El Sofista Negro
El Sofista Negro
El Sofista Negro
1. El sofista negro.
El asalto poético en Muhammad Ali 15
1. Casio en Roma: esclavitud y retórica del nombre 19
2. Knock down argument: el asalto poético 25
3. La predicción: veridicción y prueba 33
4. El sofista negro: la predicción autocumplida 41
5. Vituperio y boxeo: ambivalencia de la praxis 52
2. Herencia de un púgil.
Vituperio, uso, shock
1. Impacto de la palabra 57
2. La poetisa y el boxeador 66
3. Uso y violencia: los juguetes de Winnicott 72
4. El discípulo de Baudelaire: experiencia y conflicto 84
5. El púgil obrero 99
3. El filósofo boxeador.
Muhammad Ali y el operaísmo 111
1. El filósofo: ¿comentarista o púgil? 111
2. El animal político no es sociable 123
Bibliografía 129
INTRODUCCIÓN.
BOTTE DA ORBI,1 DE LO
POSMODERNO A LO PREANTIGUO
Muhammad Ali2
7
Louisville es epígono y discípulo de Baudelaire, pues
vive y anticipa aquella forma avanzada de capitalismo
que Guy Debord llama, con una fórmula eficaz, «socie-
dad del espectáculo». Por esta razón el libro esbozará
una biografía alegórica. No concederá espacio alguno a
celebraciones ni a historias edificantes: para entender-
nos, en 1974 el púgil no duda en aceptar un combate
de boxeo organizado para promocionar a Mobutu Sese
Seko, sanguinario dictador africano; en 1980 no tiene
reparos en disputar otro en las Filipinas tiranizadas
por Ferdinand Marcos. Muhammad Ali es un mentiro-
so, un showman3, un bribón mujeriego, un derrocha-
dor que gana más dinero que todos los otros campeones
de los pesos pesados juntos. Por esto mismo es un per-
sonaje capaz de devolver a la escena de Occidente una
figura por mucho tiempo dormida, y casi siempre con-
denada: el sofista mercenario que habría infectado el
mundo áureo de la antigua Atenas. Y esta es una pri-
mera característica de esa alegoría viviente que pro-
pongo llamar «sofista negro»: la capacidad de
desenterrar conflictos olvidados, formas antropológi-
cas sepultadas por la Historia. Entre los años sesenta
y ochenta, Muhammad Ali tendrá la capacidad de de-
volver a la escena el horror de la lucha total llamada
«pancracio», las injusticias de la guerra y de la segre-
gación racial, la separación irreal entre racionalidad
del discurso y brutalidad del cuerpo. Ali no es solo ene-
migo de Hitler y del Ku Klux Klan, sino que también
lo es de Descartes y Chomsky, de quien separa el verbo
8
de la carne, la competencia lingüística de la performa-
tividad del discurso, el razonamiento de su forma retó-
rica. Aquí reside la fuerza de su alegoría: una figura
perfectamente posmoderna que se mueve con desen-
voltura entre hamburguesas y Coca-Cola, televisión y
mundo globalizado. Al mismo tiempo, Ali es también
una figura preantigua capaz de sacar de debajo de la
alfombra motas de polvo que la tradición occidental se
habría esforzado en ocultar. No es del todo casual que
en una de sus primeras composiciones poéticas el
boxeador se compare con el Casio latino o que, poste-
riormente, diga haberse inspirado en Cristóbal Colón
(Remnick, 1998, p. 239) o John Hawkins (Minà, 1973a,
p. 108). Desde el mundo clásico y los albores de la mo-
dernidad, Ali saca a la luz nudosas raíces de la época
contemporánea. A veces con insospechada elegancia, y
en otras ocasiones con urgencia salvaje.
En tanto que biografía alegórica, el libro tendrá
una estructura ambivalente, como las célebres imá-
genes que muestran un pato (las peripecias del peso
pesado más grande de todos los tiempos) y después
una liebre (una filosofía de la experiencia). El primer
capítulo se centra en la figura del púgil para insertar
un número siempre más elevado de consideraciones
filosóficas; en el segundo, Ali retrocede a una posi-
ción un poco más en guardia para dar espacio a pro-
blemas constituidos por el uso y la producción en el
mundo contemporáneo. Para quien lo desee, este pa-
so de la figura al fondo llegará hasta una mirada in-
discreta en la trastienda. Un texto conclusivo
descubrirá la tramoya de esta reconstrucción, la tra-
dición filosófico-política comúnmente llamada «ope-
9
raísmo italiano». Las páginas tendrán un desarrollo
moderadamente cronológico: la primera sección se
centrará en el Clay de los inicios hasta el encuentro
con Liston en 1964; la segunda parte, en el Muham-
mad Ali que rechaza enrolarse en el ejército y recu-
pera el título por tres veces contra Foreman, Frazier
y Spinks. El método es de inspiración antropológica:
usaré todas las fuentes posibles para reconstruir un
recorrido biográfico complejo, en ocasiones heraldo
de superficialidades mitológicas y escandalosas mal-
dades. El texto del comentador deportivo estará
acompañado del análisis del filósofo: después de Jim-
my Cannon llegará Hannah Arendt, Rino Tommasi
será compañero de Ludwig Wittgenstein. Para limi-
tar el riesgo de sugestiones someras he intentado
documentar, con obsesivas referencias a hechos, opi-
niones y declaraciones, un razonamiento cuyo objeti-
vo teórico consiste en comprender el entramado
entre performance corpórea y acto lingüístico. Dicho
lo cual, confieso haber utilizado un número de textos
limitado. Solamente las biografías del campeón lle-
gan a una cantidad difícil de determinar. Considerar
fuentes que fuesen más allá de las anglófonas e ita-
lianas habría sido fascinante (quizá necesario), pero
hubiera necesitado el trabajo de una vida entera.
Las intrigas ligadas a la figura de Ali son, por la mis-
ma naturaleza del sujeto, innumerables. Por un la-
do, recuerdan a la infinita referencia de los juegos
lingüísticos típicos del mundo posmoderno: un calei-
doscopio de fuegos artificiales que entretienen sin
cambiar nada. Por otro, aluden a la emergencia de
formas antropológicas subterráneas, potencialmente
10
subversivas, cuya exhumación requiere los tiempos
indefinidos de la excavación arqueológica.
Anticipo un ejemplo para dar una idea vaga de lo
que quiero decir. Entre las figuras que entrecruzan
su vida con la de Ali (de John Lennon a Andy War-
hol, de Bertrand Russell a Leonid Brézhnev) está
Toni Morrison. La escritora (otra, Marianne Moore,
la encontraremos en el segundo capítulo) sucumbe a
la fascinación por el púgil: «Ali era un guerrero gua-
písimo y representaba una nueva actitud para los
negros […]. A mí el boxeo no me gustaba, pero él era
algo aparte» (Remnick, 1998, p. 284). Morrison se
convierte en la editora de la autobiografía del cam-
peón para la editorial Random House. Se trata de un
trabajo al cual demuestra estar ligada: en 1977 tiene
en la oficina un facsímil gigante de la cubierta (Wat-
kins, 1994, p. 43), y aún en 1979 resalta en la pared
una foto de Muhammad Ali (Parker, 1994, p. 60). Va-
rios años después, la escritora (Morrison, 1993) dedi-
ca el discurso de aceptación del Premio Nobel al
análisis de una historia que aparece más veces en su
trayectoria narrativa. Se dice que una señora ciega
tiene poderes de sabia clarividencia. Algunos niños
traviesos le preguntan si el pájaro que esconden en
las manos está vivo o muerto. Ella no ve, así que no
puede constatarlo. Después de una larga pausa afir-
ma: «No lo sé. No sé si el pájaro está vivo o muerto,
pero sé que está en vuestras manos. Está en vuestras
manos». Morrison se prodiga en un discurso apasiona-
do acerca de la importancia de la responsabilidad y de
la palabra, del cuidado y del diálogo. La parábola
muestra alguna consonancia con la parte más tardía
11
y menos original de la figura de Ali, cuando el asalto
poético lleno de vituperios deja el lugar a la llamada
ecuménica a la concordia. La culminación de este
apogeo lleva la fecha de 10 de junio de 2016, en que
los exponentes más diversos del mundo confesional
(desde las autoridades espirituales de los nativos
americanos hasta representantes del Dalai Lama)
honran la muerte del boxeador con una larguísima
ceremonia. En ambos contextos, la celebración del
Nobel y la liturgia fúnebre, el edulcorado llamamien-
to a la paz va de la mano de una palabra conflictiva
que acaba por recitar el papel habitual. La frase
agresiva sería solo del prepotente y nunca de quien,
humillado, pretende justicia. Una de las intenciones
de este libro es sugerir que la mayor parte de la pro-
ducción retórica de Muhammad Ali establece la rela-
ción entre lenguaje y enfrentamiento en una
dirección completamente distinta: la relación entre
violencia física y agresión verbal es bidireccional;
para los humanos es necesario el choque conflictivo
con aquel que está a su alrededor.
En las páginas que siguen veremos cómo y por-
qué. Por el momento me limito a proponer la descrip-
ción de un episodio alternativo que pueda ofrecer
una imagen inicial y, al mismo tiempo, dé pie a una
dedicatoria. Los protagonistas del episodio son los
mismos del cuento narrado por Toni Morrison, la ce-
guera y la adolescencia persecutoria. Mientras Ali
derrota a Foreman en Zaire, Mario entrena a niños
invidentes, en la lucha grecorromana y en el arte del
puño, en el Instituto para Ciegos Augusto Romagno-
li de Roma. El instituto es una escuela especial que,
12
al menos en parte, aspira a la paradoja de la propia
superación. En él conviven convulsas, a menudo des-
articuladas, instancias de renovación radical. Invi-
dentes rebeldes intentan conducir el Fiat Cinquecento
del conserje, con resultados previsibles. Grupos de
psicóticos miopes se sientan inestables tanto encima
como debajo de los bancos. Sin embargo, consiguen
mientras tanto manejar sierras y martillos en increí-
bles laboratorios artesanales. Algunos años después,
un grupo de chavales rodea al profesor de primaria a
la vuelta del trabajo con palabras de burla y amena-
za. Estamos en plenos años ochenta; el nuevo espíri-
tu del tiempo ha llegado finalmente. La última
parada está desierta en la periferia urbana, el auto-
bús acaba de salir y va con retraso desde que comen-
zó a circular. Puesto contra las cuerdas, el ciego alza
al cielo el bastón blanco. Comienza a girarlo sobre la
cabeza, ligero pero sibilante: «Acercaos y veréis qué
significa botte da orbi».4 Es a Mario Mazzeo, entrena-
dor de luchadores ciegos, a quien está dedicado
El sofista negro.
13
tables ocasiones en las que discutir. Daniele Gamba-
rara ha sido pródigo en consejos afectuosos. Hace
algún tiempo, durante un interminable viaje en tren,
Paolo Virno me ayudó a entender por qué el lema
wittgensteiniano «revolucionario será aquel que
pueda revolucionarse a sí mismo» es una trampa
para zorros. Paolo Virno y Massimo Prampolini han
tenido la paciencia de leer todo el texto y darme con-
sejos preciosos. Luca Dori, justiciero adolescente de
skinheads y después adulto campeón italiano de kick
boxing, me ha sabido transmitir las agallas necesa-
rias para afrontar una disciplina atlética desconoci-
da para mí. Monica Matera ha aguantado quinientos
minutos de filmaciones vespertinas sobre el boxeo de
Muhammad Ali y todavía me sonríe. Ilaria Bussoni
ha creído sin reparos en un proyecto editorial teme-
rario. Soy felizmente deudor de todos ellos.
14
1. EL SOFISTA NEGRO.
EL ASALTO POÉTICO EN
MUHAMMAD ALI
5. McCormack, 2009.
15
textos de Ali (composiciones poéticas en rima, de vi-
tuperio, provocación y desafío) permitirá descubrir a
mediados del siglo XX una modalidad retórica, «po-
ner al otro a prueba», al mismo tiempo posmoderna
(vinculada a la sociedad del espectáculo), antigua
(aunque inconscientemente, Ali echa mano de la tra-
dición sofista) y preantigua (el boxeo es el heredero
directo del pankration, la lucha total que en el siglo
VI a. C. se convierte en especialidad olímpica). Los
textos retóricos de Muhammad Ali abren la puerta a
una dimensión argumentativa hoy escondida, impor-
tante para comprender las raíces más profundas de
la retórica. El griego antiguo vincula este campo se-
mántico al verbo peirao («intentar», «probar»): una
dimensión a mitad de camino entre praxis y lengua-
je, entre el duelo verbal y la performance atléti-
co-agonística (Mazzeo, 2013a). Ya así estamos
anticipando que la de Muhammad Ali no es una figu-
ra simple. Los difamadores lo definen como un busi-
nessman porque habría gastado toda su existencia
en interpretar un papel contestatario con el único fin
de ganar dinero, aunque no faltan retratos apologé-
ticos de su figura (en primer lugar la autobiografía:
Ali y Durham, 1975). Mi hipótesis es que esta ambi-
valencia no se debe a la opacidad de la reconstruc-
ción histórica sino que constituye el talante de un
personaje que, precisamente por este motivo, repre-
senta un caso paradigmático para el mundo contem-
poráneo. Desde dos aspectos: uno ligado a la retórica
y a la palabra, el otro vinculado a la experiencia del
que desafía.
16
No hay duda de que Ali encarna una de las pri-
meras figuras de lo que Guy Debord (1967-1992) lla-
ma «sociedad del espectáculo», el resultado del
capitalismo más avanzado. Me limito a un ejemplo
superficial. En los años setenta renace el interés por
las películas ambientadas en el mundo del boxeo por
dos razones: la organización productiva del «New
Hollywood» y la emergencia de un fenómeno llamado
«Muhammad Ali» (Grindon, 2011, p. 61). El púgil no
duda en registrar un álbum con poesías y monólogos
(I’m the Greatest!, 1963) y recitar en documentales
(Black Rodeo, 1972) o en películas de todo tipo (Re-
quiem for a Heavyweight, 1962; The Greatest, 1972;
Freedom Road, 1978); en los años en los que se le
prohibió boxear participa en un musical (Big Time
Buck White, 1969: Rummel, Blakely, 2005, p. 55); el
púgil funda una cadena de supermercados (Minà,
1975a, p. 196), ponen su nombre a una tableta de
chocolate, a un periódico escolar (Minà, 1978a, p.
299) y a unos dibujos animados que verá junto a sus
hijos más pequeños (Arcobelli, 2016, p. 137). Duran-
te tres décadas Clay/Ali figura en el Libro Guinness
de los récords como la persona a la que se le han de-
dicado un mayor número de biografías (Ezra, 2009,
p. 1). Por otra parte, Muhammad es visto por sus
contemporáneos como una figura difícilmente desci-
frable, familiar y desconcertante al mismo tiempo.
Propongo llamar «anacronismo innovador» al
cortocircuito entre formas del tiempo futuro y la apa-
rición de mundos sepultados. Esta es precisamente
la característica más importante de la performance
retórica y ético-política de Ali. Por un lado, el púgil
17
anticipa y corrobora los tiempos de la sociedad del
espectáculo. Por el otro, obliga al mundo en el que
vive a confrontarse con rastros residuales de tiempos
lejanos. En la Grecia antigua, afirma Barbara Cas-
sin (1995, p. 85), la performance retórica hace del
sofista un one man show: Clay/Ali es un one man
show que se parece, a veces a su pesar, al sofista. Si
el cine de Hollywood hace del duelo en el western el
apogeo de la retórica nacionalista de la frontera,
Clay/Ali pone bajo las luces de la escena los aspectos
violentos y despiadados de una forma de combate
que Occidente conoce desde los tiempos de la Grecia
arcaica. Los pesos pesados son los «dinosaurios» (Ali
y Durham, 1975, p. 271) del boxeo porque recuerdan
a la sangre de luchas sin cuartel; el sofista da vida
nueva a un «dinosaurio» de la retórica como el elogio
porque hace resplandecer el cuerpo conflictivo e inte-
resado de cada argumentación (Cassin, 1995, p. 271).
Por una coincidencia léxica no del todo fortuita, las
invectivas ofensivas de Ali son a veces definidas en
la literatura inglesa como antics6: término que signi-
fica «payasada» «burla», pero que tiene su origen en
el italiano antico y en el latín antiquum (Partridge,
1966, p. 109). La ambigüedad del término es idónea
dada la ambivalencia de un púgil de dos caras: gro-
tesco charlatán de la sociedad del espectáculo y ras-
tro arqueológico de un mundo desaparecido.
