Selección de Cuentos 2023
Selección de Cuentos 2023
Selección de Cuentos 2023
CUENTOS REALISTAS
1° AÑO
El collar Guy de Maupassant
EL COLLAR
Guy de Maupassant
Era una de esas lindas y deliciosas criaturas nacidas como por un error del Destino en
una familia de empleados. No tenía dote, ni esperanzas de cambiar de posición; no disponía
de ningún medio para ser conocida, comprendida, querida, para encontrar un esposo rico y
distinguido; y consintió que la casaran con un modesto empleado del Ministerio de
Instrucción Pública.
No pudiendo adornarse, fue sencilla, pero desgraciada, como una mujer obligada por
la suerte a vivir en una esfera inferior a la que le corresponde; porque las mujeres no tienen
casta ni raza, pues su belleza, su atractivo y su encanto les sirven de ejecutoria y de familia.
Su nativa firmeza, su instinto de elegancia y su flexibilidad de espíritu son para ellas la única
jerarquía, que iguala a las hijas del pueblo con las más grandes señoras.
Sufría constantemente, sintiéndose nacida para todas las delicadezas y todos los lujos.
Sufría contemplando la pobreza de su hogar, la miseria de las paredes, sus estropeadas sillas,
su fea indumentaria. Todas estas cosas, en las cuales ni siquiera habría reparado ninguna otra
mujer de su casa, torturábanla y la llenaban de indignación. La vista de la muchacha bretona
que les servía de criada despertaba en ella pesares desolados y delirantes ensueños. Pensaba
en las antecámaras mudas, guarnecidas de tapices orientales, alumbradas por altas lámparas
de bronce y en los dos pulcros lacayos de calzón corto, dormidos en anchos sillones,
amodorrados por el intenso calor de la estufa. Pensaba en los grandes salones colgados de
sedas antiguas, en los finos muebles repletos de figurillas inestimables y en los saloncillos
coquetones, perfumados, dispuestos para hablar cinco horas con los amigos más íntimos, los
hombres famosos y agasajados, cuyas atenciones ambicionan todas las mujeres.
Cuando se sentaba, a las horas de comer, delante de la mesa redonda, cubierta por un
mantel de tres días, frente a su esposo, que destapaba la sopera, diciendo con aire de
satisfacción: "¡Ah! ¡Qué buen caldo! ¡No hay nada para mí tan excelente como esto!",
pensaba en las comidas delicadas, en los servicios de plata resplandecientes, en los tapices
que pueblan las paredes de personajes antiguos y aves extrañas dentro de un bosque
fantástico; pensaba en los exquisitos y selectos manjares, ofrecidos en fuentes maravillosas;
en las galanterías murmuradas y escuchadas con sonrisa de esfinge, al tiempo que se paladea
la sonrosada carne de una trucha o un alón de faisán.
No poseía galas femeniles, ni una joya; nada absolutamente y sólo aquello de que
carecía le gustaba; no se sentía formada sino para aquellos goces imposibles. ¡Cuánto habría
dado por agradar, ser envidiada, ser atractiva y asediada!
Tenía una amiga rica, una compañera de colegio a la cual no quería ir a ver con
frecuencia, porque sufría más al regresar a su casa. Días y días pasaba después llorando de
pena, de pesar, de desesperación.
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El collar Guy de Maupassant
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El collar Guy de Maupassant
Llegó el día de la fiesta. La señora de Loisel tuvo un verdadero triunfo. Era más
bonita que las otras y estaba elegante, graciosa, sonriente y loca de alegría. Todos los
hombres la miraban, preguntaban su nombre, trataban de serle presentados. Todos los
directores generales querían valsar con ella. El ministro reparó en su hermosura.
Ella bailaba con embriaguez, con pasión, inundada de alegría, no pensando ya en nada
más que en el triunfo de su belleza, en la gloria de aquel triunfo, en una especie de dicha
formada por todos los homenajes que recibía, por todas las admiraciones, por todos los
deseos despertados, por una victoria tan completa y tan dulce para un alma de mujer.
El le echó sobre los hombros el abrigo que había llevado para la salida, modesto
abrigo de su vestir ordinario, cuya pobreza contrastaba extrañamente con la elegancia del
traje de baile. Ella lo sintió y quiso huir, para no ser vista por las otras mujeres que se
envolvían en ricas pieles.
Loisel la retuvo diciendo:
-Espera, mujer; vas a resfriarte a la salida. Iré a buscar un coche.
Pero ella no le oía, y bajó rápidamente la escalera.
Cuando estuvieron en la calle no encontraron coche, y se pusieron a buscar, dando
voces a los cocheros que veían pasar a lo lejos.
Anduvieron hacia el Sena desesperados, tiritando. Por fin pudieron hallar una de esas
vetustas berlinas que sólo aparecen en las calles de París cuando la noche cierra, cual si les
avergonzase su miseria durante el día.
Llevólos hasta la puerta de su casa, situada en la calle de los Mártires, y entraron
tristemente en el portal. Pensaba el hombre, apesadumbrado, en que a las diez había de ir a la
oficina.
La mujer se quitó el abrigo que llevaba echado sobre los hombros, delante del espejo,
a fin de contemplarse aún una vez más ricamente alhajada. Pero de repente dejó escapar un
grito.
Su esposo, ya medio desnudo, le preguntó:
-¿Qué tienes?
Ella volvióse hacia él, acongojada.
-Tengo..., tengo... -balbució- que no encuentro el collar de la señora de Forestier.
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El collar Guy de Maupassant
El se irguió, sobrecogido:
-¿Eh?..., ¿cómo? ¡No es posible!
Y buscaron entre los adornos del traje, en los pliegues del abrigo, en los bolsillos, en
todas partes. No lo encontraron.
Él preguntaba:
-¿Estás segura de que lo llevabas al salir del baile?
-Sí; lo toqué al cruzar el vestíbulo del Ministerio.
-Pero si lo hubieras perdido en la calle, lo habríamos oído caer. Debe de estar en el
coche. -Sí. Es probable. ¿Te fijaste qué número tenía?
-No. Y tú, ¿no lo miraste?
-No.
Contempláronse aterrados. Loisel vistióse por
fin.
-Voy -dijo- a recorrer a pie todo el camino que hemos traído, a ver si por casualidad lo
encuentro.
Y salió. Ella permaneció en traje de baile, sin fuerzas para irse a la cama, desplomada
en una silla, sin lumbre, casi helada, sin ideas, casi estúpida.
Su marido volvió hacia las siete. No había encontrado nada.
Fue a la Prefectura de Policía, a las redacciones de los periódicos, para publicar un
anuncio ofreciendo una gratificación por el hallazgo; fue a las oficinas de las empresas de
coches, a todas partes donde podía ofrecérsele alguna esperanza.
Ella le aguardó todo el día, con el mismo abatimiento desesperado, ante aquel horrible
desastre.
Loisel regresó por la noche con el rostro demacrado, pálido; no había podido
averiguar nada.
-Es menester-dijo-que escribas a tu amiga enterándola de que has roto el broche de su
collar y que lo has dado a componer. Así ganaremos tiempo.
Ella escribió lo que su marido le decía.
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El collar Guy de Maupassant
de prestamistas. Comprometióse para toda la vida, firmó sin saber lo que firmaba, sin
detenerse a pensar, y, espantado por las angustias del porvenir, por la horrible miseria que los
aguardaba, por la perspectiva de todas las privaciones físicas y de todas las torturas morales,
fue en busca del collar nuevo, dejando sobre el mostrador del comerciante treinta y seis mil
francos.
Cuando la señora Loisel devolvió la joya a su amiga, ésta le dijo un tanto displicente:
-Debiste devolvérmelo antes, porque bien pude yo haberlo necesitado.
No abrió siquiera el estuche, y eso lo juzgó la otra una suerte. Si notara la sustitución,
¿qué supondría? ¿No es posible que imaginara que se lo cambiaron de intento?
La señora de Loisel conoció la vida horrible de los menesterosos. Tuvo energía para
adoptar una resolución inmediata y heroica. Era necesario devolver aquel dinero que debían.
Despidieron a la criada, buscaron una habitación más económica, una guardilla.
