Por Consiguiente, Conviene Que Haya Uno Que Mande o Reine.: Tema 7 La Construcción de Las Monarquías Medievales

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Tema 7
Por consiguiente, conviene que haya uno que
mande o reine. La construcción de las monarquías
medievales

1. El primero. 2. La persona. 3. Los medios. 4. Las asambleas representativas. 5. El mal


gobierno

1. El primero

Nuestro punto de partida es lo que hemos llamado la poliarquía: ese


régimen político instalada después del colapso del imperio carolingio, que
había sido el último intento de recuperar el modelo político romano. La
incapacidad de los soberanos de responder a la codicia de los grandes del
imperio (los condes, sobre todo), llevó a estos grandes a usurpar partes de
la soberanía propia de los emperadores y de las facultades a ella asociadas.
Durante el siglo IX estos grandes patrimonializaron poderes y recursos a
costa del poder público. Ahora bien, ello abrió las puertas a una competición
generalizada por las parcelas de la soberanía y a la apropiación de las
facultades asociadas a ésta. Incluso los simples potentados, lo que las
fuentes llamaban los tiranos seculares, ladrones y rapaces, toda una masa
cada vez mayor de guerreros que asentaron sus poderes en la posesión de
los castillos, acabaron por arrogarse el derecho de actuar como soberanos
en miniatura. Este proceso de desintegración se producía mientras una serie
de enemigos exteriores (normandos, húngaros y musulmanes) amenazaban
las fronteras del imperio de los carolingios hasta finales del siglo X y los
soberanos francos se mostraban cada vez más incapaces de defender estas
fronteras.

La competición que era propia de la poliarquía fue siempre una competición


entre aquellos que querían mandar: sobre todo entre aquellos que se
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consideraban los primeros (príncipes). La mayor parte de estos primeros


descendían de los altos cargos del imperio (condes). Pero también había
una competencia entre estos primeros y el soberano: a toda costa estos
grandes intentaron evitar que el rey invadiera con su soberanía sus propias
soberanías. Ahora bien, el rey no era un competidor más. El rey era un
primero, pero era un primero que quería mandar y quería mandar más; era
un príncipe entre príncipes. El rey, por otra parte, era más que el señor de
unos vasallos. Era un hombre que ejercía un ministerio (ministerium); lo
ejercía sobre una tierra (terra) y sobre un pueblo (populus).

La construcción de las monarquías medievales vino sostenida siempre por la


aspiración de mandar y mandar más. En esta competencia los monarcas
partían con una serie de ventajas: sólo podía haber un rey en cada reino; y
solo a éste se le reconocía la soberanía real vinculada a su ministerio: una
serie de facultades que sólo correspondían a él ejercerlas, un lugar que sólo
a él correspondía ocupar. La recuperación del derecho romano clásico
(Código de Justiniano) desde finales del XII ayudó mucho, en el sentido que
contenía una legitimación del poder imperial que podía hacerse servir para
reforzar y ampliar las pretensiones de la monarquía medieval. Los legistas
al servicio de los reyes reescribieron este cuerpo jurídico para adaptarlo a
las aspiraciones de su soberano. La conclusión final fue: el rey es
emperador en su reino (rex est imperator in regno suo), esto es, el rey
tiene la facultad de ejercer los mismos poderes que el derecho romano
atribuye al emperador.

La construcción de las monarquías medievales implicó una lucha continua


de los reyes con los más diversos poderes que limitaban el ejercicio de las
facultades propias de su soberanía. Esta lucha representa la historia política
de los reinos de Occidente a partir del siglo XII. Las guerras ocuparon un
lugar central en esta lucha; pero lo que no se lograba mediante la guerra
podía lograrse mediante una inteligente política dinástica. En primer lugar,
se trató de asegurar el dominio sobre sus propios dominios. Seguidamente
el rey aspiró a imponerse frente a unos príncipes que, en Francia, por
ejemplo, se presentaron en diferentes momentos de la historia del reino,
como potentados rivales del monarca. Finalmente, el rey tuvo que asegurar
su soberanía frente a las amenazas de las monarquías vecinas. Es
importante tener en cuenta que entre los poderes rivales hay que incluir
también el papado: los enfrentamientos con el obispo de Roma, desde el
siglo XI, no se entienden si no se les considera como episodios de aquella
lucha por defender unas soberanías frente a las pretensiones del papado.

