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ISSN: 0121-3628
Instituto de Filosofía, Universidad de Antioquia.
García-Gibson, Francisco
Crítica al absolutismo moral consecuencialista *
Estudios de Filosofía, núm. 57, 2018, Enero-Junio, pp. 161-174
Instituto de Filosofía, Universidad de Antioquia.
DOI: https://doi.org/10.17533/udea.ef.n57a08
* El artículo hace parte de una investigación posdoctoral realizada con el patrocinio del Consejo Nacional
de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET).
Cómo citar este artículo
MLA: García, Francisco. “Crítica al absolutismo moral consecuencialista.” Estudios de Filosofía, 57 (2018): 161–174
APA: García, F. (2018). Crítica al absolutismo moral consecuencialista. Estudios de Filosofía, 57, 161–174.
Chicago: García, Francisco. “Crítica al absolutismo moral consecuencialista”. Estudios de Filosofía n.° 57 (2018): 161–174.
Introducción
Según el absolutismo moral hay algunas acciones que son siempre impermisibles.
El absolutismo se considera usualmente como opuesto al consecuencialismo,
según el cual no existen acciones permisibles o impermisibles por sí mismas,
sino que el estatus deóntico de las acciones depende exclusivamente de las
consecuencias. Sin embargo, en el último tiempo algunos autores propusieron
argumentos consecuencialistas a favor del absolutismo moral. Esos argumentos
buscan mostrar que si tratamos a cierto tipo de acciones como absolutamente
prohibidas, las consecuencias serán mejores que si tratamos a esas acciones como
si estuvieran a veces permitidas y a veces prohibidas, según las consecuencias. En
este trabajo evalúo algunos de esos argumentos y muestro que no logran defender
al absolutismo moral.
El artículo se estructura de la siguiente manera. En la sección 1
explico la diferencia entre la manera usual de entender al absolutismo y la
manera consecuencialista. En las secciones 2, 3 y 4 discuto tres argumentos
consecuencialistas para preferir el absolutismo, uno basado en consideraciones
epistémicas, otro basado en la importancia de los derechos y otro basado en la
importancia de las relaciones especiales.
comprometerse con que nunca sería permisible mover la palanca si ello infringiese
una norma moral. Si el número de personas que podemos salvar moviendo la palanca
es lo suficientemente alto, puede estar justificado infringir esa norma con el fin de
cumplir con otra norma de más peso: la norma que nos obliga a evitar catástrofes.
Pensemos ahora en el consecuencialismo. Según una manera general
de caracterizarlo, el consecuencialismo afirma que lo que determina si una
acción es correcta o incorrecta son las consecuencias. Las distintas variedades
de consecuencialismo difieren respecto a qué consecuencias importan
(consecuencialismo hedonista, consecuencialismo bienestarista, consecuencialismo
de los derechos y, el que más nos interesa aquí, consecuencialismo de los deberes)
y respecto a si lo que determina la corrección de una acción son sus consecuencias
(consecuencialismo de actos) o su conformidad con un código de reglas que se
selecciona únicamente en base a sus consecuencias (consecuencialismo de reglas)
(Hooker, 2016).
Pasemos ahora al absolutismo. Existen al menos tres tipos: deontologista,
consecuencialista y mixto. El tipo más común es deontologista. Cierta clase de
acciones está absolutamente prohibida porque existe una norma moral que los
prohíbe, y esa norma moral pesa más que cualquier otra norma en competencia (o
tiene prioridad lexicográfica sobre todas las demás normas). Un absolutismo de este
tipo parece ser el que sostiene Alan Gewirth. Para él, el derecho a no ser víctima
inocente de un proyecto homicida nunca puede ser justificadamente infringido,
sin importar las consecuencias o cualquier otra consideración (Gewirth, 1981: 8,
16; 1982: 348).1
El segundo tipo de absolutismo, el consecuencialista, no es frecuente en la
literatura filosófica. Pero de todos modos tanto el consecuencialismo de actos como
el de reglas pueden ser, al menos conceptualmente, teorías absolutistas. Si por alguna
razón de la física o de la naturaleza humana hay cierto tipo de acciones que siempre
tienen las peores consecuencias, entonces para un consecuencialismo de actos esas
acciones están absolutamente prohibidas. Y si una regla que prohíbe ciertos actos
absolutamente es una regla que siempre tendría las mejores consecuencias, entonces
según el consecuencialismo de reglas esos actos están absolutamente prohibidos.
