La Nube Sobre El Santuario Cartas Sobre La Rosa y La Cruz

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 37

La Nube sobre el Santuario

Cartas de la rosa y la Cruz

Karl Von Eckartshausen


PRIMERA CARTA
Ningún siglo es tan notable como el nuestro para el observador sereno. Por todas partes hay fermentación,
tanto en el espíritu del hombre como en su corazón; por todas partes hay combate entre la luz y las tinieblas,
entre las ideas muertas y las ideas vivas, entre la voluntad muerta e impotente y la fuerza viva y activa; por
todas partes, en fin, hay guerra entre el hombre animal y el hombre espiritual naciente. ¡Hombre natural!...
Renuncia a tus últimas fuerzas, tu mismo combate anuncia la naturaleza superior que dormita en ti...
Presientes tu dignidad e incluso la sientes, pero todo está aún muy oscuro a tu alrededor y la lámpara de tu
débil razón no es suficiente para iluminar los objetos a los que deberías dirigirte. Se dice que vivimos en el
siglo de las luces, sería más justo decir que vivimos en el siglo del crepúsculo: aquí y allá, el rayo luminoso
penetra a través de la bruma de las tinieblas, pero todavía no ilumina con toda su pureza nuestra razón y
nuestro corazón.
Los hombres no están de acuerdo en sus concepciones, los sabios disputan entre sí, y allí donde hay disputa
todavía no ha llegado la verdad. Los propósitos más importantes de la humanidad aún son indeterminados.
No se está de acuerdo ni sobre el principio de la razón ni sobre el principio de la moralidad o el móvil de la
voluntad. Esta es la prueba de que, a pesar de estar en medio del siglo de las luces, no sabemos aún con
certeza qué hay en nuestra cabeza ni en nuestro corazón.
Es posible que todo esto lo pudiéramos saber mucho antes, si no nos imagináramos que tenemos en nuestras
manos la antorcha del conocimiento o si pudiéramos lanzar una mirada sobre nuestra debilidad y reconocer
que todavía nos falta una luz más elevada. Vivimos en los tiempos de la idolatría de la razón.
Hemos colocado una antorcha de pez sobre el altar, y gritamos que se trata de la aurora y que el día va
haciendo realmente su aparición por todas partes, cuando decimos que el mundo se eleva cada vez más de
la oscuridad a la luz y a la perfección por medio de las artes, las ciencias, un gusto más refinado o, incluso,
por una compresión simple de la religión.
¡Pobres hombres! ¿Hasta dónde habéis alejado vuestra felicidad?
¿Hubo nunca un siglo que haya costado a la Humanidad tantas víctimas como el presente?
¿Hubo nunca un siglo en que la inmoralidad fuese mayor y el egoísmo tan dominante como en el actual?
El árbol se conoce por sus frutos. ¡Gente insensata!...
Con vuestra razón natural imaginaria. ¿De dónde sacáis la luz con la que queréis iluminar a los demás?
¿Acaso no sacáis vuestras ideas de los sentidos, que no os dan a conocer la verdad sino tan sólo fenómenos?
¿Acaso todo cuanto da el conocimiento en el tiempo y en el espacio no es relativo? ¿Acaso todo lo que
podemos llamar verdad no es verdad relativa?...
No se puede hallar la verdad absoluta en la esfera de los fenómenos. Así pues, vuestra razón natural no
posee la «esencialidad», sino únicamente la apariencia de la verdad y de la Luz; pero cuanto más crece y se
extiende esta apariencia, más decrece “la esencia de la luz” en el interior, el hombre se pierde en las
apariencias y anda a tientas para alcanzar imágenes deslumbrantes que carecen de realidad.
La filosofía de nuestro tiempo eleva la débil razón natural a la objetividad independiente, incluso le atribuye
un poder legislativo, le supone una autoridad superior, la hace autónoma y la convierte en una divinidad real,
suprimiendo toda relación y comunicación entre Dios y la razón ¡Y esta razón deificada que no tiene otra ley
que la suya propia, debe gobernar a los hombres y hacerlos felices!...
¡Las tinieblas han de difundir la luz!... ¡La pobreza debe dar la riqueza!... ¡Y la muerte, la vida! La verdad
conduce a los hombre a su felicidad ¿Podéis darla? Lo que llamáis verdad es una forma de concepción vacía
de substancia, cuyo conocimiento ha sido adquirido por el exterior, por los sentidos, y que el entendimiento
coordina por una síntesis de opiniones o científica de las relaciones observadas. No poseéis ninguna verdad
material, el principio espiritual y material es para vosotros un “noúmeno”.
“Si el hombre natural o de los sentidos viese que el principio de su razón y el móvil de su voluntad no son
más que la individualidad, y que por ello es muy miserable, buscaría un principio más elevado en su interior
y se acercaría al único manantial que lo puede dar, puesto que se trata de “la sabiduría dentro de la esencia”.
Jesucristo es la Sabiduría, la Verdad y el Amor. En cuanto Sabiduría, es el principio de la razón, la fuente del
conocimiento más puro. En cuanto Amor, es el principio de la moralidad, el móvil esencial y puro de la
voluntad. El Amor y la Sabiduría engendran el Espíritu de la verdad, la luz interior; esta luz ilumina en nosotros
los objetos sobrenaturales y los hace objetivos.
Es inconcebible hasta qué punto el hombre cae en el error cuando abandona las verdades simples de la fe y
les opone su propia opinión. Nuestra época quiere definir con el cerebro el principio de la razón y de la
moralidad o del móvil de la voluntad; si los señores sabios estuvieran atentos, verían que estas cosas
encuentran mejor respuesta en el corazón del hombre más sencillo, que en todos sus brillantes
razonamientos. El cristiano práctico encuentra este móvil de la voluntad el principio de toda moralidad,
objetiva y realmente, en su corazón; este móvil está expresado de la siguiente manera:
“Ama a Dios por encima de todo y al prójimo como a ti mismo”
Así pues, el principio de la razón es la sabiduría en nosotros; y la esencia de la sabiduría, la sabiduría en la
substancia: Jesucristo, la Luz del mundo. En Él encontramos el principio de la razón y de la moralidad. Todo
lo que aquí digo no es una extravagancia hiperfísica, es la realidad, la verdad absoluta, que cada cual puede
comprobar experimentalmente, en cuanto reciba en sí mismo el principio de la razón y de la moralidad:
Jesucristo, por ser la Sabiduría y el Amor esenciales. Pero el ojo del hombre de los sentidos no es apto en
absoluto para alcanzar la base absoluta de todo lo que es verdadero y trascendental.
De la misma manera, la razón, que ahora queremos elevar al trono legislador, sólo es la razón de los sentidos,
cuya luz difiere de la luz trascendental, como la fosforescencia del árbol podrido difiere del esplendor del sol.
La verdad absoluta no existe para el hombre de los sentidos, sólo existe para el hombre interior y espiritual,
el cual posee un sensorium propio, o, dicho más claramente, posee un sentido interior para percibirla verdad
absoluta del mundo trascendental, un sentido espiritual que percibe los objetos espirituales tan natural y
objetivamente como el sentido exterior percibe los objetos exteriores.
Este sentido interior del hombre espiritual, este sensorium del mundo metafísico, por desgracia, aún no lo
conocen aquellos que están afuera, se trata de un misterio del reino de Dios. La actual incredulidad hacia
todo lo que nuestra razón de los sentidos no encuentra objetivamente sensible, es la causa del
desconocimiento de las verdades más importantes para el hombre. Pero, ¿cómo podría ser de otro modo?
Para ver hay que tener ojos; para oír, oídos. Todo objeto sensible requiere su sentido. Así, el objeto
trascendental requiere también su sensorium, y este sensorium está cerrado para la mayoría de los hombres.
De este modo, el hombre de los sentidos juzga el mundo metafísico como el ciego juzga los colores y el sordo,
el sonido. Hay un principio objetivo y sustancial de la razón, y un móvil objetivo y substancial de la voluntad.
Ambos juntos forman el nuevo principio de la vida, que conlleva, inherente, una moralidad. Esta substancia
pura de la razón y la voluntad reunidas en nosotros, es el divino y humano Jesucristo, la Luz del mundo, que
sólo puede ser, realmente, conocido si entra en relación directa con nosotros. Este conocimiento real es la fe
viva, donde todo pasa en espíritu y en verdad.
Por lo tanto, debe existir, necesariamente, para esta comunicación, un sensorium organizado y espiritual, un
órgano espiritual e interior susceptible de recibir esta luz; pero se encuentra cerrado en la mayoría de los
hombres por la corteza de los sentidos. Este órgano interno es el sentido intuitivo del mundo trascendental,
y, antes de que este sentido de la intuición esté abierto en nosotros, no podemos tener ninguna certeza
objetiva de la verdad más elevada. Este órgano ha sido cerrado a causa de la caída que arrojó al hombre al
mundo de los sentidos. La materia grosera, que envuelve este sensorium, es una nube que cubre el ojo
interior e incapacita al ojo exterior para la visión del mundo espiritual.
Esta misma materia ensordece nuestro oído interior, de modo que ya no oímos los sonidos del mundo
metafísico, y paraliza nuestra lengua interior de manera que tampoco podemos ni balbucear las palabras de
fuerza del espíritu que pronunciábamos en otro tiempo; por las que dominábamos la naturaleza exterior y
los elementos. En la apertura de este sensorium espiritual está el misterio del Hombre Nuevo, el misterio de
la Regeneración y de la unión más íntima del hombre con Dios; éste es el fin más elevado de la religión aquí
abajo, de esta religión cuyo fin más sublime es unir a los hombres con Dios, en Espíritu y en Verdad.
Por lo dicho, podemos darnos cuenta, fácilmente, porqué la religión tiende siempre al sometimiento del
hombre de los sentidos. Actúa así, porque quiere que predomine el hombre espiritual; de modo que el
hombre espiritual, o verdaderamente razonable, gobierne al hombre de los sentidos.
El filósofo siente también esta verdad, su error sólo consiste en no reconocer el verdadero principio de la
razón y querer colocar en su lugar a su individualidad, su razón de los sentidos. Así como el hombre tiene en
su interior un órgano espiritual y un sensorium para recibir el principio real de la razón o Sabiduría divina y el
móvil real de la voluntad o Amor divino; tiene en el exterior un sensorium físico y material para recibir la
apariencia de la luz y de la verdad.
Así como la naturaleza exterior no tiene la verdad absoluta, sino sólo la verdad relativa del mundo de los
fenómenos; la razón humana tampoco puede adquirir verdades inteligibles, sino tan sólo la apariencia del
fenómeno; que excita en ella, a causa de su voluntad, la concupiscencia, que es la corrupción del hombre
sensorial y la degradación de la naturaleza. El sensorium externo del hombre está compuesto de una materia
corruptible, mientras que el sensorium interior tiene por sustrato fundamental una substancia incorruptible,
trascendental y metafísica. El primero es a causa de nuestra depravación y mortalidad, el segundo es el
principio de nuestra incorruptibilidad e inmortalidad.
En los dominios de la naturaleza material y corruptible, la mortalidad esconde la inmortalidad; así, la materia
corruptible y perecedera, es la causa de nuestro estado miserable.
Para que el hombre sea liberado de esa aflicción, es necesario que el principio inmortal e incorruptible que
está en su interior se exteriorice y absorba el principio corruptible, a fin de que la envoltura de los sentidos
sea destruida y que el hombre pueda aparecer en su pureza original.
Esta envoltura de la naturaleza sensible es una substancia esencialmente corruptible que se encuentra en
nuestra sangre, forma los lazos de la carne y esclaviza nuestro espíritu inmortal bajo esta carne frágil. Esta
envoltura puede romperse más o menos en cada hombre, lo que da a su espíritu una mayor libertad para
llegar a un conocimiento más preciso del mundo trascendental.
Hay tres grados sucesivos en la apertura de nuestro sensorium espiritual.
El primer grado nos eleva al plano moral y al mundo trascendental y opera en nosotros a través de impulsos
interiores llamados inspiraciones.
El segundo grado, que es más elevado, abre nuestro sensorium para recibir lo espiritual y lo intelectual; en
este grado el mundo metafísico actúa en nosotros a través de iluminaciones interiores.
El tercer grado, que es el más elevado y el menos común, abre totalmente al hombre interior. Nos revela el
Reino del Espíritu y nos posibilita para experimentar, objetivamente, las realidades metafísicas y
trascendentales; ello explica el fundamento de todas las visiones.
Así pues, tenemos el sentido y la objetividad tanto en el interior como en el exterior. Lo que ocurre es que
los objetos y los sentidos son diferentes. En el exterior, es el móvil animal y sensual el que actúa en nosotros
y la materia corruptible de los sentidos quien sufre su acción. En el interior, es la sustancia indivisible y
metafísica la que penetra en nosotros y es el ser incorruptible e inmortal de nuestro espíritu quien recibe sus
influencias. Pero, en general, las cosas pasan con tanta naturalidad en el interior como en el exterior; la ley
es la misma en todas partes.
Así como el espíritu, o nuestro hombre interior, tiene otro sentido y otra objetividad distinta al hombre
natural, no extraña que constituya un enigma para los sabios de nuestro siglo, pues no conocen este sentido
y nunca han tenido la percepción objetiva del mundo trascendental y espiritual. Por eso, miden lo
sobrenatural al rasero de los sentidos, confunden la materia corruptible con la substancia incorruptible y sus
juicios son necesariamente falsos al emitirlos sobre un objeto para cuya percepción no tienen sentidos ni
objetividad ni tampoco, por consiguiente, verdad relativa ni verdad absoluta. Por lo que se refiere a las
verdades que aquí enunciamos, las debemos en gran parte a la filosofía de Kant.
Emmanuell Kant ha probado, incontestablemente, que la razón, en su estado natural, no sabe absolutamente
nada de lo sobrenatural, de lo espiritual y de lo trascendental, que nada puede conocer ni analítica ni
sintéticamente y que así no puede probar la posibilidad ni la realidad de los espíritus, de las almas y de Dios.
Esta es una gran verdad, elevada y beneficiosa para nuestros tiempos, que San Pablo ya había establecido en
la 1ª Epístola a los Corintios (Cap. 1, vers. 2.24); pero la filosofía pagana de los sabios cristianos la ha sabido
ignorar hasta Kant. El beneficio de esta verdad es doble.
Primero pone límites infranqueables al sentimiento, al fanatismo y a la extravagancia de la razón carnal. Y
en segundo lugar pone claramente de manifiesto la necesidad y la divinidad de la Revelación. Lo que prueba
que nuestra razón humana, en su estado obtuso, sin revelación, no dispone de ninguna fuente objetiva para
lo sobrenatural de ninguna fuente para instruirse sobre Dios, el mundo espiritual, el alma y su inmortalidad;
con lo que resulta imposible saber ni conjeturar nada sobre estas cosas. Así pues, estamos en deuda con Kant
por haber probado en nuestros días a los filósofos, como ya lo estaba desde hace tiempo por la escuela, más
elevada, de la comunidad de la luz, que sin Revelación no son posibles ningún conocimiento de Dios ni
ninguna doctrina sobre el Alma.
Por lo que queda patente que una Revelación universal debe servir de base fundamental a todas las religiones
del mundo. Así, según Kant, queda probado que el mundo inteligible es totalmente inaccesible al mundo
natural y que Dios habita en una luz en la que no puede penetrar ninguna especulación de la razón limitada.
