Peregrino y Loco - Rafael Tellez Romero
Peregrino y Loco - Rafael Tellez Romero
Peregrino y Loco - Rafael Tellez Romero
©2024 Texto e imágenes por Rafael Téllez Romero, asesoramiento mágico-erótico por el Dr.
Raymond Taylor.
Contacto: www.viajeroiniciatico.blogspot.com
Dedicado a Maribel de los Santos,
que me enseñó a abrazar la oscuridad.
AGRADECIMIENTOS
A Julio Antonio García López, buen amigo y escritor, por sus consejos y
correcciones a esta novela.
A tod@s l@s #Magufers de X, por una amistad digital que cada vez se
desvirtualiza más (sin duda me dejaré a gente atrás y espero que me
disculpen, voy a intentar citaros a tod@s):
El gran salón estaba iluminado por faroles que colgaban de los muros.
Varios candelabros se extendían a lo largo de una gran mesa. A un extremo se
encontraba sentado el señor Alonso. Era un hombre de mediana edad, con
cabellos y barba de color castaño claro bien recortados a la usanza de los
caballeros. Tenía anchas espaldas y parecía que la buena vida le había hecho
ganar algo de corpulencia. Aunque estaba grueso, emanaba fortaleza. En
puestos de honor, cerca de él, se sentaban un hombre de armas y un religioso.
Al otro extremo de la mesa se situaba la señora, una joven delgada de cabello
rubio y tez pálida, tenía una cara bonita y ojos los claros enmarcados en una
sombra oscura. Sus hombros caídos hacia adelante y su manera de bajar la
mirada, en cierto modo, me recordaban a los modales que adoptaba Madre
cuando atravesaba uno de sus malos momentos. La joven señora se encontraba
acompañada por otras mujeres de más edad, que hablaban con ella por lo bajo.
La cena avanzaba entre risas y murmullos distraídos, apenas interrumpidos
cuando alguna de las mujeres que se levantaba de su sitio para ir a hablar con
María la Santona en una sala aparte.
Mientras acababan de cenar, me puse a hacer algunos malabares con mazas
que intercambiaba con Fran y mis primos, cada vez a más velocidad, en un
número que habíamos interpretado mil veces. En otras ocasiones con
antorchas, pero no era eso adecuado para el interior de una casa. Una de las
antorchas podía salir de su trayectoria, prender alguno de los ricos tapices que
adornaban las paredes y bien podía salir todo ardiendo. Mientras hacíamos
intercambio de mazas, había casi veinte en el aire, me di cuenta de que la
señora de la casa, aquella joven de ojos caídos, había cambiado por completo.
Ahora sus ojos estaban abiertos de par en par y movía su cabeza de lado a
lado, observando los juegos. En un momento fijó su mirada en mí y algo se
movió en mi interior, sentí como un escalofrío, pero cálido. Me empecé a
ruborizar mientras ella me sostenía la mirada, sonriendo. Una de las mazas
cayó al suelo. Fran, que bien me conoce, me dio un empujón y ocupó mi lugar,
dándome pie para que yo pudiera salir de aquello haciendo un par de
cabriolas. Al instante estaban ellos tres a cargo de los malabares. Me
sobrepuse y, de un salto, me encaramé a las espaldas de Fran, recompuesto del
rubor y concentrado en las mazas me dediqué a hacer los juegos subido de pie
sobre los hombros del grandullón.
Cuando la cena terminó, unos criados despejaron la gran mesa, yo quedé en
un extremo, haciendo el juego de los cubiletes a las mujeres, también tenía
preparados algunos trucos con naipes con intención de sorprenderlas. Mis
primos y el tío José, estaban montando dos mesas para encargarse de los
hombres. El fraile se encontraba muy entretenido, degustando el vino, las
sirvientas no permitían que su copa quedase vacía. Sin duda seguían
instrucciones del señor Alonso. El Tío me dijo que organizaría dos grupos,
uno jugaría a los dados y el otro a los naipes.
Mis temores se disiparon cuando vi que entre las damas no se encontraba la
señora de la casa, intuí que se hallaba consultando a Madre. Mejor así, su
mirada no me distraerá esta vez.
—No estás triste, ni has sido mal ojeada, a tu cuerpo no le pasa nada. Es
otra cosa la que te aqueja. A mí puedes hablarme sin tapujos, y aunque no lo
hagas, no hay secretos para mí, no en este momento. Lo veo todo.
Aquella joven sentada ante mí, temblaba un poco, no de miedo, sino de
inquietud, yo agarraba sus manos podía sentir su fuerza, estaban cálidas por
instantes, apretaban fuerte. Sus ojos azules estaban radiantes. En sus iris pude
entrever rayos de luz. Su aparente tristeza había desaparecido. Al fin habló.
—Yo —dijo apretando mis manos—, siento que no soy de aquí. Quiero
decir, que no es esto lo que quiero. Hace tres años ya que me casé con Alonso,
es un buen hombre, lo que mi familia quería para mí. Es un hombre honrado y
generoso, pero no soy feliz. Lo supe desde que se acordó mi matrimonio,
desde el día de la boda, pero no pude hacer más que lo que de mí se esperaba:
aceptar la inmensa suerte de ser casada con un señor noble. Un hombre que
supera la alcurnia y riqueza de mi padre. Los honores de mi familia paterna
han crecido con el emparejamiento. Se espera, además, que sea feliz pero no
lo soy, no puedo. —La muchacha empezó a llorar, besó mis manos y suplicó
—. ¡Por favor! ¡Sácame de aquí! Sola no sé hacerlo. Alonso me trata bien, me
colma de regalos, hace todo por intentar contentarme, como la fiesta de esta
noche, pero su dinero no quitará mi pena. —Aquella joven comenzó a llorar,
me puse en pie y la abracé, meciéndola, o mejor dicho: acunándola.
—Tranquila, mi niña —dije, acariciando su pelo—, conmigo puedes
hablar.
—El problema es que, a pesar de todo, me siento prisionera. Tenéis razón,
no hay mal de ojo, no me ocurre nada. Son tres años sin quedar encinta, sin
darle a Alonso el heredero que tanto ansía. ¡Tocadme! —La muchacha agarró
mi mano izquierda con su derecha y la llevó a su regazo—. No le ocurre nada
a mi vientre, no necesita vuestra bendición. Conozco mis lunas, mi ama de
cría me lo explicó todo y me enseñó a hacer un ungüento que me unto para no
quedar encinta. —Su humor había cambiado, esbozó una sonrisa, su mirada
me decía con orgullo que ella también conocía secretos. Desde esa mirada
descubrí cosas, esos ojos color azul cielo me abrían la puerta, pude ver su
niñez. Empecé a tambalearme, cerré los ojos y deambulé por una estancia que
ya no lo era. Vi una infancia feliz, de niña acomodada que nunca atravesó
penurias. Siempre estaba ideando cosas, llena de energía y fuerza, peleaba con
sus hermanos como un chico más, subía a los árboles y montaba a caballo. Ni
sus padres, ni la servidumbre podía hacer nada para aquietar esa fiera inquieta
y vivaz. Era capaz de entusiasmar a todo el mundo con lo que hacía, siempre
risueña, siempre cantarina. Alonso quedó prendado por ella nada más
conocerla, al igual que lo estaban muchos otros nobles. Alonso era un hombre
fuerte y admirado por su gente. Aficionado a las monterías, tan hábil con su
lanza de caza como bondadoso con todos. Sin embargo, Blanca nunca mostró
especial interés por él; ni por nadie. Siempre soñó con la libertad, sentía la
llamada de un viaje y sabía que cualquier atisbo de matrimonio acabaría con
sus sueños. Caí al suelo duro, y sentí que unos brazos me ayudaban a
incorporarme. Su sonrisa había desaparecido.
—Ya veo, mi niña, veo que tienes mucha ansia por vivir y fuerza de sobra
para emprender todo, quieres salir, quieres irte, pero ¿sabes adónde?
La chica me ayudó a recomponer mi vestido y mi cofia, su tristeza había
vuelto, evitó mirarme a los ojos, sus brazos estaban ahora cruzados, recogidos
sobre el cuerpo.
—Señora, quiero volver al salón, me siento mal. Me siento desnuda ante
vos, conozco la tristeza, pero esto que me habéis hecho es peor. En todo tenéis
razón, fantaseo con la libertad y con irme, pero no tengo ni sé adónde. Me
apeno en silencio porque con Alonso no veo proyecto ni futuro, pero oculto lo
peor: y es que conmigo misma tampoco lo tengo. Me siento ahora mismo
morir de algo que no sé nombrar, pero que es peor que la vergüenza.
—Ven a mí. —La abracé—. Llora un poco si no necesitas, deja de pensar,
descansa.
