Dialéctica Del Espectador

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Dialéctica del espectador

Tomás Gutiérrez Alea

INTRODUCCIÓN
A veinte años de la toma del poder puede decirse que la revolución ha dejado atrás sus momentos más
espectaculares. La imagen que ofrecía el país estremecido -aquella increíble caravana que acompañó a
Fidel hasta su entrada en La Habana, los barbudos, las palomas, el vértigo de las transformaciones, el
éxodo de traidores y timoratos, los juicios a esbirros, y enseguida la respuesta del enemigo, y, por nuestra
parte, las nacionalizaciones, la radicalización del proceso día a día, y después los enfrentamientos
armados, sabotajes, Escambray, Girón, Octubre... era una imagen insólita e irrepetible.

Los hechos por sí mismos mostraban en su superficie los cambios profundos sucediéndose a un ritmo
que nadie hubiera podido prever. De manera que al cine casi le bastaba simplemente registrar los hechos,
apresar directamente algunos fragmentos de la realidad, testimoniar lo que sucedía en la calle, para que
esa imagen proyectada en la pantalla resultara interesante, reveladora, espectacular1.

En esa coyuntura y estimulado -casi mejor diría presionado- por la cambiante realidad, surge el cine
cubano como una realidad más dentro de la revolución. Los realizadores aprenden a hacer cine sobre la
marcha, tocan «de oído» su instrumento como los viejos soneros y logran interesar al espectador más por
lo que muestran que por cómo lo hacen. Nuestro cine de aquellos primeros años pone su acento en el
género documental y poco a poco va adquiriendo en la práctica constante una fisonomía propia y un
dinamismo que le permite aparecer con renovada fuerza junto a otras cinematografías más desarrolladas,
pero también más cansadas.

Ahora todo eso forma parte de nuestra historia. El desarrollo consecuente de la revolución nos lleva
inevitablemente a un proceso de maduración, de reflexión, de análisis de toda la experiencia acumulada.

La etapa de institucionalización que estamos viviendo es posible sólo a partir del grado de desarrollo
de la conciencia alcanzado por nuestro pueblo a través de todos estos años de lucha incesante, pero a la
vez exige una participación activa y creciente de las masas en las tareas de edificación de la nueva
sociedad porque es mayor cada vez la responsabilidad que recae sobre ellas. No basta ya, por tanto, la
adhesión entusiasta y espontánea del pueblo hacia la revolución y sus dirigentes. En la medida en que las
tareas de gobierno van pasando a las masas, éstas han de ir desarrollando su comprensión de los
problemas, fortaleciendo su coherencia ideológica y reafirmando cotidianamente los principios que animan
la revolución.

La vida en la calle transcurre ahora de otra manera. La imagen de la revolución se ha hecho


cotidiana, familiar. Las transformaciones que se llevan a cabo pueden ser en algún sentido más profundas
que las de los primeros años, pero no son tan «aparentes», no se dan al observador de una manera
inmediata, el aspecto sorprendente de las mismas se ha reducido y no se responde a ellas solamente con
el aplauso o la expresión de apoyo; no son transformaciones espectaculares en el mismo nivel que las de
hace 15 o 20 años. Frente a esa manera distinta de discurrir que van teniendo los procesos de nuestra
realidad, al cine cubano, que se nutre de ella y que pretende -entre otras cosas- ser expresión de ella, no
le basta ya con sacar las cámaras a la calle y captar trozos de esa realidad. Esa puede ser una legítima
manera de hacer cine en cualquier circunstancia, pero sólo a condición de que el cineasta sepa escoger
aquellos aspectos que, en íntima relación unos con otros, ofrezcan una imagen significativa de la realidad
que le sirve de punto de partida y de llegada. El cineasta, inmerso en una realidad compleja cuyo profundo
significado no salta a la vista, si quiere expresarla coherentemente y al mismo tiempo responder a la
exigencia que la propia realidad le hace, debe ir armado, no solamente de cámara y sensibilidad, sino
también de criterios sólidos en el plano teórico para poder interpretarla y transmitir su imagen con riqueza
y autenticidad.
Por otra parte, en momentos de relativa distensión, la lucha entre capitalismo y socialismo se ventila,
sobre todo, en el plano ideológico. Y en ese plano el cine, en tanto que medio masivo de difusión y medio
de expresión artística, juega también un relevante papel. El nivel de complejidad en que se desarrolla la
lucha ideológica demanda del cineasta una superación tanto del espontaneísmo de los primeros años que
siguieron al triunfo de la revolución como de los peligros que entraña el esquematismo en que se suele
caer cuando no se asimilan orgánicamente las tendencias más evolucionadas, más revolucionarias, más
en boga actualmente, en relación con la función social que debe llenar el espectáculo cinematográfico. Es
decir, el cineasta, el creador de un producto cultural que puede alcanzar una difusión masiva, que pone
en juego recursos expresivos de cierta eficacia no sólo para recrear e informar al espectador, sino también
para conformar gustos, criterios, estados de conciencia, si asume plenamente la responsabilidad histórica
y social que le corresponde, se ve en la necesidad inevitable de impulsar el desarrollo teórico de su práctica
artística.

A partir de lo que entendemos debe ser la función social del cine en Cuba en estos momentos
(contribuir de la manera más eficaz a elevar el nivel de conciencia revolucionaria del espectador, armarlo
para la lucha ideológica que estamos obligados a sostener contra las tendencias reaccionarias de todo
tipo, contribuir al mejor disfrute de la vida...) queremos plantear cuál es, a nuestro juicio, el nivel más alto
que puede alcanzar el cine -en tanto que espectáculo- en el cumplimiento de esa función. Nos
preguntaremos, por tanto, hasta qué punto un cierto tipo de espectáculo puede contribuir a provocar una
toma de conciencia y una actividad consecuente en el espectador. Nos preguntaremos también en qué
consiste esa toma de conciencia y esa actividad que debe generarse en el espectador una vez que deja
de serlo, es decir, cuando abandona la sala del espectáculo y se enfrenta de nuevo a la otra realidad, a
su vida individual y social, a su vida cotidiana.
El cine capitalista reducido a la condición de mercancía, pocas veces intenta dar una respuesta. Por
otra parte (y por otras razones) tampoco el cine socialista suele satisfacer plenamente esa demanda. Sin
embargo, en medio de la revolución y particularmente en la etapa en que nos encontramos de construcción
del socialismo, se deben dar las premisas para un cine verdaderamente, integralmente revolucionario,
activo, movilizador, estimulante y al mismo tiempo consecuentemente popular.

Las posibilidades expresivas del espectáculo cinematográfico sin inagotables. Dar con ellas y
realizarlas es cosa de poetas. Aquí forzosamente ha de detenerse nuestro análisis por el momento. No
centraremos nuestra atención en los aspectos puramente estéticos, sino que colocaremos todo el énfasis
en tratar de descubrir, en la relación que se establece reiteradamente entre el espectáculo y el espectador,
las leyes que rigen esa relación y las posibilidades que ofrecen esas leyes para desarrollar un espectáculo
socialmente productivo.

Queremos expresar nuestro reconocimiento a los profesores Zaira Rodríguez y Jorge de la Fuente por
la ayuda y el estímulo que nos han brindado durante la confección de este trabajo.

CINE «POPULAR» Y CINE POPULAR


Se acepta comúnmente que el cine es, de todas las artes, la más popular. Sin embargo, no siempre
fue así. Durante mucho tiempo subsistió la confusión en torno al cine en lo que se refiere a su condición
de arte. La confusión aún subsiste en torno a su carácter popular.

Todavía hoy puede decirse que el cine está marcado por su origen de clase. A pesar de que a través
de su corta historia ha tenido momentos de rebeldía, de búsquedas y de auténticos logros como expresión
de las tendencias más revolucionarias, el cine sigue siendo en gran medida la encarnación más natural
del espíritu pequeñoburgués que lo animó en su nacimiento hace apenas ocho décadas.

El capitalismo iniciaba su fase imperialista. El modesto invento de un aparato que permitía captar y
reproducir imágenes de la realidad en movimiento no fue otra cosa en un principio que un ingenioso
juguete de feria por medio del cual el espectador podía sentirse trasladado a los lugares más recónditos
del mundo sin moverse de su lugar. Muy pronto salió de la feria, lo cual no quiere decir que haya alcanzado
un status más digno y respetable: se fue desarrollando como una verdadera industria del espectáculo y
comenzó a producir en serie una mercancía apta para satisfacer los gustos y alentar las aspiraciones de
una sociedad dominada por una burguesía que extendía su poder a todos los rincones del mundo. Desde
el primer momento se abrió a dos caminos paralelos: fue documento «veraz» de algunos aspectos de la
realidad y fue por otro lado fascinación de mago. Entre esos dos polos -el documento y la ficción- se ha
movido siempre el cine. Muy pronto se hizo «popular», no en el sentido de que fuera expresión del pueblo,
de los sectores más oprimidos y más explotados por un sistema de producción enajenante, sino porque
logró atraer a un público indiferenciado, mayoritario, ávido de ilusiones.

El cine no puede dejar de asumir -más radicalmente quizás que cualquier otro medio de expresión
artística- su condición de mercancía. El éxito comercial que obtiene lo impulsa en su desarrollo vertiginoso.
Se convierte en una industria compleja y costosa y tiene que inventar toda clase de fórmulas y recetas
para que el espectáculo que ofrece reciba el favor del público más vasto, de cuya masividad depende para
su mera subsistencia. De ahí -más que del hecho de tratarse de un medio que aún se expresaba con un
lenguaje balbuciente- de su condición de mercancía y de su carácter «popular» es que proviene la
resistencia que hubo para elevar al cine a la categoría de verdadero arte entre los círculos en que se
reverenciaba incondicionalmente el arte «culto». Arte y pueblo estaban reñidos.

Hubo entonces quien pensó que el cine, para ser un arte, debía esforzarse por traducir las grandes
obras de la cultura universal. Se filmaron así muchas obras engoladas y pretenciosas, pesantes y retóricas,
que no tenían nada que ver con el naciente lenguaje. Aparte de esas desviaciones lo cierto es que el cine
constituía una actividad humana que cumplía mejor que otras una necesidad elemental de disfrute. En la
práctica dirigida fundamentalmente hacia ese objetivo fue madurando el lenguaje y se
fueron descubriendo posibilidades expresivas que lo llevaron a alcanzar una valoración estética, aún sin
proponérselo.

El cine norteamericano, con su sentido pragmático fue el que más avanzó por ese camino. Fue el
más vital y el más rico en hallazgos técnicos y expresivos. Desde los primeros años del siglo fue
conformando los distintos géneros (comedias, oestes, filmes de gánsteres, superproducciones históricas,
melodramas...) que rápidamente se convirtieron en «clásicos», es decir, se consolidaron como modelos
formales y alcanzaron un alto nivel de desarrollo al mismo tiempo que se convertían en estereotipos
vacíos. Fueron la expresión más eficaz de una cultura de masas en función de un consumidor pasivo, de
un espectador contemplativo y desgarrado en tanto que la realidad reclama de él una acción y al mismo
tiempo le cierra todas las posibilidades de actuar.

El cine, con su posibilidad de crear verdaderos fantasmas, imágenes de luces y sombras, inasibles,
como un sueño compartido, fue el mejor vehículo para alentar falsas ilusiones en el espectador, para
servirle de refugio, de sucedáneo de una realidad que le impedía desarrollarse humanamente y que, a
modo de compensación, le permitía soñar despierto.

Los aparatos y los mecanismos de producción del cine fueron inventados y creados en función de
los gustos y las necesidades de la burguesía. El cine se convirtió rápidamente en la más concreta
manifestación de su espíritu, en la objetivación de sus sueños. Estaba bien claro para ella que el cine no
es una continuación del trabajo, ni de la escuela, ni de la vida cotidiana con sus tensiones múltiples; que
no es una ceremonia formal ni un discurso político y que lo primero que en él va a buscar el espectador
agobiado es placer y descanso para llenar su tiempo libre. Pero lo cierto es que el grueso de la producción
cinematográfica raras veces rebasaba los niveles más vulgares de comunicación con el público: lo
importante era la cantidad de dinero que podía obtenerse con cualquier producto, no la calidad artística
alcanzable.
Las vanguardias europeas de los años 20 también hicieron su incursión en el cine y dejaron unas
pocas obras en las que exploraron todo un vasto campo de posibilidades expresivas. Fue un vano intento
por rescatar al cine de la vulgaridad en que lo condenaba el comercialismo y no pudo echar raíces, aunque
gracias a algunas obras excepcionales no fue un movimiento del todo estéril.

Pero no fue hasta la creación del cine soviético que, a partir de la preocupación teórica de sus
maestros y los aportes prácticos que hicieron al nuevo medio, se empezó a aceptar oficialmente una
evidencia: había nacido no sólo un nuevo lenguaje, sino también un nuevo arte. «Arte colectivo por
excelencia, destinado a las masas», como fue calificado entonces, el cine soviético alcanzó el máximo de
coherencia con el momento de radical transformación social que se estaba operando. Arte colectivo
porque conjuga la experiencia de diversas individualidades y se nutre de la práctica de otras artes en
función de un arte nuevo, un arte específicamente distinto, del cual se tomaba conciencia definitivamente.
Destinado a las masas -y por ende, popular- porque expresaba los intereses, las aspiraciones y los valores
de los grandes sectores del pueblo que en ese momento hacían avanzar la historia. Ese primer momento
del cine soviético dejó huellas profundas en todo el cine que vino después y todavía hoy el cine más
moderno sigue bebiendo de sus fuentes y nutriéndose de sus búsquedas y hallazgos teóricos, que no han
sido aún desarrollados plenamente.

Los primeros años del cine sonoro coinciden con los de la crisis económica del 29 en el mundo
capitalista. El cine se consolida como lenguaje audiovisual, y se complica todo el aparato de producción
hasta el punto de que durante mucho tiempo no será posible realizar filmes al margen de la gran industria
ni soslayar sus intereses. A pesar de eso, en los años treinta la propia industria norteamericana se ve
motivada a producir algunos filmes con una visión crítica de la sociedad y del momento que estaban
viviendo. Eran filmes que mantenían todas las convenciones del lenguaje ya establecido y depurado, pero
que mostraban un auténtico realismo en el tratamiento de temas que estaban a la orden del día. Este cine
que hablaba de los conflictos sociales que todos padecían surgió en una coyuntura propicia pero muy
pronto derivó hacia un reformismo complaciente. Son los años del Código Hays, también conocido como
«Código del Pudor», instrumento de censura y propaganda que respondía a los intereses del gran capital
financiero y que señaló los estrechos cauces ideológicos por los que habría de moverse el cine
norteamericano durante mucho tiempo2.

Hacia el final de la Segunda Guerra Mundial, con las heridas aún abiertas y circunstancias políticas
favorables, surge el cine neorrealista italiano, que con todas sus limitaciones políticas e ideológicas fue un
movimiento vivo fecundo en la medida en que transitaba por los caminos de un cine auténticamente
popular.

En Francia aparece una «nueva ola» de directores jóvenes que al calor de la posguerra se lanzaron
impetuosos a revolucionar el cine pero sin superar los límites del mundo pequeñoburgués. Entre ellos
Godard se destaca como el gran destructor del cine burgués. Tomando a Brecht como punto de partida -
y a la «nueva izquierda» como punto de llegada- pretende hacer la revolución desde la pantalla. Su
ingenio, su imaginación y su agresividad desmañada lo colocan en un lugar privilegiado entre los cineastas
malditos. Alcanzó a hacer un cine antiburgués, pero no pudo hacer un cine popular. Destacados epígonos
como J. M. Straub, admirables por su ascetismo casi religioso, ya han institucionalizado esa posición y
algunos piensan que están haciendo la revolución en la superestructura sin necesidad de conmover la
base...

