FACUNDO-Introducción y Capítulos I, II, V Y XIII
FACUNDO-Introducción y Capítulos I, II, V Y XIII
FACUNDO-Introducción y Capítulos I, II, V Y XIII
SARMIENTO
INTRODUCCIÓN
“Je demande à l’historien l’amour de l’humanité ou de la liberté; sa justice impartiale ne doit pas
être impassible. Il faut, au contraire, qu’il souhaite, qu’il espère, qu’il souffre, ou soit heureux de
ce qu’il raconte”. VILLEMAIN, Cours de littérature
¡SOMBRA terrible de Facundo, voy a evocarte, para que, sacudiendo el ensangrentado polvo que
cubre tus cenizas, te levantes a explicarnos la vida secreta y las convulsiones internas que
desgarran las entrañas de un noble pueblo! Tú posees el secreto: ¡revélanoslo! Diez años aún
después de tu trágica muerte, el hombre de las ciudades y el gaucho de los llanos argentinos, al
tomar diversos senderos en el desierto, decían: “¡No; no ha muerto! ¡Vive aún! ¡Él vendrá!”
¡Cierto! Facundo no ha muerto; está vivo en las tradiciones populares, en la política y revoluciones
argentinas; en Rosas, su heredero, su complemento: su alma ha pasado a este otro molde, más
acabado, más perfecto; y lo que en él era sólo instinto, iniciación, tendencia, convirtióse en Rosas
en sistema, efecto y fin. La naturaleza campestre, colonial y bárbara, cambióse en esta
metamorfosis en arte, en sistema y en política regular capaz de presentarse a la faz del mundo,
como el modo de ser de un pueblo encarnado en un hombre, que ha aspirado a tomar los aires de
un genio que domina los acontecimientos, los hombres y las cosas. Facundo, provinciano, bárbaro,
valiente, audaz, fue reemplazado por Rosas, hijo de la culta Buenos Aires, sin serlo él; por Rosas,
falso, corazón helado, espíritu calculador, que hace el mal sin pasión, y organiza lentamente el
despotismo con toda la inteligencia de un Maquiavelo. Tirano sin rival hoy en la tierra, ¿por qué
sus enemigos quieren disputarle el título de Grande que le prodigan sus cortesanos? Sí; grande y
muy grande es, para gloria y vergüenza de su patria, porque si ha encontrado millares de seres
degradados que se unzan a su carro para arrastrarlo por encima de cadáveres, también se hallan a
millares, las almas generosas que, en quince años de lid sangrienta, no han desesperado de vencer
36 al monstruo que nos propone el enigma de la organización política de la República. Un día
vendrá, al fin, que lo resuelvan; y la Esfinge Argentina, mitad mujer, por lo cobarde, mitad tigre,
por lo sanguinario, morirá a sus plantas, dando a la Tebas del Plata, el rango elevado que le toca
entre las naciones del Nuevo Mundo. Necesítase, empero, para desatar este nudo que no ha
podido cortar la espada, estudiar prolijamente las vueltas y revueltas de los hilos que lo forman, y
buscar en los antecedentes nacionales, en la fisonomía del suelo, en las costumbres y tradiciones
populares, los puntos en que están pegados. La República Argentina es hoy la sección
hispanoamericana que en sus manifestaciones exteriores ha llamado preferentemente la atención
de las naciones europeas, que no pocas veces se han visto envueltas en sus extravíos, o atraídas,
como por una vorágine, a acercarse al centro en que remolinean elementos tan contrarios. La
Francia estuvo a punto de ceder a esta atracción, y no sin grandes esfuerzos de remo y vela, no sin
perder el gobernalle, logró alejarse y mantenerse a la distancia. Sus más hábiles políticos no han
alcanzado a comprender nada de lo que sus ojos han visto, al echar una mirada precipitada sobre
el poder americano que desafiaba a la gran nación. Al ver las lavas ardientes que se revuelcan, se
agitan, se chocan bramando en este gran foco de lucha intestina, los que por más avisados se
tienen, han dicho: “Es un volcán subalterno, sin nombre, de los muchos que aparecen en la
América: pronto se extinguirá”; y han vuelto a otra parte sus miradas, satisfechos de haber dado
una solución tan fácil como exacta, de los fenómenos sociales que sólo han visto en grupo y
superficialmente. A la América del Sur en general, y a la República Argentina sobre todo, le ha
hecho falta un Tocqueville, que, premunido del conocimiento de las teorías sociales, como el
viajero científico de barómetros, octantes y brújulas, viniera a penetrar en el interior de nuestra
vida política, como en un campo vastísimo y aún no explorado ni descrito por la ciencia, y revelase
a la Europa, a la Francia, tan ávida de fases nuevas en la vida de las diversas porciones de la
humanidad, este nuevo modo de ser, que no tiene antecedentes bien marcados y conocidos.
Hubiérase, entonces, explicado el misterio de la lucha obstinada que despedaza a 37 aquella
República; hubiéranse clasificado distintamente los elementos contrarios, invencibles, que se
chocan; hubiérase asignado su parte a la configuración del terreno y a los hábitos que ella
engendra; su parte a las tradiciones españolas y a la conciencia nacional, inicua, plebeya, que han
dejado la Inquisición y el absolutismo hispano; su parte a la influencia de las ideas opuestas que
han trastornado el mundo político; su parte a la barbarie indígena; su parte a la civilización
europea; su parte, en fin, a la democracia consagrada por la revolución de 1810, a la igualdad,
cuyo dogma ha penetrado hasta las capas inferiores de la sociedad. Este estudio que nosotros no
estamos aún en estado de hacer por nuestra falta de instrucción filosófica e histórica, hecho por
observadores competentes, habría revelado a los ojos atónitos de la Europa, un mundo nuevo en
política, una lucha ingenua, franca y primitiva entre los últimos progresos del espíritu humano y
los rudimentos de la vida salvaje, entre las ciudades populosas y los bosques sombríos. Entonces
se habría podido aclarar un poco el problema de la España, esa rezagada a la Europa, que, echada
entre el Mediterráneo y el Océano, entre la Edad Media y el siglo XIX, unida a la Europa culta por
un ancho istmo y separada del África bárbara por un angosto estrecho, está balanceándose entre
dos fuerzas opuestas, ya levantándose en la balanza de los pueblos libres, ya cayendo en la de los
despotizados; ya impía, ya fanática; ora constitucionalista declarada, ora despótica impudente;
maldiciendo sus cadenas rotas a veces, ya cruzando los brazos, y pidiendo a gritos que le
impongan el yugo, que parece ser su condición y su modo de existir. ¡Qué! ¿El problema de la
España europea, no podría resolverse examinando minuciosamente la España americana, como
por la educación y hábitos de los hijos se rastrean las ideas y la moralidad de los padres? ¡Qué!
