El Mar de La Tranquilidad - Emily ST John Mandel
El Mar de La Tranquilidad - Emily ST John Mandel
El Mar de La Tranquilidad - Emily ST John Mandel
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Emily St. John Mandel
El mar de la tranquilidad
ePub r1.0
Titivillus 16.11.2023
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Título original: The Sea of Tranquillity
Emily St. John Mandel, 2022
Traducción: Aitana Vega
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Índice de contenido
Cubierta
El mar de la tranquilidad
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Parte 5 - La última gira de promoción en la Tierra. 2203
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Parte 8 - Anomalía
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12
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Agradecimientos
Sobre la autora
Notas
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Para Cassia
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1
Remesa
1912
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Edwin St. John St. Andrew, de dieciocho años, atraviesa el Atlántico en un
barco de vapor, con el peso a la espalda de su apellido doblemente santo, y
entrecierra los ojos contra el viento en la cubierta superior. Se aferra a la
barandilla con las manos enguantadas, impaciente por vislumbrar lo
desconocido mientras trata de discernir algo, cualquier cosa, más allá del mar
y del cielo, pero lo único que ve son matices de un gris infinito. Va de camino
a un mundo diferente. Está más o menos en el punto intermedio entre
Inglaterra y Canadá. «Me han enviado al exilio», se dice, sabiendo que está
siendo melodramático, pero no por eso deja de ser cierto.
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En Halifax encuentra alojamiento en el puerto, en una pensión en la que
consigue una habitación en la esquina del segundo piso, con vistas al
embarcadero. Esa primera mañana, al despertar, se encuentra con una escena
llena de vida al otro lado de la ventana. Ha llegado un gran barco mercante y
se encuentra lo bastante cerca como para oír las joviales maldiciones de los
hombres que descargan barriles, sacos y cajas. Se pasa la mayor parte de ese
primer día mirando por la ventana, como un gato. Planeaba marcharse al oeste
de inmediato, pero resulta muy fácil quedarse en Halifax, donde es presa de
una debilidad personal de la que ha sido consciente toda su vida; Edwin es
capaz de actuar, pero es propenso al reposo. Le gusta sentarse junto a la
ventana. Hay un movimiento constante de barcos y personas. No quiere irse,
así que se queda.
(¿Podría hacerse a la mar? Por supuesto que no. Descarta la idea en cuanto se
le ocurre. Una vez oyó hablar de un remesero que se reinventó como
marinero, pero Edwin es un hombre de ocio hasta la médula).
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Le encanta ver llegar los barcos; los buques de vapor que entran en el puerto
con un aura europea todavía pegada en la cubierta.
Da paseos por las mañanas y de nuevo por las tardes. Baja al puerto, sale a las
zonas residenciales tranquilas, entra y sale de las pequeñas tiendas bajo toldos
a rayas de la calle Barrington. Le gusta subirse en el tranvía eléctrico e ir
hasta el final de la línea, para luego volver mientras observa cómo las
pequeñas casas dan paso a las más grandes y a los edificios comerciales del
centro. Le gusta comprar cosas que no necesita, una barra de pan, una o dos
postales, un ramo de flores. Se encuentra pensando que esa podría ser su vida.
Así de simple. Sin familia, sin trabajo, solo unos placeres sencillos y unas
sábanas limpias en las que tumbarse al final del día, mientras recibe una paga
regular desde casa. Una vida de soledad puede ser algo muy agradable.
¿Podría aprender a dibujar? Tiene tiempo y dinero. Es una idea tan buena
como cualquiera. Consulta a la señora Donnelly, que a su vez acude a una
amiga, y poco después Edwin se encuentra en el salón de una mujer que se ha
formado como pintora. Pasa horas tranquilas dibujando flores y jarrones,
aprendiendo los fundamentos del sombreado y la proporción. La mujer se
llama Laetitia Russell. Lleva una alianza, aunque el paradero de su marido no
está claro. Vive en una ordenada casa de madera con tres hijos y una hermana
viuda; una carabina discreta que teje interminables bufandas en un rincón de
la habitación, de modo que, durante el resto de su vida, Edwin asociará el
dibujo con el chasquido de las agujas de tejer.
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establecerse como hacendado, pero, a diferencia de Edwin, ha tomado
medidas para lograrlo y ha mantenido correspondencia con un hombre que
desea vender una granja en Saskatchewan.
—Seis meses —repite Reginald en el desayuno, sin terminar de creerlo.
Deja de untar mermelada en su tostada por un momento, inseguro de haber
oído bien—. ¿Seis meses? Has pasado seis meses aquí.
—Sí —dice Edwin con un hilo de voz—. Seis meses muy agradables,
quisiera añadir. —Intenta captar la atención de la señora Donnelly, pero está
concentrada en servir el té. Es consciente de que la mujer cree que está un
poco tocado de la cabeza.
—Interesante. —Reginald unta la tostada con mermelada—. Supongo que
no albergas la esperanza de que te pidan que vuelvas a casa, ¿verdad? ¿Sin
querer alejarte del borde del Atlántico, para permanecer lo más cerca posible
del país y del rey?
—Esto sí que es vida —dice Reginald cuando por fin llegan a su destino y se
encuentran ante la puerta de su nueva granja. Está a unos pocos kilómetros de
Prince Albert. Es un mar de barro. Reginald se la compró, sin verla, a un
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desconsolado inglés de veintitantos años que fracasó estrepitosamente en su
empeño de vivir allí y que en este momento se dirige al este para aceptar un
trabajo de oficina en Ottawa. Otro inmigrante, sospecha Edwin. Se da cuenta
de que Reginald se esfuerza mucho por no pensar en ese hombre.
¿Es posible que el fracaso pueda embrujar una casa? En cuanto Edwin cruza
la puerta de la granja, se siente incómodo, así que se queda en el porche. Es
un edificio bien construido. Se nota que el anterior propietario contó con una
buena financiación, pero el lugar transmite una infelicidad que Edwin no es
capaz de explicar del todo.
—Hay mucho cielo aquí, ¿no? —tantea Edwin. Y mucho barro. Una cantidad
asombrosa de barro. Brilla bajo el sol hasta donde le alcanza la vista.
—Solo espacios abiertos y aire fresco —dice Reginald mientras mira el
espantoso horizonte vacío. Edwin distingue otra granja a lo lejos, brumosa por
la distancia. El cielo es demasiado azul. Esa noche cenan huevos con
mantequilla, lo único que Reginald sabe cocinar, y cerdo en salazón. Reginald
parece apagado.
—Sospecho que el de agricultor es un trabajo bastante duro —dice,
después de un rato—. Físicamente agotador.
—Supongo que sí. —Cuando Edwin se imaginaba a sí mismo en el nuevo
mundo, siempre se veía en su propia granja, un paisaje verde de algún cultivo
indeterminado, bien cuidado pero también vasto. Sin embargo, en realidad
nunca le dio muchas vueltas a lo que de verdad implicaría el trabajo en sí.
Cuidar de los caballos, supone. Hacer un poco de jardinería. Arar los campos.
Pero ¿qué más? ¿Qué haces con los campos, una vez que los has arado? ¿Para
qué aras?
Se siente al borde del abismo.
—Reginald, mi viejo amigo —dice—, ¿qué tiene que hacer uno para
conseguir una bebida en estos lares?
—Se cosecha —dice Edwin, con el tercer vaso—. Esa es la palabra. Aras
los campos, siembras cosas en ellos y luego cosechas. —Da un sorbo a su
bebida.
—¿Qué cosechas? —Reginald tiene una personalidad agradable cuando
está borracho, como si nada pudiera ofenderlo. Se ha recostado en la silla y
sonríe al aire vacío.
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—Bueno, de eso se trata, ¿no? —dice Edwin y se sirve otro vaso.
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Después de un mes de beber, Edwin deja a Reginald en su nueva granja y
continúa hacia el oeste para reunirse con Thomas, el amigo del colegio de su
hermano Niall, que entró en el continente por la ciudad de Nueva York y se
marchó al oeste de inmediato. El tren que atraviesa las Montañas Rocosas
deja a Edwin sin aliento. Apoya la frente en la ventanilla, como un niño, y
observa boquiabierto. La belleza es abrumadora. Tal vez se le fue un poco la
mano con la bebida, allá en Saskatchewan. Decide que será un hombre mejor
en la Columbia Británica. La luz del sol le hace daño en los ojos.
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La última cena comenzó con normalidad, pero los problemas empezaron
cuando la conversación derivó, como siempre, hacia el inimaginable
esplendor del Raj. Los padres de Edwin habían nacido en la India. Eran hijos
del Raj, niños ingleses criados por niñeras indias. «Si vuelvo a oír una palabra
más sobre su dichosa ayah…», murmuró una vez Gilbert, el hermano de
Edwin, sin llegar a terminar el pensamiento. Habían crecido oyendo historias
de una Gran Bretaña invisible que, como Edwin sospechaba, había resultado
ligeramente decepcionante cuando la vieron por primera vez a los veinte años.
«Llueve más de lo que esperaba», era lo único que el padre de Edwin decía al
respecto.
Había otra familia en esa última cena, los Barrett, de un perfil similar.
John Barrett había sido comandante de la Marina Real, y Clara, su esposa,
también había pasado sus primeros años en la India. Su hijo mayor, Andrew,
los acompañaba. Los Barrett sabían que la India británica era un desvío
inevitable en la conversación en cualquier velada que pasasen con la madre de
Edwin y, como viejos amigos, comprendían que, una vez que Abigail se
sacara el Raj de encima, la charla podría continuar.
—A menudo me encuentro pensando en la belleza de la India británica —
dijo su madre—. Los colores eran extraordinarios.
—Aunque el calor era muy agobiante —dijo el padre de Edwin—. Eso no
lo he echado de menos al mudarnos.
—A mí nunca me pareció para tanto. —Su madre tenía la mirada perdida
que él y sus hermanos llamaban «su expresión de la India británica». Los ojos
se le nublaban de una manera que indicaba que ya no estaba presente; estaba
montando en un elefante, paseando por un jardín de verdes flores tropicales o
esperando a que su dichosa ayah le sirviera bocadillos de pepino. A saber.
—Tampoco a los nativos —dijo Gilbert a media voz—, pero supongo que
el clima no es para todo el mundo.
¿Qué inspiró a Edwin a hablar en ese momento? Años después, seguía
reflexionando sobre el asunto, en la guerra, en el horror mortal y el
aburrimiento de las trincheras. A veces no eres consciente de que estás a
punto de lanzar una granada hasta que ya has tirado de la anilla.
—Las pruebas indican que se sienten más oprimidos por los británicos
que por el calor —dijo Edwin. Miró a su padre, pero este parecía haberse
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quedado helado, con el vaso a medio camino entre la mesa y los labios.
—Cariño —dijo su madre—, ¿qué quieres decir?
—No nos quieren allí —dijo Edwin. Miró alrededor de la mesa, a todos
los rostros silenciosos—. Me temo que no caben muchas dudas al respecto. —
Escuchó su propia voz como si se encontrase a cierta distancia, con asombro.
Gilbert se quedó con la boca abierta.
—Jovencito, a esa gente le hemos llevado la civilización —dijo su padre.
—Y, sin embargo, es imposible obviar que, en conjunto, parecen preferir
la suya. Su propia civilización, quiero decir. Se las arreglaron bien durante
mucho tiempo sin nosotros, ¿no es así? Varios miles de años, en concreto. —
Era como estar atado al techo de un tren desbocado. En realidad, sabía muy
poco sobre la India, pero recordaba haberse escandalizado de niño con los
relatos de la rebelión de 1857—. ¿Acaso nos quiere alguien en algún sitio? —
se oyó preguntar—. ¿Por qué suponemos que estos lugares lejanos nos
pertenecen?
—Porque los hemos ganado, Eddie —dijo Gilbert, tras un breve silencio
—. Es de suponer que no todos los nativos de Inglaterra se sintieron
encantados con la llegada de nuestro vigésimo segundo bisabuelo, pero la
historia pertenece a los vencedores.
—Guillermo el Conquistador vivió hace mil años, Bert. Quizá deberíamos
esforzarnos por ser algo más civilizados que el nieto maníaco de un invasor
vikingo.
Edwin se calló entonces. Todos los comensales lo miraban fijamente.
—El nieto maníaco de un invasor vikingo —repitió Gilbert en voz baja.
—Aunque supongo que es de agradecer que seamos una nación cristiana
—dijo Edwin—. Imaginad el baño de sangre que serían las colonias si no lo
fuéramos.
—¿Eres ateo, Edwin? —preguntó Andrew Barrett, con verdadero interés.
—No sé muy bien lo que soy —dijo Edwin.
El silencio que siguió fue posiblemente el más insoportable de la vida de
Edwin, pero entonces su padre empezó a hablar, en voz muy baja. Cuando su
padre se enfurecía, usaba el truco de empezar los discursos con una frase a
medias, para captar la atención de todos.
—Todas las ventajas que has tenido en esta vida —dijo. Los demás lo
miraron. Comenzó de nuevo, a su manera habitual, pero un poco más alto y
con una calma mortal—: Todas las ventajas que has tenido en esta vida,
Edwin, han derivado de una manera u otra del hecho de que desciendas, como
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has dicho de manera tan elocuente, del «nieto maníaco de un invasor
vikingo».
—Por supuesto —dijo Edwin—. Podría ser mucho peor. —Levantó su
copa—. Por Guillermo el Bastardo.
Gilbert rio con nerviosismo. Nadie más hizo ni un ruido.
—Os pido perdón —dijo el padre de Edwin a sus invitados—. Sería fácil
confundir a mi hijo menor con un adulto, pero parece que todavía es un niño.
A tu habitación, Edwin. Ya hemos oído bastante por esta noche.
Edwin se levantó de la mesa con mucha formalidad y dijo:
—Buenas noches a todos.
Se dirigió a la cocina para pedir que le subieran un sándwich a la
habitación, pues todavía no se había servido el segundo plato, y se retiró a
esperar su sentencia. Llegó antes de la medianoche, con un golpe en la puerta.
—Adelante —dijo. Se había quedado de pie junto a la ventana,
observando con inquietud los movimientos de un árbol por el viento.
Gilbert entró, cerró la puerta tras de sí y se dejó caer en el antiguo sillón
manchado que era una de las posesiones más preciadas de Edwin.
—Menuda actuación, Eddie.
—No sé en qué estaba pensando —dijo—. No, en realidad eso no es
cierto. Sí que lo sé. Estoy completamente seguro de que no tenía ni un solo
pensamiento en la cabeza. Era como una especie de vacío.
—¿Te encuentras mal?
—En absoluto. Nunca he estado mejor.
—Debe de haber sido bastante emocionante —dijo Gilbert.
—Lo cierto es que lo ha sido. No diré que me arrepiento.
Gilbert sonrió.
—Te vas a Canadá —dijo con tacto—. Padre lo está organizando.
—Ya iba a irme a Canadá —dijo Edwin—. Está planeado para el año que
viene.
—Ahora te irás un poco antes.
—¿Cuánto antes, Bert?
—La próxima semana.
Edwin asintió y notó un poco de vértigo. Se había producido un sutil
cambio en la atmósfera. Iba a adentrarse en un mundo incomprensible y la
habitación ya retrocedía hacia el pasado.
—Bueno —dijo, después de un rato—, al menos seguiré sin estar en el
mismo continente que Niall.
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—Ya estás otra vez —dijo Gilbert—. ¿Ahora dices lo que se te pasa por la
cabeza?
—Lo recomiendo.
—No todos nos podemos permitir ser tan descuidados. Algunos tenemos
responsabilidades.
—Con eso te refieres a un título y un patrimonio que heredar —dijo
Edwin—. Qué destino tan terrible. Lloraré por ti más tarde. ¿Recibiré la
misma remesa que Niall?
—Un poco más. La de Niall es solo para apoyarlo. La tuya viene con
condiciones.
—Dime.
—No debes volver a Inglaterra por un tiempo —dijo Gilbert.
—Exilio.
—Por favor, no seas melodramático. Como has dicho, ya pensabas irte a
Canadá.
—¿Cuánto tiempo es «por un tiempo»? —Edwin se apartó de la ventana
para mirar a su hermano a los ojos—. Había pensado que me iría a Canadá
durante una temporada, me establecería de alguna manera y luego volvería a
casa de visita en intervalos regulares. ¿Qué ha dicho padre, exactamente?
—Me temo que la frase que se me ha quedado en la memoria es «dile que
no ponga un pie en Inglaterra».
—Pues es bastante inequívoco.
—Ya sabes cómo es. Por supuesto, madre hará lo que le diga. —Gilbert se
levantó y se detuvo un momento junto a la puerta—. Dales tiempo, Eddie. Me
sorprendería que el exilio fuera permanente. Intentaré convencerlos.
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El problema de Victoria, a ojos de Edwin, es que se parece demasiado a
Inglaterra sin serlo de verdad. Es una simulación lejana de Inglaterra, una
acuarela superpuesta de forma poco convincente sobre el paisaje. En su
segunda noche en la ciudad, Thomas lo lleva al Union Club. Es agradable al
principio, como un atisbo de casa, horas agradables que se deslizan junto a
otros muchachos de la patria y un whisky de malta verdaderamente
excepcional. Algunos de los hombres mayores llevan décadas en Victoria y
Thomas busca su compañía. Se mantiene cerca, les pregunta sus opiniones,
los escucha con seriedad, los halaga. Da vergüenza verlo. Resulta evidente
que Thomas busca asentarse como un tipo de hombre estable con el que
cualquiera desearía hacer negocios. Sin embargo, también es obvio para
Edwin que los hombres mayores se limitan a mostrarse educados. No les
interesan los forasteros, ni siquiera los que vienen del país correcto, tienen los
ancestros correctos y el acento correcto y han ido a la escuela correcta. Es una
sociedad cerrada que solo admite a Thomas en la periferia. ¿Cuánto tiempo
tendrá que permanecer allí, dando vueltas por el club, antes de que lo
acepten? ¿Cinco años? ¿Diez? ¿Un milenio?
Edwin da la espalda a Thomas y se acerca a la ventana. Están en el tercer
piso, con vistas al puerto, y las últimas luces del día se desvanecen del cielo.
Se siente inquieto y malhumorado. Detrás de él, los hombres cuentan historias
de triunfos deportivos y viajes en barco de vapor sin incidentes a Quebec,
Halifax y Nueva York. Un hombre que ha llegado a este último puerto dice
detrás de él:
—¿Se cree que mi pobre madre tenía la impresión de que Nueva York
todavía formaba parte de la Commonwealth?
El tiempo pasa. La noche cae sobre el puerto. Edwin se une a los otros
hombres.
—Pero la desafortunada verdad del asunto —dice uno, en el contexto de
una conversación sobre la importancia de ser aventurero— es que no tenemos
ningún futuro real de vuelta en Inglaterra, ¿verdad?
Un silencio reflexivo se instala en el grupo. Estos hombres son hijos
segundos, todos y cada uno de ellos. Están mal preparados para la vida laboral
y no heredarán nada. Para su propia sorpresa, Edwin levanta una copa.
—Por el exilio —dice y bebe.
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Hay murmullos de desaprobación
—Yo no llamaría a esto exilio —dice alguien.
—Por construir un nuevo futuro en una tierra nueva y lejana —dice
Thomas, siempre diplomático.
Más tarde, Thomas se le une frente a la ventana.
—Había oído algún que otro rumor sobre cierta cena, pero creo que no
había terminado de creerlo hasta ahora.
—Me temo que los Barrett son unos cotillas incorregibles.
—Creo que ya me he cansado de este lugar —dice Thomas—. Pensaba
que podría labrarme un futuro aquí, pero, si vas a dejar Inglaterra, seguro que
es preferible dejarla de verdad. —Se vuelve para mirar a Edwin—. He
pensado en ir al norte.
—¿Cuánto al norte? —A Edwin le asalta una preocupante visión de iglús
en la tundra helada.
—No muy lejos. Solo hasta la isla de Vancouver.
—¿Tienes algo en mente?
—La empresa maderera del tío de mi amigo —dice Thomas—. Pero en
sentido estricto, me espera lo desconocido. ¿No es para lo que hemos venido?
¿Para dejar huella en lo desconocido?
Estos son los pasajeros del barco: tres hombres chinos que van a trabajar en la
conservera, una joven de origen noruego muy tensa que viaja para reunirse
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con su marido, Thomas y Edwin, el capitán y dos tripulantes canadienses,
todos en compañía de barriles y sacos de provisiones. Los chinos hablan y se
ríen en su propio idioma. La mujer noruega se queda en el camarote, salvo
para las comidas, y nunca sonríe. El capitán y la tripulación son cordiales,
pero no tienen interés en hablar con Thomas y Edwin, así que los dos pasan la
mayor parte del tiempo juntos en cubierta.
—Lo que esa panda de sedentarios de Victoria no termina de entender es
que toda esta tierra está aquí para que la aprovechemos —dice Thomas.
Edwin lo mira y ve un atisbo del futuro. Debido al rechazo de los empresarios
de Victoria, ahora Thomas pasará el resto de su vida despotricando contra
ellos—. Se han acomodado en su ciudad inglesa, y de verdad que entiendo el
atractivo, pero aquí tenemos una oportunidad. Aquí podemos levantar nuestro
propio imperio.
Sigue hablando sin cesar de imperios y oportunidades mientras Edwin
contempla el agua. Por estribor aparecen ensenadas, calas e islotes, mientras
que un poco más allá se extiende la inmensidad de la isla de Vancouver,
cuyos bosques ascienden hasta convertirse en montañas con cimas que se
pierden entre las nubes bajas. Por babor, donde se encuentran, el océano se
extiende ininterrumpidamente hasta, según Edwin imagina, la costa de Japón.
Tiene la misma sensación de exposición que sintió en las praderas. Es un
alivio cuando la embarcación vira por fin despacio hacia la derecha y
comienza a remontar una ensenada.
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pensamientos y decide que no es infeliz. Solo desea no moverse más, por el
momento. Si hay placer en la acción, hay paz en la quietud. Pasa los días
paseando por la playa, haciendo bocetos, contemplando el mar desde el
porche, leyendo y jugando al ajedrez con otros huéspedes. Después de una o
dos semanas, Thomas renuncia a intentar persuadirlo de que lo acompañe al
campamento maderero.
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Una soleada mañana de septiembre, sale a pasear y se encuentra con dos
mujeres indígenas que se ríen en la playa. ¿Hermanas? ¿Buenas amigas?
Hablan en un idioma rápido que no se parece a nada que haya escuchado, una
lengua salpicada de sonidos que ni se imagina cómo replicar, y mucho menos
reproducir en el alfabeto romano. Tienen los cabellos largos y oscuros y,
cuando una de ellas gira la cabeza, la luz se refleja en un par de enormes
pendientes de concha. Las mujeres se envuelven con mantas para protegerse
del viento frío.
Callan y lo observan mientras se acerca.
—Buenos días —dice y se toca el ala del sombrero.
—Buenos días —responde una de ellas. Su acento tiene una cadencia
hermosa.
Sus pendientes tienen todos los colores del cielo al amanecer. Su
compañera, que tiene el rostro marcado por cicatrices de viruela, se limita a
mirarlo y no dice nada. No desentona con la experiencia de Edwin en Canadá
hasta el momento; en todo caso, se sorprendería si, después de medio año en
el Nuevo Mundo, se encontrara de repente con la capacidad de cautivar a los
lugareños. Sin embargo, el desinterés rotundo de la mirada de las mujeres le
es desconcertante. Se da cuenta de que es un momento en el que podría
expresar su opinión sobre la colonización ante las personas que se encuentran
al otro lado de la ecuación, por así decirlo, pero no se le ocurre nada que decir
que no suene absurdo dadas las circunstancias. Si comenta que cree que la
colonización es aborrecible, la siguiente pregunta lógica será qué hace allí
entonces, así que no dice nada más. Las mujeres quedan atrás y el momento
pasa.
Sigue caminando y después, a cierta distancia, cuando todavía siente sus
ojos en la espalda y con el deseo de transmitir la impresión de tener algún
recado importante que atender, se vuelve hacia el muro de árboles. Nunca se
adentra en el bosque, porque le dan miedo los osos y los pumas, pero ahora
posee un extraño atractivo. Decide que dará cien pasos, no más. Contar hasta
cien podría calmarlo, pues contar siempre lo ha hecho, y si camina en línea
recta todo el tiempo, es muy improbable que acabe perdido. Sabe que
perderse supondría la muerte. Todo el lugar supone la muerte. No, eso es
injusto, no es muerte, sino indiferencia. El lugar es totalmente neutral en
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cuanto a la cuestión de si vive o muere; no le importa su apellido ni dónde
estudió, ni siquiera se ha fijado en él. Se siente algo trastornado.
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«Las puertas del bosque». Las palabras le vienen de pronto a la mente, pero
Edwin no está seguro de dónde las ha extraído. Suena como algo de un libro
que podría haber leído de niño. Los árboles aquí son viejos y enormes. Es
como entrar en una catedral, salvo que la maleza es tan espesa que tiene que
abrirse paso. Se detiene al poco. Hay un arce justo delante, lo bastante grande
como para crear su propio claro, y le parece un destino agradable. Decide que
caminará hasta el arce, saldrá de la maleza y se detendrá un momento; luego
volverá a la playa y no volverá a entrar en el bosque. Se dice que es una
aventura, pero no se siente un aventurero. Más bien siente cómo las ramas de
salal lo abofetean.
Se abre paso como puede hasta el arce. Hay silencio y tiene la repentina
certeza de que lo observan. Se da la vuelta y, con la incongruencia de una
aparición, se encuentra con un sacerdote a no más de una docena de metros.
Es mayor que él, quizá de unos treinta años, y tiene el pelo negro muy corto.
—Buenos días —dice Edwin.
—Buenos días —dice el sacerdote—. Perdóneme, no quería asustarlo. Me
gusta pasear por aquí de vez en cuando.
Hay algo en su acento que se le escapa; no es del todo británico, pero
tampoco es nada en concreto. Se pregunta si el hombre será de Terranova,
como la posadera de Halifax.
—Parece un destino tranquilo —dice.
—Bastante. No me entrometeré en su contemplación, solo iba de regreso a
la iglesia. Tal vez pueda pasarse por allí más tarde.
—¿La iglesia de Caiette? Pero usted no es el cura habitual —dice Edwin.
—Soy Roberts. Sustituyo al padre Pike.
—Edwin St. Andrew. Encantado de conocerlo.
—Igualmente. Que tenga un buen día.
El sacerdote no parece tener más práctica que Edwin en atravesar la
maleza. Se aleja entre los árboles y, en pocos minutos, Edwin vuelve a estar
solo, mirando las ramas. Da un paso adelante y…
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… avanza hacia un destello de oscuridad, como una ceguera repentina o un
eclipse. Tiene la impresión de estar en un vasto interior, algo así como una
estación de tren o una catedral. Se escuchan las notas de un violín, a otras
personas a su alrededor y luego, un sonido incomprensible…
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Cuando recupera el sentido, está en la playa, arrodillado sobre piedras duras,
y vomita. Tiene un vago recuerdo de haberse abierto paso para salir del
bosque en un pánico ciego, una pesadilla de sombras y borrones de verde, de
ramas que le azotan la cara. Se levanta tembloroso y camina hacia la orilla. Se
sumerge hasta las rodillas y el golpe de frío es maravilloso, perfecto para
devolverle la cordura, pero se arrodilla para lavarse el vómito de la cara y la
camisa, y entonces una ola lo derriba, de modo que cuando se levanta se ha
atragantado con el agua del mar y está empapado hasta el cuello.
Está solo en la playa, pero ve movimiento entre los edificios de Caiette, a
media distancia. El cura desaparece dentro de la iglesia blanca de la colina.
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Cuando Edwin llega a la iglesia, la puerta está entreabierta y la sala está
vacía. La puerta de detrás del altar también está abierta y por ella vislumbra
unas cuantas lápidas en la verde tranquilidad del pequeño cementerio. Avanza
hasta la última fila de bancos, cierra los ojos y apoya la cabeza en las manos.
El edificio es tan nuevo que la iglesia aún conserva la fragancia de la madera
recién cortada.
—¿Se ha caído al mar?
La voz es suave y el acento aún indescifrable. El nuevo sacerdote,
Roberts, se encuentra al final del banco.
—Me arrodillé en el agua para lavarme el vómito de la cara.
—¿Se encuentra mal?
—No. Yo… —En ese momento parece una tontería y un poco irreal—.
Me pareció ver algo en el bosque. Después de verlo a usted. Escuché algo. No
sé. Parecía… sobrenatural.
Los detalles ya se le escapan. Entró en el bosque y luego ¿qué? Recuerda
la oscuridad, las notas de música, un sonido que no identificó, todo en un
instante. ¿Pasó de verdad?
—¿Puedo sentarme con usted?
—Por supuesto.
El sacerdote se sienta a su lado.
—¿Le ayudaría desahogarse?
—No soy católico.
—Estoy aquí para servir a todos los que entren por esas puertas.
Aun así, los detalles ya se le escapan entre los dedos. En el momento, la
extrañeza que encontró en el bosque lo desestabilizó por completo, pero ahora
lo que le viene a la mente es una mañana particularmente mala en el colegio.
Tenía nueve, quizá diez años, y se dio cuenta de que no sabía leer las palabras
que tenía delante porque las letras se retorcían en la incoherencia y algunas
manchas nadaban ante sus ojos. Se levantó del pupitre para pedir ir a ver a la
enfermera y se desmayó. El desmayo lo sumió en la oscuridad, pero también
hubo un sonido, un gorjeo como el de un coro de pájaros, un vacío en blanco
seguido de inmediato por la impresión de encontrarse en la comodidad de su
cama, sin duda un deseo optimista por parte de su subconsciente. Luego se
despertó en un silencio absoluto. El sonido regresó gradualmente, como si
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alguien girase un dial; el silencio se convirtió en clamor y ruido, las
exclamaciones de otros chicos y los pasos rápidos del profesor al acercarse.
«Levántese, St. Andrew, no se haga el remolón». ¿Acaso había sido aquello
diferente al momento que acababa de vivir en el bosque?
Hubo sonidos y oscuridad, igual que en aquella primera ocasión. Tal vez
se desmayase.
—Creí ver algo —dice despacio—. Sin embargo, mientras lo digo, me
doy cuenta de que tal vez no lo viera.
—De haberlo hecho —dice Roberts con cuidado—, no habría sido el
primero.
—¿Qué quiere decir?
—He oído historias —dice el sacerdote—. Es decir, se cuentan historias.
La torpe enmienda le parece a Edwin una especie de camuflaje, un intento
de Roberts de cambiar sus patrones de habla para sonar más inglés. Más como
Edwin. Hay algo erróneo en el hombre que no termina de descifrar.
—Si me permite la pregunta, padre, ¿de dónde es?
—De lejos —dice—. Muy lejos.
—Igual que todos, ¿no? —dice Edwin, un poco irritado—. Salvo por los
nativos, por supuesto. Cuando nos encontramos en el bosque hace un
momento, dijo que sustituía al padre Pike, ¿no es así?
—Su hermana ha caído enferma. Se marchó anoche.
Edwin asiente, pero hay algo en la afirmación que le suena del todo falso.
—No obstante, me resulta extraño no haber oído nada sobre que anoche
partiera ningún barco.
—Tengo una confesión que hacerle —dice Roberts.
—Le escucho.
—Cuando lo vi en el bosque y le dije que iba a volver a la iglesia, después
me di la vuelta por un momento, mientras me alejaba.
Edwin lo mira con atención.
—¿Qué vio?
—Lo vi caminar bajo un arce. Miraba hacia arriba, hacia las ramas del
árbol, y entonces… En fin, tuve la impresión de que veía algo que yo no.
¿Había algo?
—Vi… Bueno, creí ver…
Pero Roberts lo observa con demasiada intensidad y, en la tranquilidad de
la iglesia de un solo espacio, en el extremo del mundo occidental, Edwin
siente un extraño miedo. Todavía está algo mareado, tiene un fuerte dolor de
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cabeza y se siente muy cansado. Ya no quiere hablar. Solo quiere acostarse.
