Antología para Control de Lectura 4

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ANTOLOGÍA DE CUENTO EN HONDURAS

MODERNISMO Y ROMANTICISMO

ANTÓLOGA SUÉ LAÍNEZ PARA LA CLASE DE LITERATURA HONDUREñA OP

ÍNDICE

1. Ramón Rosa. Mi maestra escolástica.


2. Rómulo E. Durón. La campana del reloj
3. Froylán Turcios. La mejor limosna, Mi primer amor y El fantasma blanco.
4. Juan Ramón Molina. El chele, La niña de la patata, Un entierro y Mr. Black
5. Lucila Gamero. Cuento Odio.
6. Marcos Carías Reyes. La familia de Jacinta y La zíngara
7. Federico Peck Fernández. Vaqueando y Historia de un dolor
8. Arturo Martínez Galindo. La tentación y La amenaza invisible
9. Arturo Mejía Nieto. Pilar

Cuento Mi maestra escolástica de Ramón Rosa.

Entrar al enlace https://www.youtube.com/watch?v=Wj0gy6hCGgM

Cuento La campana del reloj de Rómulo E. Durón


Entrar al enlace https://www.youtube.com/watch?v=C0DsmENIVbc&t=1055s

Cuento La mejor limosna. Froylán Turcios

Horrendo espanto produjo en la región el mísero leproso. Apareció súbitamente, calcinado y carcomido,
envuelto en sus harapos húmedos de sangre, con su ácido olor a podredumbre.

Rechazado a latigazos de las aldeas y viviendas campesinas; perseguido brutalmente como perro hidrófobo
por jaurías de crueles muchachos, arrastrábase moribundo de hambre y de sed, bajo los soles de fuego,
sobre los ardientes arenales, con los podridos pies llenos de gusanos. Así anduvo meses y meses, vil carroña
humana, hartándose de estiércoles y abrevando en los fangales de los cerdos; cada día más horrible, más
execrable, más ignominioso.
El siniestro manco Mena, recién salido de la cárcel donde purgó su vigésimo asesinato, constituía otro
motivo de terror en la comarca, azotada de pronto por furiosos temporales. Llovía sin cesar a torrentes;
frenéticos huracanes barrían los platanares y las olas atlánticas reventaban sobre la playa con frenéticos
estruendos.

En una de aquellas pavorosas noches el temible criminal leía en su cuarto, a la luz de la lámpara, un viejo
libro de trágicas aventuras, cuando sonaron en su puerta tres violentos golpes.

De un puntapié zafó la gruesa tranca, apareciendo en el umbral con el pesado revólver a la diestra. En la
faja de claridad que se alargó hacia afuera vio al leproso destilando cieno, con los ojos como ascuas en las
cuencas áridas, el mentón en carne viva, las manos implorantes.

—¡Una limosna!— gritó —¡Tengo hambre! ¡Me muero de hambre!

Sobrehumana piedad asaltó el corazón del bandolero.

—¡Tengo hambre! ¡Me muero de hambre!

El manco lo tendió muerto de un tiro exclamando:

—Esta es la mejor limosna que puedo darte.


Cuento Primer amor | Froylán Turcios

La virgen de los quince años, que nunca había amado, en una tarde escarlata interrogó al hombre taciturno
sobre algunas cosas del alma. Le interrogó más bien con la mirada profunda que con los labios floridos. –
El amor es una embriaguez divina. Es la suprema angustia y la suprema delicia. Amar es sufrir, es sentir
dentro del espíritu todas las tempestades y todas las alegrías. Es vivir una vida fantástica, impregnada de
tristeza y de perfumes. Es soñar dulces cosas a la hora del crepúsculo y cosas extrañas en la callada
medianoche. Es llevar constantemente en las pupilas la imagen de la mujer querida, y en el oído su voz, y
en todo el ser la gloria de su encanto. Ella le miraba sonriendo misteriosamente. Él continuó:

–No sé lo que una mujer pueda pensar y sentir; pero me imagino que en ustedes las sensaciones son más
sutiles y más hondas.

–Habla usted de tristeza y de sufrimiento –exclamó ella–, y yo creía que en el amor no cabían esas
palabras.

–Yo me he referido únicamente al amor sin esperanza –murmuró en voz baja el taciturno–. Al hablar de
tristeza y de sufrimiento me he referido al amor sin esperanza. He dicho la emoción de amar; pero no la
de sentirme amado.

–Usted, pues, ¿jamás ha sido amado?

–He sido amado locamente por mujeres blancas y tristes, por vírgenes morenas y ardientes. He sido
amado por muchas criaturas seductoras. Las he sentido sollozar en mis brazos y jugar con mis cabellos y
cubrirme de besos apasionados. Pero en el fondo de mi alma he permanecido impasible, frío ante sus
caricias.

–Entonces –dijo la jovencita–, ¿no conoce usted el verdadero placer de sentirse amado? Porque si usted
no amaba, no podía gozar con el amor de las otras…

–Sí, ciertamente, no he gozado con el amor de las otras.

–No conoce usted –dijo ella gravemente– el placer de ser amado. O quizá no habrá sentido el amor.

–No conozco ese placer. Es decir, conozco, ahora, el amor; pero no la felicidad de sentirme amado. Diera
la vida por una hora de esa felicidad. Usted es la única en el mundo que pudiera dármela.

Ella no contestó. Pero entre la llama violeta del crepúsculo, la vio temblar y ponerse pálida

Cuento El fantasma blanco de Froylán Turcios

Si desea escucharlo entrar a este enlace


https://sociedadliterariadelgenio.blogspot.com/2023/08/audiolibro-el-fantasma-blanco-de_6.html

I. AL ANOCHECER DE UN DOS DE NOVIEMBRE llegué a La Antigua… Un frío viento azotaba las calles
obscuras; y las campanas de todas las iglesias, en un redoble monótono y tristísimo, gemían por los difuntos. El aspecto
fantástico de la ciudad en la sombra y el silencio; su vago olor a ciprés; las quejas de los bronces y de las brisas, aún
más que sus extrañas leyendas, me impresionaron profundamente. Penetré al hotel dominado por una fúnebre emoción.
Al mirar sus anchos corredores, en que parpadeaban algunas luces amarillas, evoqué un viejo monasterio castellano
que conocí, hace poco tiempo, en una de mis excursiones a Toledo. Mientras me conducían a mi cuarto, agolpáronse
en mi memoria imprecisos recuerdos de mi permanencia en España: sus catedrales, sus conventos, sus históricos
palacios de piedra, sus castillos; toda la romántica tristeza de su pasado, en el que se destaca el enorme Escorial,
maravilloso monumento de granito que asombra al viajero, y en cuyo interior se siente una indefinible impresión de
asombro y de espanto, una aguda angustia de espíritu, un hálito mortuorio.
II. Vagué -durante quince días- sin rumbo fijo, embriagándome de aire y de luz, y de añoranzas entre las ruinas, que
millares de curiosos de todos los países han profanado con sus frívolas sorpresas y con sus juicios mediocres. Uno que
otro peregrino, de imaginación y de talento, miró estos escombros con los ojos del espíritu, y dio a cada pedrusco y a
cada frase pretérita su arcano e inmueble valor. Sucede con esta clase de reliquias del Ayer lo que con las piedras
preciosas: todos las admiran por su notorio mérito; pero conocen muy poco su secreto encanto… Estas ruinas tienen
un alma profunda y viven una vida misteriosa.

Ráfagas y dolores de los siglos duermen en sus poros inmóviles, y todo en ellas hace soñar y sufrir. ¡Arcos pétreos que
truncó el destino en una hora de catástrofes! ¡Rotas cúpulas por entre cuyas anchas grietas se mira el cielo azul!
¡Arabescos de los palacios, paredes obscuras de las celdas, bocas de sombra de las húmedas galerías subterráneas!
¡Tenéis un espíritu ignoto! ¡Estáis poblados de fantasmas! …En las horas del silencio -cuando los antigüeños del
presente reposan sin recordar el pasado-; en las tétricas noches sin luna surgen de los escombros voces y figuras que la
historia empieza a olvidar y se agitan por la dormida ciudad en una rápida existencia ilusoria. Van y vienen, como en
los tiempos en que sufrieron y amaron, suburbios.

Las calles se llenan con las compactas multitudes del antaño. Hay fiestas alegres en los salones y pomposas ceremonias
en las iglesias y toda la vieja metrópoli recobra su extraordinario esplendor. Pero sus cantos y sonoros estruendos y la
voz de sus penas y pasiones no llegan a los oídos de los vivos que duermen sino como algún remoto rumor, que ellos
juzgan murmullos de los vientos entre los cipresales. Y cuando las estrellas palidecen en el sombrío cielo, todo vuelve
a recobrar su natural aspecto de prosaico existir. Y el inofensivo y gordo ciudadano que ensilla su caballejo para ir en
busca del diario alimento: que va a San Lorenzo el Cubo o a Santa Catarina Barahona a cobrar diez libras de café que
dio al crédito, y la rica matrona que se estira en su lecho perezosamente antes de vestirse, y el mozalbete que rememora,
entre dos largos bostezos, algún grato percance amoroso, ni vaga, ni de abstracta manera pueden imaginarse la intensa
vida nocturna de la vieja ciudad y de sus viejos fantasmas.

III. En la agonía de un crepúsculo de diciembre cuando el sol en el tramonto apagó su último resplandor obedeciendo
a una voz secreta, entre el templo de La Merced. Una que otra lámpara clareaba la tiniebla con fulgores mortecinos.
Me senté en un banco, cerca de un altar. Mujeres vestidas de negro penetraban por la puerta mayor, interrumpiendo
con sus pasos el solemne silencio. Una forma blanca hincóse junto a mi. Abstraído en uno de esos mágicos sueño que
alucinan mi espíritu cuando me hallo en el recinto de una iglesia, permanecía inmóvil mirando una estrella que brillaba
en el fondo de una de las altas ventanas ovales. La noche cayó y la obscuridad se hizo más densa… Las devotas
encendieron sus velas de cera.

Lentamente me volví hacia mi vecina. Y estuve a punto de lanzar un grito de sorpresa. En la radiación amarilla de la
vela miré a una joven inolvidable. Un ligero traje blanco, de seda o de lino, modelaba sus formas adolescentes, casi
infantiles. Pero… en donde podré encontrar una frase angélica para describir du rostro, de una blancura imponderable
y de una belleza extraterrena? Cómo definir con las palabras comunes de un estilo normal, la divina expresión de
aquellos ojos, impregnados de amor, de martirio y desesperanza? La boca de pálida rosa, las mórbidas manos de
alabastro, no me hicieron pensar en la Gioconda, que florece la gracia inmortal en la tela del armonioso Leonardo?

Ella me miraba dulcemente; y el cerebro del hombre jamás podrá concebir el mundo de poesía que encerraban aquellas
pupilas, cuyas miradas, deshaciéndose en mil tenues rayos, parecían penetrar por todos mis poros, besándome el alma
y haciéndome languidecer con su caricia sobrehumana. Hallábame embriagado y muy lejos de las cosas de la tierra…
Cuánto duró aquel éxtasis profundo en que, sintiendo la gloria inefable de los dulcísimos ojos quiméricos, me consideré,
al mismo tiempo, el más venturoso y el más feliz de los mortales? Un minuto? Una hora? Un siglo…? No lo sé. Caí
desvanecido sobre el banco y al despertar la iglesia se hallaba solitaria. Un eclesiástico apagó las ultimas luces. Recogí
mi sombrero, caído sobre el pavimento, y, con paso de sonámbulo y las ideas en desorden sale del templo.

Caminé automáticamente en dirección al hotel. Las calles desiertas, sumergidas en lúgubre silencio me hicieron pensar
en las necrópolis antiguas. Abrí mi cuarto, y sin fuerzas para la más leve acción me arrojé en el lecho. Durante toda la
noche fui presa de las más extravagantes alucinaciones, de los más ardientes delirios, de los ensueños más puros de las
más siniestras pesadillas. Despertábame estremecido de espanto con el corazón saltando como un pájaro salvaje en una
jaula de acero; o, después de un suavísimo sueño, abría lentamente los párpados con una deliciosa languidez…

Pero ya despierto o dormido, ya febril o sereno, aquellos ojos me miraban desde un ámbito remoto. A veces sentí que
se acercaban hasta rozar mi frente con sus largas pestañas, esparciendo en mi rostro un aroma sideral; y luego se perdían
en ignotos espacios esfumados en la Eternidad. Pero desde los fantásticos infinitos llegaba a mí su luz en una tibia
caricia, impregnando mi ser de celestes anhelos. Penetraba el sol por la entreabierta ventana cuando me incorporé sobre
los almohadones. Con la dolorida cabeza entre las manos quédeme mirando los volcanes de Fuego y de Agua, cuyas
gigantescas moles resplandecían como hiperbólicas turquesas en la gloria matinal. Un plateado gorro de nieblas cubría
una de las altas cumbres y el cielo radiaba con mágicas coloraciones de zafiro y lapislázuli. un fresco soplo oreó mis
sienes. Con gran esfuerzo me puse en pie. Me sentía débil, con inseguridades de convaleciente en las ideas y en los
músculos, y no me sorprendí al mirar en el espejo mi palidez y mis ojeras.
Solamente después del baño recobré mis fuerzas. Y ya de nuevo en posesión de mis energías quise, con irresistible
deseo, ver otra vez a la misteriosa criatura que tan violentas sensaciones había despertado en mí. Se me hicieron
interminables las horas de aquel día. Subí al Cerro del Manchén y, a la sombra de un ciprés, contemple largamente la
melancólica ciudad de ruinas y de recuerdos, propicia, como ninguna, para las mórbidas soñaciones, sobre todo para
los espíritus que, como el mío viven ávidos de quimeras y de imposibles.