Finalmente: la construcción de las monarquías medievales nunca pretendió


eliminar la poliarquía, la parcelación de las soberanías. Siempre se trató de
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extender, de manera más o menos agresiva, según las circunstancias, la


soberanía del monarca, sin que por ello se llegaran a eliminar las soberanías
de los competidores. Sólo las revoluciones burguesas del siglo XVIII
eliminaron dicha poliarquía a favor de una soberanía unificada.

2. La persona

El rey era alguien que mandaba y que siempre quería mandar más. Este
mandar más, sin embargo, tenía sus requisitos. En primer lugar, el rey
tenía que ser legítimo: esto quería decir: que por sus venas debía fluir una
sangre particular: el rey debía descender de reyes. La realeza, por lo tanto,
se heredaba (dinastía). Pero la sangre no era suficiente: el rey debía ser
consagrado y coronado en una ceremonia particular; aunque esta
ceremonia fue perdiendo su importancia a medida que se fortalecía el
derecho hereditario.

En segundo lugar, el rey debía ser virtuoso. Esto quiere decir que al rey se
le exigían toda una serie de virtudes para ejercer su ministerio: debía ser
justo, fuerte, prudente, valiente, discreto … (De ahí los calificativos propios
de tantos reyes medievales: Hermoso, Fuerte, Atrevido, Bueno). Desde el
siglo XIII no se concibió que el rey no fuera letrado (sabio), que hubiera
recibido una instrucción en los diversos saberes profanos: un rey sin letras
no era otra cosa que un burro coronado. Gracias a estas diferentes virtudes
el monarca estaba en condiciones de procurar el bienestar, imponer la
justicia, asegurar la paz, castigar a los malhechores y proteger a los
necesitados. Evidentemente, la Iglesia le encomendó la protección de los
religiosos y sus bienes y les requirió una obediencia filial a sus directrices
tanto temporales como espirituales.

Sin embargo, la legitimidad y la virtud no eran suficientes aún: el rey debía


ser majestuoso. Era esencial para todo rey de hacer visible a todos su poder
y poner en escena su majestad. Esta majestad requería, de entrada, unos
escenarios: todo rey tenía su trono (solium, thronus), donde se sentaba (el
estar sentado era en sí mismo un distintivo del poder). Este trono estaba
instalado en una sala particular de su palacio. Este mismo palacio era el
marco para lo que se llamará la corte. Un historiador como Bernard Guenée
ha escrito: El pueblo quería ver cada día al príncipe en ‘bella
representación’. He aquí, a finales de la Edad Media, una exigencia nueva.
Todavía en el siglo XIII, en la mayor parte de los Estados de Occidente, los
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príncipes aseguraban mejor la adhesión de sus súbditos si, en medio de su


corte ambulante, permanecían fieles a una vida simple y a unas costumbres
modestas. Pero. bajo la doble influencia de los modelos bizantino y
musulmán, y probablemente primero en Sicilia, esta idea patriarcal cedió y,
poco a poco, se tuvo la convicción de que el lujo y la magnificencia eran
necesarios para poner en escena cotidianamente la majestad del príncipe. A
partir de entonces, y tanto más fácilmente cuanto sus desplazamientos eran
cada vez más raros, se desarrolló alrededor de cada príncipe un mundo
enorme y disparatado encargado de proveer sus necesidades y de glorificar
su majestad: la Casa real.
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En estas Casas reales, donde podían convivir centenares de personas, la


vida se vio regulada desde el siglo XIII por lo que se llama un ceremonial.
Los primero de estos ceremoniales datan del siglo XIV.

Este ser majestuoso, por último, requería además ciertos distintivos, que
solo a él correspondían: unos ropajes de ciertos colores, y fabricados de
ciertos materiales (seda). La majestad también requería ciertas insignias,
esto es, objetos que a menudo tuvieron la propiedad de asentar de manera
definitiva la legitimidad del monarca: la corona, la espada, la esfera, la
lanza y el cetro. Estas insignias se guardaban en lo que era el tesoro. Hasta
el siglo XV las mismas tuvieron gran importancia y jugaron un destacado
papel político: Bernard Guenée ha escrito: el poder de un príncipe estaba
unido de alguna forma a la propia existencia de tales insignias. Su poderío
aparecía a la vista de todos tanto más grande cuanto más rico fuesen los
objetos.

3. Los medios

La persona del soberano era importante, pero el mandar más que pretendía
también requería unos medios. Sin estos medios, la construcción de los
estados monárquicos no hubiera sido posible. Y los reyes dedicaron todos
sus esfuerzos a crear estos medios: la historia política de Occidente fue en
buena medida la historia de crear estos medios con el fin de imponer la
soberanía que reclamaban los monarcas.

