidad —las de implicancia y las de
recusación están enunciadas en los arts. 195 y 196 del COT—, que puedan ser
objetivamente constatables “cuya concurrencia convierte al juez en sospechoso de
parcialidad, con independencia de que en la realidad el juez concreto sea o no capaz de
mantener su imparcialidad” (Oberg y Manso, 2011, p. 123, destacado nuestro). La
concurrencia de las causales legales de inhabilidad no puede verificarse en abstracto, sino
que ha de evaluarse en cada caso concreto y si el juez se declara incurso en una causal de
implicancia (p. ej. el juez es parte en el pleito que le corresponde resolver) o si acoge la
solicitud de recusación planteada por una o ambas partes (p. ej. el juez tiene con una de
las partes un lazo de amistad estrecho), debe abstenerse de conocer o seguir conociendo
del asunto.
En suma, lo que caracteriza a nuestro sistema legal de inhabilidades para el resguardo de
la imparcialidad del juzgamiento, es que la ley regula un conjunto de circunstancias “que
miran a las posibles vinculaciones del afectado [el juez] con las partes o con el conflicto, y
que permiten alejar del conocimiento de un asunto determinado a jueces u otros
funcionarios auxiliares de la administración de justicia” (Figueroa y Morgado, 2013a, p.
110).
Crónica
FUENTE: NOTICIAS DEL PODER JUDICIAL - 29 de diciembre de 2022
Corte Suprema acoge recurso de nulidad por falta de imparcialidad de juez y ordena
nuevo juicio oral contra Martín Pradenas
En fallo dividido, la Segunda Sala no cuestiona el fondo de la resolución, como lo son las
pruebas rendidas, la participación atribuida al acusado y la perspectiva de género
plasmada en la resolución del caso, sino la vulneración a la garantía del “juez imparcial”,
debido a que uno de los integrantes del TOP de Temuco realizó comentarios en sus redes
sociales mientras se desarrollaba el juicio oral.
Tras constatar la falta de imparcialidad de uno de los jueces, la Corte Suprema acogió el
recurso de nulidad de la defensa y le ordenó al Tribunal de Juicio Oral en lo Penal de
Temuco la realización de nuevo juicio, por jueces no inhabilitados, en contra de Martín
Nicolás Ignacio Pradenas Dürr, acusado por el Ministerio Público como autor de dos
delitos consumados de violación de mayor de 14 años, cuatro delitos consumados de
abuso sexual de mayor de 14 y un delito consumado de abuso sexual de menor de 14
años. Ilícitos perpetrados entre noviembre de 2010 y septiembre de 2019, en la ciudad y
en la comuna de Pucón.
En fallo dividido (causa rol 80.876-2022), la Segunda Sala del máximo tribunal (…) no
cuestiona el fondo de la resolución, como lo son las pruebas rendidas, la participación
atribuida al acusado y la perspectiva de género plasmada en la resolución del caso, sino la
vulneración a la garantía del “juez imparcial”, debido a que uno de los integrantes del TOP
de Temuco realizó comentarios en sus redes sociales mientras se desarrollaba el juicio oral
y que dan cuenta de que el magistrado redactor de la sentencia condenatoria enfrentó el
proceso alejado de la objetividad a que está obligado por ley.
La resolución de la Corte Suprema implica que Pradenas Dürr deberá permanecer en
prisión preventiva a la espera de la realización del nuevo juicio.
Además, la Sala dispuso que la Corte de Apelaciones de Temuco instruya una investigación
sumaria respecto del Juez Leonel Torres Labbé, para determinar una eventual
responsabilidad disciplinaria en su actuar durante el juicio.
Falta de objetividad
“Que, como se observa, las publicaciones antes reseñadas fueron realizadas por el Juez
Leonel Torres Labbé —encargado de la redacción del arbitrio recurrido—, incluso antes de
que el tribunal terminara de oír la prueba ofrecida durante la audiencia de juicio y
también tras haber comunicado el veredicto condenatorio —el 06 de agosto de 2022—,
pero antes de la comunicación de la sentencia —el 26 de agosto siguiente—, según se
desprende de su contenido, y, por consiguiente, antes de resolver las solicitudes
planteadas por la defensa en la audiencia de estilo, prevista en el artículo 343 del Código
Procesal Penal, y se determinara la pena en concreto que el tribunal fuera a imponer al
acusado”, sostiene el fallo. (…)
Para la Sala Penal: “Estos antecedentes resultaron suficientes para establecer fundadas
sospechas sobre la falta de imparcialidad que se denuncia, desde que son unívocos en
cuanto al ánimo con que el Juez Torres Labbé enfrentó el caso y su opinión personal de la
persona del acusado, emitiendo comentarios en redes sociales que dan cuenta de un
prejuzgamiento del imputado antes de la conclusión del juicio (‘vengador implacable…
pero de buenos argumentos’); y compartiendo descalificaciones realizadas en contra del
encartado, que si bien fueron proferidas por terceros, hizo suyas al aceptar publicarlas en
su cuenta de Instagram, la que por demás es pública; todos antecedentes de los que se
desprende el especial ánimo del Juez Torres Labbé con el que se enfrentó al juicio,
apartándose de su deber de objetividad y con ello, careciendo de imparcialidad objetiva y
subjetiva con la que debía aproximarse a los hechos de la causa”. (…)

5. Principio de responsabilidad
Este principio es una aplicación del principio general de responsabilidad que afecta a los
funcionarios públicos por los actos abusivos que cometan ejerciendo sus funciones (Oberg
y Manso, 2011, p. 72) y sirve como una herramienta eficiente para evitar que el Poder
Judicial se transforme en un poder despótico. Además, salvaguarda los intereses de la
colectividad y de los particulares, asegurando la recta y debida administración de justicia.
La responsabilidad judicial se vincula con los principios de independencia e inamovilidad
de los jueces, en una relación de equilibrio, dado que “un juez plenamente independiente
e inamovible, investido del vigoroso poder jurisdiccional, implica un grave riesgo, propio
del ejercicio de toda potestad irrestricta: convertir el juez en un déspota. De ahí la
necesidad de hacerlo responsable, con el objetivo de contener y racionalizar su poder.”
(Pereira, 1996, pp. 265 y 266).
Su reconocimiento constitucional se halla en los arts. 79 y 80 inc. 1º de la CPR; legalmente,
se encuentra con generalidad en el art. 13 del COT.
5.1. Tipos de responsabilidad judicial
En el ejercicio de su cargo, los jueces pueden incurrir en diversos tipos de responsabilidad:
disciplinaria, penal, civil y política.
5.1.1. Responsabilidad disciplinaria
Los jueces pueden incurrir en ella cuando cometen faltas o abusos con ocasión de los
actos propios de su ministerio, pero sin que tales hechos constituyan crimen o simple
delito.
A la Corte Suprema le corresponde velar por la conducta de los jueces. Como una de las
funciones de gobierno judicial, a este tribunal la ley ha otorgado la Facultad Disciplinaria,
reconocida en art. 82 de la CPR (superintendencia directiva, correccional y económica de
todos los tribunales de la República), mandato que reitera el art. 540 del COT.
Estas atribuciones disciplinarias y correccionales de la Corte Suprema y, en general, de
todos los tribunales están reglamentadas con mayor precisión en el Título XVI del COT (pf.
1º arts. 530 y ss., “De la Jurisdicción Disciplinaria y de la Inspección y Vigilancia de los
Servicios Judiciales”), normas que establecen los mecanismos para hacer efectiva la
responsabilidad disciplinaria de los jueces y las sanciones aplicables (también contempla
varias normas relativas a las faltas en que incurran los abogados y las sanciones que les
son aplicables).
Sobre la responsabilidad disciplinaria y el procedimiento para hacerla efectiva existe
regulación también en algunos AA de la Corte Suprema. El más reciente es el contenido en
el Acta 108-2020, de 4 de septiembre de 2020, “Auto Acordado sobre Procedimiento para
Investigar la Responsabilidad Disciplinaria de los Integrantes del Poder Judicial” y que
derogó el AA contenido en el Acta 15-2018 (debe recordarse que todas estas normas son
de rango infra legal).
La responsabilidad disciplinaria puede hacerse efectiva: i) De oficio por los tribunales
superiores de justicia, actuando sus facultades disciplinarias (o “jurisdicción disciplinaria”)
respecto de sus inferiores jerárquicos, o ii) A petición de la parte afectada. En este último
caso es preciso distinguir dos vías para hacer efectiva esta responsabilidad: la Queja
Disciplinaria y el Recurso de Queja.
5.1.1.1. La queja disciplinaria
Las partes afectadas por algún acto de juez cometido en el ejercicio de sus funciones
pueden deducir las correspondientes quejas disciplinarias, conforme con el art. 536 del
COT, cuando la responsabilidad disciplinaria del juez no se ha hecho efectiva de oficio (por
su superior jerárquico). Para estos efectos, las Cortes de Apelaciones deben disponer de
audiencias públicas diarias para recibir las quejas verbales contra los funcionarios de su
territorio jurisdiccional (art. 547 del COT).
Las “faltas o abusos” que haya cometido un juez, motivo de la queja disciplinaria, pueden
ser corregidos por las Cortes de Apelaciones por medio de una serie de medidas
enumeradas en el art. 537 del COT y que van desde la amonestación privada a la
suspensión de funciones hasta por cuatro meses.
Estas facultades pueden ser ejercitadas, incluso, de oficio por las Cortes de Apelaciones
(art. 538 del COT). Y la Corte Suprema puede corregir por sí las faltas o abuso que
cualquier juez o funcionario judicial de la República cometiere en el ejercicio de sus
funciones “siempre que lo juzgare conveniente a la buena administración de justicia”,
usando las atribuciones que reconocen los arts. 536 y 537 citados (art. 541 inc. 2º del
COT).
5.1.1.2. Recurso de queja
Esta herramienta puede ejercerse cuando la falta o abuso se ha cometido precisamente
en la dictación de una resolución judicial. En tal caso las partes afectadas por ella pueden
deducir el recurso de queja, de acuerdo con los arts. 545 al 549 del COT. En la actualidad,
además de las normas pertinentes de este Código, el recuro de queja está regulado por el
AA sobre Tramitación y Fallo de los Recursos de Queja (1972), norma preconstitucional
pero que se halla aún vigente.
El llamado “recurso de queja” no es propiamente un medio de impugnación que persiga el
control jurisdiccional por un tribunal superior de la decisión adoptada por el inferior, sino
que su objetivo central es verificar la existencia de una falta o abuso grave cometido en la
dictación de una resolución judicial (art. 545 del COT). Así lo ha entendido la doctrina y la
jurisprudencia, particularmente después de la reforma que introdujo la Ley Nº 19.374
(1995) limitando sus alcances:
“Que en el presente caso, el mérito de los antecedentes no permite concluir que los
jueces recurridos —al decidir como lo hicieron— hayan incurrido en alguna de las
conductas que la ley reprueba y que sea necesario reprimir y enmendar mediante el
ejercicio de las atribuciones disciplinarias de esta Corte. (…) [E]l recurso gira en torno a la
aplicación de los artículos 470, 472 y 476 del Código del Trabajo (…), materia que siendo
propia de la actividad hermenéutica, no es controlable por esta vía” (SCS, Rol Corte Nº
41.907-2017, de 12 de diciembre de 2017, voto en contra, destacado nuestro).
“Que al respecto cabe señalar que, como ha dicho reiteradamente esta Corte, el proceso
de interpretación de la ley que llevan a cabo los juzgadores en cumplimiento de su
cometido no puede ser revisado por la vía del recurso de queja, porque ello constituye
una labor fundamental, propia y privativa de los jueces, razón por la cual, el presente
arbitrio debe ser desestimado” (SCS, Rol Corte Nº 1.128-2018, de 27 de marzo de 2018,
cons. 6º, destacado nuestro).
Por lo ya explicado es que este mecanismo de control disciplinario que conocen las Cortes
de Apelaciones y la Corte Suprema, según el caso (art. 63 Nº 1 letra c) y art. 98 Nº 7 del
COT), no se deduce contra la resolución dictada con falta o abuso grave, sino contra el o
los jueces que la dictaron, que puede ser un tribunal unipersonal o un tribunal colegiado
(“jueces recurridos”).
El recurso de queja tiene varios aspectos interesantes que no corresponde analizar por
ahora. Sin embargo, debe destacarse que si la Corte detecta la existencia de una falta o
abuso grave en la dictación de la resolución que motiva el recurso, tiene amplias
facultades para remediar el perjuicio que causan, pudiendo revocar, enmendar o invalidar
la resolución (Mosquera y Maturana, 2017, pp. 452 y 453), pero si decide invalidar la
resolución debe pasar los antecedentes al tribunal pleno para que este resuelva sobre la
aplicación de las medidas disciplinarias que correspondan (art. 545 inc. final del COT y art.
13 del AA).
Por ejemplo, si se deduce un recurso de queja contra un juez de un Juzgado Civil de
Puente Alto, debe ser conocido en única instancia por la Corte de Apelaciones de San
Miguel, actuando en sala (arts. 63 nº 1 letra c) y 66 inc. 5º parte 1ª del COT). Si esta
determina que en la resolución judicial que dio origen al recurso el juez recurrido cometió
una falta o un abuso grave en su dictación, acogerá el recurso e identificará los errores u
omisiones que los constituyan (art. 545 inc. 2º del COT), adoptando todas las medidas
necesarias para remediar tal falta o abuso. Si la sala decide invalidar la resolución debe
enviar los antecedentes al pleno de la misma Corte, para que esta decida si, dada la
naturaleza de la falta o abuso, corresponde aplicar contra el juez una medida disciplinaria
(arts. 66 inc. 5º parte 2º y 98 Nº 7 del COT).
5.1.2. Responsabilidad penal o criminal
Incurren en ella los jueces que ejerciendo sus funciones y en los casos específicamente
previstos por la ley cometen algún delito. Debe resaltarse que el estatuto que aquí
referiremos se aplica cuando los jueces cometen determinados delitos en el ejercicio de
sus funciones (llamados delitos ministeriales) y no como particulares, puesto que en este
caso responden como cualquier persona.
El art. 79 de la CPR reconoce la responsabilidad penal de los jueces denominando
genéricamente “prevaricación” a todas las conductas delictuosas que los jueces pueden
cometer, las que se encuentran tipificadas en los arts. 223 y ss. del CP (“Prevaricación”, pf.
4, Título V, Libro II). También debe tenerse en cuenta el art. 324 del COT, que hace
responsable a los jueces del “cohecho, la falta de observancia en materia sustancial de las
leyes que reglan el procedimiento, la denegación y la torcida administración de justicia y,
en general, toda prevaricación o grave infracción de cualquiera de los deberes que las
leyes imponen a los jueces”, de acuerdo con los preceptos del CP.
En consecuencia, no toda conducta de los jueces que actúen ejerciendo sus funciones
genera esta responsabilidad, pues, de acuerdo con el art. 13 del COT, es la ley la
encargada de determinar los casos en que ello ocurre, lo que es coherente con el principio
de legalidad penal (art. 19 Nº 3 inc. 9º de la CPR).
Sin embargo, la ley exime a los miembros de la Corte Suprema de responsabilidad penal
por los delitos de falta de observancia de las leyes que reglan el procedimiento,
denegación y torcida administración de justicia (art. 324 inc. 2º del COT, en relación con el
art. 79 inc. 2º constitucional), lo que sería consistente con una de las atribuciones
paradigmáticas del máximo tribunal que es conocer del recurso de casación en el fondo,
dado que si se pretendiera hacer efectiva la responsabilidad penal de sus miembros “por
torcida administración de justicia, sería preciso resolver que han aplicado mal la ley,
torciendo su inteligencia, haciéndola decir lo que no dice. Y como esto no puede
suponerse legalmente en un tribunal cuya misión es la de fijar la inteligencia verdadera de
la ley y la de armonizar y uniformar la jurisprudencia de los tribunales, no se divisa cuál
pudiera ser el juez revestido de la facultad de declarar que es torcido y malo aquello que
la ley reputa como derecho y bueno” (Pereira, 1996, p. 267, nota al pie Nº 348, citando la
opinión del diputado y jurista Jorge Huneeus Zegers en el debate parlamentario del art.
159 de la Ley de Organización y Atribuciones de los Tribunales, de 1875, antecesor del art.
324 del COT).
El constituyente de 1980 dejó al legislador la tarea de determinar “los casos y el modo de
hacer efectiva” la responsabilidad penal de los miembros de la Corte Suprema, según
ordena el art. 79 inc. 2º de la CPR. Para interpretar esta norma una opción es entender
que debe regularse legalmente por qué delitos responden los jueces del máximo tribunal y
cuál es el procedimiento para hacer efectiva esta responsabilidad, tarea que aún estaría
pendiente, según se ha advertido hace años (Pereira, 1996, pp. 267 y 268). La otra opción
es entender que el mandato del art. 79 inc. 2º constitucional se satisface con una norma
preconstitucional: el art. 324 inc. 2º del COT que, como hemos visto, exonera de
responsabilidad a los jueces de la Corte Suprema en los tres ilícitos que expresa.
Suscribimos la primera opinión, en el sentido que la norma del art. 79 inc. 2º de la CPR
impone un claro mandato al legislador para que determine los casos (delitos) y modo
(procedimientos) para que los jueces del más alto tribunal respondan penalmente si por
su conducta ello corresponde, por lo que sería necesario adecuar el art. 324 del COT al
mandato constitucional.
¿Cómo se hace efectiva la responsabilidad penal de los jueces?
Para hacer efectiva la responsabilidad penal de los jueces es necesario que se inicie un
proceso previo, según el art. 328 del COT. Este proceso previo o antejuicio se denomina
Querella de Capítulos y su regulación se halla en el Título V Libro IV del CPP (arts. 424 a
430).
La querella de capítulos es una verdadera actividad prejudicial de un proceso penal y tiene
por finalidad obtener de un tribunal la autorización para proceder penalmente contra un
juez para “hacer efectiva la responsabilidad criminal de los jueces, fiscales judiciales y
fiscales del ministerio público por actos que hubieren ejecutado en el ejercicio de sus
funciones e importare una infracción penada por la ley” (art. 424 del CPP).
Si la Corte de Apelaciones correspondiente, que es el tribunal llamado por ley a declarar
“admisibles los capítulos de acusación”, acoge la querella de capítulos, el juez capitulado
queda suspendido en el ejercicio de sus funciones y el proceso penal debe seguir su curso
de acuerdo con las reglas generales, por lo que asume el conocimiento el juzgado de
garantía que corresponda y posteriormente el tribunal de juicio oral en lo penal, según el
caso (art. 428 del CPP).
Si en el juicio posterior se declara por sentencia firme que el juez tiene responsabilidad
penal por un delito cometido en el ejercicio de sus funciones (p. ej. prevaricación,
cohecho), se produce la expiración de su cargo y debe abandonarlo (art. 332 Nº 9 del
COT), por lo que constituye una causa de amovilidad. Todo ello, sin perjuicio de sufrir la o
las penas que correspondan según la ley penal.
5.1.3. Responsabilidad civil
Esta es la responsabilidad que los jueces asumen para reparar los daños que haya
producido un hecho ilícito cometido en el ejercicio de sus funciones (arts. 325 y 326 del
COT), por lo que se aplica el estatuto del Código Civil (arts. 2314 y ss.). Está entonces
íntimamente vinculada a la existencia de responsabilidad penal.
La responsabilidad civil puede afectar individualmente al juez de un tribunal unipersonal,
individualmente a uno o más miembros de un Tribunal colegiado o solidariamente a todos
ellos (art. 327 del COT).
Para hacer efectiva esta responsabilidad la víctima debe demandar la correspondiente
responsabilidad civil extracontractual del o los jueces (Larroucau, 2020, p. 120), siendo
además necesario que la petición sea sometida a un examen previo de admisibilidad (art.
328 del COT). No obstante, no se acude a la figura de la Querella de Capítulos, puesto que
esta está vinculada a la responsabilidad penal, siendo suficiente que la respectiva
demanda contenga la solicitud que se declare su admisibilidad y ella sea calificada de
admisible por el juez o tribunal que conozca de la misma. Esa y otras limitaciones (arts.
328 a 331 del COT) tienen por finalidad “evitar que los jueces sean víctimas de mala fe, de
la torpeza, venganza o enemistad de los litigantes” (Oberg y Manso, 2011, p. 73).
Declarada judicialmente la responsabilidad civil de un juez por un hecho ilícito cometido
en el ejercicio de sus funciones, expira su cargo y debe abandonarlo, por lo que también
constituye una causa de amovilidad (art. 332 Nº 9 del COT).
5.1.4. Responsabilidad política o constitucional
Se denomina así a la responsabilidad que afecta a los jueces de los Tribunales Superiores
de Justicia cuando incurren en “notable abandono de sus deberes”, que es la única causal
que la hace procedente. Esta responsabilidad se hace efectiva por medio de una acusación
constitucional (art. 52 Nº 2 de la CPR y arts. 37 y ss. de la Ley Nº 19.918, Orgánica
Constitucional del Congreso Nacional), mecanismo que constituye un juicio político y que
tiene orígenes remotos en el sistema inglés, aun cuando en nuestro sistema constitucional
se remonta a la Constitución de 1828 (art. 47).
A pesar de que ha habido alguna discrepancia en torno a quiénes afecta este tipo de
responsabilidad, se ha entendido que la expresión “magistrados de los tribunales
superiores de justicia” comprende a los ministros de la Corte Suprema, las Cortes de
Apelaciones y las Cortes Marciales.
La causal que permite hacer efectiva este tipo de responsabilidad, promoviendo un juicio
político, es bastante indeterminada. ¿Qué debe entenderse por notable abandono de los
deberes? En Chile el profesor Hugo Pereira ha explicado que “un juez hace notable
abandono de sus deberes cuando de manera digna de atención o de reproche descuida el
cumplimiento de los mismos o, atendiendo más al sentido que a la literalidad de los
vocablos, cuando de manera ostensible desampara a las personas o cosas que debe
proteger en razón de los deberes propios de su cargo” (Pereira, 1996, p. 272, destacado
en el original).
En cuanto al procedimiento, interviene en él la Cámara de Diputados y el Senado, la
primera decidiendo sobre su admisibilidad y el segundo resolviéndolo. Es una atribución
exclusiva de la Cámara de Diputados declarar si ha lugar o no a las acusaciones
constitucionales formuladas en contra de los magistrados de los tribunales superiores de
justicia por “notable abandono de sus deberes”, previo informe de una comisión de
diputados conformada para el efecto (art. 52 Nº 2 letra c) de la CPR y arts. 38 y 41 de la
Ley Nº 19.918) y audiencia del juez afectado. Aprobada la acusación constitucional por la
Cámara de Diputados, corresponde al Senado pronunciarse sobre ella, conociendo como
jurado, por lo que resuelve en conciencia (art. 53 Nº 1 de la CPR).
La “declaración de culpabilidad” de los magistrados en el marco de esta acusación
constitucional provoca la cesación de sus cargos (arts. 53 Nº 1 inc. 4º de la CPR y 333 del
COT), por lo que también constituye una causa de amovilidad. Pero a pesar de que el
mecanismo se halla presente en la vida republicana desde el siglo XIX, su promoción
respecto de ministros de los tribunales superiores de justicia ha sido infrecuente, siendo
contadísimos los casos en que se ha decidido finalmente por la destitución (caso del
exministro de la Corte Suprema señor Hernán Cereceda, en 1993, por el conocido “caso
Chanfreau”) (Larroucau, 2020, pp. 125 y 126).
5.2. Responsabilidad de los jueces y gobierno judicial
El sistema actual de responsabilidad de jueces y funcionarios del sistema judicial padece
de los mismos problemas que pueden acusarse del régimen de nombramiento, pues dado
que la Corte Suprema tiene la superintendencia directiva, correccional y económica de
todos los tribunales del país, con las excepciones ya indicadas, y que la organización
jurisdiccional es excesivamente jerarquizada, pueden formularse varios reparos desde el
punto de vista del respeto a las garantías del debido proceso que ponen en riesgo la
independencia interna de los jueces (Bordalí, 2020, p. 181).
A pesar de que la Corte Suprema ha regulado el sistema para hacer efectiva la
responsabilidad disciplinaria de jueces y funcionarios adecuando bastante los
procedimientos a los estándares del debido proceso, lo que puede observarse de la
lectura del art. 4 de la ya citada Acta 108-2020, lo cierto es que perviven varios aspectos
criticables, entre los que destacan:
1) La deficiente tipificación legal de las conductas ilícitas. El legislador del COT contempla
varias conductas que generan responsabilidad disciplinaria para los funcionarios del Poder
Judicial y de las que puede resultar, incluso, el cese del cargo. Con esas serias
consecuencias sería predicable que tales conductas estuvieren precisamente definidas,
cumpliendo el principio de tipicidad en materia sancionatoria, lo que no ocurre siempre,
dado que hay causales de mal comportamiento de tipo genéricas, muy imprecisas o
incluso moralizantes (p. ej. el art. 337 Nº 3 del COT presume de derecho el mal
comportamiento del juez cuando “fuere corregido disciplinariamente más de dos veces en
cualquier espacio de tiempo, por observar una conducta viciosa, por comportamiento
poco honroso o por negligencia habitual en el desempeño de sus funciones”; o el art. 544
Nº 4 del COT que impone el deber a las Cortes de ejercer las facultades disciplinarias
contra los funcionarios judiciales “cuando por irregularidades de su conducta moral o por
vicios que es hicieren desmerecer en el concepto público comprometieren el decoro de su
ministerio”).
El mismo déficit puede acusarse del art. 80 inc. 3º de la CPR, puesto que la declaración de
que un juez no ha tenido un “buen comportamiento” y que autoriza su remoción, está
lejos de ser una conducta definida con estándares de tipicidad necesaria.
Lo antedicho no carece de relevancia, si se repara en que el propio legislador califica de
“penas correccionales” a las que especifica en los arts. 537 y 542 del COT, según expresa
el art. 539 inc. 2º del mismo Código.
2) La investigación y decisión en manos de su superior jerárquico. Al fiscal judicial de la
Corte Suprema le corresponde por sí o por medio de los fiscales judiciales de las Cortes de
Apelaciones, vigilar “la conducta funcionaria de los demás tribunales y empleados del
orden judicial”, para efectos que el máximo tribunal haga uso de sus atribuciones
disciplinarias y correccionales (art. 353 Nº 1 del COT) figura que representa claramente la
organización jerárquica y vertical del Poder Judicial asociada no solo al control
propiamente jurisdiccional, sino también al disciplinario.
Aparte que, según el diseño legal replicado por el AA, es tribunal competente para
resolver sobre la responsabilidad disciplinaria el superior jerárquico del funcionario u
órgano sujeto al procedimiento, sumado a que la investigación, la formulación de cargos y
la redacción del informe final son encomendadas a un fiscal judicial de la Corte respectiva,
el que es obviamente un funcionario de esta. En otras palabras, el instructor, que es un
superior jerárquico del funcionario investigado, a la vez pertenece y hasta en algunos
casos integra la respectiva Corte. Con ello se pone en riesgo la objetividad con que debe
actuar el instructor.
3) Defectos en el contradictorio. Las exposiciones orales ante el órgano resolutor son una
réplica de los alegatos ante las Cortes y dado que aquel resuelve sobre la base de las
pruebas recopiladas por el investigador durante la fase de instrucción, señaladas en el
informe final, no existe un verdadero debate contradictorio acerca de las pruebas, lo que
limita el derecho del juez o funcionario investigado a someter a control la investigación
efectuada.
Con todo lo dicho hasta aquí resulta complejo y cuestionable que la Corte Suprema, como
tribunal de vértice, siga reuniendo las potestades propias del control jurisdiccional (p. ej.
conocer de recursos de apelación y casación en la forma y en el fondo) y las del gobierno
judicial (nombramiento, calificación y disciplina judicial), dado que esto puede suponer
una confusión de planos que ponga en riesgo la independencia judicial. Ello a pesar de que
el Acta 108-2020 declare en su art. 5: “Autonomía jurisdiccional. No procederá abrir
proceso disciplinario por decisiones contenidas en resoluciones judiciales dictadas en
asuntos jurisdiccionales”, declaración que parece poco compatible con la actual estructura
orgánica y el vigente régimen legal de la disciplina judicial.
Crónica
FUENTE: EL MERCURIO LEGAL - 13 de julio de 2020
Corte Suprema decide introducir nuevos cambios al procedimiento disciplinario
El plazo máximo de los sumarios aumentó de 60 a 90 días, según la decisión del Pleno.
Además, habrá reserva de nombre de investigados.
Cinthya Carvajal A.
El Poder Judicial introducirá nuevos cambios en el procedimiento disciplinario para
investigar a jueces y funcionarios que incurran en faltas a sus deberes o en infracciones a
su cargo. A la denomina Acta 15-2018. Ya en 2018 se realizaron importantes
modificaciones en los sumarios administrativos: el sistema es oral, se terminó con la
reserva y la tramitación es digital. A una comisión a cargo del exvocero Lamberto
Cisternas, el ministro Jorge Dahm, representantes de los fiscales judiciales, que son los
investigadores de jueces, se le encomendó revisar cómo estaba funcionando el sistema
disciplinario y propusieron algunos ajustes. También se consideró la opinión de la
Asociación Nacional de Magistrados y Magistradas. La Corte Suprema aprobó gran parte
de la propuesta y también algunas consideraciones que realizaron algunos ministros, tras
dos sesiones en que revisaron el tema, y artículo por artículo. Los cambios apuntan, entre
otras medidas, a los plazos y apelaciones. En el actual sistema disciplinario se terminó con
la reserva para el afectado de que existe un sumario en su contra. Antes, el investigador
podía realizar diligencias en secreto durante 30 días. Solo en dos ocasiones el investigador
puede decretar la reserva, cuando “considere que es necesario para la eficacia del
procedimiento”. Esto se mantiene. El plazo para investigar es de 30 días prorrogable a 60,
y ahora será hasta 90 días.
Traslado y reserva de investigado
Mientras el funcionario está siendo sumariado puede ser trasladado transitoriamente por
el fiscal judicial a otro tribunal. La suspensión la decide el investigador y se apela al
superior correspondiente, en el caso de un juez a la Corte de Apelaciones respectiva.
Cuando la sentencia se haga pública, se deberán eliminar los datos sensibles como el
nombre del investigado y el domicilio. El funcionario tendrá conocimiento de que es
objeto de la investigación, pero no terceras personas ajenas a la causa; hay un resguardo
de la publicidad.
6. Principio de inamovilidad
La inamovilidad es una garantía establecida en favor de los jueces, consistente en que no
pueden ser destituidos de sus cargos mientras observen el buen comportamiento exigido
por la Constitución y las leyes (art. 80 de la CPR). Es un principio que alcanza jueces
propietarios, interinos y suplentes, por el tiempo de la designación, y a los fiscales
judiciales (Oberg y Manso, 2011, p. 69).
El principio de inamovilidad está íntimamente ligado al principio de independencia del
Poder Judicial, pues asumiendo que el nombramiento de los jueces proviene de la
voluntad algunas veces conjunta del Ejecutivo y el Legislativo (art. 78 constitucional), la
inamovilidad asegura que su actuación será independiente de los intereses de los otros
poderes del Estado.
La inamovilidad, sin embargo, no es absoluta, dado que el legislador regula los casos en
que se produce la cesación en el cargo de jueces y demás funcionarios judiciales. Para
efectos de su sistematización, se agruparán los casos de amovilidad y los otros casos de
cese en el cargo.
6.1. Casos de amovilidad
Existen causas reguladas por la ley que hacen cesar la inamovilidad, que conocemos como
casos de amovilidad. Tales casos de amovilidad de los jueces son:
1) Por causas que tienen relación con su mal comportamiento: la remoción y la sentencia
ejecutoriada en juicio de amovilidad:
a) La remoción de un juez debe ser acordada por la Corte Suprema en los términos de los
arts. 80 inc. 3º de la CPR y 332 Nº 3 del COT. El procedimiento de remoción puede ser
iniciado por requerimiento del Presidente de la República dirigido a la Corte Suprema, de
oficio por la misma Corte o a solicitud de parte interesada. La Corte Suprema, previo
informe del juez inculpado y de la Corte respectiva, puede declarar que aquel no ha tenido
un buen comportamiento, lo que deberá ser acordado por la mayoría de sus miembros.
b) El juicio de amovilidad es instruido por los tribunales superiores de justicia y concluye
por la sentencia que declara si el juez ha tenido o no el buen comportamiento exigido por
la CPR para permanecer en el cargo, según dispone el art. 332 Nº 4 del COT. En esta parte
es preciso tener en consideración que el COT contempla hipótesis en que se presume de
derecho el mal comportamiento de los jueces (art. 337 del COT).
El proceso de amovilidad puede iniciarse de oficio por los tribunales superiores, a
requerimiento del fiscal judicial o también a solicitud de la parte afectada (art. 338 del
COT).
Contra los jueces de letras el juicio de amovilidad es conocido en primera instancia por la
Corte de Apelaciones respectiva y contra los ministros de estas Cortes, las causas de
amovilidad se conocen en primera instancia por el Presidente de la Corte Suprema. La
segunda instancia es conocida por el pleno de la Corte Suprema (arts. 63 Nº 2 letra c), 53
Nº 1 y 96 Nº 3 del COT).
Los tribunales en estas causas deben proceder sumariamente, oyendo al juez imputado y
al fiscal judicial, debiendo apreciar la prueba con libertad, pero sin contradecir las reglas
de la lógica, las máximas de la experiencia ni los conocimientos científicos. La sentencia
debe ser fundada (art. 339 del COT).
2) Por notable abandono de sus deberes, declarado así en la acusación constitucional
promovida por la Cámara de Diputados y resuelta por el Senado (arts. 52 Nº 2 y 53 Nº 1 de
la CPR), hipótesis que se trató en el apartado 5.1.4 sobre la responsabilidad política de los
jueces.
3) Por haber sido declarado el juez penal o civilmente responsable por delitos cometidos
en el ejercicio de sus funciones (art. 332 Nº 9 del COT).
4) Por haber sido condenado el juez por crimen o simple delito (art. 332 Nº 1 con relación
al 256 Nº 6 del COT).
5) Por haber sido declarado el juez en interdicción por demencia o por prodigalidad (art.
332 Nº 1 con relación al 256 Nº 1 del COT).
6) Por haber sido mal calificado el juez, figurando en “lista deficiente” o por segundo año
consecutivo en “lista condicional” (art. 278 bis del COT). En este caso el juez queda
removido por el solo ministerio de la ley, una vez que la calificación esté firme (el COT
establece el sistema de calificación de los funcionarios del Poder Judicial entre los arts.
270 al 278 bis).
6.2. Otros casos de cesación del cargo
Hay casos en que los jueces son removidos de sus cargos, pero no constituyen
propiamente excepciones a la inamovilidad (o casos de amovilidad), dado que no se trata
de conductas que afecten al buen comportamiento judicial:
1) El cumplimiento de la edad máxima. El art. 80 de la CPR dispone que los magistrados
cesan en sus funciones al cumplir 75 años, límite no aplicable al presidente de la Corte
Suprema. Pero esta causal no es propiamente una excepción a la inamovilidad, puesto que
el transcurso del tiempo no es un hecho imputable al comportamiento de los jueces.
2) Las incapacidades legales sobrevivientes y la renuncia del juez aceptada por la
autoridad competente (art. 80 de la CPR y art. 332 Nºs 1, 2 y 5 del COT). Tampoco afectan
la inamovilidad de los jueces, pues no guardan relación con un mal comportamiento que
se les pueda imputar.
3) Los traslados y permutas de los jueces (art. 80 inc. final de la CPR y art. 310 del COT).
Crónica
FUENTE: NOTICIAS DEL PODER JUDICIAL – 7 de mayo de 2021
Corte de Chillán aplica máxima sanción administrativa a juez de Policía Local de Pemuco y
propone a la Corte Suprema su remoción del cargo
El pleno de la Corte de Apelaciones de Chillán aplicó hoy —viernes 7 de mayo— la máxima
sanción administrativa; es decir, la suspensión de funciones por cuatro meses, y elevó los
antecedentes a la Corte Suprema para que evalúe la remoción del cargo, del juez de
policía local de Pemuco, Marcelo Iván Campos Henríquez, actualmente en prisión
preventiva, imputado como autor de los delitos consumados de cohecho y violación de
secretos, en el denominado caso “Luminarias”.
En fallo unánime (causa rol 909-2020), la Sala de Pleno del tribunal de alzada —integrado
por los ministros Guillermo Arcos, Claudio Arias y Paulina Gallardo— aprobó el informe
final evacuado por la fiscalía judicial y acordó sancionar Campos Henríquez por faltar
gravemente al principio de integridad que debe regir la conducta del cargo de juez de
policía local, afectando no solo al tribunal en el cual servía, sino que, además, a la correcta
administración de justicia y a la confianza de la ciudadanía en los tribunales.
Para el tribunal de alzada: “(….) como corolario de lo que se viene razonando, en lo que
compete a este Tribunal Pleno, se concluye que la conducta del señor Campos Henríquez,
es constitutiva de responsabilidad disciplinaria, al configurarse a su respecto, el supuesto
del artículo 544 Nº 4 del Código Orgánico de Tribunales. Lo anterior, sin perjuicio de lo que
se resuelva en definitiva en sede penal”.

7. Principio de inexcusabilidad
Los arts. 76 inc. 2º de la CPR y 10 inc. 2º del COT elevan a la categoría de principio el deber
de los jueces de ejercer jurisdicción, incluso cuando no exista una ley que resuelva el
conflicto sometido a su decisión.
La inexcusabilidad no siempre fue un principio reconocido en el ordenamiento jurídico
nacional. Por el contrario, la posibilidad de excusarse subsistió hasta el año 1875, cuando
se dictó la Ley de Organización y Atribuciones de los Tribunales. Solo a partir de entonces
se estableció expresamente este deber, pasando luego al Código Orgánico de Tribunales
de 1943 (antes, en 1851, se reconocía solo implícitamente en la Ley sobre
Fundamentación de las Sentencias).
Según el ordenamiento vigente, reclamada su intervención en forma legal y en materias
de su competencia, los jueces no pueden dejar de resolver el asunto que ha sido sometido
a su conocimiento, pues de lo contrario estarían violentando el principio de
inexcusabilidad. Ello se entiende cuando se observa que, desde que el Estado asumió la
función de resolver los conflictos intersubjetivos de interés con relevancia jurídica y en el
orden temporal (prohibición generalizada de la autotutela), la jurisdicción involucra un
conjunto de potestades o poderes que los tribunales actúan en calidad de agentes
públicos, pero también un conjunto de deberes encaminados hacia una función social
(Figueroa y Morgado, 2013a, p. 35). Si se reconoce el derecho de acción como un derecho
fundamental es porque el Estado, frente a quien se ejerce la acción, asume el deber de
otorgar tutela jurisdiccional del derecho material (Marinoni et al., 2010, pp. 200 y 201).
Sobre esta vinculación entre el derecho fundamental de acción, como derecho de acceso a
la jurisdicción, y el principio de inexcusabilidad, como manifestación de un deber estatal
de jurisdicción, la Corte Suprema ha declarado:
“Que, en efecto, y aun cuando se acude por los jueces al concepto de incompetencia
absoluta, lo cierto es, que en estricto rigor se priva a los involucrados, en la especie al
recurrente, de su derecho de acceder a la jurisdicción, desatendiendo con ello, entre
otros, el principio de inexcusabilidad (…). El recién referido principio de inexcusabilidad
debe necesariamente ser vinculado a la noción de debido proceso y, específicamente con
el ejercicio del derecho de acción, en cuanto prerrogativa de naturaleza fundamental que
incluye no sólo el acceso a la justicia sino también el amparo y tutela efectiva del derecho
sustantivo que se reclama (…). De esta manera no es extremo reconducir este concepto a
la idea de que la inexcusabilidad, además de expresarse como una prohibición al juez de
eludir la decisión de la cuestión que se somete a su conocimiento, también configura la
proscripción de apartar del control jurisdiccional cualquier asunto que, cumpliendo las
exigencias del artículo 76 de la Constitución Política de la República, deba caer bajo el
amparo del órgano jurisdiccional correspondiente (…). Ninguna duda cabe que en la
especie se está en presencia de un conflicto de relevancia jurídica que genera y hace
operativo el poder-deber entregado a los tribunales para conocer de él y de resolverlo por
la vía del instrumento denominado proceso, y con efecto de cosa juzgada” (SCS, Rol Corte
Nº 38.120-2021, de 2 de agosto de 2021, cons. 9º).
Para comprender mejor cómo opera este principio, que a la vez es un deber propio de la
jurisdicción, hay que reparar en los siguientes elementos:
1) La intervención del tribunal debe ser reclamada, lo que significa que quien pide ante un
tribunal la tutela de un derecho o un interés legítimo o la actuación de la ley (p. ej. un
demandante en un juicio civil, el MP en un proceso penal) ha debido ejercer una acción
con la finalidad de activar la función jurisdiccional.
2) La intervención del tribunal debe ser requerida en forma legal, lo que quiere decir que
deben respetarse los procedimientos marcados por la ley y que son diversos según la
materia de que se trate (p. ej. para iniciar un juicio civil en un procedimiento ordinario de
mayor cuantía el demandante deberá seguir las reglas que contempla el Libro II del CPC;
para iniciar un juicio de terminación inmediata del contrato de arrendamiento por no
pago de rentas respecto de un inmueble urbano, el demandante deberá seguir el
procedimiento marcado por la Ley Nº 18.101; cuando legalmente se requiere deben
cumplirse las exigencias sobre comparecencia en juicio que regula la Ley Nº 18.120).
3) La intervención del tribunal requerido se debe enmarcar dentro de los asuntos
(contenciosos y no contenciosos) puestos por la ley en el ámbito de su competencia, pues
de lo contrario y tratándose de un defecto en la competencia absoluta, el tribunal está
autorizado para declarar de oficio su incompetencia (p. ej. una demanda de divorcio debe
interponerse ante un juzgado de familia y no ante un juzgado civil o un juzgado de letras
del trabajo).
4) La falta o la insuficiencia de la ley no puede ser la excusa para no ejercer la función
jurisdiccional, porque en último término el juez habrá de acudir a los principios de equidad
como fuente integradora en sus fallos, según el expreso mandato del art. 170 Nº 5 del
CPC, que regula el contenido de la sentencia definitiva.
Los jueces que maliciosamente (con dolo) nieguen o retarden la administración de justicia,
o que por negligencia o ignorancia inexcusable negaren o retardaren administrar justicia
pueden incurrir en responsabilidad penal, según los arts. 224 Nº 3 y 225 Nº 3 del CP, sin
perjuicio que a su respecto pueda hacerse efectiva además la responsabilidad política, si
procede.

8. Principio de inavocabilidad
Este principio tiene por finalidad limitar la actividad de los tribunales solo al conocimiento
de los asuntos puestos por la ley bajo la esfera de su competencia, prohibiéndoles ejercer
jurisdicción en causas radicadas en otros tribunales. La prohibición intenta evitar que un
tribunal se avoque al conocimiento de un asunto que está siendo conocido por otro, a
menos que la partes ejerciten algún recurso o se produzca un efecto legal que así lo
produzca (Oberg y Manso, 2011, p. 76).
8.1. Inavocabilidad interna e inavocabilidad externa
La disposición del art. 8º del COT, que contiene el principio, se aplica a todo asunto
pendiente ante otro tribunal, sea contencioso o no contencioso (inavocabilidad interna). A
su turno, el art. 76 de la CPR establece la limitación de la inavocabilidad además para los
otros poderes del Estado (inavocabilidad externa), limitación que refuerza, como hemos
visto, el principio de independencia orgánica de los tribunales de justicia.
8.2. Excepciones
Después de las modificaciones introducidas al COT por la Ley Nº 19.665 (2000), que
derogó el art. 170, y la Ley Nº 19.708 (2001), que derogó el art. 160, quedan pocas
excepciones a este principio.
Sin embargo, subsiste como excepción, aunque discutible como tal, el caso de las “visitas
extraordinarias” de ministros de tribunales superiores a los juzgados de letras (arts. 560 y
561 del COT). En los casos que ello ocurra las facultades del ministro visitador son las de
un juez de letras de primera instancia y “cuando debiere despachar causas, el tribunal
respectivo designará las que deben ocuparlo, quedando todas las demás a cargo del juez
visitado”, procediendo contra sus resoluciones los mismos recursos como si las hubiese
dictado el juez visitado (art. 561 incs. 2º y 3º del COT). Ello significa que el ministro
visitador se avocará al conocimiento de causas que se encuentren en tramitación en los
juzgados donde se practique la visita extraordinaria.

9. Principio de gradualidad
La gradualidad se plantea frente a la cuestión de determinar si un asunto será resuelto por
solo un tribunal, es decir en un solo grado jurisdiccional, o si la decisión final está sujeta a
revisión por otro tribunal superior jerárquico, es decir, en un segundo (o tercer) grado
jurisdiccional.
Nuestro sistema de enjuiciamiento civil se construye sobre la base de dos revisiones
sucesivas, es decir, de un sistema de doble instancia, lo que es manifestación del principio
de doble grado jurisdiccional. A su vez la vigencia del principio de doble grado
jurisdiccional tiene su justificación en la falibilidad de las decisiones judiciales, puesto que
los jueces pueden cometer errores a la hora de decidir. La existencia de más de un grado
jurisdiccional permite reducir la posibilidad de que la decisión de los jueces sea errónea
(Hunter y Lara, 2021, pp. 6 y ss.), lo que finalmente permite alcanzar “la necesaria
legalidad y justicia de sus resoluciones judiciales” (Letelier, 2013, p. 27). Los recursos
procesales son vías de impugnación de las resoluciones judiciales que permiten hacer
efectivo el doble grado jurisdiccional y mirado desde otro punto de vista es una
manifestación del derecho de contradicción: torna concreta “la posibilidad de defenderse
de la resolución dictada por un juez, rebatiendo sus argumentos” (Nieva, 2014, p. 158).
9.1. Elementos que lo configuran
El principio de gradualidad aparece estrechamente vinculado con dos nociones: la
jerarquía y la instancia.
9.1.1. La jerarquía
Es la relación de sumisión entre un tribunal inferior con respecto a su superior, que puede
aplicarle sanciones si aquel falta a las normas que imponen las leyes en el cumplimiento
de su cometido. La organización de los tribunales de justicia en Chile es jerarquizada,
donde podemos distinguir entre tribunales inferiores y superiores de justicia. Muestra de
ello es la propia regla del grado del art. 110 del COT, que se refiere a la competencia del
juez inferior y del juez superior para conocer de un asunto en segunda instancia.
Pero la jerarquía, que tiene su concreción en la estructura del Poder Judicial y en la
facultad directiva y correccional de los tribunales superiores de justicia, no debería incidir
en la decisión que los tribunales adopten ejerciendo la jurisdicción, según ya hemos
adelantado, puesto que en esta materia los tribunales son independientes para resolver
conforme a Derecho y de acuerdo con su criterio (independencia interna).
Ello no impide, sin embargo, que la decisión adoptada por un tribunal pueda ser revisada
y, en consecuencia, enmendada, modificada o dejada sin efecto por el tribunal superior
jerárquico, ejerciendo el control jurisdiccional sobre lo resuelto por el inferior (p. ej. la
Corte de Apelaciones acoge un recurso de apelación y revoca la sentencia dictada por un
juzgado civil). En este sentido, el del control jurisdiccional, la jerarquía permite que la
decisión del superior prevalezca por sobre la decisión del tribunal inferior.
9.1.2. La instancia
En castellano es un término plurisignificativo que tiene un sentido procesal específico: el
de grado jurisdiccional. Corresponde, en un sentido clásico, a la “denominación que se da
a cada una de las etapas o grados del proceso, y que va desde la promoción del juicio
hasta la primera sentencia definitiva; o desde la interposición del recurso de apelación
hasta la sentencia que sobre él se dicte” (Couture, 1958, p. 169).
En nuestro medio se ha entendido a la instancia como cada uno de los grados
jurisdiccionales que la ley establece para que los tribunales conozcan y resuelvan los
asuntos sometidos a su decisión, “y es su característica que el tribunal, en virtud de ella,
pueda avocarse al conocimiento de todas las cuestiones de hecho y de derecho que se
susciten en el pleito” (Colombo, 2004, p. 142). Y en términos más sucintos, podría
afirmarse que la instancia es “cada uno de los grados jurisdiccionales en que una
pretensión procesal pueda ser conocida y fallada por los tribunales” (Avsolomovich et al.,
1965, p. 60).
La instancia o “grado del proceso” (RAE, 2017, p. 1178) permite, entonces, que en ese
grado jurisdiccional el tribunal tenga amplitud no solo para resolver las cuestiones sobre la
aplicación del Derecho en un caso concreto (juicio jurídico), sino también para ponderar y
valorar las pruebas que las partes presentan y determinar qué hechos resultan probados y
cuáles no (juicio fáctico).
Nuestros tribunales de justicia que conocen asuntos civiles pueden resolverlos en única,
primera o segunda instancia; de ello dependerá que el asunto sea revisado por otro
tribunal de mayor jerarquía del que dictó la resolución por medio de un recurso de
apelación (art. 188 del COT). En efecto, es la posibilidad legal de interponer un recurso de
apelación lo que demuestra que el asunto ha sido conocido en primera instancia. Por el
contrario, lo resuelto en única instancia no es posible de ser revisado por medio de un
recurso de apelación, lo que no impide que procedan legalmente otros recursos (p. ej. el
de casación).
La doble instancia en nuestro sistema procesal civil es la regla general, por lo que el
legislador ha reservado el conocimiento en única instancia a pocos asuntos en que lo
debatido no reviste intereses de gran envergadura (p. ej. el art. 45 Nº 1 del COT, que se
refiere a los asuntos civiles y de comercio de mínima cuantía), o bien porque no es posible
la revisión por un tribunal superior dado que orgánicamente no existe (por ejemplo, lo
resuelto por la Corte Suprema, según el art. 97 del COT).
9.2. Unidad o pluralidad de instancias y derecho al recurso
La mayoría de los sistemas procesales se construye sobre la base de pluralidad de
instancias, planteándose la cuestión como “un poder de revisión de parte de los órganos
superiores de la jurisdicción” (Couture, 1958, p. 171). En nuestro ordenamiento la
segunda instancia opera con gran amplitud en materias civiles (Mosquera y Maturana,
2017, pp. 149 y 150) y de familia, pero bastante restringida en materias del trabajo y
asuntos penales, pues en estos asuntos el recurso de apelación contra las sentencias
definitivas está reservado para muy pocos casos.
El tema de la gradualidad y la existencia de recursos para que un tribunal superior revise
lo resuelto por su inferior se vincula estrechamente con el problema del derecho a los
recursos, que algunos instrumentos internacionales sobre derechos humanos consagran
como garantía del debido proceso, especialmente como garantía del condenado en un
proceso penal (se reconoce por ejemplo en el art. 14.5 del PIDCP y en el art. 8.2.h) de la
CADH).
No hay duda de que el derecho al recuso como derecho fundamental es reconocido por el
derecho internacional de los derechos humanos en materia penal y en favor del
condenado (“Toda persona inculpada de delito tiene derecho (…) de recurrir del fallo ante
juez o tribunal superior”) (Letelier, 2013, pp. 148 y ss.), pero se discute si podría
considerarse un derecho fundamental en asuntos no penales (civiles, laborales,
comerciales, administrativos, etc.). La propia Corte IDH pareciera ser proclive a extender
las garantías mínimas del proceso penal contenidas en el art. 8.2 de la Convención, entre
la que se cuenta el derecho a recurrir de la sentencia, a las materias no penales. Así lo
sostuvo en la OC Nº 11 de 1990 «Excepciones al Agotamiento de los Recursos Internos» y
en algunos fallos posteriores, como el caso Nadege Dorzema y Otros vs. República
Dominicana (2012):
“[E]n su jurisprudencia constante, la Corte consideró que el elenco de garantías mínimas
del debido proceso legal se aplica en la determinación de derechos y obligaciones de
orden “civil, laboral, fiscal o de cualquier otro carácter”. Es decir, “cualquier actuación u
omisión de los órganos estatales dentro de un proceso, sea administrativo sancionatorio o
jurisdiccional, debe respetar el debido proceso legal” (pf. 157).
Puede discutirse si la extensión de esas garantías opera con plenitud en materias
puramente civiles, es decir en las que priman intereses patrimoniales, puesto que aquel y
otros casos no penales resueltos por la Corte Interamericana dicen relación con multas y
otras sanciones impuestas por la Administración, por lo que se vinculan más con el
Derecho administrativo sancionador. Sin embargo está claro que, aun cuando el derecho a
recurrir tuviese el estatuto de derecho fundamental en todos los asuntos incluyendo los
no penales, eso no garantiza un tipo específico de recurso (p. ej. recurso de apelación),
pues se reconoce a los Estados un “margen de apreciación interna” para regular los
recursos, siempre que en su diseño legal respeten estándares mínimos, como que se trate
de un recurso rápido y sencillo, accesible, eficaz y que garantice la revisión íntegra de la
sentencia:
“Si bien los Estados tienen un margen de apreciación para regular el ejercicio de ese
recurso, no pueden establecer restricciones o requisitos que infrinjan la esencia misma del
derecho de recurrir del fallo” (Caso Barreto Leiva vs. Venezuela, 2009, pf. 90).
“Sobre este punto, si bien los Estados tienen cierta discrecionalidad para regular el
ejercicio de ese recurso, no pueden establecer restricciones o requisitos que infrinjan la
esencia misma del derecho a recurrir del fallo. La posibilidad de «recurrir del fallo» debe
ser accesible, sin requerir mayores complejidades que tornen ilusorio este derecho” (Caso
Vélez Loor vs. Panamá, 2010, pf. 179).
Por lo mismo nuestro TC se ha encargado de explicitar que, si bien el derecho a recurrir
del fallo en asuntos civiles es una exigencia que integra la garantía del debido proceso, ello
no significa que lo garantizado sea el recurso de apelación (Hunter y Lara, 2021, p. 30), por
lo que es lícito al legislador crear, en determinados casos, procedimientos de única
instancia. Así, por ejemplo, ha resuelto que:
“En ámbito específico del medio de impugnación que el precepto impugnado excluye, se
ha sostenido, en otras oportunidades «[q]ue, sin embargo, la protección del derecho al
recurso no debe asimilarse a ultranza a la segunda instancia (…)». De esta manera, la
consagración de la revisión de las decisiones judiciales «no significa que se asegure
perentoriamente el derecho al recurso y a la doble instancia, esto es, a la apelación, para
cualquier clase de procedimiento, convocando al legislador a otorgarlo a todo sujeto que
tenga alguna clase de interés en él». (…) De ello se siguen dos derivaciones. Por una parte,
no siempre la exclusión del recurso de apelación importará una transgresión a la garantía
constitucional del debido proceso. Y, a la inversa, no siempre la interdicción al recurso de
apelación será compatible con la Constitución. (…) En este sentido, cabe advertir que esta
Magistratura ha revisado procedimientos que se resuelven en única instancia,
determinando, por ejemplo, que aquello puede ajustarse a la Constitución, en tanto «(…)
se contempla una etapa administrativa previa, en la cual las partes son escuchadas y
aportan antecedentes (…)” (STC, Rol 9.127-2020, cons. 11º).
En la actualidad los sistemas más modernos optan por utilizar la nomenclatura grado
jurisdiccional en reemplazo de la tradicional voz “instancia”. Esto es así porque
tradicionalmente se vincula el uso de la voz instancia a procesos cuyas sentencias pueden
revisarse en un grado superior solo a través del recurso de apelación, recurso este que
permite la apertura de una nueva instancia, dejando fuera otras vías de impugnación
como los recursos de casación y de nulidad —este último recurso opera en Chile en el
proceso penal y en el proceso laboral—, que no generan una segunda instancia pero que
habilitan igualmente a un tribunal superior para revisar jurisdiccionalmente las decisiones
del inferior y, eventualmente, corregir los errores que ellas padezcan.

10. Principio de pasividad


Los jueces solo pueden ejercer la jurisdicción a petición de parte interesada, salvo los
casos en que son facultados por la ley para proceder de oficio. Este principio ha sido,
tradicionalmente, la nota distintiva en los asuntos civiles. De ahí que se explique la
pervivencia del viejo aforismo ne procedat iudex ex officio, que supone que la jurisdicción
se activa mediante el ejercicio de una acción, correspondiendo a las partes —y no al juez
— asumir la responsabilidad de iniciar el juicio e instar por su prosecución. En esta clase
de proceso, en que se debaten asuntos de orden civil, las partes son sus motores, “una
por medio de la pretensión procesal y la otra por medio de la oposición” (Avsolomovich et
al., 1965, p. 57).
Sin embargo hay procesos en que la actividad oficiosa del juez es mayor, asumiendo el rol
de dirigirlo efectivamente e impulsarlo para que prosiga en sus diversas etapas, sin
dilaciones indebidas, pudiendo, además, controlar la conducta de las partes para evitar el
fraude procesal y la mala fe, adoptar medidas para resguardar la igualdad procesal entre
las partes, rechazar las peticiones notoriamente infundadas o meramente dilatorias,
decretar de oficio las pruebas que estime pertinentes y necesarias, y adoptar de oficio
medidas cautelares, entre otras atribuciones (Devis, 2002, p. 292). Se trata, por lo general,
de procesos en que se ventilan asuntos de interés general o en que, por las necesidades
de tutela de los justiciables, la ley sitúa al juez en una posición más activa.
Pero también hay una tendencia que se viene desarrollando desde hace décadas en
asuntos de índole civil, es decir, aquellos en que priman los intereses particulares de las
partes en conflicto, por dotar al juez de poderes para actuar de oficio, alejando la figura
del juez abstencionista. La propia exposición de motivos del anteproyecto de Código
Procesal Civil Modelo para Iberoamérica (Instituto Iberoamericano de Derecho Procesal,
1988), trata de explicar que el otorgamiento de potestades al juez para que asuma una
posición más activa en el proceso no merma los atributos de imparcialidad e
independencia, sino que facilita la tutela procesal del derecho material:
“Tanto la teoría como la práctica, han puesto de relieve que los presupuestos de
independencia e imparcialidad no juegan en función de la no intervención judicial en la
dirección del proceso. El fin, supremo del proceso es procurar justicia, para cuya garantía
se estima esencial un sistema que se asiente en la independencia y en la imparcialidad.
Ahora bien, es notorio que la pasividad judicial habilita evidentes deformaciones
procesales en cuanto en el libre juego de las partes prevalezca la arbitrariedad habilidosa
de alguna de ellas. El abstencionismo del Juez es la fórmula ingenua de tolerar
pacíficamente contiendas con equilibrio teórico, pero con desequilibrio práctico y medio
decepcionante de utilizar la valiosa energía del proceso en empeños carentes, en
ocasiones, de las más elementales justificaciones”.
10.1. El principio de pasividad en el sistema nacional
Como se decía, este ha sido la regla general en el proceso civil chileno, dada la
consagración normativa en el art. 10 inc. 1º del COT, de donde se sigue que la actuación
oficiosa del juez solo está permitida cuando la ley así lo faculta.
Si la pasividad es la regla general en la actuación de los tribunales, su inobservancia puede
acarrear la nulidad del acto oficioso, de acuerdo con el art. 10 del COT, en relación con el
art. 7º de la CPR. Además, la decisión del tribunal que supere lo que las partes han
solicitado en sus respectivas pretensiones y defensas (vicio de ultra petita) podría irrogar a
la sentencia definitiva un vicio subsanable solo con la invalidación del fallo por medio del
recurso de casación en la forma. Ello es así, porque el mandato del art. 160 del CPC
impone a los jueces el deber de resolver “conforme al mérito del proceso” y no extender
la sentencia a puntos que no le hubieren sido expresamente sometidos por las partes a su
decisión.
Sin embargo, la tendencia de los procedimientos reformados es a dotar a los jueces de
mayores atribuciones para actuar oficiosamente: en algunos casos porque los asuntos que
se debaten son de aquellos que podrían calificarse de interés general para la comunidad, o
porque el legislador identifica las especiales necesidades de tutela de los justiciables y
encomienda al juez el deber de resguardar sus garantías. Así, por ejemplo, el CdT expresa
que en los procedimientos laborales priman “los principios de inmediación, impulso
procesal de oficio, celeridad, buena fe, bilateralidad de la audiencia y gratuidad” (art. 425,
destacado nuestro) y que, una vez reclamada su intervención de forma legal, el tribunal
“actuará de oficio” pudiendo ordenar las pruebas que estime necesarias “aun cuando no
las hayan ofrecido las partes” (art. 429).
A su turno, la LJF informa que en los procedimientos que conozcan los tribunales de
familia “primarán los principios de la inmediación, actuación de oficio y búsqueda de
soluciones colaborativas entre partes” (art. 9) y que una vez iniciado el proceso y “en
cualquier estado del mismo, el juez deberá adoptar de oficio todas las medidas necesarias
para llevarlo a término con la mayor celeridad”, deber que rige especialmente si se trata
de “medidas destinadas a otorgar protección a los niños, niñas y adolescentes y a las
víctimas de violencia intrafamiliar” (art. 13); el tribunal puede decretar de oficio medidas
cautelares (art. 61 Nº 3). Incluso, el procedimiento para la aplicación de medidas de
protección en favor de niños, niñas y adolescentes cuyos derechos estén amenazado o
vulnerados, puede ser iniciado de oficio por el juzgado de familia (art. 70).
En materia penal el panorama también es diferente. Si bien el proceso penal se inicia por
iniciativa del MP o del querellante, según el tipo de acción que se ejerza, y no de oficio por
el tribunal con competencia penal, lo cierto es que el CPP sitúa a los jueces de garantía en
el deber de tutelar los derechos y garantías de los intervinientes. Así, por ejemplo, la
institución de la cautela de garantías faculta al juez para adoptar, de oficio o a petición de
parte y en cualquier etapa del procedimiento, todas las medidas para asegurar el ejercicio
de los derechos que el imputado no está en condiciones de ejercer (art. 10 del CPP); o
bien se permite al juez de garantía decretar de oficio la nulidad procesal si la infracción de
una norma de procedimiento “hubiere impedido el pleno ejercicio de las garantías y de los
derechos reconocidos por la Constitución, o en las demás leyes de la República” (arts. 160
y 163 del CPP).
Finalmente, en materia de violencia intrafamiliar, cualquier juez de familia, fiscal del MP o
juez de garantía que tome conocimiento de una demanda o denuncia por actos de
violencia intrafamiliar, “deberá, de inmediato, adoptar las medidas cautelares del caso,
aun cuando no sea competente para conocer de ellas” (art. 81 inc. 2º de la LJF).
10.2. Casos de excepción al principio
Siendo la pasividad de los tribunales la regla general en los asuntos civiles, el
ordenamiento procesal contempla importantes excepciones, otorgando atribuciones para
que los jueces actúen de oficio. Anotamos algunas:
1) La facultad de declarar de oficio la nulidad absoluta de un acto o contrato (art. 1683 del
CC).
2) La facultad de declarar de oficio (también a petición de parte) la nulidad procesal (art.
83 del CPC) y corregir de oficio los errores que observe en la tramitación de los procesos
(art. 84 inc. final del CPC).
3) La facultad oficiosa del juez de agregar, durante la audiencia de conciliación, todos los
antecedentes y medios probatorios que estime procedentes (art. 266 del CPC).
4) La facultad de decretar de oficio la prueba pericial (art. 412 del CPC).
5) La facultad de dictar medidas para mejor resolver, en primera y en segunda instancia
(arts. 159 y 207 inc. 2º del CPC), una vez citadas las partes para oír sentencia.
6) La facultad que tienen las Cortes para casar (invalidar) de oficio las sentencias, ya sea en
la forma o en el fondo (arts. 776 y 785 del CPC).
7) La declaración oficiosa de implicancia de los jueces (art. 200 del COT).
8) La declaración de incompetencia absoluta por el tribunal, que puede formularse en
cualquier estado de la causa.
10.3. El principio de pasividad en las reformas al proceso civil chileno
El proyecto de ley que establece un nuevo Código Procesal Civil para Chile, en tramitación
en el Congreso desde 2012 (Bol. Nº 8.197-07), introduce al enjuiciamiento civil un cambio
de paradigma: si bien el inicio del proceso y la introducción de las pretensiones
corresponde a las partes y “el tribunal solo podrá actuar de oficio cuando la ley lo faculte
expresamente” (art. 2º), se reconoce que la dirección y el impulso del proceso
corresponden al juez. Así lo expresa el art. 3º del proyecto:
“Dirección e impulso procesal. La dirección del procedimiento corresponde al tribunal,
que adoptará de oficio todas las medidas que considere pertinentes para su válido, eficaz
y pronto desarrollo, de modo de evitar su paralización y conducirlo sin dilaciones
indebidas a la justa solución del conflicto”.
Esa posición del juez hace coherente que, de acuerdo con el proyecto de nuevo Código,
esté facultado, p. ej., para prevenir o corregir de oficio cualquier acto que importe fraude
o abuso procesal (art. 5º), apreciar de oficio la falta de capacidad procesal (art. 21),
imponer de oficio el pago de las costas a la parte vencida (art. 43), dar de oficio curso a la
prosecución del juicio por el vencimiento de un plazo fatal (art. 114), declarar de oficio la
nulidad procesal si no ha sido convalidada (art. 124), corregir de oficio los errores que
observe en la tramitación del juicio (art. 126), declarar de oficio su inhabilidad para
conocer de un asunto (art. 139), ejecutar de oficio las resoluciones judiciales dirigidas a la
sustanciación del proceso (art. 229) y declarar “de plano” (sin oír a la parte afectada por la
decisión) la inadmisibilidad a tramitación de la demanda, cuando en forma manifiesta o
por hechos de notoriedad pública conste que el tribunal carece de jurisdicción o de
competencia absoluta, que falta la capacidad o representación de una de las partes, que
existe falta de legitimación para actuar o que hay algún defecto que afecte la existencia,
validez o eficacia del proceso (art. 258 inc. 2º), entre otras facultades.
Sin embargo, la reforma íntegra al proceso civil chileno ha debido esperar largo tiempo y
en los últimos años solo se han aprobado algunas leyes que modifican y modernizan el
actual CPC. Por ejemplo, la LTE Nº 20.886 introdujo en 2015 relevantes modificaciones
destinadas a implementar de forma permanente la tramitación electrónica de los
procesos, sin afectar el principio de pasividad sobre el que descansa el referido Código,
salvo con la incorporación al ordenamiento de una interesante norma protectora del
principio de buena fe procesal que impone el juez, actuando de oficio o a petición de
parte, el deber de “prevenir, corregir y sancionar, según corresponda, toda acción u
omisión que importe un fraude o abuso procesal, contravención de actos propios o
cualquiera otra conducta ilícita, dilatoria o de cualquier otro modo contraria a la buena fe”
(art. 2º letra d) inc. 2º LTE).
Las modificaciones introducidas al CPC por la reciente Ley Nº 21.394 (2021), que incorpora
reformas al sistema de justicia para enfrentar la situación luego del estado de excepción
constitucional de catástrofe por calamidad pública provocada por la pandemia de la covid-
19, no alteran mayormente el panorama descrito.

