Untitled

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 171

Prefacio

Este libro nació en un seminario sobre budismo Zen y psicoanálisis, que


se realizó bajo los auspicios del Departamento de Psicoanálisis de la
Escuela de Medicina de la Universidad Nacional Autónoma de México,
durante la primera semana de agosto de 1957, en Cuernavaca, México1.
Cualquier psicólogo, aun hace veinte años, se habría sorprendido mucho
—o se habría escandalizado— al descubrir entre sus colegas cierto interés
por un sistema religioso “místico” como el budismo Zen. Le habría
sorprendido aún más el descubrir que la mayoría de los presentes no sólo
estaba “interesada” sino profundamente preocupada por el tema y que
consideraba que la semana pasada con el doctor Suzuki discutiendo sus
ideas había tenido una influencia muy estimulante y refrescante sobre ellos,
en el menor de los casos.
La razón de este cambio está en factores que se analizan más adelante,
sobre todo en mi trabajo. Para resumirlos brevemente, se encuentran en el
desarrollo de la teoría psicoanalítica, en los cambios que se han producido
en el clima intelectual y espiritual del mundo occidental y en la obra del
doctor Suzuki quien, mediante sus libros, sus conferencias y su
personalidad, ha acercado el budismo Zen al mundo occidental.
Se esperaba que todos los participantes del seminario tuvieran cierto
conocimiento de los escritos del Dr. Suzuki, como pueden tenerlo muchos
lectores de este volumen. Lo que distingue a los trabajos del doctor Suzuki
que ahora presentamos de sus otros escritos, es el hecho de que se refieren
específicamente a problemas psicológicos como el del inconsciente y el del
yo y, además, el estar dirigido a un pequeño grupo de psicoanalistas y
psicólogos cuyas preguntas y preocupaciones fueron planteadas al doctor
Suzuki durante las discusiones y conversaciones de toda una semana de
trabajo en común. En mi opinión, el resultado será que estas conferencias
tendrán un valor particular para los psiquiatras y psicólogos y para otras
muchas personas reflexivas que se interesan en el problema del hombre, ya
que, si bien no son de “fácil lectura”, llevan al lector hacia una comprensión
del budismo Zen, que deberá capacitarlo para continuar por cuenta propia.
La otra colaboración a este libro no necesita comentario. Sólo hay que
mencionar que, en tanto que los ensayos del doctor Suzuki son versiones
casi literales de sus conferencias (en el trabajo del doctor Suzuki sólo se ha
modificado la forma directa de una “conferencia” por la de un trabajo
escrito), mí propio trabajo ha sido completamente revisado, tanto en su
extensión como en su contenido. La razón principal de esta revisión está en
la conferencia misma. Aunque yo conocía ya la literatura sobre budismo
Zen, el estímulo de la conferencia y la reflexión posterior me condujeron a
una ampliación y revisión considerables de mis ideas. Esto se refiere no
sólo a mi comprensión del Zen, sino también a ciertos conceptos
psicoanalíticos, por ejemplo los problemas de lo que constituye el
inconsciente, la transformación del inconsciente en consciente y la finalidad
de la terapia psicoanalítica.
Erich Fromm
Conferencias sobre budismo Zen
por D. T. Suzuki
I. Oriente y occidente
Muchos grandes pensadores de Occidente, cada uno desde su propio
punto de vista, han tratado este tema ya tan gastado por el tiempo, “Oriente
y Occidente”; pero, por lo que yo sé, ha habido un número
comparativamente escaso de autores del Extremo Oriente que hayan
expresado sus opiniones como orientales. Este hecho me ha llevado a
escoger este tema como una especie de preliminar a lo que seguirá
inmediatamente.
Basho (1644-94), un gran poeta japonés del siglo XVII, compuso una
vez un poema de diecisiete silabas conocido como haiku o hokku.
Traducido al inglés 2 dice más o menos así:

When I look carefully


I see the nazuna blooming
by the hedge!
Yoku mireba
Nazuna hana saku
Kakine kana.

Es probable que Basho fuera caminando por el campo cuando observó


algo junto al seto. Se acercó entonces, lo miró detenidamente, y descubrió
que era nada menos que una planta silvestre, insignificante y generalmente
inadvertida por los caminantes. Este es el hecho simple que el poema
describe, sin que se exprese en ningún momento un sentimiento
específicamente poético, a no ser quizá en las dos últimas silabas, en
japonés kana. Esta partícula, ligada con frecuencia a un nombre, un adjetivo
o un adverbio, significa cierto sentimiento de admiración, elogio, tristeza o
alegría, y puede vertirse en ocasiones justamente a otras lenguas mediante
un signo de admiración. En este haiku todo el verso termina con este signo.
El sentimiento que prevalece en las diecisiete, o más bien quince,
silabas y el signo de admiración al final quizá no sea comunicable para
quienes no conocen el idioma japonés. Trataré de explicarlo lo mejor
posible. El poeta mismo podría no estar de acuerdo con mi interpretación,
pero esto no importa mucho si sabemos que cuando menos hay alguien que
lo entiende lo mismo que yo.
En primer lugar, Basho era un poeta de la naturaleza, como lo son la
mayoría de los poetas orientales. Aman tanto la naturaleza que se sienten
uno con ella, sienten todos los latidos de las venas de la naturaleza. La
mayoría de los occidentales tienden a separarse de la naturaleza. Piensan
que ésta y el hombre nada tienen en común a no ser algunos aspectos
deseables y que la naturaleza sólo existe para ser utilizada por el hombre.
Pero para los orientales, la naturaleza está muy cercana. Este sentimiento
por la naturaleza surge al descubrir Basho una planta nada llamativa, casi
despreciable, que florecía junto al viejo seto descuidado, al lado del remoto
camino campestre, tan inocentemente, tan sin pretensiones, sin desear ser
advertida por nadie. Y sin embargo, cuando se la mira, ¡qué tierna, qué
llena de gloria y de esplendor divinos aparece, más gloriosa que Salomón!
Su humildad misma, su belleza sin ostentación, provoca la admiración
sincera. El poeta puede leer en cada pétalo el más profundo misterio de la
vida o del ser. Basho pudo no tener conciencia de ello, pero estoy seguro
que en su corazón, en ese momento, vibraba un sentimiento parecido a lo
que los cristianos llaman amor divino, que alcanza las mayores
profundidades de la vida cósmica.
Las alturas del Himalaya pueden provocar en nosotros un sentimiento
de temor sublime; las olas del Pacífico pueden sugerimos algo de infinitud.
Pero cuando la propia mente se abre poética, mística o religiosamente, se
siente, como Basho, que en cualquier tallo de hierba silvestre hay algo que
trasciende de hecho todos los sentimientos humanos venales y bajos, que
nos eleva a un nivel semejante en esplendor al de la Tierra Pura. La
magnitud no tiene nada que ver en estos casos. A este respecto, el poeta
japonés tiene un don específico que le permite descubrir algo grande en las
pequeñas cosas, algo que trasciende todas las medidas cuantitativas.
Tal es el Oriente. Veamos ahora qué puede ofrecer Occidente en una
situación semejante. Escojo a Tennyson. Puede que no sea un típico poeta
occidental, que debe ser seleccionado para compararlo con el poeta del
Lejano Oriente. Pero el corto poema que citarnos tiene algo muy cercano al
de Basho. El poema dice así:

Flower in the crannied wall,


I pluck you out of the crannies;—
Hold you here, root and all, in my hand.
Little flower — but if I could understand
What you are, root and all, and all in all.
I should know what God and man is.
3

Hay dos puntos que quiero subrayar en estas líneas:


1. El hecho de que Tennyson arranca la flor y la sostiene en sus manos,
“con todo y raíces” y la mira, quizá intensamente. Es muy probable que
experimentara un sentimiento parecido al de Basho, quien descubrió una
flor de nazuna en el seto, al borde del camino. Pero la diferencia entre los
dos poetas es que Basho no arranca la flor. La mira simplemente. Está
absorto en sus pensamientos. Siente algo en su espíritu, pero no lo expresa.
Deja que un signo de admiración diga todo lo que quiere decir. Porque no
tiene palabras para expresarlo; su sentimiento es demasiado pleno,
demasiado profundo y no quiere conceptuarlo. Tennyson, en cambio, es
activo y analítico. Primero arranca la flor del lugar donde crece.
La separa de la tierra a la que pertenece. A diferencia del poeta oriental,
no deja quieta a la flor. Tiene que arrancarla de la pared agrietada, “con
todo y raíces”, lo que significa que la planta debe morir. No le importa, al
parecer, su destino; su propia curiosidad debe quedar satisfecha. Como
algunos científicos, quiere hacer la disección de la planta. Basho ni siquiera
toca la nazuna, simplemente la mira, la mira con “cuidado”. Eso es todo. Se
mantiene inactivo, en contraste con el dinamismo de Tennyson.
Quiero subrayar este punto aquí, y puede que tenga ocasión de volver a
referirme a ello.
Oriente es silencioso, mientras que Occidente es elocuente. Pero el
silencio oriental no significa sencillamente ser mudo, y quedarse sin
palabras o sin habla. El silencio es, en muchos casos, tan elocuente como
las palabras. Occidente gusta del verbalismo. No sólo eso. Occidente
transforma la palabra en carne y hace que esta encarnación se muestre
algunas veces demasiado o, más bien, demasiado burda y voluptuosamente,
en sus artes y religión.
2. ¿Qué hace después Tennyson? Mirando la flor arrancada, que
probablemente empieza a marchitarse, se formula interiormente la pregunta:
“¿Te entiendo?” Basho no se muestra inquisitivo en absoluto. Siente que
todo el misterio se revela en su humilde nazuna, el misterio que ahonda en
la fuente de toda existencia. Se siente embriagado por este sentimiento y lo
expresa en mi grito inefable, inaudible.
A diferencia de esto, Tennyson sigue con su reflexión: “Si [el subrayado
es mío] pudiera entender lo que eres, sabría qué es Dios y qué es el
hombre.” Su llamado al entendimiento es característicamente occidental.
Basho acepta, Tennyson resiste. La individualidad de Tennyson permanece
aparte de la flor, de “Dios y el hombre”. No se identifica ni con Dios ni con
la naturaleza. Permanece siempre aparte de ellos. Su conocimiento es lo que
ahora llaman “científicamente objetivo”. Basho es completamente
“subjetivo”. (Ésta no es la palabra adecuada, porque siempre se opone el
sujeto al objeto. Mí “sujeto” es lo que me gusta llamar “subjetividad
absoluta”.) Basho permanece en esta “subjetividad absoluta”, en la cual
Basho contempla nazuna y la nazuna contempla a Basho. No hay empatía,
ni simpatía, ni identificación.
Basho dice: “miro con cuidado” (en japonés “yoku mireba”). Las
palabras “con cuidado” implican que Basho no es ya un observador, sino
que la flor ha cobrado conciencia de sí misma y se expresa silenciosa y
elocuentemente. Y esta elocuencia silenciosa o silencio elocuente por parte
de la flor encuentra un eco humano en las diecisiete sílabas de Basho. Sean
cuales fueren la profundidad de sentimiento, el misterio de la expresión y
aun la filosofía de la “subjetividad absoluta” que en ellas haya, son
inteligibles para los que han experimentado realmente todo esto.
En Tennyson, hasta donde yo puedo juzgarlo, no hay en primer lugar
una profundidad de sentimiento: es todo intelecto, lo que resulta típico de la
mentalidad occidental. Es un partidario de la doctrina del logos. Tiene que
decir algo, tiene que abstraer o intelectualizar su experiencia concreta.
Tiene que salir del campo de los sentimientos al campo del entendimiento y
debe sujetar la vida y el sentimiento a una serie de análisis para satisfacer el
espíritu occidental de investigación.
He seleccionado a estos dos poetas, Basho y Tennyson, como ejemplos
de dos puntos de vista básicos y característicos sobre la realidad. Basho
pertenece a Oriente y Tennyson a Occidente. Al compararlos descubrirnos
que cada uno expresa su trasfondo tradicional. Según esto, la mentalidad
occidental es: analítica, selectiva, diferencial, inductiva, individualista,
intelectual, objetiva, científica, generalizadora, conceptual, esquemática,
impersonal, legalista, organizadora, impositiva, auto-afirmativa, dispuesta a
imponer su voluntad sobre los demás, etc. Frente a estos rasgos occidentales
los de Oriente pueden caracterizarse así: sintética, totalizadora, integradora,
no selectiva, deductiva, no sistemática, dogmática, intuitiva (más bien
afectiva), no discursiva, subjetiva, espiritualmente individualista y
socialmente dirigida al grupo4, etc.
Para simbolizar personalmente estas características de Oriente y
Occidente, debo ir a Lao-Tsé (siglo IV a.c., o Lao Tsu o Lao-Tzu), un gran
pensador de la antigua China. Lo tomo como representante de Oriente y lo
que él llama las multitudes pueden representar a Occidente. Cuando digo
“las multitudes” no tengo la intención de atribuir a Occidente, con un
sentido peyorativo, el papel de las multitudes de Lao-Tsé, tal como las
describía el viejo filósofo.
Lao-Tsé se retrata a sí mismo corno si fuera un idiota. Parece que no
supiera nada, que no le afectara nada. No sirve prácticamente para nada en
este mundo utilitario. Casi es incapaz de expresión. No obstante, hay algo
en él que lo convierte en algo distinto de un espécimen de simplón
ignorante. Sólo exteriormente lo parece.
Occidente, en contraste con esto, tiene un par de ojos agudos,
penetrantes, hundidos en las órbitas, que examinan el mundo exterior como
los de un águila que se remonta a lo más alto del cielo. (De hecho, el águila
es el símbolo nacional de cierta potencia occidental). Y en su nariz
prominente, sus labios delgados, el conjunto de su contorno facial, todo
sugiere una intelectualidad altamente desarrollada y una disposición a
actuar. Esta disposición es comparable con la del león. En verdad, el león y
el águila son los símbolos de Occidente.
Chuang-Tzé (o Chuang Tzu), del sigo III a.c., relata la historia de
konton (hun-tun), Caos. Sus amigos debían muchos de sus logros a Caos y
querían agradecérselo. Discutieron entre sí y llegaron a una conclusión.
Observaron que Caos no tenía órganos sensoriales para distinguir el mundo
exterior. Un día le dieron los ojos, otro día la nariz y, en una semana,
lograron transformarlo en una persona sensible como ellos. Mientras se
felicitaban por su buen éxito, Caos murió.
Oriente es Caos y Occidente es el grupo de amigos agradecidas, bien
intencionados, pero incapaces de distinguir claramente las cosas.
En muchos sentidos, Oriente parece ser indudablemente como tonto y
estúpido, porque los orientales no son tan analíticos ni tan demostrativos y
no dan tantas señas tangibles, visibles, de inteligencia. Son caóticos y
aparentemente indiferentes. Pero saben que sin este carácter caótico de la
inteligencia, su propia inteligencia natural no tendrá mucha utilidad para
vivir juntos al modo humano. Los miembros individuales fragmentarios no
pueden laborar armónica y pacíficamente juntos, a no ser que estén en
relación con el infinito mismo que, en realidad subyace a cada uno de los
miembros finitos. La inteligencia pertenece a la cabeza y su labor es más
notable y quisiera lograr mucho, mientras que Caos permanece silencioso y
tranquilo tras toda la turbulencia superficial. Su verdadera significación
nunca llega a ser reconocible para los participantes.
El Occidente, de mentalidad científica, aplica su inteligencia a inventar
todo tipo de artefactos para elevar el nivel de vida y ahorrarse lo que
considera esfuerzo o trabajo desagradable o innecesario. Trata, pues, de
“desarrollar” los recursos naturales a los que tiene acceso. A Oriente, por
otra parte, no le importa dedicarse a un trabajo doméstico o manual de
cualquier tipo; aparentemente se siente satisfecho con el estado
“subdesarrollado” de la civilización. No le gusta pensar únicamente en
máquinas, convertirse en esclavo de la máquina. Este amor al trabajo es
quizá característico de Oriente. La historia de un agricultor, tal como la
cuenta Chuang-Tzé, es muy significativa y sugestiva en muchos sentidos,
aunque se supone que el incidente debió tener lugar hace más de dos mil
años en China.
Chuang-Tzé fue uno de los grandes filósofos en la antigua China.
Debería ser estudiado más de lo que lo es en la actualidad. Los chinos no
son tan especulativos como los hindúes y tienden a olvidar a sus propios
pensadores. Mientras que Chuang-Tzé es muy conocido como el más
grande estilista entre los literatos chinos, sus pensamientos no son
apreciados como merecen. Fue un gran recolector o compilador de relatos
que quizá se habían generalizado en su época. Es probable, sin embargo,
que también inventara muchos cuentos para ilustrar sus ideas sobre la vida.
He aquí un relato, que ilustra espléndidamente la filosofía del trabajo de
Chuang-Tzé, sobre un campesino que se negaba a usar la palanca para sacar
agua del pozo.
“Un campesino cavó un pozo y utilizaba el agua para irrigar su finca.
Empleaba una cubeta ordinaria para sacar agua del pozo, como lo hace
casi toda la gente primitiva. Un paseante, al verlo, le preguntó al
campesino por qué no utilizaba una palanca para ese fin; es un instrumento
que ahorra esfuerzo y puede realizar mayor trabajo que el método
primitivo. El agricultor dijo: ‘Sé que ahorra trabajo y es precisamente por
esta razón por la que no utilizo ese instrumento. Lo que temo es que el uso
de ese instrumento me haga pensar sólo en la máquina. La preocupación
por las máquinas crea en uno el hábito de la indolencia y la pereza.’”
Los occidentales se preguntan a veces por qué los chinos no han
desarrollado muchas más ciencias y útiles mecánicos. Esto resulta extraño,
afirman, ya que los chinos son conocidos por sus descubrimientos e
invenciones como el magneto, la pólvora, la rueda, el papel y otras cosas.
La principal razón es que los chinos, y otros pueblos asiáticos, aman la vida
tal como se vive y no quieren convertirla en un medio de lograr alguna otra
cosa, lo que desviaría el curso de la vida por un canal muy diferente. Les
gusta el trabajo por el trabajo mismo aunque, objetivamente hablando, el
trabajo significa realizar algo. Pero al trabajar gozan su trabajo y no tienen
prisa por terminarlo. Los instrumentos mecánicos son mucho más eficientes
y realizan más. Pero la máquina es impersonal y no creadora, y no tiene
significado.
Mecanización significa intelección y, como el intelecto es
principalmente utilitario, no hay esteticismo espiritual ni espiritualidad ética
en la máquina. La razón que inducía al campesino de Chuang-Tzé a no
preocuparse por las máquinas está aquí. La máquina lo apura a uno a
terminar el trabajo y alcanzar el objetivo para el que está hecha. El trabajo o
labor no tiene valor por sí mismo salvo como medio. Es decir, la vida pierde
aquí su carácter creador y se convierte en un instrumento, el hombre es
ahora un mecanismo productor de bienes. Los filósofos hablan de la
importancia de la persona; como lo vemos ahora, en nuestra edad tan
industrializada y mecanizada, la máquina lo es todo y el hombre queda casi
completamente reducido a la servidumbre. Esto es, me parece, lo que temía
Chuang-Tzé. Por supuesto, no podemos hacer girar la rueda del
industrialismo hacia atrás, hacia la era de la artesanía primitiva. Pero es
bueno que tengamos en cuenta la importancia de las manos y también los
males que surgen de la mecanización de la vida moderna, que acentúa
demasiado al intelecto, a expensas de la vida como un todo.
Esto en cuanto a Oriente. Unas cuantas palabras ahora sobre Occidente.
Denis de Rougemont, en su Man’s Western Quest menciona a “la persona y
la máquina” como características de los dos rasgos prominentes de la
cultura occidental. Esto es significativo, porque la persona y la máquina son
conceptos contradictorios y Occidente se esfuerza por su reconciliación. No
sé si los occidentales lo hacen consciente o inconscientemente. Sólo me
referiré al modo en que estas dos ideas heterogéneas funcionan actualmente
en la mentalidad occidental. Hay que observar que la máquina contrasta con
la filosofía del trabajo de Chuang-Tsé, y las ideas occidentales de libertad
individual y responsabilidad son contrarias a las ideas orientales de libertad
absoluta. No voy a entrar en detalles. Sólo trataré de resumir las
contradicciones a las que Occidente se enfrenta y padece:
1. La persona y la máquina suponen una contradicción y por ésta
contradicción Occidente atraviesa por una gran tensión psicológica, que se
manifiesta en diversas direcciones en su vida moderna.
2. La persona implica individualidad, responsabilidad personal mientras
que la máquina es el producto de la intelección, la abstracción, la
generalización, la totalización, la vida de grupo.
3. Objetiva e intelectualmente o hablando en el sentido de una
mentalidad preocupada por la máquina, la responsabilidad personal no tiene
sentido. La responsabilidad se relaciona lógicamente con la libertad y en la
lógica no hay libertad, porque todo está controlado por las reglas del
silogismo.
4. Además, el hombre como producto biológico está regido por leyes
biológicas. La herencia, es un hecho y ninguna persona puede cambiarla.
No nazco por mi propia y libre voluntad. Los padres me hacen nacer no por
su libre voluntad. El nacimiento planeado no tiene sentido en realidad.
5. La libertad es otro absurdo. Vivo socialmente, en un grupo que limita
todos mis movimientos, mentales y físicos. Aun al estar solo no soy libre en
absoluto. Tengo toda clase de impulsos, que no siempre están bajo mi
control. Algunos impulsos me arrastran, a pesar de mí mismo. Mientras
vivamos en este mundo limitado, no podemos hablar de ser libres ni de
hacer lo que queramos. Aun este deseo es algo que no es nuestro.
6. La persona puede hablar de libertad, pero la máquina la limita en
todos los sentidos, porque ese hablar no va más allá de sí mismo. El hombre
occidental está desde un principio constreñido, restringido, inhibido. Su
espontaneidad no es en absoluto suya, sino de la máquina. La máquina no
tiene un carácter creador; opera sólo en la medida o en tanto que algo que se
le introduce lo hace posible. Nunca actúa como “la persona”.
7. La persona es libre sólo cuando no es persona. Es libre cuando se
niega y es absorbida en el todo. Para ser más exactos, es libre cuando es ella
misma y, sin embargo, no es ella misma. Si no se entiende plenamente esta
contradicción aparente, no se está calificado para hablar de libertad ni de
responsabilidad ni de espontaneidad. Por ejemplo, la espontaneidad de que
hablan los occidentales, especialmente algunos analistas, no es ni más ni
menos que la espontaneidad infantil o animal y no la espontaneidad de la
persona plenamente madura.
8. La máquina, el behaviorismo, el reflejo condicionado, el comunismo,
la inseminación artificial, la automatización en general, la vivisección, la
bomba H, están —todas y cada una— íntimamente relacionadas y forman
los eslabones sólidos y bien ligados de una cadena lógica.
9. Occidente trata de lograr la cuadratura del círculo. Oriente trata de
hacer que un círculo equivalga a un cuadrado. Para el Zen el círculo es un
círculo y el cuadrado es un cuadrado, y a la vez un cuadrado es un círculo y
el círculo es un cuadrado.
10.La libertad es un término subjetivo y no puede interpretarse
objetivamente. Cuando tratamos de hacerlo, nos enredamos en
contradicciones inextricables. Por tanto, afirmo que hablar de libertad en
este mundo objetivo de limitaciones omnipresentes es una tontería.
11. En Occidente, “sí” es “si” y “no” es “no”, “sí” nunca puede ser “no”
o viceversa. Oriente hace que el “si” se deslice hacia el “no” y el “no” hacia
el “sí”; no hay una división precisa entre “sí” y “no”. Es la naturaleza de la
vida la que es así. Sólo en lógica es inerradicable la división. La lógica fue
creada por los hombres para contribuir a las actividades utilitarias.
12.Cuando Occidente capta este hecho, inventa conceptos como los
conocidos en física como complementariedad o principio de la
incertidumbre, cuando no puede explicar ciertos fenómenos físicos. Por
muy bien que logre crear concepto tras concepto, no puede atrapar los
hechos de la existencia.
13.La religión no nos interesa aquí, pero puede ser de interés afirmar lo
siguiente: el cristianismo, que es la religión de Occidente, habla del Logos,
la Palabra, la carne y la encarnación y la temporalidad tempestuosa. Las
religiones de Oriente buscan la excarnación, el silencio, la absorción, la paz
eterna. Para el Zen, la encarnación es excarnación; el silencio ruge corno el
trueno; la Palabra es no-Palabra, la carne es no-carne; aquí-ahora equivale
al vacío (sünyatä) y la infinitud.
II. El inconsciente en el budismo zen
Lo que quiero decir con el término “el inconsciente” y lo que con él
quiere decir el psicoanálisis puede ser distinto, y debo explicar mi posición.
En primer lugar ¿cómo enfoco el problema del inconsciente? Si pudiera
usarse el término, diría que mi “inconsciente” es “metacientífico” o
“precientífico”. Los psicoanalistas son científicos y yo soy un hombre
dedicado Zen, así mi enfoque es “precientífico” —y aun “anticientífico”—
en ocasiones, según me temo. “Precientífico” puede ser un término poco
adecuado, pero parece expresar lo que quiero decir. “Metacientífico” puede
no estar mal tampoco, porque la posición que el Zen desarrolla en cuanto a
la ciencia y la intelectualización ha ocupado durante algún tiempo todo el
campo del estudio humano; y el Zen exige que antes de entregarnos
incondicionalmente al dominio científico sobre todo en el campo de las
actividades humanas, nos detengamos y reflexionemos en nuestro interior y
veamos si las cosas están bien tal como están.
El método científico en el estudio de la realidad consiste en contemplar
un objeto desde el llamado punto de vista objetivo. Por ejemplo,
supongamos que una flor que esté aquí sobre la mesa sea el objeto del
estudio científico. Los científicos la someterán a todo tipo de análisis,
botánico, químico, físico, etc., y nos dirán todo lo que han descubierto sobre
la flor desde sus ángulos de estudio respectivos y afirmarán que el estudio
de la flor está agotado y que no hay nada más que decir acerca de ella, a no
ser que se descubra algo nuevo accidentalmente en el curso de otros
estudios.
La principal característica, pues, que distingue el método científico de
acercarse a la realidad es describir un objeto, hablar de éste, rodearlo,
captar todo lo que atraiga nuestros sentidos e inteligencia y abstraerlo del
objeto mismo y, cuando se haya concluido todo esto, al parecer, sintetizar
estas abstracciones analíticamente formuladas y tomar el resultado por el
objeto mismo.
Pero queda todavía en pie el problema: “¿Ha sido realmente atrapado en
la red el objeto completo?” Yo diría “¡Decididamente no!” Porque el objeto
que creemos haber apresado no es sino la suma de abstracciones y no el
objeto mismo. Para fines prácticos y utilitarios, todas estas llamadas
fórmulas científicas parecen ser más que suficientes. Pero el objeto, así
llamado, no está del todo ahí. Después de levantar la red, advertimos que
algo se ha escapado a sus mallas más finas.
Hay, sin embargo, otra manera, que precede a las ciencias o viene
después de ellas, de acercarnos a la realidad. La llamo el método Zen.