18
1. CASIO EN ROMA: ESCLAVITUD Y RETÓRICA
DEL NOMBRE
19
Se trata de un poema acerbo (alguno lo define como
«material de pésima calidad»: Remnick, 1998, p. 116)
que no tiene la agresividad ni el brío de los ataques
sucesivos. Es un texto de autoelogio en el que el púgil
magnifica sus hazañas aludiendo a los adversarios
de la Guerra Fría (Rusia, Polonia). Sin embargo,
emerge un rasgo retórico que pocos años después se
acentuará. Aparece el tema del nombre. Aunque de
modo ingenuo y torpe (las crónicas dan cuenta de un
orador rojo de vergüenza: Bacci, 2013, p. 37), en el
texto aparece algo que abrirá una brecha. Con la re-
ferencia a los italianos que lo declaran más fuerte
que el Casio de la tradición latina (el asesino de Julio
César en conspiración con Bruto),9 Clay mete el dedo
en la llaga.10 Cassius no es un nombre neutro, sino
20
un apelativo que revela una pertenencia estratifica-
da y no sin contradicción. En esta ocasión el boxea-
dor evidencia la cara benévola: un pueblo lejano
acoge al atleta olímpico en la tradición de Roma.11
En este sentido, en 1964 se verifica un pasaje retó-
rico decisivo que es oportuno anticipar. El 26 de febre-
ro, al día siguiente de derrotar a Sonny Liston y
conquistar el cinturón de campeón del mundo, el púgil
se cambia el nombre. Primero por «Cassius X» (CAP. II,
PARTE 3) y poco después por «Muhammad Ali». Se tra-
ta de una acción bastante habitual en aquella época,
frecuente en las conversiones religiosas ligadas a la
Nación del Islam (el ejemplo más célebre seguramen-
te sea el representado por Malcolm X). Sin embargo,
en este caso el cambio es particularmente significati-
vo por el lugar ético-político en el que se realiza. Cas-
sius/Ali no es solo un atleta: es un púgil, es el atleta
de la violencia ritualizada. No es solo boxeador, es
boxeador que inesperadamente habla. Con Clay/Ali
la violencia ritualizada comienza a hablar, y para
hacerlo toma los cambios de nombre de su orador. Ya
en el texto de 1960 Cassius evoca un nombre ligado a
la esclavitud. No hay que olvidar que el Casio del
mundo latino, una vez derrotado en la guerra contra
Antonio, se hace matar por un esclavo. El texto de la
21
victoria olímpica adopta entonces la forma de cami-
nar del cangrejo. Volviendo atrás a la Roma de «Cas-
sius the Old», Clay prepara el terreno para dar un
paso adelante y descubrir la violencia verbal conte-
nida en un nombre de pila ligado a la esclavitud mo-
derna, la norteamericana de los campos de algodón.
Sería erróneo considerar el paso de Cassius Clay
a Muhammad Ali como una elección integrista o
completamente religiosa. Al respecto, los comenta-
rios de Ali encarnan una ambivalencia teóricamente
significativa. Por una parte, está la interpretación
canónica facilitada por su mentor Elijah Muhammad
(Hauser, 1991-2016, p. 106): «“Muhammad” significa
“digno de elogio”. “Ali” fue el nombre de un gran ge-
neral [primo del profeta Mahoma y cuarto califa des-
pués de su muerte]». Por otra, hay una explicación
diversa, menos ideológica y más interesante (Pollard
y Richardson, 1989):
22
«es ruso», «oriental», «hebreo», «todo lo que la mente
humana pueda concebir», afirmará un Don King
arrebatado (Mailer, 1975, p. 129). Es un apelativo
tan difundido que está muy próximo a lo que la gra-
mática tradicional llamaría un «nombre común». Se
caracteriza principalmente por una cosa: proclama
la pertenencia al género humano.
23
University, conocida por una generación entera como
«la Atenas del Oeste» (ibíd., p. 15). Acaricia en dos
ocasiones la vicepresidencia de los Estados Unidos y
durante algunos años es embajador estadounidense
en Rusia. Al mismo tiempo, el Clay blanco no desde-
ña usar los puños ni manejar armas. Capitán en la
guerra entre los Estados Unidos y México en 1846-
1847, se hace conocido por su extraordinaria capaci-
dad para batirse con el cuchillo, un instrumento
lesivo que siempre lleva consigo. Ya sea por cuestio-
nes políticas o sentimentales, reta a duelo al adversa-
rio de turno, y mata a más de uno (ibíd., pp. 28-30,
35, 69, 101 y 122). El púgil se convierte en un retrato
especular, es decir, de rasgos invertidos, del propieta-
rio abolicionista. El Clay blanco habla para después
golpear con los puños; Muhammad golpea con los pu-
ños para poder finalmente hablar.
24
2. KNOCK DOWN ARGUMENT:14 EL ASALTO
POÉTICO
25
[1] I’m young, I’m handsome, I’m fast, I can’t possibly be
beat. I’m ready to go to war right now. If I see that bear on
the street, I’ll beat beat him before the fight. I’ll beat him
like I’m his daddy. He’s too ugly to be the world champ.
The world’s champ should [5] be pretty like me. If you
want to lose your money, than bet on Sonny, because I’ll
never lose a fight. It’s impossible. I never lost a fight in my
life. I’m too fast; I’m the king. I was born a champ in the
crib. I’m going to put that ugly bear on the floor, and after
the fight I’m gonna build myself a pretty home and [10]
use him as a bearskin rug. Liston even smells like a bear.
I’m gonna give him to the local zoo after I whup him. Peo-
ple think I’m joking. I’m not joking; I’m serious. This will
be the easiest fight of my life. The bum is too slow; he can’t
keep up with me; I’m too fast. He’s old, I’m young. He’s
ugly, I’m pretty. [15] It’s just impossible for him beat me.
He knows I’m great. He went to school; he’s no fool. I pre-
dict that he will go in eight to prove that I’m great; and if
he wants to go to heaven, I’ll get him in seven. He’ll be in
a worser fix if I cut it to six. And if he keeps talking jive, I’ll
cut it to five. And if he makes me sore, he’ll go [20] like
Archie Moore, in four. And if that don’t do, I’ll cut it to two.
26
And if he run, he’ll go in one. And if he don’t want to fight,
he should keep his ugly self home that night.
27
La segunda es también pertinente, aunque contenga
implícitamente su opuesto amenazante. Clay es más
rápido, pero esta es también la razón por la cual el
puño de Liston es más poderoso. Hasta aquel mo-
mento, lo que cuenta en el boxeo de los pesos pesados
es la violencia de los golpes, según la ley física del
choque entre dos masas corpóreas (Remnick, 1998,
p. 19). La tercera afirmación es verdadera pero im-
porta poco: Clay es más guapo respecto a un adversa-
rio de facciones gigantescas, cuyo aspecto se resiente
de las penurias de la infancia, de la vida carcelaria y
de los excesos de toda una vida. Por lo tanto, de las
tres afirmaciones elogiosas solo una (la juventud) es
completamente pertinente con las habilidades nece-
sarias para ganar el combate. En lo demás, todo el
discurso de Clay es pasmosamente inverosímil, a
menudo abiertamente falso. Veámoslo en detalle:
28
«No perderé nunca un combate» («No es posible que sea
derrotado»): predicción poco verosímil y falsa. Anterior-
mente, solo Rocky Marciano había concluido su carrera
imbatido (49 victorias sobre 49 peleas). En cambio, de
amateur había sufrido cuatro derrotas de doce combates
(Skehan, 1977, p. 73). De todos modos la predicción no se
cumplirá: la carrera profesional de Ali estará manchada
por cinco derrotas.
19. Las fuentes divergen acerca del número preciso: según al-
gunos (Remnick, 1998, p. 107), habrían sido 100, y según
otros 108 (Poinsett, 1963, p. 8). En la autobiografía Ali
habla de «67 combates de amateur» de los que venció 161
(Ali y Durham, 1975, p. 58).
29
momento. Un comentarista, no del todo benévolo con Clay,
se complace por el hecho de que el púgil al menos es capaz
de hablar «grammatically» después de décadas de «analfa-
betos y delincuentes» (Shuyler, 1964, p. 41).
30
periódicos y algunas imágenes, en circuito cerrado,
distribuidas en el cine. Sin embargo, nada en com-
paración con lo que sucede hoy en día: en 1963-1964
la sociedad del espectáculo está aún en pañales; el
icono Clay/Ali es en gran parte una construcción
posterior. A menudo los coetáneos observan el com-
portamiento, primero de Clay y después de Ali, con
sospecha por ser excéntrico e innovador: hasta
aquel momento el boxeador es un hombre de puños
y no de palabras, más cerca de la cárcel que de la
oratoria. Más allá del combate con Liston, Clay
(Remnick, 1998, pp. 41, 148 y 196) y Ali (ibíd., p. 286;
Hauser, 1991-2016, p. 107) son a menudo recibidos
con una oleada de abucheos. Entre sus innumerables
sobrenombres, el más extendido será «the Louisville
Lip» (Remnick, 1998, p. 130); «el labio, la insolencia
de Louisville» es una figura que confunde las ideas
porque mezcla cartas de juegos que parecen inconci-
liables.
La segunda consideración es de orden teórico: en
muchos aspectos el elogio de Clay es el más clásico de
los discursos retóricos de tipo epidíctico.21 Según
Barbara Cassin, el discurso epidíctico tiene dos ca-
racterísticas de fondo: juega con el sentido común,
usando temas conformes a la opinión corriente o for-
mas heterodoxas; hace del elogio el elogio de sí, es
decir, de la capacidad del lenguaje de organizar la
31
realidad. En síntesis, el epidíctico se configura como
una inversión verbal autorreferencial. En el caso pa-
radigmático del género, el Elogio de Helena, Gorgias
y después Isócrates producen vuelcos potentes: Hele-
na no es la causa de la guerra, sino la víctima de los
hombres; su belleza no es culpa sino virtud. El dis-
curso del boxeador prosigue los rastros del género.
En este caso es el hombre guapo, ya no la mujer,
quien hace alarde de sí. Para el púgil, la belleza se
convierte en símbolo de fuerza y la velocidad ya no es
síntoma de escasa potencia, sino que se ha transfor-
mado en un arma irresistible. La juventud pasa de
ser un elemento de inexperiencia a constituir una
energía imparable, mientras que la violencia del ad-
versario es simplemente una señal de estúpida debi-
lidad. En otros aspectos, en cambio, el discurso de
Clay lleva al extremo el acto retórico hasta transfor-
marlo radicalmente. De hecho, en este asalto poético
la inversión no se refiere únicamente al sentido de
las acciones cuya realidad está certificada (nadie dis-
cute la belleza de Helena), pues involucra a la es-
tructura misma de los hechos. Al contrario de lo que
afirma el futuro campeón del mundo, Liston no ha
ido a la escuela, Clay no está invicto, Clay no es el
favorito, Clay no es el rey del boxeo. Clay no solo in-
vierte el sentido de los datos de hechos reconocibles,
sino que subvierte el dato de hecho en cuanto tal.
Este es su knock out argument.
32
3. LA PREDICCIÓN: VERIDICCIÓN Y PRUEBA
Muhammad Ali22
33
no está vinculado a las investigaciones del filósofo Mi-
chel Foucault. Para comprender el concepto es útil la
definición propuesta por Giorgio Agamben (2008, p.
78): «En la veridicción, el sujeto se constituye y se
arriesga como tal vinculándose performativamente a
la verdad de la propia afirmación». Esta forma retóri-
ca hunde sus raíces en las ordalías, que estructuran
las fórmulas del juramento en el Occidente arcaico.
Meter la mano en el fuego o no quemarse caminando
descalzo sobre rescoldos ardiendo son modos para dar
prueba de sí, dar prueba de la veracidad de las pro-
pias palabras.
Este es un punto relevante: la retórica de Clay/
Ali se encomienda a previsiones ordálicas y no a ju-
ramentos o promesas (Mazzeo, 2013b). No aparecen
las fórmulas juradas o las promesas de victoria aún
hoy tan difundidas en la cinematografía: frases del
tipo «¡juro que lo venceré!» o «prometo no ceder». El
púgil de Louisville recurre a una tradición diferente.
La compleja tradición de los rituales ordálicos
(Glotz, 1904) incluye variantes que emplean la ad-
34
ministración de veneno o pruebas como la del fuego
para una veridicción no dirigida simplemente al
pasado (aclarar la veracidad de lo que se dice acer-
ca de un episodio ya sucedido), sino también al fu-
turo (Retel-Laurentin, 1969). Este es un tipo de
prueba que pone en juego la vida de un ser humano
para revelar, a los otros y a sí mismo, si se dice o no
la verdad. En el texto de 1963, Clay vuelve a propo-
ner la lógica de la ordalía en un mundo completa-
mente diferente: se somete a una prueba dolorosa
para mostrar, construyéndola, la verdad que le in-
cumbe. El púgil devuelve el combate de boxeo a sus
orígenes de «puesta a prueba», un duelo26 que decre-
te quién tiene razón. Gracias a Clay primero y a Ali
después, reaparecen en el boxeo escenas primitivas
de Occidente (ordalía, duelo) cuyo potencial innova-
dor se evidencia en la continuidad osmótica entre
palabra y acción, entre maniobra retórica y conflicto
corpóreo. Como recuerda Tommasi (2014, p. 17), el
boxeo es uno de los pocos deportes en los cuales «no
se llega al final a través de un recorrido preestable-
cido»: lo que permite a un púgil poder «desafiar al
campeón» es «librar una serie de combates para con-
quistar la credibilidad».
La predicción de Clay produce directamente un
cortocircuito entre credibilidad retórica y performan-
ce agonística ya que se abre justamente con la noción
de prueba: «Predigo que venceré en ocho asaltos para
probar que soy grande». ¿A quién dará pruebas de que
es grande? A todos: a Liston, al público, a sí mismo.
35
No olvidemos que Clay no prepara ninguna celebra-
ción en caso de victoria. La noche posterior al comba-
te sus patrocinadores tienen que organizar una
fiesta improvisada, mientras el boxeador se limita a
tomarse un helado de vainilla en compañía de Mal-
colm X (Remnick, 1998, p. 210). El resto de esta par-
te del asalto poético avanza como una demostración
por reducción al absurdo. Clay prevé derrotar a Lis-
ton en ocho asaltos. Si el adversario comete algún
error, entonces el combate acabará antes (y es justa-
mente esto lo que sucede: un Liston exhausto tira la
toalla entre el sexto y el séptimo asaltos). Esta parte
de la composición se desarrolla según los tiempos de
una cuenta atrás invertida, como la cuenta que el
árbitro impone a quien cae a la lona (1...2...3...4…)
pero en sentido inverso. Clay habla del futuro y, al
hacerlo, rebobina la cinta. El suyo no es un futuro
cualquiera, sino un futuro anterior, «un “tiempo” lin-
güístico, pero también un modo de experimentar, in-
quietante y enigmático» (Virno, 1995, p. 127). No se
trata de un simple acto de astucia –nombrar un am-
plio abanico de posibilidades para aumentar la exac-
titud del pronóstico (será bastante habitual que
Clay/Ali se aventure en predicciones precisas)–, sino
de una dramatización epidíctica de la profecía con la
que exaltar la propia fuerza («y si quiere ir al cielo, lo
haré en siete») que se extiende hasta el consejo de no
participar en el duelo («Y si no quiere luchar, debería
dejar su fea cara en casa»).
En resumen, la retórica de Clay/Ali fusiona
cuerpo y verbo según los dos sentidos de la marcha.
Hace de la prueba atlética un hecho ligado a la pa-
36
labra; hace de la palabra algo parecido a una prue-
ba de boxeo. La retórica de Clay/Ali corre sobre el
filo de la ósmosis entre conflicto verbal y encuentro
físico. Por un lado, se trata de un tipo de boxeo que
los adeptos a la acción critican por ser aparente-
mente ineficaz. Aún en 1971, después de la derrota
contra Joe Frazier, un autorizado comentarista ita-
liano expresa una rabiosa satisfacción: «Ha vencido
aquel [Frazier] que ha demostrado por enésima vez
que los combates no se ganan ni con palabrería ni
con comportamientos histriónicos que son más pro-
pios de payasos».27 Según la opinión de muchos, su
modo de combatir es paradójicamente demasiado
poco violento para ser verdadero boxeo, pues explo-
ta la velocidad de las piernas más que la fuerza de
los brazos. «Mi plan era danzar, situarme lejos de
mi oponente y usar los tobillos tanto como los pu-
ños» recordará el púgil (Ali y Ali, 2004, p. 117). Por
otro lado, es un boxeo que emplea la intimidación
verbal como sustitutivo afín al miedo provocado por
la violencia del puño.28 Se trata de una nueva forma
37
de pugilato en la que por vez primera un peso pesa-
do trabaja sobre la velocidad de movimientos. «Se
movía con tanta gracia» suspira un Floyd Patterson
conmocionado después del combate de 1965 (Hau-
ser, 1991-2016, p. 147).