1 Kant parece sostener un absolutismo deontologista respecto a deberes tales como el de no mentir. Sin
embargo, según algunas interpretaciones la filosofía kantiana permite algunas excepciones incluso a
esas obligaciones (Korsgaard, 1986: 346–9).
Según una variante de absolutismo mixto, debemos tratar a ciertas elecciones como
absolutamente prohibidas porque, dados ciertos defectos epistémicos de nuestra
capacidad de razonamiento moral, tratarlas como absolutamente prohibidas vuelve
más probable que actuemos conforme a las normas morales que se nos aplican.2
Este argumento consecuencialista a favor del absolutismo se restringe a
una clase particular de elecciones. La prohibición absoluta recae sobre todas las
elecciones que están prohibidas por una norma moral. Está absolutamente prohibido
mentir, robar, asesinar inocentes, torturar, no rescatar en casos fáciles, etc. No
importa si infringirlas evita un mal mayor.3
Como resulta evidente con sólo contemplar unos pocos ejemplos, este
absolutismo tiene implicancias extremas. Por ejemplo, prohíbe absolutamente
2 El argumento que evalúo en esta sección tiene algunas similitudes con la tesis de la justificación normal
de la autoridad de Joseph Raz (1986). Para Raz, la justificación normal para obedecer a la autoridad
es que hacerlo aumenta nuestra conformidad con las razones de primer orden que se nos aplican.
Sin embargo, la teoría de Raz no justifica necesariamente que debamos obedecer absolutamente a la
autoridad, mientras que el absolutismo que evalúo aquí sí.
3 A este absolutismo se lo puede llamar “paulista” (Donagan, 1977), porque san Pablo afirma que es
impermisible “hacer el mal para que venga el bien” (Rom 3:8, 6:1).
4 Se puede argumentar que hay una diferencia entre intentar infringir una norma e infringirla efectivamente.
Nunca estamos seguros de que al intentar mentir vamos a lograr mentir. Ahora bien, intentar infringir
una norma ya es infringir una norma: la norma que nos exige ser morales.
realmente justifica (Sharot, 2012). En un caso como el del ejemplo de Kant, tenemos
una tendencia a amplificar la probabilidad de éxito que le atribuimos a mentirle al
asesino. Este sesgo puede llevarnos a creer que haciendo un cierto mal tenemos
mayores probabilidades de evitar un mal mayor de las que realmente tenemos. El
sesgo de confianza excesiva puede reforzarse si se combina con el sesgo egoísta.
Este tipo de sesgo distorsiona nuestra evaluación de las probabilidades en los casos
en que infringir una norma podría proporcionarnos una ventaja económica (o de
otro tipo) (Paulhus & John, 1998). El sesgo egoísta puede llevarnos a creer que
infringiendo cierta norma probablemente evitemos cierto mal mayor, cuando en
realidad las probabilidades no son lo suficientemente altas.
El argumento absolutista afirma que esos sesgos afectan seriamente nuestra
capacidad para evaluar las probabilidades de evitar malas consecuencias mediante
un acto inmoral, pero no afectan nuestra capacidad para advertir que estamos
realizando un acto inmoral. Las malas consecuencias que podemos evitar suceden
en el futuro e indirectamente, pero nuestra infracción moral sucede ahora y
directamente. Cuando evaluamos consecuencias indirectas, tenemos que tener en
cuenta las probabilidades. Por lo tanto, los sesgos pueden afectarnos. Pero cuando
evaluamos infracciones directas, sabemos que su probabilidad es siempre 1. Los
sesgos no pueden interferir en nuestro juicio.
