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aguda crónica del día a día ese año decisivo en la política internacional
contemporánea. Una herida abierta con el asesinato del archiduque Francisco
Fernando que no cicatrizaría hasta la guerra de los Balcanes en 1991.
Después del armisticio del 11 de noviembre de 1918, cinco terribles años concluyen.
Cinco años que han visto el surgimiento de las armas químicas, los bombardeos
generalizado, el estancamiento de los ejércitos y causar diez millones de muertes.
Cuando el fin de la guerra era imprevisible, hubo un hombre que tuvo fe en la
valentía de sus soldados y en la República de Francia. Este hombre fue Clemenceau.
Pero si el Tratado de Versalles en 1919 inauguraría un nuevo mundo también, a partir
de ese momento, se sembraría la semilla de la frustración y la venganza que no
pararía de crecer a lo largo del siglo XX: el ascenso del fascismo, la inestabilidad
social y las disputas territoriales, además de una crisis económica sin precedentes de
la que los imperios desintegrados serían las principales víctimas.
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Max Gallo
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Título original: 1918, la terrible victoire
Max Gallo, 2013
Traducción: Francisco García Lorenzana, 2014
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1
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Índice de contenido
Cubierta
Sobre el autor
Notas
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«Me indigno por la enorme inutilidad de nuestras pérdidas. A pesar de lo
dispuesto que estoy a sacrificarme, querría que al menos se conociera cada
día un poco más el desperdicio de vidas y de fuerzas, y que el peligro que
nos amenaza, a pesar de nuestra victoria, sea previsto y conjurado[1]».
* * *
«Y se acabó […].
Sueño con las miles de cruces de madera alineadas a lo largo de las
carreteras polvorientas […].
¿Cuántas cruces de las que yo planté siguen en pie?
Mis muertos, mis pobres muertos, ahora vais a sufrir, sin cruces que os
guarden, sin corazones que os acunen. Me parece que os veo merodear, con
gestos de ciego, y que buscáis en la noche eterna a todos esos vivos
ingratos que ya os han olvidado».
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«Para mí, leída la convención del armisticio, me parece que en este
momento, en esta hora terrible, grande y magnífica, he cumplido con mi
deber. […] Y a partir de aquí, honor a nuestros muertos heroicos, que han
hecho posible esta victoria. […] En cuanto a los vivos […] a los que
acogeremos cuando pasen por los bulevares en dirección al Arco de
Triunfo, ¡saludarlos por anticipado! Los esperamos para la gran obra de
reconstrucción social.
Gracias a ellos, Francia, ayer soldado de Dios, hoy soldado de la
humanidad, será siempre el soldado del ideal».
* * *
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PRÓLOGO
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Ese hombre de tez pálida, rostro crispado, cejas enmarañadas y un gran bigote
blanco que le cubre, en gran desorden, casi toda la boca, es el presidente del Consejo,
Georges Clemenceau, a primera hora de la tarde del lunes 11 de noviembre de 1918.
El jefe del gobierno está hundido al fondo de un coche al que los gendarmes
intentan abrir camino para que pueda llegar al Palacio Borbón, a pesar de la
muchedumbre inmensa que se ha reunido delante de la Cámara de Diputados.
Clemenceau debe presentar oficialmente el armisticio firmado en el bosque de
Compiègne, en el claro de Rethondes, que debe entrar en vigor este lunes a las 11
horas.
Un cañonazo, seguido del repicar de las campanas de todas las iglesias de París,
ha anunciado la capitulación alemana.
El II Reich, proclamado por Bismarck en la galería de los Espejos de Versalles en
enero de 1871, se ha rendido. Ha llegado el momento de la revancha: Alsacia y
Lorena, anexionadas por los alemanes desde 1870, vuelven al seno de la madre
patria.
Se ha retirado el velo de crespón negro que cubría la estatua de Estrasburgo en la
plaza de la Concordia.
La multitud ha invadido los Campos Elíseos, los puentes, las plazas, los
bulevares. Bailan, cantan y llevan a los soldados en volandas.
«Los soldados de todos los países abrazan a todas las mujeres», escribe un
adolescente en su diario. Se agitan las banderas aliadas. Se grita «Viva Clemenceau».
A pesar de los gendarmes, la multitud se agolpa alrededor del vehículo del presidente
del Consejo. Descubre a Clemenceau, un anciano de rostro impenetrable que
responde a las aclamaciones alzando sus manos, enfundadas en unos guantes grises.
Se siente fascinación por este hombre tan viejo (¡77 años!) que parece aplastado
por el agotamiento.
Pero era él a quien llamaban el Tigre, el Derrocador de Ministerios, quien se
había opuesto a Gambetta, a Ferry, a Poincaré, ya con 73 años en 1914.
Su actitud impone respeto y la gente se aparta del coche pero sigue aclamándole.
Fue Clemenceau, el radical, el patriota, quien asumió la defensa de Dreyfus,
quien rompió despiadadamente las huelgas cuando fue ministro del Interior, el primer
policía de Francia.
¡Ahora es el Padre de la Victoria!
El 6 de noviembre, ante los diputados, cuando la firma del armisticio solo era
cuestión de horas o de algunos días, había declarado: «Ahora es necesario ganar la
paz, lo que es posible que sea más difícil que ganar la guerra. Es necesario que
Francia se concentre en sí misma, que sea disciplinada y fuerte».
Ese 11 de noviembre todos los diputados, y los invitados admitidos en los palcos
que dominan el hemiciclo del Palacio Borbón, se ponen en pie cuando, a las 15.50,
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Clemenceau entra en la sala de sesiones y es aclamado.
Clemenceau ya no es el anciano que habían vislumbrado agotado con el rostro
pétreo y hundido en el coche.
El hombre que ocupa la tribuna ha cambiado por completo y se ha convertido en
un orador capaz de levantar el entusiasmo de su auditorio, sin dejar que decaiga en
ningún momento.
Es un hombre de Estado, un patriota exaltado por la voluntad de adoctrinar a la
nación, de decir la verdad.
Al escucharlo, la política se convierte en transmisora de ideales.
«Señores, solo existe una manera de reconocer estos homenajes que proceden de
las Asambleas del pueblo —afirma—, por muy exagerados que sean, y es que todos,
los unos y los otros, en esta hora, hagamos la promesa de trabajar siempre, con todas
las fuerzas de nuestro corazón, por el bien público. […]
»Ahora les voy a leer el texto oficial del armisticio que se ha firmado esta mañana
a las cinco de la madrugada entre el mariscal Foch, el almirante Wemys y los
plenipotenciarios de Alemania».
Lentamente lee las condiciones esenciales impuestas a Alemania[2].
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diputados—. Y mañana estaremos en Estrasburgo y en Metz. Ningún discurso
humano puede igualar esta alegría».
Cae la noche, pero la multitud, a pesar de la lluvia glacial, sigue igual de densa,
igual de alegre, como arrebatada por un delirio de fraternidad exaltada.
En la Rue Royale, delante de Maxim’s o de Weber, se van pasando botellas de
champán para que todos puedan beber un trago a morro.
En el Théâtre-Français, una actriz, encima de una mesa, con los hombros
desnudos, el busto envuelto en una bandera tricolor, recita un poema cuyo autor le va
pasando las hojas a medida que las va escribiendo.
Al final, Victoria, te besamos en la boca…
Esta noche Francia es como una cama sobre una cima.
Donde te entregas desnuda a nuestros besos ardientes.
De inmediato la muchedumbre canta con ella con una mezcla de acentos diversos
que dominan este coro improvisado y potente.
Y cuando termina el canto y se desvanecen las aclamaciones, de golpe se oye
gritar a una voz estentórea:
«¡Vivan los muertos!».
El silencio cae sobre la multitud pero después, como una detonación aún más
fuerte, la voz repite:
«¡Vivan los muertos!».
Alguien lanza desde la otra punta de la plaza:
«¡Viva Francia!».
La muchedumbre, después de un momento de indecisión, vuelve a cantar.
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PRIMERA PARTE
1914-1917
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Capítulo 1
1918-1914
¡TANTOS MUERTOS!
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El lunes 11 de noviembre de 1918, día de alborozo, de esperanza y de gloria,
aunque se encuentra en el Grand Hotel de la Ópera, no ha tenido necesidad de
escuchar las dos voces anónimas que se retaban de un lado al otro de la plaza, una de
ellas gritando «¡Vivan los muertos! ¡Vivan los muertos!» y la otra respondiendo
«¡Viva Francia!».
Clemenceau sabe que después del mes de agosto de 1914, una masacre enorme,
una hecatombe terrible, ha cortado a trozos y con frecuencia ha reducido a un amasijo
sangrante los cuerpos de millones de hombres jóvenes.
Es él quien esta tarde del 11 de noviembre, al dirigirse a los diputados con voz
solemne, ha proclamado «honor a nuestros muertos heroicos».
Ha visto los cuerpos agonizantes en las salas de muerte en que se han convertido
los recintos reservados en los hospitales a los «grandes heridos».
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bien claro que está sometido a la censura y advierte al lector de que ya no puede
seguir siendo el Homme libre, que era su nombre anterior.
Pero quien escribe es el patriota, el radical, el republicano que repite sin cesar que
es necesario combatir hasta la victoria.
Después de una de sus visitas al frente —en enero de 1916—, titula su artículo
«¡Confianza, Confianza!».
«Desde el oficial de más alto rango inclinado sobre sus mapas hasta el último
soldado, atento en su puesto de escucha, dentro de su refugio de lodo —quizás a
pocos metros del enemigo—, no hemos encontrado nada más, no hemos oído nada
más que la magnífica unanimidad de una decisión inquebrantable y de una voluntad
que supera con serenidad cualquier posibilidad de duda».
Georges Clemenceau visita el frente de guerra en el Oise, con botas, sombrero y bastón.
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El lunes 11 de noviembre de 1918 tiene en la cabeza lo que ha visto. Sabe con
cuántos «muertos heroicos» ha pagado Francia este armisticio, su victoria.
En los cinco meses del año 1914 —desde la declaración de guerra en agosto hasta
diciembre— se han contado 300 000 muertos o desaparecidos y 600 000 heridos
graves.
Y el lunes 11 de noviembre de 1918, día de gloria, de celebración, de abrazos,
Clemenceau exige que el ministro de la Guerra le comunique el último recuento de
las pérdidas, que este 11 de noviembre solo puede ser aproximado pero que alcanza
1 322 000 franceses muertos o desaparecidos y al menos 4 266 000 heridos graves.
Los alemanes habrían perdido 1 800 000 hombres, los rusos cerca de 2 000 000 y
el Imperio austrohúngaro 1 400 000.
En Francia no hay ni una aldea ni un barrio en las ciudades de la República en la
que uno no se cruce con mujeres, niños y ancianos de duelo, con la banda fúnebre
rodeando el brazo, el velo negro ocultando los rostros demacrados de las esposas, de
las hermanas, de las madres. Y uno ya ni siquiera se fija en los mutilados porque son
una multitud.