La presencia de Roberts no tiene sentido para él.
—Si Pike se fue anoche, tuvo que hacerlo a nado —dice Edwin.
—Se fue —dice Roberts—. Se lo aseguro.
—¿Sabe lo hambriento que está este lugar de noticias, padre, de cualquier
noticia? Vivo en la pensión. Si un barco hubiera partido anoche, me habría
enterado en el desayuno. —Se le ocurre el siguiente pensamiento evidente—:
Hablando de cosas de las que debería haberme enterado, ¿cómo ha llegado
hasta aquí? No ha atracado ningún barco en los últimos dos días. ¿Debo
suponer que ha llegado caminando por el bosque?
—No veo qué relevancia podría tener mi medio de transporte.
Edwin se levanta, lo que obliga a Roberts a levantarse también. El
sacerdote retrocede hacia el pasillo y lo roza al pasar.
—Edwin —le dice, pero ya está en la puerta. Otro sacerdote se acerca y
sube las escaleras que conducen desde la carretera. Es el padre Pike, que
regresa de una visita a la fábrica de conservas o al campamento maderero, con
el pelo blanco brillando a la luz del sol.
Edwin mira por encima del hombro hacia una iglesia vacía con la puerta
trasera abierta. Roberts ha huido.
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2
Mirella y Vincent
2020
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1
—Quiero enseñaros algo raro. —El compositor, que era famoso en un nicho
muy limitado, es decir, que no corría el peligro de que lo reconocieran por la
calle, pero la mayoría de las personas de un par de diminutas subculturas
artísticas sabía su nombre, estaba claramente incómodo y sudaba mientras se
inclinaba hacia el micrófono—. A mi hermana le gustaba grabar vídeos. Lo
que os voy a enseñar es uno que me encontré en un trastero, después de su
muerte, y tiene una especie de interferencia que no puedo explicar. —Se
quedó callado un momento mientras ajustaba un botón del teclado—. He
compuesto algo de música para acompañarlo, pero, justo antes de la
interferencia, la música parará, para que apreciemos la belleza de la
imperfección técnica.
Primero comenzó la música, una sucesión onírica de cuerdas, con
sugerencias de estática bajo la superficie, y luego el vídeo. Su hermana había
caminado con la cámara en la mano por un estrecho sendero de un bosque, en
dirección a un viejo arce. Se metió bajo las ramas e inclinó la cámara hacia
arriba, hacia las hojas verdes que parpadeaban a la luz del sol, a la brisa.
Entonces la música se detuvo de manera tan brusca que parecía que el silencio
era la siguiente nota. El compás siguiente fue oscuridad; la pantalla se puso
negra durante solo un segundo y se produjo una confusa algarabía de sonidos.
Las notas de un violín, una tenue cacofonía como la del interior de una
estación de tren metropolitana, una especie de silbido que recordaba a la
presión hidráulica. Entonces, en un abrir y cerrar de ojos, el momento
terminó, el árbol volvió a aparecer y la imagen de la cámara se movió de
forma caótica mientras la hermana del compositor parecía mirar alrededor con
frenesí, tal vez sin recordar que tenía el aparato en la mano.
La música del compositor se reanudó y el vídeo dio paso con fluidez a
otra de sus obras más recientes, esa vez con un vídeo que él mismo había
rodado, cinco o seis minutos de una esquina de una calle fea a rabiar de
Toronto, pero con unas cuerdas orquestales que se esforzaban por transmitir
una idea de belleza oculta. El compositor trabajaba deprisa; tocaba secuencias
de notas en los teclados que surgían un compás después como un violín y
construía música en capas mientras la esquina de la calle de Toronto pasaba
en la pantalla por encima de su cabeza.
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En la primera fila del público, Mirella Kessler lloraba. Había sido amiga
de la hermana del compositor, Vincent, y no sabía que hubiera muerto. Salió
del teatro poco después y pasó un rato en el baño de señoras para tratar de
recomponerse. Respiraciones profundas y una capa de maquillaje fortificante.
—Tranquila —dijo en voz alta a su cara en el espejo—. Tranquila.
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le da el extracto al tío Mike para preguntarle de dónde ha salido y al parecer
casi le da un infarto nada más verlo.
—Sigue.
—Por aquel entonces, mis primos están creo que en octavo y noveno, pero
resulta que el tío Mike es también el padre del niño en edad de guardería de
enfrente. Puso el pago de la matrícula del chiquillo de cinco años en la cuenta
equivocada.
—A ver un momento. ¿Al otro lado de la calle, literalmente?
—Sí, los edificios estaban uno enfrente del otro. Los porteros de ambas
direcciones seguramente lo supieran durante años.
—¿Cómo puede ser que no lo supiera? —preguntó Mirella, y, así como
así, el pasado se la había tragado entera y estaba hablando de Vincent.
—Un hombre que trabaja muchas horas puede esconder lo que quiera —
dijo Louisa. Seguía hablando de su tía y no se había dado cuenta de que
Mirella se había marchado a otra parte—. Por suerte para ti, yo no trabajo.
—Por suerte para mí —dijo y le besó la mano—. Qué locura.
—A mí lo que me alucina es lo de que estuvieran al otro lado de la calle
—dijo Louisa—. Menudo descaro geográfico.
—No tengo claro si es muy perezoso o muy eficiente. —Mirella fingía
seguir en el restaurante con Louisa, comiendo fideos, pero se encontraba muy
lejos. Vincent había jurado no saber nada de los crímenes de su marido en
mensajes de voz que había borrado y en una declaración oficial.
—Mirella. —Louisa le puso la mano con delicadeza en la muñeca—.
Vuelve.
Mirella suspiró y dejó los palillos.
—¿Te he hablado alguna vez de mi amiga Vincent?
—¿La mujer del tipo del esquema Ponzi?
—Sí. La historia de tu tía me ha hecho pensar en ella. ¿Te he contado que
la vi una vez, después de la muerte de Faisal?
Louisa abrió los ojos de par en par.
—No.
—Fue poco más de un año después de su muerte, así que en marzo o abril
de 2010. Entré en un bar con unos amigos y Vincent era la camarera.
—Dios mío. ¿Qué le dijiste?
—Nada —respondió Mirella.
Al principio no la había reconocido. En la época en la que el dinero
abundaba, Vincent había tenido el pelo largo y ondulado, como todas las
demás mujeres florero, pero en el bar llevaba el pelo muy corto, gafas y nada
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de maquillaje. En aquel momento, el disfraz le había parecido a Mirella una
confirmación y pensó: «Por supuesto que quieres esconderte, monstruo». Sin
embargo, entonces la escena cobró una nueva ambigüedad y se le ocurrió que
una explicación alternativa razonable para el pelo corto, las gafas y la
ausencia de maquillaje era que alguno de los inversores estafados de su
marido podría entrar en cualquier momento. Manhattan estaba plagado de
inversores estafados.
—Fingí no conocerla —le dijo a Louisa—. Como venganza, supongo. No
fue mi mejor momento. Siempre aseguró que no sabía lo que Jonathan hacía,
pero nunca la creí. «Por supuesto que lo sabías. Cómo es posible que no lo
supieras. Lo sabías y dejaste que Faisal lo perdiera todo, y ahora está
muerto», pensaba. Era lo único en lo que podía pensar por aquel entonces.
Louisa asintió.
—Sería lógico que lo supiera —dijo.
—Pero ¿y si no lo sabía?
—¿Es plausible? —preguntó Louisa.
—En aquel momento, no me lo pareció. Pero ahora que me has contado la
historia de tu pobre tía Jacquie, pues… Si puedes esconder a un niño de cinco
años, puedes esconder un esquema Ponzi.
Louisa sostuvo las manos de Mirella por encima de la mesa.
—Deberías hablar con ella.
—No tengo ni idea de cómo encontrarla.
—Estamos en 2019 —dijo Louisa—. Nadie es invisible.
Pero Vincent lo era. Por aquel entonces, Mirella trabajaba como
recepcionista en una sala de muestras de azulejos de alta gama cerca de Union
Square. Era el tipo de lugar al que no le hacían falta muchos clientes, porque,
cuando la gente se gastaba el dinero, gastaba decenas de miles de dólares. La
mañana siguiente a la cena con Louisa, tras una hora desperdiciada en silencio
detrás de un mostrador de recepción del tamaño de un coche, Mirella buscó a
Vincent. Primero, probó con el apellido de su marido. La búsqueda de
«Vincent Alkaitis» dio como resultado una serie de fotos antiguas en
sociedad, algunas en las que aparecía Mirella en fiestas, galas y otros eventos,
y también páginas de Vincent en la vista de la sentencia de su marido, con el
rostro inexpresivo, un traje gris y nada más. Las imágenes más recientes eran
de 2011. «Vincent Smith» derivó en docenas de personas diferentes, la
mayoría hombres, y ninguna era la que ella estaba buscando. No la encontró
en redes sociales ni en ningún otro sitio.
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Se recostó en la silla, frustrada. En lo alto de su mesa, una luz zumbaba.
Mirella usaba mucho maquillaje en el trabajo y, cuando estaba cansada por las
tardes, a veces sentía la cara pesada. En la pradera de baldosas blancas de la
planta de ventas, un único vendedor le enseñaba a una clienta todos los
colores imaginables del material compuesto característico de la empresa, que
parecía piedra pero no lo era.
Los padres de Vincent habían muerto hacía tiempo, pero tenía un
hermano. Para desenterrar el nombre tuvo que sumergirse en lo más hondo de
sus recuerdos, un lugar que por lo general intentaba evitar. Miró a la puerta
para asegurarse de que no se acercara ningún cliente, luego cerró los ojos,
respiró hondo dos veces y escribió «Paul Smith compositor» en Google.
Así fue como terminó en la Academia de Música de Brooklyn cuatro
meses más tarde, esperando en la entrada de artistas a Paul James Smith.
Había albergado la esperanza de que pudiera decirle cómo encontrar a
Vincent. Sin embargo, al parecer estaba muerta, lo que significaba que la
conversación sería otra muy diferente. La puerta del escenario daba a una
tranquila calle residencial. Mirella paseó mientras esperaba sin alejarse
demasiado, solo unos metros en cada dirección. Era finales de enero, pero
hacía un calor inusual, muy por encima del punto de congelación. Solo había
otra persona que esperaba con ella, un hombre de su misma edad, unos treinta
y cinco años, con pantalones vaqueros y una americana anodina. Tanto los
vaqueros como la camisa le quedaban grandes. La saludó con la cabeza, ella
le devolvió el saludo y se sumieron en una incómoda espera. Pasó algo de
tiempo. Un par de empleados salieron sin mirarlos.
Cuando el hermano de Vincent salió por fin, tenía un aspecto un poco
demacrado, aunque, siendo justos, a nadie le sentaba del todo bien el
resplandor anaranjado de las luces de la calle.
—Paul —dijo Mirella, en el mismo momento en que el otro hombre dijo
«disculpe». Intercambiaron una mirada de disculpa y se quedaron en silencio
mientras Paul los observaba a uno y a otra. Un tercer hombre se acercó
deprisa, un tipo pálido con un sombrero de fieltro y gabardina.
—Hola —saludó Paul, de manera general, para todos.
—¡Hola! —dijo el recién llegado. Se quitó el sombrero y reveló que era
casi calvo—. Daniel McConaghy. Gran fan. Gran espectáculo.
Paul ganó un centímetro de altura y unos cuantos vatios de luminosidad
cuando se adelantó para estrechar la mano del hombre.
—Vaya, gracias —dijo—. Siempre es un placer conocer a un fan.
Miró expectante a Mirella y al tipo de la ropa holgada.
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—Gaspery Roberts —dijo el tipo de la ropa enorme—. Maravilloso
espectáculo.
—Espero que no te ofendas —dijo el hombre del fedora—. No es que crea
que tienes las manos sucias ni nada por el estilo, es que me he aficionado al
gel hidroalcohólico desde que lo de Wuhan salió en las noticias. —Se frotaba
las manos, con una sonrisa de disculpa.
—Los fómites no son un modo de transmisión importante para el COVID-
19 —dijo Gaspery.
«¿Fómites? ¿COVID-19?». Mirella nunca había oído ninguno de esos
términos; los otros dos también fruncieron el ceño.
—Ah, claro —dijo el hombre, aparentemente para sí mismo—. Solo
estamos en enero. —Volvió a centrarse—. Paul, ¿me permites invitarte a una
copa y hacerte un par de preguntas rápidas sobre tu trabajo?
Tenía un leve acento que Mirella no supo distinguir.
—Eso suena estupendo —dijo Paul—. Sin duda, me vendría bien un
trago.
Se volvió hacia Mirella.
—Mirella Kessler —dijo—. Era amiga de tu hermana.
—Vincent —murmuró él.
No supo descifrar su expresión. Había tristeza, pero también un destello
de algo furtivo. Por un momento, nadie habló.
—Bueno —dijo Paul, con una alegría forzada—, ¿qué tal si vamos todos a
tomar algo?
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cuyo nombre no recordaba, el salto que había supuesto que Paul empezara a
utilizar sus propios vídeos en lugar de colaborar con otros, y así
sucesivamente. Paul estaba radiante. Le encantaba que lo elogiaran, pero a
quién no. Estaba de cara a la ventana y su mirada se desviaba una y otra vez
por encima del hombro de Gaspery hacia el parque. Si hubiera un terremoto y
se rompiera el muro de contención, ¿se derramaría el parque hacia la calle y
enterraría el restaurante? Volvió a prestar atención a la mesa cuando escuchó
el nombre de Vincent.
—¿Así que tu hermana, Vincent, es la que filmó ese extraño vídeo de la
actuación de esta noche? —Se trataba de Gaspery. Mirella recordaba el
nombre porque no lo había escuchado nunca.
Paul se rio.
—Dime uno de mis vídeos que no sea extraño —dijo—. Hice una
entrevista el año pasado, con un tipo que no paraba de llamarme sui generis,
hasta que en un momento dado le dije: «Chico, puedes decir extraño. Extraño,
raro, excéntrico, lo que prefieras». La entrevista fue mucho mejor después de
eso. —Se rio a carcajadas de su propia anécdota y el del fedora lo acompañó.
Gaspery sonrió.
—Me refería al vídeo del paseo en el bosque —insistió—. Con la
oscuridad y los sonidos extraños.
—Ah, sí. Era de Vincent. Me dio permiso para usarlo.
—¿Se grabó cerca de donde crecisteis? —preguntó Gaspery.
—Has hecho los deberes —dijo Paul con aprobación.
El hombre inclinó la cabeza.
—Eres de la Columbia Británica, ¿no?
—Sí. Un sitio pequeño llamado Caiette, al norte de la isla de Vancouver.
—Ah, cerca de la isla del Príncipe Eduardo —dijo el del fedora con
seguridad.
—Aunque en realidad no crecí ahí —apuntó Paul, al parecer sin escuchar
la intervención—. Vincent, sí. Mismo padre, diferentes madres, así que yo
solo pasaba los veranos y navidades alternas. Pero sí, allí es donde se grabó el
vídeo.
—Ese momento en el vídeo —dijo Gaspery—. Esa anomalía, a falta de
una palabra mejor. ¿Alguna vez has visto algo así en persona?
—Solo colocado de LSD —dijo Paul.
—Ah —dijo el del fedora y de pronto se mostró radiante—, no sabía que
hubiera una influencia psicodélica en tu trabajo. —Se inclinó hacia delante,
como quien cuenta un secreto—. Yo mismo he estado muy metido en el
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mundo de los alucinógenos. Una vez empiezas con las dosis de heroína,
comienzas a tener ciertas percepciones del mundo. Muchas cosas son una
mera ilusión, ¿verdad?
Gaspery le lanzó una mirada consternada y Mirella se limitó a observar
mientras esperaba la oportunidad de preguntar por Vincent. Gaspery le
resultaba ajeno de una manera que no sabía descifrar.
—Y cuando lo comprendes —decía el del fedora—, todo encaja, ¿a que
sí? Un amigo mío quería dejar de fumar. El tipo debía de haberlo intentado
seis u ocho veces sin conseguirlo. No podía. Entonces, un día toma LSD y
¡bam! Me llamó a la noche siguiente y me dijo: «Dan, es un milagro, hoy no
he tenido ganas de fumar». Te digo que fue…
—¿Qué le ocurrió? —preguntó Mirella a Paul. Sabía que estaba siendo
maleducada, pero no le importaba; no iba a volverse más joven allí sentada
mientras se hundía en la pena y solo quería saber qué le había pasado a su
amiga y poder alejarse de esa gente.
Paul parpadeó, como si hubiera olvidado que ella estaba allí.
—Se cayó de un barco —dijo—. Hace un año y medio. No, dos años. Se
cumplieron dos años el mes pasado.
—¿Qué tipo de barco? ¿Estaba en un crucero?
El del fedora miraba enfurruñado su bebida, pero Gaspery escuchaba la
conversación con gran interés.
—No, estaba… No sé cuánto sabes de lo que le pasó en Nueva York —
dijo Paul—. Toda la movida con su marido, que resultó ser un
sinvergüenza…
—Mi marido era inversor de su esquema Ponzi —dijo Mirella—. Lo sé
todo.
—Joder —dijo Paul—. ¿Qué…?
—Un momento —dijo el del fedora—, ¿hablamos de Jonathan Alkaitis?
—Sí —confirmó Paul—. ¿Conoces la historia?
—Ese delito fue una locura —respondió—. ¿Cuál fue la magnitud del
fraude? ¿Veinte mil millones de dólares? ¿Treinta? Recuerdo dónde estaba
cuando estalló todo. Me llegó una llamada de mi madre, al parecer los ahorros
para la jubilación de mi padre estaban…
—Me estabas contando lo del barco —dijo Mirella.
Paul parpadeó.
—Sí. Sí.
—Tienes una ligera tendencia a interrumpir —dijo el del fedora a Mirella
—. No te ofendas.
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—Nadie está hablando contigo —dijo Mirella—. Le he hecho una
pregunta a Paul.
—Sí, bueno, pues Vincent y yo llevábamos unos años sin estar en
contacto —dijo—, pero después de que Alkaitis la abandonara y huyera del
país, supongo que hizo alguna que otra formación, consiguió algunos títulos y
se hizo a la mar como cocinera en un buque de carga.
—Ah —dijo Mirella—. Vaya.
—Parece una vida interesante, ¿verdad?
—¿Qué le pasó?
—Nadie lo sabe en realidad —dijo Paul—. Desapareció sin más del barco.
Dicen que fue un accidente. No se encontró el cuerpo.
Mirella no sabía que iba a llorar hasta que sintió que las lágrimas se
derramaban por su cara. Todos los hombres de la mesa se mostraron muy
incómodos. Solo Gaspery tuvo el detalle de pasarle una servilleta.
—Se ahogó —jadeó.
—Sí, eso parece. Estaban a cientos de kilómetros de tierra. Desapareció
en la tormenta.
—Ahogarse era lo que más temía. —Se secó la cara con la servilleta. En
el silencio, los ruidos del restaurante se multiplicaron a su alrededor, una
pareja que discutía en voz baja en francés en una mesa cercana, el traqueteo
de la cocina, el cierre de la puerta de la sala de descanso.
—Bueno —dijo—, gracias por decírmelo. Y gracias por la copa.
No sabía quién iba a pagar las bebidas, pero sabía que no sería ella. Se
levantó y salió del restaurante sin mirar atrás.
Fuera, se vio sin rumbo ni dirección. Sabía que debería pedir un Uber e
irse a casa. Marcharse, dormir y no hacer ninguna tontería como salir a pasear
de noche por un barrio desconocido, pero Vincent estaba muerta. Decidió
buscar un lugar para sentarse durante unos minutos, solo para poner en orden
sus pensamientos. El barrio le parecía bastante tranquilo y no era tan tarde;
además, no tenía miedo de nada, así que cruzó la calle y entró en el parque.
El parque estaba tranquilo, pero no vacío. La gente se movía entre charcos
de luz, parejas abrazadas, grupos de amigos y una mujer que cantaba para sí
misma. Sintió una amenaza flotando en el aire, pero no iba dirigida a ella.
¿Cómo podía Vincent estar muerta? Era completamente imposible. Encontró
un banco, se puso los auriculares para fingir no oír si alguien le hablaba y se
propuso ser invisible. Se quedaría sentada un tiempo, pensando en Vincent, o
hasta que encontrase la manera de dejar de pensar en ella; entonces se iría a
casa y se acostaría. Sin embargo, sus pensamientos se desviaron hacia
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Jonathan, el antiguo marido de Vincent, que vivía en un hotel de lujo en
Dubái. La idea de que estuviera allí, dondequiera que fuera, pidiendo al
servicio de habitaciones, exigiendo que le cambiaran las sábanas y nadando
en la piscina del hotel, mientras Vincent estaba muerta, le pareció una
abominación.
Un hombre pasó por delante de ella y se sentó en el banco. Se giró y
encontró a Gaspery, así que se quitó los auriculares.
—Perdóname —dijo—. Te he visto entrar en el parque y este no es un mal
barrio, pero… —No terminó el pensamiento, porque no hacía falta. Para una
mujer sola en un parque después del anochecer, todo barrio era un mal barrio.
—¿Quién eres? —preguntó Mirella.
—Soy una especie de investigador —dijo Gaspery—. Creerás que estoy
loco si entro en detalles.
Le dio la sensación de que había algo familiar en él, algo en su perfil que
le resultaba vagamente conocido, pero no conseguía ubicarlo.
—¿Qué investigas?
—Seré sincero contigo, no tengo ningún interés en el señor Smith ni en su
arte —dijo Gaspery.
—Ya somos dos.
—Lo que sí me interesa es un cierto tipo de anomalía, como ese momento
del vídeo en el que la pantalla se queda en negro. Lo esperaba en la salida
para preguntarle al respecto.
—Es un instante extraño.
—Si me permites la pregunta, ¿tu amiga te habló alguna vez de ese
momento? Después de todo, era su vídeo.
—No —dijo Mirella—. No que yo recuerde.
—Es lógico. Sería muy joven cuando lo grabó. Las cosas que vemos
cuando somos niños a veces no nos dejan huella.
«Las cosas que vemos cuando somos niños».
—Creo que te he visto antes —dijo Mirella, mientras observaba su perfil
en la penumbra. Gaspery se volvió para mirarla y entonces estuvo segura—.
En Ohio.
—Parece que hayas visto un fantasma.
Se levantó del banco.
—Estabas bajo el paso elevado —dijo—. Eras tú, ¿verdad?
Frunció el ceño.
—Creo que me confundes con alguien.
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—No, creo que eras tú. Estabas bajo el paso elevado. Justo antes de que
llegara la policía, antes de que te arrestaran. Dijiste mi nombre.
Sin embargo, el hombre se mostraba genuinamente confundido.
—Mirella, yo…
—Tengo que irme.
Huyó, sin echar a correr, sino caminando de la manera imparable que
había perfeccionado durante los años que había pasado en la ciudad de Nueva
York. Salió a toda prisa del parque, de vuelta a la calle, donde en la pecera de
luz del restaurante francés, el hombre del fedora y el hermano de Vincent
seguían enfrascados en una conversación. Gaspery no la había seguido.
Agradeció que llevara una camisa blanca; prácticamente brillaría en la
oscuridad. Se adentró en las sombras de una calle residencial. Pasó por
delante de casas antiguas de piedra rojiza que se veían preciosas bajo las luces
de la calle, vallas de hierro y árboles viejos. Cada vez más deprisa, avanzó
hacia las brillantes luces de una avenida comercial, donde un taxi amarillo se
deslizaba por la intersección como una carroza, como una especie de milagro,
¡un taxi amarillo en Brooklyn! Lo paró y se subió. Momentos después, el taxi
cruzaba a toda velocidad el puente de Brooklyn, mientras Mirella lloraba en
silencio en el asiento trasero. El conductor la miró por el espejo retrovisor,
pero —¡alabada sea la indiferencia entre extraños de aquella ciudad
abarrotada!— no dijo nada.
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2
Cuando Mirella era niña, vivía con su madre y su hermana mayor, Susanna,
en un dúplex del extrarradio de Ohio. La urbanización se encontraba en un
territorio compuesto por centros comerciales y grandes almacenes. Las tierras
de cultivo se extendían hasta la parte de atrás del aparcamiento del Walmart.
A unos kilómetros de distancia había una cárcel. La madre de Mirella tenía
dos trabajos y pasaba muy poco tiempo en casa. Por las mañanas, en invierno,
mucho antes del amanecer, su madre se levantaba después de unas pocas
horas de sueño, echaba leche en los cereales de sus hijas y las peinaba
mientras bebía un café insulso y las llevaba al cole. Se despedía de ellas con
un beso y pasaban en el colegio las siguientes diez horas. Llegaban temprano,
hacían las clases y después las actividades extraescolares, hasta que, al final
de la tarde, se subían a un autobús que las dejaba a menos de un kilómetro de
casa.
Era un kilómetro complicado. Tenían que cruzar por debajo de un paso
elevado. A Mirella le daba miedo, pero, en todos los años que vivió allí, desde
los cinco años hasta que dejó el instituto y tomó un autobús a Nueva York a
los dieciséis, solo hubo un incidente verdaderamente terrible. Mirella tenía
nueve años, por lo que Susanna tenía once, y sí que oyeron los disparos
mientras el autobús se alejaba, pero los sonidos solo se volvieron claros en
retrospectiva. En el momento, se miraron en el crepúsculo invernal y Susanna
se encogió de hombros.
—Será el petardeo de un coche —dijo, y Mirella, que se habría creído
cualquier cosa que le dijera su hermana, le dio la mano y caminaron juntas.
Nevaba y la boca del paso elevado era una cueva oscura que esperaba para
tragárselas. «No pasa nada —se dijo Mirella—. No pasa nada, no pasa nada».
Porque nunca pasaba nada, pero esa vez pasó. Cuando se adentraron en las
sombras, el sonido se repitió, demasiado fuerte entonces. Se detuvieron.
Había dos hombres tirados en el suelo unos metros por delante. Uno no se
movía, el otro se retorcía. Con la escasa luz y a aquella distancia, no veía bien
qué les había sucedido. Había un tercer hombre sentado en el suelo, apoyado
en la pared, con una pistola en la mano. Un cuarto salió corriendo y sus pasos
retumbaron, pero Mirella lo vislumbró solo un instante cuando subía el
terraplén por el extremo más alejado del paso elevado y se perdía de vista.
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Durante mucho tiempo, todos, Mirella, Susanna, el hombre de la pistola y
los muertos o moribundos del suelo, se quedaron congelados en un retablo
invernal. ¿Cuánto tiempo? Pareció una eternidad. Horas, días. El hombre de la
pistola tenía un aspecto somnoliento, casi como si estuviera sedado, y la
cabeza le rebotó hacia adelante una o dos veces. Entonces llegaron las luces
de la policía, azules y rojas, y eso lo despertó. Se quedó mirando la pistola
que tenía en la mano, como si no supiera cómo había llegado hasta allí; luego
volvió la cabeza y miró directamente a las chicas.
—Mirella —dijo.
Luego llegaron los gritos y la confusión en un enjambre de uniformes
oscuros. «¡Suelte el arma! ¡Suéltela!». Que el suceso había ocurrido era una
verdad objetiva; a Susanna y a ella las entrevistó la policía y la noticia salió
en los periódicos al día siguiente. «Dos muertos a tiros bajo el paso a nivel.
Sospechoso detenido». A pesar de todo, le fue fácil convencerse a sí misma
en los años siguientes de que la última parte la había imaginado, que el
hombre en realidad no había dicho su nombre. ¿Cómo iba a saber cómo se
llamaba? Susanna no recordaba haber oído nada.
Sin embargo, todos esos años después, en el asiento trasero de un taxi con
destino a Manhattan, a salvo en otra vida, la invadió una certeza de la que no
pudo desprenderse; el hombre del túnel era Gaspery Roberts.
Cerró los ojos e intentó relajarse, pero el móvil le vibró en la mano. Un
mensaje de su novia: «¿Vienes a la fiesta de Jess?».
Tardó unos segundos en recordar. «Voy de camino», le respondió, y le
hizo un gesto al taxista por el retrovisor.
—Disculpe.
—¿Señora? —dijo con cautela porque había estado llorando hasta
entonces.
—¿Le importa si le doy una nueva dirección? Tengo que ir al Soho.
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3
Tuvo que recorrer toda la fiesta antes de encontrar a Louisa, que fumaba un
cigarrillo en una terraza que, en realidad, no era más que un trocito de tejado
negro. La besó y luego se sentó con torpeza a su lado en un estrecho banco de
piedra.
—¿Cómo estás? —preguntó Louisa. Vivían separadas, pero pasaban
mucho tiempo juntas.
—Bastante bien —dijo Mirella, porque no quería hablar del tema. Era
perturbador lo fácil que le resultaba mentirle a Louisa. Sabía que era injusto
comparar a las personas, todo el mundo lo sabe, pero el problema en aquel
momento era que Louisa le parecía infinitamente menos interesante que
Vincent. Louisa tenía una especie de aire inmaculado, la sensación de haber
estado siempre protegida de las aristas más afiladas de la vida, lo que
entonces le resultaba menos atractivo que antes.
—Estoy un poco cansada —dijo—. No he dormido muy bien.
—¿Y eso?
—No lo sé. Una mala noche, sin más.
Otra dificultad de la noche. Era la fiesta de Jess, y Jess era amiga de
Mirella, no de Louisa. En su antigua vida, esa en la que todo era diferente,
habría estado en aquella terraza con Faisal. En ese momento, como entonces,
el espacio estaba adornado con guirnaldas de luces y palmeras de maceta,
pero seguía pareciendo un zulo. Era la desventaja de haber conservado
algunos amigos de su época con Faisal; había lugares peligrosos por todas
partes, lugares donde corría el peligro de que los recuerdos de otra vida la
absorbieran, y esa terraza era uno de ellos. Otra noche, en otra fiesta, hacía…
¿catorce años? ¿Trece? Vincent y ella se habían quedado, un poco achispadas,
mirando la pequeña porción de cielo oscuro, porque Vincent juraba que veía
la estrella polar.
—Está justo ahí —dijo—. Mira, sigue mi dedo. No brilla mucho.
—Eso es un satélite —dijo Mirella.
—¿Qué es un satélite? —preguntó Faisal al salir al balcón. Habían llegado
por separado y era la primera vez que lo veía en todo el día. Lo besó y no se
le pasó la forma en que Vincent miró en su dirección antes de devolver la
mirada al cielo. La diferencia entre las dos era que Mirella quería a su marido
de verdad.
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—Allí —dijo Mirella y señaló con el dedo—. Se mueve, ¿verdad?
Faisal entrecerró los ojos.
—Tendré que creerte —dijo—. Me parece que necesito gafas nuevas. —
Echó un vistazo al reducido espacio mientras le rodeaba la cintura con el
brazo—. Vaya —dijo—. Menudo incendio en potencia más bohemio y
emocionante.
Era verdad. Los edificios se alzaban por todos lados. Tres paredes
pertenecían a otros inmuebles y en la cuarta se encontraba la puerta que
conducía al interior de la fiesta. Años después, allí sentada con Louisa,
Mirella cerró los ojos un instante para no ver a Faisal mirando al cielo.
—¿Qué has hecho todo el día? —preguntó su novia.
Hubo un tiempo en el que a Mirella le gustaban las preguntas de Louisa,
un tiempo en el que había considerado un regalo el estar con una persona tan
considerada y que se interesaba por todo lo que había hecho durante el día,
alguien que se preocupaba lo suficiente como para preguntar; sin embargo,
esa noche lo vio como una intrusión.
—He ido a dar un paseo. He lavado la ropa. Más que nada, he mirado
Instagram. —Si se paraba a pensarlo, era imposible que Gaspery Roberts
fuera el hombre del paso elevado; eso había pasado hacía décadas y no había
envejecido.
—¿Ha sido satisfactorio?
—Claro que no —respondió, un poco más borde de lo que pretendía, y
Louisa la miró sorprendida.
—Deberíamos ir a algún sitio —dijo—. Tal vez alquilar una casa de
campo y salir de la ciudad unos días.