11. Principio de territorialidad


Cada tribunal debe ejercer la función jurisdiccional dentro del territorio que, según la ley,
le corresponde (art. 7º del COT), denominado territorio jurisdiccional. En consecuencia, el
territorio jurisdiccional limita el ámbito de actuación de los tribunales de justicia, por lo
que tienen competencia para conocer de los asuntos solo sobre el correspondiente
territorio determinado por la ley.
11.1. El territorio jurisdiccional
Es el espacio territorial sobre el que cada tribunal ejerce la función jurisdiccional, según
una designación hecha por la ley, por lo que el territorio es un límite interno a la
jurisdicción que delimita la competencia del tribunal. En algunos casos el legislador asimila
la jurisdicción del tribunal a su territorio jurisdiccional (p. ej. el art 101 del COT: “Cuando
existieren desequilibrios entre las dotaciones de los jueces y la carga de trabajo entre
tribunales de una misma jurisdicción, la Corte Suprema (…) podrá destinar
transitoriamente y de manera rotativa a uno o más jueces…”; el art. 546 del COT: “Los
jueces de letras, dentro del territorio de su jurisdicción, deberán vigilar la conducta
ministerial de los funcionarios y empleados del Poder Judicial que deban calificar…”), lo
que no es sino una mirada de la jurisdicción desde la perspectiva del territorio sobre el
que la ley autoriza su ejercicio.
Lo relevante en nuestro sistema es que la ley es la que determina el territorio
jurisdiccional de cada tribunal. Así, las Cortes de Apelaciones tienen asignado por ley un
territorio jurisdiccional (art. 55 del COT: “El territorio jurisdiccional de las Cortes de
Apelaciones será el siguiente…”) y en la mayoría de los casos corresponde a una región del
país (sin perjuicio de otras situaciones, una excepción importante se presenta en la Región
Metropolitana, en la que tienen asiento las Cortes de Apelaciones de Santiago y de San
Miguel, con sus respectivos territorios jurisdiccionales).
Tratándose de los juzgados de letras, una antigua norma programática del COT señala que
la unidad territorial básica de estos tribunales es una comuna o una agrupación de
comunas (art. 27), pero, como se revisa en el capítulo correspondiente, dado que es la ley
la que determina en cada caso el territorio jurisdiccional, no bastan las normas de los arts.
28 y ss. del COT, sino que deben complementarse con normas de competencia territorial
contenidas en otras normas del estatuto orgánico y en leyes especiales, como el CdT (arts.
415 y 416) y la LJF (arts. 4º y 4º bis). Por ejemplo: en la comuna de Copiapó existen cuatro
Juzgados Civiles con competencia sobre las comunas de Copiapó y Tierra Amarilla, es
decir, sus territorios jurisdiccionales abarcan estas comunas (art. 30 letra A del COT), y
sobre las mismas tienen competencia el Juzgado de Letras del Trabajo, el Juzgado de
Familia y el Juzgado de Garantía (arts. 415 letra c) del CdT, 4º letra c) de la LJF y 16 del
COT, respectivamente) todos con asiento en Copiapó, para el conocimiento de las
correspondientes materias.
No debe confundirse el territorio jurisdiccional de un tribunal, con el lugar donde este
tiene su asiento. Si bien ambos están determinados por la ley, el lugar de asiento se
refiere a la comuna donde se halla físicamente instalado y funciona el tribunal, mientras
que el territorio jurisdiccional se refiere, como hemos dicho, a la zona geográfica donde el
tribunal es competente según la ley. En algunos casos el territorio jurisdiccional se limita
exclusivamente a la comuna donde el tribunal tiene su asiento (p. ej. el territorio
jurisdiccional del Juzgado de Letras con asiento en Curepto, es precisamente esa comuna y
no otras, según el art. 34 letra B del COT), pero en la mayoría de los casos el territorio
jurisdiccional abarca una zona más amplia que la comuna de asiento (p. ej. el territorio
jurisdiccional de los Juzgados Civiles con asiento en Concepción abarca las comunas de
Concepción, Penco, Hualqui, San Pedro de la Paz y Chihuayante, según el art. 35 letra A
del COT). Esto último resulta evidente tratándose de las Cortes de Apelaciones (p. ej. la
Corte de Apelaciones de Antofagasta tiene su asiento en esa comuna, pero su territorio
jurisdiccional abarca toda la Región de Antofagasta, según los arts. 55 y 56 del COT) y de la
Corte Suprema (su territorio jurisdiccional es todo el territorio de la República, pero el
máximo tribunal tiene su asiento —o sede— en “la capital de la República”, según el art.
94 del COT).
11.2. Excepciones al principio de la territorialidad
Luego de las modificaciones introducidas al COT por la Ley Nº 19.665 (2000), subsisten
pocos casos que exceptúan la regla de la territorialidad. A continuación, anotamos
algunos:
1) Un caso de excepción es la facultad que el art. 43 del COT otorga al Presidente de la
República, previo informe favorable de la Corte de Apelaciones respectiva, para fijar como
territorio jurisdiccional exclusivo de uno o más Juzgados Civiles de la Región
Metropolitana de Santiago, “una parte de la comuna o agrupación comunal respectiva”,
pudiendo modificar los límites de la competencia territorial “por no más de una vez al
año”. En este caso, según el inc. 2º de la misma norma, tales tribunales pueden practicar
actuaciones directamente en cualquiera de las comunas que integran la Región
Metropolitana, es decir, fuera de las comunas que cubre su territorio jurisdiccional (Oberg
y Manso, 2011, p. 74).
2) En el procedimiento civil, como excepción legal, encontramos la que regula el art. 403
inc. 2º del CPC, a propósito de la actividad probatoria denominada “inspección personal
del tribunal”. Esta norma permite al tribunal que conoce de un asunto la práctica de la
diligencia probatoria por el propio tribunal incluso fuera de su territorio jurisdiccional, lo
que puede hacer directamente sin acudir a la figura de la competencia delegada.
Destacamos el caso anterior porque, en el evento que un juzgado de letras requiera
practicar determinadas actuaciones en el territorio jurisdiccional de otro, por tanto, en un
territorio jurisdiccional distinto al propio, la regla general es que debe acudirse a la
delegación de competencia (Colombo, 2004, p. 138), por medio de un exhorto nacional o
internacional, según los arts. 71 y ss. del CPC (Bordalí, 2020, p. 287). Aunque esto no
constituiría una excepción al principio de la territorialidad, pues el tribunal que requiere
de la diligencia (exhortante) no actúa directamente en otro territorio jurisdiccional, el del
tribunal requerido (exhortado), sino que ve cumplidos sus propósitos por medio de la
actuación de otro que ejerce jurisdicción en su propio territorio. Sin embargo, hay autores
que sí ven en los exhortos una excepción al principio de territorialidad (Oberg y Manso,
2011, p. 74).
3) En el proceso penal la ley otorga competencia para conocer de un delito al “tribunal en
cuyo territorio se hubiera cometido el hecho que da motivo al juicio” (art. 157 del COT).
En consecuencia, es este tribunal el competente para pronunciarse sobre todas las
diligencias y autorizaciones que requiera el MP y para conocer del procedimiento que
corresponda (art. 70 inc. 1º del CPP). Sin embargo, por razones de eficiencia de la
persecución penal y resguardo de algunas garantías, el CPP en su art. 70 rompe los
estrictos límites de la competencia territorial y contempla hipótesis aplicables a la etapa
de investigación:
a) Si el imputado es detenido en un lugar que se hallare fuera del territorio jurisdiccional
del tribunal que emitió la orden, puede ser puesto a disposición del tribunal del lugar de la
detención para que se practiquen las audiencias que procedan (p. ej. el Juzgado de
Garantía de Valparaíso emite una orden de detención contra un imputado y este es
detenido en Arica, caso en el cual podrá ser conducido ante el Juzgado de Garantía de esta
última ciudad para efectos que este se pronuncie sobre las condiciones de la detención
practicada);
b) Si el MP requiere practicar diligencias fuera del territorio jurisdiccional del Juzgado de
Garantía competente para conocer de un delito y se trata de diligencias urgentes, el
órgano persecutor puede pedir directamente la autorización al Juzgado de Garantía del
lugar donde ellas deban practicarse (p. ej. se trata de un delito cometido en San Antonio,
por lo que es competente para conocer del procedimiento y para otorgar las
autorizaciones el Juzgado de Garantía de esta ciudad, pero es urgente practicar la entrada
y registro de una bodegas cerradas ubicadas en Iquique, caso en el cual el fiscal que lleva
la investigación puede pedir directamente la autorización el Juzgado de Garantía de esta
última ciudad).
Estos casos relativos al proceso penal, que pueden estudiarse como una excepción al
principio de territorialidad no deben llevar a pensar que en nuestro sistema es el juzgado
de garantía el que ordena las diligencias de investigación o que, derechamente investiga,
dado que por mandato constitucional y legal esa función es ejercida por el MP (arts. 83 y
ss. de la CPR, art. 180 del CPP y art. 1º de la Ley Nº 19.640 Orgánica Constitucional del
MP). Al juzgado de garantía competente le corresponde otorgar autorización judicial
cuando la práctica de una diligencia de investigación “privare al imputado o a un tercero
del ejercicio de los derechos que la Constitución asegura, o lo restringiere o perturbare”,
según el art. 9º del CPP (p. ej. la práctica de exámenes corporales, la interceptación de
comunicaciones telefónicas, la entrada y registro de un lugar cerrado).
El derogado art. 170 bis del COT permitía al juez del crimen que conocía de delitos
cometidos en diversas comunas, practicar directamente diligencias en cualquiera de ellas.
Una norma similar contenía el antiguo inc. 2º del art. 43 del COT, respecto de los jueces
del crimen de Santiago y San Miguel.

12. Principio de sedentariedad


Los jueces deben administrar justicia en lugares y horas determinadas, por lo que la
existencia de un lugar fijo y un horario para el ejercicio de sus funciones “obviamente
facilita el acceso de las personas al servicio judicial” (Pereira, 1996, p. 283). Ello implica
que los jueces administren justica “en lugares y horas determinados evitando de ese
modo la existencia de tribunales ambulantes” (Oberg y Manso, 2011, p. 75), de ahí que la
propia ley refiera a la “sede” o “asiento” de los tribunales (Bordalí, 2020, p. 288).
12.1. Excepciones a la sedentariedad
Existen casos que constituyen excepción al principio, en que al menos temporalmente la
sedentariedad cesa y se permite la itinerancia del tribunal:
1) Los casos en que, según lo aconsejen las necesidades del servicio, el juez se constituye
al menos una vez por semana en lugares alejados, fuera de los límites urbanos de la
ciudad asiento del tribunal (art. 312 inc. 2º del COT).
2) Casos en que para “facilitar la aplicación oportuna de la justicia penal” los tribunales de
juicio oral en lo penal se constituyan y funcionen en localidades ubicadas fuera de su
comuna de asiento, considerando factores como la distancia, el acceso físico y las
dificultades de traslado de los intervinientes (art. 21 A del COT y art. 281 inc. 4º del CPP).
Crónica
FUENTE: TWITTER @PJudicialChile - 29 de marzo de 2019
Poder Judicial Chile
Tribunal itinerante se constituye en la comuna de Alto del Carmen, jurisdicción de la Corte
de #Copiapó, donde la magistrada Macarena Muñoz dirige audiencia en la materia de
Familia.
12.2. Los deberes de residencia y asistencia
Como consecuencia del principio, la ley impone a los jueces el deber de residir en el lugar
de asiento del tribunal y de asistir a él.
Del deber de residencia se hacen cargo los arts. 311 inc. 1º y 313 del COT, en cuya virtud
los jueces deben residir en la ciudad donde tenga su asiento el tribunal, pudiendo ser
autorizado transitoriamente por la Corte de Apelaciones respectiva para tener su
residencia en lugar distinto.
El deber de asistencia está regulado por los arts. 312 inc. 1º, 312 bis y 313 del COT, que
imponen la obligación de asistencia diaria al tribunal y determinan la cantidad de horas
que los jueces de letras y los jueces de los juzgados de garantía y TJOP deben permanecer.
También es posible que la Corte Suprema, actuando en pleno, determine “la forma de
funcionamiento de los tribunales y demás servicios judiciales, fijando los días y horas de
trabajo en atención a las necesidades del servicio” (art. 96 Nº 4 del COT).
12.2.1. Excepciones a los deberes de residencia y asistencia
Existen casos regulados por la ley en que los deberes de residencia y asistencia cesan, al
menos temporalmente. Actualmente podemos identificar en el COT las que siguen:
1) Durante los feriados legales y las vacaciones de los jueces (art. 313);
2) La autorización transitoria dada en casos calificados por la Corte de Apelaciones
respectiva para residir en un lugar distinto al del asiento del tribunal (art. 311 inc. 2º);
3) Cuando por desequilibro entre las dotaciones de los jueces y las cargas de trabajo entre
tribunales de un mismo territorio jurisdiccional, la Corte Suprema puede destinar a un juez
de un juzgado de garantía, TJOP, juzgado de familia, juzgado de letras del trabajo o
juzgados de cobranza laboral y previsional “a desempeñar sus funciones preferentemente
en otro tribunal de su misma especialidad”. Esta destinación temporal puede ejercerse
solo entre tribuales pertenecientes a una misma Corte de Apelaciones, resguardando la
contigüidad territorial. La obligación de residencia “se entenderá cumplida por el juez
transitoriamente destinado, para todos los efectos legales, por el hecho de verificarse
respecto de su tribunal de origen” (art. 101, agregado por la Ley Nº 20.628, de 2012); y,
4) Cuando habiendo desequilibrio entre las dotaciones de los ministros de la Corte de
Apelaciones de Santiago y la Corte de Apelaciones de San Miguel, los ministros de una de
estas sean destinados transitoriamente a la otra, caso en el cual la obligación de
residencia “se entenderá cumplida por el ministro transitoriamente destinado, para todos
los efectos legales, por el hecho de verificarse respecto de su tribunal de origen” (art. 101
bis inc. 7º, agregado por la Ley Nº 21.394, de 2021).
Hasta hace algunos años se consideraba como excepción el denominado “feriado judicial”,
período comprendido entre el 1º de febrero de cada año y el primer día hábil del mes de
marzo y durante el cual un número importante de tribunales con competencia no penal
paralizaban sus funciones hasta el cese del feriado. Con la modificación introducida por la
Ley 20.744 (2014) se eliminó el feriado judicial, derogando el art. 314 del COT que lo
regulaba.
12.2.2. Los deberes de residencia y asistencia durante la crisis sanitaria por covid-19 y las
reacciones del sistema
La emergencia provocada por la crisis sanitaria afectó principalmente al deber de
asistencia de jueces y funcionarios judiciales, puesto que muchos tribunales, así como
otras reparticiones de los órganos del Estado, permanecieron cerrados. La Corte Suprema
reguló la situación para asegurar la prestación de los servicios de justicia por vías remotas,
estableciendo primero la excepcionalidad de la asistencia presencial de jueces y
funcionarios a los tribunales y luego, el retorno gradual a las funciones que cumplen.
El Acta 41-2020, de 3 de marzo, contiene el texto del “Auto acordado que regula el
teletrabajo y el uso de videoconferencia en el Poder Judicial”, acuerdo que tiene por
finalidad “incorporar, regular y mejorar el teletrabajo” en la administración de justicia a
través del uso de “medios tecnológicos que lo permitan, los que podrán ser propios o
institucionales, siempre cumpliendo con las medidas de conexión, continuidad, seguridad
y requerimientos técnicos dispuestos por la Corporación Administrativa del Poder
Judicial”.
Por medio del Acta Nº 53-2020, de 8 de abril, la Corte Suprema dictó el “Auto acordado
sobre funcionamiento del Poder Judicial durante la emergencia sanitaria nacional
provocada por el brote del nuevo coronavirus”, instrumento que reconoció expresamente
como principios rectores la protección de la vida y la salud pública, el acceso a la justicia,
transparencia y continuidad del servicio judicial, el resguardo de los derechos de las
personas en situación de vulnerabilidad, el debido proceso y la utilización de medios
tecnológicos. Con relación al deber de asistencia, se declara en su art. 7º:
“Teniendo en consideración los principios antes expuestos, con el objeto de preservar la
salud del personal y de los usuarios del sistema judicial, se dispone que las cortes,
tribunales, y los demás organismos que colaboran con el funcionamiento del Poder
Judicial, continúen planificando y ejecutando sus labores por medio de teletrabajo,
evitando en cuanto sea posible la concurrencia a las dependencias judiciales.
La asistencia de los funcionarios a sus lugares habituales de trabajo será excepcional, y se
efectuará con el único propósito de mantener el servicio en los aspectos indispensables a
que se ha hecho referencia en el inciso anterior”.
Por ahora es necesario tener en cuenta que la citada Ley Nº 21.394 (2021), que incorpora
reformas al sistema de justicia para enfrentar la situación luego del estado de excepción
constitucional de catástrofe por calamidad pública provocada por la pandemia de la covid-
19, en su disposición 16ª transitoria ordena que con la finalidad de propender a la
continuidad del servicio judicial, los juzgados de letras, los tribunales de familia, los
juzgados de letras del trabajo y de cobranza laboral y previsional, los tribunales
unipersonales de excepción, las Cortes de Apelaciones y la Corte Suprema “deberán
resguardar la vida y la salud de las personas, atendidas las recomendaciones sanitarias
vigentes en orden a restringir la movilidad y la interacción social a causa de la emergencia
sanitaria ocasionada por la enfermedad COVID-19”, mandato que han de cumplir
transcurridos diez días de la publicación de esta ley (publicada en el Diario Oficial de 30 de
noviembre de 2021) y por el lapso de un año. Además, deben “funcionar de manera
excepcional y privilegiar las vías remotas como la forma regular y ordinaria en que debe
prestarse el servicio judicial, reduciendo al mínimo las ocasiones de contacto presencial a
través del uso de las tecnologías disponibles”.
El contenido de la disposición transitoria 16ª ha sido regulado por la Corte Suprema por
medio del Acta Nº 271, de 13 de diciembre de 2021, que contiene el texto del “Auto
acordado sobre audiencias y vista de causas por videoconferencia (artículo decimosexto
transitorio de la Ley Nº 21.394)”. Esta disposición transitoria resulta coherente con las
modificaciones introducidas a diversos cuerpos legales por la Ley Nº 21.394 y que se
traducen en un privilegio de la comparecencia de las partes y terceros por vías remotas a
través de las tecnologías de la información y las comunicaciones. El reciente art. 47 D del
COT faculta a la Corte de Apelaciones respectiva para autorizar a los juzgados de letras y
otros tribunales de primer grado, por medio de una “resolución fundada en razones de
buen servicio con el fin de cautelar la eficiencia del sistema judicial para garantizar el
acceso a la justicia o la vida o integridad de las personas”, un sistema de funcionamiento
excepcional que los habilite para efectuar por videoconferencia las audiencias que ante
ellos se celebren, excluyendo algunas en que se rindan determinados medios de prueba
(testimonial, declaración de parte y pericial). El mismo efecto producirá la declaración de
funcionamiento excepcional que aprueba el pleno de las Corte de Apelaciones (art. 68 bis
del COT) y la adopción de un sistema de funcionamiento excepcional por la Corte Suprema
(art. 98 bis del COT).
La misma Ley Nº 21.394 incorporó en el COT el nuevo Título VI bis denominado “De la
realización de audiencias bajo la modalidad semipresencial o vía remota en los
procedimientos penales en trámite ante los juzgados de garantía, los tribunales de juicio
oral en lo penal, las Cortes de Apelaciones y la Corte Suprema” (arts. 107 bis y 107 ter),
que regula en los procedimientos penales la realización de audiencias en las que todos o
algunos de los intervinientes comparezcan por vías remotas estando el tribunal presente,
a menos que se trate de las audiencias de juicio, dejando a salvo excepciones fundadas en
razones de seguridad para la víctima y testigos y eficiencia del sistema. Igualmente, por los
mismos motivos indicados en el párrafo anterior, las Cortes respectivas podrían disponer
el sistema de funcionamiento excepcional de estos tribunales, autorizando la realización
de las audiencias por videoconferencia.
En este sentido, el CPC también experimentó cambios. La Ley Nº 21.394 agregó el nuevo
Título VII bis denominado “De la comparecencia voluntaria en audiencias por medios
remotos”, dentro del que, según el nuevo art. 77 bis, se permite al tribunal que autorice a
las partes la comparecencia remota a las audiencias judiciales que deban efectuarse de
forma presencial, siempre que este tipo de comparecencia “resultare eficaz y no causare
indefensión”. Sin embargo, la misma disposición fija un límite relevante: deben realizarse
en dependencias del tribunal las absoluciones de posiciones (prueba confesional), las
declaraciones de testigos y otras audiencias que el juez determine, por lo que de acuerdo
con la actual estructura del procedimiento ordinario regulado por el Título II del CPC, que
no se desarrolla preponderantemente por audiencias, no vemos que la modificación traiga
aparejado un impacto relevante dado que excluye las audiencias probatorias. Podrá tener
relevancia para aquellos procedimientos especiales en que se apliquen las normas del
Libro I del CPC en su carácter de disposiciones comunes (p. ej. para algunos del Libro III del
CPC como el procedimiento sumario y los de menor y mínima cuantía, o bien de leyes
especiales como la Ley Nº 18.101 sobre arrendamiento de predios urbanos, en que el
procedimiento contempla audiencias, según el caso, de contestación y conciliación).
Crónica
FUENTE: NOTICIAS PODER JUDICIAL, 28 de septiembre de 2021
Corte Suprema aprueba actualización de protocolo de manejo y prevención de covid-19
en tribunales y unidades judiciales
Reunido el tribunal pleno de la Corte Suprema aprobó el “Protocolo de manejo y
prevención ante Covid-19 en tribunales y unidades judiciales”, elaborado por la mesa de
trabajo conformada por el presidente y tres miembros del máximo tribunal; los
presidentes de las asociaciones gremiales; representantes de los estamentos del Poder
Judicial y la plana directiva de la Corporación Administrativa.
Ante el pronto término del estado de excepción constitucional, el protocolo establece
para la denominada etapa 2, la cual comenzaría el 12 de octubre próximo, que: “Una vez
terminado el estado de excepción constitucional y mientras se mantenga o reestablezca el
estado de alerta sanitaria, deberá continuar la modalidad de teletrabajo extraordinario,
sin perjuicio de avanzar paulatinamente en la vuelta al trabajo presencial”.
“Durante esta etapa deberá avanzarse paulatinamente en la vuelta al trabajo presencial,
debiendo cada tribunal o unidad judicial asegurar que el personal en modalidad presencial
sea el mínimo necesario para garantizar el buen servicio judicial y/o reducir el stock de
causas y audiencias, por lo que no podrá superar el 50% de su dotación total, descontadas
las personas incluidas en los grupos de riesgo. Aquellas situaciones particulares que no
puedan ajustarse a esta norma, deberán ser resueltas en coordinación con la Corte de
Apelaciones respectiva. Al agendarse y llevarse a cabo audiencias presenciales o
semipresenciales, deberá asegurarse el respeto de los aforos máximos establecidos por la
autoridad sanitaria”, se establece.
Asimismo, el documento entrega los siguientes criterios orientadores para la
implementación del trabajo en la etapa 2.
“a. Al definir los turnos presenciales, deberá tenerse presente que las personas que lo
conformen, lo serán sólo para permitir la realización de audiencias en modalidad
presencial o semipresencial, aumentando la eficacia de las mismas (…)
c. Deberá mantenerse la atención de público a través de canales a distancia, utilizando el
recurso humano presencial solo para la realización de audiencias y para los trámites
indispensables que deban realizarse de forma presencial (…)
e. Durante este periodo se mantendrá la modalidad de teletrabajo extraordinario
(regulado en Acta Nº 41-2020 de la Excma. Corte Suprema). Cada tribunal o unidad judicial
deberá elaborar un plan de trabajo para retomar gradualmente las funciones en
modalidad presencial, privilegiando las labores que no pueden ser adecuadamente
desarrolladas a través de teletrabajo, las que registren mayores retrasos y las con mayor
impacto social”.

13. Principio de publicidad


De acuerdo con este principio todos los actos procesales que se producen y ejecutan en
los tribunales son públicos, por lo que “no debe haber justicia secreta, ni procedimientos
ocultos, ni fallos sin antecedentes ni motivaciones” (Devis, 2002, p. 57). Y se trata de un
principio que importa no solo en la relación entre el tribunal y las partes, constituyendo en
este punto una verdadera manifestación del derecho de defensa (Carocca, 2003, p. 42),
sino que también colabora en mejorar la confianza de la comunidad en la actuación de los
tribunales y las sentencias que ellos dictan.
De alguna manera es un principio de inspiración democrática que contribuye a la
participación de la comunidad en la administración de justicia, dado que la publicidad no
solo garantiza que las partes accedan a la información de los procesos en que litigan, sino
también “al hecho de que cualquier persona pueda imponerse libremente de los actos
procesales” (Avsolomovich et al., 1965, p. 59). En esta perspectiva parece claro que este
principio es instrumental a dos fines: proteger a las partes de una justicia exenta de
control público y mantener la confianza de la comunidad en la labor de los tribunales de
justicia (Picó, 2012, pp. 139 y 140).
Este es un principio recogido también en los instrumentos internacionales sobre garantías
del debido proceso: “Toda persona tiene derecho a ser oída públicamente…” (…) “…toda
sentencia en materia penal o contenciosa será pública…” (art. 14 Nº 1 del PIDCP); “El
proceso penal debe ser público…” (art. 8.5 de la CADH). En la sentencia dictada en el caso
Palamara Iribarne vs. Chile (2005), la CorteIDH declaró:
“El derecho al proceso público consagrado en el artículo 8.5 de la Convención es un
elemento esencial de los sistemas procesales penales acusatorios de un Estado
democrático y se garantiza a través de la realización de una etapa oral en la que el
acusado pueda tener inmediación con el juez y las pruebas y que facilite el acceso al
público.
La publicidad del proceso tiene la función de proscribir la administración de justicia
secreta, someterla al escrutinio de las partes y del público y se relaciona con la necesidad
de la transparencia e imparcialidad de las decisiones que se tomen. Además, es un medio
por el cual se fomenta la confianza en los tribunales de justicia. La publicidad hace
referencia específica al acceso a la información del proceso que tengan las partes e incluso
los terceros” (pf. 167 y 168).
En nuestro sistema, la publicidad es la general en lo relativo a la actuación de los
tribunales de justicia y se consagra en el art. 9º del COT, norma que debe relacionarse con
el mandato del art. 8º inc. 2º de la CPR.
13.1. Publicidad en los procedimientos reformados y las audiencias
Las reformas introducidas a algunos procedimientos en Chile desde comienzos del siglo
XXI han incorporado con fuerza la presencia de audiencias durante la tramitación de los
procesos, actuaciones que, por naturaleza, se desarrollan en forma oral, pública y con
inmediación ante el tribunal. Es por ello que el sistema procesal penal se caracteriza por la
publicidad de sus actuaciones, puesto que la mayoría de las decisiones relevantes para el
proceso penal se dictan en audiencias orales y públicas; asimismo, el juicio oral es una
audiencia que se identifica por su publicidad, oralidad, inmediación y continuidad (arts. 44
y 289 del CPP). Este es uno de los caracteres que lo distingue del antiguo sistema de
juzgamiento penal, regido por CdPP de 1906, en que la etapa de investigación (sumario) es
esencialmente secreta, aun para el inculpado, y la etapa de juicio (plenario), se tramita
por escrito.
Las mismas características de oralidad, inmediación y publicidad revisten, por lo general,
los procedimientos seguidos ante los juzgados de familia (art. 15 de la LJF) y los juzgados
de letras del trabajo (art. 425 del CdT), tribunales que, junto con los juzgados de garantía y
los TJOP, se califican como “reformados”.
No es que en los procedimientos civiles regulados por el CPC este principio no se aplique,
puesto que tiene plena vigencia el mandato general del art. 9º del COT (“Los actos de los
tribunales son públicos…”). Sin embargo, la estructura de esos procedimientos, con
actuaciones preponderantemente escritas y muy pocas audiencias orales y públicas, no
conduce naturalmente a que la comunidad conozca cómo se desarrollan los procesos ni
las decisiones y fundamentos contenidos en las sentencias que dictan los jueces. Lo
anterior es sin perjuicio que cualquier persona distinta a las partes litigantes y sus
abogados, por regla general, pueda conocer el contenido de la carpeta electrónica de cada
proceso civil a través del portal web del Poder Judicial. La LTE en su art. 2º letra c)
garantiza en favor de toda persona la publicidad de las actuaciones de los tribunales por lo
que “los sistemas informáticos que se utilicen para el registro de los procedimientos
judiciales deberán garantizar el pleno acceso de todas las personas a la carpeta electrónica
en condiciones de igualdad” y el propio CPC garantiza también la publicidad de la carpeta
electrónica, a menos que la ley establezca lo contrario o faculte al tribunal para restringir
su publicidad en todo o parte (art. 29 inc. 2º).
Los procesos desarrollados por audiencias permiten un despliegue más amplio de la
publicidad de las actuaciones judiciales. Es por ello que el Código Procesal Civil Modelo
para Iberoamérica en su Base Nº 20 proclama: “Debe procurarse la efectiva realización de
los principios de publicidad, inmediación y concentración; para ello la oralidad resulta el
sistema más eficaz” y el Proyecto de Nuevo Código Procesal Civil para Chile (Bol. 8.197-07
de 2012) además de reiterar la norma del art. 9º del COT, expresa en su art. 74 inc. 1º:
“Publicidad. Las audiencias serán públicas. Cualquier persona podrá asistir a ellas y los
medios de comunicación social podrán fotografiar, filmar o transmitir la totalidad o partes
de las mismas”.
Con la finalidad de armonizar el cumplimiento del principio de publicidad de las
actuaciones judiciales con el respeto a la dignidad de las personas, la Corte Suprema
aprobó por medio del Acta Nº 44 de 2022, de 15 de febrero, el Auto Acordado sobre
Publicidad de Sentencias y Carpetas Electrónicas. Esta norma dispone que las sentencias
de todos los tribunales del país deben ser incluidos en la base de datos jurisprudencial del
Poder Judicial de forma íntegra y sin límite de tiempo, a menos que se cumpla algún
presupuesto que permita anonimizar total o parcialmente los datos en ellas contenidos
para evitar la revictimización o exposición innecesaria de involucrados en causas sensibles.
Se dispone también la publicidad de las carpetas electrónicas, regulando los casos en que
la confidencialidad de ella está determinada por las materias sobre las que versa el
procedimiento (p. ej. causas de competencia de los tribunales de familia) y por la
necesidad de proteger datos personales resguardados en los presupuestos de
anonimización.
13.2. Excepciones a la publicidad
El principio de publicidad admite excepciones, atendiendo a distintos aspectos, como la
naturaleza de la materia que se debate, las características de las partes en conflicto o las
del órgano que ejerce jurisdicción:
1) Excepciones que se fundan en el interés de la moral, el orden público, la seguridad o el
derecho al honor. La publicidad de los procesos puede atenuarse por consideraciones de
moral, orden público o seguridad nacional en una sociedad democrática, o cuando lo exija
el interés de la vida privada de las partes (art. 14 Nº 1 del PIDCP). Por ejemplo, el art. 289
del CPP faculta al tribunal para restringir la publicidad del juicio oral disponiendo medidas
necesarias para preservar la intimidad, el honor o la seguridad de cualquier persona que
deba tomar parte en el juicio, contemplando sanciones para quienes infrinjan tales
medidas (art. 294 del CPP).
2) Excepciones fundadas en interés de la justicia. La publicidad de la actuación de los
tribunales puede limitarse “en la medida estrictamente necesaria (…) cuando por
circunstancias especiales del asunto la publicidad pudiera perjudicar a los intereses de la
justicia”, según el art. 14 Nº 1 del PIDCP. A su turno la CADH reconoce: “El proceso penal
debe ser público, salvo en lo que sea necesario para preservar los intereses de la justicia”
(art. 8.4).
La ley procesal chilena faculta al tribunal que conoce de un juicio penal para prohibir al
fiscal y a los demás intervinientes que formulen declaraciones o entreguen antecedentes a
los medios de comunicación social durante el desarrollo de este, cuando se pretenda,
entre otros fines, evitar la divulgación de un secreto protegido por la ley (art. 289 letra c)
del CPP).
En materias penales el secreto también puede fundarse en el tipo de delito que se
investiga y juzga, con relación al mejor resultado de la persecución penal. Ocurre así, por
ejemplo, en la investigación de los delitos de tráfico ilícito de estupefacientes (arts. 38 y
ss. de la Ley Nº 20.000).
3) Excepciones fundadas en la materia del debate o la calidad de las personas que
intervienen. La minoría de edad de los intervinientes en un proceso puede conducir a
exceptuar la regla de publicidad de este (art. 14 Nº 1 parte final del PIDCP). Por esa razón,
el art. 15 de la LJF autoriza a los jueces de familia, cuando se ponga gravemente en peligro
el derecho a la privacidad de las partes, especialmente si son niños, niñas y adolescentes,
para “[i]mpedir el acceso u ordenar la salida de personas determinadas de la sala donde
se efectúa la audiencia” e “[i]mpedir el acceso del público en general u ordenar su salida
para la práctica de diligencias específicas”, medidas cuya infracción acarrean sanciones
(art. 26 ter).
Hay excepciones a la publicidad fundadas también en la materia que es objeto del debate.
Ocurre así, p. ej., en los juicios sobre nulidad de matrimonio y divorcio (art. 86 de la Ley Nº
19.947 sobre Matrimonio Civil). Por su parte la Ley Nº 19.620 sobre adopción de menores
contempla una norma que permite reservar todo el procedimiento de adopción, tanto
judicial como administrativo: “Todas las tramitaciones, tanto judiciales como
administrativas y la guarda de documentos a que dé lugar la adopción, serán reservadas,
salvo que los interesados en su solicitud de adopción hayan requerido lo contrario” (art.
28).
4) Excepciones a la publicidad por la naturaleza del órgano jurisdiccional o de las
actuaciones que realizan. Según ellas no son públicas determinadas actuaciones de
algunos tribunales de justicia:
a) Los acuerdos de las Cortes de Apelaciones se adoptan en privado (art. 81 del COT),
estatuto que también se aplica a los acuerdos que adopta la Corte Suprema (art. 104 del
COT). La misma regla se aplica para las deliberaciones del TJOP (art. 19 del COT).
b) El registro electrónico privado que los tribunales llevan debido a la facultad
disciplinaria para castigar las faltas que se cometan en los escritos (art. 531 Nº 2 del COT).
c) Determinadas piezas que por motivos fundados el tribunal ordene mantener en
reserva “fuera del proceso”, no se agregan a la carpeta electrónica (art. 34 del CPC).
d) En el proceso civil, las preguntas que una parte dirige en el contexto de la prueba
confesional, contenidas en el “pliego de posiciones”, se mantienen en reserva mientras la
prueba no se desarrolle (art. 387 del CPC).
e) El fiscal del MP, en el ámbito de una investigación penal, puede decretar el secreto de
determinadas actuaciones de la investigación, con los límites que regula el art. 182 del
CPP.
f) En materia penal el juicio oral es siempre público, a menos que el tribunal disponga
determinadas medidas que restrinjan la publicidad de la audiencia, conforme al ya citado
art. 289 del CPP.

14. Principio de gratuidad


En Chile es el Estado quien soporta la remuneración de jueces y funcionarios de la
administración de justicia, dado que la función jurisdiccional es una prestación que otorga
el Estado. Sin embargo, las partes deben asumir en algunos casos el pago de los gastos
que benefician a algunos funcionarios auxiliares de la administración de justicia, como
receptores judiciales, notarios públicos, conservadores y archiveros, además del pago de
algunas obligaciones contraídas con la contraparte (p. ej. garantías que se hacen
efectivas), de terceros (p. ej. honorarios de peritos) y el propio erario fiscal (p. ej. algunas
multas).
Distinto es el caso en que las partes acuden a un juez no funcionario, es decir un juez
privado, activando algún mecanismo de justicia arbitral (p. ej. un compromiso), en cuyo
caso deben costear los honorarios del árbitro.
14.1. Las costas del juicio
Las partes pueden ser obligadas a sufragar las costas del juicio. En general, las costas
pueden definirse como los “[g]astos realizados con ocasión del juicio y, en sentido amplio,
también los honorarios del abogado y procurador y la retribución de otras actuaciones”
(RAE, 2017, p. 665) y pueden distinguirse las costas procesales de las costas personales.
El juez tiene facultades para determinar cuál de las partes, si no ambas, debe soportar el
pago de las costas de la causa, sean procesales o personales. Las costas procesales son los
gastos causados en la formación del proceso por la intervención de auxiliares de la
administración de justicia (p. ej. las notificaciones practicadas por los receptores judiciales,
las certificaciones hechas por los notarios), mientras que las personales son las originadas
por los servicios prestados por los abogados y demás personas que intervienen en el juicio
(p. ej. los peritos).
La ley regula en los arts. 138 y ss. del CPC el incidente sobre costas y constituye un
“mecanismo para resarcirse de todos esos desembolsos, y que en el fondo significan que
la parte que incurrió en ellos puede ser restituida o reembolsada por la parte contraria si
efectivamente ha sido condenada en costas” (Figueroa y Morgado, 2013b, p. 259,
destacado nuestro), siendo la regla general que la parte que resulte totalmente vencida
en el juicio o en un incidente sea condenada al pago de las costas.
Por excepción los litigantes pueden estar eximidos del pago de las costas de la causa y ello
ocurre en tres situaciones:
a) Cuando el juez considera que el litigante, no obstante haber sido totalmente vencido
en el juicio, “ha tenido motivos plausibles para litigar” (art. 144 del CPC);
b) En la segunda instancia la Corte puede eximir del pago de las costas a la parte contra
quien se dicte sentencia, debiendo expresar “los motivos especiales que autoricen la
exención” (art. 145); y,
c) El tribunal puede eximir del pago de las costas cuando la parte que litiga goza de
“privilegio de pobreza”.
14.2. El privilegio de pobreza
El privilegio de pobreza en materia procesal puede tener diversas fuentes. Por una parte,
se presume legalmente pobre al litigante preso que solicita el privilegio, ya sea que se
encuentre condenado o sujeto a un proceso pendiente (art. 593 del COT). También existe
presunción legal de pobreza respecto de las personas representadas judicialmente por las
instituciones destinadas a prestar en Chile asistencia jurídica y judicial gratuita, como la
Corporación de Asistencia Judicial (art. 600 del COT).
Por otra parte, el privilegio de pobreza, cuando no es presumido legalmente, puede ser
declarado judicialmente por el tribunal que conozca del asunto en primera o única
instancia (art. 591 del COT), por medio del incidente que se haya regulado en los arts. 129
y ss. del CPC.
14.3. La asistencia letrada gratuita en Chile
La gratuidad es un principio que garantiza el debido acceso a la justicia de todas las
personas (Pereira, 1996, pp. 284 y 285), por lo que es reconocida también como garantía
del debido proceso (art. 8 Nº 2 letra e) de la CADH y art. 14 Nº 3 letra h) del PIDCP). Se
trata de un derecho de naturaleza prestacional y de configuración legal, que contiene un
núcleo irreductible que implica “que la justicia gratuita debe reconocerse a quienes no
pueden hace frente a los gastos originados por el proceso sin dejar de atender a sus
necesidades vitales y a las de su familia, al objeto de que nadie quede privado del acceso a
la justicia por falta de recursos económicos” (Picó, 2012, p. 70).
El problema del acceso a la justicia y cómo la falta de recursos económicos puede impedir
su pleno ejercicio, ha sido de preocupación para los gobiernos de nuestra región. Las
“Reglas de Acceso a la Justicia de las Personas en Condición de Vulnerabilidad”, o “100
Reglas de Brasilia” (XIV Cumbre Judicial Iberoamericana, Brasilia, 2008) disponen: “Se
promoverán acciones destinadas a garantizar la gratuidad de la asistencia técnico-jurídica
de calidad a aquellas personas que se encuentran en la imposibilidad de afrontar los
gastos con sus propios recursos y condiciones” (Regla 31).
En Chile, con la reforma introducida por la Ley Nº 20.516 (2011), la CPR dio un paso
importante en el reconocimiento del derecho de defensa letrada en favor de las víctimas
de delitos y expresamente como un “derecho irrenunciable” en favor del imputado (art.
19 Nº 3 incs. 3º y 4º constitucional).
¿Qué instituciones otorgan en Chile asistencia jurídica gratuita?
En Chile el Estado otorga esta asistencia a través de diversas instituciones:
1) La más tradicional es la Corporación de Asistencia Judicial, institución pública
dependiente del Ministerio de Justicia y cuya función principal es defender en juicio los
intereses de los justiciables que carezcan de medios para pagar un abogado, en asuntos
civiles, de familia y otros que encomienda la ley (Ley Nº 17.995, de 1981). Presta diversos
servicios de defensa letrada, directamente o por medio de convenios con otras
instituciones públicas (Larroucau, 2020, pp. 359 y ss.)
2) En asuntos laborales, el Estado garantiza la asistencia letrada a través de la Defensoría
Laboral, dependiente de la Corporación de Asistencia Juridicial, que otorga asistencia
jurídica a los trabajadores de escasos recursos afectados por algún conflicto con su
empleador o que requieran la tutela jurisdiccional de otros derechos o intereses de índole
laboral o previsional.
3) Para los asuntos penales la Defensoría Penal Pública, creada por la Ley Nº 19.718
(2001), es el órgano dependiente del Ministerio de Justicia que tiene por finalidad
“proporcionar defensa penal a los imputados o acusados por un crimen, simple delito o
falta que sea competencia de un juzgado de garantía o de un tribunal de juicio oral en lo
penal y de las respectivas Cortes, en su caso, y que carezcan de abogado” (art. 2). En este
sentido, se manifiesta el rol subsidiario del Estado. Los servicios que presta la Defensoría
Penal Pública son, por regla general, gratuitos, a menos que el usuario disponga de
recursos económicos para pagar la defensa total o parcialmente. En estos casos, la
institución cobra, proporcionalmente, un arancel fijado anualmente por la misma (arts. 36
y 37 Ley Nº 19.718).
Crónica
FUENTE: SITIO WEB MINISTERIO DE JUSTICIA — 9 de octubre de 2020
Programa Mi Abogado alcanza cobertura nacional, y espera atender al 80% de los niños,
niñas y adolescentes que están en residencias y familias de acogida en 2020
Esta mañana el Ministro de Justicia y Derechos Humanos, Hernán Larraín, visitó las nuevas
oficinas del Programa Mi Abogado de la Región Metropolitana, ubicadas en calle
Miraflores, en Santiago Centro.
¿El motivo? Esta iniciativa, que busca dar una representación jurídica especializada a los
niños, niñas y adolescentes en situación de vulnerabilidad, alcanzó la meta de tener
cobertura a nivel nacional desde este mes de octubre.
El Programa Mi Abogado nació como un piloto en el año 2017, en Tarapacá, Valparaíso,
RM, Biobío y Ñuble. En 2018 se constituyó formalmente, y 2019, sumó cobertura en las
regiones de Arica y Parinacota, Maule, Los Ríos, Aysén y Magallanes; para luego, desde el
01 de octubre de 2020, tener despliegue en todo el país, con un total 19 oficinas y 285
profesionales.
En concreto, lo que hace el Programa Mi Abogado, es ofrecer una defensa jurídica
especializada para niños, niñas y adolescentes que se encuentran en modalidades
alternativas de cuidado, incluyendo a los ingresados en todo tipo de residencias, así como
los que están junto a familias de acogida externas y extensas.
Hasta el mes julio de 2020, el Programa ha atendido a un total de 6.821 niños, niñas y
adolescentes. La proyección es que, a fines de este año, se alcanzará a dar cobertura al
80% de los niños, niñas y adolescentes en cuidados alternativos que existen en Chile (esto
es aproximadamente 8.473 NNA).

ACTIVIDADES DE APLICACIÓN
1. Averigüe qué garantías del debido proceso se consagran expresamente en la CADH.
2. Indague qué propuestas se discuten en Chile sobre el sistema de nombramiento de
los jueces y en qué modelo o modelos se inspiran.
3. Argumente: ¿Qué fuerzas o grupos no formales de la sociedad podrían afectar la
independencia de los jueces?
4. Identifique las principales figuras de prevaricación judicial que regulan los arts. 223 a
225 del CP.
5. Investigue qué casos de acusación constitucional, por notable abandono de sus
deberes, se han promovido en Chile contra ministros de algún Tribunal Superior de
Justicia, desde 1990 a la fecha y cuál ha sido su resultado.
6. Analice cómo el principio de inamovilidad de los jueces se vincula con el de
responsabilidad.
7. Investigue cómo se vincula el principio de inexcusabilidad con el deber de los jueces
de motivar sus fallos.
8. Analice cuáles son los fundamentos que justifican la reconocimiento legal y
constitucional en Chile del principio de inavocabilidad.
9. Investigue en qué causas vigentes se ha acudido en Chile a la figura del ministro en
visita y por qué razón(es) se justifica.
10. Investigue cómo y con qué estándares se reconoce el derecho al recurso en los
pactos internacionales de derechos humanos, como el PIDCP y la CADH.
11. Desde el punto de vista de sus potestades para actuar de oficio, investigue qué
modelo de juez adopta el último Proyecto de Código Procesal Civil para Chile.
12. Investigue en qué consisten las instituciones de la cautela de garantías (art. 10 CPP) y
del amparo ante el juez de garantía (art. 95 CPP); en ambos casos, qué modelo de juez
adopta el sistema procesal penal chileno.
13. Investigue cuántos tribunales de primer grado existen en la región donde usted vive,
cuál es su asiento y cuál es su territorio jurisdiccional.
14. Investigue qué significado se da hoy al concepto de cooperación judicial internacional
y qué instrumentos suscritos por Chile y vigentes se refieren a ella.
15. Investigue qué servicios otorga en Chile la Corporación de Asistencia Judicial y de qué
otra manera el Estado garantiza la asistencia jurídica gratuita.

CAPITULO V

1. Sobre el concepto de competencia


Como suele suceder con muchas instituciones jurídicas esenciales, la competencia ha sido
conceptualizada o definida profusamente por la doctrina procesal. Así, y solo para citar
algunos ejemplos, se ha indicado que la competencia es la “esfera de atribuciones dentro
de la cual cada tribunal ejerce la potestad jurisdiccional” (Pereira, 1996, p. 161), o bien,
que se trata de “la facultad que tiene cada juez o tribunal para conocer de los negocios
que la ley, las partes u otro tribunal han colocado dentro de la esfera de sus atribuciones”
(Oberg y Manso, 2011, p. 37). Por otra parte, se ha apuntado que la competencia es la
distribución de la función jurisdiccional entre los distintos jueces y tribunales (Bordalí,
2020, p. 393).
Más allá de los diversos énfasis que es posible detectar en cada caso, es claro que desde
todos los conceptos se puede extraer un mínimo común que pasa por entender que la
competencia es la facultad de cada tribunal para ejercer válidamente el poder-deber de
resolver conflictos de relevancia jurídica que se les ha confiado, dentro de un ámbito o
espacio establecido. Dicho ámbito, como veremos, va a estar delimitado por distintos
elementos que fijan el campo de actuación de cada tribunal (p. ej. el lugar en que
ocurrieron los hechos o el tipo de conflicto) y a la vez aseguran que siempre haya, al
menos, un tribunal disponible para resolver una controversia jurídica específica.
En ese sentido, el DPEJ define la competencia como la “[c]ualidad que legitima a un
juzgado o tribunal para conocer de un determinado asunto, con exclusión de todos los
demás órganos del mismo orden jurisdiccional” (RAE, 2017, t. I, p. 496). En este concepto
se remarcan al menos dos consecuencias de la competencia:
a) Solo el órgano competente puede conocer legítimamente un asunto determinado.
b) El órgano competente excluye a todos los demás. En este sentido, en cada caso
concreto y luego de aplicar todas las reglas que sean pertinentes, solo un tribunal
resultará competente para conocer un asunto determinado.
A su turno, la competencia también ha sido definida por nuestro legislador en el art. 108
del COT. Allí se expresa: “La competencia es la facultad que tiene cada juez o tribunal para
conocer de los negocios que la ley ha colocado dentro de la esfera de sus atribuciones”.
Por tanto, sigue la idea de que se trata de una facultad cuyo ejercicio se circunscribe a un
espacio de actuación definido para cada órgano jurisdiccional. Sin embargo, se ha indicado
que el concepto legal resulta incompleto, debido a que no solo la ley determina los
negocios o asuntos que conoce cada tribunal, sino que esto también puede estar fijado
por las partes (mediante la llamada “prórroga de competencia”, que analizaremos más
adelante) o por otro tribunal (en el supuesto de que exista una “competencia delegada”)
(Oberg y Manso, 2011, p. 37). Ante ello, se ha replicado que cuando son las partes las que
determinan el tribunal competente, indirectamente es la ley la que lo hace, pues es ella la
que les otorga la posibilidad de generar esa competencia (Figueroa y Morgado, 2013a, p.
69), argumento que también podría extenderse analógicamente al caso de la competencia
delegada.
Por su parte, la jurisprudencia de nuestros tribunales también ha entregado su concepto
de competencia:
“(…) Dicho en otros términos, la competencia es la órbita dentro de la cual el tribunal
ejerce jurisdicción. Si bien todos los tribunales tienen jurisdicción, debido a la
multiplicidad de conflictos que existen se hace necesario dividir el ejercicio de esta función
entre diferentes tribunales y por ello la ley ha establecido distintas normas que delimitan
el ámbito dentro del cual cada tribunal ejerce jurisdicción.
De este modo las reglas de competencia se orientan a determinar cuál será el tribunal
competente para conocer de un asunto determinado, pudiendo reconocerse aquellas de
carácter general, aplicables a todo tipo de tribunales —de radicación o fijeza, del grado o
jerarquía, de extensión, de prevención o inexcusabilidad y de ejecución— y las especiales,
que dicen relación con la competencia de los tribunales que integran el poder judicial,
pudiendo a su vez distinguirse entre estas, las relativas a la competencia absoluta, esto es,
la cuantía, la materia y el fuero personal, y las de competencia relativa, que son aquellas
que tienen por objeto determinar de entre tribunales de una misma jerarquía o categoría,
cuál de ellos será el competente para conocer de un asunto determinado (…)” (SCA de
Santiago, Rol Nº 17.184-2021, de 10 de noviembre de 2021).
Ahora bien, es innegable que la competencia está íntimamente relacionada con la
jurisdicción, aunque claramente se trata de dos cuestiones distintas. Como se analizó en el
Capítulo III, la jurisdicción es un concepto genérico y abstracto, en cambio, la competencia
consiste en una noción específica y concreta. La competencia otorga existencia real al
concepto genérico de jurisdicción, pues se refiere al actuar concreto del órgano
jurisdiccional frente a un conflicto de relevancia jurídica específico (Figueroa y Morgado,
2013a, p. 68).
Además, la jurisdicción es un elemento esencial de todo tribunal de justicia, de modo que
su ausencia priva a este órgano de su carácter de tal, lo que no sucede con la falta de
competencia. En este último caso el órgano sigue siendo un tribunal dotado de poder
jurisdiccional, solo que no puede ejercerlo respecto de asuntos que no le han
encomendado. Dicho de otra forma, todo tribunal tiene jurisdicción, mas no todo tribunal
tiene competencia para resolver un asunto concreto (Orellana, 2018, p. 215). Esto se ha
graficado en que un órgano incompetente no podrá conocer ni menos pronunciarse sobre
un asunto, pero al estar dotado de jurisdicción se encuentra habilitado para declarar
válidamente su incompetencia: la declaración de falta de competencia constituye un
ejercicio de jurisdicción (Bordalí, 2020, p. 394).
Desde otro punto de vista, se sostiene que la jurisdicción es el “todo”, mientras la
competencia es la porción, medida, límite o cantidad de jurisdicción que le corresponde a
cada tribunal (Pereira, 1996, p. 159; Casarino, 2008, p. 127; Romero, 2017, p. 23). De este
modo, la competencia constituye una facultad que se ejerce respecto a todos los procesos
o causas judiciales que se sitúan dentro del ámbito de acción fijado por la ley para que
cada tribunal pueda ejercer su jurisdicción (Pereira, 1996, p. 160), ya que, en términos
reales y concretos, resulta imposible que la jurisdicción sea ejercida por una sola persona
o un único tribunal en todo el territorio del Estado (Colombo, 2004, p. 78; Oberg y Manso,
2011, p. 36). De hecho, si esto fuera factible, los conceptos de jurisdicción y competencia
se unificarían, tornando inútil la noción de competencia (Pereira, 1996, p. 161).
Partiendo de la base de que necesariamente debe existir un órgano jurisdiccional que
resuelva cada uno de los conflictos jurídicos que se susciten en la sociedad, la
competencia, para algunos autores, constituye un criterio de distribución del trabajo
judicial entre los distintos órganos jurisdiccionales presentes en un mismo país, para lo
cual se atiende a diversos criterios (Nieva, 2015, p. 7). Por tanto, la utilidad de las reglas
legales referidas a la competencia —especialmente, aunque no exclusivamente, los arts.
108 a 193 del COT— radica en que a partir de su aplicación los litigantes van a estar en
condiciones de determinar cuál es el tribunal específico al que deben someter el
conocimiento y la resolución de su controversia. Es decir, las normas de competencia
configuran el conjunto de asuntos que va a conocer cada órgano jurisdiccional, precisando
además la instancia o etapa del procedimiento en que se deberá producir su intervención
(Oberg y Manso, 2011, p. 36; Romero, 2017, p. 19).
De esta manera, las normas sobre competencia establecen que en caso de producirse un
conflicto de naturaleza civil (p. ej. una disputa entre tres herederas respecto a los bienes
de la herencia que corresponde a cada una de ellas), la primera etapa o instancia del juicio
será conocida y fallada por el juez de letras civil del último domicilio del difunto, tal como
disponen los arts. 45 y 148 del COT; mientras que la eventual segunda instancia le
corresponderá a la Corte de Apelaciones que tenga competencia en dicho territorio (art.
110 del COT). Así, si José Manuel fallece durante sus vacaciones en Pichilemu, pero su
domicilio se encontraba en Chillán, el conflicto sobre su herencia solo podrá ser conocido
por alguno de los jueces de letras en lo civil de esta última ciudad, por así determinarlo las
reglas que distribuyen el trabajo judicial respecto a esta clase de litigios civiles. Por ende,
si alguna de sus herederas presenta su demanda ante el juez de su propio domicilio (p. ej.
en Iquique), este tribunal declarará su incompetencia —salvo que exista una prórroga de
competencia, tal como se estudiará más adelante—. A su vez, si termina la primera
instancia con la sentencia definitiva dictada por el juez de Chillán y alguna de las partes del
juicio interpone recurso de apelación, esta segunda etapa será conocida por la Corte de
Apelaciones de Chillán. Como se aprecia, de esta forma el legislador dispone reglas que
van a determinar qué órganos jurisdiccionales específicos conocerán cada uno de los
conflictos jurídicos que se judicialicen.
Ahora bien, por regla general la determinación del tribunal competente va a resultar
indiscutible luego de la aplicación de las reglas legales sobre competencia, pero podría no
ser así. En efecto, las partes del juicio podrían haber convenido previamente que en el
evento en que se generara una contienda civil entre ellas, su resolución se le solicitará a
un tribunal determinado, supuesto en el cual este acuerdo se impone sobre la normativa
legal (art. 186 del COT). O bien, podría generarse una disputa respecto al órgano llamado
a resolver la contienda entre Sofía (la demandante) y Benjamín (el demandado), lo que,
según el caso específico, debería ser alegado en el juicio por Benjamín o ser declarado de
oficio por el propio tribunal ante el cual se ha ejercido la acción (es decir, por propia
iniciativa del juez, sin que ninguna de las partes se lo haya solicitado). En estas situaciones
se requerirá un pronunciamiento del tribunal sobre su propia competencia para conocer
el asunto, lo que incluso podrá ser revisado por tribunales de mayor jerarquía,
declarándose eventualmente la nulidad de todo el juicio que se haya tramitado. Por tanto,
esta determinación no es baladí, sino muy por el contrario, puede generar consecuencias
procesales de gran impacto para el devenir del juicio.