¿No significa nada para la historia y la filosofía, esta eterna lucha de los pueblos
hispanoamericanos, esa falta supina de capacidad política e industrial que los tiene inquietos y
revolviéndose sin norte fijo, sin objeto preciso, sin que sepan por qué no pueden conseguir un día
de reposo, ni qué mano enemiga los echa y empuja en el torbellino fatal que los arrastra, mal de
su grado y sin que les sea dado sustraerse a su maléfica influencia? ¿No valía la pena de saber por
qué en el Paraguay, tierra desmontada 38 por la mano sabia del jesuitismo, un sabio educado en
las aulas de la antigua Universidad de Córdoba, abre una nueva página en la historia de las
aberraciones del espíritu humano, encierra a un pueblo en sus límites de bosques primitivos, y,
borrando las sendas que conducen a esta China recóndita, se oculta y esconde durante treinta
años su presa, en las profundidades del continente americano, y sin dejarla lanzar un solo grito,
hasta que muerto, él mismo, por la edad y la quieta fatiga de estar inmóvil pisando un pueblo
sumiso, éste puede al fin, con voz extenuada y apenas inteligible, decir a los que vagan por sus
inmediaciones: ¡vivo aún!, ¡pero cuánto he sufrido!, ¡quantum mutatus ab illo! ¡Qué
transformación ha sufrido el Paraguay; qué cardenales y llagas ha dejado el yugo sobre su cuello,
que no oponía resistencia! ¿No merece estudio el espectáculo de la República Argentina, que,
después de veinte años de convulsión interna, de ensayos de organización de todo género,
produce, al fin, del fondo de sus entrañas, de lo íntimo de su corazón, al mismo doctor Francia en
la persona de Rosas, pero más grande, más desenvuelto y más hostil, si se puede, a las ideas,
costumbres y civilización de los pueblos europeos? ¿No se descubre en él, el mismo rencor contra
el elemento extranjero, la misma idea de la autoridad del Gobierno, la misma insolencia para
desafiar la reprobación del mundo, con más, su originalidad salvaje, su carácter fríamente feroz y
su voluntad incontrastable, hasta el sacrificio de la patria, como Sagunto y Numancia; hasta
abjurar el porvenir y el rango de nación culta, como la España de Felipe II y de Torquemada? ¿Es
éste un capricho accidental, una desviación mecánica causada por la aparición de la escena, de un
genio poderoso; bien así como los planetas se salen de su órbita regular, atraídos por la
aproximación de algún otro, pero sin sustraerse del todo a la atracción de un centro de rotación,
que luego asume la preponderancia y les hace entrar en la carrera ordinaria? M. Guizot ha dicho
desde la tribuna francesa: “Hay en América dos partidos: el partido europeo y el partido
americano; éste es el más fuerte”; y cuando le avisan que los franceses han tomado las armas en
Montevideo y han asociado su porvenir, su vida y su bienestar al triunfo del partido europeo
civilizado, se contenta con añadir: “Los franceses son muy entrometidos, y comprometen a su
nación con los demás gobier- 39 nos”. ¡Bendito sea Dios! M. Guizot, el historiador de la civilización
europea, el que ha deslindado los elementos nuevos que modificaron la civilización romana y que
ha penetrado en el enmarañado laberinto de la Edad Media, para mostrar cómo la nación francesa
ha sido el crisol en que se ha estado elaborando, mezclando y refundiendo el espíritu moderno; M.
Guizot, ministro del rey de Francia, da por toda solución a esta manifestación de simpatías
profundas entre los franceses y los enemigos de Rosas: “¡Son muy entrometidos los franceses!”
Los otros pueblos americanos, que, indiferentes e impasibles, miran esta lucha y estas alianzas de
un partido argentino con todo elemento europeo que venga a prestarle su apoyo, exclaman a su
vez llenos de indignación: “¡Estos argentinos son muy amigos de los europeos!” Y el tirano de la
República Argentina se encarga oficiosamente de completarles la frase, añadiendo: “¡Traidores a
la causa americana!” ¡Cierto!, dicen todos; ¡traidores!, ésta es la palabra. ¡Cierto!, decimos
nosotros; ¡traidores a la causa americana, española, absolutista, bárbara! ¿No habéis oído la
palabra salvaje, que anda revoloteando sobre nuestras cabezas? De eso se trata: de ser o no ser
salvaje. ¿Rosas, según esto, no es un hecho aislado, una aberración, una monstruosidad? ¿Es, por
el contrario, una manifestación social; es una fórmula de una manera de ser de un pueblo? ¿Para
qué os obstináis en combatirlo, pues, si es fatal, forzoso, natural y lógico? ¡Dios mío! ¡Para qué lo
combatís!… ¿Acaso porque la empresa es ardua, es por eso absurda? ¿Acaso porque el mal
principio triunfa, se le ha de abandonar resignadamente el terreno? ¿Acaso la civilización y la
libertad son débiles hoy en el mundo, porque la Italia gima bajo el peso de todos los despotismos,
porque la Polonia ande errante sobre la tierra mendigando un poco de pan y un poco de libertad?
¡Por qué lo combatís!… ¿Acaso no estamos vivos los que después de tantos desastres
sobrevivimos aún; o hemos perdido nuestra conciencia de lo justo y del porvenir de la patria,
porque hemos perdido algunas batallas? ¡Qué!, ¿se quedan también las ideas entre los despojos
de los combates? ¿Somos dueños de hacer otra cosa que lo que hacemos, ni más ni menos como
Rosas no puede dejar de ser lo que es? ¿No hay nada de providencial en estas luchas de los
pueblos? ¿Concedióse jamás el triunfo a quien no sabe perseverar? Por 40 otra parte, ¿hemos de
abandonar un suelo de los más privilegiados de la América a las devastaciones de la barbarie,
mantener cien ríos navegables, abandonados a las aves acuáticas que están en quieta posesión de
surcarlos ellas solas ab initio ? ¿Hemos de cerrar voluntariamente la puerta a la inmigración
europea que llama con golpes repetidos para poblar nuestros desiertos, y hacernos, a la sombra
de nuestro pabellón, pueblo innumerable como las arenas del mar? ¿Hemos de dejar, ilusorios y
vanos, los sueños de desenvolvimiento, de poder y de gloria, con que nos han mecido desde la
infancia, los pronósticos que con envidia nos dirigen los que en Europa estudian las necesidades
de la humanidad? Después de la Europa, ¿hay otro mundo cristiano civilizable y desierto que la
América? ¿Hay en la América muchos pueblos que estén, como el argentino, llamados, por lo
pronto, a recibir la población europea que desborda como el líquido en un vaso? ¿No queréis, en
fin, que vayamos a invocar la ciencia y la industria en nuestro auxilio, a llamarlas con todas
nuestras fuerzas, para que vengan a sentarse en medio de nosotros, libre la una de toda traba
puesta al pensamiento, segura la otra de toda violencia y de toda coacción? ¡Oh! ¡Este porvenir no
se renuncia así no más! No se renuncia porque un ejército de 20.000 hombres guarde la entrada
de la patria: los soldados mueren en los combates, desertan o cambian de bandera. No se
renuncia porque la fortuna haya favorecido a un tirano durante largos y pesados años: la fortuna
es ciega, y un día que no acierte a encontrar a su favorito, entre el humo denso y la polvareda
sofocante de los combates, ¡adiós tirano!; ¡adiós tiranía! No se renuncia porque todas las brutales
e ignorantes tradiciones coloniales hayan podido más, en un momento de extravío, en el ánimo de
masas inexpertas: las convulsiones políticas traen también la experiencia y la luz, y es ley de la
humanidad que los intereses nuevos, las ideas fecundas, el progreso, triunfen al fin, de las
tradiciones envejecidas, de los hábitos ignorantes y de las preocupaciones estacionarias. No se
renuncia porque en un pueblo haya millares de hombres candorosos que toman el bien por el mal,
egoístas que sacan de él su provecho, indiferentes que lo ven sin interesarse, tímidos que no se
atreven a combatirlo, corrompidos, en fin, que no conociéndolo se entregan a 41 él por inclinación
al mal, por depravación: siempre ha habido en los pueblos todo esto, y nunca el mal ha triunfado
definitivamente. No se renuncia porque los demás pueblos americanos no puedan prestarnos su
ayuda; porque los gobiernos no ven de lejos sino el brillo del poder organizado, y no distinguen en
la oscuridad humilde y desamparada de las revoluciones, los elementos grandes que están
forcejeando por desenvolverse; porque la oposición pretendida liberal abjure de sus principios,
imponga silencio a su conciencia, y por aplastar bajo su pie un insecto que la importuna, huelle la
noble planta a que ese insecto se apegaba. No se renuncia porque los pueblos en masa nos den la
espalda a causa de que nuestras miserias y nuestras grandezas están demasiado lejos de su vista
para que alcancen a conmoverlos. ¡No!; no se renuncia a un porvenir tan inmenso, a una misión
tan elevada, por ese cúmulo de contradicciones y dificultades: ¡las dificultades se vencen, las
contradicciones se acaban a fuerza de contradecirlas! Desde Chile, nosotros nada podemos dar a
los que perseveran en la lucha bajo todos los rigores de las privaciones, y con la cuchilla
exterminadora, que, como la espada de Damocles, pende a todas horas sobre sus cabezas. ¡Nada!,
excepto ideas, excepto consuelos, excepto estímulos; arma ninguna no es dado llevar a los
combatientes, si no es la que la prensa libre de Chile suministra a todos los hombres libres. ¡La
prensa!, ¡la prensa! He aquí, tirano, el enemigo que sofocaste entre nosotros. He aquí el vellocino
de oro que tratamos de conquistar. He aquí cómo la prensa de Francia, Inglaterra, Brasil,
Montevideo, Chile y Corrientes, va a turbar tu sueño en medio del silencio sepulcral de tus
víctimas; he aquí que te has visto compelido a robar el don de lenguas para paliar el mal, don que
sólo fue dado para predicar el bien. He aquí que desciendes a justificarte, y que vas por todos los
pueblos europeos y americanos mendigando una pluma venal y fratricida, para que por medio de
la prensa defienda al que la ha encadenado! ¿Por qué no permites en tu patria, la discusión que
mantienes en todos los otros pueblos? ¿Para qué, pues, tantos millares de víctimas sacrificadas
por el puñal; para qué tantas batallas, si al cabo habías de concluir por la pacífica discusión de la
prensa? 42 El que haya leído las páginas que preceden, creerá que es mi ánimo trazar un cuadro
apasionado de los actos de barbarie que han deshonrado el nombre de don Juan Manuel de Rosas.
