Baizan J R - Las Animas Del Monte

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J.R.

Baizán

Las ánimas del monte


Las ánimas del monte

La niebla se agarraba a la montaña, tapando el pequeño pueblo perdido en lo más


alto del monte. Parecía que quisiera ocultar los terribles acontecimientos que allí
habrían de suceder durante la Semana Santa. Apenas había despuntado el alba de aquél
Sábado Santo, cuando los alaridos de una mujer atravesaron la espesura de la bruma. Al
instante, los pocos vecinos de la aldea asomaban por las ventanas de sus casas,
alarmados por los perturbadores gritos que rompían la quietud habitual de las
mañanas.

“¡Paulino! ¡Paulino!” — se escuchaba insistentemente —. De inmediato todos


reconocieron la voz de María — su esposa —. Y tampoco les costó trabajo averiguar que
las voces procedían del camino de la ermita. Por ello, no pasó mucho tiempo antes de
que los 20 habitantes del pueblo estuvieran rodeando a la inconsolable mujer, tratando
de calmarla para que les explicara lo que ocurría. Poco a poco, con la ayuda de una
buena dosis de tila que alguna vecina le trajo, y quizá el sentirse arropada por el resto
de vecinos, María se fue calmando. Y, aunque sin pronunciar aún palabra, logró
apuntar con su mano en dirección al camino de la ermita. Como la niebla no dejaba ver
mucho más allá, los dos hombres más jóvenes salieron a la carrera en esa dirección.

Suponiendo que su marido habría tenido algún percance, fueron escrutando todos
los rincones y llamándolo al mismo tiempo. Pero poco más allá, en un recodo del
sendero, divisaron el cuerpo de Paulino tendido en el suelo. Cuando llegaron a su lado,
los recios hombres de campo no pudieron más que echarse atrás, presas del espanto.
Tirado en una postura imposible, el infausto vecino abandonó este mundo dejando un
cadáver con la cara de quien hubiera visto al mismísimo demonio. Ojos y boca abiertos
de par en par, ofrecía a los pobres campesinos un rictus de horror que ni el poeta más
avezado tendría maestría suficiente para describir.

Al cabo, irían llegando más vecinos, que fueron arremolinándose alrededor del
difunto. Todos y cada uno contemplaron horrorizados esa funesta expresión. Y pronto
empezaron los cuchicheos entre ellos. Primero compartiendo la terrible sorpresa, luego
comentando lo extraño del caso, y por último tratando de decidir qué debían hacer.
Llegados a este punto, tomaron la decisión de llevarlo a su casa, donde las mujeres del
pueblo habían ido con María, por mor de calmarla y ayudarla en este doloroso trance.
Era lo conveniente, pues habría que velar el cuerpo, avisar al cura y darle cristiana
sepultura.

Como Paulino no era muy corpulento, decidieron que lo mejor sería llevarlo en
brazos, pues tampoco era mucha la distancia a recorrer hasta su casa. Y a ello se
pusieron cuatro hombres, recompuestos del susto, aunque no del disgusto — pues
también eran vecinos y amigos del finado. Pero apenas el cortejo fúnebre había
empezado su procesión, cuando el tañido de unas campanas rompió la solemnidad del
momento. El sonido procedía de la vieja ermita a la que se llegaba por ese mismo
camino, distante a una media hora a pie desde allí. Todos se pararon de inmediato, y
comenzaron a mirarse con caras de angustia, advirtiendo el relámpago de terror que
atravesaba sus cuerpos, pues ni los más viejos del lugar habían conocido la capilla más
que por la forma de sus ruinas. Y, por supuesto, allí nunca había habido campanas.

Sumidos en el estupor, no se dieron cuenta de un suceso aún más inquietante,


hasta que la voz trémula de un hombre dijo: “¡Paulino!”. Cuando miraron al cadáver
que acarreaban, un nuevo sobresalto volvió a inundar sus cuerpos. La anterior mueca
de horror se había transformado en el pacífico gesto de un hombre que descansa en paz
el sueño de los justos.

