Peregrino y Loco - Rafael Tellez Romero

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PEREGRINO Y LOCO

Rafael Téllez Romero


Todos los derechos reservados

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informático ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico,
mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del autor.
La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad
intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal).

©2024 Texto e imágenes por Rafael Téllez Romero, asesoramiento mágico-erótico por el Dr.
Raymond Taylor.

Título: Peregrino y Loco.

Edición publicada en abril de 2024

Diseño de cubierta: Alexia Jorques


Maquetación: Alexia Jorques
Ilustración del prólogo: @Sr_Don_Rata

Contacto: www.viajeroiniciatico.blogspot.com
Dedicado a Maribel de los Santos,
que me enseñó a abrazar la oscuridad.
AGRADECIMIENTOS

A Julio Antonio García López, buen amigo y escritor, por sus consejos y
correcciones a esta novela.

A María Ruiz-Pau y Santiago Melcón, de nuestro colectivo de escritores


Guadaltintero, gracias por tantos encuentros.

A tod@s l@s #Magufers de X, por una amistad digital que cada vez se
desvirtualiza más (sin duda me dejaré a gente atrás y espero que me
disculpen, voy a intentar citaros a tod@s):

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@yorkester, @Auradecristal87, @Sr_Don_Rata.
ÍNDICE
P R Ó L O G O
0
I
I I
I I I
I V
V
V I
V I I
V I I I
I X
X
X I
X I I
X I I I
X I V
X V
X V I
X V I I
X V I I I
X I X
X X
X X I
PRÓLOGO

C uando recibí de mi compañero de piso, Rafa Téllez,


el encargo de ayudarle en la redacción de esta novela,
acepté el reto. Me gusta trabajar con él ya que somos
complementarios, Rafa pone la estructura, la teoría literaria, los marcos
temporales, el simbolismo y yo pongo el caos; donde no llega su razón llega
mi locura.

He seguido desde su inicio la escritura de esta obra, de hecho,


empezamos a escribir a la vez. Mientras yo escribía mi manual de Tarot, él
estaba escribiendo esta novela que ahora tienes en tus manos. Comprobarás
que sus estructuras en capítulos y sus estilos de maquetación son similares,
sin embargo, la escritura de ficción se complicó. La documentación
histórica y las estructuras mencionadas, hicieron que la publicación de la
novela se demorase en el tiempo. Había que cuadrar una línea temporal en
la que fluyeran las diferentes tramas y subtramas de personajes, tal y como
van avanzando en los caminos que emprenden y cuadrar todo ello en el
marco espacio-temporal de principios del siglo XIV. El peregrinaje objetivo
transita por el Camino de Santiago y en paralelo va transcurriendo un
camino subjetivo e interno: el Camino del Tarot, por cuyos arquetipos van
pasando cada uno de los protagonistas. Paso a paso, durante la lectura de
esta novela, acompañarás a los protagonistas en su peregrinaje. Al hacerlo
irás leyendo parte de la historia e interiorizando, casi sin darte cuenta, el
universo simbólico e iniciático del Tarot. Con este libro podrás, además,
asomarte a algunas prácticas ocultistas que se pierden en la noche de los
tiempos y que siguen practicándose en la actualidad.

Es este aspecto, otra de las causas por las que se ha demorado la


publicación de esta novela. Rafa es, a mi entender, demasiado pudoroso,
demasiado respetuoso, a cerca de compartir públicamente ciertas prácticas
alquímicas y esotéricas que ha aprendido en sus diferentes viajes y estudios
iniciáticos. Bien es verdad que muchas escuelas y órdenes místicas exigen
el debido secreto y sigilo con respecto a sus enseñanzas y eso hay que
respetarlo, es por ello que recurrió a mi espíritu libre e irreverente para que
fuera yo el encargado de redactar ciertos pasajes comprometidos de esta
obra; una tarea que asumí encantado. He de comentar que no ha sido fácil,
ya que, en ocasiones, el autor del libro ha rechazado alguna de mis
aportaciones negándose a publicarlas y recomendando una reescritura más
amable, llegando a decir que mis pasajes parecían estar escritos por un “San
Juan de la Cruz que hubiera tenido acceso a internet y al porno”. He tenido
que aconsejarle que confíe en su público objetivo, ya que el lector maduro
que conozca su obra previa no se va a sorprender. Los pasajes que reflejan
prácticas mágicas de componente sexual son en realidad metáforas sobre
operaciones alquímicas y encuentros místicos entre la propia alma y el alma
del mundo. Finalmente, ha accedido a incluirlas sin censura.

Te invito a disfrutar de esta novela y a tirar de los muchos hilos que en


ella encontrarás. Seguro que durante la lectura aparecerán algunas cosas que
despertarán tu curiosidad. Tómalas como sincronicidades y acepta el reto:
¡síguelas! Podrás encontrar señales donde menos te lo esperes y en
ocasiones serán las señales quienes te encuentren a ti. Como ya te comenté
al principio: cada capítulo de la novela corresponde a un Arcano Mayor del
Tarot, así que podrás enriquecer la lectura con otras fuentes. Si al final de la
novela sientes curiosidad sobre el tema, puedes completar la lectura con mi
manual “Empezar con el Tarot”.

Dr. Raymond Taylor.


0

O bservo el fuego lamiendo los leños, ardientes


salamandras suben y corretean en la hoguera bajo un
cielo sin luna y moteado de estrellas. Me cuesta creer
que sean salamandras. Quizá solo sea fuego, aunque si quiero ser útil a los
míos tengo que ver más que eso. Intento recordar las canciones de cuna que
cantaba Madre sobre los pueblos errantes y las palabras que funden los
metales, pero no sé, no soy capaz y además tengo miedo.
El miedo me vence. Siempre tuve miedo, tal vez sea debido a que soy hijo
de una viuda. Ella hace lo que puede, pero no es fácil en estos tiempos librar a
un niño de su desasosiego. Temo a los vivos y a los muertos. Miro la hoguera
y lo recuerdo. Varias veces en la noche hemos huido de la quema, de las
antorchas y de hombres enfurecidos. Dejar lo poco que tenemos y llevarnos
solo el miedo. Vivir de día me angustia y si duermo es aún peor, porque
siempre tengo sueños y en ellos también hay muerte. Mi mirada se ablanda, la
danza calmada del fuego parece querer serenarme. De pronto, mi corazón se
encoge y yo con él. Me cubro la cabeza con los brazos y retraigo las piernas
haciéndome un ovillo, paralizado. El fuego entero ha saltado con un tremendo
ruido.
—¡Tranquilo, muchacho! —Oigo una voz grave y burlona a la vez—. Solo
he echado un tronco a la hoguera —dijo aquella voz burlona—, deja que este
loco se caliente contigo.
Me incorporo y llevo mi mano a la espalda, al monedero que cuelga de mi
cinturón, donde guardo disimulado un cuchillo.
—¡Qué! ¿Quién eres? —pregunté.
Se trataba de un hombre delgado, de mediana edad, se había colocado junto
a la hoguera. Estaba agregando leña al fuego, las llamas se elevaban entre el
crepitar. Se encontraba vestido con un desgastado jubón compuesto por lo que
parecían parches de tela de diferentes colores. A la altura del cuello y
hombros, su traje estaba rematado por una golilla de la que pendían cascabeles
y amuletos. Su rostro era delgado, espigado, como su cuerpo. Tenía una barba
castaña desgreñada y la cabeza cubierta por una capellina compuesta de
retazos de tela, tan dispares como los de su jubón.
—No temas, solo soy un bufón, un vagabundo —hablaba entre risitas y
movía la cabeza para hacer sonar los abalorios que pendían de su golilla—. Tu
gente me conoce, soy pariente. Parece que todos duermen, todos menos tú. —
Señaló detrás de mí, donde podían entreverse en la oscuridad algunos
carromatos y chozos improvisados.
—¡Por suerte para todos yo estaba despierto! —Mi mano ya empuñaba el
cuchillo, aunque aún se encontraba oculto a su vista—. ¿Qué sabes tú de mi
gente?
—¿Por suerte? —dijo riendo—, más te valdría tener un perro, me hubiera
olido de lejos, no como tú que te has quedado helado. Yo siempre llevo uno.
¡Pinto! —susurró—. Vi a un perro pequeño que movía el rabo saludando. Era
blanco, moteado a lunares negros. Me encontraba tan impresionado por la
aparición de aquel hombre que no había recaído en la presencia del animal.
—De tu gente te puedo decir que la conozco, porque también es la mía, soy
Berto el Loco, ¿y tú?
—No me suena tu nombre, yo soy Aldo, aunque me conocen por…
—¡Gorrión! —me interrumpió, sus pestañas aleteaban entre risitas—, te
conocí de pequeño, eres hijo de María la Santona y de... bueno, ya de nadie.
—Rompió a carcajadas y echó más leña al fuego.
Aquel extraño tenía razón. Me llamo Aldo, Aldo Peregrino, porque mi
padre era errante, todos lo somos. También me llaman Gorrión, el apodo me lo
puso mi padre, aunque poco tiempo pudo decírmelo, no me acuerdo de él,
murió. Dio su vida por nosotros cuando unos asaltantes nos atacaron una
noche. Logró repelerlos, pero quedó mal herido y a los tres días nos dejó.
Madre quedó sola, bueno, conmigo: un pequeño gorrión al que apenas podía
dar el pecho. Pronto nos ayudó una familia de buhoneros, todos los que
vagamos errantes somos parientes. Desde entonces, como siempre,
caminamos, aún con miedo, caminamos.
No me gustaba nada que aquel extraño supiera tanto de mí, aunque aquello
me inspiró confianza, vi que iba desarmado y que venía solo. Su única
compañía era aquel perro y sus únicas armas un bastón y un palo en el que
portaba un pequeño hatillo de equipaje que había dejado descuidados junto a
la hoguera. Se había sentado en el suelo, frente al fuego, acariciaba al perro
sobre su regazo, me miró sonriendo.
—¿Tendrías algo de comida para reconfortar a este pobre perro
vagabundo? —Soltaba de nuevo risitas mientras jugaba con el chucho.
Me acerqué al carromato donde vivíamos Madre y yo y al instante regresé
con unas lonchas de panceta, un trozo de pan y una bota de vino, aquel loco
sonreía complacido. ¡No hablemos de su perro! Parecía que iba a perder el
rabo de tanto moverlo.
—¡Gracias, joven hospitalario! ¡Este es el mejor de los manjares! Lo
degustaremos en esta amplia y hermosa sala del gran palacio, el más lujoso de
todos.
—¿En verdad estás loco? ¿O estás actuando? —Me acerqué al fuego y me
senté en el suelo, a una distancia prudente.
—Loco estás tú si no eres capaz de verlo. —Echó un trago al vino de la
bota y abrió los brazos hacia el cielo estrellado—. ¿Acaso no ves la sala tan
alta? ¿El techo tan bien decorado con miles de luminarias? Tan alto y enorme
es este salón, que columnas y muros se pierden a la vista, pero que ello no nos
impida disfrutar. Hay un arquitecto que hizo todo esto para nosotros. Nuestra
tarea es dar gracias, reconocer su obra y disfrutarla, como hacemos ahora.
Aquel hombre había cogido una ramita y pretendía ensartar en ella una de
las lonchas de panceta para calentarla al fuego, pero la loncha era demasiado
gruesa y la ramita no aguantaba el peso, así que me miró y dijo: —Anda,
Gorrión, préstame ese cuchillo que llevas escondido a la espalda, tengo que
cortar más fina esta loncha.
Sobresaltado, me llevé la mano a la espalda y eleve una de mis rodillas
dispuesto a ponerme en pie.
—¡Vamos, Gorrión, no temas! Si yo fuera un asesino, te podría haber
matado hace rato y ni siquiera te habrías percatado de mi llegada. Yo no soy
ese tipo de gente, ¿no me ves? —Sonrió e hizo sonar sus cascabeles—. Voy
por la vida anunciando mi presencia, cantando y contando, aunque la mayoría
de la gente haga como tú y no escuche.
Me relajé, aquel hombre tenía razón. Era inofensivo, miraba raro, era
demasiado curioso para su edad, parecía tener ojos de niño. Saqué el pequeño
cuchillo y se lo ofrecí, agarrándolo por la punta y dejando que lo cogiera por el
mango.
—Bien, muchacho, eso es, aprende a confiar. —Cortó una fina loncha de
panceta y se la arrojó al chucho—. ¿Ves?, mi perro y yo tenemos confianza
plena, te vendría bien tener un perro, o un gato. ¡Aprenderías mucho de un
gato!
Me estaba empezando a adormecer de mirar las ramitas crepitar en el fuego
mientras aquel loco reía bajito. —¿Qué ocurre con los gatos?
—¡Muchas cosas! —El Loco se puso a gatear alrededor mío y encorvó la
espalda como un felino en alerta—. A los gatos, muchos no los quieren y
dicen que son cosa del diablo, pero son grandes maestros, Gorrión. Si los
miras con buenos ojos, aprenderás mucho. Los gatos están tranquilos,
relajados, parecen adormecidos y lo están; pero al mismo tiempo, si miras sus
orejas, verás que están atentos a todo. Si detectan alguna amenaza, pasan en
un instante de la calma a la acción, dando un salto —dijo esto saltando e
imitando con sus manos las garras extendidas de un gato.
El perro de aquel loco había aprendido a ser un gato, lo observaba todo,
pero no movía un músculo, parecía adormecido y cansado de escuchar las
mismas historias de boca de su amo. El bufón terminó su ronda gatuna y
volvió a sentarse a acariciar al perro.
Tras un momento de silencio, entretenido con la comida, volvió a mirarme.
—Tranquilo, tú estate tranquilo, gorrioncito, estando tranquilo ningún
peligro te podrá sorprender. Tu miedo te hace ver demasiadas amenazas y al
mismo tiempo te deja ciego y sordo del mundo real y te impide disfrutar de las
maravillas del palacio celestial. Mira. —Señaló al cielo—. Ahí está todo, ¿ves
esa senda? Ese es el verdadero camino, nada más importa, no hay nada que
temer.
Elevé la mirada y el azul oscuro de aquella noche sin luna me inundó,
miles de estrellas se desparramaban allá arriba como luces perfectas, algunas
de ellas se congregaban y parecían unirse formando una especie de un camino
de plata que atravesaba el firmamento.
—¿Es el Camino de Santiago? —pregunté, recordando historias antiguas.
—Sí, bueno, algunos lo llaman así, pero es más viejo, y va aún más lejos
—aquel loco hablaba como si estuviera borracho. Me miró con ojos blandos,
se acurrucó abrazando al perro y se durmió.
I

L as risas de los niños me despertaron, sus juegos solían


ser los primeros ruidos del día. El campamento se
desperezaba, algunos hombres habían salido a rebuscar
por el campo. Con suerte, algún conejo habría caído en los lazos, San Juan
había pasado hace poco, no era época de setas y ya era difícil ver espárragos,
pero algunas moras y otros frutos silvestres se podrían conseguir. El hojalatero
preparaba su carro para dirigirse al pueblo más cercano. Él era bienvenido, su
oficio era apreciado, siempre había cacharros rotos que remendar. Lo
acompañarían algunas mujeres con sus chiquillos, intentando conseguir un
puñado de monedas a cambio de un trabajo puntual. A falta de trabajo,
también podrían pedir limosna. Madre nunca iba con el hojalatero. Él se
encargaría de comentar, en voz queda y a quién fuera preciso, que María la
Santona estaba en su campamento. Eso bastaba para que a su vuelta trajera
algún encargo o la compañía de un lugareño que necesitara de sus artes.
Salí de nuestro carromato y miré hacia los restos de la fogata, solo
quedaban cenizas y tizones que aún humeaban. Pude observar algunas pisadas
del perro y de aquel extraño vagabundo. Recuerdo que me invitó a dejarlo
todo y marcharme con él, pero rechacé su invitación. Ahora no sé si me
arrepiento, pero no puede ser, he de seguir en el camino, junto a Madre. Viviré
de modo discreto, sin destacar demasiado y ganándome la vida como siempre,
¿acaso un gorrión hace planes o vuela lejos?
Volví al carromato para contárselo a Madre. Ese carromato es el único
hogar que conozco, una casa con ruedas, pequeño, pero no le falta nada. Cada
vez que paramos para montar campamento, lo primero que hago es
desenganchar a las bestias y atenderlas. Después retiro las varas y las colleras
a un lado y coloco una pequeña escalinata con peldaños, es tan roja y brillante
como la carreta. Entonces, la parte delantera parece un recibidor. Los
pequeños tiestos con plantas que engancha Madre a los ventanucos dan alegría
y al mismo tiempo nos protegen. Madre dice que las plantas están tan vivas
como nosotros y que hay que hablar con ellas porque nos cuidan de los bichos
chicos y también de los grandes.
Al subir por los peldaños descubrí que mi cuchillo estaba clavado en uno
de los listones de madera, junto a la portezuela de entrada. Se me había
olvidado que lo había prestado al bufón. Arañadas sobre el esmalte rojo que
cubría la madera, aparecían unas palabras. Aquel loco sabía escribir, pero yo
no comprendía su mensaje. Entré a ver a Madre, ella había recogido los
jergones en los que dormíamos y abierto los ventanucos. La luz entraba en la
estancia e iluminaba la pequeña estufa que nos servía a la vez de hornilla en
tiempos de mucho frío o de fuerte lluvia; aunque lo normal era cocinar y
calentarnos en el fuego al aire libre. Estaba sentada en su banqueta y leía la
Biblia, que apoyaba en la pequeña mesa redonda en la que a veces atendía a
consultas. Es raro ver a una mujer errante, con ropajes de nuestro pueblo, pero
llevando la cabeza cubierta por una toca blanca de monja. Es chocante para
quien no la conozca, pero es que todo en ella es raro. Si Madre no ha ardido en
una hoguera, era por aquella Biblia, tesoro singular, y por los acontecimientos
que la llevaron a aprender a leer y por supuesto, porque a un príncipe de la
Iglesia le dio por regalarle algo tan valioso.
—¿Qué te preocupa, hijo? —Madre había levantado la vista del grueso
libro, me miraba con esos ojos que parecían poder ver a través de mí.
—Dígame usted, Madre, ¡adivínelo! —dije, sorprendido de mí mismo y
soltando las mismas risitas que hubiera soltado el Bufón.
—¿Qué te pasa? No des más rodeos. —Cerró la Biblia de golpe—. ¿Y esa
risa? ¿De dónde sale?
—Anoche nos visitó alguien, dijo que era familia, ¿Te suena el nombre de
Berto el Loco?
Madre elevó sus cejas y sus ojos se abrieron y miraron hacia arriba, pero al
instante se recompuso. Metió la biblia en un arcón y se puso a ordenar un poco
el carromato mientras hablaba en tono bajo y dubitativo.
—No sé, es posible, ya sabes que entre la gente de los caminos todos
somos primos. Quizá sí, hace mucho tiempo… ¿Berto el Loco?
—Sí, era muy raro, aunque parecía sabio, me dejó un recado arañado en un
madero del carromato: “Adelante, Gorrión, camina en la dirección del miedo”.
¿Sabes a qué puede referirse? No entiendo nada, no necesito ir en ninguna
dirección, el miedo lo tengo conmigo.
Madre empujó la mesilla a un lado y me hizo señal para que me apartase,
salió del carromato y observó la inscripción, sus ojos aparecían acuosos. Se
puso a caminar errática y me hizo señales para que no la siguiera. Madre
actuaba así a veces, vagaba sola por los bosques, desvariando; aunque de un
tiempo a esta parte pasaba la mayoría de su vida recluida en el carromato.
Atendía a gente, salía a veces si el Tío le encontraba algún encargo, pero si de
ella dependiera no saldría de la carreta. Se había vuelto muy amiga de la
soledad, aunque decía que su aislamiento no era aburrimiento ni lejanía: en
soledad decía sentirse acompañada y tener todo un mundo a su disposición.
Madre se alejaba en uno de sus trances, en esos momentos era mejor
dejarla sola. No teniendo más que hacer, me dediqué a ensayar mis juegos de
mano. Ella me enseñó a jugar, además de a leer y escribir. Esto último es cosa
que ninguno de los nuestros sabe. Lo mío son los juegos de mano. Eran una
habilidad y oficio heredados de mi padre. Los cubiletes eran suyos, así como
los dados, las bolitas de galena, las monedas de dos caras y los naipes.
Desplegué y saqué al sol la mesa que suelo usar para hacer los trucos en las
plazas y empecé a jugar. Ensayar siempre me va bien, lo malo es cuando hay
gente. Cuando me miran, me tiemblan las manos. Madre dice que no se nota,
pero yo sí que lo noto. Empiezo a sonrojarme, algunas veces pierdo el hilo; me
pillan el truco y todo se va al traste. No soporto que la gente se ría de mí, no
soporto sonrojarme. La risa de los niños es lo peor, cuando empiezan las
mofas, la magia se acaba. En una situación normal no pasa nada, el tío José, el
hojalatero, lo arregla y pasa el sombrero. La gente lo mismo da más monedas
por las risas que por el truco. Estoy hablando de una actuación normal, de las
que organiza el tío José cuando, después de tantear dos o tres días entre la
gente del pueblo que visitamos, les propone hacer los juegos. A veces es
mucho peor, el tío José organiza juegos por la noche, en alguna taberna o en
casa de un hombre rico. Son juegos de naipes o dados, dónde entran apuestas
de por medio. Esas cosas por la noche tienen más peligro, pero más miedo me
da el hambre y ser una carga para los parientes.

Hacer los trucos en soledad me relaja, me gusta, es lo único en lo que soy


bueno. Tengo dedos y pensamiento ágil. Con una mano hago un movimiento
amplio, vistoso y con la otra uno sutil que es clave del ardid. Pienso que todo
es truco, aunque Madre me dice que no, que hay magia verdadera y que
haciendo triquiñuelas, a la magia se la llama. Para Madre todo es fácil, o lo
era. Ella antes lo podía todo, grandes hombres la consultaban y ella acertaba,
pero todo ha cambiado. Madre ha perdido la gracia, no me refiero al buen
humor, aunque eso también lo ha perdido. Le ha abandonado la gracia divina,
el don, ya no ve las cosas antes de que pasen. Ahora inventa cosas, repite
viejas historias que valen a todo el mundo y saca unas monedas, pero ni ella
misma se cree lo que dice, vive del pasado, mira al pasado.
II

S iento el olor a rosas, viene de fuera, hago a un lado a mi


Gorrión de un manotazo. Es Nuestra Señora, ella me
llama con su perfume. ¡La añoro tanto! Bajo temblando
los peldaños del carromato, leo las palabras grabadas… “en la dirección del
miedo”, y veo una marca que mi Aldo no ha sabido ver: la pata de la oca, es la
señal.
El aroma se hace intenso,
en la naríz, en garganta,
en la piel, el pelo,
soy rodeada de rosas,
mas no la veo.
Camino venturosa,
llena de júbilo, la siento,
está en el aire,
mas no la veo.
Camino entre los pinos,
brazos extiendo,
giro sobre mí misma,
la rozo con los dedos,
más no la encuentro.
¿Dónde estás, mi señora?
Aún más adentro,
me contesta su voz,
y caigo desmayada
¡ahora la veo!

—¡Debes hacerme caso! —decía la madre Clara, con rostro serio,


echándome agua bendita con el hisopo de metal—. ¡Viste a la Virgen!
Yo negaba con la cabeza mientras lloraba, el olor de las rosas se tornaba en
amargura, no podía parar de vomitar. Quería volver con mi mamá.
—¡Quiero irme a casa! —No podía moverme, dos novicias me agarraban
por los brazos. Aunque fueran un poco mayores, eran niñas como yo y a ellas
sí las dejaba tocarme, además me daba pena morderles, en aquella época yo
solo mordía a las monjas.
—¡Tienes que hacer caso, María! ¡Serénate! —La madre Clara me pegó un
bofetón y volvió a rociarme con agua bendita. Ablandó un poco su voz,
parecía arrepentida de haberme pegado—. Escúchame, niña, por tu propio
bien, tienes que serenarte y decir la verdad: viste a la Virgen y te dio un
mensaje para su Iglesia.
Yo forcejeé con las novicias y pegué un grito: —¡No era la Virgen!
En ese momento, el jarro de cristal, que contenía una ofrenda de flores
sobre el altar, estalló. La madre Clara levantó su hisopo para volver a rociarme
con agua bendita, pero pareció reblandecerse y doblarse en su mano. Lo arrojó
dando un grito y llevando su mano al regazo.
—¡Niña del diablo! —Miró su mano enrojecida y llena de ampollas—.
¡Llevadla de nuevo a su celda!
Me tuvieron tres días ayunando después de aquello. La celda no era mal
lugar, era un habitáculo pequeño, encalado y todo blanco. En esos sitios
dormían las monjas, con una cama limpia, mantas, una banqueta y un
reclinatorio para rezar. Una portezuela se abría tres veces al día. Entonces, por
la apertura, me pasaban pan, agua y recogían el orinal. Para mí era un castigo,
pero muchas veces las monjas hacían esto por voluntad propia y por más de
tres días. La madre Clara dijo que me vendría bien y la verdad es que me
gustó, porque así no tuve que escucharla durante ese tiempo; además, podía
recordar y casi oler a la Señora de las Rosas. No era la Virgen, por mucho que
las monjas insistieran, no lo era. No tengo nada en contra de la Virgen, ya se lo
he dicho muchas veces a la madre Clara y a las demás, y también les he dicho
que es pecado mentir. Si Dios y la Virgen lo saben todo, tienen que saber que
lo que yo viera aquel día era otra cosa. Como ellos son más importantes que la
madre Clara, es a ellos a los que tengo que temer, más que a una monja que
solo manda en este convento. Así se lo explico todas las veces y ella se enfada
conmigo, aunque sabe que tengo razón.
A la Señora la puedo ver en mi recuerdo como si estuviera aquí. Es una
mujer alta, vestida con un traje verde, bordado de rosas rojas. Su cara era
delgada aunque muy bonita y sus labios muy rojos, sus ojos, verdes y su pelo
ondulado y brillante del color del cobre. No era la Virgen, eso seguro, era otra
cosa. La vi a la entrada del bosque, junto al pilón de la fuente donde se da de
beber a las bestias. Era muy temprano, aún no había nadie. Me llevó allí su
perfume, ella me miró sonriendo y me hizo feliz. Yo no conocía la felicidad
hasta ese momento, nunca antes me había sentido así. Es como si antes de
verla no hubiera estado viva. No me dio ningún mensaje para la Iglesia, me
cantó canciones, las repetía muchas veces hasta que yo aprendiera los versos
sobre las palabras a las que obedecen los metales, sobre las flores y la luna.
Me invitó a mirar en el agua como si fuera un espejo y me cantó para que yo
lo viera todo, todo a la vez. Ni pasado, ni futuro —me dijo—, mira el bordado
del tiempo. —Entonces lo vi todo, ¡todo!

Lo que vi no puedo contarlo, porque no hay palabras ni cómo ponerlo en


orden. No recuerdo cuánto tiempo pasó, ya que me sentí desmayar. Cuando
volví a mí, estaba en mi casa. Me hallaba tumbada en la cama, a mi alrededor
unas mujeres rezaban el rosario junto al sacristán. También había venido la
señora dueña. Padre era aparcero en las tierras de un marquesado y teníamos
una casa, humilde, pero digna. Los marqueses nos tenían bien considerados.
Nunca habíamos dado de qué hablar, al menos, hasta aquel día.
Unas mujeres que iban a la fuente a por agua se asustaron cuando me
vieron. Una dejó caer el cántaro que llevaba en la cabeza del salto que pegó.
Yo estaba sin sentido, con los ojos en blanco, flotando en el pilón de la fuente,
con los brazos en cruz. Flotaba sobre el agua como si fuese un colchón, mis
ropas y mi pelo no se mojaban. Decían verme sonreír y cantar por lo bajo
cosas que no entendían. Me intentaron sacar del pilón, pero pesaba mucho.
Una fue a avisar al señor sacristán, también vino el guarda del Marqués.
Tiraron de mí con brío, pero no me pudieron mover. Al caer la tarde, dicen que
desperté y me hundí en el agua. Acabé empapada, pero no me importaba el
frío. La fuente estaba rodeada de gente. Levanté mis brazos y me puse a contar
a todos que había visto a una señora, que olía a rosas y todo lo demás. Me noté
hablando deprisa, riendo, disparatada. Los rostros a mi alrededor parecían
graves, los vi santiguarse, llorar, alguien gritó: —¡Milagro!— y me desmayé
de nuevo.
Al final, los ayunos y el tiempo me vencieron. También los consejos de la
madre Clara. Entonces era yo niña, pero ahora veo que tenía razón. Estas
cosas que no se entienden acaban por tomarse como cosa del demonio. Ella lo
hacía para protegernos, a mí y a mi familia. Entré de novicia, con la condición
de que fuera por poco tiempo, hasta que todo se calmase. Mis padres
continuaron teniendo casa en el marquesado y aumentó su consideración al ser
los padres de la niña del milagro, ni a ellos ni a mis hermanos les faltó nunca
el pan. El pilón de las bestias pasó a llamarse la Fuensanta y los marqueses
edificaron a su lado una ermita dedicada a Santa María de las Flores.
III

A tardece, aún no he probado bocado. La actitud de Madre


me tiene preocupado. La encontré en el bosque, junto a
un regato de agua, sonreía tumbada boca arriba y con
los brazos en cruz. Esperé a su lado hasta que despertó, no era la primera vez
que ocurría, aunque había pasado bastante tiempo desde la última. Cuando
volvió en sí, parecía mareada, no decía palabra. La traje del brazo hasta el
carromato y ahí sigue, dormida. Después de estos episodios su mente se
aclara, como ella mismo dice: “se va la neblina, que todo lo rodea”. Madre
todo lo puede, yo no. Ella funde metales, es la manera de saber si es falso, por
eso el hojalatero la respeta tanto y la considera familia, aunque no lo sea.
Madre también detecta los venenos al tacto y ve los colores tocándolos, aun en
lo oscuro. Yo no puedo, pero ella escucha la voz del viento y entiende a los
pájaros, aunque no siempre. Me dice que llevo su sangre, que también yo
puedo, pero eso no ayuda, me hace sentir peor.
Veo como regresa la carreta del Tío, viene más ligera, porque se le han
dado bien las ventas. Los cacharros del tío José son muy queridos, todos
aprecian su calidad. Es muy difícil que se raje al fuego o se abolle uno de sus
pucheros. De las roturas también se saca provecho, el tío José y sus hijos son
famosos por restañar muy fino, incluso las cosas de cerámica, hasta las más
finas las saben arreglar con unas grapas y costuras que incluso hacen bonito.
Baja riendo de la carreta y se me acerca, chasqueando los dedos con mucho
ritmo, me temo lo peor.
—¡Alegra esa cara, Gorrión! —Los chasquidos de sus dedos se
apresuraban—. Esta noche tenemos fiesta.
La noche llegó y monté con mis bártulos en el carro del tío José, este era un
carro de trabajo, no para vivir. Construido con techo recio de madera. Los
tableros de los laterales se podían descolgar para exponer y vender los
cacharros, y al fondo tenía herramientas y un hornillo con fuelle que podía
encender en caso de hacer falta para reparaciones. Pero, en esta ocasión, lo
habían despejado de herramientas y cacharros. Madre se sentó al fondo, sobre
un banquillo con respaldo. Nos acompañaban Julio y Joselito, sus hijos,
buenos hojalateros y jugadores de dados. También venía Fran, un sobrino,
torpe en el juego, pero muy grande y bueno cargando y también en las riñas.
El Tío manejaba las riendas, hablaba a través de la cortina que separaba la
banqueta en la que se sentaba de la caja del carro, dónde estábamos nosotros,
cada uno reposando las posaderas sobre un arcón lleno de cosas que podían
hacer falta durante la función.
—Esta noche no habrá mucho lío. —El tío José descorrió la cortinilla—.
Es una visita de cortesía a casa de un señor. Tiene muchos viñedos y aunque es
noble, se maneja bien en el comercio. Nos brinda hospitalidad y viene bien
congraciarse. Joselito y Julio, dejaos querer y si hay que perder un poquito, se
pierde. Que en otra cosa ya le ganaremos. Y a ti, Fran, te digo que te andes
con ojo y buenas maneras, si alguno estando borracho se propasa, lo sujetas
bien, pero nada más: no quiero broncas ni que salgáis a los puños esta noche.
Las ruedas traqueteaban, apenas podíamos ver el camino a la luz de los
faroles de aceite que colgaban de los pescantes del carro. Poco hacía falta,
porque las mulas del tío José eran muy avispadas y tenían el oído fino.
Además, el tío José conocía las carreteras de memoria, podía guiar la carreta
con los ojos cerrados. Hacíamos, más o menos, la misma ruta cada año. Con el
cambio de las estaciones, como hacen las golondrinas, las cigüeñas y las ocas.
Al llevar carros con yuntas de mulas y bueyes nos veíamos limitados a usar
solo las carreteras, no podíamos movernos por la mayoría de caminos, que
eran caminos de herradura. No estábamos más de una o dos semanas en el
mismo sitio, no era bueno para el negocio y además, podían aparecer
enemistades de los lugareños. El tío José siempre estaba atento a eso, se
adelantaba al grupo y hablaba con las autoridades. Quien no le conociera no
tardaba en informarse y acababa haciendo un trato que nos daba el permiso de
acampar a las afueras por unos días. Nos brindaban protección, aunque
siempre podría ocurrir algo que diera con todo al traste. Pero para eso, tener a
María la Santona en la caravana era una buena baza: desde gente piadosa hasta
la de mal vivir conocían su fama y se cuidaban mucho de atacar las carretas
del tío José.
—Hemos llegado. Escuchamos la voz de nuestro tío, que dirigía el carro
por un caminillo que desembocaba en un portón abierto en la muralla. Lo
atravesó en dirección a unas caballerizas.
Madre bajó del carro, con soltura, parecía recuperada tras su última visión.
Estaba animada y mantenía la cabeza alta. Unos lacayos se acercaron a las
mulas y las palmearon.
—¡Son fuertes las bestias! —dijo uno de ellos—, perded cuidado, las
vamos a desenganchar para que descansen, tendrán agua y alfalfa. El amo nos
ha dicho que las atendamos como si fueran nuestras. Pasen ustedes adentro. —
Señaló en dirección a la torre del homenaje, que se encontraba al otro lado del
patio de las caballerizas—. Por aquella puerta, bajo el farol. Entren al edificio
junto a la torre, es la cocina, allí les atienden.
La cocinera era una mujer de mediana edad, de rostro y cuerpo redondo y
ojos vivos, tenía la cabeza cubierta por una impecable caperuza blanca, al
igual que dos muchachas que parecían ser sus ayudantes. Cuando vieron a
Madre se santiguaron y besaron sus manos. Madre sonrió, no le gustaban
aquellos gestos, pero se había acostumbrado a ello, así como a recibir todo
tipo de peticiones. Estas mujeres le pedían una bendición. Madre les
complació, alzando las manos con una sonrisa y un “benditas sois”.
Entre Fran y yo cargábamos el arcón en el que llevábamos los útiles para la
actuación. Se trataba de comenzar la velada con unos cuantos trucos que
divirtieran a las señoras y señores allí reunidos. Mientras, Madre, en una
estancia aparte, atendería a quienes a ella acudieran. Después de mis trucos
habría juegos, a los hombres les gustaba apostar; a las señoras no se les
permitía apostar, pero les agradaba asimismo el juego de los naipes. Esta
noche era especial, porque el señor estaba dispuesto a comprar una baraja
única, creada en un taller de Florencia, el Tío la recibió como pago de un
cortesano italiano a quien dio cobijo y escondite en nuestra caravana años
atrás. Era una obra de arte tan preciada que el hojalatero la tenía escondida y
solo la ofrecía a los señores más pudientes.

