El Espíritu de La Rebelión - Piotr Kropotkin

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#13

P io t r K rop o tk i n

EL ESPÍRITU
DE REBELIÓN

EDITORIAL ELEUTERIO
PROPAGANDA Y CULTURA ÁCRATA
CONTENIDO
I 3
II 7
III 12

El presente texto fue publicado en Les Temps Nouveaux,


número 45, año 1914 (París, Francia). Traducido por
Ediciones Marginales (España) a partir de la versión
disponible en kropot.free.fr.

Diseñado por
Artes Gráficas Cosmos
EDITORIAL ELEUTERIO
contacto: [email protected]
web: http://eleuterio.grupogomezrojas.org
Santiago - Chile
Diciembre de 2018

Es libre la reproducción para fines no comerciales,


desde que esta nota sea incluida y la obra sea citada.
EL ESPÍRITU DE REBELIÓN

En la vida de las sociedades, hay épocas en que la Revolución


llega a ser una necesidad imperiosa, en que ésta se impone de una
manera absoluta. Las nuevas ideas germinan por todas partes,
buscando salir a la luz y encontrar su aplicación en la vida, pero
chocan continuamente con la inercia de aquellos interesados en
mantener el antiguo régimen y ahogar estas ideas en la atmós-
fera sofocante de los antiguos prejuicios y tradiciones. Las ideas
heredadas sobre la constitución de los Estados, sobre las leyes del
equilibrio social, sobre las relaciones políticas y económicas de los
ciudadanos entre sí, se enfrentan a la crítica severa que las debilita
cada día, en cada ocasión, tanto en el salón como en el cabaret,
en las obras de filosofía como en la conversación cotidiana. Las
instituciones políticas, económicas y sociales decaen; el edificio
ha llegado a ser inhabitable e impide el desarrollo de los brotes
que crecen entre sus muros agrietados.
La necesidad de una vida nueva se hace sentir. El código de
moralidad establecido, que rige a la mayor parte de los hombres

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en su vida cotidiana, no parece ser suficiente. Se percibe que tal
cosa, considerada anteriormente la más justa, no era más que
una irritante injusticia: la moralidad de ayer es vista hoy como
una inmoralidad indignante. El conflicto entre las ideas nuevas
y las viejas tradiciones estalla en todas las clases sociales. El hijo
entra en lucha con su padre, encontrando indignante lo que este
consideró natural durante toda su vida; la hija se rebela contra los
principios que su madre le transmitió como fruto de una larga
experiencia. La conciencia popular se subleva cada día contra los
escándalos que se producen en el seno de la clase privilegiada y
ociosa, contra los crímenes que se cometen en nombre del derecho
del más fuerte, para mantener sus privilegios. Aquellos que quieren
el triunfo de la justicia, que quieren poner en práctica las ideas
nuevas, se ven forzados a reconocer que la realización de sus ideas
generosas, humanitarias, regeneradoras, no puede tener lugar en
la sociedad tal como está constituida: comprenden la necesidad
de una tormenta revolucionaria que barra todo este moho, que dé
aliento a los corazones entumecidos y aporte a la humanidad el
sacrificio, la abnegación, el heroísmo, sin los cuales una sociedad
se envilece, se degrada, se descompone.
La máquina gubernamental, encargada de mantener el orden
existente, funciona todavía bien. Pero, con cada giro de sus ruedas
destartaladas, tropieza y se detiene. Su funcionamiento se vuelve
cada vez más difícil, y el descontento excitado por sus defectos es
creciente. Cada día le surgen nuevas exigencias. “¡Reforma aquí,
reforma allá!” se grita por todos lados. “Guerra, finanzas, impues-
tos, tribunales, policía, todo para reorganizar, retocar, construir
sobre nuevas bases”, dicen los reformadores. Y sin embargo, todos
comprenden que es imposible rehacer, arreglar una sola parte,
ya que forma parte de un todo; todo debe rehacerse a la vez; ¿y
cómo rehacerse cuando la sociedad está dividida en dos bandos

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abiertamente hostiles? Satisfacer a los descontentos sería crear
nuevos descontentos.
Incapaces de lanzarse a la vía de las reformas, ya que esto sería
impulsar la Revolución, y al mismo tiempo, demasiado impoten-
tes para entregarse tranquilamente a la reacción, los gobiernos se
aplican en aprobar “semi-medidas” que no satisfacen a nadie y no
hacen más que suscitar nuevos descontentos. Las mediocridades
que se encargan en estas épocas transitorias de llevar la barca
gubernamental, no aspiran más que a una sola cosa: enriquecerse,
en previsión de la próxima derrota. Atacados por todos lados, se
defienden desmañadamente, van a la deriva, haciendo tontería
tras tontería, y logrando pronto cortar la última cuerda de sal-
vación, ahogan el prestigio gubernamental en el ridículo de su
incompetencia.
En estas épocas, la Revolución se impone y llega a ser una
necesidad social; la situación es una situación revolucionaria.
Cuando estudiamos en nuestros mejores historiadores la
génesis y el desarrollo de los grandes sucesos revolucionarios nos
encontramos normalmente bajo este título: “Las causas de la
Revolución”, un cuadro conmovedor de la situación en la víspera
de los acontecimientos. La miseria del pueblo, la inseguridad
general, las medidas vejatorias del gobierno, los odiosos escán-
dalos que muestran los grandes vicios de la sociedad, las ideas
nuevas buscando hacerse sitio y chocando contra la incapacidad
de los secuaces del antiguo régimen; nada falta. Contemplando
este cuadro, se llega a la convicción de que la Revolución era en
efecto inevitable, que no había otra salida que la vía de los actos
insurreccionales.
Tomemos como ejemplo la situación que precede a 1789,
tal como nos la muestran los historiadores. Casi podemos oír al
campesino lamentarse del impuesto de la sal, de los impuestos

