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Primera edición.

La seducción vive en Roma. Bilogía «Italiano» 2


©Aitor Ferrer
©Enero, 2023.
Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida,
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recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea
mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por
fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito del autor.
ÍNDICE
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Epílogo
Mis redes sociales
Capítulo 1

Tan solo habían pasado dos días desde que la noticia sacudió mi vida como
si se tratase de un felpudo.

Apenas unas horas en las que sentía que todo mi mundo había saltado por
los aires como si hubiese sido objeto de un atentado.

La indisposición que sufrí en Nochevieja pasó totalmente desapercibida


para mis padres, quienes no llegaron a enterarse de nada. Pese a la
conmoción que ambas sufrimos, Heba se mantuvo fiel a sus palabras y no
avisó a nadie.

Me estaba costando la misma vida disimular en casa. Realmente, no sabía a


qué esperaba, aunque quizás solo me planteaba que pasados los Reyes
Magos volvería a Roma y allí, ¿qué haría allí?

Heba estaba muy pendiente de mí y me mensajeaba varias veces al día. Yo


sabía que eso le supondría un esfuerzo, puesto que Piero tendía a acapararla
por completo, y más cuando ella se suponía que debía agradecerle el gesto
que tuvo de venir a visitarla y a conocer a su familia.

El tipo se quedó en un hotel, dado que Margarita y Aurelio eran igual de


tradicionales que mis padres y eso de tener al novio de la niña en su misma
casa, como que no colaba. Por lo demás, la pitufa me contaba que Piero se
había metido a sus padres en el bolsillo y eso me provocaba náuseas.

Sí, las náuseas no me faltaban, fuera por eso o fuera por lo que yo llevaba
en el interior de mi vientre: el fruto de mi amor hacia Dante. Cielos, estaba
embarazada, esperaba un hijo… Y no podía sentirme más confundida.

Yo, tan joven como era, y sin haberlo previsto, iba a ser madre. No puedo
negarlo, no puedo ser cínica como lo era el desgraciado de Piero, no puedo
decir que en esos momentos aquel embarazo me hiciera ilusión, sino más
bien que me provocaba miedo, por no hablar directamente de pánico.
Supongo que en el fondo debe ser normal, ya que se trataba del miedo a lo
desconocido.

Miraba a mi alrededor y todavía me confundía más. Yo me había criado en


un ambiente muy religioso en el que ciertos conceptos, incluidos el aborto,
se consideraban un pecado de esos que te llevan directamente al infierno.

No voy a decir que yo creyese eso, si bien reconozco que el crecer en un


ambiente así me condicionó cantidad. Luego, lo pensaba mejor, y también
me repetía a mí misma, como para grabármelo a fuego, que yo tenía todo el
derecho del mundo a tomar la decisión que considerase más conveniente
para mi vida.
Miraba a mis hermanos, miraba a la bonita familia que habían creado mis
padres y entonces me asaltaban más dudas todavía, ¿no me gustaría a mí
formar una familia así? Pues probablemente sí, solo que con muchos
matices.

Para empezar, jamás me había planteado una maternidad a tan temprana


edad. Yo estaba llena de proyectos profesionales que pasaban por hacerme
profesora y que nada tenían que ver con hartarme de cambiar pañales a mis
poco más de veinte años.

Otra cosa que me echaba mucho para atrás era traer un hijo al mundo yo
sola. Vale, vale, también he de matizar eso: yo nunca estaría sola, puesto
que tenía una familia que me respaldaría.

Sí, ya sé lo que estaréis pensando, que siendo mis padres así de


tradicionales se disgustarían mucho a priori, y no os digo yo que no, pero
también estaba segura de que tras el disgusto inicial ellos me apoyarían a
muerte con mi niño.

Dios, hablar de mi niño, de una criatura mía, es que me venía demasiado


grande, increíblemente grande. Vale, sola no me vería, pero mi hijo no
tendría padre, pues yo no encontraba la forma de contactar con Dante.

¿Dónde se había metido cuando tanto lo necesitaba? ¿Pensaría él en mí de


la misma manera que yo lo hacía en él? Cielo santo, me estaba volviendo
loca.

Por lo que me dejó escrito el día en el que desapareció, sí que debía hacerlo,
salvo que las suyas solo fueran palabras de esas que se lleva el viento. Sin
embargo, yo quería pensar que no era así.

Llamadme ingenua si ese es vuestro deseo, porque yo me agarraba a esas


palabras y a que realmente existía una razón poderosa, y no una excusa,
para que él se hubiera marchado de una forma tan precipitada de Roma,
tirando la toalla respecto a lo nuestro.

Ojalá pudiera contactar con él, ojalá pudiera decirle que teníamos, a esas
alturas, mucho más en común de lo que podía imaginar. La vida, qué duda
cabía, acababa de tenderme una trampa, una vez más.

¿Qué era aquello que provocaba que cada vez que quisiera olvidarme de él
volviera a verme más atrapada en su recuerdo? Joder, no era justo. Si no
podía estar con Dante, si no estábamos destinados a vivir nuestro amor, al
menos tenía derecho a olvidarlo.

¿Cómo se hace? Que alguien me diga cómo se puede olvidar un amor


cuando se tiene a una personita en los brazos que te lo recuerde a todas las
horas del día.

Trataba de dormir cuando mi madre entró en la habitación, por enésima vez


ese día.

—Hija, dime la verdad, ¿has recibido noticias de Dante? ¿Te has enterado
de algo malo? Estoy súper orgullosa de que el otro día me lo contaras todo
y, pese a ello, ahora te noto distante, como si estuvieras a años luz de mí.

—No, mamá, no es nada. Ya sabes, la abuela me cebó la otra noche y entre


eso y que igual bebí un pelín más de la cuenta, pues no veas, todavía me
está matando el estómago. No hay más.

A mi madre no podría seguir engañándola mucho tiempo. Justo salía de la


habitación cuando sentí tentaciones de hablar con ella, de contárselo todo y
de que me diera uno de esos abrazos de madre que, aunque en ocasiones
comienzan con un reproche, terminan por curarlo todo.

—Está bien, amor…

—Mamá, espera un momento, por favor—le pedí mientras ella se volvía y


me obsequiaba con su bonita sonrisa.

—¿Qué quieres mi niña? —me preguntó.

—Recordarte que te quiero mucho, mamá, que te quiero muchísimo—le


dije mientras su sonrisa se agrandaba todavía más.

—Y yo también te quiero, Neila, tú no sabes lo que se puede llegar a querer


a un hijo—me indicó sin saber que sus palabras me dolían como si fueran
alfileres pinchando mi corazón.
Capítulo 2

Al día siguiente me levanté de la cama para ir con la pitufa a la ginecóloga.

—Venga, que llegamos tarde. La gine es prima de mi amiga Lourdes y nos


ha hecho un hueco en su consulta porque le he dicho que no estás bien—me
decía mientras salíamos a la calle.

Allí me encontré con Piero en el interior del coche y eso me mató.

—No me digas que se lo has dicho, no a él, no me jodas, Heba. Me


prometiste que no se lo dirías a nadie—le reproché soltando su mano y
tratando de irme de nuevo hacia dentro.

—No seas niña. Me refería a que no se lo diría a tus padres ni a los míos,
pero a Piero, ¿cómo no se lo iba a contar a Piero? Él puede ayudarnos—
Trató de llevarme a su terreno.
—Antes me tiro a la vía del tren que aceptar la ayuda de Piero, ¿me has
escuchado?

—Oye, pues tú estás en una situación un poco delicada y puede que


necesites ayuda en más de un momento. Además, Piero va a ser la pareja de
la madrina de esa cosita que llevas dentro, ¿o ya no te acuerdas de lo que
nos prometimos de niñas? —me preguntó cariacontecida.

—Sí que me acuerdo, que cada una sería la madrina del primer hijo de la
otra, pero Heba, es que yo no sé si voy a…

Se paró en seco. Y lo peor fue que el intolerante de Piero comenzó a tocar


el claxon del coche para que nos diéramos prisa, indicando que allí estaba
mal parado.

—Espera, espera, ¿qué has querido decir con eso?

—Dile a ese idiota que deje de tocar el claxon o arranco la palanca de


cambio y se la meto por el culo, ¿tú cómo lo ves? —le pregunté en plan
sádica.

—Pues lo veo claro: estás tratando de desviar el tema, ¿qué viene a ser eso
de que tú no sabes? No me digas que estás pensando en abortar porque esa
palabra no entra ni en tu vocabulario ni en el mío, y lo sabes—me recordó.

—Tampoco entran otras cosas como follarse a todo lo que se menee yendo
de Erasmus, emborracharse o fumar porros, así que no me hagas hablar—le
advertí mientras Piero hizo sonar el claxon de nuevo, y yo… Yo ya no pude
más y le hice un saludito con el dedo corazón de mi mano derecha.
—Espera, espera, ¿le has hecho una peineta a mi novio? Es que no me lo
puedo creer—Volteó la cabeza.

—¿No dicen que le hizo una Shakira a Piqué hace poco? ¿Y qué? ¿Se ha
hundido el mundo por eso? Pues tira ya.

Nos subimos en el coche y a Piero la cara le llegaba a los pies.

—Bonitos modales te gastas, Neila—me indicó mientras me ponía el


cinturón.

—Mira quién habla. Verás, Piero, yo el chichi no lo tengo para farolillos,


aunque creo que eso ya te lo han contado, así que hagamos una cosa: tú no
me hablas a mí y yo no te hablo a ti, ¿te parece justo?

—No, chicos, ¡eso no puede ser! —chilló Heba desesperada.

—¡Sí que puede ser! —le chillé yo mientras el otro ponía su puñetera cara
de no haber roto un plato, esa que solía lucir delante de su novia cuando la
realidad es que estaba hecho de la piel del diablo.

La ginecóloga, por suerte, era una chica jovencita y de lo más comprensiva,


que me trató con todo el tacto del mundo.

—Estás de diez semanas ya, Neila, ¿no sospechaste nada? A veces pasa, no
creas que eres un bicho raro por ello—me contó.
—Nada de nada. Si hasta he tenido reglas, un tanto cortas, pero reglas,
¿cómo puede ser?

—Pasa a veces, tampoco eres un perro verde por eso. Ya es lo de menos,


ahora lo importante es que ya lo sabes y que deberíamos comprobar cómo
está ese muchachito o muchachita, aparte de que debes comenzar a tomar el
ácido fólico, siempre que estés de acuerdo en seguir adelante con el
embarazo—murmuró en tono algo más distraído, como si eso no fuera con
ella, al tratarse de una decisión más que personal.

—Claro, claro que está de acuerdo—intervino la pitufa.

—¿Se puede saber quién te ha dado a ti vela en este entierro? —le pregunté
yo sin dar crédito porque se tomaba la cuestión como si fuese suya.

—Bueno, veo que tienes todavía que tomar una decisión al respecto, pero
mientras, si te parece, vamos a echar un vistazo y escuchar el latido del
corazón, ¿estás de acuerdo?

Si llego a decir que no, Heba me mata allí mismo. Además, que yo sí que
deseaba saber si el feto estaba bien, por lo que me tumbé y, tremendamente
nerviosa, esperé a que la gine me hablase.

—Aquí está y puedo oír el latido alto y claro. Míralo, ¿no quieres mirar? —
me preguntó.

—¡Sí, aquí está! —le escuché decir a la pitufa, muy emocionada.


Mis sentimientos no podían encontrarse más: por un lado, me moría de
ganas de verlo y, por el otro, sentía un pánico atroz.

Finalmente miré y los vellos se me pusieron de punta, ya que esa cosita tan
chiquitita no había pedido venir al mundo, sino que fuimos nosotros
quienes, de un modo inconsciente, provocamos su llegada.

Dante, ¿dónde estaría? Ojalá pudiera estar allí, a mi lado, cogiéndome la


mano y ayudándome a tomar la decisión más trascendental de mi vida, que
también lo sería de la suya.
Capítulo 3

Un día después yo seguía igual o peor. Desde que había escuchado latir el
corazoncito de mi niño, como que me sentía incapaz de arrancarlo de mis
entrañas.

Supongo que sentía lástima por esa vida que iba a nacer y que formaba
parte de mí, pero es que también me asaltaba la idea de que quizás nunca
más volviese a ver a Dante y, tomando esa decisión, acabase de un plumazo
con lo único que ya me quedaba de él.

Luego, desgraciadamente, cuando estaba más convencida de eso, llegaban


de nuevo esos fantasmas que me recordaban que cada vez que lo mirase se
me removería todo por dentro, ya que irremediablemente en su sonrisa
reconocería esa otra que me tenía enamorada por completo: la de su padre.

Estaba dividida, mi corazón se encogía y por mi boca solo salían suspiros.


Bueno, ojalá, que ya comenzaba a vomitar que era un gusto.
Pese a todo, ojos tenía en la cara y, aunque en determinados momentos me
sorprendía a mí misma en el limbo, en otros me fijaba en que mi madre y
mi abuela no paraban de cuchichear.

Y es que ya digo que las náuseas me estaban matando. Digamos que lo que
me sucedió el día de Nochevieja fue como el pistoletazo de salida para que
yo me enterase de que estaba embarazada. Y lo cierto es que me estaba
enterando, desde luego que me estaba esterando.

Esa misma tarde volvería a salir con la pitufa para ir a la ginecóloga y


consultarle el tema de las náuseas, porque desde el día anterior no paraban.

—Cariño, ¿sigues con el estómago mal? —me preguntó mi madre


acercándome un caldito con todo el cariño del mundo.

—Pues te tienes que poner buena, Neila, que al final te irás y no habrás
jugado conmigo y con mi coche de policía nuevo—me indicaba Jesús, que
ese estaba inmerso en su mundo infantil.

Cuántos problemas llegan en el momento en el que te conviertes en adulto.


Me resultaba curioso pensar las muchas ganas que tenía de ser mayor
cuando contaba con la edad de mi hermanito, y lo mucho que daría en ese
momento por volver a tener su edad y que mi única ocupación fuese el
juego.

—Mami, lo siento, pero es que no me entra—le decía yo tratando de dar un


sorbo y notando cómo todo en mi interior se revolvía y amenazaba con
sacar lo poco que hubiese tomado y mucho más, hasta la mismísima bilis.
—Hija, ¿y no será que tú estés incubando algo? —Me llevó la mano a la
frente y ahí vi el cielo abierto.

—Pues no te digo yo que no, mamá, porque lo cierto es que en algunos


momentos siento escalofríos y tengo un mal cuerpo de no te menees—En
eso no le estaba mintiendo, ya que me sentía rematadamente mal.

—Pobre de mi niña. No te preocupes, que yo te cuidaré. Por un hijo se hace


todo, Neila—Me besó en la frente y así de paso ya me tomó la temperatura
con los labios, las madres eran la leche.

Las madres, pensaba yo, como si la cosa no fuera conmigo. En ciertos


instantes así era. Cuando la cabeza parecía que me iba a reventar de tanto
pensar, terminaba por dejar la mente en blanco y hasta notaba que mi vida
tan solo había quedado en pausa, en una pausa en la que no había sucedido
nada.

Por la tarde, Heba vino a recogerme y lo hizo con Piero, para no variar. A
mí, si de por sí tenía el estómago bien revuelto, se me revolvía mucho más
aún cuando veía a ese tipo.

—Un momento, por favor, que creo que se me han caído las gafas de sol al
bajarme del coche—nos indicó ella cuando ambas nos subimos, después de
que llegara hasta el portal de mi casa para llamar al telefonillo.

Sin más, pizpireta como ella sola, la pitufa salió corriendo en busca de las
gafas, momento que él aprovechó para volverse y, con infinita mala leche,
me habló.
—Así que embarazada de Dante, que te ha dado la patada que te mereces,
yo es que me parto, hay que ser ilusa, ¿qué esperabas? ¿Que un tipo así se
quedase a tu lado jurándote amor eterno? Hay que ser inútil para dejarse
hacer un bombo, ahora te jodes y te lo comes tú—me soltó señalándome
con el dedo.

—Eres un mierda y un asqueroso, Piero. Te juro por este hijo que llevo en
mi vientre que te voy a quitar de en medio. Tú no le vas a joder la vida a
Heba porque yo no te lo pienso consentir.

—Vaya por Dios, ¿y cómo vas a evitarlo? Porque mucha credibilidad no es


que tengas a los ojos de mi novia. Ya sabes, me refiero a que primero me
cree a mí y luego está la celosa de su amiga, que eres tú, y que, como está
amargada, pues eso, lo intuyes, ¿no? Que ya me encargo yo de recordarle a
Heba a cada momento que solo tratas de destruirnos porque tú no eres feliz
y no soportas nuestra felicidad.

—Te vas a tragar una a una todas tus palabras, Piero, algún día lo harás y no
creas que falta ni mucho. Un cerdo como tú tiene los días contados al lado
de alguien como ella. Heba es una especie de ángel que tú no te mereces
porque eres el mismísimo demonio—le espeté.

El tío es que tenía la habilidad de hacerme la sangre agua. Mientras iba


conduciendo me imaginaba diversas posibilidades: desde estrangularlo
hasta lanzarme directamente a su yugular.

Supongo que no podía evitar que se me pusiera cara de asesina, y lo


supongo porque Heba me miraba extrañada y de un modo muy fijo en
muchos momentos, como indicándome que a qué estaba yo jugando.
Finalmente, al menos, conseguí esas pastillas que la ginecóloga me aseguró
que aplacarían un poco las náuseas, que ya amenazaban con dejarme con el
culo al aire ante los míos.
Capítulo 4

Mi madre estaba con la mosca detrás de la oreja por completo, ya que las
pastillas todavía no me habían hecho efecto.

Encima, al saber si lo harían, porque me dio por meterme en Internet y ya se


sabe, que allí consultas qué pasa si te has pinchado con el bigote de una
gamba y te sueltan con una tranquilidad total que igual te cortarán el dedo.
Pues con lo de las náuseas, lo mismo.

Total, que empecé a irme por la patilla pensando en que igual tuvieran razón
los que apuntaban a que en algunos casos las náuseas duraban todo el
embarazo. Yo me moría solo de pensarlo y más que en casa de mis padres
no hacía más que disimular al respecto, desarrollando múltiples técnicas
para vomitar en silencio.

El problema era que esa tarde salía la cabalgata de los Reyes Magos, que
para eso era 5 de enero, y mi hermano Jesús moría porque fuera a verla con
él y con mis padres, así como con nuestra abuela.
Yo hice lo posible y lo imposible por ponerme mona y por lucir mi mejor
cara. Ya, que igual estaba actuando de un modo muy cobarde, ¿y quién lo
hace de un modo perfecto después de recibir una noticia como la que yo
había recibido? Pues no es fácil, las cosas como son.

—Neila, corre, que ya va a salir la cabalgata. Abuela, llévate un paraguas,


que así cogeremos más caramelos—le indicó él mientras me cogía de la
mano, nervioso, para que saliéramos.

—De eso nada, Jesusito, que no se puede ser un agonías. Los caramelos hay
que repartirlos entre todos los niños, así que coges los que puedas y punto—
le contestó nuestra abuela.

—Vale, abuelita, pero tú me tienes que ayudar, y Neila también, ¿eh?

—Claro que sí, para eso tengo yo los riñones, nieto, para agacharme mucho
a coger caramelos. Como una alcayata me quedaría, a ver quién iba a
ayudar luego a tu madre a hacer la comida, con lo bien que coméis aquí
todos, que todavía no se la ha puesto en la mesa y ya estáis rebañando el
plato—le decía ella.

Fue escuchar hablar de comida y a mí se me revolvió todo por dentro, un


detalle que no se le escapó a mi madre, al verme correr súbitamente hasta el
baño.

—Cariño, adelántate tú con el niño y con mi madre, por favor, que ya os


busco yo ahora en un poco, ¿vale? —Le dio un beso a mi padre y salió
detrás de mí.
Fui consciente de ello cuando la vi en el quicio de la puerta, apoyada, y
mirándome. La vi borrosa, porque las náuseas me nublaban hasta la vista,
no podía ponerme más mala.

—También vomitaba así cuando me quedé embarazada de ti—me indicó de


lo más maternal, dándome a entender que ya lo sabía.

—Mamá, ¿tú ya lo sabes? —le pregunté sin apenas poder mirarla a la cara.
En mi casa nos habían educado bajo un estricto código de moral que yo en
la calle no seguía, pero allí me daba mucha vergüenza confesarlo.

—Llevo un par de días sospechándolo, pero esta última reacción tuya no me


ha dejado margen para la duda, ¿es de Dante? —me preguntó.

—Sí—asentí mientras me levantaba, con un corte horroroso.

—Pues sí que las cosas se han complicado, hija. Ya te dije que todo parecía
como una peli de suspense, ¿no? Y ahora ya no te digo nada.

—Sí, mamá, me enteré en Nochevieja, solo que no sabía cómo decírtelo, y


mucho menos a papá. Además, que todavía no he tomado una decisión en
firme—murmuré y entonces sí que fui incapaz de mirarla a la cara.

—¿Cómo? Eso sí que no lo he entendido, Neila—Se hizo la tonta porque no


le convenía.
—Mamá, que tú sabes cuáles son mis circunstancias mejor que nadie y que
me da mucho miedo tenerlo, es que me da pánico. Y, por otro lado, el
problema es que ya he estado en la consulta de la ginecóloga y le he
escuchado el corazoncito—Me eché a llorar en sus brazos.

—Cariño, tú sabes que soy una persona profundamente religiosa y que


ciertas ideas no entran en mi cabeza. Yo habría tenido todos los hijos que
Dios me hubiese enviado, aunque entiendo que eso no es algo que esté
hecho para una mujer moderna como tú. No obstante, no voy a permitir que
dejes de tenerlo si el motivo es la cobardía. Tú dime, ¿quieres a ese niño?
—me preguntó.

—Mamá, ¿qué clase de pregunta es esa? Pues claro que lo quiero, lo quiero
mucho, pero eso no quita para que piense que me va a partir la vida por la
mitad, ¿tú sabes la edad que tengo yo?

—¿Me lo dices o me lo cuentas? —Me sonrió.

Mi madre me tuvo a mí muy joven, así que esa no era excusa para ella.
Ahora bien, ella ya estaba casada con mi padre y sus circunstancias fueron
muy distintas.

—Ya, mami, solo que no es lo mismo, y lo sabes.

—Quizás ese chico aparezca todavía y, si no lo hace, tú siempre tendrás a tu


familia. Tu hijo será uno más de nosotros, por el amor del cielo, es mi nieto,
es carne de mi carne—Siguió besándome, de lo más amorosa.

—¿Y papá? ¿Qué dirá papá? Ya sabes cómo se pondrá.


—No te voy a negar que, a priori, ponga el grito en el cielo, ¿y qué? Sabes
que tiene un corazón de oro y enseguida se le pasará. De tu padre me
encargo yo, ¿vale?

Sin tan siquiera ser consciente de ello, ya estaba asintiendo. Mi madre era
como un remanso de paz en el que yo siempre podía cobijarme y sus
tranquilizadoras palabras hicieron que todo fluyera. De repente, me sentí
más tranquila, tanto que incluso pude salir con ella a ver esa cabalgata de
los Reyes Magos a los que volví a pedirles que desplegaran algo de su
magia para llevarme hasta Dante.
Capítulo 5

Mi madre habló con mi padre esa noche, justo después de poner los regalos
de Reyes bajo el árbol, cuando ya todos estaban dormidos.

Yo me sentía fatal porque los oía discutir como pocas veces lo habían
hecho. Es más, diría como nunca lo habían hecho, al menos que yo me
hubiese enterado.

No voy a decir que la relación de mis padres fuera perfecta, porque perfecta
no hay ninguna, pero sí que era lo más parecido a la perfección que yo
conocía.

En mi casa, las broncas apenas duraban los cinco minutos que mi padre
tardaba en buscar a mi madre para pedirle disculpas, tuviera él la culpa de
lo sucedido o no, siempre había funcionado igual. Después, ella se hacía la
digna por espacio de cinco minutos más, y asunto concluido. Salvo esa
noche.
La discusión duraba ya en torno a media hora cuando yo me levanté.
También Ismael, mi hermano mayor, lo hizo, preguntándoles a mis padres
qué sucedía.

—Vete ahora mismo a la cama, Ismael, que la cosa no va contigo y eres


muy joven para escucharlo—le indicó mi padre.

—No, por ahí no, cariño. Ya es hora de que te des cuenta de que los chicos
se hacen mayores y comienzan a ser hombres. Y Neila es una mujer—le
aclaró mi madre.

—Han sido esos estudios tuyos los que te han abierto la mente demasiado—
refunfuñaba él.

—¿Y qué si han sido mis estudios? Los tiempos han cambiado, amor, y
nosotros tenemos que adecuarnos a esos tiempos. No es ninguna tragedia
que la familia crezca sin que la niña esté casada, no lo es—argumentaba
ella.

—Si no es ya que no esté casada, es que encima no sabe ni dónde está ese
canalla que la ha embarazado, engañándola para ello. Porque a la niña nos
la han engañado, Neila no es así y lo sabes. Ha sido ese energúmeno, ese
italiano que no es un hombre ni es nada, esa sabandija que…

—Basta, papá. Ni Dante es nada de eso ni me ha engañado. Es cierto que


ninguno de los dos buscaba un embarazo, que ha sido un desliz, pero yo no
puedo echarle a él ninguna culpa porque los dos sabíamos a qué estábamos
jugando—le aclaré mientras mi hermano me miraba atónito.
—No, eso no puede ser. Tú has ido a Roma para estudiar y no para llevar
ese tipo de vida. Eso no es lo que yo te he enseñado, esa no es la educación
que en esta casa se te ha dado, ¿no te da vergüenza hablar así y más en
presencia de tu hermano? Tú debías dar ejemplo a los demás. Y ahora…
Ahora, ¿qué les diré yo?

—Pues nada, yerno, porque tus hijos saben ya todos más que Briján, ¿tú qué
te has creído? —le indicó mi abuelita que venía hacia el salón abotonándose
su bata de guatiné, esa gordita y confortable que yo le conocía de toda la
vida.

—Carmelita, tú no te metas en esto, por favor—le pidió él.

—¿Y cómo quieres que no me meta? Si se trata de la vida de mis nietos y,


por lo que veo, también de mi bisnieto, que no me puede poner más
contenta saber que la familia va a crecer—me sonrió—. Mira, yerno, tú es
que te has quedado más antiguo que el hilo negro. Y sí, te lo digo yo que
tengo muchos años, pero también la suficiente experiencia de la vida para
entender que hay que vivir acorde a los tiempos.

—Lo que me faltaba era tu madre alentando a los chicos—Miró él a mi


madre desesperado.

Sí, debió obrarse un milagro de esos que vienen de manos de los Reyes
Magos, porque lo dijo de un modo que causó tanto la risa de mi madre y de
mi abuela, como de mi hermano Ismael y la mía.

—Cariño, ya está, ya está—Lo abrazó mi madre como si fuese un niño


pequeño con una rabieta al que hubiera que calmar.
—¿Ya está me vas a decir a mí? Pero si yo no he hecho nada, ha sido la
niña, que se ha ido a Roma y se ha creído que…

—Que tenía derecho a vivir su vida como le viniera en gana y a cometer sus
propios errores, pues claro que sí, yerno—volvió a aclararle mi abuela, que
estaba de lo más guerrera—, ¿o es que acaso tú no te has equivocado
nunca? ¿Tengo que recordarte cuando montaste a mi hija en tu moto nueva
sin el consentimiento nuestro y os caísteis? Su padre se subió por las
paredes cuando se enteró, ¿y qué? Yo entendí que erais jóvenes y que
montaríais en moto y haríais todo lo que os diera la gana, como si os
queríais ir a la mismísima Luna, si es que con eso eráis felices—le indicó
ella.

—Total, que soy un carca y que tengo que reírle la gracia a mi hija. Es un
embarazo, suegra, un embarazo no es un paseo en moto, ¿acaso no llevo
razón? —esgrimió sus argumentos él.

—Claro que la llevas, un paseo en moto podía desembocar en una caída,


mientras que un embarazo solo dará lugar a una bendición, que es la llegada
de un nuevo bebé a esta familia, punto final—Dio ella el tema por zanjado.

—Definitivamente, os habéis vuelto todos locos—se quejaba él.

—Neila, ¿así que voy a ser tío? ¿Cuándo me lo pensabas contar? Hermana,
qué flipe—me preguntó Ismael mientras yo asentía con la cabeza.

Todos estaban muy contentos, a excepción de mi padre, que ese ya lo


estaría. Ahora bien, pronto su cabecita pensó y pensó, saliendo a la luz la
siguiente polémica.

—Está bien, está bien. La cosa ya está hecha y no tiene remedio, me habéis
colado el gol, pero Neila no volverá a Roma—sentenció.

Se hizo el silencio entre todos nosotros. A mí su propuesta me cogió de


improviso, ya que ciertamente no esperaba que él dijera algo así.

—Papá, pero eso no puede ser. No, no quiero volver a discutir contigo.
Cursar mi último año en Roma es mi sueño, no me lo puedes arrebatar, así
como así—me quejé.

—Lo hubieras pensado antes de quedarte embarazada, hija. No, no podéis


hacerme comulgar entre todos con ruedas de molino, eso tampoco es justo.
Si voy a tener un nieto que no tiene padre, ese embarazo se llevará a cabo
en nuestra casa. No puedes cargarnos con la responsabilidad y hacer que lo
vivamos en la distancia, es que no puedes—se lamentó él.

—Papá, es que yo a ti no te he pedido nada. De veras que vuestro apoyo es


fundamental para mí, incluido el tuyo, pero si he decidido tener este hijo, yo
trabajaré con las dos manitas que tengo para sacarlo adelante. Tú no puedes
obligarme a tomar una decisión u otra en ese sentido porque yo soy…

—Libre—me interrumpió mi abuelita—. Hija, tú eres libre y debes vivir


como te venga en gana. Y nosotros, que somos tu familia, debemos
apoyarte en todas tus decisiones. Así es como se hacen las cosas, yerno, ¡y
no se diga más!
Nunca en toda mi vida había escuchado a mi abuela Carmelita, ese ser tan
tierno, defender así lo que creía justo. Todos nos quedamos ojipláticos,
empezando por mi padre, quien no se atrevió a rebatir lo que ella le dijo.

—Cariño, ¿tú estás segura de que quieres volver a Roma? Yo no trato de


imponerte nada como tu padre, solo quiero hacerte ver los pros y los
contras. En casa lo tendrías todo mucho más fácil y nosotros podríamos
ayudarte. Lo haríamos con sumo gusto y lo sabes—Me acarició mi madre el
rostro.

—Mamá, nadie dice que la vida a partir de ahora vaya a ser fácil para mí.
No sé lo que me deparará el futuro, pero sí que de momento lo tengo un
tanto complicado. Cuanto antes asuma que la responsabilidad es mía, mejor.
Además, que yo quiero volver a Italia, ya sabes la razón…

Mi padre negaba con la cabeza, no entendiéndome, mientras que ella era


comprensión pura, lo mismo que mi abuela.

—Está bien, está bien. Haced las cosas como os dé la gana. Eso sí, cuando
os salgan mal, a mí no me digáis ni pío, que yo ya os lo advertí—nos
advirtió mi padre mientras se iba directo hacia su dormitorio.

—Ni caso, mi vida, que ya se le pasará. Tú quieres volverte a Roma y a mí,


aunque en el fondo me dé mucha penita perderme tu embarazo, también me
satisface mucho saber que he criado a una mujer tan valiente—Me besó mi
madre.

—Y yo a una nieta, que también he puesto mi granito de arena—Vino


también mi abuela a besarme, mientras me tocaba la barriguita.
—Y yo a una hermana—se burló Ismael mientras que también venía hacia
mí, completando un abrazo que me reconfortó mucho.
Capítulo 6

Amaneció el día de Reyes y con él llegó la alegría a la casa. Jesús chillaba


hasta el punto de que creíamos que se caería de la emoción al ver todos sus
regalos bajo el árbol.

Como era su costumbre, mi madre lo había dispuesto todo de un modo


primoroso. De toda la vida de Dios lo hizo igual: diferenciando los regalos
de cada uno de nosotros por el color de su envoltorio.

Los míos, en color rosa, aparecían en primer lugar. Y luego iban


apareciendo todos los demás hasta llegar a los de Jesús, que estaban
envueltos en verde, su color preferido.

El niño moría de la ilusión mientras los iba desenvolviendo uno a uno y yo,
al tiempo que le ofrecía la mejor de las sonrisas, disfrutaba del olor del
roscón casero de Reyes que cada año preparaba mi abuela, con la ayuda de
mi madre.
Miré a través de la mesa de la cocina y comprobé la suerte que tenía al vivir
en ese tipo de familia. Las dos se habían levantado muy temprano para dejar
preparada la mesa del desayuno, donde ya lucían esos dos suculentos
roscones: uno relleno de nata y otro de trufa.

También el café y el chocolate humeantes penetraban por mi nariz. Por


suerte, las pastillas comenzaban a hacerme efecto y las náuseas iban a
menos, por lo que disfruté de ese delicioso olor.

Mis padres, todo hay que decirlo, se pasaban el año ahorrando para los
regalos de ese día. Éramos tantos que desde enero hasta diciembre ponían
una hucha que nos permitiera desenvolver los regalos con la misma ilusión
de cuando éramos niños.

—Mira, Neila, ¡me han traído de todo! Esta es una comisaría de policía a la
que llegará mi coche. Y este es un rancho, y…

A Jesús le encantaban los juguetes de Playmobil, de los cuales tenía muchos


y con los que disfrutaba una barbaridad, haciéndonos disfrutar también a los
demás de su infantil ilusión en tan bonito día.

En cuanto a mí, abrí varios de los paquetes que me habían dejado los de
Oriente, encontrando un cuello de pelo para los abrigos, unos pendientes, un
anorak y, como colofón, un móvil que me hizo tremenda ilusión, puesto que
no esperaba que mis padres se gastaran tanto.

—Mamá, esto no teníais que haberlo hecho—Me fui para ella a darle un
tremendo beso.
—Ha sido cosa de tu padre. Ya sabes, que dice que el tuyo está hecho polvo
y que cualquier día te quedas incomunicada allí en Roma, hija.

—Y entonces no podrías controlarme, ¿eh, papá? —Lo abracé.

—No me hagas hablar, cariño, no me hagas hablar—murmuró.

—Papá, ¿por qué le dices eso a la hermana? ¿Te pasa algo con ella? —le
preguntó Jesús, a quien no se le escapaba ni una, mientras el resto de mis
hermanos se lo pasaban pipa desenvolviendo sus regalos.

—No, no me pasa nada con ella, hijo—le contestó él.

—Neila, díselo a tus hermanos, tienen derecho a saberlo—me animó mi


abuelita.

En ese instante todos pararon de desenvolver, poniendo las antenas hacia


mí.

—Vale, pues allá va la bomba, ¡que os voy a hacer tíos!

Los chicos se quedaron boquiabiertos y todos se acercaron hacia mí, a


darme la enhorabuena. Además, que quien más y quien menos entendía que
el hecho de que yo pudiera dar la noticia de ese modo suponía que las
férreas normas de mi casa comenzaban a flexibilizarse.

Jesús se salía del pellejo directamente.


—¡Ya no voy a ser el enano, ya no voy a serlo! —chillaba súper
emocionado.

Todos los chicos se volvieron locos de alegría. Al menos, saber que la


noticia había caído como agua de mayo entre los míos me hacía sentir bien.
Tanto que, por primera vez en mucho tiempo, sentí que tenía apetito, a lo
que ayudó la pinta tan deliciosa de esos roscones.

Después del almuerzo, tras la sobremesa, vino Heba a casa, quien también
me tenía un detallito de Reyes, lo mismo que yo a ella, igual que todos los
años.

—Menos mal que es ancho, porque te lo compré antes de saber lo de la


cigüeña—me indicó al darme ese precioso jersey de chenilla de cuello
vuelto y color azul grisáceo, súper confortable y cómodo.

—Oye, que tampoco pienso estar embarazada toda la vida, un poquito de


por favor—le comenté.

—Ya, eso es verdad. Oye, no sabes lo que me ilusiona que ya hables con
tanta naturalidad del tema. Se trata de mi ahijado y pienso cuidarlo
mogollón. Me alegro de que ya todos lo sepan en tu casa.

—Oye, ¿y de tus estudios qué saben? ¿Les has dicho la verdad? Mira que
las mentiras no llevan a ninguna parte.

—¿Estás loca? Mis padres me harían la vida imposible, ni de coña.


Mientras viva en su casa tengo que cubrirme las espaldas.
—Y todavía nos queda para independizarnos, pitufa—le recordé.

—Igual no tanto. A Piero le encantaría que pronto viviéramos juntos. Yo le


he dicho que no te voy a dejar el alquiler colgado mientras dure el curso,
pero que igual después…

—Pitufa, ¿tú vas a quedarte en Roma? —le pregunté.

—Ya lo hablaremos, ¿vale? Piero es romano y un enamorado de su tierra,


yo no me veo sacándolo de allí. También te lo digo.

—Bueno, bueno, tú no te compliques ahora con eso, ¿vale?

Piero hablaba con mi padre mientras yo lo hacía con ella. Ese momento no
llegaría porque yo no lo pensaba permitir, así que no había nada que
discutir. Ya me encargaría de desenmascararlo.

A la pitufa le encantaron los pendientes con dos pequeños aritos engarzados


que le regalé y que hicieron sus delicias.

—Cielos, no sé cómo me pueden gustar tanto los regalitos. Para mí, el de


Reyes es el día más bonito del año. Piero también me ha regalado este
precioso colgante con las esposas, mira.

En ese momento le hizo un gesto como para que viera que me lo estaba
enseñando y él levantó el pulgar. A mí me mataba porque me daba la
impresión de que mi amiga necesitaba su aprobación para todo lo que hacía,
de manera que traté de cambiar el tema.
—Muy mono, sí—murmuré.

—Venga ya, es una virguería no digas que no—me animó a que siguiera
diciéndole cosas, algo que no hice porque adiviné el símbolo de un regalo
que contenía en sí una amenaza: las esposas venían a representar las que él
le había colocado a Heba desde que la conoció.

En ese instante se me vino Fabio a la cabeza y me acordé de ese tren que le


había pedido a la Befana y que esperaba que hubiese recibido. Entonces
recordé también ese regalito que me entregó y que me indicó que no abriese
hasta el día de Reyes Magos.

Se me había olvidado y no era de extrañar, puesto que la cabeza apenas me


funcionaba desde la noticia de mi embarazo.

—Ahora vengo—le dije a Heba de lo más animada porque, de pronto, sentí


mucha ilusión por saber lo que me había regalado el mico.

Fabio era muy artista y suponía que se trataría de un dibujo suyo o algo así.
Lo imaginaba por la forma del paquete y porque, lo que quisiera que fuera,
parecía estar enmarcado. Probablemente, Dulceida le hubiese ayudado con
lo de enmarcarlo porque, lo que tocaba su madre, esa me hubiera
enmarcado mejor un pequeño cañón para liarse a cañonazos conmigo.

Heba se vino tras de mí hasta mi dormitorio y se sentó a mi lado mientras lo


abría.
—Ese niño debe ser un ángel, menudo detalle. No a todos los críos de esa
edad se les ocurriría algo así—reflexionó.

—Desde luego que no, no puede ser más lindo. Ay, que me lo como por los
pies, si es una foto de él y mía que nos tomó Dulceida encima de su cama.
Estábamos haciendo el tonto y la mujer pasó por allí, él le pidió que nos la
tomase. Y mira, la han sacado en papel y la han enmarcado. Qué detalle,
también se lo agradeceré a ella. ¡me encanta! —Se la enseñé y, de pronto,
ella me la arrebató de las manos.

—Neila—Heba pronunció mi nombre como si hubiera visto no un


fantasma, sino una legión de ellos.

—¿Qué pasa, cariño? ¿Te duele algo? ¿A qué viene esa cara? ¿Tú estás
bien?

—Neila, por favor, no quiero que te asustes y menos en tu estado, pero


hazme el favor de mirar bien esa foto y decirme lo que ves—me pidió.

—Jo, pitufa, me estás acojonando viva. Pues veo a un niño muy guapo y a
una canguro preciosa—bromeé.

—Arriba, en la estantería, Neila, detrás del tren que está medio caído.

Fabio tenía trenes por todas partes. La foto estaba tomada desde abajo y se
veía también una alta estantería de su dormitorio sobre la que había uno de
ellos que, en ese momento, ciertamente, se había caído de lado. Tras él,
como escondido, o directamente escondido, había un marco con una foto en
la que Fabio aparecía con un chaval al lado, que lo portaba de lo más
cariñoso y que no era otro que… Que no era otro que Dante.

Sentí que me desmayaba, que era incapaz de gestionar la entrada de


oxígeno en mis pulmones. Sentí que el pulso se me paraba y llegué a pensar
que fuera un sueño.

Sí, debía serlo porque yo estaba obsesionada con que los Reyes Magos me
trajesen una pista de Dante, pero aquella era surrealista. No podía ser, solo
que miraba a Heba y me parecía demasiado real para que fuese un sueño.

—Pitufa, dime que esto no está sucediendo, te lo pido por favor, te lo pido
por lo que más quieras—La cogí de las manos.

—Cariño, mírale el lado positivo. Yo no tengo ni idea de lo que esto


significa, pero tú te mueres por dar con Dante y aquí puedes tener una pista,
¿no es eso lo que querías? Pues ya está, han sido los Reyes Magos, mi niña.
Capítulo 7

El vuelo me sentó regular. Aunque las náuseas iban a mejor, volar no era lo
que mejor me venía, y llegué a lo justo al baño del aeropuerto para echar la
pota.

Igual también tuvo que ver con el hecho de que en ese vuelo de vuelta no
solo estuviera Heba, sino el simpático de Piero, que no paró de hacer
bromas sobre mi estado, más gracioso él.

Heba es que estaba como ida y le reía todas las gracias. Y eso que mi amiga
veía a las claras que maldita las que a mí me hacía.

Cuando por fin llegamos a casa, ya estaban allí tanto Paula como Tamara.

—Ey, ey, ¿cómo han ido esas vacaciones? Neila, tú traes muy mala cara, no
me digas que ahora eres tú quien viene griposa perdida—me preguntó Paula
sin atreverse a acercarse.
—Tranquila, que lo que ella tiene no se contagia—bromeó la pitufa.

—¿Y eso? —Tamara se levantó y me dio un fuerte abrazo.

—Tranqui, no sea que le espachurres el…—Heba se quedó a medias porque


yo la miré como diciéndole que no era plan de que diese así una noticia de
tal calibre.

—Vale, vale, ya me callo. Pero se lo tienes que contar sin demora.

En ese momento, las otras dos me miraban de lo más intrigadas, sin poder
disimular los nervios por saber lo que fuera que me traía entre manos.

—Vale, vale, ya os lo cuento. Venga, con redobles y todo—le indiqué a


Heba, a quien solo le faltaba ponerse a bailar, haciendo una de sus coreos. Y
eso que no tenía demasiado tiempo porque Piero ya estaba abajo,
esperándola para llevársela a su casa, que ese no la dejaba sola con nosotras
ni de coña.

—Que estoy embarazada, chicas, embarazada—repetí como si de primeras


no se hubiesen enterado.

Y sí que se habían enterado, por supuesto que lo hicieron. Ambas se


llevaron las manos a la cabeza mientras negaban.

—¿Te has quedado embarazada de Dante? ¿Y eso cómo ha sido? Pero ¿lo
piensas tener? ¿Con lo joven que eres? —Paula me preguntaba de una
forma precipitada, sin ton ni son, no dejando que le respondiera siquiera.
—Sí, sí que lo va a tener, no la mareéis que le vienen las náuseas. Y otra
cosa, que tiene pistas de Dante—añadió Heba.

Las chicas decidieron pedir pizza para que se lo contara todo. Por un
momento, vi un gesto por parte de la pitufa como de que le daba mucha
lástima irse. Incluso miró por la ventana a Piero. Yo sabía que su corazón
estaba dividido y que no era capaz de quedarse, así que la animé.

—Venga, vete tranquila, que yo estaré fenomenal, ¿vale?

—¿En serio lo vas a estar? —me preguntó dándome un beso.

—Pues claro, nosotras también seremos titas de ese niño, la vamos a cuidar
—añadió Tamara, haciéndole un gesto para que se largase.

Una vez que se hubo ido, y pizza en mano, se lo conté todo. Enseguida me
lamenté porque entendí que me había pasado con la cena y la eché, aunque
las chicas estuvieron de lo más cariñosas y no me dejaron en ningún
momento a solas.

El instante en el que les conté lo de Fabio y su foto fue sublime, ya que


Paula, que era un tanto susceptible, estuvo a punto de irse al suelo.

—Yo no puedo más con tantas intrigas. Menos mal que Hugo tiene una vida
muy normalita, porque a mí me llega a tocar vivir lo que a ti y te aseguro
que palmo—me comentó.
—Yo palmar no, pero ya hubiese movido el culo y formado una zapatiesta
en esa casa para enterarme de qué tiene que ver Dante con ese niño, ¿no
estás nerviosa? —me preguntó Tamara.

—Estoy como un flan, niña, pero si algo tengo claro es que debo actuar con
cautela. Ahora no puedo levantar sospechas. Si en esa casa puedo tirar de
un cabo para dar con Dante, precipitarme solo rompería la cuerda y me
volvería a dejar sin ninguna pista.

—Es para morirse de los nervios, es para morirse de los nervios—repetía


una y otra vez Paula, a quien la historia le había impactado muchísimo.

—Sí que lo es, mi niña, sí que lo es, pero ahora tengo que actuar con pies de
plomo. La vida me está dando una segunda oportunidad y esta vez no
quiero cagarla—le expliqué.

—Oye, ¿y tú qué crees que pensará Dante si das con él? Lo digo por lo del
embarazo, que eso seguro que no lo espera—Me puso todavía más nerviosa
Tamara.

—Vamos por partes, ¿eh? Los problemas de uno en uno. Además, que lo
mismo da saltos de alegría el muchacho, no vayas tú tan lejos—le contestó
Paula.
Capítulo 8

Carlo me esperaba en la facultad por la mañana. Él tampoco estaba al tanto


de mi embarazo y se llevó las manos a la cabeza.

—¿De veras lo vas a tener, Neila? Oye, que yo no te digo nada, ¿eh? A mí
me parece de lo más valiente, aunque tampoco me hubiese atrevido a
criticarte si hubieras decidido lo contrario. Solo que hay que tenerlos muy
bien puestos para ser madre soltera.

—Ya, ya sé lo que estarás pensando. Supongo que a los chicos esas cosas os
vienen demasiado grandes, que a partir de ahora estaré oficialmente fuera
del mercado, pero eso me da igual—le confesé mientras me tomaba un café
con él.

—No, no, oye, que yo no he dicho eso, ¿eh?

—Es cierto que no lo has dicho, pero igual sí que lo has pensado. Yo he
escuchado mil veces eso de las mujeres “con mochila” y mira tú por dónde,
ahora me ha tocado a mí, solo que me importa un pimiento lo que piensen
algunos como tú.

—Oye, oye, un momentito, ¿no te parece que estás siendo injusta conmigo?
Yo en ningún momento he dicho que no estaría con una chica que tuviera un
hijo, ahí te has colado por completo. Es más, te aseguro que, si tú quieres
algo en algún momento conmigo, yo estaría loco con esa criatura—Me
sonrió.

—Qué plan de padre el tuyo. Anda, será mejor que arregles tus propios
asuntos, que todavía tienes que madurar tú mucho para eso—Volteé los
ojos.

—Si lo dices por la coca, deberías saber que estoy tratando de controlarme.
De veras, no me mires así que va en serio, Neila.

