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La chachalaca

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La chachalaca

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Rafael Delgado

(1853 - 1914)

Narrador y poeta veracruzano.


Entre sus novelas sobresalen La
calandria y Los parientes pobres.

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Allá por los últimos días de
junio cumpliré cuarenta años,
y lo que voy a referirte, amigo
mío, acaeció cuando era yo
un rapaz, un doctrino que no
hubiera podido recitar de coro,
sin tropiezo ni punto, los diez
preceptos del Decálogo. Sin
embargo, el recuerdo de la po-
bre avecilla no se aparta de mi
memoria ni creo que se aparte
de ella en los días de la vida…

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…El pensamiento humano,

como el mar, sus cadáveres


arroja.

Así dijo el poeta en admi-


rable canto. Ciertamente, el
cerebro es un océano siempre
agitado, con frecuencia tem-
pestuoso, cuyas olas arrojan
implacables hacia las playas
del olvido los despojos del pa-
sado: esperanzas desvanecidas,
ilusiones malogradas, sueños
azules, ardorosos anhelos, va-
gas aspiraciones, nobles ideas,
recuerdos regocijados, recuer-

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dos tristes. Pero ¡ah! éste de la
infeliz avecilla lleva años, seis
lustros, de flotar en alta mar,
juguete de las olas, sin que los
turbiones de la adolescencia, ni
las tormentas de la juventud, ni
las terribles y sombrías tempes-
tades de la edad madura hayan
conseguido arrojarle a la costa.

Allí está, allí, siempre flotan-


do sobre las crestas de las olas,
lo mismo en las noches tene-
brosas que en los días lumino-
sos y serenos. Es como una gota
de tinta en la página más blanca
del libro de mi vida.

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I

Una tarde calurosa, ardien-


te, una tarde primaveral. Un
cielo sin nubes, pero inundado
de Norte a Sud y de Oriente a
Poniente por la calina, como
si humaredas lejanas, disemi-
nadas en los campos, hubiesen
espesado la atmósfera y ex-
tendido en la sabana, sobre las
arboledas, sobre los plantales
de caña de azúcar, un velo de
azulino crespón. A lo lejos, el
río que nos enviaba, de tiempo
en tiempo, con el rumor sor-

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do de sus aguas, aire fresco, y
vivificante. A un lado, el viejo
trapiche con su ruido monóto-
no. Al otro sendero rojizo, que-
mado por el sol, bordado de
amarillenta grama, de escobi-
llares polvosos, de estramonios
marchitos que suspiraban por
las lluvias de mayo. Delante de
la casa, en el césped húmedo y
fresco por el riego reciente, so-
bre el verde tapiz, la abuela ve-
nerable y cariñosa, calados los
anteojos, repasaba páginas de
no sé qué libro piadoso; junto
a ella nuestra madre haciendo
labor, y en la natural y mullida
alfombra, Ernesto, haciendo
un papalote; la chiquitina, la
blonda Niní, muy entretenida

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con su rorro, y yo, el pacífico
Rodolfo, sacando de un arca
de Noé, juguetes en boga, ele-
fantes, camellos, cabras, osos,
panteras, jirafas, gallos, gallinas
y unos hermosos y envanecidos
pavos reales, cuya brillante cola
de vidrio hilado se quebraba
entre mis dedos…Frente a no-
sotros, uno a uno, lentos, pa-
cíficos, sedientos, pasaban los
bueyes camino al corral.

¡Hermoso cuadro de la
vida rústica! ¡Amable grupo
doméstico, que nadie hubiera
contemplado sin envidia!

Al trazar estas líneas, al


consignar en estas hojas fu-
gitivas tan dulces y tiernas

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memorias, descubro por el bal-
cón que tengo al frente la casa
de mis padres, la heredad de
mis abuelos. Veo los campos,
el bosque, la dehesa, la vieja
chimenea, de la cual asciende
lentamente al cielo una colum-
na de humo azul, y repito los
versos de Gutiérrez González

¡Ya ese fuego lo enciende


mano extraña,

Ya es ajena la casa paterna!...

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II

Oscurece. El cielo brilla con


sus mil luces, y fulguran en las
chozas lejanas las llamas del
hogar.

Ruido de caballerías, voces


de fieles servidores, una sonrisa
en los labios de mi abuela, una
exclamación regocijada de mi
madre, Niní que se olvida de su
bebé, Ernesto que se levanta,
arrojando los carrizos y la na-
vaja… ¡Es mi padre que vuelve
de caza! ¡Mi padre con la es-
copeta al hombro y el morral
repleto!

