Unidad 3 Parte 2 2020

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Institución: U.E.G.P. N° 166 Instituto Superior de Neuropsicología.

Carrera: Psicopedagogía.

Espacio Curricular: Antropología Social y Cultural. Año de cursada: 2do.

Docente: Passamani Ariel Horacio. Año Lectivo: 2020

Contenido: Unidad 3. Tema 5, 6 y 7

Bibliografía fuente del documento: Consultar Programa.

Este documento fue creado a fines pedagógicos para utilizarlo con los estudiantes que apliquen
con los datos correspondientes. No puede ser publicado ni compartido, sin estas condiciones.

NATURALEZA Y CULTURA

Cultura era ante todo hasta la segunda mitad del siglo XIX lo que no era naturaleza. Había
un dualismo entre naturaleza y cultura. De un lado estaba el cuerpo, el animal humano,
que deglute alimentos, respira, etc.; de otro, los procesos mentales, la capacidad
simbólica. (Socking, 1988).

Pero cultura y naturaleza son conceptos que tienen que pensarse conjuntamente y no
aislados como ha sido habitual durante la modernidad. Son inconcebibles la una sin la
otra. Naturaleza y cultura no son ontológicamente ámbitos opuestos sino un todo, nuestra
herencia, por lo que su visión fractal, una de las dicotomías conceptuales más antiguas y
asentadas en la tradición científica occidental, resulta insostenible lo mismo que todo
determinismo o esencialismo cultural y biológico que no integre la historia natural en la
social, los actos naturales en conductas culturales.

Igual que el concepto de cultura, la noción de naturaleza es ajena a su concepción


esencialista, homogénea, unitaria, sustantiva y delimitada, conjugables con las ideas
ilustradas de progreso, civilización y universal cultural, y con la idiosincrasia, tradición y
dimensión colectiva que supuestamente marcan de forma sistémica las áreas culturales y
las fronteras geográficas.

La naturaleza nos aporta unos recursos que los individuos y grupos compartimos,
adquirimos como herencia del pasado y transformamos durante nuestra vida,
volviéndolos a transmitir a generaciones futuras con los cambios introducidos. Estos
recursos no son ajenos a las diversidades, los cambios, los contactos, las coexistencias,
las hibridaciones y los procesos identitarios que experimentan los sujetos sociales.

El ser humano no puede ser definido sólo por sus aptitudes innatas, según lo hacía la
Ilustración, ni únicamente por sus formas de conducta efectivas, conforme plantean en
gran medida las ciencias sociales contemporáneas, sino que debe verse como el puente
que integra ambos dominios (Rickert, 1945).
El ser humano expresa el modo en que la naturaleza se transforma en cultura, y se define
por la forma en que sus potencialidades genéricas se encarnan en su conducta, emociones
y maneras de pensar. La naturaleza de los humanos se manifiesta en sus trayectorias
culturales, aunque “la frontera entre lo que está innatamente controlado y lo que está
culturalmente controlado en la conducta humana es una línea mal definida y fluctuante”
(Geertz, 1989: 55).

La cultura asume los imperativos biológicos que compartimos con otros animales y nos
enseña a resignificarlos y expresarlos con formas particulares. “Entre los planes
fundamentales para nuestra vida que establecen nuestros genes -la capacidad de hablar o
sonreír- y la conducta precisa que en realidad practicamos -hablar inglés en cierto tono
de voz, sonreír enigmáticamente en una delicada situación social se extiende una
compleja serie de símbolos significativos con cuya dirección transformamos lo primero
en lo segundo, los planes fundamentales en actividad” (Geertz, 1989: 56).

Todas las culturas convierten los actos naturales en actos culturales. Todos los seres
humanos han de comer, pero la cultura nos enseña qué alimentos, cómo y cuándo
ingerirlos. No se trata sólo de comer, sino de preferir ciertos alimentos guisados de
determinadas formas y sujetarnos a una cierta conducta en la mesa para consumirlos. Ser
humano no consiste sólo en respirar y hablar, sino en educar la respiración y el habla a
través de las técnicas que las hagan más efectivas, saludables, expresivas y adecuadas
para las relaciones.

