La Gestion de Los Riesgos - Robert Castel
La Gestion de Los Riesgos - Robert Castel
La Gestion de Los Riesgos - Robert Castel
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hace de la movilización sociabilidad perdidas: se trata de la gestión de las
fragilidades individuales lo que describe Castel es un fenómeno
extraordinariamente inquietante al que denomina totalitarismo liberal…
Mediante la sugestión recalcada se exige, para el bien de todos, la
movilización voluntaria de los individuos: «La alternativa no es escribe
someterse o rebelarse sino concentrar su potencial personal al servicio de la
tarea de cumplir o ser marginalizado». El nuevo homo psychologicus es el
hombre móvil y dócil capaz de reconvertirse o reciclarse en cada instante
«para responder a las exigencias de la planificación tecnológica».
(Gilles Antequil, Les Nouvelle Littératires).
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Robert Castel
ePub r1.0
mandius 05.02.17
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Título original: La gestion des risques. De l’anti-psychiatrie à l’après-psychanalyse
Robert Castel, 1981
Traducción: Nuria Pérez de Lara
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a Franco Basaglia
vivo por lo que nos enseñó:
que la utopía, es decir el
pensamiento generoso y
desinteresado, incide sobre la
realidad si se pone en ello
suficiente empeño, basta las
últimas consecuencias.
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«Tanto sí es inversa como directamente proporcional, de
causa a efecto, interhumana, económica, incestuosa o
diplomática, la relación, nacida de las carencias del
positivismo al que hubiera debido llevar al fracaso, se
encuentra actualmente en el seno de todas las reformas
tecnocráticas, dotándolas de una carga revolucionaria
alimentada desde hace largo tiempo: el señor Lip puede
por fin responderle al señor Freud, el salón de la señora
Verdurin ha engendrado las comisiones paritarias.»
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PRESENTACIÓN
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mismo de la estrategia de liberación: lucha contra las alienaciones cotidianas, las
coerciones difusas, lucha de las minorías sexuales, feminismo… El cuerpo era el
último escenario en donde se acorralaba la represión y se hacían salir las huellas del
poder.
Redefiniendo de este modo la política, se olvidó quizá preguntarse si no se estaba
agotando progresivamente el concepto. Si todo es político, quizá en última instancia
nada lo sea, salvo una política del sujeto, versión a la moda de las viejas lunas del
apoliticismo psicológico. En cualquier caso, muchos han experimentado la sensación
de que una vez «liberada» la subjetividad se encontraban sin referencias: potencial
psicológico que no tiene más objetivo que su propia cultura, narcisismo colectivo en
el que nuevas generaciones de Amiel se acarician perpetuamente la espalda. La
imagen está inspirada en Sartre, quien, hace ya tiempo, denunciaba en la vieja
introspección la tentación de profundizar hasta el infinito en uno mismo pata
atravesar el espejo en el que se pierde la subjetividad a través de la multiplicidad de
sus reflejos. Ciertamente, en la actualidad se trata más de alcanzar una plusvalía de
goce o de eficiencia que una suma de conocimientos de las propias profundidades.
Podemos incluso disponer de técnicas científicas para conducir los ejercicios y
contratar a nuevos profesionales para dirigirlos. Sin embargo, desde el diván a las
tecnologías importadas de Estados Unidos o de la India —Gestalt-terapia, análisis
transaccional, rolfing o yoga— ¿hemos inventado algo más que dispositivos más
refinados para explorar y transformar el único terreno con el que valdría la pena
hacerlo, el psiquismo consciente o inconsciente?
¿Existía una necesidad en esta mutación que introduce a los aspectos más
contemporáneos de nuestra modernidad? ¿O bien en un determinado momento el
proceso de «liberación» derrapó? Y, en este caso, ¿cuándo, dónde y por qué? Quizá
empieza a hacerse posible hoy el dar una cierta inteligibilidad o al menos una nueva
legibilidad a este haz de acontecimientos que últimamente nos ha atravesado. Quizá
podamos ya tomar una cierta distancia respecto de la representación que una época se
hace de sí misma para obligarla a desvelar algunos de sus secretos.
Para ello intentaré jalonar un recorrido que, en una docena de años, nos conduce
de la crítica de la institución totalitaria a la del totalitarismo psicológico. Se trata de
aislar las condiciones de una mutación contemporánea de las técnicas médico-
psicológicas para terminar con una primera evaluación de lo que, en el conjunto de
nuestra cultura, empieza a ser transformado por la hegemonía de lo que yo llamaría
las tecno-psicologías. Pero semejante tentativa supone un presupuesto: dejar de
proyectar sobre el presente y el porvenir el sistema de representaciones que, en este
terreno, dominó los años setenta.
Hasta estos últimos años la psiquiatría clásica parecía estar a punto de conseguir
su aggiornamento, lo cual implicaba tanto una transformación profunda de sus
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condiciones de ejercicio como la continuidad de su tradición secular. Transformación
profunda porque se esforzaba en romper con la vieja solución segregativa para
intervenir directamente en la comunidad. Pero continuidad también de su proyecto,
porque sus nuevas modalidades de intervención continuaban apuntando a un objeto
específico, la enfermedad mental, a través de instituciones específicas, aunque
distribuidas sobre todo el tejido social. Conservaba también la pretensión de una
responsabilización total de las poblaciones que asumía: desde la prevención a los
intentos de resocialización, pasando por la fase propiamente terapéutica, renovaba las
condiciones de una asistencia constante y continuada que se había realizado, aunque
de una forma fracasada, con el encierro manicomial. Por último, la medicina mental
moderna conservaba la vocación de servicio público de la psiquiatría clásica. Sus
reformadores habían defendido con ahínco esta concepción de un servicio nacional,
impulsado y financiado por la administración central, y el Estado parecía darles la
razón. En Francia la «política de sector» y en Estados Unidos la implantación de
centros de salud mental en la comunidad (Community Mental Health Centers), una y
otra pensadas inicialmente por los profesionales reformadores y luego aceptadas por
las administraciones modernistas se convierten en los años sesenta en la nueva
política oficial de la salud mental que hay que promover y generalizar.
Paralelamente, la relación psicoanalítica continuaba produciéndose como
paradigma de un tipo de práctica completamente diferente, libre de las limitaciones
político-administrativas en las que la psiquiatría corría el peligro de atascarse.
Pretendía proponer un enfoque sui generis para una exploración desinteresada de la
problemática del sujeto. Sin lugar a dudas, este ideal de una relación que escapaba a
las cargas sociales estaba constantemente amenazado por el peligro de verse
«recuperado» por unos intereses profesionales, administrativos, políticos y
comerciales. Sin duda, también esta representación se mostraba poco compatible con
el papel efectivo que el psicoanálisis había empezado a jugar desde hacía varios años
en la transformación de las instituciones y de las técnicas psiquiátricas. Pero, para la
mayoría de sus adeptos, seguidos en ello por la comunidad intelectual en su mayor
parte, estas peripecias no comprometían realmente su destino. Les seguía pareciendo
posible volver a la pureza del mensaje y al rigor de la técnica analítica (el famoso
«retorno a Freud») para reencontrar las condiciones de una aproximación a la
subjetividad incomparable a cualquier intento reparador o manipulador.
De este modo, a partir de los años sesenta, el porvenir parece dominado por la
presencia simultánea en el campo médico-psicológico de estos dos dispositivos de
vocación hegemónica: una psiquiatría pública cuya inserción comunitaria va a
imponerse progresivamente, permitiéndole el maridaje con su siglo; un psicoanálisis
que representa un modelo insuperable de aproximación a la problemática del sujeto.
Porvenir abierto sin lugar a dudas, pues se trata de dispositivos en vías de
implantación y que no han realizado todavía íntegramente sus promesas; pero,
porvenir sin embargo delimitado a partir de la proyección de estas dos líneas de
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fuerza. Es fácilmente demostrable que existió un consenso general sobre el dominio
de dicho modelo hasta la mitad de los años setenta tanto entre los que lo practicaban
con entusiasmo como entre los que lo denunciaban. Especialmente el movimiento de
crítica de la medicina mental ha visto en la reconversión del dispositivo psiquiátrico
una de las vías reales de difusión en la comunidad de los controles del Estado; al
mismo tiempo, al aceptar la mayoría de las veces las pretensiones de
extraterritorialidad social y de neutralidad política del psicoanálisis, éste se ha
dispensado de la reflexión sobre el desarrollo de nuevas regulaciones que no pasaban
ya por el acrecentamiento de la empresa del aparato de Estado.
Esta es la coyuntura que hay que considerar en este momento. Un examen más
puntilloso de la transformación de las prácticas evidenciará un hiato entre lo que se
constataba o se denunciaba y lo que definitivamente se difundió bajo la etiqueta de la
medicina mental y sus formaciones derivadas. Simplificando mucho, a principios de
los años setenta, se desarrolla sistemáticamente una crítica de la medicina mental en
tanto que reproduce la herencia manicomial y cumple una parte de las tareas del
aparato de Estado.
Esta fecha, paradójicamente, señala también el inicio de una reorganización de las
prácticas médico-psicológicas por la que se liberan de esta complicidad directa y se
banalizan en el marco de una amplia gama de intervenciones diversificadas (trabajo
social, exámenes periciales, acción sanitaria, gestión de las poblaciones con nivel de
riesgo, e incluso «terapia para los normales»), cuya complejidad de funciones no se
pone en evidencia revelando tan sólo su carácter coercitivo, segregativo y represivo.
Se comprende mejor así que la mayoría de las críticas (excepto aquellas que osaron
incluso atacar al psicoanálisis, que no por casualidad fueron particularmente mal
recibidas) erraran los objetivos más innovadores del dispositivo que se estaba
preparando. Es más, en nombre de la lucha contra la represión, la crítica de las
funciones más manifiestas de la medicina mental ha funcionado a menudo como
crítica de sus formaciones arcaicas, asegurando la promoción de las nuevas técnicas y
de las nuevas instituciones que iban a traer la modernización del sistema.
Hoy en día empieza a pensarse como posible que la medicina mental esté
perdiendo la especifidad que había conquistado y defendido a través de una historia
secular. Es también evidente, o lo será cada vez más, que el psicoanálisis no podrá
reivindicar por más tiempo la posición de originalidad absoluta e insuperable en el
seno de una batería de nuevas técnicas psicológicas a las que él ha servido, en parte,
de rampa de lanzamiento.
Pero, restablecer estos datos no consiste tan sólo en rectificar un poco la historia.
Lo que se produce es un verdadero decantamiento. Bajo los ruidosos debates que
ocupaban el primer plano durante una docena de años, iban tomando posiciones
nuevas tecnologías. Se dibujaba una mutación. Hoy sale a la luz del día. Arrastradas
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por un mismo movimiento de fondo, la psiquiatría y el psicoanálisis entran en crisis,
su hegemonía se descompone, y su aportación se banaliza en el seno de una nueva
configuración que han dejado de dominar.
Esta red diversificada de actividades periciales, de evaluaciones, de asignaciones
y de distribución de las poblaciones que representa una nueva forma de gestión de lo
social, está todavía por describir. Asistimos a la aparición de estrategias inéditas de
tratamiento de los problemas sociales a partir de la gestión de las particularidades del
individuo. En un extremo de este abanico encontraremos la administración
autoritaria, aún directamente orquestada por el Estado, de poblaciones con «nivel de
riesgo» a partir del establecimiento de un perfil que ordena para ellas los trámites
sociales que se verán obligadas a realizar. Es la gestión de los riesgos sociales. En el
otro polo aparecen innovaciones de carácter casi lúdico: ejercicios de intensificación
del «potencial humano», técnicas de desarrollo del capital relacional, producción de
una cultura psicológica de masas que unos insaciables consumidores ingurgitan como
sucedáneos de formas de sociabilidad perdidas. Se trata de la gestión de las
fragilidades individuales. Habrá que demostrar que hay en ello un abanico de
posibilidades articuladas en función de los tipos de poblaciones que tocan y volver a
situar como intermediarios y relevos las antiguas posiciones hegemónicas, psiquiatría
y psicoanálisis, actualmente destronadas.
Veamos el movimiento de este texto. En primer lugar, reconstituir, a partir de la
cronología reciente, esta especie de camino falso en el que se han visto los
movimientos de crítica de la medicina mental y del psicoanálisis, imponiéndose al
final de un ciclo y apuntando a un conjunto teórico-práctico en el momento en que
empieza a disolverse. Tomarse el tiempo de desmontar las antiguas representaciones
dominantes, demostrando cuáles eran sus contradicciones internas y porqué no
pudieron superar el desafío que la reciente coyuntura les presentaba. Sólo entonces,
empezar a seguir las líneas de recomposición que actúan hoy en día en el campo
psico-tecnológico en tres direcciones principales: un retorno reforzado del
objetivismo médico que vuelve a situar a la psiquiatría en el seno de la medicina
general; una mutación de las tecnologías preventivas que subordina la actividad
curativa a una gestión administrativa de las poblaciones con nivel de riesgo; la
promoción de un trabajo psicológico sobre uno mismo, que hace de la movilización
del sujeto la nueva panacea para afrontar los problemas de la vida en sociedad.
En resumen, volver sobre una historia cercana, no como un historiador sino
arriesgándose a constituir el presente como mecanismo de intercambio entre el
pasado y el futuro.
Esta es, al mismo tiempo, la posibilidad de ajustar la postura crítica a las nuevas
formas de dominación. Sin lugar a dudas, siempre hay instituciones coercitivas,
intervenciones directas y a menudo violentas del poder de Estado. Pero el análisis de
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estos modos de coerción se ha realizado, al menos en principio. Antes que reiterarlo
para aplicarlo a las novedades de la situación actual, hay que empezar a sacar todas
las consecuencias del hecho de que la coerción está lejos de constituir el único
proceso, impositivo que mantiene el consenso social, los equilibrios económicos y las
regulaciones ideológicas.
Existen sectores cada vez más amplios de la vida social para los cuales el
problema a afrontar es más bien el de la existencia y el uso de una especie de libertad
vacía, en el sentido de que no conecta para nada con los procesos de decisión reales
de una vida colectiva que no produce más que proyectos irrisorios. Existen también
nuevas formas de gestión de los riesgos y de las poblaciones con nivel de riesgo en
las cuales la conjura del peligro no se hace mediante el enfrentamiento directo o la
segregación brutal, sino por una marginación de los individuos que pasa por la
negación de su calidad de sujeto y por la destrucción de su historia.
A falta de una revaloración de esta situación, el desprecio de las abstracciones de
la «vieja» política induce una forma sutil de psicologismo por la cual el sujeto se ha
convertido en el último objetivo legítimo de un proceso de transformación
completamente banalizado que se jacta todavía, no se sabe bien porqué, de las
virtudes del progresismo. La desconfianza respecto de los poderes centrales, de las
organizaciones estructuradas, desemboca en la apología de la sociabilidad
convivencial en la que los problemas de la vida cotidiana se autogestión en un marco
asociacionista que hace de los militantes reconvertidos los herederos de las viejas
damas de la beneficencia. Pero no basta con guardarse de las graciosas formas del
ejercicio del poder o con refugiarse en las tierras de nadie sociales en las que uno se
ve obligado a producir las propias reglas de vida para estar a cubierto de las nuevas
técnicas de instrumentalización colectiva. En la actualidad, la revitalización de una
posición crítica supone la comprensión del estado de la subjetividad «liberada» y de
la subjetividad reconstruida por las nuevas tecnologías. ¿Cuáles son los procesos que
han contribuido a su aparición? ¿Cuáles son las nuevas estrategias que las orquestan y
que constituyen las modalidades más específicas de gestión de los hombres que se
sitúan en las sociedades capitalistas avanzadas?
Esta teoría está por construir. He aquí, sin embargo, algunos prolegómenos para
empezar a construirla. En la versión aquí propuesta, su alcance es limitado, ya que
descansa sobre la credibilidad de una demostración que concierne únicamente a la
reestructuración del campo médico-psicológico. Se trata, por una parte, de una
elección: no soy partidario de las visiones panorámicas de la historia que empiezan
con la Biblia en el desierto de Judea y acaban en las estepas siberianas con
Soljenitszin. Sin embargo, es también una laguna ya que, partiendo del análisis de las
modificaciones de un dominio restringido de prácticas, sólo se pueden evocar de
manera alusiva las transformaciones globales de las estrategias de poder cuyos
cambios sectoriales no sirven más que a título de ejemplo. Por ello propongo, a pesar
de todo, algunas hipótesis para relacionar este estudio limitado con la evolución
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sociopolítica general. En espera de una sistematización más satisfactoria, puede
resultar al menos algo urgente el prever cuáles pueden ser las nuevas reglas del juego
antes de que los juegos se hayan establecido completamente. Añado que lo que yo
reconstruyo aquí es una evolución tendencial que se ha impuesto progresivamente en
estos últimos años, a medida que la sociedad francesa se reestructuraba según un plan
neoliberal. Hasta qué punto puedan afectarla los recientes cambios políticos es
cuestión a la que es prematuro responder, pero invita ante todo a intentar el balance
de la situación ante la cual se ve actualmente.
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CAPÍTULO I
MITOS Y REALIDADES DE LA MODERNIZACIÓN PSIQUIÁTRICA
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soñados. Lo esencial de dicha actividad, al menos en París, se desarrolló en el marco
de discusiones y comisiones organizadas por los estudiantes de medicina para
reformar la organización de los estudios y de la profesión. La temática dominante
quedó así centrada en la exigencia de modernizar y racionalizar las condiciones de
ejercicio de la psiquiatría.[1] El más claro efecto de la crisis del 68 en el medio
psiquiátrico ha sido la facilitación de la aceptación de proyectos de reformas de cariz
moderado, consignadas a largo plazo en la literatura psiquiátrica.
Lo imaginario de la liberación
Es decir que sí con ocasión de la crisis de 1968 la psiquiatría recibió una cierta
crítica, ésta procedía en lo esencial del exterior y no pudo incidir en el terreno de la
práctica más que posteriormente. El cambio de la percepción del estatus de la
psiquiatría después del 68 se debe, en efecto, al hecho de que cristalizó en este campo
una doble temática mucho más general: el desplazamiento de ciertas luchas políticas
y la sobrevaloración de la problemática de la subjetividad.
Los italianos inventaron la expresión de «política redefinida» para designar la
toma de conciencia de una dimensión política que comprende los compromisos
profesionales, marcos profesionales en otro tiempo protegidos por la supuesta
neutralidad de sus funciones objetivas, e incluso ciertas esferas de la existencia
privada. Ciertas prácticas se correspondieron con este cambio de sensibilidad.
Estallaron confrontaciones en lugares en donde la explotación económica o la lucha
por la representatividad no eran evidentes, pero en donde la distribución de las
relaciones sociales, los liderazgos, los saberes y las competencias se pusieron en tela
de juicio. Fueron bruscamente replanteadas posiciones y jerarquías que parecían
basadas en el conocimiento y el mérito.
¿Según qué categorías? Se hizo evidente que el aparato conceptual de la crítica
tradicional de izquierda (en general los cuadros teóricos del marxismo en sus
indicaciones económicas y políticas clásicas) estaba mal preparado para llevar
adelante este tipo de análisis. Existe un plan de apuestas estratégicas que no es ni el
del enfrentamiento psicológico (aunque éste se entremezcla constantemente) ni el de
los determinismos sociales y económicos globales (aunque ciertos intereses de clase
puedan subtender las posiciones de los protagonistas). Esta problemática ha
promovido un tipo de análisis basado en la investigación de la distribución de poderes
internos en las instituciones y en la detección de las limitaciones objetivas previas al
consenso superficial. Sensibilización que hacía de la exploración de los espacios
cerrados una especie de modelo metodológico experimentado a partir de una carga
personal.
En efecto, si pensamos (con razón o sin ella) que cierto número de apuestas
esenciales han descendido de la escena de la política concebida como un mundo
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separado para estructurar la experiencia inmediata, resulta que se debe analizar y
controlar su dinámica sobre el plano de una totalidad concreta, circunscrita por el
espacio que el individuo recorre y saturada por su experiencia. Por esta razón, las
«instituciones totalitarias» cuyas principales figuras son, en nuestra época, los
hospitales psiquiátricos y las cárceles, permiten analizar este conjunto acabado de
interacciones completamente atravesado por evidentes juegos de poder. Con escenas
reales pero cerradas, pobladas de seres de carne y hueso pero reducidos a vivir para
toda su existencia la unilateralidad de la constricción, estas instituciones pueden
aparecer como un modelo reducido, o como «buena forma» en el sentido de la
Gestalt, para ayudar a leer lo que sucede en la sociedad «normal». Una parrilla
interpretativa como la de Goffman por ejemplo, que no reduce el totalitarismo a
monstruosidad incomprensible sino que lo ve también en la cultura de recipiente
cerrado y en la exasperación de estructuras de autoridad vigentes en numerosas
instituciones,[2] ha podido encontrar una experiencia vivida en ciertos espacios
sociales, hospitales, cárceles, organismos de trabajo y a veces incluso en fábricas en
donde conflictos de orden antijerárquico se han puesto a la altura de las
reivindicaciones económicas.
De ahí el éxito de unos análisis que desde los años sesenta habían empezado a
preguntarse por la finalidad social de tales prácticas, pero en un contexto
epistemológico y académico más que político. En este momento precisamente
aparece una segunda lectura de La historia de la locura de Michel Foucault, donde la
historia reciente de los avatares de la sinrazón cede el paso a una sensibilidad
exacerbada frente al fenómeno del encierro y de las potencialidades represivas que
implica. Una gran parte de la obra de Foucault, así como de su audiencia práctica,
proviene de esta ósmosis entre investigación teórica y compromisos sociales vividos
que han hecho de ciertos libros, tal como dice Gilíes Deleuze de los de Foucault
mismo, una especie de «cajas de herramientas» disponibles para eventuales usuarios.
[2 bis]
Por otra parte, basta con enumerar las principales publicaciones, nacidas en la
efervescencia de entonces, que empezaron a popularizar dichos análisis más allá de la
estricta intelligentsia universitaria: Gardes fous, Psychiatrisés en lutte, Cahiers pour
la fólie, Champ social, Quel corps, Journal de l’AERLIP (Association pour l’étude et
la rédaction du Livre blanc des institutions psychiatriques), etc.: todas ellas han sido
iniciativas de una minoría de profesionales afectados básicamente por la crítica de su
oficio, trabajadores sociales, «trabajadores de la salud mental», etc., incluso por
antiguos internados de instituciones totalitarias como el grupo de información sobre
manicomios (GIA) y el grupo de información sobre cárceles (GIP) compuestos sobre
todo y respectivamente por antiguos psiquiatrizados y presos.
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ha sido bastante elevado en el sentido de que se veían afectadas en su «pundonor
espiritualista» de sociedad liberal, como diría Marx, y parecieron desvelar su cara
vergonzosa aquellos que apuntaban más precisamente hacia la psiquiatría,
coyunturalmente se beneficiaron de una plusvalía de interés. Lo que efectivamente
reprimía la psiquiatría era la locura misma, es decir la expresión más alta y más
románticamente desdichada de la subjetividad.
Hay que relacionar también, como dos caras de un mismo fenómeno social, el
interés suscitado por una crítica de la medicina mental de inspiración epistemológica
o teórica y el éxito de la antipsiquiatría inglesa que popularizó el tema del «viaje» de
la locura: la locura es portadora de una especie de verdad misteriosa sobre la
existencia constantemente reprimida por la presión social que la degrada
convirtiéndola en enfermedad mental. En lugar de curar al loco con medios
coercitivos, hay que ponerse a la escucha y cuanto más ayudar a sus reencuentros
consigo mismo, acompañándole a lo largo del recorrido de la locura. En lo que al
orden intelectual se refiere, no había aparentemente nada de común entre esta especie
de romanticismo exaltado y la problemática más académica de la ruptura con la
ideología médica. Pero el hecho de que la obra de David Cooper y la de Michel
Foucault, por ejemplo, funcionaran de manera intercambiable en el seno de los
mismos grupos, dice mucho respecto de lo que se puede interpretar como
eclecticismo pero muestra sobre todo que el objeto de este interés no era ni el análisis
teórico de un fenómeno social ni la crítica de un sector particular de la práctica
médica.
A partir de este momento es cuando podemos empezar a hablar de antipsiquiatría.