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Corrí a recibirle. Detrás de
él, venía Andrés, el criado dili-
gente, el bondadoso amigo, el
fiel Andrés, a quien mi padre,
sin mengua de su autoridad,
ni menoscabo de su decoro,
estimaba y quería como un
hermano.

–¡Al comedor!– decía mi


padre, tomando la mano de
Niní– ¡Al comedor! Les traigo
muchas cosas…

La curiosidad y la impa-
ciencia nos hicieron correr. A
poco entraba el feliz cazador,
enlazando dulcemente con el
brazo la cintura de la dichosa
compañera de su vida.

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Pronto el morral estuvo
vacío y extendido en la mesa
el producto de la jornada: un
gazapo y media docena de per-
dices.

El conejillo estaba tibio aún;


las aves yertas. De nieve pare-
cían aquella patitas rojas como
el coral.

Se hablaba de los incidentes


de la caza; pero nosotros no
oíamos nada, en espera de las
maravillas que nos habían pro-
metido. Niní se atrevió al fin a
preguntar:

–¿Y para nosotros? ¿Y para


mí?

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Sonrió mi padre con aque-
lla apacible sonrisa de sus
delgados labios; brillo en sus
ojos claros y siempre benévo-
los un relámpagos de alegría,
y sacó del morral, colgado en
bandolera, un ramo de frutos
morados, casi azules, un raci-
mo de granadillas silvestres, y
mostrándole en lo alto decía:

–Para la señorita Niní…

La blonda niña dio un salto,


queriendo atrapar las frutas
que al punto cayeron en su
mano.

–Para el caballero don Er-


nesto…

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–¿Qué?– dijimos a una.

–Para el caballero don


Ernesto y para Rodolfo, una
cosita muy linda…Adivi-
nen…¿Qué será?

–¡Un nido de chupamirtos!

–¡Un pajarito herido!

–No.

–¿Caracolitos del almáci-


go?...

Mi madre sonreía, mi padre


se gozaba en atormentar nues-
tra curiosidad.

Al fin hundió la mano en

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las profundidades del morral,
y nos mostró, cerca de la lám-
para, un huevo, un lindo huevo
blanco, tinto en la sangre de las
perdices.

–¡Un huevo de chachalaca!


De la puesta de hoy…Cuando
le cogimos estaba tibio. La po-
nedora se fue herida….–Y pa-
sándole a manos de mi madre,
agregó–: Límpialo…

Ernesto y yo nos disputa-


mos el huevo.

La autoridad materna puso


término a la discusión.

–Le guardaremos para ver

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si la copetona blanca, que es
buena sacadora, consigue em-
pollarle.

Y ya nos parecía ver la cha-


chalaca de aquel huevo saliera
ir y venir por el corral gritando:
“¡Hay cacao, no hay cacao!”

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III

A las tres semanas, o poco


más, cierto día, al despertar,
nos dieron una alegre noticia.
La copetona blanca tenía ca-
torce polluelos y muy orgullosa
de su nidada iba y venía por el
corral, luciendo entre sus chi-
quitines uno de extraño aspec-
to que sus hermanos miraban
de reojo, las demás gallinas con
extrañeza y el señor harén con
altivez y menosprecio. La cha-

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chalaca, fea, cubierta de obs-
curo vello, torpe, muy distinta
de sus vivarachitos hermanos,
fue desde entonces objeto de
nuestros cuidados, nuestra
constante ocupación, el tema
inagotable de nuestras pláticas.
¿Cuándo será grande? ¿Cuándo
la veríamos logradita? ¿No la
veremos nunca gritar y revol-
ver el gallinero? ¡Qué idas y
venidas! ¡Qué de viajes! ¡Cómo
gritábamos todo el santo día:
“Hay cacao, no hay cacao!...”

La avecilla plumó con un


plumaje pardo, triste, luctuo-
so, que hacía contraste con la
blancura nítida de los polluelos
nacidos en el mismo día. No

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tardó en dejar a la madre adop-
tiva y campar por sus respetos,
y, chiquita como era ni buscaba
abrigo por la noche ni gustaba
de los cuidados maternales.

Cierto día le dije a Ernesto:

–¿La cogemos?

–No, porque huirá; es arisca


y huraña, ¿no lo ves? Los polli-
tos nos conocen y nos quieren,
vienen a comer arroz en nues-
tra mano, mientras esa prieta
asustadiza y canallona… ¡No la
quieras!

Me quedé solo e intenté


atraparla… En vano. La aveci-
lla huía…

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Hice del corral un pueblo
revuelto, y no sin pena hube
de renunciar a mis propósitos.
¡Tenía yo tantas ganas de aca-
riciar y jugar con la chachala-
quita!