IV
Hemos jugado varias manos, estos hombres saben jugar, pero vamos
igualados. Arnaldo, aunque es bruto e impulsivo en otras cosas, se maneja
bien con los naipes. Con él de pareja siempre me va bien. Estas primeras
manos han sido amistosas y sin apuestas, ahora vamos a jugar al dinero, para
evitar el aburrimiento. Las risas de los que juegan a los dados llegan hasta
aquí, ellos llevan ya un rato apostando y ya se sabe, el dinero pica.
Pongo una moneda sobre la mesa y los demás me ven la apuesta, la cosa se
anima. Echo un vistazo a la gran mesa, dónde las mujeres parecen estar
divirtiéndose, bueno, todas menos Blanca, algo le preocupa, parece que ha
hablado con la Santa y no ha sido de su agrado.
—¿Qué ocurre, señor Alonso? ¿Qué os distrae del juego? —me dice José,
el anciano de grupo mientras sigue mi mirada—, ¿Es la señora lo que os
preocupa? No tengáis apuro, ahora hablo con mi sobrino para que prepare el
terreno de vuestro regalo.
El hombre se levantó, de unos pasos se acercó a la gran mesa diciendo algo
al oído del jovencito que hacía los trucos. Cuando regresó, continuamos la
partida. Arnaldo y yo ganamos dos manos seguidas, luego, José y su hijo nos
ganaron en una mano el dinero que habían perdido en las dos anteriores y
ahora volvíamos a ganar. Los que jugaban a los dados armaban jaleo, el
grandullón levantaba la mesa en el aire cada vez que ganaba, y cuando perdía
levantaba a los adversarios. Voy a dar orden de que dejen de servir vino. Por
suerte, el padre Ángel duerme, no está en contra de los juegos, pero sí de las
apuestas, que considera enriquecimiento ilícito, causa de endeudamientos y
motivo de ruinas. No le faltaba razón, aunque en mi casa eso no ocurría.
—Como pueden ver, mis distinguidas damas, les voy a contar la historia
más secreta y singular —bajé la voz para atrapar la atención, todas las damas,
incluso la de ojos tristes seguían los movimientos de mis manos con atención
—, una historia que es tan larga y que tanto cambia, que está escrita en un
libro que viene con las hojas sueltas: el Tarot.
En ese momento, retiré un paño blanco que reposaba sobre la mesa, a mi
lado, dejando al descubierto una cajita de madera grabada a fuego que había
dejado allí el Tío. Era una caja de madera noble que olía a perfume de rosas, la
tomé en mis manos y la alcé.
—Aquí dentro tengo el libro, pero no me corresponde a mí leerlo, porque
yo no soy su dueño.
Miré hacia atrás y vi al Tío y al Señor acercándose a nosotros. Alonso
agarró la caja y la entregó a Blanca, que con unos ojos abiertos como espejos,
la abrió, sacando de ella los naipes más hermosos que ninguno de nosotros
viera nunca. Cada una de las figuras se encontraba finamente dibujada o mejor
dicho, vestida con pan de oro y plata y en algunos elementos se podía ver la
incrustación de una muy pequeña piedra preciosa. La señora los tocaba como
con miedo a estropearlos y al mismo tiempo, fascinada. El Tío los había
colocado de manera ordenada, así que la primera carta que tenía en sus manos
era la de El Loco, la elevó un poco para enseñarla al resto de señoras, que
murmuraba con admiración.
Entonces, intervine.
—Distinguidas damas —dije, extendiendo el paño blanco que antes retiré
—, ese es el libro del que os hablé. Si vamos colocando los naipes ordenados,
podemos leer la primera historia: el cuento comienza con un loco vagabundo,
alguien que nada posee y al mismo tiempo lo tiene todo. Luego se encuentra
con un mago callejero. Así, si las vamos ordenando sobre el lienzo, podemos
leer la historia entera. La historia nunca se acaba, porque cambiando de orden,
la historia es otra. En esa caja de naipes, Señora. —Sus ojos azules
resplandecían—, en este mazo tenéis todos los libros del mundo: un libro que
no tiene fin; y por eso, como ya os anuncié, se os entrega con las hojas sueltas.
V
La iglesia era el único edificio del monasterio que podíamos visitar los
seglares, el resto era lugar privativo de los monjes. Sus cánticos se elevaban y
reverberaban en la bóveda de cañón. Se trataba de un edificio sobrio, aunque
los canteros habían hecho un buen trabajo en el pórtico, dedicado a nuestra
Señora de las Flores. Mis ojos tuvieron que acostumbrarse a la tenue luz de
aquella nave oscura, apenas iluminada por la luz que se filtraba por los
ventanucos y unos tristes velones. En el altar principal, lucía espléndida una
talla de madera de Nuestra Señora, Le habían pintado el vestido de verde, en
honor a mi visión y su cabello, a pesar de aparecer tallado y recogido por una
redecilla, si bien no era rojo, aparecía de un color castaño claro. Algo había de
mi Señora en aquella talla, de todos modos, su belleza no se podía apreciar
bien a la luz de aquellos cirios. El padre Román, abad del monasterio, dirigía
los rezos, concentrado. Por un momento, elevó la mirada del libro y me saludó
con una sonrisa. Aquel hombre de fe era quién mejor me conocía. Fue él quien
tiempo atrás habló con las monjas y les dijo que yo estaba tocada por la
Virgen, pero que si quedaba en el convento moriría. Así que, tras mi periodo
de novicia, regresé a casa con mis padres. Todo había cambiado, pero yo
intentaba que no fuese así. Trabajé en las tareas de la casa y con los animales
de la granja. Me salió fama de buena partera, en mis manos no había ninguna
oveja ni res que se malograra en el parto. Como me vieron con ese don,
también empezaron a pedirme ayuda las mujeres. Es normal que a veces un
mal parto acabe con la vida de la madre o el hijo, cuando no de ambos; pero
eso a mí nunca me ocurrió. Y de ahí pasaron a pedirme las bendiciones, esto
era algo peligroso. Ya el padre Román me lo advirtió, que fuera discreta y me
limitase a la oración. Venían a mí mujeres que no podían concebir o que
habían concebido y tenían malestar, yo con mi rezo las aliviaba.
El padre Román, con el beneplácito, las buenas obras de los marqueses y
contando con las muchas limosnas que nos dejaban los fieles, amplió la capilla
y la transformó en monasterio. Aquello trajo más afluencia de gente al lugar y
alivió mi casa de visitas inesperadas. El Padre Román atendía a las visitas y,
cuando lo veía bien, me llamaba para atender a algunos visitantes que podían
ser desde gente humilde hasta muy ilustres señores.
Eso fue todo en los primeros años de mi juventud, hasta que un día, el amor
de un joven tocó mi corazón. No me quiero acordar ahora de aquello, pues
parece que todo da vueltas en círculo y las cosas suceden en realidad como en
mis visiones, todas a la vez.
—Bienvenida seas, hija. —Sus ojos eran tiernos, como siempre que me
miraba, pero había envejecido desde la última vez que lo vi. Las arrugas
surcaban su rostro, aunque su voz seguía siendo firme.
—Me alegra mucho verle, Padre. —Me dejé caer en el asiento y empecé a
llorar—. Estoy cansada, Padre, tan cansada que ya no puedo más.
—Serénate, hija, confía en la divina providencia —la voz del Padre Román
se había endulzado y me llegaba como un hilo suave a través de la reja, un hilo
del que agarrarme y que sentí me serviría de guía.
—Ha vuelto, Padre, todo ha vuelto. Han vuelto las visiones, ha vuelto la
angustia pero también ha vuelto él. Algo ha ocurrido y he visto entretejido de
nuevo todo el tapiz del mundo. Mi hijo Aldo está en él, mezclado con
problemas y cuitas de estos nobles señores a los que he traído hoy aquí. Él me
pide que libere a su joven esposa de la melancolía y la bendiga para que quede
encinta, pero no seré yo quien lo haga, no, no seré yo. —Cubro mi cara y
vuelvo a llorar.
—Tranquila, hija, cierto es que tú puedes ver, pero también que no todo lo
puedes. Solo tiene el poder Nuestro Señor. —En ese momento sequé mis
lágrimas y le miré a los ojos, su voz tembló un momento—. Nuestro Señor, y
tu Señora, por supuesto.
—No puedo con esto, Padre, esto me atañe a mí, a mi sangre. Lo he visto
otras veces para otros y por lo poco que sé, cuando veo algo, se cumple. Por
muchas vueltas que se le de; aunque yo advierta del peligro y les avise de lo
que no pueden hacer. La gente parece que se reconduce, pero a la larga se
obceca y tarde o temprano hacen lo que estaba previsto. Todo lo más que se
puede es dar un rodeo, porque el hilo sigue ahí, hasta enlazarse a los demás y
tarde o temprano ocurre lo que tiene que pasar.
