La Guardia Blanca
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Language: Spanish
En esta edición se han mantenido las convenciones ortográficas del original, incluyendo las variadas
normas de acentuación presentes en el texto. (nota del transcriptor)
GUARDIA BLANCA
NOVELA HISTÓRICA ESCRITA EN INGLÉS
POR
A. CONAN DOYLE
TRADUCIDA AL CASTELLANO
POR JUAN L. IRIBAS
NUEVA YORK
D. APPLETON Y COMPAÑÍA
EDITORES
1896
COPYRIGHT , 1896,
BY D. APPLETON AND COMPANY.
LA GUARDIA BLANCA: Capítulo I, II, III, IV, V, VI, VII, VIII, IX, X, XI, XII, XIII, XIV, XV, XVI,
XVII, XVIII, XIX, XX, XXI, XXII, XXIII, XXIV, XXV, XXVI, XXVII, XXVIII, XXIX, XXX, XXXI,
XXXII, XXXIII, XXXIV
Á QUIEN LEYERE.
————
EN la moderna literatura inglesa, menos quizás que en ninguna otra, espera encontrar el lector obras que
por su carácter y forma le recuerden las narraciones históricas de tipos caballerescos, empresas
aventuradas y altas hazañas, que han inmortalizado los nombres de escritores españoles, franceses é
italianos. Diríase que esas novelas de capa y espada, galanas y airosas, en las que palpita la vida entera
de hidalga tierra y se refleja el espíritu de toda una raza, son patrimonio exclusivo de otros pueblos y
otros autores que los nacidos en la nebulosa Albión.
De aquí la novedad y el buen éxito merecidísimo de la obra de Conan Doyle cuya traducción castellana
ofrecemos al público en este volumen. Con erudición y exactitud sorprendentes reproduce el escritor
inglés en La Guardia Blanca una serie de episodios fidelísimos de la época en que se desarrolla el
argumento de su novela. Época tan agitada como lo fué para Inglaterra la segunda mitad del siglo XIV, en
la que á pesar de sus grandes y recientes victorias de Crécy y Poitiers y del tratado de Bretigny, volvía á
encenderse, más fiera y sañuda si cabe, aquella lucha interminable conocida en la historia con el nombre
de Guerra de los Cien Años.
Á imitación de las famosas Compañías Blancas de Duguesclín, personaje que también figura en esta
obra de muy pintoresca manera, la Guardia Blanca inglesa se lanza de lleno en la contienda y tras breve
permanencia en el Ducado de Aquitania, arrebatado por entonces á la corona de Francia, entra en España
á la vanguardia del poderoso ejército que Eduardo de Inglaterra pusiera á las órdenes del Príncipe Negro
para reinstalar en el solio de Castilla á su aliado Don Pedro el Cruel, á la sazón destronado por su
hermano Don Enrique de Trastamara.
Las proezas y aventuras de los expedicionarios ingleses y de su indomable capitán, las descripciones
interesantísimas de tipos y costumbres de la época, los múltiples incidentes de aquellas marciales
jornadas, ora sangrientos y heróicos ora altamente cómicos, todo en suma, está ideado y referido con tal
naturalidad, con exactitud y gracia tantas, que hacen de este libro una obra acabada y uno de los más
preciados timbres de la fama literaria de su autor.
J. L. I.
HARTFORD, Abril de 1896.
LA GUARDIA BLANCA
CAPÍTULO I
LA gran campana del monasterio de Belmonte dejaba oir sus sonoros tañidos por todo el valle y aun
más allá de la obscura línea formada por los bosques. Los leñadores y carboneros que trabajaban por la
parte de Vernel y los pescadores del río Lande, suspendían momentáneamente sus tareas para dirigirse
interrogadoras miradas; pues aunque el sonido de las campanas de la abadía era tan familiar y conocido
por aquellos contornos como el canto de las alondras ó la charla de las urracas en setos y bardales, los
repiques tenían sus horas fijas, y aquella tarde la de nona había sonado ya y faltaba no poco para la
oración. ¿Qué suceso extraordinario lanzaba á vuelo, tan á deshora, la campana mayor de la abadía?
Por todas partes se veía llegar á los religiosos, cuyos blancos hábitos se destacaban vivamente sobre el
césped que cubría las avenidas de nudosos robles. Procedían unos de los viñedos y lagares
pertenecientes á la comunidad, otros de la vaquería, de las margueras y salinas, y algunos llegaban,
apresurando el paso, de las lejanas fundiciones de Solent y la granja de San Bernardo. No les cogía de
sorpresa el inusitado campaneo, porque ya la noche anterior había despachado el abad un mensajero
especial á todas las dependencias exteriores del monasterio, con orden de anunciar en ellas la proyectada
reunión general del día siguiente. En cambio el hermano lego Atanasio, que durante un cuarto de siglo
había limpiado y bruñido el pesado aldabón de bronce de la abadía, declaraba con asombro que jamás
había presenciado convocación tan extemporánea y urgente de todos los miembros de la comunidad.
Bastaba observar á éstos para comprender la gran variedad de ocupaciones á que se dedicaban y para
formar idea, aunque incompleta, de los inmensos recursos de la abadía, centro de activísima vida. Veíase
aquí á dos religiosos cuyas manos y antebrazos teñía de rojo el mosto; más allá otro, anciano y robusto,
llevaba al hombro el hacha con que acababa de cortar grandes haces de leña; seguíale el hermano
esquilador, cuya ocupación denunciaban las enormes tijeras que llevaba colgadas al cinto y las vedijas
de lana adheridas al sayal. Un numeroso grupo iba provisto de azadas y layas, y los dos monjes que
cerraban la marcha conducían con trabajo una pesada cesta llena de carpas, truchas y tencas, pues siendo
el siguiente día de vigilia, había que proveer al sustento de cincuenta religiosos con un apetito á toda
prueba. Verdad es que trabajaban de firme, porque el venerable abad Fray Diego de Berguén era tan
severo con todos ellos como consigo mismo, que es mucho decir, y en su convento no se toleraban
holgazanes.
Mientras se reunían frailes y novicios el abad, cruzadas las manos y preocupado el semblante, recorría
de extremo á extremo la gran sala del monasterio destinada á los actos solemnes. Sus delgadas facciones
y hundidas mejillas revelaban al asceta que ha sabido triunfar de sus pasiones, no sin cruel y larga lucha,
hasta dominarlas por completo. Aunque de apariencia endeble, su mirada imperiosa y enérgica recordaba
que por sus venas corría sangre de famosos guerreros y que su hermano mellizo, el capitán Bartolomé de
Berguén, era uno de los esforzados campeones ingleses que habían plantado la cruz de San Jorge sobre
los muros de París. Apenas sonó la última campanada, se acercó el abad á una mesa y tocó el timbre que
servía para llamar al hermano lego de servicio, al cual preguntó en el dialecto anglo-francés usado en los
monasterios ingleses durante casi todo el siglo catorce:
—¿Han llegado los hermanos?
—Reunidos están en el claustro mayor, reverendo padre, contestó el lego, que se hallaba en actitud
humilde, cruzadas las manos sobre el pecho y fija en el suelo la vista.
—¿Todos?
—Treinta y dos profesos y quince novicios. Fray Marcos, postrado por la fiebre, es el único que falta.
Dice que....
—No hace al caso lo que él diga. Enfermo ó no, importaba ante todo acatar mi mandato. Domeñaré su
espíritu rebelde, como lo haré con otros miembros de esta abadía que necesitan severa disciplina. Y vos
mismo, hermano Francisco, estáis en falta. Ha llegado á mis oídos que habéis alzado la voz en el
refectorio, mientras el hermano lector comentaba la palabra divina. ¿Qué contestáis á esa acusación?
El lego no chistó, ni se movió siquiera.
—Mil avemarías y otros tantos credos rezados con los brazos en cruz ante el altar de la Virgen,
servirán para recordaros que el Supremo Creador nos dió dos orejas y una sola lengua, para que oigamos
mucho y hablemos poco. Enviadme aquí al hermano Maestro.
El atemorizado lego salió de puntillas, cerrando tras sí la puerta, que se abrió algunos momentos
después para dar paso á un monje, corto de estatura, robusto de cuerpo y cuya imperiosa mirada
acentuaba la expresión severa del semblante.
—¿Me habéis llamado, reverendo padre?
—Sí, hermano Maestro. Deseo que el acto de hoy, que me impone un deber durísimo, se verifique con
el menor escándalo posible; y sin embargo, es fuerza dar al culpable una lección pública, para ejemplo
de los restantes.
Dijo el abad estas palabras en latín, lengua en que de ordinario hablaba á los religiosos á quienes por
sus años ó por razón de su cargo ó de sus méritos, juzgaba dignos de especial deferencia.
—Es mi parecer que los novicios no presencien el juicio, observó el hermano Maestro. En la acusación
figura una mujer y temo que pérfidas imágenes empañen la pureza de sus pensamientos....
—¡Mujer, mujer! murmuró el abad. Radix malorum, que dijo el venerable Crisóstomo, definición
exacta y aplicable desde Eva hasta nuestros días. ¿Quién denunciará al pecador?
—El hermano Ambrosio.
—Casto y piadoso mancebo.
—Y modelo de novicios.
—Procédase, pues, al juicio de acuerdo con las prácticas tradicionales de la orden. Ved que se admita
y acomode á los profesos por orden de edad y que á su tiempo comparezca el maleado Tristán de Horla,
cuya conducta exige ya medidas severas.
—¿Y los novicios?
—Esperarán en el claustro de la capilla, donde convendrá que el lector les refresque la memoria sobre
el tema Gesta beati Benedicti. Así se evitará toda conversación ociosa y toda ocasión de liviandad.
Una vez solo el abad, volvió á fijar sus miradas en las páginas caprichosamente iluminadas de su
breviario y permaneció en aquella actitud basta que hubo entrado en la sala el último de los monjes.
Tomaron éstos asiento en los dos bancos de tallado roble que iban desde el estrado hasta el extremo
opuesto de la estancia, donde el hermano Ambrosio y el Maestro de novicios ocuparon sendos sitiales.
Era el primero un joven enteco, alto y pálido, que oprimía nerviosamente entre sus manos un enrollado
pergamino. El abad contempló desde su asiento en el estrado las dos hileras de monjes, cuyos rostros
plácidos, rollizos y bronceados por el sol, con raras excepciones, y cuya expresión satisfecha, daban
clara muestra de la vida tranquila y feliz que allí llevaban.
Fray Diego fijó después su penetrante mirada en el joven religioso sentado frente á él y dijo:
—Sois el acusador, hermano Ambrosio. Quiera nuestro venerado patrón San Benito concederos su
gracia y dirigir nuestros juicios en esta ocasión, para el bien de la comunidad y para la mayor gloria de
Dios. ¿Cuántos son los cargos dirigidos contra el novicio Tristán?
—Cuatro, reverendo padre, contestó el interpelado en voz baja y sumisa.
—¿Los habéis enumerado y expuesto conforme lo manda nuestra santa regla?
—Contenidos están en este pergamino....
—Que entregaréis al hermano relator para su lectura cuando llegue el momento. Introducid al acusado.
Al oir aquella orden, un lego situado junto á la puerta la abrió de par en par, dando entrada á un joven
novicio y á otros dos legos que hasta entonces lo habían acompañado y vigilado en la antecámara. Era el
novicio Tristán de Horla mancebo de aventajada estatura y atléticas formas, cuyos ojos negros
contrastaban con el rojo cabello y cuyas facciones, nada desagradables, revelaban de ordinario la
franqueza y el buen humor, si bien en aquel momento se reflejaba en ellas una expresión de reto y enojo.
Caída sobre los hombros la capucha, desabrochado el hábito que mostraba el hercúleo cuello, desnudos
hasta el codo los velludos brazos que tenía cruzados sobre el pecho, saludó reverentemente al abad y se
dirigió con toda calma al reclinatorio que le estaba reservado en el centro de la sala. Sus negros ojos
pasaron rápida revista á los circunstantes y acabaron por fijarse, con expresión un tanto irónica, en el
hermano acusador.
Entregó éste el pergamino al relator de la orden, quien lo leyó con voz pausada y entonación solemne,
escuchado atentamente por todos los religiosos allí congregados. El documento decía así:
"Cargos formulados el día de la Asunción, en el año de gracia de mil trescientos sesenta y seis, contra
el hermano Tristán, antes llamado Tristán de Horla y al presente novicio de la santa orden monástica del
Císter. Leídos el jueves siguiente á dicha fiesta de la Asunción, en la abadía de Belmonte, ante el
reverendo abad Fray Diego de Berguén y la comunidad reunida en capítulo. Los cargos aducidos son:
"Primero: Que habiéndose distribuido á los novicios determinada cantidad de cerveza floja, como
concesión especial con motivo de la precitada festividad y en la proporción de un azumbre por cada
cuatro novicios, el acusado se apoderó violentamente del jarro y se bebió el azumbre de una sentada, en
detrimento de sus compañeros de mesa Pablo, Porfirio y Ambrosio; quienes declararon que á duras penas
pudieron comer los arenques salados que formaron la refacción de aquel día."
Al oir aquellos detalles el acusado se mordió los labios para disimular una sonrisa y varios religiosos
se miraron de soslayo; otros tosieron á fin de no soltar la carcajada. Pero el abad permaneció impasible y
severo, mientras el relator continuaba su lectura:
"Segundo: Que como el Maestro de novicios castigase aquel desafuero poniendo al culpable á pan y
agua por tres días, en honor de Santa Tiburcia, aquel pecador impenitente declaró en presencia del
novicio Ambrosio que quisiera ver á una legión de demonios llevándose por los aires al susodicho
hermano Maestro.
"Tercero: Que amonestado por éste nuevamente, el acusado cogió á su denunciador por el pescuezo y
lo zabulló en el estanque de la huerta, por espacio suficiente para que la víctima de tamaño atropello
pudiera acabar el credo que rezó mentalmente con objeto de encomendar su alma á Dios, creyendo
llegada la última hora."
Las exclamaciones de sorpresa y censura que se oyeron en ambos bancos indicaron que los miembros
de la comunidad apreciaban la gravedad del último cargo; pero el abad impuso silencio, levantando su
huesuda mano.
—Continuad, dijo al lector.
—"Y cuarto: Que poco antes de vísperas, el día de Santiago Apóstol, se vió al citado Tristán en el
camino de Vernel, en conversación con una mujer, la llamada María Soley, hija del guardabosque de este
nombre. Y que después de muchas risas y resistencias por parte de la susodicha doncella, el acusado la
tomó en brazos y la condujo al otro lado del riachuelo de Las Hayas, para evitar que aquella emisaria de
Satán se mojase los pies. Esta infracción inaudita de nuestra santa regla fué presenciada por tres
miembros de la comunidad, con gran escándalo suyo y con indudable regocijo de todo el infierno, que así
veía caer en mortal pecado á un novicio de nuestra orden."
El silencio profundo que siguió á aquellas palabras, aun más que los ademanes y el aspecto horrorizado
de algunos religiosos, reveló cuán profunda y unánime era la reprobación de los oyentes.
—¿Quiénes son los testigos de tan enorme pecado? preguntó el abad con voz que delataba su
indignación.
—Yo soy uno de ellos, dijo levantándose el hermano Ambrosio; y conmigo lo presenciaron Porfirio y
Marcos, el cual se afectó de tal manera que desde entonces se halla en la enfermería.....
—¿Y la mujer? continuó Fray Diego. ¿No prorrumpió en acongojado llanto al presenciar aquella
conducta de un hombre que vestía nuestro sagrado hábito?
—No, reverendo abad. Antes bien sonrió dulcemente cuando él la depositó allende el vado y le dió las
gracias y le tendió su mano. Lo ví con mis propios ojos, como lo vió Marcos....
—¡Lo visteis, desgraciados! gritó el abad. ¿Y acaso no sabíais que el capítulo treinta y cinco de los
reglamentos de esta orden os lo prohibía terminantemente? ¿De cuándo acá habéis olvidado que en
presencia de una mujer debemos todos bajar la vista y aun volver la cara? Y si hubierais tenido fija la
mirada en vuestras sandalias, ¿cómo ver las sonrisas y mohines de aquel demonio disfrazado de mujer?
¡Á vuestras celdas, falsos hermanos, á pan y agua hasta el próximo domingo, con dobles laudes y maitines
para que aprendáis á obedecer las leyes que nos rigen!
Ambrosio y Porfirio, atemorizados ante aquella inesperada reprimenda, cayeron temblando en sus
asientos. El abad apartó de ellos la vista para fijarla en el principal culpable, quien lejos de mostrar
temor é inclinar la frente sostuvo con toda calma la mirada furibunda de Fray Diego.
—¿Qué alegáis en vuestra defensa, hermano Tristán?
—Poca cosa, padre mío, fué la contestación del joven, dada con el pronunciado acento sajón que por
entonces caracterizaba á los campesinos ingleses del Oeste. Por cierto que el inusitado acento llamó
mucho la atención de los religiosos, ingleses de pura raza en su mayoría. Pero el abad sólo se fijó en la
tranquilidad y la indiferencia que la respuesta del novicio revelaba y la indignación coloreó su rostro
enjuto.
—¡Hablad! ordenó golpeando con el puño el brazo del sitial.
—Pues cuanto á lo de la cerveza, observó Tristán sin inmutarse lo más mínimo, téngase en cuenta que
acababa yo de llegar del trabajo en el campo y que apenas empiné el jarro ya le ví el fondo y sin saber
cómo lo dejé en seco. Grande debió de ser mi sed. Cierto es que perdí los estribos cuando el buen
Maestro me mandó ayunar, pero bien se explica eso recordando que pan y agua es triste dieta para un
cuerpo y un apetito como los que Dios me ha dado. También es verdad que le senté la mano el cernícalo
de Ambrosio, pero la zabullida de que se queja no pasó de un susto sin consecuencias. Y como no niego
ninguno de los cargos anteriores, tampoco puedo negar, si tal cargo es, el de haber ayudado á la hija de
Soley á pasar el vado de Las Hayas, en atención á que la pobre muchacha tenía puestos zapatos y medias
y su saya de los domingos, al paso que yo iba descalzo y se me importaba un bledo remojarme los pies. Y
tengo para mí que el no haberme portado cual entonces lo hice hubiera sido una vergüenza, para un
novicio como para cualquier otro hombre que se respete y que respete á la mujer....
Aquellas palabras colmaron la exasperación del abad, sobre todo pronunciadas como fueron con la
sonrisa burlona que apenas había desaparecido un momento de los labios de Tristán desde el comienzo
de su perorata.
—¡Basta ya! exclamó Fray Diego. Lejos de defenderse el culpado confiesa y agrava su falta con sus
livianas palabras. Sólo me resta imponerle el condigno castigo.
Al decir esto dejó el abad su asiento y todos los monjes le imitaron, dirigiendo temerosas miradas al
irritado semblante de su superior.
—Tristán de Horla, continuó éste, en los dos meses de vuestro noviciado habéis dado pruebas
evidentes de perversidad y de que por ningún concepto merecéis vestir el blanco hábito símbolo de un
espíritu sin mancha. Seréis, pues, despojado de ese hábito y despedido de esta abadía, de sus tierras y
pertenencias, sin renta ni beneficio de ninguna clase y sin las gracias espirituales que gozan cuantos viven
bajo la tutela y especial protección de San Benito. Vuestro nombre será borrado de los registros de la
orden y os queda prohibido volver á pisar los umbrales de la abadía y entrar en ninguna de las granjas y
posesiones de Belmonte.
Aquella primera parte de la sentencia pareció terrible á los monjes, especialmente á los más ancianos,
acostumbrados como estaban á la vida sosegada de la abadía, fuera de la cual se hubieran visto tan
desamparados y desvalidos como niños abandonados á sus propias fuerzas. Pero evidentemente la vida
mundanal no tenía terrores para el novicio, antes le atraía y agradaba, á juzgar por la expresión
regocijada con que oyó el anuncio de su expulsión. Su contento acrecentó la iracundia de Fray Diego,
quien continuó diciendo:
—Esto por lo que al castigo espiritual se refiere. Pero á los malos servidores de Dios, de corazón
empedernido, poco les duelen tales penas. Yo sé cómo castigaros de manera que lo sintáis, ahora que
vuestras fechorías os han privado de la protección de la iglesia. ¡Á ver! ¡Tres hermanos legos, Francisco,
Atanasio y José, apoderaos del truhán, atadle los brazos y decid al hermano portero que le aplique unas
cuantas docenas de azotes con un buen rebenque!
Al acercársele los robustos legos para obedecer las órdenes del abad, desapareció toda la placidez del
novicio, que asió con ambas manos el pesado reclinatorio de roble y levantándolo en alto como una
maza, gritó con voz potente:
—¡Teneos! ¡Juro por San Jorge que al primero de vosotros que ose tocarme le rompo la cabeza en mil
pedazos!
La advertencia no podía ser más clara ni más enérgica, y unida á la amenazadora actitud del novicio,
cuyas fuerzas eran bien conocidas de todos, bastó para que los legos retrocedieran más que de prisa y
para espantar á los religiosos, que se precipitaron en tropel hacia la puerta. Sólo el abad pareció pronto á
lanzarse sobre el rebelde novicio, pero dos monjes que junto á él se hallaban lo asieron por los brazos y
lograron ponerlo fuera de peligro.
—¡Está poseído del demonio! gritaban los fugitivos. ¡Pedid socorro! Que venga el hortelano con su
ballesta, y llamad también á los mozos de cuadra. ¡Pronto, decidles que estamos en peligro de muerte!
¡Corred, hermanos! ¡Ved que ya nos alcanza!
Pero el victorioso Tristán de Horla no pensaba en perseguirlos. Estrelló contra el suelo el reclinatorio,
derribó de un revés á su delator Ambrosio, que puso el grito en el cielo, y atropellando á los aturrullados
frailes que formaban la retaguardia, bajó á escape la escalera. El portero Atanasio vió pasar rápidamente
una gigantesca forma blanca y antes de enterarse de lo que aquello significaba y de la causa del tumulto
que en la escalera se oía, ya el indómito Tristán estaba lejos de la abadía y á grandes zancadas recorrió
el polvoriento camino de Vernel.
CAPÍTULO II
LOS muros del antiguo convento no habían presenciado jamás escándalo semejante. Pero Fray Diego de
Berguén tenía en mucho la buena disciplina de la comunidad para permitir que ésta quedase bajo la
impresión de la rebeldía triunfante del novicio; así fué que convocando nuevamente á los hermanos les
dirigió una filípica como pocas, comparando la expulsión del iracundo Tristán á la de nuestros primeros
padres del Paraíso, llamando sobre él los castigos del cielo y advirtiendo de paso á sus oyentes que si
algunos de ellos no mostraban más celo y obediencia que hasta entonces, la expulsión de aquel día no
sería la última. Con esto quedó restablecida la calma y en buen lugar la autoridad de Fray Diego, quien
ordenó á los religiosos que volvieran á sus faenas respectivas y se retiró á su celda.
Apenas comenzadas sus oraciones oyó que llamaban suavemente á la puerta.
—Entrad, dijo con voz en que se traslucía el mal humor; pero apenas fijó los ojos en el importuno que
así le interrumpía, desapareció la expresión ceñuda del semblante, reemplazándola bondadosa sonrisa.
El que llegaba era un esbelto doncel, de facciones algo delgadas, rubios cabellos, buena presencia y
muy joven á juzgar por la expresión aniñada del rostro. Sus claros y hermosos ojos revelaban también un
candor casi infantil; su mirada era la del adolescente cuyo espíritu se había desarrollado hasta entonces
lejos de las emociones, de las penas y de los combates del mundo. Sin embargo, las líneas de la boca y la
pronunciada forma de la barba indicaban un carácter enérgico y resuelto.
Aunque no vestía el hábito monástico, su ropilla, calzas y gruesas medias eran de obscuro color, cual
convenía á un morador de aquella santa casa. De una ancha correa cruzada al hombro pendía henchido
zurrón de los que por entonces usaban los viajeros; llevaba en la diestra un grueso bastón herrado y en la
otra mano su gorra de paño pardo, que tenía cosida al frente una gran medalla con la imagen de Nuestra
Señora de Rocamador.
—Veo que estás ya pronto á ponerte en camino, hijo querido. Y no deja de ser coincidencia curiosa,
continuó el abad con aire pensativo, la de que en un mismo día salgan de este monasterio el más perverso
de sus novicios y el mancebo á quien todos consideramos como el más digno de nuestros jóvenes
discípulos y que es también el predilecto de mi corazón.
—Sois demasiado bondadoso, padre mío, contestó el doncel. Por mi parte, si me fuese dado elegir,
acabaría mis días en Belmonte. Aquí he tenido mi dulce hogar desde la infancia y al salir de esta casa lo
hago con verdadero pesar.
—Pruebas impuestas por Dios son esas penas, Roger, y cada cual tiene su cruz. Pero tu partida, que á
todos nos contrista, es inevitable. Yo prometí á tu padre que al cumplir los veinte años saldrías de
Belmonte, para ver algo del mundo y juzgar por tí mismo si preferías seguir en él ó volver á este sagrado
refugio. Acerca ese escabel y toma asiento.
Hízolo así Roger y el abad continuó diciendo, después de reflexionar algunos momentos:
—Veinte años hace que tu padre, el arrendador de la granja de Munster, murió, dejando valiosos
cortijos y terrenos á la abadía y dejándonos también á su hijo menor, niño de pocos meses, á condición
de criarlo y educarlo en el monasterio. Hízolo así el buen hidalgo no sólo porque había muerto tu santa
madre, sino porque Hugo de Clinton, su hijo mayor y único hermano tuyo, había dado ya pruebas de su
carácter díscolo y violento, y hubiera sido absurdo dejarte encomendado á él. Pero como dije antes, tu
padre no quería dedicarte irrevocablemente á la vida monástica; la elección dependerá de tí, y no has de
hacerla ahora, sino cuando tengas alguna experiencia de la vida, para resolver con acierto.
—¿Y no impedirán mi partida los cargos que he ejercido ya en la comunidad, aparte de mis funciones
de amanuense?
—En manera alguna. Veamos: ¿has sido despensero y acólito?
—Sí, padre.
—¿Exorcista y lector después?
—Sí, padre.
—Y obediente y piadoso como un hermano profeso, pero nunca has hecho voto de castidad. ¿No es
cierto?
—Así es, padre mío.
—Pues nada te impide entrar en el mundo y vivir en él tan libremente como el que nunca ha pisado el
claustro. Y puedo decir con placer que esa nueva vida se abre ante tí con buenos auspicios, porque
además de los sanos principios que te hemos inculcado, eres hábil y puedes bastarte á tí mismo
haciéndote útil á otros. Dime qué has aprendido últimamente; ya sé que eres escultor de no mediano
mérito y que pocos mancebos de tu edad te ganan á tocar la cítara y el rabel. Y nada diré de tu voz;
nuestro coro pierde contigo el mejor de sus cantores.
Sonrióse complacido el doncel y dijo:
—Á la paciencia del buen hermano Jerónimo debo también el oficio de grabador, que he aprendido
pasablemente y llevo hechos muchos trabajos en madera, marfil, bronce y plata. Con Fray Gregorio he
aprendido á pintar sobre pergamino, metal y vidrio. Sé esmaltar, conozco algo el tallado de piedras
preciosas, puedo construir muchos instrumentos músicos y cuanto á la heráldica, no hay en Belmonte
amanuense ni novicio que la sepa mejor que yo.
—¡Pues no es corta la lista! exclamó el superior con alegre acento. No hubieras aprendido más en el
Real Colegio de Exeter. Pero ¿qué me dices de tus otros estudios, de tus lecturas y composiciones?
—Sin ser mucho lo que he leído, el hermano Canciller os podrá decir que no he descuidado la
biblioteca. Los Evangelios comentados, Santo Tomás, la Colección de Cánones....
—Bueno es todo eso, pero más necesitas hoy otra clase de lecturas, algo de ciencias naturales,
geografía y matemáticas. Veamos: desde esta ventana se divisa la desembocadura del Lande y más allá
unas cuantas velas de barcos pescadores que han cruzado la barra y salido al mar. Supongamos que en
lugar de volver esta noche al puerto, continuasen esas barcas su viaje por días y días en la dirección que
ahora llevan. ¿Sabes á dónde llegarían?
—Tienen puesta la proa en dirección á Oriente, contestó prontamente el joven, y van en derechura
hacia aquella región de Francia que hoy forma parte de los dominios de nuestro poderoso señor el Rey de
Inglaterra. Volviendo la proa hacia el sur llegarían á España y por el nordeste encontrarían los estados de
Flandes y más allá la gente moscovita.
—Cierto es. ¿Y si después de llegar á los dominios de nuestro rey en Francia emprendiese un
caminante la marcha en dirección á Oriente?
—Pues visitaría las tierras francesas que todavía están en tela de juicio y la famosa ciudad de Avignón,
donde reside temporalmente Su Santidad. Más allá se extienden los estados de Alemania, el gran Imperio
Romano, las tribus de los paganos Hunos y Lituanos y por último la ciudad de Constantino y el dominio
de los odiados hijos de Mahoma.
—Bien, Roger. ¿Y más allá?
—Jerusalén, la Tierra Santa y el caudaloso río que tuvo sus fuentes en el paraíso terrenal. Después... no
sé, padre mío; pero el fin del mundo no andará muy lejos de aquellos lugares, á lo que imagino.
—No tal, mi buen Roger, y eso te probará que siempre queda algo que aprender. Has de saber que
entre los Santos Lugares y el fin del mundo habitan muchos y muy numerosos pueblos, cuales son el de las
amazonas, el de los pigmeos y aun el de ciertas mujeres, tan bellas como peligrosas, que matan con la
mirada, como se dice del basilisco. Y al oriente de todas esas naciones está el reino del Preste Juan,
cuyas vagas descripciones habrás hallado en los libros. Todo esto lo sé de buena tinta, por habérmelo
asegurado y descrito un valiente capitán y gran viajero, el señor Farfán de Setién, que descansó en
Belmonte á su paso para Southampton y nos refirió sus viajes, descubrimientos y aventuras en el
refectorio, con detalles tan curiosos é interesantes que muchos hermanos se olvidaron de comer por el
placer de escucharle sin perder una sílaba de su relato.
—Lo que yo quisiera saber, padre mío, es qué hay al fin del mundo....
—Poco á poco, amiguito, interrumpió el abad. Lo que allí hay ó deja de haber no es para preguntado.
Pero hablemos de tu viaje. ¿Cuál será tu primera etapa?
—La casa de mi hermano en Munster. No sólo deseo conocerlo, sino que los informes desfavorables
que siempre he tenido de su carácter y método de vida me parecen una razón más para intentar reformarlo
y atraerlo al buen camino.
El abad movió la cabeza negativamente.
—Pronto se echa de ver tu inexperiencia. La mala reputación del arrendador de Munster data de
antiguo, y quiera Dios que no sea él quien logre apartarte del buen camino que has seguido hasta ahora.
Pero ya vivas con él ya te lleve la suerte por otros rumbos, desconfía sobre todo de los falsos atractivos
y de las artes de la mujer, el mayor peligro que amenaza á los hombres de tu edad y sobre todo á los que
como tú no han encontrado jamás en su camino á ese enemigo de nuestra tranquilidad. Adiós, hijo mío.
Abrázame y recibe la bendición del cielo que invoco sobre tu cabeza. Encomiéndote también
fervientemente al glorioso San Julián, patrón de los viajeros. Sea tu vida cristiana y feliz.
Penosa fué la despedida de aquellos dos hombres, el uno animado por el cariño paternal que profesaba
al huérfano y el otro por su gratitud infinita hacia el bondadoso protector de toda su vida. Hacía más dura
su separación la idea que ambos tenían formada del mundo, al que consideraban desde su tranquilo
refugio como centro de iniquidades, peligros y rencores. Los monjes y novicios que no habían salido á
sus quehaceres esperaban á Roger en el pórtico, donde se despidieron de él con efusión, pues de todos
era grandemente apreciado. También le hicieron algunos regalos; un pequeño crucifijo de marfil, un libro
de oraciones y un cuadrito que representaba la Degollación de los Inocentes, artísticamente ejecutado en
pergamino. Todos aquellos recuerdos de sus cariñosos amigos quedaron pronto bien acondicionados en
el zurrón, sobre el cual el previsor hermano Atanasio colocó también un paquete que recomendó mucho á
Roger y que según descubrió éste después, contenía una hogaza de pan blanco, un magnífico queso y una
botella de buen vino.
Púsose por fin en camino el conmovido joven, en cuyos oídos resonaban las bendiciones y las frases de
despedida de los bondadosos monjes. Al llegar á una altura vecina se detuvo para contemplar por última
vez aquellos lugares en los que se había deslizado su vida tranquila y dichosa. Allí el obscuro y
monumental edificio de la abadía, la residencia de Fray Diego, con su capilla adjunta, los jardines y
huertos, iluminado todo ello por un sol espléndido. Más allá la anchurosa ría del Lande, el vetusto pozo
de piedra, la capilla de la Virgen y en la esplanada frente al convento el grupo de blancos hábitos,
aquellos amigos de su adolescencia, que al verle detenido renovaron sus saludos.
Dos lágrimas surcaron las mejillas de Roger, que suspiró profundamente y volvió á emprender su
jornada.
CAPÍTULO III
CASO muy raro sería que un joven de veinte años, lleno de salud y vida, dedicase las primeras horas de
absoluta independencia gozadas desde la infancia á llorar la celda de su convento y la disciplina del
claustro. Sucedió, pues, que la emoción de Roger fué poco duradera y que aun antes de perder de vista á
Belmonte recobró la alegría propia de sus años y pudo apreciar en toda su belleza los primores del
paisaje. Era una tarde hermosísima; los rayos del sol caían oblicuamente sobre los frondosos árboles,
trazando en el camino arabescos de sombras, alternados con anchas franjas doradas. Entre los árboles y
en cuanto alcanzaba la vista, tupidos arbustos, amarilleando algunos al soplo del otoño. Al perfume de
las flores se unían las gratas emanaciones resinosas de los pinares y sólo el rumor de claros arroyuelos
interrumpía de cuando en cuando el murmullo de la brisa entre las ramas y el canto de los pájaros.
Pero aquella soledad y quietud de los campos eran sólo aparentes. La vida se desarrollaba vigorosa y
activa en ellos y en los vecinos bosques. Insectos de brillantes colores zumbaban en torno de hojas y
flores; juguetonas ardillas suspendían sus escarceos para mirar al insólito caminante desde lo alto de las
ramas, y ya se oía el gruñido del fiero jabalí en el matorral, ya el roce de las hojas secas pisadas por el
gamo, que huía á todo correr.
No tardó el risueño caminante en dejar muy atrás á Belmonte y sus verdes praderas y de aquí que fuera
mayor su sorpresa al divisar sentado en una piedra junto al camino á uno al parecer religioso de aquella
comunidad, á juzgar por los blancos hábitos que vestía. Pero al acercarse notó Roger que el rostro del
fraile, desapacible y coloradote, le era totalmente desconocido y que por sus ademanes y la expresión
dolorida del semblante más parecía caminante desbalijado que otra cosa. De pronto le vió incorporarse y
correr camino arriba, recogiendo y levantando con ambas manos el sayal, lo menos dos palmos más largo
de lo que pedía el cuerpo bajo y rechoncho del desconocido. Pero no tardó éste en detenerse, resoplando
como si le faltara el aliento y acabando por dejarse caer sobre la hierba. Roger se dirigió hacia él
apresuradamente y el otro le preguntó:
—¿Conocéis, buen amigo, la abadía de Belmonte?
—Mucho que sí, de allí vengo y en ella he vivido hasta hoy.
—Loado sea Dios, porque en tal caso podréis decirme quién es un fraile como un dragón, con la cara
llena de pecas, los ojos negros y el pelo rojo, á quien por mi mal acabo de encontrarme en este camino.
¿Le conocéis? No puede haber otro tan grande ni tan malvado como él en la abadía.
—Por las señas es ése el novicio Tristán de Horla. ¿Qué os ha hecho?
—¡Pesia mi alma que lo hecho por él no lo hicieran conmigo salteadores de camino! No sino que el
menguado me quitó cuanta ropa llevaba puesta dejándome en gregüescos y después me enjaretó este sayal
blanco, quedándome yo aquí corrido y sin atreverme á volver al pueblo y mucho menos á presentarme á
mi mujer, que si me ve en esta guisa pondrá el grito en el cielo, tratándome de borracho y correntón.
—¿Pero cómo fué eso? preguntó el amanuense, que á duras penas podía contener la risa.
—Yo os lo contaré de la cruz á la fecha, repuso el otro. Pasaba por este mismo camino y muy cerca del
lugar en que estamos, cuando me topé con el fraile bandido de la cabeza roja. Creyéndolo un religioso
como Dios manda, entregado á sus oraciones, lo saludé y seguí mi marcha hacia Léminton, donde vivo y
me gano el sustento como batanero que soy. Pero á los pocos pasos oí que me llamaba; volvíme y me
preguntó si tenía noticia de la nueva indulgencia concedida á favor de los monjes del Císter. "No," le
contesté. "Tanto peor para vuestra salvación eterna," me dijo; y habló largamente de la gran estimación
de Su Santidad por las virtudes del abad de Berguén y cómo en reconocimiento y recompensa de las
mismas había resuelto el Papa conceder indulgencia plenaria á todo pecador que vistiese el hábito
cisterciense y lo tuviese puesto el tiempo necesario para recitar los siete Salmos de David. Al oirlo me
arrodillé á sus pies, rogándole que me dejase obtener tan grande gracia prestándome su hábito, á lo que
se avino después de muchas súplicas y de entregarle yo doce sueldos para dorar la imagen del bendito
San Lorenzo. Quitádose que hubo esta vestimenta, tuve que prestarle mi buen jubón y calzas de paño para
que no le viese algún caminante en ropas menores y aun me pidió el grueso par de medias que yo llevaba
para preservarse, dijo, del airecillo algo frío, mientras rezaba yo mis oraciones. Llegado apenas al
segundo salmo, acabó él de arroparse y gritándome que procurase conducirme cual cuadraba á un
piadoso fraile, apretó á correr camino arriba como si lo persiguieran los demonios. Cuanto á mí,
pecador, ni puedo correr metido en este saco harinero que por todos lados me sobra, ni tampoco es cosa
de quitármelo y presentarme en el pueblo sin más vestimenta que una almilla rabona, unos gregüescos
remendados y un par de zapatos. Ni siquiera medias. ¡Por vida del fraile ladrón!
—No os descorazonéis, buen hombre, dijo el doncel, que bien podréis trocar vuestro sayal por un
jubón en el convento, cuando no tengáis más cerca algún conocido que os saque del paso.
—Sí tengo, repuso el batanero. Allende el seto vive un pariente de mi mujer, pero la suya es lo más
mordaz y maldiciente que conozco y como mi aventura llegase á oidos de aquella bruja no me atrevería á
asomar la cara fuera de mi casa en un mes. Pero si vos quisierais, mi buen señor, podríais hacerme una
grandísima merced con sólo desviaros de vuestro camino cosa de dos tiros de ballesta y....
—Eso haré yo de muy buena gana, dijo Roger compadecido del pobre hombre á quien en tan duro
trance habían puesto las diabluras de Tristán, su amigo del convento.
—Pues tomad aquel sendero de la izquierda, que no tardará en llevaros á un claro del bosque, y allí
veréis la choza de un carbonero. Decidle que os dé un par de prendas de ropa y que os envía con grande
urgencia maese Rampas, el batanero de Léminton. Razones tiene para no negarme eso que en nombre mío
váis á pedirle.
Hízolo Roger como se lo decían y halló muy pronto la cabaña y sola en ella á la mujer del carbonero,
por hallarse su marido trabajando en el monte. Expuso su misión y complaciente la mujer comenzó
enseguida á preparar el hatillo, mientras Roger la contemplaba con la curiosidad natural en quien jamás
había hablado á una mujer y mucho menos vístose mano á mano con una hija de Eva en solitaria cabaña
perdida en el bosque. Observó que sus desnudos brazos eran de redondeadas formas, aunque requemados
por el sol y que llevaba modesta basquiña parda y un pañolón cruzado y prendido sobre el pecho con
enorme alfiler de cobre.
—¡Maese Rampas el batanero! repetía ella yendo de aquí para allá en busca de las ropas. Si fuese yo
su mujer ya le enseñaría á dejarse desbalijar en medio del camino por el primer perdulario que pase.
Pero á bien que él ha sido siempre un alma de Dios y que no he de ser yo quien le ponga tachas ni le
niegue un favor, que muy grande me lo hizo él pagando de su bolsillo el entierro de Frasquillo, mi hijo
mayor, á quien tenía de aprendiz en el batán y me lo llevó la peste negra de hace dos años. ¿Y quién sois
vos, mi buen señor?
—Un caminante. Vengo de Belmonte y me propongo llegar á Munster esta noche ó mañana.
—Y viniendo de Belmonte, me basta miraros para conocer que habéis sido discípulo de los monjes.
Pero conmigo no hay por qué bajar los ojos ni poneros rojo como un pimiento. ¡Bah! ¿Á mí qué? ¡Buenas
cosas os habrán contado los frailes de nosotras las mujeres, y á fe que se diría que ninguno de ellos ha
conocido ni querido á su propia madre! ¡Bonito estaría el mundo si los padres priores echasen de él á
todas las mujeres!
—No lo quiera Dios, dijo fervientemente Roger.
—Amén mil veces. Pero vos sois un gentil mozo y tanto más me lo parecéis á mí por lo mismo que sois
á la vez modesto y comedido. Fácil es ver también que no habéis pasado vuestros pocos años á la
intemperie, sufriendo las inclemencias del frío en invierno y quemado por los rayos del sol en verano,
como tuvo que sufrirlo mi pobre Frasquillo, y eso que no había cumplido los catorce cuando me lo llevó
Dios.
—La verdad es que he visto muy poco del mundo, buena mujer, respondió el joven.
—Tanto mejor para vos. Y ahora, aquí tenéis el hatillo para el bueno de Rampas y decidle que no se dé
prisa por devolver esas ropas. Cuando buenamente pase por aquí cerca puede dejarlas en la cabaña.
¡Virgen Santa, cómo estáis cubierto de polvo! Bien se ve que en los conventos no hay mujer que os cuide.
Os limpiaré un poco. ¡Vaya! Y ahora, dadme un beso é id en paz.
Inclinóse Roger para que ella lo besase, saludo muy en boga en Inglaterra por aquella época, y así lo
hizo notar Erasmo mucho después, diciendo que el beso como saludo era más usado en aquel reino que en
ningún otro país. Pero la experiencia era nueva para Roger, y el contacto de la villana le produjo una
impresión para él desconocida hasta entonces. Pensando iba en ello al dejar la casuca y recordó las
palabras del abad, acabando por preguntarse qué hubiera dicho y sentido éste en caso parecido al suyo.
Pero llegado de nuevo al camino vió Roger un cuadro que le hizo olvidar todo lo restante.
El malhadado maese Rampas se hallaba á corta distancia del lugar donde él lo dejara, gimiendo,
pateando y desesperándose más que nunca y lo que era peor, sin el hábito, ni más vestimenta que una
cortísima almilla y los zapatos. Á lo lejos desaparecía entre los árboles á todo correr un hombrachón que
llevaba un lío en una mano y apoyaba la otra sobre el costado como si le dolieran los ijares de tanto
reirse.
—¡Vedlo! aulló el batanero. ¡Allí va! Vos me sois testigo, para dar con él en la cárcel de Chester. ¡Que
se me lleva mi hábito!
—¿Pero qué ha pasado aquí? ¿Quién es aquel hombre?
—¿Quién ha de ser, pesia mí, sino vuestro Tristán el ladrón, Tristán el bandido, que no contento con
haberme dejado casi en cueros vivos, volvió para llevárseme el sayal, como si un cristiano pudiera andar
por el camino público con este camisín. ¡Me ha robado mi hábito, mi hábito!
—Perdonad, buen hombre, el hábito era suyo....
—Corriente, pues que se lo lleve todo. No tardará en volver para despojarme de los zapatos y de este
camisolín, que para lo que tapa.... ¡Nuestra Señora de Rocamador me valga!
—¿Y cómo fué ello? preguntó Roger, lleno de asombro.
—¿Son ésas las ropas que me traéis? Dadme acá, por favor, que éstas ni el Papa me las quita, aunque
le ayude todo el Sacro Colegio. ¿Que cómo fué? Pues apenas me dejasteis volvió corriendo don ladrón y
como yo empezase á apostrofarle me preguntó muy dulcemente si creía posible que un buen religioso
abandonase su sayal nuevecito y abrigado para vestir el jubón y las calzas de un artesano. Empecé á
quitarme el hábito muy regocijado, mientras él explicaba que se había ausentado para que yo dijera mis
oraciones con mayor recogimiento. También hizo como que se desabrochaba mi jubón para
devolvérmelo, pero no bien le entregué su sayal apretó á correr otra vez, dejándome con lo puesto, que
no es mucho que digamos. ¡Habrá tuno! ¡Y cómo se reía el bigardón!
Roger escuchó el relato de aquellas lástimas con toda la seriedad que pudo. Pero cuando contempló al
pobre hombre vestido con los guiñapos del carbonero y vió la expresión de dignidad ofendida que tenían
el rostro mofletudo y los ojillos saltones de maese Rampas, le fué imposible contener la risa. Jamás se
había reido tanta ni de tan buena gana, é incapaz de tenerse de pie se apoyó contra el tronco de un árbol,
sin poder hablar, saltándosele las lágrimas y riéndose á todo trapo.
El batanero le miró gravemente; nuevos accesos de hilaridad retorcieron el cuerpo de Roger y maese
Rampas, viendo que aquello no llevaba trazas de acabar, le hizo un ceremonioso saludo y se alejó
pausada y altivamente, contoneándose. Roger le miró hasta perderle de vista, y aun después de ponerse él
mismo en camino se reía de todo corazón cada vez que recordaba la facha y los visajes del batanero de
Léminton.
CAPÍTULO IV
EL camino que seguía Roger era poco frecuentado, mas no tanto que el viandante dejase de encontrar de
vez en cuando ya unos arrieros, ya un pobre pedigüeño, y otros viajeros tan cansados como él. Entre los
que halló Roger á su paso se contó también uno al parecer fraile, que gimoteando le pidió algunos
cornados para comprar pan, pues estaba muerto de hambre. El joven apresuró el paso sin contestarle,
porque en el convento había aprendido á desconfiar de esos frailes vagabundos; sin contar con que del
morral que el pordiosero llevaba á la espalda vió salir el hueso no muy mondo de una pierna de cordero
que para sí la hubiera querido el buen Roger. No anduvo largo trecho sin oir las maldiciones que le
lanzaba el supuesto religioso; seguidas de tales blasfemias que el caminante echó á correr por no oirlas y
no paró hasta perder de vista al deslenguado fraile.
En los linderos del bosque descubrió Roger á un chalán que con su mujer despachaba un enorme pastel
de liebre y un frasco de sidra, sentados ambos al borde del camino. El brutal chalán lanzó una
exclamación grosera al pasar Roger, quien siguió su marcha sin darse por entendido; pero como á la
mujer se le ocurriese llamar á gritos al apuesto joven invitándole á comer con ellos, su marido se
enfureció de tal manera que empuñando la vara empezó á dar de palos á su caritativa compañera. El
joven comprendió que lo mejor era poner tierra por medio, muy apesadumbrado al ver que por todas
partes sólo hallaba violencias, engaños é injusticias.
Pensando iba en ello y comparando aquellos episodios de su jornada con la vida monótona del
convento, cuando detrás de un vallado que á su derecha quedaba vió el más raro espectáculo que
imaginarse pueda. Cuatro piernas cubiertas con ajustadas medias de arlequinados colores y largos
borceguíes de retorcidas puntas en los pies, se movían á compás, sin que el matorral permitiese ver los
cuerpos invertidos á que pertenecían aquellas extremidades. Acercándose prudentemente oyó Roger los
sonidos de una flauta y rodeando el vallado creció de punto su sorpresa al ver á dos jóvenes que, sin gran
dificultad al parecer, se sostenían cabeza abajo sobre la hierba y tocaban sendas flautas, á la vez que
imitaban con los pies los movimientos de la danza. Hizo Roger la señal de la cruz y tentado estuvo de
echar á correr; pero en aquel momento lo descubrieron los músicos, que inmediatamente se le acercaron
dando saltos sobre sus cabezas, como si fueran éstas de pedernal y no de carne y hueso. Llegados á pocos
pasos de Roger, doblaron sus cuerpos aquellos rarísimos danzantes, y posando los pies en el suelo
asumieron sin el menor esfuerzo su posición normal y se adelantaron sonrientes, con la mano sobre el
corazón, en la actitud de acróbatas ó payasos saludando al público.
—Sed generoso, príncipe mío, dijo uno de ellos tendiendo un birrete galoneado que recogió del suelo.
—Mano al bolsillo, apuesto doncel, repuso el otro. Aceptamos toda clase de moneda y en cualquiera
cantidad que sea, desde una talega de ducados ó un puñado de doblas, hasta un solo cornado, si no podéis
hacer mayor ofrenda.
Roger creyó hallarse en presencia de un par de duendes y aun procuró recordar la fórmula del
exorcismo; pero los dos desconocidos prorrumpieron en grandes carcajadas al ver el espanto y la
sorpresa reflejados en su semblante. Uno de ellos dió un salto y cayendo sobre las manos comenzó á
andar con ellas, dando zapatetas en el aire. El otro preguntó:
—¿No habéis visto nunca juglares? Por lo menos habréis oído hablar de ellos. Tales somos, que no
brujos ni demonios.
—¿Á qué ese espanto, rubio querubín? preguntó el otro.
—No os extrañe mi sorpresa, repuso por fin Roger. No había visto un juglar en mi vida y mucho menos
esperaba contemplar en el aire dos pares de piernas danzando misteriosamente. ¿Pues y el saltar sobre
vuestros cráneos? Bien quisiera saber por qué hacéis cosas tan extraordinarias.
—Difícil es la respuesta, y á buen seguro que si de mí dependiera no volveríais á verme andando
cabeza abajo, tragando estopa encendida ni tocando el laúd con los pies, para entretenimiento de mirones
y espanto de tiernos pajecillos como vos.... Pero ¿qué veo? ¡Un frasco! ¡Y lleno, lleno "del rico zumo de
las dulces uvas"! ¡Decomiso!
Y haciendo y diciendo se apoderó de la botella de vino que el hermano despensero regaló á Roger y
que éste llevaba en el entreabierto zurrón. Beberse la mitad del vino fué obra de un instante para el
juglar, que después pasó el frasco á su compañero. Apenas lo agotó éste hizo ademán de tragárselo, con
tanta verdad que asustó á Roger; después reapareció el evaporado frasco en la diestra del juglar, que
lanzándolo en alto lo recibió sobre la pantorrilla izquierda, de la cual pareció extraerlo para
presentárselo á Roger, acompañado de cómica reverencia.
—Gracias por el vino, mocito, dijo; es de lo poco bueno que hemos probado en largos días. Y
contestando á vuestra pregunta, os diremos que nuestra profesión nos obliga á inventar y ensayar
continuamente nuevas suertes, una de las cuales y de las más difíciles y aplaudidas habéis presenciado.
Venimos de Chester, donde hemos hecho la admiración de nobles y plebeyos y nos dirigimos á las ferias
de Pleyel, donde si no ganamos muchos ducados no nos faltarán aplausos. De mí os aseguro que daría
buen número de éstos por uno de aquellos. Ó por otro trago de vuestro riquísimo vino. Y ahora, amiguito,
si os sentáis en aquella piedra, nosotros continuaremos nuestro ensayo y vos pasaréis el rato entretenido.
Hízolo así Roger, quien notó entonces los dos enormes fardos que formaban el equipaje de los juglares
y que por lo que dejaban ver contenían jubones de seda, cintos relucientes y franjas de oropel y falsa
pedrería. Junto á ellos yacía una vihuela que Roger tomó y empezó á tocar con gran maestría, mientras los
acróbatas continuaban sus sorprendentes ejercicios. No tardaron éstos en tomar el compás de la vihuela y
era cosa de verlos con los pies en el aire, bailando sobre las manos, con tanta presteza y facilidad como
si toda la vida hubiesen andado en aquella postura.
—¡Más aprisa, más aprisa! gritaban al tañedor, que los complacía riéndose á carcajadas.
—¡Bravo, don alfeñique! exclamó por fin uno de los danzantes, dejándose caer rendido sobre la hierba.
—¡Por vida de! Muy callado lo teníais, señor músico, dijo el otro imitándolo. ¿Dónde aprendisteis á
tañer de tal suerte?
—Lo que acabo de tocar lo aprendí yo solo, sin música ni maestro, por haberlo oído varias veces allá
en Belmonte, de donde vengo.
—¡El diablo me lleve si no sois vos el auxiliar que nos hace falta! dijo el juglar que parecía de más
edad. Tiempo hace que busco un vihuelista, flautista, ó lo que sea, que nos acompañe y pueda tocar de
oído, y vos lo tenéis magnífico. Venid con nosotros á Pleyel, que no os ha de pesar, ni os faltarán algunos
ducados, buena cerveza y mejor humor mientras sigamos juntos.
—Sin contar con que jamás hemos tenido cena sin una buena tajada de carne en el plato y vos no seréis
menos. Por mi parte os prometo media azumbre de vino los domingos, mientras estemos en poblado, dijo
el otro. Es gascón y del añejo, agregó guiñando un ojo para dar más valor á su oferta.
—No, no puede ser, contestó el joven. Otro es mi destino y si he de llegar á él en sazón no puedo
permitirme muchas paradas tan largas como ésta. Con Dios quedad.
Dicho esto se alejó apresuradamente, sin atender á las repetidas ofertas de los juglares, quienes por fin
se despidieron de él deseándole buena suerte. La última vez que los vió, antes de doblar un recodo del
sendero, el más joven de los saltimbanquis se había subido sobre los hombros de su compañero y desde
aquella altura lo saludaba con dos banderolas de chillones colores, que agitaba sobre su cabeza.
Roger les hizo un ademán de despedida y emprendió sonriente el camino de Munster.
Extraños y en gran manera interesantes le parecían todos aquellos variados incidentes de su jornada.
Las pocas horas pasadas desde que abandonó el apacible claustro le habían procurado más emociones
que un año de vida en Belmonte. Se le hacía increíble que el fresco pan que iba comiendo con placer
fuese reciensalido de los hornos de la abadía.
No tardó en dejar el terreno montañoso cubierto de arbolado y se halló en la vasta llanura de Solent,
cuyos campos esmaltados de florecillas multicolores presentaban aquí y allá grupos verdes ó bronceados
de ondulantes helechos. Á la izquierda del viajero y no muy lejos continuaba el espeso bosque, pero la
senda divergía rápidamente de él y serpenteaba por el valle. El sol próximo á su ocaso entre purpurinas
nubes, iluminaba con luz suave los alegres campos y rozaba de soslayo los primeros árboles del bosque,
poniendo entre las ramas toques inimitables de oro y rojo. Admiró Roger el bellísimo paisaje, pero sin
detenerse, porque según sus informes lo separaba todavía una legua larga del primer mesón donde se
proponía pasar la noche. Lo único que hizo fué dar algunos mordiscos al pan y al apetitoso queso que
llevaba de repuesto.
Por aquella parte del camino se cruzó el viajero con buen número de personas. Vió primero á dos
frailes dominicos de negros hábitos, que pasaron sin mirarle siquiera, fija la vista en el suelo y
murmurando sus oraciones. Siguióles un obeso franciscano, mofletudo y sonriente, que detuvo á Roger
para preguntarle si no había por allí cierta venta famosa por sus tortas de anguilas; y como el joven le
contestase que siempre había oído poner por las nubes los guisos de anguilas de Solent, el epicúreo
padre tomó el camino de aquel pueblo relamiéndose de gusto. Poco después vió venir nuestro viajero á
tres segadores que cantaban á voz en cuello, con acento y jerga tan diferentes de cuanto hasta entonces
había oído en su convento, que más bien le parecieron hombres de otra raza expresándose en lenguaje
bárbaro. Llevaba uno de ellos una garza que habían cogido en la ciénaga vecina y se la ofreció á Roger
por dos cornados. Excusóse éste como pudo y se alegró de dejar atrás á los cantantes, cuyos enmarañados
cabellos rojos, afiladas hoces y risa brutal los hacían nada gratos compañeros de viaje y menos para
encontrados al caer la noche en campo raso.
Más peligroso que aquellos alegres campesinos demostró ser un macilento pordiosero que le salió al
encuentro poco después, supliendo con una muleta la pierna que le faltaba. Aunque endeble y humilde al
parecer, no bien hubo pasado Roger sin depositar en el grasiento sombrero la moneda que le pedía, oyó
el grito de rabia del miserable y una blasfemia atroz, seguida de una pedrada que si hubiera acertado á
nuestro héroe en la cabeza habría puesto probablemente fin á sus aventuras. Por suerte la piedra pasó
rozándole una oreja y fue á dar violentamente contra un árbol cercano. Detrás de su tronco se guareció
Roger de un salto y desde allí efectuó su retirada ocultándose entre la maleza, sin volver al sendero hasta
que hubo puesto buen trecho entre su persona y el andrajoso energúmeno. Íbale pareciendo que en
Inglaterra no había más protección de vidas y haciendas que la que cada cual pudiese proporcionarse con
sus propios puños ó con la ligereza de sus piernas. ¿Dónde estaba la ley, aquella ley de que había oído
hablar en el claustro, superior á prelados y barones y de la cual no veía indicio ni señal? Sin embargo, no
debía de ocultarse el sol aquel día sin que Roger viese por sí mismo un ejemplo inolvidable de la ley
durísima de aquella época y de la más pronta distribución de justicia que jamás presenciaron ojos
humanos.
En el centro del valle había una hondonada por la que corrían las aguas de cristalino arroyuelo. Á la
derecha del camino, en el punto donde cruzaba el arroyo, veíase un informe montón de piedras, acaso un
antiguo túmulo, que desaparecía casi por completo bajo los brezos y helechos. Buscando estaba Roger el
vado cuando vió venir por el lado opuesto á una pobre mujer cargada de años y achaques, que por dos
veces trató inútilmente de poner el pie sobre una ancha piedra plana colocada en medio del arroyo. Roger
la vió sentarse desalentada en el ribazo y cruzando el vado se le acercó y le ofreció ayudarla.
—Venid, buena mujer; el paso no es tan difícil como parece.
—No puedo, doncel; la edad ha nublado mis ojos y aunque sé que hay una piedra en el vado, no acierto
á verla.
—Pues por eso no ha de quedar, dijo Roger; y tomando en brazos á la enjuta viejecilla la trasladó
prontamente á la otra margen. Muy débil y anciana parecéis para viajar sola, continuó cuando la vió
vacilar y caer de rodillas. ¿Venís de muy lejos?
—De Balsain, donde dejé mi arruinada casuca tres días há. Voy en busca de mi hijo, que es montero
del rey en Corvalle y me ha ofrecido cuidar de mí estos últimos días de mi vida.
—Deber suyo es hacerlo, que vos cuidasteis de él en su niñez. Pero ¿habéis comido? ¿Lleváis
provisiones?
—Tomé un bocado al rayar el día, en el ventorrillo de Dunán.... Pero allí dejé también la última
moneda que me quedaba y por eso necesito llegar esta misma noche á Corvalle, donde nada me faltará.
¡Si vierais á mi hijo, tan arrogante, tan generoso! Olvido mis tribulaciones al figurármelo con su verde
sayo de montero, bordadas sobre el pecho las armas del rey.
—Grande es la tirada de aquí á Corvalle, sobre todo para vos y ya casi de noche. Pero aquí tenéis un
poco de pan y queso y también algunos sueldos para que con ellos completéis vuestra cena en el primer
mesón. Á Dios quedad.
—Él os guarde, generoso mancebo, dijo la viejecilla alejándose y menudeando sus bendiciones.
Al volverse Roger para emprender la marcha descubrió lo que hasta entonces no había reparado; que
su breve entrevista con la pobre mujer había tenido testigos. Eran éstos dos hombres, ocultos hasta
entonces entre los brezos que cubrían el montón de piedras antes citado y que abandonando su escondrijo
se dirigían hacia la hondonada. Uno de ellos, viejo de andrajosos vestidos, inculta barba y retorcida
nariz, tenía más apariencias de bandido que de caminante; el otro era uno de los pocos negros que había
en Inglaterra por aquella época, y Roger contempló asombrado los abultados labios y grandes y blancos
dientes que hacían resaltar la negrura de la tez. Pero el aspecto de ambos desconocidos era tan
sospechoso que Roger creyó prudente subir el ribazo y tomar el camino á buen paso, á fin de evitar su
encuentro. No le siguieron los otros, pero antes de alejarse gran espacio oyó las voces de socorro que
daba la vieja, detenida en medio del camino por ambos bribones, que la despojaban apresuradamente de
las monedas que él le había dado, de su mantón de lana y de la cestilla que en la mano llevaba. Soltó
Roger el zurrón y empuñando su herrado garrote volvió atrás, cruzó el arroyo de un salto y se dirigió á
todo correr hacia el grupo que formaban los salteadores y su víctima.
Pero aquéllos no parecían dispuestos á ceder el campo, pues viéndole venir el negro, sacó un
reluciente cuchillo y lo esperó á pie firme; el otro empuño su nudoso bastón y entre amenazas y
maldiciones invitó á Roger á acercarse. Ningún peligro hubiera detenido en aquel momento al denodado
joven, de ordinario tan comedido y pacífico, pero cuyo semblante indicaba que la indignación y la cólera
lo cegaban, convirtiéndolo en temible adversario. Llegado frente al negro, le descargó tan furioso
garrotazo que soltó el cuchillo y huyó lanzando gritos de dolor. Al verlo el viejo, se abalanzó sobre
Roger y rodeándole fuertemente la cintura con ambos brazos, gritó al otro que apuñaleara á su enemigo
por la espalda. Acercóse el negro, recogió su arma y Roger creyó llegada su última hora, si bien no dejó
de hacer vigorosos esfuerzos para derribar á su adversario, cuya garganta apretaba con furia mientras
forcejeaban ambos de uno á otro lado del camino. En aquel momento supremo se oyó claramente el
galope de numerosos caballos sobre las piedras y casi al mismo tiempo una exclamación de terror del
negro, que huyó á todo correr y no tardó en ocultarse entre la maleza. El otro bandido, cuyos ojos
delataban el miedo que se había apoderado de él, hizo esfuerzos desesperados por rechazar á Roger,
pero éste logró al fin derribarlo y sujetarlo firmemente, contando recibir pronto refuerzo.
Los jinetes llegaban á todo correr, precedidos por el que parecía ser jefe de la partida, que montaba un
hermoso caballo negro y vestía fino sayo de vellorí, cruzado el pecho por ancha banda de rojo color
recamada de oro y cubierta la cabeza con un birrete de blancas plumas. Seguíanle seis ballesteros, con
jubones de paño buriel, cintos de baqueta, capacetes sin plumas y á la espalda ballesta y saetas. Bajaron
la cuesta, cruzaron el vado y en pocos momentos llegaron al lugar de la lucha.
—¡Aquí está uno de ellos! exclamó el jefe, echando pie á tierra y sacudiendo al bandido por el cuello.
Á ver las cuerdas, Pedro, y que lo ates de pies y manos de manera que no vuelva á escurrirse. Le ha
llegado la hora y ¡por San Jorge! que de esta vez las pagará todas juntas. ¿Quién sois, joven? preguntó á
Roger.
—Un amanuense de la abadía de Belmonte, señor.
—¿Tenéis carta ó papel que lo acredite? ¿No seréis uno de tantos pordioseros como infestan estos
caminos?
—Hé aquí las cartas del abad de Berguén. No necesito pedir limosna, dijo el joven algo ofendido.
—Tanto mejor para vos. ¿Sabéis quién soy?
—No, señor.
—Yo soy la ley, soy el corregidor del condado y represento la justicia de nuestro bondadoso soberano,
Eduardo III.
—Á tiempo llegáis, señor, dijo Roger inclinándose ante el personaje. Unos momentos más y sólo
hubierais hallado aquí mi cadáver y quizás también el de esta pobre mujer.
—¡Pero nos falta el otro! exclamó el corregidor. ¿No habéis visto á un negro? Era el cómplice de ese
ladrón y juntos huían....
—El negro escapó en aquella dirección al oiros, dijo Roger señalando hacia las piedras del
desmoronado túmulo.
—Se esconde en la maleza y no puede estar lejos, dijo uno de los ballesteros preparando su temible
arma. Desde que llegamos he estado vigilando los alrededores. Él sabe que con nuestros caballos lo
alcanzaríamos en un santiamén y se guardará de huir.
—¡Pues á buscarlo! Nunca se dirá que un criminal de su laya escapó al corregidor de Southampton y á
sus ballesteros. Dejad á ese bandido tendido en el polvo. Y ahora, muchachos, formad en línea, á
bastante distancia uno de otro, y empiece el ojeo; aprestad las ballestas y yo os procuraré caza como el
mismo rey no puede tenerla. Norris, aquí, á la izquierda; Jacobo el Rojo á la derecha. Eso es. Mucho ojo
con los matorrales, y un cuartillo de vino para el buen tirador que acierte á la pieza.
El negro se había deslizado entre los brezos hasta llegar al derruido monumento, tras cuyas piedras se
escondió; al poco rato quiso averiguar lo que hacían ó proyectaban sus perseguidores, á quienes vió
separarse formando extensa línea y adelantar por la maleza en la dirección que él había tomado y que les
había indicado Roger. Aunque el fugitivo asomó la cabeza lo más prudentemente posible, el ligero
movimiento de unos helechos bastó para denunciar su presencia al corregidor, que en aquel momento
miraba fijamente la eminencia formada por las piedras y el matorral que en parte las cubría.
—¡Ah, bellaco! gritó el funcionario sacando la espada y señalándolo á sus soldados. ¡Allí le tenéis! ¡Á
pie firme, ballesteros! Ya abandona su guarida y corre como un gamo. ¡Tirad!
Así era en efecto, porque al oir el negro las voces del corregidor y verse descubierto, emprendió la
fuga á todo correr.
—Apunta dos varas á la derecha, muchacho, dijo un ballestero veterano, inmediato á Roger.
—No, apenas hay viento; con vara y media basta, contestó su compañero, soltando la cuerda de su
ballesta.
Roger se estremeció, porque el acerado dardo pareció atravesar de parte á parte al fugitivo. Pero éste
siguió corriendo.
—Dos varas te digo, bodoque, comentó el viejo ballestero, apuntando con tanta calma como si tirase al
blanco.
Partió silbando la mortífera saeta y se vió al negro dar de repente un enorme salto, abrir los brazos y
caer de cara al suelo, donde quedó inmóvil.
—Debajo de la espaldilla izquierda, fué lo único que dijo su matador, adelantándose á recobrar su
dardo.
—Á perro viejo no hay tus tus. Esta noche podrás emborracharte con el mejor vino de Southampton,
dijo el personaje á su impasible ballestero. ¿Estás seguro de haberlo despachado?
—Tan muerto está como mi abuela, señor.
—Corriente. Ahora al otro bribón. No faltan árboles allá en el bosque, pero no tenemos tiempo que
perder. Anda, Lobato, saca esa espada y córtale la cabeza al canalla, como tú sabes hacerlo.
—¡Por favor, concededme una gracia que os pido! suplicó el sentenciado dando diente con diente.
—¿Qué es ello? preguntó el magistrado.
—Antes confesaré mi crimen. El negro y yo fuímos, en efecto, quienes después de robar cuanto
pudimos en la barca Rosamaría de la que él era cocinero, asesinamos y despojamos al mercader
flamenco en Belfast. Pronto estoy á que me enviéis allá, ante mis jueces.
—Poco mérito tiene esa confesión y no te valdrá. Es que además de tus fechorías en Belfast y en todas
partes acabas de cometer un asalto en despoblado dentro del territorio de mi jurisdicción y vas á morir.
Basta de charla.
—Pero señor, observó Roger pálido de emoción; no ha sido juzgado y....
—Vos, mocito, me complaceréis grandemente no hablando de lo que no entendéis y menos os importa.
Y tú, belitre, continuó dirigiéndose al reo, ¿qué gracia es esa que pides?