Conoció los duros trabajos de la casa, las odiosas tareas de la cocina. Fregó los platos,
desgastando sus uñitas sonrosadas sobre los pucheros grasientos y en el fondo de las
cacerolas. Enjabonó la ropa sucia, las camisas y los paños, que ponía a secar en una cuerda;
bajó a la calle todas las mañanas la basura y subió el agua, deteniéndose en todos los pisos
para tomar aliento. Y, vestida como una pobre mujer de humilde condición, fue a casa del
verdulero, del tendero de comestibles y del carnicero, con la cesta al brazo, regateando,
teniendo que sufrir desprecios y hasta insultos, porque defendía céntimo a céntimo su dinero
escasísimo.
Era necesario mensualmente recoger unos pagarés, renovar otros, ganar tiempo.
El marido se ocupaba por las noches en poner en limpio las cuentas de un
comerciante, y a veces escribía a veinticinco céntimos la hoja.
Y vivieron así diez años.
Al cabo de dicho tiempo lo habían ya pagado todo, todo, capital e intereses,
multiplicados por las renovaciones usurarias.
La señora Loisel parecía entonces una vieja. Habíase transformado en la mujer fuerte,
dura y ruda de las familias pobres. Mal peinada, con las faldas torcidas y rojas las manos,
hablaba en voz alta, fregaba los suelos con agua fría. Pero a veces, cuando su marido estaba
en el Ministerio, sentábase junto a la ventana, pensando en aquella fiesta de otro tiempo, en
aquel baile donde lució tanto y donde fue tan festejada.
¿Cuál sería su fortuna, su estado al presente, si no hubiera perdido el collar? ¡Quién
sabe! ¡Quién sabe! ¡Qué mudanzas tan singulares ofrece la vida! ¡Qué poco hace falta para
perderse o para salvarse!
Un domingo, habiendo ido a dar un paseo por los Campos Elíseos para descansar de
las fatigas de la semana, reparó de pronto en una señora que pasaba llevando a un niño cogido
de la mano.
Era su antigua compañera de colegio, siempre joven, hermosa siempre y siempre
seductora. La de Loisel sintió un escalofrío. ¿Se decidiría a detenerla y saludarla? ¿Por qué
no? Habiéndolo pagado ya todo, podía confesar, casi con orgullo, su desdicha.
Se puso frente a ella y dijo:
-Buenos días, Juana.
La otra no la reconoció, admirándose de verse tan familiarmente tratada por aquella
infeliz. Balbució:
-Pero.... ¡señora!..., no sé... Usted debe de confundirse...
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El collar Guy de Maupassant
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LA FIESTA AJENA
Liliana Heker
Nomás llegó, fue a la cocina a ver si estaba el mono. Estaba y eso la tranquilizó: no le hubiera gustado nada tener que
darle la razón a su madre. ¿Monos en un cumpleaños?, le había dicho; ¡por favor! Vos sí que te creés todas las
pavadas que te dicen. Estaba enojada pero no era por el mono, pensó la chica: era por el cumpleaños.
–No me gusta que vayas –le había dicho–. Es una fiesta de ricos.
–Los ricos también se van al cielo–dijo la chica, que aprendía religión en el colegio.
–Qué cielo ni cielo –dijo la madre–. Lo que pasa es que a usted, m'hijita, le gusta cagar más arriba del culo.
A la chica no le parecía nada bien la manera de hablar de su madre: ella tenía nueve años y era una de las mejores
alumnas de su grado.
–Yo voy a ir porque estoy invitada –dijo–. Y estoy invitada porque Luciana es mi amiga. Y se acabó.
–Ah, sí, tu amiga –dijo la madre. Hizo una pausa–. Oíme, Rosaura –dijo por fin–, esa no es tu amiga. ¿Sabés lo que sos
vos para todos ellos? Sos la hija de la sirvienta, nada más.
Rosaura parpadeó con energía: no iba a llorar.
–Callate –gritó–. Qué vas a saber vos lo que es ser amiga.
Ella iba casi todas las tardes a la casa de Luciana y preparaban juntas los deberes mientras su madre hacía la limpieza.
Tomaban la leche en la cocina y se contaban secretos. A Rosaura le gustaba enormemente todo lo que había en esa
casa. Y la gente también le gustaba.
–Yo voy a ir porque va a ser la fiesta más hermosa del mundo, Luciana me lo dijo. Va a venir un mago y va a traer un
mono y todo. La madre giró el cuerpo para mirarla bien y ampulosamente apoyó las manos en las caderas. –¿Monos
en un cumpleaños? –dijo–. ¡Por favor! Vos sí que te creés todas las pavadas que te dicen.
Rosaura se ofendió mucho. Además le parecía mal que su madre acusara a las personas de mentirosas simplemente
porque eran ricas. Ella también quería ser rica, ¿qué?, si un día llegaba a vivir en un hermoso palacio, ¿su madre no la
iba a querer tampoco a ella? Se sintió muy triste. Deseaba ir a esa fiesta más que nada en el mundo.
–Si no voy me muero –murmuró, casi sin mover los labios. Y no estaba muy segura de que se hubiera oído, pero lo
cierto es que la mañana de la fiesta descubrió que su madre le había almidonado el vestido de Navidad. Y a la tarde,
después que le lavó la cabeza, le enjuagó el pelo con vinagre de manzanas para que le quedara bien brillante. Antes de
salir Rosaura se miró en el espejo, con el vestido blanco y el pelo brillándole, y se vio lindísima.
La señora Inés también pareció notarlo. Apenas la vio entrar, le dijo:
–Qué linda estás hoy, Rosaura.
Ella, con las manos, impartió un ligero balanceo a su pollera almidonada: entró a la fiesta con paso firme. Saludó a
Luciana y le preguntó por el mono. Luciana puso cara de conspiradora; acercó su boca a la oreja de Rosaura.
–Está en la cocina –le susurró en la oreja–. Pero no se lo digas a nadie porque es un secreto.
Rosaura quiso verificarlo. Sigilosamente entró en la cocina y lo vio. Estaba meditando en su jaula. Tan cómico que la
chica se quedó un buen rato mirándolo y después, cada tanto, abandonaba a escondidas la fiesta e iba a verlo. Era la
única que tenía permiso para entrar en la cocina, la señora Inés se lo había dicho: 'Vos sí pero ningún otro, son muy
revoltosos, capaz que rompen algo". Rosaura, en cambio, no rompió nada. Ni siquiera tuvo problemas con la jarra de
naranjada, cuando la llevó desde la cocina al comedor. La sostuvo con mucho cuidado y no volcó ni una gota. Eso que
la señora Inés le había dicho: "¿Te parece que vas a poder con esa jarra tan grande?". Y claro que iba a poder: no era
de manteca, como otras. De manteca era la rubia del moño en la cabeza. Apenas la vio, la del moño le dijo:
–¿Y vos quién sos?
–Soy amiga de Luciana –dijo Rosaura.
–No –dijo la del moño–, vos no sos amiga de Luciana porque yo soy la prima y conozco a todas sus amigas. Y a vos no
te conozco.
–Y a mí qué me importa –dijo Rosaura–, yo vengo todas las tardes con mi mamá y hacemos los deberes juntas.
–¿Vos y tu mamá hacen los deberes juntas? –dijo la del moño, con una risita.
– Yo y Luciana hacemos los deberes juntas –dijo Rosaura, muy seria. La del moño se encogió de hombros.
–Eso no es ser amiga –dijo–. ¿Vas al colegio con ella?
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–No.
–¿Y entonces, de dónde la conocés? –dijo la del moño, que empezaba a impacientarse.
Rosaura se acordaba perfectamente de las palabras de su madre. Respiró hondo:
–Soy la hija de la empleada –dijo.
Su madre se lo había dicho bien claro: Si alguno te pregunta, vos le decís que sos la hija de la empleada, y listo.
También le había dicho que tenía que agregar: y a mucha honra. Pero Rosaura pensó que nunca en su vida se iba a
animar a decir algo así.
–Qué empleada–dijo la del moño–. ¿Vende cosas en una tienda?
–No –dijo Rosaura con rabia–, mi mamá no vende nada, para que sepas.
–¿Y entonces cómo es empleada? –dijo la del moño.
Pero en ese momento se acercó la señora Inés haciendo shh shh, y le dijo a Rosaura si no la podía ayudar a servir las
salchichitas, ella que conocía la casa mejor que nadie.
– Viste –le dijo Rosaura a la del moño, y con disimulo le pateó un tobillo.
Fuera de la del moño todos los chicos le encantaron. La que más le gustaba era Luciana, con su corona de oro;
después los varones. Ella salió primera en la carrera de embolsados y en la mancha agachada nadie la pudo agarrar.
Cuando los dividieron en equipos para jugar al delegado, todos los varones pedían a gritos que la pusieran en su
equipo. A Rosaura le pareció que nunca en su vida había sido tan feliz.