Algunos días después reno-


vé la intentona, pero sin éxito
feliz. En la brega me encontró
Ernesto, y por la noche, a la
hora de la cena, cuando menos
me lo esperaba yo, prorrumpió:

–Papá: Rodolfo anda que-


riendo coger la chachalaquita

–No hará tal– dijo mi pa-


dre–; no lo hará, porque yo se
lo he prohibido. ¿Lo has oído?

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Con mi padre no se jugaba;
una sola vez decía las cosas;
nunca repetía sus mandatos.

¡Ah, Dios mío! ¡Qué tenta-


ción aquélla! De día, de noche,
a todas horas me perseguía. En
vano quería yo pensar en otra
cosa. Aquel deseo iba crecien-
do, creciendo, dominándome,
subyugándome. Así debe de
suceder a esos hombres que de
abismo en abismo van a dar en
el crimen.

¿Y por qué no?– pensé–. ¡A


la obra!

Busqué un cesto grande, el


mayor que había en la casa, y
corrí hacia el gallinero.

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Eran las diez de la mañana.
Los gallos escarbaban en la
tierra floja, buscando alimañas;
las gallinas se bañaban en el
polvo; otras estaban echadas
poniendo, y la copetona caca-
reaba alegremente a pico abier-
to: “¡Pos… pos… posporeso!”

La chachalaquita, al verme,
huyó y fue a refugiarse en el
último rincón del corral… Allá
fui yo con el cesto en lo alto…
Sí, sin duda, llegar y atraparla
sería cosa de un minuto.
No fue así. Al acercarme co-
rrió al otro del extremo patio,
saltó sobre unas matas, dio un
brinco y consiguió escapar.

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–¿Te burlas de mí?– mur-
muré.–¡Ya lo verás!

Y empezó el ataque. La ave-


cilla azorada, iba de aquí para
allá sin detenerse un instante.
Las gallinas espantadas, vola-
ban o se agrupaban medrosas
a la puerta del patio. Yo, en
campo abierto, jadeante, rojo,
quemado por el sol, redoblan-
do el brío, seguía en pos del
animalito, el cual, cansado, ren-
dido, cuando yo daba tregua
a mi persecución, recobraba
fuerza y luego escapaba victo-
riosa. Aquello era un vértigo…
Por fin, en momentos en que el
animal se detuvo lancé el cesto
y… ¡Chas! ¡Presa!

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Me detuve a gozar de mi
triunfo.

Cuando yo me incliné, do-


blando una rodilla, para echar
mano a mi cautiva, oí la voz de
mi padre, severa y reprensiva:

–¡Rodolfo!

Estaba a la puerta del co-


rral. Todo lo había visto. De
pronto quedé sin movimiento.
Me repuse y huí por la bodega.
Desde allí, mientras mi padre
iba a libertar a la prisionera,
pude ver con espanto que la
chachalaquita, laxo el cuello, se
agitaba moribunda…

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IV

Mi padre no chistó. A la
hora de comer, al servirme el
primer platillo, llamó al criado
y en voz baja le dijo algo que
no pude oír. Estaba yo avergon-
zado y trémulo, con los ojos
llenos de lágrimas; me latía el
corazón como si fuera a salírse-
me del pecho; era yo un crimi-
nal que merecía la horca.

Andrés volvió, trayendo


una fuente cubierta con una
servilleta.

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Entonces mi padre, como
nunca severo, dejó su asiento y
vino a colocarse a mi lado.

–Rodolfo…

No me atreví a levantar los


ojos ni a responder.

–Rodolfo– repitió con dure-


za hasta entonces desconocida
en él– ¡descubre esa fuente!

Obedecí temblando… y
¡Dios santo! Allí estaba el ca-
dáver con el pico abierto, desti-
lando sangre.

De codos sobre la mesa,


oculté el rostro entre las ma-
nos, sentí que me ahogaba y
me eché a llorar.
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Ernesto y Niní lloraban
también.

Papá y mamá comían silen-


ciosos, y, sin duda, apenados y
tristes…

Esta es la historia, amigo


mío. Cuando la recuerdo, y la
recuerdo todos los días, y siem-
pre con dolor y remordimien-
tos crueles, me pregunto:

–¿Qué sentirá el asesino


cuando le ponen delante su
víctima?

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Coordinación nacional Pasión por la lectura

Concepto original de la colección:


Campus Monterrey
Comité de Pasión por la lectura

Diseño:
Paul Martínez

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