Domando A Un Pícaro Malvado Samantha Holt

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DOMANDO A UN PÍCARO

MALVADO
LOS LORDS DE LA CALLE DEL ESCÁNDALO
SAMANTHA HOLT
Traducido por
CRISTINA HUELSZ
ÍNDICE

Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13

Sobre la autora
Sobre la traductora
1

Unos delicados dedos se enroscaron en el antebrazo de Leo. Bajó la


mirada hacia los dedos contra el mohair de su chaqueta y se detuvo, con
el pie derecho apoyado en el escalón del carruaje.
─No me vas a dejar, ¿verdad?
Le dedicó una sonrisa a Lady Somner y volvió a apoyar el pie en el
suelo para luego girarse y mirarla de frente. Ella apartó los dedos, pero
permaneció a un palmo de distancia. Él olió su costoso perfume
generosamente aplicado y recorrió brevemente con la mirada la elegante
columna de su lujoso vestido de seda.
Un vestido que se ceñía cuidadosamente a cada curva, curvas que él
conocía íntimamente, aunque por poco tiempo. Ciertamente, habían sido
curvas agradables. Incluso podría decirse que excepcionales.
Lady Somner ofrecía todo lo que uno podía desear de una amante viuda:
discreción, entusiasmo, humor y un atractivo que aún no había
desaparecido, a pesar de ser quince años mayor que él.
Pero aunque ella estuviera dispuesta a ofrecerle una muestra de todas
sus cualidades excepcionales, ni siquiera ella podría persuadir a Leo de que
rompiera su regla cardinal.
Nada de compromisos. Nada de segundas oportunidades.
─Me voy a vivir una vida solitaria en el campo ─bromeó.
─Dios mío, pero ¿por qué? Ni siquiera te agrada el campo. ─Sus labios
formaron un mohín tentador, pero él recordó las severas palabras de su
madre.
No iba a decirle a Lady Somner que su madre se lo había exigido entre
un cuidadoso espectáculo de lágrimas y toses espasmódicas y que él, un
hombre adulto de veintiséis años, había sido completamente engañado y era
incapaz de negarse a su única exigencia.
─¿Se trata de ese... escándalo? ─susurró ella─. Sé que nunca harías algo
así.
─Necesito aire del campo y un poco de cacería ─respondió él
vagamente─. No temas, no estaré fuera mucho tiempo.
─Espero que no. ─Ella se mordió el labio inferior y lo miró a través de
sus pestañas, un movimiento deliberadamente calculado según su
estimación─. Te echaré mucho de menos.
─Y yo a usted, Lady Somner. ─Inclinó la cabeza y le dio un rápido beso
en los nudillos enguantados─. Pero, por desgracia, un caballero debe hacer
lo que un caballero debe hacer.
Ella frunció el ceño. ─¿Disparar y respirar aire del campo?
─Algo parecido. ─Él esbozó otra sonrisa y el ceño se le suavizó.
─No me olvides.
─Nunca, milady.
Subió al carruaje, la saludó con la mano y dio unos golpecitos en el
techo. Se recostó en el asiento, ignorando el beso soplado de Lady Somner.
Ella conocía sus reglas. Todas sus amantes las conocían. Diablos, toda la
sociedad londinense las conocía. Lord Leonard Moncrieff no se acostaba
con la misma mujer más de una vez.
Ni siquiera la bella Lady Somner podía obligarlo a romper esa regla.
Había experimentado el apego y sentido su doloroso aguijón. Tenía pocas
ganas de volver a sufrirlo.
El vehículo se alejó de la casa y circuló lentamente por las concurridas
calles. Contempló lúgubremente el sombrío interior del carruaje y exhaló un
suspiro. Lady Somner no se equivocaba. No le agradaba el campo y apenas
visitaba la residencia familiar.
Pero, por desgracia, él y el escándalo se habían hecho muy amigos
últimamente: las historias de sus aventuras aparecían a menudo en las
páginas de los periódicos. Y aunque la mayoría de ellas eran narraciones
suaves que podían sobrellevarse con facilidad, esta última no se
desvanecería tan rápidamente.
Lo peor era que él no tenía nada que ver con todo aquel sórdido
embrollo. Si iba a ser acusado de plantar un niño en el vientre de la hija de
un duque, al menos podría haber disfrutado del placer.
Señor, podía tener sus reglas, pero ni siquiera él era tan insensible como
para abandonar a una inocente a su suerte. Por desgracia para él y sus dos
hermanos, el amante secreto de dicha dama había sido visto una o dos veces
y se parecía a ellos tres.
Se cruzó las manos sobre el estómago, se echó hacia atrás y estiró las
piernas al máximo. Sacudió la cabeza para sus adentros. La dama en
cuestión no admitía quién era su amante, y el hombre tenía una complexión
y un color de cabello similares al de ellos tres. Era cierto que ni él ni sus
hermanos eran vírgenes inocentes, pero el furor que rodeaba toda la
situación empezaba a resultar tedioso.
Especialmente para su madre, quien podía estar delicada de salud y
encontraba toda la debacle agotadora. Tanto que ni siquiera Leo pudo
negárselo cuando le pidió que abandonara la ciudad hasta que descubrieran
al amante o hasta que las malas lenguas dejaran de hablar de él.
Leo podía negarle cualquier cosa a una mujer con un destello de sonrisa
y mandarla a paseo prácticamente saltando, como si hubiera sido su
elección. Sin embargo, no podía negarle nada a su madre.
Así que allí estaba, de camino a lo más profundo y oscuro de Cumbria,
donde no habría más compañía que ovejas y cebadas para llevar una vida
solitaria durante Dios sabe cuánto tiempo.
Al menos, supuso, sería bastante fácil evitar al bello sexo. Le había
jurado a su madre que renunciaría a la compañía de todas las mujeres y eso
sería bastante fácil en Langmere. El pueblo rural junto a la propiedad de su
hermano criaba mujeres robustas que apenas eran conocidas por sus
encantadores modales o sus habilidades en el tocador. Además, la mayoría
tenía más de cincuenta años.
Sólo había habido una mujer interesante en Langmere, y hacía tiempo
que había desaparecido. Aunque no era más que una niña cuando él la
conoció.
Se sacudió los pensamientos sobre Rebecca y cerró los ojos. Era mejor
que se dedicara a una existencia aburrida y soñolienta como caballero de
campo durante los próximos meses. El Señor sabía que en Langmere nunca
ocurría nada interesante y dudaba que eso hubiera cambiado en la última
década.
R EBECCA SE AGACHÓ y se ocultó en las sombras entre el edificio y el puesto
del mercado. El toldo a rayas ondeaba con el viento fresco que soplaba
desde el lago. A pesar del sol radiante, era temprano y Langmere aún no
había entrado en calor, por lo que sintió un escalofrío que la obligó a ceñirse
su pelisse.
Se asomó al poste astillado de la caseta y respiró hondo. No sabía si la
afluencia de visitantes a Langmere la ayudaría o la perjudicaría. Al menos
podría perderse entre los enjambres de mujeres que habían optado por pasar
el verano huyendo del aire espeso de Londres y disfrutar de la hermosa
campiña de los lagos. No culpaba a los visitantes por querer venir aquí.
Crecer en un lugar así había sido idílico.
Al menos hasta que se había dado cuenta de que todo había sido falso.
Sin embargo, que hubiera más gente también significaba más
posibilidades de ser reconocida. Además, la mayoría conocería su triste
historia. Todo gracias al maldito libro expuesto en el puesto. Ella ni siquiera
lo había leído, pero su madre sí lo había hecho y se había sentido muy
afligida por la divulgación de sus desgracias.
Rebecca tomó un ejemplar. El libro parecía inofensivo: una guía de los
lagos. La pequeña ciudad de Langmere había sido muy elogiada por la
naturaleza curativa de su aire y por sus acogedores habitantes. Ella no
estaba segura de sentir tal acogida, no después de lo que había hecho su
padre.
Hojeó las páginas hasta que vio su nombre. Su corazón dio un pequeño
vuelco. Hacía más o menos un mes de su ejecución y nadie se había
cansado de la historia de aquel estafador y de cómo había eludido su
captura remando a través de los lagos.
O más exactamente, evadido temporalmente.
Lo habían capturado una semana después y lo habían condenado a la
horca. Había dado tanta notoriedad a la ciudad que ella sospechaba que no
era sólo el aire curativo lo que atraía a todos los visitantes.
Dejó el libro en su sitio y salió entre un grupo de mujeres jóvenes de su
edad, con el ala del sombrero baja sobre la cara. Qué mala suerte que se
pareciera a su padre con su aspecto y su cabello teñido de rojo. Si pudiera
parecerse a su madre. Qué miseria era andar por ahí con los rasgos de un
hombre que había mentido y las había abandonado. Qué horrible tenía que
ser para su madre mirarla.
Aun así, con un poco de suerte, no tendría que quedarse mucho tiempo
en Langmere. Lo único que tenía que hacer era encontrar el lugar donde su
padre escondió sus pertenencias antes de marcharse a Italia hacía tantos
años. Él había estado en su vida hasta los dieciséis años y ella conocía sus
lugares favoritos. Seguro que el diamante estaría allí, en alguna parte.
Y una vez que lo encontrara, podría arreglar las cosas y tal vez
compensar la ruina que él había dejado tras de sí. Ahora estaba muerto y,
por lo que decían los periódicos, tenía pocas disculpas que pedir. Si él no
podía arreglar las cosas, entonces ella debía hacerlo.
La luz del sol centelleaba en el lago y las damas se detuvieron a admirar
las montañas que lo rodeaban, maravilladas por su majestuosa belleza.
Rebecca podría haberse detenido a admirarlas también, pero el herrero salió
de la puerta de la herrería y miró en su dirección. Su corazón dio un vuelco.
El señor Cooper había sido el herrero desde que ella podía recordar. Y si
ella se acordaba de él, ¿se acordaría él de ella? Había pasado casi una
década desde que regresó a casa, y sin duda había crecido desde entonces.
Miró a su alrededor y ella se colocó detrás de una de las señoras más
altas, pero no pudo evitar observarlo. Tal vez él no la reconocería, tal vez
ella podría ocuparse de sus asuntos con facilidad y terminar con este lugar a
toda prisa.
Se le hizo un nudo en la garganta cuando el herrero se detuvo. Debería
apartar la mirada. Incluso huir. Pero un temblor helado la recorrió e hizo
que sus miembros se agarrotaran. Su ceño se frunció y luego sus ojos se
abrieron de par en par.
Se apartó bruscamente, retrocediendo a toda prisa por el camino, y
respiró con dificultad. ¿La había reconocido? Qué tonta era. Su padre era
casi el hombre más famoso de toda Inglaterra en ese momento. Dios mío,
hasta los periódicos de Italia habían escrito sobre él.
Su búsqueda del diamante no sería fácil, especialmente si él se daba
cuenta de a quién había visto. Su padre había hecho tanto daño a la gente de
Langmere, que nunca volvería a ser bienvenida aquí, y tendría suerte si no
se convertían en una turba y le exigían algo de justicia. Sin duda, había
muchos que pensaban que la horca no había sido suficiente castigo para su
padre.
A veces ella pensaba lo mismo. No tenía que enfrentarse al daño que
había dejado tras de sí. Ella y su madre habían sobrevivido a su traición y se
habían beneficiado de casi una década lejos de él, pero había otros cuyo
dolor era reciente y devastador. Si podía ayudarlos, debía hacerlo. Alguien
tenía que pagar por los pecados de su padre, y bien podría ser ella.
Pero primero tenía que encontrar una mejor forma de pasar
desapercibida por la ciudad y un lugar donde quedarse. Tenía una idea, pero
no estaba segura de tener el valor suficiente para volver allí. No después de
tanto tiempo y menos aún después de cómo se había marchado.
Sin embargo, sospechaba que no tenía otra opción.
2

Sólo se podía llegar a Eastwick Hall atravesando el pueblo de Langmere.


Leo se mantuvo a la sombra del carruaje, consciente de que la cresta en el
lateral llamaría la atención. Algunos incluso podrían pensar que su
hermano, el marqués de Kirbeck, había llegado. Si quería cumplir la
promesa que le había hecho a su madre, tendría que ser discreto. Sobre todo
teniendo en cuenta que la antes tranquila ciudad estaba llena de gente.
O más exactamente, repleta de mujeres.
Parecía como si cientos de ellas pasearan por la orilla del lago, tomadas
del brazo, con sus bonitas sombrillas ondeando al compás de la brisa.
Imaginó que olía su perfume en la ventana abierta del carruaje y que oía su
charla. Sacudió la cabeza con una risita. Dudaba mucho que aquello fuera
lo que su madre pretendía cuando le sugirió que se escapara a Langmere.
Bueno, sugerencia era una buena manera de decirlo. Creía que su
menuda madre lo habría arrastrado hasta allí de una oreja si se hubiera visto
obligada a hacerlo. Podía negarle cualquier cosa a cualquier mujer, pero no
a ella.
Ahora, deseaba haber sido más fuerte. No sólo tenía que residir en el
lugar donde su corazón se había hecho añicos, sino también tenía que evitar
la tentación. Había pensado que sería fácil, hasta que vio a las primeras
jóvenes en el camino. No sabía qué las había traído a todas a la ciudad del
lago, pero era seguro suponer que la mayoría de esas jóvenes acompañaban
a madres y tías y que había pocos hombres para mantenerlas bajo control.
Ahora, tendría que asegurarse de mantenerse a sí mismo bajo control. La
tentación de tener un coqueteo con alguna viuda dispuesta o una solterona
aburrida ya le carcomía las tripas. Cualquier cosa con tal de no tener que
pararse a pensar dónde estaba.
Se vio reflejado en la ventana cerrada del lado opuesto del carruaje y se
miró a sí mismo. No. Él era mejor que eso. Que las mujeres acudieran a él
con facilidad no significaba que fuera una criatura lujuriosa con poco
control sobre su libido. Por no mencionar que sería mucho más difícil
seguir sus propias reglas en esta pequeña ciudad. Mantendría su promesa a
su madre y evitaría a las mujeres por completo. Una vez que las habladurías
se hubieran calmado, podría volver a Londres y disfrutar de la vida como
siempre lo había hecho, con total y absoluta complacencia.
El carruaje se detuvo en la casa tras un bendito y breve viaje por
callejuelas llenas de baches. El ama de llaves y los criados ya estaban en
fila afuera para darle la bienvenida, y Leo bajó del vehículo echando un
breve vistazo al edificio. Nada había cambiado desde su última visita, ni tan
siquiera el personal de servicio por lo que parecía.
─Señora Jones ─saludó al ama de llaves─. Señor Quigley.
El ama de llaves había estado casada con el señor Quigley casi veinte
años, pero como la señora Jones había trabajado en la casa como señora
Jones antes de la llegada de Quigley, había mantenido su nombre anterior.
A Leo le divertía bastante ver cómo se parecían más y más cada vez que los
veía, ambos disminuyendo lentamente de tamaño con el cabello encanecido.
El señor Quigley también tenía ahora gafas de un estilo similar a las de la
señora Jones.
─¿Cómo estuvo su viaje, milord? ─preguntó el ama de llaves.
─Tolerable. ─Señaló con un dedo en dirección al pueblo─. Dígame,
¿por qué Langmere acoge a la mitad de las jóvenes de Inglaterra?
Los labios de la señora Jones se curvaron. ─¿No me diga que no ha
leído el libro, milord?
─¿El libro? ─repitió.
─Oh, sí. ─Ella se volvió y él la siguió al interior. Ella le habló por
encima del hombro─. El señor Gerald Ferrers estuvo aquí el año pasado y
escribió sobre los lagos. Langmere recibió una mención especial por su
belleza y las cualidades curativas del aire. ─Hizo una pausa y esperó a que
le entregara los guantes y el sombrero a Quigley. Sus labios se torcieron─.
También documentaba algunos de los interesantes personajes que residen
aquí.
─¿Personajes interesantes? ─Él frunció el ceño─. ¿Tenemos personajes
interesantes?
─Bueno, está Rosie de Buttermere, por supuesto. Es una belleza tan
famosa.
─Por supuesto. ─Leo entonó pero tenía poca idea de quién estaba
hablando la mujer.
─Por no hablar de Fortescue, que fue ahorcado recientemente tras su
audaz fuga.
Leo apretó la mandíbula. No quería pensar en el padre de Rebecca. ─En
efecto.
─Incluso usted y sus hermanos son mencionados. ─Su sonrisa se
ensanchó.
─¿De verdad?
─Oh, sí. ─Se dirigió a su esposo─. ¿Cómo los describieron? ¿Los
elegibles pero indomables Lords de la calle del escándalo?
Leo hizo una mueca. Ese nombre había sido conjurado por algún
periodicucho de cotilleos hacía años porque todos ellos poseían casas
adosadas en la misma calle de Londres, y a pesar de que sus dos hermanos
rara vez residían allí, el apodo había divertido a muchos miembros de la alta
sociedad y se había quedado.
─Creo que el libro mencionaba lo apuestos que son, señora Jones
─comentó el mayordomo, y Leo captó el tic de sus labios.
─Parece que ustedes dos han estado leyendo últimamente.
─Bueno, necesitábamos estar informados, milord ─dijo Quigley,
enderezando los hombros.
─La cena será a las siete, milord ─le informó la señora Jones─. Su
habitación habitual está preparada.
─Excelente, gracias. ─Giró sobre sus talones y se dispuso a subir la
gran escalera de madera que se encontraba a un lado del gran salón, pero el
ama de llaves carraspeó, así que él se volvió de nuevo para mirarla─. ¿Hay
algo más?
─Sus hermanos han avisado de que se reunirán con usted en los
próximos días. ─Entrelazó las manos frente a ella─. ¿Debería prepararme
para algo, milord? ¿Una fiesta en casa quizás?
Leo negó con la cabeza. Habían pasado varios meses desde la última
vez que vio a alguno de sus hermanos. Alexander estaba en algún lugar de
los Alpes. No estaba seguro de Adam, pero lo más probable era que se
encontrara en uno de los muchos infiernos de juego de Londres. No debería
haberle sorprendido que su madre los hubiera persuadido para que vinieran
aquí también; después de todo, él no era el único acusado de haber dejado
embarazada a la pobre señorita Kingsley.
─No haremos absolutamente nada ─respondió él.
─¿Absolutamente nada? ─repitió el ama de llaves, frunciendo el ceño.
─En efecto. Absolutamente nada.
─Absolutamente nada ─oyó murmurar el mayordomo a su esposa
mientras Leo subía las escaleras─. Eso no parece cierto, ¿verdad?
Leo sonrió para sus adentros. Quigley no era el único que pensaba así.
Su nueva vida, aunque temporal, de soltero recluido ya había empezado a
tambalearse con la introducción de todas aquellas mujeres, pero si no podía
tener el autocontrol de evitarlas, entonces se merecía el desprecio de su
madre.
Suspiró. Por aburrido que fuera, suponía que iba a tener que ser un hijo
obediente, sobre todo con sus hermanos cerca.