Otro fenómeno que se inscribe en esas búsquedas de un cine revolucionario es el cine llamado
«paralelo» o «marginal» o «alternativo», que ha surgido en los últimos años gracias al desarrollo alcanzado
por la técnica y que permite la producción de un cine relativamente barato, al alcance de pequeños grupos
independientes, de militantes revolucionarios. Se trata de un cine donde se expone abiertamente la
ideología revolucionaria, un cine político, que debe servir para movilizar a las masas y encauzarlas hacia
la revolución. Como práctica revolucionaria resulta eficaz dentro de los estrechos límites en que opera.
Pero no puede llegar a las grandes masas, no sólo por los obstáculos de orden político que encuentra
dentro del aparato de distribución y exhibición, sino también por razones de su misma factura. Las masas
siguen prefiriendo los productos más acabados que les ofrece la gran industria del espectáculo.
En el mundo capitalista -y en buena parte del mundo socialista- el gran público está condicionado por
determinadas convenciones de lenguaje, por fórmulas y géneros de espectáculo que son los del cine
comercial burgués, de tal manera que puede decirse que el cine, como producto original de la burguesía,
casi siempre ha respondido mejor a los intereses del capitalismo que a los del socialismo, a los de la
burguesía que a los del proletariado, a los de una sociedad de consumo que a los de una sociedad en
revolución, a la alienación que a la desalienación, a la hipocresía y a la mentira que a la verdad profunda...
El cine popular, a pesar de que cuenta con notables exponentes y con algunos fenómenos
excepcionales, no siempre ha logrado conjugar plenamente la ideología revolucionaria con la rnasi- vidad.
Por nuestra parte, no podemos aceptar un simple criterio cuantitativo para determinar la esencia de un
cine popular. Es cierto que, en última instancia, cuando hablamos de las grandes masas nos referimos al
pueblo. Pero un criterio semejante es tan amplio y tan vago que resultaría imposible introducir en el mis
mo cualquier tipo de valoración. El número de habitantes de un país o de un sector cualquiera de un país
no es más que un conjunto de personas que, consideradas así, en abstracto, carece de significación
alguna. Si pretendemos dar con un criterio concreto de lo popular es necesario saber qué representan
esas personas ubicadas no sólo en un lugar geográfico, sino en un tiempo histórico y en una clase
determinada. Es necesario distinguir en ese conjunto amplio cuáles son los grupos -las grandes masas-
que mejor encarnan, consciente o inconscientemente, las líneas de fuerza que configuran el desarrollo
histórico, es decir, que tienden hacia el mejoramiento incesante de las condiciones de vida en el planeta.
Y si el criterio para determinar lo popular toma como base esa distinción, podemos decir que su esencia
radica en que sea lo mejor para esas grandes masas, lo que mejor responde a sus intereses más vitales.
Es cierto que en ocasiones los intereses inmediatos obnubilan los mediatos y que suele perderse de vista
el objetivo final. Para precisar; lo popular debe responder no sólo al interés inmediato (que se expresa en
la necesidad de disfrute, de juego, de abandono de sí mismo, de ilusión...) sino que debe responder
también a la necesidad básica, el objetivo final: la transformación de la realidad y el mejoramiento del
hombre. De ahí que cuando hablamos de cine popular no nos referimos al cine que simplemente es
aceptado por el pueblo, sino a un cine que además exprese los intereses más profundos y más auténticos
del pueblo y que responda a ellos. De acuerdo con ese criterio -y si tenemos en cuenta que en una
sociedad dividida en clases el cine no puede dejar de ser un instrumento más de la clase dominante- un
cine auténticamente popular sólo puede desarrollarse plenamente en una sociedad donde los intereses
del pueblo coincidan con los intereses del Estado, es decir, en una sociedad socialista.
Durante la construcción del socialismo, cuando aún no ha desaparecido el proletariado como clase que
ejerce el poder a tra-
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vés de un complejo aparato estatal, y aún subsiste la diferencia entre la ciudad y el campo, y entre el
trabajo físico y el intelectual, cuando no han desaparecido del todo las relaciones mercantiles y junto a
ellas algunas manifestaciones -conscientes o inconscientes- de la ideología burguesa (y lo que es peor
aún: pequeñobur- guesa), cuando todavía no se cuenta más que con una base material insuficiente y,
sobre todo, mientras subsiste el imperialismo en alguna parte del mundo, la función social del arte adquiere
matices muy específicos de acuerdo con los objetivos y las necesidades más urgentes, más inmediatas
que se plantean los hombres cuando van sintiéndose dueños de su destino y trabajan por su realización 3.
Aquí el arte tiene como función contribuir al mejor disfrute de la vida -nivel estético- y esto lo lleva a cabo
no sólo a modo de paréntesis lúdico en medio de la realidad cotidiana, sino también como un
enriquecimiento de esa propia realidad; contribuir a una comprensión más profunda del mundo -nivel
cognoscitivo- lo cual conlleva el desarrollo de un criterio acorde con el camino que se ha trazado la
sociedad; y por último, contribuir también a reafirmar los valores de la nueva sociedad y,
consecuentemente, a luchar por su conservación y desarrollo -nivel ideológico-. Si bien es verdad que
durante esa etapa es el nivel ideológico el que obtiene la primacía, su eficacia estará en razón directa con
la eficacia del nivel estético y del nivel cognoscitivo.
Tratemos de ver cuáles pueden ser las vías más idóneas para que el cine, como manifestación
específica del arte, pueda transitar hacia esos objetivos.
DEL ESPECTÁCULO EN SU SENTIDO MÁS PURO AL «CINE DE IDEAS»
Lo mismo que ha sucedido en la literatura, en el cine se han ido estableciendo algunos géneros básicos
de acuerdo con las necesi-
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«Las doce sillas»
dades expresivas que exige cada material específico. Así, de igual manera que existe un periodismo -
periódicos y revistas- y una literatura de ficción y ensayística, con todos sus matices y variantes, sus
recursos y características propias, en el cine tenemos el noticiero, el cortometraje y el largometraje.
Muy superficialmente podemos advertir la afinidad que existe entre el noticiero y el periodismo diario,
entre el cortometraje y un tipo de artículos y reportajes que suelen aparecer en las revistas y entre el
largometraje y la literatura de ficción -novelas sobre todo- y también, cada vez más, el ensayo. Pero no es
preciso insistir ahora en las correspondencias y afinidades que resultan bastante obvias a primera vista.
Lo que nos interesa es precisar algunas de las peculiaridades de los géneros básicos cinematográficos y
subrayar el hecho de que -lo mismo que sucede también en la literatura- esta división es convencional y
las fronte
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ras que los separan no impiden el intercambio de recursos expresivos y de elementos propios entre unos
y otros.
El noticiero ofrece, sobre todo, la noticia directa sobre acontecimientos de la realidad del momento.
Algunos hechos con determinada significación son recogidos por la cámara y proyectados en la pantalla
a modo de información de lo que está sucediendo en el mundo. No suele realizar un análisis profundo de
la significación de los hechos, pero ya desde su misma selección y forma de exponerlos se está
manifestando un criterio político y, evidentemente, ideológico. Su vigencia en primera instancia,
determinada por el énfasis en la información, es muy limitada en el tiempo. Sin embargo, en una segunda
instancia, constituyen un material cuya importancia no es siempre previsible como testimonio de una
época. Es decir, pueden adquirir un valor histórico apreciable y constituir la materia prima para una
reelaboración analítica posterior. Esta doble función hace del noticiero un importantísimo instrumento
político. Aquí el énfasis está en los aspectos ideológicos (políticos) y cognoscitivos. El aspecto estético
está subordinado a ellos, lo cual no quiere decir que no exista en absoluto y que no pueda -o no deba-
jugar un papel decisivo en la mayor o menor eficacia de los otros dos aspectos.
El cortometraje ofrece más variantes. Puede tratarse de un reportaje eminentemente informativo o de
un documental donde los hechos -las imágenes y los sonidos- que se llevan a la pantalla no han sido
captados directamente del acontecimiento que se produce en la realidad, sino elaborados creativamente
por el realizador para sacar a la superficie de los mismos alguna significación más profunda, y en función
de un objetivo analítico. Aquí el aspecto cognoscitivo pasa a un primer plano. Es más, el cortometraje
puede enmarcar obras de ficción -pequeños poemas cinematográficos, la narración de una pequeña
historia, etc.-. Su duración en la pantalla (generalmente de 20 a 40 minutos) presupone una estructura
más elaborada que la del noticiero y una ma
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yor complejidad en el tratamiento del tema. Consecuentemente posibilita una mayor profundización tanto
en la información como en el análisis. Por eso su vigencia -su trascendencia- es mayor y el aspecto
estético suele cobrar cierta relevancia.
El largometraje es generalmente de ficción: historias totalmente creadas a partir de una idea
preconcebida y desarrolladas sobre la base de principios dramáticos. Todo esto, repetimos, responde a
una convención establecida que puede ser, por lo tanto, lo mismo un apoyo que un freno para la más
coherente concreción de la idea que sirve como punto de partida. Por otro lado, se ha desarrollado
bastante entre nosotros una modalidad del largo- metraje documental en el que los acontecimientos de la
realidad suelen ser recreados o mostrados tal como puede captarlos la cámara directamente en el
momento de producirse y dispuestos de tal manera que funcionen como elementos de una estructura
compleja a través de la cual se puede ofrecer un análisis más profundo de algún aspecto de la realidad.
Incluso un reportaje puede alcanzar las dimensiones de un largometraje, pero se trata de una modalidad
menos frecuente y generalmente condicionada por la importancia excepcional de los acontecimientos
registrados por la cámara, los cuales sufren en la pantalla un proceso de ordenamiento que puede propiciar
una mejor comprensión de los mismos.
Es interesante señalar que la programación normal en los cines generalmente se compone de un
noticiero, un documental (o reportaje) de cortometraje y un largometraje de ficción. De esta manera los
distintos géneros básicos y complementarios se presentan de una sola vez y el espectador puede
atravesar distintos niveles de mediación que lo aproximan o alejan de la realidad y que pueden propiciar
una mayor comprensión de la misma. Este juego de aproximaciones que se produce a través de los
distintos géneros dentro de una misma sesión cinematográfica no siempre responde a la máxima
coherencia ni alcanza el más alto nivel de
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«productividad» porque se trata de obras que han sido realizadas independientemente unas de otras y
que sólo encuentran posibilidad de relacionarse a posteriori. Sin embargo, esta posibilidad de relación
mutua arroja luz sobre lo que puede lograrse en ese sentido dentro de los marcos de una misma obra en
cuya elaboración se tenga en cuenta toda esta amplia gama de niveles de aproximación a la realidad.
Vamos a centrar nuestra atención en aquel género que mejor responde al concepto de «espectáculo»
y que constituye el producto básico de cualquier programa: el largometraje de ficción.
Antes de seguir debemos situar a un lado un género muy específico: el cine educativo. Aquí, aun
cuando se opere con los mismos elementos y recursos del cine-espectáculo, éstos se organizan en función
de un objetivo especial: complementar, ampliar o ilustrar de una manera directa la enseñanza pofesoral.
Es afín, por lo tanto, al libro de texto, pero no sustituye. La actitud del alumno frente al cine educativo es
radicalmente distinta de la del espectador frente al cine-espectáculo. Aquélla exige un esfuerzo consciente
y dirigido hacia la adquisición de un conocimiento específico. El espectador, en cambio, se acerca al
espectáculo para llenar su tiempo libre, es decir, para descansar, divertirse, entretenerse, disfrutar... Y si
recibe algún conocimiento, éste es de otro orden y no constituye la motivación fundamental.
Ahora bien, sin salimos de los marcos del cine-espectáculo -y más específicamente, de lo que se ha
dado en llamar cine de ficción- se nos ofrecen distintas posibilidades en relación con el énfasis que puede
darse a su condición como espectáculo o como vehículo de ideas, teniendo en cuenta que siempre, en
alguna medida, el espectáculo es portador de ideología.
Una interpretación superficial de la tesis de que la función del cine -del arte en general- en nuestra
sociedad es la de proporcionar un «disfrute estético» a la vez que contribuir a «elevar el nivel cultural del
pueblo»4 ha llevado a algunos reiteradamente
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a promover formulas aditivas en las que el contenido «social» (lo que se entiende como el aspecto
educativo, formador de una conciencia revolucionaria y también a veces la simple difusión de una
consigna) debe ser introducido en una forma atractiva, es decir, debe ser aderezado, adobado de tal
manera que resulte agradable al paladar del consumidor. Algo así como producir una especie de papilla
ideológica de fácil digestión, lo cual evidentemente no es más que una solución simplista que contempla
la forma y el contenido como dos ingredientes separados que pueden mezclarse en justa proporción de
acuerdo con una receta ideal y que considera al espectador como un ente pasivo. Esto no puede conducir
a otra cosa que a la burocratización de la actividad artística y no tiene nada que ver con una concepción
dialéctica del proceso de integración orgánica forma-contenido, en el que ambos aspectos se hallan
indisolublemente unidos, y a la vez que se contraponen, se interpenetran y hasta pueden llegar a
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suplantarse en medio de ese juego recíproco. Es decir, se trata de un proceso complejo y rico en
contradicciones y en posibilidades de desarrollo, en el que los aspectos formales, estéticos y emotivos de
un lado, y los aspectos contenutísticos, educativos y racionales de otro, presentan afinidades, pero
también peculiaridades propias, y las diversas modalidades de su interacción mutua (en la medida en que
sea orgánica, consecuente con las premisas que la generan es lo que da lugar a los distintos niveles de
«productividad» (en el sentido de funcionalidad, operatividad, cumplimiento de la función asignada...), en
su relación con el espectador.
Más adelante haremos algunas consideraciones sobre la relación entre el espectáculo cinematográfico
y el espectador y trataremos de desentrañar algunos mecanismos a través de los cuales se da esa
relación. Por ahora nos interesa destacar solamente que esos distintos niveles de productividad -o
funcionalidad que puede ofrecer el espectáculo y que se derivan en primer lugar de la manera como se
distribuye el énfasis entre los aspectos mencionados anteriormente- no son niveles excluyentes. Es decir,
el cine (y sólo nos referiremos desde ahora al largometraje de ficción) es, en primera instancia, un
espectáculo. Su función como espectáculo -en su sentido más puro- es divertir, entretener, propiciar un
disfrute a través de la representación de hechos, situaciones, aspectos diversos que tienen su punto de
partida en la realidad -en su sentido más amplio- y que constituyen una ficción, una realidad otra, distinta,
nueva, la cual va a enriquecer o ensanchar la realidad establecida (conocida) hasta ese momento.
El simple espectáculo es sano en la medida en que no constituya un obstáculo para el desarrollo
espiritual del espectador. Pero no hay que olvidar que en medio de una sociedad inmersa en la lucha de
clases, el espíritu de recreación que anima el espectáculo tiende en alguna medida a reforzar los valores
establecidos, cualesquiera que éstos sean, pues funcionan generalmente como
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válvula de escape frente a los problemas y las tensiones que genera una realidad conflictiva. En este nivel
el acento recae sobre el aspecto emotivo en general. Es decir, el espectáculo en su sentido más puro sólo
se propone suscitar emociones en el espectador y proporcionar así un disfrute sensorial como el que
puede proporcionar, digamos, una competencia deportiva. Esto no puede ser mirado con desconfianza,
más que cuando de la ligereza se pasa a la tontería, de la alegría a la frivolidad, del sano erotismo a la
pornografía... y cuando, tras la apariencia de simple entretenimiento se convierte en vehículo de afirmación
de rasgos culturales de la burguesía, cuando -consciente o inconscientemente- encarna la ideología
burguesa. Es decir, aun el cine llamado «de entretenimiento», el cine que aparentemente «no dice nada»,
el simple objeto de consumo, puede cumplir también la función de enriquecer espiritualmente al
espectador en la más elemental medida si no conlleva -para decirlo con una expresión acuñada-
«desviaciones ideológicas». No es lo mismo -no debe ser- el sentido que tiene el consumo en una sociedad
capitalista que en una sociedad socialista.
Pero si queremos ir más lejos, si queremos que el cine sirva para algo más (o para lo mismo, pero más
profundamente), si queremos que cumpla más cabalmente su función (estética, social, ética,
revolucionaria...) debemos procurar que constituya un factor de desarrollo del espectador. El cine será
más fecundo en la medida en que empuje al espectador hacia una más profunda comprensión de la
realidad y consecuentemente, en la medida en que lo ayude a vivir más activamente, en la medida en que
lo incite a dejar de ser un mero espectador ante la realidad. Para eso debemos apelar no sólo a la emoción,
al sentimiento, sino también a la razón, al intelecto. En este caso ambas instancias deben coexistir
indisolublemente unidas, de tal manera que alcancen a provocar auténticas «sacudidas y
estremecimientos de la razón», como diría Pascal.
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No se trata, por tanto, de cualquier emoción a la que se puede añadir una dosis de razón, de ideas, de
«contenido», sino de la emoción ligada al descubrimiento de algo, a la comprensión racional de algún
aspecto de la realidad. Tal emoción es cualitativamente distinta de las que suscita el simple espectáculo
(el suspense, las persecuciones, el terror, las situaciones sentimentales, etc.) aunque bien puede ser
reforzada (u obstaculizada) por éstas.
Por otra parte, es bueno recordar que cuando el cine, en el proceso bien intencionado de plasmar sus
objetivos -el cumplimiento cabal de su función social-, descuida su función como espectáculo y apela
exclusivamente a la razón (al esfuerzo intelectual del espectador) reduce notablemente su eficacia, pues
está olvidando un aspecto esencial del mismo: el disfrute.
El desarrollo del arte se expresa no sólo en un cambio sucesivo de sus funciones, de acuerdo con las
distintas formaciones sociales que lo generan a lo largo de la historia, sino también como un
enriquecimiento y complejización de los recursos de que dispone. Desde el artista mago de las cavernas
hasta el artista de la era científica el objeto artístico ha desempeñado diversas funciones. Así ha ejercido
sucesivamente la función de instrumento de dominación de fuerzas naturales, o de una clase por otra, de
afirmación de una idea, de comunicación, de autoconciencia, de conciencia crítica, de celebración, de