¿«Gallardamente»?
Eso aún se puede decir en diciembre de 1914, cuando aún no se tiene conciencia
de la amplitud y del horror de la masacre.
Pero Deschanel se deja llevar por el lirismo.
«Francia nunca ha sido tan grande —prosigue—; la humanidad nunca ha llegado
a semejante altura.
»Soldados intrépidos que unen a su bravura natural el coraje más duro y una gran
paciencia; jefes, a la vez prudentes y atrevidos, unidos a sus tropas por un afecto
mutuo […]. ¿Se ha visto en alguna época o en algún país semejante explosión
magnífica de virtudes? […]
»¡Ah! Pero Francia no defiende únicamente su tierra, su hogar, las tumbas de sus
ancestros, los recuerdos sagrados, las obras maestras del arte y de la fe […] el respeto
de los trabajos, la independencia de Europa y la libertad humana […]. ¡Mañana!
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¡Pasado mañana! ¡No lo sé! Pero lo que está claro —pongo a nuestros muertos como
testigos— es que todos nosotros cumpliremos hasta el final con nuestro deber para
poner en práctica el ideal de nuestra raza: “¡El derecho por encima de la fuerza!”».
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Capítulo 2
1915
¡TANTOS SACRIFICIOS!
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No existe una «muerte heroica» para el soldado en el frente. El infante se
encuentra acurrucado en la trinchera, refugiado en el abrigo que se ha excavado.
En la tierra helada de este invierno de 1915 solo están los cadáveres de los
camaradas.
Durante algunos días persiste el recuerdo de sus nombres, de sus voces, de sus
rostros. Después se olvidan. Han muerto otros, partidos por una ráfaga de
ametralladora o por el tiro aislado de un boche que ha apuntado lentamente, durante
la noche, hacia el punto rojo del cigarrillo, cuyo fumador ha pagado la imprudencia
con la vida. Han caído miles, devorados por el estallido de los proyectiles de la
artillería pesada, cuyas salvas pueden durar varios días y noches sin interrupción.
Desde luego los obuses se fabrican y utilizan a millones.
El Estado Mayor y sobre todo el general Joffre —al que se atribuye la victoria del
Marne— sueñan con una «ruptura» del frente enemigo en Artois o en Champaña.
Pero la masiva preparación artillera cambia las condiciones del ataque. Durante el
invierno de 1915 se instala poco a poco una guerra de «material». Todos los que
viven en las trincheras de primera línea están amenazados de muerte.
Pero aun así, hasta la primavera de 1915, el soldado francés, el «poilu» (peludo),
que vive enterrado y aferrado a la tierra, no dispone de casco. Ni siquiera de
uniforme.
Ya no luce los pantalones granates, ese rojo que lo convierte en una diana. Se
viste como puede. Se han distribuido uniformes confeccionados en pana.
Al final, a lo largo del año 1915 llegarán —¡junto con los cascos!— los uniformes
de color azul horizonte.
Para luchar contra el frío, intentan envolverse en la ropa encontrada entre las
ruinas de una aldea.
Una lona encerada protege de la humedad. No se afeitan, para eso son poilu.
Cuando no se tiene un servicio —observador, centinela o miembro de una patrulla
— el soldado se recluye en la «chabola», el agujero al que acuden decenas de ratas
para roer las pocas provisiones que se intentan proteger y donde lo despiertan con un
sobresalto porque se dedican a destrozar los tejidos, los correajes y los cinturones de
cuero.
Y cuando se ha expulsado a las ratas, se hace necesario luchar contra las pulgas
que se agolpan en los pliegues de los jerséis de franela.
No se pueden despiojar hasta que llegan a retaguardia, después de que otra
compañía haya «relevado» a los hombres de la primera línea.
¡Ellos son los que van a morir!
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Tiradores del 6.o Regimiento de Infantería francés, en una trinchera en la meseta de Paissy (Picardía). Todos
ellos sin casco aún.
El Gran Cuartel General (GCG), en una nota del mes de diciembre de 1914,
cuando el frente es una línea continua de trincheras desde los Vosgos al mar del
Norte, exige a los oficiales que «reaccionen contra la acción deprimente de las
trincheras».
Es necesario «satisfacer el espíritu ofensivo de las tropas», consta en la orden. Por
eso se deben «lanzar ataques» para intentar la conquista de algunos metros de terreno,
las ruinas de una aldea, un talud o simplemente para comprobar la resistencia del
enemigo, buscar la sorpresa u obligarlo a estar alerta.
Y de un extremo al otro del frente, millones de hombres se lanzan con el pecho
descubierto contra las alambradas y los nidos de ametralladora. Pero después es
obligatorio replegarse porque la artillería y los contraataques enemigos detienen el
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asalto y es necesario regresar a la trinchera, contar los muertos y los desaparecidos y
evacuar a los heridos.
Pero el GCG no renuncia a sus ataques porque «mordisquean el frente alemán»,
según declaraciones de Joffre.
Y permiten que el gobierno francés demuestre su apoyo al aliado ruso, empujado
por las tropas alemanas de Hindenburg y Ludendorff.
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La ofensiva francesa e inglesa de primavera en Champaña y Artois es un fracaso.
Las pérdidas francesas se elevan a 215 000 muertos, desaparecidos o prisioneros,
y 480 000 heridos graves.
Los ataques lanzados más tarde durante el verano de 1915 en el sector de Les
Éparges, el Mosa y los Vosgos son igual de sangrientos y estériles.
A finales de este lúgubre año 1915, las cifras de las fuerzas francesas ascienden a
375 000 muertos o desaparecidos y 960 000 heridos graves.
El general Foch apunta en su diario: «La ruptura en sentido estricto… parece
imposible con el armamento nuevo».
Pero todos los generales, y sobre todo Joffre, aún no han admitido esta
transformación de la guerra.
En consecuencia, honor a nuestros muertos heroicos.
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Capítulo 3
1915
EMPIEZAN A APARECER LAS DUDAS
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Demasiados muertos en este siniestro y lúgubre año de 1915.
Demasiadas palabras grandilocuentes cuando los alemanes —los boches— han
llegado a menos de cien kilómetros de París. Y cuando no se ha conseguido
expulsarlos ni atravesar sus líneas defensivas. Cuando tienen la catedral de Reims, la
ciudad sagrada de los reyes, el alma de la Francia realista, bajo el fuego de su
artillería pesada.
Entonces empiezan a aparecer las dudas, a pesar de los titulares de los periódicos
que anuncian que los rusos amenazan Berlín y que los cosacos van a pasar por el
sable a los ulanos[5].
Raymond Poincaré, presidente de la República y lorenés, se inquieta ante los
gérmenes que empiezan a agriar a la opinión pública.
La sucesión de presidentes del Consejo —Viviani, Briand— no deja de repetir
que «la unión inquebrantable del Parlamento, de la nación y del ejército» es la
condición indispensable para la victoria.
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La unión sagrada no se resquebraja, pero resurge el antiparlamentarismo, y la
crítica contra los «generales», amparada en la sangre vertida por los poilus, se afirma
tras el ritual de los homenajes al ejército y a sus jefes[6].
Los diputados se redimen creando una «cruz de guerra», una medalla «de nombre
breve, claro y noble».
«El coronel, padre del regimiento, otorgará la cruz de guerra a sus hijos oficiales
o soldados. Será un medio muy potente de emulación», concluye un diputado.
La decisión es bien recibida.
Esto quiere decir que el patriotismo sigue siendo el cemento de la opinión
pública.
Los empréstitos lanzados a favor de la «defensa nacional», el cambio voluntario
de piezas de oro por billetes, suponen un éxito que mide la fuerza del patriotismo, de
la voluntad de resistir y de vencer.
Clemenceau escribe en L’Homme enchainé:
«¡Es necesario dar dinero para que nuestros hombres tengan el derecho a verter su
sangre!».
Pero aun así, la sociedad sale del adormecimiento provocado por la guerra.
Aunque el ministro Millerand declara que «ya no hay derechos obreros ni leyes
sociales, solo existe la guerra», sabe que en 1915 se han declarado ochenta y ocho
movimientos de huelga, mientras que en 1914 no se produjo ni uno.
En la Federación Sindical del Metal, un hombre decidido, Alphonse Merrheim,
agrupa a una minoría y establece contacto con los revolucionarios rusos que,
alrededor de Trotski y Lenin, quieren un cese de las hostilidades y la unión de los
proletarios para que la revolución socialista acabe con los gobiernos al servicio del
capitalismo.
Estos revolucionarios —bolcheviques— convocan una conferencia internacional
en Zimmerwald, cerca de Berna, en la que participa Merrheim, que se encuentra con
Lenin y con los socialistas alemanes. «Esta guerra no es nuestra guerra», proclama la
conferencia. Esta resolución no tiene ningún eco en Francia.
«Si me hubieran detenido a mi regreso de Zimmerwald y me hubieran fusilado —
reconoce Merrheim— la masa no se habría alzado; está demasiado aplastada bajo el
peso de la sarta de embustes de la prensa y las preocupaciones generales de la
guerra».
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Alexandre Millerand.
Aun así, la artillería ha destrozado las posiciones alemanas lanzando sobre las
trincheras enemigas 1 400 000 proyectiles de cañones de 75 mm y 300 000
proyectiles de la artillería pesada.
Pero el enemigo está profundamente incrustado en nuestro suelo. Y como la
ruptura parece totalmente imposible, París y Londres organizan en el flanco de
Europa, en Galípoli, en los Dardanelos, un desembarco que debería provocar un
debilitamiento de los aliados del Reich, Austria-Hungría y el Imperio otomano, y que
recibirá el apoyo de serbios y griegos.
Pero ahí también se produce un patinazo.
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Todos los ojos se centran en Italia, que había permanecido neutral en 1914 a pesar
de su alianza con Viena y Berlín. En Londres se negocia el precio de su entrada en la
guerra contra Austria-Hungría. La anexión de territorios (Trieste) será el pago a Italia,
que así dará satisfacción al nacionalismo italiano.
Los socialistas franceses se presentan en Milán y en Roma. Obtienen el apoyo de
una fracción del partido socialista que, alrededor de un periodista, Benito Mussolini,
desea la entrada en la guerra al lado de Londres, París y Petrogrado. En el Popolo
d’ltalia, un periódico financiado por los franceses, Mussolini exalta el nacionalismo
italiano. El 24 de mayo de 1915, Italia entra en la guerra.
«Quien tiene hierro, tiene pan», escribe Mussolini antes de alistarse en los Arditi,
las tropas de asalto italianas, que intentarán vencer a los austrohúngaros en el norte
montañoso de la península, en la región de los Dolomitas.
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Dos ilustraciones del hundimiento del Lusitania, tras recibir un torpedo de un submarino alemán (arriba) y,
luego, durante el rescate de los supervivientes (abajo).