El olor a infusión inundaba el ambiente cuando el cadáver atravesó el zaguán de


su casa. Lo franqueaba Carmela que, tras santiguarse al verlo, indicó a los hombres que
lo llevaran directamente a la habitación del matrimonio. Cuando María sintió voces
masculinas, se levantó como un resorte para recibir a su marido. Nada más verlo, el
color se le fue de la cara, y de no ser porque estaba rodeada por sus vecinas, habría
dado con sus huesos en el suelo en ese mismo instante. Una vez más las mujeres
hubieron de apresurarse a atender a la viuda. Menos Carmela, que acompañó a los
hombres a la habitación, donde tendieron a Paulino sobre su cama.

Del único armario que había en la sala, la mujer sacó la ropa con la que María
deseaba que se le amortajara. Era su único traje, que lucía en las fiestas desde que se lo
compró para su boda. Y mientras se aplicaban en la faena, fueron contando a Carmela
los acontecimientos que les acababan de suceder desde que encontraron el cadáver,
haciéndola comprender los motivos del desvanecimiento de la esposa. No tardaron
mucho en tenerlo todo dispuesto. Incluso le colocaron entre sus manos — como si lo
estuviera empuñando para mostrarlo a todos — el crucifijo de madera que él mismo
había construido años atrás. También era deseo de su mujer, que sabía cuánto aprecio le
tenía.

Se dirigió entonces Carmela a la cocina, por ver si María habría recobrado la


presencia de ánimo, pues era necesario que se reunieran todos para poner al corriente a
las mujeres de lo sucedido, y tratar de analizar tan extraños acontecimientos de la
manera más serena posible.
Cuando les fue permitido entrar, y una vez que todos expresaron sus condolencias
a la viuda, Manuel — el alcalde del pueblo — procedió a relatar los hechos lo más
serena y eficazmente que pudo. Apenas hubo terminado, hombres y mujeres repetían
incesantemente la señal de la cruz, mientras barruntaban tal vez oraciones o lamentos.
Quizá ambas cosas. Tras unos minutos de murmullos asustados, el hombre tomó de
nuevo la palabra.

— Vamos a ver. Lo que ha pasado es muy extraño, eso queda bastante claro. Pero
no podemos quedarnos aquí metidos todo el día. Habrá que prepararlo todo para
enterrar al pobre Paulino, y hacer las cosas como Dios manda.

— Tienes razón — contestó Carmela — Alguien tendría que bajar a avisar a Don
Alfredo para que suba mañana al entierro. Y habrá que hacerle también la sepultura.

— Pero mañana es día de Pascua, y no sé yo si podrá subir el cura. Tiene varios


pueblos en el valle donde son fiestas — replicó Mario.

— ¡Pues que se las apañe, cojones! Es más, vas a coger mi caballo y bajas ahora
mismo a decírselo, que para eso eres su monaguillo. Cuéntale también lo que ha
pasado. Y si se pone farruco le dices que se lo manda Manuel. ¡Sólo faltaba que no
pudiéramos enterrar a nuestros muertos porque el señor cura quiera estar de fiesta con
los señoritos del valle!

— Yo no tengo problema en bajar Manuel. Pero no contaría con que mañana suba.

— Tú de momento haz lo que te digo. En un par de horas estarás de vuelta, y ya


veremos entonces lo que hacemos. Mientras tanto, que Santiago y José Antonio vayan al
cementerio para tener la sepultura hecha.

El trío se perdió en la niebla, cada uno hacia sus destinos, mientras el resto
quedaba en casa acompañando a la viuda y velando a su vecino. No dejaban de
elucubrar y preguntarse cómo podían explicar lo inexplicable.

