America Mestiza - William Ospina - 14-18
America Mestiza - William Ospina - 14-18
America Mestiza - William Ospina - 14-18
www.lectulandia.com - Página 14
Lo primero que reclama nuestra atención es el propio espacio físico del Caribe, en el
que es necesario incluir al golfo de México. Es una suerte de dilatado mar interior
bordeado por la Florida, por el delta del Mississippi, por el arco de México, donde se
vierte el río Grande, por la península del Yucatán, por las costas de Belice donde está
el segundo arrecife coralino más grande del mundo, por el largo corredor de la
América Central, por la línea de selvas panameñas, por las costas blancas de
Colombia y de Venezuela, que tributan el caudal de su Magdalena y de su Orinoco, y
por el abrazo intermitente de las Antillas que, encadenadas, parecen evidenciar una
cordillera submarina cuyas cumbres visibles sucesivas son Trinidad y Tobago,
Granada, San Vicente, Barbados, Santa Lucía, Martinica, Dominica, Guadalupe,
Montserrat, Antigua y Barbuda, St. Kitts, St. Maarten, Anguilla, las Islas Vírgenes,
Puerto Rico, la gran isla de República Dominicana y de Haití, Cuba y las Bahamas, y
que cierra su círculo de nuevo en la vecindad de la Florida. Muchas de esas islas son
formaciones volcánicas, y alrededor de esta cuenca prodigiosa vivían en los tiempos
prehispánicos algunas de las más altas sociedades del continente.
El Caribe era el centro de gravedad de un mundo. Los pueblos Natchez, Mobile y
Chitimacha habitaban en el delta del Mississippi. Veinte millones de personas
poblaban las altas tierras del México central, y en el Anahuac se alzaba y se extendía
la urbe sagrada que había sucedido como capital a la legendaria Tula, ciudad que
después del año mil de nuestra era inventó los refinamientos y se convirtió en el
corazón del Imperio tolteca y el gran centro ceremonial de Quetzalcóatl. Desde un
siglo y medio antes de los europeos, la capital era Tenochtitlán, que había sometido al
resto del territorio y ejercía su recién conquistada autoridad suprema sobre los demás
pueblos del imperio. Cuando Hernán Cortés y Bernal Díaz del Castillo se asomaron
por primera vez al valle increíble, vieron aparecer no una ciudad sino toda una cultura
armoniosa en su diseño, en sus colores, en sus decorados; una comunidad de cientos
de miles de habitantes, más grande que las mayores ciudades de Europa y mucho más
homogénea que cualquiera de ellas. Dispuestos sobre una extensa laguna se sucedían
los barrios, los mercados, los centros administrativos, las pirámides.
Aquella cultura había desarrollado una arquitectura monumental, un arte original,
una poesía refinada y una compleja mitología, y también un sistema de
representación de su historia mediante elementos pictóricos. Por eso uno de los
momentos más tristes de todo el proceso ocurrió cuando, ya viendo derrotado a su
pueblo y en peligro los tesoros de su cultura, un grupo de sabios aztecas tomó la
decisión, a la vez dramática y heroica, de ir donde sus vencedores y poner en sus
manos los códices donde conservaban su memoria. Era como si, vencido su pueblo
por los persas o los romanos, Platón y Aristóteles hubieran acudido a entregar sus
obras a los jefes victoriosos, para poner bajo su amparo la sabiduría de un mundo.
Pero como lo cuenta el libro La visión de los vencidos, los hombres a quienes
entregaban los aztecas el tesoro cultural de su pueblo eran aventureros brutales e
www.lectulandia.com - Página 15
iletrados que encontraron absurda aquella ceremonia y soltaron perros de presa contra
los sacerdotes.
También se hallaban en México los vestigios de la gran cultura de los Olmecas, que
dejó enormes cabezas de piedra en la península del Yucatán, piezas que hoy pueden
verse en el museo de Las Ventas de Villahermosa, en Tabasco.
Más al sur, hasta las selvas tropicales de Guatemala y los valles de Belice, aunque
ya despobladas por entonces, persistían las ciudades sagradas de los Mayas. La de los
Mayas había sido tal vez la más exquisita de las culturas del mundo americano. A su
originalidad arquitectónica, a su refinamiento artístico como escultores y pintores, a
su poesía, hemos de sumar la más avanzada astronomía de su tiempo y una escritura
logogrífica recientemente descifrada que nos permite apreciar a un pueblo cuya
relación con el entorno cotidiano obedecía a la percepción del universo como un
todo. Llama la atención que en las inscripciones descifradas de los señores de
Palenqueaos lingüistas y los arqueólogos se hayan sentido desconcertados al
comienzo, sin saber si se trataba de listados de los distintos reyes que ascendieron al
poder en la ciudad, o de una descripción de las sucesivas figuras del firmamento.
Puede concluirse que para los Mayas no había en lo fundamental una diferencia entre
la mención del advenimiento de los reyes y la descripción de los dibujos del cielo.