¿P OR QUÉ ESTABA AQUÍ L EO ? Rebecca había seguido sus actividades en los


periódicos. Él nunca venía a Langmere. Nunca.
Apoyó la espalda contra la pared de los establos. Un poco de polvo de
ladrillo cayó sobre ella. Arrugó la nariz y contuvo la respiración. La luz de
la lámpara sólo le ofrecía un atisbo de sus rasgos cuando él se metió en el
edificio, que estaba envuelto en la oscuridad por lo avanzado de la hora.
Todavía le daba un vuelco el corazón. Incluso después de tantos años.
No debería haberle sorprendido. Siempre le hacía eso, y los años habían
sido benévolos con él, endureciéndole la mandíbula y marcándole los
hombros.
Llevaba una camisa ligeramente desabrochada y remangada, que dejaba
al descubierto unos musculosos antebrazos cubiertos de vello. Murmuró
algo al caballo y a ella le dio un vuelco el estómago. Si cerraba los ojos,
volvería a tener dieciséis años, escuchándolo hablar a sus caballos sentado
en un taburete de ordeñar y observándolo con admiración. Su amor por los
animales los había unido, pero eso se había convertido rápidamente en algo
más.
Alguna vez sospechó que Leonard Moncrieff sería al único hombre al
que amaría.
Sin embargo, que siguiera siendo amable con los animales no
significaba que fuera el mismo hombre. Le dolía leer todas las columnas
dedicadas a él y a sus devaneos, pero no podía evitarlo. Hacía casi diez años
que no hablaban y ella no podía evitar querer conocer todos los detalles de
su vida, aunque le doliera leer sobre el libertino en el que se había
convertido.
Él se detuvo y se dio la vuelta, con la luz dorada reflejándose en su
rostro. Ella respiró hondo. No era de extrañar que las mujeres se le
acercaran en tropel. El atractivo joven que había conocido se había
convertido en el hombre más apuesto que había visto jamás.
Se tapó la boca con una mano cuando él frunció el ceño. Levantó la
lámpara y miró hacia las sombras. Ella esperó, con el corazón golpeándole
el pecho tan fuerte que temió que él la oyera.
Entonces él sacudió la cabeza, devolvió la lámpara al pedestal y se
volvió hacia el caballo, alisando con sus fuertes manos los flancos del
animal.
Rebecca inhaló un suspiro tembloroso por las fosas nasales. Y se
arrepintió. Al instante el polvo de ladrillo y el heno combinados le hicieron
cosquillas en la nariz y sus ojos se llenaron de lágrimas. Se pasó un dedo
por la nariz, pero fue en vano. Un estornudo estalló, rompiendo la quietud.
Se apartó de la pared con la intención de escapar, pero fue demasiado
tarde. Leo descendió sobre ella y la agarró del brazo. ─¿Quién eres?
─preguntó él.
Ella intentó zafarse de su fuerte agarre, pero él le agarró el otro brazo.
Cuando fue a empujarlo, él le devolvió el empujón y ella perdió el
equilibrio y cayó sobre un montón de heno. Él cayó con ella, arrastrado por
la repentina caída. Ella perdió el aliento al sentir el impacto de su cuerpo
sobre el de ella, su fuerza y su altura totalmente evidentes.
─Suéltame ─gruñó ella, luchando contra su agarre.
─¿Qué haces aquí, chico?
Ella se quedó quieta al oír la palabra. Él no la había reconocido. Supuso
que estaba demasiado oscuro. Y eso significaba que su disfraz había
funcionado. Con un poco de suerte, podría excusarse, marcharse y él no se
daría cuenta de su presencia.
─Sólo buscaba refugio ─murmuró, manteniendo la voz baja.
Él la tenía inmovilizada, con los dedos enroscados en ambas muñecas.
La conciencia de su duro cuerpo sobre el suyo la hizo estremecerse a pesar
de sí misma. Se retorció una vez más y él ladeó la cabeza, soltándole los
brazos de repente. ─No eres un chico.
Rebecca levantó el puño y lo golpeó en el pecho. Le dolieron los
nudillos al contacto y chilló. Leo volvió a sujetarla por las muñecas y la
volvió a inmovilizar, aparentemente sin darse cuenta del golpe.
─Suéltame ─dijo ella apretando los dientes─. No estaba haciendo nada
malo.
─Sigue retorciéndote así y te arrepentirás.
─Yo... ─. Tragó saliva, comprendiendo de repente lo que quería decir.
Se rindió a su agarre y dejó caer la cabeza hacia un lado─. ¿Qué vas a hacer
conmigo?
─Bueno, se me ocurren unas cuantas... ─Hizo una pausa, le puso una
mano en la barbilla y la instó a mirarlo. ─¿Rebecca?
La negación ardió en su lengua, pero no sirvió de nada. Su disfraz no
había funcionado y su plan de esconderse en el establo de Eastwick no
había servido para nada. Tendría que huir y encontrar refugio en otro lugar.
─¿Qué diablos haces aquí? ─Se apartó de ella, se puso en pie y le
tendió la mano.
Ella la ignoró y se puso de pie. Barrió la paja de sus pantalones
prestados. La pobre señora Smith se iba a preguntar dónde había ido a parar
la ropa de su hijo por la mañana. Se frotó las muñecas.
─¿Te he hecho daño?
─Sí.
─Pues a mí también me has lastimado. ─Se frotó el pecho con una
rápida sonrisa. Una sonrisa que ella recordaba muy bien. La sonrisa
característica de Leo que siempre le aceleraba el corazón. Sin duda hizo que
los corazones de muchas otras mujeres se aceleraran también, pensó con
tristeza.
─Lo siento, pero ni siquiera se suponía que estuvieras aquí ─soltó ella.
─En mi casa.
─¡Sí! Nunca estás aquí. Lo sé por... ─Miró hacia sus pies y apartó de
una patada un montoncito de heno─. Sólo lo sé.
Ella miró hacia arriba para ver su boca inclinada. ─Entonces, ¿me has
estado vigilando?
─No. ─Ella negó enérgicamente con la cabeza.
Él acortó la distancia que los separaba, de modo que ella tuvo que
estirar el cuello para mirarlo. Dulce María, ¿por qué tenía que volverse tan
apuesto? ¿Por qué seguía afectándola después de tantos años?
─¿Dónde has estado, Rebecca? ¿Y por qué estás aquí? Demonios, han
pasado diez años...
─Nueve.
─¿Qué te ha pasado? Íbamos a... ─Sacudió la cabeza─. Y entonces
simplemente...
─Tuvimos que irnos de repente, pero créeme que lo lamento.
─¿Y no pudiste avisarme? ─Él sacudió la cabeza─. Por un momento te
creí muerta.
A ella se le hizo un nudo en la garganta cuando a él se le quebró la voz.
¿Podría ser que se hubiera sentido realmente herido? Ella se había
convencido de que su desaparición no le había causado ningún daño.
¿Cómo iba a ser así si él había llevado una vida de placer? Pero ¿y si...?
Miró hacia la puerta abierta de los establos. Ella no estaba aquí para
esto y no podía dejarse distraer por pensamientos de lo que podría haber
sido. Ahora eran dos personas completamente diferentes.
─Lo siento. De verdad ─repitió, y luego se escabulló junto a él,
esquivando un brazo extendido y adentrándose a toda velocidad en la
noche. Oyó que la llamaba por su nombre, pero se negó a mirar atrás.
Su amor estaba en el pasado y allí se quedaría.
3

Leo ignoró la sonrisa simpática de una atractiva joven, pero inclinó


bruscamente la cabeza. Hasta ahora, ignorar las bonitas ofertas de los
nuevos residentes de Langmere había sido relativamente fácil.
Sobre todo porque la estaba buscando a ella.
Hizo una mueca para sus adentros. No debería.
Estaba claro que Rebecca no quería saber nada de él, pero, maldita sea,
al menos él se merecía una explicación de por qué ella nunca había vuelto o
por qué ni siquiera había escrito una breve misiva para decirle que estaba a
salvo.
Respiró hondo y avanzó por el sendero que bordeaba el lago. Lo más
probable era que hubiera huido para no volver a ser vista. Después de todo,
ésa era su técnica habitual. Decirle a un hombre que lo amaba y luego
desaparecer, dejando que ese hombre se preguntara qué demonios había
pasado.
Sacudió la cabeza. Con Rebecca había imaginado tantas cosas para
ellos. Matrimonio, hijos, una larga vida juntos. Qué tonto había sido. Al
parecer, sus planes habían significado mucho menos para ella que para él.
¿No se daba cuenta de que él podría haberla protegido de lo que fuera de lo
que estaban huyendo?
Sí, entonces eran jóvenes, pero él aún tenía poder y privilegios a sus
espaldas. Fuera lo que fuera lo que su padre había hecho -y al parecer había
hecho muchas, muchas cosas-, podría haber ayudado a Rebecca.
Maldita mujer testaruda. Ni siquiera debería estar pensando en ella. Y,
desde luego, no debería estar escudriñando las caras de todos los chicos del
pueblo por si ella volvía a hacer acto de presencia. Tal vez no pudiera tocar
a una mujer, como había prometido, pero seguro que al menos podría
disfrutar de la vista de las hermosas jóvenes que paseaban por la orilla del
lago y entraban y salían de las pocas tiendas que había en la orilla.
Parecía que no. Su mirada se fijó en un joven con sombrero de ala
ancha. La escasa luz de los establos no le había permitido prestar toda su
atención a lo que llevaba puesto Rebecca, pero había estado encima de ella
el tiempo suficiente para saber que rellenaba las prendas del chico de todas
las formas equivocadas.
No cabía duda de que Rebecca se había convertido en una mujer en
todos los aspectos que él admiraba, y sospechaba que le iba a costar olvidar
la sensación de sus suaves pechos bajo él.
Pero eso no ayudaba a su estúpido disfraz. Parada torpemente al lado de
la herrería, con los brazos cruzados y llamando la atención de él hacia las
curvas mencionadas, su mirada se desvió hacia todos lados. ¿Por qué había
vuelto y por qué demonios había vuelto ahora vestida de un chico?
Ah, sí, por no hablar de por qué se había escondido en los establos de
Eastwick. Tuvo que suponer, por su desaliñado estado, que no tenía dónde
quedarse.
La mayoría de los alojamientos estaban llenos e incluso los que
normalmente no recibían huéspedes habían abierto sus puertas a los
visitantes, viendo una buena oportunidad para ganar algo de dinero. No
obstante, Rebecca había crecido aquí. Seguro que podría encontrar a
alguien que la acogiera.
Se detuvo junto al bazar del señor Beaumont, fingiendo que tomaba un
libro del puesto exterior para hojear las primeras páginas.
Ignoró el texto y miró a Rebecca desde la periferia de su campo de
visión. No podía comprender lo que ella tenía en mente ni por qué
permanecía en su lugar junto a la herrería. Ella dio un paso adelante y luego
retrocedió de nuevo, apretándose contra la pared antes blanca del edificio.
El paso de los carros y la naturaleza del trabajo del herrero habían teñido las
paredes de un gris que se desvanecía gradualmente hacia el piso superior
del edificio, revelando su prístino color blanco.
Un perro se le acercó a ella y él vio que su expresión se suavizaba.
Sonrió, a su pesar. Nada había cambiado entonces. Rebecca nunca había
podido resistirse a los animales de ninguna clase. Su madre había estado a
punto de perder el juicio por su necesidad de acoger a todos los perros
callejeros de Cumbria. Aún recordaba el momento en que había traído a
casa una serpiente de hierba y su madre había puesto el grito en el cielo al
verla.
Ella se agachó para mimar al perro, pero se detuvo cuando el señor
Cooper, el herrero, salió de su edificio, miró a izquierda y derecha y
finalmente hizo un gesto al perro para que volviera al interior. El perro se
escabulló obedientemente y el señor Cooper se detuvo con las manos en las
caderas mientras miraba a Rebecca.
Leo no tenía ni idea de la conversación que habían mantenido, pero el
herrero no era tonto y Leo dudaba de que el disfraz amortiguara su
curiosidad, sobre todo teniendo en cuenta que Rebecca estaba al acecho
fuera de su edificio.
Rebecca le dijo algo, se dio la vuelta precipitadamente y se detuvo
cuando el herrero dijo algo más. Sus ojos se abrieron de par en par y bajó la
mirada.
Leo suspiró y se acercó. No le debía nada. Nada de nada. Nadie lo
culparía por abandonarla a su suerte después de lo que ella le había hecho.
─¿Cómo te llamas, muchacho? ─preguntó el herrero. ─Te reconozco.
Rebecca entonó una voz grave que hizo que Leo se estremeciera. ─Eh...
mi nombre... ─. Miró a su alrededor─. Eh...
─¿Ahora no puedes recordar tu propio nombre? ─El herrero se acercó─.
¿Qué pretendes? ─Se cruzó de brazos─. Si estás aquí para crear
problemas...
Leo se puso al lado de Rebecca. ─Perdóneme, señor Cooper, este es
Frederick. Es un nuevo mozo en Eastwick.
El hombre entrecerró la mirada. ─Ya veo. ─Bajó los brazos a los
costados─. Será mejor que le advierta a su chico que no se entretenga,
milord. Parece sospechoso. ─El herrero pasó junto a él y se inclinó─. Y
tenga cuidado. El chico parece un poco atontado.
Leo apretó los labios para no soltar una risita y asintió con sinceridad.
─Así lo haré, señor Cooper, gracias.
Tomando del brazo a Rebecca, la condujo fuera del edificio. ─Ven
conmigo, Frederick. Vamos a llevarte de vuelta a Eastwick.
Ella tiró de él, pero él no se detuvo hasta que estuvieron a cierta
distancia de la herrería y hacia el otro extremo de la ciudad, donde la
multitud de gente disminuía.
─Eso no era necesario.
Él miró su expresión decidida y se rio. ─Eres terrible intentando ser un
chico, Rebecca.
─Estaba bien hasta que llegaste tú.
─El señor Cooper pensó que estabas loca.
─Bueno... habría estado bien ─insistió ella.
─No pareces estar bien. ─Le echó un vistazo a su aspecto sucio y
desaliñado. ─Parece que necesitas descansar y lavarte. No me extraña que
el señor Cooper pensara que eras una problemática. ─Se pasó una mano por
la cara, no muy dispuesto a creer lo que estaba a punto de hacer. Tantas
veces se había imaginado su regreso y cómo se comportaría. La regañaría,
tal vez incluso le gritaría. O simplemente la miraría y se marcharía.
Nunca, ni una sola vez, pensó que le ofrecería refugio.

─V EN CONMIGO .
Ella se le quedó viendo por un momento. ─No.
Era irrealizable. Imposible. Total y completamente inaceptable que se
fuera con él. Pero una pequeña parte de su mente exhausta quería alcanzar
la mano tendida.
Dos días de búsqueda y no había encontrado nada. La noche anterior se
había conformado con dormir en un corral de ovejas. Olía mal y su
estómago se quejaba de no poder poner un pie en la posada o en el salón de
té en ese estado.
La mano extendida, grande y capaz, la tentaba y la atraía. Qué fácil
sería aceptarla y revivir aquellos bellos momentos de romance que habían
compartido cuando eran jóvenes.
Qué fácil y qué tonto.
─Ven conmigo, Rebecca ─dijo con fuerza.
─No.
La tentación la arañó como un animal salvaje tratando de escapar de su
jaula. ¿Qué daño le haría? murmuró una voz rebelde.
Esa misma tentación la empujó a dar un paso atrás. No tenía intención
de quedarse. Aunque quisiera, no podría. Este lugar no había sido su hogar
desde que su padre lo arruinó para ella. Si cedía, le costaría mucho
marcharse, una vez más.
Leo dio un paso adelante, siguiéndola de cerca. Se alzaba sobre ella y su
cabeza le llegaba a los hombros. Su anchura era aún más evidente a la luz
del día.
Giró el cuello para verlo, entrecerrando los ojos bajo la brillante luz del
sol. La luz lo silueteaba, enmascarando ligeramente sus rasgos, pero ella ya
había visto suficiente. Los años habían sido más que benévolos con él,
aumentando la anchura de su mandíbula, añadiendo pequeños toques
dorados a los rizos castaños de su cabello y ensanchando un poco su boca.
El hoyuelo de la barbilla seguía ahí, y sus dedos se crisparon al recordarlo.
Cómo le había gustado apretar un dedo en aquel hoyuelo antes de que él se
abalanzara sobre ella y la besara sin aliento.
Sin embargo, sus ojos azules tenían una intensidad que ella no
recordaba. Una especie de fuego persistente tras ellos que la hizo querer
buscar su mirada hasta descubrir por qué.
No. Dio otro paso atrás.
─No voy a ir contigo ─insistió.
─Rebecca, apestas.
─Bueno, eso es encantador.
Él se encogió de hombros y sonrió. Su estómago hizo ese revoltijo que
recordaba de la noche anterior, e inhaló profundamente. Leo siempre tenía
una sonrisa encantadora y la utilizaba a su favor. Sin duda, se la había
mostrado a muchas mujeres últimamente, y ella sería tonta si cayera en la
trampa.
─Es la verdad.
Rebecca levantó la barbilla. ─Si apesto tanto, le sugiero que se vaya,
milord.
─Oh, así que ahora es milord.
─Siempre ha sido milord.
─Hmm, no estoy tan seguro. Hace un tiempo era Leo. ─Se inclinó y
bajó la voz─. De hecho, creo que solía ser más específicamente tu Leo.
Un doloroso tirón le revolvió el estómago. ─Eso fue hace mucho
tiempo.
La expresión de él cambió. ─Así es.
─Sí. ─Ella se cruzó de brazos─. Bueno... en fin. Debería...
Él la tomó del brazo y lo rodeó con firmeza. ─No vas a ir a ninguna
parte. Ven conmigo y al menos báñate.
─He dicho que no.
─Y yo he dicho que vengas conmigo.
Ella se soltó de su mano. ─Estoy segura de que estás acostumbrado a
darles órdenes a las damas, a que hagan lo que tú les pides, pero quizá
recuerdes que yo nunca fui una de ellas. ─Lo miró fijamente─. Eso no ha
cambiado.
La sonrisa regresó. ─Ya veo.
─Entonces, si me disculpas. ─Intentó rodearlo, pero él se puso delante
de ella.
─Ven conmigo o te delataré.
Ella miró a su alrededor, observando a los numerosos visitantes que se
arremolinaban en torno al lago y a los lugareños que aprovechaban la
ocasión para ganar más dinero. Si sabían quién era, nunca tendría la
oportunidad de encontrar el diamante. Lo más probable es que la echaran de
la ciudad.
Miró a Leo, cruzada de brazos. ─No lo harías.
─No tengo ni idea de por qué sientes la necesidad de este... disfraz. ─Le
hizo un gesto con la mano─. Pero si no vienes, le confesaré al herrero que
Frederick es en realidad la señorita Rebecca Fortescue, que ha regresado de
Dios sabe dónde después de casi diez años.
─No.
Él asintió. ─Estoy seguro de que el señor Cooper no perderá tiempo en
decírselo a los demás. Después de todo, le gustan los cotilleos.
Apretando los dientes, consideró sus opciones. La fatiga era tan
profunda que juraba que la sentía en los huesos. El olor tampoco era mucho
mejor, ni la sensación de suciedad en la piel, que le producía picor. El señor
Cooper era un chismoso y toda la ciudad tardaría unas horas en enterarse de
su regreso. Incluso si los eludía ahora, estarían al acecho de ella, haciendo
su caza aún más difícil, si no imposible.
─Eres un canalla ─murmuró.
─Oh sí, un canalla terrible, queriendo verte descansada y bañada.
Puso los ojos en blanco. Parecía que él tampoco había perdido su toque
sarcástico. Lo señaló con el dedo. ─Quiero que sepas que esto es un
chantaje.
Su sonrisa ladeada hizo que las mariposas bailaran en su estómago.
Apretó los labios por si su propia boca decidía curvarse en respuesta. Aquel
hombre era demasiado encantador, irresistible y atractivo, y él lo sabía muy
bien.
Así que tendría que mantener la guardia especialmente alta porque, por
Dios, si alguien podía atravesar su escudo cuidadosamente construido, ése
sería Leo.
4

Rebecca se detuvo al ver las puntas de las chimeneas de Eastwick. Su piel


palideció visiblemente y negó con la cabeza. ─No pueden verme aquí.
Debo marcharme. ─Giró sobre un talón, pero Leo se puso delante de ella,
con los brazos cruzados.
─¿Por qué? ─La señaló con un gesto─. Si es por miedo al escándalo,
me atrevería a sugerir que andar merodeando, vestida de chico y durmiendo
-bueno, sólo puedo suponer que entre cerdos por el olor que desprendes- no
es el comportamiento de una joven respetable.
─Eso no me importa ─murmuró ella─. Mi padre ya nos ha causado
suficiente escándalo. ─Levantó la barbilla─. Y en realidad eran ovejas.
─Ganado, entonces. ─Él la miró fijamente, pero su mirada no vaciló─.
Sabes Rebecca, haces que sea horriblemente difícil para mí ayudarte.
─Yo no lo pedí.
─Cierto, pero lo tendrás a pesar de todo, así que será mejor que te
resignes.
Ella echó un vistazo a la casa por encima del hombro. ─No puedo ser
vista ─repitió.
─¿Por tu padre? ─Él sacudió la cabeza─. Mis sirvientes son de
confianza. Dios sabe que conoces a la mayoría de ellos de cuando éramos
más jóvenes.
─Eso no cambia lo que él hizo. ─Metió las manos en los bolsillos del
pantalón y apartó una piedra de un puntapié─. El daño que causó fue
imperdonable.
─No era muy querido aquí, sin duda.
─¿Así que entiendes por qué es imperativo que no me vean? ─Su
mirada se dirigió a la de él, sus ojos aceitunados se abrieron de par en par y
le imploraron.
─Entonces no serás vista ─declaró él.
─¿Cómo?
─¿No recuerdas cómo nos escabullíamos por Eastwick Hall cuando
éramos jóvenes?
Un poco de color apareció en sus mejillas. No había querido sacar a
relucir todos los recuerdos, pero sin duda hubo muchos besos y manoseos
en los rincones oscuros de la casa. A pesar de su corta edad, los
sentimientos entre ellos habían sido palpables.
Leo tenía la ligera sospecha de que esos sentimientos no se habían
desvanecido con el tiempo, a su pesar. No obstante, no iba a ceder ante
ellos. Le ofreció ayuda porque tal vez él era un libertino, pero no un canalla,
como ella había sugerido. Rebecca necesitaba ayuda y él no se perdonaría si
no se la ofrecía.
Era posible que él tampoco se perdonara por ofrecérselo. Sobre todo si
no dejaba de pensar en lo besables que eran sus labios y en lo mal que
ocultaba la ropa del chico unas curvas que, sin duda, se habían desarrollado
con la edad. Sus dedos se crisparon con el deseo de deslizar una mano por
su costado y recorrer esas curvas, lenta e íntimamente.
Inhalando profundamente, hizo un gesto hacia la casa. ─Te llevaré
adentro sin que te vean, te lo prometo.
Ella asintió, con la mandíbula apretada, y continuaron por el sendero
desgastado en la hierba que acabaría uniéndose al camino principal hacia la
casa. Leo guiaría a Rebecca a lo largo de la línea de árboles, fuera de la
vista de la casa y hacia la entrada del salón de baile. Nadie ponía un pie allí
a menos que estuvieran organizando una cena o un baile, y eso rara vez
ocurría dado que él y sus hermanos pasaban poco tiempo aquí.
─¿Me dirás dónde has estado? ¿Qué has estado haciendo todos estos
años?
Siguieron unos instantes de silencio, empañados únicamente por el
ruido de la hierba bajo los pies. ─Florencia ─respondió ella finalmente.
Un nudo se le hizo brevemente en la garganta y se lo tragó. ─Tan cerca.
─Aún es otro país─. Su mirada se cruzó brevemente con la de él antes
de fijarse en la casa que tenía delante.
─Estuve en Florencia el año pasado.
─Mi madre y yo somos muy reservadas. Mi padre se encargó de que no
formáramos parte de la sociedad.
─Seguramente habrá quien todavía te salude. ─Se señaló el pecho─.
Como yo, por ejemplo.
Ella esbozó una media sonrisa. ─Él pidió prestado, robó y dejó a la
gente sin un centavo. Maquinó y rompió corazones. No culpo a nadie por
hacernos a un lado.
Leo negó con la cabeza, deseando haber estado allí para consolarla.
Había muchos personajes escandalosos en la alta sociedad, pero ninguno
como Roger Fortescue. No sólo había acumulado grandes deudas y huido
de ellas, después de utilizar cualquier medio necesario para amasar nuevas
riquezas, sino que había dejado al viento no a una sino a dos esposas antes
de cometer fraude e intentar casarse con una joven de Grasmere, el pueblo
vecino al suyo, quien poseía una gran fortuna a su nombre. También había
cometido otros delitos menores, pero fue el fraude lo que lo llevó a la horca.
Fingir ser un par del reino se castigaba con la muerte la mayoría de las
veces.
─Debió dolerte saber la verdad sobre él.
Levantó un hombro. ─Mi madre y yo nos las arreglamos. Hay muchos
otros que sufrieron más en sus manos.
─Pero después de dieciséis años de tenerlo en tu vida...
Se llevó las manos a las caderas. ─No tengo ningún deseo de hablar de
él, Leo.
─No puedes culparme por tener preguntas. Tú en cambio desapareciste
en mitad de la noche sin decir nada.
─Sí, bueno... eso no se podía evitar.
─¿De verdad?
─¿Deseas que vaya contigo o no?
Leo consideró sus opciones. Si la dejaba seguir su camino, nunca se lo
perdonaría, pero que lo condenaran si al final no obtenía las respuestas que
buscaba. Rebecca Fortescue le había roto el corazón y había cambiado su
vida irreparablemente a una tierna edad.
─Me debes respuestas ─le dijo.
─No has cambiado ─respondió ella simplemente.
Oh, él había cambiado. En muchos aspectos. Se había endurecido,
asegurándose de que nunca más le harían daño. Ahora sería la verdadera
prueba. ¿Podría volver a tener a Rebecca en su vida sin que le volvieran a
romper el corazón?