Pero faltaba lo mejor. Lo mejor vino después que Luciana apagó las velitas. Primero, la torta: la señora Inés le había
pedido que la ayudara a servir la torta y Rosaura se divirtió muchísimo porque todos los chicos se le vinieron encima y
le gritaban "a mí, a mí". Rosaura se acordó de una historia donde había una reina que tenía derecho de vida y muerte
sobre sus súbditos. Siempre le había gustado eso de tener derecho de vida y muerte. A Luciana y a los varones les dio
los pedazos más grandes, y a la del moño una tajadita que daba lástima.
Después de la torta llegó el mago. Era muy flaco y tenía una capa roja. Y era mago de verdad. Desanudaba pañuelos
con un solo soplo y enhebraba argollas que no estaban cortadas por ninguna parte. Adivinaba las cartas y el mono era
el ayudante. Era muy raro el mago: al mono lo llamaba socio. "A ver, socio, dé vuelta una carta", le decía. "No se me
escape, socio, que estamos en horario de trabajo".
La prueba final era la más emocionante. Un chico tenía que sostener al mono en brazos y el mago lo iba a hacer
desaparecer.
–¿Al chico? –gritaron todos.
–¡Al mono! –gritó el mago.
Rosaura pensó que ésta era la fiesta más divertida del mundo.
El mago llamó a un gordito, pero el gordito se asustó enseguida y dejó caer al mono. El mago lo levantó con mucho
cuidado, le dijo algo en secreto, y el mono hizo que sí con la cabeza.
–No hay que ser tan timorato, compañero –le dijo el mago al gordito.
–¿Qué es timorato? –dijo el gordito. El mago giró la cabeza hacia uno y otro lado, como para comprobar que no había
espías.
–Cagón –dijo–. Vaya a sentarse, compañero.
Después fue mirando, una por una, las caras de todos. A Rosaura le palpitaba el corazón.
–A ver, la de los ojos de mora –dijo el mago. Y todos vieron cómo la señalaba a ella.
No tuvo miedo. Ni con el mono en brazos, ni cuando el mago hizo desaparecer al mono, ni al final, cuando el mago
hizo ondular su capa roja sobre la cabeza de Rosaura, dijo las palabras mágicas... y el mono apareció otra vez allí, lo
más contento, entre sus brazos. Todos los chicos aplaudieron a rabiar. Y antes de que Rosaura volviera a su asiento, el
mago le dijo:
–Muchas gracias, señorita condesa.
Eso le gustó tanto que un rato después, cuando su madre vino a buscarla, fue lo primero que le contó.
– Yo lo ayudé al mago y el mago me dijo: "Muchas gracias, señorita condesa".
Fue bastante raro porque, hasta ese momento, Rosaura había creído que estaba enojada con su madre. Todo el
tiempo había pensado que le iba a decir: "Viste que no era mentira lo del mono". Pero no. Estaba contenta, así que le
contó lo del mago.
Su madre le dio un coscorrón y le dijo:
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–Mírenla a la condesa.
Pero se veía que también estaba contenta.
Y ahora estaban las dos en el hall porque un momento antes la señora Inés, muy sonriente, había dicho: "Espérenme
un momentito".
Ahí la madre pareció preocupada.
–¿Qué pasa? –le preguntó a Rosaura.
–Y qué va a pasar –le dijo Rosaura–. Que fue a buscar los regalos para los que nos vamos.
Le señaló al gordito y a una chica de trenzas, que también esperaban en el hall al lado de sus madres. Y le explicó
cómo era el asunto de los regalos. Lo sabía bien porque había estado observando a los que se iban antes. Cuando se
iba una chica, la señora Inés le regalaba una pulsera. Cuando se iba un chico, le regalaba un yo-yo. A Rosaura le
gustaba más el yo-yo porque tenía chispas, pero eso no se lo contó a su madre. Capaz que le decía: "Y entonces, ¿por
qué no le pedís el yo-yo, pedazo de sonsa?". Era así su madre. Rosaura no tenía ganas de explicarle que le daba
vergüenza ser la única distinta. En cambio le dijo:
–Yo fui la mejor de la fiesta. Y no habló más porque la señora Inés acababa de entrar en el hall con una bolsa celeste y
una bolsa rosa. Primero se acercó al gordito, le dio un yo-yo que había sacado de la bolsa celeste, y el gordito se fue
con su mamá. Después se acercó a la de trenzas, le dio una pulsera que había sacado de la bolsa rosa, y la de trenzas
se fue con su mamá.
Después se acercó a donde estaban ella y su madre. Tenía una sonrisa muy grande y eso le gustó a Rosaura. La señora
Inés la miró, después miró a la madre, y dijo algo que a Rosaura la llenó de orgullo. Dijo:
–Qué hija que se mandó, Herminia.
Por un momento, Rosaura pensó que a ella le iba a hacer los dos regalos: la pulsera y el yo-yo. Cuando la señora Inés
inició el ademán de buscar algo, ella también inició el movimiento de adelantar el brazo. Pero no llegó a completar ese
movimiento. Porque la señora Inés no buscó nada en la bolsa celeste, ni buscó nada en la bolsa rosa. Buscó algo en su
cartera.
En su mano aparecieron dos billetes.
–Esto te lo ganaste en buena ley–dijo, extendiendo la mano–. Gracias por todo, querida.
Ahora Rosaura tenía los brazos muy rígidos, pegados al cuerpo, y sintió que la mano de su madre se apoyaba sobre su
hombro. Instintivamente se apretó contra el cuerpo de su madre. Nada más. Salvo su mirada. Su mirada fría, fija en la
cara de la señora Inés.
La señora Inés, inmóvil, seguía con la mano extendida. Como si no se animara a retirarla. Como si la perturbación más
leve pudiera desbaratar este delicado equilibrio.
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MIL GRULLAS
ELSA BORNEMANN
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Naomi... Poblaba el corazón de Toshiro. Se le anudaba en los sue-
ños con sus largas trenzas negras. Le hacía tener ganas de crecer de
golpe para poder casarse con ella. Pero ese futuro quedaba tan lejos
aún...
El futuro inmediato de aquella primavera de 1945 fue el verano, que
llegó puntualmente el 21 de junio y anunció las vacaciones escolares.
Y con la misma intensidad con que otras veces habían esperado sus
soleadas mañanas, ese año los ensombreció a los dos: ni Naomi ni
Toshiro deseaban que empezara. Su comienzo significaba que tendrían
que dejar de verse durante un mes y medio inacabable.
A pesar de que sus casas no quedaban demasiado lejos una de la
otra, sus familias no se conocían. Ni siquiera tenían entonces la posi-
bilidad de encontrarse en alguna visita. Había que esperar paciente-
mente la reanudación de las clases.
Acabó junio, y Toshiro arrancó contento la hoja del almanaque...
Se fue julio, y Naomi arrancó contenta la hoja del almanaque...
Y aunque no lo supieran: “¡Por fin llegó agosto!”, pensaron los dos
al mismo tiempo.
Fue justamente el primero de ese mes cuando Toshiro viajó, junto a
sus padres, hacia la aldea de Miyashima. Iban a pasar una semana. Allí
vivían los abuelos, dos ceramistas que veían apilarse vasijas en todos
los rincones de su local.
Ya no vendían nada. No obstante, sus manos viejas seguían mode-
lando la arcilla con la misma dedicación de otras épocas.
–Para cuando termine la guerra... –decía el abuelo.
–Todo acaba algún día... –comentaba la abuela por lo bajo. Y
Toshiro sentía que la paz debía de ser algo muy hermoso, porque los
ojos de su madre parecían aclararse fugazmente cada vez que se refe-
rían al fin de la guerra, tal como a él se le aclaraban los suyos cuando
recordaba a Naomi.
Miyashima: pequeña isla situada en las proximidades de la ciudad de Hiroshima.
¿Y Naomi?
El primero de agosto se despertó inquieta; acababa de soñar que
caminaba sobre la nieve. Sola. Descalza. Ni casas ni árboles a su alre-
dedor. Un desierto helado y ella atravesándolo.
Abandonó el tatami, se deslizó de puntillas entre sus dormidos her-
manos y abrió la ventana de la habitación. ¡Qué alivio! Una cálida
madrugada le rozó las mejillas. Ella le devolvió un suspiro.
El dos y el tres de agosto escribió, trabajosamente, sus primeros haikus:
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Y hacia ese hospital marchó Toshiro una
mañana.