De esta manera, durante el año 1915, la guerra cambia una vez más de naturaleza.
Ya no tiene límites. A nivel material, se generaliza el uso de gases. A nivel
diplomático, se vuelve mundial.
También cambian los hombres. Viviani, presidente del consejo, agotado, cede el
puesto a Aristide Briand. El general Gallieni se convierte en ministro de la Guerra.
«Soy un soldado —declara—, nunca he hecho política. Solo he aceptado las
funciones de ministro de la Guerra por fidelidad a la causa común que defendemos
todos. Pero tengo la convicción absoluta de que mi labor estará abocada, desde este
mismo instante, al fracaso si no puedo contar con el apoyo completo del Parlamento».
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El 31 de diciembre de 1915, Raymond Poincaré, presidente de la República, se
dirige al país.
«Dejarnos llevar por un desfallecimiento momentáneo sería una ingratitud ante
los muertos y una traición para la posteridad», afirma, confirmando así la confusión
de la opinión pública, que empieza a ser perceptible.
Por su lado, Briand, el nuevo presidente del Consejo, declara ante la Cámara de
diputados: «Los soldados y los oficiales reunidos con una confianza mutua rivalizan
en valor, en abnegación en el servicio a la patria, desplegando tanto en las trincheras
como sobre los campos de batalla las cualidades más elevadas de nuestra raza».
En cuanto a Joffre, dirige una Orden general a los ejércitos: «No pensemos en el
pasado más que para encontrar razones para confiar. No pensemos en los muertos
más que para jurarles venganza».
Raymond Poincaré.
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Capítulo 4
1916
ESTA ESTANCIA EN EL INFIERNO
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«¡No pensemos en nada más que en vengar a nuestros muertos!».
Pero cuanto más se alarga la guerra, más brutal y cruel se vuelve, y los propósitos
del general Joffre contribuyen a incrementar esta finalidad. No se olvidan ni Alsacia
ni Lorena, esas provincias que son como dos «hijos de la patria arrancados a su
madre» y que es necesario liberar. Pero lo que obsesiona es el río de sangre vertida,
eso es lo que se debe «vengar».
Eso es lo que quieren los combatientes que ven como sus camaradas caen cada
día; destripados, decapitados, reducidos a nada más que un amasijo rojizo.
Esos muertos quedan engullidos por la tierra de las trincheras que los proyectiles
de la artillería pesada lanzan al aire como paletadas enormes. Los camaradas están
allí, aunque se hayan olvidado sus nombres, sus voces y sus rostros.
Se aprietan los dientes. Se niega la posibilidad de que los camaradas —centenares
de miles de hombres— hayan muerto por nada.
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«Hasta el final», ruge.
Pero las críticas son cada vez más numerosas. La guerra dura y devora cada día a
miles de hombres. ¿Con qué resultado?
Los periódicos titulan a principios del mes de enero de 1916: «Los alemanes aún
están en Noyon, a ochenta kilómetros de París».
Se acusa al ministro del Interior Malvy —un adversario de Clemenceau— de no
perseguir a los espías, a los emboscados.
Se sabe que el ministro de la Guerra —el general Gallieni— recibe cada día
trescientas cartas de recomendación. Su sucesor, el general Roques, durante los ocho
meses de estancia en el ministerio, ha recibido noventa mil cartas de recomendación
procedentes de los parlamentarios. Se murmura que al frente del gobierno se necesita
a un hombre experimentado, con puño de hierro, como el de Clemenceau. Se
recuerda que durante su ejercicio como ministro del Interior en 1906, Clemenceau
hizo que las tropas intervinieran contra los huelguistas sin que le temblara el pulso.
He aquí el jefe que necesita Francia, se afirma en todos los mentideros.
Y más aún cuando parece que en este principio del año 1916, los alemanes se
preparan para realizar grandes ofensivas.
El general Erich von Falkenhayn, ministro de la Guerra, ha sido el elegido por el
emperador Guillermo II como sucesor de Von Moltke al frente del Estado Mayor
general alemán.
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Los alemanes que lo conocen afirman que es la personificación del calculador frío
y minucioso. «Le resultan extrañas las pinturas fantásticas de las batallas con grandes
logros artísticos. Es un hombre de medios. Su aplicación, su persistencia, su calma
son admirables. […] Nadie puede decir de él que haya perdido los nervios, si ha
ocurrido algún acontecimiento que no tuviera previsto. Tiene algo en común con
todos los generales prusianos: la voluntad de vencer[7]».
Y Falkenhayn, como Guillermo II, piensa que para vencer es necesario quebrar la
voluntad de resistir de los franceses. Y para eso es necesario golpear a la opinión
pública.
El 29 de enero de 1916, un zepelín bombardea por primera vez París poco antes
de las 23 horas. Fue avistado hacia las 21:20, pero pudo llegar hasta la capital y
descargar bastantes ristras de bombas.
Los daños son importantes en el distrito 20, en especial en el barrio de
Ménilmontant. Se cuentan numerosas víctimas, pero la población permanece en
calma.
Los diputados se inquietan. ¿Dónde estaba la aviación francesa?
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Algunos parlamentarios ponen en duda el funcionamiento del gobierno, del
Estado Mayor y del ministerio de la Guerra.
Gallieni se defiende mal:
«Soy un novato en la tribuna, ustedes me obligan a ejercer un oficio que no es el
mío».
Un diputado joven, Abel Ferry, presenta una moción que ilustra el deseo de los
diputados de supervisar a los generales.
«La Cámara —escribe Ferry— invita al gobierno a hacer respetar el ejercicio de
su derecho a controlar todas las fuerzas nacionales movilizadas».
El presidente del Consejo Aristide Briand obliga a rechazar la moción (320 votos
contra 153), pero persiste el problema de las relaciones entre la voluntad de control
por parte de los diputados y la negativa del Estado Mayor a someterse.
Los bombardeos sobre París, realizados por los zepelines alemanes, provocaron graves destrozos, especialmente
en el cementerio del Père Lachaise (arriba) y también en viviendas y comercios.
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La casa del brigadier Bidault, destruida tras los raids de los zepelines alemanes.
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disminuya la autoridad moral indispensable en el ejercicio de mi mando y sin la cual
no podría seguir asumiendo su responsabilidad».
Joffre presenta un verdadero chantaje al sugerir su dimisión.
Sabe muy bien que el gobierno no puede abrir una «crisis» con el comandante en
jefe. Así se le dejan las manos libres a Joffre.
Y este no tiene en cuenta las advertencias de Gallieni.
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quemados vivos por los obuses de fósforo, que se distinguen por una cruz verde, los
poilus no han cedido.
¿Se trata del crepúsculo de los dioses?, se pregunta el capitán Delvert, catedrático
de historia, que anota lo que vive y ve en Les carnets d’un fantassin.
«El aspecto de la trinchera es atroz. Por todos lados las piedras están puntuadas de
gotitas rojas. En algunos sitios hay charcos de sangre. En las galerías yacen los
cadáveres cubiertos con lonas de tienda. En la pierna de uno de ellos se abre una
herida. La carne que ya está putrefacta bajo el sol de justicia se ha hinchado debajo de
la tela y la cubre un enjambre de grandes moscas azules.
»A derecha e izquierda, el suelo está cubierto de escombros de todo tipo. Latas de
conserva vacías, sacos desgarrados, cascos agujereados, fusiles rotos, salpicaduras de
sangre. Un hedor insoportable apesta el aire. Para colmo, los boches nos envían
algunos proyectiles lacrimógenos que vuelven el aire irrespirable. Y los pesados
golpes de martillo de los obuses no dejan de caer a nuestro alrededor…
»Hace casi setenta y dos horas que no duermo. Los boches vuelven a atacar de
madrugada (2:30). ¡Nueva distribución de granadas!
»Ayer vaciamos veinte cajas. Hay que ser más moderados. ¡Calma, muchachos!
¡Dejadlos salir! Es necesario ahorrar mercancía. ¡A veinticinco pasos! ¡Metédselos
por la garganta! A mi orden.
»¡Fuego!
»¡Adelante!
»Se ve como los grupos de boches se dan la vuelta, caen. Uno o dos se ponen de
rodillas y se esconden en un hoyo. Otro, con las prisas, se deja caer rodando en la
trinchera.
»Mientras tanto, algunos avanzan hacia nosotros mientras sus camaradas que se
han quedado en la trinchera y sus ametralladoras nos riegan de balas.
»Arrastrándose, un boche casi llega hasta mi alambrada. Bamboula le da con una
cucharilla[8] en toda la cabeza[9]».
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Soldados franceses heridos reposan sobre sus camillas tras la ofensiva alemana sobre Verdún, iniciada durante
los últimos días del mes de febrero de 1916.
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Y tras el inicio de la batalla el 21 de febrero de 1916, la angustia se abate sobre
Francia.
Los mejor informados —parlamentarios, oficiales, periodistas y todos los que
gravitan alrededor de los lugares de poder— saben que el Alto Mando francés —es
decir, Joffre— no ha sido previsor.
El 7 de marzo, el general Gallieni lee en el consejo de ministros un memorando
confidencial que recoge el texto del informe que había dirigido a Joffre. Gallieni se
muestra en contra de la actitud del GCG que se ha negado a tener en cuenta las
advertencias sobre la insuficiencia de la defensa de Verdún, sobre la negativa a
aceptar las directivas del gobierno.
De hecho, Gallieni reclama el cese de Joffre. El gobierno no lo considera
oportuno y es el propio Gallieni quien, invocando razones de salud, abandona el
gobierno y muere el 27 de mayo de 1916. Lo sustituye el general Roques, al que
aprecian Joffre y Briand.
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«A pesar de las masacres en todos los frentes, no se han producido resultados
decisivos. Simplemente para hacer que esos frentes vacilen un poco, los gobiernos
tendrán que sacrificar a millones de hombres. Ni vencedores ni vencidos, o más bien
todos vencidos, todos agotados, ese será el balance de esta locura guerrera».
Y en conclusión, los participantes reclaman una paz «inmediata, sin anexiones ni
indemnizaciones».
En Verdún, los nuevos ataques alemanes consiguen rodear y después ocupar los
fuertes franceses.
El general Nivelle —que ha sustituido a Pétain, ascendido a comandante de los
ejércitos del centro— dirige una proclama a sus tropas: «Los alemanes lanzan ataques
furiosos contra nuestro frente con la esperanza de llegar a las puertas de Verdún…
¡No les dejaremos pasar, camaradas!».
Un grupo de artilleros ingleses observa un tanque que está a la espera de atacar, en la batalla de Cambrai.
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Un tanque opera en Flandes.
Desde ese momento los diputados interpelan al presidente del Consejo, Briand.
Pierre Forgeot, de la izquierda democrática, lanza: «En tiempos de guerra es
necesario juzgar a partir de los resultados. El señor presidente del Consejo ha tenido
tiempo de realizar su examen; los resultados lo condenan, son aplastantes».