Caía la tarde y el amplio valle se obscurecía tristemente. Grave pesadumbre flotaba sobre los derruidos palacios. Una
claridad casi lunar difundíase del ocaso y una vasta quietud reinaba por doquiera. Las copas de los árboles, sacudidas
por los vientos errantes, quejábanse como si sufrieran. En las lejanías humos azulados elevábanse al cielo, en el que
aparecían los primeros luceros de plata. De súbito, en la honda tristeza del tramonto, en la agonía luminosa de la tarde,
vibró una campana a lo lejos, violando el mortuorio silencio. Me estremecí un segundo… Del templo de La Merced
llamábase a los fieles a las oraciones vespertinas.

Comencé a descender por la falda arenosa con el alma vibrante de inquietudes y de ilusiones. Hacía apenas un día que
admiré, por vez primera, a aquella grácil adolescente y ya la amaba con una desesperación inexpresable. Imaginábame
que fue mi novia en un mundo anterior y que volvía a encontrarla después de singulares evoluciones arcanas. ¿Cuál era
su nombre? ¿De dónde venía? Extravagantes conjeturas asediábanme acerca de su carácter de su espíritu de su
inteligencia y diversos proyectos surgían en mi cabeza sobre nuestros destinos… Si… ¿Por qué no? Me casaría con
ella. La caduca metrópoli oiría nuestras risas; y cogidos del brazo vagaríamos por sus callejuelas, interrumpiendo con
nuestra juvenil felicidad la tristeza del fúnebre ambiente. Recorreríamos, en pleno idilio, los pintorescos alrededores,
en las tibias noches fulgurantes, persiguiendo las luciérnagas, y desafiando con nuestra sonora ventura a los difuntos
que duermen por todos lados bajo las grandes cruces de piedra. Poblaríamos con las profundas músicas de nuestros
corazones la calma solemne de los plenilunios… Pero ¡Dios mío! ¿Será cierto que ella existe? ¿Difundirá la tierra su
leve gracia, o será no más una seráfica visión nocturna, un fugitivo ensueño de mis sueños?

Al hacerme estas preguntas, negras brumas apagaban mi luz interior, y una angustia sin nombre me cortaba el aliento.
Todo me era entonces hostil y el mundo me parecía un vasto sarcófago, un antro de fríos huracanes y de horribles
desolaciones.

IV. Ya en la iglesia, busqué mi sitio de la noche anterior. Ella se encontraba de rodillas en el suyo. Al acercarme se
cruzaron nuestras miradas y sentí como un golpe eléctrico en el corazón, y después una especie de encanto delicioso.
Me hinqué a dos metros de su falda blanca. Hojeaba sin ruido su devocionario y observé temblando la tenue sombra de
sus dedos sobre las paginas… Ahora sus ojos me rehuían. Pero me buscaban ávidamente tan luego como dejaba de
mirarla. Yo recogía estremecido, en mis pupilas, su mágico perfil de leyenda, el óvalo angélico y la expresión de infantil
candor de su semblante maravilloso; y en mis ojos resplandecía mi alma. Terminaron los cánticos litúrgicos y el rumor
de los rezos. Ella se levantó, y yo fui tras su pálida silueta; pero al llegar a una puerta lateral dejé de percibir su veste
blanca. En vano la busqué en la negrura de la calle.

V. Así pasaron veinte días que me figuraron veinte años. Mi existencia resumirse en aquel rápido instante vespertino
en que su mirada me producía una felicidad sobrenatural. Jamás una frase, una palabra, se cruzo entre nosotros. Ella no
conocía mi voz. Yo no conocía su voz. Nunca pude seguirla hasta su casa. Ignoraba su nombre y no me atrevía a
interrogar a nadie acerca de su persona, dominado por una secreta potencia que inútilmente había intentado vencer.
Tomé dos o tres veces, la resolución de aclarar aquel grave misterio; pero en el momento de hacer una pregunta sentía
como si el corazón estallara en pedazos y como si fuera a morir… Por lo demás, considerábame feliz con aquella
situación de ventura y tormento; y mi única, verdadera y grande angustia consistía en el temor de no volver a encontrar
a mi adorado fantasma.

VI. Mi permanencia en la antigua prolongábase, de esta manera, indefinidamente. Guardaba sin contestar, las cartas y
telegramas que me dirigían mis amigos, llamándome; y olvidé mi mesa de trabajo en la redacción de uno de los diarios
de la capital. Estaba mortalmente, y hubiera acometido la más heroica empresa por oír mi nombre en los labios de
aquella misteriosa beldad. Pasaba el día inventando rimas imposibles en honor de sus manos o de sus ojos alucinadores:
o procurando bosquejar, en el encaje de una prosa musical, su ligera forma obsesionante. Y en la noche, después de
que ella huía de mi lado, herraba por la ciudad monologando como Hamlet, apostrofando amorosamente su recuerdo,
llamándola con los más violentos ímpetus de mi corazón… Algún perro extraviado aullaba en las veredas; algún gallo
cantaba en los viejos corrales, alguna lechuza lanzaba en los aires su grito agorero… Ecos que se perdían en el espacio
ennegrecido, y levantaban otros rumores y otros ecos en el ceno de los vecinos boscajes.

VII. Cierta mañana, en un súbito arranque, fatigado de aquel vivir enfermizo, resolví normalizar mi situación y conocer
mi destino. Vestíme de negro, por un secreto impulso, aislando en la tarde, en el templo que tanto amaba mi alma.
Admiré la hermosura de algunas imágenes y las severas decoraciones de los altares, y luego me entretuve en leer los
epitafios grabados en granito y mármol en el piso y en las paredes.

… Ignoro por qué atraen mi curiosidad, de manera más intensa, las inscripciones sepulcrales de los templos que las de
los cementerios. Quizá debido a que el lugar es aun más sagrado por la presencia de los símbolos religiosos y por la
excepcional pompa de los ritos y de las formulas eclesiásticas. Fui leyendo, con sincero respeto, nombres y fechas, y
frases alegóricas, algunas antiquísimas, casi bordadas en la incolora piedra. Un número, una letra -rotos bajo la
implacable acción del tiempo- hacían, con frecuencia, indescifrables las lineas de los recuerdos.

Apellidos tradicionales mezclábanse con signos anónimos. En varias tumbas solo veíase una palabra. En la que se
hincaba mi pálida desconocida vi este único nombre: CLEMENCIA. Y tan fúnebre laconismo notábase, generalmente,
en los nichos de los muros. Había también, sonoras estrofas sin poesía, formadas con absurdos adjetivos y consonantes
inoportunos.

Transcurrieron dos horas. Sentéme en la grada, de un confesionario, y me puse a repetir mentalmente lo que pensaba
decirle a mi amor. Las frases encendidas de mundana pasión atropellábanse en mi cabeza con los vocablos más
tiernamente humildes y respetuosos. Temblaba al pensar que podía faltarme el ánimo en el minuto supremo. Vibró la
campana en lo alto de la torre. Sonó y resonó a cortos y intervalos y bajo la nave perdían los ecos sordamente. Grupos
de mujeres aparecieron en las tres grandes puertas, iluminadas por las postreras claridades solares. Sentado en mi sitio,
que nadie me disputaba, oía los preludios de la música del coro y el murmullo de las iniciales oraciones… y la joven
no llegaba.

La iglesia hallábase más obscura que de costumbre. Una inquietud tremenda llenó de angustia mi ser… No vendría esta
noche?… Noté que me encontraba solo en el lado izquierdo del templo, y que en el otro agrupábanse los fieles.
Imaginándome que aquello obedecía a alguna especial disposición eclesiástica, me disponía a cambiar de lugar, cuando
la vi venir rodeada de silencio y más linda que nunca. En la penumbra semejaba, en verdad, una ilusión angélica, un
lirio mágico errando en la noche. Oí leve rumor de alas, y un aroma ignoto, sólo aspirando en los blancos sueños de la
infancia, y una melodía recóndita, arrullaron mi alma.

Hincóse con los extremos del velo de encajes entre las dos manos unidas. Miré una vez más, aquellas manos y me
parecieron dos pálidas camelias. Eran mórbidas, de una irreal blancura, de una pureza imponderable. Instintivamente,
seducido por las dos flores milagrosas de inocencia, fuíme acercando a la joven hasta casi tocarla con mi cabeza, sin
que ella pareciera notarlo.

…Fue, entonces, cuando murmuré las trémulas frases de mi amor espiritual y profundo, en el que no cabía ninguna
miseria terrena…

Fue, entonces, cuando exalté mi pasión con palabras ideales que eran como albos pétalos de los nocturnos jardines del
misterio. En dónde hallé aquel lenguaje de los cielos, en que cada expresión tenía un sentido seráfico y en que mi
esperanza revistióse de una divina castidad? (Pero, para hablar a aquella virgen, ¿qué otra norma de estilo podía usarse?
¡si toda ella parecía formada de una celeste carne y de un espíritu encendido por el soplo de las perfecciones eternas!).

…Desbordóse mi ser dulcemente; y todo lo que había en mi de bueno y de grande, salió de mi boca en frases tenues,
lentas y hondas, como largos suspiros que iban a morir a sus pies.

…De mis más recónditos interiores volaron mis sueños más puros en busca de su alma; mis más radiantes visiones de
poesía y de amor la acariciaron intensamente con sus perfumes y con sus músicas… Hablé así durante mucho tiempo.
Ella permanecía inmóvil, con la graciosa cabeza inclinada sobre el libro de oraciones.

Solo cuando se extinguieron mis palabras… Pero, había yo hablado o únicamente mi espíritu se comunico con su
espíritu y las frases que yo creía decirle resonaban nada más que en mi interior, en mi alma y en su alma… No lo sé…
No lo sabré jamás. Cuando se extinguieron mis palabras… volvió su rostro hacia mí, y un escalofrío me azotó un
segundo. Un escalofrío de amor y de dolor, un estremecimiento de indecible admiración… ¡Porque nada de lo que
existe en este miserable planeta puede dar siquiera vaga idea del íntimo encanto y de la triunfal hermosura de aquel
rostro! Fijó en mis ojos sus grandes ojos semejantes a dos pálidas violetas o a dos resplandecientes amatistas
impregnados de una ternura suprema en que se resumían todas las profundas ternuras de la vida, y que buscaban mi
alma aún más allá de la Vida…

Después se llenaron de lágrimas que cayeron lentamente, lentas y extrañas en el silencio, sobre sus dedos enlazados…
Sentí un imperioso deseo de beber aquellas lágrimas de estrechar sobre mi corazón las dos manos divinas y me
aproxime aún más… Ella púsose entonces de pie y se dirigió a la puerta mayor con paso tan leve que no resonaba sobre
las baldosas. La seguí por la oscura calle, guiado por su blanca veste. Pasamos bajo el Arco de Santa Catarina sin
encontrar a nadie. El cielo parecía de negro terciopelo. Paróse en una esquina, frente a un Cristo iluminado por un
pequeño farol de gas. Creí que me esperaba y mi corazón dio un salto. Pero luego continuó caminando. Triste
y fatigado me detuve, comprendiendo que rehuía mi presencia. Pero ella también se detuvo. A una corta distancia uno
de otro erramos durante algunos minutos. Atravesamos plazas y callejuelas por entre ruinas y solares solitarios. El
viento aullaba sobre la ciudad y un frío glacial helaba mis venas.
Sonó un reloj en la distancia. Qué hora sería? Las doce? ¡Quien sabe! Ya no me daba cuenta ni del tiempo ni de la vida;
ignorando qué hacía y en dónde me hallaba. ¿Iba tras una mujer o tras un sueño?… ¿Cuándo detendrá ella su carrera?
¡Quizá nunca! Más, he aquí que de pronto, cerca de la Cruz del Milagro, la fugitiva introdújose en un viejo portón,
cuya pesada hoja cerróse al punto. Pertenecía a una vieja casa de piedra. Empujé la gruesa madera inútilmente, pues
apenas lanzo un agudo chirrido que se dilato como un lamento lúgubre en el callejón penumbroso. Obstinado y febril,
ronde por los alrededores, acariciando imposibles esperanzas.

Recostéme, privado de toda voluntad, moribundo de pena y desolación, sobre la ventana única de la misteriosa casa.
Ni un ligero resplandor por las rendijas, ni el más leve ruido prescribía dentro. Nada, solamente al retirarme, ya
próximas las primeras luces del amanecer, parecióme oír, del fondo de las tenebrosas habitaciones, un suave sollozo…
¿Un sollozo? Quizá fue el viento, que, como un gran perro fantástico, aullaba tristemente en el frío silencio de la noche.

