Manual 2.0
Manual 2.0
Manual 2.0
No parece ya época de manuales. Cada vez se escriben menos por diversas razones más o
menos conocidas, aunque una de ellas es posible que sea el tópico de que la generación
que ahora tiene unos veinte años, carece de recursos atencionales suficientes y no
soporta más que mensajes rápidos, principalmente en formato audiovisual.
Asumamos por fin una verdad que parece que todo el mundo ha querido olvidar, o al
menos se resiste incomprensiblemente a recordar. Nunca se ha leído demasiado. En
realidad, la alfabetización de la población es muy reciente, y aunque el mercado editorial
ha conseguido un negocio, porcentualmente los lectores son muy pocos. Ni siquiera los
estudiantes han leído mucho más. Llevan generaciones viviendo de apuntes, es decir, de
notas tomadas en sus clases o de resúmenes habitualmente apócrifos de tratados y
manuales. Pocos exalumnos, hoy profesionales, leyeron los manuales enteros o casi
enteros, incluso habiéndolos adquirido.
Con este panorama, parece una temeridad animarse a redactar un manual, pero en
cambio es eso lo que han empezado a intentar los autores del presente libro con este su
primer tomo. Y adentrándonos en sus páginas, el sentido de la decisión se justifica, porque
se redacta un material que combina la tradición con la modernidad, utilizando un enfoque
más bien clásico con el seguro objeto de no desorientar al lector que ya es jurista, pero
desarrollando en esos epígrafes una exposición suficientemente completa de las doctrinas
más modernas que van adheridas a cada concepto.
Y no sólo eso, sino que el trabajo tiene algunos momentos de osadía. Se le dedica una
lección entera a la jurisdicción, y dentro de la misma se tratan la acción y el proceso. La
decisión no es baladí. Se reconoce finalmente la centralidad del primero de los
tradicionales conceptos fundamentales y se asume que los otros dos acompañan al
primero, sin que sean imaginables por separado. Un proceso sin jurisdicción es un vacío, y
una acción que no pide jurisdicción es inane. En cambio, teóricamente el juez podría
decidir sin acción, imponiéndose forzosamente al ciudadano como en un proceso
inquisitivo. También podría, asúmase, decidir sin un auténtico proceso, siendo su decisión
impulsiva, instantánea, y no por ello dejaría ser jurisdicción el producto de su labor
intelectual. Harán bien los autores en desarrollar esta apuesta doctrinal en futuras
ediciones de la obra, aunque puede que se encuentren con alguna sorpresa que, en aras
de la libertad científica, no desvelaré. Sólo una pista: tal vez la jurisdicción no sea el único
concepto central o, mejor dicho, ni siquiera sea el auténtico concepto central. Al fin y al
cabo, un juez no existe sin justiciables a los que servir…
Más allá de eso, la obra es prudente. Aunque sea doctrinal, no busca adoctrinar, sino
recoger lo mejor que ha dado la ciencia procesal hasta el momento, focalizándolo en el
Derecho chileno pero con cierta vocación de ir más allá de esas fronteras, enseñando
algunos de los principales frutos de la doctrina autóctona para que puedan servir de
ejemplo, como el “avenimiento”, distinguiéndolo de la transacción. Igual que se hace
mención de la conciliación como algo diferente a la mediación, aunque esto es algo más
frecuente en la doctrina. Con todo, no es malo llamar la atención sobre esos medios
alternativos de resolución de conflictos, porque aunque probablemente, al contrario de lo
que tanto se dice, no sean el futuro de nuestra disciplina —más bien fueron su origen—,
debe dedicárseles atención en busca de su debida perfilación, que sirva por fin como base
a una teoría general sobre los mismos, que aún está pendiente. No todo es tan sencillo
como decir que se llega a acuerdos por diferentes vías. Hay que analizar los antecedentes
epistémicos de los conflictos y de los acuerdos, como han hecho otros científicos, pero
aún no los juristas. Puede que por fin en ese estudio se halle la esencia de la composición
(auto- o hetero-) y se logre saber si es algo tan sumamente diferente de la tutela, o bien,
en realidad, esa tutela es solamente una variedad de la composición. A veces olvidamos
que el proceso jurisdiccional también es un mecanismo de resolución de conflictos…
En todo caso, quedará abierta la reflexión a partir de la lectura, y vuelvo con ello a cuanto
decía al inicio. No es cierto que los jóvenes ya no lean. Al contrario, leen y escriben
muchísimo más que en ninguna otra época gracias a sus celulares, y no sonrían, porque es
cierto, y hay mucha más literatura en muchos de sus mensajes que en obras enteras que,
para desgracia de los bosques de este mundo, fueron objeto de publicación en siglos
pasados… Y no sólo eso, sino que interactúan con su entorno social en una medida
infinitamente superior a la del pasado, sin excluir la presencialidad, pero no haciéndola
exclusiva, aceptando la distancia, que con alguna frecuencia resta prejuicios y añade
reflexión. Estos jóvenes descubrirán más pronto que tarde —la mayoría ya lo sabe— que
la información escrita es la más valiosa, y que el libro es solamente un soporte más que
permite aprender en solitario contenido que luego se comparte de un modo aplicado. Ya
no se memorizan los libros como si fueran poesías, sino que se bebe de ellos y se absorbe
su conocimiento, transformándolo en la energía inagotable que es el conocimiento. Por
eso hacen falta obras como la prologada, y que los profesores no las dejen de escribir.
Los jóvenes no quieren únicamente vídeos de un minuto. Eso sólo les divierte, como a las
generaciones pasadas les divertían los juegos de cartas. Saben perfectamente que el
conocimiento no se puede condensar en unos pocos mensajes de una red social, ni mucho
menos en unos videojuegos, o en capítulos de series vistos a saltos. Al contrario, saben
que para contribuir, para aportar en la sociedad, primero hay que haber leído y
aprendido. Y para eso están los libros.
En consecuencia, bienvenidos sean los autores a este escenario de la manualística
mundial. No desistan, pase lo que pase. Se les necesita.
Barcelona, a 7 de diciembre de 2022.
Jordi Nieva Fenoll
Catedrático de Derecho Procesal
Universitat de Barcelona
CAPITULO I
Quizás por ello, sea un lugar común definir al Derecho procesal apelando a dos puntos de
vista: uno orgánico y otro funcional. Se dice, en efecto, que el Derecho procesal es una
rama del Derecho público que, en lo orgánico, se preocupa de la organización y
atribuciones de los tribunales de justicia y, en lo funcional, atiende a la forma de los
diversos tipos de procedimientos existentes. De allí que, vinculando tales ideas a la teoría
general del proceso, se delimite casi siempre su finalidad desde un punto de vista
instrumental: esto es, como un medio apto e idóneo para la solución de conflictos de
relevancia jurídica.
Ahora bien, si los estudiosos del Derecho procesal no cuestionan lo anterior, no se debe,
casi con seguridad, a una suerte de relajo o displicencia en el análisis de la materia, sino
más bien a la concurrencia de una serie de tópicos que modelan la forma como se asume
tradicionalmente el Derecho procesal.
El primer factor o tópico, a nuestro juicio, pasa por la adhesión (muchas veces
inconsciente) a ciertas concepciones teóricas que ayudaron a conformar nuestra
disciplina. Basta pensar, en este sentido, en la injerencia de ciertas escuelas procesales
europeas de inicios del siglo pasado, las cuales, siguiendo muy de cerca el legalismo y la
ritualidad procedimental (Calamandrei, 2006, p. 24), calaron hondo en la configuración de
institutos procesales hoy asumidos como comunes: la comprensión de la acción procesal,
el análisis de los presupuestos procesales, el estudio la relación jurídico-procesal, así como
un sinnúmero de otras tantas categorías jurídico-procesales. El punto, sin embargo, y más
allá del gran aporte de tales concepciones, es que la adhesión incondicionada a las mismas
ha implicado que el Derecho procesal y su objeto de estudio se asuma desde un plano de
análisis extremadamente formal, cerrado y atemporal. Todo esto, por cierto, no solo ha
supuesto una pretendida “neutralidad” o “pureza” de sus contenidos, sino que también
ha tendido a desconocer el carácter marcadamente abierto y contingente del Derecho
procesal: vale decir, sus condicionamientos sociales, políticos y económicos que, en cada
momento histórico, reestructuran y modelan el núcleo del proceso y sus diversas
exigencias.
A lo anterior se suma, en segundo lugar, que no basta solo con asumir un plano
estrictamente semántico (de significado) y pragmático (de contexto) del concepto de
Derecho procesal. De hecho, si asumimos que nuestra disciplina está constantemente
permeable al cambio y al dinamismo, es porque ostenta una pretensión evidentemente
práctica. Nadie podría dudar, en efecto, que el Derecho procesal se estructura sobre la
base de la interacción entre lo normativo, lo fáctico y valorativo, más aún cuando se
observa desde el prisma de los operadores jurídicos y, en particular, de la función
realizada por los tribunales de justicia. De hecho, si el Derecho procesal posee un arsenal
analítico y explicativo, es precisamente porque su telón de fondo se orienta a lo real y
concreto. No asumiendo una suerte de escepticismo frente a las normas del sistema
jurídico, sino operando con reglas y principios que necesitan de una argumentación
concreta, debidamente justificada y que sea susceptible de un control posterior. De allí,
entonces, que el Derecho procesal y su objeto de estudio deban siempre ser
contemplados desde un prisma de dinamismo y cambio, más aún cuando su carácter
“abstracto” en ocasiones es el obstáculo principal a su evolución y adaptación a las
necesidades reales de justicia.
Quizás por ello, en cuarto lugar, se debería huir a la tentación por establecer una
conceptualización unitaria de Derecho procesal. Esto, porque un somero análisis de las
garantías y derechos que integran el proceso civil y el proceso penal, hace comprender la
imposibilidad material para establecer un tratamiento común e indiferenciado de tales
ámbitos. Ciertamente, en diversas ocasiones se ha intentado desarrollar lineamientos
generales de los distintos Derechos procesales y, a partir de allí, fijar una serie de
institutos y rasgos comunes en aras de asegurar previsibilidad, igualdad y seguridad
jurídica. Sin embargo, si bien ambos ámbitos comparten muchas similitudes y afinidades,
no es menos cierto que su pretendido enfoque unitario esconde roles distintos,
finalidades distintas y paradigmas distintos. Piénsese, en este sentido, en las finalidades
complejas e incluso a veces diacrónicas del proceso penal, las cuales, en la mayoría de los
casos, se encuentran asediadas no solo por criterios político-criminales y criminológicos
comunes al ímpetu social, sino que también por técnicas e instrumentos invariablemente
diversos: la averiguación del hecho punible, la protección del inocente, la distribución de
riesgo de error en la condena, la determinación y ejecución de la pena, etc. Por ende, “una
definición plena de sentido solo se puede dar en el marco del Derecho procesal
correspondiente, pues un concepto general común queda demasiado abstracto y, por ello,
no aporta nada nuevo a la tarea de administrar justicia” (Roxin y Schünemann, 2019, p.
63).
Así las cosas, reconociendo que nos enfrentamos a una disciplina compleja, representativa
de diferentes aspectos interrelacionados entre sí, pero que requieren explicaciones y
justificaciones particularizadas, en lo sucesivo entenderemos por Derecho procesal
distinguiendo sus concretos ámbitos de acción tanto en lo procesal civil como en lo
procesal penal. Para ello, si bien estableceremos que ambas ramas son mecanismos de
legitimación formal de decisiones jurisdiccionales, asumiremos que ellas parten de una
óptica teleológica y funcional diversa: a saber, el área procesal civil, contextualizada no
solo como un medio para la resolución de conflictos intersubjetivos de intereses privados,
sino también —y preferentemente— como un instrumento idóneo para el esclarecimiento
de la verdad en aras de la salvaguarda de derechos y garantías fundamentales (Marinoni y
Mitidiero, 2015, p. 23); el área procesal penal, por su parte, atingente al estudio del
conjunto de reglas y principios que estatuyen y disciplinan la investigación de los hechos
constitutivos de delito, los que determinan la participación punible, los que acreditan la
inocencia del imputado y, en su caso, los que modelan la aplicación y ejecución de la
sanción penal. En razón de ello, comprenderemos que el concepto de Derecho procesal se
halla, pues, inseparablemente ligado a la necesidad por distinguir entre las funciones y
fines que inspiran sus concretos ámbitos de acción, más aún se enmarcan dentro de una
pluralidad de fuentes normativas que trascienden las peculiaridades nacionales y que
ostentan una pretensión ius-fundamental.
Con todo, quien ponga atención a las anteriores ideas, si bien podrá compartir las
diferencias entre las dos especies de proceso, también podrá concordar que la distancia
en el modo de concebir estas diferencias no supone necesariamente una incompatibilidad
absoluta. De hecho, la estructura de todo proceso es dialéctica y, en ese sentido, se
sustenta en la contraposición entre dos o más posiciones, que se manifiestan en dos o
más versiones fácticas y normativas que deben ser resueltas por un tercero imparcial e
independiente. Por ende, guardando las proporciones del caso y efectuando las
distinciones de rigor, teóricamente creemos que es posible trazar ciertos “lugares
comunes” no solo entre lo procesal civil o penal, sino que también en cualquier ámbito
donde el fenómeno procesal se manifieste. De esta forma, pensamos que el gran desafío
de quien se proponga el estudio de esta disciplina está precisamente en saber identificar
lo general desde lo particular o, si se quiere, abordar la uniformidad desde la diversidad,
puesto que solo de esta forma se podrán armonizar los vastos e intrincados ámbitos en los
cuales opera contemporáneamente el Derecho procesal.
El enfoque tradicional sobre esta materia casi siempre aborda como características
propias del Derecho procesal lo siguiente: su adscripción como rama al Derecho público,
su carácter marcadamente adjetivo, su rol esencialmente instrumental y su cariz
autónomo. Pues bien, a partir de tales rasgos, a continuación desarrollaremos
brevemente estas ideas, marcando, en todo caso, ciertos aspectos dables de considerar.
Sin entrar al debate teórico particular, diremos que la contraposición entre “Derecho
público” y “Derecho privado” se manifiesta como una de las vías más tradicionales a
través de las cuales se estudian las ramas del Derecho: el Derecho público, en este
sentido, representaría aquella rama del Derecho que regula las relaciones entre el Estado
y los particulares; y, el Derecho privado, involucraría aquella rama del saber jurídico que
regula la relaciones entre particulares y, en casos excepcionales, las relaciones entre los
particulares y el Estado, siempre y cuando este último actúe desprovisto de su facultad de
“imperio”.
Ahora bien, que el Derecho procesal sea una disciplina contextualizada en el Derecho
público, no nos puede llevar a pensar que en su seno solo existen “normas de orden
público”. De hecho, en nuestra disciplina —al igual que en cualquiera otra— se
entremezclan normas de diversa naturaleza. Por ello, con independencia de la distinción
binaria entre Derecho público y Derecho privado, debiésemos asumir que tales
“divisiones” en estricto rigor constituyen categorías (Guzmán, 2001, p. 22), puesto que en
su interior siempre es posible identificar y apreciar distintas normas en su particularidad
concreta. De allí, entonces, que identificando el Derecho procesal como una categoría de
lo público, sea perfectamente posible encontrar en su estructuración tanto “normas de
orden público” como “normas de orden privado”.
Son normas de orden público, en este sentido, aquellas de carácter imperativo y que
además consagran derechos irrenunciables para las partes, de manera tal que no pueden
dejar de ser observadas y su interpretación siempre será restrictiva. Por ejemplo, las
normas de competencia absoluta, las reglas referentes a la composición de los tribunales,
o bien las relativas a las formas y fases establecidas para el desarrollo de los
procedimientos. A su turno, son normas de orden privado, aquellas que pueden ser
modificadas o alteradas por las partes, e incluso si se establecen derechos disponibles
para estas, pueden ser perfectamente renunciadas. Por ejemplo, las normas de
competencia relativa en materia procesal civil, o bien aquellas que permiten acuerdos
reparatorios entre víctima e imputado en materia procesal penal.
Ocurre, sin embargo, que bien pronto se observó que la sola legalidad no era segura
garantía en contra de la arbitrariedad, motivo por el cual gran parte de la doctrina acogió
la división entre Derecho adjetivo y sustantivo con un fin evidente: hacer depender el
fenómeno procesal legalizado a otras instancias normativas que funcionen como freno y
límite de este último. No obstante ello, y a pesar que tal distinción ha perdurado hasta
nuestros días, cabe resaltar que contemporáneamente la separación entre lo sustantivo y
lo adjetivo se difumina en grados imperceptibles, motivo por el cual la línea demarcatoria
entre tales ámbitos simplemente no existe. Ello, como veremos más adelante, no solo por
la evolución del principio de legalidad al principio de “juridicidad”, sino que también
porque la fisonomía actual del Derecho procesal es esencialmente de corte
iusfundamental. De esta forma, incluso si se quisiera mantener tal distinción, habría que
concluir que el Derecho procesal debe ser leído desde la mancomunión y no desde la
separación, más aún cuando a partir de ello se hacen realizables precisamente derechos y
garantías fundamentales.
Sin embargo, aun cuando el proceso deba orientarse al cumplimiento de tales fines, no
resulta trivial preguntarse cuáles son tales metas teleológicas que el Derecho procesal
debería satisfacer. Ello, pues, al margen que el proceso deba servir de instrumento para el
ejercicio de la acción y de la jurisdicción, para el desarrollo y establecimiento de un justo y
debido proceso o, en suma, para conseguir la tutela judicial efectiva de cuestiones
sustanciales y controvertidas, son múltiples los fines que a través de aquél pueden
perseguirse: para algunos, en efecto, tales objetivos se conseguirían mediante la correcta
aplicación del Derecho; para otros, en cambio, se lograrían resaltando el carácter
heterocompositivo del proceso en aras de dar solución a asuntos controvertidos; y, por
fin, para otros, se lograría mediante el establecimiento de la verdad (probable) de los
enunciados fácticos sometidos a controversia.
Pues bien, independientemente de los ríos de tinta que se han escrito sobre lo anterior,
pensamos que si el Derecho procesal es un instrumento institucional y, como tal, se
orienta a la puesta en marcha de un sinfín de valores públicos, no resulta coherente ni
mucho menos razonable atribuirle un único y exclusivo fin. Ello, pues, más allá de la
disputa ideológica que condiciona las aproximaciones, no se puede desconocer que son
múltiples los factores que conjuntamente debiesen concurrir para identificar al proceso
como un instrumento racional y justo. El Derecho procesal es, por ende, un lugar donde se
interpretan y aplican normas jurídicas, se resuelven controversias por medio de decisiones
deseablemente justas y, ciertamente, se realizan actividades encaminadas a obtener
conocimientos verdaderos sobre los hechos de la causa. Pero tampoco se agota allí. En
este, desde una perspectiva constitucional y democrática de Derecho, convergen además
otros fines casi olvidados y no bien asumidos por la dogmática tradicional: reconocimiento
y protección de derechos e intereses difusos, una adecuada gestión de los casos judiciales
(Letelier, 2021, pp. 160 y ss.) y las exigencias de materialización de diversos métodos
alternativos de solución de conflictos (Vargas y Fuentes, 2019, pp. 25 y ss.; Delgado, 2018,
pp. 569 y ss.). De esta forma, a nuestro modo de ver, el rol instrumental de nuestra
disciplina se materializa en una serie de objetivos y fines que deben ser apreciados de
forma conjunta y sistemática, de modo que su necesidad de apertura y adaptabilidad
responda a legitimar formal y materialmente la justicia de cada decisión.
Como lo adelantamos, esta clasificación es una de las más características del Derecho
procesal. Según gran parte de la doctrina nacional, tal distinción se efectuaría atendiendo
al contenido de las normas sustantivas o materiales. De esta forma, el Derecho procesal
civil guardaría relación con normas de Derecho privado (civil, comercial, de familia, etc.),
mientras que el Derecho procesal penal atendería a normas fundamentalmente de
naturaleza punitiva (Casarino, 2007, p. 10; Oberg y Manso, 2011, pp. 8-9; Orellana, 2018,
pp. 31-32).
Sin embargo, a nuestro modo de ver, tal criterio de distinción no solo desconoce la
necesaria sincronía y complementariedad que se debiese dar entre normas sustantivas y
adjetivas, sino que también reduce el ámbito de validez del Derecho procesal a una
cuestión meramente accesoria y residual respecto de las normas de fondo. Ello, pues, a
pesar que tal distinción sea fruto de una larga tradición histórica, no podemos desconocer
que contemporáneamente razones de naturaleza funcional e institucional reclaman una
visión integral en relación a lo sustantivo y lo adjetivo. Más concretamente, ambos
aspectos son piezas de un mismo sistema social, ese sistema integral que, en las
sociedades democráticas, entiende a la administración de justicia como un subsistema
que juega un rol preponderante dentro de la organización social. De allí, entonces, si
somos coherentes con dicha visión, debiésemos adoptar un criterio diferente de
clasificación entre los sistemas de justicia penal y civil, con el fin de intentar perfilar de
mejor manera la distinción entre ambos tipos de ordenamientos procesales.
Pues bien, a partir de lo anterior, optaremos por asumir que el Derecho procesal civil y
penal se diferencian principalmente por una dialéctica funcional y teleológica diversa,
puesto que poseen una estructura distinta y buscan satisfacer fines no coincidentes. El
sistema de justicia penal, fijando no solo los elementos, criterios y garantías que legitiman
el merecimiento y la necesidad de una pena o una medida de seguridad, sino que también
estableciendo un conjunto de órganos y procedimientos encaminados a averiguar el
contenido de verdad (probable) de los enunciados punitivos imputados. El sistema de
justicia civil, delimitando los elementos, criterios y garantías que legitiman la resolución de
conflictos intersubjetivos entre partes, por un lado, y estableciendo un conjunto de
órganos y procedimientos encaminados a determinar la justa composición de tal litigio,
por el otro. De allí, entonces, si somos coherentes con dicha visión, debiésemos asumir
que la diferencia entre lo procesal civil y penal no pasa necesariamente por distinguir
entre normas adjetivas y sustantivas, sino más bien por diferenciar los diversos niveles
dialécticos que ambos tipos de sistemas manifiestan: formas de legitimación diversas,
objetos de tutela disímiles y, en suma, salvaguarda de derechos y garantías fundamentales
también discordes.
Siguiendo una visión descriptiva de nuestra disciplina, gran parte de la doctrina parte por
concebir al Derecho procesal como “el conjunto de normas relativas a la estructura y
funciones de los órganos jurisdiccionales, a los presupuestos y efectos de la tutela
jurisdiccional y a la forma y contenido de la actividad tendente a dispensar dicha tutela”
(De la Oliva, 2019, p. 323).
Sobre la base de lo anterior, cabe mencionar que el estatuto que regula y disciplina el
Derecho procesal orgánico en nuestro país es principalmente la Ley Nº 7.421, de 9 de julio
de 1943, conocida también como COT. En efecto, la CPR de 1980, en su art. 77, es enfática
en señalar: “Una ley orgánica constitucional determinará la organización y atribuciones de
los tribunales que fueren necesarios para la pronta y cumplida administración de justicia
en todo el territorio de la República. La misma ley señalará las calidades que
respectivamente deban tener los jueces y el número de años que deban haber ejercido la
profesión de abogado las personas que fueren nombradas ministros de Corte o jueces
letrados”. Luego, al tenor de lo señalado, nuestro Tribunal Constitucional en múltiples
oportunidades se ha referido al alcance de la expresión “organización y atribuciones de los
tribunales” enunciado por tal artículo. Por un lado, señalando que “dicho precepto
comprende […] aquellas disposiciones que se refieren a la estructura básica de los
tribunales que fueren necesarios para la pronta y cumplida administración de justicia en
todo el territorio de la República” (STC 336 c. 17º). Por otro lado, manifestando que “la
expresión “atribuciones” que emplea el art. 74 [77] CPR, en su sentido natural y obvio y
con el contexto de la norma, está usada como sinónimo de “competencia”, esto es, como
la facultad que tiene cada juez o tribunal para conocer de las materias que la ley ha
colocado dentro de la esfera de sus funciones. En otras palabras, dentro del término
“atribuciones” el intérprete debe entender comprendidas sólo las reglas que digan
relación con la competencia, sea ésta absoluta o relativa, o si se quiere, en términos más
amplios y genéricos, con la “jurisdicción” (STC 271, c. 14; STC 273, c. 10). De allí, por tanto,
que la noción “organización y atribuciones de los tribunales” implicaría considerar no solo
las materias que la CPR ha confiado específica y directamente al COT, “sino también
aquellas que constituyen el complemento indispensable de las mismas” (STC Rol Nº 442-
2005, cons. 8º).
Ahora bien, en lo referente al Derecho procesal funcional, resulta dable destacar que si
bien aquel disciplina la forma o manera como los tribunales ejercen sus atribuciones a
través de los distintos procedimientos (Casarino, 2007, p. 10), no es menos cierto que
tales procedimientos deben diferenciarse desde un punto de vista de la tutela concreta y
específica que en cada caso se efectúa. Ello, pues, al margen que todos los sistemas de
justicia operen como subsistemas normativos dentro del sistema de organización social, la
tutela procesal concreta que se ejerce a través de ellos es completamente variada
dependiendo del prisma iusfundamental desde el cual se aborden. Piénsese, en este
sentido, en el auge de la justicia especializada verificada el último tiempo en nuestro país,
la cual, junto con hacer mutar la faz orgánica de nuestros tribunales de justicia (mediante
la creación de tribunales especiales), implicó también un cambio profundo en la forma de
entender cómo y de qué forma se desenvuelven los distintos procedimientos: una
transformación, por cierto, que atiende no solo a la singularidad de los conflictos sobre los
cuales versan, sino que también a la naturaleza de los derechos fundamentales
involucrados en los mismos (Turner, 2002, pp. 413 y ss.). Por tanto, si somos coherentes
en orden a identificar al Derecho procesal como un mecanismo dotado de idoneidad
instrumental y iusfundamental, debiésemos coincidir que su dimensión funcional se hace
patente primordialmente “conformando tanto la estructura del procedimiento como la
composición, la autoridad y los poderes del tribunal, sobre las peculiaridades de la función
ejercitada” (Cappelletti, 2010, p. 40).
Ahora bien, como lo veremos con detalle más adelante, dentro de las disposiciones que
nuestra CPR establece y que son de relevancia para el Derecho procesal, se observan: los
arts. 5º, 6º y 7º, en especial en cuanto al ejercicio de la función jurisdiccional y sus límites
normativos y iusfundamentales; los numerales 1, 2, 3, 4, 5, 14, 24 y 26 del art. 19,
referente a la igual protección de la ley en el ejercicio de los derechos, el derecho a
defensa, la legalidad en el juzgamiento, el derecho a obtener sentencias fundadas y
avaladas en procedimientos e investigaciones racionales y justas; a lo cual se agregan,
además, las normas contenidas en el capítulo VI (referente al Poder Judicial, arts. 76 a 82),
el capítulo VII (atingentes al Ministerio Público, arts. 83 a 91) y el capítulo VIII (relativo al
Tribunal Constitucional, arts. 92 a 94).
Por otro lado, cabe estacar también la vinculación de nuestra disciplina con el Derecho
civil, así como con el Derecho penal. Ello, ciertamente, pues de la interacción entre unos y
otros se dará vida a sistemas de justicia distintos, con actores y potestades diversas,
garantías dispares en cuanto a su fisonomía y fines no necesariamente coincidentes en
cuanto a su significación. Así, por ejemplo, en materia penal los intereses que están en
juego resultan ser portadores de una mayor trascendencia e impacto social —como la vida
y la integridad física de las personas—, en cambio, en materia civil los intereses
comprometidos suelen tener un carácter esencialmente privado y marcadamente
patrimonial. Quizás por ello, mientras en materia procesal civil el sistema pone su
atención de modo preferente en el conflicto intersubjetivo entre partes, interviniendo el
Estado como ente adjudicador imparcial e independiente; en materia procesal penal el
sistema pone su énfasis en el conflicto público generado por el delito, actuando el Estado
desde una triple posición: como ente persecutor (a través del Ministerio Público), como
órgano defensor (a través de la Defensoría Penal Pública) y como ente adjudicador (a
través de los órganos judiciales competentes). De allí, entonces, que la racionalidad y
óptica de funcionamiento de cada sistema se fije a través de cauces diversos, lo cual
también redunda en procedimientos y garantías distintas fijadas por la Constitución y las
leyes.
Con todo, y sin perjuicio de lo anterior, cabe destacar también la vinculación del Derecho
procesal con las siguientes disciplinas:
b) El Derecho internacional: Diversas instituciones del Derecho procesal tocan los linderos
del Derecho internacional público y privado, en especial frente a la posibilidad que una ley
procesal extranjera rija en Chile, o bien que una ley procesal chilena rija en el extranjero.
Ello, por lo demás, no solo tiene importancia en relación con materias como el
cumplimiento de los fallos y la extradición, sino que también con cualquier problema que
se genere a propósito de la territorialidad de la ley procesal.
Con todo, la conexión anterior, que oscila entre las nociones de soberanía, territorio y
jurisdicción, debe ser complementada no solo con aspectos propios de una justicia
transfronteriza (art. 6 del COT), sino que también con aspectos atingentes al
establecimiento de tribunales internacionales con fuerza vinculante en nuestro país.
Piénsese, en este sentido, en la Corte Penal Internacional con sede en la Haya, la cual,
mediante reforma constitucional introducida a nuestra Carta Fundamental por la Ley Nº
20.352 de 2009, que incluyó una nueva disposición 24 transitoria a la CPR de 1980, supuso
no solo que el Estado chileno se adhiriera al Estatuto de Roma que crea la Corte Penal
Internacional, sino que también que reconozca la complementariedad de dicho tribunal
en protección y salvaguarda de derechos fundamentales básicos del individuo. Por tanto,
con independencia de los diversos tribunales que pudieran intervenir en asuntos
verificados en nuestro país, lo relevante es destacar que todos ellos responden a una
misma idea basal: esto es, el deber de respetar los derechos esenciales que emanan de la
naturaleza humana, garantizados tanto por la CPR de 1980, como por los tratados
internacionales ratificados por Chile y que se encuentren vigentes (art. 5 de la CPR).
c) El Derecho administrativo: A pesar de que durante mucho tiempo se plasmó cierta
dificultad al separar la administración y la jurisdicción, no se puede desconocer que los
últimos tres siglos su evolución ha estado marcada por la reivindicación del control judicial
sobre la administración. En efecto, el derecho a una tutela judicial efectiva permite hoy en
día afirmar que no existen ámbitos de la actividad administrativa exentos de la posibilidad
de control judicial, lo cual, en todo caso, no supone que el aparato jurisdiccional asuma
una posición excluyente respecto de la administración para ejercer sus potestades. De
hecho, los jueces requieren de la colaboración de la administración para que sus
decisiones se cumplan y, en tal caso, para que su potestad de imperio se materialice en
pos de hacer “ejecutar lo juzgado”. En otras palabras, “el imperio judicial es una parte de
la función jurisdiccional que, a diferencia de los momentos anteriores —conocer y juzgar
— requiere una colaboración de la administración” (Larroucau, 2020, pp. 50-51).
Ahora bien, con independencia de lo anterior, se debe destacar que los jueces y los
funcionarios judiciales son responsables administrativamente de las faltas o abusos que
cometieren en el ejercicio de sus funciones. Por ello, a pesar que a su respecto no operan
las normas referentes al Estatuto Administrativo, sí se han establecido en su quehacer
diversas normas y procedimientos tendientes a hacer efectiva esta clase de
responsabilidad. Destaca, en este sentido, el Acta Nº 15, de 26 de enero de 2018, la cual,
dictada por el Pleno de la Excma. Corte Suprema, enfatiza en su art. 1: “La presente
reglamentación tiene por objeto sistematizar y explicitar las normas actualmente
existentes sobre la responsabilidad disciplinaria de los integrantes del Poder Judicial, en
especial aquellas que pueden culminar en la aplicación de alguna de las sanciones
previstas en los artículos 532 y 537 del Código Orgánico de Tribunales, e implementar un
régimen disciplinario que ante las faltas a sus deberes o infracciones a las prohibiciones
que rigen a los jueces y demás funcionarios”. Por tanto, circunscrito su objetivo y ámbito
de aplicación, parece sensato concluir que es de fundamental importancia para cualquier
entidad, particularmente tratándose de aquellas que ejercen funciones públicas, contar
con procedimientos objetivos, claros y uniformes para la determinación de las
responsabilidades disciplinarias, máxime si a través de ellos se establecen normas que dan
vida a un auténtico y genuino debido proceso legal.
d) El Derecho tributario: Las relaciones del Derecho procesal con el Derecho tributario,
aun cuando según algunos son escasas, se manifiestan principalmente a través del
principio de legalidad de los tributos, el cual, además de requerir que estén disciplinados y
reglados todos los aspectos de dichas cargas públicas, exige también de procedimientos
racionales y justos que determinen la solución de controversias sobre pretensiones que
derivan de la obligación tributaria. En atención a ello, con fecha 27 de enero de 2009, se
publicó en el Diario Oficial la Ley Nº 20.322, que fortalece y perfecciona la jurisdicción
tributaria, creando Tribunales Tributarios y Aduaneros de primera instancia en diversas
comunas de nuestro país. Quizás por ello, precisamente por la importancia de lo procesal
en lo tributario, se ha sostenido la existencia de un “Derecho Procesal Tributario”, el cual
tendría por objeto el estudio de la actividad jurisdiccional en el ámbito de la relación
jurídico-tributaria, los procedimientos mediante los cuales se regla dicha actividad, así
como los diversos derechos y garantías que delimitan su ejercicio (Massone, 2013, p. 3).
Sabido es que el sistema jurídico está constituido por diversas reglas y principios que
cumplen variadas funciones: algunas imponen ciertas obligaciones, otras prescriben la
aplicación de sanciones; también las hay que otorgan competencia para aplicar sanciones;
y, además, hay normas que facultan para dictar otras normas. Pero, a pesar que dicha
enunciación solo da cuenta parcial de las clases más importante de normas, lo relevante
es destacar que las normas (o reglas, en un sentido estricto) no solo se pueden clasificar
por su estructura o contenido, sino también por su fundamento u origen. De allí que en
este último caso sea común hablar de “fuentes del Derecho” para expresar —en términos
generales— las distintas formas de creación de normas jurídicas (Ross, 2007, pp. 355 y
ss.).
Ahora bien, a pesar de que la expresión “fuente del Derecho” es una noción figurada,
superlativamente ambigua y dotada de una pluralidad de significados, para el Derecho
procesal el estudio de sus fuentes no es una cuestión que resulte ajena a su rol
instrumental y iusfundamental. De hecho, en nuestra disciplina las fuentes representan no
solo el modo de creación de la norma jurídico-procesal, sino que también la forma como
se puede identificar el fundamento de validez de las mismas en su aplicación. De allí,
entonces, que cada norma jurídico-procesal sea “fuente” del precepto cuya creación
regula y, al mismo tiempo, sustente la aplicación de la misma al caso particular de que se
trate. Así, por ejemplo, una resolución judicial es un acto jurídico-procesal por el cual una
norma general, una ley, es aplicada al caso concreto; pero, al mismo tiempo, dicha
resolución judicial es también fuente de una norma individual que impone derechos y
obligaciones a las partes en conflicto. Se trata, por ende, de diferenciar los discursos de
creación y de aplicación de la norma jurídico-procesal y, de paso, identificar las fuentes de
nuestra disciplina a partir del correlato existente entre lo genérico —la creación— y lo
específico —la aplicación— (Günther, 1995, pp. 271-302). Pues bien, simplificando un
poco las cosas, cabe señalar dos modalidades tradicionales a través de las cuales se
estudian y clasifican las fuentes del Derecho procesal: las fuentes directas y las fuentes
indirectas.
Las fuentes indirectas o mediatas, que se identificarían con lo que comúnmente se llama
fuentes materiales, son aquellos actos o hechos con relevancia jurídica que constituyen
fuente solo y en la medida que contribuyen a delimitar el contenido, la evolución, la
interpretación y la aplicación de las normas jurídico-procesales. Fuentes indirectas, es este
sentido, serían la doctrina y la jurisprudencia, a lo cual se agregarían, según algunos, la
costumbre procesal y la legislación extranjera.
A partir de lo anterior, en armonía con el reconocimiento de que las personas nacen libres
e iguales en dignidad y derechos, fluye que tras el asentamiento del Estado Constitucional,
así como el desarrollo y expansión de los derechos fundamentales, las exigencias
regulativas del Derecho procesal en nuestro país son mucho más exigentes de las que
existían en la época liberal. De hecho, la dimensión institucional del Derecho impone
actualmente no solo un conjunto de “reglas” sobre las cuales se sustenta el imperio de la
ley, la separación de poderes y la proscripción de la arbitrariedad, sino también, y sobre
todo, un conjunto de “principios jurídicos” que sirven de punto de arranque para toda
labor interpretativa y argumentativa efectuada en nuestra disciplina. De allí que, desde
una perspectiva contemporánea, la subordinación de la ley sea reemplazada por la
subordinación a la juridicidad, lo cual obliga a enfrentar al Derecho procesal en general, su
concepto, instituciones y contenidos, en consideración a un prisma constitucional abierto
y omnicomprensivo de una serie de derechos y garantías fundamentales. Se trata, por
consiguiente, de una arquitectura institucional muy precisa y determinada que, en el ir y
venir de la adaptabilidad y la contingencia, reclama de forma progresiva el reconocimiento
de un núcleo básico que asegure una tutela jurisdiccional efectiva, en la igual protección
en el ejercicio de los derechos, proscribiendo la autotutela y garantizando un
procedimiento racional y justo.
Toda persona tiene derecho a defensa jurídica en la forma que la ley señale y ninguna
autoridad o individuo podrá impedir, restringir o perturbar la debida intervención del
letrado si hubiere sido requerida. Tratándose de los integrantes de las Fuerzas Armadas y
de Orden y Seguridad Pública, este derecho se regirá, en lo concerniente a lo
administrativo y disciplinario, por las normas pertinentes de sus respectivos estatutos.
La ley arbitrará los medios para otorgar asesoramiento y defensa jurídica a quienes no
puedan procurárselos por sí mismos. La ley señalará los casos y establecerá la forma en
que las personas naturales víctimas de delitos dispondrán de asesoría y defensa jurídica
gratuitas, a efecto de ejercer la acción penal reconocida por esta Constitución y las leyes.
Toda persona imputada de delito tiene derecho irrenunciable a ser asistida por un
abogado defensor proporcionado por el Estado si no nombrare uno en la oportunidad
establecida por la ley.
Nadie podrá ser juzgado por comisiones especiales, sino por el tribunal que señalare la ley
y que se hallare establecido por ésta con anterioridad a la perpetración del hecho.
Toda sentencia de un órgano que ejerza jurisdicción debe fundarse en un proceso previo
legalmente tramitado. Corresponderá al legislador establecer siempre las garantías de un
procedimiento y una investigación racionales y justos.
Ningún delito se castigará con otra pena que la que señale una ley promulgada con
anterioridad a su perpetración, a menos que una nueva ley favorezca al afectado.
Ninguna ley podrá establecer penas sin que la conducta que se sanciona esté
expresamente descrita en ella”.
Ahora bien, más allá de la técnica y configuración precisada por nuestro constituyente al
delimitar tales derechos y garantías, resulta ampliamente aceptado que el anterior
artículo, en armonía con el art. 8º de la CADH, en relación con el art. 14 del PIDCP, se
manifiesta en pos de reconocer un debido proceso legal en nuestro país. Así, a pesar que
lo analizaremos con detalle más adelante, conviene adelantar que nuestra CPR plasma
dicha garantía en un sentido formal y otro material: desde el plano formal, exige que toda
decisión de un órgano jurisdiccional sea el resultado de un proceso previo, ante tribunal
competente, realizado conforme a un procedimiento que asegure posibilidades básicas de
defensa, orgánica y funcionalmente, tanto para conocer y resolver cuestiones civiles como
penales; desde el plano material, en cambio, se demanda que toda decisión jurisdiccional
sea racional y justa en sí, vale decir, proporcional, adecuada, fundada y motivada tanto en
los hechos cuanto en el Derecho. Quizás por ello, dado su efecto de irradiación a cualquier
sistema de justicia, diversos países han reconocido expresamente tales dimensiones a
nivel constitucional. En Italia, por ejemplo, el art. 111, pf. 1 y 2 de la Constitución de 1947
señala: “La jurisdicción se administrará mediante un justo proceso regulado por la ley.
Todo juicio se desarrollará en un proceso contradictorio entre las partes, en condiciones
de igualdad, ante un juez independiente e imparcial. La ley garantizará que su duración
sea razonable”. En Brasil, por su parte, el art. 5, LIV, de la Constitución Federal de 1988
manifiesta: “Ninguna persona será privada de la libertad o de sus bienes sin el debido
proceso legal”. Y, por fin, en Colombia, el art. 29 de la Constitución de 2007 es enfático en
sostener: “El debido proceso se aplicará a toda clase de actuaciones judiciales y
administrativas”.
“El derecho al debido proceso constituye un conjunto de garantías que la Constitución, los
tratados internacionales ratificados por Chile y las leyes entregan a las partes de la
relación procesal, por medio de las cuales se procura que todos puedan hacer valer sus
pretensiones en los tribunales, que sean escuchados, que puedan reclamar cuando no
están conformes, que se respeten los procedimientos fijados en la ley, que se dicten
veredictos motivados o fundados, etc. Por otro lado, la necesidad de resguardar la
igualdad de las partes se traduce en el hecho que cualquiera que recurra a la justicia ha de
ser atendido por los tribunales con arreglo a unas mismas leyes y con sujeción a un
procedimiento común, igual y fijo, infringiéndose este derecho cuando una de las partes
queda situada en una posición de desigualdad o impedida del ejercicio efectivo de sus
prerrogativas, pues precisamente es el juzgador quien debe velar por que se establezca un
real equilibrio, sin ningún tipo de discriminaciones entre el imputado y la parte acusadora
durante las fases de desarrollo del juicio oral” (SCS, Rol Corte N° 5922-2012, de 12 de
diciembre de 2012).
De este modo, al alero de lo antes señalado, podríamos agrupar en forma sucinta las
garantías mínimas que se suelen incluir dentro del debido proceso, a partir de aquello que
se quiere asegurar, esto es: (a) las condiciones del órgano adjudicador; (b) las condiciones
del procedimiento, y (c) las prerrogativas del sujeto que se ve expuesto al proceso.
a) La primera clase de garantías asociadas a un debido proceso guarda relación con el tipo
de órgano adjudicador que debe conocer y resolver el asunto, es decir, con los
presupuestos mínimos que se deben observar por la ley al tiempo de establecer el tribunal
ante el cual se verificará el proceso. En este nivel, siguiendo el art. 8 de la CADH de 1969,
incluimos la necesidad de que el órgano adjudicador sea un organismo competente,
independiente, imparcial y establecido con anterioridad al acaecimiento de los hechos.
b) La segunda clase de garantías asociadas a un debido proceso guarda relación con las
que rigen las condiciones del procedimiento propiamente tal. En esta categoría, al alero
del art. 8.2 del PIDCP, cabe mencionar la garantía de un juicio único, la publicidad de los
actos jurisdiccionales, la igualdad de “armas” ejercida de conformidad con la ley, la
bilateralidad de la audiencia y el emplazamiento, la prescindencia de dilaciones indebidas
y la transparencia, progresión y eficacia en sus diversas etapas.
“El ejercicio de la soberanía reconoce como limitación el respeto a los derechos esenciales
que emanan de la naturaleza humana. Es deber de los órganos del Estado respetar y
promover tales derechos, garantizados por esta Constitución, así como por los tratados
internacionales ratificados por Chile y que se encuentren vigentes”.
De este modo, no cabe duda alguna que los tratados internacionales en nuestro país son
una fuente importantísima para el Derecho procesal, desde que especifican no solo el rol
que los tribunales de justicia deben desempeñar en el Estado democrático de Derecho,
sino que también brindan una tutela reforzada a garantías orgánicas y funcionales que
rodean el debido proceso legal. En este sentido, destacan principalmente por su rol
garantístico en nuestra disciplina: la DUDH de 1948 (arts. 7, 8, 10 y 11), el PIDCP (arts. 2 Nº
3 y 14 Nº 1) y la CADH (arts. 8.1 y 25.1), a lo cual se agregan una serie de convenciones
internacionales con un campo de aplicabilidad diversa y complementaria de lo procesal.
En ese sentido, son dables de destacar: la Convención contra la Tortura y otros Tratos o
Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes; la Convención Interamericana para Prevenir y
Sancionar la Tortura; la Convención Internacional sobre la Eliminación de todas las Formas
de Discriminación Racial; la Convención Interamericana para la Eliminación de Todas las
Formas de Discriminación contra las Personas con Discapacidad; la Convención de
Derechos del Niño; el Convenio Nº 169 de la OIT sobre Pueblos Indígenas y Tribales; y, la
Convención Internacional sobre la Protección de los Derechos de Todos los Trabajadores
Migratorios y de sus Familiares.
“Los jueces y órganos vinculados a la administración de justicia en todos los niveles están
en la obligación de ejercer ex officio un ‘control de convencionalidad’ entre las normas
internas y la Convención Americana, en el marco de sus respectivas competencias y de las
regulaciones procesales correspondientes. En esta tarea, los jueces y órganos vinculados a
la administración de justicia deben tener en cuenta no solamente el tratado, sino también
la interpretación que del mismo ha hecho la Corte Interamericana, intérprete última de la
Convención Americana” (CorteIDH, caso Atala Riffo y niñas vs. Chile, de 2012, pf. 282).
Ahora bien, a pesar que se verá con mayor detalle en el próximo capítulo, conviene
adelantar que la ley procesal como fuente directa debe ser entendida en un sentido
amplio, esto es: aquella que regula la esencia de los sistemas de justicia, sus diversos
procedimientos y formas alternativas de solución de controversias, sus fases y estructuras,
sus intervinientes y funciones, sus potestades, derechos, cargas, expectativas y
resoluciones, eventuales formas de impugnación y, ciertamente, en términos globales la
organización y atribuciones de los órganos jurisdiccionales y sus auxiliares (En un sentido
similar, Figueroa y Morgado, 2013a, pp. 15-16). De allí, entonces, que la ley procesal
pueda ostentar un carácter orgánico o funcional, dependiendo de si regula al sistema
judicial y sus procedimientos, o bien a la organización y atribuciones de los tribunales de
justicia. Se aplica en este punto, por ende, la misma tipología que se vio a propósito de la
clasificación de Derecho procesal.
Así las cosas, si bien las materias que pueden regular los AA excluyen aquellas que
constitucionalmente son reservadas a la ley (art. 63 de la CPR), no es menos cierto que el
contenido de aquellos no se agota solo en aspectos de detalle o complemento en la
ejecución de la ley, sino que abarca también disposiciones de carácter general y abstracto
vinculadas a la correcta administración judicial. De allí, por ende, que el fundamento de
los AA se sustente principalmente en las facultades económicas de los tribunales
superiores de justicia, propendiendo a un mejor y eficiente servicio judicial, en el
cumplimiento precisamente de los cometidos que la Constitución y la ley les han asignado.
Ahora bien, el ámbito de aplicación de los AA es diferente según cual sea el tribunal del
que provienen. Así, los AA que dictan las Cortes de Apelaciones rigen en el territorio
donde ejercen su competencia, mientras que los que emanan de la Corte Suprema operan
a nivel nacional. Bajo este marco, cabe mencionar que tras la reforma constitucional de la
Ley Nº 20.050, del año 2005, se confirió al Tribunal Constitucional la facultad de resolver
las cuestiones de constitucionalidad de los AA dictados por la Corte Suprema, las Cortes
de Apelaciones y el Tribunal Calificador de Elecciones, lo cual indudablemente vino a
ratificar esta potestad normativa asignada a los tribunales superiores de justicia.
Sin embargo, huelga destacar que —a juicio de algunos autores— no todos los AA pueden
insertarse en nuestro ordenamiento jurídico como fuente formal, puesto que, a partir del
principio de competencia señalado en el art. 7º de la CPR, los tribunales superiores de
justicia no podrían ejercer dicha potestad si no se prevén contenidos normativos precisos
y determinados por la CPR (Zúñiga, 2011, p. 414; Salas, 2011, p. 422). Esto significa, en
otras palabras, que las facultades económicas de los tribunales superiores de justicia, que
serían la única fuente legitimante de los AA, no habilitarían para que dichos tribunales
puedan dictar AA en materias que la Constitución ha entregado directamente al legislador.
Así, por ejemplo, el Acta Nº 94, de 17 de julio de 2015, que fija el texto refundido del AA
sobre Tramitación y Fallo del Recurso de Protección de las Garantías Constitucionales, el
cual reemplaza —nuevamente— el AA original de 29 de marzo de 1977, haría tabula rasa
del citado principio, toda vez que, además de regular materias relativas a la tutela de
derechos y garantías constitucionales, daría cabida a una competencia reglamentaria sub
lege que resultaría formalmente inconstitucional (por contravenir, entre otros, el art. 63
Nº3 CPR).
Con todo, a nuestro juicio, tal indicación debe ser matizada con dos aspectos: el primero,
si la Carta Fundamental ha reconocido a los tribunales superiores de justicia y, en especial,
a la Corte Suprema, la potestad de dictar AA, es para propender precisamente al ejercicio
de sus funciones jurisdiccionales, lo cual, además de vincularse con el art. 76 de la CPR, da
operatividad al principio de independencia en su faz funcional (ver cap. IV, tit. III, apdo.
3.1); el segundo, porque si la CPR obliga a toda persona, institución o grupo y,
naturalmente, a todos los órganos del Estado, a dar respeto, protección y promoción de
los derechos fundamentales, no se ve cómo y por qué los tribunales superiores de justicia
no puedan precisamente subsanar una omisión legislativa, a fin de restablecer el imperio
del Derecho y asegurar la debida protección del afectado en caso de una vulneración ius-
fundamental. Por tanto, si somos congruentes con lo ya indicado, la fuente de los AA no
solo se encontraría en las facultades económicas de los tribunales superiores de justicia,
sino también —y de modo preferente— en sus facultades conservadoras, las cuales exigen
de estos un rol activo en la defensa, tutela y promoción de los derechos y garantías
fundamentales.
Con todo, llegados a este punto no debemos confundir lo que es, por una parte, la
jurisprudencia, de lo que es por otra, el precedente. Ello, pues, si bien ambas figuras se
encuentran emparentadas por emanar de una misma fuente generativa, no son iguales, ya
que presentan una serie de diferencias tanto en lo cuantitativo como en lo cualitativo.
Con todo, y al margen de las anteriores apreciaciones, no cabe duda que tanto la
jurisprudencia como el precedente poseen una importancia práctica cada vez más decisiva
y preponderante en nuestro país: los jueces emplean a menudo sentencias pretéritas de
sus superiores jerárquicos para justificar sus decisiones, los abogados recurren a ellas
como argumentos de autoridad y persuasión, las revistas de Derecho dedican secciones
completas destinadas al comentario de jurisprudencia y, por si fuera poco, distintas
instituciones públicas y privadas pagan hoy costosas bases de datos para mantenerse al
día en lo que a jurisprudencia se refiere. Ello nos habla, independientemente del
calificativo, de que los fallos de los tribunales superiores de justicia no solo desempeñan
un rol formal vinculado a una correcta nomofilaxis interpretativa del Derecho, sino que
también un rol insustituible como fuente de argumentos en la justificación de las premisas
en las cuales se sustenta una decisión (Beltrán, 2012, p. 603).
De esta forma, dada la amplitud y ambigüedad de gran parte de las normas jurídico-
procesales, la dogmática jurídica ha de proponer su perfeccionamiento y mejor
argumentación de acuerdo a sus especiales características. Ello ha de significar, en otros
términos, que no basta con un estudio eminentemente formal y cerrado de los institutos
jurídico-procesales, sino que más bien se requiere una dimensión crítica, abierta y
contingente que posicione a la dogmática procesal en dos direcciones bien definidas: por
un lado, sometiendo sus conceptos y categorías básicas a una revisión y evaluación
constante para perfeccionar su correspondencia con el ideal de legitimidad
iusfundamental que la inspira; y, por el otro, confrontando el Derecho procesal vigente
con el análisis estructural, lógico y argumentativo de sus postulados aplicados al caso
particular. De esta forma, por tanto, partiendo de un análisis detallado de sus premisas
garantísticas asociadas a la jurisdicción, la acción y el proceso, así como de sus conexiones
lógico-estructurales y axiológicas, toda tarea dogmática requiere de su inserción dentro de
un sistema que haga plausible y contrastables sus resultados, para culminar, en suma, con
su aplicación y fundamentación al caso específico de que se trate.
Ahora bien, sin perjuicio de lo antes dicho, no debe pensarse que el estudio del Derecho
procesal tenga una larga data como disciplina científica. De hecho, a pesar que en todas
las épocas y culturas se han creado y explicitado institutos procesales, se han instaurado
diversos procedimientos y se han replicado múltiples usos y prácticas forenses, no es
posible hablar en su tratamiento de un auténtico y genuino estudio científico del Derecho
procesal. Sin ir más lejos, incluso después de la Revolución Francesa, la cual reconoció
postulados liberales como la separación de los poderes, la legalidad del juzgamiento y la
obligación de fundar las sentencias, la idea de una disciplina procesal científica y
autónoma estaba aún lejos de consolidarse (Alsina, 1956, p. 48). No en vano, superado el
“Ancien Régime”, gran parte de los juristas continuó viendo al Derecho procesal como
dependiente del Derecho material, de modo que incluso en pleno apogeo del liberalismo
aquél aún era considerado como una disciplina auxiliar y residual.
Sin embargo, dicha cadena se cortó la segunda mitad del s. XIX de la mano del
procesalismo científico alemán, después el italiano y bastante más tarde el
hispanoamericano. En efecto, tras la polémica entre Windscheid y Muther sobre la
naturaleza de la acción procesal (1856-1857), se fue consolidando no solo la disociación
entre el derecho material y la acción procesal, sino también la autonomía del Derecho
procesal. De allí que, superando el análisis meramente descriptivo y exegético de la ley,
surgen en Alemania autores como Bülow, Wach, Kisch y Stein; a lo que se añaden, en
Italia, Mortara, Chiovenda, Carnelutti y Calamandrei. Todos ellos, de la mano del método
histórico-sistemático, dan un impulso científico estable a la ciencia jurídico-procesal
moderna en aras precisamente de buscar la sincronía entre dogmática, práctica e historia
de las instituciones procesales. Desde ese momento, por ende, el Derecho procesal, con
independencia de su examen como procedimiento, se considera como disciplina
autónoma caracterizada por la revisión de sus conceptos fundamentales, por la búsqueda
de sus grandes líneas directrices y el análisis de los institutos en su esencia (Chiovenda,
1949, p. 375).
