El Narrador

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El narrador

El narrador es una voz ficcional imaginada por el autor para relatar la historia. No se lo debe confundir con el autor; por
ejemplo, quien narra “La soga” no es Silvina Ocampo –que sí es la autora-, sino un narrador que conoce todo lo que le
acontece a Antoñito. Existen distintos tipos de narradores, que se organizan según su modalidad de participación en la
historia.

NARRADOR INTERNO O INTRADIEGÉTICO:

Este narrador es un personaje dentro de la historia: actúa, juzga y tiene opiniones sobre los hechos acaecidos y los
personajes que aparecen, otorgándole una visión particular.

NARRADOR PROTAGONISTA (También definido como autodiegético, cuenta su propia historia): Este narrador relata en
primera persona y es el protagonista de la historia. Nos cuenta los hechos desde su punto de vista, adoptando una
posición subjetiva, -es decir, desde su percepción, pensamiento y modo de pensar. Es el personaje principal y todo lo
que sucede lo sabemos a través de él, el lector solo puede acceder a sus pensamientos o sentimientos y no al del resto
de los personajes.

NARRADOR TESTIGO: El narrador testigo es un espectador del acontecer, un personaje que asume la función de narrar.
Cuenta la historia en la que participa o interviene desde su punto de vista, nos cuenta la historia limitándola a los que ve,
piensa o siente. Suele asumir el rol de personaje secundario adquiriendo una cierta distancia del protagonista.

NARRADOR EN SEGUNDA PERSONA: Es el narrador menos utilizado. Tiene las características del narrador intradiegético
porque suele contar su propia historia. Relata en segunda persona como si se dirigiera al lector o como si hablara
consigo mismo (desdoblando su persona y hablándose a esa otra parte). Suele utilizarse solamente en determinados
fragmentos, no en todo el relato.

NARRADOR EXTERNO O EXTRADIEGÉTICO:

Se encuentra, en la mayoría de los casos, fuera de la historia. Suele narrar en tercera persona, según el conocimiento
que tienen del mundo creado.

NARRADOR OMNISICIENTE: Relata en tercera persona. No participa de los hechos, es decir, es externo a la historia y la
contempla desde afuera. Es la figura de “el que todo lo sabe” y no se corresponde con ningún personaje. Conoce todo lo
que sucede, lo que piensan y sienten los personajes. Es el tipo de narrador más habitual de las novelas y muchas obras
maestras están escritas bajo este punto de vista.

NARRADOR OBSERVADOR (También suele conocerse como “testigo”): Esta presente durante los hechos que narra, pero
no los protagoniza. Tampoco se corresponde con ningún personaje. Narra también desde afuera de la historia. Sin
embargo y a diferencia del anterior, no tiene el poder “omnipresente” del narrador omnisciente. Solo es capaz de contar
lo que ve con sus propios ojos o lo que otros personajes le contaron.
Actividad:

1) Indicar y clasificar el tipo de narrador en los siguientes fragmentos:

“Al principio pensó que lo que le impedía comer era la tristeza por el estado de su habitación, pero
precisamente con los cambios de la habitación se reconcilió pronto […] La asistenta, que siempre tenía mucha
prisa, arrojaba simplemente en la habitación de Gregorio todo lo que, de momento, no servía.”
Franz Kafka, La Metamorfosis

“Holmes pasó junto a la sirvienta y se precipitó en la sala, seguido por el rey y por mí. El mobiliario estaba
esparcido en todas direcciones, con estanterías desmontadas y cajones abiertos, como si la señora los hubiera
vaciado a toda prisa antes de escapar. Holmes corrió hacia el cordón de la campanilla, arrancó una tablilla
corrediza y, metiendo la mano, sacó una fotografía y una carta”
Arthur Conan Doyle, Las aventuras de Sherlock Holmes

“Una noche en que volvía a casa completamente embriagado, después de una de mis correrías por la ciudad, me
pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo alcé en brazos, pero, asustado por mi violencia, me mordió
ligeramente en la mano.”
Edgar Allan Poe, El gato negro

“Luego se habían metido poco a poco las dos y se iban riendo, conforme el agua les subía por las piernas y el
vientre y la cintura. Se detenían, mirándose, y las risas les crecían y se les contagiaban como un cosquilleo
nervioso.”
Rafael Sánchez Ferlosio, El Jarama

“Lees y relees el aviso. Parece dirigido a ti, a nadie más. Distraído, dejas que la ceniza del cigarro caiga dentro de
la taza de té que has estado bebiendo en este cafetín sucio y barato. Tu releerás.”
Carlos Fuentes, Aura

“Pero otras veces tienen que ir al muelle a medianoche o al amanecer, y pienso que cuando las bocinas de los
barcos le permiten a Montes oír cómo avanza ella en las piedras, arrastrando sus zapatos de varón, el pobre
diablo debe sentir que se va metiendo en la noche del brazo de la desgracia.”
Juan Carlos Onetti, Esbjerg, en la costa
El vestido de terciopelo

Silvina Ocampo

Sudando, secándonos la frente con pañuelos, que humedecimos en la fuente de la Recoleta, llegamos a esa casa, con
jardín, de la calle Ayacucho. ¡Qué risa!
Subimos en el ascensor al cuarto piso. Yo estaba malhumorada, porque no quería salir, pues mi vestido estaba sucio y
pensaba dedicar la tarde a lavar y a planchar la colcha de mi camita. Tocamos el timbre, nos abrieron la puerta y
entramos. Casilda y yo, en la casa, con el paquete. Casilda es modista. Vivimos en Burzaco y nuestros viajes a la
capital la enferman, sobre todo cuando tenemos que ir al barrio norte, que queda tan a trasmano. De inmediato
Casilda pidió un vaso de agua a la sirvienta para tomar la aspirina que llevaba en el monedero. La aspirina cayó
al suelo con vaso y monedero. ¡Qué risa!
Subimos una escalera alfombrada (olía a naftalina), precedidas por la sirvienta, que nos hizo pasar al dormitorio de la
señora Cornelia Catalpina, cuyo nombre fue un martirio para mi memoria. El dormitorio era todo rojo, con
cortinajes blancos y había espejos con marcos dorados. Durante un siglo esperamos que la señora llegara del
cuarto contiguo, donde la oíamos hacer gárgaras y discutir con voces diferentes. Entró su perfume y después de
unos instantes, ella con otro perfume. Quejándose, nos saludó:
–¡Qué suerte tienen ustedes de vivir en las afueras de Buenos Aires! Allí no hay hollín, por lo menos. Habrá perros
rabiosos y quema de basuras... Miren la colcha de mi cama. ¿Ustedes creen que es gris? No. Es blanca. Un
campo de nieve –me tomó del mentón y agregó–: No te preocupan estas cosas. ¡Qué edad feliz! Ocho años
tienes, ¿verdad? –y dirigiéndose a Casilda, agregó–: ¿Por qué no le coloca una piedra sobre la cabeza para que
no crezca? De la edad de nuestros hijos depende nuestra juventud.
Todo el mundo creía que mi amiga Casilda era mi mamá. ¡Qué risa!
–Señora, ¿quiere probarse? –dijo Casilda, abriendo el paquete que estaba prendido con alfileres. Me ordenó: –Alcanza
de mi cartera los alfileres.
–¡Probarse! ¡Es mi tortura! ¡Si alguien se probara los vestidos por mí, qué feliz sería! Me cansa tanto.
La señora se desvistió y Casilda trató de ponerle el vestido de terciopelo.
–¿Para cuándo el viaje, señora? –le dijo para distraerla.
La señora no podía contestar. El vestido no pasaba por sus hombros: algo lo detenía en el cuello. ¡Qué risa!
–El terciopelo se pega mucho, señora, y hoy hace calor. Pongámosle un poquito de talco.
–Sáquemelo, que me asfixio –exclamó la señora.
Casilda le quitó el vestido y la señora se sentó sobre el sillón, a punto de desvanecerse.
–¿Para cuándo será el viaje, señora? –volvió a preguntar Casilda para distraerla.
–Me iré en cualquier momento. Hoy día, con los aviones, uno se va cuando quiere. El vestido tendrá que estar listo.
Pensar que allí hay nieve. Todo es blanco, limpio y brillante.
–Se va a París, ¿no?
–Iré también a Italia.
–¿Vuelve a probarse el vestido, señora? En seguida terminamos.
La señora asintió dando un suspiro.
–Levante los dos brazos para que pasemos primero las dos mangas –dijo Casilda, tomando el vestido y poniéndoselo de
nuevo.
Durante algunos segundos Casilda trató inútilmente de bajar la falda, para que resbalara sobre las caderas de la señora.
Yo la ayudaba lo mejor que podía. Finalmente consiguió ponerle el vestido. Durante unos instantes la señora
descansó extenuada, sobre el sillón; luego se puso de pie para mirarse en el espejo. ¡El vestido era precioso y
complicado! Un dragón bordado de lentejuelas negras brillaba sobre el lado izquierdo de la bata. Casilda se
arrodilló, mirándola en el espejo, y le redondeó el ruedo de la falda. Luego se puso de pie y comenzó a colocar
alfileres en los dobleces de la bata, en el cuello, en las mangas. Yo tocaba el terciopelo: era áspero cuando
pasaba la mano para un lado y suave cuando la pasaba para el otro. El contacto de la felpa hacía rechinar mis
dientes. Los alfileres caían sobre el piso de madera y yo los recogía religiosamente uno por uno. ¡Qué risa!
–¡Qué vestido! Creo que no hay otro modelo tan precioso en todo Buenos Aires –dijo Casilda, dejando caer un alfiler que
tenía entre sus dientes–-. ¿No le agrada, señora?
–Muchísimo. El terciopelo es el género que más me gusta. Los géneros son como las flores: uno tiene sus preferencias.
Yo comparo el terciopelo a los nardos.
–¿Le gusta el nardo? Es tan triste –protestó Casilda.
–El nardo es mi flor preferida, y sin embargo me hace daño. Cuando aspiro su olor me descompongo. El terciopelo hace
rechinar mis dientes, me eriza, como me erizaban los guantes de hilo en la infancia y, sin embargo, para mí no
hay en el mundo otro género comparable. Sentir su suavidad en mi mano me atrae aunque a veces me repugne.
¡Qué mujer está mejor vestida que aquella que se viste de terciopelo negro! Ni un cuello de puntilla le hace
falta, ni un collar de perlas; todo estaría de más. El terciopelo se basta a sí mismo. Es suntuoso y es sobrio.
Cuando terminó de hablar, la señora respiraba con dificultad. El dragón también. Casilda tomó un diario que estaba
sobre una mesa y la abanicó, pero la señora la detuvo, pidiéndole que no le echara aire, porque el aire le hacía
mal. ¡Qué risa!
En la calle oí gritos de los vendedores ambulantes. ¿Qué vendían? ¿Frutas, helados, tal vez? El silbato del afilador y el
tilín del barquillero recorrían también la calle. No corrí a la ventana, para curiosear, como otras veces. No me
cansaba de contemplar las pruebas de este vestido con un dragón de lentejuelas. La señora volvió a ponerse de
pie y se detuvo de nuevo frente al espejo tambaleando. El dragón de lentejuelas también tambaleó. El vestido ya
no tenía casi ningún defecto, sólo un imperceptible frunce debajo de los dos brazos. Casilda volvió a tomar los
alfileres para colocarlos peligrosamente en aquellas arrugas de género sobrenatural, que sobraban.
–Cuando seas grande –me dijo la señora– te gustará llevar un vestido de terciopelo, ¿no es cierto?
–Sí –respondí, y sentí que el terciopelo de ese vestido me estrangulaba el cuello con manos enguantadas. ¡Qué risa!
–Ahora me quitaré el vestido –dijo la señora.
Casilda la ayudó a quitárselo tomándolo del ruedo de la falda con las dos manos. Forcejeó inútilmente durante algunos
segundos, hasta que volvió a acomodarle el vestido.
–Tendré que dormir con él –dijo la señora, frente al espejo, mirando su rostro pálido y el dragón que temblaba sobre los
latidos de su corazón–. Es maravilloso el terciopelo, pero pesa –llevó la mano a la frente–. Es una cárcel. ¿Cómo
salir? Deberían hacerse vestidos de telas inmateriales como el aire, la luz o el agua.
–Yo le aconsejé la seda natural –protestó Casilda.
La señora cayó al suelo y el dragón se retorció. Casilda se inclinó sobre su cuerpo hasta que el dragón quedó inmóvil.
Acaricié de nuevo el terciopelo que parecía un animal. Casilda dijo melancólicamente:
–Ha muerto. ¡Me costó tanto hacer este vestido! ¡Me costó tanto, tanto!
–¡Qué risa!
La furia, 1959

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