Fides Et Ratio - EXTRACTOS

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Juan Pablo II | Fides et ratio

EXTRACTOS
3. El hombre tiene muchos medios para progresar en el conocimiento de la verdad, de modo
que puede hacer cada vez más humana la propia existencia. Entre estos destaca la filosofía,
que contribuye directamente a formular la pregunta sobre el sentido de la vida y a trazar la
respuesta: ésta, en efecto, se configura como una de las tareas más nobles de la humanidad.
El término filosofía según la etimología griega significa « amor a la sabiduría ». De hecho, la
filosofía nació y se desarrolló desde el momento en que el hombre empezó a interrogarse sobre
el por qué de las cosas y su finalidad. De modos y formas diversas, muestra que el deseo de
verdad pertenece a la naturaleza misma del hombre. El interrogarse sobre el por qué de las
cosas es inherente a su razón, aunque las respuestas que se han ido dando se enmarcan en
un horizonte que pone en evidencia la complementariedad de las diferentes culturas en las que
vive el hombre.

La gran incidencia que la filosofía ha tenido en la formación y en el desarrollo de las culturas en


Occidente no debe hacernos olvidar el influjo que ha ejercido en los modos de concebir la
existencia también en Oriente. En efecto, cada pueblo, posee una sabiduría originaria y
autóctona que, como auténtica riqueza de las culturas, tiende a expresarse y a madurar incluso
en formas puramente filosóficas. Que esto es verdad lo demuestra el hecho de que una forma
básica del saber filosófico, presente hasta nuestros días, es verificable incluso en los
postulados en los que se inspiran las diversas legislaciones nacionales e internacionales para
regular la vida social.

4. De todos modos, se ha de destacar que detrás de cada término se esconden significados


diversos. Por tanto, es necesaria una explicitación preliminar. Movido por el deseo de descubrir
la verdad última sobre la existencia, el hombre trata de adquirir los conocimientos universales
que le permiten comprenderse mejor y progresar en la realización de sí mismo. Los
conocimientos fundamentales derivan del asombro suscitado en él por la contemplación de la
creación: el ser humano se sorprende al descubrirse inmerso en el mundo, en relación con sus
semejantes con los cuales comparte el destino. De aquí arranca el camino que lo llevará al
descubrimiento de horizontes de conocimientos siempre nuevos. Sin el asombro el hombre
caería en la repetitividad y, poco a poco, sería incapaz de vivir una existencia verdaderamente
personal.

La capacidad especulativa, que es propia de la inteligencia humana, lleva a elaborar, a través


de la actividad filosófica, una forma de pensamiento riguroso y a construir así, con la
coherencia lógica de las afirmaciones y el carácter orgánico de los contenidos, un saber
sistemático. Gracias a este proceso, en diferentes contextos culturales y en diversas épocas,
se han alcanzado resultados que han llevado a la elaboración de verdaderos sistemas de
pensamiento. Históricamente esto ha provocado a menudo la tentación de identificar una sola
corriente con todo el pensamiento filosófico. Pero es evidente que, en estos casos, entra en
juego una cierta « soberbia filosófica » que pretende erigir la propia perspectiva incompleta en
lectura universal. En realidad, todo sistema filosófico, aun con respeto siempre de su integridad
sin instrumentalizaciones, debe reconocer la prioridad del pensar filosófico, en el cual tiene su

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origen y al cual debe servir de forma coherente.

[...]

5. La Iglesia, por su parte, aprecia el esfuerzo de la razón por alcanzar los objetivos que hagan
cada vez más digna la existencia personal. Ella ve en la filosofía el camino para conocer
verdades fundamentales relativas a la existencia del hombre. Al mismo tiempo, considera a la
filosofía como una ayuda indispensable para profundizar la inteligencia de la fe y comunicar la
verdad del Evangelio a cuantos aún no la conocen.

Teniendo en cuenta iniciativas análogas de mis Predecesores, deseo yo también dirigir la