2. Clasificación de la competencia
La competencia admite una serie de clasificaciones, atendiendo a diversos criterios de
análisis. En este sentido, a modo ejemplar, podemos indicar que la competencia de un
órgano jurisdiccional para conocer un litigio concreto puede venir determinada por
decisión de la ley, de las partes del mismo litigio o de otro tribunal, que le delega o
“deriva” el conocimiento de algún aspecto concreto del proceso. Por otro lado, la
posibilidad de tomar parte de la decisión del asunto va a depender de la cuantía de lo
disputado, de las personas que intervengan en el litigio, de la materia jurídica sobre la que
verse y del lugar en que se hayan suscitado los hechos. Además, como veremos, es posible
que en la resolución de un litigio intervenga solo un tribunal, o bien, que exista la
posibilidad de que se generen diversas etapas con la participación de varios tribunales.
Pasemos ahora a revisar las distintas clasificaciones de la competencia.
2.1. Atendiendo a los factores o elementos que sirven para establecer el tribunal que
debe conocer y fallar un asunto determinado: competencia absoluta y relativa
Esta clasificación merece una explicación previa de contexto. Como sabemos, nuestro
Poder Judicial cuenta con una estructura jerárquica, organizada en una pirámide de tres
niveles: en el nivel más alto, es decir, en la cúspide de la pirámide, se sitúa la Corte
Suprema. Más abajo, en el nivel intermedio, se ubican las diecisiete Cortes de Apelaciones
de nuestro país. Y finalmente, la base de la pirámide está integrada por los tribunales
restantes, llamados usualmente tribunales “de instancia” o “del fondo”.
Teniendo eso presente, podemos afirmar que la competencia absoluta es aquella que
sirve para determinar la clase o jerarquía del tribunal —dentro de la estructura orgánica
mencionada— que está llamado a conocer y resolver un asunto determinado (Pereira,
1996, p. 168; Colombo, 2004, p. 133; Casarino, 2007, p. 129). Para determinar esta
jerarquía se debe acudir a reglas que se refieren a tres elementos: materia, cuantía y fuero
(los que se abordarán en detalle más adelante en este manual). Así, por aplicación de
estas normas se podrá determinar que el asunto deberá ser sometido inicialmente a la
decisión de un tribunal de la jerarquía más baja —lo que será lo más usual—, como un
juzgado de letras o un tribunal de familia (por tratarse, respectivamente, de un litigio
sobre indemnización de perjuicios o de una pensión de alimentos). En cambio, si estamos
frente a la presentación de un recurso de protección (art. 20 de la CPR), su conocimiento
corresponderá a un tribunal del segundo grado jerárquico, es decir, a una Corte de
Apelaciones.
A su turno, la competencia relativa sirve para determinar cuál de los tribunales dotados de
igual competencia absoluta es el competente para conocer y resolver un asunto
específico. De esta forma se busca responder, v. gr., a la siguiente pregunta: ¿Ante qué
tribunal de familia debemos presentar —o dicho de otra forma, a cuál de ellos le
corresponde resolver— el litigio sobre pensión de alimentos entre Camila y Fernando?
¿Ante el de Curicó, el de Santiago u otro? ¿O puede ser ante cualquiera de los sesenta
tribunales de familia que existen en Chile?
La determinación de la competencia relativa se realiza luego de haber establecido el o los
órganos jurisdiccionales poseedores de competencia absoluta en un supuesto concreto.
Así, para determinar la competencia relativa se acude al territorio en que tiene lugar el
hecho específico al que hace mención el legislador. Este hecho normalmente va a estar
referido al lugar de domicilio de alguna de las partes del juicio (en materia civil) o aquel en
que se haya cometido el delito (en materia penal), pero también puede aludir a otros
supuestos (como el lugar en que se encuentren los bienes disputados o donde el
trabajador haya prestado sus servicios). De este modo, por ejemplo, por aplicación a las
normas de competencia absoluta podemos establecer que el proceso judicial entre María
Victoria y su exempleadora, la empresa Encanto S.A., debe ser conocido y resuelto por un
juez de letras del trabajo, sin saber aún a cuál de todos los existentes en Chile debemos
someter el asunto. De ahí que será aplicando las reglas de competencia relativa que
sabremos específicamente cuál es el llamado a resolver el caso (ej. el juez del trabajo de
Los Ángeles).
2.2. Atendiendo a la fuente de donde emana la competencia del tribunal para conocer y
resolver un asunto: competencia natural y prorrogada
Esta clasificación considera si ha sido el legislador el que ha establecido la competencia de
un tribunal para conocer un litigio, o si las partes de común acuerdo le han atribuido esta
facultad —obviamente en los supuestos en que ello es procedente—.
Por competencia natural se entiende aquella que la ley asigna a cada tribunal (Oberg y
Manso, 2011, p. 37) y que se establece mediante la aplicación concreta de las normas de
competencia absoluta y relativa que ha fijado el legislador para determinar el tribunal
competente. Así, por ejemplo, el órgano naturalmente competente para conocer el juicio
de divorcio entre Andrés (demandante) y Mónica (demandada) será el tribunal de familia
con competencia en el territorio en que se ubique el domicilio de Mónica, porque así lo
dispone el art. 87 de la Ley Nº 19.947 que estableció la nueva ley de matrimonio civil.
Por su parte, la competencia prorrogada es aquella que adquiere un tribunal debido a que
las partes del juicio han alcanzado un acuerdo de voluntades, expreso o tácito, que se
denomina “prórroga de competencia”. A través de este acuerdo, las partes entregan el
conocimiento del litigio a un tribunal que no es el naturalmente competente, de modo
que su voluntad prima por sobre la del legislador y las normas legales que fijan el tribunal
competente para conocer un asunto. En todo caso, debe resaltarse que esta situación es
excepcional en nuestro ordenamiento procesal, pues solo se permite cuando se cumplen
los requisitos señalados por el art. 182 del COT (Orellana, 2018, p. 217). Para graficarlo,
valga el siguiente ejemplo: Esteban y Felipe celebran un contrato de compraventa, por el
cual el primero vende al segundo su automóvil por un precio de $10.000.000. Suponiendo
que Felipe decide demandar a Esteban por los desperfectos que tenía el auto y que omitió
mencionarle, por aplicación del art. 138 inc. 2º del COT, el tribunal competente sería el
juzgado de letras del domicilio de Esteban (Antofagasta). No obstante, si las partes
incluyeron una cláusula en el contrato en donde indicaron que cualquier litigio que se
suscitara entre ellas sería conocido por el juez de letras de Calama, el juicio deberá
llevarse a cabo ante este tribunal, pues adquirió competencia prorrogada (que tiene
preferencia sobre la competencia natural).
2.3. Atendiendo a si la competencia ha sido otorgada directamente por la ley o las partes,
o proviene de otro tribunal: competencia propia y delegada
Básicamente, la competencia propia se encuentra en relación de género a especie con la
competencia natural y prorrogada que recién se analizó, de modo que cuando se habla de
competencia propia se hace referencia a todos los supuestos en que el tribunal conoce un
asunto que le ha encomendado la ley o las partes. Esto es, por mucho, la situación más
usual, y habilita al tribunal para conocer íntegramente alguna de las etapas o instancia del
juicio, desde su inicio y hasta la dictación de la sentencia respectiva.
Los tribunales ejercen directamente su competencia propia —esto es, sin la ayuda o
intermediación de otro órgano jurisdiccional—, respecto de los asuntos que se le han
asignado y únicamente dentro del territorio que la ley les ha señalado, salvo en contados
casos de excepción (como ocurre en el supuesto previsto por el art. 403 inc. 2º del CPC,
que permite que el tribunal pueda llevar a cabo una inspección fuera del territorio que se
le ha fijado; o en relación con la extensión territorial de los juzgados de familia a que se
refiere el art. 24 de la LJF). Como puede suponerse, esta limitación territorial podría
implicar un obstáculo insalvable para la marcha de los procesos judiciales, toda vez que no
es raro que sea necesario practicar una o más diligencias fuera del espacio físico en que el
tribunal puede ejercer válidamente su competencia, como sería el caso en que se debe
notificar la demanda al demandado o se requiere interrogar a un testigo, en el territorio
que corresponde a otro tribunal, v. gr., si el proceso se tramita ante el juez letras de
Tocopilla y la referida actuación se debe desarrollar en la ciudad de Ovalle.
Para hacer frente a la situación descrita y posibilitar el desarrollo de actuaciones
procesales en territorios diversos al del tribunal que conoce el juicio, se debe acudir a la
competencia delegada, que es aquella que adquiere un tribunal de parte de otro tribunal
que posee competencia propia respecto a un litigio, el cual le encarga la realización de una
o más diligencias específicas (Casarino, 2008, p. 128). De esta manera, el tribunal que
posee competencia propia (llamado para estos efectos “delegante”) cede una parte de su
competencia a otro tribunal (“delegado”) que hasta ese momento no tiene ninguna
vinculación con el litigio, para que este lleve a cabo una o más actuaciones específicas
dentro de ese proceso y que el tribunal delegante no puede realizar por sí mismo dada la
imposibilidad de actuar directamente fuera de su territorio. P. ej. esto ocurre en el caso de
los exhortos, que son actos de comunicación entre dos tribunales, por medio del cual uno
(tribunal exhortante) pide a otro (tribunal exhortado) la práctica de determinados actos
jurídicos procesales (Cortez y Palomo, 2018, p. 324). Debido a esta comunicación, el
tribunal exhortado adquiere una competencia delegada del exhortante para llevar a cabo
los actos específicos que se le han encomendado, por ejemplo, gestionar la notificación de
la demanda al demandado o de alguna resolución que lo cita a audiencia (arts. 71 del CPC
y 20 del CPP).
Ejemplo de exhorto en sede penal
Chanco, uno de enero de dos mil veintidós
Habiendo recibido correo electrónico del Juzgado de Garantía de La Serena, en el que se
informa la detención de SERGIO HUMBERTO MALDONADO CONTARDO, cédula de
identidad Nº 19.259.432-8 y constando que la orden de detención emanada en su contra
se encuentra vigente, se ordena exhortar a dicho Tribunal con la finalidad que sea
controlada la legalidad de su detención y se disponga su notificación y citación personal a
audiencia de ley 18.216, la que se fija para el día 21 de febrero de 2022, a las 11:10 horas,
a realizarse en la SALA 4 de este Juzgado de Garantía de Chanco, bajo los apercibimientos
contemplados en los artículos 26 y 33 del Código Procesal Penal.
Solicítese al referido Tribunal remita acta de control de la detención efectuada e informe,
además, la situación procesal que mantiene el imputado.
Sirva la presente resolución de suficiente y atento oficio remisor.
Notifíquese por correo electrónico a los intervinientes.
RUC Nº 1700551272-7
RIT Nº 7577-2021
Resolvió doña Carolina Andrade Martínez, Jueza de Garantía de Chanco.
En Chanco, a uno de enero de dos mil veintidós, notifiqué por estado diario la resolución
precedente.
Como puede verse, esta es una situación de excepción a una forma de actuación que
resulta obvia: el tribunal ante el que se tramita la causa es el que debe realizar todas las
diligencias para su resolución. Empero, por razones prácticas se permite que otro tribunal
participe también del caso, aunque, claro está, solo para intervenir en diligencias
específicas fuera del lugar en que se sigue el juicio (art. 70 del CPC), sin que eso signifique
adoptar la decisión sobre el asunto.
2.4. Atendiendo al ámbito de materias sobre las que tiene competencia el tribunal:
competencia común y especial
Los denominados tribunales de competencia común son aquellos que están facultados
para conocer y fallar toda clase de asuntos, cualquiera sea su naturaleza (civil, penal,
familiar, laboral, tributaria, comercial, administrativa, etc.). En nuestro sistema orgánico
procesal, los tribunales que por esencia tienen competencia común son las Cortes de
Apelaciones y la Corte Suprema, ya que ellas conocen de todo tipo de controversias
jurídicas. Muestra de ello es lo previsto por los arts. 63, 96 y 98 del COT.
Sin embargo, también tiene competencia común una gran cantidad de Juzgados de Letras.
Esto se debe a que en principio a estos órganos se les ha asignado la tarea de conocer
asuntos civiles y de comercio, pero cuando les corresponde ejercer su competencia sobre
una comuna o agrupación de comunas en las que no ejerce competencia uno o más de los
otros tribunales de instancia (ej. el juzgado de garantía o el de letras del trabajo), al juez
de letras le corresponde también resolver estos asuntos (art. 45 Nº 2 letra h) del COT).
Esto puede comprenderse más fácilmente si se tiene presente lo siguiente: el legislador —
por razones económicas, de cargas de trabajo o eficiencia— no ha previsto la cobertura
total del territorio chileno por parte de los tribunales unipersonales del fondo distintos a
los juzgados de letras, de modo que en las comunas que no están dentro de la
competencia de esos órganos, la tarea debe ser asumida por el juez de letras del lugar
(fenómeno que, valga aclarar, no sucede en la Región Metropolitana). V. gr., si atendemos
a lo previsto por el art. 415 letra g) del Código del Trabajo, podemos constatar que solo
existen dos juzgados de letras del trabajo en la Región de Valparaíso, con competencia
sobre 9 de sus 38 comunas. Así, en las 27 comunas restantes, un juez de letras con
competencia común conoce de los asuntos laborales.
Ahora bien, puede suceder que el único órgano jurisdiccional de base que existe en el
territorio respectivo es el juzgado de letras, razón por la que además de los asuntos civiles
y comerciales, deberá hacerse cargo también de aquellos que le corresponde conocer al
juez de garantía, de familia, del trabajo y de cobranza laboral y previsional. En este
supuesto, el juez de letras está dotado de una competencia común “amplia”, tal como
sucede, por ejemplo, en el caso de los juzgados de letras de Mejillones, Pichilemu o
Natales. A su vez, también es posible encontrar una competencia común “reducida” de
algunos juzgados de letras, en el sentido que a su competencia civil y comercial se le
adicionará, por ejemplo, únicamente los asuntos laborales, pues en el territorio respectivo
se cuenta también con juez de garantía y de familia, pero no con juez de letras del trabajo
ni de cobranza laboral y previsional (así ocurre, v. gr., en el caso del juzgado de letras de
Vallenar, Linares y Ancud).
Por otra parte, un caso sui generis de tribunal de competencia común lo constituye el
juzgado de la comuna de Alto Hospicio, creado en 2015 por la Ley Nº 20.876. Se trata de
un órgano al que se le ha asignado competencia en materias de familia, garantía y trabajo,
dejando fuera a los asuntos civiles y comerciales (que siguen encomendados al juzgado de
letras de Iquique).
A su turno, la competencia especial es la que faculta a un tribunal para conocer ciertos y
determinados asuntos, no la generalidad de los conflictos de relevancia jurídica que
acaezcan dentro del territorio que se les ha fijado. Por tanto, lo que ocurre es que a estos
tribunales se les asignan juicios sobre una disciplina jurídica específica, generándose una
judicatura especializada en el ámbito respectivo. Así ocurre, por ejemplo, con los
tribunales de familia (cuyos asuntos están señalados básica, aunque no exclusivamente,
en el art. 8º de la LJF), con los tribunales de juicio oral en lo penal (art. 18 del COT), o con
los juzgados de letras civiles (que no por eso deja de ser un tribunal ordinario - Colombo,
2004, p. 140).
2.5. Atendiendo a si existe solo un tribunal competente para conocer y fallar un asunto
específico o hay varios que potencialmente podrían hacerlo: competencia privativa (o
exclusiva) y acumulativa (o preventiva)
Se sostiene que un tribunal tiene competencia privativa o exclusiva cuando el legislador ha
dispuesto que este órgano jurisdiccional es el único que puede conocer y fallar un asunto
determinado, excluyendo de entrada a todos los demás tribunales. El ejemplo más
evidente y reiterado de competencia privativa es aquel en que solo basta aplicar las
normas de competencia absoluta —atendiendo especialmente a la materia de la
controversia— para identificar al tribunal, lo que sucede con los asuntos que conoce la
Corte Suprema: recurso de casación en el fondo, recurso de revisión, recurso de
unificación de jurisprudencia, etc. Todos los cuales solo pueden ser sometidos a la
decisión del máximo tribunal de nuestro país.
Empero, si analizamos más en detalle la competencia privativa, veremos que, al aplicar las
reglas legales sobre competencia absoluta y relativa, lo normal será que en teoría exista
solo un tribunal habilitado para conocer y fallar cada asunto, siendo esta la única opción
que tienen las partes para evitar una declaración de incompetencia —lo que podría
suceder si ocurren ante un tribunal incorrecto—. De esta forma, por ejemplo, la demanda
de indemnización de perjuicios presentada en contra de José Luis, domiciliado en calle
Covadonga Nº 540 de Angol, debe ser conocida por el juzgado de letras de la misma
ciudad, por aplicación de los art. 36, 45 y 134 del COT. En el mismo sentido, el proceso
penal iniciado en contra de Andrea por el delito de receptación cometido en la comuna de
Ñuñoa, corresponderá al Octavo Juzgado de Garantía de Santiago, según lo disponen los
arts. 14, 16 y 157 del COT.
A su vez, la competencia acumulativa o preventiva es aquella que por disposición de la ley
corresponde a dos o más tribunales para conocer el mismo asunto, de modo que —en
abstracto y antes del ejercicio de la acción respectiva— el conocimiento y fallo del negocio
podría corresponder a cualquier de ellos. Sin embargo, por aplicación de la parte final del
art. 112 del COT (que contiene la llamada “regla de prevención”), una vez que cualquiera
de estos tribunales interviene en el conocimiento del asunto, los otros dejan de ser
competentes. Este tipo de competencia queda claramente de manifiesto en los supuestos
en que el legislador proporciona dos o más opciones de tribunales al actor para que ejerza
su acción e inicie el proceso.
En este sentido, el Auto Acordado sobre Tramitación y Fallo del Recurso de Protección de
las Garantías Constitucionales dispone, en lo pertinente: “1º.- El recurso o acción de
protección se interpondrá ante la Corte de Apelaciones en cuya jurisdicción se hubiere
cometido el acto o incurrido en la omisión arbitraria o ilegal que ocasionen privación,
perturbación o amenaza en el legítimo ejercicio de las garantías constitucionales
respectivas, o donde éstos hubieren producido sus efectos, a elección del recurrente…”.
Por consiguiente, v. gr., el recurso de protección con ocasión de un acto arbitrario que
implica una amenaza a la igualdad ante la ley ocurrida en Osorno, pero que produce sus
efectos en Puerto Varas, podrá ser conocido por la Corte de Apelaciones de Valdivia o la
de Puerto Montt (arts. 20 de la CPR y 55 del COT, además de la norma recién transcrita).
Obviamente sometido el recurso ante una de esas Cortes, la otra deja de ser competente.
Disposiciones del mismo tenor pueden encontrarse en los art. 135 y 147 del COT, y en el
art. 423 del Código del Trabajo, en donde el legislador señala varios tribunales que
potencialmente podrían conocer el mismo asunto, quedando su determinación “a
elección del demandante” o “del alimentario”, según sea el caso.
2.6. Atendiendo a la instancia, etapa o grado del proceso en que el tribunal tiene
competencia para conocer del asunto: competencia en única, primera o segunda instancia
Como es obvio, todos los procesos judiciales serán conocidos por algún órgano
jurisdiccional al que le será sometido el conflicto para su resolución, órgano que será
establecido mediante las normas de competencia. Empero, la sentencia o decisión que
emita este tribunal podrá o no ser susceptible de apelación dependiendo de las normas
que haya establecido el legislador. En el primer caso se habla de que este tribunal tiene
competencia de única instancia, y en el segundo, de primera instancia. Ahora bien, si la
parte que se siente agraviada por la decisión presenta un recurso de apelación, entrará en
escena un segundo tribunal, el que tendrá competencia en segunda instancia. Como
puede verse, la clave de esta clasificación está en si la ley permite o no apelar la sentencia,
y, cuando se permite, si el recurso se lleva a efecto.
En esta perspectiva, la competencia en única instancia es la que ejerce el tribunal cuando
se trata de procesos en que no procede recurso de apelación en contra de la sentencia
definitiva que se dicte en él (aunque sí puedan apelarse otras resoluciones). Por tanto, se
dice que la sentencia es inapelable (art. 188 del COT). Ese es el caso de los juzgados de
letras que conocen un juicio civil o comercial cuya cuantía no exceda de 10 unidades
tributarias mensuales (art. 45 Nº 1 del COT), del tribunal de juicio oral en lo penal respecto
de todos los asuntos sometidos a su conocimiento (art. 364 del CPP) y también de los
juzgados de letras del trabajo (art. 477 del CdT). Dicho de otra forma, la competencia de
única instancia se presenta cuando la decisión del tribunal que conoce el asunto en su
primera etapa o grado no puede ser atacada mediante un recurso de apelación, lo que,
valga aclarar, no obsta a que haya otros medios de impugnación disponibles para las
partes que se sientan agraviadas por esa decisión.
A su turno, como ya se adelantaba, la competencia en primera instancia es la que ejerce
un tribunal en los procesos en que la ley establece la posibilidad de que las partes
interpongan recurso de apelación en contra de la sentencia definitiva (art. 188 del COT),
de modo que esta decisión sea sometida a revisión por parte del superior jerárquico del
primer tribunal, superior que usualmente será la Corte de Apelaciones respectiva. Esta es
la regla general en los procesos civiles (art. 187 del CPC) y de familia (art. 67 Nº 2 de la
LJF), en donde el legislador prevé que lo usual será que las partes puedan pedir el examen
de la decisión que ha emitido el tribunal de primera instancia.
Finalmente, la competencia en segunda instancia es la que corresponde al tribunal que
está llamado a conocer y resolver el recurso de apelación que se haya presentado en
contra de la sentencia definitiva de primera instancia. Ello lo habilita para conocer
íntegramente todos los antecedentes, argumentos y pruebas que tuvo a la vista el tribunal
de primera instancia para emitir su sentencia, pudiendo decidir que confirma o revoca la
decisión, es decir, que la mantiene inalterada, o bien, que la modifica total o parcialmente.
Por regla general, esta competencia le corresponde a la Corte de Apelaciones, ya que, a su
vez, lo habitual será que la competencia de primera instancia esté asignada a alguno de
los tribunales del primer nivel jerárquico. No obstante, también existen supuestos en que
la Corte Suprema ejercerá competencia de segunda instancia, por ejemplo, cuando se
trate de un recurso de apelación interpuesto contra la sentencia dictada en un proceso
sobre una acción de amparo o de protección, pues ellos son conocidos en primera
instancia por las Cortes de Apelaciones (art. 98 Nº 4 del COT).
2.7. Atendiendo a si en el asunto sometido al tribunal existe o no contienda entre partes:
competencia contenciosa y no contenciosa
Se denomina competencia contenciosa a la que posee el tribunal que está llamado a
resolver una contienda o litigio entre dos o más partes, con efecto de cosa juzgada. P. ej.
el Juzgado de Letras de Castro ejerce su competencia contenciosa para conocer y resolver
el proceso en que se solicita el cumplimiento forzado del contrato de comodato celebrado
entre Javiera y Bárbara, toda vez que la primera de ellas se ha negado a llevar a cabo las
obligaciones que emanan de dicho acuerdo.
A diferencia de la anterior, la competencia no contenciosa es la que se asigna a un tribunal
que debe emitir un pronunciamiento en un asunto en que no hay conflicto entre partes,
sino solo la solicitud de una persona y que el tribunal conoce porque la ley requiere
expresamente su intervención (art. 2º del COT). A los asuntos no contenciosos también se
les conoce como “voluntarios”, tal como fue explicado anteriormente en el Cap. III, punto
8. De esta manera, por ejemplo, el Juzgado de Letras de Parral ejerce su competencia no
contenciosa para tramitar y, finalmente, rechazar o aceptar la solicitud de cambio de
nombre solicitado por Manuel. En este asunto, Manuel no se enfrenta a otra parte ante el
tribunal, sino que solo plantea su solicitud y debe presentar los antecedentes y realizar las
gestiones para que el tribunal quede en condiciones de emitir su decisión.
Nótese que el mismo órgano jurisdiccional va a estar dotado —al mismo tiempo— tanto
de competencia contenciosa como de no contenciosa. El punto radica en que ejercerá una
u otra dependiendo de la presencia o no de contienda en la cuestión concreta que es
sometida a su decisión. En todo caso, lo dicho aplica solo para los juzgados de letras y los
tribunales de familia, pues únicamente a ellos se les ha asignado una participación en
cuestiones no contenciosas.

3. Reglas generales de la competencia


Las reglas generales de competencia, tal como su nombre lo anticipa, son directrices
comunes o generales acerca de algunos aspectos de la competencia, aplicables a todo
tribunal y a cualquiera que sea la naturaleza del asunto que está llamado a resolver
(Colombo, 2004, p. 145). Son reglas que se deben tener en cuenta una vez se ha
determinado el tribunal competente para conocer un litigio determinado (Casarino, 2007,
p. 130).
Ellas se encuentran contenidas en los arts. 109 a 114 del COT y, en términos concretos, se
vinculan con cuestiones específicas y prácticas sobre la competencia. Así, estas reglas
vienen a responder los siguientes interrogantes:
– Si hay dos o más tribunales competentes para conocer un asunto, ¿cuál de ellos debe
hacerlo? (regla de la prevención).
– Durante la tramitación del juicio, ¿se puede extraer el litigio del conocimiento del
tribunal y llevarlo ante otro? (regla de la radicación).
– Si durante el juicio se presentan cuestiones accesorias o adicionales al conflicto
principal entre las partes, ¿ellas son resueltas por el mismo tribunal ante el que se está
tramitando el asunto o debe hacerlo uno distinto? (regla de la extensión).
– ¿Cómo y en qué momento se determina el tribunal que eventualmente conocerá la
segunda instancia del juicio? (regla del grado).
– Y finalmente, ¿qué tribunal debe ejecutar las resoluciones que se pronuncien en el
juicio, incluyendo la decisión final del caso? (regla de la ejecución).
3.1. Regla de la prevención
La regla de la prevención se consagra en el art. 112 del COT, el que señala:
“Siempre que según la ley fueren competentes para conocer de un mismo asunto dos o
más tribunales, ninguno de ellos podrá excusarse del conocimiento bajo el pretexto de
haber otros tribunales que puedan conocer del mismo asunto; pero el que haya prevenido
en el conocimiento excluye a los demás, los cuales cesan desde entonces de ser
competentes”.
Según se desprende del texto de la norma, ella parte del supuesto de que legalmente
existan dos o más tribunales que son competentes para conocer el mismo asunto. En ese
escenario, se hace mención a dos reglas que se complementan entre sí: la prevención y la
inexcusabilidad de los órganos jurisdiccionales, esta última contenida en el art. 10 inc. 2º
del COT. De esta forma, cuando hay dos o más jueces competentes, ninguno de ellos
puede excusarse de conocer el asunto aduciendo que hay otro(s) que también puede(n)
resolver el caso, lo que importa una prohibición para los jueces (Figueroa y Morgado,
2013a, p. 85).
Empero, cuando uno de esos tribunales empieza a conocer (es decir, se anticipa a los
otros o “previene” en el conocimiento) todos los demás pierden su competencia desde
ese momento (Pereira, 1996, p. 175). Por consiguiente, la pluralidad de órganos
competentes para conocer un caso se suscita en una etapa anterior a la judicialización del
asunto, pues por el solo hecho de que alguna de las partes ejerza la acción ante alguno de
estos tribunales y se inicie la sustanciación del caso, este órgano será el único competente
para resolver el litigio —todo esto, obviamente, cuando se trate de un órgano al que
efectivamente el legislador ha asignado esa competencia—.
Si bien, como se mencionó en páginas anteriores, lo normal será que por aplicación de las
reglas legales solo exista un tribunal con competencia para conocer y resolver un asunto,
es posible encontrar la aplicación de la regla de la prevención en los siguientes supuestos:
a) Cuando existen dos o más tribunales con igual competencia absoluta y relativa. Esto
sucede en aquellos territorios sobre los que tiene competencia más de un juzgado de
letras, de modo que sus ámbitos de acción se sobreponen. V. gr. así ocurre en Concepción
y Viña del Mar (comunas donde, según los arts. 32 y 35 del COT, hay tres juzgados de
letras en lo civil), y obviamente en la comuna de Santiago, donde tienen asiento 30
juzgados de letras civiles (art. 40 del COT).
b) Cuando la ley establece una situación de competencia acumulativa o preventiva (que
vimos en el apartado 2.5), de modo que el texto legal dispone expresamente que un
asunto puede ser conocido por dos o más tribunales. Por ejemplo, lo establecido en los
arts. 114, 135, 140, 143 y 147 del COT, art. 423 del Código del Trabajo y art. 1º del Auto
Acordado sobre Tramitación y Fallo del Recurso de Protección de las Garantías
Constitucionales.
Para cerrar este punto, merece la pena hacer una precisión práctica. Si bien en los dos
supuestos mencionados opera claramente la regla de la prevención, es diferente la
manera en que se determina el tribunal concreto que está llamado a conocer un asunto.
Como se indicó en su oportunidad, en los supuestos de competencia acumulativa, el
legislador establece opciones para el actor, de modo que queda a su arbitrio la elección
del tribunal, lo que concretará digitalmente mediante la presentación de la demanda,
gestión o solicitud mediante la OJV. En cambio, tratándose del supuesto detallado en la
letra a) supra, la determinación del tribunal no queda a la elección de las partes, sino que
se realiza aleatoriamente por la OJV. Dicho de otra forma, el actor no puede escoger cuál
de los tres juzgados civiles de Viña del Mar o de los cuatro de Talca será el que conocerá el
caso, sino que el sistema computacional será el que lo definirá, lo que se conoce como el
sistema de distribución de causas (al que nos referiremos con más detalle en la sección 5
de este capítulo).
3.2. Regla de la radicación o fijeza
Contenida en el art. 109 del COT, esta regla establece que la competencia del tribunal
para conocer un litigio debe permanecer inalterada durante todo el desarrollo del
proceso, aun cuando se susciten hechos posteriores al momento en que el juicio quedó
asentado ante ese órgano. Dicha disposición reza:
“Radicado con arreglo a la ley el conocimiento de un negocio ante tribunal competente,
no se alterará esta competencia por causa sobreviniente”.
Como requisito esencial para la aplicación de esta regla, debe tenerse presente que la
radicación solo va a tener lugar cuando el órgano sea legalmente competente para
avocarse al conocimiento del caso y se cumplan los requisitos establecidos por la ley en
cuanto al procedimiento al que debe someterse el asunto (Colombo, 2004, p. 151). Pero
más allá de eso, un elemento central de esta regla está constituido por el momento
preciso en que se produce la radicación del conocimiento de un asunto ante un tribunal
determinado y, para conocerlo, es necesario distinguir si el asunto es de naturaleza civil o
penal (entendiendo como litigio civil todo aquel que no es penal). De este modo:
a) Si el asunto es de naturaleza civil, la radicación se producirá una vez que se realice el
emplazamiento de todas las partes en el proceso ante el tribunal competente. Es decir, en
términos generales se requiere que el demandado haya sido legalmente notificado de la
primera gestión del juicio, que normalmente será la demanda —aunque también podría
tratarse de una gestión prejudicial o preparatoria a que se refiere el art. 178 del COT—.
No obstante, la notificación parece no ser suficiente. De hecho, para tener plena certeza
de que el asunto se ha radicado ante un tribunal hay que distinguir varios escenarios:
– Si el demandado comparece y contesta la demanda, la radicación se produce cuando
se presenta el escrito de contestación.
– Si el demandado comparece dentro del plazo legal y opone una excepción dilatoria de
incompetencia, la radicación solo se producirá cuando el tribunal rechace esta alegación.
Obviamente si la decisión va en sentido contrario y se acoge la excepción de
incompetencia, no se concretará la radicación ante ese tribunal.
– Incluso podría darse el supuesto de que el asunto se plantee ante un tribunal que
carece de competencia relativa, pero el demandado no opone la excepción de
incompetencia, caso en el cual la radicación solo se producirá cuando haya precluido la
oportunidad que hacer esta alegación, produciéndose una prórroga tácita de competencia
(Bordalí, 2020, p. 398). Vale decir, la radicación se concretará cuando el órgano que era
naturalmente incompetente se transforma en competente gracias al acuerdo tácito de
voluntades de las partes.
– ¿Y si el tribunal ante el que se presenta el asunto carece de competencia absoluta? En
este caso, a diferencia del supuesto anterior, no es posible que este órgano adquiera el
carácter de competente, por lo que no se cumple el requisito básico de la regla de
radicación. Además, como veremos, será el propio tribunal el que podrá declarar de oficio
su incompetencia, no quedando esto al arbitrio de las partes. Ej. si se presenta una
demanda de cuidado personal de una niña ante el juzgado de garantía de Copiapó, el
tribunal declarará de inmediato su incompetencia, por lo que no hay ninguna posibilidad
de radicación.
b) Si el asunto es de naturaleza penal, se debe tener en cuenta que, según lo previsto por
el legislador, hay algunos juicios que podrán ser conocidos y resueltos solo por el juez de
garantía, y otros en los que además deberá intervenir el tribunal de juicio oral en lo penal.
Por ello, hay que analizar la radicación ante cada uno de estos órganos de forma
diferenciada:
• Tratándose del juzgado de garantía, la doctrina ha señalado que la radicación se
concreta cuando se lleve a cabo la formalización de la investigación (Casarino, 2007, p.
130). Es decir, se realice la audiencia en la cual el fiscal comunica al imputado, en
presencia del juez de garantía, que actualmente se desarrolla una investigación en su
contra respecto de uno o más delitos determinados (art. 229 del CPP).
Empero, es perfectamente posible que durante la etapa de investigación, haya una
alteración en el juzgado de garantía ante el que se tramita el asunto, debido, p. ej. a que
este declara su incompetencia remitiendo el asunto a otro juzgado de garantía, dado que
los hechos objeto de investigación han ocurrido en otro territorio jurisdiccional, o bien
porque el fiscal decide llevar a cabo una agrupación de investigaciones cuyos procesos se
tramitan ante distintos órganos jurisdiccionales. Además, no debe soslayarse que hasta la
audiencia de preparación del juicio oral el acusado podrá plantear la incompetencia del
juez de garantía como una excepción de previo y especial pronunciamiento, la que deberá
ser resuelta de inmediato y de donde podría resultar que el tribunal se declare
incompetente (arts. 264 letra a) y 271 del CPP).
Todo lo anterior, no hace más que poner en tela de juicio la existencia de una efectiva
radicación del asunto ante el juzgado de garantía, que exceda al desarrollo de la audiencia
de preparación de juicio oral, y que se concretaría solo en el evento en que la excepción
de incompetencia no se presente o sea rechazada.
• Tratándose del tribunal de juicio oral en lo penal, lo usual ha sido sostener que la
radicación se produce cuando el juez de garantía, al término de la audiencia de
preparación de juicio oral, notifica a las partes el auto de apertura del juicio oral, toda vez
que el art. 277 letra a) del CPP dispone que esta resolución debe indicar “El tribunal
competente para conocer el juicio oral” (Bordalí, 2020, p. 398; Larroucau, 2020, p. 278).
Pero podría afirmarse que este efecto de radicación se produce solo una vez que el auto
de prueba se encuentra firme y es hecho llegar al TJOP competente (art. 281 CPP), porque
a partir de ese momento este tribunal está facultado para intervenir.
Lo anterior no debe llevar a pensar que, en el diseño actual del CPP, una vez dictado el
auto de apertura al concluir la audiencia de preparación del juicio oral la causa debe
resolverse necesariamente por esa vía y ante el TJOP. En efecto, la Ley Nº 21.394, de 30 de
noviembre de 2021, introdujo la “audiencia intermedia” (art. 280 bis del CPP) que se
celebra una vez resuelta la apelación que se haya deducido contra el auto de apertura de
juicio oral o, si no ha sido apelado, antes que el Juzgado de Garantía lo envíe al TJOP,
como una nueva oportunidad en que los intervinientes puedan debatir la aplicación de un
procedimiento abreviado o la aprobación de alguna salida alternativa —como la
suspensión condicional del procedimiento o el acuerdo reparatorio—. Si alguna de estas
propuestas prospera, es decir, si el juez de garantía las aprueba y el asunto concluye por
alguna de esas vías, el juicio oral no se realizará, de modo que el TJOP dejará de ser
competente.
Por otra parte, el art. 109 del COT enfatiza que la competencia del tribunal no se verá
afectada por ninguna causa sobreviniente, esto es, un hecho posterior a la radicación. Se
ha entendido que esto se refiere a situaciones como la modificación del domicilio de las
partes, la adquisición o pérdida de fuero personal y el aumento o disminución del valor de
la cosa disputada (art. 128 del COT), todo ello, obviamente, durante el desarrollo del
proceso. Así, v. gr., la competencia de la ministra de la Corte de Apelaciones de Arica,
doña Claudia Arenas, para conocer el juicio sobre despido injustificado en contra de la
diputada Andrea Vargas, domiciliada en Putre, no se verá alterada por el hecho de que
ella deje el cargo de diputada o traslade su domicilio a la ciudad de Ovalle (ver art. 50 Nº 2
del COT).
Por último, veamos las excepciones a la regla de radicación. Si bien el texto del art. 109 del
COT no da espacio para excepciones a la radicación, lo cierto es que ha sido el propio
legislador el que mediante otras disposiciones legales ha establecido las siguientes:
1. Incidente de acumulación de autos o juicios civiles. Con esta denominación se hace
referencia a la reunión de dos o más procesos diferentes e independientes, que pasan a
constituir uno solo y se tramitan conjuntamente. La ley señala los supuestos de
procedencia de la acumulación en el art. 92 del CPC, pero en resumidas cuentas se trata
de procesos que están íntimamente vinculados, por lo que se quiere evitar fallos que se
contradigan (Cortez y Palomo, 2018, p. 409).
En todo caso, los distintos procesos judiciales que se acumulan pueden estar siendo
tramitados ante el mismo tribunal o ante dos más distintos. Por consiguiente, la excepción
a la radicación o fijeza solo se configura cuando los juicios acumulados se tramitaban ante
distintos tribunales (Figueroa y Morgado, 2013a, p. 79), pues uno o más de ellos dejarán
de ser competentes al radicarse todos los casos en un solo órgano jurisdiccional, quien
continuará sustanciándolos hasta su término.
2. Agrupación de investigaciones penales. Conforme al art. 185 del CPP, el fiscal podrá
llevar a cabo una investigación conjunta de dos o más delitos, cuando ello resultare
conveniente. Ahora bien, si —por aplicación de las normas de competencia relativa— en
dichas investigaciones “correspondiere intervenir a más de un juez de garantía, continuará
conociendo de las gestiones relativas a dichos procedimientos el juez de garantía del lugar
de comisión del primero de los hechos investigados” (art. 159 del COT). Si el fiscal decide
realiza esta agrupación, deberá comunicarlo en todos los procesos y a todos los
intervinientes, para lo cual serán citados a una audiencia. Por su parte, los jueces que
cesaren en el conocimiento del asunto, remitirán los antecedentes que obren en su poder
al juez de garantía que continuará con la sustanciación conjunta de las investigaciones.
Igual que en el caso anterior, en este supuesto la excepción a la radicación se produce solo
cuando las investigaciones que se agrupan están siendo llevadas a cabo ante distintos
juzgados de garantía. En caso contrario, no habrá ninguna alteración a la competencia.
3. Compromiso arbitral. Por compromiso arbitral entendemos un acuerdo que se celebra
durante el juicio para sustraer el asunto de la justicia ordinaria y someterlo a jueces
árbitros. De ahí que esta es una excepción a la regla de radicación que se concreta
mediante el simple acuerdo de voluntades de las partes del litigio. La ley permite la
suscripción de este tipo de acuerdo en los casos de arbitraje facultativo o permitido.
Ahora bien, también es posible que las partes celebren este acuerdo antes del inicio del
proceso judicial, de modo que el asunto se somete directamente a la justicia arbitral, sin
pasar antes por los tribunales ordinarios. De más está decirlo, pero en este caso no habrá
excepción a la radicación, pues el litigio nunca estuvo asentado ante un órgano distinto al
juez árbitro.
4. Por disposición legal. Es posible que una ley posterior a la radicación del asunto ante un
tribunal determinado establezca modificaciones que alteren el órgano que debe seguir
conociendo los procesos que se encuentran actualmente en tramitación (Pereira, 1996, p.
172). Esto ha ocurrido en nuestro país cuando han entrado en vigor reformas procesales
de gran envergadura, como la reforma procesal penal, de familia o del trabajo, en donde
el legislador ha dispuesto la creación de nuevos órganos jurisdiccionales y, en algunos
casos, la supresión de los que conocían esos asuntos hasta ese momento. En este sentido,
con la entrada en funcionamiento de los juzgados de garantía y los tribunales de juicio oral
en lo penal se estableció una fecha límite para la supresión de la mayor parte de los
juzgados del crimen, debiendo las Cortes de Apelaciones distribuir las causas subsistentes
entre aquellos que continuaron en funciones (art. 5º transitorio de la Ley Nº 19.665). En el
mismo sentido, el legislador estableció un plazo contado desde la vigencia de la LJF para
concretar la supresión de los juzgados de menores y el traspaso de los asuntos pendientes
al juzgado de familia respectivo, aunque se debía continuar su tramitación conforme al
procedimiento vigente al momento de su iniciación (art. 10º transitorio de la LJF). El
mismo criterio se aplicó respecto a los asuntos laborales, donde se dispuso una fecha
límite para el traslado de las causas pendientes a un juzgado de letras del trabajo o un
juzgado de cobranza laboral y previsional, según fuera pertinente (art. 9º transitorio de la
Ley Nº 20.022).
3.3. Regla de la extensión
La regla de la extensión se contiene en el inciso 1º del art. 111 del COT. A saber:
“El tribunal que es competente para conocer de un asunto lo es igualmente para conocer
de todas las incidencias que en él se promuevan”.
De esta forma, se establece que el tribunal que es competente para conocer el asunto
principal o de fondo (es decir, el conflicto jurídico que se ha generado entre dos personas
naturales o jurídicas), también lo es para conocer las cuestiones accesorias que se susciten
durante la sustanciación del proceso. Así, la jurisprudencia ha señalado sobre esta regla:
“(…) la extensión de competencia de los jueces a cuestiones distintas de lo que constituye
la causa principal es un principio plenamente vigente y además útil y necesario para la
congruencia y seguridad jurídica en la contienda jurisdiccional y coadyuva, además, a la
economía procesal” (SCS, Rol Corte Nº 16.908-2018, de 3 de agosto de 2020,
considerando quinto).
Por ejemplo, pensemos en un proceso iniciado por Elizabeth en contra de José Manuel,
debido que este último no ha pagado durante cuatro meses la renta de arrendamiento
correspondiente a la casa en que actualmente vive con su familia, que es de propiedad de
Elizabeth y que ella le arrendó en octubre de 2020. Este es el conflicto de relevancia
jurídica (o “asunto”) que se ha suscitado entre las partes y que al no encontrar una
solución “amistosa” entre ellas, es sometido por Elizabeth a la decisión del juzgado de
letras en lo civil de la comuna de Freirina, pidiéndole que condene a José Manuel al pago
del monto adeudado y a la restitución del inmueble. Empero, durante la tramitación del
juicio —que tiene un procedimiento cuyas etapas han sido definidas por el legislador en la
Ley Nº 18.101— es muy probable que se presenten situaciones accidentales o incidencias
que requieren que el tribunal las resuelva y que no tienen una relación directa e inmediata
con el problema existente entre las partes. Así, el demandado podría alegar la
incompetencia del tribunal, alguna de las partes podría solicitar la declaración de nulidad
de uno o más actos del proceso (porque en su concepto no se han cumplido todos los
requisitos legales para su realización), o bien alegar que uno de los documentos que se ha
presentado como prueba es falso o ha sido adulterado, de modo que debe ser excluido.
De esta forma, por aplicación de la regla de la extensión, la jueza de Freirina tendrá
competencia para conocer y resolver todas estas “incidencias”, aun cuando no se trate
directamente de la controversia que ha sido llamada a resolver.
Por otra parte, si bien el inciso 2º del art. 111 del COT igualmente hace referencia a la
regla de la extensión, su texto resulta bastante confuso y anacrónico. Esto porque la
norma indica que el tribunal que conoce el asunto principal también puede conocer de la
reconvención y la compensación que se haga valer, a pesar de que por su cuantía deberían
ser conocidas por un juez inferior. De ahí que es menester aclarar:
– El mencionado inciso no se refiere a cuestiones accesorias o incidencias dentro del
proceso, sino a elementos principales del pleito, que se agregan a lo que ya fue planteado
en la demanda y que son incorporados por el demandado: la demanda reconvencional y la
excepción de compensación.
– La referencia que la disposición legal hace a la cuantía en ambos casos carece
actualmente de toda relevancia, por cuanto hoy no existen tribunales destinados
exclusivamente a conocer asuntos de baja cuantía, jerárquicamente inferiores a los jueces
de letras. Por tanto, aún a falta de esta norma, tanto la reconvención como la
compensación que se hagan valer por el demandado durante el juicio, seguirían siendo
conocidas por el mismo tribunal que conoce el pleito, esto es, el juez de letras
competente.
Por tanto, siendo evidente que el tribunal tiene competencia para conocer y fallar el
asunto principal que se someta a su decisión en todas sus partes, actualmente este inciso
nada agrega, pues solo venía a aclarar lo que sucedía respecto a reconvenciones o
compensaciones que, atendida su cuantía individual, debían ser conocidas por un juez
inferior que hoy no existe.
3.4. Regla del grado
Esta regla está orientada a la fijación del tribunal que está llamado a conocer un asunto en
segunda instancia, e implica que la competencia de dicha etapa es establecida por la ley
una vez que el asunto se ha radicado ante el tribunal que lo conocerá en primera
instancia. Dicho de otra forma, radicado legalmente el asunto ante el tribunal de primera
instancia, de inmediato se determina cuál será el tribunal que intervendrá en una eventual
segunda instancia del proceso, tal como se desprende del art. 110 del COT:
“Una vez fijada con arreglo a la ley la competencia de un juez inferior para conocer en
primera instancia de un determinado asunto, queda igualmente fijada la del tribunal
superior que debe conocer del mismo asunto en segunda instancia”.
Por consiguiente, se trata de una regla bastante simple, íntimamente ligada con el art. 109
del COT y que deja en claro que no pueden suscitarse cuestionamientos sobre cuál será el
tribunal de la segunda instancia una vez se haya fijado el de primera.
Como consecuencia de esta regla, las partes no tienen la posibilidad de elegir o acordar
cuál será el órgano jurisdiccional de una eventual segunda instancia, es decir, en
concordancia con lo previsto por el art. 182 del COT, no procede la prórroga de
competencia en segunda instancia (véase el apartado 6 de este capítulo).
Como ya se explicó en su oportunidad, la estructura piramidal y jerárquica de tres niveles
de nuestro Poder Judicial, hace que la regla del grado tenga especial aplicación y utilidad
cuando la segunda instancia del proceso deba ser conocida por una Corte de Apelaciones
(pues cuando a alguna de ellas le corresponde la primera instancia el único camino es
acudir luego a la Corte Suprema), de modo que gracias a esta regla se sabrá de entrada
cuál de las diecisiete Cortes de Apelaciones será la que eventualmente intervendrá en el
proceso. De esta forma, bastará con acudir al art. 55 del COT para saber, por ejemplo, que
si el asunto se ha radicado ante el juez de familia de Coquimbo, la segunda instancia le
corresponderá a la Corte de Apelaciones de La Serena; o si el caso es conocido por el
Duodécimo Juzgado de Garantía de Santiago, irá de la mano con la Corte de Apelaciones
de San Miguel; o si está siendo conocido por el Tercer Juzgado de Letras de Osorno, el
segundo grado corresponderá a la Corte de Apelaciones de Valdivia. En síntesis, el tribunal
del segundo grado jerárquico va a venir determinado por la ley, sin excepción.
Ahora bien, como se ha indicado, al supuesto básico de aplicación de la regla del grado
está constituido por la radicación del asunto ante el tribunal de primera instancia. Sin
embargo, se da la paradoja de que la regla incluso resulta aplicable cuando exista un
debate pendiente sobre la competencia de dicho tribunal, de modo que no solo no haya
aún una decisión definitiva sobre el punto, sino que se le pida un pronunciamiento sobre
el punto al tribunal superior jerárquico. Este es el caso: supongamos que el demandado,
una vez emplazado en el juicio, opone una excepción de incompetencia del tribunal.
Luego de escuchar a todas las partes, el juez decide rechazar la alegación planteada, por lo
que, en principio, el asunto queda radicado ante ese tribunal. No obstante, el demandado
apela en contra de la resolución que rechazó la excepción de incompetencia, de modo que
mantiene abierto su cuestionamiento sobre ese punto. ¿Y qué tribunal conocerá y fallará
esa apelación? Precisamente el mismo que correspondería en caso de que el juicio
estuviera radicado en primera instancia. Por tanto, aun cuando lo que se discuta ante el
superior jerárquico sea la competencia del tribunal de primera instancia y no se haya
radicado el asunto ante él, igualmente se aplicará la regla del grado (Colombo, 2004, p.
157).
Por último, una aclaración. Si bien el art. 110 del COT —y por ende la regla del grado—
discurre en torno al concepto de “instancia”, se ha indicado que por una razón finalista se
debe entender que esto no solo es aplicable al recurso de apelación, sino a todos los
recursos devolutivos (Colombo, 2004, p. 156), esto es, aquellos que son conocidos y
fallados por el tribunal superior jerárquico que pronunció la resolución recurrida (Cortez y
Palomo, 2019, p. 22). Recordemos que como se explicó en el punto 2.6 supra, la única,
primera o segunda instancia están conectadas con la posibilidad de interponer un recurso
de apelación en contra de la resolución, sin embargo, este no es el único recurso que
prevé el legislador en contra de las decisiones de los tribunales ni tampoco el único en que
intervienen dos órganos jurisdiccionales. De hecho, así ocurre, por ejemplo, con el recurso
de casación en la forma, el recurso de casación en el fondo o en el recurso de nulidad,
supuestos en los cuales no hablaremos de tribunales de primera o segunda instancia, sino
de primer o segundo grado. Como sea, la correcta interpretación extensiva que se ha dado
a la regla del grado, la hace aplicable a todos los recursos devolutivos.
3.5. Regla de la ejecución
El COT dedica los arts. 113 y 114 para entregar los lineamientos generales que se deben
cumplir para establecer el tribunal que estará a cargo de la ejecución de las resoluciones
judiciales. Estas normas señalan:
“Art. 113. La ejecución de las resoluciones corresponde a los tribunales que las hubieren
pronunciado en primera o en única instancia.
No obstante, la ejecución de las sentencias penales y de las medidas de seguridad
previstas en la ley procesal penal será de competencia del juzgado de garantía que
hubiere intervenido en el respectivo procedimiento penal.
De igual manera, los tribunales que conozcan de la revisión de las sentencias firmes o de
los recursos de apelación, de casación o de nulidad contra sentencias definitivas penales,
ejecutarán los fallos que dicten para su sustanciación.
Podrán también decretar el pago de las costas adeudadas a los funcionarios que hubieren
intervenido en su tramitación, reservando el de las demás costas para que sea decretado
por el tribunal de primera instancia.
Art. 114. Siempre que la ejecución de una sentencia definitiva hiciere necesaria la
iniciación de un nuevo juicio, podrá éste deducirse ante el tribunal que menciona el inciso
primero del artículo precedente o ante el que sea competente en conformidad a los
principios generales establecidos por la ley, a elección de la parte que hubiere obtenido en
el pleito”.
De la lectura de estas disposiciones se aprecia que el legislador ha previsto una regla
general de ejecución bastante simple: la ejecución de las resoluciones judiciales
corresponde al tribunal que las hubiere dictado en primera o en única instancia (idea que
se refrenda por el art. 231 del CPC). Veamos un ejemplo para cada supuesto:
– Como sabemos, la sentencia definitiva contra la que no procede recurso de apelación
es una resolución dictada en única instancia. Por ende, la ejecución de lo que allí se decida
será tarea del tribunal que la dictó, tal como ocurre en los juicios civiles cuya cuantía no
supere las 10 unidades tributarias mensuales (art. 45 Nº 1 del COT) o en los procesos
sobre extradición activa que conocen las Cortes de Apelaciones (art. 63 Nº 1 letra d) del
COT y arts. 431 y 435 del CPP).
– A su turno, tratándose de sentencias definitivas dictadas en primera instancia, la parte
que se sienta agraviada por la decisión puede recurrir de apelación. Si lo hace, el tribunal
superior jerárquico (usualmente una Corte de Apelaciones) emitirá una segunda decisión
sobre el caso, manteniendo o no el fallo del tribunal de primera instancia. Como sea, será
este último órgano, v. gr., el tribunal de familia de Punta Arenas, el que deberá ocuparse
del cumplimiento de lo que haya decidido la Corte de Apelaciones de la misma ciudad.
En este sentido, sobre la aplicación práctica de esta regla general se ha señalado:
“Octavo: Para el correcto análisis de lo planteado por el recurrente, se debe tener
presente que el inciso primero del artículo 113 del Código Orgánico de Tribunales señala
que: “La ejecución de las resoluciones corresponde a los tribunales que las hubieren
pronunciado en primera o en única instancia” y el inciso primero del artículo 231 (236) del
Código de Procedimiento Civil, a su vez, que: “La ejecución de las resoluciones
corresponde a los tribunales que las hayan pronunciado en primera o en única instancia.
Se procederá a ella una vez que las resoluciones queden ejecutoriadas o causen ejecutoria
en conformidad a la ley.”
Noveno: Que, entonces, los sentenciadores dejaron en la indefensión a los alimentarios al
sostener que los tribunales de familia no tienen competencia para conocer del
incumplimiento de los pagos de dividendos y colegiaturas, ya que el hecho de existir un
contrato con terceras personas no asegura el cumplimiento por parte del demandante y,
por ende, la íntegra satisfacción de la pensión de alimentos.
No son sino los tribunales de familia los llamados a resguardar dichos derechos y de velar
por el efectivo cumplimiento de la pensión fijada, ya que así lo reconoce el artículo 9
inciso final de la Ley Nº 14.908 y los incisos primeros de los artículos 113 del Código
Orgánico de Tribunales y 231 del Código de Procedimiento Civil, son los tribunales que
pronuncien las sentencias, en este caso, los de familia, los encargados de su completa
ejecución, por lo cual les corresponde el cumplimiento íntegro de la misma y no solo del
pago de la suma de dinero, como dispuso la sentencia impugnada” (SCS, Rol Corte Nº
83.391-2016, de 19 de julio de 2017).
No obstante, de la simple lectura de las normas arriba transcritas puede apreciarse que la
regla general de ejecución presenta algunas situaciones de excepción. A saber:
1. A pesar de que las sentencias definitivas del tribunal de juicio oral en lo penal se dictan
siempre en única instancia (porque no procede contra ellas el recurso de apelación), su
ejecución no le corresponde a este órgano, sino que la ley ha encomendado esta tarea al
juzgado de garantía que participó en la primera etapa del procedimiento penal (de modo
que actúa como juez de instrucción y juez de ejecución). Lo mismo se aplica para las
medidas de seguridad (sobre ellas, ver arts. 455 y 457 del CPP).
2. Si en el proceso penal se ejerció alguna acción civil sobre la que debe pronunciarse el
juez penal, la ejecución de la decisión civil contenida en la sentencia definitiva
corresponderá al tribunal civil que fuere competente de acuerdo con las reglas generales
(art. 171 inc. 4º del COT).
3. En el caso de las sentencias definitivas pronunciadas en procesos laborales, lo usual —
en la mayor parte del territorio nacional— es que ellas sean ejecutadas por el mismo
juzgado de letras del trabajo o juzgado de letras con competencia común que las
pronunció. Sin embargo, tratándose de sentencias dictadas por los tribunales de las
comunas de Santiago, San Miguel, Valparaíso y Concepción, su ejecución corresponde a
los juzgados de cobranza laboral y previsional (arts. 416 y 466 del CdT).
4. En el caso de una sentencia definitiva pronunciada por un juez árbitro, su ejecución
podrá o deberá corresponderle al tribunal ordinario respectivo, según detalla el art. 635
del CPC. Por ejemplo, cuando el cumplimiento de la resolución requiera que se lleven a
cabo medidas de apremio, toda vez que los árbitros carecen de “imperio”.
5. La ejecución de resoluciones dictadas para la tramitación de los recursos de apelación,
casación, nulidad o revisión, corresponde a los tribunales que conocen de esos recursos.
De esta forma, por ejemplo, cuando se interpone un recurso de apelación que debe ser
conocido por la Corte de Apelaciones de Santiago, este tribunal deberá dictar una serie de
resoluciones para avanzar por las distintas etapas de tramitación hasta llegar a decidir si
acoge o rechaza el recurso. Así, podrá ordenar, por ejemplo, que se requiera alguna
información de una institución pública, que las partes presenten algún antecedente o que
la causa quede a la espera de ser agregada a la tabla (es decir, al listado de causas que se
alegarán en cada jornada). Obviamente, la ejecución de todas estas resoluciones está a
cargo del mismo tribunal que las dicta, aun cuando este no es el de única o primera
instancia.
6. Finalmente, nos encontramos con el caso de la ejecución de una sentencia definitiva de
condena, es decir, la que dispone la realización de una prestación por alguna de las partes
del juicio. V. gr. la sentencia dictada por el Juzgado de Letras de Coihaique que ordena que
la empresa Completos S.A. —demandada— debe pagar una indemnización de perjuicios
de cien millones de pesos en beneficio de Claudia Soto —demandante—. En este
escenario, Claudia tiene dos caminos para obtener el cumplimiento de lo ordenado por la
sentencia:
– Pedir la ejecución por la vía incidental, en el mismo proceso y ante el mismo tribunal
que dictó la sentencia en primera o única instancia, todo ello de acuerdo con el art. 233
del CPC. Obviamente, esto no es excepción a la regla general, sino que su aplicación pura y
simple.
– Iniciar un juicio nuevo (un juicio ejecutivo), independiente del anterior y que puede ser
conocido —a elección de la ejecutante—: a) por el mismo tribunal ante el que se tramitó
el juicio declarativo anterior y dictó la sentencia en primera o única instancia, o b) por el
tribunal que resulte competente de acuerdo con las reglas legales (arts. 114 del COT y 232
del CPC). Es en este último supuesto en que se configura la excepción a la regla de
ejecución, pues la condena decretada por el Juzgado de Letras de Coihaique a la empresa
Completos S.A. será ejecutada por un órgano jurisdiccional distinto, por ejemplo, el
Juzgado de Letras de Mariquina.
4. Competencia absoluta
Como lo adelantamos en el apartado 2.1, la competencia absoluta es aquella que sirve
para determinar la clase o jerarquía del tribunal que está llamado a conocer y resolver un
asunto determinado (Pereira, 1996, p. 168; Colombo, 2004, p. 133; Casarino, 2007, p.
129). Vale decir, las reglas de competencia absoluta que establece el legislador permiten
definir el nivel jerárquico en que se sitúa el órgano jurisdiccional al que será sometido un
asunto específico.
Ahora bien, las reglas de competencia absoluta tienen las siguientes características
generales (Colombo, 2004, pp. 174-176):
– Son normas de orden público. En ellas predomina el interés general de la sociedad y la
búsqueda de satisfacer una necesidad social, esto es, determinar la clase de tribunal que
resolverá los diversos tipos de contiendas. Con esto se pretende que se trate de un órgano
que brinde las garantías suficientes para obtener una decisión que pueda ser calificada de
legítima y acertada.
– Son normas obligatorias para el tribunal, de modo que los órganos jurisdiccionales no
pueden actuar en contravención o desatención a la regulación de la competencia
absoluta. Como consecuencia de ello, los tribunales pueden y deben declarar de oficio su
incompetencia absoluta en cualquier estado de la causa (Pereira, 1996, p. 168), pues
como órganos del Estado, solo pueden actuar válidamente dentro de su competencia y en
la forma que prescribe la ley (art. 7º de la CPR).
– Son normas irrenunciables para las partes. Por ende, las reglas de competencia
absoluta no pueden ser dejadas sin efecto por acuerdo de las partes, quienes deben
limitarse a cumplirlas. Dicho de otra forma, no procede la prórroga de competencia
absoluta. Por consiguiente, el acuerdo de las partes no puede conducir, de ninguna
manera, a que un litigio sobre violencia intrafamiliar sea conocido por un juzgado de letras
del trabajo, o que un juicio sobre una herencia testada sea tramitado ante un juez de
familia.
– La infracción de estas reglas produce un vicio de nulidad procesal, de manera que se
dejará sin efecto todo lo que se haya obrado ante el tribunal absolutamente
incompetente. Esto podrá ser declarado de oficio por el mismo tribunal o a petición de
alguna de las partes del proceso, no existiendo plazo para hacer esta solicitud (es decir, se
puede hacer en cualquier momento durante la tramitación del juicio).
– Las normas de competencia absoluta están referidas a tres factores o elementos que
han sido tenidos en cuenta por el legislador para llevar a cabo la fijación del tribunal
competente: fuero, materia y cuantía.
– La doctrina ha sostenido que existe un orden de prelación para la aplicación de estos
factores (Casarino, 2007, p. 133; Romero, 2017, pp. 66-67). De esta forma, el fuero
prevalece sobre la materia, y esta sobre la cuantía. Sin embargo, esto no es aplicable para
todos los asuntos.
Pasaremos ahora a revisar en detalle cada uno de ellos.
4.1. Fuero
La intervención —en calidad de parte de un proceso— de una o más personas que
detentan cierta autoridad o desempeñan ciertos cargos políticos, diplomáticos, judiciales,
militares o eclesiásticos provoca la aplicación de normas de competencia distintas a las
que se emplean en aquellos procesos en que solo son parte personas que carecen de
dicha investidura. Esto genera diferencias en el órgano jurisdiccional que está llamado a
conocer el juicio o bien en la procedencia del recurso de apelación en contra de la
sentencia, según se explicará.
Así, se entiende que el fuero es la calidad de ciertas personas debido a su autoridad o
investidura (Pereira, 1996, p. 184), calidad que motiva que el legislador prevea normas
particulares de competencia absoluta, entregando el conocimiento del asunto —directa o
eventualmente— a un tribunal de más alta jerarquía que aquel que debería hacerlo si
atendiéramos únicamente a la cuantía y materia del litigio (Díaz, 2017, p. 344).
Ahora bien, una de las acepciones de la voz fuero en el Diccionario de la Real Academia
Española, indica que se trata de un privilegio o exención que se concede a una persona, lo
que puede conducir a una interpretación errada sobre el fundamento actual de este factor
de competencia, más aún si tenemos en cuenta el devenir histórico del fuero. En efecto,
como recuerda el DPEJ, siglos atrás el fuero consistía en un privilegio de ciertas personas o
estamentos que les permitía regirse por su propio derecho, ser demandados ante
tribunales especiales y atraer hacia dichos tribunales a las personas a las que demandaran.
En suma, una prerrogativa jurídica para ciertas categorías o grupos (RAE, 2017, t. I, p.
1051). No obstante, si bien hoy se siguen haciendo diferencias a raíz del cargo que posee
una de las partes, con la alteración de la competencia absoluta habitual no se busca
privilegiar a esta persona, sino proteger a aquel que, careciendo de fuero, litigue contra
ella (Colombo, 2004, p. 187). Es decir, la variación de la competencia ante la presencia de
una persona aforada es un herramienta que busca resguardar la imparcialidad del
juzgamiento, por estimarse que un juez de un tribunal de mayor jerarquía es menos
influenciable por dicha persona. Este mismo razonamiento es aplicable para el caso que
ambas o todas las partes del proceso gocen de fuero, aunque de distinto tipo (o sea,
menor o mayor), escenario en el cual el litigio debe ser conocido por el tribunal
competente de acuerdo con las reglas del fuero mayor.
Ahora bien, dado su carácter de factor o elemento de orden público, se ha indicado que
las normas que lo regulan deben interpretarse de forma restrictiva. A saber:
“5º. Que, en directa relación con lo que se viene señalando y como primer fundamento
para desestimar la competencia declinada y pese a que el artículo 50 Nº 2 del Código
Orgánico de Tribunales dispone que un ministro de la Corte de Apelaciones respectiva,
según el turno que ella fije, le corresponderá conocer en primera instancia, entre otros, de
(Nº 2) las causas civiles en que sean parte o tengan interés miembros de los Tribunales
Superiores de Justicia, debe precisarse que se refiere a la calidad o investidura de las
partes del proceso, lo que constituye otro factor que influye en la competencia absoluta,
entregando el conocimiento del asunto a un tribunal de mayor jerarquía que el
naturalmente competente, el que se denomina fuero, del que no existe posibilidad de
prorrogar la competencia por su propia definición y que se concibe como la calidad o
dignidad que tienen ciertas personas, en cuya virtud los asuntos en que tienen interés no
son conocidos por los tribunales que ordinariamente le corresponde conocer, sino por uno
superior, se trata del tercer factor de competencia absoluta y prevalece sobre la cuantía y
la materia. 6º.- Que, como ya se anticipó todos los factores o elementos de la
competencia absoluta —uno de los cuales es el fuero—, el que incluso prima por sobre los
dos primeros (cuantía y materia), también es de orden público, por cuanto dice relación
con la organización y funcionamiento de nuestros tribunales, por ende excepcionalísimo,
de lo que cabe colegir que sólo es posible de establecerlo mediante una interpretación
restrictiva de sus presupuestos, lo que se extiende a las calidades que lo justifican, por lo
que contrastados con la situación de que dan cuenta los antecedentes acompañados a
fojas 44 y 45, los que guardan relación con la calidad del demandado como “Ministro
Suplente” de esta Corte, designación que lo es sólo mientras dure la ausencia de su titular,
plazo que en todo caso no puede exceder del 31 de diciembre del presente año, situación
que a juicio del infrascrito no se enmarca en los presupuestos singulares de la norma, de
la que subyace que sólo se determina para los miembros del tribunal superior,
entendiéndose en tal concepto a aquellos que detentan su calidad de titulares en dicho
cargo, esto es, dotados de la permanencia indefinida en el mismo, lo que obviamente
justifica la configuración de los presupuestos del tribunal de excepción respectivo y que
guarda perfecta armonía con una regla de orden público, la que se aplica a una situación
definida que justifica el cambio de tribunal, pero en ningún caso, como acontece en la
especie, en que dicha calidad es temporal.
7º. Que, en el mismo orden de ideas, pensar diferente, supondría que cada vez que ese
aforado volviera a su calidad permanente y habitual, deberían retornar los antecedentes
al tribunal de origen y viceversa, según fuera el tiempo de destinación, todo con el
consiguiente retardo en las tramitación, que dicho sea de paso, tiene una especializada y
preferencial en la instancia que le corresponde (familia), afectando, además, la recta
administración de justicia atendidas las eventuales nulidades del procedimiento que se
podrían impetrar en los tiempos intermedios” (SCA de Santiago, Rol Corte Nº 3.438-2015,
de 13 de abril de 2015).
4.1.1. Clasificación del fuero
El COT establece dos tipos de fuero en materia civil, cuyas disposiciones contienen reglas
de derecho estricto que no admiten ser aplicadas de forma analógica (Figueroa y
Morgado, 2011, p. 92):
a) Fuero Menor. Se encuentra regulado por el art. 45 Nº 2 letra g) del COT, y básicamente
dispone una alteración en el procedimiento para tramitar el asunto —no en el tribunal
que interviene—. Así, el mencionado artículo señala en lo pertinente:
“Los Jueces de Letras conocerán: (…)
2º En primera instancia: (…)
g) De las causas civiles y de comercio cuya cuantía sea inferior a las señaladas en las letras
a) y b), del Nº 1 de este artículo, en que sean parte o tengan interés los Comandantes en
Jefe del Ejército, de la Armada y de la Fuerza Aérea, el General Director de Carabineros,
los Ministros de la Corte Suprema o de alguna Corte de Apelaciones, los Fiscales de estos
tribunales, los jueces letrados, los párrocos y vicepárrocos, los cónsules generales,
cónsules o vicecónsules de las naciones extranjeras reconocidas por el Presidente de la
República, las corporaciones y fundaciones de derecho público o los establecimientos
públicos de beneficencia y…”.
De esta forma, ocurre que por ser parte o tener interés en el proceso alguna de las
personas que allí se indican, la causa civil o comercial cuya cuantía no exceda de las 10
unidades tributarias mensuales será conocida en primera instancia —es decir, procede el
recurso de apelación contra la sentencia definitiva que pronuncie el tribunal—, en
circunstancias que sin la presencia de esas personas la sentencia sería inapelable (art. 45
Nº 1 del COT).
Si bien el tribunal que conocerá el proceso en única o en primera instancia será el mismo
(juez de letras en lo civil), la alteración de procedimiento que provoca la participación de
la persona aforada modificará la competencia del órgano (que pasa de única a primera
instancia) y permite que eventualmente —si es que se interpone recurso de apelación—
intervenga en el proceso un órgano con competencia de segunda instancia (Corte de
Apelaciones respectiva), de modo que un tribunal de mayor jerarquía estará en
condiciones de revisar lo resuelto y tomar su propia decisión sobre el caso.
El fuero menor no provoca ninguna modificación en la clase o jerarquía de tribunal que
conoce el caso en la primera instancia, por lo que difícilmente en ese sentido puede ser
considerado como un factor de competencia absoluta. Empero, tratándose del eventual
tribunal de apelación, podríamos decir que indirectamente el fuero menor tiene efecto en
la jerarquía del tribunal, pues permite que un órgano de mayor grado tome parte del
pleito.
b) Fuero Mayor. Se encuentra regulado en el art. 50 Nº 2 del COT y, a diferencia del
anterior, en este caso sí se genera una alteración del órgano que deberá conocer el
asunto:
“Un Ministro de la Corte de Apelaciones respectiva, según el turno que ella fije, conocerá
en primera instancia de los siguientes asuntos: (…)
2º) De las causas civiles en que sean parte o tengan interés el Presidente de la República,
los ex Presidentes de la República, los Ministros de Estado, Senadores, Diputados,
miembros de los Tribunales Superiores de Justicia, Contralor General de la República,
Comandantes en Jefe de las Fuerzas Armadas, General Director de Carabineros de Chile,
Director General de la Policía de Investigaciones de Chile, los Delegados Presidenciales
Regionales, Delegados Presidenciales Provinciales, Gobernadores Regionales, los Agentes
Diplomáticos chilenos, los Embajadores y los Ministros Diplomáticos acreditados con el
Gobierno de la República o en tránsito por su territorio, los Arzobispos, los Obispos, los
Vicarios Generales, los Provisores y los Vicarios Capitulares.
La circunstancia de ser accionista de sociedades anónimas las personas designadas en este
número, no se considerará como una causa suficiente para que un Ministro de la Corte de
Apelaciones conozca en primera instancia de los juicios en que aquéllas tengan parte,
debiendo éstos sujetarse en su conocimiento a las reglas generales”.
Como vemos, la norma se refiere a un litigio civil que es entregado al conocimiento de un
ministro de Corte de Apelaciones, que para estos efectos actuará como tribunal
unipersonal de excepción, debiendo sustanciar y fallar el caso. Nótese que en ausencia de
la persona aforada, esta tarea le correspondería al juzgado de letras civil respectivo. De
ahí que el fuero mayor acarree siempre un cambio en el tribunal llamado a resolver el
caso, entendiéndose para estos efectos, que el tribunal de excepción constituido por el
ministro de Corte de Apelaciones posee mayor jerarquía orgánica que un juez de letras.
4.1.2. Cuestiones particulares sobre el fuero
Todo lo dicho hasta acá es plenamente aplicable a los procesos civiles que de principio a
fin han contado con la participación de una persona aforada. Sin embargo, se pueden dar
algunas situaciones distintas, que ameritan formular algunos cuestionamientos
particulares sobre la aplicación y efecto de las normas que regulan fuero:
• ¿Qué sucede con la competencia si una persona aforada se incorpora —como tercero
interesado— a un proceso ya iniciado entre partes no aforadas? ¿Se modifica el
procedimiento y/o la radicación de la causa? Analizados a la luz de los objetivos que se
persiguen con el fuero, podría pensarse que debe prevalecer el resguardo de la
imparcialidad del juzgador y una mayor garantía para los derechos de los no aforados, por
lo que correspondería aplicar in actum las normas del fuero una vez se incorpore el
aforado al proceso y, en consecuencia, activar las reglas competenciales respectivas,
respetando lo obrado con anterioridad, toda vez que el tribunal ante el que se había
radicado el asunto era competente. Empero, los inconvenientes prácticos para la
tramitación del juicio, la dilación en la obtención de la decisión final y la afectación a la
regla de la radicación que esto provocaría, nos llevan a sostener que se debe mantener el
procedimiento y órgano inicial. Es decir, se debe continuar sin que el arribo del aforado
genere cambio alguno en la competencia ya radicada. Además, desde otro punto de vista,
se ha sugerido que en esta situación debe primar la aplicación de la regla de la extensión
(ver apartado 3.3), por lo que se debe mantener la competencia del tribunal original
(Larroucau, 2020, p. 284).
• ¿Y si durante el proceso alguna de las partes adquiere el carácter de aforada o, a la
inversa, pierde la calidad de tal? La respuesta parece ser la misma que en el caso anterior,
tanto en lo que respecta al procedimiento como al órgano jurisdiccional competente, por
lo que alguno de esos eventos no debería afectar la competencia ya radicada (según el
tipo de fuero que se presente en el caso concreto). Además, en relación con este supuesto
se ha recalcado que las modificaciones en el fuero no constituyen una excepción a la
radicación establecida, por lo que no alteran la competencia del tribunal que conoce el
proceso (Romero, 2017, p. 70).
• ¿El fuero es un factor de competencia absoluta en el proceso penal? La respuesta es
bastante simple y directa: no (Romero, 2017, p. 71). En el proceso penal, la calidad o cargo
de algunas personas implica un tratamiento procesal especial, en el sentido que se debe
realizar un trámite previo o “antejuicio” ante la Corte de Apelaciones respectiva para
poder formular acusación en contra del aforado, aplicarle medidas cautelares (como la
prisión preventiva) o admitir a trámite la querella por un delito de acción privada. Este
antejuicio recibe el nombre de desafuero —cuando se trata de diputados, senadores,
gobernadores regionales, delegados presidenciales regionales o delegados presidenciales
provinciales (arts. 416 y 423 del CPP)— o querella de capítulos —para el caso de jueces,
fiscales judiciales o fiscales del Ministerio Público (art. 425 del CPP)—.
De esta forma, en materia penal el fuero no tiene ninguna relación con la
determinación de la jerarquía del tribunal que conocerá el proceso penal, pues cualquiera
que sea la persona perseguida criminalmente, aforada o no, la causa será conocida por el
juzgado de garantía y, eventualmente, por el tribunal de juicio oral en lo penal respectivos
(SCA Copiapó, Rol Corte Nº 133-2016, de 5 de julio de 2016, cons. 12º). En suma, la
presencia del aforado solo hace necesario acudir a la Corte de Apelaciones a fin de que
con el mérito de los antecedentes reunidos en contra de la persona, declare si es o no
posible proceder contra ella.
• ¿Hay excepciones a la aplicación de las normas del fuero en juicios civiles? Sí. De
hecho, el art. 133 del COT dispone:
“No se considerará el fuero de que gocen las partes en los juicios de minas, posesorios,
sobre distribución de aguas, particiones, en los que se tramiten breve y sumariamente y
en los demás que determinen las leyes.
Tampoco se tomará en cuenta el que tengan los acreedores en el procedimiento concursal
de liquidación ni el de los interesados en los asuntos no contenciosos”.
A ello se agrega que el art. 827 del CPC señala que el fuero no se considerará para
establecer la competencia del tribunal en los asuntos no contenciosos, de modo que todos
esos serán conocidos por el juez de letras civil respectivo.
• Finalmente, ¿se debe hacer una interpretación amplia de la noción “causas civiles” y
aplicar las normas relativas al fuero más allá de lo estrictamente civil? Es decir, ¿el fuero
es factor de competencia absoluta en todos los procesos no penales? Este es un asunto
que ha tenido una respuesta oscilante por parte de la jurisprudencia, particularmente en
lo que respecta a los procesos de familia y del trabajo. De esta forma, se ha sostenido que
el art. 50 Nº 2 del COT “es sólo aplicable a causas civiles, en que el conflicto jurídico a
resolver sea de esa naturaleza, el que debe interpretarse de manera restrictiva, sin que
pueda extenderse a otros asuntos como el propuesto que corresponde a familia, los que
gozan de especialidad, con normativa propia de acuerdo a su propia naturaleza
especialísima…” (SCA de Santiago, Rol de Fuero 3438-2015). En el mismo sentido, en la
causa de Ministro de Primera Instancia y Fuero, Rol Nº 1-2018 de la Corte de Apelaciones
de Temuco, se señala que la mencionada disposición se refiere exclusivamente a los
jueces con competencia civil, por lo que se excluye a las materias penales, laborales y de
familia toda vez que son conocidas por tribunales especializados. Más aún, se debe
considerar que la norma indica que “un Ministro de Corte conocerá de las materias que
allí se señalan, “en primera instancia” lo que conlleva la posibilidad de que aquellas
puedan ser vistas en una segunda instancia, lo que no ocurre en material laboral, en que
atendido los principios que informan aquellos procesos, las sentencias sólo son
susceptibles de ser impugnadas por la vía del recurso de nulidad”. En cambio, en la vereda
opuesta se ha expresado el Segundo Juzgado de Letras del Trabajo de Santiago: “al señalar
la norma que se trata de causas “civiles”, es correcto interpretar que tal expresión abarca
positivamente las causas de materia laboral indistintamente, ya que se debe efectuar una
interpretación amplia y no restrictiva del término en referencia…” (RIT T-1524-2018).
4.2. Cuantía
La voz cuantía se vincula con la idea de medida o cantidad de algo, es decir, con un valor o
dato numérico que refleja una característica cuantitativa de una cosa. Así, para efectos de
la competencia absoluta, la cuantía se vincula con un dato numérico del asunto que es
sometido a la decisión de un tribunal y que resulta relevante para establecer su jerarquía
o clase (Pereira, 1996, p. 177). De ahí que se haya sostenido que la cuantía “es la
significación económica o social del asunto sometido al conocimiento de un tribunal”
(Díaz, 2017, p. 336; Bordalí, 2020, p. 402).
Debe aclararse desde ya que el valor numérico al que se atiende en materia civil y penal
no es el mismo. En este sentido, en los procesos civiles este dato se relaciona con el
monto económico del asunto sometido a la decisión del tribunal, de modo que el
legislador dispone: “En los asuntos civiles la cuantía de la materia se determina por el
valor de la cosa disputada” (art. 115 del COT). Por su parte, tratándose de causas penales,
este valor está dado por la mayor o menor gravedad de la sanción establecida por el
legislador para el delito (Casarino, 2007, p. 135), de ahí que la ley señale que en estos
asuntos la cuantía se determina por la pena que el delito tiene asignada (art. 115 inc. 2º
del COT).
4.2.1. Cuantía de asuntos civiles
Como se indicaba, en las causas civiles la determinación de la cuantía pasa por la
asignación de un valor a aquello que se disputa en el juicio, ejercicio que puede ser
bastante simple en algunos casos —como cuando el litigio versa sobre el pago de una
cantidad determinada de dinero que se adeuda o de una indemnización de perjuicios
claramente cuantificados—, pero que no siempre resulta de ese modo. De hecho, el
legislador ha señalado una serie de reglas para llevar a cabo la fijación de la cuantía de un
asunto y que veremos en seguida.
Sea como fuere, se ha indicado que para el establecimiento de la cuantía habrá que fijarse
en el monto de lo que se pide, no de lo que se debe (Colombo, 2004, p. 192). Por
consiguiente, el actor será quien unilateralmente fijará el monto del asunto al indicar cuál
es su pretensión en el texto de su demanda, toda vez que se ha indicado que la “cosa
disputada” es aquello que el actor pretende que se le otorgue en la sentencia. O sea, el
beneficio jurídico inmediato que procura conseguir (Colombo, 2004, p. 194). Así, bastaría
con la simple lectura del libelo para conocer la cuantía del litigio. En esa misma línea, el
legislador ha indicado que la cuantía se determina considerando los valores a la fecha de
iniciación de la demanda, de modo que —para estos efectos— carece de importancia
cualquier aumento o disminución del valor de la cosa disputada durante el juicio (art. 128
del COT) como asimismo la generación de intereses, frutos, costas o daños después de su
inicio (art. 129 del COT). Por ende, la cuantificación realizada al comienzo del proceso es
inmutable, no resultando afectada por ninguna causa sobreviniente.
Las reglas para determinar la cuantía parten de la base de que es posible realizar una
apreciación pecuniaria determinada de aquello sobre lo que versa el proceso. De lo
contrario, no sería viable ninguna valoración. Empero, el propio legislador se sitúa en el
supuesto de causas civiles (en sentido amplio, pues varias de ellas corresponden a asuntos
de familia) que no son susceptibles de apreciación pecuniaria, tal como se indica en el art.
130 del COT. Así, todos estos procesos serán considerados de mayor cuantía —con los
efectos procedimentales que esto pudiera tener—. Dicha disposición indica:
“Para el efecto de determinar la competencia se reputarán de mayor cuantía los negocios
que versen sobre materias que no estén sujetas a una determinada apreciación
pecuniaria. Tales son, por ejemplo:
1º) Las cuestiones relativas al estado civil de las personas;
2º) Las relacionadas con la separación judicial o de bienes entre marido y mujer, o con la
crianza y cuidado de los hijos;
3º) Las que versen sobre validez o nulidad de disposiciones testamentarias, sobre petición
de herencia, o sobre apertura y protocolización de un testamento y demás relacionadas
con la apertura de la sucesión; y
4º) Las relativas al nombramiento de tutores y curadores, a la administración de estos
funcionarios, a su responsabilidad, a sus excusas y a su remoción”.
Ahora, tratándose de cosas disputadas que sí son apreciables pecuniariamente (que, por
cierto, constituyen la regla general), se deben seguir las siguientes directrices para
determinar la cuantía:
a) Reglas generales: es necesario distinguir si se acompañan o no documentos (arts. 116 a
120 del COT). De esta forma:
– Si el demandante acompaña documentos a su demanda que sirvan de apoyo a su
pretensión y en ellos apareciere determinado el valor de la cosa disputada, se estará a la
cuantía que conste de dichos documentos (art. 116 del COT).
En el caso de obligaciones en moneda extranjera, para determinar la cuantía el actor
podrá acompañar a su demanda un certificado expedido por un banco, que exprese en
moneda nacional la equivalencia de la moneda extranjera demandada. Dicho certificado
no podrá ser anterior en más de quince días a la fecha de la presentación de la demanda
(art. 116 inc. 2º del COT).
– Si el demandante no acompaña documentos en que aparezca determinado el valor de
la cosa, es necesario distinguir el tipo de acción que se haya deducido:
• Acción personal: la cuantía se determinará por la apreciación que el demandante haya
hecho en su demanda (art. 117 del COT). Recordemos que la acción personal es aquella
que nace de un derecho personal o crédito, es decir, aquellos derechos que solo pueden
reclamarse de ciertas personas, que, por un hecho suyo o la sola disposición de la ley, han
contraído las obligaciones correlativas (art. 578 del CC). P. ej. la acción que tiene una
persona que presta una cierta cantidad de dinero en contra de su deudor por el dinero
prestado.
• Acción real: para establecer la cuantía se estará a la apreciación que hayan hecho las
partes de común acuerdo (art. 118 del COT). A falta de acuerdo, el juez nombrará un
perito para que avalúe la cosa, fijándose la cuantía atendiendo al valor que señale el
perito (art. 119 del COT). Las conclusiones contenidas en el informe pericial son
obligatorias tanto para el juez como para las partes (Orellana, 2018, p. 232). En subsidio,
cualquiera de las partes puede hacer las gestiones convenientes para que la cuantía se
determine antes de que se pronuncie la sentencia. Asimismo, el tribunal puede dictar de
oficio las medidas y órdenes convenientes para el mismo efecto (art. 120 del COT). Cabe
mencionar que las acciones reales son aquellas que nacen de los derechos reales, o sea,
los que tenemos sobre una cosa sin respecto a determinada persona, como el derecho de
dominio o el de herencia.
b) Reglas especiales: se refieren a situaciones particulares que el legislador estimó que
debían ser especialmente regulada. Sin embargo, como veremos, varias de estas reglas
carecen actualmente de efectos prácticos. A saber:
– Si en una misma demanda se entablan conjuntamente varias acciones, la cuantía se
determinará de acuerdo al monto a que ascendieren todas ellas (art. 121 del COT). Como
bien se ha indicado, el legislador debió referirse a una “pluralidad de pretensiones” del
actor, pues es jurídicamente incorrecto referirse a una pluralidad de “acciones” (Figueroa
y Morgado, 2013a, p. 90). Pero más allá de eso, esta pluralidad podrá plantearse cuando
se trate de dos o más pretensiones compatibles o, en caso contrario, cuando se planteen
de forma subsidiaria (art. 17 del CPC).
– Si hay muchos demandados en el mismo juicio, la cuantía se determinará por el valor
total de la cosa o cantidad debida, incluso cuando se trate de deudores no solidarios, que
por lo tanto, no pueden ser obligados a pagar el total sino solo la parte que les
corresponde (art. 122 del COT). Por tanto, si se tratare de muchos demandados, sean
deudores solidarios o no, la cuantía siempre se fija por el total de lo pretendido por el
actor.
– Si el demandado deduce reconvención contra el actor, la cuantía se determinará por la
suma de los montos de la acción principal y de la reconvención. Sin embargo, la ley indica
que para efectos de estimar la competencia, estos valores se considerarán de forma
separada (art. 124 del COT). Por tanto, actualmente la cuantía de la reconvención carece
de efectos prácticos.
– En los juicios sobre arrendamiento, la cuantía se determinará por el monto de la renta
fijada para cada período de pago —específicamente en caso de demandas de desahucio o
de restitución de la cosa arrendada— o por el monto total de las rentas insolutas —
cuando se trate de reconvenciones de pago— (art. 125 del COT). No obstante, tratándose
de procesos sobre arrendamiento de predios urbanos regulados en la Ley Nº 18.101, de
29 de enero de 1982, la cuantía carece de efectos tanto en cuanto al órgano llamado a
conocer el asunto como el procedimiento por el cual debe ser sustanciado.
– En caso que se demande el resto insoluto de una cantidad mayor de la que se hubiere
pagado antes solo una parte, la cuantía estará dada únicamente por el valor del resto
insoluto (art. 126 del COT). De esta forma, p. ej., si la deuda total ascendía a un millón de
pesos, de los cuales se han pagado $300.000 y se demanda por el resto, la cuantía de ese
proceso será de $700.000.
– Si la causa versa sobre el derecho a pensiones futuras que no tengan un tiempo
determinado, la cuantía estará dada por la suma a que ascendieren dichas pensiones en
un año. En cambio, si las pensiones tienen establecido un tiempo determinado, se
atenderá al monto de todas ellas. Por otra parte, si se trata del cobro de una cantidad
procedente de pensiones periódicas ya devengadas, la determinación se hará por el
monto de todas ellas (art. 127 del COT). Esta norma podría ser aplicable tratándose de
pensiones alimenticias o de aquellas que se paguen con ocasión del contrato de renta
vitalicia (Figueroa y Morgado, 2013a, p. 91).
– Por otra parte, hay algunos asuntos que se considerarán siempre de mayor cuantía
para efectos de determinar la competencia del juez:
1) El derecho al goce de los créditos de un capital acensuado; y
2) Todas las cuestiones relativas a procedimientos concursales de reorganización o de
liquidación entre el deudor y los acreedores.
4.2.2. Cuantía de asuntos penales
En materia penal, la regulación legal que establece la forma de determinar la cuantía es
bastante más la simple que en el ámbito civil, pues está siempre asociada a la pena que el
legislador ha previsto para el delito respectivo (art. 115 inc. 2º del COT). En este sentido, el
art. 132 del COT dispone que “[p]ara determinar la gravedad o levedad en materia
criminal, se estará a lo dispuesto en el Código Penal”, cuerpo normativo que contiene un
listado de los tipos de penas que pueden imponerse a los delitos, distinguiéndose entre
faltas, simples delitos y crímenes (art. 21 del CP). De acuerdo con eso, v. gr., el delito de
hurto de una cosa cuyo valor supere las 40 unidades tributarias mensuales tiene asociada
una pena de presidio menor en sus grados medio a máximo —541 días a 5 años— y multa
de 11 a 15 unidades tributarias mensuales (art. 446 Nº 1 del CP), lo que permite calificarlo
como un simple delito. A su vez, el parricidio es sancionado con la pena de presidio mayor
en su grado máximo a presidio perpetuo calificado —15 años y 1 día a de por vida—, de
modo que se trata de un crimen (art. 390 del CP).
4.2.3. Influencia de la cuantía como factor de competencia absoluta
Como se analizó anteriormente, se ha indicado que la cuantía es uno de los factores a
tener en cuenta para fijar la clase o jerarquía del tribunal que está llamado a conocer y
fallar un asunto determinado. Sin embargo, ¿cumple realmente ese objetivo? La verdad es
que en principio la respuesta es bastante simple: no. La cuantía no sirve para establecer si
un asunto debe ser conocido por el tribunal “X” o el tribunal “Y”, pues cualquiera sea el
valor de la cosa disputada, el litigio será sometido al mismo órgano jurisdiccional.
De este modo, en materia civil, ya sea que la cantidad adeudada por Sofía a Daniel es de
$100.000 o de $100.000.000, la clase o jerarquía del órgano que conocerá el proceso será
la misma (en este caso, el juez de letras correspondiente). Lo mismo sucederá, cualquiera
sea el monto de la indemnización de perjuicios que se solicite o de las rentas de
arrendamiento que se adeuden.
Sin embargo, la cuantía sí tiene importantes efectos procesales, aunque, como se ha
indicado, con relación a un aspecto diverso a la competencia absoluta. Esto por cuanto, en
algunos casos, el monto de la cosa disputada debe ser tenido en cuenta para determinar
el procedimiento que se empleará para la tramitación del juicio. De esta forma,
tratándose de asuntos que deben sustanciarse conforme al procedimiento ordinario —por
así disponerlo expresamente la ley o por no tener previsto un procedimiento especial—, la
cuantía servirá para distinguir cuál de las tres variantes de este procedimiento debe
usarse: el juicio ordinario de mínima cuantía (hasta 10 unidades tributarias mensuales), el
de menor cuantía (mayor a 10 y hasta 500 unidades tributarias mensuales) o el de mayor
cuantía (superior a las 500 unidades tributarias mensuales). En este sentido, y solo para
tener una referencia muy general sobre estos procedimientos, mientras más alta sea la
cuantía, más extensa será la tramitación del caso, pues la ley prevé que se debe realizar
mayor cantidad de gestiones (arts. 253, 698 y 703 del CPC).
Una distinción similar se ha establecido para los juicios ejecutivos —que son aquellos en
los que se solicita el cumplimiento forzado de una obligación indubitada—, de modo que
se ha regulado el juicio ejecutivo de mínima cuantía para las obligaciones cuyo monto no
exceda las 10 unidades tributarias mensuales (art. 729 del CPC), aplicándose el juicio
ejecutivo (que podríamos denominar “de mayor cuantía”) para las restantes obligaciones
(art. 434 del CPC).
En todo caso, no se piense que la cuantía cumple un rol para la determinación del tipo de
procedimiento en todos los juicios civiles. Esto se aplica únicamente para los supuestos
mencionados, de modo que en el resto de procedimientos especiales (muchos de ellos
regulados en el Libro Tercero del CPC) el valor del asunto no tiene ninguna relevancia.
Salvo (y aquí la cuantía se vincula con otro aspecto de la competencia que fue analizado
en el punto 2.6 supra) para establecer si la causa se conoce en única o en primera
instancia. Por ende, cuando la cuantía no supere las 10 unidades tributarias mensuales, la
competencia del juez de letras será de única instancia, por lo que no procede el recurso de
apelación en contra de la sentencia definitiva. En cambio, si se excede dicha cantidad, su
competencia será de primera instancia (art. 45 del COT). En este último supuesto podría
sostenerse —aunque con una interpretación sumamente amplia— que la cuantía permite
que un tribunal de mayor jerarquía pueda eventualmente entrar a conocer el proceso. Sin
embargo, si partimos de la base de que las reglas de competencia absoluta están
pensadas para la fijación del tribunal que conoce la primera o única instancia del juicio, su
influencia en este ámbito sigue siendo nula. Además, los procesos judiciales civiles en que
se discute un monto que no supera las 10 unidades tributarias mensuales (que en
diciembre de 2022 equivalía a $611.570) son tan escasos, que desde cualquier
interpretación el peso específico de la cuantía sigue siendo muy menor.
¿Y qué ocurre en el caso de los asuntos penales? En principio, la respuesta es idéntica a lo
que sucede en sede civil, de modo que la pena asociada al delito no es un factor que se
considere para establecer la clase o jerarquía del tribunal que conocerá el proceso. De
este modo, se trate de un delito que tenga asociada una pena de 61 días o de 20 años de
privación de libertad, la causa será conocida, en un primer momento, por el juez de
garantía correspondiente. Dicho de otra forma, la gravedad del hecho punible no implica
en ningún caso que el asunto sea sometido al conocimiento de un órgano de mayor nivel
jerárquico.
Empero, igual que en el ámbito civil, la cuantía tiene efectos para la ritualidad del caso.
Así, es uno de los elementos a considerar para la procedencia de la suspensión condicional
del procedimiento (art. 237 inc. 3º letra a) del CPP), que consiste en un mecanismo
procesal para dar término anticipado al procedimiento, cuando se cumplen ciertos
requisitos legales y se satisfacen determinadas condiciones (Horvitz y López, 2002, p. 552).
Por otra parte, la cuantía también resulta determinante para la aplicación de algunos
procedimientos penales especiales, que son conocidos y fallados únicamente por el juez
de garantía. Es el caso del procedimiento simplificado (art. 388 del CPP), del monitorio
(art. 392 del CPP) y del abreviado (art. 406 del CPP).
Ahora bien, la cuantía sí es un factor de competencia absoluta cuando procede la
aplicación del procedimiento ordinario penal, ya que el proceso, luego de ser tramitado
ante el juez de garantía, llegará a ser conocido por el tribunal de juicio oral en lo penal
(Bordalí, 2020, p. 402). De este modo, la cuantía impone la participación de otro órgano
con competencia penal en la sustanciación del asunto. Sin embargo, no debe perderse de
vista que este posee la misma jerarquía del juzgado de garantía, siendo ambos tribunales
penales de primer grado.
4.3. Materia
En los apartados anteriores hemos analizado la relación que existe (o no) entre la fijación
de la competencia absoluta y la investidura que pueden tener las partes, por un lado, y un
dato cuantitativo que se considera relevante, por otro. Ahora corresponde referirnos a la
materia como factor de competencia absoluta. Para ello, comencemos por recordar algo
fundamental: todos los conflictos que se someten al conocimiento y fallo de los tribunales
tienen relevancia jurídica, mas no todos son del mismo tipo. Por ejemplo, habrá algunos
que traten sobre el pago de impuestos, involucrando al Estado y a una persona jurídica;
otros en los que un sindicato alegue que la empresa vulnera el derecho a la integridad
física de sus afiliados; mientras en otros, la madre y el padre se disputen el cuidado
personal de sus hijos.
Si bien en todos los ejemplos anteriores existe una controversia que tiene claramente —
aunque no exclusivamente— ribetes jurídicos, cada una de ellas se vincula con distintas
disciplinas e instituciones jurídicas, lo que permite diferenciar el contenido de dichos
litigios. De ahí que se haya sostenido que la materia es la “índole o naturaleza del conflicto
que se entrega al conocimiento o decisión del tribunal” (Pereira, 1996, p. 181; Colombo,
2004, p. 178), identificándola con el “objeto jurídico del asunto controvertido” (Orellana,
2017, p. 234). En este sentido, será la naturaleza jurídica del conflicto la que será
considerada para determinar la clase o jerarquía del órgano jurisdiccional que estará
llamado a resolverlo, ya sea, para optar entre distintos tribunales de primer grado (que
pueden ser ordinarios, especiales o arbitrales), o bien, para subir en la escala jerárquica,
según sea el caso.
En este ámbito, la CPR y el COT dividen los asuntos en dos grandes materias —civil y
penal, entendiéndose que es civil todo litigio que no sea penal—. Sin embargo, es claro
que actualmente el ingente desarrollo y especificación de las distintas disciplinas jurídicas
ha hecho necesario reconocer la existencia de una diversidad de materias, con el
consiguiente establecimiento de órganos jurisdiccionales y procedimientos especialmente
ideados para conseguir la mejor resolución de estos conflictos, por lo que la materia es un
elemento muy importante de competencia absoluta (Colombo, 2004, p. 180). En este
sentido, sirva de ejemplo lo sucedido con los juicios sobre alimentos. Hasta la entrada en
vigencia de la Ley Nº 19.968, en el año 2005, estos asuntos eran conocidos tanto por los
juzgados de letras civiles —cuando se trataba de alimentos para personas mayores de
edad— o por los juzgados de menores. Actualmente, cualquiera sea la edad del
alimentario, todos los procesos referidos a esta materia (como las demandas de aumento
o de cese de alimentos) son tramitados ante los tribunales de familia.
Ahora bien, para conocer cuál es la materia de un litigio se deberá establecer la naturaleza
jurídica de su objeto, lo que implica enmarcar el asunto en una disciplina jurídica
específica e identificar las instituciones con las que está vinculado o los elementos que lo
integran. De esta forma, y solo a modo ejemplar, las controversias jurídicas puedes estar
referidas a una o más de las siguientes materias:
• Materias civiles
– Cumplimiento, resolución o nulidad de contrato
– Indemnización de perjuicios
– Petición de herencia
– Cobro de pesos
– Oposición a la regulación de la posesión (D.L. Nº 2695)
– Cobro de cheque, pagaré, letra de cambio o factura
– Reclamación de la indemnización por expropiación (D.L. Nº 2186)
– Interdicción por demencia
– Denuncia de obra ruinosa
– Medida prejudicial precautoria, preparatoria o probatoria
– Arrendamiento (terminación, desahucio, cobro de rentas, restitución, indemnización)
– Muerte presunta
– Posesión efectiva
– Autorización de cambio de nombre
– Juicio de hacienda
• Materias penales
– Homicidio, parricidio, infanticidio o femicidio
– Robo
– Hurto
– Violación
– Lesiones leves, graves o gravísimas
– Colocación de bomba o artefacto explosivo
– Trata de personas para explotación sexual
– Tortura
– Sustracción de menores
– Cuasidelito de homicidio
– Abigeato
– Tráfico ilícito de drogas
• Materias de familia
– Alimentos (fijación, aumento, rebaja o cese)
– Relación directa y regular
– Cuidado personal
– Autorización para salir del país
– Divorcio unilateral o de común acuerdo
– Declaración de bien familiar
– Reconocimiento de maternidad o paternidad
– Vulneración de derechos de niño, niña o adolescente
– Violencia intrafamiliar
• Materias laborales
– Accidente del trabajo
– Enfermedad profesional
– Desafuero maternal o sindical
– Cobro de remuneraciones
– Nulidad del despido
– Indemnización por años de servicio
– Indemnización sustitutiva de aviso previo
– Despido injustificado
– Despido indirecto
– Vulneración de derechos fundamentales
• Materias constitucionales
– Acción de amparo constitucional
– Acción de protección
– Acción de reclamación por pérdida de nacionalidad
– Acción de inaplicabilidad por inconstitucionalidad
– Acción de amparo económico
– Acción de indemnización por error judicial
• Materias mineras
– Manifestación minera
– Caducidad, remate o nulidad de concesión minera
– Pedimento minero
– Servidumbre minera
• Materias administrativas
– Nulidad de acto administrativo
– Reclamación de acto administrativo
– Reclamación de multa administrativa
– Reclamación de multas Código Sanitario
• Materias mercantiles
– Liquidación voluntaria o forzosa de empresa o persona deudora
– Reorganización concursal
– Acciones revocatorias concursales
• Materias tributarias
– Remate de bienes raíces o muebles (arts. 184 y 185 del CTrib)
– Reclamación por aplicación de normas tributarias
– Reclamo de avalúo de bien raíz
– Reclamo por vulneración de derechos
El legislador atiende a la distinción entre las materias para precisar la clase o jerarquía del
tribunal dotado de competencia absoluta en cada caso, siendo actualmente el factor más
importante, sin dudas. De esta manera, cuando se trate de una materia civil, el litigio será
conocido por un juez de letras en lo civil o si se trata de un asunto de naturaleza familiar
corresponderá a uno de los tribunales de familia. En cambio, será una de las diecisiete
Cortes de Apelaciones la que conozca algunas acciones constitucionales, entregándole
otras al Tribunal Constitucional. En todo caso, teniendo presente la evolución de las
disciplinas jurídicas, así como la mayor y cada vez más compleja litigiosidad, se torna
imposible que el legislador pueda prever todos los tipos de litigios que se puedan suscitar
y designar el tribunal que está llamado a resolverlos. De ahí que cuando la ley no ha
establecido el órgano jurisdiccional que conocerá una materia específica, esto
corresponderá al juez de letras civil.