El argumento absolutista concluye que debemos tratar a las normas morales
como absolutas, incluso en aquellos casos en que infringirlas permitiría evitar
realmente un mal mayor. El absolutista es consciente de que tratar a esas normas
como absolutas va a provocar falsos negativos (es decir, situaciones en las que
en realidad está justificado infringir normas porque la probabilidad de evitar
consecuencias sustancialmente peores es suficientemente alta, pero debido a nuestra
política absolutista nos negamos a infringirlas). Pero el absolutista sostiene que si
sumamos las malas consecuencias de todos los falsos negativos veremos que son
preferibles a las malas consecuencias sumadas de todos los falsos positivos.
Un problema obvio del argumento absolutista es que parece imposible
confirmar o refutar su afirmación acerca de las consecuencias de todos los falsos
positivos sumados comparadas con las consecuencias de todos los falsos negativos
sumados. No está claro cómo medir un conjunto tan heterogéneo que incluye
consecuencias de acciones de todas las clases posibles en todas las circunstancias
posibles.
5 El absolutismo criticado en esta sección tiene un problema aún más grave. En casos como el de Agustín,
ese absolutismo implica que no hay para él ningún curso de acción correcto. En efecto, los dos cursos
de acción que Agustín puede tomar infringen alguna norma moral (o, más precisamente, lo que agustín
cree que son normas morales): no apoyar a empresas extranjeras y comprar un abrigo a su hija.
6 Los argumentos de McConnell están pensados para casos de chantaje en los cuales una persona amenaza
con desatar una catástrofe a menos que otra persona infrinja un derecho de un tercero. Sus argumentos no
están pensados para casos en los cuales el mal a evitar tiene causas naturales o no humanas (McConnell,
1981). Sin embargo, considero que nada en los argumentos de McConnell impide extenderlos a casos
del segundo tipo.
infringir derechos de manera irreparable cada vez que eso evite un mal mayor. La
consecuencia indeseable de adoptar la segunda política es que los derechos pierden
su valor, es decir, no hacen ninguna diferencia en nuestro razonamiento moral.
La idea parece ser que los derechos hacen una diferencia cuando infringirlos
tiene alguna consecuencia normativa. La consecuencia normativa estándar cuando
se infringen derechos es que se genera en el infractor (o en algún tercero) una
obligación de compensación. Por ejemplo, cuando se vulnera mi derecho a la
propiedad para evitar una catástrofe, quienes lo vulneran adquieren un deber de
compensarme por el daño. Sin embargo, en los casos en los que la compensación es
imposible de llevar a cabo y el cálculo moral indica que es permisible infringirlos
de todos modos, el hecho de que yo tenía un derecho parece no hacer ninguna
diferencia práctica. En cambio, si prohibimos absolutamente infringir derechos en
esos casos, los derechos claramente hacen una diferencia práctica. Tomemos por
ejemplo el derecho a la vida. Dado que es imposible compensar a la víctima de una
infracción del derecho a la vida, afirmar que es permisible infringir ese derecho en
algunos casos equivale afirmar que en esos casos el derecho no está jugando ningún
papel normativo, porque su infracción no tiene ninguna consecuencia práctica.
La tesis de McConnell (según la cual los derechos no hacen ninguna diferencia
práctica cuando se considera permisible infringirlos de manera irreparable) es
exagerada. Según varias teorías usuales acerca de los derechos, éstos sólo pueden
ser infringidos cuando ello permite evitar males sustancialmente más graves que
el hecho de su infracción (por ejemplo Walzer, 1977: 259). Infringir mi derecho a
la vida no sería permisible si con ello se pudiesen salvar sólo cinco vidas (como
en el famoso caso del trasplante de Judith Jarvis Thomson (1985: 1396)). Mi
derecho puede lícitamente ser infringido sólo si el número de vidas que podrían
salvarse es sustancialmente mayor que el número de vidas que se pierden (en el
caso del trasplante, se pierde una sola vida). Eso muestra que los derechos tienen
consecuencias prácticas incluso en casos en que infringirlos es irreparable.
