Baizan J R - Las Animas Del Monte
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Baizan J R - Las Animas Del Monte
Baizán
Suponiendo que su marido habría tenido algún percance, fueron escrutando todos
los rincones y llamándolo al mismo tiempo. Pero poco más allá, en un recodo del
sendero, divisaron el cuerpo de Paulino tendido en el suelo. Cuando llegaron a su lado,
los recios hombres de campo no pudieron más que echarse atrás, presas del espanto.
Tirado en una postura imposible, el infausto vecino abandonó este mundo dejando un
cadáver con la cara de quien hubiera visto al mismísimo demonio. Ojos y boca abiertos
de par en par, ofrecía a los pobres campesinos un rictus de horror que ni el poeta más
avezado tendría maestría suficiente para describir.
Al cabo, irían llegando más vecinos, que fueron arremolinándose alrededor del
difunto. Todos y cada uno contemplaron horrorizados esa funesta expresión. Y pronto
empezaron los cuchicheos entre ellos. Primero compartiendo la terrible sorpresa, luego
comentando lo extraño del caso, y por último tratando de decidir qué debían hacer.
Llegados a este punto, tomaron la decisión de llevarlo a su casa, donde las mujeres del
pueblo habían ido con María, por mor de calmarla y ayudarla en este doloroso trance.
Era lo conveniente, pues habría que velar el cuerpo, avisar al cura y darle cristiana
sepultura.
Como Paulino no era muy corpulento, decidieron que lo mejor sería llevarlo en
brazos, pues tampoco era mucha la distancia a recorrer hasta su casa. Y a ello se
pusieron cuatro hombres, recompuestos del susto, aunque no del disgusto — pues
también eran vecinos y amigos del finado. Pero apenas el cortejo fúnebre había
empezado su procesión, cuando el tañido de unas campanas rompió la solemnidad del
momento. El sonido procedía de la vieja ermita a la que se llegaba por ese mismo
camino, distante a una media hora a pie desde allí. Todos se pararon de inmediato, y
comenzaron a mirarse con caras de angustia, advirtiendo el relámpago de terror que
atravesaba sus cuerpos, pues ni los más viejos del lugar habían conocido la capilla más
que por la forma de sus ruinas. Y, por supuesto, allí nunca había habido campanas.
Del único armario que había en la sala, la mujer sacó la ropa con la que María
deseaba que se le amortajara. Era su único traje, que lucía en las fiestas desde que se lo
compró para su boda. Y mientras se aplicaban en la faena, fueron contando a Carmela
los acontecimientos que les acababan de suceder desde que encontraron el cadáver,
haciéndola comprender los motivos del desvanecimiento de la esposa. No tardaron
mucho en tenerlo todo dispuesto. Incluso le colocaron entre sus manos — como si lo
estuviera empuñando para mostrarlo a todos — el crucifijo de madera que él mismo
había construido años atrás. También era deseo de su mujer, que sabía cuánto aprecio le
tenía.
— Vamos a ver. Lo que ha pasado es muy extraño, eso queda bastante claro. Pero
no podemos quedarnos aquí metidos todo el día. Habrá que prepararlo todo para
enterrar al pobre Paulino, y hacer las cosas como Dios manda.
— Tienes razón — contestó Carmela — Alguien tendría que bajar a avisar a Don
Alfredo para que suba mañana al entierro. Y habrá que hacerle también la sepultura.
— ¡Pues que se las apañe, cojones! Es más, vas a coger mi caballo y bajas ahora
mismo a decírselo, que para eso eres su monaguillo. Cuéntale también lo que ha
pasado. Y si se pone farruco le dices que se lo manda Manuel. ¡Sólo faltaba que no
pudiéramos enterrar a nuestros muertos porque el señor cura quiera estar de fiesta con
los señoritos del valle!
— Yo no tengo problema en bajar Manuel. Pero no contaría con que mañana suba.
El trío se perdió en la niebla, cada uno hacia sus destinos, mientras el resto
quedaba en casa acompañando a la viuda y velando a su vecino. No dejaban de
elucubrar y preguntarse cómo podían explicar lo inexplicable.
Apenas unos minutos más tarde, unos golpes aporrearon la puerta. Con cautela —
y algo de miedo — Manuel la abrió lentamente. Cuando hubo visto al que llamaba
exclamó:
— ¡Qué mosca le habrá picado al cura! — acertó a decir Carmela — Nunca ha sido
un hombre muy agradable, pero… ¿esto?
— Pero bueno, ¿pues no le ha puesto al revés la cruz que mi Paulino tiene en las
manos? ¡Pues sí que tiene el día tonto el señor cura!
— ¿Cómo que imposible chaval? — dijo en tono ofendido — Todos los que
estamos aquí lo vimos con nuestros propios ojos.
“¡Imposible! ¡Imposible!” repetía una y otra vez mientras se llevaba las manos a la
cabeza, ante la mirada atónita de sus vecinos. Al poco, con la tez más blanca que la
leche y las lágrimas resbalando por sus mejillas, acertó a decir algo que fulminó a todos
con el implacable rayo del miedo.
— Pero Doña Angustias, ¿no se le ocurrirá irse ahora? Haga el favor de sentarse
mujer, que no es momento de salir a la calle.