Por lo tanto, el hombre de los sentidos o natural no posee ninguna objetividad de lo trascendental; de ahí
que le fuera necesaria la revelación de verdaderas más elevadas y, por lo tanto, la fe en la revelación, porque
la fe le da los medios para abrir su sensorium interior, a través del cual las verdades inaccesibles para el
hombre natural se le hacen perceptibles. Es totalmente cierto que con nuevos sentidos podríamos alcanzar
realidades nuevas.
Estas realidades ya existen, pero nos pasan inadvertidas al faltarnos el órgano de la receptividad. El color está
ahí, aunque el ciego no lo vea; el sonido existe, aunque el sordo no lo oiga. El fallo no está en el objeto
perceptible, sino en el órgano receptor. Con el desarrollo de un nuevo órgano, la cortina se corre de repente;
el velo, hasta entonces impenetrable, se desgarra; la nube ante el santuario se disipa; de pronto un mundo
nuevo se abre ante nosotros, cae la nube que nos cegaba y somos, en el acto, transportados de la región de
los fenómenos a la región de la verdad.
Sólo Dios es substancia, verdad absoluta, sólo Él – Ella es quien Es, y nosotros lo que Él – Ella nos ha hecho.
Para Él, todo existe en la unidad; para nosotros todo existe en la multiplicidad. Muchos hombres no tienen
ninguna idea acerca de la apertura de este sensorium interior, como tampoco la tiene del objeto verdadero
e interior de la vida del espíritu, que ni conocen ni presienten. De aquí que les sea imposible saber que se
puede aprehender lo espiritual y lo trascendental; y que podemos ser elevados hasta la visión de lo
sobrenatural.
La verdadera edificación del templo consiste en destruir la miserable cabaña adámica y en construir el
Templo de la Divinidad ; o sea, en otros términos, desarrollar en nosotros el sensorium interno o el
órgano que recibe a Dios; después de este desarrollo, el principio metafísico e incorruptible reina sobre el
principio terrestre y el hombre empieza a vivir, no ya en el principio del amor propio, sino en el Espíritu y en
la Verdad de quienes él es el templo.
La ley moral se vuelve entonces amor al prójimo y en un hecho; mientras que no es para el hombre natural,
exterior y de los sentidos más que una simple forma de pensamiento. El hombre espiritual, regenerado en
espíritu, lo ve todo en el ser, del que el hombre natural no tiene más que las formas vacías del pensamiento,
el sonido vacío, los símbolos y la letra, que son imágenes muertas, sin espíritu interior.
El fin más elevado de la religión es la íntima unión del hombre con Dios, y esta unión es posible incluso aquí
abajo; pero sólo lo es por la apertura de nuestro sensorium interior y espiritual que dispone nuestro corazón
para recibir a Dios. Estos son grandes misterios que la filosofía ni siquiera sospecha, y cuya clave no puede
encontrarse entre los sabios de la escuela.
Entre tanto, siempre ha existido una escuela más elevada a la que ha sido confiado el depósito de toda
ciencia, esta escuela es la comunidad interior y luminosa del Señor, la sociedad de los Elegidos que se han
propagado sin interrupción desde el primer día de la creación hasta el tiempo presente; sus miembros, es
cierto, están dispersos por todo el mundo, pero han estado siempre unidos por un espíritu y una verdad; y
nunca han tenido más que un conocimiento, una fuente de verdad, un señor, un doctor y un maestro en
quien reside substancialmente la plenitud universal de Dios y quien los inició en los altos misterios de la
naturaleza y del Mundo Espiritual.
Esta comunidad de la Luz ha sido llamada, en todo tiempo, la Iglesia invisible e interior o la comunidad más
antigua, de la que os hablaremos más detenidamente en la próxima carta.
SEGUNDA CARTA
Es necesario, mis muy queridos hermanos en el Señor, daros una idea pura de la Iglesia interior, de esta
Comunidad luminosa de Dios que se halla dispersa por todo el mundo, pero que está gobernada por una
verdad y unida por un espíritu. Esta comunidad de la luz existe desde el primer día de la creación del mundo,
y durará hasta el último día de los tiempos.
Es la sociedad de los elegidos que conocen la luz en las tinieblas y la separan en lo que tiene de propio. Esta
comunidad de la luz, posee una Escuela en la que el Espíritu de sabiduría instruye él mismo a quienes tienen
sed de luz; y todos los misterios de Dios y de la naturaleza se conservan en esta escuela para los hijos de la
luz. El conocimiento perfecto de Dios, de la naturaleza y de la humanidad, son objeto de enseñanza en esta
escuela. De ella vienen todas las verdades al mundo; es la escuela de los profetas y de quienes buscan la
sabiduría; sólo en esta comunidad se encuentra la verdad y la explicación de todos los misterios.
Es la comunidad más interior y posee miembros de diversos mundos; he aquí la idea que de ella se ha de
tener. En todo tiempo, lo exterior ha tenido por base un interior, del que lo exterior sólo es su expresión y su
plano. Es así que, en todo tiempo, ha habido una asamblea interior, la sociedad de los elegidos, la sociedad
de aquellos que tenían más capacidad para la luz y que la buscaban; y esta sociedad interior era llamada
santuario interior o Iglesia interior.
Todo lo que la Iglesia exterior posee, en símbolos, ceremonias y ritos, es la letra cuyo espíritu y verdad están
en la Iglesia interior. Así pues, la Iglesia interior es una sociedad cuyos miembros están dispersos por todo
el mundo, pero reunidos en lo interior por un espíritu de amor y de verdad, que en todo tiempo se ocupó en
construir el gran templo de la regeneración de la humanidad; por la que el reino de Dios será manifestado.
Esta sociedad reside en la comunión de los que tienen más capacidad para la luz, o de los elegidos.
Estos elegidos están unidos por el espíritu y la verdad, y su cabeza es la Luz misma del Mundo, Jesucristo, el
ungido de la luz, el mediador único de la especie humana, el Camino, la Verdad y la Vida, la luz primitiva, la
sabiduría, el único médium por el cual los hombres pueden volver a Dios. La Iglesia interior nació
inmediatamente después de la caída del hombre, y enseguida recibió de Dios la revelación de los medios por
los que la especie humana caída será elevada de nuevo a su dignidad y liberada de su miseria; recibió el
depósito definitivo de todas las revelaciones y misterios y la llave de la verdadera ciencia, tanto divina como
natural. Pero cuando los hombres se multiplicaron, la fragilidad del hombre y su debilidad hicieron necesaria
una sociedad exterior que mantuviese oculta a la sociedad interior, y que cubriese al espíritu y a la verdad
con la letra.
Pues, como la colectividad, la masa, el pueblo, no eran capaces de comprender los grandes misterios
interiores y como habría sido muy peligroso confiar lo más santo a los incapaces, se envolvieron las verdades
interiores en las ceremonias exteriores y sensibles, para que el hombre, a través de lo sensible y exterior que
es símbolo de lo interior, se hiciera capaz, poco a poco, de acercarse cada vez más a las verdades interiores
del espíritu. Pero el interior siempre ha estado confiado a aquel que, en su tiempo, tenía más capacidad para
la luz; y sólo éste era poseedor del depósito primitivo, como el sumo sacerdote en el santuario.
Cuando se hizo necesario que las verdades interiores fueran envueltas en ceremonias exteriores y simbólicas,
a causa de la debilidad de los hombres, que no eran capaces de soportar la unión de la luz, nació el culto
exterior; pero se trata siempre de la representación y el símbolo del interior, o sea, el símbolo del verdadero
homenaje rendido a Dios en espíritu y en verdad.
La diferencia entre el hombre espiritual y el hombre animal, o entre el hombre razonable y el hombre de los
sentidos, hizo necesario lo exterior y lo interior. Las verdades internas y espirituales pasaron al exterior
envueltas en símbolos y ceremonias, para que el hombre animal o de los sentidos se fijara y pudiera ser
conducido poco a poco a las verdades interiores.
De aquí que el culto exterior fuese una representación simbólica en forma solemne de las verdades interiores,
de las verdaderas relaciones del hombre con Dios antes y después de la caída de su reconciliación más
perfecta.
Todos los símbolos del culto exterior están basados en estas tres relaciones fundamentales.
El cuidado del culto exterior era el oficio de los sacerdotes, y, en los primeros tiempos, cada padre de familia
se encargaba de tal ocupación. Las primicias de los frutos y los primogénitos de los animales eran ofrecidos
a Dios; los primeros, como símbolo de que todo lo que nos alimenta y nos conserva viene de Él; y los
segundos, como símbolo de que el hombre animal debe morir para hacer sitio al hombre espiritual y
razonable.
La adoración exterior de Dios no debió separarse nunca de la adoración interior; pero como la debilidad del
hombre lo lleva fácilmente a olvidar el espíritu por la letra, el Espíritu de Dios despertó siempre, en todas las
naciones, a los más aptos para la luz y se sirvió de ellos, como agentes suyos, para hacer brillar por todas
partes la verdad y la luz, según la capacidad de los hombres, a fin de vivificar la letra muerta con el espíritu y
la verdad. Estos instrumentos divinos llevaban las verdades interiores del santuario hasta la más apartadas
naciones y las modificaban simbólicamente de acuerdo con los usos del lugar, su capacidad de cultura, su
clima y su receptividad.
De modo que los tipos exteriores de todas las religiones, sus cultos, sus ceremonias y sus libros en general
tienen por objeto, mas o menos claramente, las verdades interiores del santuario, que conducirán a la
Humanidad, en los últimos tiempos, a la universidad del conocimiento de una única verdad.
Cuanto más unido esté el culto exterior de un pueblo con el espíritu de las verdades interiores, más pura es
su religión; cuanto más se separe la letra simbólica del espíritu interior, más imperfecta se vuelve la religión,
hasta degenerar entre algunos en politeísmo, al perder totalmente la letra exterior su espíritu interior y no
quedar más que un ceremonial externo sin alma y sin vida. Cuando los gérmenes de las verdades más
importantes fueron llevados por los agentes de Dios a todos los pueblos, Dios escogió a un pueblo
determinado para erigir un símbolo viviente, destinado a manifestar el medio por el cual quería gobernar a
toda la especie humana en su estado actual, y conducirla a su más alta purificación y perfección. Dios mismo
dio a ese pueblo su legislación religiosa exterior y, como signo de su verdad, le entregó todos los símbolos y
todas las ceremonias, que llevaban el sello de las verdades interiores y grandiosas del santuario.
Dios consagró esta Iglesia exterior en Abraham, le dio los mandamientos por medio de Mosheé o Moisés y le
aseguró su más alta perfección por el doble envío de Jesucristo, primero con su existencia personal en la
pobreza y en el sufrimiento, y, después, con la comunicación de su espíritu en la gloria del resucitado.
Como Dios puso por sí mismo los fundamentos de la Iglesia exterior, la totalidad de los símbolos del culto
exterior, y formó la ciencia del templo o de los sacerdotes de aquellos tiempos, ahora todos los misterios de
las verdades más santas e interiores se han hecho exteriores por la revelación.
El conocimiento científico de este simbolismo santo constituye la ciencia para religar al hombre caído con
Dios; de aquí procede el nombre de religión por ser la doctrina para volver a ligar al hombre, separado y
alejado de Dios, con Dios, que es su origen. Por esta idea pura de la palabra genérica religión, podemos ver
que la unidad de la religión está en el santuario más interior y que la multiplicidad de las religiones exteriores
no puede nunca cambiar ni debilitar esta unidad que es la base de todo lo exterior. La sabiduría del Templo
de la antigua alianza estaba gobernada por los sacerdotes y por los profetas. Lo exterior, la letra del símbolo,
del jeroglífico, estaba confiado a los sacerdotes. Los profetas estaban al cuidado de lo interior, del espíritu de
la verdad, y su ocupación ha sido siempre la de reconducir al sacerdote de la letra, al espíritu cuando llegaba
a olvidarlo por no atenerse más que a la letra.
La ciencia de los sacerdotes era la ciencia del conocimiento de los símbolos exteriores. La ciencia de los
profetas era la ciencia y la posesión práctica del espíritu y de la verdad de estos símbolos. En lo exterior estaba
la letra; en lo interior, el espíritu vivificante. Así pues, existía en la antigua alianza una escuela de sacerdotes
y otra de profetas. Aquella se ocupaba de los emblemas, y ésta de las verdades comprendidas en los
emblemas. Los sacerdotes poseían el exterior del arca, los panes de proposición, el candelabro, el maná y la
vara de Aarón; y los profetas, a su vez, las verdades interiores y espirituales representadas exteriormente por
los símbolos de que se ha hablado.
La Iglesia exterior de la antigua alianza era visible; la Iglesia interior era siempre invisible y tenía que serlo a
pesar de gobernarlo todo, porque la fuerza y el poder eran confiados sólo a ella. Cuando el culto exterior
abandonaba el interior, éste decaía y Dios hacía saber, claramente, que la letra no puede subsistir sin el
espíritu, que sólo es su vehículo y que es inútil, e incluso rechazado por Dios, si abandona su destino.
Al igual como el espíritu de la Naturaleza se esparce por las profundidades más estériles para vivificar,
conservar y hacer crecer todo lo que es susceptible de ello; el espíritu de la luz se esparce en el interior, por
todas las naciones, para animar en todas partes la letra muerta con el espíritu interior. Y así encontramos un
Job entre los idólatras, un Melquisedek entre las naciones extranjeras, un José entre los sacerdotes egipcios
y Moisés en el país de Madián, como prueba elocuente de que la comunidad interior de aquellos que son
capaces de recibir la luz estaba unida por un espíritu y una verdad en todo tiempo y entre todas las naciones.
A todos estos agentes de la luz de la comunidad interior y única se unió, en medio del tiempo, el más
importante de todos ellos: el mismo Jesucristo, como rey-sacerdote según la “Orden de Melquisedek”. Los
agentes divinos de la antigua alianza no representaron más que perfecciones particulares de Dios; en la
envoltura o en medio de los tiempos, una acción poderosa debía producirse, para mostrar de una vez todo
en uno. Apareció un personaje universal que dio a las líneas del cuadro del momento la unidad plena, abrió
una nueva puerta y destruyó la mayoría de las esclavitudes humanas. La ley del amor empezó cuando la
imagen emanada de la Sabiduría misma mostró al hombre toda la grandeza de su ser, lo vivificó de nuevo
con toda la fuerza, le aseguró su inmortalidad y elevó su ser intelectual para que fuese el verdadero templo
del Espíritu. Este agente, el mayor entre todos, este Salvador del mundo y regenerador universal fijó toda su
atención sobre esta verdad primitiva, por la que el hombre puede conservar su existencia y recobrar la
dignidad que poseía.
En estado de humillación, sentó la base de la redención de hombres y prometió realizarla completamente
algún día por medio de su Espíritu. También ha mostrado a un grupo reducido de sus apóstoles, todo lo que
sucedería un día a sus elegidos. Continuó la cadena de la comunidad interior de la luz entre sus elegidos, a
los que envió el Espíritu de Verdad y les confió el depósito primitivo y más elevado de todas las verdades
divinas y naturales, en señal de que no abandonarían jamás su comunidad interior.