En este sentido resulta urgente hacer alguna
aclaración. Es oportuno hablar de «ósmosis» entre
palabra y performance atlético-agresiva, porque la
compenetración es tan radical que estas capacidades
retórico-performativas solo pueden expresarse en el
boxeo: fuera del cuadrilátero Clay/Ali no sabe dar ni
un paso de baile;29 aunque más escolarizado que la
media de los boxeadores negros, Ali sufrirá siempre
de graves problemas en la lectura de textos que no
sean asaltos poéticos. Por otra parte, el púgil odia las
peleas y detesta llegar a las manos desde el bachille-
rato.30 La violencia del boxeo tradicional confluye
con una retórica agresiva que resulta escandalosa
porque es signo de una rebelión en curso: los negros
están saliendo de la esquina. Hasta aquel momento
38
el boxeador es un hombre de pocas palabras cuya ca-
pacidad expresiva se limita a la pose amenazante de
quien te mira mal. Sonny Liston es el perfecto proto-
tipo del género. Es el mundo formal y dual de las
palabras educadas y de los golpes violentos, es el
mundo de la representación maniquea del logos ra-
cional separado de la violencia del cuerpo. La agresi-
vidad de Clay/Ali invalida este sistema retórico.
Logos y praxis se entrelazan: ahora no solo hablan
los puños, porque de los primeros golpes de los que
tiene que defenderse el adversario son poesías de
odio (CAP. II, PARTE 2).
39
voz alta». Después se gira hacia él diciendo: «No co-
nozco la ortografía como tú. No sé leer como tú»
(Greene, 1983, p. 113 y p. 115). Los test de aptitud
del ejército estadounidense dan un resultado tan ne-
gativo que hacen apto a Ali se le declara apto para el
servicio militar solo después de una revisión a la
baja de los criterios selectivos. El hiato entre las ca-
pacidades pugilísticas de Clay/Ali y las que emergen
fuera del mundo del boxeo es escandaloso. Un dipu-
tado de Carolina del Sur, Mendel Rivers, define la
prórroga concedida a Clay después del primer test de
aptitud como un insulto a todas las madres de los
soldados enviados a Vietnam. Rivers, segregacionis-
ta convencido, afirma con rabia que Ali es «bastante
inteligente para acabar el instituto, escribir aquella
especie de poesías, promocionarse a sí mismo en todo
el mundo, ganar un millón de dólares al año, pasear
en Cadillacs rojos... y aquellos dicen que sería dema-
siado estúpido para empuñar un fusil» (Rummel y
Blackely, 2005, p. 43; cfr. Ali y Durham, 1975, p.
155). El exmánager de Clay, Bill Faversham, confir-
ma que para un artículo que se podía leer en tres o
cuatro minutos, el campeón necesitaba media hora
(Olsen, 1967, p. 30). Lonnie Ali, la última mujer del
boxeador, sostiene que el marido había sufrido de
una dislexia nunca diagnosticada (Hauser, 1991-
2016, p. 518; cfr. Gast, 1996).
40
4. EL SOFISTA NEGRO: LA PREDICCIÓN
AUTOCUMPLIDA
41
pancracio, una lucha total, la actividad atlética más
próxima a la guerra de todos contra todos, de aquello
que la filosofía moderna llama «estado de naturale-
za». La segunda es el sofista, el orador más desacre-
ditado del mundo antiguo.
42
por un criterio común para designar al vencedor.
Mientras que en la lucha libre la derrota se decreta a
partir de la caída, en el boxeo y el pancracio se hace a
partir del último aliento: el combate se detiene por
abandono o por la muerte del adversario.35 Con ante-
rioridad a Jack Dempsey, el primer campeón mundial
del peso pesado (de 1919 a 1926), «se combatía con los
puños desnudos, sin guantes, el ring lo constituían
personas en círculo alrededor de los púgiles, no había
límite de tiempo ni de asaltos» (Tommasi, 2014, p. 17).
Por esta razón, el pancracio es ya en el mundo griego
el lugar de la máxima ambivalencia. En la retórica del
epinicio (canto coral por la victoria en una contienda)
es símbolo de excelencia, modelo del ciudadano com-
pleto. En cambio, en la tragedia representa la vida
«antitética respecto a la sociedad civil» (Nicholson,
2014, p. 76). Platón es el filósofo en el que la ambiva-
lencia alcanza el diapasón. Según Diógenes Laercio
(Vidas de los filósofos ilustres, III, 4, p. 311), el nom-
bre «Platón» vendría de platús («ancho»). Parece que
fue Aristón, entrenador de pancracio, quien acuñó el
término al quedar impresionado por los poderosos
hombros del alumno. En las Leyes (794d-795c) afirma
que el pancracio es la disciplina que, en cuanto activi-
dad total, mejor uso hace del cuerpo en su conjunto.
Pero si se convierte en forma del discurso, entonces el
pancracio se transforma en el paradigma del mal ra-
zonamiento al ser conducido en nombre del más fuer-
te (República, 338c 6). En el Eutidemo (271c), el
43
sofista es la encarnación lingüística más temible de
una lucha dispuesta «a todo tipo de combate». Por esta
razón, Eutidemo y Dionisodoro son sofistas perfectos:
exluchadores empeñados en emprender batallas ver-
bales por cualquier medio posible (ibíd., 271b).
44
ción de la palabra, the Louisville Lip devuelve el boxeo
a su cumbre definitiva. A través del redescubrimiento
del vínculo entre gesto atlético y lenguaje, el boxeo se
45
arriesga a retroceder a su precedente más ilustre, ha-
ciendo del pugilato un encuentro total entre cuerpo y
palabra. No es casualidad que Mike Tyson, el único
púgil que ha sido comparado con Ali,37 haya devuelto
el boxeo al pankration infringiendo la prohibición más
antigua, referida a los mordiscos, en el tristemente
célebre combate con E. Holyfield (28 de junio de 1997).
Si el boxeo es heredero del pancracio, el boxeador que
habla no hace más que resucitar los fantasmas del so-
fista. Después de Platón, incluso Quintiliano no vacila
en acercar las capacidades retóricas y didácticas de
Isócrates a las atléticas del pancraciasta,38 pues son
figuras emparentadas. El sofista es efigie del des-
acuerdo y del encuentro (Serra, 2012), tanto que, en el
léxico de Suda, en la voz pankration se halla el térmi-
no «pugilato» y en la siguiente (el nombre «Pankra-
tios») el sofistés.39 La sofística es la retórica que
ahonda más sus raíces en el mundo del conflicto atlé-
tico. El sofista abre los Juegos Olímpicos con sus dis-
cursos, se entrena para un cuerpo a cuerpo verbal sin
excluir ningún golpe, convierte las habilidades atléti-
cas en virtudes oratorias. El sofista explota el kairós
que le ofrece el discurso, se ejercita en movimientos
46
rápidos y repetidos, se expone a la incertidumbre con-
tingente del enfrentamiento lingüístico.40 Hace falta
subrayarlo: el acercamiento entre retórica y lucha no
es una simple conjetura. La reivindicación o la conde-
na de este vínculo se basa en un preciso hecho históri-
co-antropológico. Entre los siglos V y IV a. C., el
Gimnasio comienza a sufrir una profunda transforma-
ción. Lo que en un primer momento era una estructu-
ra dedicada al ejercicio atlético ligado a prácticas
rituales y ceremonias militares se convierte en un es-
pacio mixto, en el que se insinúa el pensamiento filosó-
fico-retórico hasta apoderarse definitivamente de la
escena (Hawhee, 2004, pp. 109 y ss.).
Púgil negro y orador imprevisible, Clay/Ali desen-
tierra una escena primaria en la cual compiten arte
del puño y técnica de la palabra. No sorprende enton-
ces que al boxeador le golpee la denigración que afecta
a los adversarios de Platón: amante del dinero, dis-
puesto a todo por el espectáculo, figura tan irónica
que parece inconsistente (recuérdese la frase del tex-
to: «La gente piensa que yo estoy bromeando. No estoy
bromeando, lo digo en serio»). Contemporáneamente,
Ali es atacado por la denigración que persigue al ne-
gro segregado: es un canalla deshonesto, un exescla-
vo al que se le ha subido el éxito a la cabeza y que
traiciona a su país. Cassius/Muhammad es «el púgil
más charlatán que se haya visto, un compositor ver-
bal compulsivo, fascinado por sus propias palabras»
(Poinsett, 1963, p. 4). En los años sesenta y setenta,
47
el campeón es percibido como un sofista negro,41 aun-
que hoy sea celebrado como el deportista más grande
de todos los tiempos, «Hoy cuesta creerlo, pero en los
años sesenta Ali era un excluido de la sociedad de la
época», recuerda uno de sus adversarios más aguerri-
dos (McCormack, 2009).
La desconfianza hacia el púgil que habla no es
inmotivada. Un boxeador afroamericano lenguaraz
infringe, de un solo golpe (nunca mejor dicho), dos
tabús. El primero se refiere al cuadrilátero: como el
esclavo en el mundo clásico que solo puede dar testi-
monio en público bajo tortura, el negro de mediados
del siglo XX, para poder decir la suya, tiene que reci-
bir una lluvia de puñetazos. El segundo tabú se re-
fiere a las ciencias de la argumentación: la habilidad
persuasiva de un púgil negro que derrota a los ad-
versarios con las palabras y con los puños refuta la
presunta dicotomía entre irracionalidad del cuerpo
y lógica cristalina del discurso. «El ego más grande
de América» es «también la encarnación más re-
lampagueante de la inteligencia humana» (Mailer,
1971, p. 56), pues desvela que el lenguaje y el boxeo
son dos formas de combate. En este sentido, la retó-
rica de Ali interviene en una compleja estratificación
ético-política a través de dos instrumentos innovado-
res: pronósticos que se autoconfirman y una obra de
vituperios extraordinariamente agresiva. Por
48
ceñirse a una referencia acerca del primer instru-
mento, es necesario recordar que entre los diversos
motivos por los que el púgil se hace famoso figura la
larga ristra de predicciones sobre el resultado de la
pelea (aquí se encuentra el origen, al menos en parte,
de las sospechas acerca de combates amañados y re-
sultados establecidos de antemano: CAP. II, PARTE 4).
El primer pronóstico sobre el asalto en el que derro-
tará a su oponente lo lleva a cabo antes de enfrentar-
se a Lamar Clark (19 de abril de 1961). De los once
que hace sucesivamente, nueve dan en el clavo (Bac-
ci, 2013, p. 48). Otro recuento habla de diez pronósti-
cos acertados sobre dieciséis (Poinsett, 1963, p. 8).
Una vez, contra Don Warner, Clay se equivoca por
defecto (se alza con la victoria en el cuarto asalto en
vez de en el quinto). Al ser preguntado por los perio-
distas, el Labio de Louisville afirma haber concedido
al adversario un asalto menos porque Warner se ha-
bía negado a darle la mano antes del combate (Hau-
ser, 1991-2016).
El púgil se empeña en una acción verbal de difícil
clasificación porque se encuentra a mitad de camino
entre el juramento y la apuesta (CAP. II, PARTE 4). Se
trata de algo parecido a los actos performativos que,
en aquellos mismos años, el lingüista John Austin
(1962, p. 156) definía como «comisivos», es decir, actos
que «comprometen a quien habla con una determina-
da conducta». Sin embargo, Ali no se compromete
simplemente a combatir (promesa), ni hace previsio-
nes acerca de la victoria en una competición protago-
nizada por otros (una carrera de caballos), sino que
produce predicciones que se refieren al resultado
49
conflictivo de pruebas en las que participa. Muham-
mad afirma que en el combate vencerá; es más, afir-
ma haber vencido ya. El púgil no apuesta ni promete,
hace reaparecer una estructura profunda que exhibe
el máximo entrelazamiento entre palabra y praxis.
Él ejercita lo que, a propósito del mundo antiguo,
Barbara Cassin llama «un performativo pagano». Re-
firiéndose a los actos lingüísticos de Ulises y de los
personajes homéricos, la autora describe el compor-
tamiento de quien al ejercitar el acto performativo
«se autoriza por sí mismo, él mismo es la verdadera
autoridad» (Cassin, 2006, p. 35). Sin embargo, en este
caso el performativo no funciona porque Ali tenga
algún vínculo especial con la divinidad (aunque sea
algo que llega a decir), sino porque el acto lingüístico
se refiere al resultado de una performance corpórea
de tipo conflictivo de la que él mismo es justamente el
protagonista. Lo que hace de garante de lo que se dice
es el cuerpo agonístico de la palabra y no el dios en los
cielos. El acto lingüístico del sofista negro trabaja con
un arma retórica conocida en el mundo posmoderno,
la «profecía autocumplida (self-fullfilling prophecy)»
(Watzlawick, Beavin y Jackson, 1967, p. 90): decir que
se va a ganar se convierte en un factor decisivo para
la victoria. La noción nace con una acepción claramen-
te negativa. Para el sociólogo R. Merton (1968, p. 477),
«la validez aparente de la profecía autocumplida per-
petúa el reino del error»; para el psicólogo P. Wat-
zlawick constituye un caso de «involución progresiva»;42
50
aún hoy la noción no goza de buena reputación en el
ámbito retórico (véase, por ejemplo, Aikin, 2011, p.
251). Ali muestra un aspecto diferente de la profecía
que se autocumple porque con el uso que él hace con-
tribuye a la creación de una nueva realidad, sin que
tenga que ser automáticamente falaz. El púgil explota
el poder performativo. La profecía se configura como
una performance verbal que ayuda a llevar a cabo la
prueba atlética, el combate de boxeo. Esto sucede por-
que el «performativo pagano» no solo actúa sobre el
destinatario (el adversario de turno) sino también so-
bre quien lo formula. El atleta fanfarrón afirma explí-
citamente estar aterrorizado por la profecía acerca del
asalto en el que su adversario se irá a la lona. La
profecía autocumplida no es simplemente un medio
manipulador, sino que provoca una situación en la
cual el boxeador se sorprende a sí mismo. La predic-
ción permite performances sorprendentes sobre todo
para sus artífices. «Sorprenderse a sí mismos», re-
cuerda D. Winnicott (CAP. II, PARTE 3), es la marca de
la casa de toda acción innovadora: ni siquiera el Par-
kinson le ha impedido al sofista negro recordarlo.
51
5. VITUPERIO Y BOXEO: AMBIVALENCIA DE LA
PRAXIS
Floyd Patterson43
52
Voy a mandar a la lona a ese oso feo, y después de la pelea
me voy a construir una hermosa casa y lo usaré como al-
fombra de piel de oso. Liston apesta como un oso. Después
de zurrarle se lo voy a regalar al zoo local.
53
boxear es veloz así como son rápidos los golpes de
vituperio producidos por frases breves e incisivas; el
sofista negro baja la guardia para golpear después,
al igual que en sus textos no se protege de los insul-
tos, sino que los hace suyos para devolvérselos al ad-
versario.
Pero atención. Que esta forma de boxear se base
en la agilidad no significa que no pueda ser despiada-
da. El segundo combate contra Henry Cooper (21 de
mayo de 1966) será tan duro que el desafortunado
campeón inglés afirmará: «Me tuvieron que poner
más de sesenta puntos, fue como una intervención de
cirugía plástica» (Dennis y Atyeo, 2002, p. 150). Des-
piadada es también la inversión retórica típica de la
invectiva. Definir a Liston como un «ugly bear»,
anunciar que hará de él una alfombra y lo regalará al
zoo, no es solamente un insulto genérico que utiliza
un procedimiento retórico bastante habitual, la ani-
malización del adversario (Cimatti, 2013). Es un acto
de vituperio tan violento que conquista la primera
posición entre las cincuenta expresiones talking
trash más cruentas de la historia del deporte (Pume-
rantz, 2017). Estas frases hacen un llamamiento ex-
plícito al imaginario racista (no solo de la época)46 que
54
transforma al negro en un animal oscuro, un oso o un
mono. En el vituperio emerge el aspecto más duro del
asalto poético. El empeño verbal de Clay invierte el
estereotipo del negro animalesco que boxea porque
no sabe hablar, al mismo tiempo que ese estereotipo
es utilizado por el púgil contra el oponente. Afirmar
que Liston apesta como un animal («smells like a
bear») significa agarrar el cuchillo segregacionista y
hundirlo en las carnes de un boxeador que es negro
como Cassius. Es un arma afilada de la historia del
Occidente tardío que transforma el olor corpóreo en
un tabú, en la señal de pertenencia al mundo ani-
mal.47 Anunciar que va a llevar al zoo a un negro de-
rrotado parece más bien el ataque de un miembro del
Ku Klux Klan (con el cual parece que la Nación del
Islam mantuvo contactos desde 1961: Remnick, 1998,
p. 216) que la reivindicación de la humanidad de
quien ha asumido el nombre más común del mundo.
Esta operación se prolonga hasta los recovecos de la
predicción final. Con «and if he keeps talking jive, I’ll
cut it to five», Clay usa una expresión del slang («tal-
king jive») que no solo significa «decir estupideces»
sino también «hablar la lengua usada por los negros».
La referencia a uno de los combates precedentes («si
me hace enfadar lo derribaré en cuatro asaltos, como
55
a Archie Moore») sugiere que el aspirante a campeón
ha pegado ya a unos cuantos negros (Hauser, 1991-
2016, p. 49, ed. ing.). La misma persona que pocos
días después de la pelea proclamará que se ha cam-
biado el nombre para liberarse de la esclavitud, em-
plea un argumento racista que hace de Liston el
negro al que hay que pegar.