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feudales, y ver en su corazón un odio implacable al señor, al fraile,
al acaparador, al intendente. Nos parece ver a los burgueses lamen-
tarse de haber perdido sus libertades municipales y abrumar al rey
con el peso de sus maldiciones. Escuchamos al pueblo reprobar
a la reina, sublevarse ante lo que hacen los ministros, y decirse a
cada instante que los impuestos son intolerables y desorbitantes,
que las cosechas son malas y el invierno demasiado riguroso, que
los abogados de las ciudades consumen la cosecha de los cam-
pesinos, que los guardias rurales juegan a ser reyezuelos, que el
correo mismo está mal organizado y los empleados son demasiado
perezosos. En pocas palabras, nada funciona, todos protestan.
“¡Esto no puede durar, esto acabará mal!” se oye por todas partes.
Pero, de estos razonamientos favorables a la insurrección, a
la rebelión propiamente dicha, hay todo un abismo, que es el
que separa en la mayor parte de la humanidad el razonamiento
de la acción, el pensamiento de la voluntad, de la necesidad de
actuar.¿Cómo pues este abismo puede ser franqueado? ¿Cómo los
hombres que todavía ayer mismo se lamentaban mansamente de
su suerte, fumando sus pipas, y que, un momento después salu-
daban humildemente al mismo guardia rural, al mismo gendarme
del que hace un momento hablaban mal? ¿Cómo unos días más
tarde, estos mismo hombres cogieron sus guadañas y sus garrotes
y fueron a atacar al señor en su castillo, hasta ayer tan terrible?
¿Por qué arte de encantamiento, estos hombres que eran tratados
con razón de cobardes por sus mujeres se transforman de pronto
en héroes que marchan bajo las balas y la metralla a la conquista
de sus derechos? ¿Cómo estas palabras, tantas veces pronunciadas
antaño y que se perdían en el aire como el sonido de las campanas,
son por fin transformadas en actos?
La respuesta es fácil.
Es la acción, la acción continuada, renovada sin cesar de las

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minorías la que obra esta transformación. El coraje, la abnegación,
el espíritu de sacrificio son tan contagiosos como la poltronería,
la sumisión y el pánico.
¿Qué formas tomará la agitación?
Pues bien, tomará las formas más variadas, que le serán dictadas
por las circunstancias, los medios, los temperamentos. Unas veces
sombría, otras alegre, pero siempre valiente, unas veces colectiva,
otras veces puramente individual, la agitación no descuida ninguno
de los medios que tiene a mano, ninguna circunstancia de la vida
pública, para mantener siempre el espíritu alerta, para propagar
el descontento, para excitar el odio contra los explotadores, ridi-
culizar a los gobernantes, demostrar su debilidad, y sobre todo y
siempre, despertar la audacia, el espíritu de rebelión, predicando
con el ejemplo.

II

Cuando en un país se produce una situación revolucionaria, sin


que el espíritu de rebelión esté todavía lo suficientemente despierto
en las masas para traducirse en manifestaciones tumultuosas en
las calles, o en motines y levantamientos, es por su acción que las
minorías consiguen despertar ese sentimiento de independencia
y ese soplo de audacia sin los cuales ninguna revolución podrá
realizarse.
Hombres de buen corazón que no se contentan solo con
palabras, y que buscan llevarlas a la práctica, personas íntegras
para las que la acción y la idea son la misma cosa, para quienes
la prisión, el exilio o la muerte son preferibles a una vida en des-
acuerdo con sus principios; hombres intrépidos que saben que
es necesario arriesgar para salir triunfante, que son los valientes
centinelas que entablan el combate, por delante de las masas,

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siendo un estímulo para levantar resueltamente la bandera de la
insurrección y marchar, con las armas en la mano, a la conquista
de sus derechos.
En medio de las quejas, de las charlas, de las discusiones
teóricas, un acto de rebelión, individual o colectivo, se produce,
aglutinando las aspiraciones dominantes. Es posible que en un
primer momento la masa sea indiferente aunque admire el coraje
del individuo o del grupo iniciador; es posible que la masa prefiera
antes seguir a los sabios, a los prudentes, que se apresuran en
tachar este acto de “locura” y en decir que “los locos, los cabezas
calientes nos van a comprometer a todos”. Estos sabios lo tienen
tan bien calculado, que su partido,1 prosiguiendo lentamente su
obra, conseguirá en cien años, doscientos años, trescientos años
conquistar el mundo entero. Pero he aquí que lo imprevisto entra
en juego; lo imprevisto, en realidad, es lo que no ha sido previsto
por ellos, por los sabios y los prudentes. Cualquiera que conozca
un poco la historia y tenga un cerebro un poco ordenado, sabrá
perfectamente que una propaganda teórica de la Revolución se
traduce necesariamente en actos antes de que los teóricos hayan
decidido que el momento de actuar ha llegado; sin embargo, los
sabios teóricos se enfadan con los locos, los excomulgan y anate-
mizan. Pero los locos encuentran simpatías, las masas populares
aplauden secretamente su audacia y encuentran imitadores. A
medida que los mejores de entre ellos llenan las cárceles y los
penales, otros llegan para continuar su obra; los actos de protesta
ilegal, de rebelión y de venganza se multiplican.
La indiferencia es en adelante imposible. Aquellos que, al
principio, no se preocupaban de lo que querían los “locos” se
ven forzados a prestarles atención, a discutir sus ideas, a tomar