—Suena bien. —Sin embargo, Mirella se sorprendió por la infelicidad que
la inundó al oír la sugerencia. Se dio cuenta de que no le apetecía nada irse a
una casa de campo con Louisa.
—Pero antes —dijo esta—, necesito otra copa.
Entró y Mirella se quedó sola un rato, hasta que una mujer se le acercó
para pedir fuego y se ofreció a leerle el futuro a cambio. Mirella levantó las
manos como le indicó, con las palmas hacia arriba, avergonzada por cómo le
temblaban. ¿Cómo se había desenamorado de Louisa de manera tan repentina
y rotunda? ¿Cómo era posible que el hombre del túnel de Ohio hubiera
aparecido tras todos esos años en Nueva York? ¿Cómo era posible que
Vincent estuviera muerta? La adivina puso las manos sobre las de Mirella, sus
palmas casi tocándose, y cerró los ojos. A Mirella le gustaba observar sin ser
observada. La pitonisa era mayor de lo que había pensado en un principio,
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tenía más de treinta años, con las primeras líneas de la edad visibles en el
rostro. Llevaba un complicado entramado de pañuelos en la cabeza.
—¿De dónde eres? —preguntó.
—De Ohio.
—Me refería a originalmente.
—Ohio.
—Ah. Me había parecido notar un acento.
—El acento también es de Ohio.
Los ojos de la adivina seguían cerrados.
—Tienes un secreto —dijo.
—¿No lo tiene todo el mundo?
Abrió los ojos.
—Tú me cuentas el tuyo, yo te cuento el mío y no nos volvemos a ver.
Era una propuesta atractiva.
—De acuerdo —dijo Mirella—. Pero empiezas tú.
—Mi secreto es que odio a la gente —dijo la mujer con una sinceridad
absoluta, y por primera vez a Mirella le cayó bien.
—¿A toda la gente?
—A toda, excepto quizá unas tres personas —dijo ella—. Te toca.
—Mi secreto es que quiero matar a un hombre.
¿Era eso verdad? No estaba segura. Tenía cierto aire de verdad. Los ojos
de la adivina recorrieron el rostro de Mirella, como si tratara de averiguar si
era una broma.
—¿A un hombre concreto? —preguntó. Le sonrió con timidez. «Es una
broma, ¿verdad? Por favor, dime que es una broma», parecía decirle. Pero
Mirella no le devolvió la sonrisa.
—Sí —dijo—. A un hombre concreto.
Las palabras se volvieron reales mientras las decía.
—¿Cómo se llama?
—Jonathan Alkaitis. —¿Cuándo había sido la última vez que había dicho
el nombre en voz alta? Lo repitió para sí misma, en voz más baja—. En
realidad, tal vez solo quiera hablar con él. No lo sé.
—Hay una gran diferencia —respondió la adivina.
—Ya. —Cerró los ojos para alejar la oscuridad del cielo, el tumulto de la
fiesta cercana, el hedor del humo de los cigarrillos, la cara de la adivina—.
Supongo que tendré que decidirlo.
—Vale —dijo la pitonisa—. Pues gracias por el mechero.
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Se alejó y desapareció en la fiesta, por una puerta abierta como un portal
hacia un mundo perdido. Era una noche fría y la luna brillaba sobre la ciudad
de Nueva York. Mirella se quedó mirándola un momento y luego regresó a la
fiesta, que le pareció un sueño lejano, todo colores abstractos, conmoción y
luces. Louisa bailaba en el salón. Se quedó mirándola un momento y luego se
abrió paso entre la multitud.
—Me duele la cabeza —dijo—. Creo que me voy a ir.
Louisa la besó y Mirella supo que lo suyo había terminado. No sintió
nada.
—Llámame —dijo Louisa.
—Adieu —se despidió mientras se alejaba entre la multitud y Louisa, que
no hablaba francés y no entendía las implicaciones de la palabra, le sopló un
beso.
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1
La primera parada de la gira del libro era la ciudad de Nueva York, donde
Olive firmó en dos librerías y luego consiguió sacar una hora para pasear por
Central Park antes de la cena con los libreros. Sheep Meadow al atardecer; luz
plateada y hojas húmedas en la hierba. El cielo estaba repleto de aeronaves de
baja altitud y, a lo lejos, las luces de las estrellas fugaces de los aviones de
cercanías ascendían hacia las colonias. Olive se detuvo un momento para
orientarse y luego caminó hasta la antigua silueta doble del Dakota. Detrás, se
alzaban torres de cien pisos.
En el Dakota la esperaba su nueva publicista, Aretta, encargada de todos
los eventos en la República Atlántica. Era un poco más joven que Olive y
deferente de una manera que la ponía nerviosa. Cuando entró en el vestíbulo,
se levantó al instante y el holograma con el que había estado hablando
parpadeó.
—¿Ha estado bien el paseo por el parque? —preguntó, ya con una sonrisa
en previsión de una respuesta positiva.
—Ha sido encantador, gracias —dijo Olive. No añadió «me ha hecho
desear vivir en la Tierra», porque la última vez que confió en una asistente,
sus palabras se repitieron en la cena. «¿Sabéis lo que me ha dicho Olive en el
viaje? —informó casi sin respirar una bibliotecaria de Montreal a una mesa de
restaurante llena de bibliotecarios expectantes—. ¡Me ha dicho que estaba un
poco nerviosa antes de la charla!». Así que, desde entonces, Olive había
adoptado la política de no revelar nunca nada ni siquiera remotamente
personal a nadie.
—Bueno —dijo Aretta—, deberíamos ir ya al local. Está a unas seis o
siete manzanas. ¿Quizá deberíamos tomar…?
—Me gustaría caminar —dijo Olive—. Si no te importa.
Se adentraron juntas en la ciudad de plata.
¿De verdad deseaba Olive vivir en la Tierra? Dudó sobre la respuesta. Había
vivido toda su vida en los ciento cincuenta kilómetros cuadrados de la
segunda colonia lunar, llamada Colonia Dos en un alarde de imaginación. Le
parecía preciosa; la Colonia Dos era una ciudad de piedra blanca, torres
puntiagudas, calles arboladas y pequeños parques, barrios que alternaban
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edificios altos y casitas con jardines en miniatura, un río que corría bajo arcos
peatonales… Sin embargo, las ciudades no planificadas tenían algo. La
Colonia Dos resultaba tranquilizadora por su simetría y su orden. A veces, el
orden podía ser implacable.
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La mirada de su padre se mantenía fija en la carretera.
—Hemos llegado —dijo.
Acababan de entrar en la calle de sus padres y su madre esperaba en la
puerta, al alcance de la mano. Olive bajó del aerodeslizador en cuanto se
detuvo y corrió a abrazarla. «Si la distancia es insoportable, ¿por qué vives
tan lejos de mí?». No hizo la pregunta, ni entonces ni en los dos días que pasó
con sus padres.
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y los restaurantes brillaban como un espejismo al otro lado. No había forma
de cruzar sin jugarse la vida, así que no lo hizo. Cuando volvió al hotel, sintió
que algo le arañaba los tobillos y, cuando miró abajo, se encontró los
calcetines llenos de abrojos, estrellitas negras y afiladas como armas en
miniatura que había que extraer con mucho cuidado. Los dejó sobre el
escritorio y los fotografió desde todos los ángulos. Eran de una dureza y un
brillo tan perfectos que podrían haber pasado por biotecnológicos, pero,
cuando separó uno, vio que era real. «Real» no era la palabra adecuada. Todo
lo que se toca es real. Lo que tenía entre los dedos era algo que crecía, un
desecho de alguna planta misteriosa que no tenían en las colonias lunares, así
que envolvió unos cuantos en un calcetín y los guardó con cuidado en la
maleta para dárselos a su hija, Sylvie, que tenía cinco años y coleccionaba ese
tipo de cosas.
La habitación del hotel esa noche era entera blanca y negra. Olive soñó con
jugar al ajedrez con su madre.
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la charla de esta noche. —Se encontraba en Red Deer. Al otro lado de la
ventana de la habitación del hotel, las luces de las torres residenciales
brillaban en la oscuridad.
—No seas pesimista —dijo Dion—. Piensa en la cita que tengo colgada
en el despacho.
—«La vida puede ser muy grande si no flaqueas[1]» —dijo Olive—. Ya
que mencionas el despacho, ¿cómo va el trabajo?
Suspiró.
—Me han asignado al nuevo proyecto.
Dion era arquitecto.
—¿La nueva universidad?
—Sí, algo así. Un centro para el estudio de la física, pero también… He
firmado un acuerdo de confidencialidad blindado, así que no se lo digas a
nadie.
—Por supuesto. No se lo diré a nadie. Pero ¿qué tiene de secreto la
arquitectura de una universidad?
—No es del todo… No estoy seguro de que sea exactamente una
universidad. —Dion sonaba preocupado—. Hay cosas muy raras en los
planos.
—¿Raras en qué sentido?
—Para empezar, hay un túnel subterráneo que conecta el edificio con el
cuartel de seguridad —dijo.
—¿Por qué una universidad necesitaría un túnel para llegar a la policía?
—Sé lo mismo que tú. Además, el edificio comparte pared con el del
Gobierno —dijo Dion—. A ver, de primeras no le di más vueltas. Es un
inmueble de primera categoría en el centro de la ciudad, así que, ¿por qué no
se iba a construir la universidad junto al edificio del Gobierno? Pero los
edificios no están separados. Hay tantos pasadizos entre ambos que son
básicamente uno solo.
—Tienes razón —dijo Olive—. Suena raro.
—En fin, supongo que es un buen proyecto para el currículum.
Olive comprendió por su tono que quería cambiar de tema.
—¿Cómo está Sylvie?
—Está bien. —Dion enseguida desvió la conversación hacia asuntos
triviales relacionados con la compra de comestibles y los almuerzos escolares
de Sylvie, por lo que Olive comprendió que era probable que a su hija no le
estuviera yendo especialmente bien en su ausencia, y agradeció la amabilidad
de su marido al no decírselo.
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Por la mañana, voló a una ciudad del norte para un día de entrevistas,
culminado por una charla por la tarde, una larga cola de firmas y una cena
tardía, seguida de tres horas de sueño y una recogida en el aeropuerto a las
tres y cuarenta y cinco de la madrugada.
—¿A qué te dedicas, Olive? —preguntó la conductora.
—Soy escritora —dijo Olive. Cerró los ojos y apoyó la cabeza en la
ventanilla, pero la mujer volvió a hablar.
—¿Qué escribes?
—Libros.
—Cuéntame más.
—Pues estoy de viaje por una novela que se llama Marienbad. Va de una
pandemia.
—¿Es el libro más reciente?
—No, he escrito otros dos desde entonces, pero van a hacer una película
de Marienbad, así que estoy de gira por la nueva edición.
—Qué interesante —dijo la conductora y empezó a parlotear de un libro
que quería escribir. Sonaba como una especie de epopeya a medio camino
entre ciencia ficción y fantasía, ambientada en el mundo moderno, pero con
magos, demonios y ratas parlantes. Las ratas eran buenas. Ayudaban a los
magos. Eran ratas porque, en todos los libros que la conductora había leído
que incluían animales parlantes útiles, los animales eran siempre demasiado
grandes. Caballos, dragones y demás. Pero ¿cómo te mueves por el mundo
con un dragón o un caballo sin llamar la atención? Es insostenible. Intenta
entrar en un bar con un caballo. No, lo que quieres es un compañero animal
de bolsillo, una rata, por ejemplo.
—Sí, supongo que las ratas son más portátiles —dijo Olive. Intentaba
mantener los ojos abiertos, pero le costaba mucho. El enorme camión de
transporte que llevaban delante no dejaba de zigzaguear sobre la línea central.
¿Lo conduciría un ser humano o sería un fallo del software? Inquietante, en
cualquier caso. La conductora hablaba de las posibilidades del multiverso.
Las ratas aquí no hablan, señaló, pero ¿es lógico deducir que no lo hagan en
ningún sitio? Parecía esperar una respuesta.
—La verdad es que no sé mucho de la anatomía de las ratas —dijo Olive
—. No sé si sus aparatos fonadores y cuerdas vocales o lo que sea están a la
altura del habla humana, pero tendré que darle una vuelta. Tal vez las ratas en
diferentes universos podrían tener una anatomía diferente… —Es probable
que en ese momento ya estuviera murmurando, o que no hablara en absoluto.
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Era muy difícil mantenerse despierta. La parte trasera del camión de
transporte era hermosa, de acero con una textura de diamante que brillaba y
resplandecía con los faros.
—Por lo que sabemos —dijo la conductora—, podría existir un universo
en el que tu libro es real, es decir, donde no sea ficción.
—Espero que no —dijo Olive. Solo era capaz de mantener los ojos
entreabiertos, por lo que las luces en su campo de visión se alargaban como
picos verticales, el salpicadero, las luces traseras, los reflejos de la parte
trasera del camión.
—¿Así que tu libro trata de una pandemia?
—Sí. Una gripe científicamente inverosímil.
A Olive le fue imposible seguir con los ojos abiertos, así que se rindió, los
cerró y se dejó arrastrar a ese estado de sueño a medias del que sabía que la
podría arrancar solo una voz.
—¿Has estado siguiendo las noticias de esa cosa nueva que anda por ahí?
—preguntó la conductora—. Ese virus nuevo de Australia.
—Más o menos —dijo Olive, con los ojos cerrados—. Parece que lo han
contenido bastante bien.
—En mi libro también hay una especie de apocalipsis. —Habló durante
un rato de una ruptura catastrófica en el continuo espacio-tiempo, pero Olive
estaba demasiado cansada para seguirla—. ¡Te he tenido despierta todo el
tiempo! —exclamó la conductora con alegría cuando el coche entró en el
aeropuerto—. ¡No has podido dormir nada!
Doce horas más tarde, Olive daba su charla sobre Marienbad, que trataba en
gran parte de sus investigaciones sobre la historia de las pandemias. A esas
alturas, el discurso le resultaba tan familiar que apenas requería un
pensamiento consciente, así que su mente divagaba. No dejaba de pensar en la
conversación con la conductora, porque recordaba haber dicho «parece que lo
han contenido bastante bien», pero he aquí una pregunta epidemiológica:
cuando se habla de brotes de enfermedades infecciosas, ¿contenerlo bastante
bien y no hacerlo en absoluto no viene a ser lo mismo? «Céntrate», se dijo a sí
misma y volvió a la realidad del podio, la luz dura y brillante, el micrófono.
—En la primavera de 1792 —dijo—, el capitán George Vancouver
navegó hacia el norte por la costa de lo que más tarde se conocería como la
Columbia Británica, a bordo del HMS Discovery. A medida que su
tripulación y él viajaban hacia el norte, los hombres se encontraban cada vez
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más inquietos. Se veían rodeados por un clima templado, un paisaje de un
verde extraordinario y, sin embargo, extrañamente vacío. Vancouver escribió
en su diario de a bordo: «Hemos recorrido casi doscientos cincuenta
kilómetros de estas costas sin vislumbrar siquiera ese número de habitantes».
—Una pausa para dejar que la información se asimile, mientras tomaba un
sorbo de agua. Un virus está contenido o no lo está. Es una condición binaria.
No había dormido lo suficiente. Dejó el vaso de agua—. Cuando
desembarcaron, encontraron aldeas que podrían haber albergado a cientos de
personas, pero estaban abandonadas. Cuando se aventuraron más lejos, se
dieron cuenta de que el bosque era un patio de tumbas. —Esa parte de la
conferencia había sido fácil antes de dar a luz a su hija, pero desde entonces le
era casi imposible. Olive hizo una pausa para tranquilizarse—. Canoas con
restos humanos colgaban a tres o cuatro metros de altura en los árboles —
dijo. «Restos humanos que no eran de Sylvie. No eran de Sylvie. No era
Sylvie»—. En otros lugares, encontraron esqueletos en la playa. Porque la
viruela ya había llegado.
La habitación del hotel de esa noche era casi entera de color beige, con un
cuadro de una flor de la Tierra de color rosa con unos pétalos extravagantes
(¿una peonía?) sobre la cama.
—Un año antes —dijo Olive a otra multitud, la misma charla, en otra ciudad
—, en 1791, un barco comercial, el Columbia Rediviva, había navegado por
esas mismas aguas. Comerciaban con pieles de nutria marina. —¿Cómo era
una nutria de mar? Olive nunca había visto una. Decidió buscarlo más tarde
—. Vivieron una experiencia similar. Encontraron una tierra despoblada,
donde los pocos supervivientes contaban historias terribles y lucían
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espantosas cicatrices. «Era evidente que los nativos habían recibido la visita
del azote de la humanidad que es la viruela», escribió un miembro de la
tripulación, John Boit. Otro marinero, John Hoskins, mostró su indignación:
«Europeos infames, un escándalo para el nombre del cristianismo; ¿no sois
acaso vosotros quienes venís y dejáis en un país lleno de gente a la que
consideráis salvaje las enfermedades más repugnantes?», escribió.
Un sorbo de agua. El público guardó silencio. Un pensamiento pasajero
que sintió como un triunfo. «Tengo a la sala en vilo».
—Por supuesto, siempre hay un comienzo. Antes de que se llevase la
viruela de Europa a América, la enfermedad tuvo que llegar a Europa.
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que Sylvie estaba sentada a su lado.
—Hueles bien, por cierto —dijo el conductor.
Las siguientes cuatro habitaciones del hotel eran blancas y grises y tenían una
distribución idéntica, porque los cuatro hoteles formaban parte de la misma
cadena.
—¿Es la primera vez que se aloja con nosotros? —dijo una mujer de la
recepción del tercer o cuarto hotel y Olive no supo qué responder, porque,
después de alojarte en un Marriott, ¿no te has alojado en todos?
Otra ciudad:
—Antes de que se llevase la viruela de Europa a América, la enfermedad
tuvo que llegar a Europa. —Olive se arrepentía de la decisión de ponerse un
jersey. Las luces de Toronto calentaban demasiado—. A mediados del siglo II,
los soldados romanos que regresaban del asedio a la ciudad mesopotámica de
Seleucia trajeron una nueva enfermedad a la capital.
»Las víctimas de la peste antonina[2], como llegó a llamarse, desarrollaban
fiebres, vómitos y diarrea. Pocos días después, les aparecía una erupción
terrible en la piel. La población no tenía ningún tipo de inmunidad. —Olive
había pronunciado la charla tantas veces que en ese momento se sentía como
una observadora neutral. Escuchaba las palabras y las cadencias desde la
distancia.
»Cuando la peste antonina asoló el Imperio romano, el ejército quedó
diezmado —explicó al público—. Hubo partes del imperio en las que murió
una de cada tres personas. He aquí un dato interesante. Los romanos llegaron
a preguntarse si ellos mismos habían provocado aquella calamidad con sus
acciones en la ciudad de Seleucia.
Estaba en la habitación del hotel de esa noche, de color beige y azul, con
algunos toques rosados, cuando Dion la llamó. Eso era inusual; por lo general,
ella lo llamaba a él. Parecía cansado. Le dijo que había trabajado muchas
horas, que el nuevo proyecto de la universidad era espeluznante y que Sylvie
se lo estaba poniendo difícil. Cuando la había recogido del colegio, no había
querido irse y había montado una escena, por lo que todo el mundo había
sentido pena por él, se lo había notado en sus expresiones amables.
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—¿Has visto las noticias sobre esa nueva enfermedad en Australia? —
preguntó—. Me tiene un poco preocupado.
—La verdad es que no —dijo Olive—. Para ser sincera, he estado
demasiado cansada para pensar.
—Ojalá pudieras volver a casa.
—Pronto lo haré.
Dion se quedó en silencio.
—Tengo que colgar —dijo ella—. Buenas noches.
—Buenas noches —dijo él, y colgó.
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despachos que había visto. Estaba situado debajo de las estanterías, que tenían
cientos de años y eran de hierro forjado.
—Intento que no —dijo la directora—. Espero que al final se quede en
nada.
—Es lo que suele pasar —dijo Olive. ¿Era eso cierto? No estaba segura
mientras lo decía.
La directora de la biblioteca asintió con la mirada perdida. Estaba claro
que no le apetecía hablar de pandemias.
—Déjeme contarle algo magnífico sobre este lugar —dijo.
—Por favor, adelante —dijo Olive—. Hace tiempo que nadie me cuenta
nada magnífico.
—Verá, no somos dueños del edificio, pero tenemos un contrato de
arrendamiento de diez mil años sobre el espacio —explicó.
—Tiene razón. Eso es magnífico.
—La arrogancia del siglo XIX. Imagine pensar que la civilización seguirá
existiendo dentro de diez mil años. Pero eso no es todo. —Se inclinó hacia
adelante e hizo una pausa para causar efecto—. El contrato de arrendamiento
es renovable.
—La verdad es que, incluso ahora, todos estos siglos después y a pesar de
todos los avances tecnológicos y los conocimientos científicos que poseemos
sobre la enfermedad, todavía no sabemos siempre por qué una persona
enferma y otra no, o por qué un paciente sobrevive y otro muere —dijo Olive,
detrás de un atril en París—. La enfermedad nos asusta porque es caótica.
Alberga una terrible aleatoriedad.
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En la recepción de esa noche, alguien le tocó el hombro y, cuando se volvió,
encontró a Aretta, su publicista de la República Atlántica.
—¡Aretta! —dijo—. ¿Qué haces en París?
—No estoy trabajando —respondió—, pero una de mis mejores amigas
trabaja para tu editorial francesa y nos ha conseguido entradas para la charla,
así que pensé en pasarme a saludar.
—Me alegro de verte aquí —dijo Olive, y lo decía en serio, pero alguien
la apartó para hablar con un grupo de patrocinadores y libreros, así que,
durante un rato, se vio envuelta en un círculo de personas que querían saber
cuándo saldría su próximo libro, si le gustaba Francia y dónde estaba su
familia.
—Debe de tener un marido muy atento —dijo una mujer— para que cuide
a su hija mientras hace esto.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Olive, aunque por supuesto sabía a qué
se refería.
—Bueno, está cuidando de su hija, mientras usted está aquí —repitió la
mujer.
—Perdóneme —dijo Olive—. Me temo que hay algún problema con mi
bot traductor. He creído entender que mi marido es atento por cuidar de su
propia hija. —Al darse la vuelta, se dio cuenta de que estaba rechinando los
dientes. Buscó a Aretta, pero no la encontró.
Las siguientes cuatro habitaciones del hotel fueron de color beige, azul, beige
otra vez, y después casi entera blanca, pero las cuatro tenían flores de seda en
un jarrón sobre el escritorio.
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entonces, de repente… Es como entrar en un universo paralelo. Cuando
publiqué Marienbad, no sé cómo, caí en un extraño mundo al revés donde la
gente se lee mi trabajo. Es extraordinario. Espero no acostumbrarme nunca.
El conductor que llevó a Olive al hotel esa noche tenía una voz preciosa y
cantaba una canción de jazz antigua mientras conducía. Olive abrió la
ventanilla del aerodeslizador y cerró los ojos para disfrutar más plenamente
de la música y el aire fresco en la cara; durante varios minutos, fue del todo
feliz.
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policía e innumerables pasadizos al edificio del Gobierno tenía mucho
sentido. ¿Qué son los viajes en el tiempo sino un problema de seguridad?
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—Supongo que tuve una especie de sensación de reconocimiento, si eso
tiene sentido. Recuerdo que la primera vez que lo vi, lo miré y supe que sería
importante en mi vida. ¿Eso contaría como una pista?
—¿Cuál es tu idea del asesinato perfecto?
—Recuerdo haber leído una vez una historia en la que apuñalaban a un
tipo con un carámbano —meditó Olive—. Supongo que sería bastante
perfecto, un crimen en el que el arma homicida se derrite. Perdona, quisiera
preguntarte si alguna pregunta tiene algo que ver con mi trabajo.
—Solo queda una más. Bien, última pregunta. ¿Sexo con o sin esposas?
Olive se quitó el micrófono de la camisa mientras se levantaba. Lo dejó
con cuidado en la silla.
—Sin comentarios —dijo y salió de la sala antes de que la entrevistadora
llegara a ver las lágrimas en sus ojos.
—Olive, esto es muy aleatorio, pero fui la niñera de tu agente —le dijo una
mujer en una cola de firmas en Singapur al día siguiente.
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hombre se congelaba continuamente, pero el sonido no tenía ningún retraso,
lo que significaba que no se congelaba debido a una mala conexión, sino que
lo hacía porque no dejaba de pulsar el botón de desconexión de su panel.
—Solo pretendía escribir un libro interesante —dijo Olive—. No hay
ningún mensaje.
—¿Seguro? —preguntó el entrevistador.
En Ciudad del Cabo, Olive conoció a un autor que llevaba año y medio de
gira con su marido al servicio de un libro que había vendido muchísimos más
ejemplares que Marienbad.
—Queremos comprobar cuánto tiempo podemos viajar hasta que no nos
quede otra que volver a casa —dijo el autor. Se llamaba Ibby, diminutivo de
Ibrahim, y su marido, Jack. Los tres estaban al atardecer sentados en la terraza
de la azotea del hotel, que estaba llena de autores que asistían a un festival
literario.
—¿Intentáis evitar ir a casa? —preguntó Olive—. ¿O es solo que os gusta
viajar?
—Ambas cosas —dijo Jack—. Me gusta estar en la carretera.
—Y nuestro piso es mediocre —dijo Ibby—, pero todavía no hemos
decidido qué hacer al respecto. ¿Mudarnos? ¿Redecorar? Todo vale.
Había decenas de árboles allí arriba, en enormes jardineras, con lucecitas
que brillaban en las ramas. En alguna parte, sonaba música, un cuarteto de
cuerda. Olive llevaba su vestido elegante para las giras, que era plateado y le
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llegaba hasta los tobillos. «Este es un momento de glamour», pensó Olive y lo
archivó con cuidado para recurrir a él como sustento más adelante. La brisa
arrastraba un aroma a jazmín.
—Hoy he oído buenas noticias —dijo Jack.
—Cuéntame —dijo Ibby—. Llevo todo el día atrapado en una especie de
túnel de festival literario. Apagón informativo involuntario.
—Acaban de comenzar a construir la primera de las Colonias Lejanas —
dijo Jack.
Olive sonrió y estuvo a punto de hablar, pero se quedó un instante sin
palabras. La planificación de las Colonias Lejanas había comenzado cuando
sus abuelos eran niños. Pensó que siempre recordaría ese momento, esa fiesta,
esas personas que le caían bien y que tal vez nunca volvería a ver. Podría
decirle a Sylvie dónde estaba cuando se enteró de la noticia. ¿Cuándo había
sido la última vez que había experimentado verdadero asombro? Hacía
mucho. La felicidad la inundó y alzó la copa.
—Por Alfa Centauri —dijo.
En Buenos Aires, Olive conoció a una mujer que quería enseñarle un tatuaje.
—Espero que no sea raro —dijo y se subió la manga para revelar una cita
del libro. «Sabíamos que iba a pasar», en una hermosa letra cursiva en el
hombro izquierdo.
A Olive se le cortó la respiración. No era solo una frase de Marienbad, era
un tatuaje del libro. En la segunda mitad de la novela, su personaje Gaspery-
Jacques llevaba esa frase tatuada en el brazo izquierdo. Escribes un libro con
un tatuaje ficticio y luego el tatuaje se vuelve real en el mundo; después de
eso casi todo parece posible. Ya había visto cinco de esos tatuajes, pero no
por ello era menos extraordinario, ver cómo la ficción a veces se infiltra en el
mundo y deja una marca en la piel de alguien.
—Es increíble —dijo en voz baja—. Me fascina ver el tatuaje en el
mundo real.
—Es mi frase favorita del libro —dijo la mujer—. Es cierto en muchos
sentidos, ¿no crees?
¿No parece todo obvio en retrospectiva? Un atardecer azul sobre las praderas,
mientras planeaba hacia la República de Dakota en una aeronave de baja
altura. Olive miraba por la ventana e intentaba encontrar un poco de paz en el
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paisaje. Había recibido una invitación para un festival en Titán. No había
estado desde que era niña y solo conservaba algunos vagos recuerdos de las
multitudes en el Delfinario, de unas palomitas de maíz insípidas y de la cálida
bruma amarillenta del cielo diurno. Había estado en una de las llamadas
colonias realistas, uno de los puestos de avanzada cuyos colonos se habían
decidido por las cúpulas transparentes para experimentar los verdaderos
colores de la atmósfera de Titán. Recordaba también unas modas extrañas,
una cosa que hacían todos los adolescentes y que consistía en pintarse la cara
como si fueran píxeles, grandes cuadrados de color que se suponía que
derrotarían a los software de reconocimiento facial, pero que tenían el efecto
secundario de hacer que parecieran payasos desquiciados. ¿Debería ir a Titán?
«Quiero ir a casa». ¿Dónde estaba Sylvie en ese momento? «Sin embargo,
esto es más fácil que tener un trabajo asalariado, recuerda eso».
—Recuerdo haber leído en alguna parte que el título de tu primer libro surgió
en realidad del último trabajo asalariado que tuviste —dijo un entrevistador.
—Así es —dijo Olive—. Se me ocurrió un día en el trabajo.
—Tu primera novela fue, por supuesto, Estrellas acuáticas con purpurina
dorada. ¿Me hablas un poco de ese título?
—Claro, sí. Trabajaba entrenando inteligencias artificiales. Ya sabes,
corregía las interpretaciones raras de los robots de traducción. Recuerdo
pasarme horas en aquella oficina pequeña y estrecha…
—¿Esto fue en la Colonia Dos?
—Sí, en la Colonia Dos. Mi trabajo consistía en pasarme allí metida todo
el día mientras reescribía frases desacertadas. Pero hubo una que me dejó de
piedra, porque, aunque fuera torpe y estuviera plagada de errores, me encantó.
—Olive había contado aquella historia tantas veces que era como recitar las
líneas de una obra de teatro—. Era la descripción de unas velas votivas, con
pequeños poemas en los portavelas. La descripción se había traducido como
«siete motivos para el verso» o algo así, y luego, una de las descripciones de
las velas era «estrellas acuáticas con purpurina dorada». La belleza de esas
frases me dejó helada, no sé explicarlo.
«Me dejó helada». Dos días después, estaba en un panel con otra escritora en
un festival en la ciudad-Estado de Los Ángeles y la implicación de la frase se
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le vino a la cabeza. ¿Qué te paraliza y te deja helada? La muerte, por
supuesto. Olive no se podía creer que nunca lo hubiera pensado.
Los Ángeles se encontraba bajo una cúpula, pero aun así la luz que
entraba por las ventanas era cegadora. Eso significaba que no veía al público,
lo cual, la verdad, era ideal. Todas esas caras mirándola. Bueno, no solo a
ella. La otra escritora se llamaba Jessica Marley y Olive se alegraba de que la
acompañara, aunque en realidad no le cayera demasiado bien. A Jessica le
ofendía todo, lo cual es inevitable cuando te mueves por el mundo en busca
de ofensas.
—Verás, algunos no tenemos un doctorado en Literatura, Jim —dijo
Jessica al entrevistador, en respuesta a una provocación imperceptible. La
mirada del hombre reflejó los pensamientos de Olive en ese momento: «Vaya,
la cosa se ha puesto intensa». Pero entonces alguien del público se levantó
con una pregunta sobre Marienbad. Casi todas las preguntas eran sobre
Marienbad, lo cual era incómodo, porque Jessica también estaba allí, con su
libro sobre crecer en las colonias lunares. Olive fingió que no había leído
Luna/Crecimiento, porque lo había odiado. Ella había vivido la realidad, y no
era tan poética como el libro de Jessica sugería. Crecer en una colonia lunar
estaba bien. No era ni genial ni distópico. Era una casita en un agradable
barrio de calles arboladas, una escuela pública buena aunque no
extraordinaria, una vida a una temperatura constante de entre 15 y 22 grados
centígrados bajo una cúpula con una iluminación cuidadosamente calibrada y
lluvias programadas. No había crecido «añorando la Tierra» ni había sentido
su vida como un «desplazamiento continuado», gracias.