mirada hacia esta peculiar actividad de la razón. Me impulsa a ello el hecho de que, sobre todo
en nuestro tiempo, la búsqueda de la verdad última parece a menudo oscurecida. Sin duda la
filosofía moderna tiene el gran mérito de haber concentrado su atención en el hombre. A partir
de aquí, una razón llena de interrogantes ha desarrollado sucesivamente su deseo de conocer
cada vez más y más profundamente. Se han construido sistemas de pensamiento complejos,
que han producido sus frutos en los diversos ámbitos del saber, favoreciendo el desarrollo de
la cultura y de la historia. La antropología, la lógica, las ciencias naturales, la historia, el
lenguaje..., de alguna manera se ha abarcado todas las ramas del saber. Sin embargo, los
resultados positivos alcanzados no deben llevar a descuidar el hecho de que la razón misma,
movida a indagar de forma unilateral sobre el hombre como sujeto, parece haber olvidado que
éste está también llamado a orientarse hacia una verdad que lo trasciende. Sin esta referencia,
cada uno queda a merced del arbitrio y su condición de persona acaba por ser valorada con
criterios pragmáticos basados esencialmente en el dato experimental, en el convencimiento
erróneo de que todo debe ser dominado por la técnica. Así ha sucedido que, en lugar de
expresar mejor la tendencia hacia la verdad, bajo tanto peso la razón saber se ha doblegado
sobre sí misma haciéndose, día tras día, incapaz de levantar la mirada hacia lo alto para
atreverse a alcanzar la verdad del ser. La filosofía moderna, dejando de orientar su
investigación sobre el ser, ha concentrado la propia búsqueda sobre el conocimiento humano.
En lugar de apoyarse sobre la capacidad que tiene el hombre para conocer la verdad, ha
preferido destacar sus límites y condicionamientos.

Ello ha derivado en varias formas de agnosticismo y de relativismo, que han llevado la


investigación filosófica a perderse en las arenas movedizas de un escepticismo general.
Recientemente han adquirido cierto relieve diversas doctrinas que tienden a infravalorar incluso
las verdades que el hombre estaba seguro de haber alcanzado. La legítima pluralidad de
posiciones ha dado paso a un pluralismo indiferenciado, basado en el convencimiento de que
todas las posiciones son igualmente válidas. Este es uno de los síntomas más difundidos de la
desconfianza en la verdad que es posible encontrar en el contexto actual. No se substraen a
esta prevención ni siquiera algunas concepciones de vida provenientes de Oriente; en ellas, en
efecto, se niega a la verdad su carácter exclusivo, partiendo del presupuesto de que se
manifiesta de igual manera en diversas doctrinas, incluso contradictorias entre sí. En esta
perspectiva, todo se reduce a opinión. Se tiene la impresión de que se trata de un movimiento
ondulante: mientras por una parte la reflexión filosófica ha logrado situarse en el camino que la
hace cada vez más cercana a la existencia humana y a su modo de expresarse, por otra tiende
a hacer consideraciones existenciales, hermenéuticas o lingüísticas que prescinden de la
cuestión radical sobre la verdad de la vida personal, del ser y de Dios. En consecuencia han

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surgido en el hombre contemporáneo, y no sólo entre algunos filósofos, actitudes de difusa
desconfianza respecto de los grandes recursos cognoscitivos del ser humano. Con falsa
modestia, se conforman con verdades parciales y provisionales, sin intentar hacer preguntas
radicales sobre el sentido y el fundamento último de la vida humana, personal y social. Ha
decaído, en definitiva, la esperanza de poder recibir de la filosofía respuestas definitivas a tales
preguntas.

[...]

9. El Concilio Vaticano I enseña, pues, que la verdad alcanzada a través de la reflexión filosófica
y la verdad que proviene de la Revelación no se confunden, ni una hace superflua la otra: « Hay
un doble orden de conocimiento, distinto no sólo por su principio, sino también por su objeto;
por su principio, primeramente, porque en uno conocemos por razón natural, y en otro por fe
divina; por su objeto también porque aparte aquellas cosas que la razón natural puede
alcanzar, se nos proponen para creer misterios escondidos en Dios de los que, a no haber sido
divinamente revelados, no se pudiera tener noticia »1. La fe, que se funda en el testimonio de
Dios y cuenta con la ayuda sobrenatural de la gracia, pertenece efectivamente a un orden
diverso del conocimiento filosófico. Éste, en efecto, se apoya sobre la percepción de los
sentidos y la experiencia, y se mueve a la luz de la sola inteligencia. La filosofía y las ciencias
tienen su puesto en el orden de la razón natural, mientras que la fe, iluminada y guiada por el
Espíritu, reconoce en el mensaje de la salvación la « plenitud de gracia y de verdad » (cf. Jn 1,
14) que Dios ha querido revelar en la historia y de modo definitivo por medio de su Hijo
Jesucristo (cf. 1 Jn 5, 9: Jn 5, 31-32).

[...]

13. De todos modos no hay que olvidar que la Revelación está llena de misterio. Es verdad que
con toda su vida, Jesús revela el rostro del Padre, ya que ha venido para explicar los secretos
de Dios; 13 sin embargo, el conocimiento que nosotros tenemos de ese rostro se caracteriza
por el aspecto fragmentario y por el límite de nuestro entendimiento. Sólo la fe permite penetrar
en el misterio, favoreciendo su comprensión coherente.