5. Competencia relativa
La competencia relativa es aquella que posee aquel tribunal que teniendo competencia
absoluta para conocer y resolver ciertos asuntos, ejerce su poder sobre un territorio que
resulta relevante para el caso específico. De este modo, teniendo presente que
usualmente habrá un conjunto de órganos jurisdiccionales con igual competencia absoluta
(ej. todos los juzgados de garantía tienen competencia absoluta para conocer un proceso
por el delito de incendio), las normas de competencia relativa permiten determinar cuál
de ellos será el llamado para conocer y resolver, v. gr., el delito de incendio cometido por
Renato Céspedes en la comuna de Purranque. Así, el elemento central para estos efectos
será el territorio que el legislador asigna a cada tribunal específico.
Ahora bien, las normas de competencia relativa tienen las siguientes características:
– Son normas de orden privado, toda vez que son establecidas por la ley en interés de
las partes, no de la sociedad en su conjunto. Como veremos, este interés particular se
vincula con la intención del legislador de proteger tanto el acceso a la justicia de la parte
más débil del conflicto como el derecho de defensa del demandado o imputado en el
proceso.
– Son renunciables. Esto quiere decir que las partes pueden llegar a un acuerdo por el
que renuncian a la aplicación de las reglas de competencia relativa establecidas por el
legislador y entregan el conocimiento de un proceso civil a un tribunal que no es el
naturalmente competente. Como se analizará en el apartado 6, este acuerdo puede
celebrarse de forma expresa o tácita y recibe el nombre de “prórroga de competencia”.
– La falta de competencia relativa solo puede alegarse por el demandado civil mediante
la interposición de una excepción dilatoria de incompetencia, acto jurídico procesal que
debe realizar antes de contestar la demanda (art. 303 Nº 1 del CPC) o hasta la audiencia
de preparación del juicio oral en materia penal (arts. 263 y 264 letra a) del CPP).
– La competencia relativa se determina por un único factor: el territorio. Para estos
efectos, el territorio es un espacio físico o geográfico en que sucede un hecho, se sitúa una
cosa o se encuentra un elemento que es determinante para establecer el tribunal que
debe conocer un conflicto jurídico específico. De este modo, la ley señala que el tribunal
competente será aquel que ejerce poder jurisdiccional sobre el lugar en que concurre el
elemento que se ha considerado decisivo para hacer esta asignación. P. ej. en algunos
casos el legislador define que el tribunal relativamente competente será aquel al que se
ha asignado el territorio donde se encuentra la cosa disputada; en otros, el tribunal del
lugar donde ha sucedido el hecho delictivo; o bien, y en general, el llamado será el tribunal
del domicilio de alguna de las partes —usualmente, del demandado—.
5.1. Competencia relativa en asuntos civiles contenciosos
Tratándose de litigios sobre asuntos civiles contenciosos, la competencia relativa se
determina por una serie de reglas contenidas en el COT. Estas reglas deben aplicarse en el
siguiente orden de prelación:
1º En primer lugar, el tribunal dotado de competencia relativa será aquel que haya sido
fijado por las partes mediante una prórroga de competencia —expresa o tácita—,
obviamente en los casos en que ella es procedente (art. 182 del COT). Por tanto, esto
puede estar convenido expresamente desde antes del inicio del proceso o bien
concretarse una vez este haya iniciado su tramitación. En este último supuesto, la
prórroga se materializará por el silencio del demandado, quien deja transcurrir la
oportunidad procesal sin alegar la incompetencia del tribunal. De esta forma, el acuerdo
expreso o tácito de los litigantes se impone sobre la determinación del tribunal dotado de
competencia natural que ha realizado previamente el legislador.
2º En el evento que no exista una prórroga de competencia, debe verificarse si el
legislador ha establecido alguna regla especial para el tipo de conflicto específico, lo que
exige realizar una revisión exhaustiva de las normas procesales que resulten pertinentes.
3º Si tampoco hay reglas especiales aplicables al caso específico, se deberá atender a la
naturaleza de la acción que se haya deducido —debiendo entenderse la voz “acción” en
un sentido civilista (Figueroa y Morgado, 2011, p. 96)—.
4º Finalmente, si ninguna de las disposiciones anteriores es aplicable, deberá acudirse a la
regla general y supletoria de competencia relativa: el domicilio del demandado (Díaz,
2017, p. 346; Orellana, 2018, p. 238).
Analicemos ahora algunas reglas legales de fijación de la competencia relativa siguiendo el
orden recién planteado. Empero, debido a que la prórroga de competencia será abordada
en detalle en el apartado 6, veamos de inmediato algunas reglas especiales contenidas en
el COT:
• Si la demanda se refiere a obligaciones que deben cumplirse en diversos territorios,
asignados a distintos tribunales, será competente para conocer del juicio el juez del lugar
en que se reclame el cumplimiento de cualquiera de dichas obligaciones (art. 139 del
COT). Por ende, el actor puede elegir ante cual de esos tribunales va a presentar su
demanda (Pereira, 1996, p. 188; Colombo, 2004, p. 225), siendo este un caso de
competencia acumulativa o preventiva.
• Si el demandado tuviere su domicilio en dos o más lugares, podrá el demandante
entablar su acción ante el juez de cualquiera de ellos (art. 140 del COT). Para este caso son
aplicables los mismos comentarios indicados en la regla anterior.
• Si los demandados fueren dos o más y cada uno de ellos tuviere su domicilio en
diferente lugar, podrá el demandante entablar su acción ante el juez de cualquier lugar
donde esté domiciliado uno de los demandados, y en tal caso los demás quedarán sujetos
a la jurisdicción del mismo juez (art. 141 del COT). Al igual que en las reglas previas, este
es un supuesto de competencia preventiva, en que el actor escoge el tribunal entre las
opciones planteadas. Sin embargo, ahora se agrega el hecho de que estamos frente a una
pluralidad de demandados que tienen su domicilio en distintos territorios (obviamente si
estuvieran situados en el mismo, la regla no sería aplicable). Así, uno de los demandados
litigará ante el tribunal correspondiente a su domicilio, mientras el resto tendrá que
desplazarse desde el lugar en que estén para poder hacerlo —lo que podría implicarles
mayor gasto de tiempo, recursos económicos, etc.—.
• Cuando el demandado fuere una persona jurídica, para efectos de la competencia
relativa se considerará que su domicilio corresponde al lugar donde tenga su asiento la
respectiva corporación o fundación (art. 142 del COT), el que será determinado por el
acuerdo de sus miembros.
• Ahora, en caso de que se demande a una persona jurídica que tiene establecimientos,
comisiones u oficinas que la representen en diversos lugares —como sucede con las
sociedades comerciales—, será competente el juez del lugar donde se ubique el
establecimiento, comisión u oficina que celebró el contrato o que intervino en el hecho
que da origen al juicio (art. 142 inc. 2º del COT). Nótese que la norma no hace distinción
alguna, de modo que ella debe entenderse aplicable para las personas jurídicas de
Derecho público y de Derecho privado. En relación con esta regla se ha indicado:
“DECIMOCUARTO: Que, tratándose de la acción de responsabilidad extracontractual que
intenta la demandante de manera subsidiaria a las anteriores, resulta aplicable la norma
contenida en el artículo 138 del Código Orgánico de Tribunales, que atribuye competencia
al del domicilio del demandado. Pero tratándose en la especie de dos demandadas, debe
recurrirse a las normas de los artículos 141 y 142 del mismo Código, ya analizadas, de
acuerdo a las cuales el demandante puede entablar su acción ante el juez de cualquier
lugar donde esté domiciliado uno de los demandados, quedando los demás sujetos a la
jurisdicción del mismo juez y tratándose de una persona jurídica el juez del lugar donde
exista el establecimiento, comisión u oficina, en este caso, que intervino en el hecho que
da origen al juicio” (SCA de Concepción, Rol Corte Nº 1750-2016, de 13 de enero de 2017.
• En el caso de los interdictos posesorios es competente el juez de letras del territorio en
que estuvieren situados los bienes a que se refieren. Ahora, si estos bienes, debido a la
forma en que están situados, pertenecen a varios territorios jurisdiccionales, será
competente el juez de cualquiera de éstos (art. 143 del COT). Como puede apreciarse, en
este último supuesto, se trata de otro caso de competencia preventiva.
• Si se trata de un juicio de petición de herencia, de desheredamiento o sobre la validez
o nulidad de disposiciones testamentarias, será competente el juez del lugar donde se
hubiere abierto la sucesión del difunto, vale decir, el correspondiente a su último
domicilio (arts. 148 del COT y 955 del CC).
• En los juicios de hacienda (vale decir, aquellos en que tiene interés el Fisco de Chile y
son conocidos por los tribunales ordinarios de justicia), cuando el Fisco sea el
demandante, será competente un juez de letras de la comuna asiento de la Corte de
Apelaciones respectiva (ej. Copiapó, Valparaíso, Talca o Punta Arenas) o el juez
correspondiente al domicilio del demandado. Por tanto, el Fisco puede optar entre ambos
órganos jurisdiccionales, siendo otro ejemplo de competencia preventiva. Sin embargo,
cuando el Fisco es el demandado el panorama es distinto. Esto porque solo será
competente el juez de letras de la comuna asiento de la Corte de Apelaciones respectiva
(art. 48 del COT). Sobre este punto, se ha indicado que si en un proceso existe pluralidad
de demandados, uno de cuales es el Fisco, esta regla se debe aplicar por sobre lo previsto
en el art. 141 del COT (Cruz, 2020, p. 206).
Ahora bien, tal como se indicó anteriormente, si estamos ante un caso para el que no se
ha previsto una regla especial de competencia relativa, deberá atenderse a la naturaleza
de la acción deducida, de acuerdo con las siguientes consideraciones:
• Siguiendo lo dispuesto por el art. 580 del CC, la acción será inmueble cuando tenga
este carácter la cosa respecto a la que ha de ejercerse o que se deba (ej. cuando se solicite
la entrega de una casa). Así, cuando estemos ante una acción inmueble, el art. 135 del
COT señala que será competente para conocer el proceso:
• El juez del lugar que hayan acordado las partes, mediante una prórroga expresa de
competencia.
• Si no existe un acuerdo, el actor podrá elegir entre:
– El juez del lugar donde se contrajo la obligación, o
– El juez del lugar en que se encuentre la cosa reclamada.
• Por otra parte, si el o los inmuebles que son objeto de la pretensión del actor se
encuentran ubicados en distintos territorios jurisdiccionales, será competente cualquiera
de los jueces de dichos territorios. La concreción quedará entregada, como tantas veces, a
la elección del demandante.
• La acción será mueble cuando lo sea la cosa sobre la que ha de ejercerse o que se deba
(art. 580 del CC). También se consideran muebles los hechos que se deben (art. 581 del
CC). En este caso será competente (art. 138 del COT):
• El juez del lugar que hayan acordado las partes, mediante una prórroga expresa de
competencia.
• Si no existe un acuerdo, el juez del domicilio del demandado.
• Finalmente, si una misma acción se reclaman cosas muebles e inmuebles, será
competente el juez del jugar en que estuvieren situados los inmuebles. Lo mismo se
aplicará cuando se planteen conjuntamente dos o más acciones y al menos una de ellas
sea inmueble (art. 137 del COT).
Finalmente, cuando ninguna de las reglas anteriores permita determinar cuál es el tribunal
relativamente competente para conocer un caso específico, debemos acudir a la regla
general y subsidiaria en esta materia (Casarino, 2008, p. 143), contenida en el art. 134 del
COT:
“En general, es juez competente para conocer de una demanda civil o para intervenir en
un acto no contencioso, el del domicilio del demandado o interesado, sin perjuicio de las
reglas establecidas en los artículos siguientes y de las demás excepciones legales”.
De acuerdo con esta regla, el tribunal competente para conocer y resolver un juicio civil
será aquél en cuyo territorio se encuentra ubicado el domicilio del demandado. De esta
forma, si por ejemplo Sergio Rojas es demandado de nulidad de contrato y su domicilio
está ubicado en la calle Arturo Prat Nº 413, Puerto Ibáñez, conocerá la causa el Juzgado de
Letras de Coyhaique, toda vez que se encuentra dentro del territorio que le ha asignado la
ley para el ejercicio de su competencia.
La clave de la regla general, así como de varios supuestos especiales que hacen hincapié
en el mismo elemento, está en determinar correctamente dónde se ubica el domicilio de
una persona. Un error en este aspecto llevaría a interponer la demanda ante un tribunal
que carece de competencia natural, con la consecuente nulidad de todo lo que se haya
obrado ante él (salvo que opere una prórroga tácita de competencia). En este ámbito, se
ha indicado que para estos efectos el domicilio de una persona puede ser determinado de
varias formas (Romero, 2017, p. 85):
– De común acuerdo entre las partes, mediante un contrato en el que fijen un domicilio
civil especial para los actos judiciales o extrajudiciales a que diere lugar el mismo contrato,
siguiendo lo previsto por el art. 69 del CC.
– También se puede señalar un domicilio al realizar una gestión ante un servicio público
—como el Servicio de Impuestos Internos o el Servicio de Registro Civil e Identificación— o
entidad privada, que luego podrá ser empleado para efectos procesales. Ejemplo de ello
es lo previsto por el art. 41 inc. 2º del DFL Nº 707 sobre cuentas corrientes bancarias y
cheques que dispone: “El domicilio que el librador tenga registrado en el Banco, será lugar
hábil para notificarlo del protesto del cheque”.
– Finalmente, la forma más común para establecer el domicilio de las partes será
atendiendo a los elementos contenidos en el art. 59 del CC, donde se entiende el domicilio
como la residencia, acompañada, real o presuntivamente, del ánimo de permanecer en
ella.
Sea como fuere, la determinación del domicilio del demandado al inicio del proceso
quedará entregada a lo que indique el actor en su libelo, lo que no será verificado de
ningún modo por el tribunal llamado a resolver el caso. Empero, un error en este
señalamiento podría dar lugar a dos situaciones teóricamente problemáticas:
a) Que el actor indique que el demandado tiene un domicilio ubicado fuera del territorio
asignado al tribunal ante el cual presenta su demanda, o sea, ante un órgano que carece
de competencia natural y, por tanto, es relativamente incompetente. En este caso, es el
demandado quien debe alegar la incompetencia del órgano, pues en lugar de ello, podría
optar por prorrogar la competencia del tribunal. De esta forma, si el demandado no
solicita la declaración de incompetencia relativa del tribunal, la ubicación de su domicilio
carece de importancia competencial y no obsta a la prosecución del juicio.
b) Que el domicilio del demandado haya sido erróneamente indicado por el actor. Esto
podría afectar o no la competencia relativa del tribunal ante el que se ejerció la acción,
dependiendo de la ubicación del domicilio correcto. De esta forma, si el error radica en
que el domicilio real y el señalado en la demanda se sitúan dentro del territorio asignado
al mismo tribunal, esto no será un problema competencial, pero podría tener
consecuencias nefastas para la validez del proceso —debido a que el demandado podrá
solicitar la nulidad de todo lo obrado atendida la falta de emplazamiento válido (art. 80
del CPC)—. En cambio, si por ej. se indica que el domicilio de la empresa Carnes E.I.R.L. se
ubica en Los Ángeles, en circunstancias que está situado en Quillota, es decir, en un
territorio que pertenece a otro tribunal, se generará tanto un problema de competencia
del órgano jurisdiccional como de validez del proceso (todo lo cual deberá ser alegado por
el demandado).
5.2. Competencia relativa en asuntos civiles no contenciosos
Para los asuntos civiles no contenciosos, además de la norma general y supletoria del art.
134 del COT, se han establecido varias reglas especiales que determinan el tribunal
relativamente competente. Veamos algunas de ellas:
• El juez del lugar donde se hubiere abierto la sucesión del difunto —vale decir, el
correspondiente a su último domicilio (art. 955 del CC)— será competente para conocer
de todas las diligencias judiciales relativas a la apertura de la sucesión, formación de
inventarios, tasación y partición de los bienes que el difunto hubiere dejado (art. 148 inc.
2º del COT). Todo esto se relaciona con los procedimientos a que da lugar la sucesión por
causa de muerte (arts. 866 y ss. del CPC), dentro de los cuales destaca la dación de la
posesión efectiva de la herencia cuando se presente un testamento aparentemente válido
(art. 844 del CPC).
• Vinculado con lo anterior, cuando una sucesión se abra en el extranjero, pero incluya
bienes situados dentro del territorio chileno, la posesión efectiva de la herencia deberá
pedirse en el lugar en que el difunto tuvo su último domicilio en Chile, o en el domicilio del
que la pida si aquel no lo hubiere tenido (art. 149 del COT).
• Será juez competente para conocer del nombramiento de tutor o curador y de todas
las diligencias que, según la ley, deben preceder a la administración de estos cargos, el del
lugar donde tuviere su domicilio el pupilo, aunque el tutor o curador nombrado tenga el
suyo en lugar diferente. El mismo juez será competente para conocer de todas las
incidencias relativas a la administración de la tutela o curaduría, de las incapacidades o
excusas de los guardadores y de su remoción (art. 150 del COT). Para comprender esta
regla se debe tener presente que las tutelas y curadurías o curatelas son cargos impuestos
a ciertas personas a favor de aquellos que no pueden dirigirse a sí mismos o administrar
competentemente sus negocios, y que no se hallan bajo potestad de padre o madre, que
pueda darles la protección debida —como es el caso del pródigo, demente o de menores
de edad—. Las personas que ejercen estos cargos se llaman tutores —cuando el pupilo es
un impúber— o curadores (art. 338 del CC). Para el nombramiento de tutores y curadores
se deberá seguir el procedimiento regulado en los arts. 838 y ss. del CPC.
• En los casos de presunción de muerte de una persona que ha desaparecido, se ignora
si vive y concurren los demás requisitos legales (art. 80 del CC), será competente para su
declaración el juez del lugar en que el desaparecido hubiere tenido su último domicilio. El
mismo juez podrá conferir la posesión provisoria o definitiva de los bienes del
desaparecido a las personas que justifiquen tener derecho a ellos (art. 151 del COT).
• Para nombrar curador a los bienes de un ausente o a una herencia yacente, será
competente el juez del lugar en que el ausente o el difunto hubiere tenido su último
domicilio (art. 152 del COT).
El curador de bienes será designado por el tribunal para representar a una persona que
no se encuentra dentro del territorio de la República, cuyo paradero se ignora y su
representación no es asumida por el defensor público, de modo que esto permite iniciar
un proceso en su contra y que el curador asuma la defensa de los derechos del ausente,
según lo dispuesto en los arts. 367 del COT, 285 y 845 del CPC y 473 del CC (Cortez y
Palomo, 2018, pp. 151-152).
Por su parte, el curador de una herencia yacente estará a cargo de administrar los
bienes de un difunto, cuya herencia no se hubiere aceptado ni hubiere albacea que haya
aceptado su encargo (arts. 481 y 1240 del CC).
• Tratándose del nombramiento de un curador de los derechos eventuales de una
persona que está por nacer, será competente el juez del lugar en que la madre tuviere su
domicilio (art. 152 inc. 2º del COT).
• Para aprobar o autorizar la enajenación, hipotecación o arrendamiento de inmuebles
de acuerdo con el art. 891 del CPC, será competente el juez del lugar donde estuvieren
situados dichos inmuebles (art. 153 del COT). Nótese que esta disposición ha sido aplicada
para resolver asuntos de familia:
“(…) preciso es tener presente que la peticionaria de autos solicitó al Juzgado de Familia
de O. autorización para enajenar mediante la venta o cesión de los derechos hereditarios
que le corresponden a sus hijos menores de edad, G.A. y T.C., ambos de apellidos R.Y., de
17 y 15 años, respectivamente, respecto de dos inmuebles ubicados en la localidad de
Villa Alemana y otro situado en la comuna de Salamanca.
QUINTO: Que en la audiencia especial dispuesta a efecto de resolver la referida petición,
llevada a cabo el 17 de agosto del 2015, la juzgadora del tribunal de familia resolvió negar
lugar a la solicitud de autorización para enajenar; y, fundando el rechazo sostiene que, si
bien los menores tiene su actual domicilio en la ciudad de Ovalle, de conformidad con lo
previsto en el artículo 153 del Código Orgánico de Tribunales, resulta competente para
conceder la autorización pretendida, el lugar en que los inmuebles se encuentren
situados.
SEXTO: Que, en consecuencia, atendido lo consignado en el motivo precedente, no
aparece justificada la concurrencia de la causal invocada por la recurrente, porque
efectivamente la sentencia en alzada contiene la decisión de la cuestión sometida al
conocimiento del tribunal, desechando la petición por no haberse incoado ante tribunal
competente, situación que resultaba incompatible con la resolución del fondo del asunto;
por tanto, sólo cabe rechazar el recurso de casación formal impetrado” (SCA de La Serena,
Rol Corte Nº 166-2015, de 30 de diciembre de 2015).
• Tratándose de una petición para entrar al goce de un censo de transmisión forzosa,
será competente el tribunal del territorio en que hubiere inscrito el censo. Pero si el censo
se hubiere redimido, será el tribunal del territorio en que se haya inscrito la redención. Si
el censo no se hubiere inscrito ni se hubiere redimido, será competente el juez del
territorio donde se hubiere declarado el derecho del último censualista (art. 155 del COT).
El censo al que se refiere esta regla especial se encuentra regulado por los arts. 2022 y
siguientes del CC, que indican que se constituye cuando una persona contrae la obligación
de pagar a otra un rédito anual, reconociendo el capital correspondiente, y grabando una
finca suya con la responsabilidad del rédito y del capital. En todo caso, debe mencionarse
que actualmente esta figura jurídica carece de aplicación práctica y, con ella, la regla de
competencia relativa antes señalada.
• En caso de solicitudes de cambio de nombres y apellidos será competente el juez de
letras del domicilio del peticionario (art. 2º de la Ley Nº 17.344).
En caso no existir una regla prevista expresamente para una solicitud voluntaria
determinada, se deberá aplicar la norma general y subsidiaria del art. 134 del COT, que
dispone que el juez competente para intervenir en un acto no contencioso es el del
domicilio del interesado.
5.3. Competencia relativa en asuntos penales
Existe una regla de general aplicación para la determinación de la competencia relativa del
tribunal que debe conocer y fallar los procesos por los delitos cometidos en Chile. Esta
regla se recoge en el art. 157 del COT y señala:
“Será competente para conocer de un delito el tribunal en cuyo territorio se hubiere
cometido el hecho que da motivo al juicio.
El juzgado de garantía del lugar de comisión del hecho investigado conocerá de las
gestiones a que diere lugar el procedimiento previo al juicio oral.
El delito se considerará cometido en el lugar donde se hubiere dado comienzo a su
ejecución”.
De esta forma, el territorio en que haya comenzado la ejecución del hecho punible será el
que determine cuál será el órgano jurisdiccional (usualmente el juzgado de garantía y,
posteriormente, el tribunal de juicio oral en lo penal) que estará dotado de competencia
para participar en el proceso específico (Colombo, 2004, p. 238).
Como una de las contadas excepciones a dicha regla, se suele mencionar aquella
contenida en el art. 22 inc. 6º del DFL Nº 707 sobre cuentas corrientes bancarias y
cheques, el que dispone:
“Para todos los efectos legales, los delitos que se penan en la presente ley se entienden
cometidos en el domicilio que el librador del cheque tenga registrado en el Banco”.
Así, tratándose de delitos cometidos por un cuentacorrentista (como el giro fraudulento
de cheques) deja de tener importancia el lugar en que se haya girado el cheque, pues el
legislador ha establecido que siempre será competente el tribunal con competencia penal
del territorio en que se sitúe el domicilio que la persona haya registrado en el banco.
En todo caso, valga mencionar que la misma lógica del “domicilio” ha sido empleada por
nuestros tribunales en lo referido a los delitos de injurias y calumnias cometidos a través
de las redes sociales. A saber:

“Teniendo presente que el delito por el cual se interpuso la querella de autos, es el


previsto en el artículo 29 de la Ley 19.733, esto es injurias cometidas a través de un medio
de comunicación social, carácter que no revisten los mensajes o publicaciones de la
plataforma denominada Twitter, y por lo tanto estos no pueden ser considerados como
constitutivos de principio de ejecución del aludido delito; y que los medios que
difundieron la entrevista al querellado tienen su domicilio en esta ciudad de Santiago, este
tribunal dirime la contienda de competencia trabada en este proceso determinando que
conforme lo dispuesto en el artículo 157 del Código Orgánico de Tribunales, es
competente para conocer del mismo el Octavo Juzgado de Garantía de Santiago, al cual se
le remitirán los antecedentes” (SCA de Santiago, Rol Corte N° 1523-2016, de 23 de mayo
de 2016).
Sin perjuicio de lo anterior, hay tres situaciones particulares que vale la pena destacar en
relación con esta materia:
a) Cuando la detención de una persona tuviere lugar fuera del territorio del tribunal que
ha emitido la orden, será también competente para conocer de la audiencia judicial del
detenido el juez de garantía del lugar donde se hubiere practicado la detención, cuando la
orden respectiva hubiere emanado de un juez con competencia en una ciudad asiento de
Corte de Apelaciones diversa. Empero, esto no se aplicará cuando la orden de detención
procediere de un juez de garantía de la Región Metropolitana y ésta se practicare dentro
del territorio de la misma, caso en el cual la primera audiencia judicial siempre deberá
realizarse ante el juzgado naturalmente competente (art. 70 inc. 2º del CPP).
b) Por otra parte, cuando sea necesario realizar diligencias u órdenes urgentes fuera del
territorio del juzgado de garantía que conoce el caso, el fiscal podrá también pedir
autorización directamente al juez de garantía del lugar donde deban llevarse a cabo, quien
adquiere competencia solo para conocer esta actuación específica en el proceso (arts. 70
inc 3º del CPP y 157 inc. 4º del COT).
c) Finalmente, si se suscitare un conflicto de competencia entre jueces de varios juzgados
de garantía en relación con el conocimiento de una misma causa criminal, mientras no se
dirimiere dicha competencia, cada uno de ellos estará facultado para realizar las
actuaciones urgentes y otorgar las autorizaciones que, con el mismo carácter, les solicitare
el Ministerio Público. En todo caso, hay que tener presente que, si hubiera personas
privadas de libertad, la resolución sobre su libertad corresponderá al juez en cuyo
territorio se hallaren (arts. 72 del CPP y 157 inc. 4º del COT).
Como se aprecia en el art. 157 del COT, y más allá de los supuestos recién detallados, es
bastante simple la determinación del tribunal competente para asuntos penales ocurridos
dentro del territorio chileno. ¿Pero qué ocurre en los casos en que los tribunales
nacionales deben conocer delitos cometidos en el extranjero? Si bien la competencia de
nuestros órganos jurisdiccionales para intervenir en procesos de este tipo solo se presenta
en situaciones de excepción (p. ej. lo previsto en el art. 6º del COT; en el art. 27 letra a) de
la Ley sobre Seguridad del Estado; o en el art. 13 del CPP), para estos efectos se torna
aplicable lo establecido por el art. 167 del COT:
“Las competencias propias de los Jueces de Garantía y de los Tribunales Orales en lo Penal
respecto de los delitos perpetrados fuera del territorio nacional que fueren de
conocimiento de los tribunales chilenos serán ejercidas, respectivamente, por los
Tribunales de Garantía y Orales en lo Penal de la jurisdicción de la Corte de Apelaciones de
Santiago, conforme al turno que dicho tribunal fije a través de un auto acordado”.
En esta perspectiva, la competencia relativa para conocer de los delitos cometidos en el
extranjero se determina conforme al Auto acordado de la Corte de Apelaciones de
Santiago, de 22 de mayo de 2007, sobre turnos de los tribunales de juicio oral en lo penal
y juzgados de garantía. Allí se dispone un sistema de turnos mensuales para los tribunales
que corresponden a la jurisdicción de la Corte de Apelaciones de Santiago (con un total de
doce turnos).
5.4. Algunas reglas de competencia relativa en otras disciplinas
Para terminar el análisis de la competencia relativa, veamos brevemente algunas reglas
especiales aplicables a materias específicas que escapan del binomio civil/penal. A saber:
• Alimentos. Para determinar la competencia relativa del juez de familia en estos
procesos, el legislador ha atendido al rol que el alimentante —quien da alimentos— y el
alimentario —quien recibe alimentos— cumplen en el juicio, de modo que conforme con
el art. 1º de la Ley Nº 14.908 sobre Abandono de Familia y Pago de Pensiones
Alimenticias:
– En las causas sobre fijación de alimentos o simplemente “demandas de alimentos”
(donde el alimentario es el actor), será competente el juez de familia del domicilio del
alimentante o del alimentario, a elección de este último. Como puede verse, se trata de
un supuesto de competencia acumulativa donde la ley ha querido dejar entregada la
elección del tribunal a la parte que está demandando el pago de alimentos.
– En las causas sobre aumento de alimentos será competente el mismo tribunal que
decretó la pensión o el del nuevo domicilio del alimentario, a elección de este.
– En las causas sobre cese o rebaja de alimentos (donde el alimentante es el actor) será
competente el juez de familia del domicilio del alimentario.
• Acciones de reclamación de filiación. Será competente para conocer de las acciones de
reclamación de filiación —contempladas en el Párrafo 2º del Título VIII del Libro I del
Código Civil— el juez del domicilio del demandado o del demandante, a elección del actor
(art. 147 inc. 3º del COT).
• Juicios de separación, nulidad de matrimonio y divorcio. Será competente para
conocer de las acciones de separación, nulidad o divorcio, el juzgado con competencia en
materias de familia, del domicilio del demandado (art. 87 de la Ley Nº 19.947 que
establece la Nueva Ley de Matrimonio Civil).
• Violencia intrafamiliar. Según el art. 81 de la LJF, será competente para conocer los
conflictos a que dé origen la comisión de actos de violencia intrafamiliar, regulados en la
ley Nº 20.066, el juzgado de familia dentro de cuyo territorio jurisdiccional tenga
residencia o domicilio el afectado. Sin embargo, cualquier tribunal que ejerza jurisdicción
en asuntos de familia, fiscal del Ministerio Público o juez de garantía según corresponda,
que tome conocimiento de una demanda o denuncia por actos de violencia intrafamiliar,
deberá, de inmediato, adoptar las medidas cautelares del caso, aun cuando no sea
competente para conocer de ellas según la regla anterior.
• Asuntos laborales. Tratándose de conflictos que versen sobre temas laborales, el art.
423 del CdT ha establecido que será competente el juez del trabajo del domicilio del
demandado o el del lugar donde se presten o se hayan prestado los servicios, a elección
del demandante, sin perjuicio de lo que dispongan leyes especiales. Como puede
apreciarse, este es otro caso de competencia acumulativa o preventiva.
Ahora bien, el inciso final de la disposición señalada se refiere a un supuesto en que el
actor también tiene la opción de interponer la demanda ante el tribunal de su propio
domicilio, cuando se trate de un trabajador que haya debido trasladar su residencia con
motivo del contrato de trabajo y dicha circunstancia conste en el respectivo instrumento
(p. ej. el contrato de trabajo).
• Consumo. El art. 50 A de la Ley sobre Protección de los Derechos de los Consumidores
establece que las denuncias presentadas en defensa del interés individual de los
consumidores podrán interponerse, a elección del consumidor, ante el juzgado de policía
local correspondiente a su domicilio o al domicilio del proveedor. Sin embargo, cuando se
trate de causas en que esté comprometido el interés colectivo o difuso de los
consumidores o usuarios, serán competentes los tribunales civiles ordinarios de justicia,
de acuerdo con las reglas generales.
• Distribución de aguas. Será competente para conocer de los juicios de distribución de
aguas el juez de la comuna o agrupación de comunas en que se encuentra el predio del
demandado. Si el predio estuviere ubicado en comunas o agrupaciones de comunas cuyo
territorio correspondiere a distintos juzgados, será competente el juez de cualquiera de
esos tribunales (art. 144 del COT).
• Asuntos mineros. Será competente para conocer de todo asunto, contencioso o no
contencioso, atinente al pedimento, la manifestación, la concesión de exploración o la
pertenencia, el juez de letras civil en cuyo territorio jurisdiccional se encuentra ubicado el
punto medio señalado en el pedimento o el punto de interés indicado en la manifestación.
Sin embargo, será juez competente para conocer de todo asunto, contencioso o no
contencioso, atinente a concesiones administrativas o judiciales, ya constituidas a la fecha
de entrada en vigencia del Código de Minería, el juez de letras civil de la ubicación de la
concesión o, en su caso, el de la ubicación del sitio o punto del hallazgo señalado en la
manifestación (art. 231 del Código de Minería).
• Procedimientos concursales. Será competente en materia de procedimientos
concursales entre deudores y acreedores, el juez del lugar en que el deudor tuviere su
domicilio (art. 154 del COT).
• Rectificación de sexo registral. En caso que esto sea solicitado por un menor de edad
(mayor de 14 años), será competente el Juzgado de Familia del domicilio del solicitante
(art. 13 de la Ley Nº 21.120).

