PED HAAEYPO Rafael Gonzalez Del Rio
PED HAAEYPO Rafael Gonzalez Del Rio
PED HAAEYPO Rafael Gonzalez Del Rio
DNI: 28.549.399-M
Desde el punto de vista religioso, a partir de su primer festival Sed (h. 1360 a.C.) se acentuará
la divinidad de la familia real y el culto al Sol, sentando las bases para la revolución de Amarna.
Tras el rejuvenecimiento simbólico del jubileo, la idealización de la figura del faraón llegará a
enfatizar su juventud hasta el extremo de mostrar rasgos infantiles.
La obra constituye un fiel exponente del grado de refinamiento alcanzado por las artes
figurativas en el Imperio Nuevo, cuya evolución en busca de un equilibrio culminará con este
faraón. En cuanto al material de la figura, no habitual en las representaciones regias, algunos
autores como Donadoni han destacado la influencia que en esta época tuvieron las llamadas
artes aplicadas sobre la escultura oficial.
Posee planta rectangular, a diferencia de los posteriores con planta cuadrada. Mide 62 por 34
metros de lado y sus ángulos se orientan según los puntos cardinales. Se trata de una
construcción maciza, con un núcleo de adobe reforzado con cañizo. Sus fachadas, en talud y
articuladas con contrafuertes, se protegen mediante un revestimiento de ladrillo de gran
espesor. Dispone de un sistema de drenaje compuesto por pequeñas perforaciones en las
fachadas que llegan hasta el núcleo de adobe y canales superficiales sobre las terrazas, que
se ha relacionado con la posible plantación de vegetación y árboles en sus diferentes niveles.
Poseía tres terrazas superpuestas con altura decreciente. En la fachada noroeste se ubican
tres monumentales escalinatas, dos paralelas a la fachada y otra perpendicular, que se unen
en el primer nivel en una poterna. Desde aquí una escalera axial ascendía hasta las otras dos
terrazas, ubicándose posiblemente en la superior el templo dedicado a la diosa lunar Nannar.
Su denominación original es Etemenniguru o casa cuya alta terraza inspira terror. Hay que
imaginar el edificio en su contexto urbano, como hito visual de la remodelación emprendida por
Ur-Nammu en el complejo real y religioso situado en el centro de la nueva capital del Imperio
Neosumerio. Emplazado dentro de un patio situado junto al Patio de Nannar, ambos rodeados
por construcciones auxiliares con uso administrativo y de almacenes para los tesoros de la
diosa, estando todo el complejo protegido por su propia muralla.
2. Autor: Desconocido.
5. Material y técnica:
6. Localización: Museo del Louvre. París. Antigüedades de Próximo Oriente. Ala Richelieu,
planta baja, patio Jorsabad, sala 4. AO 19857. Excavaciones de Paul E. Botta en 1843-44.
Ubicación original: Puerta K del Palacio de Jorsabad, antigua Dur Sarrukin. Asiria, actual Iraq.
8. Comentario:
Pareja simétrica de figuras fantásticas aladas con cuerpo de toro y cabeza humana, con cinco
patas, de proporciones monumentales. Se integraban arquitectónicamente en las jambas de
una portada.
El reinado de Sargón II (722-705 a.C.) supone el momento de máxima expansión del Imperio
Nuevo Asirio, cuyo poder se extiende hasta Anatolia, Siria, el Mediterráneo, Egipto e Irán
occidental. Tras una sublevación que le permite alcanzar el poder, adopta el nombre ya
utilizado por Sargón de Akkad, que significa rey legítimo y decide la creación de una capital ex
novo, a unos quince kilómetros al norte de Nínive, que llamará Dur Sharrukín (fuerte de
Sargón), la actual Jorsabad. Aunque no estaba terminada del todo, en el 707 a.C. se celebra su
inauguración oficial, acudiendo los príncipes de todos los pueblos sometidos bajo el Imperio y
que habían participado en su construcción. Sargón moriría dos años más tarde en la guerra
con los cimerios y su hijo y sucesor, Senaquerib, decidió el regreso de la capital a Nínive.