—Así está escrito. —El Padre se había acercado a la reja y agarraba los
barrotes—. Somos presos de nuestro sino. Si me aceptas el consejo, debes
retirarte, ya es momento. Sabes bien que te apoyé cuando vi que necesitabas
volar, ahora veo que necesitas enjaularte y reposar.
—Pero ¿y ellos?, ¿y él?, ¿y Aldo? ¡Me puede el desasosiego!
—Tú misma te has dado la respuesta: nada está en tu mano. Debes parar y
ellos deben empezar el camino, yo me encargaré de todo.
VI
Blanca.
Dejad que el fuego acabe su trabajo.
Quedé allí, confundido y a la vez sintiendo gran agrado por estar en aquel
lugar, como embrujado. Me sentía como inmerso en una de esas visiones de
ensueño que me relatase Madre. Me despojé de las ropas y me acerqué a la
pila de baño, que era amplia. Un cuadrado perfecto de unos diez pasos de lado.
Bajé por unos escalones tallados en la piedra, el agua estaba caliente, pero era
soportable, la pila tenía tal profundidad que, puesto de pie sobre el suelo, el
agua me llegaba hasta el pecho. En cada lateral, bajo el agua, había una
especie de banco tallado, me senté allí a contemplar la sala, en silencio. Mi
mirada se paseó por todos aquellos bloques de piedra y se elevó hacia una
cúpula donde antaño deberían haber pintadas algunas escenas de personas
desnudas. Apenas podía atisbar algunos miembros corporales y motivos
florales descascarillados. De pronto recaí que solo había un lugar oscuro en
toda la sala, una esquina cuyos candiles se encontraban apagados. Escudriñé
con mis ojos sin lograr ver nada, pero algo en mí la percibió, noté su aliento,
pude sentirla por su respiración. Salió de la sombra y se acercó al borde de la
pila, yo la veía desde abajo. Parecía la estatua de una diosa, su cabello estaba
mojado y caía sobre sus hombros, estaba envuelta en un paño blanco que,
mojado, se ajustaba a su contorno. Sus caderas redondeadas resaltaban, así
como sus pechos. Nuestros ojos se encontraron y noté de nuevo esa corriente
de dulzura y placer avivándose entre ella y yo. Casi no me salían las palabras.
—¿Qué hacías ahí? —mi voz temblaba.
—Te observaba —dijo sonriendo—, me gusta mucho mirarte cuando no te
das cuenta, pero eso ya no me basta. —Dejó caer la tela que le cubría,
descuidada, al filo de la pileta y empezó a bajar los escalones. Me sostenía la
mirada, sin atisbo de pudor. Su cuerpo era firme y delicado. Yo también la
había observado mucho. Era un placer ver su grácil cuerpo al montar a
caballo. No era una simple pasajera, ni se conformaba con ser parte del
equipaje en el camino. Tenía la fuerza y agilidad de alguien que desde
pequeña se había ejercitado en la equitación. Ahora podía ver la firmeza de
sus músculos al desnudo, la turgencia y delicadeza de sus pechos de pezones
sonrosados y la fina espesura que cubría su pubis. Poco a poco fue bajando y
al unísono, avancé a su encuentro, embelesados ambos en la mirada del otro.
Nos tocamos, primero con las manos, y luego con los brazos, la caricia del
agua cálida se fundió con las de los abrazos y un largo beso en el que ya no
sabíamos dónde comenzaba uno o terminaba la otra. Me vi empujado y me
dejé empujar, quedé sentado en el banco de piedra bajo el agua, noté la dureza
de la pared sumergida a mi espalda, y frente a mí, toda la ternura que ella me
brindaba. Ella no hablaba, pero bien me guiaba y con su carne me decía “deja
que el fuego acabe su trabajo”.
—¡Señora!, ¡señora! —Aquellas palabras me sacaron del ensueño en el que
me encontraba, me separaron de sus labios y despegaron dolorosamente de su
piel. En tan solo un instante, ya la añoraba—. ¡Debéis regresar a vuestra
alcoba!
En ese momento se me ocurrió un plan, les hice señas para que bajaran la
voz y les pedí que aguardaran lo más próximo posible a sus aposentos sin
alertar a Arnaldo y esperasen agazapadas. Yo iría afuera y armaría algún
escándalo para hacer que saliese a la calle y así posibilitar el regreso a sus
estancias. A medio vestir, con sigilo y tanteando las paredes, esta vez sin luz
de candil que pudiera ayudarme, regresé al patio exterior y me encaminé hacia
el establo. Allí vi, tendidos a los tres perros guardianes, uno de ellos dormía,
los otros dos movieron un poco las orejas y el rabo al notar mi presencia. Nos
conocíamos, aquella misma tarde les había quitado un buen puñado de
garrapatas y habíamos jugado un rato.
Entonces se me ocurrió algo, me acerqué a ellos y empecé a darles juego,
agarré un palo que hice el amago de arrojar varias veces. Los perros estaban
tan excitados que saltaban levantados sobre las patas traseras. Habían
empezado a ladrarme y a enseñar los dientes. Hice algunos malabares
cambiando el palo de un brazo a otro y pasándolo por la espalda. Aquellos
perros parecían a punto de perder la paciencia y saltar sobre mí. Entonces, en
un movimiento lento y medido, lancé el palo hacia el portón, que se estrelló
con estrépito y fue seguido por la avalancha de los cuatro pesados perros que,
a toda velocidad, dieron de patas con él. Ladraron entre ellos, peleándose por
la rama. A todo esto, el portón se abrió y en ese mismo instante escuché el
quejido de uno de los perros. Que se encogió, con algunas costillas rotas,
aunque corriendo mejor suerte que su compañero, que cayó al suelo con la
cabeza seccionada por un mandoble de Arnaldo. Me hervía la sangre, Arnaldo
reía y disfrutaba martirizando a aquellos animales. No pensé en mi vida ni en
las consecuencias. Agarré una piedra y salí corriendo hacia él, que aún se
enfrentaba a dos perros. Se le acercaban por flancos opuestos, despacio,
gruñendo. Había levantado su espadón y parecía disfrutar alargando el
momento para desplegar dos tajos rápidos y acabar con ellos. Para un montero
como Arnaldo, acostumbrado a cazar jabalíes y osos, aquello era solo un
pasatiempo. Pasatiempo que fue interrumpido por la tremenda pedrada que
impactó en su frente. Soltó el espadón y se tambaleó, llevando sus manos a la
cabeza. En ese momento, los perros se avanzaron hacia sus piernas, que
hubieran sufrido con las dentelladas de no haber estado cubiertas por los
zahones de montar que Arnaldo solo se quitaba algunas veces para dormir.
Finalmente, cayó al suelo debido a mi empujón. Caí sobre él y empecé a
propinarle puñetazos, hasta ser separado de aquel truhan por los hijos del
posadero. Me separaron de él de mala gana, a sabiendas de las malas
consecuencias que atacar a un caballero, por muy innoble que fuera su
comportamiento, podía acarrear a cualquier plebeyo.
El viejo posadero lloraba, arrodillado junto a su perro muerto, mientras sus
hijos separaban y se llevaban de allí a los que quedaban enteros, con el temor
de que en un nuevo arrebato violento, aquel caballero recobrase el antojo de
matarlos. Despertó el resto del servicio de la casa, así como el resto de
huéspedes. Todos menos Alonso, que no llegaría hasta un rato más tarde,
acompañado por Blanca y Teresa, que lo habían espabilado de la resaca y
vestido a duras penas.
Al amanecer partimos, tristes. Alonso compensó bien al hospedero con un
buen talego de monedas y a pesar de que conseguí salvar la reputación de
Blanca y la mía propia, y a pesar de lo dulce de nuestro encuentro; algo me
había agriado el viaje. Tenía que andarme ahora con más ojo que nunca.
Arnaldo asumió la amonestación de Alonso y se excusó, con pocas
palabras, diciendo que había escuchado jaleo y salió a hacer su trabajo como
buen guarda de su amo. No pareció dar más importancia al asunto, al menos,
no se la dio a la vista de todos. Justo antes de partir, mientras me hallaba
ensillando a los caballos, noté su aliento apestoso a vino en la nuca.
—No eres de fiar, gitano, a ti te tengo yo que ver colgando de una soga—
tras decir eso, agarró su caballo y salió al trote, adelantándose un trecho para
asegurar el camino. Aquello era una amenaza seria, aquel hombre me odiaba,
y odiaba a mi gente. Mi gente somos caldereros, quincalleros. No somos
gitanos, pero tanto da. En el camino todos somos parientes y nos tenemos que
cuidar entre nosotros. Mis orejas se erizaron en cuanto escuché aquella palabra
pronunciada por ese mal hombre: gitano, dicho de esa manera por ese tipo de
persona, solo se usa para desearnos mal.
VII
Solo quedaba vivo el mozalbete de las alforjas, que lo dejó todo y corrió
hacia la maleza. Arnaldo echó su mandoble al hombro y lo siguió, no sin antes
guiñarme un ojo con una sonrisa torcida. Parecía un perro de presa,
husmeando.