VIII. Pasó un mes. La alteración de mis costumbres y la constante inquietud de mi pensamiento desequilibraron mi
organismo. Grave atonía entorpeció mis músculos. Permanecí mucho tiempo casi inmóvil. Después friolento y
vagabundo, erraba por los amplios corredores del Manchén; o, recostado en una cómoda butaca de cuero, con los ojos
fijos en el firmamento, seguí el viaje voluble de las nubes a través de los azules infinitos.

Dormía horas y horas sin moverme, con torpe sueño profundo. Levantábame a las nueve, y, a pesar de mi absoluta
indiferencia por todas las cosas, no podía menos que admirar aquellas mañanas únicas, de una deslumbrante claridad
diamantina. bajo el ábside celeste la verdura de los montes despedía tornasoles reflejos metálicos. La atmósfera era de
una transparencia de cristal y ni el más ligero vellón blanco alteraba el matiz uniforme de los resplandecientes
horizontes. Una cálida delicia invadía mis miembros, y así, poco a poco, en aquel clima edénico, con matinales paseos
y baños tónicos, recobre por completo la salud en breves días.

Pero un amargo tedio roía mi corazón. Mi dolencia moral tomó un carácter alarmante desde la negra noche en que miré
por la vez última a mi blanco fantasma. Todas las tardes subsiguientes fui a La Merced, ávido de verla; más la iglesia,
impasible ante mi duelo, permaneció cerrada y silenciosa. Volví a rondar, obstinadamente, por la casa en que Ella
desapareció. El viejo zaguán -que algún hidalgo español mandara revestir de espirales broncíneras y heráldicos
rosetones- yacía en su inmovilidad secular.Varias veces moví desesperado el herrumbroso picaporte… el ruido se
perdía vanamente en las soledades interiores. El eco, en ciertas horas, parecía rumor de pasos… ¡Esperanza fugaz,
ilusorio imposible!

IX. ¿Quién detiene la fuga del tiempo…? Las semanas pasaban y yo no podía abandonar La Antigua. ¿Cómo alejarme
para siempre de la encantadora ciudad sin descifrar el misterio que transformó mis ideas y mis emociones?

¿Qué fue de mi ser en las extrañas noches en que un amor hecho de supremas angustias, de ilusiones y presentimientos,
volaba más allá de la tierra, bañado en la luz del infinito? ¿Quién era aquella criatura sideral, en cuyos ojos mágicos
vi la Eternidad, y cuya expresión de ternura inefable guardo en lo más hondo de mi espíritu como un inmortal tesoro?
Aún en sueños, sus manos cándidas, como dos celestes flores, posábanse en mis cabellos o cerraban mis ojos, y su
blanca forma iluminaba en la media noche la obscuridad de mi cuarto, dejando en él una estela perfumada…

¡Ah, su aroma, que era, en verdad, como el alma de un aroma, tan suave, tan casto, tan sutil que sólo podía percibirlo
mi espíritu! A qué cosa tenue, de una levedad inverosímil, pudiera compararse aquel perfume que no existía y que
evocaba un país risueño de milagroso encanto, haciéndome soñar en un amor sublime, jamás imaginado por el frívolo
deseo de los hombres?

…Como un debilísimo hálito de los orbes angélicos llegaba hasta mi su íntima fragancia, cuya delicia irreal no puede
explicarse con las incoloras palabras de nuestro efímero idioma. Necesitaría inventar voces musicales y profundas,
hondos términos singulares, para describir aquella secreta y vaga poesía de un perfume. Baste saber a los raros espíritus
que comprenden que los olores de las flores más delicadas y puras no darían, ni la más remota idea, de aquel recóndito
olor de amor, que era como el aroma de una virgen divina, y que solo yo podía sentir, porque era solo para mi.

X. ¿Mas, cómo descubrir el secreto de aquella esfinge errante? No pensé nunca en interrogar a nadie, por varios graves
motivos, entre los que no era el menor una especie de prejuicio invencible que me hacía ver como una profanación sin
nombre el acto de vulgarizar mi ensueño; y ademas, porque temía que se me tomara, con sobrada razón, por un
neurasténico inventor de fábulas.

Pero amplié el circulo de mis relaciones sociales, con la lejana esperanza de que, de una manera indirecta, y sin que mi
curiosidad tomara en ello parte, mis nuevos amigos redujeran mi sobrenatural episodio a las normales condiciones de
la vida. Me hice presentar en varias casas de honorables familias, en donde conocí algunas hermosas jóvenes, que
disiparon un tanto, con su fresca gracia, mi tedio y mi melancolía.
Empleada, ahora, el tiempo en recorrer los interesantes alrededores de la ciudad, a pie o montado, solo o en compañía
de alegres camaradas, de quienes oía todo género de confidencias y que me relataban los históricos episodios y
tradiciones locales. Pude, de tan fácil manera, fortalecer mi memoria sobre las leyendas de la vetusta metrópoli, que leí
en mi infancia, y que ya iba olvidando. Realicé grandes caminatas por Ciudad Vieja, San Juan Gascón, San Luis de las
Carretas, San Pedro de las Huertas y todas las otras poblaciones que rodean a la Antigua; y acaricié el proyecto de
ascender los 3.752 metros del Volcán de Agua.

Almorzaba con frecuencia en alguna de las fincas vecinas después de bañarme en el Portal, en Pamputic o en San
Cristóbal. O visitaba por décima vez, las ruinas de las iglesias, en donde cualquier vagabundo me contaba, con frases
difíciles o absurdas, la tradición fabulosa del Hermano Pedro o la dramática historia de Los cadáveres azules, entre
otros mil cuentos o consejas refundidos o alterados lamentablemente por las míseras imaginaciones populares. ¡Cuánto
soñé en aquellas inolvidables excursiones!

…En una serena tarde de amaranto, recostado en el árbol que sombrea las ruinas del palacio de doña Beatriz de la
Cueva, en Ciudad Vieja, evoqué los días sonoros de la Conquista, y toda la terrible epopeya lejana y la brillante figura
del siniestro y bello Toniatuh, ebrio de oro y de sangre. ¡Qué de sombras heroicas o prestigiosas, impregnadas de la
soñadora poesía de las edades pretéritas, encendidas con el cárdeno fulgor de las catástrofes, en la trágica apoteosis del
amor y de la muerte, surgieron en mi cerebro, en medio de los imponentes escombros sagrados!

Aglomerábanse las remotas remembranzas en mi fantasía en increíble desorden cronológico, saltando épocas y
confundiendo los nombres y los acontecimientos. Escenas de la Colonia y anteriores a la Colonia, actos de nuestros
próceres y episodios de la segunda mitad del siglo XIX, páginas del Popol-Vuh y de la Reseña de Milla, revolvíanse en
mi cabeza en esas horas de meditaciones y evocaciones.

…Oía, a lo lejos, el triste son de las chirimías y atabales, y recordé la pomposa procesión del 22 de noviembre en el
Paseo de Santa Cecilia, formada por linajudos personajes y flamantes cuerpos militares.

Veía los gallardos penachos y los paramentos de oro de los corceles montados por los gentiles dragones provinciales…,
y el gráfico espectáculo de las corridas de toros, en que las bellas damas lucían sus mantillas blancas y sus claveles
rojos.

…Lamentaba que la hija de la princesa Luisa, la encantadora doña Leonor -en cuya sangre mezclábase la osadía del
hispano con la fuerte gracia del indio- no tuviera el intenso encanto de fábula con que aparece en la novela de Salomé
Jil; y que, en vez de llorar eternamente al hermoso y arrogante don Pedro de Portocarrero, se casara, como cualquiera
rica hembra o humilde mozuela del suburbio, con el enteco don Francisco de la Cueva, Licenciado y mediocre.

¿…Eran de graciosa apostura doña Inés y doña Anica, medio hermanas de doña Leonor, y que perecieron en la
inundación de 1541? ¿A cual de esas hijas amaba más el fiero Adelantado…? Y la bizarra figura del audaz aventurero,
fulgurante como un Borgia, alabase sobre todos los episodios de la Conquista, con sus cabellos de oro, su temible
espada, y sus ojos frío y crueles.

Parado sobre un arco trunco de la antigua catedral, o en el campanario de San Francisco, o sobre los majestuosos
escombros del templo de la concepción ¡cuántas veces mi fantasía, con el pavor del águila en la tormenta no revoló
hacia el remoto pasado, pleno de recuerdos caballerescos y de actos sangrientos y brutales! El horrible martirio de los
indigenas; las tribus arrasadas por las implacables bordas de los indigenas; las tribus arrasadas por las implacables
bordas castellanas; el flamear de las banderas y el ruido de los tambores; el volcán homicida arrojando de su seno sus
liquidas trombas oceánicas entre pavorosos estruendos; las eternas intrigas de amor en la real corte de son Pedro; todo
lo desafiaba ante mi espíritu, absorto en las grandiosas evocaciones del antaño. ¡Cuánta gloria! ¡Cuánta sangre…! Y
ahora, todo yace en taciturnas ruinas… Pero en estas ruinas ¡cuanta enseñanza y que fastuoso tesoro para la Poesía y
para la Historia!

XI. Ocupaba algunos días en la lectura. Volví a meditar en el destino de las razas, recorriendo, una vez más, el libro
sagrado de los quichés, el célebre Popol-Vuh, cuyas páginas seductoras encantaron a muchas tardes azules de mi
infancia.

Luego devoré varios volúmenes mórbidos de Lorraine, D´Annzio y Maeterlinck. Bosquejé un estudio comparativo
entre el autor del maravilloso Tríptico y Eca de Queiroz, el admirable ironista de La Reliquia, entre los cuales hay la
diferencia que existe entre una parisiense, esbelta y viciosa, llena de saber sádico, y una fragante moza de los campos,
sencilla, robusta y sonriente… Leí muchos libros de ciencia, estudios de sociología y de psicología, y aún de medicina;
hundiendo mi espíritu ávido de trascendentales novedades en la meditación de los últimos asombros fenómenos
teosóficos, observados concienzudamente por sabios italianos y franceses.
…Y entonces fue cuando, para no volver a caer en la peligrosa sugestión de mi adormecida quimera, abandoné la
lectura nocturna y dediqué mis horas, después de la cena, a visitar a mis amigas. Recorrí todas las noches, en agradable
rotación, las casas en que se me demostraba mayor simpatía… La de la señora V´ era, sin duda, la de mi predilección.
Tres seductoras muchachas dábanle extraordinario encanto.

Pronto me acostumbre a llegar a ella diariamente, seducido por el afectuoso interés que me demostraban, sobre todo
Bertha, la de la boca clavel. Era la más simpática y la más joven. De modo que a ella me uní con mayor confianza y en
breve tiempo me entregó ingenuamente su corazón, que era como un pajarito que jamás había volado. Pasábamos las
veladas familiarmente. La señora leía, Julia y Luisa tocaban en el piano o dibujaban, mientras Bertha bordaba y yo a
su lado permanecía silencioso. En ocaciones generalizaban nuestras pláticas, girando sobre todo género de asuntos.

Una noche, al retirarme, me encontré un momento solo con Bertha. Habíase levantado del sillón y nos hallábamos uno
frente al otro. Sin pensarlo apenas, nos abrazamos, impelidos por un movimiento unánime, y yo oprimí dulcemente con
mis labios el rojo clavel de su boca. Pero al instante ella palideció, estremeciéndose como si fuera a morir, y sus ojos
se encontraron con los míos… Retrocedí dos pasos, todo trémulo lanzando un suspiro… Y en silencio tendí las manos
a las otras jóvenes que entraban de nuevo al salón para despedirse.

Ya acostado, libre de aquella súbita sorpresa, no pude menos que reírme de mi enfermiza sensibilidad, que me hiciera
hallar una lejana semejanza entre la expresión de las pupilas de Bertha cuando desfallecía en mis brazos y las de los
ojos de mi dulce imposible… ¡Ahora sólo recordaba el íntimo placer de aquel beso delicioso, el sabor de flor de aquella
boca Purísima que yo había violado!

Pero, en verdad, ¿amaba yo a Bertha…? Al pensar en ella, soñando en la posesión de su cuerpo y de su alma, ¿sentía
aquella esperanza de una vida más alta y trascendente, que ilusionaba mi espíritu evocando a la Criatura misteriosa
perdida en mí…? No… ¡No! Bertha era encantadora. Y me amaba con toda su alma. Yo la quería… ¡hay de mí!…
¡cuánto me era posible quererla, amando a otra…! Nada más.

XII. Pasaron aún diez días. Y en una mañana de las últimas de febrero, decidí partir. ¡Cómo lloró, la linda Bertha,
cuándo le comuniqué mi próximo viaje! Me dirigía entonces a mi país, pero le ofrecí regresar en noviembre, con los
primeros fríos vientos. Sin embargo, sus lágrimas continuaron corriendo, inconsolablemente. Aquella postrera semana
fue para mi tristísima. Parecíame -enamorado como nunca de mi dulce Quimera- que al abandonar la vieja ciudad
dejaba en ella sepultado mi propio corazón. También sufría por el dolor de Bertha, más bella aún con su aspecto
taciturno, que la hacía parecerse a una pequeña madona de Botticelli.