En un nicho especializado de un mundo en el
cual la praxis tiene dificultades para encontrar su
lugar –el pugilato americano de los años sesenta–,
Clay y Ali ponen al descubierto luces y sombras del
entramado entre logos y praxis. Descubren el poten-
cial innovador del reencuentro entre cuerpo y pala-
bra, la proximidad inquietante que liga retórica y
violencia.
56
2. HERENCIA DE UN PÚGIL.
VITUPERIO, USO, SHOCK
Joe Frazier48
1. IMPACTO DE LA PALABRA
57
Jones, Diácono Tiger Flowers» (Ali y Durham, 1975,
p. 396). Uno de los epítetos de Joe Louis había sido
Wildcat («Gato Salvaje») (Boddy, 2008, p. 287). En
1976, con tal de dar un poco de fascinación a un ad-
versario de Ali particularmente malo, los organiza-
dores del encuentro llaman a Jean-Pierre Coopman
«el León de Flandes» (Hauser, 1991-2016, p. 357).
Muhammad subvierte la tradición. Para muchos de
sus adversarios, especialmente para los más temi-
dos, el sofista negro escoge con malicia un alter ego
ferino lleno de infamia. Sonny Liston se convierte en
un «oso feo» porque es grande e inquietante; Ernie
Terrell encontrará su epíteto en el «Pulpo»49 (ibíd., p.
169) por la tendencia a abrazar a su oponente; Pat-
terson será «el Conejo» (ibíd., pp. 145-146). Joe Fra-
zier se convierte en «la Tortuga» porque es lento y
obstinado (Ali y Durham, 1975, p. 282) y Antonio
Inoki es «el Pelícano, por la mandíbula saliente»
(Hauser, 1991-2016, p. 346). Muhammad es el artífi-
ce de la enésima inversión: de medio de elogio, el epí-
teto animal se convierte en instrumento de vituperio.
Aristóteles afirma (Rhet. 1358b) que «lo propio […]
del discurso epidíctico es el elogio (epainos) y el vitu-
perio (psogos)». Muhammad Ali es el rey del boxeo,
pero también de la retórica epidíctica en sus dos for-
mas; es el rey de un elogio no estándar puesto que es
performer de un género discutido y equívoco desde la
58
Antigüedad: el autoelogio (Miletti, 2011). Este aspec-
to es el menos prometedor al ser el más compatible
con la sociedad del espectáculo. Dedicado a la auto-
promoción está «el ego más desconcertante que exis-
ta», pero también «el príncipe del hombre promedio y
de los mass media» (Mailer, 1971, pp. 55-56). El epí-
teto animal solo encuentra connotaciones positivas
en el autoelogio: «Flota como una mariposa y pica
como una avispa», dice uno de los versos más célebres
con los que el púgil exalta sus dotes de velocidad.
La figura de Ali se vuelve potencialmente sub-
versiva cuando cava en profundidad en el lado oscuro
del vituperio, género retórico considerado habitual-
mente menor. El púgil pica de verdad cuando flota
entre las turbias ciénagas de la ofensa. Y con tal pro-
pósito el sofista negro subvierte una tradición conso-
lidada. El estándar retórico afirma, en teoría, que el
elogio y el vituperio son formas simétricas, aunque,
en cambio, da por descontada la centralidad del pri-
mero descuidando el segundo (Pratt, 2012, p. 179).
Sin embargo, se trata de estructuras verbales que no
son análogas: esta es una de las intuiciones más efi-
caces de Ali. Para comprenderlo basta analizar rápi-
damente los términos del griego antiguo. La palabra
que significa «elogio», epainos, es un compuesto de
ainos («cuento», «narración»). La referencia lingüísti-
ca es similar al término del que deriva «epidíctico»
(epideikumi). En este último caso la preposición epí
(es decir, un «delante que es también un de más»:
Cassin, 1995, p. 88) alude a un mostrar (el verbo dei-
knumi). En epainos la preposición epí se aplica a un
decir: el elogio es un decir mostrando, actúa sobre la
59
presunta coincidencia entre lo que se dice y lo que es,
exalta lo existente. El castellano «vituperio» traduce
en cambio psogos, expresión de etimología incierta,
parece que ligada a un término (psao o pseo: Chan-
traine, 1968-1980, p. 1.243) que significa «fregar»,
«corroer» (Rocci, 1943, pp. 2.052-2.053 y 2.059). El
vituperio no exalta su objeto, sino que más bien lo
corroe fregando la superficie. Ainos y psogos no son
el lado positivo y negativo de la acción lingüística,
son como las dos piernas del discurso, necesarias
ambas porque no son equivalentes. En el primer caso
se insiste en la coincidencia entre el decir y el ser, en
el segundo, en su hiato.
Para Barbara Cassin, el elogio es una estructura
lingüística que se centra en la relación de coinciden-
cia entre palabra y cosa, lo hace de modo tan profun-
do que no se adhiere únicamente a eso de lo que
habla sino también a su misma adhesión. El elogio
se configura generalmente como elogio de una perso-
na o de una cosa, aunque también como «elogio del
elogio» (Cassin, 1995, p. 93). Esta relación de coinci-
dencia autorreferencial desemboca en un «elogio del
logos» (ibíd., p. 97). La palabra se adhiere a la cosa
elogiando; adhiriéndose a la cosa se adhiere a sí mis-
ma, y adhiriéndose a sí misma insiste en su eficacia,
es decir, en una capacidad de fundamentación circu-
lar. El subgénero menos tratado del epidíctico es el
más interesante porque revierte este tren antropoló-
gico proporcionando una mirada distinta sobre la re-
lación entre sapiens y lenguaje. El vituperio encarna
el rozamiento de la palabra sobre el objeto. Por esta
razón es un subgénero agresivo, aparentemente
60
ligado a la discordia (de donde se origina su escaso
appeal teórico). Si llevamos hasta sus últimas conse-
cuencias el razonamiento de Cassin, emerge un ros-
tro oculto de la cuestión. Si el elogio es elogio del
elogio y, como tal, elogio del logos, el vituperio no
consiste simplemente en una irritación del objeto
sino en un vituperio del vituperio, es decir, en un vi-
tuperio del logos, en una irritación de la palabra.
Tacto que friega y palabra que no corresponde: este
es el registro lógico-antropológico del vituperio que,
como pocos, Muhammad Ali consigue poner en el
centro de la escena. Ali declama durante un progra-
ma televisivo uno de los asaltos poéticos a los que
hacía referencia un poco más arriba:50
61
But I know he won’t
They tell me George is good
But I’m twice as nice
And I’m gonna stick to his butt
Like white on rice
I’m the greatest of all time
Of all time
And the ultimate fighter.
62
14-15), se trataría más de una apología, género per-
teneciente a la esfera jurídica, que de un elogio. En
el texto de Gorgias emerge también el lado falaz, el
dirigirse al vacío, de la palabra. Como prueba de esto
el texto se abre y se cierra citando el vituperio. La
expresión utilizada es momos. El término tiene un
espectro semántico que cubre el área del vituperio
hasta llegar al ridículo: es de aquí que deriva el se
moquer del francés contemporáneo, el «tomarle el
pelo a alguien». Término de etimología incierta, vive
de dos aproximaciones. Por organización semántica
la palabra parece análoga al verbo miaino (del que
deriva míasma), es decir, «contaminado», «sucio»
(Rocci, 1943, p. 1.264). Por construcción sintagmáti-
ca se vincula al verbo (anapto) con el que a menudo
se une, por ejemplo en la Odisea (II, vv. 85-86): «Te-
lémaco, orador de rango, irresistible, ¿qué has dicho
para ultrajarnos? Tú querías colgarnos la acusación
[momon anapsai] de infamia». Momos es algo que se
cuelga o se pega (como «se cuelga el sambenito» o «se
pega una enfermedad»). Como en el caso de psogos,
vuelve la idea de un contacto con presión. Sin embar-
go, esta vez resulta evidente el reverso complemen-
tario. Psogos insiste en el fregamiento irritante;
momos en el resultado (primero aprieto y después
suelto). En este sentido, la fábula de «Zeus, Prome-
teo, Atenea y Momo» se concluye así (Esopo, Fábu-
las, 124, traducción modificada):
63
que no hay nada tan perfecto como para no ofrecer el flanco
al vituperio [psogon].
64
taja para el púgil de Louisville. Algunos días antes
de la pelea, los escritores George Plimpton y Norman
Mailer intentan comprar un talismán a un brujo lo-
cal para que favorezca a Ali (ibíd., pp. 157-158). Doc
Broadus, miembro del clan de Foreman y conocido
por sus profecías oníricas, sueña «que Foreman ven-
cería en dos asaltos, pero en el sueño hubo alguna
alteración y no daba por cierta esta previsión» (ibíd.,
p. 187). Ken Norton había derrotado un año antes a
Ali negando «haber recurrido al tratamiento de un
mago hipnotizador para convertirse en campeón»
(Minà, 1973b, p. 60). En 1976, un Coopman desespe-
rado acude a «una especie de bruja muy famosa en
Puerto Rico» que «lo metió en un gran hoyo y le tiró
encima una poción» para propiciar la victoria (Hau-
ser, 1991-2016, p. 358). Ali se hunde por completo en
la fuerza performativa del lenguaje (previsión, au-
toelogio, vituperio). La incansable labor lingüística
del púgil evoca un conjunto de fuerzas verbales difí-
ciles de comprender y que son sedadas por explica-
ciones de carácter mágico-religioso. El mismo Ali
parece necesitar ese tipo de exorcismos: la invoca-
ción de Alá acompaña a la más profana de las ma-
gias. Muhammad Ali sorprende a los espectadores
con juegos de prestidigitación desconcertantes y mis-
teriosos; «cuando pelee contra Foreman seré libre
como un pájaro», declara a los periodistas, y después
de abrir la mano «un pájaro salió volando, para deli-
cia de la prensa» (Mailer, 1975, p. 104). «Tres horas
después de la mayor victoria de su vida», contra Fo-
reman, Muhammad está sentado en un escalón «y
enseña un truco de prestidigitación a un grupo de
65
niños africanos» (Hauser, 1991-2016, pp. 299-300;
cfr. también pp. 314 y 370). En aeropuertos y en
aviones de línea, Ali se divierte en sorprender a los
incautos viajeros hurgando con el dedo detrás de sus
orejas e imitando el canto del grillo (Greene, 1983, p.
123). En 1984, estando ya enfermo, saca un maletín
de debajo de la mesa para proponer, «con una destre-
za inusitada, una serie de trucos de prestidigitación»
(Minà, 1984, p. 381). El púgil se encuentra con Fidel
Castro en Cuba, en 1999. Todos miran con aflicción
al campeón porque el Parkinson está ya en un estado
avanzado. Al llegar el saludo final, un Ali somnolien-
to tiende la mano al presidente cubano, que, ante la
sorpresa general, encuentra un dedo de mentira en-
tre las suyas (Talese, 1996, p. 160; Livi, 2016, p. 11).
2. LA POETISA Y EL BOXEADOR
Jimmy Cannon51
66
cuestión sin detenerse demasiado. En una historia
de la filosofía alternativa que no se case con el punto
de vista platónico y no demonice la perspectiva sofis-
ta, el género epidíctico coincide con el paso «de la li-
turgia al happening» (Cassin, 1995, p. 90). El
epidíctico se configura como un conmutador materia-
lista que convierte ritos religiosos en prácticas lin-
güísticas terrenales. Elogio y censura trabajan por
una liturgia laica que se fundamenta «en el corazón
de la más eficaz, de la más performativa y de la más
económica de las liturgias: la práctica común de la
lengua» (ibíd., p. 91). La centralidad del vituperio en
el decir de Muhammad Ali –«no es únicamente un
púgil sino un happening» (Minà, 1975b, p. 151), ob-
serva un comentarista de la época– subraya que so-
bre todo es necesario cultivar la discrepancia entre
las palabras y las acciones. Adam, el hijo mayor de
Ronald Laing, uno de los fundadores de la antipsi-
quiatría, lo dijo con bastante eficacia en marzo de
1973 (Laing, 1978, p. 10):
67
que Adam pide es poder descubrir la experiencia de
la palabra como arañazo, como psogos. Basta con el
elogio de la amada, es la hora de la afrenta. Y es jus-
tamente sobre el vínculo entre invectiva y poesía
donde actúan los asaltos verbales del sofista negro.52
Ali cede al deseo del pequeño Adam: ejercita la pala-
bra no para exaltar la meliflua coincidencia entre lo
que se dice y lo que ya existe sino para subrayar lo
que no está, aquello que aún no se da, la hostilidad
hacia un mundo adverso. En el invierno de 1967,
poesía y odio convergen del modo más clamoroso.
George Plimpton organiza un rendez-vous aparente-
mente raro. El púgil más propenso a la poesía se cita
en un café con la escritora de versos más apasionada
del boxeo, Marianne Moore (1887-1972). Se trata de
68
una poetisa consagrada que ha escrito el texto de la
cubierta de la única obra discográfica de quien en la
época se llamaba Cassius Clay (I’m the Greatest!). El
disco se articulaba por recitales organizados en ocho
asaltos, los mismos que el púgil había previsto que
duraría el combate contra Liston. La escritora había
respondido con seguridad a la propuesta de cita: «No
veo razón alguna por la que no debería encontrarme
con alguien que a todos les asegura ser “el más gran-
de” y que no obstante es un poeta» (Plimpton, 1977,
p. 122). La anciana mujer blanca y el joven púgil ne-
gro hacen buenas migas. En la carta del local escri-
ben el texto de la siguiente afrenta poética. Cuando
se trata de ir en busca de las rimas más apropiadas,
«la Moore tiene dificultades para seguir la velocidad
de ejecución y la exuberancia del púgil para ponerlo
todo en rima, de modo que le deja a él finalizar la
composición» (Bacci, 2013, p. 77):
69
After I am through with him he will not be able to challen-
ge Mrs. Moore.53
70
[...] cuando se le pregunta «cómo te sientes por el hecho de
que los ingleses te llamen Gassious Cassius [“Cassius el
Gaseoso”]» su respuesta es una de las más bellas de la lite-
ratura: «No me enfado». Es un maestro de la concisión.
71
nombre?» (CAP. I, PARTE 1). Posteriormente el Pulpo
acusará a su oponente de haberle metido repetida-
mente el pulgar en el ojo, violación de una regla en
vigor incluso en el pancracio (CAP. I, PARTE 4). Terrell
dirá que ni siquiera oía lo que Ali le gritaba al oído,
«Estaba demasiado ocupado en salir vivo» (ibíd., p.
173), admite con franqueza.
Jimmy Cannon54
72
206). Aparece la imagen «conservadora» (Zirin, 2008,
p. 152) de un movimiento que, también según los his-
toriadores más benévolos, muestra hacia Muham-
mad una actitud como mínimo «ambivalente»
(Crawford, 2015, p. 134). Por el contrario, la insubor-
dinación civil de Ali se convierte en «uno de los acica-
tes más fuertes para el movimiento contra la guerra»
(Zirin, 2008, p. 142). El boxeo es la ritualización de-
portiva de la lucha de todos contra todos, de aquello
que la filosofía moderna llama «estado de naturale-
za». Cuando el 4 de julio de 1910 el púgil negro Jack
Johnson vence a su oponente blanco, Jim Jeffries,
las represalias racistas provocan diecinueve muertos
(Hauser, 1991-2016, p. 217). En cambio, se estampa
una postal que ilustra las figuras de Abraham Lin-
coln y Jack Johnson con el escrito «Our Champions»
(Boddy, 2008, pp. 183-184). Cuando más tarde, en
1938, Joe Louis derrota al campeón hitleriano Max
Schmeling, «en Harlem bajan a la calle medio millón
de negros» que acompañan el saludo nazi con un bur-
lón «Heil Louis!» (ibíd., p. 286). No sorprende, pues,
que el eslogan del primer grupo político estadouni-
dense que usa el símbolo de la pantera negra sea
«We are the Greatest» (Zirin, 2008, p. 139).55
La profundidad de Muhammad Ali no depende
73
solo del hecho de que «aquel chico tiene un estilo pro-
pio» (Hauser, 1991-2016, p. 175). Ali encarna un as-
pecto del boxeo que es lo contrario de la distracción de
las masas. Es el más grande, el púgil «definitivo» (ul-
timate es el adjetivo que usa en uno de los asaltos
poéticos más conocidos: CAP. II, PARTE 1), pero no por
sus récords, sino porque ha sido capaz de transfor-
mar el boxeo en un diagrama tridimensional de la
naturaleza humana. El pugilato no es necesariamen-
te el escenario del esclavo; es la forma ritualizada de
una «prueba de realidad», exhibición circunscrita y
cruda de un aspecto fundamental de lo que significa
hacer «uso de la vida» (Virno, 2015). Para compren-
der el tránsito es necesario tener la paciencia de dar
un paso al lado y discutir un par de nociones teóricas
distantes del ring solo en apariencia.
