FACUNDO-Introducción y Capítulos I, II, V Y XIII

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“FACUNDO”D.F.

SARMIENTO

INTRODUCCIÓN

“Je demande à l’historien l’amour de l’humanité ou de la liberté; sa justice impartiale ne doit pas
être impassible. Il faut, au contraire, qu’il souhaite, qu’il espère, qu’il souffre, ou soit heureux de
ce qu’il raconte”. VILLEMAIN, Cours de littérature

¡SOMBRA terrible de Facundo, voy a evocarte, para que, sacudiendo el ensangrentado polvo que
cubre tus cenizas, te levantes a explicarnos la vida secreta y las convulsiones internas que
desgarran las entrañas de un noble pueblo! Tú posees el secreto: ¡revélanoslo! Diez años aún
después de tu trágica muerte, el hombre de las ciudades y el gaucho de los llanos argentinos, al
tomar diversos senderos en el desierto, decían: “¡No; no ha muerto! ¡Vive aún! ¡Él vendrá!”
¡Cierto! Facundo no ha muerto; está vivo en las tradiciones populares, en la política y revoluciones
argentinas; en Rosas, su heredero, su complemento: su alma ha pasado a este otro molde, más
acabado, más perfecto; y lo que en él era sólo instinto, iniciación, tendencia, convirtióse en Rosas
en sistema, efecto y fin. La naturaleza campestre, colonial y bárbara, cambióse en esta
metamorfosis en arte, en sistema y en política regular capaz de presentarse a la faz del mundo,
como el modo de ser de un pueblo encarnado en un hombre, que ha aspirado a tomar los aires de
un genio que domina los acontecimientos, los hombres y las cosas. Facundo, provinciano, bárbaro,
valiente, audaz, fue reemplazado por Rosas, hijo de la culta Buenos Aires, sin serlo él; por Rosas,
falso, corazón helado, espíritu calculador, que hace el mal sin pasión, y organiza lentamente el
despotismo con toda la inteligencia de un Maquiavelo. Tirano sin rival hoy en la tierra, ¿por qué
sus enemigos quieren disputarle el título de Grande que le prodigan sus cortesanos? Sí; grande y
muy grande es, para gloria y vergüenza de su patria, porque si ha encontrado millares de seres
degradados que se unzan a su carro para arrastrarlo por encima de cadáveres, también se hallan a
millares, las almas generosas que, en quince años de lid sangrienta, no han desesperado de vencer
36 al monstruo que nos propone el enigma de la organización política de la República. Un día
vendrá, al fin, que lo resuelvan; y la Esfinge Argentina, mitad mujer, por lo cobarde, mitad tigre,
por lo sanguinario, morirá a sus plantas, dando a la Tebas del Plata, el rango elevado que le toca
entre las naciones del Nuevo Mundo. Necesítase, empero, para desatar este nudo que no ha
podido cortar la espada, estudiar prolijamente las vueltas y revueltas de los hilos que lo forman, y
buscar en los antecedentes nacionales, en la fisonomía del suelo, en las costumbres y tradiciones
populares, los puntos en que están pegados. La República Argentina es hoy la sección
hispanoamericana que en sus manifestaciones exteriores ha llamado preferentemente la atención
de las naciones europeas, que no pocas veces se han visto envueltas en sus extravíos, o atraídas,
como por una vorágine, a acercarse al centro en que remolinean elementos tan contrarios. La
Francia estuvo a punto de ceder a esta atracción, y no sin grandes esfuerzos de remo y vela, no sin
perder el gobernalle, logró alejarse y mantenerse a la distancia. Sus más hábiles políticos no han
alcanzado a comprender nada de lo que sus ojos han visto, al echar una mirada precipitada sobre
el poder americano que desafiaba a la gran nación. Al ver las lavas ardientes que se revuelcan, se
agitan, se chocan bramando en este gran foco de lucha intestina, los que por más avisados se
tienen, han dicho: “Es un volcán subalterno, sin nombre, de los muchos que aparecen en la
América: pronto se extinguirá”; y han vuelto a otra parte sus miradas, satisfechos de haber dado
una solución tan fácil como exacta, de los fenómenos sociales que sólo han visto en grupo y
superficialmente. A la América del Sur en general, y a la República Argentina sobre todo, le ha
hecho falta un Tocqueville, que, premunido del conocimiento de las teorías sociales, como el
viajero científico de barómetros, octantes y brújulas, viniera a penetrar en el interior de nuestra
vida política, como en un campo vastísimo y aún no explorado ni descrito por la ciencia, y revelase
a la Europa, a la Francia, tan ávida de fases nuevas en la vida de las diversas porciones de la
humanidad, este nuevo modo de ser, que no tiene antecedentes bien marcados y conocidos.
Hubiérase, entonces, explicado el misterio de la lucha obstinada que despedaza a 37 aquella
República; hubiéranse clasificado distintamente los elementos contrarios, invencibles, que se
chocan; hubiérase asignado su parte a la configuración del terreno y a los hábitos que ella
engendra; su parte a las tradiciones españolas y a la conciencia nacional, inicua, plebeya, que han
dejado la Inquisición y el absolutismo hispano; su parte a la influencia de las ideas opuestas que
han trastornado el mundo político; su parte a la barbarie indígena; su parte a la civilización
europea; su parte, en fin, a la democracia consagrada por la revolución de 1810, a la igualdad,
cuyo dogma ha penetrado hasta las capas inferiores de la sociedad. Este estudio que nosotros no
estamos aún en estado de hacer por nuestra falta de instrucción filosófica e histórica, hecho por
observadores competentes, habría revelado a los ojos atónitos de la Europa, un mundo nuevo en
política, una lucha ingenua, franca y primitiva entre los últimos progresos del espíritu humano y
los rudimentos de la vida salvaje, entre las ciudades populosas y los bosques sombríos. Entonces
se habría podido aclarar un poco el problema de la España, esa rezagada a la Europa, que, echada
entre el Mediterráneo y el Océano, entre la Edad Media y el siglo XIX, unida a la Europa culta por
un ancho istmo y separada del África bárbara por un angosto estrecho, está balanceándose entre
dos fuerzas opuestas, ya levantándose en la balanza de los pueblos libres, ya cayendo en la de los
despotizados; ya impía, ya fanática; ora constitucionalista declarada, ora despótica impudente;
maldiciendo sus cadenas rotas a veces, ya cruzando los brazos, y pidiendo a gritos que le
impongan el yugo, que parece ser su condición y su modo de existir. ¡Qué! ¿El problema de la
España europea, no podría resolverse examinando minuciosamente la España americana, como
por la educación y hábitos de los hijos se rastrean las ideas y la moralidad de los padres? ¡Qué!
¿No significa nada para la historia y la filosofía, esta eterna lucha de los pueblos
hispanoamericanos, esa falta supina de capacidad política e industrial que los tiene inquietos y
revolviéndose sin norte fijo, sin objeto preciso, sin que sepan por qué no pueden conseguir un día
de reposo, ni qué mano enemiga los echa y empuja en el torbellino fatal que los arrastra, mal de
su grado y sin que les sea dado sustraerse a su maléfica influencia? ¿No valía la pena de saber por
qué en el Paraguay, tierra desmontada 38 por la mano sabia del jesuitismo, un sabio educado en
las aulas de la antigua Universidad de Córdoba, abre una nueva página en la historia de las
aberraciones del espíritu humano, encierra a un pueblo en sus límites de bosques primitivos, y,
borrando las sendas que conducen a esta China recóndita, se oculta y esconde durante treinta
años su presa, en las profundidades del continente americano, y sin dejarla lanzar un solo grito,
hasta que muerto, él mismo, por la edad y la quieta fatiga de estar inmóvil pisando un pueblo
sumiso, éste puede al fin, con voz extenuada y apenas inteligible, decir a los que vagan por sus
inmediaciones: ¡vivo aún!, ¡pero cuánto he sufrido!, ¡quantum mutatus ab illo! ¡Qué
transformación ha sufrido el Paraguay; qué cardenales y llagas ha dejado el yugo sobre su cuello,
que no oponía resistencia! ¿No merece estudio el espectáculo de la República Argentina, que,
después de veinte años de convulsión interna, de ensayos de organización de todo género,
produce, al fin, del fondo de sus entrañas, de lo íntimo de su corazón, al mismo doctor Francia en
la persona de Rosas, pero más grande, más desenvuelto y más hostil, si se puede, a las ideas,
costumbres y civilización de los pueblos europeos? ¿No se descubre en él, el mismo rencor contra
el elemento extranjero, la misma idea de la autoridad del Gobierno, la misma insolencia para
desafiar la reprobación del mundo, con más, su originalidad salvaje, su carácter fríamente feroz y
su voluntad incontrastable, hasta el sacrificio de la patria, como Sagunto y Numancia; hasta
abjurar el porvenir y el rango de nación culta, como la España de Felipe II y de Torquemada? ¿Es
éste un capricho accidental, una desviación mecánica causada por la aparición de la escena, de un
genio poderoso; bien así como los planetas se salen de su órbita regular, atraídos por la
aproximación de algún otro, pero sin sustraerse del todo a la atracción de un centro de rotación,
que luego asume la preponderancia y les hace entrar en la carrera ordinaria? M. Guizot ha dicho
desde la tribuna francesa: “Hay en América dos partidos: el partido europeo y el partido
americano; éste es el más fuerte”; y cuando le avisan que los franceses han tomado las armas en
Montevideo y han asociado su porvenir, su vida y su bienestar al triunfo del partido europeo
civilizado, se contenta con añadir: “Los franceses son muy entrometidos, y comprometen a su
nación con los demás gobier- 39 nos”. ¡Bendito sea Dios! M. Guizot, el historiador de la civilización
europea, el que ha deslindado los elementos nuevos que modificaron la civilización romana y que
ha penetrado en el enmarañado laberinto de la Edad Media, para mostrar cómo la nación francesa
ha sido el crisol en que se ha estado elaborando, mezclando y refundiendo el espíritu moderno; M.
Guizot, ministro del rey de Francia, da por toda solución a esta manifestación de simpatías
profundas entre los franceses y los enemigos de Rosas: “¡Son muy entrometidos los franceses!”
Los otros pueblos americanos, que, indiferentes e impasibles, miran esta lucha y estas alianzas de
un partido argentino con todo elemento europeo que venga a prestarle su apoyo, exclaman a su
vez llenos de indignación: “¡Estos argentinos son muy amigos de los europeos!” Y el tirano de la
República Argentina se encarga oficiosamente de completarles la frase, añadiendo: “¡Traidores a
la causa americana!” ¡Cierto!, dicen todos; ¡traidores!, ésta es la palabra. ¡Cierto!, decimos
nosotros; ¡traidores a la causa americana, española, absolutista, bárbara! ¿No habéis oído la
palabra salvaje, que anda revoloteando sobre nuestras cabezas? De eso se trata: de ser o no ser
salvaje. ¿Rosas, según esto, no es un hecho aislado, una aberración, una monstruosidad? ¿Es, por
el contrario, una manifestación social; es una fórmula de una manera de ser de un pueblo? ¿Para
qué os obstináis en combatirlo, pues, si es fatal, forzoso, natural y lógico? ¡Dios mío! ¡Para qué lo
combatís!… ¿Acaso porque la empresa es ardua, es por eso absurda? ¿Acaso porque el mal
principio triunfa, se le ha de abandonar resignadamente el terreno? ¿Acaso la civilización y la
libertad son débiles hoy en el mundo, porque la Italia gima bajo el peso de todos los despotismos,
porque la Polonia ande errante sobre la tierra mendigando un poco de pan y un poco de libertad?
¡Por qué lo combatís!… ¿Acaso no estamos vivos los que después de tantos desastres
sobrevivimos aún; o hemos perdido nuestra conciencia de lo justo y del porvenir de la patria,
porque hemos perdido algunas batallas? ¡Qué!, ¿se quedan también las ideas entre los despojos
de los combates? ¿Somos dueños de hacer otra cosa que lo que hacemos, ni más ni menos como
Rosas no puede dejar de ser lo que es? ¿No hay nada de providencial en estas luchas de los
pueblos? ¿Concedióse jamás el triunfo a quien no sabe perseverar? Por 40 otra parte, ¿hemos de
abandonar un suelo de los más privilegiados de la América a las devastaciones de la barbarie,
mantener cien ríos navegables, abandonados a las aves acuáticas que están en quieta posesión de
surcarlos ellas solas ab initio ? ¿Hemos de cerrar voluntariamente la puerta a la inmigración
europea que llama con golpes repetidos para poblar nuestros desiertos, y hacernos, a la sombra
de nuestro pabellón, pueblo innumerable como las arenas del mar? ¿Hemos de dejar, ilusorios y
vanos, los sueños de desenvolvimiento, de poder y de gloria, con que nos han mecido desde la
infancia, los pronósticos que con envidia nos dirigen los que en Europa estudian las necesidades
de la humanidad? Después de la Europa, ¿hay otro mundo cristiano civilizable y desierto que la
América? ¿Hay en la América muchos pueblos que estén, como el argentino, llamados, por lo
pronto, a recibir la población europea que desborda como el líquido en un vaso? ¿No queréis, en
fin, que vayamos a invocar la ciencia y la industria en nuestro auxilio, a llamarlas con todas
nuestras fuerzas, para que vengan a sentarse en medio de nosotros, libre la una de toda traba
puesta al pensamiento, segura la otra de toda violencia y de toda coacción? ¡Oh! ¡Este porvenir no
se renuncia así no más! No se renuncia porque un ejército de 20.000 hombres guarde la entrada
de la patria: los soldados mueren en los combates, desertan o cambian de bandera. No se
renuncia porque la fortuna haya favorecido a un tirano durante largos y pesados años: la fortuna
es ciega, y un día que no acierte a encontrar a su favorito, entre el humo denso y la polvareda
sofocante de los combates, ¡adiós tirano!; ¡adiós tiranía! No se renuncia porque todas las brutales
e ignorantes tradiciones coloniales hayan podido más, en un momento de extravío, en el ánimo de
masas inexpertas: las convulsiones políticas traen también la experiencia y la luz, y es ley de la
humanidad que los intereses nuevos, las ideas fecundas, el progreso, triunfen al fin, de las
tradiciones envejecidas, de los hábitos ignorantes y de las preocupaciones estacionarias. No se
renuncia porque en un pueblo haya millares de hombres candorosos que toman el bien por el mal,
egoístas que sacan de él su provecho, indiferentes que lo ven sin interesarse, tímidos que no se
atreven a combatirlo, corrompidos, en fin, que no conociéndolo se entregan a 41 él por inclinación
al mal, por depravación: siempre ha habido en los pueblos todo esto, y nunca el mal ha triunfado
definitivamente. No se renuncia porque los demás pueblos americanos no puedan prestarnos su
ayuda; porque los gobiernos no ven de lejos sino el brillo del poder organizado, y no distinguen en
la oscuridad humilde y desamparada de las revoluciones, los elementos grandes que están
forcejeando por desenvolverse; porque la oposición pretendida liberal abjure de sus principios,
imponga silencio a su conciencia, y por aplastar bajo su pie un insecto que la importuna, huelle la
noble planta a que ese insecto se apegaba. No se renuncia porque los pueblos en masa nos den la
espalda a causa de que nuestras miserias y nuestras grandezas están demasiado lejos de su vista
para que alcancen a conmoverlos. ¡No!; no se renuncia a un porvenir tan inmenso, a una misión
tan elevada, por ese cúmulo de contradicciones y dificultades: ¡las dificultades se vencen, las
contradicciones se acaban a fuerza de contradecirlas! Desde Chile, nosotros nada podemos dar a
los que perseveran en la lucha bajo todos los rigores de las privaciones, y con la cuchilla
exterminadora, que, como la espada de Damocles, pende a todas horas sobre sus cabezas. ¡Nada!,
excepto ideas, excepto consuelos, excepto estímulos; arma ninguna no es dado llevar a los
combatientes, si no es la que la prensa libre de Chile suministra a todos los hombres libres. ¡La
prensa!, ¡la prensa! He aquí, tirano, el enemigo que sofocaste entre nosotros. He aquí el vellocino
de oro que tratamos de conquistar. He aquí cómo la prensa de Francia, Inglaterra, Brasil,
Montevideo, Chile y Corrientes, va a turbar tu sueño en medio del silencio sepulcral de tus
víctimas; he aquí que te has visto compelido a robar el don de lenguas para paliar el mal, don que
sólo fue dado para predicar el bien. He aquí que desciendes a justificarte, y que vas por todos los
pueblos europeos y americanos mendigando una pluma venal y fratricida, para que por medio de
la prensa defienda al que la ha encadenado! ¿Por qué no permites en tu patria, la discusión que
mantienes en todos los otros pueblos? ¿Para qué, pues, tantos millares de víctimas sacrificadas
por el puñal; para qué tantas batallas, si al cabo habías de concluir por la pacífica discusión de la
prensa? 42 El que haya leído las páginas que preceden, creerá que es mi ánimo trazar un cuadro
apasionado de los actos de barbarie que han deshonrado el nombre de don Juan Manuel de Rosas.
Que se tranquilicen los que abriguen este temor. Aún no se ha formado la última página de esta
biografía inmoral; aún no está llena la medida; los días de su héroe no han sido contados aún. Por
otra parte, las pasiones que subleva entre sus enemigos son demasiado rencorosas aún, para que
pudieran ellos mismos poner fe en su imparcialidad o en su justicia. Es de otro personaje de quien
debo ocuparme: Facundo Quiroga es el caudillo cuyos hechos quiero consignar en el papel. Diez
años ha que la tierra pesa sobre sus cenizas, y muy cruel y emponzoñada debiera mostrarse la
calumnia que fuera a cavar los sepulcros en busca de víctimas. ¿Quién lanzó la bala oficial que
detuvo su carrera? ¿Partió de Buenos Aires o de Córdoba? La historia explicará este arcano.
Facundo Quiroga, empero, es el tipo más ingenuo del carácter de la guerra civil de la República
Argentina; es la figura más americana que la revolución presenta. Facundo Quiroga enlaza y
eslabona todos los elementos de desorden que hasta antes de su aparición estaban agitándose
aisladamente en cada provincia; él hace de la guerra local, la guerra nacional, argentina, y
presenta triunfante, al fin de diez años de trabajos, de devastaciones y de combates, el resultado
de que sólo supo aprovecharse el que lo asesinó. He creído explicar la revolución argentina con la
biografía de Juan Facundo Quiroga, porque creo que él explica suficientemente una de las
tendencias, una de las dos fases diversas que luchan en el seno de aquella sociedad singular. He
evocado, pues, mis recuerdos, y buscado para completarlos, los detalles que han podido
suministrarme hombres que lo conocieron en su infancia, que fueron sus partidarios o sus
enemigos, que han visto con sus ojos unos hechos, oído otros, y tenido conocimiento exacto de
una época o de una situación particular. Aún espero más datos de los que poseo, que ya son
numerosos. Si algunas inexactitudes se me escapan, ruego a los que las adviertan que me las
comuniquen; porque en Facundo Quiroga no veo un caudillo simplemente, sino una manifestación
de la vida argentina, tal como la han hecho la colonización y 43 las peculiaridades del terreno, a lo
cual creo necesario consagrar una seria atención, porque sin esto, la vida y hechos de Facundo
Quiroga son vulgaridades que no merecerían entrar, sino episódicamente, en el dominio de la
historia. Pero Facundo, en relación con la fisonomía de la naturaleza grandiosamente salvaje que
prevalece en la inmensa extensión de la República Argentina; Facundo, expresión fiel de una
manera de ser de un pueblo, de sus preocupaciones e instintos; Facundo, en fin, siendo lo que fue,
no por un accidente de su carácter, sino por antecedentes inevitables y ajenos de su voluntad, es
el personaje histórico más singular, más notable, que puede presentarse a la contemplación de los
hombres que comprenden que un caudillo que encabeza un gran movimiento social, no es más
que el espejo en que se reflejan, en dimensiones colosales, las creencias, las necesidades,
preocupaciones y hábitos de una nación en una época dada de su historia. Alejandro es la pintura,
el reflejo de la Grecia guerrera, literaria, política y artística; de la Grecia escéptica, filosófica y
emprendedora, que se derrama sobre el Asia, para extender la esfera de su acción civilizadora. Por
esto nos es necesario detenernos en los detalles de la vida interior del pueblo argentino, para
comprender su ideal, su personificación. Sin estos antecedentes, nadie comprenderá a Facundo
Quiroga, como nadie, a mi juicio, ha comprendido, todavía, al inmortal Bolívar, por la
incompetencia de los biógrafos que han trazado el cuadro de su vida. En la Enciclopedia Nueva he
leído un brillante trabajo sobre el general Bolívar, en el que se hace a aquel caudillo americano
toda la justicia que merece por sus talentos y por su genio; pero en esta biografía, como en todas
las otras que de él se han escrito, he visto al general europeo, los mariscales del Imperio, un
Napoleón menos colosal; pero no he visto al caudillo americano, al jefe de un levantamiento de las
masas; veo el remedo de la Europa, y nada que me revele la América. Colombia tiene llanos, vida
pastoril, vida bárbara, americana pura, y de ahí partió el gran Bolívar; de aquel barro hizo su
glorioso edificio. ¿Cómo es, pues, que su biografía lo asemeja a cualquier general europeo de
esclarecidas prendas? Es que las preocupaciones clásicas 44 europeas del escritor desfiguran al
héroe, a quien quitan el poncho para presentarlo desde el primer día con el frac, ni más ni menos
como los litógrafos de Buenos Aires han pintado a Facundo con casaca de solapas, creyendo
impropia su chaqueta, que nunca abandonó. Bien: han hecho un general, pero Facundo
desaparece. La guerra de Bolívar pueden estudiarla en Francia en la de los chouanes: Bolívar es un
Charette de más anchas dimensiones. Si los españoles hubieran penetrado en la República
Argentina el año 11, acaso nuestro Bolívar habría sido Artigas, si este caudillo hubiese sido tan
pródigamente dotado por la naturaleza y la educación. La manera de tratar la historia de Bolívar,
de los escritores europeos y americanos, conviene a San Martín y a otros de su clase. San Martín
no fue caudillo popular; era realmente un general. Habíase educado en Europa y llegó a América,
donde el Gobierno era el revolucionario, y podía formar a sus anchas el ejército europeo,
disciplinarlo y dar batallas regulares, según las reglas de la ciencia. Su expedición sobre Chile es
una conquista en regla, como la de Italia por Napoleón. Pero si San Martín hubiese tenido que
encabezar montoneras, ser vencido aquí, para ir a reunir un grupo de llaneros por allá, lo habrían
colgado a su segunda tentativa. El drama de Bolívar se compone, pues, de otros elementos de los
que hasta hoy conocemos: es preciso poner antes, las decoraciones y los trajes americanos, para
mostrar enseguida el personaje. Bolívar es, todavía, un cuento forjado sobre datos ciertos: Bolívar,
el verdadero Bolívar, no lo conoce aún el mundo, y es muy probable que, cuando lo traduzcan a su
idioma natal, aparezca más sorprendente y más grande aún. Razones de este género me han
movido a dividir este precipitado trabajo en dos partes: la una, en que trazo el terreno, el paisaje,
el teatro sobre que va a representarse la escena; la otra en que aparece el personaje, con su traje,
sus ideas, su sistema de obrar; de manera que la primera esté ya revelando a la segunda, sin
necesidad de comentarios ni explicaciones. 45 Señor don Valentín Alsina: CONSÁGROLE, mi caro
amigo, estas páginas que vuelven a ver la luz pública, menos por lo que ellas valen, que por el
conato de usted de amenguar con sus notas, los muchos lunares que afeaban la primera edición.
Ensayo y revelación, para mí mismo, de mis ideas, el Facundo adoleció de los defectos de todo
fruto de la inspiración del momento, sin el auxilio de documentos a la mano, y ejecutada no bien
era concebida, lejos del teatro de los sucesos y con propósitos de acción inmediata y militante. Tal
como él era, mi pobre librejo ha tenido la fortuna de hallar en aquella tierra, cerrada a la verdad y
a la discusión, lectores apasionados, y de mano en mano, deslizándose furtivamente, guardado en
algún secreto escondite, para hacer alto en sus peregrinaciones, emprender largos viajes, y
ejemplares por centenas llegar, ajados y despachurrados de puro leídos, hasta Buenos Aires, a las
oficinas del pobre tirano, a los campamentos del soldado y a la cabaña del gaucho, hasta hacerse
él mismo, en las hablillas populares, un mito como su héroe. He usado con parsimonia de sus
preciosas notas, guardando las más substanciales para tiempos mejores y más meditados trabajos,
temeroso de que por retocar obra tan informe, desapareciese su fisonomía primitiva y la lozana y
voluntariosa audacia de la mal disciplinada concepción. Este libro, como tantos otros que la lucha
de la libertad ha hecho nacer, irá bien pronto a confundirse en el fárrago inmenso de materiales,
de cuyo caos discordante saldrá un día, depurada de todo resabio, la historia de nuestra patria, el
drama más fecundo en lecciones, más rico en peripecias y más vivaz que la dura y penosa
transformación americana ha presentado. ¡Feliz yo, si, como lo deseo, puedo un día consagrarme
con éxito a tarea tan grande! Echaría al fuego, entonces, de buena gana, cuantas páginas
precipitadas he dejado escapar en el combate en que usted y tantos otros valientes escritores han
cogido los más frescos laureles, hiriendo de más cerca, y con armas mejor templadas, al poderoso
tirano de nuestra patria. 46 He suprimido la introducción como inútil, y los dos capítulos últimos
como ociosos hoy, recordando una indicación de usted, en 1846, en Montevideo, en que me
insinuaba que el libro estaba terminado en la muerte de Quiroga. Tengo una ambición literaria, mi
caro amigo, y a satisfacerla consagro muchas vigilias, investigaciones prolijas y estudios meditados.
Facundo murió corporalmente en Barranca-Yaco; pero su nombre en la Historia podía escaparse y
sobrevivir algunos años, sin castigo ejemplar como era merecido. La justicia de la Historia ha caído,
ya, sobre él, y el reposo de su tumba, guárdanlo la supresión de su nombre y el desprecio de los
pueblos. Sería agraviar a la Historia escribir la vida de Rosas, y humillar a nuestra patria,
recordarla, después de rehabilitada, las degradaciones por que ha pasado. Pero hay otros pueblos
y otros hombres que no deben quedar sin humillación y sin ser aleccionados. ¡Oh! La Francia, tan
justamente erguida por su suficiencia en las ciencias históricas, políticas, y sociales; la Inglaterra,
tan contemplativa de sus intereses comerciales; aquellos políticos de todos los países, aquellos
escritores que se precian de entendidos, si un pobre narrador americano se presentase ante ellos
como un libro, para mostrarles, como Dios muestra las cosas que llamamos evidentes, que se han
prosternado ante un fantasma, que han contemporizado con una sombra impotente, que han
acatado un montón de basura, llamando a la estupidez, energía; a la ceguedad, talento; virtud a la
crápula e intriga, y diplomacia a los más groseros ardides; si pudiera hacerse esto, como es posible
hacerlo, con unción en las palabras, con intachable imparcialidad en la justipreciación de los
hechos, con exposición lucida y animada, con elevación de sentimientos y con conocimiento
profundo de los intereses de los pueblos y presentimiento, fundado en deducción lógica, de los
bienes que sofocaron con sus errores y de los males que desarrollaron en nuestro país e hicieron
desbordar sobre otros… ¿no siente usted que el que tal hiciera podría presentarse en Europa con
su libro en la mano, y decir a la Francia y a la Inglaterra, a la Monarquía y a la República, a
Palmerston y a Guizot, a Luis Felipe y a Luis Napoleón, al Times y a la Presse: “¡Leed, miserables, y
humillaos. 47 ¡He ahí vuestro hombre!”, y hacer efectivo aquel ecce homo, tan mal señalado por
los poderosos, al desprecio y al asco de los pueblos! La historia de la tiranía de Rosas es la más
solemne, la más sublime y la más triste página de la especie humana, tanto para los pueblos que
de ella han sido víctimas como para las naciones, gobiernos y políticos europeos o americanos que
han sido actores en el drama o testigos interesados. Los hechos están ahí consignados,
clasificados, probados, documentados; fáltales, empero, el hilo que ha de ligarlos en un solo
hecho, el soplo de vida que ha de hacerlos enderezarse todos a un tiempo a la vista del espectador
y convertirlos en cuadro vivo, con primeros planos palpables y lontananzas necesarias; fáltale el
colorido que dan el paisaje, los rayos del sol de la patria; fáltale la evidencia que trae la estadística,
que cuenta las cifras, que impone silencio a los fraseadores presuntuosos y hace enmudecer a los
poderosos impudentes. Fáltame, para intentarlo, interrogar el suelo y visitar los lugares de la
escena, oír las revelaciones de los cómplices, las deposiciones de las víctimas, los recuerdos de los
ancianos, las doloridas narraciones de las madres, que ven con el corazón; fáltame escuchar el eco
confuso del pueblo, que ha visto y no ha comprendido, que ha sido verdugo y víctima, testigo y
actor; falta la madurez del hecho cumplido y el paso de una época a otra, el cambio de los destinos
de la nación, para volver, con fruto, los ojos hacia atrás, haciendo de la historia, ejemplo y no
venganza. Imagínese usted, mi caro amigo, si codiciando para mí este tesoro, prestaré grande
atención a los defectos e inexactitudes de la vida de Juan Facundo Quiroga ni de nada de cuanto
he abandonado a la publicidad. Hay una justicia ejemplar que hacer y una gloria que adquirir como
escritor argentino: fustigar al mundo y humillar la soberbia de los grandes de la tierra, llámense
sabios o gobiernos. Si fuera rico, fundara un premio Monthion para aquel que lo consiguiera.
Envíole, pues, el Facundo sin otras atenuaciones, y hágalo que continúe la obra de rehabilitación
de lo justo y de lo digno que tuvo en mira al principio. Tenemos lo que Dios concede a los que
sufren: años por delante y esperanzas; tengo yo un átomo de lo que a usted y a Rosas, a la virtud y
al crimen, concede a veces: perseverancia. Per- 48 severemos, amigo: muramos, usted ahí, yo acá;
pero que ningún acto, ninguna palabra nuestra revele que tenemos la conciencia de nuestra
debilidad y de que nos amenazan para hoy o para mañana, tribulaciones y peligros.