Mi visión se nublaba, me tambaleé, sentí un fuerte sabor a sangre en la
garganta. Sumergí mi cabeza en la fuente para intentar aclarar mi visión. Mi
boca estaba seca como el pasto, bebí, tragué, saboreé una mezcla de tierra y
olor a sangre, al principio todo sabía a hierro, hasta que el frescor del agua me
trajo de regreso. Vi a Teresa arrodillada, atendiendo a Blanca que, enrollada
como un ovillo en el suelo, vomitaba, su cabello rubio estaba encharcado de la
sangre que manaba de una herida abierta. Agarré uno de los pucheros que
traíamos de equipaje y lo llené de agua fresca, lo vertí sobre la frente de
Blanca y limpié su cara, y con un paño fino que Teresa agarró de su equipaje
vendamos fuerte la herida.
—La mala fortuna, nos persigue la mala fortuna —dijo Alonso, arrodillado
junto a nosotros, parecía haber recuperado su lanza—. ¡No hay manera, Señor!
¿No hay manera de demostrar nuestra fe? ¿Qué más esperas de nosotros?
Peregrinamos y oramos, solo pedimos tu favor, señor, danos muestra de tu
gloria. Oremos —me dijo—, ¡oremos todos! —Se dirigió también a Teresa—:
¡Por Blanca! ¡Porque el señor se apiade de nosotros y de al fin auxilio a
nuestros pesares!
Aquel hombre sollozaba, entonaba palabras en latín y me miraba con
lágrimas en sus ojos, no sé si por fe, por piedad o por el sentimiento de culpa
que sentía en ese momento, también lloré, y recé.
Algo debió moverse en los cielos tras aquellos rezos, porque aparecieron
dos caballeros ataviados con mantos blancos. Al principio creí que, como
Madre, yo estuviera teniendo una visión, pero cuando vi el rostro turbado de
Alonso y el salto que dio Teresa, comprendí que no se trataba de una visión,
sino de dos caballeros de carne y hueso. Nos atendieron, uno de ellos salió a
raudo galope y en poco tiempo regresó con un carro en el que llevaron a
Blanca y hasta su encomienda. Empleé el resto de la tarde, junto a un sirviente
de la encomienda que me acompañó, en recuperar los caballos y las mulas,
que en la algarabía, se habían dispersado. Los tenía ya adiestrados al silbido y
no fue tan difícil reunirlos como se suponía.
Una noche, durante vigilia, todo cambió. Estábamos celebrando los oficios
en la iglesia, aquellos monjes con cogullas blancas se dedicaban a las
oraciones de la segunda mitad del sueño. El capellán se movió deprisa en
dirección al Comendador, que se puso en pie de inmediato y se agarró la larga
barba blanca. Moviendo su mirada entre todos los allí reunidos.
—Hermanos, ha ocurrido algo terrible: traición y sacrilegio dentro de estos
muros. El Cáliz y las reliquias han sido robados.
Un murmullo creció en el interior de la iglesia.
—¡Silencio! —El Comendador elevó la voz—. Nadie saldrá de este templo
hasta que todo sea esclarecido, entre tanto, orad. —Miró hacia la fila
delantera, donde se sentaba la docena de caballeros que servía aquella
encomienda—. Vosotros, asistidme, hemos de encontrar las reliquias.
El comendador y los doce caballeros salieron de la Iglesia. Fueron
momentos incómodos, quedamos allí, rezando, entre murmullos. El tiempo se
hacía eterno y difícil de llevar sin poder dar una cabezada. Nuestros cuerpos,
molidos por el trabajo y el ejercicio, reclamaban aquellas las horas de
descanso que se nos debían. No acababa yo de acostumbrarme a tanta
interrupción del sueño. Di una cabezada y me tambaleé, a punto estuve de caer
de bruces sobre el suelo, pero Juan me agarró y ayudó a recomponerme.
—Vamos, Aldo, aguanta, fíjate en todos. Esta es la vida que nos espera: se
nos advierte a nuestra entrada: cuando queramos dormir, velaremos; cuando
deseemos descansar se nos dará trabajo.
Juan se esmeraba más allá de lo esperado, cumplía fielmente todos los
preceptos, sin duda esto le prepararía para Tierra Santa, pero yo no era como
él, yo no tenía causa ni destino claro. Para mí, todo esto era sufrimiento en
vano.
Al amanecer se nos permitió abandonar el edificio y se nos condujo
directamente a la Sala Capitular. Una amplia sala en la que tanto el
Comendador como sus caballeros nos recibieron armados, vestidos con sus
cotas de malla y cubiertos por sus mantos blancos. Dieron la orden a sus
sargentos y escuderos de armarse. Dada su tremenda disciplina, en un instante
regresaron pertrechados, y vestidos con sus capas y sobrevestas negras,
algunos de ellos controlaron el acceso exterior a las puertas. Otros entraron y
quedaron en pie, repartidos a lo largo de los cuatro muros de la sala. Desde
allí, nos miraban.
El Comendador elevó la voz.
—Sentaos, hermanos. —Nos sentamos en las filas de bancos que se
encontraban enfrentadas a la línea de sillones de los caballeros. Sargentos y
escuderos permanecían en pie, la sala parecía rodeada de estatuas negras—.
Un tremendo sacrilegio ha ocurrido entre nuestros muros —prosiguió el
Comendador con voz grave—. Nadie de entre nosotros podía sospechar que
alguien osara robar el cáliz en el que se consagra la sangre de nuestro Salvador
y las reliquias de los santos que protegen esta, nuestra casa. El culpable será
castigado con la más severa de las penas, pero justo es oír a un hombre para
conocer sus motivos y determinar su grado de culpa. Joven Aldo, ¡poneos en
pie!
Sentí como un puñetazo en la boca del estómago, mis cabellos se erizaron
y noté la boca seca de repente, al punto de no poder articular palabra. Alguien
me dio un codazo y repitió por lo bajo que debía levantarme.
—Aldo, peregrino al servicio del muy noble señor Alonso, caídos todos en
desgracia por asalto de unos malhechores y acogidos en esta casa de la Orden
como bien corresponde a las normas de hospitalidad del Camino.
El Comendador parecía estar resumiendo mi trayectoria para hacerla
entendible a todos. Hablaba en tono elevado, aunque calmo, mientras un
caballero sentado a su derecha tomaba nota de sus palabras.
—¿Qué os ha movido? ¿Cómo habéis osado traicionar nuestra hospitalidad
de tal modo?
Sentí que mis piernas perdían fuerza y que mi cuerpo se tambaleaba.
Estaba haciendo esfuerzos por mantenerme de pie y no desvanecerme. Mi
garganta se encontraba tan seca que intentar carraspear para aclararla me hacía
sentir estar tragando cuchillas.
—Mi noble señor, no comprendo vuestras palabras. —Mi mente pareció
aclararse unos instantes, intenté mantener el equilibrio mientras hablaba—.
Estos sucesos me conmueven tanto como a vos. Os aseguro que no he hecho
nada reprobable o irrespetuoso y que no estoy involucrado en tal sacrilegio.
—¡Ja! —Escuché ese grito detrás mío y no tuve que volverme para saber
quién lo profería, era sin duda la voz de Arnaldo, que prosiguió—. Señor
Maestre, permitidme la corrección: ese jovenzuelo no forma parte del servicio
de mi señor, solo es un quinquillero que se nos unió a última hora, a saber con
qué propósito. No hagáis caso a las mentiras de ese jovenzuelo —se
interrumpió unos instantes para carraspear y escupir—, los de su clase no
saben más que mentir y robar, su palabra vale menos que su vida.
—¡Silencio! —gritó el Comendador—, Nadie tiene permitido usar la
palabra salvo que le sea concedida. Ahora tiene la palabra a nuestro buen
hermano Jaques, caballero que recuperó el cáliz y las reliquias.
Uno de los caballeros se levantó de su sillón, sus cabellos y su barba eran
de color castaño y aún no había ninguna cana moteando la barba, como era
habitual entre los caballeros que se encontraban frente a mí. Era sin duda el
más joven de entre ellos, aunque su mirada lejana parecía decir que ya había
estado ya en Tierra Santa y conocía los Santos Lugares.
—Mi muy querido y venerado Maestre —dijo el caballero con un extraño
acento a la hora de pronunciar las erres que indicaba su origen franco—, sólo
tengo una cosa que decir: he participado en el registro de las dependencias y
en una de las celdas encontré el Cáliz y los huesos de los santos. Estos se
encontraban escondidos en uno de los catres, bajo el jergón. Se hallaban
envueltos en un saco de tela fina del estilo de los que usan el hermano físico y
sus ayudantes para hacer sus curas de hierbas. Mi escudero, Julius, me
acompañaba y es testigo de ello. Dimos de inmediato la alerta y el resto de
caballeros se personaron ante la celda. Pronto quedó determinado que aquel
lecho era el ocupado por el huésped Aldo, que a la sazón trabaja a diario como
ayudante del hermano físico.