Sin extendernos en consideraciones respecto de los puntos de vista sustentados por los
autores que acabamos de mencionar, su influjo científico en Iberoamérica resultó una
cuestión gravitante. Así, con la excepción hecha de Francisco Beceña, considerado por
algunos como el primer procesalista científico de habla castellana (Montero, 2000, p. 21),
resaltan como precursores de nuestra disciplina la primera mitad del siglo pasado: en
España, Leonardo Prieto Castro, Jaime Guasp, Niceto Alcalá-Zamora y Víctor Fairén
Guillén; en Argentina, Hugo Alsina, Santiago Sentis Melendo, Lino Palacio y Ramiro
Podetti; y, en el resto de América, destacan en Uruguay Eduardo J. Couture, en Brasil José
Carlos Barbosa Moreira y en Colombia Hernando Devis Echandía.
En nuestro país, por su parte, el tratamiento científico del Derecho procesal destaca con
las enseñanzas de los profesores Manuel Urrutia Salas, Fernando Alessandri Rodríguez,
Francisco Hoyos Henrechson y Hugo Pereira Anabalón, siendo continuadores de su influjo
los profesores Mario Mosquera Ruiz y Juan Colombo Campbell. Mención especial, en este
sentido, merecen también los profesores Carlos Anabalón Sanderson, Julio Salas Vivaldi y
Mario Casarino Viterbo, quienes, con un exhaustiva y vasta obra, aspiraron a ofrecer un
marco general superador de la mera exégesis procedimental predominante en el Chile de
la primera mitad del s. XX. De esta forma, con independencia de la superación de los
métodos asociados al tratamiento “atomizado” e “interno” de nuestra disciplina, no es
posible desconocer la importancia de los aportes de dichos autores. En particular, el
desarrollo de una exposición sistemática de los conceptos, instituciones y principios
erigidos en pos de la construcción racional de la acción, la jurisdicción y el proceso.
Ahora bien, sabido es que la costumbre jurídica en materia civil solo tiene vigencia y
aplicación en la medida en que la ley se remita a ella (art. 2° del CC). En materia procesal,
en cambio, la costumbre jurídica no tiene cabida principalmente por las implicancias
derivadas del principio de legalidad y sus normas de orden público. No obstante ello,
estrechamente vinculada con la costumbre jurídica, se encuentran los denominados “usos
y prácticas procesales”, que consisten en actuaciones que se van produciendo
reiteradamente en la tramitación de los asuntos judiciales y que sirven para proyectar
idealmente una mejor aplicación de la ley procesal. Por ejemplo, con la dictación de la Ley
Nº 20.886, de 18 de diciembre de 2015, se modificó el art. 30 del CPC, señalándose en su
inc. 2º: “Los escritos se encabezarán con una suma que indique su contenido o el trámite
de que se trata”. Luego, incluso desde antes de dicha modificación, en caso de que la
suma contenga varias peticiones, constituye una práctica procesal el distinguir, por un
lado, una petición principal identificada con la formula “En lo principal” y, por otro lado,
las demás peticiones, identificadas con la mención “otrosíes” (que significa “además”).
Ejemplo de suma
Lo anterior, por lo tanto, permite destacar que la tendencia legislativa en nuestro país ha
sido la de acentuar el rol activo del juez civil en el proceso y, de este modo, que asuma la
responsabilidad de velar por la prosecución y término del juicio en un plazo razonable. De
este modo, y a pesar que las formalidades constituyen una garantía de los justiciables en
pos de evitar posibles arbitrariedades, las exigencias indiscriminadas de certificación no
pueden transformarse en una práctica procesal que distorsione el sentido y espíritu de la
ley, ni mucho menos que sean un “pretexto ritual” para obviar la carga judicial de dar
impulso al proceso en la etapa procesal correspondiente.
Sabido es que las instituciones del Derecho procesal chileno no se han generado
íntegramente en nuestro país, sino que la mayor parte de ellas tiene su origen en otras
legislaciones. No en vano, en el marco de reformas posibles para mejorar los diversos
sistemas de justicia en Chile, la orientación y el debate se inspira casi siempre en el análisis
comparado de diversas legislaciones extranjeras, en pos de implementar precisamente
reglas y principios que doten de mayor consistencia, seguridad y legitimidad la creación
normativa. De allí que no sea extraño observar en los trabajos pre-legislativos y
preparatorios un “corpus” comparado que auxilia y facilita el cúmulo de aspectos
jurídicos, sociales y culturales que deben evaluarse para medir la forma y el fondo de
cualquier norma jurídico-procesal.
Con todo, y al margen de lo señalado, conviene aclarar que una cosa es admitir al Derecho
extranjero como fuente indirecta en la creación legislativa procesal, y otra exigir su
aplicabilidad directa en el contexto judicial. Ello, pues, si bien desde antiguo se presume
que el juez conoce el Derecho positivo (lo que se ha expresado con la fórmula “iura novit
curia”), no es menos cierto que dicha cognoscibilidad se dirige principal y
preferentemente al Derecho nacional. Y ello, en esencia, por una razón muy simple: la
existencia, vigencia, interpretación y aplicabilidad al caso de la norma jurídica extranjera
no le consta al juez. Por este motivo, gran parte de los sistemas del “civil law” asume que
la ley extranjera constituye una materia que debe probarse, mientras que el Derecho
escrito (no conseutudinario) e interno (no extranjero) se presume conocido por todos
(Ezquiaga, 2000, p. 92). Quizás por ello, aunque no exenta de críticas, un sector
importante de nuestra jurisprudencia sostenga:
“Que el Derecho extranjero es, ante los tribunales chilenos, un hecho cuya demostración
debe hacerse conforme a las leyes chilenas, como lo demuestra, por ejemplo, el artículo
411 Nº 2 del Código de Procedimiento Civil, que permite oír informe de peritos sobre
puntos de derecho referentes a alguna legislación extranjera, no siéndole aplicable,
entonces, la presunción de conocimiento a que se refiere el artículo 8º del Código Civil…”
y “Que así las cosas, puesto en la necesidad de probar la norma extranjera y, con ello, la
concurrencia de los requisitos referidos en la motivación tercera del presente fallo, el
Ministerio Público no produjo tal prueba, razón por la cual estos sentenciadores no
accederán a la solicitud de extradición en análisis” (SCA de Punta Arenas, Rol Corte Nº 15-
2008, de 10 de marzo de 2008).
Según se habrá podido advertir, todas las anteriores observaciones realizadas descansan
en la asunción de que el Derecho procesal cumple un rol instrumental en la solución de
conflictos de relevancia jurídica. Naturalmente, resulta una cuestión consustancial a la
vida en sociedad el que aparezcan contiendas, divergencias, choques, incompatibilidades,
tanto de opiniones como de intereses. Pero el que exista una simple divergencia no
transforma un asunto en jurídicamente relevante para su tratamiento desde un punto de
vista procesal. Se debe tratar, como expresa Carnelutti, de un “conflicto de intereses
calificado por la pretensión de uno de los interesados y la resistencia del otro que versa
sobre un bien jurídicamente tutelado” (Carnelutti, 1994, p. 44). De allí, entonces, siempre
que existan dos partes que disputen en torno a intereses, el conflicto adquirirá la
calificación jurídica de “litigio” cuando dichos intereses se encuentren efectivamente
protegidos y tutelados por el Derecho.
Sin embargo, se debe aclarar que no todo litigio debe ser compuesto acudiendo a un
tercero imparcial e independiente, a objeto de que en nombre del Estado ejerza el
monopolio de la fuerza física legítima. De hecho, al contrario de lo que comúnmente se
piensa, no siempre corresponde al Estado resolver las controversias de relevancia jurídica,
puesto que, en ciertas materias, se permite que sean las partes quienes —directa o
indirectamente— logren precisamente una solución pacífica a sus controversias. Quizás
por ello, y a pesar de lo arraigado en nuestra disciplina, sea prudente huir a la tentación
de caer en un dogmatismo proceso-céntrico, en el cual, por la influencia ideológica de
ciertos autores e instituciones, aún se asume a la heterocomposición como el genuino
medio idóneo y apto para la solución de controversias. Dentro de esta última línea, por
ejemplo, Couture sostenía: “Cuando el hombre se siente objeto de una injusticia, de algo
que él considera contrario a su condición de sujeto de derechos, no tiene más salida que
acudir ante la autoridad. Privado ya de su poder de hacerse justicia por mano propia, le
queda en reemplazo el poder jurídico de requerir la colaboración de los poderes
constituidos por el Estado” (Couture, 1989, p. 28). De esta forma, la cultura procesal
latinoamericana en general tiende a concebir al proceso judicial como algo positivo,
“normal” y deseable, máxime cuando a partir de aquel se evita la autotutela y se dan
garantías de imparcialidad y previsibilidad respecto de una decisión final válida.
Con todo, a nuestro juicio, tal ideal debe ser atemperado distinguiendo si nos
encontramos ante conflictos penales, por un lado, y conflictos civiles y comerciales, por el
otro. Ello, porque en los primeros existe un interés público y colectivo muy nítido en su
solución: cuando se investiga un hecho constitutivo de delito, se demuestra la
participación del imputado y, en suma, se le condena a la pena prevista por el legislador,
no solo es la víctima quien en cierto sentido se ve compensada por el mal que
experimentó como consecuencia del delito, sino que también la comunidad toda quien
reconoce y acepta los mandatos legales como justificados y se abstiene de cometer delitos
por esa razón. El juicio penal, por ende, transmite un reproche normativo relativamente
intenso que, cumpliendo presupuestos garantísticos de todo debido proceso, intenta
comunicar también la desaprobación jurídico-social de la conducta lesiva: un reproche
que no solo se dirige al autor, sino que también a la víctima del delito y a la sociedad en su
conjunto.
Quizás por lo anterior, en el anhelo por buscar fuera de la jurisdicción o en el seno de ella,
mecanismos complementarios, flexibles y colaborativos como una real alternativa a los
procedimientos judiciales, surgió en la década de los sesenta y setenta del siglo pasado el
movimiento de los ADR (Alternative Dispute Resolution), el cual, en lo esencial, se refiere a
diversos “métodos que tratan de resolver disputas, principalmente fuera de los tribunales,
o bien mediante mecanismos no judiciales” (Cappelletti, 1993, p. 282). Dicho movimiento,
cuyo nacimiento se produjo en los EE. UU. hacia la década de los años treinta del siglo
pasado, nació precisamente como una reacción frente a la profunda crisis que se venía
produciendo en los órganos jurisdiccionales civiles y penales en dicho país, los cuales,
frente a los asuntos que diariamente venían engrosando el quehacer judicial, eran
incapaces de responder en términos cuantitativos y cualitativos a la alta demanda
jurisdiccional. De allí, entonces, considerando además la incapacidad intrínseca del
sistema de poder asegurar a todos el acceso a la justicia, se fueron generando diversas
vías a través de las cuales se podían desplegar mecanismos privados de resolución de las
controversias particulares: la conciliación, la mediación, el arbitraje y otras tantas.
Ahora bien, a pesar de que lo anterior nos pueda parecer historia, curiosamente los
mismos argumentos son los que perduran hasta nuestros días y que hacen que la
tendencia a los ADR sea siempre permanente en miras a su progresión y fortalecimiento.
En efecto, la profunda crisis que caracteriza el funcionamiento de la justicia civil en
nuestro país, sumado a la incapacidad del legislador para modificarla y adecuarla a
estándares internacionales, ha supuesto que se deba acudir a los mecanismos alternativos
de solución de controversias para garantizar precisamente un genuino acceso a la justicia.
No en vano, producto del contexto de emergencia sanitaria derivada de la covid-19, dicha
necesidad de reforma procedimental se ha visto acrecentada incluso desde el mismo
Poder Judicial. De hecho, según datos de la Corporación Administrativa del Poder Judicial,
específicamente tomando como referencia el flujo normal de los años anteriores versus
los años 2020-2021, la saturación y atochamiento en la tramitación de diversos
procedimientos civiles ha llegado a niveles casi exorbitantes. Así, por ejemplo, solo el año
2020 ingresaron al Poder Judicial un total de 1.085.250 causas civiles, de las cuales, a
mayo de 2022, aún se encuentran en tramitación en primera instancia 972.138 (véase:
https://numeros.pjud.cl/Competencias/Civil). Si a ello sumamos que nuestro
procedimiento civil rige desde 1902, manteniendo casi intactas ciertas formalidades y
ritualidades propias de esa época, no debe sorprendernos el que nuestra justicia civil no
logre actuar con la celeridad y eficiencia que se espera. Esto nos habla, en consecuencia,
acerca de la necesidad por potenciar los ADR no solo por razones ideológicas, sino que
también pragmáticas: esto es, por el alto volumen de causas que progresivamente se
judicializan en materias de escasa lesividad; por la falta de procedimientos rápidos y
eficaces que superen el extremo formalismo que impera en nuestro medio; por los altos
costos que traen aparejados los procedimientos en tiempo y dinero; y, por sobre todo, por
la manifiesta necesidad de asegurar a todos los ciudadanos el derecho al acceso a la
justicia.
Con todo, lo anterior no quiere decir que en muchos casos una solución autocompositiva a
la controversia sea materialmente conveniente y hasta ventajosa para las partes. Así, por
ejemplo, nadie podría dudar que la mediación en materia de familia facilita no solo la
propuesta de soluciones y la resolución de conflictos, mediante el diálogo, la
comunicación y el respeto, sino que también en muchos casos favorece la orientación y el
consejo en pos de restablecer la armonía y la relación familiar entre las partes. De allí,
entonces, que sea razonable cuestionarse porqué el Estado debe intervenir resolviendo
todo tipo de conflictos, cuando existen ciertos casos que no necesariamente trascienden a
la comunidad, y que, por su naturaleza esencialmente privada y singular, hacen
aconsejable que un profesional con competencias para ello trate de aunar la voluntad de
las partes en orden a lograr un acuerdo mutuamente aceptado. No desde una faz
abstracta e impersonal, distanciada de los intereses reales de las partes, sino desde una
óptica racional y comunicativa que considere las prerrogativas individuales de los
involucrados. En un sistema procesal civil así concebido, en suma, la pacificación del
conflicto ya no es vista con una vocación impositiva de tipo unilateral y vertical, sino más
bien desde un plano interpersonal y horizontal, que fomenta alternativas de acceso a la
justicia flexibles y dúctiles a cada estrategia, adecuadas a cada tipología conflictual y en
atención a la singularidad de las personas en conflicto.
6.1. La autotutela
(a) La legítima defensa, como eximente de responsabilidad penal, regulada por el art. 10
Nº 4 del CP;
(b) El derecho de huelga (cesación colectiva y concertada del trabajo), por parte de los
trabajadores; con su contrapartida: el lock-out, consagrados en los arts. 345 y 353 del CdT;
(c) El derecho que el art. 942 del CC confiere al propietario de un predio para cortar las
raíces del árbol plantado en la heredad vecina, que excede el plano vertical de deslinde de
ambos inmuebles; y,
(d) El derecho legal de retención que el mismo cuerpo de leyes concede a determinadas
personas, en ciertos casos, como al arrendatario (art. 1937 del CC), al mandatario (art.
2162 del CC), al comodatario (arts. 2192 y 2193 del CC), al depositario (arts. 2234 y 2235
del CC) y al acreedor prendario (art. 2401 del CC).
Por último, cabe hacer presente que producida la autotutela lícita ella debe ser
homologada, pues, además de no operar ipso iure, requiere que se comprueben
judicialmente la concurrencia de sus requisitos condicionantes. Así, por ejemplo, en los
casos de legítima defensa, se deben analizar y ponderar: la agresión ilegítima, la necesidad
racional del medio empleado para impedirla o repelerla y la falta de provocación
suficiente por parte del que se defiende (art. 10 Nº 4 del CP). Por tanto, junto con
examinar los presupuestos fácticos y probatorios que acompañan la petición de licitud de
la autotutela, se requiere que con posterioridad a su ejercicio extraprocesal ella se
convalide dentro de un determinado proceso.
6.2. La autocomposición
Prohibida por el Estado la autotutela como regla general, aquel reconoce la eficacia de la
autonomía de la voluntad de los particulares, dentro de ciertos límites y en determinados
ámbitos, en aras de componer sus controversias como una forma de propender a la paz
social. En efecto, según lo adelantamos, frente a un claro fenómeno de la judicialización
de las sociedades modernas, la autocomposición (a través de los ADR o los MASC) se ha
erigido como una alternativa válida y legítima que contribuye, por un lado, a
descongestionar al órgano jurisdiccional en pos de favorecer la rápida obtención de
soluciones entre las partes y, por otro lado, a propender que la voluntad privada se
manifieste en un contexto de libertad —asistida o no— evitando la escalada del conflicto y
logrando acuerdos mutuamente aceptables. De esta forma, asumiendo un carácter
reflexivo, renunciativo y altruista, la autocomposición designa a todos aquellos métodos
alternativos de solución de controversias donde el consentimiento y el acuerdo libre de las
partes evitan precisamente el recurso a la jurisdicción (Nieva, 2014, pp. 20-21).
Luego, no puede sino valorarse el genuino esfuerzo por consagrar legalmente los
mecanismos autocompositivos en forma expresa, estableciendo el deber de su promoción
por todos los actores del sistema de justicia, desde que su efectiva implementación
requiere del compromiso y apoyo de los distintos operadores jurídicos. Sin embargo, que
la norma haya dado una connotación de principio a los métodos autocompositivos de
inmediato deja abierta la duda acerca de una regulación específica que le sirva de
sustento y, al mismo tiempo, que le dé sentido sistémico para su ulterior desarrollo y
aplicación práctica. No en vano, en la historia fidedigna de su establecimiento, se dejó
constancia que “por su naturaleza programática pareciera explicar que el precepto,
aunque establezca un deber —“los métodos autocompositivos (…) deberán ser
promovidos”— no especifique quién, ni cómo se asegurará su cumplimiento, ni las
consecuencias derivadas de la inobservancia de este deber. Desprovista entonces de estos
atributos, la norma resulta más bien una propuesta de comportamiento deseable —el de
promover métodos autocompositivos— de parte de los sujetos normados —abogados,
funcionarios de la administración de justicia y jueces—, cuya utilidad es difícil anticipar.
Tampoco se observa cómo el precepto que se incorpora pudiera servir de criterio
interpretativo o integrador para ser aplicado por jueces y juezas al resolver, lo que
permite poner en duda la utilidad de la norma que se propone, como no sea poner de
manifiesto la necesidad de intensificar el uso de mecanismos alternativos de resolución de
conflictos” (Historia de la Ley Nº 21.394, Segundo Informe de Comisión de Constitución,
de 30 de mayo de 2021, p. 22).
Con todo, debe recordarse que la autocomposición está permitida para la solución de
todos aquellos conflictos que versen sobre derechos disponibles (art. 12 del CC) y,
además, en la medida en que se tenga la capacidad y la potestad para poder obligarse a
través del acto jurídico-procesal de que se trata. Adicional a ello, el consentimiento y el
acuerdo de voluntades es un elemento esencial a la autocomposición. Por esta
consideración, a nuestro modo de ver, resulta cuestionable calificar como formas
autocompositivas a ciertos actos unilaterales que no requieren la aquiescencia de las
partes en conflicto. Piénsese, en este sentido, principalmente en el desistimiento y el
allanamiento: el primero, manifestado como un incidente especial que se verifica cuando
el actor se retracta de su demanda incoada, una vez que esta última ha sido válidamente
notificada al demandado (art. 148 del CPC); el segundo, que consiste en una
manifestación de voluntad del demandado en orden a reconocer expresamente la
satisfacción de la pretensión hecha valer en su contra por el actor (art. 313 del CPC). En
ambos casos, según un sector importante de la doctrina, se trataría de formas
autocompositivas unilaterales principalmente porque la actitud altruista y renunciativa
propia de esta forma de solución de conflictos emanaría solo del atacante —es decir, de
quien deduzca la pretensión— o solo del atacado —o sea de quien se oponga a la misma
— (Alcalá-Zamora, 2018, pp. 80 y 83).
6.2.1. La transacción
6.2.2. La conciliación
La conciliación es una institución procesal de antigua data en nuestro país, pues, si bien el
CPC en sus orígenes no la contemplaba, la Ley Nº 7.760, de 1944, la incorporó en nuestro
Derecho para hacerla aplicable a todo juicio civil, con excepción de los juicios de hacienda,
juicios ejecutivos, la citación de evicción y la declaración judicial del derecho legal de
retención. Empero, dado que dicha regulación reconocía a la conciliación como un trámite
meramente facultativo o potestativo, la Ley Nº 19.334, de 1994, le dio un mayor realce al
atribuirle un carácter obligatorio y la calidad de trámite esencial en la generalidad de los
juicios civiles (art. 795 Nº 2 del CPC). De esta forma, tratándose por ejemplo del juicio
ordinario de mayor cuantía, el tribunal debe efectuar un llamado obligatorio a conciliación
una vez agotado el período de discusión y antes de la recepción de la causa a prueba, so
pena de incurrir en una eventual nulidad procesal frente a dicha omisión.
Ahora bien, nuestro CPC (que se ocupa de la conciliación entre los arts. 262 a 268) no
contiene una definición precisa de dicho instituto. Sin embargo, según explica Couture,
etimológicamente la voz “conciliación” deriva del verbo conciliare, y este del latín concilio,
derivado, a su vez, de concilium, el cual hacía referencia a aquellas asambleas donde se
reunía la gente para cerrar negocios, resolver disputas y/o tomar acuerdos (Couture,
1960, p. 171). De allí que la conciliación, en un sentido técnico, denote en nuestro
Derecho una idea muy precisa y clara: la comparecencia de las partes ante el juez
competente, quien, actuando como amigable componedor, propone bases de arreglo con
el objetivo de que diriman sus controversias. Ello, pues, si la solución del conflicto no se
obtuvo a través de otra forma autocompositiva y llega el proceso civil como mal necesario,
dentro de este el juez debe llamar a las partes a una audiencia de conciliación. En esta
audiencia el juez actúa como amigable componedor, fija las bases del acuerdo y, en caso
de lograrse el mismo, el acta de conciliación se estimará como una sentencia firme y
ejecutoriada para todos los efectos legales (art. 267 del CPC).
4. Se precisa, además, que en aquel juicio civil sea legalmente admisible la transacción y
que el pleito no se encuentre en los supuestos previstos en el art. 313 del CPC;
5. Procesalmente hablando, puede ser que exista una conciliación total o parcial, pero en
uno u otro caso la conciliación se estima como sentencia ejecutoriada para todos los
efectos legales y, en consecuencia, produce el efecto de cosa juzgada de acuerdo a lo
prescrito en el art. 175 del CPC, y constituye un título ejecutivo perfecto conforme a lo
prescrito en el art. 434 Nº 1 del mismo cuerpo legal;
En Copiapó, a cinco de abril de dos mil veintiuno, a la hora señalada tiene lugar la
audiencia decretada por el Tribunal, la cual se realiza mediante sistema telemático, a la
que asiste el apoderado de la parte demandante, el abogado don Cristian Juan Ramírez
Pérez, y el demandado don Franklin Iván Cisternas Céspedes, cedula de identidad Nº
5.947.876-4, quien comparece asistido por el abogado don Marcelo Antonio Iturra Acuña,
confiriéndole patrocinio y poder en la causa en los términos señalados en su minuta de
contestación.
Llamadas las partes a conciliación esta no se produce. Sin perjuicio de ello, el demandado
señala que el negocio de la sociedad era una imprenta que ya no tiene funcionamiento
desde diciembre de 2020, y que su propuesta es la enajenación de los activos de la
sociedad y repartirse entre los socios los dineros que se obtengan. Se deja constancia que
en atención al medio electrónico mediante el cual se ha realizado la presente audiencia la
Sra. Secretaria Subrogante del Tribunal en su calidad de ministro de fe procede a dar
lectura del acta, siendo ratificada por los comparecientes. Con lo actuado, se pone
término a la audiencia la cual será firmada electrónicamente solo por el Tribunal, en
atención a que el abogado de la parte demandada no cuenta con firma electrónica
avanzada a diferencia del demandante quien no se opone a que sea firmada el acta solo
por el Tribunal.
Dirigió y resolvió en audiencia doña María Vergara Marabolí, Jueza Letrada Titular de este
Segundo Juzgado de Letras de Copiapó.
6.2.3. El avenimiento
El avenimiento ha sido definido como “el acuerdo que logran directamente las partes en
virtud del cual le ponen término a su conflicto pendiente de resolución judicial,
expresándoselo así al tribunal que está conociendo de la causa” (Colombo, 1991, p. 20). Se
distingue de la conciliación, pues, por un lado, surge como resultado de las negociaciones
hechas por las partes en forma extrajudicial y, por otro lado, el acuerdo se alcanza
directamente por las partes sin la intervención del juez de la causa. De esta forma, a pesar
de existir un litigio pendiente, el acuerdo no se logra ante el juez que conoce del negocio,
ni menos a instancia de él actuando como amigable componedor. Se trata, por tanto, de
un medio autocompositivo de carácter extrajudicial, bilateral y no asistido, destinado a
poner término a un litigio pendiente de resolución judicial.
Escrito de avenimiento
AVENIMIENTO
S. J. L. DE SAN JAVIER
Que por este acto venimos en comunicar a S.S., que hemos acordado celebrar un
avenimiento respecto de las acciones y defensas de autos, en los términos que pasamos a
exponer:
3. La parte demandada se obliga a reparar los daños causados al inmueble, reponiendo las
dos puertas interiores que faltan, arreglando la chapa de la puerta principal de la reja
exterior del departamento, y colocando el panel interior que separaba la cocina y el living
del departamento.
5. La parte demandante renuncia al cobro de las rentas de arrendamiento que han sido
devengadas y no pagadas a la fecha.
POR TANTO,
6.2.4. La mediación
Por otro lado, huelga también destacar el rol de la mediación por daños a la salud en
materia de garantías explícitas de salud (“Ley Auge”). En efecto, mediante la Ley Nº
19.966, de 2004, y con el propósito de desjudicializar los conflictos sanitarios, se
estableció en nuestro país un sistema de mediación previo y obligatorio al ejercicio de
acciones judiciales civiles contra prestadores de salud. Así, distinguiendo entre
prestadores de salud adscritos al sector público y al sector privado, la citada normativa
busca no solo obtener acuerdos extrajudiciales entre las partes, sino que también
propender diversas instancias de reparación producto de los daños ocasionados en el
otorgamiento de prestaciones de carácter asistencial. De allí, entonces, que en este
ámbito se reconozcan diversos procedimientos y normas aplicables al proceso de
mediación: por un lado, tratándose de prestadores públicos que integren las redes
asistenciales del Ministerio de Salud, la mediación será efectuada por el Consejo de
Defensa del Estado; por otro lado, tratándose de los prestadores privados, dicho proceso
lo realizará la Superintendencia de Salud, a través de mediadores inscritos en un registro a
cargo de dicha institución. De esta forma, según datos estadísticos del período
comprendido entre 2005-2017, se verificaron 13.510 solicitudes de mediación por daños
en salud en el sector público, de las cuales 12.744 (94,3%) resultaron admisibles para
mediación y 11.920 (87,4%) lograron concluirse por decisión de las partes (Lagos y Bravo,
2020, pp. 211-215).
Por fin, mediante la Ley Nº 19.968, de 2004, que creó los Tribunales de Familia, la
mediación también pasó a ocupar un rol preponderante en materia del Derecho de
familia. En efecto, si bien en este ámbito originalmente se estableció un sistema de
mediación facultativa o voluntaria de carácter intraprocesal (a cargo de mediadores
externos al Poder Judicial), no es menos cierto que a partir de la Ley Nº 20.286, de 2008,
dicho sistema se modificó a objeto de establecer una mediación previa y obligatoria para
asuntos de alimentos, cuidado personal y régimen de relación directa y regular. De esta
forma, frente a la coexistencia de una mediación de tipo facultativa y otra obligatoria, el
Derecho procesal de familia en nuestro país pasó a ostentar una fisonomía híbrida o
mixta, dependiendo de la naturaleza del asunto controvertido. Todo ello nos habla, por
tanto, de un instituto cuyo fin de política pública aspira a una doble consideración: por
una parte, mejorar el acceso a la justicia ofreciendo respuestas más adecuadas a la
naturaleza de los conflictos; y, por otra, propender a mejorar la gestión de los tribunales
de familia contribuyendo a su descongestionamiento (Contreras, 2021a, p. 34).
6.3. La heterocomposición
Luego, a la luz de las exigencias del paradigma del Estado Constitucional, la razón por la
cual el tercero imparcial interviene en la solución del conflicto radica en que este ejerce
una función pública denominada jurisdicción, la cual, lejos de buscar solo y
exclusivamente la mera solución de la controversia, reclama también de una decisión
dotada de legitimidad tanto en los hechos cuanto en el Derecho. De allí que
contemporáneamente se exija no solo considerar la tarea decisoria del órgano
jurisdiccional, sino que también el establecimiento concreto de los hechos materia del
proceso y, principalmente, la relevancia del deber de motivación de la concreta decisión
judicial. De este modo, partiendo de la base de que el Derecho, de no cumplirse
espontáneamente por los coasociados, puede y debe aplicarse por órganos imparciales e
independientes, nuestro constituyente es enfático en señalar en su art. 76 inc. 1º:
Ahora bien, bajo esta línea no se puede desconocer que el proceso es tan solo uno de los
tantos componentes que dan vida a los diversos sistemas de justicia. Ello, pues, a
diferencia de la visión tradicional que impera en nuestro medio, los sistemas procesales
exceden la mera canalización del conflicto a través de proceso, posicionándose con
realidades extraordinariamente dinámicas y cuya complejidad demanda una superación
de la forma clásica de cómo concebir la heterocomposición. Una demanda, por cierto, que
exige no solo comprender el proceso judicial de forma abierta y dinámica, sino también
todos los elementos y factores que convergen en su realidad concreta. Piénsese, p. ej., en
la gestión judicial de casos y la importancia de considerar el valor y/o peso de un caso
específico dentro del universo de causas que actualmente son conocidas por los
tribunales. En ellas, dada la asignación proporcional de los limitados recursos judiciales,
confluyen ciertamente no solo criterios asociados a la importancia y complejidad de cada
asunto, sino que también factores de urgencia, cuantía y situación económica de las
partes con el fin de asegurar precisamente una solución justa y equitativa en cada caso
(García y Fuentes, 2020, p. 119). No se trata, por ende, de obviar la importancia del
proceso como instrumento potencialmente idóneo para resolver los conflictos de
relevancia jurídica, sino de dejar en claro que para el desenvolvimiento fáctico del proceso
se requiere un plus extra: esto es, un sinnúmero de factores personales, económicos, de
infraestructura y de gestión que, compartiendo una sinergia estructural y humana,
permiten que la idea abstracta y teológica que encarna el proceso (en base a un conocer,
resolver y ejecutar) se haga patente en un sistema procesal eficiente y racional.
ACTIVIDADES DE APLICACIÓN
2. ¿Que el Derecho procesal sea una rama del Derecho Público involucra que sus
normas son exclusivamente de orden público?
3. ¿Es posible en nuestra disciplina seguir manteniendo una tesis unitaria de la teoría
general del proceso?
4. Indague cuáles son los postulados fundamentales de la tesis dualista del Derecho
procesal.
5. ¿Cuál es la visión que se debería asumir del Derecho procesal desde el prisma del
Estado constitucional y democrático de Derecho?
11. Indague las diferencias entre el debido proceso y la tutela judicial efectiva.
12. Delimite la importancia de los MASC en relación con sus características esenciales.
13. ¿Qué es la heterocomposición y cuál es su relevancia desde el punto de vista
iusfundamental?
CAPITULO II
Capítulo II
La ley procesal
1. Generalidades
Que la ley sea fuente directa del Derecho procesal no es una cuestión antojadiza ni menos
gratuita. En efecto, frente a las críticas formuladas por la Ilustración al actuar despótico y
arbitrario de las monarquías absolutas, una de las formas de evitar la dictación de
resoluciones judiciales carentes de fundamento racional fue exaltar la vinculación del juez
a la ley. De allí que, como corolario natural del principio de imparcialidad e independencia,
la ley se posicionara como garantía mínima de certidumbre y seguridad para garantizar la
razonabilidad, previsibilidad e igualdad ante la justicia. De esta forma, el juez se
transformó en una suerte de “esclavo de la ley”, lo cual redundó en que sus decisiones no
debían, ni aun con los más plausibles motivos, desviarse de su genuino sentido y alcance.
No en vano, a juicio de don Andrés Bello, “puede muchas veces parecer al juez una lei
injusta; puede creerla temeraria; puede encontrar su opinión apoyada en doctrinas que le
parezcan respetables, i puede ser que no se equivoque en su concepto; pero, con todo, ni
puede obrar contra esa lei, ni puede desentenderse de ella, porque sí en los jueces
hubiera tal facultad, no ya por las leyes se reglarían las decisiones, sino por las particulares
opiniones de los magistrados” (Bello, 1885, p. 202).
En este escenario liberal, por ende, luego de alcanzada la independencia política en
nuestro país, no fue extraño que se iniciara un proceso codificador tendiente a reemplazar
la legislación heredada de la monarquía española. Muchos consideraron, en efecto, que la
referida independencia no quedaba perfeccionada ni menos aún consolidada, mientras no
se generaran nuevas leyes que rompieran el último lazo que aún nos ataba a la vieja
Metrópolis. Por este motivo, con el fin de dar sistematicidad y orden a las diversas leyes
procesales, a fines del siglo XVIII y comienzos del XIX se alzó en nuestro país la codificación
procesal como un fenómeno tendiente a reglamentar la organización y atribuciones de los
tribunales de justicia, así como los diversos procedimientos a los cuales se deben someter
los asuntos civiles y penales. De esta forma, el proceso codificador en área procesal se
puede decir que da cierre al período de fijación del Derecho en Chile, cuya característica
principal fue la ordenación sistemática de preceptos y normas legales referentes al ámbito
procesal.
En consecuencia, a partir de lo anterior, se consolidaron como fuentes legales básicas del
Derecho procesal en Chile: el Código Orgánico de Tribunales, de 9 de julio de 1943; el
Código de Procedimiento Civil, de 28 de agosto de 1902; el Código de Procedimiento
Penal, de 12 de junio de 1906; el Código Procesal Penal, de 12 de octubre de 2000; el
Código de Justicia Militar, de 23 de diciembre de 1925; y, por último, una infinidad de
leyes, decretos leyes y decretos con fuerza de ley que han modificado o complementado
los diferentes cuerpos legales anteriores y que iremos analizando a través de nuestro
estudio.
2. Concepto y clasificación
Una de las cuestiones más importantes de la teoría del Derecho consiste en señalar que el
objeto de las ciencias jurídicas lo constituye las normas jurídicas y, en la medida de su
trascendencia para la vida en sociedad, la forma a través de las cuales dichas normas son
aplicadas y acatadas por sus destinatarios (Kelsen, 2009, p. 115).
Sin embargo, la posibilidad de pensar en las normas jurídicas como paradigma propio del
Derecho procesal y, en particular, de las decisiones jurisdiccionales, depende de varias y
múltiples circunstancias. Una de ellas, por cierto, es entender a la norma jurídico-procesal
a partir de un sistema de reglas y principios de carácter simplemente “legal”, pero
también otra es comprenderla como un conjunto de prescripciones contextualizadas
desde el paradigma de la juridicidad. Desde esta última dimensión, la naturaleza procesal
de una norma jurídica no debería, pues, deducirse de la posición o lugar en que aparece
incluida, sino de su objeto concreto de regulación: por un lado, la formación de los
órganos jurisdiccionales, su organización y atribuciones; y, por otro, las formas y garantías
que subyacen en la conformación y marcha de los distintos procedimientos existentes.
Lo anterior no significa, naturalmente, desconocer que la ley constituye una fuente
esencial que disciplina el Derecho procesal y, por ende, que se encuentra dotada de una
fuerza autoritativa de una importancia fundamental. De hecho, la reserva de ley para
todos los actos de intervención en la esfera iusfundamental, dentro de cuyo ámbito se
encuentra ciertamente el Derecho procesal, es un elemento esencial para que los
derechos de las personas puedan estar jurídicamente protegidos y ser plenamente
aplicables en la realidad. Es más, si las cosas no fueran así no habría en este ámbito Estado
de Derecho, simplemente porque el imperio de la ley y su legitimidad se resquebrajarían
en aras de un latente activismo judicial. Por esta razón, lo que aquí se sostiene es que el
sentido y alcance de la ley procesal no puede interpretarse en abstracto y, en
consecuencia, no debe divorciarse del contexto ius fundamental que rodea a todas y cada
una de las garantías que inciden en su configuración. No en vano, considerando la
integración de la legalidad desde la óptica de la juridicidad, la CorteIDH ha sostenido:
“La Corte es consciente que los jueces y tribunales internos están sujetos al imperio de la
ley y, por ello, están obligados a aplicar las disposiciones vigentes en el ordenamiento
jurídico. Pero cuando un Estado ha ratificado un tratado internacional como la Convención
Americana, sus jueces, como parte del aparato del Estado, también están sometidos a ella,
lo que les obliga a velar porque los efectos de las disposiciones de la Convención no se
vean mermadas por la aplicación de leyes contrarias a su objeto y fin, y que desde un
inicio carecen de efectos jurídicos. En otras palabras, el Poder Judicial debe ejercer una
especie de “control de convencionalidad” entre las normas jurídicas internas que aplican
en los casos concretos y la Convención Americana sobre Derechos Humanos. En esta
tarea, el Poder Judicial debe tener en cuenta no solamente el tratado, sino también la
interpretación que del mismo ha hecho la Corte Interamericana, intérprete última de la
Convención Americana” (caso Almonacid Arellano vs. Chile, sentencia de 26 de
septiembre de 2006, pf. 124).
Pues bien, sobre esta base, la dogmática procesal desde antiguo ha propuesto un
sinnúmero de conceptos relativos a la ley procesal. Así, atendiendo a su objeto de
regulación, Chiovenda la define corno “la norma reguladora de las condiciones y modos de
la actuación de la ley en el proceso, así como de la relación jurídico-procesal” (Chiovenda,
1922, p. 120). Por su parte, Gómez Orbaneja y Herce Quemada la conciben como “la
reguladora de la actividad jurisdiccional en el proceso y la que fija, en todos sus aspectos,
los presupuestos, el contenido y el desenvolvimiento de la relación jurídico-procesal”
(Gómez y Herce, 1976, p. 27). Y, finalmente, en nuestro país, Vargas y Fuentes la definen
como “la manifestación de la voluntad soberana que dispone quién y cómo ha de ponerse
término a una contienda” (Vargas y Fuentes, 2018, p. 65).
Sin perjuicio de lo anterior, y no obstante que en Chile no existe una definición legal sobre
la materia, cabe destacar que durante la tramitación de la ley de reforma constitucional
Nº 20.245, de 9 de enero de 2008, que agregó un nuevo inc. final al art. 77 de la CPR, se
dejó constancia expresa —en la historia fidedigna de su establecimiento— que la ley
procesal suponía:
“Aquella norma jurídica que dice relación con la organización de los tribunales de justicia,
con la determinación de sus atribuciones y competencias o con el establecimiento de las
normas de procedimiento a que deben someterse tanto los tribunales como las personas
que actúan en el proceso” (Mensaje Nº 1194-355, de 7 de diciembre de 2007).
De allí que la ley procesal pueda comprender normas orgánicas y normas funcionales,
dependiendo si regula al tribunal competente para conocer y decidir el asunto sometido a
su consideración, o bien el establecimiento de los procedimientos a través de los cuales se
aplica el Derecho vigente.
2.1. Las normas procesales orgánicas
Son aquellas que atañen a la constitución, organización y disciplina de los tribunales de
justicia, así como de los auxiliares de la administración de justicia, contemplando aspectos
relativos a sus nombramientos, inhabilidades e incompatibilidades que los afectan, sus
jerarquías, garantías y derechos, atribuciones y competencia, obligaciones y deberes, etc.
En nuestro sistema jurídico, estas normas están contenidas en la Constitución Política, en
el Código Orgánico de Tribunales, en el Código de Justicia Militar, en la Ley Nº 15.231
sobre Organización y Atribuciones de los Juzgados de Policía Local, en la Ley Nº 19.968
que crea los Tribunales de Familia, así como en una serie de leyes especiales que se
refieren a la competencia para conocer y juzgar ciertas materias específicas.
Ahora bien, de todas las leyes anteriores, la regulación orgánica más importante en
nuestro país se encuentra en la ley Nº 7.421 de 1943, conocida comúnmente como Código
Orgánico de Tribunales, en virtud de lo dispuesto en el art. 4º transitorio de la
Constitución de 1980. En ese sentido, el art. 77 de la CPR encargó de forma muy específica
a una ley orgánica (4/7) “la organización y atribuciones de los tribunales que fueren
necesarios para la pronta y cumplida administración de justicia en todo el territorio de la
República”, mandatando, del mismo modo, que “la misma ley señalará las calidades que
respectivamente deban tener los jueces y el número de años que deban haber ejercido la
profesión de abogado las personas que fueren nombradas ministros de Corte o jueces
letrados”. Sin embargo, a juicio de nuestro Tribunal Constitucional, la noción
“organización y atribuciones de los tribunales” debe ser interpretada en un sentido amplio
abarcando “no solo las materias que la Constitución ha confiado específica y directamente
a una ley orgánica constitucional […], sino también aquellas que constituyen el
complemento indispensable de las mismas” (STC Rol Nº 442-2005, de 11 de mayo de
2005, cons. 8). De allí que, en consecuencia, toda norma jurídico-procesal (sea de carácter
orgánico o funcional) se califique como tal no por su ubicación concreta en el COT, sino
más bien por su naturaleza y objeto específico de regulación. En otras palabras, “si la ley,
por su contenido, tiende a describir ese tipo tan particular de relación continuitiva y
dinámica que denominamos proceso y que se revela por esa noción que va desde la
demanda hasta la ejecución; si encontramos esa nota; si hallamos en ella la descripción de
cómo se debe realizar u ordenar el cúmulo de actos tendientes a la obtención de una
decisión judicial susceptible de ejecución coactiva por parte de los órganos del Estado, esa
ley será procesal y entonces estaremos frente al tema que tenemos necesidad de tratar”
(Couture, 1948, p. 47).
2.2. Las normas procesales funcionales
Son aquellas que rigen la tramitación del proceso para los efectos de la correcta y justa
composición del litigio. En el ámbito procesal penal, se manifiestan en un sinfín de reglas y
principios relativos a la investigación del hecho constitutivo de delito, los procedimientos
que determinan la participación punible o, en su caso, la inocencia del imputado,
incluyendo ciertamente todas las actuaciones y diligencias cuyo fin sea el esclarecimiento
de los hechos de que se trata. En el ámbito procesal civil, por su parte, dan cuenta de
todos los trámites, actuaciones y diligencias que posibilitan la ritualidad y marcha de los
distintos procedimientos, incluyendo, ciertamente, las reglas y principios que disciplinan la
tramitación digital de los procedimientos judiciales, las notificaciones, las pruebas, los
recursos, así como cualquiera otra norma referente al orden consecutivo que rige en los
distintos procedimientos civiles.
En nuestro Derecho, dentro de los cuerpos legales que aglutinan un mayor número de
normas procesales funcionales destacan el Código de Procedimiento Civil (CPC) y el Código
Procesal Penal (CPP). Tratándose del primero, fue aprobado mediante la Ley Nº 1.552,
promulgada el 28 de agosto de 1902 y publicada el 30 de agosto del mismo año, bajo el
gobierno del presidente Germán Riesco. Gracias a la figura de la vacancia legal, comenzó a
regir el 1º de marzo de 1903 y derogó a todas las leyes procesales civiles preexistentes a la
fecha. Según se desprende de su art. 1: “Las disposiciones de este Código rigen el
procedimiento de las contiendas civiles entre partes y de los actos de jurisdicción no
contenciosa, cuyo conocimiento corresponda a los Tribunales de Justicia”. A razón de ello,
las normas del CPC se han mantenido como legislación común y supletoria respecto de
toda gestión, trámite y actuación que no esté sometida a una regla especial diversa,
cualquiera que sea su naturaleza. De este modo, abarcando 925 artículos más un artículo
final, el CPC consta de cuatro libros: el primero, que fija las reglas comunes a todo
procedimiento; el segundo, referente a la tramitación del juicio ordinario de mayor
cuantía; el tercero, dedicado a la regulación de los diferentes procedimientos civiles
especiales; y, el cuarto, destinado a reglamentar los actos de jurisdicción no contenciosa.
El Código Procesal Penal, por su parte, fue aprobado mediante la Ley Nº 19.696,
promulgada el 29 de septiembre de 2000 y publicada el 12 de octubre del mismo año.
Entró en vigencia paulatinamente en las distintas regiones del país, entre el 16 de
diciembre de 2000 y el 16 de junio de 2005, bajo el gobierno del presidente Ricardo Lagos.
A partir de ello, se produce entonces el abandono paulatino del vetusto Código de
Procedimiento Penal de 1906, sustituyéndose, de forma gradual, por un sistema de
justicia penal de raigambre acusatoria, oral y pública, cimentado, por lo demás, en el
respeto de los derechos y garantías esenciales del imputado y de los demás intervinientes
del proceso penal. De este modo, abarcando 485 artículos permanentes y un artículo
transitorio, el CPP se divide en 4 libros: el primero, denominado “disposiciones generales”;
el segundo, referente al procedimiento ordinario penal; el tercero, llamado “recursos”; y,
el cuarto, dedicado a los procedimientos especiales y de ejecución.
Ahora bien, sin perjuicio de lo ya analizado, conviene recalcar que —para un sector de
nuestra jurisprudencia— tanto las normas procesales orgánicas como las funcionales
responderían al concepto genérico de normas “ordenatoria litis”, en oposición a las
llamadas normas sustantivas o “decisoria litis”. Las primeras, según lo ha sostenido
nuestra jurisprudencia, serían “aquellas normas de índole netamente procesal que se
encargan de regular las formalidades procedimentales en juicio, por ejemplo, las que
regulan la oportunidad para hacer valer la cosa juzgada, las dirigidas a fijar la competencia
específica de los jueces o las que reglan el nombramiento de un administrador pro
indiviso” (SCS, Rol Corte Nº 91.117-2021, de 1 de junio de 2022, cons. 13º); las segundas,
por el contrario, involucrarían a “todas aquellas disposiciones que tienen incidencia
determinante en la resolución del asunto litigioso” (SCS, Rol Corte Nº7861-2011, de 7 de
noviembre de 2011, cons. 6º). De esta forma, mientras las normas procesales
especificarían qué órgano, bajo qué circunstancias y de acuerdo a qué procedimiento se
resolverá el asunto, las normas sustantivas servirían “in concreto” para determinar cómo y
bajo qué regla material de fondo se pone fin a la controversia.
Tal distinción, por lo demás, propia de la aplicación práctica del recurso de casación en
materia procesal civil, pone de relevancia la clásica dicotomía existente entre lo sustantivo
y lo adjetivo, que, según vimos en el capítulo precedente, es una distinción que no se
condice con el rol autónomo y iusfundamental del Derecho procesal contemporáneo. En
efecto, las normas procesales no pueden desconectarse de los diversos casos concretos,
dado precisamente el carácter sustantivo de los derechos y garantías que modelan su
estructuración. De allí que resulte sumamente complejo —por no decir artificial— trazar
una frontera nítida entre forma y substancia, desconociendo, de paso, el carácter
integrativo y convergente de reglas y principios que materializan la aplicabilidad de
derechos fundamentales. No en vano, a juicio de algunos autores, “la distinción misma
entre reglas procesales y reglas substantivas es una distinción que, aunque útil en muchos
contextos, no pertenece a la estructura profunda del Derecho” (Atria, 2017, p. 117). Por
este motivo, quien se proponga analizar la teoría de la ley procesal —al alero de una visión
contemporánea de completitud de los sistemas normativos— debería insistir en realzar
“lo sustantivo del procedimiento y lo procedimental de lo sustantivo”, precisamente con
el objetivo de evitar la distribución errada de los riesgos que se asumen en todo
pronunciamiento judicial (Pérez, 2018, p. 277).
Sobre esta base, considerando la complejidad y diversidad de los distintos actos jurídico-
procesales que rigen por mandato de la ley, cabe preguntarnos cuáles son los efectos de la
ley procesal en el tiempo y en el espacio. Esto, porque dependiendo el tipo de norma
jurídico-procesal de que se trate, la ley procesal regirá y se aplicará con criterios
específicos en los cuales desplegará sus efectos.
ACTIVIDADES DE APLICACIÓN
1. ¿Qué es la ley procesal?
2. ¿Cuáles son los problemas adscritos a su conceptualización?
3. ¿Qué identifica a una norma jurídico-procesal orgánica?
4. A juicio de nuestra jurisprudencia, ¿cuáles son los elementos que integran la noción
“Organización y atribuciones de los tribunales de justicia”?
5. Refiérase a los efectos de la ley procesal en el tiempo.
6. ¿Qué se entiende por actividad, retroactividad y ultraactividad de la ley procesal?
7. ¿Cómo y de qué forma la LERL regula los efectos de la ley procesal en el tiempo?
8. Refiérase a los efectos de la ley en el espacio y su vinculación con el principio de
territorialidad.
9. ¿Qué casos se establecen como ejemplos de extraterritorialidad en nuestra
legislación?
10. Analice al art. 6º del COT y dé ejemplos respecto de su campo de aplicación.
11. ¿Qué es la inmunidad de jurisdicción y cómo se regula en nuestra legislación?
12. ¿Cómo se puede lograr el reconocimiento de una sentencia extranjera en Chile?
13. ¿Qué es la interpretación de la ley procesal y cómo puede entenderse desde el
prisma contemporáneo?
14. ¿Cuáles son los criterios que debería observar el juez para interpretar la ley procesal?
15. ¿Cómo y de qué forma se deberían colmar los vacíos normativos en sede procesal?
CAPITULO III
1. Generalidades
En los estudios tradicionales de Derecho procesal se posiciona a la jurisdicción en una
relación triangulada con la acción y el proceso. Con ello se quiere resaltar que esta
relevante función pública es excitada por el ejercicio de una acción y se desarrolla a través
de un proceso jurisdiccional que culmina en la dictación de una sentencia, la que puede
adquirir el atributo de la cosa juzgada.
1.1. Una primera aproximación a la jurisdicción
La palabra jurisdicción es polisémica e incluso en los textos y el lenguaje jurídicos es
utilizada en más de un sentido. En algunas oportunidades se usa para significar una
manifestación de soberanía (p. ej. cuando se dice que un determinado asunto está bajo la
jurisdicción del Estado) o la esfera de atribuciones de un ente público (p. ej. cuando se
dice que una materia se halla comprendida en la jurisdicción de un municipio
determinado). Precisando más su acepción en el sentido que acá le daremos, en varios
casos se utiliza el término jurisdicción para aludir al territorio dentro del cual esta
potestad es ejercida por un tribunal, es decir, al territorio jurisdiccional (p. ej. art. 101 del
COT: “Cuando existieren desequilibrios entre las dotaciones de los jueces y la carga de
trabajo entre tribunales de una misma jurisdicción, la Corte Suprema…”; art. 49 inc. 2º del
CPC: “En los juicios seguidos ante los tribunales inferiores el domicilio deberá fijarse en un
lugar conocido dentro de la jurisdicción del tribunal correspondiente…”). Solo en casos
muy marginales se asimila la jurisdicción —incorrectamente según se verá— a las
atribuciones asignadas por la ley a los tribunales, es decir, a su competencia (p. ej. art. 191
del CPC: “Cuando la apelación comprenda los efectos suspensivo y devolutivo a la vez, se
suspenderá la jurisdicción del tribunal inferior para seguir conociendo de la causa. (…)
Podrá, sin embargo, entender en todos los asuntos en que por disposición expresa de la
ley conserve jurisdicción, especialmente…”).
En un sentido técnico general se puede afirmar que la jurisdicción es una potestad estatal
“dimanante de la soberanía” o una función pública “cuyo ejercicio corresponde
exclusivamente a los juzgados y tribunales determinados en las leyes y en los tratados
internacionales para juzgar y hacer ejecutar lo juzgado” (RAE, 2017, t. II, p. 1244). Sin
embargo, sobre la jurisdicción, así como ocurre con otras instituciones a que se refiere
nuestra disciplina, existe una multiplicidad de definiciones que ponen énfasis en sus
diversos aspectos, lo que en nuestra opinión es síntoma de que el fenómeno puede ser
analizado desde diversos puntos de vista.
La jurisdicción tiene un contenido y cumple funciones que trascienden la que se asocia
solo al origen de la palabra, es decir, declarar (dicere) el derecho (ius) en un caso concreto
por medio de un juicio (iuditium), puesto que es una institución que cumple una función
pública. Además, tanto las formas a través de las cuales se administra justicia como los
métodos de juzgar deben ser evaluados en su validez, según el momento y lugar en que se
aplican dado que “tienen un valor contingente” (Calamandrei, 1962, p. 114). Por otra
parte, la definición de jurisdicción está estrechamente ligada a la precisión de sus fines,
sobre los que también existen posiciones diversas (Pereira, 1996, p. 82).
Por esas razones, para intentar una definición de jurisdicción adecuada para este texto
antes propondremos algunos puntos de vista para la comprensión del instituto. No se
trata de visiones excluyentes, sino de perspectivas desde las cuales se puede observar y
evaluar la jurisdicción y sus fines, con el objetivo de permitir una mejor comprensión de
ella.
1.1.1. La jurisdicción como potestad pública
Desde que el Estado se organiza modernamente y proscribe la autotutela como
mecanismo para la solución de los conflictos intersubjetivos de relevancia jurídica que se
promuevan en el orden temporal, la jurisdicción es una manifestación y ejercicio de la
soberanía que se expresa en la autoridad de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado (Devis,
2002, pp. 95 y 96). El Estado monopoliza la administración de justicia, dejando a los
particulares solo algunas zonas precisas para que desarrollen componendas privadas que
él mismo asimila, en algunos casos, a la sentencia emanada de un juez funcionario (p. ej.
el contrato de transacción según el art. 2461 del CC).
No es casual, entonces, que la jurisdicción sea ejercitada preponderantemente por
tribunales que pertenecen a un poder del Estado, el Poder Judicial, órganos que investidos
por la ley actúan una función pública dotados de relevantes potestades —poderes de
mandar super partes (Pereira, 1996, p. 87)—, que les permiten, incluso, disponer
lícitamente de la fuerza pública para el cumplimiento efectivo de lo que resuelvan,
atributo que se identifica con la facultad de imperio (Gimeno, 1981, p. 32).
Esta potestad, que implica el ejercicio de una función pública, no faculta a los jueces para
actuar arbitrariamente, puesto que su actividad se rige por normas imperativas (Alsina,
2001, p. 304).
1.1.2. La jurisdicción como deber
Puesto que con el fin de resguardar la paz social el propio Estado ha prohibido la
autotutela, también asume el imperativo de administrar justicia proveyendo a los
justiciables de herramientas para activar esta función pública y requerir que ella sea
actuada según determinados procedimientos y estándares de calidad, con el fin de
obtener una respuesta jurisdiccional fundada en Derecho. Toda persona tiene derecho a
requerir del Estado, bajo ciertas condiciones, el ejercicio de la función jurisdiccional, con
independencia de la relación material privada que pretenda invocar (Alsina, 2001, p. 304).
De ahí que se afirme que la noción de jurisdicción como poder es insuficiente, puesto que
el juez tiene el deber de juzgar (Couture, 1958, p. 30).
