La Isla Del Tesoro - Robert Louis Stevenson
La Isla Del Tesoro - Robert Louis Stevenson
La Isla Del Tesoro - Robert Louis Stevenson
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Robert Louis Stevenson
ePub r1.0
Titivillus 04.10.2019
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Título original: Treasure Island
Robert Louis Stevenson, 1883
Traducción: José María Álvarez
Ilustraciones: Mervyn Peake
Grabado del autor: Justo Barboza
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1
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Índice de contenido
Parte primera. El viejo pirata
Capítulo 1. Y el viejo marino llegó a la posada del «Almirante
Benbow»
Capítulo 2. La aparición de «Perronegro»
Capítulo 3. La Marca Negra
Capítulo 4. El cofre
Capítulo 5. La muerte del ciego
Capítulo 6. Los papeles del capitán
Parte segunda. El cocinero de a bordo
Capítulo 7. Mi viaje a Bristol
Capítulo 8. A la taberna «El Catalejo»
Capítulo 9. Las municiones
Capítulo 10. La travesía
Capítulo 11. Lo que escuché desde el barril de manzanas
Capítulo 12. Consejo de guerra
Parte tercera. Mi aventura en la isla
Capítulo 13. Así empezó mi aventura en la isla
Capítulo 14. El primer revés
Capítulo 15. El hombre de la isla
Parte cuarta. La empalizada
Capítulo 16. Cómo abandonamos el barco
Capítulo 17. El último viaje del chinchorro
Capítulo 18. Cómo terminó nuestro primer día de lucha
Capítulo 19. La guarnición de la empalizada
Capítulo 20. La embajada de Silver
Capítulo 21. Al ataque
Parte quinta. Mi aventura en la mar
Capítulo 22. Así empezó mi aventura en la mar
Capítulo 23. A la deriva
Capítulo 24. La travesía en el coraclo
Capítulo 25. Cómo arrié la bandera negra
Capítulo 26. Israel Hands
Capítulo 27. ¡Doblones!
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Parte sexta. El capitán Silver
Capítulo 28. En el campamento enemigo
Capítulo 29. La Marca Negra, de nuevo
Capítulo 30. Bajo palabra
Capítulo 31. La busca del tesoro: la señal de Flint
Capítulo 32. La busca del tesoro: la voz entre los árboles
Capítulo 33. La caída de un jefe
Capítulo 34. El fin de todo
Apéndice
Bibliografía
Sobre el autor
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La presente obra es traducción directa e íntegra del origina1 inglés en su primera
edición, (publicada originalmente por entregas en la revista Young Folks),
publicada en libro en Londres, Cassell, 1883.
Las ilustraciones, originales de Mervyn Peake, que aparecen en esta edición,
acompañaron el texto de la edición inglesa publicada por Methuen Children’s
Books Ltd., Londres, 1976.
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Para S. L. O.[1],
un caballero americano
de acuerdo con cuyo clásico gusto
ha sido imaginada la narración que sigue
y al que ahora, agradeciéndole tantas horas deliciosas
y con los mejores deseos
dedica estas páginas, su afectuoso amigo,
EL AUTOR
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Para el comprador indeciso
Si los cuentos que narran los marinos,
hablando de temporales y aventuras,
de sus amores y sus odios,
de barcos, islas, perdidos Robinsones
y bucaneros y enterrados tesoros,
y todas las viejas historias, contadas una vez más
de la misma forma que siempre se contaron,
encantan todavía, como hicieron conmigo,
a los sensatos jóvenes de hoy:
¿Qué más pedir? Pero si ya no fuera así,
si tan graves jóvenes hubieran perdido
la maravilla del viejo gusto
por ir con Kingston o con el valiente Ballantyne[2],
o con Cooper[3] y atravesar bosques y mares:
Bien. ¡Así sea! Pero que yo pueda
dormir el sueño eterno con todos mis piratas
junto a la tumba donde se pudran ellos y sus sueños.
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PARTE PRIMERA
EL VIEJO PIRATA
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Capítulo 1
Y el viejo marino
llegó a la posada del «Almirante Benbow»
con aquella voz cascada, que parecía afinada en las barras del cabrestante.
Golpeó en la puerta con un palo, una especie de astil de bichero en que se
apoyaba, y, cuando acudió mi padre, en un tono sin contemplaciones le pidió
que le sirviera un vaso de ron. Cuando se lo trajeron, lo bebió despacio, como
hacen los catadores, chascando la lengua, y sin dejar de mirar a su alrededor,
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hacia los acantilados, y fijándose en la muestra que se balanceaba sobre la
puerta de nuestra posada.
—Es una buena rada —dijo entonces—, y una taberna muy bien situada.
¿Viene mucha gente por aquí, eh, compañero?
Mi padre le respondió que no; pocos clientes, por desgracia.
—Bueno; pues entonces aquí me acomodaré. ¡Eh, tú, compadre! —le
gritó al hombre que arrastraba las angarillas—. Atraca aquí y echa una mano
para subir el cofre. Voy a hospedarme unos días —continuó—. Soy hombre
llano; ron, tocino y huevos es todo lo que quiero, y aquella roca de allá arriba,
para ver pasar los barcos. ¿Que cuál es mi nombre? Llamadme capitán. Y,
¡ah!, se me olvidaba, perdona, camarada… —y arrojó tres o cuatro monedas
de oro sobre el umbral—. Ya me avisaréis cuando me haya comido ese dinero
—dijo con la misma voz con que podía mandar un barco.
Y en verdad, a pesar de su ropa deslucida y sus expresiones indignas, no
tenía el aire de un simple marinero, sino la de un piloto o un patrón,
acostumbrado a ser obedecido o a castigar. El hombre que había portado las
angarillas nos dijo que aquella mañana lo vieron apearse de la diligencia
delante del «Royal George» y que allí se había informado de las hosterías
abiertas a lo largo de la costa, y supongo que le dieron buenas referencias de
la nuestra, sobre todo lo solitario de su emplazamiento, y por eso la había
preferido para instalarse. Fue lo que supimos de él.
Era un hombre reservado, taciturno. Durante el día vagabundeaba en torno
a la ensenada o por los acantilados, con un catalejo de latón bajo el brazo; y la
velada solía pasarla sentado en un rincón junto al fuego, bebiendo el ron más
fuerte con un poco de agua. Casi nunca respondía cuando se le hablaba; sólo
erguía la cabeza y resoplaba por la nariz como un cuerno de niebla; por lo que
tanto nosotros como los clientes habituales pronto aprendimos a no meternos
con él. Cada día, al volver de su caminata, preguntaba si había pasado por el
camino algún hombre con aspecto de marino. Al principio pensamos que
echaba de menos la compañía de gente de su condición, pero después caímos
en la cuenta de que precisamente lo que trataba era de esquivarla. Cuando
algún marinero entraba en la «Almirante Benbow» (como de tiempo en
tiempo solían hacer los que se encaminaban a Bristol por la carretera de la
costa), él espiaba, antes de pasar a la cocina, por entre las cortinas de la
puerta; y siempre permaneció callado como un muerto en presencia de los
forasteros. Yo era el único para quien su comportamiento era explicable,
pues, en cierto modo, participaba de sus alarmas. Un día me había llevado
aparte y me prometió cuatro peniques de plata cada primero de mes, si «tenía
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el ojo avizor para informarle de la llegada de un marino con una sola pierna».
Muchas veces, al llegar el día convenido y exigirle yo lo pactado, me soltaba
un tremendo bufido, mirándome con tal cólera, que llegaba a inspirarme
temor; pero, antes de acabar la semana parecía pensarlo mejor y me daba mis
cuatro peniques y me repetía la orden de estar alerta ante la llegada «del
marino con una sola pierna».
No es necesario que diga cómo mis sueños se poblaron con las más
terribles imágenes del mutilado. En noches de borrasca, cuando el viento
sacudía hasta las raíces de la casa y la marejada rugía en la cala rompiendo
contra los acantilados, se me aparecía con mil formas distintas y las más
diabólicas expresiones. Unas veces con su pierna cercenada por la rodilla;
otras, por la cadera; en ocasiones era un ser monstruoso de una única pierna
que le nacía del centro del tronco. Yo le veía, en la peor de mis pesadillas,
correr y perseguirme saltando estacadas y zanjas. Bien echadas las cuentas,
qué caro pagué mis cuatro peniques con tan espantosas visiones.
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Pero, aun aterrado por la imagen de aquel marino con una sola pierna, yo
era, de cuantos trataban al capitán, quizá el que menos miedo le tuviera. En
las noches en que bebía más ron de lo que su cabeza podía aguantar, cantaba
sus viejas canciones marineras, impías y salvajes, ajeno a cuantos lo
rodeábamos; en ocasiones pedía una ronda para todos los presentes y obligaba
a la atemorizada clientela a escuchar, llenos de pánico, sus historias y a corear
sus cantos. Cuántas noches sentí estremecerse la casa con su «¡Ja, ja, ja! ¡Y
una botella de ron!», que todos los asistentes se apresuraban a acompañar a
cuál más fuerte por temor a despertar su ira. Porque en esos arrebatos era el
contertulio de peor trato que jamás se ha visto; daba puñetazos en la mesa
para imponer silencio a todos y estallaba enfurecido tanto si alguien lo
interrumpía como si no, pues sospechaba que el corro no seguía su relato con
interés. Tampoco permitía que nadie abandonase la hostería hasta que él,
empapado de ron, se levantaba soñoliento, y dando tumbos se encaminaba
hacia su lecho.
Y aun con esto, lo que más asustaba a la gente eran las historias que
contaba. Terroríficos relatos donde desfilaban ahorcados, condenados que
«pasaban por la plancha»[5], temporales de alta mar, leyendas de la Isla de la
Tortuga y otros siniestros parajes de la América Española. Según él mismo
contaba, había pasado su vida entre la gente más despiadada que Dios lanzó a
los mares; y el vocabulario con que se refería a ellos en sus relatos
escandalizaba a nuestros sencillos vecinos tanto como los crímenes que
describía. Mi padre aseguraba que aquel hombre sería la ruina de nuestra
posada, porque pronto la gente se cansaría de venir para sufrir humillaciones
y luego terminar la noche sobrecogida de pavor; pero yo tengo para mí que su
presencia nos fue de provecho. Porque los clientes, que al principio se sentían
atemorizados, luego, en el fondo, encontraban deleite: era una fuente de
emociones, que rompía la calmosa vida en aquella comarca; y había incluso
algunos, de entre los mozos, que hablaban de él con admiración diciendo que
era «un verdadero lobo de mar» y «un viejo tiburón» y otros apelativos por el
estilo; y afirmaban que hombres como aquél habían ganado para Inglaterra su
reputación en el mar.
Hay que decir que, a pesar de todo, hizo cuanto pudo por arruinarnos;
porque semana tras semana, y después, mes tras mes, continuó bajo nuestro
techo, aunque desde hacía mucho ya su dinero se había gastado; y, cuando mi
padre reunía el valor preciso para conminarle a que nos diera más, el capitán
soltaba un bufido que no parecía humano y clavaba los ojos en mi padre tan
fieramente, que el pobre, aterrado, salía a escape de la estancia. Cuántas veces
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le he visto, después de una de estas desairadas escenas, retorcerse las manos
de desesperación, y estoy convencido de que el enojo y el miedo en que vivió
ese tiempo contribuyeron a acelerar su prematura y desdichada muerte.
En todo el tiempo que vivió con nosotros no mudó el capitán su
indumentaria, salvo unas medias que compró a un buhonero. Un ala de su
sombrero se desprendió un día, y así colgada quedó, a pesar de lo enojoso que
debía resultar con el viento. Aún veo el deplorable estado de su vieja casaca,
que él mismo zurcía arriba en su cuarto, y que al final ya no era sino puros
remiendos. Nunca escribió carta alguna y tampoco recibía, ni jamás habló con
otra persona que alguno de nuestros vecinos y aun con éstos sólo cuando
estaba bastante borracho de ron. Nunca pudimos sorprender abierto su cofre
de marino.
Tan sólo en una ocasión alguien se atrevió a hacerle frente, y ocurrió ya
cerca de su final, y cuando el de mi padre estaba también cercano,
consumiéndose en la postración que acabó con su vida. El doctor Livesey
había llegado al atardecer para visitar a mi padre, y, después de tomar un
refrigerio que le ofreció mi padre, pasó a la sala a fumar una pipa mientras
aguardaba a que trajesen su caballo desde el caserío, pues en la vieja
«Benbow» no teníamos establo. Entré con él, y recuerdo cuánto me chocó el
contraste que hacía el pulcro y aseado doctor con su peluca empolvada y sus
brillantes ojos negros y exquisitos modales, con nuestros rústicos vecinos;
pero sobre todo el que hacía con aquella especie de inmundo y legañoso
espantapájaros, que era lo que realmente parecía nuestro desvalijador, tirado
sobre la mesa y abotargado por el ron. Pero súbitamente el capitán levantó los
ojos y rompió a cantar:
Al principio yo había imaginado que el «cofre del muerto» debía ser aquel
enorme baúl que estaba arriba, en el cuarto frontero; y esa idea anduvo en mis
pesadillas mezclada con las imágenes del marino con una sola pierna. Pero a
aquellas alturas de la historia no reparábamos mucho en la canción y
solamente era una novedad para el doctor Livesey, al que por cierto no le
causó un agradable efecto, ya que pude observar cómo levantaba por un
instante su mirada cargada de enojo, aunque continuó conversando con el
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viejo Taylor, el jardinero, acerca de un nuevo remedio para el reuma. Pero el
capitán, mientras tanto, empezó a reanimarse bajo los efectos de su propia
música y al fin golpeó fuertemente en la mesa, señal que ya todos conocíamos
y que quería imponer silencio. Todas las voces se detuvieron, menos la del
doctor Livesey, que continuó hablando sin inmutarse con su voz clara y de
amable tono, mientras daba de vez en cuando largas chupadas a su pipa.
El capitán fijó entonces una mirada furiosa en él, dio un nuevo manotazo
en la mesa y con el más bellaco de los vozarrones gritó:
—¡Silencio en cubierta!
—¿Os dirigís a mí, caballero? —preguntó el médico. Y cuando el rufián,
mascullando otro juramento, le respondió que así era, el doctor Livesey
replicó—: Solamente he de deciros una cosa: que, si continuáis bebiendo ron,
el mundo se verá muy pronto a salvo de un despreciable forajido.
La furia que estas palabras despertaron en el viejo marinero fue terrible.
Se levantó de un salto y sacó su navaja, se escuchó el ruido de sus muelles al
abrirla y, balanceándola sobre la palma de la mano, amenazó al doctor con
clavarlo en la pared.
El doctor no se inmutó. Continuó sentado y le habló así al capitán, por
encima del hombro, elevando el tono de su voz para que todos pudieran
escucharle, perfectamente tranquilo y firme:
—Si no guardáis ahora esa navaja, os prometo, por mi honor, que en el
próximo Tribunal del Condado os haré ahorcar.
Durante unos instantes los dos hombres se retaron con las miradas, pero el
capitán amainó, se guardó su arma y volvió a sentarse gruñendo como un
perro apaleado.
—Y ahora, señor —continuó el doctor—, puesto que no ignoro su
desagradable presencia en mi distrito, podéis estar seguro de que no he de
perderos de vista. No sólo soy médico, también soy juez, y, si llega a mis
oídos la más mínima queja sobre vuestra conducta, aunque sólo fuera por una
insolencia como la de esta noche, tomaré las medidas para que os detengan y
expulsen de estas tierras. Basta.
Al poco rato trajeron hasta nuestra puerta el caballo del doctor Livesey, y
éste montó y se fue; el capitán permaneció tranquilo aquella noche y he de
decir que otras muchas a partir de ésta.
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Capítulo 2
La aparición de «Perronegro»
Poco después de los sucesos que acabo de narrar tuvo lugar el primero de
los misteriosos acontecimientos que acabaron por librarnos del capitán,
aunque no, como ya verá el lector, de sus intrigas. Fue aquel invierno un
invierno en que la tierra permaneció cubierta por las heladas y azotada por los
más furiosos vendavales. Nos dábamos cuenta de que mi pobre padre no
llegaría a ver la primavera; día a día empeoraba, y mi madre y yo teníamos
que repartirnos el peso de la hostería, lo que por otro lado nos mantuvo tan
ocupados, que difícilmente reparábamos ya en nuestro desagradable huésped.
Recuerdo que fue un helado amanecer de enero. La ensenada estaba
cubierta por la blancura de la escarcha, la mar en calma rompía suavemente
en las rocas de la playa y el sol naciente iluminaba las cimas de las colinas
resplandeciendo en la lejanía del océano. El capitán había madrugado más
que de costumbre, y se fue hacia la playa, con su andar hamacado, oscilando
su cuchillo bajo los faldones de su andrajosa casaca azul, el catalejo de latón
bajo el brazo y el sombrero echado hacia atrás. Su aliento, al caminar, iba
dejando como nubecillas blanquecinas. Al desaparecer tras un peñasco,
profirió uno de aquellos gruñidos que tan familiares ya me eran, como si en
aquel instante hubiera recordado con indignación al doctor Livesey.
Mi madre estaba arriba, velando a mi padre; yo atendía mis quehaceres y
preparaba la mesa para cuando regresara el capitán. Entonces se abrió la
puerta y apareció un hombre al que jamás antes había visto. Pálido, con la
blancura del sebo; vi que le faltaban dos dedos en la mano izquierda, pero,
aunque le colgaba un machete, no tenía trazas de hombre pendenciero. Yo,
que estaba siempre pendiente de cualquier marino, tanto con una como con
dos piernas, recuerdo que me sentí desconcertado, pues aquel visitante no
parecía hombre de mar, pero algo en él olía a tripulación.
Le pregunté en qué podía servirle, y dijo que quería beber ron; pero,
cuando iba a traérselo, se sentó sobre una mesa y me hizo una seña de que me
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acercara. Me quedé quieto donde estaba con el paño de limpieza en las
manos.
—Acércate, hijo —me llamó—. Acércate.
Yo di un paso hacia él.
—¿Esa mesa que está ahí preparada no será para mi compadre Bill? —me
preguntó con aire burlón.
Le dije que no conocía a su compadre Bill; que aquella mesa estaba
dispuesta para otro huésped a quien llamábamos el capitán.
—Bien —dijo—, eso le gusta a mi compadre Bill, que le llamen capitán.
Pero si el que dices tiene una cicatriz grande en un carrillo y da gusto ver lo
fino que es, sobre todo cuando está borracho, ése es mi compadre Bill.
Además, vamos a ver, si tu capitán tiene una cuchillada en la mejilla… ¿no
será además en el lado derecho? ¡Ah, ya decía yo! Así que… ¿está aquí mi
compadre Bill?
Le contesté que se encontraba fuera, dando uno de sus paseos.
—¿Por dónde, hijo? ¿Por dónde ha ido?
Le indiqué la playa y le dije por dónde podría regresar el capitán y lo que
aún tardaría, y, después que respondí a otras de sus preguntas, me dijo:
—Ah… Verme le va a sentar mejor que un trago de ron a mi compadre
Bill.
La expresión de su cara al decir esto no me pareció muy agradable, por lo
que pensé que el forastero no decía la verdad. Pero pensé que no era asunto
mío; y, además, tampoco podía yo hacer nada. El hombre salió y se apostó en
la entrada de la hostería, acechando como gato que espera al ratón. Cuando se
me ocurrió salir a la carretera, me ordenó que entrase inmediatamente, y,
como no obedecí con la presteza que él esperaba, un cambio terrible se
produjo en su rostro blanquecino, y profirió un juramento tan terrible, que me
heló el alma. Entré rápidamente en la posada y él entonces se me acercó,
recobrando su aire zalamero, y dándome una palmadita en el hombro me dijo
que yo era un buen muchacho y que se había encariñado conmigo.
—Tengo yo un hijo —me contó— que se parece a ti como una gota de
agua a otra y que es el orgullo de mi corazón. Pero los muchachos necesitáis
disciplina, hijo, disciplina. Si tú hubieras navegado con mi compadre Bill, no
necesitarías que te lo dijera dos veces para entrar en casa, no… No eran esas
las costumbres de Bill ni de los que navegaban con él. ¡Pero, mira! ¡Ahí
viene! Con su catalejo bajo el brazo. Es mi compadre Bill. ¡Bendito sea! Tú y
yo vamos a meternos dentro, hijo, y nos esconderemos tras la puerta; vamos a
darle a Bill una buena sorpresa. ¡Dios lo bendiga!
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Y diciendo esto, entró conmigo en la hostería y me ocultó tras él, junto a
la puerta. Yo estaba, como es de suponer, inquieto y alarmado, y el miedo que
sentía aumentaba al ver que el forastero también daba muestras de temor.
Acarició la empuñadura de su machete y empezó a sacarlo de su vaina, y todo
el tiempo que estuvimos aguardando no dejó de tragar saliva, como si tuviera,
como suele decirse, un nudo en la garganta.
Por fin entró el capitán, cerró la puerta de golpe y, sin desviar su mirada,
se dirigió a grandes zancadas hacia su mesa.
—¡Bill! —llamó el forastero, con una voz que pretendía ser firme y
resuelta.
El capitán giró sobre sus talones y se nos quedó mirando; el color había
desaparecido de su rostro y hasta su nariz se tornó lívida; tenía el aspecto del
que ve a un aparecido o al mismo diablo o incluso algo peor, si es que existe;
tanto me sobrecogió verlo así, porque fue como si en un instante envejeciera
cien años.
—Vamos, Bill… Ya me conoces… ¿O es que no te acuerdas de tu viejo
camarada? —dijo el forastero.
El capitán ahogó un grito de asombro y exclamó:
—¡«Perronegro»!
—¿Y quién si no? —contestó el otro, ya más tranquilo—. El mismo
«Perronegro» de siempre, que viene a saludar a su antiguo camarada Bill a la
posada del «Almirante Benbow». Ah, Bill, Bill… ¡Las cosas que hemos visto
los dos desde que yo perdí estos garfios! —y levantó su mano mutilada.
—Está bien —dijo el capitán—, al fin me has pillado, ya me tienes; bien,
echa fuera lo que tengas que decir. ¿Qué quieres?
—Siempre el mismo, ¿eh, Bill? —respondió «Perronegro»—. Tienes toda
la razón. Ahora este buen mozalbete nos va a traer un trago de ron y vamos a
sentarnos, ¿quieres?, y vamos a charlar mano a mano, como viejos camaradas.
Cuando yo regresé con el ron, estaban los dos sentados en la mesa del
capitán, uno frente al otro. «Perronegro» se había situado cerca de la puerta y
con la silla algo separada de la mesa, como para poder al mismo tiempo
vigilar a su antiguo compinche y, supongo, tener pronta la huida.
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Me mandó que me retirase y que dejara la puerta abierta de par en par, y
añadió:
—No se te ocurra espiar por el ojo de la cerradura, hijo.
Así que, dejándolos solos, me retiré.
Durante largo rato, y aunque me esforcé por escuchar, no pude entender
más que apagados susurros; pero después empecé a oír sus voces, cada vez
más altas, y entonces pesqué alguna palabra, principalmente juramentos del
capitán:
—¡No, no, no, no! ¡Y basta! —gritaba—. ¡Si hay que acabar colgados, a
la horca todos! —chilló.
Y de repente estalló en juramentos horribles y escuché ruido de golpes; la
mesa y las sillas rodaban por el suelo con gran estrépito; oí chocar de aceros y
un instante después vi a «Perronegro» huir despavorido y al capitán corriendo
tras él, los dos con los machetes en la mano, y vi que el hombro de
«Perronegro» manaba sangre. Ya en la puerta el capitán descargó sobre el
fugitivo un tajo tan tremendo, que, de haberlo alcanzado, lo hubiera abierto en
canal, pero gracias a que el cuchillo chocó con la muestra de la hostería que
colgaba en el portal. Todavía puede verse la muesca en el lado inferior del
marco.
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Aquel golpe fue el último de la pelea. Cuando pudo llegar a la carretera,
«Perronegro», a pesar de su herida, demostró saber correr y desapareció tras
la colina en medio minuto. El capitán, por su parte, miró la muestra como
aturdido. Se pasó varias veces la mano por sus ojos, y después volvió a entrar
en la casa.
—¡Jim! —gritó—, ¡ron! —y al pedírmelo, se tambaleó un poco y trató de
sostenerse apoyándose en la pared.
—¿Estáis herido? —exclamé.
—Ron… —me pidió de nuevo—. He de huir de aquí… ¡Ron! ¡Ron!
Corrí a traérselo, pero estaba tan impresionado por todo lo que había
visto, que rompí un vaso y averié el grifo, y, mientras trataba de calmarme, oí
el golpe de un cuerpo al caer al suelo; corrí entonces hacia la habitación
donde había dejado al capitán y allí me lo encontré tirado cuan largo era. En
ese instante mi madre, alarmada por los gritos y la pelea, acudió presurosa en
mi ayuda. Entre los dos tratamos de levantar al capitán, que resollaba fuerte y
estertoreamente; tenía los ojos cerrados y en su rostro el color de la muerte.
—¡Pobre de mí! —gritaba mi madre—. ¡La desgracia se ceba en esta
casa! ¡Y con tu pobre padre tan enfermo!
No teníamos ni idea de qué hacer para auxiliar al capitán, lo único que se
nos ocurría es que había sido herido de muerte en la pelea con el forastero.
Traje, por si acaso, el ron y traté de hacérselo beber, pero tenía los dientes
apretados y la boca encajada, como si fuera de hierro. En ese instante, y con
gran alivio por nuestra parte, se abrió la puerta y vimos entrar al doctor
Livesey, que venía a visitar a mi padre.
—¡Doctor! —exclamamos—. ¡Ayúdenos! ¡No sabemos si está muerto!
—¿Muerto? —dijo el doctor—. No más que uno de nosotros. Este hombre
no tiene sino un ataque, que por cierto ya le advertí. Y ahora, señora Hawkins,
vuelva usted al lado de su esposo, y, si es posible, que no se entere de nada de
esto. Yo, como es mi obligación, trataré de salvar la despreciable vida de este
tunante. Jim —me indicó—, haz el favor de traerme una jofaina.
Cuando volví con lo que me había pedido, el doctor había cortado de
arriba hasta abajo una manga del capitán, dejando al descubierto su enorme
brazo nervudo, sobre el que se veían varios tatuajes; en el antebrazo, con gran
claridad, leímos: «Mía es la suerte», y «Viento en las velas», y «Billy Bones
es libre», y más arriba, junto al hombro, veíase una horca con un hombre
colgado; el dibujo estaba trazado con cierta gracia.
—¡Profético! —dijo el doctor, indicándome el dibujo—. Y ahora, señor
Bones, si ése es su nombre, vamos a ver de qué color tiene usted la sangre.
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¿Te asusta la sangre, Jim? —me preguntó.
—No, señor —respondí.
—Bueno, pues entonces —me dijo— sostén la jofaina.
Y diciendo esto, cogió la lanceta y abrió una vena.
Abundante sangre manó antes de que el capitán abriese los párpados y nos
mirara con turbios ojos. Primero reconoció al doctor, y frunció su ceño; luego
me vio a mí, y eso pareció tranquilizarlo. Pero de pronto su rostro palideció y
trató de incorporarse, gritando:
—¿Dónde está «Perronegro»?
—Aquí no hay ningún «Perronegro» —dijo el doctor—, excepto el que
lleváis en el pellejo. Habéis seguido bebiendo y os ha dado un ataque, tal
como anuncié; y en este instante acabo, muy contra mi gusto, de sacaros por
las orejas de la sepultura. Y ahora, señor Bones…
—Yo no me llamo así —interrumpió el capitán.
—Tanto me da —replicó el doctor—. Es el nombre de un pirata del que
he oído hablar; y así os llamo para abreviar. De cualquier forma lo que tenía
que deciros es tan sólo esto: un vaso de ron no acabará con vuestra vida, pero
a ése seguirá otro, y después otro, y apuesto mi peluca a que, de no dejarlo, no
tardaréis en morir, ¿está claro?, moriréis y así iréis al lugar que os
corresponde, como está en la Biblia. Ahora, vamos, haced un esfuerzo y os
ayudaré, por esta vez, a ir a la cama.
Entre el doctor y yo, con gran trabajo, conseguimos hacerlo subir la
escalera y dejarlo en el lecho, donde su cabeza cayó sobre la almohada igual
que si aún permaneciera desmayado.
—Y ahora, pensadlo —dijo el doctor—. Yo declino mi responsabilidad.
Sólo el nombre del ron ya significa vuestra muerte.
Y tomándome por el brazo, salimos de aquel cuarto para ir a ver a mi
padre.
—No hay que temer —me dijo el doctor tan pronto cerramos la puerta—.
Le he extraído suficiente sangre como para que descanse tranquilo una
temporada; tendrá que quedarse aquí una semana, es lo mejor para todos;
pero, sin duda, otro ataque puede acabar con él.
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Capítulo 3
La Marca Negra
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Iba excitándose cada vez más y yo me alarmé a causa de mi padre, que
había empeorado y necesitaba toda la quietud posible; además, las
instrucciones del doctor habían sido terminantes, y también me sentía
ofendido en cierta forma por el soborno que me proponía.
—No quiero vuestro dinero —le dije—, sino el que debéis a mi padre. Os
traeré un vaso, sólo uno.
Cuando se lo traje, lo cogió ávidamente y lo bebió de un trago.
—Ah —suspiró—. Ya me siento mejor, no cabe duda. Y ahora,
muchacho, ¿cuánto tiempo dijo el doctor que debía estar en esta condenada
litera?
—Una semana, por lo menos —le contesté.
—¡Truenos! —exclamó—. ¡Una semana! Eso no puede ser. Para entonces
ya me habrían pillado y me marcarían con «la Negra». Ahora mismo deben
andar ya por ahí esos canallas husmeando mis huellas; gentuza que no han
sabido guardar lo suyo y quieren poner sus garras en lo que es de otro. ¿Tú
crees que eso es de hombres de mar? Yo he sido un espíritu precavido, nunca
gasté mis buenos dineros ni los he perdido por ahí. Pero voy a estar más
avizor que un timonel en su guardia. No les tengo miedo. Largaré velas y
volveré a escapar.
Conforme me hablaba, iba tratando de incorporarse en la cama, aunque
con mucha dificultad; se aferró a mi hombro clavándome los dedos con tal
fuerza, que casi me hizo gritar de dolor, e intentó mover sus piernas, pero eran
como un peso muerto. El vigor de sus palabras contrastaba lastimosamente
con la apagada voz que las pronunciaba. Logró sentarse en el borde de la
cama.
—Ese médico me ha matado —murmuró—. Me zumban los oídos.
Recuéstame.
Pero antes de que pudiera ayudarlo se desplomó sobre el lecho
permaneciendo un rato en silencio.
—Jim —dijo al rato—, ¿te fijaste bien en ese marino?
—¿«Perronegro»? —pregunté.
—Ah… «Perronegro» —dijo él—. Es un tipo de cuidado, pero aún son
peores los que lo enviaron. Escucha, si yo no puedo escapar, si ésos
consiguen marcarme con «la Negra», acuérdate de que lo que andan buscando
es mi viejo cofre. Coge un caballo. ¿Sabes montar, no? Bien, pues, entonces,
monta, y corre… ¡sí, hazlo!, avisa a ese maldito médico tuyo, y dile que junte
a todos, que venga con un juez y con agentes… Dile que puede atraparlos a
todos, aquí, a bordo de la «Almirante Benbow»…, toda la tripulación del
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viejo Flint, todos… lo que queda de ella. Yo era el segundo de a bordo, el
primero después de Flint, y soy el único que conoce dónde está lo que buscan.
Me lo confió en Savannah, cuando se estaba muriendo, lo mismo que hago yo
ahora contigo. Pero tú no abrirás el pico. Solamente si consiguieran pescarme,
si me marcan con «la Negra», o si vieras otra vez a «Perronegro», o a un
marino con una sola pierna, Jim… Ese sobre todo.
—Pero ¿qué es la Marca Negra, capitán? —pregunté.
—Es un aviso, compañero. Ya la verás, si me marcan. Pero ahora tú abre
bien los ojos, Jim, y te juro por mi honor que iremos a partes iguales. —
Todavía siguió divagando durante un rato, su voz fue debilitándose, y, cuando
le hice beber su medicina, que tomó como un niño, me dijo—: Si ha habido
un marino con necesidad de estas drogas, ése soy yo… —y se durmió
profundamente.
No sé qué hubiera hecho yo de resolverse bien todos los acontecimientos;
quizá le habría contado al doctor aquella historia, porque sentía miedo de que,
si el capitán se recobraba, pudiera olvidar su promesa y tratara de liberarse de
mí. Mas sucedió que aquella misma noche mi padre murió repentinamente, lo
que hizo que dejaran de tener importancia las demás preocupaciones. El dolor
que nos embargaba, las visitas de nuestros vecinos, la preparación del funeral
y atender al mismo tiempo a todos los quehaceres de la hostería me
mantuvieron tan ocupado, que apenas tuve pensamientos para el capitán y aún
menos para sus intrigas.
A la mañana siguiente lo vi bajar al comedor, y comió como de
costumbre, aunque poco, pero me temo que sí bebió más ron del que solía,
pues él mismo se encargó de servirse a su gusto y con tal aire amenazador y
tales bufidos, que ninguno de los presentes osó recriminarlo. La noche antes
del funeral estaba tan borracho como siempre y no respetó el duelo que nos
acongojaba, sino que le escuchamos cantar su odiosa y vieja canción
marinera. Aunque aún se le veía muy débil, todos lo temíamos, y tampoco
estaba el doctor, quien después de la muerte de mi padre había tenido que
acudir a un enfermo a muchas millas de distancia. Ya he dicho cuán débil
parecía el capitán, y a lo largo de la noche incluso pareció ir apagándose
lentamente aún más. Subía y bajaba las escaleras con mucha fatiga, iba de una
habitación a la otra y de vez en cuando asomaba las narices a la puerta como
para oler el mar, luego volvía apoyándose en los muros y respirando
trabajosamente como el que sube por una montaña. No parecía reparar en mí
y creo firmemente que se había olvidado por completo de sus confidencias; su
temperamento, veleidoso, más fuerte que su falta de vigor, le arrastraba a
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violentas actitudes, y no era la más tranquilizadora su costumbre de
desenvainar su largo cuchillo, cuando más ebrio estaba, y ponerlo delante de
él sobre la mesa. Pero, a pesar de todo, no prestaba mucha atención a la gente
y parecía sumido en sus meditaciones e incluso como perdido en ellas. De
pronto, con gran asombro nuestro, empezó a cantar una canción que jamás le
habíamos escuchado, una especie de canción de amor campesina, que debía
recordarle su juventud antes de hacerse a la mar.
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Así siguieron las cosas hasta un día después del funeral, cuando a eso de
las tres de una tarde cerrada por la más helada niebla, al asomarse a la puerta,
vi lejos en el camino a alguien que se acercaba despacio. Sin duda se trataba
de un ciego, porque iba tanteando el suelo con un palo y llevaba un gran
parche verde, que le tapaba los ojos y la nariz; caminaba encorvado como por
la edad o el cansancio y se cubría con un enorme capote de marino, viejo y
desastrado, con una capucha que le daba un aspecto deforme. En mi vida
había visto yo una figura más siniestra. Cuando llegó ante la hostería, se
detuvo y, alzando una voz que parecía salir de un muerto, habló como
dirigiéndose a la niebla que lo envolvía:
—¿No habrá un alma piadosa que le diga a este pobre ciego que ha
perdido la preciosa luz de sus ojos en defensa de Inglaterra, y ¡que Dios
bendiga al rey George!, en qué lugar de su patria se encuentra?
—Estáis en la posada del «Almirante Benbow», junto a la bahía del Cerro
Negro, buen hombre —le dije.
—Oigo una voz —dijo él—, la voz de un mozo. ¿Quieres darme tu mano,
mi generoso amigo, y llevarme adentro?
Le tendí mi mano, y aquel ser horrible, blanco como la niebla y sin ojos,
la asió de pronto, apretándome como una tenaza. Yo me asusté tanto, que
intenté soltarme, pero el ciego, dando un tirón, me arrastró tras él.
—Ahora, muchacho —me dijo—, vas a llevarme a donde está el capitán.
—Señor —le supliqué—, no puedo.
—¿No? —dijo con sorna—. ¿De veras? ¡Llévame o te rompo el brazo!
Y al decirlo, me retorció con tal violencia, que grité de dolor.
—Señor —le dije—, es por vuestro bien. El capitán ya no es el que era.
Tiene siempre su cuchillo delante. Otro caballero…
—¡No repliques! ¡Vamos! —dijo interrumpiéndome; y jamás he oído una
voz tan cruel, fría y estremecedora como la de aquel ciego.
Esto me atemorizó aún más que el propio dolor, y no tuve más remedio
que obedecerlo al instante. Lo conduje directamente hasta la puerta de la sala,
donde nuestro viejo y enfermo bucanero estaba sentado adormecido por el
ron. El ciego seguía pegado a mí, sujetándome con una mano de hierro y
apoyando todo su peso sobre mis hombros.
—Llévame derecho a su lado y, cuando lleguemos, grita: «Aquí está su
amigo, Bill». Si no obedeces… —y volvió a retorcerme el brazo con tal
fuerza, que creí desmayarme.
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Todo esto hizo que el miedo al ciego fuera mayor que el que sentía por el
capitán, así que abrí la puerta de la sala, entré y dije con voz trémula lo que se
me había ordenado.
El capitán levantó los ojos y una sola mirada bastó para disipar los efectos
del ron y para que recobrase su lucidez. Se quedó atónito. La expresión de su
cara no era tanto de terror como de un mortal abatimiento. Intentó levantarse,
pero no creo que le quedaran suficientes fuerzas ya en su cuerpo.
—Quédate donde estás, Bill —dijo el mendigo—. No puedo ver, pero mi
oído siente un solo dedo que se mueva. Vamos al negocio. Alarga la mano
izquierda. Muchacho —me llamó—, sujétale la mano por la muñeca y
acércamela, ponla en la mía.
Lo obedecí al pie de la letra, y vi que el ciego pasaba algo del hueco de la
mano en que tenía el palo a la palma de la del capitán, que inmediatamente
apretó aquello que le habían entregado.
—Y ahora ya está hecho —dijo el ciego. Y diciéndolo, me soltó de pronto
y con una increíble seguridad y ligereza salió de la habitación y ganó la
carretera, donde, y antes siquiera de que yo pudiera reaccionar, ya escuché el
toc toc toc de su báculo en la lejanía.
Pasó algún tiempo antes de que el capitán y yo volviésemos de nuestro
estupor; entonces, y casi al mismo tiempo, solté yo su muñeca, que aún tenía
sujeta, y él acercó la mano a sus ojos y contempló lo que en su palma
aferraba.
—¡A las diez! —gritó—. ¡Faltan seis horas! ¡Aún podemos salvarnos!
Y se levantó como un rayo.
Y en ese mismo instante, de golpe, vaciló, se llevó la mano a la garganta,
permaneció unos segundos como un barco escorándose y después, con un
extraño gemido, cayó al suelo cuan largo era.
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Me precipité a socorrerlo, mientras llamaba a voces a mi madre. Pero todo
fue inútil. El capitán había muerto atacado por una apoplejía fulminante. Y
quizá sea difícil de entender, pero, aunque jamás me había gustado aquel
hombre, a pesar de que al final hubiera comenzado a inspirarme lástima, verlo
allí tendido, muerto, hizo que las lágrimas inundaran mis ojos. Era la segunda
muerte que veía, y el dolor de la primera estaba aún fresco en mi corazón.
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Capítulo 4
El cofre
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Cuando llegamos al caserío, ya se encendían las primeras luces, y nunca
olvidaré el alivio que sentí al ver aquellos resplandores amarillentos que se
filtraban por puertas y ventanas. Pero ésa fue toda la ayuda que de allí
recibimos, porque —aunque parezca mentira— nadie estaba dispuesto a
regresar con nosotros a la «Almirante Benbow», y cuanto más
dramatizábamos nuestras desventuras, menos inclinados parecían todos —
hombres, mujeres o mozos— a abandonar el cobijo de sus hogares. El nombre
del capitán Flint, aunque desconocido para mí, era bastante famoso para
muchos de los vecinos, y en todos causaba el mayor espanto. Alguno de los
labradores que habían estado arando las tierras de más allá de la hostería
recordaba haber visto gente forastera en el camino, y, tomándolos por
contrabandistas, habían huido de ellos; uno, por lo menos, aseguraba haber
visto un lugre[6] fondeado en la que llamábamos la Cala de Kitt. Y tan sólo la
idea de encontrarse con alguno de los compañeros del capitán ya bastaba para
infundirles el más invencible de los temores. El resultado fue que, si bien
varios vecinos se ofrecieron para ir a caballo hasta la casa del doctor Livesey,
que por cierto estaba en la dirección contraria, ninguno estuvo dispuesto a
ayudarnos para defender la «Almirante Benbow».
Dicen que la cobardía es contagiosa; pero la discusión, por el contrario,
enardece. Y así, después que cada uno expresó sus opiniones, mi madre les
lanzó una arenga declarando que no estaba dispuesta a perder un dinero que
pertenecía a su hijo.
—Si ninguno de vosotros se atreve —les dijo—, Jim y yo sí nos
atrevemos y no os necesitamos para encontrar el camino de vuelta. Os
agradezco mucho a todos, manada de gallinas, vuestro amparo. Nosotros
abriremos ese cofre, aunque nos cueste la vida, y le agradecería a usted,
señora Crossley, que me prestase una bolsa para traernos el dinero que nos
pertenece.
Yo, por supuesto, dije que iría con mi madre; y por supuesto, todos
intentaron convencernos de nuestra temeridad, pero ni aún entonces hubo
alguno que decidiera venir con nosotros. Lo único que hicieron fue darme una
pistola cargada, por si nos atacaban, y prometernos tener caballos ensillados
para el caso de que fuésemos perseguidos al regreso. También enviarían a un
muchacho a casa del doctor Livesey para buscar el socorro de gente armada.
El corazón me latía en la boca, cuando salimos al frío de la noche y
emprendimos nuestra peligrosa aventura. La luna llena empezaba a levantarse
e iluminaba con su brillo rojizo los altos bordes de la niebla. Aligeramos el
paso, pues muy pronto todo estaría bañado por una luz casi como el día y no
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podríamos ocultarnos a los ojos de cualquiera que estuviera vigilando. Nos
deslizamos silenciosos y rápidamente a lo largo de los setos sin que
escuchásemos ruido alguno que aumentara nuestros temores, hasta que con
sumo júbilo cerramos tras de nosotros la puerta de la «Almirante Benbow».
Corrí inmediatamente el cerrojo, y permanecimos unos instantes en la
oscuridad, sin movernos, jadeantes, a solas en aquella casa con el cuerpo del
capitán. Enseguida mi madre se procuró una vela y cogidos de la mano
penetramos en la sala. El cuerpo yacía tal como lo habíamos dejado, tumbado
de espaldas, con los ojos abiertos y un brazo estirado.
—Baja las persianas, Jim —susurró mi madre—, no sea que estén ahí
fuera y nos vean. Y ahora tenemos que encontrar la llave de eso —dijo,
cuando yo acabé de cerrar—, pero ¿quién se atreve a tocarlo? —y al decir
esto no pudo reprimir un sollozo.
Me arrodillé junto al capitán. En el suelo, cerca de su mano, encontré un
redondel de papel ennegrecido por una de sus caras. No dudé de que aquello
era la Marca Negra; y, cogiéndolo, pude leer en el dorso escrito con letra muy
clara y limpia el siguiente aviso: «Tienes hasta las diez de esta noche».
—Tenía hasta las diez, madre —dije yo.
Y al tiempo de decir esto, nuestro viejo reloj empezó a sonar dando las
horas. Las campanadas nos sobrecogieron de terror, pero al menos
contándolas nos tranquilizamos, ya que no eran más que las seis.
—Vamos, Jim —dijo mi madre—. La llave.
Registré los bolsillos uno tras otro; sólo encontramos unas monedas, un
dedal, un poco de hilo y unas agujas enormes, un trozo de tabaco mordido por
una punta, su navaja de corva empuñadura, una brújula de bolsillo y yesca.
Yo ya empezaba a desesperar.
—Acaso la tenga colgada del cuello —sugirió mi madre.
Venciendo una gran repugnancia, desgarré su camisa y allí, colgada de su
cuello, en un cordel embreado, que corté con su propia navaja, estaba la llave.
Este triunfo nos llenó de esperanza y subimos sin perder un segundo al cuarto
donde tanto tiempo había él dormido y donde desde el día de su llegada
permanecía su cofre. Era un cofre igual que tantos otros de los que suelen usar
los navegantes; tenía la inicial B marcada en la tapa con un hierro al rojo vivo
y las esquinas estaban aplastadas y maltrechas por el largo y tempestuoso
servicio.
—Dame la llave —dijo mi madre.
Y aunque la cerradura se resistió, no tardó en abrirla, y levantamos la
tapa.
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Un fuerte olor a tabaco y a brea emanó de su interior; encima de todo
vimos ropa nueva, cuidadosamente cepillada y doblada. Mi madre aventuró
que no había sido estrenada. Debajo empezamos a descubrir los más
heterogéneos objetos: un cuadrante, un vaso de estaño, varias libras de tabaco,
una pareja de excelentes pistolas, un pedazo de un lingote de plata, un antiguo
reloj español y otras baratijas, como un par de brújulas montadas en latón y
cinco o seis conchas de caracoles de las Antillas. Muchas veces después he
recordado esas conchas y he pensado en lo extraño de que las llevara con él a
través de su errante, criminal y aventurera existencia.
Sólo aquel lingote de plata y algunas monedas tenían algún valor; pero ni
uno ni las otras nos aprovechaban. Debajo de todo había un viejo capote
marino descolorido ya por la sal y el aire de tantos océanos y puertos. Mi
madre tiró de él, encolerizada, y entonces descubrimos lo que había en el
fondo del cofre: un paquete envuelto en hule, que parecía contener papeles, y
un saquito de lona que, al tocarlo, dejó oír un tintineo de oro.
—Voy a enseñarles a esos forajidos que yo soy una mujer honrada —dijo
mi madre—. Tomaré lo que se me debe y ni un farthing[7] más. Sostén la
bolsa de la señora Crossley —y empezó a contar las monedas hasta sumar la
cantidad que el capitán nos había dejado a deber.
La tarea fue larga y dificultosa, porque había monedas de todos los países
y tamaños: doblones y luises de oro y guineas y piezas de a ocho y qué se yo
cuántas más, todas revueltas en aquella bolsa. Además, mi madre únicamente
sabía ajustar cuentas con guineas, y precisamente éstas eran las más escasas.
Aún no habíamos llegado ni a la mitad de la cuenta, cuando de pronto, en
el aire silencioso y helado, escuchamos algo que casi paralizó los latidos de
mi corazón: el toc toc toc del palo del ciego sobre la carretera endurecida por
el frío. Se acercaba lentamente. Permanecimos quietos, conteniendo la
respiración. Después sonó un golpe fuerte en la puerta de la hostería y oímos
levantarse la falleba y rechinar el cerrojo como si aquel miserable tratara de
abrir; luego hubo un largo y terrible silencio. Después el toc toc toc se
escuchó una vez más, y, con la mayor alegría por nuestra parte, cada vez más
lejano, hasta que se perdió en la noche.
—Madre —le dije—, cojamos todo y vámonos.
Porque estaba seguro de que, al haber encontrado la puerta cerrada por
dentro, el ciego entraría en sospechas y no tardaría en volver con toda la
cuadrilla; aun así me alegré de haber echado el cerrojo, pues tal era el espanto
que me producía aquel pavoroso ciego.
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Pero mi madre, a pesar de sus temores, no quería apropiarse de un penique
más de lo que se le debía, y se obstinaba también en no contentarse con
menos. Me tranquilizó diciendo que aún faltaba mucho para las siete. No
estaba dispuesta a irse sin haber saldado la cuenta. Y aún trataba yo de
convencerla, cuando escuchamos de pronto un corto y apagado silbido en la
lejanía, sobre la colina. Aquello fue más que suficiente para los dos.
—Me llevaré lo que he cogido —dijo, poniéndose en pie de un salto.
—Y yo tomaré esto para completar la cuenta —dije yo, echando mano al
envoltorio de hule.
Un instante después bajábamos a tientas por la escalera, porque habíamos
olvidado la vela junto al cofre vacío; y sin perder tiempo abrimos la puerta y
escapamos a todo correr. Unos minutos más tarde y hubiera sido fatal para
nosotros, porque la niebla iba aclarando más que deprisa y la luna ya
iluminaba las zonas más altas, y sólo por la hondonada del barranco y en
torno a nuestra puerta flotaban aún tenues velos que nos ocultaron en la huida.