Berenguer, se levantó del lugar que ocupaba en la bancada y dio una
palmada, a la que el Comendador respondió con un leve movimiento de
cabeza.
—Tenéis la palabra, hermano.
—Venerable Maestre, por alusiones, rompo mi voto de silencio y me
dispongo a hablar —su voz era calmada y contenida, acariciaba su barba
blanca, muy despacio, mientras hablaba. Me parecía percibir un sutil aroma de
lavanda proveniente de sus manos, quizá imaginación mía o quizá debido a
que guardaba ramilletes frescos en algún pliegue de su hábito, como tanto nos
aconsejaba hacer a los demás—. Se ha hablado aquí muy a prisa del joven
Aldo, quien ha estado cuidando de mis flores y al mismo tiempo ha sido
encomendado a mi cuidado. He de decir que me desagradan las palabras
vertidas por Arnaldo, que aquí también es un visitante, y que sin ningún recato
ha juzgado al joven como carente de palabra y verdad. Fuera de estos muros,
esa opinión podría valer, más en el terreno de esta encomienda y en honor a la
verdad, pido que esas palabras no sean tenidas en cuenta.
—¡Ja! ¡Yo también quiero decir algo! —volvió a interrumpir Arnaldo, que
hubiera seguido hablando de no ser por la mirada fiera y el manotazo que le
lanzó Alonso, que se hallaba a su lado.
—Voy a continuar, si les parece —continuó Berenguer, alzando un poco la
voz—. De todo hay en la viña del señor. Plantas altas y majestuosas y
pequeñas plantas humildes. Todas ellas tienen su afán y sentido dentro del
plan de Dios, no hay malas hierbas como podría pensarse desde un juicio
simple y atolondrado. Hasta la más pequeña de las flores tiene su efecto, que
muchas veces sólo Dios sabe. Por lo que he visto de este joven mozo, es buena
semilla y sus efectos aquí han sido beneficiosos. —Se escucharon murmullos
en la sala capitular, la ceja hendida por la cicatriz se elevaba, aquel anciano
monje parecía escudriñar alrededor—. Sí, os escucho hermanos, si bien soy
viejo mi oído aún es fino. Se ha encontrado un saco de tela como los que yo
uso para las curas de hierbas, conteniendo el Cáliz y las reliquias bajo el
jergón del joven. Sin embargo, la observación de la naturaleza y de las leyes
universales también indican, tal y como ya advertía la lógica de los sabios de
la antigua Grecia, que simultaneidad no es consecuencia. Dos cuestiones que
aparezcan relacionadas en el mismo lugar y tiempo no han de ser tomada en
modo alguno como indicación de que una cosa sea necesariamente causa de la
otra, ergo, no es posible dictaminar culpa en ese evento. —De nuevo surgió un
murmullo en la sala, la calma que yo había encontrado al escuchar la familiar
y cálida voz de Berenguer había empezado a abandonarme. Volví a sentir
cómo me tambaleaba, de pie a la vista de todos, se me entrecortaba la
respiración. Escuché unas fuertes palmadas a mis espaldas y pude observar un
gesto de desagrado en la cara del Comendador.
—Ya que lo habéis pedido conforme al uso y costumbre, visitante Arnaldo,
tenéis la palabra. Espero que vuestra intervención sea concisa y vuestro trato
respetuoso para los aquí presentes.
—No os preocupéis, seré mucho más breve y claro que el sabio. Él conoce
mucho de las plantas pero hablando de la maldad humana y vicio solo da
muestras de gran ignorancia. ¡Ese muchacho es gentuza y como tal se
comporta! No tiene otro modo de vida que robar y engañar. Y si de
observación de la naturaleza y causas me habláis, yo también le he observado
mucho, desde el día en el que mi buen señor Alonso tomó la errada decisión
de tomarlo a su servicio. Ese muchacho es un joven lujurioso y dado a los
vicios. Que se anda siempre tratando de tener tratos carnales en secreto y
desde aquí lo acuso por ir contra la ley de Dios al practicar ajuntamiento
carnal sin mediar el matrimonio. —El murmullo se elevó en la sala al punto de
que el Comendador tuvo que hacer gestos con ambas manos para aplacar el
cacareo—. Lo he visto, en repetidas ocasiones, manteniendo tratos furtivos y
perdiéndose en los matorrales o en esquinas oscuras con la joven sirvienta
Teresa: mujerzuela que, por otra mala decisión, fue convertida en dama de
confianza de mi Señora. Los he visto intercambiar susurros, y paquetes
procedentes, seguro, de pequeños hurtos en las casas que nos dan cobijo. Así
de mezquinas son estas gentes de baja ralea. Los he seguido bien la pista sin
quitarles ojo y más de una noche he visto a esa mujerzuela y al bribón
perderse en oscuridades. Yo sabía que tarde o temprano cometerían un error,
pero nunca sospeché que fuera el de sacrilegio en un casa del Temple —hizo
señal de santiguarse, y a continuación elevó la voz—. Por todo ello los acuso:
son cómplices y culpables del robo y sacrilegio, con el motivo de fugarse
ambos a seguir libres con su vida de pícaros errantes. —El murmullo volvió a
reinar en la sala. Alonso miró consternado a Arnaldo, cuyo rostro aparecía
iluminado por una amplia sonrisa.
—¡Silencio! Esta acusación es grave —el Comendador volvió a dar
palmadas—, de ser cierta, puede acarrear serias consecuencias al ahora
interrogado y a su supuesta cómplice, pido que sea arrestada e interrogada por
separado.
El Maestre levantó una mano señalando a uno de los sargentos que
flanqueaban la sala, que se acercó al Comendador y recibió una orden al oído,
saliendo de inmediato de la sala capitular, sin duda encargado de salir en
dirección a la casa del herbolario para proceder a la detención de Teresa.
—Prosigamos, joven Aldo, se han vertido en contra vuestra serias
acusaciones de vida licenciosa y dada al vicio. Si bien tales acciones son
reprobables y pecaminosas, se agravan en este caso, ya que os ponen en
situación y motivos para cometer el robo ocurrido entre estos muros. ¿Tenéis
algo que decir en vuestro favor?
Mi corazón palpitaba al extremo de querer salir del pecho, la cabeza me
daba vueltas y las fuerzas me abandonaban, no lograba articular palabra, al
tiempo que me rondaban ideas de que quizá Arnaldo conociera el amor
secreto con mi señora, Blanca. Ese podría ser su fin. ¡Debía protegerla! Quizá,
declarándome culpable de esta mentira, desviaría la atención de ella, quizá...
—¡Ja! —volvió a jactarse Arnaldo, de nuevo sin permiso—, se le ha
comido la lengua el gato. Los hechos son claros y las motivaciones, evidentes.
Si alguien necesita más pruebas, os ruego que los dejéis a ambos a mi cuidado.
Os aseguro que escucharéis la confesión de sus propias bocas en menos de lo
que pensáis, lo he visto ya muchas veces: sometidos a suplicio, todos los
pajarillos cantan.
—¡Silencio! —volvió a elevar la voz el Comendador—, esta es la última
vez que intervenís sin mi permiso. Dado que sois incapaz de seguir la
disciplina de palabra, os ordeno abandonar esta sala capitular. Vuestro
testimonio y pareceres ya nos han quedado claros—. Uno de los sargentos
abrió el portón indicando la salida a Arnaldo, quien abandonó la sala,
resoplando y haciendo aspavientos.
—¿Alguien más, de entre los presentes —prosiguió— tiene algo que decir
en pos de aclarar la situación?
—Yo, Venerable Maestre —intervino Berenguer dando una leve palmada y
hablando con voz calma—, mucho se ha mencionado el vulgar origen y la
baja cuna del acusado para desprestigiar su palabra e inculparlo como autor
del robo. Hemos escuchado la acusación por parte de una persona que, si bien
pudiera tenerse por noble, se ha comportado con maneras de villano. Parece
un haragán irrespetuoso con cualquier norma de respeto y cortesía. Ruego sea
tenida en cuenta la actitud de ese tal Arnaldo, que también es sirviente, aunque
no lo reconozca, a la hora de valorar la veracidad de sus palabras. —Volvió a
escucharse un leve murmullo—. Mi experiencia con este joven acusado ya la
relaté. En mis tratos con él he observado a un muchacho atento y diligente,
respetuoso y, a mi entender honesto; pero puedo haber sido poco observador o
llevado a engaño por mi propia naturaleza paternal y protectora. Es por ello
que me gustaría conocer la opinión de alguien que sin duda lo conoce mejor
que yo, alguien cercano y que ha sido su sombra, su gemelo desde que se le
dio refugio. Me refiero al joven Juan, novicio de muy noble casa, cuya familia
ha hecho generosas donaciones a la Orden. Juan, mi más fiel ayudante, un
pupilo de una dedicación tan notable en seguir la regla que es por todos
conocido como el más virtuoso de los novicios. Os pido permiso, Venerable
Maestro, para interrogar a Juan, en la esperanza de que sus palabras viertan luz
sobre estos sucesos.