Queda de usted su afectísimo amigo DOMINGO F. SARMIENTO Yungay, 7 de abril de 1851. 49 1.


ASPECTO FÍSICO DE LA REPÚBLICA ARGENTIN.

1. ASPECTO FÍSICO DE LA REPÚBLICA ARGENTINA Y CARACTERES, HÁBITOS E IDEAS QUE


ENGENDRA

L’étendue des Pampas est si prodigieuse, qu’au nord elles sont bornées par des bosquets
de palmiers, et au midi par des neiges éternelles. HEAD

EL CONTINENTE americano termina al sur en una punta, en cuya extremidad se forma el


Estrecho de Magallanes. Al oeste, y a corta distancia del Pacífico, se extienden, paralelos a
la costa, los Andes chilenos. La tierra que queda al oriente de aquella cadena de montañas
y al occidente del Atlántico, siguiendo el Río de la Plata hacia el interior por el Uruguay
arriba, es el territorio que se llamó Provincias Unidas del Río de la Plata, y en el que aún se
derrama sangre por denominarlo República Argentina o Confederación Argentina. Al norte
están el Paraguay, el Gran Chaco y Bolivia, sus límites presuntos. La inmensa extensión de
país que está en sus extremos, es enteramente despoblada, y ríos navegables posee que
no ha surcado aún el frágil barquichuelo. El mal que aqueja a la República Argentina es la
extensión: el desierto la rodea por todas partes, y se le insinúa en las entrañas; la soledad,
el despoblado sin una habitación humana, son, por lo general, los límites incuestionables
entre unas y otras provincias. Allí, la inmensidad por todas partes: inmensa la llanura,
inmensos los bosques, inmensos los ríos, el horizonte siempre incierto, siempre
confundiéndose con la tierra, entre celajes y vapores tenues, que no dejan, en la lejana
perspectiva, señalar el punto en que el mundo acaba y principia el cielo. Al sur y al norte,
acéchanla los salvajes, que aguardan las noches de luna para caer, cual enjambre de
hienas, sobre los ganados que pacen en los campos y sobre las indefensas poblaciones. En
la solitaria caravana de carretas que atraviesa pesadamente las pampas, y que se detiene
a reposar por momentos, la tripulación, reunida en torno del escaso fuego, vuelve
maquinalmente la vista hacia el sur, al más ligero susurro del viento que agita las yerbas
secas, para hundir sus miradas en las tinieblas profundas de la noche, en 50 busca de los
bultos siniestros de la horda salvaje que puede, de un momento a otro, sorprenderla
desapercibida. Si el oído no escucha rumor alguno, si la vista no alcanza a calar el velo
oscuro que cubre la callada soledad, vuelve sus miradas, para tranquilizarse del todo, a las
orejas de algún caballo que está inmediato al fogón, para observar si están inmóviles y
negligentemente inclinadas hacia atrás. Entonces continúa la conversación interrumpida,
o lleva a la boca el tasajo de carne, medio sollamado, de que se alimenta. Si no es la
proximidad del salvaje lo que inquieta al hombre del campo, es el temor de un tigre que lo
acecha, de una víbora que puede pisar. Esta inseguridad de la vida, que es habitual y
permanente en las campañas, imprime, a mi parecer, en el carácter argentino, cierta
resignación estoica para la muerte violenta, que hace de ella uno de los percances
inseparables de la vida, una manera de morir como cualquiera otra, y puede, quizá,
explicar en parte, la indiferencia con que dan y reciben la muerte, sin dejar en los que
sobreviven impresiones profundas y duraderas. La parte habitada de este país privilegiado
en dones, y que encierra todos los climas, puede dividirse en tres fisonomías distintas, que
imprimen a la población condiciones diversas, según la manera como tiene que
entenderse con la naturaleza que la rodea. Al norte, confundiéndose con el Chaco, un
espeso bosque cubre, con su impenetrable ramaje, extensiones que llamaríamos
inauditas, si en formas colosales hubiese nada inaudito en toda la extensión de la América.
Al centro, y en una zona paralela, se disputan largo tiempo el terreno, la pampa y la selva;
domina en partes el bosque, se degrada en matorrales enfermizos y espinosos; preséntase
de nuevo la selva, a merced de algún río que la favorece, hasta que, al fin, al sur, triunfa la
pampa y ostenta su lisa y velluda frente, infinita, sin límite conocido, sin accidente
notable; es la imagen del mar en la tierra, la tierra como en el mapa; la tierra aguardando
todavía que se la mande producir las plantas y toda clase de simiente. Pudiera señalarse,
como un rasgo notable de la fisonomía de este país, la aglomeración de ríos navegables
que al este se dan cita de todos los rumbos del horizonte, para reunirse en el Plata y
presentar, dignamente, su estupendo tributo al océano, que lo recibe en sus 51 flancos, no
sin muestras visibles de turbación y de respeto. Pero estos inmensos canales excavados
por la solícita mano de la naturaleza, no introducen cambio ninguno en las costumbres
nacionales. El hijo de los aventureros españoles que colonizaron el país, detesta la
navegación, y se considera como aprisionado en los estrechos límites del bote o de la
lancha. Cuando un gran río le ataja el paso, se desnuda tranquilamente, apresta su caballo
y lo endilga nadando a algún islote que se divisa a lo lejos; arribado a él, descansan caballo
y caballero, y de islote en islote se completa, al fin, la travesía. De este modo, el favor más
grande que la Providencia depara a un pueblo, el gaucho argentino lo desdeña, viendo en
él, más bien, un obstáculo opuesto a sus movimientos, que el medio más poderoso de
facilitarlos: de este modo, la fuente del engrandecimiento de las naciones, lo que hizo la
celebridad remotísima del Egipto, lo que engrandeció a la Holanda y es la causa del rápido
desenvolvimiento de Norteamérica, la navegación de los ríos o la canalización, es un
elemento muerto, inexplotado por el habitante de las márgenes del Bermejo, Pilcomayo,
Paraná, Paraguay y Uruguay. Desde el Plata, remontan aguas arriba algunas navecillas
tripuladas por italianos y carcamanes; pero el movimiento sube unas cuantas leguas y cesa
casi de todo punto. No fue dado a los españoles el instinto de la navegación, que poseen
en tan alto grado los sajones del norte. Otro espíritu se necesita que agite esas arterias, en
que hoy se estancan los fluidos vivificantes de una nación. De todos estos ríos que
debieran llevar la civilización, el poder y la riqueza, hasta las profundidades más recónditas
del continente y hacer de Santa Fe, Entre Ríos, Corrientes, Córdoba, Salta, Tucumán y
Jujuy, otros tantos pueblos nadando en riquezas y rebosando población y cultura, sólo uno
hay que es fecundo en beneficio para los que moran en sus riberas: el Plata, que los
resume a todos juntos. En su embocadura están situadas dos ciudades: Montevideo y
Buenos Aires, cosechando hoy, alternativamente, las ventajas de su envidiable posición.
Buenos Aires está llamada a ser, un día, la ciudad más gigantesca de ambas Américas. Bajo
un clima benigno, señora de la navegación de cien ríos que fluyen a sus pies, reclinada
muellemente sobre un inmenso territorio, y con trece provincias interiores 52 que no
conocen otra salida para sus productos, fuera ya la Babilonia americana, si el espíritu de la
pampa no hubiese soplado sobre ella y si no ahogase en sus fuentes, el tributo de riqueza
que los ríos y las provincias tienen que llevarle siempre. Ella sola, en la vasta extensión
argentina, está en contacto con las naciones europeas; ella sola explota las ventajas del
comercio extranjero; ella sola tiene poder y rentas. En vano le han pedido las provincias
que les deje pasar un poco de civilización, de industria y de población europea: una
política estúpida y colonial se hizo sorda a estos clamores. Pero las provincias se vengaron
mandándole en Rosas, mucho y demasiado de la barbarie que a ellas les sobraba. Harto
caro la han pagado los que decían: “La República Argentina acaba en el Arroyo del Medio”.
Ahora llega desde los Andes hasta el mar: la barbarie y la violencia bajaron a Buenos Aires,
más allá del nivel de las provincias. No hay que quejarse de Buenos Aires, que es grande y
lo será más, porque así le cupo en suerte. Debiéramos quejarnos, antes, de la Providencia,
y pedirle que rectifique la configuración de la tierra. No siendo esto posible, demos por
bien hecho, lo que de mano de Maestro está hecho. Quejémonos de la ignorancia de este
poder brutal, que esteriliza para sí y para las provincias, los dones que natura prodigó al
pueblo que extravía. Buenos Aires, en lugar de mandar ahora luces, riqueza y prosperidad
al interior, mándale sólo cadenas, hordas exterminadoras y tiranuelos subalternos.
¡También se venga del mal que las provincias le hicieron con prepararle a Rosas! He
señalado esta circunstancia de la posición monopolizadora de Buenos Aires, para mostrar
que hay una organización del suelo, tan central y unitaria en aquel país, que aunque Rosas
hubiera gritado de buena fe: “¡Federación o muerte!”, habría concluido por el sistema
unitario que hoy ha establecido. Nosotros, empero, queríamos la unidad en la civilización y
en la libertad, y se nos ha dado la unidad en la barbarie y en la esclavitud. Pero otro
tiempo vendrá en que las cosas entren en su cauce ordinario. Lo que por ahora interesa
conocer, es que los progresos de la civilización se acumulan en Buenos Aires solo: la
pampa es un malísimo conductor para llevarla y distribuirla en las provincias, y ya veremos
lo que de aquí resulta. Pero sobre todos 53 estos accidentes peculiares a ciertas partes de
aquel territorio, predomina una facción general, uniforme y constante; ya sea que la tierra
esté cubierta de la lujosa y colosal vegetación de los trópicos, ya sea que arbustos
enfermizos, espinosos y desapacibles revelen la escasa porción de humedad que les da
vida; ya, en fin, que la pampa ostente su despejada y monótona faz, la superficie de la
tierra es generalmente llana y unida, sin que basten a interrumpir esta continuidad sin
límites, las sierras de San Luis y Córdoba en el centro, y algunas ramificaciones avanzadas
de los Andes, al norte. Nuevo elemento de unidad para la nación que pueble, un día,
aquellas grandes soledades, pues que es sabido que las montañas que se interponen entre
unos y otros países, y los demás obstáculos naturales, mantienen el aislamiento de los
pueblos y conservan sus peculiaridades primitivas. Norteamérica está llamada a ser una
federación, menos por la primitiva independencia de las plantaciones, que por su ancha
exposición al Atlántico y las diversas salidas que al interior dan: el San Lorenzo al norte, el
Mississipí al sur y las inmensas canalizaciones al centro. La República Argentina es “una e
indivisible”. Muchos filósofos han creído, también, que las llanuras preparaban las vías al
despotismo, del mismo modo que las montañas prestaban asidero a las resistencias de la
libertad. Esta llanura sin límites, que desde Salta a Buenos Aires, y de allí a Mendoza, por
una distancia de más de setecientas leguas, permite rodar enormes y pesadas carretas, sin
encontrar obstáculo alguno, por caminos en que la mano del hombre apenas ha
necesitado cortar algunos árboles y matorrales, esta llanura constituye uno de los rasgos
más notables de la fisonomía interior de la República. Para preparar vías de comunicación,
basta sólo el esfuerzo del individuo y los resultados de la naturaleza bruta; si el arte
quisiera prestarle su auxilio, si las fuerzas de la sociedad intentaran suplir la debilidad del
individuo, las dimensiones colosales de la obra arredrarían a los más emprendedores, y la
incapacidad del esfuerzo lo haría inoportuno. Así, en materia de caminos, la naturaleza
salvaje dará la ley por mucho tiempo, y la acción de la civilización permanecerá débil e
ineficaz. 54 Esta extensión de las llanuras imprime, por otra parte, a la vida del interior,
cierta tintura asiática, que no deja de ser bien pronunciada. Muchas veces, al salir la luna
tranquila y resplandeciente por entre las yerbas de la tierra, la he saludado
maquinalmente con estas palabras de Volney, en su descripción de las Ruinas: La pleine
lune, à l’Orient s’élevait sur un fond bleuâtre aux plaines rives de l’Euphrate. Y, en efecto,
hay algo en las soledades argentinas que trae a la memoria las soledades asiáticas; alguna
analogía encuentra el espíritu entre la pampa y las llanuras que median entre el Tigris y el
Eúfrates; algún parentesco en la tropa de carretas solitaria que cruza nuestras soledades
para llegar, al fin de una marcha de meses, a Buenos Aires, y la caravana de camellos que
se dirige hacia Bagdad o Esmirna. Nuestras carretas viajeras son una especie de escuadra
de pequeños bajeles, cuya gente tiene costumbres, idiomas y vestidos peculiares, que la
distinguen de los otros habitantes, como el marino se distingue de los hombres de tierra.
Es el capataz un caudillo, como en Asia, el jefe de la caravana: necesítase, para este
destino, una voluntad de hierro, un carácter arrojado hasta la temeridad, para contener la
audacia y turbulencia de los filibusteros de tierra, que ha de gobernar y dominar él solo,
en el desamparo del desierto. A la menor señal de insubordinación, el capataz enarbola su
chicote de fierro y descarga sobre el insolente, golpes que causan contusiones y heridas; si
la resistencia se prolonga, antes de apelar a las pistolas, cuyo auxilio por lo general
desdeña, salta del caballo con el formidable cuchillo en mano, y reivindica, bien pronto, su
autoridad, por la superior destreza con que sabe manejarlo. El que muere en estas
ejecuciones del capataz, no deja derecho a ningún reclamo, considerándose legítima la
autoridad que lo ha asesinado. Así es, como en la vida argentina, empieza a establecerse
por estas peculiaridades, el predominio de la fuerza brutal, la preponderancia del más
fuerte, la autoridad sin límites y sin responsabilidad de los que mandan, la justicia
administrada sin formas y sin debates. La tropa de carretas lleva, además, armamento: un
fusil o dos por carreta y a veces, un cañoncito giratorio en la que va a la delantera. Si los
bárbaros la asaltan, forma un círculo, atando unas carretas con otras, y casi 55 siempre
resisten victoriosamente a las codicias de los salvajes, ávidos de sangre y de pillaje. La
árrea de mulas cae, con frecuencia, indefensa en manos de estos beduinos americanos, y
rara vez los troperos escapan de ser degollados. En estos largos viajes, el proletario
argentino adquiere el hábito de vivir lejos de la sociedad y a luchar individualmente con la
naturaleza, endurecido en las privaciones, y sin contar con otros recursos que su
capacidad y maña personal, para precaverse de todos los riesgos que le cercan de
continuo. El pueblo que habita estas extensas comarcas se compone de dos razas diversas,
que, mezclándose, forman medios tintes imperceptibles, españoles e indígenas. En las
campañas de Córdoba y San Luis, predomina la raza española pura, y es común encontrar
en los campos, pastoreando ovejas, muchachas tan blancas, tan rosadas y hermosas,
como querrían serlo las elegantes de una capital. En Santiago del Estero, el grueso de la
población campesina habla aún la quichua, que revela su origen indio. En Corrientes, los
campesinos usan un dialecto español muy gracioso. —Dame, general, un chiripá— decían
a Lavalle sus soldados. En la campaña de Buenos Aires, se reconoce todavía el soldado
andaluz; y en la ciudad, predominan los apellidos extranjeros. La raza negra casi extinta ya
—excepto en Buenos Aires— ha dejado sus zambos y mulatos, habitantes de las ciudades,
eslabón que liga al hombre civilizado con el palurdo; raza inclinada a la civilización, dotada
de talento y de los más bellos instintos de progresos. Por lo demás, de la fusión de estas
tres familias ha resultado un todo homogéneo, que se distingue por su amor a la ociosidad
e incapacidad industrial, cuando la educación y las exigencias de una posición social no
vienen a ponerle espuela y sacarla de su paso habitual. Mucho debe haber contribuido a
producir este resultado desgraciado, la incorporación de indígenas que hizo la
colonización. Las razas americanas viven en la ociosidad, y se muestran incapaces, aun por
medio de la compulsión, para dedicarse a un trabajo duro y seguido. Esto sugirió la idea de
introducir negros en América, que tan fatales resultados ha producido. Pero no se ha
mostrado mejor dotada de acción la raza 56 española, cuando se ha visto en los desiertos
americanos abandonada a sus propios instintos. Da compasión y vergüenza en la
República Argentina comparar la colonia alemana o escocesa del sur de Buenos Aires y la
villa que se forma en el interior: en la primera, las casitas son pintadas; el frente de la casa,
siempre aseado, adornado de flores y arbustillos graciosos; el amueblado, sencillo, pero
completo; la vajilla, de cobre o estaño, reluciente siempre; la cama, con cortinillas
graciosas, y los habitantes, en un movimiento y acción continuos. Ordeñando vacas,
fabricando mantequilla y quesos, han logrado algunas familias hacer fortunas colosales y
retirarse a la ciudad, a gozar de las comodidades. La villa nacional es el reverso indigno de
esta medalla: niños sucios y cubiertos de harapos, viven en una jauría de perros; hombres
tendidos por el suelo, en la más completa inacción; el desaseo y la pobreza por todas
partes; una mesita y petacas por todo amueblado; ranchos miserables por habitación, y un
aspecto general de barbarie y de incuria los hacen notables. Esta miseria, que ya va
desapareciendo, y que es un accidente de las campañas pastoras, motivó, sin duda, las
palabras que el despecho y la humillación de las armas inglesas arrancaron a Walter Scott:
“Las vastas llanuras de Buenos Aires —dice— no están pobladas sino por cristianos
salvajes, conocidos bajo el nombre de guachos (por decir Gauchos), cuyo principal
amueblado, consiste en cráneos de caballos, cuyo alimento es carne cruda y agua y cuyo
pasatiempo favorito es reventar caballos en carreras forzadas. Desgraciadamente —añade
el buen gringo—, prefirieron su independencia nacional a nuestros algodones y
muselinas”. 1 ¡Sería bueno proponerle a la Inglaterra, por ver, no más, cuántas varas de
lienzo y cuántas piezas de muselina daría por poseer estas llanuras de Buenos Aires! Por
aquella extensión sin límites, tal como la hemos descrito, están esparcidas, aquí y allá,
catorce ciudades capitales de provincia, que si hubiéramos de seguir el orden aparente,
clasificáramos, por su colocación geográfica: Buenos Aires, Santa Fe, Entre Ríos y
Corrientes, a las 1. Life of Napoleon Buonaparte, tomo II, cap. I. (Nota de la 1.a edición). 57