—Me fío yo menos de ti. Yo, hasta que no me vengas con una prueba
médica de que estás limpio en la mano, no me fío de ti ni un pelo—le
comenté.

—¿Y entonces querrías algo conmigo? —se aventuró a preguntarme.

—Ahora eres tú quien tiene que parar el carro porque yo no he dicho eso,
tontuelo. Solo que ve dejando el vicio o, al final, será el vicio el que te deje
a ti, te dejará como un mojón.

Me fui para clase, aunque no me fue posible concentrarme nada en


absoluto. Después traté de almorzar algo, de las náuseas iba mejor y, aun
así, me costó la misma vida retener algo en el estómago.
A la hora de entrar a trabajar llamé con las piernas temblándome a tope a la
puerta y fue Sabina quien me abrió.

—Bueno, ya estás aquí. He de confesarte que dudé si volverías. Los


estudiantes sois muy dados a dejar los trabajos colgados. Y después de
todos estos días ignoraba si querrías volver—me dijo con toda su mala
leche, aunque también con un buen puñado de pastillas encima.

Se notaba que el problema que tuviese esa mujer iba a más, porque al
principio yo apenas había notado lo de su adicción, y ahora resultaba que
iba todo el día colocada. Pues nada.

—Feliz Año Nuevo también para usted, señora de la Rosa, ¿puedo ir ya a


ver a Fabio? —le pregunté.

—Tú misma, pero ni se te ocurra alterarlo. El crío anda un tanto nervioso


después de las fiestas y ya sabes, no quiero que le dé uno de sus ataques de
asma.

Era más exagerada que el cine. El crío siempre estaba divinamente, quien se
empeñaba en hacer ver que estaba enfermo era ella, que tenía una
enfermedad, pero en la cabeza.

Me encontré a Fabio en su dormitorio, jugando con su tren nuevo. Los ojos


se me fueron inevitablemente hacia esa estantería en la que ya estaba bien
colocado el otro tren, el que tapaba la foto.
—Ey, pequeñajo, ¿dónde está lo más bonito de la casa? —le pregunté nada
más verlo.

—¡¡¡Neila, ya estás aquí!! —Se tiró a mis brazos y por poco nos caemos los
dos de espaldas, de la mucha fuerza que empleó.

—Sí, cariño, claro que estoy aquí. Qué alegría verte, mi niño, ¿ese es tu tren
nuevo? ¿Te lo ha traído la Befana?

—Sí, ¿no es una pasada? Se mueve solo y mamá dice que, en las vías, hace
mucho ruido, ¿y qué? A mí me gusta verlo en marcha, ¿sabes? Cuando sea
mayor me montaré en uno de estos y me iré muy lejos de esta casa.

Sus palabras me entristecieron porque ningún crío que viva feliz con sus
padres diría algo así. Obviamente, Fabio no era feliz en aquella casa, ¿quién
podría serlo?

—Qué cosas dices, mi niño, qué cosas dices—Lo besé.

—Oye, ¿se acordaron los Reyes Magos de dejarme algo en tu casa como me
dijiste? —me preguntó.

—Claro que sí, mi amor, con una carta y todo, porque eres un niño muy
bueno.

—¿Una carta en italiano? ¿Los Reyes Magos saben hablar italiano? —Al
crío no se le iba ni una, era un lince.
—Ellos hablan todos los idiomas, cariño, porque son magos.

—Ala, qué chulos, yo también quiero hablar todos los idiomas cuando sea
mayor—Se rascó la cabeza mientras abría el regalo y la carta, infantil y
cortita, que yo había escrito para él.

La caja cuadrada que contenía aquel balón de fútbol le despistó, de modo


que cuando lo vio sus ojos se llenaron de ilusión.

—¡Es el del Mundial! ¡Como el que tenían los niños en el parque! —me
chilló mientras me comía a besos.

—El mismo, cariño, vi cómo lo mirabas y que te gustaba.

—No lo tengo porque mamá no quiere que los tenga. Un día partí un jarrón
con uno, antes de entrar tú a trabajar aquí, y me los tiró todos—me indicó y
casi pone un puchero.

—¿Qué dices, mi niño? Pues este te lo guardaré yo en mi bolsa de deporte,


¿vale?

Yo solía llevarla a veces a la casa, porque en ocasiones hacíamos deporte al


mediodía en la facultad. Así que decidí que se lo guardaría allí para que su
madre no lo encontrase.

—Y el día que termine tu curso y te vayas, ¿entonces qué pasará con el


balón? —me preguntó.
—No pienses en eso ahora, mi niño, no lo pienses—Le di un beso en la
frente mientras él corría a cerrar la puerta de su dormitorio para poder darle
unas pataditas.

Mientras, yo, inquieta por lo que debía preguntarle, me tumbé en su cama y,


haciendo como que jugaba con las piernas, tiré adrede ese tren de la
estantería tras el que se escondía su foto con Dante.

—¡Que lo has tirado! —Rio él, inocente.

—Es verdad, voy a ponerlo en su sitio—me incorporé—. Oye, Fabio, ¿y


esta foto? —le pregunté mientras que la tomaba en la mano que, por cierto,
me temblaba.

—Es una foto, sí—me contestó mirando para otro lado, como queriendo
que dejase el tema.

—Ya lo veo, qué guapo estás, más chiquitito y muy bien acompañado,
¿quién es él? —le pregunté señalando con mi dedo a Dante.

—No es nadie, Neila, déjala en su sitio—me pidió, sin mirarme a los ojos.

—¿Cómo que no es nadie? ¿Acaso es un fantasma? Oye, a mí no me


asustes, ¿eh? Que yo me asusto enseguida—le comenté risueña.

—¡Que no es nadie! —me chilló y se me cortó hasta la respiración. Jamás


lo había visto así, hasta el punto de que las lágrimas corrieron por su rostro
en un santiamén.
No pude quedarme peor, ya que vi que le había hecho daño al niño al
preguntarle por Dante, de quien no quería hablar, por lo que enseguida traté
de consolarlo.

—Perdóname, Fabio, no tenía derecho a meterme en tus asuntos, ¿me


perdonas, mi niño?

—Sí, sí que te perdono. Mira, Neila, sí que es alguien, solo que yo no puedo
hablar de él. Mamá dice que me pasarán cosas malas si hablo de él y de los
demás—me susurró en el oído y casi me da un yuyu o algo del miedo que
me entró.

—¿Quiénes son los demás, cariño? —le pregunté con el corazón a mil, por
los nervios.

—Mi hermana y mi padre, ellos son los demás—me susurró de nuevo.

En ese momento, para que no faltase de nada, la puerta se abrió de golpe y


casi me muero del susto. Muy certero, Fabio le dio una patada al balón,
metiéndolo debajo de la cama para que su madre no lo viese.

—Oye, Neila, que vengo a decirte que no te hagas la remolona. Si vas a


llevar al niño al parque, será mejor que os vayáis ya. En breve el ambiente
estará demasiado húmedo y no quiero que Fabio lo respire, no es bueno
para sus pulmones.

La muy desgraciada, ni que la humedad matase. Además, que gracias a


Dios el niño vendía salud, yo no había visto a nadie más exagerado en mi
vida.

La puerta se cerró de golpe y él se llevó su manita a la boca.

—No lo ha visto, mamá no ha visto el balón. Fabio lo ha escondido a


tiempo—Reía.

—Fabio sabe mucho. Venga, que nos vamos tú y yo al parque, enano.

Según salía pude comprobar que la habitación de Sabina, la hermana de


Fabio, ya estaba vacía. La chiquilla estaría ya de vuelta en el internado, así
que no supe cómo sacarle el tema al niño, puesto que yo necesitaba alguna
pista más que me llevase a Dante.

—Qué bonita es la habitación de tu hermanita, cariño. Por cierto, ¿la Befana


le ha traído también muchos regalitos a ella? —le pregunté.

—No puedo hablar de la hermana, ya te lo he dicho—Los ojos se le


llenaron nuevamente de lágrimas y me sentí como si fuera una mala pécora,
por Dios que no volvería a preguntarle nada, por Dios que no lo haría.

Nos fuimos al parque y allí a Fabio se le olvidaron todos los males. Yo cada
vez entendía menos las cosas, ¿por qué no podía hablar de su padre ni de su
hermana? ¿Por qué demonios? ¿Y quién era Dante en sus vidas? ¿Por qué
sostenía a Fabio de un modo tan amoroso en una foto que el niño quería
conservar en su dormitorio, aun escondida detrás de un tren?
Me estaba volviendo loca con tantas preguntas esa tarde cuando, camino de
la casa, ocurrió algo que me esclareció bastante de mis dudas, y es que
pasamos delante de una iglesia y, de ella, salió Sabina, la madre de Fabio,
vestida de riguroso luto. A su lado, un sacerdote la animaba a seguir
adelante con su vida apoyándose en la fe cristiana.

Cuando ella me vio, se soliviantó muchísimo, de modo que me indicó que


le dejase allí al niño y me marchase.

—Señora de la Rosa, gracias por permitirme marcharme antes, mañana nos


vemos—le indiqué y me despedí, llevándome mi bolsa de deporte.

Fabio, de lo más cariñoso, soltó la mano de su madre y se vino hacia mí.


—¡Hasta mañana, mi niño! —exclamé.

—Hasta mañana, Neila—me dijo y a continuación susurró en mi oído: —


¿lo ves? Por eso mamá no me deja hablar de ellos.

Yo sí que me quedé que casi me caigo de culo. Lo que había empezado


como una especie de peli de suspense, se había convertido de pronto en una
de miedo, porque yo estaba cagadita.

No obstante, no me fui para mi casa, sino que esperé detrás de unos árboles
a que Sabina terminara de hablar con el sacerdote y entonces entré en la
iglesia.

Me hubiera gustado conversar con ese hombre, si bien no me atreví a


hacerlo porque parecía tener confianza con ella y podría decirle que había
estado allí, de modo que me limité a fisgonear un rato. Realmente, no sabía
qué pretendía encontrar, aunque algo me decía que no debía marcharme de
allí, todavía no.

Estaba a punto de hacerlo, pues no tardarían en cerrar ese lugar de


recogimiento, cuando la conversación entre dos mujeres, a las que yo
conocía de vista por ser vecinas de Sabina, llamó mi atención.

—¿La has visto? Si es que está que da pena—le decía la una a la otra.

—Sí que la he visto, sí. A mí me da mucha lástima, la verdad, creo que hoy
es el aniversario de la muerte, ¿no?

—Sí, qué horror. Mira, cambiemos de tema, que yo me pongo fatal con
estas cosas, ¿eh? —le decía la una a la otra.
Capítulo 9

Imposible que me fuese a casa sin más información porque hasta entonces
no me daría un infarto, de modo que esperé a que saliera Dulceida esa
noche de la casa.

—Por Dios bendito, Neila, ¿Qué haces aquí? Casi me matas del susto.
Además, que va a empezar a llover y bastante, ¿no has visto el pronóstico
del tiempo?

—Sí, han dicho que lloverá telita, aunque no hay chaparrón que me pare a
mí esta noche. Dulceida, tú lo sabes todo, tienes que contármelo—me limité
a decirle.

—Ya lo has sospechado, ¿no? Es ridículo, es absurda esa versión que la


señora va contando por ahí. Y nos obliga a todos a mantenerla. Si alguien
habla del accidente, está automáticamente fuera de la casa.

—¿De qué accidente, Dulceida? Yo no puedo más, tienes que decírmelo.


—Te juro que me da hasta miedo. Me parece que será mencionarlo y que la
señora aparecerá hasta en mis sueños para torturarme, te lo juro—se
estremeció.

—Por favor, te lo pido por favor, me juego mucho, ¿quién murió en ese
accidente? Aunque ya me lo estoy imaginando.

—Pues sí: su marido y su hija. El hombre no está trabajando todo el día ni


la niña en ningún internado. Eso es lo que su trastornada cabeza quiere
pensar en muchos momentos del día para tratar de mitigar su pesar. Y lo
que le cuenta a todo el que no conoce la verdad, de locos es.

—Dios mío, ahora me cuadran muchas cosas. Ese hombre siempre ausente
y la niña, tan pequeña, fuera de casa, ¿qué ocurrió, Dulceida?

—La señora nunca estuvo muy bien de la cabeza, eso también te lo digo. A
sus hijos los asfixiaba con sus imposiciones, no los dejaba vivir. Por eso el
mayor se fue. Ella lo había tenido jovencísima, fue un desliz, apenas era una
niña. El padre de la criatura debió dejarla tirada y ella se pensó que nunca
prosperaría socialmente, que se quedaría para vestir santos, poco más o
menos—me confesó.

—¿Hijo? ¿Qué hijo? ¿Hay un tercer hijo?

—Sí, se llama Dante y es un muchacho extraordinario. Por la casa no lo


hemos vuelto a ver desde que ocurrió lo que ocurrió, ya que tuvieron una
tremenda discusión y ella lo echó, le dijo que no volviera a aparecer por allí.
Él ya estaba independizado en ese momento, si bien ella, con su autoritario
proceder, le prohibió que visitase a su hermano, al único que le quedaba. El
muchacho estaba destrozado, también había perdido a su hermana y a su
padre, pues el señor de la Rosa, aunque no era su padre biológico, le dio sus
apellidos en cuanto se casó con su madre. Y siempre se portó como un
verdadero padre para él—me contó.

De pronto lo vi todo claro; he ahí el motivo por el que Dante escondía esa
tristeza tras sus preciosos ojos, el motivo que lo atormentaba, pero ¿por qué
se había marchado? ¿Tenía que poner tierra de por medio? Tanta
información junta me taladraba el cerebro.

—Así que Dante. Dulceida, yo conozco a ese chaval más de lo que crees,
solo que no sabía que tuviera nada que ver con esta familia. Te prometo que
no lo he sabido hasta hoy—Las lágrimas se escaparon de mis ojos.

—¿Tú estás enamorada de ese chico? —me preguntó.

—Sí que lo estoy, además de que estoy embarazada de él—le respondí con
contundencia.

En ese momento se cambiaron las tornas y fue ella la que estuvo a punto de
caerse de culo.

—¡Alabado sea Dios! —me contestó dando varios pasos hacia atrás.

—Dulceida, por favor, necesito saber más cosas, ¿qué ocurrió el día del
accidente? ¿Sabina se siente culpable? Cuéntamelo, por favor.
—Yo de eso no puedo darte datos. Estaba griposa y en cama, en mi casa.
Solo sé que, al volver, la casa ya era un infierno.

—Dios mío, qué horror. Y Dante, ¿tú tienes idea de dónde puede estar ese
chico? —le pregunté.

—¿Ya no reside aquí en Roma?

—No, me han dado una pista de que puede estar en Florencia, ¿tienes idea
de lo que puede hacer allí?

—¿En la zona de Florencia? Su abuelo paterno tenía allí viñedos, en esa


zona, eso sí que te lo puedo confirmar. Yo he escuchado decir que esa
herencia ha sido muy problemática, por eso de que el padre de los chicos
murió y tal, pero no sé si tendrá algo que ver con eso.

—Dulceida, yo a ti te tengo que querer, es que te tengo que querer. Esa sí


que puede ser una buena pista. Al final, los Reyes sí que serán magos de
verdad—La besé.

—¿Qué Reyes? ¿Qué dices, mujer?

—Yo me entiendo. Y una cosa más te digo, cariño: tienes que guardarme el
secreto de mi embarazo. Por si no te has dado cuenta, Sabina es la abuela de
mi hijo. Madre mía, no podía tener peor abuela el pobre—suspiré.

—Pues sí que tienes razón. Vaya plan, ¿y tú cómo conociste a Dante? Esto
es increíble.
—Él corría por la calle y mis ojos… Mis ojos corrieron detrás de él, solo
que yo entonces era una boba y una insensible, así que lo perdí. Ahora tú
tienes que ayudarme a encontrarlo, además de que Fabio no está bien y su
hermano debe saberlo. No me cuadra que lo haya dejado tirado de este
modo. NO, aunque su madre se lo ordenara.

—Dante sentía verdadera adoración por sus hermanos, Neila, y eso no es


algo que se pase de un día para otro. Me alivia saber que tú ya conoces la
verdad, es un horror vivir en esa casa teniendo que mentirle a todo el que
llega, es espantoso—Lloró conmigo mientras avanzábamos calle abajo y los
goterones de agua comenzaban a caer sobre nuestras cabezas.
Capítulo 10

Llegué aterida de frio a casa de Carlo. Igual que pasaba con su mansión de
Milán, aquel sitio era como un museo, de un lujo y una ostentación como
pocos.

Me abrió el mayordomo, como en las películas, era para flipar. Ese hombre
fue a buscar a Carlo, quien bajó sin dilación.

—Cuando una estudia los monumentos de Roma, debería estudiar también


tu casa. Digo en Historia del Arte, ¿sabes? —le comenté directamente,
muerta de frío como estaba.

—¡Cielo santo, vienes empapada! Ven a mi dormitorio, por favor. Te dejaré


algo de ropa.

—¿Es seguro para mí subir a tu dormitorio? —le pregunté con sorna.


—Mucho más que andar sola por ahí, por las calles de Roma, a estas horas,
y con la que está cayendo—Negó con la cabeza mientras me daba un
abrazo.

—Tampoco exageres. Además, ya sabes por lo que lo digo—Le guiñé un


ojo porque estaba contenta.

A ver, estaba contenta, eso tengo que matizarlo porque igual ha sonado
fatal. Me daba muchísima penita por Fabio, ya que acababa de enterarme de
que en su casa había un drama peor que en la peli de “Los otros”, la de
Nicole Kidman, pero lo cierto es que por fin tenía una pista sólida de cuál
podía ser el paradero de Dante.

Curioso que yo, hasta ese día, no supiera ni el apellido del padre de mi hijo.
De haberlo sabido, de haber salido en conversación, obvio que lo hubiera
relacionado con Sabina, la bruja del cuento. Pero es que él apenas hablaba
de su vida y a mí… A mí lo que menos me interesaron fueron sus apellidos,
yo solo quería pasarlo bien con él en aquellos días.

Subí con Carlo a su dormitorio, uno formidable y con un vestidor para él


solo de esos que se ven en el cine. Camisas, pantalones, chaquetas,
abrigos… Todo aparecía ante mí perfectamente ordenado por gama de
colores, impresionante.

—¿Ves? Nada más que tengo virtudes —me aseguró, por lo ordenado que
era, mientras me daba algo de ropa deportiva que me quedaría enorme, pero
que al menos estaría sequita.
—Sí, sí, eres un ramillete de virtudes. Trae anda. Y ya te puedes dar la
vuelta, que me voy a cambiar—le exigí.

—Digamos que no es la primera vez que tengo la dicha de contemplar tu


cuerpo. Y eso que tú y yo no llegamos a…

—No, ni llegaremos, ya lo sabes. Así que ya te estás dando la vuelta o no


me cambio.

—Ya voy, ya voy. Además, qué te crees, jamás osaría hacer nada que tú no
desearas tanto como yo. Tú no lo sabes, pequeñaja, pero te respeto
demasiado—Me dio un beso en la cara, que yo tenía helada por la mucha
lluvia recibida, y se dio la vuelta.

Enseguida entré en calor. A esa hora ya no quedaba nadie de servicio en su


cocina, pero sí que tenía comida como para una legión en el frigorífico, que
la cocinera le dejaba preparada antes de marcharse.

Yo miraba a todos los lados, empapándome de ese lujo, pero también de la


tristeza que transmitía esa casa. Pasaba igual que en casa de Fabio. Cielos,
miedito le iba a coger yo a tener dinero, pues tanto Dante como Carlo
parecían muy desgraciados.

Mientras tomaba esa sopita, que como dijo Carlo entraba sola, le conté mis
muchos avances y él se quedó con la boca abierta.

—La madre que me parió, así que por eso lo de la foto. Dante es hermano
de Fabio. Yo voy a tener que hacer palomitas, porque esto es de telenovela
—me decía él.
—De telenovela de esas con las que te hartas de llorar, porque en esa casa
hay más muertos que en la guerra. A mí se me pone todita la carne de
gallina de pensarlo—le confesé.

—No me extraña, sí que es siniestro todo. Bueno, a mí qué me vas a contar


—me dijo en alusión a su dramática historia familiar y también me
estremecí.

Mejor no tener dinero si llevaba aparejado tanto sufrimiento. Yo tenía solo


lo suficiente para vivir al día, si bien, visto lo visto, mejor así.

Carlo me prometió que me ayudaría. Ya todo seria infinitamente más


sencillo. Sabíamos quién era Dante y solo teníamos que encontrar las
propiedades de su familia cercanas a Florencia. Bueno, lo de “solo” era un
decir, si bien él me indicó que, con algo de pasta, un detective no tardaría
nada en darnos noticias frescas. E insistió en que la pasta la ponía él.

—Y yo, ¿cómo te pagaré todo lo que estás haciendo por mí? —le pregunté
antes de irme, de lo más agradecida.

—Tira, anda, que si no me pondré romántico y terminarás por darme con


esa bolsa de deporte en la cocorota. Por cierto, ¿qué llevas ahí? —me
preguntó extrañado.

—El balón que le he regalado a Fabio—Abrí la cremallera y se lo enseñé.

—¿Y entonces por qué lo llevas tú? —Arqueó una ceja.


—Porque su madre no deja que tenga balones en casa. ¿Has escuchado
alguna vez en tu vida una chorrada igual? —Me encogí de hombros.

—Obvio que no. Por cierto, se te está poniendo mala cara, te llevo ya a
casa.

—Son las náuseas, demasiado tardaban ya en aparecer. La sopa va para


fuera, que lo sepas—Corrí hacia el baño.

Demasiado, sí, porque el día había sido de aúpa y porque tanta emoción era
normal que me pasara alguna factura.

Al rato salí del baño, después de haber echado hasta la primera papilla, y
Carlo me dio un abrazo.

—Mamá tan joven, quién te lo iba a decir—murmuró.

—Ya ves. Llévame ya a casa antes de que se repita la función, que tengo
muy mal cuerpo, porfi—le pedí.

—¿Mal cuerpo tú? Lo que necesitas son gafas. Si yo te dijera lo que pienso
de tu cuerpo, no te subirías al coche conmigo—Rio.
Capítulo 11

No solo las noticias que recibí me pasaron factura. Yo era propensa a


ponerme malita cuando cogía demasiado frío, y la noche siguiente sentí que
la vida se me iba, al tiempo que el termómetro se disparaba y la garganta
me echaba fuego.

Normal, el día anterior había pillado una mojada sensacional, ¿qué quería?
Pues nada, que me tocaba pasar lo que quiera que aquello fuese.

Las niñas no se lo pensaron y pidieron un taxi para llevarme de urgencias a


un centro médico. Cada vez tenía más fiebre y me sentía tremendamente
débil.

Por suerte, las náuseas sí que habían vuelto a mejorar, porque en tal
situación solo me hubiese faltado tener un montón de ellas. No, por favor.

La pitufa se presentó en urgencias con Piero. Y eso no sé si fue mejor o fue


peor.
—Si querías llamar nuestra atención, nos podías haber enviado un Tiktok o
algo—Se hizo él el gracioso para no variar.

—No, Piero, que está malita de verdad, ¿no lo ves? Seguro que tiene placas
en la garganta, le pasa desde niña. Yo recuerdo tardes enteras jugando en su
casa y la pobrecita que no podía abrir el pico, de lo mucho que le dolía al
hablar y al tragar—le explicaba mi amiga y el otro se relamía de gusto.

—¿Neila sin poder hablar? Pues estaría que reventaba, ¿no? —le
preguntaba con sorna.

—Contigo siempre puedo hacer una excepción—le contesté porque ese


había venido a darme por saco y no se lo pensaba consentir.

—Ya, ya, no empecéis, ¿eh? Que me pongo muy triste cuando veo que no
os lleváis bien, ¿por qué no firmáis la paz y os dais un abrazo? —nos
preguntó ella mientras los dos negábamos con la cabeza.

El médico pasó enseguida para hablar conmigo.

—Neila, es cierto que tienes mucha fiebre, ¿has cogido frío en las últimas
horas? —me preguntó.

—Sí, pillé anoche una buena mojada, ¿le han dicho ya que estoy
embarazada? —le pregunté con preocupación.
Pasadas las horas iniciales en las que dudé sobre qué hacer con ese
embarazo, ya tenía clarísimo que quería que mi bebé naciera y, obviamente,
que lo hiciese sano y fuerte. Ya comenzaba a quererlo, a quererlo mucho. Y
moría porque llegase el momento en el que su padre supiera de su
existencia, ¿de veras reaccionaría bien?

—Sí, ya me lo han dicho. Por esa razón te vamos a dejar en observación


esta noche, ¿te parece?

—¿Ingresada? ¿Me tengo que quedar ingresada? —Me amargué un poco de


pensarlo. Por Dios que mis padres no podrían enterarse de eso o se
plantarían allí en un abrir y cerrar de ojos.

—Mujer, no es un ingreso en toda regla. Solo se trata de observarte durante


unas horas para bajarte la fiebre. Piensa una cosa: por tu estado no podemos
aplicar un tratamiento tan efectivo como el que se debería, así que quizás
nos cueste un poco más de tiempo.

—El que haga falta doctor, y yo no me separaré de su lado. Me puedo


quedar, ¿verdad? —le preguntó la pitufa.

—Sí, sí, claro. Le vendrá bien tener alguna cara amiga con ella.

Quien sí que puso la cara, pero hasta los pies, fue su señor novio. Ese cada
vez se cubría más de gloria.

—No te importa que me quede, ¿verdad? Neila me necesita—le dijo ella.


—No, pero en cuanto salga de trabajar, me vengo también para acá—
insistió él en su infinita maldad, porque yo sabía muy bien que lo que
pretendía era seguir controlándola.

Enseguida se fueron todos y yo me quedé a solas con ella. Ni en un día en el


que necesitaba estar tranquila más que ningún otro me pude zafar de su
trastornada conversación.

—Es un amor, es que no quiere ni que me dé el viento, ¿te has dado cuenta?
—me preguntó.

A mí la cabeza me estallaba, no estaba yo como para entrar en polémica de


ninguna clase, de modo que me limité a negar con ella, y punto.

—Ay, más boba tú. Si yo sé que muy pronto os llevareis sensacional, solo
que sois dos cabezotas y ninguno de los dos quiere dar su brazo a torcer.
Oye, ¿sabes una cosa? Ya estoy mirando modelitos para el día del bautizo.
Madre mía, qué emoción, es que lo pienso y me muero. Mira, he visto unos
zapatos altísimos que son una cucada, en plateados. Tú tranquila, ¿eh? Que
sabes que yo controlo y que, por muy altos que sean, al bebé no lo dejo caer
por nada del mundo, antes muerta. Y también había pensado…

Había pensado en todo. La jodida había pensado en todo excepto en lo que


a mí me dolía la cabeza para soportarla. Y luego estaba lo de su noviecito,
que llegó incluso antes de lo esperado. Según nos dijo, había pedido
permiso para salir antes, que igual pensaba que yo le estaba calentando los
cascos a su novia en su contra.
Para eso estaba yo, si ni la voz me salía del cuerpo. Tenía tales temblores
que lo único que deseaba era dormir, así que en un momento dado le rogué
a Heba que saliera a la sala de espera y que pelara allí la pava si quería con
Piero, pero que a mí me dejasen en paz.

Necesitaba descansar. Tenía que ponerme bien enseguida, porque Carlo me


había asegurado que en pocas horas tendríamos noticias fiables sobre
Dante, y yo ya no podía demorarlo más.

Los nervios me consumían y, aunque la emoción era mucha, finalmente el


sueño me rindió. Pude descansar durante unas horas en las que soñé con un
romántico reencuentro con Dante entre viñedos: un reencuentro de esos de
ensueño que provocó que mi corazón palpitase y que en ciertos momentos
volviera a despertarme, eso sí, con la intención de dormirme de nuevo para
seguir soñando.
Capítulo 12

Al día siguiente por la tarde me dieron el alta. Por fin podía irme, con
apenas ya unas décimas de fiebre, aunque un tanto alicaída, como era
lógico.

A la hora de subirme el ánimo, nada como la visita que me hizo Carlo, con
una sonrisa de oreja a oreja.

—Me debes una y bien gorda, ¿estamos? —Entró en mi dormitorio, pues


Paula le abrió la puerta y le comentó que yo guardaba reposo en cama.

—Dime que tienes algo, por favor—le solté, sentándome de golpe en la


cama y de lo más expectante.

—Sí, tengo un frío que me muero. Hoy soy yo quien se ha mojado, ¿cómo
es que no tenéis garaje? —me preguntó.
—Pijo de mierda, ¿has venido hasta aquí para criticarnos? —Reí, aunque
apenas sin fuerzas. Me dolía todo.

—Sí, para eso. Aunque también te digo que ya sabemos dónde está tu
escurridizo Dante—afirmó mientras hacía una graciosa mueca.

—¡Yo es que te como! —exclamé un poco fuerte y me dio la tos de


inmediato.

—Qué más quisiera yo. Escucha con esas orejas tan bonitas y tan bien
puestas que Dios te ha dado—se sentó a mi lado y llevó sendos mechones
de mi pelo detrás de mis orejas, no podía tener más arte—. Tu Dante está en
la zona de la Toscana, concretamente en la región de Chianti—me indicó y
yo le di un enorme abrazo.

—¿Estás seguro de eso? —le pregunté con lágrimas en los ojos.

—Sí, de eso estoy seguro. De que a mí me interese darte esa información,


ya algo menos—Rio.

—Eres lo mejor de lo mejor. Te lo prometo. ¿de veras que está allí? —


insistí.

—¿Subestimas mis fuentes? Además, que allí hay propiedades de su familia


paterna, tiene todo el sentido del mundo. Tengo las direcciones, su familia
también tiene las espaldas bien cubiertas, no solo la mía—me comentó.
—Pues fíjate que yo a él lo he conocido trabajando, como a todo hijo de
vecino—observé.

—¿Eso es una crítica hacia mi persona? Si es así, que sepas que me da


exactamente igual, yo pienso vivir a cuerpo de rey toda la vida—Me guiñó
el ojo.

—Está bien, ¿y me puede indicar Su Majestad cuál es la forma más barata


de llegar hasta ese lugar? —le pregunté porque moría de ganas de ponerme
en marcha.

—La más barata del todo es dejando que yo te lleve en coche, además de
que es la única que pienso admitir, así que tú verás. Y recuerda que me
debes una y…

—Y bien gorda—le interrumpí—, pero Carlo, a ti no se te ha perdido nada


allí. Encima de que me has ayudado demasiado.

—¿Y no te parece que eso lo puedo decidir yo? Seré rico, pero no inútil,
¿estamos? —Rio.

Era muy divertido y me contagiaba su risa, además de que se había


convertido en un gran amigo. Si de algo podía presumir yo desde mi llegada
a Roma era de eso: de haber hecho grandes amistades.

—Está bien, está bien, ¿nos podemos ir ahora mismo? En diez minutos
podría tenerlo todo listo—le propuse.
—A ti el coco es que no te marcha demasiado bien. Te han dado el alta
porque solo te han revisado ese cuerpazo de diosa que tienes, pero, si te
hubieran mirado el coco, estarías en salud mental. No saldremos hasta que
no estés bien, ¿me has oído? Y eso no es negociable.

—Si ya lo estoy, apenas tengo fiebre, tócame—Llevé su mano hacia mi


frente.

—Dos días mínimo: antes no nos iremos ni te irás sola, porque de hacerlo
así te prometo que te vas sin la dirección de Dante—me advirtió.

—No lo estás diciendo en serio. Es que no lo puedes estar diciendo en serio


—me lamenté.

—Ya, porque tú lo digas. Pues que sepas que va muy en serio. Y ahora, me
voy para que puedas descansar—Se levantó, me dio un beso y giró sobre
sus talones.

—Eres un italiano tramposo y…

—Y mafioso, te ha faltado decir. Me importa bien poco lo que pienses de


mí, no antes de dos días, pequeña—me recordó.

Carlo se fue y yo comencé a dar alegres patadas en mi cama. Por primera


vez tenía la posibilidad de encontrarme cara a cara con Dante, con mi amor,
con esa persona a la que había aprendido a querer aún más desde que se
marchó de mi vida, y de quien llevaba un hijo en mi interior.
Moría por verle la cara y moría por decirle que teníamos un proyecto de
vida en común. Mientras lo pensaba, acariciaba mi vientre.

Me sentía afortunada y es que habría sido una desagradecida de otro modo,


dado que las chicas me estaban cuidando cantidad. Debía descansar y reunir
fuerzas para lo que me esperaba.

Las emociones, aunque sean buenas, también desgastan. Y para mí era


fundamental eso de cargar pilas, puesto que se avecinaba el viaje más
emocionante de mi vida.

De nuevo logré conciliar el sueño y entonces Dante apareció junto a mí, con
su sonrisa perlada. El corazón me latía fuerte en la cama, como preludio de
un encuentro que no tardaría en producirse.

Me gustase o no, Carlo tenía razón y yo debía reponerme. Además, que se


lo debía a mi niño, que para eso él se estaba portando fenomenal con el
tema de las náuseas, que llevaban horas sin aparecer.

Ojalá fuese la tónica habitual a partir de entonces, porque de otro modo


vaya viaje que le esperaba a Carlo conmigo, parando a cada momento.
Aunque, todo hay que decirlo, si algo estaba demostrando tener mi amigo
era paciencia.

Feliz como una perdiz abrazaba la almohada mientras que me imaginaba


que era el cuerpo de Dante, ese que tanto echaba en falta. Moría por volver
a besar sus labios, por revolver sus cabellos y porque mi vista se recrease
con su desbordante sonrisa.
Contaría las horas para el reencuentro y lo haría hasta en sueños, de eso no
había duda.
Capítulo 13

El paraíso en la Tierra puede revestir muchas formas. Yo lo supe al entrar en


aquel valle.

Descubrir al volante, o mejor dicho, desde el asiento del copiloto, uno de


los rincones más deliciosos y emblemáticos de Roma fue un regalo añadido.

Después de una serie de semanas que no habían sido nada fáciles, creía
merecer una recompensa y su nombre no era otro que el de Dante.

Ubicado entre Siena y la capital florentina, Chianti es un valle considerado


como el corazón de la Toscana, algo que no es de extrañar, si se parte de la
base de que es una auténtica preciosidad.

Solo basta con transitar por la carretera panorámica 222 que da acceso al
valle para saber que el lugar al que llegarás será uno de esos que jamás
olvidarás, que se quedará grabado en tu mente.
Por cierto, que su proximidad a Florencia constituía un aliciente añadido,
pues siempre fue uno de mis destinos soñados, si bien comprendía de sobra
que ese día no era momento para visitas.

Mi mente estaba ya con Dante cuando el valle apareció, magnífico, ante mí.
En concreto, los viñedos del abuelo de Dante estaban en las cercanías de
uno de los pueblitos con más encanto de la zona, Greve in Chianti, una
maravilla, como pudimos comprobar a su paso.

Yo siempre había soñado con visitar la Toscana, aunque jamás pude


imaginar que hacerlo contara también con un aliciente personal como el de
encontrar a mi enamorado. A Dante ya no podía definirlo de otra manera
porque de él me había enamorado hasta las mismísimas trancas, como suele
decirse.

Me deleitaba en esa idea mientras mis ojos se abrían a más no poder ante la
entusiasta visión de la campiña toscana, esa que aparecía ante nosotros
sublime y hermosa, con unos paisajes naturales incomparables que hacían
de ella un lugar único.

De siempre también, yo había aparejado aquellos paisajes con el


romanticismo en el más puro de los estados, y no debía equivocarme, ya
que mi corazón se desbordaba al sentir la cercanía de un Dante que debía
permanecer totalmente ajeno a mi llegada.

Greve, como otros pueblitos de la zona, eran famosos no solo por sus
magníficos vinos, que servían para marinar muchos de los suculentos platos
italianos, sino también por la magia que destilaban junto con esos vinos.
No en vano, el valle del que os hablo es uno de esos que no podéis dejar de
visitar, más si sois amantes de Italia, y que dejan un increíble número de
escenas de postal para los visitantes.

A esa innegable belleza natural, y por si le faltaba poco, había que unir un
sin par número de edificios, monumentos y elementos arquitectónicos que
recordaban tiempos antiguos y que añadían una mayor solera a un lugar que
podía calificarse de cuento.

Pasado el pueblo, y gracias a cierta información que un lugareño le ofreció


a Carlo, nos dirigimos directamente a esos viñedos que eran propiedad de la
familia de Dante.

Nada más llegar, encontré allí a varios trabajadores, todos los cuales me
miraron con descarada curiosidad al bajar del coche. A continuación, se
bajó Carlo y pensaron que era mi pareja, por lo que se comportaron con
algo más de recato y disimulo.

—Sí, está allí—le contestaron, señalando a una parte de los viñedos que no
andaba demasiado lejos y, entre las cuales, divisé una figura.

El corazón se me salía del pecho, por lo que me di la vuelta y me encontré


cara a cara con Carlo, quien me sonrió.

—Ya tienes ahí eso que tanto querías, yo me fumo un cigarrillo, compruebo
que todo va bien y, si es así, me marcho—me indicó.

—¿Cómo que te fumas un cigarrillo? ¿Y cómo que te marchas? —le


pregunté nerviosa, con increíbles ganas de salir corriendo hacia Dante.
—Si estoy procurando no meterme, lo menos que debes hacer es dejarme
que me fume un cigarrillo, que estoy que me subo por las paredes. En
cuanto a lo de irme, yo me quedaría, pero no creo que ese chico esté
dispuesto a compartirte. No es un reproche, ¿eh? Yo tampoco lo haría—Me
guiñó el ojo mientras me empujaba a salir corriendo hacia él.

Le di un gran abrazo y me dijo que estaría todavía algunas horas por allí, de
turismo, por si necesitaba algo. Pero que en ese momento también debía
alejarse de la escena que Dante y yo estábamos a punto de vivir.

Lo entendí. El amor no correspondido no debe ser fácil. El amor, de hecho,


solo es fácil cuando todo va sobre ruedas y, cuando no, se convierte en una
pesada cruz.

Me despedí de Carlo con un gran abrazo y miré esos viñedos que se


extendían hasta donde la vista alcanzaba, sin dejar de lado las hileras de
cipreses que los enmarcaban, recortando gracias a sus sombras esos colores
tan cambiantes que el paisaje ofrecía.

Una naturaleza idílica dominada por el símbolo del Gallo Nero (el Gallo
Negro), nombre recibido por el vino del lugar y auténtico icono de la
campiña toscana.

Yo, lo pensé tan solo en unos segundos, podría enamorarme de un lugar así.
Lo supe mientras iba avanzando por aquellos viñedos y el sol acariciaba mi
rostro.
Según caminaba hacia Dante, experimentaba la agradable sensación como
de haber entrado en otro mundo, de tal suerte que las lluvias recibidas en los
últimos días en Roma se convirtieron en sol en una Toscana que me dio la
bienvenida con su mejor y más colorida cara.

Así fue como yo lo percibí. Bajo aquellos rayos, el gris romano de los
últimos días, en el que recibí noticias de lo más perturbadoras, dio lugar a
un guiño colorido con matices olfativos afrutados procedentes del selecto
vino de la zona.

Disfrutaba de la cantidad de estímulos que esa naturaleza vitivinícola me


obsequiaba cuando por fin lo vi delante de mí. Con unos jeans y una
sudadera, estaba agachado y observaba con detenimiento uno de los
viñedos, como si la vida se le fuera en ello.

Su imagen era muy distinta a la del Dante relaciones públicas y modelo, que
era mucho más sofisticada. Aquel era un Dante más natural e incluso me
atrevería a decir que más sosegado y en paz.

Traté de hablarle, sin contar con que mi voz podría llegar a quebrarse, como
ocurrió. No obstante, él me intuyó, dándose la vuelta con curiosidad.

—¿Neila? ¿Estoy soñando? —murmuró con voz temblorosa y emocionada.

—Si es un sueño, no trates de despertarte, te lo pido por favor—Me eché en


sus brazos y las lágrimas comenzaron a rodar por mis mejillas hasta
empapar su sudadera.
No sabría precisar cuánto tiempo permanecimos en ese estado, solo que
fueron los minutos más emocionantes de mi vida hasta el momento.

Cada vez que uno de los dos trataba de decir algo, las lágrimas se lo
impedían. Sí, también Dante lloraba con efusividad en mis brazos, lo mismo
que yo en los suyos.

Eran tantas las cosas que teníamos por contarnos, que verdaderamente yo
no sabía por dónde empezar. Emociones contenidas que de pronto salían de
golpe y a dúo, y que iban de los brazos del uno a los del otro.

Por fin, Dante y yo nos sentamos, mirándonos cara a cara.

—¿Cómo has dado conmigo? —me preguntaba mientras el blanco de su


sonrisa resplandecía más que nunca bajo el sol.

—Es una historia muy larga, ¿por qué te fuiste, Dante? ¿Por qué te fuiste?
—le pregunté yo.

—Hay muchas cosas de mi vida que no sabes, cosas terribles. Y encima es


que tú tampoco me permitías ningún acercamiento, no me lo permitías. Te
prometo que hubo momentos en los que quise abrirme, si bien luego
comprendía que solo te complicaría, cuando la realidad es que tú
únicamente estabas en Roma para pasártelo bien, no para complicarte la
vida con un tipo como yo—me confesó, cogiéndome las manos.

—Yo fui una idiota, Dante, una verdadera idiota. Y cuando quise darme
cuenta, cuando supe que lo tuyo con tu jefa no fue nada y que me defendiste
delante de todos, que defendiste lo que sentías por mí, corrí a buscarte, solo
que tú acababas de mandarme un mensaje en el que no me explicabas nada,
y luego me bloqueaste, y después debiste cambiar de número—suspiré,
llorando nuevamente.

—No llores, mi niña, no llores. No me digas que me andas buscando desde


entonces porque es que lo flipo, es lo último que podría haberme imaginado
—me confesó mientras me apretaba las manos.

Antes de sentarnos, y tras los abrazos, nos habíamos obsequiado con


innumerables besos en los que ambos pusimos la vida, porque si algo sabe
uno es cuándo alguien pone la vida a la hora de besarte.

—No sabes cuánto te he buscado. Y luego fui a Milán y de casualidad te vi,


saliendo de un local. Tú cogías un taxi en ese momento y yo te chillé, pero
no llegué a tiempo—le conté con voz entrecortada por los recuerdos.

—¿Tú me viste en Milán? No puede ser, es que no puede ser—La


información que le estaba dando le hacía enloquecer, no era para menos.

—Sí, y para más inri, al día siguiente te vi en un cartel: tú debías desfilar y


cuando yo llegué ya era tarde también, te habías marchado de Milán.

—¡Dios mío! —Se echó él las manos a la cabeza.

—Y tanto que Dios tuyo, no sabes lo que me has hecho sufrir por salir
pitando sin darme explicaciones, ¿a quién se le ocurre?
—Te prometo que no podía saber que te importase. No me lanzaste ningún
mensaje en ese sentido, sabes que no lo hiciste.

El sol me daba en la cabeza y yo no podía imaginar una sensación mejor


mientras seguía escuchando sus palabras.

—Ya lo sé, ya lo sé, no me lo repitas. Pero ¿de veras tenías que marcharte
por eso? ¿De veras? —le pregunté mirándolo fijamente.

—No, no me marché por eso. Me marché porque… Es muy difícil de


explicar, Neila, hay muchas cosas de mí que no sabes. Traigo algo entre
manos y necesito dinero. No, no me mires así, no estoy metido en ningún
lío raro ni son deudas de juego. Nada de eso, es algo familiar. Tú no
conoces a mi familia, no tienes ni idea—murmuró.

—Qué va, yo no conozco a la siniestra de Sabina ni al encantador Fabio, a


ninguno de los dos. Tampoco a Dulceida ni al resto de la gente de la casa—
Lo miré fijamente porque sabía que los ojos se le saldrían de las cuencas en
ese momento.

—¿Cómo has dicho? Repite eso, por favor, que creo que mi mente me ha
jugado una mala pasada.

—Ninguna mala pasada, Dante, ninguna. ¿No te dije que cuidaba de un


niño allí en el barrio? Pues es Fabio, ¿cómo se te queda el cuerpo?

—No puede ser, no puede ser…


—Sí, sí que puede ser. No supe nada de esto hasta que vi una foto en la que
estabais juntos, él y tú, también una larguísima historia.

—¿En la casa? Me extraña mucho que mi madre tenga una foto mía todavía
puesta, no cuando renegó de mí para los restos—murmuró con pena.

—Ya, lo que sucede es que el niño la tenía en una estantería, escondida tras
un tren.

—¿Mi hermano ha hecho eso? Es el mejor, joder, es el mejor—Comenzó a


llorar sin poder parar.

—Tu hermano te adora y, te digo más, te necesita. Tú no sabes cómo te


necesita… Con decirte que yo nunca podría haberte relacionado con él
porque me dijiste que tu madre había muerto. Y yo no he sabido de su
muerte ni de la de tu hermana hasta hace unos días, al volver de las
vacaciones de Navidad.

—¿Cómo dices? —me preguntó.

—Pues que tu madre lo niega: va contando a todo el que no sabe la verdad


que tu padre trabaja mucho y que tu hermana está en un internado—le
expliqué.

—Está loca, ya lo estaba y ahora lo está más. Joder, joder, ¿hasta dónde
llegará? Siempre nos hizo la vida imposible, siempre. Todo lo teníamos que
hacer a sus espaldas, mi padre no era así: él luchaba todo el día contra ella.
—Sé que no era tu padre biológico. No se lo tengas en cuenta, es solo que
Dulceida me lo contó todo. Yo se lo rogué al descubrir las mentiras que
soltaba tu madre por la boca.

—Siempre he pensado que a mí me odia por eso, porque me considera el


culpable de muchos de los problemas de su vida, al haberse quedado
embarazada tan joven de mí—me soltó con tristeza.

—Pero eso no es justo. Tú no tienes la culpa de nada, lo sabes, ¿no?

—Ya, supongo que lo pasaría muy mal, no debe ser nada fácil verse en una
situación así. Ella se quedó embarazada sin pretenderlo y…

—Y no es la única que pasa por un trance así y, finalmente, termina amando


a ese hijo más que a su vida misma—En ese momento, y en un gesto
instintivo, pasé mi mano por mi vientre, y él fue consciente de lo que estaba
sucediendo.

—¿Tú? ¿Tú estás embarazada, preciosa? ¿Tú lo estás?

—Sí, lo estoy—asentí con la cabeza al mismo tiempo que pronunciaba unas


palabras que le hicieron abrir mucho, mucho los ojos.

—Dime que es mío, por favor, dime que es mío—me suplicó, haciéndome
la chica más feliz del mundo.

—Pues claro que es tuyo, mi amor. Si no, ¿para qué habría venido a
buscarte, aparte de para conocer uno de los lugares más maravillosos del
mundo?

Dante rompió a llorar en lo que fue un verdadero carrusel de emociones, ya


que tanto lloraba como reía. En cualquier caso, la felicidad inundaba su
rostro, contagiándome.

Sus abrazos eran fuertes y no entendían de tiempos, mientras me daba besos


sin poder parar.

—Dios mío, yo había soñado con esto, yo había soñado con esto—le
confesaba emocionada.

—Y yo había soñado con que todo terminase bien y con poder ir a buscarte
algún día, aunque no tenía certeza de ello ni mucho menos de que pudiera
conseguirte.

—¿Tú en qué mundo vives? ¿No sabes leer entre líneas? Yo solo me estaba
haciendo la dura—Reí.

—Pues bonita manera de hacerte la dura, no me dejabas ni un solo resquicio


por el que entrar.

—No me calientes el pico, que también podría decirte yo dos cositas sobre
el pastel que me encontré aquella noche en tu piso—Reí.