—Tenéis permiso, hermano. —El maestre elevó su brazo y señaló la
bancada en la que se sentaba Juan—. Pasad al frente, novicio, y situaos junto
al que durante los pasados días ha sido vuestro gemelo. Hermano Berenguer,
podéis proceder.
—Bien, mi querido Juan, ¿es cierto que habéis acompañado en todo
momento al huésped Aldo?
—Así es, señor mío, tal y como dictan nuestras normas. En el día y en la
noche, en el trabajo y en la oración, en todo momento observantes y
guardando la virtud el uno del otro.
—En ese caso, podéis dar testimonio de su comportamiento. ¿Qué opináis
de lo que aquí se ha dicho? ¿Lo habéis visto fornicar con la criada Teresa?
¿Estabais presente en algún momento de vicio como los relatados por el criado
Arnaldo?
—No, no mi señor, no lo he visto caer en actos reprobables, aunque
quizá… —dudó un momento—.
—¿Quizá qué? Recordad vuestros votos, estáis obligado a obedecer y decir
la verdad, por dura que sea.
—Mi señor, aunque no lo he visto nunca en trato carnal, sí que ha roto el
voto de silencio y cuchicheado con ella en voz baja, llegando incluso a
bromear.
—¿Es eso cierto? ¿Qué hicisteis al respecto? Recordad, su falta es también
la vuestra.
—Mi señor, en todos los casos lo reprendí y recordé esa cuestión. Su
comportamiento me comprometía también a mí. Él, entre protestas,
reconducía su conducta y volvía al trabajo sin más incidentes. Ruego a todos
que comprendáis la situación: no se trata de un novicio, sino de un sirviente
que se está haciendo a nuestras costumbres y al que le resulta difícil parar de
hablar. La muchacha no sé si es su amante o no, pero os aseguro que en
aquellos leves encuentros sólo intercambiaban palabras y alguna risa. Hice
todo lo que pude para llamarlos al orden dentro de estos muros y os aseguro
que la situación no pasó a más: no ha habido tratos carnales ni ningún otro tipo
de licenciosidad. En cuanto a mi comportamiento, os aseguro que los traté con
la paciencia y compasión que he aprendido de vosotros, maestros y hermanos
míos.
—Gracias por tus palabras, mi noble y querido Juan —continuó Berenguer,
acariciando su larga barba—. Aún queda algo por dilucidar en lo que podrás
ser de gran ayuda. Imaginemos, por unos momentos, que Aldo fuera el autor
del robo del Cáliz y las reliquias. Debió entonces estar ausente de vuestra
presencia durante el tiempo suficiente en el que transcurre el trayecto de ida y
vuelta entre el sagrario de la Iglesia y vuestra celda. ¿Se ausentó en algún
momento durante el tiempo suficiente para ello?
—Bien sabéis que es imposible, mi señor, en ningún momento quedó solo.
Incluso para los momentos de ir a los corrales a evacuar, acondicioné mis
ritmos a los suyos para estricto cumplimiento de la regla. —Estas palabras
más que un murmullo suscitaron unas risas generalizadas que fueron de
agradecer para relajar el tono de la sesión, yo mismo recuperé fuerzas al oírlas.
Esto era verdad, Juan no me dejaba solo ni para ir a cagar.
—Estoy seguro de ello, buen Juan, no he visto a novicio tan virtuoso como
vos a la hora de seguir stricto sensu el cumplimiento de las normas; pero ¿Qué
me decís de la noche? ¿Es posible que abandonara la celda mientras vos
dormíais?
—Eso también es del todo imposible, señor. Las llamadas a oraciones
nocturnales y las vigilias impiden el sueño profundo, además, la puerta hace
un ruido nada discreto que me hubiera puesto en aviso, siendo mi sueño
demasiado ligero. Por si esto fuera poco, y lo digo ahora en favor de la verdad:
justo antes de echarme a dormir y con Aldo ya roncando, tomé la costumbre
de insertar, de manera disimulada, un testigo entre la puerta y el marco, una
pequeña cuña de madera que, de haberse abierto la puerta hubiera caído al
suelo delatando la apertura de la misma. Yo era el primero en despertar, tanto
en las llamadas a nocturnales, como en el amanecer y en ninguna de las
ocasiones vi la cuña faltar de su sitio. De haber tenido constancia de la
apertura de la puerta, no habría tardado en denunciar el hecho ante mis
superiores.
—Muy bien, joven Juan —sonrió Berenguer—, por más que conozca y
alabe tu virtud, nunca dejará de sorprenderme tu ingenio y tu celo a la hora de
vigilar la regla. Con todo esto que has relatado, me atrevo a realizar una
argumentación que espero ayude al Venerable Maestre y su consejo de
caballeros a tomar la decisión adecuada: Hemos oído el testimonio de un
hombre de armas que acusa a Aldo del robo y sacrilegio. También tenemos el
testimonio de Juan, novicio de esta orden que, como compañero de Aldo,
asegura no haber visto indicio ni ocasión alguna de cometer tan execrables
actos. Se ha puesto en entredicho la palabra del acusado por carecer de
nobleza de sangre, sin embargo, el joven hermano Juan, de origen noble y de
impecable comportamiento, nos ha dado testimonio claro y conciso de la
conducta del acusado en la que no ha cabido ocasión de cometer los actos de
que se le acusa. Ergo[3]: todos los indicios dan a entender que el joven Aldo es
inocente y, caso de no serlo, su aquí gemelo Juan, debería ser considerado tan
culpable como él, dado que estaría cometiendo actos de encubrimiento,
cuando no comportándose como cómplice necesario en las tropelías. En
cuanto a la dama y las supuestas concupiscencias y fornicaciones, puedo
refrendar las palabras de Aldo. Durante la estancia entre estos muros, solo la
he visto día y noche cuidando y velando por su ama. El único testimonio
acusador procede de otro sirviente que, si bien es hombre de armas, no puedo
considerar caballero dado el trato irrespetuoso y abusivo que tiene para con
todos los demás. Es violento y descarado, salvo con su amo, a quién se
muestra en exceso servil. Por sus frutos los conoceréis, dicen las escrituras, y
los únicos frutos que ese tal Arnaldo ha dado a esta encomienda han sido los
múltiples traumatismos y huesos rotos que he tenido que atender en los
últimos días. Llevo sirviendo en esta orden muchos años y jamás vi a un
caballero tratar así a sus pupilos durante las prácticas de armas. Aprovecho
igualmente esta ocasión para pedir al Venerable Maestro y su consejo de
caballeros que desautorice a Arnaldo para el ejercicio de práctica de armas en
esta casa, ya que el trabajo diario se está viendo afectado y mermado en su
actividad dada la cantidad de hermanos convalecientes y con huesos
quebrados.Es todo cuanto tengo que aportar, Venerable Maestre, espero que
mis palabras sean un buen aporte a la hora de mantener vuestras
deliberaciones y dictaminar sobre el futuro de estos dos jóvenes.
—Bien, hermanos —dijo el Comendador—: en pie, podéis ahora retiraos,
mientras los caballeros celebramos nuestras deliberaciones. En cuanto a Aldo,
Juan y la joven doncella, ruego a la guardia que los conduzca a la iglesia,
donde, bien separados y sin poder mediar palabra entre ellos podrán orar, tanto
al Señor y como a Nuestra Dama, por su salvación aquí en la tierra como en el
Cielo.
Tres escuderos nos acompañaron e indicaron los lugares ante el altar de la
Iglesia donde nos arrodillamos, estábamos demasiado lejos unos de otros
como para hablar, aún así no lo habría intentado. Me arrepentía de haber roto
el voto de silencio y hablado con Teresa, eso había dado argumentos a
Arnaldo y comprometido y puesto en peligro a mis buenos amigos. Con
ligeros vistazos descubrí que ambos oraban, tenían los ojos cerrados y
susurraban en voz queda. Hice lo mismo y reconozco que me sirvió para
aclarar mi mente de malos pensamientos. Conducido por la oración, todo el
pesar se hizo ligero y me sentí abrazado por la misericordia de Santa María,
Madre de Dios. Un abrazo que era a la vez el abrazo de mi madre en la tierra,
cuánto añoraba su compañía.