Pero antes de llegar a mitad de camino del caserío, casi al final de la cuesta, la
niebla se levantaba dejando paso a la claridad de la luna, y forzosamente
teníamos que pasar por allí. Además, escuchamos rumor de gente cada vez
más cerca y vimos una luz que oscilaba entre la bruma y que indicaba que uno
de nuestros perseguidores al menos traía una linterna de aceite.
—Hijo mío —dijo mi madre—, toma el dinero y escapa tú. Creo que voy
a desmayarme.
Pensé que aquello era el fin de los dos. Maldije la cobardía de nuestros
vecinos y culpé a mi pobre madre tanto por su honradez como por su codicia,
por su pasada temeridad y por su desfallecimiento ahora. Casi habíamos
llegado al puente pequeño, y había un terraplén que bien podía servirnos, por
lo que la ayudé para llegar hasta él y ocultarnos; fue dejarla apoyada en el
talud cuando con un suspiro se desplomó sobre mi hombro. No sé cómo tuve
fuerzas para conseguirlo, y me temo que usé cierta brusquedad, pero logré
arrastrarla por la pendiente hasta casi ocultarla bajo el puente. No pude hacer
más, porque el arco era tan bajo, que no me permitió más que reptar, y,
aunque mi madre quedaba casi a la vista de aquellos desalmados, allí
permanecimos, tan cerca de la hostería, que pudimos ver todo cuanto en ella
ocurrió.
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Capítulo 5
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estrépito de vidrios rotos, y un hombre asomó iluminado por la claridad de la
luna y llamó al que estaba abajo en la carretera.
—¡Pew! —gritó—, nos han tomado la delantera. Alguien ha limpiado ya
el cofre; todo está patas arriba.
—¿Y lo que buscamos? —preguntó Pew.
—Hay dinero.
El ciego maldijo el dinero.
—¡El escrito de Flint es lo que importa! —gritó.
—No lo vemos por aquí —repuso el otro.
—¡Eh, los de abajo, registrad bien a Bill! —vociferó de nuevo el ciego.
Salió entonces a la puerta uno de los que se habían quedado abajo para
registrar al capitán.
—A Bill ya lo han cacheado —dijo—. No lleva nada.
—¡Ha sido la gente de la posada! ¡Ha sido ese chico! ¡Ojalá le hubiera
sacado los ojos! —exclamó Pew—. No hace ni un minuto que aún estaban ahí
dentro; el cerrojo estaba echado cuando yo intenté abrir la puerta. ¡Vamos!
¡Registradlo todo! ¡Buscadlo!
—No pueden andar lejos —gritó el que asomaba por la ventana—, aquí
hay una vela que todavía está encendida.
—¡Buscadlos! ¡Hay que dar con ellos! —aullaba Pew, mientras golpeaba
furiosamente con su báculo contra la carretera.
Entonces comenzó un gran desconcierto en nuestra vieja hostería; carreras
y ruidos por todas partes, muebles que se volcaban, puertas abiertas a patadas;
el estruendo parecía resonar en las cercanas montañas. Luego empezaron a
salir los asaltantes, uno a uno, y aseguraron que sin duda ya no nos
encontrábamos allí. En ese momento, el mismo silbido que antes nos alarmara
a mi madre y a mí, cuando estábamos contando el dinero del capitán, se
escuchó de nuevo, claro y agudo, en la quietud de la noche. Ahora sonó dos
veces. Al principio creí que se trataba del ciego, que de esta forma llamaba a
su tripulación al abordaje; pero reparé en que el sonido venía desde la cuesta
que conducía al caserío, y al ver el efecto que tuvo sobre aquellos bucaneros,
comprendí que se trataba de un aviso de peligro.
—Es Dirk —llamó uno de los maleantes—. ¡Dos toques! Tenemos que
largarnos, compañeros.
—¡Lárgate tú, inútil! —clamó Pew—. Dirk siempre ha sido un miserable
cobarde… ¡No le hagáis caso! ¡Buscad al chico y a su madre, no pueden estar
lejos! ¡Dispersaos y buscadlos, perros! ¡Maldita sea mi alma! —juró—. ¡Si yo
tuviera vista!
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Esta arenga produjo su efecto, sin duda, porque dos o tres empezaron a
buscar aquí y allá en la leñera, aunque desde luego sin excesivo entusiasmo,
ya que les preocupaba más su propio peligro. Los demás permanecían
indecisos en la carretera.
—Tenéis una fortuna en vuestras manos, imbéciles, y os asustáis de
vuestra sombra. Podéis ser tan ricos como reyes, si logramos encontrar ese
papel. Sabemos que está aquí y aún os hacéis los remolones. Cuando ninguno
de vosotros se atrevía a encararse con Bill, yo lo hice… ¡yo, un ciego! ¡No
voy a perder mi parte por vuestra culpa! ¿Es que voy a reventar como un
miserable pordiosero arrastrándome mendigando un poco de ron, cuando
podría ir en carroza? ¡Si tuvierais las agallas de una pulga, los atraparíais!
—Que se vayan al infierno, Pew. Ya tenemos los doblones —refunfuñó
uno de ellos.
—Habrán escondido el escrito —dijo otro—. Coge estas guineas, Pew, y
deja de aullar.
Aullidos era verdaderamente la palabra más exacta, y a tal punto llegó la
cólera de Pew al oír a su compañero, que su ira estalló y empezó a dar golpes
de ciego con su bastón a diestro y siniestro, y en las costillas de más de uno
los oí resonar. Se enzarzaron todos amenazándose con horribles maldiciones y
tratando en vano de arrancar el palo de las manos del ciego.
Su pendencia fue nuestra salvación, porque, mientras ellos reñían, otro
ruido llegó hasta nosotros desde lo alto de la cuesta del caserío: el rumor de
cascos de caballos al galope. Casi al mismo tiempo el resplandor y la
detonación de un pistoletazo sacudieron al fondo del camino. Debía ser ésa la
última señal de peligro, porque los bucaneros, al escucharla, dieron vuelta y
echaron a correr, dispersándose en todas direcciones, lo mismo hacia el mar, a
lo largo de la bahía, como a través del cerro, de suerte que en medio minuto
no quedó de la pandilla sino Pew. Lo habían abandonado o por cobardía o en
venganza por sus injurias y golpes; y allí estaba él solo y golpeando con el
palo en la carretera, frenéticamente, tanteando el aire y llamando a sus
camaradas. De pronto avanzó hacia donde yo estaba, corría; pasó ante mí,
gritando:
—¡Johnny! ¡«Perronegro»! ¡Dirk! —y otros nombres—. ¡No abandonéis
al viejo Pew, camaradas! ¡No abandonéis al viejo Pew!
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El atronador galopar de los caballos sobrepasó la cima de la cuesta, y
cuatro o cinco jinetes se dibujaron a la luz de la luna y se lanzaron cuesta
abajo a galope tendido.
Y entonces vi que Pew cayó en la cuenta de su error; intentó dar la vuelta
y echó a correr hacia la cuneta, donde se precipitó dando tumbos. Se levantó
inmediatamente y siguió corriendo, pero ya estaba perdido, y vi cómo caía
bajo las patas del primer caballo.
El jinete trató de esquivarlo, pero fue en vano. Pew cayó dando un grito,
que resonó en el frío de la noche. Los cascos del animal lo pisotearon,
revolcándolo contra el polvo, y pasaron de largo. Allí quedó Pew, tendido
sobre su costado; después se estremeció, casi dulcemente, y quedó inmóvil.
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lamentarse por haber perdido lo que faltaba para liquidar la cuenta del
capitán. El superintendente y los suyos continuaron inmediatamente hacia la
Cala de Kitt, pero tenían que descender una abrupta barranca, y sin luces, por
lo que, entre que debían tantear la senda y desmontar de sus cabalgaduras,
además de las precauciones por el caso de que les hubieran tendido una
emboscada, para cuando llegaron a la Cala, el lugre ya había zarpado. Se
encontraba todavía, sin embargo, tan cerca de la costa, que el superintendente
intentó detenerlo ordenándoles que se entregasen. Pero una voz respondió
desde el mar conminándole a apartarse de donde estaba si no quería llevarse
un poco de plomo en el cuerpo, lo que no era difícil ya que estaba iluminado
por la claridad de la luna, y al mismo tiempo sonó un disparo y una bala silbó
junto a su brazo. El lugre ya doblaba el cabo y desapareció. El señor Dance se
quedó, como él mismo dijo, «como pez fuera del agua», y todo lo que pudo
hacer fue enviar a uno de sus aduaneros a Bristol para dar aviso al cúter que
servía de guardacostas.
—Es igual que nada —dijo—. Nos la han jugado. De lo único que me
alegro es de haber acabado con ese canalla de Pew —del cual ya sabía la
historia por habérsela yo contado.
Volvimos juntos a la «Almirante Benbow», y no es posible describir un
estrago mayor; hasta nuestro viejo reloj estaba derribado, y toda la casa patas
arriba, pues en su busca nada habían dejado en pie aquellos malhechores, y,
aunque no consiguieran llevarse otra cosa que el dinero del capitán y algunas
monedas de plata que guardábamos en el mostrador, pensé que sin duda
estábamos arruinados. El señor Dance tampoco daba crédito a sus ojos.
—¿No me dijiste que querían robar el dinero? Pues entonces, dime,
Hawkins, ¿por qué lo han destrozado todo? ¿Buscarían más dinero?
—No, señor —le contesté—, creo que no era dinero. Se me figura que
buscaban algo que tengo yo en el bolsillo, y, para decir verdad, quisiera
ponerlo a buen recaudo.
—Muy bien, muchacho —dijo él—, tienes razón. Si quieres yo puedo
guardarlo.
—Yo había pensado en el doctor Livesey… —empecé a decir.
—Perfectamente —dijo interrumpiéndome con toda amabilidad—,
perfectamente. Es un caballero y además magistrado. Ahora que pienso en
ello, creo que debería ir yo también para darle cuenta de lo ocurrido a él y al
squire. Esa basura de Pew está bien muerto, y no es que yo lo lamente, pero el
caso es que hay personas de mala fe siempre dispuestas a aprovechar
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cualquier pretexto para acusar de lo que sea a un oficial de Su Majestad. Así
que, escúchame, Hawkins, creo que debes venir conmigo.
Le di las gracias por su ofrecimiento y nos dirigimos caminando hasta el
caserío donde estaban los caballos. Casi antes de poder despedirme de mi
madre, vi que ya estaban todos montados.
—Dogger —dijo el señor Dance—, tú que tienes un buen caballo monta
contigo a este joven.
Monté y me aferré al cinto de Dogger. Entonces el superintendente dio la
señal y partimos al galope hacia la casa del doctor Livesey.
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Capítulo 6
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El superintendente, muy envarado, contó lo ocurrido como quien recita
una lección; y era digno de ver cómo los dos caballeros lo escuchaban con la
máxima atención, intercambiándose miradas, tanto que hasta se olvidaron de
fumar, absortos y asombrados por el relato. Cuando supieron cómo mi madre
se había atrevido a regresar a la hostería, el doctor Livesey no pudo reprimir
una exclamación:
—¡Bravo! —dijo con un gesto tan impulsivo, que quebró su larga pipa
contra la parrilla de la chimenea.
Antes de que terminase el superintendente su narración, el señor
Trelawney —pues ése, como se recordará, era el nombre del squire— se
levantó de su butaca y empezó a recorrer el salón a grandes zancadas,
mientras el doctor, como para oír mejor, se había despojado de la empolvada
peluca; y por cierto que resultaba sorprendente verlo con su auténtico pelo,
negrísimo y cortado al rape.
Por fin el señor Dance terminó su explicación.
—Señor Dance —dijo el squire—, es usted un hombre de provecho. Y en
cuanto a la muerte de ese vil y desalmado forajido, lo considero un acto
virtuoso como el aplastar una cucaracha. En cuanto a este mozo, Hawkins, es
una verdadera joya. Por favor, Hawkins, ¿quieres tirar de la campanilla? El
señor Dance tomará un trago de cerveza.
—¿Así, Jim —dijo el doctor—, que tú tienes lo que esos pillos andaban
buscando?
—Aquí está, señor —dije, y le entregué el paquete envuelto en hule.
El doctor lo miró por todos lados, temblándole los dedos por la
impaciencia de abrirlo; pero, en vez de hacerlo, se lo guardó tranquilamente
en el bolsillo de su casaca.
—Señor Trelawney —dijo—, no debemos distraer al señor Dance por más
tiempo de sus obligaciones; el servicio de Su Majestad no descansa. Pero
sugeriría que Jim Hawkins se quedara a dormir en mi casa, y, con vuestro
permiso, propongo, bien se lo ha ganado, que traigan el pastel de fiambre y
que reponga fuerzas.
—Como gustéis, Livesey —dijo el squire—, pero Hawkins bien merece
algo mejor que ese pastel.
Trajeron un enorme pastel de pichones, que dispusieron en una mesita
junto a mí, y cené copiosamente, pues tenía un hambre de lobo. Mientras
tanto el señor Dance fue nuevamente felicitado y finalmente despedido.
—Y bien, señor Trelawney… —dijo entonces el doctor.
—Y bien, señor Livesey —dijo el squire—. Ahora…
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—Cada cosa a su tiempo —dijo riéndose el doctor—, cada cosa a su
tiempo. Habréis oído hablar de ese Flint, ¿no es así?
—¡Hablar! —exclamó el squire—. ¡Hablar, decís! Flint ha sido el más
sanguinario pirata que cruzó los mares. Barbanegra era un inocente niñito a su
lado. Los españoles le tenían tanto miedo, que a veces me he sentido
orgulloso de que fuera inglés. Con estos ojos he visto sus monterillas[9] en el
horizonte, a la altura de Trinidad, y el cobarde con quien yo navegaba viró y
le faltó tiempo para refugiarse en las tabernas de Puerto España.
—Sí, también yo he oído hablar de él en Inglaterra —dijo el doctor—.
Pero la cuestión es si realmente atesoraba tanta riqueza como dicen.
—¿Que si atesoraba tantas riquezas? —interrumpió el squire—. ¿Pero no
conocéis la historia? ¿Qué buscaban esos villanos sino tal fortuna? ¿Por qué
otra cosa iban a arriesgar su cuello? Esa carne de horca sabía lo que buscaba.
—Que es lo que nosotros ahora podemos conocer —contestó el doctor—.
Pero sois tan exaltado, que me confundís y no he podido explicarme. Lo único
que necesito saber es eso: Si yo tuviera aquí, en mi bolsillo, alguna indicación
acerca del lugar donde Flint enterró su tesoro, ¿qué valor tendría para
nosotros?
—¿Qué valor? —exclamó el squire—. Mirad: si tenemos esa indicación
de que habláis, estoy dispuesto a fletar y pertrechar un barco en Bristol y
llevaros a vos y también a Hawkins, y prometo hacerme con ese tesoro,
aunque tenga que estar un año buscándolo.
—Magnífico —dijo el doctor—. Ahora, pues, si Jim está de acuerdo,
abriremos el paquete.
Y diciendo esto puso ante él en la mesa el paquetito que se había
guardado.
El envoltorio estaba cosido y el doctor tuvo que sacar su instrumental y
cortó las puntadas con las tijeras de cirujano. Aparecieron entonces dos cosas:
un cuaderno y un sobre sellado.
—Empezaremos por el cuaderno —dijo el doctor.
Y me hizo señas para que me acercase y gozara del placer de la
investigación. El squire y yo mirábamos por encima de su cabeza mientras él
lo abría. En la primera página sólo encontramos algunas palabras sin ilación,
como las que se escriben por mero capricho. Alguna frase había, sin sentido,
que repetía lo que yo había visto tatuado en el brazo del capitán: «Billy Bones
es libre»; después leímos: «Señor W. Bones, segundo de a bordo». «Se acabó
el ron». «A la altura de Cayo Palma recibió el golpe», y otros varios
garabatos, la mayor parte palabras sueltas e incomprensibles. No pude menos
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que imaginar quién sería el que recibió «ese» golpe, y qué «golpe» sería…
quizá el de un cuchillo, y por la espalda.
—No se saca mucho de aquí —dijo el doctor Livesey pasando las hojas.
En las diez o doce páginas siguientes había una curiosa serie de asientos.
En los extremos de cada renglón constaba una fecha, en uno y en el otro una
cantidad de dinero, como suelen figurar en los libros de contabilidad; pero, en
lugar de anotaciones explicativas del concepto, sólo había un número variable
de cruces. Así, el 12 de junio de 1745, por ejemplo, se indicaba haber
asignado a alguien una suma de 70 libras esterlinas, pero sólo seis cruces
indicaban el motivo. En otros casos, es cierto, se añadía el nombre de algún
lugar, como «A la altura de Caracas», o una mera indicación del rumbo, como
«62º 17′ 20″, 19º 2′ 40″».
La contabilidad abarcaba cerca de veinte años, y las cantidades que
reflejaba cada asiento iban haciéndose mayores con el paso del tiempo; al
final se había sacado el total, tras cinco o seis sumas equivocadas, y se le
habían añadido las siguientes palabras: «Bones, lo suyo».
—No saco nada en limpio de todo esto —dijo el doctor Livesey.
—Pues está tan claro como la luz del día —exclamó el squire—. Este
libro registra las cuentas de aquel perro desalmado. Las cruces representan los
nombres de navíos hundidos o de ciudades saqueadas. Las cantidades son la
parte que a él le tocaba, y, cuando tenía alguna duda, añadía para precisar: «A
la altura de Caracas», lo que debe significar que en esa situación algún
malaventurado barco fue abordado. Dios tenga compasión de las pobres almas
que lo tripulaban… Se las habrá tragado el coral.
—¡Cierto! —dijo el doctor—. Se nota que habéis viajado mucho. ¡Cierto!
Y así las cantidades iban creciendo a medida que él ascendía de rango.
El resto del cuaderno decía ya bien poca cosa, a no ser unas referencias
geográficas, anotadas en las últimas páginas, y una tabla de equivalencias del
valor entre monedas francesas, inglesas y españolas.
—Hombre ordenado —observó el doctor—. No era de los que se dejan
engañar.
—Y ahora —dijo el squire— pasemos a la otra cosa.
El sobre estaba lacrado en varios puntos y sellado sirviéndose de un dedal,
quizá el mismo que yo había encontrado en el bolsillo del capitán. El doctor
abrió los sellos con gran cuidado y ante nosotros apareció el mapa de una isla,
con precisa indicación de su latitud y longitud, profundidades, nombres de sus
colinas, bahías y estuarios, y todos los detalles precisos para que una nave
arribase a seguro fondeadero. Medía unas nueve millas de largo por cinco de
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ancho, y semejaba, o así lo parecía, un grueso dragón rampante. Tenía dos
puertos bien abrigados, y en la parte central, un monte llamado «El Catalejo».
Se veían algunos añadidos realizados sobre el dibujo original; pero el que más
nos interesó eran tres cruces hechas con tinta roja: dos en el norte de la isla y
una en el suroeste, y junto a esta última, escritas con la misma tinta y con fina
letra, muy distinta de la torpe escritura del capitán, estas palabras: «Aquí está
el tesoro».
En el reverso y de la misma letra aparecían los siguientes datos:
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nosotros debe andar solo hasta que podamos hacernos a la mar. Vos debéis
haceros acompañar de Joyce y de Hunter cuando vayáis a Bristol, y ninguno
de nosotros ha de dejar que se le escape una palabra de cuanto hemos
descubierto.
—Livesey —contestó el squire—, siempre tenéis razón. Estaré callado
como una tumba.
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PARTE SEGUNDA
EL COCINERO DE A BORDO
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Capítulo 7
Mi viaje a Bristol
A pesar de los deseos del squire, pasó algún tiempo antes de que
estuviésemos listos para zarpar, y ninguno de nuestros planes —ni siquiera las
intenciones del doctor Livesey de que yo permaneciera junto a él— pudo
cumplirse a satisfacción. El doctor precisó ir a Londres en busca de un
médico que se hiciera cargo de su clientela; el squire estaba muy atareado en
Bristol; y yo permanecí en su mansión bajo los cuidados del viejo Redruth, el
guardabosques, que no me dejaba ni a sol ni a sombra; pero los sueños de
aventura, de lo que pudiera sucedernos en la isla y de nuestro viaje por mar,
bastaban para llenar mis horas. Muchas pasé contemplando el mapa, y sabía
de memoria hasta sus más nimios detalles. Sentado junto al fuego en la
habitación del ama de llaves, cuántas veces arribé a aquellas playas con mi
fantasía desde cualquier rumbo; cuántas exploré aquellos territorios, mil veces
subí hasta la cima del Catalejo y desde ella gocé los más fantásticos y
asombrosos panoramas. Alguna vez imaginaba la isla poblada de salvajes,
con los que combatíamos; otras la veía llena de peligrosas fieras que nos
acosaban. Pero ninguno de mis sueños fue tan trágico y sorprendente como
las aventuras que realmente nos sucedieron después.
Así pasaron las semanas, hasta que un buen día recibimos una carta que
iba dirigida al doctor Livesey, y con la siguiente indicación: «Para ser abierta,
en caso de ausencia, por Tom Redruth o por el joven Hawkins». Obedeciendo
la advertencia, la abrimos —o, por mejor decirlo, yo me encargué de ello,
porque el guardabosques no era muy avispado en lectura, salvo impresa— y
pude leer estas importantes nuevas:
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He comprado el barco y ya está pertrechado. Está atracado en el puerto, listo
para navegar. No podéis imaginar una más preciosa goleta —un niño podría
gobernarla—; desplaza doscientas toneladas y su nombre es la Hispaniola.
Me hice con ella gracias a un antiguo conocido, el señor Blandly, quien ha
demostrado en todos los trámites la mejor disposición. Estoy admirado de cómo se
ha puesto incondicionalmente a mi servicio, lo que por cierto he de decir ha sido
secundado por todo el mundo en Bristol, desde el instante que sospecharon nuestro
puerto de destino… quiero decir, lo del tesoro.
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muy desaconsejables en una aventura de la importancia de la nuestra.
Me encuentro perfectamente y mi ánimo es excelente; tengo el apetito de un
toro y duermo como un tronco. No resisto ya la impaciencia de ver a mi tripulación
dando vueltas al cabrestante. ¡El mar! ¡No es ya el tesoro, es la gloria del mar la
que se apodera de mí! Así, pues, Livesey, venid enseguida; no perdáis ni una hora,
si me estimáis en algo.
Decid al joven Hawkins que vaya inmediatamente a despedirse de su madre,
que lo escolte Redruth, y después que venga lo antes posible a Bristol.
JOHN TRELAWNEY
Postscriptum: Me había olvidado deciros que Blandly, quien ha prometido
enviar un barco en nuestra busca si no recibe noticias para finales de agosto, ha
encontrado un sujeto admirable para capitán; es algo reservado, sin duda, lo cual
lamento, pero como marino no tiene precio. John Silver «el Largo» ha desenterrado
también a un hombre muy competente para segundo, que se llama Arrow. Y tengo
un contramaestre, mi querido Livesey, que toca la gaita. No dudo que todo va a ir
tan bien a bordo de la Hispaniola como en un navío de Su Majestad.
Se me olvidaba deciros que Silver no es un ganapanes; me he enterado que
tiene cuenta en un banco y que jamás ha estado en descubierto. Deja a su esposa al
cuidado de la taberna, y, como es una negra, creo que un par de viejos solterones
como nosotros podemos permitirnos pensar que es tanto esa esposa como la falta
de salud lo que empuja a nuestro hombre a hacerse de nuevo a la mar.
J. T.
P. P. S.: Hawkins puede pasar una noche con su madre.
J. T.
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mi madre, no pude reprimir el llanto. Creo que me porté mal con él, y como
una especie de venganza aproveché todas las ocasiones que me dio —y
fueron muchas al no estar habituado a aquellos menesteres— para
abochornarlo.
Pasó aquella noche, y al día siguiente, después de comer, Redruth y yo
nos pusimos en camino nuevamente. Dije adiós a mi madre y a la ensenada
donde había vivido desde que nací, y a nuestra querida «Almirante Benbow»,
que recién pintada no era ya tan grata para mis ojos. Uno de mis últimos
pensamientos fue para el capitán, a quien tantas veces había visto vagar por
aquella playa, con su sombrero al viento, su cicatriz en la mejilla y el viejo
catalejo bajo el brazo. Un instante después el camino torcía, y perdí de vista
mi casa.
Alcanzamos la diligencia en el «Royal George». Fui todo el viaje como
una cuña entre Redruth y un anciano y obeso caballero, y, a pesar del vaivén y
del aire frío de la noche, me adormecí enseguida y debí dormir como un leño,
a través de montes y valles y parada tras parada, pues, cuando al fin me
despertaron dándome un codazo en las costillas, y abrí los ojos, estábamos
parados frente a un gran edificio en la calle de una ciudad y el día ya muy
avanzado.
—¿Dónde estamos? —pregunté.
—En Bristol —dijo Tom—. Baja.
El señor Trelawney estaba hospedado en una residencia cerca del muelle,
con el fin de vigilar el abastecimiento de la goleta. Hacia allí nos dirigimos y
tomamos, con gran alegría por mi parte, a todo lo largo de las dársenas donde
amarraban multitud de navíos de todos los tamaños y arboladuras y
nacionalidades. Cantaban en uno los marineros a coro mientras maniobraban;
en otro colgaban en lo alto de las jarcias, que no parecían más gruesas que
hilos de araña. Aunque mi vida había transcurrido desde siempre junto al mar,
me pareció contemplarlo por primera vez. El olor del océano y la brea eran
nuevos para mí. Vi los más asombrosos mascarones de proa y pensé por
cuántos mares habrían navegado; miraba atónito a tantos marineros, viejos
lobos de mar que lucían pendientes en sus orejas y rizadas patillas, y me
fascinaba con su andar hamacado forjado en tantas cubiertas. Si hubiera visto,
en su lugar, el paso de reyes o arzobispos, no hubiera sido mayor mi felicidad.
Y yo también iba a ser uno de ellos, yo también iba a hacerme a la mar, en
una goleta, y escucharía las órdenes del contramaestre, a nuestro gaitero, y las
viejas canciones marineras que recordaban mil aventuras. ¡A la mar! ¡Y en
busca de una isla ignorada y para descubrir tesoros enterrados!
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Aún seguía perdido en mis fantásticos sueños cuando me encontré de
pronto frente a un gran edificio, que era la residencia del squire, y lo vi
aparecer vestido por completo como un oficial naval, con el glorioso
uniforme de recio paño azul. Se nos acercó con una amplia sonrisa y
remedando perfectamente el andar marinero.
—Ya estáis aquí —exclamó—. El doctor llegó anoche de Londres.
¡Bravo! ¡La dotación está completa!
—Señor —le pregunté—, ¿cuándo izamos velas?
—¡Mañana! —repuso—, ¡mañana nos hacemos a la mar!
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Capítulo 8
Página 65
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A decir verdad, debo añadir que, desde que había oído hablar de John «el
Largo» en la carta del squire Trelawney, no dejaba de darme vueltas en la
cabeza el temor de que pudiera tratarse del mismo marino con una sola pierna
que tanto tiempo me tuvo en guardia en la vieja «Benbow». Pero me bastó
mirar al hombre que tenía delante para alejar mis sospechas. Yo había visto al
capitán, y a «Perronegro», y al ciego Pew, y creía saber bien cómo era un
bucanero…, a mil leguas de aquel tabernero aseado y amable.
Deseché mis pensamientos, y traspuse el umbral y fui hacia el hombre,
que, apoyado en su muleta, charlaba con un cliente.
—¿Es usted John Silver? —le dije, alargándole la nota.
—Sí, hijo —contestó—; así me llamo. ¿Quién eres tú? —y al ver la carta
del squire, me pareció sorprender un cambio en su disposición—. ¡Ah!, sí —
dijo elevando el tono—, tú eres nuestro grumete. ¡Me alegro de conocerte!
Y estrechó mi mano con la suya, grande y firme.
En aquel mismo instante uno de los parroquianos que estaba en el fondo
de la taberna se levantó como alma que lleva el diablo y escapó hacia una de
las puertas. Su prisa llamó mi atención y al fijarme lo reconocí enseguida. Era
el hombre de cara de sebo, que le faltaban dos dedos y había estado en la
«Almirante Benbow».
—¡Detenedlo! —grité—. ¡Es «Perronegro»!
—Sea quien sea —vociferó Silver— se ha largado sin pagar su cuenta.
¡Harry, corre tras él y tráelo aquí!
Un cliente, que estaba en la puerta, se lanzó en su persecución.
—¡Aunque fuera el propio almirante Hawke, el ron que se ha bebido tiene
que pagarlo! —gritó Silver; y después, soltándome la mano que aún tenía
entre las suyas, me miró—. ¿Quién has dicho que era? —preguntó—, ¿«Perro
qué…»?
—«Perronegro» —dije yo—. ¿No les ha hablado el señor Trelawney de
los piratas? Ese era uno de ellos.
—¿De veras? —exclamó Silver—. ¡Y en mi casa! ¡Ben, corre y ayuda a
Harry! Conque uno de aquellos granujas, ¿eh? ¿Y tú estabas bebiendo con él,
no, Morgan? ¡Ven aquí!
El hombre que respondía al nombre de Morgan —un marinero viejo, de
pelo blanco salino y rostro oscuro como la caoba— se acercó con aire sumiso
y mascando tabaco.
—Veamos, Morgan —dijo John «el Largo» serio—, ¿no habías visto
antes a ese «Perro…», «Perronegro»? Contesta.
—Yo, no, señor —respondió bajando la cabeza.
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—Ni sabes cómo se llama, ¿verdad?
—No, señor.
—¡Por todos los diablos, Morgan, que ya puedes dar gracias! —exclamó
el tabernero—, porque, si frecuentas la compañía de gente de esa calaña, te
aseguro que no volverás a pisar mi casa, tenlo por cierto. Y ahora, di, ¿de qué
te hablaba?
—No lo sé —contestó Morgan.
—¿Y es una cabeza eso que llevas sobre los hombros? ¡Condenada
vigota![11] —gritó John «el Largo»—. «No lo sé»… Qué raro que no sepas de
qué hablabais. Vamos, contesta, ¿de qué marrullerías? ¿Recordabais puertos,
algún capitán, algún barco? Échalo fuera. ¿De qué?
—Pues… hablábamos del «paso por la quilla» —respondió Morgan.
—Del «paso por la quilla»[12], ¿eh? Desde luego es algo muy a propósito,
de veras que sí. ¡Haraganes! Vuelve a tu mesa.
Y mientras Morgan se arrastraba, como escorado, hacia su mesa, Silver
añadió, hablándome al oído en tono muy confidencial, lo que me pareció
como un gran privilegio para mí:
—Es un buen hombre ese Tom Morgan, pero estúpido. Y ahora —
prosiguió en voz más alta—, vamos a ver… ¿«Perronegro», dices? No, no me
suena tal nombre. Sin embargo, me parece que ese tunante ya había venido
algunas veces por aquí. Sí, creo haberlo visto más de una vez, y con un ciego,
eso es.
—Seguro —dije—. También conozco al ciego. Se llama Pew.
—¡Cierto! —exclamó Silver muy excitado—. ¡Pew!, así lo llamaba, y
tenía toda la pinta de un tiburón. Si logramos atrapar a ese «Perronegro», ¡qué
alegría le daríamos al capitán Trelawney! Ben tiene buenas piernas; pocos
marineros le ganan en correr. Nos lo traerá por el cogote, ¡por todos los
diablos! Conque hablaban de «pasar por la quilla»… ¡Yo sí que lo voy a pasar
a él!
Mientras decía estas palabras, a las que acompañaba con juramentos, no
cesó de moverse, renqueando con la muleta de un lado a otro de la taberna,
dando puñetazos en las mesas y con tales muestras de indignación, que
hubiera convencido a los jueces de la Corte o a los sabuesos de Bow
Street[13]. Lo que hizo disminuir mis sospechas, porque haber encontrado en
«El Catalejo» a «Perronegro» había vuelto a levantar mis inquietudes. Volví a
fijarme detalladamente en nuestro cocinero tratando de descubrir sus
verdaderas intenciones. Pero tenía demasiadas pieles y era harto astuto y
taimado para mí; y cuando regresaron los dos hombres que fueron tras
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«Perronegro» y dijeron que habían perdido su pista en la aglomeración de
gente y que además los habían confundido con ladrones que huían, yo hubiera
salido fiador de la inocencia de John Silver «el Largo».
—Ya ves, Hawkins —dijo—, ¿no es mala suerte que precisamente ahora
suceda esto? ¿Qué va a pensar el capitán Trelawney? ¿Qué podría pensar?
Viene ese maldito hijo de mala madre y se sienta en mi propia casa a beberse
mi ron. Vienes tú y me lo cuentas todo, de principio a fin, y yo permito que
nos dé esquinazo delante de nuestros propios ojos. Hawkins, tienes que
ayudarme ante el capitán. No eres más que un chiquillo, pero listo como el
hambre. Lo noté en cuanto te eché la vista encima. Dime: ¿qué hubiera
podido hacer yo que malamente camino apoyado en este leño? Si hubiera
pasado en mis buenos tiempos, le habría echado el guante deprisa, lo hubiera
trincado, y de un manotazo… Pero ahora…
Y se calló de pronto, como si recordara algo.
—¡La cuenta! —maldijo—. ¡Tres rondas de ron! ¡Que me ahorquen si no
me había olvidado la deuda!
Y empezó a reír a grandes carcajadas, desplomándose sobre un banco,
hasta que las lágrimas corrieron por sus mejillas. No pude resistir el reír yo
también; y empezamos a reír juntos, con carcajadas cada vez más sonoras,
hasta que todos los parroquianos se nos unieron y la taberna en pleno estalló
en una incontenible algazara.
—¡Vaya una vieja foca que estoy hecho! —dijo al fin, secándose las
lágrimas—. Tú y yo, Hawkins, vamos a hacer una buena pareja; no creas que
pese a mis años no me gustaría alistarme de grumete. Ah…, bien, ¡listos para
la maniobra! Esto es lo que haremos. El deber es lo primero, compañeros.
Cojo mi sombrero y me voy contigo a ver al capitán Trelawney y a darle
cuenta de este asunto. Fíjate en que esto es muy serio, joven Hawkins, y no
puede decirse que ni tú ni yo hayamos salido demasiado airosos. Tú tampoco,
desde luego. ¡Vaya pareja! Y, ¡por Satanás!, que además me he quedado sin
cobrar las tres rondas.
Y volvió a reírse de tan buena gana, que de nuevo me arrastró en su
regocijo.
En nuestro corto paseo por los muelles la compañía de Silver resultó
fascinante para mí, pues me fue dando toda clase de explicaciones sobre los
diferentes navíos que veíamos, sobre sus aparejos, desplazamientos y
nacionalidades y qué maniobras estaban realizándose en cada uno de ellos: en
éste, descargando; abasteciendo aquél; un tercero aparejaba para zarpar… Y
de cuando en cuando me contaba algún sucedido en la mar, historias de
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barcos y marineros, o me enseñaba algún refrán, que me hizo repetir hasta
aprenderlo de memoria. Yo no tenía dudas de que Silver era el mejor
compañero que yo podía desear.
Cuando llegamos a la residencia, el squire y el doctor Livesey estaban
dando fin a un cuartillo de cerveza y unas tostadas antes de subir a bordo de la
goleta para hacer una visita de inspección.
John «el Largo» les contó lo sucedido con el mejor ingenio y sin apartarse
un punto de la verdad. «Así es como pasó, ¿no es verdad, Hawkins?», decía
de vez en cuando, y yo siempre lo confirmaba.
Los dos caballeros lamentaron que «Perronegro» hubiese logrado escapar,
pero todos convinimos en que había sido inevitable, y, después de haber
recibido felicitaciones, John «el Largo» tomó su muleta y se fue.
—¡Toda la tripulación a bordo esta tarde a las cuatro! —le gritó el squire
cuando ya se alejaba.
—¡Bien, señor! —contestó el cocinero desde la puerta.
—Trelawney —dijo el doctor Livesey—, he de confesaros que, aunque no
suelo tener mucha fe en vuestros descubrimientos, me parece que John Silver
es un acierto.
—Excelente tipo —declaró el squire.
—Y ahora —añadió el doctor—, Jim debería venir a bordo.
—Por supuesto —dijo el squire—. Coge tu sombrero, Hawkins, y vamos
a ver el barco.
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Capítulo 9
Las municiones
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—Caballeros —dijo—, caballeros, opino que estas cuestiones tan sólo
provocan el enfado. El capitán dice quizá más de lo que debía, o, sin duda,
menos; y debo declarar que requiero una explicación de sus palabras. Afirma
usted que no le gusta este viaje. Bien. Sepamos por qué.
—Yo he sido contratado, señor, con lo que solemos denominar órdenes
selladas, con el propósito de gobernar este navío con rumbo a donde el
caballero tenga a bien indicarme. Pero he aquí que, ignorando yo tal rumbo,
lo conoce, por el contrario, hasta el último de los marineros. Y no considero
correcto tal proceder. ¿O acaso pensáis otra cosa, señor?
—No —dijo el doctor Livesey—. Tampoco yo.
—Además —dijo el capitán—, he sabido que nos dirigimos a la busca de
un tesoro. Lo sé por los mismos marineros, fijaos bien. Ya de entrada un
asunto de esa índole, un tesoro, resulta excesivamente peligroso; no me
gustan los viajes donde ha de mezclarse una fortuna así, por ningún concepto;
y mucho menos cuando el secreto del mismo —y disculpad mis palabras,
señor Trelawney—, lo sabe hasta el loro.
—¿Se refiere al loro de Silver? —preguntó el squire.
—No es más que una forma de hablar —contestó el capitán—. Quiero
decir con ello que se ha hablado demasiado. Creo, señores, que ninguno se da
cuenta de lo que llevamos entre manos; pero voy a deciros lo que pienso: se
trata de un negocio de vida o muerte y con el que correremos graves riesgos.
—Todo está claro, y sin duda es como usted dice —replicó el doctor—.
Afrontaremos ese riesgo, pero no somos tan ignorantes como usted nos cree.
Prosigamos: afirma que no le gusta la tripulación. ¿No son por ventura
excelentes marineros?
—No me gustan, señor —contestó el capitán—. Y creo que debieran
haberme dejado escoger mi propia tripulación, es lo más natural.
—Puede que esté usted en lo cierto —dijo el doctor—; probablemente mi
amigo debió contar con sus consejos; pero el desaire, si es que lo ha habido,
no fue intencionado. ¿Es que no os place el señor Arrow?
—No, señor. Creo que se trata de un buen navegante, pero es demasiado
campechano con la tripulación para ser un buen oficial. Un piloto ha de saber
el respeto debido a su cargo…, no debe beber en el mismo vaso con los
marineros.
—¿Quiere decir usted que bebe? —exclamó el squire.
—No, señor —dijo el capitán—, pero sí que resulta excesivamente
«familiar».
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—Bien, dejando esto a un lado —propuso el doctor—, y en resumidas
cuentas, díganos lo que usted quiere, capitán.
—De acuerdo, señores. ¿Os encontráis decididos a emprender este viaje?
—Por encima de todo —contestó el squire.
—Perfectamente —repuso el capitán—. Puesto que se me ha permitido
exponer cosas que no he logrado probar, quisiera ser escuchado en otras que
no puedo callar. He visto que está siendo estibada buena provisión de armas y
de pólvora en el pañol[14] de proa. ¿Por qué no bajo esta cámara, que es el
lugar apropiado?… Primer punto. Y además, vuestros acompañantes me dicen
que van a ser alojados junto con la tripulación. ¿Por qué no darles los
camarotes que hay aquí, junto a esta cámara?… Segundo punto.
—¿Alguno más? —interrogó el señor Trelawney.
—Uno más —repuso el capitán—. Ya ha habido demasiados comentarios.
—Más que demasiados —asintió el doctor.
—Os diré lo que yo mismo he escuchado —prosiguió el capitán Smollett
—: se conoce la existencia del mapa de cierta isla; se sabe que en él está
indicada la situación de un tesoro, y que dicha isla se encuentra en… —e
indicó la latitud y longitud precisas.
—¡Jamás he hablado de eso con nadie! —gritó el squire.
—Señor mío, los marineros están al tanto —repuso el capitán.
—Livesey —gritó el squire—, o vos o Hawkins os habéis ido de la
lengua.
—No importa quien fuera —dijo el doctor.
Y pude darme cuenta de que ni el señor Livesey ni el capitán tomaban en
mucho las protestas del squire. Tampoco yo creía en sus palabras, pues la
verdad es que era un hombre con la lengua muy suelta; pero, sin embargo,
algo en el corazón me decía que al menos en esta ocasión decía la verdad y a
nadie había confiado la situación de la isla.
—Bien, caballeros —prosiguió el capitán—, ignoro quién es el encargado
de custodiar tal mapa; pero de ello hago mi más esencial condición: debe
guardarlo en secreto, ni yo debo conocerlo, y por supuesto mucho menos aún
el señor Arrow. De no ser así, les ruego que consideren mi renuncia al cargo.
—Ya veo —dijo el doctor— sus intenciones, capitán. Lo que usted desea
es que conservemos el secreto de nuestros propósitos y que astutamente
convirtamos nuestros camarotes de popa en una especie de fortín,
manteniendo bajo vigilancia la pólvora y las armas, y defendido por los
criados de mi amigo, que son de toda nuestra confianza. En otras palabras:
que teme usted la posibilidad de un motín.
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—Señor —dijo el capitán Smollett—, no son esas mis palabras, aunque no
me siento ofendido porque me las adjudiquéis. Ningún capitán en caso alguno
se haría a la mar si sospechara las suficientes razones para un acontecimiento
de tal naturaleza. En cuanto al señor Arrow, lo creo un hombre honrado.
También algunos tripulantes lo son, y no tengo motivos para dudar que todos
lo sean. Pero soy el responsable de la seguridad del barco y de todos los que
van a bordo. Y hay algunas cosas que no marchan, según creo, como
debieran. Sólo os pido que toméis ciertas precauciones o que, de no ser así,
aceptéis mi dimisión. Y eso es todo cuanto tenía que decir.
—Capitán Smollett —dijo el doctor con una sonrisa—, ¿conoce usted la
fábula del monte y el ratón? Perdóneme que se lo diga, pero me recuerda
usted su moraleja. Apuesto mi peluca a que, cuando entró usted aquí, traía
algo más en el bolsillo.
—Doctor, admiro vuestra agudeza. Ciertamente, cuando entré en este
camarote, estaba seguro de ser despedido. No creía que el señor Trelawney
consintiera en escucharme.
—Tampoco yo —exclamó el squire—. De no haber mediado el señor
Livesey seguramente os habría mandado al diablo. Pero el caso es que me doy
por enterado de todas sus inquietudes y estoy dispuesto a tomar las
disposiciones que usted desea; pero me temo que nuestras relaciones no
entren en el mejor camino.
—Como gustéis —dijo el capitán—. Me he limitado a cumplir con mi
deber.
Y con estas palabras se despidió.
—Trelawney —dijo el doctor—, en contra de todos mis prejuicios, creo
que habéis contratado a dos hombres honrados: el que acaba de irse y John
Silver.
—De Silver podéis asegurarlo; pero, en cuanto a este insoportable
farsante, su conducta me parece impropia de un caballero, de un marino y,
sobre todo, de un inglés.
—Bien —dijo el doctor—; el tiempo lo dirá.
Cuando subimos a cubierta, los marineros habían empezado a estibar los
barriles de pólvora y las armas, acompañando con voces sus esfuerzos; el
capitán y el señor Arrow inspeccionaban los trabajos.
Las reformas que había experimentado la goleta fueron muy de mi agrado;
se habían acondicionado seis camarotes a popa, ocupando parte de los
antiguos cuarteles[15], y de forma que estos camarotes sólo comunicaban con
la cocina y con el castillo de proa mediante un estrecho pasadizo a babor.
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Fueron dispuestos para ser ocupados por el capitán, el señor Arrow, Hunter,
Joyce, el doctor y el squire. Pero después decidimos que Redruth y yo nos
alojáramos en los del capitán y del señor Arrow, mientras ellos se trasladarían
al puente, en el que la cámara había sido ensanchada de modo que resultara
suficiente; y aunque, a pesar de todo, el techo quedaba algo bajo, había lugar
para colgar dos coys[16], y hasta el piloto, que ignoraba la causa de tales
modificaciones, no se mostró disgustado, como si también él hubiera tenido
sus dudas acerca de la tripulación; lo que su posterior comportamiento habría
de desmentir, pues, como se verá, no gozamos mucho tiempo de tan buena
opinión.
Ninguno de nosotros dejó de participar en los trabajos para cambiar de
pañol la pólvora y nuestra impedimenta. Estábamos acabando la faena,
cuando los dos últimos marineros por subir a bordo y John «el Largo»
arribaron en un bote desde el puerto.
El cocinero trepó por la amura[17] con la destreza de un mono, y, tan
pronto se percató de lo que estábamos haciendo, dijo:
—¿Qué hacéis?
—Estamos trasladando la pólvora, Jack —dijo uno de los marineros.
—¡Bueno! ¡Qué diablos! —exclamó John «el Largo»—. ¡Con todo esto
vamos a perder la marea de la mañana!
—¡Sigan mis órdenes! —dijo el capitán secamente—. Puede usted ir a sus
quehaceres. Pronto cenaremos.
—Sí, sí, señor, sí… —repuso el cocinero; y con un ligero saludo
desapareció hacia sus dependencias.
—Parece un buen hombre, ¿no, capitán? —dijo el doctor.
—Quizá —replicó el capitán Smollett y, dirigiéndose a los que
trasladaban los barriles de pólvora, gritó—: ¡Cuidado con eso! ¡Cuidado! —Y
de pronto, viéndome a mí que estaba examinando el cañón giratorio que
habíamos instalado en cubierta, un largo cañón de bronce del nueve, me llamó
—: ¡Eh, tú, grumete! ¡Largo de ahí! ¡Baja a la cocina, que allí siempre habrá
alguna cosa que hacer! —Y mientras yo me apresuraba a cumplir sus órdenes,
le oí decir con voz recia, al doctor—: En mi barco no consiento favoritismos.
En aquel momento, como puede el lector imaginarse, mis sentimientos
hacia el capitán no estaban lejos de los de squire. Creo que lo odié con toda
mi alma.
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Capítulo 10
La travesía
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marineros. El ancla surgió de las aguas y quedó fijada, goteando agua y algas
enarenadas. Las velas y largadas restallaron con el viento del amanecer y casi
de inmediato los barcos fondeados y la tierra empezaron a alejarse, y antes de
que, rendido, me tumbase para gozar de ese ensueño, la Hispaniola abrió su
travesía hacia la Isla del Tesoro.
No voy a relatar todos los pormenores de nuestro viaje. Diré que, en su
conjunto, fue satisfactorio. La goleta era un magnífico barco; la tripulación
demostró su competencia y el capitán Smolett dio pruebas de su talento en el
mando. Pero sucedieron dos o tres cosas, antes de alcanzar el término de
nuestro viaje, que debo relatar.
Para empezar, el señor Arrow resultó ser aún mucho peor de lo que el
capitán imaginaba. Carecía de autoridad sobre los marineros y éstos
desobedecían sus órdenes a su antojo; pero lo más grave fue que, casi desde el
día siguiente a nuestra partida, empezó a deambular por cubierta con ojos
vidriosos, el rostro enrojecido, la lengua estropajosa y dando numerosas
muestras de embriaguez. Una vez y otra se le ordenó el arresto en su
camarote, lo que dio lugar a bochornosas situaciones; pero todo fue inútil,
pues continuó emborrachándose sin cesar, y, cuando no se encontraba
amodorrado en su litera, se le veía dar trompicones por la cubierta. Algún
instante tuvo de lucidez, en los que atendía a sus obligaciones, aunque jamás
como debiera. Y nunca pudimos averiguar dónde se procuraba la bebida. Ese
fue el misterio del barco; por mucho que lo vigilábamos, no lográbamos dar
con su escondite, y, cuando incluso se le llegó a preguntar con toda franqueza,
se limitó a sonreír, si estaba borracho, o a negar, si sobrio, solemnemente, que
hubiese bebido más que agua.
Si resultó inútil como oficial y su presencia constituía el peor ejemplo
para la tripulación, con todo lo más grave es que aquel camino lo llevaba
rápidamente a un fin desdichado. Y así nadie se sorprendió cuando en una
noche sin luna, con la mar de frente y marejada, desapareció para siempre
arrastrado por las olas.
—Se lo había buscado —dijo el capitán—. Bien, caballeros, nos ha
evitado tener que engrilletarlo en el sollado.