El método Zen consiste en penetrar directamente en el objeto mismo y


verlo, como si dijéramos, desde dentro. Conocer la flor es convertirse en la
flor, ser la flor, florecer como la flor, y gozar de la luz del sol y de la lluvia.
Cuando se hace esto, la flor me habla y conozco todos sus secretos, todas
sus alegrías, todos sus sufrimientos; es decir, toda su vida vibrando dentro
de sí misma. No sólo eso: al lado de mi “conocimiento” de la flor, conozco
todos los secretos del universo, lo que incluye todos los secretos de mi
propio Yo, que ha venido eludiendo hasta ahora mi persecución de toda la
vida, porque me he dividido en una dualidad, el perseguido, el objeto y la
sombra. ¡Por algo nunca he logrado captar mi Yo y cuán agotador ha sido
este juego!
Ahora, sin embargo, al conocer la flor me conozco a mi mismo. Es
decir, al perderme en la flor conozco mi Yo lo mismo que a la flor.
Llamo a este tipo de acercarnos a la realidad la manera Zen, la manera
precientífica, metacientífica o aún anticientífica. Esta manera de conocer o
de ver la realidad puede llamarse también de connación o creadora.
En tanto que la manera científica mata, asesina al objeto y, al
diseccionar el cuerpo y reunir otra vez las partes, trata de reproducir el
cuerpo vivo original, lo que es realmente un imposible, la manera Zen toma
la vida tal como es vivida en vez de recortarla en pedacitos y de tratar de
restaurarle la vida mediante la intelección o, por la abstracción, de pegar las
piezas rotas. La manera Zen preserva la vida como vida; ninguna cuchilla
quirúrgica la toca.
El poeta Zen canta:

Toda queda a su belleza natural,


Su piel está intacta,
Sus huesos son como son:
No hay necesidad de pinturas, de polvos de ningún tono.
Es como es, ni más ni menos,
¡Qué maravilloso!

Las ciencias se refieren a abstracciones y no hay actividad en ellas. El


Zen se sumerge en la fuente de la creatividad y bebe toda la vida que hay en
ella. Esta fuente es el Inconsciente del Zen. La flor, sin embargo, es
inconsciente de sí misma. Soy yo quien la despierto del inconsciente.
Tennyson no la capta cuando la arranca de la pared agrietada. Basho la
percibe cuando mira la nazuna que florece tímidamente junto al seto
silvestre. No puedo determinar dónde está precisamente el inconsciente.
¿Está en mi? ¿O está en la flor? Quizá cuando pregunto “¿Dónde?” no está
en ninguna parte. Si es así, déjenme estar en él y no decir nada.
Mientras que el científico mata, el artista trata de recrear. Sabe que la
realidad no puede ser alcanzada mediante la disección. Por eso utiliza una
tela y un pincel y trata de crear a partir de su inconsciente. Cuando este
inconsciente se identifica sincera y auténticamente con el Inconsciente
Cósmico, las creaciones del artista son auténticas. Ha creado realmente
algo; su obra no es copia de nada; existe por derecho propio. Pinta una flor
que, si florece de su inconsciente, es una nueva flor y no una imitación de la
naturaleza.
El abad de cierto monasterio Zen quería que el techo del Salón Dharma
fuera decorado con un dragón. Se pidió a un notable pintor que hiciera el
trabajo. Aceptó, pero se lamentó de no haber visto nunca un verdadero
dragón, si es que éstos existían realmente. El abad le dijo: “No le importe
no haber visto a esa criatura. Conviértase en uno, transfórmese en un
dragón viviente y píntelo. No trate de seguir el molde convencional.” El
artista preguntó: “¿Cómo puedo convertirme en dragón?” Replicó el abad:
“Retírese a sus habitaciones privadas y concentre en eso toda su mente.
Llegará el momento en que sienta que debe pintarlo. Ése es el momento en
que usted se habrá convertido en dragón y el dragón lo impulsa a darle una
forma.” El pintor siguió el consejo del abad y, después de varios meses de
grandes esfuerzos, cobró confianza en sí mismo al verse en el dragón que
surgía de su inconsciente. El resultado fue el dragón que vemos ahora en el
techo del Salón Dharma en el Myoshinhi, Kyoto.
De paso, quiero referirme a otra historia del encuentro de un dragón con
un pintor chino. Este pintor quería pintar un dragón pero, como nunca había
visto uno vivo, añoraba una buena oportunidad. Un día un dragón auténtico
se asomó por la ventana y dijo: “¡Aquí estoy, píntame!” El pintor se
sorprendió tanto ante este visitante inesperado que se desmayó, en vez de
mirarlo cuidadosamente. No pudo hacer ningún retrato de un dragón
viviente.
Ver no es suficiente. El artista debe meterse en la cosa, sentirla
interiormente y vivir él mismo su vida. Se dice que Thoreau fue un
naturalista mucho mejor que los profesionales. Lo mismo puede afirmarse
de Goethe. Conocían a la naturaleza por ser capaces de vivirla. Los
científicos la tratan objetivamente, es decir, superficialmente. “Yo y Tú”
puede ser cierto, pero no podemos decirlo con certeza; porque tan pronto
como lo decimos, “Yo” soy “Tú” y “Tú” eres “Yo”. El dualismo puede
sostenerse sólo cuando se apoya en algo que no es dualista.
La ciencia prospera con el dualismo; por eso, los científicos tratan de
reducirlo todo a medidas cuantitativas. Para este fin inventan todo tipo de
instrumentos mecánicos. La técnica es la clave de la cultura moderna. Todo
lo que no pueda reducirse a la cuantificación es rechazado como no
científico o como precientífico. Imponen una serie de reglas y todas las
cosas que la eluden son descartadas como algo que no pertenece a su campo
de estudio. Por finas que sean las mallas, mientras lo sean algunas cosas se
les escaparán sin duda y estas cosas, por tanto, no pueden ser medidas de
ninguna manera. Las cantidades están destinadas a ser infinitas y las
ciencias confesarán algún día su incapacidad para apresar la realidad. El
inconsciente está fuera del campo del estudio científico. Por tanto, lo único
que pueden hacer los científicos es señalar la existencia de ese campo. Y
basta con que la ciencia haga esto.
El inconsciente es algo que debe sentirse, no en el sentido ordinario,
sino en lo que yo llamaría el sentido más primario o fundamental. Esto
puede requerir una explicación. Cuando decimos: “Siento la mesa dura”, o
“Siento frío”, este tipo de sensación pertenece al dominio de los sentidos, y
puede distinguirse de sentidos tales como el del oído o la vista. Cuando
decimos: “Me siento solo” o “Me siento exaltado”, esto es más general, más
totalizador, más interior, pero pertenece aún al campo de la conciencia
relativa.
Pero el sentimiento del inconsciente es mucho más básico, más
primario, y señala la edad de la “Inocencia”, cuando todavía no se ha
producido el despertar de la conciencia de la llamada Naturaleza caótica. La
naturaleza, sin embargo, no es caótica porque nada caótico puede existir por
sí mismo. Es simplemente un concepto dado al campo que se niega a ser
medido por las reglas ordinarias del raciocinio. La naturaleza es caótica en
el sentido de que es una reserva de posibilidades infinitas. La conciencia
que surge de este caos es algo superficial, que sólo toca el margen de la
realidad. Nuestra conciencia no es sino una insignificante isla que flota en
el Océano que rodea a la Tierra. Pero, a través de este pequeño fragmento
de tierra podemos contemplar la inmensa extensión del inconsciente mismo;
la sensación de esto es todo lo que podemos tener, pero este sentimiento no
es algo pequeño, pues por él podemos lograr que nuestra existencia
fragmentaria adquiera su pleno significado y así podemos tener la seguridad
de que no vivimos en vano. La ciencia, por definición, nunca puede darnos
la sensación de plena seguridad y falta de miedo que es el resultado de
nuestra sensación del inconsciente.
No puede esperarse que todos seamos científicos, pero estamos
constituidos de tal manera por la naturaleza que todos podemos ser artistas
—no, por supuesto, artistas especializados, como pintores, escultores,
músicos, poetas, etc., sino artistas de la vida. Esta profesión, “artista de la
vida”, puede sonar a algo nuevo y muy raro, pero en realidad todos
nacemos artistas de la vida y, sin saberlo, la mayoría de nosotros no
logramos serlo y el resultado es que hacemos un desastre de nuestras vidas
preguntando: ¿“Cuál es el sentido de la vida?”, ”¿No estamos frente a la
nada absoluta?”, “¿A dónde vamos después de vivir setenta y ocho o
noventa años? Nadie lo sabe”, etc. Se me dice que la mayoría de los
hombres y mujeres modernos están neuróticos por esta causa. Pero el
hombre dedicado al Zen puede decirles que todos han olvidado que
nacieron artistas, artistas creadores de vida y que, tan pronto como
comprenden este hecho y esta verdad, se curarán de la neurosis o psicosis o
como quiera que le llamen a su trastorno.

¿Qué significa, pues, ser un artista de la vida?