Perdí la noción del tiempo, pero el sonido de las campanas me volvió a
ubicar. Era momento de los oficios de nona, si bien era una de las horas
consideradas menores y los cánticos eran breves, en esta ocasión me
reconfortó, ya que era el momento del día dedicado a la misericordia. La
iglesia se fue llenando de un número de hermanos inusual para esa hora. Por el
contrario a lo que ocurría en maitines, laudes y vísperas, en las horas menores
no era obligatorio asistir. Si algún hermano estaba atareado tenía la dispensa
de continuar su trabajo, considerado este tan glorioso como la oración. En este
día tan especial, sin embargo, la iglesia estaba al completo en nona y los
oficios de misericordia se alargaron, sucediéndose más y cánticos de lo
habitual. Nadie nos había dado indicación así que quedamos en el mismo
lugar que nos fue asignado. Al final de los oficios, el Comendador subió al
púlpito y elevó la voz.
—Hermanos, durante la vigilia del día de ayer y en las primeras horas de la
mañana, hemos sido sometidos a dura prueba, no solo los aquí acusados, sino
todos nosotros como comunidad. El consejo de caballeros, ha dictaminando lo
siguiente: En cuanto a la joven doncella Teresa, no encontramos en ella
motivos de reprobación durante su estancia en esta casa por lo cual queda
exculpada. —Vi de reojo cómo Teresa llevaba las manos a su rostro y rompía
a llorar—. Con respecto al Joven Aldo —continuó el Maestre—, hemos de
decir que si bien los hechos acaecidos fueron extraordinarios, no podemos
afirmar que la aparición del Cáliz y las Reliquias escondidas bajo su jergón
fueran debidas a acciones por autoría de este, y mucho menos por
maquinaciones tomadas en conjunto con su compañero Juan. De ser
demostrado el robo y sacrilegio, ambos se verían condenados a la pena
máxima; cosa que no parece justa a ninguno de los miembros del Consejo,
dado el ejemplar comportamiento de Juan y los lazos de amistad y buena
relación con su noble familia de origen. En cuanto a la explicación sobre lo
ocurrido, no cabe pensar que fuese un sacrilegio, sino más bien un milagro: el
Cáliz y los huesos de nuestros Santos Padres aparecieron bajo el colchón de
Aldo porque querían decirnos algo: querían hacernos una prueba de fe y
misericordia y es lo que hoy dictaminamos: ¡Piedad y misericordia en lugar de
castigo injusto!
Si bien observamos que ambos gemelos quebrantaron la regla de silencio,
uno por acción y el otro por omisión, todo ello con el agravante de hablar con
una mujer, debemos de ser clementes y dictaminar, como única penitencia,
que ambos sigan trabajando unidos durante un año y un día. Debiendo el joven
Aldo tomar hábitos de novicio durante ese tiempo y, una vez pasado el año,
tomar la decisión de continuar entre nosotros o continuar su camino.
Este periodo de tiempo servirá a su vez como gratia tempus[4] para despejar
las dudas sobre los hechos acaecidos en torno al Cáliz.
En relación con el resto de huéspedes, el hermano físico nos ha indicado
que la señora se encuentra restablecida, es por ello que os conminamos a
continuar vuestro viaje, pues las etapas de peregrinación que os quedan por
acometer son aún muchas. Tendréis la protección de una guardia que os
acompañará durante la siguiente jornada. Vos, señor Alonso y vuestra señora,
siempre seréis acogidos con honores en las casas del Temple, no así vuestro
hombre de armas. Dado su inadecuado comportamiento, vamos a informar al
resto de casas de la Orden para que sea considerado y hospedado como
sirviente y que no se le permita participar en ejercicios de armas ni en otros
actos reservados a caballeros.
IX
Girando, girando,
la vida vueltas va dando.
Girando, girando,
la vida te va cambiando.
Girando, girando,
La sorpresa va marchando…
Entonces escuché
el canto de los ángeles,
seres de luz que se encontraban
de pájaros disfrazados,
dancé, reí, y giré
a pesar del dolor,
estando allí colgado,
del reino de los cielos,
me hallaba rodeado.
Llevaba poco más de dos semanas con los alambiques y me parecía llevar
años. Trabajaba de sol a sol. También por la noche, cuando las operaciones lo
precisaban. Me encontraba dispensado de asistir a la liturgia de las horas por
orden del mismo Padre Abad. Las operaciones y los fuegos necesitaban de
continua supervisión. Tenía permiso para dormir en un cuartucho con un
jergón que se encontraba en el mismo edificio de los destiladores. Cuando caía
rendido en el camastro, el cuerpo descansaba de todas las idas y venidas,
acarreando leña, agua, flores, o los restos de pellejos de uva machacados que
me traían los hermanos que trabajaban en la prensa de vino. Eso se destilaba
para transformarlo en aguardiente. El cuerpo se agotaba y pedía descanso,
pero la cabeza no. Mi cabeza bullía más que aquellos calderones y sentía
dentro de mí un fuego más anaranjado y vivo que el que calentaba los
alambiques. Una noche, tras caer rendido en el jergón, noté algo que me hizo
despertar, había alguien más en el cobertizo, aunque no entendía quién podría
ser. Me removí inquieto, a tientas y busqué mi cuchillo.
Aquella mujer estaba vestida de una fina seda roja que parecía mecida por
una suave brisa que ceñía la prenda a sus contornos. Tenía muy buena figura y
curvas voluptuosas, era muy hermosa y atractiva, me fijé en su rostro y quedé
sin palabras. Su cara era la mía.
—¿Te sorprendes? —dijo con una sonrisa en sus labios—. No creo,
siempre he estado aquí, soy tú —sonrió mirándome como una enamorada—.
Quiero decir que soy tú cuando eres realmente tú: cuando no dependes de
nadie ni estás al servicio de nadie. Soy Blanca de verdad, Blanca sin los
demás, la mejor Blanca para Blanca. —Llevó sus manos a las caderas y me
miró de arriba a abajo: ¿Te gustas?
Por alguna razón, solté mi puñal, que dio un sonoro golpe al impactar con
las losas de piedra. Alonso pareció agitarse un poco en el lecho, sus ronquidos
se interrumpieron un instante, para volver de inmediato con fuerzas y
cadencias renovadas.
—Míralo —me dijo aquella hermosa sombra vestida de rojo—: qué buen
señor y mejor siervo tienes. Te ha traído hasta aquí, colmada de regalos y
atento a tu más mínimo deseo, a pesar de tus traiciones. Eres buena en esto
Blanca, muy buena; pero serás aún mejor. Eres en realidad ama y señora de
Alonso, has poseído también el corazón y la carne de tu joven sirviente, Aldo.
¡Bien hecho! Toma lo que quieras, pero no te conformes con tan poco. Lo que
hasta ahora has poseído y disfrutado son solo migajas. ¡Te falta ambición!
Muy pronto, si te lo propones, podrás ser ama del mundo. Tienes la fuerza
para ello. Elevó su mano izquierda y descorrió un fino velo, salido de no sé
dónde. El velo caído me dejó ver un espejo negro que poco a poco se fue
aclarando. Me vi celebrando banquetes, presidiendo la mesa de honor. ¡Todos
brindaban por mí! Todo el mundo escuchaba mis palabras y aclamaba mi
nombre. Me encontraba vestida con finas ropas y acompañada por muchas
damas de corte. Yo estaba sentada en un trono, rodeada de joyas y manjares, la
fiesta continuó mucho tiempo. Entonces me di cuenta que por todos lados me
rodeaban jóvenes desnudos. De piel suave y cálida, también había muchachas
que me hicieron estremecer. Se acariciaban, me besaban con sus labios
sonrosados y con su aliento fresco susurraban mi nombre al oído.
Sentí que no era yo, ni siquiera una versión de mí. Miré hacia abajo y vi
que los pies de aquel ser inflamado reposaban sobre una peana. Encadenados
con grilletes a ese pedestal había dos personas: una de ellas era yo, mi pelo
estaba sucio y enmarañado, mi piel rasgada y magullada, la otra persona
encadenada era Aldo, con gesto de tremendo pesar. Entonces recordé algo, la
carta del Diablo. ¡Nos había esclavizado con sus artimañas!
—¡Fuera! —grité con todas mis fuerzas—. ¡Vete de aquí, no me engañas!
Aquel ser sonrió. Vi entonces que sus dientes eran más afilados que los
míos y que en sus sienes, justo debajo del nacimiento del pelo y un poco por
encima de la altura de sus cejas, se notaban dos protuberancias leves. Tenía
una especie de cuernos que no llegaban a sobresalir de la piel.
—Vamos, no seas bobo. ¿Qué más te da? ¿Prefieres estar aquí atado a estos
castos varones? ¿Privado de placer y hecho un esclavo del trabajo? —Se rió a
carcajadas señalándome con el dedo—. Y lo de casto te lo exigirán solo a ti y
a otros inocentes novicios de los que abusan igual que abusan de ti. ¡Porque
todo el mundo miente! Todos tienen vicios ocultos que no confiesan. Ellos son
más malvados que yo, yo al menos ni te oculto ni te niego las fuentes del
placer. —El espejo negro volvió a iluminarse por completo mostrando más y
más promesas de poder y gozo ilimitado.