En algunas páginas de uno de sus textos más co-
nocidos, el psicoanalista y pediatra D. W. Winnicott
(1971, pp. 156-163) propone la distinción entre «en-
trar en relación con» y «usar» un objeto. El panorama
en el que se inscriben los dos conceptos es específico:
la discusión del desarrollo psicológico del niño y de la
posición del analista en la cura. Winnicott se ha ocu-
pado de chicos traviesos con una adolescencia des-
viada, de quien en la Inglaterra posbélica entra y
sale de la clase obrera y del reformatorio. Su pro-
puesta teórica profundiza en la noción de «uso» me-
diante una imagen innovadora de la agresividad
constitutiva de nuestra especie. Según Winnicott, el
«entrar en relación» constituiría una fase inicial del
desarrollo infantil en la cual todo ser humano se si-
túa de modo aislado frente a un objeto que aún no es
74
público porque es fruto de una proyección psíquica
(un fantasma persecutorio, un deseo alucinado). El
pasaje de esta fase a la sucesiva, el uso de un objeto,
es definido como «la cosa quizá más difícil del desa-
rrollo humano o, al menos, el más arduo de todos los
contratiempos que deben ser sanados» (ibíd., p. 156).
De hecho, es en el uso que el objeto se vuelve público
además de externo: no más proyección en el espacio
circundante (el monstruo que se esconde en la oscu-
ridad o el seno dispensador de toda fortuna), sino es-
tructura disponible, es decir, estable en el tiempo e
indiferente a quien la utiliza. Aquí aparece el golpe
de escena teórico: el pasaje del «entrar en relación»
al «uso» no se realiza porque se adquiera un conoci-
miento o a través de una práctica de experiencia ge-
nérica, sino por medio de un intento de destrucción.
Para los sapiens, hacer real alguna cosa significa,
según Winnicott, intentar romperla en pedazos. El
niño que intenta romper el animal de plástico o sa-
carle la cabeza a su muñeca no representa la puesta
en escena de un capricho consumista, sino de un mo-
mento antropológico decisivo. El niño está lidiando
con una prueba dramática porque es estructural-
mente paradójica. La pulsión agresiva se estabiliza
en articulación de uso si y solo si, no consigue com-
pletar el proceso destructivo. El intento de creci-
miento ontogenético se realiza solo si, en términos
prácticos, se resuelve en un fracaso. El objeto se con-
vierte en forma de uso justo en el momento en el que
se revela capaz de resistir el intento de destrucción y
de no reaccionar a través de represalias. Solo enton-
ces el objeto emerge de la indistinción originaria típi-
75
ca de la infancia y se convierte en lugar de articulación
entre el sujeto, en busca de la propia individuación,
y lo que lo circunda.
Según Winnicott, el uso muestra un carácter de
constitución conflictivo. Atención: no se trata de la
batalla con algún otro que querría usar aquel objeto,
sino de una conflictividad más radical. La disputa
con el otro por el uso, cualquiera que sea, es un pro-
ducto de orden derivado que tiene su origen en una
confrontación precedente –es decir, de fondo–, gra-
cias a la cual puede emerger la distinción misma en-
tre lo que soy yo y lo que yo no soy. El uso se
presenta como destrucción fallida, intento de des-
trucción continuo que fracasa continuamente. De
este fracaso, de la fricción constante que exhibe,
emerge la necesidad de rendirse a la presencia de
algo tan indiferente que no mueve a la venganza. El
planteamiento teórico es tan original que aguarda
aún una elaboración, aunque sea solo mencionada.
Winnicott es el primero en quedar petrificado por
este planteamiento. «Es la parte más difícil de la teo-
ría, al menos para mí» (ibíd., p. 158), admite con
franqueza. Es una dificultad no superada que deja
un número elevado de cuestiones abiertas, a las que
la figura de Muhammad Ali hace una contribución.
Winnicott, se decía, afirma que el pasaje al uso es
necesario pero supone un fracaso constitutivo («el
más arduo de todos los contratiempos que deben ser
sanados»: ibíd., p. 156). La afirmación parece signifi-
car que el jaque es necesario; solo así los sapiens tie-
nen contacto real con aquello que los rodea. Por otro
lado, parece querer decir que, sea como sea, el pasaje
76
al uso constituye un fracaso, y por lo tanto un contra-
tiempo que hay que sanar. En el uso está presente
una dimensión tanto conflictiva como de constitutiva
derrota. Como si en la dimensión del uso no solo es-
tuviera presente la solución de un problema ontoge-
nético, sino también su reproposición de modo
diferente. No es casualidad que la transposición del
discurso de Winnicott de la infancia a la edad adulta
sea cualquier cosa menos algo exento de complicacio-
nes o aporías. Hay un punto que marca la diferencia
entre la infancia aguda del niño y aquella crónica del
sapiens adulto: aunque los humanos conservan en
edad avanzada características que en el mundo ani-
mal están reservadas a una época inmediatamente
posterior al nacimiento (Mazzeo, 2014), no hay duda
de que con el paso del tiempo los sapiens desarrollan
un potencial corpóreo agresivo desmesurado. El mor-
disco y el puño, el medio técnico y el imperativo des-
piadado del adulto tienen una fuerza destructiva
incomparable a la del neonato. Lo que funciona en la
primera infancia es justamente el vínculo entre la in-
madurez corpórea de un niño particularmente débil al
nacer y la posibilidad de expresar libremente (sin de-
masiados daños) el propio potencial ofensivo. En la
edad adulta falta esta relación: la expresión de la
agresividad se prolonga en el tiempo, pero desaparece
el carácter inofensivo de un cuerpo inmaduro. Resul-
tado: los sapiens adultos son muy capaces de destruir
y de hacerlo como ningún otro ser vivo. Winnicott se
da cuenta de este problema pero lo limita a la práctica
psicoanalítica. En una nota afirma: «Cuando el analis-
ta sabe que el paciente lleva un revólver, entonces,
77
creo, que este trabajo no se puede seguir haciendo»
(Winnicott, 1971, p. 160, n. 5).56 Por lo tanto, si en la
relación de la cura el desarme es una condición profi-
láctica esencial para eludir la paradoja, en la realidad
cotidiana, fuera de una dimensión protegida como el
dispositivo analítico, es mucho más complicado. El bo-
xeo se presenta como ejemplo de una estructura ritual
a través de la cual experimentar el conflicto, hacer cre-
cer usos. Si el psicoanálisis no tiene más remedio que
jugárselo todo en la palabra, el entramado entre len-
guaje y acción conflictiva exhibido por Ali permite ob-
servar posibilidades y problemas desde otro punto de
vista. El sofista negro plantea sin medias tintas la
cuestión de la relación entre uso y violencia, y por lo
tanto del uso de la violencia.
¿De qué modo, y hacia qué, la violencia adulta es
la contrapartida de la destructividad realista infan-
til, es decir, de aquel grado de destructividad consti-
tutivo del principio de realidad? En este sentido, el
empleo de guantes en el boxeo moderno deja de ser
un ornamento eufemístico que sustituye las manos
desnudas, ya que encarna el intento de amortiguar
78
las consecuencias orgánicas de un enfrentamiento
necesario. Mario Tronti escribe en Obreros y capital
(1966, p. 10): «Conoce de verdad quien de verdad
odia». Si la destructividad es un elemento decisivo
del principio de realidad, confrontarse con lo real sig-
nifica de algún modo agredirlo, «odiarlo», diría
Adam, el hijo de Laing. Naturalmente, si no quere-
mos simplificar, el problema radica en comprender
qué sentido dar a las expresiones «de algún modo» y
«de verdad». En la edad adulta se agudiza algo pare-
cido al principio de indeterminación de Heisenberg,
en una versión no pacíficamente epistemológica (en-
focar una partícula atómica significa calentarla, y
por lo tanto moverla y perder la posición) sino intrín-
secamente política. Para conocer hace falta agredir,
pero agrediendo se arriesga a destruir y, así, a no
conocer más. La noción de «uso» se inserta en esta
telaraña conceptual. ¿Cómo es posible distinguir el
enfrentamiento realista de la violencia alucinatoria?
¿Es posible distinguir entre entre destructividad vio-
lenta y conflicto que pone a prueba? Estos interro-
gantes habitan un mundo, el contemporáneo,
marcado por una confusión que, leyendo a Winnicott,
es particularmente perniciosa. La expresión caste-
llana estándar «para uso y consumo» da por descon-
tada la equivalencia sustancial entre las dos formas
antropológicas. Sería un error considerarla una sim-
ple rareza expresiva (Virno, 2015 y Mazzeo, 2016),
ya que es indicio de una precisa dirección ético-polí-
tica que trata de equiparar, como diría un profesor
de matemáticas de primaria, las bananas con los ca-
labacines. El uso es una práctica agresiva que se
79
juega su éxito en una destrucción fallida. El consu-
mo, por el contrario, es una práctica cuya caracterís-
tica consiste en dejar una marca de su paso tendente
a cero. Uso un martillo, la herramienta existe tam-
bién después de ser utilizada; consumo un McChic-
ken, el sándwich desaparece precisamente porque lo
he consumido. La ley general del consumo es «la ob-
solescencia» (Argan, 1965, p. 34), hasta el punto de
que si el objeto persiste físicamente «se recurre al
consumo psicológico». Cambio de automóvil no por-
que los pistones sean inservibles sino porque «ha
agotado su poder de información, no trasmite ningún
mensaje más» (ibíd.).
Por intentar resumir: el uso odia el objeto y por
esto no lo destruye; el consumo tiende a la destruc-
ción del objeto y por esto se viste con la lógica de la
guerra según la moda afable del hábito civil. A dife-
rencia de lo que sostiene la teoría de la no violencia
de inspiración teológica (ya sea cristiana o hinduis-
ta), Winnicott sugiere que el punto crucial no es
cómo mantener unidos el amor y la no violencia, sino
que es necesario explorar el vínculo entre odio y des-
trucción fracasada. No es del todo casual que esta
encrucijada la atraviese un interlocutor que se reve-
la valioso también para Muhammad Ali. Gracias a la
publicación de las anotaciones del FBI, recientemen-
te se ha descubierto lo estrecha que fue, al menos por
un periodo, la amistad entre el boxeador y Martin
Luther King, uno de los más ilustres defensores de la
acción no violenta (Zirin, 2008, p. 146). En más de
una ocasión, el reverendo King recuerda que cuando
se habla de «amar al prójimo» se arriesga a emplear
80
una expresión genérica. No se trata de cultivar el
eros estético o romántico, ni siquiera la philia («amis-
tad»), sino el correspondiente del griego agape, que
consiste en un «amor rebosante»: «A este nivel ama-
mos a la persona que realiza el acto malvado, aun-
que odiamos el acto que realiza» (King, 1963, p. 48).
El pasaje es menos edulcorado de lo que pudiera pa-
recer. La palabra griega con la que el Nuevo Testa-
mento traduce el amor entre los hombres y dios
contiene un exceso y es por este motivo que la pala-
bra se aplicaría también, según King, a la relación
entre los humanos. En griego antiguo la preposición
aga es similar a mega ya que indica una gran canti-
dad, una fuerza desbordante (Chantraine, 1968-
1980, p. 5). La raíz en la que se inserta el sustantivo
agape da vida a un verbo que significa «amar» (aga-
pao) y a un término (ágamai) que indica «maravillar-
se», «envidiar», «enojarse» (Rocci, 1943, pp. 5-6). Hay
un exceso por articular. Esta articulación consiste en
una ambivalencia entre el amor y el odio. En las re-
laciones entre humanos conviene hacerse cargo de la
ofensa necesaria a quien es cercano para conocerse,
de la puesta a prueba necesaria a la que cada uno de
nosotros es sometido. El reverendo está lejos de pro-
porcionar una respuesta satisfactoria. El contexto es
evidentemente teológico; la noción de prueba es aún
demasiado cercana a la tentación a la que los dioses
someterían la fe (Mazzeo, 2013a). Aun así, proporcio-
na a Muhammad Ali la ocasión para elaborar una
articulación del problema mucho más audaz que la
de muchos pensadores contemporáneos. En 1978,
Jimmy Cannon (1978, p. 52), reconocido periodista
81
conservador, escribe con desprecio: «Los niños chi-
llan para protestar; Clay abría su inmensa boca y
chillaba. En consonancia con la afirmación de que la
realidad sería evitada, se sumerge en el antro de su
imaginación». Más bien es lo contrario. Ali no evita
la realidad entrando en los meandros de la imagina-
ción verbal, sino que la afronta modificándola por
medio del vituperio y la ofensa, a través del uso am-
bivalente y desbordante de la palabra.
82
palabras del sofista negro permite proceder en una
dirección diversa. Las palabras de odio no son solo el
fruto de quien quiere someter a los que se encuentran
entre las cuerdas; pueden ser el instrumento para
cambiar lo que nos rodea. En este sentido, la elección
más coherente del púgil es aquella que ha hecho me-
nos ruido. Hacerse llamar «Cassius X», como sucede
por un breve periodo, constituye un paso liberador
que evita la deriva religiosa del epíteto divino, así
como la posición reactiva de quien se limita a inver-
tir el sentido de palabras que no son suyas. Aquella
«X» presente en el nombre de Cassius, de Malcolm y
de tantos otros señala una exigencia cognoscitiva
que solo el enfrentamiento podrá satisfacer. Es opor-
tuno repetirlo: este enfrentamiento no es necesario
porque alguien se haya levantado con el pie izquier-
do. La del enfrentamiento es una dimensión antro-
pológica fundamental de la experiencia. Sin conflicto
no puede darse lo empírico.
83
4. EL DISCÍPULO DE BAUDELAIRE:
EXPERIENCIA Y CONFLICTO
Joyce C. Oates58
84
la que ha cortejado tanto. Los asaltos poéticos del
púgil encuentran respuesta tanto en el puño del as-
pirante como en el «contacto constante» típico del
mundo tardocapitalista. Esta descripción, un Ali
bajo la presión de la multitud, llama a la mente a
otra, distante solo en apariencia. En su análisis de la
poesía de Baudelaire como expresión de la experien-
cia en el capitalismo avanzado, Walter Benjamin se
concentra en la multitud. Esta es una de las fuerzas
capaces de producir continuos shocks para el ciuda-
dano metropolitano. En la sociedad del espectáculo,
Ali es una figura clave ya que actúa en el centro de la
constelación conceptual reconstruida por Benjamin.
Desde este punto de vista, el sofista negro merece ser
considerado entre los más celosos discípulos de Bau-
delaire. Con puñetazos y palabras, da testimonio de
los cortocircuitos de la experiencia que en los versos
del poeta francés encontraron una de las representa-
ciones más intensas. Tan ambivalente como Baude-
laire, que adora el shock pero defiende la figura del
flâneur, lento contemplador de las calles parisinas,
lo es Muhammad Ali. Por un lado, el púgil es el pre-
cursor del mundo que vendrá: fenómeno global que
supera los confines de los estados nacionales, perso-
naje en el cual es indistinguible el actor de la parte
que recita, inquieto presagio de la relación entre el
Islam y Occidente. Por otro lado, Ali resucita, a pesar
suyo, fuerzas menos controlables y potencialmente
subversivas ligadas a figuras antiguas como el escla-
vo, el sofista y el pancraciasta. Él representa el apo-
geo precoz de lo que será la experiencia en el mundo
del tardocapitalismo: una sucesión caleidoscópica de
85
shocks, impactos táctiles que, según la reconstruc-
ción de Benjamin, encuentran una encarnación ejem-
plar en la cadena de montaje, en la muchedumbre, en
la toma fotográfica y en la apuesta desesperada del
jugador en los juegos de azar. A decir de Benjamin
(1955, p. 97), Baudelaire puede ser considerado un
«traumatófilo» que «se ha propuesto la tarea de pa-
rar el shock de cualquier parte que provenga con la
propia persona intelectual y física». Se puede decir lo
mismo de un púgil cuyo secreto consiste en no temer
recibir golpes, absorber el puñetazo como ningún
otro. El joven Clay se expone al ataque de los otros
con la guardia baja porque confía en el juego de pier-
nas. Ferdie Pacheco, el doctor que se encarga del cui-
dado del boxeador durante buena parte de su carrera,
admite: «Nadie podría imaginar qué hace el púgil,
[…] pensaríamos en un deporte que no comporte con-
tacto físico violento como la natación, el baloncesto o
la gimnasia» (Ali y Durham, 1975, p. 322). Después
continúa: «Ahora estamos en 1970 y después de 150
combates […] no te han roto ningún diente» (ibíd., p.