Los artistas de cualquier tipo, hasta donde sabemos, tienen que usar uno
u otro instrumento para expresarse, para mostrar su capacidad creadora en
una u otra forma. El escultor tiene que tener piedra, madera o yeso y un
cincel o algún otro instrumento para imprimir sus ideas sobre el material.
Pero un artista de la vida no necesita salirse de sí mismo. Todo el material,
todos los implementos, toda la capacidad técnica que se requieren
ordinariamente están dentro de él desde que nace, quizá aún antes de que
sus padres le dieran la vida.
Esto es extraño, extraordinario, exclamarán quizá ustedes. Pero si
piensan por un tiempo en ello comprenderán, sin duda, lo que quiero decir.
Si no, seré más explicito y les diré: el cuerpo, el cuerpo físico que todos
tenemos, es el material, que corresponde a la tela del pintor, la madera, la
piedra o el yeso del escultor, el violín o la flauta del músico, las cuerdas
vocales del cantante. Y todo lo que se relaciona con el cuerpo, como las
manos, los pies, el tronco del cuerpo, la cabeza, las vísceras, los nervios, las
células, los pensamientos, los sentimientos, los sentidos -de hecho, todo lo
que constituye la personalidad es a la vez el material y los instrumentos con
que la persona moldea su genio creador en la conducta, la actitud y todas las
formas de acción, en la vida misma en una palabra. Para una persona así, su
vida refleja cada una de las imágenes que crea a partir de su fuente
inextinguible del inconsciente. Para esa persona, cada uno de sus actos
expresa originalidad, capacidad creadora, su personalidad viva. No hay en
ello convencionalismo, conformidad, ni motivación inhibitoria. Se mueve
como le place. Su conducta es como el viento que sopla donde quiere. No
tiene un yo encasillado en su existencia fragmentaria, limitada, restringida,
egocéntrica. Ha salido de su prisión. Uno de los grandes maestros Zen de la
época T’ang, dice: “Con un hombre que es dueño de sí mismo dondequiera
que se encuentre, se comporta con fidelidad a sí mismo.” A este hombre es
a quien yo llamo el verdadero artista de la vida.
Su Yo ha tocado el inconsciente, la fuente de posibilidades infinitas. La
suya es la “no-conciencia”. Dice San Agustín: “Ama a Dios y haz lo que
quieras.” Esto corresponde al poema de Bunan, el maestro Zen del siglo
XVII:

Mientras vivas
sé un hombre muerto,
absolutamente muerto;
y actúa como quieras
y todo está bien

Amar a Dios es no tener yo, no tener conciencia, convertirse en “un


hombre muerto”, liberarse de las motivaciones restrictivas de la conciencia.
El “Buenos días” de este hombre carece de cualquier elemento humano de
ningún tipo de interés creado. Se le habla y responde. Tiene hambre y come.
Al parecer, es un hombre natural, que surge directamente de la naturaleza
sin las ideologías complicadas del hombre moderno civilizado. ¡Pero cuán
rica es su vida interior! Porque está en comunión directa con el gran
inconsciente.
No sé si es correcto llamar a este tipo de inconsciente el Inconsciente
Cósmico. La razón por la que me gusta llamarlo así es porque lo que
generalmente llamamos el campo relativo de la conciencia, se desvanece en
lo desconocido y este desconocido, una vez reconocido, entra en la
conciencia ordinaria y pone en orden todas las complejidades que nos han
venido atormentando en mayor o menor grado. Lo desconocido se relaciona
así con nuestra conciencia y, en esa medida, desconocido y conciencia
deben ser de la misma naturaleza y compartir una comunicación mutua.
Podemos afirmar así que nuestra limitada conciencia, en tanto que
conocemos su limitación, nos conduce a todo tipo de preocupaciones,
miedo, inestabilidad. Pero tan pronto corno se descubre que nuestra
conciencia surge de algo que, aunque no conocido de la manera que lo son
las cosas relativas, está íntimamente relacionado con nosotros, se alivia
todo tipo de tensión y quedamos en paz con nosotros mismos y con el
mundo en general. ¿No podemos llamar a este desconocido el Inconsciente
Cósmico o la fuente de infinita capacidad creadora por la que no sólo los
artistas de todo tipo nutren sus inspiraciones, sino aun nosotros, los seres
ordinarios, podemos, cada uno de acuerdo con sus dotes naturales, convertir
la vida en algo de auténtico arte?
La siguiente historia puede ilustrar en cierta medida lo que quiere decir
al hablar de la transformación de nuestra vida diaria en algo artístico. Dogo,
siglo VIII, fue un gran maestro Zen de la dinastía T’ang. Tenía un joven
discípulo que quería que le enseñara el Zen. Permaneció con el maestro
durante algún tiempo pero no hubo ninguna enseñanza específica. Un día se
acercó al maestro y le dijo: “He estado contigo durante algún tiempo, pero
no he recibido ninguna instrucción. ¿Por qué? Te suplico tengas la bondad
de aconsejarme.” El maestro dijo: Pero si he venido instruyéndote en el Zen
desde que viniste a verme!” Protestó el discípulo: “Dime por favor qué
instrucción fue esa.” “Cuando me ves por la mañana me saludas y yo te
respondo. Cuando me traen la comida matutina la acepto agradecido.
¿Dónde no señalo la esencia del espíritu?” Al oír esto, el discípulo inclinó
la cabeza y pareció absorto en descifrar el sentido de las palabras del
maestro. Éste le dijo entonces: “Tan pronto como empiezas a pensar en eso,
ya no está. Debes verlo inmediatamente, sin razonamiento, sin vacilación.”
Se cuenta que esto despertó al discípulo a la verdad del Zen.
La verdad del Zen, un poquito de esta verdad, es lo que convierte la
propia vida sin alicientes, una vida de lugares comunes monótonos,
incapaces de inspirar, en una vida de arte, plena de auténtica capacidad
creadora interior. Hay en todo esto algo que precede al estudio científico de
la realidad, algo que no puede vaciarse en las mallas del aparato
científicamente construido.
El inconsciente en su sentido Zen es, sin duda, lo misterioso, lo
desconocido, y por esta razón acientífico o precientífico. Pero esto no
significa que esté más allá del alcance de nuestra conciencia y sea algo con
lo que nada tengamos que hacer. En realidad es, por el contrario, lo que nos
resulta más intimo y precisamente por esta intimidad resulta difícil captarlo,
de la misma manera que el ojo no puede verse a si mismo. Cobrar
conciencia, pues, del inconsciente requiere un entrenamiento especial por
parte de la conciencia.
Etiológicamente, la conciencia fue despertada del inconsciente en algún
momento del curso de la evolución. La naturaleza se abre camino sin
conciencia de sí misma y el hombre consciente surge de ella. La conciencia
es un salto, pero el salto no puede significar una desconexión en sentido
físico. Porque la conciencia está en constante, ininterrumpida comunión con
el inconsciente. En verdad, la primera no funcionaría sin el último; perdería
su base de operación. Ésta es la razón por la que el Zen declara que el Tao
es “la conciencia de todos los días”. Por Tao, el Zen se refiere por supuesto
al inconsciente, que funciona siempre en nuestra conciencia.
El siguiente mondo (pregunta y respuesta) puede ayudarnos a entender
algo del inconsciente del Zen. Cuando un monje preguntó a un maestro lo
que quería decir “la conciencia de todos los días”, aquél respondió:
“Cuando tengo hambre, como; cuando estoy cansado, duermo.” Estoy
seguro que ustedes preguntarán: “Si éste es el inconsciente del que hablan
ustedes, los que se dedican al Zen, como de algo muy misterioso y del
mayor valor en la vida humana como agente transformador, no podernos
evitar ponerlo en duda. Todos estos hechos ‘inconscientes’ han sido
relegados desde hace mucho tiempo a nuestro campo de reflejos instintivos
de la conciencia, de acuerdo con el principio de la economía mental. Nos
gustaría que el inconsciente estuviera relacionado con una función mucho
más elevada de la mente, especialmente cuando, como en el caso de un
espadachín, esto sólo se alcanza después de largos años de esforzado
adiestramiento. Por lo que a estos actos reflejos, como comer, beber,
dormir, etc., se refiere, son compartidos por los animales inferiores así
como por los niños pequeños. Es indudable que el Zen no puede valorarlos
como algo en lo que el hombre plenamente maduro tiene que tratar de
encontrar un sentido.”
Veamos si hay o no una diferencia esencial entre el inconsciente
“instintivo” y el inconsciente altamente “adiestrado”.
Bankei, uno de los grandes maestros japoneses modernos del Zen,
acostumbraba enseñar la doctrina de lo Nonato. Para demostrar su idea
señalaba hechos de nuestra experiencia diaria como oír a un pájaro gorjear,
ver una flor que florece, etc., y decía que todos se deben a la presencia en
nosotros de lo Nonato. Cualquiera que sea el satori5 debe basarse en esta
experiencia y en ninguna otra, concluía.
Esto parece señalar superficialmente la identificación de nuestro
dominio de los sentidos y lo Nonato tan metafísico. En cierto sentido, la
identificación no es errónea, pero en otro sentido sí lo es. Porque lo Nonato
de Bankei es la raíz de todas las cosas e incluye no sólo el dominio de los
sentidos de nuestra experiencia diaria sino la totalidad de todas las
realidades pasadas, presentes y futuras y llena el cosmos hasta el colmo de
los diez cuartos. Nuestra “conciencia de todos los días”, nuestra experiencia
diaria o nuestros actos instintivos, en tanto son considerados en sí mismos,
no tienen valor ni significación especiales. Los adquieren sólo cuando se
refieren a lo Nonato o lo que he llamado el “Inconsciente Cósmico”. Porque
lo Nonato es la fuente de todas las posibilidades creadoras. Sucede que,
cuando comemos no somos nosotros los que comemos sino lo Nonato;
cuando dormimos, cansados, no somos nosotros los que dormimos sino lo
Nonato.
Mientras el inconsciente es instintivo, no va más allá del de los animales
o los niños. No puede ser el del hombre maduro. Lo que pertenece a este
último es el inconsciente adiestrado en el que todas las experiencias
conscientes por las que ha atravesarlo desde la infancia son incorporadas
como constituyentes de todo su ser. Por esta razón, en el caso del
espadachín, tan pronto como toma su espada, su destreza técnica, junto con
su conciencia de toda la situación, retroceden a un segundo plano y su
inconsciente adiestrado empieza a desempeñar su parte al máximo grado.
La espada es manejada como si tuviera un alma.
Quizá podemos decir esto: el inconsciente en tanto que se relaciona con
el dominio de los sentidos es el resultado de un largo proceso de evolución
en la historia cósmica de la vida y es compartido por igual por animales y
niños. Pero a medida que el desarrollo intelectual se produce, cuando
crecemos, el dominio de los sentidos es invadido por el entendimiento y se
pierde la ingenuidad de la experiencia sensible. Cuando sonreímos, no es
sólo sonreír; se añade algo más. No comemos como lo hicimos en nuestra
infancia; el comer se mezcla con la intelección. Y como todos advertimos
esta invasión por el entendimiento o la mezcla con el entendimiento, los
simples medios biológicos quedan contaminados por el interés egocéntrico.
Esto significa que hay ahora un intruso en el inconsciente, que ya no puede
moverse directa ni inmediatamente al campo de la conciencia y todos los
actos que han sido relegados a funciones biológicamente instintivas asumen
ahora el papel de actos consciente e intelectualmente dirigidos.
Esta transformación es conocida como la pérdida de la “inocencia” o la
adquisición del “conocimiento” según el mito bíblico. En el Zen y en el
budismo en general, se llama “la contaminación afectiva (klesha)” o “la
interferencia de la conciencia con predominio de la intelección (vijñana)” .
El Zen pide ahora al hombre maduro que se limpie de esta
contaminación afectiva y que se libere de la interferencia intelectual
consciente, si desea sinceramente realizar una vida de libertad y
espontaneidad donde no puedan asaltarlo sentimientos perturbadores como
el temor, la angustia o la inseguridad. Al realizarse esta liberación, el
inconsciente “adiestrado” opera en el campo de la conciencia. Y sabemos lo
que es el “Nonato” de Bankei o la “conciencia de todos los días” del
maestro chino del Zen.