márgenes del Paraná; Mendoza, San Juan, Rioja, Catamarca, Tucumán, Salta y Jujuy, casi
en línea paralela con los Andes chilenos; Santiago, San Luis y Córdoba, al centro. Pero esta
manera de enumerar los pueblos argentinos no conduce a ninguno de los resultados
sociales que voy solicitando. La clasificación que hace a mi objeto es la que resulta de los
medios de vivir del pueblo de las campañas, que es lo que influye en su carácter y espíritu.
Ya he dicho que la vecindad de los ríos no imprime modificación alguna, puesto que no
son navegados sino en una escala insignificante y sin influencia. Ahora, todos los pueblos
argentinos, salvo San Juan y Mendoza, viven de los productos del pastoreo; Tucumán
explota, además, la agricultura; y Buenos Aires, a más de un pastoreo de millones de
cabezas de ganado, se entrega a las múltiples y variadas ocupaciones de la vida civilizada.
Las ciudades argentinas tienen la fisonomía regular de casi todas las ciudades americanas:
sus calles cortadas en ángulos rectos, su población diseminada en una ancha superficie, si
se exceptúa a Córdoba, que, edificada en corto y limitado recinto, tiene todas las
apariencias de una ciudad europea, a que dan mayor realce la multitud de torres y cúpulas
de sus numerosos y magníficos templos. La ciudad es el centro de la civilización argentina,
española, europea; allí están los talleres de las artes, las tiendas del comercio, las escuelas
y colegios, los juzgados, todo lo que caracteriza, en fin, a los pueblos cultos. La elegancia
en los modales, las comodidades del lujo, los vestidos europeos, el frac y la levita tiene allí
su teatro y su lugar conveniente. No sin objeto hago esta enumeración trivial. La ciudad
capital de las provincias pastoras existe algunas veces ella sola, sin ciudades menores, y no
falta alguna en que el terreno inculto llegue hasta ligarse con las calles. El desierto las
circunda a más o menos distancia: las cerca, las oprime; la naturaleza salvaje las reduce a
unos estrechos oasis de civilización, enclavados en un llano inculto, de centenares de
millas cuadradas, apenas interrumpido por una que otra villa de consideración. Buenos
Aires y Córdoba son las que mayor número de villas han podido echar sobre la campaña,
como otros tantos focos de civilización y de intereses municipales; ya esto es un hecho
notable. 58 El hombre de la ciudad viste el traje europeo, vive de la vida civilizada, tal
como la conocemos en todas partes: allí están las leyes, las ideas de progreso, los medios
de instrucción, alguna organización municipal, el gobierno regular, etc. Saliendo del
recinto de la ciudad, todo cambia de aspecto: el hombre de campo lleva otro traje, que
llamaré americano, por ser común a todos los pueblos; sus hábitos de vida son diversos;
sus necesidades, peculiares y limitadas; parecen dos sociedades distintas, dos pueblos
extraños uno de otro. Aún hay más: el hombre de la campaña, lejos de aspirar a semejarse
al de la ciudad, rechaza con desdén, su lujo y sus modales corteses, y el vestido del
ciudadano, el frac, la capa, la silla, ningún signo europeo puede presentarse impunemente
en la campaña. Todo lo que hay de civilizado en la ciudad, está bloqueado allí, proscripto
afuera, y el que osara mostrarse con levita, por ejemplo, y montado en silla inglesa,
atraería sobre sí las burlas y las agresiones brutales de los campesinos. Estudiemos, ahora,
la fisonomía exterior de las extensas campañas que rodean las ciudades y penetremos en
la vida interior de sus habitantes. Ya he dicho,que en muchas provincias, el límite forzoso
es un desierto intermedio y sin agua. No sucede así, por lo general, con la campaña de una
provincia, en la que reside la mayor parte de su población. La de Córdoba, por ejemplo,
que cuenta 160.000 almas, apenas veinte de éstas están dentro del recinto de la aislada
ciudad; todo el grueso de la población está en los campos, que, así como por lo común son
llanos, casi por todas partes son pastosos, ya estén cubiertos de bosques, ya desnudos de
vegetación mayor, y en algunas, con tanta abundancia y de tan exquisita calidad, que el
prado artificial no llegaría a aventajarles. Mendoza, y San Juan sobre todo, se exceptúan
de esta peculiaridad de la superficie inculta, por lo que sus habitantes viven
principalmente de los productos de la agricultura. En todo lo demás, abundando los
pastos, la cría de ganados es, no la ocupación de los habitantes, sino su medio de
subsistencia. Ya la vida pastoril nos vuelve, impensadamente, a traer a la imaginación el
recuerdo del Asia, cuyas llanuras nos imaginamos siempre cubiertas, aquí y allá, de las
tiendas del calmuco, del cosaco o del árabe. La vida primitiva de los pueblos, la vida
eminentemente bárbara y estacionaria, la vida de 59 Abraham, que es la del beduino de
hoy, asoma en los campos argentinos, aunque modificada por la civilización de un modo
extraño. La tribu árabe, que vaga por las soledades asiáticas, vive reunida bajo el mando
de un anciano de la tribu o un jefe guerrero; la sociedad existe, aunque no esté fija en un
punto determinado de la tierra; las creencias religiosas, las tradiciones inmemoriales, la
invariabilidad de las costumbres, el respeto a los ancianos, forman reunidos un código de
leyes, de usos y de prácticas de gobierno, que mantiene la moral, tal como la comprenden,
el orden y la asociación de la tribu. Pero el progreso está sofocado, porque no puede
haber progreso sin la posesión permanente del suelo, sin la ciudad, que es la que
desenvuelve la capacidad industrial del hombre y le permite extender sus adquisiciones.
En las llanuras argentinas no existe la tribu nómade: el pastor posee el suelo con títulos de
propiedad; está fijo en un punto, que le pertenece; pero, para ocuparlo, ha sido necesario
disolver la asociación y derramar las familias sobre una inmensa superficie. Imaginaos una
extensión de dos mil leguas cuadradas, cubierta toda de población, pero colocadas las
habitaciones a cuatro leguas de distancia, unas de otras, a ocho, a veces, a dos, las más
cercanas. El desenvolvimiento de la propiedad mobiliaria no es imposible; los goces del
lujo no son del todo incompatibles con este aislamiento: puede levantar la fortuna un
soberbio edificio en el desierto; pero el estímulo falta, el ejemplo desaparece, la necesidad
de manifestarse con dignidad, que se siente en las ciudades, no se hace sentir allí, en el
aislamiento y la soledad. Las privaciones indispensables justifican la pereza natural, y la
frugalidad en los goces trae, enseguida, todas las exterioridades de la barbarie. La
sociedad ha desaparecido completamente; queda sólo la familia feudal, aislada,
reconcentrada; y, no habiendo sociedad reunida, toda clase de gobierno se hace
imposible: la municipalidad no existe, la policía no puede ejercerse y la justicia civil no
tiene medios de alcanzar a los delincuentes. Ignoro si el mundo moderno presenta un
género de asociación tan monstruoso como éste. Es todo lo contrario del municipio
romano, que reconcentraba en un recinto, toda la población, y de allí, salía a labrar los
campos circunvecinos. Existía, pues, una organización so- 60 cial fuerte, y sus benéficos
resultados se hacen sentir hasta hoy y han preparado la civilización moderna. Se asemeja a
la antigua sloboda esclavona con la diferencia que aquélla era agrícola, y, por tanto, más
susceptible de gobierno: el desparramo de la población no era tan extenso como éste. Se
diferencia de la tribu nómade, en que aquélla anda en sociedad siquiera, ya que no se
posesiona del suelo. Es, en fin, algo parecido a la feudalidad de la Edad Media, en que los
barones residían en el campo, y desde allí, hostilizaban las ciudades y asolaban las
campañas; pero aquí falta el barón y el castillo feudal. Si el poder se levanta en el campo,
es momentáneamente, es democrático: ni se hereda, ni puede conservarse, por falta de
montañas y posiciones fuertes. De aquí resulta, que aun la tribu salvaje de la pampa está
organizada mejor que nuestras campañas, para el desarrollo moral. Pero lo que presenta
de notable esta sociedad, en cuanto a su aspecto social, es su afinidad con la vida antigua,
con la vida espartana o romana, si por otra parte no tuviese una desemejanza radical. El
ciudadano libre de Esparta o de Roma echaba sobre sus esclavos, el peso de la vida
material, el cuidado de proveer a la subsistencia, mientras que él vivía libre de cuidados en
el foro, en la plaza pública, ocupándose exclusivamente de los intereses del Estado, de la
paz, la guerra, las luchas de partido. El pastoreo proporciona las mismas ventajas, y la
función inhumana del ilota antiguo, la desempeña el ganado. La procreación espontánea
forma y acrece indefinidamente la fortuna; la mano del hombre está por demás; su
trabajo, su inteligencia, su tiempo, no son necesarios para la conservación y aumento de
los medios de vivir. Pero si nada de esto necesita para lo material de la vida, las fuerzas
que economiza no puede emplearlas como el romano: fáltale la ciudad, el municipio, la
asociación íntima, y, por tanto, fáltale la base de todo desarrollo social; no estando
reunidos los estancieros, no tienen necesidades públicas que satisfacer: en una palabra,
no hay res pública. El progreso moral, la cultura de la inteligencia descuidada en la tribu
árabe o tártara, es aquí no sólo descuidada, sino imposible. ¿Dónde colocar la escuela para
que asistan a recibir lecciones, los niños diseminados a diez leguas de distancia, en todas
direcciones? Así, pues, la 61 civilización es del todo irrealizable, la barbarie es normal,2 y
gracias, si las costumbres domésticas conservan un corto depósito de moral. La religión
sufre las consecuencias de la disolución de la sociedad; el curato es nominal, el púlpito no
tiene auditorio, el sacerdote huye de la capilla solitaria o se desmoraliza en la inacción y en
la soledad; los vicios, el simoniaquismo, la barbarie normal, penetran en su celda y
convierten su superioridad moral, en elementos de fortuna y de ambición, porque, al fin,
concluye por hacerse caudillo de partido. Yo he presenciado una escena campestre digna
de los tiempos primitivos del mundo, anteriores a la institución del sacerdocio. Hallábame
en 1838 en la sierra de San Luis, en casa de un estanciero, cuyas dos ocupaciones favoritas
eran rezar y jugar. Había edificado una capilla en la que, los domingos por la tarde, rezaba
él mismo el rosario, para suplir al sacerdote y al oficio divino de que por años habían
carecido. Era aquél un cuadro homérico: el sol llegaba al ocaso; las majadas que volvían al
redil, hendían el aire con sus confusos balidos; el dueño de la casa, hombre de sesenta
años, de una fisonomía noble, en que la raza europea pura se ostentaba por la blancura
del cutis, los ojos azulados, la frente, espaciosa y despejada, hacía coro, a que contestaban
una docena de mujeres y algunos mocetones, cuyos caballos, no bien domados aún,
estaban amarrados cerca de la puerta de la capilla. Concluido el rosario, hizo un fervoroso
ofrecimiento. Jamás he oído voz más llena de unción, fervor más puro, fe más firme, ni
oración más bella, más adecuada a las circunstancias, que la que recitó. Pedía en ella, a
Dios, lluvia para los campos, fecundidad para los ganados, paz para la República, seguridad
para los caminantes… Yo soy muy propenso a llorar, y aquella vez lloré hasta sollozar,
porque el sentimiento religioso se había despertado en mi alma con exaltación y como una
sensación desconocida, porque nunca he visto escena más religiosa; creía estar en los
tiempos de Abraham, en su presencia, en la de Dios y de la naturaleza que lo revela. La voz
de aquel hombre 2. El año 1826, durante una residencia de un año en la sierra de San Luis,
enseñé a leer a seis jóvenes de familias pudientes, el menor de los cuales tenía veintidós
años. (Nota de la 1.a edición). 62 candoroso e inocente me hacía vibrar todas las fibras, y
me penetraba hasta la médula de los huesos. He aquí a lo que está reducida la religión en
las campañas pastoras: a la religión natural; el cristianismo existe, como el idioma español,
en clase de tradición que se perpetúa, pero corrompido, encarnado en supersticiones
groseras, sin instrucción, sin culto y sin convicciones. En casi todas las campañas apartadas
de las ciudades, ocurre que, cuando llegan comerciantes de San Juan o de Mendoza, les
presentan tres o cuatro niños de meses y de un año para que los bauticen, satisfechos de
que, por su buena educación, podrán hacerlo de un modo válido; y no es raro que a la
llegada de un sacerdote, se le presenten mocetones, que vienen domando un potro, a que
les ponga el óleo y administre el bautismo sub conditione. A falta de todos los medios de
civilización y de progreso, que no pueden desenvolverse, sino a condición de que los
hombres estén reunidos en sociedades numerosas, ved la educación del hombre del
campo. Las mujeres guardan la casa, preparan la comida, trasquilan las ovejas, ordeñan las
vacas, fabrican los quesos y tejen las groseras telas de que se visten: todas las ocupaciones
domésticas, todas las industrias caseras las ejerce la mujer: sobre ella pesa casi todo el
trabajo; y gracias, si algunos hombres se dedican a cultivar un poco de maíz, para el
alimento de la familia, pues el pan es inusitado como mantención ordinaria. Los niños
ejercitan sus fuerzas y se adiestran, por placer, en el manejo del lazo y de las bolas, con
que molestan y persiguen sin descanso a las terneras y cabras; cuando son jinetes, y esto
sucede luego de aprender a caminar, sirven a caballo en algunos quehaceres; más tarde, y
cuando ya son fuertes, recorren los campos, cayendo y levantando, rodando a designio en
las vizcacheras, salvando precipicios y adiestrándose en el manejo del caballo; cuando la
pubertad asoma, se consagran a domar potros salvajes, y la muerte es el castigo menor
que les aguarda, si un momento les faltan las fuerzas o el coraje. Con la juventud primera,
viene la completa independencia y la desocupación. Aquí principia la vida pública, diré, del
gaucho, pues que su educación está ya terminada. Es preciso ver a estos españoles, por el
idioma únicamente y por las confusas nociones religiosas que conservan, para 63 saber
apreciar los caracteres indómitos y altivos, que nacen de esta lucha del hombre aislado,
con la naturaleza salvaje, del racional, con el bruto; es preciso ver estas caras cerradas de
barba, estos semblantes graves y serios, como los de los árabes asiáticos, para juzgar del
compasivo desdén que les inspira la vista del hombre sedentario de las ciudades, que
puede haber leído muchos libros, pero que no sabe aterrar un toro bravío y darle muerte;
que no sabrá proveerse de caballo a campo abierto, a pie y sin el auxilio de nadie; que
nunca ha parado un tigre, y recibídolo con el puñal en una mano y el poncho envuelto en
la otra, para meterle en la boca, mientras le traspasa el corazón y lo deja tendido a sus
pies. Este hábito de triunfar de las resistencias, de mostrarse siempre superior a la
naturaleza, desafiarla y vencerla, desenvuelve prodigiosamente el sentimiento de la
importancia individual y de la superioridad. Los argentinos, de cualquier clase que sean,
civilizados o ignorantes, tienen una alta conciencia de su valer como nación; todos los
demás pueblos americanos les echan en cara esta vanidad, y se muestran ofendidos de su
presunción y arrogancia. Creo que el cargo no es del todo infundado, y no me pesa de ello.
¡Ay del pueblo que no tiene fe en sí mismo! ¡Para ese no se han hecho las grandes cosas!
¿Cuánto no habrá podido contribuir a la independencia de una parte de la América, la
arrogancia de estos gauchos argentinos que nada han visto bajo el sol, mejor que ellos, ni
el hombre sabio ni el poderoso? El europeo es, para ellos, el último de todos, porque no
resiste a un par de corcovos del caballo. 3 Si el origen de esta vanidad nacional en las
clases inferiores es mezquino, no son por eso menos nobles las consecuencias; como no es
menos pura el agua de un río porque nazca de vertientes cenagosas e infectas. Es
implacable el odio que les inspiran los hombres cultos, e invencible su disgusto por sus
vestidos, usos y maneras. De esta pasta están amasados los soldados argentinos, y es fácil
imaginarse lo que hábitos de este género pueden 3. El general Mansilla decía en la Sala,
durante el bloqueo francés: “¿Y qué nos han de hacer esos europeos que no saben
galoparse una noche?”; y la inmensa barra plebeya ahogó la voz del orador con el
estrépito de los aplausos. (Nota a la 1.a edición). 64 dar en valor y sufrimiento para la
guerra. Añádase que, desde la infancia, están habituados a matar las reses, y que este acto
de crueldad necesaria, los familiariza con el derramamiento de sangre, y endurece su
corazón, contra los gemidos de las víctimas. La vida del campo, pues, ha desenvuelto en el
gaucho, las facultades físicas, sin ninguna de las de la inteligencia. Su carácter moral se
resiente de su hábito de triunfar de los obstáculos y del poder de la naturaleza: es fuerte,
altivo, enérgico. Sin ninguna instrucción, sin necesitarla tampoco, sin medios de
subsistencia, como sin necesidades, es feliz en medio de la pobreza y de sus privaciones,
que no son tales, para el que nunca conoció mayores goces, ni extendió más altos sus
deseos. De manera que si esta disolución de la sociedad radica hondamente la barbarie,
por la imposibilidad y la inutilidad de la educación moral e intelectual, no deja, por otra
parte, de tener sus atractivos. El gaucho no trabaja; el alimento y el vestido lo encuentra
preparado en su casa; uno y otro se lo proporcionan sus ganados, si es propietario; la casa
del patrón o pariente, si nada posee. Las atenciones que el ganado exige, se reducen a
correrías y partidas de placer. La hierra, que es como la vendimia de los agricultores, es
una fiesta cuya llegada se recibe con transportes de júbilo: allí es el punto de reunión de
todos los hombres de veinte leguas a la redonda; allí, la ostentación de la increíble
destreza en el lazo. El gaucho llega a la hierra al paso lento y mesurado de su mejor
parejero, que detiene a distancia apartada; y para gozar mejor del espectáculo, cruza la
pierna sobre el pescuezo del caballo. Si el entusiasmo lo anima, desciende lentamente del
caballo, desarrolla su lazo y lo arroja sobre un toro que pasa, con la velocidad del rayo, a
cuarenta pasos de distancia: lo ha cogido de una uña, que era lo que se proponía, y vuelve
tranquilo a enrollar su cuerda. 65