—Tengo en la bota del pie izquierdo un trocito de madera envuelto en lienzo. Perteneció un tiempo á la
barca en que iba el bendito San Pablo cuando las olas lo arrojaron á la isla de Melita. Lo compré por tres
doblas á un marinero que venía de Levante. Os pido que me permitáis morir con esa reliquia en la mano,
y de esta manera no sólo obtendré mi salvación eterna sino también la vuestra, pues debiéndoos tan gran
merced, no dejaré de interceder por vos un solo día.
Á una señal de su jefe, el ballestero Jacobo descalzó al malhechor y halló en la bota la valiosa reliquia,
envuelta en luenga tira de fino cendal. Los soldados se santiguaron devotamente y el corregidor se
descubrió al tomarla y entregársela al sentenciado.
—Si sucediese que por los méritos del gran apóstol San Pablo te fuesen perdonados tus delitos y
abiertas las puertas del Paraíso, dijo el crédulo magistrado, espero que no olvides la gracia que te
concedo y la promesa que me haces. Y ten también presente que toda tu intercesión ha de ser por Roberto
de York, corregidor de Southampton y no por Roberto de York mi primo hermano, el condestable de
Chester. Y ahora, Jacobo, al avío, que todavía tenemos una buena tirada de aquí á Munster y el sol se ha
puesto ya.
Con los ojos dilatados por el espanto contempló Roger aquella conmovedora escena; el obeso
personaje ricamente vestido, el grupo de ballesteros que miraban indiferentes, teniendo asidas las riendas
de sus caballos; la viejecilla, tan espantada como él, que esperaba el final del sangriento drama sentada á
un lado del camino y por último el malhechor de pie, atados los brazos y pálido como un muerto. El más
viejo de los ballesteros se adelantó en aquel momento y desenvainó la cortante hoja; Roger volvió la
espalda y se retiró apresuradamente, pero á los pocos pasos oyó un sonido sordo, horrible, que le hizo
temblar, seguido del golpe que dió el cuerpo al caer en tierra. Momentos después pasaron trotando junto
á Roger el corregidor y cuatro ballesteros, habiendo recibido los otros dos la orden de cavar una fosa y
enterrar los cadáveres. Uno de los soldados limpiaba la larga hoja de su espada en las crines del caballo,
y al verlo Roger le sobrecogió tal angustia que arrojándose sobre la hierba prorrumpió en sollozos
convulsivos. "¡Mundo perverso, se decía, hombres de corazón duro, así los criminales como los
encargados de administrar una justicia brutal y cruenta!"
CAPÍTULO V
HABÍA cerrado la noche y brillaba la luna entre ligeras nubes cuando Roger, cansado y hambriento,
llegó al mesón de Dunán, famoso en diez leguas á la redonda y situado fuera del pueblo, en la
intersección de los tres caminos de Balsain, Corvalle y Munster. Era un edificio bajo y sombrío, cuya
puerta señalaban al caminante y alumbraban de noche dos hachones encendidos. De la ventana central
proyectaba una larga barra á manera de asta, de cuya punta pendía enorme rama seca, señal cierta de que
el sediento viajero hallaría en la venta toda clase de bebidas, y en especial la dorada cerveza y el buen
vino que tanto contribuían á la justa fama del establecimiento.
Á su puerta se detuvo el joven, contemplando distraídamente un caballo ensillado que allí esperaba
piafando, atado á una gruesa argolla fija en la pared. Era la primera vez que el descendiente de los
Clinton de Munster entraba en un mesón y preguntábase qué clase de gentes serían sus compañeros de
hospedaje y qué recibimiento le harían. Pero pensó también que si la distancia á Munster no era larga, en
cambio él no conocía á su hermano, de quien tenía los peores informes; y que lo derecho era pasar la
noche en el albergue de Dunán y presentarse de día en casa de su pariente, que ni lo esperaba, ni sabía de
él, ni jamás le había mostrado el menor interés.
La viva luz que iluminaba la puerta del mesón, las carcajadas que desde ella se oían y el rumor de
vasos entrechocados hicieron vacilar un momento al inexperto viajero, que hasta entonces había pasado
sus noches en la pulcra y callada celda del convento. Pero hizo un esfuerzo y diciéndose que era aquella
una posada pública en la que él tenía tanto derecho á entrar como cualquier otro, franqueó la puerta y se
halló en la sala común.
Aunque era la noche una de las primeras del otoño y nada fría, ardían en el hogar gruesos leños cuyo
humo salía en parte por la chimenea y en parte invadía también la estancia y oprimía las gargantas de
cuantos en ella se encontraban. Sobre el fuego se veía un gran caldero cuyo contenido hervía á
borbotones y despedía el más apetitoso olor. Sentados en torno una docena ó más de toscos bebedores,
quienes al ver á Roger prorrumpieron en voces tales que éste se quedo indeciso, mirándolos á través del
humo que llenaba el local.
—¡Otra tanda, otra tanda! gritó un gandul zarrapastroso. ¡Venga mi cerveza y que pague la tanda el
recienllegado!
—Esa es la ley del Pájaro Verde , aulló otro. ¡Cómo se entiende, tía Rojana! ¿Parroquiano nuevo y
vasos vacíos?
—Un momento, mis buenos señores, un momento. Si no he preguntado lo que queréis es porque ya lo
sé, y escanciando estoy la cerveza para los leñadores, aguamiel para el músico, sidra para el herrero y
vino para todos los demás. Llegaos aquí, buen hidalgo, dijo á Roger, y sed muy bienvenido. Sabed que ha
sido siempre costumbre del Pájaro Verde que el último en llegar pague una convidada. ¿Os conformáis á
ello?
—Me guardaré yo de contravenir los usos de vuestra casa, señora ventera. Pero no estará de más decir
que si mi voluntad es buena mi bolsa no está muy henchida; sin embargo, daré con gusto hasta un ducado
por obsequiar á los presentes.
—¡Bravo! gritaron todos á una voz, chocando y vaciando sus vasos.
—¡Bien dicho, frailecico mío! exclamó un vozarrón sonoro, á tiempo que una pesada mano caía sobre
el hombro de Roger. Volvióse éste y vió á su lado á Tristán de Horla, su compañero de claustro,
expulsado de la abadía aquella mañana.
—¡Por la cruz de Gestas! Malos días se le preparan á Belmonte, continuó el fornido exnovicio. En
veinticuatro horas han dicho adiós á sus vetustos paredones dos de los tres hombres que había en todo el
convento. Porque hace tiempo que te conozco, Roger amigo, y á pesar de tu carita de muñeca llegaras á
ser todo un hombre. El otro á quien me refiero es el buen abad. Ni él es mi amigo ni yo le debo favores,
pero tiene un corazón animoso y sangre de pura raza y vale mucho más que la partida de gansos que tiene
á sus órdenes. ¿No es así, Rogerito?
—Los monjes de Belmonte son unos santos....
—Santos calabacines, que sólo entienden de darse buena vida y llenar el buche. ¿Crees tú que estos
brazos míos y esa cabeza tuya nos fueron dados para llevar semejante vida? Mucho hay que hacer y que
ganar en el mundo, amigo, pero no para los que se encierran entre cuatro paredes.
—Pues entonces ¿por qué te hiciste novicio?
—Justa es la pregunta, á fe mía y no difícil la respuesta. Porque la rubia Margot, de la Granja Real, se
casó con Gandolfo el Zurdo, un pillete de siete suelas, dejando plantado á Tristán de Horla, no obstante
sus promesas y otras cosas que yo me sé. Y estando dicho Tristán enamorado como un bolonio, se metió
en el convento, en lugar de pedir al rey una alabarda ó un arco y de dar al Zurdo un pie de paliza como
para él solo. Con la calma vino la reflexión, le pegué un susto al soplón Ambrosio, hice que me quitaran
el hábito blanco, se enfureció el abad, y por él lo siento, dejé para siempre el monasterio y aquí me tienes
más contento que unas pascuas.
Echáronse á reir sus oyentes, á tiempo que llegaba la patrona con dos grandes jarros de vino y cerveza
y tras ella una sirvienta con platos y cucharas que distribuyó á los parroquianos. Dos de éstos que vestían
el verde sayo de los guardabosques retiraron el caldero del fuego é hicieron plato á los restantes y todos
atacaron con apetito el humeante potaje. Roger se instaló en un ángulo algo apartado del fuego, donde
podía comer y beber con sosiego á la vez que observar los hechos y dichos de aquella extraña reunión,
iluminada por la luz del hogar y tres ó cuatro antorchas colocadas en aros de hierro fijos en las
ennegrecidas paredes. Además de los guardabosques y algunos robustos jayanes que ganaban su vida
carboneando y cortando leña en los vecinos montes, veíase allí á un músico de rubicunda nariz, á un
alegre estudiante de Exeter, y más allá un sujeto de enmarañados cabellos y luenga barba, envuelto en
tosco tabardo y un joven, al parecer montero ó paje, cuyo raído jubón no reflejaba gran crédito sobre la
munificencia de su señor, quienquiera que fuese. Junto á él comía con apetito el alegre exnovicio, á cuya
derecha quedaban tres rudos mozos de labranza. En el rincón más apartado del hogar roncaba un
parroquiano, rendido por las frecuentes libaciones á que sin duda se había entregado antes de la llegada
de los otros huéspedes.
—Ese es Ferrus el pintor, dijo la tía Rojana señalando con el cucharón al dormido bebedor. ¡Y yo,
tonta de mí, que le creí y le dí de beber antes de que me pintara la muestra prometida y ahora me quedo
sin muestra y sin el vino que se me ha tragado ese perdulario! Figuraos, continuó la indignada ventera
dirigiéndose á Roger, que Ferrus me ofreció esta mañana pintarme una enseña con un pájaro verde,
nombre que ha llevado por luengos años esta honrada venta, á condición de darle todo el vino que
quisiese durante su trabajo; ¡y ved aquí lo que ese farsante ha pintado y quiere que cuelgue yo á la puerta
de mi casa!
Diciendo esto presentó la buena mujer un tablero en el que sobre fondo rojizo y nada limpio se
contoneaba una especie de gallina moribunda pintarrajeada de verde, con un ojo saltón y amarillento
colocado más cerca del pescuezo que del pico; era éste encorvado y enorme, y de él pendía un cartelón
pintado de blanco con esta inscripción en letras negras: ¡Al Pagaro Berde!
Aquella obra maestra del pintor ambulante fué acogida con grandes risas, y el mismo Roger no pudo
menos de convenir con la ventera en que aquel papagayo bizco y aquella ortografía fantástica
perjudicarían á la buena fama del mesón y moverían á risa á los señores que allí se detuviesen á
descansar y refrescar durante sus frecuentes cacerías.
—Sería la ruina de mi casa, exclamó la tía Rojana.
—No os apuréis, buena mujer, que yo espero mejorar algo el cuadro, dijo Roger, si vos me dáis los
colores y pinceles del artista Ferrus.
—El cielo os prospere si así lo hacéis, lindo señor, dijo ella sorprendida y encantada con aquella
oferta; y en un santiamén le llevó y abrió el zurrón de Ferrus, admirando la prontitud y habilidad con que
Roger manejó colores, paleta y pinceles y borrando el espantajo verde comenzó á pintar el fondo de la
nueva muestra.
—El barón de Ansur tendrá que arar él mismo sus campos, si quiere grano, voceaba en tanto uno de los
bebedores, con zamarra y gruesas botas de cuero. Lo que es yo no vuelvo á poner el pie en sus tierras.
Doscientos años hace que toda mi parentela suda la gota gorda para que los señores de Ansur tengan buen
vino en sus mesas y copas de oro en que beberlo y brocados y sedas con que vestirse. ¡Voto á tal que
desde hoy me quito la librea y no vuelvo á trabajar para esos señorones holgazanes!
—Tened la lengua, Rodín, advirtió la ventera.
—No, no, dejadle, dijo uno de los leñadores. Lo que necesitamos es que muchos villanos piensen como
Rodín y sacudan el yugo. Medrados estamos si hasta el hablar se nos niega. Por mi parte, aunque me
corten las orejas....
—Ved que eso de cortar orejas, tan bonitamente pueden hacerlo los verdugos de los barones como los
cuchillos de los leñadores, añadió otro de éstos. ¡Por San Jorge! De mí sé decir que prefiero vivir en el
monte á servir á un criado del rey.
—Yo no tengo más amo que el rey, declaró otro de los presentes, después de empinar un jarro lleno de
cerveza.
—¿Y quién es el rey? aventuró Rodín, que estaba ya entre dos luces. ¿Es por ventura un rey inglés
cuando su lengua se niega á decir dos palabras en nuestro idioma? Acordaos de su visita del año pasado
al castillo de Malvar, donde se presentó con gran golpe de senescales, justicias, condestables, monteros y
guardas. En una de las cacerías vigilaba yo la verja de Glendale cuando héte al rey que me echa encima
su caballo, diciendo "¡Ouvrez, ouvrez!" ó cosa parecida. ¿Es ese el rey que ahora tenemos los ingleses?
—¡Á callar se ha dicho! gritó de repente Tristán de Horla, dando un tremendo puntapié al escabel que
tenía delante y lanzándolo contra los troncos del hogar, que despidieron millares de chispas. Nadie
insulte en mi presencia al buen rey Eduardo, ni le nombre siquiera si no ha de ser con el respeto debido.
De lo contrario, ¡por la cruz de Gestas!... Si no sabe hablar inglés sabe combatir mejor que muchos
ingleses, que pasaban la vida atiborrándose de jugosa carne y buena cerveza mientras él daba y recibía
mandobles bajo los muros de París!
Tan enérgicas palabras, dichas por aquel nervudo mocetón, desalentaron á los gruñones, que desde
aquel punto y hora hablaron menos y bebieron más. Así pudo Roger oir lo que se decía en otro grupo
compuesto, según le había dicho al oído la agradecida ventera, de un sangrador, un dentista ambulante y
el músico de la encendida nariz.
—Una rata cruda es mi receta invariable contra la peste, decía gravemente el medicastro; una rata
cruda abierta en canal.
—¿No sería mejor asarla un poco, señor físico? preguntó el sacamuelas. Porque eso de comer ratas
crudas....
—¿Quién habla de comerlas, maese Verdín? exclamó con desdén el discípulo de Esculapio. El
animalito abierto en canal se aplica sobre la llaga ó sobre la inflamación que precede á ésta. Y siendo la
rata animal inmundo, atrae y absorbe por su propia naturaleza los malos humores, libertando de ellos el
cuerpo del paciente.
—¿Y con tal remedio se cura también la viruela? preguntó el músico, después de convencerse de que
su jarro no contenía gota de cerveza.
—Con tanta seguridad como la peste, afirmó el físico, limpiando su plato con un mendrugo de pan.
—Pues entonces, continuó el músico, me alegro de que vuestro tratamiento no sea muy conocido,
porque para mi santiguada que la viruela y la peste son las mejores amigas del pobre en Inglaterra.
—¿Cómo es eso, amigo? preguntó Tristán.
—Escanciad un poco de cerveza de vuestro jarro en este cubilete y os lo diré. Pues bien, muchas veces
se me ha ocurrido que si la peste y otras plagas se llevasen la mitad de la gente que hoy vive en los
dominios del señor rey Eduardo, los que quedasen podrían habitar buenas casas, trabajar poco ó nada y
vivir en la abundancia.
—¡Miren por dónde asoma el arpista! exclamó maese Verdín. Pues ya que tan duras entrañas tenéis, os
deseo que cuando la plaga empiece á matar ingleses se os lleve á vos el primero....
—¡Pesia mí! Lo que á vos os duele, seor dentista, es que muriéndose medio mundo os quedaríais poco
menos que sin trabajo, vos que sólo entendéis de despoblar quijadas y apenas ganáis hoy para pan y
queso.
Renovóse la risa á costa del buen Verdín y el músico se levantó para tomar de un rincón su arpa
vetusta, que empezó á tañer con vigor.
—¡Paso al coplero! exclamaron los leñadores; sentaos aquí junto al fuego, y venga una tonada alegre,
como las que tocasteis en la romería de Malvar.
—¡Que toque "La Rosa de Lancaster"!
—¡No, no, "Las Niñas de Dunán"!
—"¡El Arquero y la Villana!"
Sin hacer el menor caso de aquellas voces, el músico seguía pulsando las cuerdas, fija la mirada en el
ahumado techo, como tratando de recordar la letra de su canto. Luégo entonó con ronca voz una de las
canciones más obscenas de la época, con visible aprobación de la mayoría de sus oyentes. La sangre se
agolpó al rostro de Roger, que abandonando su asiento, exclamó imperiosamente:
—¡Callad! ¡Qué vergüenza! ¡Vos, vos, un anciano que debería dar buen ejemplo á los otros!
La sorpresa de todas aquellas gentes fué profunda.
—¡Por las barbas del rey de Francia! exclamó uno de los monteros. El estudiantino ha recobrado el uso
de la palabra y va á echarnos un sermón.
—Se ha ofendido la damisela, dijo un campesino. Venid acá, señor físico, y sangrad á este querubín
antes que se nos desmaye.
—¡Seguid vuestra canción, maese Lucas, que no hay tilde que ponerle! ¿Estamos en una venta ó en el
salón de mi señora la baronesa?
—¡Que me aspen si toco ni canto más! decía malhumorado el músico, enfundando su arpa. ¿Pues qué
esperaba vuesa merced, un himno sacro ó la letanía? ¿Desde cuándo asustan á los pajecillos las trovas
que entonan todos los juglares del reino? Lo dicho, no canto más.
—Sí haréis, repuso uno de sus oyentes. Á ver, tía Rojana, un jarro de lo bueno para maese Lucas. Yo
convido. Vengan trovas, y si al doncel no le gustan, que se largue, ó si no....
—Poco á poco, don valiente, interrumpió Tristán, poniéndose delante de Roger, como para protegerlo.
Mi compañero ha reprendido al viejo coplista porque ni ha oído jamás las desvergüenzas que os parecen
gracias, ni está en él creer que pueda decirlas sin protesta un hombre de cabeza cana como la del maese,
por más que su nariz lo proclame borrachín de oficio. Pero ya que este frailecico rubio no quiere oir
vuestras trovas, ni vos las cantaréis hoy, ni vos, seor bravucón, lo echaréis á él de esta venta.
—¡Rayos de Dios, y qué justicia mayor nos ha caído hoy encima! exclamó poniéndose en pie un ceñudo
campesino.
—¿Habéis acaso comprado El Pájaro Verde ? preguntó otro. Ved que no sólo el paje llorón sino vos
también váis á dar de bruces en el camino.
—¡Tregua, Tristán! exclamó Roger apresuradamente. Me voy, antes que ser ocasión de una lucha.
—Cállate, muchacho, le contestó su amigo, arremangándose y mostrando los hercúleos brazos. Mal año
para mí si esta gentuza no ha dado con la horma de su zapato. Hazte á un lado y verás cómo les arde el
pelo.... ¡Acercaos, mandrias! ¡Venid á trabar conocimiento con los puños de Tristán de Horla, bellacos!
Viendo que la cosa iba de veras, levantáronse precipitadamente los guardabosques y monteros para
poner paz, mientras la ventera y el físico se dirigían ya á los campesinos y leñadores, ya al brioso
Tristán, procurando aplacarlos con buenas palabras. En aquel momento se abrió violentamente la puerta
del mesón, y la atención de todos se fijó en el recienllegado que con tan poca ceremonia se presentaba.
CAPÍTULO VI
ERA el desconocido hombre de mediana estatura, vigoroso y bien plantado; moreno el rostro, afeitado
cuidadosamente, y acentuadas y un tanto rudas las facciones, desfiguradas en parte por tremenda cicatriz
que cruzaba la mejilla izquierda, desde la nariz hasta el cuello. Vivos los ojos, con expresión de amenaza
en su brillo y en la contracción habitual de las cejas. Su boca de duras líneas y apretados labios no
suavizaba por cierto la severidad del semblante, que revelaba al hombre familiarizado con el peligro y
dispuesto siempre á combatirlo. Su larga tizona y el fuerte arco que llevaba á la espalda revelaban su
profesión, así como las averías de su cota de malla y las abolladuras del casco decían á las claras que
llegaba de los campos de batalla, á la sazón teñidos en sangre inglesa y francesa en la guerra que
proseguían Eduardo III y su hijo el Príncipe Negro contra el Rey Carlos V de Francia. Del hombro
izquierdo del arquero pendía un ferreruelo blanco, con la roja cruz de San Jorge en su centro.
—¡Hola! exclamó guiñando rápidamente los ojos, deslumbrados por la brillante luz del hogar y de las
antorchas. ¡Buena lumbre, buena compañía y buena cerveza! Dios os guarde, camaradas. ¡Una mujer, por
vida mía! dijo al ver á la tía Rojana, que en aquel momento pasaba junto á él con un par de jarros
rebosantes de cerveza. ¡Salud, prenda! y rodeando con su brazo el talle de la ventera, estampó dos
sonoros besos en sus mejillas.
—¡Ah, c'est l'amour, madame, c'est l'amour! tarareó. Mal haya el pícaro francés, que se me ha pegado
á la lengua y voy á tener que ahogarlo en buena cerveza inglesa. Porque habéis de saber que no tengo una
gota de sangre francesa en las venas y que soy el arquero Simón Aluardo, inglés de buena cepa y
contentísimo de volver á poner los pies en su tierra. Así fué que al desembarcar de la galera en la playa
de Boyne besé la tierra, porque hacía ya ocho años que no la veía, como os he besado á vos, bella
ventera, porque de Boyne aquí apenas si he visto media docena de buenas mozas, y ninguna tan apetitosa
como vos.... Pero ¡por mi espada! que esos bribones se han largado con la carga, exclamó lanzándose
hacia la puerta. ¡Hola! ¿estáis ahí? ¡Entrad luego, truhanes!
Á su voz entraron en la estancia tres cargadores con sendos fardos y permanecieron alineados cerca de
la pared.
—Veamos si me devolvéis intacta mi hacienda, buscones. Número uno: un cobertor francés de pluma
finísima, dos sobrecamas de seda labrada de damasco y veinte varas de terciopelo genovés.
—Aquí está todo, señor capitán.
—¡Qué capitán ni qué niño muerto! Á ver, el segundo: un rollo de tela de púrpura, que no se ha visto
matiz más hermoso en Inglaterra y otro de paño de oro; ponlo ahí en el suelo junto al fardo del otro, y si
algo resulta manchado ó averiado te corto las orejas. Número tres: una caja cerrada que contiene broches
de oro y plata, dos dagas de gran valor, un relicario guarnecido de perlas y otros despojos, ganados por
mí con la punta de mi fiel espada. Item más, un paquete con un cáliz y dos crucifijos, todo ello de plata de
ley y hallado por mí en la iglesia de San Dionisio de Narbona, durante el saqueo de aquella ciudad;
objetos que me apropié para evitar que cayeran en manos peores que las muy limpias de un arquero del
rey Eduardo. ¡Corriente, monigotes! La cuenta está completa. Aquí tenéis dos sueldos por barba, que no
debiera dároslos, sino dos puntapiés á cada uno; y decid á la patrona que os eche un trago, que yo pago.
Todos contemplaban y oían con interés al veterano, quien apenas aplacó la sed apurando un enorme
cubilete de estaño lleno de cerveza, volvió á tomar la palabra:
—Y ahora, á cenar, ma belle. Un capón asado, un trozo de carne digno de mi apetito y dos ó tres
frascos de buen vino gascón. Tengo doblas de oro y cornados de plata en el bolsillo, y sé gastarlos, como
buen soldado. Por lo pronto, cuantos me oyen van á tomar un trago de lo que gusten conmigo.
La invitación no era para rehusada; volvieron á llenarse los jarros y bebieron á la salud del alegre
arquero, á quien rodearon todos, á excepción de algunos leñadores y pecheros que vivían lejos y muy á su
pesar tuvieron que abandonar la venta. El recienllegado se había quitado cota, casco y manto y puéstolos
sobre sus fardos, junto con la espada, arco y flechas. Sentado frente al hogar, desabrochada la almilla y
asiendo con la fuerte y atezada diestra el asa de un jarro de buen tamaño lleno hasta los bordes, sonreía
con expresión de profundo contento. Los encrespados cabellos de castaño color le cubrían el cuello y no
parecía tener más de cuarenta años, á pesar de las profundas huellas impresas en su rostro por las
penalidades de sus largas campañas y por los excesos del placer y la bebida. Roger había suspendido la
pintura de la famosa muestra y contemplaba admirado aquel tipo del guerrero de la época tan nuevo para
él, y que en corto espacio habíase mostrado duro y violento, galante, generoso, sonriente y apacible por
fin, seguro de su fuerza y satisfecho de sí mismo. En aquel momento acertó á mirarle el arquero y vió la
sorpresa y la curiosidad retratadas en el rostro del joven.
—¡Á tu salud, mon garçon! exclamó levantando su jarro y con sonrisa que descubrió dos hileras de
firmes y blancos dientes ¡Por mi espada, que no has visto tú muchos hombres de armas, ó no me mirarías
como si fuese yo un moro recienllegado de España!
—Jamás había visto un soldado de nuestras guerras, confesó Roger francamente, aunque sí oído y leído
mucho sobre sus proezas.
—Pues á fe que si cruzas el mar los verás más numerosos que abejas en la colmena. Hoy no podrías
disparar una flecha en las calles de Burdeos sin ensartar arquero, paje, caballero ó escudero de uno ú
otro bando. Y no de los que estilamos por aquí, con justillo y manto, sino con cota de malla ó coraza.
—¿Y dónde habéis hallado todas esas lindas cosas que ahí tenéis? preguntó Tristán, señalando las
riquezas amontonadas del arquero.
—Donde hay otras muchas y mejores esperando que vayan á recogerlas los mozos bien plantados como
tú, que no deberían de seguir enmoheciéndose aquí, esperando que el amo les pague el salario, sino ir á
ganarlo y cobrarlo por sí mismos, allá en tierra de Francia. ¡Voto á tal, que es aquella vida digna de
hombres, noble y honrada cual ninguna! ¡Ea, bebed conmigo á la salud de mis camaradas, á la gloria del
Príncipe Negro, hijo del buen rey Eduardo y sobre todo á la del noble señor Claudio Latour, jefe de la
invicta Guardia Blanca!
—¡Claudio Latour y la Guardia Blanca! exclamaron á una voz los presentes, casi todos conocedores de
los altos hechos de aquel esforzado capitán y del invencible cuerpo de su mando, los famosos Arqueros
Blancos, que habían tomando parte principalísima en las luchas contra Francia.
—¡Bravo, camaradas! Volveré á llenar vuestros cubiletes, por lo bien que habéis brindado en honor de
los valientes que visten el coleto blanco. ¡Venga esa cerveza, ángel mío! y dirigiéndose á la tía Rojana,
que le miraba sonriente y complacida, entonó una canción bélica, con vozarrón tremendo y desafinando á
todo trapo.
—Á fe mía que más entiendo yo de dar flechazos que de cantar trovas.
—La canción esa me la sé yo de la cruz á la fecha, y mi arpa la conoce tan bien como yo, dijo el
músico. Y si este señor predicador, añadió mirando á Roger, no tiene en ello inconveniente, la tocaré y
cantaré en obsequio de este valiente arquero....
Muchas veces recordó después Roger el animado y pintoresco cuadro que presentaba la sala del
Pájaro Verde en aquellos momentos. En el centro del corro el mofletudo y enrojecido rostro del juglar,
cantando con mucha expresión las populares estrofas; el grupo de oyentes, el arquero Simón llevando el
compás con la cabeza y con la mano, y el exnovicio Tristán, que no era de los menos complacidos con el
canto de maese Lucas, á juzgar por la sonrisa que animaba su rostro bonachón.
—¡Por el filo de mi espada! exclamó el arquero al terminar la canción. Muchas noches he oído esa
misma trova en el campo inglés y cuenta que le hacíamos coro más de doscientos soldados del rey; pero
este viejo bebedor deja muy atrás á los que tenemos por oficio manejar el arco, la ballesta y la alabarda.
Entretanto, la ventera y una buena moza que la ayudaba habían colocado sobre la maciza mesa de
encina los apetitosos platos que formaban la cena de Simón, acompañados de algunas enormes rebanadas
de plan blanco.
—Lo que no entiendo, continuó alegremente el arquero mientras se preparaba á despachar su cena, es
que mocetones como vosotros os avengáis á vivir pegados al terruño, doblando el espinazo y sudando el
quilo, cuando tan buena vida podríais llevar bajo las banderas del rey. Miradme á mí. ¿Qué tengo que
hacer? Lo que dice la canción que acabáis de oir: la mano en la cuerda, la cuerda en la flecha y la flecha
en el blanco. Que es precisamente lo que vosotros hacéis como distracción y pasatiempo los domingos,
después del rudo trabajo de la semana.
—¿Y la paga? preguntó uno.
—Pues ya lo estáis viendo: como bien, bebo mejor, convido á quien me place, no pido favores á nadie
y le traigo á mi novia telas de seda y brocado dignas de una princesa. ¿Qué os parece la paga, mes
garçons? ¿Y qué del montón de chucherías y dijes que véis en aquel rincón? Todo ello viene en
derechura del sur de Francia, donde hemos hecho la última campaña. ¿Cuándo esperáis ganar vosotros la
centésima parte de ese botín?
—Rico es, á fe mía, dijo el sacamuelas.
—Y luego, la posibilidad de embolsarse un buen rescate. ¿No sabéis lo que pasó hace pocos años en
las batallas de Crécy y de Poitiers? No hubo hombre de armas ni paje ó escudero inglés que no hiciera
prisionero por lo menos á un rico barón, conde ó alto caballero francés. Ahí está mi primo Roberto, un
gañán como hay pocos, que al empezar la retirada del enemigo en Poitiers puso sus manazas sobre el
paladín francés Amaury de Chateauville, dueño y señor de cien villas y castillos, quien tuvo que aprontar
cinco mil libras de oro por su rescate, amén de dos caballos soberbios con riquísimas preseas. Cierto
que el zafio de Roberto no tardó en quedarse sin blanca, gracias á una mozuela francesa, linda como una
perla y más lista que una ardilla. Pero esas son cuentas suyas, y además ¿no se han hecho las doblas para
gastarlas, sobre todo en compañía de un buen palmito? ¿Verdad, ma belle?
—Bien dicen que nuestros valientes arqueros vuelven al país no sólo ricos sino corteses, replicó la
Rojana, á quien habían impresionado vivamente la franqueza, el buen humor y la generosidad de su nuevo
huésped.
—¡Á vuestra salud, ojos de cielo! fué la réplica del galante soldado, levantando su vaso y sonriendo á
la ventera.
—Una cosa no veo yo muy clara, señor arquero, dijo el estudiante de Exeter. Y es que habiendo
firmado nuestro buen príncipe el tratado de Bretigny con el soberano francés, después de nuestras
recientes y grandes victorias, nos habléis de guerra con Francia y de rescates y botines....
—Lo cual quiere decir que yo miento, barbilindo, interrumpió el soldado, asiendo por las patas el
enorme capón asado que delante tenía, como si fuese una maza de combate.
—Líbreme Dios de semejante atrevimiento, exclamó apresuradamente el jovencillo. De allá venís vos,
y quizás traigáis nuevas nunca oídas todavía en Inglaterra. La tregua con Francia no ha de ser eterna....
—Ni mucho menos. Pero aun cuando es muy cierto, como decís, que hoy por hoy no estamos á
rompernos los huesos con los soldados del rey Carlos, vuestra pregunta prueba que sois novicio en
achaques de guerra. Habéis de saber que en tierra de Francia continúan los cintarazos, porque andan
como siempre divididos y en armas brabantinos, nanteses, gascones y aventureros de todas clases, sin
contar numerosas bandas de rufianes sin bandera, que cercan y saquean ciudades y dan y reciben
cuchilladas sin cuento. Y malo sería que cuando cada quisque tiene la mano en la garganta del vecino y
cada baroncillo marcha al frente de su mesnada contra el primero que se le ponga en el camino, no
tuvieran medios de ganarse la vida en aquel río revuelto los quinientos arqueros ingleses que forman la
invencible Guardia Blanca. No son tantos ahora, porque el caballero de Montclus se llevó un centenar de
ellos en su expedición á Milán contra el Marqués de Monferrato; pero cuento reclutar yo mismo aquí no
pocos muchachos ganosos de honra y provecho, y completar con ellos las filas del cuerpo más lucido que
hoy campea bajo la bandera de San Jorge. Lo único que nos falta es que Sir León de Morel se avenga á
dejar su castillo una vez más y á empuñar la espada, poniéndose al frente de nuestros arqueros.
—No sería poca fortuna para ellos, observó el físico, porque exceptuando á nuestro príncipe y al noble
señor de Chandos, no hay en todo el reino mejor lanza, ni valor más probado que el de Sir León de
Morel.
—Habláis como un libro, que yo le he visto batir el cobre y apenas hay quien le iguale. Nadie lo diría,
con su cuerpecillo de paje, sus corteses maneras y su suave voz; pero ¡por mi espada! desde que nos
embarcamos en Orvel hasta el sitio de París, y de esto hace ya casi veinte años, no hubo caballero inglés
que diera mejor ejemplo, ni escaramuza, emboscada, asalto ó salida en que él no figurase en primera
línea. En busca suya voy al castillo de Monteagudo, antes de reclutar mi gente, para entregarle una carta
de Sir Claudio Latour, rogándole que ocupe el mando vacante por la partida de Montclus. Pero no
quisiera presentarme a él solo, sino por lo menos con un buen par de futuros arqueros blancos.... ¿Qué
dices tú á eso, ganapán? preguntó Simón dirigiéndose á un atlético leñador.
—Mujer y tres hijos tengo en mi cabaña, replicó éste y no puedo dejarlos por servir al rey.
—¿Y tú, mocito?
—Yo soy hombre de paz, contestó Roger, y además tengo otra misión muy distinta.
—¡No estáis vosotros malas gallinas! ¿Dónde están los hombres de Dunán, de Malvar, de Balsain? ¿No
hay ya más que mujeres en Corvalle y Vernel? Pues entonces ¡rayos y truenos! ¿por qué no vestís
guardapiés y cofia y os ponéis á manejar la rueca, que no á beber con hombres?
En aquel momento cayó una pesada mano sobre el hombro de Simón, la manaza de Tristán de Horla, á
quien se oyó decir con gran calma:
—Sois un embustero de tomo y lomo, señor arquero, como lo prueban las patrañas que nos endilgáis
hace media hora; y sois además un deslenguado y os abofetearé lindamente si repetís las palabras que
acabáis de decir.
—¡Bravo, mon garçon! gritó el arquero riendo á carcajadas. Ya sabía yo que de haber un hombre en el
corro no me costaría trabajo descubrirlo. ¿Conque tú quieres abofetearme, eh? Pues mira, otra cosa te
propongo. Una lucha en regla. No á puñadas, porque yo tengo mi plan y no quiero echar á perder esa cara
de pascua que Dios te ha dado. Nos plantamos aquí en medio de la sala, nos agarramos cómo y por dónde
podamos, y si tú me derribas te regalo aquel soberbio cobertor de pluma, que gané en la toma de Narbona
y que no tiene igual ni en la cámara del rey....
—Qué me place, asintió Tristán, quitándose apresuradamente ropilla y jubón y dejando ver los
poderosos músculos de su cuello, pecho y brazos. Venid, arquero; ya podéis despediros de vuestro
cobertor, y por lo menos de un par de huesos que voy á romperos contra el suelo.
—Eres todo un hombre, cabeza roja, exclamó el arquero con gran risa, poniendo á un lado su jarro y
apretando el ancho cinto de cuero.
—Esperad, un momento, dijo un montero. Ya sabemos lo que el soldado apuesta; pero si vos perdéis,
amigo Tristán ¿qué ganará con ello el otro?
—Yo nada tengo que apostar, replicó Tristán muy contrariado y mirando á Simón.
—Sí tienes, gigante mío, sí tienes, dijo éste. Si me derribas, te llevas el cobertor de una princesa; pero
si te derribo yo, me llevo tu cuerpo, sin ser el diablo, y lo alisto por cuatro años en la Guardia Blanca,
con otros mocetones como tú que espero llevarme á Francia y que si escapan con vida me lo han de
agradecer.
—¡Eso es! Justa es la propuesta, exclamaron tres ó cuatro voces.
—Aceptado, y basta de charla, dijo Tristán adelantando el pie izquierdo, echando hacia atrás el cuerpo
y abriendo y cerrando las enormes manos.
El arquero, aunque de estatura mucho menor, tenía músculos de acero y era luchador experto. Acercóse
con cauto paso á su adversario, que le miraba con ceño, erizada la roja cabellera y pronto á asirle entre
sus garras. Sonrióse el arquero, y de pronto se lanzó sobre su contrincante con la velocidad del rayo,
rodeó con su pierna la de Tristán y enlazándole la cintura con sus nervudos brazos, procuró hacer caer de
espaldas al gigante. Pocos hombres hubieran resistido aquel ataque furioso, pero Tristán, sin perder pie,
dió al arquero una sacudida terrible y lo arrojó contra la pared como disparado por una catapulta.
—¡Ma foi! En poco ha estado que te ganaras el cobertor y me hicieras abrir con la cabeza una ventana
más en esta honrada hostelería, dijo el sorprendido soldado, que á duras penas pudo conservar el
equilibrio. Probemos otra vez.
Y volviendo al centro de la estancia fingió repetir su ataque anterior; inclinóse Tristán para echarle
mano, tomando así la actitud que deseaba Simón, quien con rapidez increíble lo asió por ambas piernas,
ó más bien se lanzó contra ellas, obligando á Tristán á caer hacia adelante y sobre las espaldas del
arquero y de ellas de cabeza al suelo. Graves consecuencias hubiera tenido el golpazo para nuestro
exnovicio, á no haberlo dado de lleno en la panza del malhadado pintor, que seguía durmiendo la mona
en su rincón, ajeno á cuanto en la venta ocurría. Despertóse sobresaltado y dando grandes gritos,
hiciéronle coro los espectadores con sus carcajadas y bravos; pero sobre todo aquel estrépito se oyeron
las voces estentóreas del vencido atleta, pidiendo que continuase la lucha.
—¡Otra vez, otra vez! ¡Venid, arquero y por San Pacomio que os he de estrujar como un guiñapo!
—No en mis días, replicó Simón abrochando su coleto. Vencido estás en buena lid y no eres tú
falderillo con quien se pueda jugar á menudo y sin riesgo.
—¿En buena lid, decís? Ha sido una trampa infame....
—No trampa, sino una jugarreta muy conocida de los luchadores franceses y que añadirá un magnífico
recluta á las filas de la Guardia Blanca.
—Cuanto á eso, repuso Tristán, no me pesa haber perdido, pues hace una hora resolví irme con vos,
que me placen vuestro talante y la vida de soldado, para la que me creo nacido. Sin embargo, hubiera
querido daros una costalada y ganarme el cobertor de pluma.
—No lo dudo, mon ami, pero de tí depende buscarte un par de ellos donde abundan y con tus propios
puños. ¡Á tu salud! ¿Pero qué le pasa al menguado ese, que tanto berrea?
Referíanse estas últimas palabras al dolorido pintor, que seguía sentado en su rincón y poniendo el
grito en el cielo. De repente se levantó y mirando al corro con ojos espantados exclamó:
—¡Dios me valga! ¡No bebáis! La cerveza, el vino... ¡envenenados! y llevándose ambas manos al
vientre echó á correr, traspuso la puerta y desapareció en la obscuridad, dejando á Simón, Tristán y
demás bebedores desternillándose de risa.
Poco después se retiraron á sus casas algunos de éstos y á sus no muy blandos lechos los huéspedes de
la tía Rojana. Roger, cansado de cuerpo y espíritu, cayó pronto en profundo mas no sosegado sueño y se
imaginó presenciar ruidoso aquelarre en el que figuraban, á vueltas con sendas brujas y trasgos, juglares,
pordioseros, monjes, soldados y los muchos y muy curiosos tipos congregados aquella noche en la
posada del Pájaro Verde.
CAPÍTULO VII
AL romper el alba estaba ya la buena ventera atizando el fuego en la cocina, malhumorada con la
pérdida de los doce sueldos que le debía el estudiante de Exeter, quien aprovechando las últimas
sombras de la noche había tomado su hatillo y salido calladamente de la hospitalaria casa. Los lamentos
de la tía Rojana y el cacareo de las gallinas que tranquilamente invadieron la sala común apenas abrió
aquella la puerta de la venta, no tardaron en despertar á los huéspedes. Terminado el frugal desayuno,
púsose en camino el físico, caballero en su pacífica mula y seguido á corta distancia por el sacamuelas y
el músico, amodorrado éste todavía á consecuencia de los jarros de cerveza de la víspera. Pero el
arquero Simón, que había bebido tanto ó más que los otros, dejó el duro lecho más alegre que unas
castañuelas, cantando á voz en cuello Los Amores de Albuino, trova muy popular á la sazón; y después de
besar á la patrona y de perseguir á la criada hasta el desván, se fué al arroyo cercano, en cuyas cristalinas
aguas sumergió repetidas veces la cabeza, "como en campaña," según decía.
—¿Á dónde os encamináis esta mañana, moro de paz? preguntó á Roger apenas le vió.
—Á Munster, á casa de mi hermano, donde permaneceré probablemente algún tiempo, contestó Roger.
Decidme lo que os debo, buena mujer.
—¿Lo que vos me debéis? exclamó la ventera, que contemplaba admirada la muestra pintada por el
joven la noche anterior. Decid más bien cuánto os debo yo, señor pintor. ¡Este sí que es un pájaro y no un
muñeco; venid aquí, vosotros, y contemplad esta bella enseña!
—¡Calla, y tiene los ojos de color de fuego! exclamó la criada.
—Y unas garras y un pico que dan miedo, dijo Tristán.
—Miren el niño, y qué callado lo tenía, comentó el arquero. Es ese un gran pájaro y una bonita enseña
para vos, patrona.
Complacido quedó el modesto artista al oir aquellos espontáneos elogios, y no menos al pensar que en
la vida no todo eran rencores, luchas, crímenes y engaño, sino que podía ofrecer también momentos de
legítima satisfacción. La ventera se negó redondamente á recibir un solo sueldo de Roger por su
hospedaje, y el arquero y Tristán lo sentaron á la mesa entre ambos, invitándole á compartir su abundante
almuerzo.
—No me sorprendería saber, dijo Simón, que también sabes leer pergaminos, cuando tan listo eres con
pinceles y colores.
—Gran vergüenza sería para mí y para los buenos religiosos de Belmonte, que yo no supiera leer,
contestó Roger. Como que he sido amanuense del convento por cinco años, y á los monjes debo todo lo
que sé.
—¡Este mozalbete es un prodigio! exclamó el arquero mirándole con admiración. ¡Y sin pelo de barba
y con esa cara de niña! Cuidado que yo le pego un flechazo al blanco, por pequeño que sea y á trescientos
cincuenta pasos, cosa que no pueden hacer muchos y muy buenos arqueros de ambos reinos; pero que me
ahorquen si puedo leer mi nombre trazado con esos garabatos que vosotros usáis. En toda la Guardia
Blanca un solo soldado sabía leer y recuerdo que se cayó en una cisterna durante el asalto de Ventadour;
lo que prueba que el leer y escribir no es para hombres de guerra, por mucho que le pueda servir á un
amanuense.
—También yo entiendo algo de letra, dijo Tristán con la boca llena; por más que no estuve bastante
tiempo con los monjes para aprenderlo bien, que ello es cosa de mucho intríngulis.
—¿Sí? Pues aquí tengo yo algo que te permitirá lucirte, repuso el arquero, sacando del pecho un
pergamino que entregó á Tristán. Era un delgado rollo, firmemente sujeto con una cinta de seda roja y
cerrado por ambos extremos con grandes sellos de igual color. El exnovicio miró y remiró largo tiempo
la inscripción exterior, contraídas las cejas y medio cerrados los ojos.
—Como no he leído mucho estos días, acabó por decir, no estoy del todo seguro de lo que aquí reza.
Yo puedo creer que dice una cosa y otro puede leer otra muy diferente. Pero á juzgar por lo largo de las
líneas, paréceme que se trata de unos versículos de la Biblia.
—No estás tu mal versículo, camarada, dijo Simón moviendo la cabeza negativamente. Lo que es á mí
no me haces creer que el señor Claudio Latour, valiente capitán si los hay, me ha hecho cruzar el canal
sin más embajada que una salmodia. Pasa el rollo al mocito y apuesto un escudo á que nos lo lee de
golpe.
—Pues por lo pronto, esto no es inglés, dijo Roger apenas leyó algunas palabras. Está escrito en
francés, con muy primorosa letra por cierto, y traducido dice así: "Al muy alto y muy poderoso Barón
León de Morel, de su fiel amigo Claudio Latour, Capitán de la Guardia Blanca, castellano de Biscar,
señor de Altamonte y vasallo del invicto Gastón, Conde de Foix, señor de alta y baja justicia."
—¿Qué tal? dijo el arquero recobrando el precioso documento. Vales mucho, chiquillo.
—Ya me figuraba yo que decía algo por el estilo, comentó Tristán, pero me callé porque no entendí eso
de alta y baja justicia.
—¡Vive Dios y qué bien lo entenderías si fueras francés! Lo de baja justicia quiere decir que tu señor
tiene el derecho de esquilmarte, y la alta justicia lo autoriza para colgarte de una almena, sin más
requilorios. Pero aquí está la misiva que debo llevar al barón de Morel, limpios quedan los platos y seco
el jarro; hora es ya de ponernos en camino. Tú te vienes conmigo, Tristán, y cuanto al barbilindo ¿á
dónde dijiste que ibas?
—Á Munster.
—¡Ah, sí! Conozco bien este condado, aunque nací en el de Austin, en la aldehuela de Cando, y nada
tengo que decir contra vosotros los de Hanson, pues no hay en la Guardia Blanca arqueros ni camaradas
mejores que los que aprendieron á tirar el arco por estos contornos. Iremos contigo hasta Munster,
muchacho, ya que eso poco nos apartará de nuestro camino.
—¡Andando! exclamó alegremente Roger, que se felicitaba de continuar su viaje en tan buena
compañía.
—Pero antes importa poner mi botín en seguridad y creo que lo estará por completo en esta venta, de
cuya dueña tengo los mejores informes. Oid, bella patrona. ¿Véis esos fardos? Pues quisiera dejarlos
aquí, á vuestro cuidado, con todas las buenas cosas que contienen, á excepción de esta cajita de plata
labrada, cristal y piedras preciosas, regalo de mi capitán á la baronesa de Morel. ¿Queréis guardarme mi
tesoro?
—Descuidad, arquero, que conmigo estará tan seguro como en las arcas del rey. Volved cuando
queráis, que aquí habréis de hallarlo todo intacto.
—Sois un ángel, bonne amie. Es lo que yo digo: tierra y mujer inglesas, vino y botín franceses.
Volveré, sí, no sólo á buscar mi hacienda sino por veros. Algún día terminarán las guerras, ó me cansaré
yo de ellas, y vendré á esta tierra bendita para no dejarla más, buscándome por aquí una mujercita tan
retrechera como vos.... ¿Qué os parece mi plan? Pero ya hablaremos de esto. ¡Hola, Tristán! Á paso
largo, hijos míos, que ya el sol ha traspuesto la cima de aquellos árboles y es una vergüenza perder estas
horas de camino. ¡Adieu, ma vie! No olvidéis al buen Simón, que os quiere de veras. ¡Otro beso! ¿No?
Pues adiós, y que San Julián nos depare siempre ventas tan buenas como ésta.
Hermoso y templado día, que convirtió en gratísimo paseo el camino de los tres amigos hasta Dunán, en
cuyas calles vieron numerosos hombres de armas, guardias y escuderos de la escolta del rey y de sus
nobles, hospedados por entonces en el vecino castillo de Malvar, centro de las reales cacerías. En las
ventanas de algunas casas menos humildes y destartaladas que las restantes se veían pequeños escudos de
armas que señalaban el alojamiento de un barón ó hidalgo de los muchos que no había sido posible
aposentar en el castillo. El veterano arquero, como casi todos los soldados de la época, reconoció
fácilmente las armas y divisas de muchos de aquellos caballeros.
—Ahí está la cabeza del Sarraceno, iba diciendo á sus compañeros; lo cual prueba que por aquí anda
Sir Bernardo de Brocas, á quien esas armas pertenecen. Yo le ví en Poitiers, en la última acometida que
dimos á los elegantes caballeros franceses y os aseguro que peleó como un león. Es montero mayor de Su
Alteza y trovador como hay pocos, pero no iguala al señor de Chandos, que canta unas trovas alegres con
más gracia que nadie. Tres águilas de oro en campo azul; ese es uno de los Lutreles, dos hermanos á cual
más esforzado. Por la media luna que va encima juzgo que debe de ser la divisa de Hugo Lutrel, hijo
mayor del viejo condestable, á quien retiramos del campo de batalla de Romorantín con el pie atravesado
por un dardo. Allí á la izquierda campea el casco con plumas rizadas de los Debrays. Serví un tiempo á
las órdenes del señor Rolando Debray, gran bebedor y buena lanza, hasta que la gordura le impidió
montar á caballo.
Así continuó comentando Simón, atentamente escuchado por Roger, mientras su hercúleo compañero
contemplaba con interés los grupos de pajes y escuderos, los magníficos lebreles y los mozos que
limpiaban armas y monturas ó discutían sobre los méritos de los corceles pertenecientes á sus señores
respectivos. Al pasar frente á la iglesia se abrieron las puertas de ésta para dar salida á numeroso grupo
de fieles. Roger dobló la rodilla y se descubrió, pero antes de que terminara su corta oración ya habían
desaparecido sus dos compañeros en el recodo que más allá de la iglesia formaba la calle del pueblo y
Roger tuvo que correr para alcanzarlos.
—¡Cómo! exclamó. ¿Ni siquiera un avemaría ante las abiertas puertas de la casa del Señor? ¿Así
esperáis que Él bendiga vuestra jornada?
—Amigo, repuso Tristán, he rezado tanto en los últimos dos meses, no sólo al levantarme y acostarme
sino en maitines, laudes y vísperas, que todavía me da sueño al pensar en ello y creo que tengo rezos
anticipados para algunas semanas por lo menos.
—Nunca están demás las oraciones, observó Roger con calor. Es lo único que puede valernos. ¿Qué es,
sino una bestia, el hombre para quien la vida se reduce á comer, beber y dormir? Sólo cuando se acuerda
del inmortal espíritu que lo anima se eleva y se convierte en hombre, en sér racional. ¡Pensad cuán triste
sería que el Redentor hubiese derramado en vano su preciosa sangre!
—¡Tate, y qué gran cosa es el muchacho éste, que se ruboriza como una doncella y al propio tiempo
sermonea como todo el sacro Colegio de Cardenales! exclamó el arquero. Y á propósito, ya que de la
muerte de Nuestro Señor nos hablas, juro que no puedo pensar en ello sin desear que aquel bribón de
Judas Iscariote, que por la cuenta debió de ser francés, hubiese venido por estas tierras, para tener el
gusto de pegarle cien flechazos, desde los pies hasta la coronilla. Y no fueron menos canallas los que
crucificaron á Jesús. Por mi parte, la muerte que prefiero es la que se recibe en el campo de batalla,
cerca de la gran bandera roja con su león rampante, entre las voces de los combatientes, el chocar de las
armas y el silbido de las flechas. Pero eso sí, máteme lanza, espada ó dardo, caiga yo á los golpes del
hacha de combate ó atravesado por alabarda ó daga; pero me parecería una vergüenza recibir la muerte
de una de esas bombardas que ahora empiezan á usar gentes cobardes, que derrengan á un valiente desde
lejos y son más propias para asustar mujercillas y niños con sus fogonazos y estampidos que para
habérselas con hombres de pelo en pecho.
—Algo he leído en el claustro sobre esas nuevas máquinas de guerra, dijo Roger. Y á duras penas
comprendo cómo una bombarda pueda lanzar pesada esfera de hierro á doble distancia que la alcanzada
por la flecha del mejor arquero, y con fuerza suficiente á destrozar armaduras y batir murallas.
—Así es, en efecto. Pero también es cierto que mientras los noveles armeros limpiaban sus bombardas
y les hacían tragar un polvo negro que debe de ser obra del diablo y les atacaban una de sus pelotas de
hierro, nosotros los arqueros blancos solíamos atizarles hasta diez flechazos cada uno, dejando
ensartados y tendidos á buen número de aquellos bellacos, que Dios confunda. Sin embargo, no negaré
que en el cerco de una plaza ó una fortaleza, las compañías de pedreros y bombardas prestan magno
servicio y abren á los verdaderos soldados la brecha que necesitamos para ir á verle de cerca la cara al
enemigo.... Pero ¿qué esto? Alguien gravemente herido ha pasado hace poco por aquí. ¡Mirad!
Al decir esto señalaba y seguía el soldado un rastro de sangre que teñía la hierba y las piedras del
camino.
—Un ciervo herido, quizás....
—No lo creo. Soy bastante buen cazador para descubrir su pista, si alguno hubiera pasado por aquí.
Quienquiera que sea, no anda lejos. ¿Oís?
Los tres se pusieron á escuchar. De entre los árboles del bosque llegaba hasta ellos el ruido de unos
golpes dados á intervalos regulares, el eco de ayes y lamentos dolorosos y una voz que entonaba
acompasado canto. Llenos de curiosidad, se adelantaron rápidamente y vieron entre los árboles á un
hombre alto, delgado, que vestía largo hábito blanco y andaba lentamente, inclinada la cabeza y cruzadas
las manos. Abierto y caído el hábito desde los hombros hasta la cintura, dejaba descubiertas las
espaldas, que aparecían cárdenas y ensangrentadas, dejando correr hilos de sangre que manchaban la
túnica y goteaban sobre el suelo. Iba tras él otro individuo de menor estatura y más edad, vestido como el
primero y con un libro abierto en la mano izquierda, al paso que la derecha empuñaba unas largas
disciplinas, con las que azotaba cruelmente á su compañero al terminar la lectura de cada una de las
oraciones que en francés salmodiaba.
Asombrados contemplaban nuestros viajeros el inesperado espectáculo, cuando el azotador entregó
libro y disciplinas á su compañero y descubrió sus propias espaldas, de las que muy pronto empezó á
correr la sangre, á los zurriagazos furibundos que le daba su verdugo. Cosa extraña y nueva aquella para
Roger y Tristán, mas no para el arquero.
—Son los Penitentes, dijo; unos frailes que á cada paso encontrábamos en Francia y muy numerosos en
Italia y Bohemia, pero apenas conocidos todavía en Inglaterra, donde ciertamente no esperaba yo verlos.
Aun los pocos que aquí hay son todos extranjeros, según me han dicho. ¡En avant! Pongámonos al habla
con esos reverendos que en tan poco estiman su pellejo.
—Bastante os habéis azotado ya, padres míos, les dijo el arquero en buen francés al llegar junto á los
penitentes. Largo es el reguero de vuestra sangre en el camino. ¿Por qué os maltratáis de esa manera?
—¡C'est pour vos péchés, pour vos péchés! murmuraron ambos, fijando en los recienllegados sus
tristes miradas. Y volvieron á manejar las disciplinas tan vigorosamente como antes, sin atender á las
palabras y súplicas de los desconocidos, quienes renunciaron á seguir contemplando aquel triste cuadro
ya que no podían impedirlo, y se pusieron apresuradamente en camino.
—¡Por vida de los babiecas estos! exclamó Simón. Si mis pecados necesitan sangre que los lave, más
de dos azumbres de la que corre por mis venas he dejado yo en tierra de Francia; pero perdida en buena
lucha y no friamente y gota á gota, como la derraman los penitentes sin más ni más. Pero ¿qué es eso,
mocito? Estás más blanco que las famosas plumas del casco de Montclus, que nos servían para
reconocerle y seguirle allá en Narbona. ¿Qué te pasa?
—No es nada, dijo Roger. No estoy acostumbrado á ver correr la sangre humana.
—Caso extraño es para mí, dijo el veterano, que quien tan bien piensa y mejor habla tenga el corazón
tan débil....
—¡Alto ahí! exclamó Tristán. No es flaqueza de ánimo, que yo conozco bien á este muchacho. Su
corazón es tan entero como el tuyo ó el mío; lo que hay es que tiene en su mollera mucho más de lo que tú
tendrás nunca debajo de ese puchero de peltre que te cubre el cráneo y por consiguiente ve más allá y
siente más hondo que nosotros, y se afecta con lo que no puede afectarnos.
—No hay duda que para mirar con indiferencia correr la sangre se requiere aprendizaje, asintió Simón,
después de reirse de la irrespetuosa salida de su recluta.
—Estos religiosos extranjeros me parecen gente muy santa, observó Roger, pues de lo contrario no se
impondrían tan cruel martirio en satisfacción de pecados ajenos.
—Pues yo me río de ellos y de sus azotes, salmos y melindres, dijo Tristán. ¿Á quién aprovecha la
sangre que derraman? Déjate de simplezas, Roger, que después de todo esos frailes pueden ser muy bien
como algunos que tú y yo conocemos, ¿eh? Más les valiera dejar tranquilas sus espaldas y no meterse á
redentores sino ser algo más humildes, que á la legua se les trasluce el orgullo.
—¡Por el rabo de Satanás, recluta, jamás creí que con esa cabeza color de zanahoria pudieras tú pensar
cosas tan discretas! Diga lo que quiera el sabio Roger, ni este arquero, ni por lo visto este mameluco
rojo, creerán jamás que al buen Dios le guste ver á los hombres, frailes ó no frailes, abriéndose las
carnes con un rebenque. De seguro que mira con mejores ojos á un soldado franco y alegre como yo, que
nunca ofendió al vencido ni volvió la espalda al enemigo.
—Pensáis como podéis, y creéis decir bien, repuso Roger. Pero ¿acaso imagináis que no hay en el
mundo otros enemigos que los guerreros franceses, ni más gloria que la que pueda alcanzarse
combatiéndolos? Vos tendríais por esforzado campeón al que en un solo día venciese á siete poderosos
rivales. Pues ¿qué me decís del justo que ataque, venza y subyugue á esos otros siete y más poderosos
enemigos del alma, los pecados capitales, con algunos de los cuales ha de durar su lucha años enteros?
Esos campeones que yo admiro son los modestos servidores de Dios que mortifican la carne para
dominar el espíritu. Los admiro y los respeto.
—Sea en buen hora, mon petit, y nadie te lo ha de impedir mientras yo ande cerca. Para predicador no
tienes precio. Como que me recuerdas al difunto padre Bernardo, que fué un tiempo capellán de la
Guardia Blanca y que era un ángel con verrugas y cabellos canos. Por cierto que en la batalla de Brignais
lo atravesó con su pica un soldado tudesco al servicio del rey de Francia, sacrilegio por el cual
obtuvimos que el Papa de Avignón excomulgara al matador. Pero como nadie le conocía y sólo sabíamos
de él que era bajo y rechoncho y manejaba la pica como un ariete, es de temer que la excomunión no le
haya alcanzado, ó lo que es peor, que haya recaído sobre algún otro maldito tudesco de los muchos que
dejan su tierra para dejar después el pellejo en Francia.
Rióse Roger de los fantásticos conocimientos canónicos del veterano, á quien preguntó si la valiente
Guardia Blanca había llegado en efecto hasta Avignón y doblado la rodilla ante el sucesor de San Pedro.
—No lo dudes, chiquillo, contestó Simón. Dos veces he visto yo al Papa Urbano con mis propios ojos.
Es, ó era, porque en el campamento se habló hace poco de su muerte, un viejecillo chiquitín, con ojos
muy grandes, nariz encorvada y un mechón de pelo blanco en la barba. La primera vez le sacamos diez
mil ducados, pero gritó y se enfureció de mala manera. La segunda entrevista fué para pedirle veinte mil
ducados más, y te aseguro que armó un cisco feroz. Tres días de reyertas y cabildeos nos costó antes de
que nuestro capitán nos llamara para recibir y conducir las talegas que contenían las doblas de oro. Yo he
creído siempre que hubiéramos salido mejor librados saqueando el palacio del Papa, pero los jefes
ingleses se opusieron á ello. Recuerdo que un cardenal vino á preguntarnos si preferíamos recibir quince
mil ducados con una indulgencia plenaria para cada arquero, ó veinte mil ducados con la maldición de
Urbano V. En todo el campo no hubo más que una opinión: veinte mil ducados. Sin embargo nuestro
capitán acabó por ceder y recibimos la bendición apostólica contra toda nuestra voluntad y un sin fin de
indulgencias. Quizás valiera más así, porque bien las necesitábamos los arqueros blancos por aquel
entonces.
El piadoso Roger escuchaba horrorizado aquellos detalles. Las creencias de toda su vida, su profundo
respeto por la dignidad pontificia, la veneración que profesaba al jefe visible de la Iglesia, todo le
impulsaba á protestar contra la escandalosa irreverencia del soldado. Parecíale que con solo escuchar el
impío relato había pecado él mismo; que el sol debía ocultar sus brillantes rayos tras negras nubes y
trocar el campo sus alegres galas por la desolación y la tristeza del desierto. Sólo recobró un tanto la
perdida calma cuando se hubo postrado de hinojos ante una de las toscas cruces inmediatas al camino y
orado fervorosamente, pidiendo para el arquero y para sí mismo el perdón del Cielo.
CAPÍTULO VIII
TRISTÁN y Simón siguieron andando. Al terminar Roger sus oraciones recogió bastón y hatillo y
corriendo como un gamo no tardó en llegar á una cabaña situada á la izquierda del sendero y rodeada de
una cerca, junto á la cual estaban el arquero y su recluta, mirando á dos niños de unos ocho y diez años
respectivamente; plantados ambos en medio del jardinillo que cercaba la casa, silenciosos é inmóviles,
fija la vista en los árboles del otro lado del camino y teniendo en la mano izquierda, extendido
horizontalmente el brazo, unos largos palos á manera de pica ó alabarda, parecían dos soldados en
miniatura. Eran ambos de agraciadas facciones, azules ojos y rubio cabello; el bronceado color de su tez
era claro indicio de la vida que hacían al aire libre en la soledad del frondoso bosque.
—¡De tal palo tal astilla! gritaba regocijado el buen Simón al llegar Roger. Esta es la manera de criar
chiquillos. ¡Por mi espada! yo mismo no hubiera podido adiestrarlos mejor.
—Pero ¿qué es ello? preguntó Roger. Parecen dos estatuas. ¿Les pasa algo?
—No, sino que están acostumbrando y fortaleciendo el brazo izquierdo para sostener debidamente,
cuando sean hombres, el pesado arco de combate. Así mismo me enseñó mi padre y seis días de la
semana tenía que aguantarme en esa posición lo menos una hora por día, sosteniendo á brazo tendido el
pesado bastón herrado de mi padre, hasta que el brazo me parecía de plomo. ¡Hola, bribonzuelos!
¿cuánto os falta todavía?
—Hasta que el sol salga por encima de aquel roble más alto y nos haga cerrar los ojos, contestó el
mayor.
—¿Y qué váis á ser vosotros? ¿Pecheros, leñadores?
—¡No, arqueros! dijeron ambos á una voz.
—¡Bien contestado, granujas! Ya se echa de ver que vuestro padre es de los míos. Pero ¿qué haréis
cuando seáis soldados?
—Matar escoceses, dijo el chiquitín frunciendo el ceño.
—¡Acabáramos! ¿Y qué entuerto os han hecho los pobres súbditos del rey Roberto? Sé que las galeras
de España y Francia no han andado muy lejos de Southampton en estos últimos tiempos, pero dudo que
los escoceses asomen por aquí ahora ni en muchos años.
—Pues nosotros, insistió el mayor de los niños, aprendemos á manejar el arco para matar escoceses, y
no franceses ni españoles, porque aquéllos fueron los que cortaron los dedos á nuestro padre, para que no
pudiera volver á manejar su arco.
—Muy cierto es eso, dijo una voz sonora detrás de los caminantes.
Era el que hablaba un rudo campesino de alta estatura, que al acercarse levantó ambas manos, á cada
una de las cuales le faltaban el pulgar y los dos primeros dedos.
—¡Por San Jorge! ¿Quién os ha maltratado de esa manera, camarada? preguntó Simón.
—Bien se echa de ver, repuso el otro, que sois nacido lejos de la tierra maldita de Escocia y que
aunque soldado, no os han conducido nuestras banderas á las guaridas de aquellos lobos. De lo contrario
reconoceríais desde luego en estas mutilaciones la barbarie de Douglas el Diablo, ó el Conde Negro,
como también le llaman.
—¿Os hizo prisionero?
—Sí, por mi mal. Nací en el norte, en Beverley, cerca de la frontera escocesa, y bien puedo decir que
por muchos años no hubo mejor arquero desde Trent hasta Inverness. Mi fama me perdió, lo mismo que á
otros muchos buenos tiradores ingleses, pues cuando nuestras luchas nos hicieron caer en manos de
Douglas, aquella hiena, en lugar de matarnos, nos hizo cortar tres dedos de cada mano para que no
pudiésemos despacharle más soldados ó atravesarle á él mismo los hígados de un flechazo. ¡Quiera Dios
que estos dos hijos míos paguen un día con creces la deuda de su padre! Entre tanto, el rey me ha dado
esa casita y algunas tierras acá en el sur, y de su producto vivimos. ¡Á ver, muchachos! ¿Cuál es el precio
de los dos pulgares de vuestro padre?
—Veinte vidas escocesas, contestó el mayor.
—¿Y por los otros cuatro dedos que me faltan?
—Diez vidas más, dijo su hermanito.
—Total treinta. Cuando puedan doblar mi gran arco de guerra, los enviaré á la frontera, para que se
alisten á las órdenes del invencible Copeland, gobernador de Carlisle. Y os aseguro que como lleguen á
verse frente á frente de mi verdugo y á menos de cuatrocientos pasos, no cortará más dedos ingleses el
viejo zorro de Douglas.
—Así viváis para verlo, camarada, dijo Simón. Y vosotros, mes enfants, tened presente el consejo de
un arquero veterano y que sabe su oficio: al tender el arco, la mano derecha pegada al cuerpo, para tirar
de la cuerda no sólo con la fuerza del brazo, sino con ayuda del costado y muslo derechos. Y por vuestra
vida, aprended también á disparar formando curva, pues aunque de ordinario la flecha va derecha al
blanco, os hallaréis muchas veces atacando á gentes parapetadas tras las almenas ó en lo alto de una
torre, ó á enemigos que ocultan pecho y cara con el escudo y á quienes sólo matan las flechas que les
caen del cielo. No he tendido un arco hace dos semanas, pero eso no quita que os pueda dar una lección
práctica, para que sepáis cómo taladrarle los sesos á un escocés, aunque sólo le veáis las plumas de la
gorra.
Diciendo esto, asió Simón el poderoso arco que á la espalda llevaba, tomó tres flechas y señaló á los
niños, que ávidamente seguían todos sus movimientos, un altísimo árbol y más allá, en un claro del
bosque, un tronco carcomido de un pie de diámetro y no más de dos ó tres de altura. Midió el arquero la
distancia con mirada de águila y en seguida lanzó las tres flechas una tras otra, con increíble rapidez y
apuntando á lo alto. Las flechas pasaron rozando las ramas más elevadas del árbol y dos de ellas fueron á
clavarse en el tronco de que hemos hablado, describiendo una curva enorme y perfecta. La tercera flecha
rozó el seco tronco y penetró profundamente en la tierra, á dos pulgadas de aquél.
—¡Soberbio! exclamó el mutilado arquero. ¡Aprended, muchachos, que este es buen maestro!
—Á fe mía que si empezara á hablaros de arcos y ballestas no acabara en todo el día, dijo Simón. En la
Guardia Blanca tenemos tiradores capaces de asaetear uno por uno todos los encajes y junturas de la
armadura mejor construida. Y ahora, pequeñuelos, id á traerme mis flechas, que algo cuestan y mucho
sirven y no es cosa de dejarlas clavadas en los troncos secos del camino. Adiós, camarada; os deseo que
adiestréis ese par de halconcillos de manera que un día puedan traeros buena caza y le saquen también
los ojos al pajarraco con quien tenéis pendiente tan grave cuenta.
Dejando atrás al mutilado arquero, siguieron la senda que se estrechaba al penetrar en el bosque, cuyo
silencio interrumpió de pronto el ruido de una carrera precipitada entre la maleza. Un instante después
saltó al camino una hermosa pareja de gamos, y aunque los viajeros se detuvieron, el macho, alarmado,
saltó de nuevo y desapareció á la izquierda del camino. La hembra permaneció unos instantes como
asombrada, mirando al grupo con sus grandes y dulces ojos. Contemplaba Roger con admiración el
soberbio animal, pero Simón no pudo resistir el instinto del cazador y preparó su arco.