—No, por favor, te prometo que lo lamento, lo lamento muchísimo. Cielos,


voy a ser padre, voy a ser padre. Esto lo cambia todo, es que lo cambia todo
—repetía él como un loro.
—Claro que lo cambia, como que ya estás tú volviendo a Roma y antes
contándome qué hacías en Milán y qué has venido a hacer aquí.

—Me fui de Roma porque necesitaba más dinero. El que ganaba en la


discoteca no era bastante y me ofrecieron trabajar de modelo. Una vez allí,
cuando llevaba poco tiempo, me llamó el abogado de mi abuelo y me dijo
que había un legado dentro de su herencia que me pertenecía y que estaba al
margen de la polémica: estos viñedos. Debía venir aquí, aceptar el legado y
hacerme cargo de ponerlo en marcha, porque son enormemente productivos.

—¿El padre de tu padre te dejó este legado? —Miré a mi alrededor y me


pareció magnífico.

—Así es. Él también me aceptó como su verdadero nieto, igual que su hijo
actuó como mi padre, por eso me refiero a ellos así. El hombre sabía que yo
tendría problemas con mi madre y que podría necesitar ayuda.

—Qué bueno. Oye, ¿y tú para qué necesitas tanto dinero? —He ahí la
cuestión principal, la que tanto me hacía pensar.

—Para poder plantarle cara legal a mi madre por la custodia de Fabio, por
eso—me confesó y la sonrisa se dibujó en mi rostro.

—Tú no puedes ser más bonito, ¿no? —Lo besé.

—Me muero por librar al niño de las garras de mi madre. Ella siempre se
excusó en sus problemas mentales, pero es mala y nunca ha querido nuestra
felicidad. Jamás nos dejaba hacer nada y mi padre tuvo una discusión muy
grande con ella el día que murió, antes de coger el coche. Él, por su cuenta
y riesgo, apuntó a Sabina a clases de ballet, que era el sueño de mi hermana,
y ella se opuso. Decía que la niña podía lesionarse y que también querría ir
a actuar fuera cuando tuviera más edad. Todo lo que suponía que ella
perdiera el control sobre nosotros la sacaba de quicio. Mi padre pasó de sus
palabras y, antes de salir, se encontró con que ella se había puesto delante
del coche, dándole un susto de muerte. Yo ya no vivía allí, pero resultó que
él me llamó porque sabía cómo se pondría mi madre, para que le ayudase.
Yo mismo la aparté para que él pudiera sacar el coche mientras Sabina
gritaba y lloraba. Fue la última vez que los vi, mi padre debía ir desquiciado
y se saltó un stop. Fin de la historia.

—Joder con el fin de la historia. No sabes el mal cuerpo que me ha


quedado.

—Pues imagínate cómo me sentí yo. Cuando nos avisaron de lo sucedido,


tuvimos una tremenda bronca, porque ella achacaba la desgracia a que mi
padre se hubiese impuesto. Decía que, de no ser por él, su hija seguiría viva
y no sé cuántas bobadas más. Yo le llevé la contraria y me cruzó la cara,
echándome de allí. Desde entonces no he podido volver a ver a Fabio y
supongo por lo que el niño estará pasando.

—Por un calvario, no te lo voy a negar, aunque te aseguro que esta batalla


la vamos a ganar, ya que te doy mi palabra de que no estás solo en tu lucha.
A partir de ahora, no lo estás—Lo abracé.

—¿Quieres ayudarme en esto? ¿De veras?


—No, es una broma de mal gusto que te he gastado. Venga ya, pues claro
que te voy a ayudar. No olvides que, desde hoy, tienes oficialmente un topo
metido en la casa.

—¿Mi madre no sabe lo nuestro ni lo del embarazo? —me preguntó para


analizar la situación.

—Ni media palabra. Solo lo sabe Dulceida y sus labios están sellados.

Dante saboreó esa información mientras un detalle que hasta entonces había
pasado desapercibido para mí se me vino a la mente. El día que pusimos la
decoración de Navidad, Fabio sacó cinco renos, cinco, y me dijo que los dos
más pequeños tenían su nombre y el de su hermanita. Los otros dos eran sus
padres y al último… Al último lo tenía yo delante, solo que él no tenía
cuernos.
Capítulo 14

A Dante solo le faltaban unos días para terminar con todas las cuestiones
que le habían llevado hasta allí. Yo, oficialmente, tenía la baja del médico
desde hacía unos días por lo de mi ingreso, lo que supuso la coartada
perfecta para que pudiera quedarme con él sin que Sabina sospechara lo que
se estaba cociendo a su alrededor.

Además, que teníamos el fin de semana por medio, ya me incorporaría a mi


trabajo el lunes.

Al salir de los viñedos, Carlo ya no estaba allí. A lo tonto, a lo tonto, como


que había permanecido un par de horas con Dante, poniéndonos al día.

Él iba como loco y, de hecho, al salir, les comentó a los trabajadores que iba
a ser padre, sin contener su alegría.

Mientras, yo llamé a Carlo por teléfono para tranquilizarlo.


—Todo ha ido genial, no te puedo estar más agradecida. En mí tendrás una
amiga para siempre, necesito que lo sepas.

—Disfruta de estos momentos, pequeña, tú solo disfruta—Me pidió.

Dante y yo nos montamos en uno de los coches que tenía a su disposición


allí y que había pertenecido a su abuelo, a cuya casa volvimos, en el pueblo
de Greve.

Las casas de la zona, igual que el resto de los elementos que componían el
entorno, gozaban de un encanto especial.

La sensación que me dio al llegar a aquella fue que habíamos vuelto a la


Vieja Europa, gracias a sus tejas de piedra caliza y a su revestimiento de
terracota y mármol. Su clásica arquitectura, eso sí, no estaba exenta de un
toque moderno y sus vistas a la campiña solo podían ser calificadas de
verdaderamente extraordinarias, al encontrarse a la salida del pueblo.

Entrar en ella me dio la agradable sensación de estar en mi hogar, por lo que


no pude evitar el comentario.

—Debe ser el lugar más bonito del mundo—le indiqué mientras recorría su
amplia cocina, esa que contaba con una confortable chimenea, posando la
yema de mis dedos por cada uno de los elementos que exhibía.

—No sabes cuánto me alegra que te guste ¿sabes que más de una vez me he
imaginado viviendo aquí? —me confesó mientras me cogía por detrás, al
mismo tiempo que ambos mirábamos hacia el exterior por su amplio
ventanal.
—¿No te lo estás inventando? —le pregunté.

—¿Y cómo podría inventarme algo así? ¿No te parece un lugar sensacional
para vivir? Aunque supongo que tendremos mucho que hablar. Tú no eres
de Italia y tu familia no está aquí. Ahora no es lo que yo piense, es lo que
pensemos ambos. De repente, siento que tengo una familia—reflexionó.

—¿Y cómo te hace sentir eso? —le pregunté mientras me daba la vuelta y
le miraba a los ojos.

—¿Rematadamente feliz? —me respondió él con otra pregunta.

—No lo sé, tú me dirás—le dije yo.

—Pues eso, rematadamente feliz—repitió él, de lo más seguro.

Era como el mejor de los finales de cuento, un final que, eso sí, todavía
estaba en abierto porque teníamos por delante una batalla que sería, cuando
menos, cruel.

Para mí todo acababa de cambiar también. No solo tenía una pareja y


esperaba un niño, sino que, si todo salía bien, pronto tendríamos a Fabio
viviendo con nosotros. Una responsabilidad adicional, sin lugar a ninguna
duda, aunque una responsabilidad que me llenaba de alegría.

Sí, nada de aquello tenía que ver con el plan alocado que me llevó a Roma.
Es más, era la antítesis de ese plan alocado, ¿y qué? Yo amaba con locura a
Dante y a nuestro bebé. Y, en cuanto a Fabio, ya no era solo ese crío al que
adoraba, sino que también era el hermano de Dante.

Muchas veces había pensado yo que ojalá pudiera hacer algo para librar a
ese crío del yugo de su madre y, de pronto, la vida me lo había puesto en
bandeja.

Pensaba luchar con uñas y dientes y formar mi propia familia con Dante.
Muchos pensarían que era demasiado joven para eso y quizás lo fuese, ¿y
qué? Justo esa juventud me daba una tremenda fortaleza para querer
comerme el mundo, a bocados grandes, y junto a Dante.

Había imaginado mil veces cómo sería ese reencuentro y puedo afirmar que
la realidad superó cada una de mis expectativas. Como dos tontos, no nos
podíamos separar el uno del otro y fuimos a caer sobre el sofá, entre risas.

Nos deseábamos, nos deseábamos muchísimo y, pese a ello, el cúmulo de


circunstancias y emociones que acabábamos de vivir nos llevaron a
quedarnos abrazados en ese sofá, en el que nos dijimos miles de cosas solo
con mirarnos a los ojos.

Mientras lo hacíamos, Dante besaba mi vientre desnudo, puesto que me


había levantado el jersey.

Ya me encontraba mucho mejor: las náuseas iban desapareciendo y encima


me sentía muy, muy cuidada por Dante, quien parecía el más feliz de los
hombres tras mi llegada.
Todo había salido a pedir de boca y creo que no me equivoco al afirmar
que, hasta aquel día, no había saboreado los segundos, los minutos y las
horas como lo hice sobre aquel sofá.
Capítulo 15

Dada la fecha del año en la que estábamos, anocheció pronto.

No nos apetecía salir, por más que el tiempo no estuviera revuelto como lo
estaba en Roma en las últimas horas. Lo que nos apetecía era quedarnos
acurrucados, aparte de que yo también debía cuidarme por lo de la mojada
que pillé.

De hecho, Dante me estuvo administrando mis medicinas y encendió la


chimenea de la cocina, que estaba abierta al resto de la casa, por lo que no
podía imaginar una imagen más calentita y acogedora que aquella.

Sin embargo, la pude saborear enseguida, puesto que me dijo que yo seguía
oficialmente convaleciente y que él se encargaría de cocinar.

En nada, me trajo hasta el sofá un plato humeante con sopa de verduras al


estilo de la Toscana, según me contó, que me dio vida.
—Cielo santo, si está verdaderamente buena—Me encantó, no exageré.

—Me alegra, aunque para buena estás tú, preciosa. Por cierto, que sepas que
yo no intentaré nada hasta que tú me digas.

Obvio que se refería al sexo y obvio también que lo decía por lo de mi


embarazo.

—Muy bonito. Entonces qué, ¿tendré que buscarme a otro italiano más
fogoso y a ti dejarte únicamente de cocinero? —le propuse.

—Ni lo menciones porque me pongo enfermo, es que ni lo menciones.

—Pues entonces, si no quieres atenerte a las consecuencias, ya sabes lo que


tienes que hacer—Reí.

—Comerte enterita. Yo voy a ir dejando la sopa para hacer hueco—bromeó.

Nos íbamos a comer enteritos, porque la cosa era recíproca.

Muchas noches, muchas, había soñado con que Dante estaba a mi lado y se
metía debajo de mis sábanas para hacerme esas cosas que solo él sabía
hacerme.

Aquella noche, y en aquella enorme y mullida cama, su cara de expectación


y de excitación, a partes iguales, lo inundaba todo.
De una forma mimética, cada uno nos fuimos quitando la ropa hasta quedar
totalmente desnudos, momento que él aprovechó para tumbarme y
comenzar a regalarme una batería de besos que me cubrió entera, si bien se
recreó a placer en mi vientre, antes de seguir en su dirección sur y,
lentamente, ir abriendo con sus dedos mis labios vaginales.

Mientras, yo me iba contrayendo del placer anticipado. Solo de pensarlo me


ponía en una tensión que podría asimilarse a la tempestad que precede a la
calma.

Su mirada en mi mirada mientras su lengua comenzaba a hacer de las suyas


en mi excitado sexo, más ardiente que cálido, cuyo clítoris, con su creciente
tamaño, suponía el máximo indicativo de que yo estaba a punto de
caramelo.

Nunca mejor dicho, dado que como a un caramelo me degustó él, de arriba
abajo, para terminar centrándose en ese clítoris que, con solo comenzar a
darle toquecitos con la punta de su lengua, ya conseguía echarme a arder.

Mi cintura, de lo nerviosa que estaba, botaba de una forma súbita, haciendo


que mi sexo quedase más cerca de esa lengua suya que tantas satisfacciones
me reportaba, juguetona y húmeda como estaba.

Fue esa misma lengua la que quiso saborear el elixir que mi cuerpo
emanaba cuando mi liberación llegó, quedando dispuesta para él, mirándolo
bobalicona, deseando que entrase en mí más que ninguna otra cosa en el
mundo.
No se lo pedía con palabras, si bien eran mis ojos los que se lo dejaban
claro. También Dante me dejaba claro que iría con más tacto del habitual,
por lo que comenzó introduciendo en mí un dedo y, tras observar mi gesto
de satisfacción y cero dolor, siguió sucesivamente hasta que tuve varios de
ellos en mí, a los que aprisionaba al tratar de cerrarme cada vez más para él.

Con decidida sonrisa los sacó y fue entonces cuando se dispuso a entrar en
mí con su pene. Si algo me había dejado claro era que nada en el mundo
podría perdonarse menos que hacerme daño dada mi situación, de manera
que siguió con pies de plomo.

Yo me divertía observando la escena, con él tratando de calibrar hasta


dónde podía llegar. Me divertía porque era lo mejor que podía pasarme: que
él no antepusiera para nada su placer, que analizara al milímetro unos
movimientos que me hicieran alcanzar el mío sin que nuestro bebé sufriera
daño alguno.

Cuando ya me hube divertido lo suficiente, le di un toque.

—¿Vas a sacar un compás y una calculadora o te vas a dejar llevar? No le


pasa nada, está perfectamente. Y estará mucho mejor si dejas a su madre
satisfecha—me burlé de él.

—¿Estás segura de lo que me estás diciendo? —me preguntó antes de


dejarse llevar con su naturalidad habitual, con esa con la que siempre me lo
había hecho y que yo deseaba recuperar.

—Por supuesto que sí. Si tengo que pararte en algún momento, ya lo haré.
Pero mientras, dale, que tengo ganas de marcha.
La sonrisa se dibujó en su rostro mientras su erecto pene fue el encargado
de demostrarme cuántas ganas de marcha tenía él también. En ese momento
volvió a salir el Dante seductor por el que yo suspiraba, ese capaz de
hacerme llegar al clímax tantas veces como se propusiera.

Su cadera se movía como nunca, enloquecida, buscando el movimiento de


la mía, metiéndose entre mis piernas, juguetona…

El placer subía mis revoluciones hasta el punto de que sentí un calor


infernal, notando que no podía más, de las muchas veces que me corrí para
él.

Dante aguantaba y aguantaba, él solo quería prolongar un placer que yo


paladeaba cada segundo como si fuese el último.

Después de lo vivido, después de experimentar la desesperación de su


pérdida, me había propuesto que no me perdería nada de lo mucho bueno
que la vida nos pudiese deparar.

Aquella noche y en aquella cama, comenzaba una nueva era para nosotros.

Una era en la que, de ser uno y uno, pasábamos a ser dos… Dos y pico, que
el tercero venía en camino. Y el cuarto… El cuarto aguardaba a ser
rescatado.
Capítulo 16

Abrí los ojos con los primeros rayos de sol de la mañana.

Me moví lentamente, puesto que temía que el hacerlo un poco más rápido
llamara a unas náuseas que, gracias a las pastillas, ya sí que parecían
espaciarse cada vez más.

Pensé que Dante estaría dormido, aunque nada más lejos de la realidad.

—¿Se puede saber qué haces ahí parado, mirándome? —le pregunté
mientras recibía por su parte el primer beso de la mañana, un beso que, en
la Toscana, como que adquiría un sabor especial.

—Miro a la mujer más bonita del mundo y trato de asimilar que soy el tipo
con más suerte del planeta, ¿qué crees que será? —me preguntó poniendo la
mano sobre mi vientre.
—Un bebé, por lo que sé hasta ahora, un bebé. Y ya te advierto: vienen sin
libro de instrucciones, lloran a todas las horas, gastan pañales a cascoporro
y no les duelen prendas de chafarles planes a los padres con vomitonas
inesperadas, males de garganta y rabietas varias, ¿estás preparado para eso?
—le pregunté con sonrisa maléfica.

—Sí, y mira que, dicho así y de buena mañana, más de uno habría salido
corriendo—me advirtió risueño.

—Pues eso es lo que hay. Yo es que ahora los despertares los tengo mucho
más chungos, también te lo advierto. Resulta que he de tomar descafeinado
por lo del embarazo y como que eso a mí no me hace ningún efecto.

—Vaya por Dios, y yo que quería prepararte el mejor desayuno del mundo
—Me besó de nuevo.

—Lo llevas crudo, pero que muy crudo.

—Déjame hacer un intento, ¿vale? Tú solo tienes que ponerte algo de


abrigo y salir al jardín.

—¿Me has visto a mí pinta de rosa o algo? Sé que soy la caña, pero también
puedo darte un pinchazo con una espina, que ya te he dicho que no ando de
buen talante nada más despertar.

—Tú me pinchas con lo que te dé la gana—Me sacó la lengua.


—Pero recuerda que mi despertar es peor que nunca y que no sé qué se me
ha perdido a mí en el jardín.

Relatando, me puse un jersey muy calentito y salí, todavía con el pijama


abajo, eso sí.

—¿Y ahora? ¿Se te ha perdido algo o no? Mi abuelo creó este rinconcito
para desayunar con mi abuela y decía que no había un lugar mejor en el
mundo para empezar el día.

—Ay, por favor, qué cosa más bonita—Me salió solo, junto con una
luminosa sonrisa.

El rincón sí que era una cucada total y sobre él podía verse todavía un
rótulo artesanal, decorado por su abuelo, en el que se leía “El rincón de
Beatrice”.

Me pareció un detalle tan bonito que casi estuve a punto de dejar derramar
un buen puñado de lágrimas. Dante detectó lo vidrioso de mis ojos y me
besó.

—Alguien tiene un buen festival de hormonas en su interior, ¿puede ser? —


me preguntó.

—No te lo imaginas, es que me paso el día con el pañuelo en la mano. Yo,


que me reía de la sensibilidad de mi madre cada vez que se quedaba
embarazada, y mírame ahora.
—Ya, yo es que eso no lo experimenté. Mi madre es que la sensibilidad no
la conoce ni embarazada ni sin embarazar—me comentó.

—Ya, ya, doy fe. Oye, qué solecito más bueno, ¿no? —Me puse la mano de
visera porque ya lo tenía encima de mí.

—A disfrutarlo, preciosa, en un periquete te traigo el desayuno. Y después,


si te apetece, puedes venirte conmigo a los viñedos. Aunque también te
puedes quedar descansando si quieres, ¿vale?

—No, no, a mí no me dejas aquí por muy bonita que sea la casa. Yo me voy
contigo, que no tengo tanto tiempo para disfrutar de la Toscana y muero por
hacerlo, ¿sabes?

—Te propongo una cosa: mañana, antes de marcharnos, podríamos pasar el


día en Florencia, ¿sí? —me ofreció.

—¿En Florencia? Acabas de darme en todo el cantito del gusto. A eso no


pienso negarme—Lo besé.

—Ni a tomar un buen desayuno tampoco ni mucho menos a tomarte tus


medicinas—me aclaró.

—Ey, ey, ¿esto no puede considerarse una forma de maltrato? Porque a mí


me está pareciendo que sí. Te lo advierto, podría denunciarte por menos—
Reí.
—Joder, la que me ha caído—Hizo como que apretaba el gatillo de una
pistola imaginaria que ponía en su sien.

—No lo sabes tú muy bien. Oye, yo todavía no he tenido ningún antojo,


ahora que lo pienso. Y ya va siendo hora…

—Vale, pues mientras piensas en ello, voy preparando el desayuno o


anochecerá antes de que vayamos a los viñedos, ¿te he hablado ya del vino
que hacen aquí?

—Ni mijita. Es más, ni siquiera has tenido la decencia de darme a probar un


poco—le recriminé.

—¿En tu estado? Mujer, ahora no puedes.

—¿No puedo tomar un poco de vino? Madre mía, tú estás tarado. Vamos a
ver, italiano de mis amores, no puedo coger una tajada como un piano,
obvio. Pero tomar una copita de vino, ¿eso dónde está escrito?

—No puedes, no puedes. Recuerda tus medicinas, ¿es o no es?

—Vaya, que tú te has empeñado en que me coja el toro y me cogerá. Pues si


no voy a probar el vino, mejor ni me hables de él, a no ser que quieras
ponerme de mala leche.

—No, no quiero—Negó con la cabeza.


—Mejor, porque tú de mala leche no me has visto todavía, que lo sepas
también.

—Tampoco te pases tanto, que eso más o menos sí que lo he visto. Ya sé yo


del pie que cojeas cuando te mosqueas—Me besó, era un amor, y con
mucha paciencia.

—De eso nada. Un día de estos me enfadaré de verdad contigo para que
vayamos haciendo las prácticas—le sugerí.

—No, no, créeme que no es necesario, bombón. Venga, venga, que te traigo
el desayuno.
Capítulo 17

Seguía sin poder imaginar un lugar mejor para el reencuentro con Dante que
aquel.

Conforme miraba por mi ventanilla del coche en aquella luminosa mañana,


pensaba que pocos sitios en el mundo podrían contar con el delicioso
encanto de ese mágico rincón italiano.

—¿Se puedes saber en qué piensas? —me preguntó en él.

—En que me siento como una de las protagonistas de esas pelis que los
italianos rodáis aquí, en estos parajes, solo que a mí me falta la pamela—
Reí.

—A mi niña que no le falte de nada. Si tú quieres una pamela, luego iremos


a comprarla, ¿vale? —me ofreció con esa seductora sonrisa suya que hacía
que se me subiese hasta la tensión con solo mirarme.
—Si no me dará tiempo ni a ponérmela, este viaje será visto y no visto, ¿no
te has dado cuenta?

—Sí que me he dado, sí, ¿y qué? ¿Acaso no volveremos pronto? —me


preguntó.

—Por mí, sí, sin duda. Este lugar es mágico, yo quiero volver aquí muchas
veces.

—Genial, porque yo soy mago y pienso hacer que eso sea así, te lo prometo
—Me guiñó el ojo.

Si atractivo me parecía de por sí, no digamos ya aquella mañana y


conduciendo. Yo le sentaba bien a Dante y Dante me sentaba bien a mí, era
algo recíproco y de lo que ambos estábamos seguros.

El buen rollo entre ambos se dejaba notar. Estábamos disfrutando como


locos de unas horas que exprimíamos como si fueran uno de esos exquisitos
zumos de cítricos que él había preparado para el desayuno.

Además, que yo lo miraba y Dante estaba distinto. Obvio que acababa de


recibir una de las noticias más impactantes—y yo esperaba que felices—,
de su vida, la de que iba a ser padre. No obstante, había algo más y yo creía
saber lo que era: por fin se había liberado del peso de su secreto familiar,
ese que debía pesarle como una puñetera losa.

Todo iba viniendo a su sitio. Demasiadas casualidades desde que nos


conocimos y nosotros sin saberlo, hasta entonces. Por fin las cartas estaban
encima de la mesa, por fin… Y luego estaba lo de mi embarazo: una total
sorpresa que de pronto nos hacía inmensamente felices porque, aunque
había sido inesperado, también era el fruto de nuestro amor.

Esos viñedos que se alzaban ante nosotros, por otra parte, constituían
nuestra salvación. Me refiero a que se trataban de una fuente de ingresos
importante, y que también fue inesperada para Dante.

No en vano, cuando él salió de Roma para trabajar como modelo en Milán


ignoraba cuánto tiempo debería estar fuera hasta contar con el dinero
suficiente para plantarle cara a su madre. Y entonces fue cuando los viñedos
le sacaron de apuros, porque ellos le generarían importantes beneficios y,
una vez que todo estuviera organizado, le permitirían volver a Roma.

Dicen que después de la tempestad viene la calma y esa era la sensación que
yo tenía, aunque no sería calma precisamente la que nos proporcionara
Sabina cuando se enterara de nuestros planes.

De veras que, por mucho mal que esa mujer me hubiera hecho, yo no
pretendía hacerle daño. Y su hijo mucho menos. Aquella batalla no era por
ella, sino por Fabio, quien tenía derecho a crecer en un entorno sano y libre,
ya que, de seguir allí, al niño se le iría la cabeza también, que para eso
contaba con una madre perturbada y maléfica.

Llegamos a los viñedos y contemplé su belleza en toda su extensión, gracias


al primer sol de la mañana.

—Esto enamora—murmuré sin pensarlo.


—Tú enamoras, tú sí que enamoras—me besó—. Y lo que llevas en tu
interior, eso ya no te digo nada.

Una estampa cien por cien familiar y vivida en la Toscana que nada tenía
que ver con la fiesta y el desenfreno que yo busqué en Roma al comienzo
del curso.

Todo, absolutamente todo, había avanzado a un ritmo vertiginoso. Era rollo


“o te subes o te quedas en tierra”. Y yo me había subido a aquel carrusel de
emociones que me llevaba directa a una relación estable que, sin haberla
buscado, me había surgido.

Los trabajadores lo miraban de soslayo. Dante sonreía y me exhibía como


algo valioso para él, no haciendo ostentación de nada, sino con humilde
alegría.

—¿Qué miras? —le decía yo porque me encantaba escuchar sus palabras en


momentos así, en los que la alegría le desbordaba.

—Que todos están pensando en la suerte que tengo, y que no se equivocan,


¿tú dónde has estado hasta ahora? —Me besó.

—Buscándote por todos los lados, capullo, mejor no me tires de la lengua—


Reí.

—Y yo sin saberlo, la madre que me trajo al mundo—Rio conmigo.


—A esa ni la menciones, que todavía hará que nos duela la cabeza—
murmuré.

—Pero no hoy. Hoy es perfecto, ¿y sabes por qué? Porque estoy en el mejor
sitio del mundo y con la chica más preciosa que jamás he conocido, por eso.
Ah, y con un proyecto de vida que me hace enormemente feliz. Mira,
puedes esperarme allí, en aquel banquito, ¿tiene o no tiene encanto? —me
señaló a uno que había en uno de los laterales de esos idílicos viñedos que
iban cambiando de tonalidad conforme la brisa los acariciaba.

Me declaraba fan de aquel lugar y más cuando descubrí las preciosas fotos
que allí podían tomarse. Sin más, comencé a posar para llevarme algunos
selfis que enviarles a las chicas, y también a mi madre, quien estaba
siguiendo toda la historia como si se tratase de un culebrón, al otro lado del
teléfono.

Dante hablaba con los trabajadores y se dejaba aconsejar. No por ser el


dueño de todo aquello llegaba apabullando y dando órdenes a diestro y
siniestro, sino que su actitud era la de aprender de los hombres que habían
crecido en aquellas tierras y que llevaban la vid en su ADN.

Seguía ensimismada tomándome esos selfis cuando él apareció por atrás,


saliendo en uno de ellos, de improviso, y de la nada…

—Mágico, esto es mágico—entonó feliz cuando lo vio.

—¿El selfi es mágico? —me burlé.


—Lo nuestro, lo nuestro es lo mágico—matizó él mientras me miraba
amoroso y comenzaba a comerme a besos.
Capítulo 18

Dante me llevó a almorzar a un sitio maravilloso. Todos por allí lo eran,


vale. Aun así, aquel contaba con un encanto sin par.

Yo estaba verdaderamente maravillada en aquel pequeño restaurante de una


aldea, una de tantas que salpican la Toscana y que hacen de ella un
verdadero regalo para los sentidos.

En una calle de esas de cuento, una que vale más por lo que callan sus
adoquines que por lo que contarían en el caso de poder hablar, se encuentra
ese precioso restaurante en el que nos trataron con mimo.

Su dueño, Roberto, ya conocía a Dante por eso de que fue su amigo de su


abuelo, por lo que lo trataba a cuerpo de rey. Y por extensión a mí me hizo
sentirme como una mismísima reina desde que llegamos.

—Te vas a quedar con los ojos en blanco, te lo aseguro, porque aquí
fusionan como auténticos maestros la comida tradicional italiana con las
nuevas tendencias en cocina. De veras que este sitio tiene algo que
engancha, no querrás comer en otro—me indicó mientras yo comenzaba a
echarle un vistazo a la carta.

—Madre mía, qué bien suena todo. No me será fácil elegir—le comenté
mientras releía la elaborada carta de arriba abajo.

—Qué decepción. Yo creí que tú ya habías elegido—me comentó con


segundas él de lo más risueño, porque si algo estaba en aquellos días era
eso: increíblemente risueño.

Por mi parte, yo no sabía cómo ponerme y me puse feliz, porque encontrar a


Dante les había devuelto a mis mejillas el color que habían perdido. Y
encima, encontrarlo en un lugar como aquel, en el que cada movimiento
equivalía a una experiencia, supuso un plus que no sería fácil de olvidar.

—Mmmmm, igual algo sí que he elegido—Lo miré libidinosa.

—Mejor, pues vayamos entonces al tema de la comida. Deberías probarlo


todo, pero como no podemos quedarnos aquí una semana, yo te
recomendaría su lasaña, porque es una versión que no olvidarás, y también
su parmesano en texturas, si te gusta experimentar—me aconsejó.

—Me gusta, me gusta experimentar, ¿todavía no te has enterado? —Lo


piqué un poco, mirándolo de forma lujuriosa de nuevo.

—Una miradita más así y terminaremos haciéndolo en el baño—me


advirtió.
—Me coartas, no me dejas mirarte como quiero si no es con amenazas—
Reí.

—Tómatelo como una amenaza, sí, porque en cierto modo lo es. Preciosa,
¿tú eres consciente de lo guapísima que estás desde que te has quedado
embarazada? —me preguntó mirándome fijamente.

Si él hubiera sabido que lo veía tan atractivo que todavía cuando me miraba
de esa forma me intimidaba, se habría partido de la risa. Atractivo era hasta
decir basta.

—Así que muy bonito. Ahora estoy guapa por mi embarazo. Y entonces,
¿antes cómo estaba? —le pregunté para que no tuviese más remedio que
seguir diciéndome cositas.

—Siempre has estado despampanante y lo sabes. Es solo que el embarazo te


ha dado como un plus, únicamente eso, mi vida—Me sonrió con amplitud.

—¿Mi vida? Eso sí que suena muy bien. He de reconocer que estás ganando
puntos, todos los puntos que perdiste cuando te marchaste sin dejar rastro.
Es que desapareciste del mapa, condenado. Vaya susto, un poco más y me
sale el niño por la boca. Nunca más, no se te ocurra hacer una cosa así
nunca más en tu vida, ¿me has oído?

—Alto y claro, preciosidad. Además, es que te prometo que jamás se me


ocurriría hacerlo ahora, eso nunca, sabiendo lo que sé. Entonces es que no
tenía ni idea de que me quisieras y tenía que centrarme en lo que tenía que
centrarme—En su voz acusó la gravedad del asunto.
—Fabio va a estar bien, nosotros lo lograremos—Traté de mitigar su dolor.

—¿Tú eres consciente de que con tu decisión te metes conmigo en una


guerra? Podrías mantenerte al margen si quisieras, yo lo entendería. Y más
en tu estado—me ofreció.

—¿Qué le pasa a mi estado? Estoy embarazada, no incapacitada. Además,


que yo también necesito participar en esto. No sabes lo mucho que quiero a
Fabio, no te lo imaginas—Entrecerré los ojos acordándome de su sonrisa.

Normal que desde el principio la de Fabio me pareciera una sonrisa


familiar. Sin saber por dónde venían los tiros la asimilé a la de uno de mis
hermanos, si bien era a la del suyo, a la sonrisa de su hermano Dante a la
que se me parecía.

—De veras que es una coincidencia impresionante. Fabio te adora, ¿tú


sabes lo que supone eso para mí? Aparte de saber que contigo está cuidado.
Que, al menos cuando tú estás en la casa, él es feliz—Sus ojos se
empañaron recordando a ese adorable enano.

—También Dulceida hace su vida más bonita. El niño tiene esa suerte. Y de
ti no se ha olvidado en absoluto, ya te digo que tiene vuestra foto a buen
recaudo—Lo cogí de la mano.

—Hasta que tú llegaste, era todo lo que me quedaba en la vida. Ahora me


siento muy afortunado, no sabes cuánto.

—Lo entiendo. La familia es muy importante, que me lo digan a mí.


Aunque te echen buenas broncas, que también. Mi padre montó en cólera al
saber lo de mi embarazo, ya te lo puedes imaginar. Él quiere llevarnos a sus
hijos rectos como velas, y va ser que no.

—A mí querrá matarme entonces…

—Y encima es militar, lo que le convierte en un hombre armado. Pero


tranquilo, que mi madre lo lleva por donde quiere al final. Y ella, aunque
preocupada, también está loca con el embarazo. Que no es que él no, ya
verás cuando su nieto nazca, se volvería loquito. Es solo que le cuesta más
digerirlo, poco a poco.

Lo que no nos costó digerir fue aquella comida que coronamos con una
tarta de queso deliciosa. La compartimos porque ya no nos entraba nada
más y después nos fuimos a reposar la comida a la casa. No se nos ocurrió
ningún plan mejor que ese tan apacible y que tan felices nos hacía.
Capítulo 19

En las pocas horas que llevaba en La Toscana ya había disfrutado


muchísimo de ese lugar incomparable, pero estar en casa con Dante suponía
el mejor de todos los planes.

Yo no podía negar que lo mucho vivido—y de la forma tan intensa que lo


hice—en las últimas semanas, me había dejado un tanto agotada. Y lo de mi
ingreso y demás tampoco ayudó, así que necesitaba reponerme.

De haber podido elegir, aquel habría sido sin duda el lugar escogido por mí
para cargar pilas. No era el caso, así que el lunes estaríamos en Roma y
aquellos días quedarían en nuestro recuerdo.

Vivirlos con Dante y hacerlo sacándole el jugo a cada uno de los segundos
era mi obligación, de modo que disfruté muchísimo de aquella ensalada que
preparamos juntos para cenar.
Obvio que, después del homenaje que nos dimos al mediodía, no era plan
de volvernos a poner hasta las cejas, de modo que nos encargamos de esa
ensalada al mismo tiempo que Dante encendía la chimenea.

Hubiera podido quedarme a vivir en aquel sitio con los ojos cerrados.
Incluso sentía que, al haber sido el escenario de nuestro encuentro, yo me
sentiría unida a él de por vida.

Dante le dio un toque especial a la ensalada con unos frutos secos que
trituraba y con los que la aderezaba, y nos sentamos a comerla, del modo
más informal del mundo, en la mullida alfombra que había delante del sofá.

Así, de una forma tan desenfadada, entre confidencias, cenamos.

—No sé cómo lo haremos cuando lleguemos a Roma, ¿sabes? Tengo que


confesarte que creo que dormir contigo se va a convertir en una verdadera
adicción para mí, ¿crees que podremos arreglarlo de alguna forma? —me
preguntó con la más pícara de las sonrisas.

—Oficialmente estará más complicado que les deje a las chicas colgado el
piso a estas alturas del partido. Además de que la pitufa está en la misma
tesitura y no lo ha hecho. Pero claro, en la práctica, a ellas les importa un
bledo dónde y con quién duerma yo—le aseguré.

—Eso suena genial. Cuenta con que yo pagaré tu parte del piso, no quiero
que andes con estrecheces, y menos ahora.

—Mira por dónde ahora resulta que me he echado un novio rico. No,
hombre, eso no puede ser, que yo todavía tengo dos manitas para trabajar.
—Ya, pero igual no has contado con el pequeño detalle de que el trabajo en
casa de mi madre no te durará demasiado, ¿no?

—Mira, en eso no había caído, no—Me tapé la cara con un cojín, que
enseguida él retiró, y nos echamos a reír ruidosamente.

Ya se vería todo, porque dormir con él sí que dormiría, eso también lo tenía
yo claro. Dante igualmente era adictivo para mí y yo no me imaginaba las
noches sin él, menos aún embarazada como estaba.

En realidad, no sabría muy bien cómo definirlo, solo que tenía la sensación
de que mientras los tres—nosotros dos con nuestro bebé—,
permaneciéramos juntos, todos nos iría fenomenal. Por esa razón, no quería
ni pensar en que las cosas se torcieran en ningún momento, porque esa idea
me robaba la tranquilidad que por fin comenzaba a saborear.

Tras la ensalada, Dante me ofreció postre, algo que rehusé porque estaba
hasta la bandera.

—¿Al peque no le apetecen profiteroles? Mira que los tengo de una


pastelería cercana y, si no son los mejores del mundo, deben ser los más
parecidos. Los he traído expresamente para vosotros—Se acercó y puso la
cabeza en mi vientre. Todavía no aparecía abultado, todavía no notaba yo
sus patadas ni sus movimientos, aunque comenzaba a desearlo.

—Te lo agradezco mucho, pero va a ser que no. Oye, tú no seguirás


pensando en eso de que cuando una mujer está embarazada debe comer por
dos, ¿no? Porque te garantizo que es un camelo y que ni de coña.
—Yo solo quiero cuidarte, pequeña, solo es eso. Si me paso y me vuelvo un
moñas, me lo dices, no sea que al final te fijes en otro que te parezca más…

—¿Más empotrador? Tranquilo que no—Me eché a reír a mandíbula


batiente al notar su temor.

Dante no era un moñas para nada, solo que pese a que tenía unos rasgos
varoniles muy marcados no solo en el físico, sino también en su forma de
ser, igualmente contaba con un lado sensible que me llevaba al máximo de
la ensoñación. Jamás podría ver eso como un defecto, y menos cuando me
ponía como una moto solo con mirarme, solo con ponerme un dedo encima,
aun sin necesidad de hacerlo con intenciones sexuales.

Estábamos tan a gusto en esa confortable alfombra, mimándonos,


acariciándonos, haciendo bromas y contándonos nuestras cosas, que apenas
nos dimos cuenta de que el sueño nos estaba rindiendo.

El tiempo, ese tiempo que durante las semanas que estuve buscando a Dante
pareció ralentizarse al máximo, se había activado de pronto, corriendo que
se las pelaba.

Las horas juntos pasaban demasiado rápido, aunque esa rapidez no impedía
que las degustáramos al máximo, como hicimos esa noche en la que ambos,
sin darnos cuenta, terminamos dormidos abrazados y sobre la alfombra, sin
ni siquiera irnos a la cama.

Tampoco es que el tiempo lo hubiésemos desaprovechado, ya que antes de


preparar la cena nos dimos un buen lote en la cama, de forma que íbamos
servidos para unas cuantas horas.

Cómo se saborean las cosas cuando sientes que no tienes más ocupación
que esa: que la de saborearlas. El gusto que me estaban dejando aquellos
días en el paladar era de lo más dulce y dormí saboreando la miel de esa
dulzura que ya creía haberme ganado.
Capítulo 20

—Yo no me quiero ir hoy de aquí, es que no quiero—le repetía mientras


abría un ojo al día siguiente. Luego lo cerraba, como si eso pudiera evitar
nuestra marcha, para finalmente volver a abrirlo.

—Pronto volveremos, mi amor. Y ojalá que cuando lo hagamos pueda venir


Fabio con nosotros—suspiró.

—Ojalá, porque lo vamos a conseguir, de eso estoy segura. Otra cosa es que
vaya a ser rápido, eso lo dudo un poco más.

Lo miré y corroboré que el lugar en el que estuviéramos sería lo de menos,


que yo lo que deseaba era estar con él, y que eso no lo podría evitar nada ni
nadie.

Antes de que siguiera mirándolo de esa forma, tan embelesada, él se deslizó


hacia mi cintura y con sus dedos retiró mi delicado tanga, uno de encaje en
color vino tinto que yo llevaba a juego con un sujetador del mismo color, y
que tampoco tardó en retirar de mi cuerpo.

Unos minutos antes, él se había levantado para encender de nuevo la


chimenea, por lo que el ambiente estaba sumamente caldeado. Y más que se
pondría en pocos minutos, ya que su cuerpo ardía al contacto con el mío.

El dolor que me produje yo solita en mi labio inferior al mordérmelo con


insistencia mientras su lengua disfrutaba del inicio de su incursión en mi
sexo me indicó que estaba deseosa de él, mucho.

—¡Caray! —me reí y provoqué también su risa, al notar que mis ganas
habían provocado que me mordiese más fuerte de la cuenta.

—Ven aquí, amor, no te hagas tú daño, mírame—Pasó sus dedos


delicadamente por mis labios antes de volver a hacer eso que hacía en la
zona sur de mi cuerpo y que tan bien se le daba.

—No, no, tranquilo, Tú a lo tuyo—le indiqué entre risas.

—¿Y qué es lo mío si es que puede saberse? —me preguntó de lo más


simpático.

—Hacerme de Satisfyer, eso es lo tuyo. Y no se diga más—Le metí la


cabeza en mi sexo y él es que se partía.

—Explotado, me tienes explotado—Seguía desternillado de la risa.


—Quiero mi cunnilingus—le dije a lo Estela Reynolds y él no podía más, se
tronchaba.

—Si sigues así, no lo vas a conseguir. Estas cosas requieren su


concentración, ¿es que no lo sabes? —me preguntó burlón.

—Pues eso es lo que tienes que hacer: ya me puedes ir haciendo el


cunnilingus, venga…

Y anda que no lo hacía bien. Un don parecía tener. Si hay sensaciones de


vivir el paraíso sin tener que abandonar este planeta, esa debe ser una de
ellas.

Me lo estaba pasando genial, riendo y disfrutando al mismo tiempo, hasta


que por fin se puso a fondo a ello y en ese momento es que tuve que arañar
las sábanas.

—Amor, tú tienes un don para esto—le confesé entre gemidos—. Como


sigas así, me pondrás los ojos en blanco. Si luego no vuelven a su ser, habrá
sido tu culpa—le decía yo, gemido va y gemido viene.

—Eres única, preciosa. Hasta con los ojos en blanco te querría yo, no te
quepa duda—me decía él, sin parar de darle al asunto.

—¿Tú me quieres? Pues venga, dale, demuéstrame cuánto me quieres—lo


provocaba más y más.
No, si de verdad el placer que me estaba produciendo tenía que ver con lo
que me quería, Dante debía quererme una barbaridad, puesto que aquella
mañana terminé gritando ese orgasmo de tal modo que agradecí que no
tuviésemos vecinos de esos de pared con pared.

—Sublime, me muero cuando gritas así—me indicó él después de haberme


probado y de dejarme las piernas tan temblorosas que, de haberme tenido
que poner de pie, apenas me hubieran sostenido.

No, no teníamos que ponernos de pie. Tan solo me hizo arrodillar y


ponerme el pecho contra el sofá, dándole la espalda, para comenzar a
penetrarme poco a poco mientras abría los brazos y me agarraba a los
cojines, pensando que en ellos podría ahogar unos gritos, que finalmente no
opté por ahogar, sino por dejar salir de la forma más natural posible.

Así volví a correrme para él, y entonces me dio la vuelta, sentándome en el


filo del sofá, con la cintura hacia fuera, de modo que pudiera ofrecerle mi
sexo de frente.

Duro, Dante estaba muy duro, y yo tragaba saliva de un modo sofocado


comprobando cómo entraba nuevamente en mí con toda esa dureza y cómo
sus labios se iban hacia mis pezones, succionándolos con fuerza.

—Sigue así, sigue así, por lo que más quieras—le decía yo notando que no
tardaría en volver a pasarme, pues había activado el “modo orgasmo” y este
parecía tener ganas de seguir funcionando.

Su cara, esa cara pícara cada vez que veía que me iba a suceder, me
encantaba. Era una cara de esas que te comerías enterita y no, no lo hice,
aunque mis labios sí dieron buena cuenta de los suyos mientras él
aumentaba de intensidad.

Para cuando vine a correrme por última vez, antes de que Dante se
desparramase en mí, ya notaba que la vida se me iba en ello, que el sexo
con él era sublime y que se convertiría en otra de mis adicciones.

Después permanecimos juntos, sin que él saliera de mí, durante un largo


rato en el que dejamos que fueran las sonrisas y las caricias las que
hablasen.

Cierto que yo aún no había sentido un antojo como tal, aunque el


permanecer así con él sí que se me había antojado. En general, se me
antojaba todo lo que tuviese que ver con su persona. Estaba enamoradísima
de Dante, tan enamorada que a veces me reía de mí misma al ver cómo me
quedaba ensimismada mirándolo, como si Dante fuese mi principio y mi
fin, ya que así lo sentía.
Capítulo 21

Dante hizo su equipaje y estuvimos en el coche en un pis pas. Eso sí,


primero se aseguró de que yo hubiese desayunado como era debido.

Justo al subirme, me llegó un mensaje de Carlo, de lo más cariñoso,


preguntándome cómo iba todo.

—Es Carlo, no te puedes imaginar cómo se ha involucrado en este asunto y


lo mucho que me ha ayudado a encontrarte y a que todo saliera bien. Es un
gran amigo—le comenté.

—¿Y él siente lo mismo hacia ti? —me preguntó mientras arrancaba.

—Qué listo eres tú, ¿no? Pues me temo que el pobre siente algo más que
amistad por mí, aunque ya le he dejado claro que no tiene nada que hacer,
que mi corazón está ocupado, ¿mejor así?
—Mucho mejor—me confirmó—. Eso sí, lo que me cuentas le da mayor
valía a su gesto, eso también es verdad.

—Pues sí, verdad, verdadera. Es un amor de chico, tengo que estarle muy
agradecida. Se lo estaré siempre.

—Oye, ¿y Piero? ¿Ese sigue ofreciendo su mejor versión? —me preguntó.

—Sí. Vaya regalito que le tocó en suerte a mi amiga. Y encima es que no se


despega de ella, el muy desgraciado. No te imaginas lo harta que me tiene.

—¿Y ella no abre los ojos? Por lo que sé, el tipo se ha cubierto de gloria
desde el primer momento.

—Y eso que tú no llegaste a ver nada: a mí me tiene la guerra declarada el


pedazo de patán, porque le canto las cuarenta cada dos por tres, también hay
que decirlo. Y pienso seguir haciéndolo, que te conste. Es un mierda y
conmigo se quita la careta por completo. Eso sí, luego llega la pitufa y todo
es “paz y amor”. Está manejándola a su antojo, no lo puedo soportar.

—Ya caerá, no te preocupes. Joder con Piero, yo no lo conocía demasiado,


tampoco llevábamos tanto tiempo trabajando juntos, pero de haberlo sabido
os hubiera advertido. Lo siento—se disculpó.

—Tú no tienes la culpa. La tiene él, que es un maldito miserable, él es quien


la tiene. No te puedes ni imaginar el coraje que le tengo, es que no te lo
puedes imaginar.
—Ya, amor. Ya caerá, ya lo verás—me consoló porque ese tema me ponía
de los nervios y se me notaba.

—Ojalá, porque encima no tiene un pelo de tonto. Que le tendimos una


trampa y nos descubrió de momento, el muy hijo de mala madre—le conté.

—¿Una trampa? Y seguro que salió de ti, mi pequeña revolucionaria. Me lo


tienes que contar todo, seguro que salió de ti.

—Hablando de contar todo. Que sepas que la pitufa será la madrina del
bebé, eso no se discute—le comenté.

—Por supuesto que no, no osaría yo discutir ninguna decisión que haya
tomado su madre—me aseguró.

—Así me gusta. Tampoco tú pareces ser tonto—Reí.

El resto del tiempo hasta llegar a Florencia nos lo pasamos cantando. Me


encantaba comenzar a hacerlo yo y luego ponerle un micrófono imaginario
delante de los labios a él, para que me siguiera.

Con Dante todo era diversión, así que en menos de lo que canta un gallo, y
nunca mejor dicho, ya estábamos allí, disfrutando de sus impresionantes
calles, cogidos de la mano.