En un hermoso ensayo llamado «La casa del sol agonizante», una de las personas
claves en el desciframiento de los glifos mayas, Linda Schele, nos ha revelado que el
Templo de las Inscripciones de Palenque está construido de modo tal que el sol del
solsticio de invierno se oculta al atardecer en la tumba del rey Pacal relievada en la
piedra, como está representado simbólicamente en la tapa del sarcófago de este señor
Maya, y que en el Templo de la Cruz la arquitectura está calculada de manera que el
solsticio de invierno es el único día del año en que la luz del sol baña el frente del
templo; después se filtra en su interior, iluminando la figura del Dios del mundo
subterráneo; la luz misma del sol poniente termina entrando en una danza llena de
significado con las figuras ceremoniales del templo, y muriendo a los pies del Dios.
No concebían estos pueblos la posibilidad de una vida cotidiana, de una religión, de
una política y de una arquitectura que no estuvieran consideradas en función del
planeta y de las estrellas, de los ciclos del sol y de la luna. En ello revelaban una
percepción mucho más sutil que otras civilizaciones de esa necesidad de armonía con
el universo natural que debería estar en la base de todo orden social.
www.lectulandia.com - Página 16
Asombroso era ese Caribe ceñido por las culturas de Toltecas, Olmecas, Aztecas
y Mayas, por la cultura de los Zenúes del litoral norte de lo que hoy es Colombia, un
pueblo de orfebres finísimos que tenían templos llenos de ofrendas en las sabanas
interiores y que tenían la costumbre de enterrar a sus muertos en medio de
abundantes piezas simbólicas de oro, bajo árboles que alcanzaban tamaños colosales.
Más al este estaban los pueblos de la Sierra Nevada, los Tayronas, que construyeron
su ciudad de piedra en las alturas de la montaña, con interminables escalas y
legendarias efigies erigidas en los recodos.
Todavía hoy Ikas, Arwacos y Kogis persisten en esas alturas frente al mar
llamando a la reconciliación con la naturaleza.
La Sierra Nevada de Santa Marta se alza a cinco mil metros sobre el nivel del mar
en las orillas mismas del Atlántico, y tiene a su lado una sima oceánica de cinco mil
metros de profundidad. Todavía se preguntan los geólogos si los arrecifes del Tayrona
no habrán sido obra humana, y si el mismo pueblo que construyó sus ciudades de
lajas de piedra en la vertiginosa montaña habrá sido capaz también de orientar
arrecifes en las profundidades. Los pueblos de la vecina costa de la Guajira y el Cabo
de la Vela, como los de Cumaná y Margarita más allá del golfo, extraían perlas de los
abundantes ostiales marinos, eran buzos resistentes. Colón pudo verlos un día,
incontables hombres y mujeres en alargadas embarcaciones, con todo el cuerpo
adornado de sartas de perlas, y aún más allá estaban los pueblos de Trinidad, en el
golfo de Paria, y los pueblos que habitaban el archipiélago, cerrando su abrazo
alrededor del mar, por las islas opulentas, hasta Puerto Rico y Santo Domingo, y el
inmenso pueblo de los taínos de Cuba, junto a la península de la Florida. Pueblos
pacíficos y pueblos guerreros, por igual arraigados profundamente en su universo
natural, pacientes artesanos, ágiles y vigorosos, grandes nadadores, diestros
navegantes en pequeñas embarcaciones que orillaban las costas, no habían
desarrollado navíos monumentales porque parecían satisfacerse con lo cercano, o
sentían, como los antiguos egipcios, el temor del mar.
Ahora podemos intentar ver ese mar Caribe de finales del siglo XV, con su rumor
de lenguas inspiradas, como el náhuatl, en que había cantado Netzahualcóyotl:
Sólo vinimos a dormitar; sólo vinimos a soñar;
O aquel en que se había repetido el mito de la creación de los Mayas, los versos del
Popol Vuh sobre el origen:
www.lectulandia.com - Página 17
No había nada que formase cuerpo,
Nada que asiese a otra cosa,
Nada que se meciese,
Que hiciese el más leve roce,
Que hiciese el menor ruido en el cielo.
Primero estaba el mar. Todo estaba obscuro. No había sol, ni luna, ni gente, ni
animales, ni plantas. Sólo el mar estaba en todas partes. Así, primero sólo estaba
la Madre. Se llamaba Gaulchováng.
La Madre no era gente, ni nada, ni cosa alguna. Ella era Aluna. Ella era
espíritu de lo que iba a venir y ella era pensamiento y memoria. Así la Madre
existió sólo en Aluna, en el mundo más bajo, en la última profundidad, sola.
Fue a ese mar de reinos y de mitos a donde llegaron las tres pequeñas barcas de los
españoles, y es significativo que, aunque los vikingos habían tocado antes las costas
de Terranova, fue el hallazgo del mundo caribeño lo que verdaderamente puso en
contacto a Europa con América y echó a andar la compleja fusión de los mundos.
www.lectulandia.com - Página 18