—¡Tête Dieu! exclamó en voz baja. No vamos á tener mal asado en la comida.
—¡Teneos, amigo! dijo Tristán posando la mano sobre el arco de Simón, á tiempo que el gamo
desaparecía á todo correr. ¿No sabéis que la ley es rigorosísima? En mi mismo pueblo de Horla recuerdo
á dos cazadores á quienes sacaron los ojos por matar esos animales. Confieso que no me fuisteis muy
simpático la primera vez que os ví y oí, pero desde entonces he aprendido á estimaros y ¡por la cruz de
Gestas! no quisiera ver el cuchillo de los guardabosques jugándoos una mala partida.
—Tengo por oficio arriesgar mi pellejo, repuso Simón encogiéndose de hombros.
Sin embargo, volvió á poner la flecha en su aljaba, se echó el arco al hombro y continuó andando entre
sus dos amigos. Iban subiendo una cuesta y pronto llegaron á un punto elevado desde el cual pudieron ver
á la izquierda y detrás de ellos el espeso bosque y hacia la derecha, aunque á gran distancia, la alta torre
blanca de Salisbury, cuyas alegres casitas rodeaban la iglesia y se extendían por la ladera. La vegetación
poderosa, el aire puro de la montaña, el canto de multitud de pajarillos y la vista de los ondulantes
prados que más allá de Salisbury se divisaban, eran espectáculo tan nuevo como interesante para Roger,
que hasta entonces había vivido en la costa. Respiraba con delicia y sentía que la sangre corría con más
fuerza por sus venas. El mismo Tristán apreció la belleza del paisaje y el robusto arquero entonó, ó por
mejor decir, desentonó algunas picantes canciones francesas, con voz y berridos capaces de no dejar un
solo pájaro en media milla á la redonda.
Tendiéronse sobre la hierba y tras breve silencio dijo Simón:
—Me gusta el compañero ese que hemos dejado allá abajo. Se le ve en la cara el odio que guarda á su
verdugo, y á la verdad, me placen los hombres que saben preparar una venganza justa y mostrar un poco
de hiel cuando llega la ocasión.
—¿No sería más humano y más noble mostrar un poco de amor al prójimo? preguntó Roger.
—Sermoncico tenemos, dijo Simón. Pero á bien que en eso de amor al prójimo estoy contigo, padre
predicador; porque supongo que incluirás al bello sexo, que no tiene admirador más ferviente que yo.
¡Ah, les petites, como decíamos en Francia, han nacido para ser adoradas! Me alegro de ver que los
frailes de Belmonte te han dado tan buenas lecciones, muchacho.
—No, no hablo del bello sexo ni de amor mundano. Lo que quise decir fué que bien pudo el vengativo
campesino tener en su corazón menos odio á sus enemigos.
—Es imposible, contestó Simón moviendo la cabeza negativamente. El hombre ama naturalmente á los
suyos, á los de su raza. Pero ¿cómo puede comprenderse que un inglés sienta el menor afecto por
escoceses ó franceses? No los has visto tú en una de sus correrías, hendiendo cabezas y sajando cuerpos
de hermanos nuestros. ¡Por el filo de mi espada! preferiría darle un abrazo al mismo Belcebú antes que
estrechar la mano de uno de esos bergantes, aunque se llame el rey Roberto, ó Douglas el Diablo de
Escocia, ó sea el mismísimo condestable Bertrán Duguesclín de Francia. Voy sospechando, mon garçon,
que los obispos saben más que los abades, ó por lo menos dejan muy atrás á tu abad de Belmonte, porque
yo mismo he visto con estos ojos al obispo de Lincoln agarrar con ambas manos un hacha de dos filos y
atizarle á un soldado escocés tamaño hachazo que le partió la cabeza en dos, desde la coronilla hasta la
barba. Con que si esa es la manera de mostrar amor fraternal, tú dirás.
Ante argumento tan irresistible como el hachazo del obispo se quedó Roger sin réplica y no poco
escandalizado.
—¿Es decir que también habéis hecho armas contra los escoceses? preguntó por fin.
—¡Pues bueno fuera! El primer flechazo que tiré desde las filas, y á matar, fué allá por Milne, un
pedregal escocés lleno de cañadas y vericuetos. Nos mandaban Berwick y Copeland, el mismo que
después hizo prisionero al rey de aquellos montañeses. Buena escuela, recluta, buena escuela es aquella
para gente de guerra, y siento que antes de llevarte á Francia no hayas dado un paseo por aquellos riscos.
—Tengo entendido que son los escoceses buenos guerreros, observó Tristán.
—Fuertes y sufridos; no adelantan durante el combate, pero tampoco huyen, sino que se aguantan á pie
firme, dando cada toque que saca chispas de cascos y coseletes. Con el hacha y la espada de combate no
tienen igual, pero son muy malos ballesteros, y lo que es con el arco, no se diga. Además, los escoceses
son por lo general muy pobres, aun sus jefes, y pocos de ellos pueden comprarse una cota de malla tan
modesta como la que yo llevo puesta. De aquí que luchen con gran desventaja contra nuestros caballeros,
muchos de los cuales llevan encima yelmos, petos, manoplas y cotas que representan el valor de cuatro ó
seis mayorazgos escoceses. Hombre por hombre, con iguales armas, son tan buenos soldados como los
mejores de Inglaterra y de toda la cristiandad.
—¿Y qué nos decís de los franceses?
—Son también combatientes de gran pujanza. Nuestras armas han sido muy afortunadas en Francia, mas
no por eso hay que tener en menos á sus soldados. Los he visto pelear en campo abierto y encerrados en
sus fortalezas, en asaltos, emboscadas, salidas, sorpresas nocturnas, duelos, justas y torneos; y puedo
aseguraros, muchachos, que tienen el corazón valiente y el brazo duro. Entre los caballeros que seguían á
Duguesclín podría citaros en este momento una veintena capaces de romper lanzas, sin desventaja, con
los más brillantes paladines de Inglaterra. En tanto el pueblo, agobiado con tributos y gabelas, sufre,
trabaja y calla, y vive como Dios le da á entender.
—¿Habéis visitado otros países? preguntó Roger, á quien aquellos relatos é informes interesaban sobre
manera.
—He estado en Holanda, en Flandes y el Brabante y creo que de esta hecha Tristán tendrá oportunidad
de ver no sólo buena parte de Francia, sino también algo y aun algos de la hermosa tierra de España. Del
holandés os diré que es tardo y pesado, y que no desenvaina la espada por los bellos ojos de una
doncella ni por un quítame allá esas pajas; pero con justa causa y buenos capitanes, sabe defender su
país, más mojado que charca de ranas; y sobre todo, no toquéis sus fardos de lana, sus terciopelos de la
antigua Brujas y demás mercaderías, porque entonces se enfurece y hay que matarlo para hacerlo entrar
en razón. ¡Sí, reíos! Pues acordaos de lo que les pasó á los franceses en Courtrai, donde los gordinflones
holandeses les enseñaron que sabían manejar el acero tan bien como forjarlo.
—¿Qué pensáis de los españoles? preguntó Roger.
—Raza guerrera de veras. Como que á la fecha llevan seis siglos largos de continua lucha con lo más
aguerrido de la gente árabe, que se posesionaron de casi todo el país y á lo que creo ocupan todavía la
mitad de la Península. Me las hube con los súbditos del rey de Castilla en el mar, cuando su flota vino á
retarnos en Chelsea, y allí tuvimos con ellos un zafarrancho de mil demonios, en el que participaron
ochenta naves inglesas y españolas. Y ahora que he contestado á tus preguntas, mocito, voy á hacerte una
proposición. Veo que te interesan mis relatos, sé que harías carrera en el ejército á pesar de que pareces
un alfeñique, pero tienes buen consejo. Pues oye, elige uno cualquiera de los objetos que dejé en la venta,
el que te parezca más valioso, y te lo regalo, á condición de que te vengas con este zagalón y conmigo á
Francia, en cuanto termine la misión que me lleva al castillo de Monteagudo.
—No puede ser, replicó el joven. De mil amores iría con vos á Francia ó á cualquier otro país, no sólo
porque me place escucharos, sino porque fuera de Belmonte sois los únicos amigos que tengo en el
mundo. Pero debo acatar la voluntad de mi padre muerto y ver ante todo á mi único hermano. Lo que
después suceda está por ver, pero desde luego os digo que haríais conmigo una triste adquisición para
vuestra Guardia Blanca, pues ni por temperamento ni por educación sirvo yo para ese continuo batallar
en que vos vivís.
—¡Culpa es de mi parlera lengua! gritó el arquero. No le doy suelta sin que se ponga á hablar de
flechazos y estocadas, como si nada más hubiera en el mundo. Pero ven acá, doctorcillo mío, y déjame
explicarte lo que tengo en mientes. Has de saber que no sólo necesitamos soldados y ballestas. En primer
lugar, por cada pergamino que se ve en Inglaterra hay que escribir ó descifrar veinte en Francia. Por cada
estatua, por cada piedra preciosa tallada, por cada blasón, escudo ó divisa, moldura y relieve que aquí
pueda ocupar y dar de comer á un amanuense hábil y discreto como tú, hay allí ciento. En el saco de
Carcasona ví yo habitaciones enteras atestadas de pergaminos, sin que ninguno de nosotros pudiera leer
una palabra de tanto fárrago. En Arlés y Nimes hay ruinas de arcos y palacios y santuarios, mosaicos,
pinturas é inscripciones, tan antiguos unos y tan primorosos otros, que multitud de gentes van á
admirarlos, no sólo de toda Francia sino de otras naciones. En tus ojos veo ya el deseo de contemplar
tanta cosa buena. ¡Vente con nosotros y voto á tal que no ha de pesarte!
—Mucho desearía yo ver todas esas riquezas de la antigüedad y esos primores del arte, dijo Roger.
—Otra cosa. Allá he dejado yo más de trescientos arqueros blancos que desde hace dos años no han
oído una sola palabra de consejo, ni una plática religiosa y bien sabe Dios que nadie lo necesita tanto
como ellos. Si tienes deberes aquí, tampoco es mala misión la que te ofrezco. Hasta ahora tu hermano se
ha pasado sin tí muy bonitamente y por Tristán sé que en veinte años no se ha tomado una sola vez el
trabajo de ir á Belmonte para mirarte á la cara. ¡Valiente hermanito vas tú á buscar!
—¡No, pues y la fama que tiene en toda la comarca! añadió Tristán. Todo el mundo sabe y de ello
hemos hablado tú y yo en el convento, que tu pariente Hugo de Clinton es un bebedor sin tasa,
pendenciero y jugador, que ha dado escándalos mayúsculos y que probablemente hará tanto caso de tí
como de un perro, si es que no te maltrata.
—No puedo creerlo, repuso Roger. Y si tan malo es, mayor deber tengo yo, su único hermano, de darle
algunos buenos consejos. No insistáis, amigos, que yo de buena gana os siguiera, si fuese libre mi
elección. Y ahora, separémonos. Hé allí la torre cuadrada de Munster y aquí el sendero que según me
explicó el abad lleva directamente al pueblo.
—Dios te guarde, muchacho, exclamó el arquero dándole un estrecho abrazo. Soy pronto en odiar y en
querer, y te aseguro que me duele separarme de tí.
—¿No sería bien aguardar aquí hasta ver qué recibimiento le hace su hermano? propuso Tristán.
—No tal, dijo Roger. Bien ó mal recibido, lo probable es que me quede en la granja de Munster y
esperarme aquí sería tiempo perdido.
—Sin embargo, observó Simón, por lo que pueda ocurrir bueno será que sepas dónde hallarnos,
llegado el caso. Mira; Tristán y yo vamos á seguir ese camino de la izquierda, dejando á la derecha el
bosque y el atajo que vas á tomar. Al caer la noche llegaremos al castillo de Monteagudo, residencia
antes del conde Guillermo de Salisbury, de quien es condestable el barón de Morel que ahora habita
aquel castillo. ¿Te acordarás? Es muy probable que allí permanezcamos alojados cosa de un mes, hasta
nuestra salida para Francia.
Gran esfuerzo costó á Roger separarse de aquellos dos buenos amigos, sobre todo inclinado como
estaba á la vida de viajes y aventuras que tanto le atraía, no por los alicientes que en ella pudieran hallar
hombres como el arquero y su recluta, sino por el vasto campo que ofrecía á su vivo deseo de aprender,
de ver el mundo y de aprovechar prácticamente los variados conocimientos, oficios y artes adquiridos en
el convento de Belmonte. No se atrevió á mirar atrás por temor de que flaqueara su resolución, y sólo
cuando hubo andado buen trecho y ocultádose entre los árboles arriesgó una última mirada. El arquero
continuaba inmóvil en el lugar mismo donde se habían despedido, cruzado de brazos y mirando al suelo
pensativamente. El sol hacía brillar su almete y las mallas de su cota y sobre el hombro se veía la
extremidad del enorme arco de guerra. Junto á él estaba el gigantesco Tristán, llevando todavía la raida
vestimenta del batanero de Léminton. Momentos después siguieron ambos su camino y Roger tomó á buen
paso el de la granja de su hermano.
CAPÍTULO IX
EN LA SELVA DE MUNSTER
PASABA el sendero entre corpulentos y elevados árboles, cuyas ramas formaban en muchos puntos
verdes arcos sobre el camino, recubierto de hierba y hojas secas. Pocas personas solían recorrerlo y el
silencio era completo; una sola vez oyó Roger á lo lejos el agudo ladrido de los perros de caza.
No sin alguna emoción recordaba el viajero que todo aquel bosque y gran parte de las tierras
colindantes habían pertenecido un día á la entonces poderosa familia de Clinton. Conocedor de la
historia de su casa, sabía que descendía de aquel Godofredo de Clinton, señor de las villas de Munster y
Bisterne cuando los normandos posaron por primera vez la planta en territorio inglés. Pero las
vicisitudes de la época privaron á sus descendientes de gran parte de aquellos dominios y por fin les fué
confiscado el señorío de Bisterne en provecho del patrimonio real, por complicidad de uno de los
Clinton en un alzamiento sajón. Las depredaciones de grandes señores feudales siguieron aminorando la
propiedad, y no menos la redujeron algunas donaciones á la iglesia, como la hecha por el padre de
Roger, que abrió á éste las puertas de Belmonte. Convertido aquél en arrendatario de Belmonte, ocupó
hasta su muerte la antigua casa señorial de Munster, habitada ahora por su hijo mayor, á quien dejó
encomendado el cultivo de dos granjas y la propiedad de algún ganado y parte del bosque. No ignoraba
Roger que á pesar de la decadencia de la familia, su hermano Hugo ocupaba todavía una posición
independiente y de relativa importancia en la comarca, y contemplaba con orgullo aquellos gigantes del
bosque perteneciente por tantas generaciones á los Clinton de Munster. Absorto en sus recuerdos,
sorprendióle la repentina aparición de un hombre vestido como los campesinos del país, alto y vigoroso,
que le interceptó el paso enarbolando largo y nudoso bastón.
—¡Ni un paso más! gritó el desconocido. ¿Quién eres que así te atreves á poner el pie en este bosque?
¿Qué buscas y á dónde vas?
—¿Y quién sois vos para hacerme esas preguntas? dijo á su vez Roger poniéndose en guardia.
—Quien puede abrirte el cráneo de un garrotazo si tienes tarda la lengua, fué la brutal respuesta. Pero
¿dónde he visto yo antes esa cara?
—Anoche, sin ir más lejos, en la posada del Pájaro Verde , dijo Roger, que acababa de reconocer á
Rodín, el pechero amenazado por Tristán y que tan violentamente se expresara contra el rey y sus nobles
y en particular contra su señor el barón de Ansur.
—¡Calla, pues es verdad! ¿Y qué llevas en ese zurrón?
—Nada de valor, alguna ropa y media docena de libros.
—Eso es lo que tú dices, pero lo que es á mí, ver y creer. Venga el zurrón.
—No lo esperéis.
—¡Por los clavos de Cristo! ¿No sabes, rapaz, que puedo descuartizarte en un santiamén?
—Dado os hubiera las pocas monedas que poseo si me hubiérais pedido en nombre de la caridad. Pero
amenazáis como un bandido y sabré defenderme. Sin contar que no escaparéis á la venganza del
arrendatario de Munster cuando sepa la villana manera como tratáis á su hermano en sus mismas tierras.
—¡Nuestra Señora de Rocamador me valga! exclamó asustado el malhechor bajando su arma. ¿Vos
hermano de Hugo de Clinton? ¡Cómo había de figurármelo! No seré yo quien os robe ni os detenga un
momento más.
—Puesto que conocéis á mi hermano, hacedme la merced de indicarme el más corto camino para su
casa.
Antes de que pudiera contestar el bandolero se oyeron las sonoras notas de una trompa de caza y vió
Roger un hermoso caballo blanco que pasó á la carrera entre los árboles á corta distancia, seguido de la
traílla y de numerosos cazadores. Las voces de éstos, el galopar de los caballos y los ladridos de los
perros resonaron ruidosamente en todo el bosque. Oíanse todavía los gritos con que animaban á los
sabuesos: "¡Sus, Bayardo, Moro, Lebrel! ¡Sus, Sus!" cuando resonó de nuevo el trote de los caballos y
apareció un grupo de cazadores á pocos pasos de Roger.
Precedíalos un hombre de cincuenta á sesenta años de edad, de robusto cuerpo y atezado rostro, bajo
cuyas pobladísimas cejas brillaban dos ojos de imperiosa y penetrante mirada. Llevaba larga barba
entrecana y todo en su aspecto y ademanes revelaba al hombre acostumbrado á mandar y á ser obedecido.
Manejaba el hermoso corcel con gracia soberana y vestía rica túnica de seda blanca bordada de pequeñas
flores de lis de oro, flotante de sus hombros luengo manto de púrpura. Era imposible no reconocer desde
luego á Eduardo III, el invasor de Francia y conquistador de la Normandía, al vencedor de Crécy, uno de
los más brillantes guerreros entre los muchos y muy esforzados que habían regido al pueblo anglo-sajón.
Roger se quitó la gorra reverentemente, pero el pechero apoyó ambas manos sobre su bastón y miró con
expresión nada amistosa al grupo de caballeros que seguían al rey.
—¡Hola! exclamó Eduardo deteniendo su caballo en medio del camino y mirando á Roger y su
compañero. ¡Le cerf! ¿Est-il passé? ¿Non? Ici, Brocas, tu parles l'anglais.
—¿Habéis visto el ciervo, bergantes? preguntó imperiosamente un caballero de la escolta. Si lo habéis
espantado y hecho desviar os cuesta las orejas.
—Pasó entre aquellos dos árboles, señaló Roger, y los perros le seguían de cerca.
—Bien está, dijo el monarca, que siguió hablando en francés, pues aunque comprendía la lengua de su
pueblo, jamás llegó á poseerla bien, ni quiso hablar lo que él llamaba idioma áspero y bárbaro. Os
aseguro, continuó, volviéndose en la silla hacia el grupo de caballeros, que ó mucho me engaño ó es un
venado de seis puntas, el más soberbio de cuantos hemos levantado hoy. ¡Adelante!
Tras él desaparecieron á carrera tendida guerreros y cortesanos, excepto uno, el barón de Brocas, que
haciendo dar un salto á su caballo, levantó el látigo y cruzó con él la cara del pechero, gritándole:
—¡Descúbrete, perro! ¡Descúbrete siempre que tu rey se digne mirarte! Y dando rienda al caballo se
lanzó en seguimiento de los cazadores.
El villano recibió el latigazo sin mover un solo músculo. Después alzó el puño en dirección de su
verdugo, y rugió:
—¡Te conozco, maldito cerdo gascón, y algún día la pagarás! ¡Malhaya el en que dejaste tu pocilga de
Rochecourt para pisar la tierra inglesa! ¡Así te vea yo descuartizado y muertos de hambre á tu mujer y á
tus hijos!
—Tened la lengua, buen hombre, dijo Roger; aunque cobarde fué el golpe y capaz de encender en ira al
más humilde. Dejadme buscar en mi zurrón un ungüento que llevo y que os será de mucho alivio.
—No, una sola cosa puede calmar el dolor y lavar la afrenta, y esa el tiempo quizás me la depare. Ahí
tenéis vuestro camino, el atajo que pasa entre aquel matorral y el árbol con la rama tronchada. Apresurad
el paso, que hoy tiene Hugo de Clinton una reunión alegre con sus compañeros de francachela y no os
traería cuenta retrasarle la fiesta ni tampoco presentárosle en medio de ella. Yo tengo que quedarme aquí
por ahora.
Aparte del dolor que causaban á Roger aquellas repetidas alusiones de todos á la vida licenciosa de su
hermano, sorprendíale y angustiábale también el odio ciego que notaba entre las clases que constituían la
sociedad de su tiempo. El trabajador maldiciendo á los poderosos, los nobles tratando á los humildes
como bestias de carga. Antes, cuando la nobleza era el más firme baluarte de la nación, la toleraba el
pueblo; ahora, sabido ya que las grandes victorias obtenidas en Francia lo habían sido no por la pujanza
de tales ó cuales barones, por la lanza de este ó aquel caballero, sino por el valor de los soldados, hijos
del pueblo de Inglaterra y Gales, había desaparecido en gran parte el prestigio de la nobleza militante y
se protestaba contra sus exacciones y se censuraba su arrogancia. Los hombres cuyos padres y hermanos
habían peleado como leones en Crécy y Poitiers y visto estrellarse lo más florido de la caballería
europea contra los muros de hierro que formaban los plebeyos disciplinados de Inglaterra, no concebían
que un gran señor pudiese infundirles temor y mucho menos respeto. El poder había cambiado de manos.
El protector habíase convertido en protegido y todo el vetusto armatoste feudal vacilaba sobre sus
carcomidos cimientos. De aquí las continuas quejas y murmuraciones del pueblo anglo-sajón, su
descontento perenne, las asonadas locales, todo aquel malestar que culminó algunos años más tarde en el
gran alzamiento de Tyler. Aquello que tanto inquietaba á Roger á medida que iba conociendo el estado de
los ánimos en la comarca de Hanson, hubiera sorprendido igualmente á cualquier otro viajero en todos
los restantes condados del reino, desde el Canal hasta los riscos y las lagunas de Escocia.
Los temores del doncel aumentaban á medida que se acercaba á la morada de Hugo, á la casa paterna.
Pronto se hizo menos espesa la arboleda y por fin se presentó ante su vista una gran pradera en la que
pastaban hermosas vacas; más allá se divisaban numerosas piaras de cerdos y por el centro del llano
corría un ancho arroyo. Rústico puente conducía á un camino que llevaba en derechura hasta la puerta de
un vasto edificio de madera que Roger contempló con emoción profunda. Una columna de humo salía por
la alta chimenea y á la puerta dormía tranquilamente un mastín encadenado.
Rumor de voces sacó de su contemplación al viajero, que vió salir de entre los árboles y dirigirse
hacia el puente á un hombre y una mujer, en animada conversación. Llevaba el primero un traje de
elegante corte, aunque de obscuro color y sin los adornos y preseas que distinguían á los señores de la
escolta real. Largos y muy rubios el cabello y la barba, contrastaban con la negra cabellera de la
hermosísima joven que iba á su lado. Era alta y esbelta, de moreno y agraciado rostro. Llevaba una gorra
de terciopelo rojo coquetamente ladeada, rico y bien ceñido traje y en la enguantada diestra un pequeño
halcón, cuyas erizadas plumas acariciaba suavemente. Roger notó que la hermosa desconocida tenía todo
un lado del vestido manchado de lodo. Oculto á medias en la sombra de un roble enorme, contempló
embebecido aquella aparición radiante, aquel rostro puro y bello que le recordaba los de los ángeles
pintados y esculpidos en los altares de Belmonte.
Por fin la joven se adelantó algunos pasos á su acompañante y ambos cruzaron rápidamente el prado
hasta llegar al puentecillo rústico, donde se detuvieron y reanudaron la interrumpida plática. ¿Dos
amantes? Tal creyó desde luego el único testigo de aquella escena, mas pronto notó que el hombre
interceptaba el paso del puente á la joven y que ésta se expresaba con gran animación, llegando á tomar
su voz algunas veces acentos de amenaza y cólera. De vez en cuando dirigía una mirada hacia el bosque,
como en espera de auxilio por aquel lado y por fin tomó su rostro tal expresión de angustia que Roger,
incapaz de resistir aquella muda apelación, abandonó su escondite y se dirigió aceleradamente hacia el
puente. Llegado había muy cerca de ambos personajes sin que éstos notaran su presencia, cuando el
hombre enlazó repentinamente con su brazo el talle de la joven y la estrechó contra su pecho. Soltó ella el
asustado halcón y lanzando un agudo grito abofeteó y arañó el rostro del rufián, procurando en vano
desasirse.
—No os encolericéis, linda paloma, dijo él con gran risa; sólo conseguiréis lastimaros. Lo dicho, bella
Constanza, estáis en mis tierras y no saldréis de ellas sin pagarme el tributo de vuestra hermosura.
—¡Soltad, villano! exclamó ella. ¿Es esta vuestra hospitalidad? ¡Antes la muerte que cederos!
¡Soltadme, ó si no!... ¡Á mí, doncel! gritó desesperadamente al ver á Roger. ¡Amparadme, por Dios!
—Sí haré, exclamó el joven acudiendo en su auxilio. ¡Dejad libre á esa dama, que vergüenza debiera
daros vuestra conducta!
El agresor dirigió á Roger una mirada centelleante, que denotaba su furor. Al joven le pareció en aquel
momento el hombre más hermoso que había visto en su vida, por más que la ira contraía sus facciones
acentuando su expresión algo siniestra.
—¡Miserable loco! exclamó, sin soltar á la doncella, que se debatía inútilmente. ¿Osas darme órdenes?
¡Sigue tu camino, aléjate á toda prisa, si no quieres que te arroje de aquí á puntapiés! ¡Largo, te digo!
Esta buena moza ha venido á visitarme y no quiero que me deje tan pronto. ¿No es así? dijo soltando el
talle de la joven y asiéndola por una muñeca.
—¡Mentís! gritó ella, é inclinándose rápidamente clavó los dientes en la mano que la apresaba.
Soltóla él, lanzando un rugido de dolor y la doncella corrió á guarecerse detrás de Roger.
—¡Fuera de mis tierras, vagabundo! gritó furioso el otro. Por la pinta y el traje me pareces uno de esos
ratones de sacristía que engordan en los conventos y no son ni hombre ni mujer. ¡Largo de aquí, antes que
te corte las orejas, belitre!
—¿Decís que son estas vuestras tierras? preguntó vivamente Roger, desoyendo amenazas é
improperios.
—¿Pues de quién han de ser, farsante, sino mías? ¿Por ventura no soy yo Hugo de Clinton, descendiente
de Godofredo y de todos los señores que ha tenido Munster por más de trescientos años? ¿Pretendes
disputármelo, falderillo? Pero no, que tú eres de una raza tan perezosa para trabajar como cobarde para
habértelas con un hombre. ¡Huye ó te estrello!
—¡Por piedad, no me abandonéis! exclamó temblando la llorosa doncella.
—No lo temáis, le dijo Roger resueltamente. Y vos, Hugo de Clinton, no debiérais olvidar, pues noble
sois, que nobleza obliga. Deponed vuestro furor y dejad partir en paz á esta dama, como os lo pide
encarecidamente, no un villano, sino un hombre tan bien nacido como vos.
—¡Mientes! No hay en todo el condado quien pueda pretender nobleza cual la mía.
—Excepto yo, repuso Roger, que soy también descendiente directo de Godofredo de Clinton y de todos
los señores que ha tenido Munster en los últimos tres siglos. Aquí está mi mano, continuó sonriendo; no
dudo que ahora me daréis la bienvenida. Somos las dos únicas ramas que quedan del noble y antiguo
tronco sajón.
Pero Hugo rechazó con una blasfemia la mano que le tendía Roger y en su rostro se dibujó una
expresión de odio.
—¿Es decir que eres el lobezno de Belmonte? Debí figurármelo y reconocer en tí al novicio hipócrita
que no se atreve á contestar á la injuria con la injuria, sino con melosas palabras. Tu padre, á pesar de
sus faltas, tenía corazón de león y pocos hombres le hubieran mirado á la cara en sus momentos de
cólera. ¡Pero tú! ¿Sabes lo que le costaste á él y lo que me has arrebatado á mí? Mira aquellos pastos, y
las siembras de la colina, y el huerto inmediato á la iglesia. ¿Sabes que todo eso y mucho más se lo
arrebataron á tu padre moribundo los insaciables frailes, á cambio de hacer de tí un santurrón inútil en su
convento? Por tí me robaron antes y ahora vienes tú en persona, probablemente para pedirme con tus
lloriqueos otro pedazo de mi hacienda con que engordar á tus amigotes. Lo que voy á hacer es soltar los
perros para que te acuerdes toda la vida de tu primera y última visita á Munster; y entre tanto, ¡abre paso!
Diciendo esto empujó á Roger violentamente y asió otra vez el brazo de su víctima. Pero toda idea de
reconciliación había desaparecido de la mente del doncel, que acudió rápido en auxilio de la joven y
enarbolando su grueso bastón gritó:
—¡Á mí podréis decirme lo que queráis, pero hermano ó no, juro por la salvación de mi alma que os
mato como un perro si no respetáis á esta dama! ¡Soltad, ú os parto el brazo!
El movimiento amenazador del garrote y la mirada y la expresión de Roger indicaban claramente que
iba á hacerlo como lo decía. Era en aquel momento el descendiente de los nobles Clinton, convertido en
temible paladín del honor de una dama. Su corazón latía con violencia y hubiera combatido hasta la
muerte, no con uno sino con diez enemigos. Hugo comprendió inmediatamente con quién tenía que
habérselas. Soltó el brazo de la doncella y miró á uno y otro lado buscando un arma cualquiera, un palo ó
una piedra; y no hallándolos, se lanzó á la carrera en dirección de la casa, á la vez que aplicaba un
silbato á sus labios y lanzaba prolongado y penetrante silbido.
—¡Huid, por Dios! exclamó la joven. ¡Ponéos en salvo antes que vuelva!
—¡No sin vos, por vida mía! dijo resueltamente Roger. Dejad que llame á cuantos perros quiera.
—¡Venid, venid conmigo, pues! ¡Os lo ruego! insistió ella tirándole del brazo. Conozco á ese hombre y
sé que os matará sin compasión....
—¡Pues bien, huyamos! y asidos de la mano corrieron en dirección al bosque.
No bien había llegado la nueva pareja á los primeros árboles, vieron que Hugo salía de la casa
apresuradamente; llevaba en la mano una espada desnuda que brillaba á los rayos del sol, pero no le
seguían sus perros y se detuvo un momento á la puerta para soltar al mastín que allí tenía encadenado.
—Por aquí, dijo la joven, que al parecer conocía perfectamente el bosque. Por la maleza, hasta aquel
fresno cuyas ramas se inclinan sobre el agua. No os ocupéis de mí, que sé correr tan ligeramente como
vos. Y ahora, por el arroyo. Nos mojaremos los pies, pero hay que hacer perder la pista al perro, que
probablemente es de tan mala ralea como su amo.
Diciendo esto, corría la hermosa doncella por el centro del arroyo, llevando posado en el hombro su
asustado halcón, apartando rápidamente con las manos las ramas que le impedían el paso, saltando á
veces de piedra en piedra y ganando terreno con ligereza tanta que á Roger le costaba trabajo seguirla.
Admirábale aquella joven tan animosa, tan bella, á quien había salvado y que á su vez procuraba salvarle
á él. Larga fué su carrera por el lecho del tortuoso arroyo, y cuando á Roger empezaba á faltarle el
aliento, su hermosa guía se arrojó palpitante sobre la hierba, oprimiendo con ambas manos el agitado
pecho. Roger se detuvo. Á los pocos momentos recobró la fugitiva su buen humor habitual, y sentándose,
casi olvidada del peligro reciente, exclamó:
—¡La Santa Virgen me proteja! Ved cómo me he puesto de agua y lodo. De esta hecha me encierra mi
madre por una semana en mi cámara, haciéndome bordar mañana y tarde la famosa tapicería de los Siete
Pares de Francia. Ya me amenazó con ello el otro día, cuando me caí en el estanque del parque. Y eso
porque sabe que no puedo sufrir la tapicería y que mi gusto es correr por los campos y el bosque á pie ó
á caballo.
Roger la contemplaba embelesado, admirando sus negros cabellos, el perfecto óvalo de su rostro, los
alegres y hermosos ojos y la franca sonrisa que le dirigía y que demostraba su confianza en él. Por ella
recordó Roger el peligro que los amenazaba.
—Haced un esfuerzo, dijo, y continuemos alejándonos. Todavía puede alcanzarnos y tiemblo, no por
mí, sino por vos.
—Ha pasado el peligro, contestó ella. No sólo estamos fuera de sus tierras, sino que habiéndolo
despistado tomando el arroyo, le es casi imposible hallarnos en este inmenso bosque. Pero decidme;
habiéndole tenido á vuestra merced ¿por qué no lo matasteis?
—¿Matar á mi hermano?
—¿Y por qué no? dijo la resuelta doncella con expresión de cólera que dió nuevo encanto á su lindo
rostro. Él os hubiera dado muerte sin vacilar. ¡Qué infame! De haber yo tenido en la mano el garrote ése,
el vil Hugo de Clinton se hubiera acordado de mí.
—Demasiado siento lo que he hecho, dijo Roger sentándose junto á ella y ocultando el rostro entre las
manos. ¡Dios me asista! En aquel momento perdí la serenidad, me olvidé de todo, y si tarda un momento
más en soltaros... ¡Á mi único hermano, al hombre en cuya casa pensaba vivir y cuyo cariño ansiaba
conquistarme! ¡Cuán débil he sido!
—¿Débil? repuso ella. No creo que mi mismo padre os creyese tal, y eso que es severo cual ninguno en
juzgar el valor y la entereza de los hombres. Pero ¿sabéis que no es nada lisonjero para mí el oiros
lamentar lo que habéis hecho? Pensándolo bien, reconozco que una mujer, una extraña para vos, no debe
separar á dos hermanos; y si queréis, volvamos pie atrás y haced las paces con Hugo entregándole á
vuestra prisionera. Yo sabré deshacerme de él.
—Muy miserable y cobarde sería el hombre que tal hiciese. Lamento, sí, que vuestro agresor haya sido
mi propio hermano, ¿pero entregaros? ¡Eso nunca!
—Bien está, dijo la doncella sonriéndose, y comprendo lo que os pasa. La verdad es que os
presentasteis tan repentinamente como lo hacen los juglares en sus comedias; fuisteis el valiente campeón
que salva á la afligida dama en los momentos en que va á devorarla el horrible dragón. Pero venid, dijo
incorporándose, llamando al halcón y arreglando como pudo sus mojadas ropas. Salgamos al claro y es
muy probable que encontremos á mi paje Rubín con Trovador, mi palafrén, á cuya caída debo yo todos
mis percances de este día y el haberme visto en manos del ogro de Munster. Pero hacedme la merced de
darme el brazo; estoy más cansada de lo que creía y casi tan asustada como mi pobre halconcillo. Mirad
cómo tiembla. Él también está indignado de ver á su ama tan maltratada.
Roger oía con delicia la charla de la joven y la sostenía con su brazo todo lo posible, apartando las
ramas y buscando en vano un sendero practicable.
—Callado estáis, señor campeón, le dijo al fin su alegre compañera. ¿No queréis saber quién soy ni oir
mi historia?
—Si á vos os place contármela....
—Oh, si tan poco os interesa, lo mejor será guardármela....
—No, por favor, dijo él vivamente. Contad, que me desvivo por saber algo de vos.
—Pues bien, sabréis la historia, pero no el nombre. Algo he de otorgar al hombre que ha hecho de su
hermano un enemigo, por culpa mía. Después de todo, Hugo dijo que venís derechamente del convento,
de suerte que será esto á manera de confesión, como si fuerais un reverendo de barba blanca ¿eh? Sabed,
pues, que vuestro pariente ha pretendido mi mano, no tanto, á lo que imagino, por prendas que no tengo,
sino por los caudales que le aportaría su matrimonio con la hija única de... mi padre, porque ya os he
dicho que no sabréis quién soy. No es mi padre excesivamente rico, pero sí hombre de alta alcurnia,
valiente caballero, en verdad, guerrero famoso, á quien las pretensiones de ese hombre grosero y
bellaco.... ¡Perdonad! Olvidé que lleváis el mismo nombre.
—No importa; continuad, os lo suplico.
—De un mismo manantial suelen proceder arroyos muy distintos; turbio uno, claro y cristalino el otro,
dijo ella prontamente. Abreviando, os diré que ni mi padre ni yo podíamos tolerar tales pretensiones, y
que ese hombre violento y vengativo ha sido desde entonces nuestro enemigo. Temeroso mi padre del
daño que pudiera causarme, me tiene prohibido cazar en toda la parte del bosque situada al norte del
camino de Munster; pero esta mañana mi valiente halcón dió caza á una garza enorme y mi paje Rubín y
yo olvidamos por completo el camino que seguíamos y la distancia recorrida, sin pensar más que en las
peripecias de la caza. Trovador tropezó, por desgracia, lanzándome con violencia al suelo, y echando á
perder mi falda, la segunda que llevo desgarrada y manchada esta semana, para mayor indignación de mi
madre y dolor de Águeda, mi buena aya....
—¿Y después? preguntó ansiosamente Roger.
—Entre el tropezón, mi caída, el grito que dí y las voces de Rubín, se asustó el caballo de tal manera
que salió á escape, perseguido por el paje. Antes de que pudiera levantarme ví á mi lado al desairado
pretendiente, quien me anunció que estaba en sus tierras y me ofreció cortésmente acompañarme hasta su
casa, donde podría esperar con comodidad el regreso del paje. No me atreví á rehusar, pero muy pronto
conocí por sus miradas y palabras que había hecho mal; quise tomar por el puente, me lo impidió
descaradamente y después ¡Jesús me valga! no puedo pensar en sus soeces insultos sin estremecerme.
¡Cuánto os debo! Y cuando recuerdo que yo.... ¡Qué asco!
—¿Qué es ello? preguntó Roger admirado.
—Cuando recuerdo que mordí su mano, que posé mis labios sobre la carne del malvado, me parece
haber sufrido el contacto asqueroso de una serpiente. Pero vos ¡cuán animoso y enérgico ante tan temible
enemigo! Si yo fuera hombre me enorgullecería de actos como ese.
—Poca cosa cuando tan grande es el placer de serviros, contestó Roger, vivamente complacido al oir
aquel elogio de tales labios. ¿Y vos? ¿Qué pensáis hacer ahora?
—¿Véis á lo lejos, allá abajo, aquel enorme tronco, junto al rosal silvestre? Pues ó mucho me engaño ó
no tardará en llegar á él Rubín con los caballos, por ser ese el lugar donde me detengo á descansar en
casi todas mis excursiones por estos rumbos. Después, á casa sin tardanza. Un galope de dos leguas
secará completamente pies y ropas.
—Pero ¿qué hará vuestro padre?
—No le diré una palabra de lo ocurrido. Si le conocierais sabríais que no es posible desobedecerle sin
atenerse á terribles consecuencias, y yo le he desobedecido. Él me vengaría, es cierto, pero no es en él en
quien buscaré vengador. Día llegará, en justa ó torneo, en que un hidalgo quiera llevar mis colores al
palenque y yo le diré que hay una afrenta pendiente, que su competidor está elegido y que es Hugo de
Clinton. Ofensa lavada y un corazón villano de menos en el mundo.... ¿Qué os parece mi plan?
—Indigno de vos. ¿Cómo podéis hablar de venganza y muerte, vos, tan joven y cándida, en cuyos labios
sólo deberían oirse palabras de bondad y perdón? ¡Mundo cruel, que á cada paso me hace recordar el
retiro y la paz de mi celda! Cuando así habláis me parecéis un ángel del Señor aconsejando seguir al
espíritu del mal.
—Gracias mil por el favor, señor hidalgo, repuso ella soltando su brazo y mirándole severamente. ¿Es
decir que no solo sentís haberme encontrado en vuestro camino sino que me llamáis en suma diablo
predicador? Cuidado que mi padre es violento cuando se irrita, pero ni aun él me ha dicho jamás cosa
semejante. Tomad ese camino de la izquierda, señor de Clinton, que yo no soy buena compañía para vos.
Y haciéndole una seca cortesía se alejó rápidamente.
Sorprendido quedó el doncel y lamentando su inexperiencia que por dos veces le había hecho decir á la
bella cosa muy distinta de lo que ansiaba expresar. Miróla tristemente, esperando en vano que se
detuviera ó que con una mirada le anunciase su perdón; pero ella siguió bajando á buen paso el pendiente
sendero, hasta que sólo se divisó á trechos entre las ramas su roja toquilla. Lanzando un profundo
suspiro, tomó Roger la senda que ella le indicara y anduvo buen espacio con el corazón oprimido,
repasando en la memoria todos los incidentes de aquel inolvidable encuentro. De pronto oyó á su espalda
ligero paso y volviéndose vivamente se halló cara á cara con la hermosa, inclinada la frente, fijos en el
suelo los ojos y convertida en imagen del más humilde arrepentimiento.
—No volveré á ofenderos, ni siquiera á hablar, dijo la joven, pero quisiera continuar en vuestra
compañía hasta salir del bosque.
—¡Vos no podéis ofenderme! exclamó Roger alborozado al verla. Lejos de eso, yo soy quien debí
refrenar la lengua. Pero tened en cuenta, para perdonarme, que he pasado mi vida entre hombres y mal
puedo saber cómo hablar á una mujer de suerte que ni aun ligeramente lleguen á disgustarla mis palabras.
—Así me gusta. Y ahora, completad vuestra retractación; decid que tenía yo razón al querer vengarme
de mi ofensor.
—¡Ah, eso no! contestó él gravemente.
—¿Lo véis? exclamó triunfante y sonriendo la joven. ¿Quién es aquí el corazón duro é inflexible, el
predicador severo, el que se empeña en que continuemos reñidos? Pues bien, cederé yo, porque lo que es
vos habéis de seguir haciendo méritos hasta obtener, como os lo deseo, la mitra de obispo ó el capelo
cardenalicio. Oidme; por vos perdono á vuestro hermano y tomo sobre mí toda la culpa de lo ocurrido, ya
que yo misma fuí en busca del peligro. ¿Estáis contento?
—¡Cuán dignas de vos son esas palabras! En ellas hallaréis sin duda más placer que en vuestras
primeras ideas de venganza.
Movió ella la cabeza en señal de duda y al mirar á lo lejos lanzó una ligera exclamación que revelaba
más sorpresa que placer.
—¡Ah! dijo. Allí está Rubín con los caballos.
También los había visto el pajecillo, cuyos rubios y largos cabellos rizados rodeaban el gracioso
rostro. Cabalgaba alegremente, llevando de la brida el blanco palafrén causa involuntaria de las
aventuras de su dueña.
—¡Os he buscado en vano por todas partes, mi señora Doña Constanza! gritó agitando en el aire la
emplumada gorra. Trovador no se detuvo hasta El Castañar, añadió echando pie á tierra y teniendo el
estribo á su ama; y aun así, trabajo me costó cogerlo. ¿Os ha sucedido algo desagradable? Estaréis
cansada ¿verdad?
—Nada me ha sucedido, Rubín, gracias á la cortesía de este doncel, dijo, mientras el paje miraba
atentamente á Roger. Y ahora, señor de Clinton, continuó, tomando la rienda y montando ligeramente, no
quiero separarme de vos sin deciros que os habéis conducido hoy como honrado caballero y sin daros las
gracias. Sois joven y no os creo rico; quizás mi padre pueda serviros en vuestra carrera futura, cualquiera
que sea. Es respetado de todos y tiene amigos poderosos. ¿No me diréis cuáles son vuestros proyectos,
ahora que no podéis contar con vuestro hermano?
—¿Proyectos? Ninguno; no puedo tenerlos. Sólo dos amigos cuento fuera de la abadía de Belmonte y
de ellos me separé esta mañana. Quizás pueda reunirme con ellos en Salisbury.
—¿Y qué han ido á hacer allí?
—Uno de ellos, bravo soldado, lleva importante mensaje al castillo de Monteagudo para el barón León
de Morel....
Una alegre carcajada de la hermosa hizo enmudecer al sorprendido joven, que momentos después se
vió solo en medio del camino, contemplando la nube de polvo que levantaban los caballos. Llegados á
una pequeña eminencia, detuvo la dama su corcel y le envió amistosa señal de despedida. Allí
permaneció Roger inmóvil hasta que perdió de vista á su linda compañera. Después tomó lentamente el
camino del pueblo, con ideas y sentimientos muy distintos de los del inexperto mancebo, casi un niño, que
pocas horas antes había dejado aquel mismo camino por el atajo del bosque.
CAPÍTULO X
PENSANDO iba Roger que ni podía regresar á Belmonte en el término de un año, ni asomar por las
inmediaciones de la casa paterna sin que su atrabiliario hermano le echase los perros encima; y que por
consiguiente se hallaba en el mundo á la ventura, sin saber qué hacer y harto escaso de recursos para
continuar viajando y gastando, sin oficio ni beneficio. Con los diez ducados de plata que el buen abad
había depositado en su escarcela podría vivir escasamente un mes, pero no doce. Su única esperanza era
reunirse cuanto antes á los dos camaradas por quienes sentía el afecto que ellos también le habían
mostrado. Apretó pues el paso, y corrió á trechos, comiendo el pan que llevaba en el zurrón y apagando
la sed en los cristalinos arroyos que halló á su paso.
Al cabo de una hora tuvo la fortuna de alcanzar á un leñador que con su hacha al hombro llevaba la
misma dirección que él, lo que le evitó perder más tiempo y aun extraviarse en los numerosos senderos
que cruzaban el bosque. No fué muy animada la conversación entre ambos, pues el leñador sólo platicaba
sobre asuntos de su oficio, la calidad de tales ó cuales maderas y las reyertas entre trabajadores de éste ó
aquel villorrio, al paso que Roger no podía apartar de su imaginación el recuerdo de la encantadora
desconocida. Tan distraído y preocupado iba que su compañero acabó por callarse, hasta que torció á la
izquierda por el sendero de El Castañar, dejando á Roger en el ancho camino de Salisbury.
Algunos pordioseros, un correo del rey, varios leñadores y otras personas que encontró en su camino le
indicaron la proximidad del poblado. También vió pasar á un jinete corpulento, de luenga y negra barba,
que llevaba un rosario de gruesas cuentas en la mano y enorme espadón pendiente del cinto. Por la forma
y color del hábito y la estrella de ocho puntas bordada en la manga reconoció en él á uno de los
caballeros hospitalarios de San Juan de Jerusalén, cuyo maestre residía en Bristol. El joven viajero
recibió descubierto y reverente la bendición del hospitalario, lleno de admiración por aquella famosa
orden, sin saber que á la sazón había adquirido ya gran parte de las cuantiosas riquezas de los templarios
y que los un tiempo humildes y desinteresados caballeros de San Juan preferían ya las comodidades de
sus palacios á las aventuras y peligros de la campaña contra los infieles del Oriente.
El sol se había ocultado tras negras nubes y á poco empezó á llover. Un frondoso árbol cercano ofrecía
el mejor refugio y bajo sus ramas se cobijó Roger, aun antes de oir la cordial invitación de dos viajeros
que le habían precedido y que sentados al pie del árbol tenían delante media docena de arenques salados,
un pan moreno y una bota que después resultó estar llena de leche fresca y no de vino. Eran dos jóvenes
estudiantes de los muchos que por aquella época se veían no sólo en las grandes ciudades sino en los
caminos y ventorrillos de casi toda Inglaterra. Disputaban más que comían y saludaron alegremente al
recienllegado.
—¡Venid aquí, camarada! dijo uno de ellos, bajo y rechoncho. Vultus ingenui puer. No os asuste la
cara de mi compañero, que como dijo Horacio, fœnum habet in cornu; pero es más inofensivo de lo que
parece.
—No rebuznes tan fuerte, Colás, repuso el otro, que era enteco y alto. Si á citar vamos á Horacio,
recuerda aquello de loquaces si sapiat... ó como diríamos en buen inglés, huye de los charlatanes como
de la peste. Y á fe mía, que de seguir todos el consejo habías de verte tú solo en el mundo.
—¡Buena lógica, buena! Como de costumbre, te enredas en tus propios argumentos y te caes de bruces,
dijo Colás con gran risa. Primera premisa: los hombres deben huir de mi locuacidad. Segunda: tú estás
aquí comiendo arenques mano á mano conmigo. Ergo, tú no eres hombre. Que es lo que se quería
demostrar, Florián amigo, y lo que yo me tenía muy sabido; que eres un monigote y no un nombre.
Roger y Florián se rieron de buena gana y el primero se sentó junto á los polemistas.
—Ahí va un arenque, compañero, dijo Florián; pero antes de participar de nuestra espléndida
hospitalidad, tenemos que imponeros ciertas condiciones.
—La que á mí más me interesa, repuso Roger jovialmente, es que con el arenque venga también una
rebanada de pan.
—¿Lo ves, gandul? preguntó Colás al otro estudiante. ¿No te he dicho cien veces que el ingenio y la
gracia en el decir me rodean como un aura sutil y que nadie se me acerca sin dar á poco muestras
evidentes de la agudeza que en mí rebosa? Tú mismo eras el mostrenco más zafio que he conocido en
toda mi vida, pero en la semana que llevas conmigo has hecho ya dos ó tres juegos de palabras muy
pasables y esta mañana un comentario asaz agudo, que yo no tendría inconveniente en aceptar por mío.
—Como lo harás á la primera oportunidad, socarrón, para pavonearte con plumas ajenas. Pero
decidme, amigo, ¿sois estudiante? Y siéndolo ¿venís de las aulas de Oxford ó de las de París?
—Algo he estudiado, contestó Roger, pero no en esas grandes universidades, sino con los monjes del
Císter, en su convento de Belmonte.
—¡Bah! poco y malo probablemente. ¿Qué diablos de enseñanza pueden dar allí?
—Non cui vis contingit adire Corinthum, observó Roger.
—¡Toma y vuelve por otra, hermano Florián! Pero dejémonos de discusiones y á comer se ha dicho,
que se enfrían los arenques y el pan amenaza convertirse en guijarro y la leche en requesón.
Lo cual no impidió que mientras Roger comía renovasen los otros sus argucias y que á poco
menudeasen argumentos y sofismas y lloviesen las citas latinas y griegas, escolásticas y evangélicas,
silogismos, premisas, inferencias y deducciones. Sucedíanse las preguntas y respuestas como los golpes
de incansables espadas sobre fuertes escudos. Por fin, aplacóse un tanto Colás, mientras su compañero
siguió perorando, triunfante y engreído.
—¡Ah, ladrón! gritó de pronto. ¡Te has comido mis arenques!
—Y muy ricos que estaban, contestó Colás con sorna. Pero eso es parte de mi argumentación, el
esfuerzo final, la peroratio, que dicen los oradores. Porque amigo Florián, siendo cosas las ideas, como
lo acabas de dejar muy bien sentado y probado, no tienes más que pensar ó idearte un par de arenques
rollizos y conjurar un frasco de leche de dos azumbres, con lo cual quedará tu estómago tan satisfecho y
tan campante.
—¿Con que esas tenemos, eh? Buen argumento, bueno, pero hay que contestarlo; y haciendo y diciendo
atizó al rubicundo Colás una bofetada que lo hizo caer de espaldas. Y ahora, continuó, levantándose,
imagínate que no te has llevado ese revés y verás cómo ni te duele, ni vuelves á robar arenques.
El estudiante santiguado agarró el garrote de Roger y en poco estuvo que le rompiese un hueso á su
compañero. Por fin consiguió Roger ponerlos en paz, y habiendo cesado la lluvia se despidió de aquellos
divertidos polemistas. No tardó en divisar grupos de cabañas, campos cultivados y una que otra granja;
pero el sol se acercaba á su ocaso cuando el viajero vió á distancia la elevada torre del priorato de
Salisbury. Alegróse de llegar al término de su viaje por aquel día, y mucho más cuando al rodear las
tapias de un huerto descubrió á Simón y Tristán, sentados muy sosegadamente sobre un árbol caído.
Ninguno de ellos notó su presencia porque dedicaban toda su atención á la partida de dados que tenían
empeñada. Acercóse Roger muy quedamente y observó con sorpresa que Tristán tenía cruzado á la
espalda el arco de Simón y ceñida la espada de éste y que entre los dos, como si fuese la puesta de la
próxima jugada, se hallaba el casco del arquero.
—¡Maldición! exclamó éste al mirar los dados. ¡Uno y tres! No he tenido suerte peor desde que salí de
Rennes, donde perdí hasta los borceguíes. À toi, camarade.
—Cuatro y tres, dijo Tristán con voz de bajo profundo. Venga el capacete. Y ahora te lo apuesto contra
tu coleto, arquero.
—¡Apostado! Pero como siga la mala racha voy á llegar al castillo en camisa. ¡Voto á sanes! Bonita
facha para un embajador. ¡Hola! gritó levantándose apresuradamente al ver á Roger y echándole los
brazos al cuello; mira quién nos ha caído de las nubes, recluta.
No menos complacido que el arquero quedó Tristán, pero se limitó á abrir la bocaza y entornar los
ojos, que era su manera de sonreirse, procurando con ambas manos ponerse el casco de Simón sobre la
enorme melena roja.
—¿Vienes á quedarte con nosotros, petit? preguntó el veterano, dando golpecitos en la espalda de
Roger.
—Por lo menos así lo deseo, respondió éste, conmovido ante la cariñosa acogida de sus amigos.
—¡Bravo, muchacho! Juntos iremos los tres á la guerra, y que el diablo se lleve la veleta del convento
de Belmonte. Pero ¿dónde te has metido, que vienes de barro hasta las rodillas?
—En un arroyo, dijo Roger; y tomando la palabra les refirió los incidentes de su jornada, el ataque del
bandolero, su encuentro con el rey, la recepción que le hizo su hermano y el rescate de la hermosa
cazadora. Escuchábanle los otros atentamente, pero no había acabado su relato, que hacía andando entre
los dos amigos, cuando Simón volvió pie atrás y se alejó dando resoplidos.
—¿Qué os pasa, arquero? gritó Roger corriendo tras él y echándole mano al coleto. ¿Á dónde váis?
—Á Munster. ¡Suelta, muñeco!
—Pero ¿qué váis á hacer allí?
—Meterle seis pulgadas de hierro á tu hermanito en la barriga. ¡Cómo! ¡Insultar á una doncella inglesa
y azuzar los perros contra su hermano! Pues ¿para qué tengo yo esta espada? Digo, no, que la tiene el
gandul ese de Tristán y se la voy á quitar ahora mismo.
—¡Á mí, Tristán! ¡Échale mano! gritó Roger riendo á carcajadas y tirando de Simón. Ni ella ni yo
sufrimos un rasguño. ¡Venid, amigo! y entre los dos lograron por fin ponerlo de nuevo en dirección de
Salisbury. Sin embargo, anduvo buen trecho con la cara hosca, hasta que divisó una fresca labradora y le
envió con un beso una sonrisa.
—Pero vamos á ver, dijo Roger. ¿Cómo es que el soldado no lleva ahora consigo las herramientas de
su oficio? Y tú Tristán ¿qué haces con arco, espada y casco en tiempo de paz?
—Te diré. Es un juego que el amigo Simón se empeñó en enseñarme.
—Y el bribón resultó maestro, gruñó el arquero. Me ha desplumado como si hubiese caído en manos de
los ballesteros del rey de Francia. Pero ¡por mis pecados! que me has de devolver esos trastos, amigo, si
he de cumplir la misión de Sir Claudio Latour, y te los pagaré como nuevos, á precio de armero.
—Aquí tienes todo lo que te he ganado y no hables de pagármelo, dijo Tristán. Mi único deseo era
llevar encima esos arreos por un rato, para tomarles el peso, ya que en Francia y España he de llevarlos á
diario por algunos años.
—Ma foi, has nacido para soldado y buen compañero, exclamó regocijado Simón. Eso es hablar y
portarse como se debe. ¡Bien, recluta! ¿Quién ha visto jamás arquero sin arco? Descuida, que yo te
procuraré uno tan bueno como éste, allá en el ejército. Pero ¡mirad! Á la derecha del priorato se destaca
la torre parda y cuadrada del castillo en la eminencia, y aun á esta distancia me parece distinguir en la
bandera que allí ondea el rojo corzo de las armas de Monteagudo.
—Rojo en campo blanco, dijo Roger, pero no sé si es corzo, león ó águila. ¿Qué es aquello que brilla
sobre el muro? En la almena, debajo de la bandera.
—El casco de acero de un centinela, contestó Simón. Pero apretemos el paso si hemos de llegar antes
que la campana dé la señal de vísperas y el clarín la de alzar el puente levadizo; porque el barón de
Morel, á fuer de buen soldado, es lo más exigente y riguroso en punto á disciplina.
Pronto se hallaron los tres camaradas en la extensa población construída al pie de la antigua iglesia y
del amenazador castillo. El barón de Morel había cenado aquella tarde antes de ponerse el sol, según su
costumbre; visitó después las caballerizas, donde sus dos corceles de batalla, Darío y Armorel,
descansaban de sus pasadas campañas, en unión de otros buenos caballos y de los palafrenes de las
damas, y por último dispuso que los monteros sacasen á los perros y los dejasen correr y retozar en
libertad por media hora en las avenidas del castillo. Unos treinta contenían las perreras y no fué mal
concierto de ladridos el que armaron al precipitarse en tropel perdigueros y lebreles, mastines, galgos,
sabuesos y podencos, de todos tamaños y colores. Detrás de los monteros y pajes que con sus voces
aumentaban la algazara, veíase al noble señor de Morel, que contemplaba sonriente aquel animado
cuadro. Iba á su lado la buena baronesa y ambos siguieron andando hasta el puente de piedra que
separaba el pueblo del castillo.
Era el famoso guerrero de corta estatura y pocas carnes, y ni su aspecto ni sus maneras revelaban en él
al esforzado campeón inglés cuyos altos hechos andaban en lenguas de todos. Los años habían encorvado
algo su cuerpo, aunque no pasaban de cuarenta y ocho los que tenía; y en la época en que le conocemos
sufría todavía de la vista á consecuencia de haberle vaciado encima una espuerta de cal viva los sitiados
de Bergerac, cuando el barón dirigía el asalto de aquella plaza al frente de los veteranos de Derby. El
constante ejercicio de las armas y las penalidades de su pasada vida de soldado lo habían conservado
vigoroso y activo como siempre; era delgado de rostro, de color moreno y llevaba el retorcido bigote y
larga perilla que por entonces estaban en boga entre los caballeros del ejército. El chambergo de fino
fieltro con airosa pluma blanca, algo inclinado sobre la oreja derecha, ocultaba en parte la cicatriz de una
larga herida que partía desde la sien; la mitad de aquella oreja se la llevó una bala de bombarda allá en
Tournay, en las guerras de Flandes. Vestía rico traje de terciopelo negro y capa corta del mismo color, y
usaba calzado de retorcida punta, aunque no tan desmesurada como fué uso llevarla en el siguiente
reinado. Ceñíale el cuerpo un cinturón bordado de oro, en cuya ancha hebilla estaban grabadas las armas
de los Morel, cinco rosas gules en campo de plata.
Á su lado y apoyada en el parapeto del puente, la baronesa parecía el tipo acabado de las altivas
castellanas de la época. Más alta que su esposo, tenía la mirada dominante y la robustez física que había
hecho posibles las heróicas proezas de Agnes Dunbar, de las condesas de Salisbury y de Monfort y de
otras damas inglesas que habían demostrado ser tan animosas como sus nobles maridos llegada la
ocasión, y poco menos expertas que ellos en el manejo de la espada ó del hacha de combate. Pero muchas
de aquellas heroínas inglesas y otras que pudiéramos citar, como las de Monteagudo, Chandos y Belver,
eran no sólo valerosas sino bellas, calificativo este último que por ningún concepto podía aplicarse á la
baronesa de Morel.
—Os repito, barón, que una doncella como nuestra hija no debería pasar su vida cazando y corriendo
por campos y bosques, decía la imponente dama á su esposo. Si la dejamos que siga rodeada de caballos
y perros, pajes, monteros y soldados, cuidando halcones y aprendiendo, la muy taimada, trovas francesas,
que tal hacía cuando la sorprendí ayer en su cuarto, ¿cómo ha de servir para esposa de un noble
compañero y para gobernar un castillo, cual lo he hecho yo en vuestras largas ausencias, con un centenar
de hombres de armas y sirvientes á sus órdenes, la mitad de los cuales sólo entienden de holgar y beber
cerveza? Y cuenta que las trovas de que os hablo, que ella escondió bajo la almohada al verme entrar, se
las había prestado, según confesión suya, el mismísimo padre Cristóbal, del Priorato. Es verdad que
siempre me dice lo mismo.
—Muy cierto es todo eso, mi buena amiga, respondió el magnate, pero tened en cuenta que es muy
joven, llena de vida y salud, traviesa y alegre como una niña y que tiempo hay para todo.
—Sus travesuras van siendo graves por demás y demandan de vos severa corrección.
—No querréis decir seguramente que llegue yo á levantarle la mano. Jamás lo he hecho con ninguna
mujer y no exceptuaré precisamente á la que lleva mi sangre en sus venas. En vos confío para
enmendarla, cuando su conducta merezca enmienda; sobre todo en mi ausencia, querida mía, pues si llevo
largo tiempo de asueto en el castillo, sólo por vos ha sido, y os confieso que sin vuestra presencia no
podría tolerar una semana esta vida tranquila y regalona. Soldado nací y soldado he de morir.
—Eso era lo que yo temía, exclamó angustiada la baronesa. ¿Creéis que no he notado vuestro
desasosiego de estos últimos tiempos, y la revista que habéis pasado á vuestras armas en compañía de
Renato el escudero? ¡Nuestra Señora de Embrún me valga!
—No os aflijáis. No se trata sólo de inclinación mía, sino de un deber, de un llamamiento á nuestro
honor. Bien sabéis que la renovación de la guerra es cosa resuelta, que nuestras tropas se reconcentran en
Burdeos y ¡por San Jorge! sería cosa de ver que junto á los leones del estandarte real figurasen las armas
de toda la nobleza inglesa, excepto las rosas de Morel.
—No lo hubiera permitido yo misma diez ó quince años hace; pero ¿no habéis servido al rey como el
primero? ¿No habéis dado pruebas brillantes de valor en diez campañas? Díganlo las heridas de vuestro
cuerpo y la fama de vuestro nombre. El mismo rey no espera de vos que combatáis hasta morir y el más
bravo soldado depone un día las armas y regresa al hogar.
—No está en mí el hacerlo, creedme. Cuando nuestro gracioso soberano se apresura á vestir la
armadura de combate á los setenta años y el señor de Chandos le imita á los setenta y cinco, con tantas
campañas y heridas como cuento yo, mal puede quedar en reposo la lanza del barón León de Morel. Mi
propia fama me obliga, ya que tanto más notada sería mi ausencia. No, Leonor, debo partir. Sin contar
que nuestra hacienda no es tan grande cual yo por vos y por nuestra hija la quisiera, y que sólo el cargo
de condestable que ejerzo aquí por merced de mi buen y poderoso amigo el conde de Monteagudo, cuyo
castillo habitamos, nos permite sostener la posición correspondiente á nuestro rango. Y bien sabéis que
en la guerra es donde el noble y el bravo hallan hoy no sólo honores, sino riquezas. La recompensa regia,
el rico botín y los rescates enormes de esta guerra nos pondrán para siempre al abrigo de todo temor, por
lo que á nuestros bienes de fortuna se refiere.
—Rescates y botín soberbios habéis ganado con vuestro esfuerzo, pero sois tan generoso como valiente
y otros se han aprovechado de vuestra hacienda.
—Descuidad. No más esplendidez á costa de la tranquilidad y el bienestar de los míos. Cobrad ánimos;
la campaña no será larga y ansío recibir noticias definitivas.
—Mirad, barón, cerca de la última casa del pueblo, aquellos tres hombres que toman el camino del
castillo. Soldado es uno de ellos.
Nuestros tres conocidos llegaban, en efecto, al término de su viaje, cubiertos de polvo, pero sin señal
de fatiga y platicando alegremente. El barón se fijó desde luego en el joven de rubios cabellos é
inteligente rostro, que observaba atentamente el castillo y sus alrededores. Iba á su derecha un gigante
pobremente vestido, que por lo estrechos y cortos que le venían sus arreos decían bien claro no haber
sido cortados para él. El caminante de la izquierda era un veterano robusto y de atezado rostro, con
espada al cinto y largo arco á la espalda; el abollado capacete y los desteñidos colores del león de San
Jorge que llevaba cosido en el coleto no dejaban duda sobre la procedencia del soldado, cuyo aspecto
todo denotaba sus recientes campañas. Llegados al puente, miró el arquero fijamente al noble capitán,
saludó á la baronesa con una inclinación respetuosa y dijo:
—Perdonad, señor barón, pero á pesar de los años transcurridos os he reconocido al momento, y eso
que hasta hoy no os había visto vistiendo terciopelo, sino yelmo y coselete. Junto á vos he tendido
muchas veces mi arco en Romorantín, La Roche, Maupertuis, Auray, Nogent y otros lugares.
—Y yo me felicito de verte, y darte la bienvenida al castillo de Morel. Mi mayordomo os
proporcionará en él buen lecho y buena mesa á tí y á tus compañeros. Espera, arquero; sí, me parece
recordar tu rostro, aunque ya no puedo fiarme de mi vista como antes. Descansa un tanto y después te
llamaré para que me des noticias de lo que en Francia ocurre. Hasta aquí han llegado rumores de que
antes de terminar el año ondearán nuestras banderas al sur de las grandes montañas de la frontera
española.
—Mucho se hablaba de ello en Burdeos á mi partida, repuso Simón, y á fe que los armeros trabajaban
sin descanso y que ví llegar buen número de soldados. Pero permitid que os entregue esta misiva que
para vos puso en mis manos el bravo caballero gascón Sir Claudio Latour. Y á vos, señora, os traigo de
él este joyero, que le fué presentado en Narbona y que os ofrece con sus respetos.
El arquero se había repetido muchas veces durante su viaje aquellas palabras, que eran las mismas
pronunciadas por su capitán; pero la verdad es que la dama, aunque estimando el rico presente, no se fijó
en las frases del arquero porque estaba tan absorta como su esposo en la lectura del pergamino, que aquél
le hacía en voz baja. Roger y Tristán, que se habían detenido á algunos pasos de distancia del arquero,
vieron que la baronesa palidecía y que su esposo se sonreía satisfecho.
—Ya véis, señora mía, dijo, que no quieren dejar tranquilo al viejo lebrel cuando se preparan á
levantar la caza. ¿Qué me dices, arquero, de esta Guardia Blanca de que aquí me hablan?
—De lebreles hablasteis vos, señor barón, y os aseguro que no hay mejor jauría que aquella Guardia en
ambos reinos, cuando se trata de correr caza mayor, sobre todo si los dirige un buen montero. Juntos
hemos estado en las guerras, señor, pero jamás he visto cuerpo de arqueros más valientes ni más
temibles. Todos os queremos tener por capitán en esta próxima campaña; y lo que la Guardia Blanca
quiere ¿quién lo impide?
—¡Pues me gusta! exclamó el barón sin ocultar su contento. La verdad es que si todos aquellos
arqueros se os parecen, no hay jefe que no deba sentirse orgulloso de mandarlos. ¿Cómo os llamáis?
—Simón Aluardo, del condado de Austin.
—¿Y el gigante ese?
—Es Tristán de Horla, un montañés como hay pocos, á quien acabo de alistar en la Guardia Blanca.
—Hará un soldado excelente. ¿Buenos puños, eh? Robusto y forzudo pareces, arquero, pero estoy
seguro de que ese buen mozo lo es más todavía. Á ver, Tristán, si avergüenzas á todos mis ballesteros,
ninguno de los cuales pudo ayer hacer rodar aquella piedra y arrojarla al torrente. Aunque me temo que ni
tus brazos de hércules puedan con ella.