—Quería preguntarle a Olive por la muerte del profeta en Marienbad —
dijo el hombre del público. Jessica suspiró y se desplomó un poco en la silla
—. Podría haber sido un momento épico, pero decidiste convertirlo en un
acontecimiento relativamente pequeño y anticlimático.
—¿De verdad? Para mí fue todo un clímax —dijo Olive, con la mayor
suavidad posible.
Él sonrió para seguirle la corriente.
—Pero elegiste que fuese algo pequeño, casi intrascendente, cuando
podría haber sido cinematográfico, enorme. ¿Por qué?
Jessica se irguió, excitada por la posibilidad del enfrentamiento.
—Bueno —dijo Olive—, supongo que cada uno tiene una idea diferente
de lo que constituye un gran momento.
—Eres una maestra de la evasión —murmuró Jessica, sin mirarla—. Eres
como una ninja evasiva.
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—Gracias —respondió Olive, aunque sabía que no era un cumplido.
—Pasemos a la siguiente pregunta —dijo el entrevistador.
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detección de acero falsificado. Olive escuchó durante mucho tiempo, porque
el monólogo la distrajo de lo mucho que echaba de menos a Sylvie.
—¿Y a qué te dedicas? —preguntó por fin el otro viajero.
—Escribo libros —dijo Olive.
—¿Para niños? —preguntó él.
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—Pues eso no es lo más raro —dijo—. Mi nombre de pila es en realidad
Gaspery-Jacques.
—¿En serio? Creía que me había inventado el nombre para el personaje
de Marienbad.
Sonrió.
—Mi madre alucinó cuando leyó el nombre en el libro. Ella también creía
que se lo había inventado.
—A lo mejor me lo encontré en alguna parte y no lo recordaba con
claridad.
—Todo es posible. A veces cuesta saber todo lo que sabemos, ¿no? —
Tenía una forma de hablar suave que a Olive le gustaba y un ligero acento que
no sabía ubicar—. ¿Has tenido entrevistas todo el día?
—La mitad. Eres la quinta.
—Uf. Seré breve, entonces. Me gustaría preguntarte sobre una escena
específica de Marienbad, si puedo.
—Claro, adelante.
—La escena del puerto espacial —dijo—. Donde Willis oye el violín y
es… transportado.
—Es un pasaje extraño —afirmó Olive—. Me hacen muchas preguntas al
respecto.
—Me gustaría preguntarte algo. —Gaspery dudó—. Tal vez suene un
poco… No quiero ser cotilla. Pero ¿es posible que haya algún atisbo de…?
Me preguntaba si esa parte del libro se había inspirado en una experiencia
personal.
—Nunca me ha interesado la autoficción —dijo Olive, pero le costó
mirarlo a los ojos. Siempre la había tranquilizado mirarse las manos
entrelazadas, aunque no sabía si era por las manos o la camisa, los impecables
puños blancos. La ropa es una armadura.
—Verás, no quiero incomodarte ni ponerte en un aprieto. Pero siento
curiosidad por saber si has experimentado algo raro en la terminal de
aeronaves de Oklahoma City.
En el silencio, Olive oía el suave zumbido del edificio, los sonidos de la
ventilación y la fontanería. Tal vez no lo habría admitido si él no la hubiera
sorprendido hacia el final de la gira, si no hubiera estado tan cansada.
—No me importa hablar de ello —dijo—, pero me temo que pareceré
demasiado excéntrica si se incluye en la versión final de la entrevista.
¿Podríamos dejar de grabar un momento?
—Sí —dijo él.
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4
Mala cosecha
2401
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«Ninguna estrella arde para siempre». Se puede decir «es el fin del mundo» y
decirlo en serio, pero lo que se pierde en ese tipo de uso descuidado de la
expresión es que el mundo se va a acabar de forma literal en algún momento.
No la «civilización», sea lo que sea, sino el planeta en sí.
Lo que no quiere decir que esos pequeños finales no sean devastadores.
Un año antes de empezar mi formación en el Instituto del Tiempo, acudí a una
cena en casa de mi amigo Ephrem. Acababa de volver de unas vacaciones en
la Tierra y contaba que había ido a pasear por un cementerio con su hija
Meiying, que entonces tenía cuatro años. Ephrem era arbolista. Le gustaba ir a
los cementerios antiguos a mirar los árboles. Pero entonces encontraron la
tumba de otra niña de cuatro años, me contó, y después de eso solo quería
irse. Estaba acostumbrado a los cementerios; los buscaba y siempre había
dicho que no le parecían deprimentes, sino tranquilos, pero esa tumba le
afectó. La miró y sintió una tristeza insoportable. Además, era un día de
verano terrestre del peor tipo, con una humedad insoportable, y sintió que no
le entraba el aire en los pulmones. El zumbido de las cigarras era opresivo. El
sudor le corría por la espalda. Le dijo a su hija que era hora de irse, pero ella
se quedó un momento junto a la lápida.
—Si sus padres la querían, se habrían sentido como si se acabara el
mundo —dijo Meiying.
Fue una observación astuta e inquietante, me comentó Ephrem, que se
quedó mirándola y se encontró pensando: «¿De dónde has salido?». Les costó
salir del cementerio. «Quiso pararse a inspeccionar cada puñetera flor y piña»,
me dijo. Nunca volvieron.
Esos son los mundos que terminan en nuestro día a día, los niños que
mueren, las pérdidas devastadoras, pero, cuando la Tierra llegue a su fin, la
devastación será real, literal; de ahí las colonias. La primera colonia en la
Luna se concibió como un prototipo, un ensayo para establecer una presencia
en otros sistemas solares en los próximos siglos.
—Porque tendremos que hacerlo —dijo la presidenta de China en la
conferencia de prensa en la que se anunció la construcción de la primera
colonia—. En algún momento, queramos o no, a menos que deseemos que
toda la historia y los logros de la humanidad sean absorbidos por una
supernova dentro de algunos millones de años.
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Vi las imágenes de aquella rueda de prensa en el despacho de mi hermana
Zoey, trescientos años después de los hechos. La presidenta detrás del atril,
con sus ministros alrededor y una multitud de periodistas debajo del
escenario. Uno levantó la mano:
—¿Estamos seguros de que será una supernova?
—Por supuesto que no —aclaró la presidenta—. Podría ser cualquier
cosa. Un planeta fuera de órbita, una tormenta de asteroides, lo que sea. La
cuestión es que estamos orbitando una estrella, y todas las estrellas acaban
muriendo.
—Pero si la estrella muere, entonces la luna de la Tierra se irá con ella —
le dije a Zoey.
—Claro —respondió—, pero solo somos el prototipo, Gaspery. Solo
somos una prueba del concepto. Las Colonias Lejanas están pobladas desde
hace ciento ochenta años.
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2
La primera colonia lunar se construyó en las silenciosas llanuras del Mar de la
Tranquilidad, cerca de donde los astronautas del Apolo 11 habían aterrizado
en un siglo lejano. Su bandera seguía allí, en la distancia, una pequeña y frágil
estatua en la superficie sin viento.
Había un gran interés por la inmigración a la colonia. La Tierra estaba
abarrotada por aquel entonces y muchas zonas habían quedado inhabitables a
causa de las inundaciones o el calor. Los arquitectos de la colonia habían
reservado un espacio para un importante desarrollo residencial, que se agotó
rápidamente. Los promotores lucharon por conseguir una segunda colonia
cuando se quedaron sin espacio en la Colonia Uno, pero la Colonia Dos se
construyó con demasiada prisa y, al cabo de un siglo, el sistema de
iluminación de la cúpula principal falló. Tenía que imitar el aspecto del cielo
que se veía desde la Tierra, era agradable mirar arriba y ver el azul, en lugar
de mirar al vacío, pero, cuando falló, ya no hubo falsa atmósfera, ni más
pixelaciones cambiantes para simular las nubes, ni más amaneceres ni
atardeceres cuidadosamente calibrados, ni más azul. Lo cual no quiere decir
que no hubiera luz, sino que era extremadamente sobrenatural; en un día
luminoso, los colonos miraban al espacio. La yuxtaposición de la oscuridad
total con la luz cegadora provocó mareos en algunas personas, aunque es
debatible si el motivo fue físico o psicológico. Lo más grave es que el fallo de
la iluminación de la cúpula eliminó la ilusión del día de veinticuatro horas de
duración. Desde entonces, el sol salía de repente y pasaba dos semanas en el
cielo, tras lo cual venían dos semanas seguidas de noche.
El coste de las reparaciones se consideró prohibitivo. Se llevó a cabo una
adaptación, hasta cierto grado; las ventanas de las habitaciones se equiparon
con contraventanas, para que la gente pudiera dormir durante las noches en
las que había sol, y se mejoró el alumbrado público para los días sin luz solar.
No obstante, el valor de las propiedades cayó y la mayoría de la gente que
podía permitírselo se trasladó a la Colonia Uno o a la recién terminada
Colonia Tres. La «Colonia Dos» desapareció del lenguaje común; todo el
mundo la llamaba la Ciudad Nocturna, el lugar donde el cielo estaba siempre
negro.
Yo crecí en la Ciudad Nocturna. De camino a la escuela, pasaba por
delante de la casa de la infancia de Olive Llewellyn, una autora que había
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caminado por aquellas mismas calles doscientos años antes, no mucho
después que los primeros pobladores de la Luna. Era una casita en una calle
arbolada y sabía que había sido bonita en su día, pero el barrio había decaído
mucho desde que Olive Llewellyn había sido una niña. La casa era una ruina,
con la mitad de las ventanas tapadas y grafitis por todas partes, pero la placa
junto a la puerta principal seguía en su sitio. No le presté atención a la casa
hasta que mi madre me dijo que me había puesto el nombre de un personaje
secundario de Marienbad, el libro más famoso de Llewellyn. No lo leí,
porque no me gustaba leer, pero mi hermana Zoey sí lo hizo y me informó de
que el Gaspery-Jacques del libro no se parecía en nada a mí.
Decidí no preguntarle qué quería decir. Yo tenía once años cuando lo
leyó, por lo que ella tendría trece o catorce. Para entonces, ya era una persona
seria y decidida que sin duda iba a sobresalir en todo lo que intentara,
mientras que a los once años yo ya empezaba a sospechar que tal vez no fuera
exactamente el tipo de persona que quería ser, por lo que habría sido horrible
que me dijera que el otro Gaspery-Jacques era, por ejemplo, increíblemente
guapo e impresionante en todos los sentidos, que estaba muy concentrado en
sus tareas escolares y nunca cometía pequeños robos. No obstante, empecé a
observar en secreto la casa de la infancia de Olive Llewellyn con cierto
respeto. Sentía un vínculo con ella.
Allí vivía una familia, un niño, una niña y sus padres, personas pálidas y
de aspecto miserable que poseían el extraño talento de transmitir la impresión
de que no tramaban nada bueno. Toda la familia tenía un aire de haberse
echado a perder. Se apellidaban Anderson. Los padres pasaban mucho tiempo
en el porche, discutiendo en voz baja o mirando al vacío. El niño era arisco y
se metía en peleas en el colegio. A la niña, que tenía más o menos mi edad, le
gustaba jugar con un holograma en el patio delantero, un holograma espejo
anticuado que a veces bailaba con ella. Esos eran los únicos momentos en los
que veía a la niña de los Anderson sonreír cerca de su casa; cuando giraba y
saltaba y su doble holográfico también giraba y saltaba.
Cuando tenía doce años, la chica de los Anderson iba a la misma clase que
yo, así que me enteré de que se llamaba Talia. ¿Quién era Talia Anderson? Le
encantaba dibujar. Hacía volteretas en el campo. Parecía mucho más feliz en
la escuela que en casa.
—Te conozco —me dijo con brusquedad un día, cuando estábamos juntos
en la cola de la cafetería—. Siempre pasas por delante de mi casa.
—Me pilla de camino —dije.
—¿De camino adónde?
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—Pues a todas partes. Vivo al final de la calle sin salida.
—Lo sé —dijo ella.
—¿Cómo sabes dónde vivo?
—Yo también paso por tu casa —respondió—. Atravieso el césped de tus
vecinos para llegar a la Periferia.
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física para un trabajo postdoctoral y murmuraba de forma confusa sobre
ecuaciones y la hipótesis de la simulación.
—¿Entiendes lo que dice? —le pregunté a Zoey en un momento dado.
—Casi todo —dijo. En ese momento, estaba sentada junto a la cama con
los ojos cerrados, escuchando las palabras de nuestra madre como si
escuchara música.
—¿Me lo explicas? —Era como estar en la puerta de un club secreto, con
la nariz pegada al cristal.
—¿La hipótesis de la simulación? Claro. —No abrió los ojos—. Piensa en
cómo han evolucionado los hologramas y la realidad virtual, incluso solo en
los últimos años. Si en la actualidad somos capaces de crear simulaciones
bastante convincentes de la realidad, imagina cómo serán esas simulaciones
dentro de uno o dos siglos. La idea de la que parte la hipótesis de la
simulación es que no podemos descartar la posibilidad de que toda la realidad
sea una simulación.
Llevaba dos días despierto y me sentía como si estuviera soñando.
—Pero si vivimos en un ordenador, ¿de quién es el ordenador?
—Quién sabe. ¿Los humanos de unos cientos de años en el futuro? ¿Una
inteligencia alienígena? No es una teoría dominante, pero surge de vez en
cuando en el Instituto del Tiempo. —Abrió los ojos—. Mierda, finge que no
he dicho eso. Estoy cansada. No debería haberlo dicho.
—¿Fingir que no has dicho qué?
—La parte del Instituto del Tiempo.
—Vale —dije y volvió a cerrar los ojos. Yo hice lo mismo. Nuestra madre
había dejado de murmurar y solo se escuchaban sus respiraciones
entrecortadas, demasiado espaciadas.
Cuando por fin llegó el final, Zoey y yo estábamos dormidos. Me despertó
en la apagada luz gris de la madrugada y nos quedamos sentados mucho
tiempo en silencio, en reverencia, ante la figura inmóvil de nuestra madre en
la cama. Nos ocupamos de las formalidades, nos despedimos con un abrazo y
tomamos caminos distintos. Volví a casa, a mi diminuto apartamento, y
pasaron varios días en los que solo hablé con mi gato. Vino el funeral y luego
más quietud. Necesitaba encontrar trabajo; llevaba tiempo sin él y se me
estaban acabando los ahorros, así que un mes después del funeral me encontré
en el despacho de una funcionaria de recursos humanos en el sótano de un
hotel, una mujer de aspecto vagamente familiar y pelo rubio, para aceptar un
puesto que se había anunciado como «detective de hotel», pero cuyos
parámetros exactos no estaban claros.
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—Si soy del todo sincero, no tengo muy claro lo que implica un puesto de
detective de hotel —dije.
—Consiste simplemente en ocuparse de la seguridad del hotel —explicó.
Me di cuenta de que se me había olvidado su nombre. ¿Natalie? ¿Natasha?—.
El nombre del puesto no fue idea mía. No serás un detective de verdad. Solo
una presencia de seguridad, por así decirlo.
—Quiero asegurarme de que no lo he interpretado mal —dije—. Dejé los
estudios a pocos meses de sacarme el título en justicia penal.
—¿Me permites ser sincera, Gaspery?
Sin duda, tenía algo familiar.
—Por favor.
—Tu trabajo no consiste más que en prestar atención a lo que ocurre a tu
alrededor y llamar a la policía si ves algo sospechoso.
—Eso puedo hacerlo.
—No te veo muy convencido —dijo ella.
—No dudo por mí. Es decir, no dudo de que sabría hacerlo. Es solo que,
¿no es un trabajo que podría hacer cualquiera?
—Te sorprenderías. Lo difícil es encontrar a alguien con capacidad de
atención —explicó—. La distracción es un problema, en general. ¿Recuerdas
el test que tuviste que hacer en la primera entrevista?
—Claro.
—Era para medir tu nivel de atención. Sacaste una puntuación alta. ¿Estás
de acuerdo con los resultados de la prueba? ¿Sabes prestar atención?
—Sí —dije.
Me alegré al decirlo, porque nunca me había visto a mí mismo de esta
manera, pero sentí que había estado prestando atención toda mi vida. No
había triunfado en muchas cosas, pero siempre se me había dado bien
observar. Así fue como me di cuenta de que mi exmujer se había enamorado
de otro hombre, prestando atención. No había pistas obvias, solo un cambio
sutil, pero la trabajadora de recursos humanos estaba hablando de nuevo, así
que me alejé del pasado.
—Espera —dije—. Te conozco.
—¿De antes de esta reunión, quieres decir?
—Talia.
Algo cambió en su rostro. Una máscara cayó. Su voz era diferente cuando
volvió a hablar, menos encantada con el mundo.
—Ahora me llamo Natalia, pero sí. —Se quedó callada un momento,
mirándome—. Fuimos juntos a la escuela, ¿verdad?
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—El chico del final de la calle —dije y, por primera vez en la entrevista,
me dedicó una sonrisa genuina.
—Solía pasarme horas en la Periferia —dijo—. Mirando a través del
cristal.
—¿Has vuelto alguna vez? ¿A la Ciudad Nocturna?
—Nunca.
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No volver nunca a la Ciudad Nocturna. La frase tenía un ritmo que me
gustaba, así que se me metió en la cabeza. Pensé en ella a menudo en las
primeras semanas de trabajo, porque el trabajo era aburridísimo. El hotel tenía
pretensiones retro, así que llevaba un traje de corte antiguo y un sombrero de
forma peculiar llamado fedora. Caminaba por los pasillos y vigilaba el
vestíbulo. Prestaba atención a todos y a todo, como se me había ordenado.
Siempre me ha gustado observar a los demás, pero la gente de los hoteles
resultaba sorprendentemente aburrida. Se registraban al llegar y al irse.
Aparecían por el vestíbulo a horas extrañas para pedir café. Iban borrachos o
no. Eran hombres de negocios o personas de vacaciones con sus familias.
Estaban cansados y agotados de sus viajes. La gente intentaba colar perros.
En los primeros seis meses, solo tuve que llamar a la policía una vez, cuando
oí a una mujer gritar en una habitación de hotel, y ni siquiera fui yo quien
llamó; llamé al encargado de la noche, que llamó a la policía por mí. No
estaba allí cuando los técnicos de emergencias se llevaron a la mujer.
El trabajo era tranquilo. Mi mente divagaba. No volver nunca a la Ciudad
Nocturna. ¿Cómo había sido la vida de Talia? No muy buena, estaba claro,
cualquier idiota se daría cuenta. Algunas familias son mejores que otras.
Cuando la suya se mudó de la casa de Olive Llewellyn, otra se instaló, pero
me di cuenta de que no era capaz de recordar a esa otra familia más allá de
una impresión general de abandono. En el hotel, solo veía a Talia de vez en
cuando, al pasar por el vestíbulo para irse a casa.
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desayuno, me ponía el uniforme y me iba al hotel a mirar a la gente durante
siete horas.
Llevaba allí unos seis meses cuando mi hermana cumplió treinta y siete
años. Zoey era física en la universidad y su área de especialización tenía algo
que ver con la tecnología de la cadena de bloques cuánticos, que nunca fui
capaz de entender, aunque ella había hecho varios esfuerzos de buena fe por
explicármelo. La llamé para desearle un feliz cumpleaños y me di cuenta, en
el instante en el que contestó, de que no la había felicitado por haber
conseguido la plaza permanente. ¿Cuándo había sido, hacía un mes? Sentí una
punzada familiar de culpa.
—Feliz cumpleaños —dije—. Y enhorabuena, por cierto.
—Gracias, Gaspery.
Nunca les daba importancia a mis olvidos y entendía por qué eso me hacía
sentir tan mal. Tener que aceptar que aguantarte requiere cierta generosidad
de espíritu por parte de tus seres queridos provoca un dolor específico aunque
no muy intenso.
—¿Cómo es?
—¿Tener treinta y siete? —Sonaba cansada.
—No, tener plaza fija. ¿Te sientes diferente?
—Siento estabilidad —dijo.
—Bueno, ¿y qué planes tienes para tu cumpleaños?
Se quedó callada un momento.
—Gaspery, ¿hay alguna posibilidad de que pudieras venir a mi oficina
esta noche?
—Claro —dije—. Por supuesto.
¿Cuándo me había pedido que fuera a verla al trabajo? Solo una vez, hacía
años, cuando empezó. La universidad no estaba muy lejos de mi casa, pero
también era un universo fundamentalmente diferente. ¿Cuándo la había visto
por última vez? Me di cuenta de que habían pasado unos meses.
Llamé al trabajo para decir que estaba enfermo y me tumbé un rato en el
sofá para disfrutar de la repentina libertad. Marvin, mi gato, se me subió con
pesadez en el pecho, donde estiró las patas y se quedó dormido ronroneando.
La noche se extendía ante mí, un montón de magníficas horas vacías que
brillaban con posibilidades. Aparté a Marvin, me duché y me puse algo de
ropa bonita. Pasé por una pastelería para comprar cuatro magdalenas red
velvet, que esperaba que siguieran siendo las favoritas de Zoey, y a las siete
de la tarde el sol se ponía en una mezcla de naranjas y rosas en el lado más
lejano de la cúpula. Llevaba un año viviendo en la Colonia Uno y la
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iluminación de la cúpula todavía me parecía un espectáculo. ¿Serían
suficiente las magdalenas? ¿Debería comprar flores? Compré un ramo de
unas flores amarillas y poco llamativas y a las siete en punto estaba en la
puerta del Instituto del Tiempo. Me quité las gafas oscuras para el escáner de
retina y, seis escáneres más tarde, seguía con las gafas en la mano de forma
incómoda cuando por fin encontré a Zoey dando vueltas por su despacho. No
parecía una mujer que celebrara un cumpleaños. Aceptó las flores con aire
distraído y, por la forma en que las dejó sobre la mesa, comprendí que se
había olvidado de ellas en el momento en que las había soltado. Me pregunté
si alguien la habría dejado, pero la vida romántica de Zoey siempre había sido
un tema prohibido.
—Ay, menos mal —dijo cuando le tendí una magdalena—. Me he
olvidado de cenar.
—Te noto nerviosa.
—¿Puedo enseñarte algo?
—Claro.
Tocó una discreta consola en la pared del despacho y una proyección
llenó la mitad de la habitación. Había un hombre en un escenario, rodeado de
voluminosas máquinas antiguas de algún tipo, instrumentos inescrutables.
Sobre su cabeza, había una pantalla anticuada, un rectángulo blanco que
flotaba en la penumbra. Me pareció que la escena que veíamos era muy vieja.
—Una amiga me envió esto —dijo Zoey—. Trabaja en el departamento
de historia del arte.
—¿Quién es? El tipo de la proyección.
—Paul James Smith. Compositor y artista de vídeo del siglo XXI.
Pulsó el play y la habitación se llenó de una música de trescientos años de
antigüedad de un género vago y cambiante. Ambiental, supuse. No sabía
mucho de música, pero la composición de ese tipo me resultaba un poco
molesta.
—Bien —dijo—. Ahora fíjate a la pantalla blanca que hay encima.
—¿Qué es lo que busco? Está en blanco.
—Mira.
La pantalla cobró vida. El vídeo se había grabado en un bosque de la
Tierra. La calidad era un poco brusca; la persona que grababa iba caminando
por un sendero del bosque, hacia un enorme árbol frondoso, alguna especie
terrestre que no crecía en las colonias. La música se detuvo y el hombre miró
la pantalla que tenía encima, que se oscureció. Hubo una extraña cacofonía de
ruidos, las notas de un violín, el murmullo indistinto de una multitud, el
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silbido hidráulico de una aeronave al despegar, y luego se acabó, el bosque
volvió a aparecer y, por un momento, la imagen se volvió loca, como si quien
grababa hubiera olvidado que tenía una cámara en la mano. El bosque se
desvaneció, pero la música continuó.
—Escucha con atención —dijo Zoey—. Escucha cómo ha cambiado la
música. ¿Te has fijado en que las notas de violín del vídeo están también en la
música de Smith? ¿Ese mismo motivo, el mismo patrón de cinco notas?
No lo había notado, hasta que lo hice.
—Sí. ¿Por qué es importante?
—Porque significa que… Esa rareza, ese fallo, sea lo que sea, formaba
parte de la actuación. No es un problema técnico. —Detuvo la grabación.
Parecía preocupada de una manera que no entendía—. Hay más, pero el resto
de la actuación no es interesante.
—Me has traído para enseñarme esto —dije, solo para asegurarme.
—Necesito hablarlo con alguien de confianza.
Levantó su dispositivo y oí el sonido del mío para informarme de la
entrada de un documento. Me había enviado un libro: Marienbad, de Olive
Llewellyn.
—La novela favorita de mamá —dije. Pensé en nuestra madre, leyendo en
el porche al anochecer.
—¿La has leído, Gaspery?
—Nunca me ha gustado mucho leer.
—Ve al pasaje resaltado y dime si notas algo.
Saltar a la mitad de un libro que nunca había leído fue confuso. Empecé
unos párrafos antes del pasaje que ella había resaltado:
Sabíamos que iba a pasar y nos preparamos para ello; al menos eso les
dijimos a los niños, y a nosotros mismos, en las décadas que siguieron.
Sabíamos que iba a pasar, pero no nos lo creíamos del todo, así que nos
preparamos de forma discreta:
—¿Por qué tenemos toda una balda de pescado en conserva? —preguntó
Willis a su marido, que comentó algo vago sobre estar preparados en caso de
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emergencia.
Por ese antiguo horror, tan irracional que causaba vergüenza pronunciarlo en
voz alta. Al decir el nombre de la cosa que temes, ¿es posible que atraigas su
atención? Cuesta admitirlo, pero en aquellas primeras semanas éramos
imprecisos en cuanto a nuestros temores, porque decir la palabra pandemia
podría desviarla hacia nosotros.
Dov practicaba sus líneas frente al espejo del dormitorio después de que el
teatro comunitario cerrara:
—¿Es este el final prometido?
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Sabíamos que iba a pasar, pero nos comportamos de forma inconsistente.
Acumulamos provisiones, por si acaso, mandamos a nuestros hijos al colegio,
porque ¿cómo trabajar con los niños en casa?
—Dios —dijo Willis, unos días antes de que cerraran los colegios, pero
después de que empezaran los titulares de las noticias—. Todo esto parece
muy retro.
—Lo sé —dijo Dov. Ambos tenían más de cuarenta, es decir, que eran lo
bastante mayores como para recordar el Ébola X, pero aquellas sesenta y
cuatro semanas de confinamiento se habían desvanecido en la nebulosa
provincia de los recuerdos de la infancia, un lapso de tiempo que no era ni
horrible ni agradable, meses poblados de dibujos animados y amigos
imaginarios. No se podía decir que hubiera sido un año perdido, porque había
tenido momentos agradables. Sus padres eran lo bastante competentes en la
crianza como para protegerlos del horror, lo que significaba que había sido
solitario, pero no insoportable. Hubo muchos helados y tiempo extra con las
pantallas. Se alegraron cuando terminó, pero después de unos años no
volvieron a pensar mucho en ello.
—¿Qué significa retro? —preguntó Sam.
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hecho de madera auténtica y él no era para nada un experto en acústica, pero
le pareció que el sonido tenía una cierta calidez. Willis escuchaba la música,
la forma en que se elevaba por encima del susurro de la multitud matutina,
pero entonces…
—Pero ¿por qué sacas a tus hijos del colegio? —preguntó el director—. He
seguido de cerca las noticias, Willis, no hay más que ese brote reducido de
casos en Vancouver.
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Cerré el archivo y me guardé el dispositivo en el bolsillo, inquieto sin saber
explicar por qué.
—¿Lo ves? —preguntó Zoey—. ¿Cómo el vídeo refleja el pasaje del
libro?
Sí que lo veía. Una persona que se encuentra en un bosque en el siglo XXI
ve un destello de oscuridad y escucha los ruidos de una terminal de aeronaves
dos siglos después. Otra que se encuentra en una terminal de aeronaves en el
siglo XXIII ve un destello de oscuridad y tiene la abrumadora sensación de
estar en un bosque.
—A lo mejor vio el vídeo —sugerí—. Me refiero a Olive Llewellyn. A lo
mejor lo vio y lo incluyó en su ficción. —Me sentí satisfecho conmigo mismo
por la sugerencia.
—Lo he pensado —dijo Zoey. «Por supuesto que sí». No lo dije en voz
alta. Era una gran diferencia entre los dos; Zoey siempre pensaba en todo—.
Pero hay algo más. Mi equipo se ha pasado el último mes investigando la
región donde creció el compositor y esta tarde hemos encontrado una carta.
—Se desplazó por los archivos de su proyección, pero estaba configurada en
modo de privacidad, por lo que desde mi ángulo parecía que moviera la mano
en el aire—. Aquí —dijo.
Una imagen se encajó en el espacio entre los dos. Era un documento
escrito a mano en un alfabeto extranjero.
—¿Qué es esto?
—Creo que puede ser una prueba complementaria. Es una carta —dijo—.
De 1912.
—¿Qué alfabeto es? —pregunté.
—¿En serio?
—¿Qué? ¿Debería ser capaz de leerlo? —Miré con más atención y
reconocí una palabra. No, dos. Era casi inglés, pero deformado e inclinado;
tenía una cierta belleza, pero las letras estaban mal formadas. ¿Una especie de
protoinglés?
—Gaspery, es letra manuscrita —dijo.
—No sé qué es eso.
—Vale —dijo, con esa paciencia enloquecedora que había llegado a
esperar de su parte—. Déjame cambiar a audio.
Accionó algo en el aire y la voz de un hombre llenó la habitación.
Bert:
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Gracias por tu amable carta del 25 de abril, que atravesó el
Atlántico y Canadá a paso de tortuga hasta llegar a mis manos
esta tarde.
¿Cómo estoy?, me preguntas. La respuesta sincera,
hermano, es que no estoy seguro. Esta carta te llega desde una
habitación a la luz de las velas en Victoria —me perdonarás,
espero, el toque de melodrama, pero creo que me lo he ganado
—, donde me alojo en una agradable pensión. He renunciado a
toda idea de establecerme en el mundo de los negocios y solo
deseo volver a casa, pero este es un exilio cómodo y la remesa
cubre mis necesidades diarias.
He vivido un tiempo extraño aquí. No, no es eso. He estado
aburrido, por mi culpa, no por la de Canadá, salvo por un
extraño interludio en la naturaleza, que intentaré relatar.
Había viajado al norte desde Victoria con un viejo amigo de
Niall de la escuela, Thomas Maillot, cuyo apellido es muy
probable que haya escrito mal. Durante dos o tres días,
viajamos hacia el norte por la costa en un pequeño y cuidado
barco de vapor, cargado de provisiones, hasta que por fin
llegamos a Caiette, un pueblo compuesto por una iglesia, un
muelle, una escuela de una sola habitación y un puñado de
casas. Thomas continuó hasta un campamento maderero, a
poca distancia de la costa. Yo decidí quedarme por el momento
en la pensión de Caiette para disfrutar de la belleza del lugar.
Una mañana de principios de septiembre, me aventuré en el
bosque, por razones demasiado tediosas para relatarlas, y a los
pocos pasos me encontré con un arce. Me detuve un momento
para recuperar el aliento y entonces se produjo un incidente
que en aquel momento me pareció de origen sobrenatural, pero
que, en retrospectiva, considero que debió de ser alguna
especie de ataque.
Me encontraba allí, en el bosque, a la luz del sol, y de
repente me rodeó la oscuridad, tan bruscamente como una vela
que se apaga en una habitación. En la oscuridad oí las notas de
un violín, un ruido inescrutable, y me inundó con ello la
extraña impresión de hallarme de algún modo fugaz en un
interior, en un espacio cavernoso con eco, como una estación
de tren. Luego todo acabó y volví al bosque. Fue como si no
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hubiera pasado nada. Volví tambaleándome a la playa y me
entraron unas violentas náuseas sobre las rocas. A la mañana
siguiente, preocupado por mi bienestar y decidido a abandonar
aquel lugar y regresar a una cierta apariencia de civilización,
inicié el viaje de vuelta a la pequeña ciudad de Victoria, donde
todavía permanezco.
