Claroscuro - Nella Larsen

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Claroscuro, un soberbio drama sobre la identidad y el deseo traducido por

primera vez al castellano, narra la relación de amistad entre dos mujeres de


color en la Nueva York de los años veinte. Irene Redfield se reencuentra por
casualidad con una amiga de la infancia, Clare Kendry, quien comparte con
ella el hecho de que, a pesar de ser negra, su piel es lo suficientemente clara
para que pueda pasar por blanca. Irene ha permanecido en la comunidad negra
y está casada con un médico afroamericano. Clare, sin embargo, oculta su
identidad racial y está casada con un blanco que goza de una desahogada
posición económica y desprecia a la gente de color. El casual encuentro hace
que, a pesar de la reticencia inicial de Irene, retomen su amistad, amistad que
le permitirá a Clare cumplir su deseo de reencontrarse con los de su raza.

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Nella Larsen

Claroscuro
ePub r1.0
Titivillus 19-01-2021

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Título original: Passing
Nella Larsen, 2011
Traducción: Pepa Linares
Prólogo: Maribel Cruzado Soria
Ilustración de la cubierta: Sara Morante

Editor digital: Titivillus


ePub base r2.1

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PRÓLOGO

En la carta que Federico García Lorca escribió a sus padres desde Nueva
York el 14 de julio de 1929 contaba que había sido invitado a la casa de una
escritora norteamericana: «Asistieron solo negros. Ya es la segunda vez que
voy con ella, porque me interesa enormemente. En la última reunión no había
más blanco que yo. Vive en la segunda avenida y desde sus ventanas se
divisaba todo Nueva York encendido. Los negros cantaron y danzaron…
¡Pero qué maravilla de cantos! Solo se puede comparar con ellos el cante
jondo… Yo me senté en el piano y también canté. Y no quiero deciros lo que
les gustaron mis canciones. Las “moricas de Jaén”, el “no salgas, paloma, al
campo” y “el burro” me las hicieron repetir cuatro o cinco veces. Los negros
son una gente buenísima. Al despedirme de ellos me abrazaron todos y la
escritora me regaló sus libros con vivas dedicatorias, cosa que ellos
consideraron como un gran honor por no acostumbrar esta señora a hacerlo
con ninguno de ellos… es una mujer exquisita, llena de bondad y con esa
melancolía de los negros, tan profunda y tan conmovedora». Pues bien, esa
dama amable, generosa y melancólica no era otra que Nella Larsen. Muchas
veces me he preguntado quién los presentaría, pero Lorca no ofrece ese dato
ni tampoco Larsen. De hecho, en una carta a Cari Van Vechten[1], escrita el
28 de julio de 1929 y con matasellos del 31 (es decir, que cuando la franqueó
ya se había reunido con Lorca), Nella alude a su agitada vida social pero no
menciona el encuentro: «No escribo nada, no puedo… con tantos
compromisos sociales, yendo a lugares como el Ritz, el Roosevelt y a las
terrazas del Pensilvania y el Biltmore». Sin embargo, por las palabras del
poeta sí es fácil deducir que Nella no llevó a Lorca a estos salones de uso
exclusivo para personas de piel clara; o al Cotton Club (club odiado por los
negros porque no se les permitía la entrada aunque sus principales intérpretes,
como Duke Ellington, fueran todos de color); ni siquiera al Savoy, con sus
lindy hoppers haciendo auténticas cabriolas para contentar a los visitantes[2].
En la misma carta mencionada, Lorca añadía: «Con la misma escritora estuve
en un cabaret, también negro, y me acordé constantemente de mamá, porque

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era un sitio como esos que salen en el cine y que a ella le dan tanto miedo»; y
tres años más tarde, en su conferencia Un poeta en Nueva York relataría: «Yo
vi en un cabaret —Small’s Paradise— cuya masa de público danzante era
negra, mojada y grumosa como una caja de huevas de caviar, una bailarina
que se agitaba convulsamente bajo una invisible lluvia de fuego…». Al
margen de los desafortunados comentarios sobre los negros (incluido el símil
empleado para describir al público), todo parece indicar que ese sería el
cabaret al que fue con Larsen. Además, tendría sentido porque en esas fechas,
en plena Ley Seca, el Small’s, sin llegar a ser un speakeasy (lugar clandestino
donde se escuchaba buena música y se bebía), era más laxo a la hora de
facilitar alcohol. Lorca y Larsen se entendieron en francés, aunque sus
conversaciones no debieron de ser de altos vuelos. Nella lo hablaba mal, y
Federico, refiriéndose a sus encuentros con la escritora, contaba: «Eso es
Santa Precisa que hace milagros. El poco francés que sé se me aclaró tanto
que recordaba todas las palabras». Sin embargo, aunque las charlas fueran
triviales, Lorca sí fue perceptivo al observar la melancolía de Nella, quien en
esos días tenía motivos para sentirla porque, entre otras cosas, su marido la
estaba reemplazando por otra más joven y más blanca que ella. De todos
modos, la situación de sentirse rechazada no le era ajena a la novelista.
Y es que la historia de Nella Larsen es en sí misma tristemente literaria,
además de extremadamente difícil de construir, puesto que su vida está llena
de enigmas; no en vano, en los medios literarios de Harlem la habían
bautizado como «la mujer misteriosa». Apenas hay documentos que permitan
dar una visión de los veinte primeros años de su vida, y a los que existen
tampoco se les puede conceder demasiada credibilidad porque fueron
manipulados por la propia protagonista o por su familia. Por ejemplo, en su
partida de nacimiento la novelista figura con el nombre de «Nellie Walker,
persona de color nacida el 13 de abril de 1891», datos que la escritora
transformaría posteriormente en «Nella Larsen, nacida en 1893». Los
biógrafos sí suelen coincidir en que nació en Chicago, de madre danesa-
americana (Marie Hanson Walker) y padre de origen antillano[3] (Peter
Walker), que murió cuando Nella tenía dos años; también, en que su madre
volvió a casarse con Peter Larson, un hombre de su misma ascendencia y
color con el que tuvo otra niña, blanca, y en que, por lo tanto, Nella vivió su
infancia y parte de la adolescencia rodeada de personas visualmente
diferentes a ella.
Algunas de las variaciones sobre su biografía son meras fruslerías. Como
la revelación de la madre de Nella a una amiga de que, en realidad, su hija

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había nacido en Nueva York y no en Chicago o de que su padre no fue el
antillano Peter, sino un chofer negro de la casa donde Marie Hanson había
estado sirviendo. Pero no todos los deformados episodios de su historia o sus
ocultaciones eran tan insignificantes. En un censo llevado a cabo en 1910, en
la casilla de «Hijos en el hogar», los Larson señalaron «Una». La mayoría de
edad de Nella podría alejar la sospecha de que sus progenitores quisieran
eliminarla de su núcleo familiar si no fuese porque en el apartado de «Número
de hijos de la madre» la respuesta era igualmente «Una». No se sabe a ciencia
cierta qué tipo de presiones sociales o mentales llevó a los Larson a tomar
esta decisión, pero es un hecho que para Nella fue absolutamente traumático
el rechazo de su familia y sobre todo el de su madre, quien jamás aceptó el
color de la hija, separándola de su lado para siempre. En su primera novela,
Quicksand, la escritora transmite ese sentimiento a través del personaje de
Helga, una chica solitaria, sin relación con su familia, que no acepta la oferta
matrimonial de un blanco porque «si nos casáramos puede que te
avergonzases de mí, que llegaras a odiarme a mí y a toda la gente de color,
como hizo mi madre».
De adulta, Nella admitió que disfrutaba inventándose su infancia. Se reía
al recordar haber entretenido a grupos de blancos en reuniones contándoles
sus andanzas infantiles en las Islas Vírgenes, jugando en aquella vegetación y
tocando los tantanes. En la historia, a su padre lo convertía en un blanco
danés capitán de barco y a su madre en negra antillana, y, naturalmente,
ambos la adoraban. Gracias al registro de los centros de estudio se sabe que,
tras pasar los primeros años de su infancia en una especie de orfanato, el
señor Larson la matricula con nueve años y medio en Colman School (una
escuela pública multirracial que Nella, para darse más lustre, convertiría en
privada) y, en septiembre de 1905, en el instituto de enseñanza secundaria
Wendell Phillips. Durante esos años en Chicago, Nella vive en el hogar
familiar, lo que hace difícil de creer las palabras de su hermanastra, Anna
Larsen, que, como se verá, negó saber de la existencia de su hermana, puesto
que, aun siendo dos años menor que Nella, convivió con ella de 1901 a 1907.
Cuando Nella finaliza los estudios del instituto, la matriculan en la
Universidad de Fisk (Nashville), seguramente con la doble intención de
alejarla de su lado y facilitarle una educación adecuada para desenvolverse en
la élite de la sociedad afroamericana, puesto que esta universidad estaba
considerada «la Harvard del sur». Para Nella debió de suponer un descanso
estar entre iguales y no ser la rara avis de su ámbito familiar. Pero después de
un año abandona Fisk. La biógrafa de Larsen, Thadious M. Davis, apunta que

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la marcha de Nella coincide con una visita de su madre (la única en todo el
año) en la que quizá le comunica que no podían seguir pagándole los estudios
o/y le pide que no regrese con ellos a Chicago para vacaciones. La deducción
no es baladí porque Nella, efectivamente, no vuelve a Chicago y se marcha a
Dinamarca, donde, según su versión, permanece casi cuatro años y no vuelve
a ver a su familia. Pero esta es una etapa de incógnitas. En su solicitud de la
beca Guggenheim en 1929, Nella escribió que había asistido como oyente a la
Universidad de Copenhague de 1910 a 1912. Al parecer, en el pasaporte no
quedó registrado dicho viaje, pero, aunque fuera verdad su versión, la
pregunta es qué hizo en Dinamarca desde 1908 a 1910. La falta de datos ha
dado lugar a numerosas especulaciones que van desde un posible matrimonio
hasta un embarazo no deseado, con posterior aborto. Estas elucubraciones son
fruto en parte del análisis de su obra. Varios de sus personajes femeninos
mantienen relaciones con personas casadas, se quedan embarazadas de
amantes que las abandonan (como en el relato «The Wrong Man») o mueren
de parto (como en «Freedom»).
Entre las certezas biográficas, hay constancia de que de 1912 a 1915 cursó
estudios en la escuela de enfermería del Hospital Lincoln de Nueva York, que
luego se trasladó a Alabama y posteriormente regresó a Nueva York, esta vez
para trabajar en el Departamento de Sanidad. Para entonces, Nellie Walker ya
se había convertido en Nella Marión Larsen, despojándose para siempre del
«ennegrecido» apellido Walker y modificando el Larson por Larsen. Hago un
inciso en la cronología de su historia para señalar lo perturbadores que
resultan sus frecuentes cambios de nombre y las confusiones que provocan.
Su tabla onomástica podría resumirse de esta manera: Nellie Walker, Nellie
Larson y Nellye Larson corresponderían a la etapa de Chicago; Nellie Marie
Larsen, la matriculada en la Universidad de Fisk; Nella Marión Larsen, la que
trabaja en el Hospital Lincoln y se casa con Elmer Samuel Imes; Nella Imes,
la que trabaja en la Biblioteca Pública; Alien Semi, la que escribe novelas con
seudónimo; Nella Larsen, la que adquiere fama como escritora; y Nella
Larsen Imes, la que trabaja en el hospital tras la muerte de su exmarido.
Como dice Charles R. Larson (sin relación con la escritora), tantas
transmutaciones de una misma identidad solo representaban la búsqueda
incesante del sentido de la vida. Pero todas esas Nellies, Nellyes y Nellas
fueron la misma persona.
El insignificante mundo laboral y social del Hospital Lincoln podía
ofrecerle a Nella pocas sorpresas; de manera que, cuando el señor Imes,
profesor de la Universidad de Fisk y prestigioso científico, le propone casarse,

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no lo duda (la ceremonia se celebró el 3 de mayo de 1919). Elmer, de raza
negra y ocho años mayor que ella, era un hombre culto, con gran afición por
la música y la literatura (además de por las chicas blancas, como habría de
demostrar años más tarde), que se había sentido atraído por esa muchacha con
piel del color del «jarabe de arce», educada e inteligente. Para Nella, además
de afecto, su unión representaba adquirir seguridad económica y una mayor
visibilidad en la sociedad de la clase media afroamericana, a la que Imes
pertenecía y a la que ella no había tenido oportunidad de acceder. Ambos
compartían el gusto por la lectura, que solían hacer en voz alta para poderla
comentar (quienes visitaban su casa señalaban que las habitaciones estaban
repletas de volúmenes apilados por todas partes). Nella era una lectora voraz
que admiraba a Joyce, Conrad o Sinclair Lewis, pero, si nos atenemos a las
únicas manifestaciones registradas de la novelista sobre escritores de su
generación, llegamos a la conclusión de que no era generosa con sus colegas
afroamericanos. En 1930, por ejemplo, cuando ella se encontraba en su
momento de más popularidad, a la pregunta «¿Cuáles son sus autores
favoritos?», ella respondió: «Cari Van Vechten y John Galsworthy», lo que,
además de un tributo a la amistad con Van Vechten, no dejaba de ser también
una boutade considerando el amplio abanico de novelistas de más fuste —
blancos y negros— que había para elegir en ese periodo. De autores españoles
solo cita El buscón, de Francisco de Quevedo, que lee en una traducción
publicada por Knopf en 1926. Le impresiona la figura de don Pablos, «ese
hidalgo hambriento que se afana por esconder su condición», por lo que
representa de búsqueda de identidad: «Es maravillosa esta historia;
protagonizada por un rufián negro y contada del mismo modo naif, sería muy
interesante…», escribe en una carta.
Volviendo a 1921, Nella abandona su trabajo en el hospital y, con la
ayuda del escritor Walter White[4], que la recomienda al presidente de la
Book League, entra a trabajar como ayudante en la Biblioteca Pública de
Nueva York en Harlem. Tras dos años de estudios de biblioteconomía, accede
al puesto de bibliotecaria en la sección infantil de la biblioteca. Ese trabajo,
mucho más afín a sus intereses, también la aproxima a los componentes que
en ese momento están fraguando y protagonizando el Renacimiento de
Harlem, un movimiento literario y artístico que tuvo lugar en este barrio de la
ciudad de Nueva York durante los años veinte del pasado siglo. En
1925 Harlem se encontraba en pleno apogeo cultural, con una gran
concentración de «niggeratis» y de «negrotarians», dos términos acuñados por
la escritora Zora Neale Hurston. El primero (una fusión de «nigger» y

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«literati») definía a los literatos negros; el segundo hacía referencia a los
blancos amantes de «lo negro» y que con frecuencia contribuían a la
«sustentación» de los afroamericanos. En ese periodo surgieron «niggeratis»
tan ilustres como Langston Hughes[5], Arna Bontemps, Wallace Thurman,
Claude McCay, Countee Cullen, Zora Neale Hurston, Rudolph Fisher, Jessie
Fauset y Nella Larsen, entre otros. Entre los «negrotarians» había dos
categorías: los que combinaban los nobles sentimientos con un análisis
detallado del mercado (ese podía ser el caso del influyente periodista y crítico
social H. L. Mencken y el del editor Alfred Knopf, que vio el filón editorial
de la «negritud») y los que los ayudaban altruistamente, como Nancy Cunard
o Cari Van Vechten. Nella Larsen llegó a decir que Van Vechten «era lo
mejor que le había pasado a la raza negra», y en buena parte tenía razón. En
cualquier libro de referencia sobre el Renacimiento de Harlem se considera a
Van Vechten como un gran impulsor de la cultura afroamericana. Su román à
clef Nigger Heaven (1926) y la novela Infants of the Spring (1932), de
Wallace Thurman, representan dos excelentes crónicas de este periodo.
En 1925 Harlem era un perfecto caldo de cultivo para casi todo, incluidas
las sectas. En esa fecha, Jean Toomer, un pálido descendiente de familia
criolla y autor de culto de una única obra, Cane, aterrizó en Nueva York.
Llegaba de Fontainebleau (Francia), adonde había ido con la intención de
convertirse en discípulo de George Gurdjieff, un místico de origen armenio-
ruso, creador de una nueva doctrina que llamó «Cuarta Vía» (o «Cuarto
Camino»), basada en la psicología y la cosmología. Como tantos otros
seguidores, había acudido a él en busca de paz espiritual, igual que años antes
lo había hecho Katherine Mansfield (ella, como decían los detractores del
santón, «murió en el intento», pero al menos sus restos reposan en
Fontainebleau al lado de los de Gurdjieff). Toomer fue uno de los cuarenta
«elegidos» por Gurdjieff para difundir en Nueva York[6] su nueva religión. El
maestro nunca quiso revelar del todo sus ingredientes, pero quienes la
estudiaron concluyeron que era una amalgama de sufismo, esoterismo y
budismo. La doctrina, que había enraizado en muchos lugares de Europa y de
América, no arraigó en Harlem. Langston Hughes, en el primer volumen de
su autobiografía, The Big Sea, hace un buen resumen de la situación:
«Toomer regresó a Harlem habiendo adquirido los conocimientos necesarios
para impartir los preceptos a los literatos de Harlem. Wallace Thurman y
Dorothy Peterson, Aaron Douglas y Nella Larsen, sin contar un nutrido grupo
de harlemitas del mundo literario y social menos conocidos, se convirtieron
en ardientes neófitos de la palabra traída desde Fontainebleau a la parte alta

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de Manhattan por este apuesto joven de piel aceitunada, portador del mensaje
de Gurdjieff». Hughes explica el fracaso de la misión con su habitual ironía.
Según él, como todos estos negros de Harlem tenían que trabajar, y el dogma
demandaba estudio, observación y meditación, los mejores y más devotos
discípulos, ignorando el paso de las horas, perdieron sus trabajos y no
pudieron seguir pagando al guapo maestro. El grupo duró solo un año y
Toomer tuvo que trasladarse a la zona sur de Manhattan, donde sus habitantes
tenían más dinero para entregarse a la reflexión. Nella, pragmática como era,
no se unió al grupo atraída por la filosofía y el misticismo divulgados por
Toomer, ni siquiera por los atractivos físicos de Jean, como era el caso de su
amiga Dorothy Peterson. Puesto que Jean y ella padecían la misma
«dolencia» de identidad racial (aunque Larsen la tenía más asumida que
Toomer), Nella confiaba en que la «voz interior», a la que el método
gurdjieffiano decía que había que estar atento, quizá le indicase cómo resolver
el conflicto. Y de algún modo lo hizo, ya que Nella llegó a la conclusión de
que solo su escritura podía ayudarle. De manera que, además de a Toomer,
decide abandonar su trabajo de bibliotecaria y dedicarse a la literatura.
Al principio, su aportación al Renacimiento de Harlem fue más bien
discreta. Escribe una reseña de la novela Certain People of Importance, de la
escritora californiana Kathleen Norris, y un par de artículos en
Brownies’ Book, la homologa infantil de la revista Crisis, que firma como
Nella Larsen Imes. En cambio, cuando en 1926 publica los cuentos
«Freedom» y «The Wrong Man» en Young Realistic’s Histories Magazine,
quizá por tratarse de una revista «pulp» por la que la propia Nella no debía de
sentir mucho respeto, o por facilitar su publicación, los firma como Alien
Semi, escudada en un masculinizado seudónimo con el anagrama de su
nombre. La presencia femenina en el panorama literario de casi todos los
países y épocas ha sido escasa hasta etapas muy recientes; Nueva York, y más
concretamente la sociedad negra del Harlem de la primera mitad del siglo XX,
no estaba exenta de esa limitación.
Frente a docenas de nombres masculinos que representaron el mundo
cultural de ese periodo y de las décadas siguientes, sobran dedos en las manos
para mencionar figuras femeninas. De hecho, en el ámbito literario solo se
destacaron, además de Nella Larsen, Jessie Fauset (1882-1960), Zora Neale
Hurston (1891-1960) y Gwendolyn Brooks (1917-2000), con estilos muy
diferentes entre sí. Con frecuencia se relaciona a Nella Larsen con Jessie
Fauset porque ambas abordaron el passing[7] en dos de sus novelas. En el
caso de Fauset, lo hace en Plum Bun: A Novel Without a Moral (1928),

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segunda novela tras There is a Confusion (1924), la primera escrita por una
mujer que se publicó durante el Renacimiento. Sin embargo, ni sus caracteres
ni sus vidas privadas tuvieron demasiados puntos en común. Si acaso que
ambas tenían la piel clara, poseían un toque Victoriano propio de las mujeres
de la clase media negra (aunque Jessie adquirió ese estatus de adulta porque
procedía de una familia numerosa y pobre) y ninguna de las dos tenía hijos
(Fauset se casó a los cuarenta y siete años). Laboral y académicamente Fauset
llegó más lejos que Larsen. Se graduó en la Universidad de Cornell, recibió la
licenciatura en Arte en la de Pensilvania y trabajó de profesora en varios
centros de enseñanza secundaria. También fue la editora literaria de Crisis,
una revista mensual dirigida por el sociólogo y defensor de los derechos
civiles W. E. B. Du Bois.
La posición económica del marido permite que Nella dedique todo su
tiempo a la literatura. De manera que en solo seis semanas escribe Quicksand,
aunque luego declararía que había estado otros tantos meses gestándola. Se
publicó en 1928, justo un año después de que Van Vechten se la ofreciera al
editor Knopf y este la aceptara. Quicksand, firmada ya con su nombre de
soltera, estaba dedicada a E. S. I. (iniciales de su marido) y llevaba como cita
la última estrofa del poema de Langston Hughes «Cross», incluido en The
Weary Blues («Cruce»/Los cansados Blues, 1925). La crítica, negra y blanca
(Amsterdam News y The New York Times, entre otros), no escatimó elogios
con la novela. Ese mismo año recibe la medalla de bronce del premio
convocado por la Fundación Harmond. Su buena racha todavía iba a seguir un
año más. En 1929 publica Claroscuro (Passing) y, en esta ocasión, Larsen
elige para su epígrafe cuatro versos de «Heritage», un poema de Countee
Cullen, perteneciente al volumen Color (1924) y que, dicho sea de paso,
Larsen no había alabado precisamente en el momento de su publicación.
Quizá es el verso final, «¿qué es Africa para mí?», el que le sirve a Larsen
como punto de partida del dilema de identidad planteado en la narración. La
novela recibe críticas aún más favorables que su libro anterior y desde
sectores de criterios antagónicos. Cari Van Vechten, quien junto a su esposa
Fania representan los personajes de Hugh Wentworth y Bianca
respectivamente, califica Claroscuro de «historia extraordinariamente
provocativa y maravillosamente contada». Du Bois, al final de su elogiosa
reseña, aconseja a los lectores: «Uno de los mejores libros del año,
cómprenlo».
Cuando tras décadas de injusto olvido se reivindicó la literatura
afroamericana escrita en la primera mitad del siglo XX, Nathan Irvin Huggins,

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en Harlem Renaissance (1971), señalaba a Larsen como la escritora que más
se aproximó a los personajes, tratando sus motivaciones con complejidad y
sofisticación, lo que daba a su obra una dimensión mayor. Según Huggins,
Larsen se diferenció de sus coetáneos en que estos parecían más preocupados
por el contexto de sus obras que por quienes las protagonizaban.
A los éxitos literarios de Larsen se unió la concesión de la beca
Guggenheim, la primera que se entregaba a una mujer afroamericana. Pero la
vida de Larsen, como la de buena parte de los mortales, se regía por
claroscuros. En 1930 se le acusa de haber plagiado su relato «Sanctuary» del
cuento «Mrs. Adis», que la escritora inglesa Sheila Kaye-Smith había
publicado en 1919. Es verdad que Larsen, como los músicos del barroco, se
había plagiado a sí misma (en Claroscuro utiliza párrafos de su cuento «The
Wrong Man»), pero cuesta aceptar que, pese a las coincidencias, la autora de
dos novelas como Quicksand y Claroscuro recurriera al relato de una
escritora de segunda categoría para copiarlo. Los jueces tampoco lo creyeron
y la declararon inocente, lo que no impidió que su estado de ánimo quedase
maltrecho, sobre todo porque el percance coincidía con la revelación pública
de que su marido mantenía desde hacía seis meses relaciones
extramatrimoniales. Por discreción, porque confía en que se trata de una
aventura pasajera y también por la pena y humillación que le supone volverse
a sentir abandonada, decide mantener la situación en secreto y poner tierra de
por medio marchándose sola a Europa con el dinero de la beca Guggenheim.
La finalidad de este viaje, además de la terapéutica, era observar las
«diferencias de libertad física e intelectual del negro entre Estados Unidos y
Europa», título de su propuesta para obtener la beca. Los países que elige para
su observación son Francia y España, aunque también visitó brevemente
Marruecos y Portugal. De Lisboa comenta: «Hay millones de iglesias en este
lugar y de hombres dispuestos a cualquier cosa… También hay negros, pero
no parecen despertar la curiosidad de la gente, excepto la mía; y es que el
50 % de los portugueses son tan oscuros o más que yo».
Aunque su destino en España es Palma de Mallorca, Nella hace una fugaz
parada en Madrid de la que solo comenta que «le encanta toda la ciudad».
Una vez en Palma se instala primero en Huerta de Palma, en el Hotel Reina
Victoria, frente al castillo de Bellver; después, alquila una casa (sirvienta
incluida) en José Villalonga, 32, en la zona residencial de El Terreno, donde
también vivían, o eran visitantes frecuentes, Somerset Maughan, John
Galsworthy y Robert Graves (este fijaría allí su residencia). Al acercarse el
otoño buena parte de ellos desaparece, lo que de algún modo favorece que

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Nella dedique más tiempo a la nueva novela, que piensa titular «Crowning
Mercy», y también realice pequeñas excursiones en solitario. Cuando visita la
cartuja de Valldemosa le escribe a Van Vechten estas líneas que ponen en
entredicho el celo patrimonial de España: «Ayer estuve en el lugar donde
George Sand y Chopin pasaron tantos meses de infelicidad… Si no fuera
porque tenía miedo de acabar en una cárcel española, habría robado para ti
algunos de los manuscritos. Puede que solo fuesen estudios y borradores,
pero, aun así, es un crimen que estuvieran allí medio tirados». Con la llegada
de la primavera Mallorca revive socialmente, y Nella, en su crónica epistolar,
exclama: «La vida aquí es tan frenética que resulta casi imposible encontrar
tiempo para dormir». Ni para escribir. Nella, que ha observado que el carácter
español deja todo para el día siguiente, admite que la sangre negra que corre
por sus venas le hace adaptarse fácilmente a «esa enfermedad», hermanando
de este modo la indolencia española con la de la población negra. Monta a
caballo («es muy doloroso sentarse a escribir al día siguiente de las clases,
literalmente») y asiste a todo tipo de fiestas. Acepta gustosa la aproximación
de dos jóvenes: un americano de Virginia y un jugador de polo escocés de
quien Nella señala como atributos que es «muy guapo, asquerosamente rico y
muy útil para abrirte la puerta, recogerte el pañuelo si se te cae, y cosas de ese
tipo». Aunque en su condición de mujer-de-marido-infiel Nella podía estar
dispuesta a cualquier aventura, de sus comentarios epistolares se deduce que
le interesaban más las juergas con amigos que los desahogos sexuales: «La
Armada española está en la bahía. Sus oficiales son agradables, pero nada
entretenidos ni excitantes… Toda la gente divertida se ha ido; no me había
sentido tan sola en toda mi vida, me dan ganas de llorar de aburrimiento.
Espero no sentirme tan melancólica en París», se lamenta. En una sociedad
mallorquina que, en los años treinta del pasado siglo, presumiblemente
seguiría parámetros de tolerancia muy diferentes a los de la neoyorquina,
además de aburrida, Nella debía de sentirse, cuando menos, observada. Según
señala Thadious M. Davis, la frecuente presencia de la escritora en un bar,
sola, fumando y bebiendo, lejos de interpretarse como un signo de
liberalismo, seguramente la convertía en una «mujer fácil». Por si fuera poco,
a Larsen le toca vivir en directo un hito trascendental en la historia de España.
Cuando está a punto de marcharse a París en busca del entretenimiento que ya
no halla en Palma, se proclama la República. Se cierran muchos comercios,
con las consiguientes restricciones alimentarias y de todo tipo. Nella, tan
amante de boatos, y con su proverbial falta de compromiso y empatía social,
exclamaría: «El populacho parece creer que la palabra “república” significa

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vacaciones perpetuas». Además del cierre de establecimientos, los barcos que
podían llevarla a Francia se cancelan y se ve obligada a permanecer en Palma
una semana («aterrorizada»), hasta que finalmente sale uno que la transporta a
Francia. Los datos sobre su estancia parisina son muy precisos. Se aloja en el
Hotel Rovaro (en el número 44 de la calle Brunel), después en el Hotel Paris
Dinard (en el 29 de la calle Cassette) y finalmente, ante la llegada de Dorothy
Peterson con su marido, alquila un apartamento en el 31 bis de la calle
Campagne. La presencia de su amiga la revitaliza, lanzándola de nuevo a la
vorágine social que había echado en falta durante las últimas semanas de
Mallorca. A través de diferentes epistolarios se sabe que va a ver actuar a su
compatriota Josephine Baker, se reúne con otros americanos en el celebérrimo
club nocturno Bricktop’s[8], frecuenta las fiestas de autores como Marjorie
Worthington o Rose Wheeler (donde conoce al fotógrafo Man Ray), bebe
«enormes cantidades de vino francés» y se siente racial y socialmente
aceptada, lo que hace que París sea perfecto. Pero el atractivo parisino se
eclipsa con la llegada del mal tiempo, y Nella cae enferma. Dorothy, que
habla francés y español con fluidez (era profesora de esta lengua en un centro
de enseñanza media de Brooklyn), se queda con ella para cuidarla y, cuando
la escritora se repone, viajan juntas a España de nuevo, esta vez al sur. En
busca de calor se van a La Línea de la Concepción, Gibraltar, Tetuán, Tánger
y Marruecos, de donde regresan a finales de diciembre a tiempo de pasar la
Navidad en Granada. Su periplo del sur lo completan con Málaga y Sevilla
(ciudad, por cierto, que ejerció tal fascinación en Dorothy que en su madurez
la eligió como residencia permanente).
Pero los días de vino y rosas estaban a punto de concluir. Cuando regresa
de Europa, Nella va a Fisk, donde aún se encontraba el domicilio conyugal.
La escritora, que ya había digerido los esporádicos affairs de Elmer, al llegar
descubre que su marido esta vez mantiene una nueva relación con una joven
profesora de la universidad, blanca para más señas. Los primeros meses
todavía actúa oficialmente como la esposa de Elmer, presenciando la reforma
de la nueva casa, que, a decir de quienes la visitan, «está perfectamente
diseñada para una pareja que no se lleva bien». La observación no puede ser
más exacta, y la tensa situación emocional a la que Nella se somete hace que,
a las enfermedades físicas que había sufrido últimamente, se añadan las
psicosomáticas, llegando a perder el pelo casi en su totalidad. De nuevo se
protege en la escritura y, aunque no ha terminado «Crowning Mercy»,
comienza «Mirage» (que luego convertiría en «Fall Fever»), una novela en la
que una mujer ha sido engañada por su marido y otra, sexualmente agresiva,

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hace todo tipo de esfuerzos por llevar a la cama al marido de la primera. La
fuente de inspiración era obvia y su valor literario nulo, según opinión de la
propia Nella y de Edward Donahoe, un joven escritor que al leer el
manuscrito le había confesado: «Es horrible». Donahoe le había propuesto
escribir una novela al alimón: ella se encargaría de los personajes femeninos y
él de los masculinos. La novela se iba a titular «Adrián and Evadne»,
basándose al parecer en un episodio de la Eneida, pero este proyecto tampoco
llega a completarse. Gran especialista en el arte de ocultar, cuando sus amigos
le escriben, incluso los más íntimos, como Dorothy, Fania y sobre todo Van
Vechten, Nella esconde sus verdaderos sentimientos. Se disculpa por
permanecer más silenciosa de lo habitual, limitándose a decir que son tiempos
complicados. La joven «independiente y fuerte», como la había calificado
Elmer al conocerla, no lo era tanto. Cuando finalmente el marido le pide el
divorcio y este se hace oficial el 30 de agosto de 1933, Nella se desmorona
emocionalmente.
Las condiciones del divorcio, con una paga mensual que le pasaba Elmer,
le permiten al menos librarse de los efectos de la Gran Depresión, que en esos
años ya afectaba incluso a la clase media blanca del bajo Manhattan y mucho
más a la negra de estrato inferior de Harlem, un barrio que, una vez acabada
su década prodigiosa, había sido abandonado a su triste suerte. Nella, incluso
en la época dorada de Harlem, le había comentado a su amiga Dorothy: «Será
injusto, pero cuando miro esas calles de Harlem me siento como Helga Crane,
el personaje de Quicksand, furiosa de tener algo que ver con todos estos
negratas» (Larsen, en vez de utilizar las palabras negro o black, usó la
despectiva acepción de nigger). El nefasto comentario era en realidad más
clasista que racista, ya que a Nella no le molestaba el color de las personas
que ocupaban las calles del barrio, sino su aspecto y modales. De manera que
se va a vivir con los Peterson a Brooklyn y posteriormente a la Segunda
Avenida en Manhattan. Durante unos años, gracias a su tesón y al efecto
curativo que le ofrecía la literatura, trata de mantener su estatus de escritora,
pero al rechazarle Rnopf «Crowning Mercy» su autoestima se ve muy
afectada. Por si la acusación de plagio, el divorcio y no poder publicar su
tercera novela fuesen pocos infortunios, cuando el señor Imes muere en 1941,
Nella se queda además sin la protección financiera de su exmarido y tiene que
volver a trabajar de enfermera en los hospitales de Nueva York, alejada de los
círculos culturales a los que había pertenecido y de los miembros que los
formaban. Incluso aquellos con los que había mantenido una relación más
estrecha dejaron de saber de ella. Nunca más volvería a escribir ni a intentar

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publicar. De la misma manera súbita que había surgido como escritora,
Larsen desapareció del panorama literario hasta los años setenta del pasado
siglo, cuando ella y otros escritores afroamericanos fueron visibles de nuevo.
Aunque se ha comprobado cómo Larsen se divirtió en algunos momentos
de su vida, no hay ningún episodio que nos la muestre como una persona
feliz. Curada de espanto como estaba, de adulta no dirigió su empeño a lograr
la dicha (si acaso con su marido, y falló), sino a la búsqueda personal de una
posición y prestigio social y, sobre todo, de una profesión que le permitiera
expresarse creativamente como mujer y como afroamericana. Y todo lo logró.
Cuando el 30 de marzo de 1964 se encontró el cadáver, Nella llevaba varios
días muerta en su apartamento, al parecer víctima de un fallo del corazón
como consecuencia de la hipertensión y arterioesclerosis que había padecido
en los últimos años. A su entierro no se presentó ningún pariente, ni siquiera
su hermanastra, Anna Larsen, que, al encontrarse con la sorpresa de que la
escritora le había dejado todos sus bienes, negó conocer su parentesco con
Nella. Tampoco asistió ningún miembro del Renacimiento de Harlem, sin
contacto con ella desde hacía años. Solo acudieron sus compañeros de trabajo,
los que habían representado su familia durante los últimos veinte años,
quienes se hicieron cargo de su sepelio en el cementerio Cypress Hill de
Brooklyn.
Puede que la renuncia de Larsen a la escritura, el alejamiento de los
círculos culturales a los que había pertenecido y el regreso a su puesto de
enfermera se vean como fracasos. Sin embargo, la evocación de sus
compañeras de hospital de una Nella eficiente, responsable, habladora, que a
veces les contaba sin presumir anécdotas de sus días de esplendor y a la que
en más de una ocasión la habían escuchado cantar mientras desempeñaba sus
labores, lleva a otro tipo de reflexión. Larsen aseguraba que a las mujeres
afroamericanas de clase media no les ayudaba tener una buena formación
intelectual y que el pensamiento no les había conducido más que al
sufrimiento y a la soledad. De manera que cabe preguntarse si no sería en el
hospital, atendiendo a los pacientes, sintiéndose a la vez querida por ellos, y
pudiendo por fin expresar su ternura, donde Nella consiguió finalmente ser
feliz. Lo que es un hecho es que la bella, sofisticada, inteligente e ingeniosa
Nella Larsen murió sola, misteriosa, como su propia existencia, y llevándose
a la tumba los secretos que rodearon su vida.