Tristán se dirigió al peñasco sonriéndose. Era de enorme peso y hundido en parte en la tierra; pero el
coloso lo arrancó de su húmedo lecho á la primera sacudida, y no contentándose con hacerlo rodar lo
levantó del suelo y lo lanzó al agua. La noble pareja manifestó su admiración ante aquel prodigio de
fuerza, mientras Tristán se limpiaba el barro de las manos, sin dejar de sonreirse bonachonamente.
—Esos brazos suyos me han rodeado una vez las costillas, dijo Simón, y todavía me parece oirlas
crujir. Este otro compañero mío, continuó al notar que el barón miraba á Roger, ha sido hasta ahora
amanuense en la abadía de Belmonte, donde deja el mejor recuerdo, como lo atestiguan las letras del
abad que consigo lleva. Y es también doncel de mucha ciencia, aunque de pocos años. Su nombre, Roger
de Clinton y es hermano del arrendatario de Munster.
—Mala recomendación esta última, dijo el señor de Morel frunciendo el ceño; y si á tu hermano te
pareces por los hechos....
—Lejos de eso, señor, dijo vivamente el arquero. Puedo aseguraros lo contrario, y á fe que hoy mismo
lo amenazó de muerte su hermano y le soltó los perros.
—¿Perteneces también á la Guardia Blanca? Á juzgar por tu rostro, edad y porte, no has tenido mucha
práctica militar.
—Quisiera ir á Francia con estos dos amigos, señor, dijo Roger. Pero no sé que sirva para soldado,
porque he sido siempre hombre de paz; estudiante desde que salí de la niñez y también lector, exorcista,
acólito y amanuense en la abadía.
—Eso no quita, observó el barón, y nunca está de más que cada compañía tenga su amanuense, alguien
que entienda más de leer un pergamino y de redactar un informe que de andar á flechazos con el enemigo.
Todavía recuerdo yo á un secretario que tuve en la campaña de Calais, llamado Sandal, que era también
trovador y juglar de mérito. Habíais de oir las rimas que compuso describiendo combates, asaltos y
salidas, y cuantos incidentes ocurrieron en el largo asedio de aquella plaza. Pero bastante hemos hablado
y hora es de regresar al castillo. Reposad, comed y bebed con mis hombres de armas, que son gente de
buena y alegre compañía. Venid, señora, si gustáis.
—Sí, que el aire ha refrescado mucho, dijo la dama, tomando el brazo del barón.
Dirigióse la noble pareja hacia el castillo, seguida de Simón, que se alegraba de haber desempeñado su
misión y visto á su querido capitán de otros tiempos, y de Roger, admirado de hallar en el afamado
guerrero á un hombre modesto y afable, sin sombra de la insufrible altivez de muchos nobles. Sólo
Tristán parecía descontento y lo manifestaba con sordos gruñidos.
—¿Qué le pasa al mastuerzo éste? dijo Simón en voz baja, deteniéndose y mirando á Tristán.
—Me pasa que me has engañado, que me prometiste hacerme servir á las órdenes de uno de los más
grandes capitanes del reino y en su lugar buscas para capitán de la Guardia Blanca á ese alfeñique
vestido de terciopelo, con sus ojillos llorosos y que por lo flaco y desmedrado parece no haber comido
en tres días....
—¡Hola, con que ahí es donde te duele! Pues mira, Sansón, procura que no te oiga él, el chiquitín ese
de los ojillos llorosos, porque sólo entonces conocerías tú la fuerza de sus puños. Por lo demás, tres
meses de plazo te doy para cambiar de opinión. Al capitán Morel sólo le conocen los que lo han visto
hilar por lo fino en la guerra. Ya verás, ya verás.
En aquel momento se oyó gran gritería en las calles del pueblo; hombres, mujeres y niños corrían de
uno á otro lado de la calle central dando voces y se refugiaban en las casas. Al otro lado del puente y
corriendo cuanto podía en dirección al castillo, apareció un hombre, que al ver á la baronesa se llegó á
ella y gritó, sudoroso y jadeante:
—¡Huid, señora, huid! ¡Salvadla! ¡El oso, el oso!
En efecto, corriendo hacia ellos venía un oso negro enorme, de terrible aspecto, entreabierta la boca y
con un trozo de cadena atado al cuello. En dos saltos se puso Tristán al lado de la baronesa, á quien
levantó en sus brazos como si fuera una pluma, y con ella corrió rápidamente fuera del camino, hasta
llegar á unos árboles vecinos. Roger solo acertó á dar algunos pasos en igual dirección y se quedó
mirando atónito al furioso animal; entre tanto soltaba Simón una retahila de tacos franceses é ingleses y
preparaba su arco. Entonces, con sorpresa de todos, vieron que el barón de Morel no sólo no había huido
sino que se dirigía en derechura al oso con tranquilo paso, llevando en la mano el rojo pañuelo de seda
que en ella tenía cuando hablaba con Simón y sus amigos. El oso llegó hasta él, dió un sordo gruñido, y
alzándose sobre las patas traseras, levantó la poderosa zarpa.
—¡Hola, feo! ¿Con que estamos de mal humor? dijo tranquilamente el barón, cruzando por dos veces
con su pañuelo de seda el hocico del oso.
El animal, sorprendido, le miró un momento, cayó sobre las cuatro patas y gruñó de nuevo, mirando á
derecha é izquierda como sin saber qué resolución tomar, mientras el barón, á dos pasos, lo contemplaba
con curiosidad, guiñando sus irritados ojillos. En aquel momento llegaron cuatro gañanes con gruesas
cuerdas y en pocos instantes tuvieron asegurado al fugitivo. El dueño del oso llegó también, temeroso del
castigo que pudiera aguardarle y descubriéndose explicó al barón que había dejado á la fiera bien
encadenada á la puerta de una taberna mientras él tomaba un vaso de cerveza, y que habiendo llegado de
súbito los perros del castillo, atacaron al oso, enfureciéndolo y haciéndole romper la cadena. Lejos de
castigarlo ó reprenderlo el barón le dió algunas monedas de plata, con escándalo de la baronesa, á la que
todavía no se le había pasado el susto.
—Te pido perdón, camarada, dijo Tristán al arquero, á tiempo que entraban por las puertas del
castillo. El señor de Morel es todo un hombre. ¡Digo, qué calma y qué nervio! Por mi parte, no quiero
más jefe que él.
CAPÍTULO XI
SOBRE el macizo arco que daba entrada á la fortaleza se veía el escudo de los Monteagudo, un corzo
gules en campo de plata, y junto á él las armas del veterano condestable, las rosas de Morel. Al pasar el
puente levadizo le pareció á Roger que en una de las saeteras brillaba la armadura de un soldado; y
apenas estuvieron todos en el pórtico, sonó un clarín y el pesado puente se elevó tras ellos como
impulsado por manos invisibles, con gran ruido de cadenas. El barón acompañó á su esposa á la sala del
castillo y un obeso mayordomo se encargó de los tres recienllegados, á quienes trató á cuerpo de rey.
Satisfechos ampliamente sus estómagos y refrescados con un baño en la cercana acequia, siguieron
Tristán y Roger al arquero, que examinaba atentamente la fortaleza con la práctica de quien tantas había
visto en su vida. Á sus dos compañeros, que por primera vez se hallaban en un castillo, les parecían
aquellos gruesos muros del todo inexpugnables, y veían con asombro el número de centinelas apostados
en puertas, murallas y almenas, sin contar los soldados del cuerpo de guardia situado cerca del puente
levadizo, que limpiaban sus armas, cantaban ó hablaban con sus mujeres é hijos en el ancho pórtico.
—Me parece que un puñado de rústicos podría defender esta fortaleza contra diez compañías del rey,
dijo Tristán.
—Lo mismo digo, asintió Roger.
—Pues bien os equivocáis, mes garçons, exclamó el arquero. Mucho más formidables que ésta las he
visto yo rendidas en una sola noche. ¡Por el filo de mi espada! Pues ¿y el castillo de Monleón, en
Picardía, que parecía un cerro y que batimos, tomamos y saqueamos los soldados de Sir Roberto Nolles,
antes de que existiera la Guardia Blanca? De allí saqué yo unos arreos de caballo, de plata maciza, que
me valieron cien ducados.
—¿Sois vos el arquero Aluardo? le preguntó en aquel momento un ballestero que acababa de cruzar el
patio del castillo.
—Simón Aluardo, para serviros.
—Pues mírame bien, camarada, y no tendré necesidad de nombrarme.
—¡Mala bombarda me parta si no es esa la cáfila de Reno el arquero! Embrasse-moi, camarada; y
ambos amigos se estrecharon como dos osos.
—Sí, el arquero Reno, ahora ballestero al servicio del barón, y casi olvidado ya de disparar ballesta ó
arco. Pero ven acá, viejo lobo; en la sala de armas se habla de recorrer una vez más la buena tierra de
Francia y aun se dice que el barón en persona....
—Las buenas noticias se saben pronto, á lo que veo, dijo Simón dando una carcajada y guiñando el ojo
á Tristán.
—¡Bravo! gritó Reno. Desde ahora ofrezco un cirio de dos libras á mi santo patrón. ¡Si supieras tú lo
que es pudrirse aquí la sangre, entre cuatro paredes, para un soldado como yo! Vengan en buenhora
aquellos tiempos en que teníamos franceses que matar y saetazos que dar y recibir, sin hablar de lo que
siempre se gana y se divide con los amigos.
—Qué me place verte tan bien dispuesto, repuso Simón. Pero oye, amigo ¿tan vacía está tu bolsa?
Porque en tal caso, mientras entramos en el primer campo, castillo ó villa de Francia, aquí llevo yo mi
vieja escarcela de cuero al cinto y no tienes más que meter en ella la mano. Ya sabes que entre hermanos
de armas no hay tuyo ni mío.
—No, amigo; aquí ni dinero se necesita. No es como en Francia, donde andábamos siempre á puñadas
con los hombres y con la rodilla en tierra y la mano abierta ante las mujeres. ¡Qué tiempos aquellos! Con
tal que vuelvan pronto.... Y además, se trata de saldar una cuentecilla pendiente. Tú no lo sabes, pero
mientras nosotros batíamos el cobre en Rennes, las galeras francesas hicieron un desembarco en Chelsea
y quemaron y mataron hasta cansarse y cuando volví á mi pueblo me encontré con que entre las víctimas
de sus alabardas se contaban mi madre, mi hermana y sus dos hijos, dos chiquitines que apenas sabían
hablar. ¡Rayos de Dios! Cuando te digo que ardo en deseos de verme otra vez frente á frente de aquella
canalla....
—Pues descuida, Reno, que si bien parece que esta vez nos esperan en España más que en Francia,
andan las cosas tan revueltas que siempre habrá trabajo en todas partes y para todos los gustos. Desde
luego hallaremos por Castilla el famoso Duguesclín, que con las mejores lanzas francesas anda al
servicio de un príncipe español, Don Enrique de Trastamara, empeñado en ponerlo en el trono, al paso
que el monarca legítimo Don Pedro, hermano del pretendiente, se ha dirigido á nuestro rey Eduardo en
demanda de auxilio y creo que el mismísimo Príncipe Negro nos llevará al combate. Ya ves, pues, que
habrá ocasión de poner una flecha tan pronto en un castellano como en un francés. Pero entre tanto, amigo
Reno, creo que también tú y yo tenemos nuestra cuenta pendiente y....
—¡Pesia mí, que lo había olvidado con la alegría de verte, camarada! dijo Reno. Muy cierto es ello, y
también que apenas nos habíamos puesto en guardia nos separaron el maldito preboste y sus hombres de
armas.
—Á quienes la peste se lleve por entremetidos. Pero como quedamos en aclarar el punto en nuestra
próxima entrevista, y veo que llevas puesta la espada, en guardia, Reno amigo y á quien Dios se la dé....
—Palabra empeñada y cuestión de honra son cosa sagrada, dijo Reno desenvainando el acero. La luz
de la luna basta para vernos el bulto y estos dos mozos servirán de testigos. Cuestión de honra,
compañeros.
—¿Qué decís? exclamó Roger. ¿Qué cuestión de honra puede inducir á dos amigos como vosotros á
matarse á sangre fría? ¡Tened! Pero ¿no sabéis que eso es un pecado mortal, que el odio os ciega? ¡Por
favor, Simón!
—No hay odio ni cosa que se le parezca, frailecico mío, repuso jovialmente Simón, mientras el otro
veterano miraba sorprendido al doncel. No hay sino una cuestioncilla no terminada á gusto nuestro. ¡Ojo
á mi espada, Reno!
—Guárdate de la mía, Simón hermano, que hace meses no he tenido ocasión de esgrimirla una sola vez
y necesito esta escaramuza para ejercitar la muñeca. ¡Á ello!
—¿Pero qué espíritu sanguinario os anima? ¡No lo consentiré y antes tendréis que matarme! gritó Roger
poniéndose delante del arquero.
—Tampoco lo consentiré yo, exclamó el no menos sorprendido Tristán, enarbolando un pesado tablón
que vió apoyado contra el muro. ¡Ea, basta de broma! Al primero que mueva el chafarote lo aplasto como
un sapo. ¡Pues no faltaba más!
—¿Qué mala mosca ha picado á este par de gansos? preguntó Reno. Cuidado, gigantón, no empiece yo
por darte una sangría y te caiga encima la tabla esa....
—Decidme, Simón, interrumpió vivamente Roger, la causa de vuestra querella, para ver si ello admite
honroso arreglo, antes de que os degolléis como enemigos implacables.
El arquero miró pensativamente al suelo y después á la luna.
—¿La causa, muchacho? ¿Y cómo quieres tú que yo me acuerde de tal cosa, cuando nuestra disputa
ocurrió allá en Limoges hace más de dos años? Pero ahí está Reno, que te lo dirá en un santiamén.
—No tal, dijo Reno bajando la espada. Desde entonces he tenido otras muchas cosas en que pensar y
aunque me rompa la crisma no lo recordaré nunca. Creo que estábamos jugando á los dados. No, creo que
fué cuestión de faldas. ¿Eh, Simón?
—Dados ó mujeres, creo que le andas cerca. Á ver, en Limoges conocíamos á... ¡Calla! ¿pues no te
acuerdas de aquella Rosa tan frescachona, que servía en el mesón de Los Tres Cuervos? ¡Aux Trois
Corbeaux! Apuesto á que ya no sabes una palabra de francés, animal. ¡Qué chica aquella! Yo me
enamoré como un bendito.
—Y yo, y otros muchos también, dijo Reno. No estoy seguro de que fuese ella el objeto de nuestra
reyerta, pero sé muy bien que el mismo día que íbamos á batirnos desapareció de la venta en compañía
de Ivón, el arquero aquel de Gales ¿te acuerdas? Un licenciado del ejército me dijo después que habían
abierto una taberna, en no sé qué ciudad del Garona y que Rosa sigue haciendo de las suyas y él bebe
tanto vino y cerveza como diez de sus parroquianos.
—¿Sí? Pues aquí acaba nuestra querella, dijo Simón envainando la espada. No se dirá que por una
chiquilla capaz de preferir á un desertor y sobre todo á un hijo de Gales, se han dado de cuchilladas dos
mozos como nosotros.
—Más vale así, repuso Reno envainando á su vez, porque el barón nos hubiera oído ó hubiera sabido
el duelo y tiene pregonado que á los duelistas de la guarnición les hará cortar la mano derecha. Y ya
sabes que cuando él dice una cosa....
—Como si lo dijera la Biblia, ya lo sé. Ea, una visita al mayordomo, que me parece buen hombre, á ver
si nos da alguna cerveza con que brindar por el barón.
Dirigiéronse los cuatro hacia las cocinas del castillo, pero al salir del patio vieron á un gentil pajecillo
que se dirigió á Roger diciéndole:
—El señor de Morel os espera arriba, en la saleta contigua á su cámara.
—¿Y mis compañeros?
—Á vos solo.
Siguió Roger al paje, que le condujo por una ancha escalera al corredor del primer piso y á una cámara
cuyas paredes cubrían tapices y panoplias, donde le dejó solo. Descubrióse el doncel y no viendo á nadie
comenzó á examinar las armas y los antiguos y macizos muebles de roble tallado. Había desaparecido la
primitiva sencillez de las habitaciones en los castillos, debido en parte al deseo de proporcionar mayores
comodidades á las damas y sobre todo al ejemplo de los cruzados, que habían traído de Oriente el lujo y
las riquezas incompatibles con la vida incómoda y mezquina de las fortalezas feudales. Influencia no
menos poderosa había sido después la de las grandes guerras con Francia, nación que en el siglo XIV
adelantaba en mucho á Inglaterra en las artes de la paz y cuyos progresos y refinamientos dejaron huella
marcadísima en las costumbres inglesas de aquella época.
Absorto estaba Roger en la contemplación de los objetos de arte que enriquecían la estancia, cuando
oyó la risa mal reprimida de una mujer. Miró á todos lados sin ver persona alguna, repitióse la risa y por
fin distinguió detrás de la mampara que á su izquierda tenía una blanca mano que sustentaba un espejo
con marco y mango de plata, puesto de manera que reflejaba todos sus movimientos. Permaneció el joven
por algunos momentos inmóvil, sin saber qué hacer y luégo vió que desaparecían mano y espejo y que se
adelantaba hacia él una hermosísima joven, con traje tan elegante como rico. En su rostro sonriente
reconoció Roger el de la doncella á quien aquella mañana librara él de las asechanzas de su hermano, y
su sorpresa creció de punto.
—Veo que os admira hallarme aquí, dijo alegremente la encantadora dama. Trovador quisiera ser para
cantar cual se merece nuestra aventura de ayer; el perverso Hugo, la cuitada doncella y el paladín
esforzado que la rescata de las garras del tirano. Mis trovas os harían célebre y pasaríais á la posteridad
cual otro Percival ó Amadís famoso y gran desfacedor de entuertos.
—Insignificante fué lo que yo hice para merecer tanto elogio, pudo decir por fin Roger. Mas no sabéis,
señora, cuánta es mi alegría al volver á veros y saber que llegasteis sana y salva á vuestra morada,
suponiendo que lo sea este castillo.
—Lo es, y el barón León de Morel es mi padre. Pude revelároslo al despedirnos, pero como me
dijisteis que era este el término de vuestro viaje, preferí callarme y daros una sorpresa, antes de que
volváis á encerraros entre las cuatro paredes de vuestra celda. Pero ante todo, os he hecho llamar para
haceros un encargo, mejor dicho, para pediros un servicio.
—¿Qué deseáis?
—¡Cuan poco galante sois! Pero en fin, no me extraña. Un caballero más acostumbrado al trato de las
damas se hubiera puesto desde luego á mis órdenes, pero vos me preguntáis qué os quiero. Pues bien,
necesito que corroboréis con vuestro testimonio mis palabras. Voy á decir á mi padre que os encontré en
la parte del bosque situada al sur del camino de Munster. De lo contrario, si averigua que le desobedecí y
puse la planta en las tierras de Clinton, no escapo sin una encerrona atroz y lo menos una semana de rueca
y tapicería.
—Si el barón me interroga no le contestaré.
—¡Cómo! Pero es que tendréis que contestarle. Y asegurarle lo que os he dicho, ó lo pasaré muy mal.
—¿Pero cómo he de poder decirle lo que no es cierto? ¿Seríais capaz de hacerlo vos, sabiendo que
estabais leguas al norte del camino?...
—¡Oh, me aburrís con vuestros sermones! ¿Os negáis? Pues yo sé lo que debo hacer.
—No os ofendáis, por favor. Pensad en lo que me pedís.... Pero aquí está vuestro noble padre.
—Estadme atento y veréis si soy ó no buena discípula vuestra. Padre mío, continuó dirigiéndose al
barón, que acababa de entrar; estoy altamente obligada á este caballero, á quien encontré esta mañana en
el bosque de Munster y que me prestó un valioso servicio. Ocurrió el hecho á dos leguas justas al norte
del camino de Munster y por consiguiente en una propiedad donde vos me habíais prohibido poner los
pies.
—¡Ah, Constanza! repuso el señor de Morel, que daba el brazo á una anciana dama; me cuesta más
hacerme obedecer de tí que de aquellos doscientos arqueros de la piel del diablo á quienes capitaneaba
yo en el sitio de Guiena. Pero silencio, niña, que tu madre estará aquí dentro de un momento y no hay
necesidad de que se entere. Por esta vez no llamaremos al preboste y sus guardas ¿eh? Pero retírate á tu
cámara y no vuelvas á las andadas. Sentáos aquí, junto al fuego, madre mía, dijo á la anciana cuando se
hubo retirado su hija. Acercáos, Roger de Clinton; deseo hablaros, y en presencia de mi madre, sin cuyo
buen consejo no gusto de resolver siempre que puedo consultarla.
Roger, sorprendido, se inclinó.
—Yo misma indiqué al barón que os hiciera llamar, dijo la noble dama, porque tengo de vos los
mejores informes y creo que merecéis entera confianza. Conozco algo vuestra historia; habéis vivido en
el claustro y es bien que veáis ahora algo del mundo antes de elegir entre uno y otro. Precisamente, mi
hijo necesita junto á sí una persona como vos, que vele por él, que lo atienda. Entre vuestros compañeros,
si aceptáis, veréis jóvenes de la mejor nobleza del reino.
—¿Sois jinete? preguntó el barón.
—He cabalgado mucho en las posesiones de Belmonte.
—Sin embargo, tendremos en cuenta la diferencia entre la pacífica mula de los frailes y el caballo de
batalla. ¿Sois músico?
—Sé cantar y toco la cítara, la flauta, el rabel....
—¡Bravo! ¿Y en heráldica? ¿Leéis blasón?
—¡Oh sí, perfectamente! Lo aprendí, como todo lo demás, en el convento.
—Pues en tal caso, interpretad aquellas armas; y el señor de Morel señaló uno de los escudos que
ocupaban el testero de la habitación.
—Plata; cuatro cuarteles, azul y gules; triple león rampante; la rosa heráldica, unida al blasón de la
torre, plata sobre gules; brazo armado, con espada doble; grifo, medio vuelo y casco de cimera.
—Olvidásteis que uno de los tres leones, el de mis deudos los Lutrel, va también armado y los otros
no. Pero bien está para un novicio. Sé que además leéis y escribís bien, cosa muy útil en ocasiones,
cuando de un mensaje secreto depende la vida de muchos, la suerte de una plaza y quizás el éxito de la
guerra. ¿Creéis poder servir de escudero á un noble en la campaña que vamos á emprender?
—Tengo buena voluntad y aprenderé lo que no sepa, contestó Roger, á quien llenaba de gozo la
perspectiva de obtener aquel puesto cerca del barón.
—Pues vos seréis el escudero de mi hijo, agregó la anciana. Cuidaréis de sus efectos, de sus armas, de
cuanto le haga falta y pueda contribuir á su mayor comodidad, aunque nunca fué mucha la de los
campamentos. Y vos cuidaréis también de su escarcela, porque mi querido barón es tan generoso que
probablemente la vaciaría en manos del primer desdichado que le diera lástima. No sería la primera vez.
Muchos detalles del servicio escuderil os son desconocidos, naturalmente, pero como decís vos mismo,
no tardaréis en aprenderlos y creo que seréis el mejor escudero de cuantos hasta ahora ha tenido mi hijo.
—Señora, dijo el doncel muy conmovido, aprecio la alta honra que vos y el señor barón me hacéis,
confiándome cargo tan cercano á la persona de uno de los más famosos caballeros del reino. Al aceptar
tan gran merced, tanto más bienvenida para mí por las circunstancias y el aislamiento en que me hallo,
sólo temo que mi inexperiencia me haga indigno de vuestro favor.
—No sólo instruido, sino modesto; cualidades bien raras por cierto en pajes y escuderos, continuó la
bondadosa dama. Descansad esta noche y mañana os verá mi hijo. Conocimos y estimamos á vuestro
padre y nos place hacer algo por su hijo, si bien no podemos conceder nuestra estimación á vuestro
hermano, uno de los espíritus más turbulentos de la comarca.
—Nos será imposible partir en todo el mes, dijo el barón, pues hay mucho que preparar y tiempo
tendréis de familiarizaros con vuestros deberes. Rubín, el paje de mi hija, está loco por seguirme, pero es
aun más joven que vos, casi un niño, y vacilo en exponerlo á las penalidades de esta guerra en lejanos
países.
—Puesto que no partiréis en algunas semanas, observó la anciana, se me ocurre que este joven puede
prestarnos un buen servicio durante su permanencia en el castillo. ¿Entiendo que en la abadía habéis
aprendido mucho?
—He estudiado mucho, señora, pero aprendido sólo una pequeña parte de lo que saben mis buenos
maestros.
—Lo que sabéis basta á mi propósito. Quisiera que desde mañana dedicáseis un par de horas diarias á
instruir en lo posible á mi nieta Constanza, que bien lo necesita y no gusta de estudios. No parece sino
que aprendió á leer para devorar novelas sentimentales é inútiles ó trovas insulsas. El padre Cristóbal
viene del priorato á enseñarle lo que puede, pero no sólo es muy anciano sino que su discípula lo domina
y poco provecho saca de sus conferencias con el buen padre. Con ella y con Luisa y Dorotea de Pierpont,
doncellas de buena familia que con nosotros residen, formaréis una pequeña clase. Hasta mañana.
Así se vió Roger convertido no sólo en escudero del barón León de Morel, futuro capitán de la Guardia
Blanca, sino en maestro de tres nobles doncellas, cargo este último en que jamás soñara. Pensando en
ello y gozoso del cambio ocurrido en su suerte, resolvió no omitir por su parte esfuerzo alguno para
complacer á sus bienhechores.
CAPÍTULO XII
EN todo el sur de Inglaterra comenzaron simultáneamente y con gran vigor los preparativos de guerra.
Las nuevas que Simón y otros emisarios de los jefes del ejército en Francia habían llevado á la corte y á
los castillos del reino fueron recibidas con entusiasmo por nobles y soldados, para quienes una nueva
campaña en tierra ajena significaba gloria y provecho. Seis años de paz tenían impacientes á millares de
veteranos que habían participado en las jornadas de Crécy, Nogent y Poitiers y para quienes no existía
perspectiva más risueña que la de invadir el territorio de Francia ó España, mandados por el hijo de su
soberano, el famoso Príncipe Negro; y de uno á otro mar sólo se hablaba de aprestos bélicos, de
reclutamientos y de concentración de fuerzas en los puntos de antemano señalados.
Cada villa, cada aldea preparó y facilitó su contingente sin tardanza, y en todo aquel otoño y parte del
siguiente invierno se oyó de continuo por los caminos el toque de los clarines, el trotar de los caballos y
el paso acompasado de los infantes, arqueros, ballesteros y hombres de armas, ya en compañías
organizadas ya en grupos aislados, que de todas partes se dirigían á éste ó aquel castillo ó puerto.
El antiguo y populoso condado de Hanson fué de los primeros en responder al llamamiento con gran
golpe de soldados. Al norte ondeaban los estandartes de los señores de Brocas y Roche, el primero con
la cortada cabeza de sarraceno en el centro del escudo y el segundo con el histórico castillo rojo de la
casa de Roche, seguidos ambos por numerosos combatientes. Los vasallos de Embrún en el este y los del
potentado Juan de Montague en el oeste se unieron en pocas semanas á las fuerzas levantadas por los
señores de Bruin, Liscombe, Oliver de Buitrón y Bruce, procedentes de Andover, Arlesford, Chester y
York y marcharon al sur, en dirección de Southampton. Pero el más nutrido y brillante contingente del
condado fué el que se agrupó en torno del estandarte de Morel, gracias á la fama del barón. Arqueros de
la Selva de Balsain, montañeses y cazadores de Vernel, Dunán y Malvar, hombres de armas veteranos y
bisoños y nobles caballeros ganosos de prestigio, dirigíanse todos á Salisbury, desde las riberas del
Avón hasta las del Lande, para alistarse bajo la bandera de las cinco rosas gules de Morel.
Sin embargo, no era el barón uno de aquellos acaudalados magnates que podían mantener en armas
numerosa hueste, y con dolor se vió obligado á despedir gran número de voluntarios, que buscaron otros
jefes, limitándose él á seguir las instrucciones que le había enviado su amigo Claudio Latour,
autorizándole para equipar cien arqueros y cincuenta hombre de armas, que unidos á los trescientos
veteranos de la Guardia Blanca que quedaban en Francia, formarían un cuerpo cuyo mando podría
aceptar sin vacilación tan gran capitán como el barón de Morel. Con el auxilio de Simón, nombrado
sargento instructor, Reno y otros veteranos, eligió cuidadosamente sus hombres y á mediados de
Noviembre tenía ya completa una fuerza escogida, cien de los mejores arqueros de Hanson y cincuenta
hombres de armas bien montados. Dos nobles amigos del barón le encomendaron á sus hijos, jóvenes y
apuestos caballeros llamados Froilán de Roda y Gualtero de Pleyel, para que compartiesen con Roger de
Clinton los honores, peligros y deberes del cargo de escuderos.
Las piezas de armadura para los hombres de armas y la mayor parte de las espadas, hachas y lanzas
aguardaban á los soldados de Morel en Burdeos, donde podían procurarse mejores y mucho menos
costosas que en Inglaterra; mas no así los grandes arcos de combate, en cuyo material y buena
construcción los armeros ingleses superaban á todos los demás. También hubo que uniformar á hombres
de armas y arqueros con el capacete liso, cota de malla, blanco coleto sin mangas sobre la cota y con el
rojo león de San Jorge en el pecho, todo lo cual componía el uniforme de la famosa Guardia Blanca que
con tanto orgullo llevaba Simón Aluardo. Soberbio aspecto presentaron las fuerzas de Morel cuando su
veterano capitán, montando su mejor caballo de batalla, les pasó revista final en el gran patio del
castillo. De los ciento cincuenta hombres la mitad por lo menos habían sido soldados, algunos toda su
vida; entre los reclutas llamaba la atención el gigantesco Tristán de Horla, que cerraba la marcha,
llevando á la espalda su enorme arco de guerra.
El equipo de la compañía requirió algunas semanas y Roger y sus amigos llevaban dos meses en el
castillo cuando el barón anunció á su esposa que todo estaba pronto para la marcha. Aquellos dos meses
transformaron por completo el porvenir de Roger, despertaron en él un sentimiento desconocido y le
hicieron más grata la vida. Entonces aprendió también á bendecir la previsión de su padre, que le había
permitido conocer algo el mundo, antes de sepultarse para siempre en la soledad del claustro. ¡Cuán
diferente le parecía entonces la vida, cuán exageradas las palabras del Maestro de los novicios al
describirle con los más negros colores la manada de lobos, como él decía, que le esperaban para
devorarle apenas abandonase los muros protectores de Belmonte! Junto á los criminales y depravados
había hallado también hombres de corazón valiente, amigos cordiales, un noble jefe cien veces más útil á
su país y á sus compatriotas que el virtuoso abad de Berguén, cuya vida transcurría olvidada y monótona
de año en año, en un círculo mezquino, rodeado de aquellos monjes que rezaban, comían y trabajaban
sosegadamente, aislados del resto de los mortales y como si en el mundo no hubiera más habitantes que
ellos ni más horizontes que el de los terrenos de la abadía. Su propio criterio dijo á Roger que al pasar
del servicio del abad al del barón, lejos de perder había efectuado un cambio ventajoso. Cierto que su
carácter apacible le hacía mirar con horror las violencias de la guerra, pero en aquella época de órdenes
militares no era tan marcada como en nuestros días la separación entre el religioso y el soldado, unidos
entonces con frecuencia en una sola persona.
En justicia á Roger debe decirse que antes de aceptar definitivamente la oferta del barón meditó mucho
y pidió consejo al cielo en sus oraciones; pero el resultado fué que á los tres días eligió armas y caballo,
cuyo importe ofreció pagar con parte de lo que le correspondiese como botín de guerra. Dedicó desde
entonces largas horas al manejo de las armas, y como sobraban buenos maestros y él era joven, ágil y
vigoroso, no tardó en dirigir su caballo y esgrimir la espada muy diestramente, mereciendo palabras de
aprobación de los veteranos y haciendo frente con su tizona á Froilán y Gualtero, los otros dos escuderos
de su señor.
Pero es casi innecesario decir que Roger tenía otra razón muy poderosa para preferir la carrera de las
armas y despedirse del convento. La vida le ofrecía un atractivo irresistible, la presencia de la mujer
amada. La mujer, que allá en el claustro representaba la suma de todas las tentaciones, peligros y
asechanzas mundanales, el escollo que ante todo debía evitar el hombre para perseverar en el buen
camino, el ser á quien los monjes del Císter no podían mirar sin pecado ni tocar sin exponerse á los más
severos castigos de la regla. En cambio Roger se veía diariamente, una hora después de la de nona y otra
antes de la oración, en compañía de tres lindas doncellas, sus discípulas; y lejos de parecerle la
presencia de aquellas jóvenes cosa reprensible ni pecaminosa, sentíase más dichoso que nunca al
instruirlas, contestar á sus preguntas ó sostener con ellas amena plática.
Pocas discípulas como Constanza de Morel. Á un hombre de más edad y experiencia que Roger le
hubieran sorprendido, é irritado quizás, sus réplicas, las súbitas alteraciones de su carácter, la prontitud
con que se ofendía algunas veces y las lágrimas y protestas con que se sometía otras á las indicaciones de
su maestro. Si el objeto de la lección la interesaba, seguía las explicaciones con entusiasmo sorprendente
y dejaba muy atrás á sus compañeras. Pero si el tema le parecía pesado y árido, no había medio de atraer
su atención ni de hacerle comprender ó recordar lo explicado. Alguna que otra vez se rebelaba
abiertamente contra Roger, quien sin la menor irritación, con paciencia infinita, continuaba su lección;
poco después la rebelde discípula se arrepentía y humillaba, acusándose á sí misma, avergonzada de la
injusticia hecha á Roger con su conducta. En cambio no permitía que sus otras dos compañeras mostrasen
el más leve indicio de desatención ó rebeldía; una sola vez intentó Dorotea contradecir á Roger, y fué
tanta la indignación de Constanza y tales sus reproches, que la pobre niña abandonó la habitación con los
ojos llenos de lágrimas, lo que valió á Constanza la más severa reprensión que jamás recibiera del joven
profesor.
Pero pasadas las primeras semanas se notó la influencia de Roger, de su paciencia y dignidad
inalterables, en la conducta de la noble doncella. Comprendía que la rectitud y la elevación de ideas de
Roger eran un ejemplo admirable y apreciaba los altos méritos del apuesto escudero. Y Roger por su
parte comprendía también que de día en día era mayor su admiración por aquella adorable joven, cuya
imagen y cuyo recuerdo no le abandonaban un instante. Decíase también que era la única hija del barón
de Morel y que mal podía poner los ojos en ella el pobre escudero, sin un puñado de plata con que pagar
el caballo y las armas con que por primera vez iba á buscar nombre y fortuna en la guerra. Pero su amor
por Constanza era su vida. Ninguna consideración, ningún obstáculo, podían hacerle renunciar á él.
Era una hermosa tarde de otoño. Roger y su compañero Froilán de Roda habían ido á Bristol para
apresurar la terminación y entrega de la última remesa de arcos de repuesto que el barón tenía
encomendados á los armeros de aquella ciudad. Acercábase el día de la partida. Los dos escuderos,
terminada su comisión, cabalgaban por el camino de Salisbury y Roger notó con sorpresa el insólito
mutismo de su compañero. Froilán era un muchacho alegre y decidor, encantado de dejar la tranquila casa
paterna por las aventuras y emociones del largo viaje que iban á emprender y de la guerra futura. Pero
aquel día lo veía Roger callado y pensativo, contestando apenas á sus preguntas.
—Dime con toda franqueza, amigo Roger, exclamó de pronto, si no te parece como á mí que la bella
Doña Constanza anda estos días entristecida y pálida, cual si la atormentase ignorada cuita.
—Nada he notado, contestó Roger sorprendido, mas bien pudiera ser como lo dices.
—Oh, sin duda. Mírala sentada y pensativa hora tras hora, ó paseando por la terraza del castillo,
olvidada de su halcón, de Trovador y de la caza. Sospecho, amigo Roger, que tanto estudio y tanta
ciencia como tú le enseñas sean tarea demasiado pesada para ella, que poco ó nada estudiaba antes, y la
preocupen y aun puedan llegar á enfermarle el ánimo y el cuerpo.
—Orden es de la baronesa, su señora madre....
—Pues sin que ello sea faltarle al respeto, creo yo que mi señora la baronesa estaría más en su lugar
defendiendo las murallas del castillo ó mandando una compañía en el asalto de una plaza que encargada
de la educación de su hija. Pero oye, Roger amigo, lo que á nadie he revelado hasta ahora. Yo amo á
Doña Constanza, y por ella daría gustoso mi vida....
Roger palideció y guardó silencio.
—Mi padre es rico, siguió diciendo Froilán, y yo su hijo único y heredero de los dominios de Roda.
No creo que el barón tenga objeción que hacer por lo que á caudal y nobleza se refiere.
—Pero ¿y ella? preguntó Roger en voz baja y sin mirar al escudero para que éste no notase su
turbación.
—Eso es lo que me desespera. Nunca he visto indiferencia como la suya y hasta ahora tanto me hubiera
valido suspirar ante una de las estatuas de mármol del parque de Roda. ¿Recuerdas aquel finísino velo
blanco que llevaba ayer? Pues se lo pedí como una merced para ponerlo en mi yelmo en combates y
torneos, cual emblema de la dama y señora de mis pensamientos. Se limitó á darme la negativa más fría y
más rotunda, agregando que si cierto caballero cuidaba de pedirle el velo, se lo entregaría; de lo
contrario, no se lo daría á nadie. No tengo la menor idea de quién sea ese mortal afortunado. ¿Y tú,
Roger? ¿Sabes á quién ama?
—Ni lo sospecho siquiera, contestó Roger; y sin embargo, al decir aquellas palabras se despertó en él
una gratísima esperanza.
—Desde ayer me devano los sesos tratando de averiguarlo; no es Doña Constanza doncella que oculte
sus amores, si los tiene, y por consiguiente el galán debe sernos conocido. Pero ¿á quién ve y habla ella,
además de sus padres, sus dos amigas y la servidumbre del castillo? Te voy á dar la lista completa de los
hombres que con ella han hablado en estos dos meses: tú y nuestro camarada Gualtero de Pleyel, el padre
Cristóbal, del priorato, el pajecillo Rubín y yo. ¿Sabes de algún otro?
—No por cierto, respondió Roger; y ambos apuestos jóvenes siguieron cabalgando en silencio hasta
llegar al castillo.
Durante la lección de la mañana siguiente notó Roger que la hermosa joven estaba, en efecto, pálida y
triste. Su rostro parecía adelgazado y los bellos ojos habían perdido en parte la viveza y alegría que les
daban tan precioso atractivo. Terminada la hora de clase interrogó el joven profesor á las señoritas de
Pierpont, sus otras dos discípulas.
—Constanza sufre, es muy cierto, le contestó Dorotea con picaresca sonrisa. Pero su enfermedad no es
de las que matan.
—¡No lo quiera Dios! exclamó Roger. Pero decidme, os ruego, ¿qué mal la aqueja?
—Uno que en mi opinión aqueja también á otra persona, cuyo nombre podría decir sin temor de
equivocarme, repuso á su vez Luisa de Pierpont. Y vos que tanto sabéis ¿no adivináis su mal?
—No. Parece cansada y triste, ella siempre tan alegre....
—Pues bien, pensad que dentro de tres días partiréis todos y quedará el castillo poco menos que
desierto y nosotras sin ver alma viviente, como no sea un soldado ó un rústico....
—Cierto es, exclamó Roger. No había pensado en que dentro de tres días tendrá que separarse de su
padre....
—¡Su padre! dijeron ambas jóvenes, lanzando argentina carcajada. ¡Ah sí, su padre! ¡Hasta la tarde,
señor Roger! y se alejaron alegremente, llamando á voces á su amiga Constanza.
Roger se quedó absorto. Le parecía ver una insinuación clarísima en las palabras y en la risa de ambas
jóvenes, y sin embargo apenas osaba dar á la tristeza y á los suspiros de Constanza la interpretación que
su amor anhelaba.
CAPÍTULO XIII
EL día de San Andrés, último de Noviembre, fué el designado para la marcha. Á hora muy temprana
comenzó el redoble de los atabales, que llamaba á los soldados, seguido de los toques de clarín
ordenando la formación de la Guardia Blanca en el patio de honor de la fortaleza. Desde una ventana de
la armería contemplaba Roger el interesante espectáculo; las filas de robustos arqueros y tras ellos el
imponente grupo de los hombres de armas, cubiertos de hierro é inmóviles sobre sus caballos, que
piafaban impacientes. Mandábalos el veterano Reno, de cuya lanza ondeaba estrecho y largo pendón con
las cinco rosas; frente á los infantes, el arquero Simón, orgulloso de la magnífica compañía que tenía á
sus órdenes. Acudieron también al patio los sirvientes del castillo y algunos hombres de armas que
debían quedarse de guarnición en la fortaleza y querían despedirse de sus amigos. Admiraba Roger el
marcial talante de la tropa, cuando le sorprendió un sollozo que oyó á su espalda. Volvióse vivamente y
vió con asombro á Doña Constanza, que pálida y desfallecida se apoyaba en el muro de la habitación y
procuraba ahogar con un pañuelo posado sobre los labios los sollozos que agitaban su pecho. Los
hermosos ojos fijos en el suelo, estaban llenos de lágrimas.
—¡Oh, no lloréis! exclamó Roger corriendo á su lado.
—Me hace daño la vista de todos esos valientes, cuando pienso en su destino y en la suerte que á
muchos de ellos aguarda.
—¡Quiera Dios que volváis á verlos á todos antes que transcurra un año! No os aflijáis así, dijo el
doncel atreviéndose á tomarle una mano.
—Quisiera poder partir yo también, añadió Constanza, mirándole á través de sus lágrimas y
sonriéndose tristemente. Pero en tiempo de guerra sólo nos está permitido consumirnos de impaciencia
entre los muros de una fortaleza, hilando ó bordando, mientras que allá, en los campos de batalla... ¡Ah,
de qué sirvo yo en este mundo!
—¡Vos! exclamó Roger apasionadamente. ¡Vos sois un ángel del cielo, mi único pensamiento, mi vida
entera! ¡Oh, Constanza, sin vos no puedo vivir, como puedo dejaros sin una palabra de amor! Desde que
os ví por vez primera todo ha cambiado para mí. Soy pobre y no de vuestra alcurnia, aunque de origen
noble, pero os ofrezco un amor acendrado, una adoración constante y eterna. Decidme una sola palabra
de afecto, ya que no de amor y ella bastará para animarme y sostenerme en vuestra ausencia, más mortal
mil veces que todos los peligros de la guerra. Pero ¡ay de mí! os he atemorizado con mis palabras,
ofendídoos quizás....
La conmovida doncella se había llevado las manos al pecho y por dos veces trató de replicar, pero
inútilmente. Al fin dijo con débil voz:
—Me habéis sorprendido, sí, mas no ofendido. Completo y súbito ha sido el cambio realizado en vos.
¿No cambiaréis otra vez en la ausencia?
—¡Cruel! ¿Cómo dejar de amaros? ¡Por favor, una sola palabra de esperanza, una mirada, para
atesorarla como un bien supremo y saber que puedo seguir adorándoos! No os pido juramento ni
promesa.... Decidme solamente que no me prohibís amaros, que algún día tendréis quizás una palabra
afectuosa para mí....
Mirábale la joven con dulzura, entreabiertos los labios por una ligera sonrisa y á Roger le parecía oir
ya la anhelada respuesta; pero en aquel momento resonó en el patio del castillo una voz potente, seguida
de gran ruido de armas y pasos y el trote de los caballos. La columna se ponía en marcha.
—¿Oís? exclamó la joven, erguida, brillante la mirada. Van á partir. Es la voz de mi padre. Vuestro
puesto está á su lado, desde este momento hasta su regreso, hasta el regreso de ambos. Ni una palabra
más, Roger. Conquistad ante todo la estimación de mi padre. El buen caballero no espera recompensa
hasta después de haber cumplido su deber. ¡Adiós, y el cielo os proteja!
El doncel, lleno de alegría al escuchar aquellas palabras, se inclinó para besar la mano de su amada.
Retiróla ésta prontamente, al sentir el contacto de los ardientes labios de Roger y salió presurosa de la
habitación, dejando en manos del atónito y alborozado escudero el velo blanco que en vano había
solicitado Froilán de Roda como preciadísima presea. Oyóse en aquel momento el chirrido de las
cadenas que bajaban el puente levadizo; los expedicionarios aclamaron á su jefe, que puesto al frente de
la columna había dado la voz de marcha y Roger, besando fervorosamente el fino cendal, lo ocultó en el
pecho y salió corriendo al patio.
Soplaba un viento frío y el cielo empezaba á cubrirse de nubes cuando los soldados de Morel tomaron
el pendiente camino del pueblo. Á orillas del Avón los esperaban casi todos los vecinos de Salisbury,
que vieron en primer lugar á Reno, vistiendo armadura completa, caballero en negro corcel y llevando
majestuosamente el pendón de su famoso capitán. Tras él, de tres en fondo, doce veteranos de las grandes
guerras, que conocían la costa de Francia y las principales ciudades, desde Calais hasta Burdeos, tan
bien como los bosques y villas de su tierra natal, el condado de Hanson. Iban armados hasta los dientes,
con lanza, espada y hacha de dos filos y llevaban al brazo izquierdo el escudo corto y cuadrado que
usaban los hombres de armas de la época.
Campesinos, mujeres y niños aclamaron con entusiasmo la bandera de las cinco rosas y su arrogante
guardia de honor. Seguíanla cincuenta arqueros escogidos, robustos y de elevada estatura, que llevaban el
casco sencillo, la cota de armas y sobre ella el coleto blanco con el rojo león de San Jorge y calzaban
recios borceguíes anudados á la pierna con luengas correa, todo lo cual constituía el equipo de los
Arqueros Blancos. Á la espalda la bien provista aljaba de cuero y el arco de combate, arma la más
terrible y mortífera de las conocidas hasta la fecha y pendiente del cinto la espada, el hacha ó la maza,
según la elección de cada cual. Á pocos pasos de los arqueros iban los atabales y clarines, cuatro en
número, y tras ellos diez ó doce mulas con la impedimenta de la pequeña columna, tiendas, ropas, armas
de repuesto, batería de cocina, provisiones, herramientas, arneses, herraduras y demás artículos
indispensables ó siquiera útiles en campaña. Un servidor del barón conducía la blanca mula vistosamente
enjaezada que llevaba las ropas, armas y otros efectos de la propiedad del noble guerrero. Formaba el
centro de la columna un centenar de arqueros y cerraba la marcha el resto de la caballería, es decir, los
hombres de armas reclutados recientemente, soldados escogidos todos ellos, aunque no veteranos como
sus compañeros de la vanguardia. Mandaba el grueso de los arqueros nuestro amigo Simón y tras él, en
primera línea, descollaba Tristán de Horla, un Alcides con capacete, cota de malla, arco, flechas y maza
descomunal.
Apenas desembocó la columna en la calle del pueblo comenzó un fuego graneado de chanzas, y
menudearon las despedidas y los abrazos.
—¡Hola, maese Retinto! gritó Simón al ver la nariz amoratada del tabernero. ¿Qué harás con tu vinagre
y tu cerveza aguada, ahora que nos vamos nosotros?
—Pues voy á descansar, porque tú y tus compañeros os habéis bebido hasta la última gota de cuanto
tenía en casa, excepto el agua.
—¡Tus toneles estarán enjutos, pero tu escarcela repleta, truhán! exclamó otro arquero. Á ver si haces
buena provisión para cuando volvamos.
—Trae tú el gaznate ileso, que lo que es cerveza y vino no te faltarán, arquero, gritó una voz entre la
multitud, respondiéndole grandes carcajadas.
—Estrechar filas, que aquí la calle es callejuela, ordenó Simón. ¡Por vida de! Allí está Catalina, la
molinerita, más preciosa que nunca. ¡Au revoir, ma belle! Aprieta ese cinturón, Guillermo, ó el hacha te
va á cortar los callos. Y á ver si andas con un poco más de vida, moviendo esos hombros y alta la
cabeza, como sólo saben andar los arqueros blancos. Y tú, Reinaldo, no vuelvas á sacudirte el polvo del
coleto. ¿Si creerás que vamos á alguna parada? Aguarda, hijo, que antes de llegar al puerto estarás tan
empolvado como yo, por mucho que te limpies.
Había llegado la columna á las últimas casas del pueblo cuando el señor de Morel salió del castillo,
caballero en el brioso Ardorel, negro como el azabache y el mejor caballo de batalla de todo el condado.
Vestía el barón de terciopelo negro y birrete de lo mismo con larga pluma blanca, sujeta por un broche de
oro, y no llevaba más armas que su espada, suspendida del arzón. Pero los tres galanos escuderos que le
seguían bien montados llevaban, además de sus propias armas, Froilán el yelmo con celada de su señor,
Gualtero la robusta lanza y Roger el escudo blasonado. Junto al barón trotaba el blanco palafrén de su
esposa, pues ésta deseaba acompañarle hasta la entrada del bosque. La buena baronesa no había querido
confiar á nadie la tarea de elegir y empaquetar cuidadosamente las ropas y efectos de su esposo; todo lo
había dispuesto ella misma, á excepción de las armas. Y eran de oir las instrucciones que daba á Roger y
á los otros escuderos, al encomendarles la persona del barón.
—Creo que nada se ha olvidado, iba diciéndoles. Te lo recomiendo mucho, Roger. La ropa va toda en
esa caja, al lado derecho de la mula. Las botellas de Malvasía en el cestillo de la izquierda; le
prepararás un vaso de ese vino, bien caliente, por las noches, para que lo tome antes de acostarse. Cuida
de que no permanezca horas y horas con los pies mojados, porque lo que es él jamás se acuerda de tal
cosa. Entre la ropa va un estuchillo con las drogas más indispensables; y cuanto á las mantas del lecho,
han de estar bien secas, sobre todo en campaña....
—No os inquietéis por mí, dijo el barón riéndose al oir aquella enumeración. Os agradezco en el alma
vuestra solicitud, pero queréis que mis escuderos me traten más bien como viejo achacoso que como
soldado aguerrido. ¿Y tú qué dices, Roger? ¿Por qué tan pálido? ¿No te alegra el corazón, como á mí, el
ver las cinco rosas sirviendo de enseña á tan bizarros soldados?
—Ya te he dado la escarcela, Roger, continuó impávida la baronesa, para evitar que tu señor se quede
sin blanca desde los primeros días de marcha. Mucho cuidado con el dinero. Los borceguíes bordados de
oro son exclusivamente para el día que el barón se presente á nuestro gracioso soberano, ó al príncipe su
heredero, y para las reuniones de los nobles. Después los vuelves á guardar, antes de que el barón se
vaya de caza con ellos puestos y los destroce....
—Mi buena amiga, observó el señor de Morel, duéleme en el alma separarme de vos, pero hemos
llegado á los linderos del bosque y no debéis ir más lejos. La Virgen os guarde á vos y á Constanza basta
mi regreso. Pero antes de separarnos, entregadme, os ruego, uno de vuestros guantes, que lo quiero llevar
al frente de mi casco en torneos y combates, como prenda de la mujer amada.
—Dejad, barón, que yo soy vieja y nada hermosa y los apuestos señores de la corte se reirían de vos si
os proclamaseis paladín de tan pobre dama....
—¡Oid, escuderos! exclamó el señor de Morel. Vuestra vista es mejor que la mía, y quiero que si véis á
un caballero, por noble y alto que sea, menospreciar esta prenda de la dama á quien sirvo, le anunciéis
inmediatamente que tiene que habérselas con el barón León de Morel, á caballo con lanza y escudo ó á
pie con espada y daga, en combate á muerte.
Dicho esto, recibió respetuosamente el guante que le tendía la baronesa y lo aseguró en su gorra, con el
mismo broche de oro que sostenía la ondulante pluma. Despidióse después afectuosamente de la dama
anegada en lágrimas y poniendo su caballo al trote, seguido de los escuderos, tomó el camino del bosque.
CAPÍTULO XIV
AVENTURAS DE VIAJE
EL barón permaneció algún tiempo cabizbajo; Froilán y Roger no iban menos silenciosos y pensativos
que él, pero el alegre Gualtero, que no tenía penas ni amores, se entretenía en blandir la pesada lanza de
su señor, amenazando con ella á los árboles y dirigiendo grandes botes á imaginarios enemigos, aunque
cuidando mucho de que el barón no advirtiese su belicosa pantomima. Iban á retaguardia de la columna, y
á veces oía Roger el paso acompasado de los arqueros y los relinchos de los caballos.
—Venid á mi lado, muchachos, dijo el señor de Morel al pasar frente á un cortijo, donde el camino se
ensanchaba notablemente. Puesto que me habéis de seguir á la guerra, bueno será que os diga cómo
quiero ser servido. No dudo que Froilán de Roda mostrará ser digno hijo de su valiente padre, y tú,
Gualtero, del tuyo, el noble señor de Pleyel. Cuanto á Roger, recuerda siempre la casa á que perteneces y
el honor que te hace y los deberes que te impone la larga línea de los señores de Clinton. No cometáis el
error, muy común entre soldados, de creer que nuestra expedición tiene por objeto principal el de obtener
botín y rescates, aunque ambas cosas puede y suele conseguirlas todo buen caballero. Vamos á Francia, y
á España según espero, en primer lugar para sostener el brillo de las armas inglesas y en segundo término
para hacer famosos nuestro nombre y nuestro escudo, ventaja inmensa del caballero sobre el villano. Y
ese prestigio puede obtenerse no sólo en combates y asedios sino en justas y duelos, para los cuales
nunca falta razón ó pretexto. Pero en tierra extraña ó en territorio enemigo ni pretexto se necesita y basta
desenvainar la espada é invitar cortésmente á otro hidalgo á duelo singular. Por ejemplo, si estuviéramos
en Francia diría yo ahora á Gualtero que se dirigiese al galope hacia aquel caballero que allí viene y que
después de saludarlo en mi nombre lo invitase á cruzar conmigo la espada.
—Pues no se llevaría mal susto el infeliz, exclamó Gualtero, que miraba atentamente al desconocido.
Como que es el molinero de Salisbury, caballero en su mula bermeja y probablemente atiborrado de
cerveza, según costumbre.
—Por eso es que el escudero debe preguntar, en caso de duda, si el pasante es ó no caballero. Yo he
tenido muchas y muy interesantes aventuras de viaje, y una de las que más recuerdo es mi encuentro á una
legua de Reims con un paladín francés con quien combatí cerca de una hora. Rota su espada, me dió con
la maza tan terrible golpe que caí maltrecho y no pude despedirme como deseaba de aquel valiente
campeón, ni preguntarle su nombre. Sólo recuerdo que tenía por armas una cabeza de grifo sobre franja
azul. En parecida ocasión recibí en el hombro una estocada de León de Montcourt, con quien tuve la
honra de cruzar la espada en el camino de Burdeos. Fué aquella nuestra única entrevista y conservo de
ella el más grato recuerdo, porgue mi enemigo se condujo como cumplido caballero. Y no olvidemos al
bravo justador Le Capillet, que hubiera llegado á ser un gran capitán de las huestes francesas....
—¿Murió? preguntó Roger.
—Tuve la desgracia de matarlo en un delicioso bosquecillo inmediato á los muros de Tarbes.
Aventuras parecidas las hallábamos en todas partes, en el Languedoc, Ventadour, Bergerac, Narbona, aun
sin buscarlas, porque á menudo nos esperaba un escudero francés, á la vuelta del camino, portador de
cortés mensaje de su señor para el primer caballero inglés que quisiera aceptar el reto. Uno de ellos
rompió tres lanzas conmigo en Ventadour, en honor de su dama.
—¿Pereció en la demanda, señor barón? dijo Froilán.
—Nunca lo he sabido. Sus servidores se lo llevaron en brazos, aturdido, desmayado ó muerto. Por
entonces no cuidé de indagar su suerte porque yo mismo salí de la lucha contuso y malparado. Pero allí
viene un jinete al galope, como si lo persiguiera una legión de enemigos.
El viento barría el camino, que en aquel punto formaba suave pendiente. Al otro lado de una hondonada
volvía á subir y se perdía en un bosquecillo, entre cuyos primeros árboles desaparecía en aquel momento
la retaguardia de la columna. El jinete pasó junto á ésta sin detenerse y empezó á subir la cuesta en cuya
cima estaban el barón y sus servidores, hostigando incesantemente á su caballo con espuela y látigo.
Roger vió que el corcel venía cubierto de polvo y sudor y que lo montaba uno al parecer soldado, de
duras facciones y con casco, coleto de ante y espada. Sobre el arzón llevaba un paquete envuelto en
blanco lienzo.
—¡Paso al mensajero del rey! gritó al acercarse.
—Poco á poco, seor gritón, dijo el noble atravesando su caballo en el camino. También yo he sido
servidor del rey por más de treinta años, pero jamás lo he ido pregonando á voces.
—Estoy de servicio y llevo conmigo lo que al rey pertenece. Me impedís el paso á vuestra costa....
—Entre mis muchas aventuras tampoco me ha faltado la de toparme de manos á boca con bergantes que
encubrían sus traidores designios pretendiendo ser mensajeros de Su Alteza, insistió el señor de Morel.
Veamos qué credenciales os abonan.
—¡Á la fuerza, entonces! gritó el jinete echando mano á la espada.
—Si sois caballero, dijo el barón, continuaremos nuestra entrevista aquí mismo. Si plebeyo, cualquiera
de estos tres escuderos míos, aunque de noble cuna, se dará por bien servido con castigar vuestra
audacia.
El desconocido los miró airado y soltando el puño de la espada comenzó á desenvolver
apresuradamente el paquete que sobre el arzón llevaba.
—Yo no soy caballero ni escudero, dijo, sino antiguo soldado y ahora servidor de la justicia de nuestro
príncipe. ¿Queréis credenciales? Pues aquí las tenéis; y presentó á los horrorizados caballeros una pierna
humana reciéncortada. Esta es la pierna de un ladrón descuartizado en Dunán y que por orden del
justiciero mayor llevo á Milton para clavarla allí en un poste donde todos la vean y sirva de escarmiento.
—¡Peste! exclamó el barón. Hacéos á un lado con vuestra carga. Seguidme al trote, escuderos, y
dejemos atrás cuanto antes á este ayudante del verdugo. ¡Uf! Os aseguro, continuó cuando estuvieron en la
ladera opuesta, que los montones de muertos en un campo de batalla no me causan tanta repugnancia
como una sola de esas carnicerías del cadalso.
—Pues á bien que no han faltado atrocidades en las guerras de Francia, según los relatos de nuestros
soldados, observó Roger.
—Cierto es, contestó el barón. Pero sabed que los mejores combatientes, los verdaderos soldados, no
maltratan jamás á un hombre vencido y desarmado, ni degüellan y destrozan prisioneros, ni se encarnizan
en los débiles en el saqueo de una plaza. Esa tarea cruel se queda para los cobardes y los viles, que por
desgracia nunca faltan y para esas turbas de merodeadores que van como buitres en seguimiento de las
tropas y en busca de fáciles presas. Si no me engaño, allí á la derecha del camino hay una casa entre los
árboles.
—Una capilla de la Virgen, dijo Froilán, y á su puerta un anciano pordiosero.
El noble se descubrió y deteniendo su caballo á la puerta de la modesta capilla, rogó en alta voz á la
Reina de los Cielos que bendijese sus armas y las de sus soldados en la próxima campaña.
—Una limosna, mis buenos señores, dijo entonces el mendigo, con voz suplicante. Favoreced á este
pobre ciego, que hace veinte años no ve la luz del día.
—¿Cómo perdisteis la vista, abuelo? preguntó el barón.
—Entre las llamas de un incendio, que me quemaron toda la cara.
—Grande es vuestra desdicha, pero también os libra de ver no pocas miserias, como la que acabamos
de contemplar nosotros en este mismo camino, dijo el señor de Morel, recordando la ensangrentada
pierna del ladrón descuartizado. Dale mi bolsa, Roger, y apresuremos el paso, que nos hemos quedado
muy atrás.
Roger se guardó muy bien de obedecer la orden de su señor y recordando las instrucciones de la
baronesa, tomó una sola moneda de la escarcela encomendada á su cuidado y se la dió al mendigo, que la
recibió murmurando gracias y oraciones.
Desde una eminencia cercana vieron los viajeros el pueblo de Horla, situado en el fondo de un valle y
á cuyas primeras casas llegaba en aquel momento la vanguardia de las fuerzas de Morel. Éste y sus
escuderos pusieron los caballos al galope y muy pronto alcanzaron las últimas filas, á tiempo que se oyó
una voz estridente y estallaron las carcajadas de los soldados. El barón vió entonces un gigantesco
arquero que marchaba fuera de las filas y tras él una viejecilla diminuta, vestida pobremente y con una
vara en la mano, con la cual sacudía vigorosamente las espaldas del arquero á cada pocos pasos, sin
dejar de reñirlo á gritos. La víctima de aquella novel ejecución hacía tanto caso de los palos que recibía
como si hubiesen sido dados en uno de los robles del bosque.
—¿Qué es eso, Simón? preguntó el señor de Morel. ¿Qué atropello ha cometido el arquero? Si ha
ofendido á esa mujer ó apoderádose de su hacienda, juro dejarlo colgado en la plaza del pueblo, aunque
sea el mejor soldado de mi compañía.
—No, señor barón, contestó el veterano esforzándose por contener la risa. El arquero Tristán es de este
pueblo de Horla y la mujer es su madre, que le da la bienvenida á su manera.
—¡Yo te enseñaré, holgazán, perdido, gandul! gritaba la vieja esgrimiendo la vara.
—Poco á poco, madre, decía Tristán, que ya no ando de vago sino que soy arquero del rey y voy á las
guerras de Francia.
—¿Con que á Francia, bribón? Más te valiera quedarte aquí, que yo te daré toda la guerra que quieras,
sin ir tan lejos.
—Eso no lo dudaré yo, buena mujer, dijo Simón, que ni franceses ni españoles han de sacudirle el
polvo como vos lo hacéis.
—¿Y á tí qué te importa, deslenguado? exclamó la viejecilla volviéndose airada contra Simón. ¡Bonito
soldado estás tú también, entrometido, borrachín!
—¡Aguanta, Simón! dijeron los arqueos en coro, con gran risa.
—Dejadla en paz, camaradas, dijo Tristán, que ha sido siempre buena madre y lo que la desespera es
que yo he hecho mi santa voluntad toda la vida, en lugar de trabajar como un forzado con los leñadores de
Horla. Ya es hora de decirnos adiós, madre, continuó, levantando á la endeble mujer como una pluma y
besándola cariñosamente. Quedad tranquila, que os he de traer una saya de seda y un manto de terciopelo
que ni para una reina y decid á Juanilla mi hermana que también habrá para ella buenos ducados de plata
cuando yo vuelva.
Dicho esto regresó el arquero á las filas y continuó la marcha con sus compañeros. La mujer se quedó
lloriqueando, y al llegar junto á ella el barón le dijo:
—¿Lo véis, señor? Siempre ha sido lo mismo; primero se metió á fraile para holgazanear, y porque una
mozuela no le quiso, y ahora se me marcha á la guerra dejándome vieja y pobre, sin un alma de Dios que
me traiga un brazado de leña del monte....
—Consoláos, buena mujer, que con la protección de Dios él volverá sano y salvo y no sin su parte de
botín. Lo que siento es haber dado mi bolsa á un mendigo allá en el bosque....
—Perdonad, señor, dijo Roger; todavía quedan en ella algunas monedas.
—Pues dádselas á la madre del arquero, ordenó el noble, poniendo al trote su caballo, mientras Roger
depositaba dos ducados en la mano de la vieja, que olvidando su cólera invocó las bendiciones del cielo
sobre el barón, Tristán y sus compañeros.
Llegada la columna al río Léminton se dió la voz de alto para comer y descansar, y antes de que el sol
empezara su marcha hacia el ocaso reanudaron la suya los soldados, entonando alegres canciones. Por su
parte el barón deseaba vivamente llegar al término de su viaje y á tierra enemiga, para cruzar la espada y
romper lanzas una vez más con los adversarios de sus anteriores campañas. Pensando iba en ellas cuando
él y sus escuderos vieron venir por el camino á dos hombres que desde luego llamaron toda su atención.
El que iba delante era un ser raquítico y deforme, cuyos alborotados cabellos rojos aumentaban el
volumen de una cabeza enorme; cruel y torva la mirada de los húmedos ojos, parecía lleno de terror y
tenía en la mano un pequeño crucifijo que alzaba en alto, como mostrándolo á todos los pasantes. Iba tras
él un sujeto alto y fornido, con luenga barba negra, llevando al hombro una maza claveteada que á
intervalos alzaba sobre la cabeza del otro, amenazándole de muerte.
—¡Por San Jorge, aventura tenemos! dijo el barón. Averigua, Roger, qué gente es esa y por qué uno de
los villanos así amenaza y espanta al otro.
Pero no necesitó adelantarse el escudero, porque los dos hombres siguieron andando y pronto llegaron
á pocos pasos del barón. El que llevaba el crucifijo se dejó caer entonces sobre la hierba y el otro
enarboló enseguida la pesada maza, con tal expresión de furor y odio que en verdad parecía llegada la
última hora del caído.
—¡Teneos! gritó el barón. ¿Quién sois y qué os ha hecho ese infeliz?
—No tengo que dar cuenta de mis actos á los viandantes que encuentro en el camino, contestó
secamente el desconocido. La ley me protege.
—No es esa mi opinión, dijo el noble, que si la ley os permite amenazar con esa clava á un hombre
indefenso, tampoco me ha de impedir á mí poneros la espada al pecho.
—¡Por los clavos de Cristo, protejedme, buen caballero! exclamó en aquel punto el del crucifijo,
poniéndose de rodillas y tendiendo las manos en ademán suplicante. Cien doblas tengo en el cinto y
vuestras son si matáis á mi verdugo.
—¿Cómo se entiende, tunante? ¿Pretendes comprar con oro el brazo y la espada de un noble? Creyendo
estoy, á fe mía, que eres tan ruin de alma como de cuerpo y que tienes merecido el trato que recibes.
—Gran verdad decís, señor caballero, repuso el de la maza, que es éste Pedro el Bermejo, salteador de
caminos y con más de una muerte sobre la conciencia, terror por muchos meses de Chester y toda la
comarca. Una semana hace que mató á mi hermano alevosamente, perseguíle con otros vecinos míos y
acosado de cerca se refugió en el monasterio de San Juan. El reverendo prior no quiso entregármelo hasta
que hube jurado respetar la vida de este asesino mientras tenga en la mano el crucifijo que le dió en
prenda de asilo. He respetado mi juramento hasta ahora como buen cristiano, pero también he jurado
seguir al miserable hasta que caiga rendido y matarlo como un perro, tan luego se le escape de las manos
la santa cruz que aun le protege.
El bandido rugió como una fiera, acercósele amenazante el otro con la maza en alto y los espectadores
de aquella escena los contemplaron algún tiempo en silencio, alejándose después por el camino que
llevaba la columna.
CAPÍTULO XV
LOS soldados de Morel durmieron aquella noche en San Leonardo, repartidos entre las granjas,
graneros y dependencias de aquel poblado, perteneciente, como tantos otros, á la rica abadía de
Belmonte, que no muy lejos quedaba. Roger volvió á ver con alegría el hábito blanco de algunos
religiosos allí aposentados y recordó conmovido sus años de vida monástica al oir la campana de la
capilla convocando á vísperas. Al rayar el alba se embarcaron hombres de armas, arqueros y servidores
en anchas barcas que los esperaban en la ría del Lande y pasando frente al pintoresco pueblo de Esbury
llegaron á la rada de Solent y al puerto de Lepe, donde debía de efectuarse su embarco en la galera del
rey. En el puerto vieron multitud de barcas y botes, y anclado á buena distancia un buque de gran tamaño
que se balanceaba sobre las espumosas olas.
—¡Dios sea loado! exclamó el barón. Nuestros amigos de Southampton han cumplido su promesa y hé
allí el galeón pintado de amarillo que nos describían y ofrecían enviarnos á Lepe en sus últimas cartas.
—Amarillo canario, dijo Roger. Y á lo que parece, bastante grande para recibir á bordo más soldados
que semillas tiene una granada.