F IEL A SU PROMESA , Leo la introdujo en la gran casa sin ser descubiertos.


Poco había cambiado en el tiempo que ella había estado fuera. Las escaleras
bellamente talladas y los techos pintados seguían robándole el aliento.
Algunos cuadros adornaban las paredes, entre ellos uno de Leo y sus
hermanos. Rebecca apartó la mirada de él y se dio cuenta de la insensatez
de su acción. Tenía al hombre real a su lado y era mucho más devastador
mirarlo que a un cuadro.
¿Por qué había aceptado? Podría haber sobrevivido otra noche en un
granero. Aquellos años en Italia, cuando su vida les fue arrancada de raíz
gracias a las deudas de su padre, le habían enseñado a sobrevivir por sí
misma. Había pasado de ser una joven mimada a ser prácticamente una
mendiga con los dedos ásperos y agujeros en los vestidos. Su suerte había
cambiado con los años, sobre todo gracias a las habilidades de su madre
como costurera y a la determinación de Rebecca para asegurarse de que no
pasaran hambre. Ahora tenían suficiente dinero ahorrado para que su madre
pudiera dejar de trabajar mientras Rebecca dirigía la modesta tienda en
Florencia.
Leo la condujo escaleras arriba, a través del pasillo hasta el ala este y
abrió la puerta que la separaba de la parte central de la casa. Sin lámparas
encendidas, sintió un escalofrío al sentir el aire fresco de aquella parte del
edificio sin calefacción. Una alfombra afelpada y larga se hundía bajo sus
pies, e hizo una mueca cuando vio sus huellas de barro detrás de ella. Tocó
el brazo de Leo.
─Eh... creo que podríamos acabar siendo descubiertos.
Él se detuvo y miró hacia donde les seguían las pisadas. ─Asumiré la
culpa, no temas. La señora Jones todavía piensa en mí como un chico
rebelde de todos modos.
Rebelde. Sí, esa era una buena manera de describirlo. Sin embargo, el
chico revoltoso que había conocido era muy diferente al hombre sobre el
que había leído todos estos años. Cuando lo conoció, “rebelde” podría haber
descrito la forma en que montaba a caballo a pelo más rápido que nadie que
ella conociera o cómo siempre metía animales heridos en su habitación.
Ahora significaba que se acostaba con todas las mujeres elegibles de
Londres. No era un comportamiento inusual en algunos miembros de la alta
sociedad, supuso, pero eso no impidió que su corazón sintiera una dolorosa
punzada.
Puso los ojos en blanco. Sinceramente, ¿qué esperaba? ¿Que él se
reservara para ella después de su desaparición? Sería una tonta si creyera
eso y lo último que quería era ser una tonta. Llevaba años encariñada con su
padre, admirando su capacidad para encandilar a cualquiera y creyendo de
verdad que era el mejor de los padres. Mientras que otras chicas tenían
padres que las ignoraban o desechaban constantemente sus ideas, su padre
ni una sola vez la hizo sentir pequeña o inútil.
Eso fue hasta que las arrastró a Italia en plena noche, obligándolas a
abandonar todo lo que conocían, antes de abandonarlas varias semanas
después con promesas de riqueza y comodidades.
Nunca regresó.
Y ella no volvería a creerse esas historias.
─Creo que esta habitación debería bastar... ─Leo giró el pomo de la
puerta y la abrió, revelando un dormitorio que ella no había visto antes.
Parpadeó ante la repentina invasión de luz. No le sorprendió que no lo
conociera, ya que Eastwick contaba con cuarenta dormitorios, aunque había
visto lo suficiente como para saber que la elegante habitación color crema,
con sus toques dorados y las guirnaldas de seda azul pálido sobre la cama,
no era inusual. La madre de Leo tenía un gusto impecable.
Ella se deslizó en la habitación, agradecida por los suelos de madera que
le permitían bordear la alfombra llena de detalles. Permaneció pegada a la
pared y miró por la ventana. La habitación daba a los jardines de la cocina,
donde vio a varios trabajadores. Se apartó de la ventana y se apoyó contra la
pared. ─¿Estás seguro de que nadie sabrá que estoy aquí?
─Absolutamente. ─Él sonrió─. Serás mi pequeño secreto.
Un escalofrío de placer la recorrió, aterrizando en lo más profundo de su
estómago. Las palabras eran escandalosas y pícaras. Una prueba de la clase
de hombre que era y un claro ejemplo de por qué no debía responder a sus
coqueteos.
─No me quedaré mucho tiempo. En cuanto haya... ─Hizo una pausa─.
Tan pronto como haya terminado mis asuntos en Langmere, partiré hacia
Florencia.
─Naturalmente. ─Su sonrisa se mantuvo, pero sus ojos azules se
endurecieron de una manera que ella nunca había visto antes─. ¿Y cuál es
exactamente tu asunto aquí?
Ella enderezó los hombros. ─Es privado.
─Estás en mi casa ─le recordó él.
─Acepté quedarme aquí porque me obligaste. No prometí divulgar mis
asuntos.
─Si es algo nefasto, debería estar inclinado a saberlo.
Rebecca apretó los labios. ─No es nada nefasto, pero entiendo por qué
un hombre como tú se imagina que podría ser así.
─¿Un hombre como yo? ─Él se acercó unos pasos, dando zancadas
sobre la alfombra hasta unirse a ella al otro lado, dejando sólo un paso más
o menos entre ellos. ─¿Y qué clase de hombre es ese?
─Un libertino ─dijo ella con sencillez─. No soy una tonta ignorante,
Leo. Sé quién eres. ─Se quitó el sombrero de la cabeza y agarró el ala con
ambas manos por falta de algo que hacer. La áspera tela bajo las yemas de
sus dedos le impediría hacer algo ridículo como acercarse a él o pasarle las
manos por el ancho pecho, ¿no?
─¿De verdad? ─murmuró él.
Su mano se flexionó a su lado y él la estiró, moviéndose con la
suficiente deliberación como para que ella pudiera haberse escabullido. Sin
embargo, se encontró cautiva. No retenida físicamente, sino por la forma en
que su mirada buscaba la suya y luego bajaba hasta sus labios y su persona.
Atrapada por su mera presencia. Tragó saliva.
Él le pasó el pulgar por la mejilla y ella se sobresaltó al sentirlo. Sus
labios se inclinaron. ─Barro ─murmuró él.
Ella respiró con dificultad y él no movió la mano, sino que la dejó sobre
su piel. Ella olía, estaba sucia y probablemente tenía el aspecto más horrible
que había tenido nunca, pero cuando él la miraba así, se sentía como la
joven de dieciséis años completamente embelesada que había sido una vez.
Su estómago emitió un gruñido y la mano de él bajó de nuevo a su
costado. Exhaló lentamente, sin saber si agradecer o enfadarse con su
estómago por la interrupción.
─Tienes hambre ─dijo él.
Aunque no hubiera tenido hambre, habría dicho que sí. Cualquier cosa
con tal de que siguiera su camino y poder concentrarse de nuevo. Asintió
con la cabeza.
─Te traeré algo de comer. ─Giró sobre sus talones y se detuvo─.
Supongo que no hace falta que te diga que te quedes aquí.
Ella negó con la cabeza, sin confiar en su voz, y se dejó caer contra la
pared cuando él salió de la habitación. ─Tonta ─se dijo a sí misma.
Nunca podría quedarse en Langmere. No podía. Nadie la aceptaría de
vuelta. Especialmente Leo. Sospechaba que el bribón no la había perdonado
por marcharse. En cierto modo, ella no lo culpaba, incluso si había estado
fuera de sus manos.
Oh sí, y él era un hombre completamente diferente. No lo olvidaría.
5

Leo no debería haber gravitado hacia el sonido de la charla femenina


procedente de la larga galería. Pero tampoco debería haber instalado a
Rebecca en la casa como una invitada secreta.
Si su madre lo viera ahora, le arrancaría la cabeza. O al menos se
sentiría muy decepcionada con él y se lo diría de esa manera que le hacía
sentirse como un niño otra vez.
Pero, maldita sea, era un hombre adulto, y un poco de conversación con
las damas no era escandaloso, y le vendría bien. Es más, esperaba que
ayudar a las damas a recorrer la casa le distrajera de su invitada.
Ayer tuvo demasiados momentos en los que luchó contra el deseo de
acercarse a grandes zancadas, arrancarle aquel sombrero infantil y besarla
hasta olvidarse de sí mismo y de cualquier promesa a su madre. Aunque
también estaría rompiendo las promesas que se había hecho a sí mismo. Si
la besaba, no sabía lo que le sucedería a su corazón. ¿Volvería a enamorarse
de ella?
Ella siempre le había atraído, desde que se había convertido en una
mujer joven. Ahora parecía que esa atracción no se había desvanecido y, a
pesar de que apestaba hasta el cielo como una granja sangrienta y de que
estaba cubierta de suciedad, lo único que deseaba era volver a besarla y
rememorar aquellos embriagadores días de juventud en los que estuvo tan
enamorado, tan malditamente esperanzado por el futuro.
Sacudió la cabeza y cruzó la puerta abierta de la galería. El grupo de
ocho mujeres era una mezcla de edades, desde jóvenes adolescentes hasta
mucho mayores. Esbozó la sonrisa que lo había acompañado durante la
última década de su vida y se acercó a ellas. El ama de llaves levantó una
ceja cuando lo vio. Tenía la horrible sospecha de que su madre le había
escrito a la señora Jones para pedirle que Leo siguiera siendo un recluso
aburrido, pero ¿eso también significaba que la mujer le informaría?
Pues que lo hiciera. Lo peor que podía decirse era que Leo había
cautivado a algunas mujeres bonitas. Su madre simplemente quería que
evitara el escándalo. ¿Qué tenía de escandaloso recibir invitados en casa de
su hermano?
─¿Están disfrutando de lo que ofrece la casa, señoras?
Las damas se giraron, con las miradas muy abiertas. Él fijó su atención
en la joven más hermosa, pequeña, rubia y de mejillas sonrosadas. El color
de su rostro se acentuó cuando él amplió su sonrisa.
─Señoras, este es Lord Leonard. Como he dicho, está en residencia y
esperamos que Lord Preswick se nos una pronto ─dijo la señora Jones─.
Estábamos terminando de recorrer la casa, milord ─se encontró con su
mirada audazmente─ y saldremos de su camino en breve.
─Oh, no hay prisa. ─Levantó una mano─. De hecho... ─Hizo una
pausa, al ver movimiento fuera. Los grandes ventanales que daban a la
derecha de la habitación ofrecían mucha luz para ver los cuadros, pero
estaban cuidadosamente colocados en el lado de la casa donde la luz del sol
no daba directamente sobre los cuadros. También le permitían ver a
Rebecca deslizándose por el lateral de la casa. Ella se detuvo, se asomó por
el borde de la ventana contigua, lo vio y puso los ojos en blanco.
Rayos.
─Perdónenme, señoras, acabo de recordar una... reunión a la que debía
asistir.
La boca de la señora Jones se abrió y luego se cerró. Su mirada se
entrecerró, pero Leo se apresuró a alejarse antes de que ella o las visitantes
pudieran decir nada.
Sin duda, aquella mujer espiaba para su madre, así que tendría que ser
cauto o convencerla de que se pusiera de su parte. Siempre les había tenido
cariño a los tres, así que, con un poco de suerte, podría convencerla de que
no le escribiera a su madre sobre sus hazañas o fechorías.
No es que hubiera hecho nada malo, por supuesto, ni tenía intención de
hacerlo.
Al fin y al cabo, sólo estaba ayudando a una dama en apuros. Su madre
no podía quejarse de ello. Si uno lo pensaba, era prácticamente un acto
noble y ella debería estar encantada de que su hijo se comportara así.
Alcanzó a Rebecca a poca distancia de la casa. Ella se agachó detrás de
un árbol, con la atención fija en la casa más que en él, y él la rodeó, con las
manos entrelazadas a la espalda.
─Buenos días.
Ella se giró en su dirección y se llevó una mano al pecho. ─¡Leo!
─Prefiero esto─. Él la señaló de arriba a abajo.
Ella arrugó la nariz y miró la arrugada prenda de muselina. ─Como
dijiste, no se me da bien ser un chico ─murmuró.
─¿Estás admitiendo que tenía razón?
─Tal vez ─murmuró ella.
Dejó que su mirada se detuviera en la figura femenina que se le
presentaba. A pesar del estado de su vestido azul pálido, se ceñía a unas
curvas que sin duda se habían desarrollado desde que la conocía. Había una
suavidad en sus brazos y hombros que no había existido antes, y le dieron
ganas de rechinar los dientes mientras se preguntaba si también habría una
suavidad en sus muslos y vientre, y cómo se sentiría su figura bajo sus
palmas.
─¿Adónde vas? ─le preguntó bruscamente, obligándola a mirarlo a la
cara.
No fue de mucha ayuda. La suavidad que tanto le había cautivado había
llegado hasta su pequeña boca. Aunque delicados, los labios eran carnosos,
y él aún recordaba lo suaves que eran, incluso después de tantos años. Su
cabello castaño teñido de rojo era salvaje y le caía sobre los hombros, sin
duda víctima de no tener a nadie que se lo peinara. Le enmarcaba la barbilla
y le permitía concentrarse en su boca.
Ella frunció el ceño. ─¿No tienes visitas que atender? Sin duda te echan
de menos.
─Están allí para ver la casa. No a mí.
─Más bien creo que preferirían verte a ti.
Él se rio. ─Puede ser, pero tendrán que contentarse con la señora Jones.
Ella ladeó la cabeza. ─¿Estás renunciando a la oportunidad de encantar
a las jóvenes?
─Difícilmente ─contestó él. ─Creo que la señora Jones tenía otras
solicitudes para hacer visitas en las próximas semanas─. Dejó que sus
labios se curvaran. ─Muchas oportunidades para seducir a las jóvenes.
Su mirada se entrecerró, y él le rogó a Dios que no se arrepintiera de sus
palabras.
P ORQUÉ HABÍA SENTIDO la necesidad de mencionar a las damas, no lo sabía
Mentirosa.
Muy bien, ella lo sabía. Pero hacía tiempo que había renunciado a
cualquier derecho a sentirse celosa. Si Leo quería encantar y coquetear y
probablemente acostarse con cualquier mujer que eligiera, no tenía nada
que ver con ella.
─¿A dónde vas?
Ella exhaló un suspiro. Ya había estado posponiendo esta visita, pero no
necesitaba que Leo también la interrogara al respecto. Era el último lugar en
el que podía pensar que podrían estar las pertenencias de su padre, pero
había descartado la idea, ya que cualquier descubrimiento de riquezas en la
casa habría sido declarado, vendido y los beneficios se habrían pagado a los
muchos, muchos acreedores de su padre. Tuvo que concluir que o las había
escondido bien o no estaban en la casa.
─A dar un paseo ─respondió finalmente.
─Y yo que pensaba que te habías propuesto ser más bien reservada.
─Se me permite dar un paseo, ¿no?
─Se me permite acompañarte, ¿no?
Miró hacia la casa. ─Vuelve con tus invitadas.
─Prefiero caminar.
─Eso no te lo creo.
Sus labios se torcieron. ─Parece que crees que aún me conoces,
Rebecca.
─Te conozco, Leo. Apenas pasa un día sin que los periódicos escriban
sobre los hermanos Moncrieff y sus hazañas─. Siguiendo por el sendero a
un paso más rápido que antes, ella se contuvo un gemido cuando él dio un
par de grandes zancadas y la alcanzó.
─Me alegra saber que te ha importado.
Ella se mordió el labio inferior. Claro que le importaba. ¿Cómo no iba a
importarle? Abandonar a Leo en medio de una tormenta de escándalo y
deshonor le dolió más que nada en su vida.
Sin embargo, eso fue hace mucho tiempo y si él le importaba o no era
irrelevante. No deseaba volver a su antigua vida, por muy tentadora que
fuera. Leo había cambiado, ella había cambiado y, lo que era más
importante, el mundo había cambiado. Los cálidos saludos de los que
disfrutaba de niña, antes de que se revelara la verdad sobre la vida de su
padre, habían desaparecido. La gente escribía de su padre casi tanto como
de Leo, y la mayoría eran mucho menos halagadores.
─Vas a ir a la vieja casa, ¿verdad? ─insistió él cuando ella continuó en
silencio.
─No. ─Ella mantuvo la mirada fija hacia adelante.
─No hay mucho más en esta dirección.
─Ya te he dicho, voy a dar un paseo.
─A la casa ─terminó él por ella─. Aunque, debo advertirte que está en
un estado terrible. Nadie estaba dispuesto a comprarla una vez que fue
despojada de sus bienes.
Se le hizo un nudo en la garganta. La casa había sido cálida y hermosa
para criarse allí, situada entre campos de flores silvestres y las empinadas
laderas de las colinas. Había leído sobre el destino de la casa de su infancia
y sabía que ya no sería el mismo lugar en el que había crecido.
Pero si quería compensar el comportamiento de su padre, tenía que
encontrar ese maldito diamante.
─Eso no importa ─murmuró ella.
─Así que sí vas a esa casa.
─Lo estoy, pero no hay mucha necesidad de que me acompañes.
─Bueno, no tengo nada mejor que hacer.
Ella puso los ojos en blanco. ─Veo que sigues siendo testarudo.
─Y tú sigues siendo un dolor en el trasero.
Aspiró, se detuvo y se encaró con él. La última vez que él la había
llamado así, ella tenía quince. Nunca lo olvidaría. Ella le había dado un
puñetazo en el pecho, acusándolo de ser poco caballeroso.
Entonces él la besó.
A partir de ese momento, se había perdido. Nunca se separaron, y todos
esperaron que se casaran una vez mayores.
Rebecca tensó los hombros y trató de tragarse la dolorosa maraña de
emociones que tenía en la garganta. ─Si soy tan molesta, ¿por qué me
ofreciste una cama en Eastwick? ¿Y por qué me sigues?
─Tal vez porque quiero respuestas.
─¿Respuestas? Ya te he dicho que estoy visitando la casa.
─Después de mucha persuasión ─dijo secamente.
─Leo, no tengo tiempo para esto. ─Ella siguió adelante, pero esta vez él
se puso delante de ella, bloqueándole el paso. Intentó esquivarlo, pero él
volvió a moverse─. ¡Leo! ─dijo, la frustración tiñendo su voz.
─Quiero respuestas, Rebecca, y no irás a ninguna parte hasta que las
tenga.
Ella lo miró con seriedad y frunció el ceño. ─Difícilmente puedes
mantenerme cautiva.
Él se encogió de hombros. ─Probablemente podría si quisiera.
Mirando sus brazos cruzados, ella sospechó que él tenía razón.
Fácilmente podría tomarla en brazos y hacer lo que quisiera con ella. Un
pequeño remolino de expectación se enroscó en su estómago e inhaló
profundamente para deshacerse de esa estúpida sensación.
─Muy bien. ¿Qué quieres saber?
Él abrió los brazos. ─¿Qué sucedió aquella noche?
─No sé por qué... ─La miró fijamente y ella suspiró─. Muy bien, ya
sabes lo que sucedió. Los acreedores de mi padre lo atraparon y nos fuimos,
huimos a Italia para que no pudieran atraparnos. ─Hizo un gesto despectivo
con la mano─. Pero ya deberías saber esto. Se ha escrito mucho sobre ello
desde su muerte.
─No lo supe en su momento. Desapareciste, Rebecca. Desapareciste.
Como si nunca hubieras estado aquí.
El dolor grabó surcos en su frente, e hizo que a Rebeca se le cortara la
respiración. ─Lo siento, pero mi padre no nos dio la oportunidad de avisar,
ni siquiera de hacer las maletas. Nos hizo partir al amparo de la oscuridad
antes de que mi madre o yo supiéramos cuáles eran sus intenciones.
─¿Y se establecieron en Florencia?
Ella asintió. ─Mi madre sigue allí. Volveré con ella cuando termine mis
asuntos aquí.
─¿Los cuales son?
─Privados ─respondió ella con firmeza y trató de rodearlo rápidamente.
Leo se movió y le puso ambas manos en los brazos. ─Una pregunta más
entonces... ¿por qué nunca me escribiste? ¿Por qué no escribiste ni una sola
palabra?
Ella desvió la mirada. ─¿Por qué querrías saber de mí? Mi padre se fue
debiéndole dinero a la gente de este pueblo. Incluso a tu padre.
─Tú no has hecho nada malo, Rebecca. ─Él la soltó de los brazos y se
pasó una mano por la cara─. Diablos, ignoré tu paradero durante años. Una
carta habría bastado.
─Realmente no pensé...
─Pensaste mal, Rebecca. Gravemente mal. Por supuesto que querría
saber de la joven que amaba.
La palabra resonó en sus oídos y se arremolinó a su alrededor como una
violenta tempestad. Sus ojos empezaron a arder con lágrimas no derramadas
y tragó con fuerza. ─Yo... me equivoqué ─consiguió decir con voz ronca.
─Lo siento.
─Ya lo creo ─murmuró él.
Ella se quedó mirando las puntas pulidas de sus botas, ligeramente
estropeadas por algunas briznas de hierba. Por supuesto, sabía que le había
causado dolor, pero no se había dado cuenta de que aún persistía como en
su caso. En lo que a ella respectaba, Leo Moncrieff la había dejado atrás
hacía mucho tiempo.
─Estoy tratando de hacer bien las cosas ─confesó ella, manteniendo su
mirada en el suelo─. Por eso estoy aquí. Para reparar parte del daño que
causó mi padre.
6