Estamos ahora listos para escuchar el consejo de Takuan a su discípulo


el espadachín Yagyu Tajima-no-kami.
El consejo de Takuan se refiere sobre todo a mantener la mente siempre
en el estado de “afluencia”, pues dice que cuando se detiene en alguna parte
esto significa que la afluencia se interrumpe y es esta interrupción la que
resulta perjudicial para el bienestar de la mente. En el caso del espadachín,
significa la muerte. El tinte afectivo oscurece el espejo del prajna6 primario
del hombre y la deliberación intelectual obstruye su actividad innata.
Prajna, llamado por Takuan “prajna inmóvil”, es el factor que dirige todos
nuestros movimientos, interiores y exteriores, y cuando es obstruido la
mente consciente se paraliza y la espada, sin tener en cuenta la actividad
directiva innata, libre, espontánea del “prajna inmóvil”, que corresponde a
nuestro inconsciente, empieza a obedecer la técnica conscientemente
adquirida del arte. Prajna es el motor inmóvil que opera inconscientemente
en el campo de la conciencia.
Cuando el espadachín se enfrenta a su oponente, no debe pensar en el
oponente, ni en sí mismo ni en los movimientos de la espada de su
enemigo. Simplemente debe estar ahí, con su espada, la cual, olvidando
toda técnica, está lista a seguir sólo los dictados del inconsciente. El hombre
se ha borrado como “manejador” de la espada. Cuando ataca, no es el
hombre sino la espada en manos del inconsciente la que ataca. Hay relatos
en los que el hombre mismo no ha cobrado conciencia del hecho que ha
abatido al opositor inconscientemente. El funcionamiento del inconsciente
es en muchos casos simplemente milagroso.
Pondré un ejemplo: “Los siete samuráis”. En esta película japonesa se
presenta una escena donde los samuráis sin empleo son sometidos a una
prueba de su habilidad en el manejo de la espada. Esto es ficticio, pero no
hay duda que todo se basa en hechos históricos. El jefe de la empresa
inventó la forma por la que sería puesto a prueba cada espadachín. Situó a
un joven de la aldea detrás de la entrada por la que deberían pasar todos los
que entraran al edificio. Tan pronto como el samurai intentara pasar el
umbral, el joven debía golpearlo súbitamente con un palo y ver cómo se
comportaba el recién llegado.
El primero fue sorprendido y recibió el golpe del palo con toda su
fuerza. No pasó la prueba. El segundo evadió el golpe y golpeó a su vez al
joven. No se le consideró lo bastante bueno como para pasar la prueba. El
tercero se detuvo en la puerta y le dijo a quien se ocultaba tras ella que no
intentara un truco tan sucio con un guerrero tan experimentado. Porque éste
percibió la presencia de un enemigo secreto adentro aun antes de ver al que
estaba tan seguramente escondido. Esto se debía a la larga experiencia por
la que había pasado este samurai en aquellos días turbulentos. Probó ser así
un candidato apto para la labor que había que realizar en la aldea.
Esta sensación de la existencia de un enemigo invisible parece haberse
desarrollado entre los espadachines en un grado notable en aquellos días
feudales, cuando el samurai tenía que estar sobre la alerta en cualquier
posible situación que pudiera surgir en su vida cotidiana. Aun dormido
estaba listo a enfrentarse a un acontecimiento imprevisto.
No sé si este sentido podría llamarse un sexto sentido o una especie de
telepatía y, por tanto, ser un tema de la llamada parapsicología. Quiero
mencionar cuando menos que los filósofos del arte de la espada atribuyen
este sentido adquirido por el espadachín al funcionamiento del inconsciente,
que se despierta cuando alcanza un estado de despersonalización, de no-
conciencia. Dirían que cuando el hombre es adiestrado hasta alcanzar el
más alto grado del arte, no tiene la conciencia relativa ordinaria con la que
conoce que está envuelto en la lucha por la vida y la muerte, y que cuando
su adiestramiento se pone en práctica, su mente es como un espejo en el que
se refleja todo pensamiento que pueda haber en la mente del opositor, y
sabe de inmediato dónde y como atacar al oponente. (Para ser exactos, esto
no es conocimiento sino una intuición que se realiza en el inconsciente). Su
espada se mueve, mecánicamente como si dijéramos, por sí misma, sobre
un oponente que encuentra imposible la defensa porque la espada cae en el
lugar donde el oponente no está en guardia. El inconsciente del espadachín
es así, se dice, el resultado de la despersonalización que, de acuerdo con la
“Razón del Cielo y de la Tierra”, abate todo lo que está en contra de esta
Razón. La carrera o la batalla del arte de la espada no es para el más rápido,
el más fuerte o el más diestro, sino para aquel cuyo espíritu es puro y
despersonalizado.
Que aceptemos o no esta interpretación es otro problema; el hecho es
que el maestro posee lo que podemos designar como el inconsciente y que
este estado anímico se alcanza cuando ya no es consciente de sus actos y
deja todo a algo que no es su conciencia relativa. Llamamos a esto algo o
alguien; como está fuera del campo ordinario de la conciencia no tenemos
palabra para designarlo salvo un nombre negativo, X, a el inconsciente. Lo
desconocido, o X, o es demasiado vago y como se relaciona con la
conciencia de tal manera que X se aprovecha de toda la habilidad técnica
adquirida conscientemente, puede ser designada, no impropiamente, como
el inconsciente.