Passing

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En la historia de los Estados Unidos el término passing, título original de
Claroscuro, y que se puede traducir por «ocultación» o «pasar por una
identidad racial a la que no se pertenece», se aplicó inicialmente dentro de un
contexto meramente racial, refiriéndose exclusivamente al acto de cruzar «la
barrera de color» construida socialmente para separar a los blancos y negros
afroamericanos. En la actualidad, el término tiene una aplicación más amplia,
abarcando otros grupos étnicos y raciales, así como categorías de género
sexual o de clase social, pero estas páginas solo harán referencia a su
significado primitivo.
Sobre el origen del término passing no hay certeza ni acuerdo. Algunos
opinan que procede del pase o documento que los amos proporcionaban a sus
esclavos para que no los confundieran con fugitivos. Sin embargo, Werner
Sollows defiende que la primera vez que se utiliza el término relacionándolo
con la ocultación racial es a mediados del siglo XIX, en los anuncios de busca
y captura de esclavos de piel clara que se habían escapado. En ellos se
advertía a los perseguidores de la posible dificultad a la hora de distinguir a
los prófugos, puesto que «podían pasar fácilmente por blancos». Harriet
Beecher Stowe reprodujo dicho anuncio en La cabaña del tío Tom (1852),
siendo esta la primera vez que aparecía en literatura dicho vocablo con esa
acepción. A finales del siglo XIX y comienzos del XX, en Estados Unidos
también se utilizaban términos como brown (marrón) y highyellow (cetrino)
para definir a los negros de piel clara. Entre ellos Alexandre Dumas, a quien
algunas enciclopedias de la época lo describían como «high yellow». Otro
ejemplo musical es el de la popular canción The Yellow Rose of Texas, cuyo
título no hace referencia a la flor de color amarillo, sino a una joven mulata.
Dentro del léxico racial y discriminatorio, las paper bag parties (fiestas de
bolsas de papel de estraza) dejaban muy claro con su enunciado que no
podían asistir a esas fiestas quienes tuvieran la piel más oscura que el color de
dichas bolsas. Desgraciadamente, este código cromático no se practicaba
únicamente entre blancos, sino entre los propios negros de clase social alta o
media, que, además de gozar de mejor posición económica, solían tener un
porcentaje mayor de sangre blanca.
Ante la perspectiva de lograr una mejor educación, respeto y mejoras
sociales, muchos de los legalmente negros, pero visualmente blancos,
aprovechaban la circunstancia para obtener beneficios. Sin embargo, el temor,
mezclado con el remordimiento, les impedía en muchos casos disfrutar de la
categoría prestada, a la vez que su dualismo racial les conducía casi a un
estado de esquizofrenia. Aunque en los años gloriosos del Renacimiento de

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Harlem la autoestima de los negros se fortaleció, no todos tenían valor para
afrontar el trato despectivo por parte del blanco o renunciar a las ventajas que
les aportaba pertenecer a la raza «correcta». Si su piel era lo suficientemente
clara, no resistían la tentación de ocultar que tenían sangre negra y lograr de
ese modo un lugar en la sociedad al que jamás podrían acceder si confesaban
su pasado. La revista Ebony afirmaba en 1948 que en Estados Unidos había
cinco millones de blancos (oficialmente negros) de los que, cada año, unos
cuarenta o cincuenta mil pasaban la «barrera de color». Considerando que las
leyes segregacionistas implantadas en 1834 no se abolieron hasta 1965, se
puede entender que quienes tenían la oportunidad de pasar por blancos no la
desaprovecharan. Incluso ahora, en pleno siglo XXI, muchos negros
estadounidenses, si su apariencia se lo permite, prefieren ocultar su mestizaje
y vivir dentro de la sociedad blanca. Señal inequívoca de que, de no hacerlo,
todavía tienen que enfrentarse a marginación, prejuicios raciales y desventajas
sociales.
El caso más antiguo de ocultación racial del que se tiene referencia, y
posiblemente uno de los más peculiares, es el de Ellen Craft, hija de un patrón
blanco y de su esclava. Casada con otro esclavo negro, Ellen decidió
aprovechar el color blanco de su piel para huir con su marido a estados menos
esclavistas. Convirtiendo al cónyuge en su esclavo ficticio, viajaron en tren
durante cuatro días sin ser importunados ni descubiertos. Pero lo más
sorprendente es que Ellen no solo atravesó la barrera racial, sino la del sexo,
ya que, para no enfrentarse a otro tipo de discriminación, se hizo pasar por
hombre. El creador de la tira cómica Krazy Kat, George Herriman, fue otro
simulador racial. Para justificar su color de piel se hacía pasar por griego y
siempre llevaba sombrero para esconder su delator pelo rizado. La partida de
nacimiento indicaba que era de raza negra, pero los familiares que lo
sobrevivieron, o él mismo antes de morir, lograron que en el certificado de
defunción figurase como caucásico. O sea, nació negro, pero murió blanco.
Pero también ha habido ejemplos de ocultación racial contraria a lo
acostumbrado, es decir, de razas más claras que se han hecho pasar por otras
más oscuras. Como Archibald Belaney, cuyo deseo de convertirse en nativo
americano le llevó a inventarse una ascendencia apache (y escocesa, para
justificar su apariencia europea), aprendió el idioma y pasó a llamarse Grey
Old. Por motivos menos románticos, Espera DeCorti tomó esa misma
decisión. Con el fin de conseguir trabajo en la industria del cine, adoptó la
personalidad de indio americano y se cambió el nombre por Iron Eyes Cody.
Se metió tanto en su nuevo papel que llegó a casarse con una india verdadera,

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adoptó dos niños indios y vivió hasta su muerte en reservas indias donde lo
reconocieron como a uno de los suyos. Otro caso peculiar fue el de John
Howard Griffin, un periodista blanco que, con el fin de experimentar el
passing, se sometió a un tratamiento para oscurecerse artificialmente la piel y
viajó por estados segregacionistas como Luisiana, Alabama y Misisipí. Sus
impresiones las recogió en el libro Black Like Me (Negro como yo), que
publicó en 1961.
Antes de que Nella Larsen publicara Claroscuro, otros escritores
afroamericanos ya habían utilizado la ocultación racial como tema de sus
novelas. Probablemente, quien primero la introdujo como elemento narrativo
(aunque en caso opuesto a lo habitual) fue James Fennimore Cooper en 1821
en The Spy, la historia de un prisionero blanco que, con el fin de evadirse, le
pedía a un sirviente negro que le permitiera suplantarlo. A lo largo de los
siglos XIX y XX el número de obras de diferentes categorías que han tratado el
tema del passing ha aumentado notablemente. Sobre todo porque, conforme
la sociedad ha ido cambiando, la literatura afroamericana también ha utilizado
el concepto desde otra dimensión. En la actualidad, se está sirviendo de él
como estrategia narrativa e ideológica de trabajo. A través de la descripción
de personajes que «ocultan su raza», algunos escritores afroamericanos
satirizan los valores de la supremacía blanca, expresan la ansiedad provocada
por la movilidad social basada en la negación de la raza y ponen voz a temas
de orgullo y de autoafirmación.
El tema de la ocultación racial no solo ha sido tratado por escritores
negros, sino también por blancos. Por citar solo dos ejemplos, separados por
casi cincuenta años, la novela de Sinclair Lewis Kingsblood Royal (Sangre de
rey, 1947), basada en la vida de Walter White y su círculo de amigos, y la de
Philip Roth The Human Stain (La mancha humana, 2000). El cine también se
ha hecho eco en numerosas películas, aunque quizá las más recordadas sean
Imitación a la vida (en sus dos versiones de 1934 y 1959, ambas basadas en la
novela de Fannie Hurst) o Pinky, dirigida por Elia Kazan en 1949. Entre las
más recientes, la adaptación de la novela de Roth mencionada, La mancha
humana, dirigida por Robert Benton en 2003, y Tropic Thunder: una guerra
muy perra, comedia dirigida por el también actor Ben Stiller en 2008, en la
que un actor stanislavskiano blanco se hace la cirugía plástica con el fin de
pasar por actor afroamericano.
En cuanto al tratamiento que Nella Larsen dio a dicho concepto en
Claroscuro, es un hecho que, como señalaba Nathan Irvin Huggins, a la
escritora le preocupó más la dimensión psicológica de los personajes que los

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actos materiales que otros novelistas de la época retrataban en sus obras sobre
mulatos. En la novela, Clare Kendry y su amiga Irene Redfield se encuentran
accidentalmente en un lujoso restaurante de Chicago de uso exclusivo para
blancos. La apariencia euroamericana de ambas les ha permitido hacerse
pasar por blancas. Mientras para Clare esta es una actitud habitual porque ha
decidido formar parte de la sociedad blanca, para Irene se trata de algo
excepcional, ya que su opción ha sido integrarse dentro de la comunidad
afroamericana. El reencuentro las conducirá a confrontar lo que cada una ha
ocultado a los otros y a sí misma. De todos modos, los estudiosos de la obra
parecen estar de acuerdo en que Claroscuro no solo trata la identidad racial,
sino que también explora la relación entre apariencia y realidad, el engaño, la
manipulación y la identidad sexual, siendo sin duda la obra que incluye el
mayor número de aplicaciones del término. En cuanto a su autora, no se
puede decir que Nella Larsen practicara el passing en su sentido originario, ya
que nunca trató de cruzar la famosa «barrera de color», pero sí en sus otras
vertientes. Encubrió su porcentaje de sangre negra y la edad, disimuló sus
deseos sexuales y, sobre todo, aprendió desde niña a ocultar sus sentimientos,
a esconder su dolor, y seguramente su rabia, ante una familia que la repudió
cruelmente por el color de su piel y de la que nunca recibió afecto ni ternura.
Maribel Cruzado Soria

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Para Cari Van Vechten
y Fania Marinoff

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One three centuries removed
From the scenes his fathers loved,
Spicy grove, cinnamon tree,
What is Africa to me?
COUNTEE CULLEN[9]

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Primera parte EL ENCUENTRO

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Uno
Aquella era la última del delgado montón de cartas que componían el correo
matinal de Irene Redfield. Después de las otras, corrientes y dirigidas con
claridad, el sobre largo de fino papel italiano con su garabateado casi ilegible
resultaba exótico y fuera de lugar. Tenía, además, algo misterioso y hasta
cierto punto furtivo; era un objeto sutil y artero, sin un remite que delatara al
que la enviaba. Y no es que Irene no adivinara en el acto de quién se trataba.
Unos dos años antes había recibido otra carta muy parecida en su aspecto
exterior, furtiva y, sin embargo, de una forma peculiar y deliberada, un poco
ostentosa por su tinta morada y su papel extranjero de tamaño extraordinario.
Irene notó que la habían sellado en Nueva York el día anterior. Frunció
las cejas en un ceño leve, más de perplejidad que de fastidio, aunque algo de
las dos cosas había en sus pensamientos. Ella era incapaz de concebir el gusto
por el riesgo que, estaba segura, demostraría el contenido de la carta; por eso
le desagradaba la idea de abrirla y leerla.
Pensó que se ajustaba a lo que conocía de Clare Kendry; siempre
caminando por el borde del precipicio, a sabiendas, pero sin un paso atrás, sin
una desviación y sin importarle la inquietud o la indignación de los demás.
Durante un segundo, Irene Redfield tuvo la visión de una niñita pálida
sentada en un raído sofá azul, que cosía varios trozos de tela de un color rojo
intenso, mientras que el borracho de su padre, un hombre alto y de
complexión fuerte, iba de un lado para otro del mísero cuarto profiriendo
amenazas, soltando blasfemias y haciendo espasmódicos amagos de agredirla,
no menos temibles por ser en su mayoría inútiles. Alguna vez la alcanzaba,
pero solo el hecho de que la niña se alejara con su pobre costura hasta la
última esquina del sofá delataba alguna preocupación por el peligro que
corrían ella y su labor.
De sobra conocía Clare los riesgos de invertir una parte del dólar semanal
que recibía por hacer numerosos recados para la modista que vivía en el
último piso del edificio en el que Bob Kendry trabajaba como portero, pero el
saberlo no la arredraba. Quería asistir a la merienda campestre que organizaba
su colegio el domingo y estaba empeñada en llevar un vestido nuevo. Por eso,
superando algún escrúpulo y el temor al posible riesgo, había cogido el dinero
para comprar la tela de aquel triste vestidito rojo.

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Nunca, ni siquiera entonces, hubo en la idea que Clare Kendry tenía de la
vida el menor atisbo de sacrificio o de lealtad a otra cosa que no fuera su
deseo inmediato. Era egoísta, fría y dura, y, sin embargo, estaba igualmente
dotada de una curiosa capacidad para llevar el gesto cálido y la pasión hasta
los límites de la ampulosidad teatral.
Irene, que era un año o dos mayor que Clare, recordaba el día en que
trajeron a Bob Kendry a casa, muerto en una absurda pelea tabernaria. Clare,
que en ese momento tendría escasamente quince años, se quedó inmóvil, con
la boca apretada, los bracitos flacos cruzados sobre el pecho menudo,
contemplando el rostro familiar, blanco y abotargado, con una especie de
desdén en los almendrados ojos negros. Estuvo mucho tiempo así, mirando en
silencio. Luego, casi de golpe, estalló en un torrente de lágrimas y empezó a
mover el cuerpecito de un lado para otro al tiempo que se daba tirones del
pelo claro y pateaba el suelo con sus pies diminutos. El arrebato cesó
súbitamente, tal como había empezado, y Clare echó una ojeada rápida a la
habitación sin muebles y luego envolvió a todos, incluidos los dos policías, en
una mirada penetrante que despedía chispas de desprecio. Al instante, se dio
media vuelta y desapareció por la puerta.
Visto con la larga perspectiva de los años, aquello parecía más el
desbordamiento de una rabia reprimida que una efusión de dolor por la
muerte de su padre, aun admitiendo, como admitía Irene, que Clare, a su
estilo un poco felino, le había tenido cariño.
Felina. Sin duda, la palabra que mejor describía a Clare Kendry, si es que
existía alguna capaz de describirla. A veces era dura y no daba muestras de
tener sentimientos; otras era cariñosa e impulsiva hasta la temeridad. Había en
ella una malicia curiosamente tranquila, bien escondida hasta que alguien la
provocaba, porque entonces era capaz de arañar, y arañaba con mucha
contundencia. Si la sacaban de quicio, se defendía con ardor, como una fiera,
olvidando o pasando por alto todos los peligros posibles, la superioridad en
fuerza o en número o cualquier otra circunstancia desfavorable. ¡Con qué
ferocidad arañó aquel día a los chicos que abuchearon a su padre y le cantaron
una coplilla irónica, inventada por ellos mismos, para recalcar la
extravagancia de sus andares tambaleantes! ¡Y con qué premeditación llevó a
cabo…!
Irene volvió con el pensamiento al presente, a la carta de Clare Kendry
que sostenía en la mano aún sin abrir. Con cierta aprensión, sin prisas, rasgó
el sobre, extrajo las hojas dobladas, las desdobló y comenzó la lectura.

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Se trataba, comprobó en el acto, de lo que había esperado en cuanto supo
por el matasellos que Clare estaba en Nueva York: el deseo de volver a verla
expuesto en un estilo rebuscado. Pues bien, se dijo Irene, ella ni quería ni
necesitaba acceder a una proposición semejante; no pensaba secundarla en
aquel capricho disparatado de regresar aunque fuera un momento a la vida
que la propia Clare había decidido abandonar mucho tiempo atrás.
Examinó la carta por encima, unas veces descifrando lo mejor que podía
las palabras formadas con poco esmero; otras, adivinándolas de un modo
instintivo.
«… porque estoy sola, muy sola…, no puedo refrenar este deseo de volver
a verte, el más intenso que he tenido nunca, y te aseguro que he deseado
muchas cosas en mi vida… No imaginas hasta qué extremo, en la palidez de
mi vida actual, se me representan continuamente las imágenes brillantes de
aquella otra que una vez dejé gustosa de librarme de ella… Es como un dolor,
una angustia que nunca cesa…». Así un folio de papel fino tras otro, para
concluir: «… y hasta cierto punto, Rene querida, tú tienes la culpa, porque es
probable que ahora no sintiera este deseo salvaje y desenfrenado si no te
hubiera visto aquella vez en Chicago…».
En las mejillas de Irene Redfield, de un cálido tono oliváceo, se
encendieron dos chapas rojas y brillantes.
«Aquella vez en Chicago». Palabras que destacaban entre los numerosos
párrafos formados por otras muchas, trayendo consigo un recuerdo claro e
hiriente, en el que incluso ahora, dos años después, se mezclaban la
vergüenza, el rencor y la rabia.

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Dos
He aquí lo que recordó Irene Redfield.
Chicago. Agosto. Un día despejado y caliente, con un sol acechador y
brutal, cuyos rayos caían derretidos en una especie de lluvia. Un día en el que
hasta los perfiles de los edificios se estremecían como protestando por el
calor. Del pavimento calcinado brotaban unas líneas vibrantes que
serpenteaban en las rutilantes rodadas de los automóviles; los coches
estacionados en los bordillos eran una llamarada danzante y los cristales de
los escaparates reflejaban un brillo cegador; las aceras abrasadas despedían
unas afiladas partículas de polvo que se clavaban en la piel reseca o empapada
de los ajados peatones. Toda brisa posible parecía el aliento de una llama
lentamente avivada por varios fuelles.
Fue el día que Irene eligió entre todos para salir a comprar las cosas que
había prometido llevar de Chicago a sus dos pequeños, Brian hijo y Theodore.
Como era típico en ella, lo había aplazado hasta que no quedaron de su larga
estancia en la ciudad más que unas cuantas jornadas repletas de ocupaciones.
Y solo en aquel día bochornoso estaba libre de compromisos hasta la noche.
No le fue difícil encontrar el aeroplano mecánico de Brian hijo, pero el
cuaderno de dibujo para el que un Ted solemne e insistente le había dado
instrucciones precisas la obligó a entrar y salir sin resultado de cinco tiendas.
Iba camino de la sexta cuando, delante de sus irritados ojos, un hombre
cayó al suelo y quedó convertido en un bulto arrugado e inerte sobre el
cemento abrasador. La gente se agolpó alrededor de la figura exánime.
¿Estaba muerto o era solo un desmayo?, preguntó alguien a Irene, pero ella,
que ni lo sabía ni quería averiguarlo, se abrió paso para alejarse del gentío que
no dejaba de aumentar, con la desagradable sensación de estar mojada,
pegajosa y sucia por el contacto con tantos cuerpos sudorosos.
Se detuvo un momento para darse aire y secarse la humedad de la cara
con un trozo insuficiente de pañuelo. De pronto vio que toda la calle adquiría
un aspecto vacilante y comprendió que se estaba mareando. Con la viva
conciencia de necesitar una huida inmediata, levantó una mano e hizo señas a
un taxi aparcado justo delante de ella. El sudoroso conductor salió para
guiarla hasta el coche y la ayudó a entrar prácticamente en volandas. Irene se
dejó caer en el cuero caliente del asiento.
La cabeza se le nubló un instante.

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—Creo que me haría falta un té en un sitio con terraza —dijo a su
samaritano, ya más despejada.
—¿El Drayton, señora? —propuso el chofer—. Según dicen, arriba corre
siempre la brisa.
—Gracias, el Drayton estará muy bien —respondió Irene.
Se oyó el suave chirrido del embrague cuando el conductor lo pisó para
poner el automóvil en marcha e introducirlo con destreza en el bullicio del
tráfico. Recuperada por el airecillo caliente que levantaba el movimiento del
coche, Irene hizo lo posible por reparar los destrozos que el calor y la
muchedumbre habían causado en su aspecto.
Pronto, incluso demasiado, el vehículo vibrante se acercó a la acera para
detenerse. El conductor salió disparado y abrió la portezuela sin dar tiempo a
que la alcanzara el condecorado portero del hotel. Irene se apeó y,
agradeciéndole con una sonrisa y con algo de mayor sustancia su amable
ayuda y su comprensión, cruzó las amplias puertas del Drayton.
Al salir del ascensor que la había llevado a la azotea, la condujeron hasta
una mesa situada junto a una ventana larga, en la que el delicioso movimiento
de las cortinas prometía aire fresco. Era, pensó, como si la hubieran elevado
en una alfombra mágica hasta un mundo distinto, placentero, silencioso y
curiosamente alejado de aquel otro que chisporroteaba abajo.
El té, cuando llegó, colmó sus deseos y sus expectativas. En efecto, tanto
la satisfizo que después del primer trago profundo y refrescante se sintió
capacitada para olvidarlo y se dispuso a tomar de vez en cuando, con aire
ausente, un sorbito del vaso alto y verde, mientras inspeccionaba su entorno o
miraba fuera, por encima de los edificios más bajos, el azul brillante y sereno
del lago, que se extendía hasta un horizonte inconcreto.
Llevaba un rato contemplando el hormiguear de los puntitos de los coches
y de la gente en las calles, y pensando en lo absurdos que parecían, cuando
levantó el vaso y se sorprendió de encontrarlo vacío. Pidió más té y, mientras
esperaba, dio un repaso a los acontecimientos del día y se planteó qué hacer
con el asunto del libro de Ted. ¿Por qué se empeñaba casi invariablemente en
querer algo difícil o imposible de encontrar? Era como su padre, siempre
deseando lo que no estaba a su alcance.
En seguida oyó unas voces, masculina y estentórea la una, femenina y un
poquito ronca la otra. A su lado pasó un camarero seguido de una mujer que
llevaba un perfume suave y un vaporoso vestido de chiffon verde, cuyo
estampado de narcisos, jacintos y juncos recordaba los días agradables y

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frescos de la primavera. Detrás iba un hombre con la cara muy colorada, que
se secaba el cuello y la frente con un enorme pañuelo arrugado.
—¡Válgame Dios! —Gruñó Irene, contrariada por la molestia, porque,
después de un breve debate y de una cierta agitación, la pareja se detuvo justo
en la mesa de al lado. Hasta entonces había estado sola, tranquila y a gusto
cerca de la ventana. Ahora, por descontado, se pondrían a charlar.
Pero no. Solo se sentó la mujer. El hombre se quedó de pie, pellizcándose
distraído el nudo de su corbata azul claro; su voz se propagó con toda claridad
por el espacio que separaba ambas mesas.
—Entonces, te veo luego —dijo, bajando la mirada hacia ella. Sonreía y,
por la voz, se le notaba contento.
Su compañera separó los labios para responder, pero las palabras se
perdieron a causa de la pequeña distancia entre las dos mesas y de la mezcla
de ruidos que subía desde las calles; por tanto, no llegaron hasta Irene, que,
aun así, percibió la peculiar sonrisa acariciadora que las acompañaba.
—Bueno, va siendo hora… —dijo él. Sonrió de nuevo, se despidió y se
fue.
Una mujer atractiva, opinó Irene, con aquellos ojos oscuros, casi negros, y
aquella boca carnosa que resaltaba como una flor rojo escarlata en el marfil de
su cutis. Iba, además, bien vestida, acorde con la estación, con prendas finas y
frescas, pero no chafadas, como suele ocurrir con la ropa de verano.
Un camarero tomaba la comanda. Irene vio que la mujer levantaba la
cabeza y le sonreía murmurando algo, un «gracias» tal vez. Era una sonrisa
rara, que no supo definir, aunque estaba segura de que si la hubiera visto en
otra mujer no habría dudado en hallar un matiz demasiado provocativo para
un camarero. No obstante, algo había en esta que le impedía calificarla así.
Una cierta impresión de seguridad, quizá.
El camarero regresó con la comanda. Irene observó a la mujer mientras
desplegaba la servilleta y vio en la mano blanca la cuchara de plata que
hendía el oro opaco del melón. Entonces, consciente de que llevaba un rato
mirando, retiró la vista.
Volvió a sus asuntos. Había resuelto de una vez el problema de elegir
entre dos vestidos el más apropiado para la partida de bridge de aquella noche
en unas habitaciones con una atmósfera tan densa y tan caliente que más que
aire se tomarían bocanadas de caldo. Elegido el vestido, volvió a pensar en el
inconveniente del libro de Ted, con la vista puesta sin ver a lo lejos, en el
lago, cuando, gracias a una especie de sexto sentido, tuvo plena conciencia de
que la estaban observando.

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Lentamente, miró a su alrededor y a los ojos negros de la mujer del
vestido verde que se sentaba en la mesa de al lado, pero la otra, era patente,
no advertía el malestar que causaba un interés tan intenso y continuaba
clavando la mirada en Irene a conciencia y con la más absoluta de las
concentraciones, como una persona decidida a grabar por cualquier medio y
para siempre en su memoria, con toda exactitud, hasta el último detalle de las
facciones de Irene, sin dar muestras de desconcierto por verse descubierta en
su terco examen.
Todo lo contrario, fue Irene quien se sintió incómoda. La sensación de
que se le subían los colores bajo el constante escrutinio la obligó a bajar los
ojos. ¿Cuál sería —se preguntaba— el motivo de una atención tan
persistente? ¿Se habría puesto el sombrerito al revés con la agitación del taxi?
Lo palpó con cuidado. No. ¿Tal vez un rayajo de polvos en la cara? Se dio un
rápido repaso con el pañuelo. ¿Le ocurriría algo al vestido? Echó un vistazo.
Impecable. ¿Qué era?
Levantó de nuevo la cara, y, durante un momento, sus ojos castaños
devolvieron una mirada cortés a los ojos negros, que ni por un instante
mostraron dudas o desfallecimientos. Irene hizo un gesto mental de
displicencia. ¡Bah, déjala que mire! Quiso tratar con indiferencia tanto a la
mujer como su modo de observarla, pero no lo consiguió. Todos sus esfuerzos
por hacer caso omiso de lo uno o de lo otro resultaron infructuosos. Echó otra
ojeada a hurtadillas. Todavía miraba. ¡Qué extraña languidez la de aquellos
ojos!
Y poco a poco fue creciendo en su interior una inquietud odiosa y
detestable por conocida. Soltó una risa breve, pero le brillaban los ojos.
¿Sabría aquella mujer por algún medio que allí mismo, delante de sus
propios ojos, en la azotea del Drayton, se sentaba una negra?
¡Absurdo! ¡Imposible! Los blancos eran muy tontos para esas cosas, por
más que casi siempre presumieran de averiguarlo, y, para colmo, a través de
los detalles más absurdos: las uñas, las palmas de las manos, la forma de las
orejas, los dientes y otras simplezas parecidas. A ella la tomaban por italiana,
española, mexicana o gitana. Nunca, estando sola, habían sospechado ni por
lo más remoto que fuera negra. No, la mujer que se sentaba allí sin dejar de
mirarla no podía saberlo.
Aun así, Irene experimentó por turnos sendas oleadas de desprecio, rabia
y miedo. No se avergonzaba de ser negra ni de que se supiera en público; lo
que la desquiciaba era la posibilidad de que la echaran, aunque fuera con el
tacto y la educación que sin duda empleaban para esas cosas en el Drayton.

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Pero volvió a mirar, esta vez con descaro, los ojos que continuaban
interesándose en ella sin disimulos, y no le parecieron hostiles ni rencorosos.
Al contrario, Irene tuvo la sensación de que estarían dispuestos a sonreír si
ella sonriera; cosa absurda, desde luego. Pasada la impresión, Irene se dio
media vuelta con la firme intención de mantener la vista fija en el lago, en los
tejados de los edificios de enfrente, en el cielo o en cualquier parte menos en
aquella importuna. Sin embargo, miró casi inmediatamente. En medio de la
bruma de su desasosiego se había adueñado de ella el deseo de dominar con la
mirada a la grosera observadora, pues aun suponiendo que la otra distinguiera
o sospechara su raza no tendría forma de probarlo.
De pronto, la alarma creció. Su vecina acababa de levantarse y se
acercaba a ella. ¿Qué iba a suceder ahora?
—Perdone —dijo la mujer con simpatía—, pero creo que la conozco.
Había un timbre de duda en la voz un poco ronca.
Cuando Irene levantó la cabeza, desaparecieron todos sus recelos y sus
miedos. Era imposible malinterpretar la cordialidad de aquella sonrisa o
resistirse a su encanto. Se le rindió en el acto, sonriendo a su vez.
—Mucho me temo que se equivoca usted —dijo.
—¡Pero sí, claro que te conozco! —exclamó la otra—. No me digas que
no eres Irene Westover. ¿O todavía te llaman Rene?
Durante el breve segundo que tardó en responder, intentó en vano
recordar dónde y cuándo había podido conocerla aquella mujer. Allí, en
Chicago, y antes de su matrimonio, eso seguro. ¿En el instituto? ¿En la
universidad? ¿En los comités de la Asociación de Jóvenes Cristianas? Lo más
probable era el instituto. ¿Con cuántas chicas blancas había intimado tanto
como para que se dirigieran a ella por el familiar Rene? En sus recuerdos, la
mujer que tenía delante no encajaba con ninguna. ¿Quién sería?
—Sí, yo soy Irene Westover. Ya nadie me llama Rene, pero es bonito
volver a oírlo. Y usted… —Titubeó, avergonzada de no acordarse, confiando
en que la otra terminara la frase.
—¿No me reconoces, Irene? ¿De verdad?
—Disculpe, pero ahora mismo no la identifico.
Irene examinó a la encantadora criatura que tenía de pie a su lado,
buscando alguna pista que le aclarara su identidad. ¿Quién podría ser?
¿Dónde y cuándo se habrían conocido? A través de su perplejidad, se abrió
paso el pensamiento de que la jugarreta de su memoria le estaba resultando
más gratificante que otra cosa, quién sabía por qué, a su antigua conocida. No
le molestaba que no la reconocieran.