Y dado que el Estado asume inexcusablemente el deber de ejercer la jurisdicción, los
jueces funcionarios quedan sujetos a diversos tipos de responsabilidad por la falta o el
abuso en el ejercicio de esta función.
Lo dicho tiene un correlato en nuestro sistema. Tanto la Constitución, en su art. 76 inc. 2º,
como el COT, en sus arts. 10 y 112, consagran el principio de inexcusabilidad —esto se
verá en el capítulo respectivo— por el que los jueces deben ejercer la función
jurisdiccional, no pudiendo excusarse de ello si esta es activada siguiendo los
procedimientos marcados por la ley y el tribunal es competente en el asunto
determinado.
1.1.3. El énfasis en la función
La jurisdicción no se justifica sino en una visión dinámica, ejercitada por el Estado hacia el
otorgamiento de tutela en favor de los justiciables. En este sentido, corresponde al Estado
el deber de diseñar las herramientas para identificar las específicas necesidades de tutela
de las personas y modular las respuestas jurisdiccionales para que sean idóneas en la
satisfacción de aquellas. Entendida como una función, la jurisdicción se mira como una
“actividad con que el Estado provee a la realización de la regla jurídica”, aspecto que es
esencial en el instituto (Oberg y Manso, 2011, p. 19).
El proceso jurisdiccional, instrumento a través del cual el Estado desarrolla la jurisdicción,
debe asumir las formas adecuadas para que las necesidades de tutela sean satisfechas, de
modo que es posible evaluar la idoneidad de un proceso (su diseño y funcionamiento) en
la medida que la tutela judicial sea prestada. Todo proceso ha de respetar, al menos, dos
principios para ser considerado un método adecuado de resolución de una controversia
de relevancia jurídica: el de bilateralidad de la audiencia para la presentación de las
alegaciones y las prueba por ambas partes (audiatur et altera pars) y el de igualdad en la
actuación procesal (igualdad de armas) (Couture, 1958, p. 42).
En la mirada sobre la función de la jurisdicción tradicionalmente se ha debatido si ella
cumple un rol de tutela del ordenamiento objetivo, con la finalidad de garantizar la
aplicación de derecho (el rol de los jueces sería el de hacer cumplir las normas que los
sujetos directamente obligados por ellas no cumplieron), o bien si la misma cumple la
función de tutela de los derechos subjetivos, dado que le interesa la solución de conflictos
de relevancia jurídica (el rol de los jueces sería el de resolver conflictos intersubjetivos de
intereses en los que se invocan derechos insatisfechos). Aunque volveremos sobre el
punto, pareciera ser que esta discusión tiene relevancia más para entender cómo se ha
estudiado el fenómeno de la jurisdicción que para dimensionar su relevancia en el sistema
procesal, puesto que la jurisdicción cumple la función de hacer aplicar el ordenamiento
jurídico en la medida que, excitada su actuación por quien la requiera y por las vías
idóneas que contempla la ley (p. ej. el proceso jurisdiccional) debe otorgar tutela a los
derechos subjetivos e intereses jurídicamente relevantes de los justiciables (Bordalí, 2020,
p. 52).
1.1.4. En una dimensión orgánica
Para el ejercicio de la jurisdicción se requiere de una organización puesta a su servicio. El
Estado encomienda el ejercicio de la jurisdicción a distintos órganos, dotados de
diferentes atribuciones (competencias) y organizados de diversa manera para el
cumplimiento de esta función. Ello configura la organización jurisdiccional (Chiovenda,
1940, p. 68).
Son los órganos jurisdiccionales o tribunales de justicia las organizaciones integradas por
jueces y funcionarios, compuestas por estructuras físicas y sistemas que permiten que la
jurisdicción sea permanentemente actuada como un servicio que ha de prestarse a las
personas.
Lo que caracteriza esencialmente a los tribunales de justicia es el hecho que la ley radica
en tales organizaciones la función jurisdiccional, por lo que, según se verá en su
oportunidad, puede afirmarse que hay órganos que, aun cuando según su configuración
no sean propiamente tribunales, pueden llegar a actuar como tales si en determinados
casos, mandatados por la ley, ejercen la función jurisdiccional.
Es habitual que la ley refiera a jueces y magistrados cuando alude al actuar de los
tribunales de justicia, lo que no es incorrecto en el entendido que los jueces y magistrados
son funcionarios que ejercen la jurisdicción, en otras palabras, son agentes —en muchos
casos agentes públicos— de la función jurisdiccional. De ahí que se pueda afirmar que
cuando un juez o magistrado resuelve un asunto es el tribunal el que está resolviendo.
Por cierto, que con esto no se quiere adherir a una doctrina organicista, desechada por
obsoleta, que restrinja lo jurisdiccional a los actos emanados de los órganos del Poder
Judicial, es decir sus tribunales (Hoyos, 2001, p. 30), significando que el criterio distintivo
de la jurisdicción es el del órgano que ejercita la función, puesto que el diseño de la
judicatura demuestra que los tribunales de justicia ejercen también otras actividades que
la propiamente jurisdiccional (p. ej. dictación de autos acordados) y, además, hay órganos
que no siendo tribunales en determinados supuestos legales ejercen una función
jurisdiccional (p. ej. el Senado cuando resuelve una acusación constitucional, según el art.
53 Nº 1 de la CPR).
Tampoco se pretende confundir jurisdicción con judicatura, desde que esta última es una
organización (Larroucau, 2020, p. 25), sino solo poner de resalto que la jurisdicción
requiere de una organización (jueces y tribunales) para actuar, por lo que es una
perspectiva que no puede soslayarse para estudiar la institución.
1.1.5. La perspectiva de la adjudicación
Como resultado del acto de juicio, los jueces aplican las normas de Derecho a casos
concretos (Serra, 2008, p. 53), manifestando una voluntad, la voluntad jurisdiccional. Esta
voluntad manifestada no es el fruto de una pura espontaneidad ni del arbitrio, sino de un
proceso jurisdiccional, marcado por etapas, que permite al juez seleccionar la o las reglas
de Derecho aplicables al caso a partir de unos hechos que resultan probados. Es a través
del acto de juicio que el tribunal manifiesta la decisión de acoger o rechazar las peticiones
planteadas por las partes, con los fundamentos fácticos y jurídicos que expresa en la
sentencia.
En el ejercicio de la jurisdicción la labor fundamental de los jueces es emitir un mandato
concreto para aplicar o hacer cumplir la ley en un caso determinado y ese mandato, que
es una manifestación de voluntad jurisdicente, puede llegar a consolidarse y
transformarse en indiscutible e irrevocable cuando adquiera la autoridad de cosa juzgada.
1.2. Definiciones de jurisdicción
Con todo lo descrito, conviene detenerse en algunas definiciones de jurisdicción que ha
planteado la doctrina procesal, recordando que cada una obedece a contextos históricos
determinados y enfatiza algunos aspectos del instituto, lo que nos permite observarlo
desde diversas perspectivas.
1) Giuseppe Chiovenda, expositor de la doctrina clásica italiana en los inicios del siglo XX,
ha definido a la jurisdicción desde su estrecha vinculación con el fin del proceso, como la
“función del Estado que tiene por fin la actuación de la voluntad concreta de la ley
mediante la sustitución, por la efectividad de los órganos públicos, de la actividad de los
particulares, sea afirmando la voluntad de la ley, sea al hacerla prácticamente efectiva”
(Chiovenda, 1940, p. 1). Esta definición, que concibe a la jurisdicción como una función
pública que persigue la aplicación del Derecho a casos concretos, se asila en la idea de la
sustitución de voluntades: el Estado jurisdicente, por medio de sus decisiones
jurisdiccionales, sustituye la voluntad de los particulares que no han cumplido
voluntariamente las normas —normas primarias— que regulan las conductas (p. ej. si el
deudor en un contrato de mutuo no paga la deuda, obligación que ha de cumplir por
mandato legal, el acreedor puede interponer una demanda para que el tribunal condene
al primero a su pago).
2) Piero Calamandrei en la primera mitad de siglo XX entendía la jurisdicción, dentro de un
sistema de legalidad en que el derecho objetivo se manifiesta a través de reglas generales
y abstractas, como una función complementaria a la labor legislativa, recalcando que el
objeto de la jurisdicción es poner en práctica la autoridad del Estado para hacer cumplir el
Derecho legislado, en los casos en que sus destinatarios no lo observen voluntariamente.
El fin principal de la jurisdicción, plantea el autor, es de aplicar la ley, que es algo distinto a
su ejecución u observancia por sus destinatarios: “La ley, o sea la concreta voluntad que
de la misma se individualiza cuando los hechos de la realidad corresponden a su hipótesis,
puede ser ejecutada o bien observada solamente por aquel al cual se dirige el precepto,
esto es, como suele decirse, por el destinatario del precepto jurídico: ejecutar o sea
observar la ley, significa tener aquel comportamiento práctico que corresponde en
concreto al mandato de la ley. Aplicar la ley significa, en cambio, encontrar [el juez] cuál es
la norma jurídica que mejor se adapta y que está en contacto con las circunstancias de
caso concreto y, como consecuencia, establecer la certeza respecto de cuál es el
comportamiento que otros [los destinatarios de la norma] habrían debido tener en
concreto, en ejecución de aquella norma” (Calamandrei, 1962, p. 163).
3) También en Italia, Francesco Carnelutti ponía acento en la justa composición de la litis
por acto de un tercero (heterocomposición) como finalidad de la jurisdicción, llamando
litigio “al conflicto de intereses calificado por la pretensión de uno de los interesados y por
la resistencia del otro” (Carnelutti, 1944, p. 44).
4) En América Latina, el insigne procesalista uruguayo Eduardo Couture, definió la
jurisdicción reuniendo diversos elementos que son muy ilustrativos de los puntos de vista
con los que se puede analizar el instituto, especialmente su contenido, es decir la
presencia de un conflicto intersubjetivo de relevancia jurídica que es necesario resolver
por medio de una decisión que goce de autoridad de cosa juzgada y su función, que es
precisamente la de dirimir conflictos y decidir controversias aplicando el Derecho.
Entiende este autor que la jurisdicción es una “función pública, realizada por órganos
competentes del Estado, con las formas requeridas por la ley, en virtud de la cual, por acto
de juicio, se determina el derecho de las partes, con el objeto de dirimir sus conflictos y
controversias de relevancia jurídica, mediante decisiones con autoridad de cosa juzgada,
eventualmente factibles de ejecución” (Couture, 1958, p. 40).
5) El profesor colombiano Hernando Devis Echandía concibe la jurisdicción, en sentido
estricto, como la función pública de administrar justicia que emana de la soberanía del
Estado y que tiene una naturaleza doble: es una “obligación jurídica de derecho público”
que asume el Estado de actuar mediante los órganos jurisdiccionales para la realización o
certeza de los derechos y para la tutela del orden jurídico, y además es un poder del
Estado de someter a su jurisdicción a quienes requieren de la composición del litigio, la
realización de un derecho o han incurrido en algún ilícito penal. De esta forma, el autor
define la jurisdicción como “la soberanía del Estado, aplicada por conducto del órgano
especial a la función de administrar justicia, principalmente para la realización o garantía
del derecho objetivo y de la libertad y de la dignidad humanas, y secundariamente para la
composición de los litigios o para dar certeza jurídica a los derechos subjetivos, o para
investigar y sancionar delitos e ilícitos de toda clase o adoptar medidas de seguridad ante
ellos, mediante la aplicación de la ley a casos concretos, de acuerdo con determinados
procedimientos y mediante decisiones obligatorias” (Devis, 2002, p. 97).
6) En España el profesor Jaime Guasp propuso una definición de jurisdicción como función
vinculada a la de proceso, que entiende como una institución jurídica destinada a la
satisfacción de pretensiones. Así, para esta concepción, la jurisdicción es, en sentido
estricto, la “función específica estatal por la cual el Poder público satisface pretensiones”
(Guasp y Aragoneses, 2004, p. 93). La jurisdicción, a través del proceso, resuelve los
reclamos que los individuos de la comunidad plantean frente a otros ante los órganos
jurisdiccionales.
7) También en España el profesor Manuel Serra proponía hace muchos años una
definición que luego mantuvo en el tiempo y que pretende identificar el núcleo esencial
de la labor de los jueces. Para el profesor de Barcelona, la jurisdicción “es la
determinación irrevocable del derecho en un caso concreto, seguido, en su caso, por su
actuación práctica” (Serra, 2008, p. 53), de donde se sigue que el criterio rector que define
a la jurisdicción es la determinación del derecho.
8) Siguiendo esa línea el profesor Juan Montero ha planteado más modernamente que
para arribar a una definición de jurisdicción hay que referirse a un doble juego de
condiciones: los órganos a los que la ley otorga esta potestad y la función atribuida a esos
órganos (función jurisdiccional). En este curso de ideas, define la jurisdicción como “la
potestad dimanante de la soberanía del Estado, ejercida exclusivamente por los juzgados y
tribunales, integrado por jueces y magistrados independientes, de realizar el derecho en el
caso concreto juzgando de modo irrevocable y ejecutando lo juzgado” (Montero et al.,
2014, p. 63).
9) En el ámbito nacional una buena parte de las definiciones se centra en el conflicto
intersubjetivo como justificación para el ejercicio de la función jurisdiccional. Damos
cuenta solo de algunas:
a) El profesor Juan Colombo la define como “el poder deber que tienen los tribunales
para conocer y resolver, por medio del proceso y con efecto de cosa juzgada, los conflictos
de intereses de relevancia jurídica que se promuevan en el orden temporal, dentro de
territorio de la República y en cuya solución les corresponde intervenir” (Colombo, 1991,
p. 41).
b) El profesor Hugo Pereira construye una definición a partir del ordenamiento
constitucional y legal en Chile y de los principios vigentes. En su concepto la jurisdicción es
“la potestad pública ejercida privativamente por los jueces, mediante el debido proceso,
para dirimir en justicia conflictos jurídicos actuales o eventuales, con la aplicación de
normas y principios de derecho o la equidad natural, en sentencia con autoridad de cosa
juzgada, susceptible, según su contenido, de ejecución” (Pereira, 1996, p. 92).
c) Para el profesor Mario Mosquera la jurisdicción es el “poder deber del Estado,
radicado exclusivamente en los tribunales establecidos en la ley, para que éstos dentro de
sus atribuciones y como órganos imparciales, por medio de un debido proceso, iniciado
generalmente a requerimiento de parte y a desarrollarse según las normas de un racional
y justo procedimiento, resuelvan con eficacia de cosa juzgada y eventual posibilidad de
ejecución los conflictos de intereses de relevancia jurídica que se promuevan en el orden
temporal y dentro del territorio de la República” (cit. por Figueroa y Morgado, 2013a, p.
33).
d) Para los profesores Avsolomovich, Lührs y Noguera la función jurisdiccional debe
entenderse vinculada con la función del Estado de satisfacer pretensiones procesales, por
lo que la definen como “aquella actividad estatal que tiene por fin satisfacer pretensiones
procesales”. Adhieren, entonces, a la tesis de Guasp, precisando que una pretensión
extraprocesal puede no llegar a ser satisfecha por los tribunales. Lo que estos conocen,
juzgan y eventualmente ordenan cumplir son pretensiones procesales (Avsolomovich et
al., 1965, pp. 46 y 47).
10) Nuestra Corte Suprema ha entendido que la jurisdicción es una manifestación de la
soberanía estatal, cuya finalidad es resolver conflictos intersubjetivos de intereses por
medio de la aplicación del Derecho objetivo. Así en la sentencia de casación dictada en la
causa Rol Nº 22.198-2019 declaró:
“Que atendidos los contornos de la discusión, resulta necesario dilucidar, en primer
término, si la falta de jurisdicción puede ser alegada como excepción dilatoria. Para estos
efectos conviene recordar que “La función jurisdiccional es el poder-deber del Estado
político moderno, emanado de su soberanía, para dirimir, mediante organismos
adecuados, los conflictos de intereses que se susciten entre los particulares y entre éstos y
el Estado, con la finalidad de proteger el orden jurídico” (…) También se ha dicho por este
Tribunal que, en general, en los conceptos de jurisdicción, está implícito que es el Estado
el que la ejerce por medio de sus órganos especializados y siempre como manifestación
de la soberanía nacional (…). Por otra parte, resultando palmaria la ausencia de un
concepto de jurisdicción dado por el legislador, existen, no obstante, diversas
disposiciones que se refieren, directa o indirectamente, a este poder-deber del Estado,
como son los artículos 5º, 76, 77 y 19 Nº 3 de la Constitución Política de la República, que
determinan el ejercicio de la soberanía por el pueblo y las autoridades que el
constituyente señala, entre los que se encuentran los Tribunales de Justicia” (cons. 4º).
Todas estas definiciones sirven para destacar caracteres relevantes de la jurisdicción que
analizaremos en el punto correspondiente. Sin embargo, en nuestro parecer la definición
que mejor identifica un criterio distintivo de la jurisdicción es la de Serra Domínguez: “es
la determinación irrevocable del derecho en un caso concreto, seguido, en su caso, por su
actuación práctica”. Ello porque el juez, indudablemente debe adaptar el Derecho al caso
concreto a partir de los hechos que quedan establecidos en el proceso. El juez debe
determinar si los hechos del caso coinciden con los hechos descritos en términos
generales por la norma de derecho aplicable. En este sentido el juez “determina” el
“derecho en el caso concreto” puesto que elige la regla de Derecho a partir de los hechos
probados. Además, esta determinación puede ser “irrevocable” alcanzando la autoridad y
eficacia de cosa juzgada, aunque, como se explicará luego, puede que este atributo se
presente en grados distintos. Asimismo, es posible que la determinación del Derecho en el
caso concreto requiera ser ejecutada forzosamente, lo que dependerá de los efectos de la
sentencia y el comportamiento de los obligados, como se explicará también, de modo que
su “actuación práctica” es una posibilidad que queda cubierta por la jurisdicción (Nieva,
2014, pp. 45 y 46).
1.3. Características de la jurisdicción
La doctrina nacional suele identificar una serie de características que definen y sirven para
delimitar este instituto. Así se ha resaltado, entre otros aspectos, que la jurisdicción es
una función pública de origen constitucional cuyo ejercicio es exclusivo de los tribunales
de justicia, los que han de ser independientes e imparciales; además es un concepto
unitario, es una potestad inderogable, indelegable, improrrogable e irrenunciable, es de
ejercicio eventual y encuentra en la competencia de cada tribunal un límite interno, de
modo que todos los jueces tienen jurisdicción, pero no todos son igualmente competentes
para conocer de los asuntos. Asimismo, se afirma que el ejercicio de la jurisdicción
produce cosa juzgada (Colombo, 1991, pp. 44 y ss.; Oberg y Manso, 2011, pp. 25 y ss.;
Figueroa y Morgado, 2013a, p. 34; Bordalí, 2020, pp. 57 y ss.).
En esta parte explicaremos algunas características que sirven para aclarar qué es la
jurisdicción.
1.3.1. Tiene fuente constitucional
Su regulación se halla principalmente en el Título VI de la CPR intitulado “Poder Judicial”.
El art. 76 constitucional es una fuente clara de lo que la Carta Fundamental entiende por
jurisdicción: “La facultad de conocer de las causas civiles y criminales, de resolverlas y de
hacer ejecutar lo juzgado, pertenece exclusivamente a los tribunales establecidos por la
ley”.
En el Título VI se reconocen y regulan algunos principios considerados bases de la
jurisdicción, como el de inexcusabilidad (art. 76 inc. 2º), el de inavocabilidad en sus
facciones interna y externa (art. 76 inc. 1º) y el de responsabilidad de los jueces (arts. 79,
80 y 81) —ello se verá en el capítulo siguiente—. Contiene también importante regulación
acerca del actual sistema de nombramiento de jueces, fiscales y ministros de los
tribunales de justicia (art. 78 de la CPR) y el reconocimiento de la Corte Suprema como un
tribunal que ejerce varias potestades en su rol de tribunal ubicado en la cúspide de la
orgánica jurisdiccional (además del máximo control jurisdiccional de las decisiones de los
tribunales inferiores, según el art. 82 de la CPR la Corte Suprema ejerce la
superintendencia directiva, correccional y económica de todos los tribunales de la
República, a excepción de los que la misma norma indica).
También en la Constitución existen normas aplicables a la función jurisdiccional que
reconocen el derecho a la tutela judicial y el derecho al debido proceso (art. 19 Nº 3 incs.
1º y 6º), sin perjuicio de los demás derechos procesales de fuente constitucional que están
en el mismo art. 19 Nº 3 de la CPR. Por su parte, del art. 5º de la CPR se colige que la
jurisdicción es una emanación de la soberanía que reside en la Nación (Oberg y Manso,
2011, p. 25) y que la misma ha de ejercerse siempre en armonía y con pleno respeto de
los derechos fundamentales reconocidos en la propia Constitución y en los tratados
internacionales sobre derechos humanos, como el PIDCP y la CADH (art. 5º inc. 2º de la
CPR).
Asimismo, sin perjuicio de otras normas constitucionales, son aplicables a la materia las
que regulan el principio de legalidad y publicidad de las actuaciones del Estado, además
del deber de motivar los actos que pesa sobre los agentes públicos, incluidos, por cierto,
los jueces (arts. 6º, 7º y 8º de la CPR).
1.3.2. Es un concepto unitario
El ejercicio de la jurisdicción implica una serie de actividades que han de desarrollarse de
forma íntegra y no admiten parcialización, cualquiera sea el tribunal que la ejercite, el
proceso en que aplique y el grado jurisdiccional en que se desarrolle (Pereira, 1996, p. 96).
Este conjunto de actos sitúa a los jueces en la posición de elegir correctamente la regla
jurídica aplicable a un caso sometido a su decisión, a partir de determinados hechos que
han sido probados en juicio.
Las actuaciones que comprende la jurisdicción deben permitir a los jueces:
a) enterarse de las pretensiones de las partes otorgándoles la oportunidad de ser oídas en
la forma y momentos marcados por la ley;
b) confrontar las pretensiones de las partes con la actividad probatoria que se desarrolle;
c) razonar fundadamente sobre las pruebas rendidas para arribar a la determinación,
conforme a los estándares de suficiencia definidos por la ley, de los hechos que se
encuentran probados en el juicio; y,
d) decidir sobre el asunto controvertido por medio de la emisión de una sentencia que
acoja o rechace total o parcialmente una u otra pretensión, actividad que el juez no puede
excusarse de cumplir aun a falta de ley que resuelva el conflicto sometido a su decisión.
Eventualmente los tribunales deberán resolver las impugnaciones que las partes deduzcan
contra las decisiones que adopten, pudiendo resultar que las decisiones impugnadas sean,
en un segundo momento, confirmadas o revocadas por un tribunal superior, adquiriendo
las mismas, en algún momento, un grado de consolidación tal que las transforme en
inmutables, inimpugnables y coercibles. Llegado este estado es posible que a los
tribunales les corresponda conocer procedimientos de ejecución de la sentencia, si no ha
existido cumplimiento voluntario por quien resulte obligado por los efectos de ella,
traduciéndose, según el caso, en la adopción de vías compulsivas para la ejecución de lo
resuelto.
Todo lo anterior comprende la actividad del juez consistente en conocer, juzgar y hacer
ejecutar lo juzgado y el concepto unitario de jurisdicción permite afirmar que todos los
jueces ejercen jurisdicción cualquiera sea la controversia que decidan, puesto que la
fuente de esta función pública y las actividades que demanda su ejercicio son idénticas
(Colombo, 1991, p. 51; Devis, 2002, p. 101). Así, entonces, para el ejercicio de la
jurisdicción en todo caso los jueces han de estar dotados de un conjunto de poderes que
les permitan resolver, con conocimiento de causa, los conflictos de intereses sometidos su
decisión, a la vez que ordenar la ejecución de lo resuelto. Tales atribuciones, utilitarias a la
jurisdicción, pueden identificarse como:
a) un poder de decisión, para dirimir la controversia con fuerza obligatoria;
b) un poder de coerción, que permite al tribunal la remoción de los obstáculos que
limitan o se interponen en las decisiones que los jueces vayan adoptando en la marcha del
proceso;
c) un poder de documentación o investigación, que faculta a los jueces para allegar al
proceso material fáctico que será integrado en su análisis sobre los hechos y la prueba; y,
d) un poder de ejecución, que permite el cumplimiento de las resoluciones judiciales y se
materializa en la facultad de imperio (Devis, 2002, pp. 99 y 100).
Estas actividades que comprende la jurisdicción han de considerarse actuaciones debidas,
porque los jueces, una vez activada la jurisdicción, no pueden optar por realizarlas o dejar
de hacerlo. Al ser manifestaciones de la jurisdicción, tienen como contrapartida el derecho
de los justiciables a la tutela judicial efectiva.
Como consecuencia del carácter unitario se afirma también que la jurisdicción es
inclasificable, dado que siempre que se ejecute la función jurisdiccional es menester que
los jueces desarrollen esas actividades. Las clasificaciones de la jurisdicción que pueden
hallarse en textos jurídicos o en el lenguaje extrajurídico (p. ej., “jurisdicción civil y penal”,
“jurisdicción del trabajo”, “jurisdicción nacional y extranjera”, “la jurisdicción de la Corte
de Apelaciones de Valparaíso”) lo que hacen, en realidad, es aludir a la competencia
(Pereira, 2003, p. 95). Como se explicará, a pesar de que todo tribunal esté premunido de
jurisdicción y con idénticas potestades, la ley determina en qué materias, dentro de qué
territorios y en qué grados jurisdiccionales esta función pública puede ser ejercitada. De
ahí, entonces, es que se justifique la tan repetida afirmación de que todos los jueces
ejercen jurisdicción, pero no la misma competencia o, dicho de otra manera: “Todo
tribunal tiene jurisdicción, pero puede ser incompetente para conocer de determinados
asuntos” (Colombo, 1991, p. 48).
1.3.3. Su ejercicio es eventual
Para poner en movimiento la jurisdicción es condición necesaria el ejercicio de una acción
que la excite. Lo anterior se explica porque al ser la jurisdicción una garantía de la vigencia
y eficacia del derecho, esta solo opera cuando el cumplimiento de la norma general no sea
voluntario por los particulares y sea necesario recurrir a la compulsión de su observancia
por medio de la orden de un tribunal. La falta de cumplimiento voluntario de las normas
por quienes resultan ser los sujetos obligados, es decir su transgresión (Colombo, 1991,
pp. 51 y 52), es el presupuesto para que la jurisdicción se active. De ahí que se señale que
el ejercicio de la jurisdicción es eventual.
Hay que tener en cuenta que esta característica considera la perspectiva de la jurisdicción
como función, pues mirado el instituto como un poder-deber este es permanente y como
tal la Constitución y las leyes lo atribuyen a los tribunales desde su origen (cuando la ley
crea un tribunal lo dota de jurisdicción y le atribuye competencia para conocer de
determinados asuntos). El fundamento positivo de esto último se halla en el art. 76 de la
CPR, que atribuye la jurisdicción a los tribunales de justicia.
También hay que considerar que no siempre la transgresión a una norma, es decir la
violación a una norma o el desconocimiento de un derecho que provoca un conflicto, es el
presupuesto para activar la jurisdicción. Como se explicará, hay casos en que se pone en
movimiento la jurisdicción con la finalidad de que la decisión jurisdiccional ponga fin a una
situación jurídica incierta (p. ej. la validez de un acto o contrato), o constituya un nuevo
estado jurídico (p. ej. el divorcio entre los cónyuges) o bien cumpla las funciones de
certificar y dar validez a determinados actos jurídicos (p. ej. la confección de un inventario
solemne o la rectificación de una partida de nacimiento).
1.3.4. Es exclusiva e indelegable
En nuestro sistema el Estado tiene el monopolio de la función jurisdiccional y solo los
tribunales creados por la ley pueden ejercerla (arts. 76 de la CPR y 1º del COT)). En este
sentido se describe un monopolio estatal y un monopolio judicial de la jurisdicción
(Bordalí, 2020, p. 59).
Con esa atribución exclusiva por la CPR a “los tribunales establecidos por la ley”, quienes
detentan la jurisdicción no pueden transferirla ni traspasarla. En este sentido, tal mandato
constitucional es muy claro y ha de concordarse con los arts. 6º y 7º de la CPR, normas
que consagran el principio de juridicidad de las actuaciones del Estado, por lo que, si un
órgano se arroga el ejercicio de la jurisdicción sin la investidura previa para ejercerla, es
decir no ha sido creado como tribunal, o actúa fuera del ámbito de sus atribuciones,
estaría incurriendo en una actuación nula.
En caso de que un juez, que es un agente público de la jurisdicción, delegue la función
jurisdiccional que le ha sido conferida por el art. 76 de la CPR, estaría actuando fuera de la
esfera de sus atribuciones e incurriendo en la ejecución de un acto nulo. Dado que el
ejercicio de la jurisdicción, como potestad pública, emana de la soberanía (art. 5º de la
CPR) y es la Nación la que la entrega a los órganos creados por la Constitución y las leyes,
aquella no se puede delegar, pues se está en el campo de materias de Derecho público y
de orden público en las que solo pueden realizarse las conductas expresamente
permitidas por la ley (Oberg y Manso, 2011, p. 26).
No debe confundirse la indelegabilidad de la jurisdicción con la posibilidad de delegar la
competencia, según reconoce nuestro sistema procesal. En estos casos, como se verá en
el capítulo correspondiente, el tribunal que está conociendo de un asunto encomienda a
otro, que puede hallarse dentro o fuera del territorio de la República, que practique en su
territorio jurisdiccional algunas diligencias precisas y determinadas, debiendo este, una
vez cumplidas, remitir al primero el resultado de ellas (Figueroa y Morgado, 2013a, pp. 73
y 74). Esta figura, de vieja raigambre en nuestro sistema procesal (art. 71 del CPC) se
inscribe hoy dentro del fenómeno reconocido como cooperación judicial.
1.3.5. Es irrenunciable e improrrogable
El atributo de la jurisdicción es consustancial a la calidad de juez. Desde una dimensión
positiva se afirma, como ya se ha expresado, que todo juez por el hecho de ser investido
como tal —se entiende que regularmente investido— ejerce jurisdicción, y desde una
dimensión negativa se sostiene que ningún juez puede excusarse de ejercer la jurisdicción
en los asuntos de su competencia, cuando esta ha sido requerida por los justiciables
utilizando los procedimientos y formas legales (principio de inexcusabilidad, art. 76 inc. 2º
de la CPR y 10 inc. 2º del COT). Dado que el ejercicio de la jurisdicción es un acto debido, si
aquel es reclamado y se trata de asuntos en los que el juez es competente y este sin
justificación legal se abstiene de resolverlo, puede incluso incurrir en responsabilidad
penal por el delito de denegación de justicia (arts. 79 de la CPR y 224 Nº 3 del CP). En
consecuencia, es correcto afirmar que la jurisdicción es irrenunciable.
Asimismo, las partes no pueden atribuir jurisdicción a órganos que no son tribunales para
que actúen en esa calidad. Las partes no pueden transferir esta propiedad a quienes la ley
no se las ha reconocido, porque nuevamente se está actuando dentro del ámbito de
materias de Derecho y de orden público y, dado que la jurisdicción pertenece al Estado,
corresponde a la ley atribuir su ejercicio a los órganos creados para tal efecto (Colombo,
1991, p. 50). De ahí que se sostenga que la jurisdicción es improrrogable.
Hasta 1990 el pf. 8 del Título VII se intitulaba incorrectamente “De la prórroga de
jurisdicción”, pero con la corrección legislativa de la Ley Nº 18.969 pasó a denominarse
“De la prórroga de competencia”, regulando, como se verá, los casos en que las partes,
expresa o tácitamente, pueden atribuir competencia a un juez que naturalmente carece
de ella (Figueroa y Morgado, 2013a, pp. 103 y ss.).
Esta característica, la improrrogabilidad, pareciera encontrar una excepción en la figura de
los jueces árbitros. Estos son nombrados por las partes o por la autoridad judicial, en
subsidio, para que resuelvan un conflicto en ciertos casos (art. 222 del COT), sustrayendo
el conocimiento de esas materias de la justicia ordinaria por medio de un acuerdo
denominado compromiso o cláusula compromisoria. Los árbitros no son órganos del
Estado y, por lo tanto, en principio, pareciera que no son jueces. Pero sin perjuicio de las
diversas teorías acerca de la naturaleza jurídica del arbitraje, en lo que acá nos interesa, la
situación de los árbitros no constituye una excepción a la improrrogabilidad de la
jurisdicción, porque no son las partes las que confieren jurisdicción a los árbitros, sino que
es la ley la que se las atribuye. Es la ley la que define a los árbitros como jueces (art. 222
del COT) y la que permite u obliga a las partes —según se trate de arbitraje voluntario o
forzoso— a acudir a un árbitro (arts. 227 y 228 del COT), comprendiendo ella misma que
sean titulares de jurisdicción.
1.3.6. Su ejercicio produce cosa juzgada
Se ha definido a la jurisdicción como “la determinación irrevocable del derecho en el caso
concreto, seguida, en su caso, por su actuación práctica” (Serra, 2008, p. 53), de donde se
sigue que la presencia de la cosa juzgada sería un elemento definitorio en las decisiones
jurisdiccionales de los órganos legitimados para ejercer la jurisdicción (Gimeno, 1981, p.
86).
Sobre la cosa juzgada se ha explicado que es un efecto que producen determinadas
resoluciones judiciales, las sentencias, cuando adquieren el carácter de firmes o
ejecutoriadas, de suerte que la parte que ha obtenido en el juicio puede exigir su
cumplimiento (acción de cosa juzgada) y las partes a quienes alcanzan sus efectos pueden
oponerse a un nuevo juzgamiento por el mismo asunto (excepción de cosa juzgada). Se
pone acento, entonces, en que la cosa juzgada, como “verdad jurídica indiscutible e
inamovible de ciertas resoluciones judiciales” (Colombo, 2004, p. 69), es un efecto de las
sentencias firmes que permite, por un lado, exigir su cumplimiento incluso coactivamente
y, por otro, evitar que se pueda volver a discutir en un juicio y entre las mismas partes la
cuestión que ha sido objeto del fallo (Alessandri, 1936, pp. 127 y 137; Colombo, 1991, p.
53; Colombo, 2004, pp. 69 y 70; Oberg y Manso, 2011, p. 27; Bordalí et al., 2014, pp. 417-
418).
No corresponde que en esta parte nos detengamos en la cosa juzgada, pero el punto sí
merece una breve explicación para vincularla con la jurisdicción.
Alguna doctrina muy autorizada define a la cosa juzgada como “la autoridad y eficacia de
una sentencia judicial cuando no existen contra ella medios de impugnación que permitan
modificarla” (Couture, 1958, p. 401). Una de las características de la jurisdicción es su
auctoritas, es decir, el respaldo en el juicio intelectual que refleja su ejercicio (Gimeno,
1981, p. 33). La autoridad de la cosa juzgada, como cualidad o atributo propio del fallo, se
justifica en que la sentencia emana de un órgano jurisdiccional mandatado por la
Constitución para ejercer la jurisdicción. La eficacia de la cosa juzgada se expresa en tres
atributos de que goza la sentencia una vez que alcanza determinado estado: la
inimpugnabilidad, la inmutabilidad y la coercibilidad. La sentencia es inimpugnable cuando
contra ella no resulta procedente la interposición de recursos dirigidos a revisar lo
resuelto o la promoción de un proceso posterior en que ello se vuelva a discutir. En este
sentido la cosa juzgada opera como una prohibición de reiteración de juicios (Nieva, 2014,
p. 61). La inmutabilidad o inmodificabilidad significa que ninguna autoridad puede alterar
el contenido de la sentencia pasada en autoridad de cosa juzgada (ello aparece
reconocido en el art. 76 inc. 1º de la CPR). La coercibilidad representa la posibilidad de
obtener el cumplimiento forzado de la sentencia cuando la partes no lo han hecho
voluntariamente, por lo que es una eventualidad que depende de la conducta de ellas.
Si se considera que el efecto de una sentencia está dado por el contenido de lo que
resuelve (p. ej. una sentencia declara la validez de una disposición testamentaria; declara
que el demandante es dueño de un inmueble; declara que el demandado debe pagar al
demandante una indemnización de perjuicios e impone a esa parte el cumplimiento de
una prestación; declara el divorcio entre cónyuges), cuando se dice que ella está
amparada por la autoridad y eficacia de la cosa juzgada se está poniendo acento en los
atributos que la envuelven, es decir, en su inimpugnabilidad, inmutabilidad y
coercibilidad. De ahí que podría sostenerse que la cosa juzgada, antes que un efecto de las
sentencias es una cualidad o atributo de los efectos de las sentencias. Cuando se dice que
en virtud de la autoridad y eficacia de la cosa juzgada una sentencia es inimpugnable,
inmodificable y coercible (Figueroa y Morgado, 2012, p. 215) se está afirmando que sus
efectos no son mutables ni modificables y que son coercibles.
Entonces al afirmar que el ejercicio de la jurisdicción produce cosa juzgada se está
poniendo de relieve la inmutabilidad o inmodificabilidad de lo resuelto por la sentencia
una vez alcanzado este estado de consolidación (Bordalí et al., 2014, p. 418), desde que
los jueces ni otra autoridad y ni aun las partes del juicio pueden alterar el contenido de lo
resuelto, es decir, sus efectos. Ello a diferencia de lo que ocurre con otras fuentes
creadoras de Derecho, como la Constitución y las demás leyes, los decretos y reglamentos
y los contratos, que pueden ser modificados o dejados sin efecto por decisiones de la
autoridad (p. ej. una ley de reforma constitucional, una ley que modifique o derogue total
o parcialmente otra; un acto administrativo que modifique o reemplace otro anterior) o
por la voluntad de las partes contratantes (p. ej. la resciliación).
En materia penal, sin embargo, acontece que el atributo de inmutabilidad reconoce
excepciones fundadas en el principio favor rei. Ello ocurre, por ejemplo, cuando con
posterioridad a que una sentencia condenatoria se encuentre firme o ejecutoriada, se
dicta una ley más favorable al condenado, bien porque hace desaparecer del catálogo de
delitos la conducta castigada, o porque concede amnistía o un indulto general a los
condenados, o porque rebaja las penas que se hallaban vigentes al momento de la
condena, o porque reconoce en favor de los condenados formas sustitutivas de cumplir
las penas privativas de libertad, entre otros. En todos estos casos un acto posterior del
legislador podría alterar los efectos de una sentencia condenatoria pasada en autoridad
de cosa juzgada.
Asimismo, la inimpugnabilidad no es un atributo que se aplique a ultranza en nuestro
sistema. En el proceso civil es posible intentar contra una sentencia ejecutoriada una
acción de revisión, que el CPC regula como “Recurso de Revisión” (Título XX, Libro III del
CPC), cuando se funde en estrictas causales que marca la ley y se ejerza dentro del plazo
de un año contado desde la última notificación de la sentencia impugnada. En materia
penal se reconoce el procedimiento de “Revisión de las sentencias firmes” (pf. 5º Título VII
Libro IV del CPP) que se deduce también contra sentencias condenatorias firmes, por las
causales reguladas taxativamente en la ley, sin que se establezca un plazo para su
ejercicio. En ambos casos el éxito de las gestiones intentadas produce una modificación de
lo resuelto por la sentencia.
Como se ha dicho, la coercibilidad es siempre eventual y dependerá por un lado de la
naturaleza de los efectos de la sentencia, es decir, del contenido de su resolución (la
condena a una prestación de dar, hacer o no hacer; la mera declaración de un derecho; la
constitución de un estado jurídico) y, por otro, del comportamiento de las partes que
resulten obligadas por ella. Solo en el caso que una sentencia declarativa de condena, es
decir, que imponga una prestación, no sea voluntariamente cumplida por el deudor (p. ej.
la sentencia declara en favor del demandante el dominio exclusivo de un bien que está en
poder del demandado, disponiendo que este debe restituirlo al primero dentro del plazo
de 10 días contados desde que le sentencia quede ejecutoriada y llegado el plazo el
demandado no restituye el bien), se activará este atributo de la coercibilidad si el acreedor
lo pide (Couture, 1958, p. 402).
Lo que se ha dicho es sin perjuicio de los casos en que para el cumplimiento de las
sentencias se requiere de la colaboración de los órganos de la Administración o de los
auxiliares de la administración de justicia (p. ej. una sentencia del Juzgado de Familia que
declare la adopción de un niño o niña debe ser remitida al Registro Civil para la práctica de
una nueva inscripción; la sentencia del juez civil que declare la nulidad absoluta de un
contrato de compraventa sobre un bien raíz inscrito deberá anotarse al margen de la
inscripción respectiva en el Registro de Propiedad del Conservador de Bienes Raíces
correspondiente).
1.4. Naturaleza jurídica de la jurisdicción
Debe advertirse que las teorías sobre la naturaleza jurídica de la jurisdicción han
proliferado tanto como sus definiciones, las que reflejan cómo los estudiosos de esta
materia han entendido el núcleo central del trabajo de los tribunales. Todas ellas, de las
que acá se dará cuenta de manera esquemática y sucinta y solo de algunas, tratan de
explicar la naturaleza de la jurisdicción desde una postura compatible con la función de
declarar el derecho (iuris dictio) para un caso concreto (Nieva, 2014, p. 47), poniendo
acento en algún elemento distintivo del instituto, como la existencia de un conflicto entre
derechos subjetivos, el derecho objetivo aplicable y la posición de juez como un tercero
ajeno al conflicto entre otros.
Siguiendo una sistematización que nos parece muy clara (Serra, 2008, pp. 20 y ss.) se
explicará el contenido esencial de las llamadas teorías subjetivas, de las teorías objetivas y
de las teorías de la sustitución, incluyendo además una breve explicación de la teoría de la
satisfacción de pretensiones.
1.4.1. Teorías subjetivas
Se trata de doctrinas clásicas que en su enunciación general plantean que la jurisdicción
tiene por finalidad la tutela de los derechos subjetivos de los particulares involucrados en
el conflicto, entendiéndose por derecho subjetivo un “interés jurídicamente tutelado”
(Serra, 2008, p. 22). La insatisfacción del titular del derecho ya sea por incertidumbre de
este o por resistencia del obligado, justifica la intervención de la jurisdicción “para que se
le sitúe en su derecho, no de un modo general, como lo hace la ley, sino efectiva y
concretamente, pasando, si es necesario, por encima de la voluntad del obligado”
(Avsolomovich et al., 1965, pp. 64 y 65).
Como una variante de estas teorías hay quienes afirman que lo esencial de la jurisdicción
es la función que ella cumple de resolver controversias o la resolución de un conflicto
entre derechos subjetivos, descansando en la idea común de que la jurisdicción tiene
como finalidad el amparo de derechos subjetivos (Hoyos, 2001, p. 33).
Estas doctrinas han enfrentado diversas críticas, de las que podemos extraer dos
cuestionamientos relevantes: por un lado, hay procesos jurisdiccionales en que es
discutible que los litigantes ejerzan derechos subjetivos y, por otro, que la controversia no
es un elemento consustancial al proceso, porque hay procesos que se desarrollan sin
controversia y controversias que pueden ser resueltas fuera del proceso. En efecto, estas
teorías serían incompletas para explicar los procesos jurisdiccionales en que los sujetos
que intervienen no invocan un derecho subjetivo insatisfecho, como en los procesos
administrativos, en el que se tutelan intereses legítimos y no derechos subjetivos (Bordalí
et al., 2014, p. 6); o en el proceso penal, en que el MP, más que ejercer un derecho
subjetivo, cumple el mandato legal de perseguir penalmente (investigar y acusar) los
hechos que constituyan ilícitos penales (Nieva, 2014, p. 46). Por otra parte, la víctima,
cuyo derecho subjetivo a la reparación podría no integrar el objeto del juicio penal y por
tanto quedar fuera de la decisión jurisdiccional, tiene reconocido un derecho de
intervención en el proceso penal, pero, por razones obvias, no ejercita un derecho
subjetivo a la imposición de una pena contra el imputado ya que carece de titularidad
sobre ella.
En el ámbito de los procesos civiles hay casos en que falta la controversia, como en las
hipótesis de rebeldía del demandado mientras ella se mantenga y de allanamiento a la
demanda (en nuestro sistema, arts. 78 y ss. y 313 del CPC), casos en que el juez ha de
dictar una sentencia ejerciendo, evidentemente, jurisdicción. Existen también los procesos
declarativos en que la controversia puede estar actualmente ausente y de los que podría
emanar una sentencia meramente declarativa (Couture, 1958, p. 316), y los procesos
constitutivos o de declaración constitutiva (Devis, 2002, p. 163) que dan origen a
sentencias constitutivas (p. ej. la que declara el divorcio entre cónyuges o la que declara
un vínculo de filiación anteriormente inexistente, constituyendo ambas un nuevo estado
civil), en que la controversia, aun existiendo, no es relevante para el ejercicio de la función
jurisdiccional (cosa distinta en que la controversia en las pretensiones sea relevante para
la configuración del objeto del juicio). En tales casos “la actuación jurisdiccional es el único
medio para obtener una consecuencia jurídica, siendo totalmente irrelevante la
conformidad o disconformidad de las partes en orden a dicha consecuencia” (Serra, 2008,
p. 23).
1.4.2. Teorías objetivas
Propugnan que lo determinante en la jurisdicción es la actuación, por los tribunales de
justicia, del Derecho objetivo en el caso concreto. Estas doctrinas, que reclaman un papel
protagónico de la ley, es decir del derecho positivado, tuvieron amplia difusión en nuestro
orbe, lo que se comprende al examinar su compatibilidad con la doctrina tradicional de la
separación de poderes (Nieva, 2014, p. 47). En general se las critica por tres razones: los
jueces, al menos en asuntos civiles, no actúan de oficio, por lo que no se comprende cómo
el sistema haría compatible este rol de actuación del derecho objetivo por los jueces con
la posición de pasividad que les impide ejercer la jurisdicción sin requerimiento de las
partes interesadas; además, se advierte que al poner de relieve ese cometido, de la
jurisdicción quedan fuera las hipótesis en que el juez resuelve el caso con fundamento en
la equidad y no en normas de Derecho. Se ha señalado, también, que las teorías objetivas
no permiten distinguir los actos jurisdiccionales de los actos de la Administración, dado
que estos también permiten la actuación concreta de la ley.
Una de sus manifestaciones es la Teoría de la jurisdicción como garantía de la observancia
de las normas, cuyo principal promotor en Italia ha sido Piero Calamandrei. Según sus
explicaciones, el Derecho es ordinariamente cumplido en forma voluntaria por sus
destinatarios, pero el mismo ordenamiento jurídico debe proveer de herramientas para
lograr que las normas sean cumplidas en caso de quebrantamiento por quienes se hallan
obligados a acatarlas. Esa es la función de la jurisdicción, una labor complementaria de la
del legislador, dado que sin ella las normas quedan incompletas. Esta actividad
complementaria, la jurisdicción, es una garantía de la observancia del Derecho. En
palabras del autor: “Resulta que, de momento, para asegurar la observancia práctica del
derecho en el desarrollo concreto de las relaciones sociales, no es suficiente la obra del
legislador, cuyas voliciones generales y abstractas podrán a su tiempo traducirse en
actividades practicas conformes a ellas, sólo en cuanto los individuos comprendan la
palabra de la ley estén dispuestos a respetarla. (…) Pero si los individuos no están
dispuestos a respetar voluntariamente las leyes, entonces, para hacerlas respetar, es
necesaria una ulterior actividad del Estado, que se presenta como complemento de la
actividad legislativa. (…) Esta ulterior actividad del Estado, dirigida a poner en práctica la
coacción amenazada y a hacer efectiva la asistencia prometida por las leyes, es la
jurisdicción. En la vida del Estado, el momento legislativo o normativo no puede
entenderse con separación del momento jurisdiccional: legislación y jurisdicción
constituyen dos aspectos de una misma actividad continuativa que puede denominarse,
en sentido lato (…) actividad jurídica; primero dictar el derecho y después hacerlo
observar; primero el establecimiento y después el cumplimiento del derecho. La
jurisdicción aparece, pues, como la necesaria prosecución de la legislación, como el
indispensable complemento práctico del sistema de legalidad” (Calamandrei, 1962, pp.
127 y 128, cursivas en el original).
En consecuencia, cuando el Estado, por medio de la jurisdicción, interviene en las
relaciones entre los particulares lo hace para garantizar la observancia práctica de los
preceptos cuyos destinatarios son los ciudadanos. Esta intervención ocurre cada vez que
las normas son oscuras, han sido violadas, son inciertas o bien ellas deben ser
necesariamente actuadas en una sede jurisdiccional por referirse a derechos o estados
indisponibles (Hoyos, 2001, p. 37). Con estas explicaciones esta teoría pretende cubrir las
hipótesis de las sentencias meramente declarativas y las constitutivas.
Sin embargo, esta teoría objetiva podría criticarse —y así fue hecho por parte importante
de la doctrina procesal— desde más de una perspectiva. Como se ha anticipado, y este
puede ser su flanco más débil, porque resulta insuficiente para explicar los casos en que el
juez, aun faltando Derecho objetivo, dicta igualmente sentencia aplicando reglas de
integración de las lagunas del ordenamiento con principios generales del Derecho y la
equidad. Cuando un juez resuelve fundando la sentencia en la equidad está claro que
existe una norma de Derecho habilitante para ello, pero esa norma es de naturaleza
procesal; el fundamento de su sentencia, la justificación de la decisión jurisdiccional, está
en la equidad (en nuestro modelo, la sentencia dictada por los árbitros arbitradores). En
este caso no existe una función complementaria de garantía de la observancia del derecho
positivo.
Además —se critica— la afirmación de que la jurisdicción cumple una función
complementaria de la del legislador garantizando el cumplimiento de las normas, más que
identificar el núcleo esencial y caracteres propios de la jurisdicción, lo que hace es
describir uno de los fenómenos que justifican la actividad jurisdiccional: los sujetos acuden
normalmente ante un tribunal cuando el derecho no es espontáneamente cumplido
(Serra, 2008, p. 33).
Dentro de las teorías objetivas se podría inscribir la Teoría de la justa composición de la
litis, promovida principalmente por Francesco Carnelutti. Para esta doctrina, que también
ha sido considerada dentro de las teorías subjetivas, la exigencia que la composición de la
litis sea justa hace pensar que el estándar aplicable es que la decisión del juez implique la
efectiva aplicación del Derecho en un caso concreto.
Para Carnelutti las explicaciones acerca de la jurisdicción, y no solo de ella sino del proceso
jurisdiccional giran en torno a la litis. En la litis se observan sujetos y sus vínculos con la
pretensión: “La pretensión es exigencia de subordinación de interés ajeno al interés
propio. (…) La resistencia es la no adaptación a la subordinación de un interés propio al
interés ajeno, y se distingue en contestación (no tengo que subordinar mi interés al ajeno)
y lesión (no subordinación) de la pretensión. (…) La litis, por tanto, puede definirse como
un conflicto (intersubjetivo) de intereses calificado por una pretensión resistida
(discutida). El conflicto de intereses es su elemento material, la pretensión y su resistencia
son su elemento formal” (Carnelutti, 1997, p. 28, cursivas en el original). La controversia
es previa al proceso y de naturaleza material; en cambio “la litis tiene naturaleza procesal
y surge tan solo cuando se inicia el proceso mediante la pretensión”. La controversia
puede ser un antecedente de la litis, pero no es condición necesaria de esta, porque
puede existir una litis sin que haya efectivamente controversia (Serra, 2008, p. 35).
Se ha criticado de este planteamiento que al considerar la litis —así concebida por
Carnelutti— como un presupuesto de la actividad jurisdiccional no podría explicarse la
jurisdicción en aquellos procesos en que no está presente, como el proceso penal y los
procesos constitutivos. Estos casos de procesos sin litis, que deberían quedar entonces
excluidos de la jurisdicción verdadera y propia, se enmarcan sin embargo dentro de la
tendencia acusada en la función de jurisdiccional de “transformarse de actividad
mediadora que interviene solamente cuando haya que dirimir, en defensa de la paz social,
un conflicto de intereses individuales, en actividad de control jurídico, que, aun cuando
coincidan los intereses individuales, interviene en defensa de la ley” (Calamandrei, 1958,
p. 184). Con relación a lo anterior, se agrega que como fin inmediato de la jurisdicción no
resulta predicable la composición de la litis, puesto que salvo por los pocos casos en que el
juez llama a las partes al arribo de componendas, como la conciliación, más bien su
finalidad es declarar el Derecho aplicable en un caso concreto (Serra, 2008, p. 36).
1.4.3. Teoría de la sustitución
Este planteamiento explica la jurisdicción como la sustitución por el juez de la voluntad de
todos los ciudadanos actuando la voluntad de la ley y fue formulada y defendida
principalmente por Giuseppe Chiovenda. En su afán por identificar un criterio
verdaderamente diferenciador de la jurisdicción, especialmente frente a los actos de la
Administración, explica que “la actividad jurisdiccional es siempre una actividad de
sustitución; y precisamente la sustitución por una actividad pública de una actividad de
otro” (Chiovenda, 1940, pp. 8 y 9, cursivas en el texto). Se considera que es una teoría
clásica, porque incluso sus críticos reconocen en la función jurisdiccional un ejercicio de
sustitución, integrado con otros elementos definitorios de la jurisdicción.
La sustitución que identifica Chiovenda no es física sino jurídica y “quiere significar la
posición de tercero en que se encuentra el Estado respecto de la contienda, expresada en
el tradicional aforismo «nemo iudex in sua causa». Esa ajenidad del juez respecto del
conflicto debatido, que se distingue del principio de independencia judicial, es
indiscutiblemente uno de los elementos definidores de la jurisdicción aceptado
comúnmente” (Serra, 2008, p. 37). En otras palabras, es precisamente la posición en la
que se halla el juez respecto al litigio, de tercero imparcial, la que le permite ejercer esta
función pública de sustituir la actividad de los sujetos obligados por la norma.
La sustitución puede darse en los procesos de conocimiento como sustitución de índole
intelectiva, y en la actuación material de las partes, cuando se trata de los casos en que las
mismas han podido dar cumplimiento a la voluntad de la ley produciéndose una
“sustitución, por la actividad material de los órganos del Estado, de la actividad debida,
sea que la actividad pública se proponga sólo a obligar al obligado a obrar, sea que atienda
directamente al resultado de la actividad” (Chiovenda, 1940, p. 10, cursivas en el texto).
De allí que toca excluir del ámbito de la jurisdicción los casos en que la actuación de la
voluntad de la ley está encargada a órganos públicos, dado que en este caso no hay
sustitución posible (como la ejecución penal, que sería una actividad esencialmente
administrativa).
La sustitución para Chiovenda no es solo de los sujetos de la relación material, sino
respecto a todos los miembros de la comunidad, dado que con la jurisdicción se declara la
voluntad de la ley: “En el conocimiento, la jurisdicción consiste en la sustitución definitiva
y obligatoria, por la actividad intelectiva de juez, de la actividad intelectiva no sólo de las
partes, sino de todos los ciudadanos, al afirmarse como existente o no existente la
voluntad concreta de la ley que concierne a las partes. Por boca del juez, la voluntad
concreta de la ley se declara y se actúa lo mismo que si ocurriera, en virtud de una fuerza
suya propia, automáticamente. (…) En la sentencia el juez se sustituye a todos para
siempre al afirmar existente una obligación de pagar, de dar, de hacer o no hacer; al
afirmar existente el derecho a la separación personal o a la resolución de un contrato; o
querida por la ley una pena” (Chiovenda, 1940, pp. 9 y 10, cursivas en el texto). De ello se
sigue la relevancia de entender la posición del juez como un sujeto ajeno al litigio (“nadie
es juez en pleito propio”), que se trate de un sujeto extraño a los intereses sobre los que
le toca decidir (Serra, 2008, p. 39).