1. Kropotkin usa partido como conjunto de individuos con un fin común.

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partido a favor o en contra. Pero los hechos que se imponen a la
atención general, las nuevas ideas se meten en los cerebros y con-
quistan seguidores. Una acción hace a menudo más propaganda
que miles de folletos.
Pero sobre todo, se despierta el espíritu de revuelta y empieza
a germinar la audacia. El antiguo régimen, armado con policías,
magistrados, gendarmes y soldados parecía invencible, así como
los viejos muros de la Bastilla parecían también inexpugnables
ante los ojos del pueblo desarmado, reunido bajo sus altas murallas
guarnecidas de cañones prestos a abrir fuego. Pero pronto se vio
que el régimen establecido no tenía la fuerza que se le suponía.
Algunos actos de valentía bastaron para trastornar durante unos
días la máquina gubernamental, para sacudir al coloso; esta revuelta
puso en desorden toda una provincia, y la tropa, siempre tan
imponente, reculó ante un puñado de campesinos armados con
piedras y palos; el pueblo se dio cuenta de que el monstruo no
era tan temible como parecía, y comenzó a entrever que bastarían
algunos esfuerzos enérgicos para derribarlo. La esperanza creció
en sus corazones, y recordemos que si la exasperación impulsa a
menudo las revueltas, es siempre la esperanza de vencer lo que
hace las revoluciones.
El gobierno resiste y reprime con furia. Pero si, en otro tiempo
la represión acababa con la energía de los oprimidos, ahora en
los momentos de efervescencia, produce el efecto contrario. La
represión provoca nuevos actos de rebelión, individual y colectiva;
mueve las rebeliones al heroísmo, y poco a poco esos actos se
asientan, se generalizan, se desarrollan. El partido revolucionario
se refuerza con elementos que hasta entonces le eran hostiles, o
se encenagaban en la indiferencia. La descomposición alcanza
al gobierno, a las clases dirigentes, a los privilegiados: los unos
empujan a la resistencia a ultranza, los otros se pronuncian por

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las concesiones, y otros aún se ven dispuestos a renunciar por el
momento a sus privilegios para apaciguar el espíritu de rebelión,
libres de aplicar la represión más tarde. La cohesión del gobierno
y de los privilegiados se rompe.
Las clases dirigentes todavía pueden intentar recurrir a una
reacción furiosa. Pero ya no es el momento; la lucha se agudiza,
y la Revolución que se anuncia será más sangrienta. Por otro
lado las pequeñas concesiones de parte de las clases dirigentes,
puesto que llegan demasiado tarde, puesto que son arrancadas
por la lucha, no hacen más que despertar el espíritu revolucio-
nario. El pueblo, que en otro momento se contentaría con estas
concesiones, se da cuenta de que el enemigo flaquea: prevé la
victoria, siente crecer su audacia y los mismos hombres que anti-
guamente, aplastados por la miseria, se contentaban con suspirar
en su escondrijo, levantan ahora la cabeza y marchan fieramente
a la conquista de un futuro mejor.
Finalmente, la Revolución estalla, tanto más violenta cuanto
más encarnizada ha sido la lucha precedente.
La dirección que tomará la Revolución depende de toda
la suma de circunstancias que han determinado la llegada del
cataclismo. Pero puede ser prevista de antemano según la fuerza
de acción revolucionaria desplegada en el periodo preparatorio
por los partidos más adelantados.
Tal partido habrá elaborado mejor las teorías que preconiza
y el programa que es necesario realizar, y lo habrá propagado
mejor por la palabra y por la pluma. Pero no habrá afirmado
quizá suficientemente sus aspiraciones para el gran día, en la
calle, por los actos que serán la realización de su pensamiento; ha
tenido la potencia teórica, pero no tiene la potencia de acción; o
quizá no ha actuado contra quienes son sus principales enemigos,
no ha golpeado a las instituciones que aspira a demoler; no ha