Sargón rodeó su nueva capital con una gran muralla y en el sector noroeste construyó una
ciudadela que contenía los edificios más representativos desde el punto de vista político y
religioso (el palacio de Sargón, los palacios de los altos dignatarios, varios templos y un
zigurat). Toda la ciudad y su edificio principal, el palacio real, era un auténtico monumento al
servicio de la propaganda del poder del nuevo soberano. La muralla de la ciudadela tenía
varias puertas monumentales defendidas por gruesos torreones y flanqueadas por estas
figuras, denominadas shedu o lamassu, que se situaban también en las puertas de acceso al
Palacio y al salón del trono.
8.3. Tendencia artística o estilo.
Pertenece al periodo artístico neoasirio, que se corresponde con el Imperio Nuevo Asirio. Sus
más directos precedentes pueden buscarse en la arquitectura sirio-hitita del siglo XIII a.C.,
encontrándose puertas con leones y esfinges en las ciudades hititas de Hattusa y Halaka
Hüyük, o en edificio sirios de Alalakh (Tell Atchana). No obstante, los asirios les otorgaron un
sello propio, aumentando su tamaño y creando una iconografía original que enlazaba con la
larga tradición mesopotámica de representación de seres fantásticos a medio camino entre lo
animal y lo humano, a la que añadieron un motivo específicamente asirio como es el toro.
Además, muestran rasgos estilísticos propios de la plástica neoasiria, como el tratamiento
detallista de las figuras de poderosa musculatura. Se convertirían así en uno de los elementos
más característicos de la decoración de los palacios asirios.
Los más antiguos que se conocen dentro de esta cultura proceden del palacio del Noroeste de
Asurnasirpal II (883-859 a.C.) en Kalakh (Nimrud), en este caso con cuerpo de león y coinciden
con el comienzo del periodo expansionista del Imperio Nuevo Asirio. Pueden admirarse en el
Museo Británico en Londres. Dejaron de utilizarse tras el reinado de Asurbanipal.
Posteriormente, se recuperarán en los palacios aqueménidas en el siglo V a.C., como por
ejemplo en la Puerta de Todas las Naciones de Jerjes del Palacio de Persépolis.
El arte asirio destacó sobre todo en el campo del relieve arquitectónico, concebido como
complemento imprescindible de sus grandes palacios del I milenio a.C. La combinación de
arquitectura y decoración escultórica se convirtieron en la expresión visual de la fuerza de la
monarquía asiria, basada en un poderío militar que les había permitido controlar gran parte de
Mesopotamia y Próximo Oriente.
Sin embargo, se distinguen de los relieves por su función: mientras que éstos se conciben
como un mundo autosuficiente, sin relación con el espectador, estas figuras dirigen su mirada
hacia el visitante. Los situados de perfil llegan al extremo de volver la cabeza para no perderle
de vista y evitar así que escapen del poder de su hechizo. Se les atribuía una función simbólica
determinada y concreta, quizás mágica, ya que se suponían una especie de genios protectores
encargados de ahuyentar las fuerzas hostiles y los malos espíritus (en uno de los relieves
aparecen representados protegiendo a los barcos que traen la madera para construir el
palacio). Además, con su carácter monumental, ofrecían una imagen imponente, sobrenatural y
sobrecogedora del poder del soberano asirio. En el acceso al salón del trono la concentración
de figuras producía una abrumadora impresión, como puede apreciarse en el conjunto de
piezas situadas junto a éstas en el Museo del Louvre, entre las que se incluye la famosa
representación de Gilgamesh. También poseen una función estructural, al soportar parte de los
esfuerzos transmitidos por el arco en el que se sitúan.
La iconografía de los palacios incluía varias posibilidades: leones de cabeza humana, toros
alados con cabeza de dios, leones alados con torso humano y toros alados con cabeza de un
dios que lleva como distintivo un gorro en forma de boca de pez. En los templos se preferían
leones o toros sencillos, como los del Templo de Ishtar de Nimrud del Museo Británico.
8.4. Características estéticas de la obras.
Durante el reinado de Sargón II el concepto de monarquía había cambiado entre los asirios y
no se basaba sólo en el poder militar, sino también en el político. Por eso en su palacio
aparecen escenas de carácter representativo, como cortejos procesionales, junto a las escenas
de batallas. En esta línea, los rostros humanos de estos lamassu, de rasgos suaves, obedecen
a proporciones hábilmente estudiadas y trasmiten quietud, serenidad y armonía. Muestran
rasgos definidos: expresivos ojos, gruesas cejas que se encuentran sobre una prominente nariz
y una boca que esboza una ligera sonrisa coronada por un fino bigote. Una barba rizada cubre
la mandíbula y el mentón, mientras que el cabello cae hasta los hombros, enmarcando la cara,
apareciendo ambos elementos cuidadosamente peinados. Poseen orejas de toro con
pendientes de aro. Se cubren la cabeza con una alta tiara con dos pares de cuernos, como
rasgo de divinidad, que se adorna con pequeños aros y se remata con una hilera de plumas.