Cuando la letra y el culto simbólico de la Iglesia exterior de la antigua alianza se realizaron en verdad por la
encarnación del salvador y fueron verificados en su persona, se hicieron necesarios nuevos símbolos para el
exterior que nos mostraran en la letra la realización futura e íntegra de la redención. Los símbolos y los ritos
de la Iglesia exterior cristiana fueron dispuesto de acuerdo con esas verdades fundamentales e invariables, y
anunciaron cosas de una fuerza e importancia tales, que no pueden describirse, y que sólo fueron reveladas
a quienes conocían el santuario más interior. Este santuario, interior permaneció siempre invariable, aunque
lo exterior de la religión, la letra, recibiera modificaciones con el tiempo y las diferentes circunstancias, y se
alejara de las verdades interiores que únicamente pueden conservar lo exterior o la letra.
El deseo profano de querer secularizar todo lo que es cristiano y de querer cristianizar todo lo que es política,
cambió el edificio exterior y cubrió de tinieblas y muerte lo que estaba en el interior: la luz y la vida. De aquí
nacieron las divisiones y las herejías; el espíritu sofístico quería explicar la letra cuando ya había perdido el
espíritu de verdad.
La incredulidad llevó la corrupción al más alto grado, incluso se intentó atacar el edificio del cristianismo en
sus bases fundamentales: confundiendo lo interior santo con lo exterior, sujeto éste a las debilidades y a la
ignorancia de los hombres frágiles. Así nació el deísmo, el cual engendró al materialismo que consideró como
una imaginación toda unión del hombre con las fuerzo superiores; y, finalmente, en parte debido al
entendimiento y en parte al corazón, nació el ateísmo, el último peldaño de la degradación humana. En medio
de todo esto, la verdad permanece siempre inquebrantable en el interior del Santuario.
Fieles al Espíritu de verdad que prometió no abandonar nunca a su comunidad, los miembros de la Iglesia
interior vivieron en silencio y en actividad real, y unieron la ciencia del templo de la antigua alianza con el
espíritu del gran Salvador de los hombres, el espíritu de la alianza interior; esperando humildemente el gran
momento en que el Señor los llamará y reunirá su comunidad para dar a toda letra muerta la fuerza exterior
y la vida. Esta comunidad interior de la luz es la reunión de todos aquellos que son capaces de recibir la luz
de los elegidos: es conocida bajo el nombre de Comunión de los Santos.
El depósito primitivo de todas las fuerzas y de todas las verdades ha sido confiado, en todo tiempo, a esta
comunidad de la luz; sólo ella, como dice San Pablo, está en posesión de la ciencia de los Santos. Los agentes
de Dios fueron formados por ella en cada época, pasaron del interior al exterior y, como ya hemos dicho,
comunicaron el espíritu y la vida a la letra muerta.
Esta comunidad de la luz ha sido, en todo tiempo, la verdadera escuela del Espíritu de Dios; y, considerada
como escuela, tiene su Cátedra y su Doctor, posee un Libro en el que estudian sus discípulos, también, formas
y objetos que éstos estudian y, finalmente, lo hacen siguiendo un método.
Tienen también sus grados según los cuales el espíritu puede desarrollarse sucesivamente y elevarse cada
vez más.
El primer grado y el más bajo, consiste en el bien moral, por el que la voluntad simple, subordinada a Dios,
es conducida al móvil puro de la voluntad, es decir, Jesucristo, a quien ha recibido por la fe. Los medios de
que se sirve el espíritu de esta escuela son llamados inspiraciones.
El segundo grado consiste en el asentimiento intelectual, por el cual el entendimiento del hombre de bien,
que está unido con Dios, es coronado con la sabiduría y la luz del conocimiento; los medios de que se sirve el
espíritu para esto se llaman iluminaciones interiores.
Finalmente, el tercer grado, y el más elevado, es la total apertura de nuestro sensorium interno, por el que
el hombre interior llega a la visión objetiva de las verdades metafísicas y reales. Este es el grado más elevado
en el cual la fe se convierte en visión; las visiones reales son el medio de que se sirve el espíritu para ello. He
aquí los tres grados de la verdadera escuela de la sabiduría interior, de la comunidad interior de la luz. El
mismo espíritu que prepara a los hombres para esta comunidad también distribuye sus grados con la
colaboración del sujeto que ha sido preparado. Esta escuela de la sabiduría ha sido siempre la más secreta y
oculta del mundo, pues es invisible y está sometida únicamente al gobierno divino. No ha estado jamás
expuesta ni a los accidentes de los tiempos ni a las debilidades de los hombres. Porque, en todo tiempo, sólo
fueron elegidos los más capaces, y en ello el Espíritu que los escogía no podía equivocarse. A través de esta
escuela se desarrollaron los gérmenes de todas las ciencias sublimes, que fueron primeramente recibidos por
las escuelas exteriores y, ahí, revestidos de otras formas e incluso, algunas veces, deformados.
Esta sociedad interior de sabios comunicó, según el tiempo y las circunstancias, a las sociedades exteriores,
sus jeroglíficos simbólicos para llamar la atención del hombre exterior sobre las grandes verdades del interior.
Pero todas las sociedades exteriores sólo subsisten cuando esta sociedad interior les comunica su espíritu.
En cuanto que las sociedades exteriores quisieron independizarse de la sociedad interior y transformar el
templo de la sabiduría en un edificio político, la sociedad interior se retiró y sólo quedó la letra sin el espíritu.
Fue así como todas las escuelas exteriores secretas de la sabiduría no eran más que velos jeroglíficos,
quedando siempre la verdad en el santuario para que jamás pudiera ser profanada.
En esta sociedad interior el hombre encuentra la sabiduría y, con ella, todo; no la sabiduría del mundo, que
sólo es un conocimiento científico que gira en torno a la cubierta exterior sin tocar jamás el centro, donde
residen todas las fuerzas; sino la verdadera sabiduría y los hombres que la obedecen. Todas las disputas,
todas las controversias, la falsa prudencia del mundo, los idiomas extraños, las vanas disertaciones, los
gérmenes inútiles de las opiniones que esparcen la semilla de la desunión, todos los errores, todos los cismas
y los sistemas están desterrados de ella. No hay aquí calumnias ni maledicencias, se honra a todo hombre.
La sátira y el espíritu que gusta aprovecharse de la inferioridad del prójimo aquí se desconocen, sólo se
conoce el amor. La calumnia, ¡ese monstruo!, no levanta jamás su cabeza de serpiente entre los amigos de
la sabiduría; aquí sólo se conoce el respeto mutuo, no se observan las faltas del prójimo ni se le dirigen
amargos reproches por sus defectos.
Caritativamente, se conduce al viajero por el camino de la verdad, se busca persuadir y conmover; dejando
el castigo del pecado en manos de la clarividencia del Maestro de la Luz. Se alivia la necesidad, se protege la
debilidad, regocijándose en la elevación y la dignidad que el hombre adquiere. La felicidad, que es un don del
azar, no eleva a nadie por encima de los demás; se considera más dichoso aquel a quien se presenta la ocasión
de hacer el bien a su prójimo; todos estos hombres, a quienes une un espíritu de amor y de verdad, forman
la Iglesia invisible, la sociedad del Reino interior bajo un único cabeza que es Dios.
No debemos tornar por esta comunidad a ninguna sociedad secreta que se reúne en determinados
momentos, que escoge a sus jefes y a sus miembros, y se fija ciertos fines. Todas las sociedades, sean las que
fueren, aparecen después de esta comunidad interior de la sabiduría; ésta no conoce formalidades, que son
obra de la envoltura exterior, obra de los hombres. En el reino de las fuerzas todas las formas exteriores
desaparecen. Dios mismo es su cabeza siempre presente. El mejor hombre de cualquier época, la primera
autoridad, no conoce a todos sus miembros, pero, al momento en que el propósito de Dios hace necesario
que llegue a conocerlos, les encuentra, ciertamente, en el mundo para actuar hacia ese fin.
Esta comunidad no tiene velos exteriores. Aquel que es elegido para actuar ante Dios es el primero; se
presenta a los demás sin presunción y es recibido por ello sin envidia. Si es necesario que se reúnan
verdaderos miembros, éstos se encuentran y se reconocen. No puede haber ningún disfraz, ninguna larva de
hipocresía, ningún disimulo oculta los rasgos característicos de esta comunidad, pues son demasiado
originales. La máscara, la ilusión, desaparecen todo se presenta en su verdadera forma.
Todos los hombres son llamados y pueden ser elegidos si están maduros para entrar. Cada cual puede buscar
la entrada y todo hombre que está en el interior puede enseñar a otro a buscar la entrada. Pero, mientras no
se esté maduro, no se llega al interior. Los hombres inmaduros ocasionarían desórdenes en la comunidad y
el desorden no es compatible con el interior.
Este rechaza todo lo que no es homogéneo. La prudencia del mundo espía en vano este santuario; en vano
trata la malicia de penetrar los grandes misterios que en él se esconden; todo es un jeroglífico indescifrable
para aquel que no está maduro: no puede ver ni leer nada del interior.
Aquel que está maduro se une a la cadena; acaso, muchas veces, cuando menos lo sospecha y a un enlace
del que no suponía su existencia. Aquel que ama la sabiduría, debe esforzarse en lograr la madurez. En esta
comunidad santa, está el depósito original de las ciencias más antiguas del género humano, con los misterios
primordiales de todas las ciencias y las técnicas que conducen a la madurez.
Es la única y verdadera comunidad de la luz que está en posesión de la llave de todos los misterios y que
conoce lo íntimo de la Naturaleza y de la creación. Es una sociedad que une a sus fuerzas las fuerzas
superiores y que cuenta con miembros de más de un mundo. Sus miembros forman una república teocrática
que será algún día la madre regente del mundo entero.
TERCERA CARTA
La verdad, que está en el más interior de los misterios se parece al Sol; pues, sólo al ojo de un águila (el alma
del hombre capaz de recibir la luz) le es permitido contemplarla. La mirada de cualquier otro mortal queda
deslumbrada y la oscuridad lo rodea en la misma luz.
Jamás el gran algo, que está en lo más interior de los santos misterios, fue ocultado a la vista de águila de
aquel que es capaz de recibir la luz. Dios y la Naturaleza no tienen misterios para sus hijos.
El misterio está sólo en la debilidad de nuestro ser, que no es capaz de soportar la luz y que aún no está
organizado para la visión casta de la verdad desnuda. Esta debilidad es la nube que cubre al santuario, es el
velo que oculta el santo de los santos.
Pero, para que el hombre pudiese recobrar la luz, la fuerza y su dignidad perdidas, la divina amante se rebajó
a la debilidad de sus criaturas y escribió las verdades y los misterios interiores y externos en el exterior de las
cosas, a fin de que el hombre, por medio de ellos, pueda lanzarse al espíritu. Estas letras son las ceremonias
o lo exterior de la religión, que conducen al espíritu interior, activo y lleno de vida, en unión con Dios.
Los jeroglíficos de los Misterios son también sus letras; son los esquemas y dibujos de verdades interiores y
santas, que cubren el velo extendido ante el santuario. La religión y los Misterios se dan la mano para conducir
a todos nuestros hermanos hacia una verdad. Una y otros tienen por objeto el cambio y la renovación de
nuestro ser; la reedificación de un templo en el que habite la sabiduría con el amor, o Dios con el hombre.
Pero la religión y los Misterios serían fenómenos totalmente inútiles si la Divinidad no les hubiera dado los
medios efectos para alcanzar sus grandes fines. Estos medios han estado siempre en el santuario más interior;
los Misterios están destinados a construir un templo a la religión y la religión está destinada a reunir en él los
hombres con Dios. Tal es la grandeza de la religión y tal ha sido la dignidad de los misterios de todos los
tiempos. Sería ofensivo para vosotros, hermanos amados en la intimidad, que pensásemos que nunca habéis
observado los santos misterios desde este punto de vista verdadero, que los representa como el único medio
capaz de conservar, en su pureza y en su verdad, la doctrina de las verdades importantes sobre Dios, la
Naturaleza y el hombre; esta doctrina estaba envuelta con el santo La Nube Sobre el Santuario - Karl von
Eckartshausen idioma de los símbolos, y las verdades que contenía, habiendo sido traducidas, poco a poco,
entre los profanos a la lengua ordinaria, se volvieron cada vez más oscuras e ininteligibles.
Los misterios, como sabéis, hermanos amados con ternura, prometen cosas que serán y quedarán siempre
como herencia de un pequeño número de hombres; son misterios que no se pueden vender ni enseñar
públicamente; son secretos que sólo pueden ser recibidos por un corazón que se esfuerce en adquirir la
sabiduría y el amor; y en el que la sabiduría y el amor ya han sido despertados. Aquel en quien esta santa
llama ha sido despertada, vive verdaderamente feliz, contento de todo y libre en la misma esclavitud. Ve la
causa de la corrupción humana y sabe que es inevitable. No odia a ningún criminal, lo compadece, trata de
levantar al caído y reconducir al extraviado; no apaga la mecha que aún arde, ni acaba de romper la caña
partida, porque siente que, a pesar de toda esta corrupción, no hay nada totalmente corrompido.
Penetra con recta mirada la verdad de todos los sistemas religiosos en su fundamento primero; conoce las
fuentes de la superstición y de la incredulidad, considerándolas como modificaciones de la verdad, que aún
no ha recibido su equilibrio. Estamos seguros, dignos hermanos, de que consideráis al hombre místico desde
este punto de vista y que no atribuís a su arte real la actividad que algunos individuos aislados han llevado a
cabo. Con estos principios, que son precisamente los nuestros, consideraréis la religión y los misterios de las
santas escuelas de la sabiduría como hermanas que, dándose la mano, han velado por el bien de todos los
hombres, desde la necesidad de su nacimiento. La religión se divide en interior y exterior.
La religión exterior tiene por objeto el culto y las ceremonias; la interior, la adoración en espíritu y en verdad.
Las escuelas de la sabiduría se dividen también en exteriores e interiores. Las escuelas exteriores poseen la
letra de los jeroglíficos y las interiores, el espíritu y el sentido. La religión exterior está ligada con la religión
interior por las ceremonias. La escuela exterior de los misterios se liga por los jeroglíficos con la interior. Pero,
ahora, nos acercamos al tiempo en que el espíritu vivificará la letra, la nube que cubre al santuario
desaparecerá, los jeroglíficos se convertirán en visión real y las palabras en entendimiento.
Nos acercamos al tiempo en que se rasgará el gran velo que cubre al Santo de los Santos. Aquel que venera
los santos misterios, ya no se dará a conocer por palabras y signos exteriores, sino por el espíritu de las
palabras y la verdad de los signos.
De este modo, la religión ya no será un ceremonial exterior, sino que los misterios interiores y santos
transfigurarán el culto exterior para preparar a los hombres a la adoración de Dios en espíritu y en verdad.
Pronto desaparecerá la noche oscura de la lengua de las imágenes, la luz engendrará el día, y la santa
oscuridad de los misterios se manifestará con el esplendor de la verdad más elevada. Las vías de la luz están
preparadas para los elegidos y para aquellos que son capaces de cambiar por ellas. La luz de la naturaleza, la
de la razón y la de la revelación se unirán.
El atrio de la naturaleza, el Templo de la razón y el Santuario de la revelación, no formarán más que un solo
Templo. Así se concluirá el gran edificio de la reunión del hombre con la naturaleza y con Dios.
El conocimiento perfecto del hombre, de la naturaleza y de Dios, serán las luces que iluminarán a los
conductores de la Humanidad para volver a llevar, en todas partes, a sus hermanos los hombres, de las vías
oscuras de los prejuicios a la razón pura y de los senderos de las pasiones turbulentas a las vías de la paz y de
la virtud. La corona de los que gobiernan el mundo será la razón pura; su cetro, el amor activo; y el santuario
les dará la unción y la fuerza necesarias para liberar el entendimiento de los pueblos de los prejuicios y de las
tinieblas; al corazón, de las pasiones, del amor propio y del egoísmo; y a su existencia física, de la pobreza
opresiva y de la agotadora enfermedad.