XIII. La víspera de partir -después de las cinco- subí con mis amigas al Cerrito del Manchén. Luisa y Julia iban adelante,
cogidas del brazo. Bertha e seguida, y yo a su lado -como en nuestras intensas noches- guardaba silencio. Así
ascendimos la ligera falda de la colina coronada de eucaliptos y de cipreses. Cada diez metros ella se apoyaba en mi
hombro. Yo retuve entre mis manos, frías y sin movimiento.

Jamás vieran mis ojos, en ningún clima, una tarde tan bella. Brisas perfumadas, como de mieles y vainilla, y campestres
flores, movían los ramajes sobre nuestras cabezas. Me pareció que La Antigua revestíase de su luminosa forma de
imperecedera hermosura para despedirme. Y ciertamente, hállabame absorto ante su espléndido panorama, una de las
más estupendas maravillas de la tierra, y nunca, mientras latiera mi corazón podría olvidar el melancólico y pensemos
y recóndito encanto de la divina ciudad de las leyendas adormecida en la tarde azulada.

Adiós, vieja ciudad del Valle de Panchoy, que duerme con su leve rumor el misterioso Pensativo… ¡Vieja ciudad en
que amé un arcano imposible, y en que me creí un dios enamorado y adorado por un ángel! ¡Quizá ya nunca volveré a
verte, quizá ya nunca…! ¡Y cómo en tu seno me amaron ya nunca me volverán a amar!

Así monologaba mi espíritu. Estas palabras repetía mentalmente, con los ojos húmedos, a dos pasos de Bertha, que
miraba un punto vago en horizonte… Cambié con mis amigas algunas frases insignificantes… Y luego callamos,
comprendiendo que, en ciertos momentos, el silencio es lo más grato a las almas que sufren.

En tanto, un quimérico crepúsculo de Doré matizaba los vastos cielos de púrpuras y oros imponderables. Sedas
fabulosas alargábanse fantásticamente en las ignotas lontananzas. Gráciles nubes de ópalo y turquesa, y de pálidas
amatistas, bogaban como bajeles de ensueño impelidos por el viento errabundo. Una impasible paz descendía de las
celestes cumbres; y sobre la muerta metrópoli, llena hoy de escombros y de jardines, lentamente aleteaban grupos de
pájaros que huían ante la noche.

Un obscuro dolor lacerante desprendíase de las cosas. A pesar de la extraordinaria magnificencia de la tarde y del
singular paisaje de valles y volcanes y espacios abiertos hasta el horizonte, todo parecía gemir a nuestro alrededor.
Nosotros no nos mirábamos, temerosos de descubrir nuestras lágrimas.
Rápidamente la tiniebla tiñó el ocaso; y descendimos por el sendero pedregoso. Adiós, vieja ciudad del Valle de
Panchoy… ¡Nunca, jamás volveré a verte!

XIV. En la pequeña sala de la señora V en la última noche yo procuraba, aturdiéndome con mis propias palabras,
dominar la honda pena que me roía el alma. Tras un largo silencio, Julia dijo con voz temblorosa:

-Querido amigo, quizá no hemos de volver a vernos… Y deseamos que usted sepa una cosa, que nosotros callamos
hasta hoy por pudor ridículo, por tontería… no sabemos porqué…

Interrumpióse con un brusco sobresalto. Y todos nos miramos anhelantes, como si de improviso notáramos la presencia
de otra alma entre nuestras almas… Una violenta ráfaga abrió la ventana y apagó una de las lámparas. Bertha levantóse,
muy pálida y cerro los cristales. Toda trémula, Julia continuó.

Habríamos deseado hacerle esta íntima confidencia en nuestra antigua casa de la Cruz del Milagro, que abandonamos
hace mucho tiempo. Pero no se pudo… Sepa usted, pues, que tuvimos otra hermana la más pequeña… Era muy linda,
muy blanca, muy triste, y nosotros la adorábamos: una criatura extraña, muy inteligente y de una sensibilidad
inexpresable. Era toda corazón, y en sus ojos -los más inocentes y divinos ojos que usted pudiera imaginarse-
veíanse cosas profundas que no son de la tierra… Ella leyó sus libros, sus versos, sus cuentos fantásticos… Y se
enamoró de usted. Fue el único sentimiento mundano que empaño su espíritu de ángel.

En un escritorio que esta en la otra casa guardaba los periódicos en que aparecía su firma, su retrato que recortó de una
revista… Y hasta creo que la pobrecilla le escribió algunas cartas, sin decir su nombre… Murió hace dos años…
Llamábase Clemencia, y fue enterrada en La Merced… Para completar su fúnebre confesión, puso en mis manos una
fotografía de gran tamaño.

Y en un estado de alma próximo a la locura o a la muerte, con el rostro húmedo de cálidas lágrimas, vi en el fondo del
negro cartón a mi idolatrado fantasma blanco, a mi novia angélica, a mi divino imposible, cuyo espíritu ha de unirse
un día con mi espíritu en la ignota región de la Paz inefable, más allá de los mágicos orbes y de las maravillosas
constelaciones. FIN

Cuento El chele de Juan Ramón Molina

Cuando ella le llevó el almuerzo —un plato de cocido hecho de prisa— aguardaba él a la reja, agarradas
las manos a los barrotes. Era un mocetón membrudo, tirando a rojo, de mandíbulas fuertes, velloso como
un perro de aguas, de barba viril. Un macho como pocos. La hembra se acercó, rimando con las caderas, de
amplio paréntesis, la estrofa del amor carnal. Era de mediana estatura, trigueña, rica de carnes, fresca como
una sandía. Terciado el pañolón café, haciendo chillar los botines, pasó entre los soldados, despidiendo de
su enagua una brisa ardiente y perturbadora, impregnada de perfumes baratos. –Chico –dijo ronroneando
la voz como gata–, aquí está el almuerzo.

–¿Por qué has venido tan tarde? –replicó el reo con una voz entre áspera y dulzona.

–No pude estar antes. Tengo mucho que hacer.

–¡Mentiras! Es que vivís entretenida con ese tinterillo. Ya sé que me seguís engañando. Pero ve, por Dios
–e hizo una cruz con la diestra y la besó– que te doy una lección cuando salga de este enchute. Y lo que es
a él… Aquí la cara del Chele hizo un gesto feroz, enarcándose las pobladas cejas de sus ojos atigrados. –A
él –siguió iracundo– lo degüello con éste–. Y a hurtadillas de los soldados sacó un cuchillo, no se sabe de
dónde, terriblemente afilado –. Lo degüello, ya lo sabés. En la faz de la mujer se pintó una mezcla de miedo
y de odio. Ésta, de repente, tiró al suelo el almuerzo, alejándose de la reja. –Oíme, Negra –gimió él,
arañando los barrotes–; oíme un momento. Mas ella, caminando precipitadamente, como a pequeños saltos,
ganó la entrada de la guardia. –Oíme, Negra, oíme, te lo suplico. Parate un poco. Ella iba a desaparecer,
zangoloteando la pulpa de las redondas posaderas; mas de pronto se volvió, gritando con voz irritada,
escupiendo las palabras.

–¡No, no vuelvo, entendelo! Quedate en la jeruza para siempre. Ya no quiero más guazangas con reos…
¿Lo oís? Con reos, porque tengo hombre que me dé. Y me da aritos: ¡Velos! Y pañolón: ¡Velo! –y descubrió
el busto, agitando al aire el trapo, mientras sus ubres, sudorosas por la emoción, temblaban en la camisa
como si fuesen de gelatina–. Y botines… ¡Miralos! –y enseñó el calzado amarillo, sobre el que caía la
media azul, mostrando al mismo tiempo algo de la carnosa pantorrilla, con una suave vellosidad de durazno.
Luego, volviéndose el fuste desdeñosamente, desapareció.

–¡Templada la Negra! –dijo el cabo cuando se fue, entre las carcajadas de los soldados.– Y qué… –e hizo
una seña de masonería indecente, que produjo otra explosión de risas.

Chico Ramírez, alias El Chele, volvióse más taciturno desde entonces. Arregló su manutención con la mujer
de otro presidiario, pasándose las horas fumando cigarrillos de tusa, o viendo obstinadamente al suelo. No
pensaba más que en Tomasa, en La Negra, acordándose del día en que se la trajo robada, como dicen, de
Cedros. La muchacha, que era más ardiente que una cabra, cedió a sus primeras proposiciones, viniéndose
a Tegucigalpa con él, donde sentó plaza de inspector de policía. Luego lo echaron del puesto, porque un
día que estaba de malas pulgas, con la clava le abrió la cabeza a un borracho que le echaba mueras al
gobierno, sin querer caminar. Así se encontró sin empleo, viviendo con la amasia en un cuartucho de La
Plazuela. Pero la quería, a pesar de las sopapinas que le daba en sus jumas, antes de sumergirse en sus
letargos comatosos, y concibió el plan de llevársela a la Costa Norte, a probar fortuna. Ella, al saberlo, dijo
que no, que no y que no.

–¡Ah! –exclamó Chico, furioso–; es que estás emberrinchada con ese maldito estudiante. Pues sabé una
cosa: si los hallo juntos, por estas cruces, que los mato a los dos: por éstas. Y me largo en seguida a rodar
tierra, mientras te podrís. Y un día les halló, en el quicio de una puerta, sobiqueándose y besuqueándose.
Sacó el cuchillo, echando más jotas que un carretero; pero solo logró darle al mozalbete un rasguño, así de
un jeme, porque el tal huyó con piernas de venado. Capturó la policía al Chele, y como el otro sabía de
intríngulis de Derecho, dio con él en la penitenciaría, condenado a dos años y meses de cárcel. Más de un
año no supo de la Tomasa, de La Negra.

–Ya se endamó con otro– decían los reos, hurgándole, sin que dijese nada, porque sabía que era ciertísimo.
–Las mujeres así, Chele, no pueden vivir sin hombre– le soltaba un veterano del crimen, encanecido en la
cárcel, que tenía un rayón desde un ojo hasta el hocico, donde no faltaba la magalla apestosa.

–No pensés en esa gallina –seguía mansamente–; no pensés y consolate. Por cada peso falso, hay cien
mujeres que solo falta que les digás: «¡Adiós, cosita!», para llevárselas uno.

Pero el Chele, ni por esas. La amada de un modo animal, a lo bestia en celo, aumentando su pasión la
forzosa castidad de la cárcel. La quería siempre, acordándose de todo lo que le había hecho sufrir y gozar.
Cuando cumpliese su condena iría a verla, perdonándola. ¿Cómo perder aquel cuerpo que le había hecho
vibrar como una guitarra? «Mía o de nadie», pensaba Chico, contando los reales ahorrados. El día en que
cumplió su condena, lloró de gozo. Diéronle la libertad a otros dos reos, y celebraron el acontecimiento en
un estanco de La Ronda, bebiéndose la cuarta parte de un garrafón. Iba a salir, dando traspiés, cuando pasó
frente a él un joven, en el que reconoció a la luz del farol, a su odiado rival. ¿A dónde iba? A verla,
seguramente. Pidió una botella de aguardiente, bebiósela en seis tragos, y, haciendo eses, golpeándose
contra las paredes, trató de dar alcance al muchacho. Caminaba frenético, embrutecido. Le alcanzó a los
pocos minutos. Sí, era él. ¿Conque la Tomasa –iba pensando, en su cabeza sudorosa, llena de alcohol–
prefiere a este tipo amujerado, a este chancletudo sinvergüenza, y desprecia a un hombre como el Chele?
Ya vería esta tal; ya vería. Los mato, por Dios que los mato. No lo despacho ya, porque quiero acabar con
los dos. Sí, con los dos. Diluviaba ligeramente. El estudiante, sintiéndose seguido, apresuró el paso; mas El
Chele, aunque completamente beodo, le seguía a grandes zancadas. El otro echó a correr, ganando media
cuadra, y se metió al cuarto de la Tomasa, de la Negra, que aplanchaba una camisa. –¿Qué es?– dijo ella
con susto.

–Un hombre me viene siguiendo: está bien bolo. Cerrá. (La puerta cerrose violentamente, en los momentos
en que llegaba Chico).
–Abran –rugió empujando–. Abrí, maldita, ya te voy a enseñar. Decile a ese maricón que salga, si es
hombre. ¡Abrí! ¡Aquí estoy, sinvergüenza! –y vociferaba insultos horribles.

La puerta, débil y carcomida, estaba para ceder a los esfuerzos del borracho, cuando éste, perdiendo la
cabeza, rodó pesadamente sobre el empedrado, resbaloso a causa de la lluvia. A la media noche pasó una
ronda, y el oficial, viendo aquel hombre tendido, encendió un fósforo. Tenía el rostro horriblemente
desencajado, las uñas clavadas en las palmas de las manos, y en la boca medio oculta en la maleza de su
barba rojiza, un copo de espuma sanguinolenta. Lo movió enérgicamente. ¡Estaba muerto!