La teoría sostenida por Chiovenda, que resulta coherente con la concepción dualista
concreta de la acción (Marinoni et al., 2010, p. 15), según se explicará en el próximo
punto, ha sido objeto de diversas críticas, a pesar de tener gran influjo en las discusiones
posteriores acerca de la naturaleza de la jurisdicción. Se ha afirmado que esta concepción
de la jurisdicción deja fuera las llamadas sentencias constitutivas, dado que en ellas la
voluntad de las partes es irrelevante para el ejercicio de la función jurisdiccional, por lo
que no cabría hablar de sustitución de la voluntad de ellas por la voluntad del juez. Sin
embargo, se ha replicado que tal crítica es solo aparente. Las sentencias constitutivas (p.
ej., la que declara la adopción) no son susceptibles de ejecución forzosa en el sentido del
cumplimiento definitivo que dependa de las partes obligadas, sin que su cumplimiento
esté entregado a órganos del Estado, por lo que en este caso no cabe hablar de
sustitución. Pero el juez sí puede sustituir la voluntad intelectiva de todos los ciudadanos
declarando la voluntad de la ley al juzgar el caso concreto (Serra, 2008, p. 37).
El problema radica en la afirmación, sostenida por el propio Chiovenda, de que la
jurisdicción sustituye la voluntad intelectiva no solo de las partes, sino de todos los
ciudadanos, lo que equivaldría a sostener que no sustituye la voluntad de ninguno. Esto es
relevante porque es en la sentencia que dicta el juez el acto donde se ejercita la
jurisdicción, si se entiende como la determinación de la voluntad concreta de la ley
concerniente a las partes o la determinación del Derecho en un caso concreto (Serra,
2008, p. 40). En este sentido, entonces, el criterio de la sustitución no sería útil para
explicar las sentencias declarativas.
Además, puede criticarse la tesis de la sustitución en que no es de la esencia de la
jurisdicción resolver sobre relaciones extrañas o de terceros, dado que también así actúa
la Administración, en algunos casos. A su turno el juez también juzga sobre actividades
propias, como cuando evalúa las normas que regulan cómo debe actuar para resolver (p.
ej., si es o no competente). El mismo Chiovenda reconoció que este se trata de un criterio
diferenciador marcadamente presente en una y otra actividad del Estado: “Pero en el
órgano de la Administración prevalece el juicio respecto a la actividad propia; en el juez, el
juicio respeto a la actividad ajena. Es en este sentido como se puede hablar de una
diferencia de acentuación” (Chiovenda, 1940, p. 11, cursivas en el original). Entonces, tal
criterio, el de la ajenidad frente a lo que le corresponde juzgar, no sería esencial a la
jurisdicción (Serra, 2008, p. 41).
1.4.4. La jurisdicción como satisfacción de pretensiones
Se debe a Guasp el planteamiento de la jurisdicción como “la función específica estatal
por la cual el Poder público satisface pretensiones” (Guasp y Aragoneses, 2014, p. 93).
Las pretensiones tienen un origen social y pueden mantenerse fuera del ámbito del
proceso, como extraprocesales. En ese estado la pretensión se entiende como “aquella
voluntad manifestada de un sujeto de derechos de que otra persona cumpla o reconozca
un derecho, que el primero cree tener en su contra” (Avsolomovich et al., 1965, p. 20).
Promovido el proceso por la interposición de una acción la pretensión se manifiesta como
procesal. Entonces, las pretensiones jurídicas procesales, es decir, los reclamos que los
individuos plantean frente a otros ante los órganos jurisdiccionales, deben ser resueltas
por el proceso jurisdiccional, que se presenta como un instrumento de satisfacción de
pretensiones. El proceso, a través del cual actúa la jurisdicción, es “una construcción
jurídica destinada a remediar, en derecho, el problema planteado por la reclamación de
una persona frente a otra” (Bordalí, 2020, p. 52).
Esta noción permite distinguir la jurisdicción de otras actividades jurídicas del Estado. De
la función legislativa se distingue porque esta “se propone dirigir la vida de la comunidad
mediante la producción de normas jurídicas nuevas; la función jurisdiccional se propone la
satisfacción de una pretensión comparándola generalmente con normas ya existentes”
(Guasp y Aragoneses, 2014, pp. 94 y 95, cursivas en el texto). Ello no impide reconocer la
existencia de relaciones entre ambas actividades: la legislativa produce normas que
regulan la actividad jurisdiccional y la jurisdicción, en sentido amplio, puede evaluar la
regularidad formal o material de la ley.
También puede diferenciarse la función jurisdiccional de la función administrativa, pero
sin atender al criterio, habitualmente sostenido, de que en la jurisdicción se aplica el
Derecho a casos concretos, dado que la Administración también aplica normas de
Derecho a situaciones particulares. El criterio diferenciador para esta doctrina es la
existencia o no de pretensión como justificación para actuar: en la jurisdicción se
identifican pretensiones que las personas hacen valer y que ella debe satisfacer, mientras
que la Administración realiza sus fines por la conducta espontánea de los órganos que la
integran y que actúan sus atribuciones asignadas por la ley. En síntesis, “la Jurisdicción es
función estatal de satisfacción de pretensiones, la Administración es función estatal de
cumplimiento de los fines de interés general” (Guasp y Aragoneses, 2014, pp. 94 y 95,
cursivas en el texto).
Lo interesante de esta teoría es que presenta a la jurisdicción inescindiblemente ligada
con el proceso como instrumento puesto a su servicio; sin embargo, no logra explicar
completamente el panorama actual de la función jurisdiccional. La jurisdicción no solo
debe satisfacer las pretensiones del actor, sino que además ha pronunciarse sobre las
resistencias formuladas por la persona frente a quien se pretende (el demandado). Eso se
justifica en que según sus propios postulados la presencia del sujeto pasivo de la
reclamación del actor es necesaria, pues el proceso es una figura rigurosamente
tridimensional (Guasp y Aragoneses, 2014, pp. 94, 95 y 36).
Se observa, asimismo, que hoy la jurisdicción también tutela intereses jurídicamente
relevantes que invocan los individuos de la comunidad, es decir, las ventajas, bienes o
utilidades legítimas que son “coherentes con el entramado legal y constitucional”. En
consecuencia, la jurisdicción debe dar curso o no a las pretensiones (del actor y del
demandado) que contengan tales intereses, evaluando si ellos son jurídicos y socialmente
relevantes y si se encuentra justificada su necesidad de tutela (Bordalí, 2020, pp. 52 y 53).
ACTIVIDADES DE APLICACIÓN
1. Averigüe en qué caso/s es posible que se alegue la falta de jurisdicción de un tribunal
chileno.
2. Indague cuál es el estado actual de la discusión en Chile acerca de la naturaleza
jurisdiccional de la ejecución y si esta debe o no estar en manos de los tribunales.
3. Investigue cuáles son las principales discusiones que se han promovido en el país con
relación al art. 82 de la CPR.
4. Investigue qué órganos de gobierno judicial se han propuesto para Chile y en qué
modelos se inspiran.
5. Investigue en qué caso relevante para la historia de Chile se ha aplicado el principio
de jurisdicción universal.
6. Investigue cuáles fueron las principales objeciones que se plantearon en Chile para
aceptar el estatuto de la Corte Penal Internacional.
7. Investigue qué significa que los jueces realicen un control de convencionalidad al
dictar las sentencias.
8. Investigue por qué el fallo de la CorteIDH en la causa Almonacid Arellano vs. Chile es
relevante para el control de convencionalidad.
9. Indague qué es la Corte Internacional de Justicia y cuáles son sus principales
atribuciones.
10. Investigue qué significa para los jueces y las juezas resolver con perspectiva de
género y busque algún caso reciente en que un tribunal la haya aplicado.
11. Indague qué significa el atributo de la ductilidad y adaptabilidad de los procesos
jurisdiccionales.
12. Averigüe qué significa el deber de colaboración procesal.
13. Identifique manifestaciones del deber de colaboración procesal en algunos
procedimientos del CPC o de leyes especiales.
14. Averigüe si sobre las partes del proceso civil existe el deber de decir la verdad.
15. Averigüe en qué casos recientes la Corte Suprema ha hecho uso de las facultades
disciplinarias.
CAPITULO IV
1. Generalidades
Las Bases Generales de la Administración de Justicia, que se conocen también como bases
de la organización del Poder Judicial o bases fundamentales de la judicatura constituyen
un conjunto de principios y reglas cuya finalidad es el correcto y eficiente ejercicio de la
función jurisdiccional. Algunos sostienen que entre las bases hay una diversa valoración y
jerarquía, siendo de más alto rango las de independencia, inamovilidad y responsabilidad
de los jueces, por tener, incluso, consagración constitucional y hallarse vinculadas “entre
sí de manera indisoluble” (Pereira, 1991, p. 260).
Su fuente regulatoria se halla en las normas del Código Orgánico de Tribunales, en algunas
normas de la Constitución y las de los pactos internacionales sobre la materia,
fundamentalmente el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y la Convención
Americana de Derechos Humanos. Los principios también están recogidos en algunas
disposiciones del Código Penal, del Código de Procedimiento Civil y del Código Procesal
Penal.
A lo largo de este capítulo realizaremos un análisis de los principios en particular.
2. Principio de legalidad
Este principio puede analizarse desde un doble punto de vista: la legalidad del tribunal y
legalidad del juzgamiento. Ambos se complementan y, como veremos, hallan
reconocimiento constitucional.
2.1. La legalidad del tribunal
2.1.1. Sentido y alcance
Este principio garantiza a toda persona el derecho a no ser juzgado por otro tribunal que
el que señale la ley, establecido con anterioridad a los hechos que motivan el juzgamiento,
y no por comisiones especiales o tribunales ad hoc creados para juzgar el caso particular.
En este sentido se reconoce una dimensión positiva, que importa la predeterminación por
la ley del juez que conocerá el asunto con la asignación también por la ley de su
competencia, y una dimensión negativa, que implica la prohibición impuesta a la
autoridad de crear tribunales para que en particular juzguen casos determinados (Oberg y
Manso, 2011, p. 73).
El respeto al principio de legalidad del tribunal repudia, entonces, la creación de
“comisiones especiales”, lo que constituye una garantía de antigua data en nuestra
legislación. La Constitución Política de 1822 así lo expresaba (art. 199): “Todos serán
juzgados en causas civiles y criminales por sus jueces naturales y nunca por comisiones
particulares.” De ahí ha pasado a los textos constitucionales posteriores: en términos
similares en el art. 136 de la Constitución de 1823 (Título XLL “Del Poder Judicial”), en el
art. 15 de la Constitución de 1828 (Cap. III “Derechos Individuales”) como garantía en su
dimensión negativa y positiva (“Ninguno podrá ser juzgado por comisiones especiales, sino
por los tribunales establecidos por la ley”), en el art. 125 de la Constitución de 1833 (Cap.
IX “De las Garantías de la Seguridad y Propiedad”) como garantía que agrega la necesidad
que el tribunal se halle establecido con anterioridad a los hechos juzgados (“Ninguno
puede ser juzgado por comisiones especiales, sino por el tribunal que le señale la ley, y
que se halle establecido con anterioridad por ésta”) y en el art. 12 de la CPR de 1925
(“Cap. III “Garantías Constitucionales”) en términos muy similares a la de 1833.
En la actualidad el principio está garantizado por el art. 19 N° 3 inc. 5º de la CPR de 1980:
“Nadie podrá ser juzgado por comisiones especiales, sino por el tribunal que señalare la
ley y que se hallare establecido por ésta con anterioridad a la perpetración del hecho”,
norma que se relaciona directamente con las del Cap. VI, arts. 76 y 77 de la misma Carta y
que debe entenderse en armonía con las normas sobre la legalidad de la actuación de los
órganos del Estado previstas en los arts. 6° y 7° de la CPR (Romero, 2017, pp. 27 y ss.).
De acuerdo con una antigua jurisprudencia del TC la garantía del art. 19 Nº 3 de la CPR
repudia el juzgamiento por comisiones especiales puesto que las concibe como un
“órgano que usurpa atribuciones jurisdiccionales y pretende asumirlas sin haber sido
atribuido de ellas conforme a derecho” (STC, Rol Nº 184-94, de 7 de marzo de 1994, cons.
7º letra f; STC, Rol Nº 4.381-18, de 8 de agosto de 2019, cons. 47º). Se pueden considerar
comisiones especiales no solo a una pluralidad de sujetos sino también a las conformadas
por un individuo, siempre que se aboquen “de facto, al ejercicio de la jurisdicción, en
términos amplios y que, por lo mismo, van más allá de la función únicamente judicial”
(Evans, 2012, p. 166).
En buenas cuentas, el derecho al juez ordinario predeterminado por la ley exige: a) que la
ley haya creado previamente el órgano jurisdiccional; b) que con anterioridad al hecho por
el cual se requiere su intervención el órgano esté investido de jurisdicción y dotado de
competencia; c) que su estructura y estatuto legal no permita calificarlo como tribunal ad
hoc, comisión especial o excepcional; y d) que la composición del órgano esté
determinada por la ley (Picó, 2012, p. 115).
2.1.2. El derecho al juez natural
El principio de legalidad del tribunal se concreta en la garantía del derecho al juez natural,
derecho fundamental que tiene un antiquísimo origen y se remonta a algunos viejos
fueros hispanos del bajo medioevo y a la Carta Magna Inglesa de 1215. En la Constitución
francesa de 1791 aparece reconocido con toda claridad (art. 4 Cap. V): “Los ciudadanos no
pueden ser distraídos de los jueces que la ley les asigna por ninguna comisión…”
Refuerza este principio su consagración supranacional en algunos tratados sobre derechos
humanos, como la CADH, que en su art. 8.1 garantiza: “Toda persona tiene derecho a ser
oída, con las debidas garantías y dentro de un plazo razonable, por un juez o tribunal
competente, independiente e imparcial, establecido con anterioridad por la ley…”. Y la
garantía contenida en el art. 14 del PIDCP y en el art. 6.1 del CEDH es de contenido muy
similar.
2.1.2.1. El juzgamiento por tribunales militares
La CorteIDH de antiguo ha resaltado la relevancia del derecho al juez natural en su
vinculación con las garantías del derecho de toda persona a ser juzgada por un tribunal
competente, independiente e imparcial. Desde fines de los años noventa del siglo pasado,
a propósito del juzgamiento de civiles por tribunales militares, en que se destaca la idea
de la excepcionalidad de la jurisdicción militar, este tribunal ha declarado:
“Constituye un principio básico relativo a la independencia de la judicatura que toda
persona tiene derecho a ser juzgada por tribunales de justicia ordinarios con arreglo a
procedimientos legalmente establecidos. El Estado no debe crear “tribunales que no
apliquen normas procesales debidamente establecidas para sustituir la jurisdicción que
corresponda normalmente a los tribunales ordinarios” (…) “El juez encargado del
conocimiento de una causa debe ser competente, independiente e imparcial de acuerdo
con el artículo 8.1 de la Convención Americana” (caso Castillo Petruzzi vs. Perú, sentencia
de 30 de mayo de 1999, pf. 128 a 130; caso Cantoral Benavidez vs. Perú, sentencia de 18
de agosto de 2000, pf. 112; caso 19 Comerciantes vs. Colombia, sentencia de 5 de julio de
2004, pf. 167, 173 y 174).
En ese sentido la CorteIDH ha reiterado el carácter excepcional y restrictivo de la
jurisdicción castrense, la que solo se justifica si está “encaminada a la protección de
intereses jurídicos especiales, vinculados con las funciones que la ley asigna a las fuerzas
militares” (caso Almonacid Arellano vs. Chile, sentencia de 26 de septiembre de 2006, pf.
131).
La misma Corte también ha declarado que el juzgamiento por tribunales “sin rostro” viola
la garantía del derecho al juez natural, desde que se impide a los justiciables valorar su
competencia e idoneidad para juzgar el asunto (caso Castillo Petruzzi vs. Perú, pf. 133;
caso Lori Berenson Mejía vs. Perú, sentencia de 25 de noviembre de 2004, pf. 147).
2.1.2.2. Derecho al juez natural y la presencia de aforados
La presencia del fuero de que gozan algunas personas, por cuya aplicación podrían verse
alteradas las reglas de competencia, plantea dudas sobre su eventual colisión con el
derecho al juez natural. Ello dado que, por aplicación de reglas de conexidad, las partes
que no gozan de fuero son juzgadas por un tribunal distinto al que correspondería de no
existir en el caso tal factor.
La CorteIDH ha resuelto el punto entendiendo que el fuero no es un derecho personal del
funcionario a quien se le atribuye, sino que “ha sido establecido para proteger la
integridad de la función estatal que compete a las personas a las que alcanza esta forma
de inmunidad y evitar, así, que se altere el normal desarrollo de la función pública”, por lo
que así, entendido el fuero “persigue un fin compatible con la Convención”. Ello supone,
necesariamente que el fuero esté regulado previamente por la ley y persiga una finalidad
legítima, como la indicada, al tiempo que las reglas de conexidad estén previstas por el
legislador. La incompatibilidad con la Convención y, en consecuencia, la violación al
derecho al juez natural surgiría si el fuero es establecido por el Poder Ejecutivo o el mismo
Poder Judicial o si la conexidad no está regulada por la ley (caso Barreto Leiva vs.
Venezuela, sentencia de 17 de noviembre de 2009, pf. 74 a 80).
2.1.2.3. Compatibilidad con la justicia especializada
El fenómeno de la especialización de la justicia surge como una de las varias respuestas a
la necesidad de profesionalizar la tutela jurisdiccional: los tribunales especializados en
cuanto a la materia estarían en una mejor posición que los de competencia común para
resolver los particulares asuntos que les son sometidos a su conocimiento. Y así la justicia
especializada, en la medida que ha ido ganando terreno en el panorama de la judicatura,
no solo ha supuesto la creación de tribunales especiales y especializados en cuanto a las
materias, sino que también la provisión de jueces con conocimientos y preparación
especial, la incorporación, en algunos casos, de jueces no letrados sino expertos en
determinadas áreas del conocimiento, y una estructura organizacional diferente a la que,
al menos en nuestro país, exhibieron los tribunales ordinarios. Sin embargo, no deben
desatenderse que la especialización de la judicatura puede provocar, como consecuencia
mediata, una afectación del derecho de acceso a la justicia para los litigantes que no
cuentan con las herramientas materiales y técnico-jurídicas que este tipo de tribunales y
sus procedimientos exigen (Larroucau, 2020, pp. 219 y 220).
La creación de tribunales especiales no puede abrogar los límites que impone el respeto a
la garantía de la legalidad del tribunal: los tribunales deben ser creados por la ley, la que
debe dotarlos de competencia; su existencia debe ser previa a los hechos que les
corresponden juzgar y todo asunto que no esté expresamente sometido por la ley al
conocimiento de un tribunal especial debe ser resuelto por la justicia ordinaria. Pero la
idea puede plantearse en un sentido inverso: si la ley crea tribunales especiales
dotándolos de competencia para conocer de uno o más asuntos, la promoción de estos
debe quedar bajo su conocimiento, puesto que de acuerdo con la ley obedecen a la figura
del juez natural.
Como se verá, la creación —en algunos casos se puede hablar de proliferación— de
tribunales especiales, dentro y fuera del Poder Judicial, puede provocar conflictos de
competencia cuando se promueven asuntos que, debido a factores territoriales,
temporales o de conexidad, podrían al menos aparentemente quedar bajo la esfera de
competencia de uno o más tribunales, sean ordinarios o especiales.
2.2. La legalidad del juzgamiento: la garantía del debido proceso
En esta dimensión, el principio de legalidad alcanza su consagración constitucional en el
derecho al debido proceso («due process of law» del derecho anglosajón) o a un proceso
con todas las garantías.
En nuestro derecho interno este derecho está garantizado por el art. 19 Nº 3 inc. 6º de la
CPR: “Toda sentencia de un órgano que ejerza jurisdicción debe fundarse en un proceso
previo legalmente tramitado. Corresponderá al legislador establecer siempre las garantías
de un procedimiento y una investigación racionales y justos”, según expresa el texto
reformado por Ley Nº 19.519, de 1997. Esta reforma constitucional modificó el inciso
segundo de la disposición reemplazando la frase original “un racional y justo
procedimiento” por “un procedimiento y una investigación racionales y justos”, con la
finalidad de hacer coherente el mandato constitucional con la estructura del nuevo
proceso penal que comenzó a regir a partir del CPP de 2000.
2.2.1. Reconocimiento y contenido
Los pactos internacionales sobre derechos humanos también contemplan el principio: el
PIDCP en su art. 14 N° 1 y N° 2 letra c), el CEDH en su art. 6 (“Derecho a un proceso
equitativo”) y la CADH en su art. 8 (“Garantías Judiciales”). A su turno el art. 10 de la
DUDH (ONU, 1948) reconoce:
“Toda persona tiene derecho, en condiciones de plena igualdad, a ser oída públicamente y
con justicia por un tribunal independiente e imparcial, para la determinación de sus
derechos y obligaciones o para el examen de cualquier acusación contra ella en materia
penal”.
El derecho al proceso con todas las garantías impone a los Estados el deber de configurar
el proceso jurisdiccional con una serie de estándares mínimos que respeten los valores
que justifican y fundamentan un Estado de Derecho, asegurando la independencia e
imparcialidad de los tribunales y el derecho al juez predeterminado por la ley; además,
impone el resguardo de estándares como el principio de audiencia y contradicción, la
razonabilidad de los procedimientos, el derecho al juzgamiento dentro de plazo razonable,
la publicidad de los procesos, la garantía de la motivación de las sentencias, el derecho a
impugnar las sentencias agraviantes, el derecho a la ejecución de lo resuelto y la
proscripción de la indefensión.
Aplicándolos en su máxima capacidad de rendimiento, puesto que el derecho al debido
proceso es un derecho fundamental, sus estándares deben desenvolverse en función de
los aspectos que caracterizan a cada proceso y que se traducen en los específicos
requerimientos de tutela de un derecho o interés legítimo. En este sentido la CorteIDH ha
declarado en varios fallos que el catálogo de garantías específicas del art. 8.2 de la
Convención se aplica, también, en asuntos no penales, aun cuando de su lectura podría
pensarse que se aplican solo en materias de índole criminal (así ha resuelto, por ejemplo,
en los casos Tribunal Constitucional vs. Perú, de 2001, pf. 70; Baena Ricardo vs. Panamá,
de 2001, pf. 125; Vélez Loor vs. Panamá, de 2010, pf. 142 y Nadege Dorzema y Otros vs.
República Dominicana, de 2012, pf. 157).
En una antigua opinión consultiva, la OC Nº 11 de 1990, la CIDH, “Excepciones al
agotamiento de los recursos internos (arts. 46.1, 46.2.a y 46.2.b Convención Americana de
Derechos Humanos)”, de 10 de agosto de 1990, el sistema interamericano ha dado
algunas pistas sobre la extensión de la garantía, declarando:
“[E]n materias que conciernen con la determinación de [los] derechos y obligaciones de
orden civil, laboral, fiscal o de cualquier otro carácter el artículo 8 no especifica garantías
mínimas, como lo hace en el numeral 2 al referirse a materias penales. Sin embargo, el
concepto de debidas garantías se aplica también a esos órdenes y, por ende, en ese tipo
de materias el individuo tiene derecho también al debido proceso que se aplica en
materia penal” (cursivas en el original).
2.2.2. El derecho al debido proceso en el sistema nacional
Como se expuso, la CPR garantiza en favor de todas las personas el derecho a que el
ejercicio de la jurisdicción se efectúe por medio de un proceso legalmente tramitado,
encomendando al legislador la tarea de definir “siempre las garantías de un
procedimiento y una investigación racionales y justos” (art. 19 Nº 3 inc. 6º).
Ese derecho así garantizado se suma a los otros derechos de índole procesal que se
identifican en el contenido del art. 19 Nº 3 de la CPR: derecho a la tutela judicial (inc. 1º),
derecho a la defensa letrada (inc. 2º), derecho a la defensa jurídica gratuita (inc. 3º),
derecho irrenunciable a defensa en materia penal (inc. 4º), derecho a ser juzgado por el
tribunal determinado previamente por la ley (inc. 5º), todo ello sin perjuicio de las
garantías de orden penal que la misma norma reconoce (prohibición de presumir la
responsabilidad penal y principio de legalidad penal) (Bordalí, 2020, pp. 257 y 258).
El respeto de la garantía alcanza a todo órgano que ejerza jurisdicción, es decir, todo
órgano que ejerza la función pública de resolver una controversia en el orden temporal
por medio de una resolución que pueda producir cosa juzgada, bien se trate de tribunales
ordinarios, especiales, administrativos, arbitrales o bien de órganos de la administración
que actúen como tales (p. ej. Contraloría General de la República), según se dejó expresa
constancia en la sesión N° 103 de la Comisión Constituyente de la CPR de 1980.
Como, a diferencia de textos constitucionales extranjeros, la Carta de 1980 dejó al
legislador la tarea de configurar la garantía del procedimiento y la investigación
“racionales y justos”, su contenido se ha ido conformando en la medida que las leyes de
procedimiento, incluso preconstitucionales, reconocen determinadas garantías en los
aspectos que regulan, sin perjuicio de que debe reconocerse a la jurisprudencia y la
doctrina nacional una importante labor en la definición de aquella.
En la referida sesión N° 103 la Comisión Constituyente acordó dejar en actas que entendía
por garantías mínimas de un racional y justo proceso (de acuerdo con la versión original
del artículo) permitir el oportuno conocimiento de la acción, la adecuada defensa y
producción de la prueba que correspondiere. Sin embargo se ha entendido que la
intención del constituyente fue dar al legislador la tarea de integrar las garantías que
configuran el proceso racional y justo, “dejándose constancia que tales atributos se
concretan, entre otros elementos, en principios como el de la igualdad de las partes y el
emplazamiento, materializados en el conocimiento oportuno de la acción, la posibilidad
de una adecuada defensa y la aportación de la prueba, cuando ella procede” (STC, Rol Nº
478-2006, de 8 de agosto de 2006, cons. 14).
El mismo TC ha reiterado la idea de que la CPR no configura un solo modelo de debido
proceso, sino que concede al legislador un margen de acción para que configure las
garantías de un procedimiento e investigación racionales y justos, atendiendo a las
características de cada procedimiento específico. Así lo ha declarado en la STC, Rol Nº
8678-2020 (27 de agosto de 2020):
“Frente a la imposibilidad de determinar cuál es ese conjunto de garantías que deben
estar presentes en cada procedimiento (…) mandató al legislador para que en la
regulación de los procedimientos éstos siempre cumplan con las exigencias naturales que
la racionalidad y la justicia impongan en cada proceso específico. (…) Racional para
configurar un proceso lógico y carente de arbitrariedad. Y justo para orientarlo a un
sentido que cautele los derechos fundamentales de los participantes en un proceso. Con
ello se establece la necesidad de un juez imparcial, con normas que eviten la indefensión,
que exista una resolución de fondo, motivada y pública, susceptible de revisión por un
tribunal superior y generadora de la intangibilidad necesaria que garantice la seguridad y
certeza jurídica propias del Estado de Derecho” (voto de disidencia, cons. 7º).
En un sentido similar la Corte Suprema entiende la garantía del debido proceso,
reconociendo determinados derechos mínimos de un procedimiento racional y justo. Así
ha declarado este alto tribunal:
“En cuanto a los aspectos que comprende el derecho del debido proceso, no hay
discrepancias en que, al menos, lo conforman el derecho de ser oído, de presentar
pruebas para demostrar las pretensiones de las partes, de que la decisión sea razonada y
la posibilidad de recurrir en su contra, siempre que la estime agraviante, de acuerdo a su
contenido” (SCS, Rol Corte Nº 2.995-2013, de 24 de julio de 2013, cons. 7º).
“Sobre los presupuestos básicos que tal garantía supone, se ha dicho que el debido
proceso lo constituyen a lo menos un conjunto de garantías que la Constitución Política de
la República, los Tratados Internacionales ratificados por Chile que están en vigor y las
leyes les entregan a las partes de la relación procesal, por medio de las cuales se procura
que todos puedan hacer valer sus pretensiones en los tribunales, que sean escuchados,
que puedan reclamar cuando no están conformes, que se respeten los procedimientos
fijados en la ley y que las sentencias sean debidamente motivadas y fundadas” (SCS, Rol
Corte Nº 131.730-2020, de 22 de enero de 2021, cons. 5º).
Por nuestra parte, reconociendo que el legislador puede modular los estándares del
debido proceso a los procedimientos particulares, entendemos que esta garantía se
satisface con el cumplimiento de algunos mínimos (Devis, 2002, pp. 55 y ss.; Marinoni et
al., 2010, pp. 439 y ss.; Bordalí, 2020, pp. 263 y ss.) cuya presencia debe detectarse con
mayor o menor acento en todos los procedimientos:
a) Que el ejercicio de la acción active efectivamente la función jurisdiccional;
b) Que asegure la existencia de un tribunal competente independiente e imparcial;
c) Que las partes sean oídas en sus alegaciones y defensas (principio de audiencia y
contradicción o auditur et altera pars);
d) Que las partes gocen del derecho a rendir pruebas;
e) Que el proceso se resuelva dentro de un plazo razonable;
f) Que el tribunal emita un pronunciamiento sobre el fondo del negocio;
g) Que este pronunciamiento sea motivado; y,
h) Que se reconozca en favor de las partes el derecho a impugnar la decisión.
2.2.3. Tutela judicial y debido proceso
Si bien sobre el derecho a la tutela judicial, reconocido por el art. 19 Nº 3 inc. 1º de la CPR,
ha sido tratado en el capítulo anterior de este libro, debemos explicar por qué se suele
relacionar e incluso confundir con el derecho al debido proceso.
Los orígenes de uno y otros se funden en sistemas jurídicos distintos, por lo que gozan de
un contenido sustantivo diferente: el derecho de acceso a la justicia impone a los Estados
el deber de garantizar a los justiciables la potestad de activar la jurisdicción estatal para
requerir la tutela judicial de sus derechos e intereses legítimos. El derecho al debido
proceso impone a los Estados el deber de configurar el proceso jurisdiccional con una
serie de estándares mínimos que respeten los valores que justifican y fundamentan un
Estado de Derecho, asegurando la independencia e imparcialidad de los tribunales y el
derecho al juez predeterminado por la ley y el resguardo de estándares como el principio
de audiencia y contradicción, la razonabilidad de los procedimientos, el derecho al
juzgamiento dentro de plazo razonable, la publicidad de los procesos, la garantía de la
motivación de las sentencias, el derecho a impugnar las sentencias agraviantes, el derecho
a la ejecución de lo resuelto y la proscripción de la indefensión.
Algunas sentencias del TC y la Corte Suprema han confundido ambos derechos,
considerando la existencia de un metaderecho al debido proceso, inclusivo del derecho de
acceso a la jurisdicción o derecho a la acción. Sin embargo, en la última década la
jurisprudencia se ha decantado por distinguirlos como dos derechos diferentes (p. ej. la
STC, Rol Nº 2.697-14, de 24 de septiembre de 2015, cons. 17º), que integrarían una suerte
de metaderecho a la justicia: derecho de tutela (derecho de acción), derecho al debido
proceso y el derecho a la inmodificabilidad de lo resuelto (Garberí, 2009, pp. 129 y ss.;
Vargas y Fuentes, 2018, pp. 184 y 185).
El derecho a la tutela (o derecho de acceso a la justicia) se satisfaría con el derecho de
accionar provocando la actividad jurisdiccional, el derecho de obtener una resolución
motivada, el derecho a la impugnación de las decisiones y el derecho de ejecutar lo
resuelto (Bordalí, 2020, p. 244), todo ello según se verá en su oportunidad. El derecho al
debido proceso, de configuración legal, comprendería una serie de estándares o
condiciones mínimas que el proceso jurisdiccional ha de cumplir (Nogueira, 2008, pp. 280
y ss.) y que se han ido configurando por el desarrollo legislativo y la jurisprudencia de los
altos tribunales, en la que resulta cada vez con mayor presencia la obligación del Estado
de respetar sus obligaciones internacionales (Aldunate, 2008, p. 342), en una apertura
más declarada hacia el control de convencionalidad.
A pesar de las diferencias de origen, conceptual y de contenido entre el derecho a la
tutela judicial y el derecho al debido proceso, nos parece correcto afirmar que entre
ambos existe una vinculación íntima puesto que, si el Estado garantiza el acceso a la
justicia, no da lo mismo cómo se configure el proceso que sirve para activar la función
jurisdiccional.
2.2.4. Debido proceso en el proceso penal
La garantía del debido proceso asume cualidades particulares en estos asuntos, dadas las
características del proceso penal. Este tiene rasgos que lo distinguen del proceso civil, que
es un proceso típicamente de partes. Entre otros, los aspectos que han de observarse en
el proceso penal son la calidad de los sujetos que intervienen (el MP, el imputado, la
víctima, los tribunales con competencia penal y las policías), los intereses involucrados (la
aplicación de la ley penal, la libertad individual, el derecho a la reparación, entre otros), la
estructura del proceso (fase de investigación, fase intermedia, fase de juicio) y las
potestades públicas en juego (diligencias de investigación en mayor o menor grado
restrictivas de derechos, las medidas que privan o limitan la libertad del imputado). Con
una perspectiva general de tales aspectos corresponde identificar los estándares mínimos
que, en asuntos penales, configuran la garantía del debido proceso.
Como se adelantó, el sistema interamericano de derechos humanos se ha encargado de
reconocer un conjunto de garantías específicas del proceso penal que aparecen recogidas
en el art. 8.2 de la CADH. Con independencia de si ellas se aplican extensivamente en
asuntos no penales, como hemos indicado antes, lo cierto es que estas garantías tienen
por función limitar el poder público al punto que la investigación penal y el juicio posterior
no conculquen al atributo básico de la dignidad humana. Es por ello que el sistema
reconoce en favor del imputado el derecho a que se presuma su inocencia, a guardar
silencio, a conocer de la investigación y la acusación que en su contra se formula, a contar
con defensa letrada aun cuando carezca de medios económicos para solventarla, a
examinar la prueba de cargo y de rendir la propia, a que el proceso sea público, a recurrir
de fallo condenatorio y a no ser juzgado más de una vez por los mismos hechos respecto
de los que ha recaído sentencia firme (ne bis in idem).
Nuestros tribunales, interpretando el mandato del art. 19 Nº 3 inc. 6º de la CPR, que
confiere el legislador la función de establecer “siempre las garantías de un procedimiento
y una investigación racionales y justos” a la luz de las demás garantías procesales
reconocidas por el mismo art. 19 y las normas convencionales, aplicables por disposición
del art. 5° inc. 2º constitucional, han destacado que la garantía cubre todas las etapas del
proceso penal en sentido amplio, por lo que también es exigible de la investigación que
realizan los agentes del Estado. Así lo ha declarado el TC:
“En el Derecho Procesal Penal no hay márgenes previos o fuera del procedimiento que
puedan ser incluidos dentro del mismo con afectación de los derechos fundamentales.
Incluso en las etapas previas la Constitución protege dos momentos claves respecto de las
fases previas a un debido proceso penal el que, de acuerdo con el artículo 19, numeral 3°,
inciso sexto de la Constitución abarca a su “investigación”. Esas reglas están el artículo 19,
N° 1, inciso final [prohibición de apremios ilegítimos] y en el artículo 19, numeral 7° literal
f) de la Constitución [derecho a la no autoincriminación]” (STC, Rol Nº 4.627-18, de 11 de
diciembre de 2018, cons. 10º).
Así los fallos de los altos tribunales han ido configurando una doctrina jurisprudencial que
reconoce en el proceso penal determinados estándares del debido proceso, como la
garantía individual de contar con un juez independiente, imparcial y natural (p. ej. SCS, Rol
Corte Nº 13.123-2018, de 24 de octubre de 2018, cons. 6º), el derecho a la defensa
técnica, el derecho a la presunción de inocencia, el derecho a la legalidad de las
actuaciones de las autoridades (p. ej. SCS, Rol Corte Nº 14.769-2020, de 11 de mayo de
2020, cons. 8º y 9º), el derecho a que la sentencia condenatoria no se funde en prueba
ilícita (p. ej. SCS, Rol Corte Nº 309-2020, de 17 de febrero de 2020, cons. 7º; SCS, Rol Corte
Nº 41.165-2019, de 6 de febrero de 2020, voto en contra, cons. 5º) y el derecho a que la
sentencia condenatoria solo se refiera a personas y hechos incluidos en la acusación o
principio de congruencia procesal (p. ej. STC, Rol 9.266-20, de 21 de enero de 2021, voto
disidente, cons. 15º), entre otros.
3. Principio de independencia
Este principio es heredero de la tradicional doctrina de la división de los poderes del
Estado. Se explica en la idea que la función jurisdiccional, entendida como una función
estatal que ejercita una potestad pública con la finalidad de satisfacer pretensiones
procesales (Avsolomovich et al., 1965, p. 46), debe ser practicada libre de interferencias,
presiones y revisiones por parte de otros órganos del poder público, por lo que la
independencia de los jueces también es un presupuesto para el ejercicio de la democracia
y el resguardo del Estado de Derecho. En este sentido el mandato de la Carta Democrática
Interamericana (2001) resulta muy alegórico:
“Son elementos esenciales de la democracia representativa, entre otros, el respeto a los
derechos humanos y las libertades fundamentales; el acceso al poder y su ejercicio con
sujeción al estado de derecho; la celebración de elecciones periódicas, libres, justas y
basadas en el sufragio universal y secreto como expresión de la soberanía del pueblo; el
régimen plural de partidos y organizaciones políticas; y la separación e independencia de
los poderes públicos” (art. 3).
Una primera aproximación a este principio expresa que solo el Poder Judicial puede
ejercer la función jurisdiccional con independencia y soberanía respecto de los otros
poderes del Estado y que los jueces deben estar libres de “toda coacción ajena en el
ejercicio de sus funciones. (…). El juez debe sentirse soberano en la recta aplicación de la
justicia, conforme a la ley. Por eso, nada más oprobioso que la existencia de jueces
políticos, de funcionarios al servicio de los gobernantes o de los partidos” (Devis, 2002, p.
56).
La independencia es un atributo reconocido por los tratados internacionales sobre
derechos humanos: el art. 10 de la DUDH, el art. 14 del PIDCP y el art. 8 de la CADH,
garantizan el derecho de los justiciables a acudir ante un órgano independiente. En este
último ámbito, la CorteIDH ha resaltado la necesidad de que se garantice la independencia
de los tribunales, como resguardo de la democracia y el Estado de Derecho. Así ha
declarado, por ejemplo, en el caso Tribunal Constitucional vs. Perú (2001):
“Esta Corte considera que uno de los objetivos principales que tiene la separación de los
poderes públicos, es la garantía de la independencia de los jueces y, para tales efectos, los
diferentes sistemas políticos han ideado procedimientos estrictos, tanto para su
nombramiento como para su destitución” (pf. 73).
En la CPR el principio de independencia halla su fundamento en los arts. 7° (principio de
legalidad de las actuaciones de los órganos del Estado) y 76 inc. 1° (Cap. VI “Poder
Judicial”). En las normas del COT se reconoce expresamente en el art. 12. Ambas
disposiciones, el art. 76 de la CPR y el art. 12 del COT consagran la independencia del
Poder Judicial en forma positiva.
3.1. Independencia orgánica e independencia funcional
La independencia del Poder Judicial reviste un doble carácter: orgánica y funcional. Desde
el punto de vista orgánico, la independencia se relaciona con la autonomía del Poder
Judicial frente a los demás órganos del Estado. Este poder no depende jerárquicamente
del Poder Ejecutivo ni del Legislativo y por eso a la independencia orgánica se la denomina
también independencia política.
La Constitución ha reforzado la idea que la función jurisdiccional se ejerce exclusivamente
por los tribunales pertenecientes al Poder Judicial y que han sido establecidos por la ley
(sin perjuicio de los que se explicará en el capítulo VI sobre el panorama actual de
tribunales que no pertenecen a este poder del Estado). Además, la misma Carta impide al
Poder Ejecutivo (“Ni el Presidente de la República…”) y al Poder Legislativo (“ni el
Congreso…”) ejercer las funciones propias de la jurisdicción (Pereira, 1996, p. 261), por lo
que este principio también se relaciona con el de inavocabilidad, según veremos más
adelante.
No obstante, el régimen actual de nombramiento de los jueces regulado en la CPR
provoca que en Chile la independencia externa no sea absoluta, puesto que, según del
cargo y escalafón de que se trate, el texto constitucional vigente reconoce la intervención
de los tres poderes del Estado (art. 78 CPR).
Desde la perspectiva funcional la independencia se relaciona con la libertad de los jueces
para ejercer sus atribuciones en las causas que conozcan, con la única limitación de no
apartarse de la legalidad. Por cierto, ello no supone que los jueces puedan resolver con
total discrecionalidad o en conciencia, sino que en el ejercicio de la función jurisdiccional
quedan exclusivamente sometidos a la ley. Este aspecto se consolida con el
reconocimiento constitucional y legal de la facultad de imperio de los jueces (arts. 76 inc.
3º de la CPR y 11 del COT).
Esta dimensión funcional de la independencia del Poder Judicial también se ve reforzada
por el límite que el art. 76 inc. 1º de la CPR impone a los poderes Ejecutivo y Legislativo de
“ejercer funciones judiciales” y “avocarse a causas pendientes”, es decir, ejercer los
atributos de la jurisdicción, “revisar los fundamentos o contenidos de sus resoluciones”,
desde que esa es una función propia del control jurisdiccional, y “hacer revivir procesos
fenecidos”, respetando así la autoridad y eficacia de la cosa juzgada como atributo propio
de las decisiones judiciales firmes.
3.2. Dimensión positiva y dimensión negativa de la independencia judicial
La independencia, además, puede ser analizada desde un punto de vista positivo y otro
negativo. Hasta acá, hemos referido al primero, en su doble perspectiva orgánica y
funcional, en cuanto el Poder Judicial es “libre, soberano e independiente de los demás
poderes del Estado” (Oberg y Manso, 2011, p. 67).
En una dimensión negativa, la independencia del Poder Judicial impide a los jueces
intervenir en las atribuciones o mezclarse en las funciones de los demás poderes públicos,
dimensión que tiene amparo legal en el art. 4º del COT y en los arts. 6° y 7° de la CPR.
3.3. Independencia interna e independencia externa
La independencia garantizada por el texto constitucional vigente se aviene con el respeto
del principio de separación de poderes, por lo que, según se ha visto, las normas
resguardan que otros poderes del Estado ejerzan funciones propias de los tribunales o se
inmiscuyan en sus atribuciones. Es así como se protege la independencia externa.
Sin embargo, también se reconoce una faceta interna de la independencia de los jueces,
que es necesario asegurar. Esta se refiere a la necesidad de que los jueces ejerzan sus
funciones sin la interferencia de otros jueces, especialmente de los que detentan una
jerarquía superior (Bordalí, 2020, p. 72). Sobre el particular, el Estatuto del Juez
Iberoamericano (Santa Cruz de Tenerife, 2011) garantiza en su art. 4:
“Independencia Interna. En el ejercicio de la jurisdicción, los jueces no se encuentran
sometidos a autoridades judiciales superiores, sin perjuicio de la facultad de éstas de
revisar las decisiones jurisdiccionales a través de los recursos legalmente establecidos, y
de la fuerza que cada ordenamiento nacional atribuya a la jurisprudencia y a los
precedentes emanados de las Cortes Supremas y Tribunales Supremos”.
En otras palabras, se trata que en el ejercicio de la función jurisdiccional los jueces
cuenten con la competencia suficiente para resolver los asuntos únicamente sometidos a
la ley y libre de presiones de cualquier tipo que puedan provenir de otros miembros del
Poder Judicial, por lo que el principio se ve afectado “cuando algún miembro del Poder
Judicial ejerce algún tipo de coacción o presión contra otro juez, con el objeto de
determinar el contenido de alguna actuación o resolución judicial” (Romero, 2017, p. 119).
Por esa razón el legislador prohíbe a los jueces el ejercicio de la abogacía y la
representación judicial, con la sola excepción de asumir la defensa en causas personales y
de determinados parientes, al tiempo que cualquier funcionario del orden judicial puede
quedar sujeto a responsabilidad disciplinaria si “recomendaren a jueces o tribunales
negocios pendientes en juicios contradictorios o causas criminales” (arts. 316 y 544 Nº 6
del COT, respectivamente).
La ONU en los Principios de Bangalore sobre la Conducta Judicial (2006) sobre el punto ha
declarado: “Al cumplir sus obligaciones judiciales, un juez será independiente de sus
compañeros de oficio con respecto a decisiones que esté obligado a tomar de forma
independiente”.
El problema que se detecta en este punto está en que la propia organización del Poder
Judicial puede poner en tensión la independencia interna de los jueces que lo integran. La
independencia de los jueces, en su faceta interna, puede verse afectada cuando una
organización jurisdiccional es jerarquizada y las funciones de gobierno judicial están
concentradas en un superior jerárquico, como ocurre con la de Chile. Ello permite que las
decisiones jurisdiccionales que adopta un tribunal puedan ser revisadas por su superior
jerárquico, órgano que a la vez tiene por ley las atribuciones de decidir sobre los ascensos
de los jueces, las calificaciones y la aplicación del régimen de disciplina.
En nuestro sistema la Corte Suprema, siendo el tribunal que está en la cúspide de la
organización judicial, tiene, por mandato constitucional, la “superintendencia directiva,
correccional y económica” de todos los tribunales de la República” con excepción del
Tribunal Constitucional, el Tribunal Calificador de Elecciones y los tribunales electorales
regionales (art. 83 de la CPR) y al mismo tiempo conoce de recursos procesales de gran
relevancia para el sistema recursivo nacional, como el recurso de casación en el fondo
(art. 98 Nº 1 del COT), el recurso de nulidad penal por infracción sustancial de derechos y
garantías fundamentales (art. 373 letra a) del CPP) y el recurso de unificación de
jurisprudencia laboral (art. 483 del CdT). En otras palabras, es la misma Corte Suprema el
tribunal que, en virtud de la ley, a la vez ejerce el máximo control jurisdiccional de las
decisiones adoptadas por los tribunales del país y las más relevantes funciones de
gobierno judicial (nombramiento de los jueces y disciplina judicial).
La situación descrita al menos pone en riesgo la independencia judicial interna, porque
podría llevar a los jueces a adoptar decisiones jurisdiccionales presionados por la eventual
aplicación de una medida disciplinaria y el futuro resultado de un ascenso. En otras
palabras, la excesiva concentración de poder en la cúspide del modelo, la Corte Suprema,
provoca problemas en la independencia de los jueces frente a sus superiores (Vargas,
2018, p. 93).
El tema será nuevamente abordado en los puntos que siguen, pero en esta parte es útil
traer a colación una crítica que la CorteIDH ha formulado al modelo jerarquizado chileno
de concentración de funciones jurisdiccionales y de gobierno en un solo órgano. En la
sentencia del caso Urrutia Laubreaux vs. Chile (2020) el tribunal interamericano declaró:
“Los jueces solo deben estar sometidos a la ley, y decidir en base a ella las cuestiones que
se le presenten. Este Tribunal ha señalado que los jueces “no deben verse compelidos a
evitar disentir con el órgano revisor de sus decisiones, el cual, en definitiva, sólo ejerce
una función judicial diferenciada y limitada a atender los puntos recursivos de las partes
disconformes con el fallo originario” (…) La existencia de una normativa que fomenta una
cultura jerárquica y de respeto a los superiores en el Poder Judicial crea un ambiente
propicio para que los jueces se vean obligados a actuar de cierta manera y, por ende,
atenta contra la independencia interna de los jueces” (Voto concurrente del juez L.
Patricio Pazmiño Freire, pf. 4 y 5, cursivas nuestras).
3.4. Independencia judicial y sistema de nombramiento de los jueces
Como se estudia en el capítulo VI, el régimen de nombramiento de los jueces regulado en
la CPR y otras leyes, dependiendo del cargo y escalafón, reconoce la intervención de los
tres poderes del Estado. La norma del art. 78 constitucional, que desarrolla con precisión
el pf. 3 del Título X del COT, es bastante precisa y clara: en todos los nombramientos de
jueces (jueces de tribunales inferiores, ministros y fiscales de las Cortes) intervienen,
según corresponda, las Cortes de Apelaciones y la Corte Suprema, el Presidente de la
República y el Senado (depende de la categoría y escalafón).
Con ese panorama resulta claro que la independencia externa no es absoluta, puesto que
en todos los procesos para el nombramiento de jueces interviene el Presidente de la
República y, en algunos, el Senado. Por otro lado, tampoco la independencia interna es
total, pues en el proceso de nombramiento de jueces de primer grado (en general, jueces
de letras) y de ministros y fiscales de las Cortes de Apelaciones intervienen, en el primer
caso, la Corte de Apelaciones correspondiente y, en el segundo, la Corte Suprema, es
decir, en ambas situaciones el superior jerárquico respectivo.
En la medida que el sistema de nombramiento privilegie criterios objetivos y se traduzca
en procedimientos racionales y públicos que garanticen que los jueces nombrados no
serán sujetos de presiones de los demás poderes del Estado o de otros grupos de poder, ni
obedecerán a influencias de otros jueces, particularmente los que estén en una posición
jerárquica superior, se protege también la independencia judicial. La relación ha sido
puesta de manifiesto por la CorteIDH en el ya citado caso del Tribunal Constitucional vs.
Perú (2001):
“Esta Corte considera necesario que se garantice la independencia de cualquier juez en un
Estado de Derecho y, en especial, la del juez constitucional en razón de la naturaleza de
los asuntos sometidos a su conocimiento. Como lo señalara la Corte Europea, la
independencia de cualquier juez supone que se cuente con un adecuado proceso de
nombramiento, con una duración establecida en el cargo y con una garantía contra
presiones externas” (pf. 75).
Por lo mismo no es de extrañar que varias propuestas de reforma legal y constitucional,
algunas apoyadas incluso por los mismos jueces, sostengan que es necesario sustraer de
las atribuciones de la Corte Suprema funciones de gobierno judicial que tengan relación
con el nombramiento, promoción, calificaciones y disciplina de los jueces, radicándolas en
un organismo del tipo consejo de la magistratura que goce de algún grado de autonomía
—en este punto hay opiniones diversas— para permitir que el más alto tribunal del Poder
Judicial asuma preponderantemente el control jurisdiccional de las decisiones de los
jueces de la República. El sistema de nombramiento de los jueces y, en general, del
gobierno judicial, es uno de los temas que en materia de justicia se debatió en el seno de
la Convención Constitucional (2021-2022).
Crónica
FUENTE www.diarioconstitucional.cl - 9 de noviembre de 2021
Presidente de la Corte Suprema expuso ante Comisión de Sistemas de Justicia de la
Convención Constitucional
«La justicia civil, penal, laboral y de familia, y el sistema recursivo, se ejerce con plenitud
en todo el territorio de la República, de manera continua, autónoma y estable, adjetivos
que vale la pena recalcar”, destacó Guillermo Silva Gundelach.
El presidente de la Corte Suprema, Guillermo Silva Gundelach, expuso ante la Comisión de
sistemas de justicia de la Convención Constitucional, que coordinan los convencionales
Christian Viera y Vanessa Hoppe. En la oportunidad el presidente enfatizó la relevancia
para el país de garantizar la independencia judicial.
Gobierno Judicial
En su presentación, la autoridad se refirió al gobierno judicial y la forma propuesta por la
institución para dividir la labor jurisdiccional de la administrativa. “En cuanto al gobierno
judicial, es amplio el consenso en torno a la necesidad de separar las funciones
jurisdiccionales de las administrativas. (…). En cuanto a qué competencias abarcaría el o
los órganos, figuran: nombramientos, formación y capacitación, responsabilidad
disciplinaria, administración y gestión de recursos; y, en cuanto a la composición de este
órgano u órganos, ésta puede ser interna, externa o mixta. Cualquiera sea el modelo que
se adopte, consideramos que el cambio debiera orientarse siempre a la garantía de
independencia, a fin de resguardar el debido proceso de todas las personas, por lo que el
nuevo órgano —u órganos- debiera estar conformado por integrantes con la capacitación
apropiada y conocedores de la función jurisdiccional”.
Para la Corte Suprema, un presupuesto estable para el Poder Judicial contribuye a la
independencia.
“Hemos advertido, también, que el actual diseño otorga competencia a la Corte Suprema
y Cortes de Apelaciones para intervenir tanto en los nombramientos de ciertas
autoridades no judiciales como en su remoción directa, en algunos casos. Sobre lo
primero, la opción que promueve que sea un órgano autónomo, distinto al judicial, el que
esté a cargo de estas designaciones, parece coherente con la generación de un sistema
autónomo de nombramiento de jueces. (…)”.
4. Principio de imparcialidad
La imparcialidad del juzgador es uno de los atributos más relevantes de la jurisdicción y
por ello desde muy antiguo ha sido concebida como una cualidad esencial en los jueces, al
tiempo que un elemento del “proceso con todas las garantías” o debido proceso (Garberí,
2009, p. 288). La imparcialidad sitúa al juez en una posición de neutralidad frente a las
alegaciones de las partes, de modo que su intervención en el juicio debe estar desprovista
de todo prejuicio e interés en el asunto que le corresponde decidir. En otras palabras, lo
que este principio exige es “decidir un caso de acuerdo con el derecho y no en base a
preferencias personales y/o de un tercero” (Larroucau, 2020, p. 62).
Un viejo aforismo expresa que “Nadie puede ser juez en su propia causa” (nemo iudex in
causa sua) y lleva mucha razón, si se considera que la exigencia al juez de una posición de
neutralidad en el asunto que le corresponde decidir es incompatible con la posición de las
partes (o de cada parte), que son quienes legítimamente alegan el reconocimiento en el
juicio de un derecho o la tutela de un interés. El propio Estatuto del Juez Iberoamericano
(2001) lo eleva a la categoría de un principio fundamental: “La imparcialidad del juez es
condición indispensable para el ejercicio de la función jurisdiccional” (art. 7).
La imparcialidad, entonces, sitúa al juez al margen de los intereses de las partes y del
proceso que le corresponde resolver. Ella exige “la ausencia de todo interés en su
decisión, distinto al de la recta aplicación de la justicia. (..) Al juez le está vedado conocer y
resolver asuntos en que sus intereses personales se hallen en conflicto con su obligación
de aplicar rigurosamente el derecho. No se puede ser juez y parte a un mismo tiempo”
(Devis, 2002, p. 56).