Y concluye: «A la cabeza del gobierno, así como a la cabeza de los ejércitos, se
necesitan jefes. ¡No los tenemos! ¡Encontrémoslos!».
En Alemania, a la vista de los resultados del asalto contra Verdún —el fuerte de
Douaumont ha sido reconquistado por los franceses el 24 de octubre de 1916—,
Guillermo II releva a Falkenhayn de sus funciones como jefe del Estado Mayor
general y lo sustituye por el general Hindenburg, mientras que Ludendorff se
convierte en su adjunto y ejercerá una gran influencia en Guillermo II.
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En el centro, el emperador alemán Guillermo II estudia mapas del frente junto a sus hombres fuertes del Estado
Mayor, el mariscal Hindenburg y su adjunto, el general Ludendorff.
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«Estas propuestas —afirma Briand— intentan conmover las conciencias. […]
Alemanes, sois los agresores. Por mucho que digáis, los hechos os refutan.
»La sangre está sobre vuestras cabezas y no sobre las nuestras.
»La República no hará en el día de hoy menos de lo que en su momento, bajo
circunstancias similares, hizo la Convención».
Arriba, el cadáver del emperador austrohúngaro Francisco José. Abajo, su heredero Carlos I, junto a la
emperatriz Zita y sus dos hijos.
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Capítulo 5
1917
RUSIA, ESTADOS UNIDOS: LA REVOLUCIÓN, LA GUERRA
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El presidente del Consejo, Aristide Briand, puede invocar la Convención Nacional
y la República del año II porque a principios del año 1917 la III República no ahorra
más sangre de los ciudadanos de lo que hizo el Comité de Salud Pública, que lanzó a
la hoguera de la guerra a centenares de miles de sans-culottes.
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ejército americano pueda intervenir en el conflicto. Y hasta entonces, el bloqueo
habrá obligado a Gran Bretaña a capitular al verse privada de recursos:
«En el mes de agosto obtendremos la paz victoriosa», afirma Guillermo II.
El general Nivelle.
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soldados abandonan sus unidades y respaldan a los soviets? Estos exigen el cese
inmediato de las hostilidades y la abertura de negociaciones con Alemania.
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Este discurso, como la guerra ya es una vieja hechicera que dura más de tres años
y que ha matado a centenares de miles de hombres jóvenes, no levanta el entusiasmo
de la opinión pública.
Parece que prevalece el fatalismo.
Wilson sueña con la paz, pero el 19 de marzo los submarinos alemanes torpedean
el buque mercante americano Vigilentia.
Wilson también descubre que la embajada alemana en México incita a los
mexicanos a agredir a Estados Unidos.
El 6 de abril, el Congreso de Estados Unidos aprueba el inicio de las hostilidades
con Alemania.
En París se desencadenan discursos entusiasmados.
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Capítulo 6
1917
«ESPERARÉ A LOS AMERICANOS Y A LOS CARROS DE ASALTO»
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Este «puñetazo» que «nuestros boches» le han propinado a Wilson «entre los ojos»
ha tenido el mérito de facilitar que Estados Unidos se decidiera por la guerra. Y desde
ese momento Clemenceau se convierte en el aliado incondicional del presidente de
los Estados Unidos.
Pero a principios del año 1917, Clemenceau teme que los políticos franceses
sientan la tentación de escuchar las proposiciones de paz que presenta el príncipe
Sixto de Borbón-Parma, oficial belga y, en consecuencia, aliado, pero también
hermano de Zita, emperatriz de Austria, reina de Hungría y esposa del emperador
Carlos, que conoce las debilidades de su Imperio austrohúngaro.
El príncipe Sixto de Borbón-Parma también ha enviado al presidente de la
República una carta de la propia mano del emperador Carlos que contiene una frase
capital:
«Apoyaré por todos los medios las justas reivindicaciones francesas sobre Alsacia
y Lorena».
Lloyd George, el primer ministro británico, puntualmente informado, exclama:
«¡Es la paz!».
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vueltas en la cama durante una hora… No había manera de volverme a dormir».
Confiesa a su secretario: «¡En la región de Arras hay un general que está loco!
¡Literalmente loco! ¡Lanza a su gente contra el enemigo sin preparación de artillería!
Le han preguntado: ¿Por qué lo hace? La respuesta: ¡Eso mejora la moral de la tropa!
… ¡Cómo me gustaría estar muerto! ¡Qué bien se debe de estar en el vacío! ¡Sin
Millerand! ¡Sin Viviani!».
Durante una de sus visitas a la primera línea del frente, los oficiales le explican a
Clemenceau que, por una convención tácita, se respeta una especie de tregua entre
una trinchera francesa y una trinchera alemana, separadas quizá por menos de treinta
metros. No se dispara sobre los hombres de servicio que transportan la «sopa» al
descubierto.
Clemenceau se indigna, se incorpora sobre un talud y lanza injurias contra los
boches. Lo tienen que agarrar y obligarlo a descender.
Se hunde hasta las rodillas en la tierra de Champaña, que al ser muy gredosa se
convierte en una especie de sopa espesa y blancuzca que dificulta cualquier
desplazamiento.
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El ministro del Interior francés Jean-Louis Malvy.
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Capítulo 7
1917
«VIVIMOS HORAS TRÁGICAS»
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Este «Esperaré» pronunciado en mayo de 1917 por el general Pétain, el nuevo
comandante en jefe, se hace eco del estado de ánimo del país.
Pero lo más preocupante para el gobierno y para el Alto Mando son los motines.
Los soldados bombardean con piedras los coches de los oficiales. Miles de
hombres invaden los andenes, reclamando permisos y enfrentándose a los gendarmes.
Y se multiplican los actos de desobediencia.
Un diputado socialista, Pierre Laval, lee en la tribuna de la Cámara de Diputados
una carta recibida del frente.
Está fechada el 29 de mayo de 1917.
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cuerpo de ejército no ha ocupado las trincheras de primera línea desde el 15 de
febrero. Los soldados con permiso esperan desde hace cinco meses o cinco meses y
medio por la falta de mandos. La alimentación es insuficiente. El mando ha abierto
recientemente una investigación sobre este tema y la intendencia ha falsificado las
cifras para eludir responsabilidades.
»Tengo personalmente pruebas a su disposición, afirma mi corresponsal. Nuestro
mando de cuerpo de ejército ha cansado a los hombres durante el período de descanso
por una guerra estúpida contra los quepis, las corbatas y los impermeables, y por
ejercicios increíbles y excesivos.
»Los poilus están cansados de que unos incapaces, sobre los que no pesa ninguna
responsabilidad, les lancen a las ofensivas. [Aplausos en los escaños del partido
socialista y en los diversos escaños de la izquierda].
»Las armas están vigiladas por ametralladoras y no se pueden tomar. He oído
decir al jefe de batallón, que manda provisionalmente nuestro regimiento: “Este es el
peor día de mi carrera, pero los hombres tienen razón”. ¿Qué va a ocurrir? El mando
es impotente, nuestros oficiales se callan y la exasperación crece. ¿Puede usted
intervenir para evitar el desastre? Sería un gran momento. El ministro está al
corriente, sin lugar a dudas. Le doy mi palabra de que todos los hechos explicados
son rigurosamente exactos».
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Malvy, ministro del Interior, se niega a reprimir estas manifestaciones. No
censura los periódicos que, como Le Bonnet rouge —animado por una personalidad
equívoca como Almeyreda—, difunden esta propaganda pacifista.
Joseph Caillaux e incluso el propio Briand están en contacto con emisarios
alemanes o austrohúngaros.
Y existe una «turba» de informadores (¿espías?) que reciben fondos de
procedencia dudosa.
Una bailarina, Mata Hari, es acusada de espionaje. Será condenada a muerte y
ejecutada.
Clemenceau multiplica sus advertencias: «Existen crímenes, crímenes contra
Francia que exigen un rápido castigo —declara—. Creíais que ibais a estar en guerra
durante tres años contra Alemania sin que intentasen espiar en nuestra casa… Hoy se
ha rasgado una parte del velo…».
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Arriba, Margaretha Geertruida Zelle, alias Mata Hari, disfrazada de bailarina javanesa en 1906. Abajo, en el
momento de su arresto el 13 de febrero de 1917.
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Se presenta como el hombre de Estado dispuesto a actuar.
«Sí, la paz —recalca—, pero bajo todo el peso de la ley, con la seguridad de
garantías contra un regreso a la ofensiva ferocidad primitiva. […] Más allá, nada más
que el silencio de la acción».
Clemenceau, a pesar de la hostilidad manifiesta del presidente de la República,
demuestra que es el candidato a la presidencia del Consejo.
«¿Tendremos o no tendremos un gobierno? Ahí radica la crisis, la crisis
verdadera, la crisis de carácter, la crisis de voluntad —escribe—. Después de tres
años, esperamos el resultado… Barajad, barajad con rapidez vuestras cuotas de
grupos y de influencias, mis señores del parlamentarismo oficial».
La situación es grave.
Los italianos acaban de sufrir un desastre en Caporetto. Y cuatro divisiones
francesas y cuatro inglesas les van a ayudar a cerrar la brecha y evitar que los
austrohúngaros ocupen Venecia e invadan el Véneto y la Lombardía, que son los
corazones económicos de Italia.
En Rusia, los bolcheviques de Lenin toman el poder en Petrogrado.
El éxito inesperado de la ofensiva francesa, lanzada el 23 de octubre y que
consigue conquistar la cresta del Chemin des Dames después de tres días de
combates, hace olvidar el desastre de la ofensiva Nivelle del 16 de abril, pero no
cambia la situación.
La cuestión es política: ¿Poincaré llamará a Clemenceau para dirigir el gobierno?
Los socialistas condenan esta hipótesis por adelantado:
«La elección de Clemenceau sería un desafío para la clase obrera y un peligro
para la “defensa nacional”», proclaman.
«Al fin y al cabo en Francia existe una opinión pública por encima de la censura y
de los comités secretos —escribe—. Ha llegado el momento de gobernar con altura
de miras porque esa es la condición esencial del régimen republicano.
»Nuestro pueblo estoico ya no acepta que se le lave el cerebro.
»El gobierno será un equipo de trabajadores para trabajar. De ahí este lema:
Altura de miras y juego limpio».
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SEGUNDA PARTE
1918-1920
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Capítulo 8
1917
«ALTURA DE MIRAS Y JUEGO LIMPIO»
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Es 13 de noviembre de 1917.
El gobierno de Paul Painlevé queda en minoría.
Es la primera vez desde agosto de 1914 que un gobierno pierde la confianza.
Los diputados socialistas aclaman a Painlevé con gritos de «¡Abajo Clemenceau!
¡Viva la República!».