Asimismo, aunque en principio cabría pensar que un determinado recurso natural -un río,
un lago o el mar- sólo se rige por leyes biológicas, no resulta ajeno a los sistemas
culturales desde los que se define su contenido y finalidad, así como las normas que
regulan su utilización. Cuenta C. P. Kottak (2006) que: “una vez llegó a un campamento
de verano, estaba acalorado y deseaba nadar en el lago, pero el reglamento del
campamento no permitía nadar después de las cinco. El lago, que es parte de la naturaleza,
estaba sometido a un sistema cultural. Los lagos naturales no se cierran a las cinco, pero
los lagos culturales sí”.

Las relaciones sociales son un nexo de unión entre cultura y naturaleza. La socialización
es tanto una necesidad como un mecanismo de supervivencia y de transformación del
sistema. Las relaciones de parentesco, por ejemplo, no se sitúan ni en el dominio de la
naturaleza ni en el de la cultura, sino entre ambos, forman un conjunto de redes que unen
materialidades dispares: gametos, padres, localidades, identidades... Son una relación
biológica y a la vez social que marcan también la relación de pertenencia a una sociedad
determinada.

Con la aparición de la Nueva Genética se ha multiplicado la tendencia a explicar la vida


humana desde su configuración genética, atribuyendo a los genes la capacidad de prever
no sólo la aparición de ciertas enfermedades y la predisposición a padecerlas, sino
también características de la conducta de los individuos.

Sin embargo, las personas no se reducen a un fardo de genes, a las cualidades heredadas
que influyen su trayectoria vital, lo mismo que los problemas sociales no pueden
resolverse con diagnósticos genéticos. Tampoco la identidad de los individuos se define
en términos biológicos y de sustancias heredadas, sino que se construye socialmente a
través de relaciones.

Es más, con la presencia de nuevas entidades híbridas, que permite la Nueva Genética
mediante la reproducción asistida, no puede seguirse manteniendo la oposición entre
naturaleza y cultura, “lo natural y lo social no tienen ya por qué ser considerados como
ontológicamente diferentes” (Bestard, 2003: 253). En este sentido, cabe entender que un
gameto constituye un elemento en una red de relaciones significativas, no es meramente
una sustancia que contiene una simple carga genética.

La proliferación de híbridos de tecnología y naturaleza, propios de la nueva genética,


moviliza los principios fundamentales del parentesco, produciéndose nuevos vínculos
sociales, conexiones, desconexiones, inclusiones, exclusiones y prácticas. Además rompe
el discurso antropológico que atribuye rasgos fijos a la naturaleza y a la cultura, habida
cuenta de que la transmisión de ciertas sustancias lleva a la creación y redefinición de
relaciones sociales.

Se fractura la clásica disyuntiva entre determinismos biológicos y culturales, la oposición


ontológica entre naturaleza y cultura, al unir los ámbitos de lo natural y lo social que la
modernidad dejó aislados.

En los casos de reproducción asistida y al haber un gameto donado, las relaciones de


parentesco se construyen en el presente y hacia el futuro no tanto hacia el pasado como
ocurre en las relaciones de parentesco en las que la carga genética procede de un
ascendiente. Se reconstruye relacionalmente esa discontinuidad, la apropiación e
identidad, un proceso que une sustancias con identidades. ¿Cómo llegará a ser mío? Y la
respuesta es que los hijos no sólo son, sino que se hacen, nacen y se crían.

El gameto donado ha sido apropiado de una nueva forma y la intención de usarlo de la


madre es el indicador de su creatividad y de su capacidad para anticipar su futuro como
madre. Las identidades se van haciendo a través de la relación no es algo que viene dado
desde siempre. Se dota de sentido a un hecho supuestamente biológico (Bestard, 2003).