De lo dicho hasta ahora se colige que la dualidad de partes en un proceso es una garantía,
al menos formal, de la imparcialidad del juzgador. La presencia de dos partes con
intereses contrapuestos (p. ej. el demandante y el demandado; el MP y el imputado) pone
al juez en la necesidad de resolver un litigio. Recordemos acá la estructura dialéctica y
dialógica del proceso jurisdiccional que lo transforma “en sí mismo, [en] un método de
debate” (Couture, 1953, p. 52). La existencia en el proceso de dos partes enfrentadas
“posibilita la imparcialidad desde un punto de vista meramente formal. Efectivamente, si
se sitúa al juez frente a dos o más sujetos —ajenos a dicho juez— que debaten entre sí, se
posibilita que el juzgador se quede al margen del litigio, resolviéndolo con total
distanciamiento de las partes. De no existir este principio, como se ha visto, es casi segura
la directa implicación del juez en el litigio” (Nieva, 2014, p. 130, destacado nuestro).
La imparcialidad del juzgador es un atributo reconocido por los tratados internacionales
sobre derechos humanos: el art. 10 de la DUDH, el art. 14.1 del PIDCP, en el art. 6.1 del
CEDH y el art. 8.1 de la CADH, garantizan el derecho de los justiciables a acudir ante un
órgano independiente e imparcial. En el ámbito regional americano la CorteIDH en el caso
Duque vs. Colombia (2016) ha declarado:
“La Corte reitera que el derecho a ser juzgado por un juez o tribunal imparcial es una
garantía fundamental del debido proceso, debiéndose garantizar que el juez o tribunal en
el ejercicio de su función como juzgador cuente con la mayor objetividad para enfrentar el
juicio. Este Tribunal ha establecido que la imparcialidad exige que el juez que interviene
en una contienda particular se aproxime a los hechos de la causa careciendo, de manera
subjetiva, de todo prejuicio y, asimismo, ofreciendo garantías suficientes de índole
objetiva que inspiren la confianza necesaria a las partes en el caso, así como a los
ciudadanos en una sociedad democrática” (pf. 162, destacado nuestro).
4.1. Imparcialidad subjetiva e imparcialidad objetiva
Son dos maneras de aproximarse a la garantía, que exigen, como hemos visto, que el juez
esté situado en una posición equidistante y ajena a los intereses de las partes, como un
tercero no parcial, carente de prejuicio positivo o negativo en el asunto que le
corresponde resolver (Romero, 2017, p. 117).
De antiguo el TEDH ha resuelto que la imparcialidad se puede apreciar desde dos puntos
de vista: uno subjetivo, “que trata de averiguar la convicción personal de un juez
determinado en un caso concreto” y un punto de vista objetivo, que “se refiere a si éste
[el juez] ofrece las garantías suficientes para excluir cualquier duda razonable al respecto”
(caso Piersack vs. Bélgica, 1982, pf. 30, destacado nuestro). En consecuencia, una cosa es
que el juez se enfrente al asunto sin interés en los resultados del caso concreto que debe
resolver (p. ej. el juez no tiene vínculo de parentesco o amistad alguna con las partes) y
otra, que el contexto en que el juez ejerza la jurisdicción otorgue a las justiciables
garantías suficientes de imparcialidad (p. ej. el sistema garantiza que el juez no haya
emitido un pronunciamiento anticipado —prejuzgamiento— sobre el asunto), cuestión
que importa, incluso, a la comunidad donde ejerce jurisdicción.
Es por ello por lo que en esta materia basta que el juez esté situado en una posición que
podría despertar dudas de su imparcialidad para que, según el modelo, se activen los
mecanismos de resguardo (p. ej. apartamiento, inhabilidad), puesto que “[N]o basta con
que un juez sea realmente imparcial, que se sienta así incluso. Para la conservación de su
auctoritas ante la ciudadanía, es imprescindible que también «parezca» imparcial (…). Ello
es algo muy mal entendido en la práctica, cuando ha habido jueces que se han resistido a
ser recusados por este motivo. Sin embargo, es fundamental que si el juez ya no conserva
su imagen de imparcialidad, la confianza de la ciudadanía por la Justicia no se quebrante
por la inexplicable insistencia de un juzgador de mantener, a toda costa, su función en un
caso concreto” (Nieva, 2014, p. 129).
La CorteIDH también ha formulado esa distinción, demostrando que es útil a la hora de
identificar los casos en que se violenta el principio de imparcialidad. Sobre la imparcialidad
subjetiva ha declarado que:
“Asimismo, el Tribunal reitera que la imparcialidad personal de un juez debe ser
presumida, salvo prueba en contrario. Para el análisis de la imparcialidad subjetiva, el
Tribunal debe intentar averiguar las convicciones, intereses o motivaciones personales del
juez en un determinado caso. En cuanto al tipo de evidencia que se necesita para probar
la imparcialidad subjetiva, se debe tratar de determinar, por ejemplo, si el juez ha
manifestado hostilidad o si ha hecho que el caso sea asignado a él por razones
personales”. (Caso Amrhein y Otros vs. Costa Rica, 2018, pf. 386, destacado nuestro).
Tratando de la imparcialidad objetiva, la Corte ha declarado que:
“Por su parte, la denominada imparcialidad objetiva consiste en determinar si el juez
cuestionado brindó elementos convincentes que permitan eliminar temores legítimos o
fundadas sospechas de parcialidad sobre su persona. Ello puesto que el juez debe
aparecer como actuando sin estar sujeto a influencia, aliciente, presión, amenaza o
intromisión, directa o indirecta, sino única y exclusivamente conforme a —y movido por—
el Derecho” (caso López Lone y Otros vs. Honduras, 2015, pf. 233, destacado nuestro).
La distinción también tiene relevancia en la resolución de los asuntos en el ámbito interno,
pues permite identificar los aspectos de la función jurisdiccional que quedan cubiertos por
la garantía de la imparcialidad. Así la Corte Suprema ha resuelto en la SCS, Rol Corte Nº
13.123-2018, de 24 de octubre de 2018:
“[T]odo acusado, en resguardo de su derecho a ser juzgado por un tribunal imparcial, se
encuentra en condiciones de reclamar la falta de dicha garantía cuando existen
circunstancias externas, objetivas, que sugieren sospechas legítimas sobre la existencia de
prejuicios del juzgador en la solución del caso que debe resolver, sin que pese sobre el
imputado la carga de demostrar que el juez, efectivamente, albergaba en su fuero interno
la aspiración de una sentencia perjudicial a sus intereses. De este modo, en consonancia
con las exigencias que postula la imparcialidad objetiva, todo juez respecto de quien
puedan existir motivos plausibles para desconfiar de su imparcialidad debe inhibirse de
conocer el caso” (cons. 6º, destacado nuestro).
4.2. Imparcialidad judicial e independencia institucional
La separación de los poderes públicos permite garantizar la independencia de los órganos
jurisdiccionales y la estructura que los sostiene. Sin embargo, el correcto ejercicio de la
función jurisdiccional para la tutela de los derechos e intereses de los justiciables requiere
que los jueces gocen de independencia, atributo subjetivo que se vincula con el de la
imparcialidad judicial.
Si bien la independencia orgánica y funcional es una propiedad distinta a la imparcialidad,
ella está reconocida al servicio de esta última: es tan relevante que la independencia
permita que los jueces sean imparciales, atributo esencial de la jurisdicción, que la CPR, al
consagrar la independencia, “lo hace con la finalidad de que ella contribuya a la
imparcialidad de los jueces. En otros términos, entendemos que la independencia
funcional es instrumental a la imparcialidad o independencia personal del juez” (Pereira,
1996, p. 262, cursivas en el original).
Esta relación ha sido puesta de relieve por la ONU en el texto de los Principios Básicos
Relativos a la Independencia de la Judicatura (Milán 1985), que en lo relativo a la
independencia de la judicatura expresa:
“Los jueces resolverán los asuntos que conozcan con imparcialidad, basándose en los
hechos y en consonancia con el derecho, sin restricción alguna y sin influencias, alicientes,
presiones, amenazas o intromisiones indebidas, sean directas o indirectas, de cualesquiera
sectores o por cualquier motivo”.
Pero es necesario insistir que aunque entre los principios de independencia y de
imparcialidad judicial exista un vínculo estrecho, ambos tienen diferencias importantes: la
independencia es una garantía político-institucional para que los jueces ejerzan sus
funciones con estricto apego al Derecho, libres de todo tipo de presiones e influencias,
externas e internas, por lo que puede ser evaluada en abstracto observando las
características del modelo de justicia. La imparcialidad es una garantía que permite
mantener al juez en una posición de neutralidad en un caso concreto, ajeno a los intereses
que las partes hacen valer en el mismo y su falta o déficit ha de evaluarse en cada caso
concreto, verificando si concurren las causales que justifican el apartamiento del juez por
su inhabilidad (Romero, 2017, pp. 119 y 120).
4.3. La imparcialidad y su protección en el sistema chileno
La imparcialidad, a pesar de ser una cualidad esencial del juzgador, no es un atributo que
aparezca reconocido expresamente y con generalidad en nuestra legislación. Las
referencias son, por el contrario, aisladas. Por ejemplo, en el CPP se reconoce como el
derecho a ser juzgado por un tribunal imparcial (art. 1º), en el COT, a propósito del
régimen de las implicancias y recusaciones (arts. 196 Nº 16, 200, 484 y 488), en el CPC, en
la regulación del incidente a que dan lugar las implicancias y recusaciones (art. 125) y en la
Ley N° 19.968, pero a propósito del estatuto de la mediación familiar (arts. 103 y ss.), por
lo que en este caso escapa del ámbito jurisdiccional.
Hemos señalado que la imparcialidad del juez es un elemento que integra la garantía del
debido proceso, por lo que debe entenderse incorporada como estándar de un
procedimiento racional y justo del art. 19 Nº 3 inc. 6º de la CPR. Además, la garantía
constitucional resulta enriquecida por las normas de los tratados internacionales sobre
derechos humanos ratificados por Chile, como el PIDCP y la CADH, que, según hemos
visto, garantizan expresamente la independencia e imparcialidad, y por el acervo
jurisprudencial del sistema interamericano de protección de los derechos humanos. En
suma, puede afirmarse que en nuestro sistema se reconoce y asegura la imparcialidad de
los jueces como una garantía esencial del debido proceso.
En Chile el sistema legal de tutela de la imparcialidad y que persigue la inhabilidad de los
jueces para conocer determinados casos es el de las implicancias y recusaciones. Ambos
son mecanismos que especifican casos en que el juez carece de imparcialidad o ella se ve
afectada o amenazada, por tener vinculaciones con las partes o relación con el asunto
concreto que está llamado a resolver. Nuestro modelo se decanta, entonces, por la opción
técnica de regular legalmente las causales de inhabilidad (Romero, 2017, p. 121).
El legislador contempla causales tasadas de inhabilidad —las de implicancia y las de
recusación están enunciadas en los arts. 195 y 196 del COT—, que puedan ser
objetivamente constatables “cuya concurrencia convierte al juez en sospechoso de
parcialidad, con independencia de que en la realidad el juez concreto sea o no capaz de
mantener su imparcialidad” (Oberg y Manso, 2011, p. 123, destacado nuestro). La
concurrencia de las causales legales de inhabilidad no puede verificarse en abstracto, sino
que ha de evaluarse en cada caso concreto y si el juez se declara incurso en una causal de
implicancia (p. ej. el juez es parte en el pleito que le corresponde resolver) o si acoge la
solicitud de recusación planteada por una o ambas partes (p. ej. el juez tiene con una de
las partes un lazo de amistad estrecho), debe abstenerse de conocer o seguir conociendo
del asunto.
En suma, lo que caracteriza a nuestro sistema legal de inhabilidades para el resguardo de
la imparcialidad del juzgamiento, es que la ley regula un conjunto de circunstancias “que
miran a las posibles vinculaciones del afectado [el juez] con las partes o con el conflicto, y
que permiten alejar del conocimiento de un asunto determinado a jueces u otros
funcionarios auxiliares de la administración de justicia” (Figueroa y Morgado, 2013a, p.
110).
Crónica
FUENTE: NOTICIAS DEL PODER JUDICIAL - 29 de diciembre de 2022
Corte Suprema acoge recurso de nulidad por falta de imparcialidad de juez y ordena
nuevo juicio oral contra Martín Pradenas
En fallo dividido, la Segunda Sala no cuestiona el fondo de la resolución, como lo son las
pruebas rendidas, la participación atribuida al acusado y la perspectiva de género
plasmada en la resolución del caso, sino la vulneración a la garantía del “juez imparcial”,
debido a que uno de los integrantes del TOP de Temuco realizó comentarios en sus redes
sociales mientras se desarrollaba el juicio oral.
Tras constatar la falta de imparcialidad de uno de los jueces, la Corte Suprema acogió el
recurso de nulidad de la defensa y le ordenó al Tribunal de Juicio Oral en lo Penal de
Temuco la realización de nuevo juicio, por jueces no inhabilitados, en contra de Martín
Nicolás Ignacio Pradenas Dürr, acusado por el Ministerio Público como autor de dos
delitos consumados de violación de mayor de 14 años, cuatro delitos consumados de
abuso sexual de mayor de 14 y un delito consumado de abuso sexual de menor de 14
años. Ilícitos perpetrados entre noviembre de 2010 y septiembre de 2019, en la ciudad y
en la comuna de Pucón.
En fallo dividido (causa rol 80.876-2022), la Segunda Sala del máximo tribunal (…) no
cuestiona el fondo de la resolución, como lo son las pruebas rendidas, la participación
atribuida al acusado y la perspectiva de género plasmada en la resolución del caso, sino la
vulneración a la garantía del “juez imparcial”, debido a que uno de los integrantes del TOP
de Temuco realizó comentarios en sus redes sociales mientras se desarrollaba el juicio oral
y que dan cuenta de que el magistrado redactor de la sentencia condenatoria enfrentó el
proceso alejado de la objetividad a que está obligado por ley.
La resolución de la Corte Suprema implica que Pradenas Dürr deberá permanecer en
prisión preventiva a la espera de la realización del nuevo juicio.
Además, la Sala dispuso que la Corte de Apelaciones de Temuco instruya una investigación
sumaria respecto del Juez Leonel Torres Labbé, para determinar una eventual
responsabilidad disciplinaria en su actuar durante el juicio.
Falta de objetividad
“Que, como se observa, las publicaciones antes reseñadas fueron realizadas por el Juez
Leonel Torres Labbé —encargado de la redacción del arbitrio recurrido—, incluso antes de
que el tribunal terminara de oír la prueba ofrecida durante la audiencia de juicio y
también tras haber comunicado el veredicto condenatorio —el 06 de agosto de 2022—,
pero antes de la comunicación de la sentencia —el 26 de agosto siguiente—, según se
desprende de su contenido, y, por consiguiente, antes de resolver las solicitudes
planteadas por la defensa en la audiencia de estilo, prevista en el artículo 343 del Código
Procesal Penal, y se determinara la pena en concreto que el tribunal fuera a imponer al
acusado”, sostiene el fallo. (…)
Para la Sala Penal: “Estos antecedentes resultaron suficientes para establecer fundadas
sospechas sobre la falta de imparcialidad que se denuncia, desde que son unívocos en
cuanto al ánimo con que el Juez Torres Labbé enfrentó el caso y su opinión personal de la
persona del acusado, emitiendo comentarios en redes sociales que dan cuenta de un
prejuzgamiento del imputado antes de la conclusión del juicio (‘vengador implacable…
pero de buenos argumentos’); y compartiendo descalificaciones realizadas en contra del
encartado, que si bien fueron proferidas por terceros, hizo suyas al aceptar publicarlas en
su cuenta de Instagram, la que por demás es pública; todos antecedentes de los que se
desprende el especial ánimo del Juez Torres Labbé con el que se enfrentó al juicio,
apartándose de su deber de objetividad y con ello, careciendo de imparcialidad objetiva y
subjetiva con la que debía aproximarse a los hechos de la causa”. (…)
5. Principio de responsabilidad
Este principio es una aplicación del principio general de responsabilidad que afecta a los
funcionarios públicos por los actos abusivos que cometan ejerciendo sus funciones (Oberg
y Manso, 2011, p. 72) y sirve como una herramienta eficiente para evitar que el Poder
Judicial se transforme en un poder despótico. Además, salvaguarda los intereses de la
colectividad y de los particulares, asegurando la recta y debida administración de justicia.
La responsabilidad judicial se vincula con los principios de independencia e inamovilidad
de los jueces, en una relación de equilibrio, dado que “un juez plenamente independiente
e inamovible, investido del vigoroso poder jurisdiccional, implica un grave riesgo, propio
del ejercicio de toda potestad irrestricta: convertir el juez en un déspota. De ahí la
necesidad de hacerlo responsable, con el objetivo de contener y racionalizar su poder.”
(Pereira, 1996, pp. 265 y 266).
Su reconocimiento constitucional se halla en los arts. 79 y 80 inc. 1º de la CPR; legalmente,
se encuentra con generalidad en el art. 13 del COT.
5.1. Tipos de responsabilidad judicial
En el ejercicio de su cargo, los jueces pueden incurrir en diversos tipos de responsabilidad:
disciplinaria, penal, civil y política.
5.1.1. Responsabilidad disciplinaria
Los jueces pueden incurrir en ella cuando cometen faltas o abusos con ocasión de los
actos propios de su ministerio, pero sin que tales hechos constituyan crimen o simple
delito.
A la Corte Suprema le corresponde velar por la conducta de los jueces. Como una de las
funciones de gobierno judicial, a este tribunal la ley ha otorgado la Facultad Disciplinaria,
reconocida en art. 82 de la CPR (superintendencia directiva, correccional y económica de
todos los tribunales de la República), mandato que reitera el art. 540 del COT.
Estas atribuciones disciplinarias y correccionales de la Corte Suprema y, en general, de
todos los tribunales están reglamentadas con mayor precisión en el Título XVI del COT (pf.
1º arts. 530 y ss., “De la Jurisdicción Disciplinaria y de la Inspección y Vigilancia de los
Servicios Judiciales”), normas que establecen los mecanismos para hacer efectiva la
responsabilidad disciplinaria de los jueces y las sanciones aplicables (también contempla
varias normas relativas a las faltas en que incurran los abogados y las sanciones que les
son aplicables).
Sobre la responsabilidad disciplinaria y el procedimiento para hacerla efectiva existe
regulación también en algunos AA de la Corte Suprema. El más reciente es el contenido en
el Acta 108-2020, de 4 de septiembre de 2020, “Auto Acordado sobre Procedimiento para
Investigar la Responsabilidad Disciplinaria de los Integrantes del Poder Judicial” y que
derogó el AA contenido en el Acta 15-2018 (debe recordarse que todas estas normas son
de rango infra legal).
La responsabilidad disciplinaria puede hacerse efectiva: i) De oficio por los tribunales
superiores de justicia, actuando sus facultades disciplinarias (o “jurisdicción disciplinaria”)
respecto de sus inferiores jerárquicos, o ii) A petición de la parte afectada. En este último
caso es preciso distinguir dos vías para hacer efectiva esta responsabilidad: la Queja
Disciplinaria y el Recurso de Queja.
5.1.1.1. La queja disciplinaria
Las partes afectadas por algún acto de juez cometido en el ejercicio de sus funciones
pueden deducir las correspondientes quejas disciplinarias, conforme con el art. 536 del
COT, cuando la responsabilidad disciplinaria del juez no se ha hecho efectiva de oficio (por
su superior jerárquico). Para estos efectos, las Cortes de Apelaciones deben disponer de
audiencias públicas diarias para recibir las quejas verbales contra los funcionarios de su
territorio jurisdiccional (art. 547 del COT).
Las “faltas o abusos” que haya cometido un juez, motivo de la queja disciplinaria, pueden
ser corregidos por las Cortes de Apelaciones por medio de una serie de medidas
enumeradas en el art. 537 del COT y que van desde la amonestación privada a la
suspensión de funciones hasta por cuatro meses.
Estas facultades pueden ser ejercitadas, incluso, de oficio por las Cortes de Apelaciones
(art. 538 del COT). Y la Corte Suprema puede corregir por sí las faltas o abuso que
cualquier juez o funcionario judicial de la República cometiere en el ejercicio de sus
funciones “siempre que lo juzgare conveniente a la buena administración de justicia”,
usando las atribuciones que reconocen los arts. 536 y 537 citados (art. 541 inc. 2º del
COT).
5.1.1.2. Recurso de queja
Esta herramienta puede ejercerse cuando la falta o abuso se ha cometido precisamente
en la dictación de una resolución judicial. En tal caso las partes afectadas por ella pueden
deducir el recurso de queja, de acuerdo con los arts. 545 al 549 del COT. En la actualidad,
además de las normas pertinentes de este Código, el recuro de queja está regulado por el
AA sobre Tramitación y Fallo de los Recursos de Queja (1972), norma preconstitucional
pero que se halla aún vigente.
El llamado “recurso de queja” no es propiamente un medio de impugnación que persiga el
control jurisdiccional por un tribunal superior de la decisión adoptada por el inferior, sino
que su objetivo central es verificar la existencia de una falta o abuso grave cometido en la
dictación de una resolución judicial (art. 545 del COT). Así lo ha entendido la doctrina y la
jurisprudencia, particularmente después de la reforma que introdujo la Ley Nº 19.374
(1995) limitando sus alcances:
“Que en el presente caso, el mérito de los antecedentes no permite concluir que los
jueces recurridos —al decidir como lo hicieron— hayan incurrido en alguna de las
conductas que la ley reprueba y que sea necesario reprimir y enmendar mediante el
ejercicio de las atribuciones disciplinarias de esta Corte. (…) [E]l recurso gira en torno a la
aplicación de los artículos 470, 472 y 476 del Código del Trabajo (…), materia que siendo
propia de la actividad hermenéutica, no es controlable por esta vía” (SCS, Rol Corte Nº
41.907-2017, de 12 de diciembre de 2017, voto en contra, destacado nuestro).
“Que al respecto cabe señalar que, como ha dicho reiteradamente esta Corte, el proceso
de interpretación de la ley que llevan a cabo los juzgadores en cumplimiento de su
cometido no puede ser revisado por la vía del recurso de queja, porque ello constituye
una labor fundamental, propia y privativa de los jueces, razón por la cual, el presente
arbitrio debe ser desestimado” (SCS, Rol Corte Nº 1.128-2018, de 27 de marzo de 2018,
cons. 6º, destacado nuestro).
Por lo ya explicado es que este mecanismo de control disciplinario que conocen las Cortes
de Apelaciones y la Corte Suprema, según el caso (art. 63 Nº 1 letra c) y art. 98 Nº 7 del
COT), no se deduce contra la resolución dictada con falta o abuso grave, sino contra el o
los jueces que la dictaron, que puede ser un tribunal unipersonal o un tribunal colegiado
(“jueces recurridos”).
El recurso de queja tiene varios aspectos interesantes que no corresponde analizar por
ahora. Sin embargo, debe destacarse que si la Corte detecta la existencia de una falta o
abuso grave en la dictación de la resolución que motiva el recurso, tiene amplias
facultades para remediar el perjuicio que causan, pudiendo revocar, enmendar o invalidar
la resolución (Mosquera y Maturana, 2017, pp. 452 y 453), pero si decide invalidar la
resolución debe pasar los antecedentes al tribunal pleno para que este resuelva sobre la
aplicación de las medidas disciplinarias que correspondan (art. 545 inc. final del COT y art.
13 del AA).
Por ejemplo, si se deduce un recurso de queja contra un juez de un Juzgado Civil de
Puente Alto, debe ser conocido en única instancia por la Corte de Apelaciones de San
Miguel, actuando en sala (arts. 63 nº 1 letra c) y 66 inc. 5º parte 1ª del COT). Si esta
determina que en la resolución judicial que dio origen al recurso el juez recurrido cometió
una falta o un abuso grave en su dictación, acogerá el recurso e identificará los errores u
omisiones que los constituyan (art. 545 inc. 2º del COT), adoptando todas las medidas
necesarias para remediar tal falta o abuso. Si la sala decide invalidar la resolución debe
enviar los antecedentes al pleno de la misma Corte, para que esta decida si, dada la
naturaleza de la falta o abuso, corresponde aplicar contra el juez una medida disciplinaria
(arts. 66 inc. 5º parte 2º y 98 Nº 7 del COT).
5.1.2. Responsabilidad penal o criminal
Incurren en ella los jueces que ejerciendo sus funciones y en los casos específicamente
previstos por la ley cometen algún delito. Debe resaltarse que el estatuto que aquí
referiremos se aplica cuando los jueces cometen determinados delitos en el ejercicio de
sus funciones (llamados delitos ministeriales) y no como particulares, puesto que en este
caso responden como cualquier persona.
El art. 79 de la CPR reconoce la responsabilidad penal de los jueces denominando
genéricamente “prevaricación” a todas las conductas delictuosas que los jueces pueden
cometer, las que se encuentran tipificadas en los arts. 223 y ss. del CP (“Prevaricación”, pf.
4, Título V, Libro II). También debe tenerse en cuenta el art. 324 del COT, que hace
responsable a los jueces del “cohecho, la falta de observancia en materia sustancial de las
leyes que reglan el procedimiento, la denegación y la torcida administración de justicia y,
en general, toda prevaricación o grave infracción de cualquiera de los deberes que las
leyes imponen a los jueces”, de acuerdo con los preceptos del CP.
En consecuencia, no toda conducta de los jueces que actúen ejerciendo sus funciones
genera esta responsabilidad, pues, de acuerdo con el art. 13 del COT, es la ley la
encargada de determinar los casos en que ello ocurre, lo que es coherente con el principio
de legalidad penal (art. 19 Nº 3 inc. 9º de la CPR).
Sin embargo, la ley exime a los miembros de la Corte Suprema de responsabilidad penal
por los delitos de falta de observancia de las leyes que reglan el procedimiento,
denegación y torcida administración de justicia (art. 324 inc. 2º del COT, en relación con el
art. 79 inc. 2º constitucional), lo que sería consistente con una de las atribuciones
paradigmáticas del máximo tribunal que es conocer del recurso de casación en el fondo,
dado que si se pretendiera hacer efectiva la responsabilidad penal de sus miembros “por
torcida administración de justicia, sería preciso resolver que han aplicado mal la ley,
torciendo su inteligencia, haciéndola decir lo que no dice. Y como esto no puede
suponerse legalmente en un tribunal cuya misión es la de fijar la inteligencia verdadera de
la ley y la de armonizar y uniformar la jurisprudencia de los tribunales, no se divisa cuál
pudiera ser el juez revestido de la facultad de declarar que es torcido y malo aquello que
la ley reputa como derecho y bueno” (Pereira, 1996, p. 267, nota al pie Nº 348, citando la
opinión del diputado y jurista Jorge Huneeus Zegers en el debate parlamentario del art.
159 de la Ley de Organización y Atribuciones de los Tribunales, de 1875, antecesor del art.
324 del COT).
El constituyente de 1980 dejó al legislador la tarea de determinar “los casos y el modo de
hacer efectiva” la responsabilidad penal de los miembros de la Corte Suprema, según
ordena el art. 79 inc. 2º de la CPR. Para interpretar esta norma una opción es entender
que debe regularse legalmente por qué delitos responden los jueces del máximo tribunal y
cuál es el procedimiento para hacer efectiva esta responsabilidad, tarea que aún estaría
pendiente, según se ha advertido hace años (Pereira, 1996, pp. 267 y 268). La otra opción
es entender que el mandato del art. 79 inc. 2º constitucional se satisface con una norma
preconstitucional: el art. 324 inc. 2º del COT que, como hemos visto, exonera de
responsabilidad a los jueces de la Corte Suprema en los tres ilícitos que expresa.
Suscribimos la primera opinión, en el sentido que la norma del art. 79 inc. 2º de la CPR
impone un claro mandato al legislador para que determine los casos (delitos) y modo
(procedimientos) para que los jueces del más alto tribunal respondan penalmente si por
su conducta ello corresponde, por lo que sería necesario adecuar el art. 324 del COT al
mandato constitucional.
¿Cómo se hace efectiva la responsabilidad penal de los jueces?
Para hacer efectiva la responsabilidad penal de los jueces es necesario que se inicie un
proceso previo, según el art. 328 del COT. Este proceso previo o antejuicio se denomina
Querella de Capítulos y su regulación se halla en el Título V Libro IV del CPP (arts. 424 a
430).
La querella de capítulos es una verdadera actividad prejudicial de un proceso penal y tiene
por finalidad obtener de un tribunal la autorización para proceder penalmente contra un
juez para “hacer efectiva la responsabilidad criminal de los jueces, fiscales judiciales y
fiscales del ministerio público por actos que hubieren ejecutado en el ejercicio de sus
funciones e importare una infracción penada por la ley” (art. 424 del CPP).
Si la Corte de Apelaciones correspondiente, que es el tribunal llamado por ley a declarar
“admisibles los capítulos de acusación”, acoge la querella de capítulos, el juez capitulado
queda suspendido en el ejercicio de sus funciones y el proceso penal debe seguir su curso
de acuerdo con las reglas generales, por lo que asume el conocimiento el juzgado de
garantía que corresponda y posteriormente el tribunal de juicio oral en lo penal, según el
caso (art. 428 del CPP).
Si en el juicio posterior se declara por sentencia firme que el juez tiene responsabilidad
penal por un delito cometido en el ejercicio de sus funciones (p. ej. prevaricación,
cohecho), se produce la expiración de su cargo y debe abandonarlo (art. 332 Nº 9 del
COT), por lo que constituye una causa de amovilidad. Todo ello, sin perjuicio de sufrir la o
las penas que correspondan según la ley penal.
5.1.3. Responsabilidad civil
Esta es la responsabilidad que los jueces asumen para reparar los daños que haya
producido un hecho ilícito cometido en el ejercicio de sus funciones (arts. 325 y 326 del
COT), por lo que se aplica el estatuto del Código Civil (arts. 2314 y ss.). Está entonces
íntimamente vinculada a la existencia de responsabilidad penal.
La responsabilidad civil puede afectar individualmente al juez de un tribunal unipersonal,
individualmente a uno o más miembros de un Tribunal colegiado o solidariamente a todos
ellos (art. 327 del COT).
Para hacer efectiva esta responsabilidad la víctima debe demandar la correspondiente
responsabilidad civil extracontractual del o los jueces (Larroucau, 2020, p. 120), siendo
además necesario que la petición sea sometida a un examen previo de admisibilidad (art.
328 del COT). No obstante, no se acude a la figura de la Querella de Capítulos, puesto que
esta está vinculada a la responsabilidad penal, siendo suficiente que la respectiva
demanda contenga la solicitud que se declare su admisibilidad y ella sea calificada de
admisible por el juez o tribunal que conozca de la misma. Esa y otras limitaciones (arts.
328 a 331 del COT) tienen por finalidad “evitar que los jueces sean víctimas de mala fe, de
la torpeza, venganza o enemistad de los litigantes” (Oberg y Manso, 2011, p. 73).
Declarada judicialmente la responsabilidad civil de un juez por un hecho ilícito cometido
en el ejercicio de sus funciones, expira su cargo y debe abandonarlo, por lo que también
constituye una causa de amovilidad (art. 332 Nº 9 del COT).
5.1.4. Responsabilidad política o constitucional
Se denomina así a la responsabilidad que afecta a los jueces de los Tribunales Superiores
de Justicia cuando incurren en “notable abandono de sus deberes”, que es la única causal
que la hace procedente. Esta responsabilidad se hace efectiva por medio de una acusación
constitucional (art. 52 Nº 2 de la CPR y arts. 37 y ss. de la Ley Nº 19.918, Orgánica
Constitucional del Congreso Nacional), mecanismo que constituye un juicio político y que
tiene orígenes remotos en el sistema inglés, aun cuando en nuestro sistema constitucional
se remonta a la Constitución de 1828 (art. 47).
A pesar de que ha habido alguna discrepancia en torno a quiénes afecta este tipo de
responsabilidad, se ha entendido que la expresión “magistrados de los tribunales
superiores de justicia” comprende a los ministros de la Corte Suprema, las Cortes de
Apelaciones y las Cortes Marciales.
La causal que permite hacer efectiva este tipo de responsabilidad, promoviendo un juicio
político, es bastante indeterminada. ¿Qué debe entenderse por notable abandono de los
deberes? En Chile el profesor Hugo Pereira ha explicado que “un juez hace notable
abandono de sus deberes cuando de manera digna de atención o de reproche descuida el
cumplimiento de los mismos o, atendiendo más al sentido que a la literalidad de los
vocablos, cuando de manera ostensible desampara a las personas o cosas que debe
proteger en razón de los deberes propios de su cargo” (Pereira, 1996, p. 272, destacado
en el original).
En cuanto al procedimiento, interviene en él la Cámara de Diputados y el Senado, la
primera decidiendo sobre su admisibilidad y el segundo resolviéndolo. Es una atribución
exclusiva de la Cámara de Diputados declarar si ha lugar o no a las acusaciones
constitucionales formuladas en contra de los magistrados de los tribunales superiores de
justicia por “notable abandono de sus deberes”, previo informe de una comisión de
diputados conformada para el efecto (art. 52 Nº 2 letra c) de la CPR y arts. 38 y 41 de la
Ley Nº 19.918) y audiencia del juez afectado. Aprobada la acusación constitucional por la
Cámara de Diputados, corresponde al Senado pronunciarse sobre ella, conociendo como
jurado, por lo que resuelve en conciencia (art. 53 Nº 1 de la CPR).
La “declaración de culpabilidad” de los magistrados en el marco de esta acusación
constitucional provoca la cesación de sus cargos (arts. 53 Nº 1 inc. 4º de la CPR y 333 del
COT), por lo que también constituye una causa de amovilidad. Pero a pesar de que el
mecanismo se halla presente en la vida republicana desde el siglo XIX, su promoción
respecto de ministros de los tribunales superiores de justicia ha sido infrecuente, siendo
contadísimos los casos en que se ha decidido finalmente por la destitución (caso del
exministro de la Corte Suprema señor Hernán Cereceda, en 1993, por el conocido “caso
Chanfreau”) (Larroucau, 2020, pp. 125 y 126).
5.2. Responsabilidad de los jueces y gobierno judicial
El sistema actual de responsabilidad de jueces y funcionarios del sistema judicial padece
de los mismos problemas que pueden acusarse del régimen de nombramiento, pues dado
que la Corte Suprema tiene la superintendencia directiva, correccional y económica de
todos los tribunales del país, con las excepciones ya indicadas, y que la organización
jurisdiccional es excesivamente jerarquizada, pueden formularse varios reparos desde el
punto de vista del respeto a las garantías del debido proceso que ponen en riesgo la
independencia interna de los jueces (Bordalí, 2020, p. 181).
A pesar de que la Corte Suprema ha regulado el sistema para hacer efectiva la
responsabilidad disciplinaria de jueces y funcionarios adecuando bastante los
procedimientos a los estándares del debido proceso, lo que puede observarse de la
lectura del art. 4 de la ya citada Acta 108-2020, lo cierto es que perviven varios aspectos
criticables, entre los que destacan:
1) La deficiente tipificación legal de las conductas ilícitas. El legislador del COT contempla
varias conductas que generan responsabilidad disciplinaria para los funcionarios del Poder
Judicial y de las que puede resultar, incluso, el cese del cargo. Con esas serias
consecuencias sería predicable que tales conductas estuvieren precisamente definidas,
cumpliendo el principio de tipicidad en materia sancionatoria, lo que no ocurre siempre,
dado que hay causales de mal comportamiento de tipo genéricas, muy imprecisas o
incluso moralizantes (p. ej. el art. 337 Nº 3 del COT presume de derecho el mal
comportamiento del juez cuando “fuere corregido disciplinariamente más de dos veces en
cualquier espacio de tiempo, por observar una conducta viciosa, por comportamiento
poco honroso o por negligencia habitual en el desempeño de sus funciones”; o el art. 544
Nº 4 del COT que impone el deber a las Cortes de ejercer las facultades disciplinarias
contra los funcionarios judiciales “cuando por irregularidades de su conducta moral o por
vicios que es hicieren desmerecer en el concepto público comprometieren el decoro de su
ministerio”).
El mismo déficit puede acusarse del art. 80 inc. 3º de la CPR, puesto que la declaración de
que un juez no ha tenido un “buen comportamiento” y que autoriza su remoción, está
lejos de ser una conducta definida con estándares de tipicidad necesaria.
Lo antedicho no carece de relevancia, si se repara en que el propio legislador califica de
“penas correccionales” a las que especifica en los arts. 537 y 542 del COT, según expresa
el art. 539 inc. 2º del mismo Código.
2) La investigación y decisión en manos de su superior jerárquico. Al fiscal judicial de la
Corte Suprema le corresponde por sí o por medio de los fiscales judiciales de las Cortes de
Apelaciones, vigilar “la conducta funcionaria de los demás tribunales y empleados del
orden judicial”, para efectos que el máximo tribunal haga uso de sus atribuciones
disciplinarias y correccionales (art. 353 Nº 1 del COT) figura que representa claramente la
organización jerárquica y vertical del Poder Judicial asociada no solo al control
propiamente jurisdiccional, sino también al disciplinario.
Aparte que, según el diseño legal replicado por el AA, es tribunal competente para
resolver sobre la responsabilidad disciplinaria el superior jerárquico del funcionario u
órgano sujeto al procedimiento, sumado a que la investigación, la formulación de cargos y
la redacción del informe final son encomendadas a un fiscal judicial de la Corte respectiva,
el que es obviamente un funcionario de esta. En otras palabras, el instructor, que es un
superior jerárquico del funcionario investigado, a la vez pertenece y hasta en algunos
casos integra la respectiva Corte. Con ello se pone en riesgo la objetividad con que debe
actuar el instructor.
3) Defectos en el contradictorio. Las exposiciones orales ante el órgano resolutor son una
réplica de los alegatos ante las Cortes y dado que aquel resuelve sobre la base de las
pruebas recopiladas por el investigador durante la fase de instrucción, señaladas en el
informe final, no existe un verdadero debate contradictorio acerca de las pruebas, lo que
limita el derecho del juez o funcionario investigado a someter a control la investigación
efectuada.
Con todo lo dicho hasta aquí resulta complejo y cuestionable que la Corte Suprema, como
tribunal de vértice, siga reuniendo las potestades propias del control jurisdiccional (p. ej.
conocer de recursos de apelación y casación en la forma y en el fondo) y las del gobierno
judicial (nombramiento, calificación y disciplina judicial), dado que esto puede suponer
una confusión de planos que ponga en riesgo la independencia judicial. Ello a pesar de que
el Acta 108-2020 declare en su art. 5: “Autonomía jurisdiccional. No procederá abrir
proceso disciplinario por decisiones contenidas en resoluciones judiciales dictadas en
asuntos jurisdiccionales”, declaración que parece poco compatible con la actual estructura
orgánica y el vigente régimen legal de la disciplina judicial.
Crónica
FUENTE: EL MERCURIO LEGAL - 13 de julio de 2020
Corte Suprema decide introducir nuevos cambios al procedimiento disciplinario
El plazo máximo de los sumarios aumentó de 60 a 90 días, según la decisión del Pleno.
Además, habrá reserva de nombre de investigados.
Cinthya Carvajal A.
El Poder Judicial introducirá nuevos cambios en el procedimiento disciplinario para
investigar a jueces y funcionarios que incurran en faltas a sus deberes o en infracciones a
su cargo. A la denomina Acta 15-2018. Ya en 2018 se realizaron importantes
modificaciones en los sumarios administrativos: el sistema es oral, se terminó con la
reserva y la tramitación es digital. A una comisión a cargo del exvocero Lamberto
Cisternas, el ministro Jorge Dahm, representantes de los fiscales judiciales, que son los
investigadores de jueces, se le encomendó revisar cómo estaba funcionando el sistema
disciplinario y propusieron algunos ajustes. También se consideró la opinión de la
Asociación Nacional de Magistrados y Magistradas. La Corte Suprema aprobó gran parte
de la propuesta y también algunas consideraciones que realizaron algunos ministros, tras
dos sesiones en que revisaron el tema, y artículo por artículo. Los cambios apuntan, entre
otras medidas, a los plazos y apelaciones. En el actual sistema disciplinario se terminó con
la reserva para el afectado de que existe un sumario en su contra. Antes, el investigador
podía realizar diligencias en secreto durante 30 días. Solo en dos ocasiones el investigador
puede decretar la reserva, cuando “considere que es necesario para la eficacia del
procedimiento”. Esto se mantiene. El plazo para investigar es de 30 días prorrogable a 60,
y ahora será hasta 90 días.
Traslado y reserva de investigado
Mientras el funcionario está siendo sumariado puede ser trasladado transitoriamente por
el fiscal judicial a otro tribunal. La suspensión la decide el investigador y se apela al
superior correspondiente, en el caso de un juez a la Corte de Apelaciones respectiva.
Cuando la sentencia se haga pública, se deberán eliminar los datos sensibles como el
nombre del investigado y el domicilio. El funcionario tendrá conocimiento de que es
objeto de la investigación, pero no terceras personas ajenas a la causa; hay un resguardo
de la publicidad.
6. Principio de inamovilidad
La inamovilidad es una garantía establecida en favor de los jueces, consistente en que no
pueden ser destituidos de sus cargos mientras observen el buen comportamiento exigido
por la Constitución y las leyes (art. 80 de la CPR). Es un principio que alcanza jueces
propietarios, interinos y suplentes, por el tiempo de la designación, y a los fiscales
judiciales (Oberg y Manso, 2011, p. 69).
El principio de inamovilidad está íntimamente ligado al principio de independencia del
Poder Judicial, pues asumiendo que el nombramiento de los jueces proviene de la
voluntad algunas veces conjunta del Ejecutivo y el Legislativo (art. 78 constitucional), la
inamovilidad asegura que su actuación será independiente de los intereses de los otros
poderes del Estado.
La inamovilidad, sin embargo, no es absoluta, dado que el legislador regula los casos en
que se produce la cesación en el cargo de jueces y demás funcionarios judiciales. Para
efectos de su sistematización, se agruparán los casos de amovilidad y los otros casos de
cese en el cargo.
6.1. Casos de amovilidad
Existen causas reguladas por la ley que hacen cesar la inamovilidad, que conocemos como
casos de amovilidad. Tales casos de amovilidad de los jueces son:
1) Por causas que tienen relación con su mal comportamiento: la remoción y la sentencia
ejecutoriada en juicio de amovilidad:
a) La remoción de un juez debe ser acordada por la Corte Suprema en los términos de los
arts. 80 inc. 3º de la CPR y 332 Nº 3 del COT. El procedimiento de remoción puede ser
iniciado por requerimiento del Presidente de la República dirigido a la Corte Suprema, de
oficio por la misma Corte o a solicitud de parte interesada. La Corte Suprema, previo
informe del juez inculpado y de la Corte respectiva, puede declarar que aquel no ha tenido
un buen comportamiento, lo que deberá ser acordado por la mayoría de sus miembros.
b) El juicio de amovilidad es instruido por los tribunales superiores de justicia y concluye
por la sentencia que declara si el juez ha tenido o no el buen comportamiento exigido por
la CPR para permanecer en el cargo, según dispone el art. 332 Nº 4 del COT. En esta parte
es preciso tener en consideración que el COT contempla hipótesis en que se presume de
derecho el mal comportamiento de los jueces (art. 337 del COT).
El proceso de amovilidad puede iniciarse de oficio por los tribunales superiores, a
requerimiento del fiscal judicial o también a solicitud de la parte afectada (art. 338 del
COT).
Contra los jueces de letras el juicio de amovilidad es conocido en primera instancia por la
Corte de Apelaciones respectiva y contra los ministros de estas Cortes, las causas de
amovilidad se conocen en primera instancia por el Presidente de la Corte Suprema. La
segunda instancia es conocida por el pleno de la Corte Suprema (arts. 63 Nº 2 letra c), 53
Nº 1 y 96 Nº 3 del COT).
Los tribunales en estas causas deben proceder sumariamente, oyendo al juez imputado y
al fiscal judicial, debiendo apreciar la prueba con libertad, pero sin contradecir las reglas
de la lógica, las máximas de la experiencia ni los conocimientos científicos. La sentencia
debe ser fundada (art. 339 del COT).
2) Por notable abandono de sus deberes, declarado así en la acusación constitucional
promovida por la Cámara de Diputados y resuelta por el Senado (arts. 52 Nº 2 y 53 Nº 1 de
la CPR), hipótesis que se trató en el apartado 5.1.4 sobre la responsabilidad política de los
jueces.
3) Por haber sido declarado el juez penal o civilmente responsable por delitos cometidos
en el ejercicio de sus funciones (art. 332 Nº 9 del COT).
4) Por haber sido condenado el juez por crimen o simple delito (art. 332 Nº 1 con relación
al 256 Nº 6 del COT).
5) Por haber sido declarado el juez en interdicción por demencia o por prodigalidad (art.
332 Nº 1 con relación al 256 Nº 1 del COT).
6) Por haber sido mal calificado el juez, figurando en “lista deficiente” o por segundo año
consecutivo en “lista condicional” (art. 278 bis del COT). En este caso el juez queda
removido por el solo ministerio de la ley, una vez que la calificación esté firme (el COT
establece el sistema de calificación de los funcionarios del Poder Judicial entre los arts.
270 al 278 bis).
6.2. Otros casos de cesación del cargo
Hay casos en que los jueces son removidos de sus cargos, pero no constituyen
propiamente excepciones a la inamovilidad (o casos de amovilidad), dado que no se trata
de conductas que afecten al buen comportamiento judicial:
1) El cumplimiento de la edad máxima. El art. 80 de la CPR dispone que los magistrados
cesan en sus funciones al cumplir 75 años, límite no aplicable al presidente de la Corte
Suprema. Pero esta causal no es propiamente una excepción a la inamovilidad, puesto que
el transcurso del tiempo no es un hecho imputable al comportamiento de los jueces.
2) Las incapacidades legales sobrevivientes y la renuncia del juez aceptada por la
autoridad competente (art. 80 de la CPR y art. 332 Nºs 1, 2 y 5 del COT). Tampoco afectan
la inamovilidad de los jueces, pues no guardan relación con un mal comportamiento que
se les pueda imputar.
3) Los traslados y permutas de los jueces (art. 80 inc. final de la CPR y art. 310 del COT).
Crónica
FUENTE: NOTICIAS DEL PODER JUDICIAL – 7 de mayo de 2021
Corte de Chillán aplica máxima sanción administrativa a juez de Policía Local de Pemuco y
propone a la Corte Suprema su remoción del cargo
El pleno de la Corte de Apelaciones de Chillán aplicó hoy —viernes 7 de mayo— la máxima
sanción administrativa; es decir, la suspensión de funciones por cuatro meses, y elevó los
antecedentes a la Corte Suprema para que evalúe la remoción del cargo, del juez de
policía local de Pemuco, Marcelo Iván Campos Henríquez, actualmente en prisión
preventiva, imputado como autor de los delitos consumados de cohecho y violación de
secretos, en el denominado caso “Luminarias”.
En fallo unánime (causa rol 909-2020), la Sala de Pleno del tribunal de alzada —integrado
por los ministros Guillermo Arcos, Claudio Arias y Paulina Gallardo— aprobó el informe
final evacuado por la fiscalía judicial y acordó sancionar Campos Henríquez por faltar
gravemente al principio de integridad que debe regir la conducta del cargo de juez de
policía local, afectando no solo al tribunal en el cual servía, sino que, además, a la correcta
administración de justicia y a la confianza de la ciudadanía en los tribunales.
Para el tribunal de alzada: “(….) como corolario de lo que se viene razonando, en lo que
compete a este Tribunal Pleno, se concluye que la conducta del señor Campos Henríquez,
es constitutiva de responsabilidad disciplinaria, al configurarse a su respecto, el supuesto
del artículo 544 Nº 4 del Código Orgánico de Tribunales. Lo anterior, sin perjuicio de lo que
se resuelva en definitiva en sede penal”.
7. Principio de inexcusabilidad
Los arts. 76 inc. 2º de la CPR y 10 inc. 2º del COT elevan a la categoría de principio el deber
de los jueces de ejercer jurisdicción, incluso cuando no exista una ley que resuelva el
conflicto sometido a su decisión.
La inexcusabilidad no siempre fue un principio reconocido en el ordenamiento jurídico
nacional. Por el contrario, la posibilidad de excusarse subsistió hasta el año 1875, cuando
se dictó la Ley de Organización y Atribuciones de los Tribunales. Solo a partir de entonces
se estableció expresamente este deber, pasando luego al Código Orgánico de Tribunales
de 1943 (antes, en 1851, se reconocía solo implícitamente en la Ley sobre
Fundamentación de las Sentencias).
Según el ordenamiento vigente, reclamada su intervención en forma legal y en materias
de su competencia, los jueces no pueden dejar de resolver el asunto que ha sido sometido
a su conocimiento, pues de lo contrario estarían violentando el principio de
inexcusabilidad. Ello se entiende cuando se observa que, desde que el Estado asumió la
función de resolver los conflictos intersubjetivos de interés con relevancia jurídica y en el
orden temporal (prohibición generalizada de la autotutela), la jurisdicción involucra un
conjunto de potestades o poderes que los tribunales actúan en calidad de agentes
públicos, pero también un conjunto de deberes encaminados hacia una función social
(Figueroa y Morgado, 2013a, p. 35). Si se reconoce el derecho de acción como un derecho
fundamental es porque el Estado, frente a quien se ejerce la acción, asume el deber de
otorgar tutela jurisdiccional del derecho material (Marinoni et al., 2010, pp. 200 y 201).
Sobre esta vinculación entre el derecho fundamental de acción, como derecho de acceso a
la jurisdicción, y el principio de inexcusabilidad, como manifestación de un deber estatal
de jurisdicción, la Corte Suprema ha declarado:
“Que, en efecto, y aun cuando se acude por los jueces al concepto de incompetencia
absoluta, lo cierto es, que en estricto rigor se priva a los involucrados, en la especie al
recurrente, de su derecho de acceder a la jurisdicción, desatendiendo con ello, entre
otros, el principio de inexcusabilidad (…). El recién referido principio de inexcusabilidad
debe necesariamente ser vinculado a la noción de debido proceso y, específicamente con
el ejercicio del derecho de acción, en cuanto prerrogativa de naturaleza fundamental que
incluye no sólo el acceso a la justicia sino también el amparo y tutela efectiva del derecho
sustantivo que se reclama (…). De esta manera no es extremo reconducir este concepto a
la idea de que la inexcusabilidad, además de expresarse como una prohibición al juez de
eludir la decisión de la cuestión que se somete a su conocimiento, también configura la
proscripción de apartar del control jurisdiccional cualquier asunto que, cumpliendo las
exigencias del artículo 76 de la Constitución Política de la República, deba caer bajo el
amparo del órgano jurisdiccional correspondiente (…). Ninguna duda cabe que en la
especie se está en presencia de un conflicto de relevancia jurídica que genera y hace
operativo el poder-deber entregado a los tribunales para conocer de él y de resolverlo por
la vía del instrumento denominado proceso, y con efecto de cosa juzgada” (SCS, Rol Corte
Nº 38.120-2021, de 2 de agosto de 2021, cons. 9º).
Para comprender mejor cómo opera este principio, que a la vez es un deber propio de la
jurisdicción, hay que reparar en los siguientes elementos:
1) La intervención del tribunal debe ser reclamada, lo que significa que quien pide ante un
tribunal la tutela de un derecho o un interés legítimo o la actuación de la ley (p. ej. un
demandante en un juicio civil, el MP en un proceso penal) ha debido ejercer una acción
con la finalidad de activar la función jurisdiccional.
2) La intervención del tribunal debe ser requerida en forma legal, lo que quiere decir que
deben respetarse los procedimientos marcados por la ley y que son diversos según la
materia de que se trate (p. ej. para iniciar un juicio civil en un procedimiento ordinario de
mayor cuantía el demandante deberá seguir las reglas que contempla el Libro II del CPC;
para iniciar un juicio de terminación inmediata del contrato de arrendamiento por no
pago de rentas respecto de un inmueble urbano, el demandante deberá seguir el
procedimiento marcado por la Ley Nº 18.101; cuando legalmente se requiere deben
cumplirse las exigencias sobre comparecencia en juicio que regula la Ley Nº 18.120).
3) La intervención del tribunal requerido se debe enmarcar dentro de los asuntos
(contenciosos y no contenciosos) puestos por la ley en el ámbito de su competencia, pues
de lo contrario y tratándose de un defecto en la competencia absoluta, el tribunal está
autorizado para declarar de oficio su incompetencia (p. ej. una demanda de divorcio debe
interponerse ante un juzgado de familia y no ante un juzgado civil o un juzgado de letras
del trabajo).
4) La falta o la insuficiencia de la ley no puede ser la excusa para no ejercer la función
jurisdiccional, porque en último término el juez habrá de acudir a los principios de equidad
como fuente integradora en sus fallos, según el expreso mandato del art. 170 Nº 5 del
CPC, que regula el contenido de la sentencia definitiva.
Los jueces que maliciosamente (con dolo) nieguen o retarden la administración de justicia,
o que por negligencia o ignorancia inexcusable negaren o retardaren administrar justicia
pueden incurrir en responsabilidad penal, según los arts. 224 Nº 3 y 225 Nº 3 del CP, sin
perjuicio que a su respecto pueda hacerse efectiva además la responsabilidad política, si
procede.
8. Principio de inavocabilidad
Este principio tiene por finalidad limitar la actividad de los tribunales solo al conocimiento
de los asuntos puestos por la ley bajo la esfera de su competencia, prohibiéndoles ejercer
jurisdicción en causas radicadas en otros tribunales. La prohibición intenta evitar que un
tribunal se avoque al conocimiento de un asunto que está siendo conocido por otro, a
menos que la partes ejerciten algún recurso o se produzca un efecto legal que así lo
produzca (Oberg y Manso, 2011, p. 76).
8.1. Inavocabilidad interna e inavocabilidad externa
La disposición del art. 8º del COT, que contiene el principio, se aplica a todo asunto
pendiente ante otro tribunal, sea contencioso o no contencioso (inavocabilidad interna). A
su turno, el art. 76 de la CPR establece la limitación de la inavocabilidad además para los
otros poderes del Estado (inavocabilidad externa), limitación que refuerza, como hemos
visto, el principio de independencia orgánica de los tribunales de justicia.
8.2. Excepciones
Después de las modificaciones introducidas al COT por la Ley Nº 19.665 (2000), que
derogó el art. 170, y la Ley Nº 19.708 (2001), que derogó el art. 160, quedan pocas
excepciones a este principio.
Sin embargo, subsiste como excepción, aunque discutible como tal, el caso de las “visitas
extraordinarias” de ministros de tribunales superiores a los juzgados de letras (arts. 560 y
561 del COT). En los casos que ello ocurra las facultades del ministro visitador son las de
un juez de letras de primera instancia y “cuando debiere despachar causas, el tribunal
respectivo designará las que deben ocuparlo, quedando todas las demás a cargo del juez
visitado”, procediendo contra sus resoluciones los mismos recursos como si las hubiese
dictado el juez visitado (art. 561 incs. 2º y 3º del COT). Ello significa que el ministro
visitador se avocará al conocimiento de causas que se encuentren en tramitación en los
juzgados donde se practique la visita extraordinaria.
9. Principio de gradualidad
La gradualidad se plantea frente a la cuestión de determinar si un asunto será resuelto por
solo un tribunal, es decir en un solo grado jurisdiccional, o si la decisión final está sujeta a
revisión por otro tribunal superior jerárquico, es decir, en un segundo (o tercer) grado
jurisdiccional.