Nos acercamos al reino de la luz, de la sabiduría y del amor; al reino de Dios, que es la fuente de la Luz.
Hermanos de la luz, hay una sola religión cuya verdad simple está repartida entre las religiones, como en
ramas, para volver de a multiplicidad a una religión única. Hijo de la verdad: no hay más que un orden, una
fraternidad y una asociación de hombres unidos para adquirir a luz.
De ese centro, el error ha hecho salir innumerables órdenes; todas volverán de la multiplicidad de las
opiniones a una verdad única y a la verdadera asociación de aquellos que son capaces de recibir la luz, o
Comunidad de los Elegidos. Así, debemos medir todas las religiones y todas las asociaciones de los hombres.
La multiplicidad está en el ceremonial exterior, la verdad sólo es una en el interior. La causa de la multiplicidad
de las cofradías está en las múltiples explicaciones de los jeroglíficos según el tiempo, las necesidades y las
circunstancias.
La verdadera Comunidad de la Luz sólo es una, la Gran logía Blanca, la Orden de Melquisedek; el Santurio
Interior del Alma.
Todo exterior es una envoltura que cubre lo interior; así, todo exterior es también una letra que se multiplica
siempre pero que jamás cambia ni debilita la simplicidad del espíritu en el interior. La letra era necesaria,
teníamos que encontrarla, componerla y aprender a leerla para recobrar el sentido interior, el espíritu.
Todos los errores, divisiones y malentendidos, todo lo que, en las religiones y en las asociaciones secretas, da
lugar a tantos extravíos, no afecta más que a la letra; todo se refiere únicamente al velo exterior sobre el que
están escritos los jeroglíficos, las ceremonias y los ritos. Nada alcanza el interior; el espíritu permanece
siempre santo e intacto. Ahora se acerca el tiempo de la realización para aquellos que buscan la luz. Se acerca
el tiempo en que lo viejo debe unirse a lo nuevo, lo exterior con lo interior, lo alto con lo bajo, el corazón con
la razón, el hombre con Dios, y esta época está reservada al tiempo presente. No preguntéis, hermanos bien
amados...
¿Porqué ahora? Todo tiene su tiempo para los seres que están encerrados en el tiempo y el espacio; así son
las leyes invariables de la sabiduría de Dios, que lo coordina todo según la armonía y la perfección. Los
elegidos deberán primero trabajar para adquirir la sabiduría y el amor, hasta hacerse capaces de merecer el
poder que la invariable Divinidad sólo puede otorgar a los que conocen y aman. La mañana es esperada
durante la noche; después sale el sol y avanza hacia el mediodía, en que toda sombra desaparece bajo su luz
directa.
Primero tenía que existir la letra de la verdad, después vino la explicación práctica, luego la Verdad misma y
sólo después de ella puede venir el Espíritu de Verdad, que refrenda la verdad y pone los sellos que
autentifican la luz. Aquel que puede recibir la verdad nos entenderá. Es a vosotros hermanos íntimamente
amados, que os esforzáis en adquirir la verdad y que habéis conservado fielmente los jeroglíficos de los santos
misterios en vuestro templo; es hacia vosotros que se dirige el primer rayo de luz; este rayo penetra a través
de la nube de los misterios para anunciaros el mediodía y los tesoros que éste trae.
No preguntéis quiénes son los que os escriben; mirad el espíritu y no la letra, la cosa y no las personas. Ningún
egoísmo, orgullo, ni intención innoble reinan en nuestro retiros: conocemos el fin del destino de los hombres,
y la luz que nos ilumina opera todas nuestras acciones. Estamos especialmente designados para escribiros,
hermanos bien amados en la luz, y lo que acredita nuestro cargo son las verdades que poseemos; las cuales
os comunicaremos al menor indicio según la medida de la capacidad de cada uno. La comunicación es propia
de la luz allí donde hay receptibilidad y capacidad para la luz; pero no obliga a nadie y espera que se la desee
recibir.
Nuestro deseo, nuestro fin y nuestro cargo es vivificar por todas partes la letra muerta, restituir el espíritu
vivo a los jeroglíficos y convertir, en todas partes, lo inactivo en activo, la muerte en vida; pero no podemos
realizar todo esto por nosotros mismos, sino por el Espíritu de Luz de Aquel que es la Sabiduría, el Amor y la
Luz del mundo y que quiere convertirse también en vuestro espíritu y en vuestra luz. Hasta ahora el Santuario
más interior ha estado separado del Templo, y el Templo asediado por los que estaban en el atrio; viene el
tiempo en que el Santuario más interior debe reunirse con el templo, para que aquellos que están en el
templo puedan actuar sobre los que están en el atrio hasta que los atrios sean arrojados fuera.
En nuestro santuario, los misterios del espíritu y de la verdad se conservan en toda pureza; nunca ha podido
ser violado por los profanos, ni manchados por los impuros. Este santuario es invisible, como una fuerza que
sólo se conoce por su acción.
Por esta breve descripción, queridos hermanos, podéis juzgar quiénes somos, y seria superfluo aseguraros
que no formamos parte de esas cabezas inquietas que, en el mundo ordinario, quieren erigir un ideal de su
fantasía. Tampoco pertenecemos a aquellos que quieren desempeñar un gran papel en el mundo y que
prometen prodigios que ellos mismos desconocen. Menos aún, pertenecemos a esa clase de descontentos
que querrían vengarse de su inferior condición o que les impulsa la sed de dominar o el gusto por las
aventuras y las cosas extravagantes. Podemos aseguraros que no pertenecemos a ninguna otra secta ni
asociación más que a la gran y verdadera asociación de todos aquellos que son capaces de recibir la luz, y
ninguna parcialidad, cualquiera que sea, tiene la más mínima influencia sobre nosotros.
No somos tampoco de los que se creen con derecho a subyugarlo todo a sus planes y que tienen la arrogancia
de querer reformar todas las sociedades; podemos aseguraros, con fidelidad, que conocemos, exactamente,
lo más interior de la religión y de sus Santos Misterios; y que también poseemos, realmente, lo que siempre
se ha conceptuado como lo más interior, cuya posesión nos da la fuerza para legitimarnos en nuestro cargo
y de comunicar, en todas partes, al jeroglífico y a la letra muertos, el espíritu y la vida.
Los tesoros de nuestro santuario son grandes; tenemos el sentido y el espíritu de todos los jeroglíficos y
ceremonias que han existido desde el día de la Creación hasta nuestros tiempos; y las verdades más interiores
de todos los Libros sagrados, las explicaciones de los ritos de los pueblos más antiguos. Poseemos una luz
que nos unge, y por la cual comprendemos lo más oculto e interior de la naturaleza. Tenemos un fuego que
nos alimenta y da la fuerza para actuar sobre todo lo que está en la naturaleza.
Poseemos el conocimiento de un lazo para unirnos con los mundos superiores y transmitirnos el lenguaje.
Todo lo maravilloso de la naturaleza está subordinado al poder de nuestra voluntad unida con la Divinidad.
Poseemos la ciencia que interroga a la misma naturaleza, donde no hay error, sino la verdad y la luz.
En nuestra escuela, todo puede ser enseñado; pues nuestro Maestro es la misma Luz y su Espíritu. La plenitud
de nuestro saber es el conocimiento de las correspondencias entre el mundo divino y el mundo espiritual, de
éste con el mundo elemental y del mundo elemental con el mundo material. Por estos conocimientos,
estamos en condiciones de coordinar los espíritus de la Naturaleza y el corazón del hombre.
Nuestras ciencias son la herencia prometida a los Elegidos o a aquellos que son capaces de recibir la luz, y la
práctica de nuestras ciencias es la plenitud de la Divina Alianza con los hijos de los hombres. Podríamos,
contaros, hermanos queridos, maravillas de las cosas que hay ocultas en el tesoro del Santuario, tales que
quedaríais asombrados y fuera de vosotros mismos; podríamos hablaros de cosas de cuya concepción el
filósofo, que piensa más profundamente, está tan alejado como la tierra del sol, y de las cuales estamos tan
próximos como la luz más interior del ser más interior de todos.
Pero nuestra intención no es excitar vuestra curiosidad; sólo la persuasión interior y la sed del bien de
nuestros hermanos deben impulsar al que es capaz de recibir la luz de su fuente, donde su sed de sabiduría
puede saciarse y su hambre de amor satisfacerse.
La sabiduría y el amor habitan en nuestros retiros, aquí no reina ninguna violencia, la verdad de sus
incitaciones es nuestro mágico poder. Podemos aseguraros que en nuestros misterios más interiores hay
tesoros de un valor infinito, envueltos de una tal simplicidad que permanecerán siempre inaccesibles a los
sabios orgullosos, y estos tesoros, que han sido para muchos profanos causa de pesares y locura, son y serán
siempre para nosotros la verdadera sabiduría. Benditos vosotros, hermanos míos, si sentís estas grandes
verdades. La recuperación del Verbo Triple y de su fuerza será vuestra recompensa. Vuestra felicidad será
poseer la fuerza para contribuir a reconciliar los hombres con los hombres, con la naturaleza y con Dios; que
constituye el verdadero trabajo de todo obrero que no haya rechazado la Piedra Angular.
Ahora ya hemos desempeñado nuestro cargo y os hemos anunciado la aproximación del gran mediodía y la
reunión del Santuario más interior con el Templo. Dejamos el resto a vuestra libre voluntad.
Bien sabemos, para nuestro amargo pesar, que, del mismo modo que el Salvador fue personalmente
desconocido, ridiculizado y perseguido cuando vino en su humildad, igualmente Su Espíritu, que aparecerá
en la gloria, será rechazado y ridiculizado por muchos.
A pesar de esto, el advenimiento de Su Espíritu debe ser anunciado también en los templos para que se
cumpla lo que está escrito:
“He golpeado vuestras puertas y no Me habéis abierto; He llamado y nos habéis escuchado Mi voz; os he
invitado a la boda y estabais ocupados en otra cosa”.

La Paz y la Luz del Espíritu sean con nosotros.


CUARTA CARTA
Igual como la infinidad de los números se pierde en un único número que es su base, y como los radios
innumerables de un círculo se reúnen en un único centro; así los misterios, los jeroglíficos y los infinitos
emblemas no tienen otro objeto que referirse a una única verdad. Aquel que la conoce ha encontrado la llave
para conocerlo todo de una vez.
No hay más que un Dios, una verdad y un camino que conduce a esa gran verdad.
Sólo hay un único medio para encontrar esa verdad.
Aquel que ha hallado este medio, gracias a él posee:
Toda la sabiduría en un libro único; Todas las fuerzas en una fuerza única;
Todas las bellezas en un objeto único;
Todas las riquezas en un tesoro único; Todas las felicidades en un bien único;
Y la suma de todas estas perfecciones es Jesucristo, que ha sido crucificado y ha resucitado.
Ahora, esta gran verdad así expresada es, ciertamente, sólo un objeto de la fe; pero puede convertirse
también en un conocimiento experimental, en cuanto seamos instruidos en cómo Jesucristo puede ser o
volverse todo esto. Este gran misterio fue siempre objeto de enseñanza en la Escuela Secreta de la Iglesia
invisible e interior, y esta enseñanza fue conocida en los primeros tiempos del cristianismo bajo el nombre
de Disciplina Arcani. De esta escuela secreta proceden todos los ritos y las ceremonias de la Iglesia exterior;
el espíritu de estas verdades grandes y simples se retiró al interior, aunque parezca, en nuestros tiempos,
totalmente perdido para el exterior.
Ha sido predicho, queridos hermanos, hace mucho tiempo, que todo lo que está oculto será descubierto en
los últimos tiempos; pero también se predijo que en estos últimos tiempos muchos falsos profetas se
levantarán; y los fieles han sido advertidos de que no deben creer a cualquier espíritu, sino examinarlos, para
ver si son de Dios (1ª Epístola de San Juan, Cap. 4). El mismo apóstol enseña la manera de hacer esta prueba;
dice:
“He aquí cómo reconoceréis al espíritu que es de Dios: todo espíritu que confiesa que Jesucristo ha venido
en carne verdadera, es de Dios, y todo espíritu que lo divide, es decir, que separa en Él lo divino de lo humano,
no es.”
De aquí que el Espíritu de verdad, queridos hermanos, soporta así la prueba y obtiene el carácter de la
divinidad cuando confiesa que Jesucristo ha venido en carne. Confesamos que Jesucristo ha venido en carne
y, por esto mismo, el espíritu de verdad habla por nosotros. Pero el misterio, que Jesucristo ha venido en
carne, es muy profundo y encierra en sí el conocimiento del divino humano, y es este conocimiento que
elegimos hoy como objeto de nuestra instrucción.
Como no hablamos con novicios en materia de fe, os será, queridos hermanos, más fácil concebir las más
sublimes verdades que os vamos a exponer como temas preparatorios; los que habréis elegido, sin duda,
muchas veces, como fin de vuestras santas meditaciones.
La religión, desde un punto de vista científico, es la doctrina de la transformación del hombre separado de
Dios en hombre reunido con Dios. De aquí que su único fin sea unir a cada individuo de la Humanidad y, por
fin, a toda la Humanidad con Dios, en cuya unión, únicamente, puede alcanzar y sentir la más alta felicidad
temporal y espiritual. Así pues, esta doctrina de la re-unión es la más sublime dignidad; y, como es una
doctrina, debe tener, necesariamente, un método por el cual nos conduce: En primer lugar, al conocimiento
de la verdadera vía de la reunión, y, en segundo lugar, al conocimiento de la forma como debe aplicarse este
medio en conformidad con el fin. Este gran medio de la reunión, en el cual se concentra toda la doctrina
religiosa, jamás habría sido conocido por el hombre sin la Revelación.
Siempre ha estado fuera de la esfera del conocimiento científico; y, esta misma profunda ignorancia del
hombre, en la cual ha caído, ha hecho necesaria la Revelación, sin la que nunca habríamos podido encontrar
el camino para levantarnos de nuevo. De la Revelación resultó la necesidad de la fe en la Revelación; pues
aquel que no sabe, que no tiene ninguna experiencia de una cosa, debe primero, necesariamente, creer si
quiere saber y experimentar.
Porque si la fe decae, nos preocupamos poco de la revelación, y así, nos cerramos el camino de acceso al
método que sólo la revelación contiene. Así como la acción y la reacción se promueven recíprocamente en la
naturaleza. Allí donde no hay reacción, la acción, necesariamente, cesa, donde no hay fe, otro tanto ocurre
entre la revelación y la fe. No puede haber Revelación; pero cuanta más fe haya, habrá más revelación o
desarrollo de las verdades que están en la oscuridad y que sólo pueden desarrollarse por nuestra confianza.
Ciertamente, todas las verdades secretas de la religión, incluso las más oscuras y los misterios que nos
parecen más singulares, se justificarán un día ante el tribunal de la razón más rigurosa; pero la debilidad del
hombre, nuestra falta de penetración con respecto a todo el conjunto de la naturaleza sensible y espiritual,
han exigido que las verdades más elevadas sólo pudieran ser enseñadas y abiertas de un modo sucesivo.