2. ORIGINALIDAD Y CARACTERES ARGENTINOS

Ainsi que l’océan, les steppes remplissent l’esprit du sentiment de l’infini. HUMBOLDT

SI DE LAS condiciones de la vida pastoril, tal como la ha constituido la colonización y la


incuria, nacen graves dificultades para una organización política cualquiera y muchas más
para el triunfo de la civilización europea, de sus instituciones, y de la riqueza y libertad,
que son sus consecuencias, no puede, por otra parte, negarse que esta situación tiene su
costado poético, y faces dignas de la pluma del romancista. Si un destello de literatura
nacional puede brillar momentáneamente en las nuevas sociedades americanas, es el que
resultará de la descripción de las grandiosas escenas naturales, y, sobre todo, de la lucha
entre la civilización europea y la barbarie indígena, entre la inteligencia y la materia: lucha
imponente en América, y que da lugar a escenas tan peculiares, tan características y tan
fuera del círculo de ideas en que se ha educado el espíritu europeo, porque los resortes
dramáticos se vuelven desconocidos fuera del país donde se toman, los usos
sorprendentes, y originales los caracteres. El único romancista norteamericano que haya
logrado hacerse un nombre europeo es Fenimore Cooper, y eso porque transportó la
escena de sus descripciones fuera del círculo ocupado por los plantadores, al límite entre
la vida bárbara y la civilizada, al teatro de la guerra en que las razas indígenas y la raza
sajona están combatiendo por la posesión del terreno. No de otro modo, nuestro joven
poeta Echeverría ha logrado llamar la atención del mundo literario español, con su poema
titulado La Cautiva. Este bardo argentino dejó a un lado a Dido y Argia, que sus
predecesores los Varela trataron con maestría clásica y estro poético, pero sin suceso y sin
consecuencia, porque nada agregaban al caudal de nociones europeas, y volvió sus
miradas al desierto, y allá en la inmensidad sin límites, en las soledades en que vaga el
salvaje, en la lejana zona de fuego que el viajero ve acercarse cuando los campos se 66
incendian, halló las inspiraciones que proporciona a la imaginación, el espectáculo de una
naturaleza solemne, grandiosa, inconmensurable, callada; y entonces, el eco de sus versos
pudo hacerse oír con aprobación, aun por la península española. Hay que notar, de paso,
un hecho que es muy explicativo de los fenómenos sociales de los pueblos. Los accidentes
de la naturaleza producen costumbres y usos peculiares a estos accidentes, haciendo que
donde estos accidentes se repiten, vuelvan a encontrarse los mismos medios de parar a
ellos, inventados por pueblos distintos. Esto me explica por qué la flecha y el arco se
encuentran en todos los pueblos salvajes, cualesquiera que sean su raza, su origen y su
colocación geográfica. Cuando leía en El último de los Mohicanos, de Cooper, que Ojo de
Halcón y Uncas habían perdido el rastro de los Mingos en un arroyo, dije para mí: “Van a
tapar el arroyo”. Cuando, en La Pradera, el Trampero mantiene la incertidumbre y la
agonía, mientras el fuego los amenaza, un argentino habría aconsejado lo mismo que el
Trampero sugiere al fin, que es limpiar un lugar para guarecerse, e incendiar a su vez, para
poderse retirar del fuego que invade, sobre las cenizas del punto que se ha incendiado. Tal
es la práctica de los que atraviesan la pampa para salvarse de los incendios del pasto.
Cuando los fugitivos de La Pradera encuentran un río, y Cooper describe la misteriosa
operación del Pawnie con el cuero de búfalo que recoge: “va a hacer la pelota”, me dije a
mí mismo; lástima es que no haya una mujer que la conduzca, que entre nosotros son las
mujeres las que cruzan los ríos con la pelota tomada con los dientes por un lazo. El
procedimiento para asar una cabeza de búfalo en el desierto es el mismo que nosotros
usamos para batear una cabeza de vaca o un lomo de ternera. En fin, mil otros accidentes
que omito, prueban la verdad de que modificaciones análogas del suelo traen análogas
costumbres, recursos y expedientes. No es otra la razón de hallar, en Fenimore Cooper,
descripciones de usos y costumbres que parecen plagiadas de la pampa; así, hallamos en
los hábitos pastoriles de la América, reproducidos hasta los trajes, el semblante grave y
hospitalidad árabes. Existe, pues, un fondo de poesía que nace de los accidentes naturales
del país y de las costumbres excepcionales que engendra. La 67 poesía, para despertarse,
(porque la poesía es como el sentimiento religioso, una facultad del espíritu humano),
necesita el espectáculo de lo bello, del poder terrible, de la inmensidad, de la extensión,
de lo vago, de lo incomprensible, porque sólo donde acaba lo palpable y vulgar, empiezan
las mentiras de la imaginación, el mundo ideal. Ahora yo pregunto: ¿Qué impresiones ha
de dejar en el habitante de la República Argentina, el simple acto de clavar los ojos en el
horizonte, y ver… no ver nada; porque cuanto más hunde los ojos en aquel horizonte
incierto, vaporoso, indefinido, más se le aleja, más lo fascina, lo confunde y lo sume en la
contemplación y la duda? ¿Dónde termina aquel mundo que quiere en vano penetrar? ¡No
lo sabe! ¿Qué hay más allá de lo que ve? ¡La soledad, el peligro, el salvaje, la muerte! He
aquí ya la poesía: el hombre que se mueve en estas escenas se siente asaltado de temores
e incertidumbres fantásticas, de sueños que le preocupan despierto. De aquí resulta que el
pueblo argentino es poeta por carácter, por naturaleza. ¿Ni cómo ha de dejar de serlo,
cuando en medio de una tarde serena y apacible, una nube torva y negra se levanta sin
saber de dónde, se extiende sobre el cielo, mientras se cruzan dos palabras, y de repente,
el estampido del trueno anuncia la tormenta que deja frío al viajero, y reteniendo el
aliento, por temor de atraerse un rayo de dos mil que caen en torno suyo? La obscuridad
se sucede después a la luz: la muerte está por todas partes; un poder terrible,
incontrastable, le ha hecho, en un momento, reconcentrarse en sí mismo, y sentir su nada
en medio de aquella naturaleza irritada; sentir a Dios, por decirlo de una vez, en la
aterrante magnificencia de sus obras. ¿Qué más colores para la paleta de la fantasía?
Masas de tinieblas que anublan el día, masas de luz lívida, temblorosa, que ilumina un
instante las tinieblas, y muestra la pampa a distancias infinitas, cruzándola vivamente el
rayo, en fin, símbolo del poder. Estas imágenes han sido hechas para quedarse
hondamente grabadas. Así, cuando la tormenta pasa, el gaucho se queda triste, pensativo,
serio, y la sucesión de luz y tinieblas se continúa en su imaginación, del mismo modo que
cuando miramos fijamente el sol, nos queda, por largo tiempo, su disco en la retina.
Preguntadle al gaucho, a quién matan con preferencia los rayos, y os introducirá en un
mundo de idealizaciones morales y religiosas, 68 mezcladas de hechos naturales, pero mal
comprendidos, de tradiciones supersticiosas y groseras. Añádase que, si es cierto que el
fluido eléctrico entra en la economía de la vida humana y es el mismo que llaman fluido
nervioso, el cual, excitado, subleva las pasiones y enciende el entusiasmo, muchas
disposiciones debe tener para los trabajos de la imaginación, el pueblo que habita bajo
una atmósfera recargada de electricidad hasta el punto que la ropa frotada, chisporrotea
como el pelo contrariado del gato. ¿Cómo no ha de ser poeta el que presencia estas
escenas imponentes: Gira en vano, reconcentra su inmensidad, y no encuentra la vista en
su vivo anhelo do fijar su fugaz vuelo, como el pájaro en la mar. Doquier, campo y
heredades, del ave y bruto guaridas; doquier cielo y soledades de Dios sólo conocidas, que
Él sólo puede sondear. ECHEVERRÍA. O el que tiene a la vista esta naturaleza engalanada?
De las entrañas de América dos raudales se desatan: el Paraná, faz de perlas, y el Uruguay,
faz de nácar. Los dos entre bosques corren, o entre floridas barrancas, como dos grandes
espejos entre marcos de esmeraldas. 69 Salúdanlos en su paso la melancólica pava, el
picaflor y el jilguero, el zorzal y la torcaza. Como ante reyes se inclinan ante ellos seibos y
palmas, y le arrojan flor del aire, aroma y flor de naranja; luego, en el Guazú se
encuentran, y reuniendo sus aguas, mezclando nácar y perlas se derraman en el Plata.
DOMÍNGUEZ. Pero ésta es la poesía culta, la poesía de la ciudad. Hay otra que hace oír sus
ecos por los campos solitarios: la poesía popular, candorosa y desaliñada del gaucho.
También nuestro pueblo es músico. Ésta es una predisposición nacional que todos los
vecinos le reconocen. Cuando en Chile se anuncia, por la primera vez, un argentino en una
casa, lo invitan al piano en el acto, o le pasan una vihuela y si se excusa diciendo que no
sabe pulsarla, lo extrañan y no le creen, “porque siendo argentino —dicen— debe ser
músico”. Ésta es una preocupación popular que acusa nuestros hábitos nacionales. En
efecto: el joven culto de las ciudades toca el piano o la flauta, el violín o la guitarra; los
mestizos se dedican casi exclusivamente a la música, y son muchos los hábiles
compositores e instrumentistas que salen de entre ellos. En las noches de verano, se oye
sin cesar la guitarra en la puerta de las tiendas, y, tarde de la noche, el sueño es
dulcemente interrumpido por las serenatas y los conciertos ambulantes. El pueblo
campesino tiene sus cantares propios. 70 El triste, que predomina en los pueblos del
Norte, es un canto frigio, plañidero, natural al hombre en el estado primitivo de barbarie,
según Rousseau. La vidalita, canto popular con coros, acompañado de la guitarra y un
tamboril, a cuyos redobles se reúne la muchedumbre y va engrosando el cortejo y el
estrépito de las voces. Este canto me parece heredado de los indígenas, porque lo he oído
en una fiesta de indios en Copiapó, en celebración de la Candelaria; y como canto
religioso, debe ser antiguo, y los indios chilenos no lo han de haber adoptado de los
españoles argentinos. La vidalita es el metro popular en que se cantan los asuntos del día,
las canciones guerreras: el gaucho compone el verso que canta, y lo populariza por la
asociación que su canto exige. Así, pues, en medio de la rudeza de las costumbres
nacionales, estas dos artes que embellecen la vida civilizada y dan desahogo a tantas
pasiones generosas, están honradas y favorecidas por las masas mismas, que ensayan su
áspera musa en composiciones líricas y poéticas. El joven Echeverría residió algunos meses
en la campaña, en 1840, y la fama de sus versos sobre la pampa le había precedido ya: los
gauchos lo rodeaban con respeto y afición, y cuando un recién venido mostraba señales de
desdén hacia el cajetilla, alguno le insinuaba al oído: “Es poeta”, y toda prevención hostil
cesaba al oír este título privilegiado. Sabido es, por otra parte, que la guitarra es el
instrumento popular de los españoles, y que es común en América. En Buenos Aires, sobre
todo, está todavía muy vivo el tipo popular español, el majo. Descúbresele en el
compadrito de la ciudad y en el gaucho de la campaña. El jaleo español vive en el cielito:
los dedos sirven de castañuelas. Todos los movimientos del compadrito revelan al majo: el
movimiento de los hombros, los ademanes, la colocación del sombrero, hasta la manera
de escupir por entre los dientes: todo es aún andaluz genuino. Del centro de estas
costumbres y gustos generales se levantan especialidades notables, que un día
embellecerán y darán un tinte original al drama y al romance nacional. Yo quiero sólo
notar aquí algunas que servirán a completar la idea de las costumbres, para trazar
enseguida el carácter, causas y efectos de la guerra civil. 71 EL RASTREADOR El más
conspicuo de todos, el más extraordinario, es el rastreador. Todos los gauchos del interior
son rastreadores. En llanuras tan dilatadas, en donde las sendas y caminos se cruzan en
todas direcciones, y los campos en que pacen o transitan las bestias son abiertos, es
preciso saber seguir las huellas de un animal, y distinguirlas de entre mil, conocer si va
despacio o ligero, suelto o tirado, cargado o de vacío: ésta es una ciencia casera y popular.
Una vez caía yo de un camino de encrucijada al de Buenos Aires, y el peón que me
conducía echó, como de costumbre, la vista al suelo: “Aquí va —dijo luego— una mulita
mora muy buena…; ésta es la tropa de don N. Zapata…, es de muy buena silla…, va
ensillada…, ha pasado ayer…”. Este hombre venía de la Sierra de San Luis, la tropa volvía
de Buenos Aires, y hacía un año que él había visto por última vez la mulita mora, cuyo
rastro estaba confundido con el de toda una tropa en un sendero de dos pies de ancho.
Pues esto, que parece increíble, es, con todo, la ciencia vulgar; éste era un peón de árrea,
y no un rastreador de profesión. El rastreador es un personaje grave, circunspecto, cuyas
aseveraciones hacen fe en los tribunales inferiores. La conciencia del saber que posee le
da cierta dignidad reservada y misteriosa. Todos le tratan con consideración: el pobre,
porque puede hacerle mal, calumniándolo o denunciándolo; el propietario, porque su
testimonio puede fallarle. Un robo se ha ejecutado durante la noche: no bien se nota,
corren a buscar una pisada del ladrón, y encontrada, se cubre con algo para que el viento
no la disipe. Se llama enseguida al rastreador, que ve el rastro y lo sigue sin mirar, sino de
tarde en tarde, el suelo, como si sus ojos vieran de relieve esta pisada, que para otro es
imperceptible. Sigue el curso de las calles, atraviesa los huertos, entra en una casa y,
señalando un hombre que encuentra, dice fríamente: “¡Éste es!”. El delito está probado, y
raro es el delincuente que resiste a esta acusación. Para él, más que para el juez, la
deposición del rastreador es la evidencia misma: negarla sería ridículo, absurdo. Se
somete, pues, a este testigo, que considera como el dedo de Dios que lo señala. Yo mismo
he conocido a Calíbar, que ha ejercido, en una provincia, su oficio, durante cuarenta años
consecutivos. Tiene, ahora, cerca de ochenta años: encorvado 72 por la edad, conserva,
sin embargo, un aspecto venerable y lleno de dignidad. Cuando le hablan de su reputación
fabulosa, contesta: “Ya no valgo nada; ahí están los niños”. Los niños son sus hijos, que
han aprendido en la escuela de tan famoso maestro. Se cuenta de él, que durante un viaje
a Buenos Aires le robaron una vez, su montura de gala. Su mujer tapó el rastro con una
artesa. Dos meses después, Calíbar regresó, vio el rastro, ya borrado e inapercibible para
otros ojos, y no se habló más del caso. Año y medio después, Calíbar marchaba cabizbajo
por una calle de los suburbios, entra a una casa y encuentra su montura, ennegrecida ya y
casi inutilizada por el uso. ¡Había encontrado el rastro de su raptor, después de dos años!
El año 1830, un reo condenado a muerte se había escapado de la cárcel. Calíbar fue
encargado de buscarlo. El infeliz, previendo que sería rastreado, había tomado todas las
precauciones que la imagen del cadalso le sugirió. ¡Precauciones inútiles! Acaso sólo
sirvieron para perderle, porque comprometido Calíbar en su reputación, el amor propio
ofendido le hizo desempeñar con calor, una tarea que perdía a un hombre, pero que
probaba su maravillosa vista. El prófugo aprovechaba todos los accidentes del suelo para
no dejar huellas; cuadras enteras había marchado pisando con la punta del pie; trepábase
en seguida a las murallas bajas, cruzaba un sitio y volvía para atrás; Calíbar lo seguía sin
perder la pista. Si le sucedía momentáneamente extraviarse, al hallarla de nuevo,
exclamaba: “¡Dónde te mi as dir!”. Al fin llegó a una acequia de agua, en los suburbios,
cuya corriente había seguido aquél para burlar al rastreador… ¡Inútil! Calíbar iba por las
orillas sin inquietud, sin vacilar. Al fin se detiene, examina unas yerbas y dice: “Por aquí ha
salido; no hay rastro, pero estas gotas de agua en los pastos lo indican”. Entra en una viña:
Calíbar reconoció las tapias que la rodeaban, y dijo: “Adentro está”. La partida de soldados
se cansó de buscar, y volvió a dar cuenta de la inutilidad de las pesquisas. “No ha salido”
fue la breve respuesta que, sin moverse, sin proceder a nuevo examen, dio el rastreador.
No había salido, en efecto, y al día siguiente fue ejecutado. En 1831, algunos presos
políticos intentaban una evasión: todo estaba preparado, los auxiliares de fuera,
prevenidos. En el momento de efectuarla, uno dijo: “¿Y Calíbar?” —“¡Cierto!” —
contestaron los otros, anonadados, 73 aterrados—. “¡Calíbar!” Sus familias pudieron
conseguir de Calíbar que estuviese enfermo cuatro días, contados desde la evasión, y así
pudo efectuarse sin inconveniente. ¿Qué misterio es éste del rastreador? ¿Qué poder
microscópico se desenvuelve en el órgano de la vista de estos hombres? ¡Cuán sublime
criatura es la que Dios hizo a su imagen y semejanza! EL BAQUEANO Después del
rastreador, viene el baqueano, personaje eminente y que tiene en sus manos la suerte de
los particulares y de las provincias. El baqueano es un gaucho grave y reservado, que
conoce a palmos, veinte mil leguas cuadradas de llanuras, bosques y montañas. Es el
topógrafo más completo, es el único mapa que lleva un general para dirigir los
movimientos de su campaña. El baqueano va siempre a su lado. Modesto y reservado
como una tapia, está en todos los secretos de la campaña; la suerte del ejército, el éxito
de una batalla, la conquista de una provincia, todo depende de él. El baqueano es casi
siempre fiel a su deber; pero no siempre el general tiene en él, plena confianza. Imaginaos
la posición de un jefe condenado a llevar un traidor a su lado y a pedirle los conocimientos
indispensables para triunfar. Un baqueano encuentra una sendita que hace cruz con el
camino que lleva: él sabe a qué aguada remota conduce; si encuentra mil, y esto sucede
en un espacio de mil leguas, él las conoce todas, sabe de dónde vienen y adónde van. Él
sabe el vado oculto que tiene un río, más arriba o más abajo del paso ordinario, y esto en
cien ríos o arroyos; él conoce en los ciénagos extensos, un sendero por donde pueden ser
atravesados sin inconveniente, y esto en cien ciénagos distintos. En lo más oscuro de la
noche, en medio de los bosques o en las llanuras sin límites, perdidos sus compañeros,
extraviados, da una vuelta en círculo de ellos, observa los árboles; si no los hay, se
desmonta, se inclina a tierra, examina algunos matorrales y se orienta de la altura en que
se halla, monta en seguida, y les dice, para asegurarlos: “Estamos en dereceras de tal
lugar, a tantas leguas de las habitaciones; el camino ha de ir al Sur”; y se dirige hacia el
rumbo que señala, tranquilo, sin 74 prisa de encontrarlo y sin responder a las objeciones
que el temor o la fascinación sugiere a los otros. Si aún esto no basta, o si se encuentra en
la pampa y la oscuridad es impenetrable, entonces arranca pastos de varios puntos, huele
la raíz y la tierra, las masca y, después de repetir este procedimiento varias veces, se
cerciora de la proximidad de algún lago, o arroyo salado, o de agua dulce, y sale en su
busca para orientarse fijamente. El general Rosas, dicen, conoce, por el gusto, el pasto de
cada estancia del sur de Buenos Aires. Si el baqueano lo es de la pampa, donde no hay
caminos para atravesarla, y un pasajero le pide que lo lleve directamente a un paraje
distante cincuenta leguas, el baqueano se para un momento, reconoce el horizonte,
examina el suelo, clava la vista en un punto y se echa a galopar con la rectitud de una
flecha, hasta que cambia de rumbo por motivos que sólo él sabe, y, galopando día y
noche, llega al lugar designado. El baqueano anuncia también la proximidad del enemigo,
esto es, diez leguas, y el rumbo por donde se acerca, por medio del movimiento de los
avestruces, de los gamos y guanacos que huyen en cierta dirección. Cuando se aproxima,
observa los polvos y por su espesor cuenta la fuerza: “Son dos mil hombres” —dice—,
“quinientos”, “doscientos”, y el jefe obra bajo este dato, que casi siempre es infalible. Si
los cóndores y cuervos revolotean en un círculo del cielo, él sabrá decir si hay gente
escondida, o es un campamento recién abandonado, o un simple animal muerto. El
baqueano conoce la distancia que hay de un lugar a otro; los días y las horas necesarias
para llegar a él, y a más, una senda extraviada e ignorada, por donde se puede llegar de
sorpresa y en la mitad del tiempo; así es que las partidas de montoneras emprenden
sorpresas sobre pueblos que están a cincuenta leguas de distancia, que casi siempre las
aciertan. ¿Creeráse exagerado? ¡No! El general Rivera, de la Banda Oriental, es un simple
baqueano, que conoce cada árbol que hay en toda la extensión de la República del
Uruguay. No la hubieran ocupado los brasileros sin su auxilio; no la hubieran libertado, sin
él, los argentinos. Oribe, apoyado por Rosas, sucumbió después de tres años de lucha con
el general baqueano, y 75 todo el poder de Buenos Aires, hoy, con sus numerosos
ejércitos que cubren toda la campaña del Uruguay, puede desaparecer, destruido a
pedazos, por una sorpresa hoy, por una fuerza cortada mañana, por una victoria que él
sabrá convertir en su provecho, por el conocimiento de algún caminito que cae a
retaguardia del enemigo, o por otro accidente inapercibido o insignificante. El general
Rivera principió sus estudios del terreno el año de 1804: y haciendo la guerra a las
autoridades, entonces, como contrabandista; a los contrabandistas, después, como
empleado; al rey, en seguida, como patriota; a los patriotas, más tarde, como montonero;
a los argentinos, como jefe brasilero; a éstos, como general argentino; a Lavalleja, como
Presidente; al Presidente Oribe, como jefe proscripto; a Rosas, en fin, aliado de Oribe,
como general oriental, ha tenido sobrado tiempo para aprender un poco de la ciencia del
baqueano. EL GAUCHO MALO Este es un tipo de ciertas localidades, un outlaw, un
squatter, un misántropo particular. Es el “Ojo de Halcón”, el Trampero de Cooper, con
toda su ciencia del desierto, con toda su aversión a las poblaciones de los blancos, pero sin
su moral natural y sin sus conexiones con los salvajes. Llámanle el Gaucho Malo, sin que
este epíteto lo desfavorezca del todo. La justicia lo persigue desde muchos años; su
nombre es temido, pronunciado en voz baja, pero sin odio y casi con respeto. Es un
personaje misterioso: mora en la pampa, son su albergue los cardales, vive de perdices y
mulitas; si alguna vez quiere regalarse con una lengua, enlaza una vaca, la voltea solo, la
mata, saca su bocado predilecto y abandona lo demás a las aves mortecinas. De repente,
se presenta el gaucho malo en un pago de donde la partida acaba de salir: conversa
pacíficamente con los buenos gauchos, que lo rodean y lo admiran; se provee de los vicios,
y si divisa la partida, monta tranquilamente en su caballo y lo apunta hacia el desierto, sin
prisa, sin aparato, desdeñando volver la cabeza. La partida, rara vez lo sigue; mataría
inútilmente sus caballos, porque el que monta el gaucho malo es un parejero pangaré tan
célebre como su amo. Si el acaso lo echa alguna vez, de improviso, entre las garras de la
justicia, acomete a lo más espeso de la partida, y a 76 merced de cuatro tajadas que con
su cuchillo ha abierto en la cara o en el cuerpo de los soldados, se hace paso por entre
ellos, y tendiéndose sobre el lomo del caballo, para sustraerse a la acción de las balas que
lo persiguen, endilga hacia el desierto, hasta que, poniendo espacio conveniente entre él y
sus perseguidores, refrena su trotón y marcha tranquilamente. Los poetas de los
alrededores agregan esta nueva hazaña a la biografía del héroe del desierto, y su
nombradía vuela por toda la vasta campaña. A veces, se presenta a la puerta de un baile
campestre, con una muchacha que ha robado; entra en baile con su pareja, confúndese en
las mudanzas del cielito y desaparece sin que nadie se aperciba de ello. Otro día se
presenta en la casa de la familia ofendida, hace descender de la grupa a la niña que ha
seducido, y, desdeñando las maldiciones de los padres que le siguen, se encamina
tranquilo a su morada sin límites. Este hombre divorciado con la sociedad, proscripto por
las leyes; este salvaje de color blanco no es, en el fondo, un ser más depravado que los
que habitan las poblaciones. El osado prófugo que acomete una partida entera es
inofensivo para los viajeros. El gaucho malo no es un bandido, no es un salteador; el
ataque a la vida no entra en su idea, como el robo no entraba en la idea del Churriador:
roba, es cierto; pero ésta es su profesión, su tráfico, su ciencia. Roba caballos. Una vez
viene al real de una tropa del interior: el patrón propone comprarle un caballo de tal pelo
extraordinario, de tal figura, de tales prendas, con una estrella blanca en la paleta. El
gaucho se recoge, medita un momento, y después de un rato de silencio contesta: “No hay
actualmente caballo así”. ¿Qué ha estado pensando el gaucho? En aquel momento, ha
recorrido en su mente mil estancias de la pampa, ha visto y examinado todos los caballos
que hay en la provincia, con sus marcas, color, señales particulares, y convencídose de que
no hay ninguno que tenga una estrella en la paleta: unos las tienen en la frente; otros, una
mancha blanca en el anca. ¿Es sorprendente esta memoria? ¡No! Napoleón conocía por
sus nombres, doscientos mil soldados, y recordaba, al verlos, todos los hechos que a cada
uno de ellos se referían. Si no se le pide, pues, lo imposible, en día señalado, en un punto
dado del camino, entregará un caballo tal como se le pide, sin que el anticiparle 77 el
dinero sea motivo de faltar a la cita. Tiene sobre este punto, el honor de los tahúres sobre
las deudas. Viaja a veces a la campaña de Córdoba, a Santa Fe. Entonces se le ve cruzar la
pampa con una tropilla de caballos por delante: si alguno lo encuentra, sigue su camino sin
acercársele, a menos que él lo solicite. EL CANTOR Aquí tenéis la idealización de aquella
vida de revueltas, de civilización, de barbarie y de peligros. El gaucho cantor es el mismo
bardo, el vate, el trovador de la Edad Media, que se mueve en la misma escena, entre las
luchas de las ciudades y del feudalismo de los campos, entre la vida que se va y la vida que
se acerca. El cantor anda de pago en pago, “de tapera en galpón”, cantando sus héroes de
la pampa, perseguidos por la justicia, los llantos de la viuda a quien los indios robaron sus
hijos en un malón reciente, la derrota y la muerte del valiente Rauch, la catástrofe de
Facundo Quiroga y la suerte que cupo a Santos Pérez. El cantor está haciendo,
candorosamente, el mismo trabajo de crónica, costumbres, historia, biografía que el bardo
de la Edad Media, y sus versos serían recogidos más tarde como los documentos y datos
en que habría de apoyarse el historiador futuro, si a su lado no estuviese otra sociedad
culta, con superior inteligencia de los acontecimientos, que la que el infeliz despliega en
sus rapsodias ingenuas. En la República Argentina, se ven a un tiempo dos civilizaciones
distintas en un mismo suelo: una naciente, que, sin conocimiento de lo que tiene sobre su
cabeza, está remedando los esfuerzos ingenuos y populares de la Edad Media; otra que,
sin cuidarse de lo que tiene a sus pies, intenta realizar los últimos resultados de la
civilización europea. El siglo XIX y el siglo XII viven juntos: el uno, dentro de las ciudades; el
otro, en las campañas. El cantor no tiene residencia fija: su morada está donde la noche lo
sorprende; su fortuna, en sus versos y en su voz. Dondequiera que el cielito enreda sus
parejas sin tasa, dondequiera que se apura una copa de vino, el cantor tiene su lugar
preferente, su parte escogida en el festín. El gaucho argentino no bebe, si la música y los
versos no lo 78 excitan,4 y cada pulpería tiene su guitarra para poner en manos del cantor,
a quien el grupo de caballos estacionados a la puerta, anuncia a lo lejos, dónde se necesita
el concurso de su gaya ciencia. El cantor mezcla entre sus cantos heroicos la relación de
sus propias hazañas. Desgraciadamente, el cantor, con ser el bardo argentino, no está libre
de tener que habérselas con la justicia. También tiene que dar la cuenta de sendas
puñaladas que ha distribuido, una o dos desgracias (¡muertes!) que tuvo y algún caballo o
una muchacha que robó. El año 1840, entre un grupo de gauchos y a orillas del
majestuoso Paraná, estaba sentado en el suelo, y con las piernas cruzadas, un cantor que
tenía azorado y divertido a su auditorio, con la larga y animada historia de sus trabajos y
aventuras. Había ya contado lo del rapto de la querida, con los trabajos que sufrió; lo de la
desgracia y la disputa que la motivó; estaba refiriendo su encuentro con la partida, y las
puñaladas que en su defensa dio, cuando el tropel y los gritos de los soldados le avisaron
que esta vez estaba cercado. La partida, en efecto, se había cerrado en forma de
herradura; la abertura quedaba hacia el Paraná, que corría veinte varas más abajo: tal era
la altura de la barranca. El cantor oyó la grita sin turbarse; viósele de improviso sobre el
caballo, y echando una mirada escudriñadora sobre el círculo de soldados con las
tercerolas preparadas, vuelve el caballo hacia la barranca, le pone el poncho en los ojos y
clávale las espuelas. Algunos instantes después, se veía salir de las profundidades del
Paraná el caballo, sin freno, a fin de que nadase con más libertad, y el cantor tomado de la
cola, volviendo la cara quietamente, cual si fuera en un 4. No es fuera de propósito
recordar aquí las semejanzas notables que representan los argentinos con los árabes. En
Argel, en Orán, en Mascara y en los aduares del desierto vi siempre a los árabes reunidos
en cafés, por estarles completamente prohibido el uso de los licores, apiñados en derredor
del cantor, generalmente dos, que se acompañan de la vihuela a dúo, recitando canciones
nacionales, plañideras como nuestros tristes. La rienda de los árabes es tejida de cuero y
con azotera, como las nuestras; el freno de que usamos es el freno árabe, y muchas de
nuestras costumbres revelan el contacto de nuestros padres con los moros de la
Andalucía. De las fisonomías, no se hable: algunos árabes he conocido que jurara haberlos
visto en mi país. (Nota de la edición de 1851). 79 bote de ocho remos, hacia la escena que
dejaba en la barranca. Algunos balazos de la partida no estorbaron que llegase sano y
salvo al primer islote que sus ojos divisaron. Por lo demás, la poesía original del cantor es
pesada, monótona, irregular, cuando se abandona a la inspiración del momento. Más
narrativa que sentimental, llena de imágenes tomadas de la vida campestre, del caballo y
las escenas del desierto, que la hacen metafórica y pomposa. Cuando refiere sus proezas o
las de algún afamado malévolo, parécese al improvisador napolitano, desarreglado,
prosaico de ordinario, elevándose a la altura poética por momentos, para caer de nuevo al
recitado insípido y casi sin versificación. Fuera de esto, el cantor posee su repertorio de
poesías populares: quintillas, décimas y octavas, diversos géneros de versos octosílabos.
Entre éstas hay muchas composiciones de mérito y que descubren inspiración y
sentimiento. Aún podría añadir a estos tipos originales, muchos otros igualmente curiosos,
igualmente locales, si tuviesen, como los anteriores, la peculiaridad de revelar las
costumbres nacionales, sin lo cual es imposible comprender nuestros personajes políticos,
ni el carácter primordial y americano de la sangrienta lucha que despedaza a la República
Argentina. Andando esta historia, el lector va a descubrir por sí solo dónde se encuentra el
rastreador, el baqueano, el gaucho malo o el cantor. Verá en los caudillos cuyos nombres
han traspasado las fronteras argentinas, y aun en aquellos que llenan el mundo con el
horror de su nombre, el reflejo vivo de la situación interior del país, sus costumbres y su
organización. 81