—De lo cual me alegro, observó Froilán, porque ó mucho me engaño ó no haremos el viaje solos. ¿No
véis allá á lo lejos, entre aquellas casuchas de la playa, los colores de un gonfalón y el brillo de las
armas? Esos reflejos no proceden de remos de pescadores ni de ropilla de villanos.
—Muy cierto es ello, contestó Gualtero. Mirad, allá va un bote lleno de hombres de armas, con
dirección á la nave. Tendremos compañía numerosa, tanto mejor. Y por lo pronto nos dan la bienvenida;
ved á los del pueblo que vienen á recibirnos.
Grupos numerosos de hombres, mujeres y niños se dirigían al encuentro de las barcas y agitaban desde
la playa sombreros y pañuelos, lanzando alegres exclamaciones y vitoreando al famoso capitán. Apenas
saltaron á tierra los arqueros de la primera barca, mandados por el sargento Simón, se acercó á éste un
obeso personaje ricamente vestido, que llevaba al cuello gruesa cadena de oro de la que pendía sobre el
pecho enorme medalla del mismo metal.
—Sed bienvenido, alto y poderoso señor, dijo descubriendo una gran calva y saludando profundamente
á Simón. Sed bienvenido á nuestra ciudad y aceptad nuestros humildes respetos. Dadme desde luego
vuestras órdenes, capitán ilustre, y decidme en qué puedo serviros, á vos y á vuestra gente.
—Pues ya que tan atento lo ofrecéis, contestó Simón con sorna, por lo que á mí toca me contentaré con
un par de eslabones de esa cadena que lleváis al cuello, que más gruesa no la he visto jamás, ni aun entre
los más opulentos caballeros de Francia.
—Sin duda os chanceáis, señor barón, repuso admirado el personaje, que no era otro sino el corregidor
de Lepe. ¿Cómo he de entregaros parte de esta cadena, insignia del municipio de nuestra ciudad?
—Acabáramos, gruñó el veterano. Vos buscáis al barón de Morel, nuestro valiente capitán, y allí lo
tenéis, que acaba de desembarcar y monta el caballo negro.
El corregidor contempló sorprendido al barón, cuya endeble apariencia mal se avenía con la fama de
sus proezas.
—Sois tanto más bienvenido, díjole después de repetir el respetuoso saludo que antes había dirigido al
taimado arquero, por cuanto esta leal ciudad de Lepe necesita más que nunca defensores como vos y
vuestros soldados.
—¿Qué decís? Explicaos, exclamó el señor de Morel, esperando atentamente la respuesta del
funcionario.
—Lo que pasa, señor, es que el sanguinario pirata Cabeza Negra, uno de los más crueles bandidos
normandos, acompañado del genovés Tito Carleti, ha aparecido últimamente por nuestras costas,
saqueando, incendiando y matando. Ni el valor de nuestro pueblo ni las vetustas murallas de Lepe
ofrecen protección suficiente contra tan temibles enemigos, y el día que se presenten por aquí....
—Adiós Lepe, concluyó Gontrán el escudero, á media voz.
—¿Pero tenéis motivos para creer que atacarán vuestra villa? preguntó el barón.
—Sin duda alguna. Las dos grandes galeras cargadas de piratas han saqueado ya las vecinas
poblaciones de Veymouz y Porland y ayer incendiaron á Coves. Muy pronto nos tocará el turno.
—Pero es el caso, observó el señor de Morel poniendo su caballo en dirección de las puertas de la
ciudad, que el príncipe real nos espera en Burdeos y por nada en el mundo quisiera verle en camino
dejándome rezagado. No obstante, os prometo dirigirme á Coves y hacer todo lo posible para descubrir y
castigar á esos bandidos por aquellas cercanías, tratándolos de suerte que no piensen en nuevas
expediciones ni desembarcos.
—Mucho os agradecemos la oferta, repuso el magistrado, pero no veo cómo podáis triunfar con vuestro
único barco sobre las dos poderosas galeras corsarias, al paso que con vuestros arqueros en los muros de
Lepe fácil os sería dar á los piratas una lección sangrienta.
—Ya os he dicho mis razones para no detenerme aquí. Y por lo que hace á la desigualdad de fuerzas,
creed que me infunde gran confianza el aspecto de aquel galeón amarillo que allí me espera, y que con mi
gente á bordo no temeré los ataques de dos ni de tres barcos piratas. Hoy mismo nos haremos á la vela.
—Perdonad, señor barón dijo entonces uno de los que acompañaban al corregidor. Me llamo Golvín y
soy capitán del Galeón Amarillo, destinado á conduciros. Marino desde la infancia, he peleado á bordo
de barcos ingleses contra normandos y genoveses, bretones, españoles y sarracenos, y os aseguro que la
nave de mi mando es muy débil para atacar corsarios. Lo único que conseguiréis si dáis con ellos será el
degüello de la mitad de vuestra gente y la perspectiva, para los que sobrevivan, de ser vendidos como
esclavos y pasar la vida remando en galeras piratas ó moras.
—Pues no creáis, señor capitán, que me han faltado combates navales en mi larga carrera de soldado,
replicó el noble, y por lo mismo que el castigo de esos bribones presenta dificultades tanto mayor es mi
deseo de vérmelas con ellos y sentarles la mano. Á pesar de vuestras palabras, capitán, me parecéis
marino experto y valeroso y creo que conmigo ganaréis honra y provecho en esta empresa.
—He cumplido mi deber diciéndoos francamente lo que de ella opino, en las condiciones en que váis á
emprenderla, dijo Golvín, lisonjeado por las palabras del barón. Pero ¡por Santa Bárbara! marino viejo
soy y no sé lo que es el miedo. Que nos hundamos ó no, contad conmigo. Á Coves os he de llevar, y si á
los amos del barco no les gusta el viaje, que busquen otro capitán después del zafarrancho.
Tras el grupo de jefes y escuderos entraron en la población los soldados de Morel, mezclados con
multitud de gentes del pueblo en cuyos semblantes se leía el contento que les causaba la llegada de
aquellos bizarros defensores. El tuno de Simón llevaba del brazo á dos robustas muchachas, á las que
juraba amor eterno, y entre las últimas filas descollaba la elevada estatura de Tristán, en cuyo ancho
hombro se sentaba una chicuela pescadora de quince abriles, que un tanto asustada asía con ambas manos
el casco del gigante.
Pensativo cabalgaba el corregidor junto á su ilustre huésped y no notó que un caballero de obesidad
portentosa y rubicundo semblante se abría paso entre las filas de curiosos y se dirigía precipitadamente á
su encuentro.
—¡Cómo se entiende, señor corregidor! gritó el recienllegado con esfuerzo tal que se le amorató el
rostro. ¿Dónde están las ostras y almejas prometidas para la comida de hoy?
—Calmaos, Sir Oliver, dijo el magistrado. Es muy posible que mi mayordomo y mi cocinero hayan
olvidado los ostras ó no hayan podido conseguirlas; pero no hay motivo para desesperarse por tal bicoca.
No faltará que comer.
—¿Bicoca? ¡Pues me gusta! Una comida sin ostras, sin una miserable almeja. ¿Qué va á ser de mí?
Nunca me hubierais convidado á vuestra mesa....
—Vamos, quedaos siquiera un día sin ostras, amigo Oliver, exclamó el barón riéndose, que si hoy
habéis perdido vuestro plato favorito en cambio volvéis á ver á un amigo, á un compañero de armas.
—¡Por San Martín! gritó el mofletudo personaje, olvidando toda su cólera. ¡Vos, Sir León, el paladín
del Garona! ¡Bienvenido seáis! Ah, con vos se renueva la memoria de aquellos buenos tiempos. ¡Qué
aventuras, qué tajos y qué guerreros! ¿Os acordáis?
—Sí á fe mía. Felices días y gloriosos triunfos aquellos.
—Pero tampoco nos faltaron tribulaciones y pesares. ¿Recordáis lo que nos pasó en Medoc?
—No sería gran cosa, buen Oliver; alguna escaramuza que tuvisteis y en la que no tomé parte, pues
recuerdo muy bien no haber desenvainado la espada mientras en Medoc estuve....
—Siempre el mismo, furibundo Morel, fierabrás incorregible. No se trata de dar ni recibir lanzadas y
mandobles, sino de la calamidad irremediable que nos sucedió en aquel figón, donde nos quedamos sin la
más apetitosa empanada de liebre que he visto en mi vida porque el bruto del posadero, en lugar de sal,
la llenó de azúcar. ¡Dios de justicia, cómo olvidar tamaño desastre!
—¡Ja, ja, ja! Veo que también vos seguís siendo el mismo, Sir Oliver, gastrónomo incomparable, cuyo
apetito iguala á vuestro valor. ¡Oh, sí! La posada de Medoc, en compañía de Lord Pomers y Claudio
Latour, y vuestra desesperación al ver perdido el guisado, y cómo perseguisteis al mesonero espada en
mano hasta la calle y quisisteis pegar fuego al figón. ¡Ja, ja! Creedme, señor corregidor; mi amigo y
compañero el noble Oliver de Butrón es hombre peligroso cuando enristra la lanza y cuando se queja su
estómago, y lo mejor que podéis hacer es procurarle cuanto antes esos mariscos que tanto anhela.
—Antes de una hora los tendrá en su plato, dijo el corregidor. Con la alarma en que estamos no he
podido pensar en nada y confieso que olvidé por completo la promesa que hice anoche á vuestro noble
amigo de proporcionarle uno de sus platos favoritos. Pero supongo, señor de Morel, que vos también
honraréis mi pobre mesa.
—Mucho tengo que hacer todavía, contestó el barón, pues me propongo embarcar á toda mi gente esta
misma tarde. ¿Qué fuerza mandáis, Sir Oliver?
—Cuarenta y tres hombres. Los cuarenta están borrachos perdidos y los tres entre dos luces, pero los
tengo á todos seguros á bordo.
—Pues bueno será que no beban un trago más, porque antes de que cierre la noche me propongo darles
tarea cumplida, lanzándolos con mi gente sobre esos piratas normandos y genoveses de quienes habréis
oído hablar.
—Y que llevan consigo buena provisión de caviar y finas especias de Levante y otras golosinas
apetitosas que me prometo gustar, dijo el corpulento noble relamiéndose los labios. Sin contar el buen
negocio que puede hacerse con la venta de las especias sobrantes. Os ruego, señor capitán, que cuando
volváis á bordo mandéis á los marineros que echen un cubo de agua sobre cuantos soldados de mi mando
estén todavía calamocanos.
Dejando á su noble amigo y á los personajes de la ciudad congregados para el banquete, dirigióse el
barón con su Guardia Blanca á la playa, donde comenzó rápidamente el embarque de hombres, caballos y
armas en grandes barcas que los condujeron á bordo del galeón. Tanta prisa les dió el barón y con tan
buena maña los recibieron y acomodaron á bordo el capitán y sus marinos, que se dió la señal de levar el
ancla cuando el señor de Butrón estaba todavía engullendo los delicados manjares que cubrían la mesa
del corregidor. No es de extrañar tanta presteza si se recuerda que poco antes había embarcado el
Príncipe Negro cincuenta mil hombres en el puerto de Orvel, con caballos, artillería é impedimenta,
haciéndose la escuadra á la vela á las veinticuatro horas de comenzado el embarque. En el último bote
que dejó la playa de Lepe iban los dos famosos capitanes, el barón León de Morel y el caballero Oliver
de Butrón, formando por su aspecto el mayor contraste imaginable. Seguíalos otra barca llena de grandes
piedras que el barón había ordenado llevar á bordo. Poco después se hacía á la vela el enorme Galeón
Amarillo, enarbolando el pabellón morado con una imagen dorada de San Cristóbal en su centro y
saludado por las aclamaciones de la multitud que se agolpaba en la playa. Más allá de Lepe se extendían
los bosques de Hanson y tras ellos las verdes colinas en línea no interrumpida, formando un paisaje
risueño y pintoresco.
—¡Juro por mis pecados que bien vale la pena de pelear y morir por tierra tan hermosa! exclamó el
barón, que de pie en la popa tenía fijos los ojos en aquella costa fértil y poblada cual ninguna. Pero mirad
allí, Sir Oliver, entre aquellas rocas; ¿no os ha parecido ver á un jorobado?
—Nada puedo ver, contestó el interpelado con melancólico acento, porque con las prisas que vos nos
dáis siempre que se trata de ir á romperse el alma con alguien, tengo atragantada una ostra como el puño
y no puedo olvidar la botella de vino de Chipre que tuve que dejar sobre la mesa, sin más que catarlo.
—Yo lo he visto, señor barón, dijo Froilán; el jorobado estaba sobre la roca más alta, mirando nuestro
barco, y desapareció de súbito.
—Su presencia confirma los buenos augurios que he observado hoy, repuso el barón. Al dirigirnos á la
playa cruzaron nuestro paso un religioso y una mujer, y ahora divisamos un jorobado antes de perder de
vista la costa. Presagio dichoso. ¿Qué piensas tú de ello, Roger?
—No sé qué deciros, señor barón, contesto el doncel. Romanos y griegos, con ser pueblos de gran
ilustración, tenían completa fe en esos augurios, pero no faltan entre los modernos pensadores y hombres
de ciencia muchos que consideran tales signos como vanos y pueriles.
—No diré yo tal, observó el señor de Butrón, recordando en aquel momento otro de los desastres
gastronómicos que tanto lamentaba. Los presagios nunca fallan, y si no dígalo todo el ejército del
príncipe Eduardo, que allá en el paso de los Pirineos oyó de repente un trueno formidable en medio del
día, sin que una sola nube ocultase el azul del cielo. Todos sabíamos lo que aquello significaba y que
estábamos amenazados de una gran calamidad; y en efecto, trece días después desapareció de la puerta
de mi tienda un soberbio cuarto de venado y mis escuderos descubrieron que se habían agriado seis
botellas de vino bearnés que llevaba para mi mesa....
—Pues ya que de escuderos habláis, dijo el barón cuando cesó la risa provocada por los recuerdos de
Sir Oliver, debo decir á los míos que hoy mismo tendrán brillante ocasión de acreditar su valor y de
imitar el ejemplo que les han dejado nobles antecesores. Id á la cámara, muchachos, y traedme mi arnés;
el señor de Butrón y yo nos armaremos aquí, sobre cubierta, con vuestra ayuda. Después aprestaos
vosotros, por lo que pueda ocurrir y decid á los oficiales que tengan hombres y armas dispuestos á la
primera señal. ¿Quién de nosotros mandará en jefe, Sir Oliver?
—Vos, amigo mío, vos. Yo soy guerrero viejo como vos y conozco mi oficio, pero no puedo
compararme con el gran capitán que fué un tiempo escudero de Guillermo de Marny. Lo que hagáis estará
bien hecho.
—Corriente y gracias. Vuestro pabellón ondeará en la proa y el mío á popa. Os daré como vanguardia
vuestros cuarenta hombres y otros tantos arqueros míos. Cincuenta hombres más con mis escuderos
formarán la guardia de popa. Los demás en el centro y á los costados del barco, á excepción de una
docena armados de arcos y ballestas, que irán á las cofas. ¿Qué os parece la distribución?
—Inmejorable. Pero aquí me traen mi armadura y el ponérmela es ya para mí tarea larga y difícil.
Entretanto se notaba gran movimiento á bordo, los arqueros y hombres de armas formaban en grupos
sobre cubierta, examinando aquéllos sus arcos y atendiendo á los consejos que les daban el sargento
Simón y otros veteranos, expertos en el manejo de la temible arma.
—Firmes, muchachos y que no se mueva nadie de donde yo lo ponga, iba diciendo Simón de grupo en
grupo. Mientras tengáis un buen arco en la mano no hay pirata que se acerque. Y sobre todo, no olvidéis
que en cuanto se suelta una flecha ya debe estar la otra en la mano y en la cuerda. Esta ha sido siempre la
regla en la Guardia Blanca.
—Y digo yo, amigo Simón ¿no es también regla el dar á cada soldado medio cuartillo de vino mientras
espera á los piratas con el gaznate seco? preguntó Tristán de Horla.
—Eso vendrá después, borrachín, pero ahora hay que ganarlo. Cada uno á su puesto, que ó mucho me
engaño ó apuntan por allí dos mástiles, tras las Agujas de Coves.
Arqueros y hombres de armas se tendieron sobre cubierta, en cumplimiento de las órdenes del barón.
Cerca de la proa colgaba de una robusta lanza el escudo de armas de Butrón, una cabeza negra de jabalí
en campo de oro, y en el centro de la proa Reno el veterano clavaba el estandarte con las cinco rosas de
Morel. Cubrían el centro de la nave los atezados marinos de Southampton, gente aguerrida toda, armada
con hachas de abordaje, mazas y picas. Su jefe el capitán Golvín hablaba con el barón á popa,
escudriñando ambos el horizonte y vigilando el velamen y los dos timoneles.
—Dad orden, dijo el barón, de que ningún soldado ni marino se deje ver hasta que el clarín les mande
tender los arcos. Conviene que esos corsarios tomen al Galeón por un barco mercante de Southampton
que huye al descubrir sus naves.
—¡Allí están! ¿No lo dije yo? exclamó el capitán volviendo apresurado junto al barón después de
transmitir su orden. Ved las dos galeras balanceándose plácidamente en la bahía exterior de Coves, y
mirad también en tierra, hacia el este, la humareda que levantan sus últimos incendios. ¡Ah, perros! Ya
nos han visto; las lanchas de los incendiarios se apartan de la costa á todo remo, dirigiéndose á sus
galeras, que Dios confunda. ¡Y qué multitud á bordo! Parece aquello un hormiguero. Os repito, señor
barón, que la empresa pudiera muy bien resultar superior á nuestras fuerzas. Esos buques piratas son de
primer orden y sus tripulantes gente desesperada, que lucha hasta morir.
—Pues amigo, os envidio la buena vista que tenéis, contestó el señor de Morel con imperturbable
calma, guiñando sus ojillos irritados. Por lo pronto, hacedme la merced de decir á la gente que hoy no se
da cuartel á nadie. Tratándose de esas fieras, no quiero prisioneros. ¿Tenéis á bordo un sacerdote ó un
religioso?
—No, señor barón.
—No importa. La Guardia Blanca se puede pasar sin ellos, porque los tengo á todos bien confesados
desde Salisbury y maldito si han tenido ocasión de cometer fechorías desde que emprendimos la marcha.
Pero á la verdad, lo siento por el contingente de Vinchester que manda mi noble amigo de Butrón, pues
según noticias y señales, es gente díscola y la han corrido en grande estos días. Á ver, dad orden de que
recen todos un padrenuestro y un avemaría mientras esperan la señal de ataque.
No tardó en oirse el prolongado murmullo de todas aquellas preces, dichas con singular recogimiento
por arqueros, marinos y hombres de armas tan devotos como valientes. Muchos de ellos sacaron cruces y
reliquias que besaron fervientemente, tendidos sobre cubierta y sin mostrarse al enemigo.
E l Galeón Amarillo había abandonado las aguas del Solent y se alejaba de la costa á toda vela,
cortando pesadamente las espumosas olas. En su seguimiento se habían lanzado las dos naves piratas,
pintadas de negro, de corte estrecho y largo, que contrastaba con la mayor altura y rotunda forma del
galeón á que daban caza. Parecían dos lobos hambrientos en seguimiento de su presa.
—Pero decidme, señor barón. Esos perros han visto ya el escudo y pendón que llevamos á proa y popa
y saben que tenemos dos nobles á bordo, dijo Golvín.
—Ya había pensado yo en ello, pero no es de caballeros ni de jefes de tropas reales el ocultar su
presencia. Se dirán que os dirigís á Gascuña y habéis recibido nobles pasajeros con destino al cuartel
general de nuestro príncipe. ¡Cómo acortan la distancia! Á juzgar por su aspecto y el nuestro diríase que
dos halcones se preparan á caer sobre inocente paloma. Pero no es maravilla que nos alcancen tan
pronto, con su triple hilera de remos, al paso que nosotros sólo tenemos las velas. ¿Véis alguna señal ó
bandera á bordo de esos barcos?
—En la vela mayor del de la izquierda hay pintada una enorme cabeza negra, respondió el capitán.
—Es la galera del cruel pirata normando y la primera vez que la ví fué en Chelsea. También lo ví á él,
Cabeza Negra, en medio del combate. Es un gigante con la fuerza de seis hombres y los crímenes de
sesenta sobre la conciencia.
—Sólo á un bárbaro como él se le ocurriría entrar en combate con dos infelices colgados de las vergas
de su buque. ¿Los véis?
—Así es en efecto, replicó el barón. La Virgen de Embrún me concederá la merced de ahorcarlo
también á él dentro de pocas horas. ¿Qué insignia es aquella en las velas del otro pirata?
—La cruz roja de Génova.
—Lo que prueba que tenemos allí al barbudo Tito Carleti, tan valiente y casi tan malo como su
compañero de piraterías. Ese genovés pretende que no hay en el mundo arqueros ni soldados como los
suyos y tenemos que probarle lo contrario.
—Se lo probaremos, asintió el animoso capitán. Pero entre tanto, bueno será que los arqueros y
ballesteros escogidos de antemano suban á las cofas disimulando su presencia y su número lo más
posible. Las tres anclas están ya en el centro del buque, con veinte pies de cable cada una y sólidamente
amarradas al palo mayor, con cuatro buenos marineros á cargo de cada ancla. Según vuestras órdenes,
diez hombres distribuídos á lo largo de la cubierta, con pellejos llenos de agua, cuidarán de apagar todo
fuego que puedan producir las flechas incendiarias si las usan esos bandidos. Las piedras están también
en las cofas, y los arqueros se encargarán de aplastar con ellas á cuanto grupo de piratas se les ponga á
tiro.
—Enviadles á más de las piedras cualquier otro objeto pesado que tengáis á bordo, dispuso el barón.
—Pues en tal caso lo mejor será izarles á Sir Oliver, apuntó Gualtero.
—¡Brava ocasión para chanzas! dijo el señor de Morel, con mirada tal que hizo temblar al escudero.
Además, no se dirá que un servidor mío ha hecho burla de un noble en mi presencia sin el debido
correctivo. Después de todo, continuó reprimiendo con trabajo una sonrisa, demasiado sé que ha sido esa
una chanza de muchacho, sin intención aviesa. Sin embargo, Gualtero, debo á vuestro padre Carter de
Pleyel el ordenaros que procuréis refrenar la lengua.
—Ataque por babor y estribor á la vez, exclamó el capitán Golvín, viendo separarse los dos barcos
enemigos. El normando tiene á proa un pedrero y se preparan á disparar.
—Á ver, Simón, tres arqueros, los mejores que tengas, ordenó el barón; que elijan los arcos más
poderosos que haya á mano y den una lección á los artilleros apenas crean que no perderán sus flechas.
—¡Arnoldo, Renato y Jaime, á popa! exclamó enseguida el veterano. Una sangría al primer babieca que
toque aquel pedrero. Trescientos cincuenta pasos, á lo sumo. Arnoldo, hijo mío, tú el primero y á ver si te
luces. ¿Ves el canalla aquel con la gorra roja? Pues á ensartarlo, antes de que disparen.
Los tres arqueros nombrados, fija la mirada en la proa del barco enemigo, tendían lentamente la cuerda
de sus enormes arcos, sin cuidarse ya de si los veían ó no los piratas. El numeroso grupo que éstos
formaban se había apartado del pedrero, dejando solos junto á él á dos hombres encargados de
dispararlo. El de la gorra roja se inclinó para apuntar, abrió los brazos y cayó de bruces con una flecha
clavada en el costado. Casi en el mismo instante recibió el otro pirata un dardo en la garganta y otro en
una pierna y quedó retorciéndose sobre cubierta.
Al grito de furor de los piratas respondieron las carcajadas de los arqueros.
—¡Bien, muchachos! gritó Simón. Pero ocultaos de nuevo tras la borda, porque veo que han resuelto
aprovechar la lección y tienden red de malla para protegerse contra nuestras flechas. Que nadie asome.
No tardaremos en oir silbar las piedras de esos jayanes.
CAPÍTULO XVI
EL supuesto barco mercante y sus dos perseguidores se dirigían rápidamente hacia el oeste, dejando al
norte la costa de San Albano. No se divisaba otra vela en todo el horizonte. Roger permanecía cerca del
timón, mirando las galeras enemigas y recibiendo de lleno en el rostro la fuerte brisa del mar que agitaba
su rizado cabello rubio. Digno descendiente de tantos famosos guerreros sajones, su corazón latía con
violencia y hubiera deseado llegar á las manos con los piratas sin más tardanza.
De pronto le pareció que una voz ronca le hablaba al oído, y volviéndose prontamente dirigió al
timonel una mirada interrogadora. El marino, sonriente, señaló con el pie una gruesa saeta clavada
profundamente en un tablón á tres pasos de la cabeza de Roger. Pocos segundos después el timonel cayó
de bruces y Roger vió en su espalda el asta ensangrentada de otra flecha. Inclinóse para levantar al infeliz
y oyó el ruido de los dardos que caían á bordo, semejante al que produce la lluvia de otoño sobre las
hojas secas del bosque.
—¡Redes de malla á popa! ordenó el barón.
—¡Y otro hombre al timón! dijo imperiosamente el capitán.
—Tú con diez arqueros entretén á los normandos, añadió el señor de Morel dirigiéndose á Simón y que
otros diez hombres de Sir Oliver hagan lo mismo con los genoveses. No quiero revelarles todavía toda
nuestra fuerza.
Diez arqueros escogidos mandados por Simón se apostaron enseguida en el lado de la popa por donde
avanzaba el barco normando, y los tres escuderos vieron con admiración la calma de aquellos veteranos
en tales momentos y la precisión con que obedecían las voces de mando, moviéndose á la vez como si
fueran un solo hombre. Sus compañeros, ocultos tras la borda, no les escaseaban las chanzas y los
consejos.
—Más alto, Fernán, más alto, que todavía no suben al abordaje. Pégate al arco, Renato; no parece sino
que le tienes miedo ó temes que la cuerda te manche el coleto. Ten en cuenta el viento, y no desperdicies
flecha.
Entre tanto los dos pedreros enemigos habían tomado la ofensiva, bien protegidos los servidores de
ambas piezas por alta red de malla. La primera piedra del genovés pasó silbando sobre las cabezas de
los arqueros y cayó al mar; la del pedrero normando mató un caballo y derribó á varios soldados, otra
abrió un boquete enorme en la vela del Galeón y la cuarta dió en el centro de la proa y rebotando, arrojó
al agua dos hombres de armas de Butrón. El capitán miró fijamente al barón.
—Se mantienen á distancia, dijo, porque nuestros veinte arqueros les han causado grandes pérdidas.
Pero nos van á matar mucha gente con sus pedreros.
—Pues una estratagema para que se acerquen, y el barón dió brevemente sus órdenes.
Trasmitidas que fueron éstas, los arqueros empezaron á caer como si la artillería y las flechas de los
piratas causasen en ellos grandes estragos. Muy pronto no quedaron más que tres arqueros por banda y
los barcos enemigos se acercaron rápidamente, con las cubiertas llenas de una turba horrible que lanzaba
gritos de triunfo y blandía sables, hachas, puñales y picas.
—Acuden como peces al cebo, exclamó el barón. ¡Á ellos, soldados, á ellos! El estandarte aquí, á mi
lado, y los escuderos á defenderlo. Tened las anclas listas para lanzarlas á bordo de esos condenados.
¡Suenen los clarines y Dios proteja nuestra causa!
Una aclamación unánime le respondió y las bordas del barco inglés aparecieron repentinamente
cubiertas de proa á popa por una doble línea de cascos. La turba enemiga lanzó gritos de rabia, sobre
todo al recibir el nublado de flechas que lanzaron los arqueros ingleses en el centro de aquella
abigarrada multitud, compuesta de hombres de todas cataduras y colores, normandos, sicilianos,
genoveses, levantinos y moros. La confusión á bordo de ambos piratas fué espantosa y grande la matanza,
pues los arqueros lanzaban sus flechas y dardos desde lo alto del enorme Galeón, que dominaba las
cubiertas enemigas. Además, en aquella masa compacta, pronta al abordaje del que creían ser punto
menos que inofensivo buque mercante, no se perdía una sola flecha y los piratas caían á montones,
muertos ó heridos. En tanto los hombres de armas destinados al efecto habían lanzado dos anclas á bordo
de los buques enemigos, para impedirles la retirada y las tres naves quedaron unidas por doble lazo de
hierro, cabeceando pesadamente.
Entonces empezó una de esas luchas frenéticas, sangrientas y heróicas, no referidas por ningún
historiador, no cantadas por ningún poeta, de las que no queda otra señal ni monumento que una nación
poderosa y feliz y una costa no devastada por las depredaciones que un tiempo la asolaran.
Los arqueros habían limpiado de enemigos la proa y popa de ambas galeras, pero los piratas éstos
atacaron en gran número el centro del Galeón, cayendo con furia por ambos costados sobre los marinos y
hombres de armas y luchando con ellos cuerpo á cuerpo, en confusión tal que los soldados y marineros
situados en las cofas no se atrevían á lanzar dardos ni peñascos, temerosos de herir y aplastar á sus
propios compañeros. En aquella masa confusa de hombres sólo se veía el brillo de sables y hachas que
caían con ruido estridente sobre cascos y armaduras, derribando ingleses, genoveses y normandos, en
medio de una gritería espantosa, de un tumulto indescriptible. El gigante Cabeza Negra, cubierto de
hierro y con una tremenda maza, anonadaba á cuantos se ponían á su alcance; cada golpe de su maza
derribaba una víctima. Por estribor se había lanzado al abordaje con no menos ímpetu el genovés Carleti,
bajo de estatura, pero cuyos anchos hombros, robusto cuerpo y membrudos brazos denotaban su fuerza. Á
la cabeza de cincuenta italianos escogidos y bien armados se abrió paso casi hasta el mástil del barco
inglés y los marinos se vieron cogidos como entre dos muros de hierro por sus fieros asaltantes, dando y
recibiendo la muerte sin pedir cuartel.
Pero en aquel instante supremo les llegó el auxilio que tanto necesitaban. El señor de Butrón con sus
hombres de armas y el barón seguido de sus escuderos, de Reno, Simón, Tristán de Horla y otros veinte,
se lanzaron como leones contra las turbas que por ambos lados habían invadido la cubierta y abriéndose
sangriento paso llegaron á lo más recio de la lucha. Roger no se apartó de su señor un solo momento y
aunque mucho había oído de sus proezas, nunca hasta entonces había tenido idea de su valor, de su calma
en el combate y de la presteza de sus movimientos. Saltaba de uno á otro pirata, derribándolos de una
estocada ó un tajo, parando los golpes que le asestaban con el escudo y la espada y llevando el terror
entre sus enemigos. Uno de sus golpes alcanzó á Tito Carleti, hiriéndolo en el cuello y por fin el mismo
Cabeza Negra resolvió concluir con aquel temible combatiente y lanzándose á su encuentro alzó sobre él
la pesada maza. Inclinóse el barón para protegerse mejor con el escudo, al propio tiempo que paraba los
golpes del furioso genovés, pero en aquel instante resbaló en un charco de sangre y cayó sobre cubierta.
Roger atacó al gigante normando, pero un golpe de la maza de éste hizo pedazos su espada y lo derribó
sobre un grupo de muertos y heridos. Iba Cabeza Negra á repetir el golpe, cuando sintió su muñeca
cogida como con unas tenazas de hierro y vió á su lado á Tristán, el hercúleo arquero, que doblando
hacia atrás el cuerpo del normando, haciendo gala de su increíble fuerza, acabó por romperle el brazo y
tenderlo cuan largo era sobre las tablas del puente. Una vez derribado le puso el puñal al rostro por entre
las barras de la visera y el temible pirata permaneció inmóvil, único modo de evitar la muerte que tan de
cerca le amenazaba.
Desalentados los normandos con la pérdida de su jefe y acosados de cerca, volvieron la espalda y
abandonaron el Galeón, saltando atropelladamente sobre la cubierta de su barco, donde empezaron á
diezmarlos las flechas de los arqueros ingleses y los peñascos que desde las cofas les lanzaban los
marinos. Además, unido firmemente el barco pirata al Galeón por el ancla de éste, pasaron á bordo del
normando el señor de Butrón y cincuenta veteranos, en persecución de los fugitivos.
Á estribor continuaba encarnizada la lucha. El genovés y sus secuaces se defendían con vigor,
retrocediendo paso á paso ante los furiosos ataques del barón de Morel, Roger, Reno y sus arqueros.
Carleti, ronco de ira y de cansancio y cubierto de heridas de las que manaba la sangre en abundancia,
volvió á bordo de su buque con los piratas que le quedaban, sin cesar de defenderse y perseguido por una
docena de ingleses que se lanzaron al abordaje de la galera. Entonces Carleti abandonó de un salto á sus
compañeros, corrió á lo largo de la cubierta y regresando á bordo del Galeón cortó de un tajo el cable
del ancla que retenía á su barco. Hecho esto saltó de nuevo sobre la cubierta de su galera, cuyos remeros
empezaron á impelirla y apartarla del Galeón.
—¡San Jorge nos asista! gritó Gualtero de Pleyel. ¡El barón está en la galera, peleando con los
genoveses! ¡Se lo llevan!
—¡Está perdido! gritó á su vez Froilán de Roda. ¡Saltemos, Gualtero! Ambos jóvenes, de pie sobre la
borda del Galeón, se lanzaron al espacio. El desgraciado Froilán cayó sobre los remos de la galera
pirata y desapareció entre las olas; más afortunado Gualtero, alcanzó la cubierta del barco enemigo y se
unió á los compañeros del barón. Roger quiso seguir á sus dos amigos en defensa de su señor, pero
Tristán de Horla se lo impidió á la fuerza.
—¿Cómo has de dar ese salto de muerte, muchacho, si apenas puedes sostenerte en pie? le dijo. Tienes
la cabeza llena de sangre.
—¡Mi puesto está al lado del barón! rugió Roger, forcejeando inútilmente.
—Quédate aquí, te digo, y te quedarás á las buenas ó á las malas. Necesitarías alas para llegar á la
galera. Esta se alejaba gradualmente.
—¡Mirad qué valor, cómo se defienden, cómo atacan! continuó Tristán siguiendo los detalles de la
lucha á bordo del pirata. Los nuestros han limpiado la popa de enemigos y adelantan, con el barón á la
cabeza. ¡Bravo Simón, buen golpe! Reno se bate como un tigre. El genovés, aunque bandido, es un
valiente, no hay que dudarlo. Ha conseguido reunir á su gente en la proa.... ¡Por la Cruz de Gestas, ya
cayó un arquero, y otro! ¡Maldito Carleti! Pero allá va el barón, á dar cuenta de él. ¡Mira, Roger!
—El barón ha caído....
—No, una de sus tretas. Ahí lo tienes otra vez, más brioso que nunca, ¡Qué espada! El jefe pirata
retrocede, cae, atravesado de parte á parte. ¡Viva, viva! Los otros huyen, se rinden. Allá va Simón. ¡Por
vida de! Ya arría la bandera de la cruz roja, ya iza la de Morel, las cinco rosas.... ¡Viva!
La muerte de Tito Carleti puso fin á toda resistencia y su galera, cambiando de bordada, se dirigió de
nuevo hacia el Galeón, saludada por los gritos de entusiasmo de los soldados. El barón y Sir Oliver no
tardaron en reunirse sobre la cubierta del barco inglés, y retirada el ancla que lo aferraba á la galera del
normando, se hicieron las tres naves á la vela, á corta distancia una de otra. Roger, más débil á cada
momento que pasaba, oyó con admiración la voz tranquila del capitán que seguía mandando la maniobra
con tanta calma como lo había hecho durante el combate.
—No deja de tener averías bastante graves nuestro pobre Galeón, dijo Golvín al señor de Morel
apenas pudo hablarle. La borda destrozada, la vela mayor hecha trizas. ¿Qué dirán los armadores cuando
me presente con su barco en tan triste estado?
—Lo triste sería, dijo el barón, que fueseis vos á sufrir por causa mía, sobre todo después de la faena
de hoy y de vuestro brillante comportamiento. Nada, os lleváis esas dos galeras como prueba de la
jornada y que las vendan los armadores. Con el importe se reembolsarán de los perjuicios que haya
sufrido el Galeón Amarillo y el resto que lo guarden hasta mi regreso, para distribuirlo entre todos. No
os quejaréis de vuestra parte. Por la mía, debo á la Virgen del Priorato una imagen de plata de diez libras
por haberme otorgado la merced de vencer y matar al pirata genovés, cuyo valor y pericia en el manejo
de las armas soy el primero en reconocer. ¿Y tú, Roger? ¿Herido?
—No es nada, dijo el doncel con voz débil, quitándose el casco que conservaba claras señales de la
poderosa maza del normando. Pero apenas se hubo descubierto, la sangre inundó su rostro y cayó
desvanecido.
—Pronto volverá en sí, dijo el noble después de examinarlo atentamente. He perdido hoy un valiente
escudero y mal puedo perder otro. ¿Cuántas bajas hemos tenido, Simón?
—Nueve arqueros, siete marinos, once hombres de armas y vuestro escudero el joven señor de Roda.
—¿Y el enemigo?
—Sólo queda con vida el jefe normando. Ahí está, bien agarrotado. Vos dispondréis de él, señor barón.
—Ahórcalo sin tardanza. Hice el voto y hay que cumplirlo. Pero cuélgalo de una verga de su propio
barco, que tal fué mi promesa.
Cabeza Negra, aunque herido y con un brazo roto, se había mantenido de pie junto á la borda, entre dos
arqueros. Al oir las palabras del barón se estremeció y su rostro se contrajo violentamente.
—¿Ahorcado, yo? exclamó en francés. ¿Muerte de villano, á mí?
—Pues según noticias, dijo el señor de Morel, vos ahorcabais á cuantos caían vivos en vuestras manos,
sin distinción de nobles ó plebeyos. Además he hecho voto de colgaros.
—Soy señor de Andelys y corre por mis venas sangre real....
—Sois un pirata desalmado, replicó el barón volviéndole la espalda, á tiempo que dos marineros asían
á Cabeza Negra y le echaban el dogal al cuello.
Al sentir la cuerda hizo el jefe pirata un esfuerzo supremo y rompió las ligaduras que ataban sus manos,
derribó á uno de los arqueros que le guardaban y asiendo por la cintura con su único brazo sano al
marinero que sujetaba la cuerda, lo levantó y se arrojó con él al mar.
—¡Se ha escapado! gritó Simón, corriendo hacia el punto de la cubierta por donde había desaparecido
Cabeza Negra.
—Decid más bien que ha muerto, repuso el capitán. Ambos se han hundido en las aguas como un
plomo.
—No me pesa, dijo el barón; que si bien no he podido cumplir mi voto, el tal pirata se ha portado como
valiente en la lucha, ha muerto como tal y hubiera sido lástima ahorcarlo cual si se tratara de uno de esos
menguados que lo acompañaban.
CAPÍTULO XVII
POR dos días navegó el Galeón Amarillo á velas desplegadas, impelido por vientos favorables del
nordeste, dejó atrás á Ouessant, punto más occidental de Francia y al tercer día pasó frente á Bella Isla y
avistó algunos transportes que regresaban á Inglaterra. Los dos nobles hicieron colgar sus escudos de
armas al costado del barco y observaron con el mayor interés las señales con que respondían los
transportes y que les indicaban los nombres de aquellos caballeros á quienes las enfermedades ó las
heridas hacían regresar á sus hogares en tan críticos momentos.
Por la tarde se notaron señales de próxima tempestad que alarmaron profundamente al capitán Golvín,
pues no sólo había perdido la tercera parte de sus marineros sino que la mitad de los restantes estaban á
bordo de las dos galeras apresadas; y unido esto á las averías sufridas por su propio barco, lo ponían en
muy malas condiciones para arrostrar las tempestades de aquella peligrosa costa. El viento sopló con
violencia toda la noche, imprimiendo al pesado transporte fuertes balances. Roger, aunque debilitado por
la pérdida de sangre, subió sobre cubierta al despuntar el día, prefiriendo que lo mojaran las olas á
continuar encerrado en los estrechos y obscuros camarotes, nauseabundos y llenos de ratas. Asido á una
driza, contempló con emoción el espectáculo del mar alborotado, cubierto de innumerables olas y
reflejando el negro color de las nubes. Las dos galeras apresadas seguían al Galeón á corta distancia,
luchando también con el viento y las olas. Á la izquierda, entre la bruma, se veía la tierra de Francia,
aquella tierra donde sus antepasados habían derramado su sangre y conquistado imperecedera gloria;
Francia, patria de tantos famosos caballeros, de tantas beldades, teatro de altos hechos inolvidables y
asiento de los grandes monumentos, del arte, el lujo y la riqueza. En presencia de aquella costa francesa
besó Roger el preciado velo que le diera la bella Constanza de Morel, y besándolo hizo el juramento de
conquistar con su valor fama digna de tan noble dama, ó perecer en la demanda. Sacóle de sus
meditaciones la ronca voz del capitán, que dominando el tumulto de los elementos, le gritó:
—Mal gesto tenéis, señor caballero, y no me extraña, que yo mismo con haber navegado desde la
infancia, no recuerdo haber visto nunca promesa tan segura de una tempestad deshecha. Mal día y peor
noche nos esperan.
—Otros eran mis pensamientos, dijo el escudero, muy ajenos á la tempestad que nos amaga.
—Disponed de mí, si en algo puedo serviros. Pero hablando de pensamientos, no son menos negros los
que me asaltan al figurarme las dificultades de mi viaje de vuelta; vientos contrarios, la vela mayor
partida en dos, muertos la tercera parte de mis marineros, y el barco con averías y boquetes por todos
lados. Creo que antes de llegar de nuevo á Southampton hemos de vernos convertidos en arenques
salados, á juzgar por la cantidad de agua que espero embarcar en cuanto ponga la proa á Inglaterra.
—¿Y qué dice á ello mi señor?
—Abajo está, ayudando á su amigo á descifrar blasones. Lo único que me contesta es que no le hable
de tales pequeñeces. ¡Pequeñeces! Pues ¿y Sir Oliver? En cuanto le digo que me faltan marineros me
contesta que los guise á todos con salsa de Gascuña. Me dirigí á los arqueros. ¡Que si quieres! Allá se
están las horas muertas jugando á los dados, presididos por el sargento Simón y Reno, y el gigantón
cabeza roja que le rompió el brazo al pirata. "Mirad que el Galeón éste se va á hundir de un momento á
otro," les digo. Y maldito lo que se les importa. "Esa es cuenta vuestra, mal capitán," me dice uno. "Seis
y blanco," gruñe otro. Y ese Simón que Dios confunda acaba por mandarme al demonio. ¡Desde aquí se
les oye, manada de tiburones!
En efecto, á pesar del rumor del viento y de las olas, llegaba hasta ellos el eco de los juramentos y las
carcajadas de los jugadores que llenaban la proa.
—Si yo puedo ayudaros... propuso Roger.
—Bastante tenéis que hacer con cuidar vuestra averiada cabeza, ó lo que de ella os queda gracias al
capacete que aguantó lo mejor del golpe. Pero cuanto puede hacerse por ahora está hecho; tapada con
velas y cables entrelazados la brecha de estribor, sólo falta ver lo que sucederá cuando cambiemos de
rumbo para evitar las rocas y bajíos de la costa, á la cual nos vamos acercando demasiado. Aquí viene el
barón y á fe mía que llega á tiempo.
—No toméis á desaire mi distracción, maese Golvín, dijo el caballero, andando con dificultad á
consecuencia de los balances del barco. Estaba muy preocupado con una difícil cuestión heráldica, sobre
la cual quisiera oir vuestra opinión, Roger. Se trata de los cuarteles del escudo perteneciente á la familia
de Sosire, cuyo jefe Sir Leiton es mi tío, casado con la viuda de Sir Enrique Oglander, de Nunvel. La
delimitación de esos cuarteles ha sido cuestión muy debatida entre cuantos entienden de blasones. ¿Qué
tal vamos, capitán?
—Me preocupa el estado de la nave, señor barón. Tendremos que orzar muy pronto y en cuanto lo
intente empezará el pobre Galeón á embarcar agua.
—¡Que llamen enseguida á Sir Oliver! gritó el barón.
Poco después llegaba á popa el obeso caballero, resbalando á cada paso, agarrándose á la borda, á las
drizas y á cuanto se le ponía á mano, abotargado el rostro y maldiciendo su suerte.
—¿Qué barco es éste, señor capitán, exclamó entre dos balances, en el que un honrado caballero no
puede dar un paso sin exponerse á partirse el alma? Si ha de continuar mucho tiempo esta danza,
ponedme á bordo de uno de esos piratas, que más saltarines que vuestra nave no pueden ser, á buen
seguro. Cuando ya no podía tenerme de debilidad, me senté ante un frasco de malvasía y un jigote de
carnero, y al primer bandazo se me vino encima el frasco, poniéndome de perlas ropilla y calzas, y el
guiso fué á dar con salsa y todo en el santo suelo. Allá quedan mis pajes corriendo tras él, como lebreles
en seguimiento de una cierva. ¡Rayos del cielo, qué galera ni qué tarasca!... Pero ¿me habéis llamado,
amigo Morel?
—Para oir vuestra opinión, desgraciado y hambriento caballero. Aquí tenéis á maese Golvín temeroso
de que si vira de bordo el Galeón empezará á hacer agua.
—Pues que no vire, la cosa es clara. Y con vuestra venia, barón, me vuelvo á ver qué hacen aquellos
tunantes de pajes....
—Pero es que si no viramos iremos á dar en las rocas antes que os sentéis de nuevo á la mesa, dijo el
capitán.
—Pues entonces, virad, con mil de á caballo, gruñó el señor de Butrón. ¿Permitís, amigo barón?
En aquel instante se oyó la voz de los vigías: "¡Rocas á proa!" En el centro de una ola enorme, á cien
varas de distancia, aparecieron las obscuras piedras de un arrecife, cubiertas de espuma. El capitán se
lanzó al timón y comenzó á dar voces de mando, los marineros practicaron las maniobras sin perder
momento, giró el botalón con prolongado chirrido y el galeón cambió de rumbo, á cortísima distancia de
los amenazadores peñascos.
—No creo poder salvarlos á tiempo, rugió el capitán aferrado al timón. ¡San Cristóbal nos valga!
—Pues en tan gran peligro estamos, quiero que ondee mi pabellón sobre cubierta, dijo el barón
tranquilamente. Id á buscarlo, Roger, y clavadlo aquí.
—Y yo, exclamó Sir Oliver, prometo á mi excelso patrón Santiago de Compostela visitar su santuario
allá en España, si me saca en bien de este trance, y comerme una carpa más cada día de vigilia, durante
un año. ¡Cómo ruge el mar! ¿Qué decís, capitán?
—¡Pasamos, pasamos! gritó Golvín, fija la vista en las rompientes más inmediatas á la proa. ¡Á la
buena de Dios!
Siguieron unos momentos de espera y luégo se sintió en todo el barco el roce de la quilla sobre las
rocas. Una de éstas, cuya punta proyectaba oblícuamente, raspó con fuerza el costado del casco,
arrancándole largas astillas. Un momento después el Galeón Amarillo completaba su evolución, el viento
hinchaba las velas y escapaban todos al gravísimo peligro, huyendo de la amenazadora costa, entre las
aclamaciones de marineros y soldados.
—¡Dios sea loado! exclamó el capitán enjugando el sudor que le bañaba la frente. No volveré á
Southampton sin ofrecer un cirio de cinco libras al buen San Cristóbal en la capilla del convento.
—Vaya, pues me alegro, comentó Sir Oliver, porque á la verdad prefiero morir enjuto, por más que
después de haber comido tanto pescado en esta vida, sería muy justo que los peces me comiesen á mí. Y
ya que de comer se trata, á mi cámara me vuelvo....
—Esperad algo más, querido compañero, dijo el barón, porque si no he entendido mal, escapamos de
un peligro para caer en otro.
—¡Capitán! gritó en aquel momento el contramaestre ¡las olas se han llevado las velas que cerraban el
boquete de babor! ¡El barco hace agua!
Tras el contramaestre aparecieron corriendo muchos marineros, anunciando que el agua inundaba el
interior del barco y que los caballos estaban en inmediato peligro. Obedeciendo las órdenes enérgicas de
Golvín, afianzaron velas sobre el boquete abierto en el costado, operación dificilísima en aquellas
circunstancias y que una vez terminada impidió, aunque no totalmente, la entrada del agua. El Galeón se
había hundido bastante y las olas barrían la cubierta con frecuencia.
—No creo que resista en la dirección que llevamos, dijo el capitán, pero si viro encallamos en la
costa.
—¿Y amainando velas? sugirió el barón. ¿No podríamos esperar la calma del mar y el viento?
—No, una y otro no tardarían en arrojarnos contra las rocas. En treinta años que llevo á bordo no me he
visto en lance igual. ¡Los santos del cielo se apiaden de nosotros!
—Y muy particularmente confío yo en la protección del gran Santiago, en cuyo día hago voto de
comerme otra carpa, además de la prometida ya para todos los días de vigilia del año....
Golvín miró en dirección de las dos galeras apresadas; veíaselas á gran distancia, ya saltando sobre las
olas ya cayendo pesadamente entre ellas.
—Si estuviesen más cerca, dijo el marino, todavía podríamos salvarnos. Por lo pronto, señor barón,
convendría que os quitáseis la armadura, porque de un momento á otro podemos vernos en el agua.
—No acepto el consejo, respondió el caballero. No se dirá que un noble se desarma voluntariamente
porque le amenazan Eolo y Neptuno. Lo que haré será convocar sobre cubierta á la Guardia Blanca y
aguardar con ella la buena ó mala suerte que el cielo nos depare. Pero ¿qué es aquello, maese Golvín?
Por escasa que sea mi vista me parece no ser ésta la primera vez que contemplo aquellos dos
promontorios, allá á la izquierda.
—¡Por San Cristóbal bendito! exclamó el marino con voz gozosa y mirando ávidamente en la dirección
indicada. ¡Es La Tremblade! ¡Y yo que creía no haber pasado de Olorón! Allí, frente á nosotros, está la
desembocadura del Garona, y una vez pasada la barra habrá desaparecido el peligro. ¡Orza, muchachos!
¡Timón á babor!
Movióse otra vez el botalón, el viento cogió las velas á estribor é impulsó el asendereado barco en la
nueva dirección que le ofrecía tan inesperado refugio. De uno á otro extremo de la anchurosa ría
formaban las olas movible barrera coronada de espuma que se extendía, por el norte, hasta un elevado
pico y por el sud hasta una punta baja y arenosa. En el centro una pequeña isla contra la cual se
estrellaban furiosas las olas.
—Entre la isla y el promontorio hay un canal, dijo el capitán; me lo indicó el piloto del príncipe real en
persona. Veremos si el Galeón obedece á mi mano, cargado de agua como vá y sumergido una braza más
de lo que debiera.
—Adelante, maese, exclamó el señor de Butrón; dos veces nos ha sido favorable la fortuna en los
inminentes peligros de este día, y si nos protege ahora, hago voto al bendito Santiago de....
—Tened la lengua, Butrón amigo, que si seguís ofreciéndoos carpas acabaréis por atraernos la
indignación del santo....
—Os ruego ordenéis á los soldados que se tiendan sobre cubierta y permanezcan inmóviles, dijo el
capitán. Dentro de pocos minutos estaremos salvados ó habrá llegado nuestra última hora.
Arqueros y hombres de armas obedecieron prontamente. Golvín se aferró al timón y miró fijamente á
proa, por debajo de la hinchada vela mayor. Los dos jefes, inmóviles á popa, contemplaban también la
temida barra. Por fin el Galeón Amarillo llegó á las rompientes, evitó los obstáculos y en cortos
momentos, dejando atrás todo peligro, surcó las tranquilas aguas del Garona.
CAPÍTULO XVIII
UN viernes por la mañana, el veintinueve de Diciembre, dos días antes del de San Silvestre, ancló el
Galeón Amarillo frente á la noble ciudad de Burdeos. Grandes fueron el interés y la admiración de Roger
al contemplar desde á bordo el bosque de mástiles, los numerosos botes que cruzaban en todas
direcciones y la hermosa ciudad extendida en forma de media luna á orillas del río, con sus altas torres y
la multitud de edificios de arquitectura y colores variadísimos. Nunca en su tranquila vida había visto
ciudad de igual importancia, ni contaba Inglaterra, con la sola excepción de Londres, otra que pudiera
comparársele en extensión y riqueza. Á Burdeos llegaban por aquella época los productos de todas las
fértiles comarcas bañadas por el Dordoña y el Garona; los tejidos del sud, las pieles de Guiena, los vinos
del Medoc, para exportarlos después á Hull, Exeter, Dartmouth, Bristol ó Chester, en cambio de las lanas
y lanillas inglesas. En Burdeos se hallaban también los famosos hornos de fundición y las forjas que
habían dado á sus aceros universal renombre y con los cuales se forjaban las espadas y lanzas mejor
templadas. Desde su galeón veía Roger el humo que despedían las altas chimeneas de las fundiciones y la
brisa le llevaba de cuando en cuando el toque de los clarines que resonaba en las murallas de la plaza.
—¡Hola, mon petit! dijo Simón acercándosele. Hete ya escudero hecho y derecho y en camino de
calzarte muy pronto la espuela de oro, mientras que yo soy y seré sargento instructor de arqueros y nada
más. Apenas me atrevo á seguir hablándote con la misma franqueza que cuando trincábamos en los
mesones de nuestra tierra. Sin embargo, todavía puedo servirte de guía por estos rumbos, nuevos para tí y
sobre todo en Burdeos, cuyas casas conozco una por una, tan bien como conoce el fraile las cuentas de su
rosario.
—Demasiado me conocéis también á mí, Simón, para creer que pueda yo menospreciar á un amigo
como vos porque la fortuna parece sonreirme, contestó el doncel poniendo una mano sobre el hombro del
veterano. Siento que hayáis pensado cosa semejante.
—No, camarada, ni pensarlo siquiera. Fué una prueba para ver si seguías siendo el mismo, aunque no
debí dudarlo un momento.
—¿Dónde estaría yo hoy, á no haberos conocido en la venta de Dunán? Desde luego no hubiera ido al
castillo de Monteagudo, ni sería escudero de nuestro valiente capitán, y probablemente no hubiera visto
nunca á....
Aquí se detuvo ruborizándose, pero Simón no lo notó, absorto como estaba con sus propios recuerdos.
—Buen mesón el del Pájaro Verde ¿eh? ¡Por el filo de mi espada! Peores cosas podría hacer que
casarme con aquella ventera tan fresca y rolliza, cuando me llegue el día de trocar este coleto y la cota de
malla por la ropilla de paño.
—Pues yo creía que habíais dado palabra de casamiento á una muchacha de Salisbury.
—Á tres, amigo Roger, á tres. Y mucho me temo no volver jamás á aquel pueblo, á fin de evitar un
recibimiento más caluroso que el que pudieran hacerme tres escuadrones franceses en Gascuña.... Pero
mira aquella gran torre donde flamea el estandarte de los leones de oro; es la bandera real inglesa, con la
divisa de nuestro príncipe. El edificio es la abadía de San Andrés, y allí se hospeda con su corte hace
más de un año.
—¿Y aquella otra torre gris?
—La iglesia de San Miguel, y á la izquierda la de San Remo. El caserón inmediato es el palacio de
Berland. Mira también esas fuertes murallas, con tres poternas hacia el río y diez y seis en todo el
circuito de tierra.
—¿Y á qué el continuo sonar de tantos clarines?
—Mal puede ser otra cosa, cuando casi todos los grandes señores de Inglaterra y Gascuña están
aposentados detrás de esos muros y el que más y el que menos quiere que el clarín á su servicio se oiga
tanto y tan frecuentemente como el de su vecino. Á fe mía que me recuerdan un campamento escocés por
la zambra que arman éstos con sus gaitas. Allí avanza un grupo de pajes que van á dar de beber á los
caballos. Cada uno de esos corceles indica la presencia de un caballero en Burdeos, porque tengo
entendido que los hombres de armas y arqueros han marchado ya con dirección á Dax.
—¡Simón! llamó el señor de Morel. Avisa á la gente que dentro de una hora estarán aquí las lanchas y
que lo tengan todo listo para el desembarco.
El arquero saludó y se dirigió apresuradamente á proa. Sir Oliver no tardó en reunirse á su amigo y
ambos caballeros empezaron á pasear sobre cubierta, observando y comentando la vista de la ciudad.
Vestía el barón un traje de terciopelo negro, con gorra redonda de igual material y color, y sujeto á ésta
el guante de la baronesa, cubierto en parte por rizada pluma blanca. Con la modestia aparente del rico
pero obscuro traje contrastaban los brillantes arreos de Sir Oliver, vestido á la última moda, con justillo,
calzón y capa corta de terciopelo verde, acuchilladas de rojo las mangas y con birrete rojo también y de
gran tamaño. Las puntas de su calzado, encorvadas à la poulaine, parecían amenazar las piernas del
rechoncho caballero.
—Una vez más nos vemos frente á esta puerta de honor que en tantas ocasiones nos ha franqueado el
paso á los campos del combate y de la gloria, dijo el barón contemplando la ciudad con brillante mirada.
Allí ondea el pabellón del príncipe y justo es que ante todo le rindamos homenaje. Ya veo dirigirse hacia
aquí las lanchas que deben de conducirnos.
—No es maleja la posada inmediata á la puerta del oeste, contestó el glotón, y bien pudiéramos aplacar
el hambre antes de ir á saludar al príncipe, porque la mesa de éste, aunque cubierta de brocado y plata,
no es gran cosa para gentes de mi apetito, ni Su Alteza tiene la menor simpatía por sus superiores....
—¿Sus superiores?
—En la mesa y con el tenedor en la mano, quiero decir. Dios me libre de faltarle al respeto, pero le he
visto sonreirse porque yo miraba por cuarta vez al trinchante un día que nos sirvieron caza soberbia. Y en
cambio él me da lástima en la mesa, jugueteando con su cubilete de oro, en el que bebe cuando más un
poco de vino aguado. Y os recuerdo lo del mesón, amigo, porque la guerra y la gloria no bastan á un
cuerpo como el mío, ni es cosa de estrechar el cinto por la prisa de saludar á Su Alteza.
—Casi todas las naves cercanas á la nuestra ostentan el escudo de algún noble, continuó el señor de
Morel. Hé allí el de los Percy, é inmediatos los de Abercombe, Moreland, Bruce y tantos otros. Extraño
sería que de tal reunión de bizarros caballeros no resultasen notables hechos de armas. Aquí está nuestra
lancha, Butrón, y si es vuestro parecer iremos directamente á la abadía con nuestros escuderos, dejando á
maese Golvín al cuidado de armas y bagajes y de su desembarque.
Pronto quedaron instalados caballeros y escuderos en una de las lanchas y sus caballos en una barcaza
prevenida al efecto. Apenas llegó el barón á tierra hincó la rodilla y elevó al cielo ferviente súplica.
Después sacó de su pecho un pequeño parche negro y poniéndoselo sobre el ojo izquierdo lo ató
firmemente, diciendo:
—¡Por San Jorge y por mi dama! Hago voto de no descubrir este ojo hasta haber visto la tierra de
España y realizado en ella un hecho de armas que redunde en honra de mi patria y de mi nombre. Así lo
juro sobre mi espada y sobre el guante de mi dama.
—Al veros y oiros me siento rejuvenecer veinte años, Morel, le dijo su amigo cuando hubieron
montado y puéstose en camino hacia la Puerta del Mar. Pero, por merced, si un caballero cegato como
vos se quita voluntariamente la mitad de la poca vista que le queda, no váis á distinguir un arquero inglés
de un capitán español. Paréceme que no habéis andado muy cuerdo en la elección de vuestro voto.
—Sabed, señor caballero, repuso el barón con voz imperiosa, que siempre veré lo bastante para
distinguir la senda del deber y de la gloria, camino en el cual no necesito guía.
—¡Medrados estamos, y no es mal humorcillo el que mostráis apenas llegado á tierra de Francia!
exclamó Sir Oliver. Pero á bien que si me buscáis querella, y con vos no he de tenerla, aprovecharé la
ocasión para dejaros solo y visitar una vez más la Cabeza de Oro aquí cercana, cuyos guisos de perdices
adobadas han dejado en mí eterna remembranza.
—No, amigo, dijo sonriente el barón. Nos conocemos y estimamos demasiado para reñir por palabra
más ó menos, como dos pajecillos. Creedme, venid conmigo á saludar al príncipe y después buscaremos
alojamiento y mesa; aunque tengo para mí que verá con pesar á tan buen servidor como vos trocar la
mesa del príncipe por la de un figón. Pero ¿quién viene ahí? ¿No es ese caballero que nos saluda el señor
Roberto Delvar? ¡Dios sea con vos, buen Roberto! Y aquí está también De Cheney. ¡Qué grato encuentro!
Los cuatro caballeros continuaron juntos su camino, seguidos de Roger, Gualtero y Juan de Norbury,
escudero de Sir Oliver. Tras ellos iban Reno y Verney, portaestandartes de Morel y Butrón. Norbury era
un joven alto y seco, que cabalgaba erguido y sin mirar á derecha ni izquierda, como muy conocedor de
la ciudad, donde ya había estado pocos años antes; pero Gualtero y Roger, llenos de curiosidad, lo
escudriñaban todo, paseantes, calles, edificios y blasones, llamándose mutuamente la atención á cada
instante hacia cuanto les rodeaba. El joven de Pleyel no se cansaba de oir la nueva lengua en que se
expresaban los vendedores de los puestos ambulantes y los grupos de gentes del pueblo.
—¿Pero has oído en tu vida cosa semejante? preguntaba á su compañero. Lo raro es que no se les haya
ocurrido aprender el inglés y hablar como Dios manda, ahora que su tierra pertenece á la corona de
Inglaterra. Y ¡por vida mía! que estas muchachas francesas valen un imperio. Mira esa moza del zagalejo
azul. ¡Vaya un palmito!
No es maravilla que el aspecto de la ciudad produjera profunda impresión en los que la contemplaban
por vez primera. Rica, populosa, animadísima, Burdeos se hallaba entonces en su apogeo. Además de sus
industrias, armerías y gran comercio, las prolongadas guerras que habían arruinado á tantas otras villas
francesas la habían favorecido notablemente. En Burdeos se acaparaba y se vendía inmenso botín,
procedente de batallas, saqueos y presas marítimas, cuyo producto en ella se gastaba casi totalmente.
Además, la numerosa corte del Príncipe Negro allí instalada definitivamente, había atraído á multitud de
nobles ingleses con sus familias y servidores, elemento fastuoso cuyo entretenimiento, fiestas y grandes
gastos contribuían no poco á la prosperidad de la noble villa del Garona. Sin embargo, la reciente
acumulación de fuerzas numerosas para la próxima expedición á España en auxilio de Don Pedro de
Castilla contra su hermano bastardo Don Enrique de Trastamara, había producido gran escasez y carestía
de provisiones y el Príncipe Negro acababa de enviar la mayor parte de sus tercios y escuadrones á la
comarca de Dax, en Gascuña.
Frente á la abadía de San Andrés se abría una gran plaza que á la llegada de nuestros caballeros estaba
ocupada por multitud de gentes del pueblo atraídas por la curiosidad, soldados, religiosos, pajes y
vendedores ambulantes. Algunos brillantes caballeros que se dirigían á la morada del príncipe cruzaban
la plaza á intervalos, separando con dificultad los grupos de hombres, mujeres y chiquillos que se
precipitaban á su paso. Las enormes puertas de roble y hierro estaban abiertas de par en par, indicando
que el príncipe daba audiencia en aquel momento; y una veintena de arqueros apostados frente al edificio
mantenía las turbas á debida distancia, no sin distribuir de cuando en cuando cintarazos sendos entre los
curiosos más osados. En el ancho portal daban guardia dos caballeros armados de punta en blanco,
calada la visera y apoyados en sus lanzas; y entre ellos, sentado á una mesa baja y atendido por dos
pajes, se hallaba el secretario de Su Alteza, encargado de anotar en el registro que delante tenía el
nombre y títulos de los nobles visitantes y en especial los de aquellos recién llegados á la corte. Era
aquel personaje hombre de avanzada edad, cuyos largos cabellos y barba blancos le daban venerable
aspecto, realzado por el amplio ropaje de color púrpura que lo cubría hasta los pies.
—Ahí tenéis á Roldán de Parington, secretario regio, dijo el señor de Morel. Pobre del que trate de
engañarle ó de contradecir sus notas y registros, porque es el hombre más versado que existe en asuntos
genealógicos y tiene en la memoria los títulos y blasones de cuantos caballeros hay en Francia é
Inglaterra y creo que también la historia completa de sus alianzas y servicios. Dejemos aquí nuestros
caballos y entremos con los escuderos.
Llegados al portal y al secretario regio, halláronle en animado coloquio con un joven y elegante
caballero, muy deseoso al parecer de conseguir entrada en la abadía.
—¿Os llamáis Marvel? decía Roldán de Parington. Pues me parece que no habéis sido presentado aún.
—Así es, contestó el otro. Aunque sólo llevo veinticuatro horas en Burdeos, no he querido diferir la
presentación de mis respetos á Su Alteza.
—Que no deja de tener otros muchos y muy graves asuntos á que atender. Pero siendo Marvel por
fuerza pertenecéis á los Marvel de Normanton, y así lo veo en efecto por vuestro blasón: sable y armiño.
—Marvel de Normanton soy, afirmó el joven tras un momento de vacilación.
—En tal caso vuestro nombre es Esteban Marvel, hijo primogénito del barón Guy del mismo apellido,
muerto recientemente.
—El barón Esteban es mi hermano mayor, confesó en voz baja el noble y yo soy Arturo, el segundo de
mi casa y de mi nombre.
—¡Acabáramos! exclamó el implacable secretario. Y siendo ello así ¿dónde está en vuestro escudo el
crestón que lo denote? ¿Para cuándo es la media luna de plata que debería de llevar vuestro blasón para
indicar que no es el del jefe de la familia, sino el de un segundón? Retiraos, señor mío y no esperéis ser
presentado al príncipe hasta tener vuestro escudo de armas muy en regla.
Retiróse confuso el noble, siguióle con la vista el secretario y notó casi en seguida el estandarte con las
cinco rosas encarnadas que tan orgullosamente portaba el veterano Reno.
—¡Por mi nombre! exclamó Parington. Huéspedes tenemos hoy aquí á quienes no hay que preguntar si
los abona nobleza de primer orden. ¡Las Rosas de Morel! ¡Y digo, la cabeza de jabalí de los Butrón! ¡Ah!
Pendones son esos que podrán estarse aquí en fila, esperando turno, pero que han figurado y figurarán
siempre en primera línea en los campos de batalla. ¡Bienvenidos, señores! ¡Qué alegría la del canciller
De Chandos cuando vea y abrace á sus predilectos compañeros de armas! Por aquí, caballeros. Vuestros
escuderos son sin duda dignos del renombre de sus señores. Á ver las armas. ¡Hola! aquí tenemos á un
Clinton, de la antigua familia de Hanson y á uno de los Pleyel, rancia nobleza sajona. ¿Y vos? Norbury.
Los hay en Chesire y también en la frontera de Escocia. Corriente, señores míos; vuestra admisión y
presentación tendrán efecto al instante.
Los pajes abrieron una puerta inmediata que daba entrada á un amplio salón, en el que nuestros
caballeros hallaron congregados á otros muchos nobles que como ellos esperaban audiencia. En el
testero fronterizo á la puerta de entrada había otra guardada por dos hombres de armas. Abríase á
intervalos para dar paso á un funcionario que nombraba en alta voz al noble designado por el príncipe.
Butrón y Morel tomaron asiento y Roger no tardó en distinguir entre los grupos de apuestos caballeros
á uno que hacia él se dirigía y á quienes todos saludaban con respeto y miraban con evidente interés. Muy
alto y delgado, blanco el cabello y blancos también los desmesurados bigotes que caían laciamente hacia
el cuello, parecía conservar por su mirada de águila, la viveza de sus ademanes y la gracia de su paso
todo el vigor de la juventud. Tenía el rostro lleno de cicatrices, señal indeleble, algunas de tremendas
heridas, que lo desfiguraban por completo; faltábale además un ojo, y con tantas averías hubiera sido
imposible reconocer en él al bizarro doncel que cuarenta años antes había sido el encanto de la corte
inglesa por su valor, su fama y su presencia y el caballero predilecto de las damas. Pero entonces como
después seguía siendo el canciller De Chandos honra y prez de la nobleza del reino, una de sus mejores
lanzas y el más respetado de sus caballeros, el héroe de Crécy, Chelsea, Poitiers, Auray y de tántos otros
combates como años contaba su larga y gloriosa vida.