La santa oscuridad de los misterios es debida a nuestra debilidad, así como su esclarecimiento gradual está
aquí para fortificar poco a poco nuestra debilidad y hacer nuestro ojo susceptible de fijar la luz plena. En cada
grado, al que se eleva el creyente hacia la revelación, obtiene una luz más perfecta para llegar al
conocimiento; y esta luz se hace para él, de modo progresivo, más convincente, porque cada verdad de la fe
adquirida se hace poco a poco viva, y pasa a ser convicción.
A partir de ahí, la fe se funde en nuestra debilidad y a la plena luz de la Revelación, que debe ser comunicada
de acuerdo con nuestra capacidad, para darnos, sucesivamente, la objetividad de las cosas más elevadas.
Estos objetos, para los que la razón humana carece de objetividad, son, por lo tanto, del dominio de la fe.
El hombre sólo puede adorar y callarse; pero sí quiere demostrar cosas sobre las que no tiene objetividad,
cae necesariamente en el error. El hombre debe adorar y callarse hasta que los objetos que son dominio de
la fe se hagan, poco a poco, más claros y, por consiguiente, más fáciles de conocer. Todo se demuestra por sí
mismo en cuanto adquirimos la experiencia interior de las verdades de la fe, en cuanto somos conducidos,
por la fe, a la visión, es decir, al conocimiento objetivo.
En todo tiempo, ha habido hombres iluminados por Dios poseedores de esta objetividad interior de la fe en
su totalidad o en parte, según si la comunicación de las verdades de la fe pasara a su entendimiento o a su
sentimiento.
La primera clase de división, puramente inteligible, se llamaba iluminación divina. La segunda, inspiración
divina. El sensorium interior fue abierto en muchos hasta alcanzar visiones divinas y trascendentales
(llamados arrebatos o éxtasis), cuando el sensorium interior se encontraba exaltado de tal modo que
dominaba sobre el sensorium exterior y sensible. Pero esta clase de hombres fue siempre inexplicable y así
permanece para el hombre de los sentidos, pues éste carece de órganos para lo sobrenatural y lo
trascendental.
Por lo que no debe extrañarnos que se mire al hombre que ha considerado más de cerca el mundo de los
espíritus como un extravagante y hasta como un loco; pues el sentido común de los hombres se limita a lo
que los sentidos le dejan percibir; por ello la escritura dice claramente: El hombre animal no concibe lo que
es del espíritu, porque su sentido espiritual no está abierto para el mundo trascendental, de modo que no
puede tener más objetividad para este mundo que el ciego para los colores.
Así, el hombre exterior de los sentidos ha perdido este sentido interior, que es el más importante; o, mejor
dicho, la capacidad de desarrollo de este sentido, que está oculto en él, está tan abandonada que ni él mismo
concibe su existencia. Así, los hombres de los sentidos sufren, en general, de ceguera espiritual; su ojo
interior está cerrado, y este oscurecimiento es consecuencia de la Caída del primer hombre. La materia
corruptible que te envolvía cerró su ojo interior y espiritual; y, así, ha quedado ciego para todo lo que se
refiere a los mundos interiores.
El hombre es doblemente miserable, no sólo lleva una venda sobre sus ojos, que oculta el conocimiento de
las verdades más elevadas, sino que también su corazón languidece en los lazos de la carne y de la sangre,
que lo atan a los placeres animales y sensibles en detrimento de placeres más elevados y espirituales. Por
ello, somos esclavos de la concupiscencia, estamos dominados por pasiones que nos tiranizan y nos
arrastramos como desdichados paralíticos sobre dos miserables muletas: nuestro sentimiento y razón
naturales. El primero nos ofrece, cada día, la apariencia como verdad. La segunda nos hace escoger, a diario,
el mal por el bien. ¡He aquí nuestro miserable estado! Los hombres no podrían alcanzar la felicidad hasta que
la venda, que impide el acceso a la verdadera luz, caiga de sus ojos. Sólo podrán ser felices cuando los lazos
de la esclavitud, que acarrea su corazón, se rompan. El ciego debe poder ver y el paralítico caminar si quieren
ser felices.
Pero la grande y terrible ley a la que la felicidad o la dicha de los hombres está absolutamente unida, es la
siguiente: Hombre, ¡que la razón reine sobre tus pasiones! Hace siglos que nos esforzamos en razonar y
moralizar. ¿Cuál ha sido el resultado de nuestro esfuerzo al cabo de tantos siglos?
Los ciegos quieren guiar a los ciegos y los paralíticos a los paralíticos.
Pero, con todas las locuras a que nos hemos entregado y las miserias que hemos atraído, no vemos todavía
que nada podemos y que necesitamos de un poder más elevado para librarnos de la miseria. Los prejuicios y
los errores, los vicios y los crímenes han cambiado de forma a lo largo de los siglos, pero jamás han sido
extirpados de la Humanidad: en toda época, la razón sin la luz anda a tientas en medio de las tinieblas; y el
corazón, lleno de pasiones, siempre es el mismo.
Sólo hay uno que pueda curarnos y que sea capaz de abrir nuestro ojo interior para que veamos la verdad;
sólo hay uno que puede quitarnos las cadenas que nos cargan y nos hacen esclavos de la sensualidad. Este
“Único” es Jesucristo, es decir, la encarnación real y verdadera del Cristo interno, el Salvador de los hombres;
el Salvador porque quiere arrancarnos de las consecuencias en que nos precipitan la ceguera de nuestra
razón natural y los extravíos de nuestro corazón apasionado.
Muy pocos hombres, queridos hermanos, tienen una idea exacta de la grandeza de la Redención de los
hombres; muchos creen que Jesucristo, el Señor, no nos ha rescatado, por su sangre derramada, más que de
la condenación o eterna separación del hombre con Dios, pero no creen que también quiere liberar de toda
miseria, aquí abajo, a aquellos que Le son adictos. Jesucristo es el Salvador del Mundo, el vencedor de la
miseria humana; Él nos ha rescatado de la muerte y del pecado; ¿cómo sería esto posible, si el mundo hubiera
de languidecer siempre en las tinieblas de la ignorancia y en los lazos de las pasiones? Ya fue predicho, muy
claramente, por los Profetas, que el tiempo de la Redención de Su pueblo, el primer Sabbat de los tiempos,
llegaría. Hace tiempo que debimos reconocer esta promesa llena de consuelo; pero la falta del verdadero
conocimiento de Dios, del hombre y de la Naturaleza ha hecho que estos grandes misterios de la fe siempre
permanecieran ocultos.
Hay que saber, hermanos míos, que existe una naturaleza doble, la naturaleza pura, espiritual, inmoral e
indestructible y la naturaleza impura, material mortal y destructible. La naturaleza pura e indestructible ya
existía antes que la naturaleza impura y destructible.
Esta última debe su origen a la inarmonía y desproporción de las substancias que forman la naturaleza
indestructible. Por ello, sólo es permanente hasta que las desproporciones y las disonancias desaparezcan y
todo vuelva de nuevo a la armonía. La idea incorrecta de espíritu y materia es una de las principales causas
de que muchas verdades de la fe no nos aparezcan en su verdadera luz.
Espíritu es una substancia, una esencia, una realidad absoluta. Por ello, sus propiedades son la
indestructibilidad, la uniformidad, la penetración, la indivisibilidad y la continuidad. La materia no es una
substancia, es un agregado.
De aquí que sea destructible, divisible y sometida a cambios. El mundo metafísico es un mundo que existe
realmente, extremadamente puro e indestructible, a cuyo centro llamamos Jesucristo y a sus habitantes con
el nombre de espíritus y ángeles. El mundo material y físico es el mundo de los fenómenos; no posee ninguna
verdad absoluta; todo cuanto aquí llamamos verdad es sólo relativo, no es más que la sombra de la verdad y
no la verdad misma; todo es un fenómeno.
Nuestra razón recibe aquí sus ideas por medio de los sentidos, por lo que están sin vida, están muertas. Los
sacamos todo de la objetividad exterior, y nuestra razón se asemeja a un mono, que imita, más o menos, lo
que la naturaleza le presenta. Así pues, la simple luz de los sentidos es el principio de nuestra razón inferior,
y el móvil de nuestra voluntad es la sensualidad, la inclinación hacia necesidades animales.
Es cierto que sentimos la necesidad de un móvil más elevado, pero hasta ahora no sabíamos ni buscarlo ni
encontrarlo. Todo es corruptible aquí abajo, no podemos buscar ni el principio de la razón, ni el principio de
la moralidad o el móvil de la voluntad. Debemos tomarlo de un mundo más elevado. Allí, donde todo es puro
y nada está sujeto a la destrucción, reina un Ser que es todo sabiduría y amor, y que, por la luz de su sabiduría
puede llegar a ser para nosotros el verdadero principio de la razón; y, por el calor de Su amor, el verdadero
principio de la moralidad.
Asimismo, el mundo no llegará, ni puede llegar, a ser feliz más que cuando este Ser real o Ser Crístico, que
es al mismo tiempo la sabiduría y el amor, sea recibido totalmente por la Humanidad y sea en ella todo en
todo.
El hombre, queridos hermanos, está compuesto de una sustancia indestructible y metafísica, y de una
sustancia material y destructible, sin embargo, de tal modo que, aquí abajo, la materia destructible mantiene
como aprisionada la sustancia indestructible y eterna. Por lo tanto, dos naturalezas contradictorias están
encerradas en un mismo hombre.
La sustancia destructible nos sujeta, siempre, a lo sensible; la sustancia indestructible intenta liberarse de las
cadenas sensibles y busca la sublimidad del espíritu. De aquí deriva el continuo combate entre el bien y el
mal; el bien quiere siempre, absolutamente, la razón y la moralidad; el mal conduce cotidianamente al error
y la pasión.
Por eso el hombre, sumergido en este combate perpetuo, tan pronto se eleva como cae a los abismos;
intenta levantarse de nuevo y vuelve a vacilar. Debemos buscar la causa fundamental de la corrupción
humana en la materia corruptible de la que están formados los hombres. Esta materia grosera oprime, en
nosotros, la acción del principio trascendental y espiritual; esta es la verdadera causa de la ceguera de nuestro
entendimiento y de los errores de nuestro corazón.
Se debe buscar la fragilidad de un vaso en la materia de la que está formado. La forma más bella posible que
la Tierra es capaz de recibir, resulta siempre frágil, porque la materia de que está formada es frágil. Por eso,
nosotros, pobres hombres, no somos más que hombres frágiles, a pesar de toda nuestra cultura exterior.
Cuando examinamos las causas de los impedimentos que mantienen la naturaleza humana en un
sometimiento tan profundo, las hallamos todas en la tosquedad de la materia, en cuyo interior la parte
espiritual del hombre se encuentra sumergida y ligada.
La inflexibilidad de las fibras y la inmovilidad de los humores, que desean obedecer a las refinadas incitaciones
del espíritu, son como cadenas materiales que atan e impiden, en nosotros, las funciones sublimes de que
sería capaz.
Los nervios y la liquidez de nuestro cerebro no nos proporcionan más que ideas groseras y oscuras, que se
derivan de los fenómenos y no de la verdad y de la cosa misma; y como no podemos, sólo con la potencia de
nuestro principio pensante, equilibrar la violencia de las sensaciones exteriores con ayuda de imágenes
suficientemente enérgicas resulta que siempre nos vemos arrastrados por la pasión; y la voz de la razón, que
nos habla suavemente en el interior, es amortiguada por el ruido tumultuoso de los elementos que sostienen
nuestra máquina. Es verdad que la razón se esfuerza por dominar el tumulto, quiere decidir el combate e
intenta restablecer el orden por la lucidez de su juicio.
Pero su acción se asemeja a los rayos del sol cuando espesas nubes oscurecen su resplandor. La tosquedad
de los materiales que constituyen el hombre material (armazón de todo el edificio de su naturaleza), es causa
de esta postración que mantiene los poderes de nuestra alma en un estado de imperfección y debilidad
continuas. La parálisis de nuestra fuerza pensante es, en general, una consecuencia del estado de
dependencia a que nos somete la materia grosera e inflexible; esta misma materia forma los verdaderos lazos
de la carne y las fuentes de todos los errores, incluso del vicio.
La razón, que debe ser la legisladora absoluta, es una esclava perpetua de la sensualidad. Esta se erige en
regente y se sirve de la razón que languidece en sus lazos e incluso satisface sus deseos. Se conoce esta
verdad desde hace tiempo; se ha predicado siempre con palabras...
La razón debe ser la legisladora absoluta...
Pues en conjunto con la intuición o visión interior es la fuente del verdadero discernimiento.
Debe gobernar la voluntad y no ser gobernada por ella... Grandes y pequeños sienten esta verdad; pero
cuando se va a la práctica, la voluntad animal subyuga pronto a la razón y, acto seguido, la razón subyuga por
algún tiempo a la voluntad animal, y así, en cada hombre, la victoria y la derrota entre las tinieblas y la luz se
van alternando; esta misma potencia y contrapotencia recíprocas son la causa de la oscilación perpetua entre
el bien y el mal, entre lo falso y lo verdadero. Si la humanidad debe ser conducida a la verdad y al bien, para
que sólo actúe de acuerdo con las leyes de la razón y según las inclinaciones puras de la voluntad, es
totalmente necesario dar a la razón pura la soberanía sobre la humanidad.
Pero, ¿cómo puede ser esto posible cuando la materia de que están formados todos los hombres es, más o
menos, desigual, tosca, divisible y corruptible, y está constituida de tal modo, que toda nuestra miseria, dolor,
enfermedad, pobreza, muerte, necesidades, prejuicios, errores y vicios dependen de ella, y son consecuencia
necesaria de la limitación del espíritu inmortal en los lazos de la materia bruta y corruptible?
¿Acaso no gobierna la sensualidad cuando la razón está atada?
¿No está entre ligaduras cuando el corazón impuro y frágil rechaza, por todas partes, su rayo puro?
Sí, amigos y hermanos, he ahí la causa de toda la miseria de los hombres; y, como esta corrupción se propaga
de hombre a hombre, puede llamársela, con justicia, la corrupción hereditaria.
Observamos que, en general, las fuerzas de la razón actúan sobre el corazón según la constitución específica
de la materia con que el hombre está formado.
También, debemos resaltar que cuando el sol vivifica esta materia animal, según su distancia con dicho
cuerpo terrestre, la hace tan apta para las funciones de la economía animal como para un grado más o menos
elevado de influencia espiritual. La diversidad de pueblos, sus particularidades con relación al clima, la
multiplicidad de sus caracteres y de sus pasiones, sus costumbres, sus prejuicios y sus usos, e incluso sus
virtudes y sus vicios, dependen por entero de la constitución específica de la materia con que están formados,
y, según la cual, el espíritu, aprisionado en ella, obra diferentemente.
Incluso su capacidad de cultura se modifica según dicha constitución y, también según ella, se rige la ciencia,
la cual modifica a cada pueblo en cuanto tiene una materia, presente, susceptible de ser modificada; esto
determina la capacidad de cultura propia de un pueblo, que depende, en parte, de la generación y, en parte,
del clima. Generalmente, encontramos en todas partes, el mismo hombre débil y sensual, que tendrá de
bueno, en cada zona, según su materia sensible permita a la razón dominar sobre la sensualidad, y de malo,
según el predominio que pueda tener la sensualidad sobre el espíritu más o menos encadenado.