La niña de la pata de Juan Ramón Molina


Cuento Un entierro de Juan Ramón Molina
Cuento Mr. Black de Juan Ramón Molina
Cuento Odio de Lucila Gamero

Si desea escucharlo entrar a este enlace https://www.youtube.com/watch?v=01TqUdRjPXc


No necesito de hacer un gran esfuerzo de memoria para acordarme de lo que voy a narrar. Sin embargo, desde entonces,
¡cuántos truenos han retumbado y cuánta agua ha caído ya! Fue en el tiempo en que aún celebraban en Danlí el alegre
carnaval típico, con sus corridas de toros a usanza española. Tiempo en que se ponían en escena comedias y dramas
interpretados por un personal netamente danlideño, y en que se quebraban huevos rellenos en medio de bulliciosa
algazara, aumentada con la algarabía de innúmeros muchachos.

Vita, la buena Vita, pidiéndole fuerzas a sus ya multiplicados años, desafiando el largo y pésimo camino que hay de
Tegucigalpa a Danlí, sólo por darse el gusto de ver a los pocos parientes que aquí tenía, llegó a mi casa a proporcionarme
el placer de tenerla algunos días en mi terruño, en donde fue cariñosamente atendida por todos los míos.

Aprovechó este tiempo para recoger varios objetos —libros en su mayor parte— pertenecientes a su hermana Rosinda,
tía política mía, quien, después de muerto su marido, hizo su traslado a Tegucigalpa con el propósito de educar a sus
hijos en la capital. Con este motivo me invitó a que fuese con ella a recoger los consabidos objetos. Éstos estaban en la
casa que fue de mis abuelos maternos, precisamente en una alacena incrustada en la pared de la pieza-dormitorio en
que yo nací en la mañana de un jueves de Corpus, mientras melodiaba la música sagrada, explosionaban los cohetes y
repicaban, alborozando los ánimos, las campanas, dejando oír sus timbradas voces de oro. Hoy ya no suenan como
antaño. Al fundirlas de nuevo, pretendiendo mejorarlas, les cambiaron sus voces dulces y sonoramente cristalinas, por
otras destempladas y afónicas, y así estarán hasta que haya un galeno filantrópico que les inyecte una buena dosis del
metal amarillo que les extrajeron.

En plena juventud no pude menos de evocar mi recién pasada infancia: la misma pieza con sus paredes encaladas,
adornadas con telarañas; su cielo de tablas de madera, oscurecido por el tiempo, manchado por las goteras confianzudas
y constantes. En todo se veía el estrago causado por el abandono y el descuido de aquella casa en que la menor cosa
me era familiar. Sólo los pocos muebles que había eran distintos a los que conocí de niña, discordando éstos con el
pasado entre real y legendario que yo evocaba unciosamente, con una unción mortificante y desconsoladora, algo
parecido a las saudades de los portugueses. Y eso que no soy pronta a la melancolía.

Ya no estaba el viejo escaparate conteniendo la bien tallada Virgen de Mercedes con el niño en sus brazos, preciosa
imagen que unos ascendientes míos, de España, enviaron, como significativo regalo de piadoso cariño, a mi bisabuela,
doña Mercedes de Ordaz. El traer a mi memoria esta antigua escultura venida de Iberia avivó en mi naturaleza
iconoclasta el recuerdo de mis primeros años de rapaza insubordinada y atrevida, merecedora de diarios castigos, en
que mi abuelita materna, con todo su acendrado cariño para su nieta preferida y revoltosa, y su santa e ingenua fe de
matrona solariega, hacía que me arrodillase ante la milagrosa Virgen de Mercedes y, puestas las manecitas en actitud
de recitar el bendito, la compostura humildemente hipócrita como la de algunas personas mayores devotas, y la voz de
mis cuatro años, dulce, llorosa y rebelde, murmurase inconscientemente: “Vilgencita queyida, peldóname mis pecayos.
Niñito Jesús, quítame mis babuyas”. Aún ignoro si mis obligados ruegos fueron atendidos. También recordé que varias
noches, cuando, sin causa que yo supiese, me despertaba a cualquiera hora de la noche, veía el dormitorio iluminado
por opaca claridad, pero que me permitía distinguir bien los objetos de la habitación, en cuenta el escaparate con todo
lo que contenía. Esto duraba unos pocos segundos; luego volvía la oscuridad y yo no tardaba en dormirme de nuevo.
Nunca creyeron en mi casa lo que les refería acerca de lo que me había ocurrido; y mi cabeza infantil no era capaz de
imaginarse que existieran ciertos curiosos fenómenos óptico-nerviosos, y menos de que se le ocurriera tratar de
descifrarlos. Para no seguir oyendo el consabido: “No seas mentirosa”, dejé de contarles mis frecuentes alucinaciones.
Si yo hubiera tenido vena mística, o un organismo amenazado por la histeria, ¡quién sabe!… Tal vez habría resultado,
si bien en menor escala, una segunda santa Teresa; aunque, lo confieso, la realidad de la pretenciosa idea, si es verdad
que me halaga, no la deseo. Mejor es que mis alucinaciones visuales hayan terminado inocentemente sin… éxtasis
divinos.

Mientras Vita sacaba los libros mancillados por las cucarachas y, refunfuñando, mataba unos cuantos de estos insectos,
yo tiré de una de las gavetas de la alacena y descubrí, junto a un escriño desvencijado y vacío, un paquete de regular
tamaño, envuelto en un pañuelo que debió haber sido blanco, pero que se presenta a mi vista amarillo, con pequeñas
rasgaduras, pringado con el excremento de las cucarachas, horadado por las polillas y oliente a sacristía, ¡a auténtica
sacristía!, pues servíale de colchón a un Año cristiano, que de cristiano —según lo entienden y practican algunos de
éstos— no le quedaban más que las carcomas.

Procedí a desatar el envoltorio aprisionado por un pequeño cáñamo, y me encontré con dos paquetes de cartas anudados
con cintas descoloridas, que se rompieron al contacto del aire y de mis dedos irreverentes.

Yo no pensaba en ningún acto subrepticio, pero notando que Vita me observaba con el rabillo del ojo, le dije:

—Éstas deben ser cartas de mis antepasados.


—De seguro. Lo mejor es que las lleves a tu casa para echarlas al fuego.

Pero yo ya había tomado una del paquete más pequeño y la leía con interés.

—No seas curiosa, Lucila —me reprobó Vita, rezongando—. Tal vez algunas de esas cartas contienen

secretos que tú no debes conocer.

—Nada de eso. Ésta es de mi abuelito Pedro para la que fue su esposa. ¿Por qué no he de leerla?

De fama conocía yo a mi abuelo materno: un hombre alto, bien formado, blanco, galanísimo, de carácter de hierro,
impulsivo, dominador, y que murió joven, apenas cumplidos los cuarenta años. Quedé sorprendida al leer aquella carta
tan cariñosa, tan dulce, tan llena de recomendaciones cuidadosas para sus tiernos hijos, tan amantísima para su adorada
compañera. En voz alta repetí su lectura para que oyera Vita. Al terminar, le pregunté:

—¿Es éste el ogro de mi abuelo, cuyo carácter recio e iracundo me hizo conocer mi tío Tomás?

—Lo probable es que don Tomás haya exagerado.

Don Pedro tendría, realmente, algunos defectos, pero les superaban las cualidades. No se dejaba dominar de nadie; era
muy amante de su familia, ¡y todo un hombre! Manejaba la espada con perfección; esto le valió para que no lo
asesinaran en Tegucigalpa, cobarde y vilmente, dos rufianes.

—¿Asesinarle?… ¿Cómo?… —inquirí.

—Una madrugada, al salir él de cierta casa, fue simultáneamente atacado por dos asesinos pagados por su rival
desdeñado. A pesar del imprevisto y brusco ataque, no perdió don Pedro su sangre fría: rápidamente sacó su espada, y
pidiendo a sus atacantes varias veces, sin lograrlo, que se rindieran, defendiose con bravura y mató, tras breve lucha, a
uno de sus contrarios, y puso en fuga al otro. No lo dudes, don Pedro era todo un hombre y también todo un caballero.

Sentí entonces que por mis venas corría veloz y enardecida la sangre indómita de mi abuelo, que mi madre me
transmitiera.

—¡Qué dicha tener un abuelo así! —exclamé.

—A ese lance que tuvo se debe que haya venido a Danlí y que tú seas su nieta. Aquí permaneció hasta que, probado
que mató en defensa propia, fue absuelto.

—¿Y regresó a Tegucigalpa?

—Fue, pero de paso, pues ya estaba enamorado de doña Camila, tu abuela, con quien se casó pronto, radicándose
definitivamente en esta población. Es una lástima que haya muerto todavía joven —suspiró Vita—. En lo físico tu
mamá se parece mucho a él.

—Pues era realmente hermoso.

—Aquí hay pocos tipos como el suyo. Pero deja esos papeles que te van a ocasionar un buen catarro —me instó,
observando que yo trataba de desliar el segundo paquete—. Es hora de que vayamos a almorzar.

—Eso quiere decir que ya le habló el estómago.

—¿Piensas que es temprano?

—Creo que es tarde y que usted tiene razón. Siempre le daré a usted la razón, Vita, cuando se trate de obedecer los
llamados del estómago.

—¡Ya vas con tus cosas!… Ayúdame a levantarme, que se me ha dormido una pierna. Más tarde vendré con el sirviente
de tu casa para que lleve hoy todos los libros.

—Como usted quiera; pero estos paquetes los llevaré yo.

Y sin importarme que los transeúntes me vieran con el descolorido y deteriorado paquete en las manos, marché con
rumbo a mi casa, sin tomar en cuenta la risa maliciosa y reprobatoria de Vita, tan amiga de ciertas etiquetas sociales
que a mí siempre me han tenido sin cuidado.

II.Terminada la cena y mientras Vita y demás de la casa se fueron a la sala a departir con varias visitas, yo me encerré
en mi dormitorio, curiosa de averiguar lo que contenía el paquete que aún no había tenido tiempo de abrir. No eran
cartas corrientes las que guardaba, no: era un legajo de papeles metidos en un sobre grande, muy percudido, encima
del cual la mano de mi querida abuelita Camila había escrito despacio, con su clara letra, que preocupó hacer grande y
llena, y que aparecía casi borrosa, lo que a continuación copio: Confesión íntima de la vida de una infortunada amiga
mía, muerta en 1868. Fue muy buena. No me explico por qué el destino la hizo tan infeliz, los mortales no
comprendemos los designios de Dios. Si alguien, después de muerta yo, encuentra este legajo, debe quemarlo. C. L.
de M

Pese a los nervios de mi abuelo que se perpetúan en mí, experimenté una emoción extraña al desdoblar los casi ilegibles
papeles, comidos, muchos de ellos, por las polillas, algunas de las cuales maté por su destructiva perforación. He aquí,
por su orden, lo que pude con ímprobo trabajo descifrar, inclusive el contenido de dos recortes impresos. Lo único que
cambio son los nombres propios de los protagonistas, por temor de que haya quien recuerde a las personas auténticas,
por más que éstas hace muchos años que emigraron de la tierra centroamericana:

San Francisco, California, 6 de mayo de 1858 Señora, doña Camila Lasso de Moncada Danlí, Honduras

Muy querida amiga: Tú eres una de las pocas, poquísimas personas y, entre éstas, la primera, que nunca me han
depreciado, que siempre me comprendieron, compadeciéndose de mi triste e inmerecida suerte. Tú, en mis horas más
amargas de desencanto y vilipendio, me ofreciste el amparo de tu casa y me brindaste tu mano amiga, confortándome
con frases de cristiano y sincero cariño. A ti, pues, me dirijo para pedirte un gran favor, el mayor favor que puede
hacérsele a una amiga desventurada. Y tú, tan piadosa, tan caritativa, tan humanitaria, tan fraternal, tan tolerante,
con la tolerancia bien entendida y redentora de Cristo, eres la única que puede, con buena voluntad, concedérmelo;
sobre todo, si recuerdas nuestra infancia cuando jugábamos juntas bajo el quemante sol tropical o, a escondidas de
nuestros padres nos descalzábamos para mojar nuestros pies en las corrientes de agua fangosa que corrían por
nuestras calles pueblerinas después de un aguacero torrencial en que sólo la luz de los relámpagos, el trepidante ruido
de los truenos y, a veces, la caída de granizos, daban animación a la oscura y tenebrosa tarde; nuestras travesuras en
la escuela, las incursiones sigilosas, de niñas tempranamente precavidas, a las huertas ajenas en busca de pájaros, o
de frutas para satisfacer nuestra golosina de chicuelas nunca ahítas… ¡Todo aquel lejano tiempo que quisiera no
hubiese pasado!… Luego, nuestra despedida que marcó un día de duelo en nuestros corazoncitos inseparables…
¡Cómo lamento que mis padres hayan tenido dinero suficiente para llevarme consigo a otro país, a conocer diferentes
costumbres, modalidades nuevas para mí!… Su primordial afán fue el de que me instruyese y creciera en un ambiente
civilizado, gustando de los atractivos que proporciona una ciudad rica, populosa y próspera, comparada con Danlí.
Ellos sólo deseaban la dicha, el bienestar de su hija, y no contaban con que, para los más, la vida se muestra cruel e
irónica. Cierto es que me instruí, que me eduqué; pero ¿cómo imaginarse ellos que yo iba a quedar huérfana en una
ciudad extraña a esa edad en que tanto necesita una joven los consejos y los cuidados de sus padres?… ¡Y hubo una
fecha en que un infame, cuyo nombre me asquea todavía, me sedujo, se burló de mí!… Y no precisamente porque yo
fuera inclinada a los placeres ilícitos, sino por mi crédula inexperiencia. ¡Ah, el canalla, el mil veces canalla!… En
fin, de ciertos detalles que ignoras te enterarás por la copia de la carta que te incluyo y que, estoy segura, servirá para
que definitivamente me absuelvas si alguna vez me has condenado.