Tengo una habitación muy adecuada en una pensión junto
al puerto y me entretengo con paseos, libros, ajedrez y alguna
que otra acuarela. Como sabes, siempre he adorado los
jardines y aquí hay un jardín público en el que he encontrado
un gran consuelo. No quiero molestar a nadie, pero he
consultado a un médico, que confía en su diagnóstico de
migrañas.
Parece un tipo peculiar de migraña que no implica ningún
dolor de cabeza, pero supongo que lo aceptaré en lugar de una
explicación alternativa. Sin embargo, no puedo olvidarlo y el
recuerdo me inquieta.
Espero que estés bien, Bert. Por favor, transmite mi afecto y
respeto a madre y a padre también.
Con afecto,
Edwin
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—Si momentos de diferentes siglos se mezclan entre sí, entonces, una
forma de interpretar esos momentos, Gaspery, es pensar en ellos como en
archivos corruptos.
—¿Cómo es que un momento es lo mismo que un archivo?
Se quedó muy quieta.
—Tú imagina que lo son.
Lo intenté. Una serie de archivos corruptos, una serie de momentos
corruptos, una serie de cosas discretas que se mezclan entre sí cuando no
deberían.
—Pero si los momentos son archivos… —No llegué a terminar la frase.
La habitación en la que estábamos me pareció mucho menos real de lo que
había sido hasta hacía un momento. «La mesa es real», me dije. «Las flores
marchitas sobre el escritorio son reales. La pintura azul de las paredes. El pelo
de Zoey. Mis manos. La alfombra».
—Ya ves por qué no he salido a celebrar mi cumpleaños —dijo.
—Pero… Mira, estoy de acuerdo en que es raro, pero estamos hablando
de lo de mamá, ¿no? Lo de la simulación.
Suspiró.
—Créeme, se me ha ocurrido la idea. Es muy posible que mis
pensamientos estén nublados. Sabes que ella es la razón por la que me hice
científica.
Asentí.
—Mira, sé que todo es circunstancial, no estoy loca —continuó—. Solo es
una serie de descripciones de algún tipo de experiencia extraña. Pero la
coincidencia, la forma en que estos momentos parecen desprenderse unos de
otros, me es imposible no verla como una especie de prueba.
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Si viviéramos en una simulación, ¿cómo sabríamos que era una simulación?
Tomé el tranvía para volver a casa desde la universidad a las tres de la
mañana. A la cálida luz del vagón en movimiento, cerré los ojos y me
maravillé con los detalles. La suave vibración del vagón sobre el colchón de
aire. Los sonidos, el susurro apenas perceptible del movimiento, las suaves
conversaciones aquí y allá, las notas metálicas de un juego infantil que se
escapan de algún dispositivo. «Vivimos en una simulación», me dije a mí
mismo, para probar la idea, pero me seguía pareciendo improbable, porque
olía el ramo de rosas amarillas que la mujer sentada a mi lado sostenía con
mucho cuidado con ambas manos. «Vivimos en una simulación», pero tengo
hambre y ¿se supone que debo creer que eso también es una simulación?
—No digo que estas cosas sean ningún tipo de prueba definitiva de que
vivimos en una simulación —me había dicho Zoey, una hora antes en su
despacho—. Digo que creo que hay suficiente para justificar una
investigación.
¿Cómo se investiga la realidad? Tal vez el hambre sea una simulación, me
dije, pero quería una hamburguesa con queso. Las hamburguesas con queso
son una simulación. La ternera es una simulación. (En realidad, eso era cierto.
Matar a un animal para comértelo haría que te arrestasen tanto en la Tierra
como en las colonias). Abrí los ojos y pensé: «Las rosas son una simulación.
El aroma de las rosas es una simulación».
—¿Cómo lo investigaríamos? —pregunté.
—Habría que visitar todos esos puntos temporales —dijo Zoey—. Hablar
con el hombre que escribió la carta en 1912, con quien grabó el vídeo en 2019
o 2020 y con la novelista en 2203.
Recordé las noticias sobre la invención de los viajes en el tiempo y su
inmediata ilegalización fuera de las instalaciones gubernamentales. Recordé
un capítulo de un libro de texto de criminología dedicado a la pesadilla casi
devastadora del llamado Bucle de la Rosa, cuando la historia se había
cambiado veintisiete veces antes de que sacasen al viajero deshonesto de la
circulación y se deshicieran los daños que había ocasionado. Sabía que ciento
cuarenta y una de las doscientas cinco personas que cumplían cadena perpetua
en la Luna estaban allí por haber intentado viajar en el tiempo. No importaba
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si lo habían conseguido o no; intentarlo era suficiente para encerrarte de por
vida.
—Gaspery —dijo Zoey—. No sé por qué pareces tan sorprendido. ¿Qué
dice el cartel del edificio?
—Instituto del Tiempo —reconocí.
Me miró.
—Creía que eras física —dije.
—Bueno… Sí —respondió. La pausa entre palabras era una brecha de
conocimiento y logros del tamaño del sistema solar. Percibí esa conocida
amabilidad, esa sensación familiar de que era magnánima conmigo. «No
todos podemos ser genios», quise decirle, pero ya habíamos tenido esa
conversación cuando éramos adolescentes y había salido mal, así que no lo
hice.
«Vivimos en una simulación», me dije, cuando el tranvía se detuvo a una
manzana de mi apartamento, pero la idea se alejaba demasiado de… En fin,
de la realidad, a falta de una palabra mejor. Era incapaz de convencerme a mí
mismo. No me lo creía. Miré el reloj. Había una lluvia programada en dos
minutos. Me bajé del tranvía y caminé muy despacio, a propósito. Siempre
me ha gustado la lluvia, y saber que no viene de las nubes no hace que me
guste menos.
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En las semanas posteriores, intenté reaclimatarme a los ritmos de mi vida. Me
levantaba a las cinco de la tarde en el diminuto apartamento, escuchaba
música mientras cocinaba, daba de comer al gato, caminaba o tomaba el
tranvía para ir al trabajo. Llegaba al hotel a las siete de la tarde y contemplaba
el vestíbulo tras unas gafas oscuras. La mayoría de los empleados no las
llevaban, pero, como nativo de la Ciudad Nocturna, tenía sensibilidad a la luz
y no toleraba el resplandor difuso de la cúpula, así que tenía un permiso
especial de recursos humanos. Mientras, pensaba en todas las cosas que me
rodeaban y que podrían no ser reales. La piedra del suelo del vestíbulo. La
tela de mi ropa. Mis manos. Mis gafas. Los pasos de una mujer que cruzaba el
vestíbulo.
—Buenas noches, Gaspery —dijo.
—Talia. Hola.
—Estabas muy concentrado en el suelo del vestíbulo.
—¿Puedo hacerte una pregunta sin sentido?
—Adelante —dijo—. He tenido un día aburridísimo.
—¿Alguna vez te ha dado por pensar en la hipótesis de la simulación?
Sentía que valía la pena preguntarlo. No pensaba en otra cosa. Levantó las
cejas.
—¿La idea de que estemos viviendo en una simulación? Leí un artículo al
respecto hace unos meses.
—Sí.
—Lo cierto es que sí. He pensado en ello. No creo que vivamos en una
simulación. —Talia miraba más allá de mí y del vestíbulo, hacia la calle—.
Quizá sea un poco ingenuo por mi parte, pero siento que una simulación
debería ser mejor, ¿sabes? O sea, si se tomaron la molestia de simular esa
calle, por ejemplo, ¿no podrían haber hecho funcionar todas las farolas?
La farola de enfrente llevaba varias semanas parpadeando.
—Entiendo lo que quieres decir.
—En fin, como sea —dijo—. Buenas noches.
—Buenas noches.
Volví al ejercicio de fijarme en todo y decirme a mí mismo que ninguna
de las cosas que veía eran reales, pero las palabras de Talia empezaron a
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distraerme. En aquellos tiempo, nadie hablaba de la cutrez de las colonias
lunares. Tal vez todos nos sentíamos un poco avergonzados por ello.
—Sí, creo que es justo decir que el glamour se ha esfumado —dijo Zoey
cuando nos vimos más tarde esa noche.
Mi turno terminaba a las dos de la madrugada, así que la llamé para
preguntarle si podía ir a verla. Sabía que estaría despierta, ya que ella
tampoco se había liberado del todo de la Ciudad Nocturna y, al igual que yo,
prefería quedarse despierta toda la noche. Se iba a coger un par de días libres
del trabajo, así que tomé el tranvía hasta su apartamento. Había estado en su
casa solo un puñado de veces y se me había olvidado lo oscura que era. Había
pintado las paredes de un tono gris intenso. Tenía una colección de libros de
papel antiguos, la mayoría de historia, y un cuadro enmarcado en la pared que
habíamos hecho juntos cuando éramos niños. Me conmovió. Teníamos unos
cuatro y seis años, más o menos, y nos habíamos pintado a nosotros mismos;
un niño y una niña cogidos de la mano bajo un árbol de colores exuberantes.
—¿A dónde se ha ido ese glamour? —pregunté. Me había servido un
generoso vaso de whisky, que sorbía despacio porque nunca he tenido mucha
tolerancia al alcohol. Ella ya iba por el segundo.
—A las colonias más nuevas, supongo. Titán. Europa. Las Colonias
Lejanas.
Estábamos en la mesa de la cocina. Zoey vivía al otro lado de la calle del
Instituto del Tiempo, algo que ya sabía, pero que nunca había asimilado del
todo. ¿Qué tenía mi hermana? Había estado muy unida a nuestra madre y,
ahora que ella ya no estaba, lo único que le quedaba era el trabajo. El trabajo
y apenas nada más, por lo visto, pero quién era yo para juzgar. Me recosté en
la silla y miré por encima de los tejados del Instituto del Tiempo las agujas
luminiscentes que había más allá. ¿Podría emigrar a las Colonias Lejanas? Un
pensamiento fantástico. Por supuesto, lo que lo siguió fue: «Si vivimos en una
simulación, tampoco es que las Colonias Lejanas sean reales».
—¿Qué les pasó? —pregunté—. Al hombre que escribió la carta en el
siglo XX, Edwin como sea que se llame, y a Olive Llewellyn.
Zoey se había terminado de algún modo el segundo vaso mientras que a
mí todavía me quedaba la mitad del primero y se sirvió un tercero.
—El hombre de la carta se fue a la guerra, volvió a Inglaterra como un
hombre roto y murió en un manicomio. Olive Llewellyn murió en la Tierra.
Una pandemia estalló mientras estaba en una gira promocional de un libro.
—Zoey —dije—. ¿Ya ha comenzado la investigación?
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—Más o menos. Se están llevando a cabo las discusiones preliminares. La
burocracia en torno a los viajes es intensa.
—¿Podrás…? ¿Serás tú la que viaje?
—Estuve a punto de dejar el Instituto del Tiempo hace unos años —dijo
—. Acepté quedarme con la condición de no volver a viajar.
—Has viajado en el tiempo —dije y el asombro que sentía por mi
hermana no tuvo límites en ese momento—. ¿Dónde has ido?
—No puedo hablar de ello.
Su expresión era sombría.
—¿Puedes contarme al menos por qué ya no quieres viajar? Pensaba que
sería…
—Se podría creer que es interesante —dijo—. Lo es. Al principio es
fascinante. Es un portal a un mundo diferente.
—Cierto, eso es justo lo que me imaginaba.
—Pero antes de ir, tendrías que pasar dos años dedicado a la
investigación. Cuando vas a un punto determinado en el tiempo, vas para
investigar alguna cosa concreta, así que lees sobre todas las personas a las que
esperas encontrar. Hay gente en el Instituto del Tiempo, cientos de
trabajadores, que se dedican a investigar a personas que han muerto hace
mucho tiempo para recopilar expedientes para los viajeros, y tu trabajo
consiste en estudiar esos expedientes hasta memorizarlos por entero. —Se
detuvo para beber—. Entonces, Gaspery, imagina la escena. Entras en una
fiesta, en un momento muy lejano, y sabes exactamente cómo y cuándo van a
morir todas y cada una de las personas de la sala.
—Es un poco espeluznante —reconocí.
—Y algunas de esas personas van a morir de las formas más evitables. A
lo mejor te pones a hablar con una mujer, por ejemplo, que tiene hijos
pequeños, y sabes que se va a ahogar en un pícnic el próximo martes, pero
como no puedes jugar con la línea temporal, lo único que no puedes decirle
bajo ningún concepto es «no vayas a nadar la semana que viene». Tienes que
dejarla morir.
—No puedes sacarla del agua.
—Exacto.
Durante un rato, no supe qué decir, así que miré por la ventana los tejados
y las agujas, y me pregunté si sería capaz de dejar morir a alguien por el bien
de la línea temporal. Zoey bebió en silencio.
—El trabajo requiere un nivel de desapego casi inhumano —dijo al cabo
de un rato—. ¿He dicho casi? No, casi no, del todo inhumano.
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—Así que alguien tendrá que viajar en el tiempo para investigar esto —
dije—, pero no serás tú.
—Serán varias personas, pero no sé quiénes. No es un trabajo popular,
que se diga.
—Envíame a mí —dije. Porque lo que pensaba en ese momento era que la
teórica mujer que se iba a ahogar el próximo martes se iba a ahogar de todos
modos.
Me miró, sorprendida. Dos manchas de color rosa le habían aparecido en
las mejillas, pero por lo demás parecía perfectamente sobria.
—Por supuesto que no.
—¿Por qué no?
—Primero, es un trabajo muy peligroso. Segundo, no estás cualificado.
—¿Qué currículum hay que tener para viajar en el tiempo y hablar con la
gente? En eso consiste, ¿no? O sea, ¿qué cualificaciones se necesitan?
—Hay un montón de pruebas psicológicas, seguidas de años de
formación.
—Podría hacerlo —dije—. Retomaría los estudios y cumpliría con
cualquier formación necesaria. Sabes que casi acabé la carrera de
criminología. Sé cómo interrogar a alguien.
Se quedó callada.
—Quieres que todo esto se quede en un círculo pequeño ¿no es así? —dije
—. Imagínate el pánico si se supiera que vivimos en una simulación.
—No sabemos si vivimos en una simulación y no creo que «pánico» sea
la palabra adecuada. Más bien un hastío terminal.
Decidí buscar «hastío» más tarde. Hay palabras que has oído toda la vida
sin saber lo que significan.
—Zoey, no estoy haciendo nada con mi vida.
—No digas eso —dijo, demasiado rápido.
—Es que esto… Esta situación, esta cosa, sea lo que sea, esta posibilidad,
supongo, es lo más interesante que me he cruzado en quizá toda la vida.
—Pues búscate un hobby, Gaspery. Haz caligrafía o tiro con arco o algo
así.
—Piénsatelo al menos. Habla con quien tengas que hablar. Que me tengan
en cuenta. Si hablamos de viajar en el tiempo, entonces no hay prisa,
¿verdad? Tendría tiempo de prepararme, podría hacer lo que quisieras, volver
a estudiar, preparación psicológica, lo que sea… —Me di cuenta de que había
empezado a parlotear, así que me detuve.
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—No —dijo—. No, ni hablar. —Se acabó el vaso—. Cuando digo que es
un trabajo peligroso, me refiero a que no querría que nadie a quien quiero lo
hiciera.
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No volví a ver a Zoey durante tres semanas después de eso y su dispositivo
reproducía un mensaje de ausencia. Fui a trabajar, volví a casa del trabajo, me
paseé por el apartamento y hablé con el gato. Al final, en un día libre del
hotel, le dejé un mensaje de voz para decirle que iba a ir a verla al despacho.
No respondió, pero me subí a un tranvía en dirección al Instituto del Tiempo a
última hora de la tarde. Me había dicho su horario. Sabía que estaría allí.
Observé cómo se deslizaban las pálidas calles, los viejos edificios de piedra a
los que les faltaban trozos de mampostería y las destartaladas viviendas
ilegales que se apretujaban contra ellas; la influencia de la Ciudad Nocturna
se filtraba, un tufillo a desorden que me resultaba vigorizante, y tuve la
extraña y descabellada idea de que podría estar muerta. Trabajaba demasiado
y bebía demasiado. Durante el primer año después de la muerte de nuestra
madre, me encontraba a menudo pensando en el desastre.
Me quedé delante del Instituto del Tiempo, un monolito de piedra blanca,
y la llamé una vez más. Nada. Eran cerca de las seis. Unas cuantas personas
salieron del edificio, solas o en parejas. Me dediqué a estudiar sus rostros y
me pregunté cómo sería tener un trabajo desafiante, y entonces uno de los
rostros fue el de Ephrem.
—Eph —dije.
Levantó la vista, sorprendido.
—¡Gaspery! ¿Qué haces aquí?
Había hablado con Ephrem en el funeral de mi madre, brevemente, pero
aquel día estaba borroso en mi memoria. No habíamos vuelto a hablar en
profundidad desde la última cena a la que había asistido en su casa, hacía ya
un año. Tal vez fuera por la iluminación de la cúpula, que se atenuaba poco a
poco, al tiempo que se volvía más plateada, en una aproximación a un
crepúsculo terrestre, pero Ephrem parecía mayor de lo que recordaba, más
viejo y más desgastado.
—Estaba a punto de preguntarte lo mismo —dije—. ¿Qué hace un
arbolista en el Instituto del Tiempo?
Dudó y vi una oportunidad. Había algo que no quería decirme, y algo que
yo no debería saber.
—Trabajas aquí, ¿verdad?
Asintió.
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—Sí. Desde hace tiempo.
—Entonces, ¿conoces el proyecto en el que trabaja Zoey? ¿Lo de la
simulación?
—Por el amor de Dios, Gaspery, no digas ni una palabra más. —Sonreía,
pero se notaba que lo decía en serio—. Ha pasado un tiempo. ¿Nos tomamos
una taza de té?
—Me encantaría.
—Ven, te enseñaré mi despacho —dijo—. Pediré que nos traigan el té.
Caminamos juntos en silencio por el patio interior, pasamos por
seguridad, entramos en un ascensor y atravesamos una serie de pasillos
blancos que me parecían todos iguales, un laberinto de puertas sin
indicaciones y cristales opacos.
—Es aquí —dijo Ephrem.
Su despacho era idéntico al de Zoey, pero tenía un bonsái en la ventana.
En la mesa nos esperaba una bandeja de té con tres tazas. Lo conocía de toda
la vida, pero ¿alguna vez le había preguntado por su trabajo? Me había dicho
que era arbolista y le había hecho alguna que otra pregunta sobre árboles,
pero, por lo visto, sabía mucho menos de mi amigo de lo que creía. Su
despacho estaba en un piso alto, y las agujas de la Colonia Uno se extendían
en el exterior; en la distancia, vi el Hotel Grand Luna.
—¿Cuánto llevas aquí? —pregunté.
—Casi una década. —Estaba sirviendo té, pero se detuvo un momento a
reflexionar—. No, siete años. Aunque parece una década.
—Pensaba que eras arbolista.
—Si te soy sincero, echo de menos ese trabajo. Me temo que ahora los
árboles son solo un pasatiempo. ¿Me acompañas?
Me acerqué a su mesa de reuniones, que era exactamente igual a la de
Zoey. Me invadió la extrañeza del momento, la desorientadora sensación de
que una realidad se desvanecía y era sustituida por otra. «Pero te conozco
desde hace años —quise decir—. Eres arbolista, no un tipo trajeado del
Instituto del Tiempo. Nos graduamos juntos en el instituto».
—¿Los árboles eran más fáciles? —pregunté.
—¿Más que mi trabajo actual? Sin duda. —Su dispositivo vibró. Echo un
vistazo a la pantalla e hizo una mueca.
—¿Por qué no me contaste que trabajabas aquí?
—Es que es… incómodo —dijo—. Y con «incómodo» me refiero a
confidencial. La cosa es que no puedo responder preguntas sobre lo que hago,
así que no me gusta hablar del tema.
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—Tiene que ser raro dedicarte a algo secreto. Y con «raro» me refiero a
maravilloso.
—Trato de no mentir al respecto. Si me hubieras preguntado dónde
trabajaba, te habría dicho que tenía un proyecto en el Instituto del Tiempo y te
habría dejado suponer que era algo relacionado con árboles.
—Vale —dije. El silencio se extendió a nuestro alrededor. No sabía cómo
pedir lo que quería. «Contratadme, dejadme entrar, dejadme formar parte de
lo que sea que hacéis aquí»—. Ephrem… —empecé, pero la puerta se abrió
justo en ese momento y entró Zoey. Su expresión era una que no había visto
desde la infancia. Estaba furiosa. Se sentó frente a mí, ignoró el té y me
fulminó con la mirada hasta que me vi obligado a apartar la vista.
—Llevo perdiendo duelos de miradas con mi hermana desde los cinco
años —le dije a Ephrem—. Tal vez desde los cuatro.
Me ofreció una débil sonrisa. Nadie habló. Me concentré en el bonsái. Al
cabo de un rato, por suerte, Ephrem se aclaró la garganta.
—Escuchad —dijo—. Nadie ha roto ninguna regla. Cuando Zoey habló
contigo sobre la anomalía, todavía no era confidencial.
Zoey miró el té.
—Por supuesto, eso no significa que debas plantarte delante del Instituto
del Tiempo a repetir las cosas que te ha contado —continuó Ephrem.
—Lo siento —dije—. ¿Es real?
—¿Qué quieres decir?
—Lo que Zoey me contó parecía un patrón, pero, bueno, era algo de
nuestra madre —dije—. La hipótesis de la simulación.
—Recuerdo que me hablaba de ello —dijo con tacto.
—Cuando pierdes a alguien, es fácil ver patrones que no existen.
Ephrem asintió.
—Es cierto. No sé si hay algo de verdad —dijo—. Pero yo no tenía una
relación estrecha con tu madre, lo que me convierte en una parte más neutral
en la cuestión, y creo que hay lo suficiente como para que merezca la pena
investigarlo.
—¿Puedo ayudar? —pregunté.
—No —murmuró Zoey, apenas audible.
—Zoey me dijo que querías trabajar aquí.
Me di cuenta de que Ephrem tenía mucho cuidado de no mirarla.
—Sí —dije—. Me gustaría.
—Gaspery —advirtió Zoey.
—¿Por qué quieres trabajar aquí? —preguntó Ephrem.
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—Porque es interesante. Siendo sincero, estoy más interesado en esto que
en ninguna otra cosa que recuerde. Espero que eso no me haga parecer
desesperado.
—En absoluto —dijo Ephrem—. Solo te hace parecer interesado. A todos
nos interesa, o no estaríamos aquí. ¿Sabes a qué nos dedicamos?
—En realidad, no —reconocí.
—Salvaguardamos la integridad de la línea temporal —explicó—.
Investigamos las anomalías.
—¿Ha habido otras?
—Por lo general, terminan por no ser nada —dijo Ephrem—. Mi primer
caso en el Instituto tuvo que ver con una doppelgänger. Según nuestro mejor
software de reconocimiento facial, la misma mujer aparecía en fotografías y
vídeos tomados en 1925 y 2093. Recogí muestras de ADN y establecí que
eran dos mujeres diferentes.
—Has dicho «por lo general».
—En algunas ocasiones no hemos podido determinar una cosa u otra.
Me di cuenta de que eso lo inquietaba.
—¿Buscáis algo en concreto? —pregunté.
—Buscamos muchas cosas. —Se quedó callado un momento—. El
aspecto de nuestro trabajo que tiene que ver con las anomalías es una
investigación continua sobre si vivimos en una simulación.
—¿Crees que es así?
—Hay una facción, de la que formo parte, que cree que los viajes en el
tiempo funcionan mejor de lo que deberían —comentó con cuidado.
—¿Qué quieres decir?
—Hay menos bucles de los que sería razonable esperar. Es decir, a veces
cambiamos la línea temporal y luego esta parece repararse a sí misma, de una
manera a la que no le veo sentido. El curso de la historia debería alterarse sin
remedio cada vez que viajamos hacia atrás en la línea temporal, pero no es
así. A veces los acontecimientos parecen cambiar para adaptarse a la
interferencia del viajero, de modo que una generación después es como si
nunca hubiera estado.
—Nada de eso es prueba de una simulación —intervino Zoey.
—Cierto. Por razones obvias, es difícil de confirmar —concedió Ephrem.
—Pero se podría dar un paso más hacia la confirmación si se identificase
un fallo en la simulación —dije.
—Sí, exacto.
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—Gaspery —dijo Zoey—. Sé que suena interesante, pero es un trabajo
problemático.
—Zoey y yo tenemos algunos desacuerdos con respecto al Instituto del
Tiempo —dijo Ephrem—. Creo que sería justo decir que nuestras
experiencias aquí han sido diferentes.
—Sí, lo sería —espetó ella con rotundidad.
—Lo que sí puedo decirte es que trabajar aquí es interesante —dijo
Ephrem.
—Y yo te digo que Ephrem no ha cumplido con sus objetivos de
reclutamiento este año, el año pasado ni el anterior.
—Tanto la formación como el trabajo requieren una inmensa discreción y
mucha concentración —continuó Ephrem, ignorándola.
—Se me da bien concentrarme y sé ser discreto.
—Te prepararé una entrevista de selección.
—Gracias —dije—. Esto va a sonar… No quiero ser patético, pero nunca
he tenido un trabajo interesante.
Ephrem sonrió.
—No me preocupa la entrevista de selección. Pasarás sin problema. Esto
merece una celebración.
Pero, si se trataba de una celebración, ¿por qué mi hermana apenas
hablaba? ¿Por qué tenía un aspecto tan sombrío? «Un trabajo problemático».
Mientras Ephrem pedía tres copas de champán, quise decirle a Zoey que
prefería hacer un trabajo peligroso antes que uno que fuera a matarme de
aburrimiento, pero temía que, si se lo decía, se pusiera a llorar.
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Una semana después, llegué al hotel una hora antes de mi turno y me presenté
en el despacho de Talia.
—Gaspery —saludó.
Me dispuse a sentarme, pero negó con la cabeza y se levantó de detrás de
la mesa.
—Vamos a dar un paseo.
—Solo tengo unos minutos…
—¿Sabes? Es interesante. —Me hizo un gesto para que saliera delante de
ella—. Estudié historia laboral en la universidad y, si hay una constante
histórica a lo largo de los siglos, es que a nadie le gusta meterse con recursos
humanos. —Abrió la puerta lateral y salimos a la luz del día junto al muelle
de carga—. Le dije a tu supervisor que necesitaba hablar contigo. No te
molestarán.
La programación meteorológica del día preveía nubes, por lo que la luz
era tenue y grisácea. Me resultaba inquietante.
—Cuesta acostumbrarse —dijo Talia. Me había visto mirar con inquietud
el cielo. Caminábamos hacia el sendero que bordeaba el río de la Colonia
Uno. Las tres colonias tenían ríos, por razones de salud mental, que discurrían
por idénticos cauces de piedra blanca, con idénticos puentes de piedra blanca
que se arqueaban sobre ellos. Los ríos eran maravillas de la ingeniería y todos
sonaban exactamente igual—. ¿Por qué te fuiste de la Ciudad Nocturna? —
preguntó.
—Un mal divorcio —respondí—. Quería empezar de cero.
El sonido del río me reconfortaba; si no levantaba la vista, si no prestaba
atención a la extraña luz grisácea de un falso día nublado, podía fingir que
estaba en casa.
—¿Por qué viniste aquí?
—Soy de aquí —dijo—. No me mudé a la Ciudad Nocturna hasta los
nueve años.
—Ah.
Nos acercábamos a un puente. En la Ciudad Nocturna, el puente habría
tenido una selección de vagabundos durmiendo la siesta o drogándose debajo,
en la paz y las sombras del terraplén, pero allí solo había un anciano en un
banco, sentado solo y mirando el agua.
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—Fuiste a mi despacho para dimitir —dijo Talia.
—¿Cómo lo has sabido?
—Porque el jefe del jefe de mi jefe me pidió que hablara con un par de
trajeados del Instituto del Tiempo hace tres días. Por sus preguntas, me di
cuenta de que te investigaban para un puesto.
¿Existe un malestar propio de la sensación que provoca la existencia de
una burocracia invisible en movimiento a tu alrededor? Talia dejó de caminar,
así que me detuve también y contemplé el agua. Cuando era niño, me gustaba
hacer flotar pequeñas barcas por el río de la Ciudad Nocturna, pero ese río era
oscuro y centelleante, y reflejaba tanto la luz del sol como la negrura del
espacio. El río de la Colonia Uno era pálido y lechoso, y reflejaba las nubes
falsas de la cúpula.
—Vivíamos allí —dijo Talia y señaló. Miré hacia arriba, al otro lado del
río, a uno de los más antiguos y espléndidos de los grandes edificios de
apartamentos, una torre blanca y cilíndrica con un jardín en cada balcón—.
Mis padres trabajaban para el Instituto del Tiempo.
No supe qué decir. No había ninguna razón no catastrófica que se me
ocurriera para que una familia pasara de uno de los domicilios más elegantes
de la Colonia Uno a una casa en ruinas en la Ciudad Nocturna.
—Ambos eran viajeros —dijo Talia—. Hasta que una misión salió mal de
una manera horrible, después de lo cual ya no pudieron trabajar, y al cabo de
un año estábamos en ese barrio destartalado de la Ciudad Nocturna.
—Lo siento.
Me molestaba tener que decirlo, porque la verdad era que me encantaba la
Ciudad Nocturna y ese barrio destartalado era mi hogar. Mi familia, Zoey,
nuestra madre y yo, no habíamos vivido allí porque no tuviéramos opción,
habíamos vivido allí porque, en palabras de mi madre, «al menos este lugar
tiene algo de carácter, no como esas colonias estériles con la iluminación
falsa», aunque al recordar eso me vino a la cabeza que no podíamos
permitirnos arreglar el tejado cuando tenía goteras.
Talia me miraba.
—Los borrachos son indiscretos —dijo—. Como estoy segura de que eres
consciente, si alguna vez has pensado en la cuestión durante más de cinco
minutos, enviar a alguien al pasado cambia la historia de manera inevitable.
«La propia presencia del viajero es una disrupción», esa es la frase que
recuerdo que usaba mi padre. No hay manera de volver, participar en el
pasado, y dejar la línea temporal perfectamente inalterada.
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—Claro —respondí. No estaba seguro de lo que quería decir, pero al
escucharla me sentía tan incómodo que no era capaz de mirarla a los ojos.
—A veces el Instituto del Tiempo retrocede para deshacer el daño y se
asegura de que el viajero no haga lo que sea que haya cambiado la historia.
Ya sabes, cosas sin importancia, como abrirle la puerta a una mujer que
terminará por crear un algoritmo que acabe con la civilización o algo así. A
veces vuelven y deshacen el daño, pero no siempre. ¿Quieres saber cómo
toman esa decisión?
—Suena extremadamente confidencial —dije.
—Lo es, Gaspery, pero me caes bien y, con la edad, me he vuelto más
atrevida, así que te lo voy a contar de todos modos. —(Tenía ¿qué? ¿Treinta y
cinco años? En ese momento, noté su hastío emocional)—. Esta es la vara de
medir que usan: solo vuelven y deshacen el daño si este afecta al Instituto del
Tiempo. ¿Qué soy, Gaspery? ¿Cómo me describirías?
Me sonó a una trampa.
—Eh…
—No pasa nada, puedes decirlo. Soy una burócrata. Recursos humanos es
pura burocracia.
—Vale.
—Igual que el Instituto del Tiempo. La principal universidad de
investigación en la Luna, poseedora de la única máquina del tiempo
funcional, íntimamente ligada al Gobierno y a la aplicación de la ley. Ya solo
una de esas cosas implicaría un nivel de burocracia formidable, ¿no crees? Lo
que hay que entender es que la burocracia es un organismo y el objetivo
principal de todo organismo es protegerse a sí mismo. La burocracia existe
para protegerse. —Volvió a mirar al otro lado del río—. Vivíamos en el
tercero —dijo y señaló—. El balcón con las parras y los rosales.
—Es bonito —dije.