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contribuido a despertar el espíritu de rebelión, o ha descuidado
dirigirlo contra quien intentará reaccionar a la Revolución. Pues
bien, este partido es poco conocido; sus afirmaciones no han
sido afirmadas continuadamente, día a día, por los actos cuya
resonancia alcanzaría hasta las cabañas más aisladas, no están
suficientemente mezclados en la masa del pueblo; no han pasado
por el crisol de la calle y no han encontrado su enunciado más
simple, que se resume en una sola palabra, llegar a ser popular.
Los más activos escritores del partido son conocidos por sus lec-
tores como pensadores de mérito, pero no tienen ni la reputación
ni las capacidades del hombre acción; y el día en que las masas
bajen a la calle, seguirán muchos de los consejos de aquellos que
tengan, quizá, las ideas teóricas menos nítidas y las aspiraciones
de menos alcance, pero que sean más conocidos, ya que les han
visto actuar.
El partido que haga más acciones de agitación revolucionaria,
que manifieste más vida y valentía, será el más escuchado el día
en que sea necesario actuar, en que haya que marchar delante
para hacer la Revolución. Aquellos que no tengan la valentía
de afirmarse con sus acciones revolucionarias en el periodo de
preparación, aquellos que no tengan una fuerza impulsora lo bas-
tante pujante como para inspirar a los individuos y a los grupos
el sentimiento de abnegación, el anhelo irresistible de poner sus
ideas en práctica (si este anhelo existe, será traducido en acciones
mucho antes de que la muchedumbre entera baje a las calles),
aquellos que no han logrado darse a conocer y cuyas aspiraciones
sean menos palpables y comprensibles, ese partido no tendrá más
que una pequeña oportunidad de realizar una pequeña parte de
su programa. Será desbordado por los partidos de acción.
He aquí lo que nos enseña la historia de los periodos que
precedieron las grandes revoluciones. La burguesía revolucionaria

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lo ha comprendido perfectamente y no ha descuidado ningún
medio de agitación para despertar el espíritu de rebelión cuando
buscaba derribar el régimen monárquico; el campesino francés
del siglo pasado lo comprendía bastante instintivamente cuando
se agitó para abolir los derechos feudales, y la Internacional, al
menos una parte de la Asociación, actuó de acuerdo con estos
mismos principios cuando buscaba despertar el espíritu de rebelión
en el seno de los trabajadores de las ciudades, y dirigirlo contra el
enemigo natural del asalariado, el acaparador de los instrumentos
de trabajo y de las materias primas.

III

Un estudio está por hacer, interesante en alto grado, atrayente,


y sobre todo instructivo, un estudio sobre los diferentes medios
de agitación a los cuales los revolucionarios han recurrido en
las diferentes épocas, para acelerar la eclosión de la revolución,
para dar a las masas la conciencia de los acontecimientos que se
avecinan, para señalar mejor al pueblo sus principales enemigos,
para despertar la audacia y el espíritu de rebelión. Todos nosotros
sabemos muy bien porqué tal revolución es necesaria, pero no es
más que por instinto y a tientas que llegamos a adivinar cómo
germinan las revoluciones.
El estado mayor prusiano ha publicado recientemente un tra-
bajo para uso del ejército, sobre el arte de vencer las insurrecciones
populares, y enseña en este escrito cómo el ejército debe actuar
para dispersar las fuerzas populares. Se quiere ir sobre seguro y
degollar al pueblo según todas las reglas del arte. Pues bien, el
estudio del que hablamos sería una respuesta a esta publicación
y a muchas otras que traten el mismo tema, aunque claro está,
con menos cinismo. Este estudio mostraría cómo se desorganiza

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un gobierno, como se levanta la moral del pueblo, hundido,
deprimido por la miseria y la opresión que ha sufrido.
Hasta el presente, semejante estudio no ha sido realizado.
Los historiadores nos han narrado bien las grandes etapas por las
cuales la humanidad ha marchado hacia su emancipación, pero
han prestado poca atención a los períodos que precedieron a las
revoluciones. Absorbidos por los grandes dramas que trataron de
relatar, han echado un vistazo demasiado rápido sobre el prólogo,
pero es este prólogo lo que sobre todo nos interesa.
Y sin embargo, ¡qué cuadro más conmovedor, más sublime y
más bello el de los esfuerzos realizados por los precursores de las
revoluciones! ¡Qué serie incesante de esfuerzos por parte de los
campesinos y los hombres de acción de la burguesía antes de 1789;
qué lucha perseverante por parte de los republicanos, después de la
restauración de los Borbones en 1815, hasta su caída en 1830; qué
actividad por parte de las sociedades secretas durante el reinado
del gran burgués Luis Felipe! ¡Qué cuadro desgarrador el de las
conspiraciones realizadas por los Italianos para sacudirse el yugo
de los Austrias, de sus tentativas heroicas, de los padecimientos
inenarrables de sus mártires! ¡Qué tragedia lúgubre y grandiosa
la que narra todas las peripecias del trabajo secreto emprendido
por la juventud rusa contra el gobierno y el régimen propietario
y capitalista, desde 1880 hasta nuestros días!
Qué nobles figuras surgirían ante el socialista moderno frente
la lectura de estos dramas; qué sacrificio y abnegación sublimes y,
al mismo tiempo, qué enseñanza revolucionaria no tanto teórica
como práctica, de ejemplos a seguir.
No es este el lugar para emprender semejante estudio. El folleto
no se presta a un trabajo de historia. Debemos pues limitarnos
a escoger algunos ejemplos a fin de mostrar cómo se lo tomaron
nuestros padres para hacer la agitación revolucionaria y que género