Sus cuerpos de toro muestran con precisión el modelado de su anatomía, con detalles como
los músculos de las patas, dando como resultado una imagen compacta y vigorosa, llena de
fuerza.
De los hombros les salen alas de águila que se curvan hacia atrás, siendo visible sólo una de
ellas. Zonas cubiertas de rizos geométricamente ordenados cubren el pecho, el vientre, la
espalda, las caderas e incluso las rodillas del animal. Posee una cola muy larga y con su
extremo también rizada y cuidadosamente peinada.
Dos inscripciones cuneiformes situadas en el fondo del relieve situado entre las patas traseras
de uno de ellos, alaban al soberano enumerando sus virtudes y lanzan una maldición sobre
cualquiera que intente dañar el edificio.
No obstante, la imagen actual de las figuras es muy diferente a la original, ya que estos
lamassu, como los relieves que los rodeaban, se encontraban intensamente policromados,
como se pone de manifiesto en la reconstrucción del Salón del trono del palacio de
Assurnasirpal II realizada por Layard.
9. Bibliografía.
ALBENDA, PAULINE. Le palais de Sargon d’Assyrie. París, Recherche sur les Civilisations,
1986.
FRANKFORT, HENRI. Arte y arquitectura del Oriente Antiguo. Madrid, Cátedra, 2010.
HAUSER, ARNOLD. Historia social de la literatura y el arte. Barcelona, RBA, 2005.
http://digitalgallery.nypl.org/nypldigital/id?1534737
Longperrier, A. de. Notice des anquitités assyriennes. Paris, Musées Imperiaux, 1854.
Martínez de la Torre, C., Gómez López, C. y Alzaga Ruiz, A. Historia del arte antiguo en Egipto
y Próximo Oriente. Madrid, Editorial Universitaria Ramón Areces, 2009.
Pérez Largacha, Antonio. Historia antigua de Egipto y del Próximo Oriente. Madrid, Akal, 2007.
www.louvre.fr
Ejercicio 3. Comentario de texto.
“Los diez años, pues, se emplearon en esta calzada y en las cámaras subterráneas de la colina
en que se levantan las pirámides, cámaras que Quéope se hizo construir para tumba suya en
una isla, conduciendo allí por un canal el agua del Nilo. Pero en la construcción de solo la
pirámide, el tiempo empleado fueron veinte años. Cada una de sus caras -es cuadrada- mide
ocho pletros de longitud y otro tanto su altura; y es de piedra pulida y perfectamente ajustada;
ninguno de los bloques tiene menos de treinta pies… “
… ese Quéope, decían los egipcios, reinó cincuenta años, y a su muerte, heredó el trono su
hermano Quefrén. Y este se comportó en todo como su antecesor, y también hizo construir
una pirámide, que no alcanza las dimensiones de las de Quéope (pues nosotros mismos la
medimos) (…); pues no hay en ella cámaras subterráneas, como tampoco desde el Nilo llega a
ella un canal como el que penetra en la otra pirámide por un conducto de obra y que rodea en
su interior una isla donde, dicen, reposa el propio Quéope. Hizo construir su base con piedra
etiópica de varios colores, y la dejó cuarenta pies menos alta que la otra pirámide, la grande,
cerca de la cual la edificó; y las dos se levantaron sobre la misma colina, que tiene como unos
cien pies de altura…”
…Y después de Quefrén, dijeron los sacerdotes, reinó en Egipto Micarino, hijo de Quéope …
Este rey dejó también una pirámide, mucho más pequeñas que la de su padre. Cada una de sus
caras tiene tres pletros menos veinte pies y es cuadrada y de piedra etiópica hasta su mitad”.
Clasificación y contextualización.