Simínimas
Rebecca creía que él iba a darse por satisfecho con las respuestas
que le había dado, era que realmente ya no lo conocía. Ella lo
llamaba terquedad, él lo llamaba tenacidad. Normalmente él la empleaba
para llevarse a una hermosa viuda a su cama por una sola noche, pero hoy
la usaría para obtener más información de Rebecca.
Aunque, al hacerlo, debería tener cuidado. Ya le había echado
demasiadas miradas furtivas a su trasero o se había preguntado qué se
sentiría al enredar sus dedos en su cabello.
Tal vez era sólo un síntoma de la promesa que le había hecho a su
madre. En realidad, debería seguir enfadado con ella. Tal vez lo estaba. Pero
eso no le impedía recordar el calor que hubo entre ellos, incluso cuando
eran jóvenes e inocentes. Había sido palpable, y sospechaba que seguía
siéndolo, aunque el hecho de que ahora ambos fueran adultos los reforzaba.
Pero ella iba a marcharse. Otra vez.
Ella no podía dejarlo más claro. Hablaba de volver a Florencia, de no
encontrar acogida aquí. Él dudaba de que su bienvenida fuera tan fría como
ella sugería, pero no debería importarle. Una vez superado el maldito
escándalo, regresaría a la ciudad y volvería a su antigua vida de libertinaje y
placer. No necesitaba que su cabeza se confundiera con pensamientos de lo
que una vez pudo haber sido.
─Entonces, ¿qué crees exactamente que puedes hacer para compensar el
comportamiento de tu padre?
No creía que ella le debiera nada a nadie. Su padre había pagado por sus
crímenes y Rebecca había sido una inocente, pero incluso cuando era más
joven, ella siempre había cuidado de los demás, desde cuidar mejor a un
joven mozo de cuadra hasta llevarle cada animal herido que encontraba.
Haber causado daño a otros sin duda le dolía. La miró de reojo y le
dedicó una sonrisa de mala gana. Ella podría haberlo dejado sin decir nada
y haberle destrozado el corazón, pero aún conservaba esas cualidades que él
tanto había admirado.
Realmente era frustrante. ¿No podía haberse convertido en una bruja fea
y egoísta y permitirle estar agradecido por haberse librado de un futuro con
ella?
Ella frunció los labios y se levantó las faldas para pasar por encima de
una gran roca en medio del camino. ─Mi padre... dejó algo de valor.
─¿Algo?
Ella lo miró.
─No es que vaya a robarte, Rebecca.
─Un diamante ─soltó ella.
Leo levantó las cejas. ─Un diamante.
Ella asintió. ─Cuando nos fuimos con tanta prisa, él escondió una caja
de pertenencias con la esperanza de poder volver por ellas. Creo que
precisamente por eso estaba en Cumbria cuando fue capturado.
─¿Cómo supiste de esto?
─Unas viejas cartas que leí finalmente después de su muerte:
mencionaban este diamante y su deseo de recuperarlo.
─Y tú crees que es verdad.
─Mi padre inventó muchas historias para ocultar la verdad de su vida...
─Incluida la de hacerse pasar por primo de Lord Phillips ─añadió Leo.
El único crimen que lo había desenmascarado y que le había asegurado
enfrentarse a la soga. No sabía por qué el hombre había intentado cometer
un crimen tan audaz, pero desde su juicio se había sabido que el padre de
Rebecca era ambicioso y parecía creerse totalmente inmune a la ley.
─En efecto. ─Ella hizo una mueca─. Tantas historias que dejó tras de sí
un reguero de esposas e hijos.
─Eso escuché ─dijo Leo solemnemente.
─La mujer con la que se casó después de mi madre no tenía ni idea de
que su primera esposa aún vivía. Ella pensaba que era un caballero bueno y
honrado, pero él se gastó toda su dote y la dejó sin un centavo y con un hijo.
─Dios ─murmuró. Había evitado leer sobre Roger Fortescue. Le
recordaba demasiado a Rebecca.
─Así que cuando encontré la mención de este diamante, supe que debía
encontrarlo. Valdrá una fortuna y podré ayudarla a ella y a mis
hermanastros.
─¿Y si el diamante no es real?
Ella apretó la mandíbula. ─Lo es, estoy segura.
─¿Y si él ya lo encontró y lo movió?
─Si lo tenía, lo habrían mencionado cuando lo detuvieron. Si lo movió,
no puede haber ido muy lejos. Nunca salió de Langmere. ─Se encogió de
hombros─. No comprendí a mi padre cuando era más joven, pero ahora lo
entiendo bastante bien. Las riquezas eran su principal motivación, y la
codicia lo controlaba. Sin duda pensó que podría casarse con la señorita
Young, quedarse con su riqueza y vender el diamante después de casarse.
Leo sacudió la cabeza. ─Si hubiera abandonado los lagos,
probablemente seguiría vivo.
Ella asintió. ─Parece que sólo le importaba el dinero.
─Yo creía que tú le importabas.
Ella levantó un hombro y fijó la mirada en el horizonte. ─Quizás así
fue, no lo sé. Pero en algún momento, claramente se cansó de fingir ser un
padre perfecto.
Él apretó los dientes. Estaba tan enfadado porque ella lo había
abandonado sin saber nada de su destino que no pensó en lo que Rebecca
debió de sentir cuando le arrebataron su mundo. Los Fortescue habían
disfrutado de una vida privilegiada y Roger Fortescue parecía un padre
excelente, que animaba a su hija a leer y a pensar por sí misma. Tal vez
había sido real durante un tiempo, pero aquella pérdida debía de ser grave.
Se detuvo junto a la hilera de árboles que ocultaba la casa de la vista y
le puso una mano en el brazo. ─¿Deseas que vaya a la casa? Si es... em,
demasiado doloroso para ti.
─Por supuesto que no─. Ella levantó los hombros y él trató de no
sonreír. Y pensar que ella lo llamaba testarudo. Realmente no había
cambiado.

U NA VEZ que la casa estuvo a la vista, Rebecca se dejó caer y soltó por fin
el aliento que había retenido durante demasiado tiempo. No estaba segura
de lo que esperaba, pero la casa parecía completamente normal desde fuera.
La hierba que la rodeaba se había vuelto salvaje y el jardín que tanto le
gustaba a su madre estaba cubierto de zarzas, pero no era la ruina
abandonada que temía.
Consciente de que Leo observaba su reacción, se adelantó y se detuvo,
lanzando un grito ahogado. ─¡El puente ha desaparecido!
Él asintió sombríamente. ─Creo que lo desmantelaron por la piedra.
Rebecca se acercó al borde del foso y observó los restos del puente de
piedra que unía la casa con el terreno. Construida en la época de los Tudor,
la casa, de generosas dimensiones, había renunciado hacía tiempo a su
puente levadizo y el de piedra había estado en su lugar años antes de que la
familia de ella viviera allí.
Observó el exterior de piedra. Las ventanas carecían de cortinas o de
cualquier signo de residencia, y la quietud la impresionó. Cuando había
abandonado la casa, había creído tontamente que volverían en cuanto su
padre hubiera resuelto los problemas de los que huían. Parpadeó para
disipar las lágrimas que amenazaban con nublarle la vista.
─¿De verdad crees que el diamante está ahí?
─Tiene que estar. Lo he buscado por todas partes─. Estudió las pocas
piedras que quedaban del puente, rodeadas de una maraña de maleza y agua
turbia. Si tan sólo-
Rebecca...
Miró a Leo. ─Tengo que entrar.
Él negó con la cabeza. ─Si te caes, tendrás suerte de no ahogarte.
─Puedo cruzar─. Señaló las piedras. ─Creo.
─Detestas la maleza, ¿recuerdas? ─Se inclinó y miró el agua─. Creo
que también hay peces ahí.
Un escalofrío la recorrió. Detestaba nadar con peces y prefería hacerlo
en uno de los lagos cristalinos de Cumbria, donde uno podía ver lo que le
rodeaba. La idea de que una alga o un pez se enredaran en su pierna le hizo
un nudo en el estómago.
Mirando de nuevo hacia la casa, levantó los hombros y dio el primer
paso, aterrizando con firmeza en el bloque de piedra. Rápidamente, dio los
dos siguientes, ignorando que Leo pronunciaba su nombre. Dio otro paso,
se tambaleó sobre los escombros desiguales y agitó los brazos hasta que
encontró el equilibrio.
─Sólo faltan unos pocos ─murmuró para sí misma.
─Oh, diablos ─murmuró Leo detrás de ella.
Sólo entendió por qué había maldecido cuando ella dio el siguiente paso
y perdió el equilibrio. Cayó de lado al agua, sumergiéndose por completo
con un grito ahogado. El agua era espesa y la maleza la rodeaba, no como
un colchón, sino más bien como una prisión, enroscándose a su alrededor
como si pretendieran succionarla hacia la oscuridad. Luchó por levantar la
cabeza por encima del agua, sus ropas eran tan pesadas que bien podrían
haber sido de plomo. El agua amarga se le atascaba en la garganta cuando
intentaba respirar y se atragantaba con ella, tragando más en el proceso.
Un fuerte brazo la rodeó por la cintura y la levantó. Ella aspiró aire. Leo
la arrastró hacia delante y ella intentó ayudar, pero el agotamiento ya se
filtraba por todo su cuerpo. Él la acercó al extremo derruido del puente,
empujándola hacia arriba hasta que fue capaz de arrastrarse fuera del agua.
Rebecca se tumbó boca arriba y respiró hondo varias veces, mientras Leo se
levantaba y se tumbaba a su lado. Permanecieron allí unos instantes, en
silencio.
─Sigues igual de loca que siempre ─dijo al final Leo.
Rebecca no pudo evitar la carcajada que se le escapó. Él también se rio.
Ella rodó sobre un costado y se incorporó para sentarse. ─Perdóname.
Él negó con la cabeza y se pasó una mano por el cabello. Ella vio su
sombrero y su gabardina al otro lado del foso. Supuso que su improvisado
baño había sido demasiado predecible.
Entonces su atención se centró en su pecho, donde la tela húmeda de su
camisa se pegaba a su cuerpo. Ya se estaba convirtiendo en un hombre
cuando ella lo conoció, pero dudaba que hubiera podido imaginar el
asombrosamente apuesto espécimen que tenía ante sí. Juntó las manos para
luchar contra la necesidad de inclinarse hacia delante y recorrerlo con los
dedos para ver realmente en qué se había convertido.
Su mirada se cruzó con la suya y ella juró que él se hacía eco de
pensamientos similares.
Ella se levantó con rapidez e hizo una mueca al sentir sus faldas
mojadas pegadas a las piernas. ─Será mejor que nos demos prisa o
moriremos de frío.
─Al menos el día está relativamente cálido. ─Él señaló con la cabeza
hacia el foso─. ¿Y tenemos que decidir cómo demonios vamos a volver a
cruzar?
Hizo una mueca. ─Em. Nadar de nuevo, supongo. Sólo que esta vez
voluntariamente.
Leo levantó la mirada al cielo. ─Debería haberme quedado en casa.
─Sí, deberías haberlo hecho ─espetó ella, recordando como había
coqueteado con aquella joven tan bonita. Por un momento, lo había
olvidado todo. Quién era él, quién era ella. Quiénes eran.
─Bueno, ¿por dónde sugieres que empecemos? ─Indicó hacia la casa.
─Había algunas habitaciones ocultas. Espero que él haya escondido sus
pertenencias en una de ellas y que no haya sido descubierto.
Él hizo una mueca. ─Puede que no podamos buscar.
Leo frunció el ceño y ella siguió su mirada. Una anciana cojeaba por el
lado del foso, haciéndoles gestos de enfado. ─¡Intrusos!
Se puso delante de ella, aunque no sabía por qué creía que necesitaba
protegerse de la anciana encorvada.
─¿La conoces? ─murmuró Rebecca.
Él negó con la cabeza. ─No he estado aquí desde que te fuiste.
Los miró a través de unas gafas con montura de alambre. ─Aléjense de
ahí. No hay nada que llevarse. Los ladrones ya se han llevado todo lo de
valor. ─Agitó el bastón hacia ellos.
─No somos ladrones ─le aseguró Leo. ─De hecho, esta joven vivía
aquí.
A Rebecca se le heló el corazón. ¿Acaso no sabía lo que estaba en
juego? ¿No comprendía en absoluto su necesidad de secreto?
La mujer miró alrededor de Leo, y Rebecca se agachó más detrás de él,
pero al parecer fue demasiado tarde.
─¿Eres pariente de ese horrible Fortescue? ─Escupió en la hierba─.
Todavía le debe dinero a mi esposo. Se fue a la tumba sin pagarnos ni un
céntimo.
Rebecca salió de detrás de Leo. ─Lo siento mucho. Si me dice cuánto se
le debe, me aseguraré de que se pague la deuda.
─Rebecca... ─le advirtió Leo.
─Si a esta señora se le debe dinero, me encargaré de que se salde esa
deuda.
─Podría estar mintiendo ─murmuró él.
─Lo dudo ─dijo ella con un suspiro. ─Mi padre le debía dinero a casi
todos los negocios de aquí.
─¿Tu padre? ─graznó la mujer─. ¿Era tu padre? ─Sacudió la cabeza y
la señaló con un dedo─. Usted debe permanecer lejos de esta mujer ─le
advirtió─. Si lleva la sangre de su padre, no dude de que le sacará todo lo
que vale. ─Les echó un vistazo─. Parece que los dos ya están decididos a
vivir de la forma más escandalosa.
─Por favor ─Rebecca levantó ambas manos─, me encargaré de pagar
sus deudas. Pero no le digan a nadie que estoy aquí. Le prometo que no
tengo malas intenciones.
La mujer apoyó su bastón en el suelo y se sostuvo en él durante unos
instantes. Pasó la mirada de un lado a otro y luego asintió secamente. ─Ve
que la deuda esté pagada y guardaré silencio. ─Señaló con el bastón una
casita blanca que había en la ladera─. Mi esposo y yo vivimos en la granja.
Rebecca asintió enérgicamente y observó a la mujer alejarse hacia la
cabaña.
─Se mueve rápido para ser una anciana ─comentó Leo.
─Y me odia a mí y a mi familia. ─Cerró los ojos brevemente. Si por un
momento creyó que se había equivocado en sus suposiciones, había
quedado demostrado que estaba equivocada.
7

─¿Qué tal estás disfrutando del campo, hermano? ─Adam desmontó de


su caballo y se apresuró a subir los escalones de la casa con su
energía habitual. Tenían edades muy cercanas, habían nacido con apenas un
año de diferencia y su aspecto era tan parecido que a veces la gente los
confundía por gemelos pero, en realidad, Leo no había visto a Adam desde
hacía más de un año. Mientras que a Leo le gustaban los bailes y las cenas,
a Adam se le podía encontrar en los infiernos del juego de Londres.
Por lo general, también se le podía encontrar ganando. Su hermano
había convertido el robo de dinero a hombres desprevenidos en un arte.
Leo se planteó hablarle de Rebecca, pero tenía varias razones para no
hacerlo. En primer lugar, Rebecca no deseaba que se supiera de su
presencia, y después del encuentro con aquella anciana hacía unos días,
empezaba a entender por qué. En segundo lugar, si alguien sabía lo
magullado y maltrecho que le había dejado el corazón era su hermano. La
última cosa que quería hacer era volver a explicar su angustia o
potencialmente escuchar algún sermón sobre por qué debía enviarla lejos.
Especialmente cuando Adam podría tener la razón.
─Ya sabes cómo es. Ovejas aquí, algunas colinas allá ─respondió─.
Aunque es un maldito espectáculo con más mujeres.
Adam le entregó su sombrero al mayordomo y se pasó las manos por el
cabello. Había crecido desde que Leo lo había visto por última vez, así que
al menos sería menos probable que los confundieran durante su estancia
aquí. ─Ya me he dado cuenta. ¿Qué demonios está pasando?
─Alguien escribió sobre este lugar en un libro. Al parecer lo declararon
beneficioso para la salud o algo así. ─Hizo un gesto despectivo con la
mano─. Aún no lo he leído.
Su hermano sonrió satisfecho. ─A mamá no le haría gracia saber que
nos envió a un lugar que ahora está más poblado de mujeres que nunca.
Algunas bastante bellas también. ¿Cómo resistirás la tentación, Leo?
Leo puso los ojos en blanco. ─Preocúpate de ti mismo.
A pesar de su simplificada vida social, sus dos hermanos tenían fama de
libertinos. Precisamente por eso se habían visto implicados en aquel maldito
escándalo. Se preguntaba si Rebecca iba a preguntar por qué estaban todos
aquí antes de que pasara mucho tiempo y temía explicárselo todo, aunque
suponía que así Rebecca mantendría su distancia de él y él no correría el
riesgo de que le rompieran el corazón de nuevo.
─No sabía que ibas a estar aquí hasta que hablé con el portero ─admitió
Adam, quitándose los guantes y finalmente la chaqueta─. Parece que
Alexander también está en camino.
Leo asintió. ─La señora Jones recibió la noticia de que llegará cualquier
día, aunque yo tampoco tenía mucha idea, pero no me quejaré de estar
atrapado aquí si no tengo que hacerlo solo.
─Me parece que Madre ha estado tramando algo.
─O quiere a todos sus hijos fuera de Londres y confinados en un solo
lugar. Para que no la avergoncemos más.
─Yo no soy la vergüenza, Leo. Después de todo, no tuve nada que ver
con la desafortunada situación de la señorita Kingsley.
─Bueno, yo no la dejé encinta. ─Leo frunció el ceño─. Seguro que me
conoces mejor que eso.
Adam levantó los hombros. ─Difícilmente tienes la reputación de un
ángel.
─Dios santo, Adam, puede que me entregue al placer donde pueda, pero
no con una maldita inocente y nunca abandonaría a una mujer a su suerte.
Diablos, por lo que sé, fuiste tú.
─No fui yo ─dijo su hermano con firmeza.
─Entonces debió de ser Alexander.
Leo hizo una mueca. ─¿De verdad lo crees? ─Negó con la cabeza─.
Tampoco me lo imagino haciendo algo así, aunque, bien lo sabe el Señor,
hace tanto tiempo que no lo veo.
─Lo último que supe es que había escalado Scafell, Snowdon y Ben
Nevis en dos meses.
─Mejor él que yo.
─Efectivamente ─asintió Adam. Estiró los brazos─. Necesito hacer
algo activo después de este viaje agotador. ¿Están preparados los objetivos?
Leo sonrió satisfecho. Por supuesto que lo primero que su hermano
quería hacer era tiro con arco. La última vez que practicaron, Leo lo había
vencido. Era un deporte que siempre practicaban juntos y nunca parecía
haber un claro vencedor, pero Leo estaría encantado de volver a ganarle si
así lo deseaba y demostrar su destreza de una vez por todas.
─¿Estás seguro de que quieres hacer eso?
Adam levantó la ceja. ─¿Ganarte? Por supuesto.
─Improbable ─murmuró Leo.
Salieron por las puertas traseras mientras Quigley se aseguraba de que
todo estuviera preparado para ellos y rodearon el costado de la casa, hacia
la gran extensión de terreno que daba al lago. Cuando eran más pequeños,
se habían turnado para intentar lanzar flechas al lago, sin conseguirlo nunca,
pero sin duda perdiendo suficientes flechas como para que Follet, el
jardinero, los regañara.
Miró hacia la ventana de la habitación de Rebecca y no vio ninguna
señal de movimiento. La había visto cuando le llevó la comida para el
almuerzo, pero se había puesto melancólica después de no poder encontrar
aquel maldito diamante y del encuentro con la anciana. A pesar de todo,
quiso consolarla. Esta Rebecca mayor era más seria que la que él había
conocido y un poco... más dura, supuso. Lamentaba que la vida le hubiera
hecho eso.
Sin embargo, antes de que todo se fuera al infierno, habían estado
riendo juntos en su chapuzón en el foso. No le cabía duda de que la antigua
Rebecca a la que había amado seguía existiendo.
Respiró hondo, tensó una flecha y tiró agresivamente del arco. La flecha
salió disparada, errando el blanco por unos cuantos metros.
A su lado, Adam se rio. ─Estás oxidado, hermano.
─Sólo estoy calentando. ─Y sin pensar en Rebecca. Había pasado
demasiado tiempo y ambos habían cambiado. No tenía sentido reflexionar
sobre lo que podría ser. Especialmente cuando le había prometido a su
madre su total penitencia.
─Será mejor que entres en calor más rápido. Parece que Alexander ha
llegado.
Leo se volvió para ver a su hermano, el marqués, caminando a grandes
zancadas por el pasto hacia él. Supuso que al menos con sus dos hermanos
aquí, estaría completamente distraído de Rebecca.
Con un poco de suerte, al menos.