Los medios

En primer lugar, los medios materiales, esto es, aquellos medios que debían
permitir al rey ejercer las facultades propias de su soberanía: administrar la
justicia, ejercer la violencia y recaudar impuestos. La construcción de las
soberanías de los estados requería de unas instituciones (administración),
un aparato estatal: unas instituciones que se encargaran de registrar,
expedir y sellar los documentos reales (cancillería), unas instituciones que
se encargaran de la administración de la justicia (tribunales); unas
instituciones que se encargarán de la administración de lo que llegaría a ser
desde el siglo XIV una fiscalidad estatal: Bernard Guenée escribe: En el
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siglo XIII, los príncipes faltos de recursos tenían varias posibilidades. Podían
imponer una talla a los hombres de sus dominios; pedir una ayuda a sus
vasallos jugando con los casos previstos en la costumbre feudal; anunciar
su partida a la cruzada y obtener así la aquiescencia del papado para
imponer sobre el clero un diezmo o una décima; negociar con sus ciudades
la concesión de subsidios a cambio de concesiones más o menos ilusorias.
Como todos esos arbitrios parciales eran insuficientes, intentaron pronto
obtener más, pidiendo a todos sus súbditos que consintiesen en ayudarle. Y
así nació, antes o después el moderno impuesto directo que todos los
Estados de Occidente conocieron de una u otra forma, a finales del siglo XV.

Esta fiscalidad permitió sostener los gastos cada vez más exorbitados de las
guerras: unos costes que se explican por la necesidad de contratar un
número creciente de mercenarios y por los costes de unas tecnologías de
guerra cada vez más desarrolladas (artillería). En los siglo XIV y XV las
grandes guerras entre los reinos (la Guerra de los Cien Años, por ejemplo)
no solo trajeron consigo un enorme número de victimas sino también una
inversión sin precedentes de recursos materiales.

En segundo lugar, los medios humanos. El rey necesitaba con gentes que le
permitieran mantener en marcha su administración. Todo rey tenía que
contar con un conjunto de oficiales, una burocracia, en definitiva: hombres
a los que remuneraba y que, a cambio, debían ejercer de manera leal sus
ministerios y defender siempre las aspiraciones del rey. El rey los reclutaba,
en un principio entre la clerecía y la pequeña nobleza. A menudo, recurría a
judíos. Pero, a partir del siglo XIII los reclutaría de manera masiva entre
hijos de burgueses y entre aquellos hombres bien entrenados e instruidos,
salidos de las facultades de derecho de forma masiva desde el siglo XIII.
Unos hombres con unas habilidades muy necesarias para mantener en
marcha la administración: el dominio de las letras y de los números, el
dominio de las leyes…

En tercer lugar, los medios doctrinales. Una soberanía, la construcción de


un estado, necesita siempre una legitimación de su poder y de la autoridad
que reivindica, algo que convenza a los súbditos que la soberanía a la que
estaban sometidos era la mejor de las posibles. El poder en si mismo nunca
dura; hay que hacer que se consienta. 

Las doctrinas

Estos medios doctrinales se buscaron y se hallaron en diversas fuentes a lo


largo de los siglos: Una fuente fue siempre la Biblia, con sus reyes que eran
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considerados modelo: David y Salomón. Ya Carlomagno se había


proclamada como Nuevo David y Nuevo Salomón. Otra fuente de doctrinas
la constituían los Padres de la Iglesia. El más influyente, para la reflexión
política de Occidente, sería Agustín de Hipona. Aunque Agustín nunca
dedicó una atención específica a la reflexión política, sí desarrolló una serie
de ideas acerca de los orígenes del poder terrenal, la naturaleza de la ley y
la persona del soberano.