Apenas unos minutos más tarde, unos golpes aporrearon la puerta. Con cautela —
y algo de miedo — Manuel la abrió lentamente. Cuando hubo visto al que llamaba
exclamó:

— ¡Don Alfredo! No contábamos con usted. Precisamente hace un rato mandé a


Mario a buscarlo. ¿No se tropezó con él?
Pero el cura, con gesto serio y distante se limitó a abrirse camino entre los
presentes hasta la cama donde estaba el yacente. Una vez allí, comenzó a recitar
letanías, mientras dibujaba extrañas figuras con sus manos alrededor del muerto.
Cuando hubo terminado, sin mediar palabra con nadie dio media vuelta y se fue.
Intercambiándose miradas de sorpresa, contemplaron la oscura figura perderse entre el
manto blanco que esa mañana cubría el pueblo.

— ¡Qué mosca le habrá picado al cura! — acertó a decir Carmela — Nunca ha sido
un hombre muy agradable, pero… ¿esto?

Mirándose unos a otros, en medio de tanta tensión y tristeza, asomó alguna


sonrisilla tímida a costa del malhumorado párroco. Cuando la viuda se dio cuenta de
un detalle curioso, hasta a ella se le escapó una sonrisa.

— Pero bueno, ¿pues no le ha puesto al revés la cruz que mi Paulino tiene en las
manos? ¡Pues sí que tiene el día tonto el señor cura!

La visita del párroco relajó un poco el ambiente en la casa. Y cuando quisieron


darse cuenta, Mario ya estaba de vuelta. Nada más entrar en la casa, Manuel le
preguntó si no se había cruzado con Don Alfredo por el camino. Pero a medida que le
relataba los malos humores del cura, el gesto del muchacho se iba descomponiendo
cada vez más. Y sin dejar terminar al alcalde, de su boca salió un agónico “¡eso es
mentira! ¡Es completamente imposible!”

— ¿Cómo que imposible chaval? — dijo en tono ofendido — Todos los que
estamos aquí lo vimos con nuestros propios ojos.

“¡Imposible! ¡Imposible!” repetía una y otra vez mientras se llevaba las manos a la
cabeza, ante la mirada atónita de sus vecinos. Al poco, con la tez más blanca que la
leche y las lágrimas resbalando por sus mejillas, acertó a decir algo que fulminó a todos
con el implacable rayo del miedo.

— Vengo de su casa y también lo están velando. ¡Don Alfredo murió ayer! Lo


encontraron justo delante de su casa al atardecer.

De inmediato, la tensión se volvió a adueñar de la sala, donde sólo se escuchaban


los gemidos entrecortados del pobre sacristán. Sin embargo, pronto otros acompañaron
a Mario, al tiempo que oraciones y plegarias inundaban la estancia con su monótono
soniquete.
Sin hacer ruido, la mujer más anciana se sujetó a su bastón para levantarse.
Pesadamente se puso en pie, y con paso cansino se dirigió hacia la puerta de salida.
Pero antes de que llegara, Carmela se interpuso en su camino.

— Pero Doña Angustias, ¿no se le ocurrirá irse ahora? Haga el favor de sentarse
mujer, que no es momento de salir a la calle.

— Santiago y José Antonio se fueron hace rato al cementerio. Voy a buscarlos.

La húmeda mirada de la anciana — que también hacía honor a su nombre — bastó


para convencer a Carmela que no había más opción que dejarla ir. La aterrorizada
audiencia asintió. Y sin dejar de repetir sus plegarias, se amontonaron en la ventana de
la cocina para ver cómo la mujer de perenne luto se perdía entre la espesura de la
niebla.

Poco a poco, a paso lento pero decidido, Doña Angustias atravesó la calle que la
conducía hasta la pequeña plazuela donde se erguía la iglesia. Ni sus ya cansados ojos,
ni la tupida niebla la dejaban ver apenas unos pasos más adelante. De modo que
comenzó a llamar insistentemente a los dos hombres. Sólo su débil voz taladraba el
silencio absoluto del lugar. Ni el coro de perros que habitualmente cantaban al unísono,
ni los sonidos sordos de las vacas al pasar por delante de los establos, ni siquiera los
gatos que acudían en mandada al oír a quien solía echarles de comer. Nada. El pequeño
pueblo había enmudecido. Menos la decidida mujer que llegaba casi sin resuello a las
puertas de la iglesia.

