Gracia y Libertad

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JOSE MARIA IRABURU

Gracia y libertad
Del blog Reforma o apostasía (56-75)
en www.infocatolica.com (2011)

Nota.- Cada artículo (post le dicen en inglés) lleva en el


título, arriba a la izquierda,
un numerito entre paréntesis, por ejemplo (56), que
significa el número de la serie completa en el blog Reforma
o apostasía. Cuando alguna frase va subrayada es porque
en el blog lleva enlace (link en inglés)

Índice
Introducción
–I– Grandes rebajas del cristianismo
1. Arrianismo y pelagianismo antiguos
2. Schillebeeckx
3. El arrianismo actual
4. El pelagianismo actual. 1
5. El pelagianismo actual. 2
–II– El semipelagianismo
1. Semipelagianos antiguos
2. Semipelagianos actuales
3. Semipelagianismo actual: síntomas
4. Semipelagianismo actual: más síntomas
5. Semipelagianismo actual: y aún más síntomas
6. Luteranismo y quietismo
–III– Doctrina católica de la gracia
1. La doctrina católica
2. Biblia, Concilios y Liturgia
3. Vida espiritual. 1
4. Vida espiritual. y 2
–IV– Santo Tomás y Santa Teresita
1. Santo Tomás de Aquino
2. Santa Teresa del Niño Jesús. 1
3. Santa Teresa del Niño Jesús. 2
4. Santa Teresa del Niño Jesús. 3
5. Santa Teresa del Niño Jesús. 4
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Introducción

El tema de este escrito es muy importante, pues como toda


la vida cristiana se realiza por gracia y libertad, según éstas
se entiendan, se entenderá y se desarrollará la vida
cristiana al modo católico, luterano, quietista, pelagiano,
semipelagiano, etc.
Les adelanto que actualmente casi todos los católicos no
practicantes, si es que son algo, son en realidad pelagianos,
y que del pequeño resto de católicos practicantes los más
son semipelagianos. Esto significa que hoy somos católicos
católicos, con la gracia de Dios, una pequeña minoría de los
bautizados. Pueden parecer excesivas estas apreciaciones,
pero en las páginas que siguen creo que llegarán a hacerse
creíbles.
Procedamus in pace.
In nomine Christi. Amen.

–I– Grandes rebajas del cristianismo


1. Arrianismo y pelagianismo antiguos
(56)
–No sé yo si voy a ser capaz de entender algo.
–Entenderá bastante menos que la mayoría, lógicamente.
Pero algo, algo, con el favor de Dios, sí entenderá.
La Iglesia logra en el siglo IV la libertad civil. El
emperador Galerio (311, edicto de Nicomedia) y los
emperadores Constantino I y Licinio, en occidente y en
oriente (313, edicto de Milán), no solamente ponen fin a las
persecuciones de la Iglesia, sino que van creando una
situación en la que ser cristiano trae consigo una condición
muy ventajosa para la vida social en el Imperio. Se bautizan
los emperadores –Constantino, antes de morir–, y con ellos
todos los altos magistrados. Teodosio prohibe ya los cultos
paganos supervivientes y establece el cristianismo como
religión oficial del Imperio (391). Se inicia en ese siglo para
la Iglesia un tiempo nuevo, en el que florece la liturgia, la
catequesis, la construcción de los templos y basílicas, la
celebración de los primeros grandes Concilios ecuménicos,
la institución del domingo, de la monogamia, una época en
la que no pocas normas cristianas se hacen leyes civiles, al
mismo tiempo que la Iglesia hace suyas muchas
instituciones y leyes romanas.
Pero es a la vez un tiempo de grandes rebajas del
cristianismo. La Iglesia, por decirlo así, se ve invadida por
la conversión de innumerables paganos. Y sucede lo
previsible, aquello que testifica San Jerónimo (347-420):
«después de convertidos los emperadores, la Iglesia ha
crecido en poder y riquezas, pero ha disminuido en virtud»
(Vita Malchi 1). Efectivamente, el heroísmo del pueblo
cristiano, generalizado en los tres primeros siglos de
persecuciones, va dando paso con frecuencia a una
mundanización creciente. La Providencia divina suscita
justamente en ese siglo IV el monacato, cuyo crecimiento es
sorprendentemente rápido. En la cristiandad de Egipto, por
ejemplo, había unos cien mil monjes y unas doscientas mil
monjas.
Precisamente entonces, cesadas las persecuciones, es
cuando una relativa mundanización de las comunidades
cristianas ocasiona negativamente el movimiento positivo
de una muchedumbre de fieles que, buscando vivir
plenamente el Evangelio, sale del mundo secular y se va a
los desiertos. Esta opción tan radical tuvo no pocos
impugnadores en un principio. Y San Juan Crisóstomo (349-
407) la justifica y explica en su obra Contra los
impugnadores de la vida monástica. Sin embargo, los
enormes conflictos internos de la Iglesia en ese tiempo, aún
más que en el campo de la vida moral, se dan en el campo
doctrinal. Es un tiempo de grandes herejías. Y también de
grandes Concilios, que van definiendo la fe católica en
Cristo, la Trinidad y la gracia.
Arrianismo y pelagianismo surgen entonces como
una versión naturalista del cristianismo. Muchos
nuevos cristianos «necesitaban» un cristianismo no
sobrenatural, el propio del arrianismo y del pelagianismo: un
cristianismo mucho más conciliable con la mentalidad
helénica-romana; una versión del Evangelio que no
sobrevolase tanto por encima del nivel de la naturaleza.
Tengamos en cuenta que gran parte del pueblo cristiano de
la época seguía viviendo según «los pensamientos y los
caminos» de los hombres, tan distantes todavía de los
pensamientos y caminos divinos (Is 54,8-9).
El arrianismo. Nace Arrio en Libia (246-336), y es
ordenado presbítero en Alejandría. En la cristología que él
difunde el Logos no existe desde toda la eternidad, es una
criatura sacada por el Padre de la nada. Por tanto Cristo no
es propiamente Dios, sino un hombre, una criatura. No
explicaré aquí la doctrina del arrianismo, conceptualmente
complicada, y ya anticipada de algún modo por el
monarquismo adopcionista de Pablo de Samosata (+272),
patriarca de Antioquía: en Dios hay solo una persona.
Retengo simplemente lo que pasará a la historia como
arrianismo, prescindiendo de las especulaciones
conceptuales usadas por el presbítero libio-alejandrino Arrio.
Simplemente, el arrianismo es una herejía cristológica, que
presenta a Jesucristo como una criatura, como un hombre,
aunque perfectamente unido a Dios, y que rebaja así
infinitamente la fe católica en el Verbo encarnado,
haciéndola, por decirlo así, más asequible al racionalismo
natural mundano.
Como escribe José Antonio Sayés, «el arrianismo es el fruto
del racionalismo frente a la originalidad cristiana». «No es el
Verbo el que se hace hombre, sino el hombre el que, por
gracia divina, queda divinizado» (Señor y Cristo. Curso de
cristología, Palabra, Madrid 2005, 218-219). Por tanto, no
hay encarnación del Hijo divino eterno; no es el Verbo
encarnado quien muere en la cruz, en un sacrificio de
expiación infinita. Cristo es sin duda para los hombres el
ejemplo perfecto de unión con Dios, pero no es propiamente
causa, «fuente de salvación eterna para cuantos creen en
él» (pref. I común).
El arrianismo tuvo una difusión inmensa. Algunos
emperadores lo favorecieron y combatieron a los Obispos
defensores de la fe católica, como San Atanasio y San
Hilario, que hubieron de sufrir exilios. Gran parte de los
Obispos orientales lo admitieron activa o al menos
pasivamente. De ahí el lamento de San Jerónimo: «ingemuit
totus orbis et arianum se esse miratus est» (gimió el orbe
entero, al comprobar con asombro que era arriano: Dial.
adv. Lucif. 19). Si esta cristología herética hubiera
prevalecido, la Iglesia Católica se habría reducido a una
secta insignificante. Posteriormente se formularon también
herejías que negaban la encarnación de un Hijo divino
eterno, como el adopcionismo de Elipando de Toledo
(+802).
La Iglesia, pronto y repetidamente, afirmó la fe
católica en Cristo contra el arrianismo, aunque no sin
grandes polémicas y prolongadas resistencias. El concilio de
Nicea (325); el Papa Liberio (352-366), a instancias de San
Atanasio; el concilio I de Constantinopla (381); el Sínodo de
Roma (430); el concilio de Éfeso (431), presidido por San
Cirilo; San León Magno, en el formidable Tomus Leonis
(449); el concilio de Calcedonia (451); el II de
Constantinopla (553), aseguraron en la Iglesia la verdad de
Cristo, la fe católica que confesamos a lo largo de los siglos:
Creemos «en un solo Señor Jesucristo, el Hijo unigénito de
Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos, luz de luz,
Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado,
consustancial con el Padre, por quien fueron hechas todas
las cosas; que por nosotros los hombres y por nuestra
salvación descendió de los cielos y se encarnó por obra del
Espíritu Santo y de María Virgen, y se hizo hombre»… (Conc.
I Constantinopla, Denzinger 150).
El arrianismo, sin embargo, a pesar de tan numerosas y
solemnes definiciones de la Iglesia, pervivió largamente,
sobre todo entre los godos y otros pueblos germánicos. En
España, concretamente, perduró hasta el III Concilio de
Toledo (587), cuando Recaredo I, rey de los visigodos, y su
pueblo profesaron la fe católica. En todo caso, como lo
comprobaremos, los esquemas arrianos en cristología
tienen hoy amplia vigencia, también entre los católicos,
aunque estén concebidos en claves mentales y verbales
muy diversas.
Pero vayamos con la otra gran rebaja del cristianismo
católico:
El pelagianismo. En el siglo IV, cuando la Iglesia se ve
invadida por multitudes de neófitos, surge en Roma un
monje de origen británico, Pelagio (354-427), riguroso y
ascético, que ante la mediocridad espiritual imperante,
predica un moralismo muy optimista sobre las posibilidades
naturales éticas del hombre. Los planteamientos de Pelagio
resultan muy aceptables para el ingenuo optimismo greco-
romano respecto a la naturaleza: «Cuando tengo que
exhortar a la reforma de costumbres y a la santidad de vida,
empiezo por demostrar la fuerza y el valor de la naturaleza
humana, precisando la capacidad de la misma, para incitar
así el ánimo del oyente a realizar toda clase de virtud. Pues
no podemos iniciar el camino de la virtud si no tenemos la
esperanza de poder practicarla» (Epist. I Pelagii ad
Demetriadem 30,16). Somos libres, no necesitamos gracia.
San Agustín resume así la doctrina pelagiana: «Opinan que
el hombre puede cumplir todos los mandamientos de Dios,
sin su gracia. Dice [Pelagio] que a los hombres se les da la
gracia para que con su libre albedrío puedan cumplir más
fácilmente cuanto Dios les ha mandado. Y cuando dice “más
fácilmente” quiere significar que los hombres, sin la gracia,
pueden cumplir los mandamientos divinos, aunque les sea
más difícil. La gracia de Dios, sin la que no podemos realizar
ningún bien, es el libre albedrío que nuestra naturaleza
recibió sin mérito alguno precedente. Dios, además, nos
ayuda dándonos su ley y su enseñanza, para que sepamos
qué debemos hacer y esperar. Pero no necesitamos el don
de su Espíritu para realizar lo que sabemos que debemos
hacer. Así mismo, los pelagianos desvirtúan las oraciones
[de súplica] de la Iglesia [¿Para qué pedir a Dios lo que la
voluntad del hombre puede conseguir por sí misma?]. Y
pretenden que los niños nacen sin el vínculo del pecado
original» (De hæresibus, lib. I, 42,47-48).
No hay, pues, un pecado original que deteriore
profundamente la misma naturaleza del ser humano. La
naturaleza del hombre está sana, y es capaz por sí misma
de hacer el bien y de perseverar en él. Cristo, por tanto, ha
de verse más en cuanto Maestro, como causa ejemplar, que
en cuanto Salvador, como causa eficiente de salvación. La
oración de súplica, la virtualidad santificante de los
sacramentos, que confieren gracia sobrenatural,
confortadora de la naturaleza humana,… todo eso carece de
necesidad y sentido.
La Iglesia afirma la verdad católica de la gracia muy
pronto. Aunque las doctrinas de Pelagio fueron en principio
aprobadas por varios obispos y Sínodos, debido a
informaciones insuficientes y malentendidas, pronto la
Iglesia rechaza el pelagianismo con gran fuerza en cuanto
sus doctrinas fueron mejor conocidas, sobre todo a través
de las enseñanzas de los pelagianos Celestio y Julián de
Eclana (Indiculus 431, Orange II 529, Trento 1547, Errores
Pistoya 1794: Denz 238-249, 371, 1520ss, 2616). Gran
fuerza tuvieron en la lucha contra el pelagianismo varios
santos Padres, como San Jerónimo, el presbítero hispano
Orosio, San Próspero de Aquitania y sobre todo San Agustín
de Hipona. Se atrevieron a combatir los errores de su propio
tiempo.
La Iglesia sabe bien que «es Dios el que obra en vosotros el
querer y el obrar según su beneplácito» (Flp 2,13). «Dios
obra de tal modo sobre el libre albedrío en los corazones de
los hombres que el santo pensamiento, el buen consejo y
todo movimiento de buena voluntad procede de Dios, pues
por Él podemos algún bien, y “sin Él no podemos nada” (Jn
15,5)» (Indiculus cp. 6). Y por la gracia, «por este auxilio y
don de Dios, no se quita el libre albedrío, sino que se libera»
(ib. cp. 9). «Cuantas veces obramos bien, Dios, para que
obremos, obra en nosotros y con nosotros» (Orange II, can.
9).
Lex orandi, lex credendi. Mucho hemos de agradecer a
Dios que por su providencia los principales sacramentarios
litúrgicos proceden precisamente de estos siglos. Las
oraciones de la sagrada liturgia eran así y siguen siendo la
principal expresión devota y lírica de la fe católica.
Oraciones como la que sigue, y que hoy rezamos en Laudes
de la I semana, muy difícilmente hubieran podido ser
compuestas en nuestro tiempo, tan pelagiano:
«Señor, que tu gracia inspire, sostenga y acompañe [todas]
nuestras obras, para que nuestro trabajo comience en ti
como en su fuente, y tienda siempre a ti, como a su fin. Por
nuestro Señor». La mala traducción omite ese todas; ahí
está el punto: «Actiones nostras, quæsumus, Domine,
aspirando præveni et adiuvando prosequere, ut cuncta
nostra [oratio et] operatio a te semper incipiat, et per te
coepta finiatur. Per Dominum».
Arrianismo y pelagianismo van juntos, aunque sean
diferentes herejías. Los dos rebajan cualitativamente la
condición sobrenatural del mundo católico de la gracia. Los
dos son una versión del cristianismo mucho más aceptable
para quienes mantienen una mentalidad mundana
racionalista. Cristo es un hombre, no es Dios. Cristo es un
modelo perfecto de humanidad, un Maestro excepcional;
pero no es un Salvador único y universal, no causa nuestra
salvación, nuestra filiación divina, introduciendo por su
encarnación y su cruz en la raza humana unas fuerzas de
gracia sobrenaturales, sobrehumanas, divinas, celestiales,
absolutamente necesarias para la salvación temporal y
eterna del hombre.
No tiene, pues, nada de extraño que, históricamente,
cuando los pelagianos se veían perseguidos en una Iglesia
local católica, buscaban refugio al amparo de Obispos
arrianos. Dios los cría y ellos se juntan. Lo vemos hoy
también, dentro de la Iglesia católica: aquellos que tienen
de Cristo una visión arriana, son todos rematadamente
pelagianos.
Pero éste es, con el favor de Dios, el tema del próximo
artículo.
[Ocasionalmente, publiqué un artículo sobre Schillebeeckx,
que había muerto en esos días y del que la prensa religiosa
estaba tratando mucho. En el orden de artículos de esta
serie le hubiera correspondido estar entre el (58) y el (59)].

(57)

2. Schillebeeckx
–¿No murió hace poco?
–El 23 de diciembre de 2009, a sus 95 años. Requiescat in
pace.
Las síntesis históricas, por muy sintéticas que sean, exigen
desarrollos largos, que no caben en un lugar como éste.
«Grandes rebajas del cristianismo», enormes rebajas, fueron
las realizadas por Lutero, del que ya traté en otro artículo.
Grandes rebajas y falsificaciones del cristianismo fueron
producidas también por tantos otros herejes anteriores y
posteriores a él. Yo en el artículo actual me limitaré a
considerar el modernismo, y más concretamente el
modernismo actual, llamado a veces progresismo,
personificándolo en el profesor Schillebeeckx y su entorno
holandés.
El modernismo. En la segunda mitad del siglo XIX se
configura ya plenamente el modernismo, una síntesis de
protestantismo liberal, Ilustración, positivismo, naturalismo,
liberalismo, exégesis crítica, historicismo, evolucionismo
(Tyrrel +1909, Loysy +1940, etc.). En el Syllabus (1864), el
Beato Pío IX condena 65 proposiciones claramente
modernistas. Y San Pío X en la encíclica Pascendi (1907, n.
38) afirma que el modernismo es «el conjunto de todas las
herejías». Y lo enfrenta con el mayor empeño, como puede
verse en el motu proprio Sacrorum Antistitum, conocido
como Juramento antimodernista (1910).
Una imagen del libro Christian Cartoons (1922) muestra en
caricatura la gran rebaja de la escalera modernista
descendente, que conduce derechamente a la apostasía
(Cristianismo – Biblia no infalible – hombre no imagen de
Dios – no milagros – no nacimiento virginal de Jesús – no
divinidad de Jesús – no expiación – no resurrección –
agnosticismo – ateísmo).
El padre Edward Schillebeeckx, O. P. La brevedad propia
de un blog me obliga a concentrar este breve estudio en la
figura significativa del profesor Schillebeeckx (Amberes
1914-2009). Ingresó en los dominicos (1931) y se doctoró
en teología (1951). Ejerció la docencia en Lovaina y desde
1956 en la Universidad Católica de Nimega. Aunque era
belga, fue asesor del Episcopado holandés durante el
concilio Vaticano II, y también se le puede considerar como
el inspirador principal tanto del Catecismo holandés como
del Concilio pastoral de Holanda. En 1965 fundó, con otros
teólogos progresistas, la revista Concilium. Es quizá el
teólogo neo-modernista de mayor influjo en la segunda
mitad del siglo XX.
Recuerdo algunas de sus obras en sus ediciones españolas:
Jesús, la historia de un viviente, Cristiandad 1981; En torno
al problema de Jesús, ib. 1983; Cristo y los cristianos, ib.
1983; El ministerio eclesial, ib. 1983; Jesús en nuestra
cultura, ib. 1987; Los hombres, relato de Dios, Sígueme
1994; Soy un teólogo feliz, Sociedad de Educación Atenas
1994.
El Catecismo holandés. Al terminar el concilio Vaticano II,
el Instituto Superior de Catequética de Nimega, bajo la
inspiración principal de Schillebeeckx y con el imprimatur
del Cardenal Bernard Alfrink, publica el Nuevo Catecismo de
Adultos (1966). En él se replantean, más o menos
abiertamente, casi todos los errores y ambigüedades del
anterior modernismo, aunque a veces, para llegar a las
mismas conclusiones, se empleen argumentaciones
diversas, más sofisticadas. Por eso puede considerarse que
el Catecismo holandés es el manual neo-modernista que
más ha influído en el pensamiento católico desviado de los
decenios siguientes. Casi todos los errores actuales en el
campo católico ya fueron expresados o sugeridos en aquel
Catecismo y concretamente en la obra del profesor
Schillebeeckx. El Catecismo contenía tantos errores y
ambigüedades, que fueron denunciados a Roma por
católicos holandeses, y Pablo VI estableció para examinarlo
una Comisión de Cardenales, que emitió una Declaración
(15-X-1968), en la que se indicaba un gran número de
correcciones y adiciones necesarias.
Los errores y ambigüedades señalados por la Comisión
versaban sobre: existencia de ángeles y demonios, creación
inmediata del alma, pecado original, Adán y Eva,
poligenismo, concepción virginal de Jesús, virginidad
perpetua de María, satisfacción expiatoria ofrecida por
Cristo en el sacrificio de la cruz, perpetuación del sacrificio
en la Eucaristía, real Presencia eucarística,
transubstanciación, infalibilidad de la Iglesia, sacerdocio
ministerial y sacerdocio común, autoridad en la Iglesia,
Primado romano, conocimiento de la Trinidad, conciencia
divina de Jesús, bautismo, sacramento de la penitencia,
milagros, muerte y resurrección, juicio y purgatorio,
universalidad de las leyes morales, indisolubilidad del
matrimonio, regulación de los nacimientos, pecados graves
y leves, estado matrimonial (Nuevo Catecismo de Adultos,
Herder, Barcelona 1969, 511 pgs.; el libro lleva encartado
un Suplemento de 54 pgs. con las Enmiendas y adiciones al
Catecismo holandés, redactadas según las indicaciones de
la Comisión Cardenalicia). Estos mismos errores y
ambigüedades continuaron afirmándose en el Concilio
pastoral de Holanda (1967-1969).
Pronto la Iglesia, la Santa Sede principalmente, reafirmó la
fe católica ante agresión tan fuerte, que por otra parte de
ningún modo era única, sino que coincidía más o menos en
los diversos países del Occidente rico con otros muchos
sínodos y asambleas, publicaciones y movimientos. Ante
esa oleada heterodoxa, la Iglesia reafirma la fe católica no
solo en el citado dictamen de la Comisión cardenalicia, sino
en varios documentos doctrinales importantes, el más
valioso sin duda el Credo del Pueblo de Dios (30-VI-1968),
en el que Pablo VI reafirma prácticamente todas las
verdades de fe negadas o puestas en dudas por el neo-
modernismo del momento. Ya que estoy señalando con
especial atención las grandes rebajas del cristianismo
referidas a la fe en Cristo (arrianismo) y a la necesidad de la
gracia (pelagianismo), recordaré aquí únicamente la
Declaración Mysterium Filii Dei, publicada por la
Congregación para la Doctrina de la Fe (21-II-1972: Acta
Apostolicæ Sedis 64, 1972, 237-241). En ella la Iglesia
describe y condena el neo-arrianismo que en ese tiempo va
invadiendo más y más el campo católico progresista, y que
se afirma como si fuera una idea nueva y vanguardista,
cuando en realidad viene a repetir, aunque con
fundamentaciones y formulaciones diversas, errores del
siglo IV. La Declaración señala los
«Recientes errores acerca de la fe en el Hijo de Dios hecho
hombre. –A esta fe en el Hijo de Dios hecho hombre
[reafirmada en los nn. 1-2 de la declaración] se oponen
frontalmente las opiniones de quienes afirman que no se
nos ha revelado ni enseñado que el Hijo de Dios subsistía
desde toda la eternidad en el misterio de la Divinidad,
distinto del Padre y del Espíritu Santo. Igualmente se han de
rechazar aquellas opiniones según las cuales ha de
suprimirse la noción de la unidad de persona en Jesucristo,
engendrado por el Padre según la naturaleza divina desde
toda la eternidad, y en el tiempo, según la naturaleza
humana, de María Virgen. Y finalmente ha de rechazarse la
afirmación según la cual la humanidad de Jesús existiría no
asumida en la persona eterna del Hijo de Dios, sino más
bien en sí misma como persona humana; por lo que el
misterio de Jesucristo consistiría en que Dios se revela
haciéndose presente de un modo supremo en la persona
humana de Jesús.
«Quienes así piensan, permanecen lejos de la verdadera fe
en Cristo, aunque afirmen que en Jesús tiene lugar una
presencia singular de Dios, de modo que sea él mismo la
cumbre suprema y última de la Revelación divina; y
tampoco permenecen en la fe verdadera cuando añaden
que Jesús puede decirse Dios, porque en su persona
humana, como ellos dicen, Dios esté presente de modo
sumo».
«Quienes así piensan» eran y son muchísimos entre los
católicos, pues los difusores de esos graves errores han
ocupado durante decenios, en la Iglesia de los países más
ricos de Occidente, las cátedras más importantes en los
Seminarios y Facultades de Teología. Todos ellos, por
supuesto, han sido promovidos o mantenidos en su
docencia por sus Obispos respectivos. El cherchez la femme
podría traducirse aquí por el cherchez l’Évêque ou le
Cardinal. El profesor Schillebeeckx no hubiera sido nada sin
la protección sucesiva de los Cardenales Alfrink y
Willebrands. Y así ha sido siempre: nada hubiera sido Arrio
sin el apoyo activo o pasivo de los Obispos arrianos. Y así
continúa siendo ahora.
La Congregación de la Doctrina de la Fe intervino en
cuatro ocasiones acerca de la producción teológica
del profesor Schillebeeckx.
1ª.–Coloquio de la Congregación con el P.
Schillebeeckx (13-14-XII-1979: Documentation catholique
7, 1980, 16). Convocado el profesor a Roma, mantuvo un
coloquio clarificador con tres teólogos (Descamps, Patfoort,
O. P. y Galot, S. J.). El diario La Croix (18-XII-1979) informó
que las mayores dificultades se produjeron en referencia a
las definiciones cristológicas del Concilio de Calcedonia.
Según el P. Schillebeeckx: «las palabras están hoy cargadas
de unas significaciones diferentes de las que tenían en el
siglo V. Para ser fiel, hace falta encontrar otra formulación».
«El P. Galot, en el coloquio, mantuvo que en el último libro
del P. Schillebeeckx no había encontrado la afirmación de la
divinidad de Cristo». Un pequeño olvido.
2ª. –Carta al P. Schillebeeckx, en relación con alguno de
sus escritos en materia de Cristología (20-XI-1980: Doc.
Cath. 78, 1981,667-670). En una larga carta del Prefecto de
la Congregación, Card. Franjo Seper, y en Nota anexa,
informa de las Clarificaciones, precisiones y rectificaciones
hechas por el P. Schillebeeckx:
Él ha «concedido» que «el teólogo cuando se dedica a una
investigación exegética o histórica, no puede pretender
sinceramente que haya que abandonar las afirmaciones de
la fe de la Iglesia». «A diferencia de cuanto había hecho en
sus obras… no ha eludido el reconocimiento explícito de la
divinidad de Jesús… ha reconocido la preexistencia de la
Persona divina del Hijo y una “identificación hipostática” del
Hijo de Dios con “el modo de ser personalmente humano”
de Jesús». «Ha declarado que en la relación de Jesús con el
Padre está implicada para Él la conciencia de ser el Hijo
único». «Ha declarado que él “cree, en virtud del Magisterio
de la Iglesia que se ha expresado sobre este punto”, en el
nacimiento virginal de Jesús». «Ha reconocido que “el
sacrificio de Jesús es expiación por nuestros pecados”». «Ha
declarado que “para él está claro que Jesús quiso fundar la
Iglesia”».
También se añaden en la Carta algunas rectificaciones y
puntualizaciones del P. Schillebeeckx sobre el título «Hijo de
Dios», sobre la institución de la Eucaristía, y sobre la
relación entre la tumba vacía y la resurrección. Y se señalan
los límites de los resultados obtenidos y ambigüedades que
subsisten, concretamente en cuanto a la concepción virginal
de María, la relación entre resurrección y apariciones, y las
reticencias en cuanto al uso del término «unión
hipostática». «El lector se encontrará traído y llevado entre
estos dos sentidos: persona humana, no persona humana».
3ª. –Carta al P. Schillebeeckx (AAS 77, 1985, 994-997).
En ella el Cardenal Ratzinger, Prefecto de la Congregación,
trata del libro El ministerio en la Iglesia. En este libro
señalaba su Autor que para recibir el poder de celebrar la
Eucaristía válida y lícitamente había una vía «ordinaria», la
del sacramento del orden, y otra «extraordinaria», la
transmitida por la comunidad local cristiana. Esta
posibilidad es excluida por el Card. Prefecto:
«Estos “ministros extraordinarios” reciben, según Ud. dice,
por el simple hecho de “su llamada por la comunidad y de
su institución en y por la comunidad”, una real
“competencia” que les permite hacer “en suma, según las
circunstancias, todo lo que es necesario a la vida
comunitaria de una Iglesia de Dios”, y esa competencia no
es puramente un “permiso” (de orden canónico), sino un
“poder sacramental”. Reciben ellos el “sacramentum
ordinis”, que les es transmitido entonces “de una manera
extraordinaria”, sin inserción en la sucesión apostólica en el
sentido técnico de esta expresión…» El Cardenal Ratzinger,
por el contrario, le recuerda que sobre esta cuestión «la
Congregación para la Doctrina de la Fe se ha pronunciado
de forma autorizada en su Carta Sacerdotium Ministeriale
(6-VIII-1983)», y ha declarado que excluye «la vía
extraordinaria que piensa Ud. que es posible proponer. De
ahí resulta que no estamos ante una “cuestión libre”, y que
la “última palabra” ya ha sido dicha».
El Cardenal Prefecto termina su carta indicando al P.
Schillebeeckx que, dado su prestigio y el hecho de que la
obra ha tenido gran difusión en diversas lenguas, «se ha
hecho indispensable que Ud. mismo reconozca
públicamente la enseñanza de la Iglesia, y la necesidad de
recurrir a otras vías que aquellas que Ud. preconiza para
resolver los problemas» de las comunidades cristianas sin
sacerdote. «En consecuencia, la Congregación le pide que
haga conocer en el tiempo acordado (30 días útiles después
de la recepción de esta carta) que Ud. se adhiere a la
enseñanza de la Carta Sacerdotium Ministeriale,
reconociendo así que la última responsabilidad en materia
de fe y práctica sacramental recae en el magisterio». La
petición cayó en el vacío, al menos que yo sepa.
4ª. –Notificación al P. Schillebeeckx (15-IX-1986: AAS
79, 1987, 221-223). Comienza el documento, firmado por el
Cardenal Ratzinger, recordando que en dos obras sobre el
ministerio en la Iglesia el P. Schillebeeckx, en 1979 y 1980,
«estimaba haber establecido la “posibilidad dogmática” de
un “ministro extraordinario” de la Eucaristía»,
enfrentándose así abiertamente con la doctrina de la Iglesia
ya expresada.
«Es preciso comprobar con pena que el Autor continúa
concibiendo y presentando la apostolicidad de la Iglesia de
tal manera que la sucesión apostólica por la ordenación
sacramental representa un don no esencial para el ejercicio
del ministerio, y consiguientemente para la colación del
poder de consagrar la Eucaristía, oponiéndose así a la
doctrina de la Iglesia». Concluye, pues, la Congregación que
esta tesis sobre el ministerio «permanece en desacuerdo
con la enseñanza de la Iglesia sobre temas importantes. Su
misión en relación a los fieles le impone el deber de hacer
pública la determinación» de esta Notificación. La petición
volvió a caer en el vacío.
La «Misa» holandesa. Por el contrario, la doctrina de
Schillebeeckx sobre la Eucaristía válida y lícitamente
celebrada por un laico, en la ausencia inevitable del
sacerdote, se ha ido aplicando más y más en Holanda y
otros países afines. Cuando tenía 93 años, el teólogo feliz
pudo comprobar la multiplicación progresiva de estas
«Misas» inválidas e ilícitas. En un artículo sobre la situación
de la Iglesia en Holanda informaba Sandro Magister (3-X-
2007):
«Los dominicos, con el consenso de los provinciales de la
orden… distribuyeron en todas las 1.300 parroquias
católicas un opúsculo de 38 páginas, titulado Kerk en Ambt,
Iglesia y ministerio», en el que se afirma que, a falta de un
sacerdote, puede celebrar la Eucaristía una persona elegida
por la comunidad: «sea hombre o mujer, homo o
heterosexual, casado o célibe». Conviene que esta persona
y la comunidad pronuncien juntos las palabras de la
consagración, como también conviene que el Obispo
confirme a esas personas elegidas. Pero si así no fuera,
«sepan que ellas de todos modos están habilitadas para
celebrar una real y genuina eucaristía cada vez que se
reúnen en oración y comparten el pan y el vino».
En Holanda, la Iglesia local florecía notablemente antes del
Concilio Vaticano II, y era la que tenía mayor número
proporcional de misioneros. Hoy, guardando en sí algunos
admirables restos de Yavé, se ve humillada en la más
profunda desolación. «Por los frutos los conoceréis» (Mt
7,20). No es una sospecha, no es una observación opinable;
es un dato cierto: aquellas Iglesias locales que se han
abierto más a ese neo-modernismo, que pretende acercar
mejor el Evangelio al hombre moderno, en cuarenta años se
han quedado desiertas. No hay en ellas ni noticia del
hombre moderno. Están al borde de la desaparición.
«El mejor teólogo católico sin duda del siglo XX». Así
es calificado el P. Schillebeeckx en la enciclopedia
Wikipedia, la más leída y consultada en el mundo. Es verdad
que en ella escriben personas de filiación mental incierta.
Pero otras instancias que son explícitamente católicas
vienen a expresar esa misma estima suprema por
Schillebeeckx.
Pueden comprobarlo, por ejemplo, en el XXVI Curso de
Teología que se celebra en Santander en enero y febrero de
2010, patrocinado por la Universidad de Cantabria, el
Obispado de Santander y Santander 2016. El ciclo Grandes
teólogos del siglo XX está dedicado a de Lubac,
Schillebeeckx, Moltmann, Pannenberg, Küng, Boff y
Ratzinger. El director del Curso es el P. José Luis R. Capillas,
S. J.
Reforma o apostasía.