El gran salón estaba iluminado por faroles que colgaban de los muros.
Varios candelabros se extendían a lo largo de una gran mesa. A un extremo se
encontraba sentado el señor Alonso. Era un hombre de mediana edad, con
cabellos y barba de color castaño claro bien recortados a la usanza de los
caballeros. Tenía anchas espaldas y parecía que la buena vida le había hecho
ganar algo de corpulencia. Aunque estaba grueso, emanaba fortaleza. En
puestos de honor, cerca de él, se sentaban un hombre de armas y un religioso.
Al otro extremo de la mesa se situaba la señora, una joven delgada de cabello
rubio y tez pálida, tenía una cara bonita y ojos los claros enmarcados en una
sombra oscura. Sus hombros caídos hacia adelante y su manera de bajar la
mirada, en cierto modo, me recordaban a los modales que adoptaba Madre
cuando atravesaba uno de sus malos momentos. La joven señora se encontraba
acompañada por otras mujeres de más edad, que hablaban con ella por lo bajo.
La cena avanzaba entre risas y murmullos distraídos, apenas interrumpidos
cuando alguna de las mujeres que se levantaba de su sitio para ir a hablar con
María la Santona en una sala aparte.
Mientras acababan de cenar, me puse a hacer algunos malabares con mazas
que intercambiaba con Fran y mis primos, cada vez a más velocidad, en un
número que habíamos interpretado mil veces. En otras ocasiones con
antorchas, pero no era eso adecuado para el interior de una casa. Una de las
antorchas podía salir de su trayectoria, prender alguno de los ricos tapices que
adornaban las paredes y bien podía salir todo ardiendo. Mientras hacíamos
intercambio de mazas, había casi veinte en el aire, me di cuenta de que la
señora de la casa, aquella joven de ojos caídos, había cambiado por completo.
Ahora sus ojos estaban abiertos de par en par y movía su cabeza de lado a
lado, observando los juegos. En un momento fijó su mirada en mí y algo se
movió en mi interior, sentí como un escalofrío, pero cálido. Me empecé a
ruborizar mientras ella me sostenía la mirada, sonriendo. Una de las mazas
cayó al suelo. Fran, que bien me conoce, me dio un empujón y ocupó mi lugar,
dándome pie para que yo pudiera salir de aquello haciendo un par de
cabriolas. Al instante estaban ellos tres a cargo de los malabares. Me
sobrepuse y, de un salto, me encaramé a las espaldas de Fran, recompuesto del
rubor y concentrado en las mazas me dediqué a hacer los juegos subido de pie
sobre los hombros del grandullón.
Cuando la cena terminó, unos criados despejaron la gran mesa, yo quedé en
un extremo, haciendo el juego de los cubiletes a las mujeres, también tenía
preparados algunos trucos con naipes con intención de sorprenderlas. Mis
primos y el tío José, estaban montando dos mesas para encargarse de los
hombres. El fraile se encontraba muy entretenido, degustando el vino, las
sirvientas no permitían que su copa quedase vacía. Sin duda seguían
instrucciones del señor Alonso. El Tío me dijo que organizaría dos grupos,
uno jugaría a los dados y el otro a los naipes.
Mis temores se disiparon cuando vi que entre las damas no se encontraba la
señora de la casa, intuí que se hallaba consultando a Madre. Mejor así, su
mirada no me distraerá esta vez.

—No estás triste, ni has sido mal ojeada, a tu cuerpo no le pasa nada. Es
otra cosa la que te aqueja. A mí puedes hablarme sin tapujos, y aunque no lo
hagas, no hay secretos para mí, no en este momento. Lo veo todo.
Aquella joven sentada ante mí, temblaba un poco, no de miedo, sino de
inquietud, yo agarraba sus manos podía sentir su fuerza, estaban cálidas por
instantes, apretaban fuerte. Sus ojos azules estaban radiantes. En sus iris pude
entrever rayos de luz. Su aparente tristeza había desaparecido. Al fin habló.
—Yo —dijo apretando mis manos—, siento que no soy de aquí. Quiero
decir, que no es esto lo que quiero. Hace tres años ya que me casé con Alonso,
es un buen hombre, lo que mi familia quería para mí. Es un hombre honrado y
generoso, pero no soy feliz. Lo supe desde que se acordó mi matrimonio,
desde el día de la boda, pero no pude hacer más que lo que de mí se esperaba:
aceptar la inmensa suerte de ser casada con un señor noble. Un hombre que
supera la alcurnia y riqueza de mi padre. Los honores de mi familia paterna
han crecido con el emparejamiento. Se espera, además, que sea feliz pero no
lo soy, no puedo. —La muchacha empezó a llorar, besó mis manos y suplicó
—. ¡Por favor! ¡Sácame de aquí! Sola no sé hacerlo. Alonso me trata bien, me
colma de regalos, hace todo por intentar contentarme, como la fiesta de esta
noche, pero su dinero no quitará mi pena. —Aquella joven comenzó a llorar,
me puse en pie y la abracé, meciéndola, o mejor dicho: acunándola.
—Tranquila, mi niña —dije, acariciando su pelo—, conmigo puedes
hablar.
—El problema es que, a pesar de todo, me siento prisionera. Tenéis razón,
no hay mal de ojo, no me ocurre nada. Son tres años sin quedar encinta, sin
darle a Alonso el heredero que tanto ansía. ¡Tocadme! —La muchacha agarró
mi mano izquierda con su derecha y la llevó a su regazo—. No le ocurre nada
a mi vientre, no necesita vuestra bendición. Conozco mis lunas, mi ama de
cría me lo explicó todo y me enseñó a hacer un ungüento que me unto para no
quedar encinta. —Su humor había cambiado, esbozó una sonrisa, su mirada
me decía con orgullo que ella también conocía secretos. Desde esa mirada
descubrí cosas, esos ojos color azul cielo me abrían la puerta, pude ver su
niñez. Empecé a tambalearme, cerré los ojos y deambulé por una estancia que
ya no lo era. Vi una infancia feliz, de niña acomodada que nunca atravesó
penurias. Siempre estaba ideando cosas, llena de energía y fuerza, peleaba con
sus hermanos como un chico más, subía a los árboles y montaba a caballo. Ni
sus padres, ni la servidumbre podía hacer nada para aquietar esa fiera inquieta
y vivaz. Era capaz de entusiasmar a todo el mundo con lo que hacía, siempre
risueña, siempre cantarina. Alonso quedó prendado por ella nada más
conocerla, al igual que lo estaban muchos otros nobles. Alonso era un hombre
fuerte y admirado por su gente. Aficionado a las monterías, tan hábil con su
lanza de caza como bondadoso con todos. Sin embargo, Blanca nunca mostró
especial interés por él; ni por nadie. Siempre soñó con la libertad, sentía la
llamada de un viaje y sabía que cualquier atisbo de matrimonio acabaría con
sus sueños. Caí al suelo duro, y sentí que unos brazos me ayudaban a
incorporarme. Su sonrisa había desaparecido.
—Ya veo, mi niña, veo que tienes mucha ansia por vivir y fuerza de sobra
para emprender todo, quieres salir, quieres irte, pero ¿sabes adónde?
La chica me ayudó a recomponer mi vestido y mi cofia, su tristeza había
vuelto, evitó mirarme a los ojos, sus brazos estaban ahora cruzados, recogidos
sobre el cuerpo.
—Señora, quiero volver al salón, me siento mal. Me siento desnuda ante
vos, conozco la tristeza, pero esto que me habéis hecho es peor. En todo tenéis
razón, fantaseo con la libertad y con irme, pero no tengo ni sé adónde. Me
apeno en silencio porque con Alonso no veo proyecto ni futuro, pero oculto lo
peor: y es que conmigo misma tampoco lo tengo. Me siento ahora mismo
morir de algo que no sé nombrar, pero que es peor que la vergüenza.
—Ven a mí. —La abracé—. Llora un poco si no necesitas, deja de pensar,
descansa.
IV

E n verdad esos mozalbetes son ágiles y no solo con las


mazas y malabares. Los he visto otras veces lanzando
cuchillos o jugando con antorchas. Ya quisiera entre mis
hombres de armas tener alguno con su habilidad. Pero no, mis monteros son
brutos y pesados. Bien, al menos no van y vienen con el viento como estos
camineros, que un día se los ve y al siguiente no. Esa no es forma de vivir y
así no hay trato con ellos que dure mucho.
Esta noche, todo va bien, y he visto a Blanca reírse unas cuantas veces.
Ahora ha ido a verse con la Santona, es buen augurio. Recuperaré con creces
el coste de invitar a esta cena a estos gañanes: los míos y los camineros. Y
sobre todo, el coste del mazo de naipes que le he comprado a ese hojalatero.
Es un taroquio hecho a la manera fina de los italianos. Estos quincalleros
tienen muchos cacharros, pero también traen, a veces, mercancía de valor. La
daga que llevo al cinto la compré hace unos años a otro grupo de carreteros,
pero sus filigranas, quedan ensombrecidas comparadas con el taroquio. Blanca
sabrá valorarlo, se lo regalaré al final de la velada. Lo que toca ahora es que
todos los invitados estén bien servidos. Veo pasar a Teresa, la joven hija de la
cocinera, cargada de bandejas vacías y le hago un gesto, a lo que ella se acerca
e inclina la cabeza para saludar:
—¿Todo bien, señor?
—Eso me pregunto, ¿todo en orden?
—A juzgar por los apetitos, parece que sí, mi señor.
—Eso me alegra, que no falte nada esta noche, sacad los mejores vinos y
decidle a los artistas que paren un poco, coman y beban, que bien lo merecen.
—Sí, señor, ahora sacaré el buen vino, aunque como dicen la gente, de las
tierras de Alonso Nuñez, no hay vino malo.

Y razón tiene la muchacha, no es de buen cristiano vanagloriarse, pero he


conseguido renombre gracias al buen oficio con los vinos. Padre me criticaba
por ello: “Andarse siempre entre los gañanes del campo no será bueno para tu
reputación. No es propio de gente noble. Algún día tú serás quien mande y
poco te obedecerán si no te temen”. Tampoco le gustaba que yo me andase en
monterías con gente de baja ralea, pero es con ellos con quienes de verdad
disfruto de la caza. Metiéndome en zarzales y acechando de verdad, no en
esos juegos cortesanos con las presas preparadas. Esto es algo que solo quien
lo vive lo entiende.
Padre hubo cosas en que acertaba y también cosas en las que se equivocó.
Mis plebeyos me respetan como al que más. Lo hacen lo mejor posible,
porque gracias a andarme entre ellos he aprendido el oficio y he sacado lo
mejor de estas tierras. He hecho nuevos lotes y pagos para viñedos y dado
tanto beneficio que ya no sé si soy noble, bodeguero o mercader. ¿Era esto lo
que se esperaba de mí? Considero que sí, no solo mantengo las tierras, sino
que las he aumentado y también el tesoro. Solo falta cumplir una cosa para
que la honra de la familia sea aún más grande de lo que es. Algo me dice que
está en camino y que en el día de hoy pongo la piedra de toque que terminará
por consolidar mi casa.

El padre Ángel parece que ha bebido demasiado y está amodorrado sobre


el sillón, mejor así. Hago un guiño a Arnaldo y nos levantamos de la mesa
principal para dirigirnos a la de los camineros. Parece que han dado buena
cuenta de las viandas, me saludan limpiándose las bocas con las mangas y me
señalan una mesa cuadrada que han preparado con ayuda de mis hombres. Me
siento, dispuesto a pasar un buen rato de recreo, flanqueado por mi buen
montero Arnaldo y hago una seña para que las criadas empiecen a retirar del
salón los restos de la cena. Es hora de jugar. Aquellos hombres me enseñan un
mazo de cartas, no es el taroquio fino que he comprado para Blanca. Este es
más tosco y está algo gastado, pero puedo comprobar que las cartas están
completas y que en los reveses no hay marcas. La barajo y corto y la pasó al
hombre más mayor de entre ellos, que empieza a repartir, mientras hace un
gesto con una ceja al más joven y le pide que se levante y vaya a jugar a la
mesa principal con las damas.

Me dirigí a la gran mesa, donde las mujeres aún seguían sentadas


conversando. Retiré la silla alta de la cabecera, que estaba desocupada ya que
la joven señora se encontraba ausente. Desde el lugar de honor, estando en pie,
pude observar los rostros curiosos de aquellas damas. Estaban risueñas y se
movían inquietas, parecían ansiosas por jugar. Dejé una bolita sobre la mesa y
empecé a mover tres cubiletes desafiándolas a seguir la trayectoria y a adivinar
dónde se encontraba. El truco está en ponerlo fácil al principio, dejar que
acierten varias veces y una vez que ganen confianza poner la tarea difícil, ahí
venía lo divertido ya que empezaban a enfadarse y acto seguido a reírse tras
nuevos aciertos. Esta noche no se trata de ganar dinero apostando, por eso no
hay dinero de por medio, por eso todo es más cómodo y todo son risas. En
otras ocasiones, si la necesidad aprieta, se pueden hacer diversas artimañas
para desplumar a quienes van de listos. Algo que no me gusta, pero que hay
que hacer para sobrevivir.

Hemos jugado varias manos, estos hombres saben jugar, pero vamos
igualados. Arnaldo, aunque es bruto e impulsivo en otras cosas, se maneja
bien con los naipes. Con él de pareja siempre me va bien. Estas primeras
manos han sido amistosas y sin apuestas, ahora vamos a jugar al dinero, para
evitar el aburrimiento. Las risas de los que juegan a los dados llegan hasta
aquí, ellos llevan ya un rato apostando y ya se sabe, el dinero pica.
Pongo una moneda sobre la mesa y los demás me ven la apuesta, la cosa se
anima. Echo un vistazo a la gran mesa, dónde las mujeres parecen estar
divirtiéndose, bueno, todas menos Blanca, algo le preocupa, parece que ha
hablado con la Santa y no ha sido de su agrado.
—¿Qué ocurre, señor Alonso? ¿Qué os distrae del juego? —me dice José,
el anciano de grupo mientras sigue mi mirada—, ¿Es la señora lo que os
preocupa? No tengáis apuro, ahora hablo con mi sobrino para que prepare el
terreno de vuestro regalo.
El hombre se levantó, de unos pasos se acercó a la gran mesa diciendo algo
al oído del jovencito que hacía los trucos. Cuando regresó, continuamos la
partida. Arnaldo y yo ganamos dos manos seguidas, luego, José y su hijo nos
ganaron en una mano el dinero que habían perdido en las dos anteriores y
ahora volvíamos a ganar. Los que jugaban a los dados armaban jaleo, el
grandullón levantaba la mesa en el aire cada vez que ganaba, y cuando perdía
levantaba a los adversarios. Voy a dar orden de que dejen de servir vino. Por
suerte, el padre Ángel duerme, no está en contra de los juegos, pero sí de las
apuestas, que considera enriquecimiento ilícito, causa de endeudamientos y
motivo de ruinas. No le faltaba razón, aunque en mi casa eso no ocurría.

—Como pueden ver, mis distinguidas damas, les voy a contar la historia
más secreta y singular —bajé la voz para atrapar la atención, todas las damas,
incluso la de ojos tristes seguían los movimientos de mis manos con atención
—, una historia que es tan larga y que tanto cambia, que está escrita en un
libro que viene con las hojas sueltas: el Tarot.
En ese momento, retiré un paño blanco que reposaba sobre la mesa, a mi
lado, dejando al descubierto una cajita de madera grabada a fuego que había
dejado allí el Tío. Era una caja de madera noble que olía a perfume de rosas, la
tomé en mis manos y la alcé.
—Aquí dentro tengo el libro, pero no me corresponde a mí leerlo, porque
yo no soy su dueño.
Miré hacia atrás y vi al Tío y al Señor acercándose a nosotros. Alonso
agarró la caja y la entregó a Blanca, que con unos ojos abiertos como espejos,
la abrió, sacando de ella los naipes más hermosos que ninguno de nosotros
viera nunca. Cada una de las figuras se encontraba finamente dibujada o mejor
dicho, vestida con pan de oro y plata y en algunos elementos se podía ver la
incrustación de una muy pequeña piedra preciosa. La señora los tocaba como
con miedo a estropearlos y al mismo tiempo, fascinada. El Tío los había
colocado de manera ordenada, así que la primera carta que tenía en sus manos
era la de El Loco, la elevó un poco para enseñarla al resto de señoras, que
murmuraba con admiración.
Entonces, intervine.
—Distinguidas damas —dije, extendiendo el paño blanco que antes retiré
—, ese es el libro del que os hablé. Si vamos colocando los naipes ordenados,
podemos leer la primera historia: el cuento comienza con un loco vagabundo,
alguien que nada posee y al mismo tiempo lo tiene todo. Luego se encuentra
con un mago callejero. Así, si las vamos ordenando sobre el lienzo, podemos
leer la historia entera. La historia nunca se acaba, porque cambiando de orden,
la historia es otra. En esa caja de naipes, Señora. —Sus ojos azules
resplandecían—, en este mazo tenéis todos los libros del mundo: un libro que
no tiene fin; y por eso, como ya os anuncié, se os entrega con las hojas sueltas.
V

M i hijo Aldo había amarrado nuestras mulas junto al


abrevadero y se dedicaba a cepillarlas tras la larga
jornada de viaje. A su lado, se encontraban dos
lacayos encargándose de sus propias monturas y de dos blancas yeguas
pertenecientes a Alonso. Las campanas sonaban, anunciando sexta[1]. Hice un
gesto con la mano para que mi hijo y los otros se nos unieran y asistimos a los
oficios.

La iglesia era el único edificio del monasterio que podíamos visitar los
seglares, el resto era lugar privativo de los monjes. Sus cánticos se elevaban y
reverberaban en la bóveda de cañón. Se trataba de un edificio sobrio, aunque
los canteros habían hecho un buen trabajo en el pórtico, dedicado a nuestra
Señora de las Flores. Mis ojos tuvieron que acostumbrarse a la tenue luz de
aquella nave oscura, apenas iluminada por la luz que se filtraba por los
ventanucos y unos tristes velones. En el altar principal, lucía espléndida una
talla de madera de Nuestra Señora, Le habían pintado el vestido de verde, en
honor a mi visión y su cabello, a pesar de aparecer tallado y recogido por una
redecilla, si bien no era rojo, aparecía de un color castaño claro. Algo había de
mi Señora en aquella talla, de todos modos, su belleza no se podía apreciar
bien a la luz de aquellos cirios. El padre Román, abad del monasterio, dirigía
los rezos, concentrado. Por un momento, elevó la mirada del libro y me saludó
con una sonrisa. Aquel hombre de fe era quién mejor me conocía. Fue él quien
tiempo atrás habló con las monjas y les dijo que yo estaba tocada por la
Virgen, pero que si quedaba en el convento moriría. Así que, tras mi periodo
de novicia, regresé a casa con mis padres. Todo había cambiado, pero yo
intentaba que no fuese así. Trabajé en las tareas de la casa y con los animales
de la granja. Me salió fama de buena partera, en mis manos no había ninguna
oveja ni res que se malograra en el parto. Como me vieron con ese don,
también empezaron a pedirme ayuda las mujeres. Es normal que a veces un
mal parto acabe con la vida de la madre o el hijo, cuando no de ambos; pero
eso a mí nunca me ocurrió. Y de ahí pasaron a pedirme las bendiciones, esto
era algo peligroso. Ya el padre Román me lo advirtió, que fuera discreta y me
limitase a la oración. Venían a mí mujeres que no podían concebir o que
habían concebido y tenían malestar, yo con mi rezo las aliviaba.
El padre Román, con el beneplácito, las buenas obras de los marqueses y
contando con las muchas limosnas que nos dejaban los fieles, amplió la capilla
y la transformó en monasterio. Aquello trajo más afluencia de gente al lugar y
alivió mi casa de visitas inesperadas. El Padre Román atendía a las visitas y,
cuando lo veía bien, me llamaba para atender a algunos visitantes que podían
ser desde gente humilde hasta muy ilustres señores.

Eso fue todo en los primeros años de mi juventud, hasta que un día, el amor
de un joven tocó mi corazón. No me quiero acordar ahora de aquello, pues
parece que todo da vueltas en círculo y las cosas suceden en realidad como en
mis visiones, todas a la vez.

Necesito hablar con el padre Román. Los oficios han terminado, y me


dirijo a la celda de visitas. Es una habitación pequeña, con dos únicos asientos
como mobiliario y un sobrio crucifijo como única decoración. En la pared del
fondo hay una ventana con una reja, a través de la cual se puede hablar con los
monjes.
Me acerqué a los barrotes y tiré de un cordón que hizo sonar una pequeña
campana. El Padre Román no tardó en aparecer.

—Bienvenida seas, hija. —Sus ojos eran tiernos, como siempre que me
miraba, pero había envejecido desde la última vez que lo vi. Las arrugas
surcaban su rostro, aunque su voz seguía siendo firme.
—Me alegra mucho verle, Padre. —Me dejé caer en el asiento y empecé a
llorar—. Estoy cansada, Padre, tan cansada que ya no puedo más.
—Serénate, hija, confía en la divina providencia —la voz del Padre Román
se había endulzado y me llegaba como un hilo suave a través de la reja, un hilo
del que agarrarme y que sentí me serviría de guía.
—Ha vuelto, Padre, todo ha vuelto. Han vuelto las visiones, ha vuelto la
angustia pero también ha vuelto él. Algo ha ocurrido y he visto entretejido de
nuevo todo el tapiz del mundo. Mi hijo Aldo está en él, mezclado con
problemas y cuitas de estos nobles señores a los que he traído hoy aquí. Él me
pide que libere a su joven esposa de la melancolía y la bendiga para que quede
encinta, pero no seré yo quien lo haga, no, no seré yo. —Cubro mi cara y
vuelvo a llorar.
—Tranquila, hija, cierto es que tú puedes ver, pero también que no todo lo
puedes. Solo tiene el poder Nuestro Señor. —En ese momento sequé mis
lágrimas y le miré a los ojos, su voz tembló un momento—. Nuestro Señor, y
tu Señora, por supuesto.
—No puedo con esto, Padre, esto me atañe a mí, a mi sangre. Lo he visto
otras veces para otros y por lo poco que sé, cuando veo algo, se cumple. Por
muchas vueltas que se le de; aunque yo advierta del peligro y les avise de lo
que no pueden hacer. La gente parece que se reconduce, pero a la larga se
obceca y tarde o temprano hacen lo que estaba previsto. Todo lo más que se
puede es dar un rodeo, porque el hilo sigue ahí, hasta enlazarse a los demás y
tarde o temprano ocurre lo que tiene que pasar.
—Así está escrito. —El Padre se había acercado a la reja y agarraba los
barrotes—. Somos presos de nuestro sino. Si me aceptas el consejo, debes
retirarte, ya es momento. Sabes bien que te apoyé cuando vi que necesitabas
volar, ahora veo que necesitas enjaularte y reposar.
—Pero ¿y ellos?, ¿y él?, ¿y Aldo? ¡Me puede el desasosiego!
—Tú misma te has dado la respuesta: nada está en tu mano. Debes parar y
ellos deben empezar el camino, yo me encargaré de todo.
VI

A ún no puedo creer lo que me ocurre. Ha sido todo tan


rápido que siento estar en una de esas visiones extrañas
que me contaba Madre. ¡Cuánto la añoro! Siento un
gran pesar en mi pecho al no poder verla cada día. Sin embargo, mentiría si
dijese que no soy feliz pues, en secreto, arde en mi corazón una llama tierna y
candorosa que nunca antes había sentido. Una llama que prendió la noche en
la que aquella joven me miró mientras yo hacía mis juegos. No diré quién,
pues me avergüenza reconocerlo y me hace sentir sucio y traidor. Me
avergüenza reconocer que bien daría mi vida probando ese dulce veneno que
en sus ojos encuentro.

Paramos en una hospedería, yo me encargo de cuidar de las monturas y de


las cinco mulas de carga, para eso estoy aquí. Debo este trabajo al Padre
Román, quien convenció a Alonso de mi valía con los caballos, tanto a la hora
de cuidarlos como para reparar los arreos.
—Es un buen chico, y tiene la gracia divina de su madre —dijo el Abad—.
De buen seguro aportará mucho a vuestro viaje, necesitaréis toda la ayuda de
Dios para llegar sanos y salvos a la tumba del Apóstol.

Y así fue como el Padre Román dispuso todo lo necesario para la


peregrinación. Expidió unos documentos que nos otorgarían refugio en
Iglesias y casas monásticas e instruyó a Alonso en todo lo necesario para
seguir el Camino hasta Santiago de Compostela. Alonso tenía un talento
especial para los viajes y conocía parte de la ruta. Aceptó las condiciones:
viajar discretos y ligeros de equipaje.
La señora llevaría la única compañía de una criada joven para acometer
bien el viaje. Alonso llevaría como asistente a Arnaldo, un hombre de armas
que me miraba con desprecio. En realidad su compostura y comportamientos
con casi todos era de desprecio: sus ademanes, su manera de mirar elevando la
barbilla, su aspecto desaliñado y esa forma de hablar en un tono alto; todo en
él evidenciaba un enorme desprecio hacia la vida de los demás. Por alguna
razón, el señor Alonso lo había escogido como encargado de guardar sus
espaldas durante el peregrinar. Es muy probable que la destreza con la que al
parecer manejaba la espada fuera la razón, quizá también lo fuera la
mansedumbre y servilismo con el que se comportaba ante su amo. A día de
hoy no he conocido a nadie más parecido a un perro de presa que aquel
Arnaldo. Aunque todo tiene su lado bueno. Por más que fuéramos un grupo
reducido, y a pesar de los peligros que acechan en el camino, me sentía seguro
en ese aspecto. El simple hecho de ver sobre sus caballos al fornido Alonso,
con su lanza de caza, acompañado por Arnaldo y su espadón disuadiría a
cualquier pícaro o maleante de acercarse hacia nosotros.
Los caballos y las mulas ya habían bebido hasta hartarse. Sin sillas, bridas
ni jaeces parecían otra cosa. Ya había vertido varios cubos de agua sobre sus
lomos. Cada uno de ellos humeaba de tanto calor como desprendía. Las
bestias disfrutaban de la libertad tanto como yo, en esos momentos casi podía
oírlos, y aun entenderlos. Mecían sus cabezas y las acercaban a la mía, me
acariciaban con las crines y daban latigazos con sus colas, jugando.
Llevábamos solo cinco jornadas de viaje y los caballos me consideraban uno
más, confiaban. Eso era bueno, los caballos suelen tener miedo. Temen a todo
lo nuevo, cualquier cosa que aparezca de pronto les hace huir, pero si confían
en mí y me ven como a un caballo, un caballo jefe y estoy tranquilo, ellos se
tranquilizan.
Conmigo al frente, no habrá peligro en el camino que les asuste o haga
desbocarse. Ese es el truco principal para guiar a los caballos: la confianza y el
valor. En realidad, ese es el truco para guiar cualquier cosa. Así hacía el
hojalatero con su caravana, así hace Alonso en sus tierras con su gente. Y así
ha hecho el adab, argumentando en pocas palabras que existe un propósito
divino para que Alonso y su esposa peregrinen a Santiago.

Algo silbó en el aire y me aparté instintivamente, una manzana se estrelló


contra la pared del establo, rodó por el suelo y fue devorada de inmediato por
la yegua blanca de Alonso.
—¡Buenos reflejos! Malabarista —dijo Teresa, era la hija de la cocinera de
la casa principal y todavía bromeaba conmigo acerca de los malabares que me
vio hacer aquella noche en la fiesta—. Por suerte, traigo aquí más. —Me
mostró un cesto con otras tres manzanas, un trozo de queso y una hogaza de
pan—. Todo de parte del Ama, con su deseo de que paséis buena noche. ¿Son
cómodos estos aposentos? —Guiñó un ojo y soltó una carcajada mientras
extendía sus brazos señalando el establo de madera techado de paja, en el que,
tras una cerca que evitaba que los caballos se la comieran de golpe, había un
buen montón de alfalfa recién cortada.
—No puedo quejarme, por el calor de las bestias no pasaré frío.
—Hacéis bien en no quejaos, a los de nuestra clase, de nada nos sirve la
queja. Y aún así, sois más feliz y dormiréis más tranquilo aquí que grandes
señores en colchones de lana. Os lo aseguro. Tened buena noche y ¡coméoslo
todo!

Dejó el canasto sobre un taburete y se fue tan rápido como vino. Me


apresuré a comer, anochecía y llevaba tiempo sin probar un bocado. Aquellas
manzanas estallando en mi boca me llenaron de frescura. El queso era suave,
cuando partí la pequeña hogaza de pan, noté algo raro. Alojado en su interior
había algo enrollado, un pequeño trozo de papel. Examiné el pan, alguien lo
había horadado en su base y había introducido aquel mensaje. Lo desenrollé,
pero no había nada escrito. No entendía nada, miré al trasluz, pero no lograba
ver marca alguna, quizá por la mañana, con más sol lograse ver algo. Entonces
percibí algo, algo sutil, era olor a limón. Fue extraño percatarme de ese aroma
como nota discordante entre tanto olor a heno, estiércol de caballo y gallinas
como imperaba en el establo, pero allí estaba, era sin duda olor a limón. Di un
salto para buscar en mis alforjas, dentro encontré el pedernal y una de las
antorchas para malabares, que prendí en un rincón, no suelo hacer fuego, por
precaución y por no alertar a los animales, pero me urgía la comezón por
descifrar aquel enigma.

Acerqué el papel al fuego y poco a poco el mensaje fue apareciendo.

Vuestros ojos no mienten,


los míos tampoco,
algo nos ha unido,
y al tiempo condenado,
liberadme.
Aún no sé por qué,
pero os amo.

Blanca.
Dejad que el fuego acabe su trabajo.

Mi corazón dio un vuelco, miré alrededor, aquello no podía ser. ¡Su


mirada! Siempre me conmovió su mirada, pero pensé que era cosa mía, que
mi amor y predilección por ella no serían nunca correspondidos. Había algo,
algo que se movía y vibraba en mi interior cuando nuestras miradas se
cruzaban, algo que me deleitaba y que al mismo tiempo yo quería parar, pues
no era justo para Alonso y además era peligroso en grado sumo para mí
mismo.
Temí ser descubierto, cualquier persona podría aparecer, era frecuente que
la gente del servicio apareciera en el establo de vez en cuando a hacer de
vientre, por suerte, las gallinas mostraban una extraña predilección por la
mierda humana y sus deposiciones no duraban mucho.

“¿Dejad que el fuego acabe su trabajo?”, ahora comprendía lo que quiso


decir con aquello. Acerqué el papel a la llama y dejé que se consumiera por
completo, las precauciones de Blanca eran acertadas, si alguien descubría ese
secreto podría ser nuestro fin. Cuando el papel se consumió, apagué la
antorcha y me tumbé sobre el montón de alfalfa, intentando conciliar el sueño,
aunque sin éxito. Ahora el fuego ardía en mi interior, y mi cuerpo se revolvía,
un escalofrío cálido erizaba mi piel. A pesar del miedo y del deber que tenía
con respecto a la honra de Alonso, que en ese momento era mi amo, el calor
que sentía era más fuerte. Me rendí al deseo que me consumía y dejé que el
fuego acabara su trabajo. Me acerqué a la puerta del establo, y atisbé a
exterior, no había nadie. Salí de allí caminando despacio para no alarmar a los
perros guardianes, que dormitaban. Me conocían de la tarde, habíamos jugado
y no me consideraban amenaza.
Me acerqué al edificio principal, cuidando al avanzar cada uno de mis
pasos, cuando llegué al portón y lo tanteé, cedió, estaba abierto. Alguien chistó
y susurró desde dentro.
—¡Ya estabais tardando mucho! —Reconocí esa voz, era Teresa, la observé
en la penumbra, parecía estar aguantando una sonrisa—. Sois un cabrón con
suerte, la señora me ordenó que tras dejaros la comida, estuviese atenta y
rondando para franquear la entrada, pero tened cuidado, porque la suerte
puede cambiar.

El interior de la hospedería estaba oscuro, apenas iluminado por un


pequeño candil que portaba Teresa. Llegamos a un lugar en el que descendían
unos escalones hasta llegar a una sala abovedada de donde brotaban vapores
de agua.