El invierno se insinuaba ya en el aire y el
muchacho no sabía si era frío exterior o su
pensamiento lo que le hacía tiritar.
Naomi se hallaba en una cama situada junto a
la ventana. De cara al techo. Ya no tenía sus trenzas.
Apenas una tenue pelusita oscura.
Sobre su mesa de luz, unas cuantas grullas de papel desparramadas.
–Voy a morirme, Toshiro... –susurró, no bien su amigo se paró, en
silencio, al lado de su cama–. Nunca llegaré a plegar las mil grullas que
me hacen falta...
Mil grullas... o “Semba-Tsuru”, como se dice en japonés.
Con el corazón encogido, Toshiro contó las que se hallaban disper-
sas sobre la mesita. Sólo veinte. Después, las juntó cuidadosamente
antes de guardarlas en un bolsillo de su chaqueta.
–Te vas a curar, Naomi –le dijo entonces, pero su amiga no lo oía
ya: se había quedado dormida.
El muchachito salió del hospital, bebiéndose las lágrimas.
Ni la madre, ni el padre, ni los tíos de Toshiro (en cuya casa se
encontraban temporariamente alojados) entendieron aquella noche el
porqué de la misteriosa desaparición de casi todos los papeles que,
hasta ese día, había habido allí.
Hojas de diario, pedazos de papel para envolver, viejos cuadernos
y hasta algunos libros parecían haberse esfumado mágicamente. Pero
ya era tarde para preguntar. Todos los mayores se durmieron, sorpren-
didos.
En la habitación que compartía con sus primos, Toshiro velaba entre
las sombras. Esperó hasta que tuvo la certeza de que nadie más que él
continuaba despierto. Entonces, se incorporó con sigilo y abrió el
armario donde se solían acomodar las mantas.
Mordiéndose la punta de la lengua, extrajo la pila de papeles que
había recolectado en secreto y volvió a su lecho.
La tijera, la llevaba oculta entre sus ropas.
Semba-Tsuru (Mil grullas): una creencia popular japonesa asegura que haciendo mil de esas aves
–según enseña a realizarlo el origami (nombre del sistema de plegado de papel)– se logra alcanzar la
larga vida y felicidad.
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Y así, en el silencio y la oscuridad de aquellas horas, Toshiro recor-
tó primero novecientos ochenta cuadraditos y luego los plegó, uno por
uno hasta completar las mil grullas que ansiaba Naomi, tras sumarles
las que ella misma había hecho. Ya amanecía, el muchacho se encon-
traba pasando hilos a través de las siluetas de papel. Separó en grupos
de diez las frágiles grullas del milagro y las aprestó para que imitaran
el vuelo, suspendidas como estaban de un leve hilo de coser, una enci-
ma de la otra.
Con los dedos paspados y el corazón temblando, Toshiro colocó las
cien tiras dentro de su furoshiki y partió rumbo al hospital antes de que
su familia se despertara. Por esa única vez, tomó sin pedir permiso la
bicicleta de sus primos.
No había tiempo que perder. Imposible recorrer a pie, como el día
anterior, los kilómetros que lo separaban del hospital. La vida de
Naomi dependía de esas grullas.
–Prohibidas las visitas a esta hora –le dijo una enfermera, impidién-
dole el acceso a la enorme sala en uno de cuyos extremos estaba la
cama de su querida amiga.
Toshiro insistió:
–Sólo quiero colgar estas grullas sobre su lecho, por favor...
Ningún gesto denunció la emoción de la enfermera cuando el chico
le mostró las avecitas de papel. Con la misma aparentemente impasi-
bilidad con que momentos antes le había cerrado el paso, se hizo a un
lado y le permitió que entrara:
–Pero cinco minutos, ¿eh?
Naomi dormía.
Tratando de no hacer el mínimo ruidito, Toshiro puso una silla sobre
la mesa de luz y luego se subió.
Tuvo que estirarse a más no poder para alcanzar el cielorraso. Pero
lo alcanzó. Y en un rato estaban las mil grullas pendiendo del techo;
los cien hilos entrelazados, firmemente sujetos con alfileres.
Fue al bajarse de su improvisada escalera cuando advirtió que
Naomi lo estaba observando. Tenía la cabecita echada hacia un lado y
una sonrisa en los ojos.
Furoshiki: tela cuadrangular que se usa para formar una bolsa, atándola por sus cuatro puntas después
de colocar el contenido.
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–Son hermosas, Tosí-can... Gracias...
–Hay un millar. Son tuyas, Naomi. Tuyas –y el muchacho
abandonó la sala sin darse vuelta.
En la luminosidad del mediodía que ahora ocupaba todo el
recinto, mil grullas empezaron a balancearse impulsadas por el
viento que la enfermera también dejó colar, al entreabrir por
unos instantes la ventana.
Los ojos de Naomi seguían sonriendo.
La niña murió al día siguiente. Un ángel a la intemperie
frente a la impiedad de los adultos. ¿Cómo podían mil frági-
les avecitas de papel vencer el horror instalado en su sangre?
Febrero de 1976.
Toshiro Ueda cumplió cuarenta y dos años y vive en
Inglaterra. Se casó, tiene tres hijos y es gerente de sucursal
de un banco establecido en Londres.
Serio y poco comunicativo como es, ninguno de sus
empleados se atreve a preguntarle por qué, entre el aluvión
de papeles con importantes informes y mensajes telegráficos
que habitualmente se juntan sobre su escritorio, siempre se
encuentran algunas grullas de origami dispersas al azar.
Grullas seguramente hechas por él, pero en algún
momento en que nadie consigue sorprenderlo.
Grullas desplegando alas en las que se descubren las
cifras de las máquina de calcular.
Grullas surgidas de servilletas con impresos de los más
sofisticados restaurantes...
Grullas y más grullas. Y los empleados comentan, diver-
tidos, que el gerente debe de creer en aquella superstición
japonesa.
–Algún día completará las mil... –cuchicheaban entre
risas–. ¿Se animará entonces a colgarlas sobre su escritorio?
Ninguno sospechaba, siquiera, la entrañable relación
que esas grullas tienen con la perdida Hiroshima de su
niñez. Con su perdido amor primero.
SELECCIÓN DE CUENTOS
–Qué tonta fui esa noche –les decía, muchos años después, la señora Silvia, a un grupo de
amigas que habían venido a acompañarla en el velorio de su marido–. ¡Con lo bien que me
vendría tener una hermana en este trance! –y se echó a llorar otra vez.
Espiral - Enrique Anderson Imbert
Regresé a casa en la madrugada, cayéndome de sueño. Al entrar, todo oscuro. Para no
despertar a nadie avancé de puntillas y llegué a la escalera de caracol que conducía a mi cuarto.
Apenas puse el pie en el primer escalón dudé de si esa era mi casa o una casa idéntica a la mía.
Y mientras subía temí que otro muchacho, igual a mí, estuviera durmiendo en mi cuarto y acaso
soñándome en el acto mismo de subir por la escalera de caracol. Di la última vuelta, abrí la
puerta y allí estaba él, o yo, todo iluminado de Luna, sentado en la cama, con los ojos bien
abiertos. Nos quedamos un instante mirándonos de hito en hito. Nos sonreímos. Sentí que la
sonrisa de él era la que también me pesaba en la boca: como en un espejo, uno de los dos era
falaz. «¿Quién sueña con quién?», exclamó uno de nosotros, o quizá ambos simultáneamente.
En ese momento oímos ruidos de pasos en la escalera de caracol: de un salto nos metimos uno
en otro y así fundidos nos pusimos a soñar al que venía subiendo, que era yo otra vez.
Cuando una cortina está abierta, en general, el probador está desocupado. Cuando dos
probadores enfrentados están libres, los espejos se reflejan entre sí.
En esto está, cuando una mujer que abandona el probador exactamente enfrentado al
suyo deja abierta la cortina. Y es ahí cuando su imagen frente al espejo (la de Marilin) aparece
seguida de una hilera de seres iguales a ella. Una fila infinita de ella misma que repite sus gestos
y sus movimientos como si ensayaran una coreografía.
Le ordenó a su chofer que lo condujese hasta aquel barrio humilde y remoto. Pero el barrio
estaba tan cambiado que el señor Epidídimus no lo reconoció. En lugar de calles de tierra había
bulevares asfaltados, y las míseras casitas de antaño habían sido reemplazadas por torres de
departamentos.
Al doblar una esquina vio el almacén, el mismo viejo y sombrío almacén donde él había
trabajado como dependiente cuando tenía doce años.