Por otro lado, es conocida la preocupación que, desde hace décadas, tanto el Consejo de
Europa y la UNESCO como la mayoría de los Estados manifiestan sobre lo que ellos
denominan patrimonio natural. No obstante, este concepto, de carácter esencialista y
reduccionista, se asienta de pleno en los dualismos conceptuales de la modernidad y en
la separación de naturaleza y cultura, aunque las normativas y políticas culturales de esas
instituciones engloben a menudo capítulos dedicados en exclusiva al patrimonio natural.

Tales instituciones restringen el contenido básico de este concepto a la conservación de


paisajes, parques naturales, jardines históricos o reservas, concebidos como objetos
tangibles y desvinculados de los espacios sociales y simbólicos que de ellos y otros
territorios hacen los individuos y los grupos.

Pero conviene señalar que la noción de naturaleza, igual que ocurre con el concepto de
cultura, es muy distinta de los constructos sobre patrimonio cultural y natural y de la
inclusión discursiva de ambos como patrimonio histórico.

Tales constructos se configuran sobre los significados que niegan tanto la noción de
cultura como de naturaleza. Y a ello hay que agregar que la cultura integra y está
vinculada a los territorios en los que se desarrolla, de modo que ni aquélla ni éstos pueden
conocerse sin distorsión si se rompe el vínculo que los une.

Los individuos y grupos humanos han culturalizado la naturaleza y ésta ha naturalizado


la cultura, hasta el punto de que no es concebible la conservación y el respeto de sus
formas de vida, de sentir y pensar sin la preservación y consideración del medio natural
que les corresponde. A la inversa, la conservación de la naturaleza adquiere pleno sentido
cuando se liga a la preservación de la cultura de los individuos y grupos humanos.

La coexistencia de la cultura y de la naturaleza parece vital, por consiguiente, para la


subsistencia de ambos sistemas y de cada una de ellos, que en la realidad se encuentran
sumamente hibridados. Pensemos, por ejemplo, en las formas culturales desarrolladas
históricamente en torno a la huerta murciana y en el olvido que éstas experimentan según
se enajena, deteriora y comprime su paisaje.

ETNOCENTRISMO Y RELATIVISMO CULTURAL.

El concepto de etnocentrismo está ligado al desarrollo de la teoría antropológica. Aunque


ahora nos parezca extraño que en los primeros tiempos de la antropología no aflorara la
discusión sobre el concepto, a poco que reflexionemos nos daremos cuenta de que la
ausencia de la imprescindible madurez científica relega el surgimiento de la noción de
etnocentrismo. Dado que el desarrollo teórico estaba de parte de los occidentales, éstos
no se cuestionaron, más que raramente, el hecho, pensando que, en efecto, la cultura
occidental era superior.

En esto consiste, precisamente, el etnocentrismo, en conceder un valor superior a la


cultura propia frente al que se otorga a la ajena, y en emplear los patrones de la propia
para juzgar la cultura ajena. En la vida cotidiana, el etnocentrismo es bien perceptible en
los juicios de valor de quienes ven a las gentes de otras culturas como raras y atrasadas.
Y, sin embargo, esta percepción requiere una reflexión crítica. El etnocentrismo dificulta
e impide la comprensión de las culturas de otros pueblos.
Las culturas no existen aisladamente ni al azar, sino que se acompañan de poderosas
razones para existir. Por otro lado, el pensamiento de quienes las integran es lógico, igual
que el nuestro, y también sabemos que las culturas son adaptativas por lo general. En
consecuencia, no es equivocado pensar que las culturas tienen claros fundamentos para
existir. También es importante darse cuenta de que es errado tratar de entender una cultura
empleando patrones de otra cultura. La lógica de la cultura exige que penetremos en la
misma aprehendiendo los elementos que la conforman.

Frente al etnocentrismo, y como forma de combatirlo, se halla el relativismo cultural. Al


hilo del discurso se entiende que el relativismo cultural consiste en ponerse en lugar del
otro para entender su cultura. El relativismo cultural consiste en adoptar los patrones
culturales de la sociedad que se pretende estudiar, a fin de poder comprender su lógica
interna.