Estoy muy enferma. Dentro de tres días entraré en el hospital, en donde no sé, con seguridad, qué van a hacer de mí.
Durante el tiempo que he ido a la consulta, los médicos me han estado examinando detenidamente, con curiosidad tan
científica como humana. Varias veces me han pinchado las venas para sacarme sangre. Me han abrumado con
preguntas; primero, valiéndose de eufemismos; luego, francas, crudas, acerca de las enfermedades que padecieron
mis padres. Mis respuestas no les satisficieron. Después, con las excusas de costumbre cuando se trata de una persona
como yo, me preguntaron si me había dado cuenta de que si el padre de mi hija adolecía de alguna enfermedad de las
vulgarmente llamadas ocultas. ¡Ay, amiga mía, por lo que he pasado!… Al comprender, por las frases de los médicos,
cuál podría ser mi enfermedad, quedé consternada, y no tanto por mí sino por mi pobre hija, a quien, sin que me oiga,
le pido perdón todos los días por haberla traído al mundo.

Como probablemente me operarán pronto —parece que también tengo un tumor en el vientre— e ignoro si quedaré
con vida después de la intervención quirúrgica, me permito recomendarte a mi pequeña Gloria. Ella es buena y pura
a pesar de su padre, e ignora quién es éste, pues, por fortuna, él ya no vive aquí. Le he dicho que su papá era un primo
mío, marino, que muy joven pereció en un naufragio; que por esa causa vivo retraída y triste.

En el caso de que yo muera, mi tía Magdalena, quien vive conmigo, quedará encargada, de acuerdo con mi tío
Francisco, de llevarte a mi hijita. Mi corazón me dice que no la desampararás. Protégemela, pues, muerta yo, temo
que su padre haga todo esfuerzo para recogerla con el objeto de robarle el capital a su segunda víctima.

Ante Dios te juro que después de que caí hipnotizada por el amor, víctima de la falacia y del señuelo del matrimonio,
que el desvergonzado seductor me aseguraba como un hecho consumado, mi conducta ha sido buena, hasta puedo
decir que ejemplar. Mi único anhelo lo he cifrado en educar a mi hija, inculcándole ideas de honradez, en trabajar
tesoneramente para conservarle íntegro el capital que me dejaron mis padres, de modo que pueda, algún día, tener
siquiera libertad económica.

La carta que en sobre aparte y dirigida a mi hija va incluida en esta tuya, es para que me hagas el favor de guardarla
cuidadosamente. Sólo se la entregarás en el caso de que haya peligro de que pueda conocer al reptil que emponzoñó
la vida de su madre.
No sé si peco con esto, que puedo llamar obcecación, pero mi mayor deseo es que ella nunca lo conozca, y que si algún
día descubre el misterio de su origen, que odie al que no deberá llamar padre, ¡que lo odie, sí, que lo odie como lo
odio yo!… Perdona mis frases; pero ¡si pudieras leer en mi pecho!… Tú, a quien Dios ha concedido la dicha de ser
madre de hijos modelo de virtudes y encantos físicos, tú que eres una santa, que nunca has sufrido esos dolores
desesperantes que degradan, abominan, que hacen a uno alzar los puños al cielo en imponente petición de desagravio,
disculparás mi lenguaje y pedirás a Dios merced, no tanto para mí sino para mi inculpable hija. De rodillas, como lo
haría ante mi madre, la confío a tu bondad protectora y maternal. Mi espíritu agradecido se inclina para besar tus
manos, esas manos impolutas que sólo bienes han derramado por doquier. Tuya Aurora Silva.

Quedeme suspensa un rato; luego, irreflexiva y resueltamente, rompí el sobre cerrado y dirigido a Gloria Silva, que mi
abuelita había respetado. Puede pensarse que esto haya sido una profanación, no me exculpo. Yo estaba ansiosa de
emociones, de adentrar en las vidas, quizá más que en las vidas, en los dramas ajenos. He aquí copia de lo que leí:

Copia de una carta que deseo nunca llegue el caso de que la conozca mi hija, Gloria Silva. San Francisco, California,
2 de febrero de 1858 Señor Juan B. Umanzor Su casa Va para ti, por última vez, mi orden terminante de no volver a
colocarte en mi camino, con ningún pretexto. En la semana pasada me encontraste en la calle de la casa de mi tío y,
seguramente para vengarte del desprecio con que siempre te he devuelto tus cartas, te atreviste a mirarme, reflejando,
en tus pupilas de sátiro, acuciadores y bestiales propósitos. A no haber sido que viste veneno en mis ojos, un gesto de
tragedia en los contraídos músculos de mi cara, y también por el temor del puñal que sabes nunca olvido, te acercas a
mí. ¡Y el escándalo que se produce al abofetearte yo en claro día en plena calle!… ¡Que sólo impulsos de hacer es lo
que siento cuando me provocas e injurias con tu aborrecida presencia! Afortunadamente, tu innata cobardía te hizo
recular a tiempo. Me da vergüenza hacer directamente a mi hija la confesión de mi desgracia. Obligada por esto me
dirijo a ti notificándote que si un día, en cualquier tiempo, te acercas a ella a decirle que eres su padre, inmediatamente
pondrán en sus manos una de las varias copias que de esta narración dejo en forma de carta dirigida al ser más abyecto
que conozco. Yo era feliz, inocente y pura. Tú, como las víboras que fascinan a los imprecavidos pajarillos, te acercaste
a mí, elegante, roncero, derramando en mis oídos palabras dulces, promesas, cuanto tu fementido pecho creyó necesario
para hipnotizarme. Diariamente me prometías amor eterno, jurándome que te casarías conmigo tan pronto como
pudieras emanciparte del dominio de tu padre, pues el autor de tus días no quería que te casaras todavía, y por eso no
te entregaba la herencia de tu madre. Deliberadamente me engañabas cometiendo el delito de abuso de confianza. Yo,
ciega, confundida, sin imaginarme que tus palabras fueran delusorias, enamorada hasta la imbecilidad, caí en tus brazos
y fui tuya, fui tuya creyéndote honrado, creyéndote caballero… ¡Ah, si antes hubiera sabido que a pesar de tu figura y
tu posición social eras un tahúr, un borracho, un tenorio degenerado!… ¡Un vil y asqueroso gusano de cloaca!…

Varios meses pasé entre amor y zozobra, burlando, con habilidad de comediante consumada, la confianza de mi tía
Magdalena; pero llegó el tiempo en que me sentí madre. El susto tuyo fue tremendo. Sin embargo, tuviste el cinismo
de confortarme, de pedirme que callase a mis tíos mi estado, asegurándome que de cualquier modo te casarías conmigo.
Aún tuve la debilidad de creerte, hasta que tu fuga vergonzosa, cobarde, inhumana, me aplastó… Te fuiste a mansalva,
maquiavélicamente, sin importarte un penique la honra de una muchacha vilmente engañada, que cometió el pecado de
fiar en ti. Te fuiste abandonando el fruto de tu deliberado crimen. ¡Ah, canalla!… Quizá para que mi tío no te persiguiera
y no te molestase con el reclamo de mi honra, instándote para que vinieras a cumplir tu palabra tantas veces empeñada,
me confesaste en carta tan mentirosa como cínica que tu precipitada fuga obedeció a verte obligado —en ello te iba la
vida— a casarte sin amor con una muy rica, encopetada y antigua novia; pero que oportunamente tratarías de
divorciarte, probando que tu matrimonio había sido nulo, para volver a mi lado con bastante dinero para reparar tu falta,
a darle tu nombre a la hija que ya había nacido. Pero entonces ya no te creí.

El amor habíase trocado en odio, en odio, sí, ¡pero qué odio!… Desde entonces mi entraña sangra, y ha sangrado tanto
que ya el dolor y la indignación le exprimieron la última gota; y ahora, exangüe, consumida, atrofiada, sólo exuda odio,
¡odio feroz, cruel, odio justo que subirá al cielo en evaporación candente para caer, en forma de lluvia que escuece,
sobre el perjuro, el amoral, el impúdico, el corrompido, el mil veces canalla, hasta desollarte el carcomido pellejo
roñoso!… Digo roñoso, porque investigando la enfermedad que me aqueja supe que antes de haberme conocido estabas
averiado como consecuencia de tu vida licenciosa, pues habías tenido relaciones ilícitas hasta con hetairas de arrabal.
¡Ah, pérfido, asqueroso! Entonces compré un tratado de ginecología y comprendí bien lo que todos los médicos, tanto
en sus clínicas privadas como en el hospital, me preguntaban en su afán de precisar el agente morboso causante de la
infección que me produce fenómenos tan variados como molestos; que me ha afectado la vista y me ha puesto
excesivamente nerviosa. Y una mañana en que para hacerme un examen ginecológico, dilatado y doloroso, hubo que
anestesiarme, yo facilité la narcosis autosugestionándome, y pude, medio dormida, controlando mis nervios, oír parte
de lo que los médicos, mientras me reconocían, hablaban en su léxico científico acerca de mi enfermedad. Entre frases
como “salpingitis”, “ovaritis” y otras que no recuerdo, percibí claramente la voz de ellos: “No divaguemos más: todos
los fenómenos que siente son debidos a la lúes” —dijo uno—. “Se trata, en efecto, de una avariosis confirmada” —
expuso otro—. Involuntariamente me moví. Entonces bajaron la voz; pero mi oído fino, acuciado por la curiosidad
investigadora, oyó que el galeno más viejo decía a sus compañeros en tono dogmático y zumbón: “Dejaos de frases
rebuscadas, que no conseguiréis con ellas atenuar el mal: es una infección mixta y un caso confirmado de sífilis terciara
con toda su secuela de agravantes. La pobre señora ya tiene para años, si es que no para toda su vida. ¡El carroño que
la infectó!”… “¡El carroño que la infectó!”… ¿Lo oyes?… Eso eres tú: carroño, carroño de cuerpo y alma. Ya está
dicho todo. Si mañana, con tus miras siempre interesadas y aviesas, buscas y descubres a mi hija, de la cual —para
ludibrio de ella y mío— eres padre, te juro, por el odio que te profeso, que inmediatamente sabrá quién es y cómo
procedió con ambas el burlador, el verdugo de su madre.

Aurora Silva.

Habla aquí mi abuelita: Han transcurrido once años desde que recibí la carta de Aurora recomendándome a su hijita
Gloria. Mi amiga no murió de la operación e ignoro si lograría curarse de sus dolencias, pues nunca volvió a hablarme
de éstas. El tema de sus epístolas, que parecía fuese una obsesión, era su hija, su adorada hija, a quien quería librar de
todo trance de que conociese a su padre. La niña debe tener dieciocho años, a juzgar por el retrato que de ella me
mandó. Es bellísima; muy parecida a su madre, pero mejor tipo. Estuve muy preocupada por Aurora. En su última
carta, fechada en Buenos Aires, en donde hace mucho tiempo que reside con sus tíos y con su hija, me cuenta que
Umanzor, más arruinado y degenerado que nunca, ha llegado a aquella ciudad.

Aún no hace un mes que recibí la triste noticia de la muerte de Aurora. Me la da su tía Magdalena y me cuenta que
Gloria está inconsolable. Aunque sé que Gloria vive con su tía abuela Magdalena y que cuenta con el apoyo decidido
de su tío Francisco, solterón magnánimo y rico que ha puesto todo su cariño en su sobrina nieta, acabo de dirigirme a
ésta ofreciéndole, con el mayor gusto, mi casa y mi cariño y protección maternales, tal como se lo prometí a su madre.
En camino iría mi carta cuando el correo me trajo unos periódicos con tan inesperada y sensacional información, en la
cual figura el nombre de Gloria, que no pude menos de leer aterrada y afligida. Cuando todo se aclare y pase, veré si
me es posible hacer algo a favor de la infeliz hija de la amiga más querida que tuve en mi infancia. Por lo pronto, no
me queda otra cosa que pedir a Dios fervientemente que salve, que proteja a una joven seguramente presa de insania,
y rogar por el ama de su pobre y mártir madre. ¿Mártir?… sí, Aurora fue una mártir. Su temperamento exaltado y la
enfermedad, que al fin la condujo al sepulcro, la exasperaron hasta el último grado. Creyó irreparable su falta, tuvo un
concepto.

erróneo de la vida de sí misma, y fue una mártir, una mártir como hay tantas ignoradas, vejadas por los mismos que les
causaron su desgracia y por una sociedad que aún no ha aprendido a ser justa, que deprecia a la víctima en lugar de
hacerlo con el verdugo. ¡Infortunada Aurora! ¡Que en el reino de Dios descanse redimida!