—¿Dónde estamos? —Me encontraba atónito. Allí había más luz,


diferentes candiles iluminaban una gran pila de baño. El suelo estaba caliente
—. ¿Qué es este lugar?
—No sé muy bien —Me dijo, observando alrededor —Según me ha
contado Blanca, este es un lugar sagrado desde antiguo, desde tiempos de los
romanos, y luego de los moros. Estas aguas calientes que brotan de la tierra
son milagrosas. Las mujeres yermas vienen aquí a curarse y quedan encintas
por milagro de las aguas. Creo que fue aquel Abad que les mandó a peregrinar
quien les recomendó parar aquí, y que Alonso aceptó todo esperanzado en este
milagro, pero, basta de palabrerías. —Me señaló un gancho que salía de uno
de los muros de la bóveda—. Dejad ahí vuestras ropas y daos un baño,
¡apestáis a estiércol de caballo! Yo ya me voy, guardad cuidado.

Quedé allí, confundido y a la vez sintiendo gran agrado por estar en aquel
lugar, como embrujado. Me sentía como inmerso en una de esas visiones de
ensueño que me relatase Madre. Me despojé de las ropas y me acerqué a la
pila de baño, que era amplia. Un cuadrado perfecto de unos diez pasos de lado.
Bajé por unos escalones tallados en la piedra, el agua estaba caliente, pero era
soportable, la pila tenía tal profundidad que, puesto de pie sobre el suelo, el
agua me llegaba hasta el pecho. En cada lateral, bajo el agua, había una
especie de banco tallado, me senté allí a contemplar la sala, en silencio. Mi
mirada se paseó por todos aquellos bloques de piedra y se elevó hacia una
cúpula donde antaño deberían haber pintadas algunas escenas de personas
desnudas. Apenas podía atisbar algunos miembros corporales y motivos
florales descascarillados. De pronto recaí que solo había un lugar oscuro en
toda la sala, una esquina cuyos candiles se encontraban apagados. Escudriñé
con mis ojos sin lograr ver nada, pero algo en mí la percibió, noté su aliento,
pude sentirla por su respiración. Salió de la sombra y se acercó al borde de la
pila, yo la veía desde abajo. Parecía la estatua de una diosa, su cabello estaba
mojado y caía sobre sus hombros, estaba envuelta en un paño blanco que,
mojado, se ajustaba a su contorno. Sus caderas redondeadas resaltaban, así
como sus pechos. Nuestros ojos se encontraron y noté de nuevo esa corriente
de dulzura y placer avivándose entre ella y yo. Casi no me salían las palabras.
—¿Qué hacías ahí? —mi voz temblaba.
—Te observaba —dijo sonriendo—, me gusta mucho mirarte cuando no te
das cuenta, pero eso ya no me basta. —Dejó caer la tela que le cubría,
descuidada, al filo de la pileta y empezó a bajar los escalones. Me sostenía la
mirada, sin atisbo de pudor. Su cuerpo era firme y delicado. Yo también la
había observado mucho. Era un placer ver su grácil cuerpo al montar a
caballo. No era una simple pasajera, ni se conformaba con ser parte del
equipaje en el camino. Tenía la fuerza y agilidad de alguien que desde
pequeña se había ejercitado en la equitación. Ahora podía ver la firmeza de
sus músculos al desnudo, la turgencia y delicadeza de sus pechos de pezones
sonrosados y la fina espesura que cubría su pubis. Poco a poco fue bajando y
al unísono, avancé a su encuentro, embelesados ambos en la mirada del otro.

Nos tocamos, primero con las manos, y luego con los brazos, la caricia del
agua cálida se fundió con las de los abrazos y un largo beso en el que ya no
sabíamos dónde comenzaba uno o terminaba la otra. Me vi empujado y me
dejé empujar, quedé sentado en el banco de piedra bajo el agua, noté la dureza
de la pared sumergida a mi espalda, y frente a mí, toda la ternura que ella me
brindaba. Ella no hablaba, pero bien me guiaba y con su carne me decía “deja
que el fuego acabe su trabajo”.
—¡Señora!, ¡señora! —Aquellas palabras me sacaron del ensueño en el que
me encontraba, me separaron de sus labios y despegaron dolorosamente de su
piel. En tan solo un instante, ya la añoraba—. ¡Debéis regresar a vuestra
alcoba!

Blanca salió del agua a prisa, casi llegando a resbalar.


—¿Ha despertado Alonso?
—No, sigue borracho y dormido, él no es un problema. Esto es cosa de
Arnaldo, ese no descansa ni durmiendo, ni borracho. Acaba de despertar de
resaca y mal humor y está dando bandazos en el pasillo de entrada a vuestra
alcoba. Dice que va a montar guardia toda la noche porque nota la traición en
las tripas y quiere proteger a los amos.
—¡Está loco! —se lamentó Blanca llevándose las manos a la cabeza,
mientras se terminaba de secar y se vestía con la ropa que descolgaba de la
pared.
—Está borracho, más que nunca, es cuando se vuelve más peligroso. Lo he
visto otras veces, una noche mató a un muchacho que se le cruzó por haberlo
mirado mal. ¡Debéis volver a la alcoba! Es cuestión de poco tiempo que con
su escandalera despierte a toda la hospedería.

En ese momento se me ocurrió un plan, les hice señas para que bajaran la
voz y les pedí que aguardaran lo más próximo posible a sus aposentos sin
alertar a Arnaldo y esperasen agazapadas. Yo iría afuera y armaría algún
escándalo para hacer que saliese a la calle y así posibilitar el regreso a sus
estancias. A medio vestir, con sigilo y tanteando las paredes, esta vez sin luz
de candil que pudiera ayudarme, regresé al patio exterior y me encaminé hacia
el establo. Allí vi, tendidos a los tres perros guardianes, uno de ellos dormía,
los otros dos movieron un poco las orejas y el rabo al notar mi presencia. Nos
conocíamos, aquella misma tarde les había quitado un buen puñado de
garrapatas y habíamos jugado un rato.
Entonces se me ocurrió algo, me acerqué a ellos y empecé a darles juego,
agarré un palo que hice el amago de arrojar varias veces. Los perros estaban
tan excitados que saltaban levantados sobre las patas traseras. Habían
empezado a ladrarme y a enseñar los dientes. Hice algunos malabares
cambiando el palo de un brazo a otro y pasándolo por la espalda. Aquellos
perros parecían a punto de perder la paciencia y saltar sobre mí. Entonces, en
un movimiento lento y medido, lancé el palo hacia el portón, que se estrelló
con estrépito y fue seguido por la avalancha de los cuatro pesados perros que,
a toda velocidad, dieron de patas con él. Ladraron entre ellos, peleándose por
la rama. A todo esto, el portón se abrió y en ese mismo instante escuché el
quejido de uno de los perros. Que se encogió, con algunas costillas rotas,
aunque corriendo mejor suerte que su compañero, que cayó al suelo con la
cabeza seccionada por un mandoble de Arnaldo. Me hervía la sangre, Arnaldo
reía y disfrutaba martirizando a aquellos animales. No pensé en mi vida ni en
las consecuencias. Agarré una piedra y salí corriendo hacia él, que aún se
enfrentaba a dos perros. Se le acercaban por flancos opuestos, despacio,
gruñendo. Había levantado su espadón y parecía disfrutar alargando el
momento para desplegar dos tajos rápidos y acabar con ellos. Para un montero
como Arnaldo, acostumbrado a cazar jabalíes y osos, aquello era solo un
pasatiempo. Pasatiempo que fue interrumpido por la tremenda pedrada que
impactó en su frente. Soltó el espadón y se tambaleó, llevando sus manos a la
cabeza. En ese momento, los perros se avanzaron hacia sus piernas, que
hubieran sufrido con las dentelladas de no haber estado cubiertas por los
zahones de montar que Arnaldo solo se quitaba algunas veces para dormir.
Finalmente, cayó al suelo debido a mi empujón. Caí sobre él y empecé a
propinarle puñetazos, hasta ser separado de aquel truhan por los hijos del
posadero. Me separaron de él de mala gana, a sabiendas de las malas
consecuencias que atacar a un caballero, por muy innoble que fuera su
comportamiento, podía acarrear a cualquier plebeyo.
El viejo posadero lloraba, arrodillado junto a su perro muerto, mientras sus
hijos separaban y se llevaban de allí a los que quedaban enteros, con el temor
de que en un nuevo arrebato violento, aquel caballero recobrase el antojo de
matarlos. Despertó el resto del servicio de la casa, así como el resto de
huéspedes. Todos menos Alonso, que no llegaría hasta un rato más tarde,
acompañado por Blanca y Teresa, que lo habían espabilado de la resaca y
vestido a duras penas.
Al amanecer partimos, tristes. Alonso compensó bien al hospedero con un
buen talego de monedas y a pesar de que conseguí salvar la reputación de
Blanca y la mía propia, y a pesar de lo dulce de nuestro encuentro; algo me
había agriado el viaje. Tenía que andarme ahora con más ojo que nunca.
Arnaldo asumió la amonestación de Alonso y se excusó, con pocas
palabras, diciendo que había escuchado jaleo y salió a hacer su trabajo como
buen guarda de su amo. No pareció dar más importancia al asunto, al menos,
no se la dio a la vista de todos. Justo antes de partir, mientras me hallaba
ensillando a los caballos, noté su aliento apestoso a vino en la nuca.
—No eres de fiar, gitano, a ti te tengo yo que ver colgando de una soga—
tras decir eso, agarró su caballo y salió al trote, adelantándose un trecho para
asegurar el camino. Aquello era una amenaza seria, aquel hombre me odiaba,
y odiaba a mi gente. Mi gente somos caldereros, quincalleros. No somos
gitanos, pero tanto da. En el camino todos somos parientes y nos tenemos que
cuidar entre nosotros. Mis orejas se erizaron en cuanto escuché aquella palabra
pronunciada por ese mal hombre: gitano, dicho de esa manera por ese tipo de
persona, solo se usa para desearnos mal.
VII

H abía pasado unos días de manera apacible, salvo por


algún desplante o zancadilla al descuido que me hiciera
Arnaldo, poco más tuve de qué preocuparme. El amor
por Blanca me quemaba, pero con aquel malnacido atento a mis movimientos
y las largas jornadas de viaje, poco se podía hacer. Parábamos en posadas o en
conventos y lo más que hacíamos era descansar unas horas para continuar al
alba. Tan solo uno de los días pude furtivamente yacer de nuevo con ella. Me
encontraba descansando, tras llegar a una posada en la que éramos los únicos
huéspedes, tumbado sobre un montón de heno recién cortado. Las bestias
habían sido atendidas, mi señor y su guarda personal habían ensillado de
nuevo sus caballos para encaminarse al pueblo cercano. Tenían ganas de jugar
naipes o dados y en la posada no había manera. Eso me alegró, ya que al estar
lejos Arnaldo, yo podría relajarme e intentar dormir una siesta tranquilo y sin
temor a que me atacase en medio del sueño, tengo muy en cuenta su amenaza
y desde entonces duermo con un ojo abierto. Saber que no regresarían hasta el
anochecer me permitiría bajar la guardia y dormir a pierna suelta.

He mandado a Teresa a echar un vistazo, y me trae buenas noticias, no hay


nadie a la vista. Alonso y Arnaldo se han ido. Los posaderos, tras recoger los
restos del almuerzo, parece que se han retirado a dormir la siesta. Le he
pedido, no obstante, que esté atenta al camino y a la casa y que me prevenga si
algo cambia. Sé que arriesgo mucho, pero no me importa nada. Nada es tan
importante como esto que siento, después de años muerta en vida, el solo
pensarlo me hace revivir. Lo veo ahí tendido, boca arriba y muero de amor.
Tiene el leve ronquido, como el de un gato, en nada es comparable a Alonso y
sus gruñidos de jabalí. Tampoco su cuerpo es basto y áspero, en ocasiones, sin
él quererlo, Alonso me ha raspado y arañado la piel con el roce de la suya
hasta tal punto de hacerme sangrar. Entonces me he dado cuenta de que traía
abrojos enganchados a los pelos de las piernas o del pecho. Esas dichosas
semillas que se enganchan a los perros y a las ovejas. No me extraña nada,
pues en las monterías se revuelca junto a sus perros de presa por todos los
zarzales. Nada tiene que ver con la piel de Aldo. Él es lampiño, su cuerpo es
grácil, suave, como el mío. También es cosa de la edad, si bien es uso que un
gran señor tenga una esposa joven, no acabo de verlo bien. No para mí, no
siento nada junto Alonso, nada me dicen su madurez ni su envergadura. Aldo
es ágil, flexible, tiene la fortaleza y belleza de un junco. Así dormido, tiene la
inocencia de un ángel. Casi me da pena despertarlo, pero he de hacerlo,
dormido no me sacia. Me acerco y escucho una vez más su suave ronroneo,
huelo su aliento y beso su cuello mientras me tiro despacio encima suyo, a
horcajadas, sobre ese tierno potro. Él se sobresalta un instante, traspuesto,
hasta que me reconoce y se deja besar, diciendo mi nombre. Hay algo que me
da asco hacer con Alonso, pero ahora me apetece de modo natural. Le tiro de
las calzas y observo su miembro, duro y esbelto, como él. Lo beso y meto en
mi boca, poco a poco, mientras observo el deleite que causo con ello en Aldo.
Está ruborizado, como en aquella primera función de malabares. Qué tierno y
desvalido parece, así me excita más. Viro un poco mi cuerpo y lo acerco a él
sin dejar de sentir su sabor, su palpitar, cada vez más henchido. Agarro su
mano para conducirla bajos mis ropas hacia a mi sexo. Sus manos. ¡Me
vuelven loca sus manos! Es prestidigitador en todo lo que hace, desde sus
trucos hasta herrar un caballo, todo lo toca con talento. En esto no hay
excepción, tiene una gracia natural para entrar con sus dedos en los rincones
de mi placer, los pulsa con tal dulzura y ritmo que ambos estallamos a la vez.
Nunca me había vertido tanto, él también bebe de mí.

Mi piel se estremecía y mis cabellos se erizaban con tan solo recordar


aquellos momentos con ella. Verla, a diario, aunque solo fuera a distancia y
acompañada, me llenaba de alegría, a veces una sola mirada bastaba para
sentirme rodeado de la más tierna blandura, otras veces, eso mismo espoleaba
mi deseo y me hacía sufrir. Pocas ocasiones en el día a día nos permitían una
interacción mayor. Los momentos solían ser casuales, para asegurar la silla de
su yegua o llevarla un rato a una fuente en el camino. A veces, un beso furtivo
era una delicia que nos llenaba el día. Aquello me bastaba para ser feliz. La
complicidad de Teresa me era muy grata, ella hacía lo posible para asegurar
que nuestros encuentros no fueran descubiertos, aunque no era difícil. Como
he dicho, las más de las veces solo nos tocábamos con los ojos, mucho.

A mitad de jornada nos paramos a descansar un rato. Seguí mi rutina de


desensillar a las cabalgaduras y liberarlas de carga. Había un hermoso pilón de
piedra labrado junto a una fuente de la que manaba agua abundante.
Estábamos de suerte, no había nadie y por tanto no tendríamos que esperar
para abrevar las bestias. Me refresqué la cara y el cuello y eché un vistazo
buscando a Blanca y a Teresa. Venían hacia la fuente, mientras que Alonso y
Arnaldo se tumbaban a la sombra de un gran roble para beber de una bota de
vino y comer unas tajadas de panceta. Observé que mi caballo tenía las orejas
pegadas hacia atrás y que el resto de animales le secundaba. Algo andaba mal,
eché mi mano hacia atrás y agarre el pequeño puñal de mi monedero y lo
mantuve oculto a la vista. Blanca y Teresa jugaban a salpicarse agua en la
fuente, no me dio tiempo a avisarlas. En un instante nos vimos rodeados de
unos siete individuos, estaban sucios y harapientos, nos lanzaban insultos y
amenazas. El de mayor edad parecía acaudillarlos. Hizo un gesto para que
nadie hablara y pidió a un mozalbete que hurgara entre las alforjas que yo
había dejado sobre unos troncos. Otro estaba agarrando una cuerda y pretendía
atar a las mulas. El círculo se fue cerrando en torno a nosotros, tragué saliva.
El caudillo de los proscritos dio un tirón del brazo a Blanca, aproximandola a
su cuerpo y sacando un largo cuchillo con el que le rasgó el jubón. Blanca se
resistió y propinó una patada en la entrepierna que pilló desprevenido al jefe
de los bandidos, pero uno de sus secuaces reaccionó rápido y le propinó un
garrotazo en la cabeza que la hizo desplomarse y sangrar. El resto reía a
carcajadas. El jefe se acercaba de nuevo a Blanca. Salté sobre aquel hombre.
Con mi mano izquierda le agarré el brazo en el que llevaba el arma y con la
derecha, le atravesé el cráneo con una cuchillada que le metí por el ojo.
Debido a mi envite, cayó de espaldas. Yo hubiera caído con él, de no ser por el
salto que di rodando sobre mí mismo sobre el suelo, como si en un
espectáculo me encontrase. Me incorporé y, con el cuchillo aún empuñado,
atravesé la garganta de otro asaltante. Todo fue muy rápido. Aquella maniobra
bastó para que todos centrasen la atención sobre mí y dio tiempo a Alonso y a
Arnaldo a llegar. Venían caminando a paso ligero, pero por su envergadura y
brío bien parecía que viniesen cargando a caballo. El espadón de Arnaldo
descabezó a uno de ellos y en dos movimientos encadenados mató a otros dos
antes de parar. Alonso, por su parte, había clavado su lanza en el costillar de
otro. Gritaba insultos y maldiciones. Uno de sus pies se apoyaba en el
bandido, pisando fuerte, mientras que con los brazos tironeaba para intentar
sacarla. Entre tanto, aquel desgraciado agonizaba gritando empalado entre
estertores de sangre.

Solo quedaba vivo el mozalbete de las alforjas, que lo dejó todo y corrió
hacia la maleza. Arnaldo echó su mandoble al hombro y lo siguió, no sin antes
guiñarme un ojo con una sonrisa torcida. Parecía un perro de presa,
husmeando.
Mi visión se nublaba, me tambaleé, sentí un fuerte sabor a sangre en la
garganta. Sumergí mi cabeza en la fuente para intentar aclarar mi visión. Mi
boca estaba seca como el pasto, bebí, tragué, saboreé una mezcla de tierra y
olor a sangre, al principio todo sabía a hierro, hasta que el frescor del agua me
trajo de regreso. Vi a Teresa arrodillada, atendiendo a Blanca que, enrollada
como un ovillo en el suelo, vomitaba, su cabello rubio estaba encharcado de la
sangre que manaba de una herida abierta. Agarré uno de los pucheros que
traíamos de equipaje y lo llené de agua fresca, lo vertí sobre la frente de
Blanca y limpié su cara, y con un paño fino que Teresa agarró de su equipaje
vendamos fuerte la herida.
—La mala fortuna, nos persigue la mala fortuna —dijo Alonso, arrodillado
junto a nosotros, parecía haber recuperado su lanza—. ¡No hay manera, Señor!
¿No hay manera de demostrar nuestra fe? ¿Qué más esperas de nosotros?
Peregrinamos y oramos, solo pedimos tu favor, señor, danos muestra de tu
gloria. Oremos —me dijo—, ¡oremos todos! —Se dirigió también a Teresa—:
¡Por Blanca! ¡Porque el señor se apiade de nosotros y de al fin auxilio a
nuestros pesares!
Aquel hombre sollozaba, entonaba palabras en latín y me miraba con
lágrimas en sus ojos, no sé si por fe, por piedad o por el sentimiento de culpa
que sentía en ese momento, también lloré, y recé.

Algo debió moverse en los cielos tras aquellos rezos, porque aparecieron
dos caballeros ataviados con mantos blancos. Al principio creí que, como
Madre, yo estuviera teniendo una visión, pero cuando vi el rostro turbado de
Alonso y el salto que dio Teresa, comprendí que no se trataba de una visión,
sino de dos caballeros de carne y hueso. Nos atendieron, uno de ellos salió a
raudo galope y en poco tiempo regresó con un carro en el que llevaron a
Blanca y hasta su encomienda. Empleé el resto de la tarde, junto a un sirviente
de la encomienda que me acompañó, en recuperar los caballos y las mulas,
que en la algarabía, se habían dispersado. Los tenía ya adiestrados al silbido y
no fue tan difícil reunirlos como se suponía.

Durante la búsqueda, nos encontramos con Arnaldo, que parecía de muy


buen humor. Traía las manos sucias, todo el tabardo, e incluso el pelo,
salpicados de sangre. Agarró las riendas de su caballo y me guiñó un ojo.

—Atrapé y desollé a ese cachorro. Ningún maleante se me escapa. Os


huelo, os siento en las tripas—. Montó en su caballo riendo a carcajadas, lo
espoleó y golpeó con la fusta hasta salir a galope.

Arribamos a la encomienda. Aquel lugar era un remanso de paz en el


camino. La ayuda de la Orden del Temple nos era grata y llegaba en el
momento en el que más necesidad teníamos. Nos habían conducido en primer
término a la casa del físico. Se trataba un edificio rodeado de campos en flor
alejado del monasterio y su núcleo principal. A cargo de aquello se encontraba
un monje de la Orden que se dedicaba al estudio y cultivo de la tierra. Así
como a la recolección y de hierbas, a las que daba múltiples aplicaciones para
cuidar la salud de sus hermanos. Blanca, tras serle retirado el vendaje, había
sido tratada por aquel sabio, quien le rasuró el cabello alrededor de la herida y
aplicó sutura y un ungüento milagroso. Ahora reposaba en un enorme colchón
que el físico y sus jóvenes novicios habían rellenado con plantas de lavanda
recién recolectada.
La señora descansará bien ya lo veréis —dijo Fray Berenguer, que así se
llamaba el físico—. Las plantas la arroparán. Perdió sangre por la brecha, pero
la herida no es de gravedad, cicatrizará pronto. Es normal vuestra aprehensión,
ya que la sangre en la cabeza sale a borbotones y parece que se va la vida, pero
no siempre es así. Algo más delicado es el golpe. El chichón también
menguará, pero hay que estar unos días vigilantes a los mareos y la
desorientación. He visto que tiene momentos en que pierde el equilibrio.
Recomiendo que repose unas jornadas ya que continuar el viaje puede
entorpecer la recuperación. Alonso asentía con la cabeza y miraba alrededor.
En aquella estancia, amplia y ventilada, colgaban multitud de manojos de
diferentes hierbas que parecían estar secándose, impregnando el lugar de
fragancias.
Aunque en el monasterio tenemos un edificio de enfermería y hospital de
peregrinos, considero más adecuado que la señora, y su dama de honor se
queden aquí. Yo mismo les prepararé la comida y los tratamientos aptos para
su mejor recuperación. En cuanto a los varones, el Comendador me ha
indicado que le gustaría teneros a su lado en el refectorio durante cada comida,
también en la capilla en cada oficio y en los ejercicios de armas con los
escuderos. Partid pues a la casa principal, donde os espera el Comendador. Id
sin miedo, la señora estará bien, no hay lugar más seguro en toda la
Cristiandad.
Alonso y Arnaldo montaron en sus cabalgaduras y salieron a trote ligero,
mientras me dejaron encargado de llevar la reata de mulas. Antes de partir me
acerqué a lecho de flores. Teresa enjugaba el sudor de Blanca con un paño fino
empapado de agua fresca.
—Está mejor —me dijo—, sólo es un poco de fiebre.
—Necesita descansar, dijo el padre Berenguer —dirigiéndose a mí con una
mirada que pareció traspasarme. La línea de pelo espeso y gris de sus cejas se
interrumpía a la altura de la mitad de su ojo izquierdo. El surco rojo de una
cicatriz la interrumpía, y llegaba desde allí hasta más arriba de su tonsura de
monje, también interrumpida por la cicatriz de un dedo de ancho. Por alguna
razón, me quedé absorto mirando aquel surco. —Despierta, muchacho —dijo
el monje dándome un puñetazo en el hombro—, pareces estar soñando con
mis propios sueños.
—¿Qué? ¿Cómo? —dije, tratando de recomponerme.
—Si quieres saber, pregunta, con vosotros voy saltarme el voto de silencio.
Por alguna razón, las flores me han pedido hoy que sea como ellas y que me
de a todo el mundo. Son raras y caprichosas las flores, no hay quien las
entienda.
—Yo, sólo miraba. —Señalé la cicatriz—. Me preguntaba si… ahora sois
monje, pero quizá en otro momento fuisteis caballero.
—¿Esa es la pregunta? pues claro, como todos, pero esa respuesta ya la
tienes. Somos una orden monástica de caballería. ¿Acaso eres tonto?
—No, yo solo…
—Un poco torpe, ya lo he visto, lo que quieres es la historia: pues la
historia es fácil, un sarraceno en Tierra Santa que estuvo más hábil que yo y
me dio este tajo. Caí al suelo como muerto, por suerte, el yelmo y el capacete
de cuero que llevaba debajo amortiguaron el golpe, y la providencia divina
hizo que en el fragor de la lucha aquel sarraceno tuviera otros menesteres de
qué ocuparse y se olvidara de mí. Después de aquello me llevaron a un físico,
también sarraceno. Me curó y lo tomé como señal, la paz había llegado tras
aquella batalla y me dediqué a aprender de él. Así que me traje dos recuerdos
de los sarracenos: esta cicatriz, y esto que ves. —Señaló cerca del colchón de
Blanca, un escritorio en el que reposaba un volumen escrito en letras árabes y
decorado con detalles vegetales, a su lado había unos cuantos frasquitos.
Cogió uno, lo abrió y me lo acercó a la nariz. Sentí una punzada agradable
pero intensa. Nunca había olido algo así, parecía casi quemarme en el interior
de la nariz y llegar hasta dentro de mi cabeza.
—¿Potente, verdad? Es la esencia de miles de flores. De los sarracenos
aprendí el método para sacar y condensar esencias vegetales. Imagina el poder
de este pequeño frasquito, pequeño, pero vale por mil.
—¿Es lavanda, verdad?
—Sí, pero tengo muchos más, aunque solo los uso cuando no encuentro
plantas frescas o cuando la ocasión requiere tratamiento contundente. También
es valioso como regalo de cortesía, un pequeño frasco aromático hace las
delicias de grandes personalidades y allana el terreno para un buen trato.
—Y —continué—, ¿Por qué estáis tratando a Blanca con un colchón de
lavanda?
—Es época de lavanda, es lo que tengo más abundante en este momento,
además, lo hago por semejanza. Ella huele a lavanda, me llegó esa impresión
al verla. La muchacha es buena flor, aunque llega un poco marchita. Si pasa
unos días rodeada de flores recuperará su esencia.
El físico observó un instante a Blanca y me volvió a mirar con esa mirada
tan intensa que me hacía sentir desnudo. Tú también hueles a flores, a flores y
a algo más. —Se acercó a mi oído y susurró—: cuídate de tu vigor, porque el
brío excesivo trae desgracias. Toda flor, por hermosa que sea, se marchita.
Toda fruta se pudre si sigue su camino natural y tú estás en peligro de pudrirte
antes de tiempo. Me recuerdas mucho a un joven novicio que conocí en tierras
de la Alcarria, lugar de buenas flores dónde mucho aprendí de las colmenas.
Aquel muchacho era estudioso, pero su don era el de cantar.
De repente, aquel monje sonrió y pareció rejuvenecer, canturreando por lo
bajo mientras con sus dedos tocaba un invisible instrumento musical:

“Aristóteles lo dijo, y es cosa verdadera,


que el hombre por dos cosas trabaja: la primera,
por el sustentamiento, que segunda era
por haber juntamiento con hembra placentera.
Si lo dijera yo, se me podría tachar,
mas lo dice un filósofo, no se me ha de culpar.
De lo que dice el sabio no debemos dudar,
pues con hechos se prueba su sabio razonar.
Que dice verdad el sabio claramente se prueba;
hombres, aves y bestias, todo animal de cueva
desea, por natura, siempre compaña nueva
y mucho más el hombre que otro ser que se mueva.
Digo que más el hombre, pues otras criaturas
tan sólo en una época se juntan, por natura;
el hombre, en todo tiempo, sin seso y sin mesura,
siempre que quiere y puede hacer esa locura.
Prefiere el fuego estar guardado entre ceniza,
pues antes se consume cuanto más se le atiza;
el hombre, cuando peca, bien ve que se desliza,
mas por naturaleza, en el mal profundiza.
Yo, como soy humano y, por tal, pecador,
sentí por las mujeres, a veces, gran amor.
Que probemos las cosas no siempre es lo peor;
el bien y el mal sabed y escoged lo mejor”[2].
Quedé perplejo y volví a sentir culpa por mis encuentros carnales con
Blanca, ¿era aquello amor o simple placer animal que me llevaría a la
desgracia?
El monje pareció leer la turbación en mis ojos y me dio dos palmadas en el
hombro.
—Tranquilo, es natural a tu edad verse sometido a tales pasiones, ahora te
toca a ti someterlas a ellas. Veo que se te da bien el cuidado y la doma de
bestias, pues es eso y poco más lo que tienes que hacer con tus pasiones. Eres
como un cochero que va en un carro con los caballos desbocados, ellos
mandan y te guían a donde no quieres. Tienes que agarrar las riendas, elegir tu
camino y mantenerte firme, haciendo que sea la fuerza de tus caballos la que
trabaje para ti. ¡Nunca al revés!
VIII

P asaron varios días y Blanca mejoraba poco a poco. Me


era difícil verla, ya que me habían alojado lejos, en una
celda junto a Juan, un novicio de la Orden. Un chico de
apenas 15 años, era cuarto hijo varón de una familia noble y había sido
entregado por su familia a la Orden para contribuir a la Santa Causa. El
muchacho se encontraba feliz, en su casa contaba poco y no tenía posibilidad
de herencia alguna. Aquí soñaba con luchar en Tierra Santa y ser, algún día,
armado caballero. Si acaso, llegar a Comendador por mérito propio. Juan era
ahora mi acompañante perpetuo. Así se lo había advertido el Comendador y se
lo recordaba el hermano Berenguer cada vez que yo, con alguna excusa, lo
convencía para pasar por la casa del físico. Apenas pude ver a Blanca de lejos
y cruzar alguna palabra furtiva con Teresa. Blanca mejoraba, pero quería
retrasar su viaje ya que no aguantaba más el estar casada con el bueno de
Alonso. Se aburría, me dijo Teresa, incluso en un viaje tan lleno de
experiencias, ella estaba aburrida y necesitaba escapar o morir. Eso me dijo
Teresa al oído en un instante, mientras nos ayudaba a descargar un carro de
lavanda recién cosechada; justo antes de que Berenguer nos interrumpiera con
una pedrada que, por suerte, impactó en la rueda del carro.
—¡Ora et labora!
Era imposible discutirle eso, en pocos días, yo ya había asumido algunas
cuestiones de la disciplina y la regla. Me despedí de Teresa con un
movimiento de ceja y tiré de la mula, de camino a los prados para seguir
recogiendo plantas y cuidando de las colmenas. Berenguer lo tenía todo bien
organizado, no solo los monjes trabajaban para él; también lo hacían las
abejas, organizadas en panales que ayudaban a las flores a fructificar y a su
vez recogían su néctar y lo transformaban en miel. De las colmenas también
salía la cera que alumbraba los oficios y una especie de crema que servía para
curar heridas. Esa era el remedio que el físico había aplicado sobre la cabeza
de Blanca
—Has vuelto a enfadar al hermano Berenguer —me reprendió mi hermano
gemelo, así llamaban a quienes pasaban el día juntos. Si los lazos de
hermandad eran fuertes entre todos los de la Orden, los que existían entre
gemelos iban más allá de lo imaginable—. Eso me perjudica también a mí,
debes de ser más cuidadoso, mostrar obediencia.
—Sólo he hablado con mi amiga, no soy monje, soy un criado de mi amo.
—Aquí no hay más que un amo y todos somos sus siervos, métete eso en la
cabeza y deja de causarme problemas.
Asentí y guardé silencio el resto del día, así era la vida monástica, trabajo y
oración. Cada día despertábamos y celebrábamos los oficios de maitines,
orando en plena oscuridad, esperando el amanecer. Después, cuando ocurría el
milagro diario del nacimiento del Sol lo celebrábamos con laudes y
empezábamos a trabajar en prima, la primera hora tras la salida del astro rey.
Así pasaba el día, marcado por las campanadas, y descansos, con cambio de
actividad cada tres horas, en tercia, sexta y nona. Tras el trabajo volvían los
oficios religiosos en vísperas, tras la puesta de sol; y luego en completas, antes
de ir a dormir. El sueño era interrumpido por las llamadas a oración, de
nocturnales y de vigilia. Era todo muy complejo pero estaba bien organizado,
por suerte, mi gemelo me ayudaba y orientaba con abnegación. Juan y yo
estábamos encomendados a trabajos de huerta y herbolario, aunque, por su
naturaleza, el Temple contemplaba también como parte del trabajo diario el
ejercicio de armas. Eso era más entretenido. Por mi conocimiento de los
caballos, me asignaron a instruir a los novicios en los ejercicios de equitación.
Poco podía hacer yo, ya que cada uno de aquellos jóvenes provenía de familia
noble. Estaban aficionados a montar desde muy niños; intenté enseñarles que
el caballo no es un animal, que más bien hay que tratarlo como a otro gemelo.
Juan era más hábil montado a caballo que a pie. No hablo solo del
movimiento. Sus pensamientos y su expresión de palabra mejoraban montado
a caballo. La comida era monótona y las raciones ajustadas pero consistentes.
Comíamos carne de caza, legumbres, huevos y fruta. Nos servían la comida en
el mismo plato a cada pareja de gemelos, junto con una hogaza de pan que
debíamos compartir. Alonso y Arnaldo eran tratados como gemelos en la
comida, se hospedaban en una celda de dos, pero parecían estar dispensados
de los trabajos. Se les podía ver deambular aquí y allá, cada uno a su aire.
Arnaldo participaba por su propia voluntad en los ejercicios de armas. El
físico tuvo mucho trabajo aquellos días, componiendo huesos y suturando
brechas en las cabezas de los jóvenes novicios.