evasión de la realidad o de compensación, de simple goce estético... En cada momento histórico se coloca
el acento en una u otra función y se niegan otras. Sin embargo, no hay que olvidar que todas forman un
solo cuerpo de experiencia acumulada y de todas subsiste algún elemento valioso que va a enriquecer a
las demás. Los distintos niveles de comprensión (o de interpretación) de la obra artística se superponen y
expresan la acumulación de múltiples funciones a través de la historia. Así, el artista de las cavernas
subsiste en todo el arte verdadero y si nunca fue eficaz para atraer al bisonte real, sí pudo serlo para
movilizar a los cazadores. La sugestión sigue operando
54
Gutiérrez Alea en un intermedio de la filmación de «Cumbite»
con mayor o menor éxito de acuerdo con las circunstancias específicas de cada obra particular. No es otra
la operación que realizan tantas obras artísticas que prefiguran la victoria sobre el enemigo y exaltan el
valor de los guerreros. Pero el decursar de la historia nos ha dado otro tipo de artista que opera también
con la razón, con la comprensión y que en determinadas circunstancias alcanza plenamente su objetivo.
Las diversas funciones que ha desempeñado el arte han enriquecido la actividad artística con nuevos
recursos expresivos. El magnífico arsenal de recursos acumulados a través de la historia y de los que
dispone el arte contemporáneo le permite ejercer sus funciones a cabalidad en todos los niveles de
comprensión, sugestión y disfrute.
55
ESPECTÁCULO Y REALIDAD. LO EXTRAORDINARIO Y LO COTIDIANO
A propósito de esos filmes que suelen verse por la TV y frente a los cuales un hombre maduro puede
llegar a sentirse incómodo porque no les encuentra un sentido, porque no puede relacionarlos
coherentemente con la compleja imagen del mundo que se ha ido formando a lo largo de su vida, surge
fácilmente la pregunta: «¿Es que eso tiene algo que ver con la realidad?» A lo cual podría contestar un
niño con otra pregunta: «¿No se trata de una película?» Las preguntas quedan en el aire, naturalmente.
Sería ardua tarea explicar a un niño cómo para un hombre maduro la esfera de la realidad se va
delimitando cada vez más y cómo hay cosas que van quedando fuera de tal modo que su imagen del
mundo llega a ser muy diferente de la que puede tener un niño. El hombre maduro va apartando capas
más o menos aparenciales de la realidad para acercarse cada vez más a su esencia y discrimina y valora
sus distintos aspectos como consecuencia de un conocimiento cada vez más profundo de la misma. De
ahí su probable insatisfacción frente a una película. Pero es que, por otra parte, la pregunta del niño no
permite una respuesta rápida y superficial. Ciertamente, la película es una cosa y la realidad otra. No
puede olvidarse uno de que ésas son las reglas del juego. Claro que no están -no pueden estar-
completamente divorciadas una de otra: la película también forma parte de la realidad y, como toda obra
del hombre que se inscribe en el campo del arte, es una manifestación de la conciencia social y constituye,
al mismo tiempo, un reflejo de la realidad.
Con relación al cine se presenta una circunstancia que puede resultar engañosa: los signos que emplea
el lenguaje cinematográfico no son más que imágenes de aspectos separados de la realidad misma, no
colores, líneas, sonidos, texturas, formas, sino objetos, personas, situaciones, gestos, locuciones... -que
de esta
56
manera, liberados de sus connotaciones habituales, cotidianas, se cargan de nuevo significado en el
contexto de la ficción-. Es decir, el cine capta la imagen de aspectos aislados de la realidad. No es una
simple copia mecánica: no capta la realidad misma en toda su amplitud y profundidad. Pero al cine le es
dado alcanzar un alto grado de profundización y generalización mediante la posibilidad de encontrar
nuevas relaciones entre esas imágenes de aspectos aislados. Estos aspectos cobran así una nueva
significación -una significación no completamente ajena a ellos, y que puede llegar a ser más profunda y
reveladora- al relacionarse con otros aspectos y producir choques y asociaciones que en la realidad misma
están diluidos y opacados por su alto grado de complejidad y por el acomodamiento cotidiano. Ahí
podemos encontrar el germen de una operación reveladora, destinada a alcanzar un nivel de complejidad
y riqueza siempre creciente, y que es específica del cine, por cuanto se trata de un lenguaje que se nutre
de la realidad y la refleja a través de imágenes de objetos reales que se dan a la vista y al oído, como si
se tratara de un gran espejo ordenador y selectivo. Esta manera de ver la realidad a través de la ficción
proporciona al espectador la posibilidad de apreciarla, de disfrutarla y comprenderla mejor.
Pero eso no debe confundirnos. El realismo del cine no está en su presunta capacidad para captar la
realidad «tal como ella es» (que no es sino «tal como ella aparenta ser»), sino en su capacidad para
revelar, a través de asociaciones y relaciones de diversos aspectos aislados de la realidad -es decir, a
través de la creación de una «nueva realidad»- capas más profundas y esenciales de la realidad misma.
De manera que podemos establecer una diferencia entre la realidad objetiva que nos ofrece el mundo, la
vida, en su sentido más amplio, y la imagen de la realidad que nos ofrece el cine desde los estrechos
marcos de la pantalla. Una sería la verdadera realidad y la otra sería la ficción.
57
Nos interesa destacar ahora cómo el espectáculo cinematográfico brinda al espectador una imagen de
la realidad que pertenece a la esfera de la ficción, de lo imaginario, de lo que no es real, y en ese sentido
se da en relativa oposición a la realidad misma dentro de la cual se inserta. Claro que la esfera de lo real
en su acepción más amplia incluye la vida social y todas las manifestaciones culturales del hombre. Incluye
por tanto la esfera de la ficción misma, del espectáculo -en tanto que objeto cultural-. Pero, en rigor, se
trata de dos esferas diversas, cada una con sus peculiaridades, y podemos caracterizarlas, no sólo como
dos aspectos de la realidad, sino como dos momentos en el proceso de aproximación a su esencia. El
espectáculo puede concebirse entonces como una mediación en el proceso de penetración de la realidad.
El momento del espectáculo correspondería al momento de la abstracción en el proceso del conocimiento.
El espectáculo artístico se inserta en la esfera cotidiana de la realidad (la esfera de lo continuo, lo
estable, de relativo reposo...) como momento extraordinario, como ruptura, y se le opone como i-realidad,
como realidad-otra, en tanto se mueve y se relaciona con el espectador en un plano ideal. (En este ser
idealidad -extrañamiento ante lo cotidiano, modelación- se expresa su carácter inusitado, extraordinario.
De modo que el espectáculo no se opone a lo típico, sino que es capaz de encarnarlo en tanto que proceso
selectivo y exacerbación de rasgos relevantes -significativos- de la realidad). No puede decirse, por tanto,
que es una extensión de la realidad (cotidiana), sino, en todo caso, una extensión de la realidad subjetiva
(del artista y del espectador) en la medida en que es una objetivación del contenido ideológico y emocional
del hombre.
El cine puede acercar al espectador a la realidad sin dejar de asumir su condición de irrealidad, ficción,
realidad-otra, siempre que tienda un puente hacia ella para que el espectador regrese cargado de
experiencia y estímulo. La suma de vivencias, infor-
58
madones y, en conjunto, de experiencias, que se dan al espectador a través de esa relación, puede
quedarse sólo en eso -nivel más o menos activo del reflejo, nivel sensorial...- pero puede también
desencadenar en aquél, una vez que deja de ser espectador y se enfrenta al otro lado de la realidad (el
que le es propio, su realidad cotidiana) una serie de razonamientos, juicios, ideas y, consecuentemente,
una mayor comprensión de la misma y una adecuación de su conducta, de su actividad práctica. La
respuesta del espectador sucede al momento de espectáculo, es un efecto del espectáculo... 5
El espectáculo socialmente más productivo no puede ser, claro, el que se limite a un reflejo más o
menos preciso («veraz», servil...) de la realidad tal como ésta se presenta en su inmediatez. Un
espectáculo así no sería otra cosa que una duplicación de la imagen que tenemos de la realidad, una
redundancia, en suma, y como tal, carecería de sentido. No podría decirse siquiera que se trata de un
espectáculo. Si establecemos que el espectáculo propiamente tal, es decir, el que se manifiesta a través
de lo que hemos dado en llamar ficción, se inserta como momento de ruptura, de alteración en medio de
la realidad cotidiana, y en ese sentido se opone a ella, la niega, debemos establecer muy claramente en
qué debe consistir esa negación de la realidad para que resulte socialmente productiva.
Cuéntase que un pintor -chino, por más señas- pintó una vez un hermoso paisaje en el que podían
verse montañas, ríos, árboles... dispuestos con tal gracia, de acuerdo con lo que su imaginación le había
dictado, que sólo faltaba hacer sentir el canto de los pájaros y el paso del viento entre las ramas para que
la ilusión de estar ante un verdadero paisaje y no ante una pintura fuese completa. El pintor, una vez que
lo hubo terminado se quedó arrobado contemplando aquel paisaje que había salido de su cabeza, de sus
manos... Se extasió de tal manera que empezó a avanzar hacia la pintura y llegó a sentirse rodeado por
el paisaje:
60
caminó entre los árboles, siguiendo el curso de los ríos y se alejó cada vez más entre las montañas hasta
que desapareció detrás del horizonte.
Un maravilloso final para un artista creador, probablemente. Pero semejante experiencia de éxtasis
estético para un espectador cualquiera debe estar condicionado a que no pierda el camino de regreso y
pueda volver a la realidad enriquecido espiritualmente y estimulado para vivir mejor en ella. Porque tal
como se ofrece, con todo su misterioso encanto, el paisaje del pintor chino representa la negación absoluta
de la realidad y, consecuentemente -manteniéndonos siempre en el plano de la metáfora-, la muerte o la
locura.
Podríamos caracterizar a un espectáculo que ejerciera ese tipo de fascinación sobre el espectador
como una «negación metafísica» de la realidad, es decir, una negación que persigue la abolición de la
realidad a través de un acto de evasión. Tampoco ése sería, por supuesto, el tipo de espectáculo
socialmente más productivo.
Ese ha sido durante mucho tiempo el tipo ideal de espectáculo para una clase esencialmente hipócrita
e impotente que ha sido capaz, por otra parte, de inventar los mecanismos de justificación más sofisticados
para tratar de ocultarse a sí misma los estratos más profundos de una realidad que no puede -o no quiere-
cambiar. Pero ése no es el caso en una sociedad que se construye a sí misma sobre nuevas bases, que
se propone acabar con todo vestigio de explotación del hombre por el hombre, que exige una participación
activa de todos sus miembros y un consecuente desarrollo de la conciencia social de cada uno. Aquí, a la
negación metafísica, que persigue la abolición de la realidad a través de un acto de evasión, es preciso
oponer la negación dialéctica, que persigue la transformación de la realidad a través de la práctica
revolucionaria. Como dice Engels: «Negar, en dialéctica, no consiste lisa y llanamente en decir no, en
declarar que una cosa no existe o
61
en destruirla caprichosamente.» Y más adelante: «Cada clase de cosas tiene, por tanto, su modo peculiar
de ser negada de tal manera que engendre un proceso de desarrollo, y lo mismo ocurre con las ideas y
los conceptos.»6 De manera que un espectáculo socialmente productivo será aquél que niega la realidad
cotidiana (los falsos valores cristalizados de la conciencia cotidiana, de la conciencia ordinaria) y a la vez
sienta las premisas de su propia negación, es decir, su negación como sustituto de la realidad y como
objeto de contemplación. No se ofrece como simple vía de escape o consuelo para el espectador
atribulado, sino propicia el regreso del espectador a la otra realidad -la que lo empujó a relacionarse
momentáneamente con el espectáculo, a abstraerse, a disfrutar, a jugar... no complacido, tranquilo,
descargado, apaciguado, inerme, sino estimulado y armado para la acción práctica. Es decir, aquél que,
a través del disfrute, constituye un factor en el desarrollo de la conciencia del espectador, en tanto lo
mueve a dejar de ser simple espectador pasivo (contemplativo) frente a la realidad.
EL ESPECTADOR CONTEMPLATIVO Y EL ESPECTADOR ACTIVO
El espectáculo es esencialmente un fenómeno destinado a la contemplación.
El hombre, reducido momentáneamente a la condición de espectador, contempla un fenómeno peculiar
cuyos rasgos característicos apuntan hacia lo insólito, lo extraordinario, lo excepcional, lo fuera-de-lo-
común.
Es cierto que también algunos fenómenos de la realidad -fenómenos naturales o sociales- pueden
manifestarse espectacularmente: guerras, demostraciones de masas, fuerzas desencadenadas de la
naturaleza, paisajes grandiosos... Constituyen un
62
«Cumbite»
espectáculo en la medida en que rompen la imagen habituai que se tiene de la realidad. Ofrecen una
imagen no familiar, magnificada, reveladora, al hombre que los contempla: el espectador. Y de la misma
manera que la realidad puede manifestarse espectacularmente, el espectáculo propiamente dicho, el que
el hombre se da a sí mismo como un juego o una expresión artística, puede ser más o menos espectacular
en la medida en que se aleje o se acerque a la realidad cotidiana. Pero en todo caso, el espectáculo existe
como tal en función del espectador; éste es, por definición, un ser que contempla y su condición está
determinada no sólo por las características propias del fenómeno sino por la posición que ocupa el
individuo (sujeto) en relación con el mismo. Se puede ser actor o espectador frente al mismo fenómeno.
63
¿Quiere esto decir que el espectador es un ser pasivo?
Sabemos que en un sentido general, no sólo todo conocimiento, sino todo el complejo de intereses y
valores que constituyen la conciencia, se conforma y se desarrolla, tanto desde el punto de vista histórico-
social como individual, siguiendo un proceso que tiene como punto de partida el momento de la
contemplación -conciencia sensorial- y que culmina en el momento de la conciencia racional o teórica.
Podríamos decir entonces que la condición de espectador como momento en el proceso de apropiación o
interiorización por el sujeto de la realidad -que incluye, por supuesto, la esfera de la cultura, producto de
la propia actividad humana-, es fundamental.
Pero sabemos también que la contemplación misma no constituye una simple apropiación pasiva por
el individuo, que responde a una necesidad humana de mejorar las condiciones de vida y entraña ya una
cierta actividad. Esa actividad puede ser mayor o menor en dependencia no sólo del sujeto y de su
ubicación social e histórica, sino también -y es lo que nos interesa destacar ahora- de las peculiaridades
de objeto contemplado y de cómo éstas pueden constituir un estímulo para desencadenar en el espectador
una actividad de otro orden, una acción consecuente más allá del espectáculo.
Así, cuando hablamos de espectador «contemplativo» nos referimos a aquél que no rebasa el nivel
pasivo-contemplativo; en tanto que el espectador «activo» sería aquél que, tomando como punto de
partida el momento de la contemplación viva, genera un proceso de comprensión crítica de la realidad
(que incluye el espectáculo, por supuesto) y consecuentemente una acción práctica transformadora.
El espectador que contempla un espectáculo está ante el producto de un proceso creativo de una
imagen ficticia que tuvo su punto de partida también en un acto de contemplación viva de la realidad
objetiva por parte del artista. De manera que el espec-
64
táculo puede ser contemplado directamente como un objeto en sí, como un producto de la actividad
práctica del hombre; pero también el espectador puede remitirse al contenido más o menos objetivo que
refleja el espectáculo, el cual funciona entonces como una mediación en el proceso de comprensión de la
realidad.
Cuando la relación se produce sólo en el primer nivel, es decir, cuando el espectáculo es contemplado
como un objeto en sí y nada más, el espectador «contemplativo» puede satisfacer una necesidad de
disfrute, de goce estético, pero su actividad, expresada fundamentalmente en una aceptación o rechazo
del espectáculo, no rebasa el plano cultural. Éste se ofrece entonces como simple objeto de consumo y
toda referencia a la realidad social que lo condiciona se reduce a una afirmación de sus valores, o, en
otros casos, a una «crítica» complaciente.
En la sociedad capitalista el típico espectáculo cinematográfico de consumo lo constituye la comedia
ligera o el melodrama cuyo remate invariable, el happy end ha sido -y sigue siendo en alguna medida- un
arma ideológica de cierta eficacia para alentar y consolidar el conformismo en grandes sectores del pueblo.
Después de una trama en la que, a través de numerosas peripecias se nos hace sentir que son
amenazados en la persona del héroe que los encarna, los valores estables de la sociedad, los que
conforman en el plano ideológico su fisonomía, es decir aquéllos que (casi nunca se tiene conciencia de
por qué) se han convertido en ideas sagradas, en objeto de culto y veneración (la patria como noción
abstracta, la propiedad privada, la religión, y en general todo lo que constituye la moral burguesa), al final
se salvan y abandonamos la sala de espectáculos con la sensación de que todo está muy bien y que no
es preciso cambiar nada. Se ha tendido un velo tras otro sobre la realidad que hace que los hombres no
puedan ser felices y tengan que convertir lo que podría ser un divertido juego, un sano entretenimiento,
en un intento de evasión al que se lanza el individuo
65
atrapado en una red de relaciones que le impide reconocerse y realizarse plenamente.
El espectáculo como refugio frente a una realidad hostil no puede sino colaborar con todos los factores
que sostienen semejante realidad en la medida en que actúa como pacificador, como válvula de escape,
y condiciona un espectador contemplativo frente a la realidad. El mecanismo es demasiado obvio y
transparente y ha sido denunciado con harta frecuencia7. Y se han propuesto múltiples vías de salida para
tan irritante situación que invierte el rol del espectador-sujeto y lo somete a la triste condición de objeto.
El descrédito del happy end en medio de una realidad cuya simple apariencia desmentía violentamente
la imagen color rosa que se quería vender hizo que se acudiera a otros mecanismos más sofisticados. El
más espectacular, sin duda, ha sido el happening, que lleva el juego con el espectador a un plano
presuntamente corrosivo para una sociedad enajenante y represiva. No sólo se propone dar la oportunidad
al espectador para que participe, sino que lo arrastra aún contra su voluntad y lo involucra en acciones
«provocadoras» y «subversivas», pero todo eso, claro, dentro del espectáculo, donde cualquier cosa
puede suceder, donde muchas cosas -hasta mujeres, en casos extremos- pueden ser violadas, y donde
se enseñorea lo insólito, lo inesperado, la sorpresa, el exhibicionismo... Más allá de eso, puede tener el
valor de un rito que ayuda a condicionar una conducta determinada, y en general resulta muy divertido,
sobre todo para aquéllos que pueden darse el lujo, entre otros, de mirar las cosas desde arriba, porque
indudablemente les proporciona un alivio ya que, a pesar de la apariencia truculenta e inquietante que
puede ofrecer a primera vista, constituye un expediente ingenioso que ayuda, en última instancia, a
prolongar la situación, a no cambiar nada, es decir, a ir tirando mientras los de abajo se ponen de acuerdo.
66