Pero el hecho es que nos habíamos quedado sin piloto; y así no hubo otro
medio que ascender de grado a otro de los tripulantes. El contramaestre, Job
Anderson, era el más indicado de cuantos íbamos a bordo, y, aun conservando
su categoría, empezó a desempeñar el oficio de segundo. El señor Trelawney,
que como he referido ya había viajado mucho con anterioridad y poseía
notables conocimientos como navegante, también desempeñó un buen papel
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en aquellas circunstancias, llegando incluso a prestar guardias en días serenos.
También nos fue de mucha ayuda el timonel, Israel Hands, un viejo marinero
con experiencia y cuidadoso de su desempeño y en quien además se podía
confiar como en uno mismo.
Hands era el amigo más cercano de John Silver «el Largo», del cual ya es
hora que hable: nuestro cocinero, «Barbecue» como le llamaban los otros
tripulantes.
Desde que subió a bordo, y para moverse con mayor soltura, había
sujetado su muleta al brazo con una correa que ataba a su cuello, lo que le
permitía usar ambas manos. Era admirable verlo cómo atendía a sus guisos
apoyando el pie de la muleta contra un mamparo, lo que le daba el mejor
sostén ante el bandear de la goleta. Y más aún contemplar su paso por la
cubierta en medio de los más recios temporales. Para ayudarse había
amarrado unas guindalezas[18] que lo defendía en los tramos más abiertos
—«empuñaduras de John»[19], las apodaron los marineros— y asiéndose a
ellas volaba de un sitio a otro lo mismo usando su muleta que arrastrándola,
con la misma prestancia que otro de piernas vigorosas. Sólo quienes habían
navegado ya antes con él se lamentaban de sus perdidas facultades.
—No ha habido dos como Barbecue —me contó un día el timonel—. Y
no creas que no tuvo buena educación en su mocedad, y cuando quiere sabe
hablar como los libros, y en cuanto a valor… ¡un león es nada a su lado! Con
estos ojos lo he visto trincar a cuatro y romperles a los cuatro la cabeza de un
solo golpe… ¡y estando él desarmado!
Desde luego toda la tripulación lo respetaba y obedecía. Tenía una maña
especial para hacerse con cada uno y a todos sabía prestarles la ayuda precisa.
Conmigo no tuvo sino la mejor disposición, y me trató siempre con alegría al
verme aparecer por la cocina, y he de decir que cuidaba de ésta como el más
escrupuloso de los criados limpiaría la plata: todas las cacerolas lucían
brillantes y ordenadas. Y allí, en un rincón, colgaba una jaula donde vivía su
loro.
—Pasa, Hawkins —me decía—; siéntate a echar un párrafo con el viejo
John. Eres la persona que veo con más gusto, hijo. Siéntate y vamos a oír lo
que tenga que decirnos el Capitán Flint. Le puse ese nombre a mi loro por el
famoso pirata. Bien, Capitán Flint, predice el éxito de nuestro viaje. ¿No es
así, Capitán?
Y el loro empezaba a decir a toda velocidad:
—¡Doblones! ¡Doblones! ¡Doblones! —y seguía sin parar hasta que
parecía enronquecer y John le echaba por encima de la jaula un paño bajo el
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que enmudecía.
—Ahí donde lo ves, Hawkins —me decía—, este pájaro tiene lo menos
doscientos años… y hay quien dice que algunos viven eternamente. Este ha
visto ya pasar más condenaciones que el mismísimo Satanás. Ha navegado
con England, con el gran capitán England, el pirata. Ha estado en Madagascar
y en Malabar, en Suriman, en Providence, en Portobello. En Portobello,
cuando el rescate de los famosos galeones de la Plata. Allí aprendió a gritar
«¡Doblones!», y no es para menos: ¡más de trescientos cincuenta mil que
sacaron a flote, eh, Hawkins! Estuvo cuando el abordaje al Virrey de las
Indias, a la altura de Goa; allí estuvo, y lo miras y parece inocente como un
niño. Pero tú no has olvidado el olor de la pólvora, ¿verdad, Capitán?
—¡Todos a sus puestos! —chillaba el loro.
—¡Ah, qué alhaja! —decía el cocinero, y le ofrecía entonces unos terrones
de azúcar que llevaba en el bolsillo; y el loro se agarraba con su pico a los
barrotes de la jaula y empezaba a lanzar maldiciones sin tino.
—Ya ves —añadía John— cómo no se puede tocar la brea sin mancharse.
Este pobrecito pájaro mío, tan viejo como inocente, y blasfemando como el
peor desalmado, aunque sin malicia, tenlo por seguro, porque igual es capaz
de soltarlas delante de un capellán —y John se llevaba la mano al sombrero
con el solemne ademán que le era usual, y que me hacía ver en él al mejor de
los hombres.
Entretanto las relaciones entre el squire y el capitán Smollett continuaban
siendo tirantes. El squire no trataba de disimular su desprecio por el capitán, y
éste, por su parte, tan sólo se le dirigía para responder a alguna cuestión y,
aún así, con secas, firmes y escasas palabras. En algún momento reconoció
haberse equivocado con respecto a la tripulación, y que ciertos marineros eran
tan diligentes como él deseaba y hasta que en su conjunto todos se portaban
bastante aceptablemente. En cuanto a la goleta, le había cobrado un verdadero
afecto: «Se ciñe mejor de lo que uno podría esperar hasta de su propia esposa
—solía repetir—, pero sigo pensando que esta travesía no termina de
gustarme y que aún no estamos de regreso».
El squire, cuando oía estas palabras, acostumbraba a volver
ostentosamente la espalda y recorrer la cubierta a grandes zancadas, mientras
murmuraba entre dientes:
—Una estupidez más y estallaré.
Sufrimos algunos temporales que no hicieron sino poner a prueba lo
marinera que era la Hispaniola. Y todos cuantos navegábamos en ella
estábamos contentos, lo que tampoco es tan difícil de entender, porque no
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creo que nunca hubiera dotación tan correspondida desde que Noé cruzó los
mares. Por el más nimio pretexto se le regalaba una ronda de grog[20], y con
motivo de cualquier celebración, lo que era constante, porque el squire
encontraba continuamente razones en el cumpleaños de éste o aquél, siempre
había una barrica de manzanas destapada en mitad del combés[21] para que
cualquiera que quisiese las tomara.
—Nunca he visto que este comportamiento lleve a ningún buen puerto —
decía el capitán al doctor Livesey—. Así se echa a perder a la tripulación. Ya
lo veréis.
Y fue precisamente del barril de manzanas de donde vino nuestra
salvación, pues a no ser por él no hubiéramos tenido aviso alguno del peligro
en que nos encontrábamos y todos hubiéramos perecido a manos de la
traición.
Así fue como sucedió.
Navegábamos ya con los vientos alisios, que nos conducían hacia la isla
—como el lector conoce, he prometido no dar ningún dato sobre su posición
—, y nuestro rumbo hacía inminente su aparición, que noche y día
aguardaban los vigías. Según nuestros cálculos aquella noche, o lo más tardar,
antes del mediodía siguiente, debíamos divisarla. Llevábamos rumbo S. S. O.,
con una brisa firme de costado y la mar estaba en calma, hundiendo
majestuosa su bauprés[22] en las olas y levantando un abanico de espuma.
El viento tensaba las velas. Y todos a bordo gozábamos el mejor humor al
ver ya tan cerca el final del primer capítulo de nuestra aventura.
Y fue entonces, a poco de atardecer. La tripulación descansaba; yo me
dirigía hacia mi litera, cuando de pronto sentí ganas de comerme una
manzana. Subí a cubierta. El vigía estaba en su guardia, en proa, aguardando
la aparición de la isla en el horizonte. El timonel miraba la arboladura y
silbaba por lo bajo una canción; sólo se escuchaba el sonido de ese silbido y
el chapoteo del agua cortada por la proa y que barría el casco de la goleta.
Tuve que meterme en el barril para poder coger una manzana, ya que sólo
quedaban unas pocas en el fondo. Me senté en aquella oscuridad para
comérmela, y, por el rumor de las olas o el balanceo del barco, el hecho es
que me adormecí. Entonces noté que alguien, y debió ser alguno de los
marineros más corpulentos, se sentó apoyando su espalda en el barril, lo que
dio a éste un violento empujón. Me despejé de golpe y ya iba a saltar fuera de
la barrica, cuando un hombre, cuya voz me era conocida, empezó a hablar.
Era Silver, y no bien escuché una docena de sus palabras, cuando ya ni por
todo el oro del mundo hubiera dejado de permanecer escondido, pues no sé
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qué fue más fuerte en mí si la curiosidad o el temor: aquellas pocas palabras
me habían hecho comprender que las vidas de todos los hombres honrados
que iban a bordo dependían únicamente de mí.
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Capítulo 11
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últimos años de su vida los pasó muriéndose de hambre. Andaba pidiendo
limosna, robando, asesinando… y con todo, se moría de hambre.
—Tampoco da la vida para mucho más —dijo el marinero joven.
—No a los tontos, eso tenlo por seguro; no saben aprovechar —exclamó
Silver—. Pero escúchame: eres joven, desde luego, pero listo como el diablo.
Lo vi en cuanto te eché la vista encima, y voy a hablarte como a un hombre.
Fácil es imaginar lo que sentí al escuchar esas palabras que aquel
abominable viejo bribón ya había empleado para engatusarme a mí. De haber
podido, lo hubiera matado a través del barril. Y Silver continuó, bien ajeno a
que alguien podía espiar sus palabras:
—Es lo que les pasa a los caballeros de fortuna: viven malamente y
siempre con la horca detrás; pero comen y beben como gallos de pelea y,
cuando tocan puerto, tienen los bolsillos llenos con cientos de libras en vez de
unos pocos ochavos. Entonces tiran el dinero en ron y en fiestas, y luego, a la
mar de nuevo, sin más que la camisa que llevan puesta. No es ése mi rumbo.
Yo guardo lo que tengo en lugar seguro; un poco aquí, otro poco allá, y nunca
mucho en ninguna parte para no despertar sospechas. Tengo cincuenta años,
una edad respetable. Por eso en cuanto vuelva de este viaje me retiro y me
instalo como un señor. Ya era hora, diréis. Sí, pero entretanto me he dado
buena vida; nunca me he privado de nada y siempre he comido y he bebido de
lo mejor y he dormido en blando, siempre… menos cuando me hacía a la mar.
¿Y cómo empecé? ¡De marinero, como tú!
—Bien —dijo el otro—, pero de todo aquel dinero ahora no tienes nada,
¿o no? Y después de todo esto, ¿aún vas a atreverte a asomar la cara por
Bristol?
—¿Dónde supones que tengo el dinero? —preguntó Silver con sorna.
—En Bristol, en bancos y casas así…
—Estaba —contestó el cocinero—; estaba cuando levamos anclas. Pero a
estas horas ya lo habrá sacado todo mi mujer. Habrá vendido «El Catalejo»
con todos los muebles y la bebida. Y ahora me espera en cierto sitio. Yo os
diría dónde, porque no tengo ninguna desconfianza de vosotros, pero no
quiero que los demás compañeros tengan envidia.
—¿Y te fías de tu mujer? —preguntó otro.
—Los caballeros de fortuna —replicó Silver— no suelen fiarse demasiado
unos de otros, y tienen razón para ello, creedme. Pero conmigo sucede que, si
alguien corta amarras y deja al viejo John en tierra, no dura mucho sobre este
mundo. Muchos le tenían miedo a Pew, y muchos también a Flint; pero Flint
tenía miedo de mí. No le daba vergüenza confesarlo. Y la tripulación de Flint,
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que fue la gente más feroz y despiadada que se mantuvo nunca sobre una
cubierta, el demonio mismo se hubiera acobardado de navegar con ellos, pues
bien, voy a deciros algo: ya sabéis que no soy hombre fanfarrón, nadie más
llano que yo en el trato… Pues, cuando yo era cabo, el más curtido de los
bucaneros de Flint era el cordero más manso delante del viejo John. Sí,
muchacho, puedes estar seguro.
—Bueno, para decir la verdad —contestó el muchacho—, el plan no me
gustaba ni una pizca hasta esta noche. Pero ahora ahí va esa mano y estoy con
vosotros.
—Eres un chico valiente, y además eres inteligente —dijo Silver
apretando su mano con tal fuerza, que hasta el barril donde yo estaba tembló
—, y te diré que tienes la mejor estampa de caballero de fortuna que han visto
estos ojos.
Yo ya había empezado a entender el sentido de aquellas palabras. Cuando
él decía «caballeros de fortuna», se refería, ni más ni menos, a vulgares
piratas, y la breve escena que yo acababa de escuchar era el último acto de la
seducción de un honrado marinero; acaso el último honrado que quedaba a
bordo. Pero, en cuanto a esto, pronto iba a convencerme, porque Silver dio un
ligero silbido y un tercer personaje se acercó y se sentó con ellos.
—Dick está con nosotros —dijo Silver.
—Oh, ya sabía yo que Dick era seguro —respondió la voz del timonel
Israel Hands—. Es un joven listo —y siguió, mientras masticaba su tabaco—.
Pero lo que a mí me interesa saber es esto, Barbecue: ¿hasta cuándo vamos a
estar aguantando que nos lleven de acá para allá como bote de vivandero? Ya
estoy hasta la coronilla del capitán Smollett, bastante nos ha zarandeado, ¡por
todos los malos vientos!, y estoy reventando por entrar en su camarote y
beberme sus vinos y ponerme sus ropas, ¡maldita sea!
—Israel —dijo Silver—, tu cabeza no sirve para mucho, ni nunca ha
servido. Pero, al menos, me figuro, las orejas tienen que servirte para oír, y
con lo grandes que las tienes, para oír bien. Escucha entonces: vas a seguir en
tu puesto, y vas a hacer lo que se te ordene y vas a estar callado, y no beberás
ni una gota hasta que yo dé la señal, ¿entendido?
—Bueno, ¿es que he dicho yo lo contrario? —gruñó el timonel—. Pero lo
que te pregunto es: ¿cuándo? Eso es lo que quiero saber.
—¡Cuándo! ¡Por todos los temporales! —gritó Silver—. Bien, pues, si
quieres saberlo, te lo voy a decir. Será lo más tarde que pueda. Entonces será
el momento. Tenemos a un marino de primera, al capitán Smollett, que está
gobernando y bien nuestro barco; están el squire y el doctor, que guardan el
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plano… ¿sabemos acaso dónde lo esconden? No lo sabemos ni tú ni yo. Así
que pienso que lo mejor es dejar que el squire y el doctor encuentren el tesoro
para nosotros, y cuando ya lo tengamos a bordo, ¡por todos los diablos!,
entonces ya veremos. Si yo tuviera confianza suficiente en vosotros, malas
bestias, dejaría que el capitán Smollett nos llevara hasta medio camino de
regreso, antes de dar el golpe.
—¿Es que no somos buenos marinos para gobernar solos esta goleta? —
dijo el joven Dick.
—Somos marineros, y no más —replicó Silver disgustado—. Nosotros
sabemos seguir una derrota, pero siempre que nos la marquen. Ahí es donde
todos vosotros, caballeretes de fortuna, no servís ninguno. Si pudiera hacer mi
voluntad, dejaría al capitán Smollett que nos llevara de vuelta, por lo menos
hasta pillar los alisios; eso nos quitaría muchos problemas y quizá hasta algún
mal trago de agua de mar. Pero os conozco bien. Acabaréis con ellos en la
isla, en cuanto el dinero esté a bordo, y será algo que nos pese. Pero como lo
único que os interesa es emborracharos como cubas, ya sé que no podré hacer
nada. ¡Que el diablo os lleve! ¡Me repugna navegar con gente como vosotros!
—¡Cálmate, John «el Largo»! —exclamó Israel—. ¿Quién ha dicho algo
para que te enfades así?
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—¿Así? ¿Cuántos buenos barcos te figuras que he visto yo ser apresados?
¿Y cuántos buenos mozos he visto colgados curándose al sol en la Dársena de
las Ejecuciones? Y siempre por esta prisa, por la maldita prisa. No hay forma
de que lo entendáis. Yo ya he visto mucho. Si me dejaseis a mí que os llevara
con buen rumbo, todos podríais ir en carroza, sí, señor. ¡Pero vosotros…! Os
conozco. No servís más que para llenaros de ron, y luego colgar de una horca.
—Todos saben que hablas mejor que un capellán, John; pero hay otros
que, sin tener que dejar de divertirse —dijo Israel—, han llevado el timón tan
firme como tú. No eran tan estirados ni tan secos como tú, no; bien que
aprovechaban la ocasión y sabían beber con los compañeros.
—¿De veras? —respondió Silver—. Y dime, ¿dónde están ahora? Pew era
uno de ésos, y murió en la miseria. Flint era otro, y el ron se lo llevó en
Savannah. Sí, sabían correrse buenas juergas, pero ¿dónde están ahora?
—De acuerdo —respondió Dick—, pero, cuando tengamos al squire y los
suyos bien trincados, ¿qué vamos a hacer con ellos?
—¡Así hablan los hombres de verdad! —exclamó el cocinero con
entusiasmo—. Dime, ¿tú qué harías? ¿Dejarlos en tierra? ¿Abandonarlos? Eso
lo hubiera hecho England. ¿O los degollarías como a cerdos? Es lo que
hubieran hecho Flint o Billy Bones.
—Billy sí era un hombre para estos casos —dijo Israel—. «Los muertos
no muerden», solía decir. También él está ya muerto y a estas horas ya debe
saber algo de eso. Si hubo un hombre con las entrañas duras para llegar al
último puerto, ése era Billy.
—Tienes razón —dijo Silver—; duro y dispuesto a todo. Pero fíjate en
una cosa: yo soy un hombre tranquilo, según tú dices podría pasar por un
caballero; pero ahora sé que trato un asunto muy serio, y el deber está por
encima de otra consideración. Así que yo voto… ¡muerte! Cuando esté en el
Parlamento y vaya paseando en mi carroza, no quiero que ninguno de estos
puntillosos que llevamos con nosotros aparezca de pronto, como el diablo
cuando se reza. Lo único que yo he dicho es que conviene esperar; pero
cuando llegue la hora, ¡sin piedad!
—John —exclamó el timonel—, ¡eres un hombre de una pieza!
—Podrás decirlo, Israel, en su momento —dijo Silver—. Y hay algo que
deseo: quiero a Trelawney para mí. Pienso arrancarle la cabeza con estas
manos. ¡Dick! —dijo entonces Silver, cambiando el tono—, mira, sé un buen
muchacho y tráeme una manzana de ésas, que me refresque el gaznate.
Imaginad mi espanto. De no fallarme las fuerzas, hubiera saltado de la
barrica y me lo hubiese jugado todo en la fuga; pero mi corazón y mi valor se
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paralizaron. Oí cómo Dick se incorporaba, y, cuando ya me daba por perdido,
la voz de Hands exclamó:
—¡Oh, deja eso! No te pongas ahora a chupar esa porquería. Echemos un
trago de ron.
—Dick —dijo entonces Silver—, tengo confianza en ti. Pero no te olvides
que tengo una marca en el barril; así que anda con cuidado. Toma la llave,
llena un cuartillo y tráenoslo.
Aún aterrado como estaba, comprendí entonces que así era cómo el señor
Arrow se procuraba la bebida que acabó con él. Dick no tardó en regresar, y,
mientras duró su ausencia, Israel dijo algo al oído del cocinero. No pude
escuchar más que algunas palabras, y aún así me informaron de cosas
importantes; porque entre las palabras sueltas pude escuchar esta frase:
«Ninguno de ellos quiere unirse a nosotros», lo que me advirtió que aún
quedaban algunos leales a bordo.
Cuando Dick regresó, cada uno de los tres tomó su tazón y brindaron:
«Por la buena suerte», dijo uno; «A la salud del viejo Flint», el otro, y por
último, Silver, con cierto sonsonete, exclamó: «A vuestra salud y a la mía,
viento en las velas, buena comida y un buen botín».
En aquel instante una suave claridad empezó a iluminar el interior del
barril, y, mirando hacia arriba, vi el paso de la luna que plateaba la cofa del
palo de la mesana[23] y hacía resplandecer la blancura de la lona de la
cangreja[24]. Y casi al mismo instante la voz del vigía anunció:
—¡Tierra!
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Capítulo 12
Consejo de guerra
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Yo contemplaba todo como en un sueño, pues aún no me había
recuperado de la espantosa situación que acababa de sufrir. Oí la voz del
capitán Smollett dando órdenes. La Hispaniola orzó[26] un par de cuartas al
viento y tomamos un rumbo que nos conducía directamente a la isla,
abordándola por el este.
—Ahora, muchachos —dijo el capitán, cuando finalizó la maniobra—,
¿hay alguno entre vosotros que haya estado antes en esa isla?
—Yo, señor —dijo Silver—. Yo he hecho aguada[27] una vez en un
mercante que me enroló de cocinero.
—Según creo, el fondeadero está hacia el sur, detrás de un islote, ¿no es
así? —preguntó el capitán.
—Sí, señor: le llaman la Isla del Esqueleto. Era un sitio para refugio de
piratas, en otro tiempo, y un marinero que navegaba conmigo conocía todos
los nombres de estos parajes. Aquella colina que hay al norte se llama el
Trinquete; hay tres montes en fila hacia el sur: Trinquete, Mayor y Mesana.
Pero el más alto, aquel que tiene la cumbre envuelta en niebla, a ése se le
suele llamar el Catalejo, porque, cuando los piratas estaban en la ensenada
carenando fondos[28], situaban en la cima un vigía de guardia. La rada está
llena de mugre de bucanero, señor, con perdón sea dicho.
—Aquí tengo una carta —dijo el capitán Smollett—. Mire usted si es ése
el sitio.
Los ojos de John «el Largo» relampaguearon al tomar en sus manos el
mapa; pero, cuando vi que se trataba de un mapa nuevo, entendí que no era
más que una copia del que hallamos en el cofre de Billy Bones, completo en
todos sus detalles —nombres, altitudes, fondos— y en el que no constaban las
cruces rojas y las notas manuscritas. Pero Silver supo disimular su desengaño.
—Sí, señor —dijo—, éste es el sitio, no hay duda; y muy bien dibujado
que está. Me pregunto quién lo habrá trazado. Los piratas eran demasiado
ignorantes para hacerlo, pienso yo. Sí, mire, capitán: aquí está: «El
Fondeadero del capitán Kidd…», así lo llamaba mi compañero. Aquí hay una
corriente muy fuerte que arrastra hacia el sur y luego remonta al norte a lo
largo de la costa occidental. Ha hecho usted bien, señor, en ceñirse y alejarnos
de la isla —agregó—. Pero si vuestra intención es fondear para carenar, desde
luego no hay mejor lugar por estas aguas.
—Gracias, gracias —dijo el capitán Smollett—. Ya requeriré sus
servicios, si preciso más adelante alguna información. Puede usted retirarse.
Yo estaba asombrado de la desenvoltura con que Silver confesaba su
profundo conocimiento de aquellas tierras. Y no pude evitar un sentimiento
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de temor, cuando vi que se acercaba a mí. No era posible que hubiera
advertido mi presencia en el barril de las manzanas y que por tanto supiera
que yo estaba al corriente de sus intenciones, pero, aun así, me infundía ya tal
pavor por su doblez, su crueldad y su influencia sobre los demás marineros,
que apenas pude disimular un estremecimiento cuando me puso la mano en el
hombro.
—Ah —dijo—, qué lugar tan bonito esta isla; un sitio perfecto para que lo
conozca un muchacho como tú. Podrás bañarte, trepar a los árboles, cazar
cabras, y podrás escalar aquellos montes como si fueras una de ellas. Esto me
devuelve mi juventud. Ya hasta se me olvida mi pata de palo. Qué hermoso es
ser joven y tener diez dedos en los pies, tenlo por seguro. Cuando quieras
desembarcar y explorar la isla, no tienes más que decírselo al viejo John, y te
prepararé un bocado para que te lo lleves.
Y volvió a darme una palmada cariñosa. Después se fue hacia su cocina.
El capitán Smollett, el squire y el doctor Livesey estaban conversando
bajo la toldilla, y, a pesar de mi ansiedad por contarles lo sucedido, no me
atrevía a interrumpirles tan bruscamente. Mientras buscaba un pretexto para
dirigirme a ellos, el doctor me indicó que me acercara. Se había olvidado su
pipa en el camarote y, como no podía vivir sin fumar, me rogó que se la
trajese; en cuanto me acerqué a ellos lo justo para poder hablarles sin que los
demás me oyeran, le dije al doctor:
—Tengo que hablaros. Haced que el capitán y el squire bajen al camarote
y hacedme ir con cualquier excusa. Sé cosas terribles.
El doctor pareció inquietarse, pero se dominó al instante.
—Muchas gracias, Jim —dijo en voz alta—; eso era lo que quería saber
—como si me hubiera preguntado cualquier cosa.
Me dio la espalda y continuó su conversación. Al poco rato, y aunque no
percibí movimiento alguno que los delatase, ni ninguno alzó su voz ni hizo la
menor demostración de que el doctor Livesey estuviera informándoles de mi
seria advertencia, no dudé que se lo había comunicado, pues enseguida vi al
capitán que daba una orden a Job Anderson, y el silbato convocó a toda la
tripulación en cubierta.
—Muchachos —dijo el capitán Smollett—, tengo que deciros unas
palabras. La tierra que está a la vista es nuestro punto de destino. El señor
Trelawney, que es un caballero generoso como ya todos habéis comprobado,
me ha pedido mi opinión sobre vuestra conducta en esta travesía y he podido
informarle con placer que todo el mundo a bordo, sin excepciones, ha
cumplido con su deber a mi entera satisfacción. Por ello él y el doctor y yo
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bajaremos ahora al camarote para brindar a vuestra salud y por vuestra suerte,
y a vosotros se os permiten unas rondas para brindar a la nuestra. Me parece
que debéis agradecerle su gentileza, y si así es, gritad conmigo un fuerte
«¡Hurra!» marinero por el caballero que os las regala.
Escuchamos aquel grito, lo que era de esperar; pero sonó tan vibrante y
entusiasta, que confieso que me costaba trabajo imaginar a aquellos hombres
como enemigos de nuestras vidas.
—¡Otro «hurra» por el capitán Smollett! —gritó entonces John «el
Largo».
Y también este segundo fue dado con toda el alma. Inmediatamente los
tres caballeros bajaron al camarote y poco después enviaron a por mí con el
pretexto de que «Jim Hawkins hacía falta» abajo.
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Los encontré sentados en torno a la mesa; ante ellos había una botella de
vino español y pasas, y el doctor fumaba con agitación y se había quitado la
peluca, que tenía sobre las rodillas, lo que era señal en él de la máxima
ansiedad. La portilla de popa estaba abierta, pues era una noche en extremo
calurosa, y se veía el rielar de la luna en la estela del barco.
—Ahora, Hawkins —dijo el squire—, creo que tienes algo que contarnos.
Habla.
Así lo hice, y en tan pocas palabras como pude relaté cuanto había
escuchado de Silver. Ninguno me interrumpió; los tres permanecieron
inmóviles y con sus ojos fijos en mí hasta que terminé mi historia.
—Jim —dijo el doctor Livesey—, siéntate.
Me hicieron sentar a la mesa junto con ellos; me sirvieron una copa de
vino y me llenaron las manos de pasas. Entonces, uno tras otro, y con una
inclinación de sus cabezas, brindaron a mi salud como agradecimiento por lo
que consideraban mi valentía y mi buena suerte.
—Y ahora, capitán —dijo el squire—, teníais razón y yo estaba
equivocado. Confieso que soy un asno y espero vuestras órdenes.
—No más asno que yo mismo, señor —contestó el capitán—. Porque
jamás he oído de una tripulación con intenciones de motín que no diera antes
ciertas señales que yo tenía la obligación de haber descubierto y así prevenir
el mal y tomar medidas. Pero esta tripulación —añadió— ha sido más lista
que yo.
—Capitán —dijo el doctor—, con vuestro permiso, creo que el causante
de todo es Silver, y se trata de un hombre sin duda notable.
—Más notable me parecería colgado de una verga —repuso el capitán—.
Pero de cualquier forma esta conversación ya no nos conduce a nada. Por el
contrario, hay tres puntos con la venia del señor Trelawney que voy a someter
a vuestra consideración.
—Señor, sois el capitán —dijo el squire con gesto liberal— y es a quien
toca hablar.
—Primer punto —comenzó el señor Smollett—: tenemos que continuar
porque es imposible el regreso. Si diese ahora la orden de zarpar, se
amotinarían en el acto. Segundo punto: tenemos algún tiempo por delante, al
menos hasta encontrar ese dichoso tesoro. Y tercer punto: no todos los
marineros son desleales. Ahora bien, tarde o temprano tendremos que
enfrentarnos violentamente a los levantiscos, y lo que yo propongo es coger la
ocasión por los pelos, como suele decirse, y atacar nosotros precisamente el
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día en que menos lo esperen. Doy por descontado que podemos contar con
vuestros criados, ¿no es así, señor Trelawney?
—Como conmigo mismo —declaró el squire.
—Son tres —dijo el capitán echando cuentas—, lo que con nosotros suma
siete, porque incluyo al joven Hawkins. Ahora hay que tratar de averiguar
quiénes son los marineros leales.
—Probablemente los que contrató personalmente el señor Trelawney —
dijo el doctor—; los que enroló antes de dar con Silver.
—No —interrumpió el squire—, Hands fue uno de los que yo contraté.
—Jamás lo había pensado de Hands —declaró el capitán.
—¡Y pensar que son ingleses! —exclamó el squire— ¡Intenciones me dan
de volar el barco!
—Pues bien, caballeros —dijo el capitán—, lo mejor que yo pueda añadir
no es gran cosa. Propongo que aguardemos y vayamos sondeando la
situación. Es difícil de soportar, lo sé. Sería más agradable romper el fuego de
una vez. Pero no tenemos otro camino hasta que sepamos con quiénes
podemos contar. Nos pondremos a la capa y esperaremos viento: ésta es mi
opinión.
—Jim —dijo el doctor— es quizá el que mejor puede ayudarnos. Los
marineros no desconfían de él, Jim es un magnífico observador.
—Hawkins, toda mi confianza la deposito en ti —dijo el squire.
Me sentí abrumado por tanta responsabilidad, ya que no creía poder
cumplir como es debido mi cometido; y sin embargo, por una extraña
concatenación de circunstancias, sería yo precisamente quien tendría en sus
manos la salvación de todos. Pero, en aquellos momentos, lo cierto es que de
los veintiséis que íbamos a bordo sólo en siete podíamos confiar; y de los
siete, uno era un muchacho, de modo que verdaderamente nuestro partido
sólo contaba con seis, contra los diecinueve del enemigo.
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PARTE TERCERA
MI AVENTURA EN LA ISLA
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Capítulo 13
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La mañana se nos presentó por completo dedicada a las más pesadas
faenas, pues, como no veíamos señal alguna de viento, fue necesario arriar los
botes y remolcar remando la goleta durante tres o cuatro millas, hasta que
doblamos el extremo de la isla y enfilamos el fondeadero que estaba detrás de
la Isla del Esqueleto. Yo me presté de voluntario para remar en uno de los
botes, donde, por supuesto, no hice ninguna falta. El calor resultaba
insoportable y los marineros maldecían a cada golpe de remo. Anderson, que
patroneaba mi bote, era el primero en jurar más alto que ninguno.
—¡Menos mal que se le ve el fin a esto! —vociferaba.
Aquel comportamiento no me daba buena espina, pues fue la primera vez
que los marineros no cumplían con presteza sus deberes; no cabe duda que a
la vista de la isla las ataduras de la disciplina habían empezado a soltarse.
Mientras remolcábamos la goleta, John «el Largo» no se separó del
timonel y fue marcando el rumbo. Conocía aquel canal como la palma de su
mano, y, aunque el marinero que iba sondeando en proa siempre anunciaba
más profundidad que la que constaba en la carta, John no titubeó ni una sola
vez.
—Aquí se da un arrastre muy fuerte con la marejada —decía—, y este
canal ha sido dragado, como si dijéramos, con una azada.
Anclamos precisamente donde indicaba el mapa, a un tercio de milla de
cada orilla, de un lado la Isla del Esqueleto y del otro la grande. La mar estaba
tan clara, que podíamos ver el fondo arenoso. Cuando largamos el ancla, la
fuente de espuma que desplazó hizo alzar el vuelo a una nube de pájaros, que
durante unos instantes llenaron el cielo con sus graznidos; luego se posaron
de nuevo en los bosques y todo volvió a hundirse en el silencio.
El fondeadero estaba muy bien protegido de los vientos y rodeado por
frondosos bosques, cuyos árboles llegaban hasta la misma orilla; la costa era
llana y las cumbres de los montes se alzaban alrededor, al fondo, en una
especie de anfiteatro. Dos riachuelos, o mejor, dos aguazales, desembocaban
lentamente en una especie de pequeño lago, y la vegetación lucía un verdor
extraño, como una pátina de ponzoñoso lustre. Desde el barco no se llegaba a
divisar el pequeño fuerte o empalizada señalada en el mapa, porque estaba
encerrado por los árboles, y, a no ser porque aquél lo indicaba, hubiéramos
podido creer que éramos los primeros que fondeaban desde que la isla surgió
de los mares.
No corría el menor soplo de aire, y el silencio sólo era roto por el rugido
de las olas al romper, a media milla de distancia, en las largas playas rocosas.
Un olor pestilente de agua estancada cubría el fondeadero como de hojas y
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troncos podridos. Vi que el doctor olfateaba con desagrado, como si
olisquease un huevo poco fresco.
—Ignoro si habrá por aquí algún tesoro —dijo—, pero apuesto mi peluca
a que es lugar pródigo en fiebres.
Si el comportamiento de la tripulación había empezado a inquietarme ya
en los botes, cuando regresaron a bordo se hizo claramente amenazador.
Tendidos en cubierta, en pequeños corrillos, discutían en voz baja. La más
ligera orden era recibida con torvas miradas y ejecutada de la peor gana.
Hasta los marineros leales parecían contaminados, pues no había ninguno a
bordo que pudiera servir de modelo a los demás. El motín se palpaba en el
aire como la inminencia de una tormenta.
Y no éramos nosotros tan sólo quienes barruntábamos el peligro. John «el
Largo» se afanaba corriendo de corrillo en corrillo, dando consejos y tratando
de mostrarse lo menos amenazador posible. Hasta se excedía en solicitud y
diligencia, deshaciéndose en sonrisas y halagos. Si se daba una orden, allí
estaba él en un periquete, muleta en ristre, con el más animoso «¡listo,
señor!», para cumplirla. Y cuando no había nada que hacer, entonaba una
canción tras otra, como para ocultar la tensión reinante.
De todos los signos de amenaza que se leían en la actitud de la tripulación
aquella tarde, la ansiedad de John «el Largo» me pareció el más grave.
Volvimos a reunirnos en el camarote para celebrar consejo.
—Señor Trelawney —dijo el capitán—, no puedo ya arriesgarme a dar
ninguna orden, pues se negarían a cumplirla, ante lo cual sólo quedan dos
soluciones, a cual peor: Si no soy obedecido y trato de obligar a un marinero,
creo que la tripulación se amotinaría; y si, por el contrario, callo ante la
rebeldía, Silver no tardará en darse cuenta de que hay gato encerrado, y
nuestro juego quedará al descubierto. Pues bien, sólo podemos confiar en un
hombre.
—¿Y quién es él? —preguntó el squire.
—Silver, señor —respondió el capitán—, que tiene tanto interés como vos
o yo en suavizar las cosas. Evidentemente el comportamiento que venimos
observando muestra que entre ellos hay claras desavenencias. Si damos
ocasión a Silver, él no tardará en apaciguar a los más levantiscos. Y yo
propongo precisamente que se le proporcione tal ocasión. Demos a la
tripulación una tarde libre para que desembarquen a su antojo. Si
desembarcan todos, nos apoderaremos del barco y nos haremos fuertes. Si
ninguno decide ir a tierra, en ese caso nos defenderemos desde los
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camarotes… y que Dios nos ayude. Y si sólo unos cuantos desembarcan, bien,
Silver los traerá de regreso y más mansos que corderos.
Decidimos seguir las indicaciones del capitán. Se repartieron pistolas a
todos los hombres seguros; a Hunter, a Joyce y a Redruth se les puso al
corriente de lo que pasaba, y recibieron la noticia con menos sorpresa y mejor
ánimo de lo que cabía esperar; después el capitán subió a cubierta y les habló
a los marineros:
—Muchachos —les dijo—, la jornada ha sido muy dura y este calor es
insufrible. Creo que bajar a tierra vendría bien a más de uno. Los botes están
ahí, podéis usarlos y pasar la tarde en la isla. Media hora antes de la puesta
del sol os avisaré con un cañonazo.
Pienso que la tripulación, en su obcecación, se figuraba que bastaría con
desembarcar para dar de narices con los tesoros que allí hubiera, pues su
enemistad se disipó en un instante y prorrumpieron en un «¡Hurra!» tan
clamoroso, que resonó en el eco desde las lejanas colinas e hizo levantar de
nuevo el vuelo de los pájaros que volvieron a cubrir la rada.
El capitán era demasiado astuto para seguir en cubierta. Desapareció
como por ensalmo y dejó a Silver organizar aquella expedición. Y creo que
obró muy cuerdamente, porque de haber permanecido allí no hubiera podido
seguir fingiendo que desconocía la situación, que saltaba a la vista. Porque
Silver se reveló como el verdadero capitán de aquella tripulación de
amotinados. Los marineros fieles —y pronto se demostró que aún quedaban
algunos— debían ser muy duros de mollera, o, más bien, lo que seguramente
ocurría es que todos se hallaban, unos más y otros menos, descontentos de sus
cabecillas, y unos pocos, que en el fondo eran buena gente, ni querían ir ni
hubieran permitido que se les llevara más lejos. Porque una cosa era hacerse
los remolones y no cumplir las órdenes, y otra bien distinta apoderarse
violentamente de un navío y asesinar a unos inocentes.
Se organizó la expedición. Seis marineros quedaron a bordo y los trece
restantes, entre ellos Silver, embarcaron en los botes.
Entonces fue cuando se me ocurrió la primera de las descabelladas ideas
que tanto contribuyeron a salvar nuestras vidas. Porque pensé que, si Silver
había dejado seis hombres a bordo, era evidente que nosotros no podríamos
hacernos con el barco y defenderlo; y por otra parte, siendo seis, tampoco mi
presencia hubiera servido de mucha ayuda. Y se me ocurrió desembarcar
también. Y, sin pensarlo dos veces, me descolgué por una banda y me
acurruqué en el castillo de proa del bote más cercano, en el mismo momento
en que empezó a moverse.
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Nadie hizo caso de mi presencia, y el remero de proa me dijo:
—¿Eres tú, Jim? Agacha la cabeza.
Pero Silver, que iba en otro bote, miró inmediatamente hacia el nuestro, y
gritó preguntando si yo estaba allí; y desde aquel momento empecé a
arrepentirme de mi decisión.
Las dos tripulaciones competían por llegar los primeros a la costa, pero mi
bote, que era más ligero que el otro, tomó delantera y atracó antes junto a los
árboles de la orilla. Yo me agarré a una rama para saltar fuera y procuré
desaparecer lo antes posible en la espesura, pero en ese momento oí la voz de
Silver, que con los demás se encontraba a cien yardas de distancia:
—¡Jim!, ¡Jim! —me gritó.
Esto hizo que yo aligerase aún más el paso, como es lógico imaginar; y
saltando por entre las ramas como alma que lleva el diablo, corrí tierra
adentro hasta que no pude más de cansancio.
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Capítulo 14
El primer revés
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cubierto por una nube de patos en la inmensa espiral de su vuelo. Deduje que
alguno de los marineros debía estar acercándose por aquel lado, y no me
equivoqué, pues no tardé mucho en oír un rumor lejano y el débil sonido de
algunas voces que iban acercándose; agucé el oído intentando averiguar
quiénes eran y, sobresaltado por el temor, me escondí bajo la encina que más
cerca tenía y, allí agazapado, todo oídos, casi sin respiración, aguardé.
Una voz ya más clara contestó a la que primero había oído, y reconocí la
voz de Silver, que, respondiendo a alguna cuestión, se explayaba en un largo
comentario sólo de vez en cuando interrumpido por el otro. Por el tono
parecía que ambos se expresaban con enfado, y aun casi con ira; pero no pude
entender nada de lo que decían.
Después se callaron, y creo que tomaron asiento, pues no los sentí
acercarse más y hasta las aves se calmaron y volvieron a posarse sobre la
marisma.
Entonces me di cuenta de que estaba faltando a mi deber, ya que, si había
sido tan insensato como para saltar a tierra con aquellos filibusteros, lo menos
que se me exigía era sorprender sus planes y conciliábulos, y por tanto mi
deber era acercarme a ellos lo más posible, escondido en aquella maleza tan
propicia y escuchar. Fui guiándome por el rumor de sus voces y por la
inquietud de los pájaros que aún volaban alarmados por el ruido que hacían
aquellos dos intrusos.
Arrastrándome a cuatro patas avancé procurando no hacer el más pequeño
ruido; y al fin, espiando por un hueco de la maleza, los vi en una pequeña
barranca muy verde, junto a la ciénaga, toda rodeada de árboles; allí estaban
John «el Largo» y otro marinero. El sol les daba de lleno. Silver había
arrojado su sombrero al suelo junto a él, y su enorme, lisa y rubicunda faz,
perlada de sudor, se enfrentaba al otro con lastimera expresión:
—Compañero —le decía—, si no fuera porque creo que vales tanto como
el oro molido, oro molido, tenlo por seguro, si no te hubiera cogido tanto
cariño como a un hijo, ¿tú crees que yo estaría aquí previniéndote? La suerte
está echada y lo que tenga que ser será. Y lo único que quiero es salvarte el
cuello. Si alguno de esos perdidos supiera lo que te estoy diciendo, ¿qué sería
de mí? Dime, Tom, ¿qué sería de mí?
—Silver —exclamó el otro. Y observé que no sólo su rostro estaba
encendido, sino que su voz temblaba como un cabo tenso—, usted es ya viejo,
y es honrado, o al menos tiene fama de serlo, y tiene dinero, lo que no suele
pasar a muchos pobres navegantes, y es valiente, o mucho me equivoco. ¿Y
con todo eso pretende usted hacerme creer que esa gentuza puede arrastrarlo a
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la fuerza? No puede usted seguirles. Tan cierto como que Dios nos está
viendo, que antes me dejaría yo cortar el brazo derecho que faltar a mi deber.
Un ruido extraño interrumpió sus palabras. Por fin había descubierto yo a
uno de los marineros leales. Y no tardaría en saber de otro.
Porque de pronto, en la lejanía, sobre la ciénaga, se escuchó un grito de
furia. No tardó en oírse otro. Y a éste siguió un espeluznante y prolongado
alarido. La cortadura del Catalejo devolvió el eco varias veces; las bandadas
de aves se levantaron de nuevo, oscureciendo el cielo con su vuelo; y, antes
de que aquel grito de muerte dejase de resonar en mis oídos, de nuevo cayó el
silencio sobre la marisma y sólo el batir de alas de las aves que volvían a
posarse y el fragor de la lejana marejada turbaba el enmudecimiento de aquel
desolado lugar.
Al escuchar aquel alarido, Tom se puso en pie de un salto, como un
caballo picado por la espuela; pero Silver ni pestañeó. Se quedó sentado,
apoyado en su muleta, y con los ojos tan fijos en su acompañante como una
serpiente que se dispone a atacar.
—¡John! —exclamó el marinero, tendiéndole la mano.
—¡Fuera esas manos! —gritó Silver, saltando hacia atrás con la ligereza y
seguridad del mejor gimnasta.
—Como usted quiera, John Silver —dijo el otro—. Pero es su mala
conciencia la que le hace tenerme miedo. Dígame, ¡en el nombre de Dios!,
¿qué ha sido ese grito?
—¿Eso? —repuso Silver sin dejar de sonreír, pero más alerta y receloso
que nunca, con las pupilas fijas en Tom, tan brillantes como pedazos de vidrio
clavados en aquel rostro—. ¿Eso? Me figuro que ha sido Alan.
Y al oír estas palabras, el pobre Tom pareció recobrarse.
—¡Alan! —exclamó—. ¡Pues que descanse en paz su alma de buen
marino! Y en cuanto a usted, John Silver, lo he tenido mucho tiempo por
compañero, pero ya no quiero seguir siéndolo. Si he de morir como un perro,
que sea cumpliendo mi deber. Habéis matado a Alan, ¿no es verdad? Pues
ordene que me maten a mí también, si pueden. Pero aquí me tiene usted.
Atrévase.
Y diciendo esto, aquel valiente dio la espalda al cocinero y echó a andar
hacia la playa. Pero no estaba destinado a ir muy lejos. Dando un grito, John
se agarró a la rama de un árbol, se quitó la muleta y la lanzó con la más
tremenda violencia; el insólito proyectil zumbó en el aire y golpeó a Tom de
punta contra la nuca; éste alzó sus brazos, abrió su boca en un sordo gorjeo y
cayó a tierra.
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Nunca supe si aquel golpe brutal había acabado o no con él, lo que parecía
seguro porque sonó como si hubiera roto la columna vertebral. Pero de
cualquier forma Silver no dio tiempo a averiguarlo, y con la agilidad de un
mono, dando un salto, se abalanzó sobre aquel cuerpo caído y en un segundo
hundió por dos veces su cuchillo, hasta la empuñadura, en su carne. Desde mi
escondite escuché los jadeos con que acompañó cada uno de aquellos golpes.
Nunca he sabido verdaderamente lo que es un desmayo, pero en aquella
ocasión durante unos instantes el mundo se desvaneció para mí y todo
empezó a darme vueltas como un carrousel en la niebla: Silver y los pájaros,
y la alta silueta del Catalejo, todo giraba ante mis ojos como un mundo patas
arriba y oía lejanas campanas mezcladas con voces retumbar en mis oídos.
Al volver en mí, aquel monstruo se había incorporado, llevaba la muleta
bajo su brazo y se había calado el sombrero. A sus pies yacía Tom inmóvil
sobre las matas; poco reparó en él su asesino, que se limitó a limpiar el
cuchillo tinto en sangre con un manojo de hierbas. Nada había cambiado en el
bosque: el sol continuaba brillando inexorable sobre la brumosa marisma y en
la alta cumbre de la colina; apenas podía yo entender que allí se había
cometido un asesinato y que una vida humana había sido cruelmente segada
ante mis propios ojos.
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En aquel momento John sacó de su bolsillo un silbato y lanzó al aire
varios toques que atravesaron la espesura ardiente.
Yo no sabía qué podía significar aquella señal; pero volvió a despertar mis
temores. Si llegaban más piratas, no tardarían mucho en descubrirme. Ya
habían sacrificado a dos de los mejores; después de Tom y Alan, ¿acaso no
sería yo el siguiente?
Salí de mi escondrijo y empecé a retroceder, arrastrándome tan deprisa y
en silencio como pude, hacia la zona más despejada del bosque. Mientras
huía, no dejé de escuchar los gritos de los piratas que se llamaban entre sí y
los del viejo Silver, lo que me indicaba cuán cerca estaban, y el peligro me
dio alas en mi huida. En cuanto me vi fuera del bosque, corrí como jamás en
mi vida lo había hecho, sin atender qué dirección tomaba, ya que lo único que
me importaba era alejarme de aquellos asesinos; y conforme corría también
aumentaba mi miedo, hasta convertirse en una especie de histeria.
Me sentía perdido sin remedio. Cuando el cañonazo, que yo esperaba ya
oír de un momento a otro, sonara, ¿tendría yo valor para bajar hasta los botes
y regresar junto a aquellos malvados a los que imaginaba aún manchados de
la sangre de sus víctimas? El primero que me encontrase ¿no me retorcería el
cuello como a un pájaro? ¿No sospecharían ya algo debido a mi ausencia?
Todo había terminado, pensé. ¡Adiós a la Hispaniola, adiós al squire, al
doctor, al capitán! Sólo veía ante mí dos caminos: o morir de hambre en
aquella isla o perecer a manos de los amotinados.
Mientras mi cabeza se perdía en estos pensamientos, yo no cesaba de
correr, y, sin darme cuenta, me había acercado a la ladera de la colina de los
dos picachos, en aquella parte de la isla donde las encinas crecían más
espaciadas y sus troncos centenarios se parecían más a los árboles de las
grandes selvas. Mezclados con ellas había algunos inmensos pinos, cuyas
copas alcanzaban alturas de más de cincuenta y hasta setenta pies. El aire allí
se sentía más fresco y puro que junto a la ciénaga.
Y fue allí donde vi algo que me heló la sangre en el corazón.