El texto se compone de varios extractos parciales (124, 127, 129 y 134) del Libro II de la
Historia de Heródoto, denominado Euterpe, referidos a las pirámides del complejo de Gizeh en
el Antiguo Egipto. Se trata de un documento historiográfico, de hecho, el primero de todo
Occidente, además de ser también la primera obra extensa en prosa que se escribió en griego,
recogiendo las luchas entre griegos y asiáticos, que culminarán con las Guerras Médicas. El
objetivo de Heródoto es evitar que las grandes acciones realizadas tanto por griegos como por
los bárbaros queden privadas de gloria. Pero se aparta de la epopeya lírica de Homero tanto en
sus fuentes, basadas en su propia investigación personal, como en los temas, donde ya no
aparecen crónicas épicas sobre los dioses y los héroes sino los hechos de hombres y los
pueblos. También busca causas racionales a los hechos históricos que narra, fundando de este
modo la Historia Universal tal y como la conocemos, alejada de los mitos. Nos presenta el
mundo conocido por los griegos al modo de un reportaje moderno, abarcando distintas áreas
como la filosofía, la geografía, la biología o la antropología, tanto del mundo griego como de los
pueblos dominados por los persas.
Coincidió con una época donde el Imperio Persa estaba en su apogeo, bajo el reinado de
Artajerjes I (465-424). Tras sus victorias en las guerras Médicas (Maratón en 490 y Salamina
en 480) los atenienses ejercerían cada vez más influencia en la política mediterránea, hasta la
firma de la paz de Calias (449). Son los años de la grandeza de la Atenas de Pericles y los
primeros, todavía victoriosos, de su enfrentamiento con Esparta.
Nacido súbdito persa, Heródoto aprovechó esta circunstancia y el periodo de paz previo a las
Guerras del Peloponeso (431) para visitar todo el Oriente dominado por los persas, incluyendo
el Alto y Bajo Egipto, Fenicia y Mesopotamia.
En el año 444 se trasladó a la colonia panhelénica de Turios, fundada por Pericles en la Italia
meridional, donde escribiría su Historia, sobre la que se sigue discutiendo si está inacabada y
donde moriría hacia el 420.
Su Historia, sería dividida posteriormente en Alejandría en nueve libros, uno para cada musa.
Su autor tuvo gran influencia en otros posteriores, habiendo sido tanto elogiado (Cicerón,
Dioniso de Halicarnaso, Quintiliano) como criticado por su afición a fabular o por su parcialidad
(Tucídides, Aristóteles, Estrabón o Plutarco). Auguste Mariette, uno de los fundadores de la
egiptología moderna, lo detesta por su falta de fiabilidad. Obras posteriores como las de
Manetón sobre Egipto (s. III a.C.) o Ctesias sobre Persia (s. IV a.C.), con un conocimiento más
inmediato y directo, lo rectifican. No obstante, la visión que el mundo occidental tuvo sobre
Egipto y Próximo Oriente se basó durante mucho tiempo en Heródoto, completada por los
escritos de Diodoro o Plinio, y sus mitos, estereotipos y dogmas siguen estando presentes en
la investigación arqueológica.
Respecto a las fuentes de Heródoto, son de tres clases: las escritas, a las que habitualmente
no cita, los hechos de los que él mismo ha sido testigo y los relatos recogidos por él
(normalmente orales y anónimos), sobre los que ejerce una cierta crítica, dejando la
responsabilidad de la veracidad a sus informadores, sin tomar partido y llegando a reconocer
que no siempre cree lo que le cuentan (VII, 152). Su imparcialidad se pone de manifiesto
cuando refleja distintas versiones del mismo hecho. Incluso a veces reconoce su propia
ignorancia, no presumiendo nunca de estar en poder de la verdad.
El texto que nos ocupa forma parte de su historia de Egipto, donde la mayor parte de su
información procede de los sacerdotes (II,99 y II,124) que, pertenecientes a los escalones
inferiores de la jerarquía, poseían un conocimiento solo aproximado de la historia y los ritos, y a
ello pueden atribuirse las inexactitudes e insuficiencias de su Historia. No obstante, dentro de
sus descripciones de países orientales destaca la de Egipto, donde al parecer estuvo unos
cuatro meses. Es famosa su definición de Egipto como “don del Nilo”, que viene utilizándose
desde entonces. Consiguió transmitir la imagen de una rica y sabia civilización milenaria
asentada en leyes justas y antiquísimas creencias religiosas, aunque, naturalmente, a los ojos
de un griego, sus habitantes no dejaban de ser unos “bárbaros” con costumbres extravagantes,
divinidades monstruosas y tradiciones increíbles.