—Te prometo que es mucho mejor todavía de cómo me la había imaginado.


Y mira que he visto reportajes, leído libros y mil artículos sobre Florencia,
pero no. Hay que estar aquí para saber apreciarla de verdad, ¿tú lo notas? —
le preguntaba yo de lo más emocionada.

—Sí que lo noto. Verás, conozco Florencia muy bien, he venido muchas
veces y, aun así, reconozco que siempre, en cada visita, descubro algún
nuevo rincón que me deja patidifuso. Es demasiado bonita, le pasa como a
ti—Me besó.

—Qué bobo eres, pues claro que no. Yo lo soy mucho más, eso es evidente
—me mofé de él mientras que seguíamos paseando y apenas podía cerrar la
boca por las muchas maravillas que tan emblemática ciudad nos ofrecía.

De siempre quise ir de Erasmus a Italia y, aunque no sabía en qué ciudad


podría llegar a cursar mis estudios, tenía muy claro que uno de mis
objetivos era contemplar Florencia con mis propios ojos.

Sabedora de que es imposible ver todo lo que la ciudad tiene para enseñar al
visitante en un día, tenía la certeza de que ya volveríamos por allí, si bien en
ningún caso quería perderme todo lo que pudiera llevarme impregnado en
las retinas desde aquella primera visita.

Imposible también no acordarme de Heba, dado que mi amiga moría por


ver Florencia, así que le hice una videollamada desde la famosísima Piazza
della Signoria, un lugar magnífico donde los haya.

—Ey, pero qué maravilla—me comentó ella cuando enfoqué—. Aunque lo


mejor es ver tu carita de felicidad. Apuesto a que Dante no está ni a un
metro de ti—me comentó, muy contenta por mí. Yo la tenía al tanto de
todos mis movimientos y ella los estaba disfrutando en la distancia.
—No te equivocas, te lo voy a enfocar a traición—le comenté mientras
dirigía la cámara hacia él, quien mostraba su mejor sonrisa.

—Hola, Heba, ¿cómo estás? Yo aquí flipando con tu amiga, loco con la
noticia de que voy a ser padre—le indicó él enseguida.

—Anda qué guay, cuánto me alegro de que estés así de contento. Y suerte
que has tenido, si llegas a renegar de mi ahijado, no tienes Italia para correr,
que lo sepas—le advirtió.

Aunque mi niña estaba haciendo de tripas corazón por bromear con


nosotros y tal, yo notaba su apuro. Por detrás, se escuchaba la voz de Piero,
como apremiándola para que soltara el teléfono.

—Heba, mi niña, ¿pasa algo? —le pregunté preocupada.

—Bueno, guapísimos, es que me habéis pillado en muy mal momento. Os


tengo que dejar, ¿vale? A disfrutar, os veo mañana—nos dijo a toda pastilla
antes de colgar.

—No pinta nada bien, no—me dio la razón Dante en cuanto la llamada
terminó—. Yo te ayudaré con esto, te lo prometo.
Capítulo 22

Mientras almorzamos, Dante habló con el propietario de su piso, ese que


había dejado vacío cuando decidió marcharse de Roma con rumbo incierto.

Pues bien, tuvo toda la suerte del mundo porque el hombre lo tenía todavía
sin alquilar, además de que le alegró mucho saber que Dante sería quien
volviese a vivir allí.

—Un problema menos, porque me veía esta noche en un hotel, preciosa.


Pero contigo, eso sí, que desde ya te aviso de que no te va a ser sencillo
librarte de mí.

—Ya, ya, pobre mártir. No, hombre, no, yo te hubiera permitido que
hicieras de okupa en mi dormitorio. Total, ya sabes que la pitufa nunca
duerme allí. Me alegro por ti, eso sí, que lo de no saber ni dónde vive uno
debe ser el lío del monte Pío, como decimos los españoles—Reí.
—Vaya frase más graciosa. De sorpresa del todo tampoco me cogería,
porque ya me estoy acostumbrando a que mi vida sea muy azarosa, aunque
volver a mi antiguo piso me reconforta. Además, que yo lo dejé todo
amueblado y a mi gusto, menuda pasta le metí. Y tuve que abandonarlo de
la noche a la mañana, me dio mucha penita, la verdad. El hombre no se
portó mal y me dio una compensación económica que cubría en parte la
inversión. Aun así, me dio mucho coraje, porque yo lo tenía todo a mi gusto
y, de momento, puede valernos muy bien, ¿no? —me preguntó.

—Tú no te preocupes por nada, que el piso está de escándalo. Yo lo veo


todo genial, no le des más vueltas a la cabeza y vamos a disfrutar del día,
¿vale? Ya sabes que estoy alucinando con Florencia—le comenté tras el
almuerzo en el que degustamos minestra di farro y lasagne bastarde, dos
platos típicos toscanos que me encantaron.

Ya lo teníamos todo planteado. A media tarde volveríamos a Roma, ya que


al día siguiente yo reanudaba mis clases y mi trabajo. En cuanto a Dante, él
podría seguir dirigiendo sus viñedos desde la capital mientras que buscaba
un abogado competente que le ayudara a lograr la custodia del pequeño
Fabio.

Poco a poco, se iba abriendo cada vez más conmigo respecto a ese tema,
comentándome cómo había sido su vida familiar. A mí, que procedía de una
familia en la que todos hacíamos piña, me daba una penita increíble
escuchar que hablase en esos términos.

—La mía es que no es la familia de Jake Sully, el prota de “Avatar 2” —se


lamentaba él—. Ojalá nosotros hubiéramos podido permanecer todos
juntos, pero no. Mi madre se carga todo aquello que toca y, por muchos
esfuerzos que hizo mi padre, ella terminó por hacer añicos mi familia—se
lamentaba.

—Ahora tendrás tu propia familia, cariño, ¿has pensado en eso? Ya no


tendrás que lamentarte por nada, ahora podrás hacer las cosas a tu manera.

Dante, qué duda cabe, andaba algo traumatizado por la huella que su madre
había dejado en su familia. A mí no es que me extrañara ya que, de haber
sido yo quien sufriese el maltrato por parte de esa mujer desde pequeña,
probablemente estaría peor que él, mucho peor. Bastante fuerte era y
bastante bien que lo llevaba.

Esas horas las pasamos callejeando felices y cómplices, sin soltarnos de la


mano ni un momento por todo el centro histórico e hicimos una parada para
tomarnos varias fotos en el Ponte Vecchio, todo un símbolo florentino.

Queríamos aprovechar el día al máximo, por lo que buscamos un lugar


especial para ver el atardecer que, dado que se trataba del mes de enero, se
produciría pronto.

Para ello, nos dirigimos a la Piazzale Michelangelo y nos acoplamos en uno


de los mejores miradores de la ciudad, desde donde divisamos una pueta de
sol de esas imperdibles tras la cual terminamos besándonos de la forma más
romántica posible.

El fin de semana, con ese beso, llegaba a su final. Nos habría encantado
poder estirarlo algo más, pero no nos fue en absoluto posible. Tocaba volver
a casa y darnos de bruces con la realidad.
En cualquier caso, no era ningún problema hacerlo. Obviamente, los
problemas son mucho menores si tienes con quien compartirlos. Dante y yo
habíamos encontrado en el otro un gran apoyo a la hora de afrontarlos y, por
si eso fuera poco, compartíamos un precioso proyecto de vida juntos en
compañía de la personita que ya se estaba formando en mi interior, a quien
había de sumarle a Fabio.

—¿Qué piensas? —me preguntó él mientras conducía de vuelta a Roma.

—En que la vida es una concatenación de sorpresas, ¿te imaginas lo que


habría pensado, el primer día que llegué a casa de tu familia, si alguien me
hubiera vaticinado que yo terminaría viviendo con Fabio? Es para alucinar,
es como de peli de ciencia ficción.

—No, es de comedia romántica con niños incluidos o, más bien, lo


terminará siendo, porque en tanto llega ese momento mi madre lo convertirá
en una peli de miedo, más bien de terror—suspiró.

—A mí es que los malos de esas pelis a veces me dan risa, así que no te
creas que me voy a ir por la patilla solo porque a tu madre se le meta en el
moño hacernos la vida imposible. Yo no me voy a dejar amilanar ni por ella
ni por nadie, pero todavía mucho menos por ella. Será por la simpatía que le
tengo, la quiero yo más a mi Sabina—me burlé.

—¿Mi madre deja que la llames Sabina? Esa sí que es una novedad—
observó.

—No, no. De eso nada, ya sabes que ella es la señora de la Rosa—le


recordé.
—Eso ya me concuerda más. Y no te habrá dicho que le hagas una
reverencia de milagro—añadió.

—Podía haberlo intentado, solo que hasta ese día no le habría yo enseñado
lo bien que se me da hacer peinetas—le aseguré.
Capítulo 23

—Ahí tienes a tu amado—me comentó Carlo a la salida de clase, con una


sonrisa burlona en la cara.

—Ven, anda, le gustará conocerte—Le di un empujón para llevarlo hasta


donde estaba Dante.

—Ya, es a mí a quien no sé si me gustará conocerlo a él—me dijo por el


camino, mientras yo insistía.

Al llegar a su altura, ambos se dieron la mano.

—Neila me ha dicho lo mucho que has hecho por dar con mi paradero, te
estoy súper agradecido. Aquí tienes un amigo para lo que te haga falta, ¿ok?

—Ok, tío, cuídala mucho—Le comentó mientras salía andando, apenas se


detuvo.
Valía mucho Carlo quien, por cierto, me había comentado esa mañana que
seguía haciendo sus muchos esfuerzos por no meterse nada por la nariz.

En esas que vimos llegar a la pitufa, quien también se acercó a saludarlo.

—Te vuelves a marchar así y no sé lo que te hago, ¿tienes una idea de la


lata que me ha dado esta descerebrada por tu culpa? —Lo abrazó.

Todavía no lo había soltado cuando notamos una presencia que, ya de


entrada, se me hizo súper incómoda. Piero llegó hasta nosotros, pues
también solía venir a recogerla al mediodía, y los pilló abrazados.

Yo, que no participaba de ese abrazo, desde fuera tuve la ocasión de


observar con claridad la mala leche con la que los miró. De haber podido,
los habría fulminado a los dos.

—Oye, Heba, ¿puedes darte un poco de prisa? Tengo varios recados que
hacer—le dijo con tono más que serio, tratando así de que saliera corriendo
tras él, como si mi amiga fuese su perrito faldero.

—Piero, yo también me alegro de verte—le contestó con igual tono serio


Dante, ya que él tampoco estaba dispuesto a bailarle el agua a su antiguo
compañero de trabajo, que ni siquiera se paró a saludarlo.

—Perdona, tío, es que tengo mil cosas en la cabeza, ¿dónde te habías


metido? —le preguntó con desdén, solo por guardar un poco las formas, ya
que no debía importarle lo más mínimo.
—Por aquí y por allá, unos asuntos familiares terminaron por llevarme a la
Toscana—le indicó él sin darle demasiada cuerda.

—Ya, algo he oído. Vamos, que se te ha solucionado la vida de la noche a la


mañana con una herencia, así cualquiera—le soltó de nuevo con mal
talante.

—Vaya, parece que tengo que pedirte disculpas a ti por haber heredado, es
de risa la cosa—le indicó él.

—No, hombre, que eso es lo quisiéramos todos—intervino Heba, a quien su


novio seguía mirando mal por lo del abrazo.

—Exacto, solo que la mayoría tenemos que sudar la gota gorda para no
tener ni la cuarta parte de lo que a otros les cae directamente del cielo—
añadió el muy capullo.

Piero ya estaba en un plan insoportable del todo. Al principio de conocer a


Heba, al menos tenía la decencia de guardar las formas en público. Ya no,
ya se había convertido en un bocachancla que soltaba las idioteces
directamente como las pensaba y sin pasarlas por ningún filtro.

Mandaba narices que hubiera que soportarle solo porque fuera el novio de
Heba, pero no era plan de enfrentarse abiertamente con él y terminar por
perderla a ella, ya que cuanto más lejos estuviese de nuestra influencia,
mucho peor le iría a la pobre.

—Mira, no voy a entrar al trapo porque me parece ridículo, Piero. Nos


vamos, cuida de Heba, hazme el favor.
Tenía mucho estilo mi chico y sé que no le dijo unas cuantas cosas bien
dichas para no buscarme más problemas, así que se lo agradecí con un gran
beso.

—¡Te como esa cara! Y hablando de comer, vámonos ya, que hoy estoy que
muerdo, no puedo tener más hambre—le comenté.

—Venga, que te invito a esa pizzería que te gusta tanto, vámonos—Me dio
la mano y echamos a andar.

Una vez en la terraza, porque el sol volvía a lucir en Roma y daba gusto
sentarse allí, me contó.

—Ya tengo abogada. Se llama Giulia y es una de las mejores expertas en


Derecho de Familia de Roma—me comentó.

—Qué bien, ¿es mayor? Supongo que llevará toda la vida haciéndolo, ¿no?

—No, no creas, apenas tendrás unos años más que yo y, sin embargo, me
han dado las mejores referencias de ella. Mira, es esta—me dijo mientras
buscaba su despacho de abogados en Internet, en el que salía su foto como
socia fundadora.

—Anda, y qué guapa—le dije porque la chica era de una belleza


sobrecogedora, o sobrecogida me quedé yo al verla.
—Oye, que yo ya mujer tengo, ¿eh? Lo que buscaba era abogada, no
pienses nada raro—me indicó con una mueca graciosa.

—No, no, si yo no digo nada. Solo, eso sí, que debes haberte buscado la
abogada más guapa de toda Roma, pero que te repito que sigo sin decir
nada.

A lo tonto, el festival de hormonas que habitaba en mi interior se puso en


marcha y yo me puse… Pues yo me puse celosilla, las cosas como son. Era
la primera vez que me enfrentaba a una situación así siendo su novia y mis
pocos años pues como que no jugaron en mi favor.

—Ven aquí, boba, ¿no pensarás ni por un solo momento que te cambiaría
por ninguna otra? Oye, que yo me considero de lo más afortunado por
tenerte en mi vida, te garantizo que no estoy por la labor de hacer el tonto.
Además, que a mí esos juegos no me van, ¿te queda claro? —me preguntó
con sumo cariño mientras me besaba las manos.

—Más te vale, porque me acabo de dar cuenta de que igual estoy un poco
más sensible de lo que creía—le confesé.

—¿Un poco? Pues entonces todo está controlado. Venga, vamos ya a pedir,
que con el estómago lleno se piensa todo mucho mejor.
Capítulo 24

Llamé a la puerta de la casa con decisión. A partir de ese momento todo


cambió.

Mi mundo, tal y como yo lo había conocido hasta entonces, fue víctima de


una especie de “atentado” que lo voló por los aires. Lo que no sabía Sabina,
quien estaba en la inopia, era que el suyo estaba a punto de estallar también.

Dulceida fue quien me abrió la puerta, cosa que agradecí, ya que ver de
golpe a Sabina, con su cara de haber ingerido una ingente cantidad de
pepinillos avinagrados, como que me daría la tarde, a decir verdad.

Ella me miró como diciéndome que vaya un plan había en la casa. No hacía
falta que me indicase nada más, si eso me lo podía yo imaginar. De menuda
leche debía estar Sabina, sabiéndose en parte descubierta por lo que yo vi, y
más todavía por lo que oí, en la puerta de la iglesia.
Seguro que era consciente de que había hecho mis indagaciones y ya estaba
al corriente de sus mentiras, algo que trataría de hacerme pagar caro.

Apenas me dio tiempo a saludar a Dulceida cuando ya tenía a Fabio detrás.


Debido a mi ingreso y demás, el niño llevaba unos cuantos días sin verme,
por lo que saltó a mis brazos directamente.

—¡Neila! ¡Ya estás aquí! ¡Ya has venido a jugar conmigo! —me chilló
mientras yo lo acariciaba, amorosa.

—Ya estoy aquí, mi niño, y mira lo que te he traído—Señalé con la mirada


a la bolsa de deporte, en cuyo interior llevaba su balón de fútbol.

—¡Qué bien, vámonos al parque ya! —me indicó.

—Espera, Fabio, me temo que eso lo tiene que autorizar tu madre—le


recordé mientras le daba un beso.

Los labios se me helaron en la cara del niño cuando vi aparecer a su señora


madre, cual si fuera un cadáver andante. Nunca la había visto con tan mal
aspecto, esa es la realidad.

—Ya era hora de que te dejases caer por esta casa, Neila—me cortó el
punto. Bueno, en realidad, casi me corta hasta la digestión, porque tenía la
mirada como ida.

Sabina no daba pie con bola, a esa mujer se le estaba yendo la cabeza. Sus
maldades, por lo que me comentó Dante, fueron infinitas, y eso le terminó
por pasar factura.

La idea era que, mientras que la abogada de Dante preparaba la demanda,


yo pudiera reunir cuantas más pruebas mejor de lo que en esa casa sucedía,
del ambiente enrarecido y tóxico en el que vivía Fabio.

—Buenas tardes, señora de la Rosa. Lo siento mucho, sé que usted está al


tanto de que caí enferma. Incluso le he traído el papel de mi paso por el
hospital para justificarlo, ¿quiere usted verlo? —le ofrecí.

—No es necesario, me lo enviaron de la agencia. En cualquier caso, no


creas que pienso tolerar más ausencias. Que sepas que estoy harta de ti y de
tu mirada de listilla insolente—me soltó.

—Siento mucho si la he molestado en algo—le dije con toda la humildad,


porque lo que menos me interesaba en ese momento era que me despidiese.
Necesitaba seguir en la casa y cerca de Fabio, así sería útil para Dante.

—Me molesta todo de ti y lo sabes. Por alguna extraña razón, eso sí, te has
metido a mi hijo en el bolsillo, pero si te has pensado que me vas a robar su
cariño, estás lista. Mis hijos son míos, míos, ¿me has comprendido? Y yo
por mis hijos mato.

Lo malo era que parecía decirlo en serio, porque los ojos los dejó en blanco
y yo casi cojo el wáter a lo justo. Esa mujer estaba perdiendo el norte y era
capaz de buscarnos un disgusto gordo en cualquier momento.

Además, que seguía hablando de sus hijos en plural, de modo que, en su


cabeza, y aunque no los mencionase para nada, debían seguir tanto Dante
como la difunta Sabina.

Obvio que ella, sabiendo que yo era una estudiante Erasmus y que, a su
entender, me marcharía en unos meses, no me habló de la gran mentira que
había orquestado ni se disculpó por haberla hecho valer.

De manera alternativa, nos miraba a Dulceida y a mí, como queriendo saber


si ella me lo había contado o si yo había hecho mis averiguaciones por mi
cuenta.

Sí, lo sabía, yo lo veía en su mirada. Sabina sabía que yo estaba al tanto de


sus mentiras y locuras, y eso no me lo perdonaría. Si desde el primer
momento me tenía la guerra declarada, ya había llegado la hora de que
sacase la artillería pesada.

—Lo siento mucho, Sabina. Siento mucho si no he empezado en esta casa


con el mejor de los pies. En cualquier caso, yo solo quiero que Fabio esté
bien y, por supuesto, nada más lejos de mi intención que robarle el cariño de
su hijo—le indiqué.

—Más te vale, más te vale o me lo pagarás, eso te lo prometo. Y ahora,


lleva a Fabio al parque y procura por tu bien que no traiga ni un rasguño. Tú
no tienes ni idea de lo que duele un hijo, desgraciada—Me soltó por toda la
cara, la misma cara que yo le hubiese partido de no ser quien era.

El panorama lo tenía yo bonito. Más me valía que el proceso judicial fuese


rápido, porque esa mujer me haría pasar las de Caín y unas cuantas más.
Fabio apretaba los dientes. En momentos así, yo notaba las ganas que tenía
el crío de rebelarse contra ella. Suerte que no lo hizo, ya que era demasiado
pequeño. De ser de otro modo, todo se complicaría aún más.

—Se lo traeré sano y salvo, se lo prometo. Fabio, cariño, vámonos—Le di


la mano al niño, que me la cogió amoroso, y salimos andando.

Ojalá me lo hubiese podido llevar para siempre en ese mismo momento. De


todos modos, ya contaba las horas para que eso sucediese.

El pequeñajo me miraba más de lo habitual. De por sí, era un niño


observador, si bien esa tarde lo noté especialmente.

—Tú ya lo sabes, ¿verdad? —me preguntó en cuanto estuvimos lo


suficientemente lejos de su madre, que se nos quedó observando en la
puerta, hasta que casi nos perdió de vista.

—No sé a lo que te refieres, ¿me lo puedes decir tú, cariño? —le pregunté.

—A que no es verdad que Sabina esté en ese colegio tan raro que mamá
dice, a que ella no va a volver nunca, porque está en el cielo, lo mismo que
papá. Es que, si ya lo sabes, es más fácil, porque lo podemos hablar. Mamá
no me deja que lo hable, pero si me dices que lo sabes, entonces yo no te
estoy contando nada que no sepas—argumentó el niño. Ese, a su corta edad,
también reflexionaba de un modo que me hizo pensar que serviría para
abogado en el futuro.

—Si que lo sé, mi niño, sí que lo sé. Pero no te preocupes, ¿eh? Porque te
guardaré el secreto.
—Vale, si tú me guardas el secreto a mí, yo te lo guardaré a ti—me indicó
de inmediato.

—¿Qué secreto me guardarás tú a mí? Si yo no tengo secretos, cariño—


Negué con la cabeza, me sentía como si él pudiera ver a través de mi mente.
Por un momento, sentí un escalofrío recorriendo mi cuerpo.

—Tu secreto. Sé que tú conoces a Dante—me soltó sin más.

No podía ser. Dulceida no habría ido cotorreando por ahí en relación con la
conversación que mantuvimos, yo estaba segura de que no. Y menos con
Fabio, ¿qué sentido tendría eso?

—¿Por qué lo dices, Fabio? ¿Por qué dices que yo tengo un secreto? —
indagué.

—Porque sé que tú conoces a Dante—me soltó y no me caí de culo en ese


momento porque Dios no quiso.

Cielos, por unos segundos vacilé. No sabía cómo actuar. Dante y yo


teníamos una especie de guion y la posibilidad de que Fabio supiera lo
nuestro no aparecía en él.

—No sé a quién te refieres, mi niño, no lo sé—Traté de que dejase la


conversación.
Me daba mucho miedo, me daba pánico que el niño pudiera descubrirnos,
aunque enseguida entendí que él necesitaba mi sinceridad. Si yo se la
negaba, eso me alejaría de él, y Fabio necesitaba mi cariño y mi apoyo.

—Sí que lo sabes, Dante es mi hermano, el chico de la foto. Yo vi cómo lo


mirabas y sé que lo conoces por eso. Tú lo mirabas como… Como si lo
quisieras, ¿te ha mandado él a la casa? ¿Tú viniste porque él te lo dijo?
¿Dante está bien? Dime por favor que está bien—me rogó.

Entendí que ese crío cargaba con demasiadas preocupaciones en sus


espaldas. La mochila que portaba, sin duda, estaba llena de pesadas piedras,
de modo que no tuve más remedio que pensar que fuera lo que Dios
quisiera, y hablar con él.

—Dante está bien, cariño. Él no me envió a la casa, yo lo conocí por otro


lado. Todo ha sido una casualidad, solo que una preciosa casualidad. Yo no
he sabido que era tu hermano hasta hace muy poquitos días, te lo prometo—
Lo tomé de las manos y me agaché a su altura, para que viera mi mirada
sincera, para que supiera que le estaba diciendo la verdad.

—Y si no te ha mandado él, ¿es porque no quiere saber nada de mí? —me


preguntó con amargura.

—Ey, ey, no digas eso ni en broma. Tu hermano te adora y quiere saber de


ti, eso no lo dudes ni un momento—le dije mientras borraba las lágrimas
que comenzaban en ese momento a salir de sus ojos.

—¿De verdad? ¿Él me sigue queriendo? ¿Y tú le puedes decir que yo


también lo quiero y que necesito verlo? Es que él nunca ha vuelto por casa
y eso me pone muy triste, yo creí que a lo mejor se había olvidado de mí.

—No, cariño. Si eres tan listo como para darte cuenta de que yo lo conocía
solo por cómo miré su foto, también tienes que serlo para saber que, si él no
viene a verte, tiene razones poderosas para hacerlo. Eso, sin embargo, no
quiere decir que se haya olvidado de ti. Es más, Fabio, puedo prometerte
que tu hermano piensa en ti todos los días y a todas las horas—le confesé.

—¿Eso es verdad? —Sacó la más grande de sus sonrisas.

—Eso es tan verdad como que es de día ahora mismo y como que nos lo
vamos a pasar sensacional jugando con el balón, cariño mío—le comenté.

—Neila, ¿y tú le puedes decir que yo quiero verlo? Es que yo quiero verlo


—me suplicó juntando sus manitas a modo de ruego.

—Sí, cariño mío. Te prometo que yo se lo voy a decir. Ahora bien, Fabio, tú
me tienes que prometer que no le dirás a mamá nada de esto. No puedes
decirle ni una sola palabra o todos saldremos mal parados y a mi me echará
de la casa, ¿lo has comprendido?

—¿Tú me has visto a mí cara de contarle nuestros secretos a ella? —me


preguntó con una sonrisa pícara. Era para comérselo. El crío era para
comérselo enterito.

Los acontecimientos se estaban precipitando delante de nuestras narices.


Entre otras cosas, sucedía así porque lo habíamos subestimado. La
inteligencia de Fabio, sin duda alguna, estaba muy por encima de la media
de los niños de su edad.
Por otra parte, el ambiente en el que se estaba criando le obligaba a ser más
observador de lo que se espera de un niño de su edad, muchísimo más. Mi
promesa de hablar con su hermano le puso especialmente contento, algo que
se notó durante toda la tarde.

El crío se lo pasó pipa y un rato después, antes de entrar en la casa, volvió a


dar muestras de su picardía.

—Dentro no podemos hablar de esto, Neila, pero no olvides lo que me has


prometido—me recordó mientras me daba un cariñoso beso en la mejilla.
Capítulo 25

El hecho de que yo estuviera dentro de la casa nos facilitaba infinitamente


las cosas. Y el que Dulceida también se encontrase allí, lo mismo, puesto
que en ella encontré a una aliada perfecta.

Igual que nos pasaba a todos, ella estaba hasta el gorro de Sabina y desde
mi vuelta nos hicimos amigas, por lo que supe que era de confianza.

Fue ella quien me dio la información precisa respecto a ese viernes.

—Me dijiste que te avisara cuando Sabina tuviese planes. Pues bien, sé que
tiene una reunión importante el viernes por la tarde para algo relacionado
con la herencia de su marido, esa que está todavía por terminar de resolver.
Se llevará a cabo aquí en la casa, de modo que no se moverá en toda la tarde
probablemente.

Si algo le importaba a Sabina en el mundo era la pasta. Así que esa reunión,
previsiblemente, se alargaría bastante.
La cuestión era la siguiente: yo debía tener la certeza de que ella no saldría
a la calle, para que no nos descubriera en ningún momento. A Fabio no me
atrevía a llevármelo lejos, porque cualquier cosa que nos pasara fuera de las
inmediaciones del parque y que llegase a sus oídos motivaría mi despido.

Lo haríamos allí, en el parque, hasta donde conduje al niño, quien iba


preguntándome por su hermano, como todos los días.

—Hoy no te voy a decir nada de eso, enseguida comprenderás la razón—le


indiqué al entrar en el parque, en uno de cuyos extremos, apartado entre
unos árboles, nos esperaba ya Dante.

Hay caras que no se olvidan en la vida. Y yo, por muchos años que llegue a
vivir, no podré olvidar jamás la que puso Fabio al ver a su hermano, al que
no esperaba. También la cara de Dante bien valía cualquier posible
problema que aquello pudiera ocasionarnos.

—Dante, ¡estás aquí, estás aquí! —lloraba el niño a mares, sin poder
contener la mucha emoción que le producía verlo.

—¡Campeón! ¡Estás enorme! ¡De verdad que lo estás! —le decía él.

—Sí, Fabio ha crecido, pero es que tú llevas mucho sin venir—le recriminó,
aunque con tono cariñoso, hablando de él en tercera persona, como otras
veces.

—Lo sé y lo lamento mucho, pequeño. Te prometo que no es fácil, no es


nada fácil. Las cosas se complicaron mucho entre…—Me miró antes de
seguir.

—Entre mamá y tú, sé que ella está enfadada contigo, pero ahora estás aquí,
Neila te ha traído. Ella es muy buena—Seguía llorando él.

—No te imaginas lo buena que es, campeón, no te lo imaginas.

—Si seguís así, me haréis engordar varios kilos, de lo gorda que me


pondréis—les aseguré con los nervios a flor de piel, sin poder parar quieta
por lo emocionante de la escena que estaba viviendo con ellos.

Eran mis chicos, y era la primera vez que los veía juntos. Al observarlo al
lado de Fabio, todavía tuve mayor certeza de que Dante sería un gran padre
para nuestro hijo.

—Además, que yo ya sé que es tu novia. A mí no me extraña, ¿eh? Porque


es muy guapa. Si yo hubiera tenido unos cuantos años más, sería la mía—le
soltó el niño con el máximo de los desparpajos.

—Pero bueno, enano, ¿he venido hasta aquí para que me quieras robar la
novia? —le preguntó Dante, quien irradiaba felicidad por los cuatro
costados.

—No, he dicho si tuviera unos cuantos años más, pero no los tiene. ¿Sabes
que Neila me regaló un balón chulísimo? Lo tiene en su bolsa de deporte,
hemos pensado en todo—le indicó.
—Ya lo veo, ya, ¿y te gustaría jugar esta tarde al fútbol con tu hermano
mayor? Como hacíamos antes, ¿te acuerdas? —le preguntó.

—Claro que me acuerdo, yo me acuerdo de muchas cosas, aunque mamá no


quiera—murmuró.

—Mamá no está bien, Fabio, ¿tú lo sabes? —le comentó Dante con sumo
cariño.

—Si lo sé, porque si estuviera bien no estaría perdiendo a todos sus hijos.
Tú te has ido, Sabina también, ella al cielo, por cierto. Y yo… Yo estoy
harto de mamá—le confesó.

Era increíblemente despierto y la forma tan natural que tenía de contar todas
las cosas, incluida la muerte de su hermana, no dejaba indiferente a nadie.

—Vale, vale, campeón. Todo se va a arreglar, te lo prometo—Lo abrazó.

—Pero es que a mí me falta mucho para ser mayor y que se arregle, ¿eso no
lo comprendes? —le preguntó él con desesperación.

—No tendrás que esperar a ser mayor para eso, te lo prometo. Solo debes
tener un poco de paciencia, hermanito.

—¿Un poco de paciencia para qué? Es que no lo entiendo—El pequeño


gesticulaba mucho, parecía un muñeco de dibujitos animados. En eso me
recordaba cantidad a mi hermano Jesús, que también era muy desenvuelto,
solo que Fabio era aún más chiquitín que él.
—Hay cosas que quiero arreglar, aunque no son fáciles de contar, Fabio. Lo
que puedo prometerte es que estoy moviendo todos los hilos para que
puedas vivir conmigo—le confesó viendo que el niño estaba desesperado.

—¿Vivir contigo? ¿Me lo dices de veras o es para que me calle ya? —le
preguntó nervioso, dando saltitos, como si se hiciera pis.

—¿Cuándo te he dicho yo algo que después no haya cumplido, enanito?


Esta cabecita debe servirte para algo más que para…

—Que para llevar un sombrero—intervino él—. Dante, eso era lo que


siempre nos decía papá—recordó con ternura.

—Sí, cariño. Tú sabes que papá te quería con locura, ¿no? —le preguntó
mientras lo ahuecaba en su pecho.

—Sí, sí que lo sé—afirmó seguro.

—Muy bien, porque eso nunca debes olvidarlo, ¿vale?

—Vale. Y entonces, ¿cuándo me podré ir a vivir contigo? —le preguntó


impaciente.

—Pronto, cariño, pronto. Lo que sí te adelanto, Fabio, es que no será fácil,


porque mamá no querrá—le informó.
—Eso ya me lo imagino, porque mamá siempre lo complica todo—se
quejó.

—Bueno, pero esa decisión no estará en su mano, también tienes que


saberlo. Ella no es quien puede decidir con quién vivirás, Fabio.

—Y entonces, ¿quién puede decidirlo? ¿Será Neila? —Me miró y yo volteé


la cabeza.

—Qué más quisiera yo, pequeñín. No, esa decisión la tomará un juez, que
es la persona encargada de decidir esas cosas. Para eso, se celebrará una
cosa que se llama un juicio, donde cada parte dirá lo que quiere, y el juez
decidirá—le expliqué.

—Anda, ¿y Fabio no puede decir nada? No es justo—se quejó, cruzando los


brazos delante del pecho.

—Sí, Fabio puede hablar con los psicólogos del juzgado para decirles con
quién quiere vivir y la razón por la que quiere vivir con esa persona, cariño
—le explicó Dante—. Tú tienes que contarles la verdad de cómo son las
cosas, solo eso. No es difícil, es muy fácil, tú te explicas como un libro
abierto, hermanito. También el juez querrá oírte y se lo tienes que decir
igual, explicándoselo con tranquilidad—le informó Dante.

—Me explico bien porque ya voy a cumplir seis años, por eso. Los cumplo
en unos días, ¿ya viviré entonces contigo, Dante?

—No, unos días es muy poco, Fabio. Falta más para eso. Pero mientras nos
tienes que guardar el secreto a Neila y a mí. Eso lo sabes, ¿a que sí?
—Claro que lo sé, yo no diré nada, aunque me torturen—nos aseguró en
plan chulito y nos hartamos de reír.

—Pero bueno, ¿dónde has aprendido tú eso? Muy listillo te veo yo, ¿eh?

—Lo escuché en una peli, Dante, en una muy guay. Bueno, ¿al menos
podrás venir a mi cumpleaños? ¿Eso sí?

—No, cariño, no podré ir. Mamá no debe saber nada de que nos vemos
hasta que llegue el juicio, ¿lo entiendes? —le preguntó él porque era de
suma importancia que así fuera.

—Lo entiendo, pero me da rabia. Yo quiero que vengas—insistió él.

—No puedo, cariño. Cuando esto pase, podremos celebrar todos tus
cumples juntos los cuatro—le soltó él sin darse cuenta de que el niño no
sabía la noticia.

—¿Los cuatro? Somos Neila, tú y yo, ¿no sabes contar? —le dijo él
señalándole tres con los deditos.

—Bueno, igual somos cuatro—Me miró como pidiéndome permiso para


decírselo.

—¿Por qué cuatro? Ya te digo que no lo entiendo—Rio.

—Porque Neila está embarazada, Fabio, por eso—Señaló mi barriguita.


—¿Vais a tener un bebé? ¿Habéis hecho un bebé? ¿Cómo puede ser? ¿Os
habéis casado? Mamá dice que hay que casarse para tener un bebé.

Mandaba narices la hipocresía. Ella se quedó embarazada siendo soltera,


apenas una cría, y ahora le soltaba eso al niño.

—No, Fabio, no hay que casarse para tener un bebé. Basta con que dos
personas se quieran, basta con eso—le explicó con paciencia Dante.

—Voy a tener un, un… Espera, ¿qué es el bebé? ¿Mi primo? —preguntaba
él, ingenuo.

—No, cariño, será tu sobrino. Tú serás su tío, Fabio—le expliqué.

—Eso no puede ser, los tíos son mayores y yo soy un niño—Pensaba en


alto.

—No, hay tíos que no son mayores, como tú. De todos modos, para ti será
como si fuera tu hermanito, ¿no crees? —le preguntó Dante y él asentía.

—Como mi hermanito lo veo más, ¡yupiii! ¡Voy a tener un hermanito! —


chillaba él de felicidad.

Si Dante estaba contento, que lo estaba muchísimo, no digamos ya Fabio. A


Fabio nunca lo había visto así, estaba pletórico, más risueño de lo habitual,
tremendamente feliz.
Ya le habíamos dado todas las explicaciones que le debíamos y también
comunicado la noticia. Mucha información que su pequeña cabecita tendría
que procesar poco a poco.

A partir de ahí, nos restaba hacer que pasara el resto de la tarde lo más feliz
posible. Y para ello nos hartamos de jugar con él, tanto al fútbol como al
escondite, así como a todo lo que al crío se le ocurría.

Las horas pasaron volando y, cuando quisimos darnos cuenta, era el


momento de volver a casa.

—Un poquito más, por favor—nos pedía.

—Cariño, nos tenemos que ir ya o tu madre me hará un corte de pelo nuevo


sin tijeras y sin nada—bromeé yo para hacerlo reír.

—¿Dices que te tirará del pelo? Lo que faltaba—Se ponía él la manita


delante de la boca y se hartaba de reír.

—Pues sí, lo que faltaba, pero puede ser, ¿qué te crees? —Le hacía
cosquillas yo.

—Madre mía, cosquillas, lo que me faltaba también. ¡Dante, defiéndeme!

Como el niño que era, a Fabio le encantaba un juego. Nos costó muchísimo
que se despidiera de su hermano.
—¿Cuándo volveré a verte? ¿Mañana? —le preguntó abrazándolo muy
fuerte.

—Mañana no puede ser, cariño. Quizás la semana que viene, intentaré verte
un día para darte tu regalo de cumpleaños, ¿vale?

—Vale, si es otro balón me lo tenéis que guardar vosotros, ¿sí?

Por fin salimos andando. Dante se quedó en el parque para evitar cualquier
incómodo encuentro callejero con un vecino, por ejemplo.

A Sabina la cara le llegaba a los pies cuando entramos por la casa.

—¿Se puede saber qué horas de volver son estas? Ya estaba por llamar a la
policía—se quejó la muy amargada.

—La tarde está estupenda y daban ganas de quedarse jugando un poquito


más, es solo eso, señora de la Rosa.

—Pero el niño también tiene que estudiar. Fabio debe acostumbrarse a la


disciplina desde pequeño. El juego no lo es todo. Te prohíbo que le metas
pajaritos en la cabeza a mi hijo, ¿me has oído? Yo soy su madre y aquí
mando yo, que te quede muy claro—farfulló.

Y que le quedara a ella muy claro también que eso tenía los días contados.
Sabina contaba con un historial psicológico terrorífico que bien podía
hacerle ver al juez que no estaba capacitada para cuidar de su hijo.
Capítulo 26

Los días iban pasando a un ritmo vertiginoso. Yo apenas aparecía por la


casa, tan solo para coger un poco de ropa y tal, puesto que ya casi que vivía
con Dante, con quien pasaba todas las noches.

—Mira quién ha venido—le comentó Tamara a Paula—, la prófuga número


dos. Oye, que estamos pensando que a este paso vamos a subarrendar
vuestra habitación y así nos sacamos unas pelas—Rio.

—De eso nada, monada, que tú ves negocio en todo y hoy por hoy todavía
la pagamos Heba y yo. Por cierto, ¿hace cuánto que no la veis? —les
pregunté.

Era martes y yo no coincidía con ella desde el viernes anterior. Ni siquiera


había vuelto por clase.

—Pues ya hace unos días. Y el viernes la vimos muy rara, también te lo


digo—me comentó Paula, quien decía estar divina de la muerte con su
novio Hugo.

—Yo igual, en clase estaba ida total. Y ahora lleva dos días faltando. Le
escribo y me dice que anda un poco constipada, pero no me fío mucho—les
confesé.

Justo se abría la puerta y el silencio reinó entre nosotras.

—Podéis seguir parloteando, seguro que le estabais dando a la sin hueso


sobre mí, pues nada, que no os cortéis—nos invitó a seguir Heba.

—Niña, no me seas susceptible, que solo estamos preocupadas porque no se


te ve el pelo, solo por eso.

—Neila no empieces. Mira quién fue a hablar, tú también te dispersas y


nadie te dice nada. Por cierto, ¿cómo está mi ahijado? —Me puso la mano
en la barriguita, se la veía deseando cambiar el tema.

—Está bien, está bien, aunque debes saber que cuando yo me preocupo, él
también se preocupa. O ella, que no sabemos.

—Eso es chantaje y barato, no te lo compro. Por cierto, ¿tenéis algún jersey


de cuello vuelto que prestarme? Es que hace un frío que pela y a mí la
garganta enseguida se me resiente—nos explicó.

—¿Qué dices, pitufa? Con lo que te ha gustado a ti siempre un escote,


venga ya. Y encima que el cuello lo tienes precioso, ¿no os habéis fijado
nunca? Es chiquita, pero matona. Tiene un cuello de esos elegantes que
dejan a los tíos con la baba caída—Tiré de su pañuelo para descubrirlo y en
ese momento vi el sonrojo en su cara.

—¡Estate quieta! —me chilló con unos nervios que crispó los míos.

—Joder, Heba, ¡qué susto! Ni que tuvieras algo que ocultar.

No pude estar más certera, ya que enseguida me di cuenta de que así era.
Heba tenía todo el cuello lleno de marcas de dedos, como si se lo hubiesen
apretado con ganas, por lo que se llevó la mano a él.

—Neila, tú siempre con tus tonterías, ¡dame el puñetero pañuelo! —me


gritó de malas maneras.

—No antes de que me enseñes lo que tienes en el cuello—le pedí.

—¡Que me lo des ya! —Tiró de él, aunque no consiguió quitármelo, porque


yo lo hice con más fuerza, de modo que terminamos rompiéndolo. El
chasquido se oyó alto y claro.

—Lo siento—murmuré.

—¡Te lo has cargado y era un regalo de Reyes de mis hermanas! —Se echó
a llorar.

Yo conocía muy bien a Heba y ella no era de apegarse a lo material. Si mi


amiga hubiese estado bien, para nada habría llorado por un pañuelo, de
modo que comprendí que el mundo se le estaba cayendo encima.
—Oye, Hebita, que lo siento de verdad, mi niña, pero déjame que te diga
que lo que tienes en el cuello no te lo puedes haber hecho tú sola, ¿qué te da
para que lo aguantes? —le pregunté incrédula.

—Piero no ha sido, él no me ha hecho nada malo. Solo estábamos jugando


en el sofá, con las bromas, y como es tan fuerte, pues a poco que me toque
me deja señalada. No hay más—se desahogó.

Lo que ella tenía en el cuello no era fruto de un juego, a nosotras no nos la


daba. Todas la mirábamos de forma lastimosa, deseando que confesara de
una vez por todas.

—Niña, ese tío te ha cogido por el cuello a propósito, no lo niegues, ¿en qué
coño estaba pensando? —le preguntó Tamara sin filtros, como era ella.

—Que no, de veras que no. Piero me adora, él jamás me haría daño, ¿eso no
podéis entenderlo? Cielos, qué manía le tenéis, todos estáis en contra del
pobre. A mí me tenéis más harta, ¿sabéis lo que os digo? Que si vais a
seguir echándole la culpa de todo ni me habléis, que paséis de mi culo…

—Cariño, no es eso. Entiende que nos preocupamos por ti. No es fácil salir
de donde tú estás metida y lo entendemos. Es solo que somos tus amigas y
que estamos aquí para lo que te haga falta—le recordé.

—Neila, tú deberías fijarte en tus problemas antes de hablar así de los que
supuestamente tenemos las demás, ¿no te parece? —me preguntó con
retintín.
—Pues mira, resulta que me acabo de perder un poco. Lo siento mucho,
¿me puedes aclarar a qué te refieres?

—A que me tildas a mí de inconsciente cuando la inconsciente eres tú, que


te has quedado embarazada nada más aterrizar en Roma, ¿qué me estás
contando? —me echó en cara.

Me sentí dolida, aunque sabía muy bien que eran su rabia y su frustración
las que hablaban en su nombre. La pitufa nunca se hubiera dirigido a mí en
esos términos, no de haber estado centrada, y no como estaba.

—Heba, yo… Yo no quería hacerte daño, solo recordarte que tus amigas
estamos aquí, solo eso.

—Que te jodan, Neila. Que te jodan a ti y a vosotras dos también—Las


señaló antes de llevarse el pañuelo, ya partido.

Partidas también se quedaron nuestras caras. Era obvio que Heba tenía un
problema y también lo era que no pensaba reconocerlo.

Al menos no de momento.
Capítulo 27

El jueves era el cumple de Fabio. El niño me abrió la puerta, loco de


contento, deseando mi felicitación y mi regalo.

—¡No puedes ser más grande ya! ¡Qué campeón estás hecho! ¡Felicidades,
mi niño! —lo felicité mientras lo besaba y le daba su regalo, para que lo
pusiera en el salón junto con el de los demás.

Su madre salió como de la oscuridad, esa mujer cada vez se me


representaba más a una aparición del otro mundo, qué cague me daba.

—Espero que hayas sido consciente de la edad que tiene a la hora de traerle
un regalo—me dijo—. Lo digo porque hay juguetes con piezas pequeñas y
demás que Fabio podría tragarse.

Si por ella fuera, el niño aún llevaría pañales. Su afán controlador la llevaba
a sobreprotegerlo de la forma más insana del mundo, cuando en realidad al
peque lo único que le hacía daño era su actitud.
—No se preocupe, señora de la Rosa, lo he tenido en cuenta—le indiqué
mientras el niño me chillaba desde el salón que fuera a ver lo bonita que
sería su fiesta.

Entré y lo que vi haría llorar hasta a las piedras, como se dice vulgarmente.
Lo que debería ser una alegre fiesta de cumpleaños en la que los niños
corrieran a su antojo por la casa, con las risas y los gritos como hilo
musical, se reducía a una mísera reunión de Fabio con dos críos más, que
apenas se atrevían a moverse de sus sillas, y que degustaban en silencio la
merienda.

Ni un globo de colores le había puesto a la criatura, no se subiera ella en


uno, pero aerostático, y el viento la arrastrara a miles de kilómetros de
distancia.

Cuando se lo contase a Dante, no se lo podría creer. Al día siguiente nos


volveríamos a ver en el parque para que él le diera su regalo. No podíamos
quedar los tres muy a menudo, ya que era peligroso.

Sabina entró en el salón para darme órdenes precisas, unas órdenes que la
definían perfectamente como madre.

—Me duele mucho la cabeza. Yo me voy a acostar un rato. Espero por tu


bien que sepas controlarlos, porque no quiero jaleo. Necesito descansar.

Ni siquiera se quedó para ver cómo su hijo soplaba la tarta. La chota se le


había ido ya por completo, cada día estaba más alejada de la realidad.
Me alegró una barbaridad que se fuese, así no nos amargaba más. En cuanto
ella salió por la puerta, yo dejé a los niños con Dulceida y salí pitando para
una tienda de chuches que había cerca de la casa.

Allí, me dejé un buen dinero en comprar preciosos globos de helio de


colores, así como una piñata repleta de gominolas y de todo tipo de motivos
festivos con los que los niños se lo pasarían de muerte.

Cerramos todas las puertas que llevaban al dormitorio de su madre, y


redecoramos el salón. Todavía la tarta no se había servido, por lo que
podíamos salvar el cumple, en la medida de lo posible.

Los niños me ayudaron a colocar los globos, con los que comenzaron a
jugar, y Dulceida hizo lo propio con la piñata, que colocamos en el techo
entre las dos.

—Espero que la bruja no se despierte o tú y yo comeremos escoba esta


tarde—le indiqué.

—Tú tranquila, que esa no se despierta en un montón de horas, ya me he


encargado yo—Me guiñó el ojo.

—¿Y eso? Mira que me meo solo de pensarlo, ¿se puede saber qué has
hecho?

—Pues nada, que me ha pedido una infusión tranquilizante y se la he dado.


Ahora, eso sí, le he echado en ella un par de somníferos de esos que la
harán dormir así caiga una bomba en la casa—me contestó de lo más
contenta.
A tomar viento fresco la bruja. Al enterarme de eso, seleccioné música para
que los niños bailaran y luego comenzamos con los juegos.