«Cumbite»

En el espectáculo cinematográfico, desde luego, este tipo de recurso para facilitar o provocar la
«participación» del espectador sobre bases de aleatoriedad no tiene cabida. Y sin embargo, el problema
de la participación del espectador sigue en pie y reclama una solución también dentro -o mejor, a partir-
del espectáculo cinematográfico, lo cual pone al descubierto el enfoque simplista con que muchas veces
ha sido abordado este problema. Lo primero que nos revela esta inquietud es algo que frecuentemente se
olvida y que sin embargo, tiene el carácter de verdad axiomática: La respuesta que interesa del espectador
no es sólo la que puede dar dentro del espectáculo, sino la que debe dar frente a la realidad. Es decir, lo
que interesa fundamentalmente es la participación real, no la participación ilusoria.
67

Cuando se atraviesan períodos de relativa estabilidad en una sociedad dividida en clases, la


participación social del individuo es mínima. De una manera u otra, bien por la coacción física, moral o
ideológica, el individuo es manipulado como un objeto más y su actividad sólo tiene lugar en los marcos
de la producción directa de bienes materiales que en su mayor parte van a servir para satisfacer las
necesidades de la clase explotadora. Fuera de esos marcos su actuación es ilusoria. Por otra parte, en
momentos de exacerbación de la lucha de clases crece el nivel de participación general, al mismo tiempo
que se produce un salto en el desarrollo de la conciencia social. Es en esos momentos de ruptura -
momentos extraordinarios- que se producen hechos espectaculares en la realidad social frente a los
cuales el individuo toma partido en consonancia con sus intereses. Es sin duda, sobre todo en esas
circunstancias, que se revelan con todo su peso las palabras de Aimé Cesaire cuando nos habla de la
«actitud estéril del espectador»8. Es decir, la realidad exige que se tome partido frente a ella y esa
exigencia está en la base de la relación del hombre con el mundo en todo momento, a todo lo largo de la
historia. Si asumimos consecuentemente el principio de que «el mundo no satisface al hombre y éste
decide cambiarlo por medio de su actividad»9 debemos tener presente que esa actividad del hombre, esa
toma de partido que se traduce en acción práctica transformadora, está condicionada por el tipo de
relaciones sociales de cada momento. Y en nuestro caso, una sociedad donde se construye el socialismo,
también exige una actividad partidista y un nivel creciente de participación en la vida social a todos los
individuos que la componen. Este proceso sólo es posible si va aparejado con un consecuente desarrollo
de la conciencia social. El espectáculo cinematográfico se inscribe dentro de ese proceso en tanto refleja
una tendencia de la conciencia social que implica al propio espectador y puede operar frente a éste como
un estímulo, pero también como un obstáculo, para la acción consecuente. Y cuan
68
do hablamos de una acción consecuente nos referimos a ese tipo específico de participación,
condicionada histórica y socialmente, una participación concreta que implique una respuesta adecuada a
problemas de la realidad social y en primer lugar aquéllos que se sitúan en el plano ideológico y político.
De lo que se trata entonces es de estimular y encauzar la acción del espectador en el sentido en que se
mueve la historia, por el camino del desarrollo de la sociedad.
Para provocar semejante respuesta en el espectador, es necesario, como condición primera, que en
el espectáculo se proble- matice la realidad, se expresen y se transmitan inquietudes, se abran
interrogantes. Es decir, es necesario un espectáculo «abierto».
Pero el concepto de «apertura» es demasiado amplio, se sitúa en todos los niveles de operatividad de
la obra artística y por sí mismo no garantiza una participación consecuente en el espectador. Cuando se
trata de un espectáculo abierto que plantea inquietudes no sólo estéticas -como fuente de goce activo-
sino conceptuales e ideológicas, se convierte (sin dejar de ser un juego en el sentido en que lo es todo
espectáculo) en una operación seria porque incide en el plano de la realidad más profunda.
Sin embargo, para lograr el máximo de eficacia y funcionalidad no basta que se trate de una obra
abierta -en el sentido de indeterminada-. Es necesario que la obra misma sea portadora de aquellas
premisas que pueden llevar al espectador hacia una determinación de la realidad, es decir, que lo lance
por el camino de la verdad hacia lo que puede llamarse una toma de conciencia dialéctica sobre la realidad.
Puede operar entonces como una verdadera «guía para la acción». No hay que confundir apertura con
ambigüedad, inconsistencia, eclecticismo, arbitrariedad...
Y ¿en qué se apoya el artista para concebir un espectáculo que no sólo proponga problemas, sino que
señale al espectador la vía que debe recorrer para descubrir por sí mismo un nivel más
69
alto de determinación? Indudablemente aquí el arte debe hacer uso del instrumental desarrollado por la
ciencia en la tarea investigati- va y aplicar todos los recursos metodológicos que están a su alcance y que
le pueden proporcionar la teoría de la información, la lingüística, la psicología, la sociología, etcétera. El
espectáculo, en tanto que se convierte en el polo negativo de la relación realidad- ficción, debe desarrollar
una estrategia adecuada a cada circunstancia y no debemos olvidar que en la práctica el espectador no
puede ser considerado como una abstracción, sino que está condicionado histórica y socialmente de tal
manera que el espectáculo ha de dirigirse en primera instancia a un espectador concreto, frente al cual
puede desplegar al máximo su potencialidad operativa.
IDENTIFICACIÓN Y DISTANCIAMIENTO, ARISTÓTELES Y BRECHT
Vemos a Tarzán que salta de árbol en árbol, atraviesa a nado un río cuajado de cocodrilos, corre en medio
de una lluvia de flechas que le lanzan sus enemigos, los negros, que tienen prisionera a su compañera.
Tarzán emite el inconfundible grito de la selva y acuden los animales en su ayuda. La mona Chita participa
exteriorizando más que los demás los distintos estados de ánimo que provoca la aventura (el disgusto, la
tristeza, el miedo, la confianza, la alegría, el entusiasmo...) y Tarzán sonríe finalmente, después que ha
matado algunos negros, ha hecho huir a los demás, y ha logrado rescatar a su compañera.
Frente a la pantalla donde se proyectan esas escenas -y esto ha sido así durante mucho tiempo en
cualquier parte del mundo- un público donde puede haber blancos y negros: todos vibran al unísono,
contienen el aliento en los momentos de mayor peligro, y se alegran al final, cuando Tarzán besa a su
compañera y Chita aplaude.
70
«Cumbite»
¿Qué ha pasado? ¿A través de qué mecanismo se puede lograr que un público indiferenciado,
compuesto por gente de todas las edades, colores, profesiones, sexos, clases, etcétera, sientan las
mismas emociones frente a un hecho cuyo significado profundo atenta contra la integridad moral de por
lo menos una buena parte del mismo? ¿Qué hace que ese significado profundo no trascienda al plano de
la conciencia? ¿Hasta qué punto puede ser adormecida la conciencia de clase del espectador en el
momento del espectáculo?
Hay quien piensa, con la mayor buena fe, que si sustituimos a Tarzán por un héroe revolucionario
podremos lograr más adhesiones para la causa de la revolución, sin darse cuenta de que en sí el
mecanismo de identificación o empatia con el héroe, si se
71
absolutiza coloca al espectador en el punto en que lo único que distingue es «malos» y «buenos» y se
identifica naturalmente con los últimos, sin entrar en consideraciones sobre lo que verdaderamente
representa el personaje. Resulta entonces intrínsecamente reaccionario porque no opera en el nivel de la
conciencia del espectador: lejos de eso, tiende a adormecerla. (La comunicación se produce en todos los
niveles posibles y los recursos expresivos son válidos en la medida en que sean efectivos,
independientemente del canal que recorran. Pero sucede que cuando se absolutiza el recurso de
identificación, se está cerrando el paso a la comunicación racional. Es en este sentido que decimos que
se realiza una operación reaccionaria, por muy dirigida que esté hacia objetivos revolucionarios.). Bueno
es decir desde ahora que todo el teatro -antes y después de Brecht- se apoya en alguna medida en ese
recurso.
Bertolt Brecht, a quien con justicia podríamos otorgar el sobrenombre de «azote de fascinadores», fue
el que más sistemáticamente llamó la atención sobre este hecho que venía ocurriendo en el teatro
occidental desde los tiempos de los griegos y que limitaba extraordinariamente la función social (política
e ideológica) del espectáculo tal como podía entenderla un marxista alemán que vivió en su juventud todo
el proceso de agudización de la lucha de clases en la Alemania de entre guerras y la subsiguiente
ascensión del fascismo. Opuso lo que llamó «dramática no aristotélica» a la tradicional concepción de la
dramaturgia, basada, según él, en el recurso de identificación:
Puede definirse como dramática aristotélica -definición de la cual se deriva la de dramática no aristotélica-
toda dramática que encuadre en la definición de tragedia contenida en la Poética de Aristóteles. (...) A
nuestro parecer, lo más interesante desde el punto de vista social es el fin que Aristóteles atribuye a la
tragedia: la catarsis, la depuración del especta-
72
dor de todo miedo y compasión, por medio de actos que provocan miedo y compasión. Esta depuración
se cumple por obra de un acto psíquico muy particular: la identificación emotiva del espectador con los
personajes del drama, recreados por los actores. Decimos que una dramática es aristotélica cuando
produce esta identificación, utilice o no las reglas suministradas por Aristóteles para lograr dicho efecto10.
Y más adelante:
...es forzoso suponer que [la catarsis| se basaba en alguna forma de identificación. Porque una posición
libre, crítica, del espectador, orientada hacia soluciones puramente terrenales de los problemas, no puede
constituir la base de una catarsis11.
Sería quizás útil precisar algunos matices de estos conceptos: catarsis equivale a depuración, a
descarga, en tanto que identificación nos conduce a la idea de alienación, de entrega. Es decir: descarga
emocional a través de una entrega afectiva. Si se trata, como la enuncia el propio Brecht, siguiendo a
Aristóteles, de una «depuración del espectador de todo miedo y compasión por medio de actos que
provocan miedo y compasión», y si, por otra parte, comprobamos que históricamente esta operación -que
nos recuerda inevitablemente la de contracandela que se utiliza para impedir que el fuego de un bosque
se extienda más allá de ciertos límites- ha tenido y sigue teniendo una función de primer orden en el teatro
y en general en el espectáculo -regulando los límites dentro de los cuales deben moverse ciertas pasiones
e impidiendo en ocasiones que el «fuego» del espectador se extienda más allá del espectáculo mismo-,
debemos ser más cautelosos antes de proclamar abiertamente una especie de ley seca que pretenda
colocar fuera del juego teatral un recurso de tan sostenida aceptación.
73
De manera que para Brecht el recurso que está en la base de la dramática aristotélica y que ha venido
operando durante toda la historia del teatro occidental, es decir, la identificación, es un obstáculo para el
desarrollo del sentido crítico del espectador, para la «solución puramente terrenal de sus problemas».
Consecuentemente, el teatro de la época que le tocó vivir -plena fase imperialista del capitalismo-, mientras
se mantuviera dentro de esos cánones, sólo serviría para reforzar la ideología dominante y oponerse al
advenimiento de la revolución. Para convertir al teatro en algo distinto era necesario romper con esos
esquemas. Así surgió la idea de mantener al espectador suficientemente distante de la obra como para
que no se deje arrastrar por la fascinación que pueda ejercer la personalidad del héroe, y al mismo tiempo
suficientemente cerca como para que no deje de interesarle lo que en el espectáculo se plantea en el
plano racional. Es decir, casi una operación de cuerda floja que muchos han querido entender de una
manera simplista sólo como un rechazo del recurso de identificación.
El efecto de distanciamiento proclamado por Brecht es de hecho una ruptura dentro del proceso de
identificación e impide que éste culmine, de manera que el espectador no se entrega plenamente,
conserva la lucidez y el sentido crítico. En última instancia, el efecto de distanciamiento no pretende otra
cosa que alcanzar -o hacer alcanzar al espectador- el estado de asombro o sorpresa ante la realidad
cotidiana, condición primera, fundamental, para el-que-quiere-saber. Se trata de despertar en el
espectador esa necesidad de comprensión que sólo puede lograrse por la vía racional: para comprender
la realidad objetivamente es preciso separarse de ella, distanciarse, no estar implicado emocionalmente.
Sólo así la capacidad de discernimiento puede - y debe- ser estimulada por el espectáculo, de manera
que se descubran nuevas relaciones y una nueva significación para todo aquello que no es familiar. «Lo
conocido en términos generales, precisamente por
74
ser conocido, no es reconocido», decía Hegel12. Se trata entonces de que aquello que conocemos, que
forma parte de nuestra vida diaria, aquello a lo que estamos habituados, se nos muestre como algo que
vemos por primera vez, de manera que haga aflorar la sorpresa, el asombro y la duda, es decir, que
provoque una actitud crítica y penetrante en el espectador.
Algunos han entendido el efecto de distanciamiento como un simple enfriamiento del proceso emotivo
que se va desarrollando con el espectáculo. Pero la cosa es más compleja. El proceso emotivo debe
quedar de tal manera trunco que obligue al espectador a buscar una compensación también en el plano
emotivo: el efecto de distanciamiento debe sustituir una emoción cualquiera por la emoción específica de
descubrir algo, de encontrar una verdad que antes estaba oscurecida por el acomodamiento a la vida coti-
«Una pelea cubana contra los demonios»
75
diana. Y eso es fundamental: su objetivo no es simplemente, a partir de un caprichoso ascetismo, alejar
al espectador de la emoción que pueda producirle el espectáculo. Su objetivo es revelarle algo nuevo en
aquello que creía conocer y por tanto debe cumplirse a través de una separación y de una nueva valoración
de aquello que es familiar. Esto sólo será posbile si se estimula el interés del espectador para que pueda
llegar a sentir, en un nivel más alto, la emoción de descubrir -racionalmente- una verdad cualquiera.
En el cine este tan mentado efecto de distanciamiento adquiere modalidades específicas aún no
plenamente exploradas. Basta pensar en el simple hecho de que la cámara puede recoger aspectos
aislados de la realidad tal como ésta se presenta cotidianamente ante los ojos de cualquiera. Ese mismo
sujeto está tan familiarizado con la realidad de todos los días que no suele ir más allá de su apariencia: a
cambio de su capacidad de adaptación -un indiscutible recurso de supervivencia en medio de una realidad
que no siempre es placentera y fácil y nunca perfecta- el sujeto ha perdido en gran medida el estímulo que
lo movería a transformar esa realidad. Sin embargo, cuando la ve en la pantalla, formando parte de un
espectáculo, la ve con nuevos ojos, en otro contexto y no puede dejar de descubrir en ella nuevas
significaciones. Esta confrontación y la consecuente «revelación» de nuevos significados no es más que
el germen de una actitud de extrañeza hacia la realidad y ha brotado exclusivamente de un hecho
puramente situacional: la traslación de un aspecto aislado de la realidad a otro contexto. Eso que
constituye el más elemental mecanismo de distanciamiento, en el cine suele darse de una manera menos
deliberada que en el teatro, simplemente porque la imagen que el cine capta de la realidad es una imagen
«documental», capaz de crear más fácilmente la ilusión de que se está frente a la realidad misma 13. Las
asociaciones de montaje, no sólo cuando se trata de una sucesión de imágenes que pueden ser
76
colocadas en una relación insólita como incentivo para descubrir nuevos significados, sino también cuando
las relaciones se establecen entre el sonido y la imagen (lo que Eisenstein denominó «contrapunto audio-
visual»), constituyen una modalidad específicamente cinematográfica del efecto de distanciamiento. Pero,
sea en el cine o en el teatro o en cualquier otro tipo de espectáculo que pretenda hacer uso de ese efecto,
no puede olvidarse que en esencia constituye un recurso para revelar nuevos datos sobre la realidad, para
penetrar en ésta más allá de su inmediatez fenoménica. Por lo tanto, siempre debe ser un efecto que se
renueva, pues una vez que se hace habitual un mecanismo de esa índole, se convierte en un hecho
cotidiano y pierde la posibilidad de despertar la emoción de descubrir algo.
Por otra parte, el cine también tiene sus peculiaridades en lo que se refiere al fenómeno de
identificación. Las condiciones propias del espectáculo cinematográfico (las imágenes -luces y sombras-
que se mueven en la pantalla, los sonidos que envuelven al espectador...) contribuyen a crear una
sensación de aislamiento aun cuando se esté en medio de una multitud que no se ve y no se escucha, y
esto tiende a provocar en el espectador algo muy semejante a un estado hipnótico, un estado de trance
en el que la conciencia puede quedar completamente adormecida. En ese sentido, las imágenes de un
filme pueden compararse a las de un sueño compartido y, consecuentemente, su poder de persuasión o
sugestión alcanza un peligroso nivel, ya que puede operar en un sentido o en otro. La sugestión ha servido
tradicionalmente como recurso de «apropiación» de la conciencia de una clase por otra. Sin embargo, la
utilización de ese recurso por las fuerzas más retrógradas no lo invalida como instrumento de relativa
eficacia para operar en otro sentido sobre la conciencia del espectador.
¿Por qué se produce este fenómeno de la identificación? ¿Es un elemento esencial en el espectáculo
o se puede prescindir del
77
mismo? ¿No está en la base misma del impulso que lleva al hombre a entrar en una sala de espectáculos,
a ver algo que lo conmueva, que lo separe durante unos momentos de su cotidianei- dad, pero también
algo que le permita reconocerse, verse a sí mismo desde otro ángulo? Ciertamente estas reflexiones
trascienden el marco psicológico. Así lo hace notar Althusser:
«Si esta conciencia (la conciencia espectadora misma) no se reduce a una pura conciencia psicológica, si
es una conciencia social, cultural e ideológica, no se puede concebir su relación con el espectáculo bajo
la forma única de la identificación psicológica. Antes de identificarse (psicológicamente) con el héroe, la
conciencia espectadora se reconoce en el contenido ideológico de la pieza, y en las formas propias de
ese contenido. Antes de ser la ocasión para una identificación (consigo mismo bajo la forma de otro), el
espectáculo es, fundamentalmente, la ocasión para un reconocimiento cultural e ideológico. Este
reconocimiento en sí, supone, al principio, una identidad esencial (que torna posibles, en cuanto
psicológicos, los procesos de identificación psicológicos mismos): la que une a los espectadores y los
actores reunidos en un mismo lugar, en una misma noche. Estamos unidos primeramente por esa
institución que es el espectáculo, pero más profundamente unidos por los mismos mitos, por los mismos
temas, que nos gobiernan sin darnos cuenta, por la misma ideología espontáneamente vivida.» 14
¿Qué quiere decir esto? Si partimos de una identidad esencial y estamos unidos por los mismos mitos,
por los mismos temas, que nos gobiernan sin damos cuenta... el espectáculo -aristotélico- tiende
normalmente a reforzarlos. Aun en el caso de que se exponga un criterio valorando esos mitos, es decir,
aún en el caso de que sean criticados explícitamente dentro del espectáculo, esta crítica no
78
«Una pelea cubana contra los demonios»
alcanzará un alto nivel de eficacia mientras el espectáculo mismo encarne esa ideología en su apariencia
externa, en su superficie, en su inmediatez15.
No basta, pues, que el espectáculo sea, además, portador de ideas claras, de mensajes
revolucionarios racionalmente proyectados sobre el espectador si el espectáculo mismo se ofrece como
una afirmación de los mitos «que nos gobiernan sin darnos cuenta» y que constituyen un serio obstáculo
para el desarrollo pleno -en la realidad, no en el espectáculo- de aquellas ideas y de aquellos mensajes.
Para que las ideas no queden encerradas en el
espectáculo es preciso que éste sea en sí mismo desmitificador
■•
frente a aquellos aspectos de la realidad que son manifestaciones -a veces inconscientes- de una ideología
reaccionaria.
Lo que nos interesa subrayar aquí es que el espectáculo que pretenda dar un paso efectivo hacia el
descubrimiento de capas más profundas de la realidad, el espectáculo desmistificador, el
79
que nos hace subir un escalón más en el camino de la conciencia real, es decir, el que produce un nuevo
espectador, será aquél que no agota, en sí mismo, la exposición de un criterio -por muy revolucionario que
éste sea o pueda parecer y que lo mismo puede llegar a través de la crítica o en forma de consignas o de
lugares comunes16- sino aquél que lanza al espectador a la calle cargado de inquietudes y con un camino
señalado, camino que habrá de recorrer éste cuando deja de ser espectador y se convierte en actor de su
propia vida. La acción paralizante de la crítica de la realidad que se agota en sí misma tiende a consolidar
el espíritu pequeñoburgués en el sentido de que no genera una acción práctica, no empuja a la acción
revolucionaria sino a un conformismo decadente o, en el mejor de los casos, a un re- formismo de medias
tintas: lleva, en última instancia, a una aceptación de los males sociales como algo esencialmente
inconmovible y por lo tanto alienta la búsqueda de soluciones utópicas o de consuelo en el plano individual.
El reconocimiento del mal y de su carácter eterno conduce a la resignación 1 . En definitiva:
... todas las formas y todos los productos de la conciencia no brotan por obra de la crítica espiritual,
mediante la reducción a la «autoconciencia» o a la transformación en «fantasmas», «espectros»,
«visiones», etc., sino que sólo pueden disolverse por el derrocamiento práctico de las relaciones sociales
reales, de que emanan esas quimeras idealistas: de que la fuerza propulsora de la historia, incluso de la
religión, la filosofía y toda otra teoría, no es la crítica, sino la revolución18.
Los mitos decadentes no se destruyen solamente con palabras. Los mitos son una fuerza casi
inconmovible. Es preci-
80