5. VIDA DE JUAN FACUNDO QUIROGA

Au surplus, ces traits appartienment au caractère original du genre humain. L’homme de


la nature, et qui n’a pas encore appris à contenir ou déguiser ses passions, les montre dans
toute leur énergie, et se livre à toute leur impétuosité. ALIX, Histoire de l’Empire Ottoman

INFANCIA Y JUVENTUD

MEDIA entre las ciudades de San Luis y San Juan un dilatado desierto, que, por su falta
completa de agua, recibe el nombre de travesía. El aspecto de aquellas soledades es, por
lo general, triste y desamparado, y el viajero que viene del oriente no pasa la última
represa o aljibe de campo sin proveer sus chifles, de suficiente cantidad de agua. En esta
travesía tuvo lugar, una vez, la extraña escena que sigue: Las cuchilladas, tan frecuentes
entre nuestros gauchos, habían forzado, a uno de ellos, a abandonar precipitadamente la
ciudad de San Luis, y ganar la travesía a pie, con la montura al hombro, a fin de escapar de
las persecuciones de la justicia. Debían alcanzarlo dos compañeros, tan luego como
pudieran robar caballos para los tres. No eran, por entonces, sólo el hambre o la sed los
peligros que le aguardaban en el desierto aquel, que un tigre cebado andaba hacía un año
siguiendo los rastros de los viajeros, y pasaban ya de ocho, los que habían sido víctimas de
su predilección por la carne humana. Suele ocurrir, a veces, en aquellos países en que la
fiera y el hombre se disputan el dominio de la naturaleza, que éste cae bajo la garra
sangrienta de aquélla: entonces, el tigre empieza a gustar de preferencia su carne, y se
llama cebado cuando se ha dado a este nuevo género de caza, la caza de hombres. El juez
de la campaña inmediata al teatro de sus devastaciones convoca a los varones hábiles
para la correría, y bajo su autoridad y dirección, se hace la persecución del tigre cebado,
que rara vez escapa a la sentencia que lo pone fuera de la ley. Cuando nuestro prófugo
había caminado cosa de seis leguas, creyó oír bramar el tigre a lo lejos, y sus fibras se
estremecieron. Es el bra- 104 mido del tigre un gruñido como el del cerdo, pero agrio,
prolongado, estridente, y que, sin que haya motivo de temor, causa un sacudimiento
involuntario en los nervios, como si la carne se agitara, ella sola, al anuncio de la muerte.
Algunos minutos después, el bramido se oyó más distinto y más cercano; el tigre venía ya
sobre el rastro, y sólo a la larga distancia se divisaba un pequeño algarrobo. Era preciso
apretar el paso, correr, en fin, porque los bramidos se sucedían con más frecuencia, y el
último era más distinto, más vibrante que el que le precedía. Al fin, arrojando la montura a
un lado del camino, dirigióse el gaucho al árbol que había divisado, y no obstante la
debilidad de su tronco, felizmente bastante elevado, pudo trepar a su copa y mantenerse
en una continua oscilación, medio oculto entre el ramaje. Desde allí pudo observar la
escena que tenía lugar en el camino: el tigre marchaba a paso precipitado, oliendo el suelo
y bramando con más frecuencia, a medida que sentía la proximidad de su presa. Pasa
adelante del punto en que ésta se había separado del camino y pierde el rastro; el tigre se
enfurece, remolinea, hasta que divisa la montura, que desgarra de un manotón,
esparciendo en el aire sus prendas. Más irritado aún con este chasco, vuelve a buscar el
rastro, encuentra al fin la dirección en que va, y levantando la vista, divisa a su presa
haciendo con el peso balancearse el algarrobillo, cual la frágil caña cuando las aves se
posan en sus puntas. Desde entonces, ya no bramó el tigre: acercábase a saltos, y en un
abrir y cerrar de ojos, sus enormes manos estaban apoyándose a dos varas del suelo,
sobre el delgado tronco, al que comunicaban un temblor convulsivo, que iba a obrar sobre
los nervios del mal seguro gaucho. Intentó la fiera dar un salto, impotente; dio vuelta en
torno del árbol midiendo su altura con ojos enrojecidos por la sed de sangre, y al fin,
bramando de cólera, se acostó en el suelo, batiendo, sin cesar, la cola, los ojos fijos en su
presa, la boca entreabierta y reseca. Esta escena horrible duraba ya dos horas mortales: la
postura violenta del gaucho y la fascinación aterrante que ejercía sobre él la mirada
sanguinaria, inmóvil, del tigre, del que por una fuerza invencible de atracción no podía
apartar los ojos, habían empezado a debilitar sus fuerzas, y 105 ya veía próximo el
momento en que su cuerpo extenuado iba a caer en su ancha boca, cuando el rumor
lejano de galope de caballos le dio esperanza de salvación. En efecto, sus amigos habían
visto el rastro del tigre y corrían sin esperanza de salvarlo. El desparramo de la montura les
reveló el lugar de la escena, y volar a él, desenrollar sus lazos, echarlos sobre el tigre,
empacado y ciego de furor, fue la obra de un segundo. La fiera, estirada a dos lazos, no
pudo escapar a las puñaladas repetidas con que, en venganza de su prolongada agonía, le
traspasó el que iba a ser su víctima. “Entonces supe lo que era tener miedo” —decía el
general don Juan Facundo Quiroga, contando a un grupo de oficiales, este suceso.
También a él le llamaron Tigre de los Llanos, y no le sentaba mal esta denominación, a fe.
La frenología y la anatomía comparada han demostrado, en efecto, las relaciones que
existen en las formas exteriores y las disposiciones morales, entre la fisonomía del hombre
y de algunos animales, a quienes se asemeja en su carácter. Facundo, porque así lo
llamaron largo tiempo los pueblos del interior; el general don Facundo Quiroga, el
excelentísimo brigadier general don Juan Facundo Quiroga, todo eso vino después, cuando
la sociedad lo recibió en su seno y la victoria lo hubo coronado de laureles: Facundo, pues,
era de estatura baja y fornida; sus anchas espaldas sostenían sobre un cuello corto, una
cabeza bien formada, cubierta de pelo espesísimo, negro y ensortijado. Su cara, un poco
ovalada, estaba hundida en medio de un bosque de pelo, a que correspondía una barba
igualmente espesa, igualmente crespa y negra, que subía hasta los juanetes, bastante
pronunciados, para descubrir una voluntad firme y tenaz. Sus ojos negros, llenos de fuego
y sombreados por pobladas cejas, causaban una sensación involuntaria de terror en
aquellos sobre quienes, alguna vez, llegaban a fijarse; porque Facundo no miraba nunca de
frente, y por hábito, por arte, por deseo de hacerse siempre temible, tenía de ordinario la
cabeza inclinada y miraba por entre las cejas, como el Alí-Bajá de Monvoisin. El Caín que
representa la famosa Compañía Ravel me despierta la imagen de Quiroga, quitando las
posiciones artísticas de la estatuaria, que no le convienen. Por lo demás, 106 su fisonomía
era regular, y el pálido moreno de su tez sentaba bien, a las sombras espesas en que
quedaba encerrada. La estructura de su cabeza revelaba, sin embargo, bajo esta cubierta
selvática, la organización privilegiada de los hombres nacidos para mandar. Quiroga poseía
esas cualidades naturales que hicieron del estudiante de Brienne, el genio de la Francia, y
del mameluco obscuro que se batía con los franceses en las Pirámides, el virrey de Egipto.
La sociedad en que nacen da a estos caracteres la manera especial de manifestarse:
sublimes, clásicos, por decirlo así, van al frente de la humanidad civilizada en unas partes;
terribles, sanguinarios y malvados, son, en otras, su mancha, su oprobio. Facundo Quiroga
fue hijo de un sanjuanino de humilde condición, pero que, avecindado en los Llanos de La
Rioja, había adquirido en el pastoreo, una regular fortuna. El año 1799 fue enviado
Facundo a la patria de su padre, a recibir la educación limitada que podía adquirirse en las
escuelas: leer y escribir. Cuando un hombre llega a ocupar las cien trompetas de la fama
con el ruido de sus hechos, la curiosidad o el espíritu de investigación van hasta rastrear la
insignificante vida del niño, para anudarla a la biografía del héroe, y no pocas veces, entre
fábulas inventadas por la adulación, se encuentran ya en germen, en ella, los rasgos
característicos del personaje histórico. Cuéntase de Alcibíades que, jugando en la calle, se
tendía a lo largo del pavimento, para contrariar a un cochero, que le prevenía que se
quitase del paso a fin de no atropellarlo; de Napoleón, que dominaba a sus condiscípulos y
se atrincheraba en su cuarto de estudiante, para resistir a un ultraje. De Facundo se
refieren, hoy, varias anécdotas, muchas de las cuales lo revelan todo entero. En la casa de
sus huéspedes, jamás se consiguió sentarlo a la mesa común; en la escuela, era altivo,
huraño y solitario; no se mezclaba con los demás niños sino para encabezar en actos de
rebelión y para darles de golpes. El magister cansado de luchar con este carácter
indomable, se provee, una vez, de un látigo nuevo y duro, y enseñándolo a los niños,
aterrados, “éste es —les dice— para estrenarlo en Facundo”. Facundo, de edad de once
años, oye esta amenaza, y al día siguiente, la pone a prueba. No sabe la lección, pero pide
al maestro que se la tome 107 en persona, porque el pasante lo quiere mal. El maestro
condesciende; Facundo comete un error, comete dos, tres, cuatro; entonces el maestro
hace uso del látigo y Facundo, que todo lo ha calculado, hasta la debilidad de la silla en
que su maestro está sentado, dale una bofetada, vuélcalo de espaldas, y entre el alboroto
que esta escena suscita, toma la calle y va a esconderse en ciertos parrones de una viña,
de donde no se le saca sino después de tres días. ¿No es ya el caudillo que va a desafiar,
más tarde, a la sociedad entera? Cuando llega a la pubertad, su carácter toma un tinte
más pronunciado. Cada vez más sombrío, más imperioso, más selvático; la pasión del
juego, la pasión de las almas rudas que necesitan fuertes sacudimientos para salir del
sopor que las adormeciera, domínalo irresistiblemente desde la edad de quince años. Por
ella se hace una reputación en la ciudad; por ella se hace intolerable en la casa en que se
le hospeda; por ella, en fin, derrama, por un balazo dado a un Jorge Peña, el primer
reguero de sangre que debía entrar en el ancho torrente que ha dejado marcado su pasaje
en la tierra. Desde que llega a la edad adulta, el hilo de su vida se pierde en un intrincado
laberinto de vueltas y revueltas, por los diversos pueblos vecinos: oculto unas veces,
perseguido siempre, jugando, trabajando en clase de peón, dominando todo lo que se le
acerca y distribuyendo puñaladas. En San Juan, muéstranse hoy, en la quinta de los
Godoyes, tapias pisadas por Quiroga; en La Rioja, las hay de su mano, en Fiambalá. Él
enseñaba otras, en Mendoza, en el lugar mismo en que una tarde hacía traer de sus casas,
veintiséis oficiales de los que capitularon en Chacón, para hacerlos fusilar, en expiación de
los manes de Villafañe. En la campaña de Buenos Aires, también mostraba algunos
monumentos de su vida de peón errante. ¿Qué causas hacen a este hombre, criado en
una casa decente, hijo de un hombre acomodado y virtuoso, descender a la condición del
gañán, y en ella escoger el trabajo más estúpido, más brutal, en el que sólo entra la fuerza
física y la tenacidad? ¿Será que el tapiador gana doble sueldo y que se da prisa para juntar
un poco de dinero? Lo más ordenado que de esta vida obscura y errante he podido
recoger, es lo siguiente: Hacia el año 1806 vino a Chile, con un carga- 108 mento de grana,
de cuenta de sus padres. Jugólo con la tropa y los troperos, que eran esclavos de su casa.
Solía llevar a San Juan y Mendoza, arreos de ganado de la estancia paterna, que tenían
siempre la misma suerte, porque en Facundo, era el juego una pasión feroz, ardiente, que
le resacaba las entrañas. Estas adquisiciones y pérdidas sucesivas debieron cansar las
larguezas paternales, porque, al fin, interrumpió toda relación amigable con su familia.
Cuando era ya el terror de la República, preguntábale uno de sus cortesanos: “¿Cuál es,
general, la parada más grande que ha hecho en su vida?” “Setenta pesos” —contestó
Quiroga con indiferencia; acababa de ganar, sin embargo, una de doscientas onzas. Era,
según lo explicó después, que en su juventud, no teniendo sino setenta pesos los había
perdido juntos a una sota. Pero este hecho tiene su historia característica. Trabajaba de
peón en Mendoza, en la hacienda de una señora, sita aquélla en el Plumerillo. Facundo se
hacía notar, hacía un año, por su puntualidad en salir al trabajo y por la influencia y
predominio que ejercía sobre los demás peones. Cuando éstos querían hacer falla para
dedicar el día a una borrachera, se entendían con Facundo, quien lo avisaba a la señora,
prometiéndole responder de la asistencia de todos al día siguiente, la que era siempre
puntual. Por esta intercesión llamábanle los peones, el Padre. Facundo, al fin de un año de
trabajo asiduo, pidió su salario, que ascendía a setenta pesos; montó en su caballo sin
saber adónde iba, vio gente en una pulpería, desmontóse y alargando la mano sobre el
grupo que rodeaba al tallador, puso sus setenta pesos en una carta: perdiólos y montó de
nuevo, marchando sin dirección fija, hasta que a poco andar, un juez Toledo, que acertaba
a pasar a la sazón, le detuvo para pedirle su papeleta de conchavo. Facundo aproximó su
caballo en ademán de entregársela, afectó buscar algo en el bolsillo, y dejó tendido al juez
de una puñalada. ¿Se vengaba en el juez, de la reciente pérdida? ¿Quería sólo saciar el
encono de gaucho malo contra la autoridad civil y añadir este nuevo hecho al brillo de su
naciente fama? Lo uno y lo otro. Estas venganzas sobre el primer objeto que se
presentaba, son frecuentes en su vida. Cuando se apellidaba general y tenía coroneles a
sus órdenes, hacía 109 dar en su casa, en San Juan, doscientos azotes a uno de ellos, por
haberle ganado mal, decía Facundo; a un joven, doscientos azotes, por haberse permitido
una chanza en momentos en que él no estaba para chanzas; a una mujer, en Mendoza,
que le había dicho al paso, “Adiós, mi general”, cuando él iba enfurecido porque no había
conseguido intimidar a un vecino tan pacífico, tan juicioso, como era valiente y gaucho,
doscientos azotes. Facundo reaparece después, en Buenos Aires, donde en 1810 es
enrolado, como recluta, en el regimiento de Arribeños que mandaba el general Ocampo,
su compatriota, después Presidente de Charcas. La carrera gloriosa de las armas se abría
para él, con los primeros rayos del sol de mayo; y no hay duda que con el temple de alma
de que estaba dotado, con sus instintos de destrucción y carnicería, Facundo, moralizado
por la disciplina y ennoblecido por la sublimidad del objeto de la lucha, habría vuelto un
día del Perú, Chile o Bolivia, uno de los generales de la República Argentina, como tantos
otros valientes gauchos, que principiaron su carrera desde el humilde puesto del soldado.
Pero el alma rebelde de Quiroga no podía sufrir el yugo de la disciplina, el orden del
cuartel, ni la demora de los ascensos. Se sentía llamado a mandar, a surgir de un golpe, a
crearse él solo, a despecho de la sociedad civilizada y en hostilidad con ella, una carrera a
su modo, asociando el valor y el crimen, el gobierno y la desorganización. Más tarde, fue
reclutado para el ejército de los Andes y enrolado en los Granaderos a caballo; un teniente
García, lo tomó de asistente, y bien pronto, la deserción dejó un vacío en aquellas
gloriosas filas. Después, Quiroga, como Rosas, como todas esas víboras que han medrado
a la sombra de los laureles de la patria, se ha hecho notar por su odio a los militares de la
Independencia, en los que uno y otro han hecho una horrible matanza. Facundo,
desertando de Buenos Aires, se encamina a las provincias con tres compañeros. Una
partida le da alcance: hace frente, libra una verdadera batalla, que permanece indecisa
por algún tiempo, hasta que, dando muerte a cuatro o cinco, puede continuar su camino,
abriéndose paso, todavía, a puñaladas, por entre otras partidas que hasta San Luis le salen
al paso. Más tarde, debía recorrer este mismo 110 camino con un puñado de hombres,
disolver ejércitos en lugar de partidas e ir hasta la Ciudadela famosa de Tucumán, a borrar
los últimos restos de la República y del orden civil. Facundo reaparece en los Llanos, en la
casa paterna. A esta época se refiere un suceso que está muy valido y del que nadie duda.
Sin embargo, en uno de los manuscritos que consulto, interrogado su autor sobre este
mismo hecho, contesta: “que no sabe que Quiroga haya tratado nunca de arrancar a sus
padres dinero por la fuerza”; y contra la tradición constante, contra el asentimiento
general, quiero atenerme a este dato contradictorio. ¡Lo contrario es horrible! Cuéntase
que habiéndose negado su padre a darle una suma de dinero que le pedía, acechó el
momento en que padre y madre dormían la siesta para poner aldaba a la pieza donde
estaban y prender fuego al techo de pajas con que están cubiertas, por lo general, las
habitaciones de los Llanos. 9 Pero lo que hay de averiguado es que su padre pidió una vez,
al Gobierno de La Rioja, que lo prendieran para contener sus demasías, que Facundo,
antes de fugarse de los Llanos, fue a la ciudad de La Rioja, donde a la sazón se hallaba
aquél, y cayendo de improviso sobre él, le dio una bofetada, diciéndole: “¿Usted me ha
mandado prender? ¡Tome, mándeme prender ahora!”, con lo cual montó en su caballo y
partió a galope para el campo. Pasado un año, preséntase de nuevo en la casa paterna,
échase a los pies del anciano ultrajado, confunden ambos sus sollozos, y entre las
protestas de enmienda del hijo y las reconvenciones del padre, la paz queda restablecida,
aunque sobre base tan deleznable y efímera. Pero su carácter y hábitos desordenados no
cambian, y las carreras, el juego, las correrías del campo, son el teatro de nuevas
violencias, 9. Después de escrito lo que precede, he recibido, de persona fidedigna, la
aseveración de haber el mismo Quiroga contado en Tucumán, ante señoras que viven aún,
la historia del incendio de la casa. Toda duda desaparece ante deposiciones de este
género. Más tarde he obtenido la narración circunstanciada de un testigo presencial y
compañero de infancia de Facundo Quiroga, que le vio dar a su padre una bofetada y
huirse; pero estos detalles contristan, sin aleccionar, y es deber impuesto por el decoro,
apartarlos de la vista. (Nota de la 1.a edición, completada en la 2.a tal como figura en la
presente edición). 111 de nuevas puñaladas y agresiones, hasta llegar, al fin, a hacerse
intolerable para todos e insegura su posición. Entonces un gran pensamiento viene a
apoderarse de su espíritu, y lo anuncia sin empacho. El desertor de los Arribeños, el
soldado de Granaderos a caballo, que no ha querido inmortalizarse en Chacabuco y en
Maipú, resuelve ir a reunirse a la montonera de Ramírez, vástago de la de Artigas, y cuya
celebridad en crímenes y en odio a las ciudades a que hace la guerra, ha llegado hasta los
Llanos y tiene llenos de espanto a los gobiernos. Facundo parte a asociarse a aquellos
filibusteros de la pampa, y acaso la conciencia que deja de su carácter e instintos, y de la
importancia del refuerzo que va a dar a aquellos destructores, alarma a sus compatriotas,
que instruyen a las autoridades de San Luis, por donde debía pasar, del designio infernal
que lo guía. Dupuy, gobernador entonces (1818), lo hace aprehender, y por algún tiempo,
permanece confundido entre los criminales que la cárcel encierra. Esta cárcel de San Luis,
empero, debía ser el primer escalón que había de conducirlo a la altura a que más tarde
llegó. San Martín había hecho conducir a San Luis un gran número de oficiales españoles
de todas graduaciones, de los que habían sido tomados prisioneros en Chile. Sea
hostigados por las humillaciones y sufrimientos, sea que previesen la posibilidad de
reunirse de nuevo a los ejércitos españoles, el depósito de prisioneros se sublevó un día, y
abrió las puertas de los calabozos de reos ordinarios, a fin de que les prestasen ayuda para
la común evasión. Facundo era uno de estos reos y no bien se vio desembarazado de las
prisiones, cuando, enarbolando el macho de los grillos, abre el cráneo al español mismo
que se los ha quitado, y yendo por entre el grupo de los amotinados, deja una ancha calle
sembrada de cadáveres, en el espacio que ha querido correr. Dícese que el arma de que
hizo uso fue una bayoneta, y que los muertos no pasaron de tres. Quiroga, empero,
hablaba siempre del macho de los grillos y de catorce muertos. Acaso es ésta una de esas
idealizaciones, con que la imaginación poética del pueblo embellece los tipos de la fuerza
brutal, que tanto admira; acaso la historia de los grillos es una traducción argentina de la
quijada de Sansón, el Hércules hebreo. Pero Facundo la aceptaba como un timbre de
gloria, según su bello ideal, y macho de grillos o bayoneta, él, asociándose 112 a otros
soldados y presos a quienes su ejemplo alentó, logró sofocar el alzamiento y reconciliarse
por este acto de valor con la sociedad, y ponerse bajo la protección de la patria,
consiguiendo que su nombre volase por todas partes, ennoblecido y lavado, aunque con
sangre, de las manchas que lo afeaban. Facundo, cubierto de gloria, mereciendo bien de la
patria y con una credencial que acredita su comportación, vuelve a la Rioja y ostenta en
los Llanos, entre los gauchos, los nuevos títulos que justifican el terror que ya empieza a
inspirar su nombre; porque hay algo de imponente, algo que subyuga y domina, en el
premiado asesino de catorce hombres a la vez. Aquí termina la vida privada de Quiroga, de
la que he omitido una larga serie de hechos que sólo pintan el mal carácter, la mala
educación y los instintos feroces y sanguinarios de que estaba dotado. Sólo he hecho uso
de aquellos que explican el carácter de la lucha, de aquellos que entran en proporciones
distintas, pero formados de elementos análogos, en el tipo de los caudillos de las
campañas, que han logrado, al fin, sofocar la civilización de las ciudades, y que,
últimamente, han venido a completarse en Rosas, el legislador de esta civilización tártara,
que ha ostentado toda su antipatía a la civilización europea, en torpezas y atrocidades sin
nombre aún en la Historia. Pero aún quédame algo por notar en el carácter y espíritu de
esta columna de la Federación. Un hombre iletrado, un compañero de infancia y de
juventud de Quiroga, que me ha suministrado muchos de los hechos que dejo referidos,
me incluye en su manuscrito, hablando de los primeros años de Quiroga, estos datos
curiosos: “— que no era ladrón antes de figurar como hombre público — que nunca robó,
aun en sus mayores necesidades — que no sólo gustaba de pelear, sino que pagaba por
hacerlo y por insultar al más pintado — que tenía mucha aversión a los hombres decentes
— que no sabía tomar licor nunca — que de joven era muy reservado, y no sólo quería
infundir miedo, sino aterrar, para lo que hacía entender a hombres de su confianza, que
tenía agoreros o era adivino — que con los que tenía relación, los trataba como esclavos
— que jamás se ha confesado, rezado ni oído misa — que cuando estuvo de general, lo vio
una vez en misa — que 113 él mismo le decía que no creía en nada”. El candor con que
estas palabras están escritas revela su verdad. Toda la vida pública de Quiroga me parece
resumida en estos datos. Veo en ellos el hombre grande, el hombre de genio, a su pesar,
sin saberlo él, el César, el Tamerlán, el Mahoma. Ha nacido así, y no es culpa suya;
descenderá en las escalas sociales para mandar, para dominar, para combatir el poder de
la ciudad, la partida de la policía. Si le ofrecen una plaza en los ejércitos, la desdeñará,
porque no tiene paciencia para aguardar los ascensos; porque hay mucha sujeción,
muchas trabas puestas a la independencia individual, hay generales que pesan sobre él,
hay una casaca que oprime el cuerpo, y una táctica que regla los pasos; ¡todo esto es
insufrible! La vida de a caballo, la vida de peligros y emociones fuertes, han acerado su
espíritu y endurecido su corazón; tiene odio invencible, instintivo, contra las leyes que lo
han perseguido, contra los jueces que lo han condenado, contra toda esa sociedad y esa
organización a que se ha sustraído desde la infancia y que lo mira con prevención y
menosprecio. Aquí se eslabona insensiblemente el lema de este capítulo: “Es el hombre de
la Naturaleza que no ha aprendido aún a contener o a disfrazar sus pasiones, que las
muestra en toda su energía, entregándose a toda su impetuosidad. Éste es el carácter
original del género “humano”; y así se muestra en las campañas pastoras de la República
Argentina. Facundo es un tipo de la barbarie primitiva: no conoció sujeción de ningún
género; su cólera era la de las fieras: la melena de sus renegridos y ensortijados cabellos
caía sobre su frente y sus ojos, en guedejas como las serpientes de la cabeza de Medusa;
su voz se enronquecía, y sus miradas se convertían en puñaladas. Dominado por la cólera,
mataba a patadas, estrellándoles los sesos a N. por una disputa de juego; arrancaba ambas
orejas a su querida porque le pedía, una vez, 30 pesos para celebrar un matrimonio
consentido por él; y abría a su hijo Juan la cabeza de un hachazo, porque no había forma
de hacerlo callar; daba de bofetadas, en Tucumán, a una linda señorita a quien ni seducir
ni forzar podía. En todos sus actos, mostrábase el hombre bestia aún, sin ser por eso
estúpido y sin carecer de elevación de miras. Incapaz de hacerse admirar o estimar,
gustaba de ser temido; pero este gusto era exclusivo, 114 dominante, hasta el punto de
arreglar todas las acciones de su vida a producir el terror en torno suyo, sobre los pueblos
como sobre los soldados, sobre la víctima que iba a ser ejecutada, como sobre su mujer y
sus hijos. En la incapacidad de manejar los resortes del gobierno civil, ponía el terror como
expediente para suplir el patriotismo y la abnegación; ignorante, rodeábase de misterios y
haciéndose impenetrable, valiéndose de una sagacidad natural, una capacidad de
observación no común y de la credulidad del vulgo, fingía una presciencia de los
acontecimientos, que le daba prestigio y reputación entre las gentes vulgares. Es
inagotable el repertorio de anécdotas de que está llena la memoria de los pueblos, con
respecto a Quiroga; sus dichos, sus expedientes, tienen un sello de originalidad que le
daban ciertos visos orientales, cierta tintura de sabiduría salomónica en el concepto de la
plebe. ¿Qué diferencia hay, en efecto, entre aquel famoso expediente de mandar partir en
dos, el niño disputado, a fin de descubrir la verdadera madre, y este otro para encontrar
un ladrón? Entre los individuos que formaban una compañía, habíase robado un objeto, y
todas las diligencias practicadas para descubrir el ladrón habían sido infructuosas. Quiroga
forma la tropa, hace cortar tantas varitas de igual tamaño cuantos soldados había, hace
enseguida que se distribuyan a cada uno, y luego, con voz segura, dice: “Aquel cuya varita
amanezca mañana más grande que las demás, ése es el ladrón”. Al día siguiente, fórmase
de nuevo la tropa, y Quiroga procede a la verificación y comparación de las varitas. Un
soldado hay, empero, cuya vara aparece más corta que las otras. “¡Miserable! —le grita
Facundo, con voz aterrante—, ¡tú eres!…”. Y, en efecto, él era: su turbación lo dejaba
conocer demasiado. El expediente es sencillo: el crédulo gaucho, temiendo que,
efectivamente, creciese su varita, le había cortado un pedazo. Pero se necesita cierta
superioridad y cierto conocimiento de la naturaleza humana para valerse de estos medios.
Habíanse robado algunas prendas de la montura de un soldado, y todas las pesquisas
habían sido inútiles para descubrir al ladrón. Facundo hace formar la tropa y que desfile
por delante de él, que está con los brazos cruzados, la mira fija, escudriñadora, terrible.
Antes ha 115 dicho: “Yo sé quién es”, con una seguridad que nada desmiente. Empiezan a
desfilar, desfilan muchos, y Quiroga permanece inmóvil; es la estatua de Júpiter Tonante,
es la imagen del Dios del Juicio Final. De repente, se abalanza sobre uno, le agarra del
brazo y le dice, con voz breve y seca: “¿Dónde está la montura?” — “Allí, señor” —
contesta, señalando un bosquecillo —. “Cuatro tiradores” — grita entonces Quiroga. ¿Qué
revelación era ésta? La del terror y la del crimen, hecha ante un hombre sagaz. Estaba,
otra vez, un gaucho respondiendo a los cargos que se le hacían por un robo; Facundo le
interrumpe, diciendo: “Ya este pícaro está mintiendo; ¡a ver…, cien azotes…!” Cuando el
reo hubo salido, Quiroga dijo a alguno que se hallaba presente: “Vea, patrón; cuando un
gaucho, al hablar, esté haciendo marcas con el pie, es señal que está mintiendo”. Con los
azotes, el gaucho contó la historia como debía de ser, esto es, que se había robado una
yunta de bueyes. Necesitaba otra vez, y había pedido, un hombre resuelto, audaz, para
confiarle una misión peligrosa. Escribía Quiroga, cuando le trajeron el hombre; levanta la
cara después de habérselo anunciado varias veces, lo mira y dice, continuando de escribir:
“¡Eh!… ¡Ese es un miserable! ¡Pido un hombre valiente y arrojado!”. Averiguóse, en efecto,
que era un patán. De estos hechos hay a centenares en la vida de Facundo, y que, al paso
que descubren un hombre superior, han servido eficazmente para labrarle una reputación
misteriosa, entre hombres groseros, que llegaban a atribuirle poderes sobrenaturales. 117

13. ¡¡¡BARRANCA - YACO!!!


