Maneras D Vivir

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MANERAS DE VIVIR

PREMIO EDEBÉ
DE LITERATURA JUVENIL
LUIS LEANTE

MANERAS
DE VIVIR

PREMIO EDEBÉ
DE LITERATURA JUVENIL

edebé
Obra ganadora del Premio EDEBÉ de Literatura Juvenil según el fallo del
Jurado compuesto por: Sr. Javier Brines, Sra. Paula Jarrín, Sr. Óscar López,
Sra. Rosa Navarro Durán y Sra. Care Santos. Actuó como secretaria del
Jurado la Sra. Elena Valencia.

© Luis Leante, 2020


Autor representado por la Agencia Literaria Carmen Balcells.

© Ed. Cast.: Edebé, 2020


Paseo de San Juan Bosco, 62
08017 Barcelona
www.edebe.com

Atención al cliente: 902 44 44 41


[email protected]

Directora de Publicaciones: Reina Duarte


Diseño de la colección: Book & Look
Fotografía de cubierta: Shuherstock / Harry Kasyanov

1.ª edición, marzo 2020

ISBN: 978-84-683-4883-4
Depósito legal: B. 1075-2020
Impreso en España
Printed in Spain
EGS - Rosario, 2 - Barcelona
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo
puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a
CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento
de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45).
A Candelas
Prólogo

S amarkanda es el nombre de una tienda de discos de


vinilo que había no hace mucho tiempo en Alican-
te. Por supuesto, también es el nombre de una de las
ciudades más bellas y antiguas del mundo.
Pero Samarkanda es, además, el nombre de un grupo
de rock de los años 90 del siglo pasado. Desde su ori-
gen, sus componentes han ido cambiando y el grupo ha
evolucionado, a pesar de que en algún momento estuvo
a punto de desaparecer. Las letras de las canciones
de Samarkanda fueron una mezcla de poesía y arte
callejero, pero sus raíces están en el rock.
La primera vez que vi actuar a Samarkanda fue en
agosto de 1992, en el estadio de fútbol Vicente Cal-
derón de Madrid. Fue un concierto memorable en el
que actuaron media docena de grupos. El plato fuerte
fueron Samarkanda y Rosendo Mercado. Cómo olvidar
aquel concierto. Por aquella época yo todavía soñaba
con ser crítico musical y publicar reseñas y entrevistas
en la revista Rolling Stone. Después la vida me llevó
por otros caminos y, aunque mi trabajo siempre ha
estado relacionado con la escritura, nada de lo que he
publicado en este tiempo tiene que ver con la crítica
musical y apenas con el periodismo. Pero eso es otra
historia, o a lo mejor no lo es y todo forma parte de la
misma historia.
Samarkanda, con dos discos publicados ya en 1992,
se había convertido en un referente musical y tocaba

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en los festivales más importantes del país. Tenía tanta
fuerza que sus canciones terminaban sirviendo de ins-
piración para otros grupos. Sus letras eran magistrales.
El guitarrista y cantante del grupo se llamaba Jimi, y
cuando lo vi por primera vez en el escenario me pareció
el hombre más feo del mundo. Era realmente feo, pero
derrochaba un torrente de voz que ponía los pelos de
punta y elevaba la temperatura en el estadio.
Jimi era como un terremoto en el escenario. Tenía
entonces veintidós años y ya había dejado de ser una
joven promesa. Con su fuerza y su magnetismo llegaba
a anular en algunos momentos al resto de la banda, que
se hacía invisible. Se movía de un lado a otro del esce-
nario como si tuviera alas. Saltaba, cantaba y rasgaba la
guitarra con una energía brutal. Todo a la vez. De todos
los músicos que he visto actuar en directo a lo largo de
mi vida, no hay ninguno que se pueda comparar con él.
Desde aquel lejano verano de 1992 me convertí en un
seguidor incondicional de Samarkanda y, sobre todo,
de Jimi, su líder.
El final de aquel concierto fue apoteósico. Jimi y
Rosendo subieron juntos al escenario y cantaron la
mítica canción Maneras de vivir, que con el paso de los
años se convirtió en uno de los diez mejores temas de
rock de todos los tiempos, casi un himno. Todavía me
parece escuchar el griterío y los aplausos del público,
que se prolongaron cuando los artistas habían bajado
ya del escenario y quizás incluso habían abandonado
el estadio.
Vi a Jimi y a su banda cinco o seis veces más en los
años siguientes. Y nunca me decepcionaron. Compré