La antipsiquiatría como fenómeno social no ha sido tanto la crítica puntual (teórica o
práctica) de una actividad profesional particular, como la sobredeterminación del
sentido de dicha actividad a partir de una temática antiautoritaria generalizada.
La crítica antipsiquiátrica ha sido así punto de fijación privilegiado de un
imaginario político de la liberación vivido en la época bajo la forma de una
sensibilización exacerbada ante la represión. La psiquiatría ha representado una
figura paradigmática del ejercicio del poder, arcaica en su estructura, rígida en su
aplicación, coercitiva en su objetivo. Ha sido una especie de cristalización de las más
difusas formas de rebelión contra la autoridad vividas en la familia y en otras
instituciones. La psiquiatría ha funcionado como modelo porque la relación de
imposición que ella practica implica, al menos en sus formas tradicionales de
ejercicio, un desnivel absoluto entre el que actúa y el que padece. Permitía la lectura
de la gratuidad y de lo arbitrario que puede caracterizar todo ejercicio de poder desde
el momento en que no se inscribe en una relación recíproca. La locura, patética y
despojada, separada del mundo aunque contenga enormes posibilidades, es la que
mejor ejemplifica a contrario el imperialismo brutal e impersonal de la razón
establecida.
Al convertirse de este modo en el principal caballo de batalla del espontaneismo,
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la antipsiquiatría ganaba una audiencia imprevisible, que habría sido incomprensible
si se hubiese contentado con la crítica de las condiciones de ejercicio de una práctica
particular como la médica. Pero al hacer de su objetivo un modelo generalizado de
poder, dicha crítica se desconectaba, a su vez, de la práctica profesional. Es
significativo, por ejemplo, que el mismo término antipsiquiatría propuesto por David
Cooper para designar una estrategia de ruptura real en el marco de la institución
psiquiátrica[3] haya acabado flotando en las aguas vagas de una crítica en todas
direcciones.
En el marco de esta generalización, la organización concreta de la medicina
mental se convierte más en un pretexto que en el objetivo principal de la
antipsiquiatría. Sin llegar a hablar de la mundana derivación que la ha convertido
durante un tiempo en tema de moda para ensayistas que padecen del mal de copia, la
realidad ha sido que se ha abierto un gran abismo entre un radicalismo crítico cuyas
denuncias quedaban con frecuencia al margen de los compromisos de los
profesionales y la efectiva reorganización de la práctica que paralelamente se
elaboraba.
Psicoanálisis y tabú
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una desviación pequeñoburguesa cuyo signo más evidente era la importancia de la
liberación individual y el culto a la realización personal en detrimento de la lucha de
clases. Revolución proletaria o revolución personal eran dilema para la izquierda
clásica.
El éxito del lacanismo radicó sobre todo en el hecho de que permitía la solución
del dilema. La radicalidad es una e indivisible, es decir, simultáneamente política y
psicológica. La política saca su beneficio: esta problemática se inscribe en el marco
de la crítica de la «vieja» política abstracta, la de los partidos y las burocracias
sindicales que desarrollan sus programas a costa de la represión de la subjetividad; la
nueva política asume, en un mismo movimiento, las luchas concretas y el sujeto
concreto de las luchas. También la psicología se beneficia: la acción política no paga
ya el precio de la amputación de las cargas subjetivas; la liberación social y la
liberación personal forman parte de una misma trayectoria y potencializan sus
efectos.[5]
La rentabilidad de esta postura se ha visto además reforzada con el reflujo del
movimiento. Aunque la revolución social se vea remitida a un futuro imprevisible, al
menos se puede continuar ocupando una posición de radicalidad inexpugnable,
manteniendo el empeño en un trabajo sin autoconcesiones. La ideología
psicoanalítica ha servido así de estructura de repliegue en una ideología política
cuando ésta ha constatado el fracaso de sus esperanzas. Es un hecho ciertamente
conocido que la derrota o la represión de un movimiento político conlleva un
repliegue a la esfera de lo privado. Pero lo maravilloso del psicoanálisis es que ha
permitido pensar este desplazamiento, no como un retroceso o una derrota sino como
una radicalización que decantaba la posición políticamente justa en el mismo
momento en que perdía sus soportes en la realidad. El combate liberador se
perpetuaba en la «otra escena».[6]
De este modo, el método psicoanalítico en esencia es subversivo, puesto que es
capaz de hacer estallar todas las comodidades, todos los conformismos. Proporciona
un punto de vista y unos criterios capaces de juzgar (y descalificar) cualquier
situación, no sólo de orden psicológico sino más en general de orden social y político,
que no esté a la altura de sus pretensiones. Si bien esta posición dominó en un cierto
momento el campo intelectual de la extrema izquierda aquí nos limitaremos a
desentrañar la función que tuvo en relación con la cuestión psiquiátrica. Alimentó la
dicotomía absoluta que oponía la mala psiquiatría (por represiva) al buen
psicoanálisis (por subversivo). Mantuvo así a una gran parte del medio profesional en
la buena conciencia respecto de la inocencia política de la práctica psicoanalítica,
acreditada con las virtudes de la neutralidad incluso de la subversión, con la única
condición de que se mantuviera al margen de una integración directa al aparato de
Estado.
Se comprende por ello que haya sido la obra de una psicoanalista, Maud
Mannoni, la que más haya contribuido a la difusión en Francia de los temas de la
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antipsiquiatría. El argumento central del libro es, sin embargo, frágil. Descansa sobre
la oposición maniquea entre una posición psicoanalítica pura y justa y una psiquiatría
cómplice de la administración para poner en marcha una política represiva de la
asistencia (el psicoanalista por su parte corre el riesgo de convertirse en
«superpsiquiatra» traidor a la causa psicoanalítica a partir del momento en que
ingresa en un servicio público.[7] En la obra que sucede a este ensayo, Maud Mannoni
tiene ya una fórmula que resume su problemática: «Es el psicoanálisis el que, llegado
el momento, está llamado a plantear un problema político».[8]
En el marco de una división del trabajo bastante cómoda, le ha tocado a la
psiquiatría jugar el papel de «mal objeto». Su organización la hacía presa fácil de una
reinterpretación política de su función y no había demasiadas dificultades para
relacionarla (tanto su «ciencia» como el tipo de «poder» ejercido por el médico como
el carácter anacrónico de sus «instituciones especiales» y la vieja legislación de 1838
que legitimaba todavía su estatuto) con una función administrativo-política
directamente ligada al poder de Estado y ejecutora de una acción esencialmente
coercitiva. En relación a una ideología para la que «liberación» era palabra clave, la
psiquiatría representaba el chivo emisario ideal.
Frente a ella, el psicoanálisis acumulaba, aparentemente, todos los rasgos
positivos. En el plano del saber, el carácter altamente sofisticado de la teoría
psicoanalítica y la sutilidad de las categorías de su discurso contrastaban con el
anacrónico enfoque de las nosografías psiquiátricas; en el plano institucional, una
práctica nueva, en vías de implantación, libre de arcaismos (causa de bloqueos y
disfunciones), que obstaculizan la tradición psiquiátrica… y, sobre todo el carácter
privado de las formas más visibles de su ejercicio le asegura los beneficios de la
neutralidad política: le bastaría con librarse de la tentación de colaborar con las
administraciones públicas para perpetuar eternamente su inocencia. Puede incluso
declararse subversivo puesto que se desarrolla en una tierra de nadie libre de
restricciones administrativas, pedagógicas y médicas, y no persigue otro objetivo que
el de ayudar al sujeto a descubrir una verdad sobre sí mismo y sobre sus relaciones
con los demás.
Esta imagen tiene cada vez menos que ver con el proceso real de difusión del
psicoanálisis como más adelante veremos, pero el hecho es que ha sido compartida en
general no sólo por el medio psicoanalítico, sino también por la mayoría de la
intelectualidad de izquierdas. Prueba de ello es ese número especial de L’idiot
International de 1970 que ataca a la psiquiatría manicomial y a la fórmula
«reformista» del sector (la psiquiatría comunitaria), pero que se acoge al doble
patronazgo de Freud y del presidente Mao, donde el aforismo del primero, «la
historia del hombre es la historia de su represión», se presenta como piedra clave de
la revolución cultural del segundo.[9]
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Límites de la antipsiquiatría
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hecho de que el enfermo mental sea un ser humano es una idea a la vez banal y que se
enfrenta a casi dos siglos de actitudes segregacionistas, justificados en primer lugar
por la experiencia manicomial pero también ampliamente compartidos por la opinión
pública. Incluso discutibles apologías de la locura han contribuido a romper este
encierro hecho tanto de prejuicios como de tapias. Experiencias, algunas aventuradas,
que negaban toda diferencia entre tratantes y tratados han hecho ver al menos que la
alteridad del enfermo no era radical. Más ampliamente una cierta toma de partido en
favor del enfermo se inscribe, junto a otras tomas de partido por el preso, el indígena,
el inmigrado, en una gran empresa que hará estallar la unilateralidad de la razón
occidental y su sentido burgués de la virtud. La antipsiquiatría ha sido a la vez el
síntoma y el detonador de una sensibilidad nueva según la cual las escisiones entre lo
positivo y lo negativo, el bien y el mal, la respetabilidad y la indignidad, la razón y la
locura no vienen dadas a priori ni son substancialmente irreversibles. Si tales
conquistas pueden mantenerse y profundizarse, para el futuro historiador
representarán quizá una de las raras mutaciones positivas debidas a nuestra época
ambigua; la restitución de una dimensión humana a ciertas categorías de excluidos.
La transformación más decisiva realizada en estos últimos diez años en el campo
de la medicina mental ha sido sin duda un cierto retroceso de lo que se podría llamar
el «racismo antiloco», una de las formas más profundamente enraizadas en la
negación de la diferencia. Aunque su única contribución hubiera sido la de este
cambio ello bastaría para acreditar al movimiento antipsiquiátrico, los que en él
participaron o a él fueron asimilados no tendrán que lamentar nunca haber puesto en
ello su esfuerzo. Y en la medida en que este tipo de conquistas es siempre frágil,
provisional y amenazado, en que amplios sectores de opinión alimentan todavía el
antiguo rechazo de la locura y en la medida, en fin, en que todos los racismos se dan
ocultamente la mano en la gran comunión de los excluyentes, valdrá todavía la pena
consagrarles en el futuro algún esfuerzo.
vieron con frecuencia empujados hacia una especie de huida hacia adelante. Muchos
abandonaron la profesión, a veces después de haber intentado experiencias
arriesgadas y difíciles, pero casi todas efímeras. Otros han retornado a su
insatisfacción y a su mala conciencia. Los profesionales críticos en el ejercicio de su
profesión no encontraron en el movimiento contestatario las armas precisas que
hubieran podido utilizar para ayudarles a transformar la situación sobre el terreno.
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Varias son las causas de todo ello, unas internas, otras externas al movimiento. La
lucha contra el monopolio de los profesionales suponía alianzas con fuerzas sociales
exteriores. Estas no se encontraron, sin duda porque no supieron buscarse pero sin
duda también porque los partidos políticos y los sindicatos no manifestaron en
general más que indiferencia respecto a unas posiciones que, teóricamente, habrían
debido inscribirse en el marco de sus reivindicaciones sociales y autogestionarias. El
movimiento crítico no ha sabido tampoco convencer de su capacidad para proponer
técnicas alternativas, es decir capaces, superando la contestación abstracta del
tecnicismo de los profesionales, de proveer los instrumentos necesarios para actuar
concretamente sobre las dimensiones sociales y políticas de la enfermedad mental.
Sin embargo, tales límites se deben sobre todo al hecho de que el terreno estaba
ya ocupado por otros modelos y otras técnicas que se hacía difícil atacar de frente.
Contrariamente a lo que sucedió en Italia, por ejemplo, en donde un vigoroso
movimiento crítico se opuso a un sistema psiquiátrico globalmente arcaico y acabó
por reducirlo,[12] en Francia los esfuerzos de los profesionales progresistas se
movilizaron esencialmente para organizar dispositivos institucionales más
sofisticados como el sector o las nuevas técnicas en general inspiradas en el
psicoanálisis. Esto contribuyó a desacreditar por ingenuas o reductoras las
alternativas que no encajaban con las exigencias del tecnicismo modernista en vías de
implantación. El hecho de que los profesionales, en su mayoría, permanecieran
relativamente alérgicos a la contestación sociopolítica, se debe a que ellos poseían su
propio programa de reforma.
El movimiento de crítica fue rechazado bien hacía acciones calificadas de
irresponsables porque no podían revestirse de sabias racionalizaciones o bien hacia la
denuncia de las prácticas más arcaicas y más arbitrarias de la organización oficial: la
ley de 1838, la violencia de la institución totalitaria, la arbitrariedad de las
clasificaciones psiquiátricas, la confluencia de funciones administrativas y médicas
en el ejercicio de la psiquiatría, la tentación de reducir a enfermedad toda desviación
social, etc.
En resumen, cuanto más radical pretendía ser dicha crítica, más se limitaba a la
contestación de las formas más manifiestas de la opresión psiquiátrica; cuanto más
política se pretendía, más obligada se veía a insistir en la naturaleza directamente
política de su objetivo, a saber las relaciones de la medicina mental con el aparato de
Estado; cada vez más se instalaba, a su vez, en la denuncia de una represión que se
sobreentendía dependiente directamente del «poder».
Lo que hay que reconsiderar ahora es precisamente esta fijación de la crítica sobre
el modelo de una especie de Estado-Leviatán, unas veces dirigida al campo de la
medicina mental, otras manipulándolo bajo mano. Si es cierto que el período post-
sesenta y ocho ha sido marcado sobre todo por un encuentro entre una crítica de los
aspectos más tradicionales de la organización de la medicina mental y la problemática
político-moral de las luchas antirrepresivas, se comprende que dicha contestación
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haya sido especialmente eficaz contra las características más inconfesables de dicha
organización, las más vergonzosas en relación a un proyecto de modernización de la
profesión misma. En última instancia, un espíritu cínico podría llegar a pretender que
una crítica que se decía radical contribuyó a imponer sobre la base de una acción
militante, es decir bienintencionada, el mismo tipo de realizaciones que hubiera
hecho prevalecer la tendencia reformista sobre la base de un trabajo oficialmente
reconocido y regularmente remunerado. En cualquier caso es un hecho que el
objetivo se definió con miras demasiado estrechas respecto del conjunto de procesos
de transformación que actuó en este campo en el curso de los diez últimos años. Sólo
nos queda restituir a los cambios internos al medio toda su amplitud y su ritmo
propio.
Los psiquiatras, por su parte, tienen también su propia hagiografía del 68, muy
distinta a la de los contestatarios. El 18 de enero de 1969, Henry Ey recibía con estas
palabras al ministro de educación nacional Edgar Faure en el Hospital Psiquiátrico de
Soissy-sur-Seine: «La reunión de hoy marca la liberación de la psiquiatría; tiene tan
sólo un precedente: el del gran ímpetu organizativo de 1945. (…) Ningún campo de
la medicina es más favorable al espíritu de revolución en la universidad, y ha sido
usted, señor presidente y gran maestro de la Universidad, el artífice de esta
revolución psiquiátrica.»[13]
En fechas todavía más próximas a los de los «acontecimientos», Charles Brisset,
secretario del sindicato de psiquiatras franceses, escribe: «Debemos reconocer que el
movimiento estudiantil ha permitido imponer las ideas del Livre blanc con una
aceleración de varios años. El efecto de “ruptura” conseguido por los estudiantes ha
empujado los proyectos de reforma más allá de las perspectivas previsibles hace tan
sólo un año.»[14]
La reestructuración de la profesión
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1. «De la gran fermentación de los espíritus (se trata todavía de mayo del 68) nace
por fin una gran especialidad médica: la Psiquiatría.»[16] De hecho, el certificado de
estudios especiales de psiquiatría se creó el 30 de diciembre de 1968. En apariencia
es una simple peripecia corporativista, pero para los psiquiatras se trata del fin de una
larga historia conflictiva que marca el éxito de una estrategia profesional y funda la
psiquiatría como campo teórico-práctico autónomo.
La separación con respecto a la neurología pone por fin término a una situación
paradógica. Lo esencial de las prácticas de la medicina mental se desarrollaba en los
hospitales psiquiátricos, la formación se producía en la práctica a través del
internado, y los psiquiatras públicos eran nombrados en un concurso administrativo
que abría una carrera de médicos-funcionarios. Pero la única enseñanza oficial de la
psiquiatría se dispensaba bajo la etiqueta de la neuropsiquiatría en las facultades de
medicina (Centros Universitarios Hospitalarios desde 1958) por universitarios
alejados de la práctica de los hospitales psiquiátricos. El cuerpo de los
neuropsiquiatras se reproducía por sí mismo. Por otra parte, el prestigio de la
Universidad los situaba como interlocutores privilegiados en las diversas comisiones
en las que se tomaban las decisiones estratégicas para el porvenir de la profesión. Por
otra parte, el hecho de que los psiquiatras del cadre[17] quedaran excluidos de la
actividad docente a la que se creían con derecho, les hacía sentirse cada vez más
marginados por unas reformas que se decidían sin su participación. El
reconocimiento de la autonomía de la psiquiatría restablecía así una cierta paridad.
Permitía una cierta participación de los psiquiatras en la enseñanza de su
especialidad. Les situaba en posición de interlocutores válidos frente a los poderes
públicos en el momento de las reestructuraciones de la profesión.
Sin embargo, los psiquiatras gastaron tantos esfuerzos para conseguir esta
separación, que vieron en ello una apuesta mucho más seria que la mera competencia
entre dos estrategias profesionales: la cuestión misma del estatuto de la psiquiatría y
de su existencia como entidad específica.[18] Según Henry Ey, principal cabeza de fila
del movimiento de reforma, esta «originalidad del hecho psiquiátrico que es el gran
argumento del reformismo que a todos nos inspira»[19] pasa en primer lugar por el
reconocimiento de la psiquiatría en cuanto disciplina autónoma. Efectivamente, la
psiquiatría no existe si no existe la enfermedad mental (pues la psiquiatría existe
como especialidad médica) pero como enfermedad diferente (pues la psiquiatría
existe como especialidad original). Esta cuestión de la naturaleza de la enfermedad
mental, cuestión del objeto y de la existencia de la psiquiatría, es por otra parte un
combate de doble frente ya que, como dice también Henry Ey, «la psiquiatría, para
responder a su objeto, no debe perecer ni por exceso de autonomía ni por exceso de
dependencia».[20] Veremos que el peligro que amenaza con diluir la psiquiatría en una
especie de cultura relacional inspirada por el psicoanálisis es tan grave como el de su
banalización médica, y el mismo Ey tomará conciencia de ello posteriormente. Pero,
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por ahora, el enemigo principal sigue siendo todavía el enemigo tradicional, es decir
la neurología, que acaba de ser vencido o al menos paralizado en su expansión. El
mismo Edgar Faure rubricó el tratado que garantiza la autodeterminación de la
psiquiatría y que puede servirle de base operacional para el desarrollo de sus
potencialidades.
Quizá se pueda pensar que era una ingenuidad otorgar tanto valor a un decreto del
ministro de educación nacional. Sin embargo, aunque a los ojos de los psiquiatras se
tratara de la cuestión de la vida o de la muerte de la psiquiatría, este reconocimiento
de su autonomía tenía el mismo sentido que una serie de otras medidas casi
contemporáneas que parecían probar que esta «gran especialidad médica» estaba
imponiendo su hegemonía.
2. El 3 de enero de 1968, el Parlamento había votado una ley sobre los «grandes
deficientes», derogando ciertas disposiciones de la ley de 30 de junio de 1838 sobre
alienados relativas a la gestión de los bienes y a los derechos civiles de los enfermos
mentales. Esta ley de 1838 funcionaba desde hacía más de un siglo de una manera
monolítica según el principio del todo o nada. Había correspondido a un estadio del
desarrollo de la psiquiatría en el que ser alienado suponía tener que ser internado y en
el que la actividad terapéutica se desarrollaba en su totalidad en un establecimiento
manicomial cerrado. La ley había sido desbordada por la aparición de nuevas
prácticas, como la apertura de servicios libres en centros hospitalarios donde las
admisiones se producen por demanda al margen de la ley y por el desarrollo de
actividades extrahospitalarias, igualmente sin régimen especial. Pero la legislación de
1838 seguía siendo el núcleo rígido que frenaba las posibilidades de expansión de la
medicina mental, ya que era su única cobertura legal basada en un modelo
rígidamente discriminativo. Los psiquiatras reformistas pedían con insistencia ya sea
su pura y simple supresión ya sea una profunda transformación que acabara con la
tautología alienado-internado, por una parte ruinosa para su práctica y por otra
contradictoria con toda la ideología que quería romper con las tradiciones
segregacionistas. Desde 1945 defendían «un punto de vista nuevo, surgido de los
trabajos más recientes, que acaba con la noción de internamiento y la sustituye por un
sistema de medidas de asistencia infinitamente más ligeras, fomentando
considerablemente el carácter médico de la asistencia psiquiátrica y extendiendo
ciertas medidas médicosociales matizadas a cualquier categoría de trastorno mental
según su repercusión social.»[21]
La nueva ley de 1968 da una respuesta parcial a estas reiteradas reivindicaciones.
Diferencia entre la tutela judicial y el internamiento. Algunos enfermos pueden pasar
a estar bajo tutela judicial, hospitalizados o no, en servicio abierto o en servicio
cerrado. A la inversa, un enfermo internado puede conservar la totalidad de sus
derechos. Por otra parte, idénticas medidas pueden ser válidas para grandes
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deficientes no enfermos mentales (bebedores inveterados, pródigos, etc.). La
alienación mental deja de ser esta categorización masiva a la vez médica,
administrativa y jurídica que anulaba unas por otras todas estas determinaciones y las
resumía en un estatuto de excepción.
Ciertamente, esta reforma de 1968 se limitaba al estatuto del derecho civil del
enfermo, al tiempo que la ley de 1838 seguía vigente para los demás aspectos de su
régimen. Sin embargo, en ese año 1968, iba a cumplirse casi exactamente un siglo
desde que a finales del Segundo Imperio un diputado llamado Gambetta depositara el
primer proyecto de reforma y de liberación de la ley de 1838. Le siguieron otros
muchos y ninguno lo consiguió. Nada impedía pensar que vencer una resistencia
secular constituía ya un gran éxito y que se trataba de la primera etapa decisiva hacia
la abolición de esta arcaica legislación. (En la actualidad, ciento veinte años después
de Gambetta y un siglo y medio después de su promulgación, la reforma o la
derogación de la ley de 1838 sigue estando a la orden del día…)
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el de los médicos con dedicación plena en los hospitales generales, van en el mismo
sentido progresivo hacia la integración de la psiquiatría en la medicina.»[23]
Al mismo tiempo, los hospitales psiquiátricos dejan de ser establecimientos
departamentales situados bajo la autoridad directa de la administración pública para
convertirse en autónomos como los demás hospitales. La nueva ley introduce también
una jerarquía en el cadre, estableciendo dos concursos-oposición, el assistanat para
entrar en el escalafón y el psychiatricat para ser médico-jefe de servicio.
Era quizá ir demasiado lejos en el sentido de integración dentro de la medicina. El
nuevo estatuto de los psiquiatras va a ser el caballo de Troya que hará posible el
deslizamiento de la psiquiatría hacia su banalización médica (capítulo II). En el
ínterin, tal asimilación es tentadora: valoriza considerablemente una profesión cuyas
condiciones financieras de ejercicio son escandalosamente peores que las de
cualquier otra especialidad médica. Y, sobre todo, el nuevo estatuto parecía capaz de
promover una aplicación acelerada de la política de sector. Efectivamente, la ley
preveía que sólo serían considerados de premier groupe aquellos psiquiatras cuyo
servicio fuera sectorizado. Poderosa motivación para ponerse a «sectorizar».
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Sin embargo, a los ojos de sus promotores, el sector representaba la realización de
la especificidad de la psiquiatría. Este supone unas estructuras horizontales,
integradas en el tejido social, cuyo funcionamiento democrático (tanto en el interior
del equipo como en el tipo de relación que mantiene con los usuarios) se opone a las
estructuras verticales o piramidales de una jerarquía médica rígida y centralizada[25]
como la que funciona en los hospitales ordinarios.