El fuego que por tanto tiempo abrasó la Albania, se apagó ya. Se ha limpiado toda la
sangre roja, y las lágrimas de nuestros hijos han sido enjugadas. Ahora nos atamos con el
lazo de la federación y de la amistad. COLDEN’S, Historia de seis naciones

EL VENCEDOR de la Ciudadela ha empujado fuera de los confines de la República, a los


últimos sostenedores del sistema unitario. Las mechas de los cañones están apagadas y las
pisadas de los caballos han dejado de turbar el silencio de la Pampa. Facundo ha vuelto a
San Juan y desbandado su ejército, no sin devolver en efectos de Tucumán, las sumas
arrancadas por la violencia a los ciudadanos. ¿Qué queda por hacer? La paz es ahora la
condición normal de la República, como lo había sido antes un estado perpetuo de
oscilación y de guerra. Las conquistas de Quiroga habían terminado por destruir todo
sentimiento de independencia en las provincias, toda regularidad en la administración. El
nombre de Facundo llenaba el vacío de las leyes; la libertad y el espíritu de ciudad habían
dejado de existir, y los caudillos de provincias reasumídose en uno general, para una
porción de la República. Jujuy, Salta, Tucumán, Catamarca, La Rioja, San Juan, Mendoza y
San Luis reposaban, más bien que se movían, bajo la influencia de Quiroga. Lo diré todo de
una vez: el federalismo había desaparecido con los unitarios, y la fusión unitaria más
completa acababa de obrarse en el interior de la República, en la persona del vencedor.
Así, pues, la organización unitaria que Rivadavia había querido dar a la República, y que
había ocasionado la lucha, venía realizándose desde el interior; a no ser que, para poner
en duda este hecho, concibamos que puede existir federación de ciudades que han
perdido toda espontaneidad y están a merced de un caudillo. Pero, no obstante la
decepción de las palabras usuales, los hechos son tan claros, que ninguna duda dejan.
Facundo habla en Tucumán, con desprecio, de la soñada federación; propone a sus amigos
que se fijen para Presidente de la República, en 222 un provinciano; indica para candidato
al Dr. D. José Santos Ortiz, ex gobernador de San Luis, su amigo y secretario: “No es
gaucho bruto como yo; es doctor y hombre de bien —dice—. Sobre todo, el hombre que
sabe hacer justicia a sus enemigos, merece toda confianza”. Como se ve, en Facundo,
después de haber derrotado a los unitarios y dispersado a los doctores, reaparece su
primera idea antes de haber entrado en la lucha, su decisión por la Presidencia y su
convencimiento de la necesidad de poner orden, en los negocios de la República. Sin
embargo, algunas dudas lo asaltan. “Ahora, general —le dice alguno—, la nación se
constituirá bajo el sistema federal. No queda ni la sombra de los unitarios”. —“¡Hum! —
contesta meneando la cabeza—, todavía hay trapitos que machucar. 15 —Y con aire
significativo añade: —“Los amigos de abajo16 no quieren Constitución”. Estas palabras las
vertía, ya, desde Tucumán. Cuando le llegaron comunicaciones de Buenos Aires y gacetas
en que se registraban los ascensos concedidos a los oficiales generales que habían hecho
la estéril campaña de Córdoba, Quiroga decía al general Huidobro: “Vea usted si han sido
para mandarme dos títulos en blanco, para premiar a mis oficiales, después que nosotros
lo hemos hecho todo. ¡Porteños habían de ser!”. Sabe que López tiene en su poder su
caballo moro sin mandárselo, y Quiroga se enfurece con la noticia. “¡Gaucho, ladrón de
vacas! —exclama— ¡caro te va a costar el placer de montar en bueno!”. Y como las
amenazas y los denuestos continuasen, Huidobro y otros jefes se alarmaban de la
indiscreción con que se vierte de una manera tan pública. ¿Cuál es el pensamiento secreto
de Quiroga? ¿Qué ideas lo preocupan desde entonces? Él no es gobernador de ninguna
provincia; no conserva ejército sobre las armas; tan sólo le quedaba un nombre
reconocido y temido en ocho provincias y un armamento. A su paso por La Rioja, ha
dejado escondidos en los bosques, todos los fusiles, 15. Frase vulgar tomada del modo de
lavar de la plebe golpeando la ropa; quiere decir que todavía faltan muchas dificultades
que vencer.— Nota de la 1.a edición. 16. Pueblos de abajo, Buenos Aires, etc., de arriba,
Tucumán, etc.— Nota de la 1.a edición. 223 sables, lanzas y tercerolas que ha recolectado
en los ocho pueblos que ha recorrido; pasan de doce mil armas. Un parque de veinte y seis
piezas de artillería queda en la ciudad, con depósitos abundantes de municiones y
fornituras; diez y seis mil caballos escogidos van a pacer en la quebrada de Huaco, que es
un inmenso valle cerrado por una estrecha garganta. La Rioja es, además de la cuna de su
poder, el punto central de las provincias que están bajo su influencia. A la menor señal, el
arsenal aquel proveerá de elementos de guerra a doce mil hombres. Y no se crea que lo de
esconder los fusiles en los bosques es una ficción poética. Hasta el año 1841, se han
estado desenterrando depósitos de fusiles, y créese todavía, aunque sin fundamento, que
no se han exhumado todas las armas escondidas bajo de tierra, entonces. El año 1830, el
general Lamadrid se apoderó de un tesoro de treinta mil pesos pertenecientes a Quiroga,
y muy luego fue denunciado otro de quince. Quiroga le escribía, después, haciéndose
cargo de noventa y tres mil pesos que, según su dicho, contenían aquellos dos entierros,
que, sin duda, entre otros, había dejado en La Rioja, desde antes de la batalla de Oncativo,
al mismo tiempo que daba muerte y tormento a tantos ciudadanos, a fin de arrancarles
dinero para la guerra. En cuanto a las verdaderas cantidades escondidas, el general
Lamadrid ha sospechado después, que la aserción de Quiroga fuese exacta, por cuanto
habiendo caído prisionero el descubridor, ofreció diez mil pesos por su libertad, y no
habiéndola obtenido, se quitó la vida, degollándose. Estos acontecimientos son demasiado
ilustrativos para que me excuse de referirlos. El interior tenía, pues, un jefe; y el derrotado
de Oncativo, a quien no se habían confiado otras tropas en Buenos Aires, que unos
centenares de presidiarios, podía ahora mirarse como el segundo, si no el primero, en
poder. Para hacer más sensible la escisión de la República en dos fracciones, las provincias
litorales del Plata habían celebrado un convenio o federación, por la cual se garantían
mutuamente su independencia y libertad; verdad es que el federalismo feudal existía allí
fuertemente constituido en López, de Santa Fe, Ferré, Rosas, jefes natos de los pueblos
que dominaban; porque Rosas empezaba ya a influir como árbitro en los negocios
públicos. Con el vencimiento de Lavalle 224 había sido llamado al Gobierno de Buenos
Aires, desempeñándolo hasta 1832, con la regularidad que podría haberlo hecho otro
cualquiera. No debo omitir un hecho, sin embargo, que es un antecedente necesario.
Rosas solicitó desde los principios, ser investido de facultades extraordinarias, y no es
posible detallar las resistencias que sus partidarios de la ciudad le oponían. Obtúvolas,
empero, a fuerza de ruegos y de seducciones, para mientras tanto durase la guerra de
Córdoba; concluida la cual, empezaron de nuevo las exigencias de hacerle desnudarse de
aquel poder ilimitado. La ciudad de Buenos Aires no concebía, por entonces, cualesquiera
que fuesen las ideas de partido que dividiesen a sus políticos, cómo podía existir un
gobierno absoluto. Rosas, empero, resistía blandamente, mañosamente. “No es para
hacer uso de ellas —decía—, sino porque, como dice mi secretario García Zúñiga, es
preciso, como el maestro de escuela, estar con el chicote en la mano para que respeten la
autoridad”. La comparación ésta le había parecido irreprochable y la repetía sin cesar. Los
ciudadanos, niños; el gobernador, el hombre, el maestro. El ex gobernador no descendía,
empero, a confundirse con los ciudadanos; la obra de tantos años de paciencia y de acción
estaba a punto de terminarse; el período legal en que había ejercido el mando le había
enseñado todos los secretos de la ciudadela; conocía sus avenidas, sus puntos mal
fortificados; y si salía del Gobierno, era sólo para poder tomarlo desde afuera por asalto,
sin restricciones constitucionales, sin trabas ni responsabilidad. Dejaba el bastón, pero se
armaba de la espada, para venir con ella más tarde, y dejar uno y otro, por el hacha y las
varas, antigua insignia de los reyes romanos. Una poderosa expedición de que él se había
nombrado jefe, se había organizado durante el último período de su gobierno, para
asegurar y ensanchar los límites de la provincia hacia el sur, teatro de las frecuentes
incursiones de los salvajes. Debía hacerse una batida general bajo un plan grandioso; un
ejército compuesto de tres divisiones obraría sobre un frente de cuatrocientas leguas,
desde Buenos Aires hasta Mendoza. Quiroga debía mandar las fuerzas del interior,
mientras que Rosas seguiría la costa del Atlántico con su división. Lo colosal y lo útil de la
empresa ocultaba, a los ojos del vulgo, el pensamiento puramente político que bajo el velo
tan especioso se disimulaba. Efec- 225 tivamente: ¿qué cosa más bella que asegurar la
frontera de la República hacia el sur, escogiendo un gran río por límite con los indios, y
resguardándola con una cadena de fuertes, propósito en manera alguna impracticable, y
que en el Viaje de Cruz desde Concepción a Buenos Aires había sido luminosamente
desenvuelto? Pero Rosas estaba muy distante de ocuparse de empresas que sólo al
bienestar de la República propendiesen. Su ejército hizo un paseo marcial hasta el Río
Colorado, marchando con lentitud y haciendo observaciones sobre el terreno, clima y
demás circunstancias del país que recorrería. Algunos toldos de indios fueron
desbaratados, alguna chusma hecha prisionera; a esto limitáronse los resultados de
aquella pomposa expedición, que dejó la frontera indefensa como estaba antes y como se
conserva hasta el día de hoy. Las divisiones de Mendoza y San Luis tuvieron resultados
menos felices aun, y regresaron, después de una estéril incursión en los desiertos del sur.
Rosas enarboló entonces, por la primera vez, su bandera colorada, semejante en todo a la
de Argel o a la del Japón, y se hizo dar el título de Héroe del Desierto, que venía en
corroboración del que ya había obtenido de Ilustre Restaurador de las Leyes, de esas
mismas leyes que se proponía abrogar por su base. 17 17 . Estancieros del sur de Buenos
Aires me han asegurado, después que la expedición aseguró la frontera, alejando a los
bárbaros indómitos y sometiendo muchas tribus, que han formado una barrera que pone
a cubierto las estancias de las incursiones de aquéllos, y que, a merced de estas ventajas
obtenidas, la población ha podido extenderse hacia el sur. La geografía hizo también
importantes conquistas, descubriendo territorios desconocidos hasta entonces y
aclarando muchas dudas. El general Pacheco hizo un reconocimiento del Río Negro, donde
Rosas se hizo adjudicar la isla de Choelechel y la división de Mendoza descubrió todo el
curso del río Salado hasta su desagüe en la laguna de Yauquenes. Pero un gobierno
inteligente habría asegurado de esta vez, para siempre, las fronteras del sur de Buenos
Aires. El Río Colorado, navegable desde poco más abajo de Cobu-Sebu, cuarenta leguas
distante de Concepción, donde lo atravesó el general Cruz, ofrece en todo su curso, desde
la cordillera de los Andes hasta el Atlántico, una frontera, a poca costa, impasable para los
indios. Por lo que hace a la provincia de Buenos Aires, un fuerte establecido, en la laguna
del Monte, en que desagua el arroyo Guaminí, sostenido por otro, a las inmediaciones de
la laguna de las Salinas hacia el sur, otro en la sierra de la Ventana, hasta apoyarse en el
Fuerte Argentino, en 226 Facundo, demasiado penetrante para dejarse alucinar sobre el
objeto de la grande expedición, permaneció en San Juan, hasta el regreso de las divisiones
del interior. La de Huidobro, que había entrado al desierto por frente de San Luis, salió en
derechura de Córdoba, y a su aproximación, fue sofocada una revolución capitaneada por
los Castillo, que tenía por objeto quitar del Gobierno a los Reinafé, que obedecían a la
influencia de López. Esta revolución se hacía por los intereses y bajo la inspiración de
Facundo; los primeros cabecillas fueron desde San Juan, residencia de Quiroga y todos sus
fautores, Arredondo, CaBahía Blanca, habrían permitido la población del espacio de
territorio inmenso que media entre este último punto y el Fuerte de la Independencia, en
la sierra del Tandil, límite de la población de Buenos Aires al sur. Para completar este
sistema de ocupación, requeríase, además, establecer colonias agrícolas en Bahía Blanca y
en la embocadura del Río Colorado, de manera que sirviesen de mercado para la
exportación de los productos de los países circunvecinos; pues, careciendo de puertos,
toda la costa intermediaria hasta Buenos Aires, los productos de las estancias más
avanzadas al sur se pierden, no pudiendo transportarse las lanas, sebos, cueros, astas,
etc., sin perder su valor en los fletes. La navegación y población del Río Colorado adentro
traería, a más de los productos que pueden hacer nacer, la ventaja de desalojar a los
salvajes, poco numerosos, que quedarían cortados hacia el Norte, haciéndolos buscar el
territorio al sur del Colorado. Lejos de haberse asegurado de una manera permanente las
fronteras, los bárbaros han invadido, desde la época desde la expedición al sur, y
despoblado toda la campaña de Córdoba y de San Luis; la primera, hasta la margen misma
del Río Tercero y la segunda hasta San José del Morro, que está en la misma latitud que la
ciudad. Ambas provincias viven, desde entonces, en continua alarma, con tropas
constantemente sobre las armas, lo que, con el sistema de depredación de los
gobernantes, hace una plaga más ruinosa que las incursiones de los salvajes. La cría de
ganados está casi extinguida, y los estancieros apresuran su extinción para liberarse, al fin,
de las exacciones de los gobernantes, por un lado de los gobernantes, por un lado, y de las
depedaciones de los indios, por otro. Por un sistema de política inexplicable, Rosas
prohibe, a los gobiernos de la frontera, emprender expedición alguna contra los indios,
dejando que invadan periódicamente el país y asolen más de doscientas leguas de
frontera. Eso es lo que Rosas no hizo, como debió hacerlo, en la tan decantada expedición
al sur, cuyos resultados fueron efímeros, dejando subsistente el mal, que ha tomado,
después, mayor agravación que antes.— Nota de la 1.a edición. 227 margo, etc., eran sus
decididos partidarios. Los periódicos de la época no dijeron nada, empero, sobre las
conexiones de Facundo con aquel movimiento; y cuando Huidobro se retiró a sus
acantonamientos, y Arredondo y otros caudillos fueron fusilados, nada quedó por hacerse
ni decirse sobre aquellos movimientos; porque la guerra que debían hacerse entre sí las
dos fracciones de la República, los dos caudillos que se disputaban sordamente el mando,
debía serlo sólo de emboscadas, de lazos y de traiciones. Es un combate mudo, en que no
se miden fuerzas, sino audacia de parte del uno, y astucia y amaños por parte del otro.
Esta lucha entre Quiroga y Rosas es poco conocida, no obstante que abraza un período de
cinco años. Ambos se detestan, se desprecian; no se pierden de vista un momento, porque
cada uno de ellos siente que su vida y su porvenir dependen del resultado de este juego
terrible. Creo oportuno hacer sensible, por un cuadro, la geografía política de la República
desde 1832 adelante, para que el lector comprenda mejor los movimientos que empiezan
a operarse: REPÚBLICA ARGENTINA Fracción feudal Santiago del Estero, bajo la
dominación de Ibarra. REGIÓN DE LOS ANDES Unidad bajo la influencia de Quiroga Jujuy
Salta Tucumán LITORAL DEL PLATA Federación bajo el pacto de la Liga Litoral Catamarca
Corrientes — Ferré La Rioja Entre Ríos San Juan Santa Fé Mendoza Córdoba San Luis
Buenos Aires — Rosas López 228 López de Santa Fe extendía su influencia sobre Entre
Ríos, por medio de Echagüe, santafecino y criatura suya, y sobre Córdoba, por los Reinafé.
Ferré, hombre de espíritu independiente, provincialista, mantuvo a Corrientes fuera de la
lucha hasta 1839; bajo el gobierno de Berón de Astrada volvió las armas de aquella
provincia contra Rosas, que con su acrecentamiento de poder había hecho ilusorio el
pacto de la Liga. Ese mismo Ferré, por ese espíritu de provincialismo estrecho, declaró
desertor, en 1840, a Lavalle, por haber pasado el Paraná con el ejército correntino; y
después de la batalla de Caaguazú, quitó el general Paz el ejercicio victorioso, haciendo,
así, malograr las ventajas decisivas que pudo producir aquel triunfo. Ferré, en estos
procedimientos, como en la Liga Litoral que en años atrás había promovido, estaba
inspirado por el espíritu provincial de independencia y aislamiento, que había despertado
en todos los ánimos la revolución de la Independencia. Así, pues, el mismo sentimiento
que había echado a Corrientes en la oposición a la Constitución unitaria de 1826, le hacía,
desde 1838, echarse en la oposición a Rosas, que centralizaba el poder. De aquí nacen los
desaciertos de aquel caudillo y los desastres que se siguieron a la batalla de Caaguazú,
estéril no sólo para la República en general, sino para la provincia misma de Corrientes;
pues, centralizado el resto de la nación por Rosas, mal podría ella conservar su
independencia feudal y federal. Terminada la expedición al sur, o, por mejor decir,
desbaratada, porque no tenía verdadero plan ni fin real, Facundo se marchó a Buenos
Aires, acompañado de su escolta y de Barcala, y entra en la ciudad sin haberse tomado la
molestia de anunciar a nadie su llegada. Estos procedimientos subversivos de toda forma
recibida podrían dar lugar a muy largos comentarios, si no fueran sistemáticos y
característicos. ¿Qué objeto llevaba a Quiroga, esta vez, a Buenos Aires? ¿Es otra invasión
que, como la de Mendoza, hace sobre el centro del poder de su rival? El espectáculo de la
civilización ¿ha dominado, al fin, su rudeza selvática, y quiere vivir en el seno del lujo y de
las comodidades? Yo creo que todas estas causas reunidas aconsejaron a Facundo, su mal
aconsejado viaje a Buenos Aires. El poder educa, y Quiroga tenía todas las altas dotes de
espíritu que permiten a un hombre corresponder 229 siempre a su nueva posición, por
encumbrada que sea. Facundo se establece en Buenos Aires, y bien pronto se ve rodeado
de los hombres más notables: compra seiscientos mil pesos de fondos públicos; juega a la
alta y baja; habla con desprecio de Rosas; declárase unitario entre los unitarios, y la
palabra Constitución no abandona sus labios. Su vida pasada, sus actos de barbarie, poco
conocidos en Buenos Aires, son explicados entonces y justificados por la necesidad de
vencer, por la de su propia conservación. Su conducta es mesurada; su aire, noble e
imponente, no obstante que lleva chaqueta, el poncho terciado y la barba y el pelo
enormemente abultados. Quiroga, durante su residencia en Buenos Aires, hace algunos
ensayos de su poder personal. Un hombre, con cuchillo en mano, no quería entregarse a
un sereno. Acierta a pasar Quiroga por el lugar de la escena, embozado en su poncho,
como siempre; párase a ver, y súbitamente arroja el poncho, lo abraza e inmoviliza.
Después de desarmado, él mismo lo conduce a la Policía, sin haber querido dar su nombre
al sereno, como tampoco lo dio en la Policía, donde fue, sin embargo, reconocido por un
oficial; los diarios publicaron, al día siguiente, aquel acto de arrojo. Sabe, una vez, que
cierto boticario ha hablado con desprecio de sus actos de barbarie en el interior. Facundo
se dirige a su botica y lo interroga. El boticario le impone y le dice que allí no está en las
provincias para atropellar a nadie impunemente. Este suceso llena de placer a toda la
ciudad de Buenos Aires. ¡Pobre Buenos Aires, tan candorosa, tan engreída con sus
instituciones! ¡Un año más, y seréis tratada con más brutalidad de la que fue tratado el
interior por Quiroga! La Policía hace entrar sus satélites a la habitación misma de Quiroga,
en persecución del huésped de la casa, y Facundo, que se ve tratado tan sin miramiento,
extiende el brazo, coge el puñal, se endereza en la cama donde está recostado, y en
seguida vuelve a reclinarse y abandona lentamente el arma homicida. Siente que hay allí
otro poder que el suyo, y que pueden meterlo en la cárcel, si se hace justicia a sí mismo.
Sus hijos están en los mejores colegios; jamás les permite vestir sino frac o levita, y a uno
de ellos, que intenta dejar sus estudios para abrazar la carrera de las armas, lo pone de
tambor en un batallón, 230 hasta que se arrepiente de su locura. Cuando algún coronel le
habla de enrolar en su cuerpo, en clase de oficial, a alguno de sus hijos: “Si fuera en un
regimiento mandado por Lavalle —contesta, burlándose—, ya; ¡pero en estos cuerpos!…”.
Si se habla de escritores, ninguno hay que, en su concepto, pueda rivalizar con los Varela,
que tanto mal han dicho de él. Los únicos hombres honrados que tiene la República son
Rivadavia y Paz: “ambos tenían las más sanas intenciones”. A los unitarios, sólo exige un
secretario como el doctor Ocampo, un político que redacte una Constitución, y con una
imprenta, se marchará a San Luis, y desde allí, la enseñará a toda la República, en la punta
de una lanza. Quiroga, pues, se presenta como el centro de una nueva tentativa de
reorganizar la República; y pudiera decirse que conspira abiertamente, si todos estos
propósitos, todas aquellas bravatas no careciesen de hechos que viniesen a darles cuerpo.
La falta de hábitos de trabajo, la pereza de pastor, la costumbre de esperarlo todo del
terror, acaso la novedad del teatro de acción, paralizan su pensamiento, lo mantienen en
una expectativa funesta que lo compromete últimamente y lo entrega maniatado a su
astuto rival. No han quedado hechos ningunos que acrediten que Quiroga se proponía
obrar inmediatamente, si no son sus inteligencias con los gobernadores del interior y sus
indiscretas palabras repetidas por unitarios y federales, sin que los primeros se resuelvan a
fiar su suerte en manos como las suyas, ni los federales lo rechacen como desertor de sus
filas. Y mientras tanto que se abandona, así, a una peligrosa indolencia, ve cada día
acercarse el boa que ha de sofocarlo en sus redobladas lazadas. El año 1833, Rosas se
hallaba ocupado de su fantástica expedición, y tenía su ejército obrando al sur de Buenos
Aires, desde donde observaba al Gobierno de Balcarce. La provincia de Buenos Aires
presentó poco después uno de los espectáculos más singulares. Me imagino lo que
sucedería en la Tierra, si un poderoso cometa se acercase a ella: al principio, el malestar
general; después, rumores sordos, vagos; en seguida, las oscilaciones del globo atraído