El Concilio enseña que « cuando Dios revela, el hombre tiene que someterse con la fe ».14 Con
esta afirmación breve pero densa, se indica una verdad fundamental del cristianismo. Se dice,
ante todo, que la fe es la respuesta de obediencia a Dios. Ello conlleva reconocerle en su
divinidad, trascendencia y libertad suprema. El Dios, que se da a conocer desde la autoridad
de su absoluta trascendencia, lleva consigo la credibilidad de aquello que revela. Desde la fe el
hombre da su asentimiento a ese testimonio divino. Ello quiere decir que reconoce plena e
integralmente la verdad de lo revelado, porque Dios mismo es su garante. Esta verdad, ofrecida
al hombre y que él no puede exigir, se inserta en el horizonte de la comunicación interpersonal
e impulsa a la razón a abrirse a la misma y a acoger su sentido profundo. Por esto el acto con
el que uno confía en Dios siempre ha sido considerado por la Iglesia como un momento de
elección fundamental, en la cual está implicada toda la persona. Inteligencia y voluntad
desarrollan al máximo su naturaleza espiritual para permitir que el sujeto cumpla un acto en el
cual la libertad personal se vive de modo pleno2. En la fe, pues, la libertad no sólo está

1
Const. dogm. Dei Filius, sobre la fe católica, cap. IV: DS 3015; citado también en Conc. Ecum. Vat. II,
Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 59.
2
El Concilio Vaticano I, al cual se refiere la afirmación mencionada, enseña que la obediencia de la fe

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presente, sino que es necesaria. Más aún, la fe es la que permite a cada uno expresar mejor la
propia libertad. Dicho con otras palabras, la libertad no se realiza en las opciones contra Dios.
En efecto, ¿cómo podría considerarse un uso auténtico de la libertad la negación a abrirse
hacia lo que permite la realización de sí mismo? La persona al creer lleva a cabo el acto más
significativo de la propia existencia; en él, en efecto, la libertad alcanza la certeza de la verdad y
decide vivir en la misma.

Para ayudar a la razón, que busca la comprensión del misterio, están también los signos
contenidos en la Revelación. Estos sirven para profundizar más la búsqueda de la verdad y
permitir que la mente pueda indagar de forma autónoma incluso dentro del misterio. Estos
signos si por una parte dan mayor fuerza a la razón, porque le permiten investigar en el misterio
con sus propios medios, de los cuales está justamente celosa, por otra parte la empujan a ir
más allá de su misma realidad de signos, para descubrir el significado ulterior del cual son
portadores. En ellos, por lo tanto, está presente una verdad escondida a la que la mente debe
dirigirse y de la cual no puede prescindir sin destruir el signo mismo que se le propone.

Podemos fijarnos, en cierto modo, en el horizonte sacramental de la Revelación y, en particular,


en el signo eucarístico donde la unidad inseparable entre la realidad y su significado permite
captar la profundidad del misterio. Cristo en la Eucaristía está verdaderamente presente y vivo,
y actúa con su Espíritu, pero como acertadamente decía Santo Tomás, « lo que no
comprendes y no ves, lo atestigua una fe viva, fuera de todo el orden de la naturaleza. Lo que
aparece es un signo: esconde en el misterio realidades sublimes »3. A este respecto escribe el
filósofo Pascal: « Como Jesucristo permaneció desconocido entre los hombres, del mismo
modo su verdad permanece, entre las opiniones comunes, sin diferencia exterior. Así queda la
Eucaristía entre el pan común »4.

El conocimiento de fe, en definitiva, no anula el misterio; sólo lo hace más evidente y lo


manifiesta como hecho esencial para la vida del hombre: Cristo, el Señor, « en la misma
revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio
hombre y le descubre la grandeza de su vocación »5, que es participar en el misterio de la vida
trinitaria de Dios6.

exige el compromiso de la inteligencia y de la voluntad: « Dependiendo el hombre totalmente de Dios


como de su creador y señor, y estando la razón humana enteramente sujeta a la Verdad increada;
cuando Dios revela, estamos obligados a prestarle por la fe plena obediencia de entendimiento y
voluntad » (Const. dogm. Dei Filius, sobre la fe católica, III; DS 3008).
3
Secuencia de la solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo.
4
Pascal, Pensées, 789 (ed. L. Brunschvicg).
5
Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes sobre la Iglesia en el mundo actual, 22.
6
Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina Revelación, 2.

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