—¡Ah, por fin os encuentro, corazón de oro! exclamó Chandos abrazando estrechamente al barón de
Morel. Tenía noticias de vuestra llegada y no he parado hasta dar con vos.
—Grande es el placer que me causa volver á ver al amigo querido y al modelo de caballeros, dijo
Morel devolviendo el abrazo.
—Y por lo que veo, añadió riéndose el de Chandos, en esta campaña seremos tal para cual, porque á
mí me falta un ojo y vos os habéis tapado uno de los vuestros. ¡Bienvenido, Sir Oliver! No os había visto.
Entraremos á saludar al príncipe cuanto antes, pero os prevengo que si hace esperar á tales caballeros es
porque está ocupadísimo. Don Pedro de Castilla por una parte, el rey de Aragón por otra, el de Navarra,
que cambia de parecer de la noche á la mañana, y luégo el enjambre de señores gascones, añadió bajando
la voz, con sus interminables pretensiones, todo contribuye á que el príncipe no tenga una hora suya.
¿Cómo dejasteis á mi señora de Morel?
—Bien de salud, pero entristecido el ánimo. Mucho me encargó que os saludara en su nombre.
—Soy siempre su caballero y su esclavo. ¿Y vuestro viaje?
—No pudiera desearlo mejor, contestó el barón. La mar algo alborotada, pero tuvimos la suerte de
avistar unas galeras piratas, á las que dijimos dos palabras.
—¡Siempre afortunado, Morel! Ya nos contaréis la aventura esa. Pero ahora, dejad aquí á vuestros
escuderos, seguidme de cerca y creo que el príncipe no vacilará en recibiros fuera de turno, cuando sepa
qué par de veteranos ilustres están haciendo antesala.
Los señores de Morel y Butrón siguieron al de Chandos, saludando á su paso entre los grupos de nobles
á muchos antiguos compañeros de armas.
CAPÍTULO XIX
AUNQUE no de grandes dimensiones, la cámara del príncipe estaba amueblada y decorada con tanto
gusto como riqueza. En el testero, sobre un estrado, dos regios sillones con dosel de terciopelo carmesí
esmaltado de flores de lis de plata. Sitiales tallados recubiertos de damasco, tapices, alfombras y
almohadones ricamente guarnecidos completaban el mueblaje.
Ocupaba uno de los sillones del estrado un personaje de elevada estatura y formas bien
proporcionadas, pálido el rostro y cuya mirada algo dura daba al semblante expresión un tanto
amenazadora. Era éste Don Pedro de Castilla. En el sillón de la izquierda se sentaba otro príncipe
español, Don Jaime, quien lejos de parecer aburrido como su compañero, mostraba gran interés en cuanto
le rodeaba y acogía con sonrisas y saludos á los caballeros ingleses y gascones. Cerca de ambos y sobre
el mismo estrado ocupaba también un sitial más bajo el famoso Príncipe Negro, Eduardo, hijo del
soberano de Inglaterra. Vestido modestamente, nadie que no le conociese hubiera soñado ver en él al
vencedor de tantas y tan grandes victorias, cuya fama llenaba el mundo. En su preocupado semblante se
reflejaba en aquellos momentos una expresión de enojo. Á uno y otro lado del salón veíase triple fila de
prelados y altos dignatarios de Aquitania, barones, caballeros y cortesanos.
—Hé allí al príncipe, dijo Chandos al entrar. Los dos personajes sentados detrás de él son los
monarcas españoles para quienes, con la ayuda de Dios y nuestro esfuerzo, vamos á conquistar
respectivamente á Castilla y Mallorca. Muy preocupado está Su Alteza, y no me asombra.
Pero el príncipe había notado su entrada y placentera sonrisa animó su rostro.
—Innecesarios son esta vez vuestros buenos oficios, Chandos, dijo levantándose. Estos valientes
caballeros me son muy bien conocidos para necesitar introductor. Bienvenidos á mi ducado de Aquitania
sean Sir León de Morel y Sir Oliver Butrón. No, amigos; doblad la rodilla ante el rey mi padre en
Windsor; á mí dadme vuestras manos. Bien llegáis, pues cuento daros no poco que hacer antes de que
volváis á ver vuestra tierra de Hanson. ¿Habéis estado en España, señor de Butrón?
—Sí, Alteza, y lo que más recuerdo es aquella famosa y deliciosísima olla podrida del país....
—¡Siempre el mismo, á lo que veo! exclamó el príncipe riéndose, lo mismo que otros muchos
caballeros. Pero descuidad, que una vez allí trataremos de que obtengáis vuestro plato español favorito,
preparado con todas las reglas del arte. Ya ve Vuestra Alteza, continuó dirigiéndose al rey Don Pedro,
que no faltan entre nuestros caballeros admiradores entusiastas de la cocina española. Pero, dicho sea en
honor de Sir Oliver, también sabe pelear con el estómago vacío. Bien lo probó allá en Poitiers, cuando
batallamos por dos días sin más alimento que unos mendrugos de pan y unos tragos de agua cenagosa; y
todavía recuerdo cómo se lanzó en lo más recio del combate y de un solo tajo hizo rodar por tierra la
cabeza de un brillante caballero picardo.
—Porque se le ocurrió impedirme el paso á un carro cargado de víveres que tenían los franceses,
observó Sir Oliver, con gran risa de todos los presentes.
—¿Cuántos reclutas me traéis? le preguntó el príncipe.
—Cuarenta hombres de armas, señor, contestó Sir Oliver.
—Y yo cien arqueros y cincuenta lanzas, dijo el señor de Morel; pero cerca de la frontera navarra me
esperan otros doscientos hombres.
—¿Qué fuerza es esa, barón?
—Una compañía famosa, llamada la Guardia Blanca.
Con gran sorpresa del barón, sus palabras fueron acogidas con unánime carcajada. El mismo príncipe y
los dos reyes extranjeros participaron de la hilaridad general. El barón de Morel miró tranquilamente á
uno y otro lado, y fijándose por último en un fornido caballero de poblada barba negra situado cerca de
él y que se reía más ruidosamente que los demás, se dirigió á él y tocándole el brazo le dijo:
—Cuando hayáis acabado de reíros no me negaréis la merced de una breve entrevista, en lugar donde
podamos entendernos cara á cara y espada en mano....
—¡Calma, barón! exclamó Su Alteza. No busquéis querella al señor Roberto Briquet, que tanta culpa
tiene él como todos nosotros. La verdad es que cuando entrasteis acabábamos de oir, y yo con enojo,
noticias de las fechorías cometidas por esa misma Guardia Blanca, tales y tántas que juré ahorcar al
capitán de esa compañía. Lejos estaba yo de hallarlo entre los más valientes y escogidos de mis jefes.
Pero mi juramento es nulo, en vista de que acabáis de llegar de Inglaterra y ni sabéis lo que ha hecho
vuestra gente por aquí, ni es posible exigiros por ello asomo de responsabilidad.
—Que yo sea ahorcado es cuestión de poca monta, señor, contestó al punto el barón, si bien el género
de muerte es menos noble de lo que yo esperara. Pero lo esencial es que el príncipe de Inglaterra y
modelo de caballeros, no deje sin cumplir su juramento, por ninguna razón ni pretexto....
—No insistáis, barón. Al oir hace poco á un vecino de Montaubán, que nos refería los saqueos y
depredaciones de esos foragidos, hice voto de castigar duramente al que en realidad los manda hoy. Vos
y el señor de Butrón quedáis invitados á mi mesa y por lo pronto formáis parte de los caballeros de mi
séquito.
Inclináronse ambos nobles y siguiendo al señor de Chandos, llegaron al extremo opuesto del salón,
fuera de los apretados grupos de guerreros y cortesanos.
—Muchos deseos tenéis de que os ahorquen, mi buen amigo, dijo Chandos, y por vida mía, en tal caso
lo mejor hubiera sido dirigiros al rey Don Pedro, que no hubiera tardado en complaceros, atendido á que
vuestra Guardia Blanca se ha conducido en la frontera como una manada de lobos.
—No tardaré en meterlos en cintura, con el favor de San Jorge y una buena cuerda para ahorcar á los
más díscolos. Y ahora os ruego, noble amigo, que me digáis los nombres de algunos de estos caballeros,
pues son muchas las caras desconocidas que me rodean. En cambio otras las conozco desde que ciño
espada.
—Mirad ante todo aquellos graves religiosos, inmediatos á los regios asientos. Es uno el arzobispo de
Burdeos y el otro el obispo de Agén. Aquel caballero de la barba entrecana, que sin duda ha llamado
vuestra atención por su imponente figura y marcial aspecto, es Sir Guillermo Fenton. Tengo la honra de
compartir con él las funciones de la Cancillería de Aquitania.
—¿Y los nobles situados á la derecha de Don Pedro?
—Son distinguidos capitanes españoles que han seguido al monarca en su destierro, y entre ellos he de
nombraros á Don Fernando de Castro, el primero junto á las gradas, modelo de caballeros y tan hidalgo
como valiente. Frente á nosotros están los señores gascones, cuyo serio y enojado aspecto revela el
reciente disgusto que han tenido con Su Alteza. El de elevada estatura y hercúleo cuerpo es Captal de
Buch, nombre que habréis oído con frecuencia, pues no hay en Gascuña más famosa lanza. Habla con él
Oliverio de Clisón, apellidado el Pendenciero, pronto siempre á enconar los ánimos y atizar la discordia.
Una cuchillada en la mejilla izquierda os señalará al señor de Pomers, á quien acompañan sus dos
hermanos y les siguen en línea los señores de Lesparre, de Rosem, de Albret, de Mucident y de la Trane.
Tras ellos veo numerosos caballeros procedentes del Limosín, Saintonges, Quercy, Poitou y Aquitania,
con el valiente Guiscardo de Angle en último término, el del jubón púrpura y ferreruelo guarnecido de
armiño.
—¿Qué de los caballeros situados á este lado del salón?
—Son todos ingleses, unos del séquito regio y otros, como vos, capitanes de compañías auxiliares ó
del ejército. Ahí tenéis á los señores de Neville, Cosinton, Gourney, Huet y Tomás Fenton, hermano del
canciller Guillermo. Fijaos bien en aquel caballero de la nariz aguileña y roja barba, que pone la mano
sobre el hombro del capitán de moreno rostro, dura mirada y modesto traje.
—Bien los veo, dijo el barón. Y juraría que ambos están más acostumbrados á ceñir la armadura y
repartir mandobles que á figurar entre cortesanos en la regia cámara.
—Á otros muchos nos pasa lo mismo, Sir León, repuso Chandos, y bien puedo asegurar que el mismo
príncipe respira más á sus anchas en el campo de batalla que en su palacio. Pero oid los nombres de
aquellos dos capitanes: Hugo Calverley y Roberto Nolles.
El señor de Morel se inclinó para contemplar á su sabor á tan famosos guerreros; uno capitán de
compañías auxiliares y guerrillero incomparable; el otro paladín renombrado, que desde muy modesta
posición habíase elevado hasta ocupar el segundo lugar después de Chandos entre las mejores lanzas
inglesas, y conquistádose inmensa popularidad entre los soldados de todo el ejército.
—Pesada mano la de Nolles en tiempo de guerra, continuó el señor de Chandos. Á su paso por tierra
enemiga deja siempre tras sí rastro sangriento y en el norte de Francia llaman todavía "Ruinas de Nolles"
á los castillos desmantelados y pueblos destruídos que Sir Roberto dejó en aquellas asoladas comarcas.
—Conozco su nombre y no me disgustaría romper una lanza con tan principal y temido caballero, dijo
el barón. Pero mirad, muy enojado está el príncipe.
Mientras hablaban ambos nobles había recibido Guillermo el homenaje de otros recién llegados y oído
con impaciencia las propuestas de algunos, por lo general aventureros, que ofrecían vender su espada y
las reclamaciones de no pocos negociantes y armadores de la ciudad, perjudicados, según ellos, por los
excesos de la soldadesca. De repente, al oir uno de los nombres anunciados por el funcionario encargado
de presentar á los que solicitaban audiencia, levantóse apresuradamente el príncipe y exclamó:
—¡Por fin! Acercaos, Don Martín de la Carra. ¿Qué nuevas y sobre todo qué mensaje me traéis de
parte de mi muy amado primo el de Navarra?
Era el recién llegado caballero de arrogante figura y majestuoso porte. Su moreno rostro y negrísimos
ojos, cabellos y barba indicaban su origen meridional. Sobre el traje de corte llevaba luenga capa negra,
de forma y material muy diferentes de los usados en Francia é Inglaterra. Adelantóse con mesurado paso
y saludando profundamente, dijo:
—Mi poderoso é ilustre señor, Carlos, rey de Navarra, conde de Evreux y de Champaña y señor del
Bearn, me ordena saludar fraternalmente á su muy amado primo Eduardo, príncipe de Gales, duque de
Aquitania, lugarteniente....
—¡Basta ya, Don Martín! interrumpió impacientemente el príncipe. Conozco los títulos de vuestro
soberano y ciertamente no ignoro los míos. Decidme sin más preámbulos si se halla libre el paso por los
desfiladeros, ó si vuestro señor opta por faltar á la palabra que me dió pocos meses há, en nuestra última
entrevista.
—Mal podría el rey de Navarra faltar á su palabra, dijo el enviado español con irritado acento. Lo
único que mi ilustre soberano recaba es la prolongación del plazo para el cumplimiento de lo pactado,
así como ciertas condiciones....
—¡Condiciones, aplazamientos! ¿Habla vuestro rey con el príncipe real de Inglaterra ó con el preboste
de una de sus villas? ¡Condiciones! Yo se las dictaré bien pronto. Pero vamos á lo que importa.
¿Entiendo que hallaremos cerrados los pasos de la cordillera?
—No, Alteza....
—¿Libres, entonces, y expedito el paso?
—No, Alteza, pero yo....
—¡Nada más digáis, Don Martín! Triste espectáculo en verdad el de tan noble y respetable caballero
abogando por causa tan mezquina. Sé lo que ha hecho Carlos de Navarra, y cómo mientras con una mano
recibía los cincuenta mil soberanos de oro convenidos á cambio de dejarnos libre el paso de la frontera,
tendía la otra mano á Don Enrique el de Trastamara ó al rey de Francia, recibiendo en ella rica
compensación por disputarnos la entrada. Pero juro por mi santo patrón que tan bien como conozco yo á
mi primo de Navarra me conocerá él á mí muy pronto. ¡Falso!...
—¡Señor, permitidme recordaros que si tales palabras fuesen pronunciadas por otros labios que los
vuestros, yo exigiría retractación inmediata! dijo el de Carra, trémulo de indignación.
Don Pedro frunció el entrecejo y miró sañudo á su compatriota, pero el príncipe inglés acogió aquellas
palabras con aprobadora sonrisa.
—¡Bien, Don Martín! exclamó, ¡digno es de vos ese arranque! Decid á vuestro rey que si cumple lo
convenido entre nosotros, no tocaré una piedra de sus castillos ni un cabello de sus súbditos; pero que de
lo contrario, os seguiré de cerca, llevando conmigo una llave que abrirá de par en par cuantas puertas él
nos cierre. Y ¡ay entonces de Carlos y ay de Navarra!
Inclinóse después Su Alteza hacia los dos caudillos Nolles y Calverley, que cerca tenía, y habló con
ellos breves instantes. Ambos nobles salieron inmediatamente de la cámara con altanero paso y gozosa
sonrisa.
—Juro por los santos del Paraíso, continuó el príncipe, que así como he sido aliado generoso, sabré
ser también enemigo implacable. Vos, Chandos, dad las órdenes oportunas para que el señor de la Carra
sea tratado y atendido cual lo merece por su rango y por sus prendas.
—Siempre bondadoso, observó Don Pedro.
—Aun con los que se le muestran tan altivos como acaba de hacerlo ese enviado, añadió Don Jaime.
—Decid más bien que procuro ser siempre justo, repuso el príncipe Eduardo. Pero aquí tengo noticias
de interés para Vuestras Altezas; un pliego de mi hermano el duque de Lancaster anunciándome su salida
de Windsor para traernos el refuerzo de cuatrocientas lanzas y otros tantos arqueros. Tan luego mi esposa
la duquesa recobre la salud, y espero que no tardará mucho, emprenderemos nuestra marcha con la gracia
de Dios, para unirnos al grueso del ejército en Dax y poner á Vuestras Altezas en posesión de sus
estados.
Un murmullo de aprobación acogió aquellas palabras y el príncipe contempló con satisfacción los
rostros de todos aquellos capitanes, ganosos de seguirle y distinguirse bajo sus banderas.
—El titulado rey de Castilla, Enrique de Trastamara, contra cuyas fuerzas vamos á luchar, es un
guerrero hábil y animoso y la campaña proporcionará ocasión de conquistar lauros sin cuento. Á sus
órdenes tiene cincuenta mil soldados castellanos y leoneses, con más doce mil hombres de armas de las
compañías francesas que tiene á sueldo, veteranos cuyo valor reconozco. También es un hecho la misión
del sin par Bertrán Duguesclín cerca del Duque de Anjou, para atraerlo á la causa de Enrique y volver á
España con tercios numerosos reclutados en Bretaña y Picardía. Y probablemente lo hará como se
propone, porque el gran condestable es uno de los hombres de más prestigio y energía de nuestra época.
¿Qué decís á ello, Captal? Duguesclín os venció en Cocherel y esta campaña os ofrece la revancha.
El guerrero gascón acogió aquella alusión del príncipe con avinagrado gesto y no hizo mejor gracia á
los caballeros gascones que rodeaban á Captal de Buch, pues les recordaba que la única vez que habían
atacado á las tropas francesas sin el auxilio de Inglaterra les había tocado en suerte completa derrota.
—No es menos cierto, Alteza, dijo Clisón, que la revancha la hemos obtenido ya, pues sin el concurso
de las espadas gasconas no hubierais hecho prisionero á Duguesclín en Auray, ni quizás roto las huestes
del rey Juan en Poitiers....
—Muy alto pretende picar el gallo gascón, y apenas levanta del suelo un palmo, interrumpió un
caballero inglés.
—Cuanto más pequeño el gallo mayores suelen ser los espolones, repuso con fuerte voz Captal de
Buch.
—Si no se los corta quien puede hacerlo, dijo el señor de Abercombe.
—Á osados y altaneros nos ganáis vosotros los ingleses, contestó el capitán Roberto Briquet. Pero
gascón soy, y vos, Abercombe, me daréis cuenta de esas palabras.
—Cuando gustéis, dijo el otro volviéndole la espalda.
—Como vos me la daréis á mí, señor de Clisón, exclamó á su vez Sir Vivián Bruce.
—Ocasión inmejorable, se oyó decir entonces al barón de Morel, para que tan lucida lanza gascona
como la del señor de Pomers me haga el honor de cruzarse con la muy humilde mía.
Oyéronse en pocos instantes una docena de retos, que revelaban la mala voluntad y los rencores
existentes entre gascones é ingleses. Gesticulaban furiosos los primeros, contestábanles los segundos con
impasible desprecio y en tanto el príncipe Eduardo los contemplaba en silencio, secretamente
complacido de presenciar aquella escena tan conforme con su espíritu batallador. Sin embargo, la
división entre sus propios jefes ningún buen resultado podía darle y se apresuró á calmar los ánimos.
—Haya paz, señores, ordenó extendiendo el brazo. Quienquiera de vosotros que continúe tan tonta
querella fuera de aquí, tendrá que darme cuenta de ello. Necesito el concurso de todas vuestras espadas y
no permitiré que las volváis unos contra otros. Abercombe, Morel, Bruce ¿dudáis acaso del valor de los
caballeros gascones?
—Eso no haré yo, contestó Bruce, pues demasiadas veces los he visto pelear como buenos.
—Valientes son, sin duda, pero no hay temor de que nadie lo olvide mientras tengan lengua para
proclamarlo á todas horas, sin ton ni son, dijo á su vez Abercombe.
—No os demandéis de nuevo, se apresuró á decir el príncipe. Si es de gente gascona el decir en alta
voz lo que piensan, tampoco falta quien tache á los ingleses de fríos y taciturnos. Pero ya lo habéis oído,
señores de Gascuña; los mismos que acaban de tener con vosotros una querella pueril os reconocen el
valor y las dotes de todo honrado caballero. Captal, Clisón, Pomers, Briquet, cuento con vuestra palabra.
—La tiene Vuestra Alteza, respondieron los gascones, aunque sin ocultar que lo hacían de pésima gana.
—¡Y ahora, á la sala del banquete! prosiguió Eduardo. Ahoguemos hasta el último recuerdo de esta
contienda en unos cuantos frascos de buena malvasía.
Volviéndose entonces hacia sus regios huéspedes, los condujo con toda cortesía á los puestos de honor
que les estaban reservados en la mesa servida en la vecina estancia. Tras ellos siguieron los brillantes
caballeros de antemano invitados á la mesa del príncipe.
CAPÍTULO XX
RECORDARÁ el lector que Gualtero y Roger se habían quedado en la antecámara, donde no tardó en
rodearlos animado grupo de jóvenes caballeros ingleses, deseosos de obtener noticias recientes de su
país. Las preguntas menudearon:
—¿Sigue nuestro amado soberano en Windsor?
—¿Qué nos decís de la buena reina Felipa?
—¿Y qué de la bella Alicia Perla, la otra reina?
—El diablo te lleve, Haroldo, dijo un alto y fornido escudero, asiendo por el cuello y sacudiendo al
que acababa de hablar. ¿Sabes que si el príncipe hubiera oído la preguntilla esa te podría costar la
cabeza?
—Y como está vacía poco perdería con ella el buen Haroldo.
—No tan vacía como tu escarcela, Rodolfo. Pero ¿qué demonios piensa el mayordomo? Todavía no
han empezado á poner la mesa.
—¡Pardiez! En todo Burdeos no hay doncel más hambriento. Si las espuelas de caballero y los ricos
cargos se ganasen con el estómago, serías ya lo menos condestable.
—Pues digo, que si se ganasen empinando el codo, Rodolfito mío, te tendríamos de canciller hace
años.
—Basta de charla, exclamó otro, y que hablen los escuderos de Morel. ¿Qué se dice por Inglaterra,
mocitos?
—Probablemente lo mismo que al salir de ella vosotros, contestó picado Gualtero. Sin embargo, tengo
para mí que no se hablaba ya tanto como cuando andaban por allí muchos parlanchines....
—¡Hola! ¿Qué quiere decir eso, moderno Salomón?
—Averiguadlo si podéis.
—Medrados estamos con el paladín éste, que todavía no se ha quitado de los zapatos el barro amarillo
de los breñales de Hanson y ya viene tratándonos de parlanchines.
—¡Qué gente tan lista la de esta tierra, Roger! dijo Gualtero con sorna, guiñando el ojo á su amigo.
—¿Cómo debemos tomar vuestras palabras, señor mío?
—Tomadlas por donde podáis sin quemaros, respondió Gualtero.
—¡Otra agudeza!
—Gracias por el cumplido.
—Mira, Germán, lo mejor será que lo dejes, porque el escudero de Morel es más despierto y más listo
de lengua que tú.
—De lengua, lo concedo. ¿Y de espada? preguntó Germán.
—Punto es ese, observó Rodolfo, que podrá esclarecerse dentro de dos días, la víspera del gran
torneo.
—Poco á poco, Germán, exclamó entonces un escudero de rudas facciones, cuyo robusto cuello y
anchos hombros revelaban su fuerza. Tomáis los insultos de esta gente con asombrosa calma, y yo no
estoy dispuesto á que me llamen parlanchín sin más ni más. El barón de Morel ha dado pruebas repetidas
de lo que puede y vale, pero ¿quién conoce á estos caballeritos? Este otro ni siquiera chista. ¿Qué decís
vos á ello?
Al pronunciar estas palabras posó su pesada mano sobre el hombro de Roger.
—Á vos nada tengo que deciros, respondió el doncel procurando contenerse.
—Vamos, este no es escudero, sino tierno pajecillo. Pero descuidad, que vuestras mejillas tendrán
menos colorete y más bríos vuestra mano antes de que volváis á guareceros tras el guardapié de vuestra
nodriza.
—De mi mano puedo deciros que está siempre pronta....
—¿Pronta á qué?
—Á castigar una insolencia, señor mío, replicó Roger, airado el rostro y centelleante la mirada.
—¡Pero qué interesante se va poniendo el querubín éste! continuó el rudo escudero. Vamos á ver si lo
describo: ojos de gacela, piel finísima, como la de mi prima Berta, y unos buclecillos tan luengos y tan
rubios... Al decir esto, su mano tocó el rizado cabello de Roger.
—Buscáis pendencia....
—¿Y aunque así fuera?
—Yo os diría que lo hacéis como un patán, y no como hombre bien nacido. Os diría también que en la
escuela de mi señor no se aprende á buscar un lance por medio de tan groseros modos....
—¿Y cómo habéis aprendido á hacerlo vos, modelo de escuderos?
—No siendo brutal ni insolente, sino dirigiéndome á vos, por ejemplo, para deciros cortésmente: "He
resuelto mataros y espero que me hagáis la merced de designar hora y lugar donde podamos vernos cara á
cara y espada en mano." Y tratándose de un escudero comedido y digno de ese nombre, me quitaría el
guante, como lo hago ahora y lo dejaría caer á sus pies; pero teniendo que habérmelas con un
destripaterrones como vos, se lo lanzaría á la cara!
Y con toda su fuerza arrojó el guante al rostro burlón del escudero.
—¡Lo pagaréis con vuestra vida! rugió éste, blanco de ira.
—Si podéis quitármela, repuso Roger con entereza.
—¡Bravo, muchacho! exclamó Gualtero. Tente firme.
—Se ha portado como debía y puede contar conmigo, agregó Norbury, escudero de Sir Oliver.
—Tú tienes la culpa de todo esto, Tránter, dijo Germán. ¿No andas siempre buscando pendencia á los
recien llegados? Pues ahí la tienes. Pero sería una vergüenza que el asunto pasase á mayores. El mozo no
ha hecho más que contestar á una provocación con otra.
—¡Imposible! exclamaron algunos. ¡Tránter ha recibido un golpe! Tanto valdría quedarse con una
bofetada.
—¿Pues y los insultos de Tránter? ¿No empezó él por poner su mano en los cabellos del otro? dijo
Haroldo.
—Habla tú, Tránter. Ha habido ofensa por ambas partes y bien podrían quedar las cosas como están.
—Todos vosotros me conocéis, dijo Tránter, y no podéis dudar de mi valor. Que recoja su guante y
reconozca que ha hecho mal, y no volveré á hablar del asunto.
—Mala centella lo parta si tal hace, murmuró Gualtero.
—¿Lo oís, joven? preguntó Germán. El escudero ofendido olvidará el golpe si le decís que habéis
obrado precipitadamente.
—No puedo decir tal cosa, declaró Roger.
—Tened en cuenta que solemos poner á prueba el valor de los escuderos recien llegados, para saber si
debemos de tratarlos como amigos. Vos habéis tomado esa prueba como ofensa mortal y contestado con
un golpe. Decid que lo sentís, y basta.
—No llevéis las cosas á punta de lanza, dijo entonces Norbury al oído de Roger. Conozco al tal
Tránter, que no sólo es superior á vos en fuerza física sino muy hábil en el manejo de la espada.
Pero Roger de Clinton tenía en las venas noble sangre sajona, y una vez irritado era muy difícil
aplacarlo. Las palabras de Norbury que le indicaban un peligro acabaron de afirmarlo en su resolución.
—He venido aquí acompañando á mi señor, dijo, y en la inteligencia de que me rodeaban ingleses y
amigos. Pero ese escudero me ha hecho un recibimiento brutal y lo ocurrido es culpa suya. Pronto estoy á
recoger mi guante, mas ¡por Dios vivo! no sin que antes me pida él perdón por sus palabras y ademanes.
—¡Basta ya! exclamó Tránter encogiéndose de hombros. Tú, Germán, has hecho todo lo posible para
sustraerlo á mi venganza. Lo que procede es solventar la cuestión en seguida.
—Lo mismo digo, asintió Roger.
—Después del banquete hay consejo de jefes y tenemos lo menos dos horas disponibles, dijo un
escudero de cabellos grises.
—¿Y el lugar del combate?
—Desierto está el campo del torneo, y en él podemos....
—Nada de eso; ha de ser dentro de los límites de este edificio donde reside la corte. De lo contrario,
recaería sobre todos nosotros la indignación del príncipe.
—¡Bah! Conozco yo un lugar inmejorable para tales lances, á la orilla misma del río. Salimos de los
terrenos de la abadía y tomamos por la calle de los Apóstoles. En tres minutos estamos allí.
—Pues entonces ¡en avant!, dijo Tránter, echando á andar con gran prisa, seguido de numerosos
escuderos.
Á orillas del Garona había una pequeña pradera limitada en dos de sus extremos por altos paredones.
El terreno formaba rápido declive al acercarse al río, muy profundo en aquel punto, y los únicos dos ó
tres botes visibles estaban amarrados á gran distancia. En el centro del río anclaban algunos barcos.
Ambos combatientes se despojaron prontamente de sus ropillas y birretes y empuñaron las espadas. En
aquella época no se conocía la etiqueta del duelo, pero eran muy frecuentes los encuentros singulares
como el que describimos, y en ellos, así como en las justas, habíase conquistado el escudero Tránter una
reputación que justificaba sobradamente la amistosa advertencia de Norbury. Roger no había descuidado
por su parte el diario ejercicio de las armas y podía considerársele como tirador no despreciable, ya que
no de los primeros. Grande era el contraste que ambos combatientes presentaban: moreno y robusto
Tránter, mostraba el velludo pecho y la recia musculatura de hombros y brazos, en tanto que Roger, rubio
y sonrosado, personificaba la gracia juvenil. La mayor parte de los espectadores preveían una lucha
desigual, mas no faltaban dos ó tres lidiadores expertos que notaban con aprobación la firme mirada y los
ágiles movimientos del doncel.
—¡Alto, señores! exclamó Norbury apenas se cruzaron las espadas. El arma de Tránter es casi un
palmo más larga que la de su adversario.
—Toma la mía, Roger, dijo Gualtero de Pleyel.
—Dejad, amigos, respondió el servidor de Morel. Conozco bien el peso y alcance de mi espada y
estoy acostumbrado á ella. Nada importa la desigualdad. ¡Adelante, señor mío, que pueden necesitarnos
en la abadía!
La desmesurada tizona de Tránter dábale, en efecto, marcada ventaja. Bien separados los pies y algo
dobladas ambas rodillas, parecía pronto á precipitarse de un salto sobre su enemigo, al cual presentaba
la punta de su larga espada á la altura de los ojos. La empuñadura tenía una guarda de gran tamaño que
protegía bien mano y muñeca, y al comienzo de la cruz, junto á la hoja, una profunda muesca destinada á
recibir y retener la espada del adversario y á romperla ó desarmarlo por medio de un vigoroso
movimiento de la muñeca. En cambio Roger tenía que confiar por completo en su propia destreza; el arma
que empuñaba, aunque del mejor temple, era delgada y de sencilla empuñadura; una espada de corte más
que de combate.
Conocedor Tránter de las ventajas que le favorecían no tardó en aprovecharlas y adelantándose de un
salto dirigió á Roger una estocada vigorosa, seguida de tremendo tajo capaz de cortarlo en dos; pero con
no menos rapidez acudió Roger al doble quite, aunque la violencia del ataque le hizo retroceder un paso
y aun así, la punta de la hoja enemiga le desgarró el justillo sobre el pecho. Pronto como el rayo atacó á
su vez, mas la espada de Tránter apartó violentamente la suya y continuando su giro descargó otro tajo
terrible, que si bien fué parado á tiempo, sobrecogió á los espectadores amigos de Roger. Pero el peligro
parecía atraer á éste, que contestó con dos estocadas á fondo, rapidísimas, la segunda de las cuales
apenas pudo parar Tránter, y al trazar el quite su espada rozó la frente de Roger, tanto se había
aproximado éste. La sangre brotó abundante y cubrió su rostro, obligándole á retroceder para ponerse
fuera del alcance de su enemigo, quien se detuvo por un momento respirando agitadamente, mientras los
testigos de aquella lucha rompían el silencio que hasta entonces guardaran.
—¡Bien por ambos! exclamó Germán. Sois tan valientes como diestros y aquí debe terminar esta
contienda.
—Con lo hecho basta, Roger, dijo Norbury.
—¡Sí, sí! exclamaron otros; se ha portado como bueno.
—Por mi parte, no tengo el menor deseo de matar á este doncel, si se confiesa vencido, dijo Tránter
enjugando el sudor que bañaba su frente.
—¿Me pedís perdón por haberme insultado? le preguntó Roger súbitamente.
—¿Yo? No en mis días, contestó Tránter.
—¡En guardia, pues!
Los relucientes aceros chocaron con furia. Roger cuidó de adelantar continuamente, impidiendo al
enemigo el libre manejo de su larga tizona; alcanzóle ésta levemente en un hombro y casi al mismo
tiempo hirió él también á Tránter en un muslo, pero al elevar su espada para dirigirle otro golpe al pecho,
la sintió firmemente trabada en el corte hecho con ese objeto en la hoja del contrario. Un instante después
se oyó el ruido seco que hacía la espada de Roger al romperse, quedándole tan sólo en la mano un
pedazo de hoja de no más de tres palmos de largo.
—Vuestra vida está en mis manos, exclamó Tránter con triunfante sonrisa.
—¡Teneos! ¡se rinde! exclamaron á una varios escuderos.
—¡Otra espada! gritó Gualtero.
—Imposible, dijo Rodolfo; sería contra todas las reglas del duelo.
—Pues entonces, Roger, tirad al suelo ese trozo de espada, aconsejó Norbury.
—¿Me pedís perdón? repitió Roger dirigiéndose á Tránter.
—¿Estáis loco? contestó éste.
—¡Pues en guardia otra vez! gritó Roger, renovando el ataque con vigor tal que compensó la pequeñez
de su arma.
Había notado que la respiración de Tránter era fatigosa y se propuso hostigarle y cansarle, haciendo
valer la propia agilidad. Su adversario paraba como podía aquel diluvio de golpes, atisbando la
oportunidad de acabar el combate con uno de sus mortales tajos; mas ni la corta distancia á que de
propósito se mantenía Roger, ni la prontitud de los movimientos de éste le permitían usar su larga espada
con ventaja. Pero Tránter, duelista experto, sabía que era imposible sostener dos minutos más aquel
ataque violentísimo y fatigoso cual ninguno y que muy pronto cedería el nublado de golpes que caían
sobre su espada con rapidez vertiginosa. Así sucedió, en efecto; el cansancio paralizaba ya el brazo de
Roger, su adversario comprendió que había llegado el momento de dar un golpe decisivo y oprimiendo
con fuerza el puño de su acero, saltó hacia atrás para ganar el espacio que necesitaba.... Aquel
movimiento salvó á Roger; su adversario había retrocedido sin cesar desde la renovación del combate y
llegado sin saberlo á la misma orilla. Al retroceder una vez más le faltó pie y se hundió en las aguas del
Garona.
Con una exclamación general de sorpresa precipitáronse todos en auxilio de Tránter, que había
desaparecido por completo en las profundas y heladas aguas del río. Dos veces apareció sobre ellas su
angustiado rostro y en vano procuró asir los cintos, espadas y ramas que sus compañeros le tendían.
Roger había lanzado al suelo su rota espada y contemplaba aquella dolorosa agonía con profunda lástima.
Todo su furor habíase disipado como por encanto. En aquel momento apareció por tercera vez sobre las
aguas el rostro contraído del escudero; su mirada se cruzó con la de Roger y éste, incapaz de resistir
aquella muda apelación, apartó violentamente á un escudero que delante tenía y se lanzó al Garona.
Nadador experto, pocas brazadas bastaron para llevarle junto á su adversario, á quien asió por los
cabellos. Pero la corriente era poderosa y muy pronto comprendió el animoso doncel la dificultad de
sostener á flote el cuerpo de Tránter y nadar al propio tiempo hacia la orilla. Á pesar de los más
vigorosos esfuerzos no parecía ganar una línea. Dió con desesperación algunas brazadas más y un grito
de júbilo de cuantos estaban en tierra le anunció que había salido de la peligrosa corriente y llegado á un
tranquilo remanso allí formado por una proyección del terreno. Momentos después caía en su diestra
mano la extremidad del cinto de Gualtero, al que había anudado éste los de algunos otros escuderos.
Asiólo con fuerza, incapaz de seguir nadando un momento más, pero sin soltar á Tránter. Los escuderos
los sacaron del agua en un tris, depositándolos casi exánimes sobre la hierba.
Tránter, que no había luchado como su adversario contra la impetuosa corriente, fué el primero en salir
de aquel letargo. Incorporóse lentamente y contempló á Roger, que no tardó en abrir los ojos y en
sonreirse complacido al escuchar los elogios que todos á porfía le prodigaban.
—Os estoy muy reconocido, señor mío, díjole Tránter, con no muy amistoso acento. Sin vos hubiera
perecido en el río, porque soy natural de las montañas de Varén, donde se cuentan muy pocos que sepan
nadar.
—No pido ni espero gracias, repuso Roger. Ayúdame á levantarme, Gualtero.
—El río ha sido hoy mi enemigo, continuó Tránter, pero se ha portado como bueno con vos, pues á él le
debéis la vida que yo iba á arrancaros....
—Eso estaba por ver, repuso Roger.
—¡Todo ha concluído! exclamó Germán, y más felizmente de lo que yo creía. Lo que no ofrece duda es
que este joven, cuyo nombre me dicen es Roger de Clinton, ha ganado brillantemente el derecho de
pertenecer al muy honrado gremio de los escuderos de Burdeos. Aquí está vuestra ropilla, Tránter.
—Y vos, Clinton, echaos esta capa sobre los hombros y venid cuanto antes.
—Lo que más deploro es la pérdida de mi buena espada, que yace en el fondo del río, suspiró Tránter.
—¡Á la abadía! exclamaron varios escuderos.
—¡Un momento, señores! dijo entonces Roger, que había recogido del suelo su rota espada y se
apoyaba en el hombro de Gualtero. No he oído á este hidalgo retractar las palabras que me dirigió y....
—¡Cómo! ¿Todavía insistís? preguntó Tránter sorprendido.
—¿Y por qué no? Soy tardo en recoger las provocaciones, pero una vez resuelto á obtener reparación
la exijo mientras me quedan fuerzas y alientos.
—Ma foi, pues bien pocos os quedan ya, exclamó Germán bruscamente. Estáis blanco como la cera.
Seguid mi consejo y dad por terminada la cuestión, que no os podéis quejar del resultado.
—No, insistió Roger. Yo no provoqué esta querella, pero ya comenzada, juro no partir hasta haber
obtenido lo que vine á buscar ó perecer en la demanda. No hay más que hablar; dadme vuestras excusas ó
procuraos otra espada y reanudemos el combate.
El joven escudero, pálido como un muerto, extenuado con el tremendo esfuerzo que acababa de hacer
para salvar á su enemigo y con la pérdida de sangre que manchaba su hombro y su frente, probaba sin
embargo con su actitud, sus palabras y su acento que lo animaba una resolución inquebrantable. El mismo
Tránter admiró aquella energía invencible y cedió ante la gran fuerza de carácter que acababa de
demostrar el joven hidalgo.
—Puesto que á tal punto lleváis lo que debisteis de considerar como inocente broma, me avengo á
declarar que siento haberos dicho lo que tanto os ofende, dijo Tránter en voz baja.
—Y yo deploro también la respuesta que á ello dí, repuso prontamente Roger. Hé aquí mi mano.
—Y con esta van tres veces que suena la campana llamándonos á comer, exclamó Germán mientras
todos se dirigían en grupos hacia la abadía, comentando las peripecias del combate. ¡Por Dios vivo!
señor de Pleyel, dad una copa de buen vino á vuestro amigo en cuanto lleguéis, porque está transido, sin
contar que ha tragado dos azumbres de agua. Confieso que á juzgar por su aspecto no hubiera esperado de
él tanta entereza.
—Pues yo declaro que el aire de Burdeos ha trocado á mi compañero en gallo de pelea, porque jamás
había salido del condado de Hanson joven más apacible y modesto que él.
—¿Sí, eh? Pues también tiene fama de modesto y apacible como una dama su señor el de Morel; y la
verdad es que ni uno ni otro aguantan moscas. ¡Cáspita con el mozo!
CAPÍTULO XXI
ABUNDANTE y bien servida era la mesa de los escuderos en la abadía de San Andrés desde que el
príncipe Eduardo estableció su corte en aquel histórico edificio. Allí aprendió Roger lo que el lujo y el
buen gusto significaban, sobre todo al comparar aquellos festines con las frugales comidas del convento y
la parsimonia de la mesa de Morel. Cabezas de jabalí deliciosamente adobadas, faisanes asados, dulces
y cremas nunca gustados antes, prodigios de repostería, uno de los cuales representaba en todos sus
detalles el exterior del regio palacio de Windsor, tales fueron algunas de las maravillas culinarias que
saboreó Roger en la antigua abadía francesa. Un arquero se apresuró á llevarle ropas y traje de los que á
bordo del galeón dejara, y después de mudarse y lavar sus heridas no tardó en recobrar fuerzas y buen
humor, olvidado por completo de la fatiga de aquella mañana. Un paje le anunció que su señor se
proponía visitar aquella noche al canciller de Chandos y deseaba que sus dos escuderos se alojasen en el
hostal de la Media Luna, al fin de la calle de los Apóstoles. Al cual mesón se dirigieron Roger y
Gualtero al anochecer, después de su larga comida y de oir los brindis y canciones con que pasaron
rápidas las horas en compañía de los otros alegres escuderos.
Caía menuda lluvia cuando los dos camaradas empezaron á recorrer las calles de Burdeos, después de
dejar bien cuidados sus corceles y el del barón en las caballerizas del príncipe. No hallaban á su paso
más alumbrado que el muy escaso de tal cual farol de aceite colgado en una esquina ó á la entrada de las
casas principales de la ciudad; pero ni la semiobscuridad ni la lluvia impedían que las calles siguiesen
casi tan concurridas como en pleno día. Los transeuntes pertenecían á todas las clases de aquella rica y
por entonces bélica ciudad. Allí el obeso comerciante, cuyo rostro complacido y sonriente, traje obscuro
de fino paño y repleta escarcela pregonaban su riqueza y bienestar. Tras él modesta sirviente, llevando la
encendida linterna que indicaba á su amo donde poner los pies sin grave tropiezo. En dirección contraria
veíase un grupo de mocetones ingleses, arqueros del condado de Estápleton á juzgar por el pelícano azul
cosido sobre el coleto; gente alegre de cascos y dura de puños, que bebían á más y mejor y cantaban á
voz en cuello y cuya presencia obligaba al mercader á apresurar el paso, mientras su fámula ocultaba el
rostro con el manto al oir los piropos nada delicados de aquella turba. No escaseaban los soldados de la
guardia real, los pajes ingleses elegantemente ataviados, las mujeres del pueblo cuyas agudas voces se
oían á gran distancia, parejas de frailes, filas de ballesteros y hombres de armas, marineros, soldados de
los cuerpos de guardia, caballeros gascones que vociferaban y gesticulaban según costumbre invariable,
campesinos del Medoc, escuderos ingleses y gascones y tantas otras gentes, que cruzaban en todas
direcciones ó hablaban en grupos, empleando ya las lenguas inglesa, francesa y del país de Gales, ya el
vascuence ó los dialectos de Gascuña y Guiena. Á veces se abrían los grupos para dar paso á la litera de
una noble dama, ó á los arqueros que con antorchas encendidas precedían á un caballero de alto rango
camino de su alojamiento y procedente de los festines de la corte. Las pisadas y el relinchar de los
caballos, los gritos de los vendedores ambulantes, el choque de las armas, las voces de borrachos
pendencieros, las carcajadas de hombres y mujeres, todo aquel clamor se elevaba y se cernía, como la
neblina en el pantano, sobre las calles obscuras y atestadas de la gran ciudad.
La atención de nuestros escuderos se fijó particularmente en dos personas que iban delante y en la
misma dirección que ellos. Eran un hombre y una mujer, alto, cojo caído de hombros el primero, que
llevaba debajo del brazo un objeto grande y plano envuelto en negro lienzo. La mujer era joven y
gracioso su andar, pero mal podía vérsele el rostro, cubierto por tupido manto que sólo daba paso á la
brillante mirada de unos ojos grandes y pardos y descubría uno ó dos rizos de negrísimo pelo. El hombre
se apoyaba pesadamente en el brazo de la joven, y procuraba proteger cuanto podía el envoltorio que
llevaba, evitando el encuentro de los transeuntes que con él pudieran tropezar en la obscuridad. La
ansiedad evidente de aquel hombre, que parecía llevar oculta preciosa carga y el aspecto de su
compañera despertaron el interés de los dos jóvenes ingleses que los seguían á dos pasos de distancia.
—¡Ánimo, hija mía! exclamó el desconocido en lo que parecía ser uno de los dialectos de aquella
región. Cien pasos más y lo ponemos en salvo.
—Cuidadlo bien, padre, y no temáis ya, repuso la mujer en la misma extraña habla.
—La verdad es que nos rodea una turba de bárbaros, borrachos muchos de ellos. Cincuenta pasos más,
Tita mía, y juro por el bendito San Telmo no poner otra vez los pies fuera de casa hasta que el enjambre
éste se halle en Dax ó donde lo lleven los demonios. ¡Cómo empujan y aullan! Procura apartarlos, hija,
adelantando un poco el cuerpo. Dale un codazo á ese animal. Ya es imposible andar. ¡Buena la hemos
hecho!
La multitud apiñada que los precedía formaba allí una barrera infranqueable y tuvieron que detenerse.
Algunos arqueros ingleses repletos de cerveza se fijaron en la extraña pareja y empezaron á examinarla
con curiosidad.
—¡Por el rabo de Satanás! exclamó uno, mirad la arrogante muleta que usa este viejo. No te apoyes
tanto en la chica y más en tus piernas, abuelo.
—¡Cómo se entiende! dijo otro arquero. Los soldados del rey sin una muchacha que los mire, porque
los viejos franceses se las llevan de paseo. ¡Vente conmigo, reina!
—Ó conmigo, paloma. ¡Por San Jorge! la vida es corta y lo mejor es hacerla alegre. ¡No vuelvan á ver
mis ojos el puente de Chester si no le digo dos palabritas á esta buena moza!
—¿Qué lleva el lagarto ese bajo el brazo? preguntó un tercero.
—Á ver, manojo de huesos. Venga el envoltorio.
Los arqueros rodeaban á la pareja y el hombre, azorado, sin comprender una palabra de lo que decían,
oprimía con una mano el brazo de la mujer y con la otra apoyaba sobre el pecho el precioso paquete,
dirigiendo en torno miradas suplicantes.
—¡Ea, muchachos! exclamó Gualtero de Pleyel con imperiosa voz, apartando al arquero que más cerca
tenía. Os portáis como villanos. ¡Quedas las manos, ó puede costaros caro!
—¡Tened vos la lengua ó más caro ha de costaros todavía! respondió el soldado más ebrio. ¿Quién sois
vos para impedir que los arqueros ingleses se diviertan?
—Un escudero palurdo, acabado de desembarcar, dijo otro. ¡Bonito sería que además de nuestros jefes
viniera á darnos órdenes el primer muchachuelo que abandone á su mamá y se aparezca en Aquitania!
—¡Por Dios, mis buenos señores! suplicó la joven en mal francés ¡amparadnos! ¡Impedid que estos
hombres nos maltraten!
—Nada temáis, señora, dijo cortésmente Roger. ¡Suelta, rufián! ordenó dirigiéndose á un arquero que
había enlazado con su brazo el talle de la joven.
—¡No la sueltes, Bastián! aulló un hombre de armas gigantesco, de luenga barba negra, cuya coraza
brillaba á la tenue luz del farol más próximo. Y vosotros, mozalbetes, cuidado con tocar esos espadines
que lleváis ú os hago tragar un palmo de hierro en menos que canta un gallo.
—¡Dios sea loado! exclamó en aquel momento Roger, viendo venir hacia ellos un casco enorme sobre
roja melena, que descollaba entre la multitud. ¡Á mí, Tristán! Y también Simón. ¡Á mí, compañeros,
ayudadme á proteger á una mujer y un anciano!
—¡Hola, mon petit! gritó Simón con voz tonante, abriéndose paso en un santiamén y seguido del
sonriente Tristán de Horla. ¿Qué pasa aquí? ¡Por el filo de mi espada! te advierto, Roger, que si vas á
proteger á cuantos se hallen en apuro en esta tierra ya tienes tela cortada para rato. Pero descuida, que al
cabo de un año de aprendizaje en la Guardia Blanca harás menos caso de lo que digan y emprendan unos
cuantos arqueros calamocanos. ¿De qué se trata, repito? Por ahí viene el preboste con sus guardias y es
muy probable que si no tomáis soleta tendremos aquí un par de arqueros ahorcados en menos de diez
minutos.
—¡Digo, pues si es este el viejo Simón Aluardo, de la Guardia Blanca! exclamó el hombre de armas
que tan insolente se había mostrado con los escuderos. ¡Un abrazo, Simón! Por vida mía, tiempo hubo en
que desde Limoges hasta Navarra no se conocía arquero más pronto en conquistar á una muchacha ó
derrengar á un enemigo.
—No lo dudo, amigo Carlín, repuso Simón, y á fe que no creo haber cambiado mucho desde entonces.
Pero también sabes que ni tomo yo un beso á la fuerza, ni ataco al enemigo por la espalda y diez contra
uno. Al buen entendedor....
Una mirada al resuelto rostro del sargento y á las manazas de Tristán convenció á los arqueros de que
allí nada bueno podrían sacar á la fuerza. La mujer y su padre comenzaron á abrirse paso sin que nadie
intentase impedírselo y Gualtero y Roger fueron tras ellos.
—Un momento, camarada, dijo Simón á Roger. Ya sé que esta mañana has hecho proezas en la abadía;
pero te recomiendo alguna prudencia en eso de sacar la espada á relucir. Mira que he sido yo quien te ha
metido en estos líos y que si te pasa algo lo sentiré de veras, muchacho.
—Descuidad, Simón, seré prudente.
—No busques el peligro, mon petit, y espera á tener la muñeca algo más sólida. Oye; esta noche nos
reuniremos algunos amigos en la Rosa de Aquitania, á dos puertas de tu hostería de la Media Luna, y si
quieres vaciar un vaso en compañía de simples arqueros ¡bienvenido!
Prometió el doncel reunirse con ellos si se lo permitían sus deberes de escudero y deslizándose entre
los grupos llegó á donde estaba Gualtero, en conversación con el viejo y la muchacha, en el portal de su
casa.
—¡Gracias, valiente caballero! exclamó el desconocido abrazando á Roger. ¿Cómo manifestaros mi
gratitud? Sin vuestro auxilio y el de vuestros amigos habría yo perdido la cabeza y sabe Dios qué suerte
hubiera cabido á mi pobre Tita....
—No creo que aquellos energúmenos se hubieran propasado á tal extremo, dijo el joven algo
sorprendido.
—¡Ah, diavolo! exclamó el otro soltando la carcajada, no hablo de mi cabeza sino de la que llevo aquí
bajo el brazo.
—Quizás estos caballeros deseen entrar y reposar un momento en nuestra casa, padre mío. Si seguimos
aquí puede estallar otro tumulto de un momento á otro.
—¡Tienes razón, hija! Entrad, señores. ¡Una luz, Jacobo, pronto! Siete escalones, eso es. Tomad
asiento. ¡Corpo di Bacco, qué susto me han dado esos canallas! Pero no es extraño. Tomad un vándalo,
un normando y un alano, mezcladlos con el moro más redomado, emborrachad al aborto resultante de esa
mezcla y ya tenéis un inglés hecho y derecho.... Me dicen que ahora están invadiendo á Italia, mi patria,
como han invadido á Francia. ¡Qué gente, Dios eterno! En todas partes se meten, menos en el cielo.
—Padre mío, dijo la joven mientras ayudaba al anciano á sentarse en cómoda poltrona, olvidáis que
estos buenos señores que nos han protegido son también ingleses....
—¡Mil perdones! Pero ¡quién lo dijera! Mirad, señores míos, estas obras de arte que aquí tengo; quizás
os interesen, aunque entiendo que allá en vuestra isla no se conoce más arte que el de la guerra.
Cuatro lámparas iluminaban ampliamente la estancia de artesonado techo en que se hallaban. Colgadas
de las paredes, sobre los muebles, en los rincones, por todas partes se veían placas de vidrio de
diferentes tamaños y formas, pintadas delicadamente. Gualtero y Roger miraron en torno asombrados,
porque jamás habían visto juntas tantas y tan magníficas obras de arte.
—Veo que os gustan, dijo el artista al notar la expresión de grata sorpresa reflejada en los semblantes
de ambos hidalgos. Lo cual me prueba que no faltan ingleses capaces de apreciar tales fruslerías.
—Nunca lo hubiera creído posible, exclamó Roger. ¡Qué colorido, qué perfilado! Admira, Gualtero,
este Martirio de San Esteban; no parece sino que tú ó yo podríamos coger esas piedras ahí pintadas.
—¿Pues y este ciervo, con la cruz que sobre su cabeza destella como una aparición portentosa? Es
perfecto; no he visto ciervos más naturales en los bosques de Bere.
—Mira la hierba, de un verde claro, que parece movida por el viento. ¡Por vida de! Cuanto he pintado
hasta la fecha ha sido juego de niños. Este hombre debe de ser uno de aquellos grandes artistas de
quienes me hablaba el hermano Bartolomé allá en Belmonte.
Una expresión de profundo contento animó el cetrino rostro del artista al oir aquellos espontáneos
elogios. Su hija se había quitado el manto que hasta entonces cubriera sus hombros y cabeza y los dos
jóvenes admiraron en ella uno de los tipos más acabados de la belleza italiana, que muy pronto atrajo
toda la atención y las miradas de Gualtero.
—¿Y qué me decís de esto? preguntó el anciano, desenvolviendo el paquete que tantas zozobras le
había proporcionado.
Era una lámina de vidrio en forma de hoja enorme y pintada en ella una cabeza de admirables líneas,
rodeada de resplandeciente aureola. Era tan natural el colorido, tanta la verdad y la expresión del rostro,
que parecía imagen viva, mirando dulcemente á los ojos de Roger. Este palmoteó, con el entusiasmo que
la belleza produce siempre en todo verdadero artista.
—¡Es un portento! exclamó; y me admira que hayáis arriesgado por las calles una maravilla tan frágil
como ésta.
—Confieso que fué grave imprudencia. ¡Un frasco de vino, Tita, pero del mejor, del florentino! Sin
vuestro auxilio no sé qué hubiera sucedido. Examinad bien la tez; á mí mismo me resulta muchas veces
demasiado obscura, enrojecida por haberse caldeado los colores, ó pálida y falta de vida. Pero aquí se
ven latir las sienes y se siente correr la sangre bajo esa piel bronceada. La pérdida de este trabajo
hubiera sido para mí una calamidad irreparable. Está destinado á la iglesia de San Remo y esta tarde fuí
con mi hija para ver si ajustaba bien en el marco de piedra que allí lo espera. Me demoré más de lo que
esperaba, cerró la noche y ya sabéis lo que sucedió después. Pero vos también, hidalgo, parecéis tener
aficiones artísticas. ¿Sois pintor?
—Apenas me atrevo á responderos afirmativamente después de lo que aquí he visto, contestó Roger.
Criado y educado en el claustro, no fué tarea muy difícil la de manejar los pinceles mejor que los otros
novicios.
—Ahí tenéis colores, pinceles y cartón, dijo el viejo artista, y no os doy vidrio porque eso requiere
conocimientos especiales y bastante tiempo. Os ruego que me déis una muestra de vuestro trabajo.
Gracias, hija mía. Llena los vasos hasta el borde.
Gualtero sostenía conversación animada y al parecer muy interesante con la hermosa doncella,
expresándose él en una mezcla de francés é inglés y ella en graciosas frases franco-italianas, lo cual no
les impedía entenderse perfectamente. El artista examinaba atento su última y maravillosa creación para
ver si la pintura había sufrido algún rasguño y en tanto Roger manejaba rápidamente los pinceles, hasta
dejar bosquejadas las facciones y el torneado cuello de bellísima mujer.
—¡Bravo! exclamó el maestro; sois pintor, no hay que dudarlo y podéis llegar á serlo muy bueno. ¡Es la
cara de un ángel!
—Decid más bien la cara de mi señora Constanza de Morel, exclamó sorprendido Gualtero.
—Algo se le parece, á fe mía, dijo Roger un tanto confuso.
—¿Con que un retrato? Tanto mejor y más difícil. Joven, soy Agustín Pisano, hijo del maestro Andrés
Pisano y os repito que tenéis mano de artista. Diré más; que si os quedáis en mi compañía os enseñaré el
secreto de la preparación de esos trabajos sobre vidrio que ahí véis; la composición de los pigmentos y
sus mezclas, cómo espesarlos, cuáles penetran el vidrio y cuáles no, el caldeado y glaseado de las
placas, en fin, todos los detalles del oficio.
—Mucho me placería practicar y aprender con tan gran maestro, dijo el doncel, pero mi deber me
obliga á seguir á mi señor, por lo menos mientras dure la guerra.
—¡Guerra, guerra! ¡Siempre lo mismo! exclamó Pisano. Y por consiguiente llamáis héroes y grandes
hombres á los que más destruyen y matan. ¡Per Bacco! para hombres notables, de verdadero mérito,
dignos de toda gloria, los artistas que tenemos en Italia, los que edifican en lugar de destruir, los que han
creado las bellezas artísticas de mi noble Pisa, los que ennoblecen á toda la nación, los Andrés Orcagna,
Tadeo Gaddi, Giottino, Stefano, Simón Memmi, maestros cuyos colores sería yo indigno de mezclar. Y
me ha tocado en suerte el contemplar con mis propios ojos sus obras inmortales. He visto al anciano
Giotto, discípulo á su vez del gran Cimabue, con anterioridad al cual sostengo que no existía el arte en
Italia y hubo que importar artistas griegos para decorar la capilla de los Gondi de Florencia. ¡Ah,
señores, esos son los grandes hombres, los bienhechores de la humanidad, cuyos nombres vivirán
eternamente! ¡Qué contraste con vuestros soldados, que aspiran á la gloria asolando comarcas enteras,
recorriendo la tierra á sangre y fuego!
—Pues tengo para mí que tampoco están de más los soldados, observó Gualtero. De otra suerte ¿cómo
podrían esos artistas que nombráis proteger y conservar los productos de su genio?
—De los cuales tenemos no pocos á la vista, agregó Roger. ¿Son todos estos trabajos de vuestra mano?
—Todos. Notaréis que algunos están concluídos en diferentes placas, que unidas forman cuadros de
gran tamaño. Aquí en Francia tienen á Clemente de Chartres y algunos otros artífices de mérito,
dedicados á esta misma clase de trabajos. Pero ¿oís? Ya suena otra vez el clarín bélico para recordarnos
que vivimos bajo la mano férrea del conquistador y no en las regiones donde impera el arte.
—Señal es esa también para nosotros, dijo Gualtero al oir el toque de los clarines. Bien quisiera yo
permanecer aquí más largo tiempo, rodeado de tantas cosas bellas—y al decirlo miraba con admiración á
la ruborosa Tita—pero fuerza es volver á nuestra posada y eso antes de que á ella regrese el señor de
Morel.
Renovaron Pisano y su hija las demostraciones de gratitud, prometieron los escuderos repetir tan grata
visita y habiendo cesado la lluvia, se dirigieron éstos de la calle del Rey, donde vivía el artista italiano,
á la de los Apóstoles, en cuya esquina ostentaba su muestra la Hostería de la Media Luna.
CAPÍTULO XXII
CAPÍTULO XXIII
LA fama y brillo de la corte que rodeaba al príncipe Eduardo desde su instalación como Duque de
Aquitania, atraían á numerosos caballeros de toda Europa y los torneos y justas eran por entonces
espectáculos que con frecuencia presenciaban los vecinos de Burdeos. Con los más afamados paladines
ingleses y franceses solían romper lanzas diestros justadores de Alemania, caballeros de Calatrava,
nobles portugueses é italianos y aun formidables guerreros de la Escandinavia y otras regiones del norte
y del oeste.
Pero en la ciudad y en toda la comarca fué objeto del mayor interés y de incesantes comentarios la
noticia de que cinco caballeros ingleses entre los más esforzados habían dirigido un cartel de reto á otros
tantos nobles de la cristiandad, quienesquiera que fuesen. Había gran curiosidad por ver quienes lo
aceptarían y sabíase además que aquellas justas serían las últimas por entonces, ya que el príncipe se
aprestaba á salir con toda su gente para la guerra de España. La víspera del torneo llegaron á Burdeos
multitud de gentes de todo el Medoc, que tuvieron que acampar fuera de las murallas, en el llano y á
orillas del Garona. Tampoco faltaron oficiales del ejército acuartelado en Dax, ni nobles y burgueses de
Blaye, Bourg, Libourne, Cardillac, Ryons y otras muchas villas, que llegaron durante el día y parte de la
noche anterior al combate, á pie, á caballo y en vehículos de todas clases.
No fué pequeña empresa la de elegir cinco caballeros por banda, cuando tantos y tan valientes y
ganosos de gloria los había congregados allí; y en poco estuvo que la elección ocasionase una serie de
duelos preliminares que sólo pudieron evitarse con la intervención del príncipe y de los nobles de más
edad y merecimientos. Hasta la víspera del día fijado para el torneo no se fijaron en la liza, pendientes
de sendas lanzas, los escudos de los campeones, para que los heraldos y el público supiesen sus nombres
y también para que se presentase ante los jueces de campo toda fundada querella ó protesta contra la
participación de cualquiera de ellos en el torneo.
Los dos aguerridos capitanes Roberto Nolles y Hugo Calverley no habían regresado de la expedición á
Navarra que el príncipe les encomendara, lo cual privó á los justadores ingleses de dos de sus mejores
lanzas. Pero eran tantas y tan buenas las que aun quedaban que los señores Chandos y Fenton, á quienes
en definitiva se encomendó la elección, tuvieron que discutir y pesar uno por uno los méritos y hazañas
de muchos aspirantes; decidiéndose por fin á favor de Morel de Hanson y Abercombe de Chesire,
renombradísimo el primero entre los nobles veteranos y héroe de Poitiers el segundo. De los caballeros
más jóvenes resultaron agraciados tres brillantes paladines: Tomás Percy, Guillermo Beauchamp y
Raniero Leiton. Desde luego aceptaron el reto inglés todos los caballeros gascones y la elección, difícil
de suyo, favoreció á Captal de Buch, Oliverio de Clisón, Pedro de Albret, el señor de Mucident y un
caballero teutón llamado Segismundo de Bohemia. Al mirar aquellos diez escudos los veteranos ingleses
se prometían un torneo brillante cual ninguno, pues eran los mantenedores hombres de gloriosa historia y
de valor y esfuerzo probadísimos.
—Á fe mía, Chandos, dijo el príncipe mientras cabalgaba junto al canciller por las estrechas y
tortuosas calles de la ciudad, camino del palenque; bien quisiera yo romper una lanza en estas justas,
suponiendo que los jueces de campo no me creyesen indigno de alternar con tan famosos campeones.
—No hay en el ejército mejor ni más digno paladín que vos, señor, replicó Chandos, pero dadas las
circunstancias de este torneo, creedme, no conviene que participéis en él. No es de vuestro alto cargo el
tomar aquí partido á favor de ingleses contra gascones, ni poneros con éstos frente á aquellos, lanza en
ristre ó espada en mano. Demasiado sobreexcitados están ya los ánimos.
—Siempre la razón de estado, Chandos, que vos sacáis á relucir no sólo en la sala del consejo sino
camino de fiesta tan alegre y lucida como ésta. ¿Y qué piensan de ella mis hermanos de Castilla y
Mallorca? preguntó dirigiéndose á los príncipes españoles, que á su derecha cabalgaban.
—Mi opinión es que hoy presenciaremos no pocas proezas, dijo Don Pedro, en vista de la fama y
pujanza de los justadores.
—¡Por Santiago! observó Don Jaime, otra cosa va llamando mi atención y es el buen porte y mejores
vestidos de esos burgueses de Burdeos que se agolpan á mirarnos. Rica en verdad debe de ser esta gran
villa y holgada la condición de sus moradores, á pesar de recientes guerras y trastornos.
—Pues si el aspecto de los buenos burgueses os admira, repuso Don Pedro, ¿qué me decís de esos
hombres de armas escogidos y de los bien plantados arqueros? Difícil sería igualar y menos vencer
fuerzas tan apuestas y bien disciplinadas.
—Con esos soldados cuento, dijo el príncipe inglés, y con otros muchos como ellos, para hacer entrar
en razón á los usurpadores de Castilla y Mallorca.
Sonriéronse ambos pretendientes, revelando en sus semblantes la satisfacción y la confianza con que
habían oído aquellas palabras.
—Y una vez hecha justicia, dijo Don Pedro de Castilla, uniremos las fuerzas de Inglaterra, Aquitania y
España y mucho sería que de tal unión no resultasen magnas consecuencias.
—Por ejemplo, agregó el príncipe Eduardo con evidente entusiasmo, completar para siempre la
expulsión de los infieles del territorio de Europa. No creo que pudiéramos acometer empresa más grata
para la Santa Virgen, excelsa patrona de Aquitania.
—Ni más aceptable para todo español. En tal empresa cuente Vuestra Alteza con el apoyo absoluto de
nobles y plebeyos, así en León y Castilla como en Asturias, Navarra, Mallorca y Aragón. Y aun para
perseguir á los moros allende el mar y combatirlos en sus guaridas del África y de Oriente.
—¡Sí, por Dios! exclamó el Príncipe Negro. Ese ha sido uno de mis sueños dorados, ver ondear el
estandarte inglés sobre los muros y mezquitas de la ciudad santa.
—La conquista de Jerusalén no puede parecer peligrosa ni ardua á quienes han realizado la conquista
de París.
—Ni me había de contentar yo con eso, sino con el sitio y toma de Constantinopla y la guerra á muerte
contra el Sultán de Damasco. Y vencido éste, todavía podríamos imponer tributo á las hordas tártaras,
otra amenaza de la cristiandad. Decidme, Chandos, ¿no habríamos de poder llegar nosotros hasta donde
llegó Ricardo Corazón de León?
—Poder hacerlo es una cosa, replicó el prudente consejero, y otra muy distinta saber si conviene y
debe hacerse. Desde luego, cuente Vuestra Alteza con que el rey de Francia vería el cielo abierto el día
que los ejércitos ingleses cruzasen el mar, en persecución de los infieles de Oriente.
—Os conozco demasiado, Chandos, para no saber que esas palabras os las dicta vuestra razón, no el
temor ni el cansancio de las guerras. ¡Qué enorme multitud! No recuerdo haber visto tantos curiosos
desde el día en que recorrí las calles de Londres acompañando á mi prisionero el rey de Francia.
Un mar de cabezas cubría por completo la vasta llanura que se extendía desde la Puerta del Norte hasta
los primeros viñedos del este de la ciudad y hasta las orillas del río. Entre los obscuros tonos de aquella
multitud se destacaban ya las toquillas de vivos colores de las mujeres, ya el casco de un arquero herido
por los rayos del sol. En el centro de la llanura, quedaba el espacio cercado que se destinaba á las justas,
con gradas y tribunas engalanadas con multitud de gallardetes y banderas. Trabajo costó abrir estrecho
paso á los príncipes y su séquito entre aquella masa compacta, que los saludó con aclamaciones
atronadoras. Tras ellos fueron llegando numerosos nobles y damas ricamente ataviadas y pronto quedaron
llenas las tribunas, relucientes de oro y pedrería. En el numeroso séquito del príncipe y sus regios
huéspedes figuraban capitanes y cortesanos de Gascuña y España, de Inglaterra, el Lemosín y Saintonge.