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de conclusiones pueden ser extraídas de los estudios en cuestión.
Echaremos un vistazo a estos periodos que precedieron a 1789
y, dejando de lado el análisis de las circunstancias que han creado
hacia el fin del siglo pasado una situación revolucionaria, nos
limitaremos a recoger algunos métodos de agitación empleados
por nuestros padres.
Dos grandes hechos se desprendieron como resultado de la
Revolución de 1789–1793. De una parte, la abolición de la auto-
cracia real y el advenimiento de la burguesía al poder; de otra parte,
la abolición definitiva de la servidumbre y los impuestos feudales
en los campos. Los dos están íntimamente ligados entre sí, y, el
uno sin el otro no habría podido tener lugar. Las dos corrientes
se encuentran ya en la agitación que precedió a la Revolución: la
agitación contra la realeza en el seno de la burguesía y la agitación
contra los derechos de los señores en el seno de los campesinos.
Echemos un vistazo sobre los dos.
El periódico, en esta época, no tenía la importancia que ha
adquirido hoy, y es el folleto, el panfleto, el libelo de tres o cuatro
páginas los que lo sustituían. En consecuencia, el libelo, el panfleto,
el folleto proliferan. El folleto lleva a la gran masa las ideas de los
precursores, filósofos y economistas de la Revolución; el panfleto
y el libelo hacen la agitación, atacando directamente al enemigo.
No se pierden en teorías: atacan mediante lo odioso y lo ridículo.
Miles de libelos relatan los vicios de la corte, la miseria de sus
decorados tramposos, poniendo al descubierto todos sus vicios,
su disipación, su perversidad, su estupidez. Los amores reales,
los escándalos de la corte, los gastos locos, el Pacto del hambre,
esa alianza de los poderosos con los acaparadores de trigo para
enriquecerse matando de hambre al pueblo, he ahí el objeto de
estos libelos. Los libelos están siempre en la brecha y no descuidan
ninguna circunstancia de la vida pública para golpear al enemigo.

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Siempre que se habla de cualquier hecho, el panfleto y el libelo
están ahí para tratarlo sin embarazo, a su manera. Y se prestan
más que el periódico a este género de agitación. El periódico es
una empresa, y tiene buen cuidado de no irse a pique; su caída
molesta a menudo a todo un partido. El panfleto y el libelo no
comprometen más que a su autor o al impresor, y aun así, ¡ponte
a buscar al uno o al otro!...
Es evidente que los autores de estos libelos y panfletos comien-
zan, sobre todo, emancipándose de la censura; porque en esta época,
si no se hubiera inventado este bonito instrumento de jesuitismo
contemporáneo llamado “proceso de difamación”, que aniquila
toda libertad de prensa, existía para meter en prisión a los autores
e impresores “la lettre de cachet”,2 brutal, es verdad, pero franca
en todo caso. Por esto los autores empiezan por emanciparse del
censor e imprimen sus libelos, sea en Amsterdam, sea no importa
donde, “a cien leguas de la Bastilla, bajo el árbol de la Libertad”.
Asimismo no se contienen de golpear, de vilipendiar al rey, la reina
y sus amantes, a los grandes de la corte, a los aristócratas. Con la
prensa clandestina, la policía se esforzaba en vano para investigar a
los libreros, arrestar a los propagadores y los desconocidos autores
escapaban a las persecuciones y continuaban su obra.
La canción, que es demasiado ligera para ser impresa, pero que
rueda por Francia y se transmite de memoria, ha sido siempre uno
de los medios de propaganda más eficaces. La canción caía sobre
las autoridades establecidas, ridiculizaba las cabezas coronadas y

2. En un sentido general, se trata de una especie de carta cerrada (por oposición


a la carta patente, es decir, abierta), cerrada por el sello del secreto. A partir del
siglo XVIII, la lettre de cachet pasa a ser una orden que privaba de libertad, que
requería encarcelamiento, expulsión o destierro de alguien. La carta tiene origen
en la justicia retenida por el rey: cortocircuita el sistema judicial ordinario. En
efecto, las personas que reciben estas cartas no son juzgadas, sino que van direc-
tamente a una prisión estatal (Bastilla, fortaleza de Vincennes) o manicomio.

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hacía llegar hasta el hogar el desprecio a la realeza, el odio contra
el clero y la aristocracia, y la esperanza de ver llegar pronto el
día de la Revolución.
Pero es sobre todo en el cartel donde los agitadores tienen un
gran recurso. El cartel habla mejor y hace más agitación que un
panfleto o un folleto. También los carteles, impresos o escritos a
mano aparecen cada vez que se produce un hecho que interesa al
público. Arrancado hoy, se repone mañana, haciendo rabiar a los
gobiernos y sus esbirros. “¡Hemos fallado a sus abuelos, nosotros no
les fallaremos!” lee hoy el rey en una hoja colgada en los muros de
su palacio. Mañana es la reina la que llora de rabia leyendo como
cuelgan de las paredes los sucios detalles de su vida vergonzosa. Es
así como se preparaba ya este odio, consagrado más tarde por el
pueblo, a la mujer que habría exterminado fríamente París para
seguir siendo reina y autócrata. Los cortesanos se proponen festejar
el nacimiento de un delfín, los carteles amenazan con prender
fuego en las cuatro esquinas de la ciudad, y sembrando así el terror,
preparan los espíritus para cualquier cosa extraordinaria. O bien,
anuncian que el día de las celebraciones “el rey y la reina serán
conducidos con una fuerte escolta a la Plaza de Grève, después irán
al Hotel de la ciudad a confesar sus crímenes y subirán al cadalso
para ser quemados vivos.” El rey convoca entonces a la Asamblea
de Notables, inmediatamente los carteles anuncian que “la nueva
tropa de comediantes, reclutada por el señor de Calonne (primer
ministro), comenzará las representaciones el 29 de este mes y
ofrecerá un ballet alegórico titulado El Tonel de las Danaides. O
bien, volviéndose más y más amenazante, el cartel llega hasta el
palco de la reina anunciándole que los tiranos serán ejecutados.
Pero los carteles resultan útiles sobre todo contra los acaparadores
del trigo, contra los arrendadores, contra los intendentes. Cada
vez que hay una efervescencia popular, los carteles anuncian la San