El diputado Franklin Bouillon, recibido por el presidente de la República, evoca
el éxito de los bolcheviques en Petrogrado, en Moscú, y la voluntad de Lenin de
negociar con Alemania, de acordar la paz sin importar las condiciones, y concluye:
«Un ministerio Clemenceau será la guerra civil».
«Me parece que la opinión pública designa a Clemenceau —replica Poincaré—
porque quiere llegar hasta el final en la guerra y en los asuntos judiciales; en estas
condiciones no tengo el derecho a descartarlo únicamente por su actitud hacia mí. Y
en definitiva se tiene que elegir entre Caillaux y Clemenceau. Ya he tomado una
decisión».
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socialista y dos ministros republicanos de izquierdas.
Los socialistas han decidido que no votarán a favor del gobierno. Los grandes
periódicos moderados o de derechas —L’Echo de París, Le Gaulois, Le Figaro— dan
su apoyo al gobierno. Y todos afirman que este gobierno se resume en un solo
nombre: Clemenceau.
«Señores:
»Hemos aceptado entrar en el gobierno para conducir la guerra, redoblando los
esfuerzos con el fin de mejorar el rendimiento de todas las energías.
»Nos presentamos ante ustedes con la única idea de una guerra integral. Nos
gustaría que la confianza que les pedimos fuera un acto de confianza en ustedes
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mismos, un llamamiento a las virtudes históricas que nos han hecho franceses. Nunca
ha sentido Francia con tanta claridad la necesidad de vivir y de crecer dentro del ideal
de una fuerza puesta al servicio de la conciencia humana, con la resolución de otorgar
cada vez más derechos a los ciudadanos, así como a los pueblos que sean capaces de
liberarse. Vencer para ser justos, ese ha sido el lema de todos nuestros gobiernos
desde el estallido de la guerra. Vamos a mantener este programa a cielo abierto.
»Tenemos grandes soldados con una gran historia, bajo jefes templados por las
pruebas, animados por una devoción suprema, que han hecho honor al renombre de
sus ancestros. […]
»Esos franceses que nos vimos obligados a lanzar a la batalla tienen derechos
sobre nosotros. No quieren que ninguno de nuestros pensamientos se aparte de ellos,
que ninguno de nuestros actos les sea ajeno. Se lo debemos todo sin ninguna reserva.
Todo, por la Francia sangrante, en su gloria, toda, por la apoteosis del derecho
triunfante. Un deber único y simple: permanecer al lado del soldado, vivir, sufrir y
combatir con él. Abdicar de todo lo que no sea la patria. Ha llegado la hora de que
seamos únicamente franceses, con la convicción de decirnos que eso es suficiente.
Derechos del frente y deberes de la retaguardia, que en el día de hoy se mezcle todo.
Que todo sea una zona del ejército. […]
»Campo cerrado de los ideales, nuestra Francia ha sufrido por todo lo que es del
hombre. […] La fuerza del alma francesa está ahí. Eso es lo que mueve a nuestro
pueblo al trabajo y a la acción de guerra. […]
»Ha habido errores. No nos fijemos en ellos más que para corregirlos.
»Pero por desgracia también se han cometido crímenes, crímenes contra Francia,
que exigen un castigo inmediato. Ante ustedes, ante el país que exige justicia,
asumimos el compromiso de que se hará justicia, según el rigor de las leyes. Ni la
consideración de personas ni las pasiones políticas nos apartarán del deber ni harán
que lo sobrepasemos. Demasiados intentos se han saldado ya en el frente de batalla
con un exceso de sangre francesa. La debilidad será complicidad. No seremos
débiles, pero tampoco violentos. Todos los inculpados en los consejos de guerra. El
soldado en la sala del tribunal, solidario con el soldado en el combate. Nada de
campañas pacifistas, nada de intrigas alemanas. Ni traición ni semitraición: la guerra.
Nada más que la guerra. Nuestros ejércitos no quedarán atrapados entre dos fuegos.
La justicia actuará. El país sabrá que está defendido».
«Un día, desde París a la aldea más humilde, las aclamaciones acogerán nuestros
estandartes victoriosos, empapados de sangre y de lágrimas, desgarrados por los
obuses, que serán la magnífica representación de nuestros muertos heroicos. Alcanzar
ese día, el más bello de nuestra raza, después de tanto tiempo, está en nuestras manos.
Para las decisiones sin vuelta atrás, les pedimos, señores, el sello de su voluntad».
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Clemenceau sigue aferrado a la tribuna de la Cámara mientras los aplausos,
prolongados y atronadores, resuenan en el hemiciclo.
En los pasillos, los diputados responden a los periodistas. Los que apoyan a
Clemenceau repiten los argumentos del Tigre.
Ha afirmado su voluntad de vencer, «vencer para ser justos»… «Que todo esté
con el ejército…». «Esos franceses que nos vimos obligados a lanzar a la batalla
tienen derechos sobre nosotros…».
Todo el mundo se entusiasma con la visión de la victoria futura que ha terminado
el discurso… «magnífica representación de nuestros muertos heroicos. Alcanzar ese
día, el más bello de nuestra raza…».
Los diputados socialistas se niegan a dejarse llevar por ese lirismo.
Se disponen a negarle su voto a Clemenceau.
Y van a explicar las razones durante el debate que se producirá a continuación y
en el que participará Georges Clemenceau.
Después se votará.
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Capítulo 9
1917
«VENCER PARA SER JUSTOS»
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Clemenceau escucha, sentado en la primera fila del hemiciclo, en el lugar reservado
al presidente del Consejo.
Tiene los ojos medio cerrados y sus largas cejas enmarañadas ocultan los
párpados.
Los oradores socialistas evocan los tres años, entre 1906 y 1909, cuando
Clemenceau fue jefe del gobierno, «primer policía de Francia», y rompía las huelgas
y atacaba a los socialistas.
Los oradores socialistas más moderados le repiten: «En cuanto a nuestra
confianza, la obtendrá en la medida de su actuación».
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Las dos acusaciones son tan desmesuradas que los partidarios de Malvy
consideran que provocarán la absolución de este, mientras que los adversarios del
antiguo ministro del Interior esperan que dejen unas manchas imborrables.
Clemenceau se queja: «¿Es que me tengo que ocupar de la inculpación de uno u
otro personaje? Ese no es mi trabajo. Si lo hiciera, sería indigno de ocupar esta
tribuna, sin importar el cargo que ostentase».
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Capítulo 10
1917
«NO CONOZCO NADA SUPERIOR A LA NECESIDAD DE LOS HECHOS»
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Tras la proclamación del resultado del voto de confianza, Clemenceau abandona el
hemiciclo con el ceño aún fruncido y el cuerpo inclinado hacia delante.
Así da la impresión de ascender con fuerza por una subida rápida, sin perder el
aliento.
Los poilus que han visto saltar a este hombre de 76 años dentro de una trinchera,
superar un talud, adelantando a los oficiales que lo acompañaban, han sentido la
energía excepcional que emana de este hombre, de este «anciano sanguinario», como
dirán sus enemigos, entre ellos Paul Morand.
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Una vez que están establecidos, «es necesario actuar como se respira». Y para
Clemenceau, por muchas que sean las dificultades —la capitulación del aliado
rumano, la defección del aliado ruso—, «continuaré librando la guerra y lo seguiré
haciendo hasta el último cuarto de hora».
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con Berlín y Viena.
Caillaux, a pesar de su notoriedad y su influencia, acaba encarcelado en la Santé y
después es trasladado a una casa de reposo en Neuilly.
Caillaux no es un «traidor», pero propone otra política. Eso es suficiente para
excluirlo del juego.
En cuanto a los «traidores de verdad», —Mata Hari es el ejemplo más claro— son
detenidos, condenados a muerte y ejecutados.
Clemenceau, que fue ministro del Interior en 1906, vela por el orden público y los
movimientos sociales. Toma disposiciones para prevenir y contener la agitación
obrera que, desde su punto de vista, mira hacia la Rusia de Lenin y el poder de los
soviets.
Rusia espera una paz inmediata en cuanto anuncie la revolución comunista.
En Brest-Litovsk, los bolcheviques se inclinan ante las exigencias alemanas: a ese
precio se firma la paz… y las unidades alemanas pueden abandonar el frente oriental
y trasladarse al frente francés.
Clemenceau ordena el acuartelamiento de cuatro divisiones de caballería en las
zonas industriales de París, Orleans, Tours, Ruán y Saint-Etienne para vigilar las
concentraciones obreras.
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»El primero de los deberes es someter a todos los ciudadanos, senadores y
diputados, a la justicia y a la ley…».
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Capítulo 11
1918
EL RAMILLETE DE LOS POILUS
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Los ciudadanos de los que depende todo son los poilus, esos hombres, esos
campesinos salidos de lo más profundo de la nación, que sobreviven desde el mes de
agosto de 1914 en el infierno del fuego.
En ellos piensa Clemenceau. Es en relación con ellos por lo que juzga esta o
aquella iniciativa.
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«Era la primera vez que los poilus veían al señor Clemenceau en las trincheras
como jefe del gobierno —explica un testigo—. Lo celebraron hasta tal punto que el
presidente, ante la alegría de estos valientes, les prometió que vendría a visitarlos
siempre que tuviera algunos momentos de libertad».
Así se presenta en la frontera suiza, a menos de doscientos metros de las líneas
alemanas. Incluso visita a los centinelas franceses, que se entusiasman al verlo allí,
exponiéndose al peligro.
Durante otra visita, de pie sobre un otero, le grita a los alemanes con voz
exaltada:
«¡Ah! ¡Muchachos! ¡Atended un momento! ¡Vamos a por vosotros! Sí, sí, ¡vamos
a por vosotros!».
Georges Clemenceau y el general Pétain departen tras visitar a las tropas francesas en el frente.
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«Unas cabezas hirsutas, cubiertas de escarcha por los cuidados de la tierra de
Champaña, surgieron de nidos de ametralladoras completamente invisibles —explica
Clemenceau—. Rostros silenciosos, unos impasibles, otros con una sonrisa seria […]
que parece que se van a alinear para el saludo militar, mientras el jefe se adelanta y
con voz conmovida dice: “Primera compañía, 2.o batallón, 3.er regimiento”, Voilá! Y
la mano ruda muestra un pequeño ramillete de flores gredosas, llenas de miseria y
exultantes de voluntad».
Clemenceau quiere que esas mismas flores, secadas, se coloquen sobre su féretro
cuando llegue el momento.
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Capítulo 12
1918
«ES NECESARIO AGUANTAR, AGUANTAR, RESISTIR, RESISTIR»
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Las visitas de Clemenceau a los poilus durante estas primeras semanas del año
1918, las anécdotas que se cuentan, los insultos que Clemenceau lanza a los alemanes
desde las trincheras francesas: —«¡Cabrones, cerdos, al final acabaremos con
vosotros!»— tejen una leyenda alrededor del presidente del Consejo. Los «grandes
periódicos», —Clemenceau ve todos los días a sus directores— la amplifican.