En la Ciudad de Dios, por ejemplo, Agustín no explica acerca de la autentica


felicidad de los gobernantes (emperadores) cristianos: Esta autentica
felicidad (vera felicitas) no se halla en un largo reinado o en los triunfos
sobre los enemigos (algo con lo que pueden ser premiados los adoradores
de demonios, como dice Agustín): Llamamos realmente felices a los
emperadores cristianos cuando gobiernan justamente; cuando en medio de
las alabanzas que los ponen por las nubes, y de los homenajes de quienes
los saludan humillándose excesivamente, no se engríen, recordando que no
son más que hombres; cuando someten su poder a la majestad de Dios,
con el fin de dilatar al máximo su culto; cuando temen a Dios, lo aman, lo
adoran; cuando tienen más estima por aquel otro reino, donde no hay
peligro dividir el poder con otro; cuando son lentos en tomar represalias, y
prontos en perdonar; cuando tales represalias las toman obligados por la
necesidad de regir y proteger al Estado, no por satisfacer su odio personal;
cuando conceden el perdón no para dejar impune el delito, sino por la
esperanza de la corrección; cuando, puestos con frecuencia en la
desagradable obligación de dictar medidas severas, lo compensan con la
dulzura de su misericordia y la magnificencia de sus beneficios; cuando
cercenan con tanto más rigor el desenfreno, cuando son más libres a
entregarse a él; cuando prefieren tener sometidas sus bajas pasiones antes
que a país alguno, y esto no ardiendo en deseos de gloria vana, sino por
amor a la felicidad eterna; cuando no son negligentes en ofrecer por sus
pecados al Dios verdadero, que es el suyo, un sacrificio de humildad, de
propición y de súplica. A estos emperadores los proclamamos felices; ahora
en esperanza, y después en realidad, cuando llegue lo que esperamos.

Agustín enseña que lo que llama la ciudad del Hombre, la comunidad


política propiamente humana, es el resultado de una historia. Para Agustín
el punto de partida es el hombre angelical, el estado de inocencia que defi-
ne al hombre en el Paraíso Terrenal. Este estado de inocencia concluye, se-
gún Agustín, con la caída del hombre: lo que llamamos el pecado origi-
nal. Con el pecado original entra el mal en el mundo: el hombre ya no está
en condiciones de evitar el mal si no es con la ayuda de Dios (gracia). Es
precisamente este mal el que hace necesario un gobierno y con él, toda la
coacción que éste implementa para obligar a los hombres a no hacer el mal
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y castigar aquellos actos que derivan (irremediablemente) de nuestra mal-


dad. Mientras los hombres eran buenos (virtuosos) no había necesidad de
un poder que legislara y castigara; el Estado era algo superfluo. Las leyes
que castigan nuestros actos de maldad sólo se hicieron indispensables en el
momento que perdimos nuestra inocencia. La necesidad de una comunidad
política se vincula, de esta manera, al mal (pecado) como algo propiamente
humano. Somos mandados por nuestra culpa.

El aristotelismo

Las ideas de Agustín de Hipona dominaron el pensamiento político hasta el


siglo XII y más tarde tampoco le faltaron partidarios. Pero, a partir del siglo
XIII la reflexión sobre lo político tomó otros rumbos con la recepción de los
Antiguos: de los grandes juristas del derecho romano clásico y, sobre todo,
del que sería el gran maestro griego de la reflexión política: Aristóteles,
autor de dos tratados fundamentales: la Ética a Nicómaco y la Política. Las
doctrinas de Aristóteles determinaron inspiraron buena parte de la reflexión
política de los siglos XIII y XIV realizada por maestros como Tomás de
Aquino, Juan de París, Marsilio de Padua y Guillermo de Ockham.

¿Por qué es importante Aristóteles y qué enseña? De entrada, enseña que el


hombre es un ser social, esto es, un ser que no puede sobrevivir solo; por
eso el hombre es también un ser político (zoon politikon), esto es, un ser
que ordena su vida social recurriendo a su capacidad de razonar.
Precisamente porque vive en sociedad necesita de un orden político, de una
comunidad política que permita convivir a sujetos con intereses y
necesidades muy diferentes, incluso encontrados. Es importante
comprender que esta condición es para Aristóteles una condición natural del
hombre: un hecho humano, que requiere un orden humano, por lo tanto,
una ley humana. Es esta ley humana (que en la Edad media se distingue de
la ley divina y de la ley natural) la que sostiene la comunidad política y al
Estado. Esta ley humana se define según el maestro Tomás de Aquino
como: la ordenación de la razón para el bien común, hecha y promulgada
por el que tiene cuidado de la comunidad. La ley humana, por lo tanto,
tiene un requisito (la ordenación de la razón), una finalidad (para el bien
común) y un responsable (hecha y promulgada por el que tiene cuidado de
la comunidad). Para Tomás de Aquino, como para una mayoría de
maestros, se sobreentendía que este responsable era el rey. 

