El Congreso de Viena. Alejandro Muñoz Alonso

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• 18 ago.

2015
• ABC (1ª Edición)
• POR ALEJANDRO MUÑOZ-ALONSO
• ALEJANDRO MUÑOZ-ALONSO ES CATEDRÁTICO DE LAS
UNIVERSIDADES COMPLUTENSE Y CEU-SAN PABLO
ORÍGENES DE LA DEMOCRACIA MODERNA
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« El Congreso de Viena – por medio de su Acta Final, firmada el 9 de junio–
no solo reordenó el mapa de Europa después de las sangrientas convulsiones
producidas por las guerras napoleónicas, sino que puso las bases para un
orden internacional renovado y estable>>.

HACE ahora doscientos años, en el verano de 1815, se clausuró


oficialmente el Congreso de Viena, quizás la más imponente reunión
internacional de todos los tiempos ya que congregó en la capital austriaca a
no menos de cien mil personas, desde reyes y emperadores, príncipes y
princesas con y sin principado, altos funcionarios, policías y espías, una nube
de esos que hoy llamaríamos asesores y una turbamulta de quienes, años más
tarde, Dumas bautizaría como démimondaines. Añádase a todo ello un muy
nutrido número de actores y actrices, compositores y músicos, pues durante
los nueve meses que duró el Congreso raro era el día en que no se celebraba
una representación teatral o un concierto, además de incontables bailes que
los grandes personajes ofrecían en sus ostentosos palacios. Seguramente, fue
Beethoven el más renombrado y valorado de los compositores/directores
presentes: uno de sus biógrafos, Anton Schindler, ha considerado que la
etapa del Congreso fue «el año maravilloso» de Ludwig van Beethoven.
Esta vertiente festiva de aquella magna reunión internacional ha
acreditado la idea de que el Congreso fue poco más que un incesante
concurso de baile y el testimonio de algunos testigos presenciales ha
contribuido a confirmar esa impresión. Durante alguno de los frecuentes
parones que sufrieron las sesiones oficiales, el viejo príncipe de Ligne
comentó que «el congreso baila pero no marcha». Un antiguo film de 1931,
El Congreso se divierte, ha consagrado esta visión frívola del Congreso de
Viena. Lo cierto, sin embargo, es que el Congreso –por medio de su Acta
Final, firmada el 9 de junio– no solo reordenó el mapa de Europa después de
las sangrientas convulsiones producidas por las guerras napoleónicas, sino
que puso las bases para un orden internacional renovado y estable.
El éxito de Viena se debió a un puñado de hombres excepcionales, que
trabajaron con intensidad, fuera de la vista del público e hicieron un trabajo
excelente, aunque solo fuera porque, durante el resto del siglo XIX, Europa
se libró de guerras generales. Hubo, inevitablemente, guerras localizadas, la
más importante la de Crimea, ya iniciada la segunda mitad del siglo.
También las de Bismarck contra Dinamarca, Austria y Francia. Conflictos
importantes por sus consecuencias políticas, pero nada comparables a los
horrores de las guerras napoleónicas, multiplicados después durante la
llamada Guerra del 14.
Metternich, por Austria, Neeselrode y el propio Alejandro I por Rusia,
Castlereagh por Gran Bretaña, Hardenberg por Prusia y a Talleyrand por la
derrotada Francia fueron los artífices de ese éxito. Solo la fracasada aventura
napoleónica que ha pasado a la historia como los Cien Días y que se prolonga
desde la huida de Napoleón de la isla de Elba, el 26 de febrero de 1815 –
provocando un ataque general de nervios en Viena– hasta su final en la
batalla de Waterloo (18 de junio del mismo año), impidió que Talleyrand
lograra su objetivo de colocar, desde el principio, a Francia al mismo nivel
que las potencias vencedoras. Fueron ellos los que crearon el llamado
«concierto de Europa» que, durante casi un siglo, funcionó como un
directorio en el que las cinco grandes potencias europeas (Austria, Rusia,
Prusia, Gran Bretaña y, después, también Francia) velaron, sin duda, por sus
intereses, al tiempo que intentaban mantener un primer atisbo de seguridad
colectiva. No es extraño que se pueda ver en ese «concierto de Europa» una
especie de consejo de seguridad avant la lettre, con sus virtudes, pero
también con sus defectos.
Alejandro I, que había sido educado en los liberales principios de la
Ilustración por el suizo La Harpe, contratado por su abuela la gran Catalina,
pensó incluso en la fórmula federal para organizar Europa y su propio
imperio. Y pidió información al respecto al presidente Jefferson, que había
iniciado su presidencia en 1801, el mismo año en que él sucedió a su
asesinado padre Pablo I. Theodore Roosevelt, en 1918, en plena discusión
americana sobre la Sociedad de Naciones escribió que « el zar Alejandro, en
este sentido, fue el presidente Wilson de este particular momento, hace un
siglo». Comparaba así la Santa Alianza, promovida por el zar, con aquel
antecedente de Naciones Unidas, idea del presidente americano. Ambos
buscaban una paz permanente basada en la seguridad colectiva.
Fue también Alejandro precursor de los modernos acuerdos de desarme,
como explicaba en una carta dirigida a Castlereagh en 1816, en la que
proponía «la reducción de las fuerzas armadas de toda clase». La razón era
que, dada la paz instaurada en Europa, los créditos militares impedían
dedicar fondos a otras necesidades sociales y actuaban como un freno para
el desarrollo. Alejandro buscaba lo que en nuestra época se han llamado «los
dividendos de la paz». Esta idea de Alejandro I fue retomada por sus
sucesores, Alejandro II, que impulsó la Declaración de San Petersburgo (
1867), sobre limitación de armamentos y Nicolás I que promovió las
conferencias de desarme de La Haya de 1899 y 1907. Esta última codificó,
por primera vez, el moderno derecho de guerra.
El representante español en Viena, el marqués de Labrador, se negó a
firmar el Acta Final del Congreso, que no fue aceptada por España hasta dos
años después. Sus argumentos eran bastante razonables, pero lo cierto es que
España no fue capaz de sacar partido al papel fundamental que había
desempañado en la derrota de Napoleón. Desgraciadamente, había
empezado la hora de la irrelevancia internacional de España.
Ya en septiembre del mismo año 1815 se firmó en París el Tratado de la
Santa Alianza, obra personal de Alejandro I, que tras su profunda crisis
religiosa de 1812, aspiraba a un vago ecumenismo y pretendía que los
firmantes se sintieran « miembros de una misma nación cristiana » . Para
Castlereagh, se trataba de «un documento sublime de misticismo y tontería
» , pero sería un simplismo considerar que el Congreso de 1815 tuvo un
carácter meramente reaccionario. Allí nació la diplomacia moderna, cuyos
usos y procedimientos se ordenaron y simplificaron. Y se estableció el
sistema de « congresos » periódicos, que reunía a los monarcas y que jugaron
el papel de las modernas « cumbres » . Los ministros celebraron desde
entonces reuniones llamadas «conferencias» que abordaban las crisis en el
espíritu de la estabilidad y de la seguridad colectiva. Pero las alianzas de
finales del XIX, nutridas de nacionalismo expansionista, de colonialismo y
zonas de influencia, destruyó «el concierto de Europa» y el continente se
despeñó en el abismo del siglo XX.

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