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los cuatro discos que sacaron en la década de los 90.
Me convertí en un seguidor incondicional.
Después no sabría precisar qué fue lo que ocurrió para
que les perdiera la pista. Muchas de las bandas de rock
que me gustaban desaparecieron o se reconvirtieron en
otra cosa que ya no tenía la misma autenticidad. Y Sa-
markanda se descolgó de la primera línea de los grupos
que pegaban fuerte. Eso fue más o menos a finales de
siglo. Y llegué a pensar que Samarkanda se había disuel-
to. No diré que me olvidé de ellos, pero mi entusiasmo
perdió fuerza. Es verdad que de vez en cuando escuchaba
sus discos en casa, con cierta melancolía, pero al final
los nuevos grupos fueron haciéndose un hueco en mi
estantería y los discos de Samarkanda pasaron a la parte
más alta del mueble, aquella a la que casi nunca llegaba.
Sin embargo, Samarkanda no se había disuelto. El
grupo siguió tocando y sobreviviendo a duras penas,
pasados de moda y olvidados por la mayoría del pú-
blico. Sus conciertos ya no eran en grandes estadios
ni en salas importantes, ni participaban en festivales.
Tocaban en locales pequeños, la mayoría de Madrid.
Muy de vez en cuando actuaban en Bilbao o Barcelona,
donde tampoco llenaban.
Durante aquel tiempo pasaron muchas cosas y se
fueron encadenando varias casualidades hasta llegar a
este punto. Empecé a publicar novelas, me fui a vivir a
Alicante y descubrí que Samarkanda se había conver-
tido en un grupo musical de BBC (Bodas, Bautizos y
Comuniones). Además, ya no tocaba ninguno de sus
miembros originales, ni siquiera Jimi, que se había
hecho mánager y técnico de sonido.

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No recuerdo exactamente cuándo volví a tener no-
ticias de Jimi. Eso debió de ser hace diez o doce años.
Lo que sí recuerdo es que fue a través de la prensa local
como me enteré de su detención en Altea, del juicio y
de los años de cárcel que le cayeron. No hace falta decir
que aquella noticia me impactó. Después no supe nada
más del asunto, aunque de vez en cuando me venía a
la cabeza.
Hace un par de años, cuando aquello había quedado
ya atrás, casi olvidado por mi parte, me tropecé con la
noticia del secuestro y toda aquella historia tórrida en
la que se vieron implicados Jimi y su familia. Y por
eso supe que Jimi llevaba años viviendo en Alicante,
desde que salió de la cárcel. No fue difícil dar con él.
A través de Internet y las redes sociales averigüé que
Jimi tenía una tienda de discos de vinilo que se llamaba
Samarkanda —no podía ser de otra manera— en la
calle Quintana. Me sorprendió que aún se siguieran
vendiendo discos del siglo pasado, pero lo cierto es que
hay muchas personas que prefieren aquellos sonidos
«imperfectos». Al enterarme, sufrí una crisis de nos-
talgia, rescaté del trastero el tocadiscos y escuché de
nuevo los sonidos de juventud que ya tenía olvidados.
El resto de la historia ocurrió de forma natural. Un
día decidí pasarme por la tienda de discos. En el esca-
parate había un cartel que decía «Tiramos los precios
por traspaso del local». Sentí una punzada en el
estómago. Lo primero que pensé fue que las cosas no
le habrían ido bien a Jimi. Estuve a punto de darme la
vuelta y seguir mi camino, pero, por suerte, no lo hice.
Si me hubiera marchado, ahora no estaría contando esta