Un aristotélico
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Las ideas políticas de Tomás de Aquino las podemos hallar en diversas de


sus obras: en su Suma de teología, desde luego, pero también en otras más
específicas como en su Comentario sobre la Política de Aristóteles y en su
tratado titulado De la realeza (De regimine principum): ésta última, una
obra inacabada, que comenzó a escribir a mediados del XIII (posiblemente
a petición de un rey de Chipre, quizás Hugo II de Lusignan). Este tratado es
lo que se conocía convencionalmente como un espejo de príncipes (un
género literario que pretendía la instrucción, en este caso de los príncipes).
Lo que Tomás explica se basa en las categorías aristotélicas y con éste
afirma el carácter natural de la comunidad política.

Pero corresponde a la naturaleza del hombre ser un animal sociable y


político que vive en sociedad, más aún que el resto de los animales, cosa
que nos revela su misma necesidad natural. Pues la naturaleza preparó a
los demás animales la comida, su vestido, su defensa, por ejemplo, los
dientes, cuernos garras o, al menos, velocidad para la fuga. El hombre, por
lo contrario, fue creado sin ninguno de estos recursos naturales, pero en su
lugar se le dio la razón para que a través de ésta pudiera abastecerse con el
esfuerzo de sus manos de todas esas cosas, aunque un solo hombre no se
baste para conseguirlas todas. Porque un solo hombre por si mismo no
puede bastarse en su existencia. Luego el hombre tiene como natural el
vivir en una sociedad de muchos miembros.

Además, no duda en argumentar la superioridad de la monarquía sobre


otras formas de gobierno. Los argumentos de que la sociedad se gobierna
mejor por uno que por muchos son variados; recurren incluso a la
naturaleza: Por otra parte, lo que se da según la naturaleza se considera lo
mejor, pues en cada uno obra la naturaleza que es lo óptimo; por eso todo
gobierno natural es unipersonal. Entre muchos miembros hay uno que se
mueve primero, el corazón; y en las partes del alma una sola fuerza preside
como principal, la razón. Las abajas tienen una reina y en todo el universo
se da un único Dios, creador y señor de todas las cosas. Y esto es lo
razonable. Toda multitud se deriva de uno. Por ello si el arte imita a la
naturaleza, y la obra de arte es tanto mejor cuanto más se asemeja a lo
que hay en ella, necesariamente también en la sociedad humana lo mejor
será lo que sea dirigido por uno.

Tratándose de un espejo el tratado de Tomás de Aquino recuerda toda una


serie de deberes que se le han de exigir al buen gobierno, sin olvidar de
exponer cuál es el premio que conviene a un buen rey. Entre los posibles se
cuentan el honor y la gloria, aunque el premio que realmente ha de esperar
el buen gobernante es el que recibirá de Dios y que no es otro que la
felicidad celeste.
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Las implicaciones

El aristotelismo político, tal como lo hallamos expresado en Tomás de


Aquino, tuvo importantes implicaciones para lo que podemos definir como
un proceso de secularización del orden político (humano); aunque no todas
estas implicaciones pueden ser interpretadas como intencionadas por
maestros como Tomás de Aquino. En primer lugar, permite distinguir lo
político y lo religioso; permite postular una separación de lo que es el
Estado y la Iglesia, la ley divina y la ley humana. En segundo lugar, permite
que el orden político (humano) reivindique escapar de la tutela eclesiástica,
esto es, de la tutela que reivindicó desde el sigo XI el papado sobre los
poderes temporales y sus aspiraciones a la soberanía.

4. Las asambleas representativas

Entre las obligaciones que tenía un vasallo respecto a su señor se incluían el


auxilium y el consilium. El auxilium era la obligación de seguir al señor a la
batalla; el consilium era la de asistir con su consejo al señor en las decisio-
nes relevantes que este debía tomar. Los príncipes nunca dejaron de
requerir estos servicios de sus vasallos; en todas partes los soberanos se
rodearon de hombres de su confianza, con la experiencia necesaria para
apoyarle en sus tareas de gobierno. Y siempre se consideró un buen
príncipe aquel que requería el consejo de su cúria de los vasallos para las
decisiones en los asuntos importantes. Para los vasallos, la necesidad de
requerir su consejo era también una manera de limitar el poder del príncipe.