6. Reglas de distribución de causas (y los turnos)


Luego de aplicar todas las reglas sobre competencia absoluta y relativa a un caso
particular, es posible que dos o más tribunales sean igualmente competentes para
conocerlo, debido a que se trata de órganos jurisdiccionales de igual clase y jerarquía a los
que la ley ha asignado el mismo territorio jurisdiccional. Recuérdese que este es uno de
los supuestos de competencia acumulativa o preventiva a los que nos referimos en el
apartado 2.5, de modo que potencialmente el asunto podría ser resuelto por cualquiera
de estos órganos. El punto está, entonces, en determinar cuál de ellos será en definitiva el
que conocerá y fallará el caso.
En este escenario, el legislador no ha querido dejar la especificación del tribunal a la libre
elección del actor (como ocurre en otros supuestos de competencia acumulativa), sino
que ha establecido reglas que determinan la forma en que se reparten las causas entre
estos órganos, mediante normas de carácter administrativo que buscan la distribución
equitativa del trabajo judicial entre tribunales de igual competencia (Pereira, 1996, p.
202). Actualmente esto ocurre tratándose de tribunales civiles o de competencia común
—en comunas en que no se ha establecido un juzgado de letras del trabajo—. P. ej. en la
ciudad de Copiapó, donde hay cuatro juzgados civiles con competencia en las comunas de
Copiapó y Tierra Amarilla (art. 30 del COT); o en Punta Arenas, donde tienen asiento tres
juzgados civiles con competencia en la provincia de Magallanes (art. 39 del COT). Lo
mismo sucede en Quillota, Linares o Vallenar, esta vez para causas civiles y laborales, pues
en esas comunas hay dos juzgados de letras (arts. 30, 32 y 34 del COT).
Los arts. 175 y 176 del COT se refieren a la forma en que se deben presentar las demandas
y gestiones judiciales iniciales en aquellas comunas en que hay más de un juez de letras en
lo civil, distinguiendo según si dicha comuna es o no asiento de Corte de Apelaciones. De
esta manera, se indica que tratándose, v. gr., de una demanda que debe ser conocida por
un juez de letras de Iquique, ella debe presentarse en la Corte de Apelaciones de la misma
ciudad; y si en cambio fuera ante un juez de Calama, esto debería realizarse ante la
Secretaría del Primer Juzgado de Letras de esa ciudad.
Sin embargo, actualmente la distribución del trabajo judicial se realiza de forma más
simple, pues se lleva a cabo de manera electrónica y automática por la OJV al momento en
que se interpone una demanda o solicitud a través de la plataforma. Esto se debe a que el
ingreso de todas las demandas y escritos se hace por la vía electrónica mediante el
sistema de tramitación digital del Poder Judicial (arts. 5º LTE y 3º Acta Nº 85-2019 de la
Corte Suprema). Así, al ingresar una demanda y seleccionar el tribunal ante el que la
presenta, el usuario deberá elegir la opción “Dist. Corte Iquique” o “Distribución Calama”,
según sea el caso (siguiendo el ejemplo anterior). Hecho eso, la misma plataforma
determinará de inmediato cuál será el juzgado de letras específico que deberá tramitar el
caso y le asignará un número de Rol al proceso. En resumen, se trata de un sistema
informático diseñado para mantener un equilibrio en la carga laboral y que
aleatoriamente fija el tribunal que conocerá cada asunto.
Anteriormente, cuando las presentaciones se hacían en papel (hasta 2016), el lugar físico
para realizar el trámite de presentación de la demanda o solicitud era la oficina de
distribución de la Corte de Apelaciones o el Primer Juzgado de Letras de la comuna (lo
que, en este último caso, reemplazó en su momento al sistema de turnos semanales),
quienes también empleaban un mecanismo informático aleatorio que velaba por el
reparto equilibrado de las causas (Larroucau, 2020, p. 295).
En todo caso, no debemos dejar de mencionar que el actual sistema de distribución
también se aplica para los asuntos que deben conocer los cuatro juzgados de familia y los
dos juzgados de letras del trabajo de Santiago, como asimismo los dos juzgados de familia
de San Miguel, toda vez que en la práctica, las respectivas Cortes de Apelaciones han
optado por seguir el mismo sistema establecido para los asuntos civiles. Tratándose de los
juzgados de familia, esto se regula en el art. 118 inc. 2º de la LJF:
“Las Cortes de Apelaciones en cuya jurisdicción exista más de un juzgado de familia,
determinarán anualmente las normas que regirán para la distribución de las causas entre
los juzgados”.
Mientras que para los Juzgados de Letras del Trabajo de Santiago, el art. 418 inc. 2º del
CdT señala:
“La Corte de Apelaciones de Santiago determinará anualmente las normas que regirán
para la distribución de las causas entre los Juzgados de Letras del Trabajo de su
jurisdicción”.
Por otra parte, se ha indicado que la distribución equitativa del trabajo judicial no es el
único objetivo que se persigue con estas reglas. En efecto, mediante su aplicación se
impide que las partes elijan el tribunal que resolverá el asunto (Colombo, 2004, p. 258),
buscando por esta vía algún beneficio para sus pretensiones. P. ej. al existir dos juzgados
de letras civiles en Talcahuano, los litigantes podrían inclinarse por presentar sus
demandas de indemnización de perjuicios ante el Segundo Juzgado Civil, toda vez que la
jueza establece condenas más elevadas que su par del Primer Juzgado. O a la inversa,
optar preferentemente por este último ya que insta a una tramitación más rápida de los
procesos. Pero sea por la razón que sea, vale la pena preguntarse: ¿Cuál es la
consecuencia de una infracción a las normas que regulan la distribución de causas?
Existen distintas opiniones sobre las consecuencias de una infracción a las normas sobre
distribución de causas, tanto antes como después de la entrada en vigencia de la LTE. En
efecto, aceptando que existió y existe un margen para burlar el sistema aleatorio de
distribución de asuntos, el punto está en determinar si ello podría dar lugar a la nulidad
del proceso tramitado ante un tribunal al que se le ha asignado incorrectamente el caso o
que ha sido elegido mañosamente por el demandante o solicitante. Sobre el particular, se
ha argumentado que tratándose de normas de orden público las partes pueden solicitar la
nulidad de todo lo obrado e incluso el tribunal puede declarar de oficio su incompetencia
(Pereira, 1996, p. 202; Casarino, 2008, p. 149), sin perjuicio de las sanciones disciplinarias
para el abogado patrocinante (Larroucau, 2020, pp. 296-299), agregándose que estas
normas cumplen un rol para la determinación del juez natural (Romero, 2017, p. 99). En la
vereda del frente, se ha apuntado que estas normas no regulan la competencia del
tribunal, de modo que su infracción no genera la nulidad de lo obrado a raíz de la
incompetencia del órgano (Colombo, 2004, pp. 258-260), pudiendo hacerse efectiva solo
una responsabilidad administrativa (Figueroa y Morgado, 2011, p. 100).
Ahora, dentro de este mismo tema pero desde otro ángulo, resulta interesante el
supuesto que se plantea ante una eventual transgresión del art. 178 del COT, la que se
configuraría al presentar la demanda ante un tribunal distinto al que conoció las gestiones
previas (Romero, 2017, p. 98). P. ej. solicitar una medida prejudicial precautoria a través
de la OJV ante “Dist. Corte Temuco”, siendo asignada al Tercer Juzgado Civil de Temuco, y
más tarde presentar la demanda nuevamente a “Dist. Corte Temuco” como si fuera un
proceso nuevo y distinto al anterior. Así, en caso de que se designara a un tribunal distinto
—porque es perfectamente posible que el sistema encomiende el asunto al mismo
juzgado inicial—, se trataría de una infracción a una norma en que el legislador ha
establecido claramente cuál es el tribunal competente, por lo que este acto debe ser
sancionado con la nulidad absoluta de todo lo obrado.
6.1. Excepciones a las reglas de distribución de causas
Como usualmente sucede en el ámbito jurídico, el sistema reseñado previamente tiene
excepciones. Ellas se plantean en el art. 178 del COT, que en términos generales dispone
que si el proceso se ha iniciado por gestiones previas y distintas a la interposición de la
demanda, el asunto debe ser sometido al tribunal que ha conocido dichas gestiones. Por
ende, la demanda debe presentarse ante ese mismo órgano, cuya competencia queda
determinada por haber conocido esas actuaciones previas. De esta manera, atendiendo a
razones de economía procesal y eficiencia, no procede realizar nuevamente el
procedimiento de distribución de la causa, sino que la demanda se deduce directamente
ante el tribunal específico (manteniéndose incluso el mismo número de Rol que le fuera
asignado al proceso en las gestiones previas). Estas gestiones son:
– Juicios iniciados mediante medidas prejudiciales. Se trata de procesos en los que,
antes de la presentación la demanda, el futuro demandante o el futuro demandado
(usualmente el primero) solicita se lleve a cabo una diligencia que permitirá preparar su
entrada al proceso, realizar anticipadamente un acto probatorio o tomar alguna medida
para asegurar el resultado de la acción. Estas medidas se regulan en los arts. 273 y ss. del
CPC (Bordalí et al., 2014, p. 143).
– Juicios iniciados mediante medidas preparatorias de la vía ejecutiva. Se trata de
procesos ejecutivos en los que se requiere una gestión previa a la presentación de la
demanda para conseguir un título ejecutivo, es decir, un documento donde consta una
obligación indubitada y que habilita al actor para pedir su cumplimiento forzado
(Espinosa, 2007, p. 77).
– Juicios iniciados mediante la notificación previa ordenada por el art. 758 del CPC al
tercer poseedor de la finca hipotecada a fin de que pague la deuda o abandone la
propiedad hipotecada antes de la presentación de la demanda de desposeimiento
(Quezada, 2009, p. 75).
– Gestiones que se susciten con motivo de un juicio ya iniciado, sean accesorias o
principales (por aplicación de la regla de extensión prevista en el art. 111 del COT), como
sería el caso de la presentación de una demanda reconvencional. Si bien se trata de una
demanda nueva, ella no se remite a distribución a través de la OJV, sino que se deduce
ante el mismo tribunal que está conociendo el juicio principal.
– Gestiones a que dé lugar el cumplimiento de una sentencia, salvo que el ejecutante
decida iniciar un nuevo juicio ante un tribunal distinto de aquel que conoció el
procedimiento declarativo (art. 114 del COT). En este sentido, el cumplimiento de una
sentencia condenatoria se puede pedir mediante una demanda ejecutiva ante el mismo
tribunal que conoció la causa en única o primera instancia, supuesto en el que obviamente
no se aplican las normas sobre distribución.
6.2. Otros mecanismos de distribución de causas
Todo lo dicho anteriormente está referido a la situación que se produce cuando sobre un
mismo territorio ejercen idéntica competencia dos o más órganos jurisdiccionales, de
modo de repartir la carga laboral entre ellos. Sin embargo, en las comunas donde solo
existe un tribunal que resulta competente para conocer de un asunto también puede ser
necesario la aplicación de reglas para distribuir el trabajo entre los jueces que lo integran.
En este caso, se trata de órganos jurisdiccionales que están compuestos por más de un
juez pero que deben fallar unipersonalmente, lo que ocurre en el caso de los juzgados de
letras con dos jueces y en la mayoría de los juzgados de letras del trabajo, tribunales de
familia y juzgados de garantía. Lo mismo sucede con tribunales colegiados que cuentan
con más de una sala, como la Corte Suprema, las Cortes de Apelaciones y los tribunales de
juicio oral en lo penal.
Este tema se ha regulado expresamente tratándose de los juzgados de garantía (art. 15
del COT) y los tribunales de juicio oral en lo penal (art. 17 inc. 4º del COT), al disponerse
que la distribución de las causas entre los jueces de garantía o las diversas salas de los
tribunales de juicio oral en lo penal se realizará mediante un procedimiento objetivo y
general que deberá ser aprobado anualmente por el comité de jueces del tribunal, a
propuesta del juez presidente o solo por este último, según sea el caso. De esta forma,
será cada tribunal el que dispondrá las reglas de distribución del trabajo judicial entre sus
miembros, no teniendo más exigencias legales que tratarse de un procedimiento objetivo
y general, modelo que se hace extensivo a los juzgados de familia y los juzgados de letras
del trabajo por aplicación de los arts. 118 de la LJF y 418 del CdT.
A modo ejemplar, valga mencionar el procedimiento de distribución de causas del
Tribunal de Juicio Oral en lo Penal de Viña del Mar, correspondiente al año 2021. En este
ocupa un lugar central el tiempo estimado de duración de los juicios, de forma de
equilibrar de esta forma el trabajo entre las distintas salas del tribunal. En ese sentido, se
indica:
“Se propone un procedimiento que considera el uso de ‘cinco salas flexibles’, con un
sistema de distribución de causas equitativo para los Jueces en la redacción de juicios,
basado en la ‘estimación estadística de redacciones según el tiempo de duración de un
juicio’”.
Obviamente, esa no es la única forma de llevar a cabo la repartición de asuntos.
Empleando otro criterio de distribución, el Comité de Jueces del Tribunal de Juicio Oral en
lo Penal de Temuco acordó en noviembre de 2018 lo siguiente:
“El Tribunal funcionará en dos salas. Preferentemente se asigna el RIT de Nº impar a la
primera sala y el RIT de Nº par para la segunda sala, según la numeración de ingreso que
da automáticamente el SIAGJ. Salvo que, otra forma de agendamiento permita optimizar
de mejor forma la distribución de los jueces a sala, haciéndola más equitativa, teniendo en
cuenta siempre el debido cumplimiento de los plazos legales”.
Pero más allá de estos ejemplos particulares, lo esencial es que el legislador ha querido
dejar esta cuestión a cada órgano jurisdiccional, reiterando la misma idea cuando se trata
de juzgados de letras de competencia común con dos o tres jueces. Empero, en este caso
la decisión recaerá en el juez presidente del tribunal, quien tendrá a su cargo la
aprobación anual del procedimiento general y objetivo de distribución de causas entre los
jueces del tribunal (art. 27 ter letra h) del COT).
Por su parte, también se prevé un sistema de distribución de asuntos entre las distintas
salas de la Corte Suprema (art. 99 del COT). En efecto, se señala que será la misma Corte
la que, mediante un auto acordado, establecerá cada dos años las materias que conocerá
cada una de sus salas, tanto para su funcionamiento ordinario como extraordinario. En
este sentido, el acta Nº 107-2017, de 28 de julio de 2017, modificada por el acuerdo AD Nº
139-2019, dispone que durante su funcionamiento extraordinario, a las cuatro salas
especializadas en que se divide la Corte Suprema se asignarán asuntos civiles (Primera
Sala o Sala Civil), asuntos penales (Segunda Sala o Sala Penal), asuntos constitucionales y
administrativos (Tercera Sala o Sala Constitucional y Contenciosa Administrativa) y
asuntos laborales y previsionales (Cuarta Sala o Sala Laboral y Previsional).
Finalmente, es oportuno hacer una breve mención al sistema de turnos. Si bien
actualmente este sistema de reparto de los asuntos ha quedado obsoleto por la entrada
en escena del modelo de distribución informático y aleatorio en las comunas en que existe
más de un juzgado de letras, el turno sigue estando vigente al menos en dos ámbitos:
a) En el caso de los delitos cometidos en el extranjero se aplica el Auto acordado de la
Corte de Apelaciones de Santiago, de 22 de mayo de 2007, sobre turnos de los tribunales
de juicio oral en lo penal y juzgados de garantía respecto de delitos perpetrados fuera del
territorio nacional que deben ser conocidos por tribunales chilenos. En este sentido, se
determina que se asignará un turno mensual a los tribunales que corresponden a la
jurisdicción de la Corte de Apelaciones de Santiago, con un total de doce turnos.
b) Tratándose de las materias que conocen los juzgados de policía local, hay que
considerar que no son pocas las comunas que cuentan con más de uno de estos órganos,
de modo que en algunas de ellas se acude al criterio del turno semanal rotativo para
propender a la distribución equitativa del trabajo de los tribunales. En este sentido, a
modo ejemplar podemos mencionar a las comunas de Concepción y Providencia. Sin
embargo, nótese que en otras comunas se ha acudido a la división y asignación de un
territorio específico a cada juzgado. V. gr., en Talca mediante un decreto alcaldicio se ha
subdividido el territorio comunal en tres zonas, asignando cada una de ellas a uno de los
tres juzgados de policía local. En este último caso, en términos estrictos no se genera el
problema de superposición competencial que se da en las comunas con más de un
juzgado de letras, toda vez que por la vía administrativa se ha precisado aún más el
territorio asignado, ello de acuerdo con el art. 9º del Decreto Nº 307 que fija el texto
refundido, coordinado y sistematizado de la Ley Nº 15.231 sobre Organización y
Atribuciones de los Juzgados de Policía Local.
7. Prórroga de competencia
La prórroga de competencia consiste en un convenio o acuerdo de voluntades de las
partes del proceso (vale decir, es un acto jurídico-procesal bilateral) por medio del cual, de
forma expresa o tácita, atribuyen competencia para conocer el conflicto a un tribunal
distinto al establecido por la ley. Por tanto, extraen el caso del conocimiento del órgano
naturalmente competente y se lo encomiendan a otro que originalmente carecía de
competencia relativa para resolverlo (Pereira, 1996, p. 210; Colombo, 2004, p. 499;
Casarino, 2008, p. 153). Así, el art. 181 del COT expresa:
“Un tribunal que no es naturalmente competente para conocer de un determinado
asunto, puede llegar a serlo si para ello las partes, expresa o tácitamente, convienen en
prorrogarle la competencia para este negocio”.
Básicamente mediante la prórroga se permite que las partes puedan acordar que su
asunto sea conocido por cualquier tribunal del territorio de la República dotado de
competencia absoluta para resolverlo. P. ej., sabemos que los juicios sobre la nulidad del
contrato deben ser conocidos y fallados en primera instancia por los jueces de letras. Por
tanto, si bien por aplicación de las normas de competencia relativa el juicio entre Mariana
y Andrea debería ser conocido y fallado por el Juzgado de Letras de Petorca, ellas podrían
convenir, expresa o tácitamente, que el asunto sea sometido a la decisión de cualquier
otro juzgado de letras de la República. Por consiguiente, la prórroga produce efectos
positivos, pues otorga competencia a un tribunal naturalmente incompetente, y
negativos, al privar de su competencia al órgano naturalmente competente (Pereira, 1996,
p. 212).
El art. 182 del COT dispone los requisitos de procedencia de la prórroga de competencia. A
saber:
1) Solo procede mientras el asunto se encuentre en primera instancia. En todo caso, se ha
indicado que no hay motivo para dejar fuera de la posibilidad de prórroga a los asuntos
que se tramitan en única instancia (Figueroa y Morgado, 2011, p. 104; Orellana, 2018, p.
240). Por el contrario, de ninguna manera operaría en segunda instancia, pues ello
contravendría no solo el art. 182 del COT, sino también la regla del grado contenida en el
art. 110 del mismo cuerpo normativo.
2) Solo opera entre tribunales ordinarios de igual jerarquía. Esto implica, básicamente que
el asunto se traslada entre dos órganos de la misma naturaleza, lo que —debido a una
interpretación amplia del requisito indicado en el punto siguiente— alcanza tanto a los
tribunales ordinarios como especiales.
3) Solo se aplica para asuntos contenciosos civiles. Por ende, no es posible la prórroga de
competencia en asuntos civiles voluntarios (no contenciosos) ni en los penales. En relación
con este requisito la duda se plantea respecto a la interpretación que corresponde darle a
la voz “civiles”, vale decir, si ella debe leerse de forma restrictiva (impidiendo la prórroga
en todo proceso “no civil”) o amplia (permitiéndola en todo el espectro de asuntos “no
penales”). Sobre este punto, que no es menor, se debe tener presente que el legislador ha
sido bastante mezquino en la regulación sobre la prórroga de competencia en otras sedes
procesales no penales, con honrosas excepciones que resultan claves para este tema. En
efecto, encontramos una prohibición a la prórroga expresa de competencia tanto en el
art. 423 inc. 2º del CdT como en el art. 50 A de la Ley sobre Protección de los Derechos de
los Consumidores. De ahí que, a contrario sensu, podamos sostener que en ambas áreas
procesales está permitida la prórroga tácita de competencia. O si se quiere, desde una
perspectiva más general, afirmar que cuando el legislador ha querido prohibir la prórroga
de competencia en forma absoluta o en alguna de sus modalidades, lo ha señalado
expresamente, debiendo aplicarse en subsidio las normas del COT. Así, la prórroga es
plenamente aplicable a los procesos de familia, lo que ha sido reconocido por la
jurisprudencia:
“Tercero: Que no refiriéndose el inciso final del artículo 54-1 de la Ley Nº 19.968 a la
competencia relativa, el juez se encuentra impedido de pronunciarse de oficio sobre dicha
materia, sin perjuicio de lo que pudiere resolver en caso de oponérsele como excepción
en el curso del pleito.
Cuarto: Que lo anterior se ve reflejado en lo dispuesto por el artículo 60 de la Ley de
Tribunales de Familia, que autoriza al demandado a contestar en el tribunal
correspondiente a su domicilio cuando la demanda se presentó en un territorio
jurisdiccional distinto a aquel en que se dedujo la demanda; de lo que se sigue que resulta
procedente la prórroga en materia de competencia relativa, tratándose de asuntos de
familia” (SCA de San Miguel, Rol Corte Nº 131-2020, de 18 de mayo de 2020).
Cumpliéndose esos requisitos y existiendo prórroga de competencia, ella será la primera
regla que se aplicará para determinar cuál es el tribunal dotado de competencia relativa
para conocer un caso determinado, pues en este ámbito prima el acuerdo de voluntades
por sobre lo que haya previsto el legislador. En todo caso, la prórroga solo produce
efectos respecto de las partes que han concurrido a otorgarla (art. 185 del COT), pudiendo
celebrar el acuerdo por sí o a través de sus representantes legales (art. 184 del COT).
Ahora, tratándose de los representantes convencionales o de los mandatarios judiciales
de las partes, estos requieren que se les haya otorgado expresamente la facultad de
prorrogar la competencia (Colombo, 2004, p. 506).
Ahora bien, la prórroga de competencia puede ser expresa o tácita:
a) Prórroga expresa. Es aquel acuerdo que se incorpora en un contrato que celebran las
partes o en un acto posterior, en el cual señalan con toda precisión el tribunal al que
someterán cualquier litigio eventual que se suscite con ocasión de dicho contrato (art. 186
del COT). Es, por tanto, un acuerdo anterior a la iniciación del proceso, en el que se define
previamente el tribunal llamado a conocer el juicio que pueda surgir entre las partes.
Ejemplo de cláusula contractual donde se prorroga la competencia
DOMICILIO Y SOLUCIÓN DE CONTROVERSIAS. Para todos los efectos legales derivados del
presente contrato, las partes fijan su domicilio en la ciudad de Villa Alemana y se someten
a la competencia de sus tribunales ordinarios de justicia.
b) Prórroga tácita. Es aquella prórroga que se produce dándose dos requisitos copulativos
(art. 187 del COT):
• Que el demandante interponga su demanda ante un tribunal que no es el
naturalmente competente para conocer la causa. Por tanto, tratándose de la presentación
de solicitudes o gestiones distintas a la demanda, tal como las medidas prejudiciales o
preparatorias de la vía ejecutiva (art. 465 del CPC), no se cumple con este primer requisito
y no dan lugar a la prórroga aun cuando la contraparte intervenga en ellas.
• Que el demandado comparezca en el juicio y realice cualquiera gestión que no sea
reclamar la incompetencia del juez. Es decir, que la primera gestión que realice el
demandado en el juicio sea distinta a alegar la incompetencia del tribunal como sería, v.
gr., contestar la demanda, presentar una prueba u oponer una excepción de
litispendencia.
Consideremos el ejemplo siguiente: por aplicación de las reglas legales de competencia
relativa el asunto “X” debería ser conocido por un juez de letras de Santiago. Sin embargo,
el actor presentó su demanda en el Juzgado de Letras de Cauquenes. Luego de ello, el
demandado es emplazado en el juicio y decide oponer una excepción de incompetencia, la
que en definitiva es acogida por el juez de letras de Cauquenes. En ese supuesto no se
produce ninguna prórroga de competencia. Pero si la primera actuación del demandado
fuera contestar la demanda, se concretaría una prórroga tácita de competencia, de modo
que pasaría a ser competente un tribunal que naturalmente no lo era. Obviamente todo
esto supone que el demandado comparece en el proceso y realiza alguna gestión, ya que,
si no comparece, no hay posibilidad de que exista prórroga tácita, sin perjuicio de que su
rebeldía no obstará a que se tramite y falle dicho proceso (Casarino, 2008, p. 154).
En el mismo, la intervención de las partes —y particularmente, del demandado— en
gestiones prejudiciales, previas a la interposición de la demanda tampoco produce el
efecto de prorrogar tácitamente la competencia, pues claramente el art. 187 del COT
emplea las voces “demanda”, “demandante” y “demandado”, opinión que ha sido
refrendada por los tribunales:
“(…) No debe tampoco perderse de vista que las medidas prejudiciales consisten en
ciertas diligencias o actuaciones que pueden practicarse antes de la iniciación del juicio,
con el fin de prepararlo o para asegurar que el actor no quede frustrado en sus derechos,
siendo esencialmente provisorias, y es por ello que la jurisprudencia ha resuelto que si se
presenta ante un tribunal relativamente incompetente, se produce una suerte de prórroga
de competencia, pero dicha prórroga sólo la alcanza a ella y no se extiende al juicio futuro,
porque la prórroga debe producirse respecto del juicio y en el juicio mismo” (Sentencia 1º
Juzgado Civil de Concepción, Rol Nº C-7186-2014, de 18 de marzo de 2015, cons. 10º).
8. La competencia civil de los tribunales penales
Como sabemos, por aplicación del art. 45 del COT corresponde que las causas civiles sean
conocidas y falladas por los jueces de letras. No obstante, el legislador ha establecido que,
por excepción, un tribunal penal (como el juzgado de garantía o el tribunal de juicio oral
en lo penal) decida cuestiones civiles que están íntimamente vinculadas con el hecho
punible o son consecuencia de él, con lo cual se busca resguardar el principio de economía
procesal (Colombo, 2004, p. 509).
En esta perspectiva, los arts. 171 del COT y 59 del CPP regulan casi en idénticos términos
el ejercicio de la acción civil en un proceso seguido en sede penal, refiriéndose a tres
supuestos competenciales distintos. A saber:
a) Asuntos civiles de competencia privativa de los tribunales penales. Se trata del caso en
que la pretensión civil planteada por la víctima o un tercero tiene por objeto únicamente
la restitución de la cosa, debiendo ello pedirse necesariamente ante el juez penal que
conoce el asunto. Esto ocurrirá, p. ej. cuando el dueño o legítimo tenedor reclame la
devolución de una cosa hurtada, robada o estafada de acuerdo con lo que dispone el art.
189 del CPP, pudiendo dirigirse contra el imputado o terceros. En este sentido, nótese que
en el procedimiento simplificado la víctima solo podrá ejercer una acción civil que tenga
por objeto la restitución de la cosa o de su valor (art. 393 inc. 2º del CPP).
b) Asuntos civiles de competencia acumulativa o preventiva del tribunal civil o penal que
corresponda. Cuando la víctima ejerce una acción civil contra el imputado para perseguir
su responsabilidad civil derivada del hecho punible, distinta a solicitar la restitución de la
cosa (como una demanda de indemnización de perjuicios), podrá hacerlo ante el tribunal
penal que está conociendo el asunto o ante el juzgado civil que resulte competente de
acuerdo con las disposiciones legales.
c) Asuntos civiles que son de competencia privativa de los tribunales civiles. Se trata de
acciones civiles dirigidas a obtener la reparación de las consecuencias civiles del delito,
que no sea pedir la restitución de la cosa, interpuestas por personas distintas a la víctima
o contra personas distintas del imputado. En este caso, estos procesos deberán ser
conocidos por el tribunal civil que resulte competente de acuerdo con las reglas generales.
P. ej. la demanda de indemnización de perjuicios presentada por familiares de la víctima
en contra del imputado deberá ser conocida por el juez de letras competente. Lo mismo
sucederá si la víctima demanda a terceros distintos al imputado.
Pero el legislador no solo ha encargado a los tribunales penales el conocimiento de ciertas
acciones civiles, sino que también le ha encomendado, por regla general, resolver
cuestiones prejudiciales civiles (Casarino, 2008, p. 152). En este sentido, el art. 173 inc. 1º
del COT señala:
“Si en el juicio criminal se suscita cuestión sobre un hecho de carácter civil que sea uno de
los elementos que la ley penal estime para definir el delito que se persigue, o para agravar
o disminuir la pena, o para no estimar culpable al autor, el tribunal con competencia en lo
criminal se pronunciará sobre tal hecho”.
Por tanto, se otorga competencia al juez penal para:
1. Pronunciarse sobre hechos civiles que constituyan uno de los elementos que la ley
penal estima para definir o tipificar el delito. Esto podría ocurrir en el caso en que sea
necesario establecer la propiedad de un bien que supuestamente habría sido robado, o el
carácter de cosa mueble o no para el delito de hurto o robo (lo que resulta complejo de
determinar para los inmuebles por destinación). Asimismo, podría ser necesario
establecer la edad de la víctima en un delito de abuso sexual, violación o estupro cuando
fuese desconocida y ello resultare determinante para la punibilidad (menos de 14 o más
de 18 años de edad, según corresponda).
2. Determinar el aumento o disminución de la pena (vale decir, un hecho que actúe como
agravante o atenuante de la responsabilidad penal). Sobre este supuesto, puede resultar
interesante lo previsto por el art. 12 Nº 17 del CP, que establece como agravante el
cometer el delito en un lugar destinado al ejercicio de un culto permitido en la República.
En este sentido, el carácter de culto permitido (es decir, acorde con la Ley de Cultos)
puede ser discutible, debiendo ser determinado por el juez penal.
3. Para eximir de responsabilidad al imputado (eximente de responsabilidad penal). Esto
podría ocurrir en caso de que sea necesario determinar la fecha de pago de una
determinada deuda o crédito, de modo de saber si ella se encuentra prescrita.
En todos estos supuestos, la prueba que se presente para acreditar los hechos se sujetará
a la regulación del procedimiento civil (medios, carga y valoración), salvo en cuanto a la
práctica de dicha prueba, por ser contrario a los principios que gobiernan la sustanciación
de los procedimientos en sede penal (Pereira, 1996, p. 221).
En todo caso, en el art. 173 incs. 2º y 3º y en el art. 174, ambos del COT, el legislador hace
referencia expresa a algunas cuestiones prejudiciales civiles que necesariamente deben
ser resueltas por los tribunales civiles competentes. Tal es el caso de las cuestiones sobre
validez de matrimonio, cuentas fiscales, estado civil —cuando esto sirva de antecedente
necesario para el fallo de causas sobre los delitos de usurpación, ocultación o supresión de
estado civil— y cuando en contra de una acción penal se oponga una excepción civil
relativa al dominio u otro derecho real sobre inmuebles. En todos estos casos, en el
proceso penal se decretará el sobreseimiento temporal mientras no exista sentencia firme
sobre la cuestión civil (arts. 171 y 252 letra a) del CPP).
9. Cuestiones y contiendas de competencia
Las cuestiones de competencia son aquellos incidentes que puede formular alguna de las
partes con el objetivo de reclamar la incompetencia del tribunal que conoce de un asunto
(Díaz, 2017, p. 361). Así, las partes pueden promover estas cuestiones por “inhibitoria” y
“declinatoria”, siguiendo lo previsto por el CPC (art. 193 del COT).
La declinatoria es un incidente que se presenta ante el tribunal que está conociendo el
asunto por estimarlo incompetente para conocer del mismo. En este sentido, en la
solicitud se le indica cual es el tribunal que se estima competente y se le pide que se
abstenga de seguir conociendo el asunto (art. 111 del CPC). Para materializar esta
solicitud, la parte interesada debe oponer una excepción dilatoria de incompetencia
absoluta o relativa antes de contestar la demanda (art. 303 Nº 1 del CPC) o bien, debe
formular un incidente de previo y especial pronunciamiento en cualquier estado del juicio,
mediante el cual solo se podrá alegar la incompetencia absoluta del tribunal que está
conociendo el asunto (Bordalí, 2020, p. 416). Dado que en esta cuestión de competencia
interviene solo un tribunal —que, en definitiva, puede rechazar la petición y seguir
conociendo el caso, o aceptarla y abstenerse de seguir haciéndolo— no es posible que ella
dé lugar a una contienda de competencia, lo que sí puede ocurrir en el supuesto siguiente.
Tratándose de la inhibitoria, este incidente se presenta ante el tribunal que se cree
competente (que no está tramitando el caso) para que se comunique con el que está
conociendo el asunto, le pida que se inhiba de seguir conociendo y le remita el expediente
(art. 102 inc. 1º del CPC). Una vez que se produce la comunicación, el tribunal requerido
puede acceder a ella o negarse. En este último caso se genera una contienda de
competencia entre ambos tribunales.
De esta forma, es posible que dos tribunales se estimen competentes para conocer y fallar
un asunto, situación que dará lugar a una contienda de competencia “positiva”. Ella se
fallará en única instancia de acuerdo con las normas del COT. Dicho de otra forma, la
contienda de competencia se producirá, p. ej. cuando el Juzgado de Letras de Ancud —
que está conociendo el asunto— se niega a renunciar a hacerlo y entregarlo al Juzgado de
Letras de Quirihue (tribunal requirente), el que ha intervenido en este asunto porque se lo
ha solicitado la parte demandada en el pleito que conoce la jueza de Ancud (ver art. 106
del CPC).
En todo caso, no debemos olvidar mencionar que la contienda también se podría producir
cuando dos tribunales se estiman a sí mismos incompetentes para conocer un asunto
determinado (contienda “negativa”), pero en esta situación no existe un incidente previo
de inhibitoria, sino que ambos tribunales deberían haber declarado de oficio su
incompetencia.
Dependiendo de los tribunales que estén involucrados en la respectiva contienda de
competencia, ella será resuelta por distintos órganos jurisdiccionales (o políticos), tal
como veremos a continuación.
9.1. Contienda generada entre tribunales ordinarios (art. 190 del COT)
a) Si los tribunales involucrados en la contienda son de igual jerarquía y poseen el mismo
superior jerárquico inmediato, este órgano será el que resuelva la contienda. P. ej. la
contienda entre el juez de letras de Toltén y el de Loncoche será resuelta por la Corte de
Apelaciones de Temuco. O bien, la resolución corresponderá a la Corte Suprema cuando la
contienda se genere entre dos Cortes de Apelaciones:
“Segundo: Que la Corte de Apelaciones de Concepción, al conocer en cuenta de la
admisibilidad del recurso, se declaró incompetente para conocer del asunto, fundándose
en que la carta de adecuación señala como domicilio de la parte recurrente uno que se
encuentra dentro del territorio de competencia de la Corte de Apelaciones de Rancagua,
lugar donde se producen los efectos del contrato de salud suscrito por ella, por lo que
estimando que ésta es el tribunal competente para conocer de la acción cautelar deducida
en autos, ordenó remitirle los antecedentes.
Tercero: Que el tribunal de alzada de la ciudad de Rancagua resolvió declararse
incompetente para conocer los presentes autos, razón por la cual no acepta la
competencia y ordena remitir los antecedentes a la Corte de Apelaciones de Concepción”
(SCS, Rol Corte Nº 26.584-2019, de 7 de octubre de 2019).
b) Si los tribunales tienen igual jerarquía, pero distinto superior inmediato, la contienda
será resuelta por el superior de aquél que conoció primero el asunto. Por tanto, si el
proceso se inicia ante el Octavo Juzgado de Garantía de Santiago y luego se genera una
contienda con el Juzgado de Garantía de Valparaíso, esto se someterá a la decisión de la
Corte de Apelaciones de Santiago:
“Teniendo presente que el delito por el cual se interpuso la querella de autos, es el
previsto en el artículo 29 de la Ley 19.733, esto es injurias cometidas a través de un medio
de comunicación social, carácter que no revisten los mensajes o publicaciones de la
plataforma denominada Twitter, y por lo tanto estos no pueden ser considerados como
constitutivos de principio de ejecución del aludido delito; y que los medios que
difundieron la entrevista al querellado tienen su domicilio en esta ciudad de Santiago, este
tribunal dirime la contienda de competencia trabada en este proceso determinando que
conforme lo dispuesto en el artículo 157 del Código Orgánico de Tribunales, es
competente para conocer del mismo el Octavo Juzgado de Garantía de Santiago, al cual se
le remitirán los antecedentes.
Comuníquese lo resuelto al Juzgado de Garantía de Valparaíso” (SCA de Santiago, Rol
Corte Nº 1523-2016, de 23 de mayo de 2016).
c) Si se trata de tribunales de distinta jerarquía que a su vez tienen un superior inmediato
de distinta jerarquía, la contienda será resuelta por el superior jerárquico de más alta
jerarquía. Básicamente esto solo podría producirse en una contienda entre una Corte de
Apelaciones y un juez letrado, la que será resuelta por la Corte Suprema.
d) Si la contienda se genera entre tribunales arbitrales, la resolución corresponderá a la
Corte de Apelaciones respectiva.
e) Si se produce una contienda entre un tribunal arbitral y un tribunal ordinario, al
asimilarse el tribunal arbitral al ordinario por tener como superior a la Corte de
Apelaciones, se aplican las mismas reglas de las contiendas entre tribunales ordinarios
(Figueroa y Morgado, 2013a, p. 107).
9.2. Contienda producida entre tribunales especiales, o entre estos y tribunales ordinarios
(art. 191 del COT)
a) Si los tribunales dependen de la misma Corte de Apelaciones, esta resolverá la
contienda.
b) Si los tribunales dependen de distintas Cortes de Apelaciones, fallará la que sea
superior jerárquico del tribunal que conoció primero el asunto.
c) Si no pueden aplicarse las reglas anteriores, la contienda será conocida por la Corte
Suprema. Este sería el caso de una contienda entre un juzgado de garantía y un juzgado
militar, pues estos últimos no dependen de una Corte de Apelaciones (Figueroa y
Morgado, 2013a, p. 108).
9.3. Contiendas entre tribunales y autoridades políticas o administrativas
Finalmente, las contiendas entre tribunales y autoridades políticas o administrativas —que
también se denominan “contiendas de jurisdicción” (Casarino, 2008, p. 160)— serán
conocidas por:
a) El Tribunal Constitucional cuando en la contienda intervenga un tribunal inferior de
justicia (art. 93 Nº 12 de la CPR). Sobre esta materia es necesario apuntar que luego de la
reforma constitucional de 2005 (Ley Nº 20.050) deben entenderse tácitamente derogados
los arts. 96 Nº 1 y 191 inc. 4º del COT (Figueroa y Morgado, 2013a, p. 106; Díaz, 2017, p.
366).
En este sentido, puede señalarse la contienda de competencia suscitada entre el Juzgado
de Policía Local de Dalcahue y la Fiscalía Local de Castro, en los autos infraccionales Rol Nº
9.236-2018, la que fue conocida por el Tribunal Constitucional en el expediente Rol Nº
5.459-2018 y resuelta con fecha 20 de noviembre de 2018.
b) El Senado cuando en la contienda intervenga un tribunal superior de justicia, tal como
se prevé en el art. 53 Nº 3 de la CPR. Como ejemplo puede señalarse la contienda
promovida ante el Senado por el Contralor General de la República, el 29 de diciembre de
2016, en relación con el recurso de casación en el fondo deducido ante la Excma. Corte
Suprema en los autos Rol Corte Nº 76.325-2016, caratulados “Rodríguez con Dirección
General de Aeronáutica, Fisco de Chile”.

ACTIVIDADES DE APLICACIÓN
1. Sofía decide interponer una demanda de indemnización de perjuicios en contra de
una empresa, debido al incumplimiento contractual en la construcción de una cabaña en
Pichilemu:
– Determine qué tribunal está dotado de competencia absoluta y relativa conforme a las
reglas generales.
– Aplique los restantes criterios de clasificación de la competencia y señale de qué tipo
de competencia se trata.
2. Elabore un esquema con las reglas generales de competencia.
3. Considerando las reglas generales de competencia:
– ¿Qué tribunal debe ejecutar la sentencia definitiva de segunda instancia?
– ¿Qué tribunal debe conocer de una demanda reconvencional de restitución de un
automóvil?
– ¿Qué tribunal debe conocer y resolver un incidente de abandono de procedimiento?
4. Elabore un cuadro comparativo respecto de los tipos de fuero e identifique cómo
afecta cada uno de ellos a la competencia.
5. Camila Arancibia, Senadora de la República por la Región de Los Lagos, es demandada
para la restitución de un automóvil que se le había prestado para sus traslados. ¿Qué
tribunal debe conocer este proceso?
6. La cuantía —como regla de competencia absoluta—, ¿sirve para determinar la
jerarquía del tribunal que conocerá del asunto?
7. Cristóbal es demandado en Valdivia por incumplimiento en el contrato de
compraventa celebrado con Marcos. Cuando Cristóbal recibe la notificación de la
demanda, contacta a su abogado y este se percata de que la demanda fue dirigida al
Tribunal de Familia de Valdivia. ¿Qué debe hacer?
8. ¿Qué tribunal debe conocer una causa de homicidio calificado por alevosía, en los
términos del art. 391 Nº 1 del Código Penal?
9. ¿La incompetencia relativa solo puede ser declarada a petición de parte? ¿Qué
sucede si no se reclama oportunamente?
10. Usted presenta una demanda civil que involucra tanto un bien inmueble ubicado en
Padre Las Casas como los bienes muebles que lo guarnecen ¿En qué tribunal se debe
tramitar la causa?
11. Flores y Cía. es una sociedad colectiva. Actualmente tiene problemas con un tercero,
ya que este no ha cumplido el contrato que suscribió con la sociedad. Por ello, su gerente
desea deducir una demanda para exigir el cumplimiento de las obligaciones pendientes.
¿Qué tribunal será competente? ¿Por qué?
12. Usted desea iniciar una demanda de indemnización de perjuicios en Antofagasta,
lugar donde, al parecer, hay más de un tribunal competente para conocer de su causa. En
este caso, ¿cuál de los tribunales competentes debe conocer la demanda? ¿Por qué?
13. Pedro vive en Alto Hospicio, pero se traslada a Putre para cometer un delito de robo
con homicidio. La hija de la víctima interpone en contra de Pedro una querella —
solicitando la sanción penal por el delito— y una demanda civil en la que pide la
restitución de las especies robadas. En este caso, ¿qué tribunal es competente para
conocer la acción civil? ¿Cambiaría dicho tribunal si se demandara una indemnización por
los daños causados?
14. Leyendo el diario, usted se percata que una tienda está vendiendo el celular que
quería comprarse a $99.990 si lo compra online, cuando su valor normal es de $199.990.
Aprovechando dicha oferta, usted ingresa a la página web y compra el móvil. En este
momento un cuadro emergente le señala que la compra fue exitosa y que su celular será
enviado en 7 días. Una hora más tarde la empresa se comunica con usted y le dice que
existía un problema en la página, razón por la cual su compra no es válida y el dinero le
será transferido íntegramente a su cuenta. Usted obviamente desea que se cumpla dicho
contrato y decide demandar a la tienda. ¿Qué tribunal debe conocer esta causa?
15. Respecto a las contiendas de competencia:
– ¿Qué tribunal debe conocer una contienda de competencia suscitada entre el 1º
Juzgado Civil de Santiago y el 15º Juzgado Civil de Santiago?
– ¿Qué tribunal debe resolver la contienda de competencia entre el Tercer Juzgado de
Letras de Arica y la Corte de Apelaciones de Valparaíso?
– En una causa en que se reclama el incumplimiento de un contrato de depósito, se
suscita una contienda de competencia entre el Primer Juzgado de Letras de Calama y un
juez árbitro designado por el depositante. ¿Qué tribunal debe resolver esta contienda?

CAPITULO VI

1. Concepto y nociones generales


En términos generales, los tribunales de justicia son órganos públicos a quienes la CPR y
las leyes encomiendan el ejercicio de la función jurisdiccional del Estado (Pereira, 1996, p.
239), de modo que su misión está dada por resolver conflictos de relevancia jurídica entre
dos o más partes (Bordalí, 2020, p. 281). En su calidad de órganos, consisten en “una
construcción doctrinal, un concepto, una abstracción; no se confunde con las personas
físicas que lo sirven; tiene una permanencia de que carecen estas personas físicas”
(Pereira, 1996, p. 240).
El art. 5º del COT da cuenta de los tribunales que forman parte del Poder Judicial,
encargándoles el conocimiento de todos los asuntos judiciales promovidos dentro del
territorio nacional, cualquiera sea la naturaleza o calidad de las personas que intervienen
en ellos. Esta norma los enumera clasificándolos en ordinarios y especiales, en los
siguientes términos:
“Integran el Poder Judicial, como tribunales ordinarios de justicia, la Corte Suprema, las
Cortes de Apelaciones, los Presidentes y Ministros de Corte, los tribunales de juicio oral en
lo penal, los juzgados de letras y los juzgados de garantía.
Forman parte del Poder Judicial, como tribunales especiales, los juzgados de familia, los
Juzgados de Letras del Trabajo, los Juzgados de Cobranza Laboral y Previsional y los
Tribunales Militares en tiempo de paz (…)”.
No obstante, estos no son los únicos tribunales que operan en nuestro territorio, toda vez
que fuera del Poder Judicial encontramos, entre otros, al Tribunal Constitucional, el
Tribunal Calificador de Elecciones, los Tribunales Electorales Regionales, los Juzgados de
Policía Local, los Tribunales Ambientales, los Tribunales Tributarios y Aduaneros y los
Tribunales Militares en tiempos de guerra.

2. Clasificación de los tribunales de justicia


2.1. De acuerdo con lo previsto en el art. 5º del COT (o según su naturaleza): ordinarios,
arbitrales y especiales
Son tribunales ordinarios, de acuerdo con un criterio formal, aquellos cuya organización y
atribuciones se encuentra regulada por el COT, mientras que, desde una perspectiva
sustancial, lo son aquellos a los que corresponde el conocimiento de todos los asuntos
judiciales que se promuevan dentro del territorio de la República, cualquiera que sea su
naturaleza o la calidad de las personas que en ellos intervengan, sin perjuicio de las
excepciones que establezcan la Constitución y las leyes.
Sin perjuicio de estos dos criterios, la naturaleza ordinaria de un tribunal también deriva
de un cierto carácter subsidiario de estos órganos, en el sentido de que “a esta clase de
tribunales corresponde el conocimiento pleno de los asuntos que se susciten en nuestro
país, aun cuando no exista un tribunal expresamente señalado por la ley para conocer de
este caso” (Oberg y Manso, 2011, p. 52). Como ya vimos, entre ellos se encuentra la Corte
Suprema, las Cortes de Apelaciones, los Presidentes y Ministros de Corte —como
tribunales unipersonales de excepción—, los tribunales de juicio oral en lo penal, los
juzgados de letras y los juzgados de garantía (art. 5º inc. 2º del COT).
A su turno, los tribunales arbitrales son aquellos que, de conformidad con la ley,
funcionan de forma transitoria (no permanente) y son servidos por personas privadas que
solo cumplen la función de juez para estos casos específicos. El funcionamiento de estos
tribunales solo se inicia cuando se presenta un conflicto que la ley permite o exige que sea
conocido y resuelto por un árbitro, y la persona específica que desempeña el rol de árbitro
es determinado por las partes del litigio o, en subsidio, por el juez de letras respectivo (art.
222 del COT). Sin perjuicio de ello, el tribunal arbitral también puede emanar de la ley y de
la voluntad unilateral del testador (Casarino, 2007, p. 45).
Ejemplo de resolución judicial que designa un juez árbitro

CAUSA ROL Nº: 34-2021


MATERIA: SUMARIO
CÓDIGO: U-17
DEMANDANTE: ROJAS GAETE, CAMILA PAZ
DEMANDADO: MENESES POBLETE, SERGIO ELÍAS
INICIO: 05/07/2021
Iquique, veinte de marzo de dos mil veintidós.
VISTOS Y CONSIDERANDO:
PRIMERO: Que, con fecha 5 de julio de 2021, comparece, doña Andrea Salas González,
abogada, domiciliada en Iquique, Calle Arturo Prat Nº 120, en representación de doña
Camila Paz Rojas Gaete, chilena, ingeniera, domiciliada en Calle Baquedano Nº 80, de la
ciudad de Iquique y solicita el nombramiento de juez árbitro. Expone que con fecha 23 de
noviembre del año 2013 las partes constituyeron una sociedad comercial, pero que se han
suscitado una serie de dificultades derivadas del contrato social, que hacen imposible
mantener la vigencia del mismo. Conforme a lo señalado, solicita al tribunal y a falta de
acuerdo entre las partes, proceda a nombrar Juez Arbitro.
SEGUNDO: Que, con fecha 15 de octubre de 2021, se notificó de la demanda a la
contraria; Con fecha 22 de noviembre de 2021 se celebró la audiencia de estilo en rebeldía
del demandado y en igual fecha, se citó a las partes a oír sentencia.
TERCERO: Que, el artículo 232, inciso segundo del Código Orgánico de Tribunales señala
en lo pertinente, que: “En los casos en que no hubiere avenimiento entre las partes,
respecto de la persona en la que haya de recaer el encargo, el nombramiento se hará por
la justicia ordinaria, debiendo recaer en tal caso la designación, en uno de los árbitros
propuestos, el que debe ser diverso de dos primeros indicados por cada parte; se
procederá en lo demás, en la forma establecida en el Código de Procedimiento Civil para
el nombramiento de peritos”.
CUARTO: Que, a su vez, el artículo 414 del Código de Procedimiento Civil, establece que:
“Para proceder al nombramiento de peritos, el tribunal citará a las partes a una audiencia,
que tendrá lugar con sólo las que asistan y en la cual se fijará primeramente por acuerdo
de las partes, o en su defecto por el Tribunal, el número de peritos que deban nombrarse,
la calidad, aptitudes o títulos que deban tener y el punto o puntos materia del informe.
Sí las partes no se ponen de acuerdo sobre la designación de las personas, hará el
nombramiento el tribunal, no pudiendo recaer en tal caso en ninguna las dos primeras
personas que hayan sido propuestas por cada parte”.
Acto seguido, el mismo cuerpo normativo, en su artículo 415, presume que no están de
acuerdo las partes cuando no concurren todas a la audiencia.
Y, vistos, además, lo dispuesto en los artículos 222, 223 y 227 del Código Orgánico de
Tribunales, se declara:
Que, se acoge la demanda presentada con fecha 5 de julio de 2021 y, se designa como
Juez Árbitro, al abogado, don Matías Nicolás Guerra Pozo, Rut 19.370.621-7, con domicilio
en Arturo Prat Nº 33, de Iquique.
Obténgase copia de la presente sentencia desde el portal, por contener firma electrónica
avanzada. Una vez ejecutada la presente sentencia para la formación del expediente del
juicio arbitral.
Regístrese, notifíquese personalmente o por cédula y archívese en su oportunidad.
Rol Nº 34-2021.

Dado que el juez árbitro que no está permanentemente ligado al desempeño de esta
función estatal, su potestad jurisdiccional se extingue cuando resuelve el litigio que le fue
sometido (Pereira, 1996, p. 242). Además de lo anterior y debido a que carecen de la
facultad de imperio, es característico de los tribunales arbitrales que ellos no pueden
ejecutar las resoluciones que impliquen un procedimiento de apremio o medidas
compulsivas (tal como se hizo referencia en el capítulo anterior, a propósito de la regla de
ejecución).
Finalmente, los tribunales especiales son tales por estar regulados en leyes especiales (es
decir, en una ley diferente al COT) y además por conocer materias específicas o, como su
nombre lo indica, que tengan el carácter de especiales (Pereira, 1996, p. 246). Su origen
ha sido propio del fenómeno de la especialización que ha influido en nuestro sistema
judicial, y se han creado para juzgar todas las causas pertenecientes a una categoría
particular que se susciten en el futuro (Bordalí, 2020, p. 294).
De acuerdo con el artículo 5º del COT, son tribunales especiales del Poder Judicial los
Juzgados de Familia (Ley Nº 19.968), los Juzgados de Letras del Trabajo y los Juzgados de
Cobranza Laboral y Previsional (Código del Trabajo), y los Tribunales Militares en tiempo
de paz (Código de Justicia Militar y sus leyes complementarias).
2.2. En atención a si los jueces son o no abogados: letrados y legos
Tribunales letrados son aquellos que son servidos por jueces que están en posesión del
título de abogado. Esto constituye la regla general, considerando que los jueces deben
seleccionar, interpretar y aplicar el Derecho vigente para resolver el litigio, para lo cual se
necesita poseer conocimientos técnico-jurídicos. Conforme con lo anterior, en el COT se
consagra que uno de los requisitos para ser juez de letras o ministro de Corte de
Apelaciones o de Corte Suprema, es tener el título de abogado (arts. 252 Nº 2, 253 Nº 2 y
254 Nº 2 del COT).
Por su parte, los tribunales legos son aquellos en que participan jueces legos o iletrados,
es decir, personas que no poseen el título de abogado, tal como ocurre en el sistema de
juicio por jurados. Este sistema puede estar conformado exclusivamente por jurados
iletrados (jurados puros) o por una mezcla entre jurados legos y jueces letrados (que se
conoce como el escabinato o escabinado).
Otros ejemplos de tribunales con jueces legos lo constituyen los árbitros arbitradores, los
tribunales ambientales o el TDLC. A los primeros —quienes a diferencia de los árbitros de
Derecho fallan conforme a su prudencia y equidad (art. 223 del COT)— no se les exige
estar en posesión del título de abogado para su nombramiento, condición que sí es
requerida en el caso de los árbitros de Derecho (art. 225 inc. 2º del COT). En el caso de los
tribunales ambientales y debido a su naturaleza especial, estos órganos jurisdiccionales
están integrados por tres ministros, de los cuales solo dos deben ser abogados, mientras
que el tercero debe ser un licenciado en ciencias con especialización en materias
medioambientales y diez años de ejercicio profesional (art. 2º de la Ley Nº 20.600). Esta
misma característica es compartida por el TDLC, toda vez que dos de sus miembros deben
ser licenciados o postgraduados en Ciencias Económicas (art. 8º de la Ley Nº 19.911).
2.3. Según si deben o no emplear normas jurídicas para la tramitación y resolución del
asunto: tribunales de Derecho y de equidad
Esta categoría, más que una clasificación de los tribunales propiamente tal, está
constituida por las denominaciones con las que se atiende a las normas materiales o de
fondo que el órgano jurisdiccional respectivo aplicará para resolver el asunto litigioso
(Oberg y Manso, 2011, p. 54). En este sentido, se atiende a la existencia o no de normas
jurídicas que regulen y determinen la actividad judicial y, especialmente, el momento del
juzgamiento (Pereira, 1996, p. 251).
Tribunal de Derecho es aquel en que la substanciación de las causas y la resolución de los
asuntos se realiza con sujeción a lo previsto por la ley, mientras que tribunal de equidad es
aquel en que la tramitación del asunto es regulada por las partes o por el propio tribunal
(Pereira, 1996, p. 251), y que dicta sentencia de acuerdo con lo que establezcan los
principios de equidad y, por lo tanto, no la ley. Este último caso es excepcional y se
produce, por ejemplo, tratándose de los árbitros arbitradores quienes, como ya vimos,
resuelven conforme a su prudencia y equidad (art. 223 inc. 3º del COT), pudiendo en
consecuencia prescindir de lo dispuesto por el ordenamiento jurídico e, incluso, decidir en
contra de ello (Figueroa y Morgado, 2013a, p. 121).
2.4. Según si la decisión jurisdiccional es adoptada por uno o varios jueces: tribunales
unipersonales y colegiados
Tribunal unipersonal es aquel que conoce y resuelve los asuntos de forma individual, es
decir, por un solo juez, quien puede ser el único que conforma el tribunal o uno de los
varios que lo integran. Es importante hacer esta precisión pues, si bien existen tribunales
unipersonales de composición simple —como, p. ej., los juzgados de letras integrados por
un solo juez—, hay otros que son unipersonales de composición múltiple, de modo que
están conformados por varios jueces, pero ellos no actúan en conjunto, sino que cada uno
conoce y resuelve las causas de manera independiente. Este sería el caso, por ejemplo, de
la mayoría de los tribunales de familia, juzgados de letras del trabajo y juzgados de
garantía, los que por regla general se componen de más de un juez (art. 4º de la LJF, art.
415 del CdT y art. 16 del COT).
Ahora bien, no se piense que en un tribunal unipersonal es una misma persona la que
conoce todo el asunto de principio a fin y pronuncia la sentencia. La unipersonalidad solo
quiere decir que cada una de las actuaciones del tribunal serán realizadas por uno solo de
sus jueces. En todo caso, se ha apuntado que esta dinámica tiene varias debilidades, lo
que debería llevar a replantearse la pervivencia de este tipo de órganos. En este sentido se
ha indicado que cuando solo una persona conoce y resuelve un asunto, se reducen las
posibilidades de acierto del fallo; además, que al no existir un análisis y discusión colectiva
sería más difícil llegar a la verdad; sin dejar de mencionar que, al ser solo una persona la
encargada del proceso, existirían mayores posibilidades para un actuar arbitrario
(Casarino, 2007, p. 47).
Por otra parte, tribunal colegiado es aquel en que los asuntos son conocidos y resueltos de
forma conjunta por varios jueces (usualmente una cantidad impar). Dentro de los
tribunales ordinarios de justicia, son colegiados el tribunal de juicio oral en lo penal, las
Cortes de Apelaciones y la Corte Suprema. En este sentido, sus resoluciones son dictadas
colectivamente:
– Por tres jueces en el caso de los TJOP (art. 17 del COT);
– Por tres jueces —llamados “ministros”— como mínimum, tratándose de las Cortes de
Apelaciones (art. 67 inc. 2º del COT). Empero, para el pronunciamiento de las providencias
de mera substanciación bastará un solo ministro (art. 70 del COT); y
– Por no menos de cinco ministros en el caso de la Corte Suprema (art. 95 del COT).
Como desventaja de estos tribunales se ha indicado que, al resolver en conjunto, la
responsabilidad individual de cada juez se diluye; que los jueces suelen tomar
conocimiento de los asuntos por intermedio de otras personas; y que la administración de
justicia se hace más lenta (Casarino, 2007, p. 47).
2.5. Según si están o no permanentemente en funciones (o según su estabilidad):
tribunales accidentales y tribunales permanentes
Tribunal accidental es aquel servido por ciertos ministros y presidentes de Corte que se
desprenden temporalmente del órgano del que forman parte y pasan a constituir un
tribunal unipersonal, el que está llamado a conocer y fallar los específicos asuntos que han
sido establecidos por el legislador. Por tanto, solo se constituyen cuando ha ocurrido un
conflicto respecto al cual la ley ha dispuesto su intervención, dejando de funcionar cuando
se termina el proceso respectivo. Así, el juez que presidía este tribunal se reintegra al
órgano al que pertenece y reasume sus funciones (Casarino, 2007, p. 51).
Están regulados en el Título IV del COT, en el cual se indica con detalle las materias que
conocerá un ministro de Corte de Apelaciones, el Presidente de la Corte de Apelaciones de
Santiago, un ministro de la Corte Suprema y el Presidente de la Corte Suprema, tal como
veremos en el apartado 3.7.2 de este capítulo.
Ejemplo de resolución judicial que designa un Ministro de la Corte Suprema, en causa de
extradición pasiva
Santiago, veintinueve de abril de dos mil diecinueve.
De conformidad con lo dispuesto en los artículos 52 número 3 del Código Orgánico de
Tribunales y 441 del Código Procesal Penal, pasen estos antecedentes al Ministro de este
Tribunal, don Ricardo Blanco Herrera, para su conocimiento y resolución.

Nº 11217-2019/gor
Haroldo Osvaldo Brito Cruz
Presidente
Corte Suprema de Justicia
En Santiago, a veintinueve de abril de dos mil diecinueve, notifiqué por el Estado Diario la
resolución precedente.
Tribunal permanente, en cambio, es aquel que está siempre en funcionamiento,
independientemente de si se ha suscitado o no algún conflicto de aquellos que la ley ha
entregado a su conocimiento y decisión. En esta perspectiva, son tribunales permanentes,
v. gr., los juzgados de garantía, los tribunales de juicio oral en lo penal, los juzgados de
letras en lo civil, los juzgados de familia, los juzgados de letras del trabajo, las Cortes de
Apelaciones y la Corte Suprema.
2.6. Según su jerarquía: tribunales superiores e inferiores
Esta clasificación es expresión de la estructura jerárquica piramidal que presenta el Poder
Judicial. Tribunal superior es la denominación que se le da a las Cortes de Apelaciones, a
las Cortes Marciales y a la Corte Suprema, por estar ubicadas en las dos jerarquías más
altas del orden jurisdiccional.
De esta forma, tribunales inferiores son aquellos tribunales a quienes se entrega, por regla
general, el conocimiento de los asuntos en primera instancia, de modo que sus
resoluciones pueden ser revisadas por los tribunales superiores (Díaz, 2017, p. 383).
Forman parte de este grupo los juzgados de letras, los juzgados de garantía, los juzgados
de familia, los tribunales de juicio oral en lo penal, etc.