so ejercer la violencia contra ellos. Y cualquier operación desmistificadora implica un desgarramiento. Por
eso el espectáculo que se lance por ese camino tiene que hacer algo más que enunciar su propósito: tiene
que enfrentar al espectador consigo mismo en medio de una realidad -es decir, la misma, pero con una
nueva significación- y esto debe conmoverlo. La mitología, en tanto que conciencia ilusoria, puede arrasar
con todo y erigirse ella en el centro de un mundo despojado de toda realidad, en el centro de un desierto
solamente poblado por figuras imaginarias, por fantasmas que han de desvanecerse apenas el espectador
sea obligado a enfrentarse de nuevo con la realidad, es decir, a dejar de ser espectador. De manera que
el espectáculo lo mismo puede servir para crear o reforzar mitos que para ayudar a destruirlos. Durante
siglos se ha ocupado casi solamente de la primera tarea. Y se seguirá ocupando de crear nuevos mitos,
ciertamente, porque ésa es también una necesidad permanente del hombre. Pero la tarea que se impone
como urgencia de primer orden en este momento de la historia, la tarea desmistificadora que inició Brecht
con su teatro y sus escritos teóricos hace más de 50 años ha de seguir desarrollándose y planteando
siempre nuevas exigencias en la relación del espectáculo con el espectador.
Ya hemos visto cómo la conciencia de clase del espectador puede quedar adormecida -indefensa
momentáneamente- durante el espectáculo. Es más, ése es, al parecer, uno de sus resultados obvios
cuando el espectáculo encarna un espíritu reaccionario, y es el producto ideológico de una conciencia de
clase explotadora. Es decir, cuando es pura «ideología» en su acepción más estrecha. La fascinación que
ejerce un héroe del drama aristotélico es un recurso que puede levantar los ánimos pero que suele rebajar
la razón. Resulta, por supuesto, más efectiva en el espectador inmaduro -en el niño, vulnerable por su
corta edad, o en cualquier tipo de conciencia pue-
81
ril-. Está claro que cuando se habla del hombre no se puede absolutizar un momento de su desarrollo
como tal. El hombre maduro es cualitativamente distinto del niño o del joven pues cada momento tiene su
especificidad. Sin embargo, ya hace bastante tiempo que el llamado «espectador medio» fue determinado
por el cine norteamericano (el de Hollywood en el momento de sus vacas gordas) como un espectador de
cualquier edad, pero cuya edad mental corresponde a los 12 años. Naturalmente, queda descartada
cualquier referencia a la conciencia clasista de ese espectador porque se supone que desde el momento
en que se enfrenta al espectáculo queda adormecida. Al menos eso es lo que se pretendía y se lograba
en gran medida. Incluso podríamos agregar que un espectador maduro, con conciencia de clase
desarrollada, un espectador «de la era científica» -como diría Brecht-, es susceptible de sufrir esa
regresión en el momento del espectáculo en la medida en que éste apele a su sentimiento, a su emoción,
y la haga de una manera eficaz, con suficiente gracia y atractivo -categorías harto discutibles, pero que
sin duda juegan un papel relevante en la esfera de la ideología.
¿Quiere todo esto decir que esos recursos capaces de provocar un estado de fascinación -la
identificación psicológica en primer lugar- deben ser echados a un lado como trastos viejos de una etapa
-la sociedad clasista- que debe ser superada cuanto antes en todo el mundo? ¿Quiere esto decir que por
el hecho de que «el fascismo, con su grotesco énfasis en lo emocional» 19 haya sido capaz de
desencadenar la demencia, de herir gravemente a la razón -aún convaleciente y no completamente
recuperada, aún vulnerable- de incrementar la locura y la barbarie hasta niveles nunca antes alcanzados
por la humanidad, el arte y específicamente el espectáculo, debe renunciar al sentimiento y a la emoción
y a aquellos recursos que operan en este nivel como el de identificación?
82
mm
«Una pelea cubana contra los demonios»
Sabemos que ni el propio Brecht, con su lúcido -consecuente y necesario- énfasis en lo racional, pensó
tal cosa, a pesar de que tanto dogmatismo brechtiano sueñe con que la conciencia espectadora es una
conciencia no ya madura, sino fríamente racional20. Ante la evidencia de un mundo aún trabado en su
desarrollo económico y social, de un mundo que apenas ha logrado sacar un pie del fango de la prehistoria,
¿debemos renunciar a recursos -armas- que pueden resultar de alguna efectividad para poner a la
conciencia espectadora en crisis consigo misma, es decir en trance de transformarse, de desarrollarse, de
no mantenerse cristalizada, esclerótica, pasiva, conforme, dormida irremediablemente?
83
Es interesante señalar que Brecht fundamenta su rechazo a la «embriaguez» o al éxtasis provocados
por la obra artística tradicional en el concepto de «energía desperdiciada» que sustenta la conocida tesis
de Freud en El malestar en la cultura. He aquí parte de la cita que hace el propio Brecht:
Las satisfacciones sucedáneas, como las que proporciona el arte, son ilusiones esgrimidas contra la
realidad; no por ello son menos eficaces en el terreno psíquico, gracias al papel que asume la fantasía en
la vida espiritual. (FREUD, Das Unbehagen in der Kul- tur, p. 22). Estos estupefacientes suelen ser los
responsables del desaprovechamiento de grandes cantidades de energía que podrían aplicarse a una
mejora del destino humano. (Ibíd., p. 28).
Es verdad que Freud se refiere a la vida que conoce, la que le fue impuesta en el momento histórico
que le tocó vivir. El mundo ha cambiado mucho desde entonces. Sin embargo, podemos preguntarnos,
¿es razonable, es consecuente con una actitud realista frente a la condición humana rechazar de plano el
ansia del espectador de ser conmovido, hechizado, arrebatado, etcétera? El propio Brecht alude en algún
momento a una frase de Bacon que toma como divisa del realismo: «A la naturaleza se la domina
obedeciéndola.» Es decir, en este caso, si el hombre a lo largo de toda su historia ha manifestado esa
ansia, esa necesidad, ¿qué puede hacernos creer que eso va a desaparecer con un simple cambio en la
oferta artística, es decir, un cambio superestructural, mientras permanezcan los problemas terrenales -
lucha de clases, imperialismo, subdesarrollo, guerras, hambre...- en alguna parte del mundo?
84
ENAJENACIÓN Y DESENAJENACIÓN. EISENSTEIN Y BRECHT
Ambos nacieron en 1898: Eisenstein en Riga el 23 de enero y Brecht en Ausburgo el 10 de febrero.
Vivieron la misma época pero en dos mundos que llegaron a oponerse irreconciliablemente. Ambos se
dieron a conocer en los años veinte con obras tempranas: Potemkin (1926) y La ópera de los tres centavos
(1928) tienen una inmediata resonancia y marcan momentos decisivos, porque forman parte destacada
de la avanzada impetuosa de una revolución que va a conmover las bases en que descansa la concepción
burguesa del cine y del teatro. Lo importante para ambos era promover un espectador armado de razón y
persiguieron un fin práctico inmediato: contribuir con su obra a transformar al hombre, a acelerar su
desarrollo. En función de ese objetivo trataron de alcanzar la mayor eficacia para sus artes y así fue que
afrontaron los problemas estéticos con vocación de rigor científico y actitud militante. Se nutrieron de
algunas fuentes comunes y extrajeron de ellas todo lo que podía enriquecer su actividad creadora, todo lo
que podía aportarles nuevos recursos expresivos, todo lo que podía ser asimilado. Así, desde Meyerhold
a Joyce, pasando por el teatro chino y japonés, el circo, el music-hall, Freud, Einstein... pero sobre todo -
o mejor, en la base de todo, como fundamento y guía- Marx. Es decir, ambos se apoyaron, para sus
búsquedas estéticas, en la dialéctica materialista, ambos sustentaron sus objetivos y sus hallazgos en la
misma concepción del mundo.
Sin embargo, cuando, por una parte, Eisenstein plantea que «...para poner al espectador "fuera de sí"
hasta el máximo, nos vemos obligados a sugerirle una "guía", siguiendo la cual entrará en la condición
deseada», y enseguida precisa: «el "prototipo" más simple de tal comportamiento imitativo sería, por
supuesto, el de una persona que sigue extasiada, en la pantalla, a un personaje agarrado por el pathos,
un personaje que, de una manera
85
u otra, llega a estar "fuera de sí"»21; y por otra parte, Brecht declara, casi a modo de involuntaria respuesta
que «...esta operación mágica debe ser combatida. Hay que renunciar a todo lo que representa una
tentativa de hipnosis, a todo lo que pretenda provocar éxtasis y obnubilación» 22, resulta evidente que, a
pesar de tener no sólo puntos comunes sino toda una base filosófica común, transitaron por caminos
distintos y en algunos aspectos divergentes.
Todo parecía indicar que no hay arreglo entre ambos. A primera vista encontramos que mientras uno
exalta la pasión, el otro elige el camino de la razón; mientras uno quiere un espectador entregado
emocionalmente al espectáculo, el otro lo quiere separado, distante, analítico, racional.
El pathos muestra su efecto -nos dice Eisenstein- cuando el espectador es impelido a saltar de su asiento
si está sentado, a dejarse caer si está de pie, a aplaudir, a gritar. Cuando sus ojos brillan de entusiasmo
antes de llenarse de lágrimas de placer... En una palabra, cuando el espectador se ve obligado a «salirse
de sí mismo».
Para emplear un término más elegante, diremos que el efecto de una obra patética consiste en producir
éxtasis en el espectador. En realidad, ya no hay que añadir nada más, porque los síntomas que hemos
descrito antes expresan claramente esto: ex-tasis -literalmente, «estar fuera de sí mismo», lo cual es lo
mismo que decir «estar fuera de sí», o «diferente de su habitual modo de ser»23.
Por supuesto, esta entrega emocional (a la cual se llega de la manera «más simple» a partir de un
«comportamiento imitativo» -la mimesis aristotélica-, es decir, a partir de una identificación del espectador
con el personaje que se representa en el espectáculo) este «diferente modo de ser», implica también una
separa-
86
«Una pelea cubana contra los demonios»
ción de sí mismo: y si por una parte determina una manera «diferente» de ver las cosas -la realidad
cotidiana-, también significa una alteración, una enajenación de sí mismo. Y el propio Eisens- tein se
apresura a justificar tal operación «mágica»: «"Salirse de sí mismo" no es para ir a la nada. Salirse de sí
mismo implica, inevitablemente, una transición a algo distinto, a algo de diferente cualidad, a algo opuesto
a lo que era antes (de la inmovilidad al movimiento, del silencio al ruido, etc.).»24 Es decir, esta «transición
a algo distinto» no sería otra cosa, entonces, que un momento en el proceso de transformación del
espectador, un momento -negativo- que no tiene por qué extenderse más allá de sus propios límites: los
límites del espectáculo mismo... Para Eisens- tein, ese momento en que el espectador se enajena de sí,
deja de
87
’l
ser él mismo para vivir en el otro -en el personaje-, revistió especial interés, en tanto constituye la premisa
de un cambio deseado. Y el cambio, para Eisenstein, se produce -o por lo menos, se origina- en el ámbito
del sentimiento, de lo emocional; en estado de éxtasis: «Entendemos por momentos culminantes aquellos
instantes de un proceso en el cual el agua se convierte en una nueva substancia: vapor; el hielo en agua
o el lingote de hierro en acero. Se trata también, en este caso, de un "salirse de sí mismo", de un cambio
de condición y del paso de una cualidad a otra cualidad, éxtasis.»25
Brecht también quiere producir una transformación en el espectador, un cambio que lo conduzca a una
mayor comprensión de sí mismo, de su medio social, y consecuentemente, a un efectivo dominio de sí y
del mundo: «Hay que cambiar el teatro en su totalidad: los cambios no deben alcanzar sólo el texto, el
actor o toda la representación escénica... También el espectador debe entrar en el proceso. Su actitud
debe ser modificada.»26 Apela más a la razón que al sentimiento de los espectadores y llama la atención
sobre el hecho de que «el espectador no debe identificarse con los personajes, sino discutirlos» 27, para lo
cual propone un mecanismo de alienación o enajenación en la relación del espectador con el personaje,
pero en un sentido contrario al que propone Eisenstein con su «estructura patética»: con el efecto de
distandamiento Brecht trata de extrañar, separar, enajenar, al espectador, no de sí mismo sino del
personaje (o, en un sentido más amplio: de la situación dramática que se desarrolla ante él, del
espectáculo, de la ficción...). El espectador, nos dice Brecht, «...no debe ser arrancado de su mundo para
ser transportado al mundo del arte, ya no hay que raptarlo; por el contrario, debe ser introducido en su
propio mundo real, con los sentidos alerta»28. Hace un llamado a la razón del espectador: se trata de
estimular su actitud crítica, por lo que este distanciamiento, más que una enajenación, sería una verdadera
desenajenación... ya que se trata de resti-
88
tuir al espectador a su realidad, a su mundo -con una nueva actitud- y, en última instancia, de devolverlo
a sí mismo.
¿Por qué, si ambos parten de los mismos principios filosóficos y de la misma posición revolucionaria,
dan una solución tan diametralmente opuesta ante un mismo problema? ¿Hasta qué punto sus respectivas
posiciones pueden considerarse antagónicas, irreconciliables?
Evidentemente se trata de dos personalidades muy singulares y diferentes. No debió resultar nada fácil
el diálogo entre ellos. Después de haber terminado su filme Lo viejo y lo nuevo, Eisenstein viajó
extensamente por el extranjero y trabajó en varios proyectos de filmes, entre los cuales el más conocido
y el más dramáticamente frustrado fue el que rodó en México. Antes había estado en Berlín -finales de
1929- y allí seguramente se encontró con Brecht. El testimonio de Marie Seton resulta bastante elocuente:
«Igualmente curiosa, e incluso un poco repelente, era la energía seca y sin sangre que sintió en Bertolt
Brecht, cuyos versos cortantes y piezas satíricas taladraban fríamente las entrañas de la hipocresía social.
Sergei Mikhailovich pensaba que Brecht era un tenaz profesor que esgrimía una perforadora neumática
política contra el muro de piedra de la conciencia, que no podía derretir con el fuego de su pasión.» 29
Aparte de las peculiaridades de la personalidad de cada uno, no hay que olvidar que se expresaron a
través de medios que si bien tienen muchos rasgos y elementos comunes, también tienen sus
especificidades propias: el cine y el teatro, Eisenstein comenzó en el teatro, pero, según su propio
testimonio30, ya mientras dirigía teatro, estaba pensando en cine y así, cuando en 1923 pone en escena
la obra teatral de Ostrovsky Los sabios son demasiado simples, incluye en el plan de montaje del
espectáculo un corto cinematográfico, un pequeño filme cómico. A partir de ahí, el cine llena su vida, no
sólo como medio de expresión artística, sino también como objeto de una intensa actividad teórica.
Brecht, en cambio, es integralmente un hombre de teatro y si en algunas ocasiones se acercó al cine,
no puede decirse que haya tenido mucha fortuna en este medio que llegó a rechazar con amargura 31.
Seguramente, a partir de no considerar el lenguaje cinematográfico en su especificidad, o sea, a partir de
su desconocimiento de los recursos propios que el cine podía ofrecerle y ver en éste sólo un medio técnico
que facilitaba la reproducción de una obra, Brecht se tropezó con límites expresivos muy estrechos que le
impidieron apreciar las posibilidades de un cine «épico» -en el sentido en que él emplea este término- de
un cine «no aristotélico», un cine, en suma, que no sea un sueño, un sucedáneo de la realidad, sino un
movilizador de la conciencia del espectador. En el teatro el efecto de distanciamiento tiene su vehículo
más efectivo en el juego del actor. De ahí la insistencia de Brecht en este aspecto. En cambio, en el cine
se ofrecen otras posibilidades. Podríamos referirnos de una manera general a la «composición» tal como
lo apuntó Eisenstein, lo cual comprende diversos elementos (encuadre, narración, música... en una
palabra: montaje audiovisual) y basa su efectividad en la forma en que se estructuran. Pero el propio
Eisenstein, transitando por ese camino tropezó con obstáculos que lo llevaron a dispersar fuerzas en la
búsqueda formal. No sería justo, sin embargo, caracterizarlo simplemente como formalista sin tener en
cuenta la necesidad histórica de esa búsqueda como consecuencia lógica del proceso de creación de un
lenguaje nuevo, de un nuevo medio de expresión cuyas leyes, cuya sintaxis sólo pueden aflorar después
de un trabajo práctico continuado y una atención centrada de manera fundamental en sus aspectos
formales. El cine es un arte naciente. No así el teatro, que en el momento en que Brecht se lo encuentra
ya ha evolucionado y se ha consolidado formalmente, lo cual permite que éste centre su atención
preferentemente en los problemas de contenido.
Tanto el teatro como el cine hacen uso de múltiples recursos expresivos -imagen, palabra, música...-
y tanto en uno como
90
<Una pelea cubana contra los demonios»
en el otro estos diversos elementos pueden ser combinados, integrados o sumados de distinta forma y en
distinta medida. A menudo se habla de filmes «teatrales» o de teatro «cinematográfico», lo cual no indica
otra cosa que ambos medios tienen la posibilidad de intercambiar influencias, recursos, logros, actitudes...
Pero, al menos como tendencia general, hay un rasgo específico que diferencia el cine del teatro y que
nos ayuda a comprender la contradictoria posición que asume por un lado Eisenstein y por el otro Brecht:
el cine se manifiesta como un lenguaje visual, en primera instancia, mientras que en el teatro tiene más
peso la palabra. La imagen particulariza, restringe la significación a la determinación concreta del objeto,
mientras la palabra permite generalizar, expresar ideas, conceptos, abstracciones, más allá del
objeto, de las imágenes determinadas. Éstas, en la inmediatez de su representación cinematográfica y a
partir del juego de relaciones que promueven el ejercicio artístico, pueden resultar muy su- gerentes, y
hasta conmovedoras, es decir, apelan directamente a los sentidos y se sitúan más cómodamente en el
plano emocional, pero es innegable que presentan límites estrechos en lo que se refiere a su alcance para
una comunicación en el plano conceptual, abstracto, racional. De ahí que todo el esfuerzo de Eisenstein
por expresar conceptos a través del choque de imágenes -montaje intelectual- no le permitió alcanzar las
metas previstas sin el auxilio de la palabra. Hay que decir, sin embargo, que tales esfuerzos han
fructificado posteriormente en una más amplia gama de posibilidades expresivas para el cine.
Pero más determinante aún que la personalidad o el medio de que se valieron para expresarse, está
el contexto social de cada uno: Eisenstein tenía 19 años cuando los bolcheviques tomaron el poder e
iniciaron la transformación más radical de la realidad en los últimos tiempos en una buena parte del mundo.
Vivió, por tanto, todo el período de su formación como artista en medio de la efervescencia de los primeros
años de la revolución, es decir, los años del Proletkult y otros excesos. Estuvo atento a todos los
movimientos de vanguardia artística que surgieron por aquellos tiempos en el mundo y que en el país de
los soviets iban a adquirir nuevas fisonomías. Así el futurismo, el constructivismo, el cine-ojo, Meyerhold,
Maiakovsky, Malevich, Tatlin.., la desmistificación del «arte» y la consagración de la «vida»: la
experimentación, la propaganda... Pero es el cine el medio que mejor expresa la revolución en esos años
(«arte colectivo por excelencia destinado a las masas»). No por capricho Lenin en cierta ocasión se refirió
al cine como a la más importante de las artes. Y los filmes rusos produjeron un gran impacto por su
coherencia con el momento que los vio nacer, por su autenticidad y su fuerza renovada, la cual le venía
de la propia realidad que les daba vida.
92
Los mismos años para Brecht transcurrieron de forma muy distinta. El fracaso de la revolución en
Alemania, la inflación, la agudización de la lucha de clases, miseria, desocupación... y la consecuente
ascension del fascismo al poder: en 1933 Brecht sigue el camino del exilio (Viena, París, Dinamarca,
Suecia, Finlandia y finalmente EE.UU.). Sus obras son prohibidas y quemadas por los nazis. No es sino
hasta 1948, el mismo año de la muerte de Eisenstein, que Brecht regresa a Alemania y va a radicar en
Berlín, donde dedicará la mayor parte de su trabajo a la puesta en escena de sus obras.
Es evidente que el momento que vivió Eisenstein fue, en líneas generales, un momento de exaltación,
de fuerza naciente, de triunfo, de afirmación, de identificación emocional; mientras que Brecht en cambio,
vivió «tiempos sombríos», de decadencia, de derrota, de barbarie, de rechazo y condenación, tiempos de
separación racional que reclaman una extraordinaria lucidez y una sólida actitud crítica. Resulta entonces
consecuente el hecho de que Eisenstein pusiera en un primer momento el énfasis en la entrega emocional
como premisa del cambio en el espectador, a la vez que Brecht rechazara tal recurso y pusiera todo el
énfasis en la razón, en la distancia y en la actitud crítica -que para él tenía un sentido «activo, ejecutivo,
positivo»32-. Los epígonos de uno y de otro (sobre todo los de Brecht, cuya «moda» fue menos explosiva
pero más duradera) se lanzaron -algunos con verdadero fanatismo- por uno u otro camino unilateralmente:
no vieron su amplitud ni se percataron de los puntos en que ambos caminos se tocan.
Así tenemos que en Eisenstein se puede discernir una línea de desarrollo teórico que lo conduce desde
el primitivo «montaje de atracciones»33 -que deriva en montaje de estímulos psíquicos, influido por la
reflexología de Pavlov- hasta su teoría del «montaje intelectual» en la que se hacen proposiciones para
alcanzar un cine «racional», es decir, un cine que llegue al intelecto
93
del espectador, que lo haga comprender intelectualmente, más allá de la identificación emocional.
Es significativo el hecho de que Eisenstein, cuando tenía sólo 22 años y aún no había producido nada