—Sí, ¿verdad? Mira, entiendo por qué quieres trabajar con el Instituto del
Tiempo —continuó—. Tiene que parecerte una oportunidad emocionante. No
es que tengas una gran carrera en el hotel. Pero que sepas que, cuando el
Instituto acabe contigo, te desecharán. —Habló con tal despreocupación que
no estaba seguro de haberla escuchado bien—. Tengo una reunión. Deberías
empezar el turno en la próxima hora o así.
Se dio la vuelta y me dejó allí.
Volví a mirar el edificio residencial. Había estado en uno de esos
apartamentos una vez, hacía años, para una fiesta, y en aquel momento iba
bastante borracho, pero recordaba los techos abovedados y las habitaciones
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amplias. Pensé que, si algo salía mal en el Instituto del Tiempo, no podría
decir que no me habían avisado.
Sin embargo, sentía mucha impaciencia respecto a mi vida. Me volví
hacia el hotel y me descubrí incapaz de entrar. El hotel era el pasado. Quería
el futuro. Llamé a Ephrem.
—¿Podría empezar antes? —pregunté—. Sé que el plan era avisar al hotel
con dos semanas de antelación, pero ¿podría empezar la formación ya? ¿Esta
noche?
—Claro —respondió—. ¿Podrías estar aquí en una hora?
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—¿Quieres un té? —preguntó Ephrem.
—Sí, por favor.
Tecleó algo en su dispositivo y nos sentamos juntos a la mesa de
reuniones. Me vino un recuerdo repentino; tomábamos un té chai con Ephrem
y su madre un día después de clase en su apartamento, que era más bonito que
el mío. Recordé que la madre de Ephrem tenía un trabajo que podía hacer
desde casa y había estado mirando una pantalla. Ephrem y yo estudiábamos,
así que debió de ser justo antes de un examen, durante un período en el que
me había dado por experimentar con el té y con ser un buen estudiante. Estaba
a punto de sacar a relucir el momento y preguntarle si se acordaba cuando
alguien llamó a la puerta con suavidad y entró un joven con una bandeja que
dejó en la mesa con un gesto de asentimiento. «El té chai es real», me dije, y
entonces me di cuenta; Ephrem también debía de recordar aquel momento
lejano, porque solo me había servido chai cuando había venido aquí.
—Aquí tienes. —Ephrem me pasó una taza humeante.
—¿Por qué Zoey no quería que trabajara aquí?
Suspiró.
—Tuvo una mala experiencia hace unos años. No conozco los detalles.
—Sí, los conoces.
—Sí, es cierto. Mira, es solo un rumor, pero dicen que estaba enamorada
de una viajera, entonces la viajera se rebeló y se perdió en el tiempo. Es todo
lo que sé, de verdad.
—No, no lo es.
—Es todo lo que sé que no es confidencial —aclaró.
—¿Cómo te pierdes en el tiempo?
—Supongamos que toqueteas a propósito la línea temporal. El Instituto
podría decidir no traerte de vuelta al presente.
—¿Por qué iba nadie a cambiar a propósito la línea temporal?
—Exacto —dijo—. No lo hagas y todo irá bien.
Se inclinó para tocar una consola en la pared y una línea temporal con
fotografías de personas se materializó en el aire entre los dos.
—He estado trabajando en tu plan de investigación —explicó—. No
queremos situarte en el centro de la anomalía, porque no sabemos qué es ni lo
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peligrosa que puede ser. La idea es que entrevistes a las personas que creemos
que la han visto.
Amplió una fotografía muy antigua, en blanco y negro, de un joven de
aspecto preocupado con uniforme militar.
—Este es Edwin St. Andrew, que experimentó algo en el bosque de
Caiette. Visítalo e intenta que te hable de ello.
—No sabía que era soldado.
—No lo será cuando hables con él. Lo verás en 1912 y después lo pasará
muy mal en el Frente Occidental. ¿Más té?
—Gracias. —No tenía ni idea de lo que era el Frente Occidental y
esperaba que me lo explicasen durante la formación.
Desplazó la línea hacia un lado y me encontré mirando al compositor de la
grabación que Zoey me había enseñado.
—En enero de 2020 —continuó Ephrem—, un artista llamado Paul James
Smith dio una actuación que incluía un vídeo. Ese vídeo parece mostrar la
misma anomalía que St. Andrew describió un siglo antes, pero no sabemos
dónde se grabó exactamente. No tenemos la grabación completa del
concierto, solo el clip que Zoey te enseñó. Hablarás con él y descubrirás lo
que puedas.
Ephrem volvió a pasar el dedo y apareció otra fotografía, la de un anciano
que tocaba el violín en una terminal de naves, con los ojos cerrados.
—Este es Alan Sani —explicó—. Tocó el violín durante varios años en la
terminal de naves de Oklahoma City, hacia el año 2200, y creemos que es su
música la que Olive Llewellyn menciona en Marienbad. Lo entrevistarás y
averiguarás más sobre la música. En realidad, averigua todo lo que puedas. —
Avanzó por la línea temporal, hasta Olive Llewellyn, la autora favorita de mi
madre, residente hacía mucho en la casa de la infancia de Talia Anderson—.
Y esta es Olive Llewellyn. Lamento informar que nadie guarda las
grabaciones de vigilancia durante doscientos años, así que no hay registros de
lo que pudo o no haber experimentado antes de escribir Marienbad. La
entrevistarás en su última gira de libros.
—¿Cuándo fue su última gira? —pregunté.
—En noviembre de 2203. Los primeros días de la pandemia del SARS 12.
No te preocupes, no te contagiarás.
—Nunca lo había oído.
—Era una de las vacunas de nuestra cartilla infantil —dijo Ephrem.
—¿Habrá otros investigadores asignados al caso?
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—Varios. Comprobarán diferentes ángulos y entrevistarán a diferentes
personas, o a las mismas de una manera diferente. Tal vez coincidas con
algunos pero, si son buenos en su trabajo, nunca sabrás quiénes son. En lo que
a ti respecta, Gaspery, no es una tarea complicada. Harás unas cuantas
entrevistas y luego entregarás tus conclusiones a un investigador de mayor
rango, que se hará cargo y tomará la determinación final. Si todo va bien, te
esperarán otras investigaciones. Podrías tener una carrera interesante aquí. —
Miró la línea temporal—. Creo que empezarás entrevistando al violinista.
—De acuerdo. ¿Cuándo hablo con él?
—En unos cinco años —respondió Ephrem—. Antes tienes mucho que
aprender.
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La formación no fue como sumergirme en un mundo diferente, sino más bien
como hacerlo en un montón de mundos sucesivos diferentes, momentos que
habían surgido uno tras otro, mundos que se desvanecían de manera gradual,
de modo que su pérdida solo era evidente en retrospectiva. Años de clases
particulares en pequeñas habitaciones del Instituto, años de cruzarme con
personas que tal vez fueran o no mis compañeros por los pasillos, porque
nadie llevaba etiquetas con el nombre, y años de estudiar en silencio en la
biblioteca del Instituto del Tiempo o en mi apartamento a altas horas de la
noche, con mi gato dormido en el regazo. Cinco años después de dejar el
hotel, me presenté por primera vez en la cámara de viajes.
Era una sala de tamaño medio hecha por completo de alguna especie de
piedra compuesta. En un extremo había un banco, moldeado en una profunda
hendidura de la pared. El banco daba a un escritorio de aspecto
extremadamente ordinario. Zoey me esperaba con un aparato que se parecía
mucho a una pistola.
—Voy a insertarte un rastreador en el brazo —dijo.
—Buenos días, Zoey. Estoy bien, gracias por preguntar. Yo también me
alegro de verte.
—Es un microordenador. Interactúa con tu dispositivo, que interactúa con
la máquina.
—Vale —dije, dejando de lado las cortesías—. ¿Así que el rastreador
envía información a mi dispositivo?
—¿Recuerdas aquella vez que te regalé un gato? —dijo.
—Claro. Marvin. Ahora mismo está durmiendo la siesta en casa.
—Enviamos a una agente a otro siglo, pero se enamoró de alguien y no
quiso volver a casa, así que se quitó el rastreador, se lo dio de comer a un gato
y, cuando intentamos devolverla por la fuerza al presente, el gato apareció en
la cámara de viaje en su lugar.
—Un segundo —dije—. ¿Mi gato es de otro siglo?
—Tu gato es de 1985 —confirmó.
—¿Qué? —pregunté, sin saber qué decir.
Me tomó la mano. ¿Cuándo había sido la última vez que nos habíamos
tocado? Observé su sombría concentración mientras me inyectaba una bolita
de plata en el brazo izquierdo. Me dolió mucho más de lo que habría
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imaginado. Abrió una proyección encima del escritorio y se concentró en la
pantalla flotante.
—Deberías habérmelo contado. Deberías haberme dicho que mi gato era
un viajero del tiempo.
—Venga ya, Gaspery, qué diferencia habría. Un gato es un gato.
—Nunca te han gustado mucho los animales, ¿eh?
Tenía los labios apretados en una línea fina. No me miraba.
—Deberías alegrarte por mí —dije, mientras ajustaba algo en la
proyección—. Es lo único que he querido hacer de verdad y voy a hacerlo.
—Ay, Gaspery —dijo, distraída—. Mi pobre corderito. ¿Dispositivo?
—Toma.
Lo tomó, lo acercó a la proyección y me lo devolvió.
—Bien —dijo—. Tu primer destino ya está programado. Ve a sentarte en
la máquina.
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Transcripción:
Gaspery Roberts: Bien, está encendida. Gracias por tomarse un segundo para
hablar conmigo.
Gaspery Roberts: Pero sí que recoge las monedas, se pone un sombrero a los
pies…
Alan Sami: La gente me las lanzaba, así que pasado un tiempo decidí darle la
vuelta al sombrero y ponérmelo delante, así al menos caerían todas en el
mismo sitio.
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Alan Sami: Porque me encanta, hijo. Me encanta tocar el violín y ver a la
gente.
[…]
Alan Sami: Que cómo… ¿En serio? Hijo, porque reconozco la música y se
escucha una aeronave. Hay un zumbido al final.
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Alan Sami: Mi canción de cuna. La compuse, pero nunca le puse título. Fue
algo que inventé para mi esposa. Mi difunta esposa.
Alan Sami: Acaba de cambiar. Tengo buen oído para los acentos.
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Alan Sami: Interesante. Mi esposa era de la Colonia Uno, pero no recuerdo
que sonase así. ¿Cuánto tiempo lleva en esto?
Alan Sami: ¿Hay que estudiar para eso? ¿Cómo se entra en esa profesión?
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Gaspery Roberts: ¿Acaba de llamarme dama?
Alan Sami: Eso era Shakespeare, hijo. Por favor. ¿No tenías estudios?
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—Sutil —dijo Zoey, cuando revisó la grabación—. Muy sofisticado.
Ephrem, que estaba sentado con nosotros en el despacho, reprimió una
sonrisa.
—Lo sé —dije—. Lo siento.
—No, a ver, no incluimos a Shakespeare en tu formación —dijo mi
hermana.
—Zoey, Ephrem, hipotéticamente, ¿qué pasaría si la lío?
—No la líes. —Ephrem miró su dispositivo—. Perdonad. Tengo una
reunión con mi jefe, pero te veré en mi despacho en una hora.
Se marchó y me quedé a solas con mi hermana.
—¿Qué impresión te dio el violinista? —preguntó.
—Tenía más de ochenta años, quizá incluso noventa. Tenía una forma
lenta de hablar, como si su acento arrastrara… todo. Se había hecho esa cosa
en los ojos, ¿lo del cambio de color? Tenían un extraño color púrpura.
Violeta, supongo.
—Estaría de moda cuando era joven.
Volvió a mirar la transcripción y releyó algo. Me levanté y me acerqué a
la ventana. Era de noche y la cúpula estaba despejada. La Tierra se alzaba en
el horizonte, una visión de verde y azul.
—Zoey, ¿me dejas que te haga una pregunta?
—Claro.
Me volví a mirarla y levantó la vista de la transcripción.
—¿Recuerdas a Talia Anderson de la Ciudad Nocturna? —pregunté.
—No, creo que no.
—Fue a mi clase durante un tiempo en primaria. Su familia vivía en la
casa de Olive Llewellyn y luego me la volví a encontrar cuando me contrató
para aquel trabajo de seguridad en el hotel.
—Espera —dijo Zoey—. ¿Te refieres a Natalia Anderson del Hotel Grand
Luna?
—Sí.
Asintió.
—Estaba en la lista de personas a las que entrevistamos cuando te estaban
evaluando para el puesto.
—¿Cómo recuerdas un nombre de una lista de hace cinco años?
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—No sé —respondió—. Lo hago sin más.
—Me encantaría tener tu cerebro. En fin, si soy sincero, me advirtió de
que no viniera aquí.
—Yo también —dijo Zoey.
—Al parecer, sus padres trabajaban aquí —continué y la ignoré—. Hace
mucho. Dijo que su padre había sido indiscreto.
Me observaba con atención.
—¿Qué te dijo?
—«La propia presencia del viajero es una disrupción».
—¿Esas palabras exactas?
—Creo que sí. ¿Por qué?
—Es de un manual de formación confidencial que lleva fuera de
circulación desde hace diez años. Me pregunto si se lo habrá contado a
alguien más. ¿Qué más te dijo?
—Que cuando el Instituto terminara conmigo, me desecharía.
Zoey desvió la mirada.
—No siempre es un lugar fácil donde trabajar. Hay mucha rotación de
personal. Recuerda que intenté disuadirte.
—¿Tenías miedo de que me desecharan?
Se quedó callada durante tanto tiempo que pensé que no iba a responder.
Cuando volvió a hablar, no me miró y tenía la voz tensa.
—Tuve una relación con alguien, hace mucho tiempo, una viajera que
investigaba otro caso. La fastidió.
—¿Qué le pasó?
Echó la mano al collar que siempre llevaba. Era una cadena de oro
sencilla y nunca me había fijado en ella, pero, por la forma en que la tocó,
comprendí que la viajera perdida se la había regalado.
—Hay una cosa que tienes que entender —dijo—. No hace falta ser una
persona horrible para intentar cambiar la línea temporal a propósito. Solo
hace falta un momento de debilidad. Un único instante. Y cuando digo
«debilidad», más bien debería referirme a «humanidad».
—Y si cambias a propósito la línea temporal…
—No es difícil hacer que alguien se pierda en el tiempo. Inculparlos por
un crimen que no han cometido, por ejemplo, o, en casos menos graves,
dejarlos en algún punto desde el que no pueden volver a casa.
—¿Incriminar a un viajero por un crimen no tendría repercusiones en la
línea temporal?
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—El departamento de investigación mantiene una lista de delitos
cuidadosamente seleccionados e investigados para evitar repercusiones
importantes.
«La burocracia existe para protegerse», me había dicho Talia,
contemplando el río.
Zoey se aclaró la garganta.
—Mañana te espera un gran día —dijo—. ¿Recuerdas adónde vas
primero?
—A 1912, a hablar con Edwin St. Voy a fingir que soy sacerdote e
intentaré que hable conmigo en la iglesia.
—Bien. ¿Y después?
—Iré a enero de 2020, para hablar con el artista de vídeo, Paul James
Smith, a ver qué descubro sobre la extraña grabación.
Asintió.
—¿Y al día siguiente hablarás con Olive Llewellyn?
—Sí.
A esas alturas, ya me había leído todos sus libros. Ninguno me había
gustado demasiado, pero costaba saber si era culpa de los libros o del miedo
que sentía cuando pensaba en ella, dado el momento para el que estaba
programada la entrevista.
—Ya sabes que vas a conocerla en la última semana de su vida —dijo
Zoey—. La entrevistarás en Filadelfia y morirá tres días después en una
habitación de hotel en Nueva York.
—Lo sé. —Me sentí un poco mal por ello.
El rostro de Zoey se suavizó.
—¿Recuerdas que mamá siempre citaba Marienbad cuando éramos
niños?
Asentí y por un momento me transporté de vuelta al hospital, a los últimos
días de nuestra madre, a la semana fuera del tiempo y del espacio en la que no
nos separamos de ella ni un instante.
—Te mantendrás firme, ¿verdad? —En la forma en que me miraba, supe
que veía a un Gaspery anterior, una versión de mí mismo sin rumbo, propenso
al error, que vivía perdido y que no había dedicado los últimos cinco años a la
formación, el estudio y la investigación.
—Por supuesto. Soy un profesional.
Conocía los hechos de la vida y de la muerte. Olive Llewellyn murió en
una pandemia que comenzó durante una gira promocional de libros. Murió en
una habitación de hotel de la República del Atlántico. Sin embargo, por
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supuesto, la idea de romper el protocolo se me pasó por la cabeza, tanto
entonces como en la mañana de tres días después, cuando me presenté en la
cámara de viajes, cuando introdujeron las coordenadas en mi dispositivo y
entré en la máquina para conocerla.
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2203
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—Verás —dijo el periodista—, no quiero incomodarte ni ponerte en un
aprieto. Pero siento curiosidad por saber si has experimentado algo raro en la
terminal de aeronaves de Oklahoma City.
En el silencio, Olive oía el suave zumbido del edificio, los sonidos de la
ventilación y la fontanería. Tal vez no lo habría admitido si él no la hubiera
sorprendido hacia el final de la gira, si no hubiera estado tan cansada. El
periodista, Gaspery-Jacques Roberts, la observaba con atención. Sintió que ya
sabía lo que iba a decir.
—No me importa hablar de ello, pero me temo que pareceré demasiado
excéntrica si se incluye en la versión final de la entrevista. ¿Podríamos dejar
de grabar un momento?
—Sí —dijo él.
—Estaba en la terminal, de camino a un vuelo, y recuerdo que pasé junto
a un tipo que tocaba el violín. De repente, hubo una especie de destello de
oscuridad y me encontré en medio de un bosque. Solo por un segundo. Fue…
—Tal como lo describiste en el libro —dijo Gaspery.
—Sí.
—¿Hay algo más que puedas decirme?
—No hay mucho más. Pasó muy rápido. Tuve la impresión… Va a
parecer una locura, pero estaba en dos lugares a la vez. Aunque diga que
estaba en un bosque, también estaba en la terminal.
—Lo sabía.
—No estoy segura… —Olive no sabía cómo formular la pregunta—.
¿Significa algo? —preguntó.
La miró y pareció debatirse sobre qué decir a continuación.
—Te va a parecer una tontería —dijo, con una ligereza forzada—, pero a
mi editor de Contingencias le gusta que termine las entrevistas con una
pregunta divertida.
Olive apretó las manos y asintió.
—Bien, veamos, supongo que es una especie de pregunta sobre el destino.
—Olive notó que estaba sudando—. Salvo que ocurra algún tipo de catástrofe
imprevista y con la certeza de que la tecnología seguirá avanzando, es más
que probable que existirán los viajes en el tiempo en el próximo siglo. Si un
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viajero del tiempo se presentase ante ti y te dijera que lo dejaras todo y
volvieras a casa de inmediato, ¿lo harías?
—¿Cómo sabría que es un viajero del tiempo?
La puerta se estaba abriendo y la publicista de Olive estaba a punto de
entrar.
—Digamos que la persona presentase un hecho imposible de reconciliar.
—¿Por ejemplo?
Gaspery se inclinó hacia delante para hablarle en voz baja y con rapidez.
—Por ejemplo, supongamos que esta persona fuera un adulto. Ahora
supongamos que esta persona, este adulto de treinta años, tuviera un nombre
que tú hubieras inventado para un libro que se publicó hace solo cinco.
—¿Cómo va todo? —preguntó Aretta.
—Genial —dijo Gaspery—. Llegas justo a tiempo.
—Podrías haberte cambiado el nombre —dijo Olive.
—Podría haberlo hecho. —Le sostuvo la mirada—. Pero no lo he hecho.
—Su tono se relajó al levantarse—. Olive, muchas gracias por tu tiempo.
Sobre todo por la última pregunta. Sé que las divertidas son las peores.
—Pareces cansada —dijo Aretta—. ¿Estás bien?
—Solo cansada —respondió Olive, repitiendo la explicación.
—Pero te vas a casa justo después de esto, ¿no? —intervino Gaspery con
suavidad—. Directa desde aquí a la terminal de aeronaves, ¿no? En fin, sea
como sea, adiós. ¡Gracias!
—No, tiene otra… Vaya —dijo Aretta—. Sí, claro, ¡adiós! —Gaspery se
fue—. Es un poco raro, ¿no?
—Un poco —concedió Olive.
—¿Qué era eso de que te vas a casa? Te quedan otros tres días en la
Tierra.
—Ha surgido algo.
Aretta frunció el ceño.
—Pero…
Pero Olive nunca había estado más segura de nada. Nunca había recibido
una advertencia tan clara en toda su vida.
—Lo siento —dijo—. Sé que voy a causarle problemas a todo el mundo,
pero tengo que ir a la terminal de aeronaves. Me voy a casa en el próximo
vuelo.
—¿Qué?
—Aretta, deberías irte a casa con tu familia.
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Es chocante despertar en un mundo y encontrarte en otro al caer la noche,
pero la situación no es tan inusual. Te despiertas con un matrimonio y tu
cónyuge muere en el transcurso del día. Te despiertas en tiempos de paz y al
mediodía el país entra en guerra. Te despiertas en la ignorancia y al anochecer
es evidente que ya hay una pandemia. Te despiertas en una gira de libros con
varios días por delante y por la noche vas corriendo a casa, con la maleta
abandonada en una habitación de hotel.
Olive llamó a su marido desde el coche. Era un coche autoconducido y se
sintió agradecida de que no hubiera ningún conductor que la escuchara y se
preguntara si había perdido un tornillo, lo cual ella misma se preguntaba.
—Dion, voy a pedirte que hagas algo que va a sonar un poco extremo.
—De acuerdo —respondió.
—Tienes que sacar a Sylvie del colegio.
—¿Te refieres a que no la lleve mañana? Tengo que trabajar.
—¿Podrías ir a recogerla ahora?
—Olive, ¿de qué va esto?
Por la ventanilla, las afueras de Filadelfia eran una mancha de torres de
apartamentos. Es posible tener una relación maravillosa y aun así ser incapaz
de contarle a tu cónyuge absolutamente todo.
—Es por ese nuevo virus —dijo Olive—. He conocido a alguien en el
hotel que tenía información interna.
—¿Qué tipo de información?
—Es malo, Dion, y se está extendiendo sin control.
—¿En las colonias también?
—¿Cuántos vuelos hay cada día entre la Tierra y la Luna?
Respiró hondo.
—Vale. De acuerdo. Iré a buscarla.
—Gracias. Voy de camino a casa.
—¿Qué? Sé que es serio si vas a acortar una gira.
—Es serio, Dion, parece que es muy serio.
Olive se dio cuenta de que había empezado a llorar.
—No llores —le dijo con suavidad—. No llores. Voy al colegio ahora
mismo. La llevaré a casa.
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embotellada y una montaña de juguetes nuevos para Sylvie. Cuando embarcó
en la nave, se había gastado una pequeña fortuna y se sentía un poco loca.
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despojada; llevaba años viajando con la maleta a cuestas y la consideraba casi
una amiga. El vagón llegó. Olive se sentó cerca de las puertas, para aumentar
el flujo de aire —toda la investigación que había llevado a cabo sobre
pandemias le volvía a la memoria— y el tranvía se deslizó por las calles y
bulevares de la ciudad de piedra blanca, que nunca le había parecido más
hermosa. Los puentes que se arqueaban por encima de la calle poseían una
gracia arquitectónica poco común, los árboles que bordeaban los bulevares y
suavizaban los balcones de las torres eran de un verdor casi antinatural y
sobresaturado, y luego estaban las innumerables tiendecitas con gente que
entraba y salía, sin mascarillas, sin guantes, ajenas y ciega a la inminente
catástrofe. La visión fue demasiado para ella y no pudo soportarlo más, pero
no quedaba otra. Olive lloraba en silencio, así que nadie se le acercó.
Se bajó pronto y recorrió las últimas diez manzanas a la luz del sol. La
cúpula de la Colonia Dos mostraba su tipo de cielo favorito, unas nubes
blancas que se deslizaban sobre un fondo azul intenso. Lo que echaba en falta
era el sonido de las ruedas de la maleta en los adoquines.
Olive dobló la esquina y delante apareció el complejo donde vivía, una
hilera de edificios blancos y cuadrados con escaleras que bajaban del segundo
y tercer piso a la acera. Subió los escalones hasta el segundo piso con una
sensación de irrealidad. ¿Cómo había llegado a casa tan pronto? ¿Sin maleta?
¿Y por qué? ¿Porque un periodista le había dicho algo raro sobre los viajes en
el tiempo? Levantó la mano para llamar a la puerta, porque sus llaves se
habían quedado en la maleta, en la Tierra, pero se quedó paralizada. ¿Y si
llevaba patógenos en la ropa? Se quitó la chaqueta, los zapatos y, tras un
momento de duda, los pantalones y la camisa. Miró hacia la calle y un
transeúnte apartó rápidamente la mirada.
Llamó a Dion.
—Olive, ¿dónde estás?
—¿Puedes abrir la puerta, luego llevarte a Sylvie al dormitorio y quedaros
hasta que yo entre?
—Olive…
—Me da miedo contagiaros —dijo Olive—. Estoy delante de casa, pero
quiero darme una ducha antes de que ninguno de los dos me abrace. Podría
tenerlo en la ropa.
Las prendas se amontonaban alrededor de sus pies.
—Olive —repitió y percibió el dolor en su voz. Pensaba que estaba muy
enferma, pero no por la pandemia que se avecinaba.
—Por favor.
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—De acuerdo —cedió—. Lo haré.
La cerradura se abrió con un clic. Olive contó hasta diez muy despacio,
luego entró, dejó su dispositivo y la ropa interior en un montón en el suelo, y
fue directa a la ducha. Se frotó con jabón, luego buscó el alcohol de limpieza,
volvió sobre sus pasos y desinfectó todas las superficies que había tocado.
Encendió el purificador de aire en el ajuste más alto y abrió todas las
ventanas, usó la toalla para recoger la ropa interior del suelo y lo echó todo en
el triturador de basura, luego desinfectó el dispositivo, el suelo donde había
estado el dispositivo y volvió a desinfectarse las manos. «Así será nuestra
vida ahora —pensó sin ánimo—, tendremos que recordar todas las superficies
que tocamos». Respiró hondo y cambió la expresión para parecer tranquila.
Abrió la puerta del dormitorio, desnuda y desquiciada, y su hija voló por la
habitación para saltarle a los brazos. Olive cayó de rodillas, con lágrimas
calientes recorriéndole la cara hasta el hombro de Sylvie.
—Mamá —dijo Sylvie—, ¿por qué lloras?
«Porque se suponía que iba a morir en la pandemia, pero un viajero del
tiempo me avisó. Porque mucha gente va a morir pronto y no hay nada que
pueda hacer para evitarlo. Porque nada tiene sentido y tal vez esté loca».
—Es que te he echado mucho de menos —dijo Olive.
—¿Me echabas tanto de menos que has tenido que volver a casa antes? —
preguntó Sylvie.
—Sí. Te echaba tanto de menos que he tenido que volver antes.
Una extraña alarma llenó la habitación; el dispositivo de Dion emitía una
alerta pública. Por encima del hombro de Sylvie, observó cómo su marido leía
la pantalla. Él levantó la vista y vio que lo observaba.
—Tenías razón —dijo—. Siento haber dudado de ti. El virus está aquí.
Sirena
Silencio
Pájaros
Sirena
Otra sirena
¿Una tercera? Se superponen, desde al menos dos direcciones
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Silencio total
Pájaros
Sirena
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gastar tiempo y dinero en un viaje físico, cuando te podías transportar a una
extraña sala digital plateada y vacía y conversar con simulaciones
parpadeantes de tus colegas?—, pero la irrealidad resultaba dolorosamente
plana. El trabajo de Dion requería muchas reuniones, por lo que pasaba en el
holoespacio seis horas al día y por las noches estaba aturdido de cansancio.
—No sé por qué es tan agotador —dijo—. Es decir, cansa mucho más que
las reuniones normales.
—Creo que es porque no es real. —Era muy tarde y estaban junto a las
ventanas del salón, mirando la calle desierta.
—Quizá tengas razón. Resulta que la realidad es más importante de lo que
pensábamos —dijo Dion.
Lo que pasa con la gira, y con todas las giras, es que no había un momento en
el que no se sintiera agradecida, pero también había siempre demasiadas
caras. Siempre había sido tímida. De gira, cientos de caras pasaban ante ella,
una tras otra tras otra, y la mayoría eran amables, pero todas eran las
equivocadas porque, tras unos días en la carretera, las únicas personas a las
que Olive quería ver eran Sylvie y Dion.
Sin embargo, cuando el mundo se redujo al tamaño del interior de su
apartamento y a una población de tres personas, echaba de menos a la gente.
¿Dónde estaba la conductora que escribía el libro sobre las ratas parlantes? Ni
siquiera sabía cómo se llamaba. ¿Dónde estaba Aretta? El mensaje automático
de no disponible en su dispositivo llevaba semanas sin actualizarse, lo cual
era preocupante. ¿Dónde estaban los otros autores que había conocido en la
última gira? ¿Ibby Mohammed y Jessica Marley? ¿Dónde estaba el conductor
que cantaba una antigua canción de jazz mientras atravesaban Tallin? ¿Y la
mujer del tatuaje de Buenos Aires?
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oculta por las hojas. Encontrarse fuera del apartamento la desorientó. Estaba
segura de que el aire no había cambiado, pero, después del tiempo que había
pasado en la Tierra, le parecía incorrecto, plano y demasiado filtrado.
Permaneció al aire libre durante una hora y luego volvió a entrar con una
sensación de revelación. Después, salió todas las noches a sentarse bajo el
árbol con forma de paraguas.
Fue en una de esas noches cuando apareció el periodista. El último
periodista, como siempre pensaba en él, Gaspery-Jacques Roberts, de la
revista Contingencias. La noche en que apareció estaba bajo el árbol, sentada
con las piernas cruzadas en la hierba, mientras trataba de no pensar en las
cifras del día (752 muertos en la Colonia Dos y 3458 nuevos casos) y de dejar
de lado el pensamiento consciente cuando oyó unos pasos suaves que se
acercaban. No creía que fuera un patrullero, ya que iban en parejas, pero las
multas por estar fuera durante un confinamiento eran elevadas, así que se
quedó muy quieta e intentó respirar sin hacer apenas ruido.
Los pasos se detuvieron, tan cerca que distinguió la sombra de la persona
inclinada sobre la acera. ¿La habría percibido? No parecía posible. Otra
persona, otro conjunto de pasos, se acercó desde la dirección opuesta.
—¿Zoey? ¿Qué haces aquí? —Olive reconoció de inmediato la voz del
hombre y se le cortó la respiración en el pecho.
—Debería preguntarte lo mismo —dijo una mujer. Tenía el mismo
acento.
—Te lo dije en la cámara de viajes hace cinco minutos —dijo Gaspery—.
Quiero entrevistar a un profesor de literatura que entrevistó a Olive
Llewellyn. Una capa más de confirmación.
—Me pareció extraño que quisieras volver a marcharte después de la
entrevista con ella, en un viaje no programado —dijo.
Gaspery no habló por un momento.
—Creía que ya no viajabas —dijo por fin.
—Ya, bueno, me pareció que las circunstancias justificaban una
excepción. Gaspery, ¿cómo has podido?
—Iba a hablar con ella —respondió—. Iba a seguir el plan, pero, Zoey, no
pude. No podía dejarla morir.
Hubo un momento de silencio durante el cual aquellas dos personas
incomprensibles debían de estar mirando a la ventana de su salón, al menos
eso imaginó Olive. Miró hacia arriba, pero desde aquel ángulo solo distinguió
un trozo del techo del salón, oscurecido en su mayoría por las hojas.
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—Es como me advertiste —dijo Gaspery en voz baja—. Me dijiste que el
trabajo requería falta de humanidad y así era. Así es.
—No deberías volver al presente —dijo Zoey.
«¿Qué?».
—Por supuesto que volveré al presente —respondió él—. Creo en afrontar
las consecuencias de mis actos.
—Pero las consecuencias serán terribles. Ya he visto lo que pasa.