Que se tranquilicen los que abriguen este temor. Aún no se ha formado la última página de esta
biografía inmoral; aún no está llena la medida; los días de su héroe no han sido contados aún. Por
otra parte, las pasiones que subleva entre sus enemigos son demasiado rencorosas aún, para que
pudieran ellos mismos poner fe en su imparcialidad o en su justicia. Es de otro personaje de quien
debo ocuparme: Facundo Quiroga es el caudillo cuyos hechos quiero consignar en el papel. Diez
años ha que la tierra pesa sobre sus cenizas, y muy cruel y emponzoñada debiera mostrarse la
calumnia que fuera a cavar los sepulcros en busca de víctimas. ¿Quién lanzó la bala oficial que
detuvo su carrera? ¿Partió de Buenos Aires o de Córdoba? La historia explicará este arcano.
Facundo Quiroga, empero, es el tipo más ingenuo del carácter de la guerra civil de la República
Argentina; es la figura más americana que la revolución presenta. Facundo Quiroga enlaza y
eslabona todos los elementos de desorden que hasta antes de su aparición estaban agitándose
aisladamente en cada provincia; él hace de la guerra local, la guerra nacional, argentina, y
presenta triunfante, al fin de diez años de trabajos, de devastaciones y de combates, el resultado
de que sólo supo aprovecharse el que lo asesinó. He creído explicar la revolución argentina con la
biografía de Juan Facundo Quiroga, porque creo que él explica suficientemente una de las
tendencias, una de las dos fases diversas que luchan en el seno de aquella sociedad singular. He
evocado, pues, mis recuerdos, y buscado para completarlos, los detalles que han podido
suministrarme hombres que lo conocieron en su infancia, que fueron sus partidarios o sus
enemigos, que han visto con sus ojos unos hechos, oído otros, y tenido conocimiento exacto de
una época o de una situación particular. Aún espero más datos de los que poseo, que ya son
numerosos. Si algunas inexactitudes se me escapan, ruego a los que las adviertan que me las
comuniquen; porque en Facundo Quiroga no veo un caudillo simplemente, sino una manifestación
de la vida argentina, tal como la han hecho la colonización y 43 las peculiaridades del terreno, a lo
cual creo necesario consagrar una seria atención, porque sin esto, la vida y hechos de Facundo
Quiroga son vulgaridades que no merecerían entrar, sino episódicamente, en el dominio de la
historia. Pero Facundo, en relación con la fisonomía de la naturaleza grandiosamente salvaje que
prevalece en la inmensa extensión de la República Argentina; Facundo, expresión fiel de una
manera de ser de un pueblo, de sus preocupaciones e instintos; Facundo, en fin, siendo lo que fue,
no por un accidente de su carácter, sino por antecedentes inevitables y ajenos de su voluntad, es
el personaje histórico más singular, más notable, que puede presentarse a la contemplación de los
hombres que comprenden que un caudillo que encabeza un gran movimiento social, no es más
que el espejo en que se reflejan, en dimensiones colosales, las creencias, las necesidades,
preocupaciones y hábitos de una nación en una época dada de su historia. Alejandro es la pintura,
el reflejo de la Grecia guerrera, literaria, política y artística; de la Grecia escéptica, filosófica y
emprendedora, que se derrama sobre el Asia, para extender la esfera de su acción civilizadora. Por
esto nos es necesario detenernos en los detalles de la vida interior del pueblo argentino, para
comprender su ideal, su personificación. Sin estos antecedentes, nadie comprenderá a Facundo
Quiroga, como nadie, a mi juicio, ha comprendido, todavía, al inmortal Bolívar, por la
incompetencia de los biógrafos que han trazado el cuadro de su vida. En la Enciclopedia Nueva he
leído un brillante trabajo sobre el general Bolívar, en el que se hace a aquel caudillo americano
toda la justicia que merece por sus talentos y por su genio; pero en esta biografía, como en todas
las otras que de él se han escrito, he visto al general europeo, los mariscales del Imperio, un
Napoleón menos colosal; pero no he visto al caudillo americano, al jefe de un levantamiento de las
masas; veo el remedo de la Europa, y nada que me revele la América. Colombia tiene llanos, vida
pastoril, vida bárbara, americana pura, y de ahí partió el gran Bolívar; de aquel barro hizo su
glorioso edificio. ¿Cómo es, pues, que su biografía lo asemeja a cualquier general europeo de
esclarecidas prendas? Es que las preocupaciones clásicas 44 europeas del escritor desfiguran al
héroe, a quien quitan el poncho para presentarlo desde el primer día con el frac, ni más ni menos
como los litógrafos de Buenos Aires han pintado a Facundo con casaca de solapas, creyendo
impropia su chaqueta, que nunca abandonó. Bien: han hecho un general, pero Facundo
desaparece. La guerra de Bolívar pueden estudiarla en Francia en la de los chouanes: Bolívar es un
Charette de más anchas dimensiones. Si los españoles hubieran penetrado en la República
Argentina el año 11, acaso nuestro Bolívar habría sido Artigas, si este caudillo hubiese sido tan
pródigamente dotado por la naturaleza y la educación. La manera de tratar la historia de Bolívar,
de los escritores europeos y americanos, conviene a San Martín y a otros de su clase. San Martín
no fue caudillo popular; era realmente un general. Habíase educado en Europa y llegó a América,
donde el Gobierno era el revolucionario, y podía formar a sus anchas el ejército europeo,
disciplinarlo y dar batallas regulares, según las reglas de la ciencia. Su expedición sobre Chile es
una conquista en regla, como la de Italia por Napoleón. Pero si San Martín hubiese tenido que
encabezar montoneras, ser vencido aquí, para ir a reunir un grupo de llaneros por allá, lo habrían
colgado a su segunda tentativa. El drama de Bolívar se compone, pues, de otros elementos de los
que hasta hoy conocemos: es preciso poner antes, las decoraciones y los trajes americanos, para
mostrar enseguida el personaje. Bolívar es, todavía, un cuento forjado sobre datos ciertos: Bolívar,
el verdadero Bolívar, no lo conoce aún el mundo, y es muy probable que, cuando lo traduzcan a su
idioma natal, aparezca más sorprendente y más grande aún. Razones de este género me han
movido a dividir este precipitado trabajo en dos partes: la una, en que trazo el terreno, el paisaje,
el teatro sobre que va a representarse la escena; la otra en que aparece el personaje, con su traje,
sus ideas, su sistema de obrar; de manera que la primera esté ya revelando a la segunda, sin
necesidad de comentarios ni explicaciones. 45 Señor don Valentín Alsina: CONSÁGROLE, mi caro
amigo, estas páginas que vuelven a ver la luz pública, menos por lo que ellas valen, que por el
conato de usted de amenguar con sus notas, los muchos lunares que afeaban la primera edición.