Se trata, pues, de aplicar dicha estructura necesaria y suficiente para promover la
puesta al día progresista de la psiquiatría. Los psiquiatras esperan que los
«acontecimientos» les ayuden a conseguirlo. Su necesidad se inscribe ya en el
estatuto del 68. El proceso de su implantación será programado, por otra parte, con
sabia lentitud. A partir de 1972 aparecen las más importantes circulares de aplicación
que definen las condiciones de la implantación sistemática del sector. En particular,
se constituyen unos «Consejos de sector» cuyos miembros nombrados por la
administración prefectoral deben coordinar la acción de las diferentes instancias
ligadas a «la lucha contra las enfermedades mentales». El dispositivo para adultos
está rematado por «intersectores de psiquiatría puero-juvenil», correspondiendo cada
uno de ellos a tres sectores de adultos. A partir de principios de los años setenta queda
implantado el organigrama completo de una psiquiatría moderna, cosa que algunos
denunciarán como un nuevo «encasillamiento».
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formar un instituto pluridisciplinario de psiquiatría».[26] La fórmula parece haberse
beneficiado de ciertos apoyos de los medios cercanos a Edgar Faure[27] como modelo
alternativo al de la enseñanza impartida en las facultades, apoyado sobre la práctica
de sector.
De hecho, en psiquiatría, al igual que en otros ámbitos, ciertas esperanzas
reformistas se verán defraudadas. En particular, el núcleo conservador de los
neuropsiquiatras que había aguantado el chaparrón probó inmediatamente que
continuaba controlando los centros importantes de decisión. A ello sigue un cierto
número de conflictos, en particular en torno a la implantación de una agregaduría de
psiquiatría y de la participación en la enseñanza universitaria.[28] Pero lo esencial
parece haberse jugado entre 1965 y 1970. El modelo de implantación de una nueva
psiquiatría comunitaria parece entonces adecuado y todo hace pensar que
inmediatamente va a imponerse en la práctica.
De este modo daba la impresión de que la medicina mental, reconquistaba su
autonomía a partir del reconocimiento de la especifidad de su objeto. Esta
especificidad se había ganado por primera vez en torno a las condiciones de ejercicio
de una práctica manicomial. Había permitido construir una síntesis completa que
incluía una dimensión técnica, teórica, institucional, profesional y legislativa. La
psiquiatría parece haber conseguido su moderna metamorfosis, o estar en vías de
conseguirla, porque parece capaz de desplegar la misma sistematicidad en torno al
dispositivo del sector. Se trata de nuevo de un modelo público; está dotado de su
propio cuerpo especializado de profesionales, de sus instituciones específicas, y
pretende promover un enfoque original de los trastornos mentales distinto de la
tecnología médica clásica. Pero mientras que la rigidez de la síntesis anterior reducía
la realización a los espacios cerrados regidos por una legislación especial, el ejercicio
de la medicina mental se hace extensivo, en el límite, al conjunto social. Poner fin a
la segregación es también abrir el camino a un intervencionismo generalizado.
El expansionismo psiquiátrico
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querer añadir unas nuevas y extender —a riesgo de pulverizar el hecho psiquiátrico—
la función del psiquiatra a terrenos más amplios que los que actualmente se le
atribuyen, terrenos para los que no se basta ya en este momento. Sin embargo,
teniendo en cuenta lo que sabemos de la génesis de una parte de los trastornos
mentales, podemos preguntarnos si una postura demasiado defensiva no sería la
condena de un cierto tipo de progreso; y si —prudentemente— no conviene
plantearse la cuestión de la intervención del psiquiatra a niveles profilácticos que
corresponderían por ello a la definición de salud.»[30]
En otros, inquietudes morales: «En la función del médico, creo que existe, en
cualquier caso, una función social y normativa. (…) Nuestros expertos colegas, a la
larga, dictan las leyes en materia de enfermedad mental. Existe ahí una cuestión que
merecería ser seriamente abordada, no desde la perspectiva criminológica, sino en la
perspectiva normativa. En la estructura social actual hay un cierto número de normas
que hacen que tal persona sea enferma y tal otra no lo sea. Por otra parte, nadie ha
dicho que, si nos colocamos en la perspectiva histórica, las fronteras hayan sido
siempre las mismas.»[31]
Una vez más, Henry Ey, con su sentido táctico, cierra el debate recurriendo de
nuevo a la especificidad del hecho psiquiátrico concebido como una especie muy
particular del terreno de las enfermedades: «Por esencial y fundamental que sea la
función social del psiquiatra, a todos los que habían tomado parte en este debate les
pareció que dicha función estaba y había estado limitada. ¿Limitada por quién y por
qué? Por el objeto mismo de la psiquiatría, es decir, la estructura de la enfermedad
mental. Esta no se confunde ni con todos los vicios, ni con todas las originalidades, ni
con todas las desgracias de la condición humana, con eso que románticamente se
llama la locura de la humanidad.»[32]
Evidentemente. Pero si ésta es la única barrera contra el expansionismo
psiquiátrico, se trata de una barrera muy frágil. ¿Habría que estar muy seguros de que
no sólo todos los psiquiatras, sino también todos los responsables administrativos y
todos los gobernantes aceptaran una definición limitativa de la enfermedad mental
para tener garantías respecto del riesgo de ver a la medicina mental convertida en un
modelo generalizado de resolución de los conflictos? En este contexto, alimentado
por las esperanzas de unos y por las inquietudes de otros, es donde se ha desarrollado
una crítica política de la medicina mental. La denuncia de los riesgos derivados de su
ligazón al poder de Estado ha parecido tanto más natural cuanto la sectorización se
pensaba a sí misma como una transformación y una ampliación de un modelo de
intervención central que ejercía unas funciones administrativas al mismo tiempo que
médicas. En particular, la nueva psiquiatría comunitaria retomaba íntegramente la
vocación de servicio público de la estructura manicomial: «La nación debe la
educación a las personas que forman parte de ella; debe, pues, poner la educación al
alcance del usuario. Del mismo modo la nación debe el aparato de protección de la
salud mental: debe ponerlo al alcance del usuario.»[33]
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Por otra parte, es un psiquiatra quien en su momento da la formulación quizá más
sintética de la nueva «tentación» psiquiátrica. Se trata de un psiquiatra de Quebec,
cosa no casual ya que Quebec había sido penetrado por influencias psiquiátricas
francesas, en especial a través del equipo del 13e Arrondissement responsable de la
primera experiencia de implantación sistemática del sector en Francia, y la
disponibilidad y los recursos de un país nuevo le habían permitido comenzar a
realizarlas: «Cuanto más precoz y radical pretende ser la acción del psiquiatra, más
debe intervenir a nivel de los conjuntos, de las estructuras familiares y sociales cuya
aprehensión exige el dominio de teorías y de prácticas nuevas todavía mal definidas.
(…) No puede contentarse con hacer “constataciones” (al igual que el psiquiatra de
manicomio), es decir con reconocer su impotencia a nivel de la estructura ya
alterada, pues siente la necesidad de intervenir al nivel de la estructura que se está
alterando y llega incluso a experimentar la vertiginosa tentación de intervenir al nivel
de la coyuntura».[34]
Ante tales ambiciones, mezcladas a veces de escrúpulos, responde la inquietud sin
matices de los contestatarios. En el número ya citado de L’ldiot International se
expresa así el punto de vista «izquierdista» respecto del sector: «Mucho más ágil que
la política de internamiento, menos autoritaria, (…) la política del sector parece a
muchos la panacea psiquiátrica, la solución ideal, democrática, incluso civilizada.
(…) Es probable que la sectorización se extienda mucho más en los próximos años y
que el Estado acepte el coste de la operación. (…) Una política de este tipo, que
realizará un verdadero encasillamiento de la población, constituirá una verdadera
policía de la desviación. ¿Qué criterios justificarán la intervención del equipo
tratante? ¿Dónde estarán los límites de acción de estos nuevos directores espirituales?
De hecho estamos levantando un pequeño ejército al servicio de la norma y de la
ideología dominante.»[35]
Si al eslogan de «psiquiatra policía» se le añade el calificativo del sector como
«red policíaca», es porque permanecía bajo la exageración de las fórmulas, la
conciencia de un mismo compromiso de la psiquiatría, antigua o moderna, con el
aparato de Estado. La primera referencia al sector como encasillamiento no se
encuentra precisamente en la literatura contestataria sino en la pluma de uno de los
padres menos contestables de la psiquiatría moderna, Georges Daumezon: «Existen
comisarías de policía para los delincuentes. ¿Por qué no habrían de existir
“comisarías de policía mental”? Y, en cierta medida, la demarcación del territorio en
zonas donde haya un responsable preciso es un progreso tranquilizador.»[36]
3. UN PRINCIPIO DE NO-ELECCIÓN
Este modelo de sector ¿es tan coherente, tan imperialista —exaltante para unos,
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peligroso para otros— como lo parecía en su época? ¿Representa la principal matriz a
través de la cual pueden cumplirse el conjunto de las transformaciones en marcha?
Un retorno sobre la génesis de la política de sector sugiere que ésta yuxtapone
más bien un conjunto de elementos heteroclitos y representa en el límite una manera
hábil de unificar en un organigrama formal datos inconciliables en la práctica. ¿Es el
sector una síntesis original o un bricolage de datos disparatados? ¿Una opción audaz
o una astucia sutil para eludir la elección de una verdadera alternativa política de la
salud mental? Reexaminar aquí su estructura interna no supone el deseo de llevarle la
contraria a la opinión casi unánime que ve en el sector la síntesis armoniosa y nueva
capaz de renovar los poderes de la psiquiatría. Hacer estallar la estructura del sector
es hacer estallar la falsa unidad de un objetivo en el que cristalizó lo esencial de los
ataques contra las formas modernas de hegemonía de la medicina mental, mientras
que lo esencial, sin lugar a dudas, se producía en otra parte. Con la retrospectiva
podemos ahora desentrañar un cierto número de contradicciones internas que
minaban la fórmula misma del sector.
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Se trata de lo que podríamos llamar un «neo-esquirolismo», algo semejante a la
famosa fórmula de Esquirol: «Una casa de alienados es un instrumento de curación
en manos de un médico hábil, es el agente terapéutico más potente contra las
enfermedades mentales.» La psicoterapia institucional redescubre las virtudes del
tratamiento moral del siglo XIX. El principal promotor de esta psicoterapia
institucional lo reconoce: «En resumen, aparte de ciertos detalles técnicos, aparte de
algunos matices, realizado por cada uno en su servicio, el fundamento de esta
psicoterapia colectiva que nosotros perseguimos no ha variado desde hace un
siglo.»[41]
Sería injusto interpretar esta fidelidad en los más activos de los innovadores sólo
por su propia alienación en una tradición secular. El trabajo sobre la institución es
capitalizable en la polémica que opone esta corriente reformadora a los partidarios
del tecnicismo médico. En efecto, él sólo permite argumentar médicamente la defensa
de una posición asistencial. Veremos (en el capítulo II) las razones por las que la
psiquiatría moderna se ha visto casi odiada por un contra-modelo de reforma posible
de la medicina mental, el del objetivismo médico. Esta ha consagrado lo esencial de
sus esfuerzos, teóricos y prácticos, a disociarse de una fórmula que convertiría a la
psiquiatría en una simple rama de la medicina caracterizada por sus cuidados
intensivos y sus intervenciones precoces, abandonando a instancias de
responsabilización no-médicas a estos pensionistas de larga estancia de los hospitales
psiquiátricos que son los llamados «crónicos». En contra de esta tendencia, los
psiquiatras quieren probar que la manera como ellos administran la asistencia es una
forma original de medicina. El despliegue de una psicoterapia institucional en los
hospitales psiquiátricos demuestra que unos técnicos que no tienen aparentemente
nada que ver con los de los servicios médicos de punta, son, sin embargo, eficaces.
En efecto, no sólo es una herejía médica bautizar de «crónicos» a unos enfermos que
no responden a un cierto tipo de trantamiento intensivo, sino que, más en general,
existe, al menos para ciertas categorías de enfermos, una especificidad de tratamiento
psiquiátrico que no puede compararse a los criterios de la medicina ordinaria. Los
técnicos institucionales representan la forma apropiada de medicalización que
conviene a las condiciones específicas de ejercicio de la psiquiatría.
Estos intentos han transformado profundamente la estructura de ciertos servicios,
incluso antes de la aparición de los medicamentos psicotropos en los años cincuenta.
Pero su éxito mismo supuso un desequilibrio entre el relativo desarrollo de las
tecnologías hospitalarias y la casi inexistencia de prácticas externas. Esta disparidad
pesará fuertemente sobre toda la elaboración de la psiquiatría de sector.
¿Prevenir o reparar?
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elaboradas en el seno del espacio hospitalario y las que intentan romper con la
hegemonía del hospital, en provecho de las primeras. Al mismo tiempo, sin embargo,
reiterada afirmación de la necesidad de desarrollar sobre todo las prácticas fuera del
hospital. Era difícil que en tales condiciones la síntesis de las posiciones no siguiera
siendo, en gran medida, verbal. Se pensó en la articulación de «lo hospitalario» y lo
«extrahospitalario» dentro del marco de un continuum que debía constituir una
unidad orgánica: «Debemos alcanzar una organización que trascienda tanto la noción
de hospital como la de manicomio: el centro de cura y de readaptación, el
establecimiento psicoterapéutico, no será más que uno de los engranajes de la
organización completa que debe cubrir prácticamente todo el país y, en todo caso,
corresponde a una óptica absolutamente revolucionaria en relación a la actitud
tradicional.»[42]
Podemos intuir, a través de estos textos que se anticipan a la organización del
sector, la imagen de un desplazamiento que haría deslizar el centro de gravedad de las
prácticas psiquiátricas del hospital hacia una pluralidad de instituciones situadas por
encima y por debajo del antiguo manicomio, y dicho despliegue se consideró una
revolución completa de la perspectiva. En este sentido, Bonnafé, por ejemplo, opera
una restricción bastante sorprendente, que parece un truco de prestidigitador cuando
declara: «La institución psiquiátrica está pensada como una red de puestos diversos a
través de los cuales el médico asegura al enfermo un apoyo lo más personal posible.
El pivote del servicio no está ya en el manicomio sino en la ciudad, en el núcleo
territorial en que se ejerce la función del psiquiatra ampliada a la protección de la
salud mental.»[43]
¿Se puede cambiar de pivote a partir de la imagen del brote? ¿Se pueden situar en
el seno del mismo continuum las prácticas que se adhieren al espíritu de la
comunidad terapéutica y las que se refieren a la psiquiatría comunitaria? En los países
anglosajones, las dos fórmulas han estado enfrentadas y han inspirado opciones
políticas distintas. En los Estados Unidos, por ejemplo, la corriente de la Community
psychiatry ha desarrollado un conjunto de investigaciones y de experiencias para
poner en marcha tecnologías de intervención sobre el territorio. Al mismo tiempo se
efectuaba una importante reflexión teórica sobre la mutación de la función del
psiquiatra cuando no interviene directamente como terapeuta sino como consultor,
cosa que supone la puesta a punto de técnicas cualitativamente diferentes. Cuando
esta orientación se constituye en política de conjunto de la salud mental (el
movimiento de los Community Mental Health Centers), se organiza como derivación
del sistema de los hospitales psiquiátricos (State Mental Hospitals). Sus promotores
esperaban que cuando se impusiera dicha política habría ejercido una fuerza de
atracción suficiente sobre la estructura hospitalaria para desestabilizarla y convertirla
finalmente en caduca. Pero no pretendieron plantear una fórmula que cubriera a la
vez y de entrada lo hospitalario y lo extrahospitalario.[44]
En relación con esta relativa modestia, la ambición del sector francés de constituir
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por sí mismo un sistema unificado es seductora. En especial porque al tomar un
mismo equipo siempre a su cargo a todos los usuarios, parece la única capaz de
asegurar la continuidad de tratamientos sea cual sea la estructura institucional en la
que se realicen. Pero una construcción de este tipo deja en suspenso dos problemas:
—La estructura hospitalaria queda enquistada en el nuevo dispositivo. ¿Es
susceptible de fenecer espontáneamente? En el caso de que los psiquiatras franceses
lo hayan pensado, implícita o explícitamente, dado que no han desencadenado una
lucha abierta para destruir el manicomio como lo han hecho los psiquiatras italianos,
no hay que sorprenderse de que su peso siga siendo tal que haya desequilibrado
completamente la estructura diversificada en la que hubiera debido fundirse.
—El riesgo de que el hospital siga siendo preponderante es tanto mayor cuanto
que su dominio no viene sólo de sus estructuras más fuertes y rígidas sino también de
sus tecnologías. Dado que las prácticas, incluso las innovadoras, habían hecho su
rodaje en la institución, sus operadores corren el riesgo de quedar técnicamente
desarmados cuando hay que salir de ella. A decir verdad, hay algo más grave: no
existen, hablando con propiedad, tecnologías específicas para el trabajo de sector,
sino más bien un batiburrillo de técnicas y de recetas diversas, experimentadas
primero en las instituciones: un poco de psicoterapia, un poco (o mucho) de
medicamentos, un poco de ergoterapia, etc. Pero, por ejemplo, la intervención en vivo
en una situación de urgencia en el exterior (la crisis intervention de los americanos),
¿no es algo de naturaleza distinta a la mayoría de las demás conductas terapéuticas?
Si se trata, efectivamente, de salir al exterior para asumir problemas que se
plantean a nivel de la comunidad y no sólo de exportar el quehacer aprendido en la
institución, ¿no habría que considerar las condiciones de aplicación del esquema
médico en su totalidad? Ciertos psiquiatras americanos lanzados a unas condiciones
de ejercicio absolutamente nuevas (por ejemplo, la práctica en los ghettos) han
perdido incluso la certeza de que hubiera una función propia del psiquiatra en tales
circunstancias y se han visto arrastrados en una huida quizá peligrosa hacia el
activismo social o político. Los psiquiatras franceses se han guardado de tales
tentaciones, al menos en apariencia. Pero sin duda ello es debido también a que han
subestimado la amplitud de la reconversión a operar en el exterior de la institución.
Existe en la psiquiatría francesa una relación de refuerzo recíproco entre un fuerte
componente institucionalista y un igualmente fuerte componente profesionalista. El
saber hacer debido al hospital se ha considerado exportable al exterior, lo que evita el
tener que poner en tela de juicio la función del médico en unas nuevas condiciones de
ejercicio. Y si algo más tarde la psiquiatría francesa se ha arrojado a los brazos del
psicoanálisis después de haberle sido alérgica tan largo tiempo, ¿no será porque ha
tendido a acoger la tecnología relacional de los analistas como una panacea, al no
haber podido o sabido forjar por sí misma sus propias técnicas extrahospitalarias?
Esquemáticamente: ¿Acaso no existe una opción radical —y dolorosa— entre
reformar (mejorar) el manicomio y suprimir (destruir) el manicomio? Si el
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movimiento italiano, por ejemplo, parece haber ido más lejos en el sentido de una
transformación revolucionaria de la práctica psiquiátrica, sin duda, se debe a que ha
superado el compromiso de lo hospitalario y lo extrahospitalario, lo que le ha
inducido al mismo tiempo a tomar mayor distancia respecto del profesionalismo
médico.[45] Inversamente, si se ha impuesto el sector, al menos como fraseología, es
quizá porque la elección que representaba evitaba tener que elegir realmente entre
unas fórmulas, si no absolutamente antagónicas, sí al menos no directamente
complementarias: la comunidad terapéutica y la psiquiatría comunitaria, la reforma
de la estructura hospitalaria y la «psiquiatría de extensión», los tratamientos y la
prevención, la función de terapeuta y la de consejero. Todo ha sucedido como si los
promotores del sector hubieran subestimado las diferencias entre estos dos grandes
modelos de intervención psiquiátrica. Principio de economía y, en última instancia,
de no elección que no podía mantenerse eternamente al nivel de la práctica.
3. Los riesgos de imperialismo del sector han sido debatidos sobre todo a nivel
del Livre blanc a través del problema de la libre elección y de la necesidad, tanto por
razones tácticas como a causa de la ideología liberal compartida por la mayoría de los
psiquiatras, de mantener el ejercicio privado: «Si el sector es solamente una especie
de aparato público disponible, un servicio público en el sentido etimológico del
término, si no tiene ninguna voluntad psicocrática, ninguna voluntad reformadora
aparte la didáctica, si no se trata más que de informar, de cuidar, de hacer profilaxis,
el problema de la libre elección no se plantea.»[46]
De hecho, a pesar de sus temores, los psiquiatras liberales no han necesitado
quejarse demasiado de la competencia del sector y, volveremos sobre ello, la
psiquiatría privada ha conocido un auge todavía mayor que el de la psiquiatría
pública.
Pero, incluso cuando el sector no es totalitario, en el sentido de devorar los demás
tipos de práctica psiquiátrica, asume unas responsabilidades sociales que no pueden
interpretarse dentro de la ideología de la libertad de elección. Existe en psiquiatría
una especie de división del trabajo entre ciertas intervenciones surgidas de una
demanda más o menos libre por parte de los beneficiarios y unas tareas
correspondientes a unas funciones sociales para las que se requiere obligatoriamente
la intervención del psiquiatra. A partir de ahí se puede considerar como un poco
ingenua la presentación del conjunto del trabajo psiquiátrico como una oferta
desinteresada de servicios a unos eventuales usuarios invitados a decidir libremente
con respecto a ella: «El desalienista es aquel que abandonando su función de alienista
se presenta ante la sociedad preguntando: ¿En qué puedo servirles?»[47]
Por una parte, un servicio de sector puede dispensar servicios propiamente
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médicos abiertos a un amplio público (respecto de estos servicios la psiquiatría
privada ha temido la competencia). Pero cumple también otros mandatos que son sin
duda, al menos desde el punto de vista de la administración, su principal razón de ser
y que ni los psiquiatras ni los usuarios pueden eludir.
Efectivamente, el psiquiatra de sector hereda algunas tareas del alienista y cada
vez se va a ver más obligado a asumir algunas nuevas dirigidas hacia poblaciones
disidentes. Sigue siendo garante de la aplicación de la ley de 1838, en especial bajo
su fórmula más coercitiva, la del internamiento judicial; puede ser reclamado para
informes periciales por los tribunales o por ciertas administraciones; a partir de 1954
interviene en la represión de «alcohólicos peligrosos», a partir de 1970 en el
tratamiento forzoso de ciertos toxicómanos, etc. Veremos (especialmente en el
capítulo III a propósito de la ley de orientación a favor de los disminuidos) que dichas
funciones, lejos de representar una vieja herencia en vías de extinción, se ven
continuamente diversificadas y extendidas.
Debemos señalar aún dos aspectos complementarios. Por parte del psiquiatra, su
estatuto comporta unas obligaciones que no puede eludir y que se derivan del
mantenimiento del orden público, del inventario y del control de poblaciones
marginales. Sin duda éste es el mérito de gran número de psiquiatras, desde hace
unos veinte años, el asumir tales funciones con un máximo de liberalismo. En este
sentido, la ley de 1954 sobre los alcohólicos peligrosos, por ejemplo, sólo se aplica
muy parcialmente, y la de 1970 sobre los toxicómanos es a menudo reinterpretada
por los psiquiatras. Ello no significa que cada jefe de sector deje de estar bajo la
autoridad de la Prefectura (a la que las Direcciones han atribuido actualmente la
acción sanitaria y social) y que no pueda ser requerido para intervenir del mismo
modo que el gendarme lo es como testigo. Surge de ahí un haz de exigencias
ineludibles.
Respecto a las poblaciones afectadas, por otra parte, la representación de un
usuario indiferenciado es también un mito. Incluso más allá de la diferencia entre los
ciudadanos sanos y los enfermos, existen unos objetivos específicos a los que se
dirige preferentemente el trabajo psiquiátrico y que no se alejan demasiado de los del
trabajo social por el hecho de que con frecuencia coinciden en las categorías de
población desfavorecidas, desestabilizadas, marginales, es decir, peligrosas para el
orden público. La libertad de elección, aquí como en otros campos, es un privilegio
social. Y para aquellos que no están en condiciones de elegir, la libertad, sin más,
sería a veces el que los dejaran tranquilos. Pero la existencia del sector tiene a
menudo como consecuencia la de que no disfrutan siquiera de esta libertad.