En esto consisten el bien y el mal natural de cada nación, así como el de cada individuo aislado. Encontramos
en el mundo entero esta corrupción inherente a la materia de que los hombres están formados. Por todas
partes existen la miseria, el dolor, la enfermedad, la muerte, las necesidades, los prejuicios, las pasiones y los
vicios, aunque con distintas formas y algunas modificaciones.
Desde el estado más bruto de la vida salvaje, el hombre entra en la vida social, primero por necesidad; la
fuerza y la astucia, propiedades principales del animal, le acompañan y se desarrollan bajo otros aspectos.
Las modificaciones de estas tendencias animales fundamentales son innumerables, y el más alto grado de
cultura humana que hasta hoy haya adquirido el mundo, no ha hecho mas que colorear las cosas con una
capa más tenue.
Esto es lo que significa elevarse del estado de animal bruto hasta el más alto grado de animal refinado. Pero
este período era necesario; pues, al cumplirse comienza un nuevo período en el que, después de haberse
desarrollado las necesidades animales, empieza el desarrollo de la necesidad más elevada de luz y razón.
Jesucristo nos ha grabado en el corazón, con muy bellas palabras, la gran verdad de que debemos buscar en
la materia la causa de la miseria de los hombres, mortales y frágiles por la ignorancia y las pasiones: Cuando
decía: El mejor hombre, aquel que más se esfuerza en llegar a la verdad, peca siete veces al día, quería decir
que, en el hombre mejor organizado, las siete fuerzas del espíritu están aún tan sujetas, que las siete acciones
de la sensualidad le dominan diariamente. Así pues, el mejor de los hombres está expuesto a los errores y a
las pasiones.
El mejor hombre es débil y pecador, no es libre ni está exento de dolor y la miseria; está sujeto a la
enfermedad y a la muerte. ¿Por qué todo esto? Porque son consecuencia necesaria de las propiedades de la
materia corruptible con que está formado. Por lo que no puede haber esperanza de una felicidad más elevada
para la humanidad, mientras este ser corruptible y material constituya la parte principal y sustancial de su
esencia. La imposibilidad en que se halla la humanidad para poderse lanzar por sí misma hacia la verdadera
perfección, es una constatación llena de desespero; pero, al mismo tiempo, este pensamiento es la causa,
llena de consuelo, por la que un ser más elevado y más perfecto se ha cubierto de esta envoltura mortal y
frágil, a fin de hacer inmortal lo mortal, indestructible lo destructible; en esto se debe ver la verdadera causa
de la encarnación de Jesucristo.
Yashua, o también conocido como Jesucristo es el Cristo Solar, aquel que ha sido Ungido de la Luz, el
esplendor de Dios, la Sabiduría salida de Dios, el hijo de Dios, el Verbo real por el que todo ha sido hecho y
que era en el principio. Jesucristo, la Sabiduría de Dios que opera en todas las cosas, era como el centro del
Paraíso, del mundo de la Luz; era el único órgano real por el que la fuerza divina podía comunicarse; y este
órgano es la naturaleza inmortal y pura, la sustancia indestructible que lo vivifica todo y lo conduce a la más
alta perfección y felicidad.
Esta sustancia indestructible es el elemento puro en el que vivía el hombre espiritual. De este elemento puro
en el que sólo Dios habitaba y de cuya sustancia fue creado el primer hombre, éste se separó por la caída.
Por el goce del fruto del árbol de la mezcla del principio bueno o incorruptible y del principio malo o
corruptible, se envenenó de tal suerte, que su ser inmortal se retiró a su interior y el mortal lo recubrió.
Así desapareció la inmortalidad, la felicidad y la vida; la mortalidad, la desgracia y la muerte fueron las
consecuencias de este cambio. Muchos hombres no pueden hacerse una idea del árbol del Bien y del Mal;
este árbol era producto de la materia caótica, que estaba aún en el centro y en la que la destructibilidad era
todavía superior a la indestructibilidad.
El goce demasiado prematuro de este fruto que envenena y quita la inmortalidad, envolvió a Adán en esta
forma material sujeta a la muerta. Cayó entre los elementos a los que anteriormente gobernaba. Este
desgraciado suceso fue la causa de que la Sabiduría inmortal, el elemento puro y metafísico, se cubriera de
la envoltura mortal, y se sacrificó voluntariamente para que sus fuerzas interiores paseasen al centro de la
destrucción y pudiesen, poco a poco, devolver la inmortalidad a lo mortal.
Así, de la misma manera como, de un modo completamente natural, el hombre inmortal se hiciera mortal
por el goce de un fruto mortal, puede recuperar su dignidad precedente por el goce de un fruto inmortal.
Todo ocurre de modo natural y sencillo en el Reino de Dios; pero para reconocer esta simplicidad, es
necesario tener ideas puras sobre Dios, la Naturaleza y el Hombre; y si las verdades más sublimes de la fe
están aún envueltas para nosotros de una impenetrable oscuridad, la causa está en que, hasta ahora, siempre
habíamos separado las ideas de Dios, la Naturaleza y el hombre.
Jesucristo habló con sus amigos más íntimos, mientras estaba aún sobre la tierra, del gran misterio de la
regeneración; pero todo lo que decía era oscuro para ellos, todavía no podían concebirlo; el desarrollo de
estas grandes verdades estaba reservado para el último tiempo; éste es el supremo misterio de la religión,
en el cual todos los misterios se unifican.
La Regeneración es una disolución y desprendimiento de esta materia impura y corruptible, que ata a
nuestro ser inmortal y sumerge en un sueño de muerte a la vida de las fuerzas activas oprimidas. Debe haber,
necesariamente, un medio real para expulsar este fermento venenoso que ocasiona en nosotros la miseria
y, así, devolver la libertad a las fuerzas oprimidas.
Pero este medio sólo se debe buscar en la religión; porque ésta, considerada científicamente, es la doctrina
de la reunión con Dios, y debe también necesariamente, enseñarnos a conocer el medio para llegar a esta
reunión ¿No es acaso Jesucristo y Su vivificante conocimiento el objeto principal de la Biblia, y el contenido
de todos los deseos y esperas del cristiano?
¿No hemos recibido de Nuestro Señor y Maestro, mientras anduvo entre sus discípulos, las más sublimes
soluciones sobre las verdades más ocultas?
¿Es que Nuestro Señor y Maestro, mientras estaba con ellos en su cuerpo glorioso, después de su
resurrección, no les dio una revelación más elevada en lo referente a su persona, y no les condujo, más
profundamente, al interior del conocimiento de la verdad?
¿Acaso no realizaría lo que dijo en su oración sacerdotal? San Juan 17, 22 y 23:
Les he dado y comunicado la gloria que vos me habéis dado, a fin de que sean uno, como nosotros somos
uno en ellos, y ellos conmigo, a fin de que sean perfectos en uno. Como los discípulos del Señor no podían
concebir este gran misterio de la nueva y última Alianza, Jesucristo lo transmitió a los últimos tiempos del
porvenir que ahora se acercan, y dijo: En el día en que Yo os comunicaré mi Gloria, reconoceréis que Yo
estoy en Mi Padre, vosotros en Mí y Yo en vosotros. Esta alianza es llamada la Alianza de la Paz.
Entonces será grabada la ley de Dios en lo más interior de nuestro corazón, todos reconoceremos al Señor,
seremos Su pueblo y él será nuestro Dios. Todo está preparado para esta posesión actual de Dios, para esta
unión real con Dios que ya es posible aquí abajo; el elemento santo, la verdadera medicina para la
Humanidad, es revelada por el espíritu de Dios. La mesa del Señor está preparada y todos están invitados, el
verdadero pan de los Ángeles está preparado; sobre él está escrito: Les habéis dado el pan del cielo.
La santidad y la grandeza del misterio que encierra en sí todos los misterios, nos ordenan callar y sólo nos
está permitido hacer mención de sus efectos. Lo corruptible y lo destructible es consumido en nosotros y
cubierto por lo incorruptible y lo indestructible.
El sensorium interior se abre y nos une con el mundo espiritual. Somos iluminados por la sabiduría,
conducidos por la verdad y alimentados por la llama del amor. Fuerzas desconocidas se desarrollan en
nosotros para vencer al mundo, la carne y Satán. Todo nuestro ser es renovado y hecho capaz de convertirse
en morada real del Espíritu de Dios.
Nos son dados el dominio de la naturaleza, las relaciones con los mundos superiores y la bienaventuranza del
trato visible con el Señor. La venda de la ignorancia cae de nuestros ojos, los lazos de la sensualidad se rompen
y adquirimos la libertad de los hijos de Dios.
Os hemos dicho lo más elevado y lo más importante; si vuestro corazón, que tiene sed de la verdad, ha
captado ideas puras de todo esto y ha comprendido, totalmente, la grandeza y la santidad del fin esperado,
os diremos aún más.
Que la gloria del Señor y la renovación de todo vuestro ser sean, entre tanto, la más elevada de vuestras
esperanzas.
QUINTA CARTA
En nuestro último escrito, os hemos hecho prestar atención, queridos hermanos, sobre el más alto de todos
los misterios; la posesión real de Dios; es necesario comunicaros toda la luz con este propósito. El hombre,
queridos hermanos, es desgraciado aquí abajo, porque está formado de una materia destructible y sujeta a
todas las miserias.
La envoltura frágil del cuerpo, lo expone a la violencia de los elementos, al dolor, la pobreza, el sufrimiento y
la enfermedad; he ahí su suerte. El hombre es desgraciado, porque su espíritu inmortal languidece bajo el
lazo de los sentidos. La luz divina está encerrada en él, tan sólo con el resplandor intermitente de su razón
sensorial, camina vacilante por los senderos de su peregrinación; torturado por las pasiones, extraviado por
los prejuicios y alimentado por los errores, se va sumergiendo en abismos de miseria.
El hombre es desgraciado, porque está enfermo de cuerpo y alma, y no posee ninguna medicina verdadera,
ni para su cuerpo ni para su alma. Aquellos que deberían conducir a los demás, guiarlos a la felicidad y
gobernarles, son hombres tan frágiles como los demás, sujetos a las mismas pasiones e igualmente expuestos
a muchos prejuicios.
Así, ¿qué suerte puede esperar la humanidad?
¿Será siempre desgraciada la mayor parte de ella?
¿No hay salvación para todos?
Hermanos, si la humanidad es capaz, alguna vez, de elevarse a un estado de felicidad, ésta no será posible
más que bajo las condiciones siguientes:
Primero, la pobreza, el dolor, la enfermedad y la miseria han de ser menos frecuentes.
En segundo lugar, las pasiones, los prejuicios y los errores deben disminuir. ¿Acaso esto es posible, dada la
naturaleza corrompida del hombre, cuando la experiencia nos ha probado, en el transcurso de los siglos, que
las pasiones, los prejuicios y los errores ocasionan siempre el mismo mal, cambiando sólo su forma, al igual
que ocurre con la miseria; permaneciendo el hombre, en todos los tiempos, igual de frágil? Existe una terrible
sentencia que pesa sobre el género humano, ésta es: Los hombres no pueden ser felices hasta que no sean
sabios.
Pero no serán sabios mientras la sensualidad domine la razón, mientras el espíritu languidezca en los lazos
de la carne y de las sangre.
¿Dónde está el hombre exento de pasiones? ¡Que se muestre!
¿No arrastramos, todos, en mayor o menor grado, las cadenas de la sensualidad?
¿No somos todos esclavos, pecadores? Sí, hermanos, confesemos que todos somos esclavos del pecado.
Este sentimiento de nuestra miseria excita en nosotros la necesidad de redención; volvemos nuestra mirada
hacia arriba y la voz de un ángel nos anuncia: “La miseria del hombre será retirada”.
Los hombres están enfermos de cuerpo y de espíritu. Así, pues, esta enfermedad general ha de tener su
origen en alguna causa; dicha causa está en la materia frágil de la que el hombre está compuesto.
Lo destructible encierra lo indestructible; la luz de la sabiduría está atada en las profundidades de la
oscuridad; el fermento del pecado está en nosotros, y en este fermento está la corrupción humana y su
propagación, con las consecuencias del pecado original.
La curación de la humanidad sólo es posible por la destrucción en nosotros de este fermento del pecado;
para lo cual necesita un médico y un remedio. Pero el enfermo no puede ser curado por otro enfermo, ni lo
destructible llevarse a sí mismo hacia la perfección, ni lo que está muerto despertar lo que también está
muerto, así como el ciego no puede conducir al ciego.
Sólo lo perfecto puede llevar lo imperfecto a la perfección; sólo lo indestructible puede volver como él a lo
destructible y sólo lo que está vivo puede animar a lo que está muerto. Por eso, no se debe buscar al médico
ni al remedio en la naturaleza destructible donde todo es muerte y corrupción. Se les debe buscar en una
naturaleza superior, donde todo es perfección y vida. La falta de conocimiento de la Alianza de la Divinidad
con la Naturaleza, y de esta con el hombre, es la verdadera causa de todos los errores y prejuicios. Los
teólogos, los filósofos y los moralistas han querido gobernar al mundo, y lo han llenado de eternas
contradicciones.
Los teólogos no conocen las relaciones de Dios con la Naturaleza y por esto han caído en el error. Los filósofos
sólo han estudiado la materia y no la alianza de la naturaleza pura con la naturaleza divina, por lo que
manifiestan falsas opiniones. Los moralistas no conocen la corrupción fundamental de la naturaleza humana
y han querido curar con palabras, cuando ha sido necesario.
Así es como el mundo, el hombre e incluso, Dios han sido víctimas de eternas disputas y unas opiniones han
ido reemplazando a otras; como la superstición y la incredulidad, que han dominado, alternativamente, y han
alejado al mundo de la verdad, en vez de acercarlo a ella.
Sólo en las Escuelas de la Sabiduría se ha aprendido a conocer a Dios, la Naturaleza y el hombre, y se trabaja,
desde hace miles de años, en el silencio, para adquirir el más alto grado de conocimiento, la unión del hombre
con la naturaleza pura y con Dios. Este gran objetivo de Dios y de la naturaleza, al que todo tiende, ha sido
representado al hombre, simbólicamente, por todas las religiones; todos los monumentos y jeroglíficos
sagrados eran simples mapas por los que el hombre podía volver a encontrar, poco a poco, el más elevado
de todos los misterios divinos, naturales y humanos: el medio de curación para su estado actual y miserable,
el medio de unión de su ser con la naturaleza pura y con Dios. Hemos alcanzado esta época bajo la guía de
Dios.
La Divinidad, acordándose de su alianza con el hombre, nos ha dado el medio de curación para la humanidad
enferma y, también, nos ha mostrado los caminos para elevar al hombre a la dignidad de su naturaleza pura
y unirle a Ella, origen de su felicidad. El conocimiento de este medio de salvación es la ciencia de los elegidos
y de los santos, y, su posesión, la herencia prometida a los hijos de Dios.
Tened la bondad, queridos hermanos, de concedernos toda vuestra atención. En nuestra sangre, hay una
materia viscosa (llamada gluten) oculta, más emparentada con la animalidad que con el espíritu. Este gluten
es la materia del pecado. Esta materia puede ser modificada de modo diferente por las excitaciones sensibles:
las malas inclinaciones del pecado se distinguen según el tipo de modificación de esta materia del pecado.
En su más alto grado de expansión, esta materia opera la presunción y el orgullo; en su más alto grado de
contracción, la avaricia, el amor propio y el egoísmo. En estado de repulsión, la rabia y la cólera; en
movimiento circular, la ligereza y la incontinencia. En su excentricidad, la gula y la embriaguez. En su
concentricidad, la envidia. En su esencialidad, la pereza. Este fermento del pecado es más o menos abundante
en cada hombre y es transmitido de padres a hijos; su propagación en nosotros impide, siempre, la acción
simultánea del espíritu sobre la materia.