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Bartolomé para los intendentes y los arrendadores. Tal mercader
de trigo, tal fabricante, tal intendente es detestado por el pueblo
y los carteles los condenan a muerte “en nombre del Consejo del
pueblo, etc., y más tarde, cuando se presenta la ocasión de hacer
una revuelta, el furor popular irá dirigido contra los explotadores
cuyos nombres han sido tan a menudo pronunciados.
Si se pudieran juntar los innumerables carteles que se pusieron
durante los diez, quince años que precedieron a la Revolución,
se comprendería qué papel inmenso ha jugado este género de
agitación para preparar la sacudida revolucionaria. Jovial y burlón
al principio, más y más amenazador a medida que se aproxima
el desenlace, siempre presto a responder a cada suceso político
y a las disposiciones del espíritu de las masas; excita la cólera, el
desprecio, nombra a los verdaderos enemigos del pueblo, despierta
en el seno de los campesinos, de los obreros y de la burguesía el
odio contra sus explotadores; anuncia la proximidad del día de
la liberación y de la venganza.
Colgar o descuartizar en efigie, era una costumbre habitual en
el siglo pasado. También era uno de los medios de agitación más
populares. Cada vez que se producía la efervescencia de los espíritus,
se formaban tumultos que llevaban un muñeco representando al
enemigo del momento, y colgaban, quemaban o descuartizaban
este muñeco. “¡Chiquilladas!” dirán los ancianos que se creen tan
razonables. Pues bien, la horca de Réveillon durante las elecciones
de 1789, la de Foulon y de Berthier, que cambiaron completa-
mente el carácter de la Revolución que se anunciaba, no fueron
más que la ejecución real de lo que había sido preparado tiempo
atrás, con la ejecución de los muñecos de paja.
He aquí algunos ejemplos sobre mil.
El pueblo de París no amaba a Maupéou, uno de los minis-
tros más queridos por Luis XVI. Pues bien, se reúne un día; la

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muchedumbre grita: “¡Decreto del Parlamento que condene al
señor Maupéou, canciller de Francia, a ser quemado vivo y las
cenizas lanzadas al viento!” Después de lo cual, en efecto, la
muchedumbre marcha hacia la estatua de Enrique IV con un
muñeco del canciller, revestido de todas sus insignias, y el muñeco
es quemado entre las aclamaciones de la muchedumbre. Otro
día, se cuelga de un farol el muñeco del abad Terray con traje
eclesiástico y guantes blancos.
¡Que buena propaganda con estos muñecos! Y una propaganda
mucho más eficaz que la propaganda abstracta que no se dirige
más que a un pequeño número de convencidos.
Lo esencial era que el pueblo se habituara a bajar a la calle,
a manifestar sus opiniones en la plaza pública, que se habituara
a desafiar a la policía, al ejército, a la caballería. Esta es la razón
por la que los revolucionarios de la época no descuidaron ningún
medio para atraer a la muchedumbre a las calles.
Cada circunstancia de la vida pública en París y en las provin-
cias era utilizada de esta manera. La opinión pública ha obtenido
del rey la destitución de un ministro detestado, y ya están aquí
las celebraciones sin fin. Para llamar la atención del mundo, se
encienden petardos, se lanzan cohetes “en tal cantidad que en
ciertos lugares se camina sobre cartón”. Y si hace falta dinero,
se detiene a los viandantes y se les pide “cortésmente pero con
firmeza”, lo que sea “para divertir al pueblo”. Después, cuando
la masa está bien compacta, los oradores toman la palabra para
explicar y comentar los acontecimientos, y las asambleas se reúnen
al aire libre. Y si la caballería o la tropa llega para dispersar a la
muchedumbre, duda en emplear la violencia contra los hombres
y mujeres pacíficos, mientras los cohetes estallan ante los caballos
y los infantes en medio de las aclamaciones y risas del público,
que calman la fogosidad de los soldados.