-Deténgase aquí. -le dijo al chofer. Descendió del automóvil y entró en el almacén. Todo se
conservaba igual que en la época de su infancia: las estanterías, la anticuada caja registradora,
la balanza de pesas y, alrededor, el mudo asedio de la mercadería.
El señor Epidídimus percibió el mismo olor de sesenta años atrás: un olor picante y
agridulce a jabón amarillo, a aserrín húmedo, a vinagre, a aceitunas, a acaroína. El recuerdo de
su niñez lo puso nostálgico. Se le humedecieron los ojos. Le pareció que retrocedía en en
tiempo.
En ese mismo instante escuché aquel sonido por primera vez. Parecía entrar por la
ventana abierta. Era como un zumbido, como un enjambre de avispas.
-Dios mío -decía mientras me mojaba la remera con sus lágrimas-, desapareció,
desapareció. -¿Qué estás diciendo? ¿Cómo que desapareció?
Silvia se sumergió en su llanto, y yo empecé a buscar por toda la casa. Llamaba a Carlitos
en cada una de las habitaciones que revolvía, hasta que mi voz fue una súplica, un ruego. Fui
decidido a interrogar a Silvia, pero en el living me recibió lo que ella señalaba con tanta
desesperación. Cáscaras de sangre, escamas de piel seca. Y también había algo más. Casi
cubierto por las costras, asomaba un papel o una tela. Me agaché a recoger aquello. Era un
sobre. Estaba amarillo de viejo. Silvia se había acercado, podía sentir su respiración agitada.
Abrí el sobre y saqué un papel doblado. Lo desplegué. Antes de empezar a leerlo volví a ser
consciente de aquel extraño zumbido que llegaba del exterior.
Si están leyendo esto, ya todo habrá pasado. Quizá lo que escribo consiga aclarar algo,
al menos para ustedes. Aún recuerdo estar hablando con vos, mamá, y de pronto el tiempo se
detuvo. Quedaste con el gesto paralizado.
-Mamá, mamá -te decía-, ¿qué pasa?
Te tocaba y nada. Parecías de piedra.
-¡Papá, vení rápido! -grité-, ¡algo le pasa a mamá!
Pero vos nunca viniste, papá. Corrí hasta la pieza y ahí estabas, dormido. Te
sacudí. -Papá, papá, despertate.
Estabas como mamá, inmóvil.
Desesperado, salí a buscar un médico, pero lo que vi en la calle me dejó sin respiración.
Todos estaban quietos. La gente, los autos, todo. Por un momento, fui uno más en aquel
siniestro cuadro. Me desperté. Corrí y grité tratando de hacer reaccionar a las personas. Los
escupía, los pateaba, pero nada. El tiempo parecía haberse detenido para todos, menos para mí.
Traté de tranquilizarme. Confié en que habría otros como yo. Recorrí cada rincón de la
ciudad buscándolos. Entré a casas, a hoteles, a escuelas, a supermercados. Una estatua
humana tras otra. Una interminable colección de momentos suspendidos para siempre.
No tardé en darme cuenta que incluso el sol se había detenido en el cielo. Su calor,
uniforme e invariable, calentaba eternamente a la ciudad congelada.
Supongo que pasaron días, meses, años. Aunque, en realidad, siempre era el mismo
día, la misma hora. Siempre. Ya sin esperanzas de encontrar a un hermano “temporal”, a otra
persona para que el
tiempo no se hubiera muerto, traté de acostumbrarme a vivir en este reino de escenas
perpetuas. Tenía mis favoritos, por supuesto.
Estaba aquel niño riéndose. Su gesto era tan maravilloso que pasaba horas
mirándolo. Y el chorro de agua detenido a milímetros de la flor que nunca
refrescó.
Y ese pintor que se había caído del andamio del décimo piso y quedó flotando sobre la
reja donde debió quedar incrustado. Una de las puntas metálicas había llegado a perforarle la
camisa de trabajo, apenas apoyándose en la piel, aún sin herirla. Con la brocha todavía en la
mano y un grito mudo dibujado en su boca, un instante antes de morirse, se había ganado la
vida eterna.
Y aquella bala en el momento exacto de salir del arma de un policía.
Y el ovejero alemán detenido en el aire, saltando, con la lengua afuera y un collar
de saliva alrededor.
Y ustedes, claro.
A sus figuras inmutables las visitaba muy a menudo. Como en este mismo instante en el
que escribo esta carta.
Viejo y cansado, volví a casa. Seguís con aquel gesto, mamá. Te acaricio y lloro.
Todavía parece que me estuvieras hablando.
Vos, papá, dormís tu sueño infinito.
Quizás algún día el tiempo “real” continúe también para ustedes, cuando de mí quede
solo un montón de huesos o, simplemente, cáscara. Por eso decido morir enfrente de vos,
mamá, para dejar esta nota, este testimonio. Y, además, estará mi gran obra. Sobre todo, mi
gran obra… oh, de esa si que oirán hablar. Piénsenlo.
¿Qué hice yo para dufrir semejante tortura, para obligarme a pasar casi toda mi vida
en este callado y sedentario Apocalipsis, en este mundo de muñecos de carne?
Si hasta el niño parece estar riéndose de mí.
¿Saben cuál fue mi conclusión, luego de tantos años en un mismo día? Fui castigado por
algo que aún no había hecho. Entonces, poco a poco, con la paciencia que solo se consigue en
la locura, fui creando mi gran obra, mi delito, mi culpa.
Y claro, el crimen tenía que estar a la altura de la pena.
Estoy seguro de haberlo conseguido. Es que para realizarlo dispuse de todo el tiempo
del mundo. Los quiero.
Caritos
Dejé caer el papel y miré a Silvia. Ella me devolvió algo parecido a una mirada. Ahora fui
yo quien la abrazó. El zumbido.
Por la ventana abierta seguía entrando aquel sonido. Aquel sonido, que eran muchos
sonidos. Gritos. No eran avispas. El enjambre era de gritos. Un clamor de alaridos desesperados
como solo el infierno puede concebir.
Recuerdo claramente algunas de las cosas que sucedieron esa noche, pero otras aparecen
como sueños indefinidos, fragmentados. Por eso me resulta tan difícil contar una historia
hilvanada. Ahora no sé para qué había ido a Londres y por qué motivo había regresado tan
tarde. Ese viaje se confunde con todos los que hice a la capital. Sin embargo, desde que salí de
la pequeña estación rural, todo es extraordinariamente claro. Puedo vivir otra vez cada instante.
Recuerdo muy bien que caminé por el andén y
miré el reloj iluminado que estaba en un extremo:
eran las once y media. Recuerdo también que me
pregunté si llegaría a casa antes de medianoche.
Luego recuerdo ese coche grande esperándome
afuera, con sus faros cegadores y su carrocería de
bronce lustrado. Era mi nuevo Robur, de treinta
caballos de fuerza que nos habían entregado ese día.
Recuerdo también que le pregunté a perkins, mi chofer, cómo andaba el auto y él me
respondió: “excelente”.
-Lo probaré yo mismo -dije -y subí al asiento del conductor.
-Los cambios no son iguales, señor -me comentó Perkins. Tal vez sea mejor que lo maneje yo.
- No, me gustaría probarlo -contesté.
Y así empezamos nuestro viaje de ocho kilómetros hasta casa.
Mi viejo coche tenía los cambios como todos: en una barra, con muescas. En este auto, la
palanca pasaba por un punto central para subir a los cambios superiores. No era difícil de
dominar y enseguida creí entenderlo. Pero, sin duda, fue necio de mi parte empezar a aprender
un nuevo sistema en la oscuridad. Aunque uno suele hacer cosas necias y no siempre tiene que
pagar un precio tan alto por ellas. Me
desempeñé muy bien hasta que llegué a
Claystal Hill. Es una de las peores colinas de
Inglaterra; dos kilómetros de largo, muy
angosta en algunos tramos, con tres curvas
bastante pronunciadas. La entrada de mi
parque está situada al pie de esa colina, sobre
la ruta principal de Londres.
Cuando empezó el problema estábamos en lo alto de
la colina, donde la inclinación es mayor.
Yo había estado conduciendo a toda velocidad y quería detener la marcha, pero la palanca se
quedó atascada entre dos cambios y tuve que volver a acelerar. Como en ese momento iba muy
rápido, presioné enseguida los dos frenos, pero ambos se rompieron. No me preocupé
demasiado cuando sentí que se rompía el pedal del freno. Sin embargo, cuando puse toda mi
fuerza sobre el freno de mano y oí que la palanca llegaba a su punto límite sin detenerse, brotó
de mi cuerpo un sudor frío. Para entonces, ya estábamos bajando la cuesta a toda velocidad.