¿Cuál es la naturaleza de este inconsciente? ¿Está todavía dentro del


campo de la psicología, aunque en el sentido más amplio del término? ¿Se
relaciona de alguna manera con la fuente de todas las cosas, como la
“Razón del Cielo y la Tierra” o con algún otro concepto que aparezca en la
ontología de los pensadores orientales? ¿O debemos llamarlo “el gran
conocimiento perfecto del espejo (adarsanajnana)”, como lo llaman a
veces los maestros zen?
El siguiente incidente, relatado por Yagyu Tajima-no-kami Munenori,
un discípulo de Takuan, el maestro Zen, quizá no esté relacionado
directamente con el inconsciente descrito en la parte precedente de este
ensayo. Una de las razones es que no se enfrenta realmente al enemigo.
Pero quizá no sea indiferente para el psicólogo el descubrir que una facultad
que puede ser llamada casi para-psíquica pueda desarrollarse mediante
cierta forma de disciplina. Puedo añadir tal vez que el caso de Yagyu
Tajima-no-kami no ha sido comprobado, por supuesto, de una manera
científica. Pero hay varios de estos casos registrados en los anales del arte
japonés de la esgrima y aun en nuestras experiencias modernas hay razón
para creer en la probabilidad de esa intuición “telepática”, si bien que debo
repetir que este tipo de fenómeno psicológico no tiene probablemente nada
que ver con el inconsciente del que he estado hablando.
Yagyu Tajima-no-kami estaba en un día de primavera en su jardín
admirando los cerezos en flor. Estaba, en apariencia, profundamente absorto
en la contemplación. De repente sintió que un sakki7 lo amenazaba por la
espalda. Yagyu se dio vuelta, pero no vio cerca otro ser humano que el paje
que generalmente sigue a su señor llevándole la espada. Yagyu no pudo
determinar de qué fuente emanaba el sakki. Este hecho lo dejó
considerablemente sorprendido. Porque había adquirido, después de un
largo adiestramiento en el arte de la espada, una especie de sexto sentido
por el que era capaz de advertir de inmediato la presencia del sakki.
Pronto se retiró a su habitación y trató de resolver el problema, que le
preocupaba mucho. Pues con anterioridad nunca había cometido un error al
advertir y localizar claramente el origen del sakki al sentir su presencia.
Parecía tan molesto consigo mismo que todos los miembros del séquito
temían acercársele para preguntarle qué le pasaba.
Por fin, uno de los servidores más viejos se le acercó para preguntarle si
no se sentía enfermo y si no necesitaba alguna ayuda. Dijo el señor: “No, no
estoy enfermo. Pero he experimentado algo extraño cuando estaba en el
jardín, algo que escapa a mi entendimiento. Estoy examinando la cuestión.”
Y le relató todo el incidente.
Cuando los servidores se enteraron de ello, el paje que seguía al señor
se acercó temblando e hizo su confesión: “Cuando vi a su señoría tan
absorto admirando los cerezos en flor, me asaltó la idea: Por diestro que sea
nuestro señor en el uso de la espada, no podría probablemente defenderse si
en este momento yo lo atacara de repente por la espalda. Es probable que
este pensamiento secreto mío fuera sentido por el señor.” Al confesar, el
joven estaba dispuesto a ser castigado por el señor por su pensamiento
indecoroso. Esto aclaró todo el misterio que había preocupado tanto a
Yagyu; éste no estaba en ánimo de castigar al ingenuo y joven culpable. Le
satisfizo advertir que su sensación no había errado.
III. El concepto del yo en el budismo zen
El enfoque Zen de la realidad que puede definirse como precientífico es
algunas veces anticientífico en el sentido que el Zen se mueve por entero en
oposición a la dirección seguida por la ciencia. Esto no significa
necesariamente que el Zen se oponga a la ciencia, sino simplemente que
para entender el Zen hay que tomar una posición que ha sido hasta ahora
descuidada o más bien ignorada por los científicos como “acientífica.
Las ciencias son uniformemente centrífugas, extravertidas y contemplan
“objetivamente” la cosa que toman para el estudio. La posición que asumen
es mantener la cosa lejos de ellas y nunca tratar de identificarse con el
objeto de su estudio. Aún cuando miran hacia dentro para
autoinspeccionarse, cuidan de proyectar hacia fuera lo que está adentro,
convirtiéndose así en extraños a ellos mismos como si lo que está dentro no
les perteneciera. Tienen un miedo cerval a ser “subjetivos”. Pero debemos
recordar que mientras permanecemos fuera somos extraños; que por esa
misma razón, nunca podemos conocer la cosa misma —que lo único que
podemos conocer es algo sobre ella— lo que significa que nunca podemos
saber qué es nuestro verdadero yo. Los científicos, por tanto, nunca pueden
esperar alcanzar el Yo, por mucho que lo deseen. Sin duda pueden hablar
mucha sobre ello, pero eso es todo. El Zen nos aconseja, pues, advertir la
dirección que sigue la ciencia si hemos de conocer realmente al Yo. Se dice
que el estudio propio de la humanidad es el hombre y, en este caso, el
hombre debe ser tomado en el sentido del Yo, porque es la humanidad y no
la animalidad la que puede tener conciencia del Yo. Me temo que los
hombres o las mujeres que no aspiran al conocimiento del Yo deben
atravesar otro ciclo de nacimiento y muerte. “Conocerte a ti mismo” es
conocer el Yo.
El conocimiento científico del Yo no es conocimiento real mientras
objetive al Yo. La dirección científica del estudio debe ser invertida y el Yo
debe ser captado desde dentro y no desde fuera. Esto significa que el Yo
debe conocerse sin salirse de sí mismo. Algunos podrían preguntar:
“¿Cómo puede ser esto posible? El conocimiento implica siempre una
dicotomía, el conocedor y el objeto conocido.” Respondo: “El
autoconocimiento es posible sólo cuando se lleva a cabo la identificación de
sujeto y objeto; es decir, cuando los estudios científicos llegan a su término,
abandonan todos sus instrumentos de experimentación y confiesan que no
pueden continuar las investigaciones, si no pueden trascenderse realizando
un salto milagroso al campo de la subjetividad absoluta.”
El campo de la subjetividad absoluta es donde habita el Yo. “Habitar”
no es del todo correcto aquí, porque sólo sugiere el aspecto estático del Yo.
Pero el Yo está siempre en movimiento o devenir. Es un cero que es una
estaticidad, y al mismo tiempo, una infinitud, con lo que se indica que está
siempre en movimiento. El Yo es dinámico.
El Yo es comparable a un círculo que no tuviera circunferencia, es
sünyatä, vacío. Pero es también el centro de ese círculo, que se encuentra en
todas partes y en cualquier parte del círculo. El Yo es el punto de
subjetividad absoluta que puede expresar el sentido de inmovilidad o
tranquilidad. Pero como este punto puede moverse hacia donde queramos, a
puntos infinitamente variados, no es realmente un punto. El punto es el
círculo y el círculo es el punto. Este milagro aparentemente imposible tiene
lugar cuando la dirección que sigue la ciencia es invertida y vuelve al Zen.
El Zen es, en verdad, el realizador de este imposible.
Así, a medida que el Yo se mueve del cero al infinito y del infinito al
cero, no es de ninguna manera un objeto de estudios científicos. Como es la
subjetividad absoluta, evita todos nuestros esfuerzos por localizarlo en un
punto objetivamente definible. Como es tan elusivo y no puede ser captado,
no podemos hacer experimentos científicos con él. No podemos atraparlo a
través de medios objetivamente construidos. Todo el talento científico no
basta para realizar esto, porque no está en la naturaleza de las cosas dentro
de su esfera de operación. El Yo, cuando está propiamente ajustado, sabe
cómo descubrirse sin atravesar el proceso de objetivación.
Me referí antes al reciente libro de De Rougemont, Man’s Western
Quest8, en el que nombra a “la persona” y “la máquina” como dos de los
rasgos que distinguen la naturaleza de la búsqueda occidental de la realidad.
Según él, “la persona” fue en un principio un término legal en Roma.
Cuando el cristianismo se planteó el problema de la Trinidad, sus sabios
empezaron a emplear el término, teológicamente, como se advierte en
expresiones como “la divina persona” y “la persona humana”,
armónicamente reconciliadas en Cristo. Tal como lo empleamos ahora,
tiene una connotación moral-psicológica con todas sus implicaciones
históricas. El problema de la persona se reduce finalmente al del Yo.
La persona de De Rougemont es dualista por su naturaleza y siempre se
produce dentro de ella algún tipo de conflicto. Este conflicto, tensión o
contradicción es lo que constituye la esencia de la persona y naturalmente
se desprende de aquí que el sentimiento de miedo e incertidumbre
acompaña en secreto cualquier tipo de actividad que manifieste. En
realidad, podemos afirmar que es justo este sentimiento mismo el que
impulsa a la persona a cometer actos desequilibrados de pasión y violencia.
El sentimiento está en el origen de todos los actos humanos y no las
dificultades dialécticas. La psicología es lo primero, después la lógica y el
análisis, no a la inversa.
Según De Rougemont, es por tanto imposible que los occidentales
trasciendan el dualismo que reside en la naturaleza misma de la persona
mientras se aferren a su tradición histórico-teológica del Dios-hombre o el
hombre-Dios. A este conflicto dualista en el inconsciente y al resultante
sentido de inquietud se debe el que se aventuren al tiempo y al espacio. Son
absolutamente extrovertidos y no introvertidos. En vez de buscar dentro de
la naturaleza de la persona y captarla, tratan objetivamente de reconciliar
los conflictos dialécticos que disciernen en el plano de la intelección. En
cuanto a la persona misma, citaré a De Rougemont. Según él:
La persona es llamado y respuesta, es acción y no hecho, ni objeto, y el
análisis completo de los hechos y los objetos nunca será una prueba
indiscutible de ella.
La persona nunca está aquí o allí, sino en la acción, en una tensión, en
un impulso impetuoso —con menor frecuencia— como fuente de un feliz
equilibrio, como nos sugiere una obra de Bach.
Esto suena muy bien. La persona es realmente lo que describe De
Rougemont y está en correspondencia con lo que los budistas dirían sobre
el Atman9, “Ha entrado en la disolución” (visan-kara).
Pero a los mahayanistas10 les gustaría preguntar esto al autor de las citas
anteriores: “¿Quién es usted para decir todas estas cosas tan bien dichas
desde el punto de vista conceptual? Quisiéramos entrevistarlo a usted
personal, concreta o existencialmente. Cuando usted dice, ‘Mientras vivo,
vivo en contradicción; ¿quién es este ‘yo’? Cuando nos dice que la
antinomia fundamental de la persona debe ser sustituida por la fe ¿quién es
el que asume esta fe? Detrás de la fe, la experiencia, el conflicto y la
conceptualización debe haber un hombre vivo que haga todo esto.”
He aquí la historia de un monje Zen que directa y concretamente puso el
dedo sobre la persona y permitió que su interrogador viera cómo era. El
monje fue conocido después con el nombre de Obaku Kiun (murió en 850),
uno de los grandes maestros Zen de la dinastía T’ang. El gobernador del
distrito visitó una vez un monasterio bajo su jurisdicción. El abad lo llevó a
inspeccionar las diferentes partes de las instalaciones. Cuando llegaron a
una habitación en la que se encontraban los retratos de los abades sucesivos,
el gobernador señaló a uno de ellos y le pregunté: “¿Quién es éste.”
El abad respondió: “El último abad.” La segunda pregunta del
gobernador fue: “He aquí su retrato ¿dónde está la persona?” Esto era más
de lo que el abad podía responder. El gobernador insistió, sin embargo, en
que respondiera a su pregunta. El abad estaba desesperado, pues no podía
encontrar a nadie entre sus seguidores que pudiera satisfacer al gobernador.
Finalmente se acordó de un extraño monje que había llegado recientemente
al monasterio en busca de alojamiento y que pasaba casi todo su tiempo
libre manteniendo los patios barridos y en orden. Pensó que este extranjero,
que parecía ser un monje Zen, podría responder al gobernador. Llamaron al
monje y se lo presentaron al gobernador. Éste se dirigió respetuosamente al
monje:
“Venerable Señor, estos caballeros no quieren, por desgracia,
responder a mi pregunta. ¿Sería usted lo bastante bondadoso para
hacerlo?”
El monje dijo: “¿Cuál es su pregunta?”
El gobernador le contó lo que acababa de pasar y repitió la pregunta:
“He aquí el retrato del último abate pero ¿dónde está la persona?”
El monje de inmediato clamó: “¡Oh, Gobernador!”
El gobernador respondió: “Si, Venerable Señor!”
“¿Dónde está?” Esta fue la solución del monje.
Los científicos, incluyendo a los teólogos y los filósofos, gustan de ser
objetivos y evitan ser subjetivos, sea lo que fuere lo que esto quiera decir.
Pero se adhieren firmemente a la opinión de que una afirmación es
verdadera sólo cuando es objetivamente valuada o comprobada y no sólo
subjetiva o personalmente experimentada. Olvidan el hecho de que una
persona vive siempre una vida personal y no una vida conceptual o
científicamente definida. Por exacta, objetiva o filosófica que pudiera ser la
definición dada, no es la definición lo que vive la persona sino la vida
misma y es esta vida lo que constituye el tema del estudio humano. La
objetividad o la subjetividad no es aquí el problema. Lo que nos concierne
más vitalmente es descubrir por nosotros mismos, personalmente, dónde
está esta vida, cómo es vivida. La persona que se conoce a sí misma nunca
es afecta a la teorización, nunca escribe libros, nunca tiende a dar
instrucciones a otros; siempre vive su vida única, su vida creadora libre.
¿Qué es? ¿Dónde está? El Yo se conoce a sí mismo desde dentro y nunca
desde afuera.
Como vemos por esta historia de Obaku y el gobernador, por lo general,
nos satisfacemos con el retrato o el parecido, e imaginando al hombre
muerto, no hacemos la pregunta del gobernador: “He aquí el retrato, pero
¿dónde está la persona?” Traduzcamos todo el tono de la historia a nuestra
manera moderna de decir las cosas: “La existencia (incluyendo a la
persona) es sostenida por el invento continuo de soluciones relativas y de
compromisos útiles.” La idea del nacimiento y la muerte es una solución
relativa y el hacer retratos es un tipo de transacción sentimentalmente útil.
Pero en cuanto a la presencia de una personalidad viva real, no hay nada
semejante, de ahí la pregunta del gobernador: “¿Dónde está la persona?”
Obaku era un monje zen y no perdió tiempo en despertarlo de un mundo de
conceptos parecido al mundo de los sueños con el llamado: “¡Oh,
Gobernador!” La respuesta vino enseguida: “¡Sí, Venerable Señor!” Vemos
aquí a la persona entera salir de la cámara del análisis, la abstracción y la
conceptualización. Al entender esto sabemos quién es la persona, dónde
está y quién es el Yo. Si se identifica a la persona con una simple acción y
nada más, no es una persona viva, sino intelectualizada, no es mi Yo, ni es
tu Yo.
A Joshu Jushin (778-897) le preguntó un día mi monje: “¿Qué es mi
Yo?” Dijo Joshu: “¿Has terminado la colación matutina?” “Sí, he
terminado.” Joshu le dijo entonces: “Si es así, lava tu taza.” El comer es un
acto, el lavar es un acto, pero lo que se quiere en el zen es el actor mismo,
es el que come y lava, el que ejecuta los actos de comer y lavar; y a no ser
que la persona sea captada existencial o experimentalmente, no puede
hablarse del actuar. ¿Quién tiene conciencia del actuar?, ¿y quién te
comunica este hecho de la conciencia?, ¿y quién eres tú que dices todo esto
no sólo a ti mismo sino a todos los demás? “Yo”, “tú”, “ella” o “ello”, son
pronombres que representan algo que está detrás. ¿Quién es éste algo?
Otro monje le preguntó a Joshu: “¿Qué es mi Yo?” Dijo Joshu: “¿Ves el
ciprés en el patio?”
No es el acto de ver sino el que ve a quien quiere captar el maestro
Joshu. Si el Yo es el eje de la espiral y nunca se objetiva ni actualiza sigue
allí y el zen nos dice que debemos captarlo con las manos desnudas y
mostrar al maestro lo que es inapresable, inobjetivable o inalcanzable (en
japonés, fukatoku; en chino, pu-ko-te; en sánscrito, anupalabdha). Aquí
está, como podemos advertir, la discrepancia entre la ciencia y el zen. El
zen, sin embargo, debemos recordarlo, no tiene ninguna objeción al enfoque
científico de la realidad; el zen sólo pretende decir a los científicos que el
suyo no es el único método sino que existe otro que, según el zen, es más
directo, más interior y más real y personal, método que los científicos
pueden llamar subjetivo pero que no lo es de la manera en que ellos lo
designarían o definirían.
Persona, individuo, Yo y ego, los utilizo como sinónimos en este
ensayo. La persona es moral o cognoscitiva, el individuo contrasta con un
grupo de cualquier tipo, el ego es psicológico y el Yo es tanto moral como
psicológico y tiene también una connotación religiosa.
Desde el punto de vista zen lo que distingue en forma única,
psicológica, la experiencia del Yo es que está saturado por el sentimiento de
autonomía, libertad, autodeterminación y, por última, capacidad creadora.
Hokoji le preguntó a Baso Do-ichi (muerto en 788): “¿Quién es la persona
que está sola, sin compañero, entre las diez mil cosas (dharma11)?”
Respondió Baso: “Te lo diré cuando te tragues el Río del Oeste de un solo
trago.”
Éste es el tipo de realización que el Yo o la persona logra. Los
psicólogos o teólogos que hablan del haz de sucesivas percepciones o
impresiones, de la Idea, del principio de unidad, de la totalidad dinámica de
la experiencia subjetiva o del eje no-existencial de las actividades humanas
curvilíneas son los que van en la dirección opuesta a la del zen. Por lo tanto,
afirmo que la ciencia o lógica es objetiva y centrífuga mientras que el zen
es subjetivo y centrípeto.
Alguien ha observado: “Todo lo que está afuera le dice al individuo que
no es nada, mientras que todo lo que está adentro lo convence de que es
todo.” Éste es un dicho notable, porque es lo que siente cada uno de
nosotros cuando se sienta tranquilamente y vuelve la mirada hacia la parte
más interior de su ser. Algo se mueve allí y le susurra con voz suave que no
ha nacido en vano.
Leí en otra parte: “Eres juzgado solo; solo entras en el desierto; solo te
pasa el mundo por su tamiz.” Pero si un hombre mira dentro de sí mismo
con toda sinceridad, comprenderá que no está solo, abandonado, ni es
objeto de deserción; hay dentro de él cierto sentimiento de un aislamiento
regio y magnífico, que se sostiene por sí mismo y, sin embargo, no está
separado del resto de la existencia. Esta situación única, aparente u
objetivamente contradictoria, se produce cuando se acerca a la realidad a la
manera zen. Lo que le hace sentirse así viene de su capacidad creadora u
originalidad que experimenta personalmente, que es suya cuando trasciende
el campo de la intelección y la abstracción. La capacidad creadora difiere
del simple dinamismo. Es el sello del factor autodeterminante que llamamos
el Yo.
La individualidad es también importante para señalar el Yo, pero es más
política y ética, y está estrechamente aliada a la idea de responsabilidad.
Pertenece al campo de las relatividades. Puede asociarse a la fuerza
autoafirmadora. Es siempre consciente de otros y en esa medida está
controlada por ellos. Donde se acentúa el individualismo, prevalece el
sentimiento mutuamente restrictivo de tensión. No hay libertad, ni
espontaneidad, sino una profunda y pesada atmósfera, o la inhibición, la
supresión y la opresión lo domina a uno, y el resultado es la perturbación
psicológica en todas sus variantes.
La individuación es un término objetivo que distingue a uno de otro.
Cuando la distinción se hace exclusiva, el deseo de poder levantar cabeza y
con frecuencia se vuelve incontrolable. Cuando no es demasiado fuerte o
cuando es más o menos negativa, uno se vuelve extremadamente consciente
de la presencia de comentarios o críticas. Esta conciencia nos empuja con
frecuencia a la miserable servidumbre, recordándonos el Sartor Resartus,
de Carlyle. “La filosofía de la ropa” es una filosofía del mundo aparente en
el que todos se visten para todos los demás, para parecer distintos a sí
mismos. Esto es interesante. Pero cuando va demasiado lejos, se pierde la
propia originalidad, se pone uno en ridículo y se convierte en un mono.
Cuando este aspecto del Yo se desarrolla hasta hacerse demasiado
prominente y dominante, el verdadero Yo es rechazado y reducido
frecuentemente a un no-ser, lo que significa esta supresión. Porque el
inconsciente creador nunca puede ser suprimido; se afirmará de una u otra
manera. Cuando no puede afirmarse de la manera que le es natural, romperá
todas las barreras, en algunos casos violenta y en otros patológicamente. De
cualquier manera, el verdadero Yo queda irremisiblemente arruinado.
Preocupado por este hecho, Buda expresó la doctrina de annatta,
niratma o el no-ego, para despertarnos del sueño de las apariencias. El
budismo zen no quedó satisfecho, sin embargo con la manera un poco
negativa de Buda de presentar la doctrina y procedió a demostrarla en la
forma más afirmativa y más directa posible de modo que los fieles budistas
no cometieran un error al acercarse a la realidad.
Veamos un ejemplo de Rinzai Gigen (muerto en 867):
Un día dijo este sermón: “Hay un hombre verdadero sin ninguna
jerarquía en la masa de carne desnuda, que entra y sale de tus puertas
faciales [es decir, los órganos de los sentidos].
Los que todavía no han dado testimonio [del hecho]; ¡miren, miren!”
Un monje se adelantó y le preguntó: “¿Quién es el hombre verdadero
sin ninguna jerarquía?”
Rinzai se levantó de su silla y, agarrando al monje por el cuello, dijo:
“¡Habla, habla!”
El monje vaciló.
Rinzai lo dejó ir y afirmó: “¡Qué despreciable palo sucio!”
12

“El hombre verdadero sin ninguna jerarquía” es el término que usa


Rinzai para expresar el Yo. Su enseñanza gira casi exclusivamente en torno
a este Hombre (nin-jên) o Persona, que es llamado a veces “el hombre-
Camino” (donin o tao-jên). Puede decirse que es el primer maestro zen en
la historia del pensamiento zen en China que destaca claramente la
presencia de este Hombre en todas las fases de nuestra actividad vital
humana. Nunca se cansa de llevar a sus seguidores a la comprensión del
Hombre, del Yo verdadero. El verdadero Yo es una especie de ser
metafísico en oposición al yo psicológico o ético que pertenece a un mundo
finito de relatividad. El hombre de Rinzai se define como “sin ninguna
jerarquía”, “independiente de” (mu-ye, wu-i) o “sin ropas”13, todo lo cual
nos hace pensar en el Yo “metafísico”.
Después de esta observación preliminar procedamos a citar a Rinzai
ampliamente, en cuanto a su opinión sobre el Hombre, Persona o Yo,
porque creo que aquí se expresa muy elocuente y minuciosamente sobre el
tema y nos ayudará a entender el concepto zen del Yo.
De Rinzai sobre el Yo, o “el que está en este momento, justo frente a
nosotros, solitaria e iluminadoramente, con plena conciencia, escuchando
esta plática sobre el Dharma”
14
.