No cabe duda de que no se trata de protestar a cada momento de la represión
policial, pero olvidar esta dimensión esencial, hacer del sector un servicio público
como cualquier otro abierto al viandante, y del psiquiatra el equivalente de un monje
mendicante colocado en las esquinas por una autoridad tutelar para enjugar las
miserias del mundo, sería exponerse a un doloroso despertar. Podría incluso
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sorprender el hecho de que hayan sido los promotores políticamente más a la
izquierda los que más hicieron por desarrollar una ideología del servicio público que
fácilmente deriva en unas prácticas de ingerencia de la autoridad pública. Con
independencia incluso de lo que la ley y los reglamentos exigen, deberíamos poder
entrar aquí en el laberinto de las contradicciones concretas que plantean prácticas
como la visita domiciliaria, la conducta a mantener los «requerimientos» hechos por
la DASS [Departamento de Acción Sanitaria y Social] o por los vecinos, etc., y más
ampliamente sobre la ambigüedad que representa la propuesta-imposición de un
servicio a unas gentes que nada han pedido.
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fue como, a instancias de Séguin, a mitades del siglo XIX se abrió en el Hospicio de
Bicêtre una «escuela especial» para los idiotas, que constituiría una especie de
laboratorio en el que se forjaron los primeros instrumentos de la psicopedagogía.[48]
De este modo, al escapar al simple tutelaje, la especificidad del tratamiento de la
infancia llevaba a la puesta en marcha de un tipo de instituciones pedagógicas más
que médicas. Esta tendencia se vio acentuada por la ley de escolaridad obligatoria
que, al multiplicar el número de sujetos susceptibles de una educación especial,
exigía la creación de un dispositivo montado en derivación del sistema escolar y no
del sistema psiquiátrico (clases especiales a partir de 1909, internados médico-
pedagógicos a partir de 1935, centros médico-psico-pedagógicos a partir de 1945,
grupos de acción psicopedagógicos a partir de 1970, etc.). Dichas instituciones están
más o menos medicalizadas, la mayoría funcionan con un personal específico
formado por la Educación nacional. Inclusive aquellas que desarrollan la orientación
médico-psicológica están llevadas por un personal ajeno al cuadro de los hospitales
psiquiátricos. En este sentido, la importante red de Centros médico-psico-
pedagógicos (CMPP) que se desarrolló a partir del final de la Segunda Guerra
Mundial ha sido un importante lugar de difusión del psicoanálisis dirigido a la
infancia. Pero esta red está formada por instituciones por lo general privadas (tipo ley
de 1901) que se organizan al margen del dispositivo de la psiquiatría pública.
Incluso al margen de estas estrechas conexiones con la pedagogía, la asistencia
psiquiátrica a la infancia se ha realizado a través de redes desconectadas de los
hospitales psiquiátricos: instituciones privadas de origen filantrópico o religioso;
servicios de neuropsiquiatría, como la famosa clínica infantil fundada en París en
1925 y dirigida por Georges Heuyer, gran maestro de la psiquiatría infantil en
Francia, pero universitaria; el centro de consulta infantil Henri-Rousselle en Sainte-
Anne abierto por Edouard Toulouse, innovador marginal y discutido del cuadro de los
hospitales psiquiátricos y que intentará realizar con Heuyer unos programas de
detección sistemática de las anomalías de la infancia…
Sin duda fue debido a que, por su práctica, ellos no estaban dentro de los circuitos
de innovación referidos a la infancia por lo que los reformadores de la psiquiatría
pública abordaron a duras penas tales cuestiones, incluidas para ellos en la totalidad
de medidas de carácter general, es decir pensadas a partir de la psiquiatría de adultos.
Así fue como se desarrolló todo un sector importante y dinámico de las prácticas
psiquiátricas dirigidas a la infancia que escapa en lo esencial al control de los
promotores de la psiquiatría pública.[49] En el momento en que se promueve la
política de sector, existen como dos sistemas casi independientes, uno centrado sobre
el adulto (y que contiene algunos servicios de niños en el seno de los hospitales
psiquiátricos), el otro sobre la infancia, ligado a la Educación nacional, a las
fundaciones privadas o a la medicina universitaria, y que queda al margen de la
estructura hospitalaria pública. Cuando el 16 de marzo de 1972 una circular
ministerial de normativa en el sector crea los intersectores puero-juveniles (a razón de
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uno cada tres sectores de adultos), se tiene casi la impresión de que esta medida surge
en un vacío de reflexiones anteriores, pero que en contrapartida encuentra numerosas
implantaciones previas que han ocupado el terreno y se han desarrollado en él de
modo anárquico. Al intersector (que descansa quizá sobre un absurdo terapéutico,
pues ¿qué otra cosa es sino separar la asistencia a los niños de la asistencia a los
adultos en servicios distintos cuando al mismo tiempo se pone el acento sobre las
responsabilidades de la familia en la etiología de los trastornos mentales?) le costará
mucho encontrar su lugar y su función en el seno de esta red de instituciones
dispares. Pero, con independencia incluso de este problema técnico, constituye una
grave carencia el hecho de que un dispositivo que pretendía ser hegemónico haya
integrado tan mal un aspecto esencial de su práctica; tanto más cuanto que, como
veremos, este sector de la infancia no es tan sólo parte importante de un conjunto más
amplio, sino que se convertirá precisamente en el núcleo del cual partirán las técnicas
médico-psicológicas más innovadoras en materia de detección.
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las relaciones y pueden jugar un papel común frente al esquema médico organicista.
Durante las jornadas del Livre Blanc, por ejemplo, se expresaron en su
heterogeneidad sin provocar discusiones, cosa paradógica si se hubiera tratado de un
encuentro científico. Pero todo sucede como si su simple yuxtaposición fuera
equivalente a una suma de certidumbres y como si cada una trabajara en la
construcción de un punto de vista coherente global. Tácticamente, la maniobra resultó
eficaz puesto que probaba la existencia de un frente común contra la neuropsiquiatría.
Pero el eclecticismo tiene sus límites. La unanimidad sólo podía ser resultado de un
encuentro coyuntural y estaba destinada a romperse en la primera ocasión. En
particular veremos que el psicoanálisis no iba a contentarse con servir de tecnología
de apoyo a una estrategia psiquiátrica. Con el creciente peso que adquiere el
psicoanálisis, todo este frágil equilibrio corre el peligro de romperse.
4. EL DESENCANTO
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Un balance decepcionante
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están todavía ocupadas por lo que se llama «púdicamente» «sedimento» de enfermos
crónicos. En 1975 había 65.000 enfermos bajo la rúbrica «hospitalizados durante todo
el año», lo cual significaba que la mayoría de ellos estaban allí desde hacía varios
años y seguirían estándolo durante largo tiempo aún.[54] La mayoría de los servicios
psiquiátricos yuxtaponen de hecho dos tipos de población diferentes, que
corresponden como a dos estratos históricos de la organización de la psiquiatría.
Están los «crónicos», o considerados como tales, generalmente de baja extracción
social y de edad avanzada, que desde hace largo tiempo han roto sus lazos con la vida
normal; están los enfermos cuyo diagnóstico y cuyas características sociales,
profesionales, demográficas, geográficas, difieren significativamente de los primeros
y que son mantenidos, bien o mal, en los circuitos de sociabilidad y productividad,
con frecuencia al precio de recaídas y frecuentes readmisiones (lo que en Estados
Unidos se llaman los revolving door pacients, que entran y salen del hospital en la
misma vuelta del torno). Una parte de ellos (y ésta sería la contribución más
específica del sector) no es hospitalizada y se mantiene bien o mal en el exterior,
frecuentando los servicios extrahospitalarios. Sin embargo, ésta es una minoría,
exceptuando los casos de servicios de punta.
Al igual que en Estados Unidos, en Francia se ha hablado demasiado pronto de
desinstitucionalízación de la enfermedad mental.[55] Asistimos más que a un
desmoronamiento de los hospitales psiquiátricos que debían de llegar a desaparecer, a
una reestructuración de sus funciones. Es cierto que las instancias ministeriales han
propuesto, por razones esencialmente económicas por otra parte, la disminución del
número de camas hospitalarias en una tercera parte, es decir en cuarenta mil.[56] Pero
este desmantelamiento debe acrecentar, aquí como en todas partes, la competitividad
y la racionalidad del sistema. Debe eliminar del hospital a todos aquellos que, por
normas médicas más rigurosas, no encuentren su lugar en él, no eliminar la
hospitalización misma.
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asumen unas funciones administrativas ineludibles: ¡un sector supone, al menos, un
jefe de sector! Eran 435 en 1963, 960 en 1971, 1.060 en 1975, alrededor de 1.500 hoy
en día. Durante los seis últimos años el número de psiquiatras públicos se ha visto
más que doblado.[57]
En cambio, para las demás categorías de personal el sueldo es mucho más
deficitario. En 1975, se contaba para la totalidad del servicio psiquiátrico público con
mil psicólogos, apenas mil personas asociadas del tipo reeducadores, ortofonistas,
fisioterapeutas, ergoterapeutas, etc., y una proporción aún inferior de asistentes
sociales.[58] En cierto hospital de la región parisina, cuya situación no es excepcional,
hay una sola asistente social para cada seis servicios de sector. En consecuencia, del
mismo modo que el sistema sigue dominado por la estructura hospitalaria, lo sigue
estando también por la jerarquía médica y el tradicional maridaje psiquiatra-cuidador.
¿Qué significado puede tener la expresión «equipo médico-social» cuando en la
mayoría de servicios de sector no existe ni siquiera una asistenta social? Una
psiquiatría comunitaria hubiera exigido una transformación profunda del ejercicio del
esquema médico forjado, ante todo, en las condiciones de la práctica hospitalaria.
Habría sido necesario también poder adjudicarse nuevas competencias, en particular
de orden social, hasta el punto de que incluso cuando existe la enfermedad al captarla
en su medio de vida ésta no es aislable de las condiciones del entorno. Pero la
estructura profesional misma de la mayoría de estos equipos sobre los que se ha
escrito y se ha soñado tanto lleva a reproducir con pocas diferencias, dentro de la
comunidad, el modelo de una intervención médica clásica. Ateniéndonos a la
representación de las diferentes categorías de personal, queda claro que la política de
sector ha hecho bien poco por acabar con la hegemonía médica que es la gran
característica tradicional de toda la historia de la psiquiatría.
Inercias y resistencias
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del ministerio.[60]
No faltan argumentos para demostrar que la administración no ha tomado el
mando de la nueva política propuesta por los psiquiatras. Por ejemplo, un sector, sea
cual fuere su ubicación, debe necesariamente ser gestionado en el plano financiero y
administrativo por un hospital. La Seguridad Social toma entonces a su cargo los
gastos de hospitalización. Un hospital funciona a precio por jornada y tiene por tanto
un interés, a veces vital, en tener un coeficiente satisfactorio de ocupación de camas.
Por el contrario, los gastos extrahospitalarios, actividades de los dispensarios, visitas
a domicilio y eventuales intervenciones en la comunidad, entran bajo la rúbrica de la
prevención y son poco o nada reembolsadas por la Seguridad Social. Estos gastos
deben ser votados por los Consejos generales y sólo parcialmente son asumidos por el
Estado. Es una prosaica cuestión pero constituye una invitación práctica a mantener
la hegemonía de las prácticas más tradicionales y frenar las más innovadoras. Sobre
los aproximadamente dieciocho millones de francos que representan los gastos
prescritos en el marco psiquiátrico, más de un 80% lo son a título de la
hospitalización.[61] Llegamos aquí a los límites del absurdo: siendo así que la mayoría
de los sectores se han implantado a partir de los hospitales psiquiátricos y éstos tienen
necesidad del precio por jornada para funcionar, un servicio que asumiera
enteramente su vocación comunitaria trabajaría de hecho contra sí mismo.
En realidad todo se produjo como si la administración hubiera visto en el sector
una fórmula para gestionar tecnocráticamente y con el menor coste el espinoso
problema de la enfermedad mental: una demarcación geográfica homogénea, un
organigrama jerarquizado bajo la responsabilidad de los DASS, la posibilidad de
homogeneizar a largo plazo el sector psiquiátrico con toda una serie de
compartimentaciones burocráticas del campo de la salud y del trabajo social, cosas
todas ellas que tienen cabida en el marco de un gran sueño gestionario que empieza,
además, a poder movilizar los recursos de la informática. Frente a esta máquina, la
utopía del servicio del usuario o el compromiso personal en la búsqueda de una
especie de convivencialidad social amenaza con verse destruida. Los psiquiatras
reformadores han dado pruebas evidentes de una cierta ingenuidad al maravillarse tan
pronto de que sus proyectos fueran tan bien acogidos por los despachos ministeriales.
Sin embargo ésta no es razón suficiente para acusar de traición al sector. La
experiencia histórica prueba que una disposición administrativa no debe realizar en la
práctica todas las promesas que asume para cumplir lo esencial de su oficio. En este
sentido, por ejemplo, la ley de 1838 nunca llegó a ser plenamente aplicada, en el
plazo de un siglo y medio, empezando por su artículo primero que preveía la
construcción de al menos un manicomio por departamento. Apenas fue votada, dio
lugar por parte de los alienistas a las mismas reivindicaciones que los psiquiatras
actuales al protestar por sus condiciones concretas de trabajo. Pero una vez aprobada
la ley, lo esencial se había puesto en juego ya para los administradores y los políticos,
la locura no planteaba ya problemas de principio, era «administrable» y las cuestiones
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técnicas y de intendencia para llegar a su total aplicación pueden esperar tanto más
cuanto que exigen grandes gastos. Lo mismo sucede en la actualidad con el sector,
por lo que nadie debería extrañarse de ello.
Habría que añadir también que la inercia ha sido la característica de gran número,
por no decir de la mayoría, de profesionales. No hemos insistido bastante en la
distancia que, desde 1945, ha separado continuamente a los psiquiatras de la mayoría
silenciosa de los de la minoría activa. El sector se hizo popular, o al menos
mayoritario, con la aparición del Livre blanc, es decir cuando se vio como el medio
de obtener una revalorización de la profesión. El genio táctico de los reformadores
consistió en ligar indisolublemente la reforma general del sistema de la medicina
mental, la promoción individual de sus agentes (de hecho, tan sólo de los psiquiatras,
pues los cuidadores, entre 40.000 y 50.000, permanecieron al margen del debate hasta
el final) y un desarrollo espectacular de la profesión. En pocos años se pasó así de
600 a 4.000 psiquiatras: al menos los internos o «residentes» no podían dejar de estar
de acuerdo…
El alineamiento casi unánime de la profesión a la política de sector no implicaba
necesariamente, por parte de la mayoría, una motivación tal que supusiera de la noche
a la mañana un compromiso de romper con sus viejas actitudes y reorganizar toda su
actividad sobre una base completamente nueva. En efecto, si algo hay que la reforma
no tocó, esto es la preeminencia del médico-jefe, fuente exclusiva de todo poder. Se
comprende por ello que gran número de psiquiatras se contentaran con hacer lo que
era estrictamente necesario en los reglamentos para obtener la habilitación de jefes de
sector: introducir en su servicio el régimen mixto, acoger a los enfermos de su área
geográfica (y excluir a los que llegaban de otras), abrir una consulta por semana en
uno o dos dispensarios que, por otra parte, podían confiar a un interno… Por lo
demás, las cosas podían continuar poco más o menos como estaban.
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hospitalizados,[62] ciertos equipos dispensan tratamientos personalizados que pueden
rivalizar con los de la medicina liberal; en fin, el ministerio mismo parece decidido a
disminuir el peso de la herencia hospitalaria y a racionalizar el sistema de
financiación del sector.
Un argumento de este tipo no está en contradicción con el precedente. Se puede
sacar un balance positivo o negativo del sector en función de los objetivos que se
hubieran planteado. El conjunto del territorio francés se vería pronto cubierto de
servicios dotados del mínimo de estructuras necesarias para que se les pudiera
calificar de sectores: serían necesarios 1,200 equipos, sobre la base de un sector por
cada 70.000 habitantes y de un intersector puero-juvenil cada tres sectores de adultos,
y 911 están actualmente creados y dotados como mínimo de un jefe de servició.[63]
Pronto estará realizado el proyecto del sector. Pero, se dirá, no así su espíritu, y el
desencanto ha sustituido en el medio profesional al entusiasmo de los inicios.
Actualmente, numerosos psiquiatras son como los huérfanos de un sector imposible
cuya representación acaba por alimentar sueños de ocasiones perdidas y esperanzas
muertas.
Ello es debido, no obstante, a que el carácter innovador del sector y su coherencia
interna han sido sobrevalorados. La fórmula ha podido crear ilusión en tanto que ha
cristalizado todas las aspiraciones —o todos los fantasmas— del reformismo
psiquiátrico. Con la prueba de la realidad, sus ambiciones totales —o totalitarias— se
han deshinchado y aparece como un dispositivo frágil, más o menos eficaz, pero que
en cualquier caso no puede ya mantener la ilusión de contener el porvenir de la
psiquiatría.
En el fondo, el verdadero principio de unificación que promueve el sector es de
tipo administrativo: permite gestionar la heterogeneidad de un cierto número de
prácticas y de instituciones que intentan tomar a su cargo los trastornos psíquicos en
el momento en que surgen en la comunidad y le plantean problemas. Sin duda es ésta
la razón por la que los administradores se sienten ligados a él, a su manera, aún
entendiéndolo en un sentido muy distinto al de los psiquiatras. Recientemente, un
representante del ministerio de la salud titulaba uno de sus artículos: «Psiquiatría: el
sector sigue siendo prioritario», y hacía balance de los progresos conseguidos en este
sentido en los últimos años, pero añadiendo a continuación: «Creo que la visión del
sector universal, capaz de absorberlo todo, e incluso eventualmente de reinsertarlo
todo, es un embuste.»[64]
Es necesario reconocer que esta visión es más realista que la de los profesionales
promotores de la fórmula. El hecho de que en la actualidad se imponga en los medios
«responsables», permite valorar el camino recorrido en los últimos diez años. En los
años sesenta, el desarrollo del sector psiquiátrico fue efectivamente expresión de la
voluntad que parecía entonces afirmarse de crear un dispositivo unificado de
tratamiento y de asistencia, abierto a todos, impulsado, financiado y ejecutado por los
poderes públicos. Incluso en Estados Unidos, en donde las tradiciones de asistencia
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asumidas por religiosos, los particularismos locales y la desconfianza frente a las
intervenciones del poder central son más fuertes que en otros lugares, es éste el
espíritu que inspira en ese momento (1963) la implantación de las Community Mental
Health and Retardation Act, apoyada por el mismo presidente Kennedy.
Pero desde hace unos años asistimos a un reflujo de esta política. En los Estados
Unidos, un informe (1978) de una comisión presidencial sobre la salud mental
presidida por Mrs. Rosalyn Cárter preconiza una reorganización de los servicios en el
seno de la cual el sistema público impulsado a nivel federal no tendría más que un
lugar limitado y específico. Las instancias centralizadas se conformarían con
sincronizar la acción de todas las instituciones públicas y privadas, tanto las
implantadas por la administración federal como las heredadas de la tradición
religioso-filantrópica, incluso las surgidas de la corriente de la contracultura.[65] El
despliegue de este dispositivo permitiría cubrir completamente el conjunto de las
necesidades de la población, al menos tal como son percibidas por parte del poder.
Evidentemente no será la administración Reagan la que irá en busca de esta tendencia
a la autonomía respecto del poder público. Pero la intención de sistematicidad de los
partidarios de la intervención federal podría en cierto modo conservarse por vías
diferentes: potenciando todos los recursos asistenciales, sea cual sea su origen, su
inspiración o su dirección, reservándose la administración central el cuidado de
separar el trigo de la cizaña por medio de regulaciones administrativas y financieras.
En Francia se observa una evolución del mismo tipo. Al menos a tres niveles
pueden advertirse los signos de un retroceso de esta posición privilegiada de la nueva
psiquiatría pública que parecía haberse impuesto progresivamente desde el final de la
Segunda Guerra Mundial hasta principios de los años setenta.
En primer lugar en el plano de la organización administrativa. La psiquiatría
pública ha planteado el primer modelo coherente de una estructura sectorial como
matriz unificada de todas las intervenciones que tengan como objetivo específico la
enfermedad mental. Pero este dispositivo se ha convertido en el organigrama
administrativo, en algo privilegiado dentro de la Acción sanitaria y social en general.
El establecimiento de un mapa hospitalario (ley del 31 de diciembre de 1970), de una
circunscripción y de un sector de la protección materno-infantil (artículo 148 del
Código de la salud pública), de un sector médico-escolar (decreto del 26 de agosto de
1968), de una circunscripción del servicio social (circular del 12 de diciembre de
1966), de un sector antituberculoso (instrucción de 29 de mayo de 1973), de un sector
de ancianos (circular del 14 de marzo del 72), podrían ser interpretados como un
triunfo de esta política de sectorización inaugurada por la psiquiatría pública. Pero los
difíciles problemas de coordinación de estas distintas instancias no podrán resolverse
más que homogeneizando tales estructuras y limando muy particularmente la
originalidad del sector psiquiátrico, específico desde muy distintos puntos de vista y
especialmente difícil de integrar. Este proceso de laminado de las estructuras
psiquiátricas en el seno de un organigrama administrativo cada vez más unificado y
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exigente a nivel de las DASS está ya fuertemente comprometido.
Efectivamente, una de las características esenciales de las transformaciones
realizadas desde hace unos diez años en este sentido es la extraordinaria expansión y
tecnificación de la infraestructura administrativa. Cuando la política de sector fue
oficializada por una circular de 1960, en el Ministerio de la Salud había una oficina
de las enfermedades mentales con algunos funcionarios, la mayoría de ellos adictos a
las nuevas tendencias. Los psiquiatras reformadores —incluso algunas personalidades
— tenían también acceso a ella. Actualmente, las dependencias están ocupadas por
politécnicos y jóvenes cuadros dinámicos. Llegan allí terminales de ordenadores y los
ficheros están atiborrados de encuestas sobre las racionalizaciones de las alternativas
presupuestarias. En provincias, el secretario de departamento del prefecto ha sido
reemplazado por la pesada máquina tecnocrática de las DASS y por una proliferación
de comisiones administrativas de todas clases.
En segundo lugar se observa una interrelación por no decir una integración, del
servicio público de sector en el seno de una constelación de instituciones privadas y
para-públicas. La importancia de lo privado, al menos en el marco de la psiquiatría de
adultos a partir del cual se había pensado el modelo de desarrollo del sector, ha sido
siempre relativamente modesta. El patrimonio hospitalario de las clínicas privadas no
ha representado nunca más que una décima parte, aproximadamente, de las
capacidades de la hospitalización pública y de la que «hace sus funciones». El
ejercicio de la psiquiatría con clientela privada sólo empezó a desarrollarse de manera
significativa hace unos veinte años. De ahí el que los psiquiatras públicos, hasta los
años sesenta, cubrieran lo esencial del campo de la práctica de la medicina mental,
conscientes de que sus únicos competidores importantes estaban en la psiquiatría
universitaria.
La óptica se invierte, sin embargo, si nos referimos al campo de la infancia y de
las intervenciones sobre deficiencias que no son enfermedades mentales stricto sensu,
sino que requieren cada vez más la intervención del especialista psiquiátrico, como es
el caso de la deficiencia mental (ver capítulo III), cuya asistencia requiere
establecimientos médico-educativos. En este caso, de cada 1.800 establecimiento de
este tipo que dependen del Ministerio de la Salud, 1.100 han nacido de la iniciativa
privada; el 88% de los establecimientos que acogen a niños con dificultades y el 90%
de los que acogen a los deficientes adultos, son también de origen privado.[66] Con
frecuencia, la tarea esencial de un jefe de sector puero-juvenil es cooperar con
instituciones y asociaciones diversas, negociar y coordinarse con representantes de
administraciones diferentes, protección materno-infantil, protección médico-social
escolar, infancia inadaptada, servicios sociales e, incluso, justicia. No tiene más
remedio que ser muy consciente de la relatividad de su modo de inserción en el seno
de un amplio continuum de organismos y de instancias de decisión en el seno de las
cuales él no tiene poder de decisión.