Desde que era casi una niña, yo había hecho de todo para ganarme unas
pelillas, así que estaba acostumbrada a actuar en fiestas infantiles como
animadora, de modo que haría que se lo pasaran genial.

Hicimos guerras de globos, jugamos a ver quién se convertía en estatua


mejor, sin mover ni una pestaña, buscamos el tesoro y hasta le pusimos la
cola a un improvisado burro que dibujamos entre Dulceida y yo.

Después sacamos la tarta, cuya velita con su número sopló el crío de lo más
contento, antes de partir la piñata y abrir los regalos.

Yo le había regalado uno de sus deseados trenes, uno muy original que me
encontré en un mercado artesanal y que era una virguería, el cual hizo las
delicias del niño.

—Me han encantado todos los regalos, aunque el mejor de todos será ver
mañana a mi hermano—me confesaba cuando ya fui a salir de la casa,
momento en el que su madre seguía en el otro mundo, muerta del sueño.

—Y para él también será el mejor regalo verte. Ya sabes que no se te puede


escapar nada, mi vida—le dije dándole un sonoro beso.

—Nada de nada—Se tapó la boca con una manita mientras que con la otra
me decía adiós.
Por lo que me comentó Dulceida, el niño se lo había pasado como nunca. A
mí me había costado muy poco esfuerzo hacerlo feliz, porque él venía con
esa capacidad dentro: la de ser feliz con muy poco.

El día llegaba a su fin y era momento de reencontrarme con el otro amor de


mi vida, ese que se pasaba el día y la noche cuidándome, agradeciéndome
así lo mucho que, en sus palabras, yo hacía por su hermano.

—Todavía no he tenido yo un antojo así en condiciones—le recordé y él se


reía.

—Ya me estás amenazando mucho con el tema, me da a mí que está al caer


alguno.

—Pues puede ser, no creas…


Capítulo 28

Sí señor. Cuando una se acuesta con algo en la cabeza, pues como que suele
ocurrir.

A medianoche, estaba soñando con el chocolate relleno de fresa que vi


aquella tarde en la tienda de chuches, cuando fui a comprarle las cositas a
Fabio.

Dante debió darse cuenta de cómo me removía en la cama, además de que,


según me dijo después, yo estaba hablando entre sueños.

—Pequeñaja. ¿se puede saber qué traes entre manos? No paras de hablar de
chocolate—Dio él la luz mientas me preguntaba.

—¿Yo hablar de chocolate? —Me froté los ojos. Ay, Dios, pues será porque
esta tarde vi uno que tenía una pinta de miedo. Así, rellenito de fresa, con
cada onza abultadita. Qué cosa más rica, madre—Debieron hacerme lo ojos
chiribitas.
—Sí, de ese justo estabas hablando, ¿y no lo compraste? —Me abrazó.

—Qué va, iba yo pendiente de lo de los niños y no me fijé en las ganitas


que me estaban entrando de hincarle el diente—le confesé.

—Ya. Y supongo que yo sería un mal novio si no moviese ahora el culo


para ir a buscar ese chocolate, ¿no? —me preguntó riéndose.

—Además, así vería yo moverse ese culito tan precioso que Dios te ha dado
—le comenté mientras él salía desnudo de la cama, pues así dormíamos
cada noche después de hacer el amor.

—Pues nada, a mi niña que no le falte de nada.

Se levantó y fue a buscar su ropa interior, dejando ante mí ese culo que de
veras parecía haber salido del cincel y el martillo de un escultor. Sabina,
otra cosa no sabría hacer bien, pero niños bonitos, eso ni digamos.

Me quedé en la cama y me sentí un tanto culpable de que él saliera a


buscarme el chocolate, pero es que, quien no haya sentido un antojo de ese
tipo, no puede saber a lo que me refiero. No son ganas, es un deseo
irrefrenable de paladear eso que tanto ansías en el momento, como si la vida
se te fuera en ello.

De lo más simpático, Dante iba recorriendo las tiendas que conocía, de


entre las abiertas 24 horas, y no encontraba el dichoso chocolate. Una a una,
se hacía una foto a la salida con carita de puchero.
Yo le recordaba lo mucho que lo quería, y él seguía a la carga. Lo conocía
muy bien y ponía la mano en el fuego porque él no volvía sin el chocolate.

No me equivoqué, al menos una hora más tarde, me envió una última


fotografía con el chocolate en la mano, de lo más divertida, con el símbolo
de la victoria hecho con los dedos y la mejor de sus sonrisas en la cara.

—Te he traído esta tableta, y todas estas más—Me dio una bolsa con varias
cuando llegó, y yo es que me partí.

—¿Qué dices? ¿Cuánto chocolate del que me gusta hay aquí?

—Todo el que encontré en la tienda, ¿te durará para los antojos del
embarazo al completo? —me preguntó, muerto de risa.

—Pues mira que lo dudo, ¿eh? Y no porque no haya chocolate para parar el
tren, que lo hay, sino porque los antojos no son siempre de lo mismo, ¿no te
lo he contado? Eso va variando.

—Venga ya, ¿sí? Pues nada, que no se diga que yo no lo intenté. Oye, ¿y no
pueden ser de día? ¿Tampoco se escoge la hora? Eso te lo digo porque
siempre facilita algo las cosas, pero que es un decir, ¿eh? Tú pide por esa
boquita que tu italiano te trae lo que tú quieras.

—Ay, mi italiano, que es un capricho—le dije dándole un beso que le supo


muy dulce, ya que comencé a hincarle el diente al chocolate en cuanto me
lo puso en la mano.
—Un capricho eres tú, también llamado tentación y seducción. Ahora me
voy a dar yo otro capricho, hombre, que también tengo antojo—me sugirió.

Lo vi deslizarse entre las sábanas y supe que un momento estupendo estaba


por llegar. Un momento de esos que pueden hacerle la competencia a una
comilona de chocolate y a lo que haga falta.

La lengua de Dante se encontró con mi sexo desnudo para recordarle, una


vez más, la buena pareja que hacían. Sin parar de comer ese chocolate,
comencé a gemir mientras que mis piernas se removían por el mucho placer
que comenzaba a regalarme.

Mi húmedo sexo y su juguetona lengua bailaron la más sexy de las danzas


mientras mi paladar se endulzaba. Dante, encantado, jugaba a subir mis
revoluciones hasta notar que el calor se apoderaba de todo mi cuerpo,
chillando su nombre del modo más sugerente posible.

Imposible no derretirse con él, de la misma forma que el chocolate lo hacía


en mi boca. Mi novio era un amante de primera y no dejaba pasar un día sin
recordármelo, a menudo varias veces.

No tardé en correrme y entonces reanudamos una sesión de sexo que se


prolongaría hasta casi llegada la mañana.

Ese viernes, obvio, nos despertamos con sueño, aunque también con la
mejor de las sensaciones.
Por otra parte, yo debí despertarme también con algún kilo de más, como
corroboraban los envoltorios de chocolate que se dejaban ver alrededor de
la cama.

Aquel, mi primer antojo oficial como embarazada, había sido de lo más


dulce. Y tuvo un final más dulce aún.

Sumamente feliz, le di la bienvenida a un viernes que también continuaría


siendo dulce, no solo para nosotros, sino también para Fabio, quien moría
por reencontrarse con su hermano, lo mismo que le sucedía a Dante.

De nuevo deberíamos andarnos con pies de plomo para propiciar el


reencuentro y así lo haríamos, no habría mayor problema por cuidar al
máximo los detalles al objeto de que Sabina no supiera lo que se estaba
fraguando a su alrededor.

Ya quedaba mucho menos para que el gris mundo en el que ella había
encerrado a Fabio se tiñera de todos los colores del arcoíris, que siempre
luce radiante tras la tempestad, cuando por fin llega la calma.
Capítulo 29

Fabio moría de la ilusión cuando llegamos al parque. Miraba a todos los


lados, sin poder contenerla.

—No lo veo, Neila, no lo veo, ¿dónde está Dante? —me preguntaba, con la
emoción contenida en el rostro.

—Míralo, allí está—Se lo señalé y corrió como un loco hacia él.

—¡Dante! ¡Ya ha sido mi cumpleaños!¡Lo celebramos ayer! —El niño dio


un salto hacia su hermano, quien lo pilló al vuelo.

—Ya lo sé, cariño, ya lo sé. Y sé también que tuviste una bonita fiesta en
casa, ¿no es así? —le preguntó mientras lo besaba.

—Sí, gracias a Neila. La fiesta que mamá preparó no era una fiesta ni era
nada. Pero luego llegó Neila y no veas la que organizó, nos lo pasamos
genial.
Se suponía que la fiesta fue un regalo para él. Sin embargo, el verdadero
regalo me lo hacía Fabio a mí, al decir que se lo pasó así de bien.

—Me alegro, campeón. Yo también te he traído un regalo. Verás, como


mamá no puede saberlo, es algo pequeñito—Sacó una caja de su chaqueta.

—¿Qué es? ¿Qué es? —preguntaba nervioso mientras la abría.

—Es el maquinista para el tren que ayer te regaló Neila, ¿no te fijaste en
que no llevaba?

—Anda, qué chulo. Sí que me fijé, pero creí que era un tren mágico que iba
sin maquinista y sin nada. Yo no sé si el tren de Harry Potter lleva
maquinista, solo sé que nunca lo he visto—Trató de hacer memoria,
achinando los ojos.

—Pues aquí está. Y ahora me lo tienes que contar todo sobre tu fiesta de
cumple. Venga, empieza—lo animó a que hablase.

—Te lo contaré todo mientras jugamos al fútbol, ¿vale? —Se lo llevó de la


mano y yo me quedé sentada.

Me sentía un tanto cansada y es que, al fin y al cabo, no paraba nunca.


Además, que problemas no me faltaban, porque la que se formaría cuando
Sabina recibiera la demanda por la custodia de Fabio, encabezada por su
hijo, sería morrocotuda.
Además, había otro tema que me traía de cabeza y que era el de la pitufa,
quien, por cierto, seguía sin dirigirme la palabra. Heba era obstinada y cada
vez la veía más encerrada en su mundo.

El maldito de Piero estaba logrando lo mismo que todos los maltratadores:


aislarla de su entorno para que nadie pudiera decirle ni pío en contra de él.

En ciertos momentos, hasta pensé en hablar con sus padres, si bien luego
entendí que eso solo serviría para que me odiase. Piero no se daría por
vencido tan fácil y se plantaría allí donde ella estuviese para tratar de
recuperarla, de modo que tenía que abrirle los ojos para que se diera cuenta
por sí misma y le cerrase la puerta de forma definitiva.

Pensaba en ello mientras que Fabio me chillaba para que los mirase jugar.
Ciertamente, daba gusto verlos juntos.

Los hermanos jugaban, saltaban, chillaban… Dante correteaba a Fabio,


quien, nervioso, no sabía dónde meterse. Finalmente, se venía hacia mí,
para que yo lo protegiese.

—A mi niño que no le dé ni el viento, ¿eh? Mucho cuidadito—le decía yo


metiéndolo detrás de mí.

—A tu niño y a ti os voy a dar para el pelo—Comenzaba él a hacernos


cosquillas a los dos, mientras chillábamos.

—A Neila no, que tiene dentro al hermanito—me defendía él, que no podía
ser más lindo.
Por mucho que en realidad fuera su sobrino, él seguía viendo a nuestro bebé
como si fuera un hermanito más, le era mucho más sencillo así.

—Pues cosquillas también para el bebé—lo amenazaba Dante.

—Al hermanito no, al hermanito no—lo defendía él, poniéndose delante.

La tarde la pasamos entre juegos, aunque también paramos para merendar,


momento en el que el peque trató de sonsacarle información.

—Dante, ¿cuánto queda para que llegue el juicio?

—Ya menos, cariño. Ya menos, mi abogada tendrá muy pronto lista la


demanda y se la haremos llegar a mamá—le contestó él.

—¿Y qué es la demanda? —le preguntó, pues lógicamente abogado no era


el crío.

—Es como una carta en la que yo, a través de mi abogada, le pido al juez lo
que quiero. Y lo que quiero es que tú vivas conmigo—le recordó, sacando
su sonrisa.

—Y yo también, Dante. ¿El juez leerá pronto la carta? —Nada en el mundo


le interesaba más a él.

—Bastante pronto, solo que tiene otro buen puñado de cartas, eso sí. De
manera que habrá que esperar un poco más para el juicio.
—¿Cuánto? Yo ya me quiero ir a vivir contigo, Dante, ya me quiero ir.

—Y yo contigo, cariño. Ya falta menos, sé que no es fácil, pero has de ser


paciente—le aconsejó.

—¿Y eso cómo se hace? Si yo a veces me quemo la lengua por no esperar a


que la comida se enfríe, ¿cómo podré esperar tanto, Dante? —Lo miró con
ternura y con la ingenuidad propia de su edad.

—Lo esperarás porque no te quedará otra, enano, por eso. Venga, termina
de merendar y jugaremos otro poco.

Giulia tenía mucha fe en el caso. Sabina estaba demostrando con creces no


estar capacitada para el cuidado del crío, así que confiábamos en poder
demostrarlo.

Eso sí, el tiempo transcurría mucho más lento de lo que hubiésemos


querido, lo cual tenía también su parte buena: yo estaba viviendo el
embarazo de una manera muy intensa, disfrutando el momento.

Las náuseas, finalmente, parecían haber cesado y yo me encontraba mejor


que bien. Solo era cuestión de esperar y todo iría solo a su sitio, como solía
decir mi padre.
Capítulo 30

Un par de semanas más tarde, el momento en el que nos viéramos las caras
con Sabina se acercaba cada vez más.

Mientras, el destino quiso que tuviéramos una nueva y amarga cita, no con
ella, sino con la pitufa. Heba no me había vuelto a dirigir la palabra y, sin
embargo, aquel día me llamó.

—Cariño, ¿cómo estás? ¿Te pasa algo? —le pregunté yo porque no las tenía
todas conmigo, siempre pensaba que en algún momento sucedería algo y mi
amiga necesitaría mi ayuda.

—No te he llamado para hablar contigo, solo que acabo de enterarme de


que el padre de Carlo ha fallecido y le he dicho que yo iría pasando la voz
—me indicó afligida.

—¿El padre de Carlo ha fallecido? ¿Y eso cómo puede ser?


—Y a mí qué me cuentas, solo sé eso. Te paso la ubicación del tanatorio. Ya
sabes que llevo fatal esas cosas, aunque supongo que tenemos que ir—me
dijo casi en susurros.

—Claro, claro.

Colgué el teléfono, temblorosa. Era sábado, Dante y yo teníamos planes.


Por supuesto que los pospusimos, faltaría más. A Carlo le debíamos muchas
y él nos necesitaba.

Lo encontré con el rictus serio y un traje de corte italiano, como no podía


ser de otra manera, sublime. Carlo estaba de luto y yo me acerqué a besarlo
y a darle el pésame.

—Cariño, lo siento muchísimo. Acabo de enterarme por Heba, ¿cómo ha


sucedido? —le pregunté mientras lo abrazaba con fuerza.

—Un accidente de circulación. Sabes que siempre está de allá para acá.
Bueno, estaba, me temo que ya no se va a ningún sitio más.

—Cuánto lo siento, es que no lo esperaba. Vaya, Carlo, qué mala noticia.


De veras que estoy para lo que te haga falta, va muy en serio, ¿eh?

—Lo sé, preciosa, lo sé. No te preocupes por nada, estoy bien.

Carlo estaba acostumbrado a solo tener dinero, ya lo habíamos hablado. A


su padre no podría echarlo excesivamente de menos porque el hombre
nunca estaba en casa. De todas maneras, saberte huérfano de ambos padres
en la vida, con poco más de veinte años, no es algo que se le desee a nadie.

Todos nuestros compañeros fueron llegando para estar con él. A quien
echaba de menos, eso sí, era a la pitufa, que todavía no se dejaba ver por allí
y eso me ponía nerviosa.

En un momento dado, la vi llegar, con gafas oscuras y rictus más que serio
también. Obvio que no íbamos a un tablao flamenco a bailar sevillanas y
que mi amiga no tenía por qué venir tocando las castañuelas, pero yo la
conocía y ella no era así: le pasaba algo más que la muerte del padre de
Carlo.

Sin más, me acerqué a ella y la abracé.

—Madre mía, creí que no volverías a dirigirme la palabra en mucho tiempo.


Ha sido un alivio cuando me has llamado, va en serio. Heba, esto no puede
ser, no podemos seguir así, cariño—le comenté.

—Ya lo sé. Y mira que lo siento por lo del crío, ¿eh? Lo siento muchísimo,
no te he preguntado en esos días cómo va el embarazo—Me tocó la barriga,
aunque la noté muy compungida.

—Va bien, genial, cómo quieres que vaya, con la madraza todoterreno que
tiene—le dije, presumiendo de mí misma, y sacando su sonrisa.

—Eso es verdad, siempre has sido la mejor—murmuró.


—¿Y a tu ego qué le pasa? Venga ya, no puedo creer que hayas dicho eso,
tú que eres la pitufina presumida, la mejor entre las mejores.

Heba esbozó una sonrisa o, mejor dicho, hizo por esbozarla, aunque ni le
salía. Después, se acercó a Carlo, a darle el pésame y algo de ánimo.

—No está bien, Dante, Heba no está nada bien. Y yo no estoy haciendo
nada al respecto, me comen los nervios—le indiqué.

—Yo me he ofrecido a ir a ponerlo en su sitio y la oferta sigue en pie, te lo


garantizo, ¿quieres que vaya a buscarlo ahora mismo? No tengo ningún
problema en hacerlo, palabra.

—No, tiene que caer por su propio peso o no servirá nada. Lo que sí podrías
traerme, si no te importa, es un poco de agua.

—A mandar, preciosa, a mandar.

Mientras que él iba a por el agua, vi venir al imbécil de Piero y sentí


repulsión absoluta. No soportaba tenerlo delante de mis ojos, con esa
prepotencia suya.

Heba no lo vio llegar, por lo que seguía hablando con Carlo, cuando él se
acercó hasta ellos.

—Heba, ¿te falta mucho o piensas quedarte al lado de este todo el día? —
Miró a Carlo con verdadero odio.
—¿Qué coño te pasa a ti, tío? ¿Tú crees que esa es manera de hablarle a tu
novia? —le reprochó nuestro amigo.

—Mira, mierda, no creas que voy a respetar lo que te ha pasado y por eso
no te tocaré la cara. Sigue así y te la parto, so pijo—le amenazó.

—¿Perdona? ¿Has venido hasta el velatorio de mi padre para llevarte así a


Heba? Pues que sepas que ella es mi amiga y que no lo harás, no te la
llevarás a ninguna parte.

—¡Cabronazo! Me la llevo adonde me dé la gana, que para eso es mía—


Tiró de ella y, antes de que yo pudiera pensar con lucidez, me fui hacia
ellos, para enfrentarme también con él.

Para ese momento, a mi amiga se le cayeron las gafas oscuras y a mí lo que


se me descolgó fue la mandíbula, ya que tenía los ojos rojos y abultados
como dos huevos, como si llevara toda la noche llorando sin parar.

—¡No te la llevas a ninguna parte! —le chillé yo, tirando de ella.

—Déjalo, cariño, no merece la pena. Tú no te metas, Neilita, tú no, que


estás…

A mi niña no le dio tiempo a decir ni una palabra más, porque el muy


imbécil se volvió como loco en ese momento y me dio un empujón tal que
me tiró de culo.
Todos se quedaron sin habla y Carlo lo cogió por la pechera, momento en el
que Dante, salido como de la nada, llegó también hasta nosotros y le asestó
tal puñetazo a Piero que, con todo lo grande que era, cayó de espaldas y en
redondo.

—¡Me las pagarás, hijo de puta! ¡Me las pagarás! —chillaba él.

—Me las pagarás tú a mí si a mi hijo le sucede algo, reza porque no sea así
o no tendrás agujero en el que meterte, te doy mi palabra—le advirtió
mientras veía cómo la sangre salía a chorros de la asquerosa nariz del
mierda aquel.

Yo me sentía bien, con la sensación de que a mi bebé no le sucedería nada


malo, y con la certeza de que la pitufa y él, por fin, habían terminado. No en
vano, ella se fue hacia él y comenzó a pegarle también.

—¡Hijo de puta! ¿A Neila la vas a empujar tú? ¡Que está embarazada,


cabronazo! No quiero volver a verte en tu puta vida, ¿me oyes? En tu puta
vida vuelvas a acercarte a nosotros. Si lo haces, te denunciaré, y créeme que
puedo largar mierda de ti como para que te encierren, ¡lárgate de aquí! —
Hasta una patada le dio, tal era la rabia que sentía.
Capítulo 31

La vida continuaba abriéndose camino unas semanas después.

La demanda ya estaba a punto de interponerse, ya que era muy completa en


cuanto a la información médica que se acompañaba sobre el estado mental
de Sabina.

Ese día, yo estaba en la casa cuando sucedió algo inesperado. Por suerte, me
encontraba fenomenal, lo cual no evitó que sufriera un pequeño accidente
doméstico.

Resulta que Fabio acababa de enchufar su tren eléctrico y vimos que no iba.
Sin más, me fui directa a comprobar si el cable estaba bien y, aunque sí que
lo estaba, la que andaba fatal era la conexión eléctrica de la pared, haciendo
que sufriera una descarga que provocó los gritos del niño.

Al contrario de lo que sucedió el día del empujón de Piero, en el que pensé


que no me ocurriría nada, durante los segundos que duró la descarga me
asusté muchísimo, además de que fue tremenda.

Por lo visto, al mejor cazador se le va la liebre. Sabina, que tanto


sobreprotegía al niño, no se había dado cuenta de eso y lo había puesto en
riesgo, ya que su pequeño cuerpecito quizás podría haber aguantado la
descarga peor que el mío.

Con todo y con eso, caí sin conocimiento al suelo, cuando por fin Dulceida
tuvo la lucidez de apagar el cuadro general de luces de la casa. Obviamente,
aunque Sabina fuera una desquiciada, sintió miedo, por lo que no tardó en
llamar a un médico que acudió de urgencia a la casa.

Yo lo que sentía era una extrema debilidad y me costaba hablar, por lo que
apenas podía comunicarme con el hombre.

Dulceida entendió perfectamente lo que me pasaba y, aunque habíamos


quedado en ocultarle mi embarazo a Sabina todo el tiempo que pudiésemos,
como que era ridículo tratar de hacerlo en tales condiciones.

—Lo que quiere decirle Neila, doctor, es que está embarazada—le comentó
Dulceida y Sabina la miró como si le hubiese dicho que la casa acabaran de
invadirla unos extraterrestres.

—¿Embarazada? Pero si eso no puede ser, yo lo sabría—dijo con su


habitual cara de oler mierda a tutiplén.

Claro que sí, ella lo sabría porque yo la habría llamado para tomarnos un
cafelito y comentárselo. Y ya de paso, como que le habría dicho que el niño
era su nieto, para que la fiesta hubiera sido completa.
—Pues lo está, señora—asintió ella mientras yo soportaba su mirada de
asco.

—Menuda idiotez, no entiendo nada. Doctor, ¿qué debemos hacer? Aquí no


se puede quedar.

—Obvio que no, señora, no es ningún hospital. Yo mismo llamaré a una


ambulancia para que la trasladen y la dejen unas horas en observación.

Cielos, otra vez a observación, aunque por mi niño lo que hiciese falta. Por
fortuna, la insensible de Sabina no se ofreció a acompañarme ni mucho
menos. Lo digo porque, de hacerlo, se habría encontrado en el hospital con
Dante, a quien avisé y quien llegó incluso antes que la ambulancia.

Enseguida me vine arriba y nos confirmaron que el bebé estaba como una
rosa.

—Supongo que Fabio se habrá asustado mucho, pobrecito mío. Tu madre lo


encerró en cuanto me caí al suelo, para que no viese nada. Mira, es ella, me
está llamando—le comenté.

Sabina solo quería saber si yo había salido indemne, igual preocupada


porque el accidente ocurrió dentro de su casa, si bien no mostró ni un ápice
de interés real ni mucho menos de cariño al hablarme.

Muy al contrario, ya me imaginaba yo que me la liaría bien gorda en cuanto


me tuviese en su casa, por lo del embarazo. Aquella farsante, porque no
tenía otro nombre, medía a las personas con doble rasero y a mí me
consideraría poco menos que una cualquiera por haber hecho lo mismo que
ella hizo en su día: quedarse embarazada joven, ella todavía mucho más.

Me importaba un bledo, porque yo estaba súper bien cuidada por su hijo,


que no me dejó a solas ni un momento. El alta me lo dieron por la mañana
y, camino de casa, se paró a comprarme un enorme ramo de flores. No
podía ser más lindo ni estar más dedicado a mí.

—Cariño, tú pide por esa boquita, que yo los antojos te los quito de dos en
dos, ¿qué quieres comer hoy? —me preguntó en cuanto llegamos.

—A ti, yo te voy a comer a ti, que no puedes ser más bonito. Tú tranquilo,
que yo lata con los antojos te pienso dar mucha más. Me van a durar hasta
cuando deje de estar embarazada, fíjate, hasta cuando ya tengamos aquí a
nuestro bebé.

—Muero solo de pensar en ese momento, ¿sabes que ya he visto un montón


de tutoriales de cómo cambiar pañales y demás? Mi madre no me dejó
hacerlo nunca con Fabio ni con Sabina, así que en eso estoy verde como
una pera.

—Ven aquí, pera mía, que te voy a quitar yo a ti hasta el verdor—le indiqué,
con ganas de él. Cómo me había puesto a mí la descarga, estaba desatada.
Capítulo 32

Tenía toda la mala leche del mundo reconcentrada para ella sola. Cuando
entré por las puertas de su casa, ya me estaba esperando.

Casi sin mediar palabra, solo haciéndome un gesto con la cara, me indicó
que la acompañase al salón.

—Una cosa que quería hablar yo contigo, Neila, ¿qué es eso de que estás
embarazada? —me preguntó.

—No creo que tenga mucha explicación, señora de la Rosa, lo estoy y ya.
Pero vamos, que gracias por preguntarme cómo sigo de lo del calambrazo.
Espero que ya hayan revisado los enchufes de la casa, le aseguro que yo no
toco uno más ni con un palo.

—Ya está todo revisado, sí. Y bueno, al verte aquí he supuesto que ya estás
bien, digo yo que tampoco hay más misterio en el asunto. Sin embargo, lo
de tu embarazo me tiene a mí mosqueada, ¿se puede saber por qué no me
has informado de una circunstancia tan particular? Digo yo que tengo
derecho a saberlo, me parece.

—Quizás diga usted demasiado. Al fin y al cabo, ese embarazo me atañe a


mí. En lo tocante a usted, lo único que debería importarle es que puedo
seguir cuidando de Fabio, y obvio que eso puedo hacerlo—le solté yo
también con mi sal y mi pimienta.

—Hombre, faltaría más. Natural que ese embarazo solo te añade a ti, ni que
fuera nada mío—rio maliciosa—, pero vaya, que aun así me tendrías que
haber informado.

No saben las personas, a veces, lo necias que sus palabras pueden llegar a
sonar. Si ella supiera, si por un momento pudiera tener constancia de que
era la abuela de ese niño, tendría que comerse sus palabras una a una.

—Pues lo siento entonces, pero como ve, el tema ya está finiquitado. Usted
ya lo sabe y todos tan contentos, ¿se le ofrece alguna cosa más o puedo ya ir
a ver a Fabio? —le pregunté.

—Vete ya, sí, quítate de mi vista. De veras que no sé para qué intento hablar
contigo cuando está claro que no hablamos el mismo idioma—me
recriminó.

—Parece que no y mire que yo me esfuerzo con el italiano, lo que son las
cosas—añadí antes de salir en dirección al dormitorio del niño.

—Oye, insolente, espera tú un momento, que quiero comentarte una cosa


más, no te vayas tan rápido.
—Usted me dirá—Me hice la tonta.

—Es que estoy aquí pensando en que no sé cómo la noticia de tu embarazo


le afectará a mi niño—de nuevo me entró la risa floja, si ella supiera—. Ten
presente que Fabio asiste a una escuela católica con férreos principios
morales y este tipo de cosas no se contemplan—añadió.

—¿Qué no se contempla? Mire, igual es cosa mía, que debo andar un tanto
espesa hoy, pero creo que no termino de pillar lo que quiere decirme.

—Me refiero a que no se contempla que una mujer que no está casada se
quede embarazada y…

—¿Y usted no conoce a ninguna a la que le haya pasado? —le pregunté con
kilos de guasa acumulados. Lo que había que oír, y en nuestra época, era
como un chiste, como un verdadero chiste.

—Obvio que sí las conozco, otra cosa es que las quiera en mi casa, ¿tienes
novio al menos? —me preguntó.

—Había que joderse, asquerosa hipócrita, encima se quería meter hasta en


adobo.

—Sí, señora, tengo novio, no se preocupe por eso, ¿alguna cosa más? —le
pregunté porque parecía misión imposible lo de zafarse de ella.
—Pues sí, quería preguntarte si no será un perroflauta de esos o un chico de
moral distraída, capaz de que te juntes con uno de esos y me traigas hasta
piojos a esta casa.

—No, no, qué va, qué va. Le encantaría mi novio, estoy segura de que un
día coincidiremos y me dará la razón en que vale un potosí. No se preocupe
por nada—Me reí para mis adentros mientras se lo decía.

—No estoy yo tan segura, ¿eh? No lo estoy. Todavía me tengo que pensar si
te quedas en esta casa o no, que lo sepas.

—Yo creo que mejor me quedo, ¿no? —Le vacilé porque sabía que me
quedaba sí o sí. De haber tenido una manera de largarme, ya lo habría
hecho. No la tenía, la experiencia le decía que nadie podía soportarla y que
lo mejor que podía hacer era meterse la lengua en el culo y aguantarse.

—Ya lo veremos, y una última cosa más…

Me estaba desesperando, se le daba genial, por lo que me volví resoplando.

—Venga, diga, por favor.

—Que últimamente veo a Fabio más contento—murmuró.

—Ea, pues me alegro muchísimo. Y como estoy segura de que usted


también se alegrará, pues mire, que ya somos dos—Le sonreí con malicia.
—No, yo lo que quería decirte es que espero que no le estés metiendo a mi
hijo pajaritos en la cabeza porque eso no te lo voy a consentir. Las fantasías
no son buenas para los niños, ellos tienen que saber que la vida es lo que es
y que no es jauja, ¿me has oído? Cuidadito con convertirlo en un iluso ni en
un fantasioso porque voy y le pongo los pies en el suelo en un momento.
Esta vida es un calvario, aquí hemos venido a sufrir.

Me quedé helada, la muy capulla era capaz de crear una marca como Mr.
Wonderful, pero al contario, ella en plan negativa. Lo mismo era prima
hermana de alguno de la familia Adams o algo parecido.

Yo es que ni le contesté, pasé de ella olímpicamente. Había que joderse, las


ideas tan alegres y motivadoras que tenía la mujer. La madre que la parió.
Pues no decía que a esta vida se había venido a sufrir…No podía ser más
desgraciada. Era para matarla.
Capítulo 33

Yo estaba en la casa cuando el agente de la oficina judicial apareció por allí


y le entregó la carta certificada a Sabina.

Recuerdo que escuché llamar a la puerta y algo me dijo que era esa persona,
por lo que miré por la ventana para corroborar mi teoría, que resultó ser
cierta.

Dulceida fue la encargada de abrirla y, dado el cariz que tomaron los


acontecimientos, la llamó.

Sabina apareció con cara de pocos amigos, mirando al hombre como si


fuera un antiguo vendedor de enciclopedias y a ella no le interesase su visita
en absoluto.

Luego se dio cuenta de que podía ser algo grave, a juzgar por la cara que
puso, y finalmente entró y abrió el sobre que el hombre le había entregado,
certificado y abultado, a la antigua usanza.
De forma instintiva, le tapé los oídos a Fabio, ya que supuse que los gritos
se escucharían hasta en su dormitorio.

El niño, sin saber lo que ocurriría, pensó que era un juego y se echó a reír,
con esa risilla tan suya, franca y natural. A continuación, no me equivoqué,
se escucharon unos gritos que le asustaron.

—Nos vamos a ir al parque, amor, eso será lo que haremos. Y no te


preocupes, que a mamá no le pasa nada. Es solo que le acaban de traer una
carta que no es de su gusto—Le guiñé un ojo.

—¿Es la demanda? ¿Ya me voy a ir a vivir con vosotros? —Sus ojos


brillaron.

—Sí, cariño. Es la demanda y pronto se celebrará el juicio, aunque ya sabes


que tú no deberías saber nada de esto, ella no te lo puede notar.

Bajé las escaleras con él de puntillas. Yo solo deseaba que nos hiciéramos
transparentes porque tenía la sensación de que si nos veía cualquier cosa
podía pasar.

—¡Ese desagradecido, malnacido y petulante! —chillaba.

Dulceida me miraba de reojo. Ella también era nuestra cómplice, así que
sabía perfectamente de qué iba el tema.
—Señora, ¿qué le pasa? ¿Le puedo servir una infusión calmante? Sospecho
que le vendría de maravilla—le ofreció.

—Eso, mamá, tómatela, que nosotros nos vamos un ratito al parque—


murmuró el niño, comprendiendo que nos había visto y que no teníamos
escapatoria.

—¡Hijo mío! ¡Estás aquí! —Se fue hacia él y lo apretó contra ella, tan
fuerte que le estaba haciendo daño.

—Sí, mamá, ¿dónde quieres que esté? Voy al parque con Neila, luego te
veo, ¿vale? —Trató de zafarse, algo que le resultó un tanto complicado.

—Es tu hermano, tu hermano Dante, que quiere secuestrarte. Con todo lo


que yo he hecho por vosotros, pero más por él, que llegó cuando le dio la
gana y que me jodió la vida, ¿cómo se atreve ese maldito?

Cielos, tuve que morderme la lengua para no contestarle, ¿Dante llegó


cuando le dio la gana? Claro que sí y ella fue una santa que no tuvo nada
que ver con el asunto, había que joderse.

—Mamá, estás muy nerviosa. No te preocupes por nada, ¿vale?

El niño no se dio por enterado y a ella eso la sacó de quicio.

—Hijo, ¿estás sordo? ¿No has escuchado lo que te he dicho? Tu maldito


hermano quiere sacarte de esta casa a la fuerza. Pues no lo conseguirá, antes
muerta que dejar que lo haga, ¿quién cojones se ha creído que es? ¿Es que
no tienes nada que decir al respecto? —insistió ella.

—Mamá, es que yo de Dante no puedo hablar, recuerda que lo tengo


prohibido por ti—Me lo comía, no pudo estar más certero en su respuesta.
Era ideal, el niño era ideal, no podía serlo más.

—Hijo, ¿es que no me estás oyendo? Puedes decir lo que quieras, puedes
chillar, desahogarte y decirme que es un mal hijo, lo que tú quieras. Te doy
permiso—Volvió ella a la carga.

—Mami, es que yo ya prefiero no decir nada—Se encogió de hombros y


salió por la puerta.

—¿Y vosotras? ¿No vais a decir nada en mi favor? —Nos miró a las dos.
Vaya, ese día sí que necesitaba nuestro apoyo, qué casualidad.

—Señora, yo ya se lo he dicho, que le vendría genial tomarse una infusión


calmante, le sentará sensacional, ¿se la llevo a la cama? —le preguntó
Dulceida con sarcasmo.

En cuanto a mí, que se suponía que no estaba al tanto de la historia de su


familia, me limité a mirarla con cara de lela.

—Señora, ¿quién es ese tal Dante?

Bien nos hicimos las tontas. Miré al crío y ya iba hacia la puerta riéndose.
Donde las dan, las toman. Y él estaba demasiado harto de ella como para
pararse a compadecerla.

Se lo había buscado ella solita. Esa mujer no le había dado al crío cariño,
solo martirio. Y había llegado el momento de que las cosas cambiaran.

Sus gritos se seguían escuchando mientras avanzábamos por la calle. Fabio


me miraba complacido y yo sabía que ya soñaba con su nueva vida.

Le puse un mensaje a Dante.

Yo: “Ya le ha llegado tu regalito y sí, como puedes imaginarte, se ha puesto


de lo más contenta”.

Él: “¿Estáis dentro de la casa? ¿Os ha hecho algo?

Yo: “¿Estás loco? Vamos corriendo para el parque, a celebrarlo”.

Él: “Ahora tenemos que ser más cautos que nunca. Dile a Fabio que no
podré volver a verlo hasta la celebración del juicio, que lo quiero con todo
mi corazón. Y quédate con que ese corazón está lleno de amor también para
ti”.

Yo: “Te como ese corazón, es que me lo voy a comer”.

Él: “No me digas que será tu siguiente antojo, porque entonces ya puedo
darme por perdido”.
Yo: “Oye, hablando de eso, muy bien estás durmiendo tú, ¿no? Hace
muchas noches que no tengo ninguno”.

Él: “No sé para qué hablo. Ya he abierto la caja de los truenos”.

Añadió un simpático emoji, porque en el fondo no le importaba nada de


nada. Dante trataba de hacerme feliz a todas las horas y yo… Yo estaba
locamente enamorada de él.
Capítulo 34

Cuando llegué al día siguiente había varios flamantes coches en la puerta.

—¿Qué es todo esto? —le pregunté a Dulceida.

—La señora, que se ha reunido con varios abogados. En el salón hay más
gente que en un convite de boda. Está como loca, no para de chillar y
maldecir, no te lo puedes imaginar. Ojalá que ese juicio se celebre pronto
porque no tengo ni idea de cómo voy a poder soportarla.

—Imagino que a Dante lo habrá puesto fino—Volteé la cabeza.

—No sabes las cosas que está soltando por la boca. Te prometo que yo
sabía que era mala, pero es una auténtica bruja, mucho peor de lo que podía
imaginar. Es horrorosa.

—Dulceida, ¿tú te has parado a pensar que no sabemos lo que sucederá con
tu puesto de trabajo si ella pierde la custodia del niño? —le pregunté con
pesadumbre.

—Di mejor cuando pierda la custodia del niño, porque el hecho de dejarlo
en el aire a mí me hiela la sangre. Dante tiene que ir a por todas, sacar la
artillería pesada contra su madre porque ella no será misericorde con él, va
a ser una guerra encarnizada, una verdadera masacre.

La mujer estaba impresionada por la que se avecinaba, y no era para menos.


Además, que nosotros le estábamos súper agradecidos porque no vaciló en
jugarse incluso su puesto de trabajo, ya que no teníamos ni idea del rumbo
que tomaría la vida de Sabina tras todo aquello.

—Vale, pues eso, aunque ahora que lo pienso, igual acabo de tener una idea
estupenda—Le hice saber.

—¿Qué idea? A ver si me puedes dar una buena noticia, mujer, que una está
aquí que no sabe lo que hará con su vida.

—Puede que nosotros te necesitemos. Oye, que he de hablarlo con Dante,


¿eh? Pero en breve, si todo va bien, tendremos dos niños pequeños en casa,
yo tengo que terminar de labrarme un futuro… En fin, que faena no nos
faltará.

—¡Alabado sea Dios! Ojalá que eso que me dices sea así, nada me haría
más feliz que trabajar con vosotros—Me dio ella un beso y un abrazo.

No era fácil pasar por lo que estábamos pasando. Mi vida, sin ir más lejos,
estaba sufriendo un giro de ciento ochenta grados que marearía al más
pintado, si bien la ilusión me impulsaba a seguir adelante.
Mi bonito proyecto con Dante, nuestra familia.... Todo tenía que salir bien,
ya que habíamos estado en la cuerda floja y no por ello dejamos de luchar.

Puse la oreja y escuché que los abogados tenían opiniones encontradas, si


bien a ella ninguna le parecía bien.

—¡Si no me podéis garantizar que ganaremos el caso, ya os podéis ir todos


con viento fresco! —le escuchamos chillar en un momento dado.

Sabina estaba increíblemente fuera de sí. Esa mujer no podía hacerse


todavía a la idea de cuánto estaba cambiando su vida.

Subí a recoger a Fabio para llevármelo al parque. En aquellos días, el


ambiente en la casa resultaba mucho más tóxico todavía, así que daba gusto.

El niño se alegró mucho al verme y bajaba los escalones de dos en dos


cuando la encontramos en la puerta despidiendo a esa legión de abogados,
todos con sus maletines y encorbatados.

A mí se me puso un poco de mal cuerpo porque nosotros confiábamos en


Giulia, si bien Sabina se estaba cubriendo las espaldas.

Salíamos por la puerta cuando me tuve que volver en seco, girando sobre
mis talones.

—Eh, tú, contigo quería yo hablar, traicionera—me indicó y me quedé loca.


—Señora de la Rosa, ¿qué ocurre? —le pregunté.

—¿Cuánto tiempo pensabas que podrías engañarme? Ya estoy al tanto de tu


sucio secreto, Fabio me lo ha contado todo—me soltó y entonces sí que creí
que me desmayaba, ¿lo sabía? ¿Sabía que yo urdí todo el plan con Dante?
¿Estaba al tanto de que era la pareja de su hijo y la madre de su futuro
nieto?

—No sé a lo que se refiere, de veras que no lo sé, todo esto debe tratarse de
un error—le comenté.

—Un error fue el traerte a esta casa, en eso estoy de acuerdo. Sé muy bien
que le regalaste a Fabio un balón que llevas y traes en tu bolsa de deporte
todos los días. Me percaté y él me lo ha corroborado, no ha podido
mentirme. Mi hijo me lo cuenta todo, ¿sabes?

—Pues lo siento muchísimo—le contesté con todo el alivio del mundo. El


niño me guiñaba un ojo, le habíamos dado coba. Más bien se la había dado
él, que solo le contó una tontería cuando callaba lo más importante.

—Lo sientes, lo sientes… Tú lo sientes todo mucho y, aun así, te pasas la


vida haciendo la puñeta. Suerte que en unos meses te perderé de vista, en
cuanto acabe el curso. No creo que seas una buena influencia para mi hijo,
no te quiero mucho tiempo cerca de él—Soltó parte del veneno que llevaba
dentro.

—Sí, sí, claro—le contesté como si tuviese toda la razón del mundo y volví
a girar sobre mis talones en dirección a la calle.
—¿Y ya está? ¿No vas a decir nada más? ¿Te conformas con eso? —me
preguntó, cabreadísima como un mico.

—Señora, es que yo hago meditación y opino que las zapatiestas no sirven


para nada. Que usted dice que no soy buena influencia para el niño, pues no
lo seré, ¿quién va a conocer sus cosas mejor que su madre? —le pregunté
con toda la ironía del mundo.

Después, salí con Fabio y la dejé allí blasfemando.

—Le has dado fuerte y flojo. Ella quería pelea y tú la has evitado, qué lista
eres, Neila—Me cogió de la mano.

—Tú sí que eres listo, ratón. Venga, vamos a jugar con ese balón, mi niño.

Todo menos dejar que esa bruja nos amargase. Eso nunca, jamás.
Capítulo 35

El que no tiene padrino no se bautiza. Eso se ha dicho de siempre y sigue


siendo una realidad, por mucho que a veces no sea justo.

Descubrimos que en el juzgado en el que había caído la demanda trabajaba


un amigo del fallecido padre de Dante, de modo que el hombre pudo
acelerar el proceso y la celebración del juicio llegó pocas semanas después.

Era el día y los nervios nos estaban comiendo. Dante daba vueltas de un
lado a otro en el interior de su piso, sin poder parar quieto.

—Son tantas las cosas que tengo que decir, que temo quedarme en blanco
cuando esté en el estrado, te prometo que lo temo—se lamentaba.

—Ya lo sé, porque estás muy nervioso, pero piensa que todo va a salir bien.
Giulia es una gran profesional, si consentí que te quedaras con la abogada
más guapa de toda Roma es porque soy consciente de lo buena que es—
bromeé.
—Qué cosas dices. Nadie en Roma es ni la mitad de guapa que tú.
Ayúdame a recordar todo lo que tengo que decir—me pidió.

—No, no, me niego. Ahora, ¿sabes lo que haremos tú y yo? Vamos a bailar
—le propuse y me miró como si estuviera loca.

—¿A bailar? Me muero de los nervios, no podría ponerme a bailar ahora ni


aunque me lo mandase el médico.

—Claro que no, te lo mando yo, que es mucho peor. Soy la madre de tu hijo
así que, si sabes lo que te conviene, te pondrás a bailar conmigo ahora
mismo—Lo cogí de las manos.

Nunca lo había notado tan agobiado como esa mañana, de modo que puse
toda la carne en el asador para sacarle unas risas que lo relajasen un poco.

“Yo quiero estar todo el día a tu lao


Pegao, pegao, pegao de ti
De ti
Pegao de ti
De ti
Inseparables, como el agua de la sal del mar
Como lava que hay en un volcán”

Le cantaba con gracia por Camilo, poniendo énfasis cada vez que
pronunciaba lo de “pegao de ti”, sacando su risa.
Cuando quise darme cuenta, ya estábamos así, tan pegaos que acabamos en
la cama, dando rienda suelta a nuestra pasión.

—¿Más relajado ahora? —le pregunté cuando terminamos.

—Bastante más, sí. No sé cómo lo has hecho—Me sonrió.

—Pues mira, he bajado, he cogido esto—señalé a su pene—, y no es por


nada, chico, pero he hecho virguerías con él en mi boca—Reí.

—No tienes desperdicio, es que te juro que no tienes desperdicio.

Había llegado el momento de la verdad. Teníamos que vestirnos e ir hacia el


juzgado. Dante se puso un traje de chaqueta y corbata, de lo más elegante.
Tan encorbatado parecía un verdadero galán de cine, era impresionante.

Yo escogí un vestido largo de punto, de cuello vuelto y en color marrón


chocolate, también muy elegante, sobre el que me coloqué un bonito abrigo
de paño que me resguardara de las bajas temperaturas de una mañana que se
presentaba gélida.

Dante se vino hacia mí porque el vestido marcaba mi incipiente barriguita,


esa que ya se notaba y que yo lucía con la máxima ilusión. Antes de salir
por la puerta, le habló a su hijo, agachándose.

—Hoy es un día importante, cosita, pronto podrás conocer también a Fabio.


Después me dio la mano mientras yo le sonreía. Él tenía la costumbre de
hablarle a nuestro hijo y ese gesto me parecía súper dulce.

Lo que ya me pareció menos dulce fue el gesto que exhibió Sabina cuando
nos vio aparecer, juntos y de la mano, por el juzgado.

Había llegado la hora de la verdad, tampoco yo podría volver más por su


casa (lo comenté con Fabio la tarde anterior). Teníamos que dar la cara
inevitablemente porque ya era hora de que el pastel se descubriese.

Los ojos se le inyectaron en sangre a Sabina. Era lo último que podía


esperar y ciertamente impactante.

—¿Tú? Miserable, ¿tú eres quien está detrás de todo esto? ¿Tú has
envenenado a mi hijo contra mí para que me quite a su hermano? —Yo creí
que me levantaba la mano y todo, que trataría de darme allí la del pulpo,
cosa que no pensaba permitirle. Y mucho menos Dante.

—Mamá, cuidadito con lo que dices, que ella no ha sabido nada de esto
hasta hace muy poco. Todo ha sido fruto de una increíble casualidad.

—¿Casualidad? Las casualidades no existen con esta fulana que te ha


seducido, ¿te ha dicho ya que está embarazada? Porque si no te lo ha dicho
te lo digo yo: esta lo que quiere es endosarte a ti el bombo, por eso se ha
acercado a ti. Por eso y para joderme a mí—conjeturó.