—Tú eliges. ¿Te quedas aquí?: atado a ellos, para que disfruten los frutos
que a ti te prohíben mientras te prometen la gloria en el cielo; ¿O vienes a mí
para ser cubierto de la gloria de este mundo en este preciso instante?
El baile loco había terminado. Lo primero que hice fue dirigirme al río,
donde estaban todos acampados, y bañarme. La ceniza me picaba en todo el
cuerpo y el escozor en los ojos se hacía insoportable.
Salí del agua y me sequé con un lienzo de tela fina, después de ello me
vestí, pero no con mis antiguas ropas llenas de ceniza, sino con un traje nuevo,
confeccionado con retales de diferentes de ropas coloridas que me entregaba
Berto.
—Lo has hecho bien, Gorrión —me dijo Berto, dándome un abrazo— muy
bien, estoy tan orgulloso de ti. Te dije que algún día hablaríamos, ahora es
momento de hablar.
Lo miré a los ojos, así parado, sin su música ni bailes alocados, no parecía
tan joven. Sus ojos eran profundos y estaban cercados de arrugas. Sus marcas
hablaban tanto de penas como de alegrías.
—¿Padre, por qué todos me lo ocultaron? viví una infancia en la mentira,
añorándote.
—Así debió ser, por tu propio bien. —Contestó, con ojos tiernos.
—No creo que sea ningún bien criar a un niño sin un padre, a base de
mentiras.
—No sabes nada, no imaginas lo que se puede hacer para arrancar a
alguien una confesión, era lo mejor para un niño como tú. No solo para ti,
también era lo mejor para tus propios primos y la gente del hojalatero. Tenía
que mantenerlos ajenos a esos secretos. Hay cosas que si se hablan no sabe
uno dónde el viento las puede llevar. Tienes que ser justo, el secreto no te ha
sido negado, te ha sido proporcionado en el mismo momento en el que estabas
preparado para él. Has sido solo tú, desvelándolo, quién se ha hecho
merecedor del mismo. Aún así, no lo has descifrado del todo, nadie puede
desvelar completamente el secreto, al menos, no en este mundo. Pronto yo
conoceré el secreto, noto que mi tiempo aquí se acaba y no temo por ello.
Pasaré un tiempo contigo, enseñándote lo poco que he aprendido en este oficio
y luego, espero que no me culpes ni te apenes por ello, tendré que marchar y
continuar mi viaje al otro mundo.
Lloré de nuevo y sequé mis lágrimas, haciendo sonar los cascabeles que
adornaban la manga arlequinada de mi nuevo traje.
—Encuentro y desencuentro, consuelo y desconsuelo —grité con voz
quebrada— ¡Padre! ¿Es que no acaba nunca?
—Tú lo has dicho: nunca, no trates de agarrar nada, sería tan absurdo como
pretender agarrar y detener la corriente de este río: no sería lo mismo, perdería
su esencia y dejaría de cantar. ¿Sabes que vi a tu Madre poco antes de morir?
—¿Cómo? —noté el corazón queriendo salirme del pecho.
—Sí, yo también siento pálpitos como tú. Entonces, fui a visitarla, algunos
monjes son amigos; mi voz a veces es la suya. Ellos me facilitaron la entrada
en discreción. Fue gozosa nuestra conversación. Tu madre me contó muchas
cosas, entre ellas una muy curiosa: me habló de un gran señor que la llevó a
una fiesta para animar a su esposa y que la bendijera para tener hijos. Entonces
tu madre vio, como siempre, algo más de la cuenta: vio que esa muchacha iba
a tener un hijo pero que no sería con su marido, sino que sería contigo —
Extendió su dedo índice y señaló un poco más adelante.
Aquello me sorprendió tanto que agité la cabeza y busqué con la mirada,
río abajo, en la orilla, estaba Blanca lavando algunas ropas, era tan hermosa.
—Eso es —continuo Berto—, como antes acertaste a decir: no acaba
nunca, sigue la corriente, anda, ve y habla con ella —Decía esto mientras
acababa de recoger las cosas y meterlas en su hatillo—. Ahora tengo que
desaparecer unos días, he dicho cosas que a algunos clérigos pueden no gustar
mucho. No quiero que me encuentren aquí ni poneos en peligro. A ti nadie te
conoce aún, ni te han visto la cara de lo encenizado que estabas. Nos veremos
pronto, en el próximo mercado. Mientras tanto; vístete con ropa de tus primos
y si alguien te pregunta: ¡hazte el loco!
Bajé en dirección hacia dónde se encontraba Blanca, justo en el momento
en el que ella recogía la ropa lavada y la colocaba en una cesta de mimbre.
Me acerqué despacio, tan despacio como ella a mí, hasta que estuvimos
cara a cara y entonces nos abrazamos. Nos besamos, sin importarnos nada más
de lo que ocurriera a nuestro alrededor.
—Te quiero —le dije, rodeando su cintura con mis brazos.
—Y yo a tí —me contestó, con sus ojos llenos de estrellas—, te quiero,
pero no como antes.
—¿A qué te refieres? No entiendo, yo te quiero igual. Llenas mi mundo,
me siento revivir al abrazarte.
—Eso no ha cambiado, yo también lo siento, y te deseo en lo más profundo
dentro de mí. Han cambiado otras cosas. Yo te quería porque eras la puerta
que vi hacia la libertad, en eso fui tan injusta y mentirosa contigo, tanto como
lo fui con Alonso. Ahora no te necesito, no necesito a nadie. En eso quiero ser
justa: no volveré a mentir a nadie más.
—Yo también he cambiado —le contesté alzando un poco la voz—
tampoco soy ya un sirviente inseguro con miedo a ser descubierto. No pienso
volver a temer ni a servir a nadie. ¿Podrás aceptarme así, como soy? ¿Loco y
vagabundo? ¿Sin saber cuándo me iré o cuándo apareceré?
—Así gira el mundo, así giran las estaciones del año, solo así te quiero.
Espero que tú aceptes que yo alterne,
tal y como se alterna en la naturaleza,
el amor del macho con el amor de la hembra,
pues no es uno enemigo del otro
y es así cómo me siento completa.
Quedé turbado un instante, intentado interpretar si aquello que escuchaba
estaba sucediendo realmente «¿estaba componiendo una romanza?». Miré de
reojo como otra de las mujeres del campamento, de cabello largo y rizado
recogía y ordenaba otra cesta de ropa limpia a unos pasos de nosotros. Parecía
estar atenta a la conversación.
—¿Eso último lo has dicho en verso? ¿Eres tú acaso también bufona y
loca?
—Eso, y mucho más —contestó ella, agarrando mi mano y tirando de mí.
Nos dirigimos a su carreta, las bestias estaban desenganchadas y los peldaños
de madera que conducían a la puerta delantera estaban colocados. La carreta
estaba pintada de verde y decorada con rosas rojas y otro tipo de plantas. De
los estrechos ventanucos colgaban jardineras en las que crecían albahacas.
Cuando atravesé el umbral, Teresa me derribó sobre un montón de sábanas
limpias y se echó encima mía besándome al mismo tiempo que tironeaba de
mis ropas para desvestirme. Correspondí, quitando el pañuelo que cubría su
pelo y tirando de su vestido hasta rasgarlo. Sentí el roce de sus cabellos sobre
mi cara y cuello y la suavidad de sus pechos rozando mi piel. Me cabalgó,
contorsionándose sin dejar de besarme. Sus manos no dejaban de acariciar y
en ocasiones de arañar mi piel. Me encontraba en un éxtasis de gozo, perdido
entre su pelo con apenas capacidad para moverme fuera de aquel vaivén que
ella imprimía. Entonces giró y quedó bajo mí cuerpo, ella era el surco y yo el
arado. Al momento y caí en la cuenta de que ella tenía más manos de lo
esperado. Podía notar sus uñas arañando mi espalda y al mismo tiempo unos
dedos que acariciaban mis posaderas, tan extasiado me hallaba que no
reaccioné ante aquello. Lo dejé estar hasta que noté un dedo introduciéndose
dentro de mí. Me sobresalté y grité, sentí dolor, pero lo dejé estar, pues era
aquel un martirio gozoso. Caí entonces en la cuenta, aquel dedo que entraba y
salía de mí no era de Blanca, sino de la mujer morena. Nos acariciaba y
penetraba a ambos con unos dedos, que por momentos parecían transmitir
calor y frío. Me sentí estallar desde dentro en un placer sin fin. Aquella mujer
sabía como llegar a los más profundo de mí y conectarlo a los más profundo
de mi amada. Continuamos girando, pronto estuvimos los tres unidos, como
una mezcla fundida de metales sin saber donde acababa lo uno y comenzaba
lo otro. Aquello era más que amor, no lo puedo narrar con palabras ni lo podrá
comprender quien no lo viva.
XXI