(58)

3. El arrianismo actual
–Ahora va a resultar que hoy no pocos teólogos católicos
son arrianos.
–Más aún: Arrio se escandalizaría hoy mucho de la
enseñanza de algunos, ciertamente.
Siglo IV. «Decíamos ayer», en (56), que en el siglo IV,
cuando los paganos neo-conversos invaden la Iglesia,
muchos de ellos «necesitan» un cristianismo no-
sobrenatural, el propio del arrianismo (Cristo es un gran
Maestro, pero no es Dios, ni causa la salvación) y del
pelagianismo (la naturaleza del hombre está sana, y no
necesita de auxilios sobrenaturales para hacer el bien).
Surgen, pues, Arrio (246-336) y Pelagio (354-427), como
respuesta a la exigencia de estos pseudo-cristianos. Así han
surgido casi siempre los herejes. Y en tal situación, unos, los
católicos, «perseveran en escuchar la enseñanza de los
apóstoles» (Hch 2,42), mientras que otros, los arrianos y
pelagianos, «llevados por sus inclinaciones, se procuran
maestros que les halaguen los oídos, y se apartan de la
verdad para para dar crédito a las fábulas» (2Tim 4,3-4).
Siglos XX-XXI. Un fenómeno bastante semejante se
produce en las naciones más ricas, de antigua filiación
cristiana, a partir sobre todo de la Ilustración, a medida que
van cayendo en la apostasía –eso que más suavemente
suele hoy decirse secularización–. Muchos de aquellos
católicos que no se han hundido en una apostasía total, y
que más o menos se mantienen dentro de la Iglesia, vienen
ahora a adherirse a un cristianismo profundamente
rebajado, que se expresa en nuevas claves de arrianismo y
pelagianismo. Y por supuesto, surgen para ellos, dentro
mismo de la Iglesia católica, innumerables teólogos del
error, que, acomodándose a sus inclinaciones, dan de Cristo
una nueva versión arriana y que presentan la vida cristiana
en versión pelagiana.
Las nuevas versiones del arrianismo no se
fundamentan, por supuesto, en las explicaciones
especulativas semiplatónicas de Arrio, aquel presbítero libio-
alejandrino. Pero es lo mismo, porque van a dar en la misma
conclusión: Cristo es hombre, no es Dios. En la declaración
Mysterium Filii Dei (1972), que ya cité (57), se describen
perfectamente los rasgos comunes a los «recientes errores
acerca de la fe en el Hijo de Dios hecho hombre». Todos los
errores que señala esa Declaración de 1972 van por la línea
arriana, y hoy se mantienen idénticos.
La persona de Cristo no existe desde toda la eternidad, igual
al Padre y al Espíritu Santo. Ha de eliminarse la idea de una
persona única en Cristo, de condición divina, que asume la
naturaleza humana. La divinidad se manifiesta plenamente
en la persona humana de Jesús; pero no por eso Jesús es
propiamente Dios, ni su persona única está engendrada por
el Padre antes de los siglos. Concluye la Declaración
diciendo que «quienes así piensan, permanecen lejos de la
verdadera fe en Cristo» –eufemismo para decir que son
herejes–, aunque afirmen que Jesús en cierto modo puede
decirse que es Dios, en cuanto que lo revela en plenitud.
Pues bien, entre los teólogos católicos actuales son
numerosos los neo-arrianos, que «permanecen lejos de la
verdadera fe en Cristo». Señalaremos solo algunos, porque
la Congregación de la Fe los ha señalado, pero hay
muchísimos más.
1980.–El P. Edward Schillebeeckx, O. P. (1914-2009). La
Congregación de la Fe, según ya vimos (57), advierte en la
Carta a él dirigida en 1980 que,
a pesar de ciertas aclaraciones y rectificaciones logradas en
diálogo con la Congregación, permanecían aún límites y
ambigüedades en su enseñanza cristológica, concretamente
en cuanto a la concepción virginal de María, la relación
entre resurrección y apariciones, el origen histórico de la fe
pascual, el rechazo de la anhypostasis: «queda el lector
vacilante entre los dos sentidos: persona humana, no
persona humana».
1998.–El P. Anthony De Mello, S. J. (1931-1987). Ya
recordamos (47) la Notificación de la Congregación de la Fe
sobre este autor (1998). Arrio se habría espantado oyendo
sus afirmaciones: «La filiación divina de Jesús se diluye en la
filiación divina de los hombres… Jesús es mencionado como
un maestro entre tantos… “¿Es Jesús mi salvador o me
remite a una realidad misteriosa que le ha salvado a él?”…
“Jesús se encontraba a gusto con los pecadores, porque
entendía que no era en nada mejor que ellos”»…
2004.–El P. Roger Haigth, S. J. (1936-). La Congregación
para la Doctrina de la Fe, presidida por el Cardenal
Ratzinger, habiendo examinado el libro Jesus Symbol of God
(Maryknoll, Orbis Books 1999; Jesús, símbolo de Dios, Ed.
Trotta 2007, 592 pgs.), dirigió al P. Haight una Notificación
(13-XII-2004) en la que afirmaba que la obra «contiene
afirmaciones contrarias a las verdades de fe divina y
católica referentes a la preexistencia del Verbo, la divinidad
de Jesús, la Trinidad, el valor salvífico de la muerte de Jesús,
la unicidad y universalidad de la mediación salvífica de
Jesús y de la Iglesia, y la resurrección de Jesús».
«El Autor propone “una cristología de la encarnación, en la
que el ser humano creado o la persona de Jesús de Nazaret
es el símbolo concreto que expresa la presencia en la
historia de Dios como Logos”» (439). Jesús, por tanto, sería
«una persona finita» (205), «una persona humana» (296),
«un ser humano y una criatura finita» (262). El término
«“verdadero Dios” significaría que el hombre Jesús, en
calidad de símbolo concreto, sería y mediaría la presencia
salvífica de Dios en la historia» (262; 295). «Afirma también
que no sería necesario “que Jesús se haya considerado a sí
mismo como un salvador universal”» (211), y «que la idea
de la muerte de Jesús como “una muerte sacrificial,
expiatoria y redentora” sería solo el resultado de una
interpretación gradual de sus seguidores a la luz del Antiguo
Testamento» (85). Por otra parte, «afirma que “solo Dios
obra la salvación, y la mediación universal de Jesús no es
necesaria”» (405). «Según él, además, “es imposible en la
cultura postmoderna pensar que… una religión pueda
pretender ser el centro, al cual todas las otras han de ser
reconducidas”» (333). La Congregación se ve obligada a
«declarar que estas afirmaciones contenidas en el libro
Jesus Symbol of God del Padre Roger Haight S. J. han de
calificarse como graves errores doctrinales contra la fe
divina y católica de la Iglesia. En consecuencia, se prohibe
al Autor enseñar teología católica en tanto no rectifique sus
posiciones en plena conformidad con la doctrina de la
Iglesia».
El profesor Haight pasa entonces a enseñar teología en la
Union Theological Seminary de Nueva York, un centro no
católico, y sigue publicando libros en los que persiste en sus
doctrinas. Por eso en enero de 2009 la misma Congregación
estima necesario prohibirle dar clases en cualquier
institución académica, católica o no, y publicar escritos
sobre temas religiosos, aunque no trataran de cristología.
2006.–El P. Jon Sobrino, S. J. , nace en una familia vasca
(Barcelona 1938-), ingresa en la Compañía de Jesús a los 18
años, y vive en El Salvador desde 1957. La Notificación de la
Congregación de la Fe (26-XI-2006), después de examinar
sus libros La fe en Jesucristo. Ensayo desde las víctimas
(1999) y Jesucristo liberador. Lectura histórico-teológica de
Jesús de Nazaret (2001), concluye que «las mencionadas
obras presentan, en algunos puntos, notables discrepancias
con la fe de la Iglesia». No tiene especial interés que
enumere aquí al detalle los errores del P. Sobrino que la
Notificación cita, ya que vienen a ser los mismos que se
describen en la declaración Mysterium Filii Dei (1972),
siempre en la línea arriana:
«Diversas afirmaciones del Autor tienden a disminuir el
alcance del Nuevo Testamente que afirman que Jesús es
Dios» (4)… «En este pasaje el Autor establece una distinción
entre el Hijo y Jesús, que sugiere al lector la presencia de
dos sujetos en Cristo» (5)… «La comprensión de la
communicatio idiomatum que el Autor presenta revela una
concepción errónea del misterio de la encarnación y de la
unidad de la persona de Jesucristo» (6)… «El P. Sobrino
afirma, citando a Boff, que “Jesús fue un extraordinario
creyente y tuvo fe. La fe fue el modo de existir de Jesús”…
La relación filial de Jesús con el Padre, en su singularidad
irrepetible, no aparece con claridad en los pasajes citados
[por el Autor]; más aún, estas afirmaciones llevan más bien
a excluirla» (8)… Afirma el P. Sobrino: «Digamos desde el
principio que el Jesús histórico no interpretó su muerte de
manera salvífica, según los modelos soteriológicos que,
después, elaboró el Nuevo Testamento: sacrificio expiatorio,
satisfacción vicaria» (9)… «Esta eficacia salvífica… no se
trata pues de causalidad eficiente, sino de causalidad
ejemplar» (10). Es el puro pelagianismo, que el arrianismo
exige.
El neoarrianismo actual tiene no pocos apoyos dentro
de la Iglesia. Aunque una doctrina teológica que afirma
«graves errores contra la fe divina y católica de la Iglesia»,
en términos del Derecho canónico es exactamente una
herejía (c.751), sin embargo, las herejías cristológicas de
estos autores –y la de otros muchos afines a ellos– han sido
enseñadas y publicadas durante decenios con la
aprobación, al menos pasiva, de no pocos Superiores
religiosos y Obispos católicos. No son, pues, simples
hipótesis atrevidas, lanzadas de modo aislado por teólogos
progresistas –que regresan al siglo IV–, sino que han
recibido importantes apoyos, consiguiendo por eso amplia
difusión.
–El P. Anthony De Mello, S. J., ya lo vimos (47), fue un best
seller difundido en el mundo católico durante muchos años.
Cuando su doctrina fue reprobada en 1998 por la
Congregación de la Fe, protestaron públicamente los
Provinciales jesuitas de la India, con el apoyo de los
Superiores Mayores de la Iglesia en Asia Meridional. Y la
editorial jesuita Sal Terræ publicó en 2003 su Obra completa
en dos elegantes tomos.
–El P. Roger Haight, S. J., reprobado por la Santa Sede en
2004, después de muchos años de docencia, no ha sido en
absoluto un teólogo marginal insignificante. Ha sido
presidente de la Catholic Theological Society of America. Su
cristología halla una acogida favorable en importantes
medios de su país, como en la revista Commonweal, que
publica en 2007 una apasionada defensa, y también ha
contado con el apoyo de la revista jesuita America. La
Catholic Press Association premia en 1999 su libro Jesús,
símbolo de Dios, y en 2005 su obra El futuro de la
cristología.
–El P. Jon Sobrino, S. J., al ser condenadas en 2006 por la
Congregación de la Fe algunas de sus obras, recibe
innumerables elogios y aprobaciones de diversas instancias,
especialmente de la Compañía de Jesús.
ACI Prensa informaba (17-V-2007) que «el Presidente de la
Conferencia de Provinciales Jesuitas en América, el P.
Ernesto Cavassa, S. J., expresó en conferencia de prensa
durante la V Conferencia General del Episcopado
Latinoamericano [en Aparecida] la esperanza de que la
teología del P. Jon Sobrino se verá reivindicada con el
tiempo, y que, por tanto, la notificación de la Congregación
para la Doctrina de la Fe quedará desfasada
históricamente». Él aclaró públicamente que «la notificación
a Jon Sobrino no es una condenación sino una notificación».
También se solidarizaron públicamente con el P. Sobrino
jesuitas de la Provincia de Loyola, y otros de la Provincia
argentina de Córdoba. El Centro de estudios Cristianismo y
Justicia, de los jesuitas de Barcelona, le elogió y apoyó en un
escrito firmado por 25 estudiosos, entre los que destacaba
el P. José Ignacio González Faus, S. J. (Valencia 1935-,
profesor desde 1968 de la Facultad de Teología de
Barcelona).
El arrianismo ha logrado, pues, una notable
implantación en la Iglesia. La Instrucción Pastoral
«Teología y secularización en España», importante
documento publicado por la Conferencia Episcopal Española
(30-III-2006), reafirma la fe católica frente a los errores que,
según dice, se han difundido en los últimos decenios en
España, especialmente sobre el misterio de Cristo (22-35).
En efecto, tratando de lo que se ha enseñado y se enseña
en una buena parte de los Seminarios y Facultades de
teología, Centros catequéticos, parroquias y editoriales de
España, dicen los Obispos:
«Constatamos con dolor que en algunos escritos de
cristología no se haya mostrado esa continuidad [entre la
figura histórica de Jesucristo y la Profesión de la fe en Él],
dando pie a presentaciones incompletas, cuando no
deformadas, del Misterio de Cristo. En algunas cristologías
se perciben los siguientes vacíos: 1) una incorrecta
metodología teológica, por cuanto se pretende leer la
Sagrada Escritura al margen de la Tradición eclesial y con
criterios únicamente histórico-críticos, sin explicitar sus
presupuestos ni advertir sus límites; 2) sospecha de que la
humanidad de Jesucristo se ve amenazada si se afirma su
divinidad; 3) ruptura entre el “Jesús histórico” y el “Cristo de
la fe”, como si este último fuera el resultado de distintas
experiencias de la figura de Jesús desde los Apóstoles hasta
nuestros días; 4) negación del carácter real, histórico y
trascendente de la Resurrección de Cristo, reduciéndola a la
mera experiencia subjetiva de los apóstoles; 5)
oscurecimiento de nociones fundamentales de la Profesión
de la fe en el Misterio de Cristo: entre otras, su
preexistencia, filiación divina, conciencia de Sí, de su Muerte
y misión redentora, Resurrección, Ascensión y Glorificación»
(n. 27).
El arrianismo está hoy quizá tan vigente como lo
estuvo en el siglo IV, aunque hoy se infiltra en la Iglesia,
obviamente, con formulaciones conceptuales y verbales
distintas. Las mismas encuestas sociológicas lo
comprueban, cuando preguntan a los que se dicen católicos
acerca de la divinidad de Jesús. La gran mayoría de ellos,
que no son practicantes, se manifiestan apóstatas o
arrianos. Pero también no pocos de los practicantes se
declaran más o menos arrianos. Esta herejía se da hoy
sobre todo en lo países más desarrollados, pero también, a
través de la teología de la liberación y de ciertos
indigenismos teológicos falsos, se ha ido difundiendo entre
los países menos desarrollados, de fe más profunda,
ingenua y pura.
El neo-arrianismo ofrece al hombre moderno una versión
herética de Jesucristo, en la que puede ser aceptado sin
necesidad de la fe teologal católica. Ésta es hoy la más
grande rebaja del Cristianismo. Y lleva consigo la negación
de la Trinidad, de la virginidad de María, de la presencia real
eucarística y de todas las demás verdades de la fe.
Reforma o apostasía.

(59)

4. El pelagianismo actual. 1
–Deles duro a los pelagianos, que a mí me caen muy mal.
–Lo mismo me sucede a mí. Voy a por ellos.
Pelagianismo. Ya caractericé (56) esta herejía de Pelagio,
formulada a comienzos del siglo V: la naturaleza humana
está sana, no está profundamente herida por un pecado
original, y no necesita estrictamente del auxilio sobre-
natural de la gracia de Cristo. Nuestro Señor Jesucristo es
por tanto para nosotros causa ejemplar de la salvación, pero
no causa eficiente. Optimismo antropológico: querer es
poder. Devaluación consecuente de la oración de petición,
de la necesidad de los sacramentos, etc. Y recordé también
la rápida respuesta de la Iglesia a esta herejía, afirmando la
primacía de la gracia y su necesidad continua.
El pelagianismo es una herejía permanente que, al paso de
los siglos, se produce en la Iglesia con formulaciones
renovadas, que son siempre «los mismos perros con
distintos collares». Algunos de los errores de Abelardo
(1079-1142), p. ej., eran de sentido pelagiano (Denzinger
725, 728). Los pelagianos de hoy, aunque no suelen orientar
su optimismo antropológico hacia un ascetismo fuerte –
como al parecer lo exhortaba Pelagio, monje ascético y
riguroso–, mantienen en todo caso las tesis pelagianas
fundamentales.
Arrianismo-pelagianismo. También hice notar que
arrianismo (Jesús es hombre, no Dios) y pelagianismo (no es
necesario el auxilio sobre-natural de la gracia) van juntos. Ya
vimos (58) que, según el P. Sobrino, cuando se considera la
salvación que ofrece Jesucristo, «no se trata de causalidad
eficiente, sino de causalidad ejemplar». Esa frase es una
muestra en la que se comprueba que la cristología arriana
lleva necesariamente al pelagianismo. Ambas herejías se
exigen mutuamente. Y ambas son una gran rebaja
naturalista del cristianismo, muy apta para los cristianos
que ya cayeron en la apostasía o que están próximos a ella.
Por eso, comprobada ya la vigencia del arrianismo dentro de
la Iglesia actual (58), comprobemos ahora en ella la gran
difusión del pelagianismo.
Pelagianismo silencioso. Una advertencia. Los errores
arrianos cristológicos, aunque a veces también se
manifiestan por silenciamientos significativos –«el P. Galot,
en el coloquio [habido con el P. Schillebeeckx en la
Congregación de la Fe], mantuvo que en su último libro no
había encontrado la afirmación de la divinidad de
Jesucristo» (57)–, suelen, sin embargo, ser manifestados por
sus autores con cierta claridad, aunque a veces sea
cautelosamente (niegan la preexistencia del Verbo, su
igualdad con el Padre y el Espíritu Santo, ven en Jesús
persona humana, etc.). Por el contrario, los errores
pelagianos, presentes normalmente en estos mismos
autores, no suelen declararse en formas explícitas, sino
silenciando sistemáticamente la incapacidad radical del
hombre para salvarse a sí mismo y su necesidad absoluta
de la gracia de Cristo Salvador.
Indico, pues, los signos actuales del cristianismo
pelagiano.
Pecado original. Hay pelagianismo cuando apenas se
predica del pecado original, o cuando se minimiza el
deterioro enorme que produce en la misma naturaleza del
ser humano. En el ambiente pelagiano suenan muy mal las
palabras de Cristo, de San Pablo, de San Agustín, de Trento,
sobre los efectos del pecado original. Suenan tan mal, que
no suenan: se silencian.
Jesús: «vosotros sois malos» (Mt 12,34; Lc 11,13), «tenéis
por padre al diablo, queréis hacer los deseos de vuestro
padre» (Jn 8,44), y «yo he venido para que tengáis vida, y
vida sobreabundante» (10,10). San Pablo: «todos estábais
muertos por vuestros delitos y pecados… pero Dios, rico en
misericordia, os dio vida por Cristo: de gracia habéis sido
salvados» (Ef 2,1-5; cf. Rm 3, 23; Tit 3,3). Trento: caído Adán
por el pecado, cae el hombre en la mortalidad, y cae así
«cautivo bajo el poder de aquel que tiene el imperio de la
muerte [Heb 2,14], es decir, del dieblo, y toda la persona de
Adán [y su descendencia] fue mudada en peor, según el
cuerpo y el alma» (Denz. 1511).
Los pelagianos de hoy esto no se lo creen, porque si lo
creyeran lo predicarían. No se lo creen: no admiten que por
el pecado original se haya producido una degradación de la
misma naturaleza humana y una cautividad bajo el diablo.
Explican el pecado original de modos más suaves, por
condicionamientos sociales negativos. Si creyeran lo que
afirma la fe católica del pecado original y de sus efectos, no
pondrían tanta confianza en terapias naturales
psicosomáticas, tendrían mucho más cuidado, conscientes
de su propia debilidad, con las ocasiones próximas de
pecado frecuentes en el mundo; de ningún modo se
alejarían de la Eucaristía y de los sacramentos; se
entregarían a una vida ascética según el Evangelio;
practicarían la oración continua de súplica y de gratitud –
Señor, te piedad; gracias, Señor–, y estarían absolutamente
convencidos de que fuera del nombre de Jesús «ningún otro
nombre nos ha sido dado bajo el cielo, entre los hombres,
por el cual podamos ser salvados» (Hch 4,12).
Adulación del hombre. Si tuvieran fe en el pecado
original, es decir, si no fueran pelagianos, no adularían al
hombre, no incurrirían en declaraciones imbéciles: «yo creo
en el hombre» –o en la juventud, o en la mujer, o en el
obrero, o en el pueblo de tal nación, etc.–.
Aunque parezca imposible entre cristianos, uno cree que la
clave de la renovación del mundo está en «la juventud»,
otro en «la mujer» –el mundo sólo puede salvarse
haciéndose más femenino–, otro en «los obreros»… Pero sin
Cristo Salvador, todos los hombres estamos destrozados,
débiles, enfermos de muerte, cautivos del diablo: todos, los
jóvenes y los viejos, los varones y las mujeres, los ricos y los
pobres, los socialistas, los conservadores y los centristas.
Todos estamos obligados a confesar con San Pablo: «no sé
lo que hago… pues no hago el bien que quiero, sino el mal
que no quiero… es el pecado que mora en mí» (Rm 7,14-
25). Ninguno tiene remedio sin la gracia de Cristo: «por
gracia hemos sido salvados» (Ef 2,5). Por el contrario, el
optimismo antropológico de los pelagianos parece algo
incurable. El artículo 6º de la Constitución española de Cádiz
(1812) establece como «una de las principales obligaciones
de todos los españoles el ser justos y benéficos»… La Carta
Magna de la nación lo establece –en serio– como la máxima
obligación legal.
Moralismo. Hay pelagianismo allí donde la predicación
apremia casi exclusivamente la conducta moral de los
hombres, pero sin aludir al mismo tiempo a la necesidad de
la gracia de Cristo para afirmarse en el bien: «sin Mí no
podéis hacer nada» (Jn 15,5). Es ciertamente pelagiana la
predicación que exhorta a ser laboriosos, solidarios, justos,
etc., pero que da siempre por supuesto, al menos en forma
implícita, que es suficiente con enseñar el bien y exhortarlo;
como si después los hombres, por sí solos, pudieran ser
buenos en su vida privada, y también eficaces en la
transformación de la sociedad, con tal de que se empeñen
en ello. Todo está en quererlo.
Hay pelagianismo cuando el cristianismo cae en el
moralismo –y da igual que sea un moralismo del sexto
mandamiento o sea de la justicia social; es lo mismo: eso
depende solo de las modas ideológicas del siglo–, y deja a
un lado los grandes temas de la fe dogmática, la Trinidad, la
presencia eucarística, la necesidad de la gracia, etc. En ese
planteamiento, la moral individual y social no aparecen
como la consecuencia necesaria de vivir en Cristo, en la fe y
en la gracia, sino como el motor decisivo de la vida
cristiana. Y así, la inhabitación trinitaria, el acceso litúrgico
al manantial de la gracia, la Eucaristía, la misma fe, en una
palabra, el Misterio, quedan devaluados, como elementos
accesorios, silenciados en la predicación y la catequesis,
olvidados, no estrictamente necesarios para la salvación
temporal y eterna de la humanidad.
Eticismo naturalista. Es pelagiano el cristianismo que
propone «valores» morales, pero sin vincularlos
necesariamente a Cristo, es decir, sin vincular a su gracia la
posibilidad de conocerlos plenamente y vivirlos con
perfección. Una ética naturalista, en primer lugar, no
propone muchos valores morales que son preciosos en la
vida del hombre, a veces los más importantes, por ejemplo,
la virtud de la religión, la más grande después de las tres
virtudes teologales: el deber moral de alabar a Dios, de
bendecir su Nombre, de darle gracias siempre y en todo
lugar. Pero es que además, en segundo lugar, cuando
exhorta valores morales enseñados por Cristo, sólamente
enseña 1) aquellos que en buena parte son admitidos por el
mundo, al menos teóricamente –verdad, libertad, justicia,
amor al prójimo, unidad, paz, etc., 2) los enseña al modo
según el cual el mundo los entiende, pero no en el sentido
verdaderamente cristiano y evangélico, que a veces es muy
distinto, y sobre todo 3) no vincula a Cristo Salvador la
posibilidad de reconocer y vivir esos valores de verdad,
justicia, fraternidad, unidad, paz, etc.:
El cristiano pelagiano no afirma que Cristo mismo es «la
verdad», y que sin Él se pierde el hombre inevitablemente
en el error (Jn 14,6); que sólo Él «nos ha hecho libres» (Gál
5,1); que sólo por la fe en Él alcanzamos «la justicia que
procede de Dios» (Flp 3,9); que sólo Él ha difundido en
nuestros corazones por el Espíritu Santo la fuerza del
verdadero amor fraterno (Rm 5,5); que sólo Él es capaz de
juntar en la unidad a todos los hombres que andan
dispersos, pues para eso dio su vida (Jn 11,52); y en fin, que
sólamente «Él es nuestra paz» (Ef 2,14).
Devaluación de la gracia. Hay pelagianismo evidente en
todo lo que ignore la necesidad absoluta de la gracia, en
todo lo que no una siempre la oración y la acción: «danos
luz para conocer tu voluntad y la fuerza necesaria para
cumplirla» (Or. dom. I, T.O.). «Que tu gracia, Señor, inspire,
sostenga y acompañe todas nuestras obras» (Ltg. Horas,
laudes I sem.)… Allí donde faltan estas convicciones
primarias de la fe sobre la gracia, expresadas tan bien en la
oración de la Iglesia, allí es claro que apesta a pelagianismo.
Devaluación de la oración de petición. Éste es uno de
los errores del pelagianismo que, como ya vimos, más
indignaban a San Agustín. ¿Para qué pedir bienes a Dios –la
castidad, el vencimiento de la pereza, lo que sea– si está en
nuestra voluntad conseguirlos? Por el contrario, para el
Doctor de la gracia la oración de petición es como la proa de
un barco, que ha de ir por delante de todo empeño ascético
volitivo. «Toda mi esperanza está en tu inmensa
misericordia. Da lo que mandas, y manda lo que quieras»
(Confesiones X, 29,40). Ora et labora, pero el ora siempre
por delante.
Devaluación de la Eucaristía y de los sacramentos.
Hay pelagianismo cuando los sacramentos y el culto
litúrgico dejan de ser la clave de la transformación en Cristo
de hombres y de pueblos. La inmensa mayoría de los
católicos «alejados» o son pelagianos o son apóstatas. Los
cristianos que creen que su salvación es ante todo gracia de
Cristo jamás se apartan de los manantiales litúrgicos de la
gracia. Sólo se alejan crónicamente de estas fuentes los
pelagianos, los que esperan salvarse por sus propias
fuerzas. O los apóstatas, que ni creen en la necesidad de
salvarse –¿salvarse de qué?–, ni creen en la vida eterna, ni
en nada.
Sobrevaloración de los medios. Esto es algo muy
pelagiano. Ciertamente quiere el Señor en su providencia
que pongamos en cada empresa los medios proporcionados
al fin pretendido, según Él nos los dé. Pero no quiere que
pongamos la esperanza de nuestros esfuerzos en los medios
conseguidos, sino en la fuerza salvadora de su gracia.
Ahí tienen ustedes un escritor espiritual que describe en una
obra de tres volúmenes los cincuenta métodos de oración
más útiles para llegar pronto a la más alta contemplación –
incluye técnicas respiratorias–. Dios le ampare… Esta Madre
superiora nos dice, como de paso, que dos tercios de las
religiosas de la comunidad tienen carrera universitaria. ¿Y
qué?… Un profesor nos enseña con visible satisfacción las
excelentes instalaciones de un Colegio o de una Universidad
católica –biblioteca, laboratorio, aulas, piscina climatizada,
etc.–, con un orgullo –orgullo corporativo, se entiende, no
necesariamente personal– que nos hace temer lo peor. No
es tanto la riqueza de medios lo que nos asusta, sino la
confianza que vemos puesta en ellos. ¿Querrá obrar allí el
Señor muchas conversiones?…
Ya lo dijo Horacio, en carta a los Pisones: parturient montes,
nascetur ridiculus mus («parieron los montes, y nació un
ridículo ratón»)… Para un encuentro juvenil interdiocesano –
exagero un poco– cinco comisiones preparan durante varios
meses cuatro sedes distintas, alternativas, en las que se
ofrecen catorce talleres opcionales, para los cuales se
compromete a dos cantautores, cinco Obispos y trece
conferenciantes notables –eran quince, pero fallaron dos–,
se editan carteles grandes, medianos y trípticos, y dos CDs,
se instalan pantallas gigantes, se contrata publicidad en
paneles públicos, radio y televisión, etc. La comisión de
economía tiene notable importancia en la preparación del
Evento… Parturient montes… Se ve que no leyeron mi libro
Pobreza y pastoral, o que no se lo creyeron (Verbo Divino,
Estella 1968, 2ª ed.).
David dejó a un lado la coraza y las fuertes armas que Saúl
le ofrecía, se fue contra Goliath con una honda y unas
piedras, y le venció (1Sam 17). Jesús nació en un corral de
animales, y los Apóstoles, sin alforja ni doble túnica,
llevaron el evangelio a todo el mundo, siendo medio-
iletrados… Está revelado que Dios suele elegir –no
necesariamente– a los pobres y a los medios pobres para
confundir la soberbia del mundo, y para que a Él solo se
atribuya la gloria de las grandes obras de salvación (1Cor
1,20-31).
Sobrevalorización de las terapias naturales. Casas de
Espiritualidad, comunidades religiosas, que ofertan en sus
programas una macedonia increíble de frutas espirituales
exóticas: eneagrama, reiki, sofrología, técnicas de
autoayuda, etc. Dejo éste y otros temas para el próximo
artículo.
Una cosa está bien clara. Que hoy son muchos los
ambientes católicos que apestan a pelagianismo. La
vigencia actual de esta herejía ha sido denunciada desde
hace muchos años con especial insistencia por el cardenal
Ratzinger: «el error de Pelagio tiene muchos más seguidores
en la Iglesia de hoy de lo que parecería a primera vista» (30
Días I-1991).
Reforma o apostasía.

(60)

5. El pelagianismo actual. 2
–Siga dándoles duro. No se canse.
–No me cansaré, porque «son todos enemigos de la cruz de
Cristo» (Flp 3,18).
El hombre a solas con el hombre. Una vez que la
apostasía hizo que gran parte de las antiguas naciones
cristianas abandonaran su fe en Cristo, la cultura de
Occidente permanece cerrada en el inmanentismo del
hombre solo, sin la gracia, sin el auxilio sobre-natural de
Dios. Y solo le queda entonces, en la onda de la Ilustración,
profesar el mito del progreso necesario, Fichte, Herder,
Comte, Hegel, o después de los horrores del siglo XX,
hundirse en la náusea de Sartre y compañeros. Pero
miremos dentro de la misma Iglesia.
Si buscamos actualizaciones del pelagianismo, vamos
a dar en algunos autores de los que ya he tratado: Teilhard
de Chardin, S. J. (27), Anthony De Mello, S. J. (47), con su
Autoliberación interior, una obra que encabeza cientos de
otros títulos semejantes, o topamos con Schillebeeckx y las
devaluaciones del pecado original en el Catecismo holandés
(57)… Señalo aquí al respecto dos autores más.
Karl Rahner, S. J. (1904-1984) sugiere una rehabilitación
del monje británico Pelagio. Ya desde los años 1930 afirma
Rahner la vinculación necesaria de lo sobrenatural a la
naturaleza humana. Rahner presenta abiertamente la
teología de lo sobrenatural no gratuito. Algunas doctrinas
semejantes se hallan en la obra Surnaturel (1946) del P.
Henry de Lubac, S. J. Pero no es éste el lugar apropiado para
examinar a fondo estas tesis. Recuerdo aquí solamente al
Cardenal José Siri (1906-1989), que en su obra Getsemaní;
reflexiones sobre el movimiento teológico contemporáneo
(CETE, Toledo 1981), refuta la teología de Rahner en su
teología de la gracia:
«Rahner concluye que la gracia es el cumplimiento de
nuestra esencia. Partiendo de una visión de las cosas que,
quiérase o no, rechaza de facto la verdadera gratuidad del
orden sobrenatural, llega él a colocar a Cristo y a Dios en las
cosas: “Dios y la gracia de Cristo están en el todo, como la
esencia secreta de toda realidad”» (87). Según estas tesis,
entiende Rahner que «el dogma [de la Inmaculada
Concepción] en ningún modo significa que el nacimiento de
un ser humano esté acompañado por algo contaminante,
por una mancha, y que para evitarla, un privilegio fuese
necesario a María» (89-90). Esta doctrina, comenta el Card.
Siri, «conduce hasta la doctrina del cristiano anónimo, hasta
la doctrina de la muerte de Dios, de la secularización, de la
desmitización, de la liberación y tantas otras» (92). La
doctrina rahneriana sobre la gracia se aproxima al
pensamiento de Pelagio, para el cual el mismo libre arbitrio
dado por Dios al hombre es la gracia. José Antonio Sayés,
coincidiendo con el análisis de Siri, en La esencia del
cristianismo; diálogo con K. Rahner y H. U. Von Balthasar
(Cristiandad, Madrid 2005, 132-140) examina con gran
claridad las tesis neo-pelagianas de Rahner.
Hans Küng (1928-), ya alejado por la Iglesia de la docencia
católica (Congregación de la Fe, Declaración 15-XII-1979),
publica un best-seller, escasamente refutado por los
teólogos católicos (Projekt Weltethos, Piper, Munich 1990:
Proyecto de una ética mundial, Trotta, Madrid 1991; 6ª ed,
2003). Lógicamente, la obra es inmediatamente adoptada
por la UNESCO como texto básico para un Congreso mundial
sobre la moral. Su enseñanza se asemeja a la Declaración
de una Ética Mundial (Parlamento de las Religiones del
Mundo, Chicago, IX-1993). Küng es presidente de la
Fundación por una Ética mundial (Weltethos), en la que
caben todos, menos los católicos-católicos.
«¿Rehabilitar a Pelagio? De nuevo en auge el hereje del
siglo V. Se quiere suprimir el dogma del pecado original.
Cómo se vuelven pelagianos los católicos». Este es el título
que aparece en una portada de la revista 30 Días (1-1991).
En ella se cita a Augusto del Noce: «el intento filosófico más
importante del mundo moderno [ha sido] elaborar una
religión de la que se excluyera lo sobrenatural». Es un
intento que viene ya de atrás. En 1793 el señor Kant escribe
La Religión dentro de los límites de la sola razón.
«Podemos reconocer –escribe el profesor Francisco Canals–
que en nuestros días, tras siglos de pensamiento y cultura
ya emancipados de la inspiración cristiana, y mientras sería
muy difícil advertir en los católicos el peligro de un
pesimismo jansenista o de un predestinacionismo fatalista,
es bastante general la ignorancia sobre los puntos más
centrales de la salvación del hombre por la gracia de
Jesucristo» (En torno al diálogo católico protestante, Herder,
Barcelona 1966, 68).
El pelagianismo, que hoy sobreabunda en la Iglesia,
se da en múltiples versiones. Describiré algunas
principales.
–Pelagianismo roussoniano, sonriente, buenista, que
mantiene un optimismo a ultranza –pase lo que pase en el
mundo y en la Iglesia–, positivo, creativo, eufórico,
energético, activista, «too er mundo e’bueno». Ramalazos
de él, al menos, afectan también a buenas personas y obras
católicas. Silencio discreto sobre «el pecado del mundo»,
pero sobre todo acerca de la condición caída de la
naturaleza humana. Silencio sobre la necesidad urgente y
absoluta de la gracia de Cristo. Revistas católicas que
apenas hablan de Dios y de la salvación: querer es poder,
«diez normas para mantener unido el matrimonio» –todas
puramente naturales–, noticias positivas. Postales, carteles,
calendarios, a veces de obras religiosas, con imágenes de
gente feliz, hermosa y de buena salud, que van
acompañados de frases sublimes, casi nunca tomadas de la
Escritura o de los santos: «sonriendo transformamos el
mundo» (Anthony Morgan-Klaus). Todo ese positivismo, ya
me perdonarán, nada tiene que ver con la alegría cristiana,
hecha de amor a Dios y al prójimo, y de esperanza de la
vida eterna. Todo eso, hoy tan frecuente, es simple
pelagianismo puro y duro.
Ovidio (+17), poeta pagano contemporáneo de Cristo,
estaría en condiciones de desengañar a los actuales
cristianos pelagiano-roussonianos, porque él sabía lo que
hoy parecen ignorar no pocos teólogos y laicos ilustrados:
«video meliora proboque, deteriora sequor» (veo lo que es
mejor y lo apruebo, pero sigo lo peor: Metamorfosis VII, 20;
= Rm 7,15). El hombre, afectado por el pecado original, está
siempre entre el bien y el mal, no en un plano horizontal,
sino en un plano inclinado hacia el mal. Y sin el auxilio
sobrenatural de la gracia de Cristo está perdido.
–Pelagianismo de terapias naturales. Espera lograr la
perfección del hombre mediante la aplicación de métodos
psicosomáticos. Reuniones y libros de Autoayuda, de
Autoliberación interior. (Bueno está el hombre para
autoliberarse…) No suelen faltar en estos libros y grupos
frecuentes dosis orientalistas. El budismo, al no creer en un
Dios personal, no puede sino pretender una salvación
autónoma, en la que sea el hombre quien salva al hombre.
En los últimos decenios es cada vez más frecuente que en
Comunidades religiosas, Casas de Ejercicios, Centros de
Espiritualidad, junto a reuniones bíblicas o ejercicios
espirituales, se oferte también una serie muy variada de
terapias naturales: eneagrama, meditación transcendental,
reiki, técnicas individuales o comunitarias de
autorrealización, yoga, zen, energía positiva, rebirthing,
dinámicas de grupo, sofrología, yosoki, etc. etc. etc. New
Age. Palitos de incienso, en salas con moqueta y luz
indirecta, donde a veces quedó colgado un crucifijo, una
imagen de la Virgen María… «Traer ropa y calzado
cómodos». Transcribo de la propaganda de algunos de estos
Centros:
«Una técnica liberadora de las tensiones psíquicas y de la
dispersión mental como camino que facilita el sereno
acceso a la identidad personal. Una paciente y sosegada
escucha del lenguaje del cuerpo, como recuperación del
silencio y de la unidad. Escuchar la experiencia, ver la
realidad como es (vispassana)». «Los retiros [les llaman
retiros] de yoga, reiki y sofrología caycediana son
encuentros de trabajo y profundización personal, así como
de iniciación en estos procesos de crecimiento, que generan
una profunda paz y bienestar, así como una gran
revitalización, equilibrando la energía, despertando la
consciencia, serenando la mente, armonizando los chacras
[esto es importante], despertando la vida del ser, elevando
el alma, ayudando a crecer y dar los pasos necesarios en el
momento de la vida en que cada uno se encuentra…
Desomatiza lo negativo, somatiza lo positivo. Equilibra todo
el sistema energético, generando un agradable estado de
cálido bienestar y confianza interior. Actualiza las
potencialidades dormidas o paralizadas. En un ambiente
tranquilo y apacible, como es el monasterio de N. N…
Comida vegetariana»… Página web, números de teléfono, e-
mail de contacto. Organización perfecta. Y a veces los
dichos cursillos son caros. Pero merece la pena: lo que vale,
cuesta.
De todo esto nada supieron los pobres San Benito, San
Francisco de Asís, San Ignacio de Loyola, San Juan de la
Cruz… Y el diablo ahora lo fomenta con entusiasmo. Lo que
hunde al diablo en la miseria es la Misa, el rosario, la
oración, el agua bendita, el signo de la cruz, las jaculatorias,
la frecuencia de la confesión, la dirección espiritual –y más
si es con obediencia–, la lectura de la Biblia y de autores
espirituales, la práctica de las virtudes y de las obras de
misericordia, visitar enfermos, ayudar a pobres, etc., las
novenas, etc. Ésas son las cosas que lo matan. En cambio
con estas otras el diablo se fortalece y está feliz. Lo suyo es
el pelagianismo.
–Pelagianismo sincretista. Notemos que la verdad es
refractaria a todos y a cada uno de los errores. Por el
contrario, los errores, aunque a veces sean contradictorios
entre sí, muestran una singular capacidad de amalgama y
de unidad operativa. La Ética mundial ya aludida engloba
innumerables filosofías, terapias y religiones, muchas veces
inconciliables entre sí; pero que, sin embargo, se concilian
amistosamente y concelebran juntos. Y si consiguen la
presencia de algún monje vestido de color naranja,
pongamos, su santidad Darwha Mira Ramchandani, tanto
mejor; aunque no sea indio, que a lo mejor, por ejemplo, es
un señor de Murcia, don Ernesto Paniagua; también les vale.
Es lo que digo: pueden juntarse todas estas diversidades en
comunes celebraciones llenas de color y falso entusiasmo. Y
es que en realidad hay algo que les une profundamente: el
rechazo unánime de Cristo y de su gracia. Pongo un ejemplo
tomado de un diario:
«Por cuarto año consecutivo, en el Colegio [católico] de los
Padres N. N., el día 29 de enero, aniversario de la muerte de
Gandhi, se celebrará un Encuentro por la Paz y la
Reconciliación». Se invita a todos, cristianos, creyentes no-
cristianos, ateos. Hay que sumar, y no restar. En la
fotografía del Evento se aprecia en el amplio patio del
Colegio la palabra PAZ, configurada por unos ochocientos
alumnos, debidamente ordenados por sus profesores,
algunos de ellos religiosos… ¿No es conmovedor? Según
dicen, «son estos pequeños gestos los que tienen fuerza
para crear un mundo nuevo»… En el fondo del patio, a
espaldas de todos los alumnos, se alcanza a ver una imagen
de la Virgen, puesta allí hace cincuenta años. Ella es la
Madre del único Príncipe de la paz, de esa paz que,
ciertamente, el mundo no puede dar (Jn 14,27). Ni siquiera
Gandhi, que ya está muerto.
–Pelagianismo liberacionista. Ceñudo y tenso, como no
podría ser de otro modo. Che Guevara. Mayo de 1968.
Teología de la Liberación. El Jesús de Pasolini, de ceja única.
Cuando la Congregación de la Fe, presidida por el Cardenal
Ratzinger, publica la instrucción Libertatis nuntius, sobre
algunos aspectos de la teología de la liberación (6-VIII-
1984), advierte que «solamente recurriendo a las
capacidades éticas de la persona y a la perpetua necesidad
de conversión interior [imposibles sin la gracia] se
obtendrán los cambios sociales que estarán
verdaderamente al servicio del hombre… La inversión entre
moralidad y estructuras conlleva una antropología
materialista, incompatible con la verdad del hombre» (XI,8).
Sin la gracia de Cristo, sin la oración de petición y los
sacramentos, sin el Espíritu Santo –el único que puede
«renovar la faz de la tierra»–, el intento liberacionista se
hace estéril, torvo, amargo, violento: revolución, atentados,
lucha de clases, infiltraciones culturales por la vía Gramsci,
etc., sufrimientos y ruina del pueblo.
La Unión Soviética, con todo el poder concentrado en un
partido gobernante entre 1917 y 1989, no consigue producir
«el hombre nuevo». Y no lo hubiera conseguido en un par
de siglos más de adoctrinamiento en escuelas y
universidades estatales, reuniones obligadas de grupos,
marchas, pancartas enormes, estatuas e imágenes de
hombres macizos y mujeres musculosas, animales humanos
pletóricos de fuerzas positivas y reivindicativas. Algo
semejante es preciso decir de la teología de la liberación. Es
cierto que se expresa en formas muy diversas, «algunas son
auténticas, otras ambiguas y otras, en fin, representan un
grave peligro para la fe y para la vida teologal y moral de
los cristianos… La concepción totalmente politizada del
cristianismo, a la que conducen estas teologías, deja sin
contenido los misterios de la fe y de la moral cristiana»
(Libertatis nuntius, síntesis previa, VI).
–Algunas ONG de inspiración cristiana, a veces
sumamente beneméritas (por eso prefiero no citarlas por su
nombre) tienen también sus ramalazos pelagianos
roussonianos o/y liberacionistas. Recibiendo a veces el 90 %
de sus recursos del pueblo cristiano, concretamente de la
colecta de las Misas, apenas nunca citan en sus
propagandas a Cristo, frases evangélicas, motivaciones de
fe, de caridad, sino que «secularizan» tanto su fisonomía –
quizá para recibir también ayudas de los no-cristianos– que
apenas parecen ONG cristianas. Y eso es muy lamentable.
No está nada bien distribuir una gran abundancia de
donativos, ocultando en la práctica al Donante principal, a
Cristo, que por su gracia ha movido precisamente en la Misa
–«éste es mi cuerpo que se entrega»– el corazón de esos
benditos cristianos donantes.
Pablo VI, Credo del Pueblo de Dios (30-VI-1968). Frente
al Catecismo holandés y tantas otras voces actuales
ambiguas o falsas, confiesa: «Creemos que todos pecaron
en Adán; lo que significa que la culpa original cometida por
él hizo que la naturaleza, común a todos los hombres,
cayera en un estado tal, en el que padeciese las
consecuencias de aquella culpa… Esta naturaleza humana,
caída de esta manera, destituida del don de la gracia del
que antes estaba adornada, herida en su mismas fuerzas
naturales y sometida al imperio de la muerte, es dada a
todos los hombres. Por tanto, en este sentido, todo hombre
nace en pecado. Mantenemos, pues, siguiendo al Concilio
de Trento, que el pecado original se transmite, juntamente
con la naturaleza humana, por propagación, no por
imitación» (n. 16). Ya lo sabían los piadosos judíos: «pecador
me concibió mi madre» (Sal 50,7).
San Jerónimo (342-420) fue, con San Agustín, quien con
más fuerza combate la herejía pelagiana (Diálogos contra
los pelagianos, libri III: 415). Cuando aún vivía Pelagio,
escribe en el 414 contra su doctrina una carta durísima, en
la que vence todas sus tinieblas con la luz de la Palabra
divina (PM, Migne 21,1147-1161). Y termina rogándole al
amigo destinatario de la carta, y a los que se reúnen en su
santa casa,
«que no acojan a través de aquellos homúnculos
[pelagianos] el excremento o, por decir poco, la infamia de
tan graves herejías. Allí donde se alaba la virtud y la
santidad, que no tenga morada la vergüenza de la
presunción diabólica y de una compañía obscena. Sepan los
que prestan ayuda a hombres de esa calaña, que recogen a
una multitud de herejes, y que son enemigos de Cristo y
alimentan a Sus adversarios».