En tercer lugar, la hegemonía de la psiquiatría pública se ve carcomida desde el
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interior mismo de la profesión. La existencia de un sector privado no debe verse
como una herencia o como una supervivencia, sino como un campo en expansión
cuyo desarrollo ha sido fomentado por las mismas administraciones en el marco del
giro neoliberal que se ha impuesto en estos últimos años. Su desarrollo está
desequilibrando la relación de fuerzas en el seno de la profesión misma. Hemos
señalado la progresión del número de psiquiatras públicos, pero la de los psiquiatras
privados es todavía más rápida. Son en la actualidad cerca de 3.000 (mientras que su
número era insignificante hace treinta años) y se valora en unos cuatro millones el
número de actos terapéuticos que anualmente realizan frente al millón realizado por
la psiquiatría pública.[67] El ministerio mismo reconoce la existencia de una «doble
red, una destinada a las categorías sociales más acomodadas asumida por la medicina
de ejercicio liberal y los establecimientos privados, la otra, la que acoge a los
enfermos menos favorecidos (sector)». Una vez más, se trata de actos efectuados por
los especialistas, ya sean públicos o privados. Pero representan, además, una minoría:
el 74% de las intervenciones referidas a la salud mental están efectuadas por médicos
de medicina general o por especialistas distintos a los psiquiatras, que no tienen
prácticamente ninguna relación con el sector.[68] Estamos lejos, como se puede ver,
de la implantación de este gran servicio público que sería el sector.
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CAPITULO II
LA MEDICALIZACIÓN DE LA SALUD MENTAL
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significa, en primer lugar, defender la especificidad de un lugar de ejercicio, el
«establecimiento especial» como se decía en el siglo XIX, es decir el asilo
especialmente concebido para el tratamiento de la locura, pero también más tarde el
dispositivo del sector cuyas estructuras horizontales, capilares, se oponen a la
estructura piramidal del hospital general. Afirmar la originalidad de la medicina
mental sigue siendo la imposición, por la exigencia de la continuidad de los cuidados,
de una responsabilización completa y de un tratamiento en profundidad de la clientela
por oposición a las intervenciones más puntuales y más técnicas de una medicina que
se dedica principalmente a los estados agudos.
Estas nociones, que los profesionales presentan a menudo casi como evidencias,
sólo han conseguido imponerse a través de largas luchas. De hecho, estas conquistas
son frágiles, ya que descansan sobre una contradicción que la medicina mental ha
vivido hasta el presente: es decir, una especialidad médica se convertía en medicina
especial, en una relación a la vez esencial e imposible para la medicina.
Efectivamente, desde su origen, la medicina mental se situó en una especie de
relación en falso frente a la medicina. A principios del siglo XIX, en el momento
preciso en que se impone la medicina «científica» moderna y en que la escuela de
París encuentra sus más arrolladores éxitos, el alienismo busca en la medicina del
siglo XVIII el modelo de sus nosografías y la fórmula de su enfoque práctico.
Clasificación de los síntomas, búsqueda de una etiología moral de las enfermedades
mentales, preponderancia del tratamiento moral sobre los medios físicos, conforman,
a principios del siglo XIX, un conjunto coherente pero peligrosamente desfasado y
retrasado en relación a los criterios de cientificidad que se imponen en la misma
época en medicina.
La explicación de esta paradoja se encuentra en la naturaleza misma del trastorno
psíquico tal como se la representan los alienistas. Tanto si la alienación mental tiene
raíces orgánicas como si no,[1] se manifiesta bajo la forma de un desorden en la
organización de la sociabilidad y la psiquiatría representa el saber y la práctica
capaces de combatir y de anular estas turbulencias. De entrada se convierte así en una
medicina social antes que en una medicina orgánica. El alienismo se coloca en
posición de cabeza de fila en relación a las prácticas de la higiene social y la
filantropía, que sin lugar a dudas procedían de tradiciones más antiguas pero que
necesitaban de la garantía científica que les procuró la indicación médica. Ocupando
esta posición, la medicina mental cubre una parte esencial de su vocación histórica.[2]
Esta concepción de conjunto ha dominado ampliamente toda la primera mitad del
siglo XIX. A partir de 1860, aproximadamente, empieza a verse afectada por los
ataques del positivismo médico que se desarrollan según una doble línea. Por una
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parte, hacer del espacio hospitalario un medio verdaderamente médico, es decir, en el
que se dispensen cuidados intensivos, rompiendo si fuera necesario con las funciones
de asistencia y de tutelaje tradicionales aunque éstas se arropen con las virtudes de la
filantropía. Paralelamente, salir del hospital para desarrollar acciones preventivas a
las que la lucha contra las enfermedades infecciosas, y sobre todo contra la
tuberculosis, propondrá un modelo médico que nada le debe a la tradición alienista.
En el plano teórico, esta doble evolución de las prácticas se apoya sobre una
distinción que tiende a imponerse desde el siglo XIX entre «enfermedad mental» y
«alienación mental». Si la alienación corresponde a un estatuto administrativo-legal
al mismo tiempo que médico sancionado en la ley de 1838, un gran número de
enfermedades mentales corresponde a una problemática puramente médica que no
exige medidas de asistencia y/o de contención.[3] Es necesario, por lo tanto, romper
con esta asociación asistencia-medicina que remite a los estadios arcaicos de la
constitución de la psiquiatría.
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oposición de los alienistas; la circular del ministro frentepopulista Roucard, que en el
mismo año recomienda la multiplicación de los dispensarios de higiene mental y de
los «servicios libres». Esta posición va acompañada de una violenta crítica de la
tradición alienista frente a la que Heuyer exige casi su supresión, con la abolición de
toda legislación especial como la ley de 1838, la «desadministración» de la función
de psiquiatra, que debe convertirse en un especialista como los ORL y demás
tisiólogos, seleccionado en base a un diploma de facultad y no como médico
funcionario absorbido por tareas administrativas. Al mismo tiempo hay que
remedicalizar la institución psiquiátrica incluyéndola en el hospital general. «El
centro lógico de la organización psiquiátrica es el servicio hospitalario en el marco
del hospital general.»[5] El nuevo especialista liberado por fin para las tareas
propiamente médicas, podrá simultáneamente ejercer sus competencias en terrenos
tan distintos como la «orientación profesional», la «organización del ejército», la
«antropología, criminal» o la «infancia deficiente o en peligro moral».
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se basaban las conductas más segregativas respecto de los enfermos mentales. Por
último, en términos de relación de fuerzas se apoyaba sobre posiciones al menos tan
sólidas como las de su oponente, ya que si el positivismo médico estaba débilmente
representado en los hospitales psiquiátricos, los potentes bastiones universitarios, en
cambio, los ha dominado siempre.
Curiosamente, casi toda la polémica reciente sobre los compromisos de la
psiquiatría se ha desarrollado como si no existiera nada más que una tradición
alienista renovada por la política de sector y como si el destino de la medicina mental
se jugara sobre el éxito o el fracaso de aquél. La ocultación de la otra posibilidad no
sólo ha tenido el inconveniente de mantener ignorado o subestimado todo un campo
de prácticas que ha pesado también sobre las recientes transformaciones del sistema
psiquiátrico (por señalar tan sólo un ejemplo, los medicamentos psicotropos han sido
descubiertos por la psiquiatría universitaria). Ya que hacer de la política de sector la
única fórmula coherente del reformismo psiquiátrico y de la orientación propiamente
médica un puro bastión de la resistencia al progreso, era hipotecar duramente la
concepción que pudiera hacerse del porvenir de la medicina mental. En efecto, hoy en
día, los paladines del sector descubren con sorpresa que sus enemigos tradicionales,
los defensores del objetivismo médico de los que sólo habían considerado sus rasgos
más conservadores, están en vías de suplantarles en casi todos los terrenos y que son
ellos los que parecen tener a su favor el viento de la historia.
La banalización institucional
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Al haberse creado los primeros sectores a partir de los hospitales psiquiátricos
existentes, esta relación no se modificó de inmediato, pero los nuevos servicios
psiquiátricos están cada vez con mayor frecuencia vinculados a los hospitales
generales. Existen en la actualidad 17.000 plazas psiquiátricas en los hospitales, es
decir, cerca de un 15% del total, frente al 1% de hace veinte años, y esta tendencia va
en aumento.
Esta normalización relativa de sus condiciones de ejercicio puede beneficiar a la
psiquiatría, ayudándola a salir de su ghetto. Los intercambios que permiten la
proximidad de los servicios, la homogeneización de los estatutos del personal,
conllevan una cierta osmosis entre las prácticas y atenúan los estigmas de rechazo
asociados al ejercicio de una medicina mental confinada en espacios especiales. Sin
embargo, una evolución en este sentido conlleva el riesgo de ver instituirse un doble
circuito de tratamientos y un doble curso institucional. A partir del momento en que
coexisten dos modelos de prácticas, el médico clásico y el psiquiátrico, todo conduce
a creer que el primero representa la buena fórmula que acabará por imponerse.
Ya en este momento, en algunas grandes ciudades, los grandes hospitales (como
por ejemplo, Edouard-Herriot de Lyon o el Hôtel-Dieu de París) no sólo reciben la
mayoría de las urgencias, sino que han instaurado servicios de cuidados intensivos,
con un personal reforzado, que seleccionan buena parte de la clientela de los sectores
vecinos. Los responsables de las estructuras universitarias no se han convertido nunca
verdaderamente a la religión del sector como dispositivo homogéneo que cubra el
conjunto del territorio, sino que, a través de la modernización de la psiquiatría,
apuntan principalmente al desarrollo de servicios integrados en la estructura
hospitalaria general, participando de su dinamismo y de sus formas jerarquizadas de
funcionamiento, sin prejuicio de que se desarrollen estructuras horizontales en las
zonas menos medicalizadas. Su peso es cada vez mayor en la profesión. Un psiquiatra
de la tradición clásica daba cuenta del reciente congreso que se mantuvo en Toulouse
sobre el tema «La psiquiatría en el hospital general» (febrero de 1980) con estas
palabras: «Su orientación general se nos presenta, en cierto modo, como una crítica
de la política de sector en psiquiatría.»[8]
Efectivamente, el sector representaba la asociación entre el hospital psiquiátrico y
los servicios comunitarios; el recentramiento de las prácticas psiquiátricas en el
hospital general supondría la separación entre los servicios especializados de alto
tecnicismo y los servicios de larga estancia poco medicalizados.
Esta amenaza es tanto más real cuanto que los servicios especializados de los
hospitales generales no son los únicos en tratar los trastornos psíquicos. El informe
más reciente del Ministerio de la salud cifra en 263.000 el número de salidas de los
hospitales generales de enfermos con un trastorno mental, contra 165.000 salidas de
los hospitales psiquiátricos.[9] Incluso siendo cierto que por regla general la gravedad
de los trastornos tratados en los servicios no especializados de los hospitales
generales es menor que la presentada por los enfermos que salen del hospital
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psiquiátrico, y que en general están asociados a una patología somática, estamos muy
lejos de la situación de semimonopolio sobre los trastornos psíquicos reivindicada por
los partidarios de la tradición psiquiátrica. Tampoco es un dato marginal el hecho de
que al otro extremo del abanico de las instituciones hospitalarias, los establecimientos
tipo hospicio alberguen gran número de ancianos que sufren trastornos mentales. En
1976, la cifra estimada era de 115.000,[10] es decir, aproximadamente la población de
los hospitales psiquiátricos.
Pero para los defensores de una psiquiatría específica, es más grave todavía el
hecho de que los servicios ministeriales mismos se hayan distanciado, al menos una
antigua mayoría, respecto de lo que se considera la política oficial de defensa de esta
especificidad. En una reciente entrevista, el adjunto del director general de la salud
preconizaba, contra los «incondicionales del sector», la apertura de un servicio de
psiquiatría en cada hospital general. Más allá del riesgo de selección que pueden
realizar tales servicios en el sector, esto ponía en tela de juicio la coexistencia en el
seno de un servicio unificado de patologías mentales muy diferentes, es decir, el
principio básico del alienismo recuperado por la política del sector: «Cotejar al débil
profundo o al violento con el enfermo de frágil inserción social no contribuirá
demasiado a que este último desee superarse ni a que pueda reinsertarse
rápidamente.»[11]
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modelo de tutelaje psiquiátrico de larga duración. Serían muchas las razones técnicas
que apoyarían la institucionalización de esta diferencia en la modalidad de las
intervenciones, es decir, la dicotomía entre tipos de servicios de tratamiento intensivo
y servicios de tutelaje.
Con un espíritu semejante, una disposición de la ley del 30 de junio de 1975 en
favor de las personas disminuidas (ver capítulo III) prevé la creación de hogares de
acogida especializados (MAS) para asegurar un tutelaje y un mínimo de vigilancia
médica para los grandes disminuidos no susceptibles de recuperación. Dicha
disposición está en trámite de aplicación y va a permitir reglamentar la suerte de un
cierto número de «crónicos» cuyo mantenimiento en medio hospitalario, como ya
preveía Toulouse, era casi una «extravagancia asistencial». Se trata incluso de abrir
algunos de estos servicios en grandes hospitales psiquiátricos que no llegan a cubrir
sus plazas con los pacientes reclutados en su área geográfica. Así es como dentro del
«establecimiento especial» inventado para el tratamiento exclusivo de la locura,
veremos instalarse una nueva población de grandes deficientes que serán admitidos
en ellos con la sola condición de que no requieran tratamiento. Al mismo tiempo que
una peripecia condenada por razones prosaica o cínicamente económicas, se trata
también de una especie de símbolo de una crisis profunda de la «medicina especial»
que empieza a ser desmantelada incluso en el corazón de su fortaleza secular.
La actual proliferación de las «estructuras intermedias», aunque provenga de un
espíritu harto diferente, tiene el mismo sentido. Se trata del desarrollo en los lindes de
las instituciones oficiales de «apartamentos terapéuticos» para enfermos mentales, de
comunidades más o menos antipsiquiátricas o parapsiquiátricas que, por ejemplo,
acogen en el campo a niños psicóticos o a toxicómanos. Algunas de ellas son
herencia de ciertas adquisiciones del movimiento de crítica antijerárquica y
antiestática de estos últimos años. Otras han sido promovidas por psiquiatras
emprendedores que las montan como derivaciones de las estructuras oficiales de
sector. Entre las de estatuto privado y las de estatuto parapúblico eran alrededor de
250 las estructuras intermediarias de 1977 y actualmente habría unas quinientas.[13]
Es éste un movimiento destinado quizá a crecer dado que, tratándose de estructuras
atenuadas y más concretas de la contestación antipsiquiátrica, seducen no sólo a un
creciente número de profesionales que ven en ellas el medio de superar la rigidez de
la estructura burocrática del sector sino también a responsables administrativos de la
Acción sanitaria y social tentados a la vez por su agilidad y por su menor coste de
funcionamiento. No sólo amplían la gama institucional más allá de la institución
especial sino que la contradicen en su misma concepción, dado que junto a enfermos
mentales propiamente dichos acogen a distintos tipos de casos sociales salidos de los
medios de la marginación y la delincuencia.
«Desespecificación» de los espacios psiquiátricos, pero en medio de todas las
fuerzas que hacen estallar la vieja idea de una institución única para todos los
enfermos mentales y sólo para los enfermos mentales, las que imponen la
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consistencia del esquema médico clínico aparecen con mayor fuerza. Vemos resurgir
así, constantemente, el espectro de una estratificación entre una psiquiatría de
enfermos agudos altamente medicalizada y unos servicios para-todo-el-que-venga,
bien marginados en bucólicas campiñas o, lo que es peor, especializados en el
mantenimiento de «crónicos» y otros «inútiles sociales» como decía el mismo
Edouard Toulouse. Esta distinción, contra la que toda la línea alienista así como la de
la psiquiatría comunitaria, posteriormente, han luchado y continúan luchando —hasta
el presente con éxito— tiene, sin embargo, todo el peso de la tradición propiamente
médica. A medida que la medicina mental se acerca a la medicina general, su
atracción se hace mayor. El hecho de que ésta esté empezando a tomarle la delantera
a aquélla no significa el fin de la medicina mental sino el fin de la psiquiatría como
medicina especial.
La homogeneización profesional
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médicos de hospitales de segunda categoría ha permitido a elementos procedentes de
la universidad (jefes clínicos, asistentes, adjuntos, etc.) acceder directamente a la
dirección de un servicio de sector, y muchos de ellos lo han hecho. En el concurso
oposición de psiquiatría de 1980, un tercio de los admitidos procedían de esta cantera,
con gran perjuicio de los psiquiatras de los hospitales.[16]
Lo que había subsistido del antiguo modelo de reproducción endógena de los
psiquiatras públicos y que seguía siendo cuantitativamente determinante, está en vías
de su completa abolición por la reforma de los estudios de medicina votada en 1979.
El internado único será camino exclusivo de todas las especialidades, entre ellas la
psiquiatría. Los internos se formarán en los CHU y en un número limitado de
servicios considerados «cualificantes», elegidos por el Cuerpo médico según criterios
que ciertamente no favorecerán a los defensores de la tradición psiquiátrica.
Para la psiquiatría esto significa en primer lugar que el número de internos,
actualmente unos tres mil, se reducirá en más de la mitad. En segundo lugar, que
serán formados prioritariamente en estructuras más médicas, CHU y servicios de
psiquiatría de los hospitales generales. Por último, siendo único el concurso de
internado para todas las especialidades, existen muchas razones para pensar que
aquellos que habrían querido hacer psiquiatría no la podrán hacer, y los que la
tendrán como especialidad no la habrían elegido ya que las posibilidades de elección
están estrictamente determinadas por la plaza obtenida en el concurso único. Al
celebrarse este concurso en un momento inicial del curso universitario, la selección se
realiza sobre criterios muy «científicos». Por otra parte, lo mínimo que se puede decir
de los programas de los estudios de medicina en general y de los internados en
particular es que no estimulan para nada el sentido de las relaciones humanas ni el
cuestionamiento sobre los misterios del psiquismo. Ya a nivel de la formación
requerida (el Bac C), se drena preferentemente los espíritus positivos adaptados a un
mundo competitivo al que muchos se enfrentarán con la eficiencia y el dinamismo de
jóvenes tecnócratas.
Actualmente, el Sindicato de psiquiatras de los hospitales y el de los internos en
psiquiatría dudan entre intentar una componenda de esta reforma de los estudios
médicos en un sentido menos destructivo de la originalidad de la psiquiatría o intentar
imponer el mantenimiento de un internado de psiquiatría completamente
independiente del nuevo curso, lo cual marcaría un retorno a la especificidad
psiquiátrica pero que, sin embargo, tendría que asumir el riesgo de un corte radical
respecto de la medicina.
Por otra parte, esta misma tendencia es la que prevalece en la formación de los
demás «trabajadores de la salud mental».
Los enfermeros psiquiátricos habían heredado de su papel de «guardianes de
locos» una homogeneidad de la profesión y una originalidad en relación a los
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enfermeros de medicina general y se distinguían por un diploma específico y por el
hecho de que asumían junto a los cuidados estrictamente médicos, todas las tareas de
tutelaje y vigilancia de los enfermos. La reciente reforma de los estudios de
enfermería establece un tronco común para los enfermeros psiquiátricos y los
enfermeros del Estado que aproxima la formación de ambos.
En los servicios psiquiátricos de los hospitales generales se introduce también,
entre enfermeros, cuidadores, agentes de los servicios hospitalarios, etc., una
jerarquía del personal subalterno calcada de la división del trabajo en medicina, pero
nueva en la tradición psiquiátrica, en la que el enfermero cubre en principio todas las
tareas hospitalarias desde la psicoterapia a los cuidados corporales de los enfermos,
pasando por las inyecciones, siguiendo la ideología que pretende que en un medio
tratante «todo es terapéutico». Pero este colaborador polivalente está, en última
instancia, amenazado de desaparición. Del mismo modo que se va imponiendo
progresivamente la especialización de las instituciones, la de las personas sigue la
misma evolución. Racionalización también en este caso: cada especialista será el
representante de la especificidad de su técnica en lugar del enfoque común de la
especificidad del hecho psiquiátrico para todos los terapeutas.
Hemos visto las contradicciones que se le plantean al movimiento de
modernización de la medicina mental. La necesidad de romper con ciertos
particularismos de la práctica y de la formación que encerraban a la psiquiatría en un
ghetto, se vio atacada por exigencias precisas para mantener su originalidad. Hubiera
sido necesario poder imponer una transversalidad real de esta práctica y de esta
formación en torno a la organización del sector, cosa que por otra parte los psiquiatras
reivindicaron enérgicamente. Pero todo ha sucedido como si, al poner ellos mismos
su mano en el engranaje (la posibilidad de anexionar sectores a los hospitales
generales está prevista por la circular de 1960, el nuevo estatuto de la profesión
votado en 1968 fue reivindicado por el cuerpo, etc.), hubieran desencadenado un
proceso que iba a minar progresivamente la originalidad de la especialidad. La
culminación de este proceso sería la realización del viejo sueño positivista de una
psiquiatría «verdaderamente» médica para la que el particularismo que hasta ahora la
ha caracterizado no supone más que las supervivencias de su prehistoria, cuando
todavía no había alcanzado el nivel de cientificidad de las demás especialidades
médicas.
2. MALESTAR EN LA CLÍNICA
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desorden de la locura y no su infraestructura orgánica, que eventualmente pudiera
constituir su etiología, es porque de entrada se concibió como un intento de reducción
de una patología relacional y no de una patología de los órganos.[17]
Pero, ¿cuál es el fundamento teórico que hay que darle a esta concepción de una
enfermedad distinta a las demás? En el curso de la historia de la medicina mental se
ha ido buscando sucesivamente por aproximación. En este sentido se plantean todas
las especulaciones sobre la analogía entre locura y pasión, enfermedad mental y
desórdenes de la civilización que surgen a lo largo de todo el siglo XIX. Después de la
Segunda Guerra Mundial una referencia a la fenomenología por influencia de la obra
de Karl Jaspers confiere la principal garantía al movimiento de renovación que se
desarrolla en la época. El enfoque fenomenológico justifica la preferencia dada a la
comprensión del fenómeno patológico, la atención a lo vivido, la exigencia de entrar
en empatia con el enfermo que caracterizan la renovación humanista de la época.[18]
Pero una referencia así sigue siendo impresionista. El enfoque fenomenológico sigue
arrinconado en el presente, no conoce ni la génesis ni la causa de la aparición de los
trastornos patológicos. Hay ahí, como confiesa su más eminente representante en
Francia, Eugéne Minkowski, «una especie de debilidad».[19]
La victoria de un outsider
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arrendando, en principio, circuitos marginales a los de la psiquiatría pública, en
especial el de la infancia. Parece realizar su entrada oficial en la psiquiatría pública en
el momento del livre blanc, en un contexto cuya significación táctica hemos señalado
ya. Para fundamentar el reformismo psiquiátrico no es cuestión de comprometer la
práctica psiquiátrica a una orientación teórica precisa, sino que hay que dejarse
anexionar tendencias diversas afirmando su carácter no contradictorio y buscando en
este eclecticismo un efecto de refuerzo recíproco. El informe sobre la formación de
los psiquiatras, uno de cuyos autores es psicoanalista, precisa: «Se habrán podido
reconocer en el contexto actitudes organicistas, órganodinamistas, fenomenológicas y
psicoanalíticas. (…) En el actual estado del saber, ninguna de estas posiciones ha
triunfado sobre las demás. La obligación de tenerlas en cuenta a todas forma parte de
la originalidad de la psiquiatría.»[23]
En el seno de este complejo, el psicoanálisis procura una aportación esencial en
tanto que cultiva el sentido de la relación y la implicación personal del terapeuta, que
son el sello de la práctica psiquiátrica. Pero, como dice otro participante, «una
formación psicoterápica avanzada, inevitablemente inspirada en el psicoanálisis,
debería formar parte del ciclo de los estudios psiquiátricos (…). Lo esencial es,
recíprocamente, velar porque esta regeneración de la psiquiatría, bajo la influencia de
modos de pensamiento inspirados por el psicoanálisis, no desemboque en una
volatilización de la psiquiatría, que debe conservar su forma y sus rasgos
específicos».[24]
Semejante síntesis no podía dejar de ser inestable. Suponía en primer lugar una
relación cuantitativa en la profesión, en la que los psicoanalistas estuvieran
representados sin ser mayoritarios, cosa que en ese momento se produce. En 1965,
por ejemplo, diez de los treinta y tres jefes de servicios psiquiátricos de la región de
París eran de formación psicoanalítica.[25] Pero cinco años antes no había ninguno y
pronto la relación pasará a ser la inversa, sobre todo entre los jóvenes para los cuales,
a partir de finales de los años sesenta, al menos en París, sería ya casi una obligación
haber seguido o estar siguiendo una formación analítica para tener derecho a la
palabra en el medio psiquiátrico.