El diálogo

La cúria de los vasallos se ha de distinguir tanto del consejo, que sería a


partir del XIV uno de los pilares del estado monárquico, como de las
asambleas representativas estamentales propiamente medievales que se
difundieron en Occidente a partir del siglo XIII con nombres diversos: las
cortes en Castilla, los parlamentos en Inglaterra y Francia, las corts en
Aragón y las dietas en Alemania. Estas asambleas materializaron el principio
de que al bien común correspondía una común participación en los asuntos
políticos. Dicho de otra manera y retomando una máxima romana: lo que
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afecta al colectivo ha de ser aprobado por todos (quod omnes tangit ab


omnibus approbetur). La monarquía se entiende, en este sentido, como un
poder que no sólo ha de estar sometida a las leyes, sino que también ha de
consultar las decisiones importantes con el conjunto de sus súbditos, con el
pueblo (populus) de su tierra (terra).

Este principio, que iba más allá de la obligación de prestar consejo por parte
del vasallo, se institucionalizó en las asambleas representativas
estamentales, un elemento clave en la génesis de los estados modernos.
Como ha dicho Bernard Guenée, estos estados nacieron cuando se
institucionalizó el diálogo entre el rey y la comunidad del reino a través de
las asambleas representativas.

Las asambleas representativas, en general, se convocaban para afrontar


problemas puntuales. Pero, aún así se convirtieron en verdaderos órganos
de gobierno que servían para hallar soluciones a cuestiones que el príncipe
no podía solucionar por sí solo. El éxito de las asambleas se explica en
buena parte por los continuos gastos bélicos a partir del siglo XIV. Las
guerras se convirtieron en algo permanente y cada vez más costoso. Los
soberanos pasaron a financiarlas sobre todo mediante impuestos (ayudas y
subsidios) que pagaban sus súbditos. Pero era en las asambleas donde se
aprobaban estos impuestos, cuya necesidad y urgencia los monarcas
intentaron justificar para así lograr el consentimiento de los estados.
Además, será en estas asambleas donde se orientará la labor legislativa de
la monarquía (las asambleas no creaban las leyes, pero las ratificaban);
donde se negociarán los acuerdos políticos entre el soberano y los estados
(brazos); y donde se presentarán los agravios que el monarca y sus
oficiales pudieran cometer en el ejercicio de su poder.

Estas asambleas reunían a los grandes de la tierra, tanto los nobles como
los prelados de la Iglesia. Lo característico, sin embargo, fue la convocatoria
de otros colectivos y, de manera decisiva, la de los burgueses,
generalmente los burgueses de las ciudades que eran señorío del monarca.
Fue en estas asambleas que las ciudades lograron participar en la política
del reino y su peso político fue en aumento en la medida que contribuían de
manera cada vez más destacada a los impuestos votados en las asambleas.
Estas asambleas, por lo tanto, no fueron nunca instituciones en las que los
intereses de todo el pueblo de una tierra estaban presentes. Los intereses
(privilegios) que se defendieron en estas instituciones (sobre todo frente a
cualquier cuestionamiento real) fueron siempre los intereses ciertos
estados, concretamente los intereses de la nobleza, sobre todo de la alta
nobleza (barones), los intereses de los prelados (obispos y abades) y los
intereses de los oligárcas de las ciudades reales. Hay que a tener en cuenta
esta realidad, por mucho que los estados pretendieran hablar en nombre del
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pueblo y defender los intereses de la tierra. Los agravios que se


denunciaban fueron siempre los los agravios cometidos contra los intereses
de dichos estados.

El monarca fijaba tanto la convocatoria (fecha y lugar) de las asambleas


como el temario a discutir. Pero imponer los principios que sostenían las
asambleas dependía de la coyuntura política por la que atravesaba un reino
en particular. Las asambleas representativas tienen en común el hecho de
nacer en momentos críticos para la monarquía y por iniciativa de los
estados: fue cuando la política real se hallaba cuestionada y cuando el
monarca necesitaba de manera urgente la ayuda de los estamentos, cuando
éstos lograron imponer su participación en las decisiones que afectaban al
conjunto de la comunidad política. La historia del parlamento inglés a partir
de la Magna Carta de 1215 es un ejemplo de ello. Jacques Le Goff nos
explica que esta célebre acta es ciertamente un acta 'reaccionaria' que
limitaba la autoridad del rey en beneficio de las libertades, es decir, de los
privilegios de la Iglesia y los barones. Pero como asociaba a las ciudades a
estas garantías y obligaba al rey a prometer que no impondría ningún
impuesto 'sin el común consejo del reino', la Carta Magna abría la puerta
para todos los desarrollos 'constitucionales' y 'democráticos'. Además,
aunque el rey prometía observar la justicia por medio de sus oficiales y
conceder algunas reparaciones por las exacciones cometidas, la Carta
Magna ratificaba la existencia y la actividad de dichos oficiales ('jueces,
condestables, sheriffs y bailíos'). El hecho de que el papa Inocencio III, en
tanto que soberano del reino, atacara inmediatamente la carta que, según
él, cubría de oprobio al pueblo inglés y ponía en grave peligro 'toda la causa
de Cristo', prueba que mediante la Carta Magna los asuntos de Inglaterra
quedaban sustraídos a la injerencia del poder extranjero y feudal que el
papado quería perpetuar.