–II– El semipelagianismo

(61)

1. Semipelagianos antiguos

–Seguro que en seguida nos hablará de los semipelagianos


actuales.
–No lo dude. Téngalo por cierto, con el favor de Dios.
Expuse las grandes rebajas del cristianismo (56-60),
limitándome al arrianismo y al pelagianismo en sus
versiones antiguas y actuales. Y aunque el
semipelagianismo también implica una rebaja del
cristianismo, al negar la plena gratuidad de la gracia, he
preferido tratarlo aparte por respeto a sus iniciadores, a
veces muy venerables, y sobre todo porque voy a
considerarlo más bien en sus actuales versiones
voluntaristas, bastante alejadas del semipelagianismo puro
y duro.
El semipelagianismo es un grave error que en el siglo V
se produjo en algunos monasterios del sur de Francia, como
Marsella –de aquí vino el llamarle error massiliense– y
Lérins, isla frente a Cannes. Fue formulado y difundido por
hombres de muy santa vida, como los monjes Juan Casiano,
abad de Marsella (+430), en su Colación XIII, San Vicente de
Lérins (+445), autor del Commonitorium, y San Fausto,
Obispo de Riez, antes abad de Lérins (400-490). Ellos,
claramente alejados del pelagianismo –reconocían el pecado
original, la necesidad de la gracia y de la oración de
petición–, erraban, sin embargo, acerca de la primacía
absoluta de la gracia. Queriendo reaccionar contra ciertas
tesis de San Agustín, que a su entender eliminaban la
libertad del hombre en su colaboración con la gracia,
vinieron a afirmar que ciertos esfuerzos de la voluntad
humana preceden a la gracia y que el principio mismo de la
fe (initium fidei) depende del hombre. Eran hombres santos,
que erraron en un tiempo en que la Iglesia no había definido
suficientemente la doctrina católica sobre la gracia.
San Fausto de Riez es el exponente máximo del
semipelagianismo (De gratia Dei: PL 58,783-836). Dios
ofrece igualmente a todos los hombres su gracia salvadora,
y aquellos que generosamente la reciben, son los que se
salvan. No son éstos, por tanto, propiamente elegidos de
Dios (Rm 8,29), sino que más bien son ellos quienes se
eligen a sí mismos, mereciendo así la salvación. La
predestinación no es, por tanto, sino la previsión divina de
aquellos que libremente van a recibir la gracia. Y es la
voluntad humana quien hace eficaz la gracia, y quien decide
el grado de santidad final según el grado mayor o menor de
su generoso esfuerzo personal: «Regnorum cælorum vim
patitur» (es el esfuerzo el que gana el Reino celestial, Lc
16,16). A fines del s. V, apenas entre los Obispos del
sudeste de las Galias se alzaban voces contra la doctrina
semipelagiana de católicos tan fidedignos como Casiano,
Vicente y Fausto. El De gratia de Fausto era considerado por
el escritor Genadio de Marsella (+500), docto sacerdote,
como un «opus egregium».
Rechazo católico inmediato. También eran santos –y
probablemente más santos, digo yo– quienes refutaron
inmediatamente el semipelagianismo, como San Agustín
(+430), San Hilario (401-449), obispo de Arlés, el monje San
Próspero de Aquitania (+450), gran defensor del
agustinismo, y San Fulgencio (+533), obispo de Ruspe, en el
norte de África.
También el Magisterio pontificio, estimulado por esos
autores, produjo a lo largo del siglo V varias declaraciones
contrarias al semipelagianismo, reunidas en un documento,
el Indiculus, que fue reconocido por Roma hacia el 500
(Denz. 238-249). Pero la más perfecta enseñanza de la
Iglesia contra el semipelagianismo, en la misma doctrina del
Indiculus, se produjo en el Sínodo II de Orange (529),
pequeña ciudad al sudeste de Francia (Denz. 238-249). Fue
presidido por San Cesáreo, obispo de Arlés (+543), y
confirmado por el Papa Bonifacio II (Denz. 370-397).
Es significativo que tanto Hilario, como Próspero y Cesáreo,
los tres habían sido monjes de Lérins, y conocían bien la
doctrina del «semipelagianismo». Este término, por cierto,
nació mucho después, cuando los que contradecían las tesis
del P. Luis de Molina, S. J. (1535-1600), expuestas en su libro
la Concordia (1588), le acusaban de profesar las sententiæ
semipelagianorum, es decir, de revivir los errores
massilienses, ya condenados por la Iglesia.
Cánones principales del Sínodo II de Orange. El sufrido
lector me va a permitir –a la fuerza– que transcriba buena
parte de los cánones de este maravilloso Sínodo provincial
(Arausicano). Su doctrina fue especialmente tenida en
cuenta en los debates del Concilio de Trento. Han de ser
leídos estos cánones con gran atención porque 1.–como es
normal en los antiguos sínodos y concilios, su formulación
es sumamente densa, precisa y concisa; y 2.–porque
afirman unas verdades grandiosas, muy olvidadas
actualmente hasta por los católicos más fieles. Si hoy la
mayoría de los católicos no practicantes son apóstatas o
pelagianos, una buena parte de los practicantes se ven más
o menos afectados de semipelagianismo. Hemos de
comprobarlo más adelante. Atención, pues:
Can. 1 y 2: El pecado original existe, y no en el sentido de
Pelagio, sino en el de la Iglesia.
Can. 3: «Si alguno dice que la gracia de Dios puede
conferirse por invocación humana, y no que la misma gracia
hace que sea invocado [Dios] por nosotros, contradice al
profeta Isaías o al Apóstol: “he sido encontrado por los que
no me buscaban. Manifiestamente aparecí a quien por mí no
preguntaba” (Rm 10,20; cf. Is 65,1)».
Can. 4: «Si alguno porfía que Dios espera nuestra voluntad
para limpiarnos del pecado, y no confiesa que aun el querer
ser limpios se hace en nosotros por infusión y operación
sobre nosotros del Espíritu Santo, resiste al mismo Espíritu
Santo, que por Salomón dice: “es preparada la voluntad por
el Señor” (Prov. 8,35: en LXX), y al Apóstol que
saludablemente predica: “Dios es el que obra en nosotros el
querer y el obrar, según su beneplácito” (Flp 2,13)».
Can. 5: «Si alguno dice que está naturalmente en nosotros
lo mismo el aumento que el inicio de la fe… se muestra
enemigo de los dogmas apostólicos… “Confiamos que quien
empezó en vosotros la obra buena, la acabará hasta el día
de Cristo Jesús” (Flp 1,6)… “A vosotros se os ha concedido
por Cristo no sólo que creáis en Él, sino también que por Él
padezcáis” (1,29), y: “de gracia habéis sido salvados por
medio de la fe, y esto no de vosotros, puesto que es don de
Dios” (Ef 2,8)»…
Can. 6: «Si alguno dice que se nos confiere divinamente
misericordia cuando sin la gracia de Dios creemos,
queremos, deseamos, nos esforzamos, trabajamos, oramos,
vigilamos, estudiamos, pedimos, buscamos, llamamos, y no
confiesa que por la infusión e inspiración del Espíritu Santo
se da en nosotros que creamos y queramos o que podamos
hacer, como se debe, todas estas cosas; y condiciona la
ayuda de la gracia a la humildad y obediencia humanas, y
no consiente que es don de la gracia misma que seamos
obedientes y humildes, resiste al Apóstol que dice: “¿qué
tienes tú que no lo hayas recibido?” (1Cor 4,7), y: “por la
gracia de Dios soy lo que soy” (1Cor 15,10)».
Can. 7: Es engañado por la herejía quien «afirma que por la
fuerza de la naturaleza se puede pensar como conviene, o
elegir algún bien que toca a la salud de la vida eterna, o
consentir a la saludable y evangélica predicación… “Sin mí
no podéis hacer nada” (Jn 15,5), y: “no que seamos capaces
de pensar nada por nosotros como de nosotros, sino que
nuestra suficiencia viene de Dios” (2Cor 3,5)».
Can. 8: Yerra el que «porfía que pueden venir a la gracia del
bautismo unos por misericordia, otros en cambio por libre
albedrío… El Señor mismo lo prueba, al atestiguar que no
algunos, sino “ninguno puede venir a Él sino aquel a quien
el Padre atrajere” (Jn 6,44); así como al bienaventurado
Pedro le dice: “bienaventurado eres, Simón, hijo de Joná,
porque ni la carne ni la sangre te lo ha revelado, sino mi
Padre que está en los cielos” (Mt 16,17); y el Apóstol: “nadie
puede decir Señor a Jesús, sino en el Espíritu Santo” (1Cor
12,3)».
Can. 9: «Sobre la ayuda de Dios. Don divino es el que
pensemos rectamente y que contengamos nuestros pies de
la falsedad y la injusticia; porque cuantas veces obramos
bien, Dios, para que obremos, obra en nosotros y con
nosotros».
Can. 12: «Cuáles nos ama Dios. Tales nos ama Dios cuales
hemos de ser por don suyo, no cuales somos por
merecimiento nuestro».
Can. 13: «De la reparación del libre albedrío. El albedrío de
la voluntad, debilitado en el primer hombre, no puede
repararse sino por la gracia del bautismo. Lo perdido no
puede ser devuelto, sino por el que pudo darlo. De ahí que
la Verdad misma diga: “si el Hijo os liberare, entonces seréis
verdaderamente libres” (Jn 8,36)».
Can. 18: «Que por ningún merecimiento se previene a la
gracia. Se debe recompensa a las obras buenas, si se
hacen; pero la gracia, que no se debe, precede para que se
hagan».
Can. 20: «Que el hombre no puede nada bueno sin Dios.
Muchos bienes hace Dios en el hombre, que no hace el
hombre; ningún bien, en cambio, hace el hombre que no
otorgue Dios que lo haga el hombre».
Can. 22: «De lo que es propio de los hombres. Nadie tiene
de suyo sino mentira y pecado. Y si alguno tiene alguna
verdad y justicia, viene de aquella fuente» divina.
Can. 23: «De la voluntad de Dios y del hombre. Los hombres
hacen su voluntad y no la de Dios, cuando hacen lo que a
Dios desagrada; mas cuando hacen lo que quieren para
servir a la divina voluntad, aun cuando voluntariamente
hagan lo que hacen, la voluntad, sin embargo, es de Aquel
por quien se prepara y se manda lo que quieren».
Can. 24: «De los sarmientos de la vid. De tal modo están los
sarmientos en la vid que a la vid nada le dan, sino que de
ella reciben de qué vivir»…
Concluye el Sínodo con una profesión solemne de la fe
católica, redactada por San Cesáreo de Arlés, en la que
reafirma la doctrina conciliar, añadiéndole más argumentos
y citas bíblicas. «También profesamos y creemos
saludablemente que en toda obra buena, no empezamos
nosotros y luego somos ayudados por la misericordia de
Dios, sino que Él nos inspira primero –sin que preceda
merecimiento bueno alguno de nuestra parte– la fe y el
amor a Él».
Bonifacio II confirma el Sínodo II de Orange (531:
Denz. 398-400): «Vosotros definís que la recta fe en Cristo y
el comienzo de toda buena voluntad, conforme a la verdad
católica, es inspirado en el alma de cada uno por la gracia
de Dios preveniente». Por tanto, «no hay absolutamente
bien alguno según Dios que pueda nadie querer, empezar o
acabar sin la gracia de Dios».
La primacía y la gratuidad total de la gracia de Dios
es lo que está en juego en estas gravísimas cuestiones. Es
muy significativo que la Iglesia dedicó sus primeros Sínodos
y Concilios a definir ante todo las realidades más
importantes de la fe católica: la Encarnación del Verbo, la
santísima Trinidad, la gracia divina… El semipe-lagianismo –
posterior al pelagianismo, ya condenado por la Iglesia–,
estimando que la gracia de Dios se ofrece igualmente a
todos, y que es la libertad humana personal la que, con su
mayor o menor empeño, decide las buenas obras,
prácticamente pone la iniciativa de la vida espiritual en el
hombre. En consecuencia, la mayor o menor santificación
de la persona es principalmente cuestión de su
«generosidad» en la colaboración con la gracia. Y
consiguientemente… etc. Ya lo iremos viendo.
Hace unos años, en un cursillo que di sobre la gracia divina
a una veintena de católicos especialmente cualificados, les
puse al inicio –confieso que con una cierta perfidia– un
cuestionario previo, con una docena de frases (verdadera /
falsa) tomadas textualmente de Concilios, de San Fausto de
Riez, de Santo Tomás de Aquino, etc. Creo recordar que
había entre ellos tres católicos, tres pelagianos y catorce
semipelagianos.
Voy a tener trabajo en los próximos artículos.

(62)

2. Semipelagianos actuales
–A estos voluntaristas también deles duro, que me caen
muy mal.
–Pues yo tengo gran estima por muchos de ellos, y me da
pena que en su buena formación general, hayan tenido
deficiencias tan graves en lo referente a la gracia.
La doctrina de la Biblia y del Magisterio apostólico es
muy clara: «Sin mí no podéis hacer nada» (Jn 15,5). «Es
Dios el que obra en nosotros el querer y el obrar según su
beneplácito» (Flp 2,13). «Cuantas veces obramos bien, Dios,
para que obremos, obra en nosotros y con nosotros»
(Orange II, c. 9)… Cuando se leen estas frases tan claras,
parece que la realidad que afirman –otra cosa será la
explicación teológica que de ella se dé– es evidente: la
gracia mueve la libertad del hombre para que pueda hacer
el bien, un bien que no podría hacer ella sola sin la ayuda
sobrenatural de Dios.
Sin embargo, son muchos los cristianos que ignoran esta
verdad tan absolutamente fundamental, y que incluso se
extrañan y eventualmente se escandalizan cuando se
afirma de modo explícito. Más adelante, con el favor de
Dios, he de exponer con cierta amplitud la doctrina católica.
Pero contrapongo ahora, en forma muy abreviada, la fe
católica en la primacía y eficacia de la gracia, y el modo
semipelagiano de entender estas cuestiones.
–Doctrina católica. La libertad humana es causa
«subordinada», que se mueve movida por la gracia de
Dios, la causa principal, en la producción de la obra
buena. Por tanto, la libertad es causa real de la obra buena,
pero no causa autónoma, que pueda producir su objeto
propio, el bien, por sí misma; sino causa creatural, segunda,
subordinada, que necesita la moción de la gracia divina.
Puede la libertad humana, si Dios lo permite, resistir la
acción de la gracia, pecar; pero no puede ella sola hacer el
bien y perseverar en él. La eficacia de la gracia es
intrínseca, por sí misma, no por la cooperación de la libertad
humana que, meritoriamente, consiente en ser movida por
ella. Por tanto, si uno es más santo que otro, eso se debe
principalmente a que ha sido especialmente amado y
agraciado por Dios: el ejemplo máximo es la Virgen María.
Dios ama a todos, pero ama a unos más que a otros, y no
distribuye sus gracias por igual. Bien sabe uno que esta
doctrina choca frontalmente con el igualitarismo falso de la
cultura moderna; pero es la verdad de la fe católica.
El papa Paulo V mandó que cesaran las disputaciones entre
Dominicos y Jesuitas sobre la explicación teológica de este
misterio (1607). Y comunicó en 1611 al embajador español
que, si la Santa Sede había sobreseído el pronunciamiento
sobre esta disputa, se debía, entre otras causas, a que las
dos partes estaban de acuerdo «en la sustancia de la
verdad católica, esto es, que Dios con la eficacia de su
gracia nos hace obrar, y hace que nosotros pasemos de no
querer a querer, y dobla y cambia las voluntades de los
hombres» para afirmarlas en las obras buenas salvíficas
(Denz. 1997). Es la enseñanza perfectamente clara de San
Pablo: «por la gracia de Dios soy lo que soy, y la gracia que
me concedió no ha sido estéril, sino que he trabajado yo
más que todos ellos; pero no yo, sino la gracia de Dios
conmigo» (1Cor 15,10-11). Y Santa Teresa del Niño Jesús,
gran Doctora de la gracia, emplea las imágenes del
«ascensor» y del «pincelito» para expresar la obra de Dios
en su maravillosa santificación personal.
–Doctrina semipelagiana. La libertad humana es
causa «coordinada» con la gracia divina. Los
semipelagianos no son pelagianos: admiten la necesidad de
la gracia divina para obrar el bien. Pero entienden que el
acto libre (la parte humana) concurre con la gracia divina (la
parte de Dios), y así la hace extrínsecamente eficaz en la
producción del bien. Dios ama a todos los hombres
igualmente, ofreciendo a todos igualmente su gracia para
hacer el bien, y es el mayor o menor grado de generosidad
de cada persona humana lo que principalmente determina
el crecimiento en la vida sobrenatural. San Roberto
Belarmino, S. J., Doctor de la Iglesia, aunque adversario de
ciertas tesis tomistas de los dominicos, reconoce que ese
modo de pensar es inconciliable con la fe católica. ¡Y son
tantos, y a veces tan buenos, los que piensan así hoy!
«Algunos [semipelagianos] opinan que la eficacia de la
gracia se constituye por el asentimiento y la cooperación
humana, de modo que por su resultado se llama eficaz la
gracia… y obtiene su efecto porque la voluntad humana
coopera. Esta opinión es absolutamente ajena a la doctrina
de San Agustín [y de Santo Tomás], y en cuanto a lo que yo
entiendo, incluso ajena a la doctrina de las Divinas
Escrituras» (De gratia et libero arbitrio I, cp. XII; cf. F.
Canals, Gracia y salvación, Anales de la Fund. Fco. Elías de
Tejada, 2, 1996, 13-30).
El voluntarismo pone, pues, la iniciativa de la vida
espiritual en el hombre, quedando la gracia en la
condición de ayuda, de ayuda necesaria, sin duda –«sin mí
no podéis hacer nada»–, pero de ayuda. Aunque los
cristianos que se ven afectados por esa actitud sean con
frecuencia doctrinalmente ortodoxos –no son pelagianos, ni
tampoco son semipelagianos conscientes–, en su
espiritualidad práctica no alcanzan a vivir del todo, es
imposible, la primacía absoluta de la gracia divina, la total
gratuidad de la gracia, ni tampoco son conscientes de su
intrínseca eficacia. No pueden llegar a la perfecta humildad,
y por tanto a la plena santidad. Ellos estiman que ir más o
menos adelante en el camino de la santidad «es cuestión de
voluntad»; «querer es poder», etc. A veces, más que un
error doctrinal, estos desastrosos planteamientos son en
ellos una desviación espiritual, debida a tres causas
principales:
1.– Una mala instrucción en la fe católica. Sólo un
ejemplo. El padre Severino González, S. J., a mediados del
siglo pasado, en una de las colecciones de teología
dogmática más difundidas, rechaza juntamente las
doctrinas agustinianas, tomistas y escotistas en estas
cuestiones, y mantiene que «ningún sistema que afirme la
gracia intrínsecamente eficaz puede explicar su concordia
con la libertad» (Sacræ Theologiæ Summa, BAC, Madrid
1953, III, tract. III, tesis 33, nn. 313 y 324). Los muchachos
de esos años no leíamos esas obras académicas, pero sí
leíamos no pocos libros (por ejemplo, El joven de carácter,
del húngaro Tihamer Toth, 1889-1931) que, si no recuerdo
mal, por ahí andaban. Querer es poder. Es cuestión de
generosidad… Aquellos libros nos hicieron mucho bien, pero
también ocasionaron graves daños espirituales, cuya
profunda huella negativa ha permanecido siempre en
algunos, por falta de verdad católica. Padre, «santifícalos en
la verdad» (Jn 17,17).
2.– Un antropocentrismo cultural ampliamente
predominante, no solo en el mundo, sino también en las
zonas mundanizadas de la Iglesia. El teocentrismo humilde
que caracterizó tan profundamente la cristiandad antigua y
medieval fue debilitándose mucho, como bien sabemos, a
partir sobre todo del Renacimiento. Desde entonces, el
antropocentrismo voluntarista, inevitablemente soberbio –
aunque no se trate a veces de una soberbia personal, sino
de especie humana– ha producido frecuentemente en los
últimos siglos un cristianismo falsificado, en el que se ignora
en gran medida la primacía de la gracia. Son muchos los
católicos que son pelagianos –entre los no practicantes la
mayoría–, y piensan que ir a la santidad está en la fuerza
natural del hombre. Por eso, como no son tontos, no lo
intentan, y dejan la vida cristiana. Y otros son
semipelagianos –bastante numerosos entre los
practicantes–, pues piensan que el bien que han de hacer
procede en parte de Dios, y en parte, la más decisiva, por
supuesto, de su propia voluntad libre.
3.– Un bajo nivel espiritual de sacerdotes y laicos.
Entre los cristianos todavía carnales (1Cor 3,1-3), también
entre aquellos que tienden con fuerza a la perfección, el
voluntarismo suele ser el error más frecuente, pues si la
pereza a veces, muchas veces, les daña, todavía hace en
ellos peores estragos la soberbia, que unas veces es
perezosa y otras activa, pero que siempre tiende a poner en
el hombre la iniciativa, quitándosela a Dios, aunque sea
inconscientemente.
En cambio los santos –ya lo comprobaremos– todos profesan
la doctrina católica de la gracia, porque todos son
perfectamente humildes. Y como dice Santa Teresa, «la
humildad es andar en verdad; que es verdad muy grande no
tener cosa buena de nosotros, sino la miseria y ser nada; y
quien esto no entiende, anda en mentira» (6 Moradas 10,8).
Es cierto que algunos santos, en sus comienzos, cuando
todavía eran carnales, andaban no poco engañados, y
fueron voluntaristas por carácter personal o por una
formación incorrecta; pero cuando por la gracia de Dios
llegaron a una condición espiritual, todos ellos descubrieron
la primacía absoluta de la gracia, pues de otra manera no
hubieran llegado a la santidad. La plena santidad se da en la
perfecta humildad y verdad.
Un San Ignacio, por ejemplo, cuando se convierte en Loyola
leyendo Vidas de santos, se decía a sí mismo: «Santo
Domingo hizo esto; pues yo lo tengo de hacer. San Francisco
hizo esto; pues yo lo tengo de hacer» (Autobiografía 7). Por
narices. Pero en cuanto va entrando en Dios y en la vida
espiritual, muy pronto alcanza por don del Señor un
supremo conocimiento de la gracia. Y en sus Ejercicios
dispone: «pedir a Dios Nuestro Señor quiera mover mi
voluntad y poner en mi ánima lo que yo debo hacer»… (17).
«Aquí será pedir gracia para elegir lo que más a gloria de su
divina majestad y salud de mi ánima sea» (152). Por ahí
vamos mejor. Sus maravillosas reglas de discernimiento
muestran claramente que en la vida espiritual la pretensión
fundamental ha de ser dejarle hacer a Dios, haciendo lo que
Él quiera hacer en nosotros, incondicionalmente.
La operatividad caracteriza al voluntarismo
semipelagiano. Es cierto que a veces el semipelagianismo,
al cifrar tanto la obra de la santificación en el esfuerzo de la
voluntad libre del hombre, lleva al voluntarista a abandonar
la vida cristiana. Sabiendo bien por experiencia aquello de
San Pablo: «no hago el bien que quiero, sino el mal que
aborrezco. Es el pecado que mora en mí» (cf. Rm 7, 15-19),
concluye: «si así es el camino de la perfección, yo no tengo
nada que hacer. Mejor será abandonar el intento». Y
confiándose sin más a la misericordia de Dios –en el mejor
de los casos–, pasa del semipelagianismo al luteranismo
protestante.
Pero el voluntarismo semipelagiano lleva normalmente a los
cristianos fieles y practicantes a una operatividad malsana.
Ya sabemos, sí, que «la fe, si no tiene obras, está muerta»
(Sant 2,17). Y no olvidamos las exhortaciones de Santa
Teresa: «que no, hermanas, no: obras quiere el Señor» (5
Moradas 3,11); «vosotras diciendo y haciendo, palabras y
obras» (Camino Perf. 55,2). Pero en una vida espiritual
católica –sinergía de gracia y libertad–, que da siempre la
iniciativa a Dios y a su gracia, el florecimiento en la santidad
va siempre de la persona a las obras, del interior al exterior,
con paz y suavidad, aunque a veces con gran cruz. Bajo el
impulso del Espíritu Santo, en gran medida imprevisible, la
oración y el ejercicio de las virtudes, el cultivo de la
persona, de sus modos de pensar, de querer y de sentir, la
cruz de cada día, va haciéndole florecer en buenas obras, al
ritmo que marca Dios, no al señalado por la propia persona
o por su director espiritual o su grupo: «es Dios quien da el
crecimiento» (1Cor 3,7). Hay cactus que, bien regados y
cuidados, siguen espinudos y feos tiempo y tiempo, hasta
que, de pronto, dan lugar a una flor maravillosa.
En el voluntarismo, por el contrario, se produce una cierta
subordinación de la persona a las obras concretas. Se tira
de la planta para que crezca más rápidamente, con el
peligro de quedarse con ella en la mano. El crecimiento
espiritual se pretende sobre todo por la prescripción –
personal o ajena– de un conjunto de obras buenas, bien
concretas, cuya realización se estimula y se controla con
frecuencia.
Si las obras no se cumplen, vendrán juicios temerarios («soy
un flojo; yo no valgo para esto»; «es un flojo; no vale,
dejémoslo»; «puede, pero le faltó generosidad»). Y si se
cumplen, vendrán juicios igualmente temerarios («soy un
tipo formidable»; «es un tipo formidable»). Más aún. La
operatividad voluntarista lleva a la prisa, que se hace
crónica, y al activismo, al mismo tiempo que pone límites
muy tasaditos a los tiempos de oración (personas tensas,
comunidades siempre super-ocupadas). Lleva
inevitablemente a la obra mal hecha, aunque la apariencia
exterior de la misma sea buena. Cuantifica la vida espiritual
(dos horas de oración santifican el doble que una; evidente).
Da ocasión para los escrúpulos con gran frecuencia. Fija
objetivos («este año tiene Ud. –o su comunidad– que
conseguir al menos dos vocaciones para el Instituto, y una
docena de vinculaciones de laicos»). Controla los resultados
pretendidos, con mal desánimo o con peor satisfacción,
según se hayan conseguido las metas. Lleva a un
normativismo y a un legalismo detallista, y no advierte que
leyes y normas señalan siempre obras mínimas, que no
pocos voluntaristas tomarán como máximas, contentándose
con su cumplimiento: todo lo que pase de ahí es para ellos
exageraciones. Mediocridad congénita. «El viento [del
Espíritu Santo] sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no
sabes de dónde viene ni adónde va. Así es todo nacido del
Espíritu» (Jn 3,8).
El voluntarismo es tremendamente insano, tanto
espiritual como psicológicamente. No capta la vida cristiana
como un don constante de Dios, «gracia sobre gracia» (Jn
1,16), sino como un incesante esfuerzo laborioso del
hombre. Sus errores y los daños que produce en personas y
en grupos son tantos que resultan indescriptibles. Pero aquí
estoy yo y, con la gracia de Dios, voy a describirlos. Querer
es poder.