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Capítulo 15
El hombre de la isla
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defensa hizo crecer en mi corazón el valor, y me decidí a enfrentarme con
aquel misterioso habitante, y con paso decidido eché a andar hacia él.
Estaba oculto tras otro árbol; pero debía espiar todos mis movimientos,
porque, tan pronto como empecé a avanzar, salió de su escondite y se dirigió
hacia mí. Luego vaciló un instante, pareció dudar, pero de nuevo avanzó, y
finalmente, con gran asombro y confusión por mi parte, cayó de rodillas y
extendió sus manos como en una súplica.
Yo me detuve.
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—¿Quién eres? —le pregunté.
—Ben Gunn —respondió con una voz ronca y torpe, que me recordó el
sonido de una cerradura herrumbrosa—. Soy el pobre Ben Gunn, sí, Ben
Gunn; y hace tres años que no he hablado con un cristiano.
Me acerqué y pude comprobar que era un hombre de raza blanca, como
yo, y que sus facciones hasta resultaban agradables. La piel, en las partes
visibles de su cuerpo, estaba quemada por el sol; hasta sus labios estaban
negros, y sus ojos azules producían la más extraña impresión en aquel rostro
abrasado. Su estado andrajoso ganaba al del más miserable mendigo que yo
hubiera visto o imaginara. Se había cubierto con jirones de lona vieja de algún
barco y otros de paño marinero, y toda aquella extraordinaria colección de
harapos se mantenía en su sitio mediante un variadísimo e incongruente
sistema de ligaduras: botones de latón, palitos y lazos de arpillera. Alrededor
de la cintura se ajustaba un viejo cinturón con hebilla de metal, que por cierto
era el único elemento sólido de toda su indumentaria.
—¡Tres años! —exclamé—. ¿Es que naufragaste?
—No, compañero —dijo—. Me abandonaron.
Yo ya había oído esa terrible palabra, y sabía qué atroz castigo encerraba,
muy usado por los piratas, que abandonaban al desgraciado en una isla
desolada y lejana tan sólo provisto de un saquito de pólvora y algunas
municiones.
—Me abandonaron hace tres años —continuó—, y he sobrevivido
comiendo carne de cabra, moras y ostras. Un hombre tiene que vivir con lo
que encuentre. Pero, ay, compañero, me muero de ganas de comer como los
cristianos. ¿No llevarás encima aunque sólo sea un trozo de queso? ¿No?
Llevo tantas noches soñando con queso, y una buena tostada, y cuando me
despierto sigo aquí.
—Si alguna vez consigo regresar a bordo —le dije—, tendrás todo el
queso que quieras, por arrobas.
Mientras yo hablaba, él palpaba la tela de mi casaca, me acarició las
manos, miraba mis botas y no dejó de mostrar, durante todo el tiempo que
estuvimos hablando, la más infantil de las alegrías por hallarse con otro ser
humano. Pero al oír mis últimas palabras, se quedó perplejo, mirándome
asombrado.
—¿Si consigues regresar a bordo? —repitió—. ¿Y quién puede
impedírtelo?
—Ya sé que tú no —le contesté.
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—Puedes estar seguro —exclamó—. Lo que tú… ¿Pero cómo te llamas,
compañero?
—Jim —le dije.
—Jim, Jim —dijo encantado—. Pues bien, Jim, si supieras la vida tan
desastrosa que he llevado, te avergonzarías. ¿Alguien podría decir al verme en
este estado que mi madre era una santa?
—La verdad es que no —le contesté.
—Ah —dijo él—, pues lo era, tenía fama de muy piadosa. Y yo fui un
chico honrado y piadoso, sabía el catecismo de memoria y podía repetirlo tan
deprisa, que no se distinguía una palabra de otra. Y ya ves en que he caído,
Jim. Empecé jugando al tejo en las losas de los cementerios, así es como
empecé, pero luego hice cosas peores, y no obedecía a mi pobre madre, que
me repetía sin cesar que iba por el camino de la perdición, y no se equivocó.
Pero la Providencia me trajo a esta isla, para que en su soledad volviera a mi
ser verdadero, y ahora soy un hombre piadoso y arrepentido. Ya nunca beberé
ron… sólo un dedal, para darme buena suerte, en cuanto tenga a mano una
barrica. He hecho voto de ser honrado, y además, Jim —y añadió bajando la
voz—, … soy rico.
Imaginé que el pobre hombre se habría vuelto loco en aquella soledad y
sin duda mi cara debió reflejar ese pensamiento, porque me repitió con
vehemencia:
—¡Rico! ¡Rico! Y te diré además una cosa: voy a hacer un hombre de ti,
Jim. ¡Ah, Jim, vas a bendecir tu suerte, sí, por ser el primero que me ha
encontrado!
Pero de pronto su semblante se ensombreció y, apretándome la mano que
tenía entre las suyas, puso un dedo amenazador ante mis ojos.
—Ahora, Jim, dime la verdad: ¿No será ese el barco de Flint? —me
preguntó.
Tuve en aquel instante una feliz inspiración. Pensé que podía encontrar en
aquel hombre un aliado, y le contesté al punto:
—No es el barco de Flint. Flint ha muerto. Pero voy a contarte la historia,
¿no es eso lo que quieres? Algunos de los hombres de Flint van a bordo, por
desgracia para los demás.
—¿No irá uno… uno con una sola… pierna? —dijo con voz entrecortada.
—¿Silver? —pregunté.
—¡Ah, Silver! —dijo él—. Así se llamaba.
—Es el cocinero; y el cabecilla, además.
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Me tenía todavía cogido por la mano, y, al oír estas palabras, casi me
retorció la muñeca.
—Si te hubiera enviado John «el Largo» —dijo—, no daría un penique
por mi vida; pero tampoco por la tuya.
Resolvió que debía contarle toda la aventura de nuestro viaje y la
situación en que nos encontrábamos. Me escuchó con vivo interés y, cuando
terminé, me dio unas palmaditas en la cabeza, diciéndome:
—Eres un buen muchacho, Jim, y estáis todos metidos en un grave
peligro, ¿entiendes? Pero confía en Ben Gunn; Ben Gunn es el hombre que
necesitáis. ¿Crees tú que tu squire se mostrará como un hombre generoso si le
ayudo…, si lo saco de este apuro, qué dices a eso?
Le contesté que el squire era el más generoso de los caballeros.
—Sí, pero… —dijo Ben Gunn—, no quiero decir darme un puesto de
guardián y una librea nueva y cosas así; no es eso lo que quiero, Jim. Lo que
te pregunto es esto: ¿crees tú que ese caballero llegaría a darme hasta mil
libras…? Sería parte de un dinero que yo he tenido ya por mío.
—Seguro que aceptará —dije—. Ya había pensado dar una participación a
todos.
—¿Y el viaje de regreso a Inglaterra? —preguntó con un aire
graciosamente astuto.
—¡Sin duda! —exclamé—. El squire es todo un caballero. Y además, si
nos libramos de los amotinados, necesitaremos de ti para gobernar la goleta
hasta la patria.
—Ah —dijo—, eso es cierto. —Y pareció tranquilizarse—. Ahora voy a
decirte una cosa más —continuó—. Yo navegaba con Flint cuando él enterró
ese tesoro: él y seis hombres que trajo aquí, seis marineros de los más fuertes.
Estuvieron en tierra cerca de una semana, y nosotros, entretanto, estábamos
anclados en el viejo Walrus. Un día vimos izada la señal de regreso, y vimos
aparecer a Flint, pero volvía solo en el bote, y traía la cabeza vendada con un
pañuelo azul. El sol estaba levantándose y, cuando el bote se acercó, vimos a
Flint, pálido como un muerto, remando. Allí estaba, imagínatelo, y los otros
seis, muertos, muertos y enterrados. Cómo pudo hacerlo, nadie logró
explicárselo a bordo. Los envenenó, luchó contra ellos, los asesinó a
traición… Pero él solo pudo con los seis. Billy Bones era el segundo de a
bordo y John «el Largo» el contramaestre, y los dos le preguntaron que dónde
estaba el tesoro. «Ah», les respondió, «si queréis averiguarlo, podéis ir a tierra
y hasta quedaros allí, pero yo zarparé ahora mismo, ¡por Satanás!, en busca de
más oro». Eso les dijo. Tres años más tarde iba yo en otro barco y pasamos a
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la altura de esta isla. «Muchachos», les propuse, «ahí está el tesoro de Flint;
vamos a desembarcar y a buscarlo». Al capitán no le gustó la idea, pero mis
compañeros ya estaban resueltos y desembarcamos. Pasamos doce días
enteros buscándolo, y cada día que pasaba crecía su rencor contra mí, hasta
que una buena mañana decidieron regresar a bordo. «Y tú, Benjamín Gunn»,
me dijeron, «ahí te dejamos un mosquetón», y añadieron «y una pala y un
pico. Quédate y, cuando encuentres el dinero de Flint, todo para ti». Pues
bien, Jim, tres años llevo aquí desde aquel día, y sin probar un bocado de
cristiano. Pero, mírame, dime: ¿te parece que tengo el aspecto de uno de esos
piratas? No, y eso es porque nunca lo he sido. Ni lo soy.
Y al decir estas palabras, me guiñó un ojo y me dio un pellizco.
—Dile a tu squire precisamente eso, Jim —me insistió—: Ni lo fui ni lo
soy. Repítele esas palabras. Y recuerda decirle: Durante tres años él ha sido el
único habitante de la isla, con sus días y sus noches, con sus soles y sus
lluvias; unas veces pasaba el tiempo rezando (dile eso) y otras acordándose de
su pobre madre, que ojalá aún viva (no te olvides de decirle eso). Pero que la
mayor parte del tiempo la ha pasado Gunn ocupado (esto es muy importante
que se lo digas) con otro asunto. Y entonces le das un pellizco, como éste.
Y volvió a pellizcarme mientras me hacía un gesto de complicidad.
—Después —siguió—, después te detienes y le dices esto: Gunn es un
buen hombre (repíteselo) y pone toda su confianza del mundo, toda la
confianza del mundo, no olvides machacarle esto, en un caballero de
nacimiento, y no en esos otros caballeros de fortuna, y eso que él fue uno de
ellos.
—Bueno —le dije—, no entiendo ni una palabra de lo que me has dicho.
Pero eso no hace al caso, pues aún no sé cómo voy a arreglármelas para
volver al barco.
—Ah —dijo él—, ahí está el apuro, sin duda. Y ahí tienes un bote que yo
construí con estas manos, está debajo de la peña blanca. En el peor de los
casos podemos intentarlo cuando oscurezca. ¡Pero escucha! —dijo de pronto,
sobresaltado—, ¿qué es eso?
Porque en aquel momento, aunque aún faltaba una o dos horas para la
puesta del sol, la isla entera se estremeció con el estruendo de un cañonazo.
—¡Ha empezado la lucha! —grité—. ¡Sígueme!
Y eché a correr hacia el fondeadero, olvidando todos mis pasados
temores, y junto a mí el hombre de la isla, al viento una piel de cabra con la
que se había abrigado, corría con la agilidad de un animal.
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—¡A la izquierda! ¡A la izquierda! —me decía—. ¡Siempre a la izquierda,
compañero Jim! ¡Metámonos bajo esos árboles! Ahí maté yo mi primera
cabra. Ya hace tiempo que no bajan por aquí; prefieren refugiarse en los
masteleros[32], porque temen a Benjamín Gunn. ¡Ah! Y eso es el cementerio
—y creo que lo dijo con cierta intención—. ¿Ves esos túmulos? Son
sepulturas. Aquí vengo de vez en cuando a rezar, cuando supongo que debe
ser domingo o que le ronda cerca. No es que sea una iglesia, pero rezar aquí
parece más solemne; y además, y diles también esto, Ben Gunn ha tenido que
apañárselas como ha podido, sin capellán, ni Biblia, ni una bandera, díselo
así.
Y continuó hablando mientras yo corría, sin esperar ni recibir una
respuesta.
Había ya pasado un buen rato desde que escuchamos el cañonazo, cuando
oímos resonar una descarga de fusilería. Seguimos corriendo y, de pronto, a
menos de un cuarto de milla frente a nosotros, vi la Union Jack[33] ondeando
al aire sobre el bosque.
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PARTE CUARTA
LA EMPALIZADA
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Capítulo 16
Sería la una y media —los tres toques del mar— cuando dos
chinchorros[34] fueron arriados desde la Hispaniola y algunos marineros se
dirigieron a tierra. El capitán, el squire y yo volvimos al camarote y
continuamos deliberando sobre los acontecimientos. Si el viento hubiera
estado a nuestro favor, no habríamos dudado en deshacernos de los seis
amotinados que permanecían a bordo y zarpar. Pero no corría ni la menor
brisa y, para completar nuestras cuitas, Hunter nos comunicó que Jim
Hawkins había saltado a uno de los botes y estaba en la isla con los demás.
Ni por un instante se nos ocurrió dudar de la lealtad de Jim Hawkins, pero
sentimos una profunda preocupación por su seguridad. Conociendo la
determinación de los marineros, creímos tener pocas esperanzas de ver de
nuevo al muchacho. Preocupados, subimos a cubierta: la brea hervía en las
ensambladuras de los tablones; el olor insano de aquel fondeadero me
revolvió el estómago —se respiraba la fiebre, la disentería—; vimos a los seis
bribones que andaban de conciliábulo sentados a la sombra de una vela en el
castillo de proa. Allá en tierra se divisaban los dos botes amarrados y un
marinero en cada uno, en la desembocadura del riachuelo. Uno de los
forajidos silbaba la vieja canción «Lilibulero».
La espera destrozaba nuestros nervios, por lo que decidimos que Hunter y
yo nos acercáramos a tierra en otro chinchorro en busca de noticias. Los botes
se habían dirigido hacia la derecha, pero nosotros remamos en línea recta,
hacia la empalizada que el mapa señalaba. Cuando nos vieron aparecer los
dos que estaban de guardia en los botes, se sobresaltaron; dejé de oír la
canción, y me di cuenta de que discutían qué hacer con nosotros. De haber ido
alguno de ellos a avisar a Silver, seguramente hubiésemos podido tomarles
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delantera, pero probablemente habían recibido órdenes de permanecer en su
puesto; de nuevo escuché la vieja canción.
La costa presentaba un pequeño saliente rocoso y yo maniobré de forma
que sirviera para ocultarnos de ellos, por lo que incluso antes de desembarcar
ya los habíamos perdido de vista. Salté a tierra y empecé a caminar
rápidamente, aunque con prudencia; hacía tanto calor, que me protegí la
cabeza con un pañuelo de seda; también portaba dos pistolas cargadas para mi
defensa. No había caminado ni cien yardas, cuando me encontré con la
empalizada.
Estaba levantada en la cima de una gran duna aprovechando que allí
manaba un pequeño manantial, al que se había dejado dentro del recinto junto
a una especie de fuerte construido con troncos, y capaz de albergar, en caso
de necesidad, lo menos cuarenta hombres; se veían aspilleras[35] practicadas
en los cuatro lados, lo que garantizaba una defensa de mosquetería[36].
Alrededor se había rozado un espacio considerable y la obra se cerraba con
una empalizada de seis pies de altura, lo suficientemente sólida como para
resistir cualquier ataque y, por otra parte, hábilmente levantada con
separaciones que impedían el ocultamiento de los asaltantes. Sin duda los que
disparasen desde el fuerte tendrían a su merced a los que atacaran; casi como
cazadores que disparasen contra perdices. Ni un regimiento hubiera podido
tomar aquel fortín, si los defensores estaban alerta y con suficientes
provisiones.
Consideré sobre todo la importancia de contar con un manantial en el
mismo fortín, porque, si bien en la Hispaniola gozábamos de buen
alojamiento, abundancia de armas y municiones, y víveres suficientes, amén
de nuestros buenos vinos, algo había sido descuidado: no teníamos agua.
Meditaba sobre ello cuando hasta mí llegó, como si resonara sobre toda la
isla, un espeluznante grito de agonía. La muerte violenta no era algo a lo que
yo no estuviera acostumbrado —pues serví con Su Alteza el Duque de
Cumberland, y mi cuerpo muestra una cicatriz consecuencia de Fontenoy[37]
—, pero debo confesar que mi corazón se detuvo y de pronto empezó a latir
sin medida. Pensé que Jim Hawkins había muerto. Haber sido un viejo
soldado me sirvió en ese instante, pero aún más mi dedicación a la medicina,
pues exige reacciones inmediatas; y esta educación me hizo decidir al
instante, y sin pérdida de tiempo corrí hacia la playa y salté a bordo del
chinchorro.
Afortunadamente, Hunter era un buen remero y parecía que volábamos
sobre las aguas; pronto amarramos al costado de la goleta, y subí a bordo.
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Todos estaban allí sobresaltados, lógicamente. El squire, pálido como un
papel, aguardaba sentado, imagino que considerándose culpable de habernos
arrastrado a aquella situación. En el alcázar uno de los marineros no
demostraba mejor humor.
—Fijaos en ese marinero —me dijo el capitán Smollett señalándolo con
disimulo—. Es novato. Cuando escuchó ese grito terrible, estuvo a punto de
desmayarse. Creo que bastaría orientar su miedo para que se pasara a nuestras
filas.
Comuniqué al capitán mi criterio de fortificarnos en la empalizada, y entre
los dos convinimos los detalles para llevarlo a cabo. Apostamos entonces al
viejo Redruth en el pasillo entre el camarote y el castillo de proa, con tres o
cuatro mosquetes cargados y una colchoneta como protección. Hunter situó el
chinchorro en la portañuela de popa, y Joyce y yo lo pertrechamos con sacos
de pólvora, mosquetes, cajas de galleta, barricas de salazón de cerdo, un tonel
de brandy y mi inapreciable botiquín.
Entre tanto, el squire y el capitán permanecían en cubierta; este último
llamó al timonel, que obviamente era el jefe de los amotinados a bordo.
—Señor Hands —le dijo, apuntándolo con sus pistolas—, el señor
Trelawney y yo estamos decididos a disparar sobre usted. Al menor
movimiento por parte de cualquiera de los suyos, es usted hombre muerto.
Los forajidos se quedaron desconcertados, y después de una breve
consulta empezaron a bajar uno a uno por la escalera de rancho, seguramente
pensando en sorprendernos de alguna manera por la espalda. Pero allí se
encontraron con Redruth en el pasadizo, y no tuvieron otra salida que dar la
vuelta y regresar a cubierta, donde comenzaron a asomar cautelosamente sus
cabezas.
—¡Abajo, perros! —gritó el capitán.
Volvieron a ocultarse, y por el momento ninguno de aquellos marineros,
tan poco animosos, continuó inquietándonos.
El chinchorro estaba ya dispuesto, tan cargado como nuestra temeridad
permitía, y Joyce y yo subimos a él, desde la portañuela de popa, y remamos
hacia la costa tan deprisa como nos permitieron las circunstancias.
Este segundo viaje despertó ya claramente las sospechas de los dos
bandidos que vigilaban en la playa. Una vez más dejé de oír sus silbidos, y,
antes de perdernos de su vista tras el saliente, pude asegurarme de que uno de
ellos saltaba del bote y desaparecía en la maleza. Me dieron ganas de cambiar
mi plan y aprovechar para destruir los botes, pero temí que Silver y los otros
estuvieran muy cerca, y no podía arriesgar todo por tan poco.
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Pronto atracamos en el mismo lugar que la primera vez, y nos dedicamos
a aprovisionar el fortín. Trasladamos los pertrechos que pudimos hasta la
empalizada, y dejando allí a Joyce de vigilancia —que, aunque fuera sólo un
hombre, disponía de media docena de mosquetes—, Hunter y yo volvimos al
chinchorro a por más provisiones. No terminó nuestra faena hasta que todo
estuvo almacenado, y entonces los dos criados del squire ocuparon posiciones
en el fortín y yo regresé, remando con todas mis fuerzas, a la Hispaniola.
Trasladar un segundo cargamento puede parecer más osadía de la que en
verdad representaba, porque, si los piratas tenían sin duda la ventaja de su
número, nuestras eran las armas. Ninguno de los que permanecían en tierra
tenía mosquete y, antes de que pudieran acercársenos a tiro de pistola, ya
habríamos dado buena cuenta de media docena, al menos.
El squire me aguardaba en la portañuela, sin demostrar su pasada
debilidad. Fijó la amarra y me ayudó a cargar nuevamente el botecillo con la
presteza de quien se juega en ello la vida. Más carne de cerdo, más pólvora y
galleta, y un mosquete y un machete para cada uno de nosotros, el squire, el
capitán, Redruth y yo. El resto de las armas y de la pólvora lo arrojamos al
mar, y, dado el poco calado y la claridad de las aguas, podíamos ver en el
fondo el brillo del acero sobre la arena.
Empezaba ya a bajar la marea y el barco a derivar suavemente en torno al
ancla. Escuchamos voces lejanas en dirección de los dos botes, y aunque ello
nos tranquilizó pensando en Joyce y en Hunter, que estaban más hacia el este,
también nos advertía que no podíamos perder un minuto en zarpar.
Redruth fue retrocediendo desde su parapeto y se descolgó hasta el
chinchorro; dimos entonces una vuelta para recoger al capitán en la escalerilla
de babor.
Antes de partir, el capitán Smollett se dirigió a los amotinados, que aún
permanecían escondidos en el castillo de proa:
—¡Eh, vosotros! ¿Me oís?
Pero no escuchamos respuesta alguna.
—¡Gray! —llamó el señor Smollett, en un último intento—. Voy a
abandonar el barco, y te ordeno que sigas a tu capitán. Sé que en el fondo eres
un buen hombre, y hasta diría que ninguno de vosotros está definitivamente
perdido. Tengo el reloj en la mano; te doy treinta segundos para que me
obedezcas.
Hubo un silencio.
—¡Ven conmigo, muchacho! —insistió el capitán—, rompe amarras. No
puedo esperar más, cada segundo que pasa arriesgo mi vida y la de estos
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caballeros.
Entonces escuchamos un repentino estrépito, como de lucha, y vimos a
Abraham Gray surgir como un rayo, con una cuchillada en el rostro, y correr
hacia el capitán, junto al que se situó como un perro que acude al silbido de su
amo.
—Estoy con usted, señor —dijo.
Inmediatamente el capitán y él embarcaron con nosotros y empezamos a
remar.
Habíamos conseguido salir salvos del barco, pero aún teníamos que
alcanzar la empalizada.
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Capítulo 17
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Lo intenté, pero mi experiencia me aseguraba que la marea nos arrastraría
violentamente, y no pudimos evitar que el botecillo derrotara hacia el este, es
decir, casi en ángulo recto con el rumbo que debíamos seguir.
—Así nunca conseguiremos llegar —dije.
—No podemos seguir otro rumbo —contestó el capitán—. Hay que luchar
contra la corriente. Fijaos —continuó—, si derivamos a sotavento de nuestro
punto de destino, es difícil saber dónde atracaremos, y, además, vamos a
quedar expuestos a que los amotinados nos aborden, mientras que con este
rumbo llegará un punto en que la marea amaine, y entonces podremos
regresar costeando.
—La corriente empieza a ceder, señor —dijo el marinero Gray, que iba
encaramado a la proa—. Ya no es preciso retener tanto el timón.
—Bien, muchacho —le dije, y le hablé como si nada hubiera ocurrido,
como si desde el principio hubiera sido leal, que era lo que habíamos decidido
el capitán y yo.
De pronto, el señor Smollett pareció recordar algo importantísimo, y
exclamó con voz alterada:
—¡El cañón!
—Ya había pensado en ello —contesté yo, relacionándolo con un posible
bombardeo del fortín—. Pero nunca podrán llevar el cañón a tierra, y si lo
hacen, no es fácil arrastrarlo a través de la maleza.
—Mirad a popa —me indicó el capitán.
Nos habíamos olvidado por completo de la pieza larga del nueve; y vi con
espanto cómo los cinco facinerosos que quedaban a bordo se afanaban en
torno a ella, quitándole la «chaqueta», como llamaban a la lona embreada que
la protegía. Y recordé entonces que también habíamos olvidado en la goleta
las granadas del cañón y los detonantes, y que bastaría con que dieran con los
pertrechos para que los amotinados se hicieran dueños de todo.
—Israel era el artillero de Flint —dijo Gray con voz ronca.
Arriesgándolo entonces todo, enfilamos decididos hacia el
desembarcadero. La corriente había amainado lo suficiente como para que
pudiéramos gobernar el chinchorro sin demasiados problemas, pero, en la
deriva a que nos había arrastrado, navegábamos ahora, además de con cierta
lentitud, con un rumbo que nos presentaba de costado la Hispaniola, en lugar
de popa, con lo que ofrecíamos mejor blanco que la puerta de un corral.
Desde nuestra posición podía ver y oír a aquel bribón aguardentoso de
Israel Hands, que hacía rodar una gruesa granada por cubierta.
—¿Quién es aquí el mejor tirador? —preguntó el capitán.
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—El señor Trelawney, sin duda —dije yo.
—Señor Trelawney —dijo entonces el capitán—, ¿tendríais la amabilidad
de quitar de en medio a uno de esos perros levantiscos…, a Hands, si os fuera
posible?
Trelawney, impávido, frío como el acero, cebó su mosquete.
—Tened cuidado —dijo el capitán— al disparar, no vayamos a zozobrar.
Atención todos para asegurar el chinchorro cuando el señor Trelawney
apunte.
El squire levantó su arma, cesamos de remar y nos situamos en posición
de hacer de contrapeso; he de decir que ni una gota de agua penetró en
nuestro bote.
Los amotinados, entre tanto, habían girado la cureña y ahora trataban de
apuntar hacia nosotros; Hands, que estaba junto a la boca del cañón con el
atacador, era sin duda el mejor expuesto. Pero nos falló la suerte, porque, en
el mismo instante de disparar el squire, Hands se agachó y la bala, que rozó
su cabeza, alcanzó a otro de sus compinches.
Al caer éste, dio un grito que no sólo puso en movimiento a sus
compañeros a bordo, sino que alertó a los que estaban en tierra, y mirando
hacia la playa pude ver a los piratas salir en tropel por entre los árboles para
ocupar sin pérdida de tiempo sus puestos en los botes.
—Mirad esos botes, señor —le dije al capitán.
—¡Avante! —ordenó él entonces—, olvidad toda precaución. Si nos
vamos a pique, tanto peor.
—Sólo veo acercarse uno de los botes —le indiqué—; los otros marineros
seguramente estarán tomando posiciones en tierra.
—Buena carrera habrán de darse —repuso el capitán—, y ya sabéis lo que
es un Jack[38] en tierra. No me preocupan demasiado. Me alarma más ese
cañón. Cómo hemos podido olvidar deshacernos de las granadas. La doncella
de mi esposa sería capaz de acertar en el tiro. Señor Trelawney, estad atento
y, si veis que encienden la mecha, advertidnos para que aguantemos sobre los
remos.
Con todos estos acontecimientos habíamos avanzado un trecho muy
considerable, a pesar de ir sobrecargados. No nos faltaba mucho para arribar,
con treinta o cuarenta bogadas más atracaríamos; el reflujo había descubierto
ya una estrecha restinga[39] bajo los árboles, que se amontonaban en la orilla.
Y tampoco sentíamos excesivo temor por el bote que nos perseguía, porque el
promontorio nos ocultaba a sus ojos. La corriente que tanto nos había
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perjudicado, nos compensaba ahora retrasando a nuestros enemigos. Pero el
cañón era un peligro del que aún no nos habíamos librado.
—Me entran tentaciones, aunque signifique perder un poco de tiempo, de
detenernos y quitar de en medio a otro de esos bandidos —dijo el capitán.
Porque era evidente que éstos no estaban dispuestos a retrasar otra
andanada. Ni siquiera habían atendido a su compañero herido, al que veíamos
tratando de alejarse a rastras.
—¡Preparados! —gritó el squire.
—¡Aguantad! —ordenó el capitán, presto como un eco.
Y él y Redruth aguantaron los remos con tal esfuerzo, que la popa del
chinchorro se hundió bajo las aguas. En ese instante retumbó el cañonazo.
Fue —como más tarde supe— el que Jim escuchó, ya que el disparo del
squire no llegó a sus oídos. La bala pasó sobre nuestras cabezas, supongo,
aunque ninguno puede decirlo, pero el aire que desplazó seguramente
contribuyó para que zozobrásemos.
El chinchorro empezó a hundirse por la popa. La profundidad era sólo de
tres pies, y, aunque algunos cayeron de cabeza al mar, pronto se levantaron,
empapados; el capitán y yo permanecimos de pie, enfrente uno del otro.
No sufrimos grandes daños. Nos habíamos salvado y pudimos vadear
hasta la costa sin ningún peligro. Pero todos nuestros pertrechos quedaron
inutilizados en el agua, y hasta de los cinco mosquetes sólo dos estaban aún
en condiciones de ser utilizados. Agarré el mío antes de caer al mar y lo alcé
sobre mi cabeza como por una especie de instinto. El capitán llevaba el suyo
colgado al hombro y prudentemente con el cañón hacia arriba. Pero los demás
quedaron en el fondo.
Para aumentar nuestra confusión, escuchamos voces que se acercaban por
el bosquecillo que bordeaba la ribera; lo que aumentó nuestros temores, no ya
tan sólo porque nos cortasen el camino hacia la empalizada, y en la
indefensión en que nos hallábamos, sino considerando que Hunter y Joyce, de
ser atacados por media docena siquiera, no tuvieran el buen sentido y la
decisión suficiente para resistir. Que Hunter era hombre firme, nos constaba;
pero Joyce era dudoso, pues, si bien se trataba de alguien de buena
disposición como criado, la capacitación de hombre de armas no era la misma
que para cepillar la ropa.
Con todas estas cavilaciones por fin logramos alcanzar la costa. Pero atrás
quedaba nuestro pobre chinchorro y con él la mitad de nuestras municiones y
avituallamiento.
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Capítulo 18
A toda velocidad nos lanzamos a través del bosque tras el cual estaba la
empalizada, y a cada paso nos parecía escuchar más cerca aún las voces de los
bucaneros. Pronto oímos el crujir de las ramas bajo sus pisadas, lo que
indicaba cuán cerca estaban ya de nosotros.
Consideré que nos veríamos obligados a hacerles frente antes de poder
llegar al fortín, y cebé mi mosquete.
—Capitán —dije—, Trelawney es el mejor tirador. Déjele su arma,
porque la suya no puede utilizarse.
Cambiaron las armas, y Trelawney, silencioso y sereno como lo había
estado desde el comienzo de los incidentes, se detuvo para comprobar que el
mosquete se hallaba dispuesto. Me di cuenta también de que Gray se
encontraba desarmado, y le di mi machete. A todos se nos alegró el corazón al
verlo escupir sobre su palma, fruncir el gesto y dar unas cuchilladas al aire.
Su aire fiero nos confortó, pues indicaba que nuestro nuevo aliado no era un
refuerzo despreciable.
Anduvimos unos cuarenta pasos y salimos del bosque, y allí pudimos
contemplar la empalizada delante de nuestros ojos. Nos acercamos al fortín
por el lado sur, y casi al mismo instante siete de aquellos forajidos, con Job
Anderson, el contramaestre, a su cabeza, se abalanzaron contra nosotros desde
el suroeste con gran algazara.
Se detuvieron al vernos armados, y, aprovechando ese momento de
indecisión, el squire y yo disparamos sobre ellos, y a nuestro fuego se unió,
desde el fortín, la descarga de Hunter y de Joyce. Los cuatro disparos fueron
graneados, pero lograron su efecto: uno de los bandidos cayó allí mismo y los
demás, sin detenerse a pensarlo, dieron vuelta y se internaron bajo la
protección de los árboles. Cargamos de nuevo las armas y salimos al campo
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para comprobar la muerte de aquel bribón; no cabía duda: un disparo le había
atravesado el corazón. Pero poco duró nuestro regocijo, porque, mientras
permanecíamos en aquel descubierto, de pronto sonó un tiro de pistola, sentí
pasar la bala junto a mi oído, y el pobre Tom Redruth cayó cuan largo era
dando un extraño salto. El squire y yo devolvimos el disparo, pero, como no
pudimos apuntar a bulto alguno, no hicimos más que desperdiciar la pólvora.
Cargamos otra vez y atendimos al pobre Tom.
El capitán y Gray estaban examinándolo, y bastó una mirada para darnos
cuenta de que no tenía remedio.
Me figuro que la presteza con que respondimos al disparo dispersó a los
amotinados, porque durante un rato no volvieron a molestarnos, lo que
aprovechamos para llevar al malogrado Redruth, que no cesaba de sangrar y
dar ayes, tras la empalizada y recostarlo en el interior del fortín de troncos.
Pobre viejo, ni una palabra, ni una queja había salido de sus labios desde
que empezaron nuestras desventuras, ni una expresión de temor, ni tampoco
de asentimiento. Ahora esperaba su muerte tendido en aquel fortín. Había
resistido como un troyano en su puesto tras el colchón en la goleta; había
cumplido todas las órdenes en silencio, casi tercamente, y bien. Era el mayor
de todos nosotros, lo menos veinte años. Y precisamente fue a aquel hombre,
sombrío, viejo y abnegado criado, a quien le tocó morir.
El squire cayó de rodillas junto a él y le besó la mano llorando como un
niño.
—¿Me estoy muriendo, doctor? —me preguntó.
—Tom, amigo —le dije—, te vas a donde iremos todos.
—Me hubiera gustado llevarme a uno al menos por delante —murmuró.
—Tom —dijo el squire—, di que me perdonas.
—Eso no sería respetuoso de mi parte, señor —contestó—. Pero si así lo
deseáis, que así sea, ¡amén!
Hubo un corto silencio, y después nos pidió que alguien leyera una
oración.
—Es la costumbre, señor —dijo, como disculpándose. Y sin añadir
palabra expiró.
Mientras tanto el capitán Smollett, al que me había parecido ver
singularmente abultado, empezó a sacar de su pecho y bolsillos una gran
variedad de objetos: la bandera con los colores de Inglaterra, una Biblia, un
largo trozo de cuerda, pluma, tinta, el cuaderno de bitácora y varias libras de
tabaco. Aseguró en una esquina del fortín un tronco fino que había
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encontrado, y con ayuda de Hunter subióse al tejado y con sus propias manos
izó y desplegó nuestra bandera.
Esto pareció reconfortarlo enormemente. Volvió a entrar en el fuerte y se
puso a inventariar las provisiones, como si aquello fuera lo único que le
importaba. Sin embargo no había dejado de seguir con emoción la muerte de
Tom; y cuando llegó su fin, se acercó con otra bandera y la extendió sobre su
cuerpo, haciendo su gesto de marcial reverencia.
—No os acongojéis, señor —le dijo al squire—. Ha muerto como
corresponde a un marino, cumpliendo su deber para con su capitán y armador;
ahora está en buenas manos. Como debe ser.
Después de estas palabras, el capitán me llevó aparte.
—Doctor Livesey —me dijo—, ¿en cuántas semanas espera el squire el
barco de socorro?
Le dije que era cuestión quizá de meses, más que semanas; que Blandly
enviaría a buscarnos en caso de no haber regresado para finales de agosto,
pero no antes.
—Eche usted mismo la cuenta —le dije.
—Es el caso —contestó el capitán, rascándose la cabeza— que, aun
contando con los inestimables bienes de la Providencia, estamos en un
verdadero apuro.
—¿Qué quiere usted decir? —pregunté.
—Que es una lástima que hayamos perdido aquel segundo cargamento;
eso quiero decir —replicó el capitán—. Podemos resistir con la munición y la
pólvora de que disponemos. Pero las raciones van a ser muy escasas,
demasiado escasas, doctor Livesey; tanto, que quizá sea mejor no tener que
contar con otra boca.
Y señaló el cuerpo muerto que cubría la bandera.
En aquel momento se produjo una explosión y una bala de cañón silbó
sobre el fortín para perderse en la lejanía del bosque.
—¡Y bien! —exclamó el capitán—. ¡Se lucen! ¡Y no tenéis tanta pólvora
como para desperdiciarla, bribones!
Un segundo disparo dio prueba de que la puntería mejoraba y el proyectil
cayó dentro de la empalizada, levantando una nube de arena, pero sin otros
daños.
—Capitán —dijo el squire—, el fortín no es visible desde el barco. Debe
ser la bandera la que les indica el objetivo. ¿No deberíamos arriarla?
—¡Arriar mi bandera! —rugió el capitán—. ¡No, señor; no haré tal cosa!
—y bastó que pronunciase esas palabras para que todos nos diéramos cuenta
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de que sentíamos lo mismo que él. Porque aquellos colores no eran solamente
el símbolo de la nobleza y recio espíritu propios de un marino, sino que
además proclamaban a nuestros enemigos nuestro desprecio por su
bombardeo.
A lo largo del atardecer siguieron cañoneándonos. Una bala tras otra se
enterraron en la arena, porque debían elevar tanto el ángulo de tiro, que dar en
el blanco era casi imposible para ellos, y las andanadas caían o largas o
cortas, y tampoco los rebotes significaban un verdadero peligro para nosotros;
sólo una bala atravesó el techo, pero no causó daños, y no tardamos en
habituarnos a aquella especie de juego salvaje hasta no darle más importancia
que a un golpe de cricket.
—Después de todo hay una cosa buena —observó el capitán—;
probablemente habrán despejado el bosque, y pienso que la marea debe haber
bajado ya lo suficiente para que nuestros pertrechos hayan quedado en
superficie. Pido voluntarios para ir a recoger la cecina.
Gray y Hunter se ofrecieron los primeros. Bien armados se deslizaron
fuera de la empalizada; pero la expedición no tuvo éxito, porque los
sediciosos habían pensado lo mismo, quizá porque confiaban en la puntería de
Israel, y cuatro o cinco de ellos estaban ya ocupados en hacerse con nuestras
provisiones cargándolas en uno de los botes que se hallaba cerca de la orilla,
lo que no era tarea fácil, porque la corriente era fuerte en ese momento. Allí
estaba Silver, sentado en popa, dando órdenes; y lo más inquietante: cada uno
de los piratas portaba un mosquete que ignorábamos de qué secreta armería
procedían.
El capitán se sentó con el cuaderno de bitácora ante él y empezó a
escribir:
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Capítulo 19
La guarnición de la empalizada
Tan pronto como Ben Gunn vio ondear la bandera, se detuvo en seco y me
tomó por el brazo.
—Mira —dijo—, son tus amigos, sin duda son ellos.
—Quizá sean los amotinados —le contesté.
—Nunca —exclamó—. Si así fuera, en un lugar como éste, donde
solamente puede haber caballeros de fortuna, Silver hubiera izado la Jolly
Roger[40], no te quepa duda. No, ésos son los tuyos. Y deben haber
combatido, y además no creo que hayan llevado la peor parte. Se habrán
refugiado en la vieja empalizada de Flint; la levantó hace ya años y años. ¡Ah,
Flint sí que era un hombre con cabeza! Quitando el ron, nunca se vio quien
pudiera estar a su altura. No temía a nadie, no sabía lo que era el miedo…
Sólo a Silver; ya puedes imaginarte cómo es Silver.
—Sí —contesté—, quizá tengas razón; ojalá. Razón de más para darme
prisa y unirme a mis amigos.
—No, compañero —replicó Ben—, espera. Tú eres un buen muchacho,
no me engaño; pero eres un mozalbete solamente, después de todo. Escucha:
Ben Gunn se larga. Ni por ron me metería ahí dentro contigo, no, ni siquiera
por ron, antes tengo que ver a tu caballero de nacimiento comprometerse con
su palabra de honor. No olvides repetirle mis palabras: «Toda la confianza
(debes decirle esto), toda la confianza del mundo»; y entonces le pellizcas,
así.
Y me pellizcó por tercera vez con el mismo aire de complicidad.
—Y cuando se necesite a Ben Gunn, tú ya sabes dónde encontrarlo, Jim.
En el mismo sitio donde hoy me has encontrado. Y el que venga a buscarme
que traiga algo blanco en la mano y que venga solo. ¡Ah! Y debes decirles:
«Ben Gunn», diles eso, «tiene sus razones».
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—Bueno —le dije—, creo que te entiendo. Quieres proponer algo y
quieres ver al squire o al doctor, y ellos podrán encontrarte en el lugar que yo
te encontré. ¿Es eso todo?
—¿Y cuándo?, te preguntarás tú —me dijo—. Pues desde mediodía hasta
los seis toques[41].
—Muy bien —le contesté—. ¿Puedo irme ahora?
—¿No se te olvidará? —me preguntó con ansiedad—. «Toda la confianza
del mundo» y «él tiene sus razones», debes decirles eso. Razones propias; ése
es el punto crucial[42]: de hombre a hombre. Y bien, ya puedes irte —dijo,
aunque seguía reteniéndome por el brazo—. Pero escucha, Jim, si fueras a
encontrarte con Silver… ¿no venderías a Ben Gunn? ¿Ni aunque te torturasen
en el potro? No, ¿verdad? Y si esos piratas acampan aquí, Jim, ¿qué dirías tú,
si hubiera viudas por la mañana?
Sus palabras fueron interrumpidas por una fuerte detonación, y una bala
de cañón quemó las copas de los árboles y se hundió en la arena a menos de
cien yardas de donde estábamos. Un minuto después cada uno corríamos en
distintas direcciones.
Durante más de una hora las detonaciones estremecieron la isla y los
cañonazos continuaron arrasando la espesura. Yo fui de un escondrijo a otro,
perseguido siempre, o al menos así me lo parecía, por aquellas descargas. Al
final creo que hasta llegué a recobrar el ánimo, aunque aún no me atrevía a
dirigirme a la empalizada, porque allí los disparos podían alcanzarme más
fácilmente. Así que decidí dar un gran rodeo hacia el este y acercarme a la
costa por entre el arbolado.
El sol acababa de ponerse y la brisa del mar agitaba los árboles y rizaba la
superficie grisácea del fondeadero; la marea había bajado y dejaba al
descubierto grandes zonas arenosas; el fresco de la noche, después de un día
tan caluroso, penetraba a través de mis ropas.
La Hispaniola seguía fondeada en el mismo punto, pero en la pena de la
cangreja ondeaba la Jolly Roger —la negra enseña de la piratería—. De
pronto vi que se iluminaba con un rojo fogonazo y la detonación fue
contestada por todos los ecos y otra andanada silbó en el aire. Fue la última.
Durante algún tiempo permanecí oculto, observando los movimientos que
siguieron al ataque. En la orilla, no lejos de la empalizada, vi cómo
empezaban a romper a hachazos el bote pequeño. A lo lejos, junto a la
desembocadura del riachuelo, una enorme hoguera brillaba entre los árboles,
y desde la playa iba y venía a la goleta uno de los botes con aquellos
marineros que yo había visto tan ceñudos a bordo y que ahora remaban
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cantando al compás de sus bogadas, como chiquillos, aunque en sus voces se
percibía la euforia del ron.
Por fin creía que era el momento de intentar alcanzar la empalizada.
Estaba a bastante distancia de ella, en la franja arenosa que cierra el
fondeadero por el este y que con la bajamar hace camino hacia la Isla del
Esqueleto; al ponerme en pie, me pareció ver, en la parte más lejana de la
franja de arena, entre unos matorrales, una roca solitaria, lo suficientemente
grande y de un raro color blancuzco, que me hizo pensar en la roca blanca de
que me hablara Ben Gunn y junto a la que se encontraba el bote que quizá
algún día pudiera necesitar.
Fui bordeando el bosque hasta penetrar por la retaguardia de la
empalizada, esto es, por el lado de la costa, y no tardé en ser recibido
calurosamente por aquellos leales.
Les relaté mi aventura sin perder tiempo, y comencé a hacerme cargo de
mi tarea. El fortín había sido construido con troncos de pino sin escuadrar,
incluso el piso y el techo, y este último se levantaba a un pie o pie y medio
sobre el arenal. Había una especie de porche en la puerta y bajo él brotaba un
manantial encauzado por un extraño pilón, que no era sino un gran caldero de
barco, desfondado, y hundido en la arena, como dijo el capitán, «hasta la
amurada».
Se había cuidado de que todo lo preciso estuviera en el recinto del fortín,
y fuera tan sólo se veía una especie de losa, que servía de hogar, y una rejilla
de herrumbroso hierro para contener el fuego.
Todo el interior de la empalizada en el declive de la duna había sido
rozado para levantar el fortín, y como mudos testigos quedaban las rotas
cepas que indicaban la vieja y hermosa arboleda. El suelo había sido
erosionado por las aguas o por el aluvión, al perder la protección del bosque,
y sólo por donde corría el arroyuelo se veía ahora una capa de musgo, algunos
helechos y yedra. Pero ya en los límites de la empalizada, el bosque recobraba
su densidad —lo que perjudicaba ciertamente nuestra defensa—, pletórico de
abetos en las zonas más interiores, y de encinas, hacia el mar.
La brisa fresca de la noche, que ya antes me hiciera tiritar, penetraba
ahora por todos los resquicios de la ruda construcción, y rociaba el suelo
como una lluvia de arena finísima. La sentíamos en nuestros ojos, la
mascábamos, había arena en nuestras caras, en el manantial, hasta en el fondo
del pilón, como gachas en una sartén. La chimenea, un agujero cuadrado en el
techo, no tiraba bien, y así el humo llenaba la habitación provocándonos la tos
y enrojeciéndonos los ojos. A todo esto hay que añadir la presencia de Gray,
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que yo desconocía, y al que vi con el rostro vendado a causa de una
cuchillada que recibió al escapar de los amotinados, y el pobre Tom Redruth,
que aún insepulto yacía junto a una pared, rígido y frío, bajo la enseña de la
Unión Jack.
Si se nos hubiera dejado permanecer quietos y ociosos, el
descorazonamiento hubiera terminado por apoderarse de nosotros, pero el
capitán Smollett no era hombre para tolerarlo. Nos hizo formar ante él y nos
distribuyó en guardias. El doctor, Gray y yo constituimos una, y el squire,
Hunter y Joyce, la otra. Aunque estábamos muy fatigados, dos fueron a por
leña y otros dos cavaron una fosa para Redruth, el doctor fue nombrado
cocinero y a mí me ordenaron montar vigilancia en la puerta; el capitán no
cesaba de ir de unos a otros infundiendo ánimos o ayudando allí donde era
preciso.
De vez en cuando el doctor asomaba a la puerta para respirar un poco de
aire puro y limpiar sus ojos enrojecidos por el humo, y en cada una de esas
salidas aprovechaba para conversar conmigo.
—Smollett —me dijo en una de esas ocasiones— vale más que yo. Y
cuando yo afirmo esto, Jim, es mucho lo que digo.
En otra permaneció silencioso largo rato. Después echó hacia atrás su
cabeza y me preguntó.
—¿Tú crees que Ben Gunn está cuerdo?
—No lo sé, señor —le respondí—. No estoy seguro de que no esté loco.
—Pues, si existe alguna duda, es que seguramente lo está. Un hombre que
ha pasado tres años royéndose las uñas en una isla desierta, no puede
esperarse, Jim, que esté tan cuerdo como tú o como yo. La naturaleza humana
no es tan firme. ¿Me dijiste que te pidió queso?
—Sí, señor: queso —contesté.
—Y bien, Jim —dijo él—, toma buena cuenta de cuánto vale ser uno
persona delicada en sus alimentos. ¿Tú has visto mi cajita de rapé? ¿A que
jamás me has visto aspirarlo? Y es porque en mi cajita de rapé lo que en
realidad llevo es un trozo de queso de Parma… un queso italiano muy
nutritivo. ¡Bien, pues se lo regalaré a Ben Gunn!
Antes de cenar enterramos al viejo Tom en la arena y permanecimos unos
instantes junto a su tumba rindiéndole honores. Habíamos hecho buen acopio
de leña, aunque no tanta como hubiera deseado el capitán, por lo que nos dijo
que «a la mañana siguiente reanudásemos la faena, y con más brío». Nos
sentamos a comer y, después de dar cuenta de nuestra ración de cerdo y
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nuestro vaso de aguardiente, los tres jefes se retiraron a deliberar en un
rincón.
Parecían muy preocupados por la escasez de provisiones, ya que podía ser
causa de grave apuro, tan grave como para considerar la rendición por hambre
mucho antes de que pudiera llegarnos socorro alguno. Convinieron en que lo
único que podíamos hacer era seguir eliminando piratas hasta que se
rindieran, en el mejor de los casos, o escaparan con la Hispaniola. De los
diecinueve sólo quedaban ya quince; y dos estaban con seguridad heridos,
uno de ellos, por lo menos —el que hirió el squire en la goleta—, de mucha
gravedad, si es que no había muerto también. Por lo que debíamos aprovechar
e ir reduciéndolos siempre que se pusieran a tiro, y tratar de resguardarnos
nosotros con el mayor cuidado. Pensábamos contar, además, con dos
excelentes aliados: el ron y el clima.