Una noche, durante vigilia, todo cambió. Estábamos celebrando los oficios
en la iglesia, aquellos monjes con cogullas blancas se dedicaban a las
oraciones de la segunda mitad del sueño. El capellán se movió deprisa en
dirección al Comendador, que se puso en pie de inmediato y se agarró la larga
barba blanca. Moviendo su mirada entre todos los allí reunidos.
—Hermanos, ha ocurrido algo terrible: traición y sacrilegio dentro de estos
muros. El Cáliz y las reliquias han sido robados.
Un murmullo creció en el interior de la iglesia.
—¡Silencio! —El Comendador elevó la voz—. Nadie saldrá de este templo
hasta que todo sea esclarecido, entre tanto, orad. —Miró hacia la fila
delantera, donde se sentaba la docena de caballeros que servía aquella
encomienda—. Vosotros, asistidme, hemos de encontrar las reliquias.
El comendador y los doce caballeros salieron de la Iglesia. Fueron
momentos incómodos, quedamos allí, rezando, entre murmullos. El tiempo se
hacía eterno y difícil de llevar sin poder dar una cabezada. Nuestros cuerpos,
molidos por el trabajo y el ejercicio, reclamaban aquellas las horas de
descanso que se nos debían. No acababa yo de acostumbrarme a tanta
interrupción del sueño. Di una cabezada y me tambaleé, a punto estuve de caer
de bruces sobre el suelo, pero Juan me agarró y ayudó a recomponerme.
—Vamos, Aldo, aguanta, fíjate en todos. Esta es la vida que nos espera: se
nos advierte a nuestra entrada: cuando queramos dormir, velaremos; cuando
deseemos descansar se nos dará trabajo.
Juan se esmeraba más allá de lo esperado, cumplía fielmente todos los
preceptos, sin duda esto le prepararía para Tierra Santa, pero yo no era como
él, yo no tenía causa ni destino claro. Para mí, todo esto era sufrimiento en
vano.
Al amanecer se nos permitió abandonar el edificio y se nos condujo
directamente a la Sala Capitular. Una amplia sala en la que tanto el
Comendador como sus caballeros nos recibieron armados, vestidos con sus
cotas de malla y cubiertos por sus mantos blancos. Dieron la orden a sus
sargentos y escuderos de armarse. Dada su tremenda disciplina, en un instante
regresaron pertrechados, y vestidos con sus capas y sobrevestas negras,
algunos de ellos controlaron el acceso exterior a las puertas. Otros entraron y
quedaron en pie, repartidos a lo largo de los cuatro muros de la sala. Desde
allí, nos miraban.
El Comendador elevó la voz.
—Sentaos, hermanos. —Nos sentamos en las filas de bancos que se
encontraban enfrentadas a la línea de sillones de los caballeros. Sargentos y
escuderos permanecían en pie, la sala parecía rodeada de estatuas negras—.
Un tremendo sacrilegio ha ocurrido entre nuestros muros —prosiguió el
Comendador con voz grave—. Nadie de entre nosotros podía sospechar que
alguien osara robar el cáliz en el que se consagra la sangre de nuestro Salvador
y las reliquias de los santos que protegen esta, nuestra casa. El culpable será
castigado con la más severa de las penas, pero justo es oír a un hombre para
conocer sus motivos y determinar su grado de culpa. Joven Aldo, ¡poneos en
pie!
Sentí como un puñetazo en la boca del estómago, mis cabellos se erizaron
y noté la boca seca de repente, al punto de no poder articular palabra. Alguien
me dio un codazo y repitió por lo bajo que debía levantarme.
—Aldo, peregrino al servicio del muy noble señor Alonso, caídos todos en
desgracia por asalto de unos malhechores y acogidos en esta casa de la Orden
como bien corresponde a las normas de hospitalidad del Camino.
El Comendador parecía estar resumiendo mi trayectoria para hacerla
entendible a todos. Hablaba en tono elevado, aunque calmo, mientras un
caballero sentado a su derecha tomaba nota de sus palabras.
—¿Qué os ha movido? ¿Cómo habéis osado traicionar nuestra hospitalidad
de tal modo?
Sentí que mis piernas perdían fuerza y que mi cuerpo se tambaleaba.
Estaba haciendo esfuerzos por mantenerme de pie y no desvanecerme. Mi
garganta se encontraba tan seca que intentar carraspear para aclararla me hacía
sentir estar tragando cuchillas.
—Mi noble señor, no comprendo vuestras palabras. —Mi mente pareció
aclararse unos instantes, intenté mantener el equilibrio mientras hablaba—.
Estos sucesos me conmueven tanto como a vos. Os aseguro que no he hecho
nada reprobable o irrespetuoso y que no estoy involucrado en tal sacrilegio.
—¡Ja! —Escuché ese grito detrás mío y no tuve que volverme para saber
quién lo profería, era sin duda la voz de Arnaldo, que prosiguió—. Señor
Maestre, permitidme la corrección: ese jovenzuelo no forma parte del servicio
de mi señor, solo es un quinquillero que se nos unió a última hora, a saber con
qué propósito. No hagáis caso a las mentiras de ese jovenzuelo —se
interrumpió unos instantes para carraspear y escupir—, los de su clase no
saben más que mentir y robar, su palabra vale menos que su vida.
—¡Silencio! —gritó el Comendador—, Nadie tiene permitido usar la
palabra salvo que le sea concedida. Ahora tiene la palabra a nuestro buen
hermano Jaques, caballero que recuperó el cáliz y las reliquias.
Uno de los caballeros se levantó de su sillón, sus cabellos y su barba eran
de color castaño y aún no había ninguna cana moteando la barba, como era
habitual entre los caballeros que se encontraban frente a mí. Era sin duda el
más joven de entre ellos, aunque su mirada lejana parecía decir que ya había
estado ya en Tierra Santa y conocía los Santos Lugares.
—Mi muy querido y venerado Maestre —dijo el caballero con un extraño
acento a la hora de pronunciar las erres que indicaba su origen franco—, sólo
tengo una cosa que decir: he participado en el registro de las dependencias y
en una de las celdas encontré el Cáliz y los huesos de los santos. Estos se
encontraban escondidos en uno de los catres, bajo el jergón. Se hallaban
envueltos en un saco de tela fina del estilo de los que usan el hermano físico y
sus ayudantes para hacer sus curas de hierbas. Mi escudero, Julius, me
acompañaba y es testigo de ello. Dimos de inmediato la alerta y el resto de
caballeros se personaron ante la celda. Pronto quedó determinado que aquel
lecho era el ocupado por el huésped Aldo, que a la sazón trabaja a diario como
ayudante del hermano físico.
Berenguer, se levantó del lugar que ocupaba en la bancada y dio una
palmada, a la que el Comendador respondió con un leve movimiento de
cabeza.
—Tenéis la palabra, hermano.
—Venerable Maestre, por alusiones, rompo mi voto de silencio y me
dispongo a hablar —su voz era calmada y contenida, acariciaba su barba
blanca, muy despacio, mientras hablaba. Me parecía percibir un sutil aroma de
lavanda proveniente de sus manos, quizá imaginación mía o quizá debido a
que guardaba ramilletes frescos en algún pliegue de su hábito, como tanto nos
aconsejaba hacer a los demás—. Se ha hablado aquí muy a prisa del joven
Aldo, quien ha estado cuidando de mis flores y al mismo tiempo ha sido
encomendado a mi cuidado. He de decir que me desagradan las palabras
vertidas por Arnaldo, que aquí también es un visitante, y que sin ningún recato
ha juzgado al joven como carente de palabra y verdad. Fuera de estos muros,
esa opinión podría valer, más en el terreno de esta encomienda y en honor a la
verdad, pido que esas palabras no sean tenidas en cuenta.
—¡Ja! ¡Yo también quiero decir algo! —volvió a interrumpir Arnaldo, que
hubiera seguido hablando de no ser por la mirada fiera y el manotazo que le
lanzó Alonso, que se hallaba a su lado.
—Voy a continuar, si les parece —continuó Berenguer, alzando un poco la
voz—. De todo hay en la viña del señor. Plantas altas y majestuosas y
pequeñas plantas humildes. Todas ellas tienen su afán y sentido dentro del
plan de Dios, no hay malas hierbas como podría pensarse desde un juicio
simple y atolondrado. Hasta la más pequeña de las flores tiene su efecto, que
muchas veces sólo Dios sabe. Por lo que he visto de este joven mozo, es buena
semilla y sus efectos aquí han sido beneficiosos. —Se escucharon murmullos
en la sala capitular, la ceja hendida por la cicatriz se elevaba, aquel anciano
monje parecía escudriñar alrededor—. Sí, os escucho hermanos, si bien soy
viejo mi oído aún es fino. Se ha encontrado un saco de tela como los que yo
uso para las curas de hierbas, conteniendo el Cáliz y las reliquias bajo el
jergón del joven. Sin embargo, la observación de la naturaleza y de las leyes
universales también indican, tal y como ya advertía la lógica de los sabios de
la antigua Grecia, que simultaneidad no es consecuencia. Dos cuestiones que
aparezcan relacionadas en el mismo lugar y tiempo no han de ser tomada en
modo alguno como indicación de que una cosa sea necesariamente causa de la
otra, ergo, no es posible dictaminar culpa en ese evento. —De nuevo surgió un
murmullo en la sala, la calma que yo había encontrado al escuchar la familiar
y cálida voz de Berenguer había empezado a abandonarme. Volví a sentir
cómo me tambaleaba, de pie a la vista de todos, se me entrecortaba la
respiración. Escuché unas fuertes palmadas a mis espaldas y pude observar un
gesto de desagrado en la cara del Comendador.
—Ya que lo habéis pedido conforme al uso y costumbre, visitante Arnaldo,
tenéis la palabra. Espero que vuestra intervención sea concisa y vuestro trato
respetuoso para los aquí presentes.
—No os preocupéis, seré mucho más breve y claro que el sabio. Él conoce
mucho de las plantas pero hablando de la maldad humana y vicio solo da
muestras de gran ignorancia. ¡Ese muchacho es gentuza y como tal se
comporta! No tiene otro modo de vida que robar y engañar. Y si de
observación de la naturaleza y causas me habláis, yo también le he observado
mucho, desde el día en el que mi buen señor Alonso tomó la errada decisión
de tomarlo a su servicio. Ese muchacho es un joven lujurioso y dado a los
vicios. Que se anda siempre tratando de tener tratos carnales en secreto y
desde aquí lo acuso por ir contra la ley de Dios al practicar ajuntamiento
carnal sin mediar el matrimonio. —El murmullo se elevó en la sala al punto de
que el Comendador tuvo que hacer gestos con ambas manos para aplacar el
cacareo—. Lo he visto, en repetidas ocasiones, manteniendo tratos furtivos y
perdiéndose en los matorrales o en esquinas oscuras con la joven sirvienta
Teresa: mujerzuela que, por otra mala decisión, fue convertida en dama de
confianza de mi Señora. Los he visto intercambiar susurros, y paquetes
procedentes, seguro, de pequeños hurtos en las casas que nos dan cobijo. Así
de mezquinas son estas gentes de baja ralea. Los he seguido bien la pista sin
quitarles ojo y más de una noche he visto a esa mujerzuela y al bribón
perderse en oscuridades. Yo sabía que tarde o temprano cometerían un error,
pero nunca sospeché que fuera el de sacrilegio en un casa del Temple —hizo
señal de santiguarse, y a continuación elevó la voz—. Por todo ello los acuso:
son cómplices y culpables del robo y sacrilegio, con el motivo de fugarse
ambos a seguir libres con su vida de pícaros errantes. —El murmullo volvió a
reinar en la sala. Alonso miró consternado a Arnaldo, cuyo rostro aparecía
iluminado por una amplia sonrisa.
—¡Silencio! Esta acusación es grave —el Comendador volvió a dar
palmadas—, de ser cierta, puede acarrear serias consecuencias al ahora
interrogado y a su supuesta cómplice, pido que sea arrestada e interrogada por
separado.
El Maestre levantó una mano señalando a uno de los sargentos que
flanqueaban la sala, que se acercó al Comendador y recibió una orden al oído,
saliendo de inmediato de la sala capitular, sin duda encargado de salir en
dirección a la casa del herbolario para proceder a la detención de Teresa.
—Prosigamos, joven Aldo, se han vertido en contra vuestra serias
acusaciones de vida licenciosa y dada al vicio. Si bien tales acciones son
reprobables y pecaminosas, se agravan en este caso, ya que os ponen en
situación y motivos para cometer el robo ocurrido entre estos muros. ¿Tenéis
algo que decir en vuestro favor?
Mi corazón palpitaba al extremo de querer salir del pecho, la cabeza me
daba vueltas y las fuerzas me abandonaban, no lograba articular palabra, al
tiempo que me rondaban ideas de que quizá Arnaldo conociera el amor
secreto con mi señora, Blanca. Ese podría ser su fin. ¡Debía protegerla! Quizá,
declarándome culpable de esta mentira, desviaría la atención de ella, quizá...
—¡Ja! —volvió a jactarse Arnaldo, de nuevo sin permiso—, se le ha
comido la lengua el gato. Los hechos son claros y las motivaciones, evidentes.
Si alguien necesita más pruebas, os ruego que los dejéis a ambos a mi cuidado.
Os aseguro que escucharéis la confesión de sus propias bocas en menos de lo
que pensáis, lo he visto ya muchas veces: sometidos a suplicio, todos los
pajarillos cantan.
—¡Silencio! —volvió a elevar la voz el Comendador—, esta es la última
vez que intervenís sin mi permiso. Dado que sois incapaz de seguir la
disciplina de palabra, os ordeno abandonar esta sala capitular. Vuestro
testimonio y pareceres ya nos han quedado claros—. Uno de los sargentos
abrió el portón indicando la salida a Arnaldo, quien abandonó la sala,
resoplando y haciendo aspavientos.
—¿Alguien más, de entre los presentes —prosiguió— tiene algo que decir
en pos de aclarar la situación?
—Yo, Venerable Maestre —intervino Berenguer dando una leve palmada y
hablando con voz calma—, mucho se ha mencionado el vulgar origen y la
baja cuna del acusado para desprestigiar su palabra e inculparlo como autor
del robo. Hemos escuchado la acusación por parte de una persona que, si bien
pudiera tenerse por noble, se ha comportado con maneras de villano. Parece
un haragán irrespetuoso con cualquier norma de respeto y cortesía. Ruego sea
tenida en cuenta la actitud de ese tal Arnaldo, que también es sirviente, aunque
no lo reconozca, a la hora de valorar la veracidad de sus palabras. —Volvió a
escucharse un leve murmullo—. Mi experiencia con este joven acusado ya la
relaté. En mis tratos con él he observado a un muchacho atento y diligente,
respetuoso y, a mi entender honesto; pero puedo haber sido poco observador o
llevado a engaño por mi propia naturaleza paternal y protectora. Es por ello
que me gustaría conocer la opinión de alguien que sin duda lo conoce mejor
que yo, alguien cercano y que ha sido su sombra, su gemelo desde que se le
dio refugio. Me refiero al joven Juan, novicio de muy noble casa, cuya familia
ha hecho generosas donaciones a la Orden. Juan, mi más fiel ayudante, un
pupilo de una dedicación tan notable en seguir la regla que es por todos
conocido como el más virtuoso de los novicios. Os pido permiso, Venerable
Maestro, para interrogar a Juan, en la esperanza de que sus palabras viertan luz
sobre estos sucesos.
—Tenéis permiso, hermano. —El maestre elevó su brazo y señaló la
bancada en la que se sentaba Juan—. Pasad al frente, novicio, y situaos junto
al que durante los pasados días ha sido vuestro gemelo. Hermano Berenguer,
podéis proceder.
—Bien, mi querido Juan, ¿es cierto que habéis acompañado en todo
momento al huésped Aldo?
—Así es, señor mío, tal y como dictan nuestras normas. En el día y en la
noche, en el trabajo y en la oración, en todo momento observantes y
guardando la virtud el uno del otro.
—En ese caso, podéis dar testimonio de su comportamiento. ¿Qué opináis
de lo que aquí se ha dicho? ¿Lo habéis visto fornicar con la criada Teresa?
¿Estabais presente en algún momento de vicio como los relatados por el criado
Arnaldo?
—No, no mi señor, no lo he visto caer en actos reprobables, aunque
quizá… —dudó un momento—.
—¿Quizá qué? Recordad vuestros votos, estáis obligado a obedecer y decir
la verdad, por dura que sea.
—Mi señor, aunque no lo he visto nunca en trato carnal, sí que ha roto el
voto de silencio y cuchicheado con ella en voz baja, llegando incluso a
bromear.
—¿Es eso cierto? ¿Qué hicisteis al respecto? Recordad, su falta es también
la vuestra.
—Mi señor, en todos los casos lo reprendí y recordé esa cuestión. Su
comportamiento me comprometía también a mí. Él, entre protestas,
reconducía su conducta y volvía al trabajo sin más incidentes. Ruego a todos
que comprendáis la situación: no se trata de un novicio, sino de un sirviente
que se está haciendo a nuestras costumbres y al que le resulta difícil parar de
hablar. La muchacha no sé si es su amante o no, pero os aseguro que en
aquellos leves encuentros sólo intercambiaban palabras y alguna risa. Hice
todo lo que pude para llamarlos al orden dentro de estos muros y os aseguro
que la situación no pasó a más: no ha habido tratos carnales ni ningún otro tipo
de licenciosidad. En cuanto a mi comportamiento, os aseguro que los traté con
la paciencia y compasión que he aprendido de vosotros, maestros y hermanos
míos.
—Gracias por tus palabras, mi noble y querido Juan —continuó Berenguer,
acariciando su larga barba—. Aún queda algo por dilucidar en lo que podrás
ser de gran ayuda. Imaginemos, por unos momentos, que Aldo fuera el autor
del robo del Cáliz y las reliquias. Debió entonces estar ausente de vuestra
presencia durante el tiempo suficiente en el que transcurre el trayecto de ida y
vuelta entre el sagrario de la Iglesia y vuestra celda. ¿Se ausentó en algún
momento durante el tiempo suficiente para ello?
—Bien sabéis que es imposible, mi señor, en ningún momento quedó solo.
Incluso para los momentos de ir a los corrales a evacuar, acondicioné mis
ritmos a los suyos para estricto cumplimiento de la regla. —Estas palabras
más que un murmullo suscitaron unas risas generalizadas que fueron de
agradecer para relajar el tono de la sesión, yo mismo recuperé fuerzas al oírlas.
Esto era verdad, Juan no me dejaba solo ni para ir a cagar.
—Estoy seguro de ello, buen Juan, no he visto a novicio tan virtuoso como
vos a la hora de seguir stricto sensu el cumplimiento de las normas; pero ¿Qué
me decís de la noche? ¿Es posible que abandonara la celda mientras vos
dormíais?
—Eso también es del todo imposible, señor. Las llamadas a oraciones
nocturnales y las vigilias impiden el sueño profundo, además, la puerta hace
un ruido nada discreto que me hubiera puesto en aviso, siendo mi sueño
demasiado ligero. Por si esto fuera poco, y lo digo ahora en favor de la verdad:
justo antes de echarme a dormir y con Aldo ya roncando, tomé la costumbre
de insertar, de manera disimulada, un testigo entre la puerta y el marco, una
pequeña cuña de madera que, de haberse abierto la puerta hubiera caído al
suelo delatando la apertura de la misma. Yo era el primero en despertar, tanto
en las llamadas a nocturnales, como en el amanecer y en ninguna de las
ocasiones vi la cuña faltar de su sitio. De haber tenido constancia de la
apertura de la puerta, no habría tardado en denunciar el hecho ante mis
superiores.
—Muy bien, joven Juan —sonrió Berenguer—, por más que conozca y
alabe tu virtud, nunca dejará de sorprenderme tu ingenio y tu celo a la hora de
vigilar la regla. Con todo esto que has relatado, me atrevo a realizar una
argumentación que espero ayude al Venerable Maestre y su consejo de
caballeros a tomar la decisión adecuada: Hemos oído el testimonio de un
hombre de armas que acusa a Aldo del robo y sacrilegio. También tenemos el
testimonio de Juan, novicio de esta orden que, como compañero de Aldo,
asegura no haber visto indicio ni ocasión alguna de cometer tan execrables
actos. Se ha puesto en entredicho la palabra del acusado por carecer de
nobleza de sangre, sin embargo, el joven hermano Juan, de origen noble y de
impecable comportamiento, nos ha dado testimonio claro y conciso de la
conducta del acusado en la que no ha cabido ocasión de cometer los actos de
que se le acusa. Ergo[3]: todos los indicios dan a entender que el joven Aldo es
inocente y, caso de no serlo, su aquí gemelo Juan, debería ser considerado tan
culpable como él, dado que estaría cometiendo actos de encubrimiento,
cuando no comportándose como cómplice necesario en las tropelías. En
cuanto a la dama y las supuestas concupiscencias y fornicaciones, puedo
refrendar las palabras de Aldo. Durante la estancia entre estos muros, solo la
he visto día y noche cuidando y velando por su ama. El único testimonio
acusador procede de otro sirviente que, si bien es hombre de armas, no puedo
considerar caballero dado el trato irrespetuoso y abusivo que tiene para con
todos los demás. Es violento y descarado, salvo con su amo, a quién se
muestra en exceso servil. Por sus frutos los conoceréis, dicen las escrituras, y
los únicos frutos que ese tal Arnaldo ha dado a esta encomienda han sido los
múltiples traumatismos y huesos rotos que he tenido que atender en los
últimos días. Llevo sirviendo en esta orden muchos años y jamás vi a un
caballero tratar así a sus pupilos durante las prácticas de armas. Aprovecho
igualmente esta ocasión para pedir al Venerable Maestro y su consejo de
caballeros que desautorice a Arnaldo para el ejercicio de práctica de armas en
esta casa, ya que el trabajo diario se está viendo afectado y mermado en su
actividad dada la cantidad de hermanos convalecientes y con huesos
quebrados.Es todo cuanto tengo que aportar, Venerable Maestre, espero que
mis palabras sean un buen aporte a la hora de mantener vuestras
deliberaciones y dictaminar sobre el futuro de estos dos jóvenes.
—Bien, hermanos —dijo el Comendador—: en pie, podéis ahora retiraos,
mientras los caballeros celebramos nuestras deliberaciones. En cuanto a Aldo,
Juan y la joven doncella, ruego a la guardia que los conduzca a la iglesia,
donde, bien separados y sin poder mediar palabra entre ellos podrán orar, tanto
al Señor y como a Nuestra Dama, por su salvación aquí en la tierra como en el
Cielo.
Tres escuderos nos acompañaron e indicaron los lugares ante el altar de la
Iglesia donde nos arrodillamos, estábamos demasiado lejos unos de otros
como para hablar, aún así no lo habría intentado. Me arrepentía de haber roto
el voto de silencio y hablado con Teresa, eso había dado argumentos a
Arnaldo y comprometido y puesto en peligro a mis buenos amigos. Con
ligeros vistazos descubrí que ambos oraban, tenían los ojos cerrados y
susurraban en voz queda. Hice lo mismo y reconozco que me sirvió para
aclarar mi mente de malos pensamientos. Conducido por la oración, todo el
pesar se hizo ligero y me sentí abrazado por la misericordia de Santa María,
Madre de Dios. Un abrazo que era a la vez el abrazo de mi madre en la tierra,
cuánto añoraba su compañía.
Perdí la noción del tiempo, pero el sonido de las campanas me volvió a
ubicar. Era momento de los oficios de nona, si bien era una de las horas
consideradas menores y los cánticos eran breves, en esta ocasión me
reconfortó, ya que era el momento del día dedicado a la misericordia. La
iglesia se fue llenando de un número de hermanos inusual para esa hora. Por el
contrario a lo que ocurría en maitines, laudes y vísperas, en las horas menores
no era obligatorio asistir. Si algún hermano estaba atareado tenía la dispensa
de continuar su trabajo, considerado este tan glorioso como la oración. En este
día tan especial, sin embargo, la iglesia estaba al completo en nona y los
oficios de misericordia se alargaron, sucediéndose más y cánticos de lo
habitual. Nadie nos había dado indicación así que quedamos en el mismo
lugar que nos fue asignado. Al final de los oficios, el Comendador subió al
púlpito y elevó la voz.
—Hermanos, durante la vigilia del día de ayer y en las primeras horas de la
mañana, hemos sido sometidos a dura prueba, no solo los aquí acusados, sino
todos nosotros como comunidad. El consejo de caballeros, ha dictaminando lo
siguiente: En cuanto a la joven doncella Teresa, no encontramos en ella
motivos de reprobación durante su estancia en esta casa por lo cual queda
exculpada. —Vi de reojo cómo Teresa llevaba las manos a su rostro y rompía
a llorar—. Con respecto al Joven Aldo —continuó el Maestre—, hemos de
decir que si bien los hechos acaecidos fueron extraordinarios, no podemos
afirmar que la aparición del Cáliz y las Reliquias escondidas bajo su jergón
fueran debidas a acciones por autoría de este, y mucho menos por
maquinaciones tomadas en conjunto con su compañero Juan. De ser
demostrado el robo y sacrilegio, ambos se verían condenados a la pena
máxima; cosa que no parece justa a ninguno de los miembros del Consejo,
dado el ejemplar comportamiento de Juan y los lazos de amistad y buena
relación con su noble familia de origen. En cuanto a la explicación sobre lo
ocurrido, no cabe pensar que fuese un sacrilegio, sino más bien un milagro: el
Cáliz y los huesos de nuestros Santos Padres aparecieron bajo el colchón de
Aldo porque querían decirnos algo: querían hacernos una prueba de fe y
misericordia y es lo que hoy dictaminamos: ¡Piedad y misericordia en lugar de
castigo injusto!
Si bien observamos que ambos gemelos quebrantaron la regla de silencio,
uno por acción y el otro por omisión, todo ello con el agravante de hablar con
una mujer, debemos de ser clementes y dictaminar, como única penitencia,
que ambos sigan trabajando unidos durante un año y un día. Debiendo el joven
Aldo tomar hábitos de novicio durante ese tiempo y, una vez pasado el año,
tomar la decisión de continuar entre nosotros o continuar su camino.
Este periodo de tiempo servirá a su vez como gratia tempus[4] para despejar
las dudas sobre los hechos acaecidos en torno al Cáliz.
En relación con el resto de huéspedes, el hermano físico nos ha indicado
que la señora se encuentra restablecida, es por ello que os conminamos a
continuar vuestro viaje, pues las etapas de peregrinación que os quedan por
acometer son aún muchas. Tendréis la protección de una guardia que os
acompañará durante la siguiente jornada. Vos, señor Alonso y vuestra señora,
siempre seréis acogidos con honores en las casas del Temple, no así vuestro
hombre de armas. Dado su inadecuado comportamiento, vamos a informar al
resto de casas de la Orden para que sea considerado y hospedado como
sirviente y que no se le permita participar en ejercicios de armas ni en otros
actos reservados a caballeros.
IX

A manecía, los destellos anaranjados de los primeros rayos


de sol se filtraban por las minúsculas vidrieras situadas
en lo alto de aquella capilla anexa a la Iglesia. No la
conocía, de hecho, nadie que no perteneciera a la Orden conocía aquel lugar.
Había pasado la noche allí, ante la llama de un pequeño farol de mano, con la
única compañía de un crucifijo y circundado de unos muros compuestos por
huesos humanos. Me veía rodeado por columnas de cráneos, muros de
fémures apilados y costillas adornando arcadas. La luz del farol oscilaba y
creaba sombras fantasmales alrededor, cerrar los ojos no ayudaba, pues las
sombras se acrecentaban en el duermevela. Tan solo me calmaba el centrarme
en la llama y en la oración.
El hermano Berenguer y Juan me habían acompañado durante las horas
previas, cuando yo ni sospechaba de la existencia de aquella extraña capilla.
Pasaron el día haciendo lecturas que deberían haberme preparado para la
noche en vela, mi mente rememoraba lo que ocurriera unas horas atrás:
—“Dios habla cuando leo, yo le hablo cuando oro” —dijo el anciano
físico.
—Tienes que orar, desde el corazón, con tus propias palabras y reflexionar
sobre tu conducta. Muchas cosas han acaecido en tu vida. Te has expuesto a
ser acusado en falso y a punto has estado de arrastrar a la ruina a dos personas
inocentes. Hablo solo de la inocencia de ellos, ya que tú no lo eres del todo.
Pero ese secreto quedará entre Dios y tú si, sabes hacer examen de conciencia
y mirar a lo pasado como pasado, pidiendo perdón y especialmente,
perdonándote. Aprende de la experiencia, estate atento a las señales. Es
posible que pienses que todo lo hiciste por amor, pero ese amor que tú sientes
es la forma más burda de amor, tan solo ligeramente superior al instinto de
cópula que puedan sentir un asno o un caballo, eso que les nubla el sentir y les
lleva incluso a la perdición por buscar juntamiento con hembra —todo el vello
de mi cuerpo se erizó, me sentía descubierto.
—Hermano Berenguer, ¿vos lo sabéis?
—Sé observar la naturaleza y he observado mucho desde vuestra llegada.
Vuestro olor y el de la señora se asemejaban ad summun[5]. No es algo burdo,
sino sutil. Algunos gestos y movimientos, son similares entre vosotros, y eso
es señal de que ya os habéis unido. Estas cosas las sé sin saberlas bien, pero
son así. También me habló de ello el tamaño de vuestras pupilas, que se abrían
al preguntarme sobre su estado, y el tamaño de las de ella. En alguna ocasión
vi sus ojos ampliarse mientras su mirada oteaba los campos en vuestra busca.
No es lo único que vi: también vi la mala sombra que arrastraba Arnaldo y su
olor a sangre y a dolor. No es un olor fresco y natural como pueda ser el olor
de un cazador, es un olor rancio, antiguo, a carroña y a miedo. Ese hombre
vive atemorizado y no lo quiere ver, por eso disfruta haciendo sentir miedo a
los demás. Trata de esconder su miedo haciendo grande el miedo de los otros.
No pierde ocasión en cuanto puede hacer daño a personas que considera más
débiles. —Sacó una ramita de romero en flor de un bolsillo de su hábito y me
lo dio a oler—. El romero es protector contra el miedo, si en lugar de
dedicarnos a dañar, supiéramos apreciar la Gran Obra del Creador y todos los
dones que nos rodean, el mundo sería distinto. Por desgracia, eso no es lo
único que vi, he visto más cosas, una estaba cerca: os vi a ambos in tenebris[6],
encadenados a un poste, en un infierno de fuego. Había una terrible sombra
negra que os sometía a tormento. Es por ello que intervine. Las más de las
veces, la naturaleza se ordena sola, pero en ocasiones ocurren desgracias,
como en esas malas temporadas en las que el jardinero debe actuar. Sembré
mis semillas con mi declaración en la sala capitular y parece que han
germinado. Vos estáis libre del peligro mortal que os acechaba, la señora
también se ha salvado. Aunque viváis ahora el alejamiento con pena, os
aseguro que lo que os esperaba de inmediato iba a ser mucho peor. Por suerte,
ese rufián con aires de señor llamado Arnaldo ha sido desacreditado.
—¿Desacreditado? —grité— ¡Sigue cerca de ellos!: con Teresa, Alonso,
con Blanca. ¡No es de fiar!
—Tranquilo, eres demasiado joven y no sabes esperar. Alonso, a pesar de
ser torpe y ciego en algunas cosas, sabe bien manejar a los hombres a su
cargo. Sin duda ha tomado buena nota del comportamiento del rufián en estos
días y tendrá las mismas sospechas que tenemos todos acerca de su valía y
fiabilidad. Un hombre así le ha servido como perro de presa, pero se está
tornando en perro rabioso y eso no conviene a ningún amo. Por si fuera poco,
las palabras del Maestre fueron claras, a pesar de que no lo contó todo.
Arnaldo no solo ha sido declarado de poca confianza, sino que pesa sobre él la
sospecha de ser un sacrílego y un ladrón. Como tal será tenido y observado.
Aún no sabes el poder que tiene nuestra Orden, va más allá de caballeros y
espadas, tenemos muchos oídos.
—Ahora lo entiendo mejor —dije en voz queda— aunque, ya que conocéis
mi secreto, os quiero confesar que me siento morir ahora mismo sabiendo que
mi amor se aleja. Os digo que, a pesar de las apariencias, el amor que sentimos
es puro. No me había sentido vivo hasta el momento de conocerla y estar
ahora sin la esperanza de volverla a ver me hace sentir muerto en vida.
—Muerto en vida, tú lo has dicho, aún sin saber, ya sabes lo que te toca
ahora. Es eso lo que vas a hacer esta noche. Entrarás en un pequeño limbo en
el que meditarás sobre tu vida pasada antes de renacer en el día de mañana. En
cuanto a lo que dices del amor, te recomiendo que lo pongas en barbecho una
temporada y que te cultives en la lectura de los clásicos. Descubrirás que el
amor verdadero es otra cosa, no conoce de egoísmo ni de placeres personales,
como dijo el bueno de San Bernardo: “La causa de amar es amar; el fruto de
amar es amar; el fin de amar es amar: amo porque amo; amo para amar”[7].
Dejémonos de verbum[8] y entremos en meditatio[9]. No es noche de palabras,
es noche de reflexión —Encendió un pequeño farol de mano y lo alzó ante sí,
iluminando el trecho que caminamos desde su casa hasta la Iglesia—. Todo
parece oscuro en esta noche sin luna, pero la luz de un pequeño farol es
suficiente para orientarnos. Eso es lo único que tienes que hacer. Cada cual
lleva una pequeña luz en su interior. Solo es cuestión de encenderla en
silencio, con humildad y seguir el pequeño trecho de camino que nos alumbra
—Se detuvo unos instantes, respiró y se dió la vuelta—. También ayuda
mucho pararse y mirar el camino recorrido, hacerlo con la compasión y
misericordia suficientes como para saber que son nuestros pasos dados, con
sus aciertos y sus errores, los que nos trajeron hasta aquí.