R EBECCA NO PODÍA DECIDIR si su corazón se aceleró cuando se abrió la


puerta porque temía haber sido descubierta.
O porque probablemente era Leo.
Leo entró y cerró la puerta tras de sí. Rebecca permaneció en la cama,
con los dedos entrelazados. Él le dedicó una sonrisa que no sirvió para
deshacer el nudo que tenía en el estómago.
Llenó la habitación con su presencia, como probablemente hacía incluso
en el más grande y grandioso de los salones de baile. No obstante, su
mirada se detuvo en su relajado atuendo: su cravat suelto, la ausencia de un
chaleco y las mangas desabrochadas.
─Empiezo a sentirme como la tía loca, encerrada por miedo a que haga
algo horrible ─comentó ella. ─Por supuesto, tú nunca lees libros de ese
tipo, así que probablemente no sabrías de qué estoy hablando, pero había un
título en particular...
Una ceja oscura se levantó y Rebecca cerró la boca. Parlotear sobre
libros no contribuía a calmar su pulso acelerado ni la hacía parecer más
cuerda que aquella tía loca de ficción.
Los labios de él se crisparon. ─Si quieres que te encierre como es
debido, podemos arreglarlo.
─Por supuesto que no.
─Al menos hueles mejor que una tía loca.
─Eso sólo fue durante un día. ¿Nunca vas a dejar que lo olvide?
─Nunca ─juró él.
Ella señaló la bandeja que tenía en las manos. ─Esto desde luego no me
hace sentir como una invitada normal. ¿Cómo te escapaste con la comida?
─Tengo mis métodos.
─Qué misterioso.
Leo soltó una risita. ─No he perdido mi habilidad para escabullirme por
esta casa como solíamos hacerlo.
Ella no quería pensar en todas las cosas que solían hacer. Todos los
besos robados en la biblioteca o en el invernadero, todas las promesas de
más cuando fueran mayores y estuvieran casados.
Puso la comida en una mesa de caoba cerca de la chimenea vacía y
luego se acercó para cerrar las cortinas antes de encender varias lámparas y
velas por la habitación. Ella no había tenido frío, pero la repentina luz
cálida le produjo un escalofrío.
─Temía que tus hermanos me descubrieran ─confesó, señalando con la
cabeza la única vela del tocador, que se había consumido por completo.
─Se me ocurrió que sería un poco extraño esconder a una mujer en la
casa de mi hermano, mientras él reside. ─Atravesó la habitación y corrió las
cortinas con más fuerza. ─Pero se ve poco a través de ellas.
─Apenas me he movido desde que llegaron ─confesó ella.
─Debería haberte avisado. Perdóname.
─Podría haberme ido... ─Ella hizo un gesto vago.
─¿Por qué crees que no te avisé?
Rebecca no tenía ni idea de cómo responder a eso, así que finalmente se
levantó de la cama y sacó la delicada silla para sentarse a la mesa. Picoteó
la comida, con el apetito robado seguramente por la presencia de Leo en la
habitación.
─No tienes por qué quedarte ─murmuró entre bocados de pato tibio
pero muy bien condimentado.
─Le dije a Alexander que iba a dar un paseo por la propiedad. ─Se
quedó junto a la ventana, con las manos entrelazadas a la espalda, a pesar
de que no tenía nada que ver desde esa posición.
Ella suspiró y señaló la silla de enfrente. ─Será mejor que te sientes. Se
me hace muy raro comer contigo ahí encima.
Él se sentó en la silla, su cuerpo parecía demasiado grande para un
mueble que probablemente había sido diseñado para una mujer.
Forzó su atención a la comida. Mañana tenía la intención de cazar a una
mujer con la que su padre había estado relacionado, y probablemente
tendría que entrar en Grasmere, así que necesitaría fuerzas.
─¿Cómo están tus hermanos? ─preguntó finalmente cuando el silencio
se prolongó demasiado.
No es que fuera incómodo, al menos no en el sentido tradicional. La
dejó extrañamente dolorida y desesperada por los días en que habían podido
hablar y tocarse libremente.
─Bastante bien, aunque no puedo decir que confiarían en mí si no.
Ella frunció el ceño, haciendo un gesto con el tenedor. ─Pero solían ser
tan cercanos, especialmente con Adam.
─Todos estamos ocupados estos días─. Levantó los hombros.
─Alexander está siempre a la caza de su próxima aventura, probablemente
decidido a suicidarse para no tener que preocuparse de engendrar un
heredero, y Adam todavía disfruta jugando a las cartas.
─Y tú, ¿a qué te dedicas?
─Creía que lo sabías todo sobre mí. ─Sonrió satisfecho─. Después de
todo, lo has leído todo sobre mí en las columnas de cotilleos.
─Bueno, sí. ─El calor le invadió la cara y miró la brillante superficie de
la mesa hasta que pudo controlarlo─. Pero sólo brevemente ─mintió.
Leo se echó hacia atrás y se llevó las manos a la nuca. ─Entonces estoy
seguro de que lo sabes todo.
─Los caballos ─soltó ella, haciendo un gesto tan rápido con el tenedor
que algunos restos de carne salieron despedidos y salpicaron las cortinas.
Hizo una mueca y bajó suavemente el tenedor.
Leo curvó los labios, pero no dijo nada de sus desastrosos modales.
─Lo que intentaba decir es que hay muchos caballos. ¿Son tuyos?
Él asintió. ─Estamos tan poco por aquí que a Alexander no le importa
que use el terreno para los caballos.
─¿Para las carreras?
─No. Son demasiado viejos. Compro los que están al final de su
temporada de carreras o de trabajo y aquí viven su jubilación.
─Por supuesto que sí.
Rebecca no debería haberse sorprendido, pero casi deseaba que hubiera
alguna razón egoísta. Así sería más fácil ignorar la atracción que sentía
hacia él, como si le hubiera echado un lazo y la estuviera arrastrando
lentamente con cada una de sus palabras y acciones.
Él levantó ambas cejas. ─Pareces casi decepcionada.
─Bueno, arruina bastante tu imagen de seductor libertino.
─¿Y eso te decepciona? ─Su mirada chocó con la de ella, haciéndole
sentir una opresión en el pecho.
─No, es que...
─¿Quieres saber por qué me acosté con todas esas mujeres a lo largo de
los años?
─Leo...
─Por ti, Rebecca. ─Su mandíbula se tensó─. Para olvidarte. ─Se pasó
una mano por el cabello, dejándolo revuelto─. Necesitaba sacarte de debajo
de mi piel, pero que me cuelguen si lo he conseguido.
Rebecca inhaló un fuerte suspiro que pareció abrasarle los pulmones.
Todo podía ser mentira, supuso, pero no lo creía. Su confesión hizo que el
lazo se tensara, atrayéndola aún más hasta que no pudo resistirse más.
Tal vez, sólo por ahora, ella no quería luchar contra él.
─Yo tampoco te he olvidado ─confesó ella.
Las palabras se le escaparon sin pensar y debería haberlas lamentado,
pero cuando su mirada se ensombreció y ella supo con precisión cuál sería
su siguiente movimiento, no se atrevió a hacerlo.
Se quedó quieta y esperó.
8

Leo se quedó helado, con la garganta seca. Tal vez fuera la confesión. O la
forma en que la luz de las velas reflejaba su cabello y resaltaba su color
rojo. Tal vez fuera el rubor de sus mejillas. O tal vez porque nunca se había
esfumado. Eran jóvenes, ingenuos y desconocían por completo cómo
funcionaba el mundo.
Pero siempre había sido real.
Y lo seguía siendo. Pulsando entre ellos como las olas golpeando la
orilla: ineludible, poderoso, inconquistable.
Y por primera vez en mucho tiempo, ya no quería conquistarlo. Ya no
quería negar lo que había estado intentando durante todos estos años. No
había enaguas ajenas en las que enterrar su amor por ella, ni palabras
amorosas tras las que esconderse.
Empujó la silla hacia atrás y caminó hacia ella, acortando distancias.
Ella se levantó al mismo tiempo o tal vez un poco después. Todo lo que él
sabía era que se encontraron en un choque. Cuando sus manos sujetaron su
cara, ella jadeó y le rodeó el cuello con los brazos, con la boca ya dispuesta
cuando él apretó los labios contra los suyos.
─Te he echado de menos ─dijo él, con voz grave.
─Yo también te he echado de menos ─murmuró ella entre besos.
Apretó los labios contra los suyos, una y otra vez, probando pequeños
sabores, reencontrándose con ella mientras el calor lo recorría por dentro.
Era lo mismo, pero diferente. Sus labios parecían más suaves. Su cuerpo,
desde luego. Sus pechos se apretaban contra él y sus muslos se amoldaban a
su cuerpo.
La besó más profundamente y ella gimió, así que él bajó la boca por el
suave arco de su cuello. Las manos de ella bajaron por los brazos de él,
apretando y luego subiendo por los hombros, acercándolo todo lo que era
humanamente posible.
Él necesitaba más.
Tras romper el beso el tiempo suficiente para tomar aliento, él observó
sus rasgos enrojecidos, sus ojos muy abiertos. El pulso le palpitaba en la
base del cuello y sus pechos subían y bajaban. Esperó un momento, lo
suficiente para hacerle saber que podía marcharse si ella lo deseaba.
Eso lo mataría, pero lo haría si ella se lo pedía.
─Bésame, Leo ─le suplicó ella.
Con un gemido, él le rodeó la cintura con las manos y la atrajo contra sí.
El aire salió de sus pulmones al contacto, pero no tuvo tiempo de respirar.
No cuando tenía que compensar tanto tiempo de separación. No cuando
tenía a Rebecca dispuesta y necesitada entre sus brazos. Ella quería sus
besos, quería su tacto, y que lo condenaran si podía negarle algo.
Los besos eran más profundos, más fervientes, quizá guiados por su
desesperación, pero sospechaba que eran igual de deseados. Ella retrocedió
unos pasos hasta que su espalda chocó con la madera de la puerta y aspiró.
Él aprovechó la resistencia de la puerta para besarla en el cuello, recorrerle
el escote y volver a subir mientras se movía contra ella, meciéndose a su
alrededor. Ella entrelazó los dedos en su cabello.
─Rebecca. ─Dejó que su nombre resonara brevemente en su oído antes
de mordisquearle el lóbulo y sentir el pequeño estremecimiento que la
recorrió. Muchas cosas habían cambiado, pero ella no. Un simple roce
seguía haciéndola estremecer.
Ella arqueó el cuello e inclinó la cabeza contra la madera. Él la
mordisqueó y la besó, cogiéndole los pechos con una mano y bajando los
dedos, descendiendo. Sujetó la tela de la falda y la levantó hasta que sus
dedos tocaron la seda de las medias y, finalmente, la pequeña tira de piel
que había sobre ellas. Rebecca se aferró a su cuello, dejándole besos
calientes en la mandíbula, pidiéndole que volviera a besarla con acalorados
y urgentes besos.
Sentía la respiración agitada en la garganta. El deseo cegador y
palpitante crepitaba en sus venas. En realidad, todo él se sentía crudo,
vulnerable, desesperado. Si no volvía a verla, podría quebrarse, pero si no
volvía a verla y no le daba lo que ella deseaba, podría lamentarlo el resto de
sus días.
Subiendo con los dedos por la piel suave y blanda de su muslo, encontró
su calor con un gemido en el fondo de la garganta. Ella jadeó contra su boca
y sus besos se volvieron erráticos cuando él la tocó, rodeando su calor y
encontrándola resbaladiza para él.
Siempre había sentido ese deseo entre ellos, tan fuerte incluso cuando
eran más jóvenes, pero nunca había sido así. Tal vez fuera el tiempo o la
experiencia, pero sus besos dulcemente apasionados no se parecían en nada
a este momento.
Sí, tomar a Rebecca podría matarlo. Podría dejarlo marcado por la
agonía de lo que nunca podría volver a tener. Pero no podía negárselo más
de lo que podía negar la verdad. Él la amaba. Siempre la había amado y
siempre la amaría.

E RA COMO si Rebecca nunca se hubiera ido.


No, eso no estaba bien. Sus besos compartidos siempre habían estado
llenos de pasión, pero nunca se habían sentido así. Cada inhalación se sentía
cruda en sus pulmones, cada contacto era como fuego. Lo necesitaba más
que a la siguiente respiración agitada. No sabía qué le depararía el mañana,
ni siquiera si encontraría ese diamante, pero por una vez no le importaba.
Sólo importaban sus caricias, sus besos.
Necesitaba más.
Le clavó las uñas en los hombros y se arqueó ante sus caricias. Le dejó
besos ardientes en la piel y le hinchó los labios mientras la besaba
profundamente. Su tacto la hizo jadear por más, arrancándole un placer que
hablaba de la práctica en la que él había participado.
Rebecca no se atrevía a preocuparse por su pasado y por dónde había
aprendido tales técnicas, no cuando la tenía retorciéndose desesperada
contra su mano hasta que las sensaciones se dispararon, atravesándola con
tal brusquedad que casi se desplomó en el suelo.
Leo le rodeó la cintura con un brazo y la levantó con tal brusquedad que
ella jadeó. La tumbó en la lujosa cama, con la suave ropa de cama
rozándole la cara y la piel desnuda por encima de las medias,
amortiguándola.
El confort duró apenas unos instantes, robados por la sensación de su
duro cuerpo sobre el de ella. Agradeció su peso, la sensación casi asfixiante
de necesitarlo tanto. Extendió las palmas de las manos sobre su pecho en un
intento desesperado por sentirlo, pero las capas de ropa le impedían
deleitarse con su verdadero tacto.
Aunque le molestaba que sus ropas interfirieran, no se atrevía a ir más
despacio y quitarle la ropa para poder admirar los suaves músculos que
había debajo. Si se detenía, temía ponerle fin a todo aquello.
La cautela la fatigaba. La aburría. Llevaba tanto tiempo viviendo con
cautela, por si alguien podía reconocerla o pensar que no era mejor que su
padre. Añoraba los días salvajes y embriagadores de su romance con Leo,
cuando lo único que les importaba era cuándo volverían a verse.
─Rebecca ─murmuró él, la palabra gutural.
No pidió permiso. No lo necesitaba. Ella se lo había dado libremente
incluso antes de que él la besara de verdad. La conocía lo suficiente como
para saber que era suya, si no en alma, sí en cuerpo.
Tal vez también en el alma, pero ella no podía soportar pensar en eso en
ese momento.
Ella arqueó la espalda en señal de invitación, levantando las caderas. Un
gruñido sonó en el fondo de su garganta y él le subió las faldas. El aire frío
le hizo cosquillas en la piel por encima de las medias. Su expresión se
ensombreció y su nuez de Adán se balanceó. Tiró de la tela hacia arriba,
con movimientos impacientes e indisciplinados. Ella cerró los ojos mientras
él la besaba con fuerza y sentía cómo algo se rasgaba y su mano tanteaba
entre ellos.
Entonces sintió su calor. Su lengua se enredó con la de ella, la
embriagadora mezcla de sensaciones hizo que su mente diera vueltas. La
cama era blanda y el cuerpo de él duro. Su lengua le exigió y ella respondió
de la misma manera, sacando todo lo que podía de su beso. Le sujetó la
camisa con fuerza y él avanzó.
Lanzó un grito ahogado cuando la penetró. Él se detuvo y ella sintió su
respiración agitada que subía y bajaba en su pecho, y el autocontrol que
hacía temblar sus brazos. Abriendo los ojos, Rebecca le tomó la cara y lo
atrajo hacia ella.
─Dios mío ─gimió él y se hundió más en ella.
Él se tragó su grito de respuesta. El mundo se desvaneció en un tumulto
de sensaciones, el grosor de su interior no se parecía a nada de lo que ella
hubiera imaginado. Al unirse tan estrechamente a él, sintiendo la dulce
presión que aliviaba rápidamente el leve escozor, se sintió completamente
perdida.
─Rebecca, no puedo...
─Entonces no lo hagas ─consiguió responder.
Él se movió más dentro de ella, más de lo que ella creía posible, y luego
más fuerte y rápido. Instintivamente, ella levantó las caderas y le rodeó la
espalda con las piernas. Él la besó en la boca, en el cuello y en un pecho
descubierto, aunque ella no podía imaginar cuándo había ocurrido eso. Su
boca caliente alrededor del pezón añadió una capa adicional de sensaciones
que le hizo cerrar los párpados. La embistió una y otra vez.
─Oh. ─Ella cerró los ojos con fuerza y se aferró a él. El placer la
envolvió, creciendo más de lo que creía posible hasta estallar en pequeñas
caricias de felicidad que la hicieron estremecerse.
Leo se meció dentro de ella, intensificando las sensaciones, y luego le
acercó la boca al cuello. Dijo su nombre con voz ronca y se retiró de ella,
gimiendo, dejando un susurro caliente en su piel que ella sospechaba que
prácticamente la había marcado. Jamás olvidaría aquel momento.
Él se apartó lentamente de ella y le bajó las faldas. Ella mantuvo los
ojos cerrados.
Cobarde.
A pesar de su supuesto valor y fuerza, ella ahora no tenía ninguno. Lo
sintió rodar junto a ella y oyó su respiración agitada. Le dolían las piernas
de una forma extrañamente deliciosa y deseó poder retroceder en el tiempo
y revivir el momento de nuevo.
Así podría ignorar el feroz latido de su corazón, pero lo cierto era que
no podía quedarse. Ni aunque lo amara.
Y lo amaba.
Aún lo amaba.
Abrió los ojos y se atrevió a echar un vistazo al dosel de arriba, con la
mirada perdida, demasiado consciente de Leo a su lado, silencioso también.
No tenía sentido negarlo. Siempre había amado a Leo, y siempre lo
haría. Pero ¿qué esperanza había para ellos?
9