3. Análisis particular de los tribunales de justicia


3.1. Juzgados de Letras
Comencemos por apuntar que la denominación “juzgado de letras” resulta bastante
engañosa (Bordalí, 2020, p. 329), pues hace referencia a un tribunal que es servido por un
juez letrado, o sea, que es abogado. No obstante, y como ya estudiamos, hoy en día la casi
totalidad de las personas que desempeñan el rol de juez poseen el título de abogado, por
lo que este nombre podría ser aplicable a casi todos los tribunales de primera instancia.
Sin embargo, el carácter letrado del magistrado que está a la cabeza de este órgano
jurisdiccional no es lo único que lo caracteriza. En efecto, podemos definir al juzgado de
letras como un tribunal ordinario, de Derecho, obviamente letrado, permanente y
unipersonal en su funcionamiento —aunque existen algunos colegiados en su
composición—, que conoce y resuelve en única y primera instancia de asuntos
contenciosos civiles y comerciales, no contenciosos civiles y demás materias que le
encomienden las leyes.
Podemos distinguir juzgados de letras propiamente civiles, y juzgados de letras de
competencia común, según lo indican los arts. 28 y ss. del COT, aunque sobre esta
distinción nos detendremos más adelante. Mientras, podemos señalar que estos —sin
hacer todavía diferencias— ejercen su competencia respecto de una comuna o agrupación
de comunas, según lo disponga la ley, de modo que es posible que a un juez de letras se le
asigne solo una comuna (p. ej., los juzgados de letras de las comunas de María Elena,
Mejillones o Coquimbo), o bien que le correspondan varias comunas (esto sucede, por
ejemplo, respecto a los juzgados de letras de Valparaíso, que tienen competencia sobre
las comunas de Valparaíso y Juan Fernández). Además, no puede dejar de mencionarse
que un respectivo territorio jurisdiccional puede ser asignado a un solo juzgado de letras
(p. ej., el juzgado de letras de Curepto) o bien que exista más de uno, por lo que
comparten el mismo territorio asignado, tal como ocurre, v. gr., en Iquique (que cuenta
con tres juzgados), Rancagua (en que existen 2 juzgados) o Punta Arenas (con tres
juzgados). Como sea, su superior jerárquico siempre es la Corte de Apelaciones respectiva.
Si bien se señaló que se trata de un órgano unipersonal, esta característica se refiere
exclusivamente a su funcionamiento pues, respecto a su composición, existen juzgados de
letras que son unipersonales o colegiados. De esta forma, hay juzgados de letras
integrados por un juez —como en el caso de Santa Cruz o Yumbel— y otros que son bi o
pluripersonales (Oberg y Manso, 2011, p. 66), como los juzgados de Tocopilla y Pozo
Almonte, respectivamente.
Teniendo presente la diferente composición que pueden presentar estos órganos, se
puede distinguir dos tipos de tribunales:
– Aquellos servidos por un solo juez (modelo clásico), con una estructura piramidal de
tres niveles jerárquicos, integrados por la planta de funcionarios, el secretario del tribunal
y el juez;
– Aquellos servidos por dos o tres jueces, que adoptan un modelo orgánico propio de los
tribunales creados en el año 2000 con la reforma procesal penal, vale decir, con la
existencia de un administrador del tribunal y de una serie de unidades administrativas:
sala, atención de público, administración de causas, servicios y cumplimiento (art. 27
quater del COT), incluyendo, de ser pertinente, a un consejo técnico (art. 27 bis del COT).
Además, estos órganos disponen de un juez presidente del tribunal (art. 27 ter del COT).
En todo caso, vale recalcar que únicamente los juzgados de competencia común pueden
adoptar este modelo, ya que los juzgados que son propiamente civiles, siempre tienen
solo un juez.
Además, se suele distinguir entre jueces de letras de comuna o agrupación de comunas,
de capital de provincia o de comuna asiento de Corte de Apelaciones, lo que se emplea
principalmente para efectos de determinar la categoría del Escalafón Primario a la que
pertenecerán sus jueces y secretarios (art. 267 del COT). Sin embargo, esto también
resulta relevante en relación con los requisitos para ser juez de letras (art. 252 del COT) y
para determinar el tribunal competente en los juicios de hacienda (art. 48 del COT).
Ahora bien, más allá de la estructura orgánica interna o de la categoría del juzgado de
letras específico, una de las características principales de estos órganos es el carácter
subsidiario que se les ha asignado por el sistema procesal, lo que puede entenderse en
dos sentidos:
– Estos tribunales deberán conocer y resolver todos aquellos asuntos que no hayan sido
expresamente encomendados a otro tribunal (Colombo, 2017, p. 305); y
– Cuando el legislador no ha previsto que sobre una comuna o agrupación de comunas
ejerza competencia un tribunal especializado llamado a conocer asuntos penales, de
familia o del trabajo, la labor de resolver los conflictos sobre estas materias está
encargado al juzgado de letras de competencia común del respectivo territorio.
3.1.1. Funcionamiento
Los juzgados de letras tienen un funcionamiento ordinario y uno extraordinario. Sin
embargo, se debe hacer la precisión de que esto solo opera cuando se trata de un juzgado
de letras que cuente en su organización con un juez y un secretario —y no, por lo tanto,
cuando se trata de órganos bi o pluripersonales (Oberg y Manso, 2011, p. 68)—.
El funcionamiento extraordinario consiste en que las Cortes de Apelaciones pueden
ordenar que los jueces de letras se aboquen exclusivamente a la tramitación de una o más
materias determinadas, siempre que sean competencia de su tribunal y hubiere retardo
en el despacho o el mejor servicio judicial lo exigiere (art. 47 del COT). Iniciado este
funcionamiento, se entenderá para todos los efectos legales que el juez falta en su
despacho. De esta forma, el secretario del tribunal asumirá por el solo ministerio de la ley,
en calidad de suplente, las funciones que corresponderían al juez titular (art. 47 A del
COT).
3.1.2. Nombramiento de los jueces de letras
Los jueces letrados son designados por el Presidente de la República, a propuesta en terna
de la Corte de Apelaciones de la jurisdicción respectiva (78 inc. 7º de la CPR). Los
requisitos para ser juez de letras se encuentran en el artículo 252 del COT, y son:
a) ser chileno;
b) tener título de abogado y;
c) haber cumplido satisfactoriamente el programa de formación para postulantes al
Escalafón Primario del Poder Judicial, sin perjuicio de que puede admitirse la postulación
de abogados que no hubieren aprobado dicho programa solo en un segundo llamado a
concurso y siempre que en el primer llamado no se hubieren presentado postulantes que
cumplieran este requisito (art. 284 bis del COT).
Existen además requisitos adicionales para el caso en que el abogado sea ajeno a la
Administración de Justicia, pues se le exige que haya ejercido la profesión por lo menos un
año.
3.1.3. Inhabilidades e incompatibilidades
Nuestra legislación contempla que determinadas personas no pueden desempeñar el
cargo de juez de letras, por encontrarse en algunas de las inhabilidades o
incompatibilidades que se contienen en los arts. 251, 256, 257 y 258 del COT.
Así, en primer lugar, no puede ser juez una persona con dependencia de sustancias o
drogas estupefacientes o sicotrópicas ilegales, salvo que se justifique su consumo debido a
un tratamiento médico (art. 251 del COT).
Por otra parte, no pueden ser jueces quienes se hallen en interdicción por causa de
demencia o prodigalidad; quienes se encuentren acusados por crimen o simple delito o
estuvieren acogidos a suspensión condicional del procedimiento penal; los condenados
por crimen o simple delito; los fallidos; y quienes hayan recibido órdenes eclesiásticas
mayores (art. 256 del COT).
A estas prohibiciones se agrega el hecho de que no pueden ser nombrados jueces letrados
quienes hubieren desempeñado los cargos de Presidente de la República, Ministros de
Estado, Delegados Presidenciales Regionales, Delegados Presidenciales Provinciales o
Gobernadores Regionales, sino un año después de haber cesado en sus funciones
administrativas (art. 257 del COT).
Finalmente, existen incompatibilidades debido al parentesco, ya que no puede haber dos
jueces en la jurisdicción de una misma Corte de Apelaciones que sean parientes
consanguíneos o afines en línea recta, ni los colaterales que se hallen dentro del segundo
grado de consanguinidad o afinidad (art. 258 del COT).
3.1.4. Subrogación
En los casos en que falte el juez de letras operarán reglas de subrogación, de modo que
momentáneamente otra persona asumirá sus funciones. Se entenderá que el juez falta
cuando se encuentra impedido por cualquier causa de ejercer su cargo, ya sea por un
impedimento material, físico o de orden legal (Casarino, 2007, p. 173). Ejemplos de estas
situaciones son la muerte, enfermedad, permiso administrativo, implicancia o recusación
(arts. 194 y ss. del COT). También se considera que el juez falta cuando no ha llegado a la
hora ordinaria de despacho o si no está presente para evacuar diligencias que requieren
su intervención personal (art. 214 del COT).
Las reglas de subrogación están contenidas en los art. 211 y ss. del COT, en los siguientes
términos:
– En primer lugar, el juez de letras será subrogado por el secretario abogado del mismo
tribunal (art. 211 del COT). Si faltare dicho secretario, operarán las reglas siguientes:
• Si en la comuna o agrupación de comuna hay dos jueces de letras, aunque posean
distinta competencia en razón de la materia, la falta de uno de ellos será suplida por el
secretario abogado del otro, y a falta de este último, por el juez del otro juzgado.
• Si hay más de dos jueces de letras con igual competencia en razón de la materia, la
subrogación operará de la misma forma antes descrita, por el que le siga en el orden
numérico de los juzgados y, en el caso del último, será subrogado por el primero. Así, el
juez del segundo juzgado será subrogado por el secretario abogado (o juez) del tercero; y,
suponiendo que en una misma jurisdicción hay cuatro juzgados de letras, el juez del
cuarto será subrogado por el secretario abogado (o juez) del primero.
• Si hay más de dos jueces de letras de distinta competencia en razón de la materia, la
subrogación, si es posible, corresponderá a los de la misma competencia conforme a lo
indicado precedentemente. Si no es posible, subrogará el secretario abogado y a falta de
este el juez de la otra competencia a quien corresponda el turno siguiente (art. 212 del
COT).
• Si hay solo un juez de letras, será subrogado por el defensor público o, si hay más de
uno, por el más antiguo de ellos. Si este no pudiere ejercer las funciones, ya sea por
inhabilidad, implicancia o recusación, lo hará el primero de los abogados de la terna que
anualmente formará la Corte de Apelaciones respectiva para estos efectos o, a falta de
este, el segundo o, si este también faltare, el tercero. Si faltaren todos los anteriores,
subrogará el secretario abogado del juzgado del territorio jurisdiccional más inmediato o
el juez del mismo tribunal, aunque dependan de distintas Cortes de Apelaciones (art. 213
del COT).
Sin perjuicio de todo lo señalado precedentemente, el secretario del juzgado que no sea
abogado podrá subrogar al juez para el solo efecto de dictar providencias de mera
substanciación (art. 214 del COT).
3.1.5. Deberes y prohibiciones de los jueces de letras
Todos los jueces (incluyendo obviamente a los jueces de letras) están afectos a los
siguientes deberes y prohibiciones:
– Los jueces tienen la obligación de despachar los asuntos sometidos a su conocimiento
en los plazos que fija la ley o con toda la brevedad posible, guardando el orden de
antigüedad de los asuntos salvo que motivos graves y urgentes exijan que este se altere.
Las causas deben ser falladas en tribunales unipersonales tan pronto como estuvieren en
estado de fallo y por orden de su conclusión, y este mismo orden se aplicará respecto de
las causas de tribunales colegiados para designar su vista y decisión, con excepción de las
causas a las que la ley asigna preferencia, tales como los alimentos provisorios, los juicios
sumarios y ejecutivos y las recusaciones (art. 319 del COT).
– Los jueces tienen el deber de abstenerse de expresar o, incluso, de insinuar
privadamente su juicio respecto de los asuntos que por la ley son llamados a fallar, así
como de dar oído a las alegaciones que las partes, u otras personas a nombre o por
influencia de ellas, les intenten hacer fuera del tribunal (art. 320 del COT). Este deber se
relaciona con lo previsto en los arts. 195 Nº 8 y 196 Nº 10 del COT, a propósito de las
causales de implicancia y recusación.
– También tienen prohibido comprar o adquirir para sí, para su cónyuge, conviviente civil
o sus hijos, las cosas o derechos que se litiguen en los juicios de que él conozca. Esta
misma prohibición se extiende a las cosas o derechos que han dejado de ser litigiosos,
mientras no hayan transcurrido cinco años. Sin embargo, se excluyen de la prohibición las
adquisiciones hechas a título de sucesión por causa de muerte cuando se tiene respecto
del difunto la calidad de heredero abintestato (art. 321 del COT). Tampoco pueden
adquirir —en este caso, solo los jueces de letras y los ministros de Cortes de Apelaciones
— pertenencias mineras o una cuota de ellas, dentro de su territorio jurisdiccional (art.
322 del COT).
Ahora bien, tratándose de jueces de letras (y de ministros de Cortes de Apelaciones y de
Corte Suprema), además de lo señalado anteriormente, tienen el deber de residir en la
ciudad o población donde tenga asiento el tribunal en que prestan sus servicios, aunque
pueden ser autorizados por las Cortes de Apelaciones, en casos calificados, a que residan
transitoriamente en un lugar distinto (art. 311 del COT). Además, están obligados a asistir
diariamente a la sala de su despacho y a permanecer en ella durante mínimo cuatro horas,
y durante cinco cuando el despacho de causas se encontrare retrasado (art. 312 del COT).
Sin embargo, por necesidades del servicio podrán una vez a la semana, constituirse en
poblados ubicados fuera de los límites urbanos de la ciudad asiento del tribunal, caso en el
que será reemplazado por el secretario o, en el caso de tribunales que cuenten con dos
jueces, por el que no se traslade. Estos deberes de asistencia y residencia cesan durante
los días feriados (art. 313 del COT).
En cuanto a las prohibiciones, los jueces de letras tienen impedido ejercer como
abogados, y solo podrán defender causas personales o de sus cónyuges, convivientes
civiles, ascendientes, descendientes, hermanos o pupilos (art. 316 del COT). Tampoco
pueden aceptar compromisos, salvo cuando tuvieren con alguna de las partes interesadas
en el litigio, un vínculo de parentesco que autorice su implicancia o recusación (art. 317
del COT).
3.1.6. Materias que están dentro de la competencia del juzgado de letras
Sobre este punto es necesario distinguir entre asuntos contenciosos y no contenciosos,
como también, si se los conoce en única o en primera instancia. Por cierto, sobre este
aspecto deben remarcarse dos cuestiones:
a) En primer lugar, los juzgados de letras nunca conocen asuntos en segunda instancia,
pues atendida la estructura jerárquica actual del Poder Judicial, estos órganos se ubican
en la base de la pirámide.
b) Si bien en principio los juzgados de letras están llamados a conocer solo asuntos civiles
y comerciales, es bastante común que además se les asignen causas de índole penal,
familiar y/o laboral, lo que particularmente sucede en aquellas comunas que no cuentan
con un tribunal especializado que conozca estas materias, dado que el legislador no
estimó pertinente su creación. Dicho de otra forma, en ausencia de un tribunal de
garantía, de familia o del trabajo que conozca un determinado litigio, corresponderá que
este sea resuelto por el juez de letras del lugar, el que se conoce como juzgado de
competencia común.
En cuanto a la competencia contenciosa en única instancia, los jueces de letras conocen
de esta forma:
1. Causas civiles y comerciales cuya cuantía no supere las 10 unidades tributarias
mensuales, o sea, aproximadamente $611.570, atendido el valor de la UTM en diciembre
de 2022 (art. 45 Nº 1 letras a) y b) del COT).
2. Recusaciones de jueces árbitros (art. 204 inc. 4º del COT y art. 126 del CPC).
3. Reclamaciones de las sanciones aplicadas por el Director Nacional del Servicio Agrícola y
Ganadero sobre denuncias por infracciones a las normas legales o reglamentarias (art. 17
de la Ley Nº 18.755 que establece normas sobre el Servicio Agrícola y Ganadero).
A tu turno, los juzgados de letras tienen competencia contenciosa en primera instancia
para conocer:
1. Causas civiles y comerciales de una cuantía mayor a 10 UTM (art. 45 Nº 2 letra a) del
COT).
2. Causas de minas (art. 45 Nº 2 letra b) del COT).
3. Causas de hacienda (art. 48 del COT).
4. Causas civiles y comerciales de una cuantía que no exceda las 10 UTM, cuando en ellas
intervenga alguna de las personas a quienes la ley confiere “fuero menor” (art. 45 Nº 2
letra g) del COT).
5. Causas del trabajo y de familia cuyo conocimiento no corresponda a un juzgado de
letras del trabajo, de cobranza laboral y previsional o de familia, respectivamente (art. 45
Nº 2 letra h) del COT).
6. Causas penales cuyo conocimiento correspondería a un juzgado de garantía, en
aquellos territorios jurisdiccionales en los que no existen estos últimos (art. 3º de la Ley Nº
19.665 y art. 46 del COT).
7. Debemos mencionar que algunos de los juzgados de letras que tenían competencia
criminal previo de la entrada en vigor de reforma procesal penal, conocen las causas
criminales iniciadas por hechos acaecidos con anterioridad y hasta la conclusión de estos
juicios (art. 7º transitorio de la Ley Nº 19.665).
8. Los demás asuntos que otras leyes les encomienden (art. 45 Nº4 del COT). En este
punto se puede señalar, solo a modo ejemplar:
– La demanda civil en caso de infracciones que son competencia de juzgados de policía
local, cuando esta no se hubiere deducido conjuntamente en el procedimiento
contravencional o hubiese sido extemporánea o notificada fuera de plazo (art. 9º inc. 5º
de la Ley Nº 18.287 que establece procedimiento ante los Juzgados de Policía Local);
– Las causas de derechos de los consumidores en las que esté comprometido el interés
colectivo o difuso de los consumidores o usuarios, y el derecho a solicitar indemnización
por ello (art. 50 A inc. 2º del DFL 3 que fija texto refundido, coordinado y sistematizado de
la Ley Nº 19.496, que establece normas sobre protección de los derechos de los
consumidores);
– La oposición a la solicitud de regularización (art. 20 inc. 2º del DL Nº 2.695 que fija
normas para regularizar la posesión de la pequeña propiedad raíz y para la constitución
del dominio sobre ella).
– La reclamación por la sanción de caducidad de concesión de obra pública de carácter
sanitario, impuesta por la Superintendencia de Servicios Sanitarios (art. 17 de la Ley Nº
18.902 que crea la Superintendencia de Servicio Sanitarios).
– Reclamación contra sanciones aplicadas por el Director General del Servicio Nacional
de Salud (art. 171 del Código Sanitario).
– La solicitud de recusación presentada primeramente al mismo juez recusado. Esta,
cuando es aceptada sin más trámite, es susceptible de recurso de apelación (arts. 124 y
126 del CPC).
A su turno, tratándose de la competencia no contenciosa, a los juzgados de letras les
corresponde conocer los asuntos judiciales no contenciosos o voluntarios civiles,
cualquiera sea su cuantía (artículo 45 Nº 2 letra c) del COT), tales como la emancipación
voluntaria —es decir, cuando el padre declara que quiere emancipar al hijo y este último
consiente en ello— (art. 836 del CPC); el nombramiento de tutores y curadores (art. 838
del CPC); o la informaciones para perpetua memoria (art. 909 del CPC).
3.2. Juzgados de Garantía
Los juzgados de garantía son tribunales ordinarios, de Derecho, letrados, permanentes,
unipersonales en su funcionamiento y colegiados en su composición, que ejercen sus
facultades sobre una comuna o agrupación de comunas, y que conocen en única o,
excepcionalmente, en primera instancia de todos los asuntos penales que les asigna la ley
(en especial, el Código Procesal Penal).
3.2.1. Funcionamiento
Hemos dicho que los juzgados de garantía son colegiados en su composición, pues cada
uno de ellos tiene el número de jueces que determine la ley (de acuerdo con el art. 16 del
COT). Sin embargo, son unipersonales en cuanto a su funcionamiento, pues cada juez
“actúa y resuelve unipersonalmente los asuntos sometidos a su conocimiento” (art. 14 del
COT).
En los juzgados de garantía existe separación de las funciones administrativas y
jurisdiccionales. Mientras las últimas son llevadas a cabo por los jueces que componen el
tribunal, las primeras son ejercidas por el administrador del tribunal y las unidades
administrativas que lo estructuran. En este sentido, vale mencionar que el administrador
es quien se encarga de organizar y controlar la gestión administrativa del tribunal (art. 389
A del COT). De sus funciones específicas nos referiremos al tratar a los auxiliares de la
administración de justicia.
De acuerdo con el art. 25 del COT, los juzgados de garantía —y los tribunales de juicio oral
en lo penal— cuentan con las siguientes unidades administrativas:
– Sala, encargada de la organización y asistencia en la realización de audiencias;
– Atención de Público, se ocupa de la orientación e información al público que concurra
al juzgado, especialmente, la víctima, el defensor y el imputado, recibir la información que
estos entreguen y manejar la correspondencia del juzgado;
– Servicios, realiza las labores de soporte técnico, contabilidad y apoyo a la actividad
administrativa, además de la coordinación y el abastecimiento para satisfacer las
necesidades físicas y materiales de la realización de audiencias; y
– Administración de causas, que se encarga de las labores de las notificaciones, manejo y
registro de causas, fechas y salas para las audiencias, archivo, ingreso de causas y
asignación de número de rol, primeras audiencias de los detenidos, actualización diaria de
la base de datos y estadísticas. Al jefe de esta unidad le corresponde además autorizar el
mandato judicial y efectuar las certificaciones que señale la ley (art. 389 G del COT).
Además, en los juzgados de garantía en que existan tres o más jueces habrá un Comité de
Jueces, que adoptará sus acuerdos por mayoría de votos y tendrá la cantidad de
miembros que señala el art. 22 del COT (en aquellos juzgados compuestos de cinco jueces
o menos, estará conformado por todos ellos; en los que cuentan con más de cinco jueces,
lo conformarán los cinco que sean elegidos por la mayoría del tribunal cada dos años). De
entre sus miembros se elegirá un juez presidente que dura dos años en el cargo, pudiendo
ser reelegido por un nuevo período. En caso de empate en una votación, será
precisamente el voto de este último el que decidirá el asunto.
Las funciones del comité de jueces están señaladas en el art. 23 del COT, y son las
siguientes:
– Designar, de la terna que le presente el juez presidente, al administrador del tribunal.
– Resolver acerca de la remoción del administrador del tribunal;
– Conocer de la apelación que se interpusiere en contra de la resolución del
administrador que remueva al subadministrador, a los jefes de unidades o a los
empleados del juzgado o tribunal;
– Aprobar el procedimiento objetivo y general de distribución de las causas entre los
jueces de los juzgados de garantía —o entre las salas del tribunal en el caso de los TJOP—.
– Designar al personal del juzgado o tribunal, a propuesta en terna del administrador;
– Decidir el proyecto de plan presupuestario anual que le presente el juez presidente,
para ser propuesto a la Corporación Administrativa del Poder Judicial; y
– Cualquier otra materia que la ley señale.
En los juzgados de garantía en que se desempeñen uno o dos jueces y, por lo tanto, no
exista este Comité, las tres primeras atribuciones indicadas corresponderán al Presidente
de la Corte de Apelaciones respectiva, mientras que las cuatro últimas corresponderán al
juez que cumpla la función de juez presidente.
Al juez presidente del comité de jueces le corresponderá velar por el adecuado
funcionamiento del juzgado o tribunal. En este sentido, tiene los deberes y atribuciones
indicados en el art. 24 del COT:
“a) Presidir el comité de jueces;
b) Relacionarse con la Corporación Administrativa del Poder Judicial en todas las materias
relativas a la competencia de ésta;
c) Proponer al comité de jueces el procedimiento objetivo y general a que se refieren los
artículos 15 y 17;
d) Elaborar anualmente una cuenta de la gestión jurisdiccional del juzgado;
e) Aprobar los criterios de gestión administrativa que le proponga el administrador del
tribunal y supervisar su ejecución;
f) Aprobar la distribución del personal que le presente el administrador del tribunal;
g) Calificar al personal, teniendo a la vista la evaluación que le presente el administrador
del tribunal;
h) Presentar al comité de jueces una terna para la designación del administrador del
tribunal;
i) Suprimida.
j) Proponer al comité de jueces la remoción del administrador del tribunal”.
En los juzgados de garantía que cuenten únicamente con un juez, será este quien tendrá
las atribuciones del juez presidente, con excepción de las contempladas en las letras a) y
c). Las atribuciones indicadas en las letras h) y j) las ejercerá el juez ante el Presidente de
la Corte de Apelaciones respectiva. Por último, en aquellos juzgados de garantía
conformados por dos jueces, estas atribuciones, con las mismas excepciones antes
señaladas, se radicarán anualmente en uno de ellos, empezando por el más antiguo.
3.2.2. Nombramiento, inhabilidades e incompatibilidades
En estas materias, y de acuerdo con el art. 248 del COT, rigen las mismas normas que
respecto de los jueces letrados.
En cuanto a su inhabilitación, rige una norma especial contenida en el art. 75 del CPP, que
señala que cuando se plantee la inhabilitación de un juez de garantía, el juez que lo
subrogue conforme a las normas que veremos más adelante, deberá continuar
conociendo de todos los trámites anteriores a la audiencia de preparación de juicio oral,
pero esta última no podrá realizarse hasta que la inhabilitación sea resuelta.
3.2.3. Subrogación
La regla general en materia de subrogación nos señala que, cuando un juez de garantía
falte o no pueda intervenir en determinadas causas, será subrogado por otro juez del
mismo juzgado. Ahora bien, si se trata de un juzgado de garantía servido por un solo juez,
deberá subrogarlo el juez del juzgado de competencia común de la misma comuna o
agrupación de comunas o, a falta de este, el secretario letrado del mismo tribunal (art.
206 del COT).
Cuando no pueda aplicarse esta regla general, la subrogación del juez de garantía tendrá
lugar conforme a las reglas siguientes (art. 207 del COT):
– La subrogación se realizará por un juez del juzgado de garantía de la comuna más
cercana que pertenezca a la jurisdicción de la misma Corte de Apelaciones.
– A falta de este, lo hará el juez del juzgado con competencia común de la comuna o
agrupación de comunas más cercana o, a falta del último, el secretario letrado del mismo
tribunal.
– A falta de todos los anteriores, la subrogación se realizará, en orden de cercanía, por
los jueces de garantía de las restantes comunas de la jurisdicción de la misma Corte de
Apelaciones a la cual pertenezca. Precisamente para estos efectos y cada dos años, la
Corte de Apelaciones fijará el orden de cercanía territorial de los juzgados de garantía,
teniendo en consideración la facilidad y rapidez de las comunicaciones.
Si no se pudiera aplicar ninguna de las reglas anteriores, subrogará un juez de garantía o, a
falta de este, un juez de letras con competencia común o, a falta de ambos, el secretario
letrado de ese tribunal, que dependan de la Corte de Apelaciones más cercana (art. 208
del COT), rigiendo las reglas del art. 216 del COT —las que se analizarán al tratar la
subrogación de las Cortes de Apelaciones—.
Por último, es necesario mencionar que, si por aplicación de todas las reglas de
subrogación anteriores existiere más de un juez que debiere subrogar al juez de garantía,
la subrogación se hará por orden de antigüedad, comenzando por el menos antiguo (art.
210 B del COT).
3.2.4. Deberes y prohibiciones de los jueces de garantía
Los jueces de garantía tienen los deberes y prohibiciones que corresponde a todos los
jueces y que ya mencionamos en el apartado 3.1.5 al tratar a los jueces de letras. Sin
embargo, tienen además un deber de asistencia que les ordena concurrir a su despacho
por 44 horas semanales, debiendo fijarse un sistema de turnos que permita siempre la
disponibilidad de un juez fuera del horario normal de funcionamiento de los tribunales
(art. 312 bis del COT).
Además de lo anterior, también se deben considerar como verdaderas prohibiciones
respecto de los jueces de garantía, lo previsto por la parte final del art. 195 del COT,
norma que dispone tres causales de implicancia aplicables exclusivamente a los jueces con
competencia penal.
3.2.5. Materias que conocen los juzgados de garantía
En términos generales, los juzgados de garantía tienen la labor de decidir la procedencia
de todas aquellas intervenciones del sistema procesal penal que restringen o perturban
los derechos del imputado o de un tercero (Chahuán, 2019, p. 164), actuando, en tal
ámbito y por regla general, como tribunales de instrucción y ejecución. Por ello, en estos
casos siempre el fiscal deberá solicitar la autorización previa del juez de garantía (art. 9º
del CPP).
Además, y de acuerdo con el art. 14 del COT, a los jueces de garantía les corresponde:
– Asegurar los derechos del imputado —tales como contar con la presencia de un
abogado defensor, no ser detenido en un recinto policial por más de 24 horas o que se
practique su detención con respeto de sus derechos fundamentales— y demás
intervinientes, como la víctima o el querellante, que tienen derecho a ser oídas y a
participar de las audiencias y del proceso penal;
– Dirigir personalmente las audiencias que procedan, conforme a la ley procesal penal,
tales como las audiencias de control de detención, de revisión de medidas cautelares, o de
preparación de juicio oral;
– Dictar sentencia en el procedimiento abreviado, que permite al juez de garantía
conocer y fallar un hecho de manera rápida, sin que sea necesario pasar por el juicio oral,
y que procede, en términos generales respecto hechos sobre los cuales el fiscal requiriere
la imposición de una pena privativa de libertad no superior a cinco años de presidio o
reclusión menores en su grado máximo, y siempre que el imputado acepte los hechos y
manifieste su conformidad con su aplicación (art. 406 del CPP);
– Conocer y fallar las faltas penales de conformidad con el procedimiento establecido en
la ley procesal penal —por ejemplo, respecto de aquellos hechos para los cuales el fiscal
pide solo pena de multa, tramitándose de conformidad al procedimiento monitorio (art.
392 del CPP)—;
– Conocer y fallar, conforme al procedimiento simplificado —es decir, aquel que se
tramita en forma breve y sucinta ante los jueces de garantía— las faltas e infracciones
contempladas en la Ley de Alcoholes, cualquiera sea la pena que ella les asigne;
– La ejecución de las condenas criminales y las medidas de seguridad, y resolver las
solicitudes y reclamos relativos a dicha ejecución, como la existencia de alguna
vulneración de derechos al interior de un recinto penitenciario, que excede del
cumplimiento de la pena;
– Conocer y resolver todas las cuestiones y asuntos que la ley de responsabilidad penal
adolescente les encomiende, como la aplicación del sistema de sanciones especiales para
adolescentes, es decir, la internación en régimen cerrado, semi cerrado o una sanción no
privativa de libertad como la libertad asistida.
– Conocer y resolver las cuestiones que la ley procesal penal y el Sistema de Justicia
Militar les encomienden.
Como mencionamos en el apartado anterior y de conformidad con lo dispuesto en el art.
46 del COT, de todas estas mismas materias conocerá el juez de letras en aquellos
territorios en que no exista un juzgado de garantía.
3.3. Tribunales de Juicio Oral en lo Penal
Los Tribunales de Juicio Oral en lo Penal son tribunales ordinarios, de Derecho, letrados,
permanentes y colegiados, que ejercen su competencia sobre una agrupación de
comunas, y que conocen en única instancia de los asuntos penales que la ley les
encomienda.
3.3.1. Funcionamiento
Siguiendo el mismo diseño establecido para los juzgados de garantía, en estos tribunales
existe una clara separación entre el desempeño de las funciones jurisdiccionales y
administrativas. De esta forma, las funciones jurisdiccionales quedan entregadas a los
jueces que lo conforman, mientras que las funciones administrativas quedan a cargo del
Administrador del Tribunal, al que, reiteramos, nos referiremos al tratar a los auxiliares de
la administración de justicia.
En esta misma perspectiva, los TJOP cuentan con las mismas unidades administrativas que
los juzgados de garantía, salvo en cuanto contemplan adicionalmente la “Unidad de apoyo
a testigos y peritos”, la que tiene por objeto otorgar una adecuada y rápida atención,
información y orientación a estos intervinientes, cuando han sido citados a declarar en un
juicio oral (art. 25 del COT).
En cuanto a sus tareas jurisdiccionales, funcionan en una o más salas integradas por tres
miembros. Cada una de ellas tendrá un juez Presidente de Sala, quien está dotado de las
atribuciones que señala la ley, tales como abrir y cerrar las sesiones de tribunal; mantener
el orden dentro de la sala, amonestando a quienes lo perturben o haciéndolo salir de la
misma; dirigir el debate o poner a votación las medidas discutidas (arts. 17, 90 y 92 del
COT).
La integración de cada una de las salas se determina anualmente mediante sorteo que se
realiza en el mes de enero. Entre las distintas salas se distribuirán las causas de acuerdo
con lo que disponga un procedimiento objetivo y general que anualmente debe ser
aprobado por el Comité de Jueces del mismo tribunal, a propuesta del Juez Presidente
(art. 17 del COT), al que ya se hizo referencia en el apartado 3.2.1. Además de los tres
miembros que integran cada sala, podrán integrarla también otros jueces en calidad de
alternos y con el sólo propósito de subrogar a miembros que estuvieren impedidos, en
caso de que sea necesario (art. 17 inc. 2º del COT).
Por otra parte, en lo que se refiere a los TJOP existe una excepción al principio de
sedentariedad de los tribunales (Casarino, 2007, p. 85), la que se encuentra contenida en
el art. 21 A del COT. Así, se dispone que de acuerdo a lo que determine la Corte de
Apelaciones y previo informe de la Corporación Administrativa del Poder Judicial y de los
jueces presidentes de los comités de jueces, los TJOP podrán constituirse y funcionar en
localidades situadas fuera de su lugar de asiento, con el objetivo de facilitar la aplicación
oportuna de la justicia penal y por consideraciones de distancia, acceso físico y
dificultades de traslado.
Otra norma especial la encontramos en el art. 47 C del COT, que concede a las Cortes de
Apelaciones, cuando el mejor servicio de justicia lo exigiere, la facultad de ordenar que
uno o más jueces de los TJOP se aboquen de manera exclusiva al conocimiento de las
infracciones a la ley penal cometidas por adolescentes, en calidad de jueces de garantía.
En cuanto al número de TJOP que existirá en cada territorio jurisdiccional, el art. 21 del
COT define su cantidad y competencia territorial. A modo ejemplar podemos señalar:
– En la Región de Atacama existe un TJOP con asiento en la comuna de Copiapó,
integrado por nueve jueces, con competencia sobre las comunas de Chañaral, Diego de
Almagro, Caldera, Copiapó, Tierra Amarilla, Huasco, Vallenar, Freirina y Alto del Carmen;
– En la Región de Ñuble hay un tribunal con asiento en Chillán, con siete jueces, con
competencia sobre las comunas de Cobquecura, Quirihue, Ninhue, San Carlos, Ñiquén,
San Fabián, San Nicolás, Treguaco, Portezuelo, Chillán, Coihueco, Coelemu, Ránquil, Pinto,
Quillón, Bulnes, San Ignacio, El Carmen, Pemuco, Yungay, Tucapel y Chillán Viejo; y
– En la Región de Los Lagos encontramos tres TJOP, uno con asiento en la comuna de
Osorno, con seis jueces, con competencia sobre las comunas de San Juan de la Costa, San
Pablo, Osorno, Puyehue, Río Negro, Puerto Octay y Purranque; otro con asiento en Puerto
Montt, con seis jueces, con competencia sobre las comunas de Fresia, Frutillar, Puerto
Varas, Llanquihue, Los Muermos, Puerto Montt, Cochamó, Maullín, Calbuco, Hualaihué,
Chaitén, Futaleufú y Palena; y el último con asiento en Castro, con cuatro jueces, con
competencia sobre las comunas de Ancud, Quemchi, Dalcahue, Castro, Curaco de Vélez,
Quinchao, Chonchi, Puqueldón, Queilén y Quellón.
Es importante también mencionar que la cantidad y competencia territorial de los TJOP no
necesariamente coincide con la de los juzgados de garantía, pudiendo en algunos casos
existir una comuna que cuenta con uno de los últimos, pero no con el primero. Este sería
el caso, p. ej., de la comuna de Villa Alemana, que cuenta con un juzgado de garantía, pero
al mismo tiempo se encuentra en el territorio asignado al TJOP de Viña del Mar. De esta
forma, todas las actuaciones previas al juicio oral se desarrollarán en el juzgado de
garantía con asiento en dicha comuna, pero luego los intervinientes deben trasladarse a
Viña del Mar para la realización del juicio oral.
3.3.2. Nombramiento, inhabilidades e incompatibilidades
Existe una norma especial relativa a la inhabilidad de los jueces de una sala del TJOP,
contenida en el art. 76 del CPP, norma que, además de fijar el plazo para plantear la
solicitud de inhabilitación (a más tardar dentro de los tres días siguientes a la notificación
de la resolución que fija la fecha de la audiencia de juicio oral), señala que, una vez
planteada y resuelta al inicio de la misma audiencia, el tribunal podrá continuar
funcionando con exclusión de sus miembros inhabilitados si estos pueden ser
reemplazados de inmediato debido a que se ha convocado a un mayor número de jueces
—según lo dispuesto en el art. 281 inc. 5º del CPP—, o si continuare estando integrado
por al menos dos jueces que han concurrido a toda la audiencia, con la exigencia, en este
último caso, de que la sentencia definitiva se pronuncie por unanimidad.
3.3.3. Subrogación
En materia de subrogación, cuando una sala de un TJOP no cuente con la cantidad mínima
de jueces, el juez que falte será subrogado, en primer lugar, por otro juez del mismo
tribunal o, a falta de este, por un juez de otro TJOP de la jurisdicción de la misma Corte de
Apelaciones. En este último caso, y de acuerdo con el art. 210 del COT, se aplicarán los
criterios de cercanía previstos en el art. 207 del mismo cuerpo legal. A falta de este
tribunal, subrogará un juez de juzgado de garantía de la misma comuna o agrupación de
comunas, siempre que no hubiere intervenido en la fase de investigación.
En el evento en que no puedan aplicarse las normas anteriores, subrogará un juez de TJOP
que dependa de la Corte de Apelaciones más cercana. A falta de este, lo hará un juez de
un juzgado de garantía de esta misma jurisdicción. En estos últimos dos supuestos se
deben aplicar las reglas previstas en el art. 216 del COT, relativas a las subrogaciones
recíprocas entre Cortes de Apelaciones.
Es necesario recordar que, al igual que como ocurre en la subrogación de los jueces de
garantía, si existiere más de un juez que pueda subrogar a un juez de tribunal de juicio oral
en lo penal, la subrogación se hará por orden de antigüedad, comenzando por el menos
antiguo (art. 210 B del COT).
Si nada de lo anterior fuera posible, la subrogación se realizará por el defensor público —o
por el más antiguo de ellos si hay más de uno—, regulado por los arts. 365 y ss. del COT. A
falta de este, por uno de los abogados de la terna que forma anualmente la Corte de
Apelaciones respectiva, en el orden que ella misma fije (art. 213 del COT).
En último caso, si no pudiera subrogar ninguna de las personas anteriormente indicadas,
se deberá postergar la realización del juicio oral hasta el tiempo más próximo posible en
que se reúna alguna de las condiciones para aplicar una de las reglas de subrogación (art.
210 inc. final del COT).
3.3.4. Deberes y prohibiciones de los jueces del tribunal de juicio oral en lo penal
Los jueces de estos tribunales tienen los mismos deberes y prohibiciones
correspondientes a todos los jueces a los que nos referimos en el apartado 3.1.5. Además
de ello, tienen la obligación de asistir a su despacho por 44 horas semanales (art. 312 bis
del COT) y se le aplican las causales de implicancia previstas en la parte final del art. 195
del COT.
3.3.5. Materias que conocen los tribunales de juicio oral en lo penal
Estos órganos jurisdiccionales conocen de todos los procesos penales, con excepción de
los que la ley entrega en exclusiva a los juzgados de garantía.
En concreto, de acuerdo con el art. 18 del COT, les corresponde:
– Conocer y juzgar las causas por crimen o simple delito como, por ejemplo, las causas
sobre homicidio simple o calificado, violación, sustracción de menores, y todos aquellos
que no reúnan los requisitos para tramitarse conforme a los procedimientos abreviado —
que requiere de acuerdo entre el imputado y el Ministerio Público, y que el primero
acepte expresamente los hechos materia de la acusación mientras que el segundo solicite
una pena que no exceda de cinco años— y simplificado— en que la pena solicitada por el
fiscal no debe exceder de presidio o reclusión menor en su grado mínimo, o sea, hasta 540
días—;
– Resolver sobre la libertad o prisión preventiva de los acusados, la que puede
imponerse como medida cautelar mientras dura la tramitación del juicio oral;
– Resolver los incidentes que se promuevan durante el juicio oral, como un incidente de
prueba nueva, con la que no se contaba o de la que no se tenía conocimiento en la
audiencia de preparación de juicio oral (art. 336 del CPP);
– Conocer y resolver las cuestiones y asuntos que la ley de responsabilidad penal juvenil
les encomienda, como la aplicación del régimen de penas diferenciado para quienes se les
aplique dicha norma;
– Conocer y resolver los demás asuntos que la ley procesal penal y el Sistema de Justicia
Militar les encomiende, como las audiencias de sobreseimiento.
3.4. Juzgados de Familia
Podemos definir al juzgado de familia como un tribunal ordinario, de Derecho, letrado,
permanente, unipersonal en su funcionamiento y que suele ser colegiado en su
composición, que se encarga de conocer de los asuntos de familia que indica la ley, de
resolverlos y hacer ejecutar lo juzgado, y cuyo territorio jurisdiccional es una comuna o
agrupación de comunas, según sea el caso.
Estos tribunales fueron creados en el contexto de las reformas y modernización al sistema
de justicia, por la Ley Nº 19.968, de 30 de agosto de 2004. Con su entrada en
funcionamiento se eliminaron los antiguos juzgados de menores y se reunieron en este
órgano todos los asuntos vinculados con las relaciones familiares (algunos de los cuales
eran conocidos hasta ese momento por los juzgados de letras, como la nulidad de
matrimonio o la filiación).
Se organizan en cinco unidades administrativas, las cuales se encuentran enumeradas y
descritas en el artículo 2º de la LJF, en los siguientes términos:
– Sala: encargada de la organización y asistencia a la realización de las audiencias. Esto
quiere decir, que los funcionarios pertenecientes a esta unidad se ocupan de gestionar el
desarrollo de las audiencias, algunos de los cuales cumplen el rol de encargados de actas,
debiendo registrar todo lo ocurrido en ellas.
– Atención de Público y Mediación: otorga una adecuada atención, orientación e
información al público y usuarios, con especial atención a los niños, niñas y adolescentes.
Además, realizan las funciones de información y derivación a mediación, y manejan la
correspondencia del tribunal.
– Servicios: se encargan del soporte técnico y computacional del juzgado, de la
contabilidad y apoyo a la actividad administrativa, además de la coordinación y
abastecimiento de las necesidades físicas y materiales de la realización de audiencias.
– Administración de Causas: encargada del manejo de causas y registros de los procesos,
incluidas las notificaciones, el manejo de fechas y salas para audiencias, archivo judicial
básico, el ingreso de causas y la asignación de número de rol, la actualización diaria de la
base de datos de causas y las estadísticas del juzgado. Su jefe realiza la labor de ministro
de fe, correspondiéndole las funciones de autorizar el mandato judicial y efectuar
certificaciones ordenadas por la ley (art. 389 G del COT, en relación con el art. 118 de la
LJF).
– Cumplimiento: desarrolla las gestiones para lograr la ejecución de las resoluciones
judiciales, particularmente de aquellas que requieran un cumplimiento sostenido en el
tiempo, tales como el pago de una pensión de alimentos o el cumplimiento de un régimen
de relación directa y regular de un niño, niña o adolescente con el padre que no tenga su
cuidado personal. De esta forma, esta unidad se encargará, por ejemplo, de la
determinación del monto adeudado de las pensiones de alimento que hayan sido
decretadas.
Además de estas unidades, los juzgados de familia cuentan con un administrador y una
planta de empleados de secretaría y un consejo técnico (art. 2º de la LJF). Este último está
integrado por profesionales interdisciplinarios, especializados en asuntos de familia e
infancia, quienes tienen la calidad de auxiliares de la administración de justicia, y se
encargan de asesorar a los jueces en “el análisis y mejor comprensión de los asuntos
sometidos a su conocimiento, en el ámbito de su especialidad” (art. 5º de la LJF). En todo
caso, su fisonomía se ha ido configurando mediante distintas decisiones del pleno de la
Corte Suprema (Larroucau, 2020, p. 223).
En todo lo relacionado a su estructura orgánica y en cuanto resulten compatibles, serán
aplicables a los juzgados de familia las normas contenidas en el COT para los juzgados de
garantía y tribunales de juicio oral en lo penal, especialmente en lo relativo al comité de
jueces, juez presidente, administradores de tribunales, jefes de unidad y organización
administrativa de los juzgados (art. 118 de la LJF).
3.4.1. Funcionamiento
La justicia de familia tiene un procedimiento oral, concentrado y desformalizado. Sus
tribunales se rigen, entonces, por los principios de inmediación, actuación de oficio y
búsqueda de soluciones colaborativas entre las partes (art. 9º de la LJF). Como ya dijimos,
y a pesar de que los tribunales de familia suelen ser colegiados en su composición y tienen
el número de jueces que determine la ley, cada asunto o actuación es conocida y realizada
por un juez, quien resuelve de forma individual. De esta manera, cada uno de los jueces
de familia “detenta la plenitud de las potestades jurisdiccionales en forma independiente”
(Oberg y Manso, 2011, p. 100).
Si bien el legislador ha asignado a cada tribunal un territorio en el cual puede ejercer sus
funciones (el que se encuentra definido en el artículo 4º de la LJF), al mismo tiempo se
faculta a estos órganos para extender su competencia fuera del territorio que les asigna la
ley, de forma tal que los que dependan de una misma Corte de Apelaciones pueden
decretar diligencias que deban cumplirse directamente en cualquier comuna ubicada
dentro del territorio jurisdiccional de la misma Corte e, incluso, en el caso de las Cortes de
Apelaciones de Santiago y San Miguel, los juzgados de una pueden decretar actuaciones
que deban practicarse en el territorio jurisdiccional de la otra (art. 24 de la LJF).
3.4.2. Nombramiento, inhabilidades e incompatibilidades
En cuanto al nombramiento, inhabilidades e incompatibilidades de los jueces de familia,
de acuerdo con lo dispuesto en el art. 248 del COT, rige lo mismo que respecto de los
jueces de letras. Esta norma dispone:
“Para todos los efectos de este Código se entenderá que las referencias hechas a los
jueces letrados o jueces de letras incluyen también a los jueces de juzgados de familia, los
jueces de juzgados de letras del trabajo y de cobranza laboral y previsional, los jueces de
juzgados de garantía y a los jueces de los tribunales de juicio oral en lo penal, salvo los
casos en que la ley señale expresamente lo contrario”.
3.4.3. Subrogación
En lo relativo a la subrogación de los jueces de familia, rige lo dispuesto para los jueces de
garantía (art. 118 de la LJF), por lo que nos remitimos a lo que ya vimos en el apartado
3.2.3.
3.4.4. Deberes y prohibiciones de los jueces de familia
Tienen los mismos deberes y prohibiciones correspondientes a todos los jueces que ya
mencionamos en el apartado 3.1.5.
3.4.5. Materias que conoce el juzgado de familia
Están indicadas en el art. 8º de la LJF y son, en términos generales, las causas relativas a
las siguientes materias:
– Cuidado personal de los niños, niñas o adolescentes que no viven con ambos padres o
con ninguno y, por lo tanto, requieren que el tribunal determine qué persona lo tendrá
bajo su cuidado;
– Derecho y deber del padre o de la madre que no tenga el cuidado personal del hijo, a
mantener con este una relación directa y regular, conocido usualmente como “régimen de
visitas” y que permite que niños y padres mantengan un vínculo permanente y cercano;
– Ejercicio, suspensión o pérdida de la patria potestad; emancipación y autorizaciones a
que se refieren los Párrafos 2º y 3º del Título X del Libro I del CC (referidas al derecho legal
de goce sobre los bienes de los hijos y su administración y la representación legal de los
mismos). Estas materias se refieren principalmente a temas patrimoniales y de derechos
sobre bienes de los niños, niñas y adolescentes que no tienen la administración de ellos;
– Derecho de alimentos, es decir, de recibir un monto de dinero de parte del padre o
madre que no tiene el cuidado personal —o, incluso, de los abuelos— que garantice la
satisfacción de las necesidades de un niño, niña o adolescente y la contribución de sus
padres en proporción a sus capacidades económicas;
– Disensos para contraer matrimonio, es decir, la falta de la autorización de quienes
deben prestar su consentimiento para que una persona menor de dieciocho años pueda
contraer matrimonio —ya sea uno o ambos padres o, a falta de estos, el o los
ascendientes de grado más próximo—;
– Las guardas (con excepción de aquellas relativas a pupilos mayores de edad, y las que
tengan relación con la curaduría de la herencia yacente), es decir, aquellos cargos
impuestos a ciertas personas —tutores y curadores— a favor de aquellos que no pueden
dirigirse a sí mismos o administrar competentemente sus negocios, y que no se hallan
bajo potestad de padre o madre que pueda darles la protección debida (art. 338 del CC);
– Todos los asuntos en que aparezcan niños, niñas o adolescentes gravemente
vulnerados o amenazados en sus derechos, respecto de los cuales se requiera adoptar una
medida de protección, es decir, aquellas situaciones en que estos se encuentran en
peligro, maltrato, abuso o abandono y se requiere el resguardo de su integridad física o
psicológica;
– Acciones de filiación, es decir, aquellas que buscan la determinación del vínculo entre
dos personas (una de las cuales es padre o madre de la otra) y las que tengan relación con
la constitución o modificación del estado civil de las personas;
– Todos los asuntos en que se impute la comisión de cualquier falta —es decir, hechos
delictivos que conllevan solo una pena de multa— a adolescentes mayores de catorce y
menores de dieciséis años de edad, y las que se imputen a adolescentes mayores de
dieciséis y menores de dieciocho años, y siempre que no se trate de desórdenes en
espectáculos públicos, amenazas o riñas con arma blanca, lesiones leves, incendio, hurto o
daños que no excedan de una UTM, ocultación de nombre y apellido a la autoridad,
lanzamiento de piedras u otros objetos en lugares públicos y aquellas relativas al tráfico
ilícito de estupefacientes;
– La autorización para la salida de niños, niñas o adolescentes del país, cuando viajan sin
sus padres o solo con uno de ellos, y el otro no es encontrado o se niega a prestar la
autorización;
– Maltrato de niños, niñas o adolescentes, o sea, una acción u omisión que produzca
menoscabo en su salud física o psíquica y no esté contemplada en una ley especial, es
decir, que no constituyan un delito sancionado penalmente, de acuerdo con lo dispuesto
en el inciso segundo del art. 62 de la ley Nº 16.618;
– Los procedimientos previos a la adopción, es decir, aquellos que tienen por objeto que
el niño o niña sea declarado susceptible de ser adoptado;
– El procedimiento de adopción a que se refiere el Título III de la ley Nº 19.620, y que
procede respecto de un niño ya declarado susceptible de ser adoptado, buscando que se
dictamine que este tiene el estado civil de hijo respecto de sus adoptantes, y que busca
amparar su derecho a vivir y desarrollarse en el seno de una familia que le brinde el afecto
y le procure los cuidados tendientes a satisfacer sus necesidades espirituales y materiales,
cuando ello no le pueda ser proporcionado por su familia de origen (art. 1º de la Ley Nº
19.629 que dicta normas sobre adopción de menores);
– Los asuntos que se susciten entre cónyuges relativos al régimen patrimonial del
matrimonio —ya sea sociedad conyugal, separación de bienes o participación en los
gananciales— y los bienes familiares, tales como: separación judicial de bienes,
declaración y desafectación de bienes familiares y la constitución de derechos de
usufructo, uso o habitación sobre los mismos;
– Acciones de separación, es decir, la suspensión —declarada por el juez— de los
deberes conyugales de vivir en un hogar común, fidelidad y cohabitación;
– Acciones de nulidad de matrimonio, que deja sin efecto un matrimonio cuando no se
han cumplido con las solemnidades que establece la ley;
– Acciones de divorcio, que busca poner término a un matrimonio de acuerdo con los
requisitos legales, ya sea el incumplimiento grave de ciertos deberes matrimoniales o el
transcurso de un plazo de uno o tres años de cese de convivencia, dependiendo de si se
solicita de mutuo acuerdo o de forma unilateral por uno de los cónyuges,
respectivamente;
– Los actos de violencia intrafamiliar, entendida por aquella que se da en el contexto del
grupo familiar y siempre que no constituya delito, en los supuestos previstos por el art. 5º
de la Ley Nº 20.066.
– Toda otra materia que la ley les encomiende. En este punto podemos mencionar:
• Otorgar la autorización judicial sustitutiva a que se refiere el art. 1º de la Ley Nº 21.030
(que regula la despenalización de la interrupción voluntaria del embarazo en tres
causales), cuando se trate de una niña menor de catorce años o de una mujer
judicialmente declarada interdicta por causa de demencia, en los supuestos previstos en la
misma norma.
• Conocer de la solicitud judicial de rectificación de sexo y nombre en las partidas de
nacimiento de personas mayores de catorce y menores de dieciocho años de edad; o
cuando, habiendo procedido respecto de personas casadas, se solicite la disolución del
vínculo matrimonial (arts. 13 y 19 de la Ley Nº 21.120, que reconoce y da protección al
derecho a la identidad de género); y
• Designar de forma inmediata a un representante legal para los niños, niñas o
adolescentes que se encuentren en nuestro país no acompañados o separados de sus
familias (art. 52 de la Ley Nº 21.430, sobre garantías y protección integral de los derechos
de la niñez y adolescencia).
Ejemplo de resolución dictada en procedimiento sobre medida de protección
“Visto y teniendo presente:
El mérito de los antecedentes, la sugerencia que precede, y lo dispuesto en el artículo 30
de la ley 16.618, que establece la facultad del juez con competencia en familia para
decretar las medidas que sean necesarias para proteger a los niños, niñas u adolescentes
gravemente vulnerados o amenazados en sus derechos, que además señala que la
internación en un establecimiento de protección solo procederá en aquellos casos en que
para cautelar la integridad física y psíquica de un niño, niña u adolescente resulte
indispensable separarlo de su medio familiar o de las personas que lo tienen a su cuidado,
medida temporal y renovable y lo previsto en los artículos 13, 16, 32, 76, y 80 de la ley
19.968, se resuelve:
Que se decreta como medida de protección la consistente en el ingreso del niño XXXXX,
cédula de identidad Nº XXXX, fecha de nacimiento 2 de mayo de 2019, a la residencia San
Pedro, por el plazo de un año a contar de esta fecha.
En virtud de lo resuelto se ordena establecimiento residencial a fin que en primer término:
continuar el niño con sus controles de niño sano en el Centro de Atención Primaria de
Salud, y que sea ingresado en algún Jardín infantil que el niño requiera, y para que en
segundo término: la residencia efectué despeje de Familia biológica o adulto significativo
para el niño.
Lo anteriormente decretado es sin perjuicio que en cualquier momento en que las
circunstancias lo justifiquen, se pueda suspender, modificar o dejar sin efecto la medida
adoptada, de oficio o a petición de parte.
Se hace presente a la entidad requerida que deberá informar a la brevedad cualquier
cambio de domicilio o de la información de contacto del beneficiario de la medida, lo
anterior, a fin de mantener actualizado dicho contenido en la causa.
Se ordena a la institución dar estricto cumplimiento a lo establecido en el artículo 76 de la
ley 19.968.
Apertúrese en su oportunidad, causa de cumplimiento a fin de proceder al seguimiento de
la medida de protección decretada en estos autos. La causa de ingreso para seguimiento
en el Sitfa es negligencia grave, abandono, y consumo de droga del adulto a cargo.
Se ordena el registro y archivo de estos antecedentes en su oportunidad.
Los intervinientes quedan notificados personalmente de todo lo resuelto en la presente
audiencia.
Sirva la presente resolución como suficiente y atento oficio remisor, conforme lo
dispuesto en la Ley 20.886, y las Actas Nº 37 y 71 de 2016 de la Excma. Corte Suprema”.
3.5. Juzgados de Letras del Trabajo
Los juzgados de letras del trabajo son tribunales especiales, de Derecho, letrados,
permanentes, generalmente colegiados en su composición y unipersonales en su
funcionamiento, que conocen asuntos relacionados con materias laborales y previsionales
que determina la ley, y que ejercen competencia en una comuna o agrupación de
comunas. Fueron creados por la Ley Nº 20.022, de 2005, la que empezó a regir de forma
progresiva en las diversas regiones del territorio nacional, conforme a lo que la misma
norma dispuso en su art. 16.
Se los ha calificado como “tribunales hiperespecializados” (Larroucau, 2020, p. 230), pues
buscan precisamente que sus jueces sean especialistas en materia laboral, para así lograr
una administración de justicia mucho más rápida y eficiente. Sin embargo y si bien a
través de ellos se persigue la especialización de la justicia del trabajo, conviene tener
presente que esto no ocurre en todos los territorios jurisdiccionales, pues en aquellos
lugares en donde no existan juzgados de letras del trabajo, conocerá de estos asuntos el
juez de letras correspondiente (art. 422 del CdT). Esto ocurre, por ejemplo, en las
comunas de Mulchén, Santa Bárbara y Nacimiento, en la Región del Bío Bío; o en las
comunas de Cabo de Hornos, Porvenir y Natales en la Región de Magallanes.
Los jueces de estos tribunales tienen también la categoría de jueces de letras,
resultándoles aplicables las normas del COT en todas las materias que no están previstas
en el Título I del Libro V del Código del Trabajo (art. 417 del CdT). Además, al igual que en
el caso de los juzgados de familia, a los juzgados de letras del trabajo le son aplicables —
siempre que no resulten incompatibles con las normas contenidas en los arts. 418 y ss. del
CdT— todas las normas que el COT prevé para los juzgados de garantía y tribunales de
juicio oral en lo penal, en lo relativo al comité de jueces, juez presidente, administradores
de tribunales y organización administrativa de los juzgados (art. 418 del CdT).
En este sentido, los juzgados de letras del trabajo cuentan con un administrador del
tribunal y con las unidades administrativas de sala, atención al público, administración de
causas y servicios. Además, en aquellos territorios jurisdiccionales en que no exista un
Juzgado de Cobranza Laboral y Previsional, cuentan con una unidad de cumplimiento.
3.5.1. Funcionamiento
Los juzgados de letras del trabajo son unipersonales en su funcionamiento, sin perjuicio de
que casi todos son órganos colegiados en su composición, es decir, están integrados por
más de un juez. Así, en cada actuación participa solo un juez, quien conoce y resuelve de
forma individual, ejerciendo unipersonalmente la potestad jurisdiccional respecto de los
asuntos que las leyes le encomiendan (art. 419 del CdT). Hay también, sin embargo,
tribunales compuestos por un solo juez, como en los casos de Castro, Coyhaique y Punta
Arenas.
3.5.2. Nombramiento, inhabilidades e incompatibilidades
En cuanto al nombramiento, inhabilidades e incompatibilidades de los jueces de letras del
trabajo, rige lo mismo que respecto de los jueces de letras, de acuerdo con lo dispuesto en
el art. 248 del COT.
3.5.3. Subrogación
En lo relativo a la subrogación de los jueces de letras del trabajo, al igual que en el caso de
los jueces de familia, se aplicarán las normas dispuestas para los jueces de garantía (art.
418 del CdT), por lo que nos remitimos a lo que se trató en el apartado 3.2.3.
3.5.4. Deberes y prohibiciones de los jueces de letras del trabajo
Tienen los mismos deberes y prohibiciones correspondientes a todos los jueces que
revisamos en el apartado 3.1.5.
3.5.5. Materias que conocen los juzgados de letras del trabajo
Las materias que conocen los Juzgados de Letras del Trabajo están determinadas en el art.
420 del Código del Trabajo. En concreto, deben conocer:
– Las cuestiones suscitadas entre empleadores y trabajadores, por aplicación de las
normas laborales derivadas de la interpretación y aplicación de los contratos individuales
o colectivos del trabajo o de las convenciones y fallos arbitrales en materia laboral, como
en el caso de las causas de despido injustificado, indebido o improcedente, o de nulidad
del despido por incumplimiento de obligaciones laborales;
– Las cuestiones que se derivan de la aplicación de las normas sobre organización
sindical y negociación colectiva que la ley entrega al conocimiento de los juzgados de
letras con competencia en materia del trabajo; como en las demandas por práctica
antisindical;
– Las cuestiones derivadas de la aplicación de normas de previsión o de seguridad social,
planteadas por pensionados, trabajadores activos o empleadores (excepto la revisión de
resoluciones sobre declaración de invalidez o de pronunciamiento sobre otorgamiento de
licencias médicas). V. gr. una demanda de cobro de perjuicios en contra de una AFP, a raíz
del daño patrimonial causado por el no pago íntegro de una pensión de sobrevivencia;
– Los juicios en que se demande el cumplimiento de obligaciones que emanen de títulos
a los cuales las leyes laborales y de previsión o seguridad social otorguen mérito ejecutivo;
como en las causas de cobro de finiquito —aunque esta materia será competencia de los
juzgados de cobranza laboral en caso de existir en el territorio jurisdiccional
correspondiente—;
– Las reclamaciones que procedan contra resoluciones dictadas por autoridades
administrativas en materias laborales, previsionales o de seguridad social; como, por
ejemplo, la reclamación judicial contra un acto administrativo dictado por la
Superintendencia de Seguridad Social que califica una patología que sufre un trabajador
como de origen laboral;
– Los juicios iniciados por el propio trabajador o sus sucesores, que busquen hacer
efectiva la responsabilidad contractual del empleador por los daños producidos como
consecuencia de accidentes del trabajo o enfermedades profesionales —ya que respecto
de la responsabilidad extracontractual se seguirán las reglas del art. 69 de la ley Nº 16.744
—; como en el caso de una demanda de indemnización de perjuicios por accidente del
trabajo con resultado de muerte; y
– Todas aquellas materias que las leyes entreguen a juzgados de letras con competencia
laboral.
3.6. Juzgados de Cobranza Laboral y Previsional
Los Juzgados de Cobranza Laboral y Previsional son tribunales especiales, de Derecho,
letrados, permanentes, unipersonales en su funcionamiento y colegiados en su
composición, que existen en las comunas del país que establece la ley y que conocen de
los juicios en que se demande el cumplimiento de las obligaciones que emanen de títulos
a los cuales las leyes laborales y de previsión o seguridad social otorguen mérito ejecutivo.
Entre los títulos ejecutivos laborales están las sentencias ejecutoriadas, la transacción,
conciliación y avenimiento, los finiquitos suscritos por trabajador y empleador y
autorizados por el Inspector del Trabajo u otro ministro de fe, las actas firmadas por las
partes y autorizadas por los Inspectores del Trabajo que den constancia de los acuerdos
alcanzados ante estos, y los originales de los instrumentos colectivos del trabajo (art. 464
del CdT).
3.6.1. Funcionamiento
De acuerdo con el art. 416 del CdT, en nuestro país existen cuatro juzgados de cobranza
laboral y previsional, en las comunas de Valparaíso, Concepción, San Miguel y Santiago.
Las funciones jurisdiccionales de estos tribunales están radicadas en sus jueces, los que,
pese a tratarse de tribunales colegiados en su composición, actúan de manera
independiente y son, por lo tanto, unipersonales en su funcionamiento (art. 419 del CdT),
correspondiéndoles exclusivamente llevar a cabo la sustanciación de asuntos ejecutivos,
mediante un procedimiento marcado por la escrituración. Cada tribunal tendrá el número
de jueces que determine la ley, conforme a lo que dispone el art. 416 del CdT:
“Existirá un Juzgado de Cobranza Laboral y Previsional, con asiento en cada una de las
siguientes comunas del territorio de la República, con el número de jueces y con la
competencia que en cada caso se indica:
a) Valparaíso, con dos jueces, con competencia sobre las comunas de Valparaíso, Juan
Fernández, Viña del Mar y Concón;
b) Concepción, con dos jueces, con competencia sobre las comunas de Concepción, Penco,
Hualqui, San Pedro de la Paz, Chiguayante, Talcahuano y Hualpén;
c) San Miguel, con dos jueces, con competencia sobre las comunas de San Joaquín, La
Granja, La Pintana, San Ramón, San Miguel, La Cisterna, El Bosque, Pedro Aguirre Cerda y
Lo Espejo, y
d) Santiago, con nueve jueces, con competencia sobre la provincia de Santiago, con
excepción de las comunas de San Joaquín, La Granja, La Pintana, San Ramón, San Miguel,
La Cisterna, El Bosque, Pedro Aguirre Cerda y Lo Espejo”.
Estos órganos funcionan de acuerdo con el procedimiento establecido en la Ley Nº 17.322
que contiene normas para la cobranza judicial de cotizaciones, aportes y multas de las
instituciones de seguridad social. Este consiste en un juicio ejecutivo caracterizado por las
atribuciones que se concede al juez y las limitaciones que se establece para la defensa del
demandado, sin perjuicio de que tiene aplicación supletoria las normas sobre el juicio
ejecutivo contenidas en el CPC (Academia Judicial de Chile, 2017, p. 105).
Es necesario mencionar, sin embargo, que en los territorios en los que no existe uno de
estos tribunales, las materias de su competencia serán de conocimiento de los juzgados
de letras del trabajo o de los juzgados de letras de competencia común, según
corresponda (arts. 421 y 422 del CdT).

Ejemplo de resolución judicial dictada en un juicio ejecutivo previsional


Valparaíso, diez de mayo de dos mil veintidós.
A lo principal: por interpuesta demanda ejecutiva, despáchese mandamiento de ejecución
y embargo en contra de SOCIEDAD EDUCACIONAL EDUTEC LTDA, representada legalmente
por doña MARÍA ANGÉLICA RAMÍREZ TOLEDO, por la suma de $ 188.706 (ciento ochenta y
ocho mil setecientos seis pesos), más reajustes, intereses, recargos y costas.
Al primer, quinto y sexto otrosíes: téngase presente.
Al segundo otrosí: por acompañados documentos, en la forma solicitada.
Al tercer otrosí: como se pide, ofíciese a la Tesorería General de la República para los
efectos de proceder a la retención a que se refiere el inciso primero del artículo 25 bis de
la ley 17.322, por la suma solicitada.
Al cuarto otrosí: como se pide, por vía de correo electrónico y solo respecto de las
resoluciones que deban notificarse personalmente o por cédula.
Se autoriza al receptor para notificar conforme lo dispone el artículo 44 Código de
Procedimiento Civil, una vez cumplidos los presupuestos que esta norma legal establece.
Cuantía: $ 188.706.
RIT: P35892022
RUC: 22302954676
Proveyó Don(a) Julio Andrés Fuentes Calderón, Juez Titular del Juzgado de Cobranza
Laboral y Previsional de Valparaíso.
En Valparaíso a diez de mayo de dos mil veintidós, se notificó por el estado diario la
resolución precedente.
En cuanto a las funciones administrativas, a estos tribunales les son aplicables las normas
del COT relativas a los juzgados de garantía y tribunales de juicio oral en lo penal, en
cuanto a la existencia del comité de jueces, juez presidente, administrador de tribunal y
organización administrativa de los juzgados. De esta forma, funcionan también con
unidades internas pero, a diferencia de los juzgados de letras del trabajo, no cuentan con
una unidad de sala, pues ante ellos no se llevan a cabo audiencias. En cambio, tienen una
unidad de “liquidación” encargada de realizar los cálculos para determinar el monto de las
deudas que se pretenden cobrar por intermedio del tribunal (con sus reajustes e
intereses). No existe diferencia respecto de las unidades de atención de público,
administración de causas y servicios (art. 12 de la Ley Nº 20.022).
3.6.2. Nombramiento, inhabilidades e incompatibilidades y subrogación
En estas materias rige lo mismo que respecto de los juzgados de letras del trabajo, es
decir, conforme al art. 418 del CdT, se aplicarán las normas de los juzgados de garantía. En
razón de ello, nos remitimos a lo indicado en el apartado 3.2.3.
3.6.3. Deberes y prohibiciones de los jueces de los juzgados de cobranza laboral y
previsional
Tienen los mismos deberes y prohibiciones correspondientes a todos los jueces, por lo que
nos remitimos a lo indicado en el apartado 3.1.5.
3.6.4. Materias que conocen los juzgados de cobranza laboral y previsional
El art. 421 del CdT entrega a estos órganos la competencia sobre los juicios “en que se
demande el cumplimiento de obligaciones que emanen de títulos a los cuales las leyes
laborales y de previsión o seguridad social otorguen mérito ejecutivo; y, especialmente, la
ejecución de todos los títulos ejecutivos regidos por la ley Nº 17.322, relativa a la cobranza
judicial de imposiciones, aportes y multas en los institutos de previsión”.
3.7. Tribunales unipersonales de excepción
Son tribunales de Derecho, letrados, accidentales y unipersonales, que conocen de los
asuntos que la ley expresamente les encomienda. Están regulados en el Título IV del COT,
denominado “De los Presidentes y Ministros de Corte como tribunales unipersonales” y,
como su nombre lo indica, el ejercicio de las funciones jurisdiccionales que les otorga la
ley va ligado necesariamente al cargo que se detenta, el que puede ser:
– Un Ministro de la Corte de Apelaciones respectiva, según el turno que ella fije (art. 50
del COT);
– El Presidente de la Corte de Apelaciones de Santiago (art. 51 del COT);
– Un Ministro de la Corte Suprema, designado por el tribunal (art. 52 del COT); y
– El Presidente de la Corte Suprema (artículo 53 del COT).
3.7.1. Funcionamiento
Los tribunales unipersonales de excepción poseen el mismo actuario y demás personal
auxiliar, así como el mismo territorio jurisdiccional, del tribunal del que forman parte
(Casarino, 2007, p. 88). Se nombran de acuerdo con un sistema de turnos que es
determinado por cada tribunal colegiado al que pertenece el respectivo ministro.
3.7.2. Materias que conocen los tribunales unipersonales de excepción
a) Un Ministro de la Corte de Apelaciones respectiva, según el turno que ella fije, conoce
en primera instancia de los siguientes asuntos (art. 50 del COT):
– Causas civiles en que sean parte o tengan interés el Presidente de la República, los ex
Presidentes de la República, los Ministros de Estado, Senadores, Diputados, miembros de
los Tribunales Superiores de Justicia, Contralor General de la República, Comandantes en
Jefe de las Fuerzas Armadas, General Director de Carabineros de Chile, Director General
de la Policía de Investigaciones de Chile, los Delegados Presidenciales Regionales,
Delegados Presidenciales Provinciales, Gobernadores Regionales, los Agentes
Diplomáticos chilenos, los Embajadores y los Ministros Diplomáticos acreditados con el
Gobierno de la República o en tránsito por su territorio, los Arzobispos, los Obispos, los
Vicarios Generales, los Provisores y los Vicarios Capitulares (para estos efectos, no se
considerará la circunstancia de ser accionista de sociedades anónimas las personas antes
mencionadas). En este caso, se refiere a causas en que sean parte las personas que
detentan estos cargos o condiciones, pero a título personal, como personas naturales y no
en razón del cargo que ocupan, como lo sería, por ejemplo, aquella en que se demanda el
cumplimiento de un contrato suscrito por un Delegado Presidencial Provincial como
particular;
– Demandas civiles interpuestas contra los jueces de letras, con el objeto de hacer
efectiva la responsabilidad civil resultante del ejercicio de sus funciones ministeriales. Esto
aplicaría, por ejemplo, cuando se busca que el juez correspondiente repare el daño
causado a un comprador —acción de indemnización de perjuicios— por haber suscrito
una escritura de adjudicación y compraventa en representación del dueño de un inmueble
y en el contexto de un remate judicial seguido ante el tribunal del cual él es juez titular, y
que luego fue declarada nula;
– Demás asuntos que otras leyes les encomienden. En este punto podemos mencionar lo
establecido por el art. 23 del DFL 5, que fija el texto refundido, coordinado y sistematizado
de la Ley Nº 17.997, Orgánica Constitucional del Tribunal Constitucional, de 10 de agosto
de 2010, que le otorga a un Ministro de la Corte de Apelaciones de Santiago, según el
turno que ella fije, la facultad de conocer en primera instancia de las causas civiles en las
que sean parte o tengan interés los miembros del Tribunal Constitucional.
b) El Presidente de la Corte de Apelaciones de Santiago conocerá, en primera instancia, de
los siguientes asuntos (art. 51 del COT):
– De las causas sobre amovilidad de los Ministros de la Corte Suprema, que buscan que
estos cesen en su cargo al declararse que no tienen el buen comportamiento exigido por
la Constitución Política; y
– De las demandas civiles que se entablen contra uno o más miembros de la Corte
Suprema o contra su fiscal judicial, con el objeto de hacer efectiva su responsabilidad por
actos cometidos en el desempeño de sus funciones, lo que se daría, por ejemplo, cuando
alguno de ellos fuera demandado de indemnización de perjuicios por los daños
ocasionados por alguna actuación ilegítima que hayan realizado en el ejercicio de sus
funciones.
Las apelaciones y recursos de casación interpuestos en contra de las resoluciones dictadas
por este tribunal serán conocidas por el Pleno de la misma Corte de Apelaciones de
Santiago (art. 66 inc. 6º del COT).
c) Un Ministro de la Corte Suprema, designado por el Tribunal conoce, en primera
instancia, de los siguientes asuntos (art. 52 del COT):
– De las causas suscitadas entre la Corporación de ventas de salitre y yodo de Chile y las
empresas adheridas o que en el futuro se adhieran o que se retiren de la misma;
– De los delitos de jurisdicción de los tribunales chilenos, cuando puedan afectar las
relaciones internacionales de la República con otro Estado;
– De la extradición pasiva, la que ocurre cuando en nuestro país se encuentra una
persona extranjera, imputada por un delito o condenada a una pena privativa de libertad
superior a un año de duración, y el país del cual es nacional solicita su entrega;
– De los demás asuntos que otras leyes le encomienden.
d) El Presidente de la Corte Suprema conocerá, en primera instancia, de los siguientes
asuntos (art. 53 del COT):
– De las causas sobre amovilidad de los Ministros de las Cortes de Apelaciones, es decir,
aquellas que pretenden obtener la declaración de que no tienen el buen comportamiento
exigido para permanecer en sus cargos. Estas causas serán conocidas en segunda instancia
por el Pleno de la Corte Suprema (art. 96 Nº 3 del COT);
– De las demandas civiles entabladas contra uno o más miembros o fiscales judiciales de
las Cortes de Apelaciones, con el objeto de hacer efectiva su responsabilidad por actos
cometidos en el desempeño de sus funciones. Nuevamente se trataría de una demanda
civil de indemnización de perjuicios, que busca se reparen los daños ocasionados por un
actuar ilegítimo en el ejercicio de sus funciones;
– De las causas de presas (es decir, aquellas que buscan decidir si deberán o no
permanecer confiscados las embarcaciones y/o sus cargas, pertenecientes a Estados
enemigos o incluso neutrales, que fueron detenidas por las fuerzas marítimas de un
Estado en caso de guerra) y demás que deban juzgarse con arreglo al Derecho
internacional; y
– De los demás asuntos que otras leyes entreguen a su conocimiento.
De las demandas civiles para hacer efectiva la responsabilidad de miembros o fiscales
judiciales de las Cortes de Apelaciones, de las causas de presas y demás que deban
juzgarse con arreglo al Derecho internacional, conocerá en segunda instancia una de las
salas de la Corte Suprema (art. 98 Nº 6 del COT). En contra de las sentencias que dicte la
Corte Suprema no procederán los recursos de casación en la forma ni en el fondo (art. 53
inc. final del COT).
3.8. Cortes de Apelaciones
Son tribunales ordinarios, de Derecho, letrados, permanentes, colegiados y superiores,
que, por regla general, conocen de los asuntos en segunda instancia y tienen competencia
sobre una región determinada, parte de ella o sobre el territorio que excede a una región.
Reciben la denominación de “Corte de Apelaciones” desde la Constitución de 1823, pues
anteriormente se denominaron Tribunal de Apelaciones (Reglamento Constitucional
Provisorio de 1812) y Cámara de Apelaciones (Constitución Política del Estado de Chile de
1822), aunque su primera expresión se encuentra en la Real Audiencia establecida en
1565 en Concepción (Pereira, 1996, p. 309). Tienen, junto con la Corte Suprema, la calidad
de tribunal superior de justicia, tal como ya se contemplaba en la Constitución Política de
1833 (art. 38 Nº 2). Además, podemos señalar que se trata de tribunales de competencia
común, ya que conocen de toda clase de asuntos, sin importar su naturaleza (Casarino,
2007, p. 92).
Existen diecisiete Cortes de Apelaciones en nuestro país, las que tienen su asiento en las
comunas de Arica, Iquique, Antofagasta, Copiapó, La Serena, Valparaíso, Santiago, San
Miguel, Rancagua, Talca, Chillán, Concepción, Temuco, Valdivia, Puerto Montt, Coihaique
y Punta Arenas (art. 54 del COT). El territorio jurisdiccional de cada una de ellas está
establecido en el art. 55 del COT y tienen un número variable de jueces —establecido en
el art. 56 del mismo cuerpo legal—, llamados ministros (art. 57 del COT), quienes reciben
el tratamiento honorífico de “Su Señoría Ilustrísima” o bien “Usía Ilustrísima”, tal como
prevé el art. 306 del COT (Oberg y Manso, 2011, p. 73).
Cada Corte de Apelaciones es regida por un Presidente, quien ejerce el cargo durante un
año, iniciando cada 1 de marzo. Los miembros de la Corte se turnan para desempeñar este
cargo, por orden de antigüedad (art. 57 del COT). Además, las Cortes de Apelaciones
tienen fiscales judiciales, relatores y secretarios, de acuerdo al número que determine la
ley (arts. 58, 59 y 60 del COT), y abogados integrantes que pasan a formar parte de las
salas en el funcionamiento extraordinario, que revisaremos más adelante.
Finalmente, a través del Acta 44-2015, dictada por el Pleno de la Corte Suprema el 13 de
marzo de 2015, se estableció un nuevo modelo de gestión administrativa en las Cortes de
Apelaciones. Este nuevo modelo implementa el cargo de Administrador, a quien le
corresponderá el manejo administrativo del tribunal, la elaboración de planes de apoyo, la
optimización de los recursos humanos y la mejora de la entrega del servicio de
administración de justicia. En este contexto, además, se creó un Comité de Ministros, que
apoya al Presidente del mismo tribunal, y se implementaron unidades administrativas en
las áreas de causas, salas, control de gestión, servicios, atención de público, asuntos
administrativos y pleno, coordinación con tribunales de primera instancia y presidencia.
3.8.1. Funcionamiento
Las Cortes de Apelaciones pueden funcionar en salas o en pleno. En cuanto al
funcionamiento en salas, el art. 61 del COT dispone el número de salas con el contará cada
Corte. Cada sala, que representa a la Corte en los asuntos de que conoce (art. 66 inc. 2º
del COT), estará conformada por tres ministros, a excepción de la primera, que se
conformará por cuatro. Los miembros de cada una, para el funcionamiento ordinario, se
sortean anualmente el primer día hábil de diciembre del año anterior al funcionamiento,
pero el Presidente de la Corte debe quedar incorporado a la primera, siendo facultativo
para él integrarla efectivamente.
Existe una norma especial para la Corte de Apelaciones de Santiago en materia tributaria y
aduanera, que señala que se debe designar una de sus salas para que conozca
exclusivamente de estos asuntos (art. 66 inc. 7º del COT). Para ello, cada dos años y
mediante auto acordado, la misma Corte designará a los ministros que la integrarán,
quienes deben poseer conocimientos especializados en la materia, acreditables con la
realización de cursos de perfeccionamiento o postgrados (art. 61 del COT).
De esta manera, las Cortes de Apelaciones conocen de los asuntos de su competencia en
las salas en que se dividen, salvo que la ley disponga expresamente que deben conocer en
pleno (art. 66 del COT). En este sentido, para que conozca el pleno de la Corte se requerirá
que, a lo menos, concurra la mayoría absoluta de los miembros que la componen (art. 67
del COT). En este caso, sin embargo, no se considerará a los abogados integrantes,
quienes se estiman jueces, pero no miembros del tribunal (Pereira, 1996, p. 318).
Además de estas formas de conocer de los asuntos de su competencia, las Cortes de
Apelaciones tienen un funcionamiento ordinario y uno extraordinario. El primero se
refiere a la forma de conocer en salas a la que ya nos referimos anteriormente, es decir,
integradas por tres o cuatro ministros, funcionado en cada Corte la cantidad de salas que
indica el art. 61 del COT. Sin embargo, además existe un funcionamiento extraordinario,
que opera cuando hay retardo, entendiéndose que esto sucede cuando dividido el total de
causas en estado de tabla y de apelaciones que deban conocerse en cuenta por el número
de salas, el cociente es superior a 100 (p. ej., si hay 300 causas en estado de tabla en la
Corte de Apelaciones de Talca que tiene 2 salas, el cociente será 150, por lo que, al ser
superior a 100, existe retardo y procede el funcionamiento extraordinario). En este caso,
la Corte formará un mayor número de salas del que normalmente le corresponde (Oberg y
Manso, 2011, p. 90), las que serán integradas también por fiscales judiciales o abogados
integrantes, pudiendo además nombrarse relatores interinos cuando estos no bastaren
(art. 62 del COT).
En cuanto a la tramitación de los asuntos, las Cortes de Apelaciones resuelven los asuntos
sometidos a su conocimiento de dos formas: en cuenta o previa vista de la causa (art. 68
del COT). Ambas formas de conocimiento se rigen por las reglas contenidas en el CPC y
CPP, según corresponda (art. 71 del COT). Cuando la Corte resuelve “en cuenta”, significa
que la información se entrega a sus miembros de forma privada y sin formalidad alguna,
ya sea por el relator o el secretario de la misma (Oberg y Manso, 2011, p. 76).
En cambio, las Cortes resuelven “previa vista de la causa” cuando, para fallar un asunto, se
requiere el cumplimiento de una serie de trámites contemplados en la ley
(específicamente en los arts. 162 a 166 y 222 a 230 del CPC) los que conforman la “vista
de la causa”. Esta comienza con la dictación del decreto “autos en relación”, el que se
notificará a las partes por el estado diario. Luego de esto, la causa quedará en estado de
tabla. Más tarde, el Presidente de la Corte de Apelaciones formará el último día hábil de
cada semana, una tabla por cada una de las salas que conforman la Corte, que indica los
asuntos que, estando en estado de relación —esto es, previamente revisados y
certificados así por el relator correspondiente— se verán durante la semana siguiente (art.
69 del COT). Sin perjuicio de ello, existen excepciones respecto de los recursos de amparo
y las apelaciones relativas a la libertad de los imputados u otras medidas cautelares
personales en su contra, las que serán vistas por la sala que haya conocido por primera
vez del recurso o de la apelación, o que hubiere sido designada para tal efecto aunque no
hubiere entrado a conocerlos.