Pero la perpetuación del eclecticismo se había hecho todavía más imposible por
las ambiciones de los psicoanalistas más dinámicos comprometidos en la práctica
psiquiátrica. Para ellos no se trataba de proporcionar moneda de cambio al
reformismo psiquiátrico sino de presentar su real punto de vista sobre lo que debe ser
esta práctica. Sobre este punto existe un consenso total entre las dos principales
escuelas psicoanalíticas rivales que se han disputado en Francia el mercado de la
psiquiatría.
Un primer círculo de difusión del psicoanálisis en el medio psiquiátrico se
propagó a partir de la clínica de La Borde en Courcheverny, fundada en 1953 por
Jean Oury y Félix Guattari. En torno a La Borde se desarrolló un trabajo teórico y
práctico importante para aplicar la orientación psicoanalítica lacaniana a las
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condiciones de un trabajo en institución. Se trataba de integrar en el marco de una
teoría rigurosa (por tanto, psicoanalítica) las adquisiciones de toda la «terapia
institucional» que desde el final de la Segunda Guerra Mundial había empezado a
transformar concretamente la vida cotidiana de los servicios, pero sin mostrarse
demasiado exigente sobre la conceptualización. François Tosquelles, comprometido
desde después de la guerra en este movimiento, y cabeza de fila de la psicoterapia
institucional «segundo tipo»[26] tras su conversión al lacanismo, expresa así el sentido
de esta transmutación: «El hospital jugaría, desde el punto de vista terapéutico, un
papel análogo al del psicoanálisis. Sería el objeto de acorralamientos sucesivos de
estos conflictos y la dialéctica de la curación pasaría, por así decirlo, por ese
laminador de transferencias y de proyecciones que la estructura social del hospital
podría permitir».[27]
Apoyada por el prestigio del seminario de Lacan, esta orientación se desarrolla en
los años sesenta y atrae a un plantel de jóvenes psiquiatras comprometidos en una
formación analítica, pero preocupados por conciliar las exigencias del purismo
freudiano con las servidumbres al servicio público. En los encuentros de Sèvres de
1958 se agruparon como tendencia y desencadenaron allí un violento enfrentamiento
con los representantes del movimiento reformista nacido durante la Liberación. Louis
Le Guillant, uno de los más constantes representantes de la psicoterapia institucional
«primer tipo», marxista por añadidura, expresará posteriormente su amargura: «Me
parece que todos los que se callaron —muchos— en Sèvres, se habían sentido
dominados, subyugados, quizá más o menos disminuidos a sus propios ojos, por las
prestigiosas exposiciones relativas a una psicoterapia institucional que no podría estar
válidamente fundamentada más que sobre las bases teóricas de una sabia psicología
de las profundidades que convertían en irrisorias sus humildes reformas “materiales”
e incluso en sospechosa, al menos en ingenua o errónea, la solicitud, “trampa” de su
inconsciente, que testimoniaban frente a sus enfermos, y se esforzaban —no sin éxito
— en obtener de sus colaboradores.»[28]
De este modo, a finales de los años cincuenta —es decir, antes de la redacción del
Livre blanc— esta corriente prepara una especie de secesión y funda en 1965 la
Federación de los grupos de estudios y de investigaciones institucionales (FGERI),
reclutada sobre criterios de estricta ortodoxia analítica. Este grupo será un lugar de
reflexiones y de intercambios importantes para elaborar un enfoque psicoanalítico del
trabajo en institución. Pero lo menos que se puede decir es que no se ha caracterizado
por su indulgencia para con las orientaciones más prosaicas. Se debatirá
continuamente entre la tentación de retirarse para formar un ghetto de puros y la de
constituir un lobby de conquistadores imperiosos.[29]
Al mismo tiempo que La Borde, con un año de diferencia (1954), se inicia «la
experiencia del 13e Arrondissement». Animada por psicoanalistas más sensatos,
pertenecientes a la Sociedad psicoanalítica de París, desarrolla su esfuerzo con el fin
de demostrar la pertinencia del psicoanálisis para fecundar un trabajo psiquiátrico en
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la comunidad. Otra versión de la pretensión de desbordar el marco demasiado
estrecho del reformismo psiquiátrico. Este no ha hecho más que preparar el terreno a
una realización que encuentra en el psicoanálisis su verdadera justificación: «Hay de
nuevo un enfermo, un médico y un cuidador. Pero, ¿en qué pueden convertirse?, ¿qué
puede hacer la institución? Aquí el impulso humanitario y las ideologías no
constituyen ya principios de acción. Ante esta grave cuestión, la psiquiatría se ha
vuelto, entre otras direcciones, hacia el psicoanálisis y han entrado en escena los
primeros psiquiatras de formación psicoanalítica y de práctica institucional.»[30]
Dejando aparte la diferencia de escuela, esta referencia en cierto modo
despreciativa a la insuficiencia del «impulso humanitario» y de las «ideologías»
suena exactamente igual que el reproche de Tosquelles, líder de la tendencia
lacaniana, a Daumezon, jefe de la psicoterapia institucional preanalítica, de haber
tenido la ingenuidad de dejarse atrapar por la prosaica realidad en lugar de elevarse a
las sutilidades de la transferencia y la contra transferencia.[31] Las diferentes
orientaciones analíticas están, al menos en este punto, en profundo acuerdo: el
psicoanálisis no representa para la psiquiatría una de las muchas fuentes de su
moderna regeneración sino que pretende imponerse como la posición dominante a
partir de la cual deben volver a repartirse las cartas. Tiene vocación hegemónica en la
reestructuración de todo el sistema psiquiátrico.
Un remedio milagroso
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reformadores no psicoanalistas habían intentado trabajosamente conceptualizar desde
1945. Constantemente comentada y puesta como ejemplo, la experiencia del 13e
Arrondissement iba a convertirse en modelo y escaparate del sector francés, el que
visitan las delegaciones extranjeras, aquel del cual se habla, sobre el que se escribe, y
que empieza también a exportarse mientras no existe todavía ninguna experiencia que
se le pueda comparar.
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su originalidad en relación a la medicina se basa en su menor rigor y en el carácter
más aleatorio de sus éxitos, es decir, que no es una medicina como la otra,
simplemente porque es menos medicina que la otra; o bien, adquiere una
especificidad positiva que sólo puede basarse en un enfoque psicoterapéutico
riguroso cuyo modelo plantea la relación psicoanalítica.
Pero el precio que se paga por esta conquista es enorme; en última instancia, es
nada menos que el riesgo de desmedicalización de la medicina mental. Rindamos
homenaje a la lucidez de Henry Ey, que ya en 1968 había percibido perfectamente la
realidad de este debate: «La operación que separa (a la psiquiatría) de su hermana
siamesa, la neurología, era necesaria pero no deja de ser peligrosa. En efecto,
podemos y debemos temer que al romper las amarras que la ligaban demasiado
estrechamente a la neurología, no flote en la nebulosa de las “ciencias humanas”. (…)
Frente a esta nueva amenaza “psiquiatricida”, debemos plantearnos una alternativa
propia para demostrar sus contradicciones: o la psiquiatría no existe o es una parte
importante de la medicina.»[33]
¿Es el psicoanálisis una «amenaza psiquiatricida»? En el plano práctico, en un
servicio que quiera funcionar realmente según los principios del psicoanálisis, la
referencia al esquema médico desaparece. La capacidad de insight, el dominio de la
transferencia, la pertinencia de las interpretaciones, etc. no implican en absoluto una
posición médica. Desde este momento, el papel del psiquiatra como psiquiatra
(seguramente habrá tenido al mismo tiempo la prudencia de hacerse analista, aunque
sólo sea para sobrevivir) se reduce a asumir las funciones administrativas, cosa que le
da casi necesariamente el papel de «mal objeto». La psiquiatría, en un servicio
verdaderamente impregnado de psicoanálisis, no es la terapia, es la administración,
con el complemento quizá de la responsabilidad de un cierto número de actos
propiamente médicos y por ello desvalorizados por la ideología psicoanalítica, como
por ejemplo la administración de medicamentos.
Se nos objetará que los principios del psicoanálisis casi nunca se aplican
«verdaderamente» en los servicios. Pero incluso cuando se puede conceder que la
«escucha» del enfermo es imperfecta, o imposible en ciertas condiciones de ejercicio
de la práctica, que su «demanda» está distorsionada, que el equipo no funciona como
lugar de «circulación de la palabra», etc., dichos valores siguen, sin embargo,
planteados como el ideal de toda relación terapéutica digna de tal nombre y orientan
las opciones deseables y el camino a seguir. Las referencias psicoanalíticas se han
convertido en ideas reguladoras, en el sentido kantiano de la palabra, de la práctica
psiquiátrica moderna.
Sin embargo, colocan dicha práctica en una posición difícil, es decir
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contradictoria. Efectivamente, es una dura apuesta para un oficio que en principio
continúa inscribiéndose en la órbita médica el plantearse su propio éxito en un
registro inaccesible si no es asintomáticamente. Todos los psiquiatras de tendencia
psicoanalítica se consideran insatisfechos de sus realizaciones, pero viven esta
decepción como parte integrante de la definición del trabajo que les es propio. Existe
así una especie de desnivel estructural, es decir ampliamente independiente de las
contingencias e incluso de todas las circunstancias, entre lo que habría de hacer y lo
que efectivamente es posible hacer, en este oficio.
Una postura de este tipo es, como se puede comprender, incómoda y, por ende,
frágil. Mantiene juntas dos exigencias que, podríamos decir, están pidiendo separarse.
¿Por qué no separarlas? La intencionalidad de una intervención realista, reparadora,
mensurable en sus efectos empíricos, se cumpliría mejor adoptando unas técnicas
más prosaicas que las referidas al corpus psicoanalítico. Inversamente, las
potencialidades más originales del psicoanálisis se liberarían si la referencia al polo
médico se abandonara claramente. Hay que ver en ello lo más pertinente de las
confusas discusiones que han agitado estos últimos años los medios psiquiátrico-
psicoanalíticos sobre el asunto de saber si la finalidad de estas profesiones era o no la
de curar. Esta sería una cuestión rayana en lo absurdo si se refiriera al conjunto de la
clínica psiquiátrica, en donde la necesidad de intervenciones de carácter terapéutico
es difícilmente inexcusable. Pero a partir del momento en que esta exigencia se viera
saturada por enfoques más médicos, se podría concebir muy bien el desarrollo de un
trabajo de orientación psicoanalítica sobre la persona (es decir, los demás y sus
relaciones) libre de la preocupación por la curación. El psicoanálisis se convierte
entonces en el principal vector de propagación de una cultura psicológica que, como
veremos, desemboca en los terrenos mal jalonados de la «terapia para los normales»
más allá de la escisión que separa lo normal de lo patológico.
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actualmente preparando el terreno a la contraofensiva del positivismo médico.
Efectivamente, aunque la psiquiatría psicoanalítica ha constituido, en estos
últimos años, la ideología dominante de la medicina mental moderna, en la actualidad
estamos asistiendo a la explosión de la frágil síntesis que representaba. Por una parte,
el psicoanálisis continúa su recorrido social, que es una progresiva inmersión en una
cultura psicológica generalizada más allá de lo psiquiátrico e incluso de lo
psicoanalítico propiamente dicho (capítulo IV). Por otra parte, en la medicina mental
se percibe un retorno al objetivismo médico más acá de lo psicoanalítico e incluso de
lo psiquiátrico.
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de la eficacia prosaica. Y, lo que es más grave, debemos reconocer también que este
imaginario ha mantenido en ocasiones una negación de la realidad al autorizar una
altanera indiferencia respecto de toda evaluación positiva de la práctica, incluso
cuando ello suponía un callejón sin salida a los problemas de los pacientes mismos.
Y, peor todavía, en ciertos casos tales referencias han permitido el doble juego entre
un discurso irreprochablemente sofisticado sobre las prácticas y unas prácticas con él
contradictorias; en este sentido podríamos citar por ejemplo servicios que se
consideraba funcionaban desde hacía dos o tres decenios sobre el modelo de la
«psicoterapia institucional» y en los que las condiciones materiales de existencia de
los enfermos habían cambiado bien poco desde la dorada época manicomial.
Pero tanto por las buenas como por las malas razones, este imaginario se ve hoy
en día cuestionado. Existe sin duda un cansancio respecto de cierto confusionismo
verbal que se había instalado en muchos servicios, repetitivas discusiones sobre lo
que significaba curar e incluso sobre si había que curar o no, interminables
«reuniones de síntesis» en las que se abordaban, más que los problemas de los
enfermos, los del equipo o los de la institución. Pero arrogancia es también la de los
jóvenes o viejos lobos del positivismo que vuelve al primer plano de la escena y
cuyos adeptos se las dan de francotiradores redescubriendo tan sólo los viejos mitos
cientifistas que florecían ya en la psiquiatría de finales del siglo XIX. Vuelve sin lugar
a dudas, hoy como ayer, el tiempo de los cazadores de utopías que valoran todo el
interés de una cuestión por su rentabilidad en una economía de la eficacia cuando no
se trata de economía simplemente.
Este cambio participa de un cierto desencanto general, pero nos remite también a
aspectos específicos de este campo. Por una parte, tal como hemos visto, el modelo
esencialmente administrativo sobre el que se basa actualmente la implantación de la
política de sector no permite cargarlo de elevadas motivaciones políticas ni siquiera
humanistas. Por otra parte, la crisis que atraviesa el psicoanálisis desvitaliza la
especulación sobre la naturaleza profunda del trastorno psíquico y acaba con la
práctica de la referencia a «otra escena». En cuanto a las investigaciones sobre
alternativas relacionadas con los modelos médicos de asistencia, lo menos que
podemos decir de ellas es que no han dado prueba alguna de su capacidad de
movilizar a los establishments profesionales.
La investigación biológica
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que ocuparon en las discusiones sobre los envites de la práctica psiquiátrica. Es más,
cuando se hablaba de ellos era, con frecuencia, para limitar su importancia o
reinterpretar su acción a partir de algunos elementos secundarios, como en el caso de
la argumentación psicoanalítica que pone el interés principal del medicamento como
«objeto transicional» por la relación que permite establecer con el paciente. Sin
embargo, independientemente de cualquier juicio de valor, el descubrimiento de los
neurolépticos en 1952 fue sin lugar a dudas un importante acontecimiento en la
historia de la psiquiatría. Los medicamentos representan, de hecho, el denominador
común de la práctica psiquiátrica, puesto que son ampliamente empleados en todos
los servicios, sea cual sea por otra parte la ideología en que se muevan, incluidos los
altos espacios desde los que se ha difundido el psicoanálisis en la institución.
Pero la ignorancia en que se permanece respecto de los mecanismos de su acción
ha facilitado un tipo de utilización puramente empírica. El medicamento se
consideraba en general instrumento indispensable, pero su utilización no cuestionaba
el sentido de la práctica psiquiátrica porque él mismo parecía actuar completamente a
ciegas. Pero actualmente se está desarrollando un tipo de investigaciones que, a
través de la elucidación del modo de acción de los medicamentos, intenta llegar a una
comprensión del mecanismo bioquímico origen de las enfermedades mentales y, en el
límite, fundamentar una teoría positivista de su etiología.
En este sentido se dirige la elucidación de la acción de los antidepresivos y de las
sales de litio sobre la psicosis maníacodepresiva. Controlando todas las demás
variables (incluso el «efecto placebo»), se puede establecer que entre un 70 y un 80%
de tales psicosis se reducen con la administración de un antidepresivo. En
consecuencia, existiría una correlación entre la curación química de ciertas
enfermedades y las modificaciones bioquímicas inducidas por el medicamento. Ello
significaría que, al menos para ciertas «enfermedades del espíritu» se podría
intervenir exactamente igual, y con conocimiento de causa, que ante un acceso
infeccioso o ante un trastorno metabólico; la enfermedad mental sería así una
enfermedad como «cualquier otra».
En este sentido se desarrollan toda una serie de investigaciones para localizar los
puntos de fijación y el modo de actuación de los medicamentos psicotropos. Un
aparato como la cámara de positrón permite seguir la evolución de los medicamentos
en el cerebro. El mecanismo de acción de los mediadores bioquímicos da lugar en
este momento a profundos estudios.[35]
Por el momento, tan sólo las investigaciones respecto de la psicosis maníaco-
depresiva parecen revelar una rigurosa relación entre la acción de un medicamento y
la curación clínica de una entidad nosográfica. Las investigaciones sobre la
esquizofrenia son menos convincentes seguramente porque se encuentran agrupadas
bajo esa etiqueta de entidades patológicas heterogéneas cuya reducción habrá que
emprender particularmente una a una.
Este enfoque bioquímico debe relacionarse con las investigaciones genéticas que
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apuntan al establecimiento del carácter hereditario de ciertos trastornos psíquicos
puesto que, por otra parte, se podría detectar una anomalía cromosómica en un 80%
de las psicosis maníaco-depresivas. Una vez más se trata de una vieja ambición pero
que se permite nuevos medios. Desde Esquirol, la importancia de la herencia en la
etiología de las enfermedades mentales había sido subrayada en múltiples ocasiones y
su preponderancia se había incluso afirmado, especialmente tras la difusión del
concepto de degeneración de Morel o el descubrimiento de las leyes de Mendel. Pero
esta referencia seguía siendo de difícil instrumentalización en la práctica, excepto
para inspirar, sobre todo en los Estados Unidos y en la Alemania nazi, unas prácticas
eugenésicas que convirtieron en sospechosa esta orientación. Nunca será demasiada
la prudencia, sobre todo cuando sabemos que casi todos los Estados de una nación tan
«liberal» como los Estados Unidos adoptaron, en los años veinte, disposiciones
legislativas para esterilizar a los retrasados y deficientes psíquicos (feeble minded) e
incluso a ciertas categorías de enfermos mentales y de delincuentes. Decenas de miles
de operaciones fueron efectuadas en nombre de una ideología inspirada por el
darwinismo social, poniendo en crisis dos simples cuestiones: ¿se puede fundamentar
científicamente un diagnóstico de deficiencia incurable?, ¿se puede fundamentar
científicamente el carácter hereditario de su transmisión?[36]
Las investigaciones sobre la herencia se desarrollan actualmente en un contexto
científico aseptizado. En Francia las más interesantes son las referidas a la
esquizofrenia a partir del estudio de genealogías familiares de enfermos afectados de
este trastorno. Recientemente han llegado a plantear un modelo de probabilidad
genética de aparición de la esquizofrenia. Los esquizofrénicos (un 1% de la
población) se caracterizarían por la asociación de dos genes (s.s.). En un 32% de los
sujetos de una población dada está presente un solo gene, la asociación s.s. se
presenta en un 4% de la población. La presencia de dos genes s.s. daría así una
probabilidad sobre cuatro de convertirse en esquizofrénico.[37]
Es de señalar que estas investigaciones plantean unos resultados matizados puesto
que, incluso cuando tal modelo fuera válido, no le otorga a la «causa» hereditaria más
que un papel de predisposición cuya acción debe complementarse con otros factores,
en particular los procedentes del medio. Lo que hace que merezcan especial atención
es más bien la fascinación que ejercen sobre numerosos espíritus en nombre de la
neutralidad y de la eficacia absolutas del saber positivo. Se da también el hecho de
que los mantenedores de esta orientación ocupan los altos puestos de la investigación
de vanguardia: CHU, Colegio de Francia, Instituto Pasteur, etc., y que, sin llegar a
hablar de los laboratorios farmacéuticos, estos trabajos reciben un tratamiento
prioritario por parte de los organismos de planificación y de iniciación a la
investigación médica. En este sentido, el INSERM ha situado en cabeza la
investigación farmacológica para los próximos años, por delante incluso de los
trabajos sobre el cáncer. Coloquios de alto nivel, como se les llama, reúnen
periódicamente a los investigadores comprometidos en esta vía, como por ejemplo el
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encuentro sobre los modos de acción de los medicamentos psicotropos, celebrado en
París bajo la égida del Movimiento universal para la responsabilidad científica y en el
curso del cual numerosos especialistas mundiales expresaron la convicción de que las
investigaciones en este campo alcanzaban un umbral cualitativo que iba a
revolucionar la práctica psiquiátrica.[38] También el encuentro que se mantuvo en
Montpellier sobre los neuropéptidos bajo el patrocinio conjunto del premio Nobel
profesor Roger Guillemin y de los laboratorios Clin-Midy, y que se prolongó con la
creación de un laboratorio de investigación fundamental sobre la biología de los
péptidos con la colaboración del CNRS y de la industria farmacéutica, así como el
hecho de que Les Entretiens de Bichat de 1980 estuvieran consagrados a los estados
depresivos, es también un indicio de esta medicalización del enfoque de los trastornos
psíquicos.
Una cosa es la investigación científica y otra el contexto ideológico en el que
funcionan estos descubrimientos. Mme. Escoffier-Lambiotte dio cuenta del encuentro
de Montpellier con estas palabras: «El objetivo último de estos trabajos y la
esperanza evidente de los investigadores que los dirigen es el descubrimiento de la
naturaleza exacta y del tratamiento de los trastornos que desembocan en
enfermedades mentales graves ante los cuales la medicina no puede, en la actualidad
y en numerosos casos, más que ofrecer soluciones carcelarias trágicamente
inoperantes».[39]
El progreso de la medicina mental se asimila así al conocimiento de las
condiciones científicamente instrumentalízables. Se relegan al olvido de la historia
todos los esfuerzos para captar al sujeto sufriente en su relación problemática con el
sentido, el lenguaje, lo simbólico y los demás. Para el objetivismo médico, la
psiquiatría, especialidad médica como cualquier otra, se ha dejado distanciar con
planteamientos «ideológicos» (es decir psicoanalíticos y/o políticos), pero
actualmente está recuperando el tiempo perdido gracias al progreso del pensamiento
científico.
Sin duda alguna, no se ha jugado todavía todo. Una mayoría de profesionales
parece dudar aún de los efectos de un despego «científico» que, históricamente, se
acomodó a las prácticas más marginadas de la locura e incluso las ha garantizado. Sin
embargo, bajo las escandalosas discusiones que han monopolizado la atención en
estos últimos años, se ha ido formando un dispositivo de poder y de saber
actualmente en buena situación para volver las cosas a su favor. El péndulo retorna a
la aséptica blancura de los laboratorios, relegando a las sombras de las viejas
metafísicas las orientaciones que revitalizaron la problemática de la medicina mental
durante los quince últimos años, convirtiéndola en un compromiso existencial, social
y político.
La terapia conductista
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Indice también de los progresos del positivismo es la reciente implantación de las
terapias de conducta. En este caso no se trata exactamente de un retorno a la tradición
médica clásica. Las terapias conductistas se sitúan, muy al contrario, en la línea de la
psicología de laboratorio, del conductismo norteamericano reactualizado por los
trabajos de Wolpe y de Skinner.[40] En los Estados Unidos han sido incluso el
instrumento de una especie de revancha de los psicólogos sobre los psiquiatras: los
psicólogos, casi excluidos de la formación analítica en el momento en que ésta
dominaba la psiquiatría, importaron esta nueva técnica a la medicina mental donde se
impuso inmediatamente. En Francia, donde los psicólogos clínicos pudieron integrar
el psicoanálisis en su formación y en su práctica, las terapias conductistas empezaron
a implantarse a partir de ciertos servicios psiquiátricos de CHU. En la antigua clínica
de enfermedades mentales de Sainte-Anne, donde se descubrió la clorpromazina,
tienen lugar, simultáneamente, avanzadas investigaciones de bio-química y
experimentos de modificación de la conducta, así como investigaciones para proceder
a diagnósticos psiquiátricos por medio de la informática.