Caminamos hasta llegar a la Iglesia, momentos antes de la oración de


completas[10], sin embargo, no nos quedamos en la nave principal del templo,
sino que el hermano Berenguer me condujo a través de una portezuela hasta
una escalinata en espiral que en bajaba hasta la cripta.
—Quedaos aquí —dijo el físico, dejándome el farol, a cuya luz podía yo
entrever las figuras esquivas de los esqueletos—. Observad, meditad y
perdonaos.
X

Girando, girando,
la vida vueltas va dando.
Girando, girando,
la vida te va cambiando.
Girando, girando,
La sorpresa va marchando…

Esa era la cantinela de un cómico callejero que tenía a toda la plaza


revolucionada. Se dedicaba a desarrollar un extraño juego mientras cantaba.
Sin parar de danzar, pedía que alguien de entre el público diera impulso a una
ruleta. Conforme la rueda giraba, seguía improvisando una extraña cantinela
que mezclaba a la persona con el número que marcaba la ruleta. Al mismo
tiempo, se movía a saltos en cuchillas para colocar unos toscos muñequitos de
madera en una especie de laberinto que había trazado con un palo sobre la
superficie del suelo. El efecto era inquietante, el ánimo de las gentes se
alternaba entre la risa y el más profundo silencio para intentar entender
aquello. Era un espectáculo variado y difícil de entender. Además de bromear
con las personas del público, en la canción interminable se mezclaban chistes
verdes y algunos cotilleos que parecían divertir a la multitud.
—Vamos, señora, jugad —me dijo Teresa, con una sonrisa— lo estáis
deseando.
—¿Cómo lo sabes? ¿Acaso eres también adivina, como ese hombre?
—Vuestros ojos me hablan, señora, miráis este espectáculo con el mismo
entusiasmo con que lo mirabais a él.
Sentí una punzada en el corazón mientras llevaba mi mano a la boca de
Teresa para hacerla callar. Miré a un lado y a otro por si alguien había
escuchado sus indiscretas palabras, pero la multitud parecía absorta en la
canción de aquel juglar. Alonso y Arnaldo no suponían ningún problema, ya
que estarían en alguna taberna, bebiendo y jugando a los dados o a los naipes.
Esa era su rutina ahora. Tras avanzar cada jornada y parar en alguna
hospedería, dedicaban un momento a atender a las bestias. En eso echaban
mucho en falta a Aldo, tanto ellos como las propias mulas. Después se dirigían
a buscar algo de diversión. Eso suponía un descanso para nosotras. Desde que
ocurrió aquello en la Casa del Temple, Arnaldo mostraba profunda
animadversión por Teresa y la intentaba sorprender a solas para insultarla o
vejarla de cualquier modo imaginado. Ella sabía defenderse y yo redoblé mi
celo para que no mediara ocasión en que coincidieran a solas. Los más de los
días todo quedaba en una calma tensa y no ocurría nada, o casi nada: porque
no era plato de gusto tener que convivir con la amenaza. Al margen de cuidar
la una de la otra, Teresa y yo teníamos poco que hacer salvo que, como ocurre
hoy, sea día de mercado. Habíamos comprado algunas prendas de vestir ya
que las jornadas a caballo eran tan intensas que el desgaste de la ropa se hacía
notar. Para montar, Teresa y yo vestíamos a la manera de hombres, con
zahones, polainas de cuero y sobrevestas. Nuestro cabello recogido era bien
disimulado por las caperuzas de nuestras capas y bien podíamos pasar por dos
escuderos acompañando a nuestros señores. A la llegada a las hospederías, nos
aseábamos con los medios disponibles y era entonces cuando usábamos
nuestros vestidos, cosa que, sin ser gran lujo, liberaba a nuestras pieles del
pesar del camino.
—¡Estas dos jóvenes damas,
de jugar, ya tienen ganas!
Las palabras del juglar me sacaron de mis pensamientos, se había acercado
a nosotras haciendo malabares con dos pequeñas figuras de madera.
—Vamos, a la ruleta —me empujó Teresa—, sin pensar demasiado, me
acerqué a aquella especie de rueca y la hice girar. Era una rueda de madera
vertical sujeta sobre un pie. De no saber que era un elemento de juego, hubiera
jurado que se trataba de un instrumento para hilar.
—¡Sí, es para hilar! —cantó aquel hombre, mis cabellos se erizaron, ¿cómo
había sabido mis pensamientos?
—La ruleta es la rueca
del hilo de la vida.
La ruleta da vueltas,
nada queda a escondidas.
Pensamientos, pecados,
muy claros puedo ver,
atentas las damitas:
¡sale el número diez!
Tras decir esto, arrojó las dos figuras a la casilla 10 del extraño laberinto
trazado en el suelo.
Aún me hallaba turbada por la adivinación de los pensamientos. No podía
comprender lo que había pasado. Arrastrada por la curiosidad, pregunté a
aquel sabio cantarín.
—¿Qué hay en esa casilla? ¿Qué más habéis visto?
Se aproximó a la casilla acuclillado y dando saltitos de rana. Haciendo
surcos un palito remarcó un dibujo dentro de la casilla X, eran unos cuantos
arcos bajo los cuales transcurría un río.
—Lo que hay es lo que hay:
De puente a puente
y tiro porque me lleva la corriente,
pero eso ya os lo he dicho.
Atenta a las señales,
pues va a morir un bicho.
La rueda es la fortuna,
esquiva y altanera,
Para elevar a unos,
a otros echa por tierra.
Aquel hombre me guiñó un ojo y por un instante fugaz me perdí en
aquellos ojos y sentí que me estaba mirando a Aldo. Las pupilas del juglar
también se dilataron. La ilusión solo duró un instante, ya que, acto seguido,
aquel loco me tendió la mano pidiendo unas monedas por el servicio y
continuó cantando.
—“Los hombres embriagados
en seguida envejecen,
pierden la color suya,
sécanse y enflaquecen
hacen muchas vilezas,
todos los aborrecen;
a Dios ofenden mucho,
en vida desfallecen”[11].

—¡Y con el caballo de bastos, le muelo las costillas a la puta de oros! —


Arnaldo estaba en racha, había ganado por tercera vez a ese par de
comerciantes. Suele ocurrir, tras varias jarras de vino, Arnaldo se envalentona
y sube el nivel de las apuestas; y de los insultos. Eso se estaba convirtiendo en
rutina y me molestaba en grado sumo, ya me tocaba a mí cambiar de
funciones y ejercer como de guarda de Arnaldo. Lo hacía por el bien de
aquellos buenos hombres, porque de buen seguro, si aquello acababa en riña,
saldrían mal parados.
—Ganáis la última ronda, pues, Arnaldo. Ahora tenemos que marchar, que
mañana continuamos el camino. —Tercié yo, recogiendo la baraja y
levantándome de la mesa.
—Mucha prisa tienen los caballeros —dijo uno de los comerciantes, era
joven, barbilampiño y hablaba entre risitas— porque, ¿sois caballeros?
¿verdad?
—Ponedme a prueba—respondió Arnaldo golpeando sobre la mesa con el
pomo de su espadón.
—Os pido disculpas, nobles señores. Solo me encontraba pensando en voz
alta. Me refiero a que al ser caballeros, no podrán vuestras mercedes continuar
el Camino a prisa, a no ser que lo hagan a nado—. El joven continuó con sus
risitas dando un codazo a su acompañante.
Arnaldo frunció el ceño, pero yo llevé rápida mi mano hacia la cruz de su
espadón, agarrándolo y diciendo.
—Deja, deja al chico que se explique, quizá sea bueno saber.
—Señores, les pido disculpas —intervino el otro comerciante—, mi
sobrino está enfadado por la derrota y es muy común en él actuar con ligereza
en las palabras. Llevo un tiempo intentando enseñarle el oficio, pero es difícil
sacar algo bueno de semejante bocazas. Si no fuera porque le prometí a mi
hermana hacer de él un hombre de provecho, hace ya tiempo que yo mismo le
habría dado de azotes. Se refiere al puente que hay a la salida de la ciudad, ha
sido tomado en promesa por un joven caballero. Es un noble impetuoso que se
declara en prisión de amor. Por mor de hacer méritos ante su dama, no permite
cruzar el puente a caballero alguno sin batirse primero en duelo. Religiosos,
peregrinos, labriegos y todo tipo de gentes tienen libre el Camino, pero
cualquier caballero que se precie de serlo, debe aceptar combate o por el
contrario, cruzar el río a nado.
—¡Ja!, jovenzuelo, ¡yo que te tenía por tonto y al final me has dado una
alegría! —dijo Arnaldo dándole al mozalbete un puñetazo en el hombro que,
aunque en intención era amistoso, estuvo a punto de hacer caer al joven de su
asiento.
Me demoré unos instantes en pagar al tabernero y a punto estuve de perder
a Arnaldo. Se había echado a la calle y se dirigía con pasos largos en la
dirección que el aprendiz de comerciante le había indicado. Fue gracias a ese
muchacho, que le seguía, haciendo una especie de pregón improvisado, que
pude retomar su pista.
—¡Duelo! ¡Nuevo duelo! ¡En el puente del desafío! —decía, a voz en grito,
mientras varios chiquillos y curiosos se le unían en tropel.
Para cuando llegamos a la altura del puente, una pequeña multitud
acompañaba a Arnaldo. Caminaba envalentonado y engreído tanto por las
aclamaciones como por la cantidad de jarras de tinto ingeridas.
El río era caudaloso, sin duda pondría en un aprieto a cualquiera que
quisiera pasarlo a nado, dudo mucho que algún caballero haya tomado la
decisión de aceptar la deshonra de cruzar nadando. Todo lo contrario, por la
algarabía formada, parece más bien que los caballeros locales hayan tomado la
situación como un modo de desafío y divertimento.
El puente era de piedra y se elevaba sobre gruesas pilastras y contrafuertes,
era tan ancho como para permitir el paso de un carro. En un apartadero a
mitad del puente se elevaba una garita de madera dónde un guarda cobraba
unas monedas a modo de peaje por el uso del mismo. Lo que nos interesaba
estaba en el lado del puente más cercano a la ciudad. En el margen del río, en
medio del amplio arenal que se producía por las crecidas en invierno, se
elevaba un pabellón de telas coloridas. Un pendón con escudo de armas
ondeaba al viento anunciando la noble casa del enamorado caballero
desafiante.
Atardecía, todavía había buena luz, aunque algunas leves nubes en el cielo
empezaban a teñirse de tonos rosados. El caballero se encontraba en la puerta
del pabellón de loneta, sentado en un taburete y hablando con otros jóvenes
que, por sus modos y comportamientos parecían ser sus escuderos.
Arnaldo apretó el paso, el joven caballero pareció sorprendido y se levantó
de su asiento. Quienes llegamos acompañando a Arnaldo guardamos silencio,
no queríamos perder noticia de la conversación.
—Buenas tardes —el joven caballero hizo una ligera reverencia. Era alto,
tan alto y bien formado como Arnaldo, aunque más joven, aparentaba
veintipocos años y por sus modales y movimientos parecía que el joven noble
llevaba desde la cuna dedicado al ejercicio de armas.
—Mi nombre es Alejo de la Peña y me encuentro en prisión de amor,
defendiendo este puente para mi dama. —Al decir esto señaló una anilla de
oro que rodeaba su garganta a modo de grillete, aunque se trataba más bien de
una pieza de joyería con la inscripción “Frisia” finamente grabada, aquel era
sin duda el nombre de la dama homenajeada. El sobreveste de aquel caballero
se encontraba finamente bordado en azul y oro. Daba buena imagen de su
noble casa y bien podría servirle para el día de su boda.
— Yo soy Arnaldo, caballero al servicio de Alonso Núñez, tengo la
intención de cruzar el puente, y no creo que nadie tenga valor de impedirlo.
—Bien, os veo motivado, caballero, y eso me agrada, ya que nos dará
ocasión de medir armas. —Señalo unas largas lanzas que se enarbolaban junto
al pabellón— Elegid armas, romperemos una lanzas.
—Resulta que tengo el caballo cansado del camino y se halla reposando —
dijo Arnaldo escupiendo al suelo.
—Podéis volver mañana pues, al amanecer y luego continuar vuestro
camino, “o no”. —Dijo esto último de modo cortés, aunque con cierto tono de
sorna. Aquello desató carcajadas en la multitud y avivó la ira de Arnaldo.
—Resulta, que se me ha puesto en los huevos cruzar por el puente ahora,
con caballo o sin caballo y resulta también que ningún caballerete afeminado
va a tener cojones de impedirlo.
Arnaldo dio la espalda a Alejo de la Peña y se dirigió con paso enérgico
hacia el puente, el joven caballero le salió al paso y se interpuso en su camino.
—¿Así lo queréis?
—¿Cómo tengo que decirlo? ¿Acaso sois idiota? —elevó su espadón, aún
en su vaina, hasta la altura de los ojos de Alejo.
Sentí en ese momento que una mano me agarraba del brazo, era Blanca,
que siguiendo a la multitud había llegado, junto a Teresa, adonde yo me
encontraba.
—Debes parar esto, Alonso, ¡haz algo!
—¡Lo he intentado retener! A fe mía que lo he intentado, como siempre;
pero ha olido la sangre y ya no hay quien lo contenga.
—Morirá —dijo Blanca con voz crispada.
—No lo creo —contesté— pero si ha de ser, sea pues —suspiré—. Estoy
cansado, demasiado cansado de todo esto.
—¿A hierro? —oí preguntar al caballero Alejo, que parecía dar una nueva
opción para que la justa se desarrollase del modo más civilizado y menos
lesivo posible.
—¿Qué otro modo real de batirse conocéis que no sea a hierro? —
respondió Arnaldo, torciendo el gesto y escupiéndose en las manos para
frotarlas a continuación y agarrar su espadón—. Dejaos ya de vuestros juegos
de eunuco cortesano y tomad vuestro acero. Si es que tenéis valor, parece que
al final vais a ser quien salga huyendo a nado de aquí.
La multitud empezó a vitorear a Alejo, que levantó la mano en dirección a
sus escuderos, quienes llegaron al momento con una espada a dos manos y
unos guantes que entregaron a su señor. El joven caballero se calzó los guantes
sin dejar de mirar el rostro mal encarado de Arnaldo. Acto seguido y, aunque
Arnaldo no lo supiese apreciar, hizo una reverencia y empuñó el arma.
Arnaldo no saludó, elevó su espadón y descargó un golpe en vertical que
parecía un hachazo dispuesto a partir en dos mitades a su rival. El tajo podría
haber sido mortal o al menos haber dejado mal parado a Alejo, caso de que
este hubiera intentado bloquear el golpe con su arma. He visto a muchos
adversarios caer al suelo aplastados por el golpe tras intentar cubrirse con su
propia arma o escudo, pero Alejo era de otra clase. Simplemente, cuando el
tajo describió su trayectoria, él ya no estaba allí. Arnaldo se giró, retomando la
posición frente a Alejo.
—¿Dónde estabas, gallina? ¿Rehuyes el combate?
—Estaba aquí, aquí mismo, no me veis, porque sois muy lento comba...
No le dio lugar a terminar la palabra ya que Arnaldo había movido su
espadón hacia su lateral izquierdo para lanzar un tremendo tajo transversal que
podría haber partido a Alejo por la mitad a la altura de la cintura de no ser
porque en el preciso instante en el que Arnaldo lanzaba el golpe, el joven
adversario se hallaba como un bailarín, girando sobre sí mismo en dirección a
su atacante y desviando el ataque con un leve y certero toque de su espada
sobre la del adversario. Quedó Alejo ventajosamente colocado a espaldas de
Arnaldo. Entonces, dio a su grosero adversario un golpe con el plano de la
espada en la coronilla.
—¿Dónde vais, Arnaldo? Estoy aquí.
Aquello despertó una carcajada general que enfureció y cegó a Arnaldo. Se
giró alzando el mandoble y volvió a cargar contra Alejo con tajos encadenados
de ida y vuelta que resultaban igualmente esquivados con la gracia y sutileza
de un bailarín que apenas necesitaba hacer uso puntual de su espada para
desviar la del adversario. La gente seguía el ritmo del combate dando
palmadas y cada esquiva iba acompañada por gritos y vítores. Incluso Teresa y
Blanca se estaban divirtiendo, pero a quien más animado vi fue al joven
comerciante que había perdido a las cartas. Sus gritos y palmadas parecían ser
las que guiaban a la multitud. Llegó un momento en el que Alejo, haciendo,
por fin un movimiento enérgico, dio un pequeño salto y descargó toda su
fuerza sobre el tercio delantero de la espada de Arnaldo, que guiada por la
inercia del impulso, se dirigió hacia el suelo y quedó hincada en la arena,
recibiendo Arnaldo un golpe de su propia empuñadura en la boca del
estómago, sufriendo todo el peso de su propia acometida. Arnaldo jadeó y
cayó de rodillas sobre la arena.
—Se os ve acalorado, mi señor —dijo Alejo, señalando hacia el río con su
espada— Quizá os siente bien tomar un baño.
Las risas y chanzas aumentaron de tono, Alejo sonrió y buscó con la
mirada a sus escuderos, que parecían divertirse. Ese fue el momento que
aprovechó Arnaldo para levantarse y arrojar un puñado de tierra contra la cara
de su contrincante. Alejo quedó ciego unos instantes que Arnaldo aprovechó
para recuperar el arma, avanzar y dar una patada en el pecho a Alejo que lo
hizo caer de espaldas al suelo. En ese momento, el joven caído vio a Arnaldo
levantar su mandoble hacia el cielo para iniciar la descarga de un tajo mortal,
no pudo pensar. Defensivamente, tanteó la arena a su costado derecho y
encontró la empuñadura de su espada. En un abrir y cerrar de ojos, levantó la
espada y la dirigió al vientre de Arnaldo mientras giraba sobre la arena para
evitar el golpe dirigido a su cabeza, sintió sofocación, un golpe seco y la caída
sobre sí del peso del cuerpo de Arnaldo, que le impedía respirar. Su brazo
estaba torcido, tal vez dislocado, olió la sangre y el aliento a vino que exhalaba
Arnaldo con fuertes estertores. Una de las manos de Arnaldo trataba de
agarrarle la garganta, pero tras un momento de forcejeo pareció cesar en su
intento. Todo se acabó. Los escuderos habían llegado y le retiraron de encima
el cuerpo de Arnaldo. El fino tabardo de Alejo aparecía ahora embarrado de
una mezcla de sangre, tripas y polvo. Miró un instante hacia el cuerpo de
Arnaldo, desangrado sobre la arena. La estocada desesperada que había
lanzado, le había entrado por el vientre y atravesado las entrañas, parte de su
paquete intestinal aparecía ahora fuera del cuerpo y hedía. Recordé haber visto
una escena semejante en las monterías, cuando algún jabalí con sus navajas,
había enganchado a algún perro desprevenido. El joven caballero se quitó los
guantes y tocó la cara, también embarrada de sangre y se dirigió hacia el río.
Se deshizo de su sobreveste, que con repulsión echó a un lado. Arrodillado,
procedió a lavarse la cara y el pelo. Me acerqué a él, parecía delirar o rezar de
rodillas mientras se refregaba agua con sus manos, me miró.
—Aquí doy por concluida la prueba, no se verterá más sangre en esta arena
de caballero alguno. Señor, intentaré reparar vuestra pérdida y quedo a vuestro
servicio.
—No tengáis pena ni apuro alguno por lo que habéis hecho —le dije— Ha
sido un duelo justo y lo habéis ganado en buena lid. No he visto nunca un
alarde de caballerosidad y nobleza semejante a vuestro comportamiento
durante el combate.
Aquel joven calló unos instantes y volvió a lavarse la cara.
—Si bien había gran parte de culpa en el orgullo de vuestro siervo, también
es verdad que mi actitud vana y pueril me han llevado a dar muerte de un
caballero cristiano, cuando sólo Dios es el único que debiera disponer sobre la
vida y la muerte. Yo mismo seré vuestra guardia durante el resto de camino, os
acompañaré a Santiago. Mi intención era peregrinar a la ciudad santa como
acto final a estas pompas. Mas ahora, iré a hacer penitencia y purgar los
pecados de todo cuanto aquí ha acontecido.
XI

E stoy aquí, tumbada en el lecho, hecha un ovillo. No me


atrevo a abrir los ojos, pues ello traerá el despertar y
estoy cansada, demasiado cansada. No quiero que
comience el día, no quiero ver de nuevo a mi esposo Alonso, tan bueno como
previsible. Y ponernos una vez más en ruta. Otra vez en el camino, ver otros
campos y paisajes y a un tiempo, siempre los mismos. Pedregales, bosques,
fuentes, montes, hospederías. Hay buena gente y gente mala. Peregrinos de
corazón entre los cuales puede aparecer un alma negra con fines del todo
malvados. Para Alonso tiene sentido, él cree que Dios y el Apóstol nos
bendecirán por este sacrificio, que recobraré la alegría y la salud y que Dios
nos bendecirá con muchos hijos. Me siento mal, me siento aún peor que
cuando empezamos el viaje. Mi mentira es mayor, mi pecado aún más grande,
no quiero dañar a Alonso y sin embargo, cada día que pasa, mi mentira lo
daña. Me ha dicho Teresa que en otras familias ocurre, que hay un acuerdo
que nadie expresa. Es algo que ha ocurrido siempre. La costumbre por la cual
jóvenes lozanas de buena familia se desposan con caballeros poderosos que
las colman de comodidad y de una buena casa. El amor viene después, con el
tiempo, y a veces no viene. Para eso también hay acuerdos, los señores de la
casa tienen amantes y las señoras, de modo más discreto, también pueden
tenerlos.
¿Por qué entonces me preocupo tanto? ¿Por qué entonces sufro? ¿No
podría ser esta mi situación?: ser la esposa de Alonso, darle hijos y organizar
la vida en su hogar y tener un escarceo discreto con algún joven.
Algo me dice que no puedo hacerlo, que no es mi camino y que no acabará
bien, a mí no puedo mentirme, y menos aún al Apóstol o a Dios mismo. No
entiendo cómo otros pueden mentir a Dios sin remordimientos.
Por todo eso sufro, por todo eso no puedo dormir ni descansar; por eso y
por Aldo. Recuerdo sus ojos, sus manos, todo en él es frescura y me invita a
vivir. Por él lo dejaría todo, con él a mi lado nada necesito, ni casa, ni joyas ni
vestidos. Con Aldo soy yo, soy yo brillando, soy libre y feliz. Mis ganas de
morir se desvanecen tan solo de pensar en él. Sin embargo, cuando recuerdo lo
imposible de la situación que nos separa, me doy cuenta de cuán lejos
estamos. Ahora me doy cuenta del peligro al que lo he expuesto. Estoy segura
de que Arnaldo lo sabía, mas no era capaz ni siquiera de insinuarlo por miedo
a perder el favor de Alonso. Estaba esperando la ocasión y la aprovechó en
cuanto pudo para acabar con Aldo, quizá después tuviera pensado acabar
conmigo, o no, ¿quién sabe? Quizá como buen perro de presa y al estar Aldo
fuera de juego, se contentaría con la felicidad de ver a su amo satisfecho con
su esposa. Ha sido una buena noticia. En un momento inicial traté de impedir
el vaticinio que me dio la rueda de la fortuna, ahora he de decir que me
equivoqué: no es cristiano reconocerlo, pero la pérdida de Arnaldo nos ha
supuesto un cambio a mejor. El joven caballero que ahora nos acompaña ha
abierto los ojos a Alonso sobre lo que es la fiel compañía de un hombre de
armas. Los modales y las costumbres de Alejo superan con creces a los de
aquel cerdo salvaje que apestaba a vino.
Nos pusimos en camino. Como suele ocurrir, cuando me levanto de la
cama se acaban mis pesares y con el devenir del día me animo. En seguida me
puse a preparar y ajustar las cosas en los caballos, junto a Teresa, ella está más
feliz que nunca. No es necesario explicar la razón. A nuestro lado se
encontraban Alejo y su escudero Jaime. Ellos cuidaban hasta el último detalle,
ambos eran pulcros y se encargaban de engrasar a diario las sillas de montar,
revisar las herraduras, limpiar los cascos de los caballos, pulir las armas y
sacar brillo a los escudos. Para ellos la caballería era una devoción, tenerlos de
escolta nos había mejorado como grupo. Alonso bebía mucho menos que
antes. Su humor y conversación solían ser elevados.
El camino discurre más animado que de costumbre, estamos en una amplia
vía por donde transitan carretas de ida y venida, las sorteamos con los
caballos, pero avanzamos lento. Observamos gente a pie y chozas junto al
camino. A lo lejos divisamos unas murallas. Jaime, el joven escudero, se
acerca a nosotras y nos comenta.
—Es León, ¿Habéis estado alguna vez?
—No —respondí—, parece una gran ciudad.
—Lo es —dijo Jaime—, os sorprenderá, esperad a ver la Catedral, os va a
maravillar, y no por ser grande, que lo es, sino por otra cuestión.
—¿A qué os referís?
—Mejor que lo veáis vos misma, no quiero estropearlo. Aún no está
terminada, se puede ver a los canteros construyendo en una de las torres,
cuando tenga torres será prodigiosa. Aún así, ya lo es. Os digo que la primera
vez que la visité, siendo mozalbete y asistiendo al culto con mis padres, quedé
maravillado.
Nuestros caballos pararon de golpe. La multitud y las carretas taponan el
paso.
—Es el portazgo[12], señora, el incordio de siempre.
—Uff, habrá que esperar.
—No tanto, señora, vamos con poca carga. Las reatas largas de mulas y las
carretas son más lentas de inspeccionar. El pago se hace lento, los guardas del
portazgo se cansan cuando hay tanto gentío y se vuelven displicentes. Tengo la
confianza de que para nosotros habrá mejor atención. —Había descabalgado y
hablaba mientras buscaba en las alforjas de su burro. Sacó un pendón de la
casa de su señor y lo enganchó a la punta de su lanza—. Voy a adelantarme,
informad a vuestro señor Alonso y tened las cabalgaduras y las mulas listas
para el paso.
Aquel pendón pareció mano de santo, lo vimos adentrarse entre el gentío
hasta perderse de nuestra vista y al momento regresó, acompañado por una
escolta de cuatro guardias que iban pidiendo a quienes esperaban que abrieran
paso. En un santiamén nos encontramos atravesando las puertas de la ciudad.
Alonso fue, como siempre, agradecido y generoso con el cuerpo de guardia.
Tras los imponentes muros de piedra, la ciudad bullía, estábamos a sábado
y se notaba el ajetreo previo al día festivo. Aquella noche dormiríamos
alojados en una buena hospedería. Al día siguiente, asistiríamos a misa en la
Catedral.

Teresa me zarandeaba con cuidado, intentaba despertarme, poco a poco.


Abrí los ojos, estaba muy guapa, con un fino vestido celeste y el pelo recogido
por un velo del mismo color.
—Vamos, dormilona, son casi las doce, llegaremos tarde a misa.
—Si, eh, qué… —miré lo que había en un sillón al lado de mi lecho—, era
un vestido fino de gasa blanca y bordado como motivos florales, también en
blanco, con algún ribete bordado en hilo de oro. El velo bordado le iba a la
zaga en delicadeza. Mi pelo es algo de lo que me enorgullezco en secreto, mi
más grande motivo de vanidad. Me gusta ver como resalta la melena sobre el
vestido; pero es algo que debe quedar para la alcoba. No sería correcto
alardear en público y mucho menos en misa. Aún así, el fino velo es mucho
más delicado que una prenda habitual y deja entrever el cabello. Es mucho
mejor eso que las capellinas que solemos usar a diario. Miré a Teresa
entusiasmada.
—¡Qué maravilla! ¿De dónde sale esto?
—Cosas de Alonso —dijo Teresa encogiéndose de hombros—, me hizo
levantar temprano y me envió, en compañía de Jaime, a buscar el mejor taller
de sastrería. Quería que consiguiera ropa nueva y elegante para la misa de hoy.
No ha sido fácil que nos atiendan en domingo, pero ya se sabe, unos buenos
modales y una buena bolsa abren muchas puertas. ¡Vamos, vestíos ya! ¡Nos
están esperando!
Me vestí rápido con la ayuda de Teresa, ambas estábamos expectantes y
nos divertía la idea de vernos así de arregladas. Alonso también estaba feliz,
su manera de mirarme lo decía todo, me tiene absoluta devoción. Me miraba
de arriba a abajo deleitándose con el vestido. Él también usaba ropa nueva,
resaltaba un jubón de color verde vivo con algunos adornos en plata. Había
recortado su barba y parecía más joven. Su mirada era más clara desde que su
espejo en caballería era Alejo en lugar de Arnaldo. Alejo no se había vestido
de manera especial para la ocasión. Su cota de malla brillaba, como siempre y
su escudero se había encargado de engrasar y sacar brillo de sus altas botas de
cuero, polainas y zahones. Alejo no necesitaba grandes lujos ni adornos,
transmitía el mensaje de ser una persona elegante y agraciada con solo su
manera de moverse.
Caminamos por las calles. Tras doblar algunas esquinas, fuimos a dar a una
plaza amplia, enfrente pudimos ver la Catedral, que se elevaba majestuosa y
blanca. Era una nave enorme que parecía elevarse hacia el cielo. A un lado de
la enorme portada, se levantaba un armazón de madera sobre el cual había
algunos hombres trabajando. Junto al armazón, se podía ver una enorme rueda
de madera en cuyo interior había un hombre caminando.
—Fijaos bien —dijo Jaime en voz queda—, los canteros son ingeniosos y
con esa máquina de poleas suben los bloques de piedra hasta lo más alto sin
gran esfuerzo. Llevan años trabajando en esta maravilla. Mirad hacia el
parteluz de la portada principal, desde ahí nos da la bienvenida la Virgen
Blanca que pisa al dragón; y eso es solo el principio: su interior no os
decepcionará.
Entramos a la catedral y me vi como en un sueño, bañada por miles de
colores. La Catedral parecía encendida. No era la luz de las velas, ni la luz del
sol, era luz que emanaba de unas largas vidrieras que asemejaban columnas de
luz coloreada. La alegría me inundó, miré a Alonso y Teresa, que se
encontraban tan absortos como yo en la contemplación. Olía a cera e incienso,
el coro estaba cantando. La gracia nos inundaba desde los cinco sentidos, pero
nada igualaba la maravilla de luces que sobre nosotros caía como una
bendición. Giré mirando hacia arriba y en todos lados había color. No
recuerdo mucho más, no presté atención a los oficios religiosos, estuve todo el
tiempo absorta en los colores.
Salimos de la Catedral y todo parecía haber ganado intensidad. Era día de
mercado y Alejo nos condujo a una plaza cercana dónde varias tabernas se
abrían hacia la calle. Su escudero se había adelantado y había preparado una
mesa alta con varios asientos junto a la pared exterior de la taberna.
—Aquí estaremos cómodos —dijo Alejo—, los precios de este sitio son
algo más elevados, pero eso ahuyenta a borrachos e indeseables. En este lugar
se reúnen los más notables hombres de la ciudad, aunque como cantan los
goliardos:

“In taberna quando sumus,


non curamus quid sit humus”[13].
Los hombres empezaron a beber. Teresa y yo nos dedicamos a pasear por la
plaza y las calles aledañas. Había tenderetes de todos colores. Vimos un
cúmulo de personas que formaban un corro mirando lo que ocurría alrededor
de una carreta. Aquello parecía un espectáculo de comediantes. Me recordaron
la noche en que por primera vez ví a Aldo. Ante la carreta, pude ver a una
mujer morena vestida con una falda larga y ancha que ceñía a su cintura
mediante un delantal de vivos colores. Intentaba recogerse el pelo mediante un
pañuelo rojo adornado con pequeñas monedas, pero su densa mata de cabello
negro ensortijado escapaba bajo el mismo y le corría por la espalda. Estaba
acompañada por dos jóvenes que parecían representar algo. Cantaban versos y
se empujaban unos a otros en alguna especie de función cómica, pero nadie
parecía demasiado interesado en los chistes. Toda la atención la ponían en la
carreta que llevaban. La carreta transportaba una gran jaula de madera, en su
interior había un oso, era de color marrón oscuro en sus patas, aunque
conforme avanzábamos hacia su lomo y su cabeza el color se aclaraba,
llegando a ser casi rubio en la zona del morro y las orejas. Alzaba las patas y
rugía. Había unos chiquillos tirando piedras y el animal sacaba las zarpas entre
los listones de madera, enfurecido.
—No molestéis a la osa —dijo la comediante, interrumpiendo sus versos—
dejadla tranquila, si seguís tirando piedras no la sacaremos a bailar y os
quedaréis sin verla.
Los chiquillos se retiraron tras la reprimenda y la función continuó, pero al
rato, uno de ellos volvió a tirar una piedra, y el animal continuó rugiendo y
sacó la zarpa por entre los maderos. En ese momento, un borracho que
caminaba tambaleante, apenas sostenido por su bastón, vio la garra de la osa
saliendo de la jaula y tuvo la idea de asestarle un bastonazo al mismo tiempo
que gritaba:
—¡Alimaña del diablo!
Los comediantes se giraron, serios, demasiado tarde como para impedir
que la osa, con todo su peso, empujase el listón de madera que se elevaba en
una de las esquinas del carro. El madero se tronchó en la base e hizo caer toda
la estructura. Los rugidos de la osa se unieron a los de la multitud. Todos
empezaron a huir atropellándose unos a otros, mientras la osa salía de la jaula
desvencijada y se elevaba sobre las patas traseras, rugiendo y lanzando
zarpazos al aire. Mucha gente gritaba y lloraba arrollada, ya no por la osa, sino
por la estampida de la multitud. Quienes podían correr, corrían, otros, como
los comediantes, estaban paralizados. Había pasado solo un instante, pero
parecían ocurrir muchas cosas. Teresa y yo permanecíamos firmes, agarradas
del brazo. La osa parecía enfurecida, pero la miré bien y creo que sólo estaba
asustada. En ese momento bajó sus patas delanteras y pareció husmear el aire
y salir corriendo hacia algo, era un chiquillo, un bebé de pocos meses que
lloraba a rabiar. Su madre yacía en el suelo, probablemente había caído
desmayada al ser arrollada por la multitud.
La osa se dirigía hacia el niño, que lloraba cada vez más fuerte. Sentí que
algo surgía dentro de mí, había un valor que me salía de las entrañas.
Comencé a caminar con paso firme hacia donde se encontraba la osa. Escuché
los titubeos de Teresa, que llorosa me llamaba para prevenirme, pero no paré,
no miré, no vi a nadie más. Solo a la osa, que se acercaba al niño con las
fauces abiertas. Apreté el paso, porque la osa estaba a punto de llegar al niño,
aunque no llegué a tiempo. La bestia cerró sus fauces sobre el cuello de la
criatura y elevó la cabeza. El llanto del bebé cesó, aún así seguí caminando,
ahora más despacio, cuando estuve a la distancia de un brazo, la miré a los
ojos. No vi maldad. Le mostré las palmas de mis manos abiertas y le hablé.
—Tranquila, no temas, todo está bien —observé que no había matado al
pequeño, lo sostenía en su boca, como haría una mastina para sostener a sus
cachorros. En ese momento la osa dejó de mirarme y giró la cabeza, Alonso,
Alejo y algunos hombres más, se aproximaban armados.
Hice un gesto con mi mano hacia ellos y mi voz sonó firme.
—¡Parad! ¡Yo me encargo!
Me acerqué a la osa y acerqué mis brazos para recoger al niño, mientras le
hablaba.
—Tranquila, dámelo, está todo bien— La osa abrió sus fauces y dejó al
crio en mis manos, no tenía daños, y empezaba a llorar de nuevo con todas sus
fuerzas. La osa volvió a mirarlo, abriendo de nuevo las fauces, noté las manos
de Teresa en mi cintura, ella estaba a mi espalda, le pasé al bebé y se alejó
despacio con él. Mientras, avancé las manos suavemente, acaricié y cerré la
fauces a la bestia. —Tranquila, todo está bien.
Los comediantes se habían acercado y nos rodeaban, la mujer traía una
manzana en la mano y se la dio de comer a la osa, mientras le colocaba un
collar atado a una gruesa cuerda que habían enganchado a la desvencijada
carreta.
Poco a poco, volvió la normalidad, la madre del pequeño había recobrado
el sentido y daba el pecho a su bebé. Otros heridos estaban siendo atendidos y
parecía que todo había quedado en un susto. Alejo, Alonso y algunos hombres
más estaban buscando al borracho que había atacado a la osa, los heridos
coincidían en que era el culpable de lo sucedido, mas parecía haberse
desvanecido entre la multitud.
Aquella mujer morena que sujetaba a la osa me miró y sentí una punzada
agradable dentro de mí. Era algo mayor que yo, en el jaleo se le había caído el
pañuelo y su largo cabello negro ensortijado brillaba y parecía emitir un dulce
olor a canela y clavo. Agarró mis manos entre las suyas.
—Tienes fuerza —dijo, con sus ojos verde caramelo—. Has arriesgado tu
vida para salvar a los dos, de no ser por ti, esto habría traído muertes. Estamos
en deuda.
—No me debes nada, porque no he hecho nada. Ni siquiera he pensado, no
sabía lo que hacía.
—Sí sabías lo que hacías —su voz se hizo grave mientras sus ojos me
atravesaban— ¡porque tienes mucha fuerza!
Sonrió, parecía buscar en el bolsillo de su delantal, desató un pañuelo y
sacó de el una cajita. Niña, esto se te ha caído en medio de la bulla, menos mal
que yo para estas cosas tengo ojo y te lo he guardado.
¡Era mi taroquio!, lo llevaba en mi bolsa, por si en algún momento podía
jugar unos naipes con Teresa.
Aquella mujer abrió la caja, tomó las cartas y las barajó, buscando algo. Me
enseñó un naipe en el que aparecía una mujer cerrando la boca a un león, noté
una punzada en el corazón, la agarré de los hombros y la zamarreé con fuerza.
—¿Conocéis a Aldo, el sobrino del hojalatero? ¿El hijo de María la
Santona?
—No sé ahora mismo qué decir. Y tampoco nos gusta decir dónde está uno
o está otro, es peligroso para nosotros; pero en los caminos todos somos
parientes. Si tienes un mensaje para él, le llegará.
Abracé a aquella mujer con lágrimas de alegría y le susurré al oído: —dile
que lo amo, que lo dejo todo, que mi vida no era mía, pero ahora ya tengo la
fuerza para escapar y que lo voy a buscar, esté dónde esté.
—Son muchas cosas, muchacha, tranquila, le llegará —Acarició las palmas
de mis manos, las escudriñó, como leyéndolas— y aunque no le llegue, harás
lo que tengas que hacer, la suerte ya la tienes echada: ¡tienes la fuerza!
Terminó de hablar devolviendo el taroquio a su caja y entregándomela.
Entonces lloré, besé sus manos, que también olían a canela, y le dije entre
sollozos:
—Soy como tu osa, he roto la jaula.
XII

E lla era una oscura gruta, una cueva negra y húmeda de


la que brotaba agua, el agua más pura y clara que nunca
había conocido, un agua que era fresca y que a la vez no
producía frío. Esa agua, nacida de la tierra, sació mi sed. Vi entonces, sobre la
gruta, la figura de un gran ángel blanco que lo alumbraba todo, un ángel con
grandes alas al que se unió un sin fin de ángeles cantando a coro en un idioma
no conocido, pero que yo entendía. El canto de los ángeles lo envolvía todo.
Miré alrededor y vi los primeros rayos de sol filtrarse a través de los resquicios
existentes entre las hojas de la cúpula de árboles. Podía ver esos rayos
surgiendo desde abajo, miré hacia arriba y encontré un suelo plano cubierto de
hojas muertas y gotas de rocío. Miré de nuevo abajo y vi que estaba colgado,
de un pie atado a la rama de un árbol enorme.

Entonces escuché
el canto de los ángeles,
seres de luz que se encontraban
de pájaros disfrazados,
dancé, reí, y giré
a pesar del dolor,
estando allí colgado,
del reino de los cielos,
me hallaba rodeado.

Escuché unas voces, eran Juan y Berenguer. Me saludaban allá abajo,


mientras desataban la cuerda que estaba amarrada al pie del árbol. Me bajaron
poco a poco y pude descender de aquel gran roble. Me froté las piernas para
intentar mitigar el dolor y el agarrotamiento, entonces empecé a recordar. El
día anterior habíamos caminado mucho, atravesando un paraje montañoso.
Berenguer nos dijo que era un sendero diferente al que usaba el resto de
peregrinos, este camino era más seguro. No encontraríamos bandidos, sin
embargo, era también más duro al transcurrir por estrechos senderos de cabras.
En ocasiones, al no haber camino trazado, íbamos campo a través siguiendo
estrechos rodales que hacía la lluvia en la umbría de la montaña y que usaban
los animales como caminos hechos por nadie. Berenguer se orientaba bien y
nos enseñaba a observar el sol de día y por la noche las estrellas. A pesar de la
soledad, no hubo noche que durmiéramos al raso, porque Berenguer conocía
ermitas, cuevas y refugios de pastores. Nuestro preceptor tenía ya una edad,
pero se encontraba tan ágil como nosotros. En ocasiones, los novicios
desfallecíamos, mientras que él nos animaba a seguir un poco más para llegar
a algún refugio antes del anochecer.
—¿Cómo lo haces? —le pregunté, sin aliento— ¿Cómo es posible que no
te fallen las piernas?
—Mis amigas las abejas me animan. Ellas y todo lo que me han dado.
—¿Te refieres a la miel? —pregunté de nuevo, jadeando y apretando el
paso para ponerme a su altura. El camino ascendía, pero la conversación me
animaba.
—También a la miel, pero no me refería a lo dulce, me refería a lo amargo:
el veneno.
—¿El veneno de abejas ayuda?
—A las pruebas me remito, ya sabes que observo la naturaleza y a sus
criaturas. He visto mucha gente tomar miel y en la vejez los hay ágiles
algunos, pero muchos otros empiezan a aquejarse de dolores en los huesos y
en las coyunturas de las rodillas y codos; por mucha miel que tomen. A quien
más pican las abejas es a sus cuidadores, por mucho cuidado que tengas, y
mucho que las conozcas, siempre hay un picotazo; pero no es un ataque, es un
regalo. No conozco abejero con mala vejez, las abejas lo cuidan; la picadura
de abeja es veneno y medicina a la vez. Y así ocurre con muchas otras cosas.
Tú eres buen cuidador de caballos, pues has de saber que también los caballos
curan.
—¿Os referís al tratamiento de dolores de huesos con cataplasmas de cola
de caballo? —interrumpió Juan alzando la voz— bien he aprendido de vos,
maestro, que es llamada así por analogía, al ser la forma de esa planta
semejante a la cola de un equino.
—Sí, en parte —dijo Berenguer riendo— eso también, por la forma y
aspecto de las plantas podemos saber mucho de su aplicación: una llamada
cola de caballo ayudará a quien la ingiera a obtener su brío y fuerza. Mas no
me refería a eso, sino a Hipócrates, mi admirado físico de la antigüedad. En
griego, su nombre significa: domador de caballos. Él curaba con todo, incluso
con los caballos: a los soldados heridos les aconsejaba montar para
recuperarse de sus lesiones. Incluso lo recomendaba para los que no pueden
curarse, ya que mejoran en el ánimo.
Interrumpió sus palabras y miró hacia arriba, señalando el final de la línea
de árboles, donde se iniciaba una pedregosa subida hasta una montaña
despoblada.
—Allí arriba es, antes de subir, vamos a ver qué nos regala este bosque
para cenar esta noche.
El físico sabía forrajear bien, recogimos unos puñados de moras silvestres,
nos recomendó coger poca comida, pues la cena debería ser lo más frugal
posible. Encontró unas setas grandes y rosadas, y también otras muy
pequeñas. Nos aconsejó no acercarnos a ninguna seta sin su supervisión, pues
muchas de ellas son venenosas y solo un ojo experto sabe distinguirlas. Las
hay tan parecidas como dos gotas de agua y que solo se distingue por el color
que toma un arañazo en su superficie: no es lo mismo rayar en rojo que rayar
en verde.
—Y eso mismo, ocurre con las personas —rio Berenguer— basta arañar un
poquito para ver su calidad.
Con las ligeras provisiones, continuamos la ascensión, que nos condujo a
una cueva.
—Este lugar me trae recuerdos, yo mismo estuve aquí de joven, con mi
maestro. La gruta es muy profunda, pero hoy no entraremos muy hondo; nos
quedaremos en la entrada.
Juan se nos unió, había recibido el encargo de acarrear leña fina y seca y
venía resoplando y acarreando un gran hato. Tropezó al soltarlo y cayó de
rodillas sobre él, pinchándose. Se levantó y dio una patada al haz de leña
torciendo el rostro con gesto de dolor y fastidio.
—Juan, tú siempre fiel y perfecto en los mandatos, aunque te pedí que
trajeras un poco, se agradece tu esfuerzo, pero...
—¿Pero? No os entiendo, Padre, he cumplido mi deber pensando en el bien
común, me he esforzado trayendo y dando más de lo que se espera de mí, eso
es lo que Dios quiere de todos nosotros, ¿no es así?
—Sí y no, has hecho lo que has creído mejor; aunque a veces, un poco es
suficiente. En cuanto a la voluntad de Dios y lo que espera de nosotros, no se
sabe. Quizá quiere de cada uno algo distinto; por eso estamos aquí: para
descubrirlo. Ahora toca cenar y descansar un poco, intentad dormir profundo,
pues dentro de un rato os despertaré y bajaremos a lo más hondo de la cueva,
especialmente, vosotros. Lo de esta mañana fue solo un ensayo, colgaréis bien
abajo en esa oscuridad. A ver si así llegáis a escuchar lo que Él espera de
vosotros.
Juan y yo nos miramos con el ceño fruncido, mientras nuestro maestro
encendía el fuego.
—No os anticipéis ni tratéis de entenderlo todo ahora, queda tiempo,
vamos a calentarnos al fuego, asaremos estas setas y beberemos un poco de
vino, solo un poco, pues la noche solo acaba de empezar.
XIII

Está todo negro,


Más negro que nunca,
Las ataduras en la pierna aprietan,
pero no duelen, no duele nada
y mis brazos cuelgan, pero no pesan.
Todo eso lo siento, mas no lo veo,
porque está oscuro y más negro que nunca.
No veo nada, nada me importa,
y a pesar de estar colgado,
y oler la humedad de la cueva fría,
nada siento y no tengo miedo.
Por primera vez, no tengo miedo.
Veo algo frente a mí, es un cristal que brilla,
un pequeño cristal como a dos palmos de mi cara,
que brilla verde, como el cristal de una vidriera,
atravesado por el sol, pero no hay sol, la luz es negra.
El cristal se hace más grande,
Siento que una ventana
se abre en el centro de mi frente,
Por ella puedo ver, puedo ver a Madre,
Está postrada en un lecho,
muy delgada, abulta la mitad que cuando la vi por última vez.
Me mira y me habla sin mover los labios:
“Hijo, tengo que marchar, pero no quiero irme, no me puedo separar de ti”.
Intento hablar, pero no puedo mover un músculo, mi voz no me sale,
La veo allí, tumbada, siento su dolor, quiero que acabe, pero no puedo
hacer nada.
Mi corazón late, quisiera estar junto a ella, entonces lo veo todo.
Hay un arco dorado que se ha abierto tras su lecho.
No está sola, hay más gente, veo varias personas bañadas por luz dorada.
Quizá no están bañadas por la luz, sino que son la luz misma.
Es una luz brillante que no quema a la vista, que aquieta y calma todo
dolor.
Entonces me doy cuenta de algo, entonces puedo hablar con Madre:
“No tengas miedo, Madre, parte sin miedo, pues allí donde tú vas también
estoy yo, esperándote”.
No recuerdo más, no sé qué ocurrió, me vi tumbado a la entrada de la
cueva, Berenguer me arrojaba agua en la cara, cuando abrí los ojos, me dio de
beber. Solo entonces noté lo seca que estaba mi boca, al pasar el agua por mi
garganta, noté como si estuviera tragando cristales.
Juan estaba a mi lado, tan turbado como yo. Vi que su pierna tenía las
mismas marcas del amarre a la altura de la pantorrilla, y que se dolía,
tocándose las rozaduras.
Berenguer le ofreció un frasquito del que salió un aceite teñido de rojo.
—Es aceite de San Juan, te vendrá bien, por afinidad de su nombre con el
tuyo —rio— y bueno, porque viene bien a todo el mundo. Es lo más indicado
para dolores y torceduras, también mejora los roces en la piel. Estaréis pronto
recuperados.
—Me lo aplicaré por obediencia, pero no sé si confiar.
—Te vendría bien confiar, la confianza es para los libres, la obediencia es
para los mulos —amonestó Berenguer, en tono severo. Juan se untaba con el
aceite sobre las rozaduras mientras miraba a su maestro con el ceño fruncido y
continuaba hablando, en voz baja y con boca pequeña.
—No sé lo que ha pasado durante la noche, no confío en que vos sigáis
stricto sensu[14] la regla. Las setas que nos disteis nos sentaron mal y nos
hicieron vomitar, creo que esa es la clave de todo lo acontecido.
—¿Qué insinúas? —Berenguer contestó en un tono muy ronco, nunca
antes lo había visto hablando de ese modo.
—No insinúo —continuó Juan, alzándose y elevando la voz—, solo dudo.
Dudo de alguien que me parecía ejemplar y que por lo que veo, no lo es —
decía esto deambulando y haciendo aspavientos a nuestro alrededor—. Y lo
que es peor: En caso de que no mintáis, y que por tanto, la intoxicación
hubiera sido accidental, estaríais dejando claro vuestro mal juicio al elegir las
setas. ¡Eso pudo causarnos la muerte! por tanto solo me queda desconfiar de
vos, tanto en una opción como en la otra.
—¡Jovenzuelo imprudente! ¡Contén tu lengua! —Los ojos de Berenguer
parecían irradiar fuego.
—Lo haré cuando termine de exponer mis dudas, acataré entonces
cualquier decisión al respecto que toméis acerca de mí, pero dejadme terminar.
¡Me cabe una sospecha de algo aún peor!
Berenguer le mantuvo la mirada y asintió, dando así permiso tácito a Juan
para continuar.
—Mi más terrible duda es que quizá, digo quizá, nos disteis a comer esas
setas a sabiendas de su toxicidad. En ese caso tampoco me es imposible
confiar, porque nos habéis dado a comer con engaño algo que nos pudo haber
matado. Han ocurrido cosas en esa cueva, he visto y oído cosas, mas no tengo
claro si fueron por obra de Dios, del Diablo o de vuestra intoxicación y
engaño. —El tono de la voz de Juan era claro y sonaba impetuoso, aunque sus
palabras finales se quebraron, titubeando, parecía que iba a romper a llorar.
Berenguer nos había dado la espalda y miraba, desde allí arriba, todo el
valle arbolado, el bosque parecía despertar entre la neblina de la mañana y las
gotas de rocío lo impregnaban. Todo se iluminaba poco a poco bajo los
primeros rayos de sol.
—Venid aquí, los dos —dijo Berenguer sin dejar de mirar al valle, cuando
estuvimos junto a él, uno a cada lado, extendió sus brazos señalando la belleza
del entorno—. Aldo, ¿puedes decirme en qué año estamos?
—Sí, creo que en el 1301 de nuestro señor.
—Mil, trescientos, uno... —dijo lentamente mientras señalaba a los árboles,
a los picos de algunas montañas, y hacía rodar unas piedras de una suave
patada. ¿Y creéis que todo esto tiene 1301 años?
Negué con la cabeza y miré a Juan de reojo, encontrando en su rostro mi
mismo gesto de perplejidad.
—Y tú, Juan —continuó preguntando— ¿Cuando fue fundada nuestra
orden?
—La Orden de los Pobres Caballeros de Cristo fue aprobada en 1129, en el
Concilio de Troyes, aunque su actividad comenzó diez años antes desde que
iniciaran sus obras los caballeros fundadores. Se cumplen, por tanto, 182 años
desde su fundación.
—¿Y acaso crees que todo lo que hacemos, todo lo que sabemos, tiene 182
años?
—No digo eso, solo digo que no entiendo lo que nos ha ocurrido.
—Yo te lo explicaré: lo que ocurre es que no hay manera de saber de dónde
viene todo lo que sabemos. Otros estuvieron antes y otros llegarán después,
nosotros somos sólo unos simples eslabones de la cadena. La cadena es tan
larga que no conocemos el nombre de nuestros antecesores, ni el de sus
órdenes religiosas, ni tan siquiera el nombre de sus dioses.
—¡Falsos dioses! —replicó Juan.
—¿Quiénes somos nosotros para juzgar? —suspiró. He leído cosas, he
visto cosas que me hacen pensar que siempre es el mismo Dios con distintos
nombres, pero eso no puedo decirlo, porque corro el peligro de perder la vida
y lo que es peor, perder esos libros que los antiguos nos dejaron. ¿Dudas de
mí?, no te culpo, yo dudo de todo, pero una cosa es dudar y otra bien diferente
desconfiar. Confía en mí, Juan, si no confías en tu maestro, nada de esto tiene
sentido —Berenguer miró a Juan a los ojos y posó sus manos sobre los
hombros del joven, quien lo abrazó y rompió a llorar.
Pasaron unos instantes, hasta que Juan se calmó y se sentó en una piedra a
contemplar el amanecer. Berenguer se volvió hacia mí.
—Y tú, Gorrión, ¿hoy no pías?
—Confío en vos, maestro. No dudo de lo que sentí y lo que vi ahí dentro,
colgado en la negrura. Sin embargo, estoy en el mismo punto de Juan: para mí,
nada de esto tiene sentido.
—Lo tiene, Gorrión, pero aún no lo ves. ¿Tienen sentido las vidrieras?
¿Has visto los rosetones de las catedrales? Miles de piezas brillando, que
desperdigadas son un color, pero que unidas son otra cosa. También ocurre en
los mosaicos. Cada una de las teselas es hermosa y definida, un pequeño
cuadrito que unido a otros forma un dibujo mayor, pero si estás demasiado
cerca no lo puedes ver. Todo depende de todo, que seamos capaces de verlo o
no, eso ya es otra cosa.
—Habla usted como Madre, ella siempre me hablaba de la tela, una tela
grande llena de hilos que le enseñó la señora de las Flores, Madre… oh. —Me
tambaleé un momento al recordar—. Maestro, necesito ver a Madre, necesito
decirle adiós, ella está enferma, va a morir, lo vi, lo vi anoche.
—Si lo viste, ocurrirá o ya ha ocurrido, no obstante una madre es cosa
sagrada y más aún la tuya; mujer a quien tanto aprecio.
—¿La conocéis?
—Hace mucho, la quiero tanto como la quieren las flores, y a ti también,
Gorrión. Esto solo tú puedes decidirlo. Hay reglas y mandatos —echó una
ojeada y un guiño hacia dónde Juan se encontraba sentado, absorto, rezando—
Los mandatos, las reglas y los planes nos guían, pero a veces, ocurre algo
súbito, algo que rasga esa tela de la que hablas, lo rompe y corta todo a la
altura de la raíz. Es algo inesperado, no buscado e inaplazable. Entonces, sólo
queda seguir al corazón, nada importa cuando llega ese golpe de guadaña y lo
siega todo alrededor; tan solo seguir a tu corazón. ¿Qué te pide el corazón?
—¡Tengo que partir! ¡He de acompañar a Madre!
Berenguer sacó de su bolsa una plumilla, una fina tabla y unos papeles y
empezó a escribir. Aún en medio del campo, mi maestro siempre llevaba
herramientas para anotar cosas sobre las plantas y especímenes que observaba.
XIV

B erenguer nunca dejaba de sorprenderme, me dijo que


debía quedarse en aquella cueva unos días más, con
Juan, porque tenía que hacerle entender algunas cosas,
pero que yo podía marcharme a despedirme de Madre. La cueva en la que
habíamos pernoctado quedaba a poco camino del Monasterio de San Pedro de
Montes, una comunidad de santos que vivían en extrema pobreza, por elección
en parte y también por las duras condiciones a las que se enfrentaba aquel
monasterio. Habían caído en desgracia debido a la avaricia de los nobles del
entorno. Mi maestro me dio indicaciones para llegar al monasterio y dos
pequeños mensajes escritos, cuando llegué, entregué el primero de los
mensajes al Abad y me sonrió, dijo ser un buen amigo del sabio Berenguer.
Ordenó a un joven monje que preparase dos burros y me acompañase a
Ponferrada. Fue un descenso agradable, aquel muchacho estaba lleno de
curiosidad, o bien no eran muy estrictos acerca del voto de silencio en aquel
remoto monasterio, o bien el monje no tenía muchas ganas de guardarlo. Me
comentó varios chismes sobre las manías y pequeños pecados que sus
hermanos cometían, posiblemente para matar el aburrimiento. También me
preguntó sobre mi vida, parecía divertirse mucho con cada una de las
anécdotas que yo le contaba. Aunque omití muchos datos, habida cuenta de
que aquel joven chismoso no sabría contener la lengua. Al llegar a Ponferrada,
me despedí del monje, que se mostró muy triste mientras amarraba ambos
burros. No podía soportar la idea de tener que emprender en solitario su
camino de vuelta al monasterio. Aquel muchacho me había dejado ante una
enorme fortaleza sobre cuyas torres se elevaban pendones de color blanco y
negro. Atravesé el puente sobre el foso y me dirigí al guardia que vigilaba en
la barbacana del Castillo. El segundo mensaje escrito de Berenguer hizo el
mismo efecto que el primero. Un caballero barbudo salió a atenderme y me
dirigió a las caballerizas, donde me ofreció un corcel joven.
—Este es uno de los más briosos, está entero y aún no está domado del
todo, pero Berenguer dice en su carta que eres bueno con los caballos. No
tendrás problemas y te llevará rápido.
Sonreí, aquel corcel se movía inquieto, pero acercó a mí su cabeza al ser
palmeado, era bueno, solo necesitaba un buen compañero.
—¡Gracias, muchas gracias! —le dije, mientras agarraba la silla y el
cabezal que me ofrecía un mozo de cuadra.
—No hay que darlas, me dijo el caballero, devolviéndome el mensaje de
Berenguer. —Guardad bien este papel, ¡no lo perdáis nunca! y si necesitáis
algo: dinero, cobijo, cualquier menester, mostradlo en alguna encomienda o
casa de las nuestras. El Temple os atenderá.
Me fijé en el papel, había en su margen unas marcas que yo no entendía,
algunas de ellas estaban frescas, parecía que el caballero las había añadido.
Pasé dos días a galope tendido, descansando lo suficiente para no reventar
a mi cabalgadura. El potro se comportó bien, cabalgaba veloz y algo inquieto,
por esa razón nos compaginábamos muy bien. Éramos ambos de la misma
condición. Cuando llegué al convento en que se alojaba Madre ya era
demasiado tarde. Solo pude contemplar su tumba, no se encontraba en una
cripta. Me permitieron acceder al cementerio aledaño a la Iglesia, donde pude
rezar y llorar, ante aquella sencilla sepultura en el suelo. Era humilde y bella,
no se trataba de una losa de piedra, sino que habían plantado sobre ella varios
rosales de diferente tipo que por algún extraño milagro estaban floreciendo. El
Padre Román me presentó sus condolencias.
—Gracias, Padre, me hubiera gustado poder despedirme de ella en persona.
—Hijo mío, creo que lo hicisteis, al menos es lo que vuestra madre me
contó hace dos días. Dijo que marchaba tranquila, porque te había visto y le
habías dicho que adonde ella iba ya estabas tú esperándola. A partir de ese
momento, su rostro se hizo apacible, y pareció apagarse lentamente, como una
velita, en paz.
Aquellas palabras me tranquilizaron y a la vez me exaltaron: todo lo que
viví en la cueva era verdad. No se trataba pues de aquella suposición de Juan
acerca de posibles efectos tóxicos de las setas de Berenguer: Madre y yo
habíamos conversado realmente, y el Padre Román era testigo del mensaje.
Me arrodillé y lloré sobre la tumba sintiendo tristeza y alegría al mismo
tiempo.
—Hijo mío —el Padre Abad me agarró de un brazo y ayudó a
incorporarme—, levántate y seca tus lágrimas, el momento de la muerte ya
pasó. La muerte no es nada, no es el final de nada, solo es un paso más, un
cambio de estado. Lo has visto y vivido por ti mismo. La oruga se arrastra por
el camino, luego teje su capullo y pende de un hilo, se encuentra en ese estado,
transformándose y luchando, hasta que de un corte rasga el capullo, y nace de
nuevo transformada en mariposa. Le han salido alas y ahora es más ligera y
cercana al reino de los cielos. Ese corte por el que el gusano escapa del capullo
y se transforma en mariposa es el corte que representa la muerte; un corte que
no pude dar uno por sí mismo, ese corte no nos pertenece. Si tratamos de
rasgar el capullo antes de tiempo no maduramos lo suficiente, si tratamos de
retrasar el momento, moriremos dentro. Hacer ese corte corresponde al ángel
de muerte y solamente a él, como sirviente de Dios. A nosotros solo nos queda
prepararnos para aceptarlo y pasar a la siguiente etapa de nuestra vida.
—¿Qué hago ahora, padre?, no sé adónde dirigir mis pasos.
—Tu camino está trazado, hijo, solo que no lo sabes ver, ahora descansa.
Con el hermano Berenguer habrás aprendido algunas cosas, eso me cuenta en
su misiva. Ahora yo te enseñaré lo que sé.
Tras lavar y dar buena alfalfa y agua al potro, me aseé e incorporé a la vida
monástica. Me pidió mi parecer, aunque no lo necesitaba, acerca de la
propuesta de quedar a su servicio unas semanas. Aquello me apaciguó y trajo
la tranquilidad que precisaba en ese momento, algunas cosas empezaban a
encajar.
El padre abad tenía una nutrida biblioteca y dedicaba a numerosos novicios
al oficio de la copia. El día de mi llegada, me había entregado la biblia que,
muchos años atrás, había entregado a Madre, recaí entonces en algo. Aquel
hombre debía de ser ya mayor cuando entregó la biblia a Madre, y ahora
debería por tanto tener la apariencia de un venerable anciano o haber fallecido.
Sin embargo, aparentaba la edad de un hombre maduro. Si bien los ropajes de
monje y la tonsura en su cabeza así como su espesa barba imprimían seriedad
y antigüedad a su rostro, no mostraba los rasgos de vejez que cabrían en el
rostro de un hombre de los más de 90 años que le calculé.
Mi trabajo en aquel convento no difería demasiado del trabajo con
Berenguer, allí también cultivaban plantas y flores. El padre Román tenía
especial predilección por las rosas. Un día, tras haberme empleado a fondo
recogiendo varias sacas de rosas, el abad me condujo a un lugar del edificio
parecido por fuera a un horno de pan, aunque por dentro era muy diferente.
Tenía varios lugares destinados a fuego sobre los que se ubicaban una especie
de ollas enormes de cobre cubiertas por caperuzas, también del mismo metal.
Recordé por un instante al hojalatero e imaginé lo feliz que hubiera sido de ver
aquellos enormes cacharros que brillaban con ese resplandor, anaranjado.
¡Qué lejos quedaban aquellos tiempos! Sus palabras me ayudaron a salir de la
ensoñación.
—Esto que te muestro, Aldo, es un gran secreto, puede ser motivo de
riqueza y salud, pero también de desgracia y grandes males. Es por ello que
solo los dignos como tú pueden aprender su funcionamiento. Son alambiques,
sobre el fuego se coloca lo que llamamos retorta, volcaremos en ella las rosas.
Cuando terminamos de vaciar las sacas, el padre Abad añadió un cubo de
agua y me hizo encender unos leños para calentar la retorta. Tras encender el
fuego, dejamos caer una fina reja sobre las flores, para impedir que subieran
durante el hervor. Luego tapamos la retorta con aquella especie de caperuza
metálica llamada cuello de cisne, de la que salía un largo tubo que volcaba en
una damajuana que recogía las esencias evaporadas.
—¿Ves cómo funciona? Esto lo aprendimos de los sarracenos. Es así como
hacemos el agua de rosas. Los pétalos hierven y su esencia pasa al vapor,
gracias a la combinación del agua con el fuego. Luego, en el cuello de cisne,
ambos se enfrían y pasan a ser un líquido. Es como el agua, pero impregnada
de las sutiles esencias de la rosa. Una rosa se marchita y se pierde, pero si se
somete al proceso de destilación, se capta su esencia y perdura. Eso mismo
ocurre con nosotros, si nos centramos en la esencia y olvidamos de lo
accesorio, permaneceremos.
—¿Cómo se puede hacer eso?
—Es complicado, es un arte que tarda más de una vida en desarrollarse,
pasa de maestros a discípulos. Es conocida como Alquimia; y trata de las
transformaciones. Esto que te muestro es una cosa nimia en comparación de
todo lo que se puede conseguir.
—No lo entiendo —dije, al ver como empezaban a caer las primeras gotas
desde el cuello de cisne a la botella.
—Como te dije antes —dijo comprobando la cantidad de leña que en ese
momento ardía—, esto del agua de rosas es algo simple en comparación con
otras operaciones, empieza por aquí. Trabaja y aprenderás, todo es complejo y
al mismo tiempo está contenido en lo simple.
—Mira allí —señaló el muro al final de aquel taller, había allí unas pinturas
al fresco en las que aparecía pintada la figura de un ángel con las alas
extendidas. En sus manos sostenía dos copas cuyo contenido traspasaba de la
una a la otra.
— ¿Te recuerda a algo?
Mis ojos se iluminaro.
—¡Ese ángel es del Tarot! ¡Lo recuerdo! ¡La carta de triunfo de la
Templanza!
—Es un símbolo del Tarot y de más cosas —pareció sonreír bajo su espesa
barba—. No es un ángel, solo es alguien a quién han salido alas porque se ha
transformado, como ocurre con los líquidos. Ese es el misterio último de la
alquimia: el milagro de la transmutación. Muchos lo desean, pero conseguirlo
no es nada fácil. El camino está lleno de peligros y el enemigo está muy cerca,
tan cerca que no se ve. Algunas de las esencias que se destilan son perniciosas,
pueden matar o dejar ciego. Por esa razón, aquí como en la vida, prima la
templanza.
XV

M e entusiasmaba el trabajo con los alambiques,


empecé a entender algunas de las cosas que me dijo
Berenguer. Ahora sé cómo conseguía aquellos
frasquitos en los que concentraba la esencia de la lavanda. El agua de rosas ya
no tenía secretos para mí, era cuestión de proporción entre agua y pétalos y de
estar atento a que nada faltase: ni fuego, ni agua, todo en su equilibrio.
Al padre Abad le gustaba mi entusiasmo, en pocos días yo había
conseguido una gran producción sin ser apenas supervisado. Me dejó estudiar
un tratado de Alquimia que había traducido de los sarracenos. A pesar de estar
traducido, era tan oscuro que parecía aún expresarse en algarabía. De no ser
por los dibujos no hubiese nada que entender, dibujos y letras por separado no
eran nada, en su justo equilibrio me abrían la puerta del secreto, eso también
era Alquimia.
Me sentía mejor que nunca, había salvado la vida de la osa y la mía misma,
pronto, toda la ciudad de León se había enterado de la noticia, y querían
conocer a “La Dama del Milagro”. La madre del bebé me acompañaba, quería
bautizar de nuevo a su hijo, y que yo fuera su madrina. Según decía, su niño
había nacido de nuevo. El gentío murmuraba de mí y me comparaba con la
imagen de la Virgen Blanca de la catedral, la que había domado a la bestia.
Alonso me miraba con ojos maravillados, y no era el único: Alejo, Jaime,
Teresa, todos ellos parecían hallarse ante una extraña.
—¿Qué os ocurre? —pregunté a Teresa al oído— ¿Por qué actuáis así de
raro?
—Eres tú la rara, hablas de un modo en que antes no se te conocía.