Nuestro sistema de enjuiciamiento civil se construye sobre la base de dos revisiones
sucesivas, es decir, de un sistema de doble instancia, lo que es manifestación del principio
de doble grado jurisdiccional. A su vez la vigencia del principio de doble grado
jurisdiccional tiene su justificación en la falibilidad de las decisiones judiciales, puesto que
los jueces pueden cometer errores a la hora de decidir. La existencia de más de un grado
jurisdiccional permite reducir la posibilidad de que la decisión de los jueces sea errónea
(Hunter y Lara, 2021, pp. 6 y ss.), lo que finalmente permite alcanzar “la necesaria
legalidad y justicia de sus resoluciones judiciales” (Letelier, 2013, p. 27). Los recursos
procesales son vías de impugnación de las resoluciones judiciales que permiten hacer
efectivo el doble grado jurisdiccional y mirado desde otro punto de vista es una
manifestación del derecho de contradicción: torna concreta “la posibilidad de defenderse
de la resolución dictada por un juez, rebatiendo sus argumentos” (Nieva, 2014, p. 158).
9.1. Elementos que lo configuran
El principio de gradualidad aparece estrechamente vinculado con dos nociones: la
jerarquía y la instancia.
9.1.1. La jerarquía
Es la relación de sumisión entre un tribunal inferior con respecto a su superior, que puede
aplicarle sanciones si aquel falta a las normas que imponen las leyes en el cumplimiento
de su cometido. La organización de los tribunales de justicia en Chile es jerarquizada,
donde podemos distinguir entre tribunales inferiores y superiores de justicia. Muestra de
ello es la propia regla del grado del art. 110 del COT, que se refiere a la competencia del
juez inferior y del juez superior para conocer de un asunto en segunda instancia.
Pero la jerarquía, que tiene su concreción en la estructura del Poder Judicial y en la
facultad directiva y correccional de los tribunales superiores de justicia, no debería incidir
en la decisión que los tribunales adopten ejerciendo la jurisdicción, según ya hemos
adelantado, puesto que en esta materia los tribunales son independientes para resolver
conforme a Derecho y de acuerdo con su criterio (independencia interna).
Ello no impide, sin embargo, que la decisión adoptada por un tribunal pueda ser revisada
y, en consecuencia, enmendada, modificada o dejada sin efecto por el tribunal superior
jerárquico, ejerciendo el control jurisdiccional sobre lo resuelto por el inferior (p. ej. la
Corte de Apelaciones acoge un recurso de apelación y revoca la sentencia dictada por un
juzgado civil). En este sentido, el del control jurisdiccional, la jerarquía permite que la
decisión del superior prevalezca por sobre la decisión del tribunal inferior.
9.1.2. La instancia
En castellano es un término plurisignificativo que tiene un sentido procesal específico: el
de grado jurisdiccional. Corresponde, en un sentido clásico, a la “denominación que se da
a cada una de las etapas o grados del proceso, y que va desde la promoción del juicio
hasta la primera sentencia definitiva; o desde la interposición del recurso de apelación
hasta la sentencia que sobre él se dicte” (Couture, 1958, p. 169).
En nuestro medio se ha entendido a la instancia como cada uno de los grados
jurisdiccionales que la ley establece para que los tribunales conozcan y resuelvan los
asuntos sometidos a su decisión, “y es su característica que el tribunal, en virtud de ella,
pueda avocarse al conocimiento de todas las cuestiones de hecho y de derecho que se
susciten en el pleito” (Colombo, 2004, p. 142). Y en términos más sucintos, podría
afirmarse que la instancia es “cada uno de los grados jurisdiccionales en que una
pretensión procesal pueda ser conocida y fallada por los tribunales” (Avsolomovich et al.,
1965, p. 60).
La instancia o “grado del proceso” (RAE, 2017, p. 1178) permite, entonces, que en ese
grado jurisdiccional el tribunal tenga amplitud no solo para resolver las cuestiones sobre la
aplicación del Derecho en un caso concreto (juicio jurídico), sino también para ponderar y
valorar las pruebas que las partes presentan y determinar qué hechos resultan probados y
cuáles no (juicio fáctico).
Nuestros tribunales de justicia que conocen asuntos civiles pueden resolverlos en única,
primera o segunda instancia; de ello dependerá que el asunto sea revisado por otro
tribunal de mayor jerarquía del que dictó la resolución por medio de un recurso de
apelación (art. 188 del COT). En efecto, es la posibilidad legal de interponer un recurso de
apelación lo que demuestra que el asunto ha sido conocido en primera instancia. Por el
contrario, lo resuelto en única instancia no es posible de ser revisado por medio de un
recurso de apelación, lo que no impide que procedan legalmente otros recursos (p. ej. el
de casación).
La doble instancia en nuestro sistema procesal civil es la regla general, por lo que el
legislador ha reservado el conocimiento en única instancia a pocos asuntos en que lo
debatido no reviste intereses de gran envergadura (p. ej. el art. 45 Nº 1 del COT, que se
refiere a los asuntos civiles y de comercio de mínima cuantía), o bien porque no es posible
la revisión por un tribunal superior dado que orgánicamente no existe (por ejemplo, lo
resuelto por la Corte Suprema, según el art. 97 del COT).
9.2. Unidad o pluralidad de instancias y derecho al recurso
La mayoría de los sistemas procesales se construye sobre la base de pluralidad de
instancias, planteándose la cuestión como “un poder de revisión de parte de los órganos
superiores de la jurisdicción” (Couture, 1958, p. 171). En nuestro ordenamiento la
segunda instancia opera con gran amplitud en materias civiles (Mosquera y Maturana,
2017, pp. 149 y 150) y de familia, pero bastante restringida en materias del trabajo y
asuntos penales, pues en estos asuntos el recurso de apelación contra las sentencias
definitivas está reservado para muy pocos casos.
El tema de la gradualidad y la existencia de recursos para que un tribunal superior revise
lo resuelto por su inferior se vincula estrechamente con el problema del derecho a los
recursos, que algunos instrumentos internacionales sobre derechos humanos consagran
como garantía del debido proceso, especialmente como garantía del condenado en un
proceso penal (se reconoce por ejemplo en el art. 14.5 del PIDCP y en el art. 8.2.h) de la
CADH).
No hay duda de que el derecho al recuso como derecho fundamental es reconocido por el
derecho internacional de los derechos humanos en materia penal y en favor del
condenado (“Toda persona inculpada de delito tiene derecho (…) de recurrir del fallo ante
juez o tribunal superior”) (Letelier, 2013, pp. 148 y ss.), pero se discute si podría
considerarse un derecho fundamental en asuntos no penales (civiles, laborales,
comerciales, administrativos, etc.). La propia Corte IDH pareciera ser proclive a extender
las garantías mínimas del proceso penal contenidas en el art. 8.2 de la Convención, entre
la que se cuenta el derecho a recurrir de la sentencia, a las materias no penales. Así lo
sostuvo en la OC Nº 11 de 1990 «Excepciones al Agotamiento de los Recursos Internos» y
en algunos fallos posteriores, como el caso Nadege Dorzema y Otros vs. República
Dominicana (2012):
“[E]n su jurisprudencia constante, la Corte consideró que el elenco de garantías mínimas
del debido proceso legal se aplica en la determinación de derechos y obligaciones de
orden “civil, laboral, fiscal o de cualquier otro carácter”. Es decir, “cualquier actuación u
omisión de los órganos estatales dentro de un proceso, sea administrativo sancionatorio o
jurisdiccional, debe respetar el debido proceso legal” (pf. 157).
Puede discutirse si la extensión de esas garantías opera con plenitud en materias
puramente civiles, es decir en las que priman intereses patrimoniales, puesto que aquel y
otros casos no penales resueltos por la Corte Interamericana dicen relación con multas y
otras sanciones impuestas por la Administración, por lo que se vinculan más con el
Derecho administrativo sancionador. Sin embargo está claro que, aun cuando el derecho a
recurrir tuviese el estatuto de derecho fundamental en todos los asuntos incluyendo los
no penales, eso no garantiza un tipo específico de recurso (p. ej. recurso de apelación),
pues se reconoce a los Estados un “margen de apreciación interna” para regular los
recursos, siempre que en su diseño legal respeten estándares mínimos, como que se trate
de un recurso rápido y sencillo, accesible, eficaz y que garantice la revisión íntegra de la
sentencia:
“Si bien los Estados tienen un margen de apreciación para regular el ejercicio de ese
recurso, no pueden establecer restricciones o requisitos que infrinjan la esencia misma del
derecho de recurrir del fallo” (Caso Barreto Leiva vs. Venezuela, 2009, pf. 90).
“Sobre este punto, si bien los Estados tienen cierta discrecionalidad para regular el
ejercicio de ese recurso, no pueden establecer restricciones o requisitos que infrinjan la
esencia misma del derecho a recurrir del fallo. La posibilidad de «recurrir del fallo» debe
ser accesible, sin requerir mayores complejidades que tornen ilusorio este derecho” (Caso
Vélez Loor vs. Panamá, 2010, pf. 179).
Por lo mismo nuestro TC se ha encargado de explicitar que, si bien el derecho a recurrir
del fallo en asuntos civiles es una exigencia que integra la garantía del debido proceso, ello
no significa que lo garantizado sea el recurso de apelación (Hunter y Lara, 2021, p. 30), por
lo que es lícito al legislador crear, en determinados casos, procedimientos de única
instancia. Así, por ejemplo, ha resuelto que:
“En ámbito específico del medio de impugnación que el precepto impugnado excluye, se
ha sostenido, en otras oportunidades «[q]ue, sin embargo, la protección del derecho al
recurso no debe asimilarse a ultranza a la segunda instancia (…)». De esta manera, la
consagración de la revisión de las decisiones judiciales «no significa que se asegure
perentoriamente el derecho al recurso y a la doble instancia, esto es, a la apelación, para
cualquier clase de procedimiento, convocando al legislador a otorgarlo a todo sujeto que
tenga alguna clase de interés en él». (…) De ello se siguen dos derivaciones. Por una parte,
no siempre la exclusión del recurso de apelación importará una transgresión a la garantía
constitucional del debido proceso. Y, a la inversa, no siempre la interdicción al recurso de
apelación será compatible con la Constitución. (…) En este sentido, cabe advertir que esta
Magistratura ha revisado procedimientos que se resuelven en única instancia,
determinando, por ejemplo, que aquello puede ajustarse a la Constitución, en tanto «(…)
se contempla una etapa administrativa previa, en la cual las partes son escuchadas y
aportan antecedentes (…)” (STC, Rol 9.127-2020, cons. 11º).
En la actualidad los sistemas más modernos optan por utilizar la nomenclatura grado
jurisdiccional en reemplazo de la tradicional voz “instancia”. Esto es así porque
tradicionalmente se vincula el uso de la voz instancia a procesos cuyas sentencias pueden
revisarse en un grado superior solo a través del recurso de apelación, recurso este que
permite la apertura de una nueva instancia, dejando fuera otras vías de impugnación
como los recursos de casación y de nulidad —este último recurso opera en Chile en el
proceso penal y en el proceso laboral—, que no generan una segunda instancia pero que
habilitan igualmente a un tribunal superior para revisar jurisdiccionalmente las decisiones
del inferior y, eventualmente, corregir los errores que ellas padezcan.
ACTIVIDADES DE APLICACIÓN
1. Averigüe qué garantías del debido proceso se consagran expresamente en la CADH.
2. Indague qué propuestas se discuten en Chile sobre el sistema de nombramiento de
los jueces y en qué modelo o modelos se inspiran.
3. Argumente: ¿Qué fuerzas o grupos no formales de la sociedad podrían afectar la
independencia de los jueces?
4. Identifique las principales figuras de prevaricación judicial que regulan los arts. 223 a
225 del CP.
5. Investigue qué casos de acusación constitucional, por notable abandono de sus
deberes, se han promovido en Chile contra ministros de algún Tribunal Superior de
Justicia, desde 1990 a la fecha y cuál ha sido su resultado.
6. Analice cómo el principio de inamovilidad de los jueces se vincula con el de
responsabilidad.
7. Investigue cómo se vincula el principio de inexcusabilidad con el deber de los jueces
de motivar sus fallos.
8. Analice cuáles son los fundamentos que justifican la reconocimiento legal y
constitucional en Chile del principio de inavocabilidad.
9. Investigue en qué causas vigentes se ha acudido en Chile a la figura del ministro en
visita y por qué razón(es) se justifica.
10. Investigue cómo y con qué estándares se reconoce el derecho al recurso en los
pactos internacionales de derechos humanos, como el PIDCP y la CADH.
11. Desde el punto de vista de sus potestades para actuar de oficio, investigue qué
modelo de juez adopta el último Proyecto de Código Procesal Civil para Chile.
12. Investigue en qué consisten las instituciones de la cautela de garantías (art. 10 CPP) y
del amparo ante el juez de garantía (art. 95 CPP); en ambos casos, qué modelo de juez
adopta el sistema procesal penal chileno.
13. Investigue cuántos tribunales de primer grado existen en la región donde usted vive,
cuál es su asiento y cuál es su territorio jurisdiccional.
14. Investigue qué significado se da hoy al concepto de cooperación judicial internacional
y qué instrumentos suscritos por Chile y vigentes se refieren a ella.
15. Investigue qué servicios otorga en Chile la Corporación de Asistencia Judicial y de qué
otra manera el Estado garantiza la asistencia jurídica gratuita.
CAPITULO V
2. Clasificación de la competencia
La competencia admite una serie de clasificaciones, atendiendo a diversos criterios de
análisis. En este sentido, a modo ejemplar, podemos indicar que la competencia de un
órgano jurisdiccional para conocer un litigio concreto puede venir determinada por
decisión de la ley, de las partes del mismo litigio o de otro tribunal, que le delega o
“deriva” el conocimiento de algún aspecto concreto del proceso. Por otro lado, la
posibilidad de tomar parte de la decisión del asunto va a depender de la cuantía de lo
disputado, de las personas que intervengan en el litigio, de la materia jurídica sobre la que
verse y del lugar en que se hayan suscitado los hechos. Además, como veremos, es posible
que en la resolución de un litigio intervenga solo un tribunal, o bien, que exista la
posibilidad de que se generen diversas etapas con la participación de varios tribunales.
Pasemos ahora a revisar las distintas clasificaciones de la competencia.
2.1. Atendiendo a los factores o elementos que sirven para establecer el tribunal que
debe conocer y fallar un asunto determinado: competencia absoluta y relativa
Esta clasificación merece una explicación previa de contexto. Como sabemos, nuestro
Poder Judicial cuenta con una estructura jerárquica, organizada en una pirámide de tres
niveles: en el nivel más alto, es decir, en la cúspide de la pirámide, se sitúa la Corte
Suprema. Más abajo, en el nivel intermedio, se ubican las diecisiete Cortes de Apelaciones
de nuestro país. Y finalmente, la base de la pirámide está integrada por los tribunales
restantes, llamados usualmente tribunales “de instancia” o “del fondo”.
Teniendo eso presente, podemos afirmar que la competencia absoluta es aquella que
sirve para determinar la clase o jerarquía del tribunal —dentro de la estructura orgánica
mencionada— que está llamado a conocer y resolver un asunto determinado (Pereira,
1996, p. 168; Colombo, 2004, p. 133; Casarino, 2007, p. 129). Para determinar esta
jerarquía se debe acudir a reglas que se refieren a tres elementos: materia, cuantía y fuero
(los que se abordarán en detalle más adelante en este manual). Así, por aplicación de
estas normas se podrá determinar que el asunto deberá ser sometido inicialmente a la
decisión de un tribunal de la jerarquía más baja —lo que será lo más usual—, como un
juzgado de letras o un tribunal de familia (por tratarse, respectivamente, de un litigio
sobre indemnización de perjuicios o de una pensión de alimentos). En cambio, si estamos
frente a la presentación de un recurso de protección (art. 20 de la CPR), su conocimiento
corresponderá a un tribunal del segundo grado jerárquico, es decir, a una Corte de
Apelaciones.
A su turno, la competencia relativa sirve para determinar cuál de los tribunales dotados de
igual competencia absoluta es el competente para conocer y resolver un asunto
específico. De esta forma se busca responder, v. gr., a la siguiente pregunta: ¿Ante qué
tribunal de familia debemos presentar —o dicho de otra forma, a cuál de ellos le
corresponde resolver— el litigio sobre pensión de alimentos entre Camila y Fernando?
¿Ante el de Curicó, el de Santiago u otro? ¿O puede ser ante cualquiera de los sesenta
tribunales de familia que existen en Chile?
La determinación de la competencia relativa se realiza luego de haber establecido el o los
órganos jurisdiccionales poseedores de competencia absoluta en un supuesto concreto.
Así, para determinar la competencia relativa se acude al territorio en que tiene lugar el
hecho específico al que hace mención el legislador. Este hecho normalmente va a estar
referido al lugar de domicilio de alguna de las partes del juicio (en materia civil) o aquel en
que se haya cometido el delito (en materia penal), pero también puede aludir a otros
supuestos (como el lugar en que se encuentren los bienes disputados o donde el
trabajador haya prestado sus servicios). De este modo, por ejemplo, por aplicación a las
normas de competencia absoluta podemos establecer que el proceso judicial entre María
Victoria y su exempleadora, la empresa Encanto S.A., debe ser conocido y resuelto por un
juez de letras del trabajo, sin saber aún a cuál de todos los existentes en Chile debemos
someter el asunto. De ahí que será aplicando las reglas de competencia relativa que
sabremos específicamente cuál es el llamado a resolver el caso (ej. el juez del trabajo de
Los Ángeles).
2.2. Atendiendo a la fuente de donde emana la competencia del tribunal para conocer y
resolver un asunto: competencia natural y prorrogada
Esta clasificación considera si ha sido el legislador el que ha establecido la competencia de
un tribunal para conocer un litigio, o si las partes de común acuerdo le han atribuido esta
facultad —obviamente en los supuestos en que ello es procedente—.
Por competencia natural se entiende aquella que la ley asigna a cada tribunal (Oberg y
Manso, 2011, p. 37) y que se establece mediante la aplicación concreta de las normas de
competencia absoluta y relativa que ha fijado el legislador para determinar el tribunal
competente. Así, por ejemplo, el órgano naturalmente competente para conocer el juicio
de divorcio entre Andrés (demandante) y Mónica (demandada) será el tribunal de familia
con competencia en el territorio en que se ubique el domicilio de Mónica, porque así lo
dispone el art. 87 de la Ley Nº 19.947 que estableció la nueva ley de matrimonio civil.
Por su parte, la competencia prorrogada es aquella que adquiere un tribunal debido a que
las partes del juicio han alcanzado un acuerdo de voluntades, expreso o tácito, que se
denomina “prórroga de competencia”. A través de este acuerdo, las partes entregan el
conocimiento del litigio a un tribunal que no es el naturalmente competente, de modo
que su voluntad prima por sobre la del legislador y las normas legales que fijan el tribunal
competente para conocer un asunto. En todo caso, debe resaltarse que esta situación es
excepcional en nuestro ordenamiento procesal, pues solo se permite cuando se cumplen
los requisitos señalados por el art. 182 del COT (Orellana, 2018, p. 217). Para graficarlo,
valga el siguiente ejemplo: Esteban y Felipe celebran un contrato de compraventa, por el
cual el primero vende al segundo su automóvil por un precio de $10.000.000. Suponiendo
que Felipe decide demandar a Esteban por los desperfectos que tenía el auto y que omitió
mencionarle, por aplicación del art. 138 inc. 2º del COT, el tribunal competente sería el
juzgado de letras del domicilio de Esteban (Antofagasta). No obstante, si las partes
incluyeron una cláusula en el contrato en donde indicaron que cualquier litigio que se
suscitara entre ellas sería conocido por el juez de letras de Calama, el juicio deberá
llevarse a cabo ante este tribunal, pues adquirió competencia prorrogada (que tiene
preferencia sobre la competencia natural).
2.3. Atendiendo a si la competencia ha sido otorgada directamente por la ley o las partes,
o proviene de otro tribunal: competencia propia y delegada
Básicamente, la competencia propia se encuentra en relación de género a especie con la
competencia natural y prorrogada que recién se analizó, de modo que cuando se habla de
competencia propia se hace referencia a todos los supuestos en que el tribunal conoce un
asunto que le ha encomendado la ley o las partes. Esto es, por mucho, la situación más
usual, y habilita al tribunal para conocer íntegramente alguna de las etapas o instancia del
juicio, desde su inicio y hasta la dictación de la sentencia respectiva.
Los tribunales ejercen directamente su competencia propia —esto es, sin la ayuda o
intermediación de otro órgano jurisdiccional—, respecto de los asuntos que se le han
asignado y únicamente dentro del territorio que la ley les ha señalado, salvo en contados
casos de excepción (como ocurre en el supuesto previsto por el art. 403 inc. 2º del CPC,
que permite que el tribunal pueda llevar a cabo una inspección fuera del territorio que se
le ha fijado; o en relación con la extensión territorial de los juzgados de familia a que se
refiere el art. 24 de la LJF). Como puede suponerse, esta limitación territorial podría
implicar un obstáculo insalvable para la marcha de los procesos judiciales, toda vez que no
es raro que sea necesario practicar una o más diligencias fuera del espacio físico en que el
tribunal puede ejercer válidamente su competencia, como sería el caso en que se debe
notificar la demanda al demandado o se requiere interrogar a un testigo, en el territorio
que corresponde a otro tribunal, v. gr., si el proceso se tramita ante el juez letras de
Tocopilla y la referida actuación se debe desarrollar en la ciudad de Ovalle.
Para hacer frente a la situación descrita y posibilitar el desarrollo de actuaciones
procesales en territorios diversos al del tribunal que conoce el juicio, se debe acudir a la
competencia delegada, que es aquella que adquiere un tribunal de parte de otro tribunal
que posee competencia propia respecto a un litigio, el cual le encarga la realización de una
o más diligencias específicas (Casarino, 2008, p. 128). De esta manera, el tribunal que
posee competencia propia (llamado para estos efectos “delegante”) cede una parte de su
competencia a otro tribunal (“delegado”) que hasta ese momento no tiene ninguna
vinculación con el litigio, para que este lleve a cabo una o más actuaciones específicas
dentro de ese proceso y que el tribunal delegante no puede realizar por sí mismo dada la
imposibilidad de actuar directamente fuera de su territorio. P. ej. esto ocurre en el caso de
los exhortos, que son actos de comunicación entre dos tribunales, por medio del cual uno
(tribunal exhortante) pide a otro (tribunal exhortado) la práctica de determinados actos
jurídicos procesales (Cortez y Palomo, 2018, p. 324). Debido a esta comunicación, el
tribunal exhortado adquiere una competencia delegada del exhortante para llevar a cabo
los actos específicos que se le han encomendado, por ejemplo, gestionar la notificación de
la demanda al demandado o de alguna resolución que lo cita a audiencia (arts. 71 del CPC
y 20 del CPP).
Ejemplo de exhorto en sede penal
Chanco, uno de enero de dos mil veintidós
Habiendo recibido correo electrónico del Juzgado de Garantía de La Serena, en el que se
informa la detención de SERGIO HUMBERTO MALDONADO CONTARDO, cédula de
identidad Nº 19.259.432-8 y constando que la orden de detención emanada en su contra
se encuentra vigente, se ordena exhortar a dicho Tribunal con la finalidad que sea
controlada la legalidad de su detención y se disponga su notificación y citación personal a
audiencia de ley 18.216, la que se fija para el día 21 de febrero de 2022, a las 11:10 horas,
a realizarse en la SALA 4 de este Juzgado de Garantía de Chanco, bajo los apercibimientos
contemplados en los artículos 26 y 33 del Código Procesal Penal.
Solicítese al referido Tribunal remita acta de control de la detención efectuada e informe,
además, la situación procesal que mantiene el imputado.
Sirva la presente resolución de suficiente y atento oficio remisor.
Notifíquese por correo electrónico a los intervinientes.
RUC Nº 1700551272-7
RIT Nº 7577-2021
Resolvió doña Carolina Andrade Martínez, Jueza de Garantía de Chanco.
En Chanco, a uno de enero de dos mil veintidós, notifiqué por estado diario la resolución
precedente.
Como puede verse, esta es una situación de excepción a una forma de actuación que
resulta obvia: el tribunal ante el que se tramita la causa es el que debe realizar todas las
diligencias para su resolución. Empero, por razones prácticas se permite que otro tribunal
participe también del caso, aunque, claro está, solo para intervenir en diligencias
específicas fuera del lugar en que se sigue el juicio (art. 70 del CPC), sin que eso signifique
adoptar la decisión sobre el asunto.
2.4. Atendiendo al ámbito de materias sobre las que tiene competencia el tribunal:
competencia común y especial
Los denominados tribunales de competencia común son aquellos que están facultados
para conocer y fallar toda clase de asuntos, cualquiera sea su naturaleza (civil, penal,
familiar, laboral, tributaria, comercial, administrativa, etc.). En nuestro sistema orgánico
procesal, los tribunales que por esencia tienen competencia común son las Cortes de
Apelaciones y la Corte Suprema, ya que ellas conocen de todo tipo de controversias
jurídicas. Muestra de ello es lo previsto por los arts. 63, 96 y 98 del COT.
Sin embargo, también tiene competencia común una gran cantidad de Juzgados de Letras.
Esto se debe a que en principio a estos órganos se les ha asignado la tarea de conocer
asuntos civiles y de comercio, pero cuando les corresponde ejercer su competencia sobre
una comuna o agrupación de comunas en las que no ejerce competencia uno o más de los
otros tribunales de instancia (ej. el juzgado de garantía o el de letras del trabajo), al juez
de letras le corresponde también resolver estos asuntos (art. 45 Nº 2 letra h) del COT).
Esto puede comprenderse más fácilmente si se tiene presente lo siguiente: el legislador —
por razones económicas, de cargas de trabajo o eficiencia— no ha previsto la cobertura
total del territorio chileno por parte de los tribunales unipersonales del fondo distintos a
los juzgados de letras, de modo que en las comunas que no están dentro de la
competencia de esos órganos, la tarea debe ser asumida por el juez de letras del lugar
(fenómeno que, valga aclarar, no sucede en la Región Metropolitana). V. gr., si atendemos
a lo previsto por el art. 415 letra g) del Código del Trabajo, podemos constatar que solo
existen dos juzgados de letras del trabajo en la Región de Valparaíso, con competencia
sobre 9 de sus 38 comunas. Así, en las 27 comunas restantes, un juez de letras con
competencia común conoce de los asuntos laborales.
Ahora bien, puede suceder que el único órgano jurisdiccional de base que existe en el
territorio respectivo es el juzgado de letras, razón por la que además de los asuntos civiles
y comerciales, deberá hacerse cargo también de aquellos que le corresponde conocer al
juez de garantía, de familia, del trabajo y de cobranza laboral y previsional. En este
supuesto, el juez de letras está dotado de una competencia común “amplia”, tal como
sucede, por ejemplo, en el caso de los juzgados de letras de Mejillones, Pichilemu o
Natales. A su vez, también es posible encontrar una competencia común “reducida” de
algunos juzgados de letras, en el sentido que a su competencia civil y comercial se le
adicionará, por ejemplo, únicamente los asuntos laborales, pues en el territorio respectivo
se cuenta también con juez de garantía y de familia, pero no con juez de letras del trabajo
ni de cobranza laboral y previsional (así ocurre, v. gr., en el caso del juzgado de letras de
Vallenar, Linares y Ancud).
Por otra parte, un caso sui generis de tribunal de competencia común lo constituye el
juzgado de la comuna de Alto Hospicio, creado en 2015 por la Ley Nº 20.876. Se trata de
un órgano al que se le ha asignado competencia en materias de familia, garantía y trabajo,
dejando fuera a los asuntos civiles y comerciales (que siguen encomendados al juzgado de
letras de Iquique).
A su turno, la competencia especial es la que faculta a un tribunal para conocer ciertos y
determinados asuntos, no la generalidad de los conflictos de relevancia jurídica que
acaezcan dentro del territorio que se les ha fijado. Por tanto, lo que ocurre es que a estos
tribunales se les asignan juicios sobre una disciplina jurídica específica, generándose una
judicatura especializada en el ámbito respectivo. Así ocurre, por ejemplo, con los
tribunales de familia (cuyos asuntos están señalados básica, aunque no exclusivamente,
en el art. 8º de la LJF), con los tribunales de juicio oral en lo penal (art. 18 del COT), o con
los juzgados de letras civiles (que no por eso deja de ser un tribunal ordinario - Colombo,
2004, p. 140).
2.5. Atendiendo a si existe solo un tribunal competente para conocer y fallar un asunto
específico o hay varios que potencialmente podrían hacerlo: competencia privativa (o
exclusiva) y acumulativa (o preventiva)
Se sostiene que un tribunal tiene competencia privativa o exclusiva cuando el legislador ha
dispuesto que este órgano jurisdiccional es el único que puede conocer y fallar un asunto
determinado, excluyendo de entrada a todos los demás tribunales. El ejemplo más
evidente y reiterado de competencia privativa es aquel en que solo basta aplicar las
normas de competencia absoluta —atendiendo especialmente a la materia de la
controversia— para identificar al tribunal, lo que sucede con los asuntos que conoce la
Corte Suprema: recurso de casación en el fondo, recurso de revisión, recurso de
unificación de jurisprudencia, etc. Todos los cuales solo pueden ser sometidos a la
decisión del máximo tribunal de nuestro país.
Empero, si analizamos más en detalle la competencia privativa, veremos que, al aplicar las
reglas legales sobre competencia absoluta y relativa, lo normal será que en teoría exista
solo un tribunal habilitado para conocer y fallar cada asunto, siendo esta la única opción
que tienen las partes para evitar una declaración de incompetencia —lo que podría
suceder si ocurren ante un tribunal incorrecto—. De esta forma, por ejemplo, la demanda
de indemnización de perjuicios presentada en contra de José Luis, domiciliado en calle
Covadonga Nº 540 de Angol, debe ser conocida por el juzgado de letras de la misma
ciudad, por aplicación de los art. 36, 45 y 134 del COT. En el mismo sentido, el proceso
penal iniciado en contra de Andrea por el delito de receptación cometido en la comuna de
Ñuñoa, corresponderá al Octavo Juzgado de Garantía de Santiago, según lo disponen los
arts. 14, 16 y 157 del COT.
A su vez, la competencia acumulativa o preventiva es aquella que por disposición de la ley
corresponde a dos o más tribunales para conocer el mismo asunto, de modo que —en
abstracto y antes del ejercicio de la acción respectiva— el conocimiento y fallo del negocio
podría corresponder a cualquier de ellos. Sin embargo, por aplicación de la parte final del
art. 112 del COT (que contiene la llamada “regla de prevención”), una vez que cualquiera
de estos tribunales interviene en el conocimiento del asunto, los otros dejan de ser
competentes. Este tipo de competencia queda claramente de manifiesto en los supuestos
en que el legislador proporciona dos o más opciones de tribunales al actor para que ejerza
su acción e inicie el proceso.
En este sentido, el Auto Acordado sobre Tramitación y Fallo del Recurso de Protección de
las Garantías Constitucionales dispone, en lo pertinente: “1º.- El recurso o acción de
protección se interpondrá ante la Corte de Apelaciones en cuya jurisdicción se hubiere
cometido el acto o incurrido en la omisión arbitraria o ilegal que ocasionen privación,
perturbación o amenaza en el legítimo ejercicio de las garantías constitucionales
respectivas, o donde éstos hubieren producido sus efectos, a elección del recurrente…”.
Por consiguiente, v. gr., el recurso de protección con ocasión de un acto arbitrario que
implica una amenaza a la igualdad ante la ley ocurrida en Osorno, pero que produce sus
efectos en Puerto Varas, podrá ser conocido por la Corte de Apelaciones de Valdivia o la
de Puerto Montt (arts. 20 de la CPR y 55 del COT, además de la norma recién transcrita).
Obviamente sometido el recurso ante una de esas Cortes, la otra deja de ser competente.
Disposiciones del mismo tenor pueden encontrarse en los art. 135 y 147 del COT, y en el
art. 423 del Código del Trabajo, en donde el legislador señala varios tribunales que
potencialmente podrían conocer el mismo asunto, quedando su determinación “a
elección del demandante” o “del alimentario”, según sea el caso.
2.6. Atendiendo a la instancia, etapa o grado del proceso en que el tribunal tiene
competencia para conocer del asunto: competencia en única, primera o segunda instancia
Como es obvio, todos los procesos judiciales serán conocidos por algún órgano
jurisdiccional al que le será sometido el conflicto para su resolución, órgano que será
establecido mediante las normas de competencia. Empero, la sentencia o decisión que
emita este tribunal podrá o no ser susceptible de apelación dependiendo de las normas
que haya establecido el legislador. En el primer caso se habla de que este tribunal tiene
competencia de única instancia, y en el segundo, de primera instancia. Ahora bien, si la
parte que se siente agraviada por la decisión presenta un recurso de apelación, entrará en
escena un segundo tribunal, el que tendrá competencia en segunda instancia. Como
puede verse, la clave de esta clasificación está en si la ley permite o no apelar la sentencia,
y, cuando se permite, si el recurso se lleva a efecto.
En esta perspectiva, la competencia en única instancia es la que ejerce el tribunal cuando
se trata de procesos en que no procede recurso de apelación en contra de la sentencia
definitiva que se dicte en él (aunque sí puedan apelarse otras resoluciones). Por tanto, se
dice que la sentencia es inapelable (art. 188 del COT). Ese es el caso de los juzgados de
letras que conocen un juicio civil o comercial cuya cuantía no exceda de 10 unidades
tributarias mensuales (art. 45 Nº 1 del COT), del tribunal de juicio oral en lo penal respecto
de todos los asuntos sometidos a su conocimiento (art. 364 del CPP) y también de los
juzgados de letras del trabajo (art. 477 del CdT). Dicho de otra forma, la competencia de
única instancia se presenta cuando la decisión del tribunal que conoce el asunto en su
primera etapa o grado no puede ser atacada mediante un recurso de apelación, lo que,
valga aclarar, no obsta a que haya otros medios de impugnación disponibles para las
partes que se sientan agraviadas por esa decisión.
A su turno, como ya se adelantaba, la competencia en primera instancia es la que ejerce
un tribunal en los procesos en que la ley establece la posibilidad de que las partes
interpongan recurso de apelación en contra de la sentencia definitiva (art. 188 del COT),
de modo que esta decisión sea sometida a revisión por parte del superior jerárquico del
primer tribunal, superior que usualmente será la Corte de Apelaciones respectiva. Esta es
la regla general en los procesos civiles (art. 187 del CPC) y de familia (art. 67 Nº 2 de la
LJF), en donde el legislador prevé que lo usual será que las partes puedan pedir el examen
de la decisión que ha emitido el tribunal de primera instancia.
Finalmente, la competencia en segunda instancia es la que corresponde al tribunal que
está llamado a conocer y resolver el recurso de apelación que se haya presentado en
contra de la sentencia definitiva de primera instancia. Ello lo habilita para conocer
íntegramente todos los antecedentes, argumentos y pruebas que tuvo a la vista el tribunal
de primera instancia para emitir su sentencia, pudiendo decidir que confirma o revoca la
decisión, es decir, que la mantiene inalterada, o bien, que la modifica total o parcialmente.
Por regla general, esta competencia le corresponde a la Corte de Apelaciones, ya que, a su
vez, lo habitual será que la competencia de primera instancia esté asignada a alguno de
los tribunales del primer nivel jerárquico. No obstante, también existen supuestos en que
la Corte Suprema ejercerá competencia de segunda instancia, por ejemplo, cuando se
trate de un recurso de apelación interpuesto contra la sentencia dictada en un proceso
sobre una acción de amparo o de protección, pues ellos son conocidos en primera
instancia por las Cortes de Apelaciones (art. 98 Nº 4 del COT).
2.7. Atendiendo a si en el asunto sometido al tribunal existe o no contienda entre partes:
competencia contenciosa y no contenciosa
Se denomina competencia contenciosa a la que posee el tribunal que está llamado a
resolver una contienda o litigio entre dos o más partes, con efecto de cosa juzgada. P. ej.
el Juzgado de Letras de Castro ejerce su competencia contenciosa para conocer y resolver
el proceso en que se solicita el cumplimiento forzado del contrato de comodato celebrado
entre Javiera y Bárbara, toda vez que la primera de ellas se ha negado a llevar a cabo las
obligaciones que emanan de dicho acuerdo.
A diferencia de la anterior, la competencia no contenciosa es la que se asigna a un tribunal
que debe emitir un pronunciamiento en un asunto en que no hay conflicto entre partes,
sino solo la solicitud de una persona y que el tribunal conoce porque la ley requiere
expresamente su intervención (art. 2º del COT). A los asuntos no contenciosos también se
les conoce como “voluntarios”, tal como fue explicado anteriormente en el Cap. III, punto
8. De esta manera, por ejemplo, el Juzgado de Letras de Parral ejerce su competencia no
contenciosa para tramitar y, finalmente, rechazar o aceptar la solicitud de cambio de
nombre solicitado por Manuel. En este asunto, Manuel no se enfrenta a otra parte ante el
tribunal, sino que solo plantea su solicitud y debe presentar los antecedentes y realizar las
gestiones para que el tribunal quede en condiciones de emitir su decisión.
Nótese que el mismo órgano jurisdiccional va a estar dotado —al mismo tiempo— tanto
de competencia contenciosa como de no contenciosa. El punto radica en que ejercerá una
u otra dependiendo de la presencia o no de contienda en la cuestión concreta que es
sometida a su decisión. En todo caso, lo dicho aplica solo para los juzgados de letras y los
tribunales de familia, pues únicamente a ellos se les ha asignado una participación en
cuestiones no contenciosas.
5. Competencia relativa
La competencia relativa es aquella que posee aquel tribunal que teniendo competencia
absoluta para conocer y resolver ciertos asuntos, ejerce su poder sobre un territorio que
resulta relevante para el caso específico. De este modo, teniendo presente que
usualmente habrá un conjunto de órganos jurisdiccionales con igual competencia absoluta
(ej. todos los juzgados de garantía tienen competencia absoluta para conocer un proceso
por el delito de incendio), las normas de competencia relativa permiten determinar cuál
de ellos será el llamado para conocer y resolver, v. gr., el delito de incendio cometido por
Renato Céspedes en la comuna de Purranque. Así, el elemento central para estos efectos
será el territorio que el legislador asigna a cada tribunal específico.
Ahora bien, las normas de competencia relativa tienen las siguientes características:
– Son normas de orden privado, toda vez que son establecidas por la ley en interés de
las partes, no de la sociedad en su conjunto. Como veremos, este interés particular se
vincula con la intención del legislador de proteger tanto el acceso a la justicia de la parte
más débil del conflicto como el derecho de defensa del demandado o imputado en el
proceso.
– Son renunciables. Esto quiere decir que las partes pueden llegar a un acuerdo por el
que renuncian a la aplicación de las reglas de competencia relativa establecidas por el
legislador y entregan el conocimiento de un proceso civil a un tribunal que no es el
naturalmente competente. Como se analizará en el apartado 6, este acuerdo puede
celebrarse de forma expresa o tácita y recibe el nombre de “prórroga de competencia”.
– La falta de competencia relativa solo puede alegarse por el demandado civil mediante
la interposición de una excepción dilatoria de incompetencia, acto jurídico procesal que
debe realizar antes de contestar la demanda (art. 303 Nº 1 del CPC) o hasta la audiencia
de preparación del juicio oral en materia penal (arts. 263 y 264 letra a) del CPP).
– La competencia relativa se determina por un único factor: el territorio. Para estos
efectos, el territorio es un espacio físico o geográfico en que sucede un hecho, se sitúa una
cosa o se encuentra un elemento que es determinante para establecer el tribunal que
debe conocer un conflicto jurídico específico. De este modo, la ley señala que el tribunal
competente será aquel que ejerce poder jurisdiccional sobre el lugar en que concurre el
elemento que se ha considerado decisivo para hacer esta asignación. P. ej. en algunos
casos el legislador define que el tribunal relativamente competente será aquel al que se
ha asignado el territorio donde se encuentra la cosa disputada; en otros, el tribunal del
lugar donde ha sucedido el hecho delictivo; o bien, y en general, el llamado será el tribunal
del domicilio de alguna de las partes —usualmente, del demandado—.
5.1. Competencia relativa en asuntos civiles contenciosos
Tratándose de litigios sobre asuntos civiles contenciosos, la competencia relativa se
determina por una serie de reglas contenidas en el COT. Estas reglas deben aplicarse en el
siguiente orden de prelación:
1º En primer lugar, el tribunal dotado de competencia relativa será aquel que haya sido
fijado por las partes mediante una prórroga de competencia —expresa o tácita—,
obviamente en los casos en que ella es procedente (art. 182 del COT). Por tanto, esto
puede estar convenido expresamente desde antes del inicio del proceso o bien
concretarse una vez este haya iniciado su tramitación. En este último supuesto, la
prórroga se materializará por el silencio del demandado, quien deja transcurrir la
oportunidad procesal sin alegar la incompetencia del tribunal. De esta forma, el acuerdo
expreso o tácito de los litigantes se impone sobre la determinación del tribunal dotado de
competencia natural que ha realizado previamente el legislador.
2º En el evento que no exista una prórroga de competencia, debe verificarse si el
legislador ha establecido alguna regla especial para el tipo de conflicto específico, lo que
exige realizar una revisión exhaustiva de las normas procesales que resulten pertinentes.
3º Si tampoco hay reglas especiales aplicables al caso específico, se deberá atender a la
naturaleza de la acción que se haya deducido —debiendo entenderse la voz “acción” en
un sentido civilista (Figueroa y Morgado, 2011, p. 96)—.
4º Finalmente, si ninguna de las disposiciones anteriores es aplicable, deberá acudirse a la
regla general y supletoria de competencia relativa: el domicilio del demandado (Díaz,
2017, p. 346; Orellana, 2018, p. 238).
Analicemos ahora algunas reglas legales de fijación de la competencia relativa siguiendo el
orden recién planteado. Empero, debido a que la prórroga de competencia será abordada
en detalle en el apartado 6, veamos de inmediato algunas reglas especiales contenidas en
el COT:
• Si la demanda se refiere a obligaciones que deben cumplirse en diversos territorios,
asignados a distintos tribunales, será competente para conocer del juicio el juez del lugar
en que se reclame el cumplimiento de cualquiera de dichas obligaciones (art. 139 del
COT). Por ende, el actor puede elegir ante cual de esos tribunales va a presentar su
demanda (Pereira, 1996, p. 188; Colombo, 2004, p. 225), siendo este un caso de
competencia acumulativa o preventiva.
• Si el demandado tuviere su domicilio en dos o más lugares, podrá el demandante
entablar su acción ante el juez de cualquiera de ellos (art. 140 del COT). Para este caso son
aplicables los mismos comentarios indicados en la regla anterior.
• Si los demandados fueren dos o más y cada uno de ellos tuviere su domicilio en
diferente lugar, podrá el demandante entablar su acción ante el juez de cualquier lugar
donde esté domiciliado uno de los demandados, y en tal caso los demás quedarán sujetos
a la jurisdicción del mismo juez (art. 141 del COT). Al igual que en las reglas previas, este
es un supuesto de competencia preventiva, en que el actor escoge el tribunal entre las
opciones planteadas. Sin embargo, ahora se agrega el hecho de que estamos frente a una
pluralidad de demandados que tienen su domicilio en distintos territorios (obviamente si
estuvieran situados en el mismo, la regla no sería aplicable). Así, uno de los demandados
litigará ante el tribunal correspondiente a su domicilio, mientras el resto tendrá que
desplazarse desde el lugar en que estén para poder hacerlo —lo que podría implicarles
mayor gasto de tiempo, recursos económicos, etc.—.
• Cuando el demandado fuere una persona jurídica, para efectos de la competencia
relativa se considerará que su domicilio corresponde al lugar donde tenga su asiento la
respectiva corporación o fundación (art. 142 del COT), el que será determinado por el
acuerdo de sus miembros.
• Ahora, en caso de que se demande a una persona jurídica que tiene establecimientos,
comisiones u oficinas que la representen en diversos lugares —como sucede con las
sociedades comerciales—, será competente el juez del lugar donde se ubique el
establecimiento, comisión u oficina que celebró el contrato o que intervino en el hecho
que da origen al juicio (art. 142 inc. 2º del COT). Nótese que la norma no hace distinción
alguna, de modo que ella debe entenderse aplicable para las personas jurídicas de
Derecho público y de Derecho privado. En relación con esta regla se ha indicado:
“DECIMOCUARTO: Que, tratándose de la acción de responsabilidad extracontractual que
intenta la demandante de manera subsidiaria a las anteriores, resulta aplicable la norma
contenida en el artículo 138 del Código Orgánico de Tribunales, que atribuye competencia
al del domicilio del demandado. Pero tratándose en la especie de dos demandadas, debe
recurrirse a las normas de los artículos 141 y 142 del mismo Código, ya analizadas, de
acuerdo a las cuales el demandante puede entablar su acción ante el juez de cualquier
lugar donde esté domiciliado uno de los demandados, quedando los demás sujetos a la
jurisdicción del mismo juez y tratándose de una persona jurídica el juez del lugar donde
exista el establecimiento, comisión u oficina, en este caso, que intervino en el hecho que
da origen al juicio” (SCA de Concepción, Rol Corte Nº 1750-2016, de 13 de enero de 2017.
• En el caso de los interdictos posesorios es competente el juez de letras del territorio en
que estuvieren situados los bienes a que se refieren. Ahora, si estos bienes, debido a la
forma en que están situados, pertenecen a varios territorios jurisdiccionales, será
competente el juez de cualquiera de éstos (art. 143 del COT). Como puede apreciarse, en
este último supuesto, se trata de otro caso de competencia preventiva.
• Si se trata de un juicio de petición de herencia, de desheredamiento o sobre la validez
o nulidad de disposiciones testamentarias, será competente el juez del lugar donde se
hubiere abierto la sucesión del difunto, vale decir, el correspondiente a su último
domicilio (arts. 148 del COT y 955 del CC).
• En los juicios de hacienda (vale decir, aquellos en que tiene interés el Fisco de Chile y
son conocidos por los tribunales ordinarios de justicia), cuando el Fisco sea el
demandante, será competente un juez de letras de la comuna asiento de la Corte de
Apelaciones respectiva (ej. Copiapó, Valparaíso, Talca o Punta Arenas) o el juez
correspondiente al domicilio del demandado. Por tanto, el Fisco puede optar entre ambos
órganos jurisdiccionales, siendo otro ejemplo de competencia preventiva. Sin embargo,
cuando el Fisco es el demandado el panorama es distinto. Esto porque solo será
competente el juez de letras de la comuna asiento de la Corte de Apelaciones respectiva
(art. 48 del COT). Sobre este punto, se ha indicado que si en un proceso existe pluralidad
de demandados, uno de cuales es el Fisco, esta regla se debe aplicar por sobre lo previsto
en el art. 141 del COT (Cruz, 2020, p. 206).
Ahora bien, tal como se indicó anteriormente, si estamos ante un caso para el que no se
ha previsto una regla especial de competencia relativa, deberá atenderse a la naturaleza
de la acción deducida, de acuerdo con las siguientes consideraciones:
• Siguiendo lo dispuesto por el art. 580 del CC, la acción será inmueble cuando tenga
este carácter la cosa respecto a la que ha de ejercerse o que se deba (ej. cuando se solicite
la entrega de una casa). Así, cuando estemos ante una acción inmueble, el art. 135 del
COT señala que será competente para conocer el proceso:
• El juez del lugar que hayan acordado las partes, mediante una prórroga expresa de
competencia.
• Si no existe un acuerdo, el actor podrá elegir entre:
– El juez del lugar donde se contrajo la obligación, o
– El juez del lugar en que se encuentre la cosa reclamada.
• Por otra parte, si el o los inmuebles que son objeto de la pretensión del actor se
encuentran ubicados en distintos territorios jurisdiccionales, será competente cualquiera
de los jueces de dichos territorios. La concreción quedará entregada, como tantas veces, a
la elección del demandante.
• La acción será mueble cuando lo sea la cosa sobre la que ha de ejercerse o que se deba
(art. 580 del CC). También se consideran muebles los hechos que se deben (art. 581 del
CC). En este caso será competente (art. 138 del COT):
• El juez del lugar que hayan acordado las partes, mediante una prórroga expresa de
competencia.
• Si no existe un acuerdo, el juez del domicilio del demandado.
• Finalmente, si una misma acción se reclaman cosas muebles e inmuebles, será
competente el juez del jugar en que estuvieren situados los inmuebles. Lo mismo se
aplicará cuando se planteen conjuntamente dos o más acciones y al menos una de ellas
sea inmueble (art. 137 del COT).
Finalmente, cuando ninguna de las reglas anteriores permita determinar cuál es el tribunal
relativamente competente para conocer un caso específico, debemos acudir a la regla
general y subsidiaria en esta materia (Casarino, 2008, p. 143), contenida en el art. 134 del
COT:
“En general, es juez competente para conocer de una demanda civil o para intervenir en
un acto no contencioso, el del domicilio del demandado o interesado, sin perjuicio de las
reglas establecidas en los artículos siguientes y de las demás excepciones legales”.
De acuerdo con esta regla, el tribunal competente para conocer y resolver un juicio civil
será aquél en cuyo territorio se encuentra ubicado el domicilio del demandado. De esta
forma, si por ejemplo Sergio Rojas es demandado de nulidad de contrato y su domicilio
está ubicado en la calle Arturo Prat Nº 413, Puerto Ibáñez, conocerá la causa el Juzgado de
Letras de Coyhaique, toda vez que se encuentra dentro del territorio que le ha asignado la
ley para el ejercicio de su competencia.
La clave de la regla general, así como de varios supuestos especiales que hacen hincapié
en el mismo elemento, está en determinar correctamente dónde se ubica el domicilio de
una persona. Un error en este aspecto llevaría a interponer la demanda ante un tribunal
que carece de competencia natural, con la consecuente nulidad de todo lo que se haya
obrado ante él (salvo que opere una prórroga tácita de competencia). En este ámbito, se
ha indicado que para estos efectos el domicilio de una persona puede ser determinado de
varias formas (Romero, 2017, p. 85):
– De común acuerdo entre las partes, mediante un contrato en el que fijen un domicilio
civil especial para los actos judiciales o extrajudiciales a que diere lugar el mismo contrato,
siguiendo lo previsto por el art. 69 del CC.
– También se puede señalar un domicilio al realizar una gestión ante un servicio público
—como el Servicio de Impuestos Internos o el Servicio de Registro Civil e Identificación— o
entidad privada, que luego podrá ser empleado para efectos procesales. Ejemplo de ello
es lo previsto por el art. 41 inc. 2º del DFL Nº 707 sobre cuentas corrientes bancarias y
cheques que dispone: “El domicilio que el librador tenga registrado en el Banco, será lugar
hábil para notificarlo del protesto del cheque”.
– Finalmente, la forma más común para establecer el domicilio de las partes será
atendiendo a los elementos contenidos en el art. 59 del CC, donde se entiende el domicilio
como la residencia, acompañada, real o presuntivamente, del ánimo de permanecer en
ella.
Sea como fuere, la determinación del domicilio del demandado al inicio del proceso
quedará entregada a lo que indique el actor en su libelo, lo que no será verificado de
ningún modo por el tribunal llamado a resolver el caso. Empero, un error en este
señalamiento podría dar lugar a dos situaciones teóricamente problemáticas:
a) Que el actor indique que el demandado tiene un domicilio ubicado fuera del territorio
asignado al tribunal ante el cual presenta su demanda, o sea, ante un órgano que carece
de competencia natural y, por tanto, es relativamente incompetente. En este caso, es el
demandado quien debe alegar la incompetencia del órgano, pues en lugar de ello, podría
optar por prorrogar la competencia del tribunal. De esta forma, si el demandado no
solicita la declaración de incompetencia relativa del tribunal, la ubicación de su domicilio
carece de importancia competencial y no obsta a la prosecución del juicio.
b) Que el domicilio del demandado haya sido erróneamente indicado por el actor. Esto
podría afectar o no la competencia relativa del tribunal ante el que se ejerció la acción,
dependiendo de la ubicación del domicilio correcto. De esta forma, si el error radica en
que el domicilio real y el señalado en la demanda se sitúan dentro del territorio asignado
al mismo tribunal, esto no será un problema competencial, pero podría tener
consecuencias nefastas para la validez del proceso —debido a que el demandado podrá
solicitar la nulidad de todo lo obrado atendida la falta de emplazamiento válido (art. 80
del CPC)—. En cambio, si por ej. se indica que el domicilio de la empresa Carnes E.I.R.L. se
ubica en Los Ángeles, en circunstancias que está situado en Quillota, es decir, en un
territorio que pertenece a otro tribunal, se generará tanto un problema de competencia
del órgano jurisdiccional como de validez del proceso (todo lo cual deberá ser alegado por
el demandado).
5.2. Competencia relativa en asuntos civiles no contenciosos
Para los asuntos civiles no contenciosos, además de la norma general y supletoria del art.
134 del COT, se han establecido varias reglas especiales que determinan el tribunal
relativamente competente. Veamos algunas de ellas:
• El juez del lugar donde se hubiere abierto la sucesión del difunto —vale decir, el
correspondiente a su último domicilio (art. 955 del CC)— será competente para conocer
de todas las diligencias judiciales relativas a la apertura de la sucesión, formación de
inventarios, tasación y partición de los bienes que el difunto hubiere dejado (art. 148 inc.
2º del COT). Todo esto se relaciona con los procedimientos a que da lugar la sucesión por
causa de muerte (arts. 866 y ss. del CPC), dentro de los cuales destaca la dación de la
posesión efectiva de la herencia cuando se presente un testamento aparentemente válido
(art. 844 del CPC).
• Vinculado con lo anterior, cuando una sucesión se abra en el extranjero, pero incluya
bienes situados dentro del territorio chileno, la posesión efectiva de la herencia deberá
pedirse en el lugar en que el difunto tuvo su último domicilio en Chile, o en el domicilio del
que la pida si aquel no lo hubiere tenido (art. 149 del COT).
• Será juez competente para conocer del nombramiento de tutor o curador y de todas
las diligencias que, según la ley, deben preceder a la administración de estos cargos, el del
lugar donde tuviere su domicilio el pupilo, aunque el tutor o curador nombrado tenga el
suyo en lugar diferente. El mismo juez será competente para conocer de todas las
incidencias relativas a la administración de la tutela o curaduría, de las incapacidades o
excusas de los guardadores y de su remoción (art. 150 del COT). Para comprender esta
regla se debe tener presente que las tutelas y curadurías o curatelas son cargos impuestos
a ciertas personas a favor de aquellos que no pueden dirigirse a sí mismos o administrar
competentemente sus negocios, y que no se hallan bajo potestad de padre o madre, que
pueda darles la protección debida —como es el caso del pródigo, demente o de menores
de edad—. Las personas que ejercen estos cargos se llaman tutores —cuando el pupilo es
un impúber— o curadores (art. 338 del CC). Para el nombramiento de tutores y curadores
se deberá seguir el procedimiento regulado en los arts. 838 y ss. del CPC.