—Mamá, si por una puñetera vez en tu vida te dedicaras a escuchar un poco


en vez de a soltar toda la mierda que te salga por la boca, todo te iría mejor.
Claro que sé que está embarazada, Neila espera un hijo mío, hace meses
que comenzó lo nuestro.

—¿Tuyo? Esto es de locura, ella no es una de nosotros, ¿no lo comprendes?


Ella solo quiere escalar socialmente y por eso te ha buscado, es una simple
niñera, ¿no tienes ojos en la cara para verlo? —le reprochó.

—Sí que los tengo, mamá. Y veo a la mujer que quiero, a quien por cierto
me costó mucho seducir. Lo digo para que revises tus teorías, que ya huelen
a rancias. Y ahora, si nos disculpas, no voy a seguir dándote unas
explicaciones que ni siquiera mereces.

El zasca que le dio Dante no fue ni medio normal, de modo que ella se
quedó momentáneamente callada.

—¿Por qué quieres quitarme a tu hermano? ¿No te vale con quedarte con
esta zorra y con el hijo que lleva dentro? —le preguntó unos minutos
después con toda la maldad, esa que era tan suya.

—No vuelvas a ofender a Neila en lo que te queda de vida, mamá, no te lo


pienso consentir. Es la madre de mi hijo y, por tanto, también de tu nieto,
aunque tú no vas a ejercer como abuela, eso ya te lo adelanto. En cuanto a
mi hermano, solo busco su felicidad. Se lo debo a papá y a Sabina, ¿sabes?

Fue un dardo envenenado el que Dante le lanzó en ese momento, soy


consciente de ello. Un dardo que le llegó directo al corazón, solo que le
rebotó, porque esa el corazón lo tenía blindado.
—Yo te maldigo y maldigo a tu padre, sois el demonio, hijo, el demonio,
igual que esa que tienes al lado.

—Ya, mamá, pues deberías plantearte que es el demonio quien reconoce al


demonio—le respondió él.
Capítulo 36

El juicio dio comienzo y fueron muchas las pruebas que Giulia pudo
presentar.

Ya he comentado en alguna ocasión que el historial de salud mental de


Sabina era de película de terror, ya que en muchos momentos de su vida
tuvo que echar mano de profesionales que la ayudasen a que la olla no se le
fuera del todo. Con dudosos resultados, por cierto.

De entre todas las pruebas que Giulia haría valer, había una con un peso
específico determinante y que no era otra que el informe psicosocial que le
realizaron a Fabio los psicólogos del juzgado.

Si hay profesionales que puedan considerarse imparciales, obviamente son


ellos. Por esa razón, en estos casos, como que lo que dicen va a misa.

Sabina se creía muy lista y quiso preparar al niño para la prueba, arrimando
el ascua a su sardina. No contaba con que esas cosas se detectan, igual que
su maldad, y menos con que Fabio tenía las ideas muy claras al respecto.

Por suerte, la prueba se realizó sin su madre delante, por lo que el niño pudo
explayarse sin que le resultara excesivamente violento, como era nuestro
deseo.

El psicólogo que acudió para defender dicho informe lo tuvo muy claro
desde el principio.

—Su Señoría, estamos ante un claro caso de manipulación y abuso de


superioridad moral por parte de una madre que cuenta con indudables
patologías mentales y que nunca ha velado debidamente por el bien de su
hijo. Fabio ha tenido la suerte de contar con fortaleza mental, puesto que, de
otra forma, la demandada, o sea, su madre, lo habría destruido—afirmó de
un modo demoledor para Sabina.

—¡Eso es mentira! ¡Yo solo quiero lo mejor para mi hijo! Siempre he sido
una buena madre tanto para Fabio como para Dante y para Sabina, mi otra
hija menor, que está en un internado—soltó ella por la boca, histérica y
poniéndose de pie de golpe.

Dante y yo nos miramos. No se nos escapó tampoco que el tribunal al


completo la miró no dando crédito, sabedores de que su hija había fallecido.
El juez tiró del cabo, como no podía ser de otro modo.

—Señora de la Rosa, ¿qué ha dicho con respecto a su hija? —Sus abogados


la miraron, sintiéndose perdidos. Esa mujer había mentido tanto que
terminó por creerse sus propias mentiras.
—Lo siento. Mi hija… mi hija murió en un trágico accidente. Es solo que
mi mente, a veces, me juega malas pasadas al respecto, solo eso. Olvídelo,
por favor, me siento un poco confundida—le pidió.

Estaba loca de atar, no confundida. Las maldades llevaron a Sabina a perder


la cabeza y ya no parecía saber ni dónde estaba de pie.

Tras ese momento de máxima tensión, el juez ordenó hacer un receso,


durante el que hablamos con Giulia.

—No la harán hablar, sus abogados no la harán declarar después de lo


sucedido, estoy segura—nos informó.

—Y yo, porque sería peor el remedio que la enfermedad, de eso no hay


duda—aprecié.

—Mi madre está como una chota, se lo ha terminado creyendo, qué locura
—se lamentaba él.

—Todo va viento en popa, recuerda que tú sí que declararás y que, tras


hacerlo, sus abogados tratarán de acorralarte. Cabeza fría, Dante, imagínate
que estás en una reunión de amigos y que allí vas a esgrimir tus argumentos
sobre por qué deberías tener la custodia de tu hermano. Declara con el
corazón en la mano y todo irá sobre ruedas—le aconsejó Giulia.

Por cierto, que ella se lo estuvo pensando, pero finalmente no quiso


llevarme como testigo porque consideraba que con el testimonio de Dante
sería suficiente y que el mío, al ser su pareja, quedaría desvirtuado a los
ojos del tribunal si la parte contraria se empeñaba en ello, como así sería.
No obstante, comentaría tal circunstancia con el juez, por si quisiera hablar
conmigo.

Volvimos a entrar en la sala y era hora de que testificara Dante. Por Dios
que lo hizo con una elegancia y un aplomo que lo dejaron retratado a los
ojos de todos.

—Su Señoría, yo solo busco el bien de mi hermano menor. Nadie como yo


puede conocer el sufrimiento en los ojos de ese niño, puesto que lo he
experimentado durante muchos años. Fabio es un niño extremadamente
bueno e inteligente, un niño que sabe diferenciar lo que está bien de lo que
está mal. Si usted lo conociera me daría la razón: un espíritu como el suyo
no debería corromperse en manos de una madre obsesiva y sin escrúpulos.
Le ruego que lo tenga en cuenta—terminó diciendo.

A mí solo me faltó aplaudirle, igual que al resto de la sala. Giulia le hizo


una señal de que había estado sensacional y él se emocionó.

Finalmente, nos emplazaron para el día siguiente, en el que se celebraría la


última sesión de un juicio que ya por fin quedaría visto para sentencia.

Esa noche no nos podíamos dormir, sintiendo nuestro sueño más cerca que
nunca. Fabio debería comparecer ante el juez al día siguiente porque este
así lo había pedido. Giulia no contaba del todo con ello dada la corta edad
del niño, si bien fue su madurez la que le llevó a decidir que merecía la
pena poder escucharlo.

Cruzábamos los dedos para que todo fuese bien. Ojalá que ocurriese así
porque nos jugábamos mucho. La estabilidad mental de Dante estaba en
juego y, por ende, también nuestra felicidad. Y no digamos ya la de Fabio.
Capítulo 37

Vimos a Fabio en el pasillo. Su madre lo tenía cogido de la mano, no


dejando que se acercase en ningún momento a nosotros.

Era impresionante cómo se hacía el tonto, cómo parecía que nada de


aquello fuese con él. En ningún momento había confesado estar al tanto de
nuestras intenciones ni haberse encontrado con Dante en aquellas semanas,
lo que nos ahorraría más de un problema.

El juez lo saludó antes de entrar en la sala, haciéndole una carantoña. En


momentos así, te das cuenta de que solo son personas buscando hacer lo
mejor para otras personas. Y cuando se trata de personitas de tan corta edad
como la de Fabio, la responsabilidad es mayor.

A continuación, todos entramos y él nos indicó que quería hablar con el


crío, si bien lo haría a solas y en su despacho, con la sola presencia del
fiscal y de uno de los psicólogos del juzgado, evitando así que el crío se
sintiese coaccionado.
A su madre la cara le llegó al suelo. Era la primera vez en su vida que no
podía hacer con sus hijos lo que le viniese en gana y no podía estar más
contrariada.

Dante me apretó la mano porque a nosotros sí que nos pareció sensacional.

Apenas veinte minutos después, el juez entró de nuevo en la sala.

—He de comunicarles a ambas partes que, tras conversar con Fabio, me


queda clarísima cuál es la voluntad del muchacho. Señora de la Rosa, su
hijo desea que la convivencia con usted cese, pasando a vivir con su
hermano Dante. Tenga presente que son ya muchos los años que llevo
realizando este noble oficio, lo mismo que el representante del Ministerio
Fiscal, y ambos hemos concluido que la madurez de su hijo en relación con
la decisión que acaba de tomar es impropia de un niño de tan corta edad.
Quiero reiterar también el cariño que su hijo ha manifestado por su hermano
mayor, así como por la novia de este. Ya estoy al tanto de que la historia ha
sido un tanto rocambolesca, si bien la presencia de la señorita—me señaló a
mí—ha sido crucial en la vida del niño. Por esa razón, nada podemos
objetar a que ella igualmente conviva con el pequeño—matizó.

—¡Será una broma! ¡Esa furcia no es nadie para quitarme a mi hijo! ¡No lo
es! —chilló ella.

—Señora de la Rosa, acaba usted de ganarse que hagamos una excepción.


Lo normal sería que el juicio quedase hoy listo para sentencia y que esta se
dictase en algunas semanas. No obstante, dado lo inadecuado de su
proceder, haré una excepción, dictando una sentencia “in voce”, es decir,
una sentencia oral en el mismo acto de este juicio en el sentido de que la
custodia de su hijo Fabio pase desde hoy mismo al demandante. En esa
línea, procederé a renglón seguido a pronunciarla—continuó diciéndole y,
enseguida, escuchamos la sentencia, ya en unos términos más formales.

Apenas podíamos creerlo. Dante me miraba y yo lo miraba a él. Todo había


sido más rápido de lo que pensábamos, ni siquiera tendríamos que esperar.

Por su parte, Sabina chillaba, pataleaba, y no paraba de hacer aspavientos,


apenas dejándolo hablar, por lo que el juez tuvo que ordenar que
abandonase la sala.

Conforme ella lo hizo, cogida del brazo de uno de sus abogados que le
recordaba que de otro modo podría acusarla de desacato y hasta acabar
enchironada, yo me levanté y también salí de la sala. Lo tenía muy claro:
quería estar presente porque no me fiaba de ella y me daba mucho miedo
que hiciera una locura.

Fabio nos miró a ambas al salir. Él estaba fuera con un becario del despacho
de abogados de su madre, que se ofreció a acompañarlo, ambos jugando a
las cartas. El niño soltó las suyas y yo le hice una señal con el dedo pulgar
levantado, que él respondió con una sonrisa.

Sabina, por su parte, lo cogió en ese momento, en el que empezó a


maldecirme y también al crío que yo llevaba dentro.

—Te sigues retratando tú solita, Sabina—Obvio que yo ya no era su


empleada ni debía guardar las formas con ella.
—Mamá, suéltame, suéltame ya. Yo no quiero escuchar esas cosas—le dijo
él mientras salió corriendo hacia mí.

—Han sido ellos, Fabio. Son malos y te han puesto en mi contra, hijo. Son
muy malos—le decía ella mientras el niño hacía caso omiso a sus palabras.

—Ven, Fabio, vamos a ir hacia la puerta de la sala de vistas. Allí


esperaremos a Dante, no escuches nada más, ¿vale, cariño? —Le tapé los
oídos.

Traté de hacerlo así, si bien eso la enfureció todavía mucho más. Ella
reivindicaba su derecho al pataleo, su derecho a decirle al crío cuantas
barbaridades le salieran la boca.

Yo trataba de impedirlo en la puerta de la sala cuando salió el juez y se le


quedó mirando.

—¿Qué miras? También te maldigo. A partir de hoy quiero que seas tan
desgraciado como yo lo soy por tu culpa—le soltó ella tal barbaridad
perdiendo también las formas con él.

—Señora de la Rosa, me temo que su actitud sugiere que usted no pueda


volver a ver a su hijo hasta que demuestre que sabe comportarse. Es por ello
que el régimen de visitas vigilado que pudiera corresponderle durante un
par de tardes a la semana queda en suspenso hasta que acredite que su
comportamiento es el debido. En cuanto a las cosas del crío, será su
hermano Dante quien pase a recogerlas hoy mismo.
—¿Qué? Tú estás loco, hombre, tú estás loco—le indicó ella con un gesto
que le faltaba un tornillo.

—Guardia, haga el favor de detener a esta mujer ahora mismo—le pidió él.
Capítulo 38

No teníamos nada preparado ni nada habíamos decidido.

En ningún momento quisimos hacernos del todo la ilusión de que


tendríamos al niño y menos tan pronto, por lo que pudiera pasar. Y, sin
embargo, ya se encontraba con nosotros.

Era jueves y contábamos con el más fantástico de los fines de semana por
delante. Dante llegó un rato después con las cosas del crío mientras que yo
lo esperaba en un bar, tomando un refresco con Fabio, quien charlaba por
los codos.

—¿Y podré poner todo lo que quiera en mi dormitorio nuevo? ¿Y mis


amiguitos podrán venir a casa? ¿Y podré comer caramelos? ¿No tendré que
acostarme a las 9 los fines de semana?

Preguntaba sin cesar porque el pobre había vivido en una especie de cárcel
y comenzaba a saborear las mieles de la libertad. Dante entró de puntillas y
le hizo cosquillas por detrás. Él se volvió con rapidez, sabiendo que había
sido su hermano, en cuyos brazos se echó.

—¡Dante! ¡Dante! ¡Ya estás aquí! Oye, ¿y el resto de mis cosas? —le
preguntó.

—Mira, cariño, te he traído todos tus juguetes y demás, pero la ropa la he


dejado en casa. No es por nada, pero…

—Pero no molaba nada. Ya lo sé, mamá me viste como un pringao, todos


los niños me lo dicen—le interrumpió él.

—¿Mi hermano un pringao? Pues eso sí que no podemos consentirlo, no


pienso consentirlo, vaya. ¿Qué os parece si vamos a comer pizza y luego
nos pasamos la tarde de compras? —Nos propuso él.

—A mí me parece sensacional, ¿y a ti? —le pregunté al niño, que estaba


más a gusto que un arbusto.

—Yo no tengo nada mejor que hacer, Neila—me soltó una de las suyas.

Almorzar con Fabio, sin tener que mirar el reloj y permitiéndole que pidiese
lo que le viniese en gana, fue un regalo fantástico. El niño derrochaba
felicidad y así lo hacía ver en todo momento.

Tras el postre, se volvió a hablar con otros críos que había en una mesa
contigua, cuyos padres lo invitaron a sentarse con ellos un ratito.
—¿Puedo? —nos preguntó con la ilusión de hacer amiguitos.

—Claro que puedes—le respondimos ambos, perfectamente sincronizados.

Fabio tenía alas, solo que habían tratado de cortárselas tantas veces que
optó por guardarlas. Era momento de aprender a volar, de que aquel pajarito
descubriera que era libre y que podía llevar la misma vida que cualquier
otro crío de su edad.

Una vez que estuvimos solos en la mesa le pregunté qué ocurriría con su
madre.

—De momento está en el calabozo del juzgado, si bien el juez está


moviendo hilos para que la ingresen una temporada en un centro de salud
mental. Por lo que todos hemos visto, está perdiendo la cabeza, y
permanecer un tiempo en tratamiento le vendrá muy bien.

—Joder, y a nosotros también. A ver si allí le ponen alguna pieza de la


cabeza en su sitio, porque vaya, vaya con esta mujer.

—Oye, ¿te apetece lo que le he dicho al crío de que vayamos de compras?


Así podríamos también comprarle algunas cositas al bebé, me hace mucha
ilusión—me comentó.

—Me parece la mejor de las ideas, ¡qué emoción!

Al rato salimos de allí con Fabio. Los padres de los otros críos nos dieron su
teléfono por si queríamos llamarlos algún día para que jugaran, cosa que les
agradecimos.

A partir de ahí, nos pasamos toda la tarde de compras. Era cierto que a
Fabio le hacía falta ropa cómoda y moderna, como la de cualquier otro crío,
y no una que pareciera que había salido de una novela de época.

Por la noche estaba rendido cuando llegamos a casa. No teníamos nada


todavía preparado, pero el sofá de Dante era muy grande y además se abría,
haciéndose cama, permitiendo disfrutar de una doble.

—Cariño, todavía no te hemos comprado un dormitorio, pero yo creo que


aquí podrás dormir esta noche formidablemente bien, ¿te parece buena
idea? —le preguntó Dante.

—Me parece la mejor idea del mundo, ¡la mejor de todas! —chillaba él.

El crío estaba feliz, increíblemente feliz. No tardó nada en quedarse


dormido, y entonces fue cuando tratamos de sacar sus cosas para ponerlas
en orden.

Teníamos un dormitorio vacío que nos serviría provisionalmente para que él


lo ocupase, comprándole sus muebles y demás. Y digo provisionalmente
porque ni siquiera sabíamos si, siendo más, nos quedaríamos en ese piso o
buscaríamos uno más grande.

A todo esto, yo ya solo aparecía por mi otro piso, por el de las chicas, en
ocasiones contadas. Eso sí, les seguía pagando mi parte para no
perjudicarlas. La que sí había vuelto a ocupar nuestro dormitorio era la
pitufa, quien poco a poco se iba restableciendo de lo sucedido con Piero, a
quien desterró definitivamente de su vida.

Una idea me asaltó la cabeza en ese momento, una idea loca e inesperada de
esas que suelen ser las mejores del mundo, como todo lo que no se planea.

—¿Y si nos vamos mañana a pasar el fin de semana en España? Podríamos


ir a que conocieras a mis padres, y Fabio también—le sugerí.

—¿Mañana? ¿Me lo dices en serio? ¡Me encantaría! Pero ¿cómo vamos?

—Rascándonos el bolsillo. No te digo yo que encontremos un vuelo súper


barato, pero seguro que en alguna compañía quedan pasajes. Voy a mirarlo
ahora mismo.

Abrí mi aplicación, locamente emocionada, y hubo suerte del tirón. Ni caros


ni baratos, cogimos unos pasajes que nos vinieron de maravilla y, además,
seleccioné cuatro.

—¿Y eso? —me preguntó él.

—Nos llevamos también a la pitufa para que vea a los suyos. Ahora mismo
se lo digo, salimos a primera hora de la mañana. Prepara el equipaje, venga,
no te hagas el sueco—le pedí.

—¿Ahora? Se me cierran los ojos, ha sido el día más intenso de mi vida—


me comentó.
—Ahora. Es eso o que me dé un antojo dentro de un rato, tú verás—Le
guiñé un ojo.

—Hago el equipaje, voy ahora mismo—me respondió mientras se movía


para hacerlo.

Llamé a la pitufa y se quedó de piedra, aunque ilusión le hizo cantidad, de


modo que esa noche todos dormimos a pierna suelta.
Capítulo 39

Los cuatro íbamos en el avión de lo más sonrientes. La pitufa jugaba con


Fabio, con quien había hecho unas migas excelentes.

Tuvimos la suerte de poder coger los asientos juntos, por lo que nos lo
pasamos de miedo durante el viaje, de cháchara y bromas todo el tiempo.

Heba no parecía tan mal como las últimas veces que nos habíamos visto y, a
lo largo del viaje, el nombre de Carlo salió un par de veces, algo que no se
me pasó por alto.

Una vez en el aeropuerto, la cogí del brazo para cotillear con ella a placer.

—Oye, a mí no se me ha pasado que tú hablas mucho de Carlo, ¿no? —Me


reí.

—Y tú ya estás en plan celestina, qué te gusta un romance. No, mujer, que


yo ahora no estoy para nada, ¿no ves que me han jodido? —me preguntó
con un puchero en la cara.

—Ya, lo que pasa es que Carlo tampoco está para lanzar cohetes el
muchacho, con eso de la muerte de su padre. Y yo había pensado que igual
os unís en la adversidad. Oye, no me mires así, que eso pasa a veces, y no
solo en las pelis—le comenté.

—Me lo paso bien con él, eso sí. Oye, ya no se mete, ¿lo sabes? Y dice que
tú tuviste mucho que ver en eso, tontuela.

—¿Yo? Pero si apenas le dije nada de ese tema. Bueno, que pasaba de su
culo, poco más—Reí recordándolo.

—¿Y te parece poco? Tú le molabas mucho y se dio cuenta de que esa


mierda le quitaba posibilidades con una chica normal—me comentó.

—¿Con una chica normal? Venga ya, yo no soy normal, soy sumamente
extraordinaria—le vacilé.

—De eso nada, la extraordinaria de verdad soy yo, que he resurgido de mis
jodidas cenizas y con más fuerza que nunca—me vaciló más.

—¡Esa es mi niña! Mira, ahí están tu madre y la mía—Salimos corriendo


hacia ellas, que nos esperaban dando saltos de emoción.

Enseguida llegaron también Dante y Fabio. Mi madre se agachó para


saludar al crío, dándole un cariñoso beso. Él, quien no podía creerse lo que
estaba viviendo, le correspondió con un gran abrazo.
Al levantarse, se topó con Dante, a quien también besó.

—Así que tú eres el famoso Dante, ¿eres consciente de que has puesto mi
familia patas arriba? Soy muy joven para convertirme en abuela—Le
sonrió.

—Y muy guapa, y muy guapa también. Ignoraba que hubiese abuelas así—
le contestó él en un castellano bastante decente, por eso de que años atrás
estudió en España.

También Fabio sabía chapurrearlo algo por mí, ya que durante aquellos
meses le enseñé a manejarse en lo básico, hablándole en mi idioma. En ese
momento nos venía sensacional, la verdad.

—Italiano tenías que ser, Dante. Mira, hijo, te voy a decir una cosa: puede
que conmigo te funcione ese acento tuyo, pero con mi marido ya lo dudo un
poco más—Se dobló ella en dos de la risa mientras salía andando de su
brazo.

A todos les pilló de sorpresa nuestra llegada, ya que solo se lo dijimos a


nuestras madres.

Por esa razón, cuando Jesús llegó al mediodía y vio allí sentado a Fabio,
casi llora de la emoción.

—¡Neila has venido! Y este es Fabio, este es el niño italiano—le decía


mientras el otro asentía, con esa carita de bueno que tenía.
—Este es, cariño. Y te voy a encomendar una misión: tienes que hacer que
se lo pase muy bien este finde, ¿vale? ¿Me prometes que lo harás?

Mi hermano asentía con su cabecita mientras que Fabio no podía mostrarse


más feliz. Para él todo era como mágico: estar con Dante y conmigo, viajar
a España, conocer a mi familia… El niño había estado secuestrado como un
pajarillo que suspira por volar.

—Claro que sí. Ahora mismo me lo llevo a jugar a la calle—Lo cogió Jesús
de la mano para llevárselo.

—Ahora mismo te lavas las manos y le dices a él que se las lave también,
que es hora de comer—le ordenó mi madre.

—Vale, vale, tampoco hay que ponerse así—Rio Jesús y sacó la risa de
Fabio, quien parecía encantado en mi casa.

Poco a poco fueron llegando el resto de mis hermanos y el último en


hacerlo fue mi padre, que venía con su uniforme militar puesto.

—Mira, solo te ha faltado cuadrarte cuando lo has visto aparecer—murmuré


yo, risueña.

—Normal que sonrías, como no es a ti a quien puede terminar apuntando


con su arma—farfulló Dante entre dientes.
Mi padre me miró a mí, luego miró a Fabio, y por último posó sus ojos en
Dante, a quien observó de arriba abajo.

—Papá, ya estamos aquí porque hemos venido. Te presento a mi novio,


Dante—Me eché en sus brazos, quitándole hierro al asunto.

—Tu novio y el padre de tu hijo, muy bien. Chaval, ya tenía yo ganas de


cruzar unas palabritas contigo así, cara a cara, como lo hacen los hombres—
le comentó él.

—Papá, no seas antiguo. Como lo hacen los hombres y también las mujeres,
venga ya. No vayas a querer quitarlo del mapa como al último. Nadie más
lo ha vuelto a ver por la ciudad y hay quien dice que fuiste tú quien lo
liquidaste—me inventé sobre la marcha para ver la cara de Dante.

—¿Liquidado? Joder, nena, esto se avisa…

—¿Y para qué? ¿Para no dar la cara? —le preguntó mi padre, poniendo cara
de loco y siguiéndome el rollo.

—Ni caso, hijo. Se te están quedando contigo—le indicó mi madre,


provocando que se relajara un poco, que el cutis se le había estirado como si
se hubiese hecho un lifting.

—Gracias, suegra, aquí no gana uno para sustos—suspiró.

—No siempre estará mi mujer delante. Ya hablaremos tú y yo—Le hizo mi


padre una seña como para que tampoco se relajase tanto.
Capítulo 40

Esa noche salimos con la pitufa.

Habíamos cenado con mis padres y Fabio se quedó enseguida dormido.


Estaba rendido después de un día tan divertido y de haberse pasado toda la
tarde jugando con Jesús en la calle.

La nuestra no era una ciudad peligrosa y el barrio lo era todavía menos.


Allí, quien más y quien menos, se conocía de toda la vida, por lo que no
tenía nada de particular que los críos jugaran a su antojo.

Nos apetecía tener una noche para nosotros, solo que Heba no nos estorbaba
para nada. La idea era tomar una copa (en mi caso un refresco, qué se le iba
a hacer), y disfrutar un poco de la noche.

A mí ya se me notaba la barriguita y todos mis amigos de siempre fliparon.


La última vez que estuve con ellos, en las Navidades, aún no sabía nada de
mi embarazo. Y cuando vine a saberlo apenas salí más de casa.
—¿Y qué va a ser? —nos preguntó Lourdes, la amiga de Heba, que también
lo era mía, y cuya prima fue la ginecóloga a la que visité en aquellos días.

—Todavía no lo sabemos. Estuvimos en la consulta de un ginecólogo en


Roma la semana pasada, pero el crío no estaba en posición y no pudimos
verlo. Ahora tendremos que esperar un par de semanas más—le comenté,
no podía tener ya más ganas de saber el sexo.

Soy sincera, no es que me importase, me gustaban niñas y niños por igual,


pero sí quería salir de dudas.

—De eso nada. Mi prima está mañana en la clínica, de guardia. Le pido el


favor de que te eche un vistacito, ¿sí? Ahora mismo se lo digo en un
mensaje.

Sin dejar siquiera que le contestase, Lourdes le escribió. A mí la idea me


encantaba, y por lo que vi en la cara de Dante, a él también. Su prima le dijo
que sin problema y quedamos para el mediodía siguiente.

—Madre mía, que mañana vamos a saber si tendré un ahijado o una ahijada.
Esta noche me fumo yo un porrito a su salud—La pitufa lo dijo con mucha
seguridad.

—Esta noche no tienes tú valor de tal cosa, que te sienta fatal, y luego soy
yo quien te aguanta, guapita de cara—le advertí.

—No siempre, el otro día me fumé uno con Carlo y me sentó genial, ¿qué te
crees?
—Mira, mira, a ver si le voy a tener que leer la cartilla a Carlito al final,
¿eh? —le advertí de nuevo.

—Mira que eres lacia. Oye, que solo nos fumamos un porrito. El muchacho
ha dejado lo otro, y un porrito le vino de muerte. Y a mí no te digo—me
explicó, tratando de que no me enfadase, sin éxito.

—Al muchacho ya le diré yo dos cosas bien dichas. Jolines con Carlo.

—¿De veras lo vas a bronquear por un porro? No me jodas, con lo que el


chaval se ha metido y ahora se porta estupendamente—Se echó ella las
manos a la cabeza.

—Yo creo que Heba tiene razón—Levantó las manos Dante.

—Pues tú cuidadito, que como yo te vea con uno de esos en la mano, te la


corto. Y no me refiero a la mano—le contesté en plan sádica.

—Oído cocina, me ha quedado clarísimo—me contestó él tragando saliva.

—Oye, Heba, ¿y ese tal Carlo quién es? ¿Piero ya ha pasado a la historia?
—le preguntó Lourdes.

—Ese ha pasado a la historia, sí. Y si fuera por mí, habría pasado hasta a
mejor vida—le contesté yo por ella.
—Mi chica, que viene de lo más guerrera—presumió Dante, quien les había
caído fenomenal a todas. Aparte de que me miraban con cara de pensar que
tenía yo más suerte que un quebrado, por lo guapo que era.

—Oye, responde, ¿quién es ese Carlo? —insistieron ellas.

—Es otro guaperas y encima rico, solo que no está en su momento ni yo


tampoco. Acaba de perder a su padre—les contó Heba—. Y encima es hijo
único y tampoco tiene madre. Su vida es un poco trágica, la verdad, aunque
el tío es muy divertido—prosiguió.

—Lo que le convierte a él en heredero—hilvanó Lourdes, que tenía toda la


gracia del mundo.

—Mujer, qué falta de sensibilidad, yo no podría verlo así—le soltó la pitufa.

—De eso nada, falta de sensibilidad si tú hubieras matado al padre, guapa,


pero si el hombre se ha muerto solo….

Las teorías de la otra eran también para escucharlas.

—Que no, hombre, que no. Que a mí eso no me importa—le aseguró ella.

—Pero a nadie le amarga un dulce—contraatacó Lourdes.

—Madre mía. Meteos ahora un poquito con Neila, que este, aquí donde lo
veis, también acaba de heredar. Y nada menos que viñedos y en La Toscana,
¿no es de película? —Sonrió maliciosa.
—Sí que lo es. Oye, Dante, ¿tú no tendrás por ahí algún hermano a quien yo
le pueda gustar? —Lourdes estaba ya un tanto achispadilla.

—Sí, lo que pasa es que tiene seis años, no sé cómo lo verás tú—Rio él.

—Me puede valer, me puede valer, que a mí me gustan los yogurines.

No nos recogimos tarde porque queríamos disfrutar de la mañana, pero nos


lo pasamos de miedo con las chicas. Dante se adaptaba genial a todos los
ambientes y para mí que las dejó enamoradas, a cada una de ellas.

Cuando llegamos a mi casa, mi padre todavía estaba despierto, tomando un


vaso de leche en la cocina.

—Mira por dónde, papá. Ahora puedes charlar un ratito con Dante si
quieres, que yo estoy que me caigo de sueño—le sugerí.

—Y yo también, amor, y yo también—farfulló él entre dientes.

—Tú te sientas ahora mismo. Ya dormirás cuando te mueras—Retiró mi


padre una de las sillas para “invitarlo” a sentarse.

—Que espero que falten muchos años para eso—Tragó él saliva.


Capítulo 41

Me levanté con unos nervios infinitos. Miré y no vi a Dante, por lo que


recordé lo de la noche anterior y me fui directa a la cocina, ¿mi padre
todavía lo tenía allí? ¿Lo estaría torturando?

No, era más gracioso todavía. Mi padre, tras darle la charla, lo había
enviado a dormir al sofá, no dejándolo entrar en mi habitación, ¿era
cachondo el tema o no era cachondo? Ni que pudiera dejarme embarazada
—Reía yo para mis adentros.

Ese día llegaba mi abuela Carmelita y le daríamos una gran sorpresa.


Resulta que estaba “de gira” como ella decía. Yo me moría de risa con esa
expresión antigua, referente no a que la mujer se hubiera ido a dar
conciertos rollo Shakira, sino a que andaba de excursión con la gente de la
parroquia.

Sí, mi abuela había estado en Fátima y su llegada, tras pasarse toda la noche
en un autobús, estaba prevista para la hora del desayuno, por lo que la
esperamos todos en la mesa.
—Última vez que voy, que digo yo que si la virgen me compadece por la
artrosis que tengo, la próxima vez lo mismo viene ella a verme a mí—rajaba
mientras entraba por la puerta.

Sin más, me coloqué detrás de ella, y le tapé los ojos.

—¿Quién soy? —le pregunté tratando de hacer más grave mi voz.

—Pues no lo sé, porque entre que parece que tienes un polvorón en la boca,
y que yo traigo los oídos taponados, esto puede durar todo el día.

Me dio la risa y esa sí que fue inconfundible para ella.

—¿Neila? Ay, hija de mi vida, si eres tú.

Quité las manos de sus ojos y me la comí a besos.

—Abuelita, ¿cómo estás?

—Baldada hija, físicamente parece que vengo de construir el santuario de


Fátima yo solita, aunque muy contenta de verte, ¿qué haces tú aquí y tan
bien acompañada? —Miró a Dante y a Fabio.

—Ellos son mi novio y su hermanito, abuela, que ahora también vive con
nosotros.
—¡Arsa! Cariño, estos italianos sí que saben cómo enredar a las jovencitas,
pero vamos que supongo que tú se lo cobras en carne—me soltó.

A mi padre, que se estaba bebiendo el café, se le atragantó y terminó


echándolo hasta por los ojos, el hombre. Sin más, Dante se levantó para
darle unos golpecitos en la espalda, ante la socarrona mirada de todos mis
hermanos.

—¡Que me dejes ya, hombre! ¡Que a mí no me gusta que me hagan eso! —


le recriminó él.

—Mi yerno, que es muy especial, ya lo irás conociendo—le comentó mi


abuela mientras iba a besarlo—, Aunque para mí que a ti te ha tenido media
noche levantado, ¿puede ser? Anda que no relata nada, tú tienes hasta ojeras
—apreció.

Mi abuela es que conocía como nadie los entresijos de la casa. A


continuación, se fue para Fabio, quien le dio un amoroso abrazo.

—Qué cosa más bonita eres tú, ¿no? Como hables igual que tu hermano, las
chavalas se darán cachetadas por hacerse tu novia.

El crío no lo pilló del todo y su hermano se lo tradujo. En ese momento, le


dio un divertido y espontáneo ataque de risa que terminó por contagiarnos a
todos.

—Pues yo estaré cerquita de él, para que me “salpique” a mí eso de las


novias, como en la canción de Shakira, mamá—le soltó Jesús.
—A ti poca falta te hace, hijo, que te las apañas estupendamente para andar
siempre con novias—le recordó mi madre.

—A quién habrá salido el niño con tantas prisas—Mi padre me miró y yo


me encogí de hombros, como si no fuera conmigo.

—Bueno, Jesús, pues yo te había traído este paquete de caramelos.


Repártelo con tu nuevo amiguito, venga, como buenos hermanos—le dijo la
abuela y a Fabio se le iluminó la cara.

Mi casa era una de esas en las que sabían acoger, y el niño lo notaba. Él
nunca había tenido la suerte de vivir en un entorno así y no podía mostrarse
más entusiasmado.

—¿Te pongo un cafelito, abuela? Y ya de paso me pongo yo otro—Sonreí.

—El tuyo descafeinado, amor—me recordó Dante.

—Vaya por Dios. Mira, si es lo que pone en esta cápsula, es que tú no te


entiendes bien del todo con el idioma.

—A mí no me des coba—me respondió él, demostrándome que no era así.

—Hazle caso a tu novio, hija, que tiene razón—añadió mi padre.

—No, si al final, con tal de que no me tome yo un cafelito, va a resultar


hasta que te aliarás con él. Papá, eres un chaquetero—Le saqué la lengua.
—No hurgues en la herida, nena, ¿no ves que ahora está muy tranquilo? —
me preguntó Dante.

—¿Sí? Pues ahora por listo que eres, el cafelito, y bien cargado, se lo daré a
él. Se va a subir por las paredes y tú te vas a cagar—lo amenacé.

La abuela se lo pasaba divinamente y es que mi casa era muy divertida.

Ya sentados todos, les di la noticia.

—En un ratito voy a la ginecóloga para que me diga el sexo del bebé,
¿quién se apunta? —les pregunté.

Todos, sin excepción, levantaron su mano del tirón. No podía quejarme yo


de falta de interés, no.

—Ups—murmuró mi novio.

—Cielo santo, qué aprieto. Dante tiene que venir, ¿va? Y pueden venir dos
personas más, solo que la pitufa es una de ellas, que para eso me ha
conseguido la cita, ¿qué hacemos?

Todos, uno por uno, señalaron a mi madre.

—Vale, vale, yo me muero por ir, así que no pienso decir que no. Qué
emoción, cielo santo.
Mi padre también me miraba emocionado. Por mucha coraza que llevara
puesta, el corazón lo tenía enorme. Y lleno de amor para regalarle a su
nieto.
Capítulo 42

Ya estábamos los cuatro en la consulta.

Fabio se había quedado en mi casa. Si por ese tunante fuera, se habría


quedado allí, sí, pero a vivir.

Increíble lo bien que el crío se lo estaba pasando. Normal, había pasado de


no poder mover ni una pestaña sin consultar con su señora madre, a hacer
una vida normal de un crío de su edad. Y más al lado de mi hermano Jesús,
que tenía más calle que el camión de la basura y llevaba a los demás niños
por donde le daba la gana.

En fin, que los nervios me comían tumbada en esa camilla y con Dante de la
mano. La emoción de mi madre también era cosa fina, lo mismo que la de
Heba, que ya volvía a ser la persona que siempre fue y esa hermana para
mí.
—Pues sí, parece que hoy habrá suerte, porque esta señorita se ha puesto en
posición y, sin rubor alguno, se deja ver—nos confirmó la ginecóloga.

—¿Esta señorita? ¿Entonces el bebé es una niña? —le preguntó Dante con
lágrimas en los ojos.

—Exacto, una chiquitina que estoy segura de que llegará dando lata a
mansalva, como todos los críos, ¿es o no es? —le preguntó a mi madre, que
buena experiencia tenía.

—Es, es… Claro que es. Dios mío, una nieta, como otra Neila, pero en
pequeñita. Es como volver a empezar—le contestó ella de lo más
emocionada.

—Como otra Neila no, por favor, no sé si podría aguantarlo—bromeó la


pitufa, echándose las manos a la cabeza. Más mártir ella…

—Y tú, mi vida, ¿qué dices tú? —Dante se percató de que a mí se me había


hecho un nudo en la garganta y no era capaz de articular palabra.

—Una niña, vamos a tener una niña—Arranqué por fin a decir mientras él
me abrazaba y me cubría la frente de besos.

—Sí, mi amor, ¿estás contenta? A mí me encanta la idea de que será una


“mini tú” —Me sonreía él con la boca como un buzón de amplia.

—Sí, muy contenta, una niña. Ay, madre mía, una niña—Por cierto que
miraba a mi madre, pero también miraba a Heba, y comenzamos a llorar
como tres bobas, contagiándonos las unas a las otras.

Dante nos miraba sin poder contener tampoco unas transparentes y sinceras
lágrimas que no paraban de rodar de sus ojos en dirección a sus mejillas. De
lo más emocionado, mi novio me apretaba fuerte contra sí, llevándome a su
pecho, ese lugar en el que parecía que se mitigaban todos los males.

Un rato después salíamos de la consulta, tras hacerle una y mil preguntas a


la ginecóloga, que nos atendió con paciencia. Es curioso, mi madre se las
sabía todas respecto a los embarazos y, pese a ello, en relación con el mío,
le preguntaba de todo, como si quisiera protegerme de la más mínima cosita
que pudiera sucederme.

Qué tontería, natural que quisiera protegerme, como haría yo con aquella
criatura que ya tenía forma en mi interior y a la que quería más que a mi
vida ya en esos momentos.

—Dante, ¿te gustaría que se llamase Alma? —le pregunté sin pensarlo. Fue
como una revelación, porque yo nada había pensado sobre el nombre. Solo
que se me vino a la cabeza y ya.

—Alma—repitió él de modo pausado y en alto—. Me gusta, me encanta


Alma—Sonrió.

—Pues se llamará Alma, lo he visto, he visto que su alma es muy bonita, así
que es el mejor nombre para ella—argumenté.

—A mí me parece un nombre precioso, vaya por delante, pero también


tengo que decirte que te estás volviendo muy mística, porque a la niña lo
que le hemos visto en la ecografía ha sido lo que viene siendo todo el chichi
y no el alma—me soltó la loquilla de Heba, sacándonos la risa.

No podía estar más contenta también mi amiga y es que, poco a poco,


volvía a ser ella misma. Mi niña había pasado un calvario, cayendo en una
de esas relaciones tóxicas y dependientes que te hacen tocar fondo.
Afortunadamente, la suya solo había durado unos meses, de modo que la
recuperación sería más rápida.

—A mí también me parece un nombre maravilloso, cariño, maravilloso—


añadió mi madre—. Por cierto, que tu padre y yo queremos comprarle al
bebé la cuna, el moisés o lo que sea que tú quieras ponerle de primeras, solo
que no sabemos cómo hacer para que os llegue—me consultó.

—Muy fácil: venís a visitarnos a Roma y con eso lo compráis allí. Y no me


hables de economía, que los billetes os saldrán tirados si los cogéis con
tiempo. En eso Heba os puede ayudar, ella los ha cogido a veces a un precio
tan ridículo que por poco nos tiene que pagar la compañía a nosotras para
que volemos, ¿verdad, Hebita?

—Hombre, normal, ¿tú sabes el caché que les da a ellos que nosotras
volemos en sus aviones? Hombre, por Dios, yo me encargo de buscaros los
billetes cuando llegue el momento—le aseguró.

—Ay, hija, a mí me hace una ilusión que no veas. Eso sí, habrá que
convencer a tu padre, que sabes que los viajes le cuestan un poco, está
demasiado…

—Demasiado rancio, mamá—le interrumpí.


—Yo iba a decir demasiado acomodado, aunque puede que tengas razón—
se carcajeó.

—Pues claro que tengo razón. Y otra cosa te voy a decir: ya puede ese
hombre menear el culo para ver a su nieta porque mamá, yo supongo que
vosotros ya imagináis que…

—Sí, hija, ahora que has vuelto con Dante, nos imaginamos que os quedáis
a vivir en Italia, es lo normal. Sabemos que él tiene allí sus viñedos—Me lo
puso ella fácil, no tuve ni que explicárselo yo.

—Sí, sí, este lo que tiene allí es un chollo—Rio Heba, picándolo.


Capítulo 43

Queríamos aprovechar las horas que nos quedaban. Al día siguiente,


domingo por la tarde, volaríamos de nuevo a casa, porque yo en ese
momento tenía varias casas, pero solo a una la consideraba como la mía de
verdad: la que compartía con Dante.

Los niños estaban locos por ir al cine. Matizo, Jesús estaba loco por ir al
cine y convenció a Fabio para que también nos diera la brasa al respecto.

—Nosotros ya la hemos visto, cariño, hemos visto “Avatar 2” en Roma—le


comenté.

—¿Y qué? ¿Os gustó? ¿La visteis en 3D? —Hacía él su habitual batería de
preguntas, dado que mi hermano pequeño era purito nervio.

—Sí, cielo, nos encantó. Pero dura tres horas y algo, ¿tú lo sabes?
—Eso da igual—añadía Fabio encogiéndose de hombros—. Así podemos
comer palomitas y chuches, ¿puedo comer chuches? —nos preguntó él con
esa carita de bueno.

Nada más que por eso los llevamos al cine, ¿cómo no íbamos a llevarlos?
Cualquier cosa habríamos dado por verlos felices.

Varios selfis nos tomamos los cuatro con las gafas 3D puestas, con un
aspecto de lo más particular y gracioso.

La peli, todo hay que decirlo, vista en 3D es una gran experiencia. Además,
en aquellos momentos cobraba para nosotros un sentido especial, ya que la
pareja protagonista había creado su propia familia, lo mismo que estábamos
haciendo Dante y yo, por lo que nos sentimos de lo más identificados.

Además, al principio se veían unas imágenes muy tiernas, de avatares


recién nacidos, que nos causaron mucha ternura dado que, salvando las
diferencias, nos recordaban a nuestra Alma.

Felices, repartíamos palomitas y chuches a diestro y siniestro. Fue una


buena idea, ya que los críos se rindieron a la pantalla como hipnotizados,
algo que no es de extrañar, puesto que está rodada de un modo tan sublime
que ciertamente parece que puedas adentrarte en ese fantástico mundo.

Tras salir del cine, nos los llevamos a casa. Ni Dante ni yo habíamos
comido demasiado porque teníamos mesa reservada para ir a cenar en uno
de mis restaurantes favoritos, pues también queríamos disfrutar de algo de
tiempo para nosotros.
Cuando llegamos, mi abuela Carmelita, que tenía unas manos de oro y no
solo para la cocina, estaba haciendo punto de cruz. Su sonrisa la delató.

—Qué traerás tú entre manos—Me acerqué a darle un beso.

—Pues mira, hija, como ya tenemos nombre para el bebé, se lo he bordado


en estos baberos—Me entregó varios, muy delicados, con el nombre de
Alma.

—Ay, abuelita, que me has hecho llorar, que tú no sabes lo sensible que
estoy—Le di un buen puñado de besos.

—No tienes que llorar por eso, mi niña. Ya sabes que yo le iré haciendo
muchas cositas. Mira las que tengo para ella, espera—Se levantó de su
mecedora, esa que tanto le gustaba y que mis padres le tenían instalada en el
salón, y fue a por una cucada de cajita de la que sacó varios pares de
patucos y algunos jerséis, todos de variados colores, con el denominador
común de que estaban tejidos en tonos pastel.

Me enamoré de todas esas cositas nada más verlas. Dante me miraba y


luego miraba a mi abuela, agradecido. Para él, todo aquello era nuevo
también, no estando acostumbrado a esa vida familiar que disfrutábamos
nosotros.

—Qué cosas más bonitas, abuela, qué cosas más bonitas. Mamá, ven, ¿has
visto esto? —le preguntaba yo y ella, que tenía puesto el mandil porque ya
estaba liada con la cena para tantas personas, salió enseguida.
—Sí, mi vida. Con menudo cariño ha ido tejiéndolas tu abuela—me
confirmó.

—Y eso que mi vista ya no es lo que era, pero me da igual. Mientras vea,


aunque sea un poquito, yo seguiré con mis agujas—nos decía ella.

Dante estaba encantado con todo lo que vivíamos y así me lo hizo saber
nada más salir para cenar.

—Es guay mi familia, sí. Nosotros tendremos una igual, porque ya vamos
por dos niños, a lo tonto—Reí.

—Dos niños: la parejita, ¿puede ser? —Pensaba en alto.

—Puede ser, puede ser. Y todo por tu culpa. Yo solo fui a Roma a hacer un
Erasmus y mira, al final no paras de hacerme niños—Le di con el bolso,
causando sus carcajadas.

Llegamos al restaurante con la intención de pasar una romántica velada.


Con Dante todo era maravilloso, siempre se ocupaba hasta del más mínimo
detalle.

Estuvimos cenando mientras soñábamos despiertos. Nos había costado


llegar hasta ese momento en el que, por fin, comenzábamos a poder
disfrutar de la vida sencilla como cualquier otra pareja.

—¡Porque desaparezcan los sobresaltos! —Brindamos, porque ese día me


tomé una copita de vino con él. Una sola, ¿eh? Que conste, que no quiero
que me llaméis borrachina por tan poca cosa.

—¡Por eso mismo! —añadió él—. Y otra cosa, ¡porque esa sonrisa tan
preciosa que veo esta noche no desaparezca jamás de tu cara!

—La cara te la comía yo ahora mismo. Y lo que no es la cara también—le


solté haciendo que el primer trago casi lo echara por los ojos, muerto de la
risa.

Fue una velada romántica en la que desconectamos y cargamos pilas.


Después nos acercamos a un pub donde echamos un ratito más de risas y
donde Heba, que estaba allí junto con otros de nuestros amigos, volvió a
hacer una de sus famosas coreografías en cuanto sonó una de sus canciones
preferidas.