323). El viejo Ali, en cambio, no usa el casco en los
entrenamientos (ibíd., p. 342) y se adiestra en can-
sar al adversario haciéndose golpear hasta agotar
las energías de quien ataca. Desarrolla una capaci-
dad de encajar los golpes que había demostrado ya
en algunas ocasiones durante los primeros años de
profesional (por ejemplo, contra Sonny Banks en
1962: Tommasi, 2014, p. 53). Esta habilidad es con-
ducida hacia un cenit estratégico que el boxeador lla-
ma «rope-a-dope», es decir, «echar el lazo al imbécil»
(Minà, 1976a, p. 240) o, si se prefiere una traducción
86
menos colorida, «aturdir a alguien contra las cuer-
das» (Hauser, 1991-2016, p. 297, n. 2). La táctica
consiste en dejar que en los primeros asaltos el opo-
nente golpee una guardia bien cerrada. Muhammad
utiliza las cuerdas como elásticos que le ayudan a
absorber los golpes. Luego, una vez que el contrin-
cante está agotado por sus propios ataques, el sofista
negro empieza a golpear. Es la estrategia que permi-
te a Ali resistir ante George Foreman y de golpearlo
después hasta el nocaut, aunque más tarde cede
también él a un desvanecimiento repentino (Mailer,
1975, p. 230). En esta táctica las palabras siguen te-
niendo un papel central: contra Foreman, encuen-
tro-paradigma de una estrategia que se repetirá,
«Ali no paraba nunca de hablar» (ibíd., p. 213). Bajo
los golpes del «puño por doquier» de Foreman, llama-
do así porque es capaz de romper cualquier parte del
cuerpo que hubiera golpeado (Ali y Durham, 1975, p.
467), Muhammad saca la lengua y guiña el ojo al pú-
blico (ibíd., p. 218) exasperando al adversario. El
mismo Foreman (1995, p. 334) cuenta que en el sép-
timo asalto oye decir: «Venga, George, muéstrame
algo. ¿Esto es todo lo que sabes hacer?».
Todo púgil tiene una «percepción intensificada»
(Mailer, 1975, p. 50), una «aísthesis específica que ilu-
mina su intimidad de combatiente» (Wacquant, 2000,
p. 11). En un gimnasio cualquiera incluso al simple
principiante le afecta una «embriaguez sensorial»
(ibíd., p. 70), intensificada por la «asistencia visual y
auditiva permanente» por parte de un público que
«genera un estado de efervescencia colectiva» (ibíd., p.
104). Ali lleva hasta las últimas consecuencias este
87
estado de cosas, de modo que, mientras prepara el
combate contra Foreman, «parecía enseñar a su siste-
ma nervioso a absorber los golpes más rápidamente
que el resto de los seres humanos» (Mailer, 1975, p. 7).
Al mismo tiempo, «como un niño, podía percibir los
objetos situados a su espalda, como si el círculo de
sus sensaciones se extendiera más allá de su piel»
(ibíd., p. 182). Baudelaire encuentra en el espada-
chín su referencia conflictiva, la forma metafórica de
respuesta al shock: «tira de espada con el lápiz», «los
golpes que da están destinados a abrir una brecha
entre la multitud» (Benjamin, 1955, p. 99). Gracias a
lo cual «el poeta combate» (ibíd.). Muhammad Ali re-
vierte la relación entre los factores: el púgil organiza
asaltos poéticos que sirven para golpear anticipada-
mente a los oponentes. La inversión no está exenta
de consecuencias teóricas. Ali no trata de abrirse
paso entre la multitud sino de golpearla: de atontar
al racista, de aturdir al belicista, de desorientar al
biempensante, de derrotar al adversario de turno,
cualquiera que sea, George Foreman o el ejército de
los Estados Unidos. No hay una palabra que se espe-
re que tenga después efectos prácticos, sino una ac-
ción conflictiva tejida de performance verbal. En
Zaire, Muhammad se somete voluntariamente a gol-
pes violentísimos durante el entrenamiento, a una
serie perturbadora de noqueos rituales que en la cul-
tura local se considera portadora de desgracia. Cuan-
do pide al público que grite «Ali boma yé» («Ali,
mátalo»), la respuesta es tímida al principio. «Ha-
bría hecho falta tiempo para superar el shock: los
africanos estaban atontados» por un movimiento tan
88
audaz contra la superstición y tan irreverente con la
suerte (Mailer, 1975, p. 82). Cuando en 1996, en ple-
no Parkinson, el excampeón del mundo consigue en-
cender la antorcha olímpica en los Juegos de Atlanta,
«una vez más conmocionó y maravilló al mundo ente-
ro» (Pacheco, 2000, p. 364). El sofista negro acaba
por adoptar en el cuadrilátero la estrategia que ha-
bía adoptado fuera de él. El rope-a-dope absorbente
es símbolo del modo en que el púgil afronta los focos
de la industria del espectáculo: se deja golpear para
sacar ventaja. Al principio la táctica funciona, aun-
que después el excesivo desgaste conduce al púgil
hacia un dramático aplastamiento del que el Parkin-
son de sus últimos treinta años de vida es el más te-
rrible de los testimonios.59 Por un lado, Ali lleva la
89
experiencia pugilística hasta la exasperación. Anun-
cia la retirada para volver a pelear en 1980 contra
Larry Holmes (solo en este combate Ali recibe 280
puñetazos: Smith, 2015) y en 1981 contra Trevor
Berbick. Después del tercer combate contra Frazier,
en 1975, su médico de confianza observa «la ralenti-
zación de un habla que balbucea, la disminución de
los reflejos, el inicio de un paso que se arrastra [shu-
ffling]» (Pacheco, 2000, p. 358). El gesto atlético más
famoso del sofista negro es el «Ali shuffle», un «juego
de piernas a tijera» (Kram, 2001, p. 126) tan veloz
que lleva al púgil a resbalar sobre la lona. En los
años ochenta, el shuffle comienza a ser el paso rep-
tante de quien ha encajado alrededor de 29.000 pu-
ñetazos en la cabeza.60 Por otro lado, Ali se empeña
90
en realizar más de «doscientos viajes al año» (Lopes
Pegna, 2016b, p. 127), incluso cuando la enfermedad
está ya en un estado avanzado, entre iniciativas pro-
mocionales y de beneficencia. Cada semana Muham-
mad recibe entre «35 y 68 cajas de cartas» que lee
una a una para responder con más de dos mil rúbri-
cas escritas de su puño y letra (Rummel y Blakely,
2005, p. 106). El biógrafo cita, atónito, la sarcástica
observación del púgil: «“Tú sabes que no ha sido el
boxeo –me dice refiriéndose a su condición–, sino los
autógrafos”».61 Ali absorbe los microshocks de la mi-
rada espectacular para buscar en ellos el alimento
necesario: le encanta entrenarse en medio de perso-
nas, a diferencia de otros boxeadores; incluso cuando
se refugia en la residencia de Deer Lake, nunca re-
chaza el encuentro con un huésped o con un admira-
dor (Hauser, 1991-2016, pp. 264-265). «Cada día
recibía más visitantes que cualquier pontífice o pre-
sidente de la historia» (ibíd., p. 307), porque, cuenta
un exasperado guardaespaldas, «él se hacía sumer-
gir literalmente» (ibíd., p. 311) en la multitud.
El conjunto de estas estrategias de combate, al-
gunas exitosas y otras miserablemente fracasadas,
91
ofrecen el sentido de un gesto incompleto, de una dis-
torsión gramatical que espera una reanudación, del
rastro de un legado posible. Esto vale para las tácti-
cas defensivas: ¿qué habría sucedido si, en vez de
adaptar el pugilato a la sociedad del espectáculo, Ali
hubiese hecho lo contrario? Obsérvese que este expe-
rimento, al menos en parte, ha sido puesto en esce-
na. Ali aplica a la vida la estrategia del cuadrilátero
cuando rechaza el alistamiento: esquiva el golpe, re-
chaza recibir la bofetada del soldado. Es la inactivi-
dad fruto del exilio forzado del boxeo la que empuja
al sofista negro hacia un cambio de estrategia que
sustituye la velocidad por la resistencia. Más allá de
las adversidades sufridas por las tácticas defensivas
(esquivar/absorber), la figura de Ali se convierte en
un paradigma alegórico para la potencialidad de los
esquemas ofensivos. En el carácter productivo y al
mismo tiempo conflictivo del púgil es posible vislum-
brar el signo subversivo de su forma de vida. Primero
Clay y después Ali tratan de producir shocks, no solo
de hacerles frente. Del mismo modo que el niño pone
a prueba el juguete sometiéndolo a una fricción po-
tencialmente destructiva, el púgil de Louisville pone
a prueba a la sociedad del espectáculo con puñetazos
y palabrotas. Revela parte de su terrible realidad,
contribuye a transformaciones profundas: «Muham-
mad Ali ha sido probablemente el primer negro de
Estados Unidos que ha conseguido romper con el es-
tablishment blanco y ha sobrevivido» (Hauser, 2004,
p. 413).
Como hemos dicho (CAP. I, PARTE 4), quien apues-
ta invierte dinero en una empresa que le es externa:
92
la velocidad es del caballo, la casilla forma parte de la
ruleta, la salida del número se le confía a una mano
desconocida. Benjamin subraya que el juego de azar
es «la integración moderna del espadachín» (Benja-
min, 1955, p. 113). La secuencia de apuestas sin vín-
culo entre ellas, las emociones intensas pero
evanescentes, la relación intrínseca con el desafío son
«un medio para dar a los acontecimientos el carácter
de shock» (ibíd., p. 114, n. 1). El boxeo, por su parte,
se configura desde el inicio como un paraíso del azar.
El nexo es tan estrecho que ha llevado a algunos his-
toriadores a afirmar que «sin el amor del siglo XVIII
por las apuestas el pugilato hubiera sido impensable»
(Boddy, 2008, p. 29). Son precisamente los que apues-
tan los primeros en advertir de la exigencia, a partir
de mediados del siglo XVII, de distinguir a los boxea-
dores en categorías de peso para organizar mejor las
apuestas (ibíd.). Entre los siglos XVIII y el XIX «el bo-
xeo es popular entre los poseedores de esclavos», por-
que «muchos de ellos, en busca de oportunidades
para apostar, adiestraban a sus esclavos para compe-
tir con los de otras plantaciones» (ibíd., p. 44). No es
de sorprender que gracias al encuentro Clay-Sabe-
dong de 1961, Las Vegas empiece a destronar a Nue-
va York. La ciudad de los casinos se convierte en el
punto de referencia principal para el boxeo estadou-
nidense; durante los días de combate, la recaudación
de las salas de juego es «de media quince veces supe-
rior respecto a un fin de semana normal» (Tommasi,
2014, p. 51). Los cronistas del encuentro Ali-Foreman
insisten, de forma involuntaria pero sistemática, en
que la espera previa al combate estaba envuelta de
93
casas de juego (ibíd., p. 113) y tiradas de dados (Mai-
ler, 1975, p. 245). El organizador del enfrentamiento,
Don King, había sido «el zar de las apuestas en Cle-
veland» (Hauser, 1991-2016, p. 278) y «jugador de
azar» (Ali y Durham, 1975, p. 453). El boxeo es el pa-
raíso de las casas de apuestas porque se apuesta en
combates que a menudo son «un fix », «un chanchu-
llo» (Minà, 1973a, p. 97), de modo que no hay casi
ninguno de Clay/Ali sobre el que no se hayan asoma-
do los espectros del amaño.62 El sofista negro no arre-
gla el combate, como muchos sospechan. El púgil
interviene en la apuesta de otra forma. Gracias a las
profecías que se autocumplen, en la producción del
resultado Ali apuesta y es parte de la causa. El boxea-
dor usa las apuestas contra sí mismas: emplea las
previsiones de las casas de apuestas contra el opo-
nente; cuando es él quien apuesta un millón de dóla-
res de la bolsa en su último encuentro contra Frazier,
no lo llega a cobrarlo (Ali y Durham, 1975, pp. 512 y
ss.). Lo que le interesa al púgil de Louisville no es
redoblar la apuesta sino vencer la pelea mediante el
uso de la predicción en sentido performativo, hacer
del pronóstico de quien apuesta un arma-shock que
pueda descargar contra el antagonista. La traumato-
filia de Muhammad es tan pronunciada que no se
62. Asoman sospechas sobre los combates por los que Clay
primero y después Ali formula pronósticos que a menudo
se revelan acertados (CAP. I, PARTE 4). Pesan también so-
bre todos los combates más significativos: sobre el primero
y segundo combate contra Liston, sobre el encuentro con
Foreman (Owens, 2011, p. 65), sobre aquellos contra Fra-
zier y sobre el retorno al boxeo en 1980 contra Larry
Holmes (Minà, 1980).
94
contenta con asumir el rol de quien absorbe los golpes
de forma clamorosa pero pasiva. Una de sus intuicio-
nes más interesantes consiste en comprender lo nece-
saria que puede ser la producción pública del shock
mediante una primera persona que, como recita su
poema más breve, sea al mismo tiempo singular y
plural: «Me, we» (CAP. I, PARTE 2). Incluso en este caso
reaparece una ambivalencia difícil de desentrañar.
Como es sabido, Benjamin contrapone al shock el
«aura» propia de la obra de arte como pieza única,
modelo de la experiencia intrínsecamente no repro-
ducible. «No puedes entender lo que siento» es la ex-
presión cotidiana aún vigente. El aura es el objeto de
culto, en términos más generales, un «halo de memo-
ria involuntaria que se deposita sobre los objetos y
las situaciones de experiencia», que «arroja alrededor
de lo que es único una red de protecciones de la fuga-
cidad» (Virno, 1986, p. 20). Benjamin precisa la no-
ción a través de una metáfora. El aura se parece «a la
mirada de la amada que, bajo la del amado, alza los
ojos» (Benjamin, 1937, p. 25). Después propone una
contraimagen: quien se opone a aplicar esta vía mito-
lógica a la mercancía más novedosa «comienza más
bien a parecerse a la mirada con la que el despreciado
responde a quien lo desprecia, el oprimido a quien lo
oprime» (ibíd.). Los asaltos poéticos de Ali son el cal-
do de cultivo intensivo en el que el vituperio despre-
ciativo traduce en el plano de la lengua y del puño lo
que la imagen de Benjamin expresa para el mundo
visual. El púgil arroja miradas táctiles y verbales
contra quien pretende poseer el uso de nuestra vida.
95
Glosa. Acerca del pasaje de los espadachines de
Baudelaire al boxeo de Ali existe una curiosa coinci-
dencia. El filósofo del lenguaje más influyente del si-
glo XX, Ludwig Wittgenstein, alterna las dos figuras
como emblema de un giro teórico. El joven Wittgens-
tein emplea la imagen del espadachín para sostener
que el lenguaje es una descripción de estados de co-
sas. La forma lógica que une palabras y hechos sería
exhibida por una figura capaz de representar a dos
esgrimistas confrontados (Q, 29.9.1914, p. 136):
96
de la que disponemos hoy en día.63 No son metáforas
del espadachín para poetas sentados al escritorio,
sino púgiles del lenguaje en carne y palabras.
La herencia más rica es la del Muhammad Ali
que se propone como productor de shock y no simple-
mente como papel absorbente. Es en esta producción
de shock donde emerge el elemento conflictivo inhe-
rente a todo uso. El golpe del puño es parecido al gol-
pe que el púgil asesta a quien le pregunta por la
guerra de Vietnam: «Yo nunca he tenido ningún pro-
blema con los del Vietcong» (Hauser, 2004, p. 414).
Aquí el shock no es percibido sino infligido; no es
sensación recibida sino acción pública. Bundini
Brown, en todos los combates del púgil en la esquina,
usa una frase reveladora: «A esta historia de tener
que combatir, hombre contra hombre, con todo el
mundo que mira, uno no se habitúa nunca. Cada vez
es una novedad. Como un viaje al espacio. Como un
descubrimiento de América. Como un nacimiento.
Como salir por primera vez del útero» (Ali y Dur-
ham, 1975, pp. 341-342). Hannah Arendt (1958, p.
128) indica precisamente en la idea de un «segundo
nacimiento» el carácter constitutivo de aquella for-
ma de acción pública potencialmente innovadora que
los griegos llamaron praxis. Cada encuentro en el
ring es un posible renacimiento; de hecho, cada asal-
to es bueno para propiciarla. Entre el undécimo y el
duodécimo asalto del tercer combate contra Frazier,
Ali está en su esquina. Es justamente en el corazón
de un encuentro sin salida aparente que «Ali pareció
97
experimentar un renacimiento. En el deporte se lla-
ma encontrar your second wind» (Pacheco, 2000, p.
354). El sofista negro muestra que el boxeo no puede
constituir la descripción de estados de cosas existen-
tes (la segregación racial o la guerra que avanza)
sino la transformación de una forma lógica que pare-
ce dada de una vez por todas. El caso Ali sugiere que
la anestesia de la que habla Heller-Roazen no es fru-
to de una escasa sensibilidad, sino del el exceso de
estimulación pasiva. El problema no lo constituye
una falta de estética (de aísthesis, de «sensación»)
sino la dificultad de construir formas de uso que no
se hayan reducido a engranajes del consumo. Esta-
mos de acuerdo; Ali ha acabado por ser triturado por
la máquina de shock que contribuye a construir. Los
combates perdidos entre finales de los años setenta y
comienzos de los ochenta son la demostración más
triste de la incapacidad para salir de un espectáculo
que masacra a sus protagonistas. Sin embargo, eso
no significa que el análisis gramatical de guantes
verbales ya colgados no pueda proporcionar indicios
acerca de la construcción de shocks subversivos. El
escándalo del sofista negro puede hacer de perfil ale-
górico, de punto de partida para elaborar formas de
experiencia que no se lamenten por los buenos tiem-
pos pasados sino que produzcan usos conflictivos,
desafíos empíricos capaces de modificar sus mismas
condiciones de posibilidad.