importante en el campo del arte, llegó a la convicción, como él mismo cuenta, de que éste, en tanto
proponía un mundo de ficción como alivio frente a las insatisfacciones de la realidad, constituía no
solamente un engaño, sino un verdadero peligro para el avance, el desarrollo de la sociedad. Sobre todo
en el momento que estaba viviendo, cuando se requerían todas las fuerzas en tensión para participar
activamente en el «salto» revolucionario. Eisenstein encontró eco para sus inquietudes entre los
componentes del LEF (Frente Izquierdo del Arte) que abrigaban un «odio activo contra el arte». Sin
embargo, en la medida en que fue creciendo y madurando el joven artista, y en la medida en que fue
haciéndose dueño de eficaces recursos expresivos, decidió que no era conveniente acabar con ese arte,
sino utilizarlo:
...la reina destronada [el arte] podía ser útil a la causa común. No merecía llevar la corona.
Pero, ¿por qué no limpiaba los pisos durante algún tiempo? Influir en las mentes a través del arte tenía,
después de todo, cierta importancia.
Y si el joven estado proletario había de cumplir todas las urgentes tareas que tenía
ante sí, necesitaba ejercer mucha influencia sobre los corazones y las mentes34.
Y si bien en un principio dedicó toda su energía a dirigir los sentimientos del
espectador en un sentido determinado -de agitación política, de propaganda...- más tarde planteó que el
nuevo cine dirige también «todo el proceso del pensamiento»35. Vemos así que Eisenstein, a pesar de que
enfatiza a veces, quizás demasiado, el papel dominante del director, va derivando poco a
94
«La última cena»
poco hacia otros mecanismos que le llevan a suscitar «contradicciones en la mente del espectador»36. Es
decir, está claro que no intenta dirigirse a un espectador pasivo, hipnotizado, sino a un espectador en el
cual se puede suscitar conflictos, un espectador que puede ser conmovido y estimulado. No se planteó
las búsquedas formales como un fin en sí mismo, sino como un paso necesario para lograr una mayor
efectividad en la relación con el espectador, la cual se establece (y de eso era muy consciente) no sólo a
partir del placer estético, sino como un hecho de inevitable repercusión ideológica. Llega así a percatarse
de las posibilidades del espectáculo para provocar una «nueva visión» en el espectador -es decir, lo mismo
que persiguió Brecht con el efecto de dis- tanciamiento- pero no va mucho más allá de su señalamiento.
No ahonda en los mecanismos que puede poner en práctica el cine para lograr ese efecto. En el año 1939
escribe un ensayo sobre La estructura cinematográfica, en el cual plantea como «uno de los
95
problemas más difíciles en la construcción de una obra artística, y que concierne especialmente a la parte
más excitante de nuestro trabajo: el problema de representar una actitud hacia la cosa representada 37.
Poco más adelante se pregunta: «...¿con qué métodos y con qué medios el hecho cinematográficamente
expresado debe ser manejado para que muestre simultáneamente no sólo qué es el hecho, y la actitud
del personaje hacia el mismo, sino también cómo se relaciona el autor con el hecho y cómo desea que el
espectador lo reciba, lo sienta y reaccione con él» 38. Después desarrolla interesantes ideas sobre la
«composición», en tanto puede entenderse ésta como «una ley para la construcción de una
representación», y toma como punto de partida el comportamiento emocional del hombre: «si se utiliza
como fuente la estructura de la emoción humana, indefectiblemente se despierta emoción,
indefectiblemente surge el complejo de aquellos sentimientos que dieron origen a la composición» 39. De
manera que cuando se trata de una representación en la que la actitud del autor está en contradicción con
el significado aparente del hecho representado, es decir, cuando existe una actitud distanciada, crítica,
por parte del autor, el esquema de la composición responderá entonces estructuralmente al estado
emocional que se genera en el autor a partir de su relación con el hecho representado. Y,
consecuentemente, tenderá a provocar en el espectador -a través de un mecanismo emocional- un juicio
crítico sobre el mismo40.
Es decir, Eisenstein propugna el pathos como generador de un cambio en el espectador. Y ese cambio
debe operarse consecuentemente también en el nivel racional y ha de conllevar por tanto un juicio crítico.
Decía que el cine intelectual «tiene ante él la tarea de restituir la plenitud emocional al proceso
intelectual»41. Así, el movimiento que debe cumplirse en el cine intelectual en la relación espectáculo-
espectador puede plantearse esquemáticamente en estos términos: De la imagen al sentimiento, y del
sentimiento a la idea (o a la tesis). Es decir, una serie de imágenes que
96
provocan un sentimiento afectivo (emocional) que despierte a su vez una serie de ideas (razón). El montaje
intelectual rompe con el montaje narrativo -épico en el sentido tradicional-: «El cine tiene como misión
también forjar conceptos intelectuales precisos a partir del choque dinámico de pasiones opuestas.» 42
Su objetivo, en última instancia, era llegar a la razón, a la comprensión intelectual. Y no es tan
sorprendente entonces su expresada intención de filmar El Capital. Claro que también es un dato a
considerar el hecho de que no lo filmó seguramente porque no había encontrado aún los recursos
apropiados para llegar a ello. Ya se sabe que no pudo desarrollar plenamente su concepción del montaje
intelectual. El propio Eisenstein se plantea estas ideas como en estado embrionario, como los primeros
pasos hacia la síntesis de arte y ciencia a la que siempre aspiró. Pero lo importante es que vivió hasta el
último instante de su vida dedicado a desarrollar las posibilidades expresivas del cine de tal manera que
algún día se pudiera realizar, a través de ese medio, algo equivalente a El Capital.
¿Cuál ha sido la trayectoria de Brecht durante esos mismos años? Nacido también -como Eisenstein-
en el seno de la burguesía, su primera obra (Baal, 1919) nos muestra un personaje asocial, astuto,
hedonista... y lo contrapone al héroe tradicional, el que es objeto de culto para la burguesía. Toda su
producción juvenil está marcada por golpes de lirismo, de anarquía, ironía, escepticismo y nihilismo. Es
así como se lanza violentamente contra los valores del mundo burgués, agrediéndolo de palabra,
molestándolo con muecas y espantajos grotescos que finalmente también sirven -en alguna medida- de
entretenimiento más o menos excitante al burgués que sale de sí mismo en busca de emociones fuertes.
En medio de esa erupción poética apenas controlada y una vez definido su objetivo como artista y como
revolucionario, va armándose teóricamente, científicamente, va disciplinándose, al tiempo que reafirma
visceralmente su rechazo
97
a «esos espectadores (que) dejan su razón en el guardarropa junto con el abrigo» 43.
Comienza a hablar entonces del teatro épico, un teatro narrativo, que mantiene una distancia frente a
los acontecimientos que muestra, y lo contrapone al teatro dramático, aquél que hace «vivir» al espectador
un acontecimiento a través de la exasperación de sus elementos en conflicto. No está solo. Otros han
iniciado ese camino antes que él, consecuentes con una urgente demanda social. Piscator entre ellos, con
su teatro político. Pero cabe a Brecht el mérito de haber llegado más lejos, no sólo en el plano de la
sistematización teórica, sino también en el de la obra artística.
En 1930, al hacer sus observaciones a la ópera Apogeo y caída de la ciudad de Mahagonny, Brecht
redacta un esquema donde se muestran los desplazamientos de valores del teatro dramático al teatro
épico. Es interesante observar que este esquema, esta especie de resumen de sus puntos de vista sobre
el teatro, fija de alguna mènera una línea a seguir en sus obras futuras. El propio Brecht nos advierte:
«Este esquema no nos muestra contraposiciones absolutas, sino solamente desplazamientos de la
acentuación. Así, dentro de un proceso de comunicación, puede darse preferencia a lo que sugiere por
vía del sentimiento o bien a lo que persuade a través de la razón.» 44 Es decir, no excluye de una manera
absoluta la vía del sentimiento, pero enfatiza la necesidad de trabajar con argumentos racionales,
despertar la actividad intelectual del espectador, proporcionarle conocimientos y llevarlo -a través de las
sensaciones- a una toma de conciencia. El rigor científico que se impuso a sí mismo lo lleva a plantearse
la necesidad de un nuevo espectador, un espectador que sea capaz de comprender los sucesos que se
desarrollan en el escenario en toda su complejidad de tal manera que esto lo induzca a cuestionar su
propio comportamiento y que en ningún momento se identifique con los personajes de la escena, que no
se deje arras-
98
trar por el mero goce de experimentar una vivencia ajena. Pero, para adquirir esa actitud el espectador
debe formarse como tal a través del estudio, de la experiencia, etcétera. Si bien admite el papel que juegan
las emociones en la obra artística, rechaza el mecanismo de identificación como única vía para producirlas.
Se entrega entonces a la tarea de expresar racionalmente los intereses del espectador, que no pueden
ser otros más legítimos que el mejoramiento incesante de las relaciones entre los hombres (en el sentido
de progreso social, en el sentido de desarrollo, de revolución) en un mundo en el que sus habitantes se
ven obligados a actuar «en defensa propia»45. En 1929 había declarado de una manera tajante: «Sólo un
nuevo objetivo hará posible un arte nuevo.
I
99
El nuevo objetivo es la pedagogía.»46 Se dirige entonces en primera instancia al público proletario, le habla
directamente, razonadamente, intenta enseñarle la dialéctica, elevar su conciencia. Esa línea es la que
sigue escrupulosamente en sus obras didácticas, en las que trabaja con una mezcla de rigor y ascetismo
que reducen notablemente su alcance frente a un público que va al teatro en busca de placer. El proletario
también prefiere ir a divertirse, a acostarse con su mujer o simplemente a dormir, porque está muy
cansado. Comprende entonces Brecht la complejidad de la dialéctica. Después de Mahagonny y -sobre
todo- La ópera de los tres centavos (1928) Brecht no vuelve a encontrar la misma resonancia hasta Madre
Coraje (1938) con la que alcanza un nivel de madurez, complejidad y eficacia que mantendrá en sus
últimas obras, las que hacen de él el más importante dramaturgo de nuestra época.
Pero es que a partir de Madre Coraje Brecht da cabida en sus obras a otros elementos tradicionales
del teatro que ahora puede manejar con un sentido magistral de la medida. A partir de un reconocimiento
expreso de que la función más importante y más noble del teatro es «entretener», proporcionar un placer,
divertir, y de que esa función se justifica a sí misma, desarrolla en toda su complejidad su concepto del
placer como un fenómeno concreto, condicionado históricamente y se plantea consecuentemente un tipo
de placer determinado por las circunstancias de nuestra época, que él llama la «era científica». Eso lo
lleva a admitir recursos del drama tradicional como la exasperación del conflicto, el argumento, e incluso
la identificación, pero ya no se dejará arrastrar por ellos, sino que se servirá de ellos para sus propósitos,
que siguen siendo en esencia los mismos que se trazó en su juventud y que ahora puede alcanzar
plenamente. Insiste así en la necesidad de superar la antinomia «razón-emoción»47. «La separación entre
razón y sentimiento debe atribuirse a la acción del teatro convencional que se empeña en anular la
razón.»48 Y expresa que «en el
100
teatro aristotélico la empatia es también mental: el teatro no aristotélico recurre también a la crítica
emocional»49. Al héroe en un sentido idealista, el que encarna en sus actos una verdad intemporal, Brecht
opone el hombre en un sentido materialista, histórico, que asume sin hipocresía la verdad concreta de que
«para vivir hace falta comer, beber, alojarse bajo un techo, vestirse y algunas cosas más...» 50. Se coloca
así en un plano de inmediatez que propicia no sólo una comunicación racional sino también una auténtica
comprensión emocional por parte del espectador.
Ya hemos visto que también Eisenstein propugna una síntesis de ciencia y arte, y tuvo que defenderse
reiteradamente de aquéllos que quisieron ver en él una intención de separar la razón del sentimiento51. Si
por una parte Eisenstein va «de la imagen al sentimiento y del sentimiento a la idea», Brecht da un paso
más y nos advierte que si bien el sentimiento puede estimular la razón, ésta, a su vez, purifica nuestros
sentimientos. Paradójicamente Eisenstein, el más apasionado, conduce su labor investigativa hacia la
lógica de las emociones, al tiempo que Brecht, el más frío aparentemente y en todo caso el más riguroso,
se deja ganar por la emoción de la lógica.
Sería un error, por lo tanto, encasillar a Brecht en el distancia- miento y a Eisenstein en el pathos sin
tener en cuenta los matices propios de cada tendencia; matices que los acercan y que permiten establecer
un puente entre ambos. Pero caeríamos también en un error si, llevados por un afán de coherencia, a
partir de los principios comunes que sustentan ambas posiciones, intentáramos suprimir la contradicción
que los separa. La contradicción existe y es posible encontrar causas objetivas, como hemos visto, tanto
en el contexto social de cada uno como en el medio que cada uno utilizó para expresarse. Y no se trata
solamente de una diferencia en el énfasis que pusieron, uno en la razón y otro en el sentimiento. También
está el hecho de que cada uno elaboró mecanismos diferentes para llegar a una «comprensión emocional»
101
del espectáculo. Y sobre todo, está el hecho de que hay puntos excluyentes, aspectos privativos de cada
teoría que difícilmente pueden conjugarse: Brecht rechaza radicalmente el estado de éxtasis en el
espectador y Eisenstein propugna el éxtasis. La divergencia entre ambos sólo puede superarse
lógicamente si consideramos el pathos de Eisenstein y el distanciamiento de Brecht como dos momentos
de un mismo proceso dialéctico (enajenación-dese- najenación) del cual cada uno de ellos aisló y enfatizó
una fase diversa. En un sentido amplio ambos conceptos forman parte de una misma actitud ante el cine
o el teatro y, consecuentemente, ante la vida. Pero en sentido estricto se oponen uno al otro, son
contradictorios. No basta ninguno de ellos aisladamente para cumplir plenamente el objetivo propuesto.
Éste se cumple solamente como resultado de un proceso en el que ambos conceptos entran en juego.
Tanto de una parte el sentimiento, la identificación con el personaje y el éxtasis y de otra parte la razón,
la actitud crítica y la lucidez, son momentos necesarios.
Pero no se trata de diluir uno en el otro desde posiciones eléctricas. Se trata, sí, de explicar sus razones
y sus pasiones y en última instancia sus consecuencias. Ambos representan dos polos en relación
dialéctica: se contraponen pero se interpenetran. Lo más fecundo de su aporte puede concretarse sólo a
partir de una actitud consecuente con el momento histórico que se vive y con el medio expresivo empleado.
Tanto el socialismo como en el capitalismo, tanto en el teatro como en el cine, es posible encontrar cabida
para ambas posiciones sólo si se adoptan como un momento del proceso en que se inscriben. Dialéctica
de la razón y la pasión, en el marco de la relación espectáculo-espectador.
Al igual que el sueño reparador, el éxtasis erótico, el juego, el arrebato o el pathos provocado por la
obra artística pueden ser también momentos productivos en la relación del hombre con el mundo en que
se encuentra inmerso, siempre a condición de que sean trascendidos, porque el hombre debe regresar
forzosamente
102
(Hasta cierto punto;
a la realidad. Hablamos del hombre normal, maduro, que actúa de acuerdo con sus intereses concretos,
objetivos, reales, y que en su tiempo libre va a un cine donde puede disfrutar de un espectáculo, de la
misma manera que puede ir a darse unos tragos o a hacer el amor. Ese estado de «separación», de
embriaguez, puede ser no sólo reconfortante, reparador de energías, sino, más aún, generador de
energías. Todo hombre normal, maduro, vive de la realidad, la sufre y la disfruta. Su vida gravita en la
realidad. Cuando comienza a gravitar en la ilusión (llámese embriaguez, ficción, enajenación...) puede
decirse que estamos ante un estado patológico. Y esos casos requieren un tratamiento especial.
Tendríamos así, por lo tanto, dos momentos en la relación espectáculo-espectador: de una parte el
pathos, el éxtasis, la enajenación; de otra parte el distandamiento, el reconocimiento de la realidad, la
desalienación. El movimiento de un estado a otro se
103
puede cumplir repetidas veces durante el desarrollo del espectáculo. El movimiento que realiza el
espectador de un polo dialéctico a otro dentro de la obra es análogo al que realiza desde la realidad de
todos los días al teatro o cine y viceversa. También este salirse de la realidad de todos los días para
sumergirse en una realidad ficticia, un mundo autónomo en el que va a reconocerse para después regresar
enriquecido con la experiencia es un movimiento de enajenación y desenajenación.
Hemos visto que Brecht cuestiona ante todo la tradicional relación espectáculo-espectador en virtud
de la cual éste es arrebatado hasta el punto de llegar a confundir ilusión con realidad. Éste es su gran
aporte revolucionario al teatro y, por extensión, a todo tipo de espectáculo que nos ofrece una imagen de
la realidad, es decir, una ilusión de realidad. La sistematización del recurso de dis- tanciamiento nos
permite optar por un espectáculo que se manifiesta no como sustituto de la realidad, sino como un
instrumento esclarecedor -profundizador- de la misma a través de una ficción que se presenta como tal.
Está claro que cuando se habla de cine, de ficción, se está hablando de una ilusión, pero no
necesariamente de un engaño o de un error, sino de un juego. Puede -y debe- tratarse de una ilusión de
cuya cualidad como tal somos conscientes, que la presuponemos. Para que una ilusión nos aporte no sólo
un goce estético sino también una enseñanza y un estímulo, es preciso que se cumpla y se agote de tal
manera que «las pinturas cedan el paso a lo pintado», («...nuestras representaciones deben ceder el
primer plano a la realidad que representan: la vida del hombre en sociedad.») 52.
Dentro del marco del proceso que se cumple con el hombre que momentáneamente adquiere la
cualidad de espectador para después reintegrarse a su ámbito cotidiano, la contraposición de puntos de
vista de Brecht y Eisenstein nos ayuda a esclarecer el proceso que tiene lugar durante la fase de la relación
espectáculo- espectador. Es decir, en el momento de la ficción. Las nuevas
104
reglas del juego en que se produce esa relación no sólo permiten un enriquecimiento espiritual del
espectador y un mayor conocimiento de la realidad a partir de una experiencia -una vivencia- estética sino
que propician una actitud crítica en el mismo hacia la realidad que lo incluye. El espectador dejará de ser
tal frente a la realidad y se enfrentará a ella no como a algo dado sino como a un proceso en cuyo
desarrollo está comprometido.
APÉNDICE: MEMORIAS DE MEMORIAS...
Ya han pasado más de diez años desde que se estrenó en el IV Festival Cinematográfico de Pesaro
(1968). Un documental de largometraje sobre Viet Nam de Joris Ivens y Memorias del subdesarrollo fueron
exhibidos tarde en la noche inaugural después de un largo y agitado día de discusiones, protestas,
aclaraciones, confusión... Los ecos del Mayo francés resonaban por toda Europa, y en algunos lugares
como Italia se hacían sentir con renovada furia. Ya Cannes había sufrido su embestida. Muchos
intelectuales proclamaban solemnemente su decisión de suicidarse como clase. Muy pocos lo hicieron
verdaderamente, pero en ese momento cualquiera hubiera podido creerles porque todo lo que estaba
sucediendo era insólito y hermoso. Demasiado hermoso.
Venecia también fue sacudida por la onda expansiva. Los golpes en la superestructura resultaban
espectaculares y reveladores y tocaba el turno a los festivales cinematográficos. ¿Qué iba a suceder en
Pesaro? Evidentemente no se trataba en este caso de un festival burgués. No iban allí las stars a exhibirse
y las starlettes no tendrían ocasión de hacer su numerito para llamar la atención de los productores, no
había recepciones de gala ni cocktails, estábamos al margen de los premios, de la voracidad de los
comerciantes; de la publicidad, del «gran mundo»... En cambio, allí se reunían los cineastas más inquietos,
los «independientes», los
105
que trataban de llevar al cine más allá de la crisis de superficialidad, de conformismo, de comercialismo;
allí se daban a conocer sus obras y se establecían contactos casi siempre fecundos, y se asistía a una
verdadera confrontación de ideas. Recordamos las primeras mesas redondas en las que Metz, Pasolini,
Barthes y otros discutían sobre todo de cine y lingüística, y después, poco a poco, cada vez más de cine
y política. Recordamos el Cinema Novo brasileño, el New American Cinema, el Underground, el cine
paralelo, el cine militante, el cine revolucionario... Allí se dieron a conocer desde el principio las obras que
se insertaban dentro de un espíritu renovador que recorría el cine de diversos países. El cine
latinoamericano también tenía en Pesaro su lugar de encuentro. Se trataba, en suma, de un festival «de
izquierda».
Sin embargo, aquel año también Pesaro era cuestionado. Se había desatado una carrera entre
distintos grupos para ver quién se situaba más a la izquierda de los otros. Y todos hablaban de
«manipulación», «instrumentalización» de unos por otros, y se recibía la peligrosa impresión de que el
establishment era un poderoso monstruo capaz de engullir cualquier cosa y asimilar cualquier tipo de
manifestación rebelde. Al mismo tiempo hicieron su aparición los grupos provocadores fascistas
dispuestos a pescar en río revuelto. Y finalmente las «fuerzas del orden» cargaron con violencia contra
los participantes del festival que se habían reunido masivamente en la plaza. Gases lacrimógenos,