• En los casos de presunción de muerte de una persona que ha desaparecido, se ignora
si vive y concurren los demás requisitos legales (art. 80 del CC), será competente para su
declaración el juez del lugar en que el desaparecido hubiere tenido su último domicilio. El
mismo juez podrá conferir la posesión provisoria o definitiva de los bienes del
desaparecido a las personas que justifiquen tener derecho a ellos (art. 151 del COT).
• Para nombrar curador a los bienes de un ausente o a una herencia yacente, será
competente el juez del lugar en que el ausente o el difunto hubiere tenido su último
domicilio (art. 152 del COT).
El curador de bienes será designado por el tribunal para representar a una persona que
no se encuentra dentro del territorio de la República, cuyo paradero se ignora y su
representación no es asumida por el defensor público, de modo que esto permite iniciar
un proceso en su contra y que el curador asuma la defensa de los derechos del ausente,
según lo dispuesto en los arts. 367 del COT, 285 y 845 del CPC y 473 del CC (Cortez y
Palomo, 2018, pp. 151-152).
Por su parte, el curador de una herencia yacente estará a cargo de administrar los
bienes de un difunto, cuya herencia no se hubiere aceptado ni hubiere albacea que haya
aceptado su encargo (arts. 481 y 1240 del CC).
• Tratándose del nombramiento de un curador de los derechos eventuales de una
persona que está por nacer, será competente el juez del lugar en que la madre tuviere su
domicilio (art. 152 inc. 2º del COT).
• Para aprobar o autorizar la enajenación, hipotecación o arrendamiento de inmuebles
de acuerdo con el art. 891 del CPC, será competente el juez del lugar donde estuvieren
situados dichos inmuebles (art. 153 del COT). Nótese que esta disposición ha sido aplicada
para resolver asuntos de familia:
“(…) preciso es tener presente que la peticionaria de autos solicitó al Juzgado de Familia
de O. autorización para enajenar mediante la venta o cesión de los derechos hereditarios
que le corresponden a sus hijos menores de edad, G.A. y T.C., ambos de apellidos R.Y., de
17 y 15 años, respectivamente, respecto de dos inmuebles ubicados en la localidad de
Villa Alemana y otro situado en la comuna de Salamanca.
QUINTO: Que en la audiencia especial dispuesta a efecto de resolver la referida petición,
llevada a cabo el 17 de agosto del 2015, la juzgadora del tribunal de familia resolvió negar
lugar a la solicitud de autorización para enajenar; y, fundando el rechazo sostiene que, si
bien los menores tiene su actual domicilio en la ciudad de Ovalle, de conformidad con lo
previsto en el artículo 153 del Código Orgánico de Tribunales, resulta competente para
conceder la autorización pretendida, el lugar en que los inmuebles se encuentren
situados.
SEXTO: Que, en consecuencia, atendido lo consignado en el motivo precedente, no
aparece justificada la concurrencia de la causal invocada por la recurrente, porque
efectivamente la sentencia en alzada contiene la decisión de la cuestión sometida al
conocimiento del tribunal, desechando la petición por no haberse incoado ante tribunal
competente, situación que resultaba incompatible con la resolución del fondo del asunto;
por tanto, sólo cabe rechazar el recurso de casación formal impetrado” (SCA de La Serena,
Rol Corte Nº 166-2015, de 30 de diciembre de 2015).
• Tratándose de una petición para entrar al goce de un censo de transmisión forzosa,
será competente el tribunal del territorio en que hubiere inscrito el censo. Pero si el censo
se hubiere redimido, será el tribunal del territorio en que se haya inscrito la redención. Si
el censo no se hubiere inscrito ni se hubiere redimido, será competente el juez del
territorio donde se hubiere declarado el derecho del último censualista (art. 155 del COT).
El censo al que se refiere esta regla especial se encuentra regulado por los arts. 2022 y
siguientes del CC, que indican que se constituye cuando una persona contrae la obligación
de pagar a otra un rédito anual, reconociendo el capital correspondiente, y grabando una
finca suya con la responsabilidad del rédito y del capital. En todo caso, debe mencionarse
que actualmente esta figura jurídica carece de aplicación práctica y, con ella, la regla de
competencia relativa antes señalada.
• En caso de solicitudes de cambio de nombres y apellidos será competente el juez de
letras del domicilio del peticionario (art. 2º de la Ley Nº 17.344).
En caso no existir una regla prevista expresamente para una solicitud voluntaria
determinada, se deberá aplicar la norma general y subsidiaria del art. 134 del COT, que
dispone que el juez competente para intervenir en un acto no contencioso es el del
domicilio del interesado.
5.3. Competencia relativa en asuntos penales
Existe una regla de general aplicación para la determinación de la competencia relativa del
tribunal que debe conocer y fallar los procesos por los delitos cometidos en Chile. Esta
regla se recoge en el art. 157 del COT y señala:
“Será competente para conocer de un delito el tribunal en cuyo territorio se hubiere
cometido el hecho que da motivo al juicio.
El juzgado de garantía del lugar de comisión del hecho investigado conocerá de las
gestiones a que diere lugar el procedimiento previo al juicio oral.
El delito se considerará cometido en el lugar donde se hubiere dado comienzo a su
ejecución”.
De esta forma, el territorio en que haya comenzado la ejecución del hecho punible será el
que determine cuál será el órgano jurisdiccional (usualmente el juzgado de garantía y,
posteriormente, el tribunal de juicio oral en lo penal) que estará dotado de competencia
para participar en el proceso específico (Colombo, 2004, p. 238).
Como una de las contadas excepciones a dicha regla, se suele mencionar aquella
contenida en el art. 22 inc. 6º del DFL Nº 707 sobre cuentas corrientes bancarias y
cheques, el que dispone:
“Para todos los efectos legales, los delitos que se penan en la presente ley se entienden
cometidos en el domicilio que el librador del cheque tenga registrado en el Banco”.
Así, tratándose de delitos cometidos por un cuentacorrentista (como el giro fraudulento
de cheques) deja de tener importancia el lugar en que se haya girado el cheque, pues el
legislador ha establecido que siempre será competente el tribunal con competencia penal
del territorio en que se sitúe el domicilio que la persona haya registrado en el banco.
En todo caso, valga mencionar que la misma lógica del “domicilio” ha sido empleada por
nuestros tribunales en lo referido a los delitos de injurias y calumnias cometidos a través
de las redes sociales. A saber:
ACTIVIDADES DE APLICACIÓN
1. Sofía decide interponer una demanda de indemnización de perjuicios en contra de
una empresa, debido al incumplimiento contractual en la construcción de una cabaña en
Pichilemu:
– Determine qué tribunal está dotado de competencia absoluta y relativa conforme a las
reglas generales.
– Aplique los restantes criterios de clasificación de la competencia y señale de qué tipo
de competencia se trata.
2. Elabore un esquema con las reglas generales de competencia.
3. Considerando las reglas generales de competencia:
– ¿Qué tribunal debe ejecutar la sentencia definitiva de segunda instancia?
– ¿Qué tribunal debe conocer de una demanda reconvencional de restitución de un
automóvil?
– ¿Qué tribunal debe conocer y resolver un incidente de abandono de procedimiento?
4. Elabore un cuadro comparativo respecto de los tipos de fuero e identifique cómo
afecta cada uno de ellos a la competencia.
5. Camila Arancibia, Senadora de la República por la Región de Los Lagos, es demandada
para la restitución de un automóvil que se le había prestado para sus traslados. ¿Qué
tribunal debe conocer este proceso?
6. La cuantía —como regla de competencia absoluta—, ¿sirve para determinar la
jerarquía del tribunal que conocerá del asunto?
7. Cristóbal es demandado en Valdivia por incumplimiento en el contrato de
compraventa celebrado con Marcos. Cuando Cristóbal recibe la notificación de la
demanda, contacta a su abogado y este se percata de que la demanda fue dirigida al
Tribunal de Familia de Valdivia. ¿Qué debe hacer?
8. ¿Qué tribunal debe conocer una causa de homicidio calificado por alevosía, en los
términos del art. 391 Nº 1 del Código Penal?
9. ¿La incompetencia relativa solo puede ser declarada a petición de parte? ¿Qué
sucede si no se reclama oportunamente?
10. Usted presenta una demanda civil que involucra tanto un bien inmueble ubicado en
Padre Las Casas como los bienes muebles que lo guarnecen ¿En qué tribunal se debe
tramitar la causa?
11. Flores y Cía. es una sociedad colectiva. Actualmente tiene problemas con un tercero,
ya que este no ha cumplido el contrato que suscribió con la sociedad. Por ello, su gerente
desea deducir una demanda para exigir el cumplimiento de las obligaciones pendientes.
¿Qué tribunal será competente? ¿Por qué?
12. Usted desea iniciar una demanda de indemnización de perjuicios en Antofagasta,
lugar donde, al parecer, hay más de un tribunal competente para conocer de su causa. En
este caso, ¿cuál de los tribunales competentes debe conocer la demanda? ¿Por qué?
13. Pedro vive en Alto Hospicio, pero se traslada a Putre para cometer un delito de robo
con homicidio. La hija de la víctima interpone en contra de Pedro una querella —
solicitando la sanción penal por el delito— y una demanda civil en la que pide la
restitución de las especies robadas. En este caso, ¿qué tribunal es competente para
conocer la acción civil? ¿Cambiaría dicho tribunal si se demandara una indemnización por
los daños causados?
14. Leyendo el diario, usted se percata que una tienda está vendiendo el celular que
quería comprarse a $99.990 si lo compra online, cuando su valor normal es de $199.990.
Aprovechando dicha oferta, usted ingresa a la página web y compra el móvil. En este
momento un cuadro emergente le señala que la compra fue exitosa y que su celular será
enviado en 7 días. Una hora más tarde la empresa se comunica con usted y le dice que
existía un problema en la página, razón por la cual su compra no es válida y el dinero le
será transferido íntegramente a su cuenta. Usted obviamente desea que se cumpla dicho
contrato y decide demandar a la tienda. ¿Qué tribunal debe conocer esta causa?
15. Respecto a las contiendas de competencia:
– ¿Qué tribunal debe conocer una contienda de competencia suscitada entre el 1º
Juzgado Civil de Santiago y el 15º Juzgado Civil de Santiago?
– ¿Qué tribunal debe resolver la contienda de competencia entre el Tercer Juzgado de
Letras de Arica y la Corte de Apelaciones de Valparaíso?
– En una causa en que se reclama el incumplimiento de un contrato de depósito, se
suscita una contienda de competencia entre el Primer Juzgado de Letras de Calama y un
juez árbitro designado por el depositante. ¿Qué tribunal debe resolver esta contienda?
CAPITULO VI
Dado que el juez árbitro que no está permanentemente ligado al desempeño de esta
función estatal, su potestad jurisdiccional se extingue cuando resuelve el litigio que le fue
sometido (Pereira, 1996, p. 242). Además de lo anterior y debido a que carecen de la
facultad de imperio, es característico de los tribunales arbitrales que ellos no pueden
ejecutar las resoluciones que impliquen un procedimiento de apremio o medidas
compulsivas (tal como se hizo referencia en el capítulo anterior, a propósito de la regla de
ejecución).
Finalmente, los tribunales especiales son tales por estar regulados en leyes especiales (es
decir, en una ley diferente al COT) y además por conocer materias específicas o, como su
nombre lo indica, que tengan el carácter de especiales (Pereira, 1996, p. 246). Su origen
ha sido propio del fenómeno de la especialización que ha influido en nuestro sistema
judicial, y se han creado para juzgar todas las causas pertenecientes a una categoría
particular que se susciten en el futuro (Bordalí, 2020, p. 294).
De acuerdo con el artículo 5º del COT, son tribunales especiales del Poder Judicial los
Juzgados de Familia (Ley Nº 19.968), los Juzgados de Letras del Trabajo y los Juzgados de
Cobranza Laboral y Previsional (Código del Trabajo), y los Tribunales Militares en tiempo
de paz (Código de Justicia Militar y sus leyes complementarias).
2.2. En atención a si los jueces son o no abogados: letrados y legos
Tribunales letrados son aquellos que son servidos por jueces que están en posesión del
título de abogado. Esto constituye la regla general, considerando que los jueces deben
seleccionar, interpretar y aplicar el Derecho vigente para resolver el litigio, para lo cual se
necesita poseer conocimientos técnico-jurídicos. Conforme con lo anterior, en el COT se
consagra que uno de los requisitos para ser juez de letras o ministro de Corte de
Apelaciones o de Corte Suprema, es tener el título de abogado (arts. 252 Nº 2, 253 Nº 2 y
254 Nº 2 del COT).
Por su parte, los tribunales legos son aquellos en que participan jueces legos o iletrados,
es decir, personas que no poseen el título de abogado, tal como ocurre en el sistema de
juicio por jurados. Este sistema puede estar conformado exclusivamente por jurados
iletrados (jurados puros) o por una mezcla entre jurados legos y jueces letrados (que se
conoce como el escabinato o escabinado).
Otros ejemplos de tribunales con jueces legos lo constituyen los árbitros arbitradores, los
tribunales ambientales o el TDLC. A los primeros —quienes a diferencia de los árbitros de
Derecho fallan conforme a su prudencia y equidad (art. 223 del COT)— no se les exige
estar en posesión del título de abogado para su nombramiento, condición que sí es
requerida en el caso de los árbitros de Derecho (art. 225 inc. 2º del COT). En el caso de los
tribunales ambientales y debido a su naturaleza especial, estos órganos jurisdiccionales
están integrados por tres ministros, de los cuales solo dos deben ser abogados, mientras
que el tercero debe ser un licenciado en ciencias con especialización en materias
medioambientales y diez años de ejercicio profesional (art. 2º de la Ley Nº 20.600). Esta
misma característica es compartida por el TDLC, toda vez que dos de sus miembros deben
ser licenciados o postgraduados en Ciencias Económicas (art. 8º de la Ley Nº 19.911).
2.3. Según si deben o no emplear normas jurídicas para la tramitación y resolución del
asunto: tribunales de Derecho y de equidad
Esta categoría, más que una clasificación de los tribunales propiamente tal, está
constituida por las denominaciones con las que se atiende a las normas materiales o de
fondo que el órgano jurisdiccional respectivo aplicará para resolver el asunto litigioso
(Oberg y Manso, 2011, p. 54). En este sentido, se atiende a la existencia o no de normas
jurídicas que regulen y determinen la actividad judicial y, especialmente, el momento del
juzgamiento (Pereira, 1996, p. 251).
Tribunal de Derecho es aquel en que la substanciación de las causas y la resolución de los
asuntos se realiza con sujeción a lo previsto por la ley, mientras que tribunal de equidad es
aquel en que la tramitación del asunto es regulada por las partes o por el propio tribunal
(Pereira, 1996, p. 251), y que dicta sentencia de acuerdo con lo que establezcan los
principios de equidad y, por lo tanto, no la ley. Este último caso es excepcional y se
produce, por ejemplo, tratándose de los árbitros arbitradores quienes, como ya vimos,
resuelven conforme a su prudencia y equidad (art. 223 inc. 3º del COT), pudiendo en
consecuencia prescindir de lo dispuesto por el ordenamiento jurídico e, incluso, decidir en
contra de ello (Figueroa y Morgado, 2013a, p. 121).
2.4. Según si la decisión jurisdiccional es adoptada por uno o varios jueces: tribunales
unipersonales y colegiados
Tribunal unipersonal es aquel que conoce y resuelve los asuntos de forma individual, es
decir, por un solo juez, quien puede ser el único que conforma el tribunal o uno de los
varios que lo integran. Es importante hacer esta precisión pues, si bien existen tribunales
unipersonales de composición simple —como, p. ej., los juzgados de letras integrados por
un solo juez—, hay otros que son unipersonales de composición múltiple, de modo que
están conformados por varios jueces, pero ellos no actúan en conjunto, sino que cada uno
conoce y resuelve las causas de manera independiente. Este sería el caso, por ejemplo, de
la mayoría de los tribunales de familia, juzgados de letras del trabajo y juzgados de
garantía, los que por regla general se componen de más de un juez (art. 4º de la LJF, art.
415 del CdT y art. 16 del COT).
Ahora bien, no se piense que en un tribunal unipersonal es una misma persona la que
conoce todo el asunto de principio a fin y pronuncia la sentencia. La unipersonalidad solo
quiere decir que cada una de las actuaciones del tribunal serán realizadas por uno solo de
sus jueces. En todo caso, se ha apuntado que esta dinámica tiene varias debilidades, lo
que debería llevar a replantearse la pervivencia de este tipo de órganos. En este sentido se
ha indicado que cuando solo una persona conoce y resuelve un asunto, se reducen las
posibilidades de acierto del fallo; además, que al no existir un análisis y discusión colectiva
sería más difícil llegar a la verdad; sin dejar de mencionar que, al ser solo una persona la
encargada del proceso, existirían mayores posibilidades para un actuar arbitrario
(Casarino, 2007, p. 47).
Por otra parte, tribunal colegiado es aquel en que los asuntos son conocidos y resueltos de
forma conjunta por varios jueces (usualmente una cantidad impar). Dentro de los
tribunales ordinarios de justicia, son colegiados el tribunal de juicio oral en lo penal, las
Cortes de Apelaciones y la Corte Suprema. En este sentido, sus resoluciones son dictadas
colectivamente:
– Por tres jueces en el caso de los TJOP (art. 17 del COT);
– Por tres jueces —llamados “ministros”— como mínimum, tratándose de las Cortes de
Apelaciones (art. 67 inc. 2º del COT). Empero, para el pronunciamiento de las providencias
de mera substanciación bastará un solo ministro (art. 70 del COT); y
– Por no menos de cinco ministros en el caso de la Corte Suprema (art. 95 del COT).
Como desventaja de estos tribunales se ha indicado que, al resolver en conjunto, la
responsabilidad individual de cada juez se diluye; que los jueces suelen tomar
conocimiento de los asuntos por intermedio de otras personas; y que la administración de
justicia se hace más lenta (Casarino, 2007, p. 47).
2.5. Según si están o no permanentemente en funciones (o según su estabilidad):
tribunales accidentales y tribunales permanentes
Tribunal accidental es aquel servido por ciertos ministros y presidentes de Corte que se
desprenden temporalmente del órgano del que forman parte y pasan a constituir un
tribunal unipersonal, el que está llamado a conocer y fallar los específicos asuntos que han
sido establecidos por el legislador. Por tanto, solo se constituyen cuando ha ocurrido un
conflicto respecto al cual la ley ha dispuesto su intervención, dejando de funcionar cuando
se termina el proceso respectivo. Así, el juez que presidía este tribunal se reintegra al
órgano al que pertenece y reasume sus funciones (Casarino, 2007, p. 51).
Están regulados en el Título IV del COT, en el cual se indica con detalle las materias que
conocerá un ministro de Corte de Apelaciones, el Presidente de la Corte de Apelaciones de
Santiago, un ministro de la Corte Suprema y el Presidente de la Corte Suprema, tal como
veremos en el apartado 3.7.2 de este capítulo.
Ejemplo de resolución judicial que designa un Ministro de la Corte Suprema, en causa de
extradición pasiva
Santiago, veintinueve de abril de dos mil diecinueve.
De conformidad con lo dispuesto en los artículos 52 número 3 del Código Orgánico de
Tribunales y 441 del Código Procesal Penal, pasen estos antecedentes al Ministro de este
Tribunal, don Ricardo Blanco Herrera, para su conocimiento y resolución.
Nº 11217-2019/gor
Haroldo Osvaldo Brito Cruz
Presidente
Corte Suprema de Justicia
En Santiago, a veintinueve de abril de dos mil diecinueve, notifiqué por el Estado Diario la
resolución precedente.
Tribunal permanente, en cambio, es aquel que está siempre en funcionamiento,
independientemente de si se ha suscitado o no algún conflicto de aquellos que la ley ha
entregado a su conocimiento y decisión. En esta perspectiva, son tribunales permanentes,
v. gr., los juzgados de garantía, los tribunales de juicio oral en lo penal, los juzgados de
letras en lo civil, los juzgados de familia, los juzgados de letras del trabajo, las Cortes de
Apelaciones y la Corte Suprema.
2.6. Según su jerarquía: tribunales superiores e inferiores
Esta clasificación es expresión de la estructura jerárquica piramidal que presenta el Poder
Judicial. Tribunal superior es la denominación que se le da a las Cortes de Apelaciones, a
las Cortes Marciales y a la Corte Suprema, por estar ubicadas en las dos jerarquías más
altas del orden jurisdiccional.
De esta forma, tribunales inferiores son aquellos tribunales a quienes se entrega, por regla
general, el conocimiento de los asuntos en primera instancia, de modo que sus
resoluciones pueden ser revisadas por los tribunales superiores (Díaz, 2017, p. 383).
Forman parte de este grupo los juzgados de letras, los juzgados de garantía, los juzgados
de familia, los tribunales de juicio oral en lo penal, etc.
Para formar estas tablas, las causas se agregan tan pronto como estén en estado y por el
orden de su conclusión, sin prejuicio de lo cual existen materias que cuentan con
preferencia para su colocación, tal como lo indica el inc. 2º del art. 162 del CPC:
“Exceptúanse las cuestiones sobre deserción de recursos, depósito de personas, alimentos
provisionales, competencia, acumulaciones, recusaciones, desahucio, juicios sumarios y
ejecutivos, denegación de justicia o de prueba y demás negocios que por la ley, o por
acuerdo del tribunal fundado en circunstancias calificadas, deban tener preferencia, las
cuales se antepondrán a los otros asuntos desde que estén en estado”.
Además, existen materias que deben ser agregadas extraordinariamente a la tabla
correspondiente, las que se encuentran señaladas en el art. 69 del COT:
“Serán agregados extraordinariamente a la tabla del día siguiente hábil al de su ingreso al
tribunal, o el mismo día, en casos urgentes:
1º Las apelaciones relativas a la prisión preventiva de los imputados u otras medidas
cautelares personales en su contra;
2º Los recursos de amparo, y
3º Las demás que determinen las leyes.
Se agregarán extraordinariamente, también, las apelaciones de las resoluciones relativas
al auto de procesamiento señaladas en el inciso cuarto, en causas en que haya procesados
privados de libertad. La agregación se hará a la tabla del día que determine el Presidente
de la Corte, dentro del término de cinco días desde el ingreso de los autos a la Secretaría
del Tribunal”.
Llegado el día en que, según lo indicado por la tabla, debe verse alguna causa, lo primero
que debe ocurrir es la instalación del tribunal. Esta es realizada por el Presidente de la
Corte quien debe llamar, si es necesario, a los funcionarios que deben integrarla,
levantando acta al efecto en la que conste el nombre de los ministros asistentes y de los
que no concurren con indicación del motivo. Esta acta debe, además, ser autorizada por el
secretario (art. 90 Nº 2 del COT).
Instalado el tribunal procede el trámite del anuncio, el que puede referirse a varias
situaciones:
– A la comunicación que realizan los abogados al relator, antes del comienzo de la
jornada, de que se presentarán a alegar en una causa determinada y por cuánto tiempo lo
harán (obviamente sin superar los tiempos máximos establecidos por la ley);
– A la comunicación que hace el relator de las causas que se verán efectivamente aquel
día, de las suspendidas (por alguna de las razones contenidas en el art. 165 del CPC) y de
las que por cualquier motivo no se verán (art. 373 del COT);
– También se refiere al acto que hace el relator de la causa en que da noticia de la causa
que se verá a continuación; y
– A la fijación en un lugar visible de la causa que se está viendo en ese mismo instante.
Al iniciar la vista de la causa, se realiza la relación de la misma (art. 223 del CPC), que es el
trámite a través del cual el relator (art. 372 Nº 4 del COT) da a conocer a los miembros de
la sala de qué trata el asunto que deben resolver, realizando un resumen de la causa a
través de una exposición metódica del contenido del expediente, de manera tal que los
ministros queden enteramente instruidos del asunto sometido a su conocimiento (art. 374
del COT). Además de la relación, los relatores deben dar cuenta de todo vicio u omisión
sustancial, falta o abuso que notaren en los procesos (art. 373 del COT). Terminada la
relación, los abogados —que se hubieren anunciado previamente con el relator— deben
realizar sus alegatos (art. 223 del CPC), que consisten en las defensas orales que estos
realizan en audiencia pública frente a los miembros de la sala.
Todos los actos constitutivos de la vista de la causa se consideran la “citación para
sentencia” en segunda instancia, de modo que, si alguno de ellos se omite, se podría pedir
la nulidad de la sentencia vía recurso de casación en la forma (Casarino, 2007, p. 106).
Es importante tener presente que, a propuesta del Presidente de la Corte, aprobado por el
pleno por resolución fundada en razones de buen servicio y con el objeto de precaver la
eficiencia del sistema judicial para garantizar el acceso a la justicia o la vida o integridad de
las personas, se podrá autorizar un sistema de funcionamiento excepcional que permita
realizar la vista de la causa por medios remotos a través de videoconferencia. Este sistema
tendrá una duración máxima de un año, prorrogable por una sola vez y por el mismo
período, sin necesidad de nueva solicitud (art. 68 bis del COT).
En esa perspectiva, el art. 16 transitorio de la Ley Nº 21.934 estableció la posibilidad de
realizar alegatos por vía telemática, lo que actualmente es de uso general en todas las
Cortes del país. Adicionalmente, estas actuaciones están reglamentadas por el Acta 271-
2021 de la Corte Suprema, de 13 de diciembre de 2021, que fijó el Auto acordado sobre
audiencias y vista de causas por videoconferencia.
Además, los letrados —y la ciudadanía en general— pueden conocer la instalación de las
salas y su integración, presenciar las relaciones y alegatos a través del “Monitor de Salas”
disponible en la página web del Poder Judicial en el link: http//salas.pjud.cl.
Una vez terminada la vista de la causa, esta puede fallarse inmediatamente o bien, cuando
alguno de los miembros del tribunal requiera estudiar con más detenimiento el asunto,
quedar en acuerdo (art. 82 del COT). Además de este motivo, la causa puede “quedar en
acuerdo” —es decir, no es fallada de inmediato— porque el tribunal decretó una medida
para mejor resolver (art. 159 del CPC) o porque se ha solicitado un informe en Derecho
(art. 228 del CPC). Se ha dicho que el acuerdo es “el estudio, la discusión y la adopción del
fallo por parte de un tribunal colegiado” (Casarino, 2007, p. 107); el mecanismo para
formar la voluntad plural que manifiesta la Corte y que consiste en el fallo (Bordalí, 2020,
p. 314); y la discusión privada del tribunal sobre el negocio que conocen, tendientes a
obtener el fallo o resolución de dicho asunto y que se otorga por medio de la valoración
de los jueces hasta obtener la mayoría legal (Oberg y Manso, 2011, p. 80).
Es importante mencionar que la forma en la que se adoptan los acuerdos en los tribunales
colegiados se encuentra regulada expresamente por la ley, en el art. 83 del COT:
“En los acuerdos de los tribunales colegiados, después de debatida suficientemente la
cuestión o cuestiones promovidas, se observarán las reglas siguientes para formular la
resolución:
1º) Se establecerán primeramente con precisión los hechos sobre que versa la cuestión
que debe fallarse, sin entrar en apreciaciones ni observaciones que no tengan por
exclusivo objeto el esclarecimiento de los hechos;
2º) Si en el debate se hubiere suscitado cuestión sobre la exactitud o falsedad de uno o
más de los hechos controvertidos entre las partes, cada una de las cuestiones suscitadas
será resuelta por separado;
3º) La cuestión que ya hubiere sido resuelta servirá de base, en cuanto la relación o
encadenamiento de los hechos lo exigiere, para la decisión de las demás cuestiones que
en el debate se hubieren suscitado;
4º) Establecidos los hechos en la forma prevenida por las reglas anteriores, se procederá a
aplicar las leyes que fueren del caso, si el tribunal estuviere de acuerdo en este punto;
5º) Si en el debate se hubieren suscitado cuestiones de derecho, cada una de ellas será
resuelta por separado, y las cuestiones resueltas servirán de base para la resolución de las
demás; y
6º) Resueltas todas las cuestiones de hecho y de derecho que se hubieren suscitado, las
resoluciones parciales del tribunal se tomarán por base para dictar la resolución final del
asunto”.
Por último, debemos señalar que en cada Corte existirá una sala tramitadora, encargada,
como su nombre lo indica, de dar tramitación a los asuntos que ella reciba. En aquellas
Cortes con más de una sala, la encargada de esta tarea será la primera. Ahora bien, para
dictar diligencias de mera substanciación, es decir, aquellas que solo dan curso progresivo
a los autos, sin decidir ni prejuzgar ninguna cuestión debatida entre las partes, bastará un
solo ministro. Sin embargo, cuando una sala ya esté conociendo de un asunto,
corresponderá a esta dictar dichas providencias (art. 70 del COT).
3.8.2. Nombramiento
Los ministros y fiscales judiciales de las Cortes de Apelaciones son nombrados por el
Presidente de la República, a propuesta en terna de la Corte Suprema (art. 78 de la CPR).
Los requisitos para ser ministro o fiscal de Corte de Apelaciones están contenidos en el
art. 253 del COT, en los siguientes términos:
“Para ser ministro o fiscal judicial de Corte de Apelaciones se requiere:
1º Ser chileno;
2º Tener el título de abogado, y
3º Cumplir, tratándose de miembros del Escalafón Primario, con los requisitos que se
establecen en la letra a) del artículo 284, y haber aprobado el programa de
perfeccionamiento profesional para ser ministro de Corte de Apelaciones. En ningún caso
podrá ser ministro de Corte de Apelaciones quien no haya desempeñado, efectiva y
continuadamente, la función de juez letrado, por un año a lo menos. Lo anterior es sin
perjuicio de lo dispuesto en el artículo 280.
Iguales requisitos se requerirán para ser designado secretario de la Corte Suprema”.
3.8.3. Inhabilidades e incompatibilidades
No pueden ser ministros de una misma Corte de Apelaciones los parientes consanguíneos
o afines en línea recta, ni los parientes colaterales hasta el segundo grado de
consanguinidad o afinidad, inclusive (art. 258 del COT).
No puede ser nombrado ministro de Corte de Apelaciones —ni siquiera ser incluido en la
terna elaborada para tal efecto— quien se encuentre ligado por matrimonio o acuerdo de
unión civil o tenga parentesco por consanguinidad hasta el tercer grado, por afinidad
hasta el segundo grado, o por adopción, con un ministro o fiscal judicial de la Corte
Suprema (art. 259 del COT).
Ahora bien, si se diera el caso en que dos miembros de un mismo tribunal contrajeren
matrimonio, celebraren un acuerdo de unión civil o pasaren a tener alguno de los grados
de parentesco antes indicados, estando ya en funciones, uno de ellos deberá ser
trasladado a un cargo de igual jerarquía (art. 259 del COT).
3.8.4. Subrogación
Si faltare alguno de los miembros de una Corte de Apelaciones o este fuere inhabilitado,
quedando una sala sin el número de jueces necesario para conocer y resolver de los
asuntos, esta sala se integrará con otros miembros no inhabilitados del mismo tribunal,
con sus fiscales y con los abogados que se designen anualmente para este objeto, en este
mismo orden. Sin embargo, las salas no podrán funcionar con mayoría de abogados
integrantes, tanto en el funcionamiento ordinario como en el extraordinario (art. 215 del
COT). En el caso de la Corte de Apelaciones de Santiago, sus salas se integrarán
preferentemente con miembros de las salas que se compongan de cuatro, según el orden
de antigüedad.
Ahora bien, si en una sala de Corte de Apelaciones no quedare ningún miembro hábil, se
deferirá el conocimiento del asunto a otra de sus salas. Si la inhabilidad o el impedimento
afectare a todos sus miembros, pasará el asunto a la Corte de Apelaciones que deba
subrogarla, conforme a lo dispuesto en el art. 216 del COT:
“Se subrogarán recíprocamente las Cortes de Apelaciones de Arica con la de Iquique; la de
Antofagasta con la de Copiapó; la de La Serena con la de Valparaíso; la de Santiago con la
de San Miguel; la de Rancagua con la Talca; la de Chillán con la de Concepción y la de
Temuco con la de Valdivia.
La Corte de Apelaciones de Puerto Montt será subrogada por la de Valdivia.
La Corte de Apelaciones de Punta Arenas lo será por la Puerto Montt.
La Corte de Apelaciones de Coihaique será subrogada por la de Puerto Montt.
En los casos en que no puedan aplicarse las reglas precedentes, conocerá la Corte de
Apelaciones cuya sede esté más próxima a la de la que debe ser subrogada”.
3.8.5. Deberes y prohibiciones de los ministros de Corte de Apelaciones
Los ministros de las Cortes de Apelaciones tienen los mismos deberes y prohibiciones que
los jueces de letras, por lo que en este punto nos remitimos a lo señalado en el apartado
3.1.5.
3.8.6. Materias que conocen las Cortes de Apelaciones
Las Cortes de Apelaciones, a pesar de ser consideradas por antonomasia los tribunales de
segundo grado (Pereira, 1996, p. 310), conocen asuntos en única, primera y segunda
instancia, de acuerdo con lo señalado en el art. 63 del COT:
“Las Cortes de Apelaciones conocerán:
1º En única instancia:
a) De los recursos de casación en la forma que se interpongan en contra de las sentencias
dictadas por los jueces de letras de su territorio jurisdiccional o por uno de sus ministros, y
de las sentencias definitivas de primera instancia dictadas por jueces árbitros.
b) De los recursos de nulidad interpuestos en contra de las sentencias definitivas dictadas
por un tribunal con competencia en lo criminal, cuando corresponda de acuerdo a la ley
procesal penal;
c) De los recursos de queja que se deduzcan en contra de jueces de letras, jueces de
policía local, jueces árbitros y órganos que ejerzan jurisdicción, dentro de su territorio
jurisdiccional;
d) De la extradición activa, y
e) De las solicitudes que se formulen, de conformidad a la ley procesal, para declarar si
concurren las circunstancias que habilitan a la autoridad requerida para negarse a
proporcionar determinada información, siempre que la razón invocada no fuere que la
publicidad pudiere afectar la seguridad nacional.
2º En primera instancia:
a) De los desafueros de las personas a quienes les fueren aplicables los incisos segundo,
tercero y cuarto del artículo 58 de la Constitución Política;
b) De los recursos de amparo y protección, y
c) De los procesos por amovilidad que se entablen en contra de los jueces de letras, y
d) De las querellas de capítulos.
3º En segunda instancia:
a) De las causas civiles, de familia y del trabajo y de los actos no contenciosos de que
hayan conocido en primera los jueces de letras de su territorio jurisdiccional o uno de sus
ministros, y
b) De las apelaciones interpuestas en contra de las resoluciones dictadas por un juez de
garantía.
4º De las consultas de las sentencias civiles dictadas por los jueces de letras.
5º De los demás asuntos que otras leyes les encomienden”.
Revisaremos ahora estos y otros asuntos que son conocidos por las Cortes de Apelaciones:
1. En única instancia:
Uno de los asuntos que las Cortes de Apelaciones conocen en única instancia, es el
recurso de casación en la forma interpuesto en contra de las sentencias dictadas por los
juzgados de letras, por los ministros de las mismas Cortes actuando como jueces
unipersonales de excepción o por jueces árbitros. Este es un recurso extraordinario que
busca invalidar determinadas sentencias judiciales (art. 766 del CPC) por causales
específicas previstas en la ley (art. 768 del CPC), las que tienen relación con vicios
cometidos en la tramitación del procedimiento o en el pronunciamiento de la sentencia.
Por otro lado, también se conocen en única instancia los recursos de nulidad penal, que
buscan invalidar el juicio oral, total o parcialmente, en conjunto con la sentencia
definitiva, o solo esta última, de acuerdo con las causales expresamente previstas por la
ley (art. 372 del CPP). Específicamente, la Corte de Apelaciones conocerá de los recursos
fundados en las causales del art. 373 letra b) —siempre que no existan diversas
interpretaciones en fallos de los tribunales superiores— y en las del art. 374, ambos del
Código Procesal Penal (art. 376 del CPP).
Otra de las materias que las Cortes de Apelaciones conocen en única instancia, son los
recursos de queja, que tienen por finalidad “corregir las faltas o abusos graves cometidos
en la dictación de resoluciones de carácter jurisdiccional” (art. 545 del COT). Este recurso
solo procede respecto de sentencias interlocutorias que pongan término al juicio o hagan
imposible su continuación o de sentencias definitivas, y, en ambos casos, que no sean
susceptibles de recurso alguno.
Las Cortes de Apelaciones conocen también en única instancia de la extradición activa, la
que se genera en un procedimiento penal en que se ha formalizado por un delito cuya
pena privativa de libertad mínima excede de un año y el imputado se encuentra en el
extranjero. En este caso, el Ministerio Público —o el querellante, si no lo hiciera el primero
— debe solicitar al juez de garantía que eleve los antecedentes a la Corte de Apelaciones
para que esta, si lo estima procedente, ordene que sea solicitada la extradición del
imputado. Lo mismo se aplica para los crímenes o simple delitos contemplados en el art.
6º del COT o cuando se pretende hacer cumplir en el país una sentencia que condena a
una pena privativa de libertad cuyo cumplimiento efectivo es superior a un año (art. 431
del CPP). Una vez recibidos los antecedentes, la Corte de Apelaciones fija una audiencia a
la cual se cita al Ministerio Público, al querellante en su caso, y al defensor del imputado,
en la que se realiza una relación de los antecedentes y se concede la palabra a estos
intervinientes (art. 433 del CPP). Finalizada la audiencia, la Corte resolverá sobre la
solicitud de extradición, decisión contra la que no procede recurso alguno (art. 435 del
CPP).
Otro asunto que se conoce en única instancia es la recusación de un juez de letras,
conforme a lo dispuesto en el art. 204 del COT. Además, la Corte de Apelaciones de
Santiago conoce de la recusación de uno o más miembros de la Corte Suprema. Las
sentencias dictadas en los incidentes de recusación son inapelables (art. 205 del COT).
Además de estos, se conocen en única instancia las contiendas de competencia (art. 192
del COT), las que “serán resueltas por el tribunal que sea superior común de los que estén
en conflicto” (art. 190 del COT). Conforme con esta norma, las Cortes de Apelaciones
conocerán entonces de las contiendas de competencia suscitadas entre los tribunales
inferiores y de los jueces árbitros de primera, segunda o única instancia. Las contiendas
suscitadas entre tribunales especiales o entre estos y tribunales ordinarios, serán también
resueltas por la Corte de Apelaciones de la cual dependan ambos o, en caso de que
dependan de distintas Cortes, de la Corte de Apelaciones que sea superior jerárquico del
tribunal que haya prevenido en el conocimiento del asunto (art. 191 del COT).
Las Cortes de Apelaciones conocen también en única instancia de los recursos de hecho
interpuestos en contra de resoluciones dictadas por tribunales inferiores, que otorgan un
recurso de apelación en el solo efecto devolutivo, debiendo concederlo también en el
suspensivo; en ambos efectos, cuando debió haberse concedido solo en el efecto
devolutivo; cuando una apelación concedida sea improcedente (art. 196 del CPC); o
cuando se deniega un recurso de apelación que ha debido concederse (art. 203 del CPC).
Estos recursos buscan que se enmiende, con arreglo a Derecho, la resolución pronunciada
erróneamente sobre el otorgamiento o denegación del recurso de apelación.
Por último, conoce también en única instancia de las solicitudes formuladas con el objeto
de que se declarare si concurren o no las circunstancias que habilitan a la autoridad
requerida para negarse a proporcionar determinada información, siempre que la razón
invocada no fuere que la publicidad pudiere afectar la seguridad nacional, todo ello en
virtud del art. 28 de la Ley Nº 20.285, sobre acceso a la información pública.
2. En primera instancia:
Las Cortes de Apelaciones conocen de varios asuntos en primera instancia, es decir, de
aquellos en que su resolución es susceptible de recurso de apelación, generalmente ante
la Corte Suprema.
En primer lugar, podemos mencionar el desafuero, que consiste en la autorización previa
realizada por la Corte de Apelaciones de la jurisdicción correspondiente, de que se forme
una causa penal en contra de un senador, diputado, gobernador regional, delegado
presidencial regional o delegado presidencial provincial (arts. 416 y 423 del CPP), los que,
de acuerdo a lo dispuesto en el art. 61 de la CPR, no pueden ser acusados o privados de
libertad salvo en el caso de delito flagrante y siempre que el tribunal de alzada
correspondiente autorice previamente la formación de la causa.
Esta materia se encuentra regulada en el art. 416 del CPP y ordena que el fiscal, si
estimare que procede formular acusación por crimen o simple delito o quisiere solicitar al
juez de garantía la prisión preventiva u otra medida cautelar sobre una de estas personas,
remita los antecedentes a la Corte de Apelaciones correspondiente para que, si esta halla
mérito, declare que ha lugar a la formación de la causa. Lo mismo ocurre en caso de un
delito de acción penal privada, caso en el que quien debe realizar tal solicitud es el
querellante, antes de que se admita a tramitación su querella por el juez de garantía.
Otros asuntos conocidos por las Cortes de Apelaciones en primera instancia son las
acciones constitucionales de protección y amparo —mal llamados “recursos”—, los que se
encuentran regulados en los arts. 20 y 21 de la CPR.
El primero procede cuando existe una privación, perturbación o amenaza, por causa de
actos u omisiones arbitrarios o ilegales, del ejercicio legítimo de los derechos y garantías
establecidos en los números 1º, 2º, 3º inciso quinto, 4º, 5º, 6º, 8º —cuando el derecho a
vivir en un medio ambiente libre de contaminación sea afectado por un acto u omisión
ilegal imputable a una autoridad o persona determinada—, 9º inciso final, 11º, 12º, 13º,
15º, 16º en lo relativo a la libertad de trabajo y al derecho a su libre elección y libre
contratación, y a lo establecido en el inciso cuarto, 19º, 21º, 22º, 23º, 24º y 25º, todos del
art. 19 de la misma Constitución. Una vez interpuesto, la Corte adoptará de inmediato las
providencias necesarias para restablecer el imperio del Derecho y asegurar la debida
protección del afectado.
La acción de amparo, por su parte, procede respecto de todo individuo que se halle
arrestado, detenido o preso, con infracción de lo dispuesto en la Constitución o en las
leyes, o en favor de toda persona que ilegalmente sufra cualquiera otra privación,
perturbación o amenaza en su derecho a la libertad personal y seguridad individual. Busca
que se ordene se guarden las formalidades legales y se adopten de inmediato las
providencias necesarias para restablecer el imperio del Derecho y asegurar la debida
protección del afectado.
También, las Cortes de Apelaciones conocen en primera instancia del amparo económico,
regulado en la Ley Nº 18.971. Consiste en una acción por medio de la cual se denuncia una
infracción al art. 19 Nº 21 de la CPR, sin que sea necesario tener interés actual en los
hechos denunciados. Su procedimiento es el mismo que el establecido para el recurso de
amparo y es susceptible de recurso de apelación para ante la Corte Suprema (art. único
Ley Nº 18.971).
Otro asunto conocido en primera instancia son los juicios de amovilidad de los jueces, en
los que se declara que expira el cargo del juez, ya que este no cuenta con el buen
comportamiento que la CPR exige para permanecer en el cargo (art. 332 Nº 4 del COT).
Por cierto, basta la sentencia de primera instancia, dictada por la Corte de Apelaciones,
para que el juez sea suspendido de sus funciones (art. 335 Nº 2 del COT).
Por último, las Cortes de Apelaciones conocen en primera instancia de las querellas de
capítulos, que buscan hacer efectiva la responsabilidad criminal de jueces, fiscales
judiciales y del Ministerio Público, por los actos que impliquen una infracción penada por
la ley y que han ejecutado en el ejercicio de sus funciones (art. 424 del CPP).
3. En segunda instancia:
En primer lugar, conocen de los recursos de apelación interpuestos en contra de
resoluciones dictadas por los tribunales inferiores (civiles, laborales y de familia, según
corresponda). Además, conocen de los recursos de apelación interpuestos en contra de
las sentencias definitivas o de las resoluciones que hagan imposible la continuación del
juicio, que se dicten en los procedimientos seguidos ante los juzgados de policía local (art.
32 de la Ley Nº 18.287).
En materia penal, debemos señalar en primer lugar que las resoluciones dictadas por el
TJOP son inapelables (art. 364 del CPP). Sin embargo, las resoluciones dictadas por el juez
de garantía son apelables cuando pusieren término al procedimiento o hicieren imposible
su prosecución o lo suspendieren por más de treinta días, y cuando la ley lo señala
expresamente (art. 370 del CPP). Y son estas apelaciones las que conoce la Corte de
Apelaciones respectiva en segunda instancia.
Como ejemplos de resoluciones que la ley señala expresamente como apelables en
materia penal, encontramos la que decreta el sobreseimiento, sea definitivo o temporal
(art. 253 del CPP); la sentencia dictada en el procedimiento abreviado (art. 414 del CPP); la
resolución que declara inadmisible la querella (art. 115 del CPP); la resolución que declara
el abandono de la querella (art. 120 inc. final del CPP); la resolución que ordena,
mantiene, niega lugar o revoca la prisión preventiva cuando se ha dictado en audiencia
(art. 149 del CPP); la que niega o da lugar a medidas cautelares reales (art. 158 del CPP); la
resolución que falla las excepciones de previo y especial pronunciamiento de
litispendencia, incompetencia y falta de autorización para proceder criminalmente (art.
271 del CPP); la que se pronuncia acerca de la suspensión condicional del procedimiento
(art. 237 del CPP); y, el auto de apertura de juicio oral —aunque solo es recurrible por el
Ministerio Público y debido a que se han excluidos pruebas por considerarse que
provienen de actuaciones o diligencias que hubieren sido declaradas nulas u obtenidas
con inobservancia de garantías fundamentales— (art. 277 del CPP).
4. Otros asuntos que conoce la Corte de Apelaciones:
Las Cortes de Apelaciones conocen también del trámite de consulta, que consiste en que
una sentencia, dictada por un tribunal inferior, es revisada por su superior jerárquico en el
caso en que no lo haya sido por la vía del recurso de apelación. Tiene su fundamento en
razones de orden público y, actualmente, solo se aplica en casos muy específicos, como en
los juicios de hacienda (Casarino, 2007, p. 96).
3.9. Corte Suprema
Es un tribunal ordinario, de Derecho, letrado, permanente y colegiado, que posee la
jerarquía más alta de todos los tribunales de la República y que, como tal, ejerce la
superintendencia directiva, correccional y económica sobre todos ellos —exceptuando al
Tribunal Constitucional, el Tribunal Calificador de Elecciones y los Tribunales Electorales
Regionales— (art. 82 de la CPR). Al ubicarse en la cúspide del orden jurisdiccional, es
garante del respeto a los derechos fundamentales y la correcta y uniforme aplicación de la
Constitución y las leyes (Casarino, 2007, p. 114). En cuanto al territorio, la Corte Suprema
“tiene la plenitud de la competencia territorial, de modo que el factor territorio de la
competencia no tiene aplicación en lo que a ella respecta” (Colombo, 2017, p. 409).
Su origen se remonta al Reglamento de Administración de Justicia de 1811, con el nombre
de Tribunal Supremo Judicatario. Luego, la Constitución Política del Estado de Chile de
1822 hacía referencia al Tribunal Supremo de Justicia (art. 160), y la de 1823 a la Suprema
Corte de Justicia. Desde la CPR de 1828 (art. 93) se le llama Corte Suprema.
Desde la entrada en vigencia del CPC, en 1903, la Corte Suprema es, por antonomasia, el
tribunal de casación de nuestro ordenamiento procesal. Cuando la Corte Suprema
resuelve un recurso de casación ejerce sin duda la función jurisdiccional, pues decide un
caso concreto y actual. Sin embargo, al resolver un recurso de casación en el fondo, ejerce
además una especie de función legislativa, pues fija un criterio interpretativo de la norma
que tendrá aplicación para el futuro (Pereira, 1996, p. 341).
La Corte Suprema tiene su sede en Santiago, por ser la capital de la República (art. 94 del
COT), y se compone de veintiún miembros, llamados ministros, uno de los cuales es su
Presidente. El Presidente de la Corte Suprema es nombrado por la misma Corte de entre
sus miembros, durando dos años en sus funciones y sin posibilidad de ser reelegido. Los
demás ministros de la Corte Suprema gozan de precedencia los unos respecto de los otros
por el orden de su antigüedad. Además, la Corte Suprema tendrá un fiscal judicial, un
secretario, un prosecretario y ocho relatores (art. 93 del COT).
La Corte Suprema tiene también abogados integrantes, que integran las salas subrogando
a los ministros de la forma que veremos en el apartado 3.9.4. Para estos efectos, el
Presidente de la República debe designar a doce abogados, los que desempeñarán estas
funciones por un periodo de tres años (art. 219 del COT). Si bien se ha indicado que la
presencia de abogados integrantes aporta especialización al tribunal y reduce la carga de
trabajo de los ministros, su figura ha sido varias veces criticada, lo que ha llevado a la
proposición de ideas que buscan reforzar su independencia e imparcialidad o bien,
derechamente su eliminación del sistema (Larroucau, 2020, pp. 167-169).
Por último, existen también cinco oficiales auxiliares, quienes forman parte de la
Secretaría de la Corte, que prestan servicios como escribientes de los ministros. Estos son
también nombrados por el Presidente de la República, a propuesta de la misma Corte
Suprema, y duran tres años en funciones (art. 498 inc. 3º del COT).
3.9.1. Funcionamiento
La Corte Suprema, al igual que las Cortes de Apelaciones, funciona en pleno o en sala,
teniendo además un funcionamiento ordinario y uno extraordinario. Este último se aplica,
sin embargo, cuando la Corte así lo determine (art. 95 inc. 1º del COT), sin que rijan al
respecto las normas del retardo.
En cuanto al funcionamiento en sala, la Corte Suprema funciona ordinariamente dividida
en tres salas especializadas y, extraordinariamente, en cuatro. Durante este último
funcionamiento, la misma Corte designará los relatores interinos que estime necesarios.
En todo caso, las salas deben funcionar con no menos de cinco jueces cada una. La
distribución de los ministros entre las diversas salas y las materias que conocerá cada una,
tanto para el funcionamiento ordinario como para el extraordinario, deberá realizarse
mediante auto acordado, y esta será invariable por a lo menos dos años (art. 99 del COT).
Actualmente, durante su funcionamiento ordinario, la Corte se divide en tres salas:
Primera Sala o Sala Civil; Segunda Sala o Sala Penal y Tercera Sala o Sala Constitucional y
Contenciosa Administrativa. A ellas se agrega la Cuarta Sala o Sala Laboral y Previsional,
durante el funcionamiento extraordinario (acta Nº 107-2017, de 28 de julio de 2017,
modificada por el acuerdo AD Nº 139-2019).
Cada sala será presidida por el ministro más antiguo, salvo que esté presente el Presidente
de la Corte Suprema, quien podrá integrarse —de forma facultativa— a cualquiera de las
salas (art. 95 del COT). La distribución de los asuntos entre las salas del tribunal,
corresponderá también al Presidente de la Corte, quien deberá formar la tabla para cada
una de ellas, según el orden de preferencia que estas tengan (art. 105 Nº 2 del COT).
En cuanto al funcionamiento en pleno, este debe sesionar con la concurrencia de a lo
menos once ministros (art. 95 del COT). Sin embargo, la regla general es el
funcionamiento en sala pues solo se conoce en pleno los asuntos que aparecen
expresamente señalados en el art. 96 del COT. Además, esta idea se refuerza en el art. 98
Nº 10 del COT que entrega a las salas el conocimiento de todos los negocios que sean
competencia de la Corte Suprema y que no estén asignados expresamente al
conocimiento del pleno.
Los asuntos se verán en cuenta o previa vista de la causa, de la misma forma que en las
Cortes de Apelaciones y, en materia de acuerdos, también es aplicable lo ya visto respecto
de estos tribunales. Es también importante mencionar que de acuerdo a lo dispuesto en el
art. 98 bis del COT, la Corte Suprema, por razones de buen servicio con el objeto de
cautelar la eficiencia del sistema judicial, para garantizar el acceso a la justicia o la vida o
integridad de las personas, podrá autorizar por resolución fundada la adopción de un
sistema excepcional que habilite la realización de la vista de las causas en forma remota
por videoconferencia. Dicha propuesta debe ser elaborada por su presidente y aprobada
por el pleno, teniendo una duración máxima de un año, prorrogable por una vez y por el
mismo periodo.
En cuanto a la substanciación de los asuntos, corresponde al Presidente de la Corte
Suprema “atender al despacho de la cuenta diaria y dictar los decretos o providencias de
mera sustanciación de los asuntos de que corresponda conocer al tribunal, o a cualquiera
de sus salas” (art. 105 Nº 3 del COT).
Por último, es necesario señalar que la Corte Suprema debe, el primer día hábil de marzo
de cada año, iniciar sus funciones en audiencia pública a la que concurren también su
fiscal judicial y los miembros y fiscales judiciales de la Corte de Apelaciones de Santiago,
en la que el Presidente de la Corte Suprema dará cuenta del trabajo efectuado por el
tribunal en el año judicial anterior; del trabajo que haya quedado pendiente para el año
que se inicia; de los datos contenidos en la estadística que le hayan sido remitidos por los
Presidentes de las Cortes de Apelaciones, relativo al movimiento de causas y demás
negocios de estos tribunales, de los cuales deberán dar su apreciación y señalar las
medidas que fuere necesario adoptar para mejorar la administración de justicia; y de las
dudas y dificultades que hayan ocurrido a los tribunales superiores en la inteligencia y
aplicación de las leyes, y de los vacíos que noten en ellas y de que se haya dado cuenta al
Presidente de la República (art. 102 del COT).
3.9.2. Nombramiento
La Corte Suprema se compone de veintiún ministros, cinco de los cuales deberán ser
abogados extraños a la administración de justicia, tener a lo menos quince años de título y
haberse destacado en la actividad profesional o universitaria y cumplir los demás
requisitos que señale la ley orgánica constitucional respectiva (art. 78 de la CPR).
Los ministros de la Corte Suprema —al igual que sus fiscales judiciales— son nombrados
por el Presidente de la República, a propuesta en quina de la misma Corte, y con acuerdo
del Senado por dos tercios de sus miembros en ejercicio, en sesión especialmente
convocada al efecto (art. 78 de la CPR). Si no se lograre la aprobación de la propuesta
realizada por el Presidente de la República, la Corte Suprema debe completar la quina con
un nuevo nombre que reemplace al rechazado.
De acuerdo con el art. 254 del COT, para ser ministro de la Corte Suprema se requiere ser
chileno, tener el título de abogado y, tratándose de abogados ajenos al poder judicial,
haber ejercido la profesión por a lo menos quince años (para llenar esta vacante, la
nómina se formará exclusivamente, previo concurso público de antecedentes, con
abogados que cumplan con estos requisitos). Si se trata de miembros del escalafón
primario del Poder Judicial, se debe cumplir además con lo previsto en el art. 283 del COT,
que señala que la Corte Suprema enviará al Presidente de la República una lista de cinco
personas, en la que deberá figurar el ministro más antiguo de Corte de Apelaciones que
esté en lista de méritos. Los otros cuatro nombres deben ser llenados teniendo en
consideración los merecimientos de los candidatos (art. 78 de la CPR).