Entonces se hizo el silencio. Gaspery no contestó.
—La Ciudad Nocturna era preciosa en esta época —dijo por fin.
—Lo sé. —La mujer lloraba, Olive lo notó en su voz—. Todavía no es
una ciudad nocturna.
—Tienes razón. La iluminación de la cúpula todavía funciona. ¿Esto son
adoquines?
—Sí, creo que sí.
—Viene una patrulla —dijo Gaspery de repente y se marcharon juntos,
caminando deprisa.
Olive se quedó durante mucho tiempo en las sombras, en la extrañeza. Se
suponía que iba a morir en la pandemia, según tenía entendido, pero entonces
Gaspery la había salvado. ¿Acaso no le había dicho lo que era? «Si un viajero
del tiempo se presentase ante ti».
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—Por supuesto —dijo Olive—. Juguemos unos minutos, hasta que te
entre sueño.
Sylvie se estremeció de placer. El Bosque Encantado era un invento
nuevo; a Sylvie nunca le había dado por tener amigos imaginarios, pero en el
confinamiento ideó un reino lleno de ellos, donde era la reina.
—Cuando tenga sueño, paramos —dijo, complacida—. Antes de que me
duerma.
—La puerta del portal se abre —dijo Olive, porque así era como siempre
empezaba el juego. El dormitorio de Sylvie era más silencioso que su
despacho, ya que estaba en la parte de atrás del edificio, pero todavía oyó el
débil lamento de la sirena de una ambulancia.
—¿Quién va? —preguntó Sylvie.
—Zorrito Mágico salta a través del portal. «Reina Sylvie», dice Zorrito
Mágico, «¡venid rápido! Hay un problema en el Bosque Encantado».
Sylvie se rio, encantada. Zorrito Mágico era su amigo favorito.
—¿Y solo yo puedo ayudar, Zorrito Mágico?
—«Sí, reina Sylvie», dice Zorrito Mágico. «Solo tú puedes ayudar».
Otra conferencia, esa vez virtual. Más bien la misma conferencia, solo que en
el holoespacio. (En el no-espacio. En ninguna parte). Olive era un holograma
en una sala de hologramas, un mar de luces tenues que parpadeaban ante ella,
todas reunidas en una imitación minimalista de una sala. Contempló varios
cientos de facsímiles ligeramente luminiscentes de personas, sus cuerpos
reales en habitaciones individuales repartidas por toda la Tierra y las colonias,
y le surgió el pensamiento desquiciado de que le estaba hablando a una
congregación de almas.
—Una cuestión interesante que me gustaría considerar en los últimos
minutos es por qué ha habido tanto interés en la literatura postapocalíptica en
la última década. He tenido la tremenda suerte de viajar mucho al servicio de
Marienbad…
El cielo azul sobre Salt Lake City, pájaros que volaban por
encima.
La azotea de un hotel en Ciudad del Cabo, luces que brillaban
en los árboles.
El viento ondulaba sobre un campo de hierba alta junto a una
estación de tren en el norte de Inglaterra.
—¿Quieres ver mi tatuaje? —dijo la mujer en Buenos Aires.
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… por lo que he tenido la oportunidad de hablar con muchas personas sobre
la literatura postapocalíptica. He escuchado muchas teorías sobre por qué hay
tanto interés en el género. Una persona me sugirió que tenía que ver con la
desigualdad económica, que en un mundo que parece fundamentalmente
injusto, tal vez anhelamos volarlo todo por los aires y empezar de nuevo…
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desorientación que había dejado la Tierra.
—Lo que quiero decir es que siempre hay algo. Creo que, como especie,
tenemos el deseo de creer que vivimos en el clímax de la historia. Es una
especie de narcisismo. Queremos creer que somos los únicos importantes, que
estamos viviendo el final de la historia, que ahora, después de todos los
milenios de falsas alarmas, es por fin lo peor que ha pasado, que por fin
hemos llegado al fin del mundo.
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Hizo una pausa para que surtiera efecto. Ante ella, el público holográfico
estaba casi inmóvil.
—Porque sería razonable pensar en el fin del mundo como un proceso
continuo e interminable.
Una hora después, Olive se quitó el casco y se volvió a encontrar sola en
el despacho. No estaba segura de haber estado nunca tan cansada. Se quedó
sentada durante un rato mientras absorbía los detalles del mundo físico: las
estanterías, los dibujos enmarcados de Sylvie, el cuadro de un jardín que sus
padres le habían regalado en su boda, la extraña pieza de metal que había
encontrado una vez en la Tierra y que había colgado en la pared porque le
encantaba su forma. Se levantó y se acercó a la ventana para mirar la ciudad.
La calle blanca, los edificios blancos, los árboles verdes, las luces de las
ambulancias. Era medianoche, por lo que las ambulancias no necesitaban
sirenas. Las luces parpadeaban en azul y rojo por la calle y luego
desaparecían.
«Se suponía que iba a morir en la pandemia». No entendía del todo lo que
eso significaba y, sin embargo, era el punto en torno al cual giraban todos sus
pensamientos. Pasó un tranvía que transportaba personal médico, luego otra
ambulancia, y después volvió la quietud. Un movimiento en el aire, un búho
que volaba en silencio en la oscuridad.
—Cuando nos planteamos la cuestión de por qué ahora —dijo Olive, ante una
audiencia diferente de hologramas la noche siguiente—, es decir, por qué ha
aumentado el interés por la ficción postapocalíptica en la última década, creo
que tenemos que considerar lo que ha cambiado en el mundo en ese período
de tiempo, y esa línea de pensamiento me lleva inevitablemente a la
tecnología.
Un holograma en la primera fila brillaba de forma extraña, lo que
significaba que el asistente tenía una conexión inestable.
—Mi creencia personal es que recurrimos a la ficción postapocalíptica no
porque nos atraiga el desastre per se, sino porque nos atrae lo que
imaginamos que puede venir después. Anhelamos en secreto un mundo con
menos tecnología.
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—Es posible que no.
Olive estaba de pie junto a la ventana y miraba el cielo. La cúpula de la
Colonia Dos tenía las mismas pixelaciones que las de las Colonias Uno y
Tres, un patrón cambiante de cielo azul y nubes, pero le parecía que había una
mancha irregular en el horizonte, una sección que parpadeaba ligeramente
donde se veía un cuadrado de espacio negro. Era difícil de distinguir.
—¿En qué trabajas estos días? ¿Puedes trabajar?
—Estoy escribiendo una absurdidad de ciencia ficción —dijo Olive.
—Interesante. ¿Me cuentas algo al respecto?
—Ni yo misma lo tengo muy claro, si te soy sincera. Ni siquiera sé si es
una novela o una novela corta. La verdad es que es un poco descabellado.
—Diría que todo lo que se ha escrito este año es susceptible de
considerarse descabellado —dijo la periodista y Olive decidió que le caía bien
—. ¿Qué te atrajo de la ciencia ficción?
Sin lugar a duda, el trocito de cielo acababa de parpadear. ¿Qué aspecto
tendría todo si la iluminación de la cúpula fallara? Era un pensamiento
extraño. Siempre había dado por sentada la ilusión de una atmósfera.
—Llevo encerrada ciento nueve días —dijo Olive—. Me apetecía escribir
algo ambientado lo más lejos posible de mi apartamento.
—¿Eso es todo? —preguntó la periodista—. ¿Distancia física? ¿Una
manera de viajar durante el confinamiento?
—No, supongo que no. —La sirena de una ambulancia se acercó y se
detuvo frente al edificio de enfrente. Olive le dio la espalda a la ventana—. Es
solo que… No quiero ponerme melodramática y sé que están igual en
muchísimos sitios, pero hay mucha muerte. Muerte por todas partes. No
quiero escribir sobre nada real.
La periodista se quedó callada.
—Sé que los demás están igual. Sé la suerte que tengo. Sé que podría ser
mucho peor. No me quejo. Pero mis padres viven en la Tierra, y no sé si… —
Tuvo que parar y tomar aire para serenarse—. No sé cuándo los volveré a ver.
Pasaron dos ambulancias, una tras otra, y luego silencio. Olive miró por
encima del hombro. La ambulancia de enfrente seguía allí.
—¿Sigues ahí? —preguntó.
—Perdona —dijo la periodista. Su voz sonaba entrecortada.
—¿En qué situación estás? —preguntó Olive en voz baja. Se le ocurrió
que parecía muy joven. Miró la agenda. Se llamaba Annabel Escobar y
trabajaba en la ciudad de Charlotte, que Olive recordaba vagamente haber
visitado en una gira anterior por las Carolinas Unidas.
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—Vivo sola —dijo Annabel—. Se supone que no tenemos que salir de
casa y estoy… —Rompió a llorar a lágrima viva.
—Lo siento —dijo Olive—. Suena muy solitario. —Estaba mirando por la
ventana. La ambulancia no se había movido.
—Hace mucho tiempo que no estoy en la misma habitación que otra
persona —dijo Annabel.
—Bueno, Olive —dijo otro periodista. Eran hologramas en una sala del
holoespacio plateada, junto con otros dos autores que también habían escrito
libros cuyas tramas tenían que ver con pandemias. Los cuatro parpadeaban
como fantasmas—. ¿Cuántos ejemplares de Marienbad has vendido desde
que empezó la pandemia?
—Eh… —dijo Olive—. No estoy segura. Muchos.
—Ya sé que has vendido muchos —dijo—. Has aparecido en las listas de
los más vendidos en una docena de países de la Tierra, en las tres colonias
lunares y en dos de las tres colonias de Titán. Te pido que seas más
específica.
—Me temo que no tengo los números de las ventas delante —dijo Olive.
Todos los hologramas la miraban con atención.
—¿De verdad? —preguntó el periodista.
—No se me ocurrió traer mis liquidaciones de regalías a una entrevista.
Una hora más tarde, cuando terminó la entrevista, se quitó el casco y se
sentó un rato con los ojos cerrados. Llevaba suficiente tiempo en casa de
vuelta de la Tierra como para que, al abrir la ventana, el aire nocturno de la
Segunda Colonia volviera a parecerle fresco. Tal vez estaba filtrado, pero
había plantas y agua corriente, había un mundo al otro lado de la ventana tan
real como cualquier otro mundo en el que nadie hubiera vivido. Le dio por
pensar en Jessica Marley por primera vez en mucho tiempo y en su insufrible
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novelita sobre crecer en la Luna. «No hay ningún dolor en la irrealidad»,
quiso decirle. Una vida vivida bajo una cúpula, en una atmósfera generada de
forma artificial, sigue siendo una vida. Una sirena sonó y se alejó. Olive tomó
su dispositivo, buscó el nombre de Jessica y descubrió que había muerto dos
meses antes en España.
—¿Mamá? —Sylvie se asomó a la puerta—. ¿Ha terminado la entrevista?
—Hola, cariño. Sí, hemos acabado pronto.
Jessica Marley tenía treinta y siete años.
—¿Tienes otra?
—No. —Se arrodilló ante su hija y la abrazó con ansia—. No tengo más
hasta mañana.
—Entonces, ¿jugamos al Bosque Encantado?
—Por supuesto.
Sylvie se retorció un poco por la emoción. «Se suponía que iba a morir en
la pandemia». Olive sabía que se pasaría el resto de su vida intentando
comprender ese hecho. Sin embargo, su efervescente hija de cinco años estaba
sentada ante ella y le sonreía, y lo que descubrió en ese momento, mientras
las luces de otra ambulancia parpadeaban en el techo, fue que era capaz de
devolverle la sonrisa. Es la extraña lección de vivir en una pandemia, se
puede vivir en paz frente a la muerte.
—Mamá, ¿jugamos al Bosque Encantado?
—Claro —dijo Olive—. La puerta del portal se abre…
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6
Mirella y Vincent
(Archivos corruptos)
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1
«Sigue las pruebas». En los años de formación de Gaspery, desde la noche en
que llamó a Zoey para desearle un feliz cumpleaños hasta el momento
presente, ese mantra había sido una brújula. «El momento presente»
empezaba a parecer un término sin sentido, pero todo momento puede
asociarse a una fecha, así que llamémoslo 30 de noviembre de 2203, en la
Colonia Dos, una ciudad en las garras de una pandemia que acabaría matando
al cinco por ciento de sus residentes, un lugar que todavía no era el hogar de
Gaspery, que todavía no era la Ciudad Nocturna. Caminaba a toda prisa por
las calles con Zoey para evadir una patrulla de confinamiento.
—Aquí —dijo Zoey y lo arrastró hacia una puerta. Gaspery miró a través
de la puerta de cristal a su lado, al interior de una sala con mesas y sillas
sombrías. Era un restaurante, o lo había sido. Todos los restaurantes de la
Colonia Dos estaban cerrados en ese momento.
Permanecieron juntos en las sombras, escuchando. Solo se oían las
sirenas.
—Has roto el protocolo más importante —dijo Zoey en voz baja—. ¿Por
qué?
—Tenía que advertirla —respondió.
—Bien, esta es la situación. Solo he hecho un análisis preliminar, pero, a
primera vista, la decisión de salvar a Olive Llewellyn no ha tenido ningún
efecto reconocible en el Instituto del Tiempo.
—¿Significa eso que no me pasará nada?
—No —dijo—. Significa que no te has quedado perdido en el tiempo de
inmediato. Significa que tus privilegios de viaje aún no se han revocado,
porque hemos invertido cinco años de formación en ti y todavía podrías ser
útil para el Instituto, al menos mientras dure esta investigación. Sin embargo,
si fuera tú, me sacaría el rastreador del brazo y no volvería. —Levantó el
dispositivo—. Tengo que irme. Quédate aquí, en este tiempo, e intentaré
visitarte.
—Espera. Por favor.
Se quedó quieta y lo observó.
—Sé que nunca harías lo que he hecho —dijo Gaspery—. Pero supón que
lo hubieras hecho. Si estuvieras en mi lugar, Zoey, ¿qué harías?
—Me resulta difícil imaginar cosas que no son reales —respondió.
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—Inténtalo.
Zoey suspiró y cerró los ojos. Lo que se le ocurrió a Gaspery en ese
momento, al mirarla, era que él era la única persona en su vida. Sus padres ya
no estaban. Nunca se había casado. Si tenía amigos o intereses románticos,
nunca los mencionaba. Sintió una culpa insondable. Zoey abrió los ojos.
—Intentaría resolver la anomalía —dijo.
—¿Cómo?
Se quedó callada durante tanto tiempo que él pensó que no iba a contestar.
—Espera —dijo—. Nuestros mejores equipos de investigación tardaron
un año entero en averiguar estas coordenadas.
Tecleó algo en su dispositivo y sonó una leve notificación en el suyo, que
tenía en el bolsillo.
—Te he mandado un nuevo destino —dijo Zoey—. No sabemos la hora,
solo el día y el lugar, así que tendrás que esperar en el bosque. —Introdujo
otro código en su dispositivo y desapareció.
Gaspery se quedó solo junto a la puerta, en la ciudad correcta, pero en el
tiempo equivocado. Cerró los ojos y meditó sobre el curso de la investigación,
porque era preferible a pensar en su hermana, o en lo que le esperaba si volvía
a su tiempo. Tenía un nuevo destino. Introdujo los códigos en el dispositivo y
se marchó.
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2
Estaba en la playa en Caiette. Las coordenadas le indicaban que había
aterrizado en el verano de 1994, pero al principio le pareció un error, porque
el lugar no había cambiado en absoluto en las últimas ocho décadas.
Contemplaba dos islotes, copetes de árboles al otro lado del agua, y durante
un momento de desorientación creyó que estaba de vuelta en 1912 vestido
con un traje de sacerdote de principios del siglo XX, preparándose para
encontrarse con Edwin St. Andrew en la iglesia.
La pequeña iglesia blanca de la ladera no había cambiado desde la última
vez que había estado y parecía que la habían repintado no hacía mucho, pero
las casas que la rodeaban eran diferentes. Dio la espalda al asentamiento y
paseó la mirada por el mar. El sol empezaba a salir y tonos azules y rosas
ondulaban en el agua. Le gustaba la forma en que se movía, la suave
repetición de las olas. Por primera vez en mucho tiempo, se encontró
pensando en su madre. Había pasado una temporada en la Tierra cuando era
niña. Tenía una foto enmarcada de un mar terrestre en la cocina de la casa de
su infancia, un pequeño rectángulo de olas en la pared junto a los fogones. La
recordaba mirándola mientras removía la sopa. Sin embargo, se dio cuenta de
que el mar no tenía ningún peso en su corazón, no aparecía en ninguno de los
recuerdos de su infancia ni en ninguno de los momentos importantes de su
vida; solo era un lugar que había visto en las películas y que había visitado
por motivos de trabajo, por lo que le era imposible reunir muchos
sentimientos hacia él. Tras un momento, se dio la vuelta y se alejó por la
playa para seguir las coordenadas que parpadeaban en su dispositivo. Pasó la
última casa y se adentró en el bosque.
Caminar por aquel bosque le resultó más fácil que cuando llevaba la
túnica de sacerdote, pero seguía sin dársele bien. El suelo era demasiado
blando, las ramas se le enganchaban en la ropa y se sentía atacado por todas
partes. Era una tarde soleada, pero debía de haber llovido esa mañana. Los
helechos húmedos le rozaban las piernas. Sus zapatos eran menos
impermeables de lo que pensaba. El dispositivo palpitó suavemente en su
mano con una notificación que indicaba que estaba muy cerca del lugar que
buscaba. Soltó la rama que había estado sujetando para estudiar la pantalla y
le dio una bofetada en la cara.
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Allí estaba el arce, ochenta y dos años más viejo que la última vez que lo
había visto. Había ganado menos en altura que en anchura y magnificencia. El
claro que lo rodeaba se había ampliado con el paso del tiempo. Caminó bajo
el dosel de ramas para mirar la luz del sol que se movía entre las hojas y, por
primera vez, sintió verdadera reverencia.
¿Cuándo llegaría Vincent Smith? No había manera de saberlo. Gaspery
salió del claro y se abrió paso hacia un matorral de hojas densas, donde se
arrodilló sobre la tierra fresca y húmeda y esperó.
Se quedó muy quieto y escuchó. Otra cosa que no le gustaba de los
bosques eran los sonidos constantes. No era como el ruido blanco y regular de
las ciudades lunares, los mecanismos distantes que aumentaban la gravedad a
niveles terrestres y mantenían el aire dentro de las cúpulas en condiciones
respirables y creaban la ilusión de una brisa. No había ningún patrón en el
ruido blanco de un bosque y la aleatoriedad lo ponía nervioso. El tiempo pasó,
horas. Le dieron calambres en los músculos. Se moría de sed. Se levantó un
par de veces para estirarse y, luego, volvió a agacharse. Era imposible oír si
algo se acercaba, hasta que dejó de serlo. Poco después de las cuatro de la
tarde, oyó los pasos amortiguados de la chica en el camino.
Vincent Smith a los trece años. Parecía que se hubiera cortado el pelo con
unas tijeras romas antes de teñírselo de azul intenso. Llevaba los ojos pintados
de negro. Irradiaba abandono. Caminó despacio, mirando por el visor de la
cámara y, desde su escondite, Gaspery reconoció la escena. Una vez se había
sentado en un teatro de Nueva York para ver una actuación musical un tanto
tediosa acompañada de las imágenes que Vincent estaba creando en ese
mismo momento. Se detuvo bajo el árbol, orientó la cámara hacia arriba…
… y la realidad se rompió. Gaspery y Vincent se encontraron en la
cavernosa catedral de ecos de la terminal de aeronaves de Oklahoma City,
donde Olive Llewellyn caminaba justo delante de ellos y sonaban las notas de
un violín cercano. Aunque fuera imposible, también estaba allí Edwin St.
Andrew, con la cara vuelta hacia las ramas/el techo de la terminal…/el techo
de la terminal…
Vincent trastabilló y casi se le cayó la cámara. Gaspery se llevó las manos
a la boca, porque quería gritar, y la terminal desapareció. Una cosa es saber en
abstracto que un momento puede corromper otro; otra muy distinta es
experimentar ambos momentos a la vez; y otra, sospechar lo que podría
significar. Vincent miraba alrededor con frenesí, pero Gaspery estaba
agachado y no lo vio. Cerró los ojos, hundió las manos en el barro e intentó
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convencerse de que el agua fría que se le filtraba por las rodillas de los
pantalones era real.
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Pero ¿qué hace que un mundo sea real?
Gaspery estaba tumbado de espaldas en el barro, miraba las hojas
recortadas en un cielo cada vez más oscuro y le parecía que ya llevaba allí un
tiempo. La noche caía en el bosque. Vincent se había ido. Se incorporó con
cierto esfuerzo; tenía la espalda agarrotada, ¿cuánto tiempo había estado
tumbado sin moverse? Envió un mensaje a través de su dispositivo: «¡Lo he
visto! ¡He visto los archivos corruptos! Es real, Zoey».
No hubo respuesta. Sabía lo que había hecho, sabía que había roto la regla
más importante al salvar a Olive Llewellyn, pero conservaba una pizca de
esperanza de que el mensaje fuera a salvarlo.
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4
Gaspery volvió al momento en que se había marchado, a la Cámara de Viaje
Ocho, en el tercer subsuelo del Instituto del Tiempo. Zoey estaba sentada ante
él en el tablero de control.
—Lo he visto —dijo Gaspery—. He visto la anomalía.
—He recibido el mensaje. —Zoey lo miraba y él vio que había estado
llorando—. Acabo de hablar con Ephrem —le dijo—. Te van a retirar del
servicio.
—¿Qué me va a pasar?
—Nada bueno.
—Sé lo que he hecho, pero, si termino la investigación, tal vez…
—No creo que haya nada que puedas hacer para salvarte.
—Pero podría haberlo. Solo quiero otro nivel de confirmación, otro
testigo. Necesito dos destinos más.
Gaspery salió de la máquina y le entregó su dispositivo.
Zoey lo miró y frunció el ceño.
—¿1918?
—Tengo más preguntas para Edwin St. Andrew.
—¿En 1918? Experimentó la anomalía en 1912. ¿Y qué hay en 2007?
—Una fiesta a la que asistió Vincent Smith. Estaba en una lista de
destinos secundarios.
—Pero tu dispositivo y tu rastreador están fuera de servicio —dijo.
—Zoey —dijo Gaspery—. Por favor.
Cerró los ojos un momento y luego tomó el dispositivo. Tecleó algo que
Gaspery no llegó a ver y luego se acercó a la proyección para hacer un
escaneo de retina.
—Voy a anular la orden de retirada —dijo. Su voz sonaba plana y extraña,
y detectó el terror en sus ojos—. Ephrem llegará en cualquier momento,
seguramente con fuerzas de seguridad. No te impediré ir, Gaspery, pero no
puedo protegerte si vuelves.
—Lo entiendo —dijo él—. Gracias.
Oyó que llamaban a la puerta justo cuando se iba.
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Gaspery salió de un baño de caballeros de Nueva York en el invierno de
2007, al calor y la luz de una fiesta en una galería de arte. Se movió despacio
entre la multitud mientras trataba de orientarse. Buscaba a Vincent Smith.
Sabía que estaría allí; su presencia había entrado en el registro histórico,
porque en algún lugar de la sala había un fotógrafo de sociedad. Sin embargo,
siendo 2007, eso significaba que Mirella Kessler también lo estaría y, después
de su extraño encuentro con ella en 2020, Gaspery esperaba evitarla.
Las vio juntas en el otro extremo de la sala, admirando un cuadro al óleo
de gran tamaño. Agarró una copa de vino tinto de una pequeña bandeja
redonda y se fue a mirar otro cuadro mientras planeaba su próximo
movimiento. Se sintió desconcertado por la multitud. Se daban la mano, lo
que incluso después de toda su formación en sensibilidad cultural le resultaba
algo extraño en temporada de gripe, y se besaban en la mejilla. Se recordó a sí
mismo que aquellas personas no tenían ninguna experiencia directa en
pandemias. Nadie tenía la edad suficiente para recordar el invierno entre 1918
y 1919, faltaban unos años para el ébola, que además se limitaría
principalmente al otro lado del Atlántico, y el COVID-19 no llegaría hasta
dentro de trece años. Gaspery comenzó a avanzar despacio por la periferia de
la sala para acercarse a Vincent.
En 2007, Vincent era rica y exudaba un brillo de elegancia y confianza en
sí misma que jamás habría esperado de la niña de pelo azul que acababa de
encontrarse en Caiette. Tenía el brazo entrelazado con el de Mirella y ambas
estaban frente a un cuadro, pero, según vio al acercarse, en realidad no lo
miraban. Hablaban en susurros. Mirella soltó una risita. Irradiaban un aire de
inseparabilidad que lo acercó a la desesperación. Sin embargo, de pronto
Vincent se desprendió para saludar a otra persona y Mirella se volvió para
buscar a su marido, así que Gaspery vio su oportunidad.
—¿Vincent?
—Hola. —Tenía una sonrisa cálida y le gustó de inmediato.
—Siento molestarte. Llevo a cabo una investigación para un coleccionista
de arte y me preguntaba si podría hacerte una pregunta rápida sobre los vídeos
de tu hermano Paul.
Había captado su atención. Abrió los ojos de par en par.
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—¿Mi hermano? Pero no creía… No sabía que hacía vídeos. Es músico.
O compositor, supongo.
—Esa es mi sospecha —dijo él—. No creo que haya grabado los vídeos.
Creo que lo hizo otra persona.
Mirella frunció el ceño.
—¿Cómo son?
—Bueno, hay uno en particular —dijo Gaspery—. La persona que graba
camina por un bosque. En la Columbia Británica, creo. Hacía sol. A juzgar
por la calidad de la grabación, diría que se hizo en algún momento de
mediados de los noventa.
Su mirada se suavizó. Le entró la sensación de plantear una especie de
hipnosis.
—La persona avanza por un sendero hacia un arce —continuó.
Ella asintió.
—Grababa a menudo en ese camino —dijo.
—En este vídeo en particular, sucede algo extraño. Hay un destello raro
—tanteó Gaspery—. Como si todo se oscureciera por un segundo,
probablemente algún tipo de fallo en la cinta…
—Eso parecía —dijo Vincent—, pero no era cosa de la cinta.
—¿Lo viste?
—Oí unos ruidos raros y todo se oscureció.
—¿Qué oíste?
—Música de violín. Luego un ruido como de un sistema hidráulico. Fue
inexplicable. —Sus ojos se enfocaron de repente—. Perdona, ¿cómo has
dicho que te llamabas?
Su marido se movía entre la multitud hacia ellos, con una copa de vino
para Vincent en la mano, y Gaspery aprovechó la distracción momentánea
para escabullirse. Sintió una extraña euforia que era a partes iguales
agotamiento y alegría. Tenía grabada en su dispositivo una entrevista que lo
corroboraba. Tenía sus propias observaciones. Por primera vez, desde la
entrevista con Olive Llewellyn, en la mañana de aquel extraño e interminable
día, sintió que a lo mejor no estaba condenado.
Aun así, vaciló junto a la puerta del baño de caballeros por un instante
mientras observaba la fiesta, y su felicidad se desvaneció. Sintió el espanto
del que Zoey le había advertido, el conocimiento desolador de cómo
terminarían las historias de todos los demás. Miró la sala y, por primera vez
en su vida, Gaspery se sintió viejo. Vincent y su marido brindaron. En catorce
meses, Alkaitis sería arrestado por dirigir un esquema Ponzi masivo y luego
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saldría bajo fianza, momento en el que huiría a Dubái, abandonando a
Vincent, y viviría el resto de su larga vida en una serie de hoteles.
Vincent viviría otros doce años y luego desaparecería en circunstancias
misteriosas en la cubierta de un buque de carga.
Cerca estaba Mirella, hablando con su marido, Faisal. Faisal era inversor
en el esquema fraudulento de Jonathan y, cuando la estafa se derrumbara
dentro de un año, lo perdería todo, al igual que los miembros de la familia que
habían invertido a su instancia. Se suicidaría.
Mirella encontraría el cuerpo y la nota. Luego pasaría más de una década
en la ciudad de Nueva York, hasta que en marzo de 2020 viajaría a Dubái por
razones desconocidas, donde llegaría justo a tiempo para quedarse atrapada
por la pandemia del COVID-19. Allí conocería a Himesh Chiang, huésped del
mismo hotel en el que se alojaba, y al cabo de un tiempo ambos regresarían a
su Londres natal, donde sobrevivirían a la pandemia, se casarían y vivirían el
resto de sus vidas juntos; ella daría a luz a tres hijos, tendría una exitosa
carrera como gestora comercial y moriría de neumonía a los ochenta y cinco
años, un año después de la muerte de su marido en un accidente de tráfico.
Sin embargo, muchas cosas inevitablemente quedan fuera de cualquier
biografía, de cualquier relato de una vida. Antes de todo eso, antes de que
Mirella perdiera a Faisal, antes de aquella fiesta en aquella ciudad junto al
mar, había sido una niña en Ohio. Gaspery se estremeció. Pensó en cómo lo
había mirado en el parque, en enero de 2020. «Estabas bajo el paso elevado
—le había dicho ella, con una terrible certeza—. En Ohio, cuando era niña».
No solo eso. Había dicho que allí lo habían arrestado.
Había pensado que 1918 sería su último viaje. Había hecho todo lo
posible por salvarse y después de 1918 volvería a casa para afrontar las
consecuencias. Sin embargo, al mirar a Mirella en ese momento, se daba
cuenta de que era demasiado tarde. Iría a 1918, pero después le esperaría un
destino más.
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Remesa
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1
En 1918, Edwin ya no tenía hermanos y solo le quedaba un pie. Vivía con sus
padres en la finca familiar. Caminaba todo el tiempo, sin descanso, en teoría
porque intentaba mejorar su forma de andar, pues le habían puesto una
prótesis y se movía dando tumbos. En realidad, lo hacía porque, si dejaba de
moverse, el enemigo lo atraparía. Caminaba a todas las horas del día y de la
noche. El sueño lo transportaba con precisión a las trincheras, así que lo
evitaba, lo que significaba que lo emboscaba cuando menos lo esperaba.
Mientras leía en la biblioteca, mientras estaba sentado en el jardín, una o dos
veces durante la cena.
Sin embargo, sentía más empatía por su madre que antes. Cuando Abigail se
desvanecía en la mesa, cuando la conversación giraba en torno a las colonias
y en su rostro se reflejaba esa mirada que sus hijos habían calificado una vez
sin mucho tacto como «su expresión de la India británica», Edwin
comprendía entonces con mayor claridad que sufría por la pérdida. Seguía
considerando que el Raj era indefendible, pero no impedía que ella hubiera
perdido todo un mundo. No era culpa suya que el mundo en el que había
crecido hubiera dejado de existir.
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era la palabra equivocada. El cuerpo animado de Edwin había regresado de
Passchendaele. Entonces pensaba en su cuerpo en términos puramente
mecánicos. Su corazón latía sin morir. Seguía respirando. Gozaba de buena
salud física, excepto por el pie que le faltaba, pero no estaba del todo sano. Le
costaba estar vivo en el mundo.
—No es infrecuente —escuchó decir al médico en el pasillo fuera de su
habitación, en las primeras semanas, cuando todo lo que hacía era estar en la
cama—. Los chicos que fueron allí y acabaron en las trincheras… En fin,
algunos vieron cosas que nadie debería ver.
No se había rendido del todo. Se esforzaba. Se levantaba y se vestía por
las mañanas, comía la comida que le ponían delante en la mesa y después,
cuando se le agotaban las fuerzas, pasaba la mayor parte del resto del día en el
jardín. Le gustaba sentarse en un banco bajo un árbol y hablar con Gilbert.
Sabía que su hermano no estaba allí —no estaba tan mal—, pero no tenía a
nadie más con quien hablar. Había tenido amigos, hacía mucho tiempo, pero
uno estaba en China y todos los demás habían muerto.
—Ahora que Niall y tú estáis muertos, heredaré el título y la finca —le confió
a Gilbert. Le sorprendió lo poco que le importaba.
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—Un compromiso. Creerá que soy un lunático si le cuento los detalles.
—Me temo que en este momento no estoy en posición de juzgar la locura
de nadie, pero ¿por qué merodea por mi jardín?