cachiporras, cabezas rotas, corre-corre por un laberinto de callejuelas, detenciones... El monstruo no podía
tragarlo todo plácidamente. Algunas cosas se le atravesaban, y tenía que intentar triturarlas previamente.
Esa acción de la policía definió los campos y propició la unión momentánea de las distintas tendencias
progresivas dentro de un festival que no pudo ser asimilado.
Recordamos todo esto ahora porque han pasado más de diez años -tiempo sobrado para que una
película envejezca, agote sus posibilidades de distribución y quede olvidada-. Y, sin em-
106
Gutiérrez Alea durante la filmación de «Hasta cierto punto»
bargo, Memorias... -junto con Lucía de Humberto Solás (también de 1968)- sigue operando frente al
espectador cada vez que se exhibe y está muy lejos de ser olvidada 33. Además, y sobre todo, porque para
nosotros tiene una especial significación pues nos parece ver en ella de la manera más diáfana y ejemplar
el funcionamiento de aquellos mecanismos que pueden desatarse en la relación entre el espectáculo y el
espectador y que propician que «el público participe en la crítica de sí mismo» como diría Gramsci. Por
otra parte, la singular acogida que ha tenido la película en Norteamérica 54 remueve todas las inquietudes
de entonces sobre la manipulación que puede hacer de una obra un sistema esencialmente hipócrita. Esto
nos invita a hacer algunas consideraciones sobre la película y a definir algunos puntos de vista.
La manipulación se ha convertido en una especie de duende maligno que puede manifestarse donde
menos se piensa, en el momento más inesperado. Esa amenaza constante que pesa
107
sobre todo aquel que quiere expresarse por algún medio y cuyo acto puede alcanzar alguna repercusión
se traduce, en principio, en una sana preocupación por no perder de vista el terreno que pisamos, los
valores que defendemos, los enemigos contra los que luchamos. Y eso implica que tendríamos que ser
muy ingenuos si no supiéramos que hay acciones que a pesar de la buena fe con que pueden ser
ejecutadas, implican que el enemigo se apropie momentáneamente de alguna de nuestras armas.
Ingenuo o perspicaz, el cineasta estará siempre, en mayor o menor medida, expuesto a que su obra
sea manipulada en beneficio de intereses distintos de los que la motivaron. En mayor o menor medida,
pues también es verdad que unas obras son más mani- pulables que otras. Y bueno es señalar de paso
que no siempre las que parecen ajustarse más a los cánones ortodoxos desde el punto de vista político e
ideológico resultan las menos susceptibles de ser manipuladas.
Memorias... no fue una excepción. Al año siguiente del estreno de la película apareció una crítica en
una revista inglesa especializada donde podía leerse lo siguiente: «El criticismo implícito de Alea está
dirigido también presumiblemente contra la nueva sociedad, la cual, con su inflexibilidad y su fracaso en
asimilar al pensador apartado o desviado (déviant thinker), no resulta ciertamente una panacea para el
intelectual y sus problemas existen- ciales.»55 Evidentemente el crítico se identificaba, sin ningún pudor,
con el personaje de Sergio, y junto con él se compadecía del destino que aguarda a la burguesía con la
llegada de la revolución: «Con la crisis de Octubre inciden presiones políticas externas sobre la situación
de Sergio; los tanques y los convoyes armados amenazan su neutralidad y revelan la imposibilidad de la
solución individual en una sociedad comunista.»56
Algún tiempo después, en 1973, la película recibió un premio de la National Society of Film Critics de
los EE.UU. El gobierno de ese país nos negó la visa para poder asistir al acto de entrega
108
de premios en Nueva York57. En ese acto el presidente de dicha asociación, después de leer públicamente
nuestro telegrama, dijo cosas como éstas:
Irónicamente nuestro premio fue motivado más por consideraciones artísticas que políticas.
Desgraciadamente la política se nos ha estado imponiendo no solamente por la desafortunada y miope
decisión del Departamento de Estado, sino también por alguna cuestionable retórica política del
distribuidor de la película (Tricontinental Films). Cito como ejemplo la siguiente frase recogida en una
reciente conferencia de prensa: «Gutiérrez Alea y su obra son productos de la Cuba socialista.» Yo diría
que Memorias del subdesarrollo no ha sido premiada por nosotros por ser un producto de Cuba socialista,
de la misma manera que Day for Night no ha sido premiada por ser un producto de la Francia capitalista
o American Graffiti y Payday por ser productos de la América capitalista. Nosotros votamos por la obra de
individuos y no de sistemas. En efecto, lo que más nos ha llamado la atención favorablemente de
Memorias del subdesarrollo es su muy personal y muy valiente confrontación de las dudas del artista y las
ambivalencias concernientes a la Revolución cubana. Algunos de nosotros hemos expresado la esperanza
de que nuestro premio pueda ayudar al desarrollo de la carrera de Gutiérrez Alea ya que, por lo que
sabemos, no parece haber realizado ningún filme en cinco años, pues Memorias de subdesarrollo fue
terminada en 1968.
Si Gutiérrez Alea hubiera estado aquí hoy hubiera podido arrojar alguna luz sobre las condiciones que
existen en Cuba para un artista de su calibre. Hubiera podido sacarnos de cualquier error en relación con
su futuro como realizador. Hubiera podido incluso ofrecer un alto nivel de experiencia educativa para
estudiantes de cine del área de Nueva York.
109
En su ausencia su nombre queda unido al de otras víctimas de la intolerancia burocrática y de las listas
negras como Charles Chaplin y Luis Buñuel, John Garfield y Arletty, los Diez de Hollywood y Leni
Riefenstahl, Alexander Solchenit- sin, Pablo Neruda, Ezra Pound y muchos, muchos otros creadores de
diversas opiniones políticas58.
Evidentemente el crítico Andrew Sarris manifiesta una franca debilidad por las ambivalencias de todo
tipo. Así, después de asegurar que el premio «fue motivado más por consideraciones artísticas que
políticas», un poco más adelante expresa que «lo que más nos ha llamado la atención favorablemente en
Memorias del subdesarrollo es su muy personal y muy valiente confrontación de las dudas del artista y las
ambivalencias concernientes a la Revolución cubana». ¿A qué pueden responder esas dudas y
ambivalencias sino a consideraciones políticas? Eso parece bien claro. Sobre todo porque inmediatamente
después apoya esta idea cuando se refiere a la ayuda que el premio puede significar para el desarrollo de
nuestra carrera que, tal como la presenta, parece haber quedado truncada después de Memorias...,
presumiblemente por problemas políticos. Aparte de la falta de información que padece, pues ya en 1973
habíamos realizado otra película59, la «ambivalencia» del crítico culmina un poco más adelante cuando
echa en un mismo saco como «víctimas de la intolerancia burocrática y de las listas negras» a fascistas y
comunistas.
Desde esa posición es muy fácl identificarse con un personaje como Sergio y ver en Memorias... una
«valiente confrontación de las dudas del artista», etcétera, y levantarla como bandera de «ambivalencias».
Se es consecuente así con toda una mènera de pensar que en los EE.UU. halla un terreno fértil, y con
una manera de defender los propios intereses que no son, por supuesto, los de la revolución. Se produce
entonces el conocido fenómeno de la «manipulación».
110
«Hasta cierto punto»
Es en el cine donde este mecanismo se descubre de una manera más objetiva porque el cineasta
trabaja con imágenes -y sonidos- que constituyen un material capaz de proporcionar, más que el material
propio de las otras artes, una ilusión de realidad. Fragmentos de la realidad son aislados, separados de
su propio contexto y dispuestos de tal manera que signifiquen algo específico y a veces algo muy distinto
de lo que significarían en otro contexto. Por eso podemos decir que el cine mismo es una de las
manifestaciones más evidentes de lo que podríamos llamar el «arte de la manipulación», ya que los filmes
constituyen el resultado de una operación de «manipulación» del cineasta sobre los elementos -el material-
que ofrece la realidad en su sentido más amplio."Y se comprende entonces que cada filme constituye a
su vez un fenómeno de la realidad que, aun cuando se respete
111
su integridad formal, es decir, sin necesidad de realizar cortes o de introducir cambios en el montaje de
los mismos, puede ser objeto de manipulación. Basta sacarlo del contexto que le es propio para que se
vean en el mismo otras cosas, para que se cargue de nuevos significados.
Pero, sea en el cine con los elementos de la realidad o en la realidad con las obras cinematográficas,
el éxito de la «manipulación», su alcance o eficacia depende de muchos y muy complejos factores, no
sólo de las posibilidades que ofrece el material mismo utilizado, o de la habilidad con que se realice la
operación. Y en última instancia, lo que importa es saber si lo que se pretende es revelar u ocultar o
tergiversar el profundo significado de la realidad tratada (es decir, si la «manipulación» se realiza en
función de la verdad o de la mentira...).
Es preciso, por tanto, tener en cuenta la cambiante significación del espectáculo cinematográfico, de
acuerdo con las circunstancias concretas en que se produce la relación con el público. Los diferentes
grupos de espectadores pueden entender el contenido en sentido diverso de acuerdo con la ideología
imperante dentro de cada grupo. Así, un documental publicitario producido en Sudáfrica, con el objetivo
de atraer mano de obra barata de los países vecinos para el período de la zafra azucarera, puede resultar
eficaz en determinados grupos dominados por la ideología que irradia ese país relativamente poderoso, y
hasta despertar quizás algún grado de admiración. Sin embargo, ante una conciencia espectadora que
haya roto en lo esencial con esa ideología -que no es otra que la ideología burguesa en una de sus más
brutales y retrógradas manifestaciones- se recibirá ese documental como un estímulo al rechazo no sólo
del objetivo, sino de ese mundo en su totalidad: arribará, así, sin proponérselo, a cumplir una función
progresista, pues se convierte en el testimonio de denuncia de una realidad patética e injusta.
112
Ahora bien, con relación a Memorias... el tono general de los comentarios que ha recibido en los
EE.UU. ofrece un balance muy positivo y sorprendentemente agudo en ocasiones 60. Sin embargo, aparte
de los escasos intentos de «manipulación» consciente como el que citamos antes, ha habido también
algunas manifestaciones de lo que podríamos llamar «manipulación inconsciente», o de buena fe entre
los estratos más o menos progresistas del mundo intelectual norteamericano en el que abundan las
posiciones definidas como «liberal de izquierda»61. Ya sabemos que éste es un término altamente ambiguo
y contradictorio en su significación más profunda. No se puede ser consecuentemente de izquierda y al
mismo tiempo liberal. Pero hay quien porta esta etiqueta y, por supuesto, constituye uno de los bocados
más suculentos de que se nutre el establishment. Es, además un bocado relativamente fácil de digerir.
Porque el liberal de izquierda no quiere cambiar el sistema, sino hacerlo funcionar de acuerdo con patrones
ideales. Lucha -cuando lo hace- por la idea del sistema, y a veces se ha inmolado por una causa que no
acaba de comprender cabalmente. Ese liberal de izquierda se ha expresado a veces con entusiasmo sobre
Memorias... y eso podría causarnos cierta desazón, pues sabemos que sus elogios no son
necesariamente calculados en función de intereses inconfesables, sino de una sana identificación con lo
que les parece una clara prueba de que en los marcos de la Revolución cubana hay cabida para la crítica
y para la disensión. Pero llegados a este punto tenemos que ser cuidadosos. No debemos equivocarnos.
Debemos saber distinguir entre una cosa y la otra, y eso es tarea nuestra. Debemos saber también que la
crítica que se ejerce desde una película como Memorias... no tiene nada que ver con la crítica tal como
puede entenderse desde posiciones liberales de cualquier tipo o matiz. En primer lugar, porque estamos
ante un ejemplo de cine militante producido en un país donde la revolución está en el poder. Esto quizás
exige una pequeña digresión.
113
Entre nuestros pueblos parece que la rebeldía está madurando a escala continental. Son pocos los
países que mantienen una apariencia de estabilidad. Acabamos de vivir la epopeya de Nicaragua y todo
parece indicar que no será la única que vivamos en los próximos años. Aparte de que las condiciones de
vida en el mundo reclaman cada vez más urgentemente cambios sustanciales, los héroes también son
contagiosos.
En Cuba la revolución está en el poder. Lo cual quiere decir que han cambiado las condiciones de la
lucha.
¿Qué significación tiene el cine en medio de todo esto? ¿Dónde y en qué momento es realmente
importante como un arma al servicio de la revolución? ¿Dónde sólo puede aspirar a ser un mero aporte
cultural cuya «eficacia» revolucionaria resulta menos evidente o a más largo plazo?
Las circunstancias particulares de cada país determinan la posibilidad de un verdadero cine
revolucionario militante. Después de llevar a cabo todos los análisis teóricos posibles, a veces no se valora
suficientemente el factor decisivo: el público. También el carácter militante del cine es circunstancial y está
en función del público a quien va dirigido, y esto es así en dos sentidos: primero, si la película llega
materialmente, físicamente, es decir, si es vista por ese público a quien va dirigida en primera instancia; y
segundo, si la película llega intelectual y emocionalmente, es decir, si además es comprendida por el
espectador y es capaz de movilizarlo.
Entre nosotros es fácil comprender que las condiciones son propicias para desarrollar un cine militante
más allá del simple aporte a la cultura artística. Pero al mismo tiempo un cine militante desde dentro de la
revolución y dirigido en primera instancia a los hombres que comparten esa circunstancia histórica no
constituye un problema sencillo. Sobre todo si no queremos contentarnos con las fórmulas ya tradicionales
que tienden a simplificar y esquematizar la realidad en aras de una pretendida exalta-
114
ción de los valores revolucionarios. Sobre todo si no nos contentamos con la inútil retórica y pretendemos
que el cine constituya un elemento activo y movilizador, que estimule la participación en el proceso
revolucionario. No basta entonces un cine moralizante sobre la base de prédicas y exhortaciones. Es
necesario un cine que eleve y estimule el sentido crítico. Pero, ¿cómo criticar y al mismo tiempo afirmar la
realidad en la que estamos inmersos? ¿Y hacia qué o hacia quién va dirigida esencialmente la crítica que
propicia Memorias...? Veamos los diversos aspectos del mecanismo que debe generar el filme en su
relación con el público.
La imagen de la realidad que se ofrece en Memorias... es una imagen multifacética como un objeto
que se contempla desde diversos puntos de vista.
«Hasta cierto punto»
115
Las escenas que sirven de fondo a los créditos corresponden a un baile popular. Podría ser un baile
de carnaval con música caliente y una cierta apariencia de caos, de desenfreno. De pronto suenan unos
disparos de pistola que casi se confunden con la música. Apenas podemos percibir a un hombre que se
escabulle en medio de los bailadores. La música continúa su ritmo persistente. La gente no cesa de bailar,
ni siquiera cuando presencian el cuerpo ensangrentado de un hombre que yace en medio de la multitud y
que casi inmediatamente es alzado por agentes del orden que se lo llevan por entre los bailadores. Nada
ha cambiado. El baile continúa, y en medio del baile el rostro desafiante de una negra se fija con expresión
de una violencia subterránea. Todo ha sido puesto ante el espectador a partir de nuestro punto de vista
más «objetivo», más despegado, menos comprometido, más de «plano general». Más adelante, hacia la
última parte del filme, regresaremos al mismo baile, a la misma situación, pero entonces lo veremos desde
otra perspectiva y aflorarán nuevos significados y serán provocadas nuevas inquietudes: las imágenes
son las mismas o muy parecidas, pero el sonido no tiene nada que ver con el que habíamos escuchado
antes y que correspondía realmente (realísticamente, podríamos decir) a esa imagen. Ahora se trata de
sonidos inconexos, vagos, que no definen un centro de gravedad, que flotan confusamente y que responde
a un estado de ánimo evidentemente disociado del que muestra la imagen en su conjunto y en forma
golpeante. Pero también en la imagen aparece otro elemento nuevo: ahora tenemos a Sergio en medio
de la multitud que baila. Él está y no está. Es decir, trata de estar, pues ha ido con Noemí al baile, pero es
incapaz de insertarse en la corriente general de despreocupación, relajamiento, descarga, alegría y
violencia. Por mucho que trata, no puede sumergirse en la marea de «su» pueblo. Los sonidos entonces
expresan esa tensión subjetiva del protagonista y al mismo tiempo nos mantienen alejados del baile, nos
impiden a nosotros, espectadores, dejar -
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nos arrastrar pasivamente por la corriente. Ya no es lo mismo que al principio: ahora sentimos con Sergio
esa distancia que lo separa del ámbito en que se mueve, y eso nos lleva de la mano a formular criterios.
Al ver la misma escena con Sergio como referencia, percibimos que no es igual la apreciación que
podemos hacer de la misma desde su punto de vista que la que habíamos hecho desde el nuestro como
espectadores sin previa información al principio del filme. Quizás la metáfora del hombre que muere
víctima de un hecho violento en medio de un baile popular que no se detiene en ningún momento mientras
transcurre el incidente y que muestra a su vez un sustrato de violencia, no fue suficientemente significativa
para el espectador en los momentos iniciales del filme. Ahora, viéndola por segunda vez desde otra
perspectiva y relacionándola con el personaje central del cual tenemos ya la necesaria información para
prever su destino trágico, la metáfora se expande, se ensancha más allá de su significado primario, directo,
contingente, y se abre propiciando consideraciones sobre la realidad en que está atrapado el personaje y
que él es incapaz de comprender profundamente.
Después están las primeras escenas en el aeropuerto. El éxodo de los primeros años después del
triunfo de la Revolución. Todo el tiempo durante esas escenas en las que no se dice nada y sólo se
muestra el momento de la despedida, estamos observando a Sergio y no podemos dejar de percibir su
mal disimulada mezcla de alivio e incomodidad. Cuando Sergio regresa a la ciudad en el ómnibus y piensa
en ellos, en los que se fueron y sobre todo en su mujer, se repiten las mismas escenas, pero ahora desde
la parte de Sergio: es entonces cuando vemos los rostros de su mujer y sus padres y es entonces cuando
escuchamos la voz de Sergio fría, casi cínica, en contraste con la imagen patética de sus familiares. La
utilización de un teleobjetivo en estas imágenes contribuye á aislar del ambiente general del aeropuerto
los rostros que Sergio evoca y ayuda a percibir esas imágenes como
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soñadas o pensadas, no como imágenes que se están viendo. Podríamos decir que la escena de la
despedida la contemplamos primero «objetivamente» sobre Sergio y después «subjetivamente» desde
Sergio.
También cerca del principio del filme escuchamos en una grabadora una discusión entre Sergio y su
mujer. Es una discusión tonta, frívola, que empieza como una pequeña provocación por parte de él y que
va adquiriendo un tono cada vez más agresivo. Las escenas que acompañan la grabación son las de
Sergio solo en la habitación de ambos, todavía con el desorden de la partida, jugando con las prendas de
ella, prolongando la burla, hasta que poco a poco el juego se va convirtiendo en una amarga corroboración
de su cinismo y su soledad. Mucho más adelante, la noche en que Sergio despide a Elena después de
haberse acostado con ella por primera vez, le viene el recuerdo de aquella discusión con Laura. Se repite
entonces la escena y se continúa más allá del punto en que Sergio había interrumpido la grabación: ahora
hay una correspondencia entre el sonido y la imagen de Laura que cae al suelo en medio del forcejeo y
se levanta con un ataque de llanto durante el cual insulta a Sergio y reafirma su decisión de marcharse
del país. Otra vez se presenta aquí primero la evocación del hecho relacionado con el estado de ánimo
presente en Sergio, y después se vuelve a presentar, pero ahora como una reproducción del mismo, con
carácter de información dada «objetivamente». (No importa que esta segunda vez también se tome como
punto de partida un determinado estado de ánimo de Sergio, ni que la imagen de Laura sea vista a través
de los ojos de Sergio: el hecho está presentado con cierta objetividad).
Más adelante, durante una de las primeras salidas de Sergio por la ciudad, vemos entre otras cosas
los rostros de la gente en la calle tal como él los ve. Son caras tristes, agobiadas, cansadas, infelices.
Sergio se pregunta: «¿Qué sentido tiene la vida para ellos...? ¿Y para mí? ¿Qué sentido tiene para mí...?
Pero yo no soy
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como ellos...». Sin embargo, la imagen se congela sobre el rostro de Sergio y nos lo muestra igualmente
infeliz. (Hemos saltado otra vez aquí de lo «subjetivo» a lo «objetivo».) Cuando, en plena Crisis de Octubre,
Sergio también observa a la gente en la calle, vemos de nuevo los rostros, pero esta vez ellos muestran
un estado de ánimo en abierto contraste con el de Sergio, que camina por las calles preocupado y
temeroso por el desastre atómico que pesa sobre todos y que él parece sentir más que los demás. En
ambos casos la imagen de los rostros es «objetiva» en cuanto que son rostros verídicos, captados en la
calle en cualquier momento. Sin embargo, la significación de unos y otros esdñen distinta. Si al principio
percibimos una impresión desolada, es porque evidentemente el protagonista, con el cual