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En las ciudades, algunas veces se ve en las calles a los desholli-
nadores, parodiando el lecho de justicia del rey;3 y todos estallan
en carcajadas viendo al hombre con la cara tiznada representando
al rey o su mujer. Los acróbatas, los juglares reúnen en la plaza
a miles de espectadores para lanzar, en forma de poemas humo-
rísticos, sus flechas dirigidas a los poderosos y los ricos. Se forma
una aglomeración de gente, los propósitos se vuelven más y más
amenazadores, y entonces, ¡atención al aristócrata cuyo coche
haga aparición en la escena!: seguramente será maltratado por
la muchedumbre.
Que el espíritu trabaje únicamente en esta vía, que los hombres
inteligentes encontrarán oportunidades para provocar manifes-
taciones, compuestas primero de hombres riendo, pero después
dispuestos a actuar en un momento de efervescencia.
Todo está en marcha ya: por una parte, la situación revolu-
cionaria, el descontento general, y por otra parte, los carteles, los
panfletos, las canciones, las ejecuciones en efigie; todo eso enardecía
a la población y pronto las manifestaciones se volvían más y más
amenazadoras. Hoy, es el arzobispo de París el que es asaltado en
una esquina; mañana, es un duque o un conde que ha estado a
punto de ser arrojado al agua; otro día, la muchedumbre se ha
divertido abucheando a su paso a los miembros del gobierno,
etc.; los actos de rebelión varían hasta el infinito, hasta el día en
que bastará una chispa para que la manifestación se transforme
en revuelta, y la revuelta en Revolución.
“Es la escoria del pueblo, son los desalmados, los holgazanes
los que se sublevan”, dicen hoy nuestros pedantes historiadores.

3. El lecho de justicia era en Francia durante el Antiguo Régimen una sesión


extraordinaria del Parlamento de París, presidida por el rey para el registro
obligatorio de los edictos reales. Fue llamado así porque en vez de sentarse en el
trono, el rey se tumbaba en una improvisada “cama” adornada con cuatro cojines.

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Pues bien, sí, en efecto, no es entre la gente acomodada donde
los revolucionarios buscan a sus aliados. Pero mientras que así se
limitan a criticar en los salones, es en las tabernas de mala fama
donde podemos buscar a los camaradas, armados con garrotes, para
abuchear a Monseñor el arzobispo de París, lo cual desagradará
a los prohombres, demasiado delicados para comprometerse en
semejantes empresas.
Si la acción se hubiera limitado a atacar a los hombres e ins-
tituciones del gobierno, ¿la gran Revolución hubiera sido lo que
fue en realidad, es decir, un levantamiento general de las masas
populares, campesinos y obreros, contra las clases privilegiadas?
¿Hubiera durado la Revolución cuatro años? ¿Hubiera removido
a Francia hasta las entrañas? ¿Hubiera encontrado ese aliento
invencible que le dio la fuerza para resistir a los “reyes conjurados”?
¡Ciertamente que no! Que los historiadores cuenten como
quieran las glorias de los “señores de Tiers”, de la Constituyente o
de la Convención, nosotros sabemos la verdad. Nosotros sabemos
que la Revolución no hubiera logrado más que una microscópica
limitación constitucional del poder real, sin tocar el régimen
feudal, si la Francia campesina no se hubiera sublevado y hubiera
mantenido durante cuatro años la anarquía y la acción revolu-
cionaria espontánea de los grupos e individuos, emancipados de
toda tutela gubernamental. Sabemos que el campesino habría
continuado siendo la bestia de carga del señor, si la jacquerie4
no hubiera causado estragos desde 1788 hasta 1793, hasta la
época en que la Convención fue forzada a consagrar por la ley, lo
que los campesinos querían cumplir en hechos: la abolición sin
vuelta atrás de todos los privilegios feudales y la restitución a las

4. Una jacquerie es un término empleado en la historia de Francia para referirse


a las revueltas de campesinos que tuvieron lugar en Francia durante la Edad
Media, el Antiguo Régimen y durante la Revolución francesa.

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Comunas de los bienes que les habían sido robados por los ricos
bajo el antiguo régimen. En lo que se refiere a las Asambleas, si
los descamisados y los sans–culottes no hubieran puesto en la
balanza parlamentaria el peso de sus garrotes y de sus picas, el
resultado hubiera sido una engañifa.
Pero no es gracias a la agitación dirigida contra los ministros, ni
a los carteles puestos en París contra la reina, que el levantamiento
en los pequeños pueblos pudo ser preparado. Este levantamiento
fue ciertamente el resultado de la situación general del país, pero
tuvo lugar también por la agitación realizada en el seno del pueblo
y dirigida contra sus enemigos inmediatos: el señor, el sagrado
propietario, el acaparador de trigo, el gran burgués.
Este género de agitación es bastante menos conocido que el
precedente. La historia de Francia ya está escrita, la de los pueblos
todavía no ha sido comenzada seriamente: y sin embargo, esta
es la agitación que realizó la Jacquerie, sin la cual la Revolución
hubiera sido imposible.
El panfleto, el libelo apenas llegó a los pueblos: el campesino
en esta época no leía demasiado. La propaganda se hacía mediante
la imagen impresa, a menudo pintarrajeada a mano, simple y
comprensible. Algunas palabras trazadas por allí, y toda una
novela se forjaba con estas estampas populares concernientes al
rey, la reina, el conde de Artopis, Madame de Lamballe, el pacto
del hambre, los señores “vampiros chupando la sangre del pue-
blo”; esto recorría los pueblos y preparaba los espíritus. En los
pueblos era un cartel hecho a mano, colgado de un árbol, lo que
excitaba a la rebelión, prometiendo la llegada de tiempos mejores
y narrando las revueltas que habían estallado en otras provincias,
en la otra punta de Francia.
Con el nombre de los “Jacques” se constituyeron grupos secretos
en los pueblos, fuera para prender fuego al granero del señor, para