«Clemenceau es uno de esos hombres por los que se acepta morir», se puede leer.
Arriba, un Gotha en un aeródromo alemán. Abajo, un avión enemigo abatido es expuesto en una plaza de
Dunkerque, ante la estatua de Jean Bart.
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Arriba, un Gotha en un aeródromo alemán. Abajo, un avión enemigo abatido es expuesto en una plaza de
Dunkerque, ante la estatua de Jean Bart.
Librados de la amenaza rusa —la paz se firmó tres semanas antes en Brest-
Litovsk entre los bolcheviques y los alemanes—, 65 divisiones de infantería alemana
atacan las posiciones británicas en el frente de sesenta kilómetros desde la Scarpe
hasta el Oise.
Este ataque sorprende a los ingleses, bajo el mando del general Haig.
Los soldados alemanes están curtidos por más de tres años de combates. El frente,
el asalto, el contraataque forman el universo de estos hombres «silenciosos, sucios y
carentes de toda alegría». (Werner Beumelburg).
Avanzan y superan las trincheras inglesas, arrasadas por los bombardeos de la
artillería, algunos de cuyos proyectiles están cargados de gases tóxicos. Los ingleses
reculan y le reclaman a Pétain el envío de refuerzos. Pero Pétain se niega a enviar
más de seis divisiones, aunque prometa una veintena.
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«El general Foch queda encargado por los gobiernos británico y francés de
coordinar la acción de los ejércitos aliados en el frente occidental. Con este fin se
entenderá con los generales en jefe a los que se invita a proporcionarle toda la
información necesaria».
Foch recibe sucesivamente a todos los generales y a todos ellos les ordena con
energía: «No se puede perder ni un metro más… Hay que detener al enemigo en el
mismo sitio que ocupa… Nada de recular, nada de relevos… Es necesario aguantar,
aguantar, resistir, resistir».
Sir Douglas Haig, comandante en jefe de la Fuerza Expedicionaria Británica durante casi toda la guerra, sale
del cuartel general de la 3.a División canadiense, en febrero de 1918.
Los alemanes nunca han estado tan cerca de París. Bombardean la capital con un
cañón, el Grosse Bertha… cuyo nombre, según se asegura, corresponde al de la hija
de los fabricantes de cañones de Essen, los Krupp.
El cañón, con un alcance de 120 kilómetros, está oculto en el bosque de Saint-
Gobain bajo un abrigo de varios metros de hormigón.
El primer disparo contra París tiene lugar el 23 de marzo.
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El 28 de marzo, Viernes Santo, la iglesia de Saint-Gervais recibe un impacto
directo y se cuentan 90 muertos.
Poincaré y Clemenceau acuden juntos a la iglesia de Saint-Gervais para
interesarse por las víctimas.
Su presencia y su determinación calman a la población. El éxodo solo comprende
una minoría. Y a pesar de los bombardeos, la calma reina en París.
Los obuses de los Grosse Bertha tenían un alcance de 120 kilómetros y empezaron a bombardear la ciudad de
París a finales del mes de marzo de 1918.
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conmigo. Ha sido correcto en sus relaciones con los aliados. Tiene unas buenas
formas, más propias de un civil que de un general. No le gustan demasiado las
intrigas y se sabe hacer obedecer. Toma precauciones y presta atención a los detalles.
»Se trata de un administrador más que de un jefe.
»Que los demás tengan imaginación y fogosidad.
»Se encuentra bien en su puesto si por debajo de él se encuentran los hombres
para tomar las decisiones en casos de gravedad».
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Capítulo 13
1918
«ES EL FRENTE QUIEN NECESITA LA RETAGUARDIA»
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A finales de la primavera de 1918, las ofensivas alemanas habían quedado
estancadas, pero a solo sesenta kilómetros de París.
El mando aliado se había unificado, pero el mariscal Foch carecía de hombres.
Y tanto en el gobierno como en el GCG, se estimaba que los alemanes iban a
lanzar nuevos ataques.
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Arriba, un inmueble de París destruido por los obuses de los Grosse Bertha. Abajo, la iglesia de Saint Gervais et
Saint Protais tras el bombardeo que produjo 91 muertos y 68 heridos.
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A los diputados que se resisten a la movilización de las quintas formadas por
hombres de edad avanzada les ofrece el mismo discurso de verdades:
«Asumo los hechos como se presentan —les explica—. No tengo que formular
teorías. ¿Me piden que espere a que los Aliados hayan aportado su parte? ¡No tengo
tiempo para esperar! ¡Rusia, el pueblo ruso ha desertado de su deber con la Alianza!
No es culpa mía, debo enfrentarme a las consecuencias de esta defección; y cuando
las divisiones alemanas llegan a nuestro frente procedentes del frente ruso, ¿ustedes
me discuten los centenares de hombres que necesito? ¡Es el frente quien necesita la
retaguardia!», concluye.
Pero la «cuestión rusa» tiene otras consecuencias. No se trata solo de un problema
de efectivos.
Los acontecimientos de Rusia y la toma del poder por parte de los soviets de
Lenin y Trotski fascinan a los obreros militantes.
Las fábricas de armamento de las regiones de París, Lyon y Saint-Éttiene están en
huelga durante la primavera de 1918.
Se evocan las perspectivas revolucionarias y la «dictadura del proletariado».
Clemenceau desconfía de algunos. Teme el contagio. Querría que los japoneses,
que acaban de desembarcar en Vladivostok, penetrasen en Siberia para encontrarse
con los «blancos» que resisten ante los rojos. Churchill lo aprueba, pero el presidente
Wilson es reticente.
Mientras tanto una pequeña fuerza franco-británica se desplaza a Murmansk.
Clemenceau está muy atento a la información que recoge y transmite.
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Capítulo 14
1918
«LA VICTORIA DEPENDE DE NOSOTROS»
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Vencer!
¡
Esa es también la obsesión de los generales Hindenburg y Ludendorff.
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El pánico no se ha instalado en París, aunque al igual que en agosto de 1914, el
Grand Livre des comptes del estado, los valores del Banco de Francia y de los
establecimientos de crédito y las riquezas de los museos nacionales han sido
evacuados hacia los departamentos al sur de Francia.
Y París se encuentra dentro de la zona de influencia de los ejércitos por primera
vez desde 1915.
En consecuencia, ni pánico ni éxodo. La llegada de los americanos, que desfilan
en masas compactas, contribuye a consolidar la moral de la población, aunque su
intervención en la guerra no será decisiva hasta el otoño de 1918. Dirigidos por el
general Pershing, a partir de mayo de 1918 desembarcan a razón de 280 000 hombres
al mes.
Pero en la Cámara de Diputados los debates son muy vivos.
«Nuestros soldados están librando una batalla terrible —continúa—. Luchan uno
contra cinco sin dormir durante tres o cuatro días».
Estos soldados, estos grandes soldados tienen jefes que son dignos de ellos.
«No todos, no todos», interrumpe un diputado socialista.
Clemenceau se cuadra, su voz se endurece, mordaz e implacable. No acepta que
se le exija que condene a uno u otro jefe militar.
«Expúlsenme de la tribuna si me exigen eso, porque no lo haré».
Alza el tono, agarra el atril, recalca cada palabra.
«Afirmo —prosigue—, y es necesario que esta sea mi última palabra, que la
victoria depende de nosotros, con la condición que los poderes civiles se eleven a la
altura de su deber, porque no es necesario hacerle esta recomendación a los soldados.
»Los que han caído no han caído en vano, porque han engrandecido la historia de
Francia.
»Queda que los vivos concluyan la obra magnífica de los muertos».
Página 93
Capítulo 15
1918
«HA LLEGADO EL MOMENTO DE PASAR A LA OFENSIVA»
Página 94
L
« a obra magnífica de los muertos» que invoca Clemenceau es la de los poilus.
Desde 1914 están ofreciendo su vida para «engrandecer la historia de Francia».
Han detenido las ofensivas alemanas en el Marne, en Verdún, en el Somme, en
Champaña y en todos los lugares atacados por el enemigo.
Durante esta primavera de 1918 han parado a las divisiones alemanas que, el 21
de marzo y el 27 de mayo, se han lanzado una vez más al asalto. Los poilus no han
cedido.
París está siendo bombardeada y todos los días, con frecuencia durante la noche,
se escucha el sonido de los cañones que parecen recalcar las ambiciones alemanas:
vencer la resistencia francesa y conquistar París.
Pero ni Poincaré ni Foch ni Clemenceau tienen intención de abandonar la capital
o de entregar las armas.
En junio de 1918, Clemenceau declara en la Cámara: «Me batiré delante de París,
me batiré en París, me batiré detrás de París».
Esta energía, esta voluntad se difunde por el país.
Las pérdidas francesas son graves, han caído casi 200 000 hombres, muertos o
heridos de gravedad durante los primeros meses de 1918, mientras los alemanes lo
vuelven a intentar en el Marne y siguen bombardeando Reims y París.
Pero los poilus tienen una moral que sorprende a sus oficiales.
Página 95
El general Ferdinand Foch.
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con los ojos iluminados por un fuego sombrío, no son más que un manojo de nervios
unidos por una voluntad de heroísmo y de sacrificio, ofrecen un contraste
sobrecogedor. Todos tenemos la impresión de que vamos a asistir a la operación
mágica de la transfusión de sangre[12]».
Antes de verse obligados a aceptar una derrota o una paz de guante blanco,
Hindenburg y Ludendorff quieren intentar una «jugada para la paz victoriosa»: el
Friedensturm. Se trata de destruir al ejército británico y, mediante un ataque en la
región de Reims, llegar hasta el Marne e inmovilizar al ejército francés.
Página 97
Georges Clemenceau y el general Gouraud visitan a las tropas francesas en el frente de la Champaña, pocas
horas antes del ataque alemán del 14 de julio de 1918.
Los alemanes atacan entre las 4:15 y las 5:30 de la madrugada sobre un frente de
noventa kilómetros desde Château-Thierry a Messiges.
La oleada alemana se desencadena, llegando al Marne y avanzando por los
montes de Champaña.
Pero las tropas francesas pasan a la contraofensiva y después de tres días
sangrientos, el 17 de julio de 1918, Hindenburg y Ludendorff consideran que han
perdido la partida.
Las tropas que han atravesado el Marne reciben la orden de replegarse.
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En una Mémoire que enviará a Clemenceau, Foch escribe: «Ha llegado el
momento de abandonar la actitud general defensiva, impuesta hasta ahora por la
inferioridad numérica, y pasar a la ofensiva».
Y añade: «En la retaguardia de los ejércitos, por el lado aliado, la potente reserva
de fuerzas americanas derrama cada mes 250 000 hombres sobre el suelo de
Francia».
Subraya la superioridad de los Aliados en aviones, en carros de asalto y muy
pronto la llegada de la artillería americana dará la superioridad en este terreno
decisivo.
El general Mangin (derecha) y su ayudante Baba (izquierda) en su cuartel general, en julio de 1918.