DIARIO DE LA TARDE: Horrible crimen Una joven en plena calle mata a su padre El hecho Información que hemos
obtenido y que publicamos con la aquiescencia de la delincuente Hoy, a las once de la mañana, una bella y
encantadora joven, vestida de luto, iba por una de las calles de la ciudad con dirección a la iglesia del Carmen; pero
antes de llegar al atrio se detuvo al encontrarse con un individuo trajeado con regular indumentaria, aunque pasada
de moda. Él hizo ademán de abrazarla. Entonces ella sacó rápidamente un puñal que llevaba oculto bajo su mano y
lo hundió con presteza, primero en el pecho y luego en el vientre del hombre. Éste cayó desplomado inmediatamente.
Una mujer que iba cerca y que vio el suceso, asombrada, se acercó a incorporar al hombre y, no pudiendo lograr su
intento, se puso a gritar pidiendo auxilio. La hechora, lívida, trágica, barboteó: “¡Era un vil, un asesino, un cobarde,
por eso lo he matado!”… El herido, en estado agónico, fue llevado a un hospital. Allí, presa de agudos dolores,
exclamaba: “Cumpliste tu amenaza, Aurora; pero de tu hija, que en hora mala vino al mundo, has hecho una criminal.
Ésa es mi más sabrosa venganza”. Dos horas después era cadáver.

La infeliz muchacha, en medio de la confusión general, antes de que llegara la policía, fue tomada del brazo por un
caballero, quien la metió en un coche y a toda prisa la condujo a su casa. Una vez allí, le dijo:

—Señorita, perdóneme que le haya traído a mi casa. La casualidad me condujo adonde usted estaba y no vacilé en
acercármele con el objeto de ayudarle en algo. Ella lloraba en silencio. Él, después de confortarla un poco, prosiguió:

—Usted no debe ignorar que dentro de unos momentos la prenderán. Precisa aprovechar el tiempo. Me tiene a sus
órdenes. Soy abogado y por eso me permitiré hacerle algunas preguntas. Espero que usted no tendrá inconveniente en
contestarme con franqueza, sin omitir algún detalle. Taquigráficamente tomaré nota de nuestra conversación. Esto es
de vital importancia.

—Gracias. Puede usted interrogarme.

—¿Cuál es su nombre?

—Gloria Silva.

—¿Su edad?

—Hace poco que cumplí diecinueve años.

—¿Su estado?
—Soltera.

—¿Su profesión?

—Profesora.

—¿Tenía usted enemistad con el hombre quien acaba de herir?

—No… Es decir… No le conocí hasta ayer.

—Entonces, ¿qué motivo tuvo para agredirlo?

—Era un bandido.

—¿Abusó de usted?… Perdone la pregunta.

—No. Pero es… o era un bandido. Porque lo probable es que ya haya muerto.

—¿Por qué lo trata de bandido?

—Porque es la calificación que merece.

—Le ruego sea más explícita, en interés suyo.

¿Qué móvil la impulsó a matarlo?

—Ese hombre fue el verdugo, puedo decir que el asesino de mi madre. Yo he actuado como brazo vengador. Lo demás
no me importa.

—¿El verdugo de su madre? ¿De qué manera?

—Engañándola y abandonándola traidoramente cuando supo que yo iba a nacer.

—Luego, ¿usted es hija de él?

—Yo solamente he tenido madre.

—Es un caso extraño. Si usted me lo permite, yo seré su defensor.

—¿Mi defensor? ¿Hay quien pueda defender a una persona que comete un delito en público y que no tendrá
inconveniente en confesarlo cuando se llegue el caso de ser interrogada? Porque no lo negaré, aunque en ello estribe
mi salvación… ¡Y ese hombre está muerto, y bien muerto!… ¿Hay quien pueda defenderme?

—Sí hay: yo.

—¿Usted?… Gracias. Gracias. Mucho me temo que pierda su trabajo inútilmente. Por lo que hace a mí, le digo con
toda franqueza que al conocer mi origen he quedado horrorizada de la vida, y poco me importa morir, con tal de que
sea pronto. Por eso confesaré que yo maté a ese hombre, que lo maté porque era mi deber hacerlo y porque una fuerza
incontenible me lanzó a ello…. “Mátalo, mátalo”, una voz desconocida me lo ordenó esta mañana, repitiéndomelo
imperativamente, hasta ponerme fuera de mí, incapaz de contrarrestar mis nervios. Ya ve usted que soy instrumento
del destino, un brazo vengador que ha hecho justicia. ¡Brazo vengador, como tal actué! Brazo vengador, ¡eso soy!…
¡Asesina, no!… ¡Asesino fue él!

Aquí la joven tuvo una crisis de furor que terminó en lágrimas. Acto continuo, previo permiso, entraron dos agentes de
la policía, seguidos de un señor anciano que apenas pudo saludar, tal era su emoción. La señorita Silva, al verlo, se
arrojó a sus brazos. Ambos lloraron. Del brazo de él, a quien ayudaba el joven abogado, la delincuente fue conducida
a la cárcel. Era impresionante este patético cuadro de los agentes de la autoridad conduciendo a la procesada. El muerto
era, realmente, padre de la señorita Gloria Silva; así lo manifestó el anciano, quien, según datos, es tío abuelo de la
joven. Mañana daremos más detalles.

Más acerca del asesinato del señor Juan B. Umanzor

Hoy, rogado por uno de nuestros redactores, llegó a la dirección de este diario el jurisconsulto don Alfonso Guardia,
defensor de la joven y bella parricida. Nos manifestó lo siguiente:

Anoche estuve en casa de la señorita Gloria Silva y, no sin trabajo, logré hablar con su tía, la señorita Magdalena. Ésta,
al saber que realmente soy yo el abogado que defiende a su sobrina, se puso a mi disposición, llorosa y contribulada.
He aquí lo que me refirió:
—Apenas han transcurrido doce días desde que enterraron a mi sobrina, la madre de Gloria. Ésta idolatraba a su madre,
y su muerte la ha dejado consternada. Tanta aflicción y tantas noches de desvelo han alterado la salud de la pobre niña,
poniéndola excesivamente nerviosa. El médico ha tenido que darle narcóticos para que pueda dormir. Cuando Aurora
se sintió muy mal, aprovechó un momento en que su hija dormía para decirme:

—Magdalena, tú sabes que yo no quiero que Gloria sepa nunca quién es su padre. Mi tío me ha ofrecido no decírselo
jamás, y quiero que tú vuelvas a prometerme lo mismo.

—Confía en que por nada del mundo se lo diré.

—Sé que él ya concluyó el haber que le dejaron sus padres y que está completamente arruinado. Me tiene muy alarmada
su venida a esta ciudad.

Es casi seguro que, muerta yo, con el propósito de apoderarse del capital que le dejo a mi hija, se presente a ésta y le
pruebe que es su padre. Te suplico, pues, que me jures que si tal hace, tan luego esto ocurra, le entregues a Gloria el
sobre que te di a guardar para ella. Pero sólo en ese caso debes entregárselo. ¿Me lo juras?

—Te lo juro. No te mortifiques más, Aurora.

—Bueno. Gracias. Ya nuestro tío sabe que debes irte con ella a Honduras a entregárselo a Camila, en Danlí. Si te
parece, puedes quedarte a vivir con ella allá. Cuando Gloria cumpla veinticinco años, si no se ha casado antes, que
resuelva su vida.

Mientras tanto, el sano ejemplo tuyo, el de mi amiga y de su familia, y el ambiente moral de aquel apartado pueblecito,
le serán muy provechosos. Ella es muy dada a meditar, y la meditación tranquila y bien orientada le fortalecerá el
espíritu abatido por la pérdida de su madre. Me habría gustado dejarla casada, pero ya ves que, a pesar de habérsele
presentado muy buenos partidos, no ha querido hacerlo. Que Dios me la proteja. Una vez muerta mi sobrina, tuve el
cuidado de estar vigilando para que no entrase ningún extraño. Nadie salía de la casa ni entraba en ésta sin que yo
abriese el portón, cuya llave guardo. Antenoche llamaron con fuerza. Fui a abrir y me encontré con un hombre, quien
me dijo afligido:

—Corra, señora, corra, que a su vecina, doña Juana, le ha dado un ataque y no hay quién la vea.

Yo voy a llamar a un médico.

Como es natural, me encaminé precipitadamente en busca de un tapado para salir a la calle, sin cuidarme de cerrar el
portón. Cuando volví a éste, el hombre ya no estaba. Eché llave a la casa y me dirigí a donde Juana. ¡Cuál no sería mi
sorpresa al encontrarla bordando tranquilamente sin que nada le hubiera pasado! Entonces, temerosa, dispuse
regresarme en el acto; pero mi amiga me dijo que algún burlón, de los que hacía algunas noches andaba haciendo
bromas parecidas, quiso reírse de mí; sin embargo, yo no creí y me despedí de ella diciéndole que había dejado sola a
mi sobrina. En el acto supuse que se me había engañado con alguna intención. Así fue: al pasar enfrente a la sala, vi a
Gloria platicando con el hombre que deshonró a su madre. Segura de no poder dominar mi indignación, no quise
presentármele. Fui a quitar la llave al portón y a decirle a la sirvienta que me avisase cuando la visita se hubiera
marchado, para cerrarlo de nuevo, y me dirigí al corredor con el objeto de estar a la expectativa, sin ser vista, para el
caso de que mi sobrina necesitase ayuda. El bribón estuvo zalamero y comedido. Al despedirse abrazó a Gloria. Pero
ésta no le correspondió el abrazo. Ligera, corrí a cerrar el portón, furiosa por el atrevimiento de aquel malvado. Al
llegar a la sala encontré a la pobre muchacha intranquila y preocupadísima.

preocupadísima.

—Magda —me preguntó—, ¿te consta que mi

padre haya muerto?

—¡Niña!… —articulé sorprendida.

—¿Que fue marino y primo de mi mamá?

—Niña, ¿a qué vienen esas preguntas?

—Yo bien sé que soy hija ilegítima; pero respecto de quién sea mi padre he tenido mis dudas, porque mi mamá, siempre
que yo le decía: “Voy a pedir a Dios por mi padre”, en el acto me replicaba: “Por el marino muerto sin conocer a su
hijita”. Notando yo que se entristecía y contrariaba cuando le hablaba de él, llegué a pensar que algún misterio habría
en el origen de mi existencia, que ella no quería revelarme, y no volví a mortificarla con preguntas indiscretas. Pero tú,
¡sí vas a decirme la verdad!

—¡Gloria, por Dios!…


—¿Conoces al señor que acaba de irse de aquí?

—No…

—Tu vacilación me dice que sí, ¡por favor, no me mientas, Magda!… Tú conoces a ese hombre. ¿Lo conoces?

—Apenas… Hace mucho tiempo que no lo veo, hasta esta noche.

—¿Es cierto que es mi padre?

—¡Ay, Dios!… No me hagas esas preguntas, que no puedo contestártelas.

—¡Dime la verdad!… ¿Será posible que este hombre, que tiene pirograbados en el rostro los sietes pecados capitales,
sea mi padre?… ¡Sería horroroso!… Yo procuré mostrarme serena.

—Mira, niña, no te preocupes por las majaderías que te digan. ¡Hay tanta farsa en esta vida!… Tiempo sobra para
averiguar lo que uno se propone. Acostémonos. Estoy cansada y tengo mucho sueño.

Nos acostamos; pero yo pasé en vela, mortificada con la idea de que ya había llegado la hora de cumplir con lo que mi
sobrina me recomendó. Mientras tanto, que durmiera su pobre hija. Pero creo que tampoco ella pudo entregarse al
sueño. Como siempre dejamos abierta la puerta que comunica nuestros dormitorios, varias veces la sentí revolverse en
el lecho. El día siguiente, es decir, ayer, se levantó temprano. El desayuno fue silencioso. Casi nada comimos. Ella se
fue a su tocador. Yo la seguí. Entonces volvió a interpelarme:

—Magda, de nuevo te suplico que me digas la verdad. El hombre que estuvo anoche aquí, ¿es mi padre como él me lo
afirmó?

—Yo no puedo contestarte nada. Vete a tu escritorio en donde estarás sola. Allí te llevaré lo que tu madre me dijo que
te entregara en el único caso de que ese hombre se atreviera a presentarse a ti.

Gloria, temerosa y asustada, obedeció. Poco después, vacilante, cumplí la voluntad de mi sobrina. Pasada media hora,
dispuse a ir a ver qué hacía ésta. La encontré con los ojos húmedos, con las pupilas dilatadas, las manos temblorosas y
el aspecto casi de loca. Al acercármele y consolarla, sollozó:

—¡Ay, madrecita, mi madre de mi alma!… ¡Cuánto sufrió la infeliz!…

—¡Gloria, por Dios, cálmate! —le supliqué.

—Acabo de pasar por la vergüenza y el horror de saber que el canalla que estuvo aquí anoche es el verdugo, ¡el asesino
de mi madre!… Mi padre, ¡no! ¡Jamás!… —exclamó exaltada.

—Gloria, hija mía… —murmuraba yo.