Decir que había varias mujeres atractivas residiendo en la ciudad era


quedarse corto. Leo se preguntaba si el destino había conspirado para
que su soledad forzosa fuera una especie de prueba pero, por el momento,
todas las mujeres bonitas de Inglaterra no podían distraerlo de Rebecca.
Nunca debería haber hecho el amor con ella.
O dejar que ella hiciera el amor con él.
O lo que demonios hubiera pasado.
Lo único que sabía era que no había dormido ni un poco y juraba que
sus labios aún recordaban el roce de los de ella, como una marca sobre él.
Desafortunadamente, había jurado mantenerse alejado de las mujeres, y si
había una mujer de la que debía mantener la distancia, ésa era Rebecca. Si
se dejaba caer más, acabaría reviviendo el dolor de que ella se fuera una vez
más.
Qué tonto era.
Ella apenas le había dirigido la palabra desde entonces. Si era sincero, él
tampoco le había dicho nada. La verdad era que ella ya lo había
abandonado una vez y volvería a hacerlo.
Diablos, romper la promesa a su madre ni siquiera era lo peor. Ya había
caído de cabeza en la completa locura que era su deseo por Rebecca,
tomándola de una manera tan pagana, por el amor de Dios.
Y el hecho de que esta fue su primera vez.
Soltó un largo suspiro. Cada parte de él necesitaba arrepentirse de lo
que había hecho. Si no lo hacía, lo estaba arriesgando todo, otra vez.
A pesar de todo, no pudo evitar observarla mientras se abría paso por el
concurrido mercado instalado a orillas del lago. Parecía que los habitantes
de Langmere estaban aún más decididos a sacar dinero de sus nuevos
huéspedes de lo que él creía. Aunque los pocos tenderos utilizaban puestos
para vender sus mercancías, nunca habían tenido un día de mercado oficial
en la ciudad, ni una oferta tan amplia. Sospechaba que algunos de los
vendedores del mercado procedían de los pueblos cercanos.
De un puesto colgaban alegremente cintas de vivos colores que se
agitaban con la brisa. En otro, el pan recién horneado provocaba los
sentidos y hacía rugir el estómago de Leo, a pesar de haber disfrutado de
una abundante comida matutina. También había mantas, velas, lana, papel
de escribir y lápices, así como otros artículos que aún no había visto.
Sin embargo, ninguna de las mercancías era tan tentadora como
Rebecca.
El plan del mercado había funcionado, atrayendo a multitud de mujeres,
pero Rebecca captó su atención cuando se deslizó entre los puestos, con la
cabeza gacha. Sacudió la cabeza para sus adentros y volvió a centrar su
atención en sus hermanos, que paseaban con él por el sendero que
atravesaba la parte delantera del lago. Un grupo de tres señoras -las
Lonsdale, que consistían en una madre y dos hijas que les habían
presentado hacía unos días- se detuvieron y se deshicieron en reverencias.
No debía. Alexander incluso había murmurado que se atenían a las
normas de su madre, lo cual era extraño, ya que podía jurar que, desde que
había muerto la esposa de su hermano, el hombre había llevado una vida
más libertina que él o Adam.
Pero, maldita sea, necesitaba algún tipo de distracción. Cualquier cosa
que le impidiera pensar en Rebecca.
Esbozó su sonrisa más encantadora y vio cómo un rubor recorría el
pecho de la joven mayor. Dejó que su mirada se detuviera allí
deliberadamente para que ella también lo viera y el color se intensificó,
subiendo hasta sus mejillas. ─Es un placer volver a verlas ─murmuró él,
manteniendo su atención en la señorita Lonsdale.
─Y-y a usted, milord ─tartamudeó ella.
Leo apartó brevemente la mirada para ver a Rebecca a las puertas de la
pensión. Ella esperaba hablar con una dama que le habían revelado que su
padre había tomado como amante. Con un poco de suerte, ella sabría algo
de este diamante o al menos dónde había escondido algunas pertenencias, y
así Rebecca se marcharía.
Y él podría ponerle fin a esta ridícula maraña de emociones en la que se
encontraba entretejido. Nunca debería haberla acogido, ni siquiera haberla
reconocido. Podía sentirlo palpitar con fuerza en sus entrañas: la necesidad
de acercarse y llevársela a casa y hacerla suya una vez más.
Pero entonces ella se iría...
Él ya había trabajado bastante duro para recuperarse de su primera
partida. No iba a permitirse ser tan vulnerable de nuevo. Rebecca lo miró y
él vio que sus ojos se entrecerraban, así que se volvió hacia la señorita
Lonsdale y sus bonitas mejillas rojas que combinaban a la perfección con su
cabello rubio. ─¿Le está gustando el mercado? ─le preguntó─. He visto
unas cintas azules que casi hacen juego con sus ojos, señorita Lonsdale. Un
color encantador.
A su lado, Adam resopló.
Leo ignoró a su hermano. Por ridículas que fueran, las palabras
funcionaron y la señorita Lonsdale inclinó la cabeza, mirándolo a través de
sus pestañas. ─Siempre me parecieron un poco pálidos.
Buen Dios, la mujer estaba buscando otro cumplido. Podía ser joven y
una señorita, pero no era tan ingenua como parecía al principio.
─En absoluto. Son de un color muy favorecedor.
Sus labios se curvaron. ─Me halaga, milord.
─Como deben serlo todas las mujeres. Criaturas encantadoras como
usted merecen ser halagadas en toda ocasión.
Se estremeció al ver que ella respiraba con una brusca elevación del
pecho. Leo solía prestar atención a las viudas y a las damas experimentadas
para asuntos discretos. Nunca con señoritas inocentes, por muy interesadas
que parecieran estar en el flirteo entre ellos.
No podía haber nada malo en un poco de conversación, se dijo a sí
mismo. En el pasado había disfrutado de muchas conversaciones con
mujeres atractivas, aunque no tuviera intención de acostarse con ellas. Por
lo general, las jóvenes disfrutaban de la atención, al igual que la señorita
Lonsdale, y su atención sólo aumentaría la confianza de ella en sus propios
encantos.
Por dentro, hizo una mueca de dolor. Parecía que la idea de entregarse a
tales pasatiempos ya no le atraía tanto como antes, y todo por culpa de
Rebecca.
SI SUS MEJILLAS ARDIERAN MÁS , Rebecca juraría que estallaría en llamas.
Apretó los puños y apartó su atención de Leo y de las jovencitas que lo
rodeaban. No importaba lo que hiciera ni con quién lo hiciera. No se habían
hecho ninguna promesa.
Aunque hubiera sido la noche más maravillosa de su vida. Teniendo en
cuenta que nunca había estado con nadie más que Leo, suponía que no tenía
mucho con lo que comparar, pero nadie podía sugerir que hacer el amor de
esa manera no fuera increíble. Aún se le curvaban los dedos de los pies al
pensar en ello.
Por supuesto, seguro que él había tenido mucha práctica. Apretó los
labios y se apartó de la pared de la pensión. La señora Knight no estaba en
casa y Rebecca aún no la había visto entre la multitud. Ayer había perdido
un día en Grasmere buscándola, sólo para descubrir que la mujer se había
mudado de nuevo a Langmere.
Pero si se quedaba más tiempo, alguien podría reconocerla o, al menos,
pensar que estaba tramando algo malo. No quería llamar tanto la atención.
A diferencia de Leo, que parecía deleitarse con la atención femenina.
Le dedicó una rápida mirada y se arrepintió. Él le dedicó una sonrisa a
la bella joven, aquella sonrisa ganadora que hacía que el estómago le diera
un vuelco y el corazón le palpitara con fuerza. Recordó cuando aquella
sonrisa había sido sólo para ella.
Se le calentó aún más la cara, así que se dio la vuelta y atravesó los
establos con la cabeza baja. No tenía ningún derecho sobre él, y una noche
no cambiaría nada. Langmere ya no era su hogar y Leo era el mismo
libertino que había pretendido ser.
Cuanto antes encontrara a la tal señora Knight, mejor, aunque Rebecca
dudaba de que su padre hubiera confiado en ella. Al parecer, le ocultaba
secretos a todo el mundo, especialmente a sus amantes. Aun así, tenía que
hacer algo. Esperar sólo la llevaría a la angustia.
Por un momento había pensado... Bueno, no importaba lo que hubiera
pensado. No había futuro para ellos, y Leo sabía que ella lo estaba
observando, así que debía estar tratando de enviarle un mensaje.
Nunca seré tuyo quizás o tal vez eso no significaba nada.
¿Qué tal Fuiste una tonta al pensar que me importabas?
Quizás él no había dicho las palabras, y conociendo a Leo no lo haría,
pero ella entendió su mensaje bastante bien. Olvídate de hacer el amor y
olvida cualquier idea de un futuro juntos. Su pasado no podía reescribirse.
─Oh─. Una joven chocó contra ella, obligándola a detenerse. La mujer,
unos años más joven que Rebecca, sujetaba un libro contra su pecho. La
miró de arriba abajo y arrugó el ceño.
─Perdóneme ─murmuró Rebecca.
─Espera, sé quién eres.
Las náuseas le revolvieron el estómago. ─No lo creo. ─Rebecca intentó
pasar junto a la joven morena con un bonito sombrero de paja, pero ésta se
puso delante de ella.
─¡Yo sí te conozco! ─Su sonrisa se amplió─. Eres Rebecca Fortescue.
─Hojeó el libro y lo abrió en una página en la que la esquina estaba
doblada. ─Mira, ésta eres tú.
Rebecca echó un vistazo a la ilustración que la mostraba con su padre a
los dieciséis años, tal vez copiada de uno de los retratos que le habían hecho
antes de salir de Inglaterra. El parecido con ambos dejaba entrever la
habilidad del ilustrador.
Ella negó enérgicamente con la cabeza. ─No, esa no soy yo. Se
equivoca.
─¡Eres tú, lo eres! ─La mujer hizo un gesto con la mano─. Fi, Joanna,
vengan a ver. ¡Es Rebecca Fortescue!
Varias cabezas se giraron en su dirección. Oyó su nombre entre la
multitud. Se le apretó el pecho cuando más gente la rodeó. Alguien le hizo
una pregunta sobre su padre, pero ella no la entendió. Luego le hicieron otra
pregunta, algo relacionado con su ejecución.
─¡Oh, qué emocionante! ─declaró la joven─. Quiero saberlo todo sobre
tu padre. ¿Era apuesto? ¿Sabías algo de sus fechorías? ¿Te escribió antes de
su ejecución?
Rebecca se alejó a ciegas, con la respiración agitada en la garganta. Más
gente la rodeó, y ella se abrió paso sólo para toparse con otra oleada de
gente. Alguien la agarró de la manga y ella se apartó.
─Por favor, déjenme en paz ─suplicó.
Las voces a su alrededor parecían convertirse en un rugido mientras la
sangre se agolpaba en sus oídos. Hizo una pausa para respirar, pero sus
costillas no cooperaron, como si sus piernas estuvieran atadas con
demasiada fuerza. Los puntos nublaron su visión y cayó hacia delante,
chocando contra un duro pecho. Levantó la mirada y pudo ver la silueta de
un hombre alto, moreno y de pecho ancho. Su ropa resultaba áspera bajo las
yemas de sus dedos.
─Por favor, apártese ─consiguió murmurar sin aliento.
─¿Fortescue? ─preguntó él─. Tu padre me lo quitó todo.
─Lo siento ─dijo ella débilmente─. Lo siento mucho. ─Intentó
apartarse, pero él la sujetó por los codos.
─Todo, ¿me oyes? ─gritó el hombre─. Todo.
La niebla que empañaba su visión aumentó y se llevó una mano a las
costillas mientras luchaba por respirar. Su piel se calentó y sus piernas se
debilitaron. Vio que el suelo venía a su encuentro, pero no sintió nada al
caer.
─¡Atrás! ─gritó alguien.
─¿Leo? ─susurró ella.
─Atrás ─volvió a ordenar Leo.
Un brazo pasó bajo su cuello y otro bajo sus piernas. Apretada contra un
pecho cálido y macizo, extendió una mano sobre él y se hundió en la suave
tela de su chaqueta.
─Te tengo ─le aseguró Leo.
Ella asintió sin fuerzas y cerró los ojos. Si necesitaba más pruebas de
que no podía quedarse, ya las tenía.
10

Leo se detuvo en la puerta de la sala de billar. No es que tuviera muchas


opciones. Sus dos hermanos le cerraban el paso, Adam a la izquierda y
Alexander a la derecha. Su hermano mayor tenía esa mirada severa, esa
mirada severa practicada que acompañaba a la condición de marqués. Leo
pensó que, antes de heredar el título, debían de haber recibido lecciones
secretas sobre la expresión precisa que debía emplearse como caballero con
título.
Sin embargo, no funcionó con él. Alexander rara vez desempeñaba el
papel de hermano mayor y austero, y era mucho más probable encontrarlo
haciendo todo lo posible por ignorar los aburridos deberes de su título.
Hacía lo que era necesario, mantener las propiedades en funcionamiento y
comprar casas de campo en las que nadie vivía, pero distaba mucho de su
padre, que había adoptado esa expresión durante la mayor parte de su vida y
apenas tenía tiempo para otra cosa que no fueran los asuntos de la
propiedad.
Arqueó una ceja. ─¿Sucede algo?
─Estás actuando de forma extraña ─le reprochó Adam.
─Yo no soy el que está en una puerta, con cara de estar guardando algún
secreto de Estado ─replicó Leo.
─Sigues desapareciendo─. Alexander señaló hacia arriba. ─Dentro de
la casa.
─No sabía que no era bienvenido aquí. Quizá debería haberme buscado
alojamiento en la ciudad─. Señaló con la cabeza a Alexander. ─Además,
has estado distraído con esta señorita Evans. ¿Qué sabrás tú de mis idas y
venidas?
Alexander se rio entre dientes. ─¿Distraído? Difícilmente.
Aunque estuvo tentado de argumentar su caso, Leo optó por guardar
silencio sobre el asunto de aquella joven. Adam había sorprendido a su
hermana menor merodeando por la casa cuando habían estado visitando los
jardines con su madre y parecía que Alexander había encontrado a la
señorita Evans bastante fascinante. Leo se preguntó si la señora Jones iba a
informarle a su madre de todo aquello.
─No estoy actuando de forma extraña y no ocurre nada malo ─dijo con
firmeza.
Adam lo miró. ─Siempre has sido un mentiroso terrible. ¿Qué está
pasando?
Leo soltó un suspiro. Rebecca detestaría ser descubierta, pero si era
sincero, no creía realmente que pudiera mantener su presencia aquí en
secreto durante mucho tiempo, y aunque no podía pretender compartir todos
los aspectos de su vida con sus hermanos, no disfrutaba mucho
mintiéndoles sobre ella.
─De acuerdo.
Adam le sonrió a Alexander. ─Te dije que podríamos doblegarlo
fácilmente.
Alexander se encogió de hombros. ─Estoy ligeramente decepcionado
contigo, Leo. Ahora le debo a Adam una pequeña fortuna.
─¿Apostaste por mí?
─Eres poderosamente predecible, hermano. ─Adam le dio una palmada
en el hombro─. Si apostara por tu comportamiento todo el tiempo, sería un
hombre rico.
─Ya eres un hombre rico ─señaló Alexander.
─Entonces más rico.
─Qué deprimente que mi comportamiento sea tan fácil de prever ─dijo
Leo secamente─. Tendré que esforzarme más por hacer lo inesperado.
─Bueno, cuéntanos qué es lo que ocurre contigo y decidiremos si es lo
esperado o no. ─Alexander se cruzó de brazos y se balanceó ligeramente
sobre los talones, con la mirada de marqués que lo caracterizaba.
─Ya he dicho que lo haría ─espetó.
─¿Y bien? ─insistió Adam.
Leo se armó de valor, preparado para cualquier reacción de sus
hermanos ante la noticia. ─Rebecca está aquí ─soltó.
Pasaron unos instantes de silencio, el único sonido era el tic-tac de un
reloj y el ruido sordo de los pasos de una criada en el pasillo. Adam y
Alexander intercambiaron una mirada.
─¿Así cómo... Rebecca Fortescue? ─preguntó finalmente Adam.
Leo asintió.
─¿La Rebecca Fortescue con la que estabas decidido a casarte pero que
desapareció y nunca volvió y te dejó el corazón roto sin remedio? ─añadió
Alexander.
Leo frunció el ceño. ─Yo no diría que roto sin remedio.
Adam ladeó la cabeza. ─Todos sabemos por qué te acuestas con tantas
mujeres.
─¿Ah, sí? ¿Y cuál es tu excusa? ─Leo apretó la mandíbula. No le
gustaba mucho que sus hermanos pensaran que era un tonto con el corazón
roto.
Adam negó con la cabeza. ─No estamos hablando de mí, y me siento
totalmente cómodo con mi comportamiento. Soy un soltero con pocas
obligaciones. ¿Por qué no voy a disfrutar donde pueda?
─¿Y por qué yo no? ─replicó Leo.
Alexander levantó una mano. ─¿Así que Rebeca está aquí? ¿En esta
casa?
─Sí. ─Leo se pasó una mano por la boca─. Está en el área para... bueno.
Tendré que pedirle que lo explique, pero basta con decir que no tuve más
remedio que ofrecerle refugio.
─¿Y ella temía el escándalo, por lo que mantuvo su presencia aquí en
secreto? ¿O te preocupaba que Madre supiera de ella? ─sugirió Adam.
Leo levantó un hombro. ─Tengo la sospecha de que Rebecca ha visto
suficiente escándalo para toda la vida gracias a su padre. Quedarse aquí sin
escolta no sería lo peor.
Alexander se frotó la barbilla. ─Sin embargo, me gustaría asignarle una
doncella.
─No le gustará que ustedes lo sepan─. Leo suspiró. ─Tiene miedo de
cómo la verá la gente después de las indiscreciones de su padre─. Leo
apretó los puños al recordar a aquel hombre gritándole y a ella
desmayándose en medio de la calle. ─Ella tampoco se equivoca. El alboroto
de ayer en la ciudad tuvo que ver con ella.
─Ah. Ya me preguntaba dónde te habías metido. ─Adam movió la
cabeza hacia Alexander─. Éste no se dio cuenta ya que la señorita Evans
estaba allí.
─Eso no tuvo nada que ver ─murmuró Alexander.
─Entonces, ¿qué vamos a hacer con ella? ─preguntó Adam, poniendo
las manos en las caderas─. ¿Hacer como si no existiera?
Alexander negó con la cabeza. ─No voy a tener a una mujer encerrada
en mi casa.
─No es una mujer cualquiera.
Los labios de Alexander se curvaron ante la respuesta de Leo. ─Siempre
me ha gustado Rebecca. Tráela a cenar y que ella misma nos cuente por qué
está aquí y por qué te tiene tan hecho un lío.
─No estoy hecho un lío ─murmuró Leo, sabiendo perfectamente que
era mentira.

R EBECCA SE CRUZÓ de brazos y trató de ignorar el latido de su corazón que


amenazaba con subirle por la garganta. Miró fijamente a Leo. ─Podrías
haber mentido.
─¿A mis hermanos? Creo que no. Sobre todo cuando estás bajo el techo
de Alexander.
Ella apretó los labios y exhaló un suspiro frustrado por la nariz. No
estaba haciendo ningún progreso en averiguar dónde había escondido su
padre sus pertenencias y, a decir verdad, debería haber abandonado
Eastwick Hall hacía mucho tiempo.
En el mejor de los casos, antes de que hubieran hecho el amor.
Un temblor la recorrió, asentándose en la boca del estómago y luchando
con la aprensión que allí persistía. Un temblor que, para su gusto, tenía
demasiado que ver con el deseo. No importaba que hubiera sido un error,
que ayer hubiera quedado demostrado que no debía volver a pisar
Langmere: su cuerpo no lo sentía así.
Muy bien, tal vez su mente también. Se estaba debilitando, sospechaba,
pensando si habría alguna forma de quedarse, alguna forma de recuperar su
antigua vida. Incluso después del horrible incidente con aquel hombre que
le había gritado, después de que Leo la hubiera recogido y traído aquí, no
podía evitar desear que las cosas fueran diferentes.
Dios mío, ¿a quién quería engañar? Se había debilitado en cuanto él
acercó sus labios a los suyos. Ayer debería haber sido suficiente para
contrarrestarlo.
─¿Por qué quieren verme?
─Por si lo has olvidado, se encariñaron contigo. Tal vez quieran ver
cómo estás después de diez años.
─Nueve ─respondió ella automáticamente.
─En cualquier caso, a Alexander no le gusta demasiado tener mujeres
escondidas en su casa, sobre todo cuando estamos destinados a ser... ─Hizo
una pausa─. Bueno, de todos modos, Alexander solicita tu presencia en la
cena.
Miró su sencillo vestido de muselina. ─No tengo nada que ponerme.
─Lo creas o no, a ninguno de nosotros le importará.
─¿No habrá más invitados?
Él negó con la cabeza.
─Es extraño que los tres no hayan organizado una fiesta o dos todavía
─musitó─. Después de todo, todos ustedes tienen reputación.
─Eso ya lo he explicado ─dijo él con firmeza, oscureciendo su mirada y
conectando firmemente con la de ella.
Se lo había explicado. Justo antes de hacerle el amor. Y ella le creyó.
Leo era muchas cosas, pero nunca había mentido.
─Muy bien. ─Ella alisó las manos por su vestido cuando él no se
movió.
La acompañó escaleras abajo hasta el gran comedor. Sus hermanos ya
estaban en la sala y los lacayos mantenían la atención fija hacia delante, sin
mostrar sorpresa por la llegada de aquella extraña mujer.
Quiso llevarse una mano al estómago, pero se obligó a mantener una
postura formal. Adam se acercó rápidamente a ella y la estrechó en un
cálido abrazo que la hizo reír sorprendida. Él se apartó y Rebecca se
maravilló de las similitudes entre él y Leo. Los años les habían sentado de
maravilla a ambos y seguían pareciéndose tanto, aunque Adam se había
hecho una cicatriz en una ceja y su nariz parecía haberse roto en algún
momento.
─Te ves tan hermosa como siempre ─dijo, con sus manos en sus brazos.
─Gracias ─consiguió murmurar ella.
─Estoy de acuerdo ─dijo Alexander, sonriendo cálidamente. ─Es un
placer tenerte aquí después de tantos años.
─Admito que no esperaba verlos a ninguno de ustedes aquí. He oído
que todos prefieren quedarse en la ciudad─. El lacayo le acercó una silla y
ella se sentó junto a la cabecera de la mesa y observó cómo se sentaban los
tres hermanos.
Adam compartió una mirada con Alexander que la hizo fruncir el ceño.
─Entonces no puedes haber estado al tanto de todos los cotilleos.
─¿Por qué dices eso? ─preguntó ella.
─Estamos aquí por orden de nuestra madre ─respondió Alexander.
Ella miró de reojo a Leo, quien bebió un largo trago de vino y
permaneció extrañamente callado. ─¿Tu madre? ─insistió ella─. ¿Leo?
─Hay un escándalo en Londres en torno a nosotros ─explicó él, con
desgana en su tono─. Madre más bien nos rogó que viniéramos aquí y,
bueno, que nos mantuviéramos alejados del sexo opuesto.
Adam resopló. ─Has hecho un buen trabajo.
─Te he visto flirtear con al menos una docena de jovencitas ─replicó
Leo.
─¿Qué clase de escándalo? ─preguntó ella, demasiado consciente de
que el corazón le latía con fuerza en los oídos.
Él no era un libertino, no realmente, eso era lo que ella se había
convencido a sí misma cuando dejó que se la llevara a la cama. O tal vez lo
era, tal vez los años lo habían cambiado más de lo que ella creía, y era una
tonta por creer que no había cambiado con respecto al joven que había
conocido.
Leo hizo una mueca y exhaló un suspiro, con la mano sujetando el
delicado tallo de la copa de vino de cristal. ─Una joven se encontró en una
situación desafortunada.
─Dudo mucho que se encontrara en una situación así. ─Rebecca apretó
los labios, incapaz de contener la amargura en su tono. Su padre había
dejado a muchas mujeres en circunstancias similares─. No suelen
encontrarse solas en tales condiciones.
Adam se rio entre dientes. ─Ella no se equivoca.
─¿Pero qué tiene que ver con ustedes tres? ─Ella miró alrededor de la
mesa, claramente consciente de Leo golpeando sus dedos contra su vaso.
─Quien lo hizo se parece un poco a nosotros ─explicó Leo─. Así que se
ha supuesto que uno de nosotros la ha dejado en dicha situación y no está
dispuesto a admitirlo ni a reclamar al bebé como propio.
Ella abrió la boca, la cerró y se giró para mirar a Leo. ─Pero ¿no fueron
ustedes?
─No fue ninguno de nosotros ─contestó Alexander con firmeza.
─¿Por qué no me has contado el motivo de tu presencia aquí, Leo?
─preguntó ella.
─No te habría convencido de quedarte, ¿verdad?
─Si no has hecho nada, no tienes motivos para ocultármelo.
─Lo dice la mujer que ha estado escondida en el ala este ─murmuró él.
─Por invitación tuya. ─Ella inhaló profundamente, miró a sus hermanos
y se levantó de la mesa, haciéndoles un gesto para que se quedaran─.
Perdóname, pero esto ha sido un error. Lo siento mucho.
Rebecca huyó rápidamente de la habitación y se movió a ciegas por las
habitaciones hasta que encontró un saloncito, cerró la puerta tras de sí y se
hundió en el sofá, con la cabeza entre las manos.
No importaba lo que Leo hiciera, se recordó a sí misma. Ni siquiera si
había ocultado el motivo de su presencia. Ella se marcharía en cuanto
encontrara el diamante.
Entonces, ¿por qué le dolía?
Porque una pequeña parte de ella esperaba que su situación cambiara
mágicamente. Que la gente de Langmere la aceptara de nuevo y Leo le
declarara su amor, y ella podría fingir que los últimos nueve años nunca
habían pasado, y que él nunca se había abierto camino en la cama a través
de la sociedad londinense.
Su amor por él y por Langmere nunca se había desvanecido.
─¿Rebecca? ─Levantó la cabeza y vio que Leo asomaba la cabeza por
la puerta y entraba─. No he dejado encinta a esa mujer.
Ella lo miró mientras él caminaba hacia ella.
─Me conoces mejor que eso.
─¿Que si te conozco? ─Ella tragó saliva y miró a su alrededor, incapaz
de ver su expresión seria sin que le doliera el corazón─. Ha pasado tanto
tiempo, Leo. Dios sabe que soy diferente.
─Sin duda eres más fuerte e independiente, y eso no es malo. De
hecho...
─¡Espera! ─Ella levantó un dedo─. ¿Cuánto tiempo lleva esto aquí?
─Tomó un libro de la mesilla que había junto al sofá y hojeó las letras en
relieve─. Guía de Langmere y los lagos ─murmuró.
Leo se encogió de hombros. ─Creo que la señora Jones lo ha estado
leyendo. Debe de haberlo dejado allí.
Abrió el libro de un tirón. ─Habla de mi padre.
─No lo leas, Rebecca, no te ayudará.
─No, ¿no lo ves? Debería haberlo leído. Podría ayudarme.
─¿Cómo es eso?
─Sé que habla de su arresto aquí. Quizá haya alguna pista sobre sus
movimientos, sobre dónde está el diamante. ─Ella soltó una carcajada
seca─. No debería haber sido tan cobarde.
─No creo que no leer un libro sea cobardía.
No. Pero no se podía negar que todos sus movimientos habían sido
dictados por el miedo. Tal vez el único momento en que no lo había sido,
fue cuando se acostó con Leo, y que Dios la ayudara, quería otro momento
como ese.
11