Página 99
Capítulo 16
1918
«NADIE TIENE EL DERECHO A QUE SE VIERTA UNA GOTA DE SANGRE DE MÁS»
Página 100
Foch relee las órdenes del día que los diferentes generales han dirigido a sus tropas
a finales del mes de julio de 1918.
Desde agosto de 1914 no había sentido semejante entusiasmo, semejante
certidumbre de victoria, compartida por los mandos y por las tropas.
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Los tres comandantes en jefe de los ejércitos francés, británico y estadounidense, reunidos en el cuartel general
del comandante en jefe aliado, el mariscal Foch. De izquierda a derecha, el general Philippe Pétain, el mariscal
de campo británico sir Douglas Haig, Ferdinand Foch y el general estadounidense John J. Pershing.
Página 102
una ofensiva aliada.
El intento de crear en la retaguardia una «línea Hermann» fracasa.
Las alternativas de los alemanes están en firmar un armisticio —y la paz del
vencido— o dejar que las tropas aliadas entren, por primera vez desde 1914, en el
Reich.
«Veo que es necesario valorar este balance. Estamos al límite de nuestras fuerzas.
Es necesario que la guerra llegue a su fin», declara el emperador Guillermo II
después de leer el estado de la situación de la jornada del 8 de agosto, ese «día de
duelo del ejército alemán», que repetirá siguiendo a Ludendorff.
Pero no se toma ninguna decisión durante la conferencia celebrada en el Gran
Cuartel Imperial de Spa, del 13 al 14 de agosto.
Aún se espera que se pueda frenar la ofensiva aliada y ese será el momento,
aprovechando su paralización, para iniciar las negociaciones.
Página 103
definitiva, que debemos a la gran causa por la que se ha derramado magníficamente
la mejor y más hermosa sangre francesa […].
»Todos queremos que esta victoria sea para la voluntad de Francia y de los
pueblos de la Entente una victoria de la humanidad. La tarea es muy hermosa.
»Los hombres que vendrán, continuarán la labor».
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El coronel estadounidense Edward M. House, enviado especial del presidente Wilson.
Página 105
Capítulo 17
1918
¡Y SE SIGUE DERRAMANDO SANGRE!
Página 106
Basta de sangre derramada!
¡
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El príncipe Maximilian de Baden.
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«Se le va a cortar la corva a nuestras tropas», escribe.
Al día siguiente por la mañana, Clemenceau ruge al leer este mensaje y toma la
pluma.
«Señor Presidente.
»No admito que tras tres años de gobierno personal que ha alcanzado tantos
logros, se permita aconsejarme que no le “corte la corva a nuestros soldados”.
»Si no retira su carta escrita para la Historia que usted quiere forjar, tengo el
honor de enviarle mi dimisión.
»Clemenceau».
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«Estas condiciones deben ser suficientes para poner al Reich a merced de los
vencedores», comenta Foch.
Se deben evacuar Alsacia-Lorena, Bélgica, Luxemburgo, la orilla izquierda del
Rin y una franja de diez kilómetros a lo largo de la orilla derecha. 5000 cañones,
30 000 ametralladoras, 2000 aviones, todos los submarinos, veinte grandes cruceros y
acorazados, y 5000 locomotoras serán entregados a los Aliados. Los prisioneros serán
liberados sin reciprocidad…
»Artículo 2.
»El texto de la presente ley será grabado de manera permanente en todos los
ayuntamientos y escuelas de la República».
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Clemenceau, que llega al Senado al final de la sesión que lo glorifica, está muy
emocionado. Realiza el elogio de Foch y después añade:
«Y ahora es necesario ganar la paz, lo que puede ser mucho más difícil que ganar
la guerra. Es necesario que Francia se centre en sí misma, que sea disciplinada y
fuerte».
Página 111
Capítulo 18
1918
«ESTA HORA TERRIBLE, GRANDE Y MAGNÍFICA»
Página 112
El 6 de noviembre de 1918, Clemenceau había lanzado con una voz vibrante a los
diputados, que lo aclamaban: «Seamos hermanos. […] ¡Francia lo quiere! ¡Francia lo
quiere!».
Y la muchedumbre parisina que se reúne ante la sede de los grandes diarios es en
efecto «fraternal».
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La noche del 6 al 7 de noviembre, Foch envía sus consignas a los
«plenipotenciarios» alemanes.
«Se presentaron en los puestos avanzados franceses por la ruta Chimay-Fourmies,
la Chapelle-Guisa. Se han emitido órdenes para recibirlos y conducirlos al lugar
fijado…».
El convoy alemán —cinco coches con una enorme bandera blanca izada sobre el
primer automóvil— franquea las líneas a las 21:30 del 7 de noviembre.
Después de verificar su documentación, los conducen a la Chapelle bajo el son de
los clarines franceses. Numerosos poilus se han adelantado y contemplan en silencio
el paso del cortejo formado por los hombres a los que han combatido.
Página 114
comunicado anunciando que «el emperador y rey ha renunciado al trono para él y
para el príncipe heredero».
A continuación, Max de Baden dimite de su cargo y cede el puesto a un socialista
moderado: Ebert.
Desde el balcón del Reichstag se proclama la República. Es el fin del II Reich y
Guillermo II huye a Holanda. Ebert se convierte en presidente de la República y el
socialista Scheidemann ocupa el puesto de canciller.
Al día siguiente, 11 de noviembre, a las 2:15 de la madrugada, los
plenipotenciarios se encuentran con Foch.
Arriba, un grupo armado espartaquista atraviesa la puerta de Brandenburgo en Berlín. Abajo, la fachada del
ayuntamiento de Bremen, que lució solo por unas horas la bandera roja bolchevique.
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Arriba, el káiser Guillermo II cruza a pie la frontera holandesa acompañado por su escolta. Abajo, los
parlamentarios alemanes llegan con sus autos al bosque de Compiègne.
Página 116
El nuevo presidente alemán Friedrich Ebert.
El mariscal que preside «está sentado a la mesa con una calma de estatua, de vez
en cuando se tira del bigote con un gesto enérgico».
Se precisan algunos puntos concretos. Así, autorizan a Alemania a entregar
25 000 ametralladoras en lugar de las 30 000 porque es necesario que los alemanes
conserven algunos medios para luchar contra la huelga revolucionaria.
El armisticio se firma poco después de las 5 de la madrugada del 11 de
noviembre. Entrará en vigor seis horas más tarde.
En París, hacia las 10 de la mañana de este 11 de noviembre de 1918, se empieza
a extender la noticia de la firma del armisticio.
Muchedumbres entusiasmadas, campanas que repican por toda Francia como el
eco inverso del toque a rebato que había anunciado la movilización del 1 de agosto de
1914.
¡Ha llegado el final!
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Se baila. Se canta. Se abraza a los hombres de uniforme.
Los parlamentarios plenipotenciarios alemanes cruzan las líneas militares canadienses tras la firma del
armisticio, izando la bandera blanca de la definitiva rendición.
Página 118
Clemenceau, en la tribuna de la Cámara de Diputados, durante su discurso del 11 de noviembre de 1918.
Página 119
Capítulo 19
1918
EN METZ Y EN ESTRASBURGO: «¡VIVAN NUESTROS LIBERTADORES!»
Página 120
Esto es la victoria, «grande y magnífica» en palabras de Clemenceau.
Pero en estos días de noviembre y diciembre de 1918, se quiere olvidar que el
presidente del Consejo también ha dicho que se trata de una «terrible victoria».
También ha repetido: «¡Honor a nuestros muertos heroicos!». Y como se cuentan
1 315 000 muertos, es decir, el 16,5 por ciento de los 7 948 000 franceses entre 18 y
51 años movilizados, no podemos dejar de imaginar el océano negro de luto que
cubre a los familiares y amigos de esos innumerables muertos.
Página 121
llegado con el gobierno en trenes especiales para rendir homenaje a estas tierras
francesas que durante un tiempo han estado arrancadas de la patria.
«¡Vivan nuestros libertadores, viva Francia!», se grita en Metz y en Estrasburgo.
El presidente Raymond Poincaré entrega el bastón de mariscal a Philippe Pétain. Tras Pétain se puede ver a los
mariscales Joffre, Foch, Douglas Haig y a los generales Gillain, Pershing y Halle.
Página 122
periódicos.
Los socialistas saludan a Wilson que quiere establecer «la paz futura del mundo
para que aporte la libertad y la felicidad a los numerosos pueblos que participen de
ella».
¿Espejismos?
Se quiere creer en el proyecto de Wilson, esa Sociedad de Naciones que ya ha
planteado con anterioridad.
Es necesaria la unanimidad.
Los escépticos se callan.
Los socialistas apoyan el objetivo wilsoniano de «una paz de conciliación justa,
humana y duradera».
Los rivales y los enemigos de Clemenceau citan a Wilson para subrayar las
críticas a la manera en que el Tigre plantea el tratado de paz.
El 11 de noviembre de 1918, Foch dirigió una orden del día a los ejércitos
aliados.
«Después de detener decididamente al enemigo —escribía—, lo habéis atacado
sin respiro durante meses con una fe y una energía infinitas.
Página 123
»Habéis ganado la batalla más grande de la Historia y habéis salvado la causa
más sagrada: la libertad del mundo.
»Estad orgullosos.
»Habéis cubierto vuestras banderas de una gloria inmortal.
»La posteridad os ofrecerá su reconocimiento».
11 de noviembre de 1918.
Día de la victoria y de la unanimidad.
Diciembre de 1918.
El armisticio no tiene ni un mes.
El tiempo de las celebraciones fraternales se acaba.
Comienza la época del ajuste de cuentas y del regreso a las polémicas y a las
ambiciones.
Página 124
Capítulo 20
1918
«LA PAZ ES UNA CUESTIÓN SERIA E INCLUSO TERRIBLE»
Página 125
La «terrible victoria», había dicho Clemenceau al celebrar el armisticio.
Y cuando interviene en la Cámara de Diputados, en un gran debate consagrado a
la política exterior que durará veinticuatro horas sin interrupción, desde el domingo
29 de diciembre al lunes 30 a las 9 de la mañana, declara:
«La paz es una cuestión seria e incluso terrible. En la que están interesados todos
los continentes del mundo».
Página 126
Stephen Pichon.
Así, poco a poco, durante las últimas horas del mes de diciembre de 1918,
Clemenceau y su gobierno esbozan una nueva política exterior para Francia.
Clemenceau completa esta construcción al realizar el elogio del presidente
Wilson.
«Por un interés de partido —comenta—, ciertas personas le prestan sus ideas, que
no son las suyas. El presidente Wilson es un espíritu grande, abierto y elevado, un
hombre que inspira el respeto por la sencillez de su palabra y el noble candor de su
espíritu».
«Eso es abominable», grita Renaudel, uno de los diputados socialistas más
influyentes.