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tendemos a identificarnos en un primer momento, proyecta su propio estado de ánimo sobre la realidad
que lo rodea y nos conduce a verla a través de sus ojos. Esa es la realidad que él ve, la que él elige, no
la que podríamos denominar con rigor realidad objetiva. Los rostros del final tampoco constituyen por sí
mismos la realidad objetiva, pero nos acercan mucho más a ella porque niegan la anterior apreciación sin
cancelarla totalmente. La verdad no está en unos o en otros. Ni siquiera en la suma de unos y otros, sino
en lo que la confrontación de unos y otros con el protagonista dentro del contexto general del filme sugiere
en el espectador.
Esta apreciación multilateral del objeto como principio estructural del filme no es precisamente la
«ambivalencia» de que se ha hablado en el sentido de ambigüedad o indeterminación. En cambióles la
expresión de contradicciones cuyo sentido dentro del filme no es otro que contribuir a las inquietudes e
impulsos para la acción que aspiramos a despertar en el espectador. Constituye así un incentivo para
tomar distancia frente a la imagen que se ofrece, y estimula por tanto una actitud crítica, es decir, una
«toma de partido».
Tenemos así, por una parte, la visión de la realidad que nos trasmite el personaje en sus reflexiones y
en sus juicios críticos. Por otra parte, tenemos al personaje mismo como objeto de nuestro juicio. Se trata
de un personaje que observa la realidad como un espectador distante, con suficiente sentido crítico como
para provocar otros juicios en el espectador del filme. El telescopio en la terraza es el símbolo más directo
posible de su actitud ante la realidad: él lo ve todo desde arriba y desde lejos, es capaz de enjuiciar la
realidad -desde su punto de vista subjetivo, por supuesto-, pero no puede participar en ella activamente.
El personaje lo enjuicia todo, incluyendo su propia persona, pero su juicio no siempre es lúcido, aunque
en algunos momentos parezca muy perspicaz. Y por último tenemos la visión de la realidad
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«documental» que se ofrece como contrapartida de la visión del protagonista.
La inclusión en el filme de imágenes documentales que alternan con las imágenes propiamente de
ficción nos permite ampliar considerablemente el ámbito de relaciones en que transcurren los sucesivos
momentos del protagonista. Pero lo más importante es que la relación entre el mundo subjetivo del
protagonista y el mundo objetivo en que está insertado recorre diversos niveles de aproximación a la
realidad. Se trata de la misma realidad que el espectador ha dejado atrás momentáneamente, y este
recorrido facilita su regreso a la misma cargado de inquietudes y con un grado más alto de información e
incluso de comprensión.
Las imágenes documentales contribuyen a ubicar el conflicto en su marco social e histórico y llegan al
espectador por distintos caminos: directamente, cuando acompañan algún comentario o reflexión del
protagonista; a través del televisor o del periódico, como información noticiosa -que también nos llega en
algún momento a través de la radio-; y, finalmente, como espacio sif- nificativo en el que se mueve
físicamente el protagonista (cuando camina por la calle a contracorriente a los que acuden masivamente
a una concentración de un Primero de Mayo, cuando está en la piscina del hotel Riviera, etcétera,
momentos todos ellos filmados sin una preparación previa, bien con cámara oculta o en todo caso tratando
de alterar lo menos posible el desarrollo normal y espontáneo de las acciones sorprendidas).
Si bien las imágenes más o menos «documentales» son las más idóneas para expresar el mundo
objetivo en que está ubicado el protagonista, algunas corresponden a su propio mundo subjetivo, y reflejan
su estado de ánimo, su pensamiento, su conciencia... (los rostros que observa por la calle, por ejemplo).
Esto, por supuesto, es la mejor prueba de su falsa objetividad, de que no se trata de imágenes objetivas
propiamente. Es decir, no hay que confundirse frente a las imágenes documentales -conseguidas a
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través de un proceso de captación directa de aspectos de la realidad que se incluyen en el filme
(fragmentos de noticiero, fotos de revistas, noticias del periódico, gente en la calle atrapada por una
cámara oculta...) pensando que constituyen el reflejo objetivo de la realidad en que transcurre la trama -
ficción-. Esas imágenes responden a una selección y ordenación realizada por los autores del filme, y por
tanto están marcadas por su subjetividad. Son tan tendenciosas como el resto de las imágenes que
aparecen en el filme y que han sido cuidadosamente elaboradas antes de echar a rodar la cámara. Aún
en el caso de aquellos fragmentos que parecen incrustados en el filme porque pertenecen a otro orden de
cosas, a otra dimensión que aparentemente no tiene que ver con el desarrollo dramático o narrativo que
allí se plantea, aun en el caso de esos fragmentos que conservan de alguna manera su autonomía (fotos
de revistas, fragmentos de noticieros...), ya una vez que han sido traídos para formar parte del filme no
pueden entenderse aisladamente, sino en relación estrecha con el resto de la obra, el contexto en que se
hallan reubicados.
De manera que la confrontación entre el individuo y la sociedad, entre la conciencia individual y las
circunstancias históricas que la condicionan de una manera u otra se lleva a cabo a través de dos líneas
de desarrollo que se entrelazan, dos focos de crítica, dos perspectivas, dos ángulos de visión: uno refleja
el punto de vista subjetivo del personaje, y otro el punto de vista «objetivo» de los autores del filme tanto
sobre el personaje como sobre la realidad que lo envuelve, que nos envuelve.
Ya están dados los estímulos para la crítica. Ahora nos interesa conocer hacia dónde y a través de qué
nos conducen.
El objetivo primero de la crítica dentro de la revolución debe ser armar al espectador para la lucha por
la revolución misma, por fortalecer los principios en que se asienta y por acelerar su desarrollo. Y aquí
puede resultar interesante ver cómo la actitud crítica del personaje llega al espectador a través del
mecanismo de
«La muerte de un burócrata»
identificación y al propio tiempo esa identificación con un personaje que constantemente está ejerciendo
la crítica (justa o injusta, no importa) impide que el mecanismo se absolutice, ya que contribuye a mantener
despierto el sentido crítico en el propio espectador y a compartir -o rechazar, por supuesto- la crítica de
los autores tanto sobre el personaje como sobre la realidad que nos incluye a todos.
Así, la operación desalienadora de Memorias... exige el impulso de la identificación del espectador con
el personaje. ¿Cómo, si el filme va dirigido en primera instancia al espectador que vive dentro de una
revolución que ya hace algunos años eliminó la burguesía, se plantea la identificación con un personaje
que encarna evidentemente valores que son propios de esa clase? Sergio es un burgués que no tiene
nada que ver con el hombre de la calle, con el obrero, con el campesino, con el intelectual revolucionario...
Y, sin embargo, hallamos que no sólo este último, sino también el obrero y el empleado -en mucha menor
medida el campesino, por supuesto, más por dificultades de lenguaje que por relativa coincidencia
ideológica- encuentran motivos suficientes para establecer una relación de identificación con el personaje.
Recordemos que la burguesía fue la clase dominante hasta el triunfo de la Revolución, y su ideología, por
tanto, fue la ideología dominante hasta hace pocos años. Es comprensible que los valores que han
marcado profundamente a todos los estratos de la sociedad durante siglos no desaparezcan
completamente de la noche a la mañana. Y ése es, sin duda, uno de los problemas de principio que
enfrenta la Revolución y que el filme asume como base de discusión. Entonces es posible para cualquier
espectador no sólo comprender el personaje, sino compartir incluso en alguna medida sus expectativas.
Sobre todo si se ponen en juego otros recursos ya propiamente cinematográficos, y específicamente del
cine burgués: el protagonista no sólo es lúcido, inteligente, sino culto, elegante, de buena apariencia, con
cierto senti-
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do del humor, y tiene todo el tiempo para él, pries recibe una buena cantidad de dinero sin necesidad de
trabajar. Además tiene un apartamento de lujo y se acuesta con mujeres hermosas. Representa, por tanto,
en alguna medida, lo que todo hombre en algún momento de su vida piensa que quisiera ser o tener. Pero
hay más: Sergio dice cosas, hace observaciones sobre la realidad en que se mueve, que a veces resultan
desconcertantes y contradictorias, pero no siempre rechazables. Pueden significar un reto y un estímulo
para pensar. Porque evidentemente se trata de una persona cultivada y en ese sentido está por encima
del nivel corriente. Sin duda sufre la mediocridad que le rodea y rechaza visceralmente los rasgos de
nuestra fisonomía que nos hacían aparecer casi como una sucursal de Miami. Eso lo lleva incluso a cobrar
conciencia de la significación última de figuras más complejas como Hemingway con relación a esta isla
tropical. Pero Sergio opone a esa mediocridad lo que para él es la cultura en su más alta expresión:
«Siempre quiero vivir como un europeo...», se lamenta. Su contradicción y la fuente de su desgarramiento
están en saberse alienado en patrones culturales que no son los de su propio medio, y, sin embargo, no
poder asumir su condición desde posiciones de lucha.
Es un vencido de antemano que pone en evidencia la colonización cultural de que hemos sido víctimas
a todo lo largo de nuestra historia y cuya secuela en medio de la Revolución se localiza en un sentido
amplio en nuestro subdesarrollo.
Con todas sus profundas contradicciones, Sergio nos puede conducir a tomar conciencia de lo que
significa el subdesarrollo tanto en el plano económico como en el cultural e ideológico. El espectador que
al principio sigue al personaje y comparte con él algunas de sus observaciones y criterios sobre nuestra
realidad, llega un momento en que comienza a sentirse molesto porque el personaje con el que se ha
identificado se va hundiendo cada vez más en un mar de contradicciones, dudas e incomprensiones
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paralizantes. Sergio no alcanza a comprender los valores en que se asienta el mundo que nace a su
alrededor, y sucumbe ante él. En un sentido profundo, es Sergio quien aparece como un subdesarrollado
frente a ese mundo que le rodea, frente a la Revolución.
Por todo lo dicho hasta aquí, se desprende que es precisamente el espectador quien constituye el
blanco de la crítica que desata Memorias... El espectador que vive dentro de la Revolución, que forma
parte de nuestra realidad revolucionaria. Es a él a quien deben ser revelados los síntomas de posibles
contradicciones e incongruencias entre una buena intención revolucionaria -en abstracto- y una
espontánea e inconsciente adhesión a determinados -concretos- valores propios de la ideología burguesa.
Y el objetivo mismo del filme es cuestionar la supervivencia de valores propios de la ideología burguesa
en medio de la Revolución. A medida que avanza el filme, a lo largo de la destrucción que sufre el
personaje, el espectador debe ir tomando conciencia de su propia situación, de la inconsecuencia que
significa haberse identificado en algún momento con Sergio. Por eso, cuando termina de ver la película no
sale satisfecho. No ha descargado sus pasiones, sino todo lo contrario: se ha cargado de inquietudes que
deben desembocar en una acción sobre sí mismo primero y consecuentemente sobre la realidad que
habita. Se trata, por tanto, de un acto revolucionario: una toma de conciencia sobre sus propias
contradicciones, y un impulso para llegar a la coherencia y proyectarse activamente sobre la realidad.
Aparece entonces, inevitablemente, la pregunta: ¿Por qué Memorias... pudo parecer a algunos blanco
fácil de intentos de manipulación? ¿Por qué Memorias... más que otros filmes? Pensamos que toda obra
realizada dentro de la Revolución, sobre todo en una etapa difícil de construcción del socialismo como
ésta que estamos viviendo, si arroja una mirada crítica sobre la realidad, puede ser utilizada en alguna
medida por el enemigo. Sobre todo
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«La muerte de un burócrata»
si se trata de una obra como ésta en la que los problemas planteados no se resuelven con la última imagen
que aparece en la pantalla, sino que tienden a prolongarse más allá de la sala de proyección, una obra
abierta a una problemática cuyo desarrollo ulterior y cuya eventual conclusión se colocan en la conciencia
del espectador, invitado a reflexionar. Sin embargo, como hemos podido ver, es en esos rasgos que
caracterizan Memorias... -señaladamente su voluntad de inquietar al espectador planteándole problemas
y contradicciones que debe resolver actuando en una dirección indicada-, es en esos rasgos que
constituyen su aparente vulnerabilidad, donde radica su mayor fuerza y alcance revolucionario.
Hablábamos al principio de que la película, al cabo de más de diez años, sigue operando frente al
público cada vez que se exhibe. Pensamos que habrá perdido su significación primera, su ope-
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ratividad, que habrá envejecido, cuando hayan desaparecido todos los vestigios de ideología burguesa en
el espectador. Quedará entonces simplemente como testimonio de un momento de la lucha, un momento
duro, pero vivo y esperanzador.
Nosotros también quisiéramos que la película envejeciera lo más pronto posible.
NOTAS
1 Patricio Guzmán, en notas previas a la realización de La Batalla de Chile, dice que en aquel momento
-los meses que precedieron al golpe fascista- no se le podía ocurrir una película de ficción con
actores recitando un texto porque la realidad misma que se desarrollaba ante sus ojos era
tremendamente cambiante. Y es que en momentos de convulsión social, la realidad pierde su
carácter cotidiano y todo lo que acontece es extraordinario, nuevo, insólito... La dinámica del cambio,
las tendencias del desarrollo, lo esencial, se manifiesta más directa y claramente que en momentos
de relativo reposo. Por eso capta nuestra atención y en ese sentido podemos decir que es
espectacular. Es cierto, lo más consecuente es tratar de apresar esos momentos en su estado más
puro -documental- y dejar la reelaboración de los elementos que ofrece la realidad para aquellos
momentos en que ésta transcurre sin aparente alteración. Entonces la ficción es un medio, un
instrumento idóneo, para penetrar en su esencia.
2 Este famoso código plantea, entre otras cosas, que el cine debe «forjar caracteres, desarrollar el
verdadero ideal e inculcar rectos principios, bajo la forma de relatos atrayentes proponiendo a la
admiración del espectador hermosos ejemplos de conducta». Independientemente de cualquier
discrepancia con el «verdadero» ideal y con los «rectos» principios que trataba de promover este
revelador documento, resulta interesante ver cómo se acoge al mecanismo más pueril -el de
proponer a la admiración del espectador «hermosos ejemplos de conducta»- y sin duda el que
mejor transparenta una actitud reaccionaria porque sólo intenta forjar una imagen idealizada y
complaciente de la realidad.
3 En la tesis sobre cultura artística y literaria contenida en la Plataforma Programática del PCC
podemos leer: «La sociedad socialista exige un arte
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y una literatura que, a la vez que proporcionen el disfrute estético, contribuyan a elevar el nivel
cultural del pueblo. Debe lograrse el establecimiento de un clima altamente creador que impulse el
progreso del arte y de la literatura como aspiración legítima de las masas trabajadoras. El arte y la
literatura promoverán los más altos valores humanos, enriquecerán la vida de nuestro pueblo y
participarán activamente en la formación de la personalidad comunista.»
4 Plataforma Programática del PCC, p. 90.
5 Ciertamente, desde que la TV ha llevado a las casas los momentos más espectaculares de la
realidad -pensamos, por ejemplo, en el americano medio, bebiéndose una cerveza en la sala de su
casa mientras contempla en el aparato de TV cómo el jefe de la policía de Saigón le abre un agujero
en el cráneo a un prisionero en plena vía pública, y todo esto en colores...- ya la representación de
estos momentos tiene que ajustarse a las nuevas circunstancias. Pero lo más importante es que
un hecho tan potente, tan insólito, tan descarnado, una vez que se da como espectáculo -es decir,
se ofrece a la contemplación del espectador- su potencialidad como generadora de una reacción
consecuente en el plano práctico se ve notablemente reducida. Probablemente la sorpresa le hará
dar un salto en la butaca, pero seguidamente irá al refrigerador a destapar otra cerveza que lo hará
dormir tranquilo. Después de todo, esos hechos han ido pasando poco a poco al plano de la
cotidianeidad. ¿Qué habrá que hacer para conmover a ese hombre? No basta que el espectáculo
sea real -y que esté sucediendo en el momento mismo de la contemplación- para generar una
reacción «productiva» en el espectador. Para eso sería necesario, posiblemente, acudir a
mecanismos más sofisticados.
6 ENGELS, E, AntiDühring, p. 171.
7 «El burgués franquea, en el teatro, los umbrales de otro mundo que no tiene ninguna relación con
lo cotidiano. Goza allí de una conmoción venal en forma de una embriaguez que elimina el pensar
y el juzgar», decía Brecht. (KLOTZ, V., Bertolt Brecht, p. 138).
8 «Y, sobre todo, mi cuerpo, lo mismo que mi alma, guardáos de cruzaros de brazos en actitud estéril
de espectador, porque la vida no es un espectáculo, porque un mar de dolores no es un proscenio,
porque un hombre que grita no es un oso bailando...».
9 LENIN, V. I., Cuadernos filosóficos, p. 205.
10 BRECHT, B., Escritos sobre el teatro, tomo 1, p. 121.
11 Ibíd., p.d22.
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12 HEGEL, J. G. F., Fenomenología del espíritu, p. 23.
13 «El efecto de distanciamiento consiste enjransformar la cosa que se pretende explicitar, y sobre la
cual se desea llamar la atención; en lograr que deje de ser un objeto común, conocido, inmediato,
para convertirse en algo especial, notable e inesperado. Se procura, en cierto modo, que lo
sobreentendido resulte «no entendido»; pero con el único fin de hacerlo más comprensible.»
(BRECHT, Op. cit., p. 128).
14 ALTHUSSER, L., Por Marx, p. 139.
15 El filme Quemada nos proporciona un ejemplo elocuente de contraste entre el mensaje explícito -
expuesto a través del lenguaje oral, de palabras que encierran conceptos e ideas definidamente
revolucionarios y específicamente anticolonialistas- y el mito implícito en la superioridad
«inconmovible» del europeo -expresado no sólo a través de la imagen potente y dinámica de Marión
Brando, de su personalidad ca- rismática, y de las situaciones dramáticas en las que él se muestra
siempre por encima del drama popular, sino por la misma «factura» del filme, lo que otros llamarían
su «dinámica estructural» (Althusser) quizás con un criterio más estricto pero igualmente referido
a lo fenoménico, lo inmediato, lo formal...- lo cual, en este caso, puede responder a una actitud
inconscientemente paternalista de los autores del filme.
16 Las consignas tienen su momento en el que se expresan como una necesidad inaplazable y en el
que alcanzan el máximo de eficacia. «Las consignas son excelentes, brillantes, exaltan los ánimos,
pero carecen de fundamento». (A propósito de la fraseología revolucionaria). Cuando desbordan su
momento las consignas se convierten en pura retórica y entonces sólo puedan operar sobre lo que
el propio Lenin llamó «el revolucionario sentimental», es decir, aquél para el cual la revolución es
algo así como una religión. No hay que detenerse en todo lo que esto obviamente implica como
obstáculo para el pleno desarrollo de la conciencia.
17 «Para esa conciencia (pequeñoburguesa) la realidad es terrible en un doble sentido: aterroriza e
indigna el mal que está en ella contenido, pero asusta y frecuentemente indigna la violencia
revolucionaria como método para su transformación.» (SUROVTSEV, Yuri 1., En el Laberinto del
Revisionismo...,
p. 195).
18 MARX-ENGELS, La ideología alemana, p. 39.
19 BRECHT, op. cit., p. 123.
20 «El teatro épico no combate las emociones, sino que las examina y no
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vacila en provocarlas.» (BRECHT, op. cit., p. 136). «El arte dramático no tiene por qué apartarse
totalmente de la identificación; pero sí debe -y puede hacerlo sin perder por ello su carácter
artístico- dejar el camino libre a la actitud crítica del espectador.» (BRECHT, op. cit., p. 197).
«12.1.41. Nunca debe olvidarse que el teatro no aristotélico sólo es una forma de teatro; sirve a
determinados fines sociales y no tiene un significado usurpatorio, en lo que a teatro en general se
refiere. Yo mismo puedo aplicar teatro aristotélico junto a teatro no aristotélico en determinadas
representaciones. Si hoy pusiera en escena, por ejemplo, Santa Juana de los Mataderos, podría
resultar conveniente producir cierta identificación con Juana (desde el punto de vista actual,
podríamos decir: admitir cierta identificación), puesto que el personaje cumple un proceso de
reconocimiento, y la empatia ayudará al espectador a ver con claridad los elementos esenciales de
la situación.» (BRECHT, Diario de Trabajo, tomo 1, p. 225).
EISENSTEIN, S. M., Film Form, p. 168.
BRECHT, B., Escritos sobre teatro, tomo 1, p. 91.
EISENSTEIN, S. M., op. cit., p. 166.
Ibíd., p. 167. lbíd., p. 173.
BRECHT, B., op. cit., tomo 1, p. 57.
Ibíd., p. 37.
Ibíd., p. 153.
SETON, Marie, Sergei M. Eisenstein, p. 132.
«...mis tendencias cinematográficas comienzan tres años antes con la puesta en escena de El
Mexicano (1920)». (Eisenstein, Ed. ICAIC, p. 149). «En traitant avec l'industrie cinématographique,
nous avons agi comme quelqu'un qui, apres avoir donné son linge a laver un flaque de boue, se
plaindrait ensuite qu'il est abîmé.» (BRECHT, B., Sur le Cinéma, p. 165).
«Criticar el curso de un río significa, en este caso, mejorarlo, corregirlo. La crítica a la sociedad es
la revolución. Eso es crítica ejecutiva, acabada.» (BRECHT, B., Escritos sobre el teatro, p. 198).
«Los elementos básicos del teatro nacen del espectador mismo; y de que dirijamos al espectador
en un sentido determinado... (...) La atracción (en nuestro diagnóstico del teatro) es todo momento
agresivo en él, es decir, todo elemento que despierte en el espectador aquellos sentidos o aquella
psicología que influencian sus sensaciones, todo elemento que pueda ser comprobado y
matemáticamente calculado para
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producir ciertos choques emotivos en un orden adecuado dentro del conjunto; único medio
mediante el cual se puede hacer perceptible la conclusión ideológica final.» (Eisenstein, S. M., El
sentido del cine, Ed. Lautaro, p. 218). Por supuesto, esta teoría del «montaje de atracciones» o de
«estimulantes artísticos», como la llamó en otra ocasión, tiene un fundamento válido. Pero no es
todo lo que puede hacerse. Es más, diríamos que la hipertrofia de esa actitud (o de ese método)
conduce al autoritarismo porque el director tiene a su alcance tales recursos expresivos que podría
condicionar emocionalmente al espectador en una dirección determinada y no hay que suponer
que ésta sea siempre la mejor... Sin embargo, no es posible desconocer este fenómeno como una
fase posible en el proceso de comunicación artística, que puede tener una eficacia revolucionaria
si esos momentos agresivos o irritantes de que se habla sirven para estimular al espectador a
encontrar una respuesta por sí mismo, y consecuentemente, a actuar sobre su realidad; es decir,
si no se le impone una respuesta paralizante.
Eisenstein, Ed. ICAIC, p. 420.
EISENSTEIN, S. M., Film Form, p. 62.
Ibíd., p. 46.
Ibíd., p. 150.
Ibíd., p. 151.
Ibíd., p. 153.
«The décisive factors of the compositional structure are taken by the author from the basis of his
relation to phenomena. This dictâtes structure and characteristics, through which the portrayal
itself is unfolded. Losing none of its reality, the portrayal emerges from this, immeasu- rably
enriched in both intellectual and emotional qualités.» {Ibíd., p. 157).
Ibíd., p. 125.
Ibíd., p. 46.
BRECHT, B., Escritos sobre teatro, tomo 1, p. 38.
Ibíd., p. 89.
Ibíd., p. 83.
Ibíd., p. 45.
BRECHT, B., Diario de trabajo, tomo 1 (4-3-41), p. 248.
BRECHT, B., Escritos sobre teatro, tomo 1, p. 136.
BRECHT, B., Diario de trabajo, tomo 1 (17.10.40), p. 192.
MARX-ENGELS, La ideología alemana, p. 27.
«To accuse me of tearing the emotional from the intellectual is without
any foundation! Quite the contrary! I wrote: "Dualism in the sphere of 'feelings' and 'rationale' must
be completely overeóme by this new form of art. It is necessary to give back to the intellectual
process its fire and passion, to dunk the abstract thinking process into the boiling material or
reality".» (SETON, M., op. cit., p. 333).
52 BRECHT, B., Escritos sobre teatro, tomo 3, p. 141.
53 En una reciente encuesta realizada por James Monaco en la revista canadiense Take One entre un
grupo de los más importantes críticos cinematográficos de todo el mundo para seleccionar los
«mejores filmes de la década» (1968-1978), Memorias del subdesarrollo obtuvo el mayor número de
votos entre todas las películas del llamado Tercer Mundo. (What's the Score? The Best of the
Decade», Take One, vol. 6, n. 8, julio de 1978).
54 En 1973 fue exhibida ampliamente en los llamados circuitos de arte y ensayo y en diversas
instituciones y universidades de los Estados Unidos. Fue seleccionada entonces por el New York
Times entre las diez mejores películas del año, recibió un premio de la Asociación Nacional de
Críticos Norteamericanos y otro de la Agrupación de Jóvenes Críticos de Nueva York.
55 ALLEN, Don: «Memories of Underdevelopment», Sight and Sound, Londres, otoño de 1969.
56 Ibíd.
57 Ver texto del telegrama enviado por nosotros a la Asociación Nacional de Críticos
Norteamericanos, revista Cine Cubano, La Habana, n. 89-90.
58 SARRIS, Andrew: «A Take of Two Circles (Films in Focus)», The Village Voice, Nueva York, 14 de
febrero de 1974.
59 En 1970 realizamos Una pelea cubana contra los demonios, ciertamente no tan afortunada como
Memorias... en lo que se refiere a aceptación del público y repercusión internacional.
60 Ver DÍAZ TORRES, Daniel: «Cine cubano en EE.UU.», Cine Cubano, La Habana, n. 86-87.
61 «In a film of such structural intricacy and thematic complexity, the vie- wer is compelled to exercise
certain perceptual priorities. These are cul- turally conditioned and reinforced, and tend, I believe,
to generate a sélective and fragmented view of the film among American audiences when the film's
most outstanding achievement is its synthesis -the intégration of diverse components into a unified
whole.» BURTON, Ju- lianne: «Memories of Underdevelopment in the Land of Overdevelop- ment»,
Cinéaste, Nueva York, vol. VIII, n. 1, verano de 1977.
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