[Después de hablar del cuerpo triple de Buda (trikaya), Rinzai


prosiguió:] Todas éstas no son, estoy seguro, sino sombras. ¡Oh Venerables
Señores! Deben reconocer al Hombre (jên) que juega con estas sombras,
que es la fuente de todos los Budas y el refugio que toman los seguidores
del Camino en dondequiera que estén.
No es ni su cuerpo, ni su estómago, ni su hígado, ni su riñón, ni el vacío
del espacio, el que expone el Dharma y lo escucha. ¿Quién es entonces el
que entiende todo esto? Es Él que está justamente frente a ustedes, con
plena conciencia, sin una forma visible y en la brillantez solitaria. Este Uno
sabe cómo hablar sobre el Dharma y cómo escucharlo.
Si ustedes pueden ver esto, no se diferencian de ninguna manera de
Buda y los patriarcas. [El que sí entiende] no es interrumpido a través de
todos los períodos del tiempo. Está en todas partes que nuestros ojos pueden
abarcar. Sólo nuestros obstáculos afectivos interceptan la intuición; por
nuestras imaginaciones, la Realidad está sujeta a diferenciación. Por tanto,
sufriendo una diversidad de dolores, transmigramos al triple mundo. De
acuerdo con mi opinión, nada es más profundo que [este Uno], y por éste
cada uno de nosotros puede obtener su emancipación.
¡Oh seguidores del Camino! El espíritu es informe y penetra los diez
cuartos. Con los ojos es el ver; con los oídos es el oír; con la nariz siente los
olores; con la boca discute; con la mano recoge; con las piernas camina.

¡Oh seguidores del Camino! El que, en este momento, justamente frente


a nosotros, brillantemente, en la soledad, y con plena conciencia escucha [la
plática sobre el Dharma], este Hombre (jên) no se detiene en ninguna parte,
atraviesa los diez cuartos, es dueño de sí mismo en el triple mundo. Como
entra en todas las situaciones, como discrimina todo, no debe ser desviado
[de lo que es].
En un instante de pensamiento quiere penetrar al mundo del Dharma.
Cuando se encuentra con Buda habla a la manera de un Buda; cuando se
encuentra con un patriarca habla a la manera de un patriarca; cuando se
encuentra con un arhat habla a la manera de un arhat; cuando se encuentra
con un fantasma hambriento habla a la manera de un fantasma hambriento.
Apareciendo por todas partes, quiere peregrinar a través de todas las
tierras y enseñar a todos los seres y, sin embargo, no salirse de un instante
de pensamiento. Por todas partes a donde va permanece puro, indefinido, su
luz penetra los diez cuartos y las diez mil cosas son de una Igualdad.

¿Cuál es el verdadero entendimiento?


Eres tú el que entra en todas las [situaciones]: lo ordinario y lo sagrado,
lo impuro y lo puro; eres tú quien entra en todas las tierras de Buda, en la
Torre de Maitreya15, en el mundo del Dharma de Vairochana16; y en
dondequiera que entras manifiestas una tierra sujeta a [las cuatro etapas del
devenir]: comenzar a existir, seguir existiendo, destrucción y extinción.
Buda, al aparecer en el mundo, dio vueltas a la gran rueda del Dharma y
entró en el Nirvana [en vez de permanecer para siempre en el mundo como
habríamos podido esperar nosotros, los simples mortales]. No obstante, no
hay signos de este ir y venir. Si tratamos de rastrear su nacimiento y su
muerte no los encontramos en ninguna parte.
Al entrar en el mundo del Dharma de lo Nonato, peregrina por todas las
tierras. Al entrar al mundo del Vientre de Loto, ve que todas las cosas son
del Vacío y no tienen realidad. El único ser que es, es el hombre-Tao (tao-
jên) quien, sin depender de nada, escucha en este momento [mi] plática
sobre el Dharma. Y este Hombre es la madre de todos los Budas.
Así, Buda nace de aquello que no depende de nada. Cuando se entiende
aquello que no depende de nada, también el Buda se considera inalcanzable.
Cuando se adquiere esta visión se dice que se tiene el verdadero
conocimiento.
Los estudiosos, sin saberlo, se aferran a nombres y frases y son
obstaculizados por esos nombres ordinarios o sabios. Cuando su visión del
Camino es obstruida de esta manera, no pueden ver claramente [el Camino].
Hasta las doce divisiones de la enseñanza budista no son más que
palabras y expresiones [y no realidades]. Los estudiosos, al no entender
esto, tienden a extraer sentido de las meras palabras y frases. Como todos
dependen de algo, se enredan en la causación y no pueden escapar a un
ciclo de nacimientos y muertes en el mundo triple.
Si quieres trascender el nacimiento y la muerte, el ir y venir, y estar
libremente desligado, deberás reconocer al Hombre que en este momento
escucha esta plática sobre el Dharma. Es el que no tiene ni aspecto ni
forma, ni raíz, ni tronco, y que, sin un lugar donde habitar, está lleno de
actividades.
Responde a todos los tipos de situaciones y manifiesta sus actividades y,
sin embargo, no sale de ninguna parte. Por tanto, tan pronto como tratas de
buscarlo está lejos: cuanto más te acercas, más se aleja de ti. “Secreto” es su
nombre.

Hay el que está precisamente frente a todos estos seguidores del


Camino, en este mismo momento, escuchando mi plática sobre el Dharma,
el que no es quemado por el fuego, no es ahogado por el agua, el que vaga
como en un jardín, aún cuando entra en los tres senderos malos o en
Naraka, 17 es el que nunca sufre consecuencias kármicas, ni cuando entra al
reino de los fantasmas hambrientos o de los animales. ¿Por qué? Porque no
conoce condiciones que deba evitar.
Si aman ustedes al sabio y odian al ordinario, se hundirá en el océano
del nacimiento y la muerte. Las malas pasiones se deben al espíritu; si no se
tiene espíritu ¿qué malas pasiones podrán atar? Cuando no perturban las
distinciones ni los lazos, en poco tiempo y sin esfuerzo se alcanzará el
Camino. Mientras ustedes corran entre sus vecinos en un estado de ánimo
confuso, volverán al campo del nacimiento y la muerte, por todos los
“innumerables kalpas” a través de los cuales traten de dominar el Camino.
Es mejor volver al monasterio y sentarse apaciblemente, con las piernas
cruzadas, en el recinto de meditación.
5

¡Oh seguidores del Camino! Ustedes, que están en este momento


escuchando mi plática sobre el Dharma, no son los cuatro elementos [que
constituyen su cuerpo]. Ustedes son eso que hace uso de los cuatro
elementos. Cuando puedan ver esta [verdad], podrán ser libres en su ir y
venir. Hasta donde puedo ver no hay nada que pudiera rechazar.

[El maestro dijo una vez el siguiente sermón:] Lo que es requisito de los
aprendices del Camino es tener fe en ellos mismos. No buscar hacia afuera.
Cuando se hace esto, se es arrastrado por cosas externas inesenciales y
serán incapaces de distinguir el bien y el mal. Hay Budas, hay patriarcas,
pueden decir, pero éstos no son más que simples huellas verbales que deja
detrás el verdadero Dharma. Si un hombre aparece ante ustedes
desplegando una palabra o una frase en sus complicaciones dualistas,
ustedes quedan desorientados y empiezan a abrigar una duda. Sin saber qué
hacer, acuden a los vecinos y los amigos, inquiriendo en todas direcciones.
Se encuentran completamente perdidos. Los hombres de gran carácter no
deben perder el tiempo entregándose así a discusiones y conversaciones
ociosas sobre el huésped y el intruso, lo bueno y lo malo, la materia y la
riqueza.
Tan cierto como que yo 18 estoy aquí, no respeto a monjes ni laicos.
Cualquiera que se presente ante mí, sé de dónde viene el visitante. No
importa lo que trate de suponer, sé que se funda invariablemente en
palabras, actitudes, letras, frases, todo lo cual no es sino un sueño o visión.
Sólo veo al Hombre que viene cabalgando en todas las situaciones posibles;
es el tema misterioso de todos los Budas.
La situación de Buda no puede proclamarse como tal. Es el Hombre del
Camino [tao-jên o doin] de la no dependencia el que sale cabalgando a la
situación.
Si un hombre se me acerca y me dice: “Busco al Buda”, yo me
comporto de acuerdo con la situación de pureza. Si un hombre se me acerca
y me pregunta por el bodhisattva, actúo de acuerdo con la situación de
compasión (maitrĩ o karunã). Si un hombre viene y me pregunta por el
bodhi [o iluminación], actúo de acuerdo con la situación de belleza
incomparable. Si un hombre se me acerca y me pregunta por el Nirvana, me
comporto de acuerdo con la situación de serena quietud. Las situaciones
pueden variar infinitamente, pero el Hombre no varía. Así, [se dice],
“[Ello]19 toma formas de acuerdo con las condiciones, como la luna que se
refleja (diversamente) en el agua.”
[Es posible que se requieran algunas palabras de explicación. Dios,
mientras permanece en sí mismo, consigo mismo y para sí mismo es la
subjetividad absoluta, la sũnyatã misma. Tan pronto como empieza a
moverse, sin embargo, es un creador y se desarrolla el mundo con sus
situaciones o condiciones infinitamente variables. El Dios original o la
Divinidad no ha quedado detrás en su soledad, él es la multiplicidad de las
cosas. Es el razonamiento humano, que es tiempo, lo que con tanta
frecuencia nos inclina a olvidarlo y situarlo fuera de nuestro mundo de
tiempo, espacio y causalidad. La terminología budista difiere mucho
superficialmente de la del cristianismo, pero cuando profundizamos lo
suficiente las dos corrientes se entrecruzan o fluyen de la misma fuente.]

¡Oh seguidores del Camino! Es urgentemente necesario que busquen el


verdadero conocimiento de modo que puedan caminar sin inhibiciones por
todo el mundo sin ser engañados por todos esos espíritus inhumanos [es
decir, falsos maestros del zen].
El aristócrata es el que no tiene ninguna carga, y permanece en un
estado de ocio. Nada extraordinario señala su vida diaria.
Tan pronto como uno se vuelve hacia afuera para buscar las propias
piernas entre los vecinos [como si no las tuviera ya uno consigo], se comete
una falta. Puede tratarse de encontrar al Buda, pero no es más que un
hombre. ¿Conocen al que va así buscando [algo en alguna parte]?
Los Budas y patriarcas han aparecido en los diez cuartos en el pasado,
el futuro y el presente, y su objeto es nada menos que buscar el Dharma.
Todos los seguidores del Camino [bodhi] que están dedicados actualmente
al estudio del Camino —también ellos buscan el Dharma y nada más.
Cuando lo obtienen su tarea está terminada. Si no lo tienen, seguirán
transmigrando como siempre a través de los cinco caminos de la existencia.
¿Qué es el Dharma? No es otra cosa que el espíritu. El Espíritu no tiene
forma y penetra a través de los diez cuartos y sus actividades se manifiestan
precisamente frente a nosotros. La gente no lo cree. Tratan de descubrir sus
nombres y frases, imaginando que el Dharma-Buda está en ellos. ¡Qué lejos
están! Es como la distancia entre el cielo y la tierra.
¡Oh seguidores del Camino! ¿Sobre qué creen que son mis sermones?
Se refieren al Espíritu que entra en la gente ordinaria lo mismo que en los
sabios, en los impuros y en los puros, en los mundanos y en los no
mundanos.
La cuestión es que ustedes, 20 no son ni ordinarios ni sabios, ni
mundanos ni no mundanos. Y son ustedes los que dan nombres a lo no
mundano y a lo mundano, a lo ordinario y a lo sabio. Ni lo mundano ni lo
no mundano, ni lo sabio ni lo ordinario, puede fijar un nombre a este
Hombre (jên).
¡Oh seguidores del Camino! A ustedes les toca captar [esta verdad] y
hacer libre uso de ella. No se apeguen a los nombres. [La verdad] es
llamada el tema misterioso.