(63)

3. Semipelagianismo actual: síntomas


–Eso de síntomas suena a enfermedad.
–Y eso es precisamente el voluntarismo entre los cristianos
fieles, una enfermedad espiritual, cuyos síntomas deben ser
conocidos, para lograr la sanación con la luz de la verdad y
la fuerza de la gracia divina.
Semipelagianismo. Ya vimos sus tesis principales (61).
Gracia y libertad, la parte de Dios y la parte del hombre,
concurren, como causas coordinadas, para realizar el bien.
Es la acción del hombre, co-operando con la gracia divina, la
que hace eficaz a ésta. Dios ama a todos por igual, y la
mayor santidad se determina fundamentalmente por la
mayor generosidad del esfuerzo humano. La iniciativa de la
vida espiritual la lleva, de hecho, el hombre. Etc. De esta
enfermedad espiritual, que en los buenos cristianos
podríamos llamar simplemente voluntarismo, se siguen
efectos pésimos, que son síntomas propios de una
enfermedad grave.
Antropocentrismo mediocre, voluntad propia y
cambios de ánimo. El voluntarismo más o menos
semipelagiano es congénitamente mediocre, aunque a
primera vista parezca a veces lo contrario. El voluntarista,
no partiendo de la iniciativa de Dios, sino de sí mismo, de su
leal saber y entender –y ateniéndose normalmente a sus
inclinaciones personales–, es decir, partiendo de su propia
voluntad, va proponiéndose ciertas obras buenas concretas,
dando por supuesto que, ya que son buenas, Dios le dará
necesariamente su gracia para hacerlas. El voluntarismo
personal o institucional, partiendo de iniciativa humana,
aunque incluya un hermoso conjunto de obras buenas,
siempre lo establece proporcionado a las fuerzas del
hombre: de ahí su mediocridad congénita.Y así el
voluntarista va llevando adelante, como puede, su vida
espiritual, a su manera y modo de ser: vanamente
desanimado cuando no consige sus intentos y vanamente
satisfecho de sí cuando los cumple.
Preocupaciones. Partiendo el cristiano en la vida espiritual
de sí mismo, es inevitable que viva tenso y preocupado. No
acaba de «hacerse como niño», para dejarse llevar
pacíficamente de la mano de Dios, entrando así en el Reino
de su paz y de su alegría. No termina de abandonarse
confiadamente a la iniciativa, tantas veces sorprendente,
del Espíritu Santo. No pone su mayor empeño en discernir la
voluntad de Dios, en ocasiones tan contraria a nuestros
intentos. Y nunca acaba de entender que la proa de su
barco ha de ser siempre la oración de petición: «pedir luz
para conocer Su voluntad y la fuerza necesaria para
cumplirla» (Or. I dom. T.O.). Centrado en sí mismo y en sus
obras, no se centra en Dios y en su obra. No hay modo así
de vivir con la paz y la alegría propia de los hijos de Dios.
Pero ni siquiera se hace problema de conciencia acerca de
sus preocupaciones. Le parece que en la vida del hombre,
con tantas posibles vicisitudes favorables o adversas, son
normales, es decir, son inevitables. En la práctica no cree
que el abandono confiado en el amor providente de Dios
pueda ahuyentar toda ansiedad e inquietud, guardando a la
persona en una paz continua e inalterable. No intenta no
preocuparse porque le parece imposible conseguirlo, ni
siquiera con la ayuda de la gracia. Ignora este cristiano
voluntarista que la palabra de Cristo «no os preocupéis» (cf.
Mt 6,25-34), no es simplemente un consejo, es un mandato,
y que Él, por supuesto, nos da su gracia para poder
cumplirlo. Las preocupaciones consentidas son, pues, malos
pensamientos, tan malos como los pensamientos obscenos
consentidos. Son materia de confesión sacramental.
«Encomienda al Señor tus afanes, que Él te sustentará» (Sal
54,23). «Cuando se multiplican mis preocupaciones, Tus
consuelos son mi delicia» (93,19). «Encomienda tu camino
al Señor, confía en Él, y Él actuará. Descansa en el Señor y
espera en él» (36,5.7). «En paz me acuesto y en seguida me
duermo, porque tú solo, Señor, me haces vivir tranquilo»
(4,9; cf. 3,6).
Imposibles la paz y la alegría inalterables. El
voluntarista ignora que el hombre no está creado para
querer en forma autónoma desde su propia voluntad, ni
siquiera para querer cosas buenas. Está creado para querer
lo que la Voluntad divina quiera en su providencia. Debe
querer, como decía Santa Maravillas, «lo que Dios quiera,
como Dios quiera y cuando Dios quiera». Cualquier volición
humana, desvinculada o contraria a la voluntad divina, crea
en el hombre necesariamente preocupaciones, ansiedades,
temores, vanas tristezas, vanas alegrías… «Porca miseria».
El hombre tiene que querer todo, solo y aquello que Dios
quiere: ni más, ni menos, ni otra cosa, por buena que ésta
sea. «Su alimento» tiene que ser hacer siempre, con la
ayuda de la gracia, la Voluntad divina, y no la propia, por
«santa» que ella sea –que no puede serlo, si es propia–.
¿Tan difícil es entenderlo?…
Evitación sistemática del martirio. El voluntarismo, en
cualquiera de sus formas –pelagiana o semipelagiana–
excluye por principio el martirio, es decir, la Cruz de Cristo.
La ruina del cristianismo en Occidente en los últimos siglos
viene principalmente de este error.
–Los católicos, como discípulos humildes de Jesús, saben
que todo el bien es causado por la gracia de Dios, y que el
hombre colabora en la producción de ese bien dejándose
mover libremente por la moción de la gracia, es decir, se
mueve movido por la gracia divina. Dios y el hombre se
unen así en la producción de la obra buena como causas
subordinadas, en la que la principal es Dios y la
instrumental y secundaria el hombre. Los cristianos fieles a
la voluntad de Dios se mueven movidos por ella,
incondicionalmente, sin cálculos humanos de eficacias
previsibles.
Por eso, al combatir el mal y al promover el bien bajo la
acción de la gracia, no temen verse marginados,
encarcelados o muertos. Llegada la persecución –que en
uno u otro modo es continua en el mundo–, ni se les pasa
por la mente pensar que aquella fidelidad martirial, que
pueda traerles desprecios, marginaciones,
empobrecimientos, desprestigios y disminuciones sociales o
incluso la pérdida de sus vidas, va a frenar la causa del
Reino en este mundo. Están ciertos de que la docilidad
incondicional a la gracia de Dios es lo más fecundo para la
evangelización del mundo, aunque eventualmente pueda
traer consigo proscripciones sociales, penalidades y muerte.
Están, pues, prontos para el martirio.
–El voluntarismo antropocéntrico, por el contrario, ha
producido en los últimos siglos un falso cristianismo, que
ignora la primacía de la gracia, la primacía absoluta de la
voluntad salvífica de Dios –tan desconcertante a veces: la
Cruz–. Piensan entonces muchos cristianos que la obra
buena, en definitiva, procede solo de la fuerza del hombre
(pelagianismo), o a lo más que procede en parte de Dios y
en parte del hombre (semipelagianismo).
Y lógicamente, en esta perspectiva voluntarista, los
cristianos, tratando de proteger la parte suya humana, no
quieren perder la propia vida o ver disminuída su fuerza y
prestigio; más aún, estiman imposible que Dios quiera hacer
unos bienes que puedan exigir en los fieles marginación,
persecución o muerte. Dios «no puede querer» en ninguna
circunstancia que el hombre se arranque el ojo, la mano o el
pie (Mc 9,43-48), pues esta disminución de la parte humana
debilitaría necesariamente la obra de Dios en el mundo.
En consecuencia, rehuyen el martirio como sea, en
conciencia, en cualquiera de sus formas. Tratan por todos
los medios de estar bien situados y considerados en el
mundo; procuran, haciéndose cómplices al menos pasivos
de tantas abominaciones mundanas, estar a bien con los
poderosos del mundo presente. Así, de este modo, podrán
servir mejor al Reino de Dios en la vida presente. «Salvando
su vida» en este mundo, esperan conseguir que su parte
humana colabore mejor y más eficazmente con la parte de
Dios en la salvación del mundo.
Igualmente la Iglesia y cada cristiano deben evitar cualquier
enfrentamiento con el mundo, eludiendo toda actitud que
pueda desprestigiar el Evangelio ante los mundanos, o dar
ocasión a persecuciones, pues una Iglesia debilitada y
mártir, debilitada su fuerza humana, no podrá colaborar
eficazmente con Dios, no podrá servir en el siglo presente la
causa del Reino. Todo aquello que es una pérdida de influjo
social, de posibilidad de acción, de imagen atrayente, es
una miseria, no tiene gracia alguna. El martirio es malo
incluso para la salud… Así piensan bajo el influjo del Padre
de la Mentira.
La Iglesia voluntarista, puesta en el mundo en el trance del
Bautista, se dice a sí misma: «no le diré la verdad al rey,
pues si lo hago, me cortará la cabeza, y no podré seguir
evangelizando. Yo debo proteger ante todo el ministerio
profético que Dios me ha confiado». ¡Cuántos Obispos,
párrocos, teólogos, padres de familia, profesores,
misioneros, laicos comprometidos y feligreses de toda
índole piensan y actúan así! Por el contrario, sabiendo que
la salvación del mundo la obra Dios, la Iglesia, la Iglesia
verdadera de Cristo, dice y hace la verdad, sin miedo a
verse pobre y marginada. Y entonces es cuando, sufriendo
persecución, evangeliza al mundo: «no te es lícito tener la
mujer de tu hermano».
Horror a la Cruz, buscando eficacias. Los cristianos
afectados de pelagianismo o semipelagianismo, por el
camino suyo, tan razonable, van llegando poco a poco, casi
insensiblemente, a silencios y complicidades con el mundo
cada vez mayores. Lo vemos en una de sus formas más
escandalosas en muchos «políticos católicos»,
absolutamente estériles para la causa de Cristo. Quieren
guardar la cabeza sobre sus hombros, y conservar su
escaño… Cesa entonces la evangelización de los pueblos,
de las instituciones y de la cultura.¡Y así actúan quienes
decían estar empeñados en impregnar de Evangelio todas
las realidades temporales!
No será raro así que al abuelo, piadoso semipelagiano
conservador, tenga un hijo pelagiano progresista; y es
incluso probable que el nieto baje otro peldaño, y llegue a la
apostasía. De todo lo cual hablo más ampliamente en dos
libros, De Cristo o del mundo y El martirio de Cristo y de los
cristianos.
Cuando el bien y el mal son dictados por la mayoría –trátese
de una mayoría real o ficticia, inducida por los poderes
mediáticos y políticos–, el martirio aparece como una opción
morbosa, excéntrica, opuesta al bien común, insolidaria con
la sociedad general. Los cristianos semipelagianos no
quieren de ningún modo que se debilite la parte humana
con la que pretenden colaborar con el Salvador: se callan,
se disfrazan y pasan por lo que sea «para no ser
perseguidos por la cruz de Cristo» (Gál 6,12). Reconozcamos
que este grave error es con frecuencia en buenos cristianos
inculpable, porque sufren una «ignorancia invencible»,
invencible de hecho en ellos, porque nadie les ha dicho la
verdad evangélica. Pero otras veces es culpable, cuando se
avergüenzan del Evangelio y del Magisterio apostólico:
silencios clamorosos, anticoncepción habitual,
complicidades con el poder político perverso, conflicto de
valores, moral de actitudes, opción por el mal menor,
situacionismo, consecuencialismo, etc.
Según esta visión el obispo, el rector de una escuela o de
una universidad católica, el político cristiano, el párroco en
su comunidad, el teólogo moralista en sus escritos, es un
cristiano impresentable, que no está a la altura de su
misión, si por lo que dice o lo que hace ocasiona grandes
persecuciones del mundo. Con sus palabras y obras, es
evidente, desprestigia a la Iglesia, le ocasiona odios y
desprecios del mundo, dificulta, por tanto, las conversiones,
y es causa de divisiones entre los cristianos. Debe, pues, ser
silenciado, marginado o retirado por la misma Iglesia.
Aunque lo que diga y haga sea la verdad y el bien, aunque
sea el más puro Evangelio, aunque guarde perfecta fidelidad
a la tradición católica, aunque diga o haga lo que dijeron e
hicieron todos los santos. Fuera con él: no queremos
mártires. En la vida de la Iglesia los mártires son un lastre,
una vergüenza, un desprestigio. No deben ser tolerados,
sino eficazmente reprimidos por la misma Iglesia.
Qué tristeza. Si el martirio implica un fracaso total –la cruz
del Calvario–, si consiste en sufrir un rechazo absoluto del
mundo, está claro que el martirio es algo sumamente malo,
algo que debe evitarse como sea. Por el mismo bien de la
Iglesia. Algunos cristianos insensatos quizá piensan que la
Iglesia evitadora del martirio, la que «guarda su vida» en
este mundo, será una Iglesia próspera, atractiva y alegre en
la vida presente. Pero eso es como suponer que la esposa
infiel, que se entrega al adulterio, será una mujer alegre.
No, es todo lo contrario; es una mujer muy triste. Lo que
alegra el corazón humano es lo que viene de Dios: el amor,
la fidelidad, la abnegación, la entrega en el amor. Por el
contrario, la infidelidad es traición al amor, y solo puede
traer tristeza. Los mártires son alegres y los apóstatas son
tristes. «En verdad, en verdad os digo que si el grano de
trigo no cae en la tierra y muere, quedará solo; pero si
muere, llevará mucho fruto. El que ama su vida, la pierde;
pero el que aborrece su alma en este mundo la guardará
para la vida eterna» (Jn 12,24,25). Es así. Es palabra de
Cristo.

(64)

4. Semipelagianismo actual: más síntomas


–Vengan más síntomas. ¡Yo los tengo todos!
–Y Cristo le va a sanar de todos con la gracia de su verdad.
Va a quedar usted como nuevo.
El voluntarismo semipelagiano, como todas las
enfermedades, tiene muchos síntomas. Y conviene que
quienes lo padecen sean sanados por Cristo, que les da su
gracia para conocerlos y vencerlos.
La vocación. Comienzo por aquí, porque en la vocación
está el principio de todo. Dios, en el orden natural, llama al
ser a cada criatura, y la mantiene en la existencia. Dios, en
el orden sobrenatural, llama a la gracia al hombre caído: «le
llama de las tinieblas a su luz admirable» (1Pe 2,9). Dios es
«el que llama» (Gál 5,8: kalon) y los cristianos somos «los
llamados» (Rm 8,30: keklemenoi).
La llamada de Dios es absolutamente gratuita. Y por parte
Suya, «los dones y la vocación de Dios son irrevocables»
(Rom 11,29: karismata kai e klesis). Todo en la vocación es
amor gratuito de Dios, que sólo en Él tiene su causa. Él elige
desde la eternidad, llama con una vocación dada en el
tiempo –la llamada al pueblo de Israel, a ser cristiano, al
apostolado, al matrimonio, al camino concreto personal–,
consagra a los llamados –bautismo, orden, matrimonio,
profesión religiosa–, y envía en la misión propia de cada
vocación. Dios elige-llama-consagra-envía.
Todo en la vocación es don gratuito del amor de Cristo: «es
la voz del Amado que me llama» (Cant 5,2). Gran verdad
absolutamente cierta es que «todos los hombres son
llamados a la unión con Cristo» (Vat. II, LG 3). Pero es
igualmente cierto que los cristianos, los apóstoles, somos
objeto de una especial llamada del amor de Dios para
formar la Iglesia, «sacramento universal de salvación» (LG
48; AG 1). La Escritura lo afirma muchas veces: somos
«elegidos de Dios, santos y amados» (Col 3,12). Y esta
elección-llamada parte exclusivamente de la elección eterna
de Dios. Nunca viene determinada por los bienes que Él
mismo haya puesto en hombres o pueblos. Cuántas veces el
Señor elige-llama a lo más pequeño, Israel, «el más
pequeño de todos los pueblos» (Deut 7,6-7); a mujeres
estériles; a gente que apenas cuenta ante el mundo:
«mirad, hermanos, vuestra vocación, pues no hay entre
vosotros» muchos nobles, poderosos, cultos, sino más bien
gente humilde, «para que nadie pueda gloriarse ante Dios»
(1Cor 1,26-29). Pues bien,
–el voluntarismo semipelagiano, conforme a su teología de
la gracia, plantea la elección vocacional como si Dios
ofreciera igualitariamente a los cristianos los diversos
caminos de vida, unos de suyo más idóneos para la
santificación personal y otros no tanto –aunque todos santos
y santificantes–; y como si después fuera ya el cristiano,
según el grado de su generosidad, quien decidiera seguir lo
más perfecto o lo menos perfecto, aunque también bueno.
Esta visión es una distorsión terrible de la verdad de las
vocaciones, es causa de errores vocacionales, de escrúpulos
y de grandes sufrimientos. Y hay que reconocer que es un
error típicamente semipelagiano: Dios ofrece la misma
gracia a todos, y es la parte humana la que, haciendo eficaz
la gracia, la parte divina, decide lo más o menos perfecto.
En definitiva, no es Dios quien elige y llama gratuitamente,
sino que es el cristiano el que, por lo visto, «se llama» a sí
mismo según el grado de su mayor o menor generosidad.
Con inevitable preocupación se pregunta: «¿Qué elijo?»
Cuando yo acabé el bachillerato, mi madre, con esa excusa,
me mandó a hacer Ejercicios espirituales. Y todavía
recuerdo cómo al final de ellos el padre predicador nos
invitó a elegir la vocación. En una hoja, trazando una raya
vertical en medio, habíamos de ir poniendo a un lado y otro
los pros y contras que alcanzábamos a ver en orden a
nuestra santificación. Se hacía finalmente la suma, y el total
resultante, paf, determinaba nuestra vocación concreta
dentro de la Iglesia. Ya entonces a mí aquello me pareció un
espanto. Y ahora todavía me horroriza más.
Otro caso ilustrativo. Siendo yo joven, asistí a la profesión
religiosa de una amiga mía. Y recuerdo también la prédica
del cura que presidió la Misa. ¡Qué canto a la generosidad
de esta muchacha, a quien el mundo y la vida le sonríen
(aquí amplia enumeración de sus cualidades), y que, sin
embargo, dejándolo todo, va a seguir a Cristo por un camino
austero y penitente!… etc. etc. etc. Ya entonces a mí todo
aquello me sonaba muy mal. No sabía yo entonces que,
simplemente, era semipelagiano. Imagínense ustedes un
sacerdote que en una boda canta la generosidad de esta
joven, que teniendo tantos pretendientes excelentes, etc.,
ha venido a casarse con éste (con este pobre diablo). Es de
suponer que, al término de la ceremonia, los familiares del
novio entrarían a la sacristía para leerle la cartilla al ministro
del Señor. «¿Pero usted qué se ha creído?»…
–la fe católica nos enseña, por el contrario, que Dios llama a
quien quiere, cuando quiere y como quiere. Y que la
vocación, la que sea, es un don precioso que el hombre, con
inmenso agradecimiento, debe recibir libre y
meritoriamente, con el auxilio de la gracia divina, por
supuesto. «¿Quién es el que a ti te hace preferible? ¿Qué
tienes tú que no hayas recibido?… Gracias a Dios soy lo que
soy, y la gracia que me concedió no ha sido en vano, sino
que he trabajado más que todos ellos, pero no yo, sino la
gracia de Dios conmigo» (1Cor 4,7; 15,10). San Pablo, recién
converso, se plantea su vocación como se debe: «Señor
¿qué quieres que haga?» (Hch 22,10).
Es cuestión de generosidad. La vocación –y toda obra
cristiana– es un don de Dios, que el hombre recibe. Si
hablamos el castellano usual, es generoso el donante, no el
que recibe. Si un hombre dona una gran herencia a una
familia numerosa que está en la ruina, el generoso es el
donante, no la familia que recibe tan precioso donativo. Y
esto es lo que sucede en toda vocación y acción cristiana. El
generoso es Dios, que estando nosotros muertos por
nuestros delitos y pecados, esclavizados por el mundo y por
la carne, cautivos del demonio, «nos dió vida por Cristo: de
gracia habéis sido salvados» (Ef 2,1-10: leerlo entero). El
generoso es Dios. Si, por ejemplo, a uno le falta sabiduría,
«que la pida a Dios y la recibirá, porque Él la da a todos
generosamente, y sin reproches» (Sant 1,5).
Miremos el caso de la vocación de un apóstol. Cristo elige
por pura gracia a Mateo. No lo mira con desprecio, en su
miserable condición de publicano, idólatra de la riqueza,
excomulgado de su pueblo, sino que lo llama a dejar su
oficina de recaudación, y lo consagra como Apóstol suyo,
para enviarlo a predicar y a escribir el Evangelio. Gracia,
pura gracia gratuita ha sido la elección, la vocación, la
consagración y la misión. Y gracia de Cristo ha sido también
la que ha movido el corazón de Mateo para poder seguirle,
aceptando su llamada y dejándolo todo. ¿Dónde está aquí la
generosidad de Mateo? ¡Cantemos la generosidad de
nuestro Señor Jesucristo, que por pura gracia ha hecho de
este pobre diablo un Apóstol santo! «Sígueme. Y él,
levantándose, le siguió» (Mt 9,9-13). Todo ha sido gracia. Y
por eso lo primero que se le ocurre a Mateo –que era
católico y no semipelagiano– es celebrarlo en un gran
banquete, en el que no sería raro que alguno se hubiera
pasado un poco en la bebida. Está feliz, loco de gratitud y
alegría. Y piensa que si alguno elogia su generosidad
personal es que no está en su sano juicio.
Católicos excelentes hay que emplean con frecuencia la
palabra generosidad al hablar de la vocación y,
lógicamente, de cualquier otro asunto de la vida espiritual.
Muchos de ellos tienen una captación del misterio de la
gracia perfectamente católica; pero no escapan a una
contaminación del lenguaje de origen voluntarista.
«Es cuestión de generosidad». «Pone usted en peligro su
misma salvación por falta de perseverancia». «Ingresó en el
noviciado, pero no perseveró: le faltó generosidad». «Dios
no se deja ganar en generosidad por el hombre». O sea:
usted propóngase el bien que sea, cuanto más alto mejor, y
esté seguro de que la gracia de Dios, siendo la obra tan
buena, vendrá ciertamente en su auxilio para que pueda
vivirla. Etc. ¿Pero qué están diciendo?… Todo eso es
semipelagianismo puro y duro. ¿Cuándo estos católicos se
van a enterar de que, aunque solo sea en el lenguaje, son
semipelagianos?
Dios te pide. Toda la vida cristiana, toda, está movida por
la gracia de Dios, toda es gracia, toda es don de Dios. Es Él
quien «obra en nosotros el querer y el obrar según su
beneplácito» (Flp 2,13); de tal modo que «cuantas veces
obramos bien, Dios, para que obremos, obra en nosotros y
con nosotros» (Orange II, c.9). Ahora bien, cuando alguien
da algo a otro, a esa acción le llamamos donativo, y no
petición. Y cuando alguien pide algo a alguien, su acción es
una petición. ¿Es así o no es así?… Pues bien, si Dios da a
los hombres su gracia, siempre gratuita, moviéndoles a
querer y a obrar el bien, ¿por qué a esa acción no se le da el
nombre de donación, que le corresponde, y se dice en
cambio que Dios pide al cristiano esto y lo otro? ¿A qué
viene hablar de que Dios pide a éste que dé más limosna, al
otro que se case, a otro más que ingrese en un monasterio,
etc.? «Siempre Dios pidiendo», en vez de «siempre Dios
dando», como es la verdad. ¿Qué sentido tiene, en la fe
católica ese modo de expresar la vida espiritual? «Recibir,
más me parece a mí eso, que no dar nosotros nada» (Sta.
Teresa, Vida 11,13). ¿Tan difícil es esto de entender; o mejor,
de creer?
Supongamos que un director espiritual dice al cristiano que
se le confía, atendiendo a las mociones de gracia que
parece recibir: «según lo que me cuentas, yo creo que Dios
te pide que dobles el tiempo de la oración». El consejo
podrá ser prudente y beneficioso. Pero ¿por qué lo expresa
en forma de petición? ¿No es más conforme a la verdad
decir: «parece que Dios quiere darte la gracia de aumentar
al doble tu oración»? En el fondo, dicho de un modo o de
otro, está dando el mismo consejo, es cierto. Pero la
formulación primera encaja perfectamente con el
semipelagianismo, puede dar ocasión a la soberbia («he
cumplido: le he dado a Dios lo que me pedía»), al escrúpulo
también, y a otros malos efectos. En cambio, la segunda
formulación habla como siempre lo hace la sagrada
Escritura y la mejor Tradición católica, y solo puede producir
efectos buenos.
Ese «Dios te pide» esto y lo otro expresa mal la doctrina
católica sobre la acción de la gracia. Pero tiene en cambio
pleno sentido si se parte de una teología semipelagiana de
la gracia. Según ella, Dios ofrece su parte (la gracia), y
«pide» al hombre que ponga su parte (la voluntad libre), de
tal modo que, con la generosa colaboración de la persona,
venga así la gracia a ser eficaz en la buena obra pretendida
(noviciado, matrimonio, más oración, etc.). Ésta es la
verdad. Y no se ofendan si la digo, pues solo pretendo que
sean «santificados en la verdad» (Jn 17,17). Pero, por otro
lado también, no se me asusten…
Puede darse una ortodoxia perfecta en la vida de la
gracia, que en algunos temas, sin embargo, esté
expresada verbalmente en modos deficientes. Trento
dice que la concupiscencia no es pecado, pero que «procede
del pecado y al pecado inclina» (Denz 1515). Pues bien,
aquí habría que decir que ese modo de hablar voluntarista
puede darse, y se da con relativa frecuencia, en un marco
doctrinal católico y santo. Pero conviene reconocer
honradamente que es un modo verbal que procede del error
voluntarista y que a él inclina. Reconozcamos con humildad
que siempre llevará en sí al menos el peligro de ocasionar
en las personas ramalazos voluntaristas negativos, malos
entendimientos de la acción de Dios en el hombre. Insisto:
muchas veces el marco doctrinal es en la persona o en la
comunidad tan claramente católico, que neutraliza en
buena medida los efectos negativos de un modo de hablar
ciertamente deficiente. En buena medida… No siempre del
todo.
Hablen en católico de la gracia divina. Hablen como
hablan la Escritura y la Liturgia, los Concilios y los grandes
Doctores de la Iglesia. Hablen como lo han hecho todos los
santos.

Bueno... la verdad es que no todos los santos usaron


siempre y en todo un lenguaje claramente católico de la
gracia. Antes de que se formulase en la Iglesia
dogmáticamente la doctrina de la gracia, hubo santos, como
Fausto de Riez o Vicente de Lérins, ya lo vimos, que
hablaron así (61). Más penoso es que, después de
reprobado por la Iglesia el error semipelagiano, haya
todavía algunos santos, a partir sobre todo del siglo XVII,
que en ocasiones usan un lenguaje más o menos marcado
por el ramalazo semipelagiano voluntarista. Ciertamente,
aquéllos y estos santos, captan perfectamente en su mente
y en su corazón la verdad de la gracia: si no, no hubieran
sido santos. Y además el lenguaje espiritual que emplean,
en su conjunto, es clarísimamente católico. Pero… pero
algunas veces ese lenguaje espiritual se ve marcado por
estas deficiencias voluntaristas de su tiempo. Lo
comprobaremos en algunos santos, con el favor de Dios.

(65)
5. Semipelagianismo actual: y aún más síntomas
–¿Más síntomas todavía?
–En una casa edificada sobre un fundamento torcido, todo
está mal: puertas y ventanas no se abren y cierran bien, el
suelo es cuesta arriba o cuesta abajo, y las personas se
tambalean al andar, etc. Un horror. Es lo que sucede en la
casa espiritual semipelagiana. Todo en ella está más o
menos torcido y malentendido. Por eso sería una tarea de
nunca acabar ir señalando las innumerables consecuencias
negativas que causa en la vida cristiana. Así que voy a
terminar ya el tema con este artículo, aunque resulte un
poquito largo.
Dios no te puede pedir. Allí donde se generalice un tanto
en la cultura cristiana el Dios te pide, no tendrá nada de
raro que, con un poco más, se dé el paso al Dios no te
puede pedir. Cualquier contradicción en el pensamiento
cristiano puede esperarse en cuanto se aleja de la verdad
católica. Las dos actitudes, que son ciertamente
contradictorias, coinciden en que centran la vida cristiana
en la voluntad, la parte humana. Por el contrario, los
católicos reconocemos la iniciativa absoluta de la gracia de
Dios, a la que el hombre debe una docilidad incondicional,
que no resiste ni pone nunca límites a lo que Dios quiera
darle en su infinita misericordia.
Un buen número de moralistas católicos saben
perfectamente aquello que Dios no puede pedir a los
cristianos. Y elaboran planteamientos –conflicto de deberes,
opción fundamental, mal menor, etc.– que permitan evitar
en buena conciencia el martirio y la fidelidad a ciertas
normas morales, como las que prohiben la anticoncepción,
al menos en ciertos casos. «Llevan ustedes casados diez
años y tienen ya cinco niños. Dios no les puede pedir que
eviten los anticonceptivos».
Otros maestros espirituales –éstos, a lo mejor, muy
estrictos– saben también perfectamente aquello que Dios
no puede pedir a los fieles laicos, alegando la secularidad
que Él quiere en sus vidas.
«Usted es una señora seglar, madre de familia, con muchas
responsabilidades y trabajos. Por tanto, Dios no le puede
pedir que haga una hora diaria de oración y menos aún que
practique mortificaciones corporales». Prohibido. El director
voluntarista, y más después del Vaticano II, sabe
perfectamente lo que es un laico, y lo que Dios puede o no
puede pedirle sin desmedro de su secularidad. Desde luego,
con una espiritualidad semejante no tendríamos la maravilla
de una Concepción Cabrera de Armida (1862-1937), madre
mejicana de ocho hijos, fundadora de las Religiosas de la
Cruz, de los Misioneros del Espíritu Santo y de otras
asociaciones para laicos. Ella tuvo la dirección espiritual de
Mons. Luis Mª Martínez, Arzobispo Primado de Méjico, gran
maestro de espiritualidad católica (1881-1956). De ella
cuenta su biógrafo, el P. Treviño, M. Sp. S.: «todas las noches
dedicaba cerca de dos horas a la oración, interrumpiendo el
sueño. Gustaba de unir a esta oración alguna penitencia,
como hacerla postrada en el suelo, con una corona de
espinas en la cabeza» (Concepción Cabrera de Armida, La
Cruz, San Luis Potosí 1987, 7ª ed., 108). Semejantes
«excesos» solamente pueden ocurrir cuando la libertad del
cristiano se abandona incondicionalmente a la acción del
Espíritu Santo, que «sopla donde quiere» (Jn 3,8).
Lo que más cuesta es lo más santificante, lo más
meritorio. Eso es falso. A esa convicción conduce aquella
espiritualidad voluntarista que, al menos en la práctica,
centra más la santificación en el esfuerzo del hombre (parte
humana), que en la eficacia intrínseca de la gracia (parte
divina). Y siguiendo ese camino, el cristianismo se va
entendiendo mucho más como una ascesis costosa, que
como un gozo, un don, una salvación inefable, que se recibe
del amor de Cristo, «gracia sobre gracia» (Jn 1,16). No pocos
bautizados entonces van cayendo en el alejamiento de la
vida cristiana, para abandonarla finalmente por completo,
cayendo en la apostasía. Ya sabemos, sí, que no es posible
seguir a Jesucristo sin tomar la cruz de cada día. Esto el
Maestro «lo decía a todos» (Lc 9,23). Pero sus discípulos
sabemos que ese yugo es ligero, que pesa poco, y que en él
hallamos nuestro descanso (Mt 11,29-30).
La obra más santificante y meritoria es la realizada
con mayor caridad. Lo explico un poco.
–Es la caridad la que santifica y da mérito a nuestras obras:
«sólo la caridad edifica» (lCor 8,1). Sin ella, por mucho que
yo haga, «no teniendo caridad, de nada me aprovecha»,
aunque dé mi fortuna a los pobres, aunque me mate a
mortificaciones (1Cor 13,3). Por eso enseña Santo Tomás
que «el mérito de la vida eterna pertenece en primer lugar a
la caridad, y a las otras virtudes [laboriosidad, paciencia,
castidad, etc.] secundariamente, en cuanto que sus actos
son imperados por la caridad» (STh I-II,114,4).
–Las obras hechas con más amor son las más libres y
meritorias. Sigue diciendo Santo Tomás: «es manifiesto que
lo que hacemos por amor lo hacemos con la máxima
voluntariedad; por donde se ve que, también por parte de la
voluntariedad que se exige para el mérito, éste pertenece
principalmente a la caridad» (ib.). Y la caridad sobrenatural,
evidentemente, sólo puede ejercitarse bajo la moción del
Espíritu Santo. Es docilidad a la gracia.
–El mérito de la obras no está en función de su penalidad,
sino del grado de caridad con que se realizan. Y cuanto
mayor es el amor, menos cuestan. El principio de que «lo
que más cuesta es lo que más mérito tiene» procede de
inspiración semipelagiana, y no es verdadero, pues
precisamente las obras hechas con más amor son las que
menos cuestan y las que más mérito tienen. Santo Tomás:
«importa más para el mérito y la virtud lo bueno que lo
difícil. No siempre lo más difícil es lo más meritorio» (STh II-
II,27,8 ad 3m).
A un cristiano rico, pero apegado a sus riquezas, le cuesta
mucho hacer un donativo a unos familiares muy
necesitados, porque tiene muy poca caridad. Un cristiano
muy caritativo, en cambio, realiza la misma obra con
verdadero gozo –si no da más es porque no puede–, y su
obra es mucho más meritoria. Aquella pobre viuda del
Evangelio, que para el honor del Dios y de su templo, «ha
dado de su miseria cuanto tenía, todo su sustento» (Mc
12,41-44), lo ha hecho con inmenso amor y facilidad, bajo la
acción de la gracia. «Dios ama al que da con alegría» (2Cor
9,7), porque Dios ama a quien da con amor, con caridad,
bajo la moción de su Amor divino.
–Sólo la caridad más crecida es capaz de realizar las obras
más costosas, más penosas para el hombre carnal. Bajo la
moción de la gracia, el cristiano de gran caridad es capaz de
obras que para otros son imposibles: dedicar la vida a
cuidar leprosos, donar a un familiar la mitad de la propia
hacienda para sacarle de la ruina, etc. Pero quede claro al
mismo tiempo que todo lo que se hace en caridad, por duro
que sea, se realiza bajo la moción del Espíritu Santo, que da
la posibilidad, más aún, la inclinación, para obrarlo. Y en
este sentido se hace con alegría, aunque sea en ocasiones
con gran cruz. Por eso la vida de los santos es la más
crucificada, la menos costosa y la más alegre.
San Pablo expresa con frecuencia este misterio: «así como
abundan en nosotros los padecimientos de Cristo, así por
Cristo abunda nuestra consolación» (2Cor 1,5). «Estoy lleno
de consuelo, rebosando de gozo en todas nuestras
penalidades» (7,4). Sobreabunda en gozo, en medio de mil
tribulaciones y trabajos, porque sobreabunda en la caridad a
Cristo y a los hombres. En tres artículos sobre La alegría
cristiana trato más ampliamente de este tema.
–Por otra parte, la virtud más crecida es la que se ejercita
con más facilidad y más mérito. Cuando la virtud de la
castidad, por ejemplo, está muy débil, cuesta mucho
guardar la pureza en pensamientos y deseos, palabras y
obras; es una guerra muy dura. Por el contrario, cuando la
virtud (virtus: fuerza) de la castidad está muy perfecta, se
ejercita con toda facilidad en los buenos actos que le son
propios, incluso normalmente –normalmente– con gozo. Y
ésa es sin duda la castidad más meritoria y grata a Dios. En
el crecimiento de esta virtud, como en el de todas, suelen
darse tres fases: cuando la virtud es 1) incipiente, hay
mucha guerra; cuando está 2) adelantada, se viva con paz
su objeto propio; y cuando está 3) perfecta, se ejercita con
gozo. Lo que realmente resultaría costoso y repugnante
sería obrar en contra de esa virtud.
Identificar grado de virtud y posibilidad de su
ejercicio suele ser también un síntoma semipelagiano,
pues el voluntarismo siempre es cuantitativo y
operacionista. Acabo de decir que, en principio, van juntas
la perfección de la virtud y la facilidad para ejercitarla. Pero
sin embargo, como Santo Tomás enseña, no siempre puede
identificarse grado de una virtud y grado de facilidad para
su ejercicio. «Ocurre a veces que uno que tiene un hábito
[virtud] encuentra dificultad en obrar y, por consiguiente, no
siente complacencia en ejercitarlo [como sería lo natural], a
causa de algún impedimento de origen extrínseco; como el
que posee un hábito de ciencia y padece dificultad en
entender, por la somnolencia o alguna enfermedad» (STh I-
II,65,3).
Identificar sin más virtud y obras es un grave error, que
causa grandes perturbaciones en la vida espiritual, que
origina muchos discernimientos erróneos, muchas
exhortaciones vanas, muchas correcciones inoportunas,
muchos esfuerzos inútiles y no pocos sufrimientos. El
cristiano, aun revestido de la gracia de Cristo, sufre grandes
limitaciones y precariedades. Bien sabemos, con Santo
Tomás, que «la gracia no anula la naturaleza, sino que la
perfecciona» (STh I, 1,8 ad 2m). Pero no necesariamente la
gracia sana la naturaleza siempre y en todo, sino que,
según el beneplácito de Dios providente, puede dejar que
peduren en la naturaleza graves deficiencias, que no son
pecado, para que la persona crezca en humildad y participe
más de la pasión de Cristo. Trato algo más ampliamente de
este tema en el artículo Santos no ejemplares.
Cuántas veces, por ejemplo, un cristiano muy fuerte en la
virtud de la esperanza puede sufrir, sin embargo,
depresiones profundas y duraderas, provenientes de huellas
genéticas o familiares, por condicionamientos educativos
erróneos, por causas somáticas o por noches espirituales.
Un director espiritual voluntarista hará de esa terrible
dolencia un diagnóstico claro: «falla en usted la virtud de la
esperanza», con lo cual acabará de hundirlo en la angustia y
el escrúpulo. Este mismo director, si se acercara a Cristo en
Getsemaní, no dudaría en decirle: «menos angustias y más
confianza en Dios, que un santo triste es un triste santo.
Alegre esa cara, que da pena verlo».
Cuántas veces, por ejemplo, un hombre con verdadero
espíritu de oración, que por lo que sea está pasando un
tiempo, a veces muy largo, sin capacidad alguna para
ejercitarlo en actos concretos –me refiero sobre todo a ratos
largos de oración–, quizá intente, como dice Santa Teresa,
«atormentar el alma a lo que no puede» (Vida 11,16). Y
quizá se vea atormentado también, además, por un director
voluntarista: «no se engañe; usted no hace oración porque
no quiere, porque rehuye la cruz que a veces hay en ella».
Los colegios de psiquiatras, para ganar clientes, deberían
promover campañas pelagianas y semipelagianas en
parroquias, catequesis y grupos cristianos, sea de religiosos,
sea de laicos. Harían una inversión ciertamente rentable.
La santa Doctora Teresa entiende estos problemas muy de
otro modo, porque los entiende al modo católico: «aunque a
nosotros nos parecen faltas, no lo son; ya sabe Su Majestad
nuestra miseria y bajo natural, mejor que nosotros mismos,
y sabe que ya estas almas desean siempre pensar en El y
amarle. Esta determinación es la que quiere; ese otro
afligimiento que nos damos, no sirve de más que para
inquietar el alma; y si había de estar inhábil para
aprovechar una hora, lo está cuatro» (ib.). Ya dice San Juan
de la Cruz que «hay muchas almas que piensan no tienen
oración y tienen muy mucha, y otras que tienen mucha y es
poco más que nada» (prólogo Subida 6).
El menosprecio de los débiles es uno de los aspectos
más lamentables y dañinos del voluntarismo semipelagiano.
El voluntarismo menosprecia a las personas de poca salud
física y psicológica, de escasa inteligencia y cultura, de
caracteres mal cristalizados, de inestabilidad emocional no
superada. Y admira simétricamente a los hombres sanos,
fuertes, estables, de firme carácter. Los juicios temerarios
abundan inevitablemente en un ambiente espiritual
semejante: «es un tipo formidable», «es mejor que lo dejes:
con éste no hay nada que hacer», «aquél parece muy
aprovechable» (esa frase la he oído yo: una persona «muy
aprovechable»). El voluntarismo se avergüenza del
Evangelio, que tantas veces muestra la preferencia de
Cristo hacia los pequeños, hacia los que no cuentan nada
para el mundo (Lc 10,21; 1Cor 2,26-31). Los deja a un lado.
No le valen. Así, al mismo tiempo, deja a un lado a Jesús,
que fue «ungido y enviado para evangelizar a los pobres»
(cf. Lc 4,18).
Quedarían por describir muchos otros síntomas del
voluntarismo, pero están más o menos incluídos en los ya
señalados:
–Los esfuerzos activos son los que valen, los pasivos no, o
no tanto. Una pobreza elegida santifica; padecida por ruina,
no tanto. –Todo lo que es gratuito, sin esfuerzo, no vale,
porque nada cuesta. Fuera, pues, el agua bendita, las
novenas, los crucifijos en las habitaciones, las imágenes
piadosas, y ya puestos, ¡la Misa dominical!… –Centrarse en
la voluntad lleva necesariamente a una vida espiritual de
ánimo cambiante, ánimo/desánimo. –La pobreza evangélica,
todo eso de solo una túnica, no oro ni plata, tanto en la vida
personal como en las actividades apostólicas, tiene valores
románticos indudables; pero en la práctica es claro que hay
que evitar la pobreza lo más posible. –Es mejor la riqueza de
medios, hay que ser realistas: cuanto más fuerte esté la
parte humana, tanto más crece el Reino en las personas y
en el mundo. Por tanto, revista informativa carísima de un
instituto o grupo cristiano, con estadísticas apabullantes.
Liturgia con globitos, pantallas gigantes, danzas y
cantautores. Evento juvenil cristiano, al modo de macro-
maxi-hiper-super-show profano. Títulos académicos siempre
que sea buenamente posible, y si no, también. Etc. Cuanto
más y mejor, mejor. –Métodos de oración y de apostolado de
segura eficacia (más o menos como los «crecepelos»),
ejercitaciones de auto-ayuda, técnicas que perfeccionan
tanto tanto al hombre y al mundo que no les cuento. –
Adulaciones y elogios pestilentes de «la parte humana»: los
jóvenes (la esperanza de la Iglesia), las mujeres (el mundo
se salvará en clave de feminización), los obreros, los
teólogos renovadores, la nueva pastoral, la familia (¡la
familia salvará al mundo!), etc.
Todo ese mundo voluntarista es una miseria y un enorme
error multiforme, que cierra en buena medida a la gracia del
Salvador. Es causa muy suficiente para la descristianización
progresiva de Occidente. Sólo nos ha sido dado bajo los
cielos un nombre, el de Jesús, en el que podamos hallar la
salvación, una salvación por gracia divina (Hch 4,12).
Reforma o apostasía.
(66)