En cuanto al primero, y aunque los piratas se encontraban a más de media
milla de distancia, ya presentíamos su efecto al escuchar las canciones y el
alboroto hasta altas horas de la madrugada; y con respecto al segundo, el
doctor apostaba su peluca a que, acampando junto a la ciénaga, y sin
medicamentos, antes de una semana la mitad de ellos estarían fuera de
combate.
—Por eso —nos explicó—, ya se darán por contentos si pueden escapar
con la goleta. Es un buen barco, y siempre podrán volver a la piratería, como
imagino.
—¡Sería el primer navío que he perdido! —exclamó el capitán Smollett.
Yo estaba muerto de fatiga, como cabe suponer, y cuando logré
acostarme, después de tantos acontecimientos, me dormí como un tronco.
Cuando me desperté, los demás ya se habían levantado y hasta almorzado,
y la leñera mostraba una pila el doble de alta que el día anterior. Me despertó
un gran tumulto y fuertes voces.
—¡Bandera de parlamento! —oí que alguien gritaba; y a continuación,
una exclamación de sorpresa—: ¡Es el propio Silver!
Me levanté de un salto y frotándome los ojos corrí hacia una de las
aspilleras del fortín.
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Capítulo 20
La embajada de Silver
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Estamos dispuestos a someternos, si aceptáis nuestras condiciones, y acabar
con esta espinosa situación. Todo lo que yo pido es vuestra palabra, capitán
Smollett, de que me dejaréis regresar sano y salvo y darme un minuto para
ponerme fuera de tiro antes de disparar.
—No tengo el menor deseo de hablar con usted —dijo el capitán Smollett
—. Si quiere parlamentar, puede hacerlo, es todo. Si hay traición, será por
vuestra parte, y que el Señor os ayude.
—Con eso me basta, capitán —dijo John «el Largo», animadamente—. Su
palabra es suficiente para mí. Yo conozco al verdadero caballero con sólo
verlo.
El hombre que portaba la bandera de parlamento intentó detener a Silver,
lo que no era sorprendente después de las «caballerosas» palabras del capitán.
Pero Silver se rio de él a grandes carcajadas y le dio una fuerte palmada en la
espalda, como si imaginar cualquier peligro fuera cosa absurda. Y después
empezó a caminar hacia la empalizada, arrojó la muleta por encima y con
notable destreza y vigor consiguió sujetarse con una pierna, saltó la cerca y
cayó de nuestro lado sin el menor percance.
Confieso que estaba demasiado interesado por todos aquellos
acontecimientos para cumplir como es debido mi deber de centinela;
abandoné la vigilancia en la aspillera y me acerqué hasta donde estaba el
capitán, que se encontraba ahora sentado en el umbral con los codos en las
rodillas, su cabeza entre las manos y los ojos fijos en el manantial que
borboteaba desde la caldera perdiéndose en la arena. Entre dientes silbaba la
canción «Venid, muchachas y muchachos».
A Silver le costó más trabajo subir la duna. Entre lo pronunciado de la
cuesta y las muchas cepas de los árboles talados, a lo que añadíase lo mullido
del arenal, él y su muleta eran inútiles como un barco en el varadero. Pero era
terco, y siguió subiendo en silencio hasta que al fin llegó donde estaba el
capitán, al que saludó con toda desenvoltura. Se había engalanado con lo
mejor que tenía: una inmensa casaca azul repleta de botones de latón que le
colgaba por debajo de las rodillas y un magnífico sombrero con encajes que
lucía medio caído.
—Ya está usted aquí —dijo el capitán, levantando su cabeza—. Siéntese
si gusta.
—¿No va a dejarme entrar, capitán? —se quejó John «el Largo»—. Hace
una mañana muy fría para estar sentados a la intemperie y en la arena.
—Ya ve, Silver —dijo el capitán—, si usted hubiera tenido a bien ser un
hombre honrado, ahora estaría tranquilamente en su cocina. Suya es la culpa.
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¿Hablo con el cocinero de mi barco? En ese caso le trataré como corresponde.
¿O con el capitán Silver, un vil amotinado y un pirata? ¡Entonces que lo
ahorquen!
—Bien, bien, capitán —repuso el cocinero y se sentó en la arena—, pero
tendrá usted que darme su mano para levantarme. No están ustedes muy bien
acondicionados aquí. ¡Ah, ahí veo a Jim! Muy buenos días, Jim. A sus
órdenes, doctor. Bien, veo que todos están juntos como una familia feliz,
como suele decirse.
—Si tiene usted algo que explicar, mejor será que lo haga —dijo el
capitán.
—Tiene usted mucha razón, capitán Smollett —replicó Silver—. El deber
es el deber, no cabe duda. Bien, pues ahora escúcheme usted. Me la jugaron
anoche, no niego que fue una buena jugada. Alguno de ustedes manejó con
pericia el espeque[43]. Y no voy a negar que consiguieron asustar a muchos de
mis camaradas…, quizá a todos, y hasta puede ser que yo me asustara, y hasta
que precisamente ahora esté yo aquí por esa razón, para parlamentar. Pero
también debe tener en cuenta, capitán, que esa astucia no sirve dos veces, ¡por
Satanás! Pondré centinelas y nos ceñiremos una cuarta en el ron. Puede que
usted crea que todos estábamos borrachos. Pero le digo que yo no lo estaba;
estaba muy cansado, y eso hizo que no me despertara, porque, si me despierto
un segundo antes, os pillo con las manos en la masa. Cuando me acerqué aún
no estaba muerto, no, señor.
—¿Y bien? —dijo el capitán Smollett dando toda la impresión de
serenidad que podía.
Porque todo cuanto Silver estaba contando era para él el mayor de los
enigmas, lo que no trascendió en su tono de voz. Yo empezaba a imaginar de
qué se trataba. Me acordé de las últimas palabras de Ben Gunn y no dudé que
podía haber hecho una visita nocturna a los bucaneros aprovechando que
dormían borrachos junto a la hoguera, y, de cualquier forma, eché con alegría
la cuenta y resté un enemigo más, quedando ya sólo catorce.
—Esta es mi propuesta —dijo Silver—. Queremos el tesoro, y lo vamos a
conseguir. ¡Es nuestro botín! Ustedes, como supongo, desearán salvar sus
vidas: y ésa es vuestra parte. Usted guarda un mapa, ¿lo tiene, no?
—Pudiera ser —replicó el capitán.
—Bueno, lo tiene, lo sé —insistió John «el Largo»—. No es necesario que
sea usted tan hosco conmigo; no arreglará nada con eso, se lo aseguro. Lo
único que me interesa resolver es esto: necesitamos ese mapa. Por lo demás,
jamás he pensado en hacerles daño.
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—Nada de eso le valdrá conmigo —replicó el capitán—. Sabemos cuáles
son vuestras intenciones, y nos tienen sin cuidado, porque ya, como usted
muy bien sabe, no pueden llevarlas a cabo.
Y el capitán lo miró con toda parsimonia, mientras cargaba su pipa.
—Si Abraham Gray… —comenzó a decir Silver.
—¡Alto ahí! —exclamó el señor Smollett—. Gray no me ha contado nada
ni nada le he preguntado; y lo que es más, antes de hacerlo, por mí pueden él
y usted y esta condenada isla saltar por los aires. Sólo le digo a usted lo que
pienso sobre este asunto, para que se dé por enterado.
Este desahogo pareció calmar a Silver. También él había perdido un poco
su contención y trató de refrenarse y conservar su mesura.
—Es suficiente —dijo—. No soy quien para considerar lo que un
caballero pueda tener o no por juego limpio, según cada caso. ¿Puedo, ya que
usted lo hace, cargar yo otra pipa?
Y llenó su pipa y la encendió. Los dos hombres siguieron sentados y
fumando durante un largo rato, mirándose en silencio, retacando sus pipas,
escupiendo y volviendo a fumar, como en la más gustosa de las comedias.
—Así —prosiguió Silver— que ésta es la cuestión. Ustedes nos dan el
mapa para encontrar el tesoro y dejan de cazar a mis pobres muchachos y de
romperles la cabeza mientras duermen. Y en tal caso yo les ofrezco escoger
entre dos caminos: o volver con nosotros una vez que el tesoro esté a bordo, y
yo garantizo bajo mi palabra de honor dejarlos sanos y salvos en alguna tierra,
o, si no les gusta, porque algunos de mis marineros son bastante groseros y
quizá saquen viejas cuentas y no sea muy recomendable para ustedes ese
viaje, en ese otro caso pueden quedarse donde ahora están; yo les dejaré la
mitad de las provisiones y garantizo por mi honor dar noticias al primer navío
que encuentre para que venga a recogerlos. Es un trato excelente, sí, señor. Y
espero —y aquí alzó su voz— que todos los que están aquí en este fortín
hayan escuchado mis palabras, porque lo que a uno digo lo digo a todos.
El capitán Smollett se levantó y golpeó la pipa con la palma de su mano
para sacar las últimas brasas.
—¿Eso es todo? —preguntó.
—¡Mi última palabra, por todos los diablos! —contestó John—. Si
rehúsan esa solución, ya no será a mí a quien oigan, sino las balas de los
mosquetes.
—Perfectamente —dijo el capitán—. Ahora me va a escuchar usted a mí.
Si todos vosotros os presentáis aquí, uno a uno, desarmados, yo os garantizo
que os pondré grilletes y os llevaré a Inglaterra para ser juzgados. Y si no lo
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hacéis así, por mi nombre, que es Alexander Smollett, que he izado los
colores de mi Rey y he de veros a todos con Davy Jones[44]. No podéis
encontrar el tesoro. No sabéis gobernar el barco, ninguno de vosotros sirve
para ello. No podéis vencernos. Gray, él solo, ha podido con cinco de
vosotros cuando escapó. Vuestro barco está en el carenero, y usted al
socaire[45], y pronto va a comprobarlo. Yo estoy decidido a todo, y se lo
advierto, y estas palabras son las últimas que escuchará de mí, porque le juro
por el cielo que la próxima vez que os encuentre pienso meteros una bala en
la espalda. Así que, andando, muchachos. Largo de aquí, y sin deteneros; a
paso de carga.
El rostro de Silver era como una ilustración; sus ojos se salían de las
órbitas. Sacudió su pipa.
—¡Deme una mano para levantarme! —imploró.
—No —respondió el capitán.
—¡Que alguien me dé una mano! —gritó.
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Ninguno de nosotros se movió. Rugiendo las más atroces maldiciones, se
arrastró por la arena hasta que pudo aferrarse al porche y ponerse en pie con
su muleta. Entonces escupió dentro del pilón.
—¡Eso —gritó— es lo que pienso de vosotros! Antes de que pase una
hora habré acabado con este viejo fortín como si fuera una pipa de ron.
¡Podéis reíros, por todos los relámpagos, podéis reíros! Antes de una hora
veremos quién se ríe mejor. Los muertos estarán contentos por no estar vivos.
Y con un terrible juramento echó a andar dando traspiés y dejando un
surco en la arena; tras cuatro o cinco intentos furiosos, logró saltar la estacada
con ayuda del hombre que llevaba la bandera de parlamento, y en un abrir y
cerrar de ojos desapareció entre los árboles.
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Capítulo 21
Al ataque
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situamos las municiones y los mosquetes de repuesto ya cargados y los
machetes.
—Apagad el fuego —dijo el capitán—, ya no hace frío y el humo no
puede hacer más que perjudicar nuestros ojos.
El señor Trelawney sacó la parrilla y arrojó las ascuas en la arena,
enterrándolas con un pie.
—Hawkins no ha almorzado —continuó el capitán Smollett—. Sírvete tú
mismo, Hawkins, pero come en tu puesto. Y rápido, muchacho, porque puede
que no termines tu comida. Hunter —llamó—, sirve a todos una ronda de
aguardiente.
Y mientras bebíamos, el capitán fijó nuestro plan de defensa.
—Doctor —ordenó—, os encargo la custodia de la puerta. Observad sin
exponeos, no salgáis en ningún caso y disparad a través del porche. Hunter
que se sitúe allí, cubriendo la zona este. Joyce, usted defenderá el oeste. Señor
Trelawney, vos sois el mejor tirador; vos y Gray defenderéis este lado norte,
que, como tiene cinco aspilleras, permite cubrir una zona más amplia, y
además posiblemente ahí se produzca el ataque. Es preciso que no lleguen a
alcanzar el fortín, porque, si toman las aspilleras, nos pueden liquidar aquí
dentro. Hawkins, ni tú ni yo servimos mucho en este trance, así que nuestra
misión será cargar los mosquetes y tener dispuesta la munición.
Tal como el capitán había dicho, el calor empezaba a sentirse. El sol ya se
había levantado sobre los árboles que nos rodeaban y comenzó a dar de lleno
en la explanada, y como de un sorbido secó la humedad. Al poco rato el
arenal parecía arder y la resina se derretía en los troncos del fortín. Nos
quitamos las casacas, desabotonamos nuestras camisas y las arremangamos
hasta los hombros. Y así aguardamos el ataque, cada uno en su puesto,
febriles de calor y ansiedad.
Pasó una hora.
—¡Que los ahorquen! —dijo el capitán—. Estamos clavados como en las
calmas tropicales. Gray, silba para que corra algún aire.
Y en aquel momento preciso empezaron las señales que indicaban un
ataque inminente.
—Discúlpeme, señor —dijo Joyce—, ¿debo tirar si veo a alguno?
—¡Es lo que he ordenado! —gritó el capitán.
—Muchas gracias —repuso Joyce con la misma exquisita urbanidad.
No sucedió nada durante un rato; pero ya estábamos todos alerta aguzando
el oído y los ojos. Con los mosquetes bien apoyados, los tiradores estaban
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tensos. El capitán permanecía en medio del fortín con la boca apretada y el
ceño fruncido.
Pasaron unos segundos y, de repente, Joyce apuntó con cuidado y disparó.
Aún sonaba en nuestros oídos la detonación, cuando desde el exterior
empezaron a tirar sobre nosotros con fuego graneado: como si fuéramos un
blanco, de todas partes llegaban disparos que se incrustaban en los troncos,
aunque felizmente ninguno nos alcanzó. Cuando el humo se disipó, la
empalizada y los bosques cercanos daban la misma impresión de reposo que
antes de empezar la escaramuza. Ni el brillo de un cañón, ni una rama que se
moviera delataban al enemigo.
—¿Alcanzó usted a su hombre? —preguntó el capitán.
—No, señor —contestó Joyce—, me parece que no, señor.
—Eso es querer decir la verdad —murmuró el capitán Smollett—.
Cárgale su mosquete, Hawkins. ¿Cuántos estimáis que habría por vuestra
zona, doctor?
—Puedo precisarlo —dijo el doctor Livesey—. Aquí he visto que
dispararon tres veces, porque conté los fogonazos; dos casi juntos, y un
tercero algo más hacia el oeste.
—Tres —repitió el capitán—. ¿Y cuántos en vuestra parte, señor
Trelawney?
Esto no tenía tan fácil respuesta. Muchos habían sido los disparos por el
norte: siete, según la cuenta del squire; ocho o nueve conforme a la de Gray.
Por el este y el oeste, sólo uno de cada. Todo llevaba pues a pensar que el
ataque iba a efectuarse por el norte y que las otras zonas servirían nada más
que de dispersión. Con esos datos el capitán Smollett confirmó su defensa y
nos hizo comprender que, si los amotinados lograban pasar de la empalizada,
podrían tomar las aspilleras y cazarnos como a ratas en nuestra propia
madriguera. Aunque tampoco hubo tiempo para meditarlo con cuidado.
Porque, de improviso, con terroríficos gritos, un grupo de piratas salió de
entre los árboles del lado norte y se lanzó a todo correr hacia la empalizada.
Al mismo tiempo se reanudaron los disparos desde otras partes; una bala
atravesó la puerta e hizo saltar en astillas el mosquete del doctor.
Los asaltantes trepaban como monos por la empalizada. El squire y Gray
dispararon contra ellos sin cesar; y tres forajidos cayeron, uno dentro del
recinto y los otros dos por la parte de fuera. Uno de estos dos pareció estar
más asustado que herido, pues se incorporó y como alma que lleva el diablo
desapareció entre la maleza.
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Dos habían mordido, pues, el polvo; otro había huido, y cuatro lograron
alcanzar nuestra línea defensiva; siete u ocho más, escondidos en los bosques,
y posiblemente con varios mosquetes cada uno, disparaban sin tregua contra
el fortín, aunque sus descargas no nos causaban daño.
Los cuatro que habían conseguido penetrar siguieron corriendo hacia el
fortín, dando alaridos que eran contestados con otros gritos de ánimo por los
que estaban entre los árboles. Se trató inútilmente de cazarlos, pero era tal la
precipitación de nuestros tiradores, que, antes de darnos cuenta, los cuatro
piratas habían remontado la cuesta y estaban ya sobre nosotros.
La cara de Job Anderson, el contramaestre, apareció en la aspillera
central.
—¡A por ellos! ¡A por ellos! —gritaba con voz de trueno.
Otro pirata agarró el mosquete de Hunter por el cañón, se lo quitó de las
manos y lo sacó por la aspillera, golpeándolo al mismo tiempo al pobre
hombre, que quedó sin sentido. Un tercero dio la vuelta al fortín y consiguió
entrar, cayendo sobre el doctor blandiendo su cuchillo.
Nuestra suerte cambiaba. Un momento antes éramos quienes a cubierto
disparábamos sobre un enemigo expuesto; ahora éramos nosotros los que
ofrecíamos el mejor blanco y sin poder devolver los golpes.
El humo de los disparos hacía irrespirable el aire del fortín, pero esto no
era todo desventajoso. Mis oídos estallaban con la confusión de gritos,
fogonazos, detonaciones y gemidos de dolor.
—¡Salgamos, muchachos! ¡Fuera todos! —gritó el capitán—. ¡Vamos a
luchar a campo abierto! ¡Los machetes!
Cogí un machete del montón, y alguien, al mismo tiempo, tomó otro,
dándome un corte en los nudillos que apenas sentí. Corrí precipitadamente
hacia la luz del sol. Alguien corría tras de mí, pero no sabía quién era. Frente
a mí, el doctor perseguía a su enemigo cuesta abajo, y en el instante de
mirarlos vi cómo rompía su guardia y derribaba al bandido de un terrible tajo
en la cara.
—¡Dad la vuelta al fortín! ¡Hacia el otro lado! —gritó el capitán, y me
pareció percibir un cambio en su voz.
Obedecí sin pensarlo dos veces, y corrí hacia el este con el machete
dispuesto a golpear, y de improviso me di de bruces con Anderson. Escuché
su rugido infernal y vi levantarse su garfio que brillaba al sol. No sentí miedo
siquiera. Y no sé ni qué pasó: vi aquel garfio que caía sobre mí, di un salto y
rodé por la duna fuera de su alcance.
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Cuando escapaba del fortín, había visto a los amotinados escalar la
empalizada, acudiendo en auxilio de los primeros asaltantes. Uno de ellos,
con un gorro de dormir rojo y el cuchillo entre los dientes, se había
encaramado y estaba a horcajadas en la empalizada. Pues bien, tan corto
debió ser el intervalo en que yo me zafé de Anderson, que, cuando volví a
ponerme en pie, el hombre del gorro rojo aún estaba en la misma posición;
otro asomaba la cabeza por entre los troncos. Y sin embargo en ese instante
había presenciado el fin de la batalla y nuestra victoria. Y así sucedió.
Gray, que corría detrás de mí, había batido de un solo tajo al corpulento
contramaestre, antes de que éste hubiera podido reaccionar ante mi salto. Otro
pirata había recibido un balazo por una aspillera en el momento en que iba a
disparar hacia el interior del fortín, y ahora agonizaba con la pistola aún
humeante en su mano. Un tercero —el que yo había visto— cayó de un solo
golpe del doctor. De los cuatro que habían alcanzado la empalizada, sólo
quedaba ya uno, y lo vi correr, tirando su cuchillo, hacia la cerca e intentar
subir a ella.
—¡Fuego! ¡Tiradle desde la casa! —gritó el doctor—. Y tú, muchacho,
vuelve al refugio.
Pero nadie atendió a sus palabras, nadie disparó, y el último de los
atacantes logró escapar y reunirse con los demás en el bosque. Tres segundos
habían bastado para que no quedara ninguno de nuestros asaltantes; ninguno
vivo, porque cuatro yacían dentro de la empalizada y otro fuera.
El doctor, Gray y yo corrimos a refugiarnos en el fortín. Suponíamos que
los piratas volverían al ataque y a recuperar sus armas. El humo que llenaba el
interior del fortín empezaba a disiparse, y pudimos ver, a la primera ojeada, el
alto precio de aquella victoria: Hunter estaba caído, sin sentido, junto a la
aspillera; Joyce, junto a la suya, con un balazo que le había atravesado la
cabeza, no volvería a levantarse; y en mitad de la habitación, pálido, el squire
sostenía al capitán.
—El capitán está herido —dijo el señor Trelawney.
—¿Han huido? —preguntó el señor Smollett.
—Como liebres —respondió el doctor—, y hay cinco de ellos que ya no
correrán nunca más.
—¡Cinco! —exclamó el capitán—. Así es mejor. Cinco de un lado y tres
de otro nos dejan en cuatro contra nueve. Es una proporción más ventajosa
que al principio. Entonces éramos siete contra diecinueve, o así lo creíamos,
lo que era tan desmoralizador como si fuese cierto[46].
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PARTE QUINTA
MI AVENTURA EN LA MAR
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Capítulo 22
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ya era más del mediodía, el doctor tomó su sombrero y dos pistolas, se ajustó
un machete al cinturón y con un mosquete al hombro salió del fortín, cruzó la
empalizada por el norte y lo vimos desaparecer apresuradamente por el
bosque.
Gray y yo estábamos sentados en una esquina del fortín, lo
suficientemente alejados para no escuchar, por discreción, las deliberaciones
de nuestros jefes. Al ver al doctor alejarse, Gray, que estaba fumando, dejó
caer su pipa asombrado:
—¡Por Davy Jones! ¿Qué sucede? —exclamó—. ¡Se ha vuelto loco el
doctor Livesey!
—No lo creo —dije—. En toda esta tripulación no hay hombre de mejor
juicio.
—Pues si es así, compañero —dijo Gray—, si él no está loco, entonces el
que debe estarlo soy yo.
—Debe tener algún plan —le dije—, no te quepa duda. Y si no me
equivoco, creo que va en busca de Ben Gunn.
Y los acontecimientos me darían la razón.
Pero mientras tanto, como en el fortín hacía un calor sofocante y la
pequeña explanada arenosa, dentro de la empalizada, ardía bajo el sol del
mediodía, y quizá estimulado al imaginar con envidia que el doctor estaría
caminando por la fresca umbría de aquellos bosques, con los pájaros
revoloteando alrededor suyo y respirando el suave olor de los pinos, mientras
yo me achicharraba allí sentado, con las ropas pegadas a la resina derretida y
no viendo más que sangre y cadáveres en torno mío, lo que me producía una
repulsión más intensa que el miedo que pudiera sentir, un pensamiento, no tan
razonable como la misión que yo adjudicaba al doctor, empezó a hurgar en mi
cabeza.
Después, mientras baldeaba el fortín y fregaba los cacharros de la cocina,
aquella repugnancia y aquel pensamiento fueron creciendo en mi corazón,
hasta que, sin pensarlo más, y aprovechando que nadie me veía, cogí de un
saco que tenía a mi lado toda la galleta que pude y llené los bolsillos de mi
casaca. Era el primer paso de mi aventura.
Pensaréis que me comportaba como un insensato, y con razón, y que mi
correría tenía mucho de temeridad; pero estaba decidido a intentar un plan
que se perfilaba en mi cabeza, y tampoco dejé de tomar las necesarias
precauciones. Mi alimentación estaba asegurada por la galleta que me había
procurado… Y también me apoderé de un par de pistolas, y como ya llevaba
municiones y un cuerno de pólvora, me juzgué bien pertrechado.
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Mi proyecto no era demasiado aventurado. Pensé bajar hasta la restinga
que separaba por el este el fondeadero de la mar abierta, buscar la roca blanca
que me había parecido localizar la noche anterior y averiguar si
verdaderamente allí se encontraba el bote de Ben Gunn, y, en todo caso, la
importancia que pudiera tener ese hallazgo justificaba el riesgo. Pero como
estaba seguro de que no me habrían permitido abandonar la empalizada, no
me quedó otro recurso que despedirme a la francesa y deslizarme fuera
escapando a la vigilancia.
Los acontecimientos propiciaron mi ocasión. El squire y Gray estaban
ayudando al capitán a arreglar sus vendajes; nadie atendía la vigilancia, y de
una carrera gané la empalizada y me escondí en la espesura; antes de que
pudieran notar mi ausencia, ya estaba lejos del alcance de mis compañeros.
Esta segunda correría fue una locura mayor que mi primera escapada,
pues sólo dejaba a dos hombres útiles para guardar el fortín; pero, como la
anterior, condujo a la salvación de todos.
Marché directamente hacia la costa oriental de la isla, porque había
resuelto descender a la restinga por el lado del mar, con lo que evitaba todo
riesgo de ser descubierto desde el fondeadero. La tarde había caído, aunque
aún lucía el sol y el calor era penetrante. Y a medida que seguía mi camino
por entre los árboles, podía oír en la lejanía, frente a mí, no sólo el sonido del
mar en las rompientes, sino el balanceo de las copas de los árboles que me
indicaba que la brisa marina se levantaba con más fuerza que de ordinario.
Pronto me llegaron las primeras bocanadas de aire fresco, y en unos pasos salí
del bosque y pude contemplar el mar, azulísimo y resplandeciente de sol hasta
el horizonte, y el oleaje que batía las playas y las cubría de espuma.
Nunca pude ver aquella mar en calma en torno a la Isla del Tesoro. Aún
cuando el sol incendiara los aires sobre nuestras cabezas, aunque el cielo
estuviera como suspenso, o aunque la mar fuera una limpia y tersa seda azul,
grandes olas seguían batiendo noche y día a lo largo de la costa con
formidable estruendo, y no creo que hubiera ni un solo lugar en la isla donde
ese ruido no penetrara.
Seguí adelante, bordeando la playa, y lleno de alegría. Cuando consideré
que ya había avanzado bastante hacia el sur, me deslicé con cuidado
escondiéndome entre unos espesos matorrales, hasta que alcancé el lomo de
una gran duna, ya en la franja arenosa.
Detrás de mí estaba el mar, y, enfrente, el fondeadero. La brisa, como si
su violencia de aquella noche la hubiera agotado antes, había cesado; y suaves
vientecillos se levantaban variables del sur y del sureste, arrastrando grandes
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bancos de niebla. El fondeadero, al socaire de la Isla del Esqueleto, era una
balsa de aceite, como cuando por primera vez fondeamos en él. La Hispaniola
se reflejaba nítidamente en la luna de aquel espejo, desde la cofa a la línea de
flotación, y la bandera negra ondeaba en la pena de la cangreja.
A un costado amarraba uno de los botes, con Silver en popa —qué fácil
me era siempre reconocerlo—, y en la goleta vi dos hombres reclinados sobre
la amurada de popa; uno de ellos lucía un gorro rojo, lo que me indicaba que
se trataba del mismo forajido que algunas horas antes había yo visto tratando
de saltar la empalizada. Al parecer estaban en animada conversación, y reían,
aunque a tal distancia —más de una milla— no podía yo entender ni una
palabra. De improviso escuché la más espeluznante vocinglería, y, aunque al
principio me sobresaltó, pronto reconocí los chillidos del Capitán Flint y
hasta me pareció distinguir su brillante plumaje encaramado en el puño de su
amo.
Poco después soltó cabos el bote y navegó hacia la costa, y el hombre del
gorro rojo y su compañero desaparecieron por la cubierta.
El sol ya se había ocultado detrás del Catalejo, y la niebla empezaba a
cubrir rápidamente los contornos, lo que me dio una impresión de súbito
anochecer. Vi que no tenía tiempo que perder, si quería encontrar el bote
aquella misma noche.
La roca blanca, que se distinguía perfectamente por encima de la maleza,
estaba cerca de una milla más abajo, en el arenal, y tardé un buen rato en
llegar hasta ella, porque tuve que ir avanzando con todo cuidado, algunas
veces a gatas y apartando la vegetación. Ya era casi noche cerrada cuando
logré alcanzarla y toqué su áspera superficie. A un lado había una hondonada
poco profunda cubierta de matas y oculta por algunas dunas y arbustos de los
que por allí abundaban, y en el fondo descubrí una pequeña tienda hecha con
piel de cabra, como las que los gitanos llevan en sus viajes por Inglaterra.
Descendí a la hondonada y levanté la falda de la tienda, y allí estaba el bote
de Ben Gunn… o algo que era un bote, porque en mi vida he visto cosa más
rudimentaria: un burdo armazón de palos, cubierto de pieles de cabra con el
pelo hacia dentro. Era excesivamente pequeño hasta para mí, y no concibo
cómo hubiera podido mantenerse a flote con un hombre hecho y derecho.
Tenía una especie de bancada muy tosca, un codaste[47] y un remo de doble
pala.
Por aquella época yo aún no había visto jamás un coraclo[48] de los que
hicieron famosos los antiguos bretones; pero después he visto alguno y es lo
que mejor puede dar una idea sobre el bote de Ben Gunn: parecía el primer y
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peor coraclo construido nunca por las manos de un hombre. Pero, al menos,
poseía la mayor ventaja del coraclo: era sumamente liviano y fácil de
transportar.
Cabe pensar que, ya que había encontrado el bote, debía darme por
satisfecho de mi aventura; pero una nueva idea me rondaba por la cabeza, y la
acariciaba con tanta insistencia, que creo que hubiera sido capaz de realizarla
aun ante las propias barbas del capitán Smollett. Se trataba de deslizarme,
protegido por la oscuridad de la noche, hasta la Hispaniola, cortar sus amarras
y dejarla a la deriva para que encallase donde la mar la llevara. Yo estaba
persuadido de que los amotinados, después de su derrota de aquella mañana,
no estarían sino deseando levar anclas y hacerse a la mar, y juzgué que
impedírselo podía servir a nuestros intereses. Visto que los vigilantes de la
goleta no tenían ningún bote, pensé que llevar a cabo mi plan no entrañaba
gran riesgo.
Me senté a esperar y aproveché para darme un atracón de galleta. La
noche era tan oscura, que de mil no hubiera encontrado otra tan a propósito.
La niebla cubría el territorio. Cuando los últimos fulgores de la tarde se
apagaron, una total oscuridad cayó sobre la Isla del Tesoro. Y cuando por fin
salí de mi escondite con el coraclo a hombros, en aquella negrura sólo se
distinguían como dos ojos brillantes que venían del fondeadero.
Uno era la gran hoguera en tierra en torno a la cual los piratas bebían para
olvidar su derrota; el otro, más tenue, indicaba la posición del anclaje de la
goleta. La Hispaniola había ido girando con la marea —ahora su proa
apuntaba hacia donde yo estaba— y las luces de a bordo que yo veía eran tan
sólo un reflejo en la niebla de la intensa claridad que alumbraba la portañuela
de popa. Había comenzado el reflujo y tuve que atravesar una franja de arena
húmeda donde me hundí varias veces hasta las rodillas, hasta que logré
alcanzar la orilla; vadeé unos metros y, cuando ya entendí que había
suficiente profundidad, puse el coraclo en posición de navegar.
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Capítulo 23
A la deriva
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estaba, cuando un golpe de aire empujó la Hispaniola contra la corriente, y
con indecible gozo vi que la amarra se aflojaba, y la mano con que la tenía
asida se hundió en el mar.
Me decidí en un instante; saqué mi navaja, la abrí con los dientes y corté
el trenzado hasta que el barco quedó sujeto sólo con dos hilos. Me detuve,
esperando para dar el último tajo a que de nuevo soplara el viento.
Durante toda esta faena yo había estado escuchando voces que venían del
camarote; no les había prestado mucha atención, porque mi pensamiento
estaba ocupado por completo en mi tarea.
Pero en aquel momento, en el silencio, aguardando, no pude dejar de
prestar atención.
Una de las voces era la del timonel, Israel Hands, el que en tiempos fuera
artillero de Flint. La otra era, por supuesto, la de mi ya conocido bandido del
gorro rojo. Deduje que ambos habían bebido en exceso y que aún seguían
emborrachándose; pues mientras yo atendía a sus palabras, uno de ellos,
lanzando un grito propio de borracho, abrió la portañuela de popa y arrojó al
agua lo que supuse una botella vacía. Pero no sólo estaban embriagados, sino
que era evidente que se mostraban furiosos. Escuché una sarta de maldiciones
y hasta en algún momento tales expresiones de cólera, que pensé que
acabarían riñendo. El altercado pareció aplacarse y las voces empezaron a
suavizarse; de nuevo pelearon, y de nuevo volvieron a apaciguar sus ánimos.
Yo veía en la lejanía, en tierra, el resplandor de la gran hoguera que
iluminaba por entre los árboles. Alguno cantaba una vieja, apagada y
monótona canción marinera, con un quiebro al final de cada verso, y que al
parecer era interminable, o al menos dependía tan sólo de la paciencia del
cantor. Yo ya la había escuchado muchas veces durante la travesía, y
recordaba aquellas palabras:
Pensé que esa canción tan triste era la más apropiada para unos
facinerosos que habían sufrido tan crueles pérdidas en el combate de la
mañana. Pero el tono tampoco reflejaba otra emoción que la dureza de
aquellos bucaneros, tan insensibles como el océano por el que navegaban.
Sentí entonces un golpe de viento; la goleta viró y pareció alejarse hacia la
oscuridad; noté que se aflojaba la amarra, y, con un golpe de navaja, corté los
últimos hilos.
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Fui arrastrado contra la proa de la Hispaniola. La goleta empezó a virar
lentamente sobre sí misma, impulsada por la corriente. Me afané como
llevado por todos los demonios, pues sabía que en cualquier momento podía
irme a pique; vi que no podía evitar que el coraclo chocara contra el casco del
barco, y traté de llevarlo hacia popa. Conseguí salvar el choque con mi
peligrosa vecina, pero en el mismo instante en que daba el último empujón
mis manos tropezaron con un cabo que arrastraba colgando desde la toldilla.
Inconscientemente me agarré a él.
No sabría decir por qué lo hice. Fue un acto instintivo; pero una vez que
tuve bien cogido aquel cabo, y comprobé que estaba firme, la curiosidad,
como siempre, pudo más que cualquier otra consideración, y trepé para echar
una mirada por la portañuela de popa.
Fui cobrando el cabo hasta que juzgué que estaba lo suficientemente
cerca, y con bastante peligro me balanceé hasta que pude ver el techo y parte
del interior del camarote.
En aquel momento la goleta y su pequeña rémora se deslizaban ya
velozmente por la mar, hasta el punto de que casi habíamos alcanzado la
altura de la hoguera de los piratas. La goleta hablaba, como dicen los marinos,
y bien alto, además, cortando las olas con un rumor de espuma; tan fuerte, que
fue preciso que yo mirara a través de la portañuela para explicarme cómo los
guardianes no se habían alarmado. Pero un vistazo fue más que suficiente,
aunque tampoco, en mi peligroso equilibrio, hubiera podido dar más: Hands y
su compinche estaban empeñados en una lucha a muerte, cuerpo contra
cuerpo, y cada uno de ellos aprisionaba con sus manos el cuello del otro.
Me dejé caer sobre el coraclo y a punto estuve de caer al mar. No había
podido ver más que a aquellos dos furiosos contendientes con el rostro de ira,
luchando bajo la lámpara humeante; y cerré mis ojos para que se
acostumbrasen de nuevo a la oscuridad.
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La canción de los piratas había terminado, finalmente, y toda aquella
mermada pandilla, alrededor del fuego, entonaba ahora aquella otra que tantas
veces yo había oído:
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sueño se apoderó de mí; así que, zarandeado por el mar en aquel coraclo, me
dormí y soñé con mi lejana patria y con la vieja «Almirante Benbow».
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Capítulo 24
La travesía en el coraclo
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Recordé lo que me había indicado Silver acerca de la corriente que
bordeaba la Isla del Tesoro, en dirección norte, a lo largo de la costa
occidental. Y como comprobé, por mi posición, que me encontraba en
aquellos momentos bajo su influencia, preferí dejar atrás el cabo de la Bolina
y guardar todas mis fuerzas para intentar desembarcar en el, al parecer, más
propicio cabo Boscoso.
El mar estaba suavemente ondulado. El viento soplaba constantemente y
sin violencia desde el sur; y como seguía la misma dirección que la corriente,
las olas no llegaban a romper.
De no ser así yo me hubiera ido a pique; pero tal como estaba la mar, mi
coraclo navegaba con toda seguridad y velozmente, como si cabalgase sobre
las olas. Yo iba echado en el fondo y no asomaba más que lo preciso para
mirar. Veía grandes olas azules, que parecían venir sobre mí, pero el coraclo
las remontaba elásticamente y caía por el otro lado como un vuelo de pájaro.
Comencé a tomar confianza, y hasta llegué a sentarme para tratar de
remar. Pero la más mínima alteración en el equilibrio de peso causaba graves
perturbaciones en el rumbo del coraclo. Y en uno de estos movimientos míos,
insignificante, por otra parte, el bote perdió su estabilidad, se precipitó en la
caída de una ola, y de forma tan brusca, que se hundió vertiginosamente
contra el flanco de otra ola que seguía a la anterior.
Quedé empapado y preso del miedo, pero rápidamente aseguré mi anterior
posición, y el coraclo pareció estabilizarse y volvió a navegar tranquilamente
por entre aquellas grandes olas. No dudé que lo mejor era dejarlo navegar a su
natural; lo que, por desgracia, me alejaba de tierra.
Tuve miedo, pero no por ello perdí la cabeza. Traté, primero, de achicar el
agua que había inundado el coraclo sirviéndome de mi sombrero; después,
asomando con cuidado por la borda, empecé a estudiar las características del
bote para deslizarse con tanta suavidad sobre las olas.
Observé que cada ola, en lugar de ser esa gran montaña tersa y pulida que
se ve desde tierra o desde la cubierta de un navío, era mucho más parecida a
una cordillera con sus picos y sus montes y valles. El coraclo, abandonado a
la deriva, serpenteaba por entre las olas acomodándose a las zonas más bajas
y esquivando las más abruptas y vacilantes cimas.
«Bien», me dije a mí mismo, «está claro que debes continuar tumbado
como estás; pero también puedes aprovechar, cuando el bote esquive las olas
y navegue entre dos, para dar con el remo una paletada y tratar de enderezar
el rumbo hacia tierra». Y así lo hice. Continué tendido en la más incómoda
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postura, y de cuando en cuando asomaba para dar un ligero golpe de remo que
pretendía guiar el coraclo.
Fue un trabajo penosísimo y lento, pero observé que empezaba a ganar
distancia, y cuando me acercaba al cabo Boscoso, aunque sabía que no había
forma de pasar cerca de él, había ganado unos centenares de yardas hacia
levante, y no estaba ya muy lejos. Podía ver las verdes copas de los pinos
meciéndose con la brisa, y eso me dio ánimos para tratar de alcanzar, y sabía
que lo conseguiría, el siguiente promontorio.
Me urgía, además, lograrlo, porque empezaba a sentir la falta de agua. El
sol era abrasador y el resplandor de sus infinitos reflejos en las olas me
consumía hasta el punto que mis labios estaban cubiertos por una costra de
sal, mi cabeza ardía de dolor y mi garganta era como una quemadura. La
visión de aquellos árboles tan próximos aguzaba mi sed y sentí vértigo; pero
la corriente me arrastraba lejos del cabo y, cuando pasé a su altura, de nuevo
no tuve ante mí sino una vasta extensión de mar. Pero algo allí hizo cambiar
por completo el curso de mis pensamientos.
Frente a mí, a menos de media milla, estaba la Hispaniola, navegando con
las velas desplegadas. Inmediatamente pensé que iba a caer en manos de
aquellos piratas, pero me sentía tan desfallecido, sobre todo por la falta de
agua, que ya no sabía si aquello debía alegrarme o no; tampoco pensé más en
ello, porque la sorpresa se apoderó hasta tal punto de mí, que no pude hacer
más que mirar y maravillarme.
La Hispaniola navegaba con la vela mayor y dos foques al viento, y la
bella lona blanca resplandecía al sol como la nieve o la plata. Cuando
apareció ante mis ojos, todas sus velas iban tensas por el viento y llevaba
rumbo noreste; me figuré que los que habían quedado a bordo se proponían
dar la vuelta a la isla para regresar al fondeadero. Pero después empezó a virar
más y más hacia el oeste, y no dudé que me habían descubierto y se
proponían abordarme. Y de pronto se detuvo en el ojo del viento[49], con
todas sus velas estremeciéndose.
«¡Inútiles!», me dije; «deben estar borrachos como cubas». Y me imaginé
con qué severidad les hubiera reprendido el capitán Smollett.
La goleta empezó a virar, volvió a cobrar viento y siguió navegando;
durante un minuto cortó las aguas con velocidad, pero después volvió a
quedarse inmóvil, otra vez en el ojo del viento. Una y otra vez sucedió lo
mismo. Hacia cualquier lado, norte o sur, este y oeste, la Hispaniola repitió
sus inexplicables bandazos y a cada escapada volvía a quedar con el velamen
distendido. Pensé que el barco navegaba sin gobierno. Pero ¿dónde estaban
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entonces los dos marineros? Estarían borrachos o habrían desertado. Y planeé
subir a bordo y hacerme con el timón con el fin de entregársela al capitán.
La corriente empujaba ahora la goleta y el coraclo hacia el sur
velozmente. La Hispaniola navegaba de manera tan vacilante y tan irregular,
y en cada detención permanecía tanto tiempo inmóvil, que pensé que, si me
decidía a remar, podía ganar ventajosamente la distancia que nos separaba e
incluso alcanzarla. El proyecto tenía un sabor peligroso que me seducía, y
sobre todo pensar en el tanque de agua a bordo, junto a la escala de proa,
duplicaba mi renacido valor.
Me senté al remo, y en ese instante una ola me cubrió. Pero me mantuve
firme y empecé a remar con todas mis fuerzas y con precaución, tratando de
abordar la Hispaniola. Embarqué un golpe de mar tan violento, que hube de
parar y achicar el bote. Pero mi corazón revoloteaba en mi pecho como un
pájaro. Poco a poco fui guiando el coraclo entre las olas y ya no tuve más
contratiempos que algún golpe de agua por la proa y los naturales remojones.
Iba aproximándome rápidamente a la goleta; ya percibía el brillo del latón de
su rueda de timón, que giraba loca, pero no veía ni un alma sobre cubierta.
Era extraño, pero supuse que la habían abandonado. O que los marineros
debían estar borrachos en el camarote, y en ese caso quizá lograra reducirlos y
gobernar el barco a mi antojo.
Durante un rato la goleta permaneció detenida, lo que no era ventajoso
para mí. Aproaba hacia el sur, pero daba constantes bandazos y, cada vez que
cambiaba de rumbo, las velas cobraban viento y la fijaban en una nueva
derrota. He dicho que esto era lo menos ventajoso para mí, porque, si bien
parecía inmóvil, veía las velas que restallaban como cañones y los motones
rodaban por cubierta, y la goleta seguía alejándose de mí tanto por la fuerza
de la corriente como por el viento que la impulsaba.
Pero por fin se presentó mi oportunidad. La brisa amainó durante unos
segundos, y sólo impulsada por la corriente la Hispaniola empezó a virar
lentamente sobre sí misma y acabó por presentarme la popa con la portañuela
del camarote todavía abierta de par en par y la lámpara que aún iluminaba
desde la mesa, aunque ya era pleno día. La vela mayor pendía como una
bandera. La goleta no tenía otro impulso que la corriente.
Aunque en los últimos momentos yo había perdido terreno, comencé
denodadamente a remar tratando de alcanzarla.
No distaba ya más de cien yardas cuando el viento volvió de improviso.
Soplaba de babor y las velas lo recogieron hinchándose y la goleta empezó a
navegar de nuevo ciñendo y cortando las olas como una golondrina.
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Mi primer impulso fue de desesperación, pero inmediatamente sentí un
profundo gozo. La goleta viró y avanzó de costado hacia mí, cubriendo
velozmente la distancia que nos separaba. Yo contemplaba fascinado la
blancura del agua cortada por su roda, y me pareció inmensa desde mi
pequeño coraclo.
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En ese instante me di cuenta del peligro. No tuve tiempo de pensar;
apenas pude saltar, y así salvarme. Porque justamente, cuando me hallaba en
la cresta de una ola, me abordó la goleta que avanzaba escorada y como el
viento. Vi pasar su bauprés sobre mi cabeza. Salté del coraclo y vi a éste
hundirse en las aguas. Me agarré al botalón del foque y afirmé un pie entre el
estay y la braza[50]. En ese instante, mientras trataba con todas mis fuerzas de
asegurarme, un golpe sordo me advirtió que la goleta acababa de abordar,
destrozándolo, al coraclo, y que por lo tanto yo ya no tenía otra salvación que
la propia Hispaniola.
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Capítulo 25
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Durante cierto tiempo, el barco continuó su rumbo a grandes bandazos
como un caballo resabiado, a toda vela y sintiéndose crujir su arboladura. Su
proa cortaba las aguas embravecidas, y las olas rompían y caían como lluvia
de espuma sobre cubierta; cuánto más violentos resultaban estos bandazos en
aquel hermoso barco, que en mi pequeño y rudimentario coraclo que ya
estaba en el fondo del mar.
A cada bandazo de la goleta el pirata del gorro rojo resbalaba hacia un
lado u otro, pero a pesar de tan tremendo zarandeo —lo que producía una
macabra impresión— no se modificaba su aspecto ni aquella siniestra mueca
que le hacía enseñar los dientes. También Hands a cada oscilación parecía
hundirse más y más en sí mismo, escurriéndose sobre cubierta; su cuerpo
empezó a inclinarse hacia popa y pronto lo único visible de su rostro fue una
oreja y el rizo medio pelado de una patilla.
En torno a ellos observé grandes manchas oscuras en la tablazón, y vi que
era sangre, lo que me hizo pensar que ambos habían muerto uno a manos de
otro en el extravío de la borrachera.
Estaba yo mirándolos y pensando en todas estas cosas, cuando, en un
momento en que el barco se mantenía bastante quieto, Israel Hands se volvió
un poco hacia un lado, con un quejido sordo, y se movió lentamente
volviendo a colocarse en su anterior postura. El quejido, propio de un terrible
dolor o una mortal debilidad, y más que otra cosa aquel gesto de abatimiento
con su cabeza hundida en el pecho casi me ablandaron el corazón. Pero me
bastó recordar la conversación que había escuchado desde la barrica de
manzanas para que toda piedad desapareciera de mí.
Fui a popa hasta acercarme a él, que estaba junto al palo mayor.
—He subido a bordo, señor Hands —dije irónicamente.
Entonces él volvió sus ojos hacia mí casi sin fuerzas; estaba tan
desfallecido como para mostrar sorpresa y sólo pudo articular una palabra:
—Brandy.
Pensé que estaba muriéndose, y pasando bajo la botavara, que de nuevo
barría la cubierta, bajé a los camarotes de popa.
Ante mis ojos se ofreció el mayor de los desastres. Todos los armarios y
cajones habían sido forzados, supongo que en busca del mapa. El piso estaba
enfangado, porque seguramente aquellos malvados se habían revolcado allí en
sus borracheras y deliberaciones tras regresar de la marisma cercana a nuestro
fortín. Los mamparos, que recordaba pintados de blanco con cenefas doradas,
estaban ahora manchados con señales de manos. Docenas de botellas vacías
chocaban unas contra otras por todos los rincones del camarote. Uno de los
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libros de medicina del doctor estaba abierto sobre la mesa y la mitad de sus
páginas habían sido arrancadas, imagino que para encender sus pipas. Y en
medio de aquella visión, una lámpara, todavía encendida, iluminaba con una
luz humosa, débil y sombría.
Fui a la bodega: los barriles de vino habían desaparecido y un
sorprendente número de botellas había sido ya consumido y luego arrojado
fuera.
No cabía duda de que desde que el motín comenzara ni uno solo de
aquellos piratas había estado sobrio ni por un instante. Buscando por aquel
desorden encontré una botella en la que aún quedaba un poco de brandy para
Hands; y también descubrí galleta, frutas en conserva, un gran racimo de
pasas y un trozo de queso, lo que aproveché. Volví a cubierta, puse mis
provisiones detrás del timón y, evitando las posibles miradas del
contramaestre, me dirigí hacia el tanque de agua y bebí un largo y maravilloso
trago. Después me acerqué a Hands y le di el brandy.