Sin embargo, debemos comprender que este relativismo ha de ser puramente


metodológico, y no radical. Es evidente que las culturas no son iguales, ni tienen por qué
ser aceptables por entero sus valores. La interpretación radical del concepto de relativismo
cultural nos llevaría a aceptar prácticas culturales desechables por entero, como las que
se refieren al sometimiento de la mujer, o a su lapidación. El relativismo es sólo un
principio que nos orienta acerca de la manera de comprender a otra sociedad. El hecho de
que el antropólogo se convierta en un miembro más de la cultura que estudia no significa
que deba abdicar de su neutralidad científica.

Las prácticas culturales que niegan los derechos humanos son reprobables desde
cualquier punto de vista y, por supuesto, ello no contradice el principio del relativismo
cultural, según el cual el antropólogo, o el científico social en general, debe tratar de
ponerse en lugar del estudiado para comprender mejor su cultura.

Por otro lado, el hecho de que existan prácticas culturales denunciables no implica que
esto sea lo común. Al contrario, la mayor parte de las prácticas culturales son respetuosas
con los derechos humanos y, además, respetuosas con su propia tradición. Eso explica la
reivindicación de muchas sociedades para que sus derechos culturales sean preservados
y, de hecho, los grupos defensores de los derechos culturales, de manera similar a como
lo hacen los defensores de los derechos humanos, tratan de poner a salvo aquellas culturas
que corren serio peligro de extinción. Sabido es que en el siglo XX se perdieron
numerosas lenguas, tal vez más que nunca en el pasado.

Así se explica que el movimiento en defensa de los derechos de las minorías culturales se
haya generalizado en el mundo. Este movimiento alcanza especialmente a las minorías
étnicas de toda la tierra. También alcanza a minorías religiosas y, en general, a todos los
grupos humanos que poseen sus propias peculiaridades culturales, aun formando parte de
los Estados.
UNIVERSALIDAD, PARTICULARIDAD Y GENERALIDAD

Aunque los individuos difieren en tendencias y capacidades emocionales e intelectuales,


todas las poblaciones humanas tienen capacidades equivalentes para la cultura:
independientemente de la apariencia física y de la composición genética, los humanos
pueden aprender cualquier tradición cultural (igualdad biopsicológica).

A) Universalidad. Rasgos universales son aquellos que más o menos distinguen al Homo
sapiens de otras especies. Universales de base biológica son el largo período de
dependencia infantil, sexualidad durante todo el año, y un cerebro complejo que permite
el uso de símbolos, lenguajes y herramientas. Universales psicológicos -que surgen de la
biología humana y de experiencias comunes al desarrollo humano, incluyen el
crecimiento en el útero, el propio nacimiento, y la interacción con padres o sustitutos.
Entre los universales sociales está la vida en grupo y en algún tipo de familia. Entre los
universales culturales más significativos están la exogamia y el tabú del incesto.

B) Particularidad. Las culturas están pautadas e integradas de forma distinta, desplegando


una tremenda variación y diversidad. Muchas culturas tienen ritualizados una serie de
eventos universales del ciclo vital, como el nacimiento, la pubertad, el matrimonio, la
paternidad/maternidad y la muerte. No obstante, suelen diferir en cuál de los eventos
merece una más especial celebración. Así, los norteamericanos suelen hacer más grandes
gastos en una boda que en un funeral, mientras que los betsileo de Madagascar utilizan
sus fortunas en los funerales.

C) Generalidad. Las generalidades culturales son regularidades que suceden en diferentes


momentos y lugares, pero no en todas las culturas. Una razón de las generalidades es la
difusión, esto es, el préstamo de creencias y costumbres. Otras generalidades tienen su
origen en la invención independiente del mismo rasgo o patrón cultural en dos o más
culturas diferentes. Una generalidad cultural presente en muchas, pero no en todas las
sociedades es la familia nuclear, grupo de parentesco que consta de los padres y sus hijos.
Así, la familia nuclear no se da entre los nayar, que viven en la costa de Malabar en la
India, en grupos domésticos encabezados por las mujeres, y entre quienes los maridos y
las esposas no comparten la misma residencia.

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