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destruir sus cosechas o su caza o fuera para ejecutarlo; y, cuantas
veces no se encontró en el castillo un cadáver atravesado por un
cuchillo, portando esta inscripción: ¡De parte de los Jacques! Un
pesado coche de lujo bajaba una cuesta escarpada, llevando al señor
a sus dominios. Pero dos viandantes, ayudados de un postillón,
le agarrotaban y le echaban rodando al fondo del barranco; en su
bolsillo se encontraba un papel que decía: ¡De parte de los Jacques!
O bien, un día en un cruce de caminos, se veía una horca con esta
inscripción: ¡Si el señor osa recaudar los impuestos, será colgado
en esta horca. Cualquiera que ose pagarlos sufrirá la misma suerte!
y el campesino no pagó más, a no ser que fuera forzado por los
gendarmes, dichoso en el fondo de haber encontrado un pretexto
para no hacerlo más. Sentía que había una fuerza oculta que le
apoyaba, se habituaba a la idea de no pagar, de rebelarse contra
el señor, y pronto, en efecto, no pagaba más y conseguía que el
señor amenazado, renunciara a todos los impuestos.
Continuamente se veían en los pueblos carteles anunciando
que en adelante no se pagarán más impuestos, que hay que
quemar los palacios y los “libros terriers”,5 que el Consejo del
Pueblo acaba de lanzar un decreto en este sentido, etc., etc. “¡Por
el pan! ¡No más impuestos ni tasas!” he aquí la consigna que se
hacía correr por los campos. Consignas comprensibles para todos,
yendo directamente al corazón de la madre cuyos hijos no habían
comido en tres días, directo al cerebro del campesino acosado por
la gendarmería, para librarle de pagar los impuestos. “¡Abajo el
acaparador!” y sus almacenes eran forzados, sus caravanas de trigo

5. Libros terriers: libros en los que los nobles inscribían ante notario las ser-
vidumbres, obligaciones, deudas e impuestos a los que estaba sometidos los
campesinos de sus señoríos. Como estos libros legitimaban el régimen feudal, al
destruirlos los campesinos materializaban un deseo expresado en los Cuadernos
de quejas: la supresión de los privilegios de la nobleza.

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prendidas y la revuelta se desencadenaba en la provincia. “¡Abajo
las concesiones!” y las barreras eran quemadas, los empleados
molidos a palos, y las ciudades, faltando el dinero, se rebelaban
contra el poder central que lo requería. “¡Al fuego los registros
de impuestos, los libros de cuentas, los archivos municipales!” y
el papeleo ardía en julio de 1789, el poder se desorganizaba, los
señores huían, y la Revolución extendía más su radio de acción.
Todo lo que se jugaba en el gran escenario de París no era más
que un reflejo de lo que pasaba en las provincias, de la Revolución
que, durante cuatro años, resonó en cada ciudad, en cada aldea,
y en la cual el pueblo se interesó menos de las intrigas de la corte
que de sus enemigos más próximos: los explotadores, las sangui-
juelas del lugar.
Resumamos. La Revolución de 1788-1793, que nos ofrece
la desorganización del Estado por la Revolución popular (evi-
dentemente económica, como toda Revolución verdaderamente
popular), nos sirve así de preciosa enseñanza.
Bastante antes de 1789, Francia presentaba ya una situación
revolucionaria. Pero el espíritu de rebelión no había todavía
madurado lo suficiente para que la Revolución estallase. Es pues
hacia el desarrollo de este espíritu de insubordinación, de audacia,
de odio contra el orden social donde se dirigieron los esfuerzos
de los revolucionarios. Mientras los revolucionarios de la burgue-
sía dirigían sus ataques contra el gobierno, los revolucionarios
populares, aquellos de los que la historia no ha conservado sus
nombres, los hombres del pueblo, preparaban su levantamiento,
su Revolución, mediante actos de rebelión dirigidos contra los
señores, los agentes del fisco y los explotadores de toda índole.
En 1788, mientras la proximidad de la Revolución se anun-
ciaba por las serias revueltas de las masas populares, la realeza y la
burguesía buscaron controlarla con algunas concesiones; ¿pero se

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podía apaciguar la marea popular por los Estados Generales, con
el simulacro de concesiones jesuíticas del 4 de agosto, o con los
actos miserables de la Legislativa? Se apaciguaba así una revuelta
política, pero con tan poco no había razón para apaciguar una
rebelión popular. Y la marea seguía creciendo y atacando a la
propiedad, al mismo tiempo se desorganizaba al Estado. Todo
gobierno se volvía absolutamente imposible, y la rebelión popular,
dirigida contra los señores y los ricos en general, acabó, como se
sabe, al cabo de cuatro años, barriendo la realeza y el absolutismo.
Este camino, es el camino de todas las grandes Revoluciones.
Este será el desarrollo y el camino de la próxima Revolución,
si debe ser, como nosotros creemos, no un simple cambio de
gobierno, sino una verdadera Revolución popular, un cataclismo
que transformará de arriba abajo el régimen de propiedad.

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