Las luces eran intensas, y logré doblar bien la primera curva. Luego hicimos la segunda pero
estuvimos muy cerca de la cuneta. Entonces venía un tramo recto de una milla y, después,
abajo, la tercera curva, que daba lugar a ala entrada del parque. Si lograba ingresar, no habría
problemas, porque el camino hasta la casa iba en ascenso y el auto se detendría.
Perkins se comportó maravillosamente. Me gustaría que se supiera. Se mantenía frío
y alerta. Al comienzo se me había ocurrido tomar la banquina pero él adivinó mi intención.
-Yo no lo haría, señor. A esta velocidad va a volcar y quedaremos debajo del auto.
Tenía razón. Entonces, tomó las llaves del encendido, la apagó y el motor quedó detenido.
Pero, como seguíamos corriendo a una velocidad aterradora, Perkins tomó el volante.
-Si no le molesta saltar y correr el riesgo, lo mantendré firme. No vamos a poder doblar la
curva. Es mejor que salte, señor.
-No -le contesté. -Resistiré hasta el final. Puede saltar usted, si lo desea.
Él asintió con la cabeza e incluso en la penumbra pude ver que sonreía, con esa
sonrisa amable y nostálgica que yo asociaba con él.
No me podía mover. En realidad, no tenía ningún deseo de moverme. Pero mis sentidos
estaban extremadamente alertas. Vi los restos del motor iluminados por linternas. Vi un
pequeño grupo de personas y oí sus murmullos. Estaban el casero y su esposa. Y una o dos
personas más. No advertían mi presencia; estaban muy ocupados alrededor del auto. Luego,
de pronto, oí un grito de dolor.
-El peso está sobre él. Levántenlo suavemente -gritó una voz.
-¡Es solo mi pierna! -dijo otro, que reconocí como Perkins. -¿Dónde está el señor?
-¡Aquí estoy! -respondí, pero me parece que no me oyeron. Todos estaban inclinados sobre
algo que había delante del auto.
Stanley me puso la mano en el hombro y su contacto fue indescriptiblemente tranquilizador.
Me sentí liviano y feliz, a pesar de todo.
-No duele, ¿no? -me preguntó
- No -le respondí.
Y luego, de pronto, me invadió una ola de asombro. ¡Stanley! ¡Stanley! ¿Por qué? ¡Stanley
había muerto por una infección intestinal en la guerra!
- ¡Stanley!- grité, y sentí que las palabras me ahogaban-. Stanley, estás
muerto. Él me miró con esa misma antigua risa, amable y nostálgica:
- Y tú también- respondió.
Ya casi los tenía encima. Había sido mala idea meterse en aquel edificio para escapar de la
policía. Eligió un departamento cualquiera de ese cuarto piso. Un balazo en la cerradura fue su llave.
Afuera, en el pasillo sonaban los pasos de la ley. Los uniformados que lo perseguían deberían
de ser siete u ocho. Ya no tenía tiempo para forzar otro departamento.
Se asomó al balcón de aquella vivienda. Allí abajo, en el jardín de la planta baja, yacía el
cuerpo de Elvio, acribillado en el tiroteo. Tampoco quería terminar como él.
No se veía a ningún policía en el jardín. Tan solo un gato que parecía lamer el charco de sangre
de su finado colega.
Cuatro pisos. No era un salto fácil, como hubiera sido desde el primero o hasta del segundo piso,
ni tampoco era una muerte segura como lo sería arrojarse desde el décimo.
Si lo hacía con el cuerpo vertical, bien derechito y flexionaba las rodillas para amortiguar la caída,
tal vez… Era arriesgado, de eso no cabía duda. Pero ser criminal era una profesión de alto riesgo. La
muerte siempre corría a su lado.
Se subió al muro que rodeaba al balcón. Se paró bien derecho, como si se tratara de un militar
escuchando un discurso de su superior. Le dio la espalda al mundo, con su rostro de frente al edificio,
mirando hacia el interior del departamento. Quería verles las caras a aquellos idiotas cuando volviera a
escapárseles.
Observó cómo la puerta se abría, cómo entraban uno, dos, tres, cuatro policías, cómo uno de
ellos señalaba hacia el balcón, hacia él. Cuando tuvo la atención de los cuatro buchones, saltó.
Su mente le sacó una foto a ese cuarteto de gestos bajo las gorras.
Y siguió así, con los ojos abiertos, cayendo, de cara al edificio, dejando un surco en el aire.
A través del ventanal del tercer piso, vio a una familia tipo, almorzando. Papá, mamá, la hija mayor
y el hijo menor. ¿No habían escuchado el tiroteo? ¿Habrían pensado que eran fuegos artificiales?
Comían salchichas con puré, pero no las salchichas de paquete, no, estas eran de las gordas, de esas
que se compran en la carnicería. Son de pura viena, señora… solía decir el carnicero, como si Viena
fuera un ingrediente y no una ciudad.
El único que lo vio pasar fue el chico. Se le abrieron los ojos y se le cayó la comida de la boca. Se
ganaría un buen reto.
Él siguió cayendo.
En el piso de abajo había un perro solo. Bien cuidado, limpito, de pelaje brillante. Era de raza,
seguro, pero no tenía ni idea de cuál. El animal lo vio pasar con el mismo asombro que le hubiera
provocado ver caer una lata de duraznos en almíbar.
Siguiente piso.
Un hombre de unos cincuenta años, mirando la televisión. Estaba sentado en un sofá, con una manta
gruesa cubriéndole las piernas. Tenía los ojos llorosos. O estaba triste, o recién se había despertado o
los tenía así de tanto ver tele. O alguna combinación de esas opciones. En la pantalla Schwarzenegger
viajaba en un tren marciano.
Suelo alfombrado.
Techo.
Nuevo hogar.
Ambos lo vieron. Estaban demasiado cerca de la ventana para no hacerlo. Pensó que la
muchacha pegaría un grito pero fue al revés. ¡Dios Santo! El mundo estaba dado vuelta.
Era como si un río pasara por el medio del living. ¿Tendrían problemas con las canillas? ¿Se
habría inundado ahora que sus ocupantes no estaban en casa? Aunque, esperen… Había alguien. Era
un viejito, más canoso que su abuelo, arriba de un bote, navegando en aquel río. Y el viejito gritaba:
Viejo loco.
Y siguió cayendo.
En el piso siguiente no cabía un alma. Estaba lleno de gente, una al lado de la otra. Juraría que
aquello era algún tipo de fiesta si los invitados no permanecieran tan quietos, tan serios. Ni alegres, ni
tristes. Como miles de policías sin uniformes.
Siguió cayendo.
El siguiente nivel le mostró otro piso lleno de gente. Pero estos no estaban quietos. Se
movían, bailaban, gritaban. ¡Acá sí había una fiesta!
Notó también que la estructura de los departamentos había cambiado. Estos últimos eran
más grandes y tenían cierta forma circular.
Y observando bien a los que estaban de fiesta… podía decirse que era una fiesta algo
estrambótica. Más que bailar parecían retorcerse… Retorcerse de dolor. Y los gritos eran aterradores. Y
todos se movían alrededor de un tipo enorme. Un tipo con un disfraz muy extraño.
Había saltado de un cuarto piso, estaba seguro. Y habían pasado más de cuatro pisos.
La familia, el perro, el hombre mirando tele, los enamorados. Cuatro. Ahí tuvo que haber llegado al
jardín de planta baja, amortiguado el golpe flexionando las rodillas y, de no haberse quebrado ninguna
pierna, salir corriendo.
-¿Qué es todo esto? -le preguntó a la más cercana de las personas en aquella lluvia de cuerpos-.
¿Ya pasamos la planta baja?
-¿Planta baja? Ya dejamos atrás todas las plantas bajas del mundo- le respondió. Era un sujeto
de traje y zapatos lustrados. -Me dí cuenta cuando vi al viejo en el río. ¿También lo viste? Ese es
caronte, el barquero que hace que las almas crucen el río del dolor.
-¿Almas?
-Claro, las mismas que viste quietas y mudas en el nivel que le seguía al viejo. O como estas
que estamos dejando ahora. ¿No ves que se retuercen alrededor de Minos?