Gaspery dudó.
—Estuvo en el Frente Occidental, ¿no es así?
«Barro. Lluvia fría. Una explosión, una luz cegadora, cosas volando a su
alrededor; una le golpeó en el pecho y, cuando miró abajo, reconoció el brazo
de su mejor amigo…».
—En Bélgica —confirmó, con los dientes apretados.
«Amigo» no era la palabra adecuada para describir lo que significaba para
él, en realidad. Lo que le golpeó la chaqueta y le cayó a los pies fue el brazo
del hombre al que amaba. Su cabeza aterrizó cerca, en el barro, con los ojos
todavía abiertos por el asombro.
—Y ahora teme por su cordura —dijo Gaspery con cuidado.
—Lo cierto es que siempre he sido un poco frágil —reconoció Edwin.
—¿Recuerda lo que vio en el bosque de Caiette? Fue hace años.
—Con claridad, pero fue una alucinación. La primera de muchas, me
temo.
Gaspery se quedó callado por un momento.
—No puedo explicarle la mecánica. Mi hermana seguramente podría, pero
es algo que todavía está fuera de mi alcance. Sin embargo, sea lo que sea lo
que le haya ocurrido después, lo que haya visto en Bélgica, es posible que
esté más cuerdo de lo que cree. Le aseguro que lo que vio en Caiette fue real.
—¿Cómo sé que usted es real? —preguntó Edwin.
Gaspery extendió la mano y le tocó el hombro. Se quedaron así un
momento; Edwin miraba la mano en su hombro, hasta que Gaspery la retiró, y
se aclaró la garganta.
—No es posible que lo que viví en Caiette fuera real —dijo Edwin—. Fue
un trastorno de los sentidos.
—¿Lo fue? Creo que escuchó las notas de un violín, tocadas por un
músico en una terminal de aeronaves en el año 2195.
—Una aeronave… El año dos mil… ¿Qué?
—Seguido de un sonido que debió de parecerle muy extraño. Una especie
de silbido, ¿no es así?
Edwin lo miró.
—¿Cómo lo sabe?
—Porque ese es el sonido que hacen las aeronaves —dijo—. No se
inventarán hasta dentro de algún tiempo. En cuanto a la música del violín…
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Era una especie de canción de cuna, ¿verdad? —Se quedó callado un rato y
luego tarareó las notas. Edwin se agarró al reposabrazos del banco—. El
hombre que compuso esa canción no nacerá hasta dentro de ciento ochenta y
nueve años.
—Nada de esto es posible.
Gaspery suspiró.
—Piense en ello en términos de… En fin, como una corrupción. Los
momentos en el tiempo pueden corromperse unos a otros. Hubo un desajuste,
pero usted no tuvo nada que ver. Solo fue testigo. Me ayudó con mi
investigación y creo que se encuentra en un estado algo delicado, así que
pensé que tal vez le aliviaría un poco saber que está más cuerdo de lo que
cree. En ese momento, al menos, no estaba alucinando. Experimentó un
momento de otro lugar en el tiempo.
La mirada de Edwin se alejó del rostro del hombre y se dirigió a la leve
decrepitud del jardín en septiembre. Las salvias estaban mayormente
desnudas, con tallos marrones y hojas secas, mientras las últimas flores, de
color azul y violeta, se desprendían en la luz mortecina. Se dio cuenta de lo
que podría ser su vida a partir de ese momento; podría vivir en paz y cuidar
del jardín, y eso sería suficiente.
—Gracias por decírmelo —dijo.
—No se lo cuente a nadie más. —Gaspery se levantó y se quitó una hoja
caída de la chaqueta—. O lo internarán en un manicomio.
—¿Adónde va? —preguntó Edwin.
—Tengo un compromiso en Ohio —dijo Gaspery—. Buena suerte.
—¿Ohio?
Pero Gaspery ya se alejaba y desapareció por el lateral de la casa. Edwin
lo vio partir y luego se quedó en el banco durante mucho tiempo, horas,
mientras observaba cómo el jardín se desvanecía en el crepúsculo.
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Gaspery caminó por el lateral de la casa y, entre las sombras de la base de un
sauce llorón, se quedó mirando su dispositivo un momento. Un mensaje
parpadeó con suavidad en la pantalla: «Regreso». Había agotado los límites
de su itinerario. El único destino posible era ir a casa. Por un momento,
albergó la descabellada idea de quedarse en 1918, enterrar el dispositivo en el
jardín y arrancarse el rastreador del brazo, arriesgarse a vivir la pandemia de
gripe e intentar buscarse la vida en un mundo ajeno, pero incluso mientras lo
pensaba, ya había empezado a introducir el código; ya se estaba marchando y,
cuando abrió los ojos a la intensa luz del Instituto del Tiempo, no se
sorprendió al ver las figuras allí reunidas, a los hombres y mujeres de
uniforme negro que lo esperaban con las armas desenfundadas. Sin embargo,
sí le sorprendió ver a la publicista de Olive Llewellyn junto a Ephrem. Eran
los únicos sin uniforme.
—¿Aretta?
—Hola, Gaspery —dijo ella.
—Quédate donde estás, por favor —dijo Ephrem—. No hay necesidad de
que salgas de la máquina. —Tenía las manos en la espalda. Gaspery se quedó
donde estaba. Tuvo que estirar el cuello para ver más allá de los uniformes
negros, pero en el fondo de la sala, dos hombres retenían a Zoey.
—Jamás lo habría adivinado —le dijo a Aretta.
—Eso es porque soy buena en mi trabajo —respondió—. No voy por ahí
diciéndole a la gente que soy una viajera del tiempo.
—Me lo merezco. —Gaspery se sintió un poco descolocado—. Lo siento
—le dijo a Zoey—. Siento haberte engañado.
Pero ya la estaban sacando de la sala y la puerta se cerró tras ella.
—¿La engañaste? —preguntó Ephrem.
—Le dije que quería ir a 1918 como parte de la investigación. En realidad,
quería intentar salvar a Edwin St. Andrew de morir en un manicomio.
—¿En serio, Gaspery? ¿Otro crimen más? ¿Alguien tiene una biografía
actualizada?
Aretta frunció el ceño a su dispositivo.
—Biografía actualizada. Treinta y cinco días después de la visita de
Gaspery, Edwin St. Andrew murió en la pandemia de gripe de 1918.
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—¿No es la misma biografía? —Ephrem le quitó el dispositivo, leyó un
momento y se lo devolvió con un suspiro—. Si no hubieras cambiado la línea
temporal, habría muerto igual de gripe, solo que cuarenta y ocho horas
después y en un manicomio. ¿Ves lo inútil que ha sido?
—No lo has entendido —dijo Gaspery.
—Es muy posible. —¿Su amigo tenía lágrimas en los ojos? Parecía
cansado y tenso. Un hombre que habría preferido ser arbolista, un hombre en
una posición difícil, con un trabajo difícil—. ¿Quieres decir algo?
—¿Me pides unas últimas palabras?
—Al menos en este siglo —dijo Ephrem—. En la Luna. Me temo que vas
a hacer un viaje sin retorno.
—¿Cuidarás de mi gato? —preguntó Gaspery.
Ephrem parpadeó.
—Sí, cuidaré de tu gato.
—Gracias.
—¿Algo más?
—Lo volvería a hacer —dijo Gaspery—. Sin dudar.
Ephrem suspiró.
—Es bueno saberlo.
Tenía una botella de cristal en la espalda. La levantó y roció algo en la
cara de Gaspery. Percibió un aroma dulce, las luces se atenuaron y luego sus
piernas cedieron…
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… al desvanecerse, tuvo la impresión de que Ephrem había entrado en la
máquina detrás de él…
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Dos disparos, en una sucesión rápida.
Pasos, un hombre que corría.
Estaba en un túnel. Entraba luz por ambos extremos, y también nieve…
No, no era un túnel, era un paso elevado. Olía los tubos de escape de los
coches del siglo XX. Tenía mucho sueño, por culpa de lo que le acababan de
rociar. Estaba de espaldas al terraplén.
Ephrem también estaba, calmado y eficiente con su traje oscuro.
—Lo siento, Gaspery —dijo en voz baja y notó el calor de su aliento en el
oído—. Lo siento de verdad.
Le quitó el dispositivo de la mano y lo sustituyó por algo duro, frío y
mucho más pesado.
Una pistola. Gaspery la miró, curioso, mientras el hombre que corría (el
tirador, comprendió vagamente) desaparecía, se alejaba y se perdía de vista.
Ephrem también se había ido, un fantasma de paso. El aire era frío.
Oyó un gemido leve cerca de sus pies. Le costaba mantenerse despierto.
Se le cerraban los ojos. Aun así, distinguió a dos hombres tumbados cerca,
cuya sangre se filtraba por el hormigón, y uno lo miraba directamente. Había
una clara confusión en su expresión, «¿Quién eres? ¿De dónde has salido?»;
pero ya no hablaba y, mientras Gaspery lo observaba, la luz abandonó sus
ojos. Estaba solo bajo una autopista con dos hombres muertos. Se quedó
dormido, solo por un momento. Cuando abrió los ojos, tenía la mirada fija en
la pistola que tenía en la mano y las piezas del rompecabezas empezaron a
encajar. «No es difícil hacer que alguien se pierda en el tiempo», había dicho
Zoey, en un siglo diferente. ¿Por qué tomarse la molestia de encarcelar a un
hombre de por vida en la Luna, cuando se lo podía enviar a otro lugar,
inculparlo y encarcelarlo a costa de otro?
Percibió un movimiento a su izquierda. Volvió la cabeza, muy despacio, y
vio a las niñas. Eran dos, de unos nueve y once años, cogidas de la mano.
Iban caminando bajo el paso elevado, pero se habían detenido a cierta
distancia y se habían quedado mirando. Les vio las mochilas y se dio cuenta
de que volvían a casa desde el colegio.
Gaspery dejó que el arma se le cayera de la mano y rebotó con un
repiqueteo, como si fuera un objeto inofensivo. Unas luces lo bañaron, rojas y
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azules. Las chicas miraban a los dos cadáveres; luego la más joven lo miró a
él y la reconoció.
—Mirella —dijo.
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«Ninguna estrella arde para siempre». Gaspery grabó las palabras en una
pared de la cárcel algunos años más tarde, tan finas que desde cualquier
distancia parecerían un defecto en la pintura. Había que acercarse para verlo y
hacía falta haber vivido en el siglo XX o después para saber lo que significaba.
Había que haber visto la conferencia de prensa del siglo XXII, con la
presidenta de China en un podio y media docena de sus líderes mundiales
favoritos dispuestos a sus espaldas, mientras las banderas ondeaban bajo un
cielo azul brillante.
En la cárcel, lo único que había era tiempo, un tiempo infinito, por lo que
Gaspery pasaba muchos ratos pensando en el pasado o, más bien, en el futuro,
en el momento en el que había entrado en el despacho de Zoey el día de su
cumpleaños, con magdalenas y flores, y en todo lo que había venido después.
Lo que había sucedido era terrible, estaba en una cárcel en el siglo
equivocado e iba a morir allí, pero a medida que los meses se convertían en
años, descubrió que se arrepentía de muy pocas cosas. Advertir a Olive
Llewellyn de la pandemia que se avecinaba no había sido, por más vueltas
que le diera, un error. Si alguien está a punto de ahogarse, tienes el deber de
sacarlo del agua. Su conciencia estaba tranquila.
—¿Qué has escrito ahí, Roberts? —preguntó Hazelton. Hazelton era su
compañero de celda, un hombre mucho más joven que se paseaba y hablaba
sin cesar. A Gaspery no le importaba.
—Ninguna estrella arde para siempre —dijo.
Hazelton asintió.
—Me gusta. El poder del pensamiento positivo, ¿eh? Ahora estás en la
cárcel, pero no será para siempre, porque nada es para siempre, ¿no? Yo, cada
vez que empiezo a sentirme un poco mal con mi vida…
Siguió hablando, pero Gaspery dejó de escuchar. Esos días se sentía
tranquilo, de una manera que nunca habría esperado. En las primeras noches,
le gustaba sentarse en el borde más alejado posible de la litera, casi
cayéndose, porque desde ese ángulo se veía una franja de cielo a través de la
ventana y en ella veía la luna.
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Anomalía
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«¿Es este el final prometido?».
Una frase de la novela Marienbad de Olive Llewellyn, pero en realidad
era una cita de Shakespeare. La encontré en la biblioteca de la prisión cuando
llevaba allí cinco o seis años, en un libro de tapa blanda al que le faltaba la
cubierta.
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«Ninguna estrella arde para siempre».
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3
No mucho después de cumplir los sesenta, desarrollé un problema cardíaco;
se habría solucionado sin complicaciones en mi siglo, pero era peligroso en
aquella época y lugar. Me trasladaron al hospital de la prisión. No veía la luna
desde la cama, así que no tenía más remedio que cerrar los ojos y reproducir
imágenes antiguas:
—Gaspery.
Sentí un dolor agudo en el brazo. Jadeé y casi grité, pero una mano me
tapó la boca.
—¡Chist! —susurró Zoey. Parecía tener unos cuarenta años, llevaba un
uniforme de enfermera y acababa de cortarme el rastreador del brazo. La miré
fijamente, sin comprender.
—Voy a ponerte esto bajo la lengua —dijo. Me lo mostró, un nuevo
rastreador, que se correspondía con el nuevo dispositivo que me presionaba
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en la mano. Había corrido la cortina alrededor de mi cama. Sostuvo su
dispositivo pegado al mío durante uno o dos segundos, hasta que los aparatos
parpadearon en un rápido patrón coordinado. Me quedé mirando las luces…
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… y estábamos en otra habitación, en un lugar diferente.
Estaba tumbado de espaldas en un suelo de madera, en un dormitorio de
lo que me parecía una casa de las de antes. Me sangraba el brazo y me lo llevé
al pecho en un acto reflejo. La luz del sol entraba por una ventana. Me
incorporé. Había papel pintado con rosas, muebles de madera y, a través de
una puerta, una habitación con una ducha y un retrete.
—¿Qué es este lugar?
—Una granja a las afueras de Oklahoma City —dijo—. He pagado una
gran cantidad de dinero a los propietarios y puedes quedarte aquí de forma
indefinida, como huésped. El año es 2172.
—2172 —dije—. Así que dentro de veintitrés años, visitaré Oklahoma
City para entrevistar al violinista.
—Sí.
—¿Cómo es que estás aquí? Seguro que el Instituto del Tiempo no ha
aprobado este viaje.
—Aquel día me arrestaron —dijo—. El día que te enviaron a Ohio. Tenía
la titularidad y un historial excelente, así que no me perdí en el tiempo, pero
pasé un año en prisión y luego emigré a las Colonias Lejanas. El Instituto del
Tiempo cree que tiene la única máquina del tiempo funcional que existe. No
es verdad.
—¿Hay una máquina del tiempo en las Colonias Lejanas? ¿Y qué? ¿Te
dejan usarla sin más?
—Allí trabajo para… otra organización.
—¿Incluso con tu historial?
—Gaspery, no hay nadie mejor que yo en lo que hago. —Hablaba con
naturalidad; no presumía.
—¿Sabes? Todavía no sé qué haces.
Me ignoró.
—Puse esta misión como condición para aceptar el trabajo en las Colonias
Lejanas —explicó—. Siento no haber venido antes. Me refiero a un momento
anterior.
—Está bien. O sea, gracias. Gracias por venir por mí.
—Creo que aquí estás a salvo, Gaspery. He creado un rastro documental
para ti. Deberías instalarte. Conocer a los vecinos.
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—Zoey, no sé cómo darte las gracias.
—Tú harías lo mismo por mí. —Lo que no decimos es que yo no podría
haber hecho lo mismo por ella. Zoey era muy superior a mí y siempre lo había
sido—. No sé si nos volveremos a ver.
¿Nos habíamos abrazado antes? No lo recordaba. Me abrazó un instante,
se apartó y se fue.
Me quedé solo en la habitación, pero «solo» no llevaba a describir la
situación en la que me encontraba. No conocía a nadie en ese siglo y haber
pasado por ello antes no me ayudaba a mitigar mi la soledad. Tuve un
momento de desvarío en el que me pregunté cómo estaría Hazelton, y luego
recordé que mi compañero de celda ya habría muerto de viejo.
Me acerqué a la ventana, aturdido, y miré un mar de verde. La granja se
extendía casi hasta el horizonte, campos sobre campos con robots agrícolas
que se movían despacio bajo la luz del sol. A lo lejos, vi las agujas de
Oklahoma City. El cielo era de un azul deslumbrante.
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La granja era propiedad de una pareja mayor que la gestionaba, Clara y
Mariam. Tenían más de ochenta años y llevaban allí toda la vida. La primera
noche, durante una cena de quiche y la ensalada más fresca que había probado
en décadas, me dijeron que estaban encantadas de tener un huésped que
pagase bien y que no me harían preguntas. Respetaban la privacidad por
encima de todo.
—Gracias —dije.
—Tu hermana nos dejó algunos documentos de identidad para ti —dijo
Clara—. Certificado de nacimiento y demás. ¿Te llamamos por el nombre que
aparece en los papeles?
—Llamadme Gaspery —dije—. Por favor.
—Vale, Gaspery —dijo Clara—. Si alguna vez necesitas esos
documentos, está todo en el armario azul junto a la puerta del pasillo.
No salí de la granja para nada en los primeros años, pero temía que, con el
tiempo, tendría que hacerlo. Cuando Mariam enfermó, Clara la llevó al
hospital, pero ¿quién llevaría a Clara? Tenían casi noventa años.
«Mi primer caso en el Instituto tuvo que ver con una doppelgänger —me
había contado Ephrem una vez, en otra vida insondable—. Según nuestro
mejor software de reconocimiento facial, la misma mujer aparecía en
fotografías y vídeos tomados en 1925 y 2093».
Cada vez que pensaba en salir de la granja, imaginaba que las cámaras de
vigilancia captaban mi rostro y hacían saltar las alarmas a lo largo de los
siglos, que un agente del Instituto del Tiempo se presentaba a investigar, una
cascada de horrores. Hablé con Clara, que hizo algunas averiguaciones
discretas con una vecina, que tenía un amigo con contactos útiles, y poco
después estaba tumbado de espaldas en la mesa de la cocina de la granja,
sometiéndome a una remodelación facial con láser y una recoloración de iris.
Cuando pasó el efecto de la sedación y me incorporé, el cirujano ya no
estaba.
—¿Whisky? —preguntó Mariam.
—Por favor —dije.
—Pareces otra persona —dijo Clara.
Me pasó un espejo y me quedé boquiabierto.
Estaba completamente diferente, pero reconocí la cara.
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Ese mismo mes, encontré el violín. Era muy viejo y estaba en una caja en el
fondo del armario del vestíbulo; Mariam no lo había tocado en años. Clara
consiguió que una vecina me diera clases.
—Se llama Lina —me dijo Clara en el trayecto—. Lleva toda la vida
tocando el violín, según tengo entendido. Llegó aquí igual que tú, si me
entiendes.
La miré. Tenía noventa y dos años, pero los ángulos de su rostro seguían
siendo afilados. Sus ojos eran ilegibles.
—No tenía ni idea —dije. Debió de sonar con un deje de reproche, porque
Clara me miró durante uno o dos minutos con ojos tranquilos.
—Ya sabes que creo en la privacidad —dijo—. Y ella también, por lo que
parece. Apenas ha salido de esa granja en treinta años.
Nos detuvimos en la granja vecina, una monstruosidad cubista de color
gris que podría haber sido un hotel, y pensé en las palabras de Zoey cuando
me dejó allí, hace ya cuatro años. «Deberías instalarte. Conoce a los vecinos».
Me pregunté por qué nunca había sido capaz de comprender bien nada de lo
que me decía. Salí de la camioneta a la luz del sol.
La puerta se abrió y la mujer que salió tenía más o menos mi edad, unos
sesenta años.
—Buenos días, Gaspery —saludó Talia.
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—Creo que tu hermana me sacó justo a tiempo —me contó Talia—. Vino al
hotel una noche, debió de ser justo después de salir de la cárcel, y me dijo que
la policía había abierto un expediente sobre mí, algo sobre la divulgación de
información confidencial.
—Para ser justos, tenías la costumbre de divulgar información
confidencial.
Estábamos sentados en el porche de la granja donde vivía, con los violines
apoyados entre los dos.
—Fui imprudente. Supongo que tenté al destino. Me dijo que estaba a
punto de mudarse a las Colonias Lejanas y me sugirió con mucha insistencia
que la acompañara, pero tienen un tratado de extradición con la Luna, así que,
una vez que llegamos, me comentó que tal vez ese no debería ser mi destino
final.
—¿Y eso fue hace treinta años?
—Veintiséis.
Lo veía cuando la miraba, ese cuarto de siglo que había vivido en esa
granja. Tenía la piel oscurecida por el sol y un aire de tranquilidad.
—¿Cómo son? —pregunté—. Las Colonias Lejanas.
—Son preciosas, pero no me gustaba vivir bajo tierra.
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Talia y yo nos casamos al cabo de un año y, cuando Clara y Mariam
murieron, nos dejaron la granja.
En los años siguientes, en las noches en las que mi mujer y yo tocábamos
el violín juntos, en las que cocinábamos juntos, en las que paseábamos por
nuestros campos mientras observábamos los movimientos de los robots de la
granja y en las que nos sentábamos en el porche para ver cómo las naves se
elevaban como luciérnagas en el horizonte de Oklahoma City, pensé que eso
era lo que el Instituto del Tiempo nunca había entendido; si surge una prueba
definitiva de que vivimos en una simulación, la respuesta correcta a la noticia
será: ¿y qué? Una vida vivida en una simulación sigue siendo una vida.
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Había comenzado una cuenta atrás. Lo intuía en el fondo de todos mis días.
En algún momento, sabía que me trasladaría a Oklahoma City. Estaba
previsto que empezara a tocar el violín en la terminal de la aeronave en 2195.
Sabía, porque recordaba la entrevista, que mi esposa moriría primero.
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En silencio
una noche
por un aneurisma
a los setenta y cinco años.
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Tras la muerte de Talia, me sentaba solo en el porche todas las noches durante
un tiempo, a observar las aeronaves que se elevaban sobre la ciudad lejana.
Mi perro, Odie, se tumbaba a mi lado, con la cabeza apoyada en las patas. Al
principio, creí que estaba aplazando el traslado a la ciudad porque amaba la
granja, pero una noche lo comprendí. Anhelaba las luces. Después de todo
aquel tiempo, quería volver a estar rodeado de gente.
—Te llevaré conmigo —le dije a Odie, que agitó el rabo.
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Alguien en el Instituto del Tiempo (¡cualquiera!), dado lo inteligentes que se
suponía que eran todos, debería haber comprendido que yo era la anomalía.
No, eso no es justo. Más bien, yo había desencadenado la anomalía. ¿Cómo
era posible que nadie se hubiera dado cuenta de que me había entrevistado a
mí mismo? Porque gracias a la documentación que Zoey había creado, sobre
el papel mi nombre era Alan Sami y había nacido y vivido en una granja a las
afueras de Oklahoma City.
Observé la anomalía desde la terminal de aeronaves. Un día de octubre de
2195, mientras tocaba el violín con mi perro al lado, me fijé en dos personas
casi al mismo tiempo.
Olive Llewellyn caminaba por el pasillo con una maleta plateada. No se
fijó en el hombre que venía hacia mí unos metros por delante de ella, pero yo
sí. Acababa de salir de un armario de la limpieza.
Mientras el hombre se me acercaba, al cruzarse con Olive Llewellyn, el
aire se agitó detrás de él. No se dio cuenta, porque estaba concentrado en mí,
y porque estaba un poco ansioso. Después de todo, era su primera entrevista
para el Instituto del Tiempo.
Seguí tocando y empecé a sudar. Me aferré a la nana que había compuesto
para Talia. Las ondulaciones se intensificaron. El software, si es que esa era la
palabra para definirlo, o lo que fuera el motor desconocido que mantenía el
mundo intacto, se esforzaba por reconciliar la imposibilidad de que ambos
estuviéramos allí. Sin embargo, no era solo que la misma persona estuviera
dos veces en el mismo lugar. El motor, la inteligencia, el software, fuera lo
que fuera, había detectado a un tercer Gaspery, en otro lugar totalmente
distinto en el tiempo y el espacio, en el bosque de Caiette, y las cosas
empezaban a deshilacharse de verdad; el momento estaba corrompido, pero
también lo estaba ese lugar, ese punto del bosque donde, en 1912, Edwin St.
Andrew contemplaba las ramas; donde, en 1994, yo me escondía tras los
helechos y observaba a Vincent Smith. Se produjo una extraña ola de
oscuridad detrás del hombre que se me acercaba, la luz desaparecía. Olive
Llewellyn se detuvo como si hubiera recibido un puñetazo. Me vi a mí mismo
arrodillado en 1994 y a Edwin St. Andrew exactamente en el mismo lugar,
sobreimpuestos el uno en el otro, y cerca estaba Vincent Smith, a los trece
años, con una cámara en la mano.
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Una aeronave ascendió en un puerto cercano con ese silbido
inconfundible, y los espectros desaparecieron. El tiempo volvía a transcurrir
con normalidad. Los archivos corruptos se repararon a sí mismos, los hilos de
la simulación volvieron a tejerse en su sitio a nuestro alrededor y Gaspery-
Jacques Roberts, mi yo más joven, recluta reciente e investigador inepto hasta
la angustia del Instituto del Tiempo, no se había dado cuenta de nada. Todo
había ocurrido a sus espaldas. Miró por encima del hombro, pero —recordé
ese momento— atribuyó la abrumadora sensación de que algo iba mal a los
nervios desbocados.
Cerré los ojos. Todo ese tiempo, había sido yo. Vincent y Edwin habían
visto la anomalía porque yo había estado con ellos en el bosque. No debí de
estar lo bastante cerca de Edwin para verla por mí mismo la primera vez en
1912. Terminé la canción de cuna y oí los aplausos de Gaspery.
Se me puso delante, aplaudiendo con torpeza. Sentía vergüenza por él (por
mí, por nosotros) y me resultaba difícil mirarlo a los ojos, pero lo conseguí.
Agradecí que el perro durmiera durante toda la incompetente actuación de mi
yo más joven.
—Hola —saludó con alegría y un acento imperfecto—. Me llamo
Gaspery-Jacques Roberts. Estoy llevando a cabo una investigación por
encargo de un historiador de la música y me preguntaba si podría invitarlo a
comer.
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—¿Cómo describiría mi vida? —repetí para hacer tiempo—. Verás, hijo, esa
es una gran pregunta. No sé cómo responderla.
—Tal vez podría contarme cómo son sus días. Si no le importa. Por cierto,
aún no he encendido la grabadora. De momento, solo estamos nosotros.
Asentí. Lo mantendría en vilo. Citaría a Shakespeare porque sabía que aún
no conocía a Shakespeare. Lo llamaría hijo porque odiaba que lo llamaran
hijo y la irritación lo distraería. Sacaría a relucir a mi esposa muerta porque se
sentía avergonzado por el fracaso de su matrimonio. Le haría sentirse
inseguro por su acento, porque los acentos y los dialectos eran lo que más le
había costado durante la formación. Pero antes, lo adormecería con la
tranquilidad de mi vida.
—Pues a ver —dije—. Paso aquí varias horas al día, tocando el violín,
mientras el perro duerme a mis pies, y los viajeros caminan con prisa y me
echan unas monedas. Se mueven a una velocidad inhumana. Me llevó algún
tiempo acostumbrarme.
—¿Es de por aquí? —preguntó el investigador.
—De una granja a las afueras de la ciudad. He vivido allí toda la vida.
Pero verás, hijo, cuando me hice cargo de la granja, la agricultura a pequeña
escala ya solo consistía en observar. Ves a los robots moverse por los campos.
A veces toqueteas los ajustes, pero están bien hechos, la mayoría se adaptan
por sí mismos y no te necesitan para mucho. Tocas el violín en el campo para
mantenerte ocupado. A lo lejos, las naves se elevan con la velocidad de las
luciérnagas, pero de cerca son más rápidas.
Cuando tocaba el violín en la terminal, a veces pensaba que parecía que
las naves cayeran hacia arriba, con la gravedad invertida. Las llenaban con un
cargamento de viajeros de caras desencajadas y luego caían hacia el cielo. Los
viajeros me miraban a veces al pasar y me echaban unas monedas en el
sombrero. Observaba cómo las naves los transportaban a primera hora de la
mañana a sus trabajos en Los Ángeles, Nairobi, Edimburgo o Pekín. Pensaba
en sus almas que se movían a toda velocidad por el cielo matutino.
—Cuando murió mi mujer —le dije al investigador—, mantuve la granja
un año más, pero luego pensé: «Al diablo con todo».
Asentía con la cabeza para fingir interés mientras trataba de no ponerse
nervioso y se convencía de que estaba haciendo un buen trabajo. Lo que no le
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dije era que, sin Talia, sentía que iba a desvanecerme en el aire, allí fuera,
solo. Solos el perro, los robots granjeros y yo, día tras día. La palabra soledad
no alcanzaba a describirlo. Tanto espacio vacío. Por la noche, me sentaba en
el porche con el perro para evitar el silencio de la casa. Jugaba a ese juego de
niños que consistía en entrecerrar los ojos para mirar a la luna y convencerte a
medias de que distingues los puntos más brillantes de las colonias en la
superficie. A lo lejos, sobre los campos, las luces de la ciudad.
—¿Le parece bien si enciendo la grabadora? —preguntó el investigador.
—Adelante.
—Bien, está encendida. Gracias por tomarse un segundo para hablar
conmigo.
—De nada. Gracias por la comida.
—Bien, ahora, para que quede claro en la grabación, es violinista —dijo
mi yo más joven.
Seguí el guion.
—Lo soy —dije—. Toco en la terminal de aeronaves.
Cuando no tocaba el violín en la terminal, me gustaba pasear al perro por
las calles entre las torres. En esas calles, todo el mundo se movía más rápido
que yo, pero lo que no sabían era que ya me había movido demasiado rápido,
demasiado lejos, y ya no deseaba viajar más. Había empezado a pensar
mucho en el tiempo y el movimiento, en ser un punto inmóvil en la prisa
incesante.
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Agradecimientos
Estoy en deuda con los libros Voyages of the Columbia (selección de Frederic
W. Howay) y Scoundrels, Dreamers and Second Sons: British Remittance
Men in the Canadian West, de Mark Zuehlke.
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EMILY SAINT JOHN MANDEL (Comox, Canadá, 1979) es una novelista
canadiense que reside en Estados Unidos.
Con 18 años dejó la escuela para estudiar danza contemporánea en The
School of Toronto Dance Theatre y vivió poco tiempo en Montreal antes de
trasladarse a Nueva York.
Su cuarta novela, Estación Once, fue finalista del Premio National Book
Award y del PEN/Faulkner, y ganó en 2015 el Premio Arthur C. Clark,
además del Toronto Book Award, y el Morning News Tournament of Books,
y ha sido traducido a 27 idiomas. Una novela anterior, The Singer’s Gun, fue
la ganadora en 2014 del Premio Mystere de la Critique en Francia. Sus relatos
cortos de ficción y ensayos han sido incluidos en varias antologías, como la
Best American Mystery Stories 2013.
El mar de la tranquilidad, es su quinta novela y cuenta con el Goodreads
Choice Awards al Winner for Best Science Fiction (2022).
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Notas
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[1] John Buchan, Mr. Standfast, 1919 (N. del A.). <<
Página 185
[2]La cita es del historiador romano del siglo II Amiano Marcelino, sobre la
peste antonina, pertenece al Libro XXIII de sus escritos, que son fascinantes y
están disponibles en línea. (N. del A.). <<
[3]Refrán parafraseado de algo que dijo el poeta estadounidense Kay Ryan
cuando estuvimos juntos en un festival literario en 2015. Sin embargo, mis
notas de aquel momento consisten en las palabras «cosecha mala»
garabateadas en un programa del festival, así que pido disculpas por cualquier
error de memoria. (N. del A.). <<
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