6. Luteranismo y quietismo
–Éstos me parece que nos quedan un poco más lejos. A los
católicos de hoy. Digo.
–Coincidimos un poco, sobre todo con los luteranos. Vamos
a verlo.
El luteranismo es Lutero. Es una herejía muy personal,
aunque todas lo son, por supuesto. Consideremos la
experiencia fundamental del hombre sobre su vida moral.
Todos tenemos conciencia de que somos libres, de que
«podemos» elegir. Y si obramos mal, sentimos el peso de
nuestra culpa. Pero también es cierto que todos tenemos
conciencia de que no somos libres, de que nuestra libertad
está enferma, atada, impotente para hacer el bien que
quiere y evitar el mal que aborrece (Rm 7,15). Pues bien, en
Pelagio prevaleció el primer convencimiento –somos libres:
podemos–, hasta oscurecer la necesidad de la gracia. Y en
Lutero, después de luchas morales angustiosas, predominó
el segundo, hasta negar la necesidad de obrar el bien –no
somos libres: no podemos–; no podemos ni siquiera con la
ayuda de la gracia.
La doctrina teológica de Lutero (1483-1545) tiene unas
profundas raíces biográficas, que conviene conocer. De los
agustinos de Erfurt había recibido una mala formación
filosófica, nominalista, y una mala teología de la gracia,
voluntarista o semipelagiana. La morbosidad de su vivencia
espiritual consecuente queda reflejada en confesiones
personales como ésta: «Yo, aunque mi vida fuese la de un
monje irreprochable, me sentía pecador ante Dios, con una
conciencia muy turbada, y con mi penitencia no me podía
creer en paz; y no amaba, incluso detestaba a Dios como
justo y castigador de los pecadores; me indignaba
secretamente, si no hasta la blasfemia, al menos con un
inmenso resentimiento respecto a Dios» (Weimarer
Augsgabe 54,185). «Al solo nombre de Jesucristo, nuestro
Salvador, temblaba yo de pies a cabeza» (44,716). «Yo
recuerdo muy bien qué horriblemente me amedrentaba el
juicio divino y la vista de Cristo como juez y tirano» (44,775)

Así, desde luego, no se puede vivir. ¿Qué salida hay para
escapar de esta idea nefasta de Dios y de sí mismo?… El
remedio de Lutero fue casi peor que la enfermedad, fue un
inmenso y múltiple error. Ya lo he descrito en Lutero, gran
hereje. Me fijo ahora sólo en su doctrina sobre el tema
gracia-libertad.
El hombre está totalmente corrompido por el pecado, y
lo mejor es reconocerlo con todas sus consecuencias. «El
hombre peca siempre, aun cuando intente obrar el bien. El
hombre está tan corrompido que ni siquiera Dios puede
rescatarle de su podredumbre: lo único que es posible a
Dios es no tener en cuenta sus pecados, no imputárselos
legalmente» (L. F. Mateo Seco, Martín Lutero: sobre la
libertad esclava, Madrid 1978, 18).
El hombre no es libre, perdió su libertad al corromperse.
Es inútil, pues, que siga atormentándose la conciencia con
la ilusión psicológica de su pretendida libertad. Lutero, en
sus primeras obras, aún creía en la libertad del hombre
(4,295); comenzó a ponerla en duda a partir de 1516, y vino
a negarla furiosamente en 1525, en una de sus obras
preferidas, De servo arbitrio, polemizando con Erasmo. La
libertad humana es incompatible –con Dios, que todo lo
preconoce y predetermina; –con Satanás, porque él tiene
cautivo al hombre, y domina verdaderamente sobre él; –con
la realidad del pecado original, que corrompió todo lo que es
el hombre, también su libertad; –y es inconciliable con la
redención de Cristo, que sería superflua si el hombre fuera
libre (18,786). Consiguientemente, la misma expresión libre
arbitrio debiera desaparecer del lenguaje humano; sería «lo
más seguro y lo más religioso» (18,638). Ya Lúcido negó
antes la libertad, y su error fue condenado en el concilio de
Arlés (473: Denz 331).
Sola fides. Por tanto el cristiano se salva por la fe, no por
las obras. La justificación cristiana es necesariamente sólo
declarativa, pasiva, «imputativa» (WA 56,287).
Simplemente, por la fe en el Salvador, no tiene Dios en
cuenta el pecado del creyente. Y aunque las buenas obras
son convenientes, como expresión de la fe, en modo alguno
han de considerarse como necesarias para la salvación.
Incluso pueden ser peligrosas, cuando debilitan la fe
fiducial, y la persona, esforzándose por conseguir obras
buenas, trata entonces de apoyarse en su propia justicia. El
cristiano, pues, debe aprender a vivir en paz con sus
pecados. Debe reconocer que es «simultáneamente pecador
y justo (simul peccator et iustus): pecador en realidad y
justo en la reputación de Dios» (WA 56,272).
En efecto, «en nada daña ser pecadores, con tal que
deseemos con todas nuestras fuerzas ser justificados». Pero
el diablo, con mil artificios, tienta a los hombres «a que
trabajen neciamente esforzándose por ser puros y santos,
sin ningún pecado, y cuando pecan o se dejan sorprender
de alguna cosa mala, de tal manera atormenta su
conciencia y la aterroriza con el juicio de Dios, que casi les
hace caer en desesperación… Conviene, pues, permanecer
en los pecados y gemir por la liberación de ellos en la
esperanza de la misericordia de Dios» (56,266-267).
Sola gratia. No es posible que las buenas obras sean
necesarias para la salvación. Si fueran necesarias, todos los
hombres se condenarían, pues todos son pecadores y han
de pecar inevitablemente. Notemos bien que el error de
esta herejía de Lutero, sola gratia, no está, como se ha
afirmado tantas veces en el catolismo postridentino, en
«atribuir todo a la gracia divina», pues, efectivamente, a
Dios hay que atribuirle toda la gracia y la salvación. Lo
contrario, pretender que la salvación viene realizada en
parte por la misericordia de la gracia divina, y en parte por
la fuerza de la libertad humana, que viene a completar lo
que le falta a la acción gratuita de Dios, es puro
semipelagianismo.
Aunque parezca paradójico, el error que subyace al
pensamiento de Lutero es el mismo que con frecuencia ha
contaminado de naturalismo semipelagiano a sus oponentes
católicos: el error de pensar que la acción de la gracia es
extrínseca a la acción buena del hombre; es decir, es el
enorme error de ignorar que precisamente la acción de la
gracia divina es la causa íntima de la acción libre del
hombre, y así produce en él y con él la obra buena, salvífica
y meritoria de vida eterna. Atribuir, pues, todo a la gracia de
Dios no deja excluida en modo alguno la libertad humana,
pues ésta se ve precisamente causada por aquélla. La
voluntad se mueve movida por la gracia de Cristo.
Un correcto diálogo ecuménico exige tener bien en cuenta
estas verdades. Según esto, cuando los luteranos acusan a
los católicos de ser semipelagianos, y de que no atribuimos
a la misericordia de la gracia divina toda la salvación del
hombre, sino parte de ella, sería un error muy grave
contestarles que atribuir toda la salvación a la misericordia
divina equivale a anular la libertad humana. Diciendo tal
cosa les confirmaremos en su convencimiento de que somos
semipelagianos. Por el contrario, desde la fe católica
–hemos de afirmar al luterano que, efectivamente, todo es
gracia, pero que precisamente la misericordia de Dios es
mayor cuando su gracia renueva verdaderamente al hombre
en su ser, y cuando potencia realmente sus facultades,
haciéndole instrumento activo y operante de obras
sobrenaturales; y
–hemos de afirmar igualmente al católico temeroso de que
una acentuación de la gracia implique la anulación de la
libertad, que la gracia divina no actúa en la naturaleza
humana desde fuera, extrínsecamente, sino desde dentro,
sanándola, inclinándola y potenciándola activamente en su
misma entidad natural hacia las obras buenas. Así lo
veremos al recordar con más detenimiento la doctrina
católica de la gracia.
Una herejía permanente. Lo mismo que el pelagianismo,
el luteranismo es una herejía permanente, que, desde
luego, extiende su tentación más allá del campo
protestante. Ya señalé la «protestantización» actual que
amenaza por muchos lados a la Iglesia Católica (41). Pero
fijándome únicamente en el tema gracia-libertad, que ahora
nos ocupa, conviene advertir que
–la pérdida actual de la fe en la libertad del hombre, y la
casi anulación consiguiente de la conciencia de pecado,
partiendo de unas premisas muy diversas de las de Lutero,
conducen finalmente a un efecto semejante. Como señala
Giorgio Piovene, «entre la diversidad de las filosofías
actuales [y lo mismo sucede en las escuelas principales de
psicología] se descubre una constante: ninguna se presenta
como una filosofía de la libertad. Se intenta sobre todo
establecer los mecanismos por los que el hombre está
condicionado: económicos, psicológicos, derivados de la
estructura del lenguaje o de la situación histórica en que
vive» (Elogio della libertà, Milán 1970,287). Esto luteraniza
la cultura de hoy.
–La eliminación en el cristianismo de la soteriología,
salvación-condenación, realizada prácticamente por Lutero
con su «sola fides», afecta también a muchos católicos,
pues consideran increíble que los actos cumplidos en la vida
presente puedan determinar una vida eterna de premio o de
castigo. Como ya vimos, no hay ya propiamente una
cuestión de salvación/condenación (08-09). Basta la fe en
Cristo Salvador, y no son propiamente necesarias las
buenas obras. Así es el «catolicismo luterano».
Cuando un católico tiene por irremediable su atadura al
pecado, se cierra a la gracia del arrepentimiento efectivo, y
luteraniza así su experiencia cristiana de pecado y
salvación. En esta actitud espiritual, si va, por ejemplo, al
sacramento de la penitencia, busca en Cristo una
justificación al estilo luterano: «soy pecador, y como
inevitablemente lo seguiré siendo, ni siquiera hago
propósito de enmendarme; pero pongo toda mi fe en Cristo,
y así Dios me perdona, y me seguirá perdonando siempre».
Y basta con eso.
Entre Pelagio y Lutero. La tentación predominante del
catolicismo actual está en Pelagio, en el voluntarismo
antropocéntrico, que no quiere reconocer la necesidad de la
gracia, de la ayuda sobrenatural de nuestro Señor
Jesucristo, «que es verdaderamente el Salvador del mundo»
(Jn 4,42). Pero también está vigente hoy la tentación de
Lutero. En realidad, hay que decir que el pueblo católico hoy
experimenta al mismo tiempo las dos tentaciones.
De este modo, en ciertos ambientes, hallamos la extraña
especie híbrida de un cristianismo pelagiano-optimista ante
la multitud, es decir, ante la juventud, los obreros, la cultura
moderna, el progreso y la técnica, y luterano-pesimista ante
el individuo, pues no cree en las posibilidades reales que
tiene la persona, ni siquiera con el auxilio de la gracia, para
salir efectivamente de su pecado y vivir santamente.
Cualquier sacerdote comprueba esto como ministro del
sacramento de la penitencia. Estamos, pues, aunque
parezca increíble, ante un pelagianismo luterano o bien un
luteranismo pelagiano. Cualquier cosa se puede esperar de
quienes se alejan de la doctrina católica de la Iglesia. Pero
consideremos brevemente otro grave error.
El quietismo no niega la libertad, como el luteranismo,
pero propugna que se esté quieta, que no actúe. En la
historia de la espiritualidad se registran tendencias
quietistas de muy diverso estilo –maniqueos y gnósticos,
cátaros y fraticelli, hermanos del libre espíritu, beguardos y
beguinas, alumbrados españoles del XVI–, pero el más
caracterizado quietismo, el que aquí considero, es el que se
produce a fines del siglo XVII en torno a Miguel de Molinos
(+1696; Denz 2201-2268; +2181-2192), Fenelón (+1715),
el padre Lacombe (+1715) y Madame Guyon (+1717; Denz
2351-2373). El camino interior de Molinos no es idéntico al
amor purísimo de Fenelón, pero coinciden en algunas
orientaciones. La Iglesia, al condenar el quietismo radical y
típico, lo esquematizó en sus rasgos más propios:
Pasividad total. «Querer obrar activamente es ofender a
Dios, que quiere ser él el único agente; por tanto es
necesario abandonarse a sí mismo todo y enteramente a
Dios» (Denz 2202). «La actividad natural es enemiga de la
gracia, e impide la operación de Dios y la verdadera
perfección; porque Dios quiere obrar en nosotros sin
nosotros» (2204).
Quietud en la oración, nada de devociones activas. «El que
en la oración usa de imágenes, figuras, especies y
conceptos propios, no «adora a Dios en espíritu y en
verdad» (Jn 4,23)» (2218). La concepción quietista de la
oración recuerda al zen: «En la oración hay que permanecer
en fe oscura y universal, en quietud y olvido de cualquier
pensamiento particular…, sin producir actos, porque Dios no
se complace en ellos» (2221).
Aniquilación personal, muerte mística. «No conviene a las
almas de este camino interior que hagan operaciones, aun
virtuosas, por propia elección y actividad; pues en otro caso,
no estarían muertas» (2235).
Indiferencia total. El alma no debe interesarse ni por cielo o
infierno (2207), ni por su propio estado espiritual, «sino que
debe permanecer como un cadáver exánime» (2208).
«Resignado en Dios el libre albedrío, al mismo Dios hay que
dejar el pensamiento y cuidado de toda cosa nuestra, y
dejarle que haga en nosotros sin nosotros su divina
voluntad» (2213).
Impecabilidad. «Con ocasión de las tentaciones, por furiosas
que sean, no debe el alma hacer actos explícitos de las
virtudes contrarias, sino que debe permanecer en el
sobredicho amor y resignación» (2237). Las caídas que
sobrevinieren «no son pecado, porque no hay
consentimiento en ellas» (2241), ni es conveniente
confesarlas (2248, 2260).
Tanto el luteranismo como el quietismo parten de una
pésima teología de la relación entre naturaleza y gracia. La
Iglesia afirma que la gracia no destruye la naturaleza, sino
que la perfecciona y eleva, con la colaboración libre del
hombre. Pero el quietismo piensa que la gracia, para
divinizar al hombre, necesita aniquilar sus actos.
Felizmente, el quietismo del XVII no dejó muchas huellas en
la espiritualidad cristiana. Lo que habrá siempre entre los
cristianos es la pereza, la indolencia, la resistencia a la
gracia de Dios cuando mueve a algo que es penoso. Pero el
quietismo no es eso; es otra cosa.

–III– Doctrina católica de la gracia

(67)

1. La doctrina católica
–Vaya tema. A ver cómo se las apaña usted…
–Limitaré mucho mi intento, y evitando en lo posible los
conceptos especulativos que no sean estrictamente
necesarios, me apoyaré sobre todo en Biblia, Liturgia,
Magisterio apostólico y explicaciones teológicas más
comunes.
El papá y su niño, entre los dos, escriben una carta.
Voy a partir de esta imagen. El papá, acercándose a una
mesa, sienta en sus rodillas al pequeño –por supuesto,
analfabeto total–, y tomando la mano del niño, que sostiene
el lápiz, se dispone a escribir: «vamos a escribirle una carta
a la Virgen María». Atención: la carta, efectivamente, va a
ser escrita entre los dos, padre e hijo. El objeto pretendido,
escribir una carta, queda absolutamente fuera de las
posibilidades del niño, ya que no sabe ni leer ni escribir.
Pero este hecho no es impedimento alguno para que se
realice esa obra, siempre, claro está, que la mano infantil se
deja guiar continuamente por la mano de su padre. Y aquí
se dan tres alternativas:
1.– El niño deja que el movimiento de su mano sea
completamente dócil al movimiento de la mano conductora
de su padre. Y sale una texto inteligible y quizá precioso.
Aunque la letra, debemos reconocerlo, no será un modelo
perfecto de caligrafía. Esa carta la han escrito los dos, no
solo el padre, sino también el niño. Son con-causa de una
obra, el padre como causa principal, el niño como causa
instrumental. El niño mueve su mano movida por su padre.
2.– El niño mueve su mano desde su propia voluntad y
gusto. Y resulta un garabato ininteligible, que no vale para
nada. Ha resistido la moción de su padre. El sitio propio de
ese papel es la papelera.
3.– El niño mantiene rígida su mano, sin dejarle a su padre
que la mueva. No sale nada. Ha resistido la moción de su
padre. El papel queda en blanco.
Éstas son las tres posibilidades que el hombre tiene bajo la
acción de la gracia, y no hay más: aceptarla (1) o resistirla
(2 y 3). Las dos últimas opciones son pecado, resistencia a
la gracia, más o menos grave según el objeto de la acción, y
según el grado de conciencia y consentimiento voluntario
que se dé en la persona. La primera opción, la única buena,
es ciertamente meritoria, porque el niño se ha fiado de su
padre y ha obedecido dócilmente su guía, pudiendo
resistirla: no es un lápiz inerte, incapaz de resistir. Él
realmente «ha escrito» la carta, ha producido la obra buena;
eso sí, su voluntad se ha movido movida por el padre. Y no
se han co-ordinado las dos causas, poniendo el niño la parte
suya y el padre su parte. Por el contrario, la causalidad del
niño se ha sub-ordinado totalmente con la causalidad
paterna principal. Se ha producido, pues, una feliz sinergía,
que ha posibilitado en el niño una obra buena, para la que
era completamente incapaz. Pues bien, así es siempre toda
la vida cristiana. Por eso nuestro Maestro nos enseña: «si no
os hacéis como los niños, no entraréis en el reino de los
cielos» (Mt 18,3).
Volviendo al ejemplo anterior –sería ridículo que el niño
estuviera orgulloso de la preciosa carta escrita, como si
fuera una obra sóla o principalmente suya; –sería
igualmente ridículo pensar que si ha realizado esa obra, que
queda por encima totalmente de sus posibilidades, «ha sido
cuestión de generosidad». Son palabras sin sentido… –y
sería también absurdo que el niño, al colaborar con su
padre, estuviera preocupado y lleno de ansiedades: «¿y qué
le diremos a la Virgen?… Hasta ahora parece que vamos
bien. ¿Pero qué escribiremos en la página siguiente del
cuaderno?»…
Antecedentes de esta imagen. El niño que escribe bajo
la moción de su padre es una buena imagen, pero
imperfecta, pues no expresa que en realidad el padre no
sólo mueve la mano de su hijo, sino su voluntad. Pero ya se
sabe que las imágenes, como las parábolas, tienen “un
lado” elocuente, y otros que no valen. Y por otra parte, con
buena voluntad podemos completar la imagen que he
propuesto, pensando que el padre habla al oído del niño, y
por su palabra le comunica el espíritu bueno, que le permite
dejar su mano dócil a la guía paterna. Es ésta una imagen
que tiene muchos antecedentes análogos, aunque no tan
buenos como mi ejemplo. Solo cito a dos:
Jean-Pierre de Caussade, S. J.(1675-1751) enseña que el
Espíritu Santo, en la plenitud de los tiempos, ha escrito los
Evangelios;
«pero ahora el Espíritu Santo escribe los Evangelios
sólamente en los corazones. Todas las acciones y momentos
de los santos son Evangelio del Espíritu Santo… El Espíritu
Santo, por la pluma de su acción [de gracia], va escribiendo
un Evangelio vivo, que solamente podrá ser leído en el día
de la gloria, cuando, después de salir de la prensa de esta
vida, será publicado» (El abandono en la divina Providencia,
Fund. GRATIS DATE, Pamplona 2000, 75).
Santa Teresa del Niño Jesús (1873-1897), Doctora de la
Iglesia, cuando describe la obra de Dios en los hombres,
acentúa también la primacía absoluta de la gracia divina,
acudiendo a la imagen del artista que, sirviéndose de un
pincel, produce un cuadro maravilloso. El pincel sin el artista
no puede nada.
«Si el lienzo pintado por un artista pudiera pensar y hablar,
ciertamente no se quejaría de ser tocado y retocado por el
pincel; ni tampoco envidaría la suerte de este instrumento,
pues conocería que no al pincel sino al artista que lo maneja
debe él la belleza de que está revestido» (Manuscrito
autobiográfico C, 20 rº).
«En Dios vivimos, nos movemos y existimos» (Hch
17,28). Esta grandiosa verdad, muy pocas veces predicada,
con el paso del teocentrismo al antropocentrismo, es
ignorada por gran parte de los cristianos modernos. Se
captan a sí mismos como si fueran causa de su ser y de su
propio actuar. Ignoran que si Dios es causa primera y
continua del ser y del obrar natural de las criaturas, a
fortiori es Él la causa primera y continua que por la
iluminación y moción de su gracia hace posible la vida
sobrenatural cristiana en cada una de sus obras. La sagrada
Liturgia, la principal catequesis de la Iglesia, enseña
maravillosamente esta verdad de la fe: «Concédenos,
Señor, la gracia de conocer y practicar siempre el bien, y,
pues sin ti no podemos ni siquiera existir, haz que vivamos
siempre según tu voluntad. Por Jesucristo, ntro. Señor»
(jueves I Cuaresma).
El hombre no está hecho para obrar según su propia
voluntad, sino para hacer siempre en todo la
voluntad de Dios. Todo el universo de criaturas está hecho
para cumplir siempre la voluntad de su Creador, y lo hace
necesariamente. Y el hombre, la única criatura libre del
mundo visible, está creado para cumplir libremente la
voluntad del Señor. Ahora bien, en el obrar humano la línea
causal del bien y la del mal son totalmente asimétricas.
Consideremos esta verdad, que es también fundamental
para penetrar el misterio gracia-libertad.
El hombre sólo puede producir el bien con la ayuda
de Dios, asistido por la causalidad divina, que es universal,
tanto en el orden de la naturaleza como en el de la gracia.
El Creador da a su criatura el ser y el obrar continuamente.
Como enseña el Catecismo: «Dios actúa en las obras de sus
criaturas. Es la causa primera que obra en y por las causas
segundas» (318). Y esto, como ya he dicho, se da a fortiori
en el orden de la gracia: «sin mí no podéis hacer nada» (Jn
15,5). «Es Dios quien obra en vosotros el querer y el obrar
según su beneplácito» (Flp 2,13).
Lo que el hombre puede producir él solo es el mal. Lo
explica bien Jacques Maritain, apoyándose en la enseñanza
de Santo Tomás:
Es inevitable aquí el lenguaje paradójico: cuando el hombre
causa el mal «tiene una iniciativa, pero es una iniciativa de
no-acción. La voluntad creada “produce” entonces la nada,
produce el no-ser. Y eso es todo lo que puede hacer ella
sola… Se substrae –no por una acción, sino por un libre no-
hacer o des-hacer– al influjo portador de ser y de bondad de
la Causa primera… Eso nos explica aquella frase de Santo
Tomás: “la causa primera del defecto de la gracia está en
nosotros» (STh I-II, 112, 3 ad 2m: [«pero la causa primera de
la donación de la gracia está en Dios, según la Escritura: “la
perdición es tuya, Israel; tu auxilio solo de Mí procede”, Os
13,9]). Hay algo, pues, una línea en la que la criatura es
causa primera, pero es la línea de la nada y del mal». Y
añade en nota: «Cuando se desvía de la moción divina, la
del bien, el hombre no es más libre que cuando deja obrar
esa moción y obra bien; pero está más solo… El hombre no
puede estar solo más que en el mal» (Sto. Tomás de Aquino
y el problema del mal, en la obra de varios autores, El mal
está entre nosotros, Fom. de Cultura, Valencia 1959, 351-
352).
La acción cristiana del hombre es, pues, siempre pasiva-
activa: pasiva, en el sentido filosófico del término, en cuanto
que recibe el don gratuito de Dios: iluminación, atracción,
moción; y activa, pues recibir libremente ese auxilio divino
le concede querer y obrar un bien que por sí solo no
alcanzaría. Veámoslo en tres ejemplos máximos.
La Virgen María fué católica. No fué pelagiana o semi-
pelagiana, tampoco fué quietista o luterana, ni jansenista:
fue católica. La Llena-de-gracia, es decir, la Inmaculada, la
Virgen fiel, no tiene planes propios que sacar adelante, no
es capaz de querer nada por sí misma. Su voluntad solo
puede moverse a querer algo movida por la voluntad de su
Señor. La Bienaventurada Virgen María expresa con toda
perfección cómo entiende ella la vida de la gracia. Mira a su
pasado y dice: «el Poderoso ha hecho en mí grandes obras».
Y mirando a su presente y futuro, dice: «yo soy la esclava
del Señor; hágase en mí según tu palabra». En las dos
frases los verbos van en pasiva. Ella entiende
perfectamente que toda su vida, pasado, presente y futuro,
es pasiva-activa, es providencia amorosa de Dios que, por
su gracia, actúa en su mente, en su voluntad y en sus obras,
con la real colaboración de su fiat permanente. Ni cuestión
de generosidad, ni otras historias o cuentos. En Ella hay
únicamente docilidad absoluta, alabanza y gratitud infinitas,
en una humildad total y perfecta: «mi espíritu se estremece
de gozo en Dios, mi Salvador, porque ha mirado con bondad
la pequeñez de su esclava».
San Juan Bautista fue también un católico
practicante. Él nunca se autorizó a sí mismo a querer
nada, por alto y santo que fuera, por sí mismo, desde su
propia voluntad. Nunca quiso moverse sino movido por la
voluntad de Dios, por su gracia. Juan el Bautizador fué como
un niño analfabeto, que dejando que la mano de su padre
guíe la suya, escribe en el libro de su propia vida un poema
de celestial belleza y santidad. Y supo también, iluminado
por Dios, expresar con perfección este misterio: «no debe el
hombre tomarse nada, si no le fuere dado del cielo» (Jn
3,27). Nada: ni más, ni menos, ni esto, ni aquello. Debe
hacer todo, solo y aquello que Dios quiera hacer en él y con
él… El don de Dios es gratuito, libre, imprevisible: no puede,
pues, tomarse, como se toma una manzana de un árbol;
sólo se puede recibir, pedir, esperar, procurar y realizar.
Es significativo que esta frase, «no debe el hombre tomarse
nada, si no le fuere dado del cielo», una de las más
luminosas de los Evangelios, sea tan poco citada. Pero se
comprende que así suceda en ambientes voluntaristas,
pelagianos o semi-pelagianos, porque es antitética a sus
planteamientos errados.
Jesucristo, nuestro Señor, es también católico y Autor
de todos los católicos. No hay en Él ni sombra de quietismo
o de voluntarismo. «El hombre Cristo Jesús» (1Tim 2,5),
desde toda la eternidad, en una predestinación única,
infinitamente gratuita, es el Elegido del Padre. Y el Verbo
divino, siendo el Hijo eterno del Padre eterno, una vez
encarnado y nacido de la Virgen María, mantiene en toda su
vida terrenal una fisonomía absolutamente filial. Él no se
mueve sino movido por el Padre.
Su continua relación personal con el Padre se revela muy
especialmente en los escritos del evangelista San Juan. En
él declara Jesús: «Yo vivo por el Padre» (6,57), y «el Padre
que mora en mí, hace sus obras… Yo estoy en el Padre y el
Padre en mí» (14,10-11). Él entiende siempre sus obras
como «las obras que mi Padre me dio hacer, esas obras que
yo hago…» (5,36); «las obras que yo hago en nombre de mi
Padre» (l0,25; cf. 10,37-38). Y por eso dice: «mi alimento es
hacer la voluntad del que me envió y realizar su obra»
(4,34). «Yo he bajado del cielo no para hacer mi voluntad,
sino la voluntad del que me envió» (6,38). Nuestro Señor
Jesucristo es, por tanto, psicológica y moralmente incapaz
de querer nada por su propia voluntad. Se mueve siempre
movido por el Padre: «en verdad, en verdad os digo que no
puede el Hijo hacer nada por sí mismo, sino lo que ve hacer
al Padre: lo que éste hace, lo hace igualmente el Hijo»
(5,19). Nada, no puede hacer nada: «Yo no puedo hacer
nada por mí mismo; según le oigo, juzgo, y mi juicio es
justo, porque no busco mi voluntad, sino la voluntad del que
me envió» (5,30). «Yo no hago nada por mí mismo» (8,28);
«como me mandó mi Padre, así hago» (14,12).
Y esa identificación plena entre la voluntad de Cristo y la del
Padre se da normalmente con inmenso gozo, porque está
hecha con infinito amor: «en aquella hora se sintió inundado
de gozo en el Espíritu Santo, y dijo: yo te alabo, Padre,
Señor del cielo y de la tierra, porque» etc. (Lc 10,31).
Aunque otras veces se da con pavor y angustia, sudando
sangre: «pero no se haga mi voluntad, sino la tuya» (22,42).

(68)

2. Biblia, Concilios y Liturgia


–Mucho documento. Mucha cita. Esto no lo va a leer nadie.
–Bueno, bueno, ya veremos. Pero si bajara el número
habitual de visitantes de este blog, cuando les ofrezco una
antología maravillosa de textos bíblicos, conciliares y
litúrgicos sobre gracia y libertad, ese descenso me parecería
inexcusable y vergonzoso. Hasta ahí podíamos llegar.
Entren, por favor, en este jardín precioso, donde la Palabra
divina, en todo el esplendor de su verdad y belleza, se
manifiesta acerca del tema gracia y libertad en textos de la
sagrada Escritura, del Magisterio apostólico y de la Liturgia.
Yo sólamente los presento y comento.
La Sagrada Escritura
–El misterio de la inhabitación divina en el hombre hace que
cada uno seamos cuatro: el Padre, el Hijo, el Espíritu Santo y
yo. Y por supuesto, es Dios uno y trino quien lleva
continuamente la iniciativa de nuestras vidas, iluminando
nuestras mentes y moviendo nuestras voluntad hacia unas
buenas obras bien concretadas por su providencia. Dios es,
por tanto, el principio ontológico y dinámico de toda nuestra
vida espiritual: es el alma de nuestra alma, como dice San
Agustín: «lo que el alma es en nuestro cuerpo, es el Espíritu
Santo en el Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia» (Serm.187,
de temp. cf. Vat. II, LG 7, en nota). Y dice también: Dios «es
más íntimo a mí que yo mismo (intimior intimo meo)»
(Confesiones III,6,11). Por tanto, así como el cuerpo se
mueve movido por el alma, así el cristiano siempre se
mueve movido por su alma nueva, que es Dios.
«En Cristo habita toda la plenitud de la divinidad
corporalmente, y estáis llenos de Él « (Col 2,9-10). «Si
alguno me ama, mi Padre le amará, vendremos a él y en él
haremos morada» (Jn 14,23). «Yo estaré con vosotros
siempre, hasta la consumación de los siglos» (Mt 28,20).
«No os dejaré huérfanos, vendré a vosotros» (Jn 14,15-26)…
«Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo» (Hch 1,8), «que el
Padre enviará en mi nombre» (Jn 14,26). «Ya no vivo yo, es
Cristo quien vive en mí» (Gál 2,20). «No vivís según la
carne, sino según el Espíritu, si es que de verdad el Espíritu
de Dios habita en vosotros» (Rm 8,9). «Los que son movidos
por el Espíritu de Dios, ésos son los hijos de Dios» (8,14).
Por tanto, aunque en el Cuerpo de Cristo «hay diversidad de
operaciones, es Dios quien obra todas las cosas en todos»
(1Cor 12,6).
–«Es Dios quien obra en vosotros el querer y el obrar, según
su beneplácito» (Flp 2,13). Atención a esto: nosotros no
hemos renacido en Cristo, por obra del Espíritu Santo,
simplemente para hacer el bien en general, sin más, según
las enseñanzas del Evangelio. Por el contrario,
«nosotros somos creación de Dios, hemos sido creados en
Cristo Jesús, para hacer aquellas buenas obras, que Dios de
antemano preparó, para que las practicásemos» (Ef 2,8-10).
No hemos sido recreados para hacer las obras buenas que,
según nuestra mayor o menor generosidad, se nos ocurran
a nosotros, o que nos vengan solicitadas por otros: sino
«aquellas obras» concretas que Dios providente quiere
hacer en nosotros y con nosotros. «Gracias a Dios soy lo que
soy, y la gracia que me concedió no ha sido estéril, antes he
trabajado yo más que todos ellos [los otros apóstoles], pero
no yo, sino la gracia de Dios conmigo» (2Cor 15,10). Nadie,
pues, se gloríe de sus buenas obras. No seamos como aquel
burro portador de unas reliquias, que al ver las muestras de
veneración del pueblo, pensaba que iban dirigidas a él. O
como aquel pincelito, que se sentía autor de un precioso
cuadro. «¿Quién es el que a ti te hace preferible? ¿Qué
tienes tú que no hayas recibido?» (1Cor 4,7).
Los Sagrados Concilios
El Indículo es una colección de proposiciones sobre la
gracia, reunida al parecer por San Próspero de Aquitania en
los años 435-442. Confirmado el documento en el 500 por la
Santa Sede (Denz 238-249), ofrece una luminosa doctrina
sobre la gracia, totalmente opuesta a voluntarismos
naturalistas:
«Dios obra sobre el libre albedrío en los corazones de los
hombres, de tal modo que el santo pensamiento, la buena
decisión y todo movimiento de buena voluntad procede de
Dios, pues por Él podemos algún bien, y “sin Él no podemos
nada” (Jn 15,5)» (cap. 6). Por tanto, «confesamos a Dios por
autor de todos los buenos efectos y obras y de todos los
esfuerzos y virtudes por los que, desde el inicio de la fe, se
tiende a Dios, y no dudamos que todos los merecimientos
del hombre son prevenidos por la gracia de Aquel por quien
sucede que empecemos tanto a querer como a hacer algún
bien (cf. Flp 2,13). Ahora bien, por este auxilio y don de Dios
no se quita el libre albedrío, sino que se libera… [Y así Dios]
obra, efectivamente, en nosotros que lo que Él quiere,
nosotros lo queramos y hagamos, y no consiente que se
quede ocioso en nosotros lo que nos dió [la voluntad libre]
para ser ejercitado, y no para ser descuidado, de modo que
seamos también nosotros cooperadores de la gracia de
Dios» (cap. 9).
El Sínodo II de Orange (529), confirmado por el papa
Bonifacio II (531) –ya transcribí sus cánones principales
(61)–, especialmente considerado en Trento frente a los
luteranos, da la misma doctrina.
«Si alguno dice que se nos confiere divinamente
misericordia [gracia] cuando sin la gracia creemos,
queremos, deseamos, nos esforzamos, trabajamos, oramos,
vigilamos, estudiamos, pedimos, buscamos, llamamos, y no
confiesa que por la infusión e inspiración del Espíritu Santo
se da en nosotros que creamos y queramos o que podamos
hacer, como se debe todas estas cosas; y condiciona [part y
parte] la ayuda de la gracia a la humildad y obediencia
humanas, y no reconoce que es don de la misma gracia que
seamos obedientes y humildes, resiste al Apóstol, que dice:
“¿qué tienes tú que no lo hayas recibido?” (1Cor 4,7). “Por la
gracia de Dios soy lo que soy” (15,10)» (canon 6). «Don de
Dios es el que pensemos rectamente, que contengamos
nuestros pies de la falsedad y la injusticia; porque cuantas
veces obramos el bien, Dios, para que obremos, obra en
nosotros y con nosotros» (c. 9). Siempre que hacemos algún
bien, a él nos movemos movidos por la gracia de Dios. Él es
el autor principal. Como el niño analfabeto que escribe
movido por la mano de su padre. Pero entonces, objetará
alguno, ¿es que el hombre no hace nada y la gracia lo hace
todo?
El Concilio de Trento, en el decreto sobre la justificación
(1547), responde claramente a esa pregunta, en la que
viene a acusarse a la doctrina católica sobre la gracia, como
si dejara inerte la acción libre del hombre:
«…sin que exista mérito alguno en ellos [en los pecadores]
… Dios por la gracia los excita y ayuda a convertirse, y a
disponerse para la propia justificación, asintiendo y
cooperando libremente a la misma gracia; de suerte que, al
tocar Dios el corazón del hombre por la iluminación del
Espíritu Santo, ni puede decirse que el hombre mismo no
hace nada en absoluto al recibir aquella inspiración, puesto
que puede también rechazarla; ni tampoco [puede decirse
que], sin la gracia de Dios, puede moverse por su libre
voluntad a ser justo delante de Él… [Cuando oramos]
“conviértenos, Señor, y nos convertiremos” (Lam 5,21),
estamos confesando que somo prevenidos por la gracia de
Dios» (Denz 1525).
El Catecismo de la Iglesia Católica hace una síntesis
preciosa de la doctrina enseñada por la Iglesia durante
veinte siglos sobre la justificación y la gracia (1987-2029).
Pero no reproduzco sus textos, porque ya ustedes tienen a
mano el libro. (Y si no lo tuvieran, ya pueden ir cuanto antes
a comprarlo). Puede consultarse en él también su
enseñanza sobre la libertad (1730-1748). Transcribo sólo un
número: «La iniciativa divina en la obra de la gracia
previene, prepara y suscita la respuesta libre del hombre»
(2022).
La Sagrada Liturgia
La Liturgia es la mejor y más universal escuela de la
doctrina católica de la gracia. Constantemente enseña de la
gracia en sus oraciones, y permanentemente la comunica
en la Eucaristía y los sacramentos. La primacía absoluta de
la gracia de Dios, la necesidad permanente de su auxilio, su
acción constante, su gratuidad, se inculcan en los fieles en
muchas oraciones litúrgicas, que, precisamente, fueron
compuestas muchas de ellas en los Sacramentarios de los
siglos V y VI, cuando la Iglesia celebró los principales
Sínodos y Concilios sobre la gracia divina.
Transcribo primero algunas oraciones colectas de los
domingos del Tiempo Ordinario:
1.– Señor, danos «luz para conocer tu voluntad y la fuerza
necesaria para cumplirla».
10.– «Oh Dios, fuente de todo bien, concédenos, inspirados
por ti, pensar lo que es recto y cumplirlo con tu ayuda».
28.– «Señor, que tu gracia continuamente nos preceda y
acompañe, de manera que estemos dispuestos a obrar
siempre el bien».
32.– «Aparta de nosotros todos los males, para que bien
dispuesto nuestro cuerpo y nuestro espíritu, podamos
libremente cumplir tu voluntad».
34.– «Mueve, Señor, los corazones de tus hijos, para que
correspondiendo generosamente a tu gracia, reciban con
mayor abundancia la ayuda de tu bondad»… Lo de
«generosamente» es cosa del traductor. En el original, «ut
divini operis fructum propensius exequentes», se dice «con
mayor intensidad, con mayor fuerza». Que no es lo mismo.
Recuerdo también estas otras oraciones:
«Concédenos la gracia, Señor, de pensar y practicar siempre
el bien, y pues sin ti no podemos ni existir ni ser buenos,
haz que vivamos siempre según tu voluntad» (jueves I de
Cuaresma).
«Señor, que tu gracia inspire, sostenga y acompañe
nuestras obras, para que nuestro trabajo comience en ti,
como en su fuente, y tienda siempre a ti, como a su fin. Por
nuestro Señor Jesucristo» (laudes I lunes T. Ord.). «Actiones
nostras, quæsumus, Domine, aspirando præveni et
adiuvando prosequere, ut cuncta [para que todas] nostra
operatio a te semper incipiat et per te coepta finiatur».
Omitió el traductor lamentablemente que la Iglesia pide en
esa oración el auxilio de la gracia divina para todas nuestras
buenas obras. Y esa omisión no es grano de anís, ni bostezo
de caracol.
Conforme a estas verdades de la fe proclamadas en la
oración litúrgica, la Iglesia reconoce solemnemente en el
Prefacio I de los Santos que el Señor, «al coronar sus
méritos, corona su propia obra».
La espiritualidad litúrgica, como se mantiene siempre en la
Escritura, en la Tradición, en el Magisterio apostólico, se
caracteriza por la segura ortodoxia de sus rasgos. Pío XI
afirmaba que la liturgia «es el órgano más importante del
Magisterio ordinario de la Iglesia» (al abad Capelle 12-XII-
1935; cf. Pío XII, enc. Mediator Dei 1947, 14). Ella es, según
Pablo VI, «la primera escuela de nuestra vida espiritual»
(Clausura II ses. concilio Vat. II, 4-XII-1963). Por eso,
concretamente en estas cuestiones de gracia, como en
todas, la liturgia es la mejor maestra de la fe católica. Lex
orandi, lex credendi.
Los Santos Padres
Aquellos que recibimos de Dios la gracia inmensa de
escuchar la voz de los Padres de la Iglesia, en el oficio de
lectura de la Liturgia de las Horas, somos diariamente
enseñados en estas grandes verdades sobre la gracia. Y
aunque antes de los Concilios sobre la gracia puede
hallarse, muy raramente, alguna imprecisión en sus
palabras, nunca reflejan en el conjunto de su enseñanza los
errores que ya he caracterizado. Tendré que limitarme a
citar algunas frases del Doctor de la gracia.
San Agustín: «No se te ocurra pensar que puedes tú dar ni
el más pequeño fruto. Cristo no dice: “sin mí poco podréis
hacer”. Él dice: “sin mí, no podéis hacer nada”. Por tanto,
sea poco o mucho lo que hagas, no puedes hacerlo sin
Cristo. No, sin su auxilio no puedes hacer cosa alguna»
buena (Tract. in Ioannis evang. 81,1-3). «Si la gracia de Dios
es la que obra en ti, lo bueno que haces es debido a ella y
no a tus propias fuerzas» (Enarrat. in Psalmos 65,5. Señor,
«haz que yo entre en mi corazón y te confiese
sinceramente: nada hay en mí que te pueda agradar fuera
de lo que de ti he recibido» (Sermo 13,3).