Ya volvía a ser mi niña la misma. Poco a poco lo volvía a ser. Todos


bailamos con ella.

Heba era única y también a ella, y no solo a mi familia, la echaría


muchísimo de menos cuando me quedase a vivir en Italia. No obstante, allí
tenía Dante su medio de vida y eso no era desdeñable. Además, que a mí
Italia me había enamorado desde que la conocí, así que pocos sitios mejores
en el mundo para comenzar a crear nuestra bonita familia, esa que ya estaba
en marcha.
Capítulo 44

El domingo por la mañana se dejaba ver en el ambiente que tocaba


despedirse.

Nada más despertarme, por cierto, sola porque Dante seguía en el sofá, se
me vino a la nariz aquel dulce y exquisito olor a tarta de manzana recién
salida del horno.

Mi abuelita era única, así que de un salto me fui para la cocina con la
intención de agradecérselo.

—Eres la mejor, abuela, la mejor—Le di un montón de besos.

—Es que sé lo mucho que te gusta, hija, lo sé. Venga, siéntate, que
enseguida se enfría y te pongo una buena porción. Y Dante, ¿dónde está ese
muchacho? —me preguntó.
—Ya te lo imaginas, papá lo sigue teniendo desterrado en el sofá, no sea
que me toque o algo, abuelita—Me eché a reír.

—Tu padre tiene cosas de bombero torero, hija, qué cosas las de tu padre.
Anda, ve a despertarlo, que vamos a desayunar.

Todos nos reunimos en torno a la gran mesa. La cocina era muy grande,
acorde a lo que una familia así de numerosa necesitaba. Bueno, en realidad
todo el piso lo era, por lo que nos permitía vivir muy cómodamente pese a
ser tantos.

Años atrás vivimos en un piso bastante más pequeño y las cosas allí se
complicaron. Cuando mi abuela pudo recuperar un dinero que había puesto
a plazo fijo tras enviudar, para que le rentara algo, se lo entregó a mis
padres, que así pudieron comprar uno mucho más grande.

Fabio, que dormía en la misma cama con Jesús, se despertó todavía medio
alelado.

—¿Qué es eso que huele tan bien, Dante? —le preguntó.

—Es tarta de manzana, cariño, ¿te gusta? —Lo cogió y lo sentó en sus
rodillas.

—No lo sé, nunca la he probado. Ya sabes que mamá no quería que tomara
nada con azúcar.
Mi abuela se quedó como si hubiera visto entrar un muerto por la puerta,
inmóvil.

—¿Eres diabético, pequeño? —le preguntó.

—¿Eso qué es? —le respondió él con otra pregunta, pese a que a su
hermano le tradujo la pregunta.

—No, no lo es—le respondió Dante por él—. Es que nuestra madre es muy
especial para muchas cosas, Carmelita. Supongo que ya estará al tanto.

—Algo me han contado, sí. Lo que hay que oír. Mira, Fabio, el primer trozo
de tarta de manzana será para ti. La he hecho yo y está muy rica, pero que
muy rica. El azúcar, como todo, solo es malo en la vida si se toma en
exceso, ¿tú me has comprendido?

Era muy avispado y lo pillaba todo bastante bien, así que asintió con la
cabeza y más cuando vio que era cierto, que el primer trozo de tarta, que no
se lo saltaba un galgo, iba directo para él.

—¡Qué buena, abuelita! —La paladeaba como el manjar que era, solo que
para él además era algo inaudito.

—Me alegro, cariño, ¿os dejan meterla en el avión, Neila? Porque os hago
otra y os la lleváis, ¿eh?

—No, abuelita, deja, no tentemos a la suerte.


—Es verdad, abuelita, que a un tío le han retirado el visado cuando quería
entrar en Australia por pretender meter un par de paquetes de jamón, ¿no te
has enterado? Están las cosas que arden—le comentó mi hermano
Abraham.

—¿Qué dices? ¿Y le quitaron también el jamón? Porque eso sí que tiene


delito. Qué hay mejor en el mundo que un buen jamoncito ibérico, ahí con
su pringue…

A Dante le resultaba divertidísima mi abuela, lo mismo que a Fabio, que se


reía con todo lo que decía, además de con cada uno de sus movimientos. La
mujer era muy pizpireta, aparte de que les daba cantidad de juego a los
niños.

A la hora de la despedida, lo que son las cosas, hubo lágrimas.

—Mamá, por favor, me harán llorar a mí—le comenté.

Jesús y Fabio se estaban abrazando y el chiquitín le confesaba que no se


quería ir, que él se quería quedar con Dante y conmigo allí.

—Ya iremos a verte, mamá dice que iremos a verte—le consolaba Jesús
mientras mi padre la miraba de reojo.

—Iremos, por supuesto que iremos. Ni se te ocurra decir nada, que tenemos
que comprarle la cuna a tu nieta, ¿me estás oyendo? Pues eso, que no digas
ni mu—le advirtió.
Mi madre lo entendía a la perfección y ya sabía yo que en breve estarían
ellos por allí. Menudas ganas de enseñarles Roma y todo lo que les diese
tiempo a ver.

—Eso espero, suegra, de veras que espero verte muy pronto por allí—Le
dio Dante un beso.

—¿Y a mí también querrás verme, chaval? —le preguntó mi padre con tono
rudo.

—También, también, así tenga que dormir en el sofá, aunque sea mi casa.

Finalmente, mi padre le dio un abrazo. Por supuesto que lo conocíamos y


que ya hacía tiempo que deseaba dar su brazo a torcer, por lo que mostró en
ese momento su cara más amable.

Con la promesa de venir a visitarnos, Fabio se quedó mucho más conforme.

Ya estábamos en el avión, cuando echó mano de la pequeña mochilita que


llevaba y entonces, ante nuestros incrédulos ojos, sacó un trozo de tarta de
manzana de un túper de plástico.

—¿Se puede saber qué demonios…? —Su hermano estaba flipando y la


pitufa más.

—Es tarta de la abuela Carmelita, ¿quieres? Fabio es muy listo y no se ha


quitado la mochila para pasarla por el cacharro ese tan grande, nadie la ha
visto—Rio mientras le pegaba un bocado enorme.
La madre que lo parió. Por cierto, que esa debía estar contenta. A esas
alturas ya debía estar ingresada en el centro de salud mental, porque en el
calabozo no podían dejarla por más tiempo, y el juez tampoco se fiaba de
dejarla campar a sus anchas por Roma tras el comportamiento que tuvo.

Era una pena que hubiese acabado así, pero lo que no podía consentirse era
que nos hiciese la vida imposible a todos, así que era el mal menor. Con ella
lejos, estábamos mucho más tranquilos y felices.
Capítulo 45

Amanecer en Roma, los tres juntos, era de lo mejor que podía pasarme en la
vida. Solo una cosita podía yo que objetar, ¿tenía que ser tan temprano?

De toda la vida de Dios, madrugar me había costado la misma vida, así que
me fui desperezando lentamente, y fue entonces cuando caí en la cuenta de
que Dante no estaba en la cama.

Era un amor, puesto que enseguida lo descubrí trasteando por la cocina,


preparándonos el desayuno.

—Míralo, el juerguista número uno convertido en padre de familia. Y


parece que se le da hasta bien—le comenté cuando sus labios y los míos se
encontraron.

—Mira quién fue hablar, ¿cómo se han despertado hoy mis niñas? —me
preguntó mientras ponía la mano en mi vientre.
Para entonces, Alma ya comenzaba a moverse y a Dante le encantaba
sentirla. En ese instante, como si quisiera contestarle, dio una pequeña
patada que iluminó su sonrisa.

—¿La has notado? ¿La has notado? —me preguntó.

—¿Tú qué crees? Pues claro que la he notado, yo las noto más que nadie,
no seas patán—Le saqué la lengua.

—Te arriesgas tú mucho sacando la lengua así, cualquier día no la recuperas


—me amenazó.

—¿Y eso quién lo dice? Yo te saco la lengua todo lo que me dé la gana, ¿me
has escuchado? —le pregunté mientras él salía detrás de mí.

Huía hacia el pasillo cuando me di de golpe con Fabio, que trataba de


vencer el sueño, pues Dante ya le había dado un toque para que se
levantase.

—Es muy temprano, ¿no puedo quedarme un poquito más? —le preguntaba
a su hermano.

—No, es hora de tomar tu desayuno y luego no olvides cepillarte los dientes


—le recordó.

—Cielo santo, lo tienes todo controlado, me estás dando miedo—le


aseguré.
—Miedo debería darte si estuviéramos a solas, preciosa—susurró en mi
oído, poniéndome la carne de gallina—. Miedo, pero que mucho miedo.

Lo miré con deseo y entonces fui consciente de que era lunes por la mañana
y de que las cosas no funcionan como una quiere exactamente, así que
enseguida caí en que tenía que desayunar, vestirme e irme a clase.

Entre el juicio, y unas cosas y otras, también me había dejado de ir un poco


en los estudios y no era plan. Debía recuperar, algo que me era un poco más
fácil porque estudiaba con la pitufa, que así se ponía al día tras la cagada de
su primer trimestre, en el que no dio un palo al agua.

Habíamos quedado en que ella vendría por las tardes a estudiar conmigo y
así nos motivaríamos las dos, con el aliciente añadido de que podríamos
merendar y pasar tiempo juntas.

En el día a día, no es que me fueran a sobrar horas precisamente. Eso sí,


Dante iba más aliviado y eso lo facilitaba todo. Él estaba llevando el
negocio de sus viñedos desde Roma, encargándose de todos los aspectos
técnicos y económicos, y coordinándose con las personas que los
trabajaban, la gente de confianza de su difunto abuelo.

Fabio salió con su uniforme, dispuesto para irse al cole, un ratito después.
Yo ya estaba preparada.

—Venga, que también te llevo—me ofreció él.

—¿Y a qué debo yo tanto honor? —le pregunté.


—¿Bromeas? Tengo que ganar puntos con la chica más bonita del mundo.
Algún día accederás a casarte conmigo si lo hago—Me dejó caer y me
derretí, porque hasta entonces no habíamos hablado de boda.

—¿Me estás pidiendo algo? —le pregunté con la mayor de las sonrisas.

—Te lo estoy dejando caer, preciosa, para que te hagas a la idea. El día que
te lo pida, ese día te enterarás—Me dio un pícaro pellizco en el culo que me
puso en órbita.

De no haber estado Fabio allí, posiblemente no habría yo llegado a la


primera clase. Qué tontería, tampoco a la segunda ni a la tercera, si bien era
hora de volver a la rutina.

En la universidad, cuando llegué, me encontré a la pitufa tomando un café


con Carlo, de modo improvisado. Era uno de esos que te sirven en la
cafetería para llevar, y él le había sacado uno.

Dijera ella lo que dijese, se notaba que había feeling entre ellos. Llegué
hasta ambos, que no paraban de bromear y que ni siquiera se percataron de
que me acercaba.

—Míralos, qué dos, ¿para mí no hay café? —les pregunté por si colaba.

—Para ti, como mucho, hay un té, si lo quieres—me respondió ella.

—Qué larguito se me hará el embarazo, ¿así me pagas la sorpresa de


llevarte a casa este finde? Desagradecida—le espeté.
—Así que la culpa fue tuya. Tenía entradas para el teatro, una obra cómica,
y pretendía que Heba me acompañase. Ingenuo de mí, cuando fui a
proponérselo, esta pajarilla ya había volado—me dio las quejas, risueño.

—Pues te jodes. Te la llevas este finde—le sugerí.

—Este no puedo, ya lo que hacen es un musical y, aunque tengo entradas,


aquí la niña dice que prefiere que hagamos cualquier otro plan, que los
musicales le aburren—me comentó.

—Y mira que esta baila hasta con la música de la alarma del móvil y, sin
embargo, de siempre le han aburrido los musicales. Lo siento, chaval—Me
encogí de hombros.

—No, no, si yo la convenceré para hacer cualquier otra cosa. Me da igual,


me río solo estando con ella—me confesó él tan pancho. Ole él, sin
estrategias y sin pamplinas, eso era ir de frente.

—Oye, ¿y por qué no le das las entradas a Neila? A ella sí que le encantan
los musicales, lo flipará yendo con Dante. A él no sé si le gustan, pero con
que le gusten a ella es suficiente, él lo hará y punto, está en modo novio y
padrazo 3.0—le soltó ella.

—Ah, pues vale. Te las paso ahora mismo al correo, niña—Le pareció
genial.

—Claro, nos vamos y a Fabio me lo meto por donde lo echó su puñetera


madre al mundo, ¿no? Qué tonta yo, si ese sitio ya lo tengo ocupado por
Alma, ¿qué hago con el niño?

—Al niño me lo quedo yo. Y este que se venga un ratito a la casa conmigo
y con él. No se diga más. Pediremos pizzas y veremos películas en plan
cómodo—me propuso Heba.

—¿Y no le preguntas a él ni nada? Tienes un morro que te lo pisas. No sé si


eres una pitufa o un oso hormiguero, guapita.

—Una pitufina sexy, eso es lo que soy—Presumió ella, que llevaba tacones
hasta a clase.
Capítulo 46

El jueves por la noche, yo salía de la ducha con mi pelo recién lavado,


cuando me lo encontré terminando de poner la mesa, que estaba preciosa,
hasta con una rosa al lado de mi plato.

—Pero bueno, si yo antes cenaba lo que Dios me diese a entender, un


mísero sándwich a veces sin calentar hecho por la pitufa—recordé riendo.

—Esa era se acabó. Ahora comienza la era Dante y es muy importante que
te cuides, por lo del embarazo, ¿estamos? —me preguntó él.

—Estamos, estamos, así cualquiera. Madre de Dios, ¿me quedo en pijama o


me visto de gala para la ocasión? —le pregunté entre bromas.

—Quédate en pijama, tú estás sexy de todos modos—me recordó él.

Le hice caso y me sentí de lo más mimada, puesto que hasta acercó mi silla
a la mesa. Era un amor mi chico.
A continuación, sirvió una deliciosa sopa, que me supo a gloria, porque el
tiempo volvía a estar frio y lluvioso, por lo que una buena sopita me caería
genial.

Pese a todo, pese a que sus esfuerzos eran increíbles por hacerme sentir
bien, noté que había algo que no me había dicho, probablemente algo
incómodo.

—¿Qué te pasa, mi amor? ¿Has recibido alguna noticia? —le pregunté


mientras degustaba las primeras cucharadas.

—Si, me ha llegado un correo notificándome dónde está internada mi


madre. Sé que es una tontería, que no se trata más que de un trámite, y, aun
así, saber los detalles como que no es agradable.

—Ya me lo imagino, cariño, me lo puedo imaginar perfectamente.

A Dante todavía se le hacía un poco cuesta arriba asumir el desastre de


persona que era su madre y asimilar el lugar en el que había terminado por
ello. No tenía nada de particular, yo lo habría llevado mucho peor.

—Hay que joderse—farfulló.

—Venga, cariño, igual con el tiempo mejora un poco, y entonces puede


hacer una vida más normal. Ya sabes que se ha hecho adicta a las pastillas y
que no está bien—Le acaricié la mano.
—El problema es que, llámame monstruo si quieres, pero la realidad es que,
aunque me da mucha pena, no sé si quiero que salga de allí. Fíjate, quizás
soy una mala persona, pero pienso que cuanto menos contacto tenga con
Fabio mejor, ni siquiera en las visitas tuteladas.

—Ya lo entiendo. Y no, eso no te convierte en nada malo, solo en alguien


que vela por los intereses de su hermano menor. Te estás convirtiendo en un
gran hombre, y a pasos acelerados—le recordé.

—¿Y antes qué era? —me preguntó tratando de sonreír y de cambiar el


desagradable tema.

—Antes, pues no lo sé. A ver, déjame que lo piense: vale, ya. Antes eras un
italiano chulillo, de esos que nos advierten que existen antes de que
vengamos de Erasmus. Una especie peligrosa cuyos ejemplares, si dejas que
se te acerquen demasiado, pueden causarte efectos secundarios como estos
—Miré mi barriguita y él se reía sin parar.

—Va, va. No era tan chulillo, venga ya, ¿y qué hay de ti? ¿Acaso no eras
chulilla? —me preguntó sin dejar de acariciar mi mano.

—¿Yo? Más que un ocho, como decimos en mi tierra. Por cierto, que esta
tarde he hablado con mis padres y te envían saludos. Los dos te los envían,
que lo sepas—le recalqué.

—¿En serio? ¿Tu padre también? Tu madre debe haberlo chantajeado de un


modo que prefiero ni imaginar, qué miedo.
—Mira que eres tonto. Si mi padre es un buenazo, ya verás las buenas
migas que terminas haciendo con él. Estoy deseando que vengan a Roma.
Lo harán con Jesús, porque venir todos es mucha tela, pero al chiquitín no
se lo quitan de encima, que no para de preguntar por Fabio.

—Ya ves, qué arte tiene tu hermanito—Ya estaba más contento.

—Y Fabio, ¿eh? Que se hace querer el condenado, ¿sabes lo que me ha


dicho antes de dormir? Que el finde pasado en España fue el mejor de su
vida. Yo creo que lo estamos haciendo bien con él, y que aprenderemos a
hacerlo mejor todavía.

—Fabio nos lo pondrá fácil, por eso no te preocupes, aunque a veces pienso
que te he metido en una movida que no te compete, ¿no?

—Tú estás muy tonto esta noche, pero que muy tonto. Fabio es parte de ti y
yo llevo en mi interior otra parte, también de ti. Somos familia, ahora todos
lo somos, y ya has visto cómo se toman los míos esas cosas. —le recordé.

—¿Eres de verdad o un prototipo, Neila? A veces pienso que eres perfecta


—Me miró con devoción.

—Eso es porque ya se te ha olvidado lo de mis antojos. Es que tengo que


darte caña para que no te me vengas abajo. Venga, tú lo has querido, esta
noche tendré uno—le amenacé.

—Eso no vale, ya vas predispuesta para la cama, no será natural—se quejó


entre risas.
—Bueno, también voy predispuesta para otras cosas y esas sí que te aseguro
que serán naturales. Venga, terminemos de cenar, que nos vamos a tomar un
postre que se te van a salir las bolas… y hablo de las de los ojos—Causé su
risa mientras me carcajeaba también.
Capítulo 47

Por suerte, ya hace mucho tiempo que las embarazadas dejaron de utilizar
ropa holgada, como si la tripita fuera algo que tenían que esconder.

A mí me encantaba presumir de embarazo, entre otras cosas porque me


sentía tremendamente sexy en aquellos días. Por esa razón, escogí un
vestido de punto en negro para ir al musical, uno que me hacía justo la
curvatura de esa barriguita que tanto le fascinaba a Dante.

Él iba vestido de un modo informal, aunque arreglado, con jean y


americana. Por cierto, que el jean le hacía un culito digno de ver, una
pasada de culito que no pasaba desapercibido para nadie cuando íbamos
juntos. Claro que lo mismo decía él del mío, que si era mejor que el de
Jennifer López y blablablá.

El crío nos vio, ya arreglados, y sonrió.


—Mi hermanita Alma va a ser guapísima, porque tiene unos papás muy
guapos—nos dijo tal cual.

Aunque fuera su sobrina, él prefería verla como su hermanita. Según nos


dijo un psicólogo amigo de Dante con el que consultamos algunas cosas de
Fabio, eso contaba con una doble lectura. No solo tenía que ver con que se
considerase demasiado pequeño para ser tío, sino que, por lo visto,
considerar a Alma como su hermanita hacía que nos colocase a nosotros en
el lugar de sus padres, en esos padres que tanto necesitaba.

—Mira quién fue a hablar, ¿no serás tú el italiano más guapo de todos? —le
pregunté yo mientras lo llevaba hacia mí.

—¡Se ha movido, la hermanita se ha movido! —Se emocionó él en ese


momento, al percatarse de la patada que me dio la campeona.

—Sí, cariño, ella está deseando venir al mundo para jugar al balón contigo,
eso lo presiento yo—le indiqué.

—¡Qué guay! ¿Puedo tener una colección de balones en mi dormitorio? Yo


quiero adornarlo con todo de “La Roma” —se refirió él al equipo de fútbol
del que era forofo, igual que su hermano Dante.

—Claro que podrás, cariño mío, claro que podrás.

Esa misma tarde habíamos ido a comprarle un dormitorio en el que el niño


se sintiera feliz. Nos lo traerían en algunos días y restaba decorarlo con
motivos futbolísticos como él quería.
Dante ya les había echado un vistazo a las fundas nórdicas y demás
complementos de su equipo. A mí, ese tipo de decoración me parecía un
horror, si bien no le diría a Fabio ni media palabra, porque a quien debía
gustarle era a él.

Nos lo llevamos al piso de las chicas, donde ya lo esperaba la pitufa.


Tamara y Paula salían en ese momento, esta última con su novio Hugo, con
quien ya iba bastante en serio.

Fabio las saludaba feliz. Ese era un rompecorazones en miniatura, menudo


peligro que tendría de mayor, con la labia que ya demostraba.

—Heba, ha sido un pedazo de detalle por tu parte—le agradeció Dante, por


eso de que se lo quedase para que fuéramos al musical.

—No, hombre, no, si no es nada. Además, que va a venir Carlo y


necesitamos que el niño ponga algo de orden, somos dos desastres con
patas, ¿tú no lo sabes?

—Ya me quedo más tranquilo entonces—Negó él con la cabeza.

—Vale, vale, yo me encargaré de que todo vaya bien y de que la casa no


salga ardiendo—Se ofreció el pequeñajo.

—Bueno, bueno, no lo sé. Si va a ser un bombero como el prota de “El


fuego de la tentación”, el libro que me estoy leyendo de Carlota Manzano,
igual me traería cuenta—Se relamió la pitufa.
Nosotras éramos muy de novela romántica, pese a todo lo que renegamos
del romanticismo cuando llegamos a Roma, y ese grupo de once autores al
que pertenecía Carlota nos hacía suspirar.

—Anda que eres tú tonta, pitufa—le indiqué yo pensando en el bombero en


cuestión, que ese invitaba a arder en llamas con él.

—No, si todavía tendremos que hacernos bomberos—le comentó Dante


entre risas a Carlo, mientras lo saludaba, pues acababa de llegar.

—¿En bombero? ¿Me he perdido algo? —le preguntó el otro.

—Que a las mujeres les van los uniformes, ¿tú no lo sabes? —le contestó el
mico, que sabía tela de las marineras.

Nos quedamos un ratito con ellos, porque la pitufa había preparado un


picoteo, antes de ir al musical. A mí me hacía cantidad de ilusión y Dante,
que no era tanto de ellos, también se mostraba muy ilusionado por verme
así con respecto a aquella salida.

—Pues nada, que como la cosa siga así, hay boda a la vista—se burló ella y
Dante la miró, para después mirarme a mí.

—¡Ni idea de lo que está hablando! —Yo era inocente y lo hice valer.

—Ah, vale, si lo digo por Paula. Madre mía, esos van rapiditos también
como vosotros. Bueno, no, lo vuestro ya es de traca—Miraba ella la escena,
con Fabio y Alma en camino.
—Pues a mí no me gustaría ser padre demasiado mayor, yo quiero disfrutar
de mis hijos—añadió Carlo.

—Pero si todavía eres muy joven para eso, ¿a quién vas a engañar para tal
cosa? —se mofaba ella.

—Igual a alguna incauta, y lo mismo es hasta española. Pero que no digo


ahora, sino que no me quiero estrenar demasiado mayor. Yo quiero tener
hijos y no nietos—matizó él.

Carlo parecía mucho más centrado tras la muerte de su padre. Su reflexión,


por otra parte, también era lógica, puesto que él sí que se había quedado
solo en el mundo.

—Pues ya la puedes ir buscando por ahí, que conmigo no cuentes. Yo no me


estreno hasta los cuarenta, mientras a vivir la vida—Brindaba ella.

—Eso es, bonita, tú no te cortes, y a las demás que nos zurzan si tenemos
hijos, ¿no? —Ladeé la cabeza.

—Pues sí, no haber sido tan rapidita, ¿quién te mandó? Tú fíjate en lo


centrada que estoy yo y en lo bien que hago las cosas.

—Yo voy a callarme porque hay un niño delante y no quiero decir


palabrotas, solo por eso, capulla.
Capítulo 48

Todo lo que salía del ricachón de Carlo era de lo más selecto, de modo que
me quedé maravillada con las entradas de palco que nos dio.

Hasta que no estuve allí no me percaté, qué tonta, ¿acaso se mezclaría él


con el populacho? Pues no, él era así. Tenía la posibilidad de hacerse con lo
mejor y lo hacía. Punto redondo.

—Yo no había estado en un palco en mi vida. Joder, qué pasada—Miraba


hacia abajo y comprendía que contábamos con la vista más privilegiada.

—Sí que lo es, ¿estás contenta? —me preguntó Dante mientras me cogía las
manos.

—Claro que lo estoy. Por lo visto este musical lleva años dando vueltas por
Italia, es buenísimo.

—Me alegro, preciosa. Es una noche para disfrutar.


Miramos hacia un lado y no me lo podía creer.

—Mira a quién tenemos ahí, a la abogada más guapa de toda Italia—


murmuré—. ¡Hola, Giulia! —la saludé.

Al final, la chica me había caído sensacional. Se lo curró tela con lo del


juicio y todo salió de maravilla.

—Madre mía, tiene una pareja súper mayor—Le llamó la atención a Dante
y no era para menos. Ese tipo le doblaba la edad y no era precisamente
agraciado.

—No me jodas. Ya decía yo que tenía alguna pega la rubia esa—me burlé
—. Muy guapa, sí, pero está tarada.

—Mujer, no digas eso. Lo mismo es un tipo estupendo, aunque ciertamente


es llamativo, sí.

—¿Llamativo? No me jodas, será todo lo bueno que tú quieras, pero no le


pega ni con cola.

—Ya, que le pega otro bombero como ese que decíais antes, ¿no? —me
preguntó él con retintín.

—Por lo menos, de ahí para arriba.


Las luces se apagaron y el espectáculo comenzó. Y qué espectáculo, a mí se
me cayó la baba y los pies se me iban solos. Encima, parecía que otra
personita también se entusiasmaba con la música, ya que Alma no paraba
de moverse esa noche, como si estuviese bailando en mi interior.

—Mírala, es una bailarina en ciernes—Le puse a Dante la mano encima de


mi vientre y ahí la dejó, de lo más protector, durante todo el espectáculo.

Cielos, disfruté como una enana y, a la salida, Giulia se nos acercó.

—Hola, os presento a mi padre, él es Enzo—nos dijo de lo más contenta y


orgullosa.

—Vaya, así que tu padre—murmuré yo después de haber rajado—, pues


nada, Enzo, que supongo que estará muy orgulloso de su hija. Es una gran
abogada, aunque seguro que eso ya lo sabe.

—Muchas gracias, aunque en realidad la orgullosa soy yo. Todo lo que sé lo


aprendí de él—nos comentó, adelantándose a la respuesta del hombre.

Para mayor diversión, fue en ese momento cuando un tipo impresionante se


acercó a ellos, con su uniforme de bombero. Por Dios que ese sí que se
parecía al del libro.

—Cariño, perdona, fue un incendio de última hora y me fue imposible


acompañarte. He venido a pedirte disculpas personalmente, el camión está
en la puerta—se excusó.
—No pasa nada, amor. Ay, si eres el bombero más sexy de toda Italia, qué
va a pasar—le respondió ella.

Mientras nos lo presentaba, me quedé en shock. Pues nada, que tanto decir
que a ella le pegaba uno de esos bomberos y ahí lo tenía, con su manguera
preparada. Menuda casualidad más divertida.

Nos reímos mucho rememorándolo después, cuando nos quedamos en la


calle para tomar algo en un pub. Nos merecía la pena aprovechar, ya que
ocasiones como esas no se repetirían muy a menudo.

—He disfrutado como una loca, he malpensado, me estoy riendo y ahora


vamos a bailar un poco, ¿se puede pedir algo más? —le pregunté a Dante.

—Sí, solo pido que la sonrisa que luces esta noche no se te borre nunca de
la cara. Te quiero, Neila, te quiero tanto—Me besó.

—¡Yo sí que te quiero a ti, italiano! ¡Yo sí que te quiero! Y verás cómo te lo
voy a demostrar en cuanto lleguemos a casa. Te vas a cagar, yo estoy cada
vez más revolucionada, el embarazo me está causando un furor uterino que
vaya. Madre mía…

Me lo comía vivo allí mismo, en medio del pub. Quería alargar el rato que
permaneciéramos en la calle, si bien también el cuerpo me pedía dar rienda
suelta a eso que hacíamos cada noche, aunque esa de un modo más libre y
salvaje, al estar solos.

Como dos quinceañeros, comenzamos a comernos la boca en el pub,


mientras bailábamos, y la cosa fue subiendo de revoluciones.
Un rato más tarde, comprendimos que la máxima diversión terminaríamos
por vivirla en la cama, así que pusimos rumbo a casa.

Por el camino nos encontramos con las chicas. Tamara iba acompañada de
dos maromos. Ella en su línea, se los comía de dos en dos, como los niños a
los Danoninos. Y Paula iba feliz, del brazo de su Hugo, que la hacía reír a
carcajadas.

Me imaginé a Fabio ya dormido en la casa y a la pitufa pelando la pava con


Carlo, porque lo estaría haciendo por mucho que ella lo negara. Y pensé
que, en ese momento, todas éramos felices, cada una con lo que deseaba.

Roma, por fin, nos estaba mostrando su cara más amable. Puede, no voy yo
a negarlo, que no fuese la cara que hubiéramos pensado a priori, ¿y qué? Lo
imprevisto es lo que, a menudo, nos hace felices.

Las chicas nos gritaron a nuestro paso y, en el colmo del cachondeo, todos
acabamos cantando a pleno pulmón el “Bella Ciao”, que tan famoso hizo
“La casa de papel”, poniendo especial énfasis en el “Che bel fior” (qué
hermosa flor). Eso me parecía a mí Roma en aquellos días: una hermosa
flor que nos regalaría lo mejor de sí esa próxima primavera.
Capítulo 49

—Cielos, ¿qué hora es? —me preguntó Dante cuando por fin abrimos los
ojos.

La noche anterior, finalmente, estuvimos de “fiesta privada” durante largo


rato, por lo que nos dormimos tardísimo. Y, como no habíamos puesto el
despertador, como que nos habíamos quedado fritos.

—Pues no tengo ni idea, aunque cabe la posibilidad de que sea hora de que
la pitufa nos mate. Yo muy pronto te echo la culpa a ti, y le digo que has
estado haciéndome guarrerías contra mi voluntad durante toda la noche—
me carcajeé.

—Claro que sí, y ella se lo va a creer, ¿a quién vas a engañar tú? Si tu amiga
sabe que estás…

—Más caliente que el pico de una plancha, sí que tienes razón. Lo sabe, la
jodida lo sabe. Debe estar relatando, qué cara tenemos.
Cogí mi móvil para ver si nos había escrito algún WhatsApp y no, como
que desde la noche anterior no tenía nada de ella. Pues nada, paciencia que
le había echado al asunto y otra gorda que le debía.

—Si quieres, puedo ir a recogerlo yo solo, ¿vale? No hace falta que


madrugues—me sugirió.

—¿Perdona? ¿Qué dices de madrugar? Si son las doce del mediodía. Le


dimos al tema y luego hemos planchado la oreja a placer, ¿no te da
vergüenza? Yo es normal que tenga sueño en mi estado, pero tú—me burlé
mientras la llamaba por teléfono.

En vano, la pitufa estaba fuera de cobertura. A esa igual le estaba fallando


el móvil o le fallaban las neuronas, que cualquier cosa podía pasar.

Insistí en ir con Dante. Miré hacia fuera y, aunque el móvil me indicaba que
apenas teníamos cinco grados de temperatura, el sol estaba fuera, por lo que
sería agradable ir a recoger al niño.

Llegamos y subí con mi llave, mientras Dante se quedaba en el coche, que


el aparcamiento no abundaba por allí.

Yo seguía “viviendo” oficialmente en ese piso, aunque era de risa, porque


no lo pisaba para nada. Finalmente, con toda la que se lio con lo del juicio y
demás, tuve que dejarme ayudar económicamente por Dante, que en ese
momento no tenía problemas financieros. Ya tendría tiempo de trabajar en
cuanto pusiera mi vida en orden.
Lo raro vino cuando, al llegar al rellano de nuestra escalera, vi la puerta
abierta, ¿qué había pasado?

—¡Heba! ¡Fabio! ¿Estáis ahí? —pregunté sin resultado.

Todavía más extraño, así que entré y miré habitación por habitación, con
nulos resultados. Tampoco Paula ni Tamara estaban, lo que era de suponer,
puesto que se habrían quedado a dormir con los chicos.

En ese momento, hice ademán de volver a llamar por teléfono a Heba,


deseando que me dijera que habían bajado a la calle y que se dejó la puerta
abierta por despiste, aunque de nuevo fuera de cobertura.

Eché una visual y lo que observé me causó todavía más desazón. Los platos
del picoteo de la noche anterior seguían en el salón. Vale, igual los dejó de
momento, pero ¿salir ella por la mañana y dejar el salón así? Heba era más
organizada que eso, no me cuadraba en absoluto.

Comencé a ponerme nerviosa, muy nerviosa. Y eso que todavía no había


visto el móvil de ella que, de pronto, apareció ante mis narices tirado en el
suelo y hecho trizas. En ese momento, os puedo prometer que las piernas
me temblaron hasta el punto de que creí que no me sostendrían.

Nerviosísima, salí de la casa y llegué corriendo hasta el coche de Dante.

—¡Mi amor, no están! ¡No están! —le chillé.


—Cariño, tranquila, habrán salido, seguro que lo han hecho, ¿qué te pasa?
—Salió él para abrazarme, puesto que yo temblaba como un flan.

—No, no. Cuando he llegado la puerta estaba abierta y el móvil de Heba,


roto en el suelo. Además, que los platos siguen en el salón y ella no se
hubiera ido a la calle así. Tú no la conoces, pero yo sí, tú no la conoces—
Comencé a ponerlo muy nervioso, soy consciente, ya que mis nervios eran
incontenibles.

—No se los ha podido tragar la tierra, alguien tiene que saber algo—me dijo
y entonces los dos pensamos en Carlo, algo que yo solté enseguida en alto.

—Carlo, voy a llamarlo ahora mismo—le indiqué.

Sin más, marqué su número y él descolgó. Todavía dormido, me contestó.


Otro al que las sábanas se le habían pegado.

—Carlo, ¿están Heba y Fabio contigo? Dime que sí, por favor—le rogué.

—¿Conmigo? No, lo siento, no están conmigo. Claro que no, yo los dejé
anoche en la casa, estoy en la mía, ¿dónde estás tú y a qué vienen esos
nervios, Neila?

—A que la casa estaba abierta cuando he llegado y su móvil hecho pedazos


en el suelo, a eso—le solté y lo dejé en shock.

—¿Cómo dices? ¿Estás segura de eso? Neila, por el amor del cielo, espero
que no estés pensando que yo les hice algo malo. Yo salí de allí en torno a
las dos de la madrugada. El niño ya dormía desde hacía mucho rato. Y Heba
y yo… Joder, ya sabes, Heba y yo nos estuvimos besando en el sofá y tal.

Dante lo escuchaba, ya que yo puse el manos libres.

—Carlo, tío, ¿no viste nada raro al salir de allí? ¿Nada que te escamara?
¿Heba recibió alguna llamada? ¿Esperaba a alguien más?

—No, tío, qué va. Nada raro, si hubiera visto algo no me habría movido de
allí, te lo prometo—le contestó él.

—Ya lo sé, Carlo, te conozco y sé que no lo habrías hecho. Estamos que nos
va a dar algo—le confesé.

—Tirad para la comisaría más cercana. Os veo allí en nada, ¿vale? Me voy
vistiendo.

Tenía razón. Debíamos acudir a la policía porque estaba sucediendo algo


malo. La situación no pintaba nada bien, para nuestra desgracia.

El gesto se me desencajó y no pude sino pensar en lo poco que me había


durado en el rostro esa sonrisa de la que me hablaba Dante la noche
anterior.
Capítulo 50

Aún no habíamos llegado a la comisaría cuando sonó el teléfono de Dante,


el cual descolgó con el manos libres.

—¿El señor Dante de la Rosa? —le preguntaron en tono serio y tuve la


sensación de que aquella llamada tendría algo que ver con la desaparición.
No, por favor, que no les hubiese ocurrido nada.

—Sí, soy yo, ¿y usted es?

—Soy el director del centro de salud mental en el que se encuentra


internada su madre, la señora Sabina de la Rosa. Me temo que tengo que
darle una mala noticia—le soltó.

¿Otra mala noticia? ¿Y ahora qué? ¿Qué tenía que ver Sabina con lo
sucedido? Pues igual nada y era otra desgracia que se nos acumulaba a la
primera, sin anestesia. Joder, joder.
—Dígame, por favor, ¿qué ha ocurrido con mi madre? —le preguntó él con
un nudo en la garganta, pues también comenzaba a estar desbordado.

—Me temo mucho que la señora de la Rosa se escapó anoche. Quisimos dar
con usted, pero ha habido un error con su teléfono y no hemos podido
localizarlo hasta ahora, que lo han subsanado por parte del juzgado.

—¿Anoche? ¿Anoche a qué hora? —le preguntó Dante, tratando de atar


cabos.

—Temprano, más bien al final de la tarde, lo que sucede es que no nos


dimos cuenta hasta la hora de la cena, puesto que ella parecía estar en su
habitación. Créame que no es algo habitual, su madre ha derrochado
ingenio a la hora de darnos esquinazo. Horas después encontramos a una
cocinera amordazada en la despensa. Su madre aprovechó para coger su
ropa y darle el cambiazo.

El cambiazo había dado nuestra vida y de golpe. Dante colgó la llamada,


con la promesa por parte del director de que haría cuanto estuviera en su
mano para dar con su paradero, y su gesto no pudo mostrar más dolor.

—Mi madre debió tratar de recuperar a Fabio, para lo que vendría a las
inmediaciones de nuestra casa. Seguro que fue eso. Me la imagino espiando
y siguiéndonos hasta que llegamos al piso para dejárselo a Heba. Ella es
muy obsesiva y meticulosa, por lo que vería la forma de asegurarse de que
no había nadie más aparte de Heba, antes de entrar a por el niño—
conjeturó.
—¿Y Heba? ¿Dónde deja todo esto a Heba? ¿También quería llevársela a
ella?

—Me imagino que Heba se metería por medio y ella se la llevaría también,
con la intención de que no hablase o algo. No sé qué decirte, mi madre no
está bien del coco y no podemos pensar en que habrá actuado de una
manera lógica. Estoy tan confundido como tú—Me miró con profunda
tristeza.

—Ni se te ocurra echarte ni un ápice de culpa de lo sucedido encima, ¿eh?


Venga, aparca, ya está ahí la comisaría—le señalé.

Todavía esperábamos para que nos atendieran cuando llegó Carlo.

—Dejadme a mí, por favor—nos pidió.

De inmediato, el comisario en persona salió a recibirnos. Hay que tener


amigos hasta en el infierno, y por lo visto el padre de Carlo los tenía.

El hombre nos hizo pasar a su despacho y nos informó de que estaba al


tanto de la fuga de Sabina, si bien no la habían tomado por una persona
potencialmente peligrosa, por lo que el protocolo a seguir no había sido
excesivo.

Lo que le contamos lo cambiaba todo, esa era lógico, de modo que la orden
de busca contra ella se puso en marcha con la máxima de las celeridades y
las diligencias.
Carlo estaba tremendamente consternado, por la parte que a él le tocaba. La
policía no paraba de hacerle preguntas relacionadas con su salida de la casa,
si bien él no vio ni oyó nada que le resultase sospechoso.

Sin más, varios agentes se vinieron con nosotros para inspeccionar el


escenario en el que ocurrió la desaparición. Para ese momento, ya había
avisado también a Tamara y a Paula quienes, expectantes, nos esperaban en
la puerta.

Los nervios eran muchos y la policía, a primera vista, no encontró pista


alguna que nos llevara a saber dónde pudo conducirlos Sabina tras
amenazarlos, puesto que era obvio que solo se los pudo llevar por la fuerza.

Su casa seguía cerrada a cal y canto, por allí no había vuelto. Llamamos a
Dulceida también, por si esa trastornada pudiera haberse puesto en contacto
con alguno de sus antiguos trabajadores, con nulos resultados.

No podíamos quedarnos de brazos cruzados, pero es que tampoco había


mucho que pudiéramos hacer. Por lo que nos dijo la policía, Heba debió
tratar de llamar por teléfono, para avisarnos de lo sucedido, y Sabina
forcejeó con ella, por lo que el móvil terminó destrozado en el suelo.

Sí que estaba como una chota, sí. Y el miedo nos invadía pensando que las
cosas pudieran ir demasiado lejos.

Por lo que nos decía la policía, lo peor era que esa mujer sentía que ya no le
quedaba nada por perder en la vida, lo que podría llevarla a una escalada de
violencia que acabara con Fabio y con Heba en la portada de las noticias.
Mi madre me llamó en esos momentos y tuve que contarle lo que estaba
sucediendo. Ella, que pretendía preguntar cómo estábamos, se unió a
nuestro dolor.

—Cariño, sé que tú no eres tan creyente como yo, pero reza, Neila. Y dile a
Dante que rece también, eso no os hará mal. Ahora mismo le diré a tu
abuela que encienda una vela de las suyas en la cocina, sabes que siempre
lo hace cuando quiere pedir algo con fervor.

Me agarré a todo, igual que Dante. Si arriba había un Dios, él tendría que
saber que a Fabio le quedaba mucha vida por delante. Y a Heba también.

Recé como no lo había hecho nunca. Recé porque Sabina nos los devolviera
sanos y salvos, sin hacerles ningún daño. Fabio era su hijo, ¿querría ella
hacérselo?
Capítulo 51

Ese día aprendí el verdadero significado de la frase “contar las horas” y no


solo conté las horas, sino también los minutos y los segundos.

La noche llegó sin que ninguna pista nos fuera revelada. Roma se
revolucionó al conocer la noticia de la desaparición de Fabio y de Heba a
manos de Sabina. Los medios no hablaban de otra cosa, por lo que la noticia
corrió como la pólvora.

No hace falta decir que los padres de la pitufa volarían a Roma en el primer
vuelo de la mañana. También los míos los acompañarían, para darles apoyo
y ánimo, lo mismo que a nosotros.

Ambas familias estaban destrozadas. Siempre soñé con que mis padres
vieran Roma y, de pronto, aterrizarían en aquella legendaria ciudad en las
peores condiciones del mundo, con una trágica noticia de fondo que todos
ignorábamos hasta dónde nos llevaría.
Esa noche, el frío lo paralizó todo. Hablo del frío que envuelve al miedo, de
ese frío que te paraliza y que te congela todo salvo el corazón, porque ese
querrías que dejase de doler y no lo logras.

No, me he equivocado. El cerebro tampoco lo congela, porque también


desearías que dejara de pensar, de darles vueltas y vueltas a las cosas, y no
lo consigues.

Por la noche, qué remedio, nos refugiamos en nuestra casa. Nada podíamos
hacer buscando por las calles, ya que hablamos de una ciudad inmensa,
sería como buscar una aguja en un pajar. Además, que Sabina podía
habérselos llevado fuera de Roma, por ejemplo, en coche. Ya la creíamos
capaz de cualquier cosa, puesto que la fuga que protagonizó y el posterior
secuestro de Heba y de Fabio la retrataban como una mujer de recursos.

Dante trataba de no demostrarme lo mal que estaba, de hacerme ver que sus
nervios eran de acero para que yo no sufriera, pero a mí no podía
engañarme.

Nadie podía entenderlo como yo. Si Sabina hacía alguna locura, él podría
perder a su hermano, mientras que yo… Yo podría perder también a mi
hermana, ya que no es necesario compartir sangre para que entre dos
personas se creen lazos de hermandad.

—¿Y si se los hubiera llevado a la Toscana? —le pregunté en un momento


dado, recordando que allí también tenían casa, la de los viñedos. Por mucho
que ya perteneciera a Dante, Sabina podía tener algún juego de llaves de la
casa que fue del abuelo de sus hijos.
—Ya se me ha ocurrido, pequeña. Mis trabajadores han revisado la casa de
arriba abajo, y también todos los viñedos. Por allí no se les ha visto.

Quemábamos todos los cartuchos que se nos ocurrían. El tiempo podía


jugar en nuestra contra y eso era algo que sabíamos muy bien.

Sabina, en su desesperación, podía tomar alguna horrorosa decisión que


terminase en tragedia, una tragedia que también daría al traste con todas
nuestras expectativas de felicidad, ya que sin Fabio y sin Heba nuestras
vidas nunca volverían a ser iguales.

Me imaginaba que a mi amiga la tendría atada en corto y eso me mataba. La


pitufa—cuánto me dolía pensar en ella y en esa forma tan cariñosa que yo
tenía de llamarla—, tenía un genio de no te menees, y la única forma de que
poder doblegarla sería no permitiéndole actuar.

Lo pensaba y me ponía mala. Lo único que me consolaba era que ella


estaría tranquilizando a Fabio quien, de otra manera, dada su cortísima
edad, estaría muerto de miedo.

La policía tenía la hipótesis, y esa sí que escocía, de que a Sabina solo le


interesaba Fabio y que, por tanto, podría tratar de deshacerse de mi amiga.

Si en algún momento me daba por pensarlo, lloraba desconsoladamente, así


que traté de desterrar tal idea de mi mente, quedándome con las palabras de
Dante de que su madre no llegaría tan lejos. Ojalá que él la conociera lo
suficiente como para saber eso.
Llamaron a la puerta y era Carlo. No lo esperábamos, por lo que nos
sobresaltamos.

—Disculpadme, sé que no tengo ningún derecho a aparecer en vuestra casa


por las buenas, pero es que la mía se me cae encima, ¿os molesta si me
quedo un rato? —nos pidió.

—Estás en tu casa. Por supuesto que no—le dijo Dante que se sentara.

Yo intuía que Carlo se sentía culpable y eso era algo que no podía soportar.
De ninguna manera podía él sospechar que Heba y Fabio estaban en peligro
cuando se marchó a su casa. Mi amigo era un tío legal que estaba sufriendo
un nuevo varapalo en su vida.

—Ojalá se pudiera hacer algo. Si queréis que contratemos un detective


privado o se os ocurre alguna otra idea, no dudéis en decírmelo. El dinero
no es ningún problema, os lo digo de verdad—nos ofreció.

—Gracias, Carlo, eres un amigo. Ojalá ese dinero sirviera de algo. Parece
que no es así, la policía nos ha pedido que no movamos un dedo, porque de
otro modo podríamos interferir en la investigación.

—Así que nos ha tocado bailar con la más fea, solo podemos esperar, ¿no?

—Sí, y mira que estas chicas son bonitas, ¿no? —le preguntó mi chico y yo
le sonreí.
Bonito era él, que tenía el alma desgarrada y, a pesar de todo, no dejaba de
dedicarme una sonrisa.

Su sonrisa me recordaba demasiado a la de Fabio. Qué injusto me resultaba


también que, en el momento en el que comenzaba a disfrutar de su nueva
vida, tuviera que sufrir de nuevo.

No era justo, todo aquello debía terminar y nosotros volver a nuestra vida
normal. A Fabio lo íbamos a mimar y a cuidar en un ambiente de libertad y
sin miedos. Esa sería la última vez que Sabina pudiera inmiscuirse en su
educación, evitando que el niño fuera feliz. Me juré que, en cuanto
apareciese, me dejaría la piel en ello: en apartarla definitivamente de Fabio,
para quien era nefasta. A cualquiera la llaman madre.
Capítulo 52

El día amaneció y apenas habíamos dormido un par de horas.