Hill señala que tratar a todos los deberes morales como no absolutos tiene
efectos negativos sobre ciertos tipos de relaciones personales importantes como
la amistad y las relaciones entre padres e hijos. Hill parte de la idea (que yo no
pretendo cuestionar) de que ese tipo de relaciones es “moralmente ideal”, en el
sentido de que tienen valor moral intrínseco (Hill, 1983: 226). Hill afirma también
que ese tipo de relaciones suele entenderse como generando obligaciones casi
incondicionales. En principio nunca está permitido mentirle a un amigo o padre, o
no ayudarlos cuando tienen alguna necesidad urgente.
Sin embargo, hay situaciones en las que actuar inmoralmente hacia un amigo
(o padre) podría evitar un mal mayor a otra persona. Por ejemplo, mentirles a mis
amigos sobre mi trabajo para el servicio de inteligencia puede ser necesario para
evitar que ellos y mi país sufran consecuencias muy graves. Pero actuar inmoralmente
con un amigo obviamente daña la relación. Esa es la razón principal para no actuar
inmoralmente con los amigos. Ahora bien, Hill destaca que adoptar una política
no absolutista respecto a mis obligaciones morales hacia mis amigos dañaría mis
amistades incluso si no se presentara ninguna oportunidad concreta en que fuese
necesario hacer algo inmoral a mi amigo. Adoptar una política no absolutista haría
que la amistad pierda su carácter incondicional. Si mis amigos supieran que yo
estoy dispuesto a incumplir mis obligaciones hacia ellos tan pronto como eso me
permita evitar algún mal mayor, mis amigos dejarían de considerarme su amigo.
Y lo mismo pasaría con todas las relaciones de amistad. Si queremos preservar la
institución de la amistad, entonces, debemos adoptar una política absolutista (al
menos respecto a las obligaciones hacia los amigos y otras relaciones especiales).
Hill admite que no es necesario adoptar una política completamente
absolutista respecto a las relaciones especiales. Lo importante es que mis amigos
sepan que no voy a incumplir mis obligaciones cuando ello sea necesario para evitar
un mal ligeramente mayor. El hecho de que mis amigos sepan que yo voy a incumplir
mis obligaciones hacia ellos cuando el mal que puedo impedir es sustancialmente
mayor no parece dañar mi amistad con ellos (Hill, 1983: 227). Después de todo,
los casos en que incumplir mis obligaciones especiales podría evitar un mal muy
serio (como una catástrofe) son casos excepcionales.
La conclusión del argumento de Hill es correcta: los deberes que tenemos
hacia nuestras relaciones especiales son casi absolutos. Pero considero que si
partimos de las premisas de las que parte Hill y pretendemos llegar a la misma
conclusión, no es completamente necesario emplear la estrategia consecuencialista,
como él pretende, sino que puede arribarse mediante una estrategia deontologista.
En efecto, como explica Hill, hacer algo inmoral a un amigo, como mentirle,
socava la relación de amistad. Si, como sostiene Hill, la amistad tiene valor moral
intrínseco, entonces hay una razón fuerte para no mentirle a un amigo. Sin duda,
eso no implica que es impermisible mentirle a un amigo, pero sí implica que los
casos en que es permisible mentirle a un amigo son casos en que el mal que se
puede evitar mediante esa mentira es un mal sustancialmente mayor al mal que
es necesario poder evitar para que sea permisible mentirle a un desconocido. Si
mentir a un desconocido sólo es permisible cuando se evita un mal mayor, mentir
a un amigo es permisible cuando se evita un mal todavía mayor. Sustancialmente
mayor. Nótese que para llegar a esta conclusión no fue necesario un argumento
consecuencialista como el de Hill. No hizo falta evaluar las consecuencias de
adoptar una política no absolutista, sino simplemente evaluar el peso de la norma
que nos exige respetar el valor de las relaciones de amistad.7
Es importante advertir también que, contrariamente a lo que sostiene Hill,
adoptar una política no absolutista no socavaría mis relaciones especiales. Mi amigo
me entendería si yo le dijese: “Me importa mucho nuestra amistad, por lo que sólo
consideraría que tengo derecho a incumplir mis deberes de amistad en los casos
en que ello sea necesario para evitar un mal muy grave”. De hecho, normalmente
esperamos que nuestros amigos incumplan sus deberes de amistad en casos
extremos. De lo contrario no les consideraríamos agentes morales responsables,
dignos de nuestra amistad.