fuera de su órbita, hasta que, al fin, los sacudimientos convulsivos, el desplome de las
montañas, el cataclismo, traerían el caos que precede a cada una de las creaciones
sucesivas de que nuestro globo ha sido testigo. 231 Tal era la influencia que Rosas ejercía
en 1834. El Gobierno de Buenos Aires se sentía cada vez más circunscrito, en su acción,
más embarazado en su marcha, más dependiente del Héroe del Desierto. Cada
comunicación de éste era un reproche dirigido a su Gobierno, una cantidad exorbitante
exigida por el ejército, alguna demanda inusitada; luego la campaña no obedecía a la
ciudad, y era preciso poner a Rosas la queja de este desacato de sus adictos; más tarde, la
desobediencia entraba en la ciudad misma; últimamente, hombres armados recorrían las
calles, a caballo, disparando tiros que daban muerte a algunos transeúntes. Esta
desorganización de la sociedad iba, de día en día, aumentándose como un cáncer y
avanzando hasta el corazón, si bien podía discernirse el camino que traía desde la tienda
de Rosas a la campaña; de la campaña, a un barrio de la ciudad; de allí, a cierta clase de
hombres, los carniceros, que eran los principales instigadores. El Gobierno de Balcarce
había sucumbido en 1833, al empuje de este desbordamiento de la campaña sobre la
ciudad. El partido de Rosas trabajaba con ardor, para abrir un largo y despejado camino al
Héroe del Desierto, que se aproximaba a recibir la ovación merecida: el Gobierno; pero el
partido federal de la ciudad burla, todavía, sus esfuerzos, y quiere hacer frente. La Junta
de Representantes se reúne en medio del conflicto que trae la acefalía del Gobierno, y el
general Viamont, a su llamada, se presenta, con la prisa, en traje de casa y se atreve aun a
hacerse cargo del Gobierno. Por un momento, parece que el orden se restablece y la
pobre ciudad respira; pero luego principia la misma agitación, los mismos manejos, los
grupos de hombres que recorren las calles, que distribuyen latigazos a los pasantes. Es
indecible el estado de alarma en que vivió un pueblo entero durante dos años, con este
extraño y sistemático desquiciamiento. De repente, se veían las gentes disparando por las
calles, y el ruido de las puertas que se cerraban iba repitiéndose, de manzana en manzana,
de calle en calle. ¿De qué huían? ¿Por qué se encerraban a la mitad del día? ¡Quién sabe!
Alguno había dicho que venían…, que se divisaba un grupo…, que se había oído el tropel
lejano de caballos. Una de estas veces, marchaba Facundo Quiroga por una calle, seguido
de un ayudante, y al ver a estos hombres con frac, que corren 232 por las veredas, a las
señoras que huyen sin saber de qué, Quiroga se detiene, pasea una mirada de desdén
sobre aquellos grupos, y dice a su edecán: “¡Este pueblo se ha enloquecido!”. Facundo
había llegado a Buenos Aires, poco después de la caída de Balcarce. “Otra cosa hubiera
sucedido —decía— si yo hubiese estado aquí”. —“¿Y qué habría hecho, general? —le
replicaba uno de los que escuchándole había—; S. E. no tiene influencia sobre esta plebe
de Buenos Aires”. Entonces, Quiroga, levantando la cabeza, sacudiendo su negra melena, y
despidiendo rayos de sus ojos, le dice con voz breve y seca: “¡Mire usted! Habría salido a
la calle, y al primer hombre que hubiera encontrado, le habría dicho: ¡Sígame!, y ese
hombre me habría seguido!…”. Tal era la avasalladora energía de las palabras de Quiroga,
tan imponente su fisonomía, que el incrédulo bajó la vista, aterrado, y por largo tiempo,
nadie se atrevió a despegar los labios. El general Viamont renuncia, al fin, porque ve que
no se puede gobernar, que hay una mano poderosa que detiene las ruedas de la
administración. Búscase alguien que quiera reemplazarlo; se pide, por favor, a los más
animosos que se hagan cargo del bastón, y nadie quiere; todos se encogen de hombros y
ganan sus casas, amedrentados. Al fin, se coloca a la cabeza del Gobierno, el doctor Maza,
el maestro, el mentor y amigo de Rosas, y creen haber puesto remedio al mal que los
aqueja. ¡Vana esperanza! El malestar crece, lejos de disminuir. Anchorena se presenta al
Gobierno, pidiendo que reprima los desórdenes, y sabe que no hay medio alguno a su
alcance; que la fuerza de la Policía no obedece; que hay órdenes de afuera. El general
Guido, el doctor Alcorta, dejan oír, todavía, en la Junta de Representantes, algunas
protestas enérgicas contra aquella agitación convulsiva en que se tiene a la ciudad; pero el
mal sigue, y, para agravarlo, Rosas reprocha al Gobierno, desde su campamento, los
desórdenes que él mismo fomenta. ¿Qué es lo que quiere este hombre? ¿Gobernar? Una
Comisión de la Sala va a ofrecerle el Gobierno: le dice que sólo él puede poner término a
aquella angustia, a aquella agonía de dos años. Pero Rosas no quiere gobernar, y nuevas
comisiones, nuevos ruegos. Al fin halla medio de conciliarlo todo. Les hará el favor de
gobernar, si los tres años que abraza el período legal se prolongan a cinco, y se le 233
entrega la suma del poder público, palabra nueva, cuyo alcance sólo él comprende. En
estas transacciones se hallaba la ciudad de Buenos Aires y Rosas, cuando llega la noticia de
un desavenimiento entre los gobiernos de Salta, Tucumán y Santiago del Estero, que podía
hacer estallar la guerra. Cinco años van corridos desde que los unitarios han desaparecido
de la escena política, y dos, desde que los federales de la ciudad, los lomos negros, han
perdido toda influencia en el Gobierno; cuando más, tienen valor para exigir algunas
condiciones que hagan tolerable la capitulación. Rosas, entretanto que la ciudad se rinde a
discreción, con sus instituciones, sus garantías individuales, con sus responsabilidades
impuestas al Gobierno, agita, fuera de Buenos Aires, otra máquina no menos complicada.
Sus relaciones con López de Santa Fe son activas, y tiene además una entrevista en que
conferencian ambos caudillos; el Gobierno de Córdoba está bajo la influencia de López,
que ha puesto, a su cabeza, a los Reinafé. Invítase a Facundo a ir a interponer su
influencia, para apagar las chispas que se han levantado en el norte de la República; nadie
sino él está llamado para desempeñar esta misión de paz. Facundo resiste, vacila; pero se
decide al fin. El 18 de diciembre de 1835 sale de Buenos Aires, y al subir a la galera dirige,
en presencia de varios amigos, sus adioses a la ciudad. “Si salgo bien —dice, agitando la
mano—, te volveré a ver; si no, ¡adiós para siempre!”. ¿Qué siniestros presentimientos
vienen a asomar en aquel momento a su faz lívida, en el ánimo de este hombre impávido?
¿No recuerda el lector algo parecido a lo que manifestaba Napoleón al partir de las
Tullerías, para la campaña que debía terminar en Waterloo? Apenas ha andado media
jornada, encuentra un arroyo fangoso que detiene la galera. El vecino maestre de posta
acude solícito a pasarla: se ponen nuevos caballos, se apuran todos los esfuerzos, y la
galera no avanza. Quiroga se enfurece, y hace uncir a las varas, al mismo maestre de
posta. La brutalidad y el terror vuelven a aparecer desde que se halla en el campo, en
medio de aquella naturaleza y de aquella sociedad semibárbara. Vencido aquel primer
obstáculo, la galera sigue cruzando la pampa, como una exhalación; camina todos los días
hasta las dos de la mañana, y se pone en marcha, de nuevo, a las cuatro. 234
Acompáñanle el doctor Ortiz, su secretario, y un joven conocido, a quien a su salida,
encontró inhabilitado de ir adelante por la fractura de las ruedas de su vehículo. En cada
posta a que llega, hace preguntar inmediatamente: “¿A qué hora ha pasado un chasque de
Buenos Aires? —Hace una hora —¡Caballos sin pérdida de momento!” —grita Quiroga. Y
la marcha continúa. Para hacer más penosa la situación, parecía que las cataratas del cielo
se habían abierto; durante tres días, la lluvia no cesa un momento, y el camino se ha
convertido en un torrente. Al entrar en la jurisdicción de Santa Fe, la inquietud de Quiroga
se aumenta, y se torna en visible angustia cuando en la posta de Pavón sabe que no hay
caballos y que el maestre de posta está ausente. El tiempo que pasa antes de procurarse
nuevos tiros es una agonía mortal para Facundo, que grita a cada momento: “¡Caballos!
¡Caballos!”. Sus compañeros de viaje nada comprenden de este extraño sobresalto,
asombrados de ver a este hombre, el terror de los pueblos, asustadizo ahora y lleno de
temores, al parecer, quiméricos. Cuando la galera logra ponerse en marcha, murmura en
voz baja, como si hablara consigo mismo: “Si salgo del territorio de Santa Fe, no hay
cuidado por lo demás”. En el paso del Río Tercero, acuden los gauchos de la vecindad a ver
al famoso Quiroga, y pasan la galera, punto menos que a hombros. Últimamente, llega a la
ciudad de Córdoba, a las nueve y media de la noche, y una hora después del arribo del
chasque de Buenos Aires, a quien ha venido pisando desde su salida. Uno de los Reinafé
acude a la posta, donde Facundo está aún en la galera, pidiendo caballos, que no hay en
aquel momento; salúdalo con respeto y efusión; suplícale que pase la noche en la ciudad,
donde el Gobierno se prepara a hospedarlos dignamente. “¡Caballos necesito!”, es la
breve respuesta que da Quiroga. “¡Caballos!”, replica a cada nueva manifestación de
interés o solicitud de parte de Reinafé, que se retira, al fin, humillado, y Facundo parte
para su destino, a las doce de la noche. La ciudad de Córdoba, entretanto, estaba agitada
por los más extraños rumores: los amigos del joven que ha venido, por casualidad, en
compañía de Quiroga, y que se queda en Córdoba, su patria, van en tropel a visitarlo. Se
admiran de verlo vivo, y le hablan del peligro inminente de que se ha salvado. Quiroga
debía ser asesinado en tal 235 punto; los asesinos son N. y N.; las pistolas han sido
compradas en tal almacén; han sido vistos N. y N. para encargarse de la ejecución, y se
han negado. Quiroga los ha sorprendido con la asombrosa rapidez de su marcha, pues no
bien llega el chasque que anuncia su próximo arribo, cuando se presenta él mismo y hace
abortar todos los preparativos. Jamás se ha premeditado un atentado con más descaro;
toda Córdoba está instruida de los más mínimos detalles del crimen que el Gobierno
intenta, y la muerte de Quiroga es el asunto de todas las conversaciones. Quiroga, en
tanto, llega a su destino, arregla las diferencias entre los gobernantes hostiles y regresa
por Córdoba, a despecho de las reiteradas instancias de los gobernadores de Santiago y
Tucumán, que le ofrecen una gruesa escolta para su custodia, aconsejándole tomar el
camino de Cuyo para regresar. ¿Qué genio vengativo cierra su corazón y sus oídos y le
hace obstinarse en volver a desafiar a sus enemigos, sin escolta, sin medios adecuados de
defensa? ¿Por qué no toma el camino de Cuyo, desentierra sus inmensos depósitos de
armas a su paso por La Rioja y arma las ocho provincias que están bajo su influencia?
Quiroga lo sabe todo: aviso tras de aviso ha recibido en Santiago del Estero; sabe el peligro
de que su diligencia lo ha salvado; sabe el nuevo y más inminente que le aguarda, porque
no han desistido sus enemigos del concebido designio. “¡A Córdoba!”, grita a los
postillones, al ponerse en marcha, como si Córdoba fuese el término de su viaje. 18 18 . En
la causa criminal seguida contra los cómplices en la muerte de Quiroga, el reo Cabanillas
declaró en un momento de efusión, de rodillas, en presencia del doctor Maza —degollado
por los agentes de Rosas—, que él no se había propuesto sino salvar a Quiroga; que el 24
de diciembre había escrito a un amigo de éste, un francés, que le hiciese decir a Quiroga
que no pasase por el monte de San Pedro, donde él estaba aguardándole con veinticinco
hombres para asesinarlo por orden de su Gobierno; que Toribio Junco —un gaucho de
quien Santos Pérez decía: “Hay otro más valiente que yo: es Toribio Junco”— había dicho
al mismo Cabanillas que, observando cierto desorden en la conducta de Santos Pérez,
empezó a acecharlo, hasta que un día lo encontró arrodillado en la capilla de la Virgen de
Tulumba con los ojos arrasados de lágrimas: que, preguntándole la causa de su quebranto,
le dijo: “Estoy pidiéndole a la Virgen que me ilumine sobre si 236 Antes de llegar a la posta
del Ojo de Agua, un joven sale del bosque y se dirige hacia la galera, requiriendo al
postillón que se detenga. Quiroga asoma la cabeza por la portezuela, y le pregunta lo que
se le ofrece. “Quiero hablar al doctor Ortiz”. Desciende éste, y sabe lo siguiente: “En las
inmediaciones del lugar llamado Barranca-Yaco está apostado Santos Pérez con una
partida; al arribo de la galera deben hacerle fuego de ambos lados y matar, en seguida, de
postillones arriba; nadie debe escapar; ésta es la orden”. El joven, que ha sido en otro
tiempo favorecido por el doctor Ortiz, ha venido a salvarlo; tiénele caballo allí mismo para
que monte y se escape con él; su hacienda está inmediata. El secretario, asustado, pone
en conocimiento de Facundo lo que acaba de saber, y le insta para que se ponga en
seguridad. Facundo interroga de nuevo al joven Sandivaras, le da las gracias por su buena
acción, pero lo tranquiliza sobre los temores que abriga. “No ha nacido todavía —le dice
en voz enérgica— el hombre que ha de matar a Facundo Quiroga. A un grito mío, esa
partida, mañana, se pondrá a mis órdenes y me servirá de escolta hasta Córdoba. Vaya
usted, amigo, sin cuidado”. Estas palabras de Quiroga, de que yo no he tenido noticias
hasta este momento, explican la causa de su extraña obstinación en ir a desafiar la
muerte. El orgullo y el terrorismo, los dos grandes móviles de su elevación, lo llevan,
maniatado, a la sangrienta catástrofe que debe terminar su vida. Tiene a menos evitar el
peligro, y cuenta con el terror de su nombre, para hacer caer las cuchillas levantadas sobre
su cabeza. Esta explicación me la daba, a mí mismo, antes de saber que sus propias
palabras la habían hecho inútil. La noche que pasaron los viajeros de la posta del Ojo de
Agua, es de tal manera angustiosa para el infeliz secretario, que va a una muerte cierta e
inevitable, y que carece del valor y de la temeridad que anima a Quiroga, que creo no
deber omitir ninguno de sus detalles, tanto más cuanto que, siendo, por fortuna, sus
pormenores tan auténticos, sería debo matar a Quiroga, según me lo ordenan; pues me
presentan este acto como convenido entre los gobernadores López de Santa Fe y Rosas,
de Buenos Aires, único medio de salvar la República”.— Nota de la 2.a edición. 237
criminal descuido no conservarlos; porque, si alguna vez un hombre ha apurado todas las
heces de la agonía; si alguna vez la muerte ha debido parecer horrible, es aquella en que
un triste deber, el de acompañar a un amigo temerario, nos la impone, cuando no hay
infamia ni deshonor en evitarla. 19 El doctor Ortiz llama aparte al maestre de posta y lo
interroga encarecidamente sobre lo que sabe acerca de los extraños avisos que han
recibido, asegurándole no abusar de su confianza. ¡Qué pormenores va a oír! Santos Pérez
ha estado allí, con su partida de treinta hombres, una hora antes de su arribo; van todos
armados de tercerola y sable; están ya apostados en el lugar designado; deben morir
todos los que acompañan a Quiroga; así lo ha dicho Santos Pérez al mismo maestre de
posta. Esta confirmación de la noticia recibida de antemano no altera en nada la
determinación de Quiroga, que después de tomar una taza de chocolate, según su
costumbre, se duerme profundamente. El doctor Ortiz gana también la cama no para
dormir, sino para acordarse de su esposa, de sus hijos, a quienes no volverá a ver más. Y
todo, ¿por qué? Por no arrostrar el enojo de un temible amigo; por no incurrir en la tacha
de desleal. A medianoche, la inquietud de la agonía le hace insoportable la cama;
levántase y va a buscar a su confidente: “¿Duerme, amigo? —le pregunta en voz baja—.
¡Quién ha de dormir, señor, con esta cosa tan horrible! —¿Conque no hay duda? ¡Qué
suplicio el mío! —¡Imagínese, señor, cómo estaré yo, que tengo que mandar dos
postillones, que deben ser muertos también! Esto me mata. Aquí hay un niño que es
sobrino del sargento de la partida, y pienso mandarlo; pero el otro… ¿A quién mandaré?,
¡a hacerlo morir inocentemente!”. El doctor Ortiz hace un último esfuerzo por salvar su
vida y la del compañero; despierta a Quiroga, y le instruye de los pavorosos detalles que
acaba de adquirir, significándole que él no le acompaña, si se obstina en hacerse matar
inútilmente. Facundo, con gesto airado y pa19. Tuve estos detalles del malogrado doctor
Piñero, muerto en 1846, en Chile, pariente del señor Ortiz, compañero de viaje de
Quiroga, desde Buenos Aires hasta Córdoba. Es triste necesidad, sin duda, no poder citar
sino los muertos, en apoyo de la verdad.— Nota de la 2.a edición. 238 labras
groseramente enérgicas, le hace entender que hay mayor peligro en contrariarlo allí, que
el que le aguarda en Barranca-Yaco, y fuerza es someterse sin más réplica. Quiroga manda
a su asistente, que es un valiente negro, a que limpie algunas armas de fuego que vienen
en la galera y las cargue: a esto se reducen todas sus precauciones. Llega el día, por fin, y
la galera se pone en camino. Acompáñale, a más del postillón que va en el tiro, el niño
aquel, dos correos que se han reunido por casualidad y el negro, que va a caballo. Llega al
punto fatal, y dos descargas traspasan la galera por ambos lados, pero sin herir a nadie; los
soldados se echan sobre ella, con los sables desnudos, y en un momento inutilizan los
caballos y descuartizan al postillón, correos y asistente. Quiroga entonces asoma la
cabeza, y hace, por el momento, vacilar a aquella turba. Pregunta por el comandante de la
partida, le manda acercarse, y a la cuestión de Quiroga “¿Qué significa esto?”, recibe por
toda contestación un balazo en un ojo, que le deja muerto. Entonces Santos Pérez
atraviesa repetidas veces con su espada al malaventurado ministro y manda, concluida la
ejecución, tirar hacia el bosque la galera llena de cadáveres, con los caballos hechos
pedazos, y el postillón, que con la cabeza abierta se mantiene aún a caballo. “¿Qué
muchacho es éste? —pregunta, viendo al niño de posta, único que queda vivo—. —Éste es
un sobrino mío —contesta el sargento de la partida—; yo respondo de él con mi vida”.
Santos Pérez se acerca al sargento, le atraviesa el corazón de un balazo, y en seguida,
desmontándose, toma de un brazo al niño, lo tiende en el suelo y lo degüella, a pesar de
sus gemidos de niño que se ve amenazado de un peligro. Este último gemido del niño es,
sin embargo, el único suplicio que martiriza a Santos Pérez; después, huyendo de las
partidas que lo persiguen, oculto en las breñas de las rocas, o en los bosques
enmarañados, el viento le trae al oído el gemido lastimero del niño. Si a la vacilante
claridad de las estrellas se aventura a salir de su guarida, sus miradas inquietas se hunden
en la oscuridad de los árboles sombríos, para cerciorarse de que no se divisa en ninguna
parte el bultito blanquecino del niño; y cuando llega al lugar donde hacen encrucijada dos
caminos, lo arredra ver venir por el que él deja, al niño animando su caballo. 239 Facundo
decía también que un solo remordimiento lo aquejaba: ¡la muerte de los veintiséis
oficiales fusilados en Mendoza! ¿Quién es, mientras tanto, este Santos Pérez? Es el gaucho
malo de la campaña de Córdoba, célebre en la sierra y en la ciudad por sus numerosas
muertes, por su arrojo extraordinario, por sus aventuras inauditas. Mientras permaneció
el general Paz en Córdoba, acaudilló las montoneras más obstinadas e intangibles de la
Sierra, y por largo tiempo, el pago de Santa Catalina fue una republiqueta, adonde los
veteranos del ejército no pudieron penetrar. Con miras más elevadas, habría sido el digno
rival de Quiroga; con sus vicios, sólo alcanzó a ser su asesino. Era alto de talle, hermoso de
cara, de color pálido y barba negra y rizada. Largo tiempo fue después, perseguido por la
justicia, y nada menos que cuatrocientos hombres andaban en su busca. Al principio, los
Reinafé lo llamaron, y en la casa de Gobierno fue recibido amigablemente. Al salir de la
entrevista, empezó a sentir una extraña descompostura de estómago, que le sugirió la
idea de consultar a un médico amigo suyo, quien informado por él, de haber tomado una
copa de licor que se le brindó, le dio un elixir que le hizo arrojar, oportunamente, el
arsénico que el licor, disimulaba. Más tarde, y en lo más recio de la persecución, el
comandante Casanova, su antiguo amigo, le hizo significar que tenía algo de importancia
que comunicarle. Una tarde, mientras que el escuadrón de que el comandante Casanova
era jefe hacía el ejercicio al frente de su casa, Santos Pérez se desmonta en la puerta y le
dice: “Aquí estoy; ¿qué quería decirme? —¡Hombre! Santos Pérez, pase por acá;
siéntese—. ¡No! ¿Para qué me ha hecho llamar?”. El comandante, sorprendido así, vacila y
no sabe qué decir en el momento. Su astuto y osado interlocutor lo comprende, y
arrojándole una mirada de desdén y volviéndole la espalda, le dice: “¡Estaba seguro de
que quería agarrarme por traición! He venido para convencerme no más”. Cuando se dio
orden al escuadrón de perseguirlo, Santos había desaparecido. Al fin, una noche lo
cogieron dentro de la ciudad de Córdoba, por una venganza femenil. Había dado de golpes
a la querida con quien dormía: ésta, sintiéndolo profundamente dormido, se levanta con
precaución, le toma las pistolas y el sable, sale a la calle y lo denuncia a una patrulla.
Cuando despierta, rodeado de fusiles 240 apuntados a su pecho, echa mano a las pistolas,
y no encontrándolas: “Estoy rendido —dice con serenidad—. ¡Me han quitado las
pistolas!”. El día que lo entraron a Buenos Aires, una muchedumbre inmensa se había
reunido en la puerta de la casa de Gobierno. A su vista gritaba el populacho: ¡Muera
Santos Pérez!, y él, meneando desdeñosamente la cabeza y paseando sus miradas por
aquella multitud, murmuraba tan sólo estas palabras: “¡Tuviera aquí mi cuchillo!”. Al bajar
del carro que lo conducía a la cárcel, gritó repetidas veces: “¡Muera el tirano!”; y al
encaminarse al patíbulo, su talla gigantesca, como la de Dantón, dominaba la
muchedumbre, y sus miradas se fijaban, de vez en cuando, en el cadalso como en un
andamio de arquitectos. El Gobierno de Buenos Aires dio un aparato solemne a la
ejecución de los asesinos de Juan Facundo Quiroga; la galera ensangrentada y acribillada
de balazos estuvo largo tiempo expuesta al examen del pueblo, y el retrato de Quiroga,
como la vista del patíbulo y de los ajusticiados, fueron litografiados y distribuidos por
millares, como también extractos del proceso, que se dio a luz en un volumen en folio. La
Historia imparcial espera, todavía, datos y relaciones para señalar con su dedo, al
instigador de los asesinos... 241.

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