Llevaba poco más de dos semanas con los alambiques y me parecía llevar
años. Trabajaba de sol a sol. También por la noche, cuando las operaciones lo
precisaban. Me encontraba dispensado de asistir a la liturgia de las horas por
orden del mismo Padre Abad. Las operaciones y los fuegos necesitaban de
continua supervisión. Tenía permiso para dormir en un cuartucho con un
jergón que se encontraba en el mismo edificio de los destiladores. Cuando caía
rendido en el camastro, el cuerpo descansaba de todas las idas y venidas,
acarreando leña, agua, flores, o los restos de pellejos de uva machacados que
me traían los hermanos que trabajaban en la prensa de vino. Eso se destilaba
para transformarlo en aguardiente. El cuerpo se agotaba y pedía descanso,
pero la cabeza no. Mi cabeza bullía más que aquellos calderones y sentía
dentro de mí un fuego más anaranjado y vivo que el que calentaba los
alambiques. Una noche, tras caer rendido en el jergón, noté algo que me hizo
despertar, había alguien más en el cobertizo, aunque no entendía quién podría
ser. Me removí inquieto, a tientas y busqué mi cuchillo.

Tanteé con la mano a mi lado y encontré el cuerpo de Alonso, que roncaba


a pierna suelta, su pecho se hinchaba y deshinchaba con su aliento de vino,
ajeno a cualquier asunto, no despertaría hasta el amanecer, por mucho que lo
zamarrease. No tenía sentido tratar de despertarlo. En lugar de ello y, por
temor a la sombra que había en la habitación, decidí bajar suavemente por mi
lado de la cama y reptar bajo ella por el suelo, hasta salir por el lado de
Alonso, agarrando el puñal que cada noche guardaba bajo el colchón antes de
echarse a dormir. Era una buena costumbre que mi marido había aprendido de
Arnaldo y no renunciaba a ella, por borracho que llegase.

Cuando lo tuve a mano, agarrado del revés, replegado sobre mi antebrazo y


con su filo hacia afuera, tal y como aprendí de mis primos. Me moví,
agazapado, intentando descubrir al intruso. Lo localicé, estaba solo a unos
pasos del camastro, era una silueta difusa. Apenas podía distinguir nada, había
poca luz: la proveniente del resplandor de los rescoldos de los alambiques que
se colaba por la apertura de la puerta entreabierta.
—¿Quién eres? —pregunté con un fino hilo de voz, temblando.
—¿No lo sabes? —contestó con una voz que me resultaba familiar—. Soy
el hombre más poderoso del mundo. Mis licores y aguardientes son bien
conocidos y gustados por todos —se jactó abriendo sus brazos y señalando
alrededor—. Aunque eso es solo una parte del negocio, una cortina de humo,
porque manejo los metales y los transformo en oro. Soy inmensamente rico.
Conforme hablaba, su figura se iba definiendo ante mi vista, era un joven
de mi estatura. Poco a poco, a cada palabra, parecía que crecía la luminosidad
en la estancia a pesar de que no haber en ella ni vela ni candil encendido.
Como por ensalmo, aquel joven empezó a brillar rodeado por una aureola
dorada.

Aquella mujer estaba vestida de una fina seda roja que parecía mecida por
una suave brisa que ceñía la prenda a sus contornos. Tenía muy buena figura y
curvas voluptuosas, era muy hermosa y atractiva, me fijé en su rostro y quedé
sin palabras. Su cara era la mía.
—¿Te sorprendes? —dijo con una sonrisa en sus labios—. No creo,
siempre he estado aquí, soy tú —sonrió mirándome como una enamorada—.
Quiero decir que soy tú cuando eres realmente tú: cuando no dependes de
nadie ni estás al servicio de nadie. Soy Blanca de verdad, Blanca sin los
demás, la mejor Blanca para Blanca. —Llevó sus manos a las caderas y me
miró de arriba a abajo: ¿Te gustas?

—¡Sal de aquí! ¡Fuera! —grité, apuntándole con mi cuchillo, mi voz y mi


brazo temblaban, pero mi determinación era clara ¡tenía que alejar de mí a
aquel engendro del demonio!
—Calma, dijo aquel ser de voz seductora. Me miró de nuevo de arriba a
abajo. Se movió despacio hacia mí, sonrió y soltó una carcajada—. No seas
crío, ¿crees que un cuchillo puede asustarme? Soy mejor Aldo que tú, si tú
tienes un cuchillo, yo también: y es más grande. —Abrió su mano y sobre ella
se materializó una espada enorme de hoja desnuda, sin empuñadura, la
agarraba por el filo mismo, sin miedo a cortarse—. Créeme, no te conviene
luchar contra mí: todo daño que me hagas, a ti mismo te lo harás; déjate de
niñerías y suelta el cuchillo. —Me lo dijo en tono calmado y amistoso,
dejando caer su espada al suelo.

Por alguna razón, solté mi puñal, que dio un sonoro golpe al impactar con
las losas de piedra. Alonso pareció agitarse un poco en el lecho, sus ronquidos
se interrumpieron un instante, para volver de inmediato con fuerzas y
cadencias renovadas.
—Míralo —me dijo aquella hermosa sombra vestida de rojo—: qué buen
señor y mejor siervo tienes. Te ha traído hasta aquí, colmada de regalos y
atento a tu más mínimo deseo, a pesar de tus traiciones. Eres buena en esto
Blanca, muy buena; pero serás aún mejor. Eres en realidad ama y señora de
Alonso, has poseído también el corazón y la carne de tu joven sirviente, Aldo.
¡Bien hecho! Toma lo que quieras, pero no te conformes con tan poco. Lo que
hasta ahora has poseído y disfrutado son solo migajas. ¡Te falta ambición!
Muy pronto, si te lo propones, podrás ser ama del mundo. Tienes la fuerza
para ello. Elevó su mano izquierda y descorrió un fino velo, salido de no sé
dónde. El velo caído me dejó ver un espejo negro que poco a poco se fue
aclarando. Me vi celebrando banquetes, presidiendo la mesa de honor. ¡Todos
brindaban por mí! Todo el mundo escuchaba mis palabras y aclamaba mi
nombre. Me encontraba vestida con finas ropas y acompañada por muchas
damas de corte. Yo estaba sentada en un trono, rodeada de joyas y manjares, la
fiesta continuó mucho tiempo. Entonces me di cuenta que por todos lados me
rodeaban jóvenes desnudos. De piel suave y cálida, también había muchachas
que me hicieron estremecer. Se acariciaban, me besaban con sus labios
sonrosados y con su aliento fresco susurraban mi nombre al oído.

—Aldo, Aldo, Aldo —clamaban y yo tiritaba de placer, mi piel se erizaba,


comencé a sentir una erección mientras las imágenes se sucedían en aquel
espejo negro.
—Aldo, ¿crees que siguiendo las normas vas a conseguir tu reino? ¿En
compañía de esos viejos mojigatos de hábito y comunión diaria? —me dijo
aquel joven.
Cierto es que se parecía mucho a mí, pero se expresaba con más sinceridad
de la que yo hubiera tenido nunca. —Puedes tenerlo todo, Aldo, no te
conformes con hervir pétalos de rosa, puedes crear alcoholes y licores que
hagan enloquecer a hombres y mujeres. Superarás con creces cualquier
negocio que tenga ese cornudo consentidor de Alonso. Él será una hormiga a
tu lado y tú tendrás a Blanca y a más de una Blanca, si quieres. Puedes
también convertir los metales: tú madre sabía el secreto y tú también lo llevas
dentro, solo tienes que recordarlo. Está en los libros de esos mamahostias con
capucha; solo tienes que esperar un poco. Sonsacar a ese tonto Abad y cuando
tengas toda la confianza: tomar los libros, llevarte el secreto y quemar todo.
Serás el mayor de los alquimistas y muy pronto, el rey del mundo. —Me vi,
en medio de aquel espejo, coronado, con los brazos abiertos en actitud
reinante. Había brillo de oro y fuego a mi alrededor, por un instante yo estaba
al mismo tiempo mirando hacia el espejo y viéndome desde dentro del mismo.
Lo que sentí, no me gustó nada.

Sentí que no era yo, ni siquiera una versión de mí. Miré hacia abajo y vi
que los pies de aquel ser inflamado reposaban sobre una peana. Encadenados
con grilletes a ese pedestal había dos personas: una de ellas era yo, mi pelo
estaba sucio y enmarañado, mi piel rasgada y magullada, la otra persona
encadenada era Aldo, con gesto de tremendo pesar. Entonces recordé algo, la
carta del Diablo. ¡Nos había esclavizado con sus artimañas!
—¡Fuera! —grité con todas mis fuerzas—. ¡Vete de aquí, no me engañas!
Aquel ser sonrió. Vi entonces que sus dientes eran más afilados que los
míos y que en sus sienes, justo debajo del nacimiento del pelo y un poco por
encima de la altura de sus cejas, se notaban dos protuberancias leves. Tenía
una especie de cuernos que no llegaban a sobresalir de la piel.

—Vamos, no seas bobo. ¿Qué más te da? ¿Prefieres estar aquí atado a estos
castos varones? ¿Privado de placer y hecho un esclavo del trabajo? —Se rió a
carcajadas señalándome con el dedo—. Y lo de casto te lo exigirán solo a ti y
a otros inocentes novicios de los que abusan igual que abusan de ti. ¡Porque
todo el mundo miente! Todos tienen vicios ocultos que no confiesan. Ellos son
más malvados que yo, yo al menos ni te oculto ni te niego las fuentes del
placer. —El espejo negro volvió a iluminarse por completo mostrando más y
más promesas de poder y gozo ilimitado.
—Tú eliges. ¿Te quedas aquí?: atado a ellos, para que disfruten los frutos
que a ti te prohíben mientras te prometen la gloria en el cielo; ¿O vienes a mí
para ser cubierto de la gloria de este mundo en este preciso instante?

—¡Fuera! —grité, pensé que no me saldría la voz, pero recordé el


momento en que me enfrenté a la osa. Extendí mis manos y grité fuerte —
¡Fuera! ¡aléjate de mí! ¡Fuera!
El espejo negro se rompió al mismo tiempo que un trueno que me
derribaba. Caí al suelo entre añicos, el espejo no fue lo único que estalló, se
rompieron los goznes de las ventanas y contraventanas. Una botella y una
jarro de barro, que contenían agua para nuestro aseo, también se rompieron.
Alonso despertó y al instante irrumpieron en nuestra estancia Alejo y su
escudero. Tras asegurarse de que estábamos bien, atribuyeron todo lo ocurrido
a la caída de un rayo.
Un alambique estalló, derribando parte del muro del edificio, las brasas de
los rescoldos y parte del contenido de alcohol se extendió por el taller, algunas
damajuanas explotaron, provocando un pequeño incendio. Me levanté y me
dispuse a apagar el fuego con una manta, al instante llegaron algunos monjes
alertados por las explosiones y ayudaron a sofocar las llamas.
XVI

M e encontraba cansada, pero me sentía en calma. La


caída del rayo no me había asustado ni dañado, todo
lo contrario, fue una centella liberadora. Durante la
conversación con aquella cosa que se parecía a mí, me había sentido fascinada
por lo que veía. Mi piel se erizaba y noté una calidez gozosa subiendo por mi
cuerpo, pero al mismo tiempo sentí un frío extraño en el corazón. Sentía calor
por fuera, mis ojos se maravillaban, pero a la vez algo gélido me paralizaba y
encogía por dentro comprimiéndome el corazón. Cuando saqué fuerza para el
grito y señalé aquella cosa con los dedos de las manos extendidos, ese hielo se
quebró con el sonido del trueno que cayó del cielo, mi corazón fue liberado.

Miré alrededor, el incendio no había afectado de manera seria a la


estructura del laboratorio. Lo que en un principio confundí con una explosión,
había sido en realidad la caída de un rayo, así me lo hizo saber el Padre Abad.
Un extraño destello sin lluvia que había derribado parcialmente uno de los
muros y reventado algunos alambiques. Las damajuanas y el resto de
recipientes que se incendiaron fueron apagados sin problemas. Dada la sólida
estructura de piedra del edificio y la ausencia de materiales que se pudieran
incendiar, el fuego no pudo correr.
—Te avisé, querido Aldo, el enemigo está cerca, más cerca de lo que uno
piensa.
—¿Sabéis lo que ha pasado?
—Un suceso sin importancia para los alambiques, es normal que ocurran
pequeños accidentes cuando se trabaja con fuegos y alcoholes. En cuanto a ese
rayo solitario caído en una noche sin tormenta, tiene más que ver contigo que
con el laboratorio.
—¿Ha ocurrido antes?
—Quizá no bajo las mismas apariencias y eventos, pero sí puedo imaginar
por lo que habéis pasado. También fui joven cuando me inicié en Alquimia.
No me sorprende lo ocurrido, aunque sí la premura. Sólo estás empezando,
aún no tienes las claves para realizar operaciones. Apenas trabajas con el
alambique para destilar agua de rosas y empiezas a aprender el tema de los
orujos. ¿Qué no ocurrirá cuando comiencen los trabajos de calcinación en el
Atanor[15]?
—Sobre eso —mi voz tembló, tragué saliva y reuní el valor necesario para
expresar lo que sentía en mi corazón—. Sobre eso —repetí con voz firme—,
tenemos que hablar.

—Alonso, no puedo continuar a tu lado —continué, mirando a sus ojos


llenos de ternura—. Lo siento mucho, pero no puedo mentirte. No te amo y no
es justo que continúe esta farsa.
Alonso negó con la cabeza.
—No, no puede ser. ¡Esto no! Estás aún turbada por lo ocurrido anoche,
necesitas descansar, pasaremos aquí unos días, el camino te tiene de nuevo
agotada.
—No es eso, Alonso, no lo entiendes. No te he sido sincera nunca. Me casé
contigo sin amarte, ese es el motivo de mi desgana y de mi tristeza. No soy
feliz a tu lado.
El ceño de Alonso se frunció y su voz pareció crisparse.
—¿Cómo que no eres feliz? —cerró los puños—. ¿Acaso crees que la vida
se reduce solo a buscar la felicidad?
Dio una leve patada a una banqueta —¡En la vida todo es compromiso! En
los negocios, en la amistad, en el amor: el compromiso es lo único que nos
salva de la perdición. ¡No seas cría! El amor del que hablan los trovadores es
solo eso, un cuento de juglares: el amor verdadero es compromiso y se cultiva
con el tiempo. ¡Quién siembra, recoge!
Rompí a llorar, agarré los puños cerrados de Alonso e intenté ablandarlos
con caricias.
—No es así, Alonso, al menos no es así conmigo. No soy una de tus fincas,
por muchas esperanzas que abrigues, por mucho que inviertas y por muchas
personas que pongas a cuidarme. No hay nada que puedas hacer para que yo
fructifique como quieres, no soy tu finca Alonso, deja de engañarte.
En ese momento, sus puños se abrieron y agarró mis manos.
—Lo arreglaré. Lo haré mejor. ¡Quédate conmigo! ¡Lo haremos a tu
manera! Estoy dispuesto a aceptar tus condiciones. ¿Quieres tener tu propia
alcoba? ¿Vivir a tu antojo? ¿Disponer de tu propio tesoro y hacienda?
Hagámoslo todo a tu modo, seremos socios. Sé libre de poner tus condiciones,
yo solo te pido que intentes construir el amor a mi lado y que me des hijos,
serán mis herederos y los tuyos, en una casa fuerte.
—No es posible Alonso, no hay nada que hacer. Ese heredero, como
nuestro amor, nacerá muerto. —Tragué saliva, me sabía mal hablarle de
manera tan directa, pero peor me sentiría manteniendo por más tiempo esta
mentira.

—El padre Abad me miró a los ojos.


Tienes que reflexionar, hijo, no te precipites. Has pasado una mala noche,
pero a todos nos ha ocurrido. Las tentaciones están ahí y es nuestro camino
superarlas y permanecer firmes. Tienes potencial y capacidad. Quédate y
persiste, fuera de aquí no hay nada. Ora et labora[16]. En este laboratorio y
obtendrás secretos y conocimientos bellísimos, más allá de cualquier
apariencia.
—Toma al menos un tiempo para reflexionar, el vínculo del matrimonio es
sagrado; no podemos separarnos así porque sí. No hay modo de justificar esto:
puedes ingresar en un convento por un tiempo. Otras señoras lo hacen,
mientras sus esposos peregrinan a Tierra Santa.
—¿Cómo te atreves a proponerme eso, Alonso? No puede ser. Poco
importan ahora otras señoras y otras familias. Si quieres tener una justificación
cara a los demás, di que he muerto en este viaje. Es lo que deberías hacer:
considerarme muerta y empezar de nuevo, con una mujer que comparta tu
forma de vida.

—Lo siento, Padre, me resulta imposible quedarme. He visto mi ambición


y también he visto adonde me puede llevar. No quiero conocer nada de eso,
esos secretos que bien sabéis son peligrosos, pueden serlo aún más en mis
manos.
—Hay un método, una vía ascética, que os ayudará a resistir las
tentaciones: ¡Adheríos a la regla! ¡La regla os mantendrá firme ante la
tentación!
Recordé a mi compañero, Juan, él será feliz cumpliendo reglas a rajatabla.
—No es eso lo que quiero, Padre. Quizá para otros sea el camino y la
firmeza, la renuncia les llene de gozo. Yo, sin embargo, tengo que alejarme: ni
me seducen las pompas y vanidades del demonio, ni me seduce la vía de
renuncia y firmeza extrema que vos me ofrecéis. Espero que lo comprendáis,
no soy un monje, soy un peregrino.
XVII

L a luz de las estrellas se reflejaba en el agua, aquel


abrevadero era un espejo claro y fresco donde todo el
universo titilaba. Candil bebía con fruición. Así es como
había llamado a aquel potro indómito. Tenía una mancha blanca en forma de
llama que brillaba sobre su testuz castaña. Me vino a la cabeza ese nombre
desde el momento en que lo vi, pero no me atreví dárselo, dada la premura con
la que salimos al galope nada más conocernos. Luego, tras los largos días
pasados en los alambiques, y contando con el visto bueno del Abad para mi
marcha, lo conducía de regreso a efectos de su devolución al Castillo de
Ponferrada.

Aquella misma noche, salí de madrugada. Alonso roncaba, a pesar de todo


lo ocurrido, o quizá debido a ello, porque había bebido más de lo habitual. Mi
buena amiga Teresa lloraba y me abrazaba. No podía llevarla conmigo, no era
justo, ella y su familia estaban bien con Alonso. La casa de Alonso y todo su
entorno podrían volverse contra Teresa y su familia y hacerles pagar las culpas
de mi desaparición.
Teresa me había preparado un zurrón con algo de comida. Me trajo también
una de las capas que usábamos para cabalgar, aunque esta vez marcharía sin
montura, agarré el puñal que Alonso guardaba bajo el colchón, algunas
monedas y las añadí al equipaje. El servicio más importante de Teresa, su
último recado y por el cual arriesgaba su vida, había sido ir a buscar a los
comediantes callejeros. Se lo encargué de mañana, cuando, tras esa noche en
la que el rayo rompió tantas cosas, tomé mi decisión definitiva. Teresa había
pasado el día buscándolos. No vio a la mujer ni a la jaula de la osa, tampoco
quiso preguntar por no dar más pistas de sus intenciones. Con las esperanzas
casi perdidas, encontró a uno de los jóvenes, que, tras un titubeo de
desconfianza, miró al fondo de los ojos de Teresa y la condujo a las afueras de
la ciudad. Había un campamento de unas ocho o diez carretas. Unos hombres
se afanaban en reforzar una nueva jaula para la osa. Estaban colocando
escuadras y refuerzos de hierro sobre a los nuevos listones de madera.
La mujer de cabello negro ensortijado salió del campamento y habló con
Teresa, se comprometió a llevar el asunto con discreción, incluso entre los
suyos. Acudiría ella sola, de madrugada, para ayudarme a escapar.
Estábamos en el portal de la hospedería, cuyo guarda, un joven rechoncho,
se encontraba sentado a una mesa dormitando con la cabeza acurrucada sobre
los brazos cruzados. Teresa se adelantó, desplazó la tranca que aseguraba la
puerta y salió afuera. La luz de la luna brillaba y era tan intensa que podía
verse la calle casi como si fuera de día. De una sombra salió ella. Cuando me
vio salir, cubierta por la capa, me conminó a quitármela.
—Guarda eso, que pareces un castellano. —Deshizo un hato de ropa que
traía y me hizo ponerme una falda ancha y larga, luego me cubrió la cabeza
con un largo chal que me cubría hasta casi la cintura.
Teresa se despidió de mí con un beso en la mejilla.
—Vamos, antes de que venga algún guardia. Estar por la calle a estas horas
es de maleantes —dijo la mujer agarrando mi mano—, cuanto antes salgamos
de aquí, mejor.
Caminábamos de manera queda, echando un vistazo antes de cruzar cada
esquina. A veces teníamos que esperar o desandar una calle para evitar un
encuentro con algún descarriado. Solo divisamos una vez, de lejos, una
patrulla de guardia a la que evitamos sin problemas. La mujer me condujo por
unas callejuelas estrechas hasta un jardín que lindaba con la muralla. Matas de
hiedra escalaban el muro. Ella tanteó entre las hojas hasta encontrar una
cuerda anudada.
—Todas las puertas de la muralla están cerradas —susurró, acercándose a
mi oído, pude sentir el roce de sus labios en el lóbulo de mi oreja, su pelo olía
a canela y a romero—. Podríamos sobornar a los guardias, porque todos tienen
precio; pero hoy es mejor hacerlo así.
Una vez descendimos, continuamos caminando extramuros. Avanzábamos
atentas a cada paso que dábamos entre aquellas casuchas que se distribuían de
modo cada vez más disperso. Al rato, llegamos a una taberna. Dentro se veían
luces y se escuchaban voces.
—Ahí están mis primos, jugando a los naipes, es su despedida de León —
vamos a recogerlos. Pronto saldremos de aquí. Tú calladita y tápate con el
pañuelo.
La mujer dio unos golpes a la puerta entreabierta. Echamos una ojeada: en
el interior solo quedaba una mesa con cuatro hombres. Uno de ellos, por su
delantal sucio, parecía el tabernero. A su lado había otro hombre, a todas
vistas, borracho. Sus ropas parecían indicar que se trataba de alguien con
muchos posibles. Ese hombre señaló hacia la puerta y palmeó la espalda al
tabernero.
—¡Pardiez! Sancho, esta sí que es buena. ¿Habías reservado lo de las
mujeres para el final?
El mesonero negó con la cabeza justo en el instante en el que otro de los
jugadores, un joven moreno de anchas espaldas dijo con voz grave.
—Son nuestras mujeres.
El hombre adinerado echó mano a su bolsa y sacó un puñado de monedas,
que añadió a las que había puesto de baza para la partida que se encontraba en
curso.
—Entonces, ¡no se hablé más! ¡Las veo! Ahí va mi oferta por las dos.
El hombre soltó tres carcajadas mientras nos miraba con lascivia. El
tabernero trató de evitar la ofensa, retirando el dinero, pero el joven robusto se
levantó de su silla y dio un golpe en la mesa con el puño que hizo temblar
tanto al tabernero como a su cliente.
—A nuestras mujeres, ni tocarlas —con un rápido movimiento de la mano,
retiró todo el dinero de la mesa, lo guardó en su bolsa, y recogió los naipes—.
La partida ha terminado.
El joven corpulento abandonó la estancia, seguido por su compañero de
juego, de la misma edad, aunque más menudo. No había soltado palabra, pero
había estado atento a todo y tenía su mano derecha oculta dentro de un zurrón
que portaba cruzado.
Salimos de la venta y nos dirigimos, campo a través, hasta donde se
encontraban las carretas. Nadie cruzó palabra conmigo, solo escuché a la
mujer hablar con el joven corpulento.
—¿Cuántas veces os he dicho que no entréis en juegos con ese tipo de
gente? ¿Queréis meternos en un lío?
—¡Nah! Si ya nos íbamos. El tabernero es un buen hombre y siempre tiene
buenos tratos con nosotros. La partida iba bien, todo fue legal y amistoso. Es
esa gente de dinero, ellos son los peores canallas, se creen que con su oro todo
lo pueden comprar, y eso no puede ser.
—No, no todo se puede comprar, dijo la mujer.

La noche era tan clara que no me importaba continuar. Candil, tras el


descanso, parecía tener brío para seguir, así que continuamos un trecho más.
Tenía ganas de llegar cuanto antes a Ponferrada. Pasado un largo trecho, pude
ver la luz de los faroles de lo que parecía una venta, escuché jaleos. Un caballo
relinchaba y lanzaba coces, mientras un hombre intentaba calmarlo
agarrándolo de las riendas. Pedí a Candil que saliera a trote ligero, cuando
llegué la escena era cómica. Un hombre borracho, se revolcaba por el suelo sin
apenas llegar a ponerse en pie, mientras que otro, fornido y ataviado con un
delantal, trataba de parar a un caballo nervioso. El animal, agarrado por las
riendas, daba vueltas y vueltas como una burra de noria. Soltando coces y
poniéndose de patas.
Dejé a Candil bebiendo en el abrevadero y me dirigí hacia el hombre que
tenía agarradas las riendas. Las agarré y calmé a aquel ventero tocándolo en el
hombro.
—Tranquilo, amigo, yo me encargo.
Aquel hombre grueso parecía aliviado de poder dejar las riendas a alguien.
Me las entregó y se retiró unos pasos, secándose el sudor de la frente con su
sucio delantal.
—Estoy viejo para esto, ¿quién me mandaría hacerme mesonero?
Palmeé al caballo en el cuello hablándole alto y tranquilo. Tras varias
vueltas, se prestó a parar y lo palmeé de nuevo. Recorrí a palmadas todo su
lomo y noté que la silla estaba muy floja. Pedí al ventero que agarrase de
nuevo las riendas, sin decir disparates ni moverse y ajusté la silla tirando
fuerte de los correajes.
—¿Quién ensilló el caballo?
—Yo mismo, ¿creéis que su amo estaba en condiciones? —dijo el ventero
señalando a aquel hombre que se encontraba gateando y vomitando al tiempo
que, con gritos llorosos, cantaba una romanza.
—Tenéis razón, él no podría hacerlo mejor —sonreí un poco, mientras
acababa de revisar la cabezada y el bocado—. Ya está listo, creo que el caballo
quiere mucho a su amo. Temía que al no estar segura la silla, este cayera y
rompiera el cuello. Ese era el motivo por el cual se mostraba indómito.
—¡Pues gracias por la ayuda, muchacho! Yo podría haber estado toda la
madrugada a vueltas con el caballo. Vamos, pues ¿me ayudas a montar al
amo?, ahora que la silla es segura.
—¿Estáis seguro de que es lo apropiado? ¿Puede ese hombre montar en
estas condiciones?
—Ah, sí, no os preocupéis, no es la primera vez, el caballo se sabe bien el
camino de vuelta a casa. Los guardias y vigilantes también lo conocen, perded
cuidado, este hombre y su bolsa cultivan buenas amistades.
Entre ambos colocamos al jinete sobre el caballo. Bien sujetos los pies
sobre los estribos, aquel hombre, vencido, cayó hacia adelante. Su cabeza
reposaba sobre el cuello del caballo. Su vientre y pecho se dejaban caer hacia
adelante sobre la silla. De alguna manera, aquel hombre tenía la postura
estudiada de tal modo que el pomo y otros elementos no le molestasen. Sus
brazos se balanceaban despacio, colgando a ambos costados del caballo. El
animal comenzó a moverse con pasos lentos.
—Veis, no es la primera vez, os lo aseguro. —Me dijo el ventero mientras
el caballo emprendía el camino. El jinete parecía estar reconfortado con el
paso del animal e incluso se arrancó a cantar mientras se alejaba:
“¿Qué me diste oh, Morgana?
¿Qué me pusiste en el vino?
Que le tengo de las riendas
y no veo el mío rocino”.
Con las primeras luces del alba, las carretas emprendieron la marcha. Lumi,
la comediante, me aconsejó quedar dentro de su carreta y, en caso de que
alguien nos importunara, cubrirme con su chal y no decir palabra.
—Si nos para algún guardia, tú serás mi prima la muda —dijo riendo—,
pero no nos pararán, porque tienes mucha fuerza.
—Gracias, no sé cómo pagarte —le dije, echando mano de mi monedero.
—¡Quita, niña! Que esto es como dijo mi primo el grande: ¡no todo se
puede comprar! Que amor, con amor se paga y lo que hiciste por mi osa, a mí
no se me olvida. Además, hubo un buen augurio, yo ya lo sabía que teníamos
que encontrarnos otra vez y que de alguna manera, tú te vendrías con nosotros.
Estos días hay buena luna y con buena luna vamos a llegar a un sitio en donde
te quiero enseñar una cosa.
XVIII

L as carretas eran lentas, pero a pesar de todo, llegaban a


su destino. Habíamos parado a ratos por el día y por la
noche para dormir y dejar descansar a las bestias. Todo
sin armar jaleo, y siempre continuando el camino al rayar el alba. Las carretas
pararon poco antes de las murallas de Astorga, junto a un río donde las bestias
pudieron tomar agua fresca. Todos comenzaron a descargar y a montar el
campamento. Se quedarían allí unos días, pero a Lumi no le pareció buena
idea dada mi situación. Quién sabe si Alonso había organizado mi búsqueda.
Aunque así no fuera, en breve podría continuar su camino y encontrarme aún
sin quererlo. Lumi pretendía poner más tierra de por medio, aunque tampoco
era adecuado alterar la ruta. Si veían la caravana pasar de largo, dejando atrás
tan importante ciudad, todo el mundo sospecharía.
Al final, sin dar muchas explicaciones, consiguió que los suyos aceptasen
que continuáramos en solitario. Repetía a cada rato que la luna llena se iba y
tenía prisa por una cosa.
Caminaba hacia mí, con pasos firmes y su negro cabello suelto. Traía una
sonrisa amplia y ese brillo en su ojos verdes que a veces hacía que se me
erizaran los pelillos de la nuca. Me entregó una cesta y preguntó.
—Siendo de tan buena cuna ¿te habrán enseñado a bordar?
—Sí, un poco —mi voz temblaba y mi mirada esquivaba la suya, no por
miedo, era otra cosa la que sentía.
—Pues tú a bordar y a lo que haga falta, niña —me acarició una mejilla y
creí morir de sonrojo.
Subimos a una carreta que se encontraba llena de telas.
—Tú ponte atrás y chitón, y rebusca todo el género que hay. Ve doblando y
ordenando. Empieza a bordar algo, por si alguien nos para, que no te pillen en
un renuncio. ¡Que mi prima la muda es “mu” buena bordadora!
Había anochecido y el viaje continuaba. Quizá fuera por eso tan importante
la luna. Su plateada luz permitía continuar el viaje a pesar de la noche. Los
lobos aullaban, pero ni Lumi ni sus bestias parecían asustadas por ello. Tal vez
fuese por el traqueteo o por el agotamiento, quedé dormida, no sé cuánto
tiempo, hasta despertar por un vaivén rápido de la carreta.
—¡Jooo!, ¡jooo! ¡jooo! —gritó Lumi, calmando a las bestias, yo también
grité— Tranquila, chiquilla, es que está el camino “empinao” “pa” abajo.
Tuve que incorporarme y agarrarme bien, las telas apiladas se tambaleaban
y me caían encima. Parecíamos descender por una pendiente, empecé a
marearme.
Cuando el carro paró, estábamos en medio de la nada, rodeadas de
matorral. Lumi sacó la carreta del camino y la dejó disimulada tras unos
acebos. Ató a las bestias un trecho más allá, perdidas a la vista. La vi sacar una
bolsita de su delantal y espolvorear algo a su alrededor.
—Son polvitos de sal negra con voladora, niña. ¡“Pa” que no se les
acerquen los lobos! Con la carreta no se puede bajar más —dijo, regresando y
entrando a la caja de la carreta para coger algunas cosas, que sacó atadas en un
hatillo de tela— ¡Vamos, ya no queda “ná”!
Continuamos bajando por un andurrial. De pronto, Lumi se paró y llevó
una mano a su oreja:
—Escucha —dijo—, ¡es el rumor “escondío”!
Agucé el oído y escuché como un canto de agua. Conforme descendíamos,
ese canto se hacía más fuerte, hasta que se despejó la vegetación y pude verme
en el fondo de una garganta sobre la que caía, desde muy arriba, una cascada.
Sobre la rocas, negras y escarpadas, se deslizaba, descendiendo a saltos, una
cortina de agua que brillaba como la plata bajo la luz de la luna llena. Los
aullidos de los lobos parecían elevarse junto al rumor de la cascada. Quedé un
momento absorta, mirando hacia arriba, contemplando la caída de agua hasta
que un ruido me sorprendió. Era Lumi, chapoteando.
—Vamos, niña, ¡báñate! ¡Te sentará bien!
—¿Está fría? —pregunté.
—No lo suficiente, niña, tú tienes mucho fuego.
Me ruboricé y empecé a sentir calor. Sin pensarlo demasiado, me desnudé
y me metí en el agua, al principio encogida. Lumi me miró, riéndose.
—Mira hacia arriba, olvídate del frío.
Extendí mis brazos y me dejé flotar, mirando al cielo, la luna estaba plena,
allí arriba y miles de gotitas caían como perlas luminosas desde lo alto de la
cascada, iluminadas por su resplandor. Ella reinaba en lo alto.
—¿Era esto?
—Sí, era esto—, susurró Lumi en mi oído, mientras me acariciaba con sus
manos, rozó mi vientre y mis pezones. Me estremecí, mas no me aparté. La
quería cerca, pero ella salió del agua y tendió una tela blanca sobre la hierba
fresca que crecía a la orilla de la poza.
Me agarró de la mano y tiró para sacarme del agua, hablando suave.
—Esto quedará entre tú y ella. Túmbate, mírala.
Me tendí sobre la tela y miré hacia la luna, mientras el incesante
chisporroteo de agua plateada que descendía de lo alto y se posaba sobre mi
piel. Noté una caricia, Lumi me estaba untando con algo que sacaba de una
calabaza seca.
—¿Qué es? —pregunté, tratando de incorporarme.
—Aguamiel y algo más, ten “cuidao”, que emborracha —empujó
levemente mi hombro para hacerme volver a la posición tumbada y dejó caer
de entre sus dedos un poco de aquel líquido sobre mis labios. Me supo dulce,
pero tenía cierto regusto balsámico. Me gustó tanto que lamí sus dedos
buscando más, ella se rio.
—Tranquila, no tengas prisa, no es lo único que probarás esta noche.
Yo me iba sintiendo cada vez más feliz conforme ella me untaba con
aquella dulzura punzante. Era una felicidad tranquila que me iba aflojando el
cuerpo. Intenté moverme, no podía, pero aquello no me inquietó. Lumi dejó de
tocarme y al momento la vi, mostrando frente a mí el mazo de Tarot que me
regaló Alonso.
—Lo encontré en tu zurrón, fue la señal que faltaba para traerte hasta aquí.
Aquella mujer empezó a dejar los naipes sobre la tela, haciendo un círculo
alrededor mío.
Después de trazar el círculo, volvió de nuevo, con un pequeño recipiente de
cerámica en la mano.
—¡Verás, niña! En verdad no te he traído yo, te ha traído él, pero eso ya lo
sabes. Solo tienes que pedirle ayuda a la Luna para recordarlo. —Lo dijo
untándome las axilas con aquello que traía en el tarro, era una especie de
manteca blanca. Me pareció que estaba caliente, aunque no había fuego en el
que la pudiera haber calentado. Mis ojos se volvieron hacia arriba y vi la Luna
aún más grande. Las gotas de la cascada estaban danzando a mi alrededor, al
punto de parecer que tuvieran piernas y brazos. Bailaban al son de una extraña
canción entonada por los lobos que yo apenas podía entender. Noté un fuego
tremendo abrasando mi sexo, traté de moverme, pero no podía. Solo moví mis
ojos y pude ver como Lumi, estaba introduciendo en mí sus dedos
embadurnados con aquel ungüento blanco.
—¿Quema, verdad? Se te pasará, ya te avisé que el agua no estaba lo
suficientemente fría.
Miré a Lumi, que continuaba hablando, aunque yo no la escuchaba, la vi
cambiar, al punto que parecía una moza más joven que yo. Después, observé
que a cada palabra iba envejeciendo, vi su cuerpo desnudo, mutando y su
vientre y sus pechos hincharse como los de una mujer preñada y luego
deshincharse. Su rostro se fue arrugando y su piel llenándose de colgajos y
arrugas hasta aparentar una demacrada anciana y desaparecer.
Miré al cielo, la luna también se movía, estaba creciendo hasta llenarse y
luego decreciendo hasta dejarme ver el cielo encendido de estrellas, así, una y
otra vez, ciclo tras ciclo. Mientras, me contaba una historia. Era mi historia, un
libro leído página tras página. Era la historia de una vida en la que yo me
sentía estar encarnando en todos y cada uno de los triunfos del Taroquio.
XIX