Se sentó un rato en el banco de piedra que había al lado de la puerta principal,


pues debía recobrar el aliento. Con la cabeza apoyada sobre el bastón, trató de escrutar
la cortina blanca en busca de movimiento. Pero como no encontró nada, al cabo de unos
minutos se volvió a levantar. Rodeó el edificio hasta llegar a la parte de atrás, que era
donde estaba la puerta del cementerio. Al traspasarla, lo primero que vio fue las
herramientas que los hombres habían utilizado, tiradas en el suelo. Sin darse por
vencida, recorrió el pequeño camposanto. Pero esta vez las palabras no salían de su
garganta. Estaba más ocupada contando las fosas recién excavadas que se iba
encontrando por el camino. Contó veinte. Tantas como vecinos había en la aldea.

Poniendo su miedo bajo control, se apoyó sobre el bastón que la sujetaba mientras
recuperaba la presencia de ánimo, al tiempo que pensaba: “de todas formas, a mí ya me
quedaba poco en este mundo. Pero antes tengo que encontrar a Santiago y José
Antonio”. Y volvió a gritar — con más ímpetu aún — sus nombres.
Decidida, enfiló la cuesta que descendía desde la plazuela de la iglesia hacia la
salida del pueblo. “Si no los encuentro, al menos esperaré a la muerte en mi casa”, se
repetía resignada. Ya casi había caído la noche cuando llegó a su vivienda. Al ver la
tenue luz de los candiles salir por la ventana de la cocina, respiró aliviada. Abrió la
puerta y se dirigió rápidamente hacia la estancia.

— Por fin os encuentro. ¡Menudo susto me habéis dado!

— Tranquila madre — repitieron al unísono.

Desde lo más profundo de las cuevas donde tenían sus ojos, dirigieron una
inexpresiva mirada a la anciana. Los rojizos pómulos de hombres de campo eran ahora
huesudos ángulos. Como sus barbillas o los antes fuertes y calludos dedos. Ella,
emocionada, arrojó al suelo el bastón y se lanzó a los brazos de sus hijos. Y la luz de los
candiles se apagó.

Arremolinados en torno a la ventana abierta, los vecinos escuchaban los gritos de


Doña Angustias, mientras sus corazones latían desbocados al comprobar que no había
respuesta. Así estuvieron largo rato, hasta que sus esperanzas acabaron por
desvanecerse. Era noche cerrada cuando Carmela aseguraba las contraventanas,
interrumpiendo la tensa quietud de la estancia. Ahogados en su propio miedo,
barruntaban oraciones y plegarias. Cada uno por su cuenta. Hasta que de las entrañas
de María salió un desgarrador grito: “¡Paulino!”. Al instante todos se dirigieron a la
habitación. Y más alaridos salieron de otras gargantas cuando pudieron ver con sus
propios ojos que el cadáver había desaparecido.

La casa se llenó entonces de llantos desconsolados, clamores lastimeros y súplicas


a un Dios que parecía haberse olvidado de ellos. Cada uno, medroso, especulaba sobre
su propia teoría. Mas ninguno era capaz de imponer la suya, pues no había
razonamiento posible para lo que estaban viviendo. De cualquier modo, sí se pusieron
de acuerdo en asegurar puertas y ventanas. Habrían de permanecer juntos esa noche, y
al salir el sol decidirían qué hacer. “Si volvemos a ver la luz del día”, se oyó decir a
alguno.