3.9.3. Inhabilidades e incompatibilidades
En esta materia debemos señalar que, al igual que respecto de los ministros de Cortes de
Apelaciones y jueces letrados, quienes hayan tenido los cargos de Presidente de la
República, Ministros de Estado, Delegados Presidenciales Regionales, Delegados
Presidenciales Provinciales o Gobernadores Regionales, no podrán ser nombrados
ministros de la Corte Suprema sino un año después de haber cesado en el desempeño de
sus funciones administrativas.
3.9.4. Subrogación
Si la Corte Suprema o alguna de sus salas quedare sin el número de jueces necesario para
el conocimiento y resolución de las causas, deberá integrarse con los miembros no
inhabilitados de la misma Corte, o con el fiscal del mismo tribunal o los abogados
designados anualmente para este objeto (art. 217 del COT). Respecto de estos últimos, la
misma Corte determinará la o las salas que cada uno de ellos deba integrar de
preferencia, atendiendo sus especialidades. De entre los abogados designados
preferentemente a una misma sala, el llamamiento se realizará de acuerdo al orden de su
designación en la lista de nombramiento. Cuando no sea posible llamar a quienes hayan
sido asignados preferentemente a una sala, se llamará a los demás abogados integrantes
también en el orden de su designación (art. 217 del COT). Es importante señalar que la
Corte no podrá funcionar con mayoría de abogados integrantes, ni en su funcionamiento
ordinario ni en el extraordinario (art. 218 del COT).
Si la Corte Suprema no pudiera funcionar por inhabilidad de la mayoría o la totalidad de
sus miembros, será integrada por ministros de la Corte de Apelaciones de Santiago,
quienes serán llamados por orden de antigüedad (art. 218 del COT).
3.9.5. Deberes y prohibiciones de los ministros de Corte Suprema
Los ministros de la Corte Suprema tienen los mismos deberes y prohibiciones que los
ministros de las Cortes de Apelaciones y, por lo tanto, que los jueces de letras, por lo que
nos remitimos a lo señalado en el punto 3.1.5.
Sin embargo, debemos agregar que el ministro de la Corte Suprema que sea cónyuge o
que tenga un acuerdo de unión civil o parentesco de consanguinidad hasta el tercer grado
inclusive, por afinidad hasta el segundo grado, o por adopción, con un miembro del Poder
Judicial, no podrá tomar parte alguna en asuntos en que este pueda tener interés (art. 259
del COT).
3.9.6. Materias que conoce la Corte Suprema
En este punto, distinguiremos entre los asuntos que la Corte Suprema conoce en sala y en
pleno.
a) Las salas especializadas de la Corte Suprema conocerán de las siguientes materias (art.
98 del COT):
– De los recursos de casación en el fondo, es decir, aquellos que buscan invalidar una
sentencia que se haya pronunciado con infracción de ley que haya influido
substancialmente en lo dispositivo del fallo;
– De los recursos de casación en la forma interpuestos contra las sentencias dictadas por
las Cortes de Apelaciones o por un tribunal arbitral de segunda instancia constituido por
árbitros de Derecho en los casos en que estos árbitros hayan conocido de negocios de la
competencia de dichas Cortes. Estos recursos deben estar fundados en algunas de las
causales contenidas en el art. 768 del CPC y que tienen relación con la omisión de
determinados requisitos legales formales o procedimientos viciados;
– De los recursos de nulidad interpuestos en contra de las sentencias definitivas dictadas
por los tribunales con competencia en lo criminal, cuando corresponda de acuerdo a la ley
procesal penal. Este recurso busca la nulidad total o solo la parcial del juicio oral y de la
sentencia, cuando en cualquier etapa del procedimiento o en el pronunciamiento de la
sentencia se hubieren infringido sustancialmente derechos o garantías aseguradas por la
Constitución o por los tratados internacionales ratificados por Chile, o en el
pronunciamiento de la sentencia se hubiere hecho una errónea aplicación del Derecho
que hubiere influido sustancialmente en lo dispositivo del fallo, o bien, se incurra en
algunos de los motivos absolutos de nulidad (arts. 373 y 374 del CPP);
– De las apelaciones deducidas contra las sentencias dictadas por las Cortes de
Apelaciones en los recursos de amparo y de protección (arts. 20 y 21 de la CPR);
“Santiago, veinte de agosto de dos mil veintiuno.
Al escrito folio Nº 94080-2021: a lo principal: téngase presente; al otrosí: no ha lugar a los
alegatos solicitados.
Vistos:
Se confirma la sentencia apelada de fecha veintitrés de julio de dos mil veintiuno, dictada
por la Corte de Apelaciones de Talca.
Regístrese y devuélvase.
Rol Nº 56.115-2021”.
– De los recursos de revisión —es decir, de aquellos que proceden respecto de una
sentencia firme o ejecutoriada por alguno de los supuestos previstos por el art. 810 del
CPC;
– De las apelaciones de las resoluciones que recaigan sobre las querellas de capítulos,
que ya explicamos en el apartado 3.8.6 (art. 427 del CPP);
– En segunda instancia, de las causas a que se refieren los números 2º y 3º del art. 53 del
COT, es decir, de las demandas civiles que se entablen contra uno o más miembros o
fiscales judiciales de las Cortes de Apelaciones para hacer efectiva su responsabilidad por
actos cometidos en el desempeño de sus funciones, y de las causas de presas y demás que
deban juzgarse con arreglo al Derecho internacional que, como ya vimos, conoce el
Presidente de la Corte Suprema en primera instancia;
– De los recursos de queja, es decir, de aquellos que tienen por exclusiva finalidad
corregir las faltas o abusos graves cometidos en la dictación de resoluciones de carácter
jurisdiccional (art. 545 del COT), pero la aplicación de medidas disciplinarias será de la
competencia del tribunal pleno;
– De los recursos de queja en juicio de cuentas —que es aquel a través del cual se
persigue la responsabilidad de quienes intervienen en la administración, recaudación,
custodia e inversión de los fondos o bienes sometidos a la fiscalización de la Contraloría
General de la República— contra las sentencias de segunda instancia dictadas con falta o
abuso, con el solo objeto de poner pronto remedio al mal que lo motiva;
– De las solicitudes que se formulen, de conformidad a la ley procesal, para declarar si
concurren las circunstancias que habilitan a la autoridad requerida para negarse a
proporcionar determinada información o para oponerse a la entrada y registro de lugares
religiosos, edificios en que funcione una autoridad pública o recintos militares o policiales;
– De los demás negocios judiciales que corresponda conocer a la Corte Suprema y que
no estén entregados expresamente al conocimiento del pleno. En este punto, podemos
mencionar los siguientes ejemplos:
o El recurso de apelación contra la sentencia dictada por la Corte de Apelaciones
respectiva, al conocer de un recurso de amparo económico (art. único de la Ley Nº
18.971);
o El recurso de unificación de jurisprudencia en materia laboral, cuando respecto de la
materia de Derecho objeto del juicio existieren distintas interpretaciones sostenidas en
uno o más fallos firmes emanados de Tribunales Superiores de Justicia (arts. 483 y ss. del
CdT);
o Las recusaciones de los ministros de una Corte de Apelaciones (art. 204 del COT);
o El trámite de exequatur, a través del cual la Corte autoriza el cumplimiento en Chile de
una resolución dictada por un tribunal extranjero (arts. 242 y ss. del CPC);
o La extradición pasiva, cuando un país solicite a Chile la entrega de una persona que se
encuentre en el territorio nacional y que en el país requirente estuviese imputado de un
delito o condenado a una pena privativa de libertad de duración superior a un año (art.
440 del CPP);
o Los exhortos internacionales, cuando hayan de practicarse actuaciones en país
extranjero o se reciban comunicaciones de tribunales extranjeros para practicar
diligencias en Chile (art. 76 del CPC);
o La reclamación por pérdida de nacionalidad (art. 12 de la CPR);
o La determinación de si una sentencia penal es injustificadamente errónea o arbitraria
(art. 19 Nº 7 letra i) de la CPR);
o Los recursos de casación en la forma y en el fondo contra sentencias de las Cortes
Marciales (art. 171 del Código de Justicia Militar); y
o La apelación de resoluciones en que una Corte de Apelaciones declare de oficio su
incompetencia (art. 209 del CPC).
b) Corresponde al pleno de la Corte Suprema (art. 96 del COT):
– Conocer de las apelaciones que se deduzcan en las causas por desafuero de las
personas a quienes le fuere aplicable el art. 61 de la CPR;
– Conocer en segunda instancia, de los juicios de amovilidad fallados en primera por las
Cortes de Apelaciones o por el Presidente de la Corte Suprema, seguidos contra jueces de
letras o ministros de Cortes de Apelaciones, respectivamente;
– Ejercer las facultades administrativas, disciplinarias y económicas que las leyes le
asignan, sin perjuicio de las que les correspondan a las salas en los asuntos de que estén
conociendo. En uso de tales facultades, podrá determinar la forma de funcionamiento de
los tribunales y demás servicios judiciales, fijando los días y horas de trabajo en atención a
las necesidades del servicio;
– Informar al Presidente de la República, cuando se solicite su dictamen, sobre cualquier
punto relativo a la administración de justicia y sobre el cual no exista cuestión de que
deba conocer;
– Informar las modificaciones que se propongan a la Ley Orgánica Constitucional relativa
a la Organización y Atribuciones de los Tribunales, de acuerdo a lo dispuesto en el art. 77
de la CPR;
– Conocer y resolver, por la mayoría de los miembros en ejercicio, la concesión o
revocación de la libertad condicional, en los casos en que se hubiere impuesto el presidio
perpetuo calificado;
– Conocer de todos los asuntos que leyes especiales le encomiendan expresamente,
entre los que encontramos los siguientes:
o El recurso de casación en el fondo, cuando cualquiera de las partes solicite que el
recurso sea conocido y resuelto por el pleno del tribunal, fundado en que la Corte
Suprema, en fallos diversos, ha sostenido distintas interpretaciones sobre la materia de
derecho objeto del recurso (art. 780 del CPC);
o Confeccionar, cada cinco años, la tabla de emplazamiento a la que se refiere el art. 259
del CPC;
o Otorgar el título de abogado (art. 521 del COT); y
o Realizar el sorteo para la designación de los integrantes del Tricel (art. 95 de la CPR).
3.10. Tribunales arbitrales
El art. 222 del COT, señala que “se llaman árbitros, los jueces nombrados por las partes, o
por la autoridad judicial en subsidio, para la resolución de un asunto litigioso”. De acuerdo
con el art. 5º del COT que se analizó al inicio de este capítulo, son uno de los tribunales a
los que corresponde el conocimiento de los asuntos judiciales promovidos dentro del
territorio nacional. A pesar de que no pertenecen al Poder Judicial y se establecen solo por
un período determinado de tiempo, conociendo, por regla general, en primera o única
instancia (Orellana, 2018, p. 206), disponen, como tribunales que son, de todo el poder
jurisdiccional —salvo de disponer de la fuerza pública para el cumplimiento de sus
resoluciones—, y tienen todas las cargas y obligaciones que impone su deber (Colombo,
2017, p. 471).
Los tribunales arbitrales se componen del juez árbitro —o jueces, cuando son más de uno
— y del actuario, quien actúa como ministro de fe del tribunal arbitral y tiene como
función autorizar los actos y resoluciones. Al respecto, es necesario realizar algunas
precisiones (Oberg y Manso, 2011, p. 97):
a) En el caso de los árbitros de Derecho, todas las actuaciones deben realizarse ante un
ministro de fe, quien es designado por el árbitro. Si no lo hubiere, podrá designarse en
esta calidad a cualquier persona.
b) Si se trata de un juez partidor, todas las actuaciones deben ser autorizadas por un
secretario de los tribunales superiores de justicia, por un notario o por un secretario de
juzgado de letras.
c) En el caso de árbitros arbitradores o mixtos, debe estarse primeramente a lo acordado
por las partes. Únicamente en su defecto, el juez practicará las actuaciones solo o con la
asistencia de un ministro de fe, según lo estime conveniente (art. 639 del CPC). La
sentencia definitiva que dictan necesariamente debe ser autorizada por un ministro de fe
o por dos testigos en su defecto (art. 640 del CPC).
En cuanto al cumplimiento de lo resuelto, sus fallos producen acción de cosa juzgada. No
obstante, el tribunal llamado a la ejecución de las sentencias será el juez de letras que se
encuentra en la sede del tribunal arbitral (Colombo, 2017, p. 475). La carencia de la
facultad de ejecutar sus resoluciones, esencial a la actividad jurisdiccional, además de
varios otros argumentos, ha llevado a Bordalí a sostener que el arbitraje es un equivalente
jurisdiccional, no una expresión de la actividad jurisdiccional en toda regla (Bordalí, 2020,
p. 355).
Por último, podemos señalar que la obligación de los árbitros de desempeñar su cargo
cesa en los siguientes casos (art. 240 del COT):
– Si las partes ocurren de común acuerdo a la justicia ordinaria o a otros árbitros
solicitando la resolución del negocio;
– Si fueren maltratados o injuriados por alguna de las partes;
– Si contrajeren enfermedad que les impida seguir ejerciendo sus funciones; y
– Si por cualquiera causa tuvieren que ausentarse del lugar donde se sigue el juicio.
Por su parte, el compromiso —que veremos a continuación— concluye por revocación
hecha por las partes de común acuerdo.
3.10.1. Clasificación
Los tribunales arbitrales se pueden clasificar atendiendo a los siguientes criterios:
– Según sus facultades: encontramos al árbitro de Derecho, que falla con arreglo a la ley
y se somete a las reglas establecidas para los jueces ordinarios, según la naturaleza de la
acción, tanto en la tramitación de los asuntos como en la dictación de la sentencia
definitiva; árbitro arbitrador o amigable componedor, que falla obedeciendo a lo que le
dicte su prudencia y equidad —y no a su mero arbitrio o capricho, sino que busca detectar
lo que es justo en el caso particular (Orellana, 2018, p. 203)—, sin encontrarse obligado a
seguir otras reglas que las expresadas por las partes en el acto constitutivo del
compromiso o, a falta de ellas, las que contenidas en el CPC; y árbitro mixto, que falla
conforme a Derecho pero en cuanto al procedimiento se sujeta a las mismas reglas que
los árbitros arbitradores (art. 223 del COT).
– Según las materias que conoce: encontramos arbitraje forzoso, que es aquel que
procede respecto de materias que la ley expresamente ha ordenado que sean resueltas
por estos tribunales; y arbitraje facultativo o voluntario, en los casos en que, no estando
prohibido pero tampoco ordenado por la ley, las partes podrán decidir si someterlos o no
al conocimiento de jueces árbitro. Estas materias las revisaremos en la sección 3.10.4.
– Según quien los nombra: encontramos árbitros que son nombrados por las partes (a
través de los instrumentos denominados compromiso o cláusula compromisoria); árbitros
que son nombrados por el tribunal; y por último aquellos que son nombrados por la ley.
Sobre esto nos referiremos en el apartado siguiente.
– Según el número de jueces: los tribunales arbitrales pueden ser unipersonales, es
decir, solo un árbitro conoce y resuelve el asunto; o colegiados, pudiendo ser dos o más
los árbitros encargados del conocimiento y fallo, todos los cuales deben concurrir tanto al
pronunciamiento de la sentencia como a cualquier acto de substanciación del juicio, salvo
que las partes acuerden otra cosa (art. 237 del COT). Además, en el caso de los tribunales
arbitrales colegiados, las partes pueden nombrar a un tercero encargado de dirimir las
discordias que puedan generarse entre ellos, o bien, autorizarlos para que los mismos
árbitros sean quienes lo nombren (art. 233 del COT). De esta forma, cuando los árbitros no
logren ponerse de acuerdo, se reunirá con ellos el tercero y procederán de acuerdo con
las normas de los acuerdos de las Cortes de Apelaciones (art. 237 inc. 2º del COT).
– Según la instancia en que conocen y deciden el asunto: los tribunales arbitrales pueden
conocer primera o única instancia, dependiendo de si procede o no el recurso de
apelación en contra de sus sentencias. Al respecto, el art. 239 del COT señala que contra
una sentencia arbitral se pueden interponer los recursos de apelación y casación, para
ante el tribunal que habría conocido de ellos si se hubiera acudido a la justicia ordinaria.
Sin embargo, las partes pueden renunciar a estos recursos o someterlos también a
arbitraje. Ahora bien, respecto de las sentencias pronunciadas por árbitros arbitradores,
no procederá jamás el recurso de casación en el fondo y el de apelación solo lo hará
cuando las partes, en el instrumento en que constituyen el compromiso, expresaren que
se reservan este recurso para ante otros tribunales arbitrales del mismo carácter,
designándolos (art. 239 del COT).
3.10.2. Nombramiento
Los jueces árbitros pueden ser nombrados por las partes, por el juez, por el causante —ya
que su testamento puede contener la designación del juez partidor, de acuerdo a lo
dispuesto en el art. 1324 del CC— o por la ley. Empero, respecto a esta última, debemos
señalar que la ley no es aceptada de forma unánime como fuente del arbitraje. En nuestra
legislación encontramos casos en que se indica el organismo que actuará en calidad de
árbitro —como, p. ej., la Superintendencia de Compañías de Seguros que, en ciertas
ocasiones, actúa como árbitro arbitrador—. Sin embargo, se ha sostenido que estos serían
más bien tribunales especiales, con carácter permanente, creados por la ley y con
jurisdicción para resolver todos los asuntos que la misma ley señala (Oberg y Manso,
2011, p. 97).
En cuanto a los requisitos para ser juez árbitro, puede ser nombrado en esta calidad “toda
persona mayor de edad, con tal de que tenga la libre disposición de sus bienes y sepa leer
y escribir” (art. 225 del COT). Sin embargo, los árbitros de Derecho deben ser abogados
habilitados para el ejercicio de la profesión, al igual que los jueces partidores (art. 1323 del
CC).
Ahora bien, cuando son nombrados por las partes, para que los jueces árbitros puedan
entrar a conocer de un asunto, se requiere previamente la celebración de ciertas
convenciones que, pese a realizarse antes del proceso, tienen naturaleza procesal.
Además, estos acuerdos son de naturaleza pública, pues privan a los tribunales de justicia
del ejercicio de una potestad pública que le es propia y, al mismo tiempo, la persona
natural que ejerce la función de árbitro asume el rol de un agente público (Pereira, 1996,
p. 388). Se trata del compromiso, la cláusula compromisoria y el pacto de compromisario,
que pasaremos a revisar a continuación:
– El compromiso es una convención (acto jurídico bilateral) a través del cual las partes de
un conflicto jurídico actual acuerdan sustraerlo del ámbito de conocimiento de los
tribunales ordinarios (Orellana, 2018, p. 209; Oberg y Manso, 2011, p. 93) y someterlo a la
resolución de un árbitro que designan, obligándose a cumplir sus disposiciones y
concurriendo los demás requisitos legales (Pereira, 1996, p. 389). Si se trata de una
materia de arbitraje voluntario y el árbitro no acepta el cargo, el asunto deberá, por lo
tanto, someterse a la justicia ordinaria (Díaz, 2017, p. 441). En cambio, si la materia del
asunto es objeto de arbitraje forzoso, deberá hacerse a través de este último
procedimiento judicial.
El nombramiento del árbitro deberá realizarse por escrito, debiendo indicarse en el
instrumento el nombre y apellido de las partes litigantes y del árbitro nombrado y el
asunto sometido al juicio arbitral. Si faltare alguna de estas menciones, el nombramiento
no valdrá. Puede también indicarse las facultades que se confieren al árbitro, y el lugar y
tiempo en que deba desempeñar sus funciones (art. 234 del COT).
Si no se expresare la calidad con que es nombrado el juez árbitro, se entenderá que
este es un árbitro de Derecho. Además, si no se indicare el lugar en que debe seguirse el
juicio, se entenderá que debe hacerse en aquel en que se ha celebrado el compromiso; si
no se indicare tiempo, se entenderá que el árbitro debe evacuar su encargo —dictar
sentencia, aunque esta no sea notificada o no se hayan interpuesto los recursos
correspondientes— en el término de dos años contados desde su aceptación, plazo que se
entenderá suspendido en caso de que, durante el arbitraje, se deban elevar los autos a un
tribunal superior o paralizar el procedimiento por resolución de estos mismos tribunales
(art. 235 del COT).
– La cláusula compromisoria, por su parte, es la estipulación a través de la cual las partes
de un contrato, previniendo conflictos futuros o eventuales (Oberg y Manso, 2011, p. 94),
acuerdan someter su solución a arbitraje, designando además, si así lo quieren, al
respectivo compromisario (Pereira, 1996, p. 393). Si no hay acuerdo en la persona del
árbitro, este es designado por el juez. Se ha señalado que esta cláusula puede hacer
referencia también a un litigio actual o eventual, sin designar la persona del árbitro (Díaz,
2017, p. 441) en ese mismo momento, pero que sí se realizará en el futuro (Orellana,
2018, p. 211).
Ejemplo de cláusula compromisoria
“DÉCIMO QUINTO: Cualquier dificultad que se suscite entre las partes en relación a este
contrato, con motivo de su validez, aplicación o cumplimiento, o por cualquier causa será
sometida al conocimiento y fallo de un árbitro mixto, en única instancia, y en contra de
sus resoluciones no procederá recurso alguno. Las partes designarán de común acuerdo la
persona del árbitro; en caso de no haber acuerdo, el árbitro será designado por la justicia
ordinaria a solicitud de cualquiera de los contratantes”.
– Por último, el pacto de compromisario se genera cuando el árbitro acepta la
designación que se le ha hecho. Esta aceptación debe ser expresa y está sujeta a la
formalidad del juramento de desempeñar el cargo con la debida fidelidad y en el menor
tiempo posible (art. 236 del COT).
Ejemplo de pacto compromisario
ACEPTA EL CARGO DE JUEZ ÁRBITRO
S. J. L. de Arica (1º)
ROBERTO CRUCES FAÚNDEZ, abogado, en autos sobre juicio sumario de designación de
árbitro, caratulados “VEGA con MANCILLA”, causa Rol C-264-2021, a US. respetuosamente
digo:
Que, habiendo tomado conocimiento de la sentencia dictada en los presentes autos, y en
conformidad a lo dispuesto en el artículo 236 del Código Orgánico de Tribunales, vengo en
aceptar expresamente el cargo de juez árbitro encomendado en autos, jurando
desempeñarlo con la debida fidelidad y en el menor tiempo posible.
POR TANTO, en mérito de lo expuesto y dispuesto en el art. 236 del COT,
RUEGO A US., tener por aceptado el cargo de juez árbitro, jurando desempeñarlo con la
debida fidelidad y en el menor tiempo posible.
Finalmente, el nombramiento del árbitro puede llevarse a cabo por la justicia ordinaria, es
decir, por el juez de letras respectivo, lo que procede cuando en la cláusula compromisoria
no se ha designado el árbitro o se trata de un arbitraje forzoso (art. 222 del COT). Para
esta designación deben tenerse presentes los criterios que prescribe el Acta Nº 43-2019
de la Corte Suprema, de 19 de enero de 2019, que indica que el juez ordinario deberá
designar preferentemente a los árbitros inscritos en los registros que confeccionan las
Cortes de Apelaciones, atendiendo a la especialidad del árbitro y procurando la
alternancia de los inscritos. Solo excepcionalmente se podrá nombrar árbitros fuera de la
nómina.
3.10.3. Inhabilidades e incompatibilidades
No pueden ser jueces árbitros quienes litigan como partes en un determinado juicio, salvo
en materia sucesoria y respecto del nombramiento de juez partidor (arts. 1324 y 1325 del
CC). Tampoco puede serlo el juez que esté conociendo del litigio, salvo que alguna de las
partes tenga algún vínculo de parentesco con él, que autorice su implicancia o recusación
(art. 317 del COT).
Por último, no pueden ser árbitros los fiscales judiciales —salvo que, al igual que en el
caso de los jueces, mantuviere con alguna de las partes del litigio algún vínculo de
parentesco que autorice su implicancia o recusación— ni los notarios (art. 480 del COT).
3.10.4. Materias que están dentro de la competencia de los tribunales arbitrales
En este punto, distinguiremos materias de arbitraje forzoso y facultativo. En cuanto al
arbitraje forzoso, deben ser resueltas por jueces árbitros las siguientes materias (art. 227
del COT):
– La liquidación de una sociedad conyugal o de una sociedad colectiva o en comandita
civil, y la de las comunidades;
– La partición de bienes, es decir, todo el procedimiento tendiente a la distribución de
bienes que quedan al fallecimiento del causante, poniendo fin a la comunidad hereditaria
(Colombo, 2017, p. 477);
– Las cuestiones a que diere lugar la presentación de la cuenta del gerente o del
liquidador de las sociedades comerciales y los demás juicios sobre cuentas;
– Las diferencias que ocurrieren entre los socios de una sociedad anónima, o de una
sociedad colectiva o en comandita comercial, o entre los asociados de una participación,
en el caso en que en la escritura social se hubiera omitido hacer la designación de si las
diferencias que les ocurran durante la sociedad deberán ser o no sometidas a la resolución
de arbitradores, y en el primer caso, la forma en que deba hacerse el nombramiento. Se
entenderá entonces que las cuestiones que se susciten entre los socios, ya sea durante la
sociedad o al tiempo de la disolución, serán sometidas a compromiso (art. 415 del Código
de Comercio); y,
– Los demás que determinen las leyes. En este punto encontramos, p. ej., el pacto de
una cláusula compromisoria (salvo que se trate de un arbitraje prohibido), caso en el que
si el asunto es llevado a la justicia ordinaria procede la excepción de incompetencia del
tribunal, incluso de oficio (Colombo, 2017, p. 478).
Sin embargo, sobre las materias señaladas en el art. 227 del COT, debemos tener presente
que los interesados pueden resolver por sí mismos estos negocios, si todos ellos tienen la
libre disposición de sus bienes y concurren al acto. Además, y en el caso de las causas de
separación judicial, declaración de nulidad del matrimonio o divorcio, los interesados de
común acuerdo pueden solicitar al juez que conoce el procedimiento que liquide la
sociedad conyugal o el régimen de participación en los gananciales que hubo entre los
cónyuges.
Sobre los casos de arbitraje forzoso se ha hecho un reproche de inconstitucionalidad, ya
que se privaría a los litigantes del acceso efectivo a la jurisdicción, vulnerando su derecho
a la tutela judicial efectiva (Bordalí, 2020, p. 358).
Vistas las materias de arbitraje forzoso, y para poder revisar las de arbitraje facultativo,
debemos necesariamente detenernos en las materias de arbitraje prohibido, en las que,
por razones de orden público se entrega el conocimiento de estos asuntos a los tribunales
de justicia (Colombo, 2017, p. 479). Entre ellas encontramos:
– Asuntos penales (art. 230 del COT);
– Juicios de alimentos (art. 229 del COT);
– Separación de bienes entre marido y mujer (art. 229 del COT);
– Causas en que deba ser oído el ministerio público fiscal (art. 357 del COT);
– Juicio de nulidad;
– Juicios ejecutivos;
– Causas sobre el estado civil de las personas;
– Asuntos que afecten los bienes de las corporaciones o fundaciones de Derecho público
(arts. 230, 257.5 y 358.1 del COT);
– Asuntos voluntarios;
– Asunto de competencia de los Juzgados de Policía Local (art. 230 del COT);
– Causas que se susciten entre un represente legal y su representado (art. 230 del COT);
y,
– Causas en que debe ser oído el fiscal judicial (art. 230 del COT).
En cuanto al arbitraje facultativo, rige la norma de que, fuera de los casos de arbitraje
prohibido, las partes pueden pactar libremente si someten o no un caso al conocimiento
de tribunales arbitrales. Además, aparte de las materias constitutivas de arbitraje forzoso
que ya revisamos, nadie puede ser obligado a someter un asunto al juicio de árbitros (art.
228 del COT).
ACTIVIDADES DE APLICACIÓN
1. En virtud de los distintos criterios de clasificación de los tribunales, determine a qué
categoría pertenecen los siguientes órganos jurisdiccionales: a) Corte Suprema; b) Corte
de Apelaciones; c) Tribunal de Juicio Oral en lo Penal; d) Juzgado de Letras; e) José
Manuel, abogado a quien se encarga resolver respecto de la partición de bienes de un
causante; f) Una Ministra de la Corte Suprema conociendo de una extradición pasiva.
2. ¿El juez de letras solo conoce asuntos en primera instancia? Explique.
3. ¿Los juzgados de letras están siempre servidos por un solo juez? Distinga.
4. ¿El Juzgado de Garantía de Iquique tiene un juez presidente y un comité de jueces?
¿Por qué?
5. Elabore un esquema con todas las unidades administrativas que forman parte de un
Tribunal de Juicio Oral en lo Penal.
6. ¿Qué tribunal debe ejecutar las sentencias condenatorias dictadas por el Tribunal de
Juicio Oral en lo Penal de Ovalle?
7. Ivonne y Aldo contrajeron matrimonio en 2010 y tuvieron 3 hijos (actualmente de 4, 6
y 8 años de edad). Dado que la convivencia se hizo cada vez más insostenible, en enero
2019 decidieron separarse, aunque no se mudaron de ciudad (San Javier, Región del
Maule). Hoy Ivonne decide interponer una demanda de divorcio y aumento de alimentos
en contra de su cónyuge:
a) ¿Qué tribunal conocerá el juicio?
b) ¿Qué función corresponderá a la consejera técnico durante el juicio?
c) ¿Qué tribunal será competente para conocer un eventual recurso de apelación en
contra de la sentencia definitiva?
8. ¿Qué requisitos establece la ley para ser juez de letras del trabajo?
9. Respecto a los tribunales unipersonales de excepción:
a) ¿El Presidente de la Corte de Apelaciones de Santiago conoce de causas de extradición
pasiva?
b) ¿Un Ministro de la Corte de Apelaciones puede conocer de demandas civiles
presentadas contra un Ministro de la Corte Suprema?
10. ¿Cuántas Cortes de Apelaciones hay en Chile y cuántos ministros las integran?
11. En relación con las Cortes de Apelaciones, es verdadero o falso que:
a) La Corte de Apelaciones es un tribunal de segunda instancia.
b) Cualquier Ministro de la Corte de Apelaciones de Punta Arenas puede elaborar la tabla
de la respectiva Corte.
c) Un abogado integrante está encargado de hacer la relación al iniciar la vista de la
causa.
d) Es apelable una sentencia definitiva dictada por la Corte de Apelaciones de Puerto
Montt relativa a una extradición activa.
12. ¿Cuántos ministros integran la Corte Suprema? ¿Cómo se designan?
13. ¿Qué materias debe conocer el pleno de la Corte Suprema?
14. ¿Cuáles son las salas especializadas de la Corte Suprema?
15. Determine qué auxiliares de la administración de justicia son ministros de fe y la
función que cumple cada uno de ellos.
INDICE
Capítulo I
Introducción y fuentes del Derecho procesal
1. Concepto de Derecho procesal..................................................................................
23
2. Características y elementos esenciales...................................................................
26
2.1 El Derecho procesal como rama del Derecho público.............................................
26
2.2 El Derecho procesal como Derecho adjetivo...........................................................
28
2.3 El Derecho procesal y su rol instrumental y autónomo...........................................
29
3. Clasificación del Derecho procesal..........................................................................
30
3.1 Derecho procesal civil y penal.................................................................................
31
3.2..... Derecho procesal orgánico y funcional...................................................................
32
4. Relación con otras ramas del Derecho................................................................... 34
5. Fuentes del Derecho procesal....................................................................................
40
5.1 Las fuentes directas o inmediatas........................................................................... 41
5.1.1 La Constitución Política de la República.................................................... 41
5.1.2 Los tratados internacionales..................................................................... 44
5.1.3 La ley procesal........................................................................................... 46
5.1.4 Los autos acordados.................................................................................. 47
5.2 Las fuentes indirectas o mediatas........................................................................... 48
5.2.1 La jurisprudencia de los tribunales de justicia........................................... 48
5.2.2 La dogmática jurídica................................................................................. 51
5.2.3 La costumbre jurídica procesal (o usos forenses)..................................... 53
5.2.4 El Derecho extranjero o comparado......................................................... 55
6. Tratamiento del conflicto y vías de solución....................................................... 56
6.1 La autotutela........................................................................................................... 60
6.2 La autocomposición.................................................................................................
61
6.2.1 La transacción............................................................................................ 64
6.2.2 La conciliación........................................................................................... 65
6.2.3 El avenimiento........................................................................................... 68
6.2.4 La mediación............................................................................................. 69
6.3 La heterocomposición............................................................................................. 71
Actividades de
aplicación.................................................................................................................. 74
Capítulo II
La ley procesal
1. Generalidades.................................................................................................................
75
2. Concepto y clasificación..............................................................................................
76
2.1 Las normas procesales orgánicas.............................................................................
78
2.2 Las normas procesales funcionales......................................................................... 79
3. Efectos de la ley procesal chilena............................................................................
81
3.1 La ley procesal en el tiempo....................................................................................
81
3.2 La ley procesal en el territorio.................................................................................
88
4. Interpretación e integración de la ley procesal................................................... 99
4.1 Nociones generales................................................................................................. 99
4.2 Interpretación de la ley procesal y los métodos de interpretación.........................
101
4.3 Integración de la ley procesal..................................................................................
105
Actividades de
aplicación.......................................................................................................... 108
Capítulo III
La jurisdicción
1. Generalidades.................................................................................................................
109
1.1 Una primera aproximación a la jurisdicción............................................................
109
1.1.1 La jurisdicción como potestad pública...................................................... 110
1.1.2 La jurisdicción como deber........................................................................ 111
1.1.3 El énfasis en la función.............................................................................. 111
1.1.4. En una dimensión orgánica....................................................................... 112
1.1.5 La perspectiva de la adjudicación.............................................................. 113
1.2 Definiciones de jurisdicción.....................................................................................
113
1.3 Características de la jurisdicción..............................................................................
117
1.3.1 Tiene fuente constitucional....................................................................... 118
1.3.2 Es un concepto unitario............................................................................. 119
1.3.3 Su ejercicio es eventual............................................................................. 120
1.3.4 Es exclusiva e indelegable......................................................................... 121
1.3.5 Es irrenunciable e improrrogable.............................................................. 122
1.3.6 Su ejercicio produce cosa juzgada............................................................. 123
1.4. Naturaleza jurídica de la jurisdicción.......................................................................
125
1.4.1 Teorías subjetivas...................................................................................... 126
1.4.2 Teorías objetivas....................................................................................... 127
1.4.3 Teoría de la sustitución............................................................................. 130
1.4.4 La jurisdicción como satisfacción de pretensiones.................................... 132
2. Jurisdicción, acción y proceso...................................................................................
133
2.1 La acción..................................................................................................................
134
2.1.1 Doctrinas tradicionales acerca de la naturaleza jurídica de la acción....... 134
2.1.1.1 Doctrinas monistas..................................................................... 135
2.1.1.2 Doctrinas dualistas: la autonomía de la acción.......................... 136
a) El dualismo concreto o acción en sentido concreto............. 137
b) El dualismo abstracto o acción en sentido abstracto........... 137
2.1.2 Concepción actual: la acción como derecho fundamental........................ 138
2.1.3 Consagración del derecho de acción......................................................... 140
2.1.4 Contenido del derecho de acción.............................................................. 141
2.1.5 La pretensión............................................................................................. 144
2.1.5.1 Nociones de pretensión............................................................. 144
2.1.5.2 Elementos de la pretensión....................................................... 146
2.1.5.3 Clasificaciones de la pretensión................................................. 146
2.1.6 El derecho de contradicción...................................................................... 148
2.1.6.1... El derecho constitucional de defensa........................................ 148
2.1.6.2... El ejercicio del derecho de contradicción.................................. 149
2.2 El proceso................................................................................................................
151
2.2.1 Definiciones de proceso............................................................................ 151
2.2.2 Elementos constitutivos del proceso........................................................ 153
2.2.2.1 El elemento subjetivo................................................................ 153
a) Las partes............................................................................. 153
b) Los tribunales de justicia...................................................... 154
2.2.2.2 El elemento objetivo o contienda jurídica................................. 154
2.2.3 Naturaleza jurídica del proceso................................................................. 155
2.2.3.1 Doctrinas privatistas................................................................... 156
2.2.3.2 Teoría de la relación jurídica procesal....................................... 157
2.2.3.3 Teoría de la situación jurídica.................................................... 159
2.2.3.4 Teoría del proceso como institución.......................................... 162
2.2.4 Proceso y conceptos afines....................................................................... 164
2.2.4.1 Procedimiento............................................................................ 164
2.2.4.2 Juicio.......................................................................................... 164
2.2.4.3 Expediente................................................................................. 166
2.2.4.4 Debido proceso.......................................................................... 166
2.3 La jurisdicción y el proceso en el Estado Constitucional de Derecho......................
167
3. Contenido y clasificación de la jurisdicción.......................................................... 168
3.1 El contenido de la jurisdicción.................................................................................
168
3.2 Clasificación de la jurisdicción.................................................................................
169
4. Facultades conexas a la jurisdicción....................................................................... 170
4.1 Facultades conservadoras.......................................................................................
170
4.2 Facultades disciplinarias..........................................................................................
171
4.3 Facultades económicas............................................................................................
172
5. Los momentos jurisdiccionales.................................................................................
173
5.1 El conocimiento.......................................................................................................
173
5.2 El juzgamiento.........................................................................................................
175
5.3 La ejecución o cumplimiento...................................................................................
179
6. Los límites a la jurisdicción........................................................................................
181
6.1 Límites externos......................................................................................................
181
6.1.1 La jurisdicción de otros Estados o límites externos internacionales......... 181
6.1.2 Las atribuciones de los demás poderes del Estado o límites externos
constitucionales............................................................................. 183
6.2 Límites internos.......................................................................................................
184
6.3 Límite temporal.......................................................................................................
185
7. Los equivalentes jurisdiccionales.............................................................................
186
7.1 Definición y naturaleza............................................................................................
186
7.2 Clasificación.............................................................................................................
186
7.3 Los equivalentes en particular.................................................................................
187
7.3.1 Equivalentes en sede extraprocesal.......................................................... 187
7.3.1.1 La transacción............................................................................ 187
7.3.1.2 La sentencia extranjera.............................................................. 188
7.3.2 Los equivalentes en sede procesal............................................................ 191
7.3.2.1 La conciliación............................................................................ 192
7.3.2.2 El avenimiento........................................................................... 193
7.3.2.3 El sobreseimiento definitivo...................................................... 194
8. Actos judiciales no contenciosos.............................................................................
196
8.1 Cuestiones acerca de la nomenclatura....................................................................
196
8.2 Definición.................................................................................................................
197
8.3 Naturaleza jurídica...................................................................................................
198
8.4 Criterios para distinguir entre la jurisdicción contenciosa y la no contenciosa.......
199
8.5 Normas aplicables a estos asuntos..........................................................................
201
8.6 Características más relevantes de los actos judiciales no contenciosos..................
202
8.7 Clasificación de los actos de jurisdicción no contenciosa........................................
204
Actividades de
aplicación.......................................................................................................... 206
Capítulo IV
Bases de la Administración de Justicia
1. Generalidades.................................................................................................................
207
2. Principio de legalidad...................................................................................................
207
2.1 La legalidad del tribunal.......................................................................................... 207
2.1.1 Sentido y alcance....................................................................................... 207
2.1.2 El derecho al juez natural.......................................................................... 209
2.1.2.1 El juzgamiento por tribunales militares..................................... 209
2.1.2.2 Derecho al juez natural y la presencia de aforados................... 210
2.1.2.3 Compatibilidad con la justicia especializada.............................. 210
2.2 La legalidad del juzgamiento: la garantía del debido proceso.................................
211
2.2.1 Reconocimiento y contenido..................................................................... 211
2.2.2 El derecho al debido proceso en el sistema nacional................................ 213
2.2.3 Tutela judicial y debido proceso................................................................ 215
2.2.4 Debido proceso en el proceso penal......................................................... 216
3. Principio de independencia..........................................................................................
217
3.1 Independencia orgánica e independencia funcional...............................................
219
3.2 Dimensión positiva y dimensión negativa de la independencia judicial................. 219
3.3 Independencia interna e independencia externa....................................................
220
3.4 Independencia judicial y sistema de nombramiento de los jueces.........................
222
4. Principio de imparcialidad...........................................................................................
224
4.1 Imparcialidad subjetiva e imparcialidad objetiva....................................................
225
4.2 Imparcialidad judicial e independencia institucional.............................................. 227
4.3 La imparcialidad y su protección en el sistema chileno...........................................
227
5. Principio de responsabilidad.......................................................................................
230
5.1 Tipos de responsabilidad judicial.............................................................................
230
5.1.1 Responsabilidad disciplinaria.................................................................... 230
5.1.1.1 La queja disciplinaria................................................................. 231
5.1.1.2 Recurso de queja........................................................................ 231
5.1.2 Responsabilidad penal o criminal.............................................................. 233
5.1.3 Responsabilidad civil................................................................................. 235
5.1.4 Responsabilidad política o constitucional................................................. 235
5.2 Responsabilidad de los jueces y gobierno judicial...................................................
236
6. Principio de inamovilidad............................................................................................
239
6.1 Casos de amovilidad................................................................................................
239
6.2 Otros casos de cesación del cargo...........................................................................
241
7. Principio de inexcusabilidad........................................................................................
242
8. Principio de inavocabilidad.........................................................................................
244
8.1 Inavocabilidad interna e inavocabilidad externa.....................................................
244
8.2 Excepciones.............................................................................................................
244
9. Principio de gradualidad.............................................................................................
244
9.1 Elementos que lo configuran...................................................................................
245
9.1.1 La jerarquía................................................................................................ 245
9.1.2 La instancia................................................................................................ 246
9.2 Unidad o pluralidad de instancias y derecho al recurso..........................................
247
10. Principio de pasividad...................................................................................................
249
10.1 El principio de pasividad en el sistema nacional.....................................................
250
10.2 Casos de excepción al principio...............................................................................
251
10.3 El principio de pasividad en las reformas al proceso civil chileno...........................
252
11. Principio de territorialidad........................................................................................
253
11.1 El territorio jurisdiccional........................................................................................
253
11.2 Excepciones al principio de la territorialidad..........................................................
255
12. Principio de sedentariedad..........................................................................................
256
12.1 Excepciones a la sedentariedad...............................................................................
257
12.2 Los deberes de residencia y asistencia....................................................................
257
12.2.1 Excepciones a los deberes de residencia y asistencia............................... 258
12.2.2 Los deberes de residencia y asistencia durante la crisis sanitaria por covid-19 y las
reacciones del sistema.............................................................................. 258
13. Principio de publicidad.................................................................................................
262
13.1 Publicidad en los procedimientos reformados y las audiencias..............................
263
13.2. Excepciones a la publicidad.....................................................................................
264
14. Principio de gratuidad.................................................................................................
266
14.1 Las costas del juicio.................................................................................................
266
14.2 El privilegio de pobreza...........................................................................................
267
14.3 La asistencia letrada gratuita en Chile.....................................................................
267
Actividades de
aplicación.......................................................................................................... 270
Capítulo V
La competencia
1. Sobre el concepto de competencia............................................................................
271
2. Clasificación de la competencia................................................................................
274
2.1 Atendiendo a los factores o elementos que sirven para establecer el tribunal que debe
conocer y fallar un asunto determinado: competencia absoluta y
relativa......................................................................................................................... 275
2.2 Atendiendo a la fuente de donde emana la competencia del tribunal para conocer y
resolver un asunto: competencia natural y
prorrogada................................................................................................................... 276
2.3 Atendiendo a si la competencia ha sido otorgada directamente por la ley o las partes,
o proviene de otro tribunal: competencia propia y
delegada....................................................................................................................... 277
2.4 Atendiendo al ámbito de materias sobre las que tiene competencia el tribunal:
competencia común y especial............................................................................... 278
2.5 Atendiendo a si existe solo un tribunal competente para conocer y fallar un asunto
específico o hay varios que potencialmente podrían hacerlo: competencia privativa (o
exclusiva) y acumulativa (o preventiva).................................................................. 280
2.6 Atendiendo a la instancia, etapa o grado del proceso en que el tribunal tiene
competencia para conocer del asunto: competencia en única, primera o segunda
instancia.................................................................................................................. 281
2.7 Atendiendo a si en el asunto sometido al tribunal existe o no contienda entre partes:
competencia contenciosa y no
contenciosa.........................................................................................................................
282
3. Reglas generales de la
competencia.................................................................................... 283
3.1 Regla de la prevención............................................................................................ 284
3.2 Regla de la radicación o fijeza..................................................................................
285
3.3 Regla de la extensión...............................................................................................
290
3.4 Regla del grado........................................................................................................
291
3.5 Regla de la ejecución...............................................................................................
293
4. Competencia
absoluta.......................................................................................................... 296
4.1 Fuero........................................................................................................................
297
4.1.1 Clasificación del fuero............................................................................... 299
4.1.2 Cuestiones particulares sobre el fuero...................................................... 301
4.2 Cuantía.....................................................................................................................
303
4.2.1 Cuantía de asuntos civiles......................................................................... 304
4.2.2 Cuantía de asuntos penales....................................................................... 307
4.2.3 Influencia de la cuantía como factor de competencia absoluta................ 307
4.3 Materia....................................................................................................................
309
5. Competencia relativa...................................................................................................
313
5.1 Competencia relativa en asuntos civiles contenciosos............................................
314
5.2 Competencia relativa en asuntos civiles no contenciosos.......................................
319
5.3 Competencia relativa en asuntos penales...............................................................
322
5.4 Algunas reglas de competencia relativa en otras disciplinas...................................
324
6. Reglas de distribución de causas (y los turnos).................................................... 326
6.1 Excepciones a las reglas de distribución de causas.................................................
329
6.2. Otros mecanismos de distribución de causas..........................................................
330
7. Prórroga de competencia...........................................................................................
332
8. La competencia civil de los tribunales penales...................................................... 336
9. Cuestiones y contiendas de competencia................................................................
338
9.1 Contienda generada entre tribunales ordinarios (art. 190 del COT).......................
339
9.2 Contienda producida entre tribunales especiales, o entre estos y tribunales ordinarios
(art. 191 del COT)............................................................................................................
340
9.3 Contiendas entre tribunales y autoridades políticas o administrativas ..................
340
Actividades de
aplicación.......................................................................................................... 342
Capítulo VI
Tribunales de Justicia
1. Concepto y nociones generales.................................................................................
345
2. Clasificación de los tribunales de justicia.............................................................. 345
2.1 De acuerdo con lo previsto en el art. 5º del COT (o según su naturaleza): ordinarios,
arbitrales y especiales............................................................................................. 345
2.2 En atención a si los jueces son o no abogados: letrados y legos.............................
348
2.3 Según si deben o no emplear normas jurídicas para la tramitación y resolución del
asunto: tribunales de Derecho y de equidad........................................................................
348
2.4 Según si la decisión jurisdiccional es adoptada por uno o varios jueces: tribunales
unipersonales y colegiados...................................................................................... 349
2.5 Según si están o no permanentemente en funciones (o según su estabilidad):
tribunales accidentales y tribunales
permanentes................................................................... 350
2.6 Según su jerarquía: tribunales superiores e inferiores............................................
351
3. Análisis particular de los tribunales de justicia................................................... 351
3.1 Juzgados de Letras...................................................................................................
351
3.1.1 Funcionamiento........................................................................................ 353
3.1.2 Nombramiento de los jueces de letras...................................................... 353
3.1.3 Inhabilidades e incompatibilidades........................................................... 354
3.1.4 Subrogación............................................................................................... 355
3.1.5 Deberes y prohibiciones de los jueces de letras....................................... 356
3.1.6 Materias que están dentro de la competencia del juzgado de letras....... 357
3.2 Juzgados de Garantía...............................................................................................
359
3.2.1 Funcionamiento........................................................................................ 359
3.2.2 Nombramiento, inhabilidades e incompatibilidades................................ 361
3.2.3 Subrogación............................................................................................... 362
3.2.4 Deberes y prohibiciones de los jueces de garantía................................... 363
3.2.5 Materias que conocen los juzgados de garantía....................................... 363
3.3 Tribunales de Juicio Oral en lo Penal.......................................................................
364
3.3.1 Funcionamiento........................................................................................ 364
3.3.2 Nombramiento, inhabilidades e incompatibilidades................................ 366
3.3.3 Subrogación............................................................................................... 367
3.3.4 Deberes y prohibiciones de los jueces del tribunal de juicio oral en lo penal ..........
................................................................................................... 367
3.3.5 Materias que conocen los tribunales de juicio oral en lo penal................ 368
3.4 Juzgados de Familia.................................................................................................
368
3.4.1 Funcionamiento........................................................................................ 370
3.4.2 Nombramiento, inhabilidades e incompatibilidades................................ 370
3.4.3 Subrogación............................................................................................... 371
3.4.4 Deberes y prohibiciones de los jueces de familia...................................... 371
3.4.5. Materias que conoce el juzgado de familia............................................... 371
3.5 Juzgados de Letras del Trabajo................................................................................
374
3.5.1 Funcionamiento........................................................................................ 375
3.5.2 Nombramiento, inhabilidades e incompatibilidades................................ 375
3.5.3 Subrogación............................................................................................... 376
3.5.4 Deberes y prohibiciones de los jueces de letras del trabajo..................... 376
3.5.5 Materias que conocen los juzgados de letras del trabajo......................... 376
3.6 Juzgados de Cobranza Laboral y Previsional............................................................
377
3.6.1 Funcionamiento........................................................................................ 377
3.6.2 Nombramiento, inhabilidades e incompatibilidades y subrogación......... 379
3.6.3 Deberes y prohibiciones de los jueces de los juzgados de cobranza laboral y
previsional................................................................................................. 379
3.6.4 Materias que conocen los juzgados de cobranza laboral y previsional..... 379
3.7 Tribunales unipersonales de excepción...................................................................
380
3.7.1 Funcionamiento........................................................................................ 380
3.7.2 Materias que conocen los tribunales unipersonales de excepción........... 380
3.8 Cortes de Apelaciones.............................................................................................
383
3.8.1 Funcionamiento........................................................................................ 384
3.8.2 Nombramiento.......................................................................................... 390
3.8.3 Inhabilidades e incompatibilidades........................................................... 390
3.8.4 Subrogación............................................................................................... 391
3.8.5 Deberes y prohibiciones de los ministros de Corte de Apelaciones.......... 391
3.8.6 Materias que conocen las Cortes de Apelaciones..................................... 392
3.9 Corte Suprema.........................................................................................................
396
3.9.1 Funcionamiento........................................................................................ 398
3.9.2 Nombramiento.......................................................................................... 399
3.9.3 Inhabilidades e incompatibilidades........................................................... 400
3.9.4 Subrogación............................................................................................... 400
3.9.5 Deberes y prohibiciones de los ministros de Corte Suprema.................... 401
3.9.6 Materias que conoce la Corte Suprema.................................................... 401
3.10 Tribunales arbitrales................................................................................................
404
3.10.1 Clasificación............................................................................................... 406
3.10.2 Nombramiento.......................................................................................... 407
3.10.3 Inhabilidades e incompatibilidades........................................................... 409
3.10.4 Materias que están dentro de la competencia de los tribunales arbitrales .........
.................................................................................................... 410
4. Auxiliares de la administración de justicia............................................................. 411
4.1 Fiscalía Judicial.........................................................................................................
412
4.1.1 Nombramiento.......................................................................................... 413
4.1.2 Funciones de los fiscales judiciales............................................................ 413
4.2 Defensores públicos................................................................................................
415
4.2.1 Nombramiento.......................................................................................... 415
4.2.2 Funciones de los defensores públicos....................................................... 415
4.3 Relatores..................................................................................................................
416
4.3.1 Nombramiento.......................................................................................... 417
4.3.2 Funciones de los relatores......................................................................... 417
4.4 Los Secretarios.........................................................................................................
418
4.4.1 Nombramiento.......................................................................................... 418
4.4.2 Funciones.................................................................................................. 418
4.5 Los administradores de tribunales..........................................................................
420
4.5.1 Nombramiento.......................................................................................... 420
4.5.2 Funciones de los administradores de tribunales....................................... 421
4.6 Receptores...............................................................................................................
422
4.6.1 Nombramiento.......................................................................................... 422
4.6.2 Funciones de los receptores...................................................................... 422
4.7 Procuradores del número........................................................................................
423
4.7.1 Nombramiento.......................................................................................... 423
4.7.2 Funciones del procurador del número...................................................... 423
4.8 Notarios...................................................................................................................
424
4.8.1 Nombramiento.......................................................................................... 425
4.8.2 Funciones de los notarios.......................................................................... 425
4.9 Conservadores.........................................................................................................
426
4.9.1 Nombramiento.......................................................................................... 426
4.9.2 Funciones de los conservadores................................................................ 426
4.10 Archiveros................................................................................................................
427
4.10.1 Nombramiento.......................................................................................... 427
4.10.2 Funciones de los archiveros...................................................................... 427
4.11 Consejos técnicos....................................................................................................
428
4.11.1 Nombramiento.......................................................................................... 428
4.11.2 Funciones del consejo técnico................................................................... 429
4.12 Bibliotecarios judiciales...........................................................................................
429
Actividades de
aplicación.......................................................................................................... 430
Bibliografía
citada .................................................................................................................... 433
ABREVIATURAS
Siglas y abreviaturas
AA Auto acordado
art. / arts. artículo(s)
Bol. Boletín
CADH Convención Americana de Derechos Humanos
Cap. Capítulo(s)
CC Código Civil
CdPP Código de Procedimiento Penal
CdT Código del Trabajo
CEDH Convenio Europeo de Derechos Humanos
CIDH Comisión Interamericana de Derechos Humanos
cons. considerando(s)
CorteIDH Corte Interamericana de Derechos Humanos
COT Código Orgánico de Tribunales
CP Código Penal
CPC Código de Procedimiento Civil
CPP Código Procesal Penal
CPR Constitución Política de la República
CTrib Código Tributario
DFL Decreto con fuerza de ley
DL Decreto ley
DPEJ Diccionario Panhispánico del Español Jurídico
DS Decreto Supremo
DUDH Declaración Universal de Derechos Humanos
inc. / incs. inciso(s)
LERL Ley sobre Efecto Retroactivo de las Leyes
LTE Ley N° 20.886 (ley de tramitación electrónica)
LJF Ley N° 19.968 (ley sobre Juzgados de Familia)
MP Ministerio Público
OC Opinión Consultiva
OJV Oficina Judicial Virtual
ONU Organización de las Naciones Unidas
p. ej. por ejemplo
pf. párrafo(s)
PIDCP Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos
p. / pp. página(s)
RDJ Revista de Derecho y Jurisprudencia
SCA Sentencia de la Corte de Apelaciones
SCS Sentencia de la Corte Suprema
ss. siguientes
STC Sentencia del Tribunal Constitucional
TC Tribunal Constitucional
TDLC Tribunal de Defensa de la Libre Competencia
TEDH Tribunal Europeo de Derechos Humanos
TJOP Tribunal(es) de Juicio Oral en lo Penal
v. gr. verbigracia
vs. versus