—Y… ¿Sabes?… El tal me citó para que fuera hoy, a las once de la mañana, a la iglesia del Carmen; que allí me
aguardaría para probarme…, para probarme…

Apretó con furia las mandíbulas y paseándose, sumamente nerviosa, por la habitación, concluyó:

—Para probarme el parentesco que pretende tener conmigo. ¡El muy infame piensa que voy a ir!… ¡Tantas ganas que
tengo de volver a verlo!… Necesito hablar con mi tío, Magda. Más tarde iré a su casa.

—¿Por qué no le llamas?

—Porque está algo enfermo. Por el momento te suplico, Magda, dejarme sola. ¡Tengo tanto qué meditar!…

Atendí a sus deseos retirándome, muy preocupada, al oratorio a pedirle a Dios por ella… ¡Que la conformase, que la
protegiese!…

Un poco antes de las once, la pobre niña se acercó a mí. Vestía un traje de calle de riguroso luto; cubríale el rostro un
velo también negro. Me besó diciéndome:

—Voy a casa de mi tío. Pronto regresaré, Magda.

—¿Quieres que te acompañe?

—No te molestes. Voy en coche. El regreso lo haré con el ama de llaves de mi tío. Pero si a las doce no he vuelto,
almuerza, pues es que yo lo haré donde él.

donde él. La miré, conmovida por su actitud. Estaba muy bella, aunque intensamente pálida. Tenía los grandes ojos
fijos, con un fulgor extraño en la mirada. Me besó de nuevo, y salió… Lo que ocurrió después, usted lo sabe mejor que
yo, señor abogado. ¡Ay, qué desgracia! ¡Nunca pensé que sucedería cosa tan horrible! ¡Pobre de mi sobrina!… Ahora
pienso que ella no estaba en su cabal juicio. Hablaba, miraba y gesticulaba de un modo, que no es posible que tuviera
el juicio completo. Licenciado, ¡por lo que usted más quiera, por lo que más ame, por librar del martirio a dos ancianos,
por lo que cueste, salve a mi querida niña! Crea que ella no es responsable de lo que ha hecho. Seguramente fue la
lectura de la carta lo que le extravió la razón.

—¿De cuál carta?

—De una que leyó esta mañana.

—Entréguemela, se lo ruego. Necesito conocer bien los antecedentes impulsores del crimen y valerme de todos los
medios para salvar a su sobrina. Indudablemente, es un caso patológico muy interesante. Desde el punto de vista
jurídico, se entiende, señorita. No sé si me comprendió bien la acongojada anciana; pero no tuvo inconveniente en
darme la carta. Viéndola tan afligida, le prometí hacer todo lo posible para que le permitieran, como era su deseo,
acompañar a su sobrina en la cárcel.

Hasta aquí lo hablado con el abogado defensor de la joven delincuente. Acerca de este hecho delictuoso hay varias
versiones; pero el público se ha pronunciado en favor de la infortunada y linda hechora. ¿Por qué?… ¡Quién sabe!…
Nuestra misión de periodistas imparciales nos impide hacer apreciaciones oficiosas en asuntos tan delicados como éste.
Veremos lo que resuelve el jurado. Acaba de llegar uno de nuestros reporteros y nos informa que, a última hora, se
guardan ciertas consideraciones a la delincuente, tomando en cuenta, sin duda, el estado anormal y neurasténico en que
ésta se halla.

Señora doña Camila Lasso V. de Moncada. Danlí, Honduras

Muy distinguida y apreciable señora:

Principio por dar a usted las gracias por el interés que ha tomado en el asunto de mi infortunada sobrina Gloria
Hemos pasado días verdaderamente amargos. Dichosamente, la casualidad nos deparó la fortuna de encontrar un
joven jurisconsulto que se ha empeñado no sólo en salvar a Gloria sino también en que tramitaran con rapidez el
proceso. Asimismo, hemos tenido la suerte de que no hubiera parte acusadora. Únicamente el fiscal ha actuado en
representación de la vindicta pública. ¡Cuánto enredo y cuánta cosa! Mi sobrina está abatida, avergonzada, hecha
una lástima. Figúrese usted, señora, que hasta con los médicos hubo que contar. Éstos examinaron a la pobre niña.
En su dictamen hicieron constar que había anormalidad en sus facultades mentales, debido a una infección congénita,
y que indudablemente cometió el delito en un rapto de insania. Al fin, concluidos los trámites del juicio plenario y
terminada la relación del proceso, el juez de la causa pasó los autos al tribunal del jurado, y éste, después de más de
dos horas de angustiosa espera para nosotros, emitió por unanimidad, veredicto absolutorio. El público era numeroso
y prorrumpió en exclamaciones de júbilo cuando supo que Gloria había sido declarada sin culpa y ya estaba libre.
Ahora, ésta permanece casi encerrada en su alcoba, sin querer ver más que al médico que la asiste y a sus amigas
íntimas. Dentro de doce días saldrá para Europa, acompañada de Magdalena y de la señorita Clotilde Rosales, su
amiga de más confianza. También irá con ella un médico respetable, encargado de continuar el tratamiento que el
especialista le ha prescrito y con el cual promete curarla si lo sigue todo el tiempo preciso e indicado. Es muy posible
que el aire del mar y las nuevas y variadas impresiones que reciba en su viaje de descanso espiritual, le aprovechen
tanto física como moralmente. Cuando regrese de su larga y necesaria visita a países que no conoce, cuyas novedades
interesantes de seguro le distraerán el espíritu, recibirá usted cartas nuevas, estimada señora. Tengo el honor de
ponerme a las órdenes de usted y de su muy apreciable familia, Muy respetuosamente besa los pies de usted su muy
atento y seguro servidor, Francisco A. Silva.

Buenos Aires, 31 de julio de 1870. Danlí, Honduras

Señora doña Camila Lasso de Moncada

Muy apreciable señora: Tengo el gusto de dirigirme a usted enviándole un atento saludo y dándole a saber que tanto
mi tía Magdalena como yo hemos regresado bien de nuestro largo viaje por Europa. Tuvimos una feliz travesía de
mar… ¡Viera usted cuántas veces sentí impulsos de hundir mi existencia mísera en las movibles, atrayentes y profundas
aguas del océano!… Eso le probará lo horripilada y decepcionada que estoy del mundo, de este mundo corrupto en el
cual me ha tocado actuar de una manera cruel, tan distinta a la ruta suave, sin tropiezos, ajena a todo rencor, por la
que yo soñaba se deslizase mi vida. ¡Había sido tan feliz con el cariño de los míos, con mis flores, mis libros, mis
pájaros!… ¡Con mi piano, en el deleite de la ejecución de música selecta!… Aseguro a usted que no es fácil para mí
explicar cómo pude resolverme a cometer un acto tan atrevido y punible como lo es el de matar a un hombre. ¡La
fatalidad, un impulso incontenible, una mano oculta y poderosa —o como usted quiera llamarlo— me lanzaron al
crimen! Después de enterarme de los sufrimientos de mi madre, de la villanía de que fue víctima, indignada por el
raimiento con que se me presentó el hombre que decía ser mi padre, no tuve más que un pensamiento, un deseo, una
idea, un objetivo: ¡vengarla!… ¡Y me sentí obsesa!… ¡Y tuve la obcecación de la sangre, de la sangre que lava las
manchas inferidas al honor!… ¡Y deseé matar con el ansia, con la desesperación, con el ímpetu del sediento que apura
un vaso de agua!… ¡Y la cita que él me había dado fue propicia para mi propósito vengador!… El hecho se consumó;
mejor dicho, lo cometí en un estado morboso, en un momento de frenética inconsciencia. El puñal que salvó a mi madre
de nuevos y villanos atentados quizá lo destinó [el] karma para que yo vengase su honra mancillada.

Mentiría a usted, señora, si dijese que estoy satisfecha del crimen que he cometido; pero le confieso que nadie se
atreverá a calificarme de parricida, porque no debe conceptuarse padre a aquel que villanamente abandona a una
señorita a quien ha seducido. Y que la abandona próxima a ser madre, rehuyendo dar su nombre a un ser inocente y
salvar una reputación que él ha mancillado. ¡Y con qué mancha!… Nada hay que pueda ni atenuar ni disculpar su
cobarde huida. ¿Por qué no se casó con su víctima, aunque después la hubiera abandonado? Porque ni ella ni el hijo
que iba a nacer le importaban. Porque entonces él tenía buen capital e ignoraba que mi madre tuviese un tío riquísimo
a quien probablemente heredaría. Además, según me ha contado mi tío Francisco, dejó a mi madre porque creía
seguro casarse con una joven acaudalada; pero que ésta, al saber ciertos antecedentes de él y contarle la vida
licenciosa que llevaba, lo despreció. Ya ve usted, pues que no hay ningún derecho cuando se han rehuido las
obligaciones; máxime, si éstas son de honor. Al menos, éste es mi criterio.

No hallo frases con qué expresar a usted mi agradecimiento por su generosidad en ofrecerme su casa, ofrecimiento
que no me es dado aceptar porque el rumbo de mi vida ha cambiado por completo para siempre. Que me perdone mi
bendecida y adorada madre si no cumplo su voluntad, si, impulsada por la fuerza de mi sino, cambio la sandalia que
me conduciría donde usted por el cilicio mortificante del penitente que en el fondo no se considera purificado.

El joven don Alfonso Guardia, que tan brillantemente me defendió hasta obtener mi absolución, tiene empeño en que
me case con él. Desde todo punto de vista es un buen partido. De los que han solicitado casarse conmigo, es el único
que me ha sido simpático, y quizá me habría gustado para compañero mío si no fuera el nauseamiento que, en mi
actual estado de ánimo, me causan los hombres. Por otra parte, no quiero que mi raza se perpetúe. Me causa horror
suponer que pudiera nacerme un hijo parecido al infeliz atrofiado que causó la desgracia de mi madre y me obligó a
mí a ser delincuente. ¡Qué triste es esto, señora!… La ley y la sociedad me han exculpado. ¡Cuánto diera yo por poder
hacer otro tanto, por no sentirme agobiada por el inaligerable peso de culpas ajenas!…

Todavía estoy magullada de cuerpo y alma. Ahora, en mi morbosismo, sólo anhelo la paz, sólo hay en mí ansias de
renunciamiento, de oración, de sacrificio, de sepultar mi juventud con todos mis ensueños de joven, a quien no ha
mucho le sonreía y halagaba la fortuna, en el tranquilo aburrimiento de un agente claustro. Allí cuidaré pájaros,
cultivaré flores y verduras, haré cuanto trabajo sea preciso para anestesiar mi libre albedrío, hasta llegar a ese estado
de inanición mental en que casi no se piensa. Las pasiones humanas sólo las percibiré muy a la sordina. Pero, si a
pesar de mis esfuerzos de aniquilamiento, mi voluntad reacciona, la vida potente reclama sus derechos, seré una
humilde imitadora de sor Juana Inés de la Cruz, la célebre y filósofa poeta azteca, víctima de insatisfechas ansias
mundanas, y escribiré lo que la naturaleza me dice… Volveré a hacerme amiga de mis olvidados libros de literatura,
y recordaré mis tiempos de colegiala en que tan buenas notas obtuve, en que era la número uno en las clases de
gramática y en que siempre sacaba primer premio en composición.

Los paseos, el baile, la ópera, el teatro, todas estas cosas a que he sido tan aficionada, deberán estar sepultadas para
mí. ¿Y por quién?… ¡Qué duro, qué triste, qué amargo es, señora, tener que inculpar, tener que maldecir a un ser que
debería reverenciarse y quererse!… A usted, cuya alma es tan bondadosa, le suplico eleve sus preces al cielo para que
Dios me perdone, me redima y me dé la paz, la confortadora, la verdadera paz del espíritu que tanto necesito. La
penitencia y el alejamiento del mundo quizá me hagan comportable mi situación y pueda, en algún tiempo, olvidar la
inevitable tragedia —que siempre paréceme horrible pesadilla— que ha ensombrecido mi existencia y matado todas
mis ilusiones.

Deseo a usted y a sus hijos muy amados toda clase de venturas. Una vez más, mi distinguida señora, le expreso mi
gratitud imperecedera y mi respetuoso cariño. Gloria Silva.

Con esta carta termina el contenido del paquete que la curiosidad me impelió a abrir. Terminada la lectura del histórico
relato, me engolfé en un océano de divagaciones a cual más aventurada, ya que cualquier prejuzgación sería hipotética.
¿Fue o no fue culpable, la desdichada Gloria, del delito de parricidio? ¿No le hablaría su conciencia antes de cometerlo?
Y si le habló, ¿qué fuerza insuperada hizo que venciera su obduración y que el homicidio se perpetrase? ¿Por qué fue
ella la víctima propiciatoria para obtener misericordia, para borrar pecados que nunca cometió? ¿Cuál fue su fin? ¿El
matrimonio con su enamorado defensor? ¿Un convento? ¿O quizá el manicomio?

¡Y vi abierta la lacra, la inmensa lacra de las miserias sociales en donde fermenta la levadura de los vicios que
contaminan a la mayor parte de la humanidad incauta!

¡Y comprendí y disculpé el odio, el odio supremo, santo, que una mujer honrada siente por el hombre perjuro que la
mancilló, que burló su fe y su amor! ¡Ah, la entraña inmolada que sangra odio!… ¡Ah, la entraña que pide justicia!…
Esa entraña, ¡glorificada sea!… FIN
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