Es verdad que el hombre puede poner, merced a su voluntad, límites a esa materia del pecado y dominarla
para que actúe menos sobre él; pero no puede aniquilarla totalmente. De aquí deriva nuestro continuo
combate entre el bien y el mal.
Esta materia del pecado que está en nosotros, forma los lazos de la carne y de la sangre por los que estamos
atados, por un lado, a nuestro espíritu inmortal, y, por otro, a las excitaciones animales. Es como el fulminante
por el que las pasiones animales nos encienden y enardecen. La reacción violenta de esta materia del pecado
sobre la excitación sensual, es la causa por la que escogemos, a falta de un juicio justo y tranquilo, antes el
mal que el bien; ya que la fermentación de esta materia impide la acción tranquila del espíritu que es
necesaria para el juicio.
Esta misma sustancia del pecado es también causa de la ignorancia; porque su trama espesa e inflexible
sobrecarga las delicadas fibras de nuestro cerebro e impide la acción simultánea de la razón, necesaria para
la penetración de lo que es objeto del entendimiento.
Así, lo falso y el mal son las propiedades de esta materia del pecado contenida en nosotros, como el bien y
lo verdadero son los atributos de nuestro principio espiritual. Por el conocimiento profundo de esta materia
del pecado que hay en nosotros, aprendemos a ver cuán enfermos estamos moralmente y hasta qué punto
necesitamos un médico que nos dé el remedio que aniquile dicha materia, y nos devuelva la salud moral.
Aprendemos también a ver que nuestra forma de moralizar con palabras sirve de poco, allí donde son
necesarios medios reales. Se moraliza desde hace siglos y el mundo es siempre el mismo. El enfermo seguirá
convaleciente si el médico no hace más que moralizar junto a su lecho. Es necesario que les prescriba
remedios, pero antes debe conocerse el verdadero estado del enfermo.

Estado enfermo de la humanidad


La enfermedad de los hombres es un verdadero envenenamiento; el hombre ha comido del fruto del árbol
en el que dominaba el principio corruptible y material y se envenenó al disfrutarlo. El primer efecto de este
veneno fue que el principio incorruptible (que podríamos llamar cuerpo de vida, al igual que la materia del
pecado es cuerpo de muerte), cuya expansión constituía la perfección de Adán, se concentró en el interior y
abandonó el exterior al dominio de los elementos. Fue así como, rápidamente, una materia mortal cubrió la
esencia inmortal; las consecuencias naturales de la pérdida de la luz fueron la ignorancia, las pasiones, el
dolor, la miseria y la muerte.
La comunicación con el mundo de la luz fue interceptada, el ojo interior que veía la verdad se cerró y el ojo
material se abrió al aspecto inconstante de los fenómenos. El hombre perdió toda su felicidad y, en este
estado miserable, se hubiera perdido para siempre sin medio de salvación. Pero el amor y la misericordia
infinita de Dios, que al crear nunca tuvo otro objetivo que ofrecer la mayor felicidad a las criaturas, estableció
para el hombre inmediatamente después de su caída, los medios para la salvación que debía esperar junto
con toda su posteridad; a fin de que, siendo fortalecido en su destierro, con la esperanza, pudiera soportar
humildemente y con resignación su desgracia, y conservar en su peregrinación el gran consuelo de que todo
lo que había corrompido, recuperaría su perfección primera, por el amor de un Salvador.
Sin esta revelación, el destino del hombre habría sido la desesperación.
El hombre, antes de la caída, era el Templo viviente de la Divinidad, y, en el momento en que este templo
fue devastado, se proyectó por la Sabiduría de Dios el plan para reconstruirlo. En esta época comienzan los
Misterios Sagrados de todas las religiones, que no son, en sí mismos (bajo mil aspectos diferentes, según las
diversas circunstancias de los distintos pueblos), más que los símbolos repetidos y modificados de una única
verdad: la Re-generación o la re-unión del hombre con Dios. Antes de la Caída el hombre era sabio, estaba
unido a la Sabiduría; después de la caída, fue separado de ella. De ahí, que le fuera necesaria la Revelación.
Esta primera Revelación fue la siguiente: El estado de inmortalidad consiste en que lo inmortal penetre lo
mortal. Lo inmortal es una sustancia divina, magnificencia de Dios en la naturaleza, el sustrato del mundo de
los espíritus; en resumen, es la infinitud divina en la que todo tiene vida y movimiento. Esta es una ley
absoluta: ninguna criatura puede ser feliz más que en la fuente de toda felicidad. Esta fuente, es la
magnificencia de Dios mismo. Por la asimilación de un alimento perecedero, el hombre se ha vuelto
perecedero y material; la materia se encuentra, por así decirlo, entre Dios y él; ya no es penetrado
inmediatamente por la Divinidad, por eso está sujeto a las leyes de la materia. En él, lo divino, que está
encerrado en los lazos de la materia, es su principio inmortal; que debe ponerse en libertad y desarrollarse
de nuevo en él para que gobierne lo mortal.
Entonces, el hombre se encontrará de nuevo en su dignidad primera. Pero es necesario un medio para su
curación y para eliminar el mal interno. El hombre caído no puede por sí mismo ni reconocer este medio ni
apoderarse de él. No puede reconocerlo, porque ha perdido el conocimiento puro, la luz de la sabiduría; no
puede apoderarse de él, porque este medio está encerrado en lo más interior de la naturaleza y no tiene ni
el poder ni la fuerza para abrir este interior.
De ahí que le sea necesaria la Revelación para conocer este medio y la fuerza para adquirirlo. Esta necesidad,
para la recuperación de la salvación de los hombres, determinó a la Sabiduría, o al Hijo de Dios, darse a
conocer al hombre como la sustancia pura de la cual todo ha sido hecho. A esta sustancia pura le está
reservado vivificar todo lo que está muerto y purificar todo lo que es impuro.
Pero, para que esto puede hacerse y que lo más interior, lo divino en el hombre (que está encerrado en la
envoltura de la mortalidad), sea abierto de nuevo y el mundo entero pueda ser regenerado, era necesario
que esta sustancia divina se humanizara y transmitiera la fuerza divina y regeneradora al ser humano; era
también necesario que esta forma divina humana fuera matada, a fin de que la sustancia divina e
incorruptible contenida en su sangre, pudiera penetrar en lo más interior de la tierra y operar una disolución
progresiva de la materia corruptible; para que, en su tiempo, la tierra pura y regenerada sea reencontrada
por el hombre y el Árbol de la Vida sea plantado en ella; de modo que por el goce de su fruto, que encierra
el principio inmortal, lo mortal sea aniquilado en nosotros y el hombre, curado por el fruto del Árbol de la
Vida, del mismo modo que fue envenenado por el goce del fruto del principio mortífero. Esto constituye la
primera y la más importante revelación sobre la que están fundadas todas las demás, y que ha sido siempre
conservada y transmitida oralmente entre los Elegidos de Dios hasta nuestros días. La naturaleza humana
necesitaba de un Redentor; este Redentor fue Jesucristo, la Sabiduría de Dios mismo, la Realidad emanada
de Dios, tomó la envoltura humana para introducir, de nuevo, en el mundo la sustancia divina e inmortal que
no era otra que Él mismo.
Se ofreció voluntariamente para que las fuerzas puras contenidas en Su sangre pudieran penetrar,
directamente, las más íntimas profundidades de la naturaleza terrestre y reintroducir el germen de todas las
perfecciones. Él mismo como Sumo Sacerdote y Víctima a la vez, entró en el Santo de los Santos y, después
de cumplir lo que era necesario, dispuso los fundamentos del Sacerdocio Real de Sus Elegidos, y les enseñó,
por el conocimiento de su persona y de sus poderes, cómo debían conducir, siendo los primeros nacidos del
Espíritu, a los demás hombres, sus hermanos, a la felicidad general. Y aquí comienzan los Misterios
Sacerdotales de los Elegidos y de la iglesia Interior.
La verdadera Ciencia Real y Sacerdotal es la ciencia de la regeneración o la reunión del hombre caído con
Dios. Se le llama ciencia real porque conduce al hombre al poder y al dominio sobre la naturaleza.
Se llama ciencia Sacerdotal porque lo santifica todo y lo lleva a la perfección, esparciendo por todas partes la
Gracia y la bendición. Esta ciencia tiene su origen inmediato en la Revelación verbal de Dios: fue siempre la
ciencia de la Iglesia interior de los profetas y de los santos, y nunca reconoció a otro Sumo Sacerdote más
que a Jesucristo, el Señor.
Esta ciencia tenía un triple fin, regenerar primero al hombre aislado, luego a un gran número de hombres y,
finalmente, a toda la humanidad.
Su práctica consistía en el más alto perfeccionamiento de sí mismo y de todos los objetos de la Naturaleza.
Esta ciencia sólo fue enseñada por el Espíritu de Dios mismo y por los que estaban en posesión de ese Espíritu,
y se distinguía de las otras ciencias en que enseñaba el conocimiento de Dios, la Naturaleza y el hombre en
una síntesis perfecta; mientras que las ciencias exteriores no conocían en toda su pureza ni a Dios ni a la
naturaleza ni al hombre y su destino. Ella enseñó al hombre a distinguir la naturaleza pura e incorruptible de
la impura y corruptible, y le enseñó los medios de separar esta última para conquistar de nuevo la primera.
En resumen, el contenido de su enseñanza era conocer a Dios en el hombre y la expresión divina en la
Naturaleza, que constituye el sello de Dios, y darnos los medios para abrir nuestro interior y esperar la unión
con lo divino.
Así, esta reunión, esta regeneración, era el objetivo más elevado, y de él sacó su nombre el Sacerdocio:
Religio, Clerus, Regenerans.
Melquisedek fue primer Sacerdote Rey, todos los verdaderos sacerdotes de Dios y de la naturaleza
descienden de él, y Jesucristo mismo se unió a él como sacerdote “según la orden de Melquisedek”. Esta
palabra posee un profundo y gran significado: significa, literalmente; “el que instruye sobre la verdadera
sustancia de la vida y sobre su separación de la envoltura destructible que la encierra.” Un sacerdote es un
separador de la naturaleza pura de la impura, un separador de la sustancia que lo contiene todo, de la materia
destructible que ocasiona el dolor y la miseria. El sacrificio o lo que ha sido separado, consiste en el pan y en
el vino. Pan significa literalmente, la sustancia que lo contiene todo; y vino, la sustancia que lo vivifica todo.
Así un sacerdote según la orden de Melquisedek es aquel que sabe separar la sustancia que lo contiene y
vivifica todo de la materia impura, y que la sabe emplear como verdadero medio de reconciliación y reunión
para la humanidad caída, a fin de comunicarle la verdadera dignidad real o el poder sobre la naturaleza y la
dignidad sacerdotal o el poder de unirse por la Gracia a los mundos superiores.
En estas pocas palabras está contenido todo el misterio del Sacerdocio de Dios y la labor que tiene como
objetivo el sacerdote. Pero este Sacerdocio real no podía adquirir su perfecta madurez, más que cuando
Jesucristo en persona, como Sumo Sacerdote, hubiera realizado el mayor de todos los sacrificios entrado en
el santuario más interior. Aquí se abre nuevos y grandes misterios dignos de toda nuestra atención.
Cuando, según los decretos eternos de la sabiduría y de la justicia de Dios se resolvió salvar a la especie
humana caída, la sabiduría hubo de elegir el medio más eficaz, bajo todo los aspectos, para la consumación
de este elevado objetivo. Cuando el hombre fue envenenado por el goce de un fruto corruptible que llevaba
en sí mismo el fermento de la muerte, volviéndose mortal y corruptible todo lo que había a su alrededor; la
misericordia divina debía establecer necesariamente un contra-veneno que pudiera ser igualmente
absorbido y que contuviese la sustancia que lo encierra y vivifica todo, a fin de que, por el goce de este
alimento inmortal, el hombre envenenado y sujeto a la muerte pudiera ser curado y liberado de su miseria.
Pero, para que este árbol de vida pudiera ser plantado de nuevo aquí abajo, era necesario, ante todo, que el
principio material y corruptible que está en el centro de la tierra, fuese regenerado, transformado y hecho
capaz de ser un día una sustancia que lo vivificase todo.
Esta capacidad para una nueva vida y la disolución de la esencia corruptible, la cual se encontraba en el centro
de la Tierra, no eran posibles en tanto la sustancia divina de la vida estuviese envuelta de carne y de sangre
y sin poder transmitir las fuerzas escondidas de la vida a la Naturaleza muerta. Esto se hizo por la muerte de
Jesucristo. La fuerza tintórea que desprendía su sangre derramada, penetró en lo más interior de la tierra,
resucitó a los muertos, quebró las rocas y ocasionó un eclipse de Sol total cuando expulsó hacia el exterior,
desde el centro de la tierra donde penetró la luz, todas las porciones de tinieblas y asentó la base para la
glorificación futura del mundo.
Desde la época de la muerte de Jesucristo, la fuerza divina, instalada en el centro de la Tierra por su sangre
derramada, trabaja siempre para exteriorizarse y capacitar gradualmente a todas las sustancias para soportar
la gran conmoción que le está reservada al mundo. Pero la regeneración del edificio del mundo en general
no es el único objeto de la Redención. El hombre era el motivo principal para verter Su sangre. Y para
procurarle, ya en este mundo material, la más alta perfección posible por el mejoramiento de su ser,
Jesucristo se dispuso a sufrimientos infinitos.
Él es el Salvador del mundo, Él es el Salvador de los Hombres. El objeto, la causa de su encarnación era
rescatarnos del pecado, de la miseria y de la muerte. Jesucristo nos ha liberado de todo mal por su carne, a
la que ha sacrificado, y por su sangre, que ha derramado por nosotros. En la comprensión clara de la carne y
de la sangre de Jesucristo, está el conocimiento puro y verdadero de la regeneración efectiva del hombre. El
misterio de la unión con Jesucristo, no sólo espiritual sino también corporalmente, es el misterio supremo de
la Iglesia Interior.
Llegar a ser uno con Él, en espíritu y en ser, es la suprema realización que esperan de sus Elegidos. Los medios
para esta posesión real de Dios están ocultos a los ojos del sabio mundano y son revelados a la simplicidad
de los niños. ¡Oh filosofía orgullosa, prostérnate ante los grandes y divinos misterios, inaccesibles a tu
sabiduría e impenetrables con las tenues luces de la razón humana!
SEXTA CARTA
Dios se hizo hombre para divinizar al hombre.
El Cielo se unirá con la tierra para transformar la tierra en un Cielo.
Pero, para que sean posibles esta divinización y transformación de la tierra en Cielo es necesario el cambio o
la conversión de nuestro ser. Este cambio o conversión se llama renacimiento.
Nacer quiere decir entrar en un mundo en el que domina la sensualidad, donde la sabiduría y el amor
languidecen en los lazos de la individualidad. Renacer significa volver a un mundo en el que domina el espíritu
de sabiduría y de amor, y donde el hombre animal obedece.
El renacimiento es triple: primero el renacimiento de nuestra razón. En segundo lugar, el renacimiento de
nuestro corazón o de nuestra voluntad. Y finalmente, el renacimiento de todo nuestro ser.