Se bebió más de medio cuartillo antes de quitarle la botella de los labios.
—¡Ay! —exclamó—, ¡qué demonios! ¡Lo necesitaba!
Yo estaba en mi rincón y empecé a comer.
—¿Se encuentra muy mal? —le pregunté. Dio un gruñido o, para decirlo
mejor, aulló.
—Si aquel medicucho estuviera a bordo —dijo—, me pondría en pie de
dos pases[52], pero no tengo suerte, ya ves, y eso es lo peor que me sucede. En
cuanto a ese espantapájaros —añadió señalando al del gorro rojo—, está
muerto y bien muerto. No era un marinero, ni siquiera un hombre. Y ahora
dime, ¿de dónde sales tú?
—Bien —dije—, estoy a bordo para tomar posesión de este barco, señor
Hands; y tendrá la amabilidad de considerarme su capitán hasta nuevas
órdenes.
Me miró perplejo, pero no dijo nada. El color empezaba a volver a sus
mejillas, aunque continuaba bastante pálido y a cada bandazo de la goleta
seguía escurriéndose por la cubierta.
—Y a propósito —continué—, no puedo aceptar esa bandera, señor
Hands; así que con su permiso la voy a arriar. Mejor no ondear ninguna que
ver izada ésa.
Y sorteando de nuevo la botavara, fui hasta donde estaba amarrada la
driza y arrié aquella maldita bandera negra y la arrojé a las aguas.
—¡Dios salve al Rey! —grité, haciendo un alarde con mi sombrero—.
¡Este es el final del capitán Silver!
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Él me miraba ya con aire de astucia, aunque seguía sin variar su postura.
—Calculo —dijo finalmente—, calculo yo, capitán Hawkins, que bien le
gustaría ahora poder tocar puerto. Podríamos charlar de ello.
—Sí —dije—, con todo mi corazón, señor Hands. Diga qué se le pasa por
la cabeza —y continué comiendo con un excelente apetito.
—Ese tipejo —empezó, señalando, tembloroso por la debilidad, el
cadáver—… O’Brien se llamaba… un apestoso irlandés. Bien, ese hombre y
yo largamos velas para volver al fondeadero. Él está ya muerto y más tieso
que un pantoque[53], y no sé quién va a poder gobernar este barco. Si yo no le
digo lo que tiene usted que hacer, usted no es hombre que sepa de esto, por lo
que a mí se me alcanza. Así que podemos hacer un trato: usted me da de
comer y de beber y algún trapo para vendarme la herida, y yo le diré cómo
debe gobernar el barco. Así cuadran las cuentas, y cada cual toma lo suyo.
—Voy a decirle una cosa —le contesté—: No voy a regresar al
fondeadero del capitán Kidd. Mi idea es llevar la goleta a la Cala del Norte y
vararla allí tranquilamente.
—Así tendrá que ser —exclamó—. No soy ningún estúpido marino de
agua dulce, después de todo. Tengo ojos en la cara, ¿no? He jugado y perdido,
y es usted quien ahora manda. ¿A la Cala del Norte? ¡No me da donde elegir!
Pero estoy dispuesto a ayudarlo, aunque me conduzca al Muelle de las
Ejecuciones, ¡rayos!, así lo haré.
No me pareció que sus palabras careciesen de cierto buen sentido. Y cerré
aquel trato. En tres minutos la Hispaniola ya navegaba apaciblemente con
buen viento a lo largo de la costa de la Isla del Tesoro, y esperábamos doblar
el cabo septentrional antes del mediodía y alcanzar la Cala del Norte antes de
la pleamar, porque ése era el momento en que podríamos embarrancarla sin
que sufriera daños, y desde allí, con el reflujo, desembarcar.
Fijé con un cabo la rueda del timón y bajé a buscar mi cofre, del que
saqué un pañuelo de seda de mi madre, de gran suavidad. Ayudé a Hands a
vendarse la cuchillada, pues aún sangraba, en el muslo, y tras haber comido
un poco y con otro par de tragos de brandy, noté que empezaba a revivir, y
hasta enderezó su postura y hablaba con más vigor. Era ya otro hombre.
La brisa nos impulsaba favoreciendo nuestros deseos. La goleta cortaba el
mar navegando ligera como un pájaro; la costa de la isla pasaba rápidamente
ante nosotros y el paisaje cambiaba a cada minuto. Pronto dejamos de ver las
tierras altas y empezamos a navegar a la altura de un territorio bajo y arenoso
poblado de pinos enanos; y pronto también aquel paisaje quedó atrás, hasta
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que doblamos el promontorio de la colina rocosa con que la isla termina por
el norte.
Yo me sentía eufórico con mi flamante mando y fascinado por la belleza
de la luz del sol y los variados matices, y la conciencia, que antes me había
amonestado por esta aventura, callaba ahora ante la gran victoria que había
representado. Creo que mi alegría hubiera sido completa de no tener presentes
los ojos del contramaestre, que me seguían donde me encontrase y con la
extraña sonrisa que no se borraba de su cara. Era una sonrisa en la que se
mezclaban dolor y desfallecimiento —parecía la macilenta sonrisa de un
anciano—, pero con un tinte sombrío de felonía, y ese rictus seguía todos mis
movimientos, espiándome, aguardando.
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Capítulo 26
Israel Hands
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Jim. Y ahora que estamos hablando con confianza, te agradecería mucho que
bajases al camarote y me trajeras un… bueno, un… ¡cómo crujen mis
cuadernas!, no doy con el nombre; bien, tú tráeme una botella de vino, Jim,
porque este brandy es demasiado fuerte para mi cabeza.
Todo aquello no me parecía natural, y desde luego que prefiriese el vino
al aguardiente no podía yo creerlo. Aquello no era más que un pretexto.
Quería alejarme de la cubierta, de eso no había duda, pero ignoraba con qué
propósito. Su mirada esquivaba la mía; sus ojos miraban de soslayo y hacia
todas partes, lo mismo hacia los cielos que, furtivamente, hacia el cadáver de
O’Brien. Seguía sonriendo sin cesar y se relamía tan gustosamente, que hasta
un niño hubiera podido percatarse de que maquinaba alguna artimaña. Pero
yo conocía mi terreno, y con alguien en el fondo tan torpe no me resultaba
difícil ocultar mis sospechas; y le dije sin vacilar:
—¿Vino? Estupendo. ¿Lo quieres blanco o tinto?
—Calculo que viene a ser la misma cosa para mí, compañero —replicó—;
con tal que sea fuerte y abundante, ¿qué importa lo demás?
—De acuerdo —le contesté—. Voy a traerte Oporto, amigo Hands. Pero
me va a costar trabajo dar con la botella.
Y diciendo esto me alejé hacia la escala del camarote, haciendo el mayor
ruido posible; y entonces me quité los zapatos, di vuelta por el pasillo, subí
por la escala del castillo de proa y asomé la cabeza a ras de la cubierta. Yo
sabía que él no podía ni imaginarse que yo apareciera allí, pero de todas
formas fui lo más cauteloso posible; y en verdad que mis sospechas quedaron
confirmadas.
Hands abandonó su postración, incorporándose dificultosamente; y a
pesar de notarse que la pierna le producía un dolor intenso —pues le oí
quejarse—, cruzó sin embargo la cubierta rápidamente hasta la banda de
babor y de un rollo de maroma sacó un largo cuchillo, o quizás fuera corto,
pero estaba hasta la empuñadura tinto en sangre. Lo examinó por unos
instantes acercándoselo a los ojos, probó el filo y la punta en la palma de su
mano, y después lo escondió apresuradamente en el bolsillo interior de su
casaca. Y volvió a arrastrarse hasta el lugar que antes ocupaba apoyado en la
amurada.
Yo no precisé saber más. Israel podía moverse, estaba armado, y, si tenía
las lógicas intenciones de deshacerse de mí, sin duda que fácilmente yo me
convertiría en su víctima. Cómo pensara arreglárselas después, atravesando la
isla a rastras desde la Cala del Norte hasta la ciénaga donde estaban sus
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compañeros, o confiando en que éstos acudirían en su ayuda, no lo podía
imaginar.
Pero a pesar de todo tenía la seguridad de que al menos en una cosa podía
fiarme de él, puesto que nuestros intereses coincidían, y era en poner a salvo
la goleta. Ambos queríamos embarrancarla con el menor daño posible en un
lugar seguro, con el fin de que en su momento pudiera ser puesta a flote de
nuevo sin demasiado trabajo; y hasta tanto consiguiéramos vararla, mi vida,
así lo creía, estaría segura.
Al mismo tiempo que meditaba en todas estas cosas, me deslicé de nuevo
hasta el camarote, me calcé mis zapatos y cogí la primera botella de vino que
encontré a mano; aparecí con ella en cubierta.
Hands seguía tumbado como un guiñapo donde lo había dejado, y tenía
los ojos casi cerrados como si estuviera tan débil que no pudiera resistir la luz
del sol. En cuanto me vio, alzó su mirada, tomó la botella, rompió el cuello
con la maestría del que está habituado a hacerlo, y dio un largo trago que
solemnizó con un brindis.
—¡Suerte!
Después se quedó un rato tranquilo, y luego, sacando un pedazo de
tabaco, me pidió que le cortase un trozo.
—Córtame un cacho —me dijo—, porque no tengo navaja ni fuerzas.
Ojalá las tuviera. ¡Ay, Jim, Jim, creo que he perdido mis estays! Córtame un
cacho, porque me temo que no vas a cortarme muchos más, muchacho; voy a
hacer mi último viaje y no hay que engañarse.
—Bien —le dije—, te cortaré el tabaco; pero, si yo estuviera en tu lugar y
me creyera tan condenado, me pondría a rezar como un buen cristiano.
—¿Por qué? —me contestó—. Dime por qué.
—¿Por qué? —exclamé—. Hace poco me hablabas de los muertos. Tú has
traicionado, has vivido en pecado y has vertido sangre; a tus pies hay ahora
mismo un hombre a quien has asesinado. ¡Y me preguntas por qué! ¡Por Dios,
Hands, ése es el porqué!
Le dije esto bastante enfurecido, pensando además en el cuchillo que
llevaba oculto en su bolsillo y que destinaba, y de sus malos pensamientos no
tenía yo dudas, a terminar conmigo. Él, por su parte, bebió un largo trago de
vino y me dijo con extraña e inesperada solemnidad:
—Treinta años llevo navegando los mares. Y he visto de todo, bueno y
malo, he sufrido los peores temporales y sé lo que es acabarse las provisiones
y tener que defenderse a cuchillo, y todo lo que haya que ver. Pero te voy a
decir algo: no he visto nunca nada bueno que venga de lo que llamáis virtud.
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Hay que pegar el primero; los muertos no muerden. Esa es mi opinión, amén.
Y ahora escucha esto —añadió, cambiando bruscamente su tono—: ya está
bien de niñerías. La marea está subiendo y podemos pasar. Obedece mis
órdenes, capitán Hawkins, y embarranquemos el barco y acabemos de una
vez.
Sólo teníamos que salvar unas dos millas, pero la navegación era difícil: la
entrada a la Cala del Norte era angosta y de poco calado, y además formaba
un recodo, de manera que la goleta debía ser gobernada con mucha habilidad
para conseguir que llegara a su destino. Yo era un buen subalterno, que
cumplía con eficacia las órdenes, y estoy seguro de que Hands era un
magnífico piloto; así que fuimos sorteando los bancos sin el menor problema
y con tal precisión, que contemplar la maniobra hubiera procurado un
inmenso placer.
En cuanto atravesamos los dos pequeños cabos que cerraban la entrada,
nos encontramos en el centro de una bahía. Las costas de la Cala del Norte
estaban cubiertas por bosques tan espesos como los que yo había visto en el
otro fondeadero; pero éste era más estrecho, con forma alargada, que le daba
el aspecto de un estuario. Frente a nosotros, en el extremo sur, vimos los
restos de un buque hundido, que estaba en su última fase de ruina. Debía
haber sido un navío de tres palos, pero llevaba seguramente tantos años
expuesto a la injuria del tiempo, que por todas partes estaba cubierto como
por inmensas telarañas de algas, que, al bajar la marea, surgían en sus
mástiles chorreando agua. Sobre la cubierta ahora visible habían arraigado los
mismos matorrales que en la costa veíamos cubiertos de flores. Era un
espectáculo triste, pero nos aseguraba que aquel fondeadero era un buen
abrigo.
—Ahora —dijo Hands—, ten cuidado; hay un trozo de playa que es
perfecto para varar el barco. Arena fina, seguro que nunca hace viento y está
rodeado de árboles, y mira las flores que crecen como en un jardín sobre ese
viejo barco.
—Cuando embarranquemos —pregunté—, ¿cómo podremos volver a
sacarlo a flote?
—Ah —replicó—, tú tomas una maroma y la llevas a tierra, cuando la
marea ya esté baja; la fijas en uno de aquellos grandes pinos; la traes a bordo
y le das otra vuelta en el cabestrante, y ya no hay más que esperar la pleamar,
y sale a flote él solo como la cosa más natural. Y ahora, muchacho, pon
atención. Estamos ya sobre el sitio justo y el barco navega demasiado rápido.
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¡Un poco a estribor! ¡Ahí! ¡Sostén firme! ¡A estribor!… ¡Ahora un poco a
babor! ¡Sostén firme!
Seguía dando órdenes que yo obedecía inmediatamente. De pronto, gritó:
—¡Ahora, muchacho… orza!
Yo fijé el timón, y la Hispaniola viró rápidamente y avanzó de proa hacia
la costa baja y frondosa.
La excitación por toda la maniobra me impidió, desde luego, estar
pendiente del contramaestre como con anterioridad. Y hasta en aquel
momento la seguía yo con tan vivo interés, esperando el instante en que el
barco embarrancase, que me olvidé del peligro que me amenazaba y sólo
tenía ojos para mirar por la borda cómo la proa cortaba las olas. Y allí hubiera
perecido sin siquiera luchar por mi vida, si no hubiera sido porque un
presentimiento me sobrecogió y me hizo volver la cabeza. Quizá fue un ruido,
o que vi la sombra de Hands con el rabillo del ojo; acaso un instinto como el
de los gatos; pero el caso es que, cuando miré hacia atrás, allí estaba Hands ya
casi sobre mí con el cuchillo en su mano derecha.
Recuerdo que los dos gritamos cuando nuestros ojos se encontraron; pero,
si el mío fue un grito de terror, el suyo era una especie de bufido salvaje,
como el de un toro al embestir. Saltó sobre mí al mismo tiempo que daba
aquel furioso alarido, y yo salté como pude hacia el castillo de proa. Al
precipitarme para esquivar su golpe, solté el timón, y la rueda empezó a girar
violentamente a sotavento; creo que eso fue lo que me salvó la vida, porque,
al girar, dio a Hands en el pecho con tal violencia, que quedó parado en seco.
Antes de que él se recobrara, ya me había puesto a salvo, escapando de
aquel rincón donde podría acorralarme; ahora tenía toda la cubierta libre para
esquivar sus ataques. Me protegí tras el palo mayor y saqué mi pistola; él
venía directamente hacia mí blandiendo el cuchillo. Apunté con serenidad y
apreté el gatillo. Pero no se produjo el disparo; el agua del mar había
inutilizado mi arma. Me maldije a mí mismo por ese descuido. ¿Cómo no se
me había ocurrido cebar de nuevo la pistola y comprobar su carga? En
aquellas circunstancias yo no era más que una oveja esperando a su carnicero.
Aunque Hands estaba herido, era increíble la agilidad con que se movía, y
parecía un demonio con el pelo aceitoso cayéndole sobre su rostro y las
mejillas encendidas por la agitación o por la furia. Yo no tenía tiempo de
probar la otra pistola, ni demasiada confianza en que no estuviera inservible.
Una cosa era clara para mí: si continuaba retrocediendo, no tardaría en
acorralarme contra la proa, como antes había estado a punto de conseguirlo en
popa. Y si lograba cercarme, lo único que yo podía esperar de este lado de la
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eternidad eran nueve o diez pulgadas de acero ensangrentado dentro de mi
cuerpo. Me escondí tras el palo mayor, que era de un respetable grosor, y
esperé con todos mis nervios en tensión.
Cuando vio que yo me defendía con aquella especie de juego del
esquinazo, se detuvo; y durante unos momentos intentó alcanzarme con
rápidos golpes de su cuchillo, a los que yo respondía esquivando a un lado y
otro del mástil. Era un juego que a menudo había yo practicado en mi tierra,
entre los peñascos del Cerro Negro; pero nunca pensé que tendría que
utilizarlo de aquel modo. De otras formas no hice quizá otra cosa que seguirlo
imaginando que tenía que vérmelas con un marino viejo y además herido en
una pierna. Eso pareció acrecentar mi valor, hasta el punto que incluso
aventuré pronósticos sobre el desenlace; pero, si empezaba a considerar la
posibilidad de prolongarlo mucho tiempo, no alcanzaba ninguna esperanza
sobre su resultado.
Y así estaban las cosas, cuando de repente la Hispaniola embarrancó,
escoró con violencia y quedó varada en el arenal con una inclinación de
cuarenta y cinco grados a babor; penetró un poco de agua por los imbornales,
que hizo pequeños charcos entre la cubierta y la amurada.
Hands y yo fuimos derribados al mismo tiempo y rodamos casi juntos
hasta la banda; el cadáver del pirata del gorro rojo, que aún conservaba los
brazos en cruz, rodó, rígido, junto a nosotros. Yo di con la cabeza contra un
pie del timonel, y sentí el golpe resonar en mi boca. Pese a ello, me levanté
inmediatamente, antes que Hands, al que le había caído encima el cadáver. La
inclinación del barco no era a propósito para poder correr en cubierta; era
preciso que yo buscara un medio de escapar, y lo antes posible, porque mi
enemigo estaba a punto de lanzarme el cuchillo. Rápido como el pensamiento,
salté a un obenque de mesana, trepé por él todo lo rápido que mis manos me
permitían y no respiré hasta verme sentado en la cruceta.
Mi ligereza me salvó; el cuchillo se clavó a menos de medio pie por
debajo de mí, cuando empecé a trepar a toda velocidad. Vi a Israel Hands con
gesto de perplejidad, su rostro levantado, mirándome con la boca abierta.
Aproveché aquel instante de sosiego para cebar de nuevo mis pistolas, y,
cuando ya tuve una dispuesta, preparé la otra convenientemente.
Hands se quedó desconcertado e indeciso; se daba cuenta de que con
aquellos dados no ganaría nunca; y después de visibles vacilaciones, trató de
encaramarse por el cabo, con el cuchillo entre sus dientes. Pero trepar no era
empresa fácil para él; mucho tiempo gastó en ello y cuántos ayes, con aquella
pierna colgando herida. Ya tenía yo mis dos pistolas preparadas cuando aún
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no había él trepado ni una tercera parte del obenque. Entonces, mirándolo, y
con una pistola en cada mano le grité:
—¡Un palmo más, señor Hands, y le salto los sesos! Los muertos no
muerden, ¿no es eso lo que dijo? —añadí, riendo entre dientes.
Se detuvo. Vi, por su gesto, que trataba de pensar, lo que para él era
empresa harto lenta y dificultosa, y yo, crecido por mi superioridad en aquel
momento, solté una carcajada. Él tragó saliva varias veces, y trató de hablar,
aunque sin perder aquella expresión de perplejidad. Para poder hacerlo se
quitó el cuchillo de su boca, pero no hizo ningún otro movimiento.
—Jim —me dijo—, calculo que los dos estamos en un mal paso, y que no
tenemos otra salida que firmar un pacto. Si no hubiera sido por el bandazo, te
habría atrapado; pero ya te dije que este barco trae mala suerte, sí, señor; y
creo que tendré que rendirme, aunque sea duro, ya lo ves, para un buen
marinero, siendo tú un grumete, Jim.
Saboreaba yo estas palabras, tan sonriente y ufano como un gallo en su
corral, cuando de improviso vi a Hands que echó la mano atrás por encima del
hombro. Algo silbó en el aire como una flecha; sentí un golpe y después un
agudo dolor, y quedé clavado por mi hombro contra el mástil. Ni lo pensé; el
dolor era muy fuerte y no menos mi sorpresa; nunca he sabido si quise
disparar o no, pero apreté los dos gatillos. Ambas pistolas cayeron de mis
manos, y junto a ellas, con un grito ahogado, el timonel Israel Hands se soltó
del obenque y cayó de cabeza al mar.
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Capítulo 27
¡Doblones!
Como el barco estaba tan escorado, los mástiles sobresalían sobre las
aguas, y a la altura que yo estaba, en la cruceta, veía bajo mis pies la
superficie de la bahía. Hands, que no había alcanzado esa altura, cayó cerca
del casco, casi junto a la borda. Vi su cuerpo emerger entre remolinos de
espuma sanguinolenta y volver a hundirse para siempre. Cuando la mar
estuvo en calma, pude verlo hecho un ovillo en el fondo de limpia y luminosa
arena, en la sombra que proyectaba el casco de la goleta. A veces el temblor
de una ola provocaba la ilusión de un movimiento, como si intentara
levantarse. Pero estaba bien muerto, con dos disparos y, además, ahogado, y
ya no era más que comida para los peces, como yo lo hubiera sido.
Empecé a sentirme mareado, desfallecido y sobrecogido por el miedo.
Noté cómo la sangre caliente me corría por la espalda y el pecho. El cuchillo
que me sujetaba por el hombro al mástil era como un hierro al rojo; sin
embargo no me pesaba tanto ese dolor, que me creía capaz de soportar sin una
queja, como el terror a caer desde la cruceta en aquellas aguas serenas y
verdosas junto al cuerpo del timonel.
Me agarré con todas mis fuerzas a la cruceta, hasta que me dolieron las
uñas, y cerré los ojos para no ver aquella escena. Poco a poco fui recobrando
el valor, el pulso volvió a latir con un ritmo más tranquilo y comencé a
sentirme dueño de mí mismo.
Mi primer pensamiento fue el de arrancarme el cuchillo; pero estaba
clavado con tanta fuerza, y los nervios me fallaron, que tuve que desistir con
un violento escalofrío. Y como siempre sucede con las cosas más
insignificantes, fue ese tiritón el que resolvió mi problema. Porque el cuchillo,
que había estado a punto de herirme en algún lado más grave o mortal, lo
único que atravesaba era la parte superior del hombro, casi solamente la piel,
y aquel escalofrío terminó por desgarrarla. La sangre manó copiosamente,
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pero me sentía libre y podía moverme y sólo mi casaca y mi camisa me unían
al palo, lo que no tardé en resolver dando un fuerte tirón.
Sin perder tiempo me deslicé por el obenque de babor hasta cubierta; ni
por todo el oro del mundo lo hubiera hecho por el de estribor, que caía a
plomo sobre las aguas donde reposaba Israel Hands.
Bajé al camarote y curé mi herida como pude. El dolor era muy intenso y
sangraba abundantemente, pero no era profunda y no la juzgué grave, ni
tampoco me impedía demasiado mover el brazo. Después inspeccioné el
barco, y, pues ahora estaba bajo mi mando, decidí desembarazarme de su
último pasajero, el cadáver de O’Brien.
Yacía arrojado como un fardo contra la amurada, una especie de
desfondado espantapájaros de rostro como la cera. Estaba en una postura que
facilitaba mis intenciones; y como ya empezaba a estar habituado a estas
macabras experiencias, mi antiguo temor ante los muertos había casi
desaparecido. Lo agarré por la cintura, como un saco de salvado, y de un buen
empujón lo arrojé por la borda. Se hundió con un ruidoso chapuzón, su gorro
rojo quedó flotando en las aguas, y, cuando me dejó la espuma producida por
su caída, lo vi tendido junto a Israel, moviéndose ambos con la ondulación del
mar. O’Brien, aunque joven, era bastante calvo, y allí se destacaba su cráneo
mondo apoyado en las rodillas de su asesino, y sobre los dos cuerpos, los
peces que empezaban a congregarse.
Ahora estaba yo solo en la goleta. La marea empezaba a cambiar. El sol
llegó a su ocaso y ya las sombras de los pinos se alargaban a través del
fondeadero y pintaban sobre la cubierta grandes manchas de luz y sombra
vacilantes. La brisa del atardecer se levantaba, y aún protegido por la colina
de los dos picos, que se levantaba hacia el este, el aparejo empezaba a vibrar
con un sordo silbido y las velas a agitarse de un lado para otro.
Entonces caí en la cuenta de que existía peligro para el barco. Pude arriar
los foques con cierta facilidad, y los abandoné caídos en cubierta; pero la vela
mayor era una tarea mucho más difícil. Cuando la goleta escoró al
embarrancar, la botavara había caído del mismo lado, saliendo sobre la borda,
y las jimelgas[55] así como parte de la lona cayeron al mar. Pensé que aquello
aumentaba el peligro, pero en mi turbación no veía forma de solucionar el
problema. Determiné cortar la driza, y así lo hice con mi navaja. El pico de la
cangreja quebró de inmediato y una gran panza de lona distendida flotó sobre
el mar. Eso fue todo lo que pude hacer, porque no conseguí mover la
cargadera[56], y dejé la Hispaniola a su suerte como yo quedaba a la mía.
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Cuando terminé estos trabajos, la oscuridad cubría el fondeadero y
recuerdo que las últimas luces del sol entraban a través de un claro de los
bosques y brillaban como una joya en las algas y flores que cubrían aquel
navío hundido a la entrada de la bahía. Empecé a sentir frío; la bajamar
asentaba la goleta más y más sobre su casco y aumentaba su escora.
Traté de encaramarme hacia proa con gran dificultad y miré sobre la
borda. No parecía haber mucha profundidad, y sujetándome con cuidado a la
driza cortada me dejé caer lentamente al agua. Apenas me llegaba a la cintura,
la arena era dura, y notaba las ondulaciones del fondo; feliz y con bastante
ánimo vadeé hasta la orilla. La Hispaniola quedó allí varada, con su vela
mayor cubriendo la superficie de las aguas. En ese instante el sol se ocultó y
la brisa empezó a soplar suavemente por entre los árboles en la oscuridad del
crepúsculo.
Por lo menos yo estaba en tierra y no volvía del mar con las manos vacías.
La goleta estaba libre de filibusteros y aguardando a nuestra gente para ser
tripulada de nuevo y navegar. Yo no tenía otro pensamiento que regresar a la
empalizada y gozar del relato de mi aventura. Era posible que me
amonestasen por ella, pero el haber capturado la Hispaniola pensaba que
podía callar todas las voces y estaba convencido de que hasta el propio
capitán Smollett tendría que admitir que yo no había perdido el tiempo.
Con esos pensamientos, y alegre como el que más, tomé camino en
dirección al fortín para encontrarme con mis compañeros. Traté de situarme
partiendo de que el más oriental de los ríos, que desembocaban en el
fondeadero del capitán Kidd, bajaba desde el monte de los dos picos que
ahora tenía yo a mi izquierda; y empecé a rodearlo para cruzar cerca de su
nacimiento, donde el caudal era escaso. El bosque no parecía demasiado
impenetrable, y, siguiéndolo a lo largo de las estribaciones del monte, no
tardé en recorrer su ladera y dar con el río, que atravesé con el agua a media
pierna. Así llegué a un sitio que reconocí como aquel donde me había
encontrado con Ben Gunn, el abandonado; seguí entonces mi camino con más
cautela, vigilando hacia todas partes. La noche había caído y, cuando llegué
cerca de la depresión entre los dos picachos, advertí como un fulgor vacilante,
y pensé que el hombre de la isla estaría cocinando su cena en una hoguera.
Me inquietaba imaginarlo tan despreocupado, porque ese mismo fuego que yo
veía podía ser descubierto también por Silver desde su campamento en la
ciénaga.
Fui acercándome poco a poco, aprovechando la oscuridad de la noche, y
mucho me costó no perderme en mi camino; el monte de los dos picos
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quedaba a mis espaldas y el Catalejo a mi derecha, ambos muy desdibujados
por la noche; pocas eran las estrellas y su brillo apagado, y el terreno por
donde yo caminaba estaba plagado de matorrales que más de una vez me
hicieron caer sobre la arena.
De pronto me encontré en el centro de una tenue claridad. Levanté los
ojos; pálidos rayos de bellísima luz se abrían sobre la cima del Catalejo, y,
casi inmediatamente, un inmenso disco de plata se levantó sobre las copas de
los árboles: era la luna.
Bajo su luz anduve rápidamente los últimos tramos de mi camino; y unas
veces corriendo, otras paso a paso, fui acercándome lleno de impaciencia a la
empalizada. Cuando alcancé el bosque que la rodeaba, tuve buen cuidado en
arrastrarme cautelosamente, porque hubiera sido un triste fin para mis
aventuras recibir un tiro por equivocación de mis propios compañeros.
La luna iba levantándose con todo su esplendor; su luz iluminaba grandes
zonas del bosque, y de pronto, ante mí, entre los árboles, vi un resplandor de
muy distinto color. Un fulgor rojizo que por momentos se apagaba, como si
fuera el rescoldo de una hoguera.
No podía ni imaginar de qué podía tratarse.
Me deslicé hasta la orilla del calvero. Hacia el oeste se veía iluminado por
la luna; el resto, incluyendo el fortín, estaba aún cubierto por la oscuridad,
unas tinieblas salpicadas aquí y allá por plateadas franjas de luz. Detrás del
fortín brillaban las ascuas de lo que fue una hoguera, pero aún irradiaba un
fuerte resplandor rojizo que contrastaba vivamente con la mórbida blancura
de la luna. No se oía ruido alguno ni se sentía otra presencia que el suave
sonido de la brisa.
Me detuve muy asombrado, y quizá con cierto temor. Yo sabía que mis
compañeros no tenían la costumbre de encender grandes hogueras, antes bien,
por orden del capitán, limitábamos las ocasiones de hacer fuego; y comencé a
temer que algo malo les hubiera sucedido durante mi ausencia.
Me agazapé y con mil cuidados empecé a arrastrarme hacia el este,
encubierto por las sombras, y busqué el lugar donde la empalizada estuviera
más protegida por la oscuridad, y allí la crucé.
Continué arrastrándome sin hacer el menor ruido hasta llegar a una de las
esquinas del fortín. Conforme me aproximaba mi corazón iba
tranquilizándose. Cuántas veces había aborrecido el sonido de los ronquidos
de mis compañeros, pero cómo lo esperaba escuchar en aquellos momentos; y
cómo se llenó mi corazón de alegría cuando hasta mí llegaron. Hasta aquel
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grito tan marinero de guardia: «¡Todo bien!», jamás habría sido tan
tranquilizador.
Pero, de todas formas, empezó a inquietarme un sexto sentido: la
vigilancia en torno a la empalizada era deplorable. Si hubiera sido Silver o
alguno de los suyos, en lugar mío, ninguno de mis compañeros hubiera vuelto
a ver la luz del día. Pensé que quizá las heridas del capitán le habían impedido
organizar mejor los centinelas, y me culpé a mí mismo por haberlos
abandonado en aquella situación.
Llegué a la puerta y me puse en pie. Dentro había una absoluta oscuridad
y era imposible distinguir a nadie. Se escuchaba el ruido monótono de los
ronquidos y me pareció oír un rumor de aletazos o el roce de un pico, que no
podía —o no quería— explicarme. Empecé a andar hacia el interior tanteando
con los brazos. «Mi lecho estará donde antes» (imaginé regocijado); «y
cuando despierte mañana, cómo voy a reírme al ver su estupor».
Mi pie tropezó con algo blando: era una pierna; quien fuese gruñó y dio
media vuelta sin llegar a despertarse.
En ese instante, de improviso, una voz estridente rompió a chillar en la
oscuridad:
—¡Doblones! ¡Doblones! ¡Doblones! ¡Doblones! ¡Doblones!
Y continuó imparable como el repiqueteo de un pequeño telar. ¡Era el loro
verde de Silver, el Capitán Flint! Eso era lo que yo había oído picotear; era él
quien, mejor centinela que ningún humano, anunciaba mi llegada con su
abrumador estribillo.
No tuve ni tiempo de recobrarme de la sorpresa. A los agudos y metálicos
chillidos del loro se despertaron los durmientes y rápidamente se levantaron;
y con un tremendo juramento la voz de Silver tronó:
—¿Quién va?
Intenté echar a correr, pero choqué con uno de los piratas y, al retroceder,
me precipité en brazos de otro, que me sujetó con fuerza.
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—¡Trae una antorcha, Dick! —dijo Silver, cuando se aseguró de mi
captura.
Y uno de ellos salió del fortín y volvió rápidamente con una rama
encendida.
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PARTE SEXTA
EL CAPITÁN SILVER
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Capítulo 28
En el campamento enemigo
La luz de aquel fuego que iluminó el interior del fortín no hizo sino que
viera realizados mis más sombríos presentimientos. Los amotinados se habían
apoderado del recinto y de todas nuestras provisiones; allí estaban el barril de
aguardiente, la salazón de cerdo y la galleta, pero lo peor, lo que hizo
aumentar mis temores, es que no vi ni rastro de prisioneros. Imaginé que sin
duda habían perecido y mi corazón se llenó de dolor por no haber estado con
ellos en tan grave momento.
En total eran seis los piratas; todos los que habían quedado vivos. Había
cinco en pie, con huellas de cansancio en sus rostros abotargados, de
encendidas mejillas, recién despertados del primer sueño de la borrachera. Un
sexto bucanero estaba incorporado apoyándose sobre un codo; tenía una
palidez mortal y las ensangrentadas vendas liadas en su cabeza indicaban que
hacía poco que había sido herido, y, aún menos, curado. Pensé que era el
mismo que yo había visto correr hacia el bosque después de recibir un tiro.
El loro estaba quieto, picoteándose el plumaje, en el hombro de John «el
Largo». Silver parecía más pálido e intranquilo que de costumbre. Lucía
todavía aquel vistoso traje con el que había capitaneado el motín, pero ya se
veía deslustroso, lleno de barro y rotos causados por los arbustos.
—Así que —dijo— aquí tenemos a Jim Hawkins. ¡Así revienten las
cuadernas!, y caído del cielo, como suele decirse, ¿eh? Bien, acércate,
¿porque vienes como amigo, no?
Y diciendo esto se sentó en el tonel de aguardiente y empezó a cargar su
pipa.
—¡Acércame una tea encendida, Dick! —llamó, y cuando la pipa ya
tiraba—. Está muy bien muchacho —añadió—; tira la tea por ahí. Vosotros,
caballeretes, volved a dormir; no es preciso que sigáis aquí contemplando al
señor Hawkins; seguro que él os disculpará. Así pues, Jim —prosiguió
retacando su pipa—, has vuelto, ¡qué sorpresa tan agradable para el pobre y
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viejo John! Ya vi que eras listo la primera vez que te eché un ojo encima, pero
la verdad es que no comprendo este regreso tuyo.
Como puede suponerse, yo no contesté a sus palabras.
Me había colocado de espaldas a la pared y allí permanecí, mirando a
Silver cara a cara, intentando aparentar una valentía que el desconsuelo de mi
corazón hacía muy difícil.
Silver dio un par de chupadas a la pipa, con mucha tranquilidad, y
prosiguió:
—Ahora que estás aquí, Jim —me dijo—, voy a confesarte mis
pensamientos. Siempre me has parecido un muchacho formidable, sí, señor,
con empuje, el propio retrato de mí mismo cuando yo era joven y apuesto.
Siempre he querido verte unido a nosotros y que tuvieses tu parte y vivieras
como un caballero, y, ahora, gallito, no tienes más remedio que hacerlo. El
capitán Smollett es un buen marino, mejor que yo lo seré nunca, pero es
demasiado rígido con la disciplina. «El deber es el deber», dice siempre, y
lleva razón. Ten cuidado con él. Y con el doctor, que no quiere ni verte; «un
bribón desagradecido», es lo que me dijo que pensaba de ti. En resumen: no
puedes volver con los tuyos porque no quieren nada contigo; y a menos que tú
solo seas una tripulación, lo que resultaría bastante solitario, no tienes otro
camino que enrolarte con el capitán Silver.
Al menos me había enterado de que mis compañeros aún vivían, y,
aunque no dudaba de las palabras de Silver sobre los sentimientos que hacia
mí abrigaban, lo que había oído me dejaba menos entristecido que confortado.
—No es preciso que te repita que estás en nuestras manos —continuó
Silver—, porque eso se ve, ¿no? Pero yo soy hombre que gusta de
argumentar; siempre he aborrecido las amenazas, que además no sirven para
nada. Si te gusta mi ofrecimiento, de acuerdo, únete a nosotros; si no te gusta,
Jim, eres libre para decir que no, completamente libre, compañero. No creo
que ningún navegante hijo de buena madre pueda hablar más claro, ¡o que me
hunda!
—¿Tengo que responder ahora? —contesté con voz trémula. Porque a
través de todo aquel irónico parlamento, yo veía una grave amenaza que iba
cayendo sobre mí, y sentí un intenso calor en mi rostro y mi corazón latir con
violencia.
—Muchacho —dijo Silver—, nadie te aprieta. Echa tus cuentas. Ninguno
de nosotros te apremia, compañero; y es agradable pasar el tiempo en tu
compañía, tenlo por seguro.
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—Bien —dije, tratando de aparentar valor—. Si he de elegir, lo primero
que creo es tener derecho a saber qué ha sucedido y por qué estáis vosotros
aquí y no mis compañeros. ¿Dónde están?
—¿Qué ha sucedido? —dijo uno de los bucaneros con un ronco gruñido
—. ¿Y quién es el listo que lo sabe?
—Cierra tu cuartel[57] hasta que se te hable, amigo —gritó Silver con voz
enojada. Y después, ya con un tono más suave, me dijo—: Ayer por la
mañana, señor Hawkins, en la tercera guardia, vino a parlamentar el doctor
Livesey, y me dijo: «Capitán Silver, está usted perdido. El barco ha zarpado».
Bueno, yo no podía decir que no, habíamos estado bebiendo un poco y
cantando, eso ayuda a vivir, así que no podía decir que no, porque ninguno de
nosotros había estado vigilando la goleta. Entonces fuimos a mirar, y, ¡por
todos los temporales!, el maldito barco ya no estaba. En mi vida he visto un
rebaño de idiotas más cariacontecidos, y no te quepa duda de que yo era el
que tenía la cara más larga. Entonces me dijo el doctor, «vamos a hacer un
trato». Y lo hicimos, y por eso aquí estamos nosotros con las provisiones y el
aguardiente, bien a cubierto y con toda la leña que tuvisteis la bondad y
previsión de cortar, y, ¿cómo diría?, tan a gusto como en el barco. En cuanto a
ellos… se largaron; no sé dónde pueden estar.
Volvió a chupar tranquilamente su pipa.
—Pero que no se te ocurra pensar que tú estabas incluido en el trato —
prosiguió—. Lo último que dijimos fue: «¿Cuántos son ustedes?», yo se lo
pregunté, y él me dijo: «Cuatro, y uno de nosotros está herido. En cuanto a
ese maldito chico, ni sé dónde está ni me importa. Estamos hartos de él». Esas
fueron sus palabras.
—¿Eso es todo? —pregunté.
—Bueno… eso es todo lo que tienes que saber, hijito —contestó Silver.
—¿Y ahora debo elegir?
—Y ahora debes elegir, tenlo por seguro —repuso Silver.
—Pues bien —le dije—; soy lo bastante listo como para saber lo que me
espera. Y poco me importa ni siquiera lo peor. He visto ya morir a
demasiados hombres desde que desgraciadamente tropecé con vosotros. Pero
hay un par de cosas que he de decirle —y proseguí ya sin ninguna contención
—, y la primera es ésta: no es tampoco muy bueno vuestro camino; habéis
perdido el barco, habéis perdido el tesoro, y habéis perdido varios hombres;
todo el negocio se ha venido abajo; y si quiere usted saber a quién le debe
todo esto: ¡es a mí! Yo estaba dentro de la barrica de manzanas la noche que
avistamos tierra y les oí a John, a usted, a Dick Johnson y a Hands, que ahora
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por cierto está en el fondo de los mares, y fui yo quien se lo contó todo al
squire. Y en cuanto a la goleta, fui yo quien cortó la amarra y el que maté a
los dos que habíais dejado a bordo, y yo el que la he llevado a un lugar donde
jamás la volveréis a ver. Yo soy el que se ríe el último; soy yo quien ha
gobernado este maldito asunto desde el principio; y os tengo ahora mismo el
miedo que podía tenerle a una mosca. Puede usted matarme, si quiere, o
dejarme ir. Pero una cosa voy a decirle, y no la repetiré: si me deja libre, lo
pasado, pasado, y cuando os juzguen por piratas, trataré de salvar a todos los
que pueda. Esa es la única elección, y no a mí a quien corresponde. Matando
a uno más no ganaréis nada, pero, si me dejáis con vida, tendréis un testigo a
vuestro favor para salvaros del patíbulo.
Me callé, y ya me faltaba el aliento; y con gran sorpresa por mi parte,
ninguno de los piratas, que lo habían escuchado todo, se movió;
permanecieron recostados mirándome atónitos como carneros. Aproveché su
asombro para continuar:
—Y ahora, señor Silver —le dije—, creo que usted vale más que todos
éstos, y, si las cosas empeoran para mí, le agradecería que haga saber al
doctor cómo me he portado.
—Lo tendré en la memoria —dijo Silver y en tono tan extraño, que no
pude precisar si se reía de mi petición o si mi valor lo había llegado a
impresionar verdaderamente.
—Voy a cargar otro en mi cuenta —exclamó de pronto el marinero viejo
de la cara color caoba, que se llamaba Morgan, y que era el que yo había
conocido en la taberna de John «el Largo» en los muelles de Bristol—. Debí
hacerlo, cuando reconoció a «Perronegro».
—Sí —dijo Silver—, y te diré algo más, ¡por todos los temporales!
También es el muchacho que le robó el mapa a Billy Bones. ¡Desde el
principio no hemos hecho otra cosa que estrellarnos contra Jim Hawkins!
—¡Pues aquí se acaba! —dijo Morgan con una maldición. Y saltó, como
si tuviera veinte años, con su cuchillo en la mano.
—¡Atrás! —gritó Silver—. ¿Quién te crees que eres, Tom Morgan? ¿Te
crees acaso el capitán? ¡Por Satanás, que voy a darte un escarmiento!
Arrodíllate ante mí, porque voy a mandarte al mismo sitio al que ya he
enviado a otros muchos fanfarrones antes que a ti desde hace treinta años:
unos cuelgan de una verga, otros fueron por encima de la borda y todos están
ahora dando de comer a los peces. Ningún hombre que me haya mirado entre
los ojos ha dejado de arrepentirse por haber nacido. Tom Morgan, puedes
asegurarlo.
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Morgan se detuvo, pero los demás empezaron a murmurar.
—Tom tiene razón —se oyó una voz.
—Bastantes mangoneos he aguantado ya de ti —añadió otro de los piratas
—, y que me ahorquen si vas a seguir haciéndolo, John Silver.
—¿Alguno de vosotros, caballeros, quiere salir a vérselas conmigo? —
rugió Silver, levantándose del barril y echándose atrás, pero sin soltar la pipa
que aún humeaba en su mano derecha—. Quiero escuchar lo que tengáis que
decirme, ¿o sois mudos? Estoy dispuesto a satisfacer al que así lo quiera. ¿O
es que he vivido yo todos estos años para que cualquier hijo de una pipa de
ron venga ahora a cruzárseme por la proa? Ya conocéis las reglas: todos sois
caballeros de fortuna, ¿no es eso lo que decís? Pues bien; estoy listo. El
primero que se atreva, que coja un machete, que voy a ver qué color tiene por
dentro. Con muleta y todo, y antes de terminarme mi tabaco.
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Ninguno de aquellos hombres se movió; ni tampoco hubo respuesta.
—¡Sois de buena calidad! —añadió dando otra chupada a su pipa—. Una
gentuza que da gusto ver. No sabéis ni luchar. Lo único que sabéis es
entender el inglés del rey George[58]: Me elegisteis como capitán, y me
elegisteis porque soy el que más vale, y en eso os llevo más de una milla de
ventaja. Y si ahora no queréis pelear como caballeros de fortuna, pues
entonces ¡que nos trague la borrasca!, vais a obedecerme, por las buenas o por
las malas. Este chico es el mejor muchacho que he visto. Es más hombre que
cualquier rata como vosotros, y os digo esto: que vea yo a uno poner su mano
en él… No tengo más que decir, pero recordad mis palabras.
Hubo un largo silencio. Yo seguía apoyado contra la pared, con el corazón
aún palpitando como un martillo, pero veía un rayo de esperanza. Silver se
apoyó también en la pared, junto a mí, con los brazos cruzados y la pipa en la
comisura de sus labios, y tan tranquilo como si estuviera en una iglesia; sin
embargo, sus ojillos furtivos se movían sin cesar vigilando a sus levantiscos
camaradas. Estos, por su parte, fueron poco a poco agrupándose en el otro
extremo de la habitación y el sordo murmullo de su conciliábulo llegaba a mis
oídos como el sonido del viento. De vez en cuando alguno levantaba su
mirada y por un instante la rojiza luz de la antorcha iluminaba su rostro tenso,
pero ya no era a mí, sino a Silver, a quien escudriñaban.
—Parece que tenéis muchas cosas que deciros —observó Silver lanzando
un salivazo hacia el techo—. Quisiera oírlo yo también. O, si habéis
terminado, quisiera veros durmiendo.
—Perdona, señor —dijo uno de ellos—, pero nos parece que no haces
mucho caso de algunas reglas; quizás debieras recordar algunas de ellas: esta
tripulación está descontenta; a esta tripulación no se le debe intentar maniatar
con empalomaduras[59]; esta tripulación tiene sus derechos como cualquier
tripulación y me tomo la libertad de decirte que además los derechos de
nuestro propio código, y el primero de ellos es que podemos juntarnos para
hablar. Perdona, pero, aún reconociéndote como capitán, por el momento,
reclamo nuestro derecho de salir afuera para deliberar.
Y con un ceremonioso saludo marinero aquel individuo, que era un tipo
larguirucho y horrible, con ojos amarillentos y de unos treinta y cinco años,
caminó tranquilamente hacia la puerta y salió del fortín. Los demás forajidos,
uno tras otro, siguieron su ejemplo; cada uno hizo el mismo saludo al pasar
ante Silver y añadió alguna disculpa: «Es conforme a las reglas», dijo uno.
«Hay consejo en el alcázar», dijo Morgan. Y, con una u otra observación,
todos fueron saliendo y nos dejaron solos a Silver y a mí.
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El viejo cocinero se quitó rápidamente la pipa de su boca.
—Ahora, Jim Hawkins, fíjate bien —me dijo en voz tan baja, que apenas
pude oírlo—, estás a medio tablón de la muerte, y lo que aún es peor, de que
te martiricen. Esos quieren quitarme de en medio. Recuerda que yo estoy de
tu parte suceda lo que suceda. No era ésa verdaderamente mi intención, desde
luego, hasta que te oí hablarme como lo hiciste. Yo estaba loco y desesperado
por perder tanto dinero y además con la perspectiva de que me ahorquen. Pero
he visto que eres un hombre valiente. Y me he dicho: John, tu sitio está junto
a Hawkins, y el de Hawkins, contigo. Tú eres su última carta, y ¡por todos los
fuegos del infierno!, John, ¡tú eres la suya! Pase lo que pase, tú debes salvar a
tu testigo y él salvará tu cuello.
Empecé a comprender por dónde quería ir.
—¿Quiere usted decir que todo está perdido? —pregunté.
—¡Sí, por todos los cañonazos! —contestó—. El barco perdido, y el
pescuezo perdido… ése es el resumen. Cuando miré hacia la bahía, ¡ay, Jim
Hawkins!, y no vi la goleta… bien, aunque soy hombre duro de pelar, te juro
que me sentí vencido. Escucha: toda esa gente que está ahí fuera tratando de
liquidarnos, fíjate lo que te digo, no son listos, son cobardes. Yo salvaré tu
vida, si puedo. Pero escucha, Jim: toma y daca, tú salvarás a John «el Largo»
de la horca.
Yo estaba confundido; lo que me decía me parecía tan desesperado… y
escucharlo de él, el viejo bucanero, el cabecilla de la rebelión…
—Haré lo que pueda —le dije.
—¡Trato hecho! —exclamó—. Hablas con valor, ¡y por todos los
temporales!, correremos la suerte.
Caminó renqueando hasta la antorcha y encendió de nuevo su pipa.
