La Isla Del Tesoro Capitulo 1. 5 Febrero

Descargar como docx, pdf o txt
Descargar como docx, pdf o txt
Está en la página 1de 4

LA ISLA DEL TESORO

CAPÍTULO I. EL VIEJO LOBO MARINO EN LA POSADA DEL


“ALMIRANTE BENBOW”
IMPOSIBLE me ha sido rehusarme á las repetidas instancias que el
Caballero Trelawney, el Doctor Livesey y otros muchos señores me han
hecho para que escribiese la historia circunstanciada y completa de la Isla
del Tesoro. Voy, pues, á poner manos á la obra contándolo todo, desde el
alfa hasta el omega, sin dejarme cosa alguna en el tintero, exceptuando la
determinación geográfica de la isla, y esto tan solamente porque tengo por
seguro que en ella existe todavía un tesoro no descubierto. Tomo la pluma
en el año de gracia de 17—y retrocedo hasta la época en que mi padre
tenía aún la posada del “Almirante Benbow,” y hasta el día en que por
primera vez llegó á alojarse en ella aquel viejo marino de tez bronceada y
curtida por los elementos, con su grande y visible cicatriz.

Todavía lo recuerdo como si aquello hubiera sucedido ayer: llegó á las


puertas de la posada estudiando su aspecto, afanosa y atentamente,
seguido por su maleta que alguien conducía tras él en una carretilla de
mano. Era un hombre alto, fuerte, pesado, con un moreno pronunciado,
color de avellana. Su trenza ó coleta alquitranada le caía sobre los
hombros de su nada limpia blusa marina. Sus manos callosas,
destrozadas y llenas de cicatrices enseñaban las extremidades de unas
uñas rotas y negruzcas. Y su rostro moreno llevaba en una mejilla aquella
gran cicatriz de sable, sucia y de un color blanquizco, lívido y repugnante.
Todavía lo recuerdo, paseando su mirada investigadora en torno del
cobertizo, silbando mientras examinaba y prorrumpiendo, en seguida, en
aquella antigua canción marina que tan á menudo le oí cantar después:

“Son quince los que quieren el cofre de aquel muerto


Son quince ¡yo—ho—hó! son quince ¡viva el rom!”
con una voz de viejo, temblorosa, alta, que parecía haberse formado y roto
en las barras del cabrestante. Cuando pareció satisfecho de su examen
llamó á la puerta con un pequeño bastón, especie de espeque que llevaba
en la mano, y cuando acudió mi padre, le pidió bruscamente un vaso de
rom. Después que se le hubo servido lo saboreó lenta y pausadamente,
como un antiguo catador, paladeándolo con delicia y sin cesar de recorrer

6
alternativamente con la mirada, ora las rocas, ora la enseña de la posada.

—Esta es una caleta de buen fondo—dijo en su jerga marina—y al mismo


tiempo una taberna muy bien situada. ¿Mucha clientela, patrón?

—Nó, le respondió mi padre, bastante poca, lo cual es tanto más sensible.

—Bueno, dijo él, entonces este es el camarote que yo necesito. Hola, tú,
grumete, le gritó al hombre que rodaba la carretilla en que venía su gran
cofre de á bordo, trae acá esa maleta y súbela. Pienso fondear aquí un
poco. Y luego prosiguió:—Yo soy un hombre bastante llano; todo lo que yo
necesito es rom, huevos y tocino y aquella altura que se vé allí para estar á
la mira de las embarcaciones. ¿Quieren Vds. saber cómo han de
llamarme? llámenme Capitán. ¡Oh! ¡ya sé lo que van á pedirme! Al decir
esto arrojó tres ó cuatro monedas de oro en el umbral y añadió con un
tono de altivez y una mirada tan orgullosa como de un verdadero
Capitán:—¡Avisarme cuando se acabe eso!

Y la verdad es que, aunque su pobre traje no predisponía en su favor, ni


menos aún su lenguaje tosco, no tenía absolutamente el aspecto de un
tramposo, sino que parecía más bien un marino, un maestro de
embarcación acostumbrado á que se le obedezca como á Capitán. El
muchacho que traía la carretilla nos refirió que la posta ó coche del correo
lo había dejado la víspera por la mañana en la posada del “Royal George,”
que allí se informó qué albergues había á lo largo de la costa, y que
habiendo oído buenos informes probablemente acerca del nuestro, y
habiéndosele descrito como muy poco concurrido, lo había elegido de
preferencia á todos los demás para su residencia. Eso fué todo lo que
pudimos averiguar acerca de nuestro huésped.