En el diálogo que imponían las asambleas representativas la comunidad


logró hacer oír su voz frente a una monarquía cada vez más imponente,
que, como tal, no se cuestionaba, pero cuyo ejercicio del poder se quería
regular y limitar. El poder concreto que lograron acumular estas asambleas
y la capacidad de los estamentos para aprovechar en su beneficio las
urgencias del monarca variaron de un reino a otro y dependió de las
prerrogativas que por su parte hubiera podido retener el soberano. En
reinos como Francia y Castilla el poder de las asambleas era limitado, en
materia tanto legislativa como fiscal. En estos reinos primero se votaban los
impuestos y luego se trataban los asuntos que preocupaban a los estados.
Los reyes de Aragón, por el contrario, si querían que se votaran los
impuestos necesarios, por ejemplo, para una guerra, debían atender
previamente a las reclamaciones (greuges) de los estados.
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5. El mal gobierno

El buen gobierno como enseñaban tanto Tomás de Aquino como los demás
maestros era aquel gobierno que anteponía el bien común (la utilidad
común) al bien privado. El mal gobierno, por lo tanto, era aquel gobierno
que anteponía el bien privado al bien del conjunto de los miembros de una
comunidad política. Para designar este mal gobierno y para designar al mal
gobernante se recurrió a dos términos de origen griego: la tiranía y el
tirano. Ya en el siglo XII se desarrollaron toda una serie de reflexiones que
oponía la figura del rey a la figura del tirano.

El tirano

En un tratado escrito el año 1498 por el dominico Girolamo Savonarola


(muere 1498), titulado Tratado sobre la República de Florencia, se dirige
contra el régimen que la familia de los Medici había instalado en la ciudad
de Florencia.

En este tratado Girolamo Savonarola nos explica que en las cosas humanas
es necesario el gobierno y también cuál se dice buen y cuál mal gobierno.
Savonarola explica que la razón de ser del gobierno es el cuidado del bien
común, consistente en que los hombres puedan vivir juntos pacíficamente
practicando las virtudes y acceder así más fácilmente a la felicidad eterna;
de aquí que pueda definirse a un buen gobierno como aquél que, con la ma-
yor diligencia posible, busca conservar y aumentar el bien común, condu-
ciendo a los hombres a las virtudes y al vivir recto, y en particular al culto
divino; y es un mal gobierno el que descuida el bien común y atiende a su
bien particular, no preocupándose de la virtud de los hombres, ni de su vida
moral más que en la medida en que le es útil a su bien particular: y tal go-
bierno se denomina 'tiránico'.

Sigue a estas explicaciones un apartado sorprendente en el que Savonarola


trata de la maldad y pésimas cualidades del tirano: Entre otras muchas
cosas nos explica hasta qué grado está el tirano está dominado por las más
diversos vicios y hasta qué punto estos vicios lo acaban por una persona
llena de maldad: debido a que las sospechas, las tribulaciones y los
diversos temores están siempre royéndole el corazón, se refugia en los
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placeres como medicina para sus aflicciones: por eso mismo, pocas veces o
casi nunca se encuentra un tirano no entregado a la lujuria y a las
delectaciones carnales … bajo el tirano no existe cosa estable, porque todo
se rige según su voluntad, la cual no sigue el dictado de la razón, sino de
sus pasiones. Por lo que todo ciudadano bajo él vive expuesto a su
soberbia, toda propiedad peligra por su avaricia, toda castidad y honra
femenina vive pendiente de su lujuria. No le faltan desde luego rufianes y
alcahuetas que de un modo u otro conducen a las mujeres e hijas de los
ciudadanos al mortal sacrificio: y en especial en los grandes convites
palaciegos, en donde suele haber pasajes secretos hacia los aposentos; allí
se conduce a las mujeres sin que se percaten, de modo que, una vez
dentro, se ven sin remedio cogidas en su lazo. Y esto por no hablar de la
sodomía, a la cual muchos tiranos son hasta tal punto propensos, que no
existe joven algo agraciado en la ciudad que se pueda sentir a salvo.