—Entiéndeme, Jim —dijo cuando volvió junto a mí—. Tengo cabeza. Y
me dice que me ponga del lado del squire. Yo sé que tú has escondido el
barco en lugar seguro. ¿Cómo lo has conseguido? No lo sé; pero no dudo de
que está seguro. Me figuro que Hands u O’Brien se acobardaron. Nunca he
tenido mucha confianza en ellos. Mira. No voy a preguntar nada, ni voy a
permitir que otros hagan preguntas. Sé cuándo una jugada está perdida, lo sé;
y también sé cuándo un muchacho vale de verdad. Ah, eres joven… ¡tú y yo
hubiéramos podido hacer grandes cosas juntos!
Llenó en el barril de aguardiente un vasito de estaño.
—¿Gustas, compañero? —me preguntó; y al ver que yo rehusaba, dijo—:
Bueno Jim, yo sí tomaré un trago. Necesito calafatearme, porque habrá jaleo.
Y hablando de jaleo, ¿por qué me daría el doctor el mapa, eh, Jim?
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Mi rostro debió expresar el mayor asombro, y él entendió que era inútil
seguir preguntando.
—Ah, pues me lo dio —dijo—. Y seguramente que hay algo por debajo
de todo esto, no lo dudo… seguramente que hay algo oculto, sí; Jim, para bien
o para mal.
Y bebió otro trago de aguardiente, y se mesó los cabellos como un
hombre que se dispone para un mal trance.
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Capítulo 29
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El bucanero se adelantó con más ánimo y pasó de la suya algo a la mano
de Silver; después se retiró todo lo rápidamente que pudo para unirse a sus
compañeros.
El viejo cocinero miró lo que le había entregado.
—¡La Marca Negra! Ya la esperaba —dijo—. ¿De dónde habrán sacado
este papel? ¡Pero…! ¡Qué es esto! ¡Mira! ¡Esto trae mala suerte! Han
arrancado este papel de una Biblia. ¿Quién ha sido el idiota que ha roto una
hoja de la Biblia?
—¿Lo veis? —dijo Morgan a los suyos—. ¿Lo veis? Ya os lo dije yo.
Nada bueno puede venir de esto.
—Bien, ya habéis hecho lo que teníais que hacer —dijo Silver—. Creo
que acabaréis todos en la horca. ¿Quién era el mamarracho que tenía una
Biblia?
—Era Dick —dijo uno.
—Pues que rece. Creo que a Dick se le ha acabado la suerte, no me cabe
duda.
Entonces interrumpió el hombre de los ojos amarillentos.
—Deja esa charla, John Silver —dijo—. Esta tripulación te ha señalado
con la Marca Negra por acuerdo de todos, como es nuestra ley; ahora lo que
tienes que hacer es leer lo que dice ahí escrito. Después podrás hablar.
—Gracias, George —replicó el cocinero—. Qué bien sabes manejar los
negocios, te sabes todas las reglas de carrerilla, y a lo que veo, George, con
gusto. Bueno… ¿Qué hay aquí? ¡Ah! «DESTITUIDO»… ¿No es eso? Y muy
bien escrito, por cierto; como de imprenta… ¿Lo has escrito tú, George? Me
parece que te estás encaramando mucho en esta tripulación. No tardarás en
hacerte capitán, y no me extrañaría. ¿Quieres darme una tea encendida? Esta
pipa no tira bien.
—Vamos, ya está bien —dijo George—; no vas a seguir burlándote de
esta tripulación. Te crees muy gracioso, ¿no? Pero ya no eres nadie, así que
baja de ese barril y vota.
—Me parece haber oído que conoces bien las reglas —contestó Silver
desdeñosamente—. Pero por si no es así, voy a recordártelas. Estoy aquí
sentado porque soy vuestro capitán, y recuerda que lo soy hasta que me
hagáis todos los cargos y yo pueda contestar; y mientras eso suceda, esa
Marca Negra no vale ni una galleta. Después, ya veremos.
—Oh, no te apures por eso —replicó George—, que sabemos lo que
hacemos. Primero: has sido tú quien ha hecho picadillo a esta tripulación, y
no tendrás el descaro de negarlo. Segundo: has sido tú quien ha dejado
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escapar a nuestros enemigos, cuando ya los teníamos en el cepo. ¿Por qué?
Yo no lo sé; pero eso no servía sino a sus intereses. Tercero: has sido tú quien
nos impidió atacarles en la retirada. No, John Silver, te hemos calado; tú estás
de acuerdo con el enemigo, y eso es grave. Y, por último: ese muchacho.
—¿Eso es todo? —preguntó Silver con mucha serenidad.
—Y suficiente —replicó George—. Y no tenemos por qué mojarnos con
tu zambullida.
—Bien. Y ahora, escuchadme, porque voy a responder a esos cuatro
puntos; pienso contestar uno por uno. He hecho trizas este viaje, ¿no es así?
Muy bien; pero todos vosotros conocíais lo que yo quería hacer, y sabéis muy
bien que, si se hubiera hecho, ahora estaríamos a bordo de la Hispaniola y,
además todos, vivos y bien sanos, con la tripa llena de pastel de ciruelas y con
el tesoro bien estibado en la bodega. ¡Por todos los temporales! ¿Y quién lo
ha impedido? ¿Quién me forzó la mano, cuando yo era el legítimo capitán?
¿Quién me señaló con la Marca Negra, supongo que ya desde el mismo día
que desembarcamos? ¿Quién ha empezado este baile? Ah, es un hermoso
baile, y en eso estoy de acuerdo con vosotros, y hasta se parece mucho a un
zapateado marinero, pero al cabo de una cuerda en el Muelle de las
Ejecuciones, sí, mirando a Londres, sí, señor. ¿Y quién tiene la culpa? Pues
Anderson, o Hands… ¡O tú, George Merry! Tú que eres el que tiene más que
callar, más que todos estos que te han echado a perder. Y ahora tienes la
osadía de envalentonarte y tratar de destituirme para nombrarte tú mismo
capitán. ¡Tú! ¡Tú, que nos has hundido a todos! ¡Por Satanás que en mi vida
he visto cosa parecida!
Silver hizo una pausa y vi en los rostros de George y de todos sus
secuaces que aquella arenga había hecho efecto.
—Eso en cuanto a tu primera cuestión —exclamó el acusado enjugándose
el sudor de su frente, pues había hablado tan vehementemente, que hasta el
fortín parecía temblar—. Y os doy mi palabra de que me repugna hablar con
vosotros. No tenéis lealtad ni sentido común, y no sé en qué pensaban
vuestras madres cuando dejaron que os enrolaseis. ¡Hacerse a la mar!
¡Caballeros de fortuna! Mejor serviríais para sastres.
—Sigue, John —dijo Morgan—. Contesta a las otras cuestiones.
—Ah, las otras… —repuso John—. Crees que son buenas, ¿no es así?
Aseguráis que esta aventura se ha malogrado. Y si de verdad supieseis lo
malograda que está, no sé cómo os vería. Porque estamos tan cerca de sentir
la soga al cuello, que se me estira sólo de pensar en el patíbulo. Podéis tratar
de imaginaros colgados con cadenas y con los pájaros aguardando, y los
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marineros río abajo señalándoos con el dedo mientras se dicen unos a otros:
«¿Quién es aquél?», y el otro: «¿Aquél? ¡Pero si es John Silver! Yo lo
conocía». Oigo el ruido de sus cables de boya a boya. Bueno, pues cada hijo
de madre está ahora al filo de eso, y todo gracias a Hands, a Anderson y a ti,
George, y a todos los idiotas que han sido nuestra perdición. Y para acabar, si
queréis saber lo referente a este muchacho, bien… ¡Que revienten mis
cuadernas! ¿Es que no sirve de rehén? ¿Es que vamos a desperdiciar un
rehén? Nunca. Puede ser nuestra última carta, y no me extrañaría que así
fuera. ¿Matarlo? No seré yo, compañeros, el que lo haga. Y… sí, me he
dejado tu tercera acusación. Habría mucho que discutir sobre ese punto. Quizá
no signifique nada para vosotros el poder disponer de un doctor de verdad,
con estudios, que venga a visitaros todos los días; tú, John, con tu cabeza rota,
y tú, George, hace seis horas estabas tiritando con la malaria y tus ojos tienen
el color de la corteza del limón ahora mismo. Tampoco me parece que sepáis
que tiene que venir un barco de socorro. Pero así es, y no falta mucho para
que arribe, y entonces sí que os alegrará tener un rehén. Y en cuanto a la
segunda, ¿por qué hice el trato?… Pero si vosotros mismos estabais tan
asustados, que me pedisteis de rodillas que lo hiciera. Y además, ¿de qué
hubiéramos comido? Hubiéramos muerto de hambre. Claro que según
vosotros todo eso no es nada. Bien, ¡mirad! ¡Y si dijera que es por esto por lo
que lo hice!
Y tiró al suelo un papel que reconocí enseguida: era el mapa amarillento
con las tres cruces rojas, el que yo había encontrado en el paquete de hule con
el cofre del capitán.
No pude ni imaginar por qué razón se lo habría entregado el doctor.
Pero si eso me resultaba inexplicable, más increíble fue aquel mapa para
los amotinados. Saltaron sobre él como un gato sobre un ratón. Se lo pasaron
de mano en mano, arrancándoselo los unos a los otros, y por los juramentos y
gritos y risotadas que les escuché proferir, se hubiera dicho que ya tenían en
sus manos el oro, y más, que ya se habían hecho a la mar con él, seguros de
un triunfo.
—¡Sí! —dijo uno—, es de Flint, no hay duda: J. F. y la rúbrica, como una
lanzada, así lo hacía siempre.
—Muy bonito —dice George—, ¿pero dónde está el barco para poder
zarpar y llevarnos el tesoro?
Silver se levantó violentamente, apoyándose en la pared.
—Te lo aviso, George —gritó—. Si dices una palabra más, tendrás que
vértelas conmigo. ¿Dónde está el barco? ¡Y yo qué sé! Tú eres quien debía
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decir cómo, tú y los demás que habéis perdido mi goleta con vuestra torpeza.
Pero no, no sois capaces, no tenéis ni la inteligencia de una cucaracha. Sabías
hablar con respeto; vuelve a hacerlo George Merry, vuelve a hacerlo.
—Hazlo —dijo el viejo Morgan—. Verdaderamente Silver es nuestro
capitán.
—Así me parece —dijo el cocinero—. Tú perdiste el barco y yo he
encontrado el tesoro. ¿Quién merece más reconocimiento por su empresa? Y
ya no tengo más que decir; sólo una cosa: ¡por el infierno!, renuncio a mi
mando. Elegid a quien os dé la gana, yo ya no quiero ser vuestro capitán.
—¡Silver! —gritaron—. ¡Barbecue siempre! ¡Barbecue para capitán!
—¿Con que esa canción tenemos ahora? —exclamó el cocinero—. Me
parece, George, que tendrás que esperar otra oportunidad; y da gracias a que
no soy hombre vengativo. Pero nunca he tenido esa tendencia. Y ahora,
camaradas, ¿qué hago con la Marca Negra? Ya no vale para mucho, ¿verdad?
Lo siento por Dick, que se ha echado encima la maldición, y por la Biblia.
—¿No se remediaría besando el libro? —preguntó Dick, que
indudablemente se sentía muy intranquilo por la maldición que pensaba haber
atraído.
—¡Una Biblia con una hoja rota! —dijo Silver burlándose—. No, ya no
vale así. Jurar ahora sobre ella sería como jurar sobre un libro de baladas.
—¿De verdad que ese juramento ya no obligaría? —dijo entonces Dick
con cierta alegría—. Pues entonces me parece que vale la pena guardarla.
—Toma, Jim —me dijo Silver entregándome la Marca Negra—: Ahí
tienes una curiosidad.
Era un redondel pequeño del tamaño de una moneda de una corona. Uno
de los lados estaba en blanco, porque era de la última hoja; en el otro había
uno o dos versículos del Apocalipsis, y recuerdo algunas palabras que me
impresionaron profundamente: «Fuera perros hechiceros, fornicarios,
homicidas…». La cara impresa estaba ennegrecida con carbón, el cual
empezaba ya a desprenderse y me manchó los dedos; la otra, limpia, llevaba
escrita una sola palabra, también con un tizón: «DESTITUIDO». Todavía
conservo ese curioso recuerdo, pero el tiempo ha borrado esa palabra y no
queda más que un débil arañazo, como el que pudiera hacer una uña.
Después de aquellos acontecimientos la noche transcurrió tranquila.
Bebimos una ronda de aguardiente y nos echamos todos a dormir; Silver, para
vengarse de George Merry, lo puso de centinela y lo amenazó de muerte, si
abandonaba su puesto.
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Tardé mucho en poder cerrar los ojos, y Dios sabe que tenía bastante
sobre lo que meditar: había matado a un hombre aquella tarde, mi situación
era muy peligrosa, y el asombroso juego en que ahora me metía Silver,
tratando de mantener en un puño a los amotinados y agarrándose con la otra
mano a todos los medios posibles, y hasta imposibles, de pactar por su lado y
salvar su miserable vida. A él todo eso no le impidió dormir plácidamente y
roncar con estrépito; era mi corazón el que sufría por Silver, a pesar de ser un
malvado, y pensé en los peligros que lo cercaban y en el infamante patíbulo
que ya estaba esperándolo.
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Capítulo 30
Bajo palabra
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—El mismísimo Jim en persona —dijo Silver.
El doctor pareció quedarse perplejo; se detuvo sin decir nada, y pasaron
unos segundos antes de que recobrase el ánimo suficientemente para seguir su
camino.
—Bien —dijo al fin—, bien; atendamos primero nuestro deber, ya habrá
tiempo para nuestros particulares regocijos, ¿no dice usted eso siempre,
Silver? Vamos a visitar a sus pacientes.
Entró en el fortín y con una severa inclinación de su cabeza me saludó,
dedicándose a examinar a los enfermos. Aunque debía saber que su vida no
estaba segura entre aquellos malvados traidores, no aparentaba el menor
temor y departía con los pacientes como si estuviera realizando su habitual
visita en cualquier apacible hogar de Inglaterra. Creo que sus maneras
produjeron en aquellos hombres una actitud respetuosa hacia él, pues lo
trataban como si aún fuera el médico del barco y ellos una leal tripulación.
—Mejorarás pronto —le dijo al de la cabeza vendada—, y si alguien ha
escapado alguna vez por milagro, puedes considerarte tú el elegido; debes
tener la mollera dura como el hierro. Bien, George, ¿qué tal te encuentras?
Ciertamente tienes un color que no indica nada bueno; ese hígado tuyo
marcha como quiere. ¿Has tomado la medicina? ¿La ha tomado, muchachos?
—preguntó.
—Sí, sí, señor, la tomó, seguro —contestó Morgan.
—Porque quiero que sepáis que, desde que me he convertido en médico
de amotinados, o, mejor, en médico de prisión —dijo el doctor con un tono
pretendidamente cortés—, he tomado como cuestión de honor no perder ni a
uno de vosotros y conservaros para el rey George, que Dios guarde, y para la
horca.
Los rufianes se miraron entre ellos, aunque sin responder.
—¿No es así? —replicó el doctor—. Ven, Dick, enséñame la lengua.
¡Sería sorprendente que te encontrases bien! Este hombre tiene una lengua
capaz de asustar a los franceses. Será tifus.
—¡Ahí tienes —dijo Morgan— el castigo por romper la Biblia!
—Quizá sea mejor decir —añadió el doctor— que es la consecuencia de
vuestra absoluta ignorancia y no tener ni el sentido común preciso para
diferenciar un aire sano de uno envenenado, y la tierra seca de una pestilente
ciénaga cargada de infecciones. Lo más probable, y por supuesto sólo es mi
opinión, es que muchos de vosotros pagaréis con la vida antes de lograr
libraros de la malaria. ¡Acampando en los pantanos! Me sorprende usted,
Silver. Aunque parece menos tonto que los demás, no creo que tenga ni la
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más ligera idea de las reglas para conservar la salud… Bien —añadió, una vez
que medicinó a todos y que ellos tomaron aquellos preparados con la
humildad de un huerfanito en el asilo, lo que no dejaba de ser cómico en tan
sanguinarios y levantiscos piratas—; bien. Hemos acabado por hoy. Ahora
quisiera hablar con ese joven.
Y señaló con la cabeza hacia mí, sin darle importancia.
George Merry estaba apoyado en la puerta, escupiendo y carraspeando a
causa del medicamento. Cuando escuchó las palabras del doctor, se volvió
furioso y gritó:
—¡No! —con un tremendo juramento.
Silver golpeó en el barril con la palma de su mano.
—¡Si-len-cio! —rugió, y miró entorno suyo con la fiereza de un león—.
Doctor —dijo ya con tono más calmado—, estoy pensando en ello, porque
conozco la debilidad que sentís por este briboncillo. Y como todos estamos
muy agradecidos por vuestros cuidados, y, como podéis ver, tenemos fe en
vuestros conocimientos y nos tomamos estos bebedizos como si fueran
aguardiente, creo haber encontrado un medio que puede satisfacernos a todos.
¿Me das tu palabra, Hawkins, palabra de joven caballero —pues lo eres,
aunque de humilde cuna—, tu palabra de honor de no cortar la amarra?
Le prometí, aunque con cierto disgusto, cumplir esa palabra.
—Entonces, doctor —dijo Silver—, tened la bondad de alejaros hasta salir
de la empalizada, y cuando estéis allí, yo llevaré al muchacho, y os permitiré
hablar a través de los troncos. Buenos días, doctor; nuestros respetos al squire
y al capitán Smollett.
Pero cuando el doctor salió del fortín, la explosión de furia, que sólo las
amenazadoras miradas de Silver habían contenido, rompió el dique, y no
dudaron en acusar al viejo cocinero de jugar con dos barajas, de procurar una
paz por separado que lo salvara a él solo, de sacrificar los intereses de la
tripulación y, en una palabra, de todo aquello que, realmente, era lo que
estaba haciendo. A mí me parecía un juego tan evidente, que no podía ni
imaginar cómo aplacaría aquel motín. Pero Silver era capaz de imponerse a
todo. Los insultó de forma irrepetible; les dijo que era necesario que yo
hablase con el doctor; les hizo casi tragarse el plano de la isla, y entonces les
preguntó si había alguno capaz de estropear el pacto precisamente en el
instante en que casi había conseguido el tesoro.
—¡No, por todos los temporales! —chillaba—. Romperemos el pacto en
su momento. Y hasta entonces yo sé cómo tratar con ese doctor, aunque
tuviera que limpiarle sus botas con aguardiente.
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Y les ordenó que encendiesen fuego. Después puso su mano sobre mi
hombro y salimos renqueando por su muleta. Los demás se quedaron en
silencio, no creo que estuvieran convencidos.
—Despacio, muchacho, despacio —me dijo—. Pueden caer sobre
nosotros, si se dan cuenta de que huimos.
Con gran compostura, pues, avanzamos por el arenal hacia donde nos
aguardaba el doctor, y, al llegar a una distancia de la empalizada desde la que
aquél podía oírnos, nos detuvimos.
—Os ruego que consideréis lo que voy a deciros, doctor —empezó Silver
—. El muchacho os podrá confirmar mis palabras. Le he salvado la vida y me
jugué con ese acto la mía. Pensad que, cuando un hombre navega tan ceñido
al viento como yo —cuando se juega a cara o cruz el último aliento del
cuerpo—, tiene derecho a ser oído y a alguna palabra de esperanza.
Considerad que no se trata ahora sólo de mi vida, sino que está también la de
este muchacho; y debéis hablarme con toda franqueza, doctor, debéis darme
aunque sea una pizca de esperanza, por misericordia.
Yo notaba un cambio en Silver desde que habíamos abandonado el fortín;
parecía que el rostro se le había afilado y su voz era temblorosa. Nunca he
visto a nadie con tanta sincera ansiedad.
—¿No será, John, que tiene miedo? —preguntó Livesey.
—Yo no soy cobarde, doctor; no, ¡no! Ni siquiera esto —y chasqueó los
dedos—. Pero he de confesaros con toda franqueza que pensar en el patíbulo
me da escalofríos. Sois un hombre bueno y leal, ¡nunca he visto uno mejor! Y
no podéis olvidar que también he hecho cosas buenas, al menos recordadlas
como recordáis las malas. Ahora voy a retirarme, voy a dejaros solo con Jim,
y recordad también este gesto, que me valga en mi cuenta, porque os aseguro
que es todo lo más que da la cuerda.
Y diciendo esto se apartó un poco y, sentándose en las grandes raíces de
un árbol cercano, empezó a silbar. De vez en cuando lo veíamos moverse en
su postura, quizá para no perdernos de vista al doctor y a mí o, más
probablemente, a sus compinches, que caminaban inquietos de un lado a otro
del arenal desde la hoguera, que trataban de prender, al fortín, de donde
sacaban la salazón y la galleta para la comida que preparaban.
—De modo, Jim —me dijo el doctor con cierta tristeza—, que aquí te
encuentro. Estás recogiendo lo que has sembrado, hijo. Bien sabe Dios que no
está en mi ánimo reprenderte, pero sí he de decirte algo, por duro que sea:
bien que permaneciste en tu puesto mientras el capitán Smollett estaba sano,
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pero, en cuanto no pudo controlarte por estar herido, escapaste, y eso, ¡por el
rey George!, fue una cobardía.
Yo me eché a llorar.
—Doctor —le dije—, no necesitáis reprenderme. Bastante me he culpado
yo a mí mismo. Sé que mi vida está amenazada por todos lados, y ya estaría
muerto, si Silver no lo hubiera impedido. Creedme, puedo morir, doctor, y
quizá sea lo que merezco, pero lo que temo es a que me den tormento. Si me
torturasen…
—Jim —dijo el doctor, interrumpiéndome cambiando de tono—, Jim, no
hables. Salta la empalizada y huyamos.
—Doctor —dije—, he empeñado mi palabra.
—Lo sé, lo sé —exclamó—. Eso ya no puedes remediarlo, Jim. Yo echaré
sobre mí, holus bolus, la culpa y el deshonor; pero, muchacho, no puedo
dejarte ahí. ¡Salta! Un salto y escaparemos corriendo como si fuésemos
antílopes.
—No —repuse—; ya sabéis que, en mi lugar, vos no lo haríais; ni vos ni
el squire ni el capitán. Tampoco lo haré yo. Silver se ha fiado de mi palabra y
volveré con él. Pero dejadme acabar. Si llegan a torturarme, seguramente
terminaré por confesar dónde está el barco, porque fui yo el que lo solté, tuve
suerte, me arriesgué y tuve suerte. Ahora está en la Cala del Norte, en la playa
sur, más abajo de la marca de pleamar. Con media marea estará varado.
—¡El barco! —exclamó el doctor.
En síntesis le describí mi aventura y él me escuchó en silencio.
—Hay como una fatalidad en todo esto —observó, cuando yo hube
acabado de narrar mis correrías—. Siempre eres tú el que nos sacas de apuros.
¿Crees que, aunque sólo fuera por eso, consentiríamos por nada del mundo en
dejarte perecer? Poco agradecidos seríamos, hijo mío. Tú descubriste el
complot de los amotinados; tú encontraste a Ben Gunn que es lo mejor que
has hecho o que puedas hacer en tu vida, aunque llegues a los noventa años…
Ah, ¡y por Júpiter, hablando de Ben Gunn!, esto es lo peor de todo. ¡Silver!
—gritó entonces—, ¡Silver! Voy a darle un consejo.
El cocinero se acercó.
—Procure usted retrasar la busca del tesoro.
—Señor —dijo Silver—, no puedo hacer algo que es imposible. Sólo
puedo salvar la vida de este muchacho, y la mía, si precisamente doy la orden
de buscar el tesoro, tenedlo por seguro.
—Bien, Silver —replicó el doctor—, pero le diré algo: esté usted
preparado para una buena borrasca, cuando den con el sitio.
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—Señor —dijo Silver—, entre nosotros he de deciros que esas palabras
pueden significar mucho o nada. ¿Qué os traéis entre manos? ¿Por qué
abandonasteis el fortín? ¿Por qué me habéis dado el mapa? Ah, no sé… Hasta
ahora os he obedecido y sin recibir una palabra de aliento. Pero esto es
demasiado. Si no me decís lo que significan vuestras palabras, y con claridad,
abandono el timón.
—No —dijo el doctor en voz baja—, no tengo derecho a decir más. Pero
voy a ir todo lo lejos que puedo, y quizá más allá, aunque el capitán me pele
mi peluca, lo que me temo. Voy a darle un atisbo de esperanza, Silver: si
salimos de esta trampa, haré todo lo que esté en mis manos, menos jurar en
falso, para salvarle el cuello.
La faz de Silver expresó una profunda alegría.
—No podríais verdaderamente decir más, no, señor, ni aunque fueseis mi
madre —exclamó.
—Bien. Y ésa es la primera advertencia —añadió el doctor—. La segunda
es un consejo: Tenga usted siempre al muchacho al lado; y si necesitáis
socorro, dad un grito. Voy a regresar con los míos y a preparar ese socorro.
Creo que pruebo no hablar por hablar. Adiós, Jim.
Y el doctor Livesey me estrechó la mano por entre los troncos, saludó a
Silver con una inclinación de cabeza y se perdió a buen paso entre los árboles.
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Capítulo 31
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con el tesoro habrá que empezar a buscarlo. Y entonces, compañeros, como
nosotros tenemos los botes, la victoria será nuestra.
Continuó su plática con la boca llena de tocino. Pareció establecer la
confianza y la seguridad de los suyos y, lo que me parece más acertado, la
suya propia.
—En cuanto a los rehenes —prosiguió—, de eso han hablado el doctor y
este muchacho. Algo he conseguido pescar, y a él le debo estas noticias, pero
eso es cuestión aparte. Cuando vayamos a buscar el tesoro, pienso llevarlo
conmigo bien atado con una cuerda, porque hay que conservarlo como si
fuera polvo de oro, por si ocurre algún percance. Pero entendedlo bien, sólo
hasta que estemos a salvo. Cuando tengamos el barco y el tesoro, y nos
hagamos a la mar como una buena familia, entonces ya hablaremos del señor
Hawkins, sí, y le daremos todo lo que haya que darle, sin escatimar, como
pago de sus muchas mercedes.
Los piratas, como es lógico, estaban del mejor talante. No así yo, que
empezaba a sentirme roído por un atroz descorazonamiento. Si el plan que les
acababa de explicar hubiera sido factible, Silver, que ya era traidor por partida
doble, no vacilaría en seguirlo. Aún tenía un pie en cada campo y yo no
dudaba de que siempre preferiría las riquezas y la libertad de los piratas a un
dudoso escapar de la horca, que al fin y al cabo era todo lo que podía esperar
con nosotros.
Sí, y aunque los acontecimientos se desarrollaran de forma que obligaran
a su lealtad para con el doctor Livesey, a pesar de ello, ¡qué peligros nos
aguardaban! Porque si sus compinches descubrían que sus sospechas eran
ciertas, y él y yo hubiéramos tenido que luchar por nuestras vidas —él; un
inválido, y yo, un muchacho—, ¡cómo enfrentarnos a cinco marineros
vigorosos sin piedad!
A estas cavilaciones mías se añadían las dudas sobre el comportamiento
de mis compañeros, su misterioso abandono del fortín y su inexplicable
entrega del mapa; ¿y aquellas oscuras palabras del doctor a Silver: «Esté
usted preparado para una buena borrasca, cuando den con el sitio»? Es
comprensible que mi comida pareciera poco gustosa, y la intranquilidad con
que seguí a mis carceleros en su busca del tesoro.
Debíamos ser un curioso espectáculo para cualquiera: todos vestidos con
ropas de marinero, y todos, menos yo, armados hasta los dientes. Silver
llevaba dos mosquetones en bandolera, cruzados en pecho y espalda, un
enorme machete en el cinturón y una pistola en cada bolsillo de su casaca.
Para rematar aquella insólita figura, el Capitán Flint iba subido en su hombro
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chillando todo su vocabulario de cubierta. Yo iba detrás, atado por la cintura
con una cuerda, y el cocinero tiraba del extremo unas veces con sus manos y
otras con sus dientes. Supongo que yo debía parecer un oso bailarín.
Los demás iban cargados con picos y palas, que habían traído a tierra
desde la Hispaniola, y sacos con tocino y galleta, sin olvidar el aguardiente.
Todos los víveres procedían, como pude comprobar, de nuestras reservas, lo
que me aseguraba que algo extraño había pactado entre Silver y el doctor,
como se desprendía de las palabras de Silver aquella noche, ya que de no
existir tal pacto él y sus cómplices, sin el barco, se hubieran visto forzados a
vivir de agua de los arroyos y de lo que pudieran cazar; y el agua no hubiera
estado muy limpia, creo, y dudo de la cacería, dada la puntería de los
marineros, aparte de considerar bastante reducida su provisión de pólvora.
Equipados de esta guisa, nos pusimos en marcha; venía hasta el herido en
la cabeza, que mejor hubiera estado a la sombra del fortín. Caminamos en fila
hacia la playa, donde nos esperaban dos botes. También los botes habían
sufrido las consecuencias de la embriaguez general de aquella tripulación,
pues uno tenía rota la bancada y los dos estaban llenos de barro y agua.
Pensaban llevar los dos botes como medida de seguridad, y se repartieron en
ambos y empezamos a remar a través del embarcadero.
Según navegábamos comenzaron las discusiones sobre el mapa. La cruz
roja era demasiado grande para señalar con exactitud el lugar, y los términos
escritos al dorso, un tanto ambiguos. El lector recordará que decían:
El árbol alto era, pues, la señal más importante. Ahora bien: frente a
nosotros el fondeadero estaba cerrado por una meseta de doscientos a
trescientos pies de altura, que se unían por el norte a las estribaciones
meridionales del Catalejo, volviéndose a elevar hacia el sur en aquel abrupto
promontorio que cortaban los acantilados, el monte Mesana. La meseta estaba
cubierta de pinos de muy diferente talla. Varios elevaban cuarenta o cincuenta
pies su limpio color sobre el resto del bosque, ¿pero cuál de ellos era el «árbol
alto» del capitán Flint? No había brújula para guiarnos.
Pese a ello, todos los piratas habían ya elegido su árbol favorito antes de
llegar a la mitad del camino, y sólo John «el Largo» se encogía de hombros y
les decía que aguardasen.
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Remábamos despacio, como había ordenado Silver, para no cansar a los
hombres antes de tiempo, y después de una larga travesía desembarcamos en
las cercanías del segundo río, el que desciende por uno de los barrancos del
Catalejo. Desde allí, torciendo a la izquierda, empezamos a ascender hacia la
meseta. Al principio el terreno, pesado y fangoso, con una casi impenetrable
vegetación, retrasó mucho nuestra marcha; pero poco a poco la pendiente fue
haciéndose más dura y pedregosa y los matorrales clareando. Aquélla era
ciertamente una parte de la isla de las más agradables. Una aromática retama
y numerosos arbustos con flores sustituían la hierba. Bosquecillos de verdes
árboles de nuez moscada alternaban con las rojizas columnetas y las largas
sombras de los pinos, y el olor de las especies de los unos se mezclaba al
aroma de los otros. El aire fresco y vigorizante, lo que, bajo los ardientes
rayos del sol, refrescaba nuestros sentidos.
Todos los piratas empezaron a corretear, gritando con gran contento. Se
esparcieron como un abanico, y en el centro, tras ellos, Silver y yo
caminábamos, yo atado a mi cuerda y él renqueando y fatigado, con mil
tropezones. Alguna vez tuve que ayudarlo o hubiera caído rodando cuesta
abajo.
Llevábamos más de media milla en nuestra subida y ya estábamos
alcanzando el borde de la meseta, cuando uno que iba destacado hacia la
izquierda empezó a llamar a gritos, como sobrecogido por el terror. Todos
empezaron a correr en aquella dirección.
—No puede ser que haya encontrado el tesoro —dijo el viejo Morgan
pasando ante nosotros—; el tesoro debe estar más arriba.
Lo que en realidad sucedía era cosa bien distinta, como pudimos
comprobar, cuando llegamos a aquel sitio. Al pie de un pino bastante alto, y
como trenzado en una planta trepadora, que había distorsionado algún
huesecillo, yacía un esqueleto humano del que aún pendía algún jirón de ropa.
Creo que todos, por un instante, sentimos que nos recorría un escalofrío.
—Era un marinero —dijo George Merry, quien, más osado que los demás,
se había acercado y examinaba la tela—. Buen paño marinero.
—Sí, sí —dijo Silver—, es muy probable. Tampoco esperaríais encontrar
aquí a un obispo, creo yo. Pero ¿no os dais cuenta de que los huesos no están
en forma natural? ¿Por qué?
Y era cierto: mirando con cuidado, resultaba evidente que el esqueleto
tenía una postura que no era natural. Aparte de cierto desorden (producido
acaso por los pájaros que lo devoraban o por el lento crecer de la trepadora
que lo envolvía), el hombre estaba demasiado recto: los pies apuntaban en una
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dirección, pero las manos, levantadas y unidas sobre el cráneo, como las de
quien se tira al agua, apuntaban en la dirección opuesta.
—Se me ha metido una idea en mi vieja cabeza —dijo Silver—. Veamos
la brújula. Aquélla es la cima de la Isla del Esqueleto, que sobresale como un
diente. Vamos a tomar el rumbo siguiendo la línea de los huesos.
Así se hizo. El esqueleto apuntaba directamente en dirección a la isla, y la
brújula indicaba, en efecto, E. S. E. y una cuarta al E.
—Me lo figuraba —exclamó el cocinero—. Es un indicador. Allí está el
rumbo que lleva a la estrella polar y a nuestros buenos dineros. Pero, ¡por
todos los temporales!, frío me da de pensar que ésta es una de las bromas de
Flint, no me cabe duda. Él y los otros seis estuvieron aquí, solos, y él los mató
uno por uno, y a éste lo trajo aquí, y lo orientó según la brújula. ¡Que reviente
mis cuadernas! Los huesos son grandes y el pelo parece que fue rubio. Ah…
éste debía ser Allardyce. ¿Recuerdas a Allardyce, Morgan?
—Ay, sí —repuso Morgan—, me acuerdo; me debía dinero, me lo debía y
encima se llevó mi cuchillo cuando vino a tierra.
—Hablando de cuchillos —dijo otro—, ¿por qué no buscamos el de éste?
Flint no era hombre que registrara los bolsillos de un marinero, y no creo que
los pájaros se lleven nada de peso.
—¡Por todos los diablos que llevas razón! —exclamó Silver.
—Aquí no hay nada —dijo Merry palpando por entre los huesos y los
jirones de tela—: ni una moneda de cobre ni una caja de tabaco. Esto no me
parece tampoco muy normal.
—No, ¡por todos los cañonazos! —dijo Silver—, no lo es. Ni tampoco
creo que sea bueno, puedes asegurarlo. ¡Por el fuego de San Telmo,
compañeros, que no quisiera encontrarme con Flint! Seis eran y de los seis
sólo quedan huesos. Seis somos nosotros.
—Yo lo vi muerto con estos ojos —dijo Morgan—. Billy me hizo entrar
con él. Allí estaba con dos monedas de un penique sobre sus ojos.
—Muerto, sí… seguro que estaba muerto, y en los infiernos —dijo el de
la cabeza vendada—; si hay un espíritu que pueda volver, ése es Flint. ¡Qué
gran corazón y qué mala suerte tuvo!
—Eso es verdad —observó otro—: recuerdo cómo se enfurecía, y luego
gritaba pidiendo más ron, o se ponía a cantar «Quince hombres»; sólo cantaba
esa canción, compañeros, y os digo que desde entonces no me gusta mucho
cuando la oigo. Hacía más calor que en un horno y la ventana estaba abierta, y
yo escuchaba esa canción una y otra vez… Y a Flint se lo llevaba la muerte.
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—Vamos, vamos —dijo Silver—, no hablemos más de eso. Muerto está y
se sabe que los muertos no andan; al menos, supongo que no andan de día,
eso es seguro. Tanto pensar mató al gato. Vamos a buscar los doblones.
Nos pusimos en marcha; pero a pesar del calor del sol y de aquella luz
deslumbrante, los piratas no se mostraban ya tan alegres, sino que caminaban
juntos y hablando en voz baja. El terror del pirata muerto había sobrecogido
sus espíritus.
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Capítulo 32
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Desde que habíamos topado con el esqueleto y habían empezado a dar
vueltas en sus cabezas a esos recuerdos, sus voces iban haciéndose un
sombrío susurro, de forma que el rumor de las conversaciones apenas rompía
el silencio del bosque. Y de pronto, saliendo de entre los árboles que se
levantaban ante nosotros, una voz aguda, temblorosa y rota entonó la vieja
canción:
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—¡Ya no hay duda! —dijo uno—. ¡Huyamos!
—¡Esas fueron sus últimas palabras! —exclamó Morgan—, ¡sus últimas
palabras a bordo de este mundo!
Dick había sacado la Biblia y rezaba apresuradamente. Sin duda, antes de
hacerse a la mar y entrar en tan malas compañías, Dick había recibido una
buena crianza.
Pero, a pesar de todo, Silver no se rendía. Oí cómo sus dientes
castañeteaban, pero no estaba dispuesto a rendirse.
—Nadie en esta isla ha oído hablar de Darby —murmuró—, nadie aparte
de los que estamos aquí. —Y después, haciendo un gran esfuerzo, dijo—: Yo
he venido para apoderarme de ese dinero, y nadie, ni hombre ni demonio,
compañeros, me hará desistir. No le tuve miedo a Flint en vida y, ¡por
Satanás!, que estoy dispuesto a hacerle cara muerto. Ahí, a menos de un
cuarto de milla, hay setecientas mil libras. ¿Cuándo se ha visto que un
caballero de fortuna vuelva la espalda a un tesoro así por un viejo marino
borracho con la nariz violeta… y, además, muerto?
Pero sus compinches no dieron la menor muestra de recuperar su valor; al
contrario, cada vez parecían más aterrados, sobre todo ante los juramentos de
Silver, que tomaban como provocaciones al espíritu de Flint.
—¡Cuidado, John! —dijo Merry—. No irrites su alma.
Todos los demás estaban demasiado aterrorizados como para hablar. Y
hubieran escapado cada uno por un lado si no hubiera sido por el propio
miedo, que los paralizaba; se apiñaron con John, como si aquella audacia los
protegiera. Él, por su parte, era ya muy dueño de sí mismo.
—¿Su alma? Bien, acaso sea su alma —dijo—. Pero no lo veo tan claro.
Se oía también un eco. Yo no sé de un espíritu que haga sombra; ¿y por qué,
entonces, va a hacer eco? Me parece muy extraño, ¿no es así?
Su argumento me pareció que no se mantenía, pero nadie es capaz de
predecir qué pueda influir en los temerosos, y, con gran sorpresa por mi parte,
George Merry se tranquilizó bastante.
—Sí, eso es verdad —dijo—. Hay pocas cabezas como la tuya, John, eso
no hay quien lo pueda negar. ¡A las velas, compañeros! Esta tripulación está
dando una bordada[61] en falso. Y hay una cosa… si os fijáis era como la voz
de Flint, pero no tenía aquella fuerza suya, de mandar, aquel poder… Se
parecía a… otra voz… sí, era como la voz…
—¡Por todos los temporales! —rugió Silver—. ¡Ben Gunn!
—¡Sí, ésa era la voz! —gritó Morgan, levantándose del suelo—. ¡Era la
voz de Ben Gunn!
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—Pero viene a ser lo mismo —dijo Dick—, porque Ben Gunn también se
fue, como Flint.
Pero a los más veteranos aquellas últimas palabras parecieron
tranquilizarlos.
—¿Y qué importa Ben Gunn? —dijo Merry—; vivo o muerto, no cuenta
para nada.
Cómo habían ido recobrando el valor resultaba extraordinario para mí; el
color volvía a sus caras, y no tardaron en reanudar una conversación animada.
De vez en cuando se callaban para escuchar, pero, al no oír nada, decidieron
seguir su camino y volvieron a echarse al hombro las herramientas y los
víveres. Merry abrió la marcha, llevando la brújula de Silver, y seguimos
directamente hacia la Isla del Esqueleto. Realmente, vivo o muerto, a nadie le
importaba Ben Gunn.
Dick era el único que seguía aferrado a su Biblia, y, mientras caminaba,
miraba frecuentemente a su alrededor; pero ninguno trató de consolarlo y
hasta Silver se burlaba de todas sus inquietudes.
—Ya te lo dije —le repetía—; esa Biblia no sirve. Y si no se puede jurar
sobre ella, ¿tú crees que va a parar a algún espíritu? ¡Ni esto! —y hacía
chasquear sus dedos enormes mientras se paraba sobre su muleta.
Pero Dick no admitía bromas y pronto fue visible que empezaba a sentirse
enfermo. Quizá favorecida por el calor, la fatiga y aquella profunda
impresión, la fiebre que el doctor Livesey anunciara iba apoderándose de él.
El camino no era difícil a través de la meseta; empezábamos a ir cuesta
abajo, pues, como ya he dicho, la altiplanicie descendía hacia el oeste. Pinos
de todos los tamaños crecían, aunque muy clareados, y hasta en los
bosquecillos de azaleas y árboles de nuez moscada grandes calveros aparecían
abrasados por el sol. Íbamos avanzando hacia el noroeste, a través de la isla, y
nos acercábamos a las laderas del Catalejo; ante nosotros se abría el paisaje de
la bahía occidental, donde yo había estado ya una vez en mi viejo y
zarandeado coraclo.
Por fin alcanzamos el primero de los altos árboles, pero por la brújula
comprobamos que no era el que buscábamos. Lo mismo ocurrió con el
segundo. El tercero se alzaba lo menos doscientos pies sobre un espeso
matorral: era un verdadero gigante, con un tronco rojizo, cuyo diámetro podía
ser el de una cabaña, y que producía una sombra tan inmensa, que bien podría
haber maniobrado en ella una compañía. Era visible desde muy lejos en el
mar, desde cualquier posición, y servía perfectamente para ser reseñado en las
cartas como marca de navegación.
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Pero no era su tamaño lo que emocionaba a mis compañeros, sino la idea
de que a su sombra dormían setecientas mil libras. La avaricia iba disipando
en ellos sus anteriores temores. Los ojos les brillaban y sus pies se volvían
ligeros, veloces; toda su alma estaba ahora pendiente de aquella fortuna, de la
vida regalada y de los placeres que les iba a permitir a cada uno desde
entonces.
Silver, gruñendo, avanzaba renqueando con su muleta; las aletas de su
nariz vibraban; gritaba mil juramentos contra las moscas que se posaban en su
rostro sudoroso y ardiente, y daba furiosos tirones a la cuerda con que me
arrastraba, y de cuando en cuando se volvía dirigiéndome una mirada asesina.
No se tomaba ya ningún trabajo en disimular sus pensamientos y yo podía
leerlos como si estuvieran impresos. Ante la inminencia del tesoro todo lo
demás había dejado de existir: sus promesas, la advertencia del doctor; y yo
no tenía dudas de que, en cuanto lograra apoderarse del oro, buscaría la
Hispaniola y, aprovechando la noche, degollaría a toda persona honrada que
quedase en la isla, y luego largaría velas, como había pensado en un principio,
cargado de crímenes y de riquezas.
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Tan preocupado como yo estaba con estos pensamientos, no me era fácil
seguir el paso de aquellos buscadores de tesoros. De cuando en cuando daba
un tropezón; y entonces Silver tiraba violentamente de la soga y era cuando
me dirigía sus miradas asesinas. Dick, que iba rezagado, seguía la comitiva
hablando entre dientes, no sé si plegarias o maldiciones, conforme la fiebre le
subía. Y a todo esto se añadía en mi cabeza la imagen de la tragedia que
aquellas tierras habían contemplado un día, cuando el desalmado pirata del
rostro ceniciento, el que había muerto en Savannah cantando y pidiendo más
ron a voces, había sacrificado allí mismo y por su propia mano a seis
compañeros. Aquel bosquecillo, tan apacible ahora, debió haber escuchado
los alaridos y los gritos, y aún, en mi pensamiento, creía oírlos vibrar en el
aire sereno.
Llegamos al borde del bosque.
—¡Victoria, compañeros! ¡Corramos todos! —gritó Merry. Y los que iban
en vanguardia echaron a correr.
Y de repente, no habían avanzado ni diez yardas, cuando los vi detenerse.
Escuché un grito ahogado. Silver intentó ir más deprisa empujando
frenéticamente su muleta; y un instante después también él y yo nos paramos
en seco.
Ante nosotros vimos un profundo hoyo, no muy reciente, pues los taludes
se habían desmoronado en parte y la hierba crecía en el fondo; y allí clavado
se veía el astil de un pico que estaba partido por su mitad y, esparcidas, las
tablas de varias cajas. En una de ellas vi, marcado con un hierro candente, la
palabra Walrus: el nombre del barco de Flint.
Aquello lo aclaraba todo: el tesoro había sido descubierto y saqueado; ¡las
setecientas mil libras habían desaparecido!
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Capítulo 33
La caída de un jefe
Jamás se vio revés semejante en este mundo. Cada uno de los seis
hombres se quedó como si lo hubiera fulminado un rayo. Pero Silver
reaccionó casi en el acto. Todos sus pensamientos habían estado dirigidos,
como un caballo de carreras, hacia aquel dinero; pero se contuvo en un
segundo y conservó la cabeza, trató de recuperar su humor y cambió sus
planes antes de que los otros fueran presa del desengaño.
—Jim —me susurró—, toma esto. Y pon atención, porque en un momento
estallará la tormenta.
Y deslizó en mi mano un pistolón de dos cañones.
Empezó al mismo tiempo a deslizarse cautelosamente y sin perder la
calma, hacia el norte, y con unos pocos pasos puso la excavación entre
nosotros y los cinco piratas. Entonces me miró y movió su cabeza como
diciéndome: «Estamos en un callejón sin salida», que era lo que yo también
pensaba de aquella situación. Su mirada se había transformado y ahora era
completamente amistosa; pero yo sentía ya tal repugnancia ante aquellos
cambios constantes de actitud, que no pude evitar decirle:
—Ahora cambiará usted otra vez de casaca.
Pero no tuvo tiempo de responderme. Los bucaneros, con terribles
maldiciones, empezaron a saltar al fondo del hoyo y a escarbar con sus dedos,
tirando las tablas fuera. Morgan encontró una moneda de oro. La levantó por
encima de su cabeza gritando una sarta de maldiciones horribles. Era una
moneda de dos guineas, y empezó a pasar de mano en mano.
—¡Dos guineas! —gritó Merry mostrándole a Silver la pieza—. Estas son
las setecientas mil libras, ¿no es así? Ahí tenemos al hombre de los pactos. Tú
eres el que nunca estropea un negocio, ¿verdad?, ¡tú, estúpido marino de agua
dulce!
—Seguid escarbando, muchachos —dijo Silver con el más insolente
descaro—; seguramente encontraréis alguna criadilla[62].
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—¡Criadillas! —respondió Merry dando un chillido—. ¿Habéis oído eso,
compañeros? Tú lo sabías todo, John «el Largo». Miradlo. Se le nota en la
cara.
—Ah, Merry —dijo Silver—, ¿otra vez con pretensiones de capitán?
Verdaderamente eres un tipo de empuje.
Pero todos los piratas parecían pensar como Merry. Empezaron a salir de
la excavación con furiosas miradas. Y observé algo que podía significar lo
peor para nosotros: que todos subían y se situaban en la parte opuesta a Silver.
Y así nos quedamos: dos en un bando, cinco en el otro, el hoyo entre los
dos grupos y nadie con el valor suficiente para dar el primer golpe. Silver no
se movió: los observaba muy firme sobre su muleta y me pareció más
decidido y sereno que nunca. No me cabe duda de que era un hombre
valiente.
Merry seguramente pensó que una arenga podía decidir a sus compinches.
—Camaradas —dijo—, ahí delante tenemos a esos dos, solos; uno es un
viejo inválido, que nos ha metido en esto, y suya es la culpa de estar como
estamos; el otro es un cachorrillo, a quien yo mismo he de arrancar el
corazón. ¡Vamos, compañeros!
Levantó su brazo al mismo tiempo que su voz, ordenando el ataque. Pero
en aquel instante —¡zum!, ¡zum!, ¡zum!— tres disparos de mosquete
relampaguearon en la espesura. Merry cayó de cabeza en el hoyo; el hombre
de la cabeza vendada giró sobre sí mismo como un espantapájaros y cayó de
costado, herido de muerte, aunque aún se retorcía; los demás volvieron la
espalda y echaron a correr con toda su alma. Y antes de respirar siquiera, John
«el Largo» descargó sus dos tiros sobre Merry, que, intentaba levantarse;
volvió a caer y alzó sus ojos en el último estertor.
—George —le dijo Silver—, cuenta saldada.
En ese instante el doctor, Gray y Ben Gunn salieron del bosque de árboles
de nuez moscada y se unieron a nosotros con los mosquetes aún humeantes.