El Capitán era habitualmente un hombre de muy pocas palabras. Todo el


día se lo pasaba, ya vagando á orillas de la caleta, ó ya encima de las
rocas, con un largo telescopio ó anteojo marino. Por las noches se
acomodaba en un rincón de la sala, cerca del fuego y se consagraba á
beber rom y agua con todas sus fuerzas. Las más veces no quería
contestar cuando se le hablaba: contentábase con arrojar sobre el que le
dirijía la palabra una rápida y altiva mirada, y con dejar escapar de su nariz
un resoplido que formaba en la atmósfera, cerca de su cara, una curva de
vapor espeso. Los de la casa y nuestros amigos y clientes ordinarios
pronto concluimos por no hacerle caso. Día por día, cuando llegaba á la
posada, de vuelta de sus vagabundas excursiones, preguntaba

7
invariablemente si no se había visto algunos marineros atravesar por el
camino. Al principio nos pareció que la falta de camaradas que le hiciesen
compañía era lo que le obligaba á hacer esa constante pregunta; pero muy
luego vimos que lo que él procuraba más bien era evitarlos. Cuando algún
marinero se detenía en la posada, como lo hacían entonces y lo hacen aún
los que siguen el camino de la costa para Brístol, el Capitán lo examinaba
al través de las cortinas de la puerta, antes de entrar á la sala, y ya se
sabía que, cuando tal concurrente se presentaba, él permanecía
invariablemente mudo como una carpa.

Para mí, sin embargo, no había mucho de misterio ni de secreto en sus


alarmas, en las cuales tenía yo cierta participación. Un día me había
llamado aparte y sigilosamente me había prometido darme una pieza de
cuatro peniques el día primero de cada mes con la sola condición de que
estuviese alerta, y le avisara, en el momento mismo en que descubriera, la
aparición de un “marino con una sola pierna.”Con frecuencia, sin
embargo, cuando el día primero del mes iba yo á reclamar mi salario
prometido, no me daba más respuesta que su habitual y formidable
resoplido de la nariz y clavar sus ojos airados en los míos, obligándome á
bajarlos; pero antes de que se hubiera pasado una semana, ya estaba yo
seguro de que su parecer habría cambiado y lo veía, en efecto, venir á mí
trayéndome espontáneamente mi moneda de cuatro peniques, no sin
reiterarme sus órdenes de estar alerta para avisarle la aparición de aquel
“marino con una sola pierna.”

Imposible me sería contar hasta qué punto ese esperado personaje


turbaba y entristecía mis sueños. En las noches tempestuosas, cuando el
viento hacía estremecer los cuatro ángulos de nuestra casa y cuando la
marea bramaba despedazando sus olas á lo largo de la caleta y sobre los
abruptos riscos, yo le veía aparecérseme en sueños en mil formas
diversas y con mil expresiones diabólicas. Ya era la pierna cortada hasta la
rodilla, ya desarticulada desde la cadera; ya se me aparecía como una
especie de criatura monstruosa que jamás había tenido sino una sola
pierna, y ésa de forma indescriptible. Otras ocasiones lo veía saltar y
correr y perseguirme por zanjas y vallados, lo cual constituía, por cierto, la
peor de todas mis pesadillas. Hay que convenir, pues, en que pagaba yo bien
cara mi pobre soldada mensual de cuatro peniques, con aquellas visiones
abominables.

Pero si bien es cierto que tal era mi terror á propósito del marino de
unapierna, también es verdad que, por lo que respecta al Capitán mismo,
le tenía yo mucho menos miedo que cualquiera de los que lo conocían.

Había algunas noches en que se permitía tomar mucho más rom del que
podía razonablemente tolerar su cabeza. Entonces se le veía sentarse y
entonar sus perversas y salvajes viejas cántigas marinas de que ya nadie

hacía caso. Pero á veces le ocurría pedir vasos para todos y forzaba á su

tímido y trémulo auditorio á escuchar sus patibularias historias ó á formar


un coro á sus siniestras canciones. Con frecuencia oía yo á la casa entera
estremecerse con aquel estribillo:

“El diablo ¡yo—ho—hó! el diablo ¡viva el rom!”


en el que todos los vecinos se le unían por amor á sus vidas, con el temor
de que aquel ogro les diese la muerte, y cada cual procurando levantar la
voz más que el compañero de al lado, á fin de no llamar la atención por su
negligencia, porque en aquellos accesos el Capitán era el compañero más
intolerante y arrebatado que se ha conocido. Á veces golpeaba
bruscamente con su callosa mano sobre la mesa para imponer silencio
absoluto á los circunstantes; otras, se dejaba arrebatar á un ímpetu de
cólera salvaje á la menor pregunta y en otras le producía el mismo efecto
el que ninguna se le dirijiese, porque decía que la concurrencia no estaba
atendiendo á su narración. Por ningún motivo hubiera él consentido en que
alma nacida abandonase la posada hasta que, sintiéndose ya
completamente ebrio y soñoliento él mismo, se iba tambaleando á tirarse
sobre su cama.

También podría gustarte