-Veo que aún no te diste cuenta, mi amigo. Este es el infierno. Y cada nivel pertenece a uno de
sus nueve círculos.
De pronto el sujeto abandonó su trayectoria y fue atraído por una fuerza invisible hacia aquel
nivel. Casi de inmediato se unió a esa fiesta que no era una fiesta. Sus gritos le agregaron nuevas notas
a aquel clamor escalofriante.
Y él siguió cayendo…
y cayendo…
y cayendo…
El círculo de Alexov - Guillermo Barrantes
Al profesor Rudolph Alexov solo le faltaba liberar un par de hierros para que cayera la
tapa de aquel enorme tubo. Adentro, descansaba su obra más perfecta, el prometeo moderno
que Mary Shelley había
soñado años atrás. En su ansiosa adoración, el profesor besó un eslabón oxidado. Y entonces,
golpearon a la puerta de la sala.
El tono le resultó familiar. Demasiado familiar. Incluso podía asegurar que la voz se
parecía a la suya.
Abrió la puerta y quedó paralizado. La primera impresión fue que se hallaba frente a un
espejo, frente a su propia imagen. Era él, el eminente profesor Rodolph Alexov, en todo
detalle. Salvo por el pie derecho de su doble, que ahora era un muñón de sangre. -¡Rápido! -
dijo aquel reflejo- ¡Destruye esa aberración! - y señaló hacia el gran tubo donde se incubaba
su criatura.
Y el ruido aumentó y aumentó, hasta que una masa chorreante y glutinosa apareció subiendo
por las escaleras del sótano. Con asombrosa velocidad aquella… cosa viviente se deformó en
un espeso fluido y se lanzó hacia ellos. El profesor se dejó caer, esquivándola. Pero su réplica
no tuvo la misma suerte. El pobre quiso correr, olvidó su reciente mutilación y perdió el
equilibrio. En su caída, giró la cabeza como si quisiera mirar al abominable perseguidor por
última vez. Y entonces, la bestia informe penetró por la boca de su víctima, abierta en un grito
que nunca fue. Su doble se hinchaba y el blando cuerpo comenzó a agrietarse mientras que los
tentáculos del monstruo aún se asomaban por la boca. Los huesos de su réplica empezaron a
descoyuntarse, a desprenderse. Y Alexov vio esos ojos , sus propios ojos, que le pedían piedad.
Sin pensarlo, arrancó el hacha de la pared y la descargó sobre aquel ser desgraciado, sobre su
propia imagen corrompida, profanada.
El hacha bajó y subió una y otra y otra vez, hasta que su doble terminó convertido en una
especie de rompecabezas. Un rompecabezas fallado, porque venía sin la pieza correspondiente
al pie derecho.
El profesor no pudo evitar seguir mirando fascinado: un horrendo tentáculo aún reptaba en
el piso como queriendo escapar. Alexov, gritando el grito que no llegó a concretar su doble,
golpeó aquella inmundicia con el hacha, hasta que solo quedó un hediondo charco de pulpa. Un
sonido metálico chirrió en la sala. El profesor aún con el hacha sangrante en la mano , vio la
larga tubería sin tapa con las cadenas en el suelo. ¡Su creación! El enorme cilindro comenzó a
agrietarse. Alexov recordó la última mirada de su otro yo. Y entonces, sabiendo el infierno que
se avecinaba, encontró la única opción, el sótano. Allí, su otro gran trabajo aguardaba la gloria,
Hyperion, la máquina que lo llevaría al pasado, a componer las cosas. Quizás ahora sí, lo
lograría. Solo debía alcanzar la palanca. El profesor tiró el hacha y corrió.
A Antoñito López le gustaban los juegos peligrosos: subir por la escalera de mano
del tanque de agua, tirarse por el tragaluz del techo de la casa, encender papeles en la
chimenea. Esos juegos lo entretuvieron hasta que descubrió la soga, la soga vieja que
servía otrora para atar los baúles, para subir los baldes del fondo del aljibe y, en definitiva,
para cualquier cosa; sí, los juegos lo entretuvieron hasta que la soga cayó en sus manos.
Todo un año, de su vida de siete años, Antoñito había esperado que le dieran la soga;
ahora podía hacer con ella lo que quisiera. Primeramente hizo una hamaca colgada de un
árbol, después un arnés para el caballo, después una liana para bajar de los árboles,
después un salvavidas, después una horca para los reos, después un pasamano,
finalmente una serpiente. Tirándola con fuerza hacia delante, la soga se retorcía y se
volvía con la cabeza hacia atrás, con ímpetu, como dispuesta a morder. A veces subía
detrás de Toñito las escaleras, trepaba a los árboles, se acurrucaba en los bancos. Toñito
siempre tenía cuidado de evitar que la soga lo tocara; era parte del juego. Yo lo vi llamar a
la soga, como quien llama a un perro, y la soga se le acercaba, a regañadientes, al
principio, luego, poco a poco, obedientemente. Con tanta maestría Antoñito lanzaba la
soga y le daba aquel movimiento de serpiente maligna y retorcida que los dos hubieran
podido trabajar en un circo. Nadie le decía: “Toñito, no juegues con la soga.” La soga
parecía tranquila cuando dormía sobre la mesa o en el suelo. Nadie la hubiera creído
capaz de ahorcar a nadie. Con el tiempo se volvió más flexible y oscura, casi verde y, por
último, un poco viscosa y desagradable, en mi opinión. El gato no se le acercaba y a
veces, por las mañanas, entre sus nudos, se demoraban sapos extasiados.
Habitualmente, Toñito la acariciaba antes de echarla al aire, como los discóbolos o
lanzadores de jabalinas, ya no necesitaba prestar atención a sus movimientos: sola, se
hubiera dicho, la soga saltaba de sus manos para lanzarse hacia delante, para retorcerse
mejor. Si alguien le pedía: –Toñito, préstame la soga, el muchacho invariablemente
contestaba: –No. A la soga ya le había salido una lengüita, en el sito de la cabeza, que era
algo aplastada, con barba; su cola, deshilachada, parecía de dragón. Toñito quiso ahorcar
un gato con la soga. La soga se rehusó. Era buena. ¿Una soga, de qué se alimenta? ¡Hay
tantas en el mundo! En los barcos, en las casas, en las tiendas, en los museos, en todas
partes... Toñito decidió que era herbívora; le dio pasto y le dio agua. La bautizó con el
nombre Prímula. Cuando lanzaba la soga, a cada movimiento, decía: “Prímula, vamos
Prímula.” Y Prímula obedecía. Toñito tomó la costumbre de dormir con Prímula en la
cama, con la precaución de colocarle la cabecita sobre la almohada y la cola bien abajo,
entre las cobijas. Una tarde de diciembre, el sol, como una bola de fuego, brillaba en el
horizonte, de modo que todo el mundo lo miraba comparándolo con la luna, hasta el
mismo Toñito, cuando lanzaba la soga. Aquella vez la soga volvió hacia atrás con la
energía de siempre y Toñito no retrocedió. La cabeza de Prímula le golpeó el pecho y le
clavó la lengua a través de la blusa. Así murió Toñito. Yo lo vi, tendido, con los ojos
abiertos. La soga, con el flequillo despeinado, enroscada junto a él, lo velaba.
El almohadón de plumas
Horacio Quiroga
(En: Cuentos de amor, de locura y de muerte, 1917)
Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de
su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Ella lo quería mucho, sin embargo, a veces
con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una
furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la
amaba profundamente, sin darlo a conocer.
Durante tres meses —se habían casado en abril—, vivieron una dicha especial. Sin
duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e
incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre.
La casa en que vivían influía no poco en sus estremecimientos. La blancura del patio
silencioso —frisos, columnas y estatuas de mármol— producía una otoñal impresión de
palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas
paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los
pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su
resonancia.
En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido
por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin
querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.
No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró
insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín
apoyada en el brazo de su marido. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán,
con honda ternura, le pasó muy lento la mano por la cabeza, y Alicia rompió enseguida en
sollozos, echándole los brazos al cuello.
Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa
de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en
su cuello, sin moverse ni pronunciar una palabra.
Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció
desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y
descanso absolutos.
—No sé —le dijo a Jordán en la puerta de calle con la voz todavía baja—. Tiene una gran
debilidad que no me explico. Y sin vómitos, nada... Si mañana se despierta como hoy,
llámeme enseguida.
Al otro día Alicia amanecía peor. Hubo consulta. Constatose una anemia de marcha
agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba
visiblemente a la muerte.
Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio.