Poco a poco, a paso lento pero decidido, Doña Angustias atravesó la calle que la
conducía hasta la pequeña plazuela donde se erguía la iglesia. Ni sus ya cansados ojos,
ni la tupida niebla la dejaban ver apenas unos pasos más adelante. De modo que
comenzó a llamar insistentemente a los dos hombres. Sólo su débil voz taladraba el
silencio absoluto del lugar. Ni el coro de perros que habitualmente cantaban al unísono,
ni los sonidos sordos de las vacas al pasar por delante de los establos, ni siquiera los
gatos que acudían en mandada al oír a quien solía echarles de comer. Nada. El pequeño
pueblo había enmudecido. Menos la decidida mujer que llegaba casi sin resuello a las
puertas de la iglesia.
Poniendo su miedo bajo control, se apoyó sobre el bastón que la sujetaba mientras
recuperaba la presencia de ánimo, al tiempo que pensaba: “de todas formas, a mí ya me
quedaba poco en este mundo. Pero antes tengo que encontrar a Santiago y José
Antonio”. Y volvió a gritar — con más ímpetu aún — sus nombres.
Decidida, enfiló la cuesta que descendía desde la plazuela de la iglesia hacia la
salida del pueblo. “Si no los encuentro, al menos esperaré a la muerte en mi casa”, se
repetía resignada. Ya casi había caído la noche cuando llegó a su vivienda. Al ver la
tenue luz de los candiles salir por la ventana de la cocina, respiró aliviada. Abrió la
puerta y se dirigió rápidamente hacia la estancia.
Desde lo más profundo de las cuevas donde tenían sus ojos, dirigieron una
inexpresiva mirada a la anciana. Los rojizos pómulos de hombres de campo eran ahora
huesudos ángulos. Como sus barbillas o los antes fuertes y calludos dedos. Ella,
emocionada, arrojó al suelo el bastón y se lanzó a los brazos de sus hijos. Y la luz de los
candiles se apagó.
Como la casa no era muy grande, poco tardaron en la labor. Que además sirvió
para tenerlos entretenidos y calmar un poco los ánimos. Ya era media noche cuando el
silencio conquistó de nuevo el ambiente. Y lo mismo que la alegría en casa del pobre,
duró la tranquilidad en esta. Apenas pasadas las doce, la ventana de la cocina se abrió
de repente, con un golpe seco y atronador. El aire frío del exterior trajo consigo un
intenso olor a incienso y el sonido de una campanilla que iba acercándose poco a poco.
Quienes, temerosos, se asomaron, distinguieron unas luces que subían lentamente
por el camino de la iglesia. Y en breve una procesión se paró frente a la ventana. Como
si se tratara de una estación del Vía Crucis, Don Alfredo entonaba monótonos cánticos
en una extraña lengua. Detrás, Doña Angustias hacía sonar la campanilla con cadencia
constante, mientras a su lado Paulino se aferraba a su cruz vuelta de nuevo del revés.
Cerraban la fúnebre comitiva Santiago y José Antonio, sujetando sendos cirios
pascuales — cuya llama ni se inmutaba a pesar del gélido aire de esa noche —. Todos
repetían con precisión lo que el cura cantaba.
El tiempo en el infierno pasa muy lentamente. Pero tras una larga noche de
incertidumbre y calma tensa, las primeras luces del alba iluminaron de nuevo la
pequeña aldea, trayendo consigo la esperanza para los infelices que abarrotaban la
cocina de María. Ello provocó que la tensión se fuera rebajando, y ya era mediodía del
domingo de Pascua cuando la puerta de la casa se abrió despacio, permitiendo que el
asustadizo grupo se dejara acariciar por el sol de primavera.
Pero pronto vio como sus esfuerzos eran en vano, pues había quien incluso se
lanzaba corriendo hacia el espíritu — o lo que fuera aquello — se algún ser querido.
Él, decidido a salvarse, predicó con el ejemplo. Y removiendo la tierra con sus
propias manos, dibujó el círculo y se acurrucó dentro. Hecho un ovillo, metió la cabeza
entre las piernas y tapó su cara con el brazo. Rezaba incansablemente, tratando de
mitigar los desgarradores gritos de sus vecinos, y apretaba los párpados para no ver
nada. Hasta que poco a poco los quejidos lastimeros fueron apagándose, el coro infernal
terminó su concierto, y el silencio al fin volvió a inundar el lugar.
Cayó de nuevo la noche, y un nuevo día volvió a surgir entre la quietud del
pueblo. Ya hacía rato que el lunes había recibido al sol cuando tres jinetes
descabalgaron de sus monturas en la pequeña plaza. El párroco sustituto del difunto
Don Alfredo — que venía a cumplir con el aviso de oficiar el funeral de Paulino — y los
dos guardias que lo acompañaban para mostrarle el camino al pueblo, no daban crédito
a lo que estaban viendo.
En medio de la plazoleta, un hombre yacía acurrucado. Temblando sin control y
recitando oraciones sin poder parar. Cuando consiguieron tranquilizarlo, quisieron
saber qué le ocurría, aunque el pobre desgraciado sólo acertaba a mascullar:
Han pasado más de diez años desde que Mario ingresara en el manicomio, y los
enfermeros ya sabían perfectamente de sus sufrimientos cada noche de sábado santo.
Por eso se extrañaron al no sentir las oraciones enardecidas en la celda de aquel pobre
loco. Todo estaba muy tranquilo. Demasiado, tal vez.