(69)

3. Vida espiritual. 1
–De acuerdo, sí, ya, me equivoqué, diciendo que el post
anterior apenas iba a tener lectores.
–Usted, con tal de no quedarse calladito, dice cualquier
cosa. Y luego ocurre lo que sucede.
De las premisas doctrinales ya expuestas en los artículos
anteriores, iré sacando ahora consecuencias concretas para
la vida espiritual.
¿Qué he de hacer, Señor? La perfección cristiana, la
santidad, está en la total fidelidad a la gracia de Cristo. Y en
la medida en que amamos a Cristo, en esa medida
recibimos dócilmente su gracia. En otras palabras: ama al
Señor el que cumple su voluntad.
Amar al Señor no es sentir por Él esto o lo otro, sino hacer
fielmente su voluntad: «si me amáis, guardaréis mis
mandamientos», y «si guardáreis mis mandamientos,
permaneceréis en mi amor» (Jn 14,15; 15,10). Amar al
Señor es dejarse mover incondicionalmente por el Espíritu
Santo, «el Espíritu de Jesús» (Hch 16,7). Y «los que son
movidos por el Espíritu de Dios, ésos son los hijos de Dios»
(Rm 8,14). Amamos al Señor en la medida en que le
dejamos obrar en nosotros y con nosotros lo que quiera. Él
es la cabeza, no nos pertenecemos, nos ha adquirido al
precio de su sangre. Y si Él es la cabeza y nosotros somos
sus miembros, Él ha de movernos como mejor le parezca,
sin hallar en nosotros resistencia alguna. En eso está la
santidad. Y así lo entiende San Pablo desde el primer
momento de su conversión: «¿qué he de hacer, Señor?»
(Hch 22,10).
Siendo la iniciativa siempre del Señor, hemos de
hacer todo y sólo lo que su gracia nos vaya dando
hacer, ni más, ni menos, ni otra cosa, por buena que ésta
fuera. Recuerdo lo del Apóstol: «hemos sido creados en
Cristo Jesús para hacer aquellas buenas obras que Dios
dispuso de antemano para que nos ejercitáramos en ellas»
(Ef 2,10). En ellas, no en otras, que a nosotros o quizá a
otros, por buenas y urgentes que sean, se nos puedan
ocurrir. «No debe el hombre tomarse nada, si no le fuere
dado del cielo» (Jn 3,27). Ya vimos también como Cristo
declara «yo no hago nada por cuenta propia», nada. Él
sólamente hace lo que el Padre obra en él. Él siempre se
mueve movido por el Padre, como aquel niño analfabeto
que escribía guiado por la mano de su padre.
Por tanto, en la total sinergía de gracia y libertad está la
perfección cristiana. Los niños que van de la mano de su
madre, rara vez acomodan exactamente su paso al de ella:
o se dejan remolcar, o van tirando para ir más a prisa, o
intentan ir en otra dirección. Y obran así porque todavía son
niños. Pero cuando lleguen a una condición adulta, ajustarán
su paso al de sus mayores con toda facilidad y agrado. Lo
mismo sucede al ir creciendo en las edades espirituales:
siendo el cristiano todavía niño en Cristo, le cuesta conocer
y seguir la voluntad de Dios (1Cor 3,1ss); sólo alcanzará la
plena sinergía gracia-libertad cuando llegue a adulto en la
edad de Cristo (Ef 4,13-14).
El discernimiento espiritual cristiano pretende
conocer la voluntad concreta de Dios providente:
«¿qué he de hacer, Señor?». Y habrá de realizarse de modo
diverso cuando se trate o no de obras obligatorias.
–Cuando las buenas obras son obligatorias, no hay
particular problema de discernimiento. El mandato que nos
comunica Dios exteriormente no es sino la declaración de lo
que Él quiere hacer interiormente en nosotros por la moción
de su gracia. Si Dios, por la Escritura o por la Iglesia, nos ha
dado un claro mandato sobre un punto concreto –por
ejemplo, perdonar las ofensas recibidas, ir a misa los
domingos–, no hay nada que discernir: «el que me ama,
cumple mis mandamientos». Dígase lo mismo de la persona
de vida consagrada en un Instituto aprobado por la Iglesia:
si Dios le ha dado la gracia de profesar esa Regla de vida, le
dará habitualmente su gracia para cumplirla.
En estos casos, pues, el único cuidado será el de aplicarse
bien al cumplimiento de esos mandatos, es decir, cumplirlos
con motivación verdadera de caridad, con fidelidad y
perseverancia, con intención recta, en actitud humilde y con
determinación firmísima. Y como ya se entiende, el
cumplimiento de ciertas obras concretas –ir a misa el
domingo–, se verá en ocasiones lícitamente impedido por
graves razones objetivas –por estar enfermo, por no dejar
solo a un enfermo grave, etc.–. El discernimiento en estos
casos suele ser obvio.
–Pero cuando las buenas obras no son obligatorias, quiero
decir, no lo son en una medida y frecuencia claramente
determinadas por Dios y por la Iglesia, es entonces cuando
surge propiamente la necesidad del discernimiento. En la
consideración de este tema, tomaré en adelante como
ejemplo principal la práctica de la oración. Ciertamente yo
he de orar, Dios lo manda, Dios me da su gracia para orar;
pero ¿cuánto, de qué modo, cuándo, cómo debo
proporcionar oración y trabajo, diálogo con Dios o con los
hombres?… «¿Qué he de hacer, Señor?».
Las reglas de discernimiento, más o menos
sistematizadas, han ido formulándose en la Iglesia ya desde
el primer monacato. Son muy estimadas las que propone
San Ignacio de Loyola en sus Ejercicios espirituales (169-
189, 313-370). Pero tengamos en cuenta que ningún
método concreto para el discernimiento tiene de por sí una
eficacia mágica para descubrir la voluntad divina. El método
puede ser sin duda útil, pero valdrá sólo en la medida en
que el cristiano lo aplique según las normas generales que
en seguida expongo.
San José, siendo santísimo, al saber que María estaba
embarazada, no supo discernir qué debía hacer, es decir,
cuál era la voluntad de Dios, y después de muchas
oraciones y dudas, «decidió repudiarla en secreto». Si no
llega a enviarle Dios un ángel, para mandarle recibirla,
hubiera incurrido, aunque sea inculpablemente, en un error
gravísimo (Mt 1,18-21). San Francisco de Asís, siendo
también santísimo, estuvo un tiempo sin saber si Dios
quería que predicase o que se retirase a una vida de oración
y penitencia –que no es pequeña la duda–, y tuvo que salir
de ella enviando mensajeros que lo consultaran con Santa
Clara y el hermano Silvestre (San Buenaventura, Leyenda
mayor 12,2).
San Ignacio de Loyola, gran santo, especialmente dotado
por Dios para la discreción de espíritus, estando en Tierra
Santa, hizo «propósito muy firme» de arraigarse allí para
siempre. Más tarde, con sus compañeros de París, estuvo
durante años queriendo irse a vivir a Palestina. Pensaba que
ésa era la voluntad de Dios. Y en 1551, cinco años antes de
morir, después de mucho pensarlo y rezarlo –es de suponer
que aplicaría sus reglas de discernimiento–, decidió
«absolutamente» dejar la guía de la Compañía de Jesús.
Ninguna de estas intenciones se cumplieron, porque la
voluntad de Dios era otra, y él siempre estaba atento a la
voluntad del Señor. Su biógrafo, el padre Nadal, dice que
«era llevado suavemente a donde no sabía». Y unos años
más tarde San Juan de la Cruz escribiría: «para venir a lo
que no sabes, has de ir por donde no sabes».
Quiero señalar con estos ejemplos que las reglas para el
discernimiento, que aseguren una sinergía gracia-libertad,
«en cuanto métodos», nunca garantizan por sí mismas el
discernimiento verdadero. El discernimiento verdadero es
una gracia, un don de Dios, y aplicando métodos o sin ellos,
sólamente se alcanza en la medida en que se cumplen las
normas fundamentales de la vida cristiana, que
seguidamente recuerdo.
1.–La humildad. El humilde desconfía totalmente de sí
mismo; por eso tiene horror a hacer su propia voluntad, y
pone todo su empeño en conocer la voluntad de Dios:
«danos luz para conocer tu voluntad y la fuerza necesaria
para cumplirla» (dom. 1, T. Ord.). Dios no se esconde del
hombre; es el hombre el que se esconde de Dios (Gén 3,8;
4,14), y se esconde porque no quiere que la Luz divina
venga a denunciar sus malas obras (Jn 3,20). El Señor ama a
sus hijos, y quiere por eso manifestarles sus voluntades
concretss para que, cumpliéndolas, se perfeccionen. Es el
hombre el que se tapa ojos y oídos con los apegos
desordenados de su voluntad propia –a ideas, proyectos,
personas, lugares, trabajos, situaciones, a lo que sea–, y así
no alcanza a conocer la voluntad de Dios. Por eso, en la
medida en que el hombre, dócil a la gracia divina, va
saliendo por la humildad de la cárcel de su propio
egocentrismo, en esa medida adelanta en el discernimiento
fácil y seguro de la voluntad de Dios sobre él, y su vida se
va iluminando con la serenidad y la paz del cielo. El Señor le
da luz para conocer su voluntad, y la fuerza necesaria para
cumplirla.
El cristiano se centra en sí mismo (egocentrismo) cuando
polariza su atención espiritual en la producción de éstas o
aquellas obras buenas. Y en cambio se centra en Dios
(indiferencia espiritual) cuando todo su empeño se pone en
agradar a Dios, en guardar una fidelidad incondicional a su
gracia, sea cual fuere. Entonces es cuando, apagado el
ruido interno de ansiedades, temores y gozos vanos, va
logrando el cristiano ese tan precioso silencio interior
(silentium mentis, San Buenaventura), en el que escucha
con facilidad la Voz divina, su voluntad, su mandato. Y así el
humilde, por la oración y la abnegación de sí mismo, guiado
por el infalible instinto del amor, llega con facilidad al
exacto discernimiento, muchas veces «sin que él sepa
cómo» (Mc 4,27).
2.–La abnegación de la propia voluntad. Al humilde le
horroriza quedar «abandonado a los deseos de su corazón»
(Rm 1,24-26), ya lo he señalado. No tener voluntad propia
es la condición fundamental para poder conocer la voluntad
de Dios. Sin eso, no hay método de discernimiento que
valga nada. El pecado original nos oscureció la razón y nos
debilitó la voluntad para hacer el bien. Pero, ciertamente, no
mató en nosotros la voluntad carnal. Por el contrario, la
voluntad del hombre adámico quiere, quiere siempre –que
pase esto, que no suceda, que se logre tal cosa, que venga
ya, que no se le ocurra venir–… quiere siempre, siempre
está queriendo: quiere que se mata. Y así nos pierde. Por
tanto, clave para el buen discernimiento que hace posible la
plena santificación cristiana es mantener la voluntad en
libertad vigilada, sin consentir jamás que quiera algo por sí
misma. Pues no hemos venido al mundo a hacer nuestra
voluntad, sino la voluntad del que nos envió, Dios (cf. Jn
6,38). Por tanto, hermanos, «no hagáis lo que queréis» (Gál
5,17).
El apego a los planes propios suele ser uno de los
obstáculos principales de la vida espiritual, por buenos que
esos planes sean en sí mismos, objetivamente
considerados, y lo mismo da que sean planes propios o
estén trazados por otros. El cristiano carnal que intenta la
perfección cristiana suele estar más o menos apegado a un
cierto proyecto propio de vida espiritual, compuesto por un
conjunto de obras buenas, bien concretas. Ese proyecto está
condicionado con frecuencia por el temperamento propio, la
educación recibida o el ambiente espiritual predominante.
Uno, por ejemplo, que valora mucho la oración, se empeña
en orar dos horas al día. Otro, muy activo, apenas tiene
tiempos de oración, pues está firmemente convencido de
que la caridad le exige hacer muchas cosas. Sin duda, estos
proyectos personales pueden ser en sí mismos buenos y
nobles, pero con harta frecuencia no coinciden con los
designios concretos de Dios sobre la persona, y por tanto los
resisten. Y de aquí vienen la ansiedad, el cansancio, el
escaso crecimiento espiritual, el pecado a veces y quizá el
abandono.
–«Pero vamos a ver: ¿y a usted quién le manda querer nada
desde su propia voluntad? ¿Quién le autoriza a tener planes
propios en su vida? Lo único que tiene que hacer usted es
descubrir y realizar la voluntad de Dios. ¿Se imagina usted a
la Virgen María “queriendo algo por su cuenta”? Es
impensable. Ella es la esclava del Señor, y por tanto no
tiene voluntad propia, y no quiere sino que se haga en ella
la voluntad de su Señor».
Las cavilaciones incesantes son un horror, pero son
inevitables mientras haya voluntades propias. Sepamos bien
sabido que en las dudas persistentes no hallaremos la
solución dándole mil vueltas al asunto, consultando
ansiosamente a uno y a otro, considerando los pros y los
contras en una labor interminable, aunque también querrá
Dios que a veces hagamos algo de todo eso. Para salir de
las dudas, lo más decisivo es la oración de petición, «¿qué
he de hacer, Señor?», y procurar ante todo que nuestra
voluntad haga juego libre bajo la moción de la gracia, es
decir, esté sinceramente libre en esa cuestión de todo
apego desordenado, se mantenga sólamente atenta a Dios,
entregada incondicionalmente a su voluntad, exenta tanto
de deseos como de temores concretos. Nuestra vida
espiritual ha de centrarse habitualmente en conseguir esa
santa indiferencia, principalmente por la oración de petición.
Y entonces la vida espiritual se va simplificando cada vez
más, pues como dice San Juan de la Cruz, «el camino de la
vida es de muy poco bullicio y negociación, y más requiere
mortificación de la voluntad que mucho saber» (Dichos 57).
Seguiré exponiendo, con el favor de Dios, las condiciones
que hacen posible el acuerdo perfecto entre gracia y
libertad.

(70)

4. Vida espiritual. y 2
–Si es que ya casi no me atrevo a hablar…
–Va usted bien: «el temor de Dios es el principio de la
sabiduría». Y de paso me deja más tranquilo.
Para alcanzar un discernimiento espiritual verdadero es
necesario que haya 1.–Humildad, y 2.–Abnegación de la
voluntad propia. Pero hay también otras condiciones
necesarias y otros signos fidedignos:
3.–La paz. La misericordia entrañable de nuestro Dios guía
siempre nuestros pasos por el camino de la paz (Lc 1,78-
79). Y así es porque nuestro «Dios no es un Dios de
confusión, sino de paz» (1 Cor 14,38). Cristo «es nuestra
paz» (Ef 2,14). Por eso todo lo que se hace en Cristo y con
Cristo, bajo el impulso de su gracia, se hace con paz . Se
hace con gozo o con dolor, pero siempre con paz. Por el
contrario, cuando el cristiano, obrando desde sí mismo,
aunque sea con la mejor intención, hace más o menos o
algo distinto de lo que Dios quiere hacer con él, no está
obrando con Cristo, no le deja obrar al Espíritu Santo, y
necesariamente ve su paz disminuida o perdida. Por eso, la
espiritualidad cristiana siempre ha considerado la paz como
uno de los criterios principales para el discernimiento.
Así lo entiende Santa Teresa: «Suave es Su yugo, y es gran
negocio no traer el alma arrastrada, sino llevarla con Su
suavidad para su mayor aprovechamiento» (Vida 11,17). Y
San Juan de la Cruz: «no es voluntad de Dios que el alma se
turbe de nada ni padezca trabajos» (Dichos 56). Entiende
aquí por trabajos aquellos esfuerzos que hace la voluntad
del hombre sin la asistencia de la gracia de Dios. La paz
está, pues, en esa pura sinergía de gracia y libertad. Pero
analicemos un poco más este delicado punto.
4.–La conciencia. Para explicar bien este tema tan
importante, recordaré primero una distinción ya clásica
sobre la gracia. Continuamente está el cristiano bajo la
acción de Cristo, su santa cabeza. Pero así como «muchos
bienes hace Dios en el hombre que no hace el hombre
[gracia operante], en cambio, ningún bien hace el hombre
que no conceda Dios que lo haga el hombre [gracia
cooperante]» (Orange II, 529, c. 20: Denz 390).
Pues bien, cuando la gracia cooperante de Dios mueve la
persona a una buena obra, la inclina obrando de modos
diferentes en su entendimiento, voluntad y sentimiento: –
ilumina su entendimiento a veces muy claramente, y en
otras ocasiones no, aunque siempre con claridad bastante
como para que conozcala persona el bien que Dios quiere
concederle obrar; –mueve siempre su voluntad con interior
impulso, y éste es el dato decisivo al que la conciencia debe
atenerse; –y en fin, no siempre estimula la inclinación de su
sentimiento; a veces sí, pero a veces no.
Según esto, cuando el testimonio de la conciencia nos dice
que la gracia divina impulsa nuestra voluntad a una buena
obra, debemos hacerla sin ninguna duda, la entienda
nuestro entendimiento en modo claro u oscuro, y sienta en
ella gozo o dolor nuestro sentimiento; da lo mismo. Por el
contrario, cuando, antes de intentar una obra, o
aleccionados por la experiencia de su ejercicio, el testimonio
de la conciencia nos dice que la gracia no asiste nuestra
voluntad para realizarla, debemos cesarla o no intentarla,
vea nuestro entendimiento lo que vea, y sienta nuestro
sentimiento en ello dolor o gozo; da igual. Santa Teresa,
siempre armoniosa al unir gracia y libertad, nos ilustra estos
principios con algunos testimonios suyos biográficos, que yo
elijo entre los referidos a la oración.
–Cuando hay conciencia de que la gracia nos mueve a una
obra buena, ha de hacerse aunque el sentimiento sufra una
agonía. «Muy muchas veces, algunos años, tenía [en la
oración] más cuenta con desear se acabase la hora que
tenía por mí de estar, y escuchar cuando daba el reloj, que
no en otras cosas buenas; y hartas veces no sé qué
penitencia grave se me pusiera delante que no la
acometiera de mejor gana que recogerme a tener oración. Y
es cierto que era tan incomportable la fuerza que el
demonio me hacía, o mi ruin costumbre, que no fuese a la
oración, y la tristeza que me daba entrando en el oratorio,
que era menester ayudarme de todo mi ánimo (que dicen
no le tengo pequeño) para forzarme, y en fin me ayudaba el
Señor. Y después que me había hecho esta fuerza, me
hallaba con más quietud y regalo que algunas veces que
tenía deseo de rezar» (Vida 8,7). Algunos llaman
vencimientos a estas cooperaciones muy dolorosas de la
volunta libre con la gracia. Otro ejemplo semejante lo
hallamos cuando Santa Teresa se fue al monasterio: «no
creo será más el sentimiento cuando me muera» (4,1-2).
Dios iluminaba su entendimiento para que supiera que ésa
era la voluntad divina, y movía a ello su voluntad; pero
dejaba el sentimiento en una desolación absoluta.
–Por el contrario, no debe hacerse una obra buena, cuando
la conciencia nos dice que la gracia no asiste nuestra
voluntad para hacerla, pues eso indica que no es voluntad
de Dios. Supongamos que «el maestro que enseña [oración]
aprieta en que sea sin lectura; si sin esta ayuda le hacen
estar mucho rato en la oración, será imposible durar mucho
en ella, y le hará daño a la salud si porfía, porque es muy
penosa cosa. [Yo] si no era acabando de comulgar, jamás
osaba comenzar a tener oración sin un libro, y los
pensamientos perdidos, con esto los comenzaba a recoger,
y como por halago llevaba el alma. Y muchas veces en
abriendo el libro, no era menester más; otras leía poco,
otras mucho, conforme a la gracia que el Señor me hacía»
(Vida 4,9). Y en ocasiones, ni con libro ni sin libro. Entonces,
«no digo que no se procure [tener oración] y estén con
cuidado delante de Dios, mas que si no pudieran tener ni un
buen pensamiento, que no se maten. Siervos sin provecho
somos, ¿qué pensamos poder?» (22,11). Sólo por
enseñanzas como éstas –que no en cualquier santo
hallamos tan claras– merece ser Doctora de la Iglesia.
5.–Discreción. Haya en todo discreción. Cuando la
intención de hacer algo procede de Dios, «trae consigo la
luz, y la discreción y la medida. Este es punto importante
para muchas cosas, así para acortar el tiempo de la oración
–por gustosa que sea– cuando se ven acabar las fuerzas
corporales o hacer daño a la cabeza. En todo es muy
necesario discreción» (Camino Perf. 19,13).
Cierta impotencia para orar, p. ej., al menos en buenos
cristianos, «muy muchas veces viene [sólamente] de
indisposición corporal. Entiendan que son enfermos;
múdese la hora de la oración, pasen como pudieren este
destierro. Con discreción, porque alguna vez el demonio lo
hará; y así está bien que, ni siempre se deje la oración
cuando hay gran distraimiento y turbación, ni siempre
atormentar el alma a lo que no puede. Otras cosas hay
exteriores, de obras de caridad y de lectura, aunque a veces
no estará ni para esto. Nadie se apriete ni aflija. Ya se ve
que si el pozo no mana, nosotros no podemos poner el
agua. Verdad es que no hemos de estar descuidados, para
que cuando la haya, sacarla» (Vida 11,16-18).
6.–Cantidad de acción. El discernimiento espiritual nunca
ha de realizarse en clave meramente cuantitativa. Error
muy propio del voluntarismo. Por ejemplo, «como la oración
es tan buena, cuanto más tiempo se le dedique, mejor». El
criterio cuantitativo, al ser en cierto modo automático,
elimina el discernimiento, es siempre indiscreto. Si
queremos movernos bajo la moción de Dios, en todo es
precisa la discreción. Hagamos todo, solo y aquello que
quiere obrar Dios en nosotros y con nosotros; no más, no
menos, ni otra cosa. Cuando Dios quiere darnos una hora
diaria de oración, será soberbia hacer dos, o pereza hacer
media. Si se hacen dos horas de oración, cuando Dios nos
quiere dar una, la otra hora no viene del Espíritu, sino de la
carne. No está haciendo el cristiano en esa hora lo que Dios
quería hacer en él y con él. Por inclinación temperamental,
por emulación, por gratificación sensible, por moda
ideológica del grupo, por lo que sea, la voluntad humana se
ha desviado de la Voluntad divina.
San Juan de la Cruz lo avisa claramente: «considera lo que
Dios querrá y hazlo, que por ahí satisfarás mejor tu corazón
que con aquello a lo que tú te inclinas» (Dichos 72). «No
pienses que el agradar a Dios está tanto en obrar mucho
como en obrarlo con buena voluntad, sin propiedad», sin
apego (58).
7.–La Cruz. En la duda, hemos de inclinarnos a lo que más
nos une a la cruz de Cristo. El Señor nos dijo «es estrecha la
puerta y angosta la senda que lleva a la vida, y que pocos
son los que dan con ella» (Mt 7,14). Así pues, en la duda,
debemos inclinarnos «más a lo dificultoso que a lo fácil, a lo
áspero que a lo suave, y a lo penoso de la obra y desabrido
que a lo sabroso y gustoso de ella, y no andar escogiendo lo
que es menos cruz, pues es carga liviana; y cuanto más
carga, más leve es llevada por Dios» (Cuatro avisos 6; cf.
Avisos 162). Es lo mismo que, por ejemplo, San Ignacio
enseña en los Ejercicios espirituales, al describir el 3º grado
de humildad: a igual gloria de Dios, o lo que es igual, en la
duda, «quiero y elijo más pobreza con Cristo pobre que
riqueza, oprobios» etc. (167).
Es cierto que hay un agere contra falso y torpe, de muy
malos efectos: «el que es comunicativo, que se calle; el
retraído, que hable», etc. Es un criterio sin discreción,
indiscreto, fundamentado en el principio falso «lo que más
cuesta es lo más santificante». Pero hay un agere contra
verdadero y sabio, porque «la carne tiene tendencias
contrarias a las del espíritu… una y otro se oponen, y por
eso no hagáis lo que queréis» (Gál 5,17). Si la conciencia
nos dice que es voluntad de Dios que hagamos algo
sensiblemente grato, hagámoslo al instante. Pero en la
duda, digo en la duda, más bien que el camino ancho que
apetece el hombre viejo y carnal, prefiramos el camino
angosto de la Cruz. Es mucho más probable que acertemos
así con la voluntad de Dios. Y si así no fuera, ya Él nos
avisará.
Por tanto no podemos hallar en lo grato y lo ingrato un
criterio de discernimiento espiritual. En ese sentido, San
Juan de la Cruz avisa: «jamás dejes las obras por la falta de
gusto o sabor que en ellas hallares… ni las hagas por sólo el
sabor o gusto que te dieren» (Cautelas 16). Ahora bien,
teniendo en cuenta que somos pecadores, y que nuestra
expiación penitencial suele ser vergonzosamente
insuficiente, procuremos con amor participar más de la
pasión del Señor para la redención de los hombres (Col
1,24); reconozcamos que, al menos mientras todavía somos
carnales, más peligro de afección desordenada suele haber,
aunque no siempre, en lo atractivo que en lo repulsivo;
recordemos que Jesús prefirió la pobreza a la riqueza, el
oprobio al éxito mundano y al prestigio… Y así, por amor al
Crucificado, cuando se nos presente realmente una duda
entre dos caminos, uno ancho y otro estrecho, prefiramos el
estrecho. Este amor a la Cruz es muchas veces clave para el
discernimiento verdadero.
Supongamos el caso de una novicia que, estando
convencida de su vocación y siendo ésta real, pasa
gravísimas penalidades y sufrimientos en sus primeros
años. Esto ocasiona a veces que la Superiora sin discreción
la mande a su casa: «si tuviera vocación, Dios le asistiría
con su gracia, y no lo pasaría tan mal». Gravísimo error. Eso
es avergonzarse de la cruz de Cristo. Cuántas veces el
Señor, como un arquitecto, antes de construir una torre muy
alta, comienza por excavar unos cimientos muy profundos.
Veámoslo en otro caso semejante, del que yo fui testigo. El
caso de la novicia alarmantemente crucificada en sus
comienzos, llevó a la Superiora a un discernimiento
contrario: «mucho y muy pronto está el Señor crucificando a
esta hija, que aguanta convencida de su vocación; que siga,
pues, adelante con nuestra ayuda –y con nuestra
paciencia–, y por la cruz llegará a la luz, por el dolor a la
alegría de la resurrección». Y así fue: hoy vive en el
monasterio renacida, en paz, alegre en el Señor. ¡Cuántas
otras comunidades religiosas, avergonzándose de la Cruz de
Cristo, no la habrían aguantado, y la habrían devuelto a su
casa!
8.–La obediencia. Los monjes primeros, San Benito, San
Bernardo, San Ignacio, todos los maestros espirituales
cristianos aseguran lo mismo, traten de religiosos o de
laicos: el discernimiento más seguro es aquel que se ve
ayudado por la obediencia.
–Santa Teresa de Jesús «no hacía cosa que no fuese con
parecer de letrados» (Vida 36,5). No se fiaba de sí misma, y
llegaba al discernimiento de la voluntad de Dios,
consultando a personas fidedignas. De una mujer muy
piadosa, que no quería sujetarse a confesor fijo, decía:
«quisiera más verla obedecer a una persona que no tanta
comunión» (Fundaciones 6,18); que ya es decir. «No hay
camino que más pronto lleve a la suma perfección que el de
la obediencia» (5,10). Y no pensaba sólo en los religiosos al
enseñar esa verdad. –San Juan de la Cruz: es Dios «muy
amigo de que el gobierno y trato del hombre sea también
por otro hombre semejante a él» (2 Subida 22,9): padre,
cónyuge, párroco, director espiritual. Él estaba convencido
de que muchos cristianos no van adelante por el camino del
Evangelio «por faltarles guías idóneas y despiertas, que las
guíen hasta la cumbre» (Prólogo Subida 3). –San Francisco
de Sales: «¿Quieres con más seguridad caminar a la
devoción? Busca algún hombre virtuoso que te adiestre y
guíe… Jamás hallarás tan seguramente la voluntad de Dios
como por el camino de esta humilde obediencia» (Introd. a
la vida devota I, 4).
9.–La oración de petición. Y volvermos con esto al
principio, a lo más importante: «¿qué he de hacer, Señor?»
(Hch 22,10). La oración de petición es la clave principal para
discernir la voluntad concreta de Dios en todas las
cuestiones de nuestra vida –vocación, trabajo, oración,
aceptación o rechazo de una oferta, etc.–. Es el medio más
eficaz para lograr la perfecta sinergía entre gracia y
libertad. Ella ha de ser siempre la proa de todas nuestras
navegaciones espirituales. Señor, «danos luz para conocer
tu voluntad y la fuerza necesaria para cumplirla» (dom.1, T.
Ord.).