Pasábanse horas sin que se oyera el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la
sala, también con toda la luzencendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con
incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el dormitorio y
proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, deteniéndose un instante en cada
extremo a mirar a su mujer.
Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que
descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no
hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche quedó
de repente con los ojos fijos. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se
perlaron de sudor.
—¡Jordán! ¡Jordán! —clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.
Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia lanzó un alarido de horror.
—¡Soy yo, Alicia, soy yo!
Alicia lo miró con extravío, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de
estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido,
acariciándola por media hora temblando.
Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide apoyado en la alfombra
sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.
Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se
acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo.
En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno
a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio, y siguieron al comedor.
—Pst... —se encogió de hombros, desalentado, el médico de cabecera—. Es un caso
inexplicable... Poco hay que hacer...
—¡Sólo eso me faltaba! —resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.
Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado por la tarde, pero que remitía
siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada
mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la
vida en nuevas oleadas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar
desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este
hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran
la cama, ni aun que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaban
ahora en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama, y trepaban
dificultosamente por la colcha.
Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las
luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio
agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el sordo
retumbo de los eternos pasos de Jordán.Alicia murió, por fin. La sirvienta, cuando entró
después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el almohadón.
—¡Señor! —llamó a Jordán en voz baja—. En el almohadón hay manchas que parecen de
sangre.
Jordán se acercó rápidamente y se dobló sobre aquél. Efectivamente, sobre la funda,
a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas
oscuras.
—Parecen picaduras —murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación.
—Levántelo a la luz —le dijo Jordán.
La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer y se quedó mirando a aquél, lívida y
temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.
—¿Qué hay? —murmuró con la voz ronca.
—Pesa mucho —articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.
Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del
comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la
sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a
los bandós. Sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas,
había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas
se le pronunciaba la boca.
Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente
su boca
—su trompa, mejor dicho— a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era
casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón sin duda había impedido al principio
su desarrollo; pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En
cinco días, en cinco noches, había el monstruo vaciado a Alicia.
Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas
condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente
favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.
SELECCIÓN: MATERIAL TEÓRICO
El cuento fantástico utiliza como punto de partida los misterios que plantean el hombre y su mundo y
que no han tenido una explicación clara y certera: el tiempo, el espacio, los sueños, las dimensiones,
la muerte...
El autor del cuento fantástico elige uno de esos misterios como tema pero sin intención de resolverlo, sino
que, valiéndose de la ausencia de respuestas y de su imaginación, logra la incertidumbre. Es por eso que,
partiendo de elementos reales y cotidianos – a veces en forma gradual y otras abruptamente- anula la
realidad y nos traslada al ámbito de lo misterioso y de lo inexplicable. Proviene de la vacilación entre una
explicación natural o una sobrenatural.
El escritor busca que el lector se pregunte acerca de la factibilidad de los sucesos; por eso elabora un
relato verosímil, al que añade elementos extraños. Éste es el medio de producir la perplejidad y el
suspenso, fuente de curiosidad, desazón y, a veces, miedo para el lector.
Son prácticamente innumerables los medios de que se valen los autores de narraciones fantásticas una
vez que han entrado en el proceso mental por el cual liberan su imaginación. Invaden tiempo, espacio,
personajes o situaciones y, en ocasiones, todo a la vez.
Cuando el personaje es presa de las fuerzas sobrenaturales, si es un ser humano puede sufrir, entre
otros, el fenómeno de la metamorfosis; si es cualquier elemento de la realidad –animales, objetos,
muerte, espíritu- se animiza y adquiere características propias del hombre.
Si la invasión de lo fantástico se produce por medio del tiempo y del espacio, se producen traslados a los
otros tiempos -ya del pasado como al futuro- anacronismos parciales, retrocesos en la propia historia,
detención del tiempo, desajustes entre el tiempo cronológico y el tiempo interior, multiplicación en el
tiempo, ruptura de las leyes físicas, transmutación de mundos.
Otro tema predilecto de los autores de cuentos fantásticos es la interrelación entre el sueño y la realidad:
sueño dentro de otro sueño, conciencia de que se está soñando, sueños comunes a varias personas; en
todos los casos, con un elemento que, luego en la vigilia, deja un rastro: por ejemplo, un objeto material
presente en el sueño y presente en la vigilia.
Ese sentimiento de lo fantástico como me gusta llamarle, porque creo que es sobre todo un sentimiento e
incluso un poco visceral, ese sentimiento me acompaña a mí desde el comienzo de mi vida (…) Ese
sentimiento, que creo se refleja en la mayoría de mis cuentos, podríamos calificarlo de extrañamiento; (…)
a mí me sucede todo el tiempo, en cualquier momento que podemos calificar de prosaico, en la cama, en
el ómnibus, bajo la ducha, hablando, caminando o leyendo, hay como pequeños paréntesis en esa
realidad y es por ahí, donde una sensibilidad preparada a ese tipo de experiencias siente la presencia de
algo diferente, siente, en otras palabras, lo que podemos llamar lo fantástico. (…) lo fantástico, ese
sentimiento, ese extrañamiento (…) consiste sobre todo en el hecho de que las pautas de la lógica, de la
causalidad del tiempo, del espacio, todo lo que nuestra inteligencia acepta desde Aristóteles como
inamovible, seguro y tranquilizado se ve bruscamente sacudido, como conmovido, por una especie de
viento interior, que los desplaza y que los hace cambiar.
(…) Lo fantástico y lo misterioso no son solamente las grandes imaginaciones del cine, de la literatura, los
cuentos y las novelas. Está presente en nosotros mismos, en eso que es nuestra psiquis y que ni la
ciencia, ni la filosofía consiguen explicar más que de una manera primaria y rudimentaria.
Ahora bien, si de ahí, ya en una forma un poco más concreta, nos pasamos a la literatura, yo creo que
ustedes están en general de acuerdo que el cuento, como género literario, es un poco la casa, la
habitación de lo fantástico. Hay novelas con elementos fantásticos, pero son siempre un tanto
subsidiarios, el cuento en cambio, como un fenómeno bastante inexplicable, en todo caso para mí, le
ofrece una casa a lo fantástico; lo fantástico encuentra la posibilidad de instalarse en un cuento y eso
quedó demostrado para siempre en la obra de un hombre que es el creador del cuento moderno y que se
llamó Edgar Allan Poe. A partir del día en que Poe escribió la serie genial de su cuento fantástico, esa
casa de lo fantástico, que es el cuento, se multiplicó en las literaturas de todo el mundo y además sucedió
una cosa
muy curiosa y es que América Latina (…) ha resultado ser una de las zonas culturales del planeta, donde
el cuento fantástico ha alcanzado sus exponentes, algunos de sus exponentes más altos. (…)
En la literatura lo fantástico encuentra su vehículo y su casa natural en el cuento y entonces, a mí
personalmente no me sorprende, que habiendo vivido siempre con la sensación de que entre lo fantástico
y lo real no había límites precisos, cuando empecé a escribir cuentos ellos fueran de una manera casi
natural, yo diría casi fatal, cuentos fantásticos.
Podemos dividir la literatura fantástica en dos estilos narrativos totalmente distintos. Aquella a la que
llamamos fantástica pura y la maravillosa. Las diferencias estriban en el efecto psíquico que surte el
relato en el lector partícipe. La fantástica pura, permite y tiene como causa el miedo, mientras que la
maravillosa, no logra ese efecto. Tampoco es su propósito. Aquello que es fantástico va a causar terror
en el lector y/o en los personajes. (…) El resultado psicológico puede ser experimentado en mayor o
menor grado, según la experiencia individual y única de la lectura fantástica. En el mundo de lo
maravilloso no encontramos el efecto del miedo. Los personajes tampoco viven el terror. A pesar de lo
absurda que pudiera resultar la historia, dentro de ese espacio ficticio, lo absurdo es un elemento
«normal». Lo maravilloso, no crea incertidumbre. Tampoco existe la ambigüedad. En el mundo
maravilloso, lo irreal forma parte de lo real en su espacio. Contrario al mundo fantástico, donde los
sucesos van creciendo dentro del efecto del terror; cualquier duda, ambigüedad, distorsión, o sugerencia,
puede abrir la fisura del inconsciente para causar algún tipo de emoción que perturbe al lector.
El convencimiento es parte integral del efecto que debe crear el autor. El lector debe creerse lo que lee.
El autor debe crear un lugar o espacio sospechoso, siniestro (…), conceptos completamente obviados
en el mundo maravilloso.