La terapia conductista seduce por su simplicidad, su eficacia, y la amplitud de sus
aplicaciones. Una fobia se reduce en pocas sesiones, argumento que se opone a la
duración y a los aleatorios resultados de las psicoterapias. Las terapias conductistas
pueden aplicarse en los más diversos espacios institucionales. En los Estados Unidos
se adoptaron en primer lugar en instituciones, hospitales psiquiátricos, cárceles,
«comunidades terapéuticas» para toxicómanos, etc., en donde la totalidad de
condiciones del entorno podía ser controlada. Pueden adaptarse también a cualquier
tipo de relación terapéutica, inclusive las comprendidas en un marco de un «contrato»
semejante al de la psicoterapia a la que desplazan, así, en su propio campo.
Encuentran en esto posibilidades extraordinarias de difusión. Un terapeuta puede
definir con los padres un programa de rectificación de la conducta con un niño difícil
y éstos aplicarla en la vida cotidiana, tanto cuando el niño juega como cuando come
marcando toda su existencia con castigos y recompensas púdicamente bautizadas de
métodos aversivos y condicionamiento operativo.
Las posibilidades de expansión son literalmente infinitas, teniendo en cuenta la
gama de indicaciones para las que esta técnica afirma su competencia. Un informe
oficial de la American Psychiatric Association determina así las situaciones ante las
cuales el recurso a las técnicas de modificación de la conducta se muestra, en
distintos grados, operativo. Es de «gran eficacia» para las reacciones fóbicas y de
ansiedad, la enuresis, la tartamudez y los tics asociados al síndrome de Gilíes de La
Tourette. Produce «una mejoría frecuente» en «los comportamientos obsesivos y
compulsivos, la histeria, la encopresis, la impotencia debida a causas psicológicas, la
homosexualidad, el fetichismo, la frigidez, el travestismo, el exhibicionismo, la
pasión por el juego, la anorexía, el insomnio, las pesadillas», así como para «los
problemas de conducta de los niños normales como el chuparse el dedo, rechazar las
comidas, rascarse…» Por último, obtuvo éxitos prometedores para «comportamientos
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que plantean problemas en el seno de la familia, tales como el hecho de plantear
incesantes preguntas, conductas de oposición, rivalidades entre hermanos y hermanas
y, al margen de la familia, la tendencia al aislamiento, el mutismo electivo, la
hiperactividad y las dificultades de relación con los compañeros».[41]
Se comprende que una panacea así sea actualmente la tecnología médico-
psicológica más empleada en los Estados Unidos. Y no es su mérito menor el que sus
indicaciones para todo no hagan plantearse problemas metafísicos o políticos
respecto de los buenos fundamentos de tales intervenciones. Incluso se recomienda
prescindir de tales cuestiones. ¡Por fin se permite al positivismo mirarse libremente
en el espejo de la eficacia!
En Francia estamos sólo en los inicios del proceso de implantación de tales
técnicas. Al igual que para la orientación bioquímica, no se trata tanto de ocupar el
terreno como de poner a punto una fórmula cuyo éxito dependerá de un cierto
número de factores en un juego no reglamentado todavía. Por ello, los principales
lugares de implantación son todavía espacios experimentales como el servicio del
hospital universitario de salud mental y de terapéutica de Paris-Cochin, el laboratorio
de psicología médica de Lyon, el Instituto Marcel Riviére, más algunos servicios
psiquiátricos aún escasos como el Hospital Bretonneau de Tours o el hospital
psiquiátrico de Montfavet, cercano a Avignon. Pero la primera vía seria de
implantación se configura hacia los niños disminuidos. Pronto volveremos sobre la
ley de 1975 «en favor de las personas disminuidas», sobre la tendencia a una cierta
«despsiquiatrización» que la inspiró animada por las asociaciones de padres de
disminuidos. Algunas de ellas se han dejado tentar por la objetividad y la eficacia de
la modificación de la conducta en la mejora por condicionamiento de los déficits
motores o intelectuales de los disminuidos, que los eleva a un nivel de adquisiciones
que los hace capaces de un mínimo de vida social y profesional. A ello se debe que
asociaciones de padres de niños disminuidos, como la Unión nacional de las
asociaciones de niños inadaptados (UNAPEI), estén vivamente interesados por los
programas que se inician y cuya aplicación empieza en algunas escuelas privadas.[42]
De hecho, la terapia conductista promueve una despsiquiatrización real. «Trata el
síntoma» y no se preocupa de encontrar una etiología a tal o cual deficiencia. Por otra
parte, no sólo apunta a la esfera de lo patológico sino más generalmente a la
diferencia en relación a unas normas de conducta en tanto que ésta es molesta,
intolerable o intolerada, inaceptable o inaceptada para el entorno o para el sujeto
mismo. Es una técnica de rectificación pedagógica más que un tratamiento médico y
que no comporta, por su propia tecnología, límite alguno para su expansión. Estamos
ya en la esfera de la «terapia para normales» (Cf. capítulo IV), pero en su versión más
objetivista.
Un nuevo paradigma
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Refiriéndonos a la modificación conductual o, más en general, a todos los
enfoques objetivistas de los trastornos psíquicos, deficiencias o anomalías, se puede
advertir un cierto retraso de Francia respecto de otras sociedades industriales
avanzadas, en particular los Estados Unidos. Parece que la razón haya que buscarla,
al menos tanto como en la carencia de medios, en el vigor de ese doble imaginario,
psicoanalítico y político, que ha dominado los últimos diez años.
Especialmente el psicoanálisis ha jugado y sigue jugando un papel de freno en el
desarrollo de tales enfoques. Puesto que la escucha es la actitud terapéutica por
excelencia, y el esfuerzo por establecer una relación auténtica la forma paradigmática
de ayuda al otro, los enfoques objetivistas son considerados reductores de entrada.
Para una gran mayoría de «trabajadores de la salud mental» lo esencial de la vocación
terapéutica pasa por una implicación personal cuya matriz es la relación
psicoterapéutica.
Pero sería peligroso considerar eternas estas resistencias. De hecho están ya
cediendo. Un cierto purismo inspirado por el psicoanálisis ha hecho admitir durante
mucho tiempo como algo evidente que enfoques teóricamente opuestos son
inconciliables en la práctica. La experiencia muestra más bien que el «eclecticismo
terapéutico», como decía Jean-Paul Falret a mediados del siglo XIX, conduce a un tipo
de trabajo en el que cualquier cosa vale. Por ello, no se puede imputar tan sólo a la
poca exigencia intelectual atribuida a los anglosajones la existencia de tan
sorprendentes síntesis entre psicoanálisis y terapia conductista tal como, por ejemplo,
funcionan ya en Estados Unidos desde hace tiempo. También en Francia el
psicoanálisis va a verse cada vez más reducido a posiciones defensivas. En lugar de
constituir el modelo ideal de la relación terapéutica, se limitará seguramente a
«aplicaciones» más específicas y dejará el campo libre a nuevas composiciones.
Es poco probable que repentinamente las posiciones objetivistas pasen a ocupar
todo el campo. La hipótesis más verosímil en lo inmediato es más bien la del triunfo
de un eclecticismo que intentará ser avalado por la eficacia de sus procedimientos.
Pero, en esta perspectiva, las orientaciones que se vanaglorian del prestigio de la
cientificidad tienen un papel decisivo ante ellas. En nombre de una, real o supuesta,
seriedad en sus resultados, en afinidad con la marcha del tiempo que marca la vuelta
al realismo, dotadas de un fuerte potencial movilizador y apoyadas en las nuevas
tecnologías, conseguirán al menos romper el juego de las viejas hegemonías. Sin
pretender adivinar el porvenir, es cuando menos posible prever con bastante certeza
lo que no va a suceder. Acabó ya el dominio de las grandes síntesis que intentaron
imponerse estos últimos años en torno a la psiquiatría social y/o al psicoanálisis
confrontando las técnicas de curación con los compromisos políticos o existenciales.
En este sentido, el alcance mismo del progreso terapéutico se ve profundamente
transformado. En lugar de la búsqueda de una totalidad de sentido —encontrar, más
allá del episodio patológico, el sentido de una trayectoria individual en relación a la
historia del sujeto o el sentido de su inscripción en su medio social—, se perfila una
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nueva totalidad que no sería más que la adición de tantos puntos de vista sobre el
hombre como saberes positivos existen que la parcelan. La misma cuya fórmula
algunos proponen ya afirmando «la necesidad de una investigación interdisciplinaria
experimental para la cual pueden empezar a intercambiar informaciones la física, la
química, la bioquímica, la fisiología celular, la neurofisiología, la farmacología, la
etología, la psicología y la sociología por no citar más que éstas».[43]
¡«Por no citar más que éstas»! Nos preguntamos en cuántos pedazos podrá
descomponer el objetivismo científico a este sujeto al que se atribuía no hace tanto
tiempo un inconsciente, una historia y un proyecto…
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CAPITULO III
LA GESTIÓN PREVENTIVA
La voluntad de una asistencia tan total como sea posible a las poblaciones de las
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que es responsable, ha caracterizado hasta la actualidad a la tradición psiquiátrica. En
primer lugar se realizó bajo la frustrada forma del encierro: el diagnóstico de
alienación mental equivalía a una definición completa, a la vez médica, jurídica y
social del estatuto del sujeto, garantizándole su plaza fija en la «institución especial»
y un tratamiento completo, en todos los sentidos de la palabra, y a veces incluso ¡para
toda la vida! Pero para la psiquiatría moderna la noción esencial de continuidad de la
cura significa también que el equipo médico-social, aparte la diversidad de lugares en
que ejerza y la discontinuidad en el tiempo de la asistencia, debe asegurar la totalidad
de intervenciones sobre un sujeto, desde la acción preventiva al post-tratamiento. ¿Es
algo evidente que el paciente salga siempre y en todas circunstancias beneficiado si
es tratado por un único equipo, en casos límite desde su nacimiento hasta su muerte?
Se dirá que, sin lugar a dudas, puede establecer así relaciones «estructurantes» de
larga duración. Pero, ¿es absurdo preguntarse si no sería tanto o más terapéutico, al
menos en ciertos casos, poder cambiar, elegir, intentar otras aproximaciones, hacia
otras gentes?
Si esta cuestión no se ha planteado nunca en el medio psiquiátrico es porque
contradice ese principio regulador de toda la práctica psiquiátrica antigua o moderna,
el paradigma de la asistencia completa. Incluso el psicoanálisis mantiene esta misma
lógica ya que, como se sabe, la cura distribuye durante largos años todo un ritmo
regular de sesiones.
Hoy en día este régimen continuo de asistencia está dejando de representar el
modelo dominante de la práctica médico-psicológica, y esta nueva situación, más allá
de los cambios institucionales y tecnológicos que implica, pone de nuevo en tela de
juicio el registro mismo de la intervención terapéutica. El funcionamiento de la
última de las grandes disposiciones legislativas especiales basada en criterios médico-
psicológicos, la ley votada por el Parlamento francés el 30 de junio de 1975 en favor
de las personas deficientes, ejemplifica lo que podría constituir una mutación de la
práctica asistencial: su transformación en actividad pericial.
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pendencias especiales en relación a la normal; definiendo ésta como la media de
capacidades y de oportunidades de la mayoría de los individuos que viven en la
misma sociedad.»[2]
El déficit se delimita en la categoría más amplia de la inadaptación. Según el
mismo Bloch-Lainé, «son inadaptados a la sociedad de la que forman parte los niños,
adolescentes o adultos que por razones diversas tienen dificultades más o menos
grandes para ser y actuar como los demás.»[3] René Lenoir, secretario de Estado de
Giscard para la Acción Social, que enviará la ley al Parlamento y sobre todo inspirará
sus importantes decretos de aplicación, enumera una amplia gama de «excluidos» que
representaría alrededor de la quinta parte de la población francesa. Se pueden
encontrar mezclados inadaptados físicos (2.300.000), débiles mentales (un millón),
inadaptados sociales (3 ó 4 millones), que comprenden a la vez niños inadaptados,
delincuentes, toxicómanos, enfermos mentales, alcohólicos, suicidas, asociales, etc.
Más específicamente (si se puede decir así), «es deficiente la persona que, en razón
de su incapacidad física o mental, de su comportamiento psicológico o de su falta de
formación, es incapaz de proveer a sus propias necesidades o exige constantes
cuidados o se encuentra marginada tanto por sus propios hechos como por los de la
colectividad.»[4]
Tales definiciones son, evidentemente, poco rigurosas. No tienen ningún carácter
operativo y no suponen, como tales, ninguna medida especial. En la discusión ante el
Senado, la ministra Simone Veil declarará: «En este punto, el gobierno ha elegido una
concepción muy amplia y empírica: se considerará deficiente a toda persona
reconocida como tal por las Comisiones departamentales previstas por los artículos 4
para los menores y 11 para los adultos, del proyecto.»[5]
Es deficiente el definido como tal tras pasar por una Comisión. ¿Cómo funcionan
esas comisiones a las que se otorga este poder?[6]
Existen dos comisiones departamentales, una para los niños y otra para los
adultos. Se componen esencialmente de representantes de las diferentes
administraciones y servicios nombrados por el prefecto. Para los niños, por ejemplo,
tres funcionarios de Educación Nacional, otros tres de los servicios sanitarios y
sociales de la prefectura (DASS), tres representantes de la Seguridad Social, un
responsable de establecimientos de internamiento de deficientes y dos miembros de
asociaciones de padres de alumnos y/o de familias de deficientes. En el caso de los
adultos, representantes del ministerio de Trabajo y del mundo laboral sustituyen a los
de Educación Nacional. En ambos casos los representantes de la administración están
en mayoría y dictan ley.
Las Comisiones juzgan a partir de informes elaborados por otras comisiones
llamadas, en el caso de los niños, Comisión de circunscripción preescolar y
elemental, Comisión de circunscripción de segundo grado (según la edad de los
niños), y comisión técnica. Están compuestas por un personal más especializado. La
Comisión de circunscripción, por ejemplo, presidida por un Inspector de Educación
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Nacional, está constituida en general por el médico escolar, un psicólogo escolar, una
asistenta social, dos miembros de la Educación Nacional, maestros y/o directores de
centros, un representante de los padres de alumnos, un representante de la Seguridad
Social y un miembro del intersector puerojuvenil psiquiátrico.
Sigamos el camino más frecuente que, para un niño, y partiendo de la escuela,
desemboca en su definición de deficiente. La ley obliga a los directores de centros a
elaborar una lista de los niños que presentan dificultades o retrasos escolares. Se
constituye un dossier que comprende informes pedagógicos, médicos, sociales y un
examen psicológico. Sobre esta base, el equipo educativo escolar emite un informe
orientativo sobre el cual la Comisión de circunscripción tomará una decisión inicial.
Puede reorientar al niño en el circuito escolar (clases de perfeccionamiento o sección
de educación especial). Puede también considerar al niño incapaz de seguir una
escolaridad normal. En este caso, transmite el informe a la Comisión departamental,
que es la única con poder de decisión respecto del internamiento en establecimientos
especializados para un período de hasta cinco años, para la atribución de una
subvención especial por fijación del grado de incapacidad,[7] todo ello sumado a la
inscripción en el fichero departamental de deficientes.
Aparte los cauces aquí señalados a partir del sistema escolar (que es el principal),
la Comisión departamental puede también alcanzarse a partir de diversas instancias:
los padres mismos o las personas que tengan a su cargo al supuesto deficiente, la
Seguridad Social, los servicios de la DASS, los responsables de centros por los que
ha pasado ya el niño, los médicos que lo tratan, etc.
En el caso de los adultos, el mecanismo es algo distinto puesto que la Comisión
departamental (Comisión técnica de orientación y de reclasificación profesional,
COTOREP) tienen como función principal decidir la colocación del deficiente en
función de su capacidad laboral. Puede permanecer en los circuitos normales de
producción (empleos reservados) o colocado en establecimientos especiales, centros
de ayuda al trabajo y talleres protegidos.[8] Esta es la función de la primera sección de
la Comisión dependiente de la dirección de Trabajo. La segunda sección, de la
dirección de Acción sanitaria y social, atribuye las asignaciones especiales y puede
colocar al deficiente en un hospital psiquiátrico o en hogares especializados (MAS),
en vías de constitución, en los que vegetará hasta su muerte.
De la enfermedad a la deficiencia
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el seno de cada una de estas categorías, tipos heterogéneos de diferencias en relación
a un funcionamiento normal o medio, por ejemplo el oligofrénico profundo y el niño
con dificultades escolares. Efectivamente, si bien algunas deficiencias son
difícilmente recusables, otras, que representan la mayoría de los casos presentados a
comisión, al menos en lo referido a los niños, dependen de criterios mucho más
complejos.
Ante todo, la noción de deficiencia pone en primer plano las exigencias sociales.
Se deriva de una consideración de la eficacia del comportamiento de pretensión
objetivista que se opone a la percepción del trastorno psíquico preponderante en
medicina mental. El loco puede, en última instancia, ser genial; el deficiente
representa siempre una deficiencia: remite a otro nivel de pensamiento, a otra
tradición distinta a la psiquiátrica.
La medicina mental nació de una reflexión sobre el delirio, la crisis, la ruptura, el
misterio de la diferencia y de la discontinuidad. El mismo Pinel, al que no se puede
acusar de desviacionismo antipsiquiátrico, señala en repetidas ocasiones su sorpresa
ante la brutal descompensación, a menudo reversible, de los enfermos que, como él
decía, eran y serán quizá hombres y mujeres notables, es decir excepcionales.
También es cierto que la psiquiatría ha respondido igualmente a una
consideración menos humanista de la locura en relación a la peligrosidad y a la
violencia que representa como la cara oscura de esta imprevisibilidad que caracteriza
la enfermedad mental a través del temor a la actuación brutal y devastadora. Pero
ninguna de estas dos connotaciones de la locura, la positiva o la negativa, se puede
encontrar en la noción de deficiencia. Deficiencia está connotada por deficiente,
disminuido, retrasado, incapaz, inválido, minusválido, mutilado, inferior, es decir
tarado.
La principal línea de reflexión sobre la deficiencia ha madurado en la tradición de
una cierta forma de medicina y de psiquiatría sociales preocupadas por los problemas
del trabajo, de la reinserción profesional, de la readaptación, de la reclasificación, del
reciclaje social y de la recuperación de la mano de obra. Es por ello que el primer
informe europeo sobre los problemas de los deficientes, el informe Tominson, se
produjo en 1943, en una Inglaterra que la guerra obligaba a la movilización de todas
las formas posibles de mano de obra.[9] Si dicha tradición apunta más a la inclusión
que a la exclusión es porque lo hace banalizando el déficit bajo la forma de
deficiencia compensable. La atenuación del déficit se hace a través de procesos de
aprendizaje que difieren profundamente de la terapia.
En relación a la enfermedad mental, que es un acontecimiento incluso largo pero,
en el límite, solamente crónico, la deficiencia se sitúa como lo estable, lo permanente,
el estado definitivo, incluso cuando se añade como es debido lo de que «hay que
dejar un espacio a las posibilidades evolutivas». Estas pueden, á lo sumo, suponer
una reparación en la acepción más ortopédica de la palabra. En este sentido, el
discurso de la deficiencia promete una verdadera despsiquiatrización, pues aunque se
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emprenda una cierta acción sobre ella, ésta es pensada en términos de ejercicios de
desarrollo, de mejoría de las adquisiciones, y no en términos de tratamiento, mucho
menos de escucha, de respuesta a una demanda de atención, de cuidados al
sufrimiento psíquico, de consideración de la problemática del sujeto, etc., en
resumen: de todas las nociones que se habían convertido en palabras clave de la
psiquiatría moderna. El trabajo para los adultos y los resultados escolares para los
niños son el doble horizonte de valores de eficiencia en los que el déficit se inscribe
como carencia. Lo que se oculta tras la deficiencia no es la aparición de lo patológico,
sino el reino de la desigualdad. Desigualdad que remite a la deficiencia de una
constitución, o desigualdad adquirida en la lucha por la vida concebida como carrera
de obstáculos, pero en ambos casos medida de inferioridad. La deficiencia naturaliza
a la vez la historia del sujeto, haciendo de su carencia un déficit, y la historia social,
asimilando las adquisiciones requeridas en un momento histórico dado a una
normalidad «natural».[10]
El experto enmascarado
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despliegue del mandato que éste asume.
A pesar de que se opera una cierta despsiquiatrización orientando hacia modos de
asistencia no psiquiátricos,[12] el rol del diagnóstico médico-psicológico sigue siendo
determinante en el marco de la ley. Efectivamente, las comisiones departamentales,
aunque sólo fuera por el número de casos que tratan, funcionan casi del mismo modo
que las oficinas de registro o de oficialización de las comisiones especializadas.
Deciden sobre dossiers elaborados por técnicos. En este sentido, el papel del
especialista médico-psicológico es esencial, incluso siendo numéricamente
minoritario. Es el único que plantea la referencia a un saber científico. Lo que aporta
el personal de la Educación Nacional son hechos que suponen una desviación del
comportamiento en relación a una norma social: retraso escolar, desórdenes en clase,
etc. La categorización médico-psicológica los convierte en una dimensión personal:
el retraso supone que se es un débil, dar dignos de hiperactividad que se es un
caracterial, tener dificultades de contacto ser psicótico o autístico. La referencia al
saber tiene una función legitimadora indispensable en tanto que confiere garantía
científica a un juicio normativo.
Y ello no depende del carácter aleatorio o impreciso de tales calificaciones, sino
que es algo consubstancial al diagnóstico. El elemento nuevo es que el diagnóstico
está completamente disociado de la asistencia. El profesional de la salud mental opera
así literalmente como experto, es decir, como especialista cuyo juicio es objetivo en
tanto que pieza esencial de un dossier sobre el que los que van a decidir se apoyarán
para basar su propio juicio que, éste sí, desembocará en acciones prácticas.
Este uso de la psiquiatría tiene sus precedentes: ante los tribunales, por ejemplo,
el experto es tomado como elemento de apreciación en un proceso de decisión cuya
conclusión práctica escapa al experto mismo. Pero, aparte de que un peritaje en el
sentido estricto pueda discutirse como tal, y suscitar, por ejemplo, un contraperitaje,
que no es éste el caso, lo que se perita en el marco de la ley de orientación de 1975 no
es del orden del delito sino de una distancia en relación a la norma. No existe ningún
código para asignar límites a tales evaluaciones, miden simplemente una relación con
unos modelos sociales dominantes y, por añadidura, cambiantes. Se puede imaginar
por ejemplo que un acrecentamiento del nivel de exigencias del sistema escolar
aumentaría el número de inadaptados, y en consecuencia de niños a los que se les
planteará el problema de la deficiencia; la intensificación de la competitividad
económica, por ejemplo, conllevará una redefinición de los criterios de la
productividad normal, multiplicando el número de adultos que tendrán que trabajar
en un medio laboral protegido. Tales «talleres protegidos» se crean actualmente a un
ritmo rápido y está previsto que las empresas mismas puedan organizados. Estas
podrán así gestionar la productividad de los deficientes en unas condiciones tanto
más interesantes cuanto que la ley fija para tales trabajadores un techo salarial
inferior al de los trabajadores normales y una disminución de las cargas sociales
atribuidas al empresario, sin hablar del hecho de que el ejercicio de los derechos
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sindicales será incongruente en instituciones tan filantrópicas. Respecto al sistema
escolar se ve también lo interesante que puede ser el hecho de declarar deficientes a
aquellos que interfieren su funcionamiento normal.