98
5. EL PÚGIL OBRERO
Angelo Dundee64
99
activamente subalterno) del púgil de Louisville. Mu-
hammad Ali ha puesto en escena sobre el ring, anti-
cipándolas, las características de un mundo del
trabajo en transformación acelerada. Aquí la marca
de su escándalo, allá su potencial innovador. Propon-
go un breve elenco de observaciones en apoyo de la
hipótesis y al que confío el resumen de algunas de
las cosas dichas hasta ahora, aunque bajo una pers-
pectiva diferente.
100
confrontaciones verbales que preceden y siguen a
cada combate en un gimnasio de la periferia. En
cambio, cuando se boxea: «esto no es una peluquería,
no estás aquí para conversar, al tajo, work!», amo-
nesta el entrenador (ibíd., p. 220). Muhammad hace
de la palabra el núcleo del enfrentamiento: el plato
principal y no el acompañamiento. Si el boxeo es un
trabajo manual, Ali muestra que es más eficaz ejer-
cer una actividad de ese tipo según formas verbales.
Incluso contra Frazier, que fue una máquina de pe-
lear, Norman Mailer (1975, p. 113) admite que «los
insultos de Ali le ayudaron a ganar». Desde el opera-
dor de un call center de la provincia de Cosenza has-
ta el ingeniero informático de Bombay que produce
subrutinas para la Playstation 4, no es difícil encon-
trar siempre más casos de obreros de la palabra. Hoy
en día es inextricable la relación entre retórica y tra-
bajo (Nizza, 2015): en esto, el mundo ha seguido a Ali
más de lo que él se podría imaginar.
101
siente la «tentación de dar voz a la idea de que era el
primer gran combate de boxeo que se parecía mucho
a una partida de ajedrez». La táctica de «echar el
lazo al imbécil» tiene una precisa contraparte en el
ajedrez. Al inicio del siglo XX, el juego asiste a una
revolución táctica que no prevé más como tema prin-
cipal la conquista del centro del tablero. Ali transfor-
ma el boxeo según la misma directriz. El centro del
cuadrilátero es históricamente tan importante que
la primera normativa de este deporte (las llamadas
«reglas de Broughton» de 1743: Boddy, 2008, p. 29)
prevén la derrota para quien no consiga recuperar la
línea puesta en el centro del ring. Muhammad trans-
forma las cuerdas, que pasan de preludio del desas-
tre a instrumento de victoria. La periferia del ring
adopta un rol estratégico hasta entonces desconoci-
do. El entrenador del sofista negro es explícito: cuan-
do a finales de los años cincuenta empieza a
entrenarlo, Clay no paraba de «hablar, hablar, ha-
blar, durante tres horas y media. Lo quería saber
todo […]. Era un estudioso» (Minà, 1975c, p. 159). La
infiltración lingüística en un trabajo hasta entonces
completamente manual convierte al púgil en un su-
jeto pensante, y no solo en un cuerpo que pega. El de
la palabra es un obrero cognitivo (Virno, 2001): el
salario compra manos y neuronas.
102
un gran autocar con la carrocería variopinta, un me-
gáfono y el letrero CASSIUS CLAY en el lateral» (Hau-
ser, 1991-2016, p. 513); se hace inmortalizar con el
grupo de música más célebre de la época, los Beatles,
y un reportaje fotográfico lo retrata mientras lanza
puñetazos bajo el agua (lástima que Ali nunca apren-
diera a nadar: Dennis y Atyeo, 2002, p. 9). Sin em-
bargo, el sofista negro no hace más que llevar hasta
las últimas consecuencias un consejo de otro grande
del boxeo, Archie Moore: «Recuerda esto. La gente no
ve. Siente lo que otras personas dicen haber sentido.
Son otros los que forman su opinión. Se llaman pu-
blic relations» (Kram, 2001, p. 72). La autopromo-
ción, por entonces tan escandalosa, hoy es seña
constitutiva de toda actividad laboral. Desde la difu-
sión del currículum según las normas europeas has-
ta la necesidad de una constante actividad
publicitaria en las redes sociales, la promoción de sí
es una parte cada vez más decisiva del trabajo. Por
otro lado, la táctica expectante de un Ali que encaja
golpes se vuelve pronto sospechosa a los ojos del crí-
tico. El púgil, ya anciano y apático, no se prepararía
lo bastante para combates demasiado cercanos. En la
separación algo lábil entre entrenamiento y encuen-
tro es posible vislumbrar algo distinto: no la moral de
la pereza, sino más bien el cambio del proceso pro-
ductivo. El final de su carrera lleva a un púgil consu-
mido por los combates a distinguir cada vez menos
entre preparación y performance. La ideología de la
escuela-trabajo o de las prácticas no retribuidas exca-
vará, alguna década después, el mismo terreno:
aprender a hacer, el ring es el mejor gimnasio. La
103
autopromoción y la formación permanente son dos
caras de la misma moneda. Trabajar significa apren-
der cosas nuevas (entre las que se encuentran for-
mas insólitas de promoción de sí mismos), aprender
cosas nuevas significa trabajar. El último Ali no es
un vago sino alguien explotado hasta el tuétano por
el mánager sin escrúpulos, por el ambiguo consejero
espiritual (Herbert Muhammad) y por sí mismo.
«Nunca he visto semejante nivel de explotación»,
sentencia Lonnie, la última mujer (Hauser, 1991-
2016, p. 535). Quien pudo «llegar a ser el negro más
rico de América» (ibíd., p. 412) es la imagen futura
de quien tiene que buscarse la vida: Ali se ve obliga-
do a volverse un «atleta miserable» (Raparelli, 2016)
para obtener lo justo por su trabajo.
104
(Recalcati, 2013) o el zombi vagabundo (Ronchi,
2015). Al mismo tiempo el boxeo es un risco escarpa-
do, no una solución precocinada. Cuán estrepitosa
puede llegar a ser la caída lo pone de manifiesto el
boxeo profesional al servicio de la sociedad del espec-
táculo. Por un lado, «aprender a combatir» significa
atender a «la propia relación con el cuerpo y el uso
que se hace» (Wacquant, 2000, p. 89), desprenderse
de la separación de origen religioso entre mente y
cuerpo, tener presente que la categoría de uso se re-
fiere a nuestra vida entera y no a objetos singulares
(Virno, 2015). Por otro, cuando el boxeo se convierte
en un trabajo se transforma al mismo tiempo en una
actividad que del uso lleva al consumo de sí. A dife-
rencia de otras actividades productivas típicas del
mundo contemporáneo, el boxeo tiene la ventaja de
mostrarlo en términos inequívocos. Cuando el púgil
llega «a considerar su cuerpo, y en particular sus ma-
nos, como capital profesional» (Wacquant, 2000, p.
114), llega a la paradoja según la cual «hay que usar
el propio cuerpo sin usarlo» (ibíd.): la explotación
transforma el uso en usura. Ali es la encarnación de
este proceso, pues consume manos y cerebro. Del
Parkinson hemos hablado. Acerca de las manos, Mu-
hammad relata un episodio menos conocido: «Las
manos son la única arma del púgil. Si se le van, se va
él también. Las mías las estoy usando continuamen-
te» (Ali y Durham, 1975, p. 483). Estamos en 1974 y,
mientras prepara el encuentro contra Foreman, Ali
proporciona una motivación añadida a lo que será el
cambio de estrategia más rotundo: «He cambiado a
menudo el modo de pelear. Y he tenido que abstener-
105
me de asestar ciertos puñetazos, porque me resulta
mucho más fácil soportar los golpes de mi adversario
que el dolor que siento cuando le lanzo uno a él»
(ibíd., pp. 483-484). Por este motivo, a partir de 1970
los médicos comienzan a «anestesiar sus manos»
(Hauser, 1991-2016, p. 227). La táctica de «echar el
lazo al imbécil» es acción de la usura: extremidades
consumidas por microfracturas y fisuras óseas dan
paso a un desgaste del cuerpo tan radical que alcan-
za la degeneración neuronal.
106
también en este caso el púgil más grande es alegoría
del mundo productivo contemporáneo. El trabajo, no
solo el del boxeador, se encuentra actualmente en
una escena pública fragmentaria en la que, para
orientarse, uno debe entregarse a la meditación o a
la pureza de la dieta vegana. El carácter extraordi-
nariamente disipado de la vida de Ali no indica solo
el altruismo de un púgil sorprendente o el desenfre-
no afectivo de un «Dark Gable, un Clark Gable ne-
gro» (así se presenta Ali en 1980: ibíd., p. 441), sino
una historia de consumo en busca de su hilo lógico. A
una vida en fragmentos el púgil corre el riesgo de
responder con una solución de orden trascendente,
«¿Es Ali un místico o lo soy yo?», se interroga el fan
biógrafo (Miller, 1996, p. 120).
107
Frazier es descrito como «el canto del cisne» (Minà,
1973c, p. 81); en 1974 se afirma que «a Ali no le
quedan muchas tardes de gloria que ofrecer» (Minà,
1974, p. 135); en 1975 «el canto del cisne» se puede
constatar en su tercer encuentro con Frazier en Ma-
nila (Minà, 1977, p. 245) mientras ya se deplora «la
insignificancia de nuestro tiempo» (Minà, 1975d, p.
141); en 1976, con la revancha contra Ken Norton,
estamos en la «avenida del crepúsculo» (Minà,
1976b, pp. 227 y 232), así como en 1978 contra Leo
Spinks (Minà, 1978b, p. 269) y en 1979 con motivo
de su regreso a Italia para retirar una copia de la
medalla olímpica de Roma (Minà, 2014b, p. 304).
Por otro lado, se difunde la idea de que, con la con-
clusión de su carrera, con Ali quizá haya muerto
también el boxeo. El desproporcionado autoelogio
del boxeador que se define como ultimate fighter
(«púgil definitivo») se ha hecho realidad. «Nuestra
reconstrucción se detiene sin un final», anuncia
Rino Tommasi (2014, p. 22) como conclusión de un
libro relativamente reciente, porque «en un deter-
minado momento el filón de los grandes campeones
se ha detenido». Y añade: «No ha habido ni un solo
instante en el que Ali haya caído derribado o haya
sufrido una derrota y no haya dado la sensación de
que terminaba una época. Nadie después de él ha
sido capaz de escribir una nueva página en la histo-
ria del pugilato» (ibíd., p. 130). También en esto el
sofista negro anuncia el tiempo presente: desola-
ción por un pasado mítico lejano, ausencia aparente
de páginas futuras.
108
Dentro de un escenario en el que el púgil que ha-
bla prefigura las formas productivas más avanzadas
es necesario evidenciar un último elemento, quizá el
más importante. Se trata de un punto delicado, se-
pultado en el repleto panorama del tardocapitalis-
mo. Casi un siglo después de Baudelaire, Muhammad
Ali vuelve a proponer el problema del shock. Lo defi-
ne en términos nuevos porque pone en cuestión el
modo en el cual ser productores: ¿cómo se produce un
shock subversivo y no solo envilecedor? Si se hace
bajo la forma de mercancía es inevitablemente arro-
llado por la dinámica del consumo, con el resultado
de no aparecer más como agentes de uso y sí como
consumidores usados. Al mismo tiempo ser produc-
tores de shock significa renunciar a la nostalgia me-
lancólica de los tiempos pasados, cuando la ausencia
de antibióticos permitía a una gripe dejarte fuera de
circulación y se tardaba una semana en atravesar
Italia. Cuando los temblores del Parkinson son ya
evidentes, Ali aclara un aspecto importante del pro-
blema. El púgil evoca un tema que conduce a un ele-
mento constitutivo de la noción de uso que hemos
afrontado algunas páginas más arriba (PARTE 3).
Cuando el entrevistador quiere saber porqué Ali de-
sea continuar en el boxeo y arriesgar su integridad
física, el sofista negro relee lo que está pasando se-
gún una perspectiva sorprendente. No tiene que ver
únicamente con las deudas o la dependencia de la
máquina tragaperras que representa el ring: «¿Por
qué el hombre va a la Luna? Porque la luna está ahí
[because it’s there]. ¿Por qué un ciego escala una
montaña? Porque la montaña está ahí. ¿Por qué es-
109
toy combatiendo por el título por cuarta vez? Porque
es algo que está ahí» (Torres, 1983, p. 209). Usar la
propia vida significa ponerla a prueba. Ponerla a
prueba quiere decir barrer con lo que hay alrededor.
No por un deseo desmesurado de destrucción, sino
para constatar la realidad efectiva, para distinguir
proyecciones imaginarias de estados de cosas, temo-
res persecutorios de cuestiones de hecho. El alpinis-
ta que se aventura en el Everest «porque está ahí»
(because it’s there) no es la versión deportiva del filó-
sofo profesionalizado que, por desgracia, ha perdido
el rumbo involucrándose en cuestiones menores
(Marconi, 2014, pp. 47 y 66, n. 53). Es exactamente
al contrario: el desafío constituye la forma más ex-
trema de poner a prueba la realidad, del uso de la
vida. El culto de la especialización profesional es lo
que vuelve caricaturesco aquel gesto, por ser impolí-
tico, por estar fuera de contexto, aislado. Quien cele-
bra las pompas de la división del trabajo desea que
el púgil se quede encerrado en el ring y que la filoso-
fía permanezca inclinada sobre el propio libro. La
estructura del gesto alpinista, así como la del puño
contra el sparring-partner, goza en cambio de un
sentido antropológico decisivo al contener en el dor-
so un eslogan preciso: uso, luego lucho. «Mi elección
es solo filosófica –concluye Muhammad Ali–, es el
deseo de superar leyes para otros inmutables»
(Minà, 1981, p. 351).
110
3. EL FILÓSOFO BOXEADOR.
MUHAMMAD ALI Y EL OPERAÍSMO
PaoloVirno65
111
obliga a la incertidumbre sobre su propio nombre;
«operaísmo italiano», «marxismo herético» o «pensa-
miento radical»68 son algunas de las etiquetas posi-
bles. Esta incertidumbre, que impone denominaciones
genéricas o demasiado restringidas, es sintomática
de una marginación historiográfica que tiene su ori-
gen fuera de la teoría: en la derrota, en los años
ochenta, de los movimientos revolucionarios de 1968-
1977. En los últimos decenios, especialmente en la
academia, a la filosofía vinculada a los movimientos
políticos más radicales de la segunda mitad del siglo
XX se le ha reservado un tratamiento lingüístico diri-
gido históricamente a otras figuras. Se trata de la
enominación de los nombres propios. El pirata, por
ejemplo, no necesita especificaciones que indiquen
la identidad individual, el nombre y el apellido (Pia-
nezzola, 2002, p. 14), pues para etiquetarlo es sufi-
ciente una denominación que señale de modo
amigable el grupo de pertenencia. Al pirata se le de-
fine de modo genérico (aunque no por esta razón
neutro) como «depredador de los mares», «filibuste-
ro» o «corsario» al no encontrar ubicación jurídica en
el derecho internacional entre estados. Pensemos,
de nuevo, en nuestro Muhammad Ali. Durante años,
periodistas y comentaristas rechazan llamarlo por
el nombre que ha escogido para sí mismo. Rechazar
el nombre significa no aceptar el significado éti-
112
co-político de un púgil incómodo, de un negro que
extrañamente habla.69
Propongo considerar esta tradición, filosófica y po-
lítica, según una clave de lectura parcial70 y, precisa-
mente por esto, específica. ¿Qué es el operaísmo? Es el
pensamiento crítico que aboga por las figuras sociales
de las que Clay primero y Ali después son emblema.