No se supone que un hombre de gran carácter sea desviado por otros. Es


dueño de sí mismo dondequiera que va. Donde se encuentra todo está bien
en él.
Tan pronto como penetra un pensamiento de duda, los malos espíritus
ocupan la mente. Tan pronto como el bodhisattva abriga una duda, se da
una buena oportunidad al diablo del nacimiento y la muerte. Sólo evitar que
el espíritu se inquiete, no desear nada de lo exterior.
Cuando surgen las condiciones, permitan la iluminación. Ustedes crean
sólo en El que actúa en este preciso momento. No se emplea de ninguna
manera particularmente específica.
Tan pronto como surge un pensamiento en el espíritu, el triple mundo
surge con todas sus condiciones que son clasificables bajo los seis campos
de los sentidos. Si ustedes actúan como lo hacen en respuesta a las
condiciones ¿qué les falta?
En un momento de pensamiento entran en lo impuro y en lo puro, en la
Torre de Maitreya, en la Tierra de los Tres Ojos. Dondequiera que caminen,
no ven sino hombres vacíos.

¡Oh seguidores del Camino, qué difícil es ser realmente fiel a uno
mismo! El Dharma-Buda es profundo, oscuro e insondable; pero cuando se
entiende ¡qué fácil es! Me paso el día entero diciendo a la gente lo que es el
Dharma, pero los estudiosos no parecen interesarse en absoluto por prestar
atención a lo que digo. ¡Cuántos miles de veces lo hollan bajo sus pies! Y
sin embargo es una oscuridad absoluta para ellos.
[El Dharma] no tiene ninguna forma y, sin embargo, cuán claramente se
manifiesta en su soledad. Pero como son deficientes en fe, tratan de
entender mediante nombres y palabras. Medio siglo de su vida se gasta
simplemente en llevar un cadáver sin vida de una puerta a otra. Corren de
aquí para allá por todo el país llevando todo el tiempo al hombro una bolsa
[cargada de palabras vacías de los maestros imbéciles]. Yamarāja, Señor del
Inframundo, les preguntará seguramente algún día por todas las sandalias
que han gastado.
¡Oh Venerables Señores! cuando les digo que no hay Dharma mientras
lo busquen afuera, los estudiosos no me entienden. Ahora quieren volverse
hacia dentro y buscar su significado. Se sientan contra la pared con las
piernas cruzadas, con la lengua pegada al paladar superior y en un estado de
inmovilidad. Piensan que esta es la tradición budista practicada por los
patriarcas. Aquí se comete un gran error. Si se confunde un estado de pereza
inmóvil con lo que se exige de uno, es reconocer [la oscuridad] de la
Ignorancia21 para su señoría22. Dice un antiguo maestro, “El más oscuro
abismo de la tranquilidad —esto es indudablemente lo que debe
estremecemos.” No es otra cosa que lo que ya hemos dicho. Si [por otra
parte] se toma la movilidad por lo justo, todo el mundo vegetal sabe lo que
es la movilidad. Pero esto no podría llamarse el Tao. La movilidad es la
naturaleza del viento, mientras que la inmovilidad es la naturaleza de la
tierra. Ni una ni otra tienen naturaleza propia.
Si se trata de captar [al Yo] mientras se mueve, permanecerá en un
estado de inmovilidad; si se trata de captarlo mientras permanece inmóvil,
empezará a moverse. Es como el pez que nada libremente sobre las olas en
la profundidad. ¡Oh Señores Venerables! el moverse y el no moverse son
dos aspectos [del Yo] cuando se le contempla objetivamente, mientras que
sólo el Hombre del Camino (tao-jên) no depende de nada, es él quien
libremente hace uso de [los dos aspectos de la realidad], unas veces móvil,
otras inmóvil… [La mayoría de los estudiosos son apresados en esta red
dicótoma.] Pero si hay un hombre que sea, sosteniendo una visión que va
más allá de los patrones de pensamiento ordinarios, 23 y se acercara a mí, yo
actuaría con todo mi ser24.
¡Oh Venerables Señores!: aquí está, sin duda, el punto al que los
estudiosos tienen que aplicarse de todo corazón, porque no hay sitio
siquiera para que atraviese un soplo de aire. Es como un relámpago o como
una chispa de pedernal que cae sobre acero. [Se pestañea] y todo pasa. Si
los ojos de los estudiosos se fijan en el vacío, todo está perdido. Tan pronto
como se le aplica el espíritu, se desvanece; tan pronto como se estimula el
pensamiento, voltea la espalda. Quien comprenda se dará cuenta de que lo
tiene precisamente enfrente25.
¡Oh Venerables Señores! que llevan la bolsa y el cuerpo llenos de
basura26, van de casa en casa con la esperanza de encontrar en alguna parte
al Buda y al Dharma. Pero El que busca así algo en este momento —¿saben
ustedes quién es? Es el más dinámico pero no tiene raíces, no tiene tronco
de ninguna especie. Pueden tratar de captarlo, pero se niega a ser apresado;
pueden tratar de apartarlo, pero no desaparece. Mientras más lo busquen,
más lejos estará. Cuando ya no se le persigue, entonces se encuentra
precisamente frente a ustedes. Su voz suprasensual llena sus oídos. Los que
no tienen fe están gastando su preciosa vida sin ningún fin.
¡Oh Seguidores del Camino! es [él] el que entra en un instante de
pensamiento en el mundo del Vientre de Loto, en la Tierra de Vairochana27,
en la Tierra de la Emancipación, en la Tierra de los Poderes Sobrenaturales,
en la Tierra de la Pureza, en el mundo del Dharma. Es el que entra en lo
impuro y en lo puro, en lo ordinario y en lo sabio. Es también el que entra
en el reino de los animales y los fantasmas hambrientos. Dondequiera que
pueda entrar, no podemos descubrir ninguna huella de su nacimiento y
muerte, por mucho que podamos tratar de localizarlo. Lo que tenemos no es
más que esos nombres vacíos; son como flores alucinantes en el aire. No
merecen que nos esforcemos por captarlos. Ganar y perder, sí y no, todas
las dicotomías deben olvidarse de inmediato.
En cuanto a la manera en que yo, el monje de la montaña, me manejo,
en la afirmación o la negación, es de conformidad con la verdad [el
conocimiento]. Deportiva y suprasensualmente entro con libertad en todas
las situaciones y me aplico como si no estuviera dedicado a nada. Las
transformaciones que pueden tener lugar en el medio que me rodea no
pueden afectarme. Si algo se me acercara con la idea de obtener algo de mí,
simplemente me adelanto y voy a su encuentro. No me reconoce. Me pongo
entonces muy distintas ropas y los estudiosos empiezan a dar sus
interpretaciones, inconcientemente cautivados por mis palabras y frases.
¡Carecen en absoluto del poder de distinción! Se atienen a las ropas que uso
y distinguen sus diversos colores: azul, amarillo, rojo y blanco. Cuando me
las quito y entro en un estado de absoluto vacío, se quedan sorprendidos y
perdidos, y corriendo sin sentido dirían que no tengo ropa. Me dirigiría
entonces a ellos y les diría: “¿Reconocen ustedes al Hombre que anda por
ahí usando toda clase de topas?” Ahora, por fin, voltean súbitamente sus
cabezas y me reconocen [en forma].
¡Oh Venerables Señores! cuídense de tomar las ropas [por las
realidades]. Las ropas no son autodeterminantes; es el Hombre el que se
pone diversas ropas, ropas de pureza, ropas de no-nacimiento, ropas de
iluminación [bodhi], ropas de nirvana, ropas de patriarcas, ropas de
budidad. ¡Oh Venerables Señores! lo que aquí tenemos son meramente
sonidos, palabras, y no son mejores que las ropas que mudamos. Los
movimientos surgen de las partes abdominales y el aliento que atraviesa los
dientes produce diversos sonidos. Cuando se articulan tienen sentido
lingüísticamente. Así comprendemos con claridad que son insustanciales.
¡Oh Venerables Señores! exteriormente mediante sonidos y palabras e
internamente mediante el cambio de modos de conciencia, pensamos,
sentimos, y éstas son todas las ropas con las que nos vestimos. No cometan
el error de tomar por realidades las ropas que usa la gente. Si lo hacen así,
aún después del paso de innumerables kalpas28, seguirán siendo expertos en
ropajes y nada más.
Tendrán que dar vueltas en el triple mundo y girar la rueda de
nacimientos y muertes. Nada es como vivir una vida de ocio, y un viejo
maestro afirma:
Lo encuentro [a él] y sin embargo no [lo] conozco. Converso [con él] y
sin embargo ignoro [su] nombre
La razón por la que en estos días los estudiosos son incapaces [de
acercarse a la realidad] es que su entendimiento no va más allá de nombres
y palabras. Lo que hacen es escribir en sus preciosos cuadernos de notas
palabras de maestros seniles e imbéciles y, después de envolverlas tres, no
cinco veces, ponerlas seguramente en una bolsa. Esto es mantener a los
demás alejados de su curiosa inspección. Pensando que estas palabras de los
maestros encarnan el tema profundo [del Dharma], las atesoran así de la
manera más respetuosa. ¡Qué grave error están cometiendo! ¡Oh los viejos
seguidores de vista ofuscada! ¿Qué clase de jugo esperan que salga de los
viejos huesos resecos? Hay algunos que no saben lo que es bueno y lo que
es malo. Revisando las diversas escrituras y después de mucha especulación
y cálculo, reúnen algunas frases [que utilizan para sus propios fines]. Es
como un hombre que, después de haberse tragado un pedazo de basura, lo
vomita y luego se lo da a otros. Los que, como un hablador, trasmiten el
rumor de boca en boca tendrán que pasarse toda la vida para nada.
Algunas veces dicen: “Somos humildes monjes”, y cuando les
preguntan otros el contenido de la doctrina budista, simplemente se callan y
no tienen nada que decir. Sus ojos son como si miraran en la oscuridad y su
boca cerrada parece un palo doblado de esos que se llevan sobre el
hombro29.
Aún cuando se produzca la aparición de Maitreya en este mundo, esos
están destinados a otro mundo; tendrán que irse al infierno a sufrir una vida
dolorosa.
¡Oh Venerables Señores! ¿qué buscan ustedes yendo tan atareados de un
lugar a otro? El resultado será simplemente que las plantas de sus pies estén
más planas que nunca. No hay Budas que puedan ser captados [mediante
sus esfuerzos mal dirigidos]. No hay Tao (es decir bodhi) que pueda ser
alcanzado [con sus vanos intentos]. No hay Dharma que pueda realizarse
[con su ocioso chapuceo]. Mientras ustedes buscan exteriormente un Buda
con forma [con las treinta y dos marcas de la gran humanidad], nunca
pueden comprender que no se parecen a ustedes [es decir, a su verdadero
Yo]. Si quieren saber cómo es su espíritu original, les diré que no es ni
integrador ni desintegrador. ¡Oh Venerables Señores! el verdadero Buda no
tiene forma, el verdadero Tao [o bodhi] no tiene sustancia, el verdadero
Dharma no tiene forma. Los tres se mezclan en la unidad [de la Realidad].
Los espíritus que son todavía incapaces de comprender esto están sujetos al
desconocido destino de la conciencia del karma.
IV. El koan

Un koan es una especie de problema que el maestro formula a sus


discípulos para que lo resuelvan. “Problema” no es un buen término, sin
embargo, y yo prefiero el original japonés Ko-am (kung-an en chino). Kõ
significa literalmente “público” y an es “un documento”. Pero “un
documento público” nada tiene que ver con el zen. El “documento” zen
cada uno de nosotros lo trae a este mundo al nacer y trata de descifrar antes
de morir.
Según la leyenda de Mahayana, se dice que Buda hizo la siguiente
declaración al salir del cuerpo de su madre: “El cielo arriba, la tierra abajo,
yo solo soy el más honorable.” Este fue el “documento” de Buda, que nos
legó para que lo leyéramos y los que lo leen con exactitud son los
seguidores del zen. No hay ningún secreto en esto, sin embargo, porque está
abierto o es “público” para nosotros, para cada uno de nosotros; y para
quienes tienen ojos para ver la expresión no presenta dificultad. Si hay
algún sentido oculto en esto, está de nuestra parte y no en “el documento”.
El koan está dentro de nosotros mismos y lo que el maestro zen hace no
es más que señalárnoslo para que podamos verlo más claramente que antes.
Cuando el koan es sacado del campo del inconsciente al campo de la
conciencia, se dice que lo hemos entendido. Para realizar este despertar, el
koan asume algunas veces una forma dialéctica pero con frecuencia asume,
superficialmente cuando menos, una forma que carece en absoluto de
sentido.
El siguiente puede clasificarse como dialéctico:
El maestro lleva generalmente un báculo o bastón que utiliza cuando
viaja a