Ensayo y revelación, para mí mismo, de mis ideas, el Facundo adoleció de los defectos de todo
fruto de la inspiración del momento, sin el auxilio de documentos a la mano, y ejecutada no bien
era concebida, lejos del teatro de los sucesos y con propósitos de acción inmediata y militante. Tal
como él era, mi pobre librejo ha tenido la fortuna de hallar en aquella tierra, cerrada a la verdad y
a la discusión, lectores apasionados, y de mano en mano, deslizándose furtivamente, guardado en
algún secreto escondite, para hacer alto en sus peregrinaciones, emprender largos viajes, y
ejemplares por centenas llegar, ajados y despachurrados de puro leídos, hasta Buenos Aires, a las
oficinas del pobre tirano, a los campamentos del soldado y a la cabaña del gaucho, hasta hacerse
él mismo, en las hablillas populares, un mito como su héroe. He usado con parsimonia de sus
preciosas notas, guardando las más substanciales para tiempos mejores y más meditados trabajos,
temeroso de que por retocar obra tan informe, desapareciese su fisonomía primitiva y la lozana y
voluntariosa audacia de la mal disciplinada concepción. Este libro, como tantos otros que la lucha
de la libertad ha hecho nacer, irá bien pronto a confundirse en el fárrago inmenso de materiales,
de cuyo caos discordante saldrá un día, depurada de todo resabio, la historia de nuestra patria, el
drama más fecundo en lecciones, más rico en peripecias y más vivaz que la dura y penosa
transformación americana ha presentado. ¡Feliz yo, si, como lo deseo, puedo un día consagrarme
con éxito a tarea tan grande! Echaría al fuego, entonces, de buena gana, cuantas páginas
precipitadas he dejado escapar en el combate en que usted y tantos otros valientes escritores han
cogido los más frescos laureles, hiriendo de más cerca, y con armas mejor templadas, al poderoso
tirano de nuestra patria. 46 He suprimido la introducción como inútil, y los dos capítulos últimos
como ociosos hoy, recordando una indicación de usted, en 1846, en Montevideo, en que me
insinuaba que el libro estaba terminado en la muerte de Quiroga. Tengo una ambición literaria, mi
caro amigo, y a satisfacerla consagro muchas vigilias, investigaciones prolijas y estudios meditados.
Facundo murió corporalmente en Barranca-Yaco; pero su nombre en la Historia podía escaparse y
sobrevivir algunos años, sin castigo ejemplar como era merecido. La justicia de la Historia ha caído,
ya, sobre él, y el reposo de su tumba, guárdanlo la supresión de su nombre y el desprecio de los
pueblos. Sería agraviar a la Historia escribir la vida de Rosas, y humillar a nuestra patria,
recordarla, después de rehabilitada, las degradaciones por que ha pasado. Pero hay otros pueblos
y otros hombres que no deben quedar sin humillación y sin ser aleccionados. ¡Oh! La Francia, tan
justamente erguida por su suficiencia en las ciencias históricas, políticas, y sociales; la Inglaterra,
tan contemplativa de sus intereses comerciales; aquellos políticos de todos los países, aquellos
escritores que se precian de entendidos, si un pobre narrador americano se presentase ante ellos
como un libro, para mostrarles, como Dios muestra las cosas que llamamos evidentes, que se han
prosternado ante un fantasma, que han contemporizado con una sombra impotente, que han
acatado un montón de basura, llamando a la estupidez, energía; a la ceguedad, talento; virtud a la
crápula e intriga, y diplomacia a los más groseros ardides; si pudiera hacerse esto, como es posible
hacerlo, con unción en las palabras, con intachable imparcialidad en la justipreciación de los
hechos, con exposición lucida y animada, con elevación de sentimientos y con conocimiento
profundo de los intereses de los pueblos y presentimiento, fundado en deducción lógica, de los
bienes que sofocaron con sus errores y de los males que desarrollaron en nuestro país e hicieron
desbordar sobre otros… ¿no siente usted que el que tal hiciera podría presentarse en Europa con
su libro en la mano, y decir a la Francia y a la Inglaterra, a la Monarquía y a la República, a
Palmerston y a Guizot, a Luis Felipe y a Luis Napoleón, al Times y a la Presse: “¡Leed, miserables, y
humillaos. 47 ¡He ahí vuestro hombre!”, y hacer efectivo aquel ecce homo, tan mal señalado por
los poderosos, al desprecio y al asco de los pueblos! La historia de la tiranía de Rosas es la más
solemne, la más sublime y la más triste página de la especie humana, tanto para los pueblos que
de ella han sido víctimas como para las naciones, gobiernos y políticos europeos o americanos que
han sido actores en el drama o testigos interesados. Los hechos están ahí consignados,
clasificados, probados, documentados; fáltales, empero, el hilo que ha de ligarlos en un solo
hecho, el soplo de vida que ha de hacerlos enderezarse todos a un tiempo a la vista del espectador
y convertirlos en cuadro vivo, con primeros planos palpables y lontananzas necesarias; fáltale el
colorido que dan el paisaje, los rayos del sol de la patria; fáltale la evidencia que trae la estadística,
que cuenta las cifras, que impone silencio a los fraseadores presuntuosos y hace enmudecer a los
poderosos impudentes. Fáltame, para intentarlo, interrogar el suelo y visitar los lugares de la
escena, oír las revelaciones de los cómplices, las deposiciones de las víctimas, los recuerdos de los
ancianos, las doloridas narraciones de las madres, que ven con el corazón; fáltame escuchar el eco
confuso del pueblo, que ha visto y no ha comprendido, que ha sido verdugo y víctima, testigo y
actor; falta la madurez del hecho cumplido y el paso de una época a otra, el cambio de los destinos
de la nación, para volver, con fruto, los ojos hacia atrás, haciendo de la historia, ejemplo y no
venganza. Imagínese usted, mi caro amigo, si codiciando para mí este tesoro, prestaré grande
atención a los defectos e inexactitudes de la vida de Juan Facundo Quiroga ni de nada de cuanto
he abandonado a la publicidad. Hay una justicia ejemplar que hacer y una gloria que adquirir como
escritor argentino: fustigar al mundo y humillar la soberbia de los grandes de la tierra, llámense
sabios o gobiernos. Si fuera rico, fundara un premio Monthion para aquel que lo consiguiera.
Envíole, pues, el Facundo sin otras atenuaciones, y hágalo que continúe la obra de rehabilitación
de lo justo y de lo digno que tuvo en mira al principio. Tenemos lo que Dios concede a los que
sufren: años por delante y esperanzas; tengo yo un átomo de lo que a usted y a Rosas, a la virtud y
al crimen, concede a veces: perseverancia. Per- 48 severemos, amigo: muramos, usted ahí, yo acá;
pero que ningún acto, ninguna palabra nuestra revele que tenemos la conciencia de nuestra
debilidad y de que nos amenazan para hoy o para mañana, tribulaciones y peligros.
L’étendue des Pampas est si prodigieuse, qu’au nord elles sont bornées par des bosquets
de palmiers, et au midi par des neiges éternelles. HEAD
Ainsi que l’océan, les steppes remplissent l’esprit du sentiment de l’infini. HUMBOLDT
INFANCIA Y JUVENTUD
MEDIA entre las ciudades de San Luis y San Juan un dilatado desierto, que, por su falta
completa de agua, recibe el nombre de travesía. El aspecto de aquellas soledades es, por
lo general, triste y desamparado, y el viajero que viene del oriente no pasa la última
represa o aljibe de campo sin proveer sus chifles, de suficiente cantidad de agua. En esta
travesía tuvo lugar, una vez, la extraña escena que sigue: Las cuchilladas, tan frecuentes
entre nuestros gauchos, habían forzado, a uno de ellos, a abandonar precipitadamente la
ciudad de San Luis, y ganar la travesía a pie, con la montura al hombro, a fin de escapar de
las persecuciones de la justicia. Debían alcanzarlo dos compañeros, tan luego como
pudieran robar caballos para los tres. No eran, por entonces, sólo el hambre o la sed los
peligros que le aguardaban en el desierto aquel, que un tigre cebado andaba hacía un año
siguiendo los rastros de los viajeros, y pasaban ya de ocho, los que habían sido víctimas de
su predilección por la carne humana. Suele ocurrir, a veces, en aquellos países en que la
fiera y el hombre se disputan el dominio de la naturaleza, que éste cae bajo la garra
sangrienta de aquélla: entonces, el tigre empieza a gustar de preferencia su carne, y se
llama cebado cuando se ha dado a este nuevo género de caza, la caza de hombres. El juez
de la campaña inmediata al teatro de sus devastaciones convoca a los varones hábiles
para la correría, y bajo su autoridad y dirección, se hace la persecución del tigre cebado,
que rara vez escapa a la sentencia que lo pone fuera de la ley. Cuando nuestro prófugo
había caminado cosa de seis leguas, creyó oír bramar el tigre a lo lejos, y sus fibras se
estremecieron. Es el bra- 104 mido del tigre un gruñido como el del cerdo, pero agrio,
prolongado, estridente, y que, sin que haya motivo de temor, causa un sacudimiento
involuntario en los nervios, como si la carne se agitara, ella sola, al anuncio de la muerte.
Algunos minutos después, el bramido se oyó más distinto y más cercano; el tigre venía ya
sobre el rastro, y sólo a la larga distancia se divisaba un pequeño algarrobo. Era preciso
apretar el paso, correr, en fin, porque los bramidos se sucedían con más frecuencia, y el
último era más distinto, más vibrante que el que le precedía. Al fin, arrojando la montura a
un lado del camino, dirigióse el gaucho al árbol que había divisado, y no obstante la
debilidad de su tronco, felizmente bastante elevado, pudo trepar a su copa y mantenerse
en una continua oscilación, medio oculto entre el ramaje. Desde allí pudo observar la
escena que tenía lugar en el camino: el tigre marchaba a paso precipitado, oliendo el suelo
y bramando con más frecuencia, a medida que sentía la proximidad de su presa. Pasa
adelante del punto en que ésta se había separado del camino y pierde el rastro; el tigre se
enfurece, remolinea, hasta que divisa la montura, que desgarra de un manotón,
esparciendo en el aire sus prendas. Más irritado aún con este chasco, vuelve a buscar el
rastro, encuentra al fin la dirección en que va, y levantando la vista, divisa a su presa
haciendo con el peso balancearse el algarrobillo, cual la frágil caña cuando las aves se
posan en sus puntas. Desde entonces, ya no bramó el tigre: acercábase a saltos, y en un
abrir y cerrar de ojos, sus enormes manos estaban apoyándose a dos varas del suelo,
sobre el delgado tronco, al que comunicaban un temblor convulsivo, que iba a obrar sobre
los nervios del mal seguro gaucho. Intentó la fiera dar un salto, impotente; dio vuelta en
torno del árbol midiendo su altura con ojos enrojecidos por la sed de sangre, y al fin,
bramando de cólera, se acostó en el suelo, batiendo, sin cesar, la cola, los ojos fijos en su
presa, la boca entreabierta y reseca. Esta escena horrible duraba ya dos horas mortales: la
postura violenta del gaucho y la fascinación aterrante que ejercía sobre él la mirada
sanguinaria, inmóvil, del tigre, del que por una fuerza invencible de atracción no podía
apartar los ojos, habían empezado a debilitar sus fuerzas, y 105 ya veía próximo el
momento en que su cuerpo extenuado iba a caer en su ancha boca, cuando el rumor
lejano de galope de caballos le dio esperanza de salvación. En efecto, sus amigos habían
visto el rastro del tigre y corrían sin esperanza de salvarlo. El desparramo de la montura les
reveló el lugar de la escena, y volar a él, desenrollar sus lazos, echarlos sobre el tigre,
empacado y ciego de furor, fue la obra de un segundo. La fiera, estirada a dos lazos, no
pudo escapar a las puñaladas repetidas con que, en venganza de su prolongada agonía, le
traspasó el que iba a ser su víctima. “Entonces supe lo que era tener miedo” —decía el
general don Juan Facundo Quiroga, contando a un grupo de oficiales, este suceso.
También a él le llamaron Tigre de los Llanos, y no le sentaba mal esta denominación, a fe.
La frenología y la anatomía comparada han demostrado, en efecto, las relaciones que
existen en las formas exteriores y las disposiciones morales, entre la fisonomía del hombre
y de algunos animales, a quienes se asemeja en su carácter. Facundo, porque así lo
llamaron largo tiempo los pueblos del interior; el general don Facundo Quiroga, el
excelentísimo brigadier general don Juan Facundo Quiroga, todo eso vino después, cuando
la sociedad lo recibió en su seno y la victoria lo hubo coronado de laureles: Facundo, pues,
era de estatura baja y fornida; sus anchas espaldas sostenían sobre un cuello corto, una
cabeza bien formada, cubierta de pelo espesísimo, negro y ensortijado. Su cara, un poco
ovalada, estaba hundida en medio de un bosque de pelo, a que correspondía una barba
igualmente espesa, igualmente crespa y negra, que subía hasta los juanetes, bastante
pronunciados, para descubrir una voluntad firme y tenaz. Sus ojos negros, llenos de fuego
y sombreados por pobladas cejas, causaban una sensación involuntaria de terror en
aquellos sobre quienes, alguna vez, llegaban a fijarse; porque Facundo no miraba nunca de
frente, y por hábito, por arte, por deseo de hacerse siempre temible, tenía de ordinario la
cabeza inclinada y miraba por entre las cejas, como el Alí-Bajá de Monvoisin. El Caín que
representa la famosa Compañía Ravel me despierta la imagen de Quiroga, quitando las
posiciones artísticas de la estatuaria, que no le convienen. Por lo demás, 106 su fisonomía
era regular, y el pálido moreno de su tez sentaba bien, a las sombras espesas en que
quedaba encerrada. La estructura de su cabeza revelaba, sin embargo, bajo esta cubierta
selvática, la organización privilegiada de los hombres nacidos para mandar. Quiroga poseía
esas cualidades naturales que hicieron del estudiante de Brienne, el genio de la Francia, y
del mameluco obscuro que se batía con los franceses en las Pirámides, el virrey de Egipto.
La sociedad en que nacen da a estos caracteres la manera especial de manifestarse:
sublimes, clásicos, por decirlo así, van al frente de la humanidad civilizada en unas partes;
terribles, sanguinarios y malvados, son, en otras, su mancha, su oprobio. Facundo Quiroga
fue hijo de un sanjuanino de humilde condición, pero que, avecindado en los Llanos de La
Rioja, había adquirido en el pastoreo, una regular fortuna. El año 1799 fue enviado
Facundo a la patria de su padre, a recibir la educación limitada que podía adquirirse en las
escuelas: leer y escribir. Cuando un hombre llega a ocupar las cien trompetas de la fama
con el ruido de sus hechos, la curiosidad o el espíritu de investigación van hasta rastrear la
insignificante vida del niño, para anudarla a la biografía del héroe, y no pocas veces, entre
fábulas inventadas por la adulación, se encuentran ya en germen, en ella, los rasgos
característicos del personaje histórico. Cuéntase de Alcibíades que, jugando en la calle, se
tendía a lo largo del pavimento, para contrariar a un cochero, que le prevenía que se
quitase del paso a fin de no atropellarlo; de Napoleón, que dominaba a sus condiscípulos y
se atrincheraba en su cuarto de estudiante, para resistir a un ultraje. De Facundo se
refieren, hoy, varias anécdotas, muchas de las cuales lo revelan todo entero. En la casa de
sus huéspedes, jamás se consiguió sentarlo a la mesa común; en la escuela, era altivo,
huraño y solitario; no se mezclaba con los demás niños sino para encabezar en actos de
rebelión y para darles de golpes. El magister cansado de luchar con este carácter
indomable, se provee, una vez, de un látigo nuevo y duro, y enseñándolo a los niños,
aterrados, “éste es —les dice— para estrenarlo en Facundo”. Facundo, de edad de once
años, oye esta amenaza, y al día siguiente, la pone a prueba. No sabe la lección, pero pide
al maestro que se la tome 107 en persona, porque el pasante lo quiere mal. El maestro
condesciende; Facundo comete un error, comete dos, tres, cuatro; entonces el maestro
hace uso del látigo y Facundo, que todo lo ha calculado, hasta la debilidad de la silla en
que su maestro está sentado, dale una bofetada, vuélcalo de espaldas, y entre el alboroto
que esta escena suscita, toma la calle y va a esconderse en ciertos parrones de una viña,
de donde no se le saca sino después de tres días. ¿No es ya el caudillo que va a desafiar,
más tarde, a la sociedad entera? Cuando llega a la pubertad, su carácter toma un tinte
más pronunciado. Cada vez más sombrío, más imperioso, más selvático; la pasión del
juego, la pasión de las almas rudas que necesitan fuertes sacudimientos para salir del
sopor que las adormeciera, domínalo irresistiblemente desde la edad de quince años. Por
ella se hace una reputación en la ciudad; por ella se hace intolerable en la casa en que se
le hospeda; por ella, en fin, derrama, por un balazo dado a un Jorge Peña, el primer
reguero de sangre que debía entrar en el ancho torrente que ha dejado marcado su pasaje
en la tierra. Desde que llega a la edad adulta, el hilo de su vida se pierde en un intrincado
laberinto de vueltas y revueltas, por los diversos pueblos vecinos: oculto unas veces,
perseguido siempre, jugando, trabajando en clase de peón, dominando todo lo que se le
acerca y distribuyendo puñaladas. En San Juan, muéstranse hoy, en la quinta de los
Godoyes, tapias pisadas por Quiroga; en La Rioja, las hay de su mano, en Fiambalá. Él
enseñaba otras, en Mendoza, en el lugar mismo en que una tarde hacía traer de sus casas,
veintiséis oficiales de los que capitularon en Chacón, para hacerlos fusilar, en expiación de
los manes de Villafañe. En la campaña de Buenos Aires, también mostraba algunos
monumentos de su vida de peón errante. ¿Qué causas hacen a este hombre, criado en
una casa decente, hijo de un hombre acomodado y virtuoso, descender a la condición del
gañán, y en ella escoger el trabajo más estúpido, más brutal, en el que sólo entra la fuerza
física y la tenacidad? ¿Será que el tapiador gana doble sueldo y que se da prisa para juntar
un poco de dinero? Lo más ordenado que de esta vida obscura y errante he podido
recoger, es lo siguiente: Hacia el año 1806 vino a Chile, con un carga- 108 mento de grana,
de cuenta de sus padres. Jugólo con la tropa y los troperos, que eran esclavos de su casa.
Solía llevar a San Juan y Mendoza, arreos de ganado de la estancia paterna, que tenían
siempre la misma suerte, porque en Facundo, era el juego una pasión feroz, ardiente, que
le resacaba las entrañas. Estas adquisiciones y pérdidas sucesivas debieron cansar las
larguezas paternales, porque, al fin, interrumpió toda relación amigable con su familia.
Cuando era ya el terror de la República, preguntábale uno de sus cortesanos: “¿Cuál es,
general, la parada más grande que ha hecho en su vida?” “Setenta pesos” —contestó
Quiroga con indiferencia; acababa de ganar, sin embargo, una de doscientas onzas. Era,
según lo explicó después, que en su juventud, no teniendo sino setenta pesos los había
perdido juntos a una sota. Pero este hecho tiene su historia característica. Trabajaba de
peón en Mendoza, en la hacienda de una señora, sita aquélla en el Plumerillo. Facundo se
hacía notar, hacía un año, por su puntualidad en salir al trabajo y por la influencia y
predominio que ejercía sobre los demás peones. Cuando éstos querían hacer falla para
dedicar el día a una borrachera, se entendían con Facundo, quien lo avisaba a la señora,
prometiéndole responder de la asistencia de todos al día siguiente, la que era siempre
puntual. Por esta intercesión llamábanle los peones, el Padre. Facundo, al fin de un año de
trabajo asiduo, pidió su salario, que ascendía a setenta pesos; montó en su caballo sin
saber adónde iba, vio gente en una pulpería, desmontóse y alargando la mano sobre el
grupo que rodeaba al tallador, puso sus setenta pesos en una carta: perdiólos y montó de
nuevo, marchando sin dirección fija, hasta que a poco andar, un juez Toledo, que acertaba
a pasar a la sazón, le detuvo para pedirle su papeleta de conchavo. Facundo aproximó su
caballo en ademán de entregársela, afectó buscar algo en el bolsillo, y dejó tendido al juez
de una puñalada. ¿Se vengaba en el juez, de la reciente pérdida? ¿Quería sólo saciar el
encono de gaucho malo contra la autoridad civil y añadir este nuevo hecho al brillo de su
naciente fama? Lo uno y lo otro. Estas venganzas sobre el primer objeto que se
presentaba, son frecuentes en su vida. Cuando se apellidaba general y tenía coroneles a
sus órdenes, hacía 109 dar en su casa, en San Juan, doscientos azotes a uno de ellos, por
haberle ganado mal, decía Facundo; a un joven, doscientos azotes, por haberse permitido
una chanza en momentos en que él no estaba para chanzas; a una mujer, en Mendoza,
que le había dicho al paso, “Adiós, mi general”, cuando él iba enfurecido porque no había
conseguido intimidar a un vecino tan pacífico, tan juicioso, como era valiente y gaucho,
doscientos azotes. Facundo reaparece después, en Buenos Aires, donde en 1810 es
enrolado, como recluta, en el regimiento de Arribeños que mandaba el general Ocampo,
su compatriota, después Presidente de Charcas. La carrera gloriosa de las armas se abría
para él, con los primeros rayos del sol de mayo; y no hay duda que con el temple de alma
de que estaba dotado, con sus instintos de destrucción y carnicería, Facundo, moralizado
por la disciplina y ennoblecido por la sublimidad del objeto de la lucha, habría vuelto un
día del Perú, Chile o Bolivia, uno de los generales de la República Argentina, como tantos
otros valientes gauchos, que principiaron su carrera desde el humilde puesto del soldado.
Pero el alma rebelde de Quiroga no podía sufrir el yugo de la disciplina, el orden del
cuartel, ni la demora de los ascensos. Se sentía llamado a mandar, a surgir de un golpe, a
crearse él solo, a despecho de la sociedad civilizada y en hostilidad con ella, una carrera a
su modo, asociando el valor y el crimen, el gobierno y la desorganización. Más tarde, fue
reclutado para el ejército de los Andes y enrolado en los Granaderos a caballo; un teniente
García, lo tomó de asistente, y bien pronto, la deserción dejó un vacío en aquellas
gloriosas filas. Después, Quiroga, como Rosas, como todas esas víboras que han medrado
a la sombra de los laureles de la patria, se ha hecho notar por su odio a los militares de la
Independencia, en los que uno y otro han hecho una horrible matanza. Facundo,
desertando de Buenos Aires, se encamina a las provincias con tres compañeros. Una
partida le da alcance: hace frente, libra una verdadera batalla, que permanece indecisa
por algún tiempo, hasta que, dando muerte a cuatro o cinco, puede continuar su camino,
abriéndose paso, todavía, a puñaladas, por entre otras partidas que hasta San Luis le salen
al paso. Más tarde, debía recorrer este mismo 110 camino con un puñado de hombres,
disolver ejércitos en lugar de partidas e ir hasta la Ciudadela famosa de Tucumán, a borrar
los últimos restos de la República y del orden civil. Facundo reaparece en los Llanos, en la
casa paterna. A esta época se refiere un suceso que está muy valido y del que nadie duda.
Sin embargo, en uno de los manuscritos que consulto, interrogado su autor sobre este
mismo hecho, contesta: “que no sabe que Quiroga haya tratado nunca de arrancar a sus
padres dinero por la fuerza”; y contra la tradición constante, contra el asentimiento
general, quiero atenerme a este dato contradictorio. ¡Lo contrario es horrible! Cuéntase
que habiéndose negado su padre a darle una suma de dinero que le pedía, acechó el
momento en que padre y madre dormían la siesta para poner aldaba a la pieza donde
estaban y prender fuego al techo de pajas con que están cubiertas, por lo general, las
habitaciones de los Llanos. 9 Pero lo que hay de averiguado es que su padre pidió una vez,
al Gobierno de La Rioja, que lo prendieran para contener sus demasías, que Facundo,
antes de fugarse de los Llanos, fue a la ciudad de La Rioja, donde a la sazón se hallaba
aquél, y cayendo de improviso sobre él, le dio una bofetada, diciéndole: “¿Usted me ha
mandado prender? ¡Tome, mándeme prender ahora!”, con lo cual montó en su caballo y
partió a galope para el campo. Pasado un año, preséntase de nuevo en la casa paterna,
échase a los pies del anciano ultrajado, confunden ambos sus sollozos, y entre las
protestas de enmienda del hijo y las reconvenciones del padre, la paz queda restablecida,
aunque sobre base tan deleznable y efímera. Pero su carácter y hábitos desordenados no
cambian, y las carreras, el juego, las correrías del campo, son el teatro de nuevas
violencias, 9. Después de escrito lo que precede, he recibido, de persona fidedigna, la
aseveración de haber el mismo Quiroga contado en Tucumán, ante señoras que viven aún,
la historia del incendio de la casa. Toda duda desaparece ante deposiciones de este
género. Más tarde he obtenido la narración circunstanciada de un testigo presencial y
compañero de infancia de Facundo Quiroga, que le vio dar a su padre una bofetada y
huirse; pero estos detalles contristan, sin aleccionar, y es deber impuesto por el decoro,
apartarlos de la vista. (Nota de la 1.a edición, completada en la 2.a tal como figura en la
presente edición). 111 de nuevas puñaladas y agresiones, hasta llegar, al fin, a hacerse
intolerable para todos e insegura su posición. Entonces un gran pensamiento viene a
apoderarse de su espíritu, y lo anuncia sin empacho. El desertor de los Arribeños, el
soldado de Granaderos a caballo, que no ha querido inmortalizarse en Chacabuco y en
Maipú, resuelve ir a reunirse a la montonera de Ramírez, vástago de la de Artigas, y cuya
celebridad en crímenes y en odio a las ciudades a que hace la guerra, ha llegado hasta los
Llanos y tiene llenos de espanto a los gobiernos. Facundo parte a asociarse a aquellos
filibusteros de la pampa, y acaso la conciencia que deja de su carácter e instintos, y de la
importancia del refuerzo que va a dar a aquellos destructores, alarma a sus compatriotas,
que instruyen a las autoridades de San Luis, por donde debía pasar, del designio infernal
que lo guía. Dupuy, gobernador entonces (1818), lo hace aprehender, y por algún tiempo,
permanece confundido entre los criminales que la cárcel encierra. Esta cárcel de San Luis,
empero, debía ser el primer escalón que había de conducirlo a la altura a que más tarde
llegó. San Martín había hecho conducir a San Luis un gran número de oficiales españoles
de todas graduaciones, de los que habían sido tomados prisioneros en Chile. Sea
hostigados por las humillaciones y sufrimientos, sea que previesen la posibilidad de
reunirse de nuevo a los ejércitos españoles, el depósito de prisioneros se sublevó un día, y
abrió las puertas de los calabozos de reos ordinarios, a fin de que les prestasen ayuda para
la común evasión. Facundo era uno de estos reos y no bien se vio desembarazado de las
prisiones, cuando, enarbolando el macho de los grillos, abre el cráneo al español mismo
que se los ha quitado, y yendo por entre el grupo de los amotinados, deja una ancha calle
sembrada de cadáveres, en el espacio que ha querido correr. Dícese que el arma de que
hizo uso fue una bayoneta, y que los muertos no pasaron de tres. Quiroga, empero,
hablaba siempre del macho de los grillos y de catorce muertos. Acaso es ésta una de esas
idealizaciones, con que la imaginación poética del pueblo embellece los tipos de la fuerza
brutal, que tanto admira; acaso la historia de los grillos es una traducción argentina de la
quijada de Sansón, el Hércules hebreo. Pero Facundo la aceptaba como un timbre de
gloria, según su bello ideal, y macho de grillos o bayoneta, él, asociándose 112 a otros
soldados y presos a quienes su ejemplo alentó, logró sofocar el alzamiento y reconciliarse
por este acto de valor con la sociedad, y ponerse bajo la protección de la patria,
consiguiendo que su nombre volase por todas partes, ennoblecido y lavado, aunque con
sangre, de las manchas que lo afeaban. Facundo, cubierto de gloria, mereciendo bien de la
patria y con una credencial que acredita su comportación, vuelve a la Rioja y ostenta en
los Llanos, entre los gauchos, los nuevos títulos que justifican el terror que ya empieza a
inspirar su nombre; porque hay algo de imponente, algo que subyuga y domina, en el
premiado asesino de catorce hombres a la vez. Aquí termina la vida privada de Quiroga, de
la que he omitido una larga serie de hechos que sólo pintan el mal carácter, la mala
educación y los instintos feroces y sanguinarios de que estaba dotado. Sólo he hecho uso
de aquellos que explican el carácter de la lucha, de aquellos que entran en proporciones
distintas, pero formados de elementos análogos, en el tipo de los caudillos de las
campañas, que han logrado, al fin, sofocar la civilización de las ciudades, y que,
últimamente, han venido a completarse en Rosas, el legislador de esta civilización tártara,
que ha ostentado toda su antipatía a la civilización europea, en torpezas y atrocidades sin
nombre aún en la Historia. Pero aún quédame algo por notar en el carácter y espíritu de
esta columna de la Federación. Un hombre iletrado, un compañero de infancia y de
juventud de Quiroga, que me ha suministrado muchos de los hechos que dejo referidos,
me incluye en su manuscrito, hablando de los primeros años de Quiroga, estos datos
curiosos: “— que no era ladrón antes de figurar como hombre público — que nunca robó,
aun en sus mayores necesidades — que no sólo gustaba de pelear, sino que pagaba por
hacerlo y por insultar al más pintado — que tenía mucha aversión a los hombres decentes
— que no sabía tomar licor nunca — que de joven era muy reservado, y no sólo quería
infundir miedo, sino aterrar, para lo que hacía entender a hombres de su confianza, que
tenía agoreros o era adivino — que con los que tenía relación, los trataba como esclavos
— que jamás se ha confesado, rezado ni oído misa — que cuando estuvo de general, lo vio
una vez en misa — que 113 él mismo le decía que no creía en nada”. El candor con que
estas palabras están escritas revela su verdad. Toda la vida pública de Quiroga me parece
resumida en estos datos. Veo en ellos el hombre grande, el hombre de genio, a su pesar,
sin saberlo él, el César, el Tamerlán, el Mahoma. Ha nacido así, y no es culpa suya;
descenderá en las escalas sociales para mandar, para dominar, para combatir el poder de
la ciudad, la partida de la policía. Si le ofrecen una plaza en los ejércitos, la desdeñará,
porque no tiene paciencia para aguardar los ascensos; porque hay mucha sujeción,
muchas trabas puestas a la independencia individual, hay generales que pesan sobre él,
hay una casaca que oprime el cuerpo, y una táctica que regla los pasos; ¡todo esto es
insufrible! La vida de a caballo, la vida de peligros y emociones fuertes, han acerado su
espíritu y endurecido su corazón; tiene odio invencible, instintivo, contra las leyes que lo
han perseguido, contra los jueces que lo han condenado, contra toda esa sociedad y esa
organización a que se ha sustraído desde la infancia y que lo mira con prevención y
menosprecio. Aquí se eslabona insensiblemente el lema de este capítulo: “Es el hombre de
la Naturaleza que no ha aprendido aún a contener o a disfrazar sus pasiones, que las
muestra en toda su energía, entregándose a toda su impetuosidad. Éste es el carácter
original del género “humano”; y así se muestra en las campañas pastoras de la República
Argentina. Facundo es un tipo de la barbarie primitiva: no conoció sujeción de ningún
género; su cólera era la de las fieras: la melena de sus renegridos y ensortijados cabellos
caía sobre su frente y sus ojos, en guedejas como las serpientes de la cabeza de Medusa;
su voz se enronquecía, y sus miradas se convertían en puñaladas. Dominado por la cólera,
mataba a patadas, estrellándoles los sesos a N. por una disputa de juego; arrancaba ambas
orejas a su querida porque le pedía, una vez, 30 pesos para celebrar un matrimonio
consentido por él; y abría a su hijo Juan la cabeza de un hachazo, porque no había forma
de hacerlo callar; daba de bofetadas, en Tucumán, a una linda señorita a quien ni seducir
ni forzar podía. En todos sus actos, mostrábase el hombre bestia aún, sin ser por eso
estúpido y sin carecer de elevación de miras. Incapaz de hacerse admirar o estimar,
gustaba de ser temido; pero este gusto era exclusivo, 114 dominante, hasta el punto de
arreglar todas las acciones de su vida a producir el terror en torno suyo, sobre los pueblos
como sobre los soldados, sobre la víctima que iba a ser ejecutada, como sobre su mujer y
sus hijos. En la incapacidad de manejar los resortes del gobierno civil, ponía el terror como
expediente para suplir el patriotismo y la abnegación; ignorante, rodeábase de misterios y
haciéndose impenetrable, valiéndose de una sagacidad natural, una capacidad de
observación no común y de la credulidad del vulgo, fingía una presciencia de los
acontecimientos, que le daba prestigio y reputación entre las gentes vulgares. Es
inagotable el repertorio de anécdotas de que está llena la memoria de los pueblos, con
respecto a Quiroga; sus dichos, sus expedientes, tienen un sello de originalidad que le
daban ciertos visos orientales, cierta tintura de sabiduría salomónica en el concepto de la
plebe. ¿Qué diferencia hay, en efecto, entre aquel famoso expediente de mandar partir en
dos, el niño disputado, a fin de descubrir la verdadera madre, y este otro para encontrar
un ladrón? Entre los individuos que formaban una compañía, habíase robado un objeto, y
todas las diligencias practicadas para descubrir el ladrón habían sido infructuosas. Quiroga
forma la tropa, hace cortar tantas varitas de igual tamaño cuantos soldados había, hace
enseguida que se distribuyan a cada uno, y luego, con voz segura, dice: “Aquel cuya varita
amanezca mañana más grande que las demás, ése es el ladrón”. Al día siguiente, fórmase
de nuevo la tropa, y Quiroga procede a la verificación y comparación de las varitas. Un
soldado hay, empero, cuya vara aparece más corta que las otras. “¡Miserable! —le grita
Facundo, con voz aterrante—, ¡tú eres!…”. Y, en efecto, él era: su turbación lo dejaba
conocer demasiado. El expediente es sencillo: el crédulo gaucho, temiendo que,
efectivamente, creciese su varita, le había cortado un pedazo. Pero se necesita cierta
superioridad y cierto conocimiento de la naturaleza humana para valerse de estos medios.
Habíanse robado algunas prendas de la montura de un soldado, y todas las pesquisas
habían sido inútiles para descubrir al ladrón. Facundo hace formar la tropa y que desfile
por delante de él, que está con los brazos cruzados, la mira fija, escudriñadora, terrible.
Antes ha 115 dicho: “Yo sé quién es”, con una seguridad que nada desmiente. Empiezan a
desfilar, desfilan muchos, y Quiroga permanece inmóvil; es la estatua de Júpiter Tonante,
es la imagen del Dios del Juicio Final. De repente, se abalanza sobre uno, le agarra del
brazo y le dice, con voz breve y seca: “¿Dónde está la montura?” — “Allí, señor” —
contesta, señalando un bosquecillo —. “Cuatro tiradores” — grita entonces Quiroga. ¿Qué
revelación era ésta? La del terror y la del crimen, hecha ante un hombre sagaz. Estaba,
otra vez, un gaucho respondiendo a los cargos que se le hacían por un robo; Facundo le
interrumpe, diciendo: “Ya este pícaro está mintiendo; ¡a ver…, cien azotes…!” Cuando el
reo hubo salido, Quiroga dijo a alguno que se hallaba presente: “Vea, patrón; cuando un
gaucho, al hablar, esté haciendo marcas con el pie, es señal que está mintiendo”. Con los
azotes, el gaucho contó la historia como debía de ser, esto es, que se había robado una
yunta de bueyes. Necesitaba otra vez, y había pedido, un hombre resuelto, audaz, para
confiarle una misión peligrosa. Escribía Quiroga, cuando le trajeron el hombre; levanta la
cara después de habérselo anunciado varias veces, lo mira y dice, continuando de escribir:
“¡Eh!… ¡Ese es un miserable! ¡Pido un hombre valiente y arrojado!”. Averiguóse, en efecto,
que era un patán. De estos hechos hay a centenares en la vida de Facundo, y que, al paso
que descubren un hombre superior, han servido eficazmente para labrarle una reputación
misteriosa, entre hombres groseros, que llegaban a atribuirle poderes sobrenaturales. 117