En estas páginas finales intento organizar alguna ar-
gumentación capaz de corroborar una afirmación que
no es precisamente intuitiva. El operaísmo constituye
una versión heterodoxa del pensamiento crítico. Den-
tro de este cuadro, figuras como la de Cassius Clay/
Muhammad Ali constituyen un campo de aplicación
teórica y, al mismo tiempo, un término de compara-
ción para comprender qué quiere decir «hacer filoso-
fía». Partamos de un detalle biográfico. En la vida del
113
púgil, más de una vez aparece una cuestión obscena
para la conducta alimentaria de un atleta. A pesar de
que muchos reiteran que «ninguno de nosotros, atle-
tas singulares o equipos, se ha tomado el boxeo tan en
serio como él» (Hauser, 1991-2016, pp. 26-27), en las
Olimpiadas de Roma el púgil no esconde su verdadera
pasión. Para celebrar la victoria, a Cassius Clay le
ofrecen vino. El púgil lo rechaza, prefiere pedir Co-
ca-Cola: «Se traga tres botellas seguidas una tras
otra», recuerdan, todavía atónitos, los presentes (Im-
piglia, 2016). Para digerir una comida pantagruélica,
pide incluso otra. Pero ¿en serio? ¿Tomar partido por
alguien que bebe el líquido gaseoso de la multinacio-
nal más odiosa? En la revista Metropoli, Lucio Caste-
llano (1981, p. 35) aclara el sentido de un particular
desafinado solo en apariencia. En polémica con el
marxismo ortodoxo «austero no por necesidad sino por
convicción», el operaísta toma una dirección muy dife-
rente (ibíd., p. 36):
114
Se dirá que se trata de una cuestión marginal. Es
así, sin duda. Pero atención: el episodio es como la
ampolla del sarampión, un síntoma. Figuras como la
del sofista negro ayudan a hacer que la filosofía eva-
da su confín chic, por una razón que es posible resu-
mir con una ecuación. Del mismo modo que
Muhammad Ali hizo salir el boxeo del ring y lo llevó
al mundo de la guerra y de la segregación, una filo-
sofía no subalterna está privada de esperanza si se
la confina dentro del cuadrilátero de un combate aca-
démico. El sofista negro ha hecho entrar en el boxeo
la palabra y el conflicto social. De manera análoga,
la filosofía operaísta acoge con los brazos abiertos
todo fenómeno del mundo contemporáneo: las inves-
tigaciones de la biología evolucionista y la implosión
de los estados-nación; la arqueología de una figura
maldita como «el pirata» y el estudio de los actos per-
formativos de un púgil clamoroso. El sofista negro no
interpreta el deporte del puño; más bien transforma
las coordenadas de fondo. De forma especular, el
operaísmo hace suya la última de las llamadas Tesis
sobre Feuerbach de Karl Marx: es una filosofía que
no trata de interpretar el mundo sino de transfor-
marlo.71 Animada por este fin, la filosofía tiene que
71. Ferraris (2012, p. 75) cita esta tesis «para indicar el para-
digma del compromiso político en filosofía». Sin embargo,
añade que este planteamiento se olvida siempre de la pri-
mera tesis de Feuerbach acerca de «la actividad humana
como actividad objetiva» (ibíd.), que Ferraris relee en
términos de documentación y memoria. Es oportuno sub-
rayar que el operaísmo representa una excepción a este
tipo de generalización. Virno (1980, pp. 27 y ss.), por ejem-
plo, analiza la primera tesis de forma explícita subrayan-
115
saber manejar la más vasta cantidad de saberes e
instrumentos técnicos. Aunque no por este motivo
sea reducible a una actividad especializada de carác-
ter artesanal (actualmente la comparación la propo-
ne, por ejemplo, Sennet, 2008; sobre bases muy
diferentes, Marconi, 2014). El artesano es actor con
obra: produce objetos físicos, frutos independientes
de su actividad que se insertan en un tejido económi-
co establecido. El filósofo es protagonista de una ac-
tividad sin obra, más parecida a quien delibera en
asamblea o decide en un tribunal, pero también a
quien se juega la piel a puñetazos contra el adversa-
rio de turno. El filósofo artesano produce delicias,
objetos refinados; el filósofo boxeador entra en con-
flicto con el mundo al que pertenece.
Muhammad Ali ofrece a la filosofía un ejemplo
de aplicación y un término comparativo para com-
prender el sentido actual de una actividad milena-
ria. Por un lado la filosofía tiene la posibilidad de
transformar las bases de una sociedad (bien lo sabía
Platón, exluchador de pancracio, que frecuenta espe-
ranzado a tiranos siracusanos). Por otro, se puede
convertir en una forma contemplativa: las vacacio-
nes de un lenguaje que parlotea en el bar de puñeta-
zos lanzados, sí, pero de otro. Las dos caras de la
actividad filosófica muestran la ambivalencia de un
actuar práctico que el pugilato tiene el mérito de de-
jar al desnudo, sin maquillaje ni rímel. Por ser una
116
actividad relacionada con la praxis, la filosofía que
se encierra en una torre de marfil acaba por ser resi-
dual como una cantina ferroviaria. Por bien que
vaya, forma un grupo de expertos que, en vez de
practicar un deporte extremo, se limita a comentar-
lo. La tradición del operaísmo da prioridad a sínto-
mas ético-políticos atroces como Muhammad Ali
porque es una filosofía combativa: se trata de un
pensamiento radical que no considera que sea posi-
ble un pensamiento «sin presupuestos», por usar la
célebre expresión de Husserl. El pensamiento que
conoce sus presupuestos es aquel que conquista la
capacidad de no confiar en el presente. Es la única
filosofía que puede sustraerse al deber subalterno,
según la más clásica de las falacias naturalistas, de
intercambiar lo que existe por lo que debe existir. Ali
acepta el desafío de la sociedad del espectáculo y, con
más o menos fortuna, intenta conquistarla y ponerla
en crisis. Esta es la razón por la que el filósofo boxea-
dor se contrapone al paradigma, nacido en Italia a
comienzos de los años ochenta, del «pensamiento dé-
bil». Aceptar la confrontación con el mundo posmo-
derno no significa hacer apología. A este respecto, las
palabras de Paolo Virno (2011a) acerca de uno de los
libros más destacados del operaísmo italiano son elo-
cuentes:
117
vencedores, la ideología de la derrota de los movimientos
de masas. Sin embargo, como todas las verdaderas ideolo-
gías, contiene en sí un núcleo de verdad, solo que ese nú-
cleo no únicamente está deformado, sino que sobre todo es
apologético, es decir, tiende a pensar que es así y solo así
podrá ser siempre. En cambio, la cuestión era llevar el lla-
mado «pensamiento posmoderno» a su base material. La
sociedad de la comunicación generalizada de la que habla
Vattimo es la transfiguración deformada y apologética de
un hecho real, la plusvalía se produce a través del lenguaje.
118
(Metropoli, Luogo comune, Forme di vita) procede en
una dirección completamente distinta al tomar en
consideración figuras alternativas a las de la filoso-
fía estándar. Da prioridad, en el orden que se quiera,
a las mujeres y los negros, a los locos y los niños. Ali
no es una mujer pero evidentemente es negro. Para
muchos de sus contemporáneos es un loco que arries-
ga la vida bailando frente a puñetazos arrolladores
como trenes de mercancías. Ali mantiene la fuerza
imaginativa y el gusto por el desafío de todo niño:
para conocer tiene la necesidad de poner a prueba,
para entender qué es real insiste en la necesidad de
maltratar las facciones de quien tiene enfrente (CAP.
II, PARTE 3). Ali es una figura útil para insistir en el
hecho de que un trabajo sobre las diferencias tiene
sentido solo si no es inclusivo. El negro no quiere re-
citar por fuerza la parte del blanco, la mujer no aspi-
ra necesariamente a convertirse en un hombre, el
niño no hace cola para conseguir el carné de adulto.
Por su parte, el púgil de Louisville está cansado de
desempeñar el papel del tigre en el zoo. En más de
una ocasión, Muhammad Ali se tambalea porque se
ve forzado a navegar entre la Escila de la Nación del
Islam y el Caribdis del individualismo espectacular.
Precisamente por este motivo la suya es una figura
significativa, su perfil es el retrato de una época. El
púgil que habla indica tanto una oportunidad como
un riesgo. Hacer de la filosofía la analogía teorética
del boxeo puede significar salir de la esquina y poner
en discusión el tiempo presente. Al mismo tiempo
esta opción no elude, como si fuera una vacuna, la
más difundida de las enfermedades: el síndrome que
119
transforma al filósofo en el más sublime de los co-
mentaristas, pues, a cambio de una retribución, se
prodiga en severas valoraciones del sudor de los
otros (en Italia este club se identifica mediante acró-
nimos: ANVUR, VQR, los nuevos métodos de valora-
ción de la investigación universitaria). ¿Púgil fuera
del ring o comentarista de la velada? Este es el dile-
ma al que Ali enfrenta al filósofo.
Cualquiera que sea la respuesta, el sofista negro
muestra que siempre es el lenguaje el que ocupa la
escena. Si para el comentarista la importancia del
lenguaje es obvia, para el atleta del puño el descubri-
miento roza lo obsceno. El sofista negro muestra el
carácter poroso del puño, esponja potencial de adjeti-
vos y proposiciones. Al mismo tiempo Muhammad
exhibe el poder conflictivo de un lenguaje rotundo
como un gancho de izquierda. En el documental Fa-
cing Ali, un rival relata: «Frazier no era capaz de
hacerle frente con las palabras, por lo que tenía que
demostrarlo con los puños» (McCormack, 2009). La
relación tradicional entre los factores palabra/pro-
ducción se ha revertido: gracias al púgil de Louisville
el boxeo se convierte en una cuestión lingüística. «Tu
chico habla un poco demasiado», suelta Rocky Mar-
ciano, símbolo de la vieja guardia (Rafiq, 2010, p.
191). El operaísmo mira con respeto a Ali porque es
una tradición que trabaja por un movimiento opues-
to y complementario: para ser eficaz, una prestación
de la palabra como la filosofía tiene que empezar a
hacerse boxeo.
Para comprender el significado ético-político de
Muhammad Ali, se vuelve particularmente útil un
120
concepto propuesto por un Marx paradójicamente
poco marxista. En un breve texto, vuelto a publicar
hace algunos años en el primer número de la revista
Luogo Comune (conocido como «Fragmento sobre las
máquinas»), Marx describe de manera fulminante el
escenario productivo del tiempo actual: «El saber so-
cial general [knowledge] se ha convertido en fuerza
productiva inmediata y por lo tanto las condiciones
del proceso vital mismo han pasado bajo el control
del general intellect» (FM, p. 13). Marx sitúa en el
general intellect un paso revolucionario capaz de so-
cavar los fundamentos del sistema capitalista. Si la
ciencia, la cognición y el lenguaje se vuelven funda-
mentales como en las primeras fases productivas del
capitalismo lo eran el hierro y el acero, la paradoja es
inevitable. ¿Cómo es posible usar unidades de medi-
da cuantitativas para vender lo que, por definición,
no tiene cantidad (palabras, pensamientos)? Marx
quiere ver en esta contradicción una de las grietas
inevitables del sistema. El operaísmo italiano corri-
ge la previsión. Es preciso tomar acta de que esta
paradoja no ha socavado al capital, sino que más
bien ha reforzado el dominio gracias a la cuantifica-
ción forzosa del nuevo trabajo lingüístico-cognitivo.
El sofista negro representa una de las efigies más
precoces de este proceso. Ali escandaliza porque te-
matiza el precio de un puñetazo, el valor merceológi-
co de un trauma craneal, cuál podría ser el premio a
la productividad digno de la enfermedad del Parkin-
son. Cuando el joven Clay hace suyo el nombre más
común del mundo (CAP. I) navega en las aguas del
general intellect y de su ambivalencia. Es el púgil
121
que toma Coca-Cola, bebida del mundo obrero: el
«Gaseous Clay» deja la austeridad al monje y su cel-
da. Los negros oprimidos de Norteamérica festejan,
a mediados de los años treinta, las victorias de Joe
Louis bebiendo Coca-Cola (Boddy, 2008, p. 283). To-
davía en 2011 Ali se convierte en la imagen de la
despiadada multinacional de Atlanta haciendo subir
el valor de mercado en un 1,5% (Day, 2001). Sin duda
se trata de un hecho desagradable. Justamente por
esto, el sofista negro es una figura significativa. Con
Ali también el boxeo se convierte en «una guerra de
palabras» (Hauser, 1991-2016, p. 234). En lugar de
trabajar primero y después proferir palabras, trabajo
hablando: el intelecto general se encarna en la locua-
cidad de un púgil que marca el ocaso de la época de
Henry Ford. El general intellect se muestra, obsceno,
bajo las vestiduras de Muhammad. No profecía auto-
mática de liberación sino la fotografía anticipada de
nuestro tiempo.
122
2. EL ANIMAL POLÍTICO NO ES SOCIABLE
Joe Frazier74
123
traductores de Aristóteles: politicidad igual a socia-
bilidad. Sin embargo, el texto aristotélico parece po-
ner en duda la ecuación. Tomado al pie de la letra, el
término griego politikón hace referencia a una es-
tructura social bien determinada, la polis, es decir,
la ciudad-Estado de la Grecia antigua. Decir que los
humanos son por naturaleza «de la polis» puede sig-
nificar dos cosas diferentes. Ya que Aristóteles habla
de ser «por naturaleza» (fusei), la polis es quizá una
cita por sinécdoque con la que indicar una clase de
instituciones más amplia, al igual que, en el lengua-
je cotidiano, no usamos el término «jeep» para indi-
car una marca específica de automóviles sino un tipo
de vehículos de cuatro ruedas. Sin embargo, existe
otra posibilidad. La especificación «de la polis» se
puede entender en sentido literal: solo quien forma
parte de la polis es humano; los bárbaros y los escla-
vos no son propiamente humanos porque no pertene-
cen a la ciudad. La referencia posterior de Aristóteles
a quien «está deseoso de guerra, en cuanto no tiene
vínculos y es como una pieza aislada» (Pol., 1253a,
6-7) parece aludir a ejemplares de Homo sapiens no
humanos; de hecho, es difícil que los lobos de la este-
pa puedan hacer la guerra. También en este caso el
sofista negro puede aspirar al rol de efigie porque ahí
resplandece la ambivalencia de lo político, en la dife-
rencia entre politicidad de la especie y sociabilidad
del individuo o del grupo. Esta ambivalencia encien-
de un faro sobre la capacidad del lenguaje para sus-
pender el originario reconocimiento garantizado por
prácticas compartidas o por estructuras cerebrales
como las neuronas espejo (Virno, 2013). Ali es capaz
124
de martillear sin ningún reparo al adversario con
puñetazos y palabras, «Patterson era mucho más dé-
bil […], pero Ali lo golpeará en pocas ocasiones para
después bailar, jugar con él y ridiculizarlo» le repro-
cha un periodista (Rafiq, 2010, p. 55). El sofista ne-
gro es un animal político, pero no por eso es un atleta
bonachón. A su vez, Muhammad conoce en su propia
carne la expulsión de la polis: el gobierno de los Es-
tados Unidos le impide pelear durante tres años y
medio y le obliga a vivir como exiliado en su propio
país con los guantes colgados.
Ali es también ambivalente con relación a una
cuestión de igual importancia. El púgil es la demos-
tración clamorosa de lo que sugiere Gilbert Simon-
don (1989). Para comprender a los seres humanos,
afirma el filósofo francés, es necesaria una filosofía
de la individuación capaz de alumbrar la noción de
«unicidad sin aura» (Virno, 1986). En lugar de la
idea de humanos preconfeccionados y ya preparados
desde el nacimiento, es preciso analizar un proceso
de continua organización de la identidad que pasa
por lo que se podría llamar ontogénesis crónica, es
decir, la capacidad de aprender (y desaprender), es-
tructurar (y desestructurar), desarrollar (o volver a
empezar de cero) la vida humana en todas sus fases.
Nadie puede mostrarlo mejor que un púgil que cam-
bia de nombre, transforma radicalmente las estra-
tegias de combate, se recicla como conferenciante
en los años de exilio y cultiva el uso de la vida tam-
bién cuando la enfermedad ha bloqueado sus mejo-
res golpes.
125
Al mismo tiempo, el aclamado campeón se arries-
ga hoy en día a convertirse en un trofeo bípedo, la
encarnación humana del culto sagrado por el evento
irrepetible. Nadie será nunca tan bello como el sofis-
ta de la palabra, rápido en el juego de piernas, astuto
protagonista de la sociedad del espectáculo. Muham-
mad Ali se arriesga a la más horrenda de las meta-
morfosis: deja de beber Coca-Cola porque se
convierte en la botella. El día posterior a su muerte,
un observador comenta: «Cassius era único como
única es la Coca-Cola; como la industria de Atlanta
él ha hecho de sí mismo una marca, ha hecho marke-
ting» (Roberts y Smith, 2016). La del espectáculo es
una sociedad, explica Debord (1967-1992, pp. 180-
181), que realiza el opuesto especular de una filoso-
fía que sea fuerza de transformación del mundo:
126
espectáculo es la categoría misma de uso la que aca-
ba en la ruina. «Uso» es sustituido por «consumo»
(CAP. II, PARTE 4). Mientras que el primero contiene
en su interior la potencialidad de algo que se presta
a empleos indefinidos, el segundo es combustión de
lo que después del empleo desaparece porque ha al-
canzado su fin específico. Espectáculo y consumo son
sinónimos al ser ambos «pseudouso de la vida» (ibíd.,
p. 73). Muhammad Ali es una figura significativa
porque no encarna una solución del problema. No po-
demos no amar al sofista negro, puesto que nos
arrastra hasta una encrucijada. Para algunos es el
genio irrepetible, es decir, la más grande de todas las
mercancías ante la que postrarse en adoración. Para
nosotros, es la efigie ambivalente de los conflictos
que duermen en las manos y en las palabras de cual-
quier Homo sapiens.
127
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142
Este libro
entró en imprenta
en el mes de marzo de 2020,
en plena crisis social y política,
una vez decretado el estado de
alarma a causa de la pandemia
por coronavirus.