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historia. Cerré los ojos, empujé la puerta y allí estaba
Jimi detrás del mostrador, con unas gafas de leer que
sostenía en la punta de la nariz y con mucho menos pelo
que veintitantos años atrás. Pero era inconfundible.
Lo habría reconocido en cualquier parte en que me lo
hubiera cruzado.
—¿Qué tal te va, Jimi? —le saludé desde la misma
puerta.
—Muy bien, ¿y a ti?
—Todo bien —le respondí.
—Perdona, a lo mejor nos conocemos, pero no te
sitúo ahora mismo.
—No, no podrías situarme. Yo sí te conozco desde
hace años, pero tú no me habías visto antes. —Me
acerqué al mostrador, le tendí la mano y le dije mi
nombre—. Soy un incondicional tuyo desde que te
escuché por primera vez en el Vicente Calderón en el
92, aunque ya tenía dos discos vuestros.
Jimi se quitó las gafas de leer y me miró de arriba
abajo.
—Vale, tío —me dijo sin dejar de sonreír, y luego
me mostró el brazo y añadió—: mira, se me han puesto
los pelos de punta al oírte decir eso así con tanta con-
tundencia. Menudos tiempos aquellos.
Le conté que tenía todos los discos del grupo y
que había ido a varios conciertos después de la mítica
actuación con Rosendo. Luego seguimos hablando
como si nos conociéramos realmente desde aquella
época.
Mientras Jimi me resumía apresuradamente cómo
habían sido los últimos años, se abrió la puerta y

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entró un chico. Calculé que tendría unos quince o
dieciséis años.
—Ven, Manu, quiero que conozcas a un amigo.
Me emocionó que me presentara como un amigo,
esa es la verdad. Manu me dio la mano con timidez y
balbuceó algo. Se había sonrojado y me miraba con
curiosidad.
—Ya lo conozco —me dijo con voz apagada.
—¿En serio?
—Sí, en clase hemos leído un libro suyo y vino un
día a hablarnos de él.
Entonces fui yo quien se sonrojó. Intenté identificar
aquel rostro entre cientos de rostros de adolescentes
a los que había visto en los últimos tiempos. Pero ni
siquiera sabía en qué instituto estudiaba Manu.
—Lo siento, Manu, pero es del todo imposible que
me acuerde.
—Ya lo sé, es más fácil que me acuerde yo —dijo
sonriendo por primera vez.
La visita terminó enseguida porque no quería ha-
cerme pesado. Sin embargo, en los meses siguientes
estuve yendo a la tienda casi todas las semanas. Y si
lo hice fue porque me pareció que Jimi se alegraba de
verme y le gustaba recordar viejos tiempos conmigo.
Cada vez que veía el cartel de traspaso en el escaparate,
me invadía una sensación de tristeza.
—Malos tiempos para el vinilo —le comenté en
una ocasión a Jimi.
Él me miró y, sin sombra de nostalgia, me dijo:
—No creas. Hay mucha gente que añora aquellos
sonidos. Y las ventas suben un poco cada año.

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—¿Entonces por qué dejas el negocio?
—Porque no me gusta estancarme. Rosa y yo
vamos a hacer un viaje que le prometí. Rosa es mi
mujer. Y después seguiremos con el negocio, pero
a través de Internet. Hay que adaptarse a los nuevos
tiempos.
Dos meses después, la tienda de discos cambió de
dueño y de nombre. La noche en que Jimi entregó las
llaves a su nuevo propietario organizó una fiesta en su
casa. Para entonces yo me sentía ya parte de la familia
de Jimi, que no solo eran Rosa Winchester, Manu y
Luna, sino también el Mono, la Flaca y su hijo Nacho.
Esa noche estuvieron todos.
Fue una fiesta sin nostalgia, mirando al futuro
más que al pasado. La única que parecía algo afec-
tada era Rosa Winchester. En uno de los brindis
me pareció que se le quebraba la voz y los ojos se
le humedecían.
Era ya tarde cuando pensé que aquello no podía
terminar así. Los miré a todos, uno por uno, y les dije:
—Me gustaría escribir vuestra historia.
Se hizo un silencio expectante.
—¿Nuestra historia? —preguntó, extrañado, Jimi
después de mantener los ojos clavados en mí durante
unos segundos.
—Sí, la de Samarkanda, la de vosotros. Me encan-
taría escribir un reportaje sobre todo esto.
—¿Y por qué no una novela? —preguntó Rosa.
—Bueno, las dos cosas. Yo creo que a la gente le
gustaría conocer vuestra historia.
—¿Tú crees? —insistió Jimi.

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—A lo mejor es una buena idea —dijo Luna.
—Pues claro que es una buena idea —la apoyó
Manu, que había estado callado la mayor parte de la
noche.
—Pero necesitaré vuestra ayuda para escribirla.
—Cuenta con ello —aceptó Jimi.
En ese momento empecé a improvisar mi plan de
trabajo. Les propuse hablar con ellos por separado para
que me contaran lo que quisieran. Lo demás correría
de mi cuenta.

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