Ejemplo de tabla de Corte de Apelaciones

Para formar estas tablas, las causas se agregan tan pronto como estén en estado y por el
orden de su conclusión, sin prejuicio de lo cual existen materias que cuentan con
preferencia para su colocación, tal como lo indica el inc. 2º del art. 162 del CPC:
“Exceptúanse las cuestiones sobre deserción de recursos, depósito de personas, alimentos
provisionales, competencia, acumulaciones, recusaciones, desahucio, juicios sumarios y
ejecutivos, denegación de justicia o de prueba y demás negocios que por la ley, o por
acuerdo del tribunal fundado en circunstancias calificadas, deban tener preferencia, las
cuales se antepondrán a los otros asuntos desde que estén en estado”.
Además, existen materias que deben ser agregadas extraordinariamente a la tabla
correspondiente, las que se encuentran señaladas en el art. 69 del COT:
“Serán agregados extraordinariamente a la tabla del día siguiente hábil al de su ingreso al
tribunal, o el mismo día, en casos urgentes:
1º Las apelaciones relativas a la prisión preventiva de los imputados u otras medidas
cautelares personales en su contra;
2º Los recursos de amparo, y
3º Las demás que determinen las leyes.
Se agregarán extraordinariamente, también, las apelaciones de las resoluciones relativas
al auto de procesamiento señaladas en el inciso cuarto, en causas en que haya procesados
privados de libertad. La agregación se hará a la tabla del día que determine el Presidente
de la Corte, dentro del término de cinco días desde el ingreso de los autos a la Secretaría
del Tribunal”.
Llegado el día en que, según lo indicado por la tabla, debe verse alguna causa, lo primero
que debe ocurrir es la instalación del tribunal. Esta es realizada por el Presidente de la
Corte quien debe llamar, si es necesario, a los funcionarios que deben integrarla,
levantando acta al efecto en la que conste el nombre de los ministros asistentes y de los
que no concurren con indicación del motivo. Esta acta debe, además, ser autorizada por el
secretario (art. 90 Nº 2 del COT).
Instalado el tribunal procede el trámite del anuncio, el que puede referirse a varias
situaciones:
– A la comunicación que realizan los abogados al relator, antes del comienzo de la
jornada, de que se presentarán a alegar en una causa determinada y por cuánto tiempo lo
harán (obviamente sin superar los tiempos máximos establecidos por la ley);
– A la comunicación que hace el relator de las causas que se verán efectivamente aquel
día, de las suspendidas (por alguna de las razones contenidas en el art. 165 del CPC) y de
las que por cualquier motivo no se verán (art. 373 del COT);
– También se refiere al acto que hace el relator de la causa en que da noticia de la causa
que se verá a continuación; y
– A la fijación en un lugar visible de la causa que se está viendo en ese mismo instante.
Al iniciar la vista de la causa, se realiza la relación de la misma (art. 223 del CPC), que es el
trámite a través del cual el relator (art. 372 Nº 4 del COT) da a conocer a los miembros de
la sala de qué trata el asunto que deben resolver, realizando un resumen de la causa a
través de una exposición metódica del contenido del expediente, de manera tal que los
ministros queden enteramente instruidos del asunto sometido a su conocimiento (art. 374
del COT). Además de la relación, los relatores deben dar cuenta de todo vicio u omisión
sustancial, falta o abuso que notaren en los procesos (art. 373 del COT). Terminada la
relación, los abogados —que se hubieren anunciado previamente con el relator— deben
realizar sus alegatos (art. 223 del CPC), que consisten en las defensas orales que estos
realizan en audiencia pública frente a los miembros de la sala.
Todos los actos constitutivos de la vista de la causa se consideran la “citación para
sentencia” en segunda instancia, de modo que, si alguno de ellos se omite, se podría pedir
la nulidad de la sentencia vía recurso de casación en la forma (Casarino, 2007, p. 106).
Es importante tener presente que, a propuesta del Presidente de la Corte, aprobado por el
pleno por resolución fundada en razones de buen servicio y con el objeto de precaver la
eficiencia del sistema judicial para garantizar el acceso a la justicia o la vida o integridad de
las personas, se podrá autorizar un sistema de funcionamiento excepcional que permita
realizar la vista de la causa por medios remotos a través de videoconferencia. Este sistema
tendrá una duración máxima de un año, prorrogable por una sola vez y por el mismo
período, sin necesidad de nueva solicitud (art. 68 bis del COT).
En esa perspectiva, el art. 16 transitorio de la Ley Nº 21.934 estableció la posibilidad de
realizar alegatos por vía telemática, lo que actualmente es de uso general en todas las
Cortes del país. Adicionalmente, estas actuaciones están reglamentadas por el Acta 271-
2021 de la Corte Suprema, de 13 de diciembre de 2021, que fijó el Auto acordado sobre
audiencias y vista de causas por videoconferencia.
Además, los letrados —y la ciudadanía en general— pueden conocer la instalación de las
salas y su integración, presenciar las relaciones y alegatos a través del “Monitor de Salas”
disponible en la página web del Poder Judicial en el link: http//salas.pjud.cl.
Una vez terminada la vista de la causa, esta puede fallarse inmediatamente o bien, cuando
alguno de los miembros del tribunal requiera estudiar con más detenimiento el asunto,
quedar en acuerdo (art. 82 del COT). Además de este motivo, la causa puede “quedar en
acuerdo” —es decir, no es fallada de inmediato— porque el tribunal decretó una medida
para mejor resolver (art. 159 del CPC) o porque se ha solicitado un informe en Derecho
(art. 228 del CPC). Se ha dicho que el acuerdo es “el estudio, la discusión y la adopción del
fallo por parte de un tribunal colegiado” (Casarino, 2007, p. 107); el mecanismo para
formar la voluntad plural que manifiesta la Corte y que consiste en el fallo (Bordalí, 2020,
p. 314); y la discusión privada del tribunal sobre el negocio que conocen, tendientes a
obtener el fallo o resolución de dicho asunto y que se otorga por medio de la valoración
de los jueces hasta obtener la mayoría legal (Oberg y Manso, 2011, p. 80).
Es importante mencionar que la forma en la que se adoptan los acuerdos en los tribunales
colegiados se encuentra regulada expresamente por la ley, en el art. 83 del COT:
“En los acuerdos de los tribunales colegiados, después de debatida suficientemente la
cuestión o cuestiones promovidas, se observarán las reglas siguientes para formular la
resolución:
1º) Se establecerán primeramente con precisión los hechos sobre que versa la cuestión
que debe fallarse, sin entrar en apreciaciones ni observaciones que no tengan por
exclusivo objeto el esclarecimiento de los hechos;
2º) Si en el debate se hubiere suscitado cuestión sobre la exactitud o falsedad de uno o
más de los hechos controvertidos entre las partes, cada una de las cuestiones suscitadas
será resuelta por separado;
3º) La cuestión que ya hubiere sido resuelta servirá de base, en cuanto la relación o
encadenamiento de los hechos lo exigiere, para la decisión de las demás cuestiones que
en el debate se hubieren suscitado;
4º) Establecidos los hechos en la forma prevenida por las reglas anteriores, se procederá a
aplicar las leyes que fueren del caso, si el tribunal estuviere de acuerdo en este punto;
5º) Si en el debate se hubieren suscitado cuestiones de derecho, cada una de ellas será
resuelta por separado, y las cuestiones resueltas servirán de base para la resolución de las
demás; y
6º) Resueltas todas las cuestiones de hecho y de derecho que se hubieren suscitado, las
resoluciones parciales del tribunal se tomarán por base para dictar la resolución final del
asunto”.
Por último, debemos señalar que en cada Corte existirá una sala tramitadora, encargada,
como su nombre lo indica, de dar tramitación a los asuntos que ella reciba. En aquellas
Cortes con más de una sala, la encargada de esta tarea será la primera. Ahora bien, para
dictar diligencias de mera substanciación, es decir, aquellas que solo dan curso progresivo
a los autos, sin decidir ni prejuzgar ninguna cuestión debatida entre las partes, bastará un
solo ministro. Sin embargo, cuando una sala ya esté conociendo de un asunto,
corresponderá a esta dictar dichas providencias (art. 70 del COT).
3.8.2. Nombramiento
Los ministros y fiscales judiciales de las Cortes de Apelaciones son nombrados por el
Presidente de la República, a propuesta en terna de la Corte Suprema (art. 78 de la CPR).
Los requisitos para ser ministro o fiscal de Corte de Apelaciones están contenidos en el
art. 253 del COT, en los siguientes términos:
“Para ser ministro o fiscal judicial de Corte de Apelaciones se requiere:
1º Ser chileno;
2º Tener el título de abogado, y
3º Cumplir, tratándose de miembros del Escalafón Primario, con los requisitos que se
establecen en la letra a) del artículo 284, y haber aprobado el programa de
perfeccionamiento profesional para ser ministro de Corte de Apelaciones. En ningún caso
podrá ser ministro de Corte de Apelaciones quien no haya desempeñado, efectiva y
continuadamente, la función de juez letrado, por un año a lo menos. Lo anterior es sin
perjuicio de lo dispuesto en el artículo 280.
Iguales requisitos se requerirán para ser designado secretario de la Corte Suprema”.
3.8.3. Inhabilidades e incompatibilidades
No pueden ser ministros de una misma Corte de Apelaciones los parientes consanguíneos
o afines en línea recta, ni los parientes colaterales hasta el segundo grado de
consanguinidad o afinidad, inclusive (art. 258 del COT).
No puede ser nombrado ministro de Corte de Apelaciones —ni siquiera ser incluido en la
terna elaborada para tal efecto— quien se encuentre ligado por matrimonio o acuerdo de
unión civil o tenga parentesco por consanguinidad hasta el tercer grado, por afinidad
hasta el segundo grado, o por adopción, con un ministro o fiscal judicial de la Corte
Suprema (art. 259 del COT).
Ahora bien, si se diera el caso en que dos miembros de un mismo tribunal contrajeren
matrimonio, celebraren un acuerdo de unión civil o pasaren a tener alguno de los grados
de parentesco antes indicados, estando ya en funciones, uno de ellos deberá ser
trasladado a un cargo de igual jerarquía (art. 259 del COT).
3.8.4. Subrogación
Si faltare alguno de los miembros de una Corte de Apelaciones o este fuere inhabilitado,
quedando una sala sin el número de jueces necesario para conocer y resolver de los
asuntos, esta sala se integrará con otros miembros no inhabilitados del mismo tribunal,
con sus fiscales y con los abogados que se designen anualmente para este objeto, en este
mismo orden. Sin embargo, las salas no podrán funcionar con mayoría de abogados
integrantes, tanto en el funcionamiento ordinario como en el extraordinario (art. 215 del
COT). En el caso de la Corte de Apelaciones de Santiago, sus salas se integrarán
preferentemente con miembros de las salas que se compongan de cuatro, según el orden
de antigüedad.
Ahora bien, si en una sala de Corte de Apelaciones no quedare ningún miembro hábil, se
deferirá el conocimiento del asunto a otra de sus salas. Si la inhabilidad o el impedimento
afectare a todos sus miembros, pasará el asunto a la Corte de Apelaciones que deba
subrogarla, conforme a lo dispuesto en el art. 216 del COT:
“Se subrogarán recíprocamente las Cortes de Apelaciones de Arica con la de Iquique; la de
Antofagasta con la de Copiapó; la de La Serena con la de Valparaíso; la de Santiago con la
de San Miguel; la de Rancagua con la Talca; la de Chillán con la de Concepción y la de
Temuco con la de Valdivia.
La Corte de Apelaciones de Puerto Montt será subrogada por la de Valdivia.
La Corte de Apelaciones de Punta Arenas lo será por la Puerto Montt.
La Corte de Apelaciones de Coihaique será subrogada por la de Puerto Montt.
En los casos en que no puedan aplicarse las reglas precedentes, conocerá la Corte de
Apelaciones cuya sede esté más próxima a la de la que debe ser subrogada”.
3.8.5. Deberes y prohibiciones de los ministros de Corte de Apelaciones
Los ministros de las Cortes de Apelaciones tienen los mismos deberes y prohibiciones que
los jueces de letras, por lo que en este punto nos remitimos a lo señalado en el apartado
3.1.5.
3.8.6. Materias que conocen las Cortes de Apelaciones
Las Cortes de Apelaciones, a pesar de ser consideradas por antonomasia los tribunales de
segundo grado (Pereira, 1996, p. 310), conocen asuntos en única, primera y segunda
instancia, de acuerdo con lo señalado en el art. 63 del COT:
“Las Cortes de Apelaciones conocerán:
1º En única instancia:
a) De los recursos de casación en la forma que se interpongan en contra de las sentencias
dictadas por los jueces de letras de su territorio jurisdiccional o por uno de sus ministros, y
de las sentencias definitivas de primera instancia dictadas por jueces árbitros.
b) De los recursos de nulidad interpuestos en contra de las sentencias definitivas dictadas
por un tribunal con competencia en lo criminal, cuando corresponda de acuerdo a la ley
procesal penal;
c) De los recursos de queja que se deduzcan en contra de jueces de letras, jueces de
policía local, jueces árbitros y órganos que ejerzan jurisdicción, dentro de su territorio
jurisdiccional;
d) De la extradición activa, y
e) De las solicitudes que se formulen, de conformidad a la ley procesal, para declarar si
concurren las circunstancias que habilitan a la autoridad requerida para negarse a
proporcionar determinada información, siempre que la razón invocada no fuere que la
publicidad pudiere afectar la seguridad nacional.
2º En primera instancia:
a) De los desafueros de las personas a quienes les fueren aplicables los incisos segundo,
tercero y cuarto del artículo 58 de la Constitución Política;
b) De los recursos de amparo y protección, y
c) De los procesos por amovilidad que se entablen en contra de los jueces de letras, y
d) De las querellas de capítulos.
3º En segunda instancia:
a) De las causas civiles, de familia y del trabajo y de los actos no contenciosos de que
hayan conocido en primera los jueces de letras de su territorio jurisdiccional o uno de sus
ministros, y
b) De las apelaciones interpuestas en contra de las resoluciones dictadas por un juez de
garantía.
4º De las consultas de las sentencias civiles dictadas por los jueces de letras.
5º De los demás asuntos que otras leyes les encomienden”.
Revisaremos ahora estos y otros asuntos que son conocidos por las Cortes de Apelaciones:
1. En única instancia:
Uno de los asuntos que las Cortes de Apelaciones conocen en única instancia, es el
recurso de casación en la forma interpuesto en contra de las sentencias dictadas por los
juzgados de letras, por los ministros de las mismas Cortes actuando como jueces
unipersonales de excepción o por jueces árbitros. Este es un recurso extraordinario que
busca invalidar determinadas sentencias judiciales (art. 766 del CPC) por causales
específicas previstas en la ley (art. 768 del CPC), las que tienen relación con vicios
cometidos en la tramitación del procedimiento o en el pronunciamiento de la sentencia.
Por otro lado, también se conocen en única instancia los recursos de nulidad penal, que
buscan invalidar el juicio oral, total o parcialmente, en conjunto con la sentencia
definitiva, o solo esta última, de acuerdo con las causales expresamente previstas por la
ley (art. 372 del CPP). Específicamente, la Corte de Apelaciones conocerá de los recursos
fundados en las causales del art. 373 letra b) —siempre que no existan diversas
interpretaciones en fallos de los tribunales superiores— y en las del art. 374, ambos del
Código Procesal Penal (art. 376 del CPP).
Otra de las materias que las Cortes de Apelaciones conocen en única instancia, son los
recursos de queja, que tienen por finalidad “corregir las faltas o abusos graves cometidos
en la dictación de resoluciones de carácter jurisdiccional” (art. 545 del COT). Este recurso
solo procede respecto de sentencias interlocutorias que pongan término al juicio o hagan
imposible su continuación o de sentencias definitivas, y, en ambos casos, que no sean
susceptibles de recurso alguno.
Las Cortes de Apelaciones conocen también en única instancia de la extradición activa, la
que se genera en un procedimiento penal en que se ha formalizado por un delito cuya
pena privativa de libertad mínima excede de un año y el imputado se encuentra en el
extranjero. En este caso, el Ministerio Público —o el querellante, si no lo hiciera el primero
— debe solicitar al juez de garantía que eleve los antecedentes a la Corte de Apelaciones
para que esta, si lo estima procedente, ordene que sea solicitada la extradición del
imputado. Lo mismo se aplica para los crímenes o simple delitos contemplados en el art.
6º del COT o cuando se pretende hacer cumplir en el país una sentencia que condena a
una pena privativa de libertad cuyo cumplimiento efectivo es superior a un año (art. 431
del CPP). Una vez recibidos los antecedentes, la Corte de Apelaciones fija una audiencia a
la cual se cita al Ministerio Público, al querellante en su caso, y al defensor del imputado,
en la que se realiza una relación de los antecedentes y se concede la palabra a estos
intervinientes (art. 433 del CPP). Finalizada la audiencia, la Corte resolverá sobre la
solicitud de extradición, decisión contra la que no procede recurso alguno (art. 435 del
CPP).
Otro asunto que se conoce en única instancia es la recusación de un juez de letras,
conforme a lo dispuesto en el art. 204 del COT. Además, la Corte de Apelaciones de
Santiago conoce de la recusación de uno o más miembros de la Corte Suprema. Las
sentencias dictadas en los incidentes de recusación son inapelables (art. 205 del COT).
Además de estos, se conocen en única instancia las contiendas de competencia (art. 192
del COT), las que “serán resueltas por el tribunal que sea superior común de los que estén
en conflicto” (art. 190 del COT). Conforme con esta norma, las Cortes de Apelaciones
conocerán entonces de las contiendas de competencia suscitadas entre los tribunales
inferiores y de los jueces árbitros de primera, segunda o única instancia. Las contiendas
suscitadas entre tribunales especiales o entre estos y tribunales ordinarios, serán también
resueltas por la Corte de Apelaciones de la cual dependan ambos o, en caso de que
dependan de distintas Cortes, de la Corte de Apelaciones que sea superior jerárquico del
tribunal que haya prevenido en el conocimiento del asunto (art. 191 del COT).
Las Cortes de Apelaciones conocen también en única instancia de los recursos de hecho
interpuestos en contra de resoluciones dictadas por tribunales inferiores, que otorgan un
recurso de apelación en el solo efecto devolutivo, debiendo concederlo también en el
suspensivo; en ambos efectos, cuando debió haberse concedido solo en el efecto
devolutivo; cuando una apelación concedida sea improcedente (art. 196 del CPC); o
cuando se deniega un recurso de apelación que ha debido concederse (art. 203 del CPC).
Estos recursos buscan que se enmiende, con arreglo a Derecho, la resolución pronunciada
erróneamente sobre el otorgamiento o denegación del recurso de apelación.
Por último, conoce también en única instancia de las solicitudes formuladas con el objeto
de que se declarare si concurren o no las circunstancias que habilitan a la autoridad
requerida para negarse a proporcionar determinada información, siempre que la razón
invocada no fuere que la publicidad pudiere afectar la seguridad nacional, todo ello en
virtud del art. 28 de la Ley Nº 20.285, sobre acceso a la información pública.
2. En primera instancia:
Las Cortes de Apelaciones conocen de varios asuntos en primera instancia, es decir, de
aquellos en que su resolución es susceptible de recurso de apelación, generalmente ante
la Corte Suprema.
En primer lugar, podemos mencionar el desafuero, que consiste en la autorización previa
realizada por la Corte de Apelaciones de la jurisdicción correspondiente, de que se forme
una causa penal en contra de un senador, diputado, gobernador regional, delegado
presidencial regional o delegado presidencial provincial (arts. 416 y 423 del CPP), los que,
de acuerdo a lo dispuesto en el art. 61 de la CPR, no pueden ser acusados o privados de
libertad salvo en el caso de delito flagrante y siempre que el tribunal de alzada
correspondiente autorice previamente la formación de la causa.
Esta materia se encuentra regulada en el art. 416 del CPP y ordena que el fiscal, si
estimare que procede formular acusación por crimen o simple delito o quisiere solicitar al
juez de garantía la prisión preventiva u otra medida cautelar sobre una de estas personas,
remita los antecedentes a la Corte de Apelaciones correspondiente para que, si esta halla
mérito, declare que ha lugar a la formación de la causa. Lo mismo ocurre en caso de un
delito de acción penal privada, caso en el que quien debe realizar tal solicitud es el
querellante, antes de que se admita a tramitación su querella por el juez de garantía.
Otros asuntos conocidos por las Cortes de Apelaciones en primera instancia son las
acciones constitucionales de protección y amparo —mal llamados “recursos”—, los que se
encuentran regulados en los arts. 20 y 21 de la CPR.
El primero procede cuando existe una privación, perturbación o amenaza, por causa de
actos u omisiones arbitrarios o ilegales, del ejercicio legítimo de los derechos y garantías
establecidos en los números 1º, 2º, 3º inciso quinto, 4º, 5º, 6º, 8º —cuando el derecho a
vivir en un medio ambiente libre de contaminación sea afectado por un acto u omisión
ilegal imputable a una autoridad o persona determinada—, 9º inciso final, 11º, 12º, 13º,
15º, 16º en lo relativo a la libertad de trabajo y al derecho a su libre elección y libre
contratación, y a lo establecido en el inciso cuarto, 19º, 21º, 22º, 23º, 24º y 25º, todos del
art. 19 de la misma Constitución. Una vez interpuesto, la Corte adoptará de inmediato las
providencias necesarias para restablecer el imperio del Derecho y asegurar la debida
protección del afectado.
La acción de amparo, por su parte, procede respecto de todo individuo que se halle
arrestado, detenido o preso, con infracción de lo dispuesto en la Constitución o en las
leyes, o en favor de toda persona que ilegalmente sufra cualquiera otra privación,
perturbación o amenaza en su derecho a la libertad personal y seguridad individual. Busca
que se ordene se guarden las formalidades legales y se adopten de inmediato las
providencias necesarias para restablecer el imperio del Derecho y asegurar la debida
protección del afectado.
También, las Cortes de Apelaciones conocen en primera instancia del amparo económico,
regulado en la Ley Nº 18.971. Consiste en una acción por medio de la cual se denuncia una
infracción al art. 19 Nº 21 de la CPR, sin que sea necesario tener interés actual en los
hechos denunciados. Su procedimiento es el mismo que el establecido para el recurso de
amparo y es susceptible de recurso de apelación para ante la Corte Suprema (art. único
Ley Nº 18.971).
Otro asunto conocido en primera instancia son los juicios de amovilidad de los jueces, en
los que se declara que expira el cargo del juez, ya que este no cuenta con el buen
comportamiento que la CPR exige para permanecer en el cargo (art. 332 Nº 4 del COT).
Por cierto, basta la sentencia de primera instancia, dictada por la Corte de Apelaciones,
para que el juez sea suspendido de sus funciones (art. 335 Nº 2 del COT).
Por último, las Cortes de Apelaciones conocen en primera instancia de las querellas de
capítulos, que buscan hacer efectiva la responsabilidad criminal de jueces, fiscales
judiciales y del Ministerio Público, por los actos que impliquen una infracción penada por
la ley y que han ejecutado en el ejercicio de sus funciones (art. 424 del CPP).
3. En segunda instancia:
En primer lugar, conocen de los recursos de apelación interpuestos en contra de
resoluciones dictadas por los tribunales inferiores (civiles, laborales y de familia, según
corresponda). Además, conocen de los recursos de apelación interpuestos en contra de
las sentencias definitivas o de las resoluciones que hagan imposible la continuación del
juicio, que se dicten en los procedimientos seguidos ante los juzgados de policía local (art.
32 de la Ley Nº 18.287).
En materia penal, debemos señalar en primer lugar que las resoluciones dictadas por el
TJOP son inapelables (art. 364 del CPP). Sin embargo, las resoluciones dictadas por el juez
de garantía son apelables cuando pusieren término al procedimiento o hicieren imposible
su prosecución o lo suspendieren por más de treinta días, y cuando la ley lo señala
expresamente (art. 370 del CPP). Y son estas apelaciones las que conoce la Corte de
Apelaciones respectiva en segunda instancia.
Como ejemplos de resoluciones que la ley señala expresamente como apelables en
materia penal, encontramos la que decreta el sobreseimiento, sea definitivo o temporal
(art. 253 del CPP); la sentencia dictada en el procedimiento abreviado (art. 414 del CPP); la
resolución que declara inadmisible la querella (art. 115 del CPP); la resolución que declara
el abandono de la querella (art. 120 inc. final del CPP); la resolución que ordena,
mantiene, niega lugar o revoca la prisión preventiva cuando se ha dictado en audiencia
(art. 149 del CPP); la que niega o da lugar a medidas cautelares reales (art. 158 del CPP); la
resolución que falla las excepciones de previo y especial pronunciamiento de
litispendencia, incompetencia y falta de autorización para proceder criminalmente (art.
271 del CPP); la que se pronuncia acerca de la suspensión condicional del procedimiento
(art. 237 del CPP); y, el auto de apertura de juicio oral —aunque solo es recurrible por el
Ministerio Público y debido a que se han excluidos pruebas por considerarse que
provienen de actuaciones o diligencias que hubieren sido declaradas nulas u obtenidas
con inobservancia de garantías fundamentales— (art. 277 del CPP).
4. Otros asuntos que conoce la Corte de Apelaciones:
Las Cortes de Apelaciones conocen también del trámite de consulta, que consiste en que
una sentencia, dictada por un tribunal inferior, es revisada por su superior jerárquico en el
caso en que no lo haya sido por la vía del recurso de apelación. Tiene su fundamento en
razones de orden público y, actualmente, solo se aplica en casos muy específicos, como en
los juicios de hacienda (Casarino, 2007, p. 96).
3.9. Corte Suprema
Es un tribunal ordinario, de Derecho, letrado, permanente y colegiado, que posee la
jerarquía más alta de todos los tribunales de la República y que, como tal, ejerce la
superintendencia directiva, correccional y económica sobre todos ellos —exceptuando al
Tribunal Constitucional, el Tribunal Calificador de Elecciones y los Tribunales Electorales
Regionales— (art. 82 de la CPR). Al ubicarse en la cúspide del orden jurisdiccional, es
garante del respeto a los derechos fundamentales y la correcta y uniforme aplicación de la
Constitución y las leyes (Casarino, 2007, p. 114). En cuanto al territorio, la Corte Suprema
“tiene la plenitud de la competencia territorial, de modo que el factor territorio de la
competencia no tiene aplicación en lo que a ella respecta” (Colombo, 2017, p. 409).
Su origen se remonta al Reglamento de Administración de Justicia de 1811, con el nombre
de Tribunal Supremo Judicatario. Luego, la Constitución Política del Estado de Chile de
1822 hacía referencia al Tribunal Supremo de Justicia (art. 160), y la de 1823 a la Suprema
Corte de Justicia. Desde la CPR de 1828 (art. 93) se le llama Corte Suprema.
Desde la entrada en vigencia del CPC, en 1903, la Corte Suprema es, por antonomasia, el
tribunal de casación de nuestro ordenamiento procesal. Cuando la Corte Suprema
resuelve un recurso de casación ejerce sin duda la función jurisdiccional, pues decide un
caso concreto y actual. Sin embargo, al resolver un recurso de casación en el fondo, ejerce
además una especie de función legislativa, pues fija un criterio interpretativo de la norma
que tendrá aplicación para el futuro (Pereira, 1996, p. 341).
La Corte Suprema tiene su sede en Santiago, por ser la capital de la República (art. 94 del
COT), y se compone de veintiún miembros, llamados ministros, uno de los cuales es su
Presidente. El Presidente de la Corte Suprema es nombrado por la misma Corte de entre
sus miembros, durando dos años en sus funciones y sin posibilidad de ser reelegido. Los
demás ministros de la Corte Suprema gozan de precedencia los unos respecto de los otros
por el orden de su antigüedad. Además, la Corte Suprema tendrá un fiscal judicial, un
secretario, un prosecretario y ocho relatores (art. 93 del COT).
La Corte Suprema tiene también abogados integrantes, que integran las salas subrogando
a los ministros de la forma que veremos en el apartado 3.9.4. Para estos efectos, el
Presidente de la República debe designar a doce abogados, los que desempeñarán estas
funciones por un periodo de tres años (art. 219 del COT). Si bien se ha indicado que la
presencia de abogados integrantes aporta especialización al tribunal y reduce la carga de
trabajo de los ministros, su figura ha sido varias veces criticada, lo que ha llevado a la
proposición de ideas que buscan reforzar su independencia e imparcialidad o bien,
derechamente su eliminación del sistema (Larroucau, 2020, pp. 167-169).
Por último, existen también cinco oficiales auxiliares, quienes forman parte de la
Secretaría de la Corte, que prestan servicios como escribientes de los ministros. Estos son
también nombrados por el Presidente de la República, a propuesta de la misma Corte
Suprema, y duran tres años en funciones (art. 498 inc. 3º del COT).
3.9.1. Funcionamiento
La Corte Suprema, al igual que las Cortes de Apelaciones, funciona en pleno o en sala,
teniendo además un funcionamiento ordinario y uno extraordinario. Este último se aplica,
sin embargo, cuando la Corte así lo determine (art. 95 inc. 1º del COT), sin que rijan al
respecto las normas del retardo.
En cuanto al funcionamiento en sala, la Corte Suprema funciona ordinariamente dividida
en tres salas especializadas y, extraordinariamente, en cuatro. Durante este último
funcionamiento, la misma Corte designará los relatores interinos que estime necesarios.
En todo caso, las salas deben funcionar con no menos de cinco jueces cada una. La
distribución de los ministros entre las diversas salas y las materias que conocerá cada una,
tanto para el funcionamiento ordinario como para el extraordinario, deberá realizarse
mediante auto acordado, y esta será invariable por a lo menos dos años (art. 99 del COT).
Actualmente, durante su funcionamiento ordinario, la Corte se divide en tres salas:
Primera Sala o Sala Civil; Segunda Sala o Sala Penal y Tercera Sala o Sala Constitucional y
Contenciosa Administrativa. A ellas se agrega la Cuarta Sala o Sala Laboral y Previsional,
durante el funcionamiento extraordinario (acta Nº 107-2017, de 28 de julio de 2017,
modificada por el acuerdo AD Nº 139-2019).
Cada sala será presidida por el ministro más antiguo, salvo que esté presente el Presidente
de la Corte Suprema, quien podrá integrarse —de forma facultativa— a cualquiera de las
salas (art. 95 del COT). La distribución de los asuntos entre las salas del tribunal,
corresponderá también al Presidente de la Corte, quien deberá formar la tabla para cada
una de ellas, según el orden de preferencia que estas tengan (art. 105 Nº 2 del COT).
En cuanto al funcionamiento en pleno, este debe sesionar con la concurrencia de a lo
menos once ministros (art. 95 del COT). Sin embargo, la regla general es el
funcionamiento en sala pues solo se conoce en pleno los asuntos que aparecen
expresamente señalados en el art. 96 del COT. Además, esta idea se refuerza en el art. 98
Nº 10 del COT que entrega a las salas el conocimiento de todos los negocios que sean
competencia de la Corte Suprema y que no estén asignados expresamente al
conocimiento del pleno.
Los asuntos se verán en cuenta o previa vista de la causa, de la misma forma que en las
Cortes de Apelaciones y, en materia de acuerdos, también es aplicable lo ya visto respecto
de estos tribunales. Es también importante mencionar que de acuerdo a lo dispuesto en el
art. 98 bis del COT, la Corte Suprema, por razones de buen servicio con el objeto de
cautelar la eficiencia del sistema judicial, para garantizar el acceso a la justicia o la vida o
integridad de las personas, podrá autorizar por resolución fundada la adopción de un
sistema excepcional que habilite la realización de la vista de las causas en forma remota
por videoconferencia. Dicha propuesta debe ser elaborada por su presidente y aprobada
por el pleno, teniendo una duración máxima de un año, prorrogable por una vez y por el
mismo periodo.
En cuanto a la substanciación de los asuntos, corresponde al Presidente de la Corte
Suprema “atender al despacho de la cuenta diaria y dictar los decretos o providencias de
mera sustanciación de los asuntos de que corresponda conocer al tribunal, o a cualquiera
de sus salas” (art. 105 Nº 3 del COT).
Por último, es necesario señalar que la Corte Suprema debe, el primer día hábil de marzo
de cada año, iniciar sus funciones en audiencia pública a la que concurren también su
fiscal judicial y los miembros y fiscales judiciales de la Corte de Apelaciones de Santiago,
en la que el Presidente de la Corte Suprema dará cuenta del trabajo efectuado por el
tribunal en el año judicial anterior; del trabajo que haya quedado pendiente para el año
que se inicia; de los datos contenidos en la estadística que le hayan sido remitidos por los
Presidentes de las Cortes de Apelaciones, relativo al movimiento de causas y demás
negocios de estos tribunales, de los cuales deberán dar su apreciación y señalar las
medidas que fuere necesario adoptar para mejorar la administración de justicia; y de las
dudas y dificultades que hayan ocurrido a los tribunales superiores en la inteligencia y
aplicación de las leyes, y de los vacíos que noten en ellas y de que se haya dado cuenta al
Presidente de la República (art. 102 del COT).
3.9.2. Nombramiento
La Corte Suprema se compone de veintiún ministros, cinco de los cuales deberán ser
abogados extraños a la administración de justicia, tener a lo menos quince años de título y
haberse destacado en la actividad profesional o universitaria y cumplir los demás
requisitos que señale la ley orgánica constitucional respectiva (art. 78 de la CPR).
Los ministros de la Corte Suprema —al igual que sus fiscales judiciales— son nombrados
por el Presidente de la República, a propuesta en quina de la misma Corte, y con acuerdo
del Senado por dos tercios de sus miembros en ejercicio, en sesión especialmente
convocada al efecto (art. 78 de la CPR). Si no se lograre la aprobación de la propuesta
realizada por el Presidente de la República, la Corte Suprema debe completar la quina con
un nuevo nombre que reemplace al rechazado.
De acuerdo con el art. 254 del COT, para ser ministro de la Corte Suprema se requiere ser
chileno, tener el título de abogado y, tratándose de abogados ajenos al poder judicial,
haber ejercido la profesión por a lo menos quince años (para llenar esta vacante, la
nómina se formará exclusivamente, previo concurso público de antecedentes, con
abogados que cumplan con estos requisitos). Si se trata de miembros del escalafón
primario del Poder Judicial, se debe cumplir además con lo previsto en el art. 283 del COT,
que señala que la Corte Suprema enviará al Presidente de la República una lista de cinco
personas, en la que deberá figurar el ministro más antiguo de Corte de Apelaciones que
esté en lista de méritos. Los otros cuatro nombres deben ser llenados teniendo en
consideración los merecimientos de los candidatos (art. 78 de la CPR).
3.9.3. Inhabilidades e incompatibilidades
En esta materia debemos señalar que, al igual que respecto de los ministros de Cortes de
Apelaciones y jueces letrados, quienes hayan tenido los cargos de Presidente de la
República, Ministros de Estado, Delegados Presidenciales Regionales, Delegados
Presidenciales Provinciales o Gobernadores Regionales, no podrán ser nombrados
ministros de la Corte Suprema sino un año después de haber cesado en el desempeño de
sus funciones administrativas.
3.9.4. Subrogación
Si la Corte Suprema o alguna de sus salas quedare sin el número de jueces necesario para
el conocimiento y resolución de las causas, deberá integrarse con los miembros no
inhabilitados de la misma Corte, o con el fiscal del mismo tribunal o los abogados
designados anualmente para este objeto (art. 217 del COT). Respecto de estos últimos, la
misma Corte determinará la o las salas que cada uno de ellos deba integrar de
preferencia, atendiendo sus especialidades. De entre los abogados designados
preferentemente a una misma sala, el llamamiento se realizará de acuerdo al orden de su
designación en la lista de nombramiento. Cuando no sea posible llamar a quienes hayan
sido asignados preferentemente a una sala, se llamará a los demás abogados integrantes
también en el orden de su designación (art. 217 del COT). Es importante señalar que la
Corte no podrá funcionar con mayoría de abogados integrantes, ni en su funcionamiento
ordinario ni en el extraordinario (art. 218 del COT).
Si la Corte Suprema no pudiera funcionar por inhabilidad de la mayoría o la totalidad de
sus miembros, será integrada por ministros de la Corte de Apelaciones de Santiago,
quienes serán llamados por orden de antigüedad (art. 218 del COT).
3.9.5. Deberes y prohibiciones de los ministros de Corte Suprema
Los ministros de la Corte Suprema tienen los mismos deberes y prohibiciones que los
ministros de las Cortes de Apelaciones y, por lo tanto, que los jueces de letras, por lo que
nos remitimos a lo señalado en el punto 3.1.5.
Sin embargo, debemos agregar que el ministro de la Corte Suprema que sea cónyuge o
que tenga un acuerdo de unión civil o parentesco de consanguinidad hasta el tercer grado
inclusive, por afinidad hasta el segundo grado, o por adopción, con un miembro del Poder
Judicial, no podrá tomar parte alguna en asuntos en que este pueda tener interés (art. 259
del COT).
3.9.6. Materias que conoce la Corte Suprema
En este punto, distinguiremos entre los asuntos que la Corte Suprema conoce en sala y en
pleno.
a) Las salas especializadas de la Corte Suprema conocerán de las siguientes materias (art.
98 del COT):
– De los recursos de casación en el fondo, es decir, aquellos que buscan invalidar una
sentencia que se haya pronunciado con infracción de ley que haya influido
substancialmente en lo dispositivo del fallo;
– De los recursos de casación en la forma interpuestos contra las sentencias dictadas por
las Cortes de Apelaciones o por un tribunal arbitral de segunda instancia constituido por
árbitros de Derecho en los casos en que estos árbitros hayan conocido de negocios de la
competencia de dichas Cortes. Estos recursos deben estar fundados en algunas de las
causales contenidas en el art. 768 del CPC y que tienen relación con la omisión de
determinados requisitos legales formales o procedimientos viciados;
– De los recursos de nulidad interpuestos en contra de las sentencias definitivas dictadas
por los tribunales con competencia en lo criminal, cuando corresponda de acuerdo a la ley
procesal penal. Este recurso busca la nulidad total o solo la parcial del juicio oral y de la
sentencia, cuando en cualquier etapa del procedimiento o en el pronunciamiento de la
sentencia se hubieren infringido sustancialmente derechos o garantías aseguradas por la
Constitución o por los tratados internacionales ratificados por Chile, o en el
pronunciamiento de la sentencia se hubiere hecho una errónea aplicación del Derecho
que hubiere influido sustancialmente en lo dispositivo del fallo, o bien, se incurra en
algunos de los motivos absolutos de nulidad (arts. 373 y 374 del CPP);
– De las apelaciones deducidas contra las sentencias dictadas por las Cortes de
Apelaciones en los recursos de amparo y de protección (arts. 20 y 21 de la CPR);
“Santiago, veinte de agosto de dos mil veintiuno.
Al escrito folio Nº 94080-2021: a lo principal: téngase presente; al otrosí: no ha lugar a los
alegatos solicitados.
Vistos:
Se confirma la sentencia apelada de fecha veintitrés de julio de dos mil veintiuno, dictada
por la Corte de Apelaciones de Talca.
Regístrese y devuélvase.
Rol Nº 56.115-2021”.
– De los recursos de revisión —es decir, de aquellos que proceden respecto de una
sentencia firme o ejecutoriada por alguno de los supuestos previstos por el art. 810 del
CPC;
– De las apelaciones de las resoluciones que recaigan sobre las querellas de capítulos,
que ya explicamos en el apartado 3.8.6 (art. 427 del CPP);
– En segunda instancia, de las causas a que se refieren los números 2º y 3º del art. 53 del
COT, es decir, de las demandas civiles que se entablen contra uno o más miembros o
fiscales judiciales de las Cortes de Apelaciones para hacer efectiva su responsabilidad por
actos cometidos en el desempeño de sus funciones, y de las causas de presas y demás que
deban juzgarse con arreglo al Derecho internacional que, como ya vimos, conoce el
Presidente de la Corte Suprema en primera instancia;
– De los recursos de queja, es decir, de aquellos que tienen por exclusiva finalidad
corregir las faltas o abusos graves cometidos en la dictación de resoluciones de carácter
jurisdiccional (art. 545 del COT), pero la aplicación de medidas disciplinarias será de la
competencia del tribunal pleno;
– De los recursos de queja en juicio de cuentas —que es aquel a través del cual se
persigue la responsabilidad de quienes intervienen en la administración, recaudación,
custodia e inversión de los fondos o bienes sometidos a la fiscalización de la Contraloría
General de la República— contra las sentencias de segunda instancia dictadas con falta o
abuso, con el solo objeto de poner pronto remedio al mal que lo motiva;
– De las solicitudes que se formulen, de conformidad a la ley procesal, para declarar si
concurren las circunstancias que habilitan a la autoridad requerida para negarse a
proporcionar determinada información o para oponerse a la entrada y registro de lugares
religiosos, edificios en que funcione una autoridad pública o recintos militares o policiales;
– De los demás negocios judiciales que corresponda conocer a la Corte Suprema y que
no estén entregados expresamente al conocimiento del pleno. En este punto, podemos
mencionar los siguientes ejemplos:
o El recurso de apelación contra la sentencia dictada por la Corte de Apelaciones
respectiva, al conocer de un recurso de amparo económico (art. único de la Ley Nº
18.971);
o El recurso de unificación de jurisprudencia en materia laboral, cuando respecto de la
materia de Derecho objeto del juicio existieren distintas interpretaciones sostenidas en
uno o más fallos firmes emanados de Tribunales Superiores de Justicia (arts. 483 y ss. del
CdT);
o Las recusaciones de los ministros de una Corte de Apelaciones (art. 204 del COT);
o El trámite de exequatur, a través del cual la Corte autoriza el cumplimiento en Chile de
una resolución dictada por un tribunal extranjero (arts. 242 y ss. del CPC);
o La extradición pasiva, cuando un país solicite a Chile la entrega de una persona que se
encuentre en el territorio nacional y que en el país requirente estuviese imputado de un
delito o condenado a una pena privativa de libertad de duración superior a un año (art.
440 del CPP);
o Los exhortos internacionales, cuando hayan de practicarse actuaciones en país
extranjero o se reciban comunicaciones de tribunales extranjeros para practicar
diligencias en Chile (art. 76 del CPC);
o La reclamación por pérdida de nacionalidad (art. 12 de la CPR);
o La determinación de si una sentencia penal es injustificadamente errónea o arbitraria
(art. 19 Nº 7 letra i) de la CPR);
o Los recursos de casación en la forma y en el fondo contra sentencias de las Cortes
Marciales (art. 171 del Código de Justicia Militar); y
o La apelación de resoluciones en que una Corte de Apelaciones declare de oficio su
incompetencia (art. 209 del CPC).
b) Corresponde al pleno de la Corte Suprema (art. 96 del COT):
– Conocer de las apelaciones que se deduzcan en las causas por desafuero de las
personas a quienes le fuere aplicable el art. 61 de la CPR;
– Conocer en segunda instancia, de los juicios de amovilidad fallados en primera por las
Cortes de Apelaciones o por el Presidente de la Corte Suprema, seguidos contra jueces de
letras o ministros de Cortes de Apelaciones, respectivamente;
– Ejercer las facultades administrativas, disciplinarias y económicas que las leyes le
asignan, sin perjuicio de las que les correspondan a las salas en los asuntos de que estén
conociendo. En uso de tales facultades, podrá determinar la forma de funcionamiento de
los tribunales y demás servicios judiciales, fijando los días y horas de trabajo en atención a
las necesidades del servicio;
– Informar al Presidente de la República, cuando se solicite su dictamen, sobre cualquier
punto relativo a la administración de justicia y sobre el cual no exista cuestión de que
deba conocer;
– Informar las modificaciones que se propongan a la Ley Orgánica Constitucional relativa
a la Organización y Atribuciones de los Tribunales, de acuerdo a lo dispuesto en el art. 77
de la CPR;
– Conocer y resolver, por la mayoría de los miembros en ejercicio, la concesión o
revocación de la libertad condicional, en los casos en que se hubiere impuesto el presidio
perpetuo calificado;
– Conocer de todos los asuntos que leyes especiales le encomiendan expresamente,
entre los que encontramos los siguientes:
o El recurso de casación en el fondo, cuando cualquiera de las partes solicite que el
recurso sea conocido y resuelto por el pleno del tribunal, fundado en que la Corte
Suprema, en fallos diversos, ha sostenido distintas interpretaciones sobre la materia de
derecho objeto del recurso (art. 780 del CPC);
o Confeccionar, cada cinco años, la tabla de emplazamiento a la que se refiere el art. 259
del CPC;
o Otorgar el título de abogado (art. 521 del COT); y
o Realizar el sorteo para la designación de los integrantes del Tricel (art. 95 de la CPR).
3.10. Tribunales arbitrales
El art. 222 del COT, señala que “se llaman árbitros, los jueces nombrados por las partes, o
por la autoridad judicial en subsidio, para la resolución de un asunto litigioso”. De acuerdo
con el art. 5º del COT que se analizó al inicio de este capítulo, son uno de los tribunales a
los que corresponde el conocimiento de los asuntos judiciales promovidos dentro del
territorio nacional. A pesar de que no pertenecen al Poder Judicial y se establecen solo por
un período determinado de tiempo, conociendo, por regla general, en primera o única
instancia (Orellana, 2018, p. 206), disponen, como tribunales que son, de todo el poder
jurisdiccional —salvo de disponer de la fuerza pública para el cumplimiento de sus
resoluciones—, y tienen todas las cargas y obligaciones que impone su deber (Colombo,
2017, p. 471).
Los tribunales arbitrales se componen del juez árbitro —o jueces, cuando son más de uno
— y del actuario, quien actúa como ministro de fe del tribunal arbitral y tiene como
función autorizar los actos y resoluciones. Al respecto, es necesario realizar algunas
precisiones (Oberg y Manso, 2011, p. 97):
a) En el caso de los árbitros de Derecho, todas las actuaciones deben realizarse ante un
ministro de fe, quien es designado por el árbitro. Si no lo hubiere, podrá designarse en
esta calidad a cualquier persona.
b) Si se trata de un juez partidor, todas las actuaciones deben ser autorizadas por un
secretario de los tribunales superiores de justicia, por un notario o por un secretario de
juzgado de letras.
c) En el caso de árbitros arbitradores o mixtos, debe estarse primeramente a lo acordado
por las partes. Únicamente en su defecto, el juez practicará las actuaciones solo o con la
asistencia de un ministro de fe, según lo estime conveniente (art. 639 del CPC). La
sentencia definitiva que dictan necesariamente debe ser autorizada por un ministro de fe
o por dos testigos en su defecto (art. 640 del CPC).
En cuanto al cumplimiento de lo resuelto, sus fallos producen acción de cosa juzgada. No
obstante, el tribunal llamado a la ejecución de las sentencias será el juez de letras que se
encuentra en la sede del tribunal arbitral (Colombo, 2017, p. 475). La carencia de la
facultad de ejecutar sus resoluciones, esencial a la actividad jurisdiccional, además de
varios otros argumentos, ha llevado a Bordalí a sostener que el arbitraje es un equivalente
jurisdiccional, no una expresión de la actividad jurisdiccional en toda regla (Bordalí, 2020,
p. 355).
Por último, podemos señalar que la obligación de los árbitros de desempeñar su cargo
cesa en los siguientes casos (art. 240 del COT):
– Si las partes ocurren de común acuerdo a la justicia ordinaria o a otros árbitros
solicitando la resolución del negocio;
– Si fueren maltratados o injuriados por alguna de las partes;
– Si contrajeren enfermedad que les impida seguir ejerciendo sus funciones; y
– Si por cualquiera causa tuvieren que ausentarse del lugar donde se sigue el juicio.
Por su parte, el compromiso —que veremos a continuación— concluye por revocación
hecha por las partes de común acuerdo.
3.10.1. Clasificación
Los tribunales arbitrales se pueden clasificar atendiendo a los siguientes criterios:
– Según sus facultades: encontramos al árbitro de Derecho, que falla con arreglo a la ley
y se somete a las reglas establecidas para los jueces ordinarios, según la naturaleza de la
acción, tanto en la tramitación de los asuntos como en la dictación de la sentencia
definitiva; árbitro arbitrador o amigable componedor, que falla obedeciendo a lo que le
dicte su prudencia y equidad —y no a su mero arbitrio o capricho, sino que busca detectar
lo que es justo en el caso particular (Orellana, 2018, p. 203)—, sin encontrarse obligado a
seguir otras reglas que las expresadas por las partes en el acto constitutivo del
compromiso o, a falta de ellas, las que contenidas en el CPC; y árbitro mixto, que falla
conforme a Derecho pero en cuanto al procedimiento se sujeta a las mismas reglas que
los árbitros arbitradores (art. 223 del COT).
– Según las materias que conoce: encontramos arbitraje forzoso, que es aquel que
procede respecto de materias que la ley expresamente ha ordenado que sean resueltas
por estos tribunales; y arbitraje facultativo o voluntario, en los casos en que, no estando
prohibido pero tampoco ordenado por la ley, las partes podrán decidir si someterlos o no
al conocimiento de jueces árbitro. Estas materias las revisaremos en la sección 3.10.4.
– Según quien los nombra: encontramos árbitros que son nombrados por las partes (a
través de los instrumentos denominados compromiso o cláusula compromisoria); árbitros
que son nombrados por el tribunal; y por último aquellos que son nombrados por la ley.
Sobre esto nos referiremos en el apartado siguiente.
– Según el número de jueces: los tribunales arbitrales pueden ser unipersonales, es
decir, solo un árbitro conoce y resuelve el asunto; o colegiados, pudiendo ser dos o más
los árbitros encargados del conocimiento y fallo, todos los cuales deben concurrir tanto al
pronunciamiento de la sentencia como a cualquier acto de substanciación del juicio, salvo
que las partes acuerden otra cosa (art. 237 del COT). Además, en el caso de los tribunales
arbitrales colegiados, las partes pueden nombrar a un tercero encargado de dirimir las
discordias que puedan generarse entre ellos, o bien, autorizarlos para que los mismos
árbitros sean quienes lo nombren (art. 233 del COT). De esta forma, cuando los árbitros no
logren ponerse de acuerdo, se reunirá con ellos el tercero y procederán de acuerdo con
las normas de los acuerdos de las Cortes de Apelaciones (art. 237 inc. 2º del COT).
– Según la instancia en que conocen y deciden el asunto: los tribunales arbitrales pueden
conocer primera o única instancia, dependiendo de si procede o no el recurso de
apelación en contra de sus sentencias. Al respecto, el art. 239 del COT señala que contra
una sentencia arbitral se pueden interponer los recursos de apelación y casación, para
ante el tribunal que habría conocido de ellos si se hubiera acudido a la justicia ordinaria.
Sin embargo, las partes pueden renunciar a estos recursos o someterlos también a
arbitraje. Ahora bien, respecto de las sentencias pronunciadas por árbitros arbitradores,
no procederá jamás el recurso de casación en el fondo y el de apelación solo lo hará
cuando las partes, en el instrumento en que constituyen el compromiso, expresaren que
se reservan este recurso para ante otros tribunales arbitrales del mismo carácter,
designándolos (art. 239 del COT).
3.10.2. Nombramiento
Los jueces árbitros pueden ser nombrados por las partes, por el juez, por el causante —ya
que su testamento puede contener la designación del juez partidor, de acuerdo a lo
dispuesto en el art. 1324 del CC— o por la ley. Empero, respecto a esta última, debemos
señalar que la ley no es aceptada de forma unánime como fuente del arbitraje. En nuestra
legislación encontramos casos en que se indica el organismo que actuará en calidad de
árbitro —como, p. ej., la Superintendencia de Compañías de Seguros que, en ciertas
ocasiones, actúa como árbitro arbitrador—. Sin embargo, se ha sostenido que estos serían
más bien tribunales especiales, con carácter permanente, creados por la ley y con
jurisdicción para resolver todos los asuntos que la misma ley señala (Oberg y Manso,
2011, p. 97).
En cuanto a los requisitos para ser juez árbitro, puede ser nombrado en esta calidad “toda
persona mayor de edad, con tal de que tenga la libre disposición de sus bienes y sepa leer
y escribir” (art. 225 del COT). Sin embargo, los árbitros de Derecho deben ser abogados
habilitados para el ejercicio de la profesión, al igual que los jueces partidores (art. 1323 del
CC).
Ahora bien, cuando son nombrados por las partes, para que los jueces árbitros puedan
entrar a conocer de un asunto, se requiere previamente la celebración de ciertas
convenciones que, pese a realizarse antes del proceso, tienen naturaleza procesal.
Además, estos acuerdos son de naturaleza pública, pues privan a los tribunales de justicia
del ejercicio de una potestad pública que le es propia y, al mismo tiempo, la persona
natural que ejerce la función de árbitro asume el rol de un agente público (Pereira, 1996,
p. 388). Se trata del compromiso, la cláusula compromisoria y el pacto de compromisario,
que pasaremos a revisar a continuación:
– El compromiso es una convención (acto jurídico bilateral) a través del cual las partes de
un conflicto jurídico actual acuerdan sustraerlo del ámbito de conocimiento de los
tribunales ordinarios (Orellana, 2018, p. 209; Oberg y Manso, 2011, p. 93) y someterlo a la
resolución de un árbitro que designan, obligándose a cumplir sus disposiciones y
concurriendo los demás requisitos legales (Pereira, 1996, p. 389). Si se trata de una
materia de arbitraje voluntario y el árbitro no acepta el cargo, el asunto deberá, por lo
tanto, someterse a la justicia ordinaria (Díaz, 2017, p. 441). En cambio, si la materia del
asunto es objeto de arbitraje forzoso, deberá hacerse a través de este último
procedimiento judicial.
El nombramiento del árbitro deberá realizarse por escrito, debiendo indicarse en el
instrumento el nombre y apellido de las partes litigantes y del árbitro nombrado y el
asunto sometido al juicio arbitral. Si faltare alguna de estas menciones, el nombramiento
no valdrá. Puede también indicarse las facultades que se confieren al árbitro, y el lugar y
tiempo en que deba desempeñar sus funciones (art. 234 del COT).
Si no se expresare la calidad con que es nombrado el juez árbitro, se entenderá que
este es un árbitro de Derecho. Además, si no se indicare el lugar en que debe seguirse el
juicio, se entenderá que debe hacerse en aquel en que se ha celebrado el compromiso; si
no se indicare tiempo, se entenderá que el árbitro debe evacuar su encargo —dictar
sentencia, aunque esta no sea notificada o no se hayan interpuesto los recursos
correspondientes— en el término de dos años contados desde su aceptación, plazo que se
entenderá suspendido en caso de que, durante el arbitraje, se deban elevar los autos a un
tribunal superior o paralizar el procedimiento por resolución de estos mismos tribunales
(art. 235 del COT).
– La cláusula compromisoria, por su parte, es la estipulación a través de la cual las partes
de un contrato, previniendo conflictos futuros o eventuales (Oberg y Manso, 2011, p. 94),
acuerdan someter su solución a arbitraje, designando además, si así lo quieren, al
respectivo compromisario (Pereira, 1996, p. 393). Si no hay acuerdo en la persona del
árbitro, este es designado por el juez. Se ha señalado que esta cláusula puede hacer
referencia también a un litigio actual o eventual, sin designar la persona del árbitro (Díaz,
2017, p. 441) en ese mismo momento, pero que sí se realizará en el futuro (Orellana,
2018, p. 211).
Ejemplo de cláusula compromisoria
“DÉCIMO QUINTO: Cualquier dificultad que se suscite entre las partes en relación a este
contrato, con motivo de su validez, aplicación o cumplimiento, o por cualquier causa será
sometida al conocimiento y fallo de un árbitro mixto, en única instancia, y en contra de
sus resoluciones no procederá recurso alguno. Las partes designarán de común acuerdo la
persona del árbitro; en caso de no haber acuerdo, el árbitro será designado por la justicia
ordinaria a solicitud de cualquiera de los contratantes”.
– Por último, el pacto de compromisario se genera cuando el árbitro acepta la
designación que se le ha hecho. Esta aceptación debe ser expresa y está sujeta a la
formalidad del juramento de desempeñar el cargo con la debida fidelidad y en el menor
tiempo posible (art. 236 del COT).
Ejemplo de pacto compromisario
ACEPTA EL CARGO DE JUEZ ÁRBITRO
S. J. L. de Arica (1º)
ROBERTO CRUCES FAÚNDEZ, abogado, en autos sobre juicio sumario de designación de
árbitro, caratulados “VEGA con MANCILLA”, causa Rol C-264-2021, a US. respetuosamente
digo:
Que, habiendo tomado conocimiento de la sentencia dictada en los presentes autos, y en
conformidad a lo dispuesto en el artículo 236 del Código Orgánico de Tribunales, vengo en
aceptar expresamente el cargo de juez árbitro encomendado en autos, jurando
desempeñarlo con la debida fidelidad y en el menor tiempo posible.
POR TANTO, en mérito de lo expuesto y dispuesto en el art. 236 del COT,
RUEGO A US., tener por aceptado el cargo de juez árbitro, jurando desempeñarlo con la
debida fidelidad y en el menor tiempo posible.
Finalmente, el nombramiento del árbitro puede llevarse a cabo por la justicia ordinaria, es
decir, por el juez de letras respectivo, lo que procede cuando en la cláusula compromisoria
no se ha designado el árbitro o se trata de un arbitraje forzoso (art. 222 del COT). Para
esta designación deben tenerse presentes los criterios que prescribe el Acta Nº 43-2019
de la Corte Suprema, de 19 de enero de 2019, que indica que el juez ordinario deberá
designar preferentemente a los árbitros inscritos en los registros que confeccionan las
Cortes de Apelaciones, atendiendo a la especialidad del árbitro y procurando la
alternancia de los inscritos. Solo excepcionalmente se podrá nombrar árbitros fuera de la
nómina.
3.10.3. Inhabilidades e incompatibilidades
No pueden ser jueces árbitros quienes litigan como partes en un determinado juicio, salvo
en materia sucesoria y respecto del nombramiento de juez partidor (arts. 1324 y 1325 del
CC). Tampoco puede serlo el juez que esté conociendo del litigio, salvo que alguna de las
partes tenga algún vínculo de parentesco con él, que autorice su implicancia o recusación
(art. 317 del COT).
Por último, no pueden ser árbitros los fiscales judiciales —salvo que, al igual que en el
caso de los jueces, mantuviere con alguna de las partes del litigio algún vínculo de
parentesco que autorice su implicancia o recusación— ni los notarios (art. 480 del COT).
3.10.4. Materias que están dentro de la competencia de los tribunales arbitrales
En este punto, distinguiremos materias de arbitraje forzoso y facultativo. En cuanto al
arbitraje forzoso, deben ser resueltas por jueces árbitros las siguientes materias (art. 227
del COT):
– La liquidación de una sociedad conyugal o de una sociedad colectiva o en comandita
civil, y la de las comunidades;
– La partición de bienes, es decir, todo el procedimiento tendiente a la distribución de
bienes que quedan al fallecimiento del causante, poniendo fin a la comunidad hereditaria
(Colombo, 2017, p. 477);
– Las cuestiones a que diere lugar la presentación de la cuenta del gerente o del
liquidador de las sociedades comerciales y los demás juicios sobre cuentas;
– Las diferencias que ocurrieren entre los socios de una sociedad anónima, o de una
sociedad colectiva o en comandita comercial, o entre los asociados de una participación,
en el caso en que en la escritura social se hubiera omitido hacer la designación de si las
diferencias que les ocurran durante la sociedad deberán ser o no sometidas a la resolución
de arbitradores, y en el primer caso, la forma en que deba hacerse el nombramiento. Se
entenderá entonces que las cuestiones que se susciten entre los socios, ya sea durante la
sociedad o al tiempo de la disolución, serán sometidas a compromiso (art. 415 del Código
de Comercio); y,
– Los demás que determinen las leyes. En este punto encontramos, p. ej., el pacto de
una cláusula compromisoria (salvo que se trate de un arbitraje prohibido), caso en el que
si el asunto es llevado a la justicia ordinaria procede la excepción de incompetencia del
tribunal, incluso de oficio (Colombo, 2017, p. 478).
Sin embargo, sobre las materias señaladas en el art. 227 del COT, debemos tener presente
que los interesados pueden resolver por sí mismos estos negocios, si todos ellos tienen la
libre disposición de sus bienes y concurren al acto. Además, y en el caso de las causas de
separación judicial, declaración de nulidad del matrimonio o divorcio, los interesados de
común acuerdo pueden solicitar al juez que conoce el procedimiento que liquide la
sociedad conyugal o el régimen de participación en los gananciales que hubo entre los
cónyuges.
Sobre los casos de arbitraje forzoso se ha hecho un reproche de inconstitucionalidad, ya
que se privaría a los litigantes del acceso efectivo a la jurisdicción, vulnerando su derecho
a la tutela judicial efectiva (Bordalí, 2020, p. 358).
Vistas las materias de arbitraje forzoso, y para poder revisar las de arbitraje facultativo,
debemos necesariamente detenernos en las materias de arbitraje prohibido, en las que,
por razones de orden público se entrega el conocimiento de estos asuntos a los tribunales
de justicia (Colombo, 2017, p. 479). Entre ellas encontramos:
– Asuntos penales (art. 230 del COT);
– Juicios de alimentos (art. 229 del COT);
– Separación de bienes entre marido y mujer (art. 229 del COT);
– Causas en que deba ser oído el ministerio público fiscal (art. 357 del COT);
– Juicio de nulidad;
– Juicios ejecutivos;
– Causas sobre el estado civil de las personas;
– Asuntos que afecten los bienes de las corporaciones o fundaciones de Derecho público
(arts. 230, 257.5 y 358.1 del COT);
– Asuntos voluntarios;
– Asunto de competencia de los Juzgados de Policía Local (art. 230 del COT);
– Causas que se susciten entre un represente legal y su representado (art. 230 del COT);
y,
– Causas en que debe ser oído el fiscal judicial (art. 230 del COT).
En cuanto al arbitraje facultativo, rige la norma de que, fuera de los casos de arbitraje
prohibido, las partes pueden pactar libremente si someten o no un caso al conocimiento
de tribunales arbitrales. Además, aparte de las materias constitutivas de arbitraje forzoso
que ya revisamos, nadie puede ser obligado a someter un asunto al juicio de árbitros (art.
228 del COT).