E l Sol brillaba, era tarde para emprender camino, pero


tenía que continuar. Aquel ventero leonés me pidió que
me quedara un día más. Me estaba muy agradecido por
la ayuda con el caballero el día anterior, también porque me había quedado
toda la mañana adecentando a sus mulas. No pude hacer otra cosa, me fue
imposible soportar verlas sufrir. De lanudas que estaban parecían ovejas, se las
pelé y les recorté los cascos. Cuando un animal se queda mucho tiempo quieto
y sin herrar, los cascos les crecen como a nosotros las uñas y no se gastan de
caminar. Así se les acaba desigualando la pisada y eso les da mucho dolor en
los huesos.
Sancho, que así se llamaba, me llenó las alforjas con buen vino, queso y
cecina. Me dijo que volviera cuando quisiera, que tendría trabajo y cobijo para
mí. Se lo agradecí, le dije que el mejor pago era ver a esas mulas contentas. El
ventero, al escucharme, torció la cara y escupió al suelo, después le dio una
palmada a Candil y me despidió deseándome buen camino.
Me llevé dos días cabalgando y descansando a ratos hasta llegar a
Ponferrada, allí mostré mi documento al escudero que en ese momento
vigilaba la puerta del castillo del Temple y pasé a devolver a Candil. En las
caballerizas me saludó el mismo caballero barbudo que me entregase la
montura semanas atrás. Elevó las cejas inspeccionando el papel y se mostró
sorprendido por la visita.
—No tenéis que devolver el caballo, es vuestro, aquí lo pone.
—No puede ser, le dije.
—Lo es, tal y como os comenté, Berenguer tiene una suma de dinero
depositada en el Tesoro de la Orden y este documento os facultaba a hacer
gasto de ella. Por tanto, cuando tomasteis el caballo, lo estábais comprando y
así quedó registrado. —Dijo esto mostrando unas marcas sobre el papel.
—No lo entiendo —contesté.
—De eso se trata, partid en paz. —Dibujó una sonrisa, devolviéndome el
papel y dándome última información—: por si os interesa, Berenguer estará
por unos días en el monasterio de Santiago de Peñalba, así se lo hizo saber
ayer a una de nuestras patrullas.
Llegué a Peñalba al atardecer, el reencuentro con Berenguer y Juan me fue
muy grato. Los encontré trabajando en el huerto. Se afanaban en enseñar a los
otros unas mejoras que facilitarían la siembra y el riego de aquellas tierras.
Descansaron un rato y les pude contar de mis andanzas, agradecí a
Berenguer la compra de Candil.
—No ha sido nada —dijo el monje—, para eso está el dinero. Tenemos
voto de pobreza, nada es mío. De poco nos sirve acumular las ganancias que
obtenemos con el comercio de esencias y alcoholes si no es para emplearlo en
facilitar las cosas —suspiró un momento—. Para eso debería servir siempre el
dinero y no para egoísmo y ambiciones. La Orden del Temple ha establecido
unos usos en los que el dinero no puede ser robado. Si alguien emprende un
viaje, puede depositarlo en una casa del Temple a su salida y estar seguro de
no perderlo y poder recurrir al que necesite en el momento preciso.
—Eso está escrito en este papel, ¿Verdad? Son las letras que no entiendo.
—Así es, está escrito de modo que nadie ajeno lo entienda. De otro modo,
habría pícaros falsificando letras de cambio y todo se malograría. Donde se
hace un bien, siempre puede aparecer un mal. El diablo está siempre cerca,
acechando. Es por ello que muchas cosas se hacen en secreto, para evitar que
se malogren.
Después de lavar y aposentar a Candil con las otras bestias, cené con la
humilde congregación en noble silencio y participé en las oraciones de
completas. No era aquel mi camino, cada vez lo tenía más claro, aún así,
aquello me reconfortó. Después intenté descansar en la estrecha celda que me
asignaron.
La noche fue agradable y, a pesar del desvelo para participar en nocturnales
a mitad del sueño, pude conciliar a ratos un descanso reparador. En cierto
momento, me pareció al abrir los ojos que soñaba despierto con Blanca,
aunque no parecía ella misma. La vi desnuda, sentada en un trono, con una
media luna a sus pies. Fue solo un instante, luego desapareció, me giré en el
jergón y volví a quedar dormido. Al amanecer, después de laudes, Berenguer
me pidió que le acompañase a la Iglesia.
—¿Qué ves aquí?
—Es una iglesia dedicada al Apóstol. —La verdad es que había participado
en las oraciones, pero estaba tan cansado y adormecido que no presté mucha
atención a lo que me rodeaba.
—Esta iglesia no es un lugar cualquiera, contiene tantos misterios que no
me da tiempo de contarte ahora. Solo te pido que te fijes en el ábside. Encima
del altar mayor hay una cúpula, quizá no lo sabes, pero los sarracenos tienen
cúpulas similares en sus mezquitas. Fíjate bien en otra cosa: si miras hacia
delante ¿qué ves?
—Un ábside, con el altar mayor.
—¿Y si miras hacia atrás?
—Otro.
—Exacto: no habrás visto ningún templo así. Las Iglesias muestran una
dirección y todo el mundo ha de mirar hacia adelante. Aquí mires hacia dónde
mires: adelante, atrás, o incluso a los lados del crucero, te encontrarás con lo
divino. Aprende, a veces las piedras te hablan más que los libros. —Me agarró
del brazo y me llevó hacia la zona del coro. Señaló hacia una pared enyesada,
había allí arañadas una especie de inscripciones.
—¿Lo ves?
—Son esas marcas, otra vez, como las del documento.
Observé un sin fin de rayas y garabatos, algunos parecían nudos de cuerda
que se cerraban sobre sí mismos. Pude ver incluso algún animal fantástico, no
entendía cómo podía leerse aquella mezcla tan caótica.
—Algunas sí se parecen al código templario, otras son más antiguas. Hay
marcas personales, algunas son mensajes, otras son marcas de gremios y
cofradías. Todo el que pasa por aquí, deja su marca para que sus hermanos
tengan noticia de la visita —señaló una en concreto— Esta es reciente.

Me sorprendí mucho con la marca, me era conocida: se trataba de la misma


marca que había dejado trazada en la carreta de Madre aquel bufón loco.
—¿Qué significa? ¡Aclaradme vuestras palabras! ¡Necesito saberlo!
—Calma, muchacho, no puedo decirte más, demasiado hago con señalar
para que tú desarrolles la atención precisa.
— ¿Para qué? ¿Qué se supone que tengo que hacer con todo esto que me
mostráis?
—Si te lo digo, te daré el trabajo hecho y nada de provecho obtendrás de él.
Es más sencillo de lo que piensas: ora et labora.
Resoplé exasperado.
—No sé qué hacer, ya os he contado en confesión las tentaciones y los
malos pensamientos que he tenido. He decidido alejarme de todo: de
vanidades y artificios; pero la vida monacal no es la vida que quiero. De nuevo
estoy perdido.
—No es así, pocos de los que conozco tienen tan claro su camino. La
mayoría sigue al rebaño y ni siquiera se lo plantea: unos acaban siendo santos
otros acaban corrompidos en el poder o la gloria; pero pocos siguen su
verdadero camino como estás haciendo tú.
Cuando te digo ora et labora, no te estoy diciendo que lo hagas tal y como
pueda hacerlo otra gente. Encuentra tu propio modo de orar y tu propio modo
de trabajar, en este templo. Un templo que no está limitado por estas paredes,
por bellas y robustas que sean. El templo es mucho más grande y está
desordenado. Tu labor puede ser ordenarlo en la medida de tu capacidad.
Recordé entonces las palabras del bufón loco, cuando aquella noche me
habló del enorme palacio. Ese que tenía por techo las estrellas y por columnas
los altos árboles. Vi la mirada de Berenguer y su sonrisa. A pesar de su vida
monástica, él también era un loco. Abracé a mi maestro y fui corriendo a los
corrales. Ensillé a Candil y salí a trote rápido camino de la que, a mi entender,
era la mejor capilla. Aquella en la que podría orar a mi manera. Cuando llegué
a la cueva, desensillé a Candil y lo dejé pastando unas yerbas que crecían a la
entrada. Había rescoldos recientes de una fogata, justo al lado.
Cuando entré no vi a nadie. El ambiente de la cueva pareció arroparme, me
sentí cómodo, tranquilo. Mi ansiedad por correr hacia ella había cesado. Quizá
en otro momento hubiera podido sentir decepción, pero hoy no, ahora no.
Había observado, mientras cabalgaba con Candil, todo el enorme templo que
se extendía en las cuatro direcciones. Los grandes y verdes árboles, las
columnas montañosas. Toda la creación era una catedral que me hablaba
cuando el viento agitaba las hojas de los árboles, que cantaba a coro con el
trino de los pájaros.
En la cueva no encontré nada y era eso lo que necesitaba: nada. Un sitio
donde orar, al igual que el canto de los pájaros podía ser un himno, la voz de
un pobre peregrino, podía ser una oración. Comencé a hablar en silencio, unas
palabras que parecían fluir de mi corazón y me llenaron de gozo. Mientras
hablaba, escuché el sonido de una flauta y me dejé envolver por él. Mis
palabras se tornaron en canto y la oscuridad de la cueva se fue aclarando, era
mediodía y un rayo de sol iluminaba el interior de la cueva desde una oquedad
que se abría un poco más arriba del arco natural que daba entrada a la misma.
Yo me encontraba arrodillado justo en el sitio que había iluminado el sol. Tras
un rato orando y cantando, salí de la cueva. El sol de mediodía me cegó la
vista un instante. En mis oídos seguía sonando la melodía dulce de aquella
flauta, que por un momento pareció incrementar su intensidad. Me di la vuelta
y miré hacia arriba. En la oquedad que daba luz a la cueva, se hallaba sentado
el bufón loco que, al verse descubierto, soltó la flauta y empezó a aplaudir. De
dos saltos ágiles, bajó de la peña y me apretó entre sus brazos, cubriéndome de
besos.
—¡Magnífico canto, hijo! ¡Estoy tan orgulloso de ti!
XX

H abíamos parado junto al río, cerca del puente de


Villafranca, allí nos reunimos con el resto de carretas,
esperando el día del mercado. Me contó Lumi que
cuando llegase el día de comercio pagaríamos el pontazgo y entraríamos a
montar los puestos.
Desde la orilla del río podía ver a la gente pasar por aquel puente, entrar y
salir en la villa, cada uno en sus afanes, como si sus pequeños problemas
fueran lo único importante. A mí ya nada me angustiaba, había visto tantas
cosas hacía apenas unas noches, que todo en mi vida anterior había quedado
atrás. Al menos eso pensaba, hasta que vi a Teresa entrar al campamento
acompañada por el Piti, un primo de Lumi. Di un salto por la sorpresa e
inspeccioné a los lados, por si alguien más los acompañaba.
—Tranquila, mudita —me dijo el Piti burlándose de mí— que no nos han
seguido, he visto a tu amiga andando sola por las calles y pensé que te
alegraría verla.
Y me alegraba, Teresa y yo nos abrazamos y besamos.
—Umm ¡te veo rara! —dijo Teresa— pero estás más guapa así vestida.
—Sí, un poco rara estoy, no es por la ropa, es otra cosa: ahora soy yo, sin
miedo a serlo. ¿Cómo estás tú? ¿Y Alonso?
—Bien, dentro de lo triste, pero bien al fin y al cabo. Alonso me aprecia y
me ofrece volver a su casa y seguir a su servicio, con su familia, o bien, servir
en casa de Alejo.
—¿Servir en casa de Alejo?
—Sí, es que se ha dado cuenta de que Jaime y yo nos amamos. Creí que en
secreto, pero no es así. Parece que Alonso ha agudizado los sentidos, cosa
posible, ya que ha dejado de beber y come muy poco. Ahora duerme menos y
madruga más. Puede deberse a que ahora se encuentra menos obnubilado. Por
otro lado, es posible que haya sido el propio Alejo quién le haya advertido de
ello. De todos modos, sin decir mucho más, Alonso me ha indicado que si al
final del viaje decido dejar su servicio y quedar al servicio de la casa de Alejo,
lo entenderá y contaré con su bendición. Lo único que me ha pedido es que
jure respaldar su versión sobre vuestra muerte: me ha hecho jurar que tú y yo
estábamos bañándonos en el río y que un remolino se te llevó para siempre.
—¡Cielos! ¿Cómo es posible?
—Es todo gracias a la buena influencia de Alejo. Ese buen caballero le está
enseñando las virtudes del perdón, es él quien le está enseñando la moderación
en el hacer y en el alimentarse. Le ha hecho ver que aún es joven y que su
posición de poder y todo lo que ha trabajado, no puede tambalearse por una
sola pérdida. Alonso quería abandonar y dejar el camino, pero Alejo lo animó
a continuar. Le arrancó el compromiso de seguir al menos hasta aquí, ya que
en Villafranca existe una iglesia en la que rezar y obtener la indulgencia del
Santo en caso de extrema necesidad o enfermedad. Alonso aceptó, pero al
llegar hoy ante la Puerta del Perdón ha dicho que no le gustaba la manera en
como le miraba el Cristo. Tienes que verlo, Blanca, es un imponente Cristo en
Majestad que se encuentra allí esculpido, sobre la piedra clave en lo alto de la
arquivolta. El Pantocrator lo miraba con la mano alzada, dispuesto a darle la
bendición, entonces Alonso miró a su alrededor. Vio a peregrinos tullidos, con
los huesos quebrados o pies llenos de pústulas por el camino. Había a nuestro
lado un hombre postrado, traído en parihuelas; parecía agonizar mientras sus
compañeros de camino buscaban a un religioso para que le fueran
administrados los santos óleos. Alonso lloró arrodillado. Nos dijo que no
necesita indulgencia, que no se encuentra enfermo y que se siente más fuerte
que en mucho tiempo.
—Me lo dices y no lo creo, Teresa, aunque las cosas que me han pasado a
mí tampoco son para creerlas. Es como si Alonso y yo estuviéramos mal
encajados en todo esto. Como si mi movimiento, saliendo de lo que se suponía
era el plan de la vida de Alonso, nos hubiera encajado a cada uno en el lugar
adecuado y devuelto una fuerza en la vida que nos estábamos negando.
—Así es, este camino tiene algo de milagroso. Alonso, Alejo y Jaime,
descansan ahora en el hospital de peregrinos. Mañana continuaremos hacia
Santiago. ¿Qué harás tú ahora? Podrías pedir la indulgencia aquí, siempre será
mejor que nada.
—No, al igual que Alonso, no estoy enferma y no pediré nada. Yo también
llegaré a Santiago en algún momento, no tengo prisa. Mi camino no es recto,
me queda todavía un tiempo con esta gente, aprendiendo las cosas que tenga
que aprender. De todos modos, te adelanto algo: Santiago no es el final del
camino, quizá sea el principio.
—¿Lo ves? Te has vuelto rara, Blanca, muy rara. —Me dio un abrazo y nos
despedimos, Teresa tenía que volver con los suyos para no despertar
sospechas, sería mejor así. Que Alonso no sospechara nunca que yo me
encontraba tan cerca. Había que prevenir posibles retrocesos.
Yo misma me cuidé mucho de no dejarme ver. Cuando llegó el día de
mercado y me había asegurado, por el Piti, de que Teresa y Alonso ya habían
abandonado la Villa. Salí y ayudé a montar los puestos. Me dispuse con Lumi
y la osa para hacer un número que hizo la delicia de los asistentes. La osa era
más buena que muchas personas y, por alguna razón, nos queríamos como si
nos hubiéramos conocido toda la vida.
Después del número de la osa, y aprovechando el tumulto de gente que se
había creado, empezó a cantar un juglar. Escuché la musiquilla extraña de una
flauta. Miré con atención y me di cuenta de que el juglar era el mismo hombre
que aquel día, ya lejano, me había hecho la predicción. Ese día terrible en el
que Teresa y yo jugamos a aquel juego de la rueda de la fortuna. Su voz era
inconfundible, así como sus movimientos. Saltaba y brincaba mientras
alternaba el sonido de su flauta con las canciones:
—Arrepentíos ya
pues el tiempo va a llegar
en que ni el rico ni el pobre
se podrán salvar
estas mentiras los cuervos negros
van a contar,
y pedirán vuestros diezmos
para sus barrigas llenar.
Arrepentíos ya
que el tiempo ha de llegar
y esos cuervos negros
los primeros en arder serán.
La gente reía, estaba clara la alusión que hacían a ciertos elementos
enriquecidos a base de la fe. La crítica no era cosa solo de bufones. Muchos
monjes y órdenes monásticas se quejaban de algunos clérigos que vivían
acomodados en las ciudades, al amparo de las donaciones interesadas de ricos
y mercaderes. Varias voces en la Iglesia proponían reformar y endurecer las
reglas para evitar los abusos, pero pocos se atrevían a hacerlo a la vista de
todos. A esta crítica abierta solo se atrevían los locos bufones y juglares,
algunos de los cuales eran monjes arrepentidos o hastiados de serlo, que se
echaban a la vida errante.
Aquel bufón sabía hacer reír a la gente, danzaba en círculos descoyuntando
sus miembros, entre verso y verso tocaba varias notas con su flauta y todo ello
sin dejar de bailar.
Hasta que en un momento, se quedó quieto ante lo que parecían restos de
una hoguera y elevó la voz para entonar su últimos versos:
Arrepentíos ya,
que el juicio va a llegar
los pecadores arden
y los justos despertarán.
En ese momento, se levantaron las cenizas en el aire y todo el mundo dio
un grito de pánico, entre ellas había surgido una figura: un hombre amortajado
cubierto de ceniza. La aparición era la misma imagen de un resucitado:
extendió sus brazos e hizo ademanes de tocar a la multitud, que todavía se
hallaba conmovida. Los gritos de pánico se prolongaron por unos instantes,
hasta que el falso resucitado se puso a cantar y bailar junto al bufón, volviendo
a iniciar la cantinela.
—Arrepentíos ya,
que el tiempo va a llegar
en que ni el rico ni el pobre
se podrán salvar.
Fue entonces cuando recaí en la voz del resucitado, ¡era Aldo! Miré a
Lumi, que sonreía. Caminé hacia ella, indignada.
—¿Cómo no me avisaste?
—Fue cosa de ellos, querían darte esta sorpresa, este número lo han hecho
para ti.
—¿Pero cómo?
—“Nah”, me lo acabo de inventar, no te creas todo lo que digo —Lumi
hizo un gesto con la mano como para quitarle importancia—. Son trucos de
bufones. Ese es Berto el Loco, llegaría aquí esta mañana. Antes incluso de que
empezáramos a poner los puestos, ya estaba por aquí preparando lo de las
cenizas y la candela. El muchacho habrá estado ahí todo el rato, esperando.
Así hacen su vida los juglares. Son locos “pa to” lo demás, pero serios con sus
cosas.
—Lo que quiero saber es ¿cómo ha sabido él que yo estaría por aquí?
—Bueno, eso me lo pediste tú el primer día que te vi. Desde entonces está
“dao” el “queo”, y las cosas se mueven hasta que llega su tiempo; pero creo
que él aún no lo sabe. Las cosas vienen y van, como nosotras, te
acostumbrarás. Es como la vida y la naturaleza, la noche y el día, las
estaciones, las bestias, los machos y hembras vienen y van. Una cosa no quita
de que tengas la otra —dijo guiñándome un ojo— como dice Berto en la
canción: no hagas caso a lo que dicen los cuervos negros.

El baile loco había terminado. Lo primero que hice fue dirigirme al río,
donde estaban todos acampados, y bañarme. La ceniza me picaba en todo el
cuerpo y el escozor en los ojos se hacía insoportable.
Salí del agua y me sequé con un lienzo de tela fina, después de ello me
vestí, pero no con mis antiguas ropas llenas de ceniza, sino con un traje nuevo,
confeccionado con retales de diferentes de ropas coloridas que me entregaba
Berto.
—Lo has hecho bien, Gorrión —me dijo Berto, dándome un abrazo— muy
bien, estoy tan orgulloso de ti. Te dije que algún día hablaríamos, ahora es
momento de hablar.
Lo miré a los ojos, así parado, sin su música ni bailes alocados, no parecía
tan joven. Sus ojos eran profundos y estaban cercados de arrugas. Sus marcas
hablaban tanto de penas como de alegrías.
—¿Padre, por qué todos me lo ocultaron? viví una infancia en la mentira,
añorándote.
—Así debió ser, por tu propio bien. —Contestó, con ojos tiernos.
—No creo que sea ningún bien criar a un niño sin un padre, a base de
mentiras.
—No sabes nada, no imaginas lo que se puede hacer para arrancar a
alguien una confesión, era lo mejor para un niño como tú. No solo para ti,
también era lo mejor para tus propios primos y la gente del hojalatero. Tenía
que mantenerlos ajenos a esos secretos. Hay cosas que si se hablan no sabe
uno dónde el viento las puede llevar. Tienes que ser justo, el secreto no te ha
sido negado, te ha sido proporcionado en el mismo momento en el que estabas
preparado para él. Has sido solo tú, desvelándolo, quién se ha hecho
merecedor del mismo. Aún así, no lo has descifrado del todo, nadie puede
desvelar completamente el secreto, al menos, no en este mundo. Pronto yo
conoceré el secreto, noto que mi tiempo aquí se acaba y no temo por ello.
Pasaré un tiempo contigo, enseñándote lo poco que he aprendido en este oficio
y luego, espero que no me culpes ni te apenes por ello, tendré que marchar y
continuar mi viaje al otro mundo.
Lloré de nuevo y sequé mis lágrimas, haciendo sonar los cascabeles que
adornaban la manga arlequinada de mi nuevo traje.
—Encuentro y desencuentro, consuelo y desconsuelo —grité con voz
quebrada— ¡Padre! ¿Es que no acaba nunca?
—Tú lo has dicho: nunca, no trates de agarrar nada, sería tan absurdo como
pretender agarrar y detener la corriente de este río: no sería lo mismo, perdería
su esencia y dejaría de cantar. ¿Sabes que vi a tu Madre poco antes de morir?
—¿Cómo? —noté el corazón queriendo salirme del pecho.
—Sí, yo también siento pálpitos como tú. Entonces, fui a visitarla, algunos
monjes son amigos; mi voz a veces es la suya. Ellos me facilitaron la entrada
en discreción. Fue gozosa nuestra conversación. Tu madre me contó muchas
cosas, entre ellas una muy curiosa: me habló de un gran señor que la llevó a
una fiesta para animar a su esposa y que la bendijera para tener hijos. Entonces
tu madre vio, como siempre, algo más de la cuenta: vio que esa muchacha iba
a tener un hijo pero que no sería con su marido, sino que sería contigo —
Extendió su dedo índice y señaló un poco más adelante.
Aquello me sorprendió tanto que agité la cabeza y busqué con la mirada,
río abajo, en la orilla, estaba Blanca lavando algunas ropas, era tan hermosa.
—Eso es —continuo Berto—, como antes acertaste a decir: no acaba
nunca, sigue la corriente, anda, ve y habla con ella —Decía esto mientras
acababa de recoger las cosas y meterlas en su hatillo—. Ahora tengo que
desaparecer unos días, he dicho cosas que a algunos clérigos pueden no gustar
mucho. No quiero que me encuentren aquí ni poneos en peligro. A ti nadie te
conoce aún, ni te han visto la cara de lo encenizado que estabas. Nos veremos
pronto, en el próximo mercado. Mientras tanto; vístete con ropa de tus primos
y si alguien te pregunta: ¡hazte el loco!
Bajé en dirección hacia dónde se encontraba Blanca, justo en el momento
en el que ella recogía la ropa lavada y la colocaba en una cesta de mimbre.
Me acerqué despacio, tan despacio como ella a mí, hasta que estuvimos
cara a cara y entonces nos abrazamos. Nos besamos, sin importarnos nada más
de lo que ocurriera a nuestro alrededor.
—Te quiero —le dije, rodeando su cintura con mis brazos.
—Y yo a tí —me contestó, con sus ojos llenos de estrellas—, te quiero,
pero no como antes.
—¿A qué te refieres? No entiendo, yo te quiero igual. Llenas mi mundo,
me siento revivir al abrazarte.
—Eso no ha cambiado, yo también lo siento, y te deseo en lo más profundo
dentro de mí. Han cambiado otras cosas. Yo te quería porque eras la puerta
que vi hacia la libertad, en eso fui tan injusta y mentirosa contigo, tanto como
lo fui con Alonso. Ahora no te necesito, no necesito a nadie. En eso quiero ser
justa: no volveré a mentir a nadie más.
—Yo también he cambiado —le contesté alzando un poco la voz—
tampoco soy ya un sirviente inseguro con miedo a ser descubierto. No pienso
volver a temer ni a servir a nadie. ¿Podrás aceptarme así, como soy? ¿Loco y
vagabundo? ¿Sin saber cuándo me iré o cuándo apareceré?
—Así gira el mundo, así giran las estaciones del año, solo así te quiero.
Espero que tú aceptes que yo alterne,
tal y como se alterna en la naturaleza,
el amor del macho con el amor de la hembra,
pues no es uno enemigo del otro
y es así cómo me siento completa.
Quedé turbado un instante, intentado interpretar si aquello que escuchaba
estaba sucediendo realmente «¿estaba componiendo una romanza?». Miré de
reojo como otra de las mujeres del campamento, de cabello largo y rizado
recogía y ordenaba otra cesta de ropa limpia a unos pasos de nosotros. Parecía
estar atenta a la conversación.
—¿Eso último lo has dicho en verso? ¿Eres tú acaso también bufona y
loca?
—Eso, y mucho más —contestó ella, agarrando mi mano y tirando de mí.
Nos dirigimos a su carreta, las bestias estaban desenganchadas y los peldaños
de madera que conducían a la puerta delantera estaban colocados. La carreta
estaba pintada de verde y decorada con rosas rojas y otro tipo de plantas. De
los estrechos ventanucos colgaban jardineras en las que crecían albahacas.
Cuando atravesé el umbral, Teresa me derribó sobre un montón de sábanas
limpias y se echó encima mía besándome al mismo tiempo que tironeaba de
mis ropas para desvestirme. Correspondí, quitando el pañuelo que cubría su
pelo y tirando de su vestido hasta rasgarlo. Sentí el roce de sus cabellos sobre
mi cara y cuello y la suavidad de sus pechos rozando mi piel. Me cabalgó,
contorsionándose sin dejar de besarme. Sus manos no dejaban de acariciar y
en ocasiones de arañar mi piel. Me encontraba en un éxtasis de gozo, perdido
entre su pelo con apenas capacidad para moverme fuera de aquel vaivén que
ella imprimía. Entonces giró y quedó bajo mí cuerpo, ella era el surco y yo el
arado. Al momento y caí en la cuenta de que ella tenía más manos de lo
esperado. Podía notar sus uñas arañando mi espalda y al mismo tiempo unos
dedos que acariciaban mis posaderas, tan extasiado me hallaba que no
reaccioné ante aquello. Lo dejé estar hasta que noté un dedo introduciéndose
dentro de mí. Me sobresalté y grité, sentí dolor, pero lo dejé estar, pues era
aquel un martirio gozoso. Caí entonces en la cuenta, aquel dedo que entraba y
salía de mí no era de Blanca, sino de la mujer morena. Nos acariciaba y
penetraba a ambos con unos dedos, que por momentos parecían transmitir
calor y frío. Me sentí estallar desde dentro en un placer sin fin. Aquella mujer
sabía como llegar a los más profundo de mí y conectarlo a los más profundo
de mi amada. Continuamos girando, pronto estuvimos los tres unidos, como
una mezcla fundida de metales sin saber donde acababa lo uno y comenzaba
lo otro. Aquello era más que amor, no lo puedo narrar con palabras ni lo podrá
comprender quien no lo viva.
XXI

Las tengo entre mis manos,


El tarro de las esencias condensadas,
la vara del poder, debe de ser bien usada,
En esta ojiva mística que bien es traspasada.
Los cuatro a mi alrededor,
que en múltiple son legión,
altos y bajos, fríos y cálidos son,
ni buenos ni malos, son locos o sabios.
Diferentes maneras,
diferentes religiones,
lo mismo te hacen libre
que encadenan millones.
El cambio de estaciones
La rueda del sol
Los ciclos de la luna
Doncella, Madre, Anciana
todas son una.
El misterio hombre y mujer
que se conjugan,
en lo físico por fuera
y en el interior de cada una.
Los arcanos son puertas,
abiertas y cerradas,
al tiempo que las cruzas
ya puedes descruzarlas.
Y a este mundo, nacer,
mientras sea menester,
cantando a muchos y a pocos,
en esta rueda que gira
como un peregrino loco.
[1]
Sexta corresponde, en la liturgia de las horas que rige la vida monástica, a las 12:00 de mediodía
(seis horas después de la salida del sol). A esa hora se celebraban oraciones y oficios religiosos. Si
bien no era obligatorio para todos los monjes asistir a la Iglesia en esa hora: quienes tuvieran trabajo
físico estaban dispensados y oraban en el lugar en el que se encontrasen.
[2]
Fragmento de “El libro del buen amor”, por el Arcipreste de Hita. Si bien se data su escritura en
torno a 1330, hemos tomado la licencia literaria de insertar aquí sus versos, a pesar de que la ficción
transcurre unos años antes.
[3]
Expresión latina que sirve para introducir una consecuencia.
[4]
Periodo de gracia.
[5]
Al máximo.
[6]
En la tinieblas.
[7]
San Bernardo de Claraval, Abad Cisterciense que redactó la regla de la Orden del Temple.
[8]
Palabras.
[9]
Meditación.
[10]
Rezos que se celebran al llegar la noche cuando, tras completar el día, la comunidad monástica se
dispone a dormir.
[11]
Juan Ruiz, Arcipreste de Hita, Libro del Buen Amor.
[12]
Peaje que se pagaba a la hora de atravesar una determinada muralla.
[13]
Fragmento del códice de cánticos Carmina Burana, que puede traducirse como: “cuando en la
taberna estamos, no nos importa dónde nos sentamos”. Este tipo de canto solía ser interpretado en
latín por los goliardos, que eran clérigos abandonados a la vida vagabunda y los vicios o bien
estudiantes con poco dinero que se ganaban algunas monedas cantando.
[14]
En sentido estricto.
[15]
Horno en el que los alquimistas realizan sus trabajos.
[16]
Locución latina de frecuente uso en los monasterios, significa “reza y trabaja”.

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