─No estoy segura de que quiera ver.


Leo se sentó en el sofá junto a Rebecca después de encender unas
cuantas lámparas más. ─¿Quieres que lo lea?
Ella negó con la cabeza y pasó las páginas. ─Debería hacerlo yo.
─Si alguien puede averiguar dónde escondió tu padre el diamante, esa
eres tú. No conozco a nadie más inteligente que tú, Rebecca.
Ella arrugó la nariz. ─Me siento muy estúpida en este momento. ─Su
garganta se estremeció y pasó el dedo por la página antes de emitir un
sonido de disgusto─. Es como si mi padre fuera un héroe popular en lugar
del hombre horrible que era.
─No era tan malo.
Ella le dirigió la mirada. ─Se casó y abandonó a varias mujeres, por no
mencionar que defraudó a casi media Inglaterra. Si no lo hubieran
capturado, no dudo de que se habría casado con más mujeres por su dinero
y Dios sabe qué más.
─Sí ─coincidió Leo, llevándose una mano a la barbilla y levantándola
ligeramente─. Pero te tuvo a ti. ─La tentación de besarla se le clavó en las
entrañas. Se apartó y señaló el libro con la cabeza─. Léelo.
Esperó mientras ella seguía leyendo, con una expresión que oscilaba
entre el disgusto y el enfado, y viceversa. Ella apretó los labios y él vio el
retrato de su familia, fielmente reproducido en el libro. No podía imaginarse
el dolor que debió de sufrir al saber que no había sido real, que mientras
ella disfrutaba de una vida privilegiada, su padre había estado viviendo una
mentira. Parecía que lo peor de su comportamiento había ocurrido cuando
abandonó a Rebecca y a su madre, pero eso no excluía el hecho de que
hubiera estafado a muchas personas durante su infancia y utilizado fondos
que no eran suyos para mantener su estilo de vida.
Y cuando todo se vino abajo, las abandonó.
Leo cerró el puño y se levantó del asiento, pasando junto a la chimenea
y volviendo ella mientras leía. Si pudiera volver atrás y golpear al hombre,
lo haría. La horca casi le sentaba demasiado bien. Quería que Roger
Fortescue tuviera que enfrentarse a su hija y ver lo que había hecho. Leo
tenía que enfrentarse al hecho de que Rebecca había quedado igual de
herida la noche que se había ido, si no es que más. Al menos había podido
seguir adelante con su vida. Aunque no hubiera sido de la forma más
productiva. Rebecca se había quedado con las verdaderas secuelas de todo
aquello y aun así deseaba expiar los errores de su padre. La mujer era
condenadamente bondadosa.
Ella jadeó y él se detuvo. ─¿Encontraste algo?
“Fortescue, según todas las apariencias, llevaba la vida de un
caballero de campo, pasando tiempo al aire libre con su familia”. Ella pasó
el dedo por la página mientras leía. “Por desgracia, pocos sabían la
verdad, incluyendo su inocente primera esposa y su hija, quienes fueron
cruelmente abandonadas en Florencia en 1801. Aquellos que deseen seguir
los pasos de Fortescue podrían disfrutar de un paseo por la costa oeste,
donde a menudo llevaba a su hija Rebecca.”
─¿Crees que está ahí?
Ella frunció las cejas. ─No estoy segura, sólo tengo esta sensación...
─Sacudió la cabeza─. Solíamos pasar mucho tiempo allí y es un recorrido
silvestre.
─Lo recuerdo.
─Rara vez nos encontrábamos con alguien, y a mí me encantaba porque
podía ver conejos. ─Levantó un dedo─. Y escucha esto ─hojeó algunas
páginas más: ─ “Fortescue fue capturado no lejos de la costa oeste.
Algunos se sorprenderán de que el hombre permaneciera en Langmere,
pero muchos imaginaban al hombre tan audaz que no podía concebir ser
incapaz de convencer para salir de sus problemas.”
─Se dirigía a la costa oeste del lago.
─¡Sí! Debía de ir a recuperar el diamante. ─Ella cerró el libro y se
levantó de la silla─. Deberíamos irnos. Ahora.
─¿Nosotros?
─Bueno, es decir... ─Se sonrojó─. Eso si quieres acompañarme.
─Levantó la barbilla─. Puedo ir sola con mucho gusto.
─Me apresuro a señalar que está bastante oscuro.
─Maldita sea. ─Se dejó caer en el sillón.
─Mientras tanto, ¿por qué no volvemos a cenar con mis hermanos? Nos
fuimos bastante abruptamente.
Ella miró hacia la ventana y luego hacia él. ─Supongo que esta noche
no puedo ir a ninguna parte.
─Desde luego que no.
─¿Pensarán que soy una maleducada?
Leo se rio entre dientes. ─Seguramente.
Ella puso los ojos en blanco. ─Podrías haberme ahorrado la vergüenza
diciéndome la verdad, ¿sabes?
Él asintió. ─Lo sé, aunque no parecía ser el momento oportuno. ─La
tomó del brazo antes de que pudiera apartarse de él─. Pero es la verdad. No
toqué a esa mujer.
Rebecca le miró fijamente. ─Lo sé.
Tal vez no debería haberlo sentido como un logro, pero lo hizo, y en ese
momento, Leo estaba dispuesto a tomar cualquier victoria que pudiera
porque no podía negarlo por más tiempo. Cuando ella había huido de él, le
había vuelto a doler.
Se había enamorado de ella una vez más.

─¿P RECISAMENTE a dónde vamos?


Rebecca sujetó sus faldas y pasó por encima de una roca, sin apenas
mirar a Leo. Se concentró únicamente en lo que tenía delante. Últimamente
se había permitido demasiados momentos de debilidad. Si lo miraba, podría
ablandarse de nuevo y dejar que la besara.
O algo peor.
No podía darle falsas esperanzas. Sería un juego cruel. La reacción del
hombre en el pueblo le había dado la razón. No había lugar para ella aquí.
─La costa oeste del lago.
─Bueno, sí, obviamente. ─Se acercó a su lado y le ofreció una mano
para trepar por el siguiente grupo de rocas.
Instintivamente, tomó la mano que él le ofrecía y se arrepintió. Cada
vez que él la tocaba, ella sólo podía pensar en cuando él la había tocado tan
íntimamente. Pero sería una tonta si le negara su ayuda. Sus faldas no
estaban hechas para trepar por las grandes rocas que se amontonaban
alrededor de la orilla del lago, aún húmedas por el rocío que la brisa había
empujado hacia tierra.
Si tenía razón, esto acabaría pronto.
─Solíamos pasar mucho tiempo allí cuando era más joven. Era el lugar
favorito de mi padre en los lagos. ─Miró a Leo─. El mío también, supongo.
─Roger fue un buen padre en su mayor parte.
Rebecca arrugó la nariz. ─Lo era, y a veces pienso que todo debe haber
sido falso, que nunca se comportaría de esa manera.
─Puedo entender eso.
─Pero nos dejó, Leo. ─Ella levantó un hombro─. Sea cual sea el resto
de sus crímenes, nos dejó a nosotras y a otras mujeres. Aunque yo tuve la
suerte de tener algunos buenos recuerdos, la mayoría no tiene nada.
Leo asintió. ─Supongo que es algo por lo que estar agradecido, aunque
no puedo negar que si no estuviera ya muerto, tendría muchas cosas que
decirle.
─Yo también ─admitió ella─. Pero si encuentro este diamante, podré
curar al menos parte del daño que ha causado. A mis hermanastros no les
faltará de nada.
─¿Y qué hay de ti?
─¿Yo?
─¿Te faltará algo?
Respiró hondo y se sobresaltó al sentir cómo se le agitaban los
pulmones y se le tensaban las costillas. ─No ─consiguió murmurar.
Pero, por supuesto, era mentira, y Leo probablemente lo sabía. Ella
quería, bueno, a él.
─Tengo el negocio de mi madre en Florencia, y tenemos varios amigos
allí.
─Suena idílico.
Ella entrecerró la mirada ante su tono seco, pero él ignoró su mirada
punzante y señaló con la cabeza la franja de tierra desnuda que era la costa
oeste. ─Hay muchos lugares donde podría estar el tesoro de tu padre.
─Solíamos jugar junto al gran roble. ─Sacudió la cabeza─. No puedo
creer que no se me ocurriera antes, pero es difícil imaginar que él pudiera
haber sido un sentimental.
─Creo que te amaba, Rebecca. A su manera.
─Tal vez. ─Ella se encogió de hombros─. Pero el amor no es suficiente.
─¿No lo es?
Ella no respondió y fijó su atención en el alto árbol cerca de la orilla del
lago, sus grandes raíces emergían lentamente del suelo donde el lago había
erosionado la tierra a lo largo de los años.
Amor.
La palabra la atravesaba con cada pisada. Amor, amor, amor. Por mucho
que intentara quitársela de encima, permanecía allí, como un eco incómodo
que la envolvía.
─Probemos aquí. ─Se acercó a la base del árbol y dio unas cuantas
vueltas a su alrededor.
─Solíamos trepar a éste, ¿recuerdas?
Echó un vistazo y vio a Leo mirando hacia el árbol. Se quedó sin aliento
y el corazón le dio un pequeño vuelco. ¿Se acostumbraría alguna vez a
verlo así, crecido y espectacular? Sospechaba que no. Ya de joven le
aceleraba el pulso, pero ahora se le aceleraba más que a un caballo de
carreras.
Por supuesto, el hecho de que hubieran hecho el amor no ayudaba.
Mientras él permanecía allí, con las manos en las caderas, acentuando la
anchura de sus hombros, ella sólo podía recordar los fuertes dedos de él
envolviendo su cuerpo y lo que había sentido al estar encima de ella.
Debería arrepentirse del incidente, de todo corazón, pero no podía. Una
parte de ella, supuso, estaba agradecida por ello. Podía volver a Florencia,
sabiendo que se había entregado al único hombre que había amado.
─¿Rebecca?
─Sí, lo recuerdo ─logró decir.
Su mirada se clavó en la de ella y sospechó que ya no estaba recordando
cómo trepaban a los árboles cuando eran niños, sino el momento tan adulto
que habían compartido.
Rápidamente, ella apartó la mirada. Había venido aquí con un único
objetivo: el diamante. No había pensado en volver a su vida anterior, en
resucitar un amor que creía perdido desde hacía tiempo. De nada le serviría
reflexionar sobre lo que podría haber sido.
¿O podría ser?
Sacudió la cabeza y dio otra vuelta al árbol. Apartó una gran roca con
las botas y se arrodilló para observar el suelo. ─Creo que podría ser aquí.
─Apartó un poco de tierra.
Leo llegó a su lado y se inclinó. ─¿Debería haber traído una pala?
─Ni siquiera pensé en eso, pero mira, es una losa de madera─. Con los
dedos, apartó la tierra suelta y metió los dedos bajo el costado de un tablón
de madera ligeramente podrido. Leo presionó sus dedos bajo el otro lado y
juntos levantaron la madera.
─Debe de ser esto─. Ella tomó aire para calmar las náuseas que se le
agolpaban en el estómago al ver una caja de madera, no más grande que una
bandeja de servir. Era esto. Tenía que serlo. Y debería estar emocionada.
Miró a Leo, cuya mirada se detuvo en ella. Una vez que tuviera el diamante,
no tendría ninguna razón para estar aquí.
Y ambos lo sabían.
Se le hizo un nudo en la garganta y Leo mantuvo una expresión seria,
incluso tensa. Durante varios latidos, ella le sostuvo la mirada, y las
palabras de Dios sabía qué amenazaban con brotar. Tal vez la negación de
que fuera el tesoro. Oh, no, no es posible que esté en el lugar donde vieron
a mi padre por última vez, en el lugar que yo sospechaba. No puede ser. Así
que tal vez debería quedarme y seguir buscando...
Tonta.
─Supongo que deberíamos...
Un crujido resonó en los lagos, haciendo eco en las montañas. Detrás de
ella, el árbol se quebró, enviando astillas de corteza en su dirección. Leo la
agarró del brazo y la tiró al suelo, aplastándola bajo el peso de su cuerpo.
Ella apenas consiguió chillar de sorpresa antes de que él le tapara la
boca con una mano para acallar el sonido. ─No te muevas ─le ordenó él.
12

Rebecca lo miró con los ojos muy abiertos y se retorció contra


liberando su boca de su agarre. ─Leo, ¿qué demonios está pasando?
él,

─Alguien nos está disparando ─respondió él apretando los dientes.