«Esa palabra es un gran elogio, desde mi punto de vista», precisa Clemenceau.
Y concluye su intervención apelando a la unión.
«Si no llegamos a un acuerdo, nuestra victoria será en vano […].
»Pero somos un equipo de buenos franceses, de buenos republicanos; en una
palabra, de gente valiente que se esfuerza en servir bien a su país.
»Si nos otorgan su confianza, no nos ahorraremos nada para merecerla.
»Pero si tienen la menor duda —concluye—, por mi parte estoy dispuesto a hacer
una gran reverencia y a darles las gracias».
Página 127
Empieza otro período histórico, pero en gran parte es el fruto de esta «terrible
victoria», que ha ensangrentado Francia y ha creado las condiciones para que surjan
en Milán el fascismo mussoliniano y en Múnich el nazismo hitleriano.
Mussolini y Hitler son dos antiguos combatientes de esta Primera Guerra Mundial
que también ha provocado la revolución bolchevique rusa y la descomposición del
Imperio austrohúngaro.
Firma del tratado de Versalles por los delegados alemanes en la Sala de los Espejos.
Página 128
Y los jóvenes alemanes de 18 años que han combatido desde 1916 encontrarán en
este «Diktat», en las cláusulas de este tratado de paz, las razones para adherirse a los
movimientos nacionalistas o al nazismo.
En cuanto al presidente Wilson, que ha lanzado la idea de una Sociedad de
Naciones, embarca en Brest en el George Washington, escoltado por ocho navíos de
guerra americanos.
Pero con él, los Estados Unidos han entrado en el escenario del mundo.
Durante todo el siglo XX no dejarán de jugar un papel principal.
Pero en 1919 muchos franceses estaban convencidos que Francia, con esta
«terrible» victoria, iba a dictar «el destino del mundo».
¿No se imaginaban que era la potencia militar más grande?
El 27 de junio de 1919, la Cámara de Diputados había aprobado un crédito de 4
millones para preparar «el próximo Catorce de Julio: la fiesta de la Victoria». ¡Iba a
desfilar el ejército más grande del mundo!
Terrible victoria: 1 322 000 muertos y 4 266 000 heridos, y la mitad de ellos
heridos dos veces. Sin olvidar los 70 000 muertos procedentes del norte de África. Y
miles más del África negra.
Terrible victoria.
Francia está agotada, desangrada.
Pero también está empobrecida y nunca se le reembolsarán sus créditos a Rusia.
Los impuestos, la inflación y los empréstitos han arruinado a los «rentistas», han
vaciado los bolsillos de los ciudadanos y la caja fuerte del Banco de Francia.
«Los boches pagarán», se va repitiendo.
Mentira piadosa y vana ilusión.
Los franceses, de los que Georges Clemenceau esperaba que hicieran realidad la
fraternidad —porque «¡Francia lo quiere! ¡Francia lo quiere!», como había predicado
—, se dividen.
Página 129
Unos marchan al paso de los miembros de la liga, detrás de las banderas tricolor.
Son los «croix de feu[15]».
Otros se adhieren al Partido Comunista francés y gritan «Viva Stalin» y «El
fascismo no pasará».
El Frente Popular que, siguiendo la consigna de «unidad de acción», une en 1936
a comunistas y socialistas solo durará unos meses.
Página 130
EPÍLOGO
Página 131
Se aclama a Georges Clemenceau.
Por unanimidad —a excepción de un voto— los diputados proclaman que
Clemenceau, junto con Foch, han hecho honor a la Patria.
Se debía colocar una placa en las escuelas y en los ayuntamientos. Y en pueblos y
ciudades se bautizaban calles y plazas con el nombre de Georges Clemenceau. Y se
levantaban estatuas.
Se había convertido en el Padre de la Victoria.
Terrible victoria.
El 19 de febrero de 1919, a las 8:40, cuando abandonaba su piso en la rue
Franklin, un anarquista —Émile Cottin— disparó diez veces contra el coche del
Tigre.
Tres balas de revólver acertaron en el presidente del Consejo de 78 años.
Una semana después volvía a ocupar su despacho en el ministerio de la Guerra.
Tres balas lo habían tocado, pero solo el omoplato había resultado herido. El
anarquista fue condenado a muerte. Clemenceau hizo que le conmutaran la pena.
Pero el atentado daba muestras del odio que había suscitado.
Los más decididos a abatirlo eran sus rivales políticos.
Clemenceau había aceptado que sus amigos lo presentasen a la presidencia de la
República el 16 de enero de 1920.
En la votación preliminar, su rival Deschanel obtiene 408 votos y
Clemenceau 389. Pero 120 parlamentarios no habían votado. No se había perdido
nada, excepto para Clemenceau.
Inmediatamente declara: «Me tomo la libertad de informarles de que retiro a mis
amigos la autorización de presentar mi candidatura a la presidencia de la República y
que si a pesar de eso la presentasen y obtuviesen para mí una mayoría de votos,
renunciaría al mandato que se me confiase».
A los periodistas que le rodean, les añade: «Creo que he cumplido con todo mi
deber. El país juzgará. En cualquier caso, no me quiero rebajar a intentar gobernar
contra una mayoría».
Página 132
El anarquista Émile Cottin.
Página 133
Acudió a Inglaterra para recibir el grado de doctor honoris causa que le debía
otorgar la universidad de Oxford.
A la breve alocución del canciller de la universidad, respondió: «Les presento a
un hombre viejo en años y joven en espíritu».
Llegada de Georges Clemenceau a Nueva York. Ha cogido, al vuelo, una de las rosas que le han sido lanzadas y
la huele.
Página 134
Grandeurs et misères d’une victoire obtiene un gran éxito y Clemenceau
distribuye buena parte de sus derechos de autor principalmente entre su personal
doméstico.
Pero estos ingresos inesperados no le permiten comprar su residencia de Belébat,
en Saint-Vincent-sur-Jard en Vendée, sobre el océano Atlántico.
Un propietario propuso poner esta casa gratuitamente a disposición de
Clemenceau. Este se negó y llegaron a un acuerdo a partir de un «alquiler vitalicio»
de 150 francos al año. El propietario —realista y católico— admiraba al Padre de la
Victoria y se comprometió a repartir este «alquiler» entre los pobres de la comunidad.
Para Clemenceau significó reencontrarse con el paisaje de su infancia.
«Después de tres días —escribió— estoy en posesión de mi cielo, de mi mar y de
mi arena… Me he adaptado sin ningún esfuerzo a la corriente de la vida en Vendée
que tanto había anhelado. Estoy rodeado de camarones, de bogavantes…».
Pasea por la playa, cultiva flores y arbustos, y sobre todo escribe.
Termina un Démosthène, un ensayo, Au soir de la pensée y sobre todo Grandeurs
et misères d’une victoire. Y cada día responde a una decena de cartas. Y entre estas
misivas la carta diaria a Marguerite Baldensperger, a quien le une una amistad
apasionada.
Vista de la duna y de la casa de Belébat con Georges Clemenceau, el 30 de septiembre de 1921, en una fotografía
tomada cinco horas antes de la llegada del pintor Claude Monet, su hijo Michel y de Blanche Hoschedé, su
nuera.
Página 135
necesario luchar, yo le ayudaré».
Se calla durante un rato largo antes de añadir algunas palabras que revelan y
señalan su ternura: «Ponga su mano en la mía. Ya está, yo la ayudaré a vivir y usted
me ayudará a morir. Este es nuestro pacto. Abracémonos».
Georges Clemenceau y el pintor Claude Monet paseando por la casa de este en Giverny.
Página 136
Estamos en 1929, el año de la gran crisis económica mundial.
Los «dos ramilletes de flores secas» se los habían entregado los poilus durante su
visita a las trincheras excavadas en la creta de Champaña.
Las había conservado a su lado hasta ese año de 1929.
No quería que la muerte dispersase estos ramilletes.
Pero también distribuyó objetos entre sus amigos. Cedió su Daumier[17] al museo
del Louvre, su escritorio y el pequeño tintero a Marguerite Baldensperger y puso a su
cargo la publicación de sus obras.
Página 137
Georges Clemenceau en el hotel Trianon-Palace de Versalles, tras la sesión del 7 de mayo de 1919.
Página 138
MAX GALLO, (Niza, Francia, 7 de enero de 1932, Cabris, Alpes-Maritimes,
Francia, 18 de julio de 2017) fue catedrático de Historia, doctor en Literatura e
integrante de la Academia Francesa. Ha sido miembro de los parlamentos francés y
europeo, así como ministro y portavoz del gobierno por el Partido Socialista francés.
Ha escrito numerosas biografías (entre ellas las de Robespierre, Garibaldi, Napoleón
y Julio César) y ensayos sobre temas clave de la historia contemporánea.
Página 139
NOTAS
Página 140
[1] El autor cita a Jean Vigier, oficial de tropa, muerto en Verdún en noviembre de
Página 141
[2] Los lectores pueden remitirse al indispensable Dictionnaire de la Grande Guerre
Página 142
necesario…». <<
Página 143
[3]
Caboche: cabeza cuadrada. Ya se decía Alboche: alemán cabeza cuadrada, y
después Boche. (N. del T.). <<
Página 144
[4]
Werner Beumelburg, La Guerre de 14-18 racontée par un Allemand, París,
ediciones Bartillat, 1998. <<
Página 145
[5] Cuerpo de caballería ligera armado generalmente con lanzas. (N. del T.). <<
Página 146
[6] Véase Max Gallo, 1914. El destino del mundo, Rocaeditorial, 2014.
Página 147
[7] Werner Beumelburg, La Guerre de 14-18 racontée par un Allemand, op. cit. <<
Página 148
[8] Granada cuyo detonador estaba asegurado por una especie de cucharilla. <<
Página 149
[9]
Texto citado por el imprescindible Vie et mort des Français, 1914-1918, de
Duchase, Meyer y Perreux, prefacio de Maurice Genevoix, Paris, Hachette, 1959. <<
Página 150
[10] Literalmente en alemán: paloma. Nombre que recibió uno de los primeros aviones
Página 151
[11] Jean Pierrefeu, citado en Vie et mort des Français, 1914-1918, op. cit. <<
Página 152
[12] Ibid. <<
Página 153
[13] Esta exclamación recuerda al «¡Dios lo quiere!», que fue el grito de guerra de la
Página 154
[14] La Liga Espartaquista era el nombre de la facción radical del Partido Socialista
Alemán (SPD), encabezada por Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo, que dio lugar a
la formación del Partido Comunista Alemán (KPD). (N. del T.). <<
Página 155
[15] Literalmente: cruz de fuego. Asociación de antiguos combatientes nacionalistas,
Página 156
[16] Véase el epílogo de 1914. El destino del mundo. Max Gallo, Rocaeditorial. 2014.
<<
Página 157
[17] Honoré Daumier (1808-1879), pintor, ilustrador, grabador, caricaturista, escultor
Página 158
Página 159