–IV– Santo Tomás y Santa Teresita

(71)

1. Santo Tomás de Aquino


–Especulando especulaciones especulativas… Ay, madre.
–Permítame que le diga que el pensamiento de Santo
Tomás, por estar fundamentado en Biblia, Tradición y
Magisterio, como también en el realismo de la filosofía del
ser, se expresa en un lenguaje muy claro y preciso, que nos
comunica el veritatis splendor.
Para terminar esta gran cuestión, la examinaré brevemente
en la doctrina de algunos santos.
Santo Tomás de Aquino (1225-74) nació de familia noble
en el castillo de Roccasecca, en la provincia de Nápoles, del
reino de Sicilia. Educado como oblato benedictino (1230-
1239), ingresó en la Orden de Predicadores y estudió en
Nápoles, París y Colonia, donde tuvo por maestro a San
Alberto Magno. Fue ante todo un religioso santo, de altísima
oración contemplativa. Y partiendo siempre de la Escritura,
de los Padres y de los Concilios, logró, con la ayuda de la
filosofía aristotélica, convenientemente evangelizada, una
maravillosa síntesis filosófica y teológica.
Durante siglos los Papas han recomendado atenerse a su
magisterio. Así lo dispuso también el concilio Vaticano II (OT
16). Y en 1983 el Código de Derecho Canónico ordenó que
la teología dogmática, fundada en la Biblia y la Tradición,
fuera estudiada «teniendo principalmente como maestro a
santo Tomás» (c.252,3). Por eso es llamado el Doctor
común, porque extiende su luz a todas las escuelas
católicas de pensamiento. La iconografía del Doctor angélico
suele poner en su pecho el sol de la Eucaristía, centro de su
doctrina y devoción. Canonizado en 1323, fue declarado
Doctor de la Iglesia en 1567, y Patrón de las universidades y
centros católicos de estudio en 1880.
La causalidad universal de Dios, «en quien vivimos, nos
movemos y existimos» (Hch 17,28) tanto en el orden natural
como en el sobrenatural, es sin duda una de las verdades
más importantes de la razón y de la fe, y una de las más
ignoradas por los cristianos de hoy (Catecismo 318). Él
mueve los astros en sus órbitas, hace crecer las plantas, da
vida y movimiento a los animales, y, por supuesto, da ser,
vida y movimiento a los hombres, sus criaturas más
preciosas en el mundo visible.
Santo Tomás: «Dios es propiamente en todas las cosas la
causa del ser mismo en cuanto tal, que es en ellas lo más
íntimo de todo, y por tanto Dios obra en lo más íntimo de
todas las cosas» (Summa Theologicæ I,105,5). «En
cualquier género de causas, la causa primera es más causa
que la segunda, ya que la causa segunda no es causa sino
movida por la causa primera… Por tanto, el supremo Agente
actúa todas las acciones de los agentes inferiores,
moviéndolos todos a sus acciones propias» (CGentes 3,17).
Así pues, «no sólo recibimos de Dios la virtud de querer [la
voluntad libre], sino también la operación. Dios es por tanto
causa en nosotros no sólamente de la voluntad, sino
también de su querer» (ib. 3,84). Parece evidente que
aquello que «no tiene por sí mismo el ser, tampoco tiene
por sí solo el poder obrar» (In Sent. d.37, q.2 ad 2). Y si esto
es obvio en el plano natural, a fortiori lo es en el plano
sobre-natural.
Dios nos salva con la gracia habitual y nos asiste
siempre con sus gracias actuales. De ningún modo los
hombres en nuestros actos libres nos auto-excluímos de la
causalidad de Dios, que es universal.
«El hombre necesita para vivir rectamente un doble auxilio
[de Dios]. Por un lado, un don habitual [la gracia
santificante] por el cual la naturaleza caída sea restaurada
y, así restaurada [sanada y elevada], sea capaz de hacer
obras meritorias de vida eterna, que exceden las
posibilidades de la naturaleza. Y por otro lado, necesita el
auxilio de la gracia [actual] para ser movida por Dios a
obrar… ya que ningún ser creado puede producir cualquier
acto a no ser por la virtud de la moción divina» (STh
I,109,9). Por tanto, «la acción del Espíritu Santo, mediante la
cual nos mueve y protege, no se limita al efecto del don
habitual [gracia santificante, virtudes y dones], sino que
además nos mueve y protege juntamente con el Padre y el
Hijo» (I,105,5 ad 2m). Esta doctrina expresa la enseñanza
de la Biblia y de los Concilios, como ya vimos (61 y 68), en
la que se afirma que es Dios quien obra siempre en nosotros
y con nosotros el querer y el obrar el bien, y que es la gracia
la que causa la obediencia de nuestra voluntad (Flp 2,13;
Indículo, c. 6; Orange II, c. 6; Trento ses. 6,16). No parece,
pues, compatible con esa enseñanza la de Molina, según el
cual, infundido el hábito de la gracia, «es suficiente el
concurso general de Dios para realizar actos sobrenaturales
de fe», esperanza y caridad (Concordia q.14, a.13, resp.8).
La moción de Dios no suprime la libertad del hombre,
sino que la causa y activa. Es posible el pecado, la
resistencia a la gracia, en la medida en que Dios lo permite.
Y la docilidad del hombre a la gracia es un acto libre y
meritorio asistido por la gracia. Por eso, como enseña
Trento, «no puede decirse que el hombre mismo no hace
nada en absoluto al recibir aquella inspiración, puesto que
puede también rechazarla; pero tampoco sin la gracia de
Dios puede moverse, por su libre voluntad, a ser justo ante
Él» (ses.6, 5). Dice Santo Tomás: «Dios no nos justifica sin
nosotros, porque por el movimiento de la libertad, mientras
somos justificados, consentimos en la justicia de Dios. Sin
embargo, aquel movimiento no es causa de la gracia, sino
su efecto. Y por tanto toda la operación pertenece a la
gracia» (I-II,111, 2 ad 2m).
Y aquí lo explica más: «el libre albedrío es causa de su
propio movimiento, pues el hombre se mueve a sí mismo a
obrar por su libre albedrío. Ahora bien, la libertad no
requiere necesariamente que el sujeto libre sea la primera
causa de sí mismo; como tampoco se requiere para que una
causa sea causa de otra el que sea su causa primera. Dios
es la causa primera que mueve, tanto a la causas naturales
[no libres], como a las causas voluntarias [libres]. Y de igual
manera que al mover a las causas naturales no impide que
sus actos sean naturales, así al mover a la voluntarias
tampoco impide que sus acciones sean voluntarias [esto es,
libres], sino que más bien hace que lo sean, pues Él obra en
cada criatura según su propio modo de ser» (I,83,1 ad 3m).
La gracia es eficaz por sí misma, intrínsecamente. El
paso del teocentrismo cristiano bíblico y tradicional al
antropocentrismo moderno deja a la mayoría de los
cristianos ignorantes de esta verdad grandiosa. Cuántas
veces los creyentes, psicológicamente, se captan hoy a sí
mismos como si fueran causa de su ser, o como si al menos
fueran causa de su propio actuar.
Así pensaba Leonardo Leys, S. J., Lessius (1554-1623),
profesor en Lovaina, molinista puro, para quien el sí o el no
de la voluntad a la gracia «nace de la elección sola de la
libertad, y no de la diversidad del auxilio preveniente» de la
gracia («ex sola libertate illud discrimen oritur, ita ut non ex
diversitate auxilii prævenientis») (De gratia efficaci). Si así
fuera, la libertad humana es la que haría eficaz la gracia
divina.
La enseñanza de la Escritura y de los Concilios, ya
recordada (61 y 68), nos asegura que no es el acto
autónomo de la libertad el que da eficacia a la gracia, sino
que, como dice Trento, es «Cristo Jesús, como cabeza sobre
los miembros, quien continuamente (iugiter) influye su
virtud [gracia] sobre los justificados, virtud que antecede
siempre a sus buenas obras, las acompaña y sigue» (Sess.
6,16). De otro modo la Causa divina, primera y universal, no
sería también causa primera del acto libre del hombre, no
produciría todo el ser y todas las diferencias del ser. Y el
acto humano libre, lo más precioso del universo creado, le
quedaría substraído, y sólo tendría su causa en el hombre.
Lo cual es un gravísimo error filosófico y teológico.
Cito a dos Doctores de la Iglesia. San Roberto Belarmino, S.
J. (1542-1621), como ya vimos (62), condena como gran
error pensar que «la eficacia de la gracia se constituye por
el asentimiento y la cooperación humana». Y San Alfonso
María de Ligorio (1696-1787), afirma igualmente la
existencia de «la gracia intrínsecamente eficaz con la que
nosotros infaliblemente, aunque libremente, obramos el
bien… No puede negarse que San Agustín y Santo Tomás
han enseñado la doctrina de la eficacia de la gracia por sí
misma y por su propia naturaleza» (Tratado de la oración…
II p., cp. IV).
El dominico Billuart (1685-1757), señala las diversas
explicaciones teológicas de esta realidad, y concluye: «pero
que la gracia es eficaz por sí misma e intrínsecamente, lo
enseñamos los tomistas como un dogma teológico
íntimamente conexo con los principios de la fe…, y con
nosotros todas las escuelas, a excepción de la molinista»
(De Deo, dis. VIII, a.5). El padre Ch. Baumgartner, S. J.:
«siempre que obramos bien, la razón última no es la
elección humana, sino la elección y predilección divinas… Si
la gracia de Dios es eficaz, la razón última de esta eficacia
no puede venir del consentimiento del hombre, sino de la
voluntad y del amor de Dios» (La gracia de Cristo, Herder,
Barcelona 1968, 371, 396).
Solo Dios puede mover y cambiar infaliblemente la
libertad humana sin violentarla. «El corazón del rey,
como una corriente de agua, está en manos de Dios, que lo
puede dirigir a donde quiera» (Prov 21,1). La Escritura, los
Concilios, la Liturgia enseñan esta verdad con gran
frecuencia, concretamente en oraciones de petición.
Sin embargo, «algunos, que no entienden cómo Dios puede
causar la moción de la voluntad en nosotros sin lesionar la
libertad de la voluntad, interpretan mal [estas enseñanzas
de la Escritura], entendiendo que Dios causa en nosotros el
querer y el obrar en cuanto que causa en nosotros la virtud
de querer [virtutem volendi, la voluntad], pero no en cuanto
que nos haga querer eso o lo otro… Éstos resisten
evidentemente la enseñanza de las Sagradas Escrituras.
Isaías dice: “tú obras, Señor, en nosotros todo lo que
nosotros hacemos” (26,12). Por tanto, no sólamente
tenemos de Dios la virtud de la voluntad, sino también el
querer» (CGentes 3,84). «Dios, sin duda, mueve la voluntad
inmutablemente, por la eficacia de su fuerza motora; pero
por la naturaleza de la voluntad movida, que está abierta a
diversas acciones, no le impone una necesidad, sino que
permanece libre» (De malo 6 ad 3m).
Esta acción causal de Dios en la libertad humana es única.
«Solo Dios puede mover la voluntad como agente sin
violentarla» (CGentes 3,88); «solo Dios puede inclinar la
voluntad, cambiándola de esto a lo otro, según su voluntad»
(De veritate 22,9). Por eso cuando pedimos en la liturgia,
«mueve, Señor, los corazones de tus hijos» (dom. 34, T.
Ord.), no le suplicamos que violente nuestra libertad
personal, sino que por su gracia la libere de sus
cautividades, y de este modo «podamos libremente cumplir
su voluntad» (ib. 32).
Dios no ama igualmente a todos los hombres. Y si
alguien es más santo, es porque ha sido más amado
por Dios. Es evidente que las criaturas existen porque Dios
las ama: «Tú amas todo cuanto existe, y nada aborreces de
lo que has hecho, que no por odio hiciste cosa alguna» (Sab
11,25). También es evidente que entre los seres creados,
concretamente entre los hombres, hay unos mejores que
otros, hay unos que tienen más bienes que otros. ¿Y de
dónde viene que unas personas sean mucho más buenas
que otras? Del amor de Dios. Dios no ama igualmente a
todos los hombres. Y si uno es más bueno, es porque ha
sido más amado por Dios.
Recuerdo un principio previo. El amor de Dios es muy
diferente del amor de las criaturas. El amor de éstas es
causado por los bienes del objeto amado: «la voluntad del
hombre se mueve [a amar] por el bien que existe en las
cosas» o personas. Por el contrario, «de cualquier acto del
amor de Dios se sigue un bien causado en la criatura» (STh
I-II,110, 1).
El amor de Dios es infinitamente gratuito, es un amor
difusivo de su propia bondad: Dios ama porque Él es bueno.
Así la luz ilumina por su propia naturaleza luminosa, no por
la condición de los objetos iluminados. Y amando Dios a las
criaturas, causa en ellas todos los bienes que en ellas pueda
haber. Consecuentemente, si todos los hombres en alguna
medida han recibido bienes de Dios, aquellos que han
recibido más y mayores bienes los deben todos a un mayor
amor de Dios hacia ellos.
Los santos, en sus autobiografías, dan con frecuencia
testimonio agradecido de esta gran verdad, y a Dios
atribuyen todo el bien que ellos tienen, que ciertamente es
mucho mayor que el de otros hombres. «El Señor ha hecho
en mí maravillas» (Lc 1,49). «¿Qién es el que a ti te hace
preferible? ¿Qué tienes tú, que no hayas recibido?… Gracias
a Dios soy lo que soy» (1Cor 4,7; 15,10).
Por tanto, Dios no ama más a una persona porque sea más
perfecta y santa, sino que ésta es más santa y perfecta
porque ha sido más amada por Dios. Esta verdad es
constantemente proclamada en la Escritura. En ella
resplandece el amor especial de Dios por su pueblo elegido,
Israel, «el más pequeño» de todos los pueblos (Dt 7,6-8);
por María, haciéndola inmaculada ya antes de nacer; por los
cristianos, «elegidos de Dios, santos, amados» (Col 3,12);
por «el discípulo amado», etc. Por eso Santo Tomás enseña
que,
«por parte del acto de la voluntad, Dios no ama más unas
cosas que otras, porque lo ama todo con un solo y simple
acto de voluntad, que no varía jamás. Pero por parte del
bien que se quiere para lo amado, en este sentido amamos
más a aquel para quien queremos un mayor bien, aunque la
intensidad del querer sea la misma… Así pues, es necesario
decir que Dios ama unas cosas más que a otras, porque
como su amor es causa de la bondad de los seres, no habría
unos mejores que otros si Dios no hubiese querido bienes
mayores para los primeros que para los segundos» (STh
I,20, 3). Es éste un principio teológico fundamental, que
aplica el santo Doctor al misterio de la predestinación (I,23,
4-5) y a toda su teología de la gracia (I-II,109-114).
Son muchos los cristianos que hoy ignoran estas grandes
verdades, pues casi nunca les son predicadas. Y por eso se
desconciertan cuando las oyen. Pero un cristiano que
apenas las conozca, conoce mal, muy mal, el misterio de
Dios y el de su gracia. Apenas entiende la maravilla
sobrenatural de la vida cristiana.

(72)
2. Santa Teresa del Niño Jesús. 1
–Bueno, a ver si con Santa Teresita acabamos de entenderlo.
–Así lo espero, con el favor de Dios.
Santa Teresa del Niño Jesús (1873-1897), nace en
Alençon, Francia, la última de nueve hermanos. Dios se
sirvió de sus padres, Luis José Martin y María Celia Guerin,
beatificados en 2008, y de sus hermanas para dar a Teresita
una educación cristiana de altísima calidad, que le hizo
crecer en el mundo de la gracia con una precocidad
extraordinaria.
A los 2 años toma ya «la resolución de hacerse monja», y a
los 3 decide «no rehusar nada al buen Dios», recibir siempre
su gracia. Ingresa en el Carmelo de Lisieux a los 15 años y
muere a los 24. Beata (1923), santa (1925), Patrona
universal de las misiones católicas, con San Francisco Javier
(1927), llega a ser Doctora de la Iglesia (1997). Su doctrina
espiritual se expresa fundamentalmente en sus Manuscritos
autobiográficos, escritos en tres cuadernos escolares, que
han sido distribuidos en once capítulos (I-XI). El cuaderno A
(1895, a su hermana, Hna. Inés de Jesús), el B (1986, a su
hermana, Hna. Mª del Sagrado Corazón) y el C (1987, a su
priora, M. María de Gonzaga). Son conocidos como La
historia de un alma. También son numerosas sus Cartas,
Poesías y Oraciones. Y del final de su vida tenemos las
Últimas conversaciones, anotadas por la Hna. Inés de Jesús.
El escrito que sigue viene a ser una antología de textos de
Santa Teresita sobre la acción de la gracia de Dios en ella. Y
quiera el Señor que los lectores que no hayan acabado de
entender la doctrina intelectual que hasta aquí he expuesto
sobre gracia-libertad, la entiendan por fin en la declaración
experiencial que hace de ella esta santa Doctora.
La distribución desigual que Dios hace de sus gracias,
tan claramente experimentada por Teresita en su propia
vida, es el primer tema que toca en su primer cuaderno, y
que desarrolla a lo largo de todos sus escritos. Bien podría
ella ser llamada Doctora de la gracia.
«Este es el misterio de mi vocación, el de toda mi vida: el
misterio, sobre todo, de los privilegios que Jesús ha
dispensado a mi alma. No a los que son dignos; Jesús llama
a los que quiere. O como dice S. Pablo: “Dios tiene
misericordia de quien quiere y tiene compasión de quien
quiere. No es, pues, obra ni del que quiere ni del que corre,
sino de Dios, que tiene misericordia” (Rm 9,15-16).
«Durante mucho tiempo estuve preguntándome a mí misma
por qué Dios tenía preferencias; por qué no todas las almas
recibían sus dones por igual. Era cosa que me maravillaba.
Al verle prodigar favores extraordinarios a los santos que le
habían ofendido –como S. Pablo, S. Agustín–, forzándoles,
por así decirlo, a recibir sus gracias; o bien, al leer la vida de
aquéllos a quienes Nuestro Señor colmaba de caricias desde
la cuna hasta el sepulcro, apartando de su camino todo lo
que fuese obstáculo para elevarse a él, y previniendo sus
almas con tales favores que no pudiesen empañar el brillo
inmaculado de su vestidura bautismal, me preguntaba a mí
misma por qué los pobres salvajes, por ejemplo, morían en
gran número sin siquiera haber oído pronunciar el nombre
de Dios».
«Jesús se dignó instruirme acerca de este misterio. Puso
ante mis ojos el libro de la naturaleza. Y comprendí que
todas las flores creadas por él son bellas», tanto una rosa
aromática y preciosa, como una mínima margarita. «Lo
mismo acontece en el mundo de las almas, que es el jardín
de Jesús. Él ha creado a los santos grandes, que pueden
compararse a las azucenas y a las rosas. Pero ha creado
también a otros más pequeños… La perfección consiste en
cumplir su voluntad, en ser lo que él quiere que seamos»
(I,2v-r).
Toda la vida de Teresita ha sido una obra maravillosa
de la gracia de Dios. «No es mi vida propiamente dicha lo
que voy a escribir, sino más bien mis pensamientos acerca
de las gracias que Dios se ha dignado concederme»…
«La Flor [la Florecilla de Jesús] que va a contar su historia se
complace en hacer públicas las delicadezas, totalmente
gratuitas, de Jesús. Reconoce que nada había en ella capaz
de atraer sobre sí las divinas miradas del Señor, y que sólo
su misericordia ha obrado todo lo bueno que hay en ella. Él
la hizo nacer en una tierra santa… Él la quiso precedida de
ocho azucenas… Él, en su amor, tuvo a bien preservar a su
Florecilla del aliento envenenado del mundo. Apenas
empezaba a abrirse su corola, cuando este divino Salvador
la trasplantó a la Montaña del Carmelo»… (I,3v). Sólo
escribo «lo que Dios ha hecho por mí» (I,4r).
Un natural malo y una educación excelente. El don de
la gracia de Dios no actúa en Teresita sobre un don de
naturaleza sana y excelente. Todo lo contrario. Ella misma
se describe con una niña hipersensible, dada a llorar, con un
enorme amor propio, y atacada a veces por unas rabietas
de intensidad anormal. Transcribe de una carta de su
madre:
«Cuando las cosas no salen a su gusto, se revuelca por el
suelo como una desesperada, creyéndolo todo perdido. Hay
momentos en que la contrariedad la vence, y entonces
hasta parece que va a ahogarse. Es una niña muy nerviosa»
(I,8r). Narra también la terrible rabieta que una vez tuvo
contra la criada Victoria (II,15v-16r).
La gracia divina concedió, por el contrario, a Teresa una
excepcional educación cristiana. «Dios se ha complacido en
rodearme siempre de amor» (I,4v). Recordaré sólo algunos
detalles muy significativos. Su hermana Paulina, por gracia
de Dios, le obligaba en ocasiones a ejercitarse en ciertos
vencimientos, como a vencer el miedo a quedarse a oscuras
sola de noche: «considero una gracia muy señalada el que
me acostumbráseis, Madre mía querida, a vencer mis
temores» (II,18v). A los seis o siete años, yendo con su
padre de paseo, un señor y una señora que les saludaron
dijeron cortesmente que la niña «era muy guapa. Papá les
contestó que sí: pero me di cuenta de que por señas les
decía que no me dirigiesen alabanzas» (II,21v).
Muy lectora, la gracia de Dios le libró de malas lecturas. «No
sabía jugar, pero me gustaba la lectura; me hubiera pasado
la vida leyendo. Gracias a Dios, tenía en la tierra ángeles
para guiarme; cuidaban de escogerme los libros… Nunca
permitió Dios que leyese uno solo capaz de hacerme daño.
Es verdad que al leer ciertos relatos caballerescos, no
siempre percibía de momento la realidad de la vida; pero en
seguida me daba Dios a entender que la verdadera gloria
era la que duraba eternamente» (IV,31v-32r).
La gracia de la vocación la recibe de Dios con toda
certeza. A los nueve años «comprendí que el Carmelo era
el desierto adonde Dios quería que yo fuese a esconderme.
Lo comprendí con tan viva evidencia, que no quedó la
menor duda en mi corazón. No fue el sueño de una niña a
quien uno pueda llevar en pos de sí; fue la certeza de una
llamada divina» (III,26r).
Tuvo no pocas penas en su infancia y adolescencia. «Dios,
que deseaba sin duda purificarme y sobre todo humillarme,
permitió que aquel martirio íntimo durase hasta mi entrada
en el Carmelo, donde el Padre de nuestras almas barrió
como con la mano todas mis dudas… Si Dios permitió al
demonio acercarse a mí, me enviaba también ángeles
visibles que me ayudaban» (III,28v-29r).
A los diez años pasó una misteriosa enfermedad, con unos
dolores de cabeza y delirios, que parecían fingidos. Su
padre, viéndola tan mal, entregó varias monedas de oro
para que se ofrecieran misas por ella en Nuestra Señora de
las Victorias, en el santuario de París. «Se necesitaba un
milagro, y fue Nuestra Señora de las Victorias quien lo
obró… De repente, la Santísima Virgen me pareció hermosa,
tan hermosa que nunca había visto nada tan bello… Pero lo
que me llegó hasta el fondo del alma fue la encantadora
sonrisa de la Santísima Virgen» (III,30r). Con este gozo,
quedó curada. Unos años más tarde, en 1887, visitando en
París ese santuario, «la Santísima Virgen me dió a entender
claramente que había sido ella, en verdad, quien me había
sonreído y curado» (VI,56v).
Santa muy oculta y muy popular. No pocos santos, ya en
vida, han sido reconocidos como santos. Pero no fue así en
el caso de Santa Teresita. Cuando murió, no había en su
comunidad conciencia de que habían convivido con una
gran santa. Sólo lo fueron descubriendo al leer sus
cuadernos biográficos. El Señor le reveló interiormente esta
gracia. La que había de venir a ser una de las santas más
populares de nuestro tiempo, hasta hoy, en vida pasó oculta
e inadvertida.
«Recibí una gracia que siempre he considerado como una
de las mayores de mi vida, pues en aquella edad no recibía
aún las luces divinas de que ahora me veo inundada… Dios
me hizo comprender que mi gloria quedaría oculta a los ojos
de los mortales, y que consistiría en llegar a ser una gran
Santa… Este deseo podría parecer temerario, teniendo en
cuenta lo débil e imperfecta que yo era –y aún lo soy ahora,
después de siete años vividos en religión–. No obstante, sigo
sintiendo hoy la misma confianza audaz de llegar a ser una
gran Santa, pues no me apoyo en mis méritos –no tengo
ninguno–, sino en Aquél que es la Virtud y la misma
Santidad. El solo, contentándose con mis débiles esfuerzos,
me elevará hasta sí, y colmándome de sus méritos infinitos,
me hará Santa» (IV,32r; subrayados suyos).
A los once años se preparó cuidadosamente a la primera
comunión, con la ayuda de María, su hermana: «ella me
indicaba el medio para llegar a ser santa por la fidelidad en
las más pequeñas cosas» (IV,33r). Es el santo camino ya
enseñado por San Francisco de Sales, Bossuet, Jean Pierre
de Caussade, S.J. y otros maestros espirituales de la escuela
francesa.
Por entonces, dice Teresita, el Señor encendió en su corazón
«un gran deseo de sufrir, quedando al mismo tiempo
convencida de que Jesús me tenía reservadas un gran
número de cruces. Al instante me hallé inundada de tan
grandes consolaciones, que las considero como una de las
gracias más extraordinarias que he recibido en mi vida…
Experimenté también el deseo de no amar más que a Dios,
de no hallar alegría fuera de él. Con frecuencia repetía en
mis comuniones las palabras de la Imitación [del Kempis]:
“¡oh Jesús, dulzura inefable! Cambiadme en amargura todas
las consolaciones de la tierra”. Esta oración brotaba de mis
labios sin esfuerzo, sin violencia; me parecía repetirla, no
por voluntad propia, sino como una niña que repite las
palabras que una persona amiga le inspira» (IV,36r-v). La
gracia de Dios obrando en ella y con ella.
La gracia hace que todo en Teresa, también sus
deficiencias, sea para su bien. Todo es para el bien de
quienes aman a Dios (Rm 8,28). Muy precoz en lecturas y
pensamientos, era torpe en labores manuales y en el trato
con las otras niñas. Era muy distinta de ellas, y aunque
quería conseguir su aprecio, no lo conseguía.
«Ahora considero todo aquello como una gracia de Dios, el
cual, queriendo sólo para sí mi corazón, escuchaba ya mi
súplica “cambiando en amargura las consolaciones de la
tierra”. Tanta mayor necesidad tenía yo de ello cuanto que,
seguramente, no hubiera permanecido insensible a las
alabanzas». Carecía, confiesa, «de habilidad para ganarme
las simpatías de las criaturas. ¡Dichosa falta de habilidad!
¡Cuántos y cuán grandes males me ha evitado! (IV,37v-38r).
«Doy gracias a Jesús por haber permitido que sólo hallase
amargura en las amistades de la tierra. Con un corazón
como el mío, me hubiera dejado prender y cortar las alas. Y
entonces ¿cómo habría podido “volar y descansar” [Sal
54,6]?… Jesús conocía lo débil que yo era, para exponerme
a la tentación… Yo sólo encontré amargura donde otras
almas más fuertes que la mía encuentran gozo, aunque
renuncian a él porque son fieles» (IV,38v).
«No es, por tanto, mérito mío, ni mucho menos, el haberme
visto libre del amor a las criaturas, pues sólo la gran
misericordia del Buen Dios me preservó de él. De faltarme
el Señor, reconozco que hubiera podido caer tan bajo como
Santa María Magdalena. Sí, ya sé por las palabras de
Nuestro Señor a Simón que “aquél a quien menos se le
perdona, menos ama” [Lc VII,47]; pero esas profundas
palabras resuenan con inmensa dulzura en mi alma, porque
sé también que Jesús me ha perdonado más a mí que a la
Magdalena, puesto que me ha perdonado de antemano,
impidiéndome caer». Obró Dios con Santa Teresita como un
médico que, más que curar a su hija de una caída, se
adelanta a quitar la piedra del camino para que no se caiga
(IV,38v).
«Si mi corazón no hubiese sido dirigido hacia Dios desde su
primer despertar, si el mundo me hubiera sonreído desde mi
entrada en la vida, ¿qué habría sido de mí?… ¡Con cuánta
gratitud canto las misericordias del Señor! Cumpliendo las
palabras de la Sabiduría, ¿no me “retiró Él del mundo antes
de que su malicia corrompiese mi espíritu y sus apariencias
engañosas sedujesen mi alma” [Sab 4,11]?» (IV,40r).
El Señor «quiso llamarme a mí [al Carmelo] antes que a
Celina [que era mayor que ella], y ella merecía mejor que
yo, ciertamente, este favor. Pero Jesús sabía cuán débil era
yo, y por eso me escondió primero en las cavernas de la
piedra [Cantar 2,14; Ex 33,22]» (IV,44r). «Si el cielo me
colmaba de gracias, no era debido, ciertamente, a mis
méritos, pues era aún muy imperfecta» (V,44r).
De la fragilidad sufriente a la fortaleza alegre. Por
temperamento, por sí misma, Santa Teresita era muy débil
en sus sentimientos, muy frágil y vulnerable. Era una
sufridora.
«Realmente en todo hallaba motivo de aflicción.
Exactamente todo lo contrario de lo que me pasa ahora,
pues Dios me ha concedido la gracia de no apenarme por
ninguna cosa pasajera. Cuando me acuerdo del tiempo
pasado, mi gratitud se desborda en mi alma viendo los
favores que he recibido del cielo. Se ha obrado en mí tal
cambio, que ni yo misma me reconozco. Deseaba, es
verdad, alcanzar la gracia de “tener un dominio absoluto
sobre mis acciones, ser su dueña, no su esclava”. Estas
palabras de la Imitación me impresionaban profundamente.
Pero sólo con el tiempo y a costa de deseos, por decirlo así,
llegaría a obtener esta gracia inestimable. Entonces no era
más que una niña que no parecía tener voluntad propia; lo
cual hacía pensar a las personas de Alençon que era de
carácter débil» (IV,43r-v).
«Verdaderamente, mi extremada sensibilidad me hacía
insoportable. Si me acontecía disgustar involuntariamente a
alguna persona querida, lloraba como una Magdalena… Y
cuando empezaba a consolarme de la falta en sí misma,
lloraba por haber llorado. Eran inútiles todos los
razonamientos; no conseguía corregir tan feo defecto»
(V,44v). ¿Cómo iba a entrar ella así en el Carmelo?…
Necesitaba un cambio, una gracia especial. Distingue Santo
Tomás entre gracia operante y gracia cooperante: «la
primera depende de la gracia sola, mientras que la segunda
de la gracia y del libre albedrío» (STh III,86, 4 ad 2m). Pues
bien, el Señor concedió entonces a Teresita, según ella
misma lo describe, una gracia operante maravillosa:
«Era necesario que Dios obrase un pequeño milagro para
hacerme crecer en un momento. Y el milagro lo realizó el día
inolvidable de Navidad… La noche en que Él se hace débil y
paciente por mi amor, a mí me hizo fuerte y valerosa. Me
revistió de sus armas. Desde aquella noche bendita nunca
más fui vencida en ningún combate. Por el contrario,
marché de victoria en victoria. Comencé, por decirlo así,
“una carrera de gigante” [Sal 18,5]… Fue el 25 de diciembre
de 1886 [a los 13 años] cuando se me concedió la gracia de
salir de mi infancia; en otras palabras, la gracia de mi
completa conversión… Teresa ya no era la misma. Jesús
había cambiado su corazón» (V,44v-45r).
Continuará, con el favor de Dios.

(73)

3. Santa Teresa del Niño Jesús. 2


–Y yo que pensaba que Santa Teresita era una santita para
beatas e ignorantes…
–Ahí se ve qué profundo es el pozo de su propia ignorancia.
Seguimos contemplando el misterio de la gracia y la libertad
en los Manuscritos autobiográficos de Santa Teresa del Niño
Jesús.
El Señor le concede la gracia del celo apostólico en
aquella misma noche de Navidad, en la que la llorona fue
fortalecida para siempre. Cuando tenía trece años.
«Aquella noche luminosa comenzó el tercer período de mi
vida, el más hermoso de todos, el más lleno de gracias del
cielo. La obra que yo no había conseguido realizar en diez
años, Jesús la consumó en un instante, contentándose con
mi buena voluntad, que por cierto, nunca me había faltado.
Yo podía decirle como los apóstoles: “Señor, he estado
pescando toda la noche sin coger nada” [Lc 5,5]. Más
misericordioso conmigo que con sus discípulos, Jesús mismo
cogió la red, la echó, y la sacó llena de peces. Hizo de mí un
pescador de almas. Sentí un gran deseo de trabajar por la
conversión de los pecadores, deseo que nunca hasta
entonces había sentido tan fuertemente. Sentí, en una
palabra, que entraba en mi corazón la caridad, la obligación
de olvidarme de mí misma por complacer a los demás.
Desde entonces fui dichosa… El mismo grito de Jesús en la
cruz, “¡tengo sed!” [Jn 19,28] resonaba continuamente en
mi corazón… Yo misma me sentía devorada por la sed de las
almas. No eran todavía las almas de los sacerdotes las que
me atraían, sino la de los grandes pecadores. Me abrasaba
el deseo de librarlas del fuego eterno» (V,45v).
Jesús mismo va formando a la futura Doctora de la
Iglesia. Por esos años le vino a Teresita el ansia de saber,
sobre todo en temas de historia y de ciencias. Pero pronto le
hizo ver el Señor que «aquello no era más que vanidad y
aflicción de espíritu [+Eccl 2,11]» (V,46v).
«Me hallaba en la edad más peligrosa para las jóvenes. Pero
Dios realizó en mí lo que cuenta Ezequiel en sus profecías
[16,8-13]: “pasando a mi lado, Jesús vió que era llegado
para mí el tiempo de ser amada… Extendió sobre mí su
manto, me lavó con preciosos perfumes, me vistió ropas
bordadas… Me alimentó con la más pura harina, con miel y
aceite en abundancia… Todo esto me tornó bella a sus ojos,
y él hizo de mí una reina poderosa”. Sí, todo esto hizo Jesús
conmigo…
«Desde hacía mucho tiempo me alimentaba con “la pura
harina” contenida en la Imitación. Fue éste el único libro que
aprovechó a mi alma, pues aún no había hallado los tesoros
escondidos en el Evangelio… A los catorce años, con mis
vivos deseos de saber, Dios creyó oportuno añadir a “la
pura harina”, “miel y aceite en abundancia”… Me los
proporcionó en las conferencias del señor Abate Arminjon
sobre El fin del mundo presente y los misterios de la vida
futura… Aquella lectura fue también una de las mayores
gracias que he recibido en mi vida» (V,47r-v).
Celina y Teresa, con todo esto, se van preparando para su
ingreso en el Carmelo. «Sí, seguíamos ligeras las huellas de
Jesús. Las centellas de amor que él sembraba a manos
llenas en nuestras almas… hacían desaparecer a nuestros
ojos las cosas pasajeras, y de nuestros labios brotaban
aspiraciones de amor inspiradas por él… Creo que
recibíamos gracias de un orden tan elevado como las
concedidas a los grandes santos… El Amor nos hacía hallar
en la tierra a Aquél a quien buscábamos» (V,47v).
«Gracias tan grandes no podían quedar sin frutos… y el
renunciamiento se me hizo fácil aun en el instante primero.
Jesús dijo: “al que tiene se le dará más, y se hallará en la
abundancia” [Mt 13,12]. Por una gracia fielmente recibida,
Él me concedía una multitud de gracias nuevas. Se me
entregaba Él mismo en la Santa Comunión con mayor
frecuencia de la que yo me hubiera atrevido a esperar»
(V,48r-v).
Jesús mismo es su director espiritual. «Era mi camino
tan recto, tan luminoso, que no necesitaba por guía más
que a Jesús. Comparaba a los directores espirituales con los
espejos fieles que reflejaban a Jesús en las almas, y
pensaba que en mi caso Dios no se servía de intermediarios,
sino que obraba directamente… Porque era pequeña y débil,
se abajaba hasta mí y me instruía secretamente en las
cosas de su amor. ¡Ah! si los sabios que vivieron entregados
al estudio me hubieran examinado, ciertamente habrían
quedado sorprendidos al ver a una niña de catorce años
penetrar los secretos de la perfección, secretos que toda su
ciencia no sería capaz de descubrirles nunca, porque para
poseerlos es necesario ser pobre de espíritu» (V,48v).
Por pura gracia de Dios entra Teresita en el Carmelo.
Todo, comenzando por su edad, quince años, se mostraba
en contra. Las gestiones realizadas por quienes apoyaban
su intento, todas quedaban en nada. «No hallaba ayuda
alguna en la tierra, la cual me parecía un desierto árido y sin
agua [Sal 62,2]. Sólo en Dios tenía puesta mi esperanza»
(VI,66r). Y esta esperanza no le llevaba a una pasividad
inerte –la esperanza es una virtus, una fuerza–, sino que,
por el contrario, la llenaba de audacia, y superando su
timidez, la hacía llegar hasta el mismo Papa León XIII (20-XI-
1887).
Finalmente, «a pesar de todos los obstáculos, se realizó lo
que Dios quiso. No permitió el Señor a las criaturas hacer lo
que ellas querían, sino lo que quería él» (VI,64r). Y aunque
la superiora del Carmelo de Lisieux no quería admitirla, para
que no se juntasen en comunidad tres hermanas de sangre,
«Dios, que tiene en su mano el corazón de las criaturas y lo
maneja como quiere, cambió las disposiciones de dicha
religiosa» (VIII,82v), y finalmente pudo ingresar en abril de
1888. «Así obró Jesús con su Teresita. Después de haberla
probado durante mucho tiempo, colmó todos los deseos de
su corazón» (VI, 67v).
«¡Las ilusiones! Dios me concedió la gracia de no llevar
ninguna [ilusión] al Carmelo. Hallé la vida religiosa tal y
como me la había figurado. Ningún sacrificio me extrañó…
Jesús me hizo comprender que las almas me las quería dar
por medio de la cruz. Y mi anhelo de sufrir creció con el
sufrimiento mismo» (VII,69v). La Priora, Madre María de
Gonzaga, se mostró desde el principio muy severa con ella.
«Y fue ésta una gracia inapreciable. ¡Cómo obraba Dios
visiblemente en la que estaba en su lugar! ¿Qué hubiera
sido de mí si, como creían las personas del mundo, yo
hubiese sido el juguete de la Comunidad?» (VII,70v).
La Hna. Teresa confiesa que todavía estaba algo apegada al
uso de las cosas bonitas. Pero «mi Director [Jesús] soportó
aquello con paciencia, pues no acostumbra a dirigir a las
almas enseñándoles todo a un tiempo. Suele ir concediendo
poco a poco sus luces… No tardé en convencerme de que
cuanto más adelanta uno en este camino [de la perfección]
más lejos se cree del término. Por eso ahora me resigno a
verme siempre imperfecta, y encuentro en ello mi alegría»
(VII,74r).
Muy pronto, sin embargo, Jesús quiso librarla de esos
pequeños apegos y le dió grandes luces sobre la pobreza,
haciéndole entender que ella «consiste no sólo en verse una
privada de las cosas agradables, sino también de las
indispensables. Así fue como, en medio de las tinieblas
exteriores, el Señor me iluminó interiormente» (ib.).
Dios le da la gracia de amar mucho la mortificación.
Ella confiesa que cuando vivía en su casa familiar estaba
«muy lejos de parecerme a esas hermosas almas que desde
su infancia practicaron toda clase de mortificaciones. Yo no
sentía por ellas ningún atractivo. Sin duda, aquello era
debido a mi cobardía… Mis mortificaciones consistían en
quebrantar mi voluntad, siempre dispuesta a salirse con la
suya; en callar una palabra de réplica, en prestar pequeños
servicios sin hacerlos valer, en no apoyar la espalda cuando
estaba sentada, etc. etc.» (VI,68v). Desde niña, como ya
vimos, había sido enseñada a buscar la santidad en «la
fidelidad en las más pequeñas cosas» (IV,33v).
Ya en el Carmelo, igualmente, «me dedicaba especialmente
a la práctica de las pequeñas virtudes, por no serme fácil
practicar las grandes. Así, por ejemplo, me gustaba doblar
las capas que olvidaban las Hermanas, y prestar a éstas los
pequeños servicios que podía. Me fue dado también un gran
amor a la mortificación. Y este amor era tanto más grande,
cuanto menos era lo que me permitían hacer para
satisfacerlo… De haber obtenido permiso para hacer
muchas penitencias, de seguro que mi ardor no hubiera
durado gran cosa. Las solas que me concedían, sin yo
pedirlas, era mortificar mi amor propio, lo cual me
aprovechaba mucho más que las penitencias corporales»
(VII,74v).
Teresa siempre se mueve movida por Jesús. «Sin mí no
podéis hacer nada» (Jn 15,5). Sabemos –es de fe– que la
gracia habitual potencia al hombre para actos
sobrenaturales, meritorios de vida eterna. Pero también
sabemos que las gracias actuales del Señor le activan
siempre para el bien. Esta doctrina, como ya lo expuse, es la
más conforme con la Escritura, el Magisterio conciliar y la
experiencia de los santos: «Dios, cuantas veces obramos
bien, para que obremos, obra en nosotros y con nosotros»
(Orange II, Denz. 379; cf. Trento ib.1546; STh I-II,109, 9).
Pues bien, Santa Teresa del Niño Jesús, al dar testimonio de
su experiencia espiritual, confirma continuamente en sus
escritos esa doctrina.
Por ejemplo, con ocasión de su Profesión religiosa, en
septiembre de 1890, ella declara: «he observado con
frecuencia que Jesús no quiere darme nunca provisiones. Me
alimenta instante por instante con un manjar recién hecho.
Lo encuentro en mí sin saber cómo ni de dónde viene. Creo,
sencillamente, que es Jesús mismo, escondido en el fondo
de mi pobrecito corazón, quien obra en mí, dándome a
entender en cada momento lo que quiere que yo haga»
(VIII,76r). «Sí, lo sé; cuando soy caritativa, es únicamente
Jesús quien actúa en mí» (X,12v). «Ya no vivo yo; es Cristo
quien vive en mí» (Gál 2,20).
Ella obra el bien cuando Jesús lo obra en ella y con ella; pero
sin Él, no puede nada. Podemos comprobarlo, p.ej., en esta
anécdota. Al tomar el velo religioso, se dolió mucho por la
ausencia de su padre, recogido en una Casa de Salud.
«Aquel día Jesús permitió que no fuese capaz de contener
mis lágrimas… De hecho, había yo soportado otras pruebas
mucho mayores sin llorar; pero era por haberme hallado
asistida de una gracia poderosa. Por el contrario, el día 24,
Jesús me dejó abandonada a mis propias fuerzas, y
demostré cuán pequeñas eran» (VIII,77r).
Jesús le da santos deseos y le da luego su fuerza para
obrarlos. Todo es don de su gracia. «¡Qué misericordioso
ha sido el camino por donde Dios me ha llevado siempre.
Nunca me ha hecho desear cosa que luego no me haya
concedido» (VII,71r). Lo repite muchas veces en sus
escritos. Dios «no ha querido que tuviese un solo deseo sin
verlo inmediatamente satisfecho» (VIII,81r). «El Señor es
tan bueno conmigo que me es imposible tenerle miedo.
Siempre me ha dado lo que he querido, o mejor, siempre
me ha hecho desear lo que pensaba darme» (XI,31r).
«¡Ah, cuántos motivos tengo para dar gracias a Jesús por
haber tenido a bien colmar todos mis deseos! Al presente no
tengo ya ningún deseo, si no es el de amar a Jesús con
locura… Mis deseos infantiles han desaparecido… Ya no
deseo ni el sufrimiento ni la muerte, aunque sigo
amándolos: el amor es lo único que me atrae… Al presente,
sólo el abandono me guía, no tengo otra brújula» (VIII,82v).
Abandono, puro amor y ninguna voluntad propia. Ya
Santa Teresita no quiere nada por su propia voluntad. Quiere
no más, no menos, ni otra cosa, que aquello que Dios
concretamente quiera obrar en ella. En la navidad de 1887,
en una barquita que en su habitación lleva al Niño Jesús
dormido, lee una sola palabra: «abandono» (VI, 68r). Ahora,
en el Carmelo, con la muerte de los deseos infantiles, ya
Teresa no quiere nada: «sólo el abandono es mi guía… Ya no
me es posible pedir nada con ardor, excepto el
cumplimiento perfecto de la voluntad de Dios sobre mi
alma, sin que las criaturas puedan ponerle obstáculos… “Ya
sólo en amar es mi ejercicio” [San Juan de la Cruz, Cántico
28])» (VIII,83r). Y en este abandono total halla Teresita su
paz y su alegría. «Tanto en las cosas pequeñas como en las
grandes Dios da el céntuplo en esta vida a las almas que
todo lo han abandonado por su amor» (VIII,81v).
Jesús quiere lo que quiere Teresa, pues ella ya no quiere sino
la voluntad de Jesús. «Siempre me ha dado lo que he
querido, o mejor, siempre me ha hecho desear lo que
pensaba darme» (XI,31r).