—¡Corramos! —gritó el doctor—. ¡Corramos, muchachos! ¡Hay que
impedir que lleguen a los botes!
Y nos lanzamos tras ellos, hundiéndonos a veces hasta el pecho en
aquellos matorrales.
Silver no quería que lo dejásemos atrás. El esfuerzo que aquel hombre
realizó, saltando con su muleta hasta que los músculos del pecho parecían
estar a punto de reventar, no lo he visto nunca igualar por nadie; y lo mismo
considera el doctor. Pero no pudo alcanzarnos, y corría rezagado unas treinta
yardas, cuando llegamos a la meseta.
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—¡Doctor! —gritó—, ¡mire allí! ¡No hay prisa!
Y verdaderamente no la había. En la zona más despejada de aquella
altiplanicie pudimos ver a los tres piratas supervivientes, que corrían en una
dirección equivocada, hacia el monte Mesana; así pues estábamos entre ellos
y los botes. Nos sentamos a descansar los cuatro, mientras John Silver,
enjugándose el sudor de la cara, casi se arrastraba hacia nosotros.
—Muchas gracias, doctor —dijo—. Habéis llegado en el momento
preciso para Hawkins y para mí. ¡De modo que eras tú, Ben Gunn! —añadió
—. Buena pieza estás hecho.
—Soy Ben Gunn; ése soy —contestó el abandonado, casi temblando
como un anguila en su azoramiento—. Y —siguió después de una larga pausa
—, ¿cómo está usted, señor Silver? Muy bien, muchas gracias, debe decir
usted.
—Ben Gunn —murmuró Silver—, ¡y pensar que tú me la has jugado!
El doctor envió a Gray a buscar uno de los picos que los amotinados
habían olvidado en su fuga; y conforme regresamos, caminando ya con toda
tranquilidad cuesta abajo hasta donde estaban fondeados los botes, me contó
en pocas palabras lo que había sucedido. La historia interesaba mucho a
Silver, y en ella Ben Gunn, aquel abandonado medio idiotizado, era el héroe.
Resulta que Ben, en sus largas y solitarias caminatas por la isla, había
encontrado el esqueleto, y había sido él quien lo despojara de todo; había
localizado el tesoro y lo había desenterrado (suyo era el pico cuyo astil
partido vimos en la excavación) y había ido transportándolo a cuestas, en
larguísimas y fatigosas jornadas, desde aquel gigantesco pino hasta una cueva
que había encontrado en el monte de los dos picos, en la zona noreste de la
isla, y allí lo había almacenado a buen recaudo dos meses antes de que
nosotros arribásemos con la Hispaniola.
Cuando el doctor logró hacerle confesar este secreto, la misma tarde del
ataque, y después de descubrir, a la mañana siguiente, que el fondeadero
estaba desierto, fue a parlamentar con Silver, le entregó entonces el mapa,
puesto que ya no servía para nada, y no tuvo reparo en entregarle las
provisiones, porque en la cueva de Ben Gunn había bastante carne de cabra,
que él mismo había conservado; así le entregó todo, y más que hubiera tenido,
con tal de poder salir de la empalizada y esconderse en el monte de los pinos,
donde estaba a salvo de las fiebres y cerca del dinero.
—En cuanto a ti, Jim —me dijo—, me dolió mucho, pero hice lo que creí
mejor para los otros, que habían cumplido con su deber; y si tú no eras uno de
ellos, la culpa era sólo tuya.
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Pero aquella mañana, al comprender que yo me vería complicado en la
siniestra broma que les había reservado a los amotinados, había ido corriendo
hasta la cueva, y dejando al capitán al cuidado del squire, acompañado por
Gray y el abandonado, había atravesado la isla en diagonal con el fin de estar
pronto a auxiliarnos, como fue preciso, en la excavación junto al pino. Y al
darse cuenta de que era bastante improbable alcanzarnos, dada la delantera
que llevábamos, envió por delante a Ben Gunn, que era hombre veloz en su
carrera, para que hiciese lo necesario mientras ellos llegaban. Fue entonces
cuando a Ben se le ocurrió retrasarnos con la treta de Flint, que sabía asustaría
a sus antiguos compañeros; y le salió tan bien, que permitió que Gray y el
doctor llegaran a tiempo y pudieran emboscarse antes de la aparición de los
piratas.
—Ah —dijo Silver—, tener a Hawkins ha sido mi mejor fortuna. Porque
habríais dejado que hiciesen trizas al viejo John sin la menor consideración,
¿no es así, doctor?
—Ni por un instante —replicó el doctor Livesey jovialmente.
Llegamos al fin donde estaban los botes. El doctor, con un zapapico abrió
vías de agua en uno de ellos, y rápidamente embarcamos todos en el otro y
nos hicimos a la mar para ir costeando hasta la Cala del Norte.
Navegamos ocho o nueve millas. Silver parecía muy fatigado, y a pesar de
ello se sentó a los remos, como el resto de nosotros, y así fuimos saliendo a
mar abierta por una superficie serena y misteriosa. Poco después atravesamos
el canal y doblamos el extremo sureste de la isla, a cuya altura, cuatro días
antes, habíamos remolcado la Hispaniola.
Al pasar frente al monte de los dos picos, pudimos ver la oscura boca de
la cueva de Ben Gunn, y junto a ella la figura erguida de un hombre vigilando
con un mosquete: era el squire, y lo saludamos agitando un gran pañuelo y
con tres hurras, en los cuales debo decir que Silver tomó parte con tanto
entusiasmo como el que más. Tres millas más allá entramos en la embocadura
de la Cala del Norte, y cuál no sería nuestra sorpresa al ver la Hispaniola
navegando sola. La pleamar la había puesto a flote y, si hubiera soplado un
viento fuerte o una corriente tan poderosa como la del fondeadero sur,
posiblemente nunca más la hubiéramos recobrado o la hubiésemos hallado
encallada y destrozada contra cualquier roca. Pero por suerte no había
percance alguno que lamentar, salvo que la vela mayor estaba destrozada.
Dispusimos otro ancla y la fondeamos en braza y media de agua. Entonces
regresamos remando hasta la rada del Ron, donde estaba el tesoro; y desde
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allí Gray regresó solo con el bote a la Hispaniola para pasar la noche de
guardia.
Una suave cuestecilla conducía desde la playa a la boca de la cueva. Allí
arriba nos encontramos con el squire, que me recibió muy cordial y
bondadosamente, sin mencionar mis correrías, ni para elogiarme ni como
censura. Sólo vi en él cierto desagrado ante el saludo de Silver.
—John Silver —le dijo—, es usted un bribón prodigioso y un impostor…,
un monstruo impostor. Me han indicado estos caballeros que no le conduzca
hasta los jueces, y no pienso hacerlo. Pero deseo que los muertos que ha
causado pesen sobre su alma como ruedas de molino colgadas al cuello.
—Gracias por sus bondades, señor —replicó John «el Largo», haciendo
otra reverencia.
—¡Y se atreve a darme las gracias! —exclamó el squire—. Es una grave
omisión de mis deberes. Retírese usted.
Después de este recibimiento entramos en la cueva. Era espaciosa y bien
ventilada y un pequeño manantial corría hasta una charca de agua cristalina
rodeada de helechos. El suelo era de arena. Delante de un gran fuego estaba el
capitán Smollett, y en un rincón del fondo, iluminado por los suaves reflejos
de las llamas, vi un enorme montón de monedas y pilas de lingotes de oro.
Era el tesoro de Flint que habíamos venido a buscar desde tan lejos y que
había costado la vida de diecisiete hombres de la Hispaniola. Cuántas más
habría costado juntarlo, cuánta sangre y cuántos pesares, cuántos hermosos
navíos yacían en el fondo de los mares, cuántos valientes habrían pasado el
tablón con los ojos vendados, cuántos cañonazos, cuánto deshonor, cuántas
mentiras, cuánta crueldad, nadie quizá podría decirlo. Sin embargo, aún había
tres hombres en aquella isla —Silver, el viejo Morgan y Ben Gunn— que
habían tenido parte en esos crímenes y que ahora esperaban tenerla en el
botín.
—Entra, Jim —dijo el capitán—. Eres un buen muchacho, claro que en tu
camino, Jim; pero pienso que no volveremos nunca a hacernos juntos a la
mar. Eres demasiado caprichoso para mi gusto. Ah, y también está usted,
John Silver. ¿Qué le trae por aquí?
—Señor, he vuelto a mi deber —contestó Silver.
—¡Ah! —dijo el capitán; y fue todo lo que dijo.
Aquella noche gocé de una magnífica cena junto a los míos, y qué sabrosa
me pareció la cabra de Ben Gunn, y las golosinas, y una botella de viejo vino
que habían traído desde la Hispaniola. Creo que nadie fue nunca tan feliz
como lo éramos nosotros. Y allí estaba Silver, sentado lejos del resplandor del
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fuego, comiendo con buen apetito y pendiente de si precisábamos algo para
traerlo, y hasta participando con cierta discreción de nuestras risas; ah, el
mismo suave, cortés y servicial marinero de nuestra anterior travesía.
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Capítulo 34
El fin de todo
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Formaban el más variado museo del dinero, y, en cuanto a su cantidad,
creo que eran más que las hojas en el otoño, o que lo digan mis riñones, que
con dificultad soportaban aquel trabajo, y mis dedos, que no daban abasto a ir
clasificándolas.
Ese trabajo duró varias jornadas, y cada atardecer una fortuna iba siento
estibada junto a otra en nuestro barco y otra aún mayor quedaba aguardando
su traslado para el siguiente día. Durante todo ese tiempo no vimos ni señales
de los tres amotinados que habían huido.
Sólo una vez —creo que fue a la tercera noche—, cuando el doctor y yo
paseábamos por la colina contemplando desde allí todas las tierras bajas de la
isla, la densa oscuridad nos trajo en el viento un rumor de risas y gritos. Sólo
un instante. Y de nuevo se hundió en el silencio.
—¡Que los cielos se apiaden de ellos! —dijo el doctor—. ¡Son los
amotinados!
—Y borrachos, señor —oímos la voz de Silver detrás de nosotros.
Porque debo decir que Silver estaba en completa libertad, y que, a pesar
de los constantes desaires a que era sometido, poco a poco parecía ir
recobrando sus antiguos privilegios. Verdaderamente resultaba admirable
cómo encajaba todas las humillaciones y con qué incansable cortesía y
afabilidad no cesaba de intentar congraciarse con todos. Sin embargo, no
conseguía que se le tratara mejor que a un perro, salvo por parte de Ben Gunn,
que parecía conservar ante su antiguo cabo el mismo pavor de siempre. Y
también por lo que a mí se refiere, que realmente me sentía agradecido con él,
aunque no me faltasen razones para dudar de su conducta, pues hasta en el
último momento, en la meseta, le había visto planear una nueva traición. Por
eso el doctor le respondió desabridamente:
—Borrachos o delirando.
—Lleváis razón, señor —replicó Silver—; lo que para vos o para mí viene
a importar lo mismo.
—Supongo que no pretenderá que a estas alturas le considere un hombre
compasivo —le dijo el doctor irónicamente—, y si mis emociones le resultan
ciertamente incomprensibles, señor Silver, he de decirle que, si estuviera
convencido de que sus compinches están delirando, lo que no me extrañaría,
porque uno de ellos al menos debe ser pasto de las fiebres, saldría ahora
mismo de aquí y, aunque me jugase la piel, no dudaría en prestarles los
auxilios de mi profesión.
—Perdonadme, señor, pero creo que haríais muy mal —respondió Silver
—. Podríamos perder vuestra vida, que es preciosa, no os quepa duda. Yo
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estoy ahora metido hasta el cuello en vuestro partido, y no me gustaría verlo
disminuido, y menos aún tratándose de vos, a quien tanto debo. Esos que
aúllan ahí abajo no son hombres de palabra, no, ni siquiera aunque lo
pretendieran; y lo que es más, no entenderían la vuestra.
—No —dijo el doctor—. En cuanto a palabra, ya sé que sólo usted es
capaz de mantenerla, ¿no es verdad?
No volvimos a saber de los tres piratas. En una ocasión escuchamos el
estampido de un mosquete en la lejanía, y nos figuramos que estaban
cazando. Entonces celebramos un consejo y se decidió abandonar la isla, lo
que provocó la alegría de Ben Gunn y la más rotunda aprobación por parte de
Gray. Dejamos allí, para que pudiera ser aprovechado por los piratas, una
buena provisión de pólvora y municiones, gran cantidad de salazón de cabra y
algunas medicinas, así como herramientas y ropa y una vela y un par de
brazas de cuerda, y, por especial indicación del doctor, un espléndido regalo
de tabaco.
Eso fue lo último que hicimos en la isla. El tesoro estaba embarcado y
habíamos hecho acopio de agua y cecina. Y así, en una mañana de limpio
aire, levamos anclas y zarpamos de la Cala del Norte enarbolando el mismo
pabellón que nuestro capitán izara orgulloso en la empalizada.
Los tres forajidos debían estar espiándonos con más atención de la que
nosotros suponíamos, pues, al navegar por la bocana de la bahía, lo que nos
obligó a acercarnos a la punta sur, los vimos en el arenal, juntos y arrodillados
implorando con sus brazos en alto. Creo que lograron que nuestros corazones
se apiadaran de su miserable suerte, pero no podíamos correr el riesgo de otro
motín; y conducirlos a la patria, donde serían ajusticiados, también hubiera
sido un acto cruel en su humanitarismo. El doctor les dijo a gritos que les
habíamos dejado suficientes provisiones y útiles y dónde podían encontrarlos.
Pero ellos siguieron llamándonos, y por nuestros nombres, y suplicándonos
por Dios que tuviéramos compasión y no los abandonásemos en aquellos
parajes. Cuando se convencieron de que el barco no se detendría y que no
tardaríamos en estar fuera de su alcance, uno de ellos —no sé quien— se
levantó, se echó el mosquete a la cara y disparó contra nosotros; la bala silbó
sobre la cabeza de Silver y atravesó la vela mayor.
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Nos protegimos tras la borda y, cuando volví a mirar, ya no estaban en la
franja de arena, y hasta la misma restinga casi no se percibía en la distancia.
Habíamos acabado con ellos, y, antes de que el sol estuviera en su cenit, pude
ver, con la más inmensa alegría, cómo la cima de la Isla del Tesoro se hundía
tras la curva azulísima del horizonte marino.
Sufríamos tal escasez de marineros, que todos a bordo tuvimos que
hacernos a la maniobra, menos el capitán, que ordenaba desde su lecho, una
colchoneta situada en popa, pues, aunque ya estaba bastante repuesto, todavía
precisaba esa quietud. Pusimos proa hacia el puerto más cercano de la
América española, porque no podíamos arriesgarnos a emprender el regreso a
la patria sin enrolar una nueva tripulación; sufrimos un par de temporales y
tuvimos vientos contrarios antes de llegar a nuestro primer destino, al que
arribamos con muchas dificultades.
Un atardecer anclamos en un bellísimo golfo bastante bien abrigado, y
enseguida nos vimos rodeados de canoas tripuladas por negros, indios
mexicanos y mestizos, que nos ofrecían frutas y verduras y que estaban
dispuestos a bucear para recoger las monedas con que pagásemos aquellos
presentes. La visión de aquellos rostros risueños (sobre todo los de los
negros), aquellos frutos tropicales exquisitos, y la contemplación de las luces
del poblado que empezaban a encenderse hacía un contraste encantador con
nuestra trágica y sangrienta aventura en la isla; y el doctor y el squire,
llevándome con ellos, fueron a tierra para pasar allí la velada. En el poblado
encontraron a un capitán de la Marina Real inglesa con el que departieron
largamente y que nos llevó a su navío; y, en resumen, lo pasamos tan
agradablemente, que regresamos a la Hispaniola con las primeras luces del
alba.
Encontramos a Ben Gunn solo en cubierta, y en cuanto nos vio a bordo
empezó con grandes aspavientos a contarnos lo sucedido en nuestra ausencia.
Silver se había escapado. Gunn confesó que había sido cómplice en su fuga, y
que ya hacía unas horas que había partido en un bote, pero nos juraba que lo
había hecho por salvar nuestras vidas, que estaba seguro hubieran peligrado si
«aquel cojo permanecía a bordo». Y eso no era todo: el cocinero no nos había
abandonado con las manos vacías. Había perforado un mamparo robando uno
de los sacos de oro, que podía contener trescientas o cuatrocientas guineas,
que bien habrían de venirle en su vida errabunda.
Creo que todos nos alegramos de habernos quitado ese peso y al más bajo
precio.
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Añadiré, para no alargar demasiado esta ya larga historia, que enrolamos
algunos marineros, que nuestra travesía hasta Inglaterra fue feliz y que la
Hispaniola arribó a Bristol cuando el señor Blandly estaba disponiendo un
barco de socorro. Con ella regresábamos cinco de los que nos habíamos
lanzado en aquella aventura. «La bebida y el diablo se llevaron el resto», y
con ensañamiento; de cualquier forma, tuvimos más suerte que aquel otro
barco del que cantaban:
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Apéndice
La sociedad
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de la India» no durará cuatro meses y la convertirá en Emperatriz y en
Virreinado aquel continente.
Todo ese profundo impulso histórico repercute en la evolución cultural. El
apogeo de la burguesía y el crecimiento del proletariado industrial van a
condicionar una rápida agonía de los «ideales» del Romanticismo. De un
mundo de poetas —aunque brillen Tennyson, Browning o Swinburne— se
pasa a un mundo de novelistas. Se desarrolla la prensa. Es el triunfo de
Dickens, de Thackeray, de Trollope, de George Eliot, de las Brontë, de Oscar
Wilde… y de la influencia moral de Carlyle. Matthew Arnold luchará contra
toda forma de aislacionismo. En filosofía las nuevas doctrinas «utilitaristas»
(Bentham, James Mili y John Stuart Mili) y «cientifistas» van a barrer con su
ramplonería viejas y nobles arquitecturas del pensamiento.
Esas ideas viajarán a los confines del Imperio en las
mochilas de los soldados y en el baúl de los exploradores. Grandes
aventureros
Porque es la época de los grandes aventureros: Stevenson verá
construir el Canal de Suez, a Livingstone, la muerte del general
Gordon en Khartum, la invención de la linotipia, la marcha
hacia el Oeste en EE. UU., el desarrollo del ferrocarril, la lámpara
incandescente, la agonía de los veleros. Va a ser el mundo del «Indian
Service».
Y su obra no es ajena a ese impulso marino y aventurero. No es su cantor
—lo será Kipling—, pero en cada una de sus páginas brilla la gallardía con
que la Marina Real o los mercantes, los cónsules de su graciosa Majestad o el
último funcionario de su administración pasearon el pabellón inglés por todos
los continentes.
El autor
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páginas. Adoraba la aventura. Tampoco en su familia dejó de encontrar el
calor, si no siempre la comprensión, necesario, así como ciertos estímulos
culturales. Su abuelo paterno, Roben, dirigía una firma famosa en
construcción de faros; por el lado materno, su abuelo era ministro
presbiteriano en Colinton, un suburbio de Edimburgo, y hombre cultivado.
En 1857 su padre adquirió una espléndida mansión en el 17 de Heriot
Row, en Edimburgo, cuyos inmensos salones y largos e insinuantes pasillos
no fueron el peor escenario para las correrías infantiles de este aprendiz de
bucanero. La gran mesa del comedor de esa casa llegaría bajo los cielos de
Samoa y sobre su tablero fue Stevenson conducido hasta su tumba.
Fue desde su niñez un lector voraz, como Stendhal, con
preferencia por los cuentos de aventuras. Siempre verá el mundo Un lector
voraz
con la plenitud de esa mirada.
Cuando se matriculó en la Universidad de Edimburgo era un
mozo alegre y lleno de vitalidad, pese a su precaria salud. Un
amigo de su madre lo describe como un Heine con acento escocés. Los
estudios de Ingeniería eran un camino trazado por la voluntad familiar que él
no debería recorrer. Su mundo eran los bares llenos de marinos, cerveza,
prostitutas, menta y humo; el olor de la brea teje sus narraciones, como en
Shakespeare, con hebras de cuentos de marineros.
Sus maestros en aquel tiempo eran escritores como Hazlitt y Charles
Lamb, y como fronteras inalcanzables: Shakespeare, Whitman, Wordsworth,
Thoreau y —no era mala elección— el Gospel According de Saint Matthew.
Antes, cuando niño, había amado Rob Roy y El libro de los snobs.
En 1873, visitando a su prima Churchill Babington, conoció a Fanny
Sitwell, la dama del primer amor. Stevenson la convirtió en su Norte, para
ella escribió enardecidos versos, le enviaba carta tras carta. Fanny estaba
divorciada y después se casaría con Sidney Colvin, que también se convirtió
en uno de los eternos amigos de Stevenson además de editor de algunos de
sus libros y ejecutor literario.
Colvin era por entonces un joven profesor de Arte en la Universidad de
Cambridge; luego sería Custodio de Pintura y Dibujo en el Museo Británico.
Ese mismo año, un empeoramiento de su salud obliga a Stevenson a partir
hacia tierras más cálidas, y se dirigió a Francia. Colvin dice que fue un
período de paz entre dos bohemias. De ese viaje nacería Viajes en burra.
1876 fue un año decisivo en su vida. En Grez, ciudad
Encuentro francesa a la que había viajado de nuevo por causas de salud,
con Fanny
Osbourne conoció a una dama norteamericana que allí se encontraba por
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motivos artísticos, ya que Grez era ciudad muy frecuentada por pintores. La
dama era Fanny Osbourne, separada de su marido, que con sus hijos y su
hermana mayor, Belle, la que años después sería secretaria de Stevenson hasta
su muerte y defensora de su memoria, se encontraba descansando y pintando
aquel paisaje Fue un amor a la primera mirada. Aunque cargado de multitud
de problemas, ya que Fanny no había obtenido el divorcio y era diez años
mayor que él y con dos hijos (un tercero había muerto). A mediados de 1878,
Fanny regresó a los EE. UU. para conseguir el divorcio.
En 1878 publicó Stevenson su primer libro, Viaje al continente. Pero
empezó a sentirse deprimido por la ausencia de Fanny Las no bastaban ni
podían suplir su compañía. Y Stevenson decide partir hacia EE. UU., aun
forzando las limitaciones que su salud le imponía y la evidente falta de
recursos económicos, con el decidido propósito de casarse con ella.
En el verano de 1879 zarpó en un barco de emigrantes, el
«Devonia», y arribó a Nueva York el 18 de agosto. Viaje y barco Zarpa a
Estados
y su misma peripecia quedarán inmortalizados en La historia de Unidos
una mentira, que escribirá después en San Francisco: su héroe,
Dick Naseby, es un autorretrato.
En Nueva York permaneció tan sólo una noche, y partió hacia San
Francisco, Salinas y Monterrey, donde le esperaba Fanny.
En Monterrey sufrió un nuevo empeoramiento de su salud, esta vez
bastante grave. Sus padres ignoraban su situación y no pudieron ayudarle;
pero encontró una cordial acogida en el propietario de un restaurante, Jules
Simoneau, emigrante francés, que ya era conocido por su incondicional ayuda
a los artistas. El 18 de diciembre de 1879 Fanny obtuvo su divorcio. Entonces
se trasladaron a Oakland donde residieron algún tiempo y Stevenson sufrió
una crisis aún más grave: allí compuso la primera versión de su Réquiem.
Cuando sus padres se enteraron del inminente matrimonio, le
Matrimonio ofrecieron cuanto necesitase. Stevenson aceptó y empezó a
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escribió y que se convirtió en La Isla del Tesoro. La Isla del
Tesoro se publicó primero como serial en «Young Folks Magazine», desde el
l.º de octubre de 1881 al 28 de enero de 1882, con el pseudónimo de Capitán
George North.
Su actividad empezó a adquirir un magnífico increscendo; intentó el
género histórico que por sus maestros le fuera tan caro y escribió La Flecha
Negra. Pero su salud se resintió y le hizo necesario partir una vez más hacia
climas moderados. Se instaló en la Riviera, en Hyères, y ese año, 1883, vio la
publicación de La Isla del Tesoro como libro. En Hyères sufrió una
hemoptisis, y quizá no fuese ajena a la versión definitiva de su Réquiem, que
allí compuso.
En 1881 y gracias a sus padres, que les regalaron una casa en la costa sur
de Inglaterra, Fanny y él se instalaron en Bournemouth.
La casa fue llamada «Skerryvore», que era el nombre de
Éxito del uno de los grandes faros construidos por su familia. En
Dr. Jekyll y
Mr. Hyde Bournemouth conocerá a Henry James y publicará El extraño
caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde. libro del cual, en menos de seis
meses, se vendieron 40.000 ejemplares.
A mediados de 1887 Stevenson empezó a sentir de nuevo la llamada del
mar. En agosto zarparon rumbo a Nueva York; allí frecuentó a viejos amigos
y a nuevos que ya lo eran por vía de su admiración. Mark Twain entre ellos,
quien describe su encuentro con Stevenson en su Autobiografía. Hacia finales
de año empezó a escribir El señor de Ballantrae.
El viaje hacia la costa oeste es en realidad la travesía hacia el mar que lo
llama, hacia los climas que soñó Rimbaud, de donde los hombres volvían
convertidos en esos feroces enfermos que las mujeres curarán, los hijos de los
cálidos y perdidos paraísos. El 26 de junio de 1888 zarpa de San Francisco a
bordo del «Casco», una bella goleta, rumbo al sur.
Habían pensado visitar las Galápagos, pero, ante el peligro
de quedar inmovilizados con las grandes calmas, singlaron hacia Viaje por
Los mares
las Marquesas, arribando a la bahía de Anaho en Nuka-hiva. Del sur
Después zarparon hacia Hiva-ao, y después decidieron navegar
rumbo a Tahití. Como lectura llevaban un ejemplar de
Decadencia y hundimiento, de Gibbon, que pasó de mano en mano durante
toda la travesía. Fondearon en Fakarava, donde empezaron a estrechar
relaciones con los naturales y con los europeos allí establecidos. En Papeete,
que visitaron después, sufrió Stevenson una crisis en su enfermedad, pero ello
no le impidió zarpar de nuevo, ahora con rumbo a Taravao, y, por fin, hacia la
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isla que le entregaría la salud que buscó durante tanto tiempo: Tautira. Allí
permanecieron nueve semanas en las que se recuperó y aprovecharon para
carenar, reparar un mástil y avituallar. En la paz de sus días compuso
Stevenson baladas y conoció a la bellísima Moë, ex-reina de Raiatea, tan
admirada por Pierre Loti.
Desde Tahiti zarparon hacia Honolulu, donde los aguardaba Belle
Osbourne, ahora señora Strong, que allí vivía con su marido e hijos.
Stevenson se procuró una casa de estilo hawayano sobre la playa de Waikiki y
se dedicó a gozar de las excelencias del lugar y a escribir los cuentos que
recogería en Pasatiempos para las noches en la isla.
En aquella casa de la playa fue asiduamente visitado por
Se estableció el último rey de Hawaii, Kalakawua, hombre de notable
en «Vailima»
cultura y su primera gran amistad de aquellos mares.
El 7 de diciembre de 1890 llegaron a Apia, «La Cabeza de
Samoa», «La Isla del Paraíso», según escribió Stevenson. Allí adquirió cierta
extensión de tierra y levantó su casa, «Vailima» (El lugar de los cinco ríos), al
estilo polinesio, con amplia terraza y separaciones de enredaderas. Las
relaciones del visitante con los naturales empezaron a estrecharse. Ellos le
apodaron «Tusitala» —«El-que-Cuenta-Cuentos»—; sería su segundo
sobrenombre: en Tautira le apodaron «Terliters». Fanny sería «Nube-que-
vuela».
Tiempo después pensaron regresar a Bournemouth, aun sin dejar su casa
de Samoa, pero, al llegar a Sidney, en Australia, Stevenson sufrió una grave
recaída en su enfermedad y regresaron a «Vailima». Fanny aceptó la idea de
quedarse a vivir definitivamente en Samoa. Entonces, Lloyd partió hacia
Escocia para vender Skerryvore. Stevenson invitó a su madre a unirse a ellos,
y así lo hizo; los viejos muebles, los libros, los cuadros, todos los objetos
amados de la juventud fueron trasladados a «Vailima», donde se unieron al
nuevo mundo stevensoniano: dioses de las islas, cartas indígenas de
navegación, tambores, su colección de perlas, aquella maza de las Marquesas
con la que aseguraba había sido ejecutado el último cautivo destinado a la
comida indígena…
A partir de mediados de 1890, Stevenson empezó a obsesionarse con una
novela sobre la vida en los mares del sur, con unos personajes que hicieran
posible la más alta de las banderas, aquella que expresaría Cernuda con su
«Abajo todo, todo, excepto la derrota»: Los buscadores de perlas, que tiempo
después, siguiendo los consejos del primo Graham Balfour, completaría con
el título Bajamar, y terminó David Balfour, continuación de Secuestrado.
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La vida de Stevenson en Samoa no fue la del europeo Stevenson
participó en los
visitante ajeno al destino de la comunidad polinesia. problemas de su
Participó en la solución de problemas locales e incluso comunidad
colaboró muy decididamente en defensa del jefe Mataafa,
encarcelado como víctima del contubernio de los otros jefes pro-germanos y
el dominio alemán de la isla. Stevenson visitó a Mataafa en la cárcel y
empezó una campaña de prensa —en Inglaterra— desenmascarando la
situación samoana. La suya llegó a complicarse tanto, que estuvo a punto de
ser deportado —tales eran las intenciones de los cónsules europeos allí
destacados y de los jefecillos indígenas contrarios a Mataafa—, y sólo se libró
gracias al apoyo del Colonial Office.
Durante sus años en Samoa, Stevenson recibió numerosas visitas; así, su
primo Graham Balfour, el artista John La Farge, el historiador Henry Adams,
y muchos extranjeros atraídos por su leyenda, y Belle Osbourne, que se había
separado de su esposo y que se quedó ya con los Stevenson haciendo de
secretaria.
No abandonó Stevenson la poesía: Canciones del camino, publicado un
año después de su muerte, recoge los poemas de esta época. También escribía
Weir de Hermiston.
En septiembre de 1893 recorrió sus últimas singladuras para visitar al rey
Kalakahua en Honolulu, allí se sintió muy enfermo, y fue trasladado a
«Vailima». No volvió a salir de Samoa. Pasaba los días descansando,
dictando páginas a la incansable Belle y conversando con su amigo Bazett
Haggard, Comisionado Británico del Territorio. En septiembre, Mataafa, ya
en el poder, mandó construir una carretera hasta «Vailima», que se llamó, y
aún hoy se llama, «el camino de la Gratitud».
Contemplaría el ancho mar de la aventura. Contemplaría el crepúsculo
deshacerse como polvo de oro. Hablaría con Jim Hawkins, con John Sil ver.
Contemplaría el lujo de la noche. Después unos vasos de vino, unas frutas. Y
contaría una vez más los viejos cuentos, tal como siempre se contaron.
El 3 de diciembre de 1894 dictó un fragmento de Weir de Hermiston a
Belle. Fanny los llamó para cenar. Mientras caminaba por la terraza, de
improviso se llevó las manos a la cabeza y dijo: «¿Qué es esto?»; y cayó al
suelo. Fue ayudado a entrar en la casa por su mujer y su leal criado Sosimo. A
las 20 h. 10’ de esa tarde murió Stevenson, a los 43 años, de una hemorragia
cerebral
La bandera británica, que siempre ondeó sobre su casa, fue
Fue arriada arriada y con ella se cubrió su cadáver. Los amigos desfilaron
la bandera
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británica ante el túmulo. A la mañana siguiente un camino fue abierto a
machete por la ladera del monte Vaea, hasta el lugar que él mismo había
elegido para su sepultura; allí se le enterró, cara al mar; sobre ella, dos
inscripciones: en samoano, «ESTA ES LA TUMBA DE TUSITALA», la otra, en el
idioma que el honró, con su propio réquiem.
Los indígenas no volvieron a cazar en aquella montaña. Para que los
pájaros pudieran vivir en paz junto a la tumba de Stevenson. Allí descansa,
con Fanny junto a él.
Durante años los samoanos cantaron en los atardeceres recordando al
amigo perdido:
La obra
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sus excelentes cualidades hasta dejarlo tan sólo con su coraje, su energía y su
magnífico poder de encantamiento». Su título entonces era El Cocinero de a
bordo.
El éxito de los tres primeros capítulos en el ánimo de su
Toda la joven lector le impulsó a continuar; a Lloyd se unieron los padres
familia
colaboró de Stevenson, que se entusiasmaron con el relato. Por expresa
indicación de Lloyd —lo que nunca le agradeceremos bastante—
no hay mujeres en esta aventura.
Los quince primeros capítulos fueron redactados en quince días, y hubo
momentos en que toda aquella familia vivió en torno a la Isla; hasta el viejo
señor Stevenson colaboró aportando la lista de objetos que podían encontrarse
en el cofre del «Capitán».
La historia quedó interrumpida por un repentino agravamiento en la
enfermedad de Stevenson, y nuestro narrador se trasladó a Davos; por algunas
semanas el manuscrito durmió el sueño pesado de los piratas.
Pero en una revista, «Young Folks» (algo así como
«Muchachitos»), empezó a ser publicada aquella historia, como Se publicó
en una
serial. Y cuando Stevenson lo leyó, se decidió a terminar el revista
relato «escribiendo un capítulo diario». Así la serie fue
publicada desde el 1.º de octubre de 1881 al 28 de enero del año
siguiente.
Y en 1883 apareció ya como un libro completo. Poco más de treinta años
tenía Stevenson. Fue su primer éxito económico como escritor —unas cien
libras esterlinas—, pero que a él le parecieron el mismísimo tesoro de Flint.
La Isla del Tesoro o la historia de ese viaje hacia el oro de
Viaje al oro Flint es, sobre todo, la crónica del aprendizaje de un joven. No
de Flint
menos será la historia del sueño libertario, de la huida al mar,
del viaje como destino (lo que ya configuraría una de las más
profundas respuestas modernas a la gran pregunta: «¿Cómo vivir?»).
Si Moby Dick era la descripción del cumplimiento de un destino
perfectamente fijado, La Isla del Tesoro es la azarosa adecuación a la suerte
del camino. Y en esa adecuación, Stevenson establece, sutilmente, un código
moral, un juego de lealtades y supervivencia, de fascinaciones y renuncias, y
en suma, un aprendizaje de vivir, que transforma al niño asustadizo de las
primeras páginas en el. encallecido y veterano Jim Hawkins que regresa a
Bristol como regresaban todos los viajeros, más sabios, y, como diría Juan
Benet, quizá más tristes.
Una leyenda
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De cualquier forma, hasta ahí no sería más que una
espléndida narración. Lo que convierte a La Isla del Tesoro en
una leyenda son siete o nueve sagaces observaciones perdidas
entre la maravilla de sus páginas, aquellas que incorporan para siempre al río
de nuestra más victoriosa memoria las banderas negras de la libertad: Un
gesto del irreprochable Squire o del no menos intachable doctor Livesey que
repentinamente nos descubre el filibustero que anida en su corazón; o por el
contrario, la grandeza imprevista del degenerado Israel Hands en el
parlamento «Treinta años llevo navegando». O la soberana figura del Capitán
que llega a la hostería con su viejo cofre. O ese amigo y maestro —¿qué niño,
qué joven no sueña con tenerlo por compañero?—, John Silver «el Largo»,
enseñando a vivir. Y en medio de todos, el joven Hawkins, de un lado a otro,
aprendiendo el precio de vivir. En el último párrafo ya sabe qué es preciso
para convertirse en un miembro quizá preclaro de su comunidad. Pero
también que nunca podrá silenciar en su corazón la llamada del mar, la
libertad bajo la «Jolly Roger» y la maravilla de la ilusión que lo llevó hacia el
oro enterrado. Estos últimos chillidos del loro —¡Doblones! ¡Doblones!—
dan a La Isla del Tesoro su extraña, sombría e inmutable grandeza. Porque
Stevenson escribió —con el encanto de los viejos contadores de cuentos— el
ansia de nuestro corazón.
Se propuso divertir a un joven y levantar para él una aventura con
filibusteros, un barco, la mar, una isla, un mapa de un tesoro, un motín a
bordo, algún notable del contorno, una canción corsaria, la sombra de Flint,
un entrañable pirata con una sola pierna y un loro en un hombro, un joven que
aprende a ser hombre, y viento en las velas. Su suerte es conocida.
Imperecedera como Las mil y una noches o Hamlet ha fascinado los sueños
de todas las generaciones desde aquel día.
José María Álvarez
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Bibliografía
Con «s.a.» indicamos «sin año» aunque la publicación castellana es próxima a la edición original
1 Prepublicadas en «Portfolio».
1 Prepublicadas en «New Quart».
2 Prepublicadas en «Century Mag».
3 Prepublicadas en «Young Folks».
4 Prepublicadas en «Longman’s Mag».
5 Prepublicadas en «Cornhill Mag».
6 Prepublicadas en «Scribner’s Mag».
7 Prepublicadas en «Scots Observer».
8 Prepublicadas en «lllustr. London news» «Black and White» y «Nat Observer».
9 Prepublicadas en «Pall-Mall Gazette».
10 Prepublicadas en «Tu-Day».
11 Prepublicadas en «New Amphion».
12 Prepublicadas en «Atalanta», con David Balfour: memorias y aventuras en su patria y en el
extranjero
13 Prepublicadas en «Cosmopolis».
AÑO TÍTULO ORIGINAL TÍTULO CASTELLANO
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1885 Prince Otto: a romance.4 El príncipe Otón (s.a.).
1886 The Strange Case of Dr. Jekyll and El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde
Mr. Hyde. (1920).
1886 Kidnapped.3 Aventuras de David Balfour (1898).
1886 Some College Memories.11 Memorias de Facultad.
1887 The Merry Men and Other Tales and Los hombres alegres y otros relatos y
Fables. fábulas.
—Contiene: The Merry Men; Will of —Contiene: Los hombres alegres (1960);
the Mill; Markheim; Thrawn Janet; Guillermin el del molino (1960);
Olalla; The Treasure of Franchard.4 Markheim (1977); Juana la cuellituerta
(1960); Olalla (s.a.).; El tesoro de
Franchard (s.a.).
1887 Underwoods (38 poemas en inglés, 16 Underwoods.
en escocés).
1887 Ticonderoga.6 Ticonderoga.
1887 The Misadventures of John Nicholson: Las desventuras de John Nicholson: un
a Christmas Story. cuento de Navidad (1954).
1887 The papers of H. Fleeming Jenkin with Los papeles de H. Fleeming Jenkin con
a Memoir by R.L.S. (2 vols.). una reseña por R. L. Stevenson.
1888 The Black Arrow: a tale of the two La flecha negra (1925).
roses.3
1889 The Master of Ballantrae: a winter’s El señor de Ballantrae (1953).
tale.6
1889 The Wrong Box —con Lloyd El muerto vivo (s.a.).
Osbourne.
1890 Ballads. Baladas.
—Contiene: The Song of Rahéro; The Contiene: La canción de Rahéro; La fiesta
Feast of Famine; Ticonderoga; del hambre; Ticonderoga; Cerveza de
Heather Ale; Christmas al Sea-Each. brezo; Navidades en el mar.
1890 Father Damien: an Open Letter to the El padre Damián: carta abierta al
Reverend Dr. Hyde. Reverendo Dr. Hyde.
1892 A Footnote lo History; eight years of Pie de página para la historia: ocho años
trouble in Samoa. de dificultades en Samoa.
1892 Island Nights Entertainments. Pasatiempos en las noches de la isla.
—Contiene: The Beach of Falesá; The Contiene: La playa de Falesá (s.a); El
Bottle Imp; The Isle of Voices.8 diablo en la botella (s.a.); La isla de las
voces (1972).
1893 War in Samoa.9 Guerra en Samoa.
1893 Catriona. Catriona (1944).
1894 The Ebb-Tide. A trio and a quartette Bajamar un trío y un cuarteto (1957).
—con Lloyd Osbourne.10
1895 The Body-Snatcher.9 Los ladrones de cadáveres (1968).
1895 The Amateur Emigrant from the Clyde El emigrante aficionado, desde Clyde a
lo Sandy Hook. Sandy Hook.
1896 In the South Seas. Cuentos de los mares del Sur (1959).
1896 Weir of Hermiston: an unfinished Weir de Herminston (s.a.).
romance.13
1896 A Mountain Town in Trance. Una ciudad montañosa en Francia.
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1896 Songs of Travel and Other Verses. Canciones de viaje y otros versos.
1897 St. Ives; being the adventures of a St. Ives: aventuras de un prisionero
French prisoner in England.9 francés en Inglaterra.
1898 Three Short Poems (edic. privada). Tres poemas cortos.
1899 Teuila (20 poemas) (edic. privada). Teuila.
1905 Prayers Written al Vailima, with an Oraciones escritas en Vailima, con una
introduction by Mrs. Stevenson.11 introducción de Mrs. Stevenson.
1905 Tales and Fantasies. Relatos y fantasías.
—Contiene: The Misadventures of —Contiene: Las desventuras de John
John Nicholson; The Body-snarcher: Nicholson; Los ladrones de cadáveres, La
Story of a Lie. historia de una mentira.
1912 Memoirs of Himself. Memorias de él mismo.
1913 The Poems and Ballads of Stevenson. Los poemas y baladas de Stevenson.
1915 Poetical Fragments. Fragmentos poéticos.
1916 The Waif Woman.6 La mujer abandonada.
1916 An Ode of Horace: book II, ode III. Una oda de Horacio: libro II, oda III.
1921 When the Devil was Well. Cuando el diablo era bueno.
1928 The Castaways of Soledad. Los náufragos de Soledad.
1950 Salute to RLS. Saludo a RLS.
Página 257
ROBERT L. STEVENSON. Robert Louis Balfour Stevenson (Edimburgo,
Escocia, 13 de noviembre de 1850 - Vailima, cerca de Apia, Samoa, 3 de
diciembre de 1894) fue un novelista, poeta y ensayista escocés. Stevenson,
que padecía de tuberculosis, solo llegó a cumplir 44 años; sin embargo, su
legado es una vasta obra que incluye crónicas de viaje, novelas de aventuras e
históricas, así como lírica y ensayos. Se le conoce principalmente por ser el
autor de algunas de las historias fantásticas y de aventuras más clásicas de la
literatura juvenil, La isla del tesoro, la novela histórica La flecha negra y la
popular novela de horror El extraño caso del doctor Jekyll y míster Hyde,
dedicada al tema de los fenómenos de la personalidad escindida, y que pueden
ser leída como novela psicológica de horror. Varias de sus novelas continúan
siendo muy famosas y algunas de ellas han sido varias veces llevadas al cine
en el siglo XX, en parte adaptadas para niños. Fue importante también su obra
ensayística, breve pero decisiva en lo que se refiere a la estructura de la
moderna novela de peripecias. Fue muy apreciado en su tiempo y siguió
siéndolo después de su muerte.
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Notas
Página 259
[1] Samuel Lloyd Osbuorne. <<
Página 260
[2] Autores de muy populares novelas de aventuras. <<
Página 261
[3] James Fenimore Cooper. <<
Página 262
[4] No hay una equivalencia en castellano; sería «principal hacendado» porque
Página 263
[5] Castigo frecuente entre los corsarios, que consistía en hacer caminar al
condenado por una plancha que, sujeta a la borda, avanzaba sobre el mar. El
peso del desgraciado hacia bascular la plancha y caía al agua, pereciendo. <<
Página 264
[6] Embarcación pequeña con tres palos, velas al tercio y gavias volantes. <<
Página 265
[7] Moneda inglesa que equivale a 1/4 de penique. <<
Página 266
[8] El pie inglés es 1/3 parte de la yarda y equivale a 30,48 cm <<
Página 267
[9] Velas triangulares que se largaban sobre los últimos juanetes en tiempos de
bonanza. <<
Página 268
[10] Cuarta: cada una de las 32 partes en que se divide la Rosa de los vientos.
<<
Página 269
[11] Motón: especie de garnacha o polea por donde se pasan los cabos. <<
Página 270
[12] Castigo que consistía en hacer pasar de proa a popa, bajo la quilla, a un
Página 271
[13] Bow Street era la calle cercana al Covent Gardent, central de policía <<
Página 272
[14] Compartimentos del buque donde se almacenan víveres, municiones. <<
Página 273
[15] Pañol de velas. <<
Página 274
[16] Hamacas. <<
Página 275
[17] Anchura del barco en la octava parte de su eslora a contar desde proa. <<
Página 276
[18] Cabo grueso. <<
Página 277
[19] Cada uno de los cabos que sujetan los puños de las velas. <<
Página 278
[20] Bebida alcohólica: solía —en el mar— ser de ron. <<
Página 279
[21] Espacio de la cubierta superior entre el palo mayor y el castillo de proa.
<<
Página 280
[22] Palo grueso colocado en la proa en posición casi horizontal, que asegura
en su caso las vergas de cebadera y los estayes del mástil inmediato. <<
Página 281
[23] El mástil más a la popa en un barco de tres palos. (El más cercano a la
Página 282
[24] La vela de cuchillo envergada por dos relingas —cabo que se cose en las
Página 283
[25] Del lado del viento. <<
Página 284
[26] Orzar: maniobra que realiza la goleta para llevar su proa en dirección al
viento. <<
Página 285
[27] Provisión de agua. <<
Página 286
[28] Reparar el caso del barco. <<
Página 287
[29] Los agujeros que hay en la borda para dar salida al agua que puede
Página 288
[30] Palo horizontal que asegurado a uno de los mástiles sirve para orientar la
Página 289
[31] Conjunto y cada una de las costillas del casco de la nave; se dividen, de la
Página 290
[32] Emplea vocabulario marinero para designar las cimas de las montañas. <<
Página 291
[33]
La «Union Jack», enseña nacional del Reino Unido formada por las
cruces de San Jorge, San Andrés y San Patricio. <<
Página 292
[34] Bote de remos muy pequeño. <<
Página 293
[35] Abertura larga y estrecha que se practica para poder disparar por ella. <<
Página 294
[36] Mosquete: antigua arma de fuego de mayor calibre que el fusil. <<
Página 295
[37] Batalla que se dio en la ciudad de ese nombre (en Bélgica) el 11 de mayo
Página 296
[38] Jack: nombre familiar de los marineros, en Inglaterra. <<
Página 297
[39] Franja estrecha de arena. <<
Página 298
[40] Bandera negra con una calavera y dos tibias cruzadas enseña de los barcos
corsarios. <<
Página 299
[41] Las tres (seis toques marinos). <<
Página 300
[42] Hace un juego de palabras con el crucial del mástil. <<
Página 301
[43] Palanquita de madera que usan los artilleros. <<
Página 302
[44] Vieja imagen, que significa «tumba en las profundidades», cadáver
arrojado al mar. <<
Página 303
[45] Juego de palabras: significa que no puede hacer nada (inmovilizado en el
Página 304
[46] Los amotinados quedaron muy pronto reducidos a ocho, pues, el que fue
herido en la goleta por el señor Trelawney murió aquella misma noche. Pero
esta circunstancia como es de suponer, no fue conocida por los leales hasta
más tarde. (Anotación sin firma en el manuscrito del relato). <<
Página 305
[47]
Madero vertical que limita la parte posterior del bote y sostiene el
armazón de la popa y el timón. <<
Página 306
[48] Botecito muy pequeño, para pesca, construido con mimbres y revestido de
Página 307
[49] Traduzco literalmente por la belleza de la expresión inglesa: en castellano
Página 308
[50] Cabo de la vela (uno de los cabos). <<
Página 309
[51] Cabo con que se cazan las velas. <<
Página 310
[52] Hace un juego de palabras con los pases de los hipnotizadores. <<
Página 311
[53] Parte de la embarcación que forma el fondo junto a la quilla. <<
Página 312
[54]
«Ponerse en facha»: detener a una embarcación maniobrando con las
velas en sentido contrario. <<
Página 313
[55] Extremos de la botavara. <<
Página 314
[56] Candaliza (cada uno de los cabos que hacen de brioles en la Cangreja) de
Página 315
[57] Juego de palabras con las tablas que tapan las escotillas y escotillones. <<
Página 316
[58] Las leyes. Se refiere a la horca. <<
Página 317
[59] Ligadura que une la relinga a su vela, en ciertos casos. Nuevo juego de
palabras. <<
Página 318
[60] Los piratas y filibusteros solían llamarse «los Hermanos de la Costa». <<
Página 319
[61] Derrota entre dos viradas cuando se navega de bolina. Nuevo juego de
palabras. <<
Página 320
[62] Criadilla de tierra: hongo carnoso que se cría bajo tierra, muy sabroso. <<
Página 321