Como la casa no era muy grande, poco tardaron en la labor. Que además sirvió
para tenerlos entretenidos y calmar un poco los ánimos. Ya era media noche cuando el
silencio conquistó de nuevo el ambiente. Y lo mismo que la alegría en casa del pobre,
duró la tranquilidad en esta. Apenas pasadas las doce, la ventana de la cocina se abrió
de repente, con un golpe seco y atronador. El aire frío del exterior trajo consigo un
intenso olor a incienso y el sonido de una campanilla que iba acercándose poco a poco.
Quienes, temerosos, se asomaron, distinguieron unas luces que subían lentamente
por el camino de la iglesia. Y en breve una procesión se paró frente a la ventana. Como
si se tratara de una estación del Vía Crucis, Don Alfredo entonaba monótonos cánticos
en una extraña lengua. Detrás, Doña Angustias hacía sonar la campanilla con cadencia
constante, mientras a su lado Paulino se aferraba a su cruz vuelta de nuevo del revés.
Cerraban la fúnebre comitiva Santiago y José Antonio, sujetando sendos cirios
pascuales — cuya llama ni se inmutaba a pesar del gélido aire de esa noche —. Todos
repetían con precisión lo que el cura cantaba.

Paralizados, hombres y mujeres contemplaban hechizados lo que allí estaba


ocurriendo. Hasta que las inexistentes campanas de la ermita empezaron a sonar. Fue
entonces cuando el tétrico cortejo enmudeció, y tomó lentamente el camino en dirección
al monte.

— Tocan a muerto — dijo Mario con un hilo de voz.

Al momento alguien volvió a cerrar la ventana, ensordeciendo la monótona


melodía de aquellos tañidos fantasmales. Y cada uno regresó de nuevo a su sitio, a
seguir peleando contra su propio miedo.

El tiempo en el infierno pasa muy lentamente. Pero tras una larga noche de
incertidumbre y calma tensa, las primeras luces del alba iluminaron de nuevo la
pequeña aldea, trayendo consigo la esperanza para los infelices que abarrotaban la
cocina de María. Ello provocó que la tensión se fuera rebajando, y ya era mediodía del
domingo de Pascua cuando la puerta de la casa se abrió despacio, permitiendo que el
asustadizo grupo se dejara acariciar por el sol de primavera.

Juntos y en el más absoluto silencio, enfilaron la callejuela en dirección a la plaza


de la iglesia. Ni una golondrina volando hacia su nido, ni un perro buscando ansioso a
su amo. Ni siquiera el coro de pájaros que cada mañana alegraba los quehaceres diarios
de aquellos esforzados habitantes del pueblo, en lo alto de la montaña. Sólo se oían el
respirar agitado de hombres y mujeres, aliñado con el crujido de los guijarros que
provocaban sus pasos. Al llegar al centro de la plaza, como por instinto, el grupo se
detuvo. Fue entonces cuando la puerta de la iglesia se abrió, emitiendo su reconocible
quejido lastimero. Del interior salió la misma comitiva que aquella noche habían visto
desde la ventana, entonando las mismas canciones y con el mismo aspecto
fantasmagórico de hacía unas horas.
Esto puso la puntilla al corazón del alcalde, que no pudo resistir este nuevo envite
y cayó fulminado en medio de la plazuela. El resto, paralizado por el terror, comprobó
que no tenían escapatoria cuando vieron que de las tres calles que desembocaban en la
plazuela salían sendas procesiones que avanzaban lentamente hacia ellos. Nazarenos
con enormes capirotes negros portando cruces vueltas del revés, encabezaban las
comitivas. En ellas estaban padres, abuelos, vecinos, niños… todos muertos hacía
tiempo ya. Y todos respondiendo al unísono a los mismos extraños cánticos que el cura
entonaba.

La visión era aterradora. Y la sensación de no tener escapatoria, escalofriante. Por


eso alguno siguió el camino de Don Manuel, y cayó al suelo. Pero nadie podía atender a
nada más que a sí mismo. Y pronto se arrodillaron suplicando clemencia y rezando
todo lo que sabían, en medio de una algarabía de llantos y gritos desesperados. Menos
Mario, que recibió la luz de la esperanza en forma de recuerdo, cuando de niño
escuchaba las historias del viejo Damián. Aquel hombre solitario al que todos tomaban
por loco, le había hablado muchas veces de las procesiones de las ánimas. “La Güestia”,
como él gustaba llamarlas. Fue entonces cuando, en un último intento por salvar a
quien pudiera, empezó a zarandear a sus vecinos tratando de sacarlos de su estupor,
mientras no dejaba de repetir a voz en grito:

— ¡Haced un círculo en la tierra y meteros dentro! ¡Rápido! ¡Y no dejéis de rezar!