4. Auxiliares de la administración de justicia


Los auxiliares de la administración de justicia, son funcionarios que “coadyuvan en la labor
de impartir justicia”, realizando “labores colaborativas esenciales para que, mediante un
proceso judicial, los jueces puedan decir el derecho en los casos en que han sido llamados
a intervenir” (Bordalí, 2020, p. 369). En todo caso, esta definición debe ser matizada
tratándose de algunos auxiliares —como sucede respecto de los notarios y conservadores,
que revisaremos más adelante—.
Así, encontramos auxiliares que mantienen un vínculo material con un tribunal, formando
parte de él (como los secretarios y relatores); otros mantienen con ellos solo un vínculo
funcional, relacionándose con los tribunales atendidas sus labores (como los receptores y
archiveros); y por último, están los que se encuentran desvinculados de los tribunales
(como los notarios y conservadores) (Larroucau, 2020, p. 318).
Es necesario también precisar que no todos los auxiliares son funcionarios públicos con
remuneración pagada por el Estado. Los defensores públicos que no sean de Santiago y
Valparaíso, los notarios, archiveros, conservadores, receptores y procuradores del
número, recibirán los honorarios que les correspondan con arreglo a su respectivo
arancel, de modo que sus servicios son pagados por las partes o usuarios (art. 492 del
COT).
Los auxiliares de la administración de justicia son nombrados por el Presidente de la
República, previa propuesta de la Corte Suprema o de la Corte de Apelaciones respectiva,
en conformidad a las disposiciones contenidas en el párrafo tercero del Título X del COT
(art. 459 del COT). Además, se debe tener en cuenta lo previsto por el Acta 105-2021 de la
Corte Suprema, de 28 de abril de 2021, que estableció el Auto Acordado sobre sistema de
nombramientos en el Poder Judicial. Conforme a esta norma, entre los principios rectores
de estos procedimientos se encuentran el de mérito, igualdad, no discriminación,
inclusión, transparencia, publicidad, ética, integridad y probidad.
Antes de desempeñar sus cargos, todos deben prestar juramento o promesa al magistrado
correspondiente, presencialmente o por vía remota mediante videoconferencia, en el
sentido de ejercer su empleo de conformidad a lo que establece la Constitución Política y
las leyes de la República (art. 471 del COT).
En lo sucesivo, únicamente se hará alusión a las particularidades de cada nombramiento,
remitiéndonos en lo demás a estas normas.
4.1. Fiscalía Judicial
La Fiscalía Judicial es un organismo servido por los fiscales judiciales que integran los
tribunales superiores de justicia (Bordalí, 2020, p. 372). Tiene como principal objetivo
representar ante los tribunales de justicia el interés general de la sociedad (Orellana,
2018, p. 253), formular dictámenes sobre puntos de Derecho en causas civiles y en los
casos que la ley establece, y dar su opinión cuando así lo requieran los tribunales a los que
sirve, en las causas que estos estuvieren conociendo y sobre materias relacionadas con el
respectivo proceso (Oberg y Manso, 2011, p. 120).
Es necesario señalar que, pese a la similitud de su denominación, no guardan relación con
los fiscales del Ministerio Público, a quienes se asignan funciones completamente
diferentes —relativas a la dirección exclusiva de la investigación de los hechos
constitutivos de delito, los que determinen la participación punible y los que acrediten la
inocencia del imputado, al ejercicio de la acción penal pública y a la adopción de medidas
para proteger a las víctimas y a los testigos— y no son auxiliares de la administración de
justicia.
De acuerdo con el art. 352 del COT, los fiscales judiciales gozan de la misma inamovilidad
que los jueces y tienen también el tratamiento de “Señoría”, siéndoles aplicable los
mismos honores y prerrogativas de los jueces.
La fiscalía judicial se rige por los principios de unidad e indivisibilidad, pues es ejercida por
el fiscal judicial de la Corte Suprema —quien es el jefe del servicio— y por los fiscales
judiciales de las Cortes de Apelaciones (art. 350 del COT). Sus funciones se limitan a los
negocios judiciales y a los de carácter administrativo del Estado en que una ley requiera
especialmente su intervención. Sin embargo, y a pesar de que ejerce sus funciones en
estrecha relación con los tribunales de justicia, rige a su respecto el principio de
independencia, pudiendo en consecuencia defender los intereses que le están
encomendados en la forma que sus convicciones se lo dicten y estableciendo las
conclusiones que crea conformes con la ley (art. 360 del COT).
4.1.1. Nombramiento
Los fiscales judiciales se nombran de la misma forma que los ministros de las Cortes de
Apelaciones y de la Corte Suprema (art. 78 de la CPR), por lo que nos remitimos a lo
señalado en su momento en los apartados 3.8.2 y 3.9.2. Es necesario señalar, además, que
no pueden ser fiscales judiciales quienes no pueden ser jueces de letras (art. 464 del COT),
ni podrán serlo de un determinado tribunal quienes tengan relación de parentesco con
alguno de los jueces del mismo, ya sean parientes consanguíneos o afines en línea recta, o
colaterales que se hallen dentro del segundo grado de consanguinidad o afinidad (arts.
469 y 258 del COT).
Estos auxiliares, por su parte, prestan juramento o promesa ante el presidente del tribunal
del que formen parte, presencialmente o por vía remota (art. 471 del COT).
4.1.2. Funciones de los fiscales judiciales
La fiscalía judicial tiene dos grandes competencias (Bordalí, 2020, p. 374): en primer lugar,
colaborar en la vigilancia de la conducta de los jueces y demás funcionarios judiciales; y,
en segundo lugar, velar por el interés público en determinados negocios judiciales, para lo
cual elaboran dictámenes —los que, sin embargo, no son vinculantes para el juez—.
Los fiscales judiciales obran, según la naturaleza de los negocios, como parte principal,
como terceros o como auxiliares del juez (art. 354 del COT). Cuando actúan como parte
principal, deben figurar en todos los trámites del juicio, participando como cualquier
litigante —lo que, sin embargo, actualmente casi no ocurre— (Orellana, 2018, pp. 254-
255); en cambio, cuando actúan como terceros, p. ej., cuando la ley ordena que deben ser
oídos, o como auxiliares del juez, cuando este les solicita informes sin estar obligado por la
ley, bastará que antes de la sentencia o decreto definitivo, examine el proceso y exponga
las conclusiones que estimen procedentes (art. 355 del COT).
En cuanto a sus concretas funciones, encontramos las siguientes:
Al fiscal judicial de la Corte Suprema le corresponde (art. 353 del COT):
– Vigilar a los ministros o fiscales judiciales de las Cortes de Apelaciones y, por sí o por
medio de cualquier fiscal judicial de las Cortes de Apelaciones, la conducta funcionaria de
los demás tribunales y empleados del orden judicial (exceptuando a los miembros de la
Corte Suprema), para el solo efecto de dar cuenta a este último tribunal de las faltas,
abusos o incorrecciones que notare, con el objeto que de este, si lo estima procedente,
haga uso de las facultades correccionales, disciplinarias y económicas que la Constitución
y las leyes le confieren; y
– Transmitir y hacer cumplir al fiscal judicial que corresponda, los requerimientos que el
Presidente de la República realice con respecto a la conducta ministerial de los jueces y
demás empleados del Poder Judicial, para que reclame las medidas disciplinarias que
correspondan, del tribunal competente, o para que, si hubiere mérito bastante, entable la
correspondiente acusación.
La fiscalía judicial, además, debe ser oída en las siguientes materias (art. 357 del COT):
– En las contiendas de competencia suscitadas por razón de la materia de la cosa
litigiosa o entre tribunales que ejerzan competencia de diferente clase;
– En los juicios sobre responsabilidad civil de los jueces o de cualesquiera empleados
públicos, por sus actos ministeriales;
– En los juicios sobre estado civil de alguna persona;
– En los negocios que afecten los bienes de las corporaciones o fundaciones de Derecho
público, siempre que el interés de las mismas conste del proceso o resulte de la naturaleza
del negocio y cuyo conocimiento corresponda al tribunal indicado en el art. 50 del COT;
– Y, en general, en todo negocio respecto del cual las leyes prescriban expresamente la
audiencia o intervención del ministerio público.
Además, pueden los tribunales pedir a la fiscalía judicial que emita un dictamen en los
casos que estimen conveniente, a excepción de la competencia criminal (art. 359 del COT).
Por último, debemos señalar como especial función de los fiscales judiciales de las Cortes
de Apelaciones, el integrar las salas cuando no se cuente con el número de ministros
necesario para el conocimiento y resolución de los asuntos, por falta o inhabilidad de
algunos de sus miembros (art. 215 del COT). Lo mismo aplica para el fiscal judicial de la
Corte Suprema (art. 217 del COT).
4.2. Defensores públicos
Los defensores públicos son los encargados de defender ante los tribunales de justicia los
derechos e intereses de los menores, de los incapaces, de los ausentes y de las obras pías
o de beneficencia (Oberg y Manso, 2011, p. 125).
De acuerdo con lo dispuesto en el art. 365 del COT, habrá por lo menos un defensor
público en el territorio jurisdiccional de cada juzgado de letras. En determinadas comunas
(las que pertenezcan a las provincias de Chacabuco y Santiago, con excepción de las
comunas de San Joaquín, La Granja, La Pintana, San Ramón, San Miguel, La Cisterna, El
Bosque, Pedro Aguirre Cerda y Lo Espejo), habrá dos defensores, quienes se turnarán
mensualmente en el ejercicio de sus funciones.
4.2.1. Nombramiento
En cuanto a normas especiales, encontramos que, al igual que los fiscales judiciales, no
pueden ser defensores públicos quienes no pueden ser jueces de letras (art. 464 del COT).
Además, tampoco podrán serlo quienes sean parientes de alguno de los jueces de letras
de su respectivo territorio jurisdiccional, ya sea, consanguíneos o afines en línea recta, o
colaterales que se hallen dentro del segundo grado de consanguinidad o afinidad (arts.
469 y 258 del COT).
4.2.2. Funciones de los defensores públicos
Los defensores públicos tienen funciones obligatorias y facultativas. En cuanto a las
primeras, el art. 366 del COT señala que debe ser oído:
– En los juicios que se susciten entre un representante legal y su representado;
– En los actos de los incapaces o de sus representantes legales, de los curadores de
bienes, de los menores habilitados de edad, para los cuales exija la ley autorización o
aprobación judicial;
– Y, en general, en todo negocio respecto del cual las leyes prescriban expresamente la
audiencia o intervención del ministerio de los defensores públicos o de los parientes de
los interesados.
Además, como función obligatoria, les corresponde asumir la representación de un
ausente cuyo paradero se ignore, siempre que su mandatario carezca de facultades para
contestar nuevas demandas y mientras este obtenga la habilitación de su propia
personería o se nombre un apoderado especial (art. 367 inc. 2º del COT).
Por su parte, los arts. 367, 368 y 369 del COT indican sus funciones facultativas, señalando
que pueden:
– Representar en asuntos judiciales a los incapaces, a los ausentes y a las fundaciones de
beneficencia u obras pías, que no tengan guardador, procurador o representante legal,
pudiendo también ejercitar las acciones que las leyes conceden en favor de estas personas
u obras pías, ya sea contra el representante legal de las mismas o contra otros (art. 367
del COT);
– Velar por el recto desempeño de las funciones de los guardadores de incapaces, de los
curadores de bienes, de los representantes legales de las fundaciones de beneficencia y
de los encargados de la ejecución de obras pías, pudiendo provocar la acción de la justicia
en beneficio de estas personas y de estas obras, siempre que lo estime conveniente al
exacto desempeño de dichas funciones (art. 368 del COT);
– Ser oídos por los jueces en los negocios que interesen a los incapaces, a los ausentes, a
las herencias yacentes, a los derechos de los que están por nacer, a las personas jurídicas
o a las obras pías, siempre que lo estimen conveniente (art. 369 del COT).
Además, los defensores públicos subrogan a los jueces de letras en los casos en que el
secretario no pueda reemplazarlo y no pueda tener lugar las reglas de subrogación del art.
212 del COT (art. 213 del COT).
4.3. Relatores
Son los auxiliares de la administración de justicia encargados de dar a conocer el
contenido de los expedientes a los jueces de los tribunales superiores de justicia,
realizando una exposición razonada y metódica de los asuntos entregados a la
competencia de las Cortes, para que estas puedan compenetrarse de los mismos
(Casarino, 2007, p. 105). Empero, es necesario mencionar que en materia penal la vista de
los recursos no contempla el trámite de la relación (art. 358 inc. 3º del CPP).
Cabe señalar que los relatores forman parte del Escalafón Primario del Poder Judicial (art.
267 del COT).
4.3.1. Nombramiento
En cuanto a los requisitos para ser relator, se requieren las mismas condiciones que para
ser juez de letras de comuna o agrupación de comunas (arts. 463 y 464 del COT). Son
nombrados por el Presidente de la República y, para proveer el cargo, la Corte Suprema o
la Corte de Apelaciones respectiva someterá a este una terna —aunque,
excepcionalmente, podrá acordar por mayoría absoluta de sus miembros en ejercicio,
omitir la terna y someter al Presidente de la República una propuesta uninominal—. La
propuesta —en terna o unipersonal— debe ser formulada previo concurso resuelto en
base a los antecedentes de los candidatos y al resultado de un examen personal, el que
debe incluir hacer la relación de una o más causas (art. 285 del COT).
Una vez nombrados, deben prestar juramento o promesa ante el presidente del tribunal
del que formen parte, presencialmente o por vía remota (art. 471 del COT).
4.3.2. Funciones de los relatores
De acuerdo con el COT, los relatores tienen las siguientes funciones:
– Dar cuenta diaria de las solicitudes que se presenten en calidad de urgentes, de las que
no pudieren ser despachadas por la sola indicación de la suma y de los negocios que la
Corte mandare pasar a ellos (art. 372 Nº 1 del COT);
– Poner en conocimiento de las partes o sus abogados el nombre de las personas que
integran el tribunal, en el caso a que se refiere el art. 173 del CPC (art. 372 Nº 2 del COT);
– Revisar los expedientes físicos o digitales que se les entreguen o asignen y certificar
que están en estado de relación. En caso de que sea necesario traer a la vista los
documentos, cuadernos separados y expedientes no acompañados o realizar trámites
procesales previos a la vista de la causa, informará de ello al presidente de la Corte, el cual
dictará las providencias que correspondan (art. 372 Nº 3 del COT);
– Hacer relación de los procesos (art. 372 Nº 4 del COT), lo que consiste en la exposición
razonada y metódica del contenido del expediente de los asuntos conocidos por las
Cortes. La relación debe llevarse a cabo de manera tal que la Corte quede enteramente
instruida del asunto sometido a su conocimiento, dando razón de todos los documentos y
circunstancias que puedan contribuir a aquel objeto (art. 374 del COT);
– El día de la vista de cada causa, anotar los nombres de los jueces que hubieren
concurrido a ella, si no fuere despachada inmediatamente (art. 372 Nº 5 del COT);
– Cotejar con los procesos los informes en Derecho, y anotar bajo su firma la
conformidad o disconformidad que notaren entre el mérito de estos y los hechos
expuestos en aquellos (art. 372 Nº 6 del COT);
– Dar cuenta a la Corte de todo vicio u omisión sustancial que notaren en los procesos, a
fin de que el tribunal resuelva si ha de realizarse previamente algún trámite (art. 222 inc.
1º del CPC); así como de los abusos que pudieren dar mérito a que la Corte ejerza sus
atribuciones disciplinarias (arts. 539 y 540 del COT) y de todas aquellas faltas o abusos que
las leyes castigan con multas determinadas (art. 373 del COT).
4.4. Los Secretarios
Los secretarios de los tribunales “son ministros de fe pública encargados de autorizar,
salvo las excepciones legales, todas las providencias, despachos y actos emanados de
aquellas autoridades, y de custodiar los procesos y todos los documentos y papeles que
sean presentados a la Corte o juzgado en que cada uno de ellos debe prestar sus servicios”
(art. 379 del COT).
4.4.1. Nombramiento
Para ser secretario de un juzgado de letras, se requiere tener el título de abogado (art. 466
del COT), mientras que para ser secretario de la Corte Suprema o de una Corte de
Apelaciones, se exigen los mismos requisitos que para ser juez de letras de comuna o
agrupación de comunas (art. 463 del COT). Son nombrados por el Presidente de la
República (art. 263 del COT) y deben prestar juramento o promesa de desempeñar el
cargo con apego a lo establecido por la Constitución y las leyes y, al igual que en el caso de
los relatores y fiscales judiciales, los secretarios de Corte deben hacerlo ante el Presidente
del tribunal del que forman parte, presencialmente o por vía remota mediante
videoconferencia (art. 471 del COT).
4.4.2. Funciones
A los secretarios les corresponde (art. 380 del COT):
– Dar cuenta diariamente —a la Corte o juzgado en que presten sus servicios— de las
solicitudes que presentaren las partes;
– Dar a conocer las providencias o resoluciones a los interesados que acudieren a la
oficina para tomar conocimiento de ellas, registrando en la carpeta electrónica las
modificaciones que hicieren, y practicar las notificaciones por el estado diario;
– Dar conocimiento —a cualquier persona que lo solicite— de los procesos que tengan
archivados en sus oficinas, y de todos los actos emanados de la Corte o juzgado, salvo los
casos en que el procedimiento deba ser secreto por disposición expresa de la ley;
– Guardar con el conveniente arreglo los procesos y demás papeles de su oficina,
sujetándose a los órdenes e instrucciones que la Corte o juzgado respectivo les diere sobre
el particular;
– Dentro de los seis meses de estar practicada la visita del juez de letras correspondiente
de que trata el art. 564 del COT, enviarán los procesos iniciados en su oficina y que
estuvieren en estado, al archivo correspondiente;
– Autorizar los poderes o mandatos judiciales que puedan otorgarse ante ellos;
– Y las demás funciones que les impongan las leyes. Entre ellas encontramos:
• Realizar al juez de letras la relación de los incidentes y el despacho diario de mero
trámite (art. 381 del COT);
• Hacer la relación de la tabla ordinaria, en las Cortes de Apelaciones de una sala,
durante los días de la semana que acuerde el tribunal (art. 383 del COT);
• Confeccionar los siguientes registros electrónicos (art. 384 y 386 del COT):
o De sentencias definitivas dictadas en los asuntos civiles, contenciosos o no
contenciosos, con la debida firma electrónica avanzada del juez o jueces involucrados, y
de las sentencias interlocutorias que pongan término al juicio o hagan imposible su
continuación;
o De los depósitos de todos los dineros que sea necesario que estén a disposición de los
tribunales de justicia;
o De las resoluciones relativas al régimen económico y disciplinario del juzgado;
o De los acuerdos de tribunales colegiados que se celebren en asuntos administrativos;
o De los juramentos que tomen los presidentes de los tribunales colegiados; y
o De las integraciones y asistencia de los miembros de los tribunales colegiados;
• Dictar —en el caso de que sean secretarios letrados de juzgados civiles— por sí solos
las sentencias interlocutorias, autos y decretos, providencias o proveídos, salvo cuando
ello pudiere importar poner término al juicio o hacer imposible su continuación (art. 33
del CPC);
• Certificar la ejecutoriedad de la sentencia definitiva (art. 174 del CPC);
• Liquidar las costas de las causas (art. 140 del CPC);
• Realizar los procedimientos de pública subasta.
No puede dejar de mencionarse que en los tribunales que no cuenten con secretario,
algunas de estas funciones son asumidas por el jefe de la unidad de administración de
causas (art. 389 G del COT).
4.5. Los administradores de tribunales
Son los auxiliares de la administración de justicia encargados de organizar y controlar la
gestión administrativa de los tribunales en que desempeñan sus funciones (art. 389 A del
COT). Se establecieron por la Ley Nº 19.665, de 9 de marzo de 2000, que modificó el COT
en el contexto de la reforma a la justicia penal.
Si bien se encuentran regulados en los arts. 389 A y ss. del COT como administradores de
tribunales con competencia en lo criminal, esta regulación es de general aplicación, pues
se extiende a los administradores de los juzgados con competencia común (art. 3º de la
Ley Nº 20.252); de familia (art. 118 de la LJF); de letras del trabajo y de cobranza laboral y
previsional (arts. 3º y 9º de la Ley Nº 20.022).
4.5.1. Nombramiento
Para ser administrador de un tribunal se requiere estar en posesión de un título
profesional relacionado con las áreas de administración y gestión, otorgado por una
universidad o instituto profesional, de una carrera de a lo menos ocho semestres de
duración. Sin embargo, en los juzgados de garantía de asiento de comuna o agrupación de
comunas, la Corte de Apelaciones respectiva podrá autorizar el nombramiento de un
administrador con un título técnico de nivel superior o título profesional de las mismas
áreas, de una carrera con una duración menor a la señalada (art. 389 C del COT).
No podrán ser administradores de un determinado tribunal quienes sean parientes de
alguno de los jueces del mismo, ya sea, consanguíneos o afines en línea recta, o bien
colaterales que se hallen dentro del segundo grado de consanguinidad o afinidad (arts.
469 y 258 del COT).
Serán nombrados de una terna elaborada por el juez presidente del tribunal, luego de un
concurso público que será resuelto por el comité de jueces del respectivo tribunal (art.
389 D del COT).
4.5.2. Funciones de los administradores de tribunales
Corresponde a los administradores de tribunales (art. 389 B del COT):
– Dirigir las labores administrativas propias del funcionamiento del tribunal o juzgado,
bajo la supervisión del juez presidente del comité de jueces;
– Proponer al comité de jueces la designación del subadministrador, de los jefes de
unidades y de los empleados del tribunal;
– Proponer al juez presidente la distribución del personal;
– Evaluar al personal a su cargo;
– Distribuir las causas a los jueces o a las salas del respectivo tribunal, conforme con el
procedimiento objetivo y general aprobado;
– Remover al subadministrador, a los jefes de unidades y al personal de empleados, de
conformidad al art. 389 F del COT;
– Llevar la contabilidad y administrar la cuenta corriente del tribunal, de acuerdo a las
instrucciones del juez presidente;
– Dar cuenta al juez presidente acerca de la gestión administrativa del tribunal o
juzgado;
– Elaborar el presupuesto anual, que deberá ser presentado al juez presidente a más
tardar en el mes de mayo del año anterior al ejercicio correspondiente, y que deberá
contener una propuesta detallada de la inversión de los recursos que requerirá el tribunal
en el ejercicio siguiente;
– Adquirir y abastecer de materiales de trabajo al tribunal, en conformidad con el plan
presupuestario aprobado para el año respectivo;
– Ejercer las demás tareas que le sean asignadas por el comité de jueces o el juez
presidente o que determinen las leyes.
4.6. Receptores
Los receptores “son ministros de fe pública encargados de hacer saber a las partes, fuera
de las oficinas de los secretarios, los decretos y resoluciones de los Tribunales de Justicia, y
de evacuar todas aquellas diligencias que los mismos tribunales les cometieren”. Además
deben recibir las informaciones sumarias de testigos en actos de jurisdicción voluntaria o
en juicios civiles, y actuar en estos últimos como ministros de fe en la recepción de la
prueba testimonial y en la diligencia de absolución de posiciones (art. 390 del COT).
Estos auxiliares de la administración de justicia se encuentran al servicio de la Corte
Suprema, de las Cortes de Apelaciones y de los juzgados de letras del territorio
jurisdiccional al que estén adscritos, ejerciendo sus funciones en todo este territorio.
Incluso, pueden practicar las actuaciones ordenadas por el tribunal en otra comuna
comprendida dentro del territorio jurisdiccional de la misma Corte de Apelaciones. Existe
además una norma especial relativa a los receptores del territorio jurisdiccional de la
Corte de Apelaciones de Santiago, quienes podrán ejercer sus funciones en el territorio
jurisdiccional de la Corte de Apelaciones de San Miguel y viceversa, sin que se requiera de
exhorto de sus tribunales (art. 391 del COT). Sin embargo, se requerirá de autorización del
juez que está conociendo el asunto mediante una resolución judicial.
En cuanto al número de receptores existente en cada comuna o agrupación de comunas,
este será determinado por el Presidente de la República, previo informe de la Corte de
Apelaciones respectiva. Sin embargo, mediante una resolución fundada, los tribunales
pueden designar un “receptor ad hoc”, quien será un empleado de la secretaría del mismo
tribunal y para el solo efecto de que practique una diligencia determinada, que no es
posible realizar por ausencia, inhabilidad u otro motivo calificado que afecte a los
receptores (art. 392 del COT).
4.6.1. Nombramiento
Los receptores judiciales son nombrados por el Presidente de la República, previa
propuesta de la Corte de Apelaciones respectiva (art. 459 del COT). Para ser receptor se
requiere tener a lo menos veinticinco años de edad, poseer las cualidades requeridas para
ejercer el derecho de sufragio en las elecciones populares y acreditar la aptitud necesaria
para desempeñar el cargo (art. 467 del COT).
4.6.2. Funciones de los receptores
Como ya dijimos al dar su concepto legal, los receptores se encargan de:
– Practicar las notificaciones, poniendo en conocimiento de las partes, fuera de las
oficinas de los secretarios, de los decretos y resoluciones dictados por los tribunales de
justicia en las causas en que estos intervienen;
Ejemplo de acta de notificación
En Villa Alemana, a once de abril del dos mil veintidós, siendo las dieciocho horas con
treinta y cinco minutos, en Av. Arturo Pratt # 692, Oficina 202, notifiqué por cédula a
ANTONIA ISABEL DÍAZ TAPIA de la SENTENCIA de fecha 22-03-2022.- Cédula con copia de
todo lo anterior más los datos necesarios para su acertada inteligencia, las dejé adheridas
a la puerta del inmueble, por no haber acudido nadie a recibirme, pese a mis reiterados
llamados.- Envié carta certificada.- Doy fe.- Derechos $30.000.-
LUIS ERNESTO RODRÍGUEZ LÓPEZ (FIRMA ELECTRÓNICA AVANZADA)
– Recibir las informaciones sumarias de testigos en las causas voluntarias o juicios civiles;
– Actuar como ministros de fe en la recepción de prueba testimonial y en la absolución
de posiciones realizadas en juicios civiles;
– Realizar el requerimiento de pago al deudor en los juicios ejecutivos (art. 443 Nº 1 del
CPC) y de arrendamiento;
– Proceder a la realización de los embargos (art. 450 del CPC) y retiro de especies (art.
455 del CPC).
4.7. Procuradores del número
Los procuradores del número “son oficiales de la administración de justicia encargados de
representar en juicio a las partes” (art. 394 del COT). En cada comuna o agrupación de
comunas existirá la cantidad de procuradores del número que determine el Presidente de
la República, previo informe de la Corte de Apelaciones respectiva.
4.7.1. Nombramiento
A este respecto rige lo mismo que para los receptores judiciales, por lo que nos remitimos
a lo ya indicado en el apartado 4.6.1.
4.7.2. Funciones del procurador del número
Los procuradores del número deben representar los derechos de una parte en juicio, lo
que se concreta por medio de un acto que constituye un mandato regido por las reglas del
Código Civil para estos contratos (art. 395 del COT), manteniendo, sin embargo, algunas
particularidades. Este mandato no termina por la muerte del mandante (art. 396 del COT)
y, además de la recta ejecución del mandato, el procurador del número está obligado a
(art. 397 del COT):
– Dar los avisos convenientes sobre el estado de los asuntos que tuvieren a su cargo, o
sobre las providencias y resoluciones que en ellos se libraren, a los abogados a quienes
estuviere encomendada la defensa de los mismos asuntos;
– Servir gratuitamente a los pobres, para lo cual los jueces de letras designarán cada mes
y por turno a los procuradores que deban defender las causas civiles y del trabajo de las
personas que hubieren obtenido o debieran gozar del privilegio de pobreza (art. 595 del
COT).
4.8. Notarios
Los notarios “son ministros de fe pública encargados de autorizar y guardar en su archivo
los instrumentos que ante ellos se otorgaren, de dar a las partes interesadas los
testimonios que pidieren, y de practicar las demás diligencias que la ley les encomiende”
(art. 399 del COT).
Existirá a lo menos un notario en cada comuna o agrupación de comunas que constituya
territorio jurisdiccional de jueces de letras (art. 400 del COT). En los territorios
jurisdiccionales formados por una agrupación de comunas y previo informe favorable de
la Corte de Apelaciones respectiva, el Presidente de la República podrá crear nuevas
notarías dentro del territorio de una comuna determinada, sin perjuicio de lo cual los
notarios podrán ejercer sus funciones dentro de todo el territorio del juzgado de letras en
lo civil que corresponda.
En las comunas en que exista más de una notaría, el Presidente de la República asignará a
cada una de ellas una numeración correlativa, independientemente del nombre de
quienes las sirvan. Además, por expresa disposición legal, ningún notario podrá ejercer sus
funciones fuera de su respectivo territorio (art. 400 inc. final del COT).
En virtud de lo dispuesto en los arts. 429 y ss. del COT, todo notario deberá llevar un
protocolo, es decir, un libro que se formará insertando las escrituras que se hayan
otorgado ante él, siguiendo el orden numérico que les haya correspondido en el libro
repertorio. En este último se dejará registro de las escrituras públicas y documentos
protocolizados, a los que se asignará un número siguiendo rigurosamente el orden de
presentación. Por otra parte, los notarios también deberán llevar un libro índice público,
en el que anotarán las escrituras por orden alfabético de los otorgantes; y otro privado,
donde anotarán, de la misma forma, los testamentos cerrados.
4.8.1. Nombramiento
Para ser notario se requieren de las mismas condiciones que para ser juez de letras de
comuna o agrupación de comunas, al igual que en el caso de los relatores y secretarios
(art. 463 del COT). Sin embargo, existen normas especiales que señalan que no pueden ser
notarios (art. 465 del COT):
– Los que se hallaren en interdicción por causa de demencia o prodigalidad;
– Los que se hallaren procesados por crimen o simple delito; y
– Los que estuvieren sufriendo la pena de inhabilitación para cargos y oficios públicos.
4.8.2. Funciones de los notarios
El art. 401 del COT se encarga de enumerar las funciones de los notarios. A saber:
– Extender los instrumentos públicos con arreglo a las instrucciones que, de palabra o
por escrito, le dieren las partes otorgantes. El ejemplo paradigmático de esta función en el
otorgamiento de las escrituras públicas que se le solicitaren;
– Levantar inventarios solemnes;
– Efectuar protestos de letras de cambio y demás documentos mercantiles;
– Notificar los traspasos de acciones y constituciones y notificaciones de prenda que se
les solicitaren;
– Asistir a las juntas generales de accionistas de sociedades anónimas, para los efectos
que la ley o el reglamento de ellas lo exigieren;
– Dar fe de los hechos para que fueren requeridos y que no estuvieren encomendados a
otros funcionarios;
– Guardar y conservar en riguroso orden cronológico los instrumentos que ante ellos se
otorguen, en forma de precaver todo extravío y hacer fácil y expedito su examen;
– Otorgar certificados o testimonios de los actos celebrados ante ellos o protocolizados
en sus registros;
– Facilitar, a cualquiera persona que lo solicite, el examen de los instrumentos públicos
que ante ellos se otorguen y documentos que protocolicen;
– Autorizar las firmas que se estampen en documentos privados, sea en su presencia o
cuya autenticidad conste;
– Las demás que les encomienden las leyes.
4.9. Conservadores
Los conservadores son “los ministros de fe encargados de los registros conservatorios de
bienes raíces, de comercio, de minas, de accionistas de sociedades propiamente mineras,
de asociaciones de canalistas, de prenda agraria, de prenda industrial, de especial de
prenda y demás que les encomienden las leyes” (art. 446 del COT).
Existe un conservador en cada comuna o agrupación de comunas que constituya el
territorio jurisdiccional de un juzgado de letras. Sin embargo, en las comunas en que solo
hubiere un notario, el Presidente de la República podrá disponer que también ejerza el
cargo de conservador, entendiéndose ambos como un solo oficio judicial para todos los
efectos legales (art. 447 del COT). En cambio, en las comunas o agrupaciones de comunas
en que hubiere dos o más notarios, uno de ellos llevará el registro de comercio y otro el
registro de bienes raíces —quien deberá además llevar los registros de asociaciones de
canalistas, de prenda agraria, de prenda industrial y especial de prenda—
correspondiendo al Presidente de la República hacer la distribución de estos registros,
además de designar el que deberá tener a su cargo el registro de minas y el de accionistas
de las sociedades propiamente mineras (art. 448 del COT).
En la comuna de Santiago, por su parte, existe un registro conservatorio para el servicio
del territorio jurisdiccional de la Corte de Apelaciones de Santiago, el que será
desempeñado por tres funcionarios que constituyen un solo oficio (art. 449 del COT).
4.9.1. Nombramiento
De acuerdo con lo dispuesto en el art. 466 del COT, para ser conservador se requiere ser
abogado. Al igual que el resto de los auxiliares de la administración de justicia, son
nombrados por el Presidente de la República, a propuesta —en terna— de la Corte de
Apelaciones respectiva.
4.9.2. Funciones de los conservadores
Tal como su concepto legal lo indica, los conservadores constituyen ministros de fe,
quienes se encuentran encargados de llevar los registros conservatorios de:
– Bienes raíces
– Comercio
– Minas
– Accionistas de sociedades propiamente mineras
– Asociaciones de canalistas
– Prenda agraria
– Prenda industrial
– Especial de prenda
4.10. Archiveros
Los archiveros “son ministros de fe pública encargados de la custodia de los documentos”
expresados en el art. 455 del COT, “y de dar a las partes interesadas los testimonios que
de ellos pidieren” (art. 453 del COT).
Existirá un archivero en cada comuna asiento de Corte de Apelaciones y en las demás
comunas que determine el Presidente de la República, previo informe de la Corte de
Apelaciones. Tendrán el territorio jurisdiccional que corresponda a los juzgados de letras
de la respectiva comuna (art. 454 del COT).
4.10.1. Nombramiento
A este respecto rige lo mismo que para los conservadores, por lo que nos remitimos al
apartado 4.9.1.
4.10.2. Funciones de los archiveros
Como ya dijimos, los archiveros están encargados de la custodia de los siguientes
documentos (art. 455 del COT):
– Los procesos afinados que se hubieren iniciado ante los jueces de letras que existan en
la comuna o agrupación de comunas, o ante la Corte de Apelaciones o ante la Corte
Suprema, si el archivero lo fuere del territorio jurisdiccional en que estos tribunales tienen
su asiento;
– Los procesos afinados que se hubieren seguido dentro del territorio jurisdiccional
respectivo ante jueces árbitros;
– Los libros copiadores de sentencias de los jueces de letras que existan en la comuna o
agrupación de comunas, de la Corte de Apelaciones o, en su caso, de la Corte Suprema; y
– Los protocolos de escrituras públicas otorgadas en el territorio jurisdiccional
respectivo.
Además, deben guardar los procesos, libros de sentencias, protocolos y demás papeles de
su oficina, sujetándose a las órdenes e instrucciones que la Corte o juzgado respectivo les
diere sobre el particular; facilitar —a cualquier persona que lo solicite— el examen do los
procesos, libros o protocolos de su archivo; dar a las partes interesadas los testimonios
que pidieren de los documentos que existieren en su archivo; formar y publicar los índices
de los procesos y escrituras con que se instale la oficina; y en los meses de marzo y abril,
después de instalada, los correspondientes al último año; y ejercer las mismas funciones
señaladas precedentemente respecto de los registros de las actuaciones efectuadas ante
los jueces de garantía y los tribunales de juicio oral en lo penal.
En cuanto ministros de fe, deben dar, conforme a Derecho, los testimonios y certificados
que se les pidan y poner, a petición de parte, las respectivas notas marginales en las
escrituras públicas. Pueden dar copia autorizada de las escrituras contenidas en los
protocolos de su archivo, en todos aquellos casos en que el notario que haya intervenido
en su otorgamiento habría podido darlas (art. 456 del COT).
4.11. Consejos técnicos
Son organismos auxiliares de la administración de justicia, compuestos por profesionales
en el número y con los requisitos que establece la ley, y cuya función es “asesorar
individual o colectivamente a los jueces con competencia en asuntos de familia, en el
análisis y mayor comprensión de los asuntos sometidos a su conocimiento en el ámbito de
su especialidad” (art. 457 del COT). Existirá un consejo técnico en cada juzgado de familia,
el que estará integrado por profesionales especializados en materia de familia e infancia
(art. 6º de la LJF), como asimismo en los juzgados de letras con competencia común a los
que corresponda la resolución de asuntos de familia (art. 27 bis inc. 3º del COT).
4.11.1. Nombramiento
Para ser miembro del consejo técnico, se requiere tener un título profesional de una
carrera que tenga al menos ocho semestres de duración, otorgado por alguna universidad
o instituto profesional del Estado o reconocido por este, y acreditar experiencia
profesional idónea y formación especializada en materias de familia o de infancia de a lo
menos dos semestres de duración, impartida por alguna universidad o instituto de
reconocido prestigio que desarrolle docencia, capacitación o investigación en dichas
materias (art. 7º de la LJF).
Por otro lado, no podrán ser miembros del consejo técnico de un determinado tribunal
quienes estén unidos en relación de parentesco con alguno de los jueces del mismo, ya
sea, consanguíneos o afines en línea recta, o colaterales que se hallen dentro del segundo
grado de consanguinidad o afinidad (arts. 469 y 258 del COT).
4.11.2. Funciones del consejo técnico
Los profesionales del consejo técnico tendrán la función de asesorar a los jueces,
individual o colectivamente, en el análisis y mejor comprensión de los asuntos sometidos
a su conocimiento, en el ámbito de su especialidad. Tendrán, en particular, las funciones
señaladas en el art. 5º de la LJF:
– Asistir a las audiencias de juicio a que sean citados con el objetivo de emitir las
opiniones técnicas que le sean solicitadas;
– Asesorar al juez para la adecuada comparecencia y declaración del niño, niña o
adolescente;
– Evaluar, a requerimiento del juez, la pertinencia de derivar a mediación o aconsejar
conciliación entre las partes, y sugerir los términos en que esta última pudiere llevarse a
cabo;
– Asesorar al juez, a requerimiento de este, en la evaluación del riesgo a que se refiere el
art. 7º de la Ley Nº 20.066, sobre violencia intrafamiliar.
4.12. Bibliotecarios judiciales
Son auxiliares de la administración de justicia, encargados de la “custodia, mantenimiento
y atención de la Biblioteca de la Corte en que desempeñen sus funciones, así como las que
el tribunal o su Presidente le encomienden en relación a las estadísticas del tribunal” (art.
457 bis del COT). Existirá un bibliotecario en la Corte Suprema y en aquellas Cortes de
Apelaciones que determine el Presidente de la República, previo informe de la misma.
Además de la custodia, mantenimiento y atención de las bibliotecas de las Cortes y llevar
las estadísticas que el tribunal o su presidente le encomienden, es posible señalar que el
bibliotecario de la Corte Suprema debe, además, tener a su cargo la custodia de todos los
documentos originales de calificación de los funcionarios y empleados del Poder Judicial y
estará facultado para dar a las partes interesadas los testimonios que de ellos pidieren;
desempeñando también las funciones que la Corte Suprema le encomiende respecto a la
formación del Escalafón Judicial (art. 457 bis del COT).

ACTIVIDADES DE APLICACIÓN
1. En virtud de los distintos criterios de clasificación de los tribunales, determine a qué
categoría pertenecen los siguientes órganos jurisdiccionales: a) Corte Suprema; b) Corte
de Apelaciones; c) Tribunal de Juicio Oral en lo Penal; d) Juzgado de Letras; e) José
Manuel, abogado a quien se encarga resolver respecto de la partición de bienes de un
causante; f) Una Ministra de la Corte Suprema conociendo de una extradición pasiva.
2. ¿El juez de letras solo conoce asuntos en primera instancia? Explique.
3. ¿Los juzgados de letras están siempre servidos por un solo juez? Distinga.
4. ¿El Juzgado de Garantía de Iquique tiene un juez presidente y un comité de jueces?
¿Por qué?
5. Elabore un esquema con todas las unidades administrativas que forman parte de un
Tribunal de Juicio Oral en lo Penal.
6. ¿Qué tribunal debe ejecutar las sentencias condenatorias dictadas por el Tribunal de
Juicio Oral en lo Penal de Ovalle?
7. Ivonne y Aldo contrajeron matrimonio en 2010 y tuvieron 3 hijos (actualmente de 4, 6
y 8 años de edad). Dado que la convivencia se hizo cada vez más insostenible, en enero
2019 decidieron separarse, aunque no se mudaron de ciudad (San Javier, Región del
Maule). Hoy Ivonne decide interponer una demanda de divorcio y aumento de alimentos
en contra de su cónyuge:
a) ¿Qué tribunal conocerá el juicio?
b) ¿Qué función corresponderá a la consejera técnico durante el juicio?
c) ¿Qué tribunal será competente para conocer un eventual recurso de apelación en
contra de la sentencia definitiva?
8. ¿Qué requisitos establece la ley para ser juez de letras del trabajo?
9. Respecto a los tribunales unipersonales de excepción:
a) ¿El Presidente de la Corte de Apelaciones de Santiago conoce de causas de extradición
pasiva?
b) ¿Un Ministro de la Corte de Apelaciones puede conocer de demandas civiles
presentadas contra un Ministro de la Corte Suprema?
10. ¿Cuántas Cortes de Apelaciones hay en Chile y cuántos ministros las integran?
11. En relación con las Cortes de Apelaciones, es verdadero o falso que:
a) La Corte de Apelaciones es un tribunal de segunda instancia.
b) Cualquier Ministro de la Corte de Apelaciones de Punta Arenas puede elaborar la tabla
de la respectiva Corte.
c) Un abogado integrante está encargado de hacer la relación al iniciar la vista de la
causa.
d) Es apelable una sentencia definitiva dictada por la Corte de Apelaciones de Puerto
Montt relativa a una extradición activa.
12. ¿Cuántos ministros integran la Corte Suprema? ¿Cómo se designan?
13. ¿Qué materias debe conocer el pleno de la Corte Suprema?
14. ¿Cuáles son las salas especializadas de la Corte Suprema?
15. Determine qué auxiliares de la administración de justicia son ministros de fe y la
función que cumple cada uno de ellos.
INDICE

Siglas y abreviaturas ................................................................................................................


17
Prólogo ....................................................................................................................................
. 19

Capítulo I
Introducción y fuentes del Derecho procesal
1. Concepto de Derecho procesal..................................................................................
23
2. Características y elementos esenciales...................................................................
26
2.1 El Derecho procesal como rama del Derecho público.............................................
26
2.2 El Derecho procesal como Derecho adjetivo...........................................................
28
2.3 El Derecho procesal y su rol instrumental y autónomo...........................................
29
3. Clasificación del Derecho procesal..........................................................................
30
3.1 Derecho procesal civil y penal.................................................................................
31
3.2..... Derecho procesal orgánico y funcional...................................................................
32
4. Relación con otras ramas del Derecho................................................................... 34
5. Fuentes del Derecho procesal....................................................................................
40
5.1 Las fuentes directas o inmediatas........................................................................... 41
5.1.1 La Constitución Política de la República.................................................... 41
5.1.2 Los tratados internacionales..................................................................... 44
5.1.3 La ley procesal........................................................................................... 46
5.1.4 Los autos acordados.................................................................................. 47
5.2 Las fuentes indirectas o mediatas........................................................................... 48
5.2.1 La jurisprudencia de los tribunales de justicia........................................... 48
5.2.2 La dogmática jurídica................................................................................. 51
5.2.3 La costumbre jurídica procesal (o usos forenses)..................................... 53
5.2.4 El Derecho extranjero o comparado......................................................... 55
6. Tratamiento del conflicto y vías de solución....................................................... 56
6.1 La autotutela........................................................................................................... 60
6.2 La autocomposición.................................................................................................
61
6.2.1 La transacción............................................................................................ 64
6.2.2 La conciliación........................................................................................... 65
6.2.3 El avenimiento........................................................................................... 68
6.2.4 La mediación............................................................................................. 69
6.3 La heterocomposición............................................................................................. 71
Actividades de
aplicación.................................................................................................................. 74

Capítulo II
La ley procesal
1. Generalidades.................................................................................................................
75
2. Concepto y clasificación..............................................................................................
76
2.1 Las normas procesales orgánicas.............................................................................
78
2.2 Las normas procesales funcionales......................................................................... 79
3. Efectos de la ley procesal chilena............................................................................
81
3.1 La ley procesal en el tiempo....................................................................................
81
3.2 La ley procesal en el territorio.................................................................................
88
4. Interpretación e integración de la ley procesal................................................... 99
4.1 Nociones generales................................................................................................. 99
4.2 Interpretación de la ley procesal y los métodos de interpretación.........................
101
4.3 Integración de la ley procesal..................................................................................
105
Actividades de
aplicación.......................................................................................................... 108

Capítulo III
La jurisdicción
1. Generalidades.................................................................................................................
109
1.1 Una primera aproximación a la jurisdicción............................................................
109
1.1.1 La jurisdicción como potestad pública...................................................... 110
1.1.2 La jurisdicción como deber........................................................................ 111
1.1.3 El énfasis en la función.............................................................................. 111
1.1.4. En una dimensión orgánica....................................................................... 112
1.1.5 La perspectiva de la adjudicación.............................................................. 113
1.2 Definiciones de jurisdicción.....................................................................................
113
1.3 Características de la jurisdicción..............................................................................
117
1.3.1 Tiene fuente constitucional....................................................................... 118
1.3.2 Es un concepto unitario............................................................................. 119
1.3.3 Su ejercicio es eventual............................................................................. 120
1.3.4 Es exclusiva e indelegable......................................................................... 121
1.3.5 Es irrenunciable e improrrogable.............................................................. 122
1.3.6 Su ejercicio produce cosa juzgada............................................................. 123
1.4. Naturaleza jurídica de la jurisdicción.......................................................................
125
1.4.1 Teorías subjetivas...................................................................................... 126
1.4.2 Teorías objetivas....................................................................................... 127
1.4.3 Teoría de la sustitución............................................................................. 130
1.4.4 La jurisdicción como satisfacción de pretensiones.................................... 132
2. Jurisdicción, acción y proceso...................................................................................
133
2.1 La acción..................................................................................................................
134
2.1.1 Doctrinas tradicionales acerca de la naturaleza jurídica de la acción....... 134
2.1.1.1 Doctrinas monistas..................................................................... 135
2.1.1.2 Doctrinas dualistas: la autonomía de la acción.......................... 136
a) El dualismo concreto o acción en sentido concreto............. 137
b) El dualismo abstracto o acción en sentido abstracto........... 137
2.1.2 Concepción actual: la acción como derecho fundamental........................ 138
2.1.3 Consagración del derecho de acción......................................................... 140
2.1.4 Contenido del derecho de acción.............................................................. 141
2.1.5 La pretensión............................................................................................. 144
2.1.5.1 Nociones de pretensión............................................................. 144
2.1.5.2 Elementos de la pretensión....................................................... 146
2.1.5.3 Clasificaciones de la pretensión................................................. 146
2.1.6 El derecho de contradicción...................................................................... 148
2.1.6.1... El derecho constitucional de defensa........................................ 148
2.1.6.2... El ejercicio del derecho de contradicción.................................. 149
2.2 El proceso................................................................................................................
151
2.2.1 Definiciones de proceso............................................................................ 151
2.2.2 Elementos constitutivos del proceso........................................................ 153
2.2.2.1 El elemento subjetivo................................................................ 153
a) Las partes............................................................................. 153
b) Los tribunales de justicia...................................................... 154
2.2.2.2 El elemento objetivo o contienda jurídica................................. 154
2.2.3 Naturaleza jurídica del proceso................................................................. 155
2.2.3.1 Doctrinas privatistas................................................................... 156
2.2.3.2 Teoría de la relación jurídica procesal....................................... 157
2.2.3.3 Teoría de la situación jurídica.................................................... 159
2.2.3.4 Teoría del proceso como institución.......................................... 162
2.2.4 Proceso y conceptos afines....................................................................... 164
2.2.4.1 Procedimiento............................................................................ 164
2.2.4.2 Juicio.......................................................................................... 164
2.2.4.3 Expediente................................................................................. 166
2.2.4.4 Debido proceso.......................................................................... 166
2.3 La jurisdicción y el proceso en el Estado Constitucional de Derecho......................
167
3. Contenido y clasificación de la jurisdicción.......................................................... 168
3.1 El contenido de la jurisdicción.................................................................................
168
3.2 Clasificación de la jurisdicción.................................................................................
169
4. Facultades conexas a la jurisdicción....................................................................... 170
4.1 Facultades conservadoras.......................................................................................
170
4.2 Facultades disciplinarias..........................................................................................
171
4.3 Facultades económicas............................................................................................
172
5. Los momentos jurisdiccionales.................................................................................
173
5.1 El conocimiento.......................................................................................................
173
5.2 El juzgamiento.........................................................................................................
175
5.3 La ejecución o cumplimiento...................................................................................
179
6. Los límites a la jurisdicción........................................................................................
181
6.1 Límites externos......................................................................................................
181
6.1.1 La jurisdicción de otros Estados o límites externos internacionales......... 181
6.1.2 Las atribuciones de los demás poderes del Estado o límites externos
constitucionales............................................................................. 183
6.2 Límites internos.......................................................................................................
184
6.3 Límite temporal.......................................................................................................
185
7. Los equivalentes jurisdiccionales.............................................................................
186
7.1 Definición y naturaleza............................................................................................
186
7.2 Clasificación.............................................................................................................
186
7.3 Los equivalentes en particular.................................................................................
187
7.3.1 Equivalentes en sede extraprocesal.......................................................... 187
7.3.1.1 La transacción............................................................................ 187
7.3.1.2 La sentencia extranjera.............................................................. 188
7.3.2 Los equivalentes en sede procesal............................................................ 191
7.3.2.1 La conciliación............................................................................ 192
7.3.2.2 El avenimiento........................................................................... 193
7.3.2.3 El sobreseimiento definitivo...................................................... 194
8. Actos judiciales no contenciosos.............................................................................
196
8.1 Cuestiones acerca de la nomenclatura....................................................................
196
8.2 Definición.................................................................................................................
197
8.3 Naturaleza jurídica...................................................................................................
198
8.4 Criterios para distinguir entre la jurisdicción contenciosa y la no contenciosa.......
199
8.5 Normas aplicables a estos asuntos..........................................................................
201
8.6 Características más relevantes de los actos judiciales no contenciosos..................
202
8.7 Clasificación de los actos de jurisdicción no contenciosa........................................
204
Actividades de
aplicación.......................................................................................................... 206

Capítulo IV
Bases de la Administración de Justicia
1. Generalidades.................................................................................................................
207
2. Principio de legalidad...................................................................................................
207
2.1 La legalidad del tribunal.......................................................................................... 207
2.1.1 Sentido y alcance....................................................................................... 207
2.1.2 El derecho al juez natural.......................................................................... 209
2.1.2.1 El juzgamiento por tribunales militares..................................... 209
2.1.2.2 Derecho al juez natural y la presencia de aforados................... 210
2.1.2.3 Compatibilidad con la justicia especializada.............................. 210
2.2 La legalidad del juzgamiento: la garantía del debido proceso.................................
211
2.2.1 Reconocimiento y contenido..................................................................... 211
2.2.2 El derecho al debido proceso en el sistema nacional................................ 213
2.2.3 Tutela judicial y debido proceso................................................................ 215
2.2.4 Debido proceso en el proceso penal......................................................... 216
3. Principio de independencia..........................................................................................
217
3.1 Independencia orgánica e independencia funcional...............................................
219
3.2 Dimensión positiva y dimensión negativa de la independencia judicial................. 219
3.3 Independencia interna e independencia externa....................................................
220
3.4 Independencia judicial y sistema de nombramiento de los jueces.........................
222
4. Principio de imparcialidad...........................................................................................
224
4.1 Imparcialidad subjetiva e imparcialidad objetiva....................................................
225
4.2 Imparcialidad judicial e independencia institucional.............................................. 227
4.3 La imparcialidad y su protección en el sistema chileno...........................................
227
5. Principio de responsabilidad.......................................................................................
230
5.1 Tipos de responsabilidad judicial.............................................................................
230
5.1.1 Responsabilidad disciplinaria.................................................................... 230
5.1.1.1 La queja disciplinaria................................................................. 231
5.1.1.2 Recurso de queja........................................................................ 231
5.1.2 Responsabilidad penal o criminal.............................................................. 233
5.1.3 Responsabilidad civil................................................................................. 235
5.1.4 Responsabilidad política o constitucional................................................. 235
5.2 Responsabilidad de los jueces y gobierno judicial...................................................
236
6. Principio de inamovilidad............................................................................................
239
6.1 Casos de amovilidad................................................................................................
239
6.2 Otros casos de cesación del cargo...........................................................................
241
7. Principio de inexcusabilidad........................................................................................
242
8. Principio de inavocabilidad.........................................................................................
244
8.1 Inavocabilidad interna e inavocabilidad externa.....................................................
244
8.2 Excepciones.............................................................................................................
244
9. Principio de gradualidad.............................................................................................
244
9.1 Elementos que lo configuran...................................................................................
245
9.1.1 La jerarquía................................................................................................ 245
9.1.2 La instancia................................................................................................ 246
9.2 Unidad o pluralidad de instancias y derecho al recurso..........................................
247
10. Principio de pasividad...................................................................................................
249
10.1 El principio de pasividad en el sistema nacional.....................................................
250
10.2 Casos de excepción al principio...............................................................................
251
10.3 El principio de pasividad en las reformas al proceso civil chileno...........................
252
11. Principio de territorialidad........................................................................................
253
11.1 El territorio jurisdiccional........................................................................................
253
11.2 Excepciones al principio de la territorialidad..........................................................
255
12. Principio de sedentariedad..........................................................................................
256
12.1 Excepciones a la sedentariedad...............................................................................
257
12.2 Los deberes de residencia y asistencia....................................................................
257
12.2.1 Excepciones a los deberes de residencia y asistencia............................... 258
12.2.2 Los deberes de residencia y asistencia durante la crisis sanitaria por covid-19 y las
reacciones del sistema.............................................................................. 258
13. Principio de publicidad.................................................................................................
262
13.1 Publicidad en los procedimientos reformados y las audiencias..............................
263
13.2. Excepciones a la publicidad.....................................................................................
264
14. Principio de gratuidad.................................................................................................
266
14.1 Las costas del juicio.................................................................................................
266
14.2 El privilegio de pobreza...........................................................................................
267
14.3 La asistencia letrada gratuita en Chile.....................................................................
267
Actividades de
aplicación.......................................................................................................... 270
Capítulo V
La competencia
1. Sobre el concepto de competencia............................................................................
271
2. Clasificación de la competencia................................................................................
274
2.1 Atendiendo a los factores o elementos que sirven para establecer el tribunal que debe
conocer y fallar un asunto determinado: competencia absoluta y
relativa......................................................................................................................... 275
2.2 Atendiendo a la fuente de donde emana la competencia del tribunal para conocer y
resolver un asunto: competencia natural y
prorrogada................................................................................................................... 276
2.3 Atendiendo a si la competencia ha sido otorgada directamente por la ley o las partes,
o proviene de otro tribunal: competencia propia y
delegada....................................................................................................................... 277
2.4 Atendiendo al ámbito de materias sobre las que tiene competencia el tribunal:
competencia común y especial............................................................................... 278
2.5 Atendiendo a si existe solo un tribunal competente para conocer y fallar un asunto
específico o hay varios que potencialmente podrían hacerlo: competencia privativa (o
exclusiva) y acumulativa (o preventiva).................................................................. 280
2.6 Atendiendo a la instancia, etapa o grado del proceso en que el tribunal tiene
competencia para conocer del asunto: competencia en única, primera o segunda
instancia.................................................................................................................. 281
2.7 Atendiendo a si en el asunto sometido al tribunal existe o no contienda entre partes:
competencia contenciosa y no
contenciosa.........................................................................................................................
282
3. Reglas generales de la
competencia.................................................................................... 283
3.1 Regla de la prevención............................................................................................ 284
3.2 Regla de la radicación o fijeza..................................................................................
285
3.3 Regla de la extensión...............................................................................................
290
3.4 Regla del grado........................................................................................................
291
3.5 Regla de la ejecución...............................................................................................
293
4. Competencia
absoluta.......................................................................................................... 296
4.1 Fuero........................................................................................................................
297
4.1.1 Clasificación del fuero............................................................................... 299
4.1.2 Cuestiones particulares sobre el fuero...................................................... 301
4.2 Cuantía.....................................................................................................................
303
4.2.1 Cuantía de asuntos civiles......................................................................... 304
4.2.2 Cuantía de asuntos penales....................................................................... 307
4.2.3 Influencia de la cuantía como factor de competencia absoluta................ 307
4.3 Materia....................................................................................................................
309
5. Competencia relativa...................................................................................................
313
5.1 Competencia relativa en asuntos civiles contenciosos............................................
314
5.2 Competencia relativa en asuntos civiles no contenciosos.......................................
319
5.3 Competencia relativa en asuntos penales...............................................................
322
5.4 Algunas reglas de competencia relativa en otras disciplinas...................................
324
6. Reglas de distribución de causas (y los turnos).................................................... 326
6.1 Excepciones a las reglas de distribución de causas.................................................
329
6.2. Otros mecanismos de distribución de causas..........................................................
330
7. Prórroga de competencia...........................................................................................
332
8. La competencia civil de los tribunales penales...................................................... 336
9. Cuestiones y contiendas de competencia................................................................
338
9.1 Contienda generada entre tribunales ordinarios (art. 190 del COT).......................
339
9.2 Contienda producida entre tribunales especiales, o entre estos y tribunales ordinarios
(art. 191 del COT)............................................................................................................
340
9.3 Contiendas entre tribunales y autoridades políticas o administrativas ..................
340
Actividades de
aplicación.......................................................................................................... 342

Capítulo VI
Tribunales de Justicia
1. Concepto y nociones generales.................................................................................
345
2. Clasificación de los tribunales de justicia.............................................................. 345
2.1 De acuerdo con lo previsto en el art. 5º del COT (o según su naturaleza): ordinarios,
arbitrales y especiales............................................................................................. 345
2.2 En atención a si los jueces son o no abogados: letrados y legos.............................
348
2.3 Según si deben o no emplear normas jurídicas para la tramitación y resolución del
asunto: tribunales de Derecho y de equidad........................................................................
348
2.4 Según si la decisión jurisdiccional es adoptada por uno o varios jueces: tribunales
unipersonales y colegiados...................................................................................... 349
2.5 Según si están o no permanentemente en funciones (o según su estabilidad):
tribunales accidentales y tribunales
permanentes................................................................... 350
2.6 Según su jerarquía: tribunales superiores e inferiores............................................
351
3. Análisis particular de los tribunales de justicia................................................... 351
3.1 Juzgados de Letras...................................................................................................
351
3.1.1 Funcionamiento........................................................................................ 353
3.1.2 Nombramiento de los jueces de letras...................................................... 353
3.1.3 Inhabilidades e incompatibilidades........................................................... 354
3.1.4 Subrogación............................................................................................... 355
3.1.5 Deberes y prohibiciones de los jueces de letras....................................... 356
3.1.6 Materias que están dentro de la competencia del juzgado de letras....... 357
3.2 Juzgados de Garantía...............................................................................................
359
3.2.1 Funcionamiento........................................................................................ 359
3.2.2 Nombramiento, inhabilidades e incompatibilidades................................ 361
3.2.3 Subrogación............................................................................................... 362
3.2.4 Deberes y prohibiciones de los jueces de garantía................................... 363
3.2.5 Materias que conocen los juzgados de garantía....................................... 363
3.3 Tribunales de Juicio Oral en lo Penal.......................................................................
364
3.3.1 Funcionamiento........................................................................................ 364
3.3.2 Nombramiento, inhabilidades e incompatibilidades................................ 366
3.3.3 Subrogación............................................................................................... 367
3.3.4 Deberes y prohibiciones de los jueces del tribunal de juicio oral en lo penal ..........
................................................................................................... 367
3.3.5 Materias que conocen los tribunales de juicio oral en lo penal................ 368
3.4 Juzgados de Familia.................................................................................................
368
3.4.1 Funcionamiento........................................................................................ 370
3.4.2 Nombramiento, inhabilidades e incompatibilidades................................ 370
3.4.3 Subrogación............................................................................................... 371
3.4.4 Deberes y prohibiciones de los jueces de familia...................................... 371
3.4.5. Materias que conoce el juzgado de familia............................................... 371
3.5 Juzgados de Letras del Trabajo................................................................................
374
3.5.1 Funcionamiento........................................................................................ 375
3.5.2 Nombramiento, inhabilidades e incompatibilidades................................ 375
3.5.3 Subrogación............................................................................................... 376
3.5.4 Deberes y prohibiciones de los jueces de letras del trabajo..................... 376
3.5.5 Materias que conocen los juzgados de letras del trabajo......................... 376
3.6 Juzgados de Cobranza Laboral y Previsional............................................................
377
3.6.1 Funcionamiento........................................................................................ 377
3.6.2 Nombramiento, inhabilidades e incompatibilidades y subrogación......... 379
3.6.3 Deberes y prohibiciones de los jueces de los juzgados de cobranza laboral y
previsional................................................................................................. 379
3.6.4 Materias que conocen los juzgados de cobranza laboral y previsional..... 379
3.7 Tribunales unipersonales de excepción...................................................................
380
3.7.1 Funcionamiento........................................................................................ 380
3.7.2 Materias que conocen los tribunales unipersonales de excepción........... 380
3.8 Cortes de Apelaciones.............................................................................................
383
3.8.1 Funcionamiento........................................................................................ 384
3.8.2 Nombramiento.......................................................................................... 390
3.8.3 Inhabilidades e incompatibilidades........................................................... 390
3.8.4 Subrogación............................................................................................... 391
3.8.5 Deberes y prohibiciones de los ministros de Corte de Apelaciones.......... 391
3.8.6 Materias que conocen las Cortes de Apelaciones..................................... 392
3.9 Corte Suprema.........................................................................................................
396
3.9.1 Funcionamiento........................................................................................ 398
3.9.2 Nombramiento.......................................................................................... 399
3.9.3 Inhabilidades e incompatibilidades........................................................... 400
3.9.4 Subrogación............................................................................................... 400
3.9.5 Deberes y prohibiciones de los ministros de Corte Suprema.................... 401
3.9.6 Materias que conoce la Corte Suprema.................................................... 401
3.10 Tribunales arbitrales................................................................................................
404
3.10.1 Clasificación............................................................................................... 406
3.10.2 Nombramiento.......................................................................................... 407
3.10.3 Inhabilidades e incompatibilidades........................................................... 409
3.10.4 Materias que están dentro de la competencia de los tribunales arbitrales .........
.................................................................................................... 410
4. Auxiliares de la administración de justicia............................................................. 411
4.1 Fiscalía Judicial.........................................................................................................
412
4.1.1 Nombramiento.......................................................................................... 413
4.1.2 Funciones de los fiscales judiciales............................................................ 413
4.2 Defensores públicos................................................................................................
415
4.2.1 Nombramiento.......................................................................................... 415
4.2.2 Funciones de los defensores públicos....................................................... 415
4.3 Relatores..................................................................................................................
416
4.3.1 Nombramiento.......................................................................................... 417
4.3.2 Funciones de los relatores......................................................................... 417
4.4 Los Secretarios.........................................................................................................
418
4.4.1 Nombramiento.......................................................................................... 418
4.4.2 Funciones.................................................................................................. 418
4.5 Los administradores de tribunales..........................................................................
420
4.5.1 Nombramiento.......................................................................................... 420
4.5.2 Funciones de los administradores de tribunales....................................... 421
4.6 Receptores...............................................................................................................
422
4.6.1 Nombramiento.......................................................................................... 422
4.6.2 Funciones de los receptores...................................................................... 422
4.7 Procuradores del número........................................................................................
423
4.7.1 Nombramiento.......................................................................................... 423
4.7.2 Funciones del procurador del número...................................................... 423
4.8 Notarios...................................................................................................................
424
4.8.1 Nombramiento.......................................................................................... 425
4.8.2 Funciones de los notarios.......................................................................... 425
4.9 Conservadores.........................................................................................................
426
4.9.1 Nombramiento.......................................................................................... 426
4.9.2 Funciones de los conservadores................................................................ 426
4.10 Archiveros................................................................................................................
427
4.10.1 Nombramiento.......................................................................................... 427
4.10.2 Funciones de los archiveros...................................................................... 427
4.11 Consejos técnicos....................................................................................................
428
4.11.1 Nombramiento.......................................................................................... 428
4.11.2 Funciones del consejo técnico................................................................... 429
4.12 Bibliotecarios judiciales...........................................................................................
429
Actividades de
aplicación.......................................................................................................... 430
Bibliografía
citada .................................................................................................................... 433

ABREVIATURAS

Siglas y abreviaturas

AA Auto acordado
art. / arts. artículo(s)
Bol. Boletín
CADH Convención Americana de Derechos Humanos
Cap. Capítulo(s)
CC Código Civil
CdPP Código de Procedimiento Penal
CdT Código del Trabajo
CEDH Convenio Europeo de Derechos Humanos
CIDH Comisión Interamericana de Derechos Humanos
cons. considerando(s)
CorteIDH Corte Interamericana de Derechos Humanos
COT Código Orgánico de Tribunales
CP Código Penal
CPC Código de Procedimiento Civil
CPP Código Procesal Penal
CPR Constitución Política de la República
CTrib Código Tributario
DFL Decreto con fuerza de ley
DL Decreto ley
DPEJ Diccionario Panhispánico del Español Jurídico
DS Decreto Supremo
DUDH Declaración Universal de Derechos Humanos
inc. / incs. inciso(s)
LERL Ley sobre Efecto Retroactivo de las Leyes
LTE Ley N° 20.886 (ley de tramitación electrónica)
LJF Ley N° 19.968 (ley sobre Juzgados de Familia)
MP Ministerio Público
OC Opinión Consultiva
OJV Oficina Judicial Virtual
ONU Organización de las Naciones Unidas
p. ej. por ejemplo
pf. párrafo(s)
PIDCP Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos
p. / pp. página(s)
RDJ Revista de Derecho y Jurisprudencia
SCA Sentencia de la Corte de Apelaciones
SCS Sentencia de la Corte Suprema
ss. siguientes
STC Sentencia del Tribunal Constitucional
TC Tribunal Constitucional
TDLC Tribunal de Defensa de la Libre Competencia
TEDH Tribunal Europeo de Derechos Humanos
TJOP Tribunal(es) de Juicio Oral en lo Penal
v. gr. verbigracia
vs. versus

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