En cuanto a su estilo, Heródoto elige, a diferencia de Tucídides, un estilo simple y llano para
presentar su material. Un recurso central de su estilo es la pataraxia, es decir la simple
yuxtaposición de oraciones sin relaciones complejas de subordinación o elaboración retórica.
Se trata de una simplicidad artificial, detrás de la cual hay un gran esfuerzo buscando la
sencillez y la espontaneidad.
En cuanto al contenido de texto, se refiere a las tres pirámides del complejo funerario de Gizeh:
las de Quéope (Keops, 2589-2566), Quefrén (Kefrén, 2558-2532) y Micarino (Micerinos, 2532-
2503), erigidas en la IV Dinastía dentro del Reino Antiguo de Egipto, o sea, más de dos mil
años antes de la visita de Heródoto. Por tanto, lo que nos cuenta en el texto refleja la realidad
de estos monumentos y lo que se pensaba sobre ellos en el Egipto de la época de la Dinastía
XXVII, en la primera dominación persa de Egipto, bajo el reinado de Artajerjes I (465-424),
dentro del Periodo Tardío.
Al comienzo de II,124, en una parte que no aparece en el ejercicio, tras una crítica al reinado
de Keops por los penosos trabajos a que sometió a su pueblo para la construcción de las
pirámides, se refiere a la calzada, a la que atribuye correctamente la función de transportar los
bloques para construir las pirámides. Fue apreciada por él mismo (una obra que, en mi opinión,
no es muy inferior a la pirámide) y describe sus dimensiones. Dentro de la estructura típica de
las pirámides de la IV Dinastía, enlazaba el templo del valle con el templo funerario y servía
también para el ceremonial durante el traslado de la momia del faraón. En el caso de la
pirámide de Keops el templo funerario y la calzada se encuentran en la actualidad en ruinas y
el templo del valle, enterrado bajo una población colindante.
Para la construcción de la calzada y las cámaras subterráneas ubicadas en una colina, dice
Heródoto que se emplearon diez años. En cuanto a las cámaras, que Quéope se hizo construir
para tumba suya hay que destacar que refiere con acierto la función funeraria de las mismas y
también el hecho de que coincide con nuestra información sobre los faraones que las usaron
como tumbas. La pirámide de Keops cuenta efectivamente con tres cámaras sepulcrales
atribuidas a modificaciones durante su construcción: una subterránea y otras dos dentro del
cuerpo de la pirámide, siendo la más elevada la que contenía el sarcófago del faraón. Distingue
además la construcción de la calzada y las cámaras de la pirámide propiamente dicha, en la
que, según le dicen, se emplearon otros veinte años.
No obstante, no tuvo acceso a estas cámaras (donde, dicen, reposa el propio Quéope) y esto
es importante para interpretar una parte discutida del pasaje: según el historiador griego, en el
interior de la pirámide la tumba se situaría en una isla, rodeada de agua que llegaría por un
canal de obra desde el Nilo. Evidentemente, refleja lo que le contaron los sacerdotes egipcios,
lo que no coincide con nuestro conocimiento del interior de la pirámide. La única referencia que
tenemos a una isla subterránea en la arquitectura del Antiguo Egipto es el cenotafio de Osiris
en Abydos, conocido como Osireión, erigido por Seti I, faraón de la XIX Dinastía. No obstante,
esta referencia de Heródoto a una tumba-isla ha dado pie a su búsqueda por algunos autores
más o menos esotéricos.
Sobre este asunto caben varias interpretaciones, pudiendo incluso basarse en razones
constructivas. En las diversas hipótesis de cómo se construyeron las pirámides uno de los
aspectos estudiados es cómo se consiguió una superficie perfectamente plana para asentar las
primeras hiladas de bloques. La perfección milimétrica de este extenso plano ha sido explicada
por muchos egiptólogos por la hipotética construcción de un canal que rodeaba la pirámide con
lo que se obtendría una superficie perfectamente plana marcada con el nivel del agua y esta
imagen podría haber sobrevivido de alguna manera en el recuerdo a través del mito referido
por los sacerdotes a Heródoto. Además, esta imagen de la pirámide rodeada de agua enlazaría
con otro de los mitos egipcios, y en concreto a la forma de las propias pirámides que Aldred
considera “un modelo a gran escala de la piedra ben-ben de Heliópolis, un objeto cónico o
piramidal, probablemente de origen meteórico, que se veneraba en esa ciudad por
considerarse que era la Alta Arena sobre la que Atum, el demiurgo del culto al sol, apareció por
encima de las aguas del caos en el momento de la creación del mundo”.