Pero pronto vio como sus esfuerzos eran en vano, pues había quien incluso se
lanzaba corriendo hacia el espíritu — o lo que fuera aquello — se algún ser querido.

Él, decidido a salvarse, predicó con el ejemplo. Y removiendo la tierra con sus
propias manos, dibujó el círculo y se acurrucó dentro. Hecho un ovillo, metió la cabeza
entre las piernas y tapó su cara con el brazo. Rezaba incansablemente, tratando de
mitigar los desgarradores gritos de sus vecinos, y apretaba los párpados para no ver
nada. Hasta que poco a poco los quejidos lastimeros fueron apagándose, el coro infernal
terminó su concierto, y el silencio al fin volvió a inundar el lugar.

Cayó de nuevo la noche, y un nuevo día volvió a surgir entre la quietud del
pueblo. Ya hacía rato que el lunes había recibido al sol cuando tres jinetes
descabalgaron de sus monturas en la pequeña plaza. El párroco sustituto del difunto
Don Alfredo — que venía a cumplir con el aviso de oficiar el funeral de Paulino — y los
dos guardias que lo acompañaban para mostrarle el camino al pueblo, no daban crédito
a lo que estaban viendo.
En medio de la plazoleta, un hombre yacía acurrucado. Temblando sin control y
recitando oraciones sin poder parar. Cuando consiguieron tranquilizarlo, quisieron
saber qué le ocurría, aunque el pobre desgraciado sólo acertaba a mascullar:

— Todos muertos… las ánimas… el infierno… ¡la güestia!

Tomándolo por un pobre desequilibrado, se dispusieron a buscar a alguien que les


indicara la casa de Paulino. Pero su sorpresa fue encontrar el pueblo completamente
desierto. Cuando volvieron a la plaza Mario estaba ya puesto en pie, y cogiendo al
párroco del brazo, lo condujo junto con los guardias al cementerio. No tengo maestría
suficiente para describir las caras de los tres hombres cuando vieron las 20 fosas. Todas
contenían un cuerpo, con expresiones a cada cual más desgarradora. Todas menos una.
Instintivamente, los tres forasteros miraron a aquel desquiciado, que seguía sin parar de
repetir:

— Todos muertos… las ánimas… el infierno… ¡la güestia!

Han pasado más de diez años desde que Mario ingresara en el manicomio, y los
enfermeros ya sabían perfectamente de sus sufrimientos cada noche de sábado santo.
Por eso se extrañaron al no sentir las oraciones enardecidas en la celda de aquel pobre
loco. Todo estaba muy tranquilo. Demasiado, tal vez.

Cuando abrieron la puerta sus corazones se encogieron al instante. Tendido en


una postura imposible, el cadáver de aquel hombre yacía en medio del habitáculo,
ofreciendo una mueca de espanto que hizo a los hombres dar un paso atrás. Al instante,
desde las profundidades del páramo donde se hallaba el edificio, el sonido de unas
campanas taladró la oscuridad de la noche.
Gracias
Querido lector, o lectora:
Si estás leyendo este verso
quiero pensar que el autor
a ti llegó en buena hora.

Si así es, me voy contento.


Y si no, créeme… lo siento.
En la próxima ocasión
pondré todo de mi parte:
Ganas, esfuerzo, pasión…
Y con suerte, más talento.

Gracias de todos modos


por dedicarme tu tiempo.
La pluma de este tunante,
rauda, fina y delirante,
vuela ligera y ansiosa
sin límite o contratiempo.

Sólo una cosa te pido.


Tranquilo, no tengas miedo.
¿Merece la pena esta historia
Para robarte un minuto
en ponerle cinco estrellas
y en mi desatar la euforia?

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