No pensemos pues que la voluntad de los profesionales de controlar una tal
desviación de su práctica constituirá freno suficiente a la realización de tales
eventualidades. Ellos mismos están insertos en una mecánica que no pueden
controlar. Así se expresa un texto redactado por firmes oponentes a la ley de
orientación a propósito de su presencia en la Comisión de circunscripción para niños:
«De hecho nos encontrábamos en una red de contradicciones tal, que nuestro papel en
el seno de la comisión se reducía a ser los espectadores interpelados de una
conducción (más que de una real orientación) pedagógico-tecnocrática. Pronto
íbamos a comprender que aquello era lo que se nos pedía y que nuestra participación
acababa en el simbolismo mismo de nuestra presencia. (…) ¿Cómo se puede uno
hacer idea de la historia de un niño, de su personalidad profunda, de sus problemas
con un dossier de tres o cuatro hojas ante sí? Por otra parte, ¿no ha sido redactado el
dossier por las personas que mejor situadas están para conocer al niño? ¿A partir de
qué criterios podríamos emitir una opinión contraria a la suya, sin hablar del aspecto
descortés y, digámoslo claramente, de la sospecha de incompetencia que dejaría
entrever tal opinión contraria? (…) El grueso de nuestra intervención en la Comisión
consultiva lo constituyó el silencio. (…) De hecho, asistimos silenciosos al
implacable proceso del aparato escolar en sus mecanismos fundamentales de
rechazo.»[13]
El mismo equipo describe más adelante la función, a pesar de todo indispensable,
de este «lugar simbólico»: «Situado así en una función que no es ni poco ni mucho la
de experto (el psiquiatra) aporta la garantía pseudo-científica que justificará los
buenos fundamentos de la ley. Requerido como experto, no se le da ningún medio
para funcionar como tal (al no poder ser considerados sus certificados como objetos
de peritaje). Pesa en la comisión con el peso de un experto, pero su experiencia no
perita nada. (…) Experto tanto más sospechoso cuanto que no dice su nombre,
experto “enmascarado” considerado capaz de apreciar con cierta coherencia aquello
que, por otra parte, se esfuerza en tratar, goza de una impunidad tanto mayor cuanto
que no puede presentársele contradicción alguna. En consecuencia, consagrado deus
ex machina por la ley, es al mismo tiempo su ejecutor más alienado.»[14]
¿Quién tiene el poder, quién hace la ley en las decisiones que toman las
Comisiones? En primer lugar los funcionarios bajo la autoridad directa del prefecto,
que ejercen un mandato administrativo. Sin embargo, de un modo menos evidente
pero también esencial, este proceso de decisión no puede funcionar sin la referencia
al saber médico-psicológico. La presencia de estos especialistas no es una
supervivencia o un descuido. Aunque aparentemente subordinados en el marco de
unas relaciones de fuerza, son indispensables para hacer de tales relaciones de fuerza
una relación de derecho.
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La función del saber psiquiátrico es la de servir de fundamento de legitimidad y
de correa de transmisión en un funcionamiento institucional cuyo dominio le escapa
absolutamente. En la aventura se le perdió la vocación terapéutica. La oposición a
una «mala» administración cuyos objetivos se oponen a los del humanismo médico
ha funcionado siempre como mito a lo largo de toda la historia de la psiquiatría. Pero
en otros tiempos este adversario estaba representado por el director no médico del
hospital, al que con frecuencia se podía seducir, o por la vergüenza de las minuciosas
reglamentaciones, a las que se podía dar la vuelta. Por primera vez, podría suceder
que la dicotomía asistencia-administración o tratamiento-asignación empezara a
suponer una criba estructural inscrita en estas nuevas formas de práctica. Dicho de
otro modo, podría suceder que la medicina mental asumiera una función auxiliar
respecto de una política administrativa completamente definida por unas exigencias
de gestión.
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todo un medio de calibrar diferencialmente categorías de individuos para asignarles
unas plazas concretas. El diagnóstico-peritaje representaría el estadio «científico» de
un proceso de distribución de las poblaciones en circuitos especiales, educación
especial o trabajo especial, por ejemplo. Legitimación por un saber (o un pseudo-
saber) de decisiones que arbitran entre unos valores esenciales y elevan el peritaje a
la altura de una nueva magistratura de los tiempos modernos.
Esta función de las intervenciones médico-psicológicas se ha anticipado ya en
varias ocasiones a través de las relaciones que la psiquiatría y la psicología han
mantenido con otros aparatos, como la Justicia o la Educación nacional, en relación a
los cuales han jugado el papel de auxiliares permitiendo a los representantes de otras
instituciones apoyar unas decisiones tomadas en función de sus propios criterios.[15]
Deberíamos señalar también que las comisiones departamentales actuales no hacen
más que sistematizar lo que las antiguas comisiones médico-pedagógicas de la
Educación nacional realizaban, con un modelo más artesanal, cuando orientaban a los
niños indeseable? fuera del circuito escolar normal. Sin embargo, a partir de la ley de
1975 esta función reviste un carácter más sistemático y, sobre todo, está dotada de
una infraestructura administrativa y tecnológica nueva capaz de dar a estas
operaciones un alcance mucho más importante que el que anteriormente tenía.
Emitiendo un diagnóstico de deficiencia, el técnico objetiva unas diferencias en
relación a una combinatoria de adquisiciones requeridas a nivel de la escolaridad o
del trabajo que son, actualmente, los dos principales sectores de referencia de las
anomalías. A partir de esta discriminación, en el sentido literal de la palabra, al
individuo peritado empieza a transitar por un circuito especial: la cuerda de la
deficiencia. Si no se sabe demasiado a qué corresponde, clínicamente hablando, la
deficiencia y si se está todavía más limitado para tratar a los deficientes, esta etiqueta
consigue situar al sujeto en un recorrido social bien definido. No es absurdo
considerar otros perfiles diferenciales a los que corresponderían series homogéneas
de asignaciones sociales programables a priori. Los «super-dotados», por ejemplo,
plantean en positivo exactamente las mismas características objetivas que los
deficientes.[16] Por esta razón, se intuye también para ellos un circuito social especial
que consistiría en llevar al máximo sus oportunidades de convertirse en futura élite.
Pero, más ampliamente, cualquier diferencia, a partir del momento en que se objetive,
puede dar lugar a la constitución de un perfil.
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de antemano en la red social. La etiqueta de deficientes sería una especie de diploma
al revés que da, si no derechos, al menos un estatuto, un lugar claro en la estructura
social.
En esta lógica, la cantera del deficiente podría contribuir a relajar la demanda
sobre el mercado del trabajo del mismo modo que podría sanear la escuela
distribuyendo por circuitos menos exigentes a aquéllos cuyo perfil ha sido certificado
de no-conforme. Se empiezan a observar ya transferencias del mundo de la
producción normal al del trabajo «protegido».[17] Pero teóricamente es posible llegar
más lejos orientando grupos enteros a partir de la operación que consiste en definirlos
con un perfil diferente. Hay aquí, efectivamente, un elemento profundamente
innovador en relación a las técnicas clásicas de examen, archivo, control de
conocimientos, acumulación de informaciones, etc. Estas se contentaban con el
registro de datos para que el poder político-administrativo pudiera servirse de ellos.
Pero la Comisión departamental, instancia administrativa, tiene poder de decisión
sobre la constitución de los perfiles mismos. No resulta exagerado afirmar que define
la deficiencia y que tal definición tiene poder constitutivo en la medida en que
deduce, a priori y en una población todavía indiferenciada, un subconjunto para el
que se crea un circuito especial.
Se dibuja así la posibilidad de una gestión previsiva de los perfiles humanos.[18]
Hasta el momento, la planificación social ha descansado esencialmente sobre la
definición de objetivos socioeconómicos a partir de la programación de equipos. La
racionalización, la coordinación, los desarrollos, etc., intentan modificar la estructura
de las empresas y de los establecimientos, quedando a cargo del personal el
seguimiento y la adaptación a estos cambios, con todos los riesgos de turbulencias
individuales y colectivas que comporta un empirismo de este tipo. La programación
de las poblaciones sería la contrapartida lógica de una planificación consecuente pero
es más difícil de poner en marcha por razones tanto técnicas como políticas.
Sin embargo, con la informática se hace posible establecer flujos de población
según cualquier criterio de diferenciación, en especial las anomalías físicas o
psíquicas, los riesgos debidos al entorno, las carencias familiares, el nivel de
eficiencia social, etc. Basta con reunir dos condiciones: disponer de un sistema de
codificación bastante riguroso para objetivar dichas diferencias; proveerse de los
medios para inventariar sistemáticamente todos los sujetos que componen una
población dada. El saber médico-psicológico proporciona un código científico de
objetivación de las diferencias. En lo que se refiere al prurito de la exhaustividad,
encuentra el medio de realizarse con el examen sistemático de las poblaciones. El
resto, es decir, el hecho de asignar a tales individuos constituidos en flujos
estadísticos un destino social homogéneo, es una cuestión de voluntad política. Hasta
el presente estas posibilidades tecnológicas siguen siendo subempleadas. Pero existen
signos que alimentan el temor de que se podría ir mucho más lejos. En especial, dos
programas en curso de realización y dirigidos a la infancia en los que se perfila ya lo
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que podría ser una gestión matizada del conjunto de la población.
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Tales disposiciones han parecido tan peligrosas que han chocado con la oposición
de un cierto número de grupos contestatarios sin éxito alguno hasta el momento en
que la comisión de «Informática y libertad», cinco años después de la implantación
del programa GAMIN, recomendó su supresión o al menos una reforma profunda del
sistema que asegurara el anonimato del tratamiento de los datos. La fecha de esta
decisión (junio de 1981) permite esperar que una nueva orientación política empiece
a tomarse en serio las amenazas para las libertades que suponen tales disposiciones.
Pero para ello no basta con la tardía opinión de una comisión sobre un elemento
particular de todo un conjunto coherente: lo que, desde hace algunos años, promueve
un modo de gestión tecnocrática de las diferencias es una política sistemática.
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especial.
¿Qué es, por lo tanto, una anomalía? Por la mera institución del servicio GAMIN,
en 1976, un 46,7% de los recién nacidos de la región parisiense, es decir 16.130, son
calificados de niños «con riesgo».[20] Estamos lejos de la proporción que podría
delatar enfermedades hereditarias, grandes deficiencias físicas o mentales, o
condiciones económicas o sociales excepcionalmente desfavorables que podrían
requerir una ayuda especial. Así, por ejemplo, un 15% de lo que llamamos niños con
riesgo lo son simplemente por ser hijos de madres solteras. ¿A quién pueden servir
tales valoraciones y para qué pueden ser útiles?
Está siempre mal visto plantear tales cuestiones; rápidamente se nos acusa de
pecado de intención. No pretendemos que tales dispositivos se inscriban en una
política cuyo instigador sea un maquiavélico poder. Pero es un hecho que perfilan en
su coherencia una política posible que consistiría, por ejemplo, en ventilar ciertas
poblaciones en función de unas exigencias económicas con el fin de realizar con los
hombres una programación-planificación que resulta harto difícil conseguir con las
cosas.
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Otro agente lo toma a su cargo.
Dirigismo y convivencialidad
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y saber, llegado el caso, consolidar, seguir o abandonar la intervención privada en la
gestión pública».[21]
Ya bajo el régimen de Vichy, un portavoz de la Revolución nacional proclamaba:
«En el vértice todo estaría estatalizado, cosa que es de una necesidad evidente, y libre
en la base, necesidad igualmente. De este modo, garantizada la unidad por la acción
del Estado, podría darse libre curso a la diversidad y a la adaptación y satisfacer así
las aspiraciones particulares.»[22] Esto no es tan sorprendente como a primera vista
parece. El régimen de Vichy había intentado ya, en materia de política social,
conciliar un autoritarismo de Estado, mantenido por una primera generación de
tecnócratas, y el apoyo de los sectores tradicionales y conservadores, en particular los
situados en el movimiento eclesial, máximos proveedores de servicios privados.[23]
Esta coyuntura no es tan distinta de la actual, hecha la reserva de que la noción de
privado se ha ampliado y confundido, y de que un tercer protagonista, poco
representado hace cuarenta años en este campo, interviene actualmente en esta
dialéctica.
¿Cómo ha empezado, en estos últimos años, esta filosofía neoliberal a
reestructurar el campo de la Acción sanitaria y social redefiniendo la función de los
tres tipos de interlocutores que ponen en ello su responsabilidad: el Estado, el sector
privado y los profesionales?
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ante el programa completo del establecimiento, que le compromete a la política
concreta que piensa seguir en todos los terrenos, tanto respecto del personal como de
los clientes, y los resultados deben ser regularmente controlados.
De este modo, el contrato de acuerdo tácito define completamente el sistema de
normas a que debe someterse el funcionamiento institucional, y es el establecimiento
mismo el invitado, o forzado, a establecer su propio reglamento. Con esta premisa,
goza de una gran libertad de gestión dentro del plazo del contrato anterior. El
minucioso dirigismo que intentaba controlar todos los detalles del funcionamiento
tiende a ser substituido por un doble sistema de reglamentaciones, muy limitadoras a
nivel de la definición de los objetivos y de control de los resultados, pero que permite
desarrollar un espacio autogestionado orientado por la necesidad de rentabilizar la
empresa.
El decreto del 27 de abril de 1977 sobre la organización de las direcciones
nacionales y departamentales de Asuntos sanitarios y sociales tiene el mismo sentido.
[25] El director regional de asuntos sanitarios y sociales reúne en su persona las
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controlar a posteriori y no a priori.»[26]
Es significativo también que este alto funcionario del Estado recomiende dar el
más amplio apoyo posible a todas las iniciativas previas, es decir, a un sector privado
preexistente: «De un modo general se trataría de privilegiar, en todos los terrenos, lo
ya hecho y probadamente bueno en un área determinada, con el fin de evitar una
coexistencia desordenada.»[27]
No se trata de ser demasiado laxos, sino que es la manera más inteligente de
imponer un orden que parecerá tanto menos pesado cuanto que el Estado sólo lo
garantiza en última instancia, cuando las asociaciones no sepan hacerlo respetar por sí
mismas.
Los méritos de una política así son al menos triples. En primer lugar un principio
de economía que es y se va a evidenciar como precioso en un momento de crisis
económica; sin embargo, no hay que sobrevalorar este aspecto, pues la inmensa
mayoría de las instituciones privadas lo son bajo acuerdo tácito. Pero la llamada a lo
privado y al espíritu de iniciativa presenta también la ventaja de asegurar una
capilaridad en la distribución de ciertos servicios que los organismos públicos no
pueden asegurar, sobre todo cuando se trata «de lo más enojoso», y que a veces se
sitúa en los márgenes de la sociedad. Las iniciativas privadas saben movilizar redes
de convivencia que les permiten cubrir todo el tejido social e integrarse en los
intersticios donde los funcionarios, representantes de un lejano poder, abstracto y a
menudo considerado con reservas, tienen dificultades para hacerse un lugar. Por
último, el modelo de funcionamiento de las instituciones privadas asegura unas
formas eficaces de control interno, en especial sobre los profesionales. Los consejos
de administración formados por notables equilibran las exigencias técnicas,
financieras, incluso las veleidades subversivas del personal cualificado. En esta
misma lógica, el personal voluntario no sólo permite hacer economías sino que
representa un medio de presión que contribuye a desarrollar un «buen espíritu» en el
conjunto del personal.
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empleo de la psiquiatría clásica, por ejemplo, fundamentada en el maridaje
fuertemente jerarquizado médico-enfermera, se desarrolla lo que podríamos llamar
una categoría de cuadros medios (psicólogos, educadores, ortofonistas,
kinesiterapeutas y otros especialistas de técnicas limitadas).
Por una parte, la presencia de esta masa de cualificaciones sin empleo impulsa la
creación de empleos para tales cualificaciones, y contribuye así al desarrollo del
campo médico-psicológico y médico-social. Pero si los «cuellos-blancos» de las
profesiones paramédicas contribuyen potentemente a la extensión de este terreno de
prácticas, no controlan su organización. Su situación se parece a la del personal de
una empresa cualquiera en donde los protagonistas sociales negocian su estatuto y en
cierta medida la política de la empresa bajo la tutela del Estado. Una vez más se
disocia la función de técnico y la de administrador, en el otro extremo no sólo de la
psiquiatría manicomial, donde la función médica pretendía ser función de gobierno,
sino de aquello que constituye todavía la ideología del sector, cuyo jefe es a la vez el
animador del equipo terapéutico, el responsable de la gestión administrativa del
servicio y el garante del carácter de interés público del trabajo realizado. Los
miembros de las profesiones médico-psicológicas se ven cada día más como técnicos
que tienen que promover una política profesional autónoma. Defienden e ilustran su
técnica al mismo tiempo que representan el fundamento de una competencia neutra,
garantizada por su propia eficacia que garantiza, a su vez, la objetividad de un
estatuto en la institución proponiendo, a los que lo tienen, como interlocutores de los
administradores y mandatarios privados. La estrategia profesional de los cuadros
medios del sector sanitario y social tiende así a reforzar el tecnicismo, que es una
característica notable de la evolución en este campo.
Centralismo y diferenciación
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poblaciones necesitadas de asistencia en función de la multiplicidad de los problemas
que las llevan a depender de una autoridad tutelar. Los beneficiarios de la ayuda no
representan nunca grupos concretos que puedan organizarse por sí mismos y
reivindicar un derecho. Son una serie de casos sobre los que se vuelca una
competencia exterior para verificar la existencia real de un déficit.
Desde este punto de vista, la división del trabajo «Estado-sector privado-
profesionales» es absolutamente funcional. Lo más frecuente es que sea la iniciativa
privada la que detecta concretamente una dificultad e improvisa un primer dispositivo
asistencial, que inicialmente descansa sobre la buena voluntad y los fondos privados.
Por ejemplo, un grupo de padres de niños con un cierto déficit crea una institución de
asistencia que tiene inicialmente un modo de organización muy artesanal. El peritaje
de un técnico competente, que generalmente interviene en un segundo momento de la
evolución de la estructura, sanciona la objetividad de esta separación empírica.
Efectivamente, es característico que la pretensión de generalidad, es decir de
universalidad de los saberes psicológicos, se acomode perfectamente a la diversidad
de las indicaciones tal como han sido en inicio empíricamente constituidas sin
referencia alguna a una doctrina. Estas expertas referencias contribuyen así a hacer
del dominio médico-psicológico y asistencial ese universo desbordado en el que una
muchedumbre de especialistas de diversificada competencia se vuelcan sobre todos
los problemas que requiere el marco de la especialidad hasta el punto de que su
dominio les escapa. Por ejemplo, hay especialistas de la toxicomanía, o del
alcoholismo, e instituciones especiales para alcohólicos y para toxicómanos, a partir
del momento en que tales problemas son considerados problemas sociales. Y no sólo,
como se podría cínicamente pensar, porque cada uno encuentra su propio interés y
porque habrá tantas más competencias que movilizar y empleos que crear cuantos
más problemas haya que tratar sino que, más profundamente, en la medida en que
esas técnicas descansan en última instancia sobre la referencia a una competencia de
tipo psicológico, son de entrada cómplices de una concepción atomizante de los
problemas de la asistencia y del tratamiento: la razón última de una disfunción
cualquiera no puede residir más que en el individuo portador del síntoma y la
comprensión de su economía personal plantea el único hilo conductor en el
desbordado marco de la asistencia. Defenderíamos con gusto la aparente paradoja de
que cuanto más compartimentado esté un sistema de asistencia y de cura entre
diversos servicios burocráticos que separen a los usuarios en categorías abstractas,
tanto más necesaria se hará la psicologización como contrapartida indudable a su
funcionamiento siendo el único principio de totalización posible la elaboración de
una causalidad interna, intrafísica.[27 bis]
A los poderse públicos les quedan entonces dos funciones principales que asumir.
En primer lugar, frente a una constelación de implantaciones previas cuya distinción
entre público y privado no provee del principio de discriminación más pertinente,
coordinar el conjunto del dispositivo, eliminar progresivamente las redundancias y
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estimular la consecución de objetivos más o menos olvidados. Ya hemos visto que a
esto se había dedicado la reorganización administrativa más reciente. Ella dispone
para hacerlo de poderosos recursos. En este sentido, las Comisiones departamentales
instituidas en el marco de la ley de orientación de 1975 deciden soberanamente los
ingresos en tal o cual tipo de institución. Poseen, por ello, un verdadero derecho de
vida o de muerte sobre ciertos establecimientos en la medida en que pueden hinchar o
limitar su clientela a voluntad.
Pero las administraciones centrales persiguen a su vez un objetivo más ambicioso
de detección sistemática de las anomalías y de planificación a largo plazo de las
cadenas de especialistas en el marco de una gestión masiva de las poblaciones
desviadas. Es ésta una función específicamente estatal pues sólo puede orquestarse a
nivel central con filiales regionales y departamentales. Todos los grandes Estados
modernos se lanzan así, en nombre de la prevención, a vastos programas de archivo
de las diferencias que movilizan nuevas tecnologías.
De la peligrosidad al riesgo
El objetivismo tecnológico
La crisis de la ortodoxia
Herederos y bastardos
La promoción de lo relacional
Las nuevas terapias deben esta riqueza a la posición de bisagra que pueden ocupar
en relación a las intervenciones que apuntan al campo de la patología. Por una parte
La vida de red
Tal como está orquestado en los grupos de encuentro, este trabajo sobre sí mismo
tiene un carácter discontinuo.[25] Existen, sin embargo, experiencias más próximas a
la vida social común, como las «escuelas de verano», «comunidades de verano»,
«espacios de lo posible», etc., que se han desarrollado en el marco del movimiento.
La función de aprendizaje de las técnicas se ve en este caso atenuada o abolida por la
vivencia continuada de estos valores durante unas semanas o unos meses. La
efervescencia grupal se convierte en estilo de vida y en ley de una comunidad de
existencia. Son «instituciones anormativas»[26] en el sentido de que rechazan las
normas de la sociedad ordinaria, pero a través de la puesta en escena de sus propios
rituales. Por otra parte, incluso los participantes de grupos discontinuos acuden con
frecuencia a otros a la búsqueda tanto de la última novedad como del escalonamiento
en el tiempo de «experiencias cumbre» (peak experiences). Desarrollan una especie
de subcultura que se reconoce en su lenguaje, en una cierta manera de entrar en
contacto a la vez intensa y desimplicada como si todo se jugara a una carta (hic et
nunc), con la conciencia, sin embargo, de que existe una infinidad de partes y de que
todas son una misma. ¿Droga o estilo de vida que se basta a sí mismo? En palabras de
un conocido universitario, animador de grupos de este tipo: «Desde que me impliqué
en este ambiente, las demás formas de encuentro no me interesan. No soporto la
frialdad y las constricciones de las relaciones sociales y las cenas en la ciudad».
Intensificación de las relaciones pero fuera del marco de un comercio inscrito en las
estructuras sociales y en la historia, la cultura psicológica se vive como fin en sí
misma. Es como una democratización de lo que ya se hubiera podido llamar la
¿Cuál puede ser la significación social de estas nuevas prácticas? Si nos atenemos
a lo que podríamos llamar «los amigos y mantenedores de las nuevas terapias»,[27] es
un círculo de audiencia limitada. Pero a este nivel deben señalarse dos características
que podrían hacer de los llamados marginales una especie de testimonio de los
tiempos futuros.[28]
Por una parte, la clientela de estos grupos se recluta a partir de redes sociales que
poco tienen que ver con la terapia. Se trata de un público en ruptura más o menos
abierta con las formas admitidas de la sociabilidad normal y que intenta elaborar una
nueva economía relacional fundamentada en afinidades culturales y electivas, libres
de las diferencias estatutarias y de las obligaciones sociales codificadas.[29] En
especial, manifiesta una distancia, querida o no, respecto de esos dos factores
esenciales de integración social que son la familia y el trabajo. En cuanto a la familia,
se encuentra en estos grupos una gran mayoría de sujetos no casados, incluso los
comprendidos en edades que se caracterizan ordinariamente por una elevada
proporción de conyugalidad.[30] Respecto del trabajo, el número de adeptos a las
nuevas terapias son dados a pequeños trabajos, cambian frecuentemente de empleo y
son contratados por debajo de su nivel de cualificación. Más significativo todavía
sería el hecho de que aproximadamente la mitad de ellos parecen en situación de
movilidad descendente respecto de sus padres.[31]
Voluntaria o involuntariamente, una gran proporción de estos sujetos no está
situada en las trayectorias sociales que pasan o pasarían por ser las ordinarias. Incluso
para aquellos que presentan los signos exteriores del conformismo social, un análisis
más detenido detectaría algún punto de ruptura. Al preguntársele sobre los motivos
que llevan a profesores, psicólogos, e incluso a veces directores generales a
frecuentar su centro, uno de los más caros, un animador describe así a su clientela:
«Una parte de ellos son lo que podríamos llamar “desafiliados” en su profesión o en
3. UNA A-SOCIAL-SOCIABILIDAD
La objetividad de lo psicológico
La bipolaridad objetivismo-pragmatismo