─¿Ese disparo? Alguien está simplemente cazando, ¿no?
Leo entrecerró los ojos y se llevó un dedo a los labios para indicarle que
guardara silencio. Un movimiento junto a las rocas que se agrupaban en la
orilla del lago captó su atención, pero no pudo distinguir si se trataba de una
persona o simplemente de fauna salvaje.
─Leo, me estás haciendo daño. Esto no tiene gracia.
Le sujetó el puño antes de que pudiera golpearlo en el pecho. ─No te
atrevas.
─¡Leo! ─Ella se retorció, tratando de torcer su mano de su agarre─.
¿Qué estás haciendo?
─Quédate quieta ─siseó─. Maldita sea, Rebecca. ─Le quitó un poco de
peso de encima, apoyándolo más en el brazo que utilizaba para sostenerse,
y centró brevemente su atención en ella─. Alguien nos ha disparado. ─Él
sacudió la cabeza hacia el árbol donde la bala se había alojado en la corteza,
astillándolo alrededor de ellos─. Mira.
Ella giró la cabeza para ver la bala y él observó cómo ella tragó.
─¿Alguien tiene mala puntería? ─preguntó esperanzada.
Leo volvió a mirar hacia arriba. ─No lo creo. ─Lentamente, se apartó
de ella, soltándole el puño y manteniéndose agachado.
Ella le sujetó el brazo. ─¿Qué haces?
Otro disparo rompió el aire. Leo se agachó rápidamente, apretándose
contra el cuerpo de Rebecca. No pudo ver dónde había impactado esta vez,
pero estuvo demasiado cerca. Juró que sintió la onda del objeto en el aire.
Un rifle, supuso, y alguien con buena puntería. Tal vez un exsoldado. Sería
la única forma en que la bala recorriera semejante distancia sin que se viera
al tirador.
Rebecca temblaba debajo de él. ─Leo, ¿qué hacemos?
─Quédate aquí ─le ordenó con firmeza─. Voy a encontrar al bastardo.
Ella negó enérgicamente con la cabeza. ─No puedes.
─Bueno, no podemos quedarnos aquí para siempre. Si el tirador tiene
munición suficiente, puede dispararnos todo el día.
─¡Pero podrían dispararte!
Él esbozó una sonrisa. ─El tirador tendrá que ser rápido.
─Eso no es tranquilizador. ─Ella torció la cabeza, tratando de ver a
alguien desde su posición boca abajo en el suelo, pero se dio por vencida y
lo miró─. No puedes ─repitió.
Un estruendo resonó en los lagos. Rebecca emitió un chillido de terror.
A Leo se le secó la boca. Si tardaba mucho más, el tirador se les echaría
encima y les dispararía a quemarropa.
─Quédate aquí, quédate en el suelo ─le ordenó─. No te muevas o
vendré y te dispararé yo mismo.
─Déjame ir contigo. ─Ella sujetó su cravat antes de que pudiera
deslizarse de ella─. Puedo ayudarte.
─Rebecca, sé que te has convertido en una mujer independiente y, Dios
sabe, lo aprecio bastante, pero dos de nosotros merodeando sólo llamará la
atención y puedo encontrar mucho mejor a esta persona solo, sin el estorbo
de las malditas faldas. ─Se tiró de la espumosa falda que la cubría.
─Sabía que debería haberme quedado disfrazada de chico ─murmuró.
─Eras un chico terrible. ─Volvió a apartarse de ella, pero ella lo sujetó
con más fuerza, casi estrangulándolo.
─No te hagas daño, Leo, o te lo haré yo misma.
Él se rio. ─Lo prometo. ─Le dio un beso rápido y firme en los labios.
Pasara lo que pasara, no dejaría que le hicieran daño. Antes prefería morir.
Una vez que se separó de ella, se arrastró casi sobre su vientre hasta que
encontró refugio detrás de los escasos árboles que bordeaban el lago. Desde
allí, se movió rápidamente de árbol en árbol y se dirigió hacia las rocas.
Observó la posición abierta en la que permanecía Rebecca, que
afortunadamente obedecía sus órdenes. Sin embargo, no le gustó. El tirador
podía cruzar la distancia con suficiente rapidez y Rebecca no tenía dónde
esconderse, además de detrás de aquel árbol solitario sin forma de
defenderse.
Tenía que moverse más rápido.
Con menos precaución, se escondió detrás del siguiente árbol y del
siguiente, deteniéndose en busca de movimiento. Cuando salió a campo
abierto, vio el rifle apoyado en una de las rocas. Con la mandíbula apretada
y los puños cerrados, Leo se dirigió hacia el tirador.
El hombre lo vio y sus ojos se abrieron de par en par. Giró el rifle en
dirección a Leo y disparó mientras se acercaba. Leo se tiró al suelo lo
suficiente como para evitar que le dieran, y luego se levantó a duras penas
mientras el hombre luchaba por recargar el rifle. Leo disponía de pocos
segundos. Sin duda era un tirador experto.
Se lanzó hacia delante, con el puño en alto. El dolor le atravesó los
nudillos cuando conectó con la mandíbula del tirador. El hombre cayó hacia
atrás, y Leo aprovechó la oportunidad para ponerse encima de él.
─No le harás daño a ella ─dijo entre respiraciones agitadas.
El hombre se abalanzó sobre él, pero Leo esquivó el golpe y respondió
con otro golpe en la cara. El asaltante se retorció en vano contra el agarre de
Leo, estirando los dedos frenéticamente en busca de su rifle, y Leo levantó
el puño.
─Inténtalo y te golpearé hasta dejarte sin sentido. ─Respiró con
fuerza─. Rara vez me apetece, pero me encantaría ver tu sangre derramada.
El hombre levantó una rodilla y Leo gimió cuando le golpeó en la
entrepierna y el dolor le atravesó. El agresor aprovechó el momento de
debilidad y empujó a Leo hacia atrás para alcanzar el arma.
El hombre se aquietó y sus ojos se abrieron de par en par. Leo frunció el
ceño, siguiendo la mirada del hombre.
─No deseo dispararte, pero lo haré si es necesario. ─Rebecca se paró
junto a las rocas, con una postura amplia, luego levantó el rifle, arrancó la
pólvora y vertió tranquilamente la pólvora y el disparo en el cañón.
Leo gimió. ─Creí haberte dicho que te quedaras.
Ella levantó un hombro y él vio que sus manos temblaban alrededor del
arma, a pesar de su postura segura. ─Creí que estabas muerto.
V ER A L EO ENCIMA DEL TIRADOR , sano y salvo, no la tranquilizó mucho, ni
siquiera cuando él le dedicó una sonrisa. Lo único que podía recordar era
estar tumbada con la nariz pegada al suelo y oír aquel disparo, y luego
imaginarse a Leo desangrándose en el suelo... todo por ella.
Y pensar que casi lo había perdido...
─Desde luego que estoy vivo.
Ella ignoró su ocurrencia y señaló al hombre. ─Te reconozco del
pueblo. Fuiste tú quien me sujetó.
Aunque ahora parecía más pequeño, Leo se había movido para sujetarlo
de nuevo, ella recordaba aquellos brazos gruesos y musculosos cubiertos
por una mata de vello oscuro y la pálida línea de una cicatriz que surcaba un
rostro curtido por la intemperie.
La mirada del hombre pasó de uno a otro, y Rebecca vio cómo la
tensión se liberaba de su cuerpo al exhalar un suspiro.
Leo se apartó de él y se puso en pie, pero le señaló con un dedo.
─Muévete y dejaré que ella te dispare. ─Lo estudió durante unos
instantes─. Eres Tom Bainbridge, ¿verdad? ¿De la granja Tor?
El hombre asintió con la cabeza, se pasó una mano por la mandíbula
erizada, se incorporó y se sentó, cruzando los brazos sobre las rodillas. Su
mirada se detuvo en el cañón del rifle y sus labios se curvaron. ─Deja que
me dispare. Su padre ya me ha arruinado la vida.
Rebecca entrecerró la mirada. ─¿Me estabas disparando por culpa de mi
padre?
─Sí. ─La mandíbula de Tom se tensó y escupió al suelo a su lado─. Él
se lo llevó todo.
─Le quitó muchas cosas a mucha gente ─murmuró ella.
─Se llevó a mi mujer.
Rebecca hizo una mueca. Aquello no la sorprendió. Que ella supiera, su
padre había seducido a muchas mujeres, y no dudaba de que hubiera
muchas más. Cuántas de ellas habían sido mientras él aún vivía con ellas,
no lo sabía, y no quería saberlo. Haría lo que Leo decía y se centraría en los
buenos momentos de su infancia, sin mancharse con la verdad de su padre.
─Lamento que eso haya ocurrido, pero…
─No tienes nada que lamentar ─espetó Leo─. Casi te mata. ─Miró
fijamente al hombre. ─Y tiene suerte de que no lo matara a golpes.
─Se llevó a mi mujer y le prometió todo. ─Tom sacudió la cabeza e
hizo un ruido de disgusto─. Ella murió por culpa de ese bastardo.
Rebecca miró al hombre durante unos instantes. Él bajó la mirada, pero
la pena había hecho mella en él, haciéndole parecer más viejo de lo que ella
sospechaba que era, con el cabello encanecido antes de tiempo y el rostro
muy delineado. Ya había visto esto antes, en la mujer con la que él se había
casado ilegalmente después de su madre. La derrota absoluta, la desolación.
No pudo evitar sentir lástima por él.
Le entregó el rifle a Leo y se agachó frente a él.
─Rebecca... ─le advirtió Leo, frunciendo el ceño.
Ella levantó una mano y tocó suavemente el brazo de Tom. ─¿Qué fue
lo que hizo mi padre?
El hombre levantó la cabeza y la ladeó, mirándola con el ceño fruncido.
Finalmente, exhaló un suspiro. ─La sedujo y la convenció de que le diera
los ahorros de toda nuestra vida. No era mucho, pero habíamos trabajado
duro para conseguirlo. Luego, cuando la dejó, ella intentó seguirlo.
─¿Y luego qué sucedió? ─Rebecca temía la respuesta, pero tenía que
oírla de algún modo.
Él entrelazó los dedos y los miró sin realmente verlos. ─Al final volvió
a casa y murió de un corazón roto. ─Se encogió de hombros─. Al menos
eso es lo que todos pensaban.
Miró a Leo, cuya expresión sombría coincidía con el doloroso latido de
su corazón. ─Señor Bainbridge ─dijo en voz baja, esperando a que él la
mirara─. Lamento mucho lo que le hizo. Lo que le hizo a su esposa. Pero
yo no soy mi padre.
La mirada de Tom se disparó hacia la de ella y sus ojos se abrieron de
par en par como si realmente la estuviera viendo por primera vez.
─Era un hombre inmoral, sin duda, y aunque muchos piensan que no
pagó realmente por sus crímenes, ya se ha ido─. Volvió a tocarle el brazo.
─Le sugiero que recuerde todo lo bueno que pueda. Comprendo que no es
fácil, pero yo intento hacer lo mismo. Verá, yo también perdí a un padre, un
hombre que no estoy segura de que existiera realmente.
El hombre miró entre ella y Leo y luego de nuevo a ella. ─Realmente
no eres tu padre, ¿verdad?
Ella negó con la cabeza. No, no lo era. Y ya no iba a sentirse mal por lo
que él había hecho. Si no podía hacer otra cosa, era intentar vivir sin su
sombra. Ahora veía los estragos que causaba en alguien y no deseaba ser
como Tom.
Él se llevó una mano a la boca. ─Dios mío, casi te mato.
─Claro que sí ─murmuró Leo.
─Preferiría que no intentara hacerme daño otra vez, pero comprendo el
daño que le causó mi padre, si eso ayuda.
Tom levantó ambas palmas. ─Fue un momento de locura, lo juro.
Estaba tan enfadado... ─Sacudió la cabeza. ─Sólo eres una jovencita.
Rebecca asintió, se levantó y le ofreció una mano.
Tom frunció el ceño. ─Me entregaré, no temas.
─Preferiría que no lo hiciera. Creo que ya se han arruinado bastantes
vidas gracias a las acciones de mi padre.
Tom se limpió las manos en los pantalones polvorientos y miró a Leo.
─¿Y usted, milord? ¿No desea castigarme?
Leo levantó un hombro y rodeó la cintura de Rebecca con un brazo,
atrayéndola hacia sí. ─Si la señorita Fortescue dice que no, entonces debo
obedecer.
Los labios del hombre se torcieron ligeramente. ─Comprendo.
Rebecca esperó a que el hombre se alejara antes de volverse hacia Leo.
─No te enfades conmigo.
─No lo estoy. ─Le apartó un mechón de cabello suelto detrás de la
oreja─. Aunque podría retorcerte el pescuezo por no hacerme caso.
─¡Pensé que él te había disparado! ─Ella tragó con fuerza, deshaciendo
por fin el doloroso nudo que se le había hecho en la garganta desde que oyó
el disparo─. Creí que habías muerto, Leo, y no pude... ─Se le quebró la voz
y tomó aire─. No podía soportarlo. ─Apoyó la frente en su pecho─. Te
amo, Leo. Te amo tanto.
─¿De verdad?
Ella levantó la cabeza para mirarlo. ─De verdad ─respondió
solemnemente.
─Yo también te amo, Rebecca. Siempre te he amado. ─Él esbozó una
media sonrisa.
Poniéndose de puntillas, ella apretó los labios contra los suyos. Todavía
había algunas cosas que tenía que resolver, pero no había mentido cuando le
dijo a Tom que ya no iba a cargar con la culpa por el mal comportamiento
de su padre.
13

─Estamos jugando a las picas, Leo. No corazones.


Leo miró la carta sobre la mesa y la retiró. ─Lo siento ─murmuró
a Adam.
─Quizás deberías haberte ido con Alexander a dondequiera que haya
desaparecido. Un poco de aire fresco te vendría bien.
─Algo que ver con esa señorita Evans, creo. ─Leo se encogió de
hombros y tiró una carta sobre la mesa de juego.
Adam colocó su siguiente carta, ganando otra mano. ─Alexander no lo
está haciendo mejor que tú para evitar a las mujeres.
Bajó sus cartas, boca abajo. ─¿No tienes la pequeña sospecha de que tal
vez nuestra madre nos envió aquí con el propósito expreso de conocer a
mujeres elegibles? Me apresuro a señalar que la mayoría son dulces e
inocentes, acompañadas por sus madres y tías. Precisamente la clase de
dama que nuestra madre solía intentar presentarnos.
Su hermano frunció el ceño y luego sus ojos se abrieron de par en par.
─Dios sabe que no me extrañaría mucho de nuestra madre, pero ¿sabía
siquiera lo del libro?
─Madre lo sabe todo ─dijo Leo secamente.
─No puede haber contado con el regreso de Rebecca.
─No, ninguno de nosotros podía.
─¿Crees que volverá otra vez? ─preguntó Adam.
Leo se pasó una mano por la cara. Hacía casi un mes que se había ido,
después de un vago murmullo sobre llevarse el diamante que finalmente
habían desenterrado, junto con unas cuantas cartas y notas bancarias, y
arreglar sus asuntos. Lo que fuera que eso significara. Supuso que pretendía
darle el dinero de la venta del diamante a sus hermanastros, pero eso no le
llevaría ni un maldito mes, ¿no?
Por supuesto, ella podría haber decidido que él era un mentiroso
mientras tanto. Que había dejado a esa pobre mujer embarazada. Casi no
podría culparla. Su historia no lo hacía un modelo de virtud, pero él había
pensado que ella le creyó cuando se fue.
─Ya se fue una vez. Probablemente debería asumir que no la veré hasta
dentro de diez años. Además, ¿qué puede ofrecerle esta ciudad? ─Recogió
sus cartas pero le costó concentrarse en su juego.
─Bueno, tú, por ejemplo.
Leo sonrió satisfecho. ─No creo que yo sea suficiente.
Adam negó con la cabeza. ─Eres más que suficiente para muchas
mujeres, Leo. Hay muchos hombres que preferirían estar en tu lugar. Pero,
por supuesto, nunca lo has apreciado del todo, no después de pasarte una
década entera suspirando por Rebecca.
─Yo no suspiraba.
─Lo llames como lo llames, serías un tonto si te sentaras a esperar otra
década. ─Adam dejó otra mano ganadora y recogió las cartas─. Nunca
amarás a otra mujer como amas a Rebecca. Cualquier tonto puede verlo.
Leo dejó las cartas una vez más, con la mandíbula tensa. Tal vez era un
tonto, pero ¿qué iba a hacer? ¿Ir arrastrándose tras ella?
─Le prometimos a mamá...
─Prometimos que nos comportaríamos y no causaríamos ningún
escándalo. Casarte con la mujer que amas no es escandaloso, ¿y desde
cuándo te importa tanto lo que piense madre?
─Ella es frágil.
─Y tú estás lleno de excusas. Ella amaba a Rebecca, si lo recuerdas.
Deja de ser tan cobarde, Leo.
Leo abrió la boca y la cerró. Una parte de él quería negarlo, decirle a su
hermano en términos inequívocos que era un idiota por haber dicho eso.
Pero no se equivocaba. Había sido un cobarde antes, escondiéndose de
su amor por Rebecca en las faldas de demasiadas mujeres, y estaba siendo
un cobarde ahora.
Se levantó de la mesa. ─¿Crees que ,adre contaría a Florencia como un
país?
Adam sonrió. ─Bueno, no es Londres.
─Maldita sea, si Alexander pregunta, me voy a Italia.
─¡Leo, espera!
Hizo una pausa y giró sobre sus talones.
─¿No crees que es mejor que alguien empaque un baúl para ti?
─Encontraré lo que necesito por el camino.
Su hermano se rio. ─Por lo menos que preparen el carruaje. Hay
bastante distancia hasta Portsmouth.
─Maldición. ─Exhaló un suspiro─. Bien.
Ignoró el grito de “buena suerte” de su hermano, que sonaba demasiado
divertido para su gusto, y ordenó que prepararan el carruaje. Supuso que
podría haber empaquetado algunas pertenencias en el tiempo que tardaron
en preparar los caballos y el carruaje, pero lo único que se atrevía a hacer
era pasear de un lado a otro delante de la casa. ¿Qué iba a hacer si ella no
estaba en Florencia? Buscar a su madre, supuso. Ella dijo que tenía una
tienda de costura allí. Seguramente ella sabría algo.
Diablos, él viajaría por el mundo si tuviera que hacerlo. No había estado
suspirando como Adam dijo tan groseramente, pero que lo condenaran si
iba a pasar más tiempo esperando a Rebecca. Ella lo amaba, de eso estaba
seguro. Aquellas palabras derramadas no habían sido mentira. Y, por
supuesto, él la había amado desde su primer beso. Esta vez, no se rendiría
fácilmente.
Una vez que el carruaje estuvo listo, subió y cerró la puerta antes de que
el lacayo pudiera llegar a ella. Golpeó el techo con impaciencia y se recostó
en el asiento de terciopelo. El viaje a Portsmouth y la travesía a Italia
llevarían algún tiempo, y lamentó no haber decidido hacer el trayecto hasta
la costa a caballo, pero tendría que cambiar de caballo con demasiada
frecuencia y no quería llegar en demasiado mal estado.
Sonrió para sí. Claro que Rebecca no podía quejarse, no cuando había
dormido en un maldito corral de ovejas, la muy tonta. Aun así, quería
causar algún tipo de buena impresión.
Frunció el ceño cuando el carruaje se desvió ligeramente a la derecha
del camino que salía de la propiedad. Tal vez para evitar a un animal. Se
inclinó hacia delante y miró por la ventanilla cerrada, pero no vio nada. El
carruaje siguió su camino con normalidad, así que tuvo que suponer que
todo iba bien.
Excepto...
Se quedó quieto y trató de oír por encima del traqueteo de las ruedas y
el crujido de la suspensión. O se estaba volviendo loco o había oído a
Rebecca. Pero no podía ser, ¿verdad?
Abrió la ventanilla de un empujón y estiró el cuello para mirar hacia la
casa. Se agarró con fuerza a la ventanilla, se quedó mirando unos instantes
más y luego se dejó caer sobre el asiento. ¿Seguro que no?
─Rebecca ─murmuró para sí.
Se sacudió y golpeó el techo del carruaje. El vehículo se detuvo y él
abrió la puerta de un tirón, cayendo prácticamente al vacío. Sus pies
golpearon la grava con un crujido y se giró para mirar hacia la casa.
Rebecca corrió hacia él, con el sombrero suelto y colgando del cuello,
rebotando contra ella mientras corría hacia él.
─¡Leo! ─gritó ella.
No se la había imaginado. No se estaba volviendo loco.
Ignorando una pregunta del conductor, corrió hacia ella. Ella se
abalanzó sobre él con más fuerza de la que él esperaba, rodeándole el cuello
con los brazos y dejándole sin aliento.
─Uf.
Ella retrocedió brevemente. ─Perdóname.
─No he dicho que te detengas. ─La abrazó por la cintura y la acercó a
él. Probablemente debería haber dicho algo sobre lo hermosa que estaba, lo
mucho que la había echado de menos, pero en lugar de eso la besó
profundamente.
Ella abrió la boca y se aferró a él hasta que ambos se quedaron sin
aliento. Cuando él se apartó, el tentador color rosado de sus labios
ruborizados le hizo casi arrepentirse de no haberla besado más.
Pero antes necesitaba respuestas.
─¿Qué haces aquí?
─He regresado ─respondió ella sin aliento.
─¿Otro diamante?
Ella se rio y negó con la cabeza. ─¿Adónde ibas?
─A Florencia, lo creas o no.
─¿Pero por qué?
─Para encontrarte, tonta.
─Pues bien, ya me encontraste.
La sujetó con firmeza para que no se le ocurriera la tonta idea de volver
a escapar de él. ─No tenía mucha intención de esperar otros diez años.
─En realidad sólo fueron nueve. ─Sus labios se torcieron.
─Nueve angustiosos años. ─Miró detrás de ella y vio dos bolsas de
viaje y una sombrerera abandonadas a medio camino─. ¿Tienes intención
de quedarte en algún sitio?
─En la ciudad, si encuentro alojamiento.
La miró fijamente. ─Entonces, ¿no piensas esconderte?
Ella negó con la cabeza. ─La notoriedad no será fácil, pero he
terminado de esconderme, Leo. No debería seguir pagando por lo que hizo
mi padre, y me encanta esta ciudad. Siempre lo he hecho. Es mi hogar.
Tragó saliva, casi temeroso de hacer la pregunta a pesar del hecho tan
obvio de que ella estaba en sus brazos y le había permitido besarla tan
apasionadamente. ─¿Tienes intención de quedarte?
─Sí. ─Su sonrisa se amplió.
─No sabía si volverías.
─Necesitaba saldar las deudas pendientes y ver a mis hermanastros.
Ahora que el diamante está vendido, sus madres podrán ocuparse bien de
ellos. Por no hablar de ver a mi madre. Ella ha decidido quedarse en Italia -
aquí todavía le resulta demasiado doloroso y tiene muchos amigos allí-,
pero había dinero suficiente para que pueda vivir aún más cómodamente y
vender el negocio si así lo desea.
─Así que al final tu padre hizo algo por ustedes.
─Bueno, no por elección, pero me alegro de haber podido hacer algo
para reparar parte del daño causado.
─¿Crees que todo se puede reparar?
Ella frunció el ceño. ─¿Como qué?
─¿Como diez años de diferencia?
─Nueve ─lo corrigió ella─. Y podría llevar algún tiempo.
─¿Oh?
─Puede que necesite algunos besos. Muchos, de hecho. Si un libertino
infame como tú puede lograrlo, claro.
Él soltó una risita seca. ─Si voy a poner fin a mi desenfreno, creo que
deberíamos casarnos antes de que te mime con besos.
Rebecca entrecerró la mirada. ─¿Es una proposición?
─Creo que sí.
─Estoy bastante segura de que no es del todo impropio que mi
prometido me bese.
─¿Y te deje sin sentido?
Ella asintió con entusiasmo. ─Desde luego que sí.
Con una sonrisa, Leo la estrechó entre sus brazos y cumplió su promesa.

FIN
SOBRE L A AUTORA

Samantha Holt, autora bestseller del USA TODAY, es conocida por sus
romances históricos divertidos, ingeniosos y, por lo general, picantes. Es
escritora a tiempo completo desde hace más tiempo del que creía posible,
tras haberse formado como enfermera y arqueóloga. Es campeona de la
siesta, dueña de demasiados animales, madre de gemelos y vive en un
pequeño pueblo en el centro de Inglaterra.
Suele escribir (o echarse la siesta), pero cuando no lo hace, Samantha
trama (libros, por supuesto) con su esposo, toma café, escala colinas
demasiado altas para su estado físico o visita casas señoriales y pretende ser
elegante.

Visita su página para mantenerte informado de sus libros.


www.samanthaholtromance.com

Otros libros de Samantha Holt en español

Capturando a la Novia
Lavinia y el laird escocés (Novias Ilustradas nº 1)
Amelia y el vizconde (Novias Ilustradas nº 2)
Julia y el duque (Novias Ilustradas nº 3)
Emma y el conde (Novias Ilustradas nº 4)
Catherine y el marqués (Novias Ilustradas nº 5)
SOBRE L A TRADUCTORA

Cristy nació en México y desde hace unos años vive en Washington junto a
su amado esposo, su fiel compañero de aventuras.
Después de estudiar en la Universidad Autónoma de Querétaro y
desempeñarse como maestra de inglés por algunos años, decidió incursionar
en el área de traducción literaria, inspirada por la novela El hombre que
amó a Jane Austen de Sally Smith O’Rourke.
Es fundadora y directora de la empresa Cristranslates, cuya misión es
acercar las grandes obras clásicas y contemporáneas al público hispano y
latinoamericano.
Ha tomado cursos y diplomados a nivel maestría sobre traducción por la
Universidad de Guanajuato y la Asociación Mexicana de Traductores
Literarios (en colaboración con la UNAM). Es miembro vitalicio de la Jane
Austen Society of North America.
Algunas de sus traducciones al español más destacadas: Nefasto de
Nicole Clarkston, Cuando el sol se duerme de Alix James, sus antologías
navideñas y próximamente Pemberley, el dragón del señor Darcy de Maria
Grace y El descanso del marinero de Don Jacobson
Para conocer más sobre sus proyectos, síguela a través de:
Título original: The Taming of a Wicked Rogue
Traducción: Cristina Huelsz

Todos los derechos reservados.


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© Copyright 2020 Samantha Holt


© de la traducción 2023 Cristina Huelsz, cristranslates.com

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