Volviendo al texto del ejercicio Heródoto señala (II,127) que, siempre según los sacerdotes,
Keops reinó durante 50 años y que le sucedió en el trono su hermano Quefrén. Según Pérez
Largacha y el Canon de Turín, los años de reinado de Keops fueron 23 (Manetón le asigna 63)
y entre ambos hubo otro faraón llamado Djedefre (2566-2558), casado con la esposa de Keops
a su muerte. A éste le sucederá Kefrén, que al parecer sí era hijo de Keops, no su hermano
como le dicen a Heródoto.
La pirámide de Kefrén, según Heródoto, carece de cámaras subterráneas y del canal interior
que tiene la de Keops, hecho que supone la causa de que sea algo más pequeña. En este
caso, no acierta en cuanto a las cámaras pues sí posee una cámara interior con dos accesos,
pero sí en atribuirle una menor altura que supuestamente comprobó personalmente, de
cuarenta pies (11,8 metros que sí se aproxima más a la realidad, que son 3 metros). Las dos
se elevan sobre la misma colina, con una altura que estima en unos cien pies (29,6 m), en la
realidad unos 44 metros, sobre el nivel del Nilo. Su base estaba construida con piedra etiópica
de varios colores, debiendo referirse al revestimiento de la base, que sería de granito.
Actualmente sólo queda parte de revestimiento en su cúspide.
Por otro lado, resulta llamativo que no se refiera ni a su calzada, ni a la esfinge situada junto al
templo del valle. Seguramente, estarían cubiertas por la arena y olvidadas, como muchos otros
monumentos egipcios. La esfinge ya había tenido que ser limpiada de arena por Tutmosis IV
(1400-1390), tras la aparecérsele Ra-Horus, a quien supuestamente representaba, como
señala la Estela del Sueño encontrada entre sus patas delanteras.
Finalmente, se refiere Heródoto en el texto a que, de nuevo según los sacerdotes, tras Kefrén
reinó Micerinos, también hijo de Keops. En realidad se trata de su nieto. Continúa con
alabanzas hacia el reinado de este faraón (II,129) que contrastan con las críticas a sus dos
antecesores, quizás relacionadas con el hecho de que se le atribuyera la reapertura de los
santuarios supuestamente cerrados por ellos y que su fuente de información fueran
precisamente los sacerdotes. En los siguientes apartados, no reproducidos en el texto del
ejercicio, se extiende en una historia de su hija muerta (130 a 133) y otras supuestas
desgracias acaecidas a este faraón, dentro del conjunto de leyendas que va introduciendo en el
texto, mezcladas con sus observaciones.
Posteriormente (II,134), describe su pirámide tal y como es, de base cuadrada y mucho más
pequeña que las de sus dos antecesores, con tres pletros menos veinte pies (82,88 m)
teniendo en realidad 103 metros de lado y 66 de altura. La describe como de piedra etiópica
hasta su mitad. Actualmente, sólo nos quedan algunas hiladas de su revestimiento de granito
rosa de Assuán. Según se sabe hoy, en su parte alta se revestía también con basalto negro y
caliza de Tura, por lo que se le conocía como la “Pirámide divina”.
Conclusión.
Este texto es de gran interés histórico por tratarse de una descripción de primera mano del
complejo funerario de Gizeh en el siglo V a.C. realizada por el conocido como padre de la
Historia. Desde el punto de vista artístico nos transmite, por un lado, la situación de los
monumentos en ese periodo y, además, los conceptos que sobre los mismos tenían los
sacerdotes egipcios de la época de la primera dominación persa y el imparcial viajero jonio que
lo escribe. La constatación del acierto en cuanto a la adscripción de las pirámides a los
diferentes faraones, su descripción física, aportando numerosos datos concretos (cámaras,
calzada, dimensiones, etc.) tienen un gran interés.
De hecho, como señala Pérez Largacha, poco ha cambiado hasta la actualidad la imagen que
tenemos del antiguo Egipto desde Heródoto: ingentes tesoros todavía por descubrir, cuerpos
momificados, y templos y dioses que dominaban cualquier manifestación de la vida.
Bibliografía
PÉREZ LARGACHA, ANTONIO: Historia antigua de Egipto y del Próximo Oriente. Madrid, Akal,
2007.