El primer y segundo renacimiento constituyen el renacimiento espiritual, y el tercero, el renacimiento
corporal. Muchos hombres piadosos que buscan a Dios han sido regenerados en inteligencia y voluntad, pero
pocos han conocido el renacimiento corporal.
Este último es dado a pocos hombres y sólo a fin de que puedan operar como agentes de Dios, según sus
altos designios, y para acercar la Humanidad a su felicidad. Ahora, es necesario mostraros, amados hermanos,
el orden verdadero del renacimiento.
Dios, que es todo fuerza, sabiduría y amor, opera con orden y armonía. Quien no recibe la vida espiritual,
queridos hermanos, aquel que no nace de nuevo del Señor, no puede entrar en el cielo.
El hombre es engendrado por sus padres en el pecado original, es decir, que entra en la vida natural y no en
la espiritual.
La vida espiritual consiste en amar a Dios por encima de todo y al prójimo como a sí mismo.
En este doble amor consiste el principio de la nueva vida.
El hombre es engendrado en el mal, en el amor a sí mismo y en el amor al mundo.
El amor a sí mismo.
El interés propio.
El placer propio.
He aquí los atributos sustanciales del mal.
El bien está en el amor a Dios y al prójimo.
No conocer ningún amor más que el amor de todos los hombres; No conocer ningún interés más que el
interés de todos los hombres; No conocer ningún placer, ningún bienestar, más que el de todos los hombres.
En esto se distingue el espíritu de los hijos de Dios del espíritu de los hijos del mundo.
Ser regenerado es cambiar el espíritu del mundo por el espíritu de los hijos de Dios; y esto significa decir
despojarse del hombre viejo y vestirse del nuevo.
Pero nadie puede renacer si no conoce y aplica los siguientes principios: La verdad debe ser el objeto de la
fe, y el bien ha de convertirse en el objeto de nuestra facultad de hacer o de no hacer.
Así, aquel que quiere renacer, debe primero conocer lo que conviene a este renacimiento. Debe poder
concebir, meditar y reflexionar sobre todo esto.
Luego, debe también actuar de acuerdo con lo que sabe, y la consecuencia de ello será una nueva vida. Ahora,
como es necesario, en primer lugar, saber y estar instruido sobre todo lo que se refiere al renacimiento, se
necesita un doctor o instructor; si se le tiene, la fe en él es también necesaria, porque, ¿de qué serviría el
doctor si el discípulo no confía en él? De ahí que el punto de partida para renacer sea la fe en la Revelación.
Se debe empezar por creer que el Señor, el Hijo, es la Sabiduría de Dios, que es de Dios desde la eternidad,
y que ha venido al mundo para hacer dichosa a la especie humana.
Se debe creer que el Señor tiene todo el poder en el cielo y en la tierra, y que toda fe y amor, todo lo verdadero
y el bien, vienen sólo de Él; que el Señor es el mediador, el Salvador y el Gobernador de los hombres.
Cuando esta fe, la más elevada, ha arraigado en nosotros, pensamos con frecuencia en el Señor, y estos
pensamientos dirigidos hacia Él desarrollan por Su gracia que actúa en nosotros, las siete fuerzas espirituales
primeras.
El camino para esta apertura es el que viene a continuación.
Esta fe supone tener por verdadero todo lo que todavía no comprendemos y que Él nos da el ejemplo para
poder creer.
Por esta fe en la divinidad de Jesús, este total abandono en Él y la fiel observancia de Sus leyes, se produce,
finalmente, la fe viva, gracias a la cual verificamos por experiencia interior, todo lo que hasta el momento tan
sólo habíamos creído por una confianza de niños; esta fe viva y vivida es la más elevada de todas.
Cuando nuestro corazón, por la fe viva, ha recibido a Jesucristo, entonces esta Luz del Mundo nace en nuestro
corazón como en un pobre establo.
En nosotros, todo es impuro, rodeado por las telarañas de la vanidad y cubierto por el barro de la sensualidad.
Nuestra voluntad es el buey que está bajo el yugo de las pasiones.
Nuestra razón es el asno atado a la terquedad de sus opiniones, a sus prejuicios y a sus necesidades. En esta
cabaña miserable y en ruinas donde habitan las pasiones animales, Jesucristo nace en nosotros por la fe.
La simplicidad de nuestra alma es el estado de los pastores que Le llevan las primeras ofrendas, hasta que,
finalmente, las tres fuerzas principales de nuestra dignidad real: nuestra razón, nuestra voluntad y nuestra
actividad, se prosternan ante Él y Le ofrecen los dones de la verdad, de la sabiduría y del amor.
Poco a poco el establo de nuestro corazón se transforma en un Templo exterior donde Jesucristo enseña;
pero este templo aún está lleno de escribas y fariseos. Todavía se encuentran en él los vendedores de
palomas y los cambistas, que deben ser expulsados para que el Templo se convierta en Casa de Oración.
Poco a poco, Jesucristo escoge todas las fuerzas buenas de nuestro ser para que Le anuncien: cura nuestra
ceguera, purifica nuestra lepra, resucita lo que en nosotros estaba muerto.
En nosotros es crucificado, muere y resucita como vencedor glorioso. A partir de este momento, Su
personalidad vive en nosotros y nos instruye sobre los misterios más sublimes, hasta que, finalmente, nos
llama a la Regeneración completa y asciende al Cielo para enviarnos el Espíritu de Verdad.
Antes de que el Espíritu opere plenamente en nosotros, experimentamos las siguientes transformaciones:
En primer lugar se liberan las siete potencias de nuestro entendimiento, después, las siete potencias de
nuestro corazón o de nuestra voluntad. Esta exaltación se realiza de la siguiente manera:
El entendimiento humano se divide en siete potencias; la primera es la de contemplar los objetos fuera de
nosotros: intuitus.
Por la segunda percibimos los objetos contemplados: apperceptio.
Por la tercera es reflejado lo que se ha percibido: reflexio.
La cuarta es la de considerar en su diversidad los objetos percibidos: Fantasia, imaginatio.
La quinta es la de decidirse sobre alguna cosa; judicium.
La sexta ordena las cosas de acuerdo con sus relaciones: ratio.
La séptima, finalmente, realiza la comprensión sintética de las cosas ordenadas: intelectus.
Esta última contiene, por así decirlo, la suma de todas las otras.
Del mismo modo, la voluntad del hombre se divide en siete potencias que, tomadas en conjunto, forman la
voluntad del hombre o son, dicho de otro modo, sus partes sustanciales.
La primera es la capacidad de desear cosas exteriores a uno mismo: desiderium.
La segunda es la capacidad de poder apropiarse de las cosas deseadas: appetitus.
La tercera es el poder de darles una forma, de hacerlas reales o de satisfacer la concupiscencia:
concupiscentia.
La cuarta es el poder para aceptar en uno mismo las inclinaciones sin decidirse por ninguna, o el estado de
pasión: passio.
La quinta es el poder para decidirse en pro o en contra de una cosa, o la libertad: libertas.
La sexta es el poder de elección o de la resolución realmente adoptada: electio.
La séptima ese el poder para dar existencia al objeto elegido: voluntas.
Esta séptima potencia contiene y es suma de todas las otras.
Ahora, las siete potencias del entendimiento así como las siete potencias de nuestro corazón o de la voluntad,
pueden ser particularmente ennoblecidas y exaltadas si tomamos a Jesucristo, la Sabiduría de Dios, por
principio de nuestra razón, y Su vida, toda Amor, como motor de nuestra voluntad:
Nuestro entendimiento se forma con arreglo al de Jesucristo:
1° Cuando Le tenemos en cuenta para todo, cuando Él forma el criterio de nuestras acciones; intuitius.
2° Cuando percibimos en todo Sus acciones, Sus sentimientos y Su espíritu; apperceptio.
3° Cuando en todos nuestros pensamientos reflexionamos sobre Sus preceptos; cuando siempre pensamos
como Él hubiera pensado: reflexio.
4° Cuando actuamos de tal manera que Sus sentimientos, Sus pensamientos y Su sabiduría son el único objeto
de nuestra fuerza imaginativa: fantasía.
5° Cuando rechazamos todo pensamiento que no es acorde con el suyo y escogemos el pensamiento que
podría ser el suyo: judicium.
6° Cuando, finalmente, ordenamos todo el edificio de las ideas de nuestro espíritu según Sus ideas y Su
espíritu: ratio.
Así es como
7° Nacerá en nosotros una nueva luz, más elevada que superará en mucho la de la razón de los sentidos:
intelectus.
Asimismo nuestro corazón se reforma cuando, en todo:
1 - Sólo a Él tendemos: desiderare.
2 - Sólo a Él queremos; appetere.
3 - Sólo a Él condiciamos: concupiscere.
4 - Sólo a Él amamos: amare.
5 - Sólo escogemos lo que Él es y huimos de todo cuanto el no es: eligere.
6 - Sólo vivimos en armonía con Él, Sus mandamientos, Sus instituciones y Sus órdenes: subordinare. Por lo
que, finalmente:
7 - Nace una unión completa de nuestra voluntad con la Suya, por la que somos, en Él y con Él, un sólo sentido
y un sólo corazón; si bien el hombre nuevo se manifiesta poco a poco en nosotros, la Sabiduría Divina y el
Amor Divino se unen para engendrar este nuevo hombre espiritual, en cuyo corazón la fe se convierte en
visión real. Los tesoros de las dos Indias, comparados con esta Fe Viva no son más que barro.
Esta posesión efectiva de Dios o de Jesucristo en nosotros es el centro hacia el que convergen todos los
misterios, como los radios de un círculo. El Reino de Dios es un reino de Verdad y real felicidad. Opera en los
individuos, desde lo más interior a lo más exterior de ellos mismos. Y debe extenderse, progresivamente,
por medio del Espíritu de Jesucristo, sobre las naciones, para instaurar por todas partes un orden por el que
se beneficiarán tanto el individuo como la especie entera; gracias al cual, la naturaleza humana podrá
alcanzar su más alta perfección y la humanidad enferma, encontrar el remedio para todos sus males.
Así, el Amor y el Espíritu de Dios un día vivificarán a todo el género humano; despertarán y fortalecerán las
fuerzas de nuestra naturaleza humana, y las orientarán según los designios de la Sabiduría, haciendo que
reine la Armonía entre ellas.
La paz, la fidelidad , la concordia en el hogar, el amor de los superiores hacia sus inferiores, la obediencia de
los sujetos hacia sus jefes y el amor recíproco de las naciones serán los primeros frutos de este Espíritu.
La inspiración del bien sin quimeras, la exaltación de nuestra alma sin demasiada tensión y la cálida solicitud
del corazón sin impaciencia turbulenta, volverán a acercar, reconciliar y unir a los humanos, tanto tiempo
separados y divididos, y enfrentados los unos contra los otros a causa de los prejuicios y los errores.
Entonces, el gran Templo de la Naturaleza, grandes y pequeños, pobres y ricos, cantarán las alabanzas del
Padre del Amor.
El Cielo sobre la Tierra o Jesucristo en el corazón del hombre

El mundo sólo será feliz cuando posea a Jesucristo en él. Entonces la felicidad reinará sobre la Tierra, y la paz
y la prosperidad nos pertenecerán.
¿Qué es Jesucristo? ¡Es el Amor, la Sabiduría y el Poder, Él es la fuente de las inclinaciones puras que conducen
a la iluminación interior!
Allí donde él está, se encuentra la dignidad del hombre, la beatitud del corazón purificado; Él solo carga con
el peso que nos tiene sumergidos, profundamente, en la miseria.
Las penas y los sufrimientos desaparecen allí donde reina Su espíritu en el corazón; con Él, los días son días
de primavera y las horas deliciosas.
Los príncipes que reinan gracias a Él no tienen igual; sólo el Amor es su reino. Hagamos un esbozo de la
bendición que nos llegará cuando la humanidad entera, unida por el Amor, resida en Su Templo:
Los príncipes serán los padres de su pueblo; los sacerdotes serán sus médicos; y sólo a Él, el Gran Salvador
de los hombres, deberemos tal felicidad.
Todos los que se rehuían o se odiaban, el judío y el gentil, el poderoso y el miserable, todos los que ahora se
hallan en discordia vivirán en mutua armonía. Los remedios se prepararán preveyendo la convalescencia del
enfermo y una ternura fraternal velará por el hombre pobre.
Se alimentará al hambriento; el desgraciado encontrará apoyo y el extranjero hospitalidad. Ni la viuda llorará
más ni el huérfano permanecerá desconsolado; todos tendrán lo suficiente, porque el Señor cuidará de todos.
El Espíritu y Verdad estarán en el Templo; el corazón y la boca celebrarán el servicio del altar; y el sello sagrado
de la Divinidad garantizará la dignidad del sacerdote.
La sabiduría será la joya suprema de las diademas terrestres; el Amor reinará en el Santuario y hará del mundo
un paraíso. No más inmolaciones de hermanos sobre sangrientos cadalsos; somos ramas de un mismo árbol
y cada uno es necesario a los demás.
Los cirujanos actuales que cortan arbitrariamente los miembros, conservarán sabiamente los cuerpos como
si se tratase del suyo propio. ¡Ah! ¿qué veo? ¡Esta alegría jamás la había sentido mi corazón!: El cristiano y el
judío.
El mahometano y el pagano caminan juntos dándose la mano! El lobo y el cordero estarán en las praderas y
el niño jugará con la víbora, porque las naturalezas enemigas serán reconciliadas por el amor.
¡Y tú, peregrino en búsqueda del descanso, sigue algunos pasos más por el Camino, entonces podrá girarte!
¡Poco a poco, ya cae el Velo del Santuario Interior!
¡Mira cómo el murciélago y la lechuza huyen ante el Sol naciente; cómo el error, la noche y los prejuicios
descienden de nuevo a la morada de las sombras! ¡La nueva tierra comienza, un tiempo nuevo está cerca; el
Espíritu de Jesucristo dice: ¡”sea”! y así es de inmediato.
Esta aquí, diríase que se puede ver...
Pero no, debe permanecer invisible hasta que caiga el Velo.
Sólo entonces, ninguna revolución amenazará ya más a la Tierra; Él, la felicidad de las naciones, el Señor, está
cerca. Aunque el espíritu de las tinieblas empujase millares de hombres a degollarse entre sí, acabaría
huyendo, porque la victoria ha sido prometida al Amor.
Dios se sirve de armas extranjeras cuando su pueblo Le olvida totalmente; el pecado, fuente de los males, se
convierte en el castigo del pecado.
¡Sin embargo, si una sola lágrimas cae de los ojos del pecador, la escena de dolor cambia porque su padre
está cerca! Un sólo gobierna y conduce todo según los designios de Su Sabiduría.
Algunos de los que combaten por Él lo ignoran con frecuencia. Muchos hombres no sólo han conocido más
que lo que se percibe por la mirada de los sentidos.
¡Cuánto se asombrará el mundo cuando el Velo sea levantado! Entonces, filósofos orgullosos, os alejaréis,
confundidos, de Aquel en quien los sabios esperan, y que es su luz y su felicidad.
La razón, a la que divinizáis, no es más que la simple luz de los sentidos: aquel que sube por la escalera de
Babel, no puede alcanzar la Verdad.
Vuestra obra será aniquilada por Aquel que esparce la arena a merced del viento; ¡todo error deberá
eclipsarse ante la majestad de la Fe!
Frater
Karl von Eckartshausen.

Adaptación por Frater Alexi Peláez.

También podría gustarte