(74)

4. Santa Teresa del Niño Jesús. 3


–Esta Santa pequeñita es una Santa pero que muy grande.
–Coincide usted con el Papa San Pío X: es «la santa más
grande de los tiempos modernos». Y la más joven de los
treinta y tres doctores de la Iglesia, pues murió a los
veinticuatro años.
Continuamos contemplando en Santa Teresita la obra
maravillosa de la gracia de Dios.
Santificada con mediaciones escasas. Algunas
expresiones de Santa Teresita son sumamente audaces, y
ella es consciente de ello. «Tal vez juzguéis exageradas mis
expresiones… Pero yo os aseguro que en mi pequeña alma
no hay exageración alguna; todo en ella está tranquilo y
sereno. Al escribir, me dirijo a Jesús y le hablo a él; así me
resulta más fácil expresar mis pensamientos» (IX,1v).
La gracia de Dios obra en ella maravillas en la Eucaristía, los
sacramentos, en su familia, en la observancia fiel de la vida
en el Carmelo, etc. Pero aparte de esos medios
fundamentales, se sirve de medios muy escasos. No tiene
director espiritual, tampoco lee muchos libros, fuera de los
santos Maestros carmelitas. Tiene una especie de
inapetencia crónica para leer diversos libros que la
biblioteca del monasterio le ofrece.
«En medio de esta mi impotencia, la Sagrada Escritura y la
Imitación de Cristo vienen en mi ayuda. En ellos encuentro
un alimento sólido y completamente puro. Pero lo que me
sustenta en la oración es por encima de todo el Evangelio.
En él encuentro todo lo que necesita mi pobre alma.
Siempre descubro en él nuevas luces de sentidos ocultos y
misteriosos. Comprendo, y sé por experiencia, que “el reino
de Dios está dentro de nosotros” [Lc 17,21]. Jesús no tiene
necesidad de libros ni de doctores para instruir a las almas.
El es el Doctor de los doctores. Enseña sin ruido de
palabras. Nunca le oigo hablar, pero sé que está dentro de
mí. Me guía, y me inspira en cada instante lo que debo decir
o hacer. Justamente en el momento que las necesito [no
antes, no le da nunca provisiones], me hallo en posesión de
luces cuya existencia ni siquiera habría sospechado. Y no es
precisamente en la oración donde se me comunican
abundantemente tales ilustraciones; las más de las veces es
en medio de las ocupaciones del día…» (VIII,83rv).
Privilegiada inmensamente por el amor de Dios
misericordioso. A su hermana Paulina, la que más influyó
en su educación cristiana de niña y adolescente, y ahora su
Priora del Carmelo, M. Inés de Jesús, le confiesa: «¡Oh,
Madre mía querida! Después de tantas gracias ¿no podré yo
cantar con el salmista: “El Señor es bueno y eterna es su
misericordia” [Sal 117,1]?…. Creo que si las demás criaturas
gozasen de las mismas gracias que yo, Dios no sería temido
de nadie, sino amado con locura. Y amándole, no
temiéndole, ninguna alma llegaría a ofenderle…
Comprendo, sin embargo, que no todas las almas pueden
parecerse. Es necesario que haya diferentes modelos, a fin
de honrar especialmente cada una de las perfecciones de
Dios. A mí me ha dado su misericordia infinita, y a través de
ella contemplo y adoro las demás perfecciones divinas. Así,
todas se me presentan radiantes de amor. Hasta la Justicia –
y tal vez ella más que ninguna otra– me parece revestida de
amor» (VIII,83v).
«Vos conocéis los ríos, o mejor, los océanos de gracia que
han inundado mi alma… Siento que el Amor me penetra y
me rodea. Me parece que ese Amor Misericordioso renueva
y purifica a cada instante mi alma, no dejando en ella traza
de pecado. Por eso, no puedo temer el purgatorio. Sé que
por mí misma ni siquiera merecería entrar en ese lugar de
expiación, al que sólo tienen acceso las almas santas. Pero
sé también que el fuego del Amor es más santificante que el
purgatorio. Sé que Jesús no puede desearnos sufrimientos
inútiles, y que no me inspiraría los deseos que siento si no
estuviese dispuesto a colmarlos» (VIII,84r).
«Madre mía: Jesús ha concedido a vuestra hija la gracia de
penetrar las misteriosas profundidades de la caridad. Si me
fuese posible expresar todo lo que me es dado a entender,
oiríais una melodía celestial» (XI,18v). «¡Oh Jesús mío! Tal
vez sea una ilusión, pero creo que no podéis colmar a un
alma de más amor del que habéis colmado la mía. Por eso
me atrevo a pediros que améis a los que me disteis como
me amáis a mí misma» (XI,35r)… «Pido a Jesús que me
atraiga a las llamas de su amor, que me una tan
estrechamente a sí que sea él quien viva y obre en mí». El
Amor divino hará en Teresita y con ella todas las obras que
quiera, «porque un alma abrasada de amor no puede
permanecer inactiva» (XI,36r). Y sin embargo…
Noche oscura, ausencia habitual de consolaciones
sensibles. «No creáis que nado en medio de las
consolaciones. ¡Oh no! Mi consolación es no tenerla en la
tierra [Es la gracia especial que pidió en su primera
comunión, haciendo suya una frase de la Imitación
IV,16,2]».(IX,1r). El Señor «permitió que mi alma se viese
invadida por las más densas tinieblas… Y esta prueba no
debía durar sólo unos días o unas semanas: no se extinguirá
hasta la hora marcada por Dios… y esa hora no ha sonado
todavía. Quisiera poder expresar lo que siento, pero, ¡ay!,
creo que es imposible. Es preciso haber peregrinado por
este negro túnel para comprender su oscuridad» (X,5v).
«Madre querida, tal vez os parezca que exagero la congoja
de mi alma. De hecho, si me juzgáis por los sentimientos
que expreso en las poesías que he compuesto este año, os
debo parecer un alma llena de consolaciones, para quien
casi se ha rasgado el velo de la fe».
«Y sin embargo, no es ya un velo, es un muro que se eleva
hasta el cielo y me oculta el firmamento estrellado. Cuando
canto la felicidad del cielo, la eterna posesión de Dios, no
experimento alegría alguna, porque canto simplemente lo
que deseo creer. Algunas veces, es verdad, un pequeñito
rayo de sol viene a esclarecer mis tinieblas; entonces la
prueba cesa por un instante. Pero inmediatamente, el
recuerdo que trae consigo este rayo de luz, en lugar de
causarme gozo, hace aún más espesas mis tinieblas. Nunca
había experimentado como ahora qué dulce y
misericordioso es el Señor. No me mandó este martirio
interior antes, sino en el momento en que me encuentro con
fuerzas para soportarlo, pues de haber sido antes, creo que
me hubiera hundido en el desaliento. Al presente, este
tormento limpia todo lo que de satisfacción natural pudiera
haber en el deseo que tengo del cielo. Me parece que ahora
ya nada me impide volar, pues no tengo grandes deseos,
excepto el de amar hasta morir de amor (9 de junio
[1895])» (X,7v).
El Señor le muestra su vocación personal: ser el amor
en la Iglesia. Santa Teresita, aunque era tan consciente de
su pequeñez y debilidad, confiesa con todo atrevimiento:
«Ser tu esposa, Jesús, ser carmelita, ser por mi unión
contigo madre de almas, debería bastarme… Pero no es
así… Yo siento en mí otras vocaciones. Siento la vocación de
guerrero, de sacerdote, de apóstol, de doctor, de mártir…
Siento en mí la vocación de sacerdote… ¡Oh, Jesús, amor
mío, vida mía! ¿cómo hermanar estos contrastes? ¿Como
realizar los deseos de mi alma pobrecita? Tengo vocación de
apóstol, quisiera recorrer la tierra, plantar tu cruz gloriosa
en tierra infiel. Pero, Amado mío, una sola misión no sería
suficiente para mí. Quisiera anunciar el Evangelio al mismo
tiempo en las cinco partes del mundo… Quisiera ser
misionero, y no sólo durante algunos años, sino haberlo sido
desde la creación del mundo y seguir siéndolo hasta la
consumación del mundo» (IX, 10v).
Así escribía en su celda la que sería, con toda razón, Patrona
universal de las misiones católicas… «¡Jesús, Jesús! ¿qué
responderás a todas mis locuras? ¿Hay acaso un alma más
pequeña e impotente que la mía? Y no obstante fue
precisamente esta mi debilidad la que te movió siempre, oh
Señor, a colmar mis pequeños deseos, y la que te mueve
hoy a colmar otros deseos míos más grandes que el
universo» (IX,3r). Una vez más, el Señor responde a los
deseos que en ella había infundido, mostrándole el himno
paulino de la caridad, 1 Corintios, 12-13:
«Por fin había encontrado el descanso para mi alma…
Considerando el cuerpo místico de la Iglesia, no me había
reconocido en ninguno de los miembros descritos por San
Pablo; o mejor dicho, creía reconocerme en todos. La
caridad me dió la clave de mi vocación… Comprendí que la
Iglesia tenía un corazón, y que ese corazón estaba ardiendo
de amor… Comprendí que el amor encierra todas las
vocaciones, que el amor lo es todo, que el amor abarca
todos los tiempos y todos los lugares, en una palabra, que el
amor es eterno. Entonces, en un transporte de alegría
delirante, exclamé: ¡Oh, Jesús, amor mío! Por fin he
encontrado mi vocación; mi vocación es el amor. Sí, he
hallado mi lugar en la Iglesia. Dios mío, vos mismo me lo
habéis enseñado. En el corazón de la Iglesia, mi Madre, yo
seré el amor. Así lo seré todo, así mi sueño se verá
realizado» (IX,3v).
Un caminito humilde santo y santificante para los
pequeños. Y para todos. «Siempre he deseado ser una
santa», confiesa Santa Teresita, al mismo tiempo que
declara su pequeñez y debilidad tan grandes. Y el ser
consciente de su mínima condición personal, «en vez de
desanimarme, siempre que lo he pensado, me ha llevado a
esta reflexión: Dios no puede inspirar deseos irrealizables.
Por lo tanto, a pesar de mi pequeñez, puedo aspirar a la
santidad. Crecer me es imposible. He de soportarme a mí
misma tal cual soy, con todas mis imperfecciones. Pero
quiero hallar el modo de ir al cielo por un caminito muy
recto, muy corto; por un caminito del todo nuevo (je veux
chercher le moyen d’aller au Ciel par une petite voie bien
droite, bien courte, una petite voie toute nouvelle). Estamos
en el siglo de los inventos». Ahora en vez esforzarse
subiendo escaleras, basta con tomar el ascensor. «Yo
quisiera encontrar también un ascensor para llegar hasta
Jesús, pues soy demasiado pequeña para subir la ruda
escalera de la perfección. Entonces busqué en los Sagrados
Libros… y hallé estas palabras: “el que sea pequeñito que
venga a mí” [Prov 9,4]» (X,2v).
«Madre, yo soy demasiado pequeña para sentir vanidad, soy
demasiado pequeña también para hacer frases bonitas con
el fin de hacerle creer que gento una gran humildad.
Prefiero reconocer con toda sencillez que el Todopoderoso
ha obrado grandes cosas en el alma de la hija de su divina
Madre; y la más grande de todas es precisamente haberle
dado a conocer su pequeñez y su impotencia» (X,4r).
Santa Teresita habla de su invento con ironía, en broma,
pues en realidad de ningún modo lo entiende ella como un
camino nuevo. Ya desde niña, antes de la primera
comunión, le han inculcado «el medio para llegar a ser
santa por la fidelidad en las más pequeñas cosas» (IV,33r).
Y bien sabe ella que todos los santos han llegado a la
santidad experimentando y descubriendo la infinita
Misericordia divina en la insondable miseria del ser humano.
Todos los santos se reconocen como un niño analfabeto, que
solo puede escribir algo válido si su mano es llevada por la
mano de Dios. Pero algunos ha habido que no captaron la
broma. Un cierto autor francés, por ejemplo, escribió un
libro sobre la espiritualidad de Santa Teresita, dándole por
subítitulo flamante un chemin entiérement nouveaux,
descubierto, por cierto, en Francia. En realidad, Teresita, en
el sentido etimológico más preciso, inventa = encuentra, en
medio de una selva de católicos voluntaristas, pelagianos o
semipelagianos, y de luteranos, quietistas, jansenistas, etc.,
el camino verdadero de la fe católica. No hay otro. No hay
en la Iglesia otro camino de perfección que el de la infancia
espiritual. «Si no os hiciéreis como niños, no entraréis en el
reino de los cielos» (Mt 18,3). Está claro.
Amor al prójimo. Se preguntaba Santa Teresita, ¿cómo
amar al prójimo como Jesús le amó? Parece un mandato
imposible de cumplir. El Concilio de Trento afirma que «Dios
no manda cosas imposibles», porque Él hace posible por su
gracia su cumplimiento (Denz 1536). Y así es como nuestra
santa y joven Doctora responde a su pregunta. Los
mandamientos son gracias externas, por las cuales Cristo
nos revela aquello que, asistiéndonos con su gracia interna,
quiere Él obrar en nosotros y con nosotros.
«¡Ah Señor! Sé que no mandáis nunca nada imposible.
Conocéis mejor que yo misma mi debilidad. Sabéis que
nunca podría amar a mis Hermanas como vos las amáis, si
vos mismo, oh Jesús, no las amáis también en mí. Y porque
queríais concederme esta gracia, por eso impusistesis un
mandamiento nuevo. ¡Oh, con qué amor lo acepto, pues me
da la certeza de que es voluntad vuestra amar en mí a
todos los que me mandáis amar! Sí, lo experimento:
cuantas veces yo soy caritativa, es Jesús quien obra en mí. Y
cuanto más unida estoy a él, tanto más amo a mis
Hermanas» (X,12r).
«He notado, y es muy natural, que las Hermanas más
santas son las más amadas… Por el contrario, a las almas
imperfectas no se las busca… se evita su compañía… Pues
ved la conclusión que saco de todo esto: En la recreación,
en la licencia, debo buscar la compañía de las Hermanas
que me son menos agradables y cumplir con esas almas
heridas el oficio del buen Samaritano. Una palabra, una
sonrisa amable, bastan a veces para alegrar un alma
triste… Deseo ser amable con todas –particularmente con
las Hermanas que me son menos agradables– para
complacer a Jesús y seguir el consejo que él nos da en el
Evangelio [Lc 14,12-14; Mt 6,4]» (XI,27v-28r).
Seguiremos, Dios mediante.
(75)

5. Santa Teresa del Niño Jesús. 4


–Santa Teresita de Lisieux…
–Diga mejor Santa Teresita del Niño Jesús y de la Santa Faz,
que es su nombre propio.
Continuamos contemplando la unión misteriosa de gracia y
libertad en esta Santa.
La acción apostólica. Hemos comprobado bien cómo
Santa Teresita creía en la absoluta necesidad de la gracia
para la santificación personal, declarando que sin ella no
podía nada. Esta misma convicción la tuvo en referencia a la
santificación de los otros por medio de la acción apostólica.
Pudo comprobarla experimentalmente cuando fue
nombrada ayudante de la Maestra de novicias.
Ella, confiesa, «desde hace mucho tiempo ha comprendido
que Dios no necesita de nadie, y menos de ella que de las
demás, para hacer el bien en la tierra» (X,3r). Se entrega,
pues, a su nuevo oficio en la comunidad con toda
esperanza. «Desde que comprendí que nada podría hacer
por mí misma, la tarea que me confiasteis ya no me pareció
difícil. Vi que lo único que necesitaba era unirme más y más
a Jesús, y que “lo demás se me daría por añadidura” [Mt
6,33]. En efecto, nunca resultó fallida mi esperanza. Dios se
dignó llenar mi mano cuantas veces fue necesario para
alimentar el alma de mis Hermanas. Os confieso, Madre
muy querida, que si yo me hubiera apoyado lo más mínimo
en mis propias fuerzas, muy pronto os hubiera rendido las
armas. De lejos parece fácil y de color de rosa el hacer el
bien a las almas, el enseñarles a amar más a Dios, el
modelarlas según los propios puntos de vista y los
pensamientos personales. De cerca es todo lo contrario: el
color rosa desaparece… y se comprueba que hacer el bien
[a las personas] es tan imposible sin la ayuda de Dios como
hacer brillar el sol en medio de la noche. Se comprueba que
es absolutamente necesario olvidar los gustos personales,
renunciar a las propias ideas y guiar las almas por el camino
que Jesús les ha trazado, sin pretender hacerlas ir por el
nuestro» (XI,22v).
El reconocimiento de la primacía de la gracia –al contrario
de los planteamientos semipelagianos– lleva consigo esta
absoluta delicadeza en el servicio de las almas: «¡qué
diferentes son los caminos por los que el Señor conduce a
las almas!» (X,2r). «Dios me hizo comprender que hay
almas a las que su misericordia no se cansa de esperar, a
las que no da su luz sino por grados. Por eso, me guardaba
yo muy bien de adelantar la hora de Dios, y esperaba
pacientemente a que Jesús tuviese a bien hacerla llegar»
(XI,20v-21r).
El Señor actúa en Teresita, y ella obra con absoluta
humildad y confianza. «Yo soy un pincelito que Jesús ha
escogido para pintar su imagen en las almas que me habéis
confiado» (XI,20r). Oración y acción apostólica han de ir
siempre juntas: «supliqué a Dios que pusiese en mis labios
palabras dulces y convicentes, o mejor, que él mismo
hablase por mí» (XI,21r). «La oración y el sacrificio
constituyen toda mi fuerza; son las armas invencibles que
Jesús me ha dado. Pueden, mucho mejor que las palabras,
tocar los corazones. Muchas veces lo he comprobado»
(XI,24v). Así confiada en Dios, y sin fiarse en nada de sí
misma, hacía Teresita el bien a sus Hermanas, y en
ocasiones tenía aciertos inexplicables.
En una ocasión, una Hermana, que estaba sufriendo una
gran pena interior, se acerca sonriente a Sor Teresa, y ella le
dice con toda seguridad: «“tú tienes una pena”. Si hubiese
hecho caer la luna a sus pies, creo que no me hubiera
mirado con mayor asombro. Fue tan grande, que una
especie de pasmo se apoderó también de mí, y por un
instante experimenté como un miedo sobrenatural. Estaba
yo segura de no poseer el don de leer en las almas; y por
eso me quedé tanto más asombrada cuanto más
justamente había dado en el blanco. Sentí la presencia de
Dios muy cerca de mí. Supe que había repetido sin darme
cuenta, como un niño, palabras que no salían de mí sino de
Dios… Por otra parte, nada de eso sería capaz ciertamente
de inspirarme vanidad, pues traigo de continuo presente en
la memoria el recuerdo de lo que soy» (XI,26r).
Vencimientos heroicos en cosas mínimas. Santa
Teresita siempre se mueve movida por la gracia de Dios, lo
que da a sus actos una facilidad sobrenatural: «mi yugo es
suave y mi carga ligera» (Mt 11,30). Pero de ningún modo
esta colaboración con la gracia divina es siempre sin dolor y
esfuerzo. Ya dije que la gracia, para la obra buena, auxilia
siempre al entendimiento y a la voluntad, pero no siempre
al sentimiento. Por eso la docilidad a la gracia cuesta a
veces esfuerzos heroicos, que la voluntad obra con el auxilio
de la gracia. Teresita, con estos vencimientos, realiza actos
muy intensos de virtud, y consigue grandes crecimientos
espirituales. Recuerdo algunos ejemplos. El amor propio,
concretamente, al menos como tentación, duró en ella
bastantes años.
Estando en el Convento, «hacía yo grandes esfuerzos por no
disculparme, lo que me resultaba muy difícil… Os referiré mi
primera victoria; no fue grande, pero me costó mucho. Se
encontró rota una vasija que habían dejado detrás de una
ventana. Nuestra Madre, creyendo que había sido yo, me la
enseñó diciéndome que otra vez pusiese más cuidado. En
seguida, sin replicar, besé el suelo, prometiendo ser más
cuidadosa en lo futuro. Estas pequeñas prácticas [de
humildad] me costaban mucho a causa de mi poca virtud, y
me tenía que ayudar pensando que en el Juicio final todo se
llegaría a saber» (VII,74v).
Escenas de vencimientos como ésta hay muchas en la vida
de la Santa. Pero citaré una que me parece especialmente
conmovedora. Teresa, la Reinecita, la hermanita menor, la
novena, siempre había sido muy amada en su familia, tanto
por sus hermanas como por su padre, y en la soledad y el
silencio del Carmelo a veces lo pasaba muy mal.
Confiesa en sus escritos a la Madre superiora: «Recuerdo
que siendo postulante, me venían a veces tan violentas
tentaciones de entrar en vuestra celda para darme gusto,
para encontrar algunas gotas de consuelo, que me veía
obligada a pasar rápidamente por delante del despacho y
agarrarme al pasamano de la escalera. Se me representaba
una multitud de permisos que pedir, hallaba mil razones
para complacer mi naturaleza. ¡Cuánto me alegro ahora de
las renuncias que me impuse en los principios de la vida
religiosa! Al presente gozo ya de la recompensa prometida a
los que combaten generosamente» (XI,21v-r).
La caridad fraterna también le costó a veces grandes
esfuerzos, siempre realizados con la moción de la gracia
del Señor. Una anciana insoportable, la Hermana Saint-
Pierre, medio inválida, necesitaba ayuda para todo. «A mí
me costaba mucho ofrecerme para prestar aquel servicio…
Es increíble lo que me costaba». Pero con la gracia de Dios
hacia su servicio, y al terminarlo, «antes de marcharme, le
dirigía la más graciosa de mis sonrisas» (XI, 28v-29r). Otras
veces, en el coro, lo tocaba estar cerca de una Hermana que
hacía un ruidito extraño, semejante al que se haría frotando
dos conchas una con otra…
«Imposible me resulta, Madre mía, deciros cuánto me
molestaba aquel ruidillo. Sentía grandes deseos de volver la
cabeza y mirar a la culpable, que con toda seguridad no se
daba cuenta del molesto sonsonete que producía. Mirar
atrás hubiera sido el único modo de hacérselo notar. Pero en
el fondo del corazón comprendía que era mejor sufrirlo por
amor de Dios y por no causar pena a la Hermana. Así que
permanecía tranquila, procurando unirme a Dios y olvidar el
pequeño ruido. Pero todo era inútil; sentía que me inundaba
el sudor, y me veía obligada a hacer sencillamente una
oración de sufrimiento. Aun entonces, procuraba sufrir sin
irritación, con alegría y paz, al menos en lo íntimo del alma.
Me esforzaba por hallar gusto en aquel soniquete, o bien
hacía los posibles por no oirlo. ¡Todo en vano!» (XI,30v).
Algo semejante narra cuando en el lavadero una Hermana
poco cuidadosa le salpicaba una y otra vez el rostro con el
agua sucia: «Mi primer impulso fue el de echarme atrás y
enjugarme el rostro, a fin de hacer ver a la Hermana que me
asperjaba el gran favor que me haría obrando con más
suavidad. Pero en seguida pensé que era bien tonta al
rehusar unos tesoros que tan generosamente se me daban,
y me guardé muy bien de manifestar mi lucha interior. Me
esforcé por sentir el deseo de recibir en la cara mucha agua
sucia, de suerte que terminó por gustarme aquel nuevo
género de aspersión» (XI,30v-31r).
Así es como el Señor hizo de Teresita una gran santa. «Cinco
panes y dos peces», muy poca cosa, es lo que aquel joven
del Evangelio puso en manos de Jesús, pero con su mínima
ofrenda vino a dar de comer a una gran multitud. No se
hubiera producido el milagro probablemente si hubiera
entregado solo cuatro panes y un pez. Pero él, movido por la
gracia, hizo al Maestro la ofrenda de todo lo que tenía. De
modo semejante, Teresa, dócil a la acción de la gracia, se
entrega a Dios entera, sabiéndose muy pequeña, y llega a
una altísima santidad personal. Viene a ser además una de
las Santas más santificantes para los cristianos de su
tiempo, hasta el día de hoy, ayudados por su ejemplo y sus
escritos: tres cuadernos escolares.
Perfecta en la humildad. El Señor misericordioso,
«porque era pequeña y débil, se abajaba hasta mí y me
instruía secretamente en las cosas de su amor» (V,49r). En
el camino de la perfección «cuanto más se adelanta, tanto
más lejos se cree del término. Por eso, ahora me resigno a
verme siempre imperfecta, y encuentro en ello mi alegría»
(VII,74r). Perfecta en la humildad, ya no hay en ella amor
propio que sufra al verse defectuosa:
«No siento pena alguna al ver que soy la debilidad misma;
antes al contrario, me glorío de ello [2Cor 12,5), y cuento
con descubrir en mí cada día nuevas imperfecciones»
(X,15r). «Sé encontrar siempre el modo de estar alegre y de
sacar provecho de mis miserias» (VIII,80r). «¡Qué dulce es el
camino del amor! Ciertamente, se puede caer, se pueden
cometer infidelidades; pero sabiendo el amor sacar
provecho de todo, bien pronto consume lo que puede
disgustar a Jesús, no dejando más que una humildad y
profunda paz en el fondo del corazón» (VIII,83r).
Santa Teresita guarda la paz en su absoluta humildad,
siempre abierta a la gracia. Y no le perturba demasiado ser
a veces mal entendida y juzgada: «digo con San Pablo:
“poco me importa ser juzgada por ningún tribunal humano.
Yo no me juzgo a mí misma. Quien me juzga es el Señor”
[1Cor 4,3-4]» (X,13v). Ella tiene la humildad plena de un
mendigo que pide, pero que no exige nada, y que se
conforma con lo que le dan. Es perfecta en la humildad.
No se avergüenza de ejercitarse sólo en pequeñas cosas y
pequeñas virtudes, reconociendo que no vale para más.
Señor, «no tengo otro medio de probaros mi amor…; es
decir, no desperdiciar ningún sacrificio, ninguna mirada,
ninguna palabra; aprovecharme de las pequeñas cosas, aun
de las más insignificantes, haciéndolas por amor» (IX,4r-v).
No se avergüenza de confesar sus limitaciones: «debería
darme pena el dormirme, desde hace siete años, durante la
oración y la acción de gracias. Y sin embargo, nada de esto
me da pena. Pienso que los niñitos agradan lo mismo a sus
padres dormidos que despiertos» (VIII,75v). Declara también
sencillamente: «Rezar yo sola el rosario –me da vergüenza
decirlo– me cuesta más que ponerme un instrumento de
penitencia… ¡Sé que lo rezo tan mal! Por más que me
esfuerzo por meditar los misterios del rosario, no consigo
fijar la atención» (XI,25v).
No le da vergüenza confesar que muchas de sus riquezas no
son sino miserias suyas llenadas por la misericordia de Dios.
Así, p. ej., cuando explica su oración por su incapacidad de
tratar con la gente. En el pensionado de la Abadía no era
una niña atractiva ni para profesoras ni para sus
compañeras: «nadie se ocupaba de mí. Por eso, subía a la
tribuna de la capilla, y allí permanecía delante del Santísimo
Sacramento hasta que papá venía a buscarme. Aquel era mi
único consuelo. ¿No era, acaso, Jesús mi único amigo? No
sabía hablar con nadie más que con él. Las conversaciones
con las criaturas, aun las conversaciones piadosas, me
ponía cansancio en el alma. Estaba segura de que era
preferible hablar con Dios que hablar de Dios, pues es
mucho el amor propio que se mezcla en las conversaciones
espirituales» (IV,40v).
Ni siquiera se avergüenza en su humildad de confesar las
gracias excepcionales que el Señor le ha dado. Sabe bien
que no son sino dones gratuitos de Dios. Su sabiduría
espiritual, p. ej. es tan grande, declara, que los estudiosos
«ciertamente habrían quedado sorprendidos al ver una niña
de catorce años penetrar los secretos de la perfección,
secretos que toda su ciencia no sería capaz de descubrirles
nunca» (V,49r).
Doctora de la gracia. Siempre la Iglesia ha sabido que
todos los cristianos están llamados a la santidad, pues
siempre ha inculcado que todos los cristianos cumplan el
primer mandamiento, «amar a Dios con todo el corazón»; y
en eso justamente consiste la santidad. Pero Santa Teresita
redescubre esta verdad, mostrando en sus escritos qué
sencillo es el camino de la santidad, y qué posible es, con la
gracia de Dios, avanzar por el día a día, sea el cristiano
religioso o laico, fuerte o débil, culto o iletrado, sano o
enfermo, y sea ésta o la otra la circunstancia de familia y de
trabajo en que vive.
La espiritualidad de Teresita difiere mucho del voluntarismo
vigente en su tiempo. Por eso, aunque la fórmula Dios me–
nos-te pide era quizá entonces la más frecuente en el
lenguaje espiritual sobre la gracia, ella la usa en muy raras
ocasiones (I,10v; V,49v. 52r; 53r; VI,64r; IX,4r; Cta 57,1v;
96,2r; 108,1v), y siempre la emplea en el contexto de la
gracia: p. ej., «hay que saber reconocer lo que Dios pide a
las almas y secundar la acción de su gracia, sin acelerarla ni
frenarla nunca» (V,53r).
En los Manuscritos autobiográficos es siempre Jesús quien,
con inmenso amor generoso, fortalece a Santa Teresita, la
guía, le corrige, le muestra, le concede, le da, obra en ella y
con ella… –Y señalo, al paso, que en sus escritos habla casi
siempre de «Jesús» para referirse a Jesucristo, al Señor, a
Dios, a la Santísima Trinidad–. Ella, pues, entiende toda su
vida como un don gratuito del amor de Dios. Y porque está
convencida de que todo es gracia, por eso espera llegar a
ser una gran Santa, aun viéndose tan miserable y débil.
Nada hay en ella, así lo reconoce, que merezca las excelsas
gracias con las que Dios ha querido privilegiarla desde niña.
Jesús mora en su corazón obrando el bien en ella unas
veces Él solo, pero normalmente en ella y con ella. Sin
Jesús, que le asiste instante por instante, ella no puede
nada por sí misma. Pero con Él todo lo puede.
Al expresar Santa Teresita este camino de la infancia
espiritual, confiesa en una síntesis preciosa todas las
grandes verdades de la Biblia y los Padres, de los Concilios y
el Magisterio apostólico sobre el misterio sublime de la
gracia divina. Por eso esta joven Doctora de la Iglesia puede
ser hoy para los cristianos, como dice Pío XII, «un
reencuentro con el Evangelio, con el corazón mismo del
Evangelio» (radiom. 11-VII-1954).

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Tiempo Ordinario XIX-XXVI ; (y7) Tiempo Ordinario XXVII-
XXXIV. –San Luis María GRIGNION DE MONTFORT, Carta a los
Amigos de la Cruz (2ª ed.). –José María IRABURU, Caminos
laicales de perfección (3ª ed.); Causas de la escasez de
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–El siervo de Dios don José Rivera Ramírez (1925-1991),
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DATE (1988). El 21 de octubre de 2000 se clausuró en
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hasta ahora una parte de ellos en los siguientes
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