Lo que llama la atención es que estamos ante un discurso que es tanto un


discurso político como un discurso moral: un personaje con todos los vicios:
desde la avaricia hasta la lujuria, esta última en su peor versión (sodomía).

Los remedios

Pero, ¿qué se puede hacer cuando no ha sido posible evitar la tiranía? Todos
los maestros enseñan que hay que castigar a tirano. Pero, ¿en qué consiste
este castigo? Muchos enseñan que hay que resistir (ius resistendi), llegando
incluso a defender el tiranicidio, la muerte violenta del mal gobernante.
Pero, la mayoría (entre ellos Tomás de Aquino) no llega a este extremo y se
contenta con proclamar la necesidad de deponer el tirano: el desorden que
podía conllevar el tiranicidio les resulta menos soportable que el mal
gobierno. Tomás de Aquino en su tratado sobre la monarquía considera:
Realmente, si el tirano no comete excesos, es preferible soportar
temporalmente una tiranía moderada que oponerse a ella, porque tal
oposición puede implicar peligros mucho mayores que la misma tiranía.

Pero, ¿quién sería el encargado de deponerlo? La institución que podría


asumir esta responsabilidad serían las asambleas representativas que
decían representar a la tierra y al pueblo ante el soberano. Sin embargo,
hay que tener en cuenta, en primer lugar, que estas asambleas
representativas eran de hecho poco más que instituciones que las clases
privilegiadas hacían servir para defender sus particulares intereses frente a
las pretensiones de la monarquía. Su capacidad de consentir los impuestos
que necesitaba el soberano las hacía más o menos fuertes. En segundo
lugar, aún conscientes de su poder, estas asambleas no disponían ni de
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instrumentos ni de procedimientos para proceder contra un tirano. (A


diferencia de nuestros parlamentos que disponen de los mecanismos
necesarios para sancionar a todos aquellos que no respetan las leyes que
sostienen la convivencia democrática).

Por lo tanto, ¿qué quedaba? Más allá del recurso a Dios, como propone
Tomás de Aquino: él puede realmente convertir el cruel corazón del tirano
en mansedumbre. Quedaba, la apelación a la conciencia del rey, mejor
dicho, la educación del príncipe. Todo un género literario, los espejos de
príncipes, tratados nunca demasiado extensos, tenían la función de instruir
al joven príncipe en el arte de gobernar y de inculcarle tanto lo que eran los
principios del buen gobierno como lo que se ha llamado un horror al mal
gobierno. Desde el siglo XII hasta el siglo XVI, estos espejos de príncipe
repetían una y otra vez la necesidad de alejarse de la tentación de la
tiranía: la de considerar sólo el bien privado. 

Cuando en el año 1516 Erasmo de Róterdam escribió su Educación del


príncipe cristiano para la instrucción del príncipe Carlos de Borgoña (el
futuro Carlos V), conminó a su pupilo que se imaginara al tirano como una
enorme y repugnante bestia formada por una mezcla de dragón, de lobo,
de león, todas partes con seiscientos ojos, dentada por doquier, temible por
sus encorvadas uñas y su vientre insaciable, ahíta de vísceras humanas,
ebria de sangre humana, que vigilante sin cesar acecha las fortunas y vida
de todos, hostil a todos, pero especialmente a los buenos, calamidad fatal
del mundo entero, execrable y odiosa para todos los que aman la república.
Que no puede ser soportada a causa de su ferocidad ni eliminada sin gran
catástrofe para la ciudad, por su maldad armada de escoltas y riquezas.

Lecturas para profundizar en el tema de la sesión: Bernard Guenée, Occidente durante los
siglos XIV y XV. Los estados, Barcelona: Labor 1985; Joseph R. Strayer, Sobre los orígenes
medievales del estado moderno, Barcelona: Ariel, 1986; Pietro e Ambrogio Lorenzetti,
edición de Chiara Frugoni, Florencia: Scala Group, 2002; Patrick Boucheron, “La fresque de
Bon Gouvernement d’Ambrogio Lorenzetti”, Annales. Histoire, Sciences Sociales, 60/6
(2005), 1137-1199; Quentin Skinner, El artista y la filosofía política. El buen gobierno de
Ambrogio Lorenzetti, Madrid: Trotta, 2009

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