Observaciones finales
Los argumentos absolutistas mixtos evaluados en este trabajo son inviables. Sin
duda, eso no muestra que el absolutismo sea incorrecto. Puede ser que existan
otros argumentos absolutistas mixtos que no he considerado aquí y que no sean
víctimas de las objeciones que aquí he presentado. También es posible que existan
argumentos absolutistas no mixtos, es decir, argumentos absolutistas puramente
deontológicos o puramente consecuencialistas que funcionen. En este artículo no
7 Además de la vía deontologista, otra manera distinta a la de Hill de arribar a la misma conclusión del
autor es la vía del consecuencialismo de reglas. Si el sistema de reglas cuya adopción traería las mejores
consecuencias es un sistema que incluye tanto una regla que exige no mentir a los amigos como una
regla que exige evitar catástrofes, y en ese sistema de reglas la segunda tiene prioridad sobre la primera,
llegamos a la conclusión de que casi nunca debemos mentirle a los amigos. Agradezco a un/a revisor/a
anónima por esta observación.
excluí esa posibilidad. Sin embargo, el fracaso de los argumentos aquí considerados
debería sin duda servir como advertencia a los intentos de defender el absolutismo.
Repasemos brevemente por qué han fracasado.
El primer argumento absolutista se basa en consideraciones epistémicas. Los
sesgos cognitivos humanos parecen tener un efecto dañino sobre nuestros juicios
acerca de la permisibilidad de infringir normas morales en ciertos casos. Tratar a
esas normas como absolutas quizás tendría efectos deseables, porque evitaría un
número considerable de falsos positivos (y el número de falsos negativos quizás no
sería lo suficientemente alto). Este argumento es problemático porque no tiene en
cuenta otras formas en que esos mismos sesgos afectan nuestro juicio moral. Los
sesgos pueden llevarnos a pensar que existen normas morales donde no las hay, lo
cual tendría consecuencias graves si tratamos a todas las normas como absolutas.
El segundo argumento absolutista se basa en el valor de los derechos. En
los casos en que es imposible compensar a la víctima de una infracción contra
sus derechos parece que deberíamos tratar a esos derechos como absolutos. De lo
contrario, la posesión de derechos no tendría ninguna importancia práctica concreta.
Este argumento no funciona porque poseer derechos tiene consecuencias prácticas
importantes incluso en casos en que es imposible compensar por su infracción. En
esos casos los derechos importan de todos modos porque tuvieron un rol de peso en
el razonamiento que, desafortunadamente, justificó finalmente que se los infrinja.
Los derechos constituyen consideraciones de mucho peso que sólo pueden ser
superadas por otras consideraciones de mucho peso.
Finalmente, el tercer argumento se basa en el valor de las relaciones especiales.
El argumento señala con razón que debemos tratar a los deberes especiales como
si fueran casi absolutos, como si sólo fuera permisible faltar a ellos en casos en
que ello sea necesario para evitar un mal serio. Sin embargo, el argumento no
logra mostrar que esa conclusión provenga de premisas consecuencialistas (como
corresponde a todo absolutismo mixto). La razón por la cual debemos tratar a
nuestras obligaciones especiales como si fueran casi absolutas es (tal como el
argumento mismo presupone) que las relaciones especiales tienen valor moral
intrínseco. La razón no es que tratarlas como no absolutas socava esas relaciones.
Podemos concluir entonces que a menos de que existan otros argumentos
mejores a favor del absolutismo, debemos considerar que las normas morales no
son obligaciones absolutas.
Referencias
14. Thomson, J. J. (1985). The trolley problem. The Yale Law Journal, 94 (6),
1395–1415.
15. Walzer, M. (1977). Just and unjust wars: a moral argument with historical
illustrations. New York: Basic Books.