Carlo terminó por irse la noche anterior, para dejarnos que descansáramos y
cargáramos pilas, si bien eso apenas nos fue posible.

Nuestros padres llegarían en un rato y teníamos que ir a recogerlos al


aeropuerto.

—Ahora tienes que cuidarte más que nunca, cariño. Yo puedo ir a por ellos,
de verdad. Quédate descansando un poco.

—Mi amor, Margarita y Aurelio son como mis segundos padres. En su casa
siempre se me ha tratado como a una hija más y tengo que ir a recibirlos, tú
mejor que nadie comprendes por lo que están pasando—Le hice ver yo.

—Sí, sí que lo comprendo. Está bien, nos vamos pues.


Llegamos al aeropuerto y allí los recibimos. Con gesto compungido,
nuestras madres me abrazaban mientras nuestros padres le preguntaban a
Dante por cómo iban las cosas.

Margarita no podía parar de llorar, era imposible que lo hiciera ni un solo


momento. Dante se sentía fatal por ellos porque, al fin y al cabo, era su
madre quien estaba causando todo el daño.

—Les prometo que, si hubiera algo que estuviera en mi mano para mitigar
su dolor, lo haría—les dijo.

—Tranquilo, hijo, tú no tienes la culpa de nada. Es más, estás sufriendo este


horror igual que nosotros—le contestó la madre de Heba entendiendo que,
por muy madre que fuese, y por mucho que aquello le doliese, Dante no era
más que otra víctima más de la sinrazón de Sabina.

Me quedé a solas con mi madre un momento mientras ella entraba en el


baño del aeropuerto a vomitar, de lo mal que se encontraba.

—No puede parar de llorar, hija. Lleva así desde que le dimos la noticia, ¿es
cierto que la policía no sabe nada o solo lo publican para no darle pistas a
esa mujer?

—No sabe nada, mamá. Ten presente que ella está muy perturbada y que,
por tanto, su actuación es impredecible.

—Me imagino lo que estará sufriendo Dante también. Es el infierno, quién


me iba a decir que yo vendría a Roma en estas circunstancias, hija. Quién
me lo iba a decir.
Pasamos por la comisaría para que Margarita y Aurelio pudieran hablar
directamente con el comisario, quien estaba al frente de la investigación.

Por desgracia, nada nuevo pudo decirles, y de allí nos fuimos de vuelta a
casa. Como suele ocurrir en estos casos, las especulaciones se dispararon.

Lo mismo era gente morbosa, con ganas de hacernos sufrir, que personas
fantasiosas o bien podían ser otras que de ver creyeran haberlos visto. El
caso es que la policía comenzó a recibir decenas y decenas de llamadas de
personas que aseguraban tener una pista sobre su paradero.

Para más inri, eso no hacía más que ralentizar la investigación, ya que
ninguna pista los llevaba a nada, si bien, al menos todas las que pudieran
resultar medianamente fiables habían de ser investigadas.

De la comisaría nos fuimos para nuestra casa, ¿qué otra cosa podríamos
hacer? La nuestra no era una casa grande, pero podríamos organizarnos para
estar todos allí. Margarita y Aurelio insistían en que no querían molestar,
que ellos se iban a un hotel, algo que yo no podía permitir.

—De ninguna manera. Ojalá supiéramos el tiempo que va a durar esto, pero
no es así, de modo que nos quedamos todos juntos. Siempre hemos sido
familia y lo seguiremos siendo, no se diga más.

Había que pensar con frialdad. No sabíamos cuánto duraría esa situación,
como les dije a los padres de Heba, así que tendríamos que soportarla como
pudiéramos.
—Cariño, nosotros nos encargaremos de hacer algo de compra. Vámonos—
le indicó mi madre a mi padre.

—No, mamá, ya lo haremos nosotros—le ofrecí yo mirando a Dante, quien


asintió.

—No, hija. Vosotros tenéis que quedaros aquí por si hay alguna novedad, lo
mismo que Margarita y Aurelio. Tu padre y yo necesitamos sentirnos útiles,
vamos a la compra y haremos un caldito.

—A mí no me entra nada, amiga—le dijo Margarita, quien había vomitado


hasta la bilis.

—Ya lo sé, cariño, pero tienes que comer algo. Ahora más que nunca, tienes
que estar fuerte, debes estarlo por Heba, ¿vale?

Mi madre sabía lo que se decía, así que se fueron y al rato volvieron


cargados de bolsas.

Mi padre, entonces, me hizo un gesto para que lo dejase hablar con Dante,
cosa que hice, yendo a la cocina a ayudar a mi madre.

—Mira, mamá, le tiene la mano puesta en el hombro como si fuera su hijo


—observé yo.

—Sí, cariño. Tu padre lo está pasando realmente mal también. Dante no es


mucho mayor que vosotros, sus hijos, solo unos años más. Y a él se le
representa como un hijo más.
—¿En serio, mamá? —le pregunté.

—Y tan en serio, hija. Lo ocurrido ha hecho que se le hayan olvidado todas


esas tonterías que pudiera tener en su contra. Se ha pasado todo el camino
diciéndome que no podía parar de pensar en él y en lo mal que debía
sentirse.

Sonreí mirando a mi padre, que en el fondo no podía ser más bueno.


También observé lo mucho que Dante le agradecía sus palabras, hasta que
finalmente, cuando terminaron de hablar, se fundieron en un abrazo.

—Mamá, haz el favor de dejar de picar cebolla, que no veas las ganitas de
llorar que me están entrando—le dije mientras trataba de contener las
lágrimas.

—Cariño, si aquí no hay cebollas por ninguna parte—observó ella mientras


me ofrecía también la más maternal de las sonrisas.

—Ah, ¿no? Creía yo, fíjate—suspiré mientras observaba la escena.

El dolor no estaba haciendo sino unirnos más. Dante me contó un rato


después que la actitud de mi padre le había recordado a la del suyo, y que se
había sentido muy bien. Unidos en la desgracia, tomé absoluta conciencia
de que la mía era una familia ejemplar, y de que debía sentirme muy
orgullosa de pertenecer a ella.
Capítulo 53

Un tercer día sin ningún tipo de noticia era más de lo que pudiéramos
soportar.

De nuevo amaneció sin que ninguno de los seis pudiéramos apenas


descansar.

Las especulaciones seguían creciendo en torno al paradero de Sabina, Fabio


y la pitufa, pero ni una sola de las pistas a las que la gente apuntaba
conducía a ninguna parte.

Los nervios los teníamos totalmente crispados, si bien la que peor lo estaba
llevando era Margarita, que seguía sin poder contener las lágrimas ni de día
ni de noche.

Si aquello continuaba durante mucho tiempo, cosa que Dios no quisiera,


tendríamos que ingresarla, porque además es que ni siquiera el caldo le
aguantaba en el cuerpo.
En un momento dado, se puso a delirar y ahí es que ya nos acojonamos. Por
lo visto, creía hablar con su hija Heba, como si estuviera a su lado.

—Heba, cariño mío. Hay que ver el susto que nos has dado. Tu padre estaba
a punto de salir a buscarte, ¿por qué haces estas cosas? Niña, que luego soy
yo quien tiene que soportarlo, que tú coges el pescante con Neila y te quitas
de en medio, pero a mí me cae todo en lo alto, el hombre se disgusta
mucho.

Nos quedamos todos a cuadros. En situaciones límite, es muy cierto que las
cabezas pueden no dar más de sí, y eso era lo que le estaba sucediendo a
ella.

—Cariño, ven aquí, ven aquí—La cogió su marido y la abrazó. Entonces,


ella volvió de pronto a la realidad y se acordó de nuevo de la desgracia,

—Aurelio, la niña, la niña. La niña ha desaparecido junto con el chiquillo,


con el italianito. Ay, virgencita, ¿dónde está mi niña?

A mi madre se le saltaban las lágrimas hasta el punto de que no podía ni


permanecer a su lado en momentos así. Yo no me sentía mejor y el
agotamiento comenzaba a hacer mella en mí.

En cuanto a Dante, ese tenía la cara de un muerto. Si aquello duraba mucho,


acabaría con nosotros, no era fácilmente soportable, no. Hay que pasar por
un horror así para poder conocerlo en toda su dimensión, pues imaginarlo
no es lo mismo.
Cada vez que el teléfono sonaba, todos rezábamos para que fuese la policía
con buenas noticias, algo que no llegaba. Por más que lo deseábamos, era
gente allegada preguntándonos por cómo iba todo.

Carlo se dejaba caer por la casa de tanto en cuanto, porque tampoco sabía lo
que hacer con su vida. En su mirada detectaba yo, de sobra, que Heba
comenzaba a gustarle y no poco, lo mismo que le pasó antes conmigo.

En tales circunstancias, conoció a sus padres, con los que charló bastante. Y
hasta era habitual encontrarlo abrazado a Margarita, una estampa que la
pitufa no se hubiera creído de habérsela contado.

Tratábamos de descansar algo, tras la siesta, cuando sonó el teléfono y era


el comisario de policía, quien le comentó a Dante que había una importante
novedad en el caso que requería su presencia.

Dante se puso inmediatamente en marcha, y yo con él. Margarita y Aurelio


insistieron en venir con nosotros, lo mismo que mis padres, de modo que
finalmente fuimos todos.

La cara del comisario cuando llegamos no era precisamente de felicidad,


por lo que nuestro gozo se fue a un pozo.

Por teléfono, en ningún momento nos dijo que hubieran aparecido con vida
y, a pesar de ello, todos albergamos esperanzas.

—Dante, me temo que de nuevo tenemos malas noticias para ti, hijo—Le
puso la mano en el hombro.
Dante le sostuvo la mirada, conteniendo el llanto.

—¿Mi hermano? ¿Han encontrado su cuerpo? —Sacó fuerzas de flaqueza


para preguntar.

—No, no lo hemos encontrado ni vivo ni muerto, no es eso. El cuerpo de


quien sí hemos encontrado, pero sin vida, es el de tu madre. Necesito que
vayas al depósito a reconocerlo, es lo que exige la ley, hijo. Lo siento
muchísimo—le pidió.

Todos agonizamos. Si Sabina había muerto, ¿cómo sabríamos dónde tenía a


Heba y a Fabio? No pude contenerme ni un segundo sin preguntárselo, a lo
que el comisario me respondió con aplomo.

—Os tengo que explicar. Veréis, el cuerpo de Sabina ha aparecido en una


cuneta. Al parecer, fue atropellada por el conductor de un coche que no le
prestó auxilio, aunque sus heridas sugieren que falleció prácticamente en el
acto. Eso sí, el accidente ocurrió cerca del centro de salud mental en el que
ella estuvo internada y, por lo que nos ha podido decir el forense, lleva
varios días muerta—nos soltó de golpe.

—¿Varios días? ¿Cómo puede ser? Y entonces, ¿qué pasa con el secuestro,
comisario? ¿Cómo es posible? No entiendo nada—le comentó Dante.

—Hijo, sé que ahora estás en shock y lo que menos necesitas es escuchar


hablar de más problemas, pero el hallazgo del cuerpo de tu madre, sin vida,
apunta a que fue otra persona la causante de la desaparición de tu hermano
y de vuestra amiga. Es algo en lo que no habíamos pensado hasta ahora,
dadas las circunstancias y que, sin embargo, tenemos que contemplar a
partir de este momento.

Dante me miró y yo lo miré a él. Es posible que los dos pensáramos en el


nombre de Piero en el mismo segundo.

—Comisario, hay alguien que nos la tenía jurada a todos. Se trata del
exnovio de mi amiga Heba, un maltratador del que tratamos de separarla
hasta que lo conseguimos. En particular, a mí me odiaba muchísimo, si bien
ninguno de sus amigos éramos santo de su devoción—le conté.

—¿El exnovio de Heba? Quiero su nombre y todo lo que podáis contarme


sobre él. Rápido, no hay tiempo que perder—nos pidió.

Mientras, su padre tuvo que sentarse por la impresión. Aurelio acababa de


enterarse de que Piero era un maltratador, una circunstancia de la que nunca
llegó a tener conocimiento y que le sobrepasó por completo. Los problemas
no hacían más que crecer.
Capítulo 54

Hay días que las personas no deberíamos tener que vivir. Ese era uno de
ellos para nosotros. Y en particular para Dante quien, a la enorme
preocupación que traíamos entre manos, hubo de unir la pérdida definitiva
de su madre.

No voy a ser hipócrita. Él no la quería cerca ni tampoco en el entorno de


Fabio. Llevaba toda la vida haciéndoles daño. Al margen de sus problemas
mentales, que terminó teniéndolos, y graves, ella siempre fue una persona
avariciosa y egoísta, así como manipuladora y controladora, que robó la
energía de sus hijos.

Aun así, todos entendimos el mal trago que para él suponía el hecho de
tener que ir a reconocer su cadáver al depósito.

Todos lo mirábamos con pena, lo que hacía que él se sintiera observado. Era
inevitable, tampoco venía aquello en el guion de una película que por
momentos nos parecía más perturbadora.
Además, que si era Piero quien los tenía, si ese energúmeno se los había
llevado, la cosa podía pintar incluso peor todavía, dado que no hablábamos
de la madre de uno de los secuestrados, sino de un exnovio sediento de
venganza que debía estar al acecho hasta que asestó el golpe.

La casualidad, la increíble casualidad de que Sabina lograra escaparse esa


misma noche, le vino de perlas a él para perder tiempo. Ese malnacido
podía estar ya muy lejos de Roma, y con los dos, porque ya hacía varios
días de la desaparición.

Tenía que ser él, ¿quién iba a ser si no? No, no era probable que nos
hubiésemos equivocado, más cuando la última vez que nos vimos juró que
todos nosotros se las pagaríamos.

No andaba desencaminado el tío. Desde luego que se las íbamos a pagar,


bien nos las estaba haciendo pagar.

Dejamos a nuestros padres en la casa. Por mucho que Dante quiso


impedirlo, yo insistí en ir con él al depósito.

—No, cariño, será un momento muy complicado al que tengo que


enfrentarme yo solo—me pidió.

—Tú no estás solo, Dante, ahora no lo estás. Yo te acompañaré, soy tu


compañera de vida, ¿acaso tú me dejarías ir sola? —le pregunté mientras le
tomaba fuerte la mano.

—No, claro que no te dejaría ir sola—me contestó.


—Pues entonces ya está todo hablado.

No fue un momento fácil, desde luego que no lo fue. Fue más bien un
momento de esos amargos en los que comprendes que una cabeza mal
amueblada puede llevar a problemas de enormes dimensiones. Sabina nunca
fue una persona equilibrada, si bien terminó siendo un parásito que solo
servía para hacerle daño a su familia.

Yo me quedé en la puerta de la sala, ya que aquello no era un circo y


únicamente podía entrar su hijo. Dadas las características del accidente, que
no dejó el cuerpo en buen estado, apenas lo descubrieron, únicamente la
cabeza y un segundo, el tiempo suficiente para que Dante afirmara con la
suya y diera por concluido el capítulo más siniestro de su vida.

—Lo siento, cariño mío, lo siento mucho—lamenté cuando salió.

—Yo también lo siento, pero en el fondo sé que ahora es cuando Fabio está
totalmente libre, ella ya no podrá hacerle más daño.

Volvimos a la casa, donde Aurelio estaba totalmente desquiciado. Estas


cosas son así. Hasta ese momento fue Margarita quien estaba fuera de sí, sin
poder parar de llorar. Pero, bastó con que su marido se enteró de que había
sido Piero, para que las tornas cambiasen.

La psique humana es curiosa. Mi madre, que estudiaba esas cosas, me


explicó que Aurelio, al tratarse de Piero y ser otro hombre, podía sentir
como que no había protegido lo suficiente a su hija, y eso estaba
provocando que se desquiciara del todo.
En esos momentos era Margarita quien trataba de consolarlo, además de
que todavía no contábamos con una certeza absoluta, si bien sí con una
tremenda duda, más que razonable, de que el mezquino de Piero era capaz
de eso y mucho más.

Aurelio contaba también con un problema añadido, ya que él acogió a Piero


como a un hijo cuando fue a visitarlos a su casa. Evidentemente, los
maltratadores no dan la cara los primeros días ni frente a todos, por lo que a
los padres de su novia les ofreció su mejor versión. Y ellos la creyeron.

Mis padres estaban volcados con ellos y con Dante, lo mismo que yo. En el
fondo me sentía desbordada y rezaba porque aquella situación no se
prolongase más tiempo, dado que no podría soportarla. O, al menos, eso
pensaba a priori.

Un rato después, el comisario nos llamó para seguir informándonos.

—Los indicios de que ha sido esta persona son más que razonables. En su
casa no está, los vecinos dicen que hace varios días que no se deja ver por
allí, y está todo recogido.

A ver, nosotros tuvimos conocimiento de que, al suceder lo de la pitufa y él,


Piero se marchó unos días de Roma. Sin embargo, para nuestra desgracia
volvió pronto, así que todo apuntaba a que su repentina y nueva marcha
tuviera que ver con el secuestro.

—Maldito hijo de perra, lo haré picadillo cuando lo encuentren—soltó


Aurelio cuando colgamos el teléfono.
—Amigo, la justicia se encargará de él, será ella quien se encargue. No te
preocupes por eso—Trataba mi padre de quitarle ciertas ideas de la cabeza.

—¿Y qué harías tú si fuera Neila? Dime lo que harías tú, porque yo me
estoy volviendo loco.

—Trataría de hacer eso, de pensar que la justicia se encargará. Sé que no es


fácil y, aun así, merece la pena tratar de pensar de esa forma. Al fin y al
cabo, tienes muchas hijas y no puedes arruinar tu vida porque ese mentecato
nos haya dado este terrible susto, ya que te garantizo que todo esto va a
quedar en un susto.

Aurelio lo miraba como diciendo que ojalá estuviese en posesión de la


verdad. Ninguno de nosotros podíamos tener certeza de tal cosa, aunque sí
rezábamos porque así fuera.
Capítulo 55

El día amaneció sin mejores noticias. Durante toda la noche estuvimos con
el teléfono pegado a la oreja por si acaso, aunque en vano.

Es impresionante ver lo que dan de sí las horas en noches así, en noches en


las que pones todas tus esperanzas en que el amanecer traiga una solución
que finalmente no llega.

Aurelio seguía como ido, su mujer se debatía entre llorar y tratar de


calmarlo… En cuanto a mi madre, ella no hacía más que ir y venir a la
cocina para ofrecernos algo calentito, mientras mi padre se dividía entre
todos nosotros.

Cada vez que se acercaba a Dante en plan paternal, mi chico le ofrecía una
sonrisa. Estaba demostrando ser muy fuerte, además de agradecido. Tiempo
después de aquello, recuerdo que un día me confesó que en esa horrenda
adversidad encontró algo que le ayudó a sobrellevarla: el calor de los míos.
No fue hasta el mediodía cuando el teléfono sonó y entonces, por fin,
llegaron las ansiadas noticias.

—Tenemos una pista de que pueden estar en Nápoles. Hasta allí se desplazó
ese tipo cuando se marchó de Roma unos días. Nos hemos percatado de que
trató de no dejar rastro en esa ciudad, pagando en metálico y demás, si bien
una pequeña multa de aparcamiento lo ha delatado. Además, hemos podido
saber que cuenta allí con un amigo de juventud que podría haberle dejado
una de las casas de su familia, pues se trata de una persona adinerada. Ello
explicaría que no haya tenido que arrendar vivienda alguna, evitando
también dejar rastro a través de un contrato. El rastreo telefónico demuestra
que ha estado en contacto con esta persona en las últimas semanas. La
policía de Nápoles ya está al tanto de nuestras sospechas y yendo para la
casa. Nosotros también nos desplazaremos hasta allí—nos comentó el
comisario.

Nos desplazamos todos, pues nosotros también fuimos, para lo que cogimos
uno de esos taxis de siete plazas que nos permitió viajar juntos. La policía
nos aconsejó que mejor nos quedáramos en casa, pero en tales
circunstancias, lo haría Rita “la cantaora”. Ya estábamos nosotros en
Nápoles.

Cuando llegamos, sabedores de que no podrían zafarse de nosotros, el


comisario nos permitió acompañarlos. Juro que el camino que llevaba a la
casa era de pelis de esas de miedo en la que esperas que te pase de todo y
nada de bueno. Me lo imaginaba de noche y es que me daba un yuyu, solo
de pensarlo.
Cuando por fin llegamos, Piero ya estaba detenido y se lo habían llevado.
Por desgracia para nosotros, ni Heba ni Fabio habían aparecido y el tipo no
soltaba prenda.

—¿Que no dice dónde los tiene? Déjenmelo a mí un rato y lo hago cantar


hasta por peteneras—les decía Aurelio, que no podía estar más desesperado.

—Niega tajantemente tener nada que ver con el secuestro, si bien hemos
encontrado indicios suficientes en su coche para determinar que ha sido él
—nos explicó el comisario.

—¿Indicios? ¿Qué indicios? —Aurelio tenía derecho a saber, pero aquello


no le estaba haciendo ningún bien. Por momentos perdía más los papeles, el
hombre estaba al borde de la locura.

—Indicios razonables, dejémoslo ahí—le indicó el comisario.

—No, por favor, tiene que decírmelo, tiene que decírmelo, se lo ruego.

—Hay sangre humana, no puedo decirle más. Por favor, no me presione o


tendré que pedirle que no interfiera en la investigación. Entiendo su dolor
como padre, aunque también debe entenderme usted a mí.

Aurelio se quedó allí inmóvil, en shock, mientras Margarita se echaba a


llorar sin consuelo.

—No serán tres gotas cuando han mencionado la sangre, no lo serán—


repetía Dante, quien también había entrado en bucle.
—No tiene por qué significar que estén gravemente heridos. La sangre es a
veces muy escandalosa—esgrimía yo mis argumentos.

—Tienes razón, pequeña—Trataba él de entrar en ella, en razón, mientras


me abrazaba.

Mirábamos por las ventanas porque no podíamos contaminar el escenario.


Se suponía que tanto Heba como Fabio habían estado en esa casa hasta que
Piero se los hubiese llevado a otro lugar, así lo creía la policía.

Yo quería robar con los ojos, encontrar cualquier detalle que pudiera ser
revelador, aun a sabiendas de que, si la policía no vio nada, no sería fácil
que lo viera yo.

En ese momento, sin embargo, las puertas del cielo se me abrieron. En el


suelo, vi algo que pudo pasar desapercibido a los ojos de los demás, pero no
a los míos, que sabía de lo que se trataba.

—¿Qué es eso a lo que le están haciendo fotos? —le pregunté.

—Parece un coletero, ¿tu amiga suele recogerse el pelo? —nos preguntó el


comisario.

—Es pequeño y está debajo de una ventana, significa agujero, Heba nos
está queriendo decir algo—le indiqué.

—¿Perdona? No te entiendo, ¿podrías explicármelo?


—Es un código, jugábamos a ello cuando éramos niñas. Teníamos nuestra
forma de dejarle pistas a la otra. Verá, mi abuela Carmelita tiene hermanas
que viven en un pueblo pequeño. Cuando yo era una niña, al ser la mayor
de mis hermanos, me llevaba con ella a visitarlas en verano. Y conmigo se
venía Heba.

En el pueblo, nos pasábamos el día jugando al escondite en graneros,


pajares y demás. Muchas casas, alguna de ellas abandonadas, contaban con
trampillas de esas que llevan a un sótano. Total, que una se escondía y la
otra le dejaba pistas. Algo pequeño bajo una ventana, dejado caer, suponía
que estaba bajo tierra, ¡tienen que buscarlos!

De inmediato, el comisario y los suyos salieron de la casa, junto con


nosotros, para hacer una inspección a los alrededores. No era fácil, el
terreno resultaba muy extenso y no sabíamos ni por dónde empezar.

Todos nos dividimos y pusimos los cinco sentidos en encontrar alguna


trampilla que nos llevara a un sótano. Un rato después no habíamos
encontrado nada, si bien a Dante le pareció escuchar algo.

—Ven, cariño, ven—Me cogió de la mano, ¿tú lo estás escuchando?

—Yo diría que es la voz de Fabio, sí, ¡Fabio está gritando! —chillé.

Salimos corriendo en esa dirección. No nos estábamos equivocando,


teníamos muy claro que era su voz: la voz del niño.

Sin más, nosotros también comenzamos a gritar.


—¡Fabio! ¡Heba! ¡Pitufa!

—¡Aquí! ¡Estamos aquí abajo! —chillaba el niño.

—Dios mío, Dante, ¿lo has escuchado? Están muy cerca, están muy cerca.

Gritamos llamando a todos los demás para que nos ayudaran a dar con ellos.

En unos minutos, ya estábamos abriendo la pesadísima trampilla, que


contaba con una argolla de hierro contra la que fue a tropezar uno de los
agentes de policía, que casi se parte un pie con ella.

Era un agujero inmundo, sin más. Allí los tenía el muy malnacido. Dante no
acató las indicaciones del comisario, sino que empezó a bajar él mismo por
las escaleras, a toda velocidad.

—¡Dante, Dante! ¡Es Heba! ¡Yo creo que está muy malita, sangra mucho!
—le explicó Fabio mientras se le abrazaba.

—¡Necesitamos un médico! ¡Un médico! —chilló él.

Todo estaba previsto y un equipo sanitario acompañaba a la policía.


Efectivamente, Heba tenía un golpe fuerte en la cabeza y estaba perdiendo
mucha sangre.

Nunca olvidaré la cara de Margarita y Aurelio cuando la vieron salir con ese
aspecto, sin saber si su hija viviría. Yo también me eché a llorar, sabiendo
que aquello tendría mucho que ver con proteger al niño, lo que no tardó en
corroborar el pequeñajo.

—Él le ha dado un golpe porque yo no paraba de llorar y me quería pegar.


Yo lloraba porque ese hombre malo dijo que nos metería en un agujero.
Heba me defendió, ella me defendió—repetía el chiquitín.

—Mi hija, mi hija, mi hija lo ha defendido. Ha sido mi hija—Entró en bucle


Margarita.

—¡Sálvenla! ¡Es mi hija mayor! —les suplicaba Aurelio.

La pitufa, como consecuencia del golpe, no solo había perdido mucha


sangre, sino que contaba con un traumatismo craneoencefálico que no era
moco de pavo.

Sin conocimiento, ni siquiera podía vernos, aunque yo tenía la certeza de


que sí nos escuchaba.

—No nos hagas esto, cariño. No, ahora no. Ya sabes que Alma necesita a su
madrina. Eres su madrina, y también el hada madrina de Fabio. Tú has
salvado a nuestro niño, tú lo has salvado—le recordaba yo mientras se la
llevaban.
Capítulo 56

Heba no despertó hasta una semana después. Para cuando vino a hacerlo,
los nervios de sus padres y los nuestros ya estaban al límite.

Nunca podré olvidar tampoco que yo estaba en ese momento al lado de


Margarita, en la habitación del hospital, mientras Aurelio fue a la cafetería.

Mis padres habían vuelto a España. No les quedaba más remedio, ya que
debían atender sus obligaciones, tanto profesionales como familiares.

Yo le hablaba a la pitufa, como siempre. En ningún momento dejé de


hacerlo.

—No sé cuándo tienes pensado volver a este mundo, hija de la gran china.
Pero es que te lo vas a perder todo. Nos tienes con el alma en vilo, y no solo
a tus padres y a nosotros, sino también a Carlo. Sí, sí, no te hagas la tonta, el
chaval está que no caga contigo, no para de venir por aquí. No sé qué le
habrás hecho para que me olvide así de pronto, brujilla, porque yo soy
inolvidable.

No estaba loca, yo no lo estaba. Y eso que los acontecimientos a punto


estuvieron de volverme así. Tenía muy claro lo que estaba viendo; una
mueca burlona se dibujaba en su cara y trataba de mover las manos.

—Margarita, Margarita, mira esto. Es Heba, se está despertando—le dije a


la mujer, que estaba echando una cabezadita después de haberse pasado
toda la noche velando por la salud de su hija.

—¡Heba! —Se puso de pie de golpe, no dando crédito a lo que yo le decía.

—¡Llama a un médico, por favor! —le pedí mientras veía cómo ella trataba
de apretarme la mano.

Casi me caigo de la emoción, no hace falta que lo diga. El médico acudió


con un enfermero y entonces traté de hacer que se sintiera bien, como en
casa, con nuestras bromas.

—Mira, cariño, vienen a rescatarte de dos en dos. Vas a ser como Tamara,
¿eh? Te veo en un minuto—le dije soltando su mano ante la indicación de
ellos de que me debía marchar.

Me quedé esperando luego, con Margarita al lado, abrazándome sin poder


parar de llorar, en ese caso de alegría.
Nos habían echado de la habitación, tras lo que nos indicaron que podíamos
volver a entrar, ya pasado un rato.

—Ahora debe descansar, que no haga ningún esfuerzo. Está consciente y,


aunque le haremos muchas más pruebas, parece que no hay daños a simple
vista. Su hija puede hablar y oír con normalidad. También nos ve e incluso
ha preguntado por ustedes, entren—le dijo el médico a Margarita.

Fue uno de los momentos más emocionantes de mi vida, qué duda cabe.
Aurelio llegó también y dejé que entraran ellos dos. Después me dijeron
que lo hiciera yo, quedándome unos minutos a solas con ella.

—Ya lo sabía yo, brujilla, que tú no te ibas a ninguna parte sin mí. Te has
hecho de rogar, ¿eh? Pues nada, ya estás aquí. Y una cosa te voy a decir,
aunque supongo que me has estado oyendo todos estos días, igual que a él:
de Carlo no te vas a librar, no pienso dejar que lo hagas. Le gustas mucho y
él también te gusta a ti, de modo que no pienso escuchar ninguna de tus
excusas, ¿estamos o no estamos?

—¿Qué estás hablando de excusas? Dile que venga, que estoy deseando
verlo—me pidió y entonces supe que estaba bien. Sí, mi amiga estaba bien.

Durante el ratito que estuvimos esperando a que él llegase, procuramos que


no hablase demasiado. Sin embargo, una vez que lo hizo, nos lo contó todo.

Por lo que le había oído a Piero, él llevaba días espiándola. Aquella noche,
nos vio entrar con el niño y salir solos, por lo que supuso que se quedaba
con ella. Para él fue genial, porque mataría dos pájaros de un tiro. Al tío se
le había ido la cabeza por completo y planeaba quitarlos de en medio.
Luego llegó Carlo y la cosa se le complicó, si bien se puso más loco de
celos todavía. Cuando por fin lo vio marcharse, pensó que las cosas no
quedarían así y fue a por todas. Lo que hizo fue llamar a su puerta varias
veces, tras las cuales se escondía. Heba pensó que era un crío haciendo una
travesura y salió al rellano de la escalera, para vestirlo de limpio, dejándole
vía libre al otro, que la cogió y luego entró a por el niño también.

En un momento dado, ella pudo coger su móvil, pero forcejearon y terminó


estrellado en el suelo. Después los llevó hasta Nápoles en el maletero del
coche, amordazados. El niño lloraba y vomitaba lo más grande, y ella lo
consolaba como podía.

Éramos conscientes de que Fabio había pasado muchas penurias en la vida


y que aquella era la puñetera guinda del pastel, así que, aparte de brindarle
todo nuestro cariño, lo pondríamos en manos de un buen psicólogo que le
ayudase a superar todo aquello.

Dante llegó un rato después y precisamente lo hizo con Fabio, a quien


cuidaba en casa. Poco a poco, el niño se iba reponiendo del shock que
ambos vivieron. Él se había empeñado en ir a ver a Heba, a quien
permanecería unido ya de por vida, tras la experiencia vivida.

—Aquí tienes a la pitufa sana y salva—le indiqué cuando entró.

—¡Heba! ¡Heba! ¿Ya estás bien? —le preguntó abrazándola.

—Ya estoy bien, cariño, ¿qué te creías? Nadie puede conmigo, y eso que me
dieron un buen golpe en la cocorota, pero mírame, ¿no estoy estupenda? —
le preguntó ella.

—¡Mola el vendaje que te han puesto en la cabeza! —le dijo él con la


inocencia propia de su edad, causando su risa.

—No te molaría tanto si te doliera el coco como a mí. Aun así, míranos, ¿no
formamos un gran equipo? —Hizo ella que chocaran los cinco.

—Sí que lo formamos, sí, ¡eres la mejor! Dijiste que no me pasaría nada, y
no me pasó—le recordó él.

—Pues claro que no. Mira, ¿hacemos un trato? Como yo voy a ser la
madrina de Alma, también puedo ser como tu madrina a partir de hoy, ¿te
gustaría? —le ofreció.

—Sí, madrina, claro que me gustaría—aceptó él con la sonrisa de oreja a


oreja mientras la abrazaba—. ¿Lo habéis oído? Tengo la madrina más
valiente del mundo—presumió de tal forma que parecía que ya se le hubiese
olvidado todo. Valía mucho ese crío.

Dante me miraba con la satisfacción de que todo iba bien. Y yo le devolvía


la mirada pensando en que no podía quererlos más, tanto a él, como a
Fabio, y no digamos ya a Alma, quien seguía creciendo en mi interior ajena
a las turbulencias que vivíamos en esos días.
Capítulo 57

Habían pasado varios meses desde la pesadilla y el curso tocaba a su fin.

No voy a deciros lo mucho que nos costó terminarlo tanto a Heba como a
mí, ¿y qué? Lo importante es que lo conseguimos.

Para entonces, a Alma ya le faltaba muy poquito para nacer y yo estaba con
una panzota impresionante.

El día de nuestra graduación, nuestras familias al completo ya estaban allí,


en primera fila, para no perderse el espectáculo. Obvio que lo de “en
primera fila” es un decir ya que, con todos los que eran, ocuparon varias.

Fue sumamente emocionante. Mi amor hacia Dante no había hecho más que
crecer, y a Heba se la veía genial con Carlo. Obvio que ambas nos
quedábamos en Italia, un lugar que no solo nos enamoró, sino en el que
encontramos a nuestros enamorados.
La sorpresa llegó días después. Nada teníamos proyectado respecto a
nuestras vidas, si bien un viaje a los viñedos de la Toscana lo cambió todo.

Fabio jugaba inocente en aquella casa, de la que tan buenos recuerdos


guardábamos, cuando suspiró.

—Cómo me gustaría a mí quedarme a vivir aquí—Esas fueron sus palabras


exactas.

A mí Roma me fascinaba, no podía negarlo, solo que yo estaba


acostumbrada a vivir en lugares más pequeños, como mi ciudad.

Por ese entonces, ya sí que no teníamos ni el más mínimo apuro económico,


ya que la herencia de los padres de ambos, de Dante y de Fabio, recayó en
su favor.

Aun así, yo no estaba dispuesta a vivir a la sopa boba, como suele decirse,
sino que moría por conseguir esa plaza de profesora con la que siempre
soñé.

Con el nacimiento de una hija por delante y la preparación de mis


oposiciones, no se me ocurrió otro lugar mejor para que Alma y Fabio
crecieran, juntos y en armonía.

Dante debió pensar lo mismo, puesto que en aquel momento nos miramos y
debimos pensar que no había ninguna razón para no hacerlo así. Nosotros
mismos habíamos hablado tiempo atrás de lo bien que se podría vivir allí.
Entre viñedos, en un entorno rural y con la Toscana de fondo. Vivir allí
sería de película, por lo que enseguida nos pusimos manos a la obra,
decorando la casa a nuestro gusto.

Apenas nos llevó unas cuantas semanas, no más, aunque yo llegué a lo


justo, porque Alma amenazaba ya con salir a este mundo en cualquier
momento.

De esa forma, hicimos las maletas y nos despedimos de Roma (a la que no


dejaríamos atrás, pues la visitaríamos en más de una ocasión), para
instalarnos en un lugar idílico en el que nuestros niños se criarían libres y
felices.

Atrás dejamos la pesadilla, tanto la muerte de Sabina como el encierro de


Piero, que debería pagar durante una serie de años lo que hizo, estando a la
sombra, y sin poder volver a joderle la vida a nadie.

Fabio era otra persona. El niño comenzó a socializar y la ayuda psicológica


que recibió le vino genial. Por fortuna, en absoluto se quedó traumatizado,
aunque lo que le tocó vivir fue realmente duro.

Todo estaba preparado para el nacimiento de nuestra niña. En cuanto me


pusiese de parto, los míos vendrían a conocerla, lo mismo que nuestros
queridos Heba y Carlo, que se habían quedado en Roma. Todos contaban ya
los días para verle la carita, y no digamos ya su padre y yo. El fruto de
nuestro amor estaba por llegar y no podíamos sentirnos más orgullosos de la
familia que habíamos formado.
Mi niña, yo es que lo pensaba y se me caía la baba, lo mismo que con
Fabio. Tenía la seguridad de que ella vendría también “de fábrica” con ese
hoyuelo tan gracioso que era símbolo familiar, y con la sonrisa de su padre
y de Fabio.

Era pensar por pensar, ya que nada de eso importaba de verdad. Lo que sí
importaba era que llegase sana y salva a este mundo, en el que la estábamos
esperando con los brazos abiertos.

Las ilusiones se agolpaban en mi cabeza y hacían latir fuerte mi corazón.


Cada día me sentía más enamorada de Dante y, si durante todo el embarazo
me había cuidado, no digamos ya en los últimos días, en los que vivió por y
para mí.

Por su actuación con Fabio, ya sabía yo que no podía haber elegido mejor
padre para mi hija. Bueno, ya me entendéis, que yo no lo elegí con esa idea,
aunque sí tuve muy buen ojo cuando me fijé en él aquel día, cuando pasó
corriendo a mi lado.

Durante toda mi vida, por muchos años que viviese, recordaría ese
momento en el que los ojos del uno se posaron en los del otro, en los que
todo comenzó y en los que la vida nos cambió para siempre.
Epílogo

3 años después

Estaba en casa. tranquila, como todas las tardes a esa hora.

Acababa de bañar a Alba y le había puesto su colonia, además de un


pijamita que era una cucada y que le habían enviado mis padres, junto con
otro montón de monerías. Fue entonces cuando Dante, con el corazón
encogido, me indicó que las listas acababan de salir.

—Cariño, deberías ver esto. Ya están aquí, recién salidas del horno, como
las galletas esas que tanto les gusta a los niños que hornees.

—¿Las de la receta de mi abuela? —le pregunté, haciéndome la tonta, ya


que lo cierto es que me moría de miedo.

Tras terminar mi carrera, llevaba un par de años preparándome para ser


profesora, lo mismo que la pitufa.
Sí, habían pasado muchas cosas desde que llegamos allí, tres años antes.
Como ya sabéis, Alba había nacido. Llegó a este mundo para terminar de
alumbrar nuestros días. Todas las noches, cuando la acostaba, pensaba lo
mismo, que yo la habría dado a luz, pero que la luz me la había dado ella.

Y sí, nació con el hoyuelo familiar y con la misma sonrisa irresistible de


Dante y de Fabio, imposible ser más bombón, totalmente imposible, mi
bomboncito dulce.

—Tienes que mirarlas, tienes que mirarlas—me decía Fabio en relación con
las listas. Mi niño, ese otro eje sobre el que pivotaba mi vida, tenía razón,
para no variar. Conforme pasaba el tiempo, se iba convirtiendo en un “chico
mayor”, como él decía, y cada vez más inteligente.

Fabio tenía pasión con su sobrinita, a la que consideraba su hermana, por lo


que no dudó en tomarla en brazos. La niña le sonrió, como hacía siempre,
pues la pasión era recíproca. No podían lucir más ideales juntos.

Al contrario que Fabio, que seguía siendo un pedacito de pan de bueno que
era, Alba era un bichito, pero bichito, bichito. Más traviesa no la había, a su
padre y a mí la vida nos la tenía patas arriba, pero tampoco la había más
bonita ni más pizpireta, por lo que todas sus travesuras terminaban pasando
por debajo de la puerta.

Dante me indicó que me sentara en sus rodillas, y yo negué con la cabeza,


muerta de miedo.
—Te has preparado mucho para esto, cariño, sabes que has aprobado, es que
yo estoy seguro de que has aprobado—me alentó.

—Tú crees saber demasiadas cosas, ¿y si obtengo un suspenso como una


catedral de grande? —le pregunté sin poder parar de temblar.

—Eso no va a pasar, Neila, no va a pasar. Tú eres la más lista, ya lo verás—


me dijo el niño, apoyando la teoría de Dante.

—Fabio, mi amor, había mucho nivel en esas oposiciones, yo soy realista—


le indiqué.

—¿Y qué? Tú das la talla como la primera, ¿no es eso mismo lo que me
dices a mí cuando a veces me entran los miedos?

—Tiene razón, a mí no me mires así. Además, que, si has aprobado, y yo


estoy seguro de que lo has hecho, ya sabes lo que te toca—me recordó
Dante, porque ese era un pacto que firmamos los dos tiempo atrás.

—Casarte con él, ¡que ya es hora! —me recordó también Fabio, que le
hacía cosquillas a Alma, pero igualmente estaba a todas.

La pitufa me llamó justo en el momento en el que yo iba a mirar la lista.


Igual no lo sabéis. No, claro, cómo vais a saberlo. Es que ella y Carlo
terminaron por instalarse en la Toscana con nosotros, algo que me hizo
inmensamente feliz.
No fue algo premeditado, sino una idea que surgió una vez que nosotros
llegamos allí. Hablando por teléfono con ella, le sugerí que vinieran a
vernos, porque ya eran inseparables por aquel entonces. Y allí que se nos
plantaron.

Las cosas como son, Carlo no tenía que trabajar si no quería, así que se
había tomado un año sabático tras terminar la carrera, de modo que venían
sin fecha de vuelta. Una vez en la Toscana, les gustó tanto la experiencia
que un buen día nos dijeron que se habían comprado una casita para poder
venir a vernos más a menudo.

Lo que comenzó poco menos que como una anécdota, terminó con ellos allí
largas temporadas, hasta que se quedaron a vivir, como quien no quiere la
cosa.

A Carlo le vino sensacional, porque de ese modo dejó atrás muchos malos
recuerdos y a nosotras… A nosotras el volver a estar juntas nos supuso un
increíble regalo.

Las oposiciones las habíamos preparado juntas, porque nuestro sueño


seguía siendo el de ser profesoras de Literatura. Por ese motivo, cuando
sonó el teléfono y era ella, los nervios me comían.

—¡He aprobado, Neila! ¡He aprobado! —me chilló—. ¿Y tú? Venga, dime
ya que sí, que me va a dar algo.

La pitufa no podía ser más importante en mi vida, además de lo mucho que


le debíamos, algo que no olvidaríamos jamás. Mi niña se jugó el pellejo por
Fabio, no pudo ser más valiente, y se había ganado con creces el ser la
madrina de mis hijos.

—Es que no lo he mirado todavía, pitufa, no lo he mirado—le confesé.

—¿Cómo puede ser? ¿Es que no tienes sangre en las venas? ¿O acaso es
que estás cagada de miedo? ¡Míralo ya! —me chilló.

Volví a poner los ojos en Dante, quien le dio la razón.

—Míralo ya, que me muero porque la plaza sea tuya y haber ganado mi
premio; por fin te casarás conmigo, preciosa.

—¿Y si no es así? ¿Y si no lo es?

—¡Que lo mires! —Me chillaron a la vez él, Fabio y la pitufa, ya de paso, al


otro lado del teléfono.

Ni meter mi clave podía de lo que me temblaban los dedos.

—Ya lo hago yo—Se ofreció Fabio, que a él se le daba de miedo la


tecnología.

—No quiero mirarlo, no quiero mirarlo—repetía yo, volviendo la cabeza.

—Pues lo miro yo, ¡APROBADA! —chilló el crío y entonces yo, que miré
de golpe y vi que tenía razón, di otra sarta de gritos de tal calibre que Alba
comenzó a aplaudir. Mi niña era más bonita que un sueño… Y un sueño era
lo que yo estaba viviendo.

—¡Nos casamos! —exclamó Dante cogiéndome en brazos y dando vueltas


conmigo por toda la habitación.

—¡Se casan, Alba! ¡Se casan! —exclamaba también Fabio, dando vueltas
con la niña en brazos detrás de nosotros.

Por fin, por fin era profesora. Lo había logrado, lo mismo que la pitufa y, a
ese éxito profesional, tenía que sumar el mayor de mis éxitos: el familiar.

Sí, había conseguido tener una familia que todavía no era tan grande y
probablemente no lo fuera nunca como la de mis padres, pero igual de
bonita.

Por cierto, que durante el día nos echaba una mano Dulceida, quien se
instaló allí con nosotros desde que nació Alma, después de que le
hiciéramos una oferta de trabajo, para alegría de Fabio, que la adoraba.

Al poco de llegar a la Toscana, Dante me pidió matrimonio. Sí, él me dijo


que me enteraría, y me enteré.

Celebrábamos una bonita fiesta para festejar el éxito de la cosecha cuando,


sin comerlo y sin beberlo, vi aparecer a toda mi familia, junto a Heba y
Carlo.
Recuerdo que me quedé sin respiración, porque Alba era muy pequeña y no
hacía mucho que nos visitaron para conocerla. Hasta mi abuela Carmelita
estaba allí, y entonces supe que algo extraordinario sucedería en nuestras
vidas.

Me fui hacia ellos y les pregunté que de qué iba aquello. Todos le
guardaban el secreto y entonces fue cuando Dante se abrió paso entre los
trabajadores y sus familias, cogiéndome en brazos y haciéndome la
declaración de amor más bonita que jamás hubiera esperado.

—Preciosa, hoy iba a ser un día bonito, pero pensé que era mejor
convertirlo en un día único, como única eres tú. Hace muy poquito no te
conocía, y fíjate que entonces tampoco creía demasiado en el amor. Un
buen día, porque a ti te gusta porfiar, apareciste en mi vida, que ya sabes
que era un tanto gris por aquel entonces. No fue fácil, pasamos por un
momento crítico, por un momento en el que pensé que todo había sido un
sueño, y nuestras vidas se separaron. La oscuridad me invadió en ese
momento, consumiéndome. Fue entonces cuando vine aquí, a la Toscana,
con sus colores cambiantes, maravillosa… Pero me faltabas tú, porque solo
tú podías teñir de color mis días. Y una mañana, estando entre vides,
llegaste tú, sin hacer ruido. No venías con las manos vacías, me traías el
mejor de los regalos: la noticia de que sería padre, y el color se metió en mí.
Después, me ayudaste a recuperar al otro tesoro de mi existencia, ya
teníamos dos. En nuestra vida sí que es oro todo lo que reluce, y hablando
de oro, acepta este anillo y dime que te casarás conmigo, porque podrás
encontrar a alguien mejor, no te digo yo que no, pero a nadie que te quiera
más”.
Esa fue su declaración de amor, tras lo cual le prometí que sí, que me
casaría con él, pero que antes debía situarme en la vida. Quedamos en
hacerlo en cuanto yo ocupara mi plaza, porque quería tenerlo todo arreglado
antes de dar el paso más importante junto con el hombre al que amaba.

Por fin había llegado el momento; nada me faltaba. Y, sobre todo, tenía unas
imponentes ganas de comenzar a preparar esa boda.

—¡Ya somos profesoras! ¡Ya lo somos! —chillaba la pitufa, esa otra


persona sin la que nada hubiera sido lo mismo.

Ella también tenía pendiente pasar por el altar con Carlo, así como tener
niños, solo que ellos la vida la vivían con más tranquilidad que Dante y yo,
que solíamos degustarla a grandes bocados.

Ya lo tenía todo, ya no me faltaba nada. En Roma vivía la tentación cuando


yo llegué y en Roma encontré la seducción, en el más puro de los estados.
En Roma aprendí a vivir apasionadamente y en Roma me casaría con el
hombre al que amaba hasta el infinito.
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