En los asientos y gradas encantaban la mirada las morenas bellezas del Garona y junto á ellas las rubias
beldades inglesas, ostentando unas y otras sus mejores galas. De las balaustradas de las tribunas
colgaban ricos tapices y anchas franjas de terciopelo en cuyo centro destacábanse, bordados en oro, plata
y sedas de vivos colores, los escudos de armas de cien nobles. No tardaron en tomar éstos asiento, la
multitud y los soldados se acomodaron como mejor pudieron y los pajes y palafreneros se encargaron de
las armas y monturas de sus señores.
Los mantenedores ocupaban la extremidad del campo más cercana á las puertas de la ciudad. Frente á
sus respectivos pabellones se veían los escudos de armas de los cinco campeones ingleses, sostenidos
por otros tantos escuderos; allí las rosas de Morel, las barras gules de Leiton, el león de Percy, los grifos
de Abercombe y las plateadas alas de Beauchamp. Tras los pabellones piafaban impacientes los grandes
caballos de batalla lujosamente enjaezados. La gran mayoría de los arqueros y hombres de armas
ingleses se agrupaban en aquel extremo de la liza, ganosos de contemplar y vitorear á sus famosos
campeones, que sentados á la puerta de sus tiendas, armados completamente y con el yelmo sobre las
rodillas, departían tranquilamente sobre el gran suceso del día en que tan importante parte les tocaba
desempeñar. Pero el pueblo gascón no ocultaba su preferencia por Captal de Buch y sus compañeros,
pues la popularidad de los ingleses había decaído mucho desde las enconadas contiendas originadas por
la captura del rey de Francia y el destino que debía de darse al regio prisionero. De aquí que no fueran
generales, aunque sí muy nutridos, los aplausos que acogieron la proclamación del rey de armas,
anunciando los nombres y títulos de los caballeros ingleses que estaban prontos, "por su Dios, por su
patria, por su rey y por su dama," á combatir contra cuantos hidalgos les hiciesen la honra de romper
lanzas con ellos. Más que aplausos, en cambio, fueron aclamaciones ensordecedoras las que saludaron al
heraldo que en el opuesto extremo de la liza enumeró los nombres popularísimos de los justadores
gascones.
—Comienzo á creer que teníais mucha razón, Chandos, al aconsejarme que no tomase hoy partido ni
enristrase lanza, dijo el príncipe en voz baja al notar el estado de los ánimos. Paréceme, señor de
Armagnac, que nuestros amigos de Aquitania no verían con malos ojos la derrota de los campeones
ingleses.
—Bien pudiera ser, príncipe, como no dudo que en iguales circunstancias el pueblo de Londres ó
Windsor favorecería ó aclamaría á sus compatriotas.
—Y no está lejos la demostración palpable de lo que decís, exclamó riéndose el príncipe, porque allá
diviso unas veintenas de arqueros cuyo vocerío no cede al de la multitud. Mucho me temo que sufran
amargo desencanto si la copa de oro que he ofrecido al vencedor se queda en Aquitania en vez de cruzar
el mar. ¿Cuáles son las condiciones, Chandos?
—Cada pareja justará no menos de tres veces y la victoria será del partido cuyos campeones hayan
triunfado en mayor número de encuentros singulares. El que más se distinga entre ellos recibirá el trofeo
ofrecido por Vuestra Alteza, y el más diestro justador de los vencidos un broche de oro y piedras
preciosas. ¿Doy la señal?
Contestó el príncipe afirmativamente, sonaron los clarines y los mantenedores fueron entrando en liza
uno tras otro y arremetiendo á sus contrarios, con varia fortuna para ambos bandos. Así, Sir Guillermo
Beauchamp cayó al poderoso golpe de Captal de Buch, pero Percy desarzonó al de Mucident; Lord
Abercombe derribó á su vez al señor de Albret y por fin el hercúleo Oliverio de Clisón igualó la suerte
del combate con la victoria que alcanzó sobre Sir Raniero Leiton.
—¡Por Santiago! exclamó Don Pedro, buenas lanzas y grande empuje, tanto los señores gascones como
los ingleses.
—¿Quién es el próximo adalid inglés? preguntó el príncipe con voz que denotaba su viva emoción.
—El barón León de Morel, de Hanson, respondió Chandos.
—Campeón esforzado y diestro si los hay.
—Sin duda alguna, señor, pero su vista, como la mía, se halla muy quebrantada tras largas campañas.
Con su poderoso brazo ganó en buena lid la diadema de oro ofrecida como trofeo por la reina Felipa,
augusta madre de Vuestra Alteza, en las grandes justas con que se celebró en Inglaterra la toma de Calais.
En el castillo de Monteagudo, donde reside, tiene un tesoro en premios y trofeos.
—Ojalá vaya á reunirse con ellos la copa de este torneo, dijo el príncipe en voz baja. Aquí tenemos al
paladín alemán y por su aspecto parece muy temible enemigo. Advertid al rey de armas que les permita
encontrarse por tres veces en la liza, ya que tanto depende ahora del resultado de este combate.
Sonaron de nuevo los clarines, hizo el rey de armas la señal que repitieron los farautes y se adelantó el
último campeón de los gascones entre los vítores desaforados de la multitud. Era un guerrero de gran
talla y fornido cuerpo, con yelmo y armadura negros y escudo sin divisa, pues prohibían tenerla los
estatutos de la orden teutónica á que pertenecía. Flotaba á su espalda amplio manto blanco que tenía
bordada en su centro la cruz negra orillada de plata de aquella orden. Manejaba briosamente su soberbio
bridón, negro como el azabache y de gran alzada; y después de saludar al príncipe volvió grupas y ocupó
su puesto á un extremo de la liza.
Inmediatamente salió el barón de Morel de su tienda y se dirigió al galope hacia el balconcillo regio,
ante el cual detuvo súbitamente al fogoso corcel con tal fuerza que lo hizo retroceder y alzarse de manos,
á tiempo que el jinete saludaba profundamente. Llevaba el barón brillante armadura blanca, escudo
blasonado y yelmo con largo y airoso penacho de plumas también blancas. La gracia y viveza de sus
movimientos, el esplendor de su armadura y de los paramentos de su caballo y los corveteos de éste
hicieron estallar unánimes aplausos. El barón saludó otra vez con singular donaire y se dirigió al punto
del campo frontero al que ocupaba su contrario, haciendo caracolear al noble bruto y más como quien se
dirige á una alegre fiesta que á fiero combate.
Tan luego se hallaron frente á frente ambos campeones reinó absoluto silencio en todo el palenque. Del
resultado dependía no sólo la gloria que pudiera caber al vencedor sino la victoria ó la derrota del bando
que respectivamente representaban. Guerreros ambos de mucha nombradía, sus proezas los habían
llevado á muy distintos países y campos de combate, sin darles hasta entonces la oportunidad de medirse
cuerpo á cuerpo. Dióse la señal, y puestas las lanzas en los ristres arremetieron uno contra otro ambos
combatientes, encontrándose con tremendo choque frente á la regia tribuna. Aunque el teutón se
estremeció al golpe furibundo del caballero inglés, su lanza alcanzó á éste en la visera con fuerza tal que
rompió las cintas que sujetaban el casco y éste cayó hecho pedazos, pero el barón continuó su carrera,
descubierta la calva cabeza que brillaba á los rayos del sol. Millares de pañuelos y gorras agitados en el
aire y un vocerío inmenso acogieron aquella ligera ventaja del caballero teutón.
Nada desanimado el de Morel, llegóse á escape á su pabellón y se presentó á los pocos momentos con
otro fuerte yelmo, pronto para la segunda justa. El resultado de ésta fué tan igual para ambos que los
mejores jueces no hubieran podido adjudicar la victoria á uno ni otro. Así Morel como el de Bohemia
resistieron impávidos el bote formidable del contrario, que ambos recibieron de lleno en el pecho y sin
perder la silla. Pero en el tercer encuentro la lanza del barón se clavó entre las barras de la celada del
contrario, arrancándole de golpe la visera, á tiempo que el de Bohemia, con singular mala suerte,
desviaba su lanza y daba con ella fuerte golpe en el muslo de Morel, contra todas las reglas del torneo,
que prohibían herir al contrario de la cintura abajo y declaraban vencido al que tal hiciera. También daba
á Morel aquel malhadado golpe el derecho de apropiarse las armas y el caballo del enemigo, si hubiera
querido ejercerlo. Los aplausos y gritos delirantes de los soldados ingleses y el silencio y los ceñudos
rostros del pueblo anunciaron, antes que lo hicieran los farautes, el triunfo de los primeros, que habían
obtenido ventaja en tres encuentros, contra dos que ganaran los gascones. Ya se habían congregado los
diez combatientes frente á la tribuna del príncipe para recibir dos de ellos el galardón merecido, cuando
el agudo toque de un clarín llamó la atención de los presentes hacia un extremo del palenque, ganosos
todos de ver al inesperado caballero que así anunciaba su llegada.
CAPÍTULO XXIV
DICHO queda que las grandes justas de Burdeos, para las cuales era estrecha y de todo punto
inadecuada la plaza frontera á la abadía de San Andrés, se celebraban extramuros, en la vasta llanura
inmediata al río. Al este de aquella se elevaba el terreno, cubierto de verdes viñedos en verano, por entre
los cuales serpenteaba el camino que conducía al interior, muy frecuentado de ordinario pero solitario
aquel día en que todos, así viajeros como habitantes de la ciudad, formaban parte de la multitud
espectadora.
Mirando en la dirección de aquel camino hubiera podido verse, aun mucho antes de terminar el
combate, dos puntos brillantes y móviles que fueron acercándose hasta mostrar al observador que
procedían del reflejo del sol sobre los cascos de dos jinetes que se adelantaban al galope en dirección á
Burdeos. Era el primero de ellos un caballero armado de punta en blanco, que montaba brioso corcel
negro con blanca estrella en la frente. Parecía el jinete de corta estatura pero robusto y ancho de
hombros, y llevaba calada la visera, sin empresa ni blasón sobre el blanco arnés ni el liso y bruñido
escudo. El otro era evidentemente su escudero, sin más armas ofensivas ni defensivas que su yelmo y la
poderosa lanza de su señor, que empuñaba con la diestra mano. En la izquierda, además de las riendas de
su propia montura, tenía también la brida de un soberbio alazán con lujosos paramentos que le llegaban
hasta los corvejones. Llegados ambos jinetes con los tres caballos á la entrada del palenque, dió el
escudero aquel vibrante toque que tanto sorprendió á los espectadores.
—¿Quién es ese caballero, Chandos, y qué desea? preguntó el príncipe Eduardo.
—Á fe mía, replicó el canciller con no disimulada sorpresa, que ó mucho me engaño ó es un noble
francés.
—¡Francés! exclamó Don Pedro de Castilla. ¿Qué os induce á creerlo si no lleva blasón ni divisa que
lo acredite?
—Me basta mirar la forma de su armadura, señor, más redondeada en el codo y las hombreras que
cuantas proceden de Inglaterra ó de España. También podría ser arnés de fabricación italiana, sin la
curva especial del peto; y cuanto más lo miro más seguro estoy de que ese coselete ha sido hecho por
artífices de la parte de acá del Rin. Pero aquí viene su escudero y no tardará Vuestra Alteza en saber qué
lo trae por estos rumbos.
Llegado el escudero ante el príncipe detuvo su caballo, tocó por segunda vez la bocina que llevaba
suspendida del cinto y dijo con sonora voz y marcado acento bretón:
—Vengo como heraldo y escudero de mi señor, noble y esforzado caballero y súbdito fiel del muy
poderoso rey Carlos de Francia. Sabedor de que se celebraban estas justas, solicita mi señor la honra de
medir sus armas con un caballero inglés que quiera aceptar su reto, ya rompiendo lanzas, ya combatiendo
con espada y daga, maza ó hacha de armas. Y me ha ordenado muy expresamente declarar que su cartel
va dirigido tan sólo á los nobles caballeros ingleses, no á los que sin serlo, ni ser tampoco buenos
franceses, hablan la lengua de éstos y sirven bajo la bandera de aquéllos.
—¡Osado sois, voto á tal! exclamó el de Clisón con voz tonante, á la vez que otros señores gascones
llevaban la mano á la espada.
—Mi señor, continuó el enviado sin hacer caso de las palabras de uno ni del ademán amenazador de
los otros, está pronto á justar desde luego, á pesar de que su caballo de batalla acaba de recorrer largo
trecho sin descanso, pues temíamos llegar tarde al torneo.
—Tarde habéis llegado, en efecto, repuso el príncipe, pues sólo falta adjudicar el premio á los
vencedores. Pero no dudo que entre estos caballeros míos los habrá dispuestos á complacer al campeón
de Francia.
—Y cuanto al trofeo, dijo el barón de Morel, seguro estoy de interpretar los deseos de estos señores al
declarar que le será entregado, á pesar de su tardanza, si logra ganarlo en buena lid.
—Llevad, escudero, ambas respuestas á vuestro amo, dijo el príncipe, y pedidle que nombre á uno de
los cinco mantenedores ingleses que han justado hoy para romper lanzas con él. Un momento; ese
caballero no lleva blasón ni divisa y necesitamos conocer su nombre.
—Mi señor ha hecho voto de no revelar su nombre ni alzar la celada hasta pisar de nuevo la tierra de
Francia.
—Pero entonces ¿qué garantía tenemos de que no es un rústico diestro en el manejo de las armas, ó un
palafrenero disfrazado con el arnés de su amo, cuando no un noble deshonrado con quien no se dignaría
combatir ninguno de mis caballeros?
—¡No hay tal, señor, lo juro por lo más sagrado! dijo el escudero con vehemencia. Antes bien declaro
que no hay en el mundo caballero que no se tenga por muy honrado en cruzar la espada con quien aquí me
envía.
—Arrogante es la respuesta del escudero, dijo el príncipe, pero mientras no nos déis mejores pruebas
de la noble calidad de vuestro amo, no consiento que con él justen las mejores lanzas de mi corte.
—¿Rehusa Vuestra Alteza?
—Rehuso resueltamente.
—En tal caso, señor, el mío me ha autorizado para revelar secretamente su nombre al muy ilustre señor
de Chandos, y sólo á él, para que declare si Vuestra Alteza misma podría ó no romper lanzas con mi
señor, sin el menor desdoro.
—Acepto la propuesta, dijo vivamente el príncipe.
Acercóse Chandos al escudero, díjole éste algunas palabras al oído y el anciano canciller hizo un
ademán de profunda sorpresa, á la vez que miraba con curiosidad é interés evidentes al inmóvil caballero
que á distancia esperaba el resultado de aquellas negociaciones.
—¿Será posible? exclamó.
—Es la pura verdad, señor, dijo el escudero. Lo juro por San Iván de Bretaña.
—Debí sospecharlo, agregó Chandos retorciendo los largos bigotes y mirando fijamente al apartado
caballero.
—¿Qué decís, Chandos? preguntó el príncipe.
—Señor, una gracia os pido. Permitid á mi escudero que me traiga arnés para revestirlo y tener la alta
honra de cruzar la espada con el campeón francés.
—Poco á poco, mi buen Chandos. Tenéis, y muy bien ganados, cuantos lauros puede conquistar un
hombre y hora es ya de que descanséis. Escudero, decid á vuestro amo que es muy bienvenido á mi corte,
y que si gusta de tomar algún descanso y refrescar en mi compañía antes de la justa, pronto estoy á
obsequiarle.
—Perdonad, señor, no puede beber con Vuestra Alteza.
—Que designe, pues, al caballero de su elección.
—Desea justar con los cinco mantenedores ingleses, y con las armas que cada uno de ellos prefiera y
elija.
—Grande es su confianza, á lo que veo. Pero no es bien prolongar su espera ni tenemos ya mucho
tiempo disponible, pues el sol se acerca al ocaso. Á vuestros puestos, caballeros, y veamos si este
desconocido iguala con la alteza de sus hechos la arrogancia de sus palabras.
Mientras duraron aquellos preliminares permaneció el incógnito campeón inmóvil como una estatua de
acero, erguido en la silla de su caballo de batalla y apoyado en la robusta lanza. El ojo experto de nobles
y soldados adivinaba un adversario temible en aquel hombre de atléticas formas é imponente aspecto. El
arquero Simón, que figuraba en primera línea con Reno, Tristán y otros camaradas, no escaseaba sus
comentarios más encomiásticos sobre el talante del desconocido y la maestría con que momentos antes
había manejado caballo y lanza. Á fuerza de mirarle pareció despertarse un confuso recuerdo en la
memoria del veterano.
—Apuesto los bigotes del gran turco, dijo contrayendo las cejas, á que yo he visto antes al buen mozo
ese, aunque no recuerdo dónde. ¿Fué en Nogent, fué en Auray? Lo que os digo, muchachos, es que estáis
mirando á una de las primeras lanzas de Francia, y cuenta que mejores no las hay en el mundo y que yo sé
lo que me digo.
—Pues yo digo que todos estos torneos y melindres son pura niñería, gruñó Tristán de Horla. ¡Por la
cruz de Gestas! No sino dejad que me vinieran á mí con lancitas y puyazos....
—¿Pues cómo combatirías tú, Tristán? preguntaron algunos.
—Varios modos hay de hacerlo, replicó el gigante reflexionando; pero me parece que yo empezaría por
romper mi espada.
—Eso es lo que todos procuran hacer.
—¡Ah, no! Pero es que yo no la rompería tontamente sobre el escudo del otro, sino contra mi rodilla. Y
así convertiría lo que no es más que un pincho inútil en una buena maza.
—¿Y después?
—Dejaría que el otro me clavase su espadín en una pierna ó en el brazo, ó donde mejor le pareciese y
luego y con toda calma le estrellaría los sesos con mi maza.
—¡Bravo, Tristán! Vamos, que daría yo mi cobertor de pluma por verte suelto en la liza. ¡Bonita
manera de justar la tuya! exclamó Simón.
—Pues á mí me parece la mejor, dijo muy serio Tristán. Ó si no, agarraría yo al otro por la cintura, lo
arrancaría de la silla quieras que no y me lo llevaría á mi tienda para no soltarlo hasta que me pagase un
buen rescate.
Grandes carcajadas acogieron aquella salida del valiente arquero y Simón prometió hacer todo lo
posible para que nombrasen á Tristán rey de armas y pudiese llevar á la práctica sus peregrinas ideas
sobre justas y torneos.
—Allí viene Sir Guillermo Beauchamp, dijo Reno. Valiente caballero, pero temo que no pueda resistir
el bote que promete darle la lanza del francés.
Y así fué, porque si bien Beauchamp asestó á su contrario fuerte golpe en el yelmo, recibió en cambio
tan furiosa lanzada que lo sacó de la silla y lo hizo rodar por el suelo. No tuvo mejor suerte el de Percy,
que sacó roto el escudo y desguarnecido el brazo izquierdo, amén de una ligera herida en el costado.
Abercombe dirigió su lanza á la cabeza del desconocido y éste le imitó, manteniéndose firme y erguido
en la silla después del choque, al paso que el inglés quedó doblado hacia atrás, medio caído sobre la
grupa del caballo, que recorrió la mitad del campo antes de que el jinete recobrase su posición normal.
Leiton cayó á los golpes de maza del francés, arma elegida por el primero; sus servidores lo llevaron en
brazos á su pabellón. Aquellas rápidas victorias sobre cuatro famosos guerreros llenaron de admiración
á los espectadores, y así los soldados como las gentes del pueblo le prodigaron sus aplausos.
—Temible campeón, comentó el príncipe; pero ya se adelanta el bravo de Morel, á pie y espada en
mano, arma en que es quizás el más diestro de nuestro reino.
Los combatientes se acercaron llevando al hombro y asidas con ambas manos las enormes espadas de
combate. La lucha fué empeñada y brillante; se atacaban con denuedo y se defendían con destreza
increíble, menudeando los golpes formidables que resonaban al chocar las espadas entre sí ó sobre los
fuertes arneses. Por fin levantó el francés su arma para descargar un tajo decisivo, pero aquel momento
bastó para que el barón descubriera un punto vulnerable en la armadura del contrario, y pronta como el
rayo se clavó su espada en el brazo del francés, en la unión de aquél con el hombro. Poco profunda fué la
herida, pero bastó para hacer brotar la sangre, que trazó roja línea sobre el bruñido peto. Aunque el
desconocido parecía dispuesto á continuar la lucha, el rey de armas lanzó su dorado bastón á la liza y los
combatientes bajaron las espadas.
El príncipe dispuso inmediatamente que invitasen al campeón francés á permanecer algún tiempo en su
corte, y si esto no fuera posible, á sentarse á su mesa aquella noche y descansar algunas horas en
Burdeos. Oyó el caballero el cortés mensaje y se dirigió al trote de su corcel hacia la tribuna regia,
vendado el hombro con blanco pañuelo de seda.
—Señor, dijo con firme voz, saludando al príncipe; no puedo sentarme á vuestra mesa. Francés soy y
por ende enemigo vuestro. El día más feliz de mi vida será aquel en que vea desaparecer en el horizonte
la última de las galeras inglesas, llevándose al último de los soldados extranjeros que hoy pisan y
dominan parte de esta tierra de Francia. Duras os parecerán mis palabras, pero os lo repito, soy vuestro
enemigo.
—Y por las muestras que hoy habéis dado, un enemigo valeroso y temible. El rey de Francia puede
enorgullecerse de tener servidores como vos. Pero vuestra herida....
—Es insignificante y mi caballo puede hacer muy bien la jornada de vuelta, que emprenderé ahora
mismo. Con Dios quedad; y saludando de nuevo se dirigió al galope á la entrada del palenque y
desapareció seguido de su escudero.
—Valiente, patriota y altivo, exclamó el príncipe. Tengo para mí que el justador desconocido de hoy es
un gran guerrero francés.
—No lo dudéis, señor, dijo Chandos, y de los más famosos.
CAPÍTULO XXV
CUANDO Roger se presentó en la cámara del barón al siguiente día, hallóle muy ocupado en trazar
sobre emborronado pergamino unos signos retorcidos y enormes, que según averiguó después eran un
conato de carta del barón á su esposa.
—Bien vienes, Roger, dijo alborozado apenas divisó al joven. Confieso que no soy muy fuerte en
achaques de escritura, y aquí me tienes sudando para contar á mi señora la baronesa muchas cosas que
quiero decirle, con unos garabatos que se empeñan en no salir derechos y que no los entenderá ella, ni tú,
ni yo mismo.
Sonrióse el fiel escudero, ofreció al barón escribirle en un santiamén cuantas cartas quisiese y poco
tardó en quedar firmada y sellada la en que el caballero refería ligeramente los principales episodios de
su viaje, el encuentro con los piratas, la desgraciada muerte del joven escudero Froilán de Roda, su
presentación en la corte y cómo se proponía salir sin tardanza para Montaubán, donde el resto de la
famosa Guardia Blanca de su mando entretenía sus ocios quemando y saqueando.
—Algo falta, señor, observó Roger, y si me lo permitís....
—Escribe lo que gustes, Roger, y agrégalo á mi carta, que cuanto digas habrá de ser interesante y
agradable para mi señora la baronesa.
Aprovechando el permiso, describió el doncel lo que por modestia callaba el barón, la gloria
alcanzada por éste en combates y justas; aseguró á la castellana de Morel que la salud del barón era
inmejorable, que todavía quedaban en la escarcela confiada á su guarda muy buenos ducados y durarían
hasta llegar él con su señor á Montaubán, y por último rogaba á la baronesa que aceptase sus respetos y
se sirviese presentárselos muy rendidos á su hija la sin par Constanza.
—Muy bien expresado está todo eso, dijo el barón, moviendo satisfecho su calva cabeza. Y ahora,
Roger, si algo quieres escribir á tus parientes de Inglaterra, lo enviaré con el mismo mensajero que ha de
llevar mis cartas.
—No tengo parientes, señor, dijo Roger tristemente. Mi hermano es el único....
—Sí, recuerdo cómo os separasteis y te aseguro que no pierdes mucho. Pero ya que no personas de tu
misma sangre ¿no tienes allá alguien que te sea querido?
—Oh, sí, replicó el joven, suspirando.
—Vamos, ya veo. ¿Es hermosa?
—Bellísima.
—¿Buena?
—Como un ángel.
—¿Y no te ama?
—No puedo decir que ame á otro.
—En tal caso, tu deber es hacerte digno de su amor. Sé honrado y valiente; sin humillarte ante el
poderoso, muéstrate afable y dulce con el pobre y humilde, y á su tiempo te verás honrado con el amor de
una doncella pura y buena, el mayor galardón á que aspirar pueda todo cumplido caballero. ¿Es tu amada
de noble alcurnia?
—De nuestra más distinguida nobleza, señor.
—Cuidado, Roger, cuidado. No piques muy alto y recojas desengaños y amarguras.
—Vos conocisteis á mi padre, señor barón, y sabéis también lo que vale el linaje de los Clinton de
Hanson....
—Rancia é indiscutible nobleza y gloriosa historia. Mas no lo digo por tus blasones, hijo mío, sino por
tu carencia de fortuna. Si fueras tú el señor de Munster, en lugar de tu bullicioso hermano.... Pero, ó
mucho me engaño ó los pasos que resuenan son los de Sir Oliver.
No tardó en presentarse el rechoncho caballero, rojo de indignación, con la inaudita noticia de que
acababa de enviar un cartel de desafío á los señores de Chandos y Fenton, cancilleres del ducado de
Aquitania y á quienes el príncipe encomendara la elección de los caballeros que con tanto lucimiento
sostuvieron el honor de las armas inglesas en el torneo de la víspera. Atónito el de Morel ante tamaño
desplante, averiguó que el señor de Butrón se sentía ofendido por no haber figurado su nombre entre los
cinco elegidos y se proponía pedir cuenta de aquel desacato á Chandos y Fenton. Trabajo le costó al
barón apaciguar á su alborotado amigo, quien acabó por confesarle que sólo esperaba saborear un nuevo
y gustoso guiso que en aquel momento le preparaban, para enviar también un cartel al mismo príncipe.
—Pero ¿estáis dejado de la mano de Dios? le preguntó el barón. ¿Qué os ha hecho el príncipe?
—Me tiene en poco, lo mismo que Chandos, y empieza á convertirme en blanco de sus pullas y
cuchufletas. ¿Sabéis la que me lanzó anoche después del torneo? Alababa uno de mis amigos la fuerza de
mi brazo y el príncipe tuvo á bien decir que por fuerte que fuera el brazo nunca lo sería tanto como el
espinazo de mi caballo. Gracia ésta que fué recibida con gran risa por todos los presentes.
Rióse también el barón, volvió á calmar á su pletórico amigo lo mejor que supo y pudo, y viéndolo ya
más dispuesto á gozar de sus guisos y golosinas que á seguir lanzando retos á troche y moche, se despidió
de él hasta verse de nuevo en Dax. Sir Oliver se encargaba de mandar los doscientos hombres de Morel y
conducirlos á Dax en unión de sus cincuenta ganapanes, mientras el barón anticipaba su salida de
Burdeos para dirigirse á Montaubán, tomar el mando del resto de la Guardia Blanca que por allí
merodeaba y reunirse al grueso del ejército en Dax antes de que el príncipe emprendiese la marcha con
dirección á España.
—Tú, Gualtero y el sargento Simón me acompañaréis, y también otro arquero que Simón elija para que
cuide de mis armas y arnés, dispuso el barón.
Poco después salía éste de Burdeos acompañado de Gualtero de Pleyel y dos horas más tarde se ponían
en su seguimiento Roger, Simón y Tristán de Horla, para quienes el primero tuvo que procurarse dos
caballejos de las Landas, de tan pobre apariencia como excelentes cualidades. Por el camino iba
pensando Roger, mientras sus dos compañeros departían animadamente, en la conversación que poco
antes había tenido con el barón y se preguntaba si debió de haber completado su confesión revelándole
que no era otra su adorada que la bella heredera de Morel. ¿Cómo hubiera acogido éste semejante
declaración? Desde luégo, declarado había que por su nobleza podía aspirar á la mano de la más linajuda
dama, sin otro obstáculo en su camino que la falta de bienes de fortuna. Por primera vez en su vida deseó
tenerlos, y aunque no dudaba del amor de Constanza, sabía también que la hechicera joven no le daría su
mano sin contar antes con la plena aprobación de su padre.
—¿Dónde dijo el capitán que le encontraríamos? preguntó á la sazón el veterano arquero, volviéndose
hacia Roger y sacándolo de sus meditaciones.
—En Marmande ó Aiguillón, y añadió que no había extravío posible porque desde Burdeos hasta los
dos pueblos nombrados no hay otro camino que éste que seguimos.
—Y que yo conozco como la palma de mi mano, dijo Simón. Quiera mi buena suerte que al regreso lo
recorra tan bien provisto de botín como la última vez que por él pasé. ¿Véis á lo lejos aquel pueblecillo
con el castillejo feudal? Pues es Cadillac, nombre y lugar que tengo en la memoria gracias á la taberna
que estas gentes llaman del Mouton d'Or y que yo llamaría del buen vino, que probaremos muy pronto. Á
orillas del Garona veremos después el villorrio de Bazán, donde me detuve tres días á mi regreso de la
última campaña; y la culpa fué de las hijas del talabartero del lugar, tres pimpollos á cual más rozagante y
á las cuales dí palabra de casamiento.
—¿Á las tres?
—El diablo enredó las cosas de manera que no hubo medio de dejar una ó dos buscando novio. Lo cual
hubiera sido de muy mal gusto, á fe mía, y más tratándose de un arquero galante, porque son á cual más
bonita y el diablo me lleve si hubiera yo podido preferir y elegir una de las tres.
—Pedigüeño tenemos, dijo en aquel punto Tristán, señalando hacia un árbol cercano á cuya sombra se
sentaba un viejo, cubierto desde el cuello hasta los descalzos pies con tosco sayal gris de triple esclavina
y llevando un grasiento sombrero de anchas alas con tres conchas cosidas en hilera al frente de la copa.
—Diría que es un religioso ó peregrino, á no ser por las extrañas mercancías que parece tener de venta,
dijo Simón.
Acercándose vieron que sobre una tabla que delante tenía se hallaban colocados en línea algunos trozos
de madera, varias piedras y un clavo de buen tamaño.
—Socorred, señores, á un pobre peregrino, exclamó el viejo, que perdió la vista de sus ojos después
de contemplar con ellos los Santos Lugares y que no prueba bocado desde hace dos días.
—Pues nadie lo diría al ver lo repleto y lucio que estáis, buen hombre, dijo Simón mirándole
atentamente.
—Con esas ligeras palabras no hacéis más que aumentar mi pena, dijo el ciego. Me véis repleto y
obeso al parecer y por ende me creéis bien comido, cuando lo que en realidad me hincha y me mata es
una hidropesía incurable.
—¡Pobre hombre! murmuró Roger.
—¡Mala centella me parta si vuelvo á decir palabra! exclamó el arquero arrepentido.
—No juréis, dijo el peregrino, y por lo que á mí toca os perdono de corazón. Mis desgracias y mi
desamparo han llegado á tal extremo que por fin me veo obligado á deshacerme de mis tesoros para
procurarme algunos recursos con que terminar mi viaje. Voy al santuario de Nuestra Señora de
Rocamador y allí espero acabar mis días.
—¿Y qué tesoros son esos de que habláis?
—Helos aquí, sobre esta tabla. Ante todo este clavo, uno de los que contribuyeron al infame suplicio
que tuvo por consecuencia la redención de la humanidad. Obtuve esta reliquia invaluable de los
descendientes de José de Arimatea, que viven todavía en Jerusalén.
—¿Y esas piedras y maderas? preguntó Tristán, no menos sorprendido que sus compañeros.
—Una astilla de la verdadera cruz, otra del arca de Noé y la tercera de la puerta del gran templo de
Salomón. De los tres cantos que aquí tengo, el menor fué uno de los que le arrojaron á San Esteban sus
crueles verdugos, y los otros dos proceden de la torre de Babel. Mucho me ha costado obtener estas
preciadas reliquias y por todo el oro del mundo no me hubiera separado de ellas; pero próximo á morir,
porque siento que mis días están contados, os ofrezco las que queráis, al precio que vuestros recursos os
permitan ofrecerme.
Transportado Roger y sin reflexionar gran cosa, se volvió hacia sus compañeros diciéndoles:
—Ocasión como esta no volverá á presentársenos en toda la vida. Sin el clavo ese no me quedo, y se lo
he de llevar y ofrecer á la abadía de Belmonte.
—Como yo le llevaré á mi madre esa piedra que le arrojaron al santo, dijo Tristán.
—Pues á mi vez prefiero la astilla de las puertas del templo, dijo por su parte Simón, y aquí os entrego
tres ducados, de cuatro que me quedan.
—Y aquí van dos más, agregó Tristán.
—Y cuatro míos, dijo Roger.
Con lo cual se despidieron del piadoso y cuitado peregrino, llevándose aquellas venerables reliquias
tan impensada cuanto fácilmente adquiridas.
Lo malo fué que á poco andar dieron con una herrería, donde se detuvieron para atender al caballo de
Simón, que mucho necesitaba los servicios del herrero. En conversación con éste, contóle Simón su
reciente encuentro y la gran compra que habían hecho; ver el rústico las reliquias y echarse á reir fué todo
uno, y asiendo un cajón lleno de luengos clavos se lo presentó á Roger.
—Mirad, le dijo, si vuestro clavo no es uno de estos y si los cascorros y astillas del santo varón no
proceden del montón aquel que está á mi puerta y donde yo mismo se los ví tomar no hace dos horas y
meterlos en su zurrón. El clavo me lo pidió él mismo y yo se lo dí. ¡Por vida de! Sobrado crédulos sois
para soldados.
Oir aquello y echar á correr en busca del tramoyista viejo fué todo uno. Á poco lo vieron en lo alto de
una cuesta que formaba el camino, pero también los divisó él á buena distancia y suponiendo la embajada
que llevaban, prescindió de su ceguera y dejando el camino se metió por los jarales y ganó el bosque,
dejando más que mohinos á los tres amigos, tan bonitamente burlados.
CAPÍTULO XXVI
EN Aiguillón, á donde llegaron aquella noche, los esperaban el barón de Morel y el risueño Gualtero,
cómodamente instalados en la hostería del Bâton Rouge. El noble inglés sostenía interesante coloquio
con un afamado caballero del Poitou, Gastón de Estela, que acababa de llegar de Lituania, donde había
servido con los caballeros teutones á las órdenes del gran maestre de Marienberga. Complacidísimo el
señor de Morel con aquel encuentro, se pasó las horas muertas hablando de campañas, asedios, justas y
aventuras y amanecía cuando se despidió del de Estela. No le impidió esto ponerse en camino á la
temprana hora que había fijado la víspera, y dejando en Aiguillón el curso del Garona, tomó con sus
cuatro acompañantes por la orilla del Lot, no ya en dirección de Montaubán sino de Villafranca, por
donde, según noticias recogidas en el camino, andaban sueltos unos arqueros ingleses más malos que
Caín y que desde luego supuso eran los mismos á quienes buscaba y de quienes era capitán. Numerosos
indicios revelaban la agitación y el estado de alarma predominantes en aquella comarca y más de una vez
se vió cercada y detenida la pequeña cabalgata por numerosos grupos de vecinos armados, á quienes
tuvieron que dar cuenta del objeto de su viaje, so pena de hacerse sospechosos y verse metidos en un mal
lance.
—Bien se echa de ver que la paz de Bretigny no ha procurado gran sosiego á esta región, dijo el señor
de Morel. En ella parecen haberse congregado cuanto malsín y aventurero quedaron por Francia y
Aquitania después de la guerra, gente sin fe ni ley que vive del despojo y la violencia. Aquellas altas
torres que allí véis pertenecen á la villa de Cahors, y más allá queda la tierra de Francia.
En Cahors descansaron los caminantes, sin incidente ni aventura que merezcan relato aparte, y al dejar
aquella población se apartaron también de las orillas del río, tomando una senda estrecha y tortuosa que
atravesaba extensa y desolada llanura. Limitábala por el sur frondoso bosque, al salir del cual anunció el
barón á sus escuderos que habían dejado atrás los dominios de Inglaterra y pisaban el territorio francés.
Por todas partes se veían montones de ruinas, árboles y campos quemados, viñedos cubiertos de piedras,
puentes destrozados y aquí y allá un castillo ó un monasterio convertidos en escombros; señales por
doquier del asolamiento y la rapiña. Aquel espectáculo contristó el ánimo de los viajeros y el barón
empezó á preguntarse con recelo si en tal yermo hallaría provisiones para su pequeña tropa. Grande fué
por lo tanto la satisfacción de hidalgos y arqueros al notar que el sendero desembocaba en ancho camino
y que á poca distancia del cruce se veía una casa intacta, grande y cuadrada, una de cuyas ventanas
ostentaba la enorme rama seca que anunciaba un mesón ó paradero.
—¡Ya era tiempo, vive Dios! exclamó el barón regocijado. Adelántate, Roger, y dí al dueño de esa
hostería ó taberna ó lo que sea que prepare alojamiento para un caballero inglés y sus servidores.
Picó Roger espuelas á su caballo y llegó á la puerta de la casa, dejando á sus compañeros á un tiro de
ballesta. No viendo alma viviente, empujó la entornada puerta, entró en el zaguán y llamó á gritos al
mesonero. Ni por esas; y como no era cosa de quedarse plantado allí, el joven escudero se coló
bonitamente en una gran pieza que á la izquierda quedaba y en cuyo hogar chisporroteaban y ardían con
alegre llama unos gruesos troncos. Junto al fuego y sentada en un sillón de baqueta de altísimo respaldo,
hallábase una dama cuya edad no pasaría de los treinta y cinco, y cuyos ojos, cejas y cabellos negrísimos
contrastaban con la extremada blancura de la tez. Pero más que su hermosura llamaban en ella la atención
su aire majestuoso y digno y la expresión grave y pensativa del semblante. Sentado frente á ella en un
escabel se hallaba un hidalgo de robusta apariencia, cuyos anchos hombros cubría holgada capa negra y
que tenía puesta una gorra de terciopelo negro también, con rizada pluma blanca. Sobre la tosca mesa
cercana se veían un jarro de vino y un cubilete de estaño, que el hidalgo llenaba y vaciaba de cuando en
cuando; al entrar Roger se ocupaba en partir y comer nueces, de las que había un plato lleno sobre la
mesa y cuyas cáscaras arrojaba entre las llamas del hogar. Volvió un tanto el rostro para mirar á Roger y
éste contempló con sorpresa unas facciones deformes, cruzadas de cicatrices, unos ojillos verdosos y la
nariz abollada y torcida como si hubiera recibido tremendo golpe.
—¿Sois vos el que así vocea? exclamó con voz gutural y desabrido acento. ¿Habráse visto jovenzuelo
con más frescura y menos miramientos? Ganas tengo de coger mi látigo y daros una lección que bien
necesitáis.
El asombro de Roger creció de punto, sobreponiéndose á su indignación y por algunos instantes
permaneció inmóvil, mirando al insolente caballero y sin saber cómo contestarle en presencia de la
dama. En aquel momento llegaron á la puerta el barón, Gualtero y los dos soldados y echaron pie á tierra;
mas apenas oyó el desconocido sus voces y la lengua en que hablaban, enfureciósele el rostro y arrojando
con fuerza al suelo el plato de nueces empezó á dar voces desaforadas llamando al hostalero. Acudió éste
pálido y temblando y dirigiéndose á la puerta de la casa dijo en voz baja á los recién llegados:
—No lo encolericéis, mis buenos señores, por el amor de Dios lo pido.
—¿Qué decís? ¿De quién se trata? preguntó el barón.
Antes de que Roger pudiera explicarse resonó de nuevo la voz del irritado huésped:
—¿Pero qué sentina es ésta? gritó. ¿No os pregunté al llegar, posadero de los demonios, si estaba
vuestra casa limpia de sabandijas, para que pudiera alojarse en ella mi noble esposa sin asco ni
molestias?
—Y os contesté, poderoso señor, que está limpia como una patena, replicó el otro humildemente.
—¿Pues cómo se entiende, bellaco, que apenas llegados á ella oigamos ya la charla de esos
condenados ingleses? ¿Qué peores ni más dañinas sabandijas para un buen caballero francés? ¡Que se
larguen pronto, maese, y de lo contrario, tanto peor para ellos y para vos!
No se lo hizo repetir el posadero, que salió corriendo de la estancia, á tiempo que la dama protestaba
dulcemente contra el violento lenguaje del caballero.
—¡Por amor de Dios! dijo el atribulado posadero á los ingleses, hacedme la merced de seguir vuestro
camino. Villafranca no dista más de dos leguas y allí encontraréis cómodo alojamiento en la posada de
Anjou.
—No haré yo tal, dijo el barón de Morel, sin ver antes á quien así habla y decirle dos palabras.
¿Cuáles son su nombre y sus títulos?
—Imposible nombrarle, señor, sin su permiso. Pero ved que si entráis montará en ira y entonces....
Creedme, mi buen señor; ¡no sabéis de quién se trata! Discreto sois, avisado estáis; ¡seguid, por merced,
vuestro camino!
—¡Calle el ventero! exclamó furioso ya el noble inglés. Ó mejor, id á decir á ese tan formidable
caballero que aquí está y aquí se queda el barón León de Morel, porque así le place y sin que él ni nadie
sea osado á impedírselo. ¡Id!
Azorado el pobre hombre y sin saber á qué santo encomendarse, dió algunos pasos por el zaguán,
cuando se abrió de golpe la puerta interior y apareció el furibundo francés, cerrados los puños y las
deformes facciones convulsas por la ira.
—¡Todavía estáis ahí, perros ingleses! gritó. ¡Mi espada, venga mi espada! Pero en aquel instante se
fijaron sus ojos en el escudo blasonado del barón, sostenido por Tristán, y después de contemplarlo un
instante suavizóse la expresión de su semblante y apareció en sus labios una sonrisa.
—¡Mort Dieu! exclamó, ¡pues si es mi espadachín de Burdeos! Las cinco rosas. Motivos tengo para
recordarlas desde que las ví, no hace tres días, en las justas del Garona. ¡Ah, señor León de Morel, tengo
contraída con vos una deuda! y al decir esto señaló su hombro derecho, vendado con un pañuelo de seda.
Pero la sorpresa del desconocido al ver al barón no pudo compararse con la de éste. Miró fijamente al
herido y por fin exclamó con acento que revelaba su profundo regocijo:
—¡Bertrán Duguesclín!
—El mismo que viste y calza, replicó el otro riéndose. Bien hice, á fe mía, en ocultar el rostro allá en
Burdeos, pues quien lo ve una vez jamás lo olvida. Yo soy, señor de Morel, y hé aquí mi mano, que jamás
estrechará otras manos inglesas que la vuestra y la de Chandos.
—No soy joven, repuso el barón, y las guerras han añadido algunos años á los que ya tengo, pero hasta
ahora no me había otorgado el cielo la merced y la honra de cruzar mi espada con otra de tan limpia y
merecida fama como la que me opusisteis vos en la liza de Burdeos. ¡Feliz yo mil veces! Imposible me
parece todavía haber tenido tan alta honra.
—¡Voto á! Motivos me habéis dado para no dudarlo, querido barón, dijo el famoso guerrero con gran
risa. Pero venid, y entren también vuestros escuderos. No quiero privar á mi amada compañera del placer
de ver en vos á un modelo de nobles, aunque inglés, y á un guerrero famoso.
Recibiólos la noble dama con bondadosa sonrisa y á los pocos minutos de conversación se había
conquistado ya todo el respeto y toda la admiración de Morel y sus escuderos. Con el aire de una reina y
las maneras de la más aristocrática dama, poseía un tacto incomparable, un encanto que á todos seducía.
Únase á esto el misterio de que la rodeaba la creencia general de que poseía una facultad sobrenatural, la
de adivinar y predecir lo futuro y se comprenderá la impresión vivísima que produjo en los tres hidalgos
ingleses.
El mismo Duguesclín observaba con evidente satisfacción el interés que en ellos despertaban la
conversación amena de su esposa, sus puras y elevadas ideas y la ilustración nada común de que daba
clara muestra sin la menor pesadez ni afectación.
—Perdonad, dijo por fin el guerrero francés. Tan noble y grata compañía merece digno albergue y este
ventorrillo no puede ofrecéroslo para pasar la noche. Aprovechemos el poco tiempo que nos queda para
montar á caballo y llegar al castillo de Tristán de Rochefort, situado á una legua de Villafranca y al cual
nos dirigíamos cuando resolvimos descansar aquí algunas horas. Es el señor de Rochefort antiguo
compañero de mis campañas y hoy senescal de Auvernia.
—Y os recibirá en palmas, á no dudarlo, dijo el barón. Mas ¿qué pensará el senescal de nuestra
llaneza?
—Pues os bendecirá cuando sepa que venís á limpiar la comarca de esos tunantes uniformados que la
devastan. ¡Á caballo, señores! Y vos, maese, aquí tenéis unas monedas de oro; si algo sobra, tenédselo en
cuenta al primer caballero necesitado que por aquí aporte.
Momentos después cabalgaban ambos señores y la dama entre ellos, escoltados por el joven Pleyel.
Habíase retardado Roger en el mesón llamando á los arqueros, cuando oyó una voz angustiada pidiendo
favor á gritos. Acercóse á la puerta de la estancia de donde procedían las voces y se halló de manos á
boca con Simón y Tristán, que se reían á carcajadas y se dirigieron apresuradamente á la puerta del
caserón, donde los esperaban sus monturas. Entró Roger en la habitación y quedó atónito al ver que de un
fuerte garfio de hierro pendiente del techo colgaba un hombrecillo que era quien tan desaforadamente
gritaba. El garfio lo tenía sujeto por el cinto y el infeliz manoteaba y perneaba como un poseído.
—¡À moi, mes amis! seguía berreando, cárdeno el rostro. ¡Favor al campeón del Obispo de
Montaubán! ¡À moi!
Llegó el ventero en aquel instante, precipitóse con Roger en auxilio del colgado, para lo cual tuvieron
que subirse sobre la pesada mesa de encina en la que se veían los restos del refrigerio de ambos
arqueros, y no sin trabajo lograron desenganchar al campeón del obispo.
—¿Se ha ido? preguntó apenas puso los pies en el suelo.
—¿Quién?
—El gigante, el monstruo de la cabellera roja.
—¡Ah, vamos! Tristán el arquero. Sí, se ha ido, dijo Roger.
—¿Y no volverá?
—No.
—¡De buena ha escapado! exclamó el hombrecillo dando un suspiro de satisfacción. ¡Cobarde!
¡Atreverse conmigo y huir! ¡Ah, de haberme esperado hubiera hecho con él un escarmiento, como hay
Dios, para ejemplo de pícaros!
—Permitidme, señor de Pelisier, dijo el ventero, que ponga á vuestra disposición mi caballejo, con el
cual no tardaréis en alcanzar al descortés arquero.
—Ni pensarlo, exclamó apresuradamente el fanfarrón. Tengo estropeada una pierna desde el día en que
maté á tres enemigos, en el combate de Castelnau.
—¡Pues corro á buscarlo yo mismo, para que lo castiguéis cual se merece quien de tal suerte ofende á
mi buen parroquiano, el señor Oscar Reginaldo Bombardón de Pelisier!
—¡Pas si vite, mon ami! Yo sabré buscarlo en su día. Imaginaos el destrozo que sufriría vuestra
hacienda si ese gigante y yo trabásemos aquí descomunal combate.
En aquel momento se oyó el trote de un caballo que se detuvo á la puerta de la hostería, palideció el
prudente Pelisier y se agazapó bajo la mesa, á tiempo que se oía la voz de Gualtero llamando á Roger.
Dejó éste la venta con su compañero y pronto alcanzaron á los dos arqueros.
—Bonita manera de tratar al señor Bombardón de Pelisier, dijo Roger á Tristán con fingida severidad.
—No lo hice adrede... comenzó á decir el mocetón, á la vez que Simón prorrumpía en sonoras
carcajadas.
—¡Por el filo de mi espada! exclamó. Fanfarrón más insoportable no espero volver á verlo en mi vida.
Se negó á comer y beber con nosotros y aun á dirigirnos la palabra. Después empezó á contar sus proezas
á las vigas del techo y acabó diciendo que había matado más ingleses que pelos tenía en la cabeza. Iba yo
á despanzurrarlo de un puntapie, cuando este mameluco alargó su manaza y agarrando á Bombardón me lo
colgó del gancho como un cochinillo ó un trozo de cecina. ¡Por vida de! ¡Ja, ja, ja!
Reíanse todavía de la aventura los cuatro amigos cuando alcanzaron á su capitán y poco después
llegaron todos al castillo de Rochefort, cuyas puertas se les abrieron de par en par apenas oyeron los que
las guardaban el nombre de Bertrán Duguesclín.
CAPÍTULO XXVII
VISIÓN PROFÉTICA
TRISTÁN de Rochefort, senescal de Auvernia y señor de Villafranca, había encanecido peleando contra
los invasores ingleses y desde que se firmó la paz no había tenido punto de reposo, persiguiendo á las
partidas de aventureros, salteadores y vagos que infestaban la comarca de su mando. De aquellas
excursiones regresaba unas veces vencedor, con una docena de prisioneros que no tardaban en aparecer
ahorcados sobre los muros de la fortaleza; y otras se le veía volver huyendo y perseguido de cerca por
desertores y bandidos de todas razas y cataduras. Odiado por sus enemigos, lo era también por los
mismos á quienes gobernaba y defendía, pues aparte de su dureza y despotismo no le perdonaban los
azotes y las torturas con que les había obligado á pagar su propio rescate, las dos veces que los ingleses
lo habían hecho prisionero.
Su residencia era una sombría fortaleza de sólidas murallas y con alta torre almenada en su centro.
Numerosa era la guardia que nuestros viajeros hallaron á la puerta del castillo, pero la doble águila de
Duguesclín ofrecía por entonces el mejor salvoconducto para viajar en aquella turbulenta región y era
también llave de oro capaz de abrir todas las fortalezas de Francia. El noble veterano acudió presuroso á
recibir á su amigo y compañero de armas; y fué grande su júbilo al saber que el acompañante de
Duguesclín no tardaría en librar al país de aquellos endemoniados arqueros ingleses que más de una vez
habían puesto en fuga á los soldados del senescal enviados contra ellos.
Una hora después tomaban asiento en torno de la bien servida mesa los tres nobles guerreros y las
damas de Duguesclín y Rochefort, alegre y amable esta última y mucho más joven que su dueño y señor;
otros dos huéspedes del senescal eran Amaury de Monticourt, de la orden de los Hospitalarios y Otón
Reiter, caballero bohemio de gran fama, y también tomaron asiento con sus señores cuatro escuderos
franceses, los dos de Morel, Roger y Gualtero y el capellán de la fortaleza. Larga y alegre fué la cena, sin
que uno siquiera de los comensales se acordase de los rencorosos y hambrientos pecheros que en
aquellos mismos instantes, ocultos entre la maleza, contemplaban desde lejos y con ideas de venganza y
muerte las ventanas iluminadas del castillo.
Levantados los manteles, tomaron cómodo asiento los huéspedes del senescal en torno de un gran
fuego, porque estaba la noche desapacible y fría. El señor de Rochefort manifestó como de costumbre el
desprecio que le inspiraban los que él llamaba guardadores de cerdos y soeces villanos; defendió el
bondadoso capellán á las pobres gentes del pueblo; comentóse la osadía creciente de los pecheros y su
menguante respeto por los privilegios de la nobleza y en amena plática pasaron agradablemente las horas.
Rato hacía que Roger contemplaba con interés y no sin alguna alarma el rostro de la noble esposa de
Duguesclín, que hundida en su sillón parecía últimamente ajena á cuanto en torno suyo se decía, brillantes
los ojos, fija la mirada y empalidecidas las mejillas. Notó Roger que Duguesclín observaba también á su
esposa, inquieto y trémulo.
—¿Qué tenéis, esposa mía? le preguntó.
—Nada, Bertrán, dijo ella con voz apagada y sin apartar los ojos del muro opuesto en que fijos los
tenía. Pero allí... una visión....
—Me lo temía, dijo el célebre guerrero francés. Os debo una explicación, señores. Mi buena esposa
está dotada de una facultad profética que se manifiesta en ella de tarde en tarde y le permite predecir
determinados acontecimientos futuros. Misterio es éste incomprensible para mí, pero ese poder
extraordinario había hecho ya la admiración de todos allá en Bretaña, mucho antes de que yo viese por
primera vez á mi Leonor en Dinán. Lo que puedo aseguraros es que ese dón suyo procede del cielo y no
del espíritu del mal, que es lo que constituye la diferencia entre la magia blanca y la magia negra. Y por
indicios que me son harto conocidos, comprendo que mi buena compañera se halla al presente en uno de
esos momentos lúcidos. La última vez que la ví en el mismo estado, la víspera de la batalla de Auray, me
predijo que el siguiente día sería fatal para mí y para Carlos de Blois. Veinte y cuatro horas después
había muerto éste y veíame yo prisionero del señor de Chandos....
—¡Bertrán, Bertrán! llamó la vidente con dulce voz.
—Decidme, amada mía, qué me reserva la suerte.
—Un peligro grande te amenaza, Bertrán, en este mismo instante.
—¡Bah! Un soldado está siempre en peligro, dijo el gran campeón francés con tranquila sonrisa.
—Pero tus enemigos se ocultan, se arrastran, te rodean en este momento. ¡Ah, Bertrán! ¡Guárdate!
Tal expresión de terror manifestaban sus facciones descompuestas y los ojos desmesuradamente
abiertos, que Duguesclín miró rápidamente en torno de la sala, clavó la vista por breves instantes en los
tapices que cubrían las paredes y luégo en los anhelantes rostros de sus amigos.
—Esperaré ese peligro si él no me espera á mí, dijo. Y ahora, Leonor, habla. ¿Cuál será el término de
la guerra de España?
—Apenas puedo ver lo que allí sucede. Espera.... Grandes montañas y más allá una extensa y árida
llanura, el chocar de las armas, los gritos del combate. El fracaso mismo de tu misión en España te dará
el triunfo en definitiva....
—¿Qué decís á eso, barón? Amargo y dulce á la vez, ó como si dijéramos, un favor y un disfavor. ¿No
queréis hacer vos mismo alguna pregunta?
—Si me lo permitís. ¿Os place decirme, señora, qué sucede allá en el castillo de Monteagudo?
—Para contestar á esa pregunta necesito posar mi mano sobre una persona cuya memoria y cuya mente
estén fijas de continuo en ese castillo de que habláis. ¿Vuestra mano? No, barón; otra persona hay aquí
cuyo pensamiento permanece fijo en Monteagudo aun con más insistencia que el vuestro....
—Me asombráis, noble señora, balbuceó Morel.
—Acercáos, joven de los rubios cabellos rizados, dijo doña Leonor extendiendo la diestra en dirección
de Roger. Poned vuestra mano sobre mi frente. Así, esperad. Una niebla espesa de la cual se destaca
enorme torre cuadrada; la niebla se disipa, ya veo las murallas, la fortaleza toda, en una verde colina, con
el río á sus pies, las olas del mar á distancia y una iglesia á tiro de ballesta de las almenas. Junto al río se
alzan las tiendas de los sitiadores.
—¡Los sitiadores! exclamaron á la vez el barón, Gualtero y Roger.
—Sí, que asaltan los muros con vigor. Ya plantan las escalas y disparan un nublado de flechas. Allí su
jefe, alto y hermoso, con luenga barba rubia, lanza á sus soldados contra la maciza puerta. Pero los del
castillo se defienden valerosamente. Una mujer, sí, una heroína los manda. Dos, dos mujeres sobre la
muralla animan á las gentes de Morel, que devuelven golpe por golpe y lanzan grandes piedras sobre sus
enemigos. Cayó el jefe de éstos y sus soldados retroceden, huyen, todo se obscurece, nada más veo ya....
—¡Por San Jorge! exclamó el barón. Apenas puedo creer que Salisbury y Monteagudo sean teatro de
tales escenas; pero habéis hecho tan exacta descripción del terreno y la fortaleza que me llenáis de
asombro y de temor.
—Aprovechad los momentos si algo más queréis saber, dijo Duguesclín.
—¿Cuál será el resultado de esta larga serie de luchas entre Francia é Inglaterra? preguntó uno de los
escuderos franceses.
—Ambas conservarán lo que es suyo, contestó la dama.
—¿Luego nosotros seguiremos dominando en Gascuña y Aquitania? preguntó el señor de Morel.
—No. Tierra francesa, sangre y lengua francesas. De Francia son y ella las reconquistará y conservará.
—¿Pero no Burdeos?
—Burdeos es también Francia.
—¿Y Calais?
—También Calais.
—¡Negra estrella la nuestra si tal sucede! exclamó el barón. ¿Qué le quedará entonces á Inglaterra?
—Permitid, barón; y vos, señora, decidme antes ¿cuál será el porvenir de nuestra amada patria?
preguntó lleno de júbilo Duguesclín.
—Grande, rica y poderosa. Á través de los siglos véola al frente de las otras naciones, pueblo rey entre
todos los pueblos, grande en la guerra pero más grande aún en la paz, progresiva y feliz, sin más monarca
que la voluntad de sus hijos, una desde Calais hasta los azules mares del sur.
—¿Oíslo, señor de Morel? exclamó triunfante el caudillo francés.
—Pero ¿qué de Inglaterra? preguntó tristemente el barón. La profetisa parecía contemplar con profunda
sorpresa un cuadro insólito, un espectáculo para ella inesperado.
—¡Dios mío! exclamó por fin. ¿De dónde proceden esos vastos pueblos, esos estados poderosos que
ante mí se levantan? Y más allá otros, y otros, allende los mares. Ocupan continentes enteros en los que
resuenan los martillos de sus fábricas y las campanas de sus iglesias. Sus nombres, muchos, son ingleses
y también la lengua que hablan. Otras tierras, cercadas por otros mares y bajo diverso cielo, pero son
también tierras inglesas. La bandera de San Jorge ondea por todas partes, así bajo el sol de los trópicos
como entre las nieves del polo. La sombra de Inglaterra se extiende al otro lado de los mares. ¡Bertrán,
Bertrán! ¡Nos vencen, porque el menor de sus capullos es más hermoso que la mejor y más perfumada de
nuestras flores!
La profetisa dió una gran voz, alzóse del asiento y cayó desvanecida en brazos de su esposo, que dijo
conmovido:
—¡Ha terminado la visión, la hora sagrada y misteriosa que revela el secreto de lo porvenir!
CAPÍTULO XXVIII
MUY tarde era cuando Roger pudo retirarse á descansar, no sin dejar antes cómodamente instalado al
barón en la habitación que le había sido destinada. La suya, situada en el piso segundo de la feudal
morada, contenía un pequeño lecho para él y tendidos en el suelo dos colchones en los que al entrar
Roger dormían y roncaban Simón y Tristán. Rezaba el joven sus oraciones cuando oyó un discreto golpe
dado á la puerta y casi en seguida entró Gualtero con un candil, pálido el rostro y temblorosas las manos.
—¿Qué ocurre, amigo? le preguntó prontamente Roger.
—Apenas sé qué decirte. Me asaltan los más tristes presentimientos y tiemblo sin saber por qué. ¿Te
acuerdas de Tita, la hija del artista de Burdeos? Yo la requerí de amores allá en la calle de los Apóstoles
y le dí una sortija de oro que me prometió llevar siempre en recuerdo mío. Al despedirnos me dijo que su
pensamiento me seguiría en las guerras y que mis peligros serían también los suyos propios.... Pues acabo
de verla.
—¡Bah! Estás sobreexcitado con las profecías y los espasmos de mi señora Duguesclín y se te antojan
los dedos huéspedes.
—Te digo que la he visto ahora mismo, al subir la escalera, tan distintamente como veo á esos dos
arqueros dormidos. Tenía los ojos anegados en lágrimas y sus manos se adelantaban como para
protegerme....
—Mira, Gualtero, es tarde y necesitas descansar. ¿Dónde está tu cuarto?
—En el próximo piso. Queda precisamente sobre éste. ¡La santa Virgen nos proteja!
Oyó Roger las pisadas de su amigo en la escalera, y dirigiéndose después á la ventana contempló el
paisaje iluminado por la luna. Por aquella parte del castillo se extendía una ancha faja de terreno cubierto
de menuda hierba y algo más lejos dos bosquecillos separados por un espacio descubierto en el que sólo
crecían algunos matorrales, plateados por los rayos de la luna. Mirábalos Roger distraído, cuando vió
que un hombre salía lentamente de entre los árboles de la derecha y cruzando con rapidez el claro,
inclinándose como si quisiera ocultarse, desapareció en el bosquecillo de la izquierda. Tras él pasó otro
y después otro, y luego muchos más, solos ó en grupos, llevando no pocos de ellos unos grandes bultos
asegurados á la espalda. Absorto quedó el joven escudero por un momento, pero muy pronto se inclinó y
tocó ligeramente el hombro de Simón.
—¿Quién va? exclamó el arquero levantándose de un salto. ¡Hola, mon petit! Creí que nos sorprendía
el enemigo. ¿Qué me quieres?
Llevóle Roger á la ventana y díjole lo que acababa de ver.
—Mira, mocito, fué la contestación del veterano; en este endemoniado país yo ya no me admiro de
nada. Á bien que hay en él más tunantes que conejos en los sotos de Hanson, gentes desalmadas todas,
que se pasean de noche porque si lo hicieran de día no tardaría en echarles mano el verdugo. ¡Mala
centella los parta y á dormir se ha dicho! Pero antes no estará de más correr este cerrojo, que estamos en
casa extraña. Acuéstate y duerme.
Con esto se tendió el arquero en su jergón y á los dos minutos dormía profundamente. Imitóle Roger,
pensó que serían ya cerca de las tres de la mañana y dormitando se hallaba cuando le pareció que alguien
empujaba y hacía crujir la puerta del cuarto, procurando en vano abrirla. Púsose á escuchar sobresaltado
y oyó pasos cautelosos que se alejaban de su puerta y continuaban escalera arriba. Poco después resonó
algo como un grito ahogado, como un lamento de agonía y cuando Roger se disponía á saltar del lecho,
dirigió la vista á la ventana y quedó casi paralizado de terror. Un cuerpo humano se balanceaba
lentamente ante el hueco de la ventana y de la parte exterior del muro. Pendía de una cuerda anudada al
cuello y fija evidentemente por el otro extremo en la ventana del piso superior. Una atracción irresistible
obligó á Roger á saltar del lecho y acercarse, á tiempo que la luz de la luna daba de lleno en el rostro del
ahorcado. Era Gualtero de Pleyel, cobardemente sorprendido y asesinado. Al tremendo grito de sorpresa
y de dolor que lanzó Roger se despertaron sobresaltados los dos arqueros.
—El pedernal y la yesca, pronto, dijo Tristán con reposada voz. Esta luz de luna es cosa de espectros.
Aquí está el candil y ahora nos veremos las caras.
—Es el pobre Pleyel, no hay duda, gruñó Simón. ¡Pero que me aspen si no le ajusto yo las cuentas á
este senescal de los demonios por la manera que tiene de tratar á sus huéspedes!
—No, no, Simón, los asesinos son aquellos bandidos ocultos en el bosque de que te hablé antes. Y el
barón, sabe Dios qué suerte le habrá cabido. Vuelo á su lado....
—Un momento, camarada, que yo soy perro viejo y sé cómo se hacen estas cosas. Lo primero es poner
mi casco en la punta del arco. Tú abres la puerta lentamente y yo presento el cebo á esos canallas, si por
ventura están ahí esperando degollarnos.
Así lo hicieron, y no bien se abrió la puerta y asomó por ella el almete, recibió éste un tremendo tajo y
estallaron los gritos de los asesinos. Pero antes de que pudieran repetir el golpe brilló la espada de
Simón, y uno de sus enemigos cayó atravesado de parte á parte.
—¡Adelante! ¡Seguidme, y á ellos! gritó Simón, y abriendo de par en par la puerta se lanzaron los tres
ingleses fuera del cuarto, atropellando violentamente á dos hombres que hallaron á su paso y bajando las
escaleras á toda prisa.
Los gritos partían del piso inferior, cuyo vestíbulo iluminaban vivamente algunas antorchas clavadas en
los trofeos que adornaban sus paredes. Frente á una de las tres puertas que daban al vestíbulo veíanse los
ensangrentados cadáveres del senescal y de su esposa, ésta con la cabeza separada del tronco y aquél
atravesado el cuerpo por una pica. Junto á ellos, muertos también, tres servidores del castillo,
destrozados é informes como si hubiera caído sobre ellos una manada de lobos. En la puerta inmediata,
Duguesclín y el barón de Morel, á medio vestir y mal armados, tenían á raya á los asesinos; en los ojos
de ambos guerreros brillaba con luz siniestra el fuego del combate y ante ellos se amontonaban los
cadáveres enemigos. Un numeroso grupo de hombres andrajosos, con horrendos visajes y armados de
picas, hoces y chuzos, arremetía de nuevo contra los dos caballeros, que hacían prodigios de valor y
destreza, en el momento en que les llegó el refuerzo de Roger y los dos arqueros, cuyas espadas abrieron
sangriento camino en la vocinglera turba. Retrocedió ésta con gritos de rabia, uniéronse y adelantáronse
los cinco defensores del castillo y no tardó en quedar libre de enemigos el vestíbulo. Tristán se apoderó
de los dos últimos y los lanzó escaleras abajo, sobre las cabezas de sus compañeros.
—¡No los sigáis! gritó Duguesclín. Si nos separamos estamos perdidos. Poco me importaría morir
matando, pero tengo que proteger á mi pobre esposa. ¿Qué nos aconsejáis, barón?
—Para consejos estoy yo, que todavía no sé á qué viene ni qué significa esta matanza.
—Son esos perros bandidos del bosque, la ralea peor que se conoce en la tierra. Se han apoderado del
castillo. Mirad por esa ventana.
—¡El cielo me valga! Hay más de un millar dentro de la fortaleza y sobre las murallas. En aquel grupo
con antorchas están descuartizando á un arquero. Allí arrojan á otro desde el muro. Por las abiertas
puertas entran ahora muchos con grandes haces de leña y ramaje....
—Justo, para pegar fuego al castillo.
—¡Quién me diera ahora mi Guardia Blanca! Pero ¿dónde está Gualtero?
—Ha sido asesinado, señor.
—¡Dios acoja su alma! Y ahora, á defendernos y sobretodo á defender á una dama que necesita de todo
nuestro esfuerzo. Aquí llega quien quizás pueda servirnos de guía por estos corredores y aun conducirnos
fuera de la fortaleza.
—En la cual no tardaremos en morir asados si no la dejamos pronto, agregó Duguesclín.
Los que llegaban bajando los escalones de cuatro en cuatro eran un escudero francés y el caballero
bohemio, con una herida en la frente el último.
—Habla, Godofredo, dijo Duguesclín al escudero. ¿Conoces alguna salida libre?
—La única es el subterráneo secreto que da al campo y por él han entrado esos bandidos con el auxilio
de algún traidor dentro de la fortaleza. El caballero hospitalario, que venía delante de nosotros, cayó
muerto allá arriba de un hachazo en el cráneo. La servidumbre y la guarnición han sido pasadas á
cuchillo. Somos los únicos que han escapado con vida hasta ahora. En mi opinión el único recurso es
refugiarnos en la torre, cuyas llaves véis allí, pendientes del cinto de mi infortunado señor. Una vez en
ella podremos defender con más ventaja la estrecha escalera; los muros de la torre son gruesos y el fuego
tardará mucho en consumirlos. Con tal que podamos conducir á la dama....
—Iré yo misma, se oyó decir á la noble señora, que apareció pálida y grave á la puerta de la habitación
que con su esposo ocupara aquella noche fatal. Estoy acostumbrada á los azares de la guerra, y si vuestra
protección, valientes caballeros, fuese insuficiente, jamás caeré viva en manos de esos malvados.
Al decir esto, mostró en su diestra agudísima daga.
—Leonor, dijo Duguesclín, os he amado siempre, pero en este instante más que nunca. Si la Virgen nos
permite protegeros, hago voto de ofrecer una corona de oro á Nuestra Señora de Rennes. ¡Adelante,
amigos!
Los asaltantes, cansados de matar, se dedicaban al saqueo. Sólo un grupo bastante numeroso atizaba el
fuego y observaba en silencio los progresos del incendio. Al pie de la escalera tortuosa por donde los
guió el escudero francés hallaron los fugitivos á un desarrapado centinela, de quien dió pronta cuenta una
flecha disparada por la segura mano de Simón. Pequeña puerta los separaba del gran patio del castillo y
al otro lado de ella se oían las voces y carcajadas de multitud de enemigos, ebrios de sangre y
enloquecidos con su triunfo. Aun el hombre más animoso hubiera vacilado antes de salvar aquella frágil
barrera, pero Duguesclín puso fin á toda indecisión abriendo de golpe la puertecilla.
—¡Hacia la torre, á la carrera! gritó. ¡Los dos arqueros delante, mi esposa entre los dos escuderos y
los señores de Reiter y Morel á retaguardia, para contener á esa gentuza!
Así lo hicieron y con tanta rapidez que habían recorrido ya la mitad del gran patio del castillo, antes de
que los sorprendidos villanos comenzaran á atacarlos. Los arqueros derribaron en un abrir y cerrar de
ojos á los pocos que se pusieron en su camino, y los que llegaron á perseguirlos de cerca mordieron el
polvo, atravesados por las temibles espadas de los tres nobles. Llegaron sin tropiezo á la puerta de la
torre y el escudero francés, que procuraba abrirla, lanzó de repente un grito de angustia y desesperación.
—¡Esta no es la llave! exclamó, y fuera de sí dió dos pasos en dirección del ala del castillo que
acababan de dejar, como si quisiera ir á pedir al cadáver de su señor la llave salvadora.
En aquel momento un hercúleo campesino lanzó contra él enorme piedra, que le dió de lleno en la
cabeza y lo tendió sin sentido á los pies del barón.
—¡Esta es para mí la mejor llave! rugió Tristán; y levantando la pesada roca la lanzó á su vez con
irresistible fuerza contra la puerta de la torre.
Un momento después acababa de echarla abajo el gigantesco arquero y los fugitivos entraron por fin en
aquel momentáneo refugio.
—¡Vos arriba, señora! exclamó el barón indicando á Doña Leonor la escalera de piedra, en tanto que
Duguesclín y sus compañeros derribaban malheridos á los cuatro agresores más próximos.
Los demás retrocedieron vociferando y amenazadores siempre, pero quedándose á prudente distancia,
después de destrozar el cuerpo del infeliz escudero; acto de crueldad que vengó Tristán abalanzándose
sobre la chusma y asiendo con sus nervudas manos á dos villanos, cuyas cabezas golpeó una contra otra
con fuerza tal que ambos quedaron tendidos en el suelo, sin dar señales de vida.
—Ahora organicemos la defensa de la torre, dijo Duguesclín. El barón y yo al pie de la escalera;
Inglaterra y Francia pelearán hoy juntas contra el enemigo común. El señor Otón de Reiter y el joven
escudero de Morel ahí, en el primer escalón; los arqueros algo más arriba, para que puedan manejar sus
arcos. ¡Atención!
Á la primera señal de ataque por parte de la furiosa multitud se oyeron silbar dos flechas, lanzadas por
Tristán y Simón, y los dos que parecían jefes de los bandidos quedaron revolcándose en su sangre á la
entrada de la torre. Otros dos tuvieron igual suerte y entonces los sitiadores desesperados se lanzaron en
tropel al ataque. Poco hubiera durado la resistencia sin la estrechez de la puerta y de la escalera, que
impedían los movimientos del enemigo, en tanto que cuatro espadas incansables hacían tremendo estrago
en aquella apretada masa de hombres mal armados. Porfiada fué la lucha, pero terminó con la retirada del
enemigo, no sin que los sitiados tuvieran que deplorar la muerte de Reiter, el caballero bohemio, á quién
alcanzó en la cabeza un golpe de maza.
—Primera etapa, dijo tranquilamente Duguesclín. Parece que por ahora tienen bastante.
—Y no deja de haber entre esos perros algunos muy valientes y que se baten bien, comentó el señor de
Morel. Pero ¿qué hacen ahora?
—¡Nuestra Señora de Rennes nos valga! dijo el paladín francés. Se proponen pegar fuego á la torre y
asarnos en ella. Me lo temía. Duro en ellos, arqueros, que ahora de nada nos sirven nuestras espadas.
Una docena de sitiadores se adelantaron escudándose con enormes haces de leña y ramas secas, que
colocaron contra los muros. Otros les pegaron fuego con antorchas y pronto estuvo la torre rodeada en su
base por un círculo de llamas. El humo obligó á sus defensores á refugiarse en el primer piso, pero
pronto empezaron á arder las tablas del suelo, se llenó de humo espeso aquella estancia y á duras penas
pudieron subir sin ahogarse el último tramo y llegar á lo más alto de la torre.
Imponente era el cuadro que desde aquella elevación se divisaba. Prados y bosque iluminados
dulcemente por la luz argentada de la luna; oíase á lo lejos el tañido penetrante de una campana; á un lado
de la torre se desmoronaban los muros del castillo, presa de las llamas, y al pie de su último refugio
agitábase con ademanes furiosos y roncos gritos la multitud de sus enemigos.
—¡Por el filo de mi espada! exclamó Simón. Paréceme, amigo Tristán, que de este viaje no veremos á
España; ni tampoco mi cobertor de pluma, que por fortuna se halla en buenas manos. Trece flechas me
quedan y que me ahorquen si una sola de ellas no da en el blanco. La primera para el maldito aquel que
agita el manto de seda de la pobre castellana. ¡Ensartado por la cintura, un palmo más abajo de lo que yo
esperaba! Número dos: regalo de despedida al condenado aquel que lleva una cabeza clavada en la pica.
Ya está tendido panza arriba. ¡Buen flechazo también el tuyo, Tristán! Has hecho caer á ese buen mozo de
narices en el fuego. ¡Allá va otra!
Mientras ambos arqueros se despachaban á su gusto, Duguesclín y su esposa consultaban con el barón y
Roger, y reconocían lo desesperado de su situación.
—Por ella lo siento, decía el famoso guerrero francés.
—No te apesadumbre mi suerte, contestó la amante y valerosa dama, que pues la muerte me amenaza,
nunca tan bienvenida como recibiéndola contigo á mi lado.
—Bien, señora, dijo el barón; esa es sin duda la respuesta que en iguales circunstancias me hubiera
dado mi inolvidable esposa, para quien son mis últimos pensamientos.
—¿Qué es esto, señor barón? exclamó en aquel momento Roger con fuerte voz, desde el lado opuesto
de la terraza.
—¿Esto? ¡Por San Jorge! dijo el barón acudiendo presuroso, un montón de proyectiles para bombardas.
Y aquí está la caja de hierro destinada á la pólvora. Ahora veréis el destrozo que vamos á hacer en la
canalla. Tú, Tristán, levanta esa caja y ponla sobre el parapeto. Y tú, Simón, alza la tapa. Bien, está casi
llena. Ahora dejad caer la caja al pie de la torre, entre las llamas.
No bien quedó cumplida la orden resonó una detonación espantosa. La torre tembló y quedó cuarteada,
amenazando desplomarse de un momento á otro. Los sitiados, pálidos y mudos de terror, se asieron al
parapeto y contemplaron los estragos de la explosión. Desde el pie de la torre hasta una distancia de
cincuenta varas se veía una masa confusa de cuerpos destrozados, de heridos que lanzaban pavorosos
gritos, muchos de ellos envueltos por las llamas que consumían sus harapos. Más allá de aquella escena
de destrucción numerosos grupos de gentes aterrorizadas que huían á todo correr, ansiosos de alejarse
cuanto antes de la funesta torre y de sus temibles defensores.
—¡Una salida, Duguesclín! gritó el barón. Aprovechemos su confusión para salir de aquí y huir si
posible es.
Dicho esto desenvainó la espada y comenzó á bajar rápidamente la escalera, seguido de sus
compañeros, pero antes de llegar al piso inmediato se detuvo, con el desaliento reflejado en el rostro.
—¿Qué pasa?
—Mirad. La explosión ha derribado la pared, cuyos escombros interceptan por completo la escalera. Y
más abajo el fuego continúa minando la torre.
—Estamos perdidos, dijo Duguesclín.
Volvieron todos lentamente á la terraza superior y apenas llegados lanzó Simón una exclamación de
alegría.
—¡Albricias! exclamó. ¿Oís? Es el canto de guerra de la Guardia Blanca. Antes de bajar me pareció
oirlo también como un eco lejano, pero no estaba seguro de ello. Nuestros amigos llegan. ¡Oid!
Todos se pusieron á escuchar. La duda no era posible. Del valle se elevaba un canto marcial y sonoro,
más grato para los sitiados que la más armoniosa melodía.
—¡Allí, allí! prosiguió Simón. Vedlos que salen del bosque y toman el camino del castillo. Han visto
las llamas y también la turba de esos condenados y cantan como siempre que la Guardia Blanca se
prepara á dar y recibir testarazos. ¡Ah, valientes! ¡Á mí, Yonson, Roldán, Vifredo!
—¿Quién va? preguntó una voz potente.
—¡Simón Aluardo, voto á bríos, que no quiere morir asado! ¡Y aquí en la torre tenéis también una
dama á quien rescatar, junto con vuestro capitán el barón de Morel! ¡Pronto, bergantes! ¡La flecha y la
cuerda, Vifredo, como en el sitio de Maupertuis!
—¡Viva Simón! se oyó gritar á los arqueros y poco después la voz de Vifredo, que decía: ¿Estás
pronto, camarada?
—¡Tira! contestó Simón.
El arquero tendió su arco y la flecha cayó dentro del parapeto. Atado á su extremo tenía un largo
bramante del que Simón se apoderó con avidez.
—¡Salvados! dijo, y luégo inclinándose hacia sus camaradas, gritó: ¡Atad ahora la cuerda, larga y
fuerte!
Á los pocos momentos tenía en sus manos la gruesa cuerda salvadora. Con su auxilio bajaron primero á
la noble dama y no tardaron en verse todos al pie de la torre, rodeados de los valientes arqueros de la
Guardia Blanca.
CAPÍTULO XXIX
EL PASO DE RONCESVALLES
—¿DÓNDE está el capitán Claudio Latour? fué lo primero que preguntó el barón de Morel, apenas sus
pies tocaron el suelo.
—En nuestro campamento de Montpezat, señor barón, á dos horas de camino de aquí, dijo
respetuosamente Yonson, el sargento que mandaba á los arqueros.
—Pues en marcha sin pérdida de momento, muchachos, que quiero veros á todos en el cuartel general
de Dax, á tiempo para marchar á la vanguardia del príncipe.
En aquel instante trajeron al señor de Morel y á Roger sus caballos, así como los de Duguesclín y su
esposa, abandonados por los villanos en su precipitada fuga. La despedida de los dos guerreros fué por
manera afectuosa.
—Gran ventura ha sido para mí, dijo Duguesclín, la de haber conocido y tratado en tan excepcionales
circunstancias al caudillo famoso cuyo nombre tantas veces me anunciara la fama. Pero es fuerza
separarnos, porque mi puesto está al lado del rey de España, á cuyas órdenes debo ponerme antes de que
vos crucéis las montañas de la frontera.
—Á la verdad, yo os creía en España con el valiente Enrique de Trastamara.
—Allá estuve, barón, y á Francia vine con la misión de reclutar gente en su auxilio. En España me
hallaréis, al frente de cuatro mil lanzas francesas escogidas, para hacer á vuestro príncipe una acogida
digna de él y de sus valientes caballeros. ¡Dios os guarde, amigo barón, y nos permita volver á vernos en
circunstancias más propicias!
—No creo que exista caballero más cumplido en toda la cristiandad, dijo el de Morel mirándole
alejarse en compañía de su animosa consorte. Pero ¿estás herido, Roger? ¿Qué palidez es esa?
—Lo único que tengo, señor barón, es pesar amargo por la desdichada muerte de mi buen compañero
de Pleyel.
—¡Ah, sí! dijo tristemente el noble. Dos valientes escuderos he perdido ya y me pregunto por qué la
implacable suerte arrebata de mi lado á esos jóvenes de brillante porvenir, dejando intactas las blancas
cabezas como la mía. ¿Pero no recuerdas, Roger, cómo Doña Leonor nos predijo todos estos peligros y
desgracias de la pasada noche?
—Así es en efecto, señor.
—Lo cual renueva mis temores de ver cumplida también su otra visión profética sobre el asedio de
Monteagudo. Pero no puedo creer que haya llegado hasta Salisbury una fuerza enemiga francesa ó
escocesa bastante numerosa para atacar el castillo. Convoca á esa gente, Simón, y en marcha.
Al primer toque de clarín acudieron presurosos los arqueros blancos, cargados de botín, y el barón no
ocultó una sonrisa de satisfacción al recorrer con su penetrante mirada las filas de aquellos aguerridos
soldados. Pocos jefes podían enorgullecerse de mandar una fuerza tan temible y tan marcial como
aquella. No faltaban allí algunos veteranos de las grandes guerras de Francia, pero en su mayoría
formaban la Guardia Blanca jóvenes arqueros, robustos mocetones ingleses, sobre cuyos petos lucían
ricas bandas de seda y oro y brillaban las piedras preciosas, muestra evidente del abundante botín
recogido en su larga campaña del sur. Perfectamente armados y protegidos con sus cascos de acero, cota
de malla recubierta por el coleto blanco con la cruz roja de San Jorge en el pecho, el largo arco á la
espalda y la maza ó el hacha de combate colgada del cinto, sentíase el barón capaz de grandes empresas
al frente de aquellos hombres denodados.
Dos horas de marcha por la orilla del Aveyron los llevaron al campamento de la Guardia Blanca,
formado por unas cincuenta tiendas, y entre los primeros en acudir á su encuentro figuraba un jinete
ricamente vestido, que saludó al barón con entusiasmo.
—¡Por fin! exclamó estrechándole las manos. Más de un mes hace que os esperamos ansiosos, señor de
Morel. ¡Bienvenido seáis! ¿Recibísteis mi carta?
—Sólo á ella se debe mi presencia aquí. Pero me admira, en verdad, señor de Latour, que no hayáis
tomado vos mismo el mando de estos valientes arqueros.
—¡Imposible, mi noble amigo! exclamó el jefe gascón. Ya sabéis cómo son estos ingleses y no hay
medio de que acaten como jefe á quien no sea compatriota suyo. Yo mismo no he podido conquistarme su
confianza y obediencia; tuvieron como de costumbre su conciliábulo y los muy tercos, dirigidos por ese
cabeza dura que ahí traéis, Simón Aluardo, resolvieron que habíais de ser vos y no otro quien los
mandara. Pero vuestro plan era reforzar la Guardia con un centenar de reclutas, barón. ¿Dónde están?
—Esperándonos en Dax, donde no tardaremos en reunirnos con ellos.
—Venid á mi tienda, donde descansaréis y vos y vuestro escudero repondréis un tanto las fuerzas con
lo poco que aquí puedo ofreceros.
En el curso de la conversación no tardó Claudio Latour en exponer su proyecto de atacar á Montpezat y
Castelnau, villas cercanas y mal defendidas, en la primera de las cuales aseguró al barón que hallarían
más de doscientos mil ducados ocultos en la fortaleza, amén de otro botín nada despreciable.
—Muy diferentes son mis planes, señor de Latour, dijo irritado el de Morel. He venido aquí para
capitanear á esos arqueros, poniéndolos al servicio del rey nuestro señor y del príncipe su hijo, que
necesita de todo nuestro auxilio para reinstalar á su aliado Don Pedro en el trono de Castilla. Hoy mismo
me propongo seguir la marcha en dirección á Dax.
—Pues por mí, repuso Latour con evidente sorpresa y disgusto, estoy muy satisfecho con la vida que
aquí llevo, no tengo el menor interés en esa guerra de que habláis y desde luego no me veréis en Dax.
—En tal caso, señor mío, tendré el disgusto de ponerme al frente de la Guardia Blanca sin vos.
—Si la Guardia os sigue, barón, cuando sepa que pensáis sacarla de esta comarca, donde vive en la
abundancia, sin más ley que su voluntad.
—Pues á averiguarlo en seguida, replicó impetuosamente el barón. Si soy su jefe, se vienen conmigo á
Dax en este momento; y si no lo soy ¡por mi nombre! entonces no sé qué hago yo en Auvernia, en vez de
ocupar mi puesto en la escolta del príncipe.
No tardaron en hallarse congregados los arqueros, á quienes el barón, con voz firme y ademán
enérgico, dirigió la palabra en estos términos:
—Me dicen, arqueros, que os habéis aficionado á esta regalada vida que aquí lleváis, hasta el punto de
no querer salir de Auvernia. Pero ¡por San Jorge! que no he de creerlo de tan valientes soldados, sobre
todo cuando sepáis que vuestro príncipe prepara una gran empresa y necesita de vosotros. Me habéis
elegido por jefe y lo seré para guiaros á España; os juro que el estandarte de las cinco rosas ondeará
siempre allí donde haya más lauros que conquistar. Pero si es vuestro deseo cambiar gloria y renombre
por vil lucro y seguir en esta comarca entre la molicie y el saqueo, buscad otro jefe, que yo he vivido
honrado y con honra he de morir. Entre vosotros hay muchos hijos del condado de Hanson; que hablen los
primeros y digan si están prontos á seguir la bandera de Morel.
Inmediatamente se destacó de la columna un numeroso grupo de arqueros, montañeses robustos de
Hanson, que aclamaron al barón con entusiasmo.
—¡Por la cruz de mi espada, muchachos! gritó en aquel punto Simón saltando sobre un tronco caído.
¡Sería una vergüenza para la Guardia Blanca permitir que el príncipe cruzase las montañas del sur sin que
le abriésemos camino con nuestros arcos! La guerra está declarada, el estandarte real ondea al viento, y
bajo sus pliegues se hallará al viejo Simón, aunque tenga que ir solo hasta Dax....
—¡No, no! ¡Viva Simón! ¡Iremos todos! gritaron los arqueros, que en su mayor parte no necesitaban del
ejemplo dado tan oportunamente por el popularísimo veterano.
—¡Que hable el capitán Latour! se oyó decir en las filas.
—¡Sí, oigamos también al gascón! apoyó otra voz.
—¡Soldados! exclamó Claudio Latour sin hacerse de rogar. No haré más que recordaros lo mucho y
bueno que aquí dejáis y la triste recompensa que váis á buscar en lejana guerra. La libertad y el rico botín
en Auvernia, la severa disciplina y mísera paga en el ejército. Ya sabéis lo que han ganado vuestros
camaradas de la Guardia Blanca que fueron á Italia; el saco de Mantua y el rescate de seiscientos nobles.
Yo os proporcionaré aquí golpes de mano tan brillantes como ese....
—¡Que los convertirán en una gavilla de ladrones! vociferó Tristán, furioso con aquella arenga.
—Sin embargo, no va del todo descaminado el capitán gascón, dijo tímidamente un arquero de torva
mirada.
—¡Tú has sido siempre un cobarde y un traidor, Marcos! rugió Simón enseñándole el puño.
—Haya paz, dijo el barón con voz tranquila. Los que prefieran servir al señor de Latour, libres son de
seguirle. Los demás, conmigo á donde nos llaman el deber y el patriotismo.
Una docena de arqueros se deslizaron avergonzados en dirección á la tienda del gascón, despedidos
por la rechifla de toda la columna, que poco después se ponía en marcha con el barón, camino del cuartel
general inglés.
En toda la comarca, de ordinario tan tranquila, que se extiende desde el Adour hasta la frontera de
Navarra, vivaqueaban los numerosos cuerpos del magno ejército; por todas partes se veían las tiendas de
jefes y soldados de Aquitania, gascones é ingleses. Acababa de llegar de Inglaterra el duque de
Lancaster, hermano del príncipe, con séquito de cuatrocientos caballeros y numerosa fuerza de arqueros,
último refuerzo que se esperaba y todo estaba pronto para la marcha.
Los desfiladeros de Navarra seguían en manos del vacilante Carlos, que había tratado de negociar á la
vez con Enrique de Castilla y con Eduardo de Inglaterra; pero la mano de hierro del Príncipe Negro le
obligó á ceder y dejar libres los pasos de la cordillera. Para conseguirlo comisionó el príncipe al capitán
Hugo Calverley, quien al frente de su compañía entró rápidamente en Navarra y pegó fuego á Puente la
Reina y Miranda. Aquel reto bastó para que el rey Carlos desistiese de toda oposición al paso del fuerte
ejército invasor por territorio navarro.
Á principios de Febrero, tres días después de la llegada del barón de Morel y su Guardia Blanca á
Dax, recibió el ejército inglés la orden de marcha en dirección á Roncesvalles. Los primeros en
obedecerla, por disposición expresa del príncipe, fueron los trescientos arqueros de Morel, elegidos
para abrir el camino y situarse en el último tramo de la cordillera, á fin {de} esperar y proteger allí el
paso de todo el ejército. Orgulloso en verdad cabalgaba el barón á la cabeza de su gente, armado de
punta en blanco y seguido de Roger, Simón y Reno, portando este último el estandarte del famoso
guerrero.
—Á fe mía, Roger, dijo éste, que hubiera preferido ver á Carlos de Navarra disputarnos el paso de
esos montes, que tengo entendido fueron teatro de un reñido combate en el que perdió la vida cierto
valeroso Roldán.
—Si me lo permitís, señor barón, repuso Reno, os diré que conozco bien el país por haber servido á
las órdenes del rey de Navarra. Aquel edificio cuyo techo véis entre los árboles es un asilo y monasterio
y señala el lugar donde pereció Roldán. El pueblo que á la izquierda mano queda es Orbaiceta, tierra del
buen vino.
—Y á la derecha veo un caserío....
—Es el pueblo de Los Aldudes, y más allá los picachos de Altavista.
El barón hizo notar á Roger, que contemplaba admirado tan hermoso cuadro, el contraste que desde
aquella altura presentaban las áridas llanuras gasconas del norte con las verdes praderas y las colinas
pintorescas de la tierra navarra. Tampoco dejaban de ver aquí y allá, en lo alto de las rocas ó al torcer de
un camino, pequeños grupos de caballeros y soldados del rey Carlos, que los contemplaban en silencio;
vista que ponía de muy mal humor al barón, quien hablaba nada menos que de caer espada en mano sobre
aquellos soldados neutrales. El veterano echaba de menos los días en que, según él decía, jamás se
compraba con oro ni tratados el paso por tierra extranjera, sino que se ganaba á punta de lanza ó se
perecía en la demanda. Por fin llegaron los arqueros á un lugar de la sierra desde el cual se divisaban en
el lejano horizonte las torres de Pamplona, y allí se detuvo la Guardia Blanca, en cumplimiento de las
órdenes del príncipe. Los altos montes estaban cubiertos de nieve y los arqueros se acomodaron lo mejor
que pudieron en una aldea vecina. Roger dedicó el resto de aquel día y parte del siguiente, á ver desfilar
el brillante ejército reunido para aquella expedición bajo las banderas del rey de Inglaterra. No tardó en
reunírsele Simón, que tomó asiento á su lado sobre una elevada roca.
—Hombres, caballos, armas y arreos, todo esto es magnífico, Roger, y digno de la atención que le
dedicas, dijo el veterano. Nuestro valiente capitán está furioso porque hemos cruzado los montes sin
andar á flechazos ni lanzadas, pero ó mucho me engaño ó esta campaña de Castilla le proporcionará
tantas ocasiones de combatir como pueda pedirle el cuerpo, antes de que volvamos á emprender la
marcha hacia el norte. Dicen en el ejército que Enrique de Trastamara puede lanzar contra nosotros
cuarenta mil soldados, sin contar las lanzas francesas de Duguesclín y que todos ellos han jurado morir
antes que ver á Don Pedro otra vez en el trono de Castilla.
—Pero nuestro ejército es también numeroso y aguerrido.
—Veinte y siete mil hombres por junto y en tierra extraña. Pero atención, mon petit, que aquí llega
Chandos en persona con su compañía y tras ella pendones y escudos entre los que reconocerás á lo mejor
de nuestra nobleza.
Mientras hablaba Simón había desfilado ante ellos fuerte columna de arqueros, seguidos de un
portaestandarte que llevaba en alto el pendón de Chandos. Cabalgaba éste á corta distancia, revestido de
armadura completa á excepción del casco con luengas plumas blancas, que sostenía sobre el arzón uno de
los escuderos de su escolta. Cubría sus blancos cabellos un birrete de terciopelo color de púrpura y un
paje le llevaba la poderosa lanza. Sonrióse complacido al ver el estandarte de las cinco rosas que
ondeaba sobre la aldehuela y con una señal de despedida tomó tras sus arqueros el camino de Pamplona.
Á corta distancia de él iban mil doscientos caballeros ingleses, cuyos almetes, petos y armas relucían
al sol, formando deslumbrador escuadrón, escoltado por Lord Audley en persona con sus seiscientos
arqueros y los cuatro renombrados escuderos que tamaña gloria conquistaran en Poitiers. Doscientos
jinetes pesadamente armados precedían al duque de Lancaster y su brillante séquito, en el que
descollaban cuatro heraldos cuyos luengos tabardos llevaban bordadas sobre el pecho las armas reales.
Á uno y otro lado del joven príncipe cabalgaban los dos senescales de Aquitania, Guiscardo de Angle y
Esteban Cosinton, portando el primero la bandera del ducado y el segundo la de San Jorge. Más allá, en
cuanto del camino abarcaba la vista, se extendía sin cesar columna tras columna, como un río de acero,
dominado por airosas cimeras, gonfalones y blasonados escudos.
Gran parte de aquel día permaneció absorto el buen Roger en la contemplación de los lúcidos
escuadrones y compañías que ante él desfilaron, á la vez que escuchaba atento los nombres que citaba y
los interesantes comentarios que hacía el veterano Simón, hasta que los últimos hombres de armas
hubieron desaparecido en los profundos desfiladeros de Roncesvalles, con dirección á los llanos de
Navarra.
En compañía del duque de Lancaster llegaron á Pamplona, con la vanguardia inglesa, los reyes de
Mallorca y de Navarra y el impaciente Don Pedro de Castilla. También se contaban allí apuestos
caballeros gascones, procedentes de Aquitania y de Saintonge, de La Rochelle, Quercy, el Lemosín,
Agenois, Poitou y Bigorre, con los pendones y fuerzas de sus distritos respectivos. Y no es de omitir el
numeroso contingente del país de Gales, bajo la bandera escarlata de Merlín. Allí también el anciano
duque de Armagnac con su sobrino el señor de Albret, los de Esparre, Breteuil y tantos más.
Al cuarto día todo el ejército quedó acampado en el valle de Pamplona y el príncipe inglés convocó á
sus jefes á consejo en el palacio real de la antigua capital de Navarra.
CAPÍTULO XXX
CAPÍTULO XXXI
CAPÍTULO XXXII
LA mañana siguiente, desapacible y fría como muchas del mes de Marzo en aquellos contornos, halló á
nuestros arqueros en un terreno pedregoso y al pie de elevadísimas rocas, cuyas cimas empezaba á dorar
el sol naciente. En uno de los grupos que apresuradamente disponían el desayuno figuraban Reno, Simón
y Yonson, más atentos á preparar sus flechas y afilar sus espadas que á vigilar el guiso, del cual cuidaba
solícito el voraz Tristán. Roger y Norbury, el silencioso escudero de Sir Oliver, procuraban calentar al
fuego de la hoguera sus manos ateridas.
—¡Ya hierve el guisote! exclamó Yonson poniendo á un lado el espadón. ¡Á comer, antes de que nos
den la orden de marcha ó nos caiga encima un nublado de castellanos y franceses!
—¡Por vida de! dijo Simón mirando á su amigo Tristán, ahora que este cernícalo está en vísperas de
recibir el cuantioso rescate de su prisionero desdeñará quizas comer con pobres arqueros. ¿Eh, Tristán?
No más cubiletes de cerveza ni medias raciones de cecina, cuanto te veas otra vez en Horla, sino vino
gascón á diario y carne asada hasta que te hartes.
—Lo que en Horla haré, sargento, si allá llego otra vez, está por ver; lo que sí sé es que por ahora voy
á meter mi casco en esa caldera y á comer cuanto pueda, por si no volvemos á ver un guiso en todo el día.
—¡Bien dicho, muchacho! ¡Ea, cada cual para sí! ¿Á quién buscas, Robín?
—El señor barón desea veros en su tienda, dijo á Roger un joven arquero.
Apenas llegado Roger á presencia de su señor entrególe éste un abultado pergamino, diciendo:
—Acaba de traérmelo un mensajero de Su Alteza, quien me dice que fué portador de ese y otros
pergaminos un caballero recienllegado de Inglaterra al cuartel general.
—Está dirigido á vos, señor barón y escrito, según aquí reza, "de mano de Cristóbal, siervo de Dios y
Prior del monasterio de Salisbury."
—Lee pronto, Roger.
El joven escudero recorrió con la vista las primeras líneas, palideció y lanzó una exclamación de
sorpresa y dolor.
—¿Qué es ello? preguntó el barón. ¿Vas á darme malas noticias de la señora baronesa ó de mi hija
Constanza?
—¡Mi hermano, mi desgraciado hermano! exclamó Roger. ¡Hugo ha muerto!
—Te trató en vida como á mortal enemigo, Roger, y no veo fundado motivo para que tanto sientas su
muerte.
—Era el único pariente que me quedaba en el mundo. Pero ¡qué noticias! ¡Cuánto inesperado desastre!
Oid, señor barón.
El prior escribía que poco después de la partida de Morel se había congregado en la granja de Munster
y puéstose á las órdenes del díscolo Hugo de Clinton numerosa fuerza compuesta de aventureros,
bandidos y gente perdida de toda la comarca, quienes después de derrotar á las gentes de justicia y
soldados del rey enviados contra ellos, habían puesto sitio al castillo de Monteagudo, habitado por la
esposa é hija del barón. Que la baronesa, lejos de entregar la fortaleza, había organizado y dirigido la
defensa con tantos bríos y acierto tal que al segundo día, después de empeñados y mortíferos asaltos,
había perdido la vida Hugo, el jefe de los sitiadores, y huído y dispersádose éstos. La carta terminaba
dando las mejores noticias sobre la salud de ambas damas é invocando sobre el barón las bendiciones
del cielo.
—¡La profecía! dijo el barón tras larga pausa. ¿Recuerdas, Roger lo que nos dijo aquella noche
memorable y fatal la esposa de Duguesclín? El asalto del castillo, el jefe de la barba rubia, todo, todo.
¡Es portentoso! Y á propósito, Roger; nunca te he preguntado por qué la noble profetisa dijo de tí que
tenías el pensamiento puesto en el castillo de Monteagudo con más constancia y cariño que yo mismo....
—Quizás tuviera también razón al decirlo, señor, replicó el escudero ruborizándose, porque os
confieso que en aquel castillo pienso todo el día y con él sueño de noche.
—¡Hola! exclamó el barón. ¿Y cómo es eso, Roger?
—Debo confesároslo. Amo á mi señora Doña Constanza, vuestra hija, con el más puro y profundo
amor....
—Me sorprendes, doncel, dijo el barón frunciendo el ceño. ¡Por San Jorge! ¿sabes que es muy noble
nuestra sangre y muy antiguo nuestro nombre?
—También lo es el mío, señor barón, y muy noble la sangre heredada de mis mayores.
—Constanza es nuestra única hija y cuanto tenemos le pertenecerá algún día.
—También soy yo ahora el único Clinton, y muerto sin hijos mi hermano soy dueño y señor de Munster.
—Cierto es. Pero ¿cómo no me has hablado antes del caso?
—No podía hacerlo, señor barón, porque ni aun sé si vuestra hija me ama y no media entre nosotros
oferta ni promesa.
Quedóse pensativo el famoso guerrero y por fin se echó á reir.
—¡Juro por San Jorge no tomar cartas en el asunto! exclamó. Mi muy amada hija es árbitra de su
elección, pues la juzgo muy capaz de mirar por sí misma y elegir con acierto. La conozco, amigo Roger, y
si como me figuro está ella pensando en tí como tú en ella, ni Enrique de Trastamara con sus sesenta mil
soldados puede impedir que mi Constanza haga su voluntad y deje de amar á quien ame. Lo que sí me
toca recordar aquí es que siempre he deseado para esposo de mi hija á un caballero valiente y cumplido.
Tú, Roger de Clinton, estás en camino de ser una brillante lanza si Dios te protege. Sigue haciendo
méritos y conquistando lauros. Pero basta de este asunto, que volveremos á tratar cuando veamos otra vez
las costas de Inglaterra. Nos hallamos en situación gravísima é importa salir de ella cuanto antes. Hazme
la merced de llamar al señor de Fenton, con quien deseo conferenciar antes de que nos alcance el
enemigo en esta desventajosa posición.
Obedeció Roger inmediatamente y sentándose después sobre apartada roca trató de recordar una á una
las palabras del barón y su propia confesión; comparó también las desfavorables circunstancias que le
rodeaban cuando por primera vez vió á su amada, novicio indigente y sin hogar, con la holgada posición
que le creaba la prematura muerte de su hermano. Además, había sabido ganarse el aprecio y la confianza
del barón, sus compañeros de armas lo consideraban como valiente entre los valientes de la Guardia
Blanca, á pesar de sus pocos años, y sobre todo, el barón acababa de oir la revelación de su amor más
complacido que enojado. El resultado de sus meditaciones fué la resolución de no abandonar aquellas
montañas sin conquistar lauros brillantes, que acabaran de hacerle digno de merced tan alta y felicidad
tan cumplida cual podía prometerse el futuro esposo de la encantadora Constanza de Morel.
En aquel instante oyó Roger, tres veces repetida, la nota penetrante de un clarín, y saltando de la roca
en que estaba sentado vió que los arqueros empuñaban sus armas y se dirigían apresuradamente hacia los
caballos. Llegó en pocos momentos al grupo que formaban los jefes y oyó al señor de Fenton que decía:
—No me queda duda, es el toque del clarín enemigo. Pero es imposible que las tropas de Enrique nos
hayan dado alcance tan pronto.
—Olvidáis, dijo el barón, los informes del villano á quien sorprendimos anoche. Un hermano del rey
castellano, nos dijo, se había adelantado al grueso del ejército para hostigar á nuestras avanzadas con un
cuerpo de seis mil jinetes y mucho me temo que nuestra precipitada marcha nos haya alejado de un
peligro para hacernos caer en otro.
—Así es, en efecto, dijo el de Angus. ¿Qué hacer?
—Tomar posiciones en aquella altura y vender caras nuestras vidas, ó salvarlas si nos llegan refuerzos.
La más alta de aquellas colinas, de difícil subida por todos lados y con una planicie bastante extensa en
la cumbre, nos ofrece una admirable fortaleza natural. Dad, Fenton, la orden de marcha sin perder
momento. Conservad, señores, vuestros caballos, pero que abandonen los suyos los soldados. Si
vencemos nos sobrarán caballos del enemigo. Puesto que el jefe castellano nos ha descubierto y no se
oculta, enseñémosle también los colores de nuestra bandera. Nuestras almas están en manos de Dios,
nuestros cuerpos al servicio del rey. ¡Desenvainemos las espadas, por San Jorge é Inglaterra!
El entusiasmo del barón se comunicó á sus soldados, y la Guardia toda escaló con resuelto paso la
ladera menos pendiente, erizada de peñascos y cubierta de rocas sueltas que rodaban á su paso é iban á
perderse, rebotando, en el fondo del valle. La altura á que por fin llegaron los arqueros ingleses
constituía en efecto una posición fortísima, un enorme cono truncado desde cuya base superior podían
barrer con sus flechas el pendiente camino que ellos acababan de recorrer con gran dificultad, al paso
que por los otros lados la roca cortada á pico hacía la posición inexpugnable.
La niebla que hasta entonces cubriera el valle comenzó á disiparse, flotando en grandes jirones que
rozaban por un momento las copas de los árboles y luégo se elevaban desvaneciéndose en el espacio. El
sol iluminó entonces los alrededores de la roca convertida en fortaleza y nobles y arqueros contemplaron
con admiración la vasta fuerza que los cercaba. Brillaban los cascos y corazas de numerosos escuadrones
y las voces que dieron y el toque de las cornetas y atabales indicaron también que habían descubierto el
refugio de sus enemigos y que se preparaban para el ataque. El barón y sus jefes se reunieron ante los
cuatro estandartes de su fuerza, que eran el de las armas inglesas, el de Morel y los de Butrón y Merlín,
enseña este último de unos sesenta arqueros del país de Gales.
—¿Véis, barón, aquella hermosa bandera bordada de oro que ondea al frente de las otras? preguntó
Fenton. Pues es la de los famosos caballeros de Calatrava, y no lejos de ella la de la Orden de Santiago.
En el centro el estandarte real, y ó mucho me engaño ó hay también en esa fuerza muchos caballeros
franceses. ¿Qué decís á ello, Don Diego?
El prisionero de Tristán de Horla contemplaba con alegría y entusiasmo las brillantes cohortes de sus
compatriotas.
—¡Por Santiago! exclamó. Vos y vuestros amigos váis á caer al empuje de los más afamados
caballeros de León y Castilla. Manda esa fuerza un hermano de nuestro rey, y sin contar los gloriosos
pendones de Calatrava y de Santiago, veo allí los de Albornoz, Toledo, Cazorla, Rodríguez Tavera y
tantos otros, amén de los de muchos nobles aragoneses y franceses.
No se hizo esperar el ataque. Los brillantes escuadrones de las dos grandes órdenes militares se
adelantaron en formación perfecta, y cuando ya los arqueros preparaban sus armas vieron con sorpresa
que sus enemigos se detenían, blandiendo lanzas y espadas, y que de sus filas se adelantaban dos
guerreros armados de punta en blanco, caladas las viseras y con grandes penachos blancos que sobre los
relucientes yelmos ondeaban al viento. Alzados ambos sobre los estribos y blandiendo las lanzas, era
evidente que dirigían un reto á los caballeros ingleses.
—¡Un cartel, por vida mía! gritó el barón, brillándole el único ojo que tenía descubierto. No se dirá
que el barón de Morel ha rehusado tan cortés propuesta. ¿Y vos, Fenton?
La contestación del caballero inglés fué saltar sobre su caballo, y empuñando, como el barón, la lanza y
embrazando el escudo, ambos jinetes descendieron con peligrosa rapidez la enhiesta pendiente, en
dirección á los dos campeones castellanos, que á su vez les salieron al encuentro. Era el contrincante de
Guillermo Fenton un apuesto caballero, joven y vigoroso en apariencia, cuya lanza dió en el escudo del
inglés tan recio golpe que lo partió en dos, á tiempo que la acerada lanza de Fenton le atravesaba la
garganta, derribándolo moribundo. Impulsado Sir Guillermo por el entusiasmo del triunfo y el ardor del
combate, siguió su furiosa carrera y desapareció entre las apretadas filas de los caballeros de Calatrava,
que en un abrir y cerrar de ojos dieron cuenta del valeroso campeón inglés.
El barón en tanto había hallado un competidor digno de su esfuerzo y bríos en guerrero tan famoso
como Don Sebastián de Gomera, lanza escogida de los caballeros de la Orden de Santiago.
Acometiéronse con tal furia que al primer encuentro quedaron rotas ambas lanzas, y empuñando los
aceros se atacaron con denuedo sin igual. Largo fué el combate, brillantes los golpes y paradas que
demostraron la pericia de ambos, hasta que impaciente el de Santiago hizo saltar á su caballo hasta tocar
al del inglés, y abalanzándose sobre el barón le rodeó el cuerpo con sus brazos. Cayeron al suelo ambos
enemigos estrechamente unidos, logró el castellano dominar á su adversario, de cuerpo más endeble que
el suyo, y posándole una rodilla en el pecho alzó el brazo armado para poner de una estocada fin al
furioso combate. Pero nunca llegó á dar el golpe mortal. La espada del barón, rápida como el rayo, entró
oblícuamente por debajo del levantado brazo de su enemigo, y éste cayó pesadamente en tierra, lanzando
ahogado grito. Confusa gritería de aplauso y de despecho se dejó oir en uno y otro bando y el barón,
saltando sobre su caballo, se lanzó hacia la altura, á la vez que los sitiadores emprendían el ataque de la
posición inglesa.
Los arqueros los recibieron con una granizada de flechas que hicieron morder el polvo á filas enteras
de los asaltantes. Inútiles fueron los esfuerzos denodados de éstos por llegar hasta la altura; la estrechez y
la pendiente del camino y los obstáculos que añadían á su paso los cuerpos de hombres y caballos
hacinados y revolcándose en sangrientos montones sólo les permitían avanzar lentamente, haciéndolos
fácil blanco de las flechas enemigas, y muy pronto se oyó el toque de retirada.
Felicitábanse los arqueros cuando descubrieron otro enemigo aun más temible que las impotentes
lanzas de los jinetes. Numerosos honderos castellanos habían tomado posesión de otras alturas cercanas
y desde ellas lanzaron mortíferas piedras, con fuerza y acierto tal que en pocos momentos quedaron
tendidos sin vida el veterano Yonson y algunos otros arqueros y malheridos quince de éstos y seis
hombres de armas. Parapetáronse los ingleses lo mejor que pudieron detrás de los peñascos, tendiéronse
muchos en el suelo y dirigieron sus certeras flechas contra los honderos.
—¡Barón! exclamó en aquel momento el señor de Burley; acaba de decirme Simón que no nos quedan
más de doscientas flechas por junto. ¿Qué hacer? En mi opinión ha llegado la hora de parlamentar ó de
morir casi indefensos.
—¡Por lo pronto, contestó el barón de Morel arrancándose el parche que por tanto tiempo cubriera su
ojo izquierdo, creo haber cumplido mi voto dando muerte en leal combate á uno de los más pujantes y
famosos caballeros enemigos! Y ahora ¡á morir matando!
—Lo mismo digo, asintió tranquilamente Oliver de Butrón, enarbolando pesada maza.
—¡Disparad hasta vuestra última flecha, arqueros! gritó el de Morel. ¡Entonces os quedarán todavía
espadas y hachas para vender caras vuestras vidas!
CAPÍTULO XXXIII
COMO si el enemigo hubiera oído ó adivinado las palabras del intrépido jefe, alzóse entonces en todo
el valle y en las cumbres vecinas el grito de venganza y exterminio de aquella raza aguerrida, que llevaba
siglos enteros de lucha con los árabes y que preparaba el anonadamiento de otro puñado de invasores, no
menos odiados que los sectarios de Mahoma. Cruenta y terrible fué la lucha, tan larga, tan encarnizada
que aun hoy día conserva memoria de ella la tradición y entre los montañeses de la comarca se conoce el
teatro de la hecatombe con el nombre de la "Roca de los Ingleses."
Mas no cedieron éstos al segundo asalto. Agotadas muy pronto las flechas de los arqueros, lucharon
desesperadamente con espadas, picas, hachas y mazas, aprovechando todas las ventajas de su posición.
Por fortuna, el combate cuerpo á cuerpo impidió á los honderos castellanos continuar su obra de
destrucción. Sitiadores y sitiados luchaban confundidos en el único punto del camino por donde podía
escalarse la altura y allí acudieron, dando el ejemplo á sus soldados, los pocos nobles ingleses que
rodeaban al barón. Momentos hubo en que éste, Roger y Butrón hubieran perecido sin el oportuno
refuerzo del escocés Burley al frente de los veteranos de Gales, que cayeron sobre el enemigo con furia
sin igual, obligándole á retroceder buen trecho. Pero las pérdidas de los sitiados eran irreparables, al
paso que los castellanos tenían escuadrones y compañías enteras de reserva en el valle, imposibilitados
unos y otras de tomar parte en la lucha hasta entonces por las condiciones del terreno.
Un gigantesco caballero de Santiago llegó á escalar los últimos peñascos, y derribando á tres arqueros
de otros tantos golpes blandía de nuevo la tajante espada, cuando le asió entre sus nervudos brazos el
animoso Sir Oliver. Forcejeando furiosamente ambos enemigos, y rodando por el suelo en mortal abrazo,
llegaron al borde de la elevada planicie y cayeron despeñados en el horrendo precipicio. La espada de
Simón y la enorme hacha de Tristán brillaban al sol y golpeaban incesantemente sobre las cabezas
enemigas, en primera línea. Reno cayó á su lado, malherido, y también pereció allí Sir Ricardo Causton.
El señor de Morel, cubierto de sangre, hacía prodigios de valor, acudiendo á todas partes, animando y
dirigiendo á sus soldados, seguido de cerca por Roger, que devolvía golpe por golpe, más ganoso de
proteger á su señor que á sí mismo. Por último, los arqueros y hombres de armas que formaban á derecha
é izquierda del lugar donde era más encarnizada la lucha, hicieron un esfuerzo supremo y precipitándose
sobre los sitiadores, persiguiéndolos y atacándolos con desesperación, hicieron retroceder un tanto
aquella incesante columna enemiga, en la que parecían no hacer mella las incesantes bajas.
Mientras se rehacían las fuerzas castellanas y consultaban sus jefes, aquella retirada parcial
proporcionó á los ingleses que aun quedaban con vida el descanso que tanto necesitaban. Grandes habían
sido sus pérdidas. De los trescientos setenta hombres que contaban al emprender la defensa de aquella
altura, no quedaban en pie más de ciento cincuenta, heridos muchos de ellos. Entre los muertos se
contaban ya los valientes nobles Burley, Butrón y Causton y los veteranos Yonson y Reno. Ni fué
completo el respiro de los sobrevivientes, porque apenas deslindados los campos reanudaron el ataque
los honderos posesionados de las cumbres inmediatas.
—Ahora más que nunca me enorgullezco de mandaros, dijo el barón contemplando con amor al puñado
de héroes que le rodeaba. ¿Qué es eso, Roger? ¿Estás herido?
—Un rasguño, señor barón, contestó el escudero restañando la sangre de un tajo que le cruzaba la
frente.
—Deseo hablarte, Roger, y también á vos, Norbury, dijo el barón dirigiéndose al escudero de Sir
Oliver.
Los tres se encaminaron al extremo opuesto de la elevada planicie, bajo la cual se veía la roca cortada
casi á pico, con algunos peñascos salientes de trecho en trecho.
—Es indispensable, continuó el señor de Morel, que el príncipe tenga noticia exacta de lo ocurrido.
Podremos quizás resistir otra acometida porque no pueden atacarnos todos á la vez, pero el fin no está
lejano. En cambio, la llegada de auxilios oportunos permitiría prolongar la defensa de esta posición y
salvar la vida de los que aún quedasen defendiéndola. ¿Véis aquellos caballos que pastan allá bajo, entre
las rocas?
—Sí, señor barón, contestaron los escuderos.
—¿Y aquel sendero que se pierde más lejos entre los árboles y parece conducir al otro extremo del
valle? Un jinete resuelto podría quizás llegar hasta el campo del príncipe, ó cruzarse en el camino con las
fuerzas de Sir Hugo Calverley, que no deben de estar muy lejos, y procurarnos el ansiado socorro. Hé
aquí una cuerda suficientemente larga y fuerte para que uno de vosotros pueda bajar hasta los primeros
peñascos de la hondonada. ¿Qué decís?
—Digo, señor, replicó Roger, que estoy pronto á obedeceros ahora mismo. Pero ¿cómo apartarme de
vos en estas circunstancias?
—Para servirme mejor y quizás para salvarme, Roger. ¿Y vos, Norbury?
Por toda respuesta el escudero, no menos animoso que Roger, asió la cuerda y empezó á asegurarla
firmemente en torno de una saliente roca. Después se quitó algunas piezas de la armadura, ayudado por
Roger, que hizo lo propio con la suya, mientras el barón continuaba, dirigiéndose á Norbury:
—Si el príncipe ha pasado ya con el grueso del ejército, indagad como podáis el paradero de Chandos,
Calverley ó Nolles. ¡Dios os proteja!
El barón y Roger, profundamente conmovidos, siguieron con la vista, inclinados sobre las rocas, el
peligroso descenso del joven escudero. Llegado había éste á corta distancia y trataba de apoyar el pie en
una hendidura de la roca, cuando recibió la primera descarga de los honderos enemigos. Una de las
piedras le alcanzó de lleno en la sien y extendiendo los brazos cayó desplomado al abismo.
—Si Dios no me da mejor fortuna que á ese infeliz, dijo Roger al barón, hacedme la merced de decir á
vuestra hija que he muerto pensando en ella y con su nombre en los labios.
Las lágrimas asomaron á los ojos del noble guerrero, que poniendo ambas manos en los hombros de
Roger lo besó cariñosamente. El joven corrió á la cuerda y se deslizó por ella con gran presteza; las
piedras lanzadas por las hondas enemigas se estrellaban contra la roca, una le rozó los cabellos y por fin
otra le alcanzó en un costado, ocasionándole vivísimo dolor. Llegado, sin embargo, al extremo de la
cuerda, se dejó caer desde no pequeña altura sobre la cumbre del más alto risco, que quedaba al pie de la
formidable roca donde se hallaban sitiados sus amigos. Tan alta era ésta que todavía tuvo que descender
Roger más de veinte varas, por una escarpada pendiente que apenas le ofrecía punto de apoyo.
Aferrándose desesperadamente á las plantas silvestres que crecían en las hendiduras de las rocas,
poniendo los pies en ligerísimas depresiones del inclinado plano, ó en piedras que con frecuencia se
desprendían y amenazaban arrastrarlo consigo, expuesto á morir diez veces, llegó por fin á terreno firme
y saltando de roca en roca ó corriendo entre los matorrales, se vió sano y salvo en la planicie que desde
arriba le había mostrado el barón y donde pacían algunos caballos. Tendía ya la mano para asir la brida
de uno de ellos, cuando recibió en la cabeza fuerte pedrada que lo derribó aturdido.
El hondero autor de aquella hazaña, viendo á Roger solo y exánime y juzgando por el aspecto y traje
del joven que se trataba de un caballero inglés, comenzó á bajar precipitadamente de la colina donde se
hallaba apostado con otros, ansioso de despojar á su víctima y sabedor de que los arqueros habían
agotado todas sus flechas. Pero no contaba con Tristán de Horla, que levantando con sus forzudas manos
pesado peñasco lo dejó caer á plomo sobre el hondero, al pasar éste al pie de la roca, con tanto tino que
le destrozó un hombro, derribándolo al suelo, donde empezó á dar grandes gritos. Al oírlos se incorporó
Roger, miró en derredor como atontado, y de pronto vió uno de los caballos que á pocos pasos de él
estaba. Un momento le bastó para ponerse en la silla y lanzarse al galope por el sendero que debía
conducirlo fuera de aquel valle fatal. Pero bien pronto conoció que iban á faltarle las fuerzas; sintió en el
costado un dolor atroz, nublóse su vista y haciendo un esfuerzo supremo se inclinó sobre el cuello del
caballo, lo estrechó fuertemente entre sus brazos y cerró los ojos, casi insensible ya á cuanto le rodeaba.
Nunca supo Roger lo que duró aquella carrera desenfrenada. Cuando volvió en sí se halló rodeado de
soldados ingleses que le prestaban solícitos cuidados. Era un destacamento de doscientos arqueros y
hombres de armas mandados por el temible Hugo de Calverley, quien á las primeras palabras de Roger
despachó mensajeros con dirección al cercano campamento del príncipe y poniéndose al frente de sus
soldados se lanzó al galope en auxilio del barón de Morel. Con él fué también Roger, atado sobre el
caballo que le conducía, casi exánime por la pérdida de sangre, los golpes recibidos y las peripecias de
aquella tremenda jornada.
Llegados los ingleses á una altura que dominaba en parte el valle divisaron en la cima de la roca
convertida en fortaleza la bandera castellana. El enemigo se había apoderado por fin de aquel baluarte
con tanto heroísmo defendido. Pero la lucha no había cesado por completo; en un extremo de la elevada
planicie oponía todavía débil resistencia un puñado de ingleses. Aquel espectáculo arrancó un grito de
furor á Sir Hugo y sus soldados, que clavando las espuelas en los ijares de sus caballos se lanzaron,
ciegos de ira, contra los escuadrones enemigos.
El furioso ataque sorprendió á éstos sobre manera, é ignorantes del número de sus enemigos y creyendo
que los rodeaba el grueso del ejército inglés que se hallaba por aquellos contornos, dieron la señal de
retirada, apresurándose á dejar el valle en busca de posición más favorable para la defensa.
Los ingleses no pensaron en continuar su ataque ni en perseguirlos. Su principal anhelo era llegar á la
altura donde esperaban rescatar á algunos de sus amigos. Triste cuadro se ofreció á su vista; montones de
muertos y heridos castellanos y leoneses, franceses é ingleses; y mas allá, al pie de una roca, siete
arqueros, con el indomable Tristán de Horla en el centro, heridos todos pero no vencidos todavía,
blandiendo las ensangrentadas espadas y saludando á sus salvadores con un grito de bienvenida.
—¡Tremenda lucha y defensa heróica la vuestra! exclamó Sir Hugo, contemplando con asombro aquella
escena asoladora. Pero ¿qué es eso? ¿También habéis hecho prisioneros? continuó diciendo al ver á Don
Diego de Álvarez desarmado entre los arqueros.
—Sólo uno, y me pertenece, respondió Tristán. Lo he custodiado y defendido cuidadosamente, porque
representa mi fortuna y la de mi viejecita madre si vuelvo á verme algún día en Horla....
—Tristán, ¿dónde está el barón de Morel? interrumpió Roger ansiosamente.
—Creo que ha perecido, como casi todos. Yo ví al enemigo poner su cuerpo sobre un caballo. Estaba
desvanecido ó muerto y se lo llevaron....
—¡Dios del cielo! ¿Y Simón?
—También le ví arrojarse espada en mano sobre los captores de nuestro señor, y no sé si lo mataron ó
lo hicieron prisionero.
—¡Den los clarines la orden de marcha! gritó Sir Hugo con voz tonante. ¡Maldición! ¡Volvamos al
campo, y os prometo que antes de tres días habremos vengado al barón de Morel! Cuento con vosotros,
valientes, y desde ahora quedáis incorporados á mi escuadrón predilecto.
—Somos arqueros y pertenecemos á la Guardia Blanca, señor, se aventuró á decir Tristán.
—¡Ah, sí! ¡La famosa Guardia Blanca! repuso el gran guerrillero inglés, mirando tristemente en torno.
Pero la Guardia ya no existe; la muerte se ha encargado de desbandarla. Cuidadme bien á ese valiente
escudero, porque temo que no vuelva á ver la luz del sol, añadió señalando á Roger desfallecido. ¡En
marcha!
CAPÍTULO XXXIV
REGRESO Á LA PATRIA
NOS hallamos en Inglaterra, en una hermosa mañana de Julio, cuatro meses después de los sucesos que
quedan relatados. Por el camino que conducía derechamente á la antigua ciudad de Vinchester y á no muy
grande distancia de ella iban dos jinetes, joven, apuesto y ricamente ataviado el uno, con las espuelas de
oro del caballero, al paso que el otro, hercúleo mocetón, tenía más trazas de gañán que de soldado, á no
revelar su profesión la formidable espada que al cinto llevaba. Sobre la grupa de su caballo veíase un
saco que contenía, entre otras cosas, los cinco mil ducados que pagara por su rescate Don Diego de
Álvarez. Inútil es decir que era el jinete nuestro jovial amigo Tristán de Horla, elevado recientemente á
la dignidad de escudero de Sir Roger de Clinton, señor de Munster, á cuyo lado cabalgaba en aquel
momento.
Roger había sido armado caballero por el Príncipe Negro en persona, con aplauso de todo el ejército
que le consideraba como uno de los más brillantes soldados del reino. Aquella defensa inaudita, aquel
esfuerzo supremo de la Guardia Blanca había sido referido y ensalzado en toda la cristiandad y el
príncipe heredero, en nombre del soberano, había colmado de honores á los escasos sobrevivientes de
tan honroso hecho de armas. Por más de un mes fluctuó Roger entre la vida y la muerte, y tan luego triunfó
su juventud y cesó el delirio, supo que había terminado la guerra y que nada se había podido averiguar
sobre el paradero ni la suerte del barón de Morel. Recibió las felicitaciones y alabanzas que le prodigó
en persona el príncipe, y tan luego se halló en disposición de soportar el viaje á Londres se embarcó
acompañado de su fiel Tristán. Inmediatamente que llegaron á aquella ciudad emprendieron el camino de
Hanson, pues Roger carecía de toda noticia desde la carta del prior que le anunció la muerte de su
hermano.
Tristán comentaba con admiración y entusiasmo cuanto veían en el camino, la verdura y lozanía de los
campos, los matices de las flores y la hermosa apariencia del ganado.
—Bien está que te regocijes, amigo Tristán, le dijo el joven caballero, pero cuanto á mí jamás pensé
volver á la patria con tanta amargura en el corazón. Lloro por mi señor y por el valiente Simón Aluardo,
y no sé cómo atreverme á comunicar la pérdida del primero á la baronesa y á su hija, suponiendo que no
tengan ya noticia de su desgracia.
—¡Ay de mí! exclamó Tristán dando un gemido que espantó á los caballos. Duro es el trance en que os
véis y también yo lamento la muerte de ambos. Pero descuidad, que la mitad de estos ducados que aquí
llevo se la daré á mi madre y la otra mitad la agregaremos á los dineros que vos tengáis, para comprar el
Galeón Amarillo que nos llevó á Burdeos y con él saldremos en busca del barón.
—¡Buen Tristán! dijo Roger sonriéndose. Pero ¡ah! que si el barón viviese ya hubiéramos tenido
nuevas suyas. ¿Qué villa es esa? preguntó poco después.
—¡Romsey! La conozco bien. Allí está el monasterio con su vieja torre parda. Permitidme que dé una
moneda al venerable ermitaño que allí véis, sentado en aquella piedra junto al camino.
Suspendió el anciano sus preces para aceptar la dádiva del arquero.
—Soldados sois á lo que veo, hijos míos, y mis oraciones os acompañarán en vuestras empresas.
—De España venimos, reverendo padre, dijo Tristán.
—¿De España decís? ¡Ah! Infortunada expedición en la que tantos bravos ingleses han sacrificado las
vidas que Dios les concediera. Hoy mismo he dado mi bendición á una noble dama que ha perdido cuanto
amaba en esa cruel y lejana guerra.
—¿Qué decís? preguntó Roger con vivo interés.
—Sí, una joven y principalísima dama de esta comarca, tranquila y dichosa cual ninguna pocos meses
hace y que se prepara á tomar el velo en el convento de Romsey. ¿No habéis oído hablar, mis buenos
caballeros, de una compañía llamada la Guardia Blanca?
—¡Oh, sí, mucho! dijeron ambos á la vez.
—Pues el padre de la dama de que os hablo era el jefe de esa valiente fuerza, y su prometido era
escudero del famoso capitán. Llegó aquí la nueva de que ni un solo miembro de la Guardia había
sobrevivido á una serie de cruentos combates y la pobre doncella....
—¡Acabad! gritó Roger. ¿Habláis de Doña Constanza de Morel?
—La misma.
—¡Constanza monja! ¿Qué decís? ¿Tan terrible efecto le ha causado la pérdida de su padre?
—De su padre y del gallardo mancebo de rubios cabellos á quien adoraba. La muerte de este último es
la que en verdad abre para ella las puertas del claustro....
—¡Á escape, Tristán! ¡Á Romsey! gritó Roger espoleando á su caballo, que partió como una flecha.
Grande había sido la alegría de las monjas de Romsey al saber que la noble cuanto hermosa Constanza
de Morel había pedido ser recibida como hermana suya, tras corto noviciado. Hechos estaban todos los
preparativos para la solemne ceremonia, decorado el templo, cubierto de flores el altar y numerosos
grupos de gentes del pueblo se hallaban congregados en el atrio ó se encaminaban hacia la iglesia
inmediata al monasterio, ansiosos de presenciar el imponente acto. Ya habían visto pasar á la venerable
abadesa con su gran crucifijo de oro, seguida de las hermanas, del clero y los acólitos con los humeantes
incensarios y de unas hermosas niñas que iban alfombrando de flores el suelo, al paso de la novicia.
Seguíalas ésta entre cuatro compañeras suyas, cubierta de la cabeza á los pies por el blanco velo, y
centro de todas las miradas.
Aquella solemne procesión llegó á las puertas del templo y se disponía á entrar en él cuando se notó
súbita confusión en uno de los ángulos de la plaza, de donde pronto partieron grandes clamores. La
multitud osciló primero y abrió luego paso á un jinete, á un joven caballero cubierto de polvo, que sin
miramientos lanzaba su corcel sobre la compacta masa del pueblo. Era el mensajero de la juventud y del
amor, que llegaba á tiempo de arrancar al claustro una vida que por ningún concepto le estaba destinaba.
Llegado á los escalones que conducían al atrio saltó de su caballo, y apartando bruscamente á la
sorprendida abadesa, dirigióse el doncel al punto donde se hallaba la novicia y extendiendo hacia ella
sus brazos, exclamó con amoroso acento, en el que palpitaba profundísima emoción:
—¡Constanza!
—¡Roger!
La novicia iba á caer desvanecida, pero Roger la recibió en sus brazos y la estrechó amorosamente,
con gran escándalo de la abadesa y con no menor admiración de las veinte monjas y novicias que
presenciaban tan inesperado desenlace. Pero Constanza y Roger no se daban cuenta de lo que en torno de
ellos sucedía, perdidos como estaban en mutua contemplación, embriagados con la felicidad inmensa de
verse reunidos después de una separación que ella había creído eterna. Tras los amantes quedaba el
obscuro arco de entrada del templo; frente á ellos la vida entera, llena de luz, de alegría y felicidad. Su
elección quedó hecha en un momento y se dirigieron, entrelazadas las manos, hacia la luz, en busca del
amor, abandonando ella para siempre el claustro, olvidados ambos por el momento de sus pasadas
tristezas.
El anciano padre Cristóbal bendijo poco tiempo después su unión en la iglesia del Priorato de
Salisbury. Los únicos testigos de la tierna ceremonia fueron la baronesa, Tristán de Horla y una docena
de arqueros y servidores del castillo. La animosa señora de Morel, tras largos meses de ansiedad y
amargos sufrimientos, dudaba todavía de la muerte del barón; parecíale imposible que habiendo
regresado de tantas y tan mortíferas campañas, hubiese sonado para él la hora suprema en aquella última
expedición, lejos de su hogar, privado del amor de los suyos y de los solícitos cuidados de su amante
esposa. Desde luego manifestó el deseo de ir á España en persona y agotar todos los recursos para
averiguar el paradero del barón. Disuadióla Roger de su proyecto, convenciéndola de que á él le tocaba
emprender aquel viaje, debiendo quedarse ella acompañando á su hija y al cuidado de los múltiples
intereses que suponía la administración de las vastas propiedades de Munster, unidas á la del castillo de
Monteagudo y sus dependencias.
Fletó Roger el Galeón Amarillo, mandado por el mismo valiente capitán Golvín, y un mes después de
su boda partió el joven señor de Munster para Sorel, acompañado de su fiel Tristán, á fin de averiguar si
había llegado de Southampton el para ellos inolvidable galeón. Poco antes de llegar á Sorel se
detuvieron en Dalton, pueblecillo de la costa, donde notó Roger la presencia de una pequeña galera
recienllegada, á juzgar por el número de botes y lanchas que la rodeaban para conducir á tierra su
cargamento.
Á un tiro de ballesta del pueblo había un pequeño edificio, entre mesón y taberna, hacia el cual se
dirigieron los dos viajeros. Á una ventana del primero y único piso de la casita se asomaba un individuo
que parecía contemplarlos con curiosidad. Mirándole estaba Tristán cuando salió corriendo del mesón
una robusta moza, riéndose á carcajadas y perseguida de cerca por un truhán que muy pronto desapareció,
lo mismo que la muchacha, entre los árboles del huerto. Echando pie á tierra los jinetes, ataron sus
caballos á la cerca y apenas tomaron por el sendero que á la casa conducía se detuvieron atónitos,
contemplándose en silencio, presa de profunda emoción.
—¡Ah, ma belle! decía una voz sonora. ¿Con que así tratas á un viejo soldado que hace tiempo no ha
visto tan siquiera una buena moza inglesa? ¡Por el filo de mi espada! aguarda un poco y en lugar de un
beso te daré media docena....
Una exclamación de alegría se escapó de los labios sonrientes de Roger y Tristán. ¡Era Simón, no
cabía duda! Simón bueno y sano, que apenas puesto el pie en tierra volvía á las andadas. Iban á
precipitarse en su busca, á llamarle á gritos, cuando oyeron otra voz que partía de la ventana.
—¿Qué ocurre, Simón? decía. Si me necesitas, no pido cosa mejor que empuñar la espada y
desentumecer un poco el brazo, metiendo en cintura al primero que se desmande y nos busque pendencia,
aunque sea en tierra propia.
Apareció Simón al oir la voz de su señor y en un instante se vió asido por los formidables brazos de
Tristán, de los que pasó á los de Roger. No había vuelto de su sorpresa el buen Simón cuando se presentó
en la puerta el barón de Morel, espada en mano y guiñando más que nunca sus ojillos, en busca de
imaginario enemigo. Renováronse entonces los abrazos, que el barón y el veterano no tardaron en
devolver con creces, poseídos de inmensa alegría.
Durante el viaje de regreso oyeron sus amigos el relato de sus portentosas aventuras. Hechos
prisioneros ambos en la homérica lucha, allá en España, viéronse cautivos de un noble aragonés, que tras
largo viaje los condujo á la costa, donde los embarcó con rumbo á unas posesiones que por allí tenía.
Sorprendida su embarcación en alta mar por los piratas berberiscos, se acrecentaron sus sufrimientos
bajo el yugo bárbaro de su nuevo amo; pero llegados á un puertecillo africano, el indomable barón halló
modo de matar al capitán pirata en la barca que á tierra los conducía y arrojándose después al agua
seguido de Simón ganaron á nado la tierra y tras mil penalidades lograron embarcarse en la galera que
acababa de llevarlos á Inglaterra, no sin rico botín arrebatado con astucia á sus crueles enemigos. Inútil
es hablar de su recepción en el castillo de Monteagudo, y de la inmensa ventura que llenó aquel dichoso
hogar, poco antes tan agobiado por la tristeza y el dolor.
El barón León de Morel vivió todavía largos años, colmado de honores, tranquilo y feliz. La dicha de
Roger de Clinton y su esposa adorada fué también completa. Dos veces guerreó él en Francia,
conquistando preciados laureles y altísima fama. Concediósele distinguido puesto en la corte y por
muchos años ejerció brillantes cargos en los reinados de Ricardo y de Enrique IV, quien le confirió la
orden de la Jarretiera y le honró como á uno de los primeros caballeros y más valientes campeones de su
tiempo.
Cuanto á Tristán de Horla, se casó con una linda muchacha de Dunán y allí se estableció
definitivamente, gozando del prestigio que le daban sus proezas y los cinco mil ducados tan briosamente
ganados allá en tierra de España. Él y su inseparable amigo Simón animaron frecuentemente con su
presencia y su alegría perenne las bulliciosas veladas del Pájaro Verde . Simón acabó por ofrecer su
amor y su nombre á la buena ventera que tan fielmente le guardara su botín de anteriores campañas. Así
vivieron aquellos hombres, rudos si se quiere, como la época que los vió nacer y morir, pero francos,
honrados y valientes, dejando á las generaciones venideras un ejemplo digno de imitación y aplauso.
FIN.
VICARIO DE WAKEFIELD.
Por OLIVERIO GOLDSMITH.
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VERSIÓN castellana hecha con sumo esmero y la única completa en nuestra lengua, de esta famosísima
obra, considerada universalmente como CLÁSICA.
Un tomo de unas 300 páginas, bien impreso, con preciosos grabados y encuadernado artísticamente.
Edición económica 50 centavos. De medio lujo 75 centavos.
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EL VICARIO DE WAKEFIELD.—"La novela más interesante en lengua inglesa."—LORD BYRON.
EL VICARIO DE WAKEFIELD.—"Excelente, interesante, lo mejor de cuanto se ha escrito como novela
doméstica."—GOETHE.
EL VICARIO DE WAKEFIELD.—"Lo más delicado de cuanto la inteligencia humana ha producido en su
género."—WALTER SCOTT.
EL VICARIO DE WAKEFIELD.—"Ningún otro escritor ha logrado con tan buen suceso llegar á los fines del
moralista. Pensamientos, humoradas y agudezas abundan en cada página."—WASHINGTON IRVING.
—————
La única versión española del VICARIO DE WAKEFIELD, completa y correcta es la publicada por
D. APPLETON Y COMPAÑÍA,
EDITORES,
NUEVA YORK.
End of the Project Gutenberg EBook of La guardia blanca, by Arthur Conan Doyle
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