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Y notó también que estaba a punto de recordarla, porque la mujer tenía
una peculiaridad, un algo intangible, demasiado impreciso para definirlo,
demasiado lejano para retenerlo, que sin embargo resultaba muy familiar para
Irene Redfield. Aquella voz…, con toda seguridad había oído aquel tono
ronco en algún sitio antes, antes de que el paso del tiempo, las relaciones o
algún otro acontecimiento lo hubieran afectado hasta convertirlo en una voz
que apuntaba vagamente a Inglaterra. ¡Ah! ¿Se habrían conocido en Europa?
Pero Rene… No.
—Es posible que usted… —empezó a decir Irene.
La mujer se echó a reír con una risa adorable, formada por una breve
secuencia de notas parecidas a un trino o al tañido de una delicada campana
labrada con un metal precioso. Un tintineo.
Irene soltó una exclamación breve e intensa:
—¡Clare! ¿No me digas que eres Clare Kendry?
Estaba tan asombrada que hizo ademán de levantarse.
—No, no te levantes —ordenó Clare Kendry, sentándose—. Quédate ahí y
hablemos. Podemos pedir algo más. ¿Un té? ¡Mira que encontrarte! ¡Es toda
una suerte!
—Es toda una sorpresa —dijo Irene, que, al ver el cambio en la sonrisa de
Clare, comprendió que acababa de destapar un rinconcito de sus
pensamientos. Solo añadió—: Jamás te habría reconocido de no ser por tu
risa. Estás cambiada, ¿sabes? Aunque hasta cierto punto continúas siendo la
misma.
—Puede —replicó Clare—. ¡Ah!, espera un segundo.
Se volvió al camarero que estaba a su lado.
—Mmmm… Vamos a ver, dos tés, y traiga también unos cigarrillos. Siií,
basta con eso. Gracias.
De nuevo aquella sonrisa con las comisuras levantadas, tan singular. A
Irene ya no le cabía duda de que era demasiado provocativa para un camarero.
Mientras Clare pedía los tés, Irene hizo un rápido cálculo mental. Hacía
doce años largos que ni ella ni nadie que conociera le había echado la vista
encima a Clare Kendry.
Al morir su padre, Clare se fue a vivir a la parte oeste de Chicago con
unas parientas, tías o primas segundas y terceras; parientas que nadie sabía
que tuvieran los Kendry hasta que se presentaron en el entierro y se llevaron a
la niña.
A partir de entonces y durante un año o más, Clare hizo a sus antiguos
amigos y conocidos del sur de la ciudad algunas visitas breves que, según

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creyeron todos, eran tiempo robado a las interminables tareas domésticas de
su nueva casa. En cada visita aparecía más alta y peor vestida, con una
sensibilidad más belicosa y una expresión más meditabunda y más resentida.
Irene recordaba el comentario de su madre: «Me preocupa Clare. Tiene pinta
de ser muy infeliz».
Las visitas fueron disminuyendo, se hicieron más breves, más escasas y
más distanciadas, hasta que al fin cesaron.
El padre de Irene, que apreciaba a Bob Kendry, se trasladó adrede al oeste
de la ciudad más o menos a los dos meses de la última visita de Clare y trajo
una información escueta: había visto a los parientes y Clare estaba
desaparecida. Si confió alguna otra cosa a su madre en la intimidad de la
alcoba era cosa que su hija desconocía.
Pero Irene tuvo algo más que una vaga sospecha de lo que podía tratarse,
porque se oyeron rumores; rumores llenos de interés, apasionantes para unas
chicas de dieciocho y diecinueve años.
Aquel de que se había visto a Clare Kendry a la hora de la cena en un
hotel de moda acompañada de dos hombres y otra mujer, todos ellos blancos.
¡Y bien vestidos! O aquel otro según el cual Clare iba por Lincoln Park en
coche con un hombre inequívocamente blanco y a todas luces rico: Packard
modelo limusina, chofer uniformado y toda la pesca. Hubo otros cuyo
contexto Irene no recordaba, pero todos apuntaban al lujo y la elegancia.
Recordaba, eso sí, con toda claridad que, en aquella época en que no
paraban de contarse historias fascinantes de la vida de Clare, las chicas
intercambiaban miradas cómplices, para luego, con una risita nerviosa,
apartar los ojos brillantes y despiertos y decir por lo bajo en un tono de
lástima o de incredulidad: «Bueno, a lo mejor es que ha encontrado un
empleo» o «Al fin y al cabo, podía no ser Clare» o «No hay que creer todo lo
que se oye».
Y siempre había una, más prosaica o más sincera que las otras en su
malicia, capaz de afirmar: «¡Pues claro que era ella! Ruth lo dice y Frank
también y ellos la reconocen al verla, igual que todos nosotros». Y no faltaba
quien añadía: «Sí, podéis estar seguros de que era Clare». Entonces todos
coincidían en que no cabía duda de que se trataba de ella y en que la
circunstancia solo podía indicar una cosa. ¡De trabajo, nada! La gente no se
lleva a los criados a cenar al Shelby, y mucho menos vestidos de punta en
blanco. Venían luego los falsos lamentos, y se oía decir: «Pobre chica,
imagino que será verdad, pero qué esperabas. Mira su padre. Y su madre, que,

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por lo visto, si no hubiera sido porque se murió se habría escapado. Además,
Clare siempre, en fin…, ha hecho su santa voluntad».
¡Justo! Irene recordó las palabras allí sentada, en la terraza del Drayton,
frente por frente a Clare Kendry. «Su santa voluntad». En efecto, del aspecto
y de los modales dedujo que sin duda Clare había cumplido muchos de sus
deseos.
Tras el intervalo del camarero, Irene reiteró la sorpresa y la alegría que le
causaba reencontrarse con Clare después de tantos años, doce como poco.
—Eres la última persona que esperaba encontrar en este mundo, Clare.
Creo que por eso no te he reconocido.
—Sí. Doce años —dijo Clare muy seria—. En cambio, a mí no me
sorprende verte, Rene; bueno, no mucho, porque la verdad es que desde que
he llegado tenía la sensación de que iba a encontrarme contigo o con algún
otro, aunque prefería que fueras tú. Será porque he pensado en ti con mucha
frecuencia; en cambio, tú…, estoy segura de que no me has dedicado un solo
pensamiento.
Cierto, desde luego. Pasadas las primeras especulaciones, las primeras
críticas, Clare se esfumó de la cabeza de Irene, de la suya y de la de otros…,
si es que los pensamientos se pueden deducir de las conversaciones.
Además, Clare nunca perteneció a la pandilla, del mismo modo que nunca
fue solo la hija del portero, sino la hija del señor Kendry, el cual era, en
efecto, portero, pero también, al parecer, compañero de universidad de los
padres de las chicas. Cómo y por qué se quedó en portero, y de los muy
inútiles, casi nadie lo sabía. A uno de los hermanos de Irene, que se lo
preguntó a su padre, le respondieron: «Eso a ti no te importa», y acto seguido
le aconsejaron que tuviera cuidado para no acabar como el «pobre Bob».
No, Irene no había pensado en Clare Kendry. Ella tenía una vida muy
atareada e imaginaba que a los demás les ocurría otro tanto. Justificó su
olvido, el suyo y el de los otros.
—Ya sabes cómo es eso. Todo el mundo está ocupado. La gente se
marcha, se pierde la relación. A veces hablamos de ellos una temporada, pero
poco a poco vamos olvidándolos.
—Sí, es natural —concedió Clare. ¿Y qué habían dicho de ella al
principio, durante la breve temporada que precedía al olvido total?, preguntó.
Irene apartó la vista, sintiendo que se le subía a las mejillas un ardor
elocuente, y eludió la respuesta.
—No pretenderás que recuerde esas nimiedades después de doce años de
bodas, muertes y nacimientos, aparte de la guerra.

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Se oyeron entonces las notas de aquel trino que era la risa de Clare
Kendry, breve, clara, la esencia misma del sarcasmo.
—¡Vamos, Irene —gritó—, claro que te acuerdas!, pero no hace falta que
lo cuentes porque lo sé como si hubiera estado allí, oyendo hasta la última
maldad. Sí, ya, ya, Frank Danton me vio una noche en el Shelby, y no me
digas que no lo radió aderezándolo un poco. Y me habrán visto otros en más
ocasiones. No sé… Pero una vez me encontré con Margaret Hammer en
Marshall Field’s. Le habría dicho algo, y estuve a punto, pero me dejó con el
saludo en la boca. Mi querida Rene, te aseguro que por su forma de
atravesarme con la mirada hasta yo misma dudé de estar allí en carne y hueso;
lo recuerdo con mucha claridad, demasiada incluso. Por cosas así no quise
hacerte una visita antes de mi traslado definitivo. Os portasteis siempre tan
bien, toda la familia, con aquella pobre niña solitaria que fui yo que, no sé,
pensé que no podría soportarlo.
Quiero decir que si alguno de vosotros, tu madre o tus hermanos o… Da
igual, preferí no enterarme; por eso me aparté del todo. Una tontería,
supongo. A veces me he arrepentido de no haber vuelto.
Irene se preguntó si serían lágrimas lo que daba tanta luz a los ojos de
Clare.
—Y ahora, Rene, quiero saberlo todo de ti y de todo el mundo y de todas
las cosas. Estás casada, imagino.
Irene asintió.
—Sí —dijo Clare, convencida—, naturalmente. Cuéntame.
Y así pasaron más de una hora tomando el té, fumando y llenando con su
charla una laguna de doce años, aunque la que hablaba era Irene. Contó a
Clare de su matrimonio y de su traslado a Nueva York, de su marido y de sus
dos hijos, que estaban viviendo la primera experiencia de separarse de los
padres para ir a un campamento de verano, de la muerte de su madre y de las
bodas de sus dos hermanos. Habló de matrimonios, nacimientos y muertes en
otras familias que Clare conoció en su momento y abrió para ella nuevas
perspectivas de la vida de amigos y conocidos.
Clare absorbía toda la información que durante tanto tiempo deseó tener y
no tuvo. Estaba inmóvil, con los labios brillantes un poco separados y el
rostro entero iluminado por la luz de sus ojos llenos de felicidad. De vez en
cuando formulaba una pregunta, pero en general guardaba silencio.
Afuera, un reloj dio la hora. De vuelta al presente, Irene miró su reloj de
pulsera.
—¡Ay, tengo que irme, Clare!

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Pasó un momento durante el cual se sintió molesta. Se le acababa de
ocurrir que no le había preguntado a Clare nada de su vida y que no le
apetecía preguntárselo. Conociendo la razón de su desgana, se dijo si no sería
mejor así, porque, si el asunto de Clare era como ella sospechaba, como todos
sospechaban, ¿no resultaría más discreto fingir que se le olvidaba preguntar
qué había hecho durante aquellos doce años?
¿Si? Era aquel «si» lo que la inquietaba. Tal vez, a pesar del chismorreo y
hasta de las apariencias en contra, no hubiera nada, nada que no pudiera
explicarse con toda sencillez e inocencia. Las apariencias, ahora lo sabía,
muchas veces no se ajustaban a los hechos, y si Clare no… Si todos
estuvieran en un error, ella debería mostrar un poco de interés en los
acontecimientos de la vida de Clare, porque, en caso contrario, pasaría por
una maleducada y por un bicho raro, pero ¿cómo averiguarlo? Al fin, decidió
que era imposible.
—Tengo que irme, Clare —se limitó a decir.
—Por favor, no tan pronto, Rene —rogó Clare sin moverse.
«Es tan guapa que no sería de extrañar…», pensaba Irene.
—Ahora que te he encontrado, Rene querida, estoy dispuesta a verte
montones de veces. Pasaremos aquí por lo menos un mes. Jack, mi marido, ha
venido por negocios. ¡Pobrecillo, con este calor! ¿No te parece atroz? ¿Por
qué no vienes a cenar esta noche con nosotros?
Dirigió a Irene una curiosa miradita de soslayo, y una sonrisa traviesa,
irónica, asomó a los labios rojos y carnosos, como si adivinara los
pensamientos secretos de su amiga y le estuviera tomando el pelo.
Irene se dio cuenta de que había suspirado en voz alta, aunque ni ella
misma habría podido decir si el suspiro era de alivio o de disgusto.
—Mucho me temo que no puedo, Clare. Estoy al completo. Cena y
bridge. Cuánto lo siento —se apresuró a responder.
—Entonces ven mañana a tomar el té —insistió Clare—. Verás a
Margery, que ha cumplido diez años, y también a Jack, si no tiene una
reunión o algo parecido.
Irene soltó una risita incómoda. También para mañana tenía un
compromiso, cosa que seguramente Clare no creería, y la posibilidad ahora,
de pronto, la incomodaba. Así pues, explicó que no estaba libre para el té ni
tampoco para la comida o para la cena con una ligera irritación, producto del
inmerecido complejo de culpa que se había apoderado de ella.
—Al día siguiente es viernes, y yo siempre paso el fin de semana en
Idlewild[10]. Ya sabes que se ha puesto de moda. —Y entonces le vino la

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inspiración—. ¡Clare! —exclamó—, ¿por qué no te vienes conmigo? Es
probable que se nos llene la casa, la mujer de Jim es aficionada a coleccionar
auténticas pandas de la gente más incontrolable, pero siempre nos las
arreglamos para hacer sitio a uno más. Allí los verás a todos, sin falta.
No había acabado de formular la invitación y ya estaba arrepentida. ¡Mira
que dejarse llevar por un impulso tan idiota, tan necio! Refunfuñó en su fuero
interno al pensar en las explicaciones interminables que se vería obligada a
dar, en la curiosidad, en las habladurías y en las caras de asombro. Y no
porque ella fuera una esnob, se decía, ni porque le importaran mucho las
cortapisas y las cicateras distinciones que había elegido la autodenominada
sociedad negra para levantar barreras a su alrededor, sino por una aversión
profunda y espontánea a la exagerada notoriedad que le impondría la
presencia de su invitada en Idlewild. En cambio, allí estaba, animándola de un
modo retorcido y contrario al sentido común.
Pero Clare negó con la cabeza.
—Me encantaría, de verdad, Rene —dijo un poco triste—, nada me
gustaría más, pero no podría, no debería, ya lo sabes. Saldría mal. Seguro que
lo comprendes. Me chiflaría, pero no puedo. —Le brillaban las pupilas negras
y tenía como un barrunto de temblor en la voz ronca—. Créeme que te
agradezco la invitación. No pienses que se me ha olvidado lo que
representaría para ti mi presencia allí. Bueno, si es que todavía te hacen mella
esas cosas.
Pero ya había desaparecido todo rastro de lágrimas de los ojos y de la voz
cuando Irene Redfield buscó su cara y experimentó la humillante sensación de
que la máscara de marfil —lo único que quedaba— escondía un regocijado
desdén. Desvió la mirada hacia la pared que estaba detrás de Clare. Bien
merecido lo tenía, porque, como se confesaba a sí misma, se sentía aliviada
justo por el motivo que su amiga acababa de insinuar. Sin embargo, el hecho
de que Clare adivinara su malestar no restó nada al alivio; era fastidioso que
la hubiera pillado en un renuncio, pero nada más.
Llegó el camarero con el cambio de Clare. Irene se dijo que debía irse en
seguida, pero no se movió.
Lo cierto era que sentía curiosidad y que le habría gustado preguntar a
Clare Kendry algunas cosas sobre aquel arriesgado asunto de hacerse pasar
por blanca, sobre la ruptura con el mundo conocido y cercano para buscar una
oportunidad en otro ambiente, quizá no ajeno del todo, pero desde luego no
del todo amable; por ejemplo, qué hacía uno con sus orígenes, qué
explicaciones daba de su vida y qué sentía cuando se relacionaba con otros

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negros. En cambio, no pudo, fue incapaz de encontrar una sola pregunta que
en su contexto o en su formulación no pareciera demasiado curiosa y hasta
impertinente.
Como si hubiera captado el deseo y la vacilación de Irene, Clare comentó
con aire pensativo:
—¿Sabes una cosa, Rene? A veces me pregunto por qué otras chicas de
color como tú o como Margaret Hammer, Esther Dawsony…, en fin, muchas
más nunca pasasteis al otro lado. ¡Es tan sumamente fácil! Si das el tipo, solo
hace falta un poco de coraje.
—¿Y tus orígenes? La familia, por ejemplo. No creo que puedas aterrizar
de la nada y esperar que la gente te reciba con los brazos abiertos. ¿O me
equivoco?
—Casi —afirmó Clare—. Rene, te sorprendería lo fácil que es entre los
blancos, mucho más que entre nosotros; tal vez porque son tantos o porque
están más seguros y no tienen de qué preocuparse. Nunca sé qué pensar.
Irene se mostraba incrédula.
—¿Quieres decir que no tienes que explicar de dónde procedes? Me
parece imposible.
Desde el otro lado de la mesa, Clare le dirigió una mirada de guasa
contenida.
—El hecho es que no lo necesité, aunque imagino que en otras
circunstancias habría tenido que proporcionarles una historia verosímil.
Seguro que se me habría ocurrido algo convincente y creíble porque tengo
imaginación, pero no hizo falta. Allí estaban mis tías, ¿comprendes?;
auténticas y respetables para todos y para todo.
—Ya, también se hacían pasar por blancas.
—No, en absoluto. Ellas lo eran.
—¡Ah! —Y en ese preciso instante a Irene se le vino a la cabeza que ya lo
había oído por boca de su padre o, mejor aún, de su madre. Se trataba de las
tías de Bob Kendry, el hijo bastardo de su hermano, aquel producto de una
canita al aire.
—Eran unas señoras muy agradables —explicaba Clare—, muy religiosas
y más pobres que un ratón de iglesia. Aquel hermano que ellas adoraban, mi
abuelo, les ventiló hasta el último centavo cuando se le acabó lo suyo, que
tampoco era mucho.
Clare hizo una pausa en la narración para encender otro cigarrillo. A Irene
no le pasó inadvertida la sombra de resentimiento que había en su sonrisa y su
expresión.

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—Como eran buenas cristianas —continuó Clare—, cuando mi padre
llegó a su achispado final, cumplieron con su deber y me dieron lo que podría
llamarse un hogar. Desde luego se esperaba que me ganara la manutención
haciendo todas las labores caseras y la mayor parte de la colada, pero
comprenderás, Irene, que, de no haber sido por ellas, yo no habría encontrado
una familia en este mundo.
El cabeceo y el suave murmullo de Irene expresaron comprensión,
entendimiento.
Clare hizo un mohín malicioso antes de continuar.
—Además, desde su punto de vista, me convenía el trabajo duro. Yo tenía
sangre negra y ellas pertenecían a esa generación que ha escrito y ha leído
largos artículos titulados: «¿Quieren trabajar los negros?». Para colmo,
estaban convencidas de que el buen Dios no descartaba que los hijos y las
hijas de Cam tuvieran que pagar con su sudor el haberle tomado el pelo al
viejo Noé aquella vez que empinó el codo más de la cuenta. Recuerdo que las
tías me contaban que el anciano borrachín maldijo a Cam y a sus hijos para
toda la eternidad.
Irene se echó a reír, pero Clare estaba seria.
—Tenía poca gracia, te lo aseguro, Rene. Era una vida muy dura para una
cría de dieciséis años, pero disponía de un techo y de comida y de vestidos…,
digámoslo así. Y luego estaban las Escrituras y las charlas morales y la
frugalidad y la industria y la amorosa protección del buen Dios.
—¿Alguna vez has pensado en cuánta desdicha y cuánta redomada
crueldad se han justificado en aras de esa amorosa protección de Dios? Y
siempre, según parece, por parte de sus más ardientes seguidores —preguntó
Irene.
—¿Tú qué crees? —exclamó Clare—. Eso, ellos, hicieron de mí lo que
ahora soy, porque naturalmente yo estaba decidida a largarme. No quería ser
un acto caritativo o un problema ni una hija del indiscreto Cam, sino una
persona. Y, por descontado, tenía ambiciones. Sabía que no era fea y que
podía pasar por blanca. Tú no lo imaginas, Rene, pero cuando iba al sur de
Chicago me faltaba poco para odiaros a todos. El hecho de que tuvierais todas
las cosas que yo no tenía y que deseaba tener me daba más fuerza para
conquistarlas, esas y otras. ¿Me comprendes? ¿Entiendes mis sentimientos de
entonces?
Levantó la vista con un gesto deliberado y conmovedor y, puesto que la
expresión de simpatía en el rostro de Irene le pareció una respuesta
satisfactoria, continuó hablando.

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—Las tías eran unas falsas. Mucha Biblia, muchos rezos y muchas
monsergas sobre la sinceridad, pero no deseaban que nadie se enterara de que
su querido hermano había seducido (perdido, decían ellas) a una chica negra.
La pérdida podía pasar, pero lo que no perdonaban era el brochazo de
alquitrán. Me prohibieron hablar de negros delante de los vecinos y hasta
mencionar el sur de la ciudad. Ten por seguro que obedecí. Yo creo que ellas
se arrepintieron después, y mucho.
Se echó a reír y las campanillas de su risa sonaron duras y metálicas.
—Cuando se presentó la ocasión de largarme, aquella omisión fue de
enorme valor para mí. Y, cuando Jack, que era compañero de colegio de unos
vecinos, regresó de América del Sur con una fortuna incalculable, no encontró
a nadie en condiciones de decirle que yo era de color, pero sí muchas
personas que le hablaran de la estricta religiosidad de la tía Grace y la tía
Edna. Lo demás puedes imaginarlo. A su vuelta, dejé de escaparme al sur de
Chicago y empecé a escaparme para verme con él, ya que las dos cosas eran
incompatibles. Al final no me costó mucho convencerlo de que no serviría de
nada hablar de boda con las tías, así que el día de mi decimoctavo cumpleaños
nos escapamos para casarnos. Y ya está. Más fácil, imposible.
—Sí, veo que te fue muy fácil. ¡Por cierto!, ¿por qué no le hablaron de tu
boda a mi padre? Cuando dejaste de visitarnos, hizo un viaje a propósito para
saber de ti. Estoy segura de que no le dijeron que te habías casado.
En los ojos de Clare Kendry brillaron unas lágrimas que no acabaron de
caer.
—¡Qué detalle! Preocuparse de mí hasta ese extremo. ¡Era un cielo de
hombre! Bueno, no se lo dijeron porque lo ignoraban. Ya me ocupé yo. No
estaba segura de que no se les removiera la conciencia y se fueran de la
lengua. Probablemente las viejas pensarían que yo, donde viviera, viviría en
pecado, que es lo que ellas esperaron siempre. —Una sonrisa divertida
iluminó el rostro encantador durante una fracción de segundo; luego calló un
momento antes de continuar hablando tranquila—: Siento lo que le dijeron a
tu padre. Con eso no había contado yo.
—No puedo asegurarlo —dijo Irene—. De todos modos, él no dio
explicaciones.
—Nunca las habría dado, querida Rene. No era de esos.
—Gracias. Ya sé que no.
—Pero no me has contestado. Dime la verdad: ¿te planteaste alguna vez
pasar por blanca?
Irene no dudó la respuesta.

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—No, ¿por qué tenía que planteármelo?
Tan despectivos fueron su voz y su gesto que a Clare se le subieron los
colores y le brillaron los ojos.
—Mira, Clare, no me falta de nada, como no sea un poco más de dinero
—tardó en añadir Irene.
Clare rio ante el comentario, y la chispa de rabia desapareció con la
misma rapidez que había aparecido.
—Por supuesto —dijo—, eso es lo que todo el mundo quiere, solo un
poquito más de dinero, incluidos los que lo tienen ya. Y no seré yo quien se lo
reproche, porque es terriblemente delicioso. Bien mirado, creo que hasta vale
lo que cuesta.
Irene no pudo más que encogerse de hombros. Con la razón estaba hasta
cierto punto de acuerdo, pero el instinto se le revelaba por completo, aunque
desconocía por qué. Y, aun sabiendo que si no se marchaba en seguida
llegaría con retraso a la cena, continuaba en su sitio. Era como si la mujer
sentada al otro lado de la mesa, la chica que conoció una vez, la misma que se
declaraba muy satisfecha de haber salido airosa de aquello tan arriesgado y,
para Irene Redfield, tan aborrecible, ejerciera sobre ella una fascinación rara,
imposible de resistir.
Clare Kendry continuaba apoyada en la silla alta, con los hombros
inclinados contra el borde tallado. Se sentaba con un aire de seguridad
indiferente que parecía querido, preparado. Irradiaba esa velada insinuación
de descaro refinado que algunas mujeres tienen de nacimiento y que otras
adquieren cuando se vuelven ricas o importantes.
Clare, y esto Irene lo recordaba con una punzada de satisfacción, no lo
había adquirido haciéndose pasar por blanca: lo había tenido siempre.
Igual que el cabello de oro pálido, que, aún sin cortar, llevaba suelto y
peinado hacia atrás, desde la frente despejada, y en parte oculto por el gorrito
encajado. Los labios, pintados de un brillante rojo geranio, eran dulces y
sensibles y un poco obstinados. Una boca tentadora. El rostro se ensanchaba
una pizca de más en la frente y en los pómulos, pero el cutis de marfil tenía
un lustre suave y peculiar. ¡Los ojos eran magníficos! Oscuros, a veces
absolutamente negros y siempre luminosos, enmarcados por unas pestañas
negras y largas. Ojos cautivadores, despaciosos y magnéticos, que, pese a su
calidez, tenían algo reservado y secreto.
¡Ah! ¡Por fuerza, ojos de negro! Ojos misteriosos e insondables, que en el
rostro de marfil y bajo el cabello claro adquirían un tinte de exotismo.

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Sí, el inmenso, el indiscutible encanto de Clare Kendry se debía a los ojos
que primero su abuela y luego su padre y su madre le habían transmitido.
Cuando asomó a ellos una sonrisa, Irene se sintió mimada, acariciada, y
sonrió también.
—Podrías venir el lunes, si estás de vuelta, y, si no, el martes —propuso
Clare.
Con un breve suspiro de pesar, Irene informó a Clare de que no regresaría
el lunes, de que el martes, estaba segura, tenía miles de ocupaciones y de que
el miércoles se marchaba. A lo sumo, podría librarse de algo el martes.
—Sí, inténtalo. Dale esquinazo a quien sea. Los demás pueden verte
siempre; en cambio, yo… ¿Y si no vuelvo a encontrarte? Piénsalo, Rene.
Tienes que venir, no se hable más. Nunca te perdonaría que faltaras.
No ver nunca más a Clare Kendry parecía en ese momento algo
espantoso. Estando allí, sometida al encanto y a la caricia de sus ojos, Irene
tuvo el deseo y la esperanza de que aquella despedida no fuera la definitiva.
—Lo intentaré, Clare —prometió con cariño—. Te llamaré… ¿O quieres
llamar tú?
—Creo que sí, será mejor. El teléfono de tu padre viene en la guía, lo sé, y
la dirección es la misma, el seis mil cuatrocientos dieciocho. Buena memoria,
¿eh? No olvides que te espero. Tienes que hacer lo imposible por venir.
De nuevo aquella dulzura tan peculiar en su sonrisa.
—Haré lo que pueda, Clare.
Irene cogió el bolso y los guantes. Las dos se levantaron. Clare retuvo la
mano que Irene le tendió.
—Ha sido agradable volver a verte, Clare. ¡Cuánto se alegrará mi padre
de saber de ti!
—Entonces, hasta el martes. Desde ahora mismo no pasaré un minuto sin
pensar en que voy a verte otra vez. Adiós, querida Rene. Dale a tu padre todo
mi cariño y este beso de mi parte.

Aunque el sol ya no estaba alto, las calles continuaban siendo hornos


llameantes. La brisa tenue aún era caliente y los apresurados peatones
presentaban un aspecto más ajado incluso que antes de que Irene huyera de su
contacto.
Al cruzar la calurosa avenida, lejos de la fresca terraza del Drayton y de la
sonrisa seductora de Clare Kendry, cayó en la cuenta de que le daba rabia
haberse sentido feliz y hasta un poco halagada con la evidente alegría que el
encuentro había producido en la otra.

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La irritación fue creciendo a medida que avanzaba en su sudoroso camino
a casa. Irene se preguntaba qué se habría adueñado de ella para hacer la
promesa de robar tiempo a los atareados días que le quedaban de visita con la
finalidad de pasar una tarde en compañía de una mujer cuya vida difería de un
modo tan absoluto y definitivo de la suya y a la que, como se le había hecho
notar, podría no ver nunca más.
¿Por qué narices se le había ocurrido prometerlo?
Mientras subía los escalones de la casa paterna, pensando en la sorpresa y
en el interés que despertaría en su padre el relato del encuentro de aquella
tarde, recordó que Clare había omitido su nombre de casada. Al referirse a su
marido solo decía Jack. ¿Sería intencionado?
A Clare le bastaba con levantar el teléfono para comunicarse con ella, o
con enviarle una tarjeta o coger un taxi, pero Irene no tenía ningún modo de
hacer lo mismo. Ni ella ni ninguna otra persona a la que pudiera hablar de su
encuentro.
—¡Como si pensara contarlo!
Giró la llave en la cerradura y entró. Según parecía, su padre no había
vuelto aún a casa.
Al final, decidió no decir una palabra de Clare Kendry. No le apetecía
hablar de una persona que tenía tan mala opinión de su discreción y de su
lealtad, se dijo. Y, por supuesto, tampoco tenía el deseo o la intención de
molestarse en absoluto ni por el martes ni por ningún otro día, si a eso iba.
No quería saber nada de Clare Kendry.

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Tres
El martes, la ciudad agostada amaneció cubierta por una bóveda de cielo
plomizo, pero la bruma plateada y prometedora de una lluvia que nunca llegó
a caer no bastó para aliviar el aire sofocante.
En el caso de Irene Redfield, aquella niebla tenue y agorera era una razón
de más para no hacer nada por ver a Clare Kendry esa tarde.
Sin embargo, la vio.
Fue el teléfono, que sonó horas y horas como un poseso. Irene estuvo
oyendo sus insistentes timbrazos desde las nueve, pero consiguió mantenerse
firme un cierto tiempo.
—No estoy, Liza; coge el recado —decía en todas las ocasiones.
Y en todas las ocasiones la criada regresaba para repetir:
—Es la dama de antes, señora. Dice que volverá a llamar.
Pero a mediodía, con los nervios crispados y la conciencia remordida por
la mirada de reproche que se dibujaba en el rostro de ébano de Liza cada vez
que ella se escudaba en otra negativa, se dio por vencida.
—Déjalo, Liza, contesto yo.
—Vuelve a ser esa señora.
—Diga… Sí.
—Soy Clare, Rene… ¿Dónde estabas?… ¿Podrías venir hacia las
cuatro?… ¿Qué?… Pero, Irene, ¡me lo prometiste! Solo un ratito… Puedes si
quieres… Me decepcionas, yo contaba con verte… Por favor, sé buena y ven.
Solo un minuto. Seguro que lo consigues si lo intentas… No me pondré
pesada para que te quedes… Sí… Te espero… Es el Morgan… ¡Ah, sí! El
apellido es Bellew, John Bellew… Hacia las cuatro, entonces… ¡Me dará
mucha alegría!… Adiós.
—¡Qué rabia!
Nada más colgar el auricular con un ¡zas! categórico, la cabeza se le llenó
de reproches contra sí misma. Como siempre, se había dejado convencer por
Clare Kendry para hacer algo sin tiempo y sin un deseo especial de hacerlo.
¿Qué había en aquella voz que la hacía tan atractiva, tan seductora?
Clare la recibió en el vestíbulo con un beso.
—¡Has venido! ¡Qué buena eres, Irene! Claro que tú siempre lo has sido
conmigo —dijo, y su sonrisa tuvo el poder de disipar en parte el enfado de
Irene, que incluso se alegró un poco de haber ido.

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Clare la guio caminando ligera hasta una habitación que tenía la puerta
entornada.
—Hay una sorpresa. Ya verás, es una reunión de las de verdad.
Irene se encontró en un salón amplio y alto, de cuyas ventanas colgaban
unas impresionantes cortinas azules que eclipsaban triunfalmente el oscuro
mobiliario de color chocolate. Clare llevaba un vestido fino y vaporoso del
mismo tono azul que le sentaba a la perfección, a ella y a la sala, por otra
parte bastante difícil.
De momento, Irene pensó que la habitación estaba vacía, pero al girar la
cabeza descubrió, hundida entre los cojines de un sofá enorme, a una mujer
que la observaba con tal concentración que retraía los párpados como si el
esfuerzo de mantener levantada la mirada se los hubiera paralizado. Al
principio, la tomó por una desconocida, pero en seguida habló en un tono
indiferente, casi antipático.
—¿Y tú qué tal, Gertrude?
La mujer hizo un gesto de afirmación con la cabeza y forzó una sonrisa en
su boquita de puchero.
—Yo estoy bien. Tú igual que siempre, Irene; no has cambiado ni un
poco.
—Gracias —respondió Irene al tiempo que elegía un asiento, pensando:
«¡Dios mío, las dos juntas!».
Porque también Gertrude estaba casada con un blanco, si bien en su caso
no podía decirse que hubiera engañado a nadie, ya que el marido —¿cómo se
llamaba?— había ido al colegio con ella y tanto él como sus amigos y su
familia sabían que era negra, cosa que, a Irene le constaba, no les importó
entonces. ¿Y ahora?, se preguntaba. ¿Estaría Fred —Fred Martin, eso era—
arrepentido de su matrimonio a causa de la raza de Gertrude? ¿Y ella?
Irene se volvió a Gertrude.
—¿Y Fred, cómo está? Vergüenza da decir los años que hace que no lo
veo.
—¡Ah!, muy bien —fue la escueta respuesta de Gertrude.
Durante todo un minuto nadie habló. Por fin, la voz de Clare, agradable y
natural, rompió el silencio opresivo.
—Ahora mismo tomamos el té. Ya sé que no puedes quedarte mucho,
Irene. ¡Cuánto siento que no conozcas a Margery! Este fin de semana subimos
al lago para visitar a unos familiares de Jack en las afueras de Milwaukee, y
Margery quiso quedarse con los niños. Habría sido una pena no dejarla con el
calor que hace en la ciudad, pero a Jack lo espero de un momento a otro.

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—Estupendo —se limitó a decir Irene.
Gertrude guardaba silencio. Se le notaba cohibida. Su presencia molestaba
a Irene, que en su fuero interno estaba enfadada y a la defensiva, una
sensación que de momento no sabía explicar, pero le parecía raro que la Clare
de ahora hubiera invitado a la Gertrude de entonces. Naturalmente, después
de doce años sin verse, Clare no tenía por qué saberlo.
Más tarde, al analizar el origen de su enfado, Irene reconoció un poco a
regañadientes que procedía de la sensación de sobrar, de estar sola en la
fidelidad a su propia clase y condición; y no solo en lo más importante, el
matrimonio, sino en todo su sistema de vida.
Clare hablaba de nuevo, esta vez explayándose. Comentaba lo cambiado
que le había parecido Chicago a su regreso de un largo viaje por varias
ciudades europeas. Sí, dijo, respondiendo a una pregunta de Gertrude, había
vuelto a Estados Unidos en una o dos ocasiones, pero sin pasar de Nueva
York y de Filadelfia, y otra vez estuvo unos días en Washington. John
Bellew, que, al parecer, era una especie de agente bancario internacional, no
tenía muchas ganas de que su mujer lo acompañara en este viaje, pero, cuando
ella se enteró de que probablemente su marido llegaría hasta Chicago, quiso
venir de todos modos.
—Tenía que venir. Y, una vez aquí, me propuse ver a algún conocido y
enterarme de qué había pasado con todo el mundo. No sabía cómo, pero
estaba decidida.
Algo saldría. Y, a punto de probar fortuna yendo a tu casa o
telefoneándote para quedar, me topo contigo, Irene. ¡Menuda suerte!
Irene se mostró de acuerdo en lo de la suerte.
—Es la primera vez en cinco años que vengo a casa de mi padre, y ahora
estoy a punto de marcharme. Una semana más y ya no habría estado aquí.
¿Cómo has dado con Gertrude?
—Por la guía. Me acordaba de Fred. Su padre tiene aún una carnicería.
—¡Ah, sí! —dijo Irene, que no lo había recordado hasta oírselo decir a
Clare—, en Cottage Grove, cerca de…
—No, se trasladó. Ahora estamos en Maryland Avenue, lo que antes era
Jackson, cerca de la 63, y la carnicería es de Fred, pero él se llama igual que
su padre —la interrumpió Gertrude.
A Gertrude, pensó Irene, le pegaba lo del marido carnicero. No
conservaba ni rastro de la belleza juvenil que tanta admiración despertó en sus
años del instituto. Estaba ancha, casi gorda, y, aunque no tenía arrugas en la
cara blanca y grande, la excesiva tersura del cutis era en cierto modo un

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envejecimiento prematuro. El cabello negro, que llevaba corto, había perdido
por algún desgraciado procedimiento todos sus rizos naturales. Llevaba un
emperifollado vestido de crepé georgette demasiado corto, que dejaba ver una
cantidad pasmosa de piernas gruesas enfundadas en unas medias muy usadas
de un fuerte color rosa carne. La manicura reciente de las manos rollizas —
quizá para la ocasión— era poco afortunada. No fumaba.
—Antes de que llegaras, Gertrude me estaba hablando de sus dos chicos,
los mellizos. Fíjate, ¿no te parece una maravilla? —dijo Clare, e Irene tuvo la
impresión de que en la voz ronca había un tinte de dureza.
Notó una oleada de calor en las mejillas; era impresionante la capacidad
de Clare para adivinarle a una el pensamiento. Habló con toda naturalidad,
aunque estaba un poco irritada.
—¡Qué bien! Yo también tengo dos hijos, Gertrude, aunque no son
mellizos. Clare se nos ha quedado a la zaga, ¿no te parece?
Pero Gertrude no estaba segura de que Clare no fuera por delante.
—Clare tiene una niña. Yo quería una y Fred también.
—Es poco frecuente, ¿no? —preguntó Irene—. La mayor parte de los
hombres quieren niños. Por egoísmo, supongo.
—Pues Fred no.
El servicio de té se hallaba en una mesita baja al lado de Clare. En aquel
momento atendía a sus invitadas vertiendo el rico fluido ámbar de una jarra
alta de cristal en unos vasos imponentes por su finura que les alargaba en
primer lugar, para luego ofrecerles leche o limón y unos pasteles o unos
sándwiches diminutos.
—No, no he tenido chicos y no creo que los tenga. Me da miedo. Casi me
muero de terror los nueve meses anteriores al nacimiento de Margery
pensando en la posibilidad de que fuera oscura. Gracias a Dios, salió bien,
pero nunca volveré a correr el riesgo. ¡Jamás! Es una tensión demasiado…,
demasiado infernal —declaró a sus invitadas después de coger su propio vaso.
Gertrude Martin asintió en señal de lo mucho que la comprendía.
Aquella vez fue Irene quien no añadió palabra.
—¡No me lo cuentes! —dijo Gertrude cargada de razón—. Bien lo sé yo.
A lo mejor no creéis que también estuviera muerta de miedo. Fred y su madre
me llamaban tonta, pero, claro, es que pensaban que era una idea que se me
había metido en la cabeza y lo achacaban a mi estado. Ellos no saben, como
sabemos nosotras, que el asunto puede desandar el camino y oscurecerse, y
eso con independencia del color del padre y de la madre.

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Le sudaba la frente. Los ojos entornados giraron primero en dirección a
Clare y luego en dirección a Irene. Hablaba gesticulando mucho con las
manos regordetas.
—No —continuó—, yo tampoco quiero más, ni aunque fuera una niña. Es
espantosa esa capacidad para saltarse las generaciones y aparecer de pronto.
Fred me decía que no le importaba de qué color saliera con tal de que dejara
de preocuparme, pero nadie quiere un hijo oscuro.
Hablaba convencida, dando por descontada una aprobación sin fisuras por
parte de su público.
Irene, que había levantado la cabeza con un leve sobresalto, habló en un
tono tranquilo que la enorgulleció.
—Uno de mis hijos es oscuro —dijo.
Gertrude, con los ojos fuera de las órbitas, rebotó como si le hubiera
pegado un tiro. Abrió toda la boca para decir algo, pero en aquel instante fue
incapaz de encontrar las palabras.
—¡Ah! ¿Y tu marido es…, es… también oscuro? —balbuceó al fin.
Irene, pese a que luchaba contra un cúmulo de emociones en las que se
mezclaban la indignación, la rabia y el desprecio, fue capaz de responder con
una frialdad que disimulaba su sensación de desplazamiento y su escasa
estima por la compañía en la que se encontraba tomando un té helado en unos
vasos altos de color ámbar en aquella tórrida tarde de agosto. Su marido,
informó con toda tranquilidad, no era precisamente de los que podían pasar
por blancos.
Al oírlo, Clare dirigió a Irene su sonrisa mimosa y seductora y comentó en
un tono hasta cierto punto retador:
—Yo creo que la gente de color, nosotros, nos preocupamos de tonterías.
A fin de cuentas, ni a Irene ni a cien como ella les importa nada. Y a ti,
tampoco mucho, Gertrude. Solo las desertoras como yo estamos obligadas a
temer los caprichos de la naturaleza. Como mi inestimable padre solía decir:
«Todo tiene su precio». Y ahora, por favor, una de las dos me va a contar qué
fue de Claude Jones. ¿Recordáis? Aquel ejemplar alto y delgaducho del
bigotito cómico que nos daba tanta risa a las chicas. Era como un tiznajo. El
bigote, me refiero.
A Gertrude la ocurrencia le provocó una risa histérica.
—¡Claude Jones! —Y se puso a contar que ya no era ni negro ni cristiano
porque se había convertido en judío.
—¡Judío! —exclamó Clare.

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—Sí, judío. Judío negro[11] se llama ahora. No come jamón y los sábados
asiste a la sinagoga. Ahora, además de bigote, lleva barba. Os moriríais de
risa si lo vierais. Es tan divertido que no hay palabras. Yo creo que, como
dice Fred, está loco. Os digo que es el no va más, pero el no va más —y
volvió a reírse como una histérica.
Se oyó el campaneo de la risa de Clare.
—Desde luego es gracioso, pero él sabrá si le va mejor convirtiéndose…
Al oírlo, Irene, que aún se aferraba a su desconsolado sentimiento de
indiferencia cargada de razón, intervino con un tono mordaz.
—Es evidente que ni a ti ni a Gertrude se os pasa por la cabeza que haya
cambiado de religión por un motivo auténtico. Yo no creo que todo el mundo
haga las cosas por interés.
Clare Kendry no tuvo que pensar mucho para comprender en toda su
extensión el significado de aquellas palabras. Un poco ruborizada, replicó con
seriedad:
—Sí, admito que pueda existir la sinceridad… en su conversión, quiero
decir. Sencillamente, no se me había ocurrido. Me sorprende —y la seriedad
se trocó en burla— que tú te lo esperaras. ¿Lo esperabas de verdad?
—No imaginarás, supongo, que voy a contestar esa pregunta aquí y ahora
—dijo Irene.
El rostro de Gertrude era la viva estampa de la perplejidad. No obstante, al
ver las sonrisitas de las otras dos mujeres y no reconocerlas como lo que eran,
sonrisas de reserva mutua, también ella sonrió.
Clare se puso a hablar teniendo cuidado de no rozar nada que condujera a
la raza o a cualquier otro tema espinoso. Fue la mejor muestra de
malabarismo dialéctico que Irene había presenciado jamás. Sus palabras eran
una corriente deliciosa y bien modulada que fluía entre las dos mujeres; su
risa, un tintineo, un repiqueteo; sus historietas, triviales y chispeantes.
Irene aportaba de vez en cuando un «sí» o un «no» concisos; Gertrude,
con menos frecuencia, algún «¡no me digas!».
La fantasía de una conversación a tres dio resultado durante cierto tiempo.
Irene notó que su indignación se convertía poco a poco y a pesar suyo en una
admiración muda.
La voz de Clare, sus gestos, daban color a todo lo que contaba de la época
de la guerra en Francia, de la posguerra en Alemania, de los apasionantes
momentos de la huelga general en Inglaterra, de las inauguraciones de los
modistos parisienses, de la nueva vida alegre de Budapest[12].

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Pero la proeza verbal no podía durar. Gertrude se agitó en su asiento y
empezó a juguetear con los dedos. Irene, harta al fin de tanta repetición de las
cosas que leía con frecuencia en periódicos, revistas y libros, depositó su vaso
y cogió el bolso y el pañuelo. Estaba alisando los dedos tostados de los
guantes para enfundárselos cuando oyó el ruido de la puerta de la calle al
abrirse y vio que Clare se levantaba de un brinco con una expresión de alivio
en la cara.
—¡Qué maravilla! Es Jack, que llega justo a tiempo. Ahora no puedes irte,
querida Irene.
Cuando John Bellew entró en la habitación, lo primero que Irene advirtió
fue que no era el hombre que ella había visto con Clare Kendry en la terraza
del Drayton. Este, el marido, era bastante alto y de complexión robusta.
Estaría, imaginó, entre los treinta y cinco y los cuarenta. Tenía el cabello
ondulado, de color castaño oscuro, y una boca blanda, un poco afeminada, en
un rostro de textura pastosa y color enfermizo. Los ojos opacos, de un gris
acerado, eran muy vivos y se movían sin cesar debajo de unos párpados
gruesos y azulados. Irene pensó que no había nada extraordinario en aquel
hombre, como no fuera la impresión de una pujanza física latente.
—Hola, Nig[13] —fue su saludo a Clare.
Gertrude, que había dado un ligero respingo, volvió a sentarse y miró con
disimulo a Irene, que contemplaba al marido y a la mujer mordiéndose un
labio. Costaba creer que alguien, incluso la propia Clare Kendry, permitiera
una tal ridiculización de su raza a una persona ajena, aunque la persona en
cuestión resultara ser su marido. ¿Sabía él que era negra? El día anterior Irene
había entendido todo lo contrario de las palabras de Clare. En cualquier caso,
¡qué grosero y que insultante por su parte referirse así a ella en presencia de
unas invitadas!
Clare presentó a su marido con un destello singular en los ojos, tal vez
burlón, que Irene fue incapaz de definir.
—¿Habéis oído cómo me llama Jack? —preguntó, pasadas las efusiones
mecánicas que acompañan a una presentación.
—Sí —respondió Gertrude, riéndose con un entusiasmo obediente.
Irene callaba, con la mirada fija en el rostro sonriente de Clare.
Los ojos negros parpadearon.
—Cariño, cuéntales por qué me llamas eso.
Él soltó una risita gutural y arrugó los ojos de un modo que, Irene se vio
forzada a reconocerlo, no fue del todo desagradable.

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—Bueno, verán, el asunto es que, cuando nos casamos, Clare era muy
blanca…, blanca… como una azucena, pero yo digo que poco a poco va
oscureciéndose y le advierto que si no tiene cuidado un día se despierta y se
encuentra con que se ha convertido en una negrata.
Soltó una risotada, a la que Clare sumó su habitual campanilleo. Gertrude,
después de otro desplazamiento inquieto en el asiento, añadió su propia
estridencia. Irene, que hasta ese momento había mantenido los labios
apretados, soltó un: «¡Esa sí que es buena!», seguido de un ataque de risa.
Reía y reía sin parar. Las lágrimas le corrían por las mejillas, le dolían los
costados y la garganta, pero continuó riendo cuando ya los demás habían
parado, hasta que, al darse cuenta de la expresión de Clare, comprendió la
necesidad de ser cauta y de celebrar con mayor comedimiento el chiste
impagable. Paró en el acto.
Clare alargó a su esposo la taza de té y le puso una mano en el brazo con
un breve gesto de cariño. Luego, le habló en un tono a un tiempo íntimo y
divertido:
—¡Por Dios, Jack! ¿Qué cambiaría si, después de tantos años, te enteraras
de que tengo un uno o un dos por ciento de sangre negra?
—¡Ah!, no, Nig. Eso no va conmigo. Sé que no eres una negrata, y basta.
Por mí puedes oscurecerte todo lo que quieras, mientras esté seguro. Yo trazo
ahí la raya. No quiero negratas en mi familia. Nunca los ha habido y nunca los
habrá —declaró Bellew, haciendo un gesto de rechazo absoluto y definitivo
con la mano.
Irene, que casi no podía dominar el temblor de los labios, hizo un esfuerzo
sobrehumano por reprimir su catastrófico deseo de continuar riéndose, cosa
que al fin logró. Mientras elegía con cuidado un cigarrillo de la caja lacada
que había en la mesita de té, dirigió una mirada de soslayo a Clare y
descubrió sus peculiares ojos fijos en ella con una expresión tan honda, tan
oscura, tan insondable que tuvo la momentánea sensación de contemplar las
pupilas de una criatura distinta y ajena por completo. Entonces sintió el roce
de un peligro, como el aliento de una niebla fría. Absurdo, decía su razón
mientras aceptaba para el cigarrillo el fuego que le ofrecía Bellew. La
siguiente mirada le mostró una Clare sonriente. Gertrude, deseosa de agradar,
como de costumbre, sonreía también.
Un espectador, reflexionaba Irene, habría creído que se trataba de la más
simpática de las reuniones para tomar el té, toda bromas, sonrisas y risas
alegres.

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—¿Así que a usted, señor Bellew, no le gustan los negros? —preguntó
con humor, aunque la diversión estaba más en su cabeza que en sus palabras.
John Bellew soltó una breve carcajada de negación.
—Se equivoca usted de medio a medio, señora Redfield: no es que no me
gusten, es que los detesto. Y a Nig le ocurre otro tanto, por mucho que se
empeñe en convertirse en uno de ellos. No tendría una doncella negra
merodeando a su alrededor ni por todo el oro del mundo. Ni yo lo quiero,
porque esos repelentes demonios de color me dan alergia.
No tenía gracia. ¿Había tratado John Bellew con algún negro en su vida?,
preguntó Irene, y el tono defensivo de su voz produjo en la incómoda
Gertrude otro respingo y, pese a su apariencia serena, una rápida mirada de
preocupación en Clare.
—¡No, gracias a Dios! —respondió Bellew—. Y ojalá no los trate nunca,
pero sí trato con gente que los conoce mejor de lo que ellos mismos conocen
su negra naturaleza y leo lo que dicen los periódicos de sus robos y sus
asesinatos y de otras cosas peores —añadió, misterioso.
De la parte de Gertrude llegó un ruidito sofocado difícil de identificar, una
especie de resoplido o de risa nerviosa, que Irene no distinguió. Se produjo un
instante de silencio, durante el cual temió que su dominio de sí misma
resultara un puente demasiado frágil para soportar el peso de la rabia y la
indignación que crecían en su interior. Le entraron unas enormes ganas de
gritar al hombre que tenía al lado: «Pues está usted tomando el té rodeado de
tres de esos demonios».
El impulso pasó, borrado por la conciencia del peligro que el desahogo
habría supuesto para Clare, que reprendió a su marido sin perder la dulzura.
—Jack, cariño, seguro que a Rene no le apetece conocer la lista de tus
inquinas favoritas; ni a Gertrude tampoco. Puede que también ellas lean los
periódicos, ¿no te parece?
La sonrisa que le dedicó tuvo el poder de transformarlo en un hombre
tierno y dulce, como un fruto sometido a los rayos del sol.
—Vale, Nig nena, lo siento —se disculpó, inclinándose para dar una
palmadita traviesa en las manos claras de su esposa.
Luego se volvió a Irene.
—No quería aburrirla, señora Redfield, espero que me disculpe —dijo
avergonzado—. Clare dice que vive usted en Nueva York. Gran ciudad,
Nueva York. La urbe del futuro.
El despecho de Irene no había desaparecido, pero estaba contenido por un
dique de precaución y fidelidad a Clare. Con el tono más despreocupado que

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pudo improvisar dio la razón a Bellew, aunque, recordó, los habitantes de
Chicago habrían podido decir otro tanto de su ciudad. Mientras hablaba, se
sorprendía de que la voz no le fallara y de conservar una apariencia serena.
Solo las manos, que descansaban en su regazo, le temblaban un poco; por eso
se las acercó y unió las puntas de los dedos para inmovilizarlas.
—Tengo entendido que su marido es médico. ¿En Manhattan o en otro
distrito?
En Manhattan, le informó Irene, y explicó que Brian necesitaba tener al
alcance cierto tipo de clínicas y de hospitales.
—Interesante vida la de un médico.
—Siií, pero también dura y en cierto aspecto monótona y exasperante.
—Por lo menos para los nervios de la esposa, ¿no es así?, ¡con tantas
pacientes!
Se echó a reír, disfrutando con un entusiasmo infantil de la broma
antediluviana.
Irene se las compuso para esbozar una sonrisa momentánea, pero su voz
sonó seria.
—Brian no se dedica a las mujeres, sobre todo cuando están enfermas,
aunque a veces no me importaría, porque lo que de verdad lo atrae es América
del Sur.
—Un sitio prometedor, América del Sur, siempre que logren quitarse de
encima a los negratas. Está infestado…
—¡Jack, por favor! —El tono de Clare rayaba en el enfado.
—No me acordaba, Nig, de verdad. ¿Se dan cuenta de que soy un
calzonazos? —añadió dirigiéndose a las otras, y luego en concreto a Gertrude
—: Usted vive aún en Chicago, ¿verdad, señora…, eh…, señora Martin?
Era evidente que se esmeraba en ser amable con las antiguas amigas de
Clare. Irene tuvo que reconocer que en otras circunstancias Bellew podría
haberle caído bien. Un hombre bastante guapo, de carácter afable,
evidentemente acomodado, sencillo, que no se las daba de nada.
Gertrude contestó que a ella le gustaba Chicago. Nunca había dejado la
ciudad y seguramente no la dejaría nunca. Su marido tenía allí el negocio.
—Claro, claro, uno no puede abandonar un negocio de un día para otro.
Siguió una conversación fluida en la superficie a propósito de Chicago y
de Nueva York, de sus diferencias y de sus impresionantes cambios de los
últimos tiempos.
Era asombroso, casi increíble, pensaba Irene, que aquellas cuatro personas
estuvieran allí tan tranquilas, charlando con una cordialidad tan manifiesta,

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cuando en realidad bullían por dentro de rabia, de humillación y de
vergüenza; pero no, pensándolo bien, se vio obligada a rectificar, porque John
Bellew, con toda seguridad, estaba tan sereno por dentro como por fuera. Y
quizá Gertrude Martin también; por lo menos ella no padecía la vergüenza y
la humillación que debía de sentir Clare Kendry ni, con la misma intensidad,
la cólera y la rebeldía que ella, Irene, tenía que reprimir.
—¿Más té, Irene? —preguntó Clare.
—No, gracias. Tengo que irme; ya sabes que salgo mañana, y todavía no
he terminado de preparar el equipaje.
Se levantó. Gertrude, Clare y John Bellew la imitaron.
—¿Le ha gustado el Drayton, señora Redfield? —preguntó él.
—¿El Drayton? ¡Ah, mucho! Mucho, ya lo creo —replicó Irene, mirando
con desdén el rostro imperturbable de Clare.
—Un sitio estupendo. Yo he estado una o dos veces —dijo él.
—Sí, estupendo —convino Irene—, casi a la altura de los mejores que
tenemos en Nueva York.
Había apartado la vista de Clare y rebuscaba en su bolso un objeto
inexistente. Cuanto más aumentaba su conciencia de la situación, más crecían
en ella por igual la piedad y el asco. Clare era tan audaz, tan encantadora, tan
de las que hacen su «santa voluntad»…
Gertrude e Irene estrecharon la mano de Clare murmurando las palabras
de rigor: «Estoy muy contenta de haberte visto…»; «Hay que repetirlo
pronto…».
—Adiós —respondía Clare—. Ha sido un detalle que vinieras, querida
Rene; y lo mismo te digo, Gertrude.
—Adiós, señor Bellew… Ha sido un placer.
Fue Gertrude quien lo dijo. Irene, no; ella no pudo articular una fórmula
de cortesía ficticia ni por aproximación.
Bellew salió con ellas al rellano y llamó al ascensor.
—Adiós —repitieron al entrar.
Bajaron en silencio y, sin decir palabra, atravesaron el vestíbulo del
edificio.
Pero, en cuanto pisaron la calle, Gertrude estalló como estalla una persona
que no puede guardarse ni un minuto más lo que lleva una hora reprimiendo.
—¡Señor, cómo se la juega! No está en sus cabales.
—Sí, es arriesgado —admitió Irene.
—¡Arriesgado! Ya lo creo. ¡Dios mío, arriesgado es poco! Y el lío al que
se expone.

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—Aun así, yo creo que está bastante segura; ya sabes que no viven aquí, y
además está lo de la niña, que siempre es una cierta garantía.
—De todos modos se la juega —insistió Gertrude—. Jamás me habría
casado con Fred si él no estuviera al tanto de todo. Nunca se sabe lo que
pueden descubrir.
—Sí, yo también creo que es mejor decir la verdad, pero entonces Bellew
no se habría casado con ella, que al fin y al cabo es lo que Clare quería.
Gertrude negó con la cabeza.
—Por muy rentable que le resulte ahora, no me gustaría estar en su pellejo
cuando él se entere, y menos con sus ideas. ¡Jesús! ¿No te ha parecido
horrible? Me ha dado tanta rabia que he estado a punto de cruzarle la cara —
dijo.
Irene reconoció que la experiencia había sido enojosa y desagradable.
—Yo también estaba como poco irritada.
—¡Y encima no nos avisa de las ideas de su marido! Habría podido
ocurrir de todo. Imagínate que decimos algo.
Eso, puntualizó Irene, era típico de Clare Kendry: correr riesgos sin tener
en cuenta los sentimientos ajenos.
—A lo mejor pensaba que nos lo tomaríamos a broma, como tú, por
ejemplo. ¡Qué manera de reírte! ¡Madre mía! Yo estaba muerta de miedo
pensando que se iba a dar cuenta —dijo Gertrude.
—Bueno, es que era todo una broma a costa de él y de nosotras, y hasta de
ella misma.
—Da igual, se la juega. Me horrorizaría estar en su lugar.
—Clare parece bastante satisfecha. Tiene lo que deseaba y, según me dijo
el otro día, le ha merecido la pena.
Pero Gertrude era escéptica.
—Algún día descubrirá que está en un error, ya lo verás —fue su
veredicto.
Empezaban a caer unas gotas de lluvia gruesas y dispersas.
Acabada su jornada, las multitudes se diseminaban en dirección a los
tranvías y a las carreteras elevadas.
—¿Vas al sur? Disculpa, me queda un recado. Si no te importa, me
despido aquí. Celebro haberte visto, Gertrude. Saluda a Fred de mi parte, y a
tu madre, si todavía me recuerda. Adiós.
Quería librarse de Gertrude, quedarse a solas, porque seguía enfadada y
dolida.

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No dejaba de preguntarse qué sacaba Clare Kendry de exponerla a ella e
incluso a Gertrude Martin a una humillación semejante, a un insulto tan claro.
Ni un solo momento en su precipitado camino a la casa paterna dejó Irene
Redfield de esforzarse por descifrar la mirada de Clare durante la despedida,
que a ella le había parecido socarrona y amenazadora al mismo tiempo. Y
algo más que no sabía nombrar. Experimentó un súbito rebrote del temor que
le habían causado aquella tarde los ojos de Clare, y la recorrió un leve
escalofrío. «No es nada —se dijo—, salvo que oigo unos pasos sobre mi
tumba, como dicen los críos». Ensayó una risa tímida, pero le molestó
descubrir que estaba a punto de echarse a llorar.
¡En qué estado había permitido que la pusiera aquel horrible Bellew!
Y todavía más tarde, por la noche, con la casa en silencio, mucho después
de que se marchara el último invitado, de pie junto a la ventana y con el ceño
fruncido, contemplaba la lluvia oscura mientras le daba vueltas a la mirada
del rostro de impresionante belleza de Clare, sin llegar a ninguna conclusión.
Era algo insondable, que escapaba a su experiencia y a su entendimiento.
Al fin, se apartó de la ventana, todavía con un ceño profundo. Después de
todo, ¿por qué preocuparse de Clare Kendry, que estaba, ahora como siempre,
muy capacitada para cuidar de sí misma? A Irene, por otra parte, no le
faltaban preocupaciones más íntimas y de mayor importancia.
Además, como le dictaba la razón, solo ella tenía la culpa de haber pasado
una tarde desagradable, con sus correspondientes dudas y temores. Nunca
debió ir.

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Cuatro
A la mañana siguiente, el día de su partida a Nueva York, recibió una carta
que, a primera vista, su instinto identificó con Clare Kendry, aunque no
recordaba haber recibido ninguna otra de ella. Después de rasgar el sobre y
mirar la firma, comprobó que estaba en lo cierto. No pensaba leerla, se dijo;
no tenía ni tiempo ni ganas de revivir la tarde anterior. Ni siquiera estaba
despejada para comenzar un viaje después de la noche espantosa que había
pasado, y todo por culpa de la innata desconsideración de Clare por los
sentimientos ajenos.
Pero la leyó. Después de que su padre y sus amigos la despidieran
agitando la mano, mientras el tren la transportaba al este, se sintió dominada
por una irrefrenable curiosidad de conocer lo que Clare tenía que decir del día
anterior. Porque, se preguntaba al sacarla del bolso para abrirla, ¿qué podía
decir ella, qué podía decir nadie, de algo semejante?
Clare Kendry había escrito:

Querida Rene:
¿Cómo podría agradecerte la visita? Sé que piensas que en
estas circunstancias no debería haberte pedido, más bien
rogado, que vinieras, pero, si conocieras la alegría y la felicidad
que me ha proporcionado el reencontrarte y supieras cuánto
deseaba ver a uno de vosotros (veros a todos, sin lograrlo),
entenderías mi deseo de volver a verte y hasta podrías
perdonarme un poco.
Recibe todo mi amor por siempre jamás para ti y para tu
querido padre, y también mis humildes disculpas.
Clare

Y había una posdata que decía:

Podría ser, querida Rene, que al final el tuyo fuera un


camino más sensato e infinitamente más feliz. Ya no estoy
segura; por lo menos no tanto como antes.
C.

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Pero la carta no apaciguó a Irene, su indignación no fue a menos por la
aduladora alusión de Clare a su sensatez. ¡Como si existiera algo capaz de
borrar siquiera un ápice de la humillación a la que Clare Kendry la había
expuesto la tarde del día anterior!, pensó furiosa.
Con una meticulosidad insólita rompió la carta ofensiva en unos
cuadraditos diminutos y desiguales que revolotearon para acabar
amontonándose en su regazo negro de crepé de China. Completada la
destrucción, los recogió, se puso de pie y se dirigió a la cola del tren. Una vez
allí, los arrojó por encima de la barandilla y los vio esparcirse por las vías, por
la carbonilla y por la hierba solitaria y los arroyuelos de agua sucia.
Y entonces, se dijo, se ha terminado. Las posibilidades de volver a echar
la vista encima a Clare Kendry eran una entre un millón. Si, pese a todo, se
daba la millonésima, bastaría con volver la cara y negarse a reconocerla.
Se sacudió a Clare de la cabeza para pensar en sus cosas. En la casa, en
los niños, en Brian. Brian, que por la mañana estaría esperándola en la
bulliciosa estación. Ojalá no se hubiera sentido solo o a disgusto en su
ausencia y la de los críos. Al menos no tanto como para experimentar de
nuevo aquella desazón suya, antigua, extraña, nociva, que lo movía a desear
lugares exóticos y diferentes, la misma que ella se había esforzado hasta la
extenuación por reprimir al principio de su matrimonio y que todavía la
asustaba un poco, aunque ahora brotara a intervalos cada vez más largos.

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Segunda parte EL REENCUENTRO

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Uno
Tales eran los recuerdos de Irene Redfield sentada en su alcoba con la
segunda carta de Clare Kendry en la mano, mientras el sol de octubre, que
entraba a raudales, se derramaba sobre ella.
Dejó la carta a un lado y la contempló con un asombro no exento de cierto
humor por la violencia de los sentimientos que le producía.
Si se sorprendía y en cierto modo le hacía gracia no era por su profundo
despecho, que, eso no lo dudaba, era razonable y estaba justificado, como lo
estaba el haberlo conservado vivo e incólume a lo largo de aquel intervalo de
dos años sin ver ni oír nada remotamente relacionado con John Bellew o con
Clare. No le parecía extraordinario que le temblaran las manos y que la sangre
le golpeara en las sienes con solo recordar las palabras y los modales de aquel
hombre, pero no dejaba de ser pasmoso y hasta absurdo que se renovara
dentro de ella la vaga sensación de miedo, casi pánico, de entonces.
Bien pensado, no le asombraba que Clare escribiera para expresar su
deseo de volver a verla, porque aquel desprecio de los disgustos, las
amarguras y los sufrimientos ajenos la retrataba.
Bueno —Irene se encogió de hombros—, una cosa era segura: no tenía ni
necesidad ni intención de exponerse a otro ultraje doloroso como el que
soportó, por el bien de Clare, «aquella vez en Chicago». Con uno sobraba.
Si Clare no había calculado bien el coste en el momento de la elección, no
tenía derecho a pedir que los demás la ayudaran a cuadrar las cuentas; lo malo
de ella no era que quisiera su tarta para comérsela, sino que, además, le
gustaba picar en las tartas de los demás.
A Irene Redfield le costaba simpatizar con la nueva ternura de Clare y su
manifestación de añoranza por «mi gente».
La carta que acababa de soltar de la mano era para su gusto demasiado
pródiga en palabras y demasiado franca en la expresión. Removía la antigua
sospecha de que Clare estaba actuando, tal vez de un modo inconsciente o
casi inconsciente, pero en definitiva actuando. Irene no se sentía inclinada a
disculpar lo que calificaba de palmario egoísmo de Clare.
Pero junto al escepticismo y a la rabia había algo más, una pregunta. ¿Por
qué no habló aquel día? ¿Por qué ocultó sus orígenes delante de un Bellew
ignorante y lleno de aversión y de odio? ¿Por qué le permitió afirmar aquellas
cosas y expresar sus prejuicios con total impunidad? ¿Por qué faltó a la

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defensa de su raza solo para no perjudicar a Clare Kendry, que la había
expuesto a semejante tormento?
Irene se formulaba tales preguntas, las sentía, aun sabiendo que eran
meramente retóricas. Conocía todas las respuestas porque todas eran siempre
la misma. ¡Qué paradójico! No podía traicionar a Clare, ni siquiera arriesgarse
a parecer que defendía a los ofendidos, por temor a que su defensa facilitara,
aun en un grado infinitesimal, el descubrimiento del secreto. Se lo debía a
Clare Kendry, a quien estaba unida por aquellos vínculos de la raza que, a
pesar de su repudio, Clare no había conseguido romper por completo.
Y no era, le constaba, que Clare se preocupara de la suerte que pudiera
correr su raza; no, en absoluto. Ni siquiera sentía un afecto grande o sincero
por alguno de sus miembros, aunque guardara eterna gratitud a los Westover
por los modestos favores que había recibido siendo una niña. Irene, que hasta
en eso dudaba de su sinceridad, se consideraba un medio que Clare había
utilizado para un fin de su conveniencia. Tampoco podía decirse que hubiera
sentido nunca el menor interés artístico o sociológico por los suyos, como
demostraban algunas personas de razas distintas. No, a Clare Kendry la raza
le importaba un comino. Pertenecía a ella, y ya estaba.
—¡No me prestaré a otro condenado numerito!
Había hablado en voz alta mientras introducía en una delicada media su
pie de color beige claro.
—¡Ajá! Otra vez jurando, ¿eh, señora? Ahora sí que te he pillado con las
manos en la masa.
Brian Redfield había entrado en la alcoba con el silencio que, pese a los
años de vida en común, aún la desconcertaba. La miró desde su altura con
aquella sonrisa guasona tan suya, que aun teniendo un ligerísimo tinte de
suficiencia no dejaba de favorecerlo.
Irene se apresuró a ponerse la otra media y metió los pies en las zapatillas
que tenía junto a su butaca.
—¿Y qué es lo que ha provocado ese estallido de irreverencia? Claro está,
siempre que un marido indulgente, aunque impresionado, pueda preguntarlo.
¡Y madre de varios hijos! ¡Qué tiempos estos!
—Mira la carta que he recibido —dijo Irene—. Te aseguro que cualquiera
estaría de acuerdo conmigo en que puede hacer jurar a un santo. ¡Qué
desfachatez!
No había acabado de entregársela cuando ya se arrepentía en su fuero
interno, con plena conciencia de que lo había hecho para no responder a sus
preguntas con palabras y para mantenerlo distraído mientras se daba prisa en

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vestirse. Una vez más iba con retraso, cosa que Brian, bien lo sabía ella,
detestaba. ¿Por qué, por qué no era capaz de ser puntual? Brian llevaba siglos
arreglado y, además de hacer varias llamadas que Irene había oído, había
llevado a los niños al colegio, que estaba en el centro. Ella, en cambio,
empezaba a vestirse. ¡Condenada Clare! Aquella mañana era por su culpa.
Brian se sentó con la cabeza inclinada sobre la carta. Arrugaba un poco el
entrecejo porque le costaba descifrar los garabatos de Clare.
Irene, que se había levantado y estaba delante del espejo, se peinó el
cabello negro y ladeó la cabeza con un gesto característico cuya finalidad era
soltar un poco los mechones previamente arreglados. Se retocó con una borla
empolvada el cutis cálido y oliváceo y se puso el vestido con tal atropello que
no le fue fácil encajárselo. Al fin estaba lista, pero en lugar de anunciarlo se
quedó mirando al marido desde el otro lado de la alcoba con una especie de
curioso distanciamiento.
Brian, pensaba, era un hombre muy atractivo. No guapo o afeminado,
desde luego: la ligera irregularidad de la nariz lo salvaba de la belleza; y la
marcada dureza de la barbilla, del afeminamiento. Poseía un agradable
atractivo masculino, pero no habría pasado de tener una buena apariencia
normal y corriente sin la delicia de su hermosa piel, de una textura
exquisitamente fina y un intenso color cobrizo.
—¿Clare? Será la chica que me contaste que habías visto en tu último
viaje. ¿Aquella del té? —preguntó Brian levantando la vista.
Irene se limitó a responder con una inclinación de la cabeza.
—Ya estoy —dijo.
Bajaron la escalera. Brian, con destreza, guiándola innecesariamente en
los dos peldaños bajos y curvos que había justo antes del rellano central.
—¿No pensarás ir a verla? —preguntó.
Irene sabía que sus palabras no eran de interrogación, sino de advertencia.
—Brian, cariño, no soy tan idiota como para no comprender que si un
individuo me insulta solo es culpable la primera vez; la segunda lo soy yo por
darle otra oportunidad. —Lo dijo juntando un poco los dientes delanteros y
con un ligero tono de sarcasmo.
Se dirigieron al comedor. Brian retiró una silla, que Irene ocupó. Delante
de ella, la panzuda cafetera alemana exhalaba su fragancia matinal mezclada
con el olor que llegaba de lejos a las tostadas crujientes y al sabroso bacon.
Con los dedos largos y nerviosos, Brian levantó el periódico de su silla y se
sentó.
Zulena, una jovencita de color caoba, llegó con los pomelos.

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La pareja empuñó sus cucharas.
Brian rompió el silencio.
—Cariño, me malinterpretas; lo que yo quiero decir es que espero que no
permitas que te importune. Y, si es como tú la describes y le das la
oportunidad, sabes que lo hará. De todos modos, lo hacen siempre. Por otro
lado —se corrigió—, él, su marido, no te llamó nig a ti. Apreciarás la
diferencia, supongo —dijo en un tono neutro.
—No, desde luego que no, es cierto. Mal habría podido llamármelo,
puesto que no lo sabía, pero me lo habría llamado, lo que viene a ser igual, y
te aseguro que no por eso resultó menos desagradable.
—Humm. No sé, querida, pero me parece —observó— que le llevabas
ventaja. Tú conocías sus opiniones; en cambio, él… Bueno, siempre ha sido
así: nosotros lo sabemos y ellos no, o no del todo. Admitirás que tiene su lado
humorístico y, algunas veces, su utilidad.
Irene sirvió el café.
—Yo no la veo. Pienso escribir a Clare hoy mismo, si encuentro un
momento. Esto tiene que quedar claro cuanto antes y para siempre. Curioso,
¿no?, que, conociendo como conoce el comportamiento incalificable de su
marido, todavía…
—Ellos siempre actúan así —interrumpió Brian—, no falla. Acuérdate de
Albert Hammond, que andaba siempre ligando por las salas de baile de Lenox
y de la Séptima Avenida[14], hasta que un «moreno» le pegó un tiro por poner
los ojos en su «hembra». Siempre vuelven al redil; lo he visto mil veces.
—¿Y por qué? —quiso saber Irene—, ¿por qué?
—Si lo supiera, conocería qué es una raza.
—Pero ¿no crees que una vez conseguido todo lo que buscan, y
exponiéndose a tanto, deberían darse por satisfechos? ¿O es más lógico que
tengan miedo?
—Sí —asintió Brian—, lo lógico sería que estuvieran satisfechos, pero no
es así. Yo creo que viven atemorizados cuando ceden al instinto de volver
atrás, aunque nunca tanto como para desistir. ¿Por qué?, solo el buen Dios lo
sabe.
Irene, se daba cuenta, hablaba inclinada hacia delante y con una
vehemencia innecesaria que era incapaz de dominar.
—Bueno, pues que Clare no cuente conmigo. No tengo intención de servir
de puente entre ella y sus hermanos más pobres y más oscuros. ¡Y después de
la escenita de Chicago! Esperar tranquilamente que yo… —Se detuvo en
seco, como si de repente la indignación ahogara sus palabras.

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—Muy bien, es lo más sensato. Que no te encuentre. Todo esto resulta
bastante patológico, como de costumbre.
—¿Más café? —ofreció Irene, asintiendo.
—No, gracias.
Brian volvió a levantar el periódico y lo desplegó haciendo un ruidito
molesto.
Zulena llegó con más pan tostado. Brian cogió una rebanada, la mordió
con aquel crujido sonoro que Irene detestaba con toda su alma y volvió a su
periódico.
—Es curioso lo nuestro con los que se hacen pasar por blancos. Por un
lado condenamos su actitud y por otro la toleramos. Provoca en nosotros
desprecio, pero también admiración. Nos apartamos con una especie de asco y
al mismo tiempo los protegemos.
—Es el instinto de la raza para sobrevivir y multiplicarse —dijo Brian.
—¡Sandeces! No todo se explica con generalidades biológicas.
—Absolutamente todo. Fíjate en los llamados blancos, han dejado toda la
tierra conocida plagada de bastardos, porque el instinto de la raza para
sobrevivir y multiplicarse vale también en su caso.
Irene no estaba de acuerdo, pero había aprendido a fuerza de discusiones
que era inútil enfrentarse a Brian cuando se trataba de temas en los que él se
encontraba más cómodo. Pasando por alto la rotundidad de sus afirmaciones,
cambió por completo de tema.
—¿Tendrás tiempo de llevarme a la imprenta? Está en la 116. Quiero
encargar unos programas y algunas entradas más para el baile.
—Sí, claro. ¿Cómo va eso? ¿Ya está todo organizado?
—Siií, espero. Hemos vendido todos los palcos y casi toda la primera
tanda de entradas y esperamos ingresar más o menos otro tanto en la puerta.
Luego hay que vender también todos los bizcochos. Es mucho trabajo, no
creas.
—Te creo. Edificar al hermano no es tarea fácil. Yo mismo estoy más
ocupado que un gato con pulgas. —Se le oscureció la expresión—. ¡Señor!
Detesto a los pacientes y a los familiares ignorantes y entrometidos, y detesto
entrar en habitaciones sucias y malolientes y subir escaleras mugrientas en
portales oscuros.
—Sin duda —comenzó a decir Irene, luchando contra el miedo y la
irritación—, sin duda…
—Dejemos eso, por favor —la silenció su marido con brusquedad, para en
seguida añadir con cierta ironía—: ¿Ahora ya estás lista? Porque no me sobra

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tiempo para esperarte.
Brian se levantó y ella lo siguió hasta el vestíbulo sin una réplica. Él cogió
de una mesita su sombrero flexible marrón y se quedó un instante dándole
vueltas entre los dedos largos de color té.
Irene lo miraba, pensando: «No hay derecho, no hay derecho». ¡Después
de tantos años, culparla todavía de aquella manera! ¿No le había demostrado
su éxito profesional que ella tenía razón cuando insistía en que ejerciera en
Nueva York? ¿Aún no comprendía que había sido lo mejor? No para la propia
Irene, ¡ah, no!, ella no se había tenido en cuenta, sino para él y para los niños.
¿Es que Irene no iba a librarse jamás de aquel temor que llevaba dentro,
agazapado en lo más profundo, que le robaba la calma y la sensación de
estabilidad de la vida que ella había organizado para todos y que con tanto
ardor deseaba conservar sin cambios? Aquella idea extraña, y para Irene
fantástica, de marcharse a Brasil, que continuaba viva en Brian por mucho
que él callara, ¡cuánto la asustaba y… sí, cuánto la enfurecía!
—¿Bien? —preguntó Brian en un tono desenfadado.
—Voy a por mis cosas. Un minuto —prometió, y volvió a subir las
escaleras.
La voz había sonado tranquila y el paso fue firme, pero la agitación, la
alarma que le había ocasionado la expresión descontenta de su marido, no
disminuyó. Brian no mencionaba su deseo desde la época ya lejana de riñas y
tensiones, de aborrecibles y casi desastrosas peleas, cuando Irene se le opuso
firmemente y lo convenció con razones de la absoluta imposibilidad de llevar
a cabo su proyecto y de las probables consecuencias que lo contrario tendría
para ella y para los niños, y llegó incluso a insinuar la disolución de su
matrimonio en caso de que él se empeñara en continuar adelante. No, en todos
los años que llevaban juntos desde entonces no hubo más discusiones ni más
amenazas, pero, como ella se decía una y otra vez, eran tan fuertes los lazos
de la carne y del espíritu entre los dos que Irene sabía, siempre lo supo, que la
insatisfacción de su esposo no había desaparecido, igual que el hastío y el
odio que le merecían su profesión y su país.
Se le coló de contrabando una sensación incómoda ante la inconcebible
sospecha de que podía haberse equivocado al juzgar el carácter de su marido,
pero la desechó. ¡Imposible! No se equivocaba. Estaba probado que llevaba
razón; más que razón, si podía decirse así. Y todo, no cabía duda, por lo bien
que entendía a Brian, porque estaba dotada de una capacidad especial para
comprenderlo, lo cual era, a su parecer, la base del éxito que ella había

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logrado de un matrimonio que estuvo a punto de fracasar. Lo conocía tan bien
como se conocía él mismo, o mejor.
¿Por qué preocuparse entonces? Aquella cosa, aquel descontento que se
había manifestado en una explosión verbal, acabaría por extinguirse como la
llama de una vela. Cierto, hubo muchos momentos en los que estuvo tentada
de creer que ya se había extinguido, pero, al final, un instinto sutil le avisaba
de que llevaba tiempo engañándose. Sin embargo, se extinguiría, podía estar
segura. Bastaba con que ella supiera dirigir y guiar a su hombre para que no
perdiera el rumbo.
Se puso el abrigo y se encajó el sombrero.
Sí, se extinguiría siempre y cuando ella se lo propusiera, pero, mientras
aún diera signos de vida y mantuviera la capacidad de rebrotar y de asustarla,
era necesario contenerlo, suavizarlo y ofrecer algo a cambio. Debía urdir un
plan, adoptar una decisión inmediata. Frunció el entrecejo, porque la idea le
producía un intenso malestar. Aunque temporal, tendría que tener sentido e
incluso ser preocupante, y a Irene no le gustaban los cambios, mucho menos
los que afectaban a la tranquila marcha de su casa. Bueno, era inevitable,
había que hacer algo cuanto antes.
Después de coger el bolso y ponerse los guantes, bajó aprisa las escaleras,
cruzó la puerta que Brian había dejado abierta para ella y subió al automóvil
que la esperaba.
—¿Sabes? —dijo, acomodándose en el asiento al lado de su marido—, me
encanta estar un minuto a solas contigo. Parece que siempre estamos
ocupadísimos… Te aseguro que me disgusta…, pero qué remedio. Hace ya
mucho tiempo que me ronda la cabeza una idea que convendría comentar y
tomarse en serio.
Se oyó el rugido del motor, y el coche se apartó del bordillo para
introducirse en el escaso tráfico de la calle, guiado por la mano experta de
Brian.
Irene estudiaba el perfil de su marido.
—Bueno, vamos a ello. No podría haber mejor momento para afrontar los
asuntos graves —dijo él al doblar por la Séptima Avenida.
—Se trata de Brian hijo. ¿No crees que va demasiado deprisa en los
estudios? Se nos olvida que aún no ha cumplido los once años. Puede que no
le convenga… si es que…, en fin, si es que avanza demasiado, ¿no crees?,
aunque tú entiendes más de estas cosas y estás más capacitado para juzgarlas.
Naturalmente, siempre que lo hayas advertido o te lo hayas planteado alguna
vez.

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—Irene, me gustaría que dejaras de mortificarte por los niños. Ellos están
bien, perfectamente bien. Son unos chicos buenos, fuertes y saludables, en
especial Brian. Sobre todo él.
—Tendrás razón, no lo niego. Tú eres el que entiende y no te vas a
equivocar con tu propio hijo —¿por qué lo había dicho?—, pero no se trata de
eso; es que me da mucho miedo que los chicos mayores le metan en la cabeza
ideas raras de ciertas cosas…, de algunas cosas…, ya te imaginas.
Hablaba adrede en un tono distendido, atenta, en apariencia, al laberinto
de coches, pero sin apartar la mirada del rostro de Brian, que tenía una
expresión curiosa. ¿Podría ser una mezcla de tedio y menosprecio?
—¿Ideas raras? —repitió—. ¿Quieres decir ideas relacionadas con el
sexo, Irene?
—Siií. Ideas no muy bonitas. Chistes de mal gusto y eso.
—¡Ah!, ya —le espetó Brian. Hubo un silencio entre ellos, hasta que él
preguntó sin rodeos—: ¿Y qué? Si el sexo no es un chiste, ya me dirás qué es.
¿Y qué es un chiste, por otra parte?
—Como tú digas, Brian. Es tu hijo, ¿sabes?
La voz de Irene era clara, uniforme, censora.
—¡Exacto! Sin embargo, tú quieres convertirlo en un remilgado. Pues
entérate: yo no. Quítate de la cabeza que vaya a permitir que lo metas en un
colegio fino para niños bobos por el hecho de que le estén dando un poco de
educación imprescindible. ¡De eso nada! Está muy bien donde está. Cuanto
más pronto y más cosas sepa del sexo, mejor. Sobre todo si aprende que se
trata de un chiste, el mayor de este mundo. Así se ahorrará después muchas
decepciones.
Irene no respondió.
Llegaron a la imprenta. Irene se apeó dando un portazo contundente a sus
espaldas. Llevaba el corazón traspasado de dolor. No hubiera querido
comportarse así, pero la actitud de él, su empeño en no entenderla, en
condenarla, la indignaba y la ponía furiosa.
Ya en el interior de la tienda, consiguió apaciguar el temblor de los labios
y la rabia que le crecía por dentro. Hizo lo que iba a hacer y regresó al coche
contenida.
Aun así, contra el silencio obstinado que servía de blindaje a Brian, se oyó
decir con una voz calmada y metálica:
—Me parece que no voy a regresar ahora. Acabo de recordar que debería
comprar algo decente para ponerme, porque no tengo un solo trapo digno de
verse. Tomaré el autobús en el centro.

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Brian se limitó a quitarse el sombrero empleando aquella educación
exasperante que con tanta eficacia ocultaba y descubría al mismo tiempo su
genio.
—Adiós —dijo Irene, cortante—. Gracias por traerme —y giró en
dirección a la avenida.
¿Y ahora qué?, se preguntaba, pesarosa. La irritaba haber elegido una
introducción que había resultado tan desatinada para lo que ella pretendía: que
al curso siguiente el niño fuera a un colegio europeo y que Brian se encargara
de llevarlo. Si hubiera sabido exponer su plan, y él lo hubiera aceptado, cosa
que Irene no dudaba de haber elegido métodos de aproximación más
adecuados, Brian lo habría considerado un alto en la cómoda monotonía que,
a causa de algo que a ella se le escapaba por completo, se le hacía tan odiosa.
Pero aún la irritaba más su propio estallido de cólera. ¿Qué bicho le había
picado para saltar en un momento así?
Poco a poco se le fue pasando el mal humor. Dejó a un lado el fracaso de
su primer intento de sustitución, más confundida y avergonzada que dispuesta
a darse por vencida. Podría ser, reflexionaba, que, además de la intempestiva
pérdida de los estribos, se hubiera precipitado por culpa de su afán por
distraer a Brian y que sus prisas lo hubieran puesto en el disparadero, de ahí la
reacción suspicaz y obstinada de su marido. No quedaba más remedio que
esperar. Habría momentos más propicios; mañana, la semana próxima, el mes
que viene. Ya no temía, como en otras épocas, que lo tirara todo por la borda
para salir corriendo hacia aquel país remoto que llevaba en su corazón. Ahora
no, eso lo sabía. Brian estaba encariñado con ella, la amaba, aunque fuera de
aquel modo suyo tan poco efusivo.
Y luego estaban los niños.
Ella deseaba que Brian fuera feliz, pero le ofendía su incapacidad para
serlo conservando la situación tal como estaba. No se daba cuenta de que lo
quería feliz solo según su propia idea de la felicidad y ajustándose a los
planes que ella había concebido para él. Tampoco reconocía que, en su
cabeza, cualquier otro plan o cualquier otra alternativa representaban
amenazas más o menos directas contra la estabilidad del espacio y del
patrimonio que defendía para sus hijos y en menor medida para sí misma.

Página 69
Dos
A los cinco días de recibir la implorante carta de Clare Kendry, Irene Redfield
aún no había contestado. Tampoco había vuelto a saber una palabra de Clare.
No llevó a cabo su primera intención de contestar a vuelta de correo
porque, al ir de nuevo a la carta para ver las señas de la remitente, cayó en la
cuenta de algo que o bien había olvidado o bien había pasado por alto, sin
duda debido a su firme decisión de mantener intacto el muro que la propia
Clare había levantado entre ellas. El hecho era que Clare le pedía que
dirigiera la respuesta a una lista de correos.
Aquello la enfureció y tuvo el efecto de aumentar su asco y su
aborrecimiento hacia la otra.
Rompió la carta y la tiró a la papelera, no tanto porque Clare se mostrara
cautelosa y quisiera mantener en secreto la relación —eso Irene lo entendía—
como porque dudara de su discreción, lo cual implicaba la posibilidad de que
Irene no hubiera guardado la debida cautela al redactar la respuesta y al elegir
dónde depositarla. Irene, que siempre había tenido una confianza absoluta en
su tacto y en su buen criterio, no soportaba que otros los pusieran en tela de
juicio. Desde luego, no Clare Kendry.
En otro momento, ya más calmada, decidió que lo mejor era no responder
nada, no explicar nada, no oponerse a nada; sencillamente, zanjar el asunto
sin escribir una letra. Clare, que tonta no era, entendería la elocuencia de su
silencio. Podría ocurrir —e Irene estaba segura de que ocurriría— que no se
sintiera aludida y que escribiera de nuevo, pero eso era lo de menos, porque el
problema tenía fácil solución: las cartas al cesto y la callada por respuesta.
Lo más probable era que Clare y ella no volvieran a encontrarse. Bien,
Irene se creía capaz de soportarlo. En realidad, desde la niñez, sus vidas no
habían coincidido nunca. Eran más extrañas que otra cosa: extrañas en su
estilo y en su tren de vida, en sus deseos y sus ambiciones; y extrañas también
en su conciencia racial. La barrera que se alzaba entre ellas era tan alta, tan
ancha y tan sólida como si Clare no llevara en las venas aquellas trazas de
sangre negra. A decir verdad, era aún más alta, más ancha y más sólida
porque para ella existían ciertos peligros que otros, los que no guardaban
secretos alarmantes y capaces de comprometerlos, desconocían o eran
incapaces de imaginar.

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El día llegaba a su fin, pasada ya la mitad de octubre. Habían tenido una
semana de lluvia fría que, además de empapar las hojas marchitas mudadas
por los pobres árboles que se alineaban en la calle donde estaba la casa de los
Redfield, envió al interior un aire húmedo acompañado de un frío penetrante,
anticipo de los días helados que se avecinaban. En la alcoba de Irene ardía
una chimenea con la llama baja. Fuera solo quedaba del día una luz apagada y
grisácea; dentro ya habían encendido las luces.
De la planta de arriba llegaban voces infantiles. Unas veces era la de
Brian hijo, seria y segura; otras, la de Ted, engañosamente dúctil. Con
frecuencia se oían risas, algún alboroto, una pelea o el golpe de un juguete
contra el suelo.
Brian hijo, alto para su edad, era clavado a su padre en el color y las
facciones, pero en el carácter, mucho más práctico y resuelto que el de Brian,
salía a la madre. Ted, especulativo y reservado, parecía menos seguro en sus
ideas y sus deseos. Tenía un aire de falso candor que, como bien sabía Irene,
reproducía las exhibiciones de sensata condescendencia que caracterizaban a
su padre. Si, de momento, y con una encantadora apariencia de ingenuidad, se
sometía a una fuerza superior y a otras circunstancias y situaciones
inmutables, era por su profunda aversión a las escenas y a las discusiones
incómodas. Brian, de nuevo.
Poco a poco el pensamiento de Irene fue apartándose de Brian hijo y de
Ted para concentrarse en el padre.
Por mucho que lo intentara, no conseguía quitarse de encima aquel temor
antiguo, aquel miedo al futuro que la asaltaba con una fuerza renovada. Era
como reconocerse impotente para luchar contra la acomodaticia fachada de
aceptación de sus deseos que mostraba Brian. Desde que la guerra se lo
devolvió físicamente indemne, aquella fachada había ocultado una inclinación
cada día mayor a desarraigarse con todas sus pertenencias de su entorno
natural.
Pasado el disgusto por el primer intento fracasado de trastocar la última
manifestación del descontento de Brian, quedaba la secuela de un
desagradable abatimiento. ¿Sería posible que, llegado el caso, de repente y sin
previo aviso, todos los esfuerzos, los trabajos para compensarlo por la
pérdida, la lucha callada por demostrarle que la elección de su esposa había
sido la mejor de todas, las atenciones y la anulación de sí misma de cara al
exterior, pudieran no contar nada? Y, de ser así, ¿qué consecuencias tendría
para los niños? ¿Y para ella? ¿Y para el propio Brian? Después de dar
infinitas vueltas a todas aquellas preguntas sin saber qué responderse, solo le

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quedaba el enorme cansancio de sentirlas ir y venir en procesión por su
cerebro.
Arriba, el ruido y la agitación eran cada vez mayores. Estaba a punto de
salir al rellano para rogar a los niños que jugaran sin tanto estrépito cuando
oyó el timbre de la calle.
¿Quién podía ser ahora? Oyó el leve taconeo de Zulena que se dirigía a la
puerta, luego el sonido distinto de sus pisadas en la escalera y, por fin, la
suave llamada a la puerta de la alcoba.
—Sí, pasa —dijo Irene.
—Tiene visita, señora Redfield —dijo Zulena desde la entrada un poco
pesarosa, como dando a entender que no le gustaba molestar a su señora a
esas horas y para colmo por una extraña—. Una tal señora Bellew.
¡Clare!
—¡Ay, Dios! Zulena —empezó Irene—, dile que… No, la recibiré. Por
favor, súbela aquí.
Mientras la oía cruzar el rellano, bajar las escaleras y detenerse, se puso
de pie, se arregló los desordenados pliegues de color verde y marfil de su
vestido con unos toquecitos y, delante del espejo, se empolvó la nariz y se
cepilló el pelo.
Ahora mismo pensaba dejarle claro para siempre a Clare Kendry que su
visita carecía de sentido, que ella, Irene, no se hacía responsable y que Brian,
con quien lo había hablado, estaba de acuerdo en que sería más sensato, por el
propio interés de Clare, abstenerse de…
Pero todo aquello no pasó de un ensayo, porque Clare había entrado
sigilosa, sin llamar a la puerta, y, antes de que Irene tuviera tiempo de
saludarla, la besó en los rizos oscuros.
Al mirar a la mujer que tenía delante, Irene Redfield sintió una súbita e
inexplicable oleada de cariño. Se acercó, cogió con las suyas las dos manos de
Clare y exclamó con algo parecido al asombro en la voz:
—¡Dios mío! ¡Mira que estás guapa, Clare!
Clare se deshizo del piropo igual que de las pieles y del sombrerito azul
que arrojó a la cama antes de sentarse en la butaca preferida de Irene sobre un
pie doblado.
—No tenías intención de contestar a mi carta, ¿verdad, Rene? —preguntó,
seria.
Irene apartó la vista, con la penosa sensación de quien sabe que no ha sido
bueno del todo o del todo sincero. Clare siguió hablando.

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—Iba todos los días a esa asquerosa estafeta. Seguro que ya imaginaban
que tenía amores ilícitos y que el tío me había dejado. Todas las mañanas, lo
mismo: «¡No hay nada para usted!». Me di un susto de espanto pensando que
se hubieran perdido las cartas, la tuya o la mía. He pasado la mitad de las
noches en blanco, contemplando las estrellas pálidas (¡qué desgraciadas, las
estrellas!), preocupada, dándole vueltas, hasta que me hice a la idea de que ni
habías escrito ni pensabas escribir. Entonces…, bueno, en cuanto vi a Jack
salir para Florida, vine corriendo. Así que, ahora, Irene, sé franca y dime por
qué no me respondiste.
—Porque, verás… —Irene se interrumpió y Clare tuvo que esperar a que
encendiera un cigarrillo y arrojara la cerilla apagada al cenicero. Buscaba
argumentos. Una especie de sexto sentido le decía que convencer a Clare
Kendry de que Harlem era un disparate en su caso iba a resultar más difícil de
lo que había creído—. No me quito de la cabeza que no deberías venir aquí ni
correr el riesgo de tratar con negros.
—¿Tú no quieres que venga, Rene?
Irene nunca había visto a nadie tan herido.
—No, Clare, no es eso —dijo con mucho tacto—. Pero tú misma debes
reconocer que se trata de una auténtica locura y que no está bien.
Clare dejó escapar el campanilleo de su risa y se pasó las manos por toda
la brillante extensión de su cabello.
—¡Ay, Rene! —exclamó—. ¡Eres la monda! ¡Y no has cambiado ni un
poco! «¡No está bien!». —Se inclinó para mirar con curiosidad los ojos
castaños y censores de Irene—. ¡No es posible que tú quieras decir eso! ¡Ni tú
ni nadie! ¡Es absolutamente increíble!
Irene se encontró de pie sin darse cuenta de que se había levantado.
—Quiero decir que es peligroso —replicó— y que a nadie le conviene
menos que a ti correr riesgos innecesarios.
Se le quebró la voz porque acababa de cruzársele por la cabeza una idea
curiosa, intempestiva, una sospecha tan sorprendente, tan escandalosa que la
había obligado a levantarse. ¿Y si, a pesar de su decidido egoísmo, la mujer
que tenía delante fuera capaz de alcanzar alturas y profundidades emotivas
que ella, Irene Redfield, jamás había conocido? O mejor, que nunca había
querido conocer. La idea, la sospecha, desapareció con la misma rapidez que
se había presentado.
—¡Ah, para mí! —dijo Clare.
Irene le tocó con cariño un brazo, como arrepentida de su repentina idea.
—Sí, Clare, para ti. No es nada seguro.

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—¡Seguro!
Irene tuvo la impresión de que Clare clavaba los dientes en la palabra para
luego escupirla lejos, y durante otra décima de segundo volvió a sospechar en
Clare una calidad emotiva desconocida e incluso repugnante para ella.
Experimentó también el vago presagio de un desastre inminente, como si
Clare le hubiera dicho, a ella, a Irene, para quien la prudencia y la seguridad
lo eran todo: «¡Seguridad! ¡Y a mí qué me importa la seguridad!», y no
bromeara.
Irene hizo un gesto de impaciencia antes de volver a sentarse y hablar con
un tono frío y convencional.
—Brian y yo lo hemos sopesado y pensamos que no es sensato. Él opina
que estos regresos son siempre peligrosos, porque ha visto fracasar a más de
uno. Clare, en vista de las circunstancias…, teniendo en cuenta la actitud del
señor Bellew y todo lo demás…, ¿no te parece que deberías ser lo más
prudente posible?
La voz profunda de Clare rompió el breve silencio que había seguido al
discurso de Irene.
—Tenía que haberlo imaginado: es por Jack. No me extraña que estés
enfadada, aunque reconozco que te portaste de maravilla aquel día, pero creí
que lo habías entendido. En parte fue entonces cuando me entraron ganas de
tratar a otra gente. Fue un mazazo que lo cambió todo. De no haber sido por
aquello, habría seguido mi camino sin veros a ninguno, pero algo influyó en
mí, porque desde aquel día me encuentro muy sola. Tú no sabes lo que es no
tener un alma con la que comunicarse de verdad —dijo casi en un quejido.
Irene aplastó su cigarrillo en el cenicero. Mientras tanto, volvió a ver la
escena de Clare Kendry clavando aquella mirada de desprecio en el rostro de
su padre y pensó que, si tuviera a su marido muerto delante de ella, lo miraría
del mismo modo.
Se le había pasado el enfado, y su voz tuvo un acento de piedad.
—¡Clare, yo no lo sabía! ¡Perdóname! Soy una bruta. ¡Qué torpeza por mi
parte no darme cuenta!
—No, en absoluto. No podías dártela, ni tú ni ninguno de vosotros —
gimió. Los ojos negros se le llenaron de lágrimas que rodaron por las mejillas
y fueron a caerle en el regazo y a estropear el carísimo terciopelo de su
vestido. Levantó un poco las largas manos y las apretó con fuerza. Sus
intentos de hablar con moderación eran evidentes, pero no daban resultado—.
¿Cómo ibas a saberlo? ¿Cómo? Tú eres libre, eres feliz y —con un poco de
sorna— vives segura.

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Irene pasó por alto el matiz irónico, porque la conmovedora rebeldía de
aquellas palabras le había arrancado también a ella unas lágrimas que, sin
embargo, no dejó caer. La verdad era que llorar no la favorecía. Pocas
mujeres, pensó, lloraban con el encanto de Clare.
—Empiezo a creer —murmuró— que nadie es feliz ni libre del todo y que
nadie vive completamente seguro.
—En ese caso, ¿qué importa? Uno arriesga más o menos; si de todos
modos no estamos seguros, si ni siquiera lo estás tú, no habrá tanto en juego,
no para mí. Además, estoy habituada a los peligros, y este no es tan grande
como tú lo pintas.
—Sí que lo es, y sí te juegas mucho. Está tu hija, Clare; piensa en las
consecuencias para ella.
La cara de Clare adoptó una expresión de alarma, como si el nuevo
proyectil lanzado por Irene la hubiera pillado desprevenida. Transcurrieron
unos segundos, durante los cuales se quedó quieta, con los ojos tristes y los
labios apretados.
—Yo creo —dijo al fin— que ser madre es lo más cruel de este mundo.
—Agitó otra vez las manos cruzadas, sin poder reprimir el temblor de la boca
rojo escarlata.
—Sí —convino Irene con suavidad. Durante unos instantes no pudo
añadir nada a las palabras que Clare había empleado para expresar con la
mayor de las precisiones lo que ella, sin acabar de definirlo, había sentido más
de una vez en los últimos tiempos dentro de su corazón, pero también se daba
cuenta de que tenía al alcance de la mano un argumento que no podía
desperdiciar—. Sí —repitió—, y lo que nos da mayores responsabilidades,
Clare. Las madres somos responsables de que nuestros hijos vivan seguros y
sean felices. Piensa en lo que representaría para tu Margery que el señor
Bellew lo descubriera todo. Es probable que la perdieras, y en todo caso su
vida no volvería a ser la misma porque nunca podría olvidar que lleva sangre
negra. Si ella supiera… Yo creo que pasados los doce años ya es tarde para
enterarse de esas cosas. Tu hija no te lo perdonaría. Puede que estés habituada
a los riesgos, pero este no deberías correrlo, Clare, sería un capricho egoísta,
innecesario y… Sí. ¿Qué hay, Zulena? —preguntó con cierta aspereza a la
criada, que acababa de aparecer en el umbral sin hacer ruido.
—Le llaman por teléfono, señora Redfield. Es el señor Wentworth.
—Está bien, gracias; lo cojo aquí.
Y, murmurando una disculpa para Clare, levantó el auricular.

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—Diga… Sí, Hugh… Bastante bien… ¿Y tú?… Lo siento, pero no me
queda ninguno libre… ¡Lástima!… Bueno, supongo que sí podrías, aunque no
es plato de gusto… Claro, por descontado, en caso de apuro siempre se
encuentra algo… Espera, ya sé: cambiaré el mío con quien esté a tu lado y así
tú puedes ocupar ese… No… De verdad… Si voy a estar tan liada que ni me
enteraré de si estoy sentada o de pie… Mientras que Brian tenga un sitio
donde dejarse caer de vez en cuando… No, ni una palabra a nadie… No
tienes que dármelas… Gracias… Estupendo… Dale un beso a Bianca… Lo
compruebo en seguida y te llamo… Adiós.
Después de colgar, se volvió a Clare con un gesto de contrariedad en las
facciones suavemente cinceladas.
—Se trata del baile de la Liga para el Bienestar de los Negros —explicó
—. Soy del comité encargado de las entradas; mejor dicho, yo soy el comité.
Gracias a Dios se celebra mañana por la noche y no se repite hasta el año que
viene, porque me está volviendo loca. Y ahora tengo que convencer a una
persona para que intercambiemos los palcos.
—¿Ese no sería Hugh Wentworth, el famoso Hugh Wentworth? —
preguntó Clare.
—Sí, el mismo. ¿Lo conoces? —preguntó con una sonrisilla de triunfo.
—No, ¿cómo voy a conocerlo? Pero sé que existe y he leído uno o dos
libros suyos.
—Estupendos, ¿verdad?
—Hum, supongo. Me pareció un poco soberbio, como si todo y todos en
este mundo mereciéramos su desprecio.
—No me sorprendería en él, aunque casi se ha ganado el derecho después
de vivir en los límites de la civilización por lo menos en tres continentes. Ha
conocido peligros de todo tipo en tierras salvajes. No me extrañaría que nos
tuviera a los demás por una panda de vagos autocomplacientes. Pero Hugh es
un cielo, generoso como un santo, capaz de quitarse la camisa para dártela a
ti. Bianca, su mujer, también es muy agradable.
—¿Y viene a tu baile?
Irene preguntó por qué no.
—Es curioso que un hombre como él asista a un baile de negros.
Irene le recordó que el baile se celebraba en 1927 y en la ciudad de Nueva
York, donde había cientos de blancos del estilo de Hugh Wentworth que
tenían sus negocios en Harlem, y que cada día eran más. Tantos que Brian
había llegado a decir: «Aquí, dentro de poco, o no dejarán entrar negros o nos
obligarán a sentarnos aparte».

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—¿Y a qué vienen?
—A lo mismo que tú, a ver a los negros.
—Pero ¿por qué?
—Por varios motivos —explicó Irene—. Algunos, pura y simplemente,
para divertirse. Otros a buscar material para convertirlo en shéquels[15]. La
mayoría, para ver a los famosos, medios o enteros, que vienen a ver a los
negros.
Clare batió palmas.
—Rene, ¿y si asistiera yo? Parece divertido y muy interesante. ¿Por qué
no puedo ir?
Irene, que la miraba con los párpados entornados, volvió a pensar lo
mismo que había pensado dos años antes en la terraza del Drayton: que Clare
Kendry era demasiado guapa.
—¿Lo dices porque asisten otros muchos blancos? —preguntó, rozando la
ironía.
Las mejillas de marfil de Clare se tiñeron de un rosa pálido. Levantó una
mano para protestar.
—¡No seas idiota! ¡Claro que no! Quiero decir que entre esa gente nadie
se fijaría.
Irene opinaba todo lo contrario. Podría resultar doblemente peligroso si la
reconociera un amigo o un conocido de John Bellew o de la propia Clare.
Al oírlo, Clare se echó a reír durante un buen rato con una serie de breves
gorjeos musicales que se prolongaban secuencia tras secuencia. Al parecer, el
pensamiento de que un amigo de John Bellew pudiera asistir a un baile de
negros era para ella lo más divertido del mundo.
—No creo que haya que preocuparse de eso —dijo cuando dejó de reír.
Irene no estaba tan segura, pero sus esfuerzos por disuadir a Clare
resultaron infructuosos. A su: «Nunca se sabe con quién puedes encontrarte
allí», Clare replicó con un: «Ya sabré yo salir del paso».
—Además, tú allí no conoces ni a un alma y tendré que estar pendiente de
ti. Te aburrirás como una ostra.
—En absoluto. Aunque no me sacara a bailar ni el mismísimo doctor
Redfield, me quedaría sentada, observando yo también a los famosos medios
o enteros. Vamos, Rene, sé amable, invítame.
—No pienso —dijo sin dudarlo un instante, al tiempo que apartaba la
vista de la sonrisa acariciadora de Clare.
—Pues iré igual —replicó Clare, y su voz no era menos segura que la de
Irene.

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—No, no puedes ir sola. Es un baile público al que asiste gente de todo
tipo con tal de que pueda pagar el dólar que cuesta, incluso algunas mujeres
de vida fácil en busca de clientes. Si fueras sola, te tomarían por una de ellas;
no me parece agradable.
—Gracias; nunca me ha ocurrido, pero sería divertido. Te advierto que, si
no eres buena y me llevas, me presentaré por mi cuenta. Supongo que mi
dólar vale tanto como el de cualquiera. —Y de nuevo se echó a reír.
—¡Ah, el dólar! No seas tonta, Clare. A mí qué me importa lo que haces
ni adonde vas; solo me preocupa que tu presencia provoque alguna situación
incómoda o peligrosa, dadas tus condiciones. Con franqueza, no me gustaría
verme envuelta en un lío semejante.
Irene, que se había puesto de pie mientras hablaba, se acercó a la ventana
y comenzó a levantar y a extender los crisantemos amarillos de pequeño
tamaño que había en un jarrón de piedra gris situado en el alféizar. El ligero
temblor de sus manos delataba su estado al borde de un estallido de
impaciencia e irritación.
Clare tenía una expresión rara, como si fuera a echarse a llorar otra vez.
Balanceaba con nerviosismo uno de sus pies enfundados en seda.
—¡Mierda de Jack! —dijo con una pasión rayana en la violencia—. Me
tiene alejada de todo lo que yo deseo. ¡Lo mataría! A lo mejor acabo
cargándomelo.
—No te lo aconsejo —advirtió Irene—; ya sabes que aún existe la pena
capital, al menos en este estado. Si quieres que te sea sincera, después de lo
que hemos hablado, no te creo con derecho a echarle toda la culpa.
Reconocerás que tiene su parte de razón. Si no le has dicho que eres de color,
no tiene por qué adivinar esas ansias tuyas por los negros ni saber que te da
rabia que los llame negratas o demonios. A mi juicio, deberías aprender a
sobrellevar unas cosas y a renunciar a otras. Hemos quedado en que todo
tiene su precio, así que hazme el favor de ser razonable.
Pero Clare, era evidente, había descartado la razón y la prudencia.
—No, imposible —dijo, sacudiendo la cabeza—. Lo sería si pudiera, pero
no puedo. Tú no sabes, porque no alcanzas a comprenderlo, cuánto deseo ver
a los negros, estar con ellos otra vez, hablar con ellos y oírlos reír.
En la mirada de Clare había algo vacilante, desesperado y, pese a todo,
absolutamente decidido, que era como un trasunto de las inútiles cavilaciones
y de la firme resolución que la propia Irene llevaba en el alma, y que no hizo
más que agrandar la duda y la pena que sentía en su interior cuando se trataba
de Clare Kendry.

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Se dio por vencida.
—Ven si te apetece. Puede que tengas razón; una vez no será para tanto.
Luego, zafándose de las extravagantes muestras de agradecimiento de
Clare, arrepentida ya de haber cedido, dijo con brusquedad:
—¿Te gustaría subir a conocer a mis hijos?
—Me encantaría.
Mientras subían, Irene ya estaba segura de que Brian pensaría que se
había comportado como una idiota sin carácter, y lo malo era que llevaría
razón.
Clare sonreía. Se quedó en la puerta del cuarto de juegos de los niños, con
la oscura mirada fija en Brian hijo y en Ted, que habían hecho un alto en la
pelea. La cara de Brian hijo tenía una graciosa expresión de contrariedad. La
de Ted no expresaba nada.
—Por favor, no os enfadéis. Ya sé que he venido a desbaratarlo todo,
pero, si prometo no estorbar, ¿dejaréis que entre?
—Claro, entre si quiere —dijo Ted—; nosotros no podemos detenerla, ya
lo sabe usted.
El niño sonrió, le dedicó una breve inclinación y se dio media vuelta para
acercarse al estante de los cuentos que más le gustaban. Cogió uno, se sentó
en una silla y se puso a leer.
Brian hijo no dijo nada, no hizo nada, se limitó a esperar.
—¡Levántate, Ted! No seas grosero. Este es Theodore, señora Bellew. Por
favor, perdónele esos modales; no suele ser así. Y este es Brian hijo. La
señora Bellew es una antigua amiga de mamá, que jugaba conmigo cuando
éramos niñas.

Cuando Clare se marchó y Brian telefoneó para decir que iba con retraso y
que tenía que quedarse a cenar en el centro, casi se alegró. Pensaba salir más
tarde, lo que suponía no ver a Brian hasta la mañana siguiente y, por tanto,
aplazar varias horas la conversación sobre Clare y el baile de la Liga para el
Bienestar de los Negros.
Estaba furiosa consigo misma y con Clare, pero más consigo misma por
haberse dejado convencer de algo que Brian le había desaconsejado
tácitamente. No deseaba disgustarlo, no ahora, mientras estuviera poseído por
aquella inquietud irracional.
Le molestaba también haber permitido algo que, si superaba los límites
del baile, requeriría muchas evasivas y supondría un cúmulo de pequeñas
molestias, y no solo en casa, con Brian, sino también fuera, con los amigos y
los conocidos. Ante ella pasaban en un irritante desfile sin fin las ingratas

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consecuencias que podrían derivarse de la aparición de Clare Kendry entre los
suyos.
Al parecer, Clare conservaba la capacidad de hacer su santa voluntad
contra cualquier forma de oposición y por encima de los intereses y de los
deseos ajenos. Tenía un carácter duro y tenaz, con la resistencia y el aguante
de una roca, imposible de doblegar o de pasar por alto. Nunca podría vivir
tranquila por completo, pensaba Irene, sobre todo con aquel oscuro secreto
siempre agazapado en lo más profundo de la conciencia. Y, sin embargo, su
aspecto no era el de una mujer con una vida marcada por la incertidumbre y el
sufrimiento. El dolor, el pesar y el miedo dejan huella en las personas, y hasta
el amor, esa emoción exquisitamente atormentadora, deja su sutil rastro en el
semblante.
En cambio, Clare… era casi la misma de siempre, una chiquilla atractiva
y un poco solitaria…, egoísta, testaruda y perturbadora.

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Tres
Las cosas que luego recordó Irene Redfield del baile de la Liga para el
Bienestar de los Negros le parecían inconexas y de poca importancia.
Recordaba la sonrisa no enteramente socarrona con que Brian disimuló su
fastidio cuando ella le informó —¡con cuántas disculpas!— de la promesa
hecha a Clare y le contó la conversación que había tenido lugar durante su
visita.
Recordaba su propio gritito sofocado de admiración cuando, al bajar las
escaleras unos cuantos minutos después de lo que ella hubiera querido, entró
como una centella en el salón donde la esperaba Brian y se encontró allí
también a Clare. Una Clare exquisita, dorada, fragante, gallarda, metida en un
suntuoso vestido de radiante tafetán negro y falda larga de vuelo que caía en
elegantes pliegues alrededor de los pies estrechos y dorados; llevaba el lúcido
cabello ligeramente estirado, con un pequeño recogido en la nuca; los ojos le
relucían como dos gemas oscuras. Irene, con su nuevo vestido de chiffon rosa,
que le llegaba a la rodilla, y sus rizos cortos, se sentía sosa, común y
corriente. Se arrepintió de no haber aconsejado a Clare que vistiera algo
discreto y normal. ¿Qué pensaría Brian de tanto empeño en llamar la
atención? Pero si algo en el aspecto de Clare Kendry resultaba molesto o
desagradable para Brian Redfield fue cosa que su mujer no advirtió al mirarlo
a la cara con un molesto complejo de culpa, mientras Clare explicaba que ya
habían hecho ellos mismos las presentaciones y acompañaba sus palabras de
una sonrisita deferente para Brian, que le devolvió una de las suyas, divertidas
y un poco burlonas.
Recordaba las palabras de Clare cuando se dirigían a toda prisa en
dirección norte.
—¿Sabéis que tengo la misma sensación que aquellos domingos en que
íbamos a la fiesta del árbol de Navidad? Sabía que me aguardaba una
sorpresa, pero no podía adivinar cuál. ¡Iba emocionadísima! ¡Vosotros no
imagináis lo que representa esto para mí! ¡Me parece tan maravilloso estar de
camino que me cuesta creerlo!
Al oír sus palabras, dichas con aquel tono, Irene sintió un escalofrío de
desprecio. ¡Cuánta exageración!
—Puede que en cierto modo te sorprendas, y hasta más de lo que esperas
—dijo, poniendo cuidado en utilizar un tono neutro.

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—No creo que se sorprenda tanto; al final saldrá más o menos como ella
cree, igual que la fiesta del árbol de Navidad —contrarrestó Brian al volante.
Recordaba que iba y venía de un lado para otro, que consultaba con este y
con aquel y que, de vez en cuando, daba unos pasitos con alguno de los que
ella consideraba buenos bailarines.
Recordaba haber vislumbrado alguna vez a Clare entre las evoluciones de
la gente. Una Clare que bailaba unas veces con un blanco, otras, las más, con
un negro, y muchas con Brian. Irene estaba contenta de que su marido le
cayera bien, para darle la oportunidad de descubrir que había hombres negros
superiores a ciertos hombres blancos.
Recordaba una conversación con Hugh Wentworth durante una media
hora de libertad en la que, después de derrumbarse en una de las sillas de un
palco vacío, dejó vagar la vista por la brillante multitud de abajo.
Hombres jóvenes y mayores, blancos y negros; mujeres jóvenes y
mayores, rosadas y doradas; hombres gordos, flacos, altos y bajos; mujeres
gruesas, delgadas, majestuosas, pequeñas; todos moviéndose de acá para allá.
Se le vino a la cabeza una antigua rima infantil y se volvió a Wentworth, que
acababa de sentarse a su lado, para recitársela.

El rico, el pobre,
el mendigo, el ladrón,
el abogado, el dentista
y hasta el jefe comanche,
todos en la lista.

—Sí —dijo él—, así es. Están todos y alguno más, pero lo que yo quisiera
averiguar es el nombre, el estado civil y la raza de esa preciosidad rubia
surgida de un cuento de hadas. Ahora mismo está bailando con Ralph
Hazelton. Un interesante estudio de contrastes.
En efecto. Clare era rubia y dorada como un día de sol; Hazelton, oscuro,
con sus ojos centelleantes, parecía una noche de luna llena.
—La traté hace mucho tiempo en Chicago. Ella estaría encantada de
conocerte.
—¡Una gentileza por su parte, seguro! Pero ¡ay de mí!, ha ocurrido lo de
siempre. Todos esos…, eh…, «caballeros de color» han eclipsado en su
cabeza al pobre nórdico.
—¡Qué disparate!
—Es un hecho. Ocurre con todas las damas de mi superior raza que caen
en la tentación de subir hasta aquí. Fíjate en Bianca. De todas las veces que

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esta noche le he echado la vista encima, ¿había alguna en que no estuviera
evolucionando con un etíope? No, señor.
—Pero, Hugh, tendrás que reconocer que el hombre de color, por término
medio, baila mejor que el blanco… Bueno, si es que los famosos y los paletos
que suben hasta aquí a derrochar su dinero son ejemplos del arte de
Terpsícore entre vosotros.
—Puesto que no he girado en brazos de ninguno de esos señores, no me
encuentro en condiciones de debatir la cuestión, pero no creo que sea ese el
único motivo, sino que hay algo más, una atracción de otro tipo. Las mujeres
acostumbran a chalarse por la buena apariencia de algún negro, sobre todo si
es de los más oscuros. Hazelton, por ejemplo. Las señoras que lo declaran
poseedor de una belleza cautivadora se cuentan por docenas. ¿Y tú, Irene?
¿Te parece a ti…, eh…, tan arrebatador?
—¡A mí no! Y tampoco creo que se lo parezca a ellas; desde luego, no
son sinceras. Yo pienso que sienten… una especie de excitación emocional,
eso que se experimenta delante de algo exótico y hasta quizá un poco
repugnante; algo tan distinto que es el polo opuesto a tu concepto habitual de
la belleza.
—¡Para mí que llevas razón a medias!
—Estoy segura de que la llevo entera, salvo, claro está, cuando se trata de
una mera gentileza por parte de ellas. Y sé que las mujeres de color sienten lo
mismo…, aunque al revés, naturalmente.
—¿Y los hombres? ¿Suscribes la opinión general sobre sus motivos para
venir aquí? ¿Son meros depredadores?
—Nnno. Yo diría que son meros curiosos.
Wentworth le había dirigido una mirada larga y penetrante con sus ojos de
color ámbar turbio, que acabó rozando el descaro.
—Todo esto es muy interesante, Irene —dijo—. Tendremos que hablarlo
con calma a no mucho tardar, ahora que tu amiga de Chicago ha subido por
primera vez. Un caso típico.
La sonrisa de Irene no pasó de una breve elevación de las comisuras de la
boca pintada. Una cerilla ardió entre las manos anchas de Wentworth
mientras encendía el cigarrillo de Irene y el suyo; luego titiló al apagarse.
—¿O no? —preguntó él.
Entonces, la sonrisa de Irene se convirtió en una carcajada.
—¡Ay, Hugh! ¡Qué listo eres! Siempre lo sabes todo, hasta cómo
distinguir las churras de las merinas. ¿Tú qué opinas, lo es?
Wentworth despidió una larga y contemplativa espiral de humo.

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—¡Y yo qué demonios sé! Estoy convencido de que he aprendido el truco,
y al minuto ya no podría distinguirlos ni aunque me fuera la vida en ello.
—Bueno, no te apures. Nadie los distingue a simple vista.
—A simple vista no, ¿eh? Y eso, ¿qué quiere decir?
—Mucho me temo que no puedo explicártelo con claridad. Hay medios,
pero no son exactos ni tangibles.
—¿Te parecen como de la familia o algo así?
—¡No, por Dios! Eso no lo siente nadie, excepto con los parientes
políticos.
—Vuelves a tener razón, pero sigamos con lo de las churras y las merinas.
—Mira mi experiencia con Dorothy Thompkins. La vi cuatro o cinco
veces en grupo y entre un montón de gente antes de darme cuenta de que no
era negra. Un día acudí a un té espantoso, una cosa terriblemente esnob, y allí
estaba. Nos pusimos a charlar, y en menos de cinco minutos supe que no era
trigo limpio, pero no por lo que hizo, ni por lo que dijo, ni por su aspecto, sino
por… algo. Un algo imposible de certificar.
—Sí, te entiendo; sin embargo, son muchos los que se hacen pasar por lo
que no son durante toda su vida.
—Entre los míos, no, Hugh. Para un negro es fácil hacerse pasar por
blanco, pero no creo que a un blanco le resulte tan sencillo pasar por una
persona de color.
—Nunca lo había pensado.
—No, claro. Tú, ¿para qué?
—¿Es una indirecta, Irene?
Wentworth la contemplaba con ojos críticos a través de una nube de
humo.
—No, Hugh, no. Tú me caes muy bien, y eres muy sincero —respondió
en un tono sereno.
Y recordaba que hacia el final del baile Brian se había acercado a
proponerle: «Te llevo primero a ti y luego bajo a Clare», y que él había puesto
en duda su capacidad de discreción cuando le dijo que no se preocupara
porque ya había pedido a Bianca Wentworth que llevaran ellos a Clare. ¿Le
parecía prudente —había preguntado Brian— hablarles de Clare?
—No les he dicho nada —respondió Irene, cortante, porque no podía más
de cansancio—. Solo que se hospeda en el Walsingham, que los pilla de
camino. Lo cierto es que no se me ha ocurrido si estaba bien o no, pero, ahora
que lo pienso, prefiero que la lleven ellos y no tú.

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—Como gustes. Es amiga tuya, ya lo sabes —respondió Brian,
encogiéndose de hombros con indiferencia.
Si se exceptuaban aquellos episodios inconexos, el baile se convirtió en
un recuerdo borroso cuyos perfiles se mezclaron con los de otros bailes del
mismo género a los que había asistido antes y a los que asistiría después.

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Cuatro
Por muy distinto que pareciera, el baile fue importante porque introdujo un
nuevo factor en la vida de Irene, destinado a dejar huella en todos los años
futuros de su existencia. Señaló el inicio de una nueva amistad con Clare
Kendry.
Desde aquel día, Clare los visitó con frecuencia y siempre con una alegría
conmovedora y desbordante que inundaba toda la casa de los Redfield,
aunque Irene nunca pudo asegurar si sus visitas le causaban alegría o
disgusto.
Cierto, no molestaba. No necesitaba que la entretuvieran, ni siquiera que
notaran su presencia…, en caso de que alguien hubiera podido evitarlo. Si
daba la casualidad de que Irene estaba ocupada o había salido, era muy capaz
de divertirse sola con Ted y Brian hijo, que sentían por ella una admiración
rayana en la idolatría, sobre todo en el caso de Ted. Cuando faltaban los
niños, Clare bajaba a la cocina y, con lo que a Irene le parecía una falta de
tacto pueril y exasperante, consumía el tiempo de su visita charlando y
divirtiéndose con Zulena y con Sadie.
Irene, que detestaba en secreto las visitas a la cocina y al cuarto de juegos,
nunca, por alguna razón misteriosa que evitaba traducir a palabras, pidió que
se acabaran, como tampoco se atrevió a insinuar que Clare no habría
maleducado a su Margery de un modo tan atroz permitiéndose aquellas
familiaridades con sus criados blancos.
Brian asistía a todo con la divertida tolerancia que caracterizaba su actitud
hacia Clare. Nunca, desde la sorpresa vagamente irónica con que acogió la
noticia de que los acompañaría la noche del baile, dio muestras de
contrariedad por su presencia, aunque tampoco habría podido decirse que
estuviera encantado. Por lo que Irene podía juzgar, ni le molestaba ni le
producía ninguna inquietud. Nada más.
¿No le parecía que Clare tenía una belleza extraordinaria?, preguntó Irene
a su marido en cierta ocasión.
—No —respondió él—. Es decir, no en especial.
—¡Brian, me tomas el pelo!
—No, de verdad. Quizá soy muy exigente. Reconozco que debe de ser
una blanca más guapa de lo normal, pero a mí me gustan las mujeres más
oscuras. Comparada con una negra de primera, no da la talla.

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Algunas veces Clare acudía con Irene y con Brian a fiestas y bailes, y en
más de una ocasión en que Irene no salió por falta de tiempo o de ganas
asistió sola con Brian a una partida de bridge o a un baile benéfico.
De cuando en cuando iba a cenar oficialmente con ellos. A pesar de su
porte y de su aire cosmopolita, no era la invitada ideal. No aportaba mucho
más que el placer estético que producía mirarla, pues se mantenía en silencio,
con una curiosa mirada de ensoñación en sus ojos hipnóticos. En cambio,
cuando la movía un interés personal —el deseo de verse incluida en un grupo
que había quedado para ir al cabaret o en una invitación a un baile o a un té
—, se expresaba con soltura y con gracia.
En general, gustaba. Era tan amable y tan sensible, estaba siempre tan
dispuesta a servir el dulce plato de la adulación… No le importaba aparentar
que estaba un poco triste o hacerse la víctima con tal de que los demás la
compadecieran. Y, por mucho que los frecuentara, continuaba siendo una
solitaria, una persona un poco rara y misteriosa, de las que despiertan
curiosidad o admiración o de las que producen lástima.
Sus visitas eran imprevistas e imprevisibles, dado que dependían de la
presencia o de la ausencia de John Bellew en la ciudad, pero de vez en cuando
se las arreglaba para hacer una escapadita al norte toda una tarde aunque él no
estuviera fuera. Como el tiempo pasaba sin peligro aparente, hasta la propia
Irene dejó de preocuparse de que el marido de Clare se tropezara un buen día
con la identidad racial de su mujer.
Margery, la hija, se había quedado en un colegio de Suiza, adonde Clare y
Bellew volverían a principios de la primavera. En marzo, según creía Clare.
—¡Cómo detesto solo el pensamiento! —decía, siempre dando la
impresión de una rebeldía contenida—, pero no sé qué hacer para evitarlo.
Jack no quiere ni oír hablar de dejarme aquí. Si pudiera quedarme otros dos
meses en Nueva York, pero sola, sería la mujer más feliz del mundo.
—Imagino que también lo serás una vez que te marches —dijo Irene un
día en que Clare se lamentaba de su partida inminente—. Recuerda que
Margery está allí. Piensa lo feliz que te hará verla después de tanto tiempo.
—Los hijos no lo son todo —fue la respuesta de Clare—. Existen otras
cosas en este mundo, aunque parece que hay personas que ni lo sospechan.
Se echó a reír, al parecer más por algo que le hacía gracia solo a ella que
por sus palabras.
—Sabes que no eres sincera, Clare; lo que ocurre es que bromeas a mi
costa. Yo sé bien que me tomo la maternidad muy en serio; estoy entregada a
mis hijos y a la administración de mi casa, no puedo evitarlo, y, la verdad, no

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me parece cosa de risa —replicó Irene. Y, aunque advirtió un toque de
soberbia en sus palabras y en su gesto, ni pudo ni quiso reprimirla.
—Tienes razón —dijo Clare, dulce y seria de repente—, no es cosa de
risa. Me avergüenzo de tomarte el pelo. ¡Tú eres tan buena, Rene! —Se
inclinó para darle un leve apretón de cariño en la mano—. Pase lo que pase,
nunca pienses que olvido lo que has hecho por mí.
—¡Tonterías!
—No, lo has hecho, lo has hecho. Lo que ocurre es que yo carezco de ese
sentido de la rectitud o del deber que tú tienes; por eso actúo así.
—Ahora estás diciendo idioteces.
—Pero es cierto, Rene. ¿No comprendes que no me parezco en nada a ti?
Cuando yo quiero algo de verdad, soy capaz de cualquier cosa, puedo herir a
quien sea y quitarme de en medio cualquier obstáculo. Créeme, Irene,
conmigo nada es seguro.
Había en su voz y en la expresión de su cara una súplica ferviente que
incomodó un poco a Irene.
—No te creo. En primer lugar, eso que dices es una maldad absurda. En
cuanto a tu capacidad para la renuncia… —Se detuvo ante la falta de una
palabra aceptable para expresar su opinión sobre el carácter «ávido» de Clare.
Pero Clare Kendry se había echado a llorar de un modo audible, sin hacer
nada por contenerse y por motivos que Irene no podía adivinar.

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Tercera parte EL FINAL

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Uno
El año tocaba a su fin. Habían pasado octubre y noviembre. Diciembre llegó
trayendo consigo un poco de nieve, luego una helada y más tarde el deshielo y
unos cuantos días tibios y agradables que contenían un pálpito de la
primavera.
Aquel tiempo amable no era ni por asomo navideño, pensó Irene Redfield
en el momento de doblar la Séptima Avenida para entrar en su calle. No le
gustaba que fuera cálido y primaveral lo que había de ser frío y cortante o
estar gris y nublado como si estuviera a punto de nevar. El tiempo, igual que
la gente, debía atenerse al espíritu de la estación. Aunque tenían encima las
vacaciones, las calles que había atravesado de camino a casa estaban veteadas
de arroyos fangosos y el sol calentaba de tal modo que los niños habían
prescindido de los gorros y de las bufandas. Había en todo una tibieza mucho
más propia de abril. Tiempo de Pascua de Resurrección; no ciertamente de
Navidad.
Muy a su pesar, reconoció que aquel año tampoco ella tenía espíritu
navideño, lo cual parecía tan imposible de evitar como el asunto del tiempo.
Estaba cansada y deprimida. Por mucho que lo intentara, no conseguía
liberarse de aquella desdicha oscura e indefinida que se empeñaba en
apoderarse de ella. El paseo matinal sin una meta precisa por las frecuentadas
calles de Harlem, mucho después de haber pedido las flores que le sirvieron
de excusa para salir, no había sido sino otro intento de evadirse.
Subió los escalones de piedra color arena, entró en casa y bajó a la cocina.
Esperaba gente para el té, aunque de eso, como comprobó después de
intercambiar cuatro palabras con Sadie y con Zulena, no tenía que
preocuparse. Quedó agradecida, porque no le apetecía que la molestaran. Fue
arriba, se quitó la ropa y se metió en la cama.
«¡Qué fastidio que vengan a tomar el té!», pensó.
«¡Si pudiera estar segura de que en el fondo no es más que Brasil!»,
volvió a pensar.
«Sea lo que sea, si yo lo supiera, podría hacerle frente», pensó de nuevo.
Brian, una vez más. Infeliz, inquieto, encerrado en sí mismo. A ella, que
se jactaba de conocer los estados de ánimo de su marido, con sus
correspondientes causas y remedios, le pareció primero increíble y luego

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intolerable que aquella inquietud intermitente, tan parecida y a la vez tan
distinta a otras de él, escapara a su comprensión.
Brian estaba inquieto y no lo estaba. Parecía descontento, a pesar de lo
cual había veces en que Irene advertía en él una satisfacción profunda y
secreta, como la del gato que ha robado la sardina. Brian se enfadaba con los
niños, sobre todo con Brian hijo, porque Ted, que poseía una rara intuición
para los periodos de mal humor del padre, se quitaba de en medio en cuanto
podía. Los niños lo sacaban de quicio, le provocaban violentos estallidos de
cólera, muy distintos de los habituales comentarios educados y sarcásticos
con que toda la vida había pretendido disciplinarlos. Por otro lado, con ella
era más considerado y más sobrio de lo normal. Irene llevaba varias semanas
sin sentir la afilada cuchilla de su ironía.
Parecía un hombre que contaba el tiempo a la espera de algo, pero ¿de
qué? Curioso que, después de tantos años de intuición exacta, a Irene le
fallara su talento para desentrañar el significado de la aparente espera. Por
mucho que lo observara, por mucho que lo sometiera a un estudio paciente,
no descubría el motivo del mal humor de su marido, de ahí que la asaltara un
temor de mal agüero. La reserva defensiva de Brian le parecía injusta,
irrespetuosa y alarmante. Era como si se hubiera refugiado en un espacio
desconocido, rodeado de murallas e inaccesible para ella.
Cerró los ojos, pensando que sería una bendición dormir un poco antes de
que los niños regresaran del colegio. No podría, seguramente, a pesar del
cansancio acumulado en los últimos tiempos a fuerza de noches en vela.
Noches llenas de preguntas y de presagios.
Pero durmió… varias horas.
Al despertar se encontró con que Brian estaba de pie junto a la cama y la
miraba con una expresión insondable.
—He debido de quedarme dormida.
Irene vio pasar por el rostro de su marido un pálido reflejo de la antigua
sonrisa socarrona.
—Son casi las cuatro —dijo él, dando a entender, bien lo sabía Irene, que
volvía a retrasarse.
—Me levanto en seguida. Ha sido un detalle por tu parte que pensaras en
llamarme —lo dijo en lugar de la réplica inmediata que se le venía a los
labios. Y se incorporó.
Brian hizo una inclinación.
—Ya lo ves, el marido atento de siempre.
—Sí, es cierto. Gracias a Dios está todo preparado.

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—Menos tú. ¡Ah!, Clare está abajo.
—¡Clare! ¡Qué fastidio! Pero si no la invité adrede…
—Ya. ¿Puede un simple hombre preguntar por qué? ¿O se trata de un
motivo tan sutilmente femenino que escaparía a su comprensión?
Había recuperado un destello de su sonrisa.
Irene, que ante la conocida socarronería empezaba a sacudirse la
depresión, habló casi con alegría.
—No, en absoluto, pero la fiesta es para Hugh, y da la casualidad de que a
Hugh le importa poco Clare. Y yo, como soy la anfitriona, no la he invitado.
Nada más sencillo, ¿no te parece?
—Nada más sencillo. Tanto que a través de tu sencilla conjetura veo la
posibilidad de que Clare nunca haya tributado a Hugh la atención admirada
que él considera ni más ni menos que obligatoria. Lo más sencillo del mundo.
—¿Qué dices? Creí que Hugh te caía bien. ¡No puedes, no debes pensar
semejante idiotez! —exclamó ella muy asombrada.
—Bueno, ya sabes que Hugh se cree Dios.
—Eso es falso —afirmó Irene levantándose de la cama—. Tiene de sí
mismo mejor opinión que quien como tú, que lo conoce y lo ha leído, podría
suponer, pero, si recordaras la mala opinión que le merece Dios, no dirías esa
tontería.
Fue a coger su ropa en el armario y, a la vuelta, colgó el vestido del
respaldo de una silla y colocó los zapatos al lado. Luego se sentó delante de la
coqueta.
Brian no dijo palabra. Continuaba de pie al lado de la cama y, al parecer,
no miraba nada en especial. Desde luego, no a su mujer. A decir verdad,
dirigía la vista hacia ella, pero cierta particularidad de sus ojos hizo sentir a
Irene que en aquel preciso instante no era para él más que un cristal
transparente a través del cual observaba algo. ¿Qué? No lo sabía, no era capaz
de averiguarlo, y eso la desazonaba.
—Lo único que ocurre es que Hugh prefiere a las mujeres inteligentes —
dijo.
Brian dio un respingo visible.
—¿Tú crees que Clare es tonta? —preguntó, mirándola con unas cejas
enarcadas que subrayaban la incredulidad de la voz.
Irene se quitó la crema de la cara antes de hablar.
—No, no lo creo. No es tonta, sino muy inteligente al más puro estilo
femenino. La Francia del siglo XVIII habría sido un decorado magnífico para
ella, o el antiguo Sur, si no hubiera cometido el error de nacer negra.

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—Ya. Inteligencia suficiente para llevar un corpiño ajustado y mantener
un séquito de pretendientes rendidos que susurran piropos y recogen los
abanicos que se han dejado caer. Interesante retrato. Lo comparto, a pesar de
que detecto ciertas connotaciones felinas.
—Bien, entonces debo decirte que me malinterpretas. Nadie admira a
Clare más que yo, tanto por su inteligencia como por sus cualidades
decorativas, pero no es…, no tiene… Ah, no sé cómo decirlo. Mira Bianca,
por ejemplo, o, sin salir de la raza, Felise Freeland. Físico y cerebro.
Auténticas cabezas que pueden medirse con quien sea. Clare tiene un cerebro
práctico, de tipo codicioso, pero un hombre como Hugh se suicidaría de
aburrimiento. Aun así, ni siquiera a ella la creía capaz de asistir a una fiesta
íntima sin que nadie la invitara. Cosas suyas.
Hubo un minuto de silencio, en el que Irene completó el brillante arco
rojo de sus labios carnosos. Brian se dirigió a la puerta, y ya con el picaporte
en la mano dijo:
—Lo lamento, Irene, todo es culpa mía. La vi herida y desplazada y le dije
que se trataría de un olvido tuyo y que podía venir de todos modos.
—Pero, Brian, yo…
Gritaba. Se detuvo asombrada de la cólera feroz que le había estallado
dentro.
Brian volvió la cabeza de repente, con las cejas enarcadas por la sorpresa.
Irene comprendía que la voz había sonado estentórea, pero el instinto le
decía que no era el único motivo de la actitud de su marido. Aquel
encogimiento casi imperceptible de los hombros, ¿no era el de un hombre que
se prepara a recibir un golpe? El miedo le traspasó el corazón como una
lanzada escarlata de terror.
¡Clare Kendry! ¡De modo que era eso! ¡Imposible! ¡No podía ser!
En el espejo que tenía delante vio que Brian la miraba aún con aquella
expresión un poco inquisitiva. Bajó la vista a los botes y a los tarros que había
sobre la cómoda y empezó a tantear los objetos con los dedos ligeramente
temblorosos.
—Claro —hablaba con cautela—, me alegro de que se lo dijeras, porque a
pesar de mis comentarios Clare encaja en todas las fiestas. Es un regalo para
la vista.
Cuando volvió a mirarlo, la sorpresa había desaparecido de su rostro y la
expectación de su actitud.
—Sí —aceptó Brian—. Bueno, conviene que me vaya. Uno de los dos
debería estar abajo, imagino.

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—Llevas razón, uno de los dos debería estar.
Irene se sorprendió de hablar con su tono normal, a pesar de tener el
corazón destrozado por aquel temor oscuro e indefinido que de pronto se
había convertido en una punzada de pánico.
—Bajaré antes de que me eches de menos —prometió.
—De acuerdo.
Pero no acababa de irse.
—¿Estás segura? ¿No te molesta que la haya invitado? No mucho, quiero
decir. Ahora veo que debí hablarlo contigo. Debí contar con que las mujeres
tenéis vuestras razones para todo.
Fingió una mirada de refilón y se las compuso para esbozar una leve
sonrisa. Volvió la cabeza. ¡Clare! ¡Qué repugnante!
—¿Verdad que sí? —dijo, esforzándose por hablar con naturalidad.
Notaba en su interior una dureza nacida de sentimientos no nuevos, sino
reprimidos. Una dureza que le subía por dentro y se dilataba. ¿Por qué no se
iba? ¿Por qué?
Al fin, Brian había abierto la puerta.
—No te entretendrás mucho, ¿verdad? —dijo en tono de amonestación.
Negó con la cabeza, incapaz de hablar. Tenía una tenaza en la garganta y
una confusión en la cabeza como un batir de alas. Oyó a sus espaldas la
puerta que Brian cerró con cuidado detrás de él y supo que se había ido.
Abajo, con Clare.
Continuó sentada un minuto más, con una rigidez forzada. El rostro del
espejo desapareció de su vista, empañado por la idea que había cruzado como
un rayo su mente confusa. Imposible traducirla de inmediato a palabras o
darle una forma, porque, obedeciendo a un instinto de defensa, se resistía a la
expresión exacta.
Cerró los ojos ciegos y apretó los puños para no llorar, pero los labios se
le contrajeron y ningún esfuerzo bastó para contener las lágrimas ardientes de
despecho y de vergüenza que le brotaron de los ojos y corrieron por sus
mejillas; por eso apoyó la cara en los brazos y lloró en silencio.
Cuando estuvo segura de que ya no lloraba, se enjugó los cálidos residuos
de las lágrimas y se puso de pie. Después de echarse agua fría en la cara
hinchada y de aplicarse con cuidado una ardiente rociada de agua de colonia,
volvió al espejo y se contempló con un gesto serio. Satisfecha de que no
quedara ninguna huella que pudiera traicionar su llanto, se empolvó un poco
el rostro claroscuro y volvió a examinarse con atención y con una especie de
humorístico desprecio.

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—Me parece —le confió— que has sido una imbécil…, una auténtica
imbécil.
Abajo, el ritual del té la mantuvo ocupada algunos momentos; una
bendición, pensó. No deseaba tiempos vacíos en los que su cerebro recayera
en aquel espanto que aún no se veía capaz de afrontar. Servir el té con gracia
y esmero era tarea que requería una atención serena.
Un reloj dio la hora en la habitación contigua. Un único toque. Las cinco
y cuarto. ¡Nada más! Y, sin embargo, en el breve espacio de treinta minutos la
vida entera había cambiado, había perdido el color, el brillo, todo su sentido.
No, reflexionó, no era eso; a su alrededor la vida continuaba como siempre.
—¡Ah!, señora Runyon… Cuánto me alegro de verla… ¿Dos? No me
diga… ¡Qué emocionante!… Sí, creo que el martes me viene bien…
Sí, la vida era en todo la misma, pero ella no. El saber, el tropezarse con
aquello, la había convertido en otra. Era como si, en una casa largo tiempo en
penumbra, una cerilla prendida alumbrara formas espectrales donde antes solo
se apreciaban sombras confusas.
Charloteo y más charloteo. Alguien le hizo una pregunta. Levantó la vista,
forzando una sonrisa, o eso le pareció.
—Sí… Brian lo encontró el invierno pasado en Haití. Rarísimo,
¿verdad?… Maravilloso de puro horrendo… Prácticamente nada, supongo…
Unos centavos…
Atroz. Se apoderó de ella un cansancio tal que hasta un esfuerzo
insignificante como verter el dorado líquido en las tazas antiguas y finas le
resultaba excesivo, pero continuó sirviendo; repitió sonrisas, respondió
preguntas, hilvanó conversaciones. «Me siento la persona más vieja del
mundo con el mayor tramo de vida por delante».
—¿Josephine Baker?… No, nunca la he visto… Bueno, puede que
interviniera en Shuffle Along[16] cuando vi el musical, pero no la recuerdo…
¡Ah, no estoy de acuerdo!… Yo creo que Ethel Waters es fantástica…
Se produjo el habitual tintineo de las cucharillas contra las tazas frágiles,
el sonido rápido y ligero de la charla intrascendente salpicada de risas. En
grupitos irregulares, que se componían y se descomponían dando la nota
perfecta de la desarmonía y del desorden en el gran salón que Irene había
amueblado con una moderación casi casta, los invitados evolucionaban con
ese punto de familiaridad que da éxito a una fiesta. El sol poniente arrojaba
largas sombras fantásticas al suelo y a las paredes.
Tan parecido a otros tés suyos y tan distinto a todos los demás. Pero no
era momento de pensarlo; ya habría tiempo, todo el tiempo del mundo. Tuvo

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un segundo fogonazo de lo que presagiaban aquellas palabras: tiempo con
Brian y tiempo sin Brian. Pasado el pensamiento, le quedó un impulso casi
incontrolable de reír, de gritar, de ponerse a tirar cosas. De pronto quería
sacudirlos, hacerles daño para que repararan en ella y se dieran cuenta de su
sufrimiento.
—Hola, Dave… Felise… Desde luego, tus vestidos son la desesperación
femenina de medio Harlem… ¿Cómo lo consigues?… Precioso. ¿Es Worth o
Lanvin?… ¡Ah!, solo un Babani…
—Solo —reconoció Felise Freeland—. Vamos, Irene, sea lo que sea,
sacúdetelo, que pareces el segundo sepulturero[17].
—Gracias por el consejo, Felise. No estoy a la altura. El tiempo,
seguramente.
—Cómprate un vestido caro, cielo. Eso no falla. Cuando esta nena se pone
triste, a Dave se le adelgaza el bolsillo. ¿Qué tal esos niños tuyos?
¡Los niños! Era la primera vez que los olvidaba.
Estaban muy bien, le dijo a Felise, y Felise murmuró que fantástico y en
seguida añadió que se iba volando porque, qué milagro, acababa de ver a la
señora Bellew sentada sola «y llevo toda la tarde esperando pillarla así porque
la quiero en una fiesta. ¿No te parece que hoy viene despampanante?».
En efecto, Irene no recordaba haberla visto mejor. Llevaba un vestido de
un tono canela oscuro, cuya sencillez extrema resaltaba la vivacidad de su
hermosura, y un casquetito dorado por sombrero. Al cuello, un hilo de cuentas
de ámbar, del que habrían podido salir seis u ocho como el que poseía Irene.
Despampanante, sí.
El murmullo de las conversaciones fluía. La chimenea crepitaba. Las
sombras se hacían más largas.
Hugh estaba al otro lado del salón. Ojalá no se aburriera mucho, pensaba
Irene. Parecía, como siempre, algo distante, algo divertido y un poco hastiado.
Y, como siempre, merodeaba por las estanterías de los libros; sin embargo,
Irene notó que no miraba el volumen que había bajado. Algo al otro lado del
salón atraía sus ojos de color ámbar opaco, ahora un poco desdeñosos. ¡Bah!,
a él nunca le había interesado Clare Kendry. Pero Irene dudó un instante antes
de volver la cabeza, sabiendo ya qué era lo que atraía la miraba de Hugh.
Clare. La misma que había eclipsado de un plumazo su vida entera. Y Brian,
el padre de sus hijos.
El rostro marfileño de Clare era el que siempre había sido, hermoso y
acariciador. O tal vez un poco enigmático aquel día, menos expresivo,
impasible, sin alteraciones emocionales ni por dentro ni por fuera. El de Brian

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le pareció a Irene lastimosamente vacío. ¿O era el de siempre? Aquella
mirada escrutadora medio borrada, ¿era la suya de toda la vida? ¡Qué raro que
ella no pudiera decirlo, que no lo recordara! Entonces lo vio reír y la risa le
inundó la cara de luz y de alegría. Movida por un íntimo impulso de lealtad
hacia sí misma, retiró la vista, pero solo un momento antes de volver a
mirarlos. Entonces pensó que la expresión de su marido era la más
melancólica y, pese a todo, la más burlona que había visto jamás en su cara.
Durante el cuarto de hora siguiente se comprometió a cenar con Bianca
Wentworth en la calle 62, con Jane Tenant en la Séptima Avenida con la 150
y con los Dashield en Brooklyn, todos en la misma noche y casi a la misma
hora.
¿Qué más daba? En aquel momento carecía de ideas, solo sentía una
fatiga inmensa. Delante de sus ojos cansados Clare Kendry charlaba con Dave
Freeland. Le llegaban fragmentos de la conversación en la voz ronca de Clare:
«… siempre te he admirado…, tanto de ti desde hace mucho tiempo…, todo
el mundo lo dice…, nadie como tú…», y más de lo mismo. Aquel hombre, el
marido de Felise Freeland, autor de novelas que revelaban una personalidad
intuitiva y un talento demoledor para la ironía, colgaba, embelesado, de sus
palabras. ¡Se rendía ante semejantes memeces! Y todo porque Clare dejaba
caer los párpados de marfil sobre los impresionantes ojos negros, para luego
levantarlos de repente al tiempo que acariciaba con su sonrisa. Hombres de la
talla de Dave Freeland se rendían ante aquellos trucos. Y Brian también.
Su lasitud física y mental desapareció. ¡Brian! ¿Qué iba a pasar? ¿Cómo
les afectaría a los niños y a ella? ¡Los niños! Notó una oleada de alivio, que
en seguida disminuyó, se desvaneció, y luego la sensación de no importar
nada. ¡Claro, ella no contaba! Era la madre de sus hijos y nada más; por sí
misma, nadie. Peor aún: era un obstáculo para él.
Le hervía la sangre.
Oyó un golpecito. A sus pies, en el suelo, estaba la taza echa añicos. La
alfombra clara se llenó de salpicaduras oscuras que se extendían. La charla se
detuvo un momento y continuó. Delante de ella, Zulena recogía los
fragmentos blancos.
La voz de Hugh Wentworth llegó como atenuada por la distancia, a pesar
de que Irene se dio cuenta de que había aparecido junto a ella como por
encanto.
—Lo lamento —se disculpó él—. Creo que te he empujado. Soy un
patoso. No me digas que no tiene precio o que es irremplazable.

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¡Qué dolor, Dios mío, qué dolor! Pero ahora, con Hugh a su lado,
farfullando disculpas y mentiras, no podía pensarlo. El significado de aquellas
palabras, la capacidad intuitiva de él, la pusieron alerta y se le sublevó el
orgullo. ¡Condenado Hugh! Al parecer, ya era tarde para ocultarle nada. En
cambio, sí podía evitar que supiera que ella sabía, y estaba dispuesta a
evitarlo. Aguantaría, tenía que aguantar por los niños. El cuerpo se le puso
rígido. En aquel instante supo que podría aguantar cualquier cosa, a condición
de que nadie se diera cuenta de que había algo que aguantar. Estaba dolida,
asustada, pero aguantaría.
Volviéndose a Hugh, sacudió la cabeza y levantó los inocentes ojos
oscuros hasta aquellos otros, claros y preocupados.
—¡Ah, no! —protestó—, no me has empujado. Si me lo juras por tu vida,
te cuento lo que ha pasado.
—¡Hecho!
—¿Te has fijado en la taza? Bueno, mejor para ti. Era la cosa más fea que
jamás poseyeron tus ancestros, los encantadores confederados. Ya no
recuerdo cuántos siglos hace que fue propiedad de un tío tatarabuelo de Brian.
Pero la taza tiene, tenía, una historia tan interesante como vetusta. La trajeron
hasta el norte de extranjis… Bueno, dicho en serio, por el llamado
«Ferrocarril clandestino[18]». Da igual, lo importante es que hasta hace cinco
minutos no se me había ocurrido la forma de quitármela de encima, y de
pronto me vino la inspiración: la rompo y la pierdo de vista para siempre.
Fíjate qué sencillo, y nunca lo había pensado.
Hugh asintió. Su sonrisa glacial le cruzó las facciones. ¿Lo había
convencido?
—No obstante —continuó Irene con una sonrisita que, estaba segura, no
parecía en absoluto forzada—, estoy dispuestísima a echarte la culpa y
aceptar que tropezaste conmigo en un mal momento. ¿Para qué están los
amigos si no para ayudarse a cargar con los pecados? No dudes de que Brian
será debidamente informado de tu culpa.
—¿Más té, Clare?… No he podido dedicarte ni un minuto… Sí, una
bonita reunión… ¿Te quedarás a cenar, supongo?… ¡Ah, lástima!… Estoy
sola con los niños… También ellos lo sentirán… Brian tiene una consulta o
algo así… Precioso tu vestido… Gracias… Bueno, adiós, espero verte pronto.
Sonó el reloj. Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis. ¿Era posible que solo
hubiera transcurrido poco más de una hora desde que bajó para el té? Una
hora de nada.

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—¿Tienes que irte?… Adiós… Muchas gracias… Ha sido un placer
verte… Sí, el miércoles… Dale un beso a Madge… Lo siento, pero el martes
estoy hasta la bandera… ¿De veras?… Sí… Adiós…, adiós.
¡Qué dolor, qué dolor tan tremendo! Pero no importaba si nadie se daba
cuenta, si todo continuaba igual, si los niños estaban seguros.
¡Qué dolor!
Pero no importaba.

Página 99
Dos
Sin embargo, importó como nunca antes había importado nada.
¡Qué pena que lo que había sido su único temor, su única incertidumbre,
la ansiedad de Brian por marcharse a otra parte, quedara ahora reducida a una
insignificancia infantil! Y con ello, el grado de coraje y de firmeza con que
ella había afrontado el problema. Ahora, falta de valor y de remedios, huía de
los peligros y de las imágenes que percibía. Hizo un intento desesperado de
desechar la idea causante de aquel trastorno que no era capaz de moderar o de
calmar en su interior, y lo consiguió a medias.
Porque, razonaba consigo misma, ¿existía o había existido algo que
demostrara, aunque fuera solo a medias, la verdad de la idea que la
atormentaba? Nada. Ni había visto nada ni había oído nada. No disponía ni de
hechos ni de pruebas. Se estaba sometiendo a una tortura insoportable por una
sospecha infundada, porque quien se busca complicaciones las encuentra en
abundancia. Nada más.
Cuando logró convencerse de que carecía de certezas, redobló sus
esfuerzos para quitarse de la cabeza la descorazonadora idea de las lealtades
rotas y las confianzas traicionadas que traía consigo cada representación
mental de Clare o de Brian. Ni podía ni quería revivir la espantosa agonía que
acababa de dejar atrás.
Debía ser justa, se dijo. Nunca, en toda su vida de casada, había tenido el
menor motivo para sospechar de una infidelidad por parte de su marido, ni
siquiera de algún amorío serio. Si Brian había tenido —y lo dudaba— sus
momentos de conducta irregular fuera de casa, ella lo ignoraba. ¿A qué venía
empezar ahora a darlo por hecho? Y por algo tan poco concreto como una
idea que se le metió en la cabeza cuando él comentó que había invitado a una
amiga, una amiga de su mujer, a su propia casa, y en un momento en el que
ella estaba seguramente más dormida que despierta. ¿Cómo podía culparlo
con tanta facilidad sin que él hubiera hecho o dicho o dejado de hacer o de
decir algo? ¿Por qué estaba tan dispuesta a renunciar a la confianza en el
valor de su vida en común?
Y en caso de que hubiera alguna minucia…, bueno, ¿qué podía ocurrir?
Nada. Estaban los niños y estaba John Bellew. Pensar en los tres le
proporcionó algún consuelo, pero no fue capaz de mirar el futuro de frente; no

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quería sentir, no quería pensar, solo creer que todo había sido una invención
absurda por su parte. No pudo, sin embargo; no del todo.

La Navidad, con su atmósfera irreal, su agitación febril y su falsa alegría,


llegó y se fue. Irene agradecía el alboroto y el desorden de la época. Las
molestias, la gente, la reiteración vacía e insincera de felicitaciones, se
interpusieron entre ella y la contemplación de su desdicha galopante.
Daba gracias también por la continua ausencia de Clare, que había
recuperado aquella otra vida suya, remota e inaccesible, a raíz del regreso de
John Bellew de su larga estancia en Canadá. Sin embargo, la fantasía
esquivada de que, pese a su ausencia, Clare Kendry se hallaba presente y
cercana continuaba golpeando los muros que aprisionaban los pensamientos
de Irene.
Brian también se había recluido en sí mismo. La casa contenía su ser
exterior y sus pertenencias. Iba y venía con la silenciosa irregularidad de
siempre. En la mesa, se sentaba frente a ella; por las noches, dormía en la
alcoba de al lado. Se mantenía alejado, inaccesible. De poco servía fingir que
era un hombre feliz y que todo estaba como siempre. Ni lo uno ni lo otro era
cierto. Sin embargo, se consolaba Irene, no tenía por qué deberse a nada
relacionado con Clare. Era, tenía que ser, otra manifestación de su antigua
inquietud.
Pero deseaba que fuera ya primavera, que fuera marzo para que Clare se
marchara lejos de su vida y de la vida de Brian. Aunque casi había llegado a
la conclusión de que no existía entre ellos más que una buena amistad, estaba
harta de Clare Kendry y deseosa de librarse de ella y de sus idas y venidas
furtivas. Ojalá ocurriera algo para que John Bellew decidiera adelantar el
viaje o para que Clare se alejara de algún modo. Algo, lo que fuera. No le
importaba que su Margery se pusiera enferma o que se estuviera muriendo, ni
siquiera que John Bellew descubriera…
Dio un brusco respingo y se quedó largo rato mirándose las manos, que
descansaban en su regazo. ¡Qué raro que no hubiera pensado antes lo fácil
que era deshacerse de Clare! Bastaba con informar a John Bellew de que su
mujer… ¡No, eso no! Pero si él se enterara de algún modo de las visitas a
Harlem… ¿Por qué tenía que dudarlo? ¿Por qué ahorrárselo a Clare?
Pero se acobardó ante la idea de contar a un hombre como aquel, al
marido blanco de Clare, nada que pudiera hacerle sospechar que estaba
casado con una negra. No podía decírselo por escrito o por teléfono o
comunicárselo a un tercero para que se lo contara a él.

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Estaba atrapada entre dos fidelidades diferentes y aun así idénticas. Ella
misma y su raza. ¡La raza! Vínculo y opresión. Diera el paso que diera, y aun
no dando ninguno, algo se destruiría. El individuo o la raza. Clare, ella o la
raza. O tal vez las tres. No podía imaginar nada más absolutamente
paradójico.
Sentada a solas en el silencio del salón, delante del agradable resplandor
de la chimenea, Irene Redfield deseó, por primera vez en su vida, no haber
nacido negra. Por primera vez sufría y se rebelaba porque no era capaz de
sacudirse el lastre de la raza. No bastaba, lloró en silencio, con sufrir como
mujer, como individuo, cada cual por lo suyo, no: había que sufrir también
por la raza. Era brutal e inmerecido. Imposible que existiera un pueblo tan
maldito como el de los oscuros hijos de Cam.
Sin embargo, ni la postración ni el acobardamiento ni la incapacidad para
encontrar soluciones le impedían desear con toda su alma que, por algún
medio ajeno a ella, John Bellew llegara a descubrir no que su mujer tenía un
toque de la brocha de alquitrán, eso no lo quería Irene, pero sí que pasaba en
el Harlem negro todo el tiempo que él faltaba de la ciudad. Nada más;
suficiente para librarla de Clare Kendry para siempre.

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Tres
Como en respuesta a su deseo, justo al día siguiente Irene se encontró cara a
cara con Bellew.
Había ido de compras al centro con Felise Freeland. Era un día
excepcionalmente frío y el azote del ventarrón teñía de rojo oscuro las
mejillas tersas y doradas de Felise y empañaba los ojos color miel de Irene.
Agarradas la una a la otra, con la cabeza inclinada contra el viento,
doblaron en la Quinta Avenida para coger la 57. De pronto, una ráfaga las
obligó a torcer en la esquina con inusitada rapidez y se dieron de bruces con
un hombre.
—Perdón —se disculpó Irene riéndose, antes de elevar la vista hasta el
rostro del marido de Clare Kendry.
—¡Señora Redfield!
Bellew se quitó el sombrero y extendió una mano, sonriendo con simpatía.
Pero la sonrisa se desvaneció en el acto; por sus facciones cruzaron la
sorpresa, la incredulidad y… ¿Era inteligencia lo otro?
Irene supo que había reparado en Felise, que, dorada y con sus rizos de
negra, colgaba aún de su brazo. Cuando volvió a mirarlas, a ella primero, a
Felise después, ya no le cupieron dudas de que el gesto de Bellew era de
comprensión total… y de contrariedad.
Aun así, él no retiró la mano tendida. No inmediatamente.
Pero Irene no se la estrechó. Por instinto, desde el reconocimiento al
primer vistazo, su cara se había transformado en una máscara. Le dirigió una
ojeada de absoluta indiferencia, hasta cierto punto interpelante, pero al verlo
allí quieto, con la mano tendida, lo obsequió con la mirada fría y tasadora que
reservaba a los frescos, y tiró de Felise.
—¡Ajá! Así que tú también finges, ¿eh? Pues te lo acabo de estropear —
dijo su amiga arrastrando las palabras.
—Sí, eso me temo.
—¡Vamos, Irene Redfield! Hablas como si te importara muchísimo.
Discúlpame.
—Me importa, pero no por lo que tú imaginas. Jamás en la vida me había
fingido «nativa» como no fuera por conveniencia, en los restaurantes, para las
entradas de los teatros y esas cosas; quiero decir que nunca por motivos

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sociales, con una sola excepción, y te acabas de cruzar con la única persona
que me ha conocido en la piel de una blanca.
—¡Cómo lo siento! Ya sabes que antes se coge a un mentiroso… Pero
cuenta, cuenta.
—Me gustaría, porque te ibas a divertir, pero no puedo.
La risa de Felise fue tan lánguidamente frívola como el tono indiferente
de su voz.
—¿Será posible que Irene, la íntegra Irene, haya…? ¡Ay, pero mira qué
abrigo! Ese de allí, el rojo. ¿No es un sueño?
Irene pensaba: «He dejado escapar la oportunidad. No tenía más que
hablar y presentarle a Felise, precisando con la mayor naturalidad que se
trataba del marido de Clare. Idiota, idiota de mí». ¡Aquella fidelidad instintiva
a la raza! ¿Por qué no podía prescindir de eso? ¿Y por qué había de incluir a
Clare? A Clare, que demostraba tan poca consideración por ella y por los
suyos. Más que rabia, sentía una sorda desesperación por no poder cambiar su
modo de pensar, por no ser capaz de separar al individuo de la raza, a ella de
Clare Kendry.
—Vamos a casa, Felise. Estoy que me caigo de cansancio.
—¿Por qué? No hemos hecho ni la mitad de lo que pensábamos.
—Ya lo sé, pero hace demasiado frío para andar callejeando por la ciudad.
Quédate tú si quieres.
—Me parece que me voy a quedar si no te importa.

Ahora se le planteaba otro problema. Debía hablar a Clare del encuentro


para ponerla sobre aviso, pero ¿cómo? Llevaba varios días sin verla. Escribir
o telefonear no era menos peligroso. Y, aunque pudiera comunicarse con ella,
¿qué adelantaría? Si Bellew no había llegado a la conclusión de que se trataba
de un error, si ya estaba seguro de la identidad de su mujer —y de tonto no
tenía un pelo—, decírselo a Clare no evitaría las consecuencias del encuentro.
Además, era tarde; lo que aguardara a Clare Kendry, fuese lo que fuese,
estaba ya en marcha.
Irene experimentaba una sensación de alivio y de gratitud con solo pensar
que probablemente se había librado de ella sin mover un dedo ni pronunciar
palabra.
Pero a Brian sí quería contarle su encuentro con John Bellew, cosa, al
parecer, imposible. ¡Qué curioso, había algo que se lo impedía! Siempre que
estaba a punto de decir: «Hoy me he cruzado en el centro con el marido de
Clare. Estoy segura de que me ha reconocido, y Felise iba conmigo», era
incapaz de abrir la boca. Sonaba demasiado a la advertencia que ella pretendía

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que fuera. Ni siquiera en la cena, delante de los niños, pudo darle la noticia
escueta.
La velada se hizo interminable. Al fin, Irene dio las buenas noches y subió
las escaleras sin haber dicho palabra.
Pensaba: «¿Por qué no se lo he dicho, por qué? Si esto trae consecuencias,
nunca me lo perdonaré. Se lo diré cuando suba».
Cogió un libro, pero no consiguió leer. ¡Tan angustiada estaba por un
presagio que no sabía definir!
¿Qué ocurriría si Bellew se divorciaba de Clare? ¿Sería capaz? Se
acordaba del caso Rhinelander[19]. Pero en Francia, en París, esas cosas eran
muy fáciles. Si él se divorciaba… Si Clare quedaba libre… De todo lo que
podía ocurrir, aquello era lo que Irene menos deseaba. Tenía que quitarse la
idea de la cabeza. Era imprescindible.
Entonces se le cruzó un pensamiento que trató de ahuyentar. ¿Y si Clare
se muriera? En tal caso… ¡Ah, qué vileza! ¡Pensar, sí, desear algo semejante!
Se sintió mareada, como si la abandonaran las fuerzas, pero la idea no se iba y
ella no lograba rechazarla.
Oyó que la puerta de la calle se abría, se cerraba. Brian había salido.
Volvió la cara y la hundió en la almohada para llorar, pero las lágrimas no
acudieron.
Se quedó tumbada, despierta, pensando en cosas pasadas. En el noviazgo,
en la boda y en el nacimiento de Brian hijo; en la época de la compra de la
casa donde habían vivido felices tanto tiempo; en cuando Ted superó la crisis
de su pulmonía y estuvieron seguros de que iba a vivir; y en otros recuerdos
dulces y penosos que no volverían jamás.
Por encima de todo, había deseado y defendido el ideal de mantener
inalterada la entrañable rutina de una vida en la que ahora irrumpía Clare
Kendry y, con ella, el peligro de la inestabilidad.
—Dios mío —rogó—, que llegue pronto marzo.
Poco a poco se fue quedando dormida.

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Cuatro
La mañana siguiente trajo consigo una nevada que se prolongó todo el día.
Después de un desayuno consumido en silencio, que se alegró de
terminar, Irene Redfield se entretuvo un momento en el vestíbulo de abajo
contemplando el revoloteo de los suaves copos que caían fuera. Los miraba
rellenar en el acto algunos de los antiestéticos surcos irregulares que habían
dejado las pisadas de los viandantes apresurados, cuando Zulena se acercó a
ella.
—El teléfono, señora Redfield. Es la señora Bellew.
—Coge el mensaje, Zulena, por favor.
Continuó mirando por la ventana, pero ya no veía nada, traspasada como
estaba de terror… y de esperanza. ¿Habría ocurrido algo entre Clare y
Bellew? Y, de ser así, ¿qué? ¿Se vería libre al fin del doloroso estado de
ansiedad de las últimas semanas? ¿O le esperaban cosas peores? Se debatió
un instante, en el que pareció que iba a salir corriendo detrás de Zulena para
oír por sí misma lo que Clare tenía que decir, pero esperó.
—Señora, dice que podrá ir a casa de la señora Freeland esta noche.
Estará aquí entre las ocho y las nueve —anunció Zulena a su vuelta.
—Gracias, Zulena.
El día llegó a su fin.
En la cena Brian comentó con amargura la noticia de un linchamiento que
había leído en la prensa vespertina.
—Papá, ¿por qué solo linchan a la gente de color? —preguntó Ted.
—Porque los odian, hijo mío.
—¡Brian! —La voz de Irene contenía una súplica y un reproche.
—¡Ah! ¿Y por qué los odian? —preguntó Ted.
—Porque los temen.
—Pero ¿por qué los temen?
—Porque…
—¡Brian!
—Hijo, parece que de momento no podremos abordar este tema sin
angustiar a las señoras de la familia —dijo al niño con una seriedad fingida—,
pero lo retomaremos alguna vez, cuando estemos a solas.
Ted asintió con su cautivadora gravedad.
—Vale, podríamos hablarlo mañana de camino al colegio.

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—Me parece bien.
—¡Brian!
—Mamá —subrayó Brian hijo—, es la tercera vez que dices «Brian» así.
—No será la última, hijo, no tengas miedo —añadió el padre.
Los niños subieron a su planta.
—Me gustaría que no hablaras de linchamientos delante de Ted y de
Brian. Ha sido de todo punto imperdonable por tu parte que sacaras un tema
así en la cena. Ya tendrán tiempo de conocer esos horrores cuando crezcan —
dijo Irene en un tono suave.
—¡Estás muy equivocada! Si, como tú te has empecinado, van a vivir en
este condenado país, mejor será que se enteren pronto de lo que tendrán que
afrontar. Cuanto antes lo sepan, más preparados estarán.
—No estoy de acuerdo. Quiero que tengan una infancia feliz y lo más
ajena posible al conocimiento de esas cosas.
—Muy loable —fue la sarcástica respuesta de Brian—, muy loable, desde
luego, dadas las circunstancias, pero ¿se puede?
—Por descontado, siempre que tú cumplas con tu parte.
—¡Idioteces! Sabes tan bien como yo que no es posible. ¿De qué nos ha
servido ocultarles una palabra como «negrata», con todo lo que supone? La
descubrieron, ¿verdad? ¿Y cómo?: porque a Brian lo llamaron «negrata de
mierda».
—Da igual. No les hablarás del problema racial porque yo no pienso
tolerarlo.
Intercambiaron una mirada.
—Te digo, Irene, que deben conocerlo, y mejor ahora que luego.
—¡No deben! —insistió, conteniendo las lágrimas de rabia que se
empeñaban en caer.
Brian se alteró.
—No comprendo cómo una persona tan inteligente como te gusta pensar
que eres tú puede dar muestras de tamaña estupidez.
La miraba tenso y perplejo.
—¡Estupidez! —gritó Irene—. ¿Es una estupidez querer que mis hijos
sean felices? —Le temblaban los labios.
—A costa de una preparación adecuada para la vida y de su felicidad
futura, sí. Y creería no haber cumplido con mi obligación hacia ellos si no les
proporcionara un indicio de lo que les espera. Es lo mínimo que puedo hacer.
Hace años quise sacarlos de este infierno y tú no me lo permitiste. Renuncié a
la idea porque tú te oponías; no pretendas que renuncie a todo.

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Sus palabras fueron un trallazo que enmudeció a Irene. Antes de que se le
ocurriera una respuesta, Brian dio media vuelta y salió de la habitación.
Sentada a solas en el comedor vacío, estrujándose sin notarlo las manos,
que apoyaba en el regazo, se echó a temblar de arriba abajo. Para ella había
algo en la escena que acababa de protagonizar con su marido que no auguraba
nada bueno. Las últimas palabras, «no pretendas que renuncie a todo»,
acudían una y otra vez a su cabeza. ¿Qué significaban? ¿A qué podían
referirse? ¿A Clare Kendry?
Sí, cierto, el miedo y la sospecha la estaban volviendo loca. No debía
dejarse llevar por los nervios, no, de ningún modo. ¿Dónde quedaban aquel
dominio de sí misma y aquel sentido común que tanto la enorgullecían?
Nunca como ahora los había necesitado.
Clare llegaría pronto. Debía espabilarse para no ir con retraso, porque
entonces ellos esperarían abajo juntos, como tantas otras veces desde la
primera, que ahora parecía tan lejana. ¿De verdad había sido en el último
octubre? Más que meses, sentía que había envejecido años.
De un humor sombrío, se levantó de la silla y subió a la planta superior,
donde debía abordar la tarea de vestirse para salir, cuando lo que le apetecía
era quedarse en casa. Mientras se arreglaba, se preguntó por enésima vez por
qué no le había contado a Brian que Felise y ella se habían dado de bruces
con Bellew el día anterior, y por enésima vez se negó a reconocer el
verdadero motivo que la inducía a reservarse la información.
Cuando llegó Clare, radiante dentro de un luminoso vestido rojo, Irene
aún no había acabado de arreglarse, pero su sonrisa apenas vaciló al saludarla.
—Yo siempre siguiendo el horario G. C.[20], ¿no te parece? No
pensábamos que pudieras venir. Felise se alegrará. Estás muy guapa.
Clare le besó uno de los hombros desnudos, aparentemente sin advertir un
ligero retraimiento.
—Ni yo lo pensaba por nada del mundo, pero a Jack se le presentó de
repente un viaje a Filadelfia, y aquí estoy.
Irene levantó la vista, con una catarata de palabras en los labios.
—Filadelfia no está muy lejos, ¿verdad? Clare, yo…
Se detuvo, con una de las manos agarrada al borde del taburete y la otra
apretada en un puño sobre la cómoda. ¿Por qué no continuaba para contarle a
Clare su encuentro con Bellew? ¿Por qué no era capaz?
Pero Clare, que no había advertido la frase sin terminar, se echó a reír.
—Está todo lo lejos que hace falta. Con que esté lejos de mí ya es
bastante. No tengo preferencias —dijo alegremente.

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Irene se pasó una mano por los ojos para borrar el rostro acusador que le
devolvía el espejo. En un rincón de su cerebro se preguntó desde cuándo tenía
aquel aspecto ojeroso, macilento y…, sí, espantado. ¿O eran imaginaciones
suyas?
—Clare, ¿alguna vez te has planteado en serio lo que podría ocurrir si te
descubriera?
—Sí.
—¡Ah, lo has pensado! ¿Y lo que harías tú en ese caso?
—Sí.
Después de decirlo, Clare Kendry sonrió con una sonrisa breve, que vino
y se fue a la velocidad del rayo y dejó intacta la seriedad de su cara.
La sonrisa y la serena firmeza de aquella única palabra, «sí», llenaron a
Irene de un terror primitivo que la paralizó. Tenía las manos entumecidas y
los pies helados; el corazón le pesaba como una piedra. Hasta la lengua no era
más que una cosa espesa y mortecina.
Habló dejando largos espacios entre una palabra y otra.
—¿Y… qué… harías?
Clare, sentada en una butaca honda, con la mirada distante, parecía
inmersa en un pensamiento impenetrable y placentero. A Irene, que esperaba
tiesa en su asiento, se le hizo interminable el tiempo que la otra necesitó para
volver al presente y decir con calma:
—Haría lo que más quiero en este momento, venirme a vivir aquí. A
Harlem. Entonces podría hacer lo que me apeteciera y cuando me apeteciera.
Irene se inclinó hacia delante, fría, rígida.
—¿Y Margery? —Su voz era un susurro crispado.
—¿Margery? —repitió Clare, dejando flotar la mirada sobre el rostro
preocupado de Irene—. Ahí está, Rene. De no haber sido por ella, ya me
habría marchado. Es lo único que me retiene, pero, si Jack se entera y nuestro
matrimonio se rompe, eso me exime, ¿no te parece?
El suave tono de resignación, el aire de inocente candor, parecieron falsos
a su interlocutora, convencida de que aquellas palabras contenían una
advertencia. Recordó que Clare Kendry siempre adivinaba el pensamiento.
Los labios contraídos se hicieron más firmes y obstinados; pues bien, esta vez
el suyo no lo adivinaría.
—Baja y habla un poco con Brian. Hoy está desquiciado —dijo.
Aunque había resuelto que Clare no descubriría sus temores y sus
pensamientos, las palabras se le vinieron a la boca sin que se diera cuenta,
como procedentes de un estrato exterior encallecido y ajeno a su corazón

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atormentado. En cambio, habían sido, lo comprendió, precisamente las
palabras idóneas para sus fines.
Porque, cuando Clare se levantó y salió de la habitación, Irene supo que
aquel arreglo era tan bueno como su plan original de mantenerla esperando
mientras ella se vestía… o mejor. La presencia de Clare solo habría servido
para estorbarle y empeorar su humor. ¿Y qué importaba que los dos pasaran
juntos y a solas casi una hora, una o muchas, si entre ellos ya había ocurrido
todo?
¡Ah, era la primera vez que se permitía admitirlo; la primera que no se
obligaba a creer, a esperar que nada irremediable se hubiera consumado!
Bien, ya estaba. Lo sabía y lo daba por sabido.
Se asombraba de no estar más dolida o más preocupada después de
concebir la idea y de aceptar el hecho que antes, cuando hacía esfuerzos
ímprobos para evadirse; y la ausencia de un dolor agudo e insoportable le
parecía injusta, como si le negaran una especie de consuelo exquisito del
sufrimiento que debería haberle producido el pleno conocimiento.
¿Sería, quizá, que ya había soportado toda la carga de temor y de
angustiosa humillación que una mujer puede soportar? ¿O se debería a una
incapacidad para alcanzar la cima del sufrimiento? «No, no —negaba
furiosamente—, yo soy tan humana como cualquiera; lo que ocurre es que
estoy tan cansada, tan agotada que ya no me cabe más sentimiento». Pero lo
cierto era que no lo creía.
Seguridad. ¿Era únicamente una palabra? Y, si no lo era, ¿solo se
conquistaba a cambio del sacrificio de cosas como el amor, la felicidad o
algún éxtasis salvaje que ella nunca había experimentado? ¿Creer demasiado
en una vida segura y estable, poner demasiado empeño en conservarla,
incapacitan para otras cosas?
Irene no lo sabía, no sabía qué creer, a pesar de que estuvo un buen rato
allí sentada haciéndose preguntas y tratando de entender su estado. Sin
embargo, a despecho de sus cavilaciones y de su frustración, en ningún
momento dudó de que la seguridad era lo más importante para ella y lo que
más deseaba en la vida, ni tampoco de que no la cambiaría ni por una sola de
las otras cosas ni por todas ellas juntas. Solo quería estar serena. Nada más.
Que la dejaran tranquila para dirigir la vida de sus hijos y de su marido por el
propio bien de ellos.
Ahora, una vez liberada de un conocimiento casi culpable, después de
admitir que, gracias a un sexto sentido, lo sabía desde mucho antes, volvía a
estar en condiciones de hacer planes y de concebir la forma de conservar a

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Brian a su lado y en Nueva York, porque ella no pensaba irse a Brasil; ella era
de este país que levantaba torres; ella era estadounidense; había brotado de
este suelo y no estaba dispuesta a dejar que la desarraigaran, ni por Clare
Kendry ni por cien como ella.
Brian también era de aquí y se debía a su mujer y a sus hijos.
¡Qué raro que ahora mismo no estuviera segura de haber conocido de
verdad el amor! Ni siquiera por Brian, que era su marido y el padre de sus
hijos y… ¿qué más? ¿Es que alguna vez Irene había deseado o buscado más
que eso? En aquella hora pensó que no.
Aun así, quería conservarlo. Los labios recién pintados se apretaron en
una fina línea recta. Cierto, había renunciado a seguir creyendo que Brian y
Clare se amaban sin llegar a amarse, pero continuaba dispuesta a sostener con
mano firme el caparazón de su matrimonio para conservar su vida asentada y
segura. Puesta al borde de la aborrecible realidad, su talante exigente no le
permitía dar un paso atrás. Mejor, mucho mejor compartirlo que perderlo.
¡Ah!, ella cerraría los ojos si hacía falta. Ella tenía aguante y aguantaría lo que
fuera. Pronto vendría marzo, y con marzo, la partida de Clare.
Ahora comprendía, y con una lucidez aterradora, el porqué del instinto
que la había llevado a ocultar —o, mejor, a omitir— la noticia de su
encuentro con Bellew. Si Clare quedaba libre, podría ocurrir cualquier cosa.
Hizo una pausa en su arreglo. Ahora veía de un modo diáfano la oscura
verdad que ya había advertido en Clare Kendry aquella primera tarde de
octubre, contra la cual, en cierta ocasión, la propia Clare la había puesto en
guardia: que ella siempre conseguía sus propósitos porque era capaz de
cumplir con el requisito principal: el sacrificio. Si deseaba a Brian, no le haría
ascos ni al sitio ni a la falta de dinero. Como la propia Clare afirmaba, solo la
existencia de Margery le impedía abandonarlo todo, y si se le iba de las
manos… o si algo la alertaba o levantaba sus sospechas podría ocurrir
cualquier cosa. Cualquier cosa.
¡No! Por encima de todo, Clare debía ignorar el encuentro con Bellew. Y
Brian también, porque lo contrario reduciría las posibilidades de retenerlo.
Ninguno de los dos sabría jamás por ella que el marido de Clare estaba en
vías de sospechar la verdad. Irene haría lo que fuera, arriesgaría lo que fuera,
con tal de evitar que Bellew llegara a descubrirlo todo. ¡Qué suerte haber
obedecido a su instinto de no dar muestras de reconocer a Bellew!

—¿Has subido alguna vez hasta un sexto piso, Clare? —preguntó Brian
después de estacionar el coche y apearse para abrir la portezuela a las dos
mujeres.

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—¡Naturalmente! Nosotros vivimos en la planta diecisiete.
—Quiero decir que si has subido a base de «fuerza negra[21]».
—¡Esa sí que es buena! —rio Clare—. Pregunta a Rene. Mi padre fue
portero en los tiempos heroicos en que no cualquier piso de mala muerte
disponía de ascensor. ¡Pero no será verdad que haya que subir andando!
¡Aquí!
—Sí, aquí, y Felise vive en el último —dijo Irene.
—¿Cómo se le ocurre?
—Según dice, desanima a las visitas imprevistas.
—A lo mejor; claro, que ella lo paga.
—Sí, un poco, pero, como ella dice: «Antes muerta que aburrida» —
bromeó Brian.
—¡Ah, un jardín! ¡Qué hermosura, con la nieve intacta!
—¿Verdad? Pero no te apartes del camino con esos zapatitos absurdos que
llevas. Y tú tampoco, Irene.
Irene caminaba junto a ellos por el despejado sendero de cemento que
rompía la blancura del jardín privado, captando en el aire lo que ya se había
producido entre los dos y que volvería a producirse. Era un algo que tenía
vida propia y que ella sentía como una opresión. De refilón, vio a Clare
agarrada del otro brazo de Brian, a quien dirigía una de sus provocativas
miradas de abajo arriba. Los ojos de él estaban prendidos en el rostro de ella
con una expresión que a Irene le pareció de deseo apasionado.
—Creo que es este portal —les dijo con su voz más neutra.
—Te lo advierto —dijo Brian a Clare—, no te desplomes en la cuneta
antes del cuarto porque ellos se niegan en redondo a transportar a nadie más
de dos pisos.
—¡Y tú no seas idiota! —le soltó Irene.

La fiesta comenzó con mucha animación.


Dave Freeland estaba en su elemento, inspirado, lúcido y lleno de chispa.
Felise, que también se divertía, se mostraba menos sarcástica de lo habitual
porque se encontraba a gusto con la docena más o menos de invitados
repartidos por su salón largo y desaliñado. Brian estaba ocurrente, aunque,
Irene lo advirtió, sus comentarios eran aún más mordaces de lo habitual.
Asistía también Ralph Hazelton, dedicado a lanzar brillantes disparates a la
piscina de la charla, que los demás, incluida Clare, pescaban para luego
devolverlos con nuevos aditamentos.
Irene era la única que no estaba alegre. Se mantenía casi en silencio,
sonriendo de vez en cuando para aparentar que se divertía.

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—¿Qué te pasa, Irene? —le preguntó uno de los invitados—. ¿No habrás
hecho una promesa de no reírte nunca? Tienes cara de juez.
—No; es que todos los demás sois tan inteligentes que me dejáis muda,
absolutamente anonadada.
—No me extraña que estés al borde de las lágrimas sin nada que llevarte a
los labios —comentó Dave Freeland—. ¿Qué tomas?
—Gracias. Si tengo que beber algo, que sea un vaso de ginger ale con tres
gotas de escocés. El escocés primero, por favor; luego el hielo y luego el
ginger ale.
—¡Madre mía! No te atrevas a mezclarlo por tu cuenta, Dave, cariño.
Llama al mayordomo —bromeó Felise.
—Sí, llámalo, y añade un lacayo. —Irene rio un poco antes de añadir—:
Hace un calor insoportable aquí dentro. ¿Te importa que abra esta ventana?
Nada más decirlo, abrió de par en par una de las ventanas de altos
batientes que tanto enorgullecían a los Freeland.
Hacía dos o tres horas que había dejado de nevar. Acababa de salir la
luna, y lejos, más allá de los edificios altos, asomaban con timidez unas
cuantas estrellas. Terminado su cigarrillo, Irene lo arrojó por la ventana y se
quedó mirando la lenta caída de la brasa diminuta hasta que tocó con el suelo
blanco de abajo.
En el salón habían puesto un fonógrafo. ¿O era la radio? No sabía cuál de
las dos cosas le resultaba más molesta. Nadie prestaba atención a su
estruendo. ¿Para qué necesitaban más ruido si la charla y las risas no cesaban
un momento?
Dave se acercó a ella con la bebida.
—No deberías quedarte ahí de pie, vas a coger un resfriado. Ven a charlar
conmigo o a escuchar mi parloteo.
La condujo del brazo hasta el otro lado del salón. Acababan de encontrar
un sitio para sentarse cuando sonó el timbre de la puerta y Felise le dijo a
Dave que fuera a abrir.
Un momento después, Irene oía su voz en el vestíbulo, despreocupada,
cortés.
—¿Su esposa? Disculpe, pero creo que se ha equivocado. Puede que ahí al
lado…
Luego, la voz tronante de John Bellew por encima de todos los ruidos del
salón.
—No me equivoco. Vengo de casa de los Redfield y sé que está con ellos.
Y usted, si quiere ahorrarse disgustos, no se interponga en mi camino.

Página 113
—¿Qué pasa, Dave? —Felise había corrido a la puerta.
Brian la imitó.
—Yo soy Redfield. ¿Qué narices ocurre? —le oyó decir Irene.
Pero Bellew no le prestó atención. Se abrió paso a empujones entre los
invitados y a grandes zancadas llegó hasta Clare. Todos la miraban cuando
ella se levantó de la butaca un poco inclinada hacia atrás al verlo aproximarse.
—¡Así que eres una negra, una puta negra de mierda!
La voz era un gruñido y un lamento, una expresión de ira y de dolor.
Se produjo un gran desorden. Los hombres habían dado un paso adelante.
De un salto, Felise se interpuso entre Bellew y ellos.
—¡Cuidado! Es usted el único blanco aquí —dijo. Y tanto el frío acerado
de la voz como las palabras fueron todo un aviso.
Clare estaba de pie cerca de la ventana, tan entera como si nadie la
estuviera mirando con asombro y curiosidad, como si todo el edificio de su
vida no yaciera hecho escombros delante de ella. Parecía que no temía ningún
peligro o que no le importaba. Tenía hasta una débil sonrisa en los labios
rojos y carnosos y en los ojos brillantes.
Fue aquella sonrisa lo que desquició a Irene. Cruzó corriendo el salón, con
su terror impregnado de fiereza, y puso una mano en el brazo desnudo de
Clare, obsesionada por un solo pensamiento: no podía tolerar que Bellew
repudiara a Clare, no quería una Clare libre.
John Bellew, ahora enmudecido por la rabia y el dolor, se detuvo delante
de ellas. Más allá quedaban el grupito formado por los otros, y Brian, que
daba un paso adelante.
Irene Redfield nunca se permitió recordar lo que vino después. Nunca
claramente.
Un momento antes Clare estaba allí, viva y resplandeciente, como una
llamarada dorada y roja, y al instante había desaparecido.
A la exclamación de horror se sobrepuso un sonido no del todo humano,
semejante al de un animal herido.
—¡Nig! ¡Dios mío, Nig!
Un tropel de pies que bajaban frenéticamente largos tramos de escalera.
Portazos lejanos. Voces.
Irene se quedó atrás. Se sentó y, muy tranquila, fijó la vista en un absurdo
grabado japonés que había en la pared de enfrente.
¡Desaparecida! El suave cutis blanco, el cabello reluciente, la
perturbadora boca roja, los ojos soñadores, la sonrisa que acariciaba, toda la
belleza atormentadora que había poseído Clare Kendry, la hermosura que

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había destruido de un plumazo la vida plácida de Irene… ¡Desaparecida! Con
su atrevimiento burlón, con su porte gallardo, con el campanilleo de su risa.
A Irene le daba igual. Solo estaba asombrada, casi incrédula.
¿Qué creerían los demás? ¿Que Clare se había caído? ¿Que se había
echado adrede hacia atrás? Por fuerza, una cosa o la otra. No que…
Pero ella, se regañó, no debía pensarlo. Estaba tan cansada, tan
impresionada… Las dos cosas eran ciertas, y, sin embargo, aun hallándose
completamente deshecha, absolutamente desconcertada, los pensamientos no
paraban de dar vueltas en su cabeza. ¡Ojalá pudiera librarse del vigor mental
como se había librado del vigor físico! ¡Ojalá pudiera borrar de la memoria la
vista de su mano en el brazo de Clare!
—Ha sido un accidente, un accidente terrible —murmuró con rabia—,
claro que sí.
Empezaban a subir por las escaleras. A través de la puerta aún abierta
llegaban los pasos y las voces cada vez más cerca.
Se puso de pie en el acto, se dirigió sin hacer ruido al dormitorio y cerró
con cuidado a su espalda.
Los pensamientos se le desbocaban. ¿Debería quedarse allí dentro? ¿Sería
mejor salir con ellos? Pero le harían preguntas en las que no había pensado;
no había pensado en el después, en esto de ahora. No había pensado nada
durante aquel acto instantáneo.
Hacía frío. Unos escalofríos heladores le recorrían la columna, el cuello y
los hombros desnudos.
Hablaban en la habitación contigua. Eran la voz de Dave Freeland y otras
que ella no reconoció.
¿Debería ponerse el abrigo? Felise había echado a correr escaleras abajo
sin taparse con nada, como los demás, como Brian. ¡Brian! No podía
resfriarse. Dejó su abrigo y cogió el de su marido. Temerosa, se detuvo un
momento a escuchar en la puerta, pero no oyó nada, ni voces ni pasos. Abrió
poco a poco. El salón estaba vacío. Salió.
Del vestíbulo de abajo le llegó el sonido amortiguado de unos pasos que
bajaban unos escalones, de una puerta que se abría y se cerraba y de unas
voces lejanas.
Empezó a bajar y a bajar y a bajar, estrechando entre sus brazos
temblorosos el enorme abrigo de Brian, que arrastraba un poco en cada
peldaño detrás de ella.
¿Qué iba a decirles cuando al fin acabara de bajar aquella escalera
interminable? ¿Tendría que haber salido corriendo con ellos? ¿Cómo iba a

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justificar el haberse quedado atrás si ni ella misma sabía por qué? ¿Qué le
preguntarían? Estaba lo de haber alcanzado con la mano a Clare. ¿Y eso?
Entre todas aquellas preguntas y aquellas figuraciones se abrió paso una
idea tan terrorífica, tan horripilante que tuvo que agarrar con fuerza el
pasamanos para no precipitarse por las escaleras. Un sudor frío empapó su
cuerpo estremecido. Apenas podía coger aire con unas bocanadas cortas y
dolorosas.
¿Y si no estaba muerta?
Sintió nauseas, tanto por la idea del magnífico cuerpo mutilado como por
el miedo.
Nunca supo qué hizo para recorrer sin desvanecerse el tramo que quedaba,
pero el hecho es que llegó abajo. Encontró a los demás justo al pie de la
escalera, rodeados de un pequeño círculo de desconocidos. Todos hablaban en
susurros o en un tono discreto y reverente, acorde con la presencia del
desastre. Su primera intención fue darse media vuelta y desandar el camino a
toda prisa, pero luego sintió que la inundaba una desesperación calmada. Se
dio aliento, física y mentalmente.
—Aquí está Irene —anunció Dave Freeland, y le dijo que acababan de
echarla en falta, que temían que se hubiera desmayado y que en ese momento
iban a ver si le había ocurrido algo. A la Felise que Irene vio agarrada del
brazo de Dave, despojada de toda su frivolidad insolente, se le había mudado
el marrón dorado del hermoso rostro en un raro color malva.
Sin dar la menor muestra de haber oído a Dave, Irene fue directa a Brian.
Parecía envejecido, con el rostro alterado y los labios amoratados y
temblorosos. Irene sintió un enorme deseo de consolarlo, de conjurar su
espanto y su sufrimiento, pero qué podía ella, si ya había perdido por
completo el gobierno de la cabeza y del corazón de su esposo.
—¿Está…, está…? —balbuceó Irene.
Fue Felise quien contestó.
—Instantáneamente, creemos.
Irene luchó contra el sollozo de gratitud que se le subía a la garganta y
que, una vez sofocado, se convirtió en un gimoteo parecido al de los niños
cuando se hacen daño. Alguien le puso una mano en el hombro, en un gesto
de consuelo. Brian la arropó con su abrigo. Ella rompió en un llanto
tormentoso, con unos sollozos convulsivos que sacudían todo su cuerpo; él
hizo apenas un intento mecánico de consolarla.
—Vamos, vamos, Irene. No debes. Te vas a poner mala. Ella ya… —Pero
se le quebró la voz.

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Como llegada de muy lejos, Irene oyó la voz de Ralph Hazelton.
—Yo la estaba mirando de frente. De pronto dio un vuelco y desapareció
en menos que canta un gallo. Se desmayó, creo. ¡Señor! ¡Tan rápido! En mi
vida he visto nada tan rápido.
—Te digo que es imposible, absolutamente imposible.
Era Brian quien hablaba con aquella voz ronca y enfurecida que Irene no
le había oído jamás. Sintió que le fallaban las piernas.
—Espera, Brian. Irene estaba a su lado. Oigamos lo que tiene que decir —
propuso Dave Freeland.
Tuvo un momento de miedo cerval, que la acobardó. «¡Dios mío! —
pensó, rezó—, ¡ayúdame!».
Un hombre desconocido se dirigió a ella en un tono oficial, con autoridad.
—¿Está usted segura de que se cayó? ¿No fue un empujón o algo similar
por parte de su marido, como piensa el doctor Redfield?
Por primera vez advirtió que John Bellew no se hallaba en el tembloroso
grupito que ocupaba el vestíbulo de pequeñas dimensiones. ¿Qué quería
decir? Mientras buscaba una explicación dentro de su mente ofuscada, la
asaltó otro espantoso estremecimiento. ¡Eso no! ¡Ah, no, eso no!
—No, no —protestó—. Estoy segura de que él no hizo nada. Yo también
estaba allí, igual de cerca. Clare cayó sin dar tiempo a que nadie la sujetara.
Yo…
Se le doblaron las rodillas. Gimió, se desplomó, volvió a gemir. A través
de aquel peso terrible que la hundía y la ahogaba notó como en una nebulosa
que la levantaban unos brazos fuertes. Luego, todo se oscureció.
Pasaron siglos antes de que volviera a oír la voz del desconocido.
—Me inclino a pensar en una muerte accidental. Vamos arriba y echemos
otro vistazo a esa ventana.

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Nota de los editores

Claroscuro se publicó por primera vez en 1929 (Alfred A. Knopf, Nueva


York).
Para la traducción nos hemos atenido a la edición de The Modern Library
(Nueva York, 2002).

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Nellallitea Nella Larsen (Chicago, 13 de abril de 1891 – 30 de marzo de
1964) fue una novelista mestiza del Renacimiento de Harlem que escribió dos
novelas y algunos relatos. Aunque su actividad literaria es escasa, su obra es
de una calidad extraordinaria, lo que le ganó el reconocimiento de sus
contemporáneos y de los críticos actuales.
Larsen utilizó varios pseudónimos a lo largo de su vida; nació en Chicago, el
13 de abril de 1891 como Nellie Walker, hija de una emigrante danesa y un
hombre de color procedente del Caribe británico que pronto desapareció de la
vida de ambas. Después de esto, Nellie tomó el apellido de su padrastro, el
escandinavo Peter Larsen. Otros nombres que podemos encontrar referentes a
Nella Larsen son: Nellye Larson, Nellie Larsen, Nella Larsen o su nombre de
casada Nella Larsen Imes.
Larsen vivió durante varios años con unos parientes de su madre en
Dinamarca, y en 1907-08, acudió por una breve temporada a la universidad de
Fisk, en Nashville, Tennessee, una universidad históricamente afroamericana,
que en aquella época estaba formada íntegramente por estudiantes
afroamericanos. Fue expulsada, según especulaciones de George Hutchinson,
por violar alguno de los férreos códigos de conducta y vestimenta de dicha
universidad. Después de esto pasó cuatro años en Dinamarca, aunque volvió
después a EE. UU.

Página 119
En 1914, Larsen comenzó a acudir a la escuela de enfermería para
afroamericanos del hospital de Lincoln en Nueva York. Tras graduarse en
1915, marchó al sur a trabajar en Tuskegee, Alabama donde la hicieron
enfermera jefe del hospital y de la escuela de entrenamiento. En el Instituto
Tuskegee, conoció el modelo educativo de Booker T. Washington, pero la
desilusionó. Este modelo enfocaba la educación a aspectos más prácticos para
la vida de los jóvenes afroamericanos, como la carpintería o albañilería, pues
buscaba que la comunidad negra fuera aceptada por la blanca probando su
valía en la construcción de la sociedad americana. Washington murió poco
después de la llegada Larsen a Tuskegee. Las condiciones de trabajo para las
enfermeras eran muy deficientes, tenían que llevar a cabo la limpieza del
hospital y de la ropa de cama, y Larsen abandonó 1916, año en que volvió a
Nueva York para trabajar otra vez como enfermera. Sin embargo, después de
la epidemia de gripe española, dejó el oficio para hacerse bibliotecaria.
En 1919, se casó con Elmer Samuel Imes, un prominente físico, el segundo
afroamericano en obtener un doctorado en física. Se trasladaron a Harlem,
donde Larsen comenzó a trabajar en la biblioteca pública de Nueva York en
Harlem (NYPL). Ese mismo año comenzó a escribir, publicando sus primeras
obras en 1920.

Página 120
[1]Cari Van Vechten fue autor de siete novelas, crítico literario en The New
York Times y respetado musicólogo (su libro The Music of Spain, publicado
en 1918, fue el primero que se editó en Estados Unidos sobre música
española), además de excelente fotógrafo; su galería de retratos, y en
particular la de personajes negros, representa un importante documento visual
del mundo intelectual de su país. Sin embargo, Cari Van Vechten será
recordado sobre todo como mecenas de las artes y la literatura
afroamericanas, además de por sus fiestas. Casado con la bailarina Fania
Marinoff, en su mítico apartamento en el oeste de la calle 55 de Manhattan, el
matrimonio podía reunir en un mismo día a Bessie Smith, Gertrude Stein,
Rodolfo Valentino, Salvador Dalí y George Gershwin. [Todas las notas del
prólogo son de Maribel Cruzado Soria]. <<

Página 121
[2] El lindy hop es un ritmo con antecedentes del charlestón que luego
derivaría en el swing <<

Página 122
[3]En el texto que acompaña las catorce cartas de Federico García Lorca
(revista Poesía, núms. 23-24), Christopher Maurer contribuye a este caos
biográfico de la escritora al citarla como una «mulata nacida en Jamaica»,
quizá equivocándose con el novelista y poeta Claude McKay, que sí era
jamaicano y miembro del Renacimiento de Harlem como Larsen. <<

Página 123
[4]Walter White, cuyo apellido definía a la perfección su pálido rostro y los
ojos azules, nunca olvidó su pequeño tanto por ciento de sangre negra y fue
un activo participante en la NAACP (Asociación Nacional para el Progreso de
la Gente de Color). Además, como su color de piel lo propiciaba, practicó el
passing utilizándolo para perseguir a quienes cometían actos racistas y
criminales contra los negros. Hasta que su identidad fuera descubierta, su
apariencia posibilitó que pudiera entrevistarse con autoridades que a su vez le
facilitaron una información que le permitió denunciar varios linchamientos.
<<

Página 124
[5]Langston Hughes (1902-1967), poeta afroamericano que también es autor
de novelas, relatos, ensayos y de dos volúmenes de memorias, The Big Sea
(1940) y I Wonder as I Wonder (1956). Hughes tuvo una estrecha relación
con España al participar como cronista en la guerra civil española, donde
conoció y trató a personajes de la vida literaria española, como Rafael Alberti,
María Teresa León y Manuel Altolaguirre, entre otros, además de ser el
primer traductor de Lorca al inglés. <<

Página 125
[6]La prensa de la época se hizo eco de la/presencia de Gurdjieff y de sus dos
representaciones en el Neighborhood Playhouse y en el Carnegie Hall <<

Página 126
[7] Véase la definición de passing en las páginas 31-36. <<

Página 127
[8]Ada Beatrice Queen Victoria Louise Smith (1894), más conocida como
Bricktop, era una bailarina y cantante de vodevil que triunfó en el París de los
años veinte y regentó un cabaret con el mismo nombre. Scott Fitzgerald solía
decir que él «aspiraba a hacerse famoso por haber descubierto a Bricktop
antes que Cole Porter». En el relato de Fitzgerald «Regreso a Babilonia», el
protagonista, Charlie Wales, hace alusión a la importancia que tuvo
Bricktop’s en el festivo París. Cole Porter, el Aga Khan, el duque de Kent o
Paul Robeson fueron algunas de las celebridades que frecuentaron el club. <<

Página 128
[9] Estrofa del largo poema de Countee Cullen «Heritage» («Herencia»),
donde el autor, uno de los más famosos del Renacimiento de Harlem, se
pregunta qué representan para él Africa y los espacios que amaron sus
antepasados después de trescientos años de forzoso desarraigo. [Esta nota y
las siguientes son de la traductora]. <<

Página 129
[10]
Centro de vacaciones en Manistee National Forest (Michigan), uno de los
pocos a disposición de los ciudadanos de color antes de la promulgación de la
Ley de Derechos Civiles de 1964. Frecuentado desde los años veinte por la
burguesía negra. <<

Página 130
[11]Los judíos negros se consideraban una de las tribus perdidas de Israel y
descendientes de los primeros judíos, según su creencia originarios de la
actual Etiopía. <<

Página 131
[12] Se refiere, entre otras cosas, a la huelga inglesa de 1925, en la que
participaron dos millones y medio de trabajadores durante nueve días; a la
exposición Art Decó de 1925 en París, donde se exhibieron, entre otras
piezas, trajes y joyas de los principales modistos de la época; y a la llamada
Edad de Plata de Budapest, ciudad famosa por sus balnearios y hoteles de
lujo durante el periodo de entreguerras. <<

Página 132
[13]Bellew abrevia la palabra nigger, la más denigrante que podía emplearse
para nombrar a una persona de raza negra. En la actualidad se ha convertido
en una palabra tabú. <<

Página 133
[14]Brian menciona el corazón de la Ley Seca en Harlem entre 1920 y 1933,
una zona repleta de cafés, teatros y salas de baile (por ejemplo, el Cotton
Club). En muchos de aquellos locales, unos permitidos a los negros y otros
no, se bebía alcohol clandestinamente. <<

Página 134
[15] Con «material» se refiere a la inspiración musical. «Shéquel» (antigua
moneda judía, hoy vigente en Israel) era un término coloquial por «dinero».
Por otra parte, muchos de los compositores de la época, más o menos
influidos por el jazz, fueron de origen judío (recuérdese, entre los grandes, a
George Gershwin, Irving Berlin y Jerome Kern). <<

Página 135
[16] Con esta obra se introdujo el musical negro en Broadway. <<

Página 136
[17]
En referencia a uno de los dos enterradores que aparecen en la escena del
cementerio del acto quinto de Hamlet. <<

Página 137
[18]Nombre figurado de una extensa red de casas francas y caminos seguros
que sirvieron para que los esclavos negros del sur huyeran hacia el norte y
hacia Canadá. Se estima que desde la Revolución Americana hasta mediados
del siglo XIX pudieron escapar unos cien mil. <<

Página 138
[19]Escandaloso caso de divorcio en la Nueva York de los años veinte.
Rhinelander demandó a su esposa por engañarlo haciéndose pasar por blanca.
<<

Página 139
[20]
«Horario de la gente de color», una expresión que empleaban los propios
negros para bromear con su fama de impuntuales. <<

Página 140
[21] Por analogía con «fuerza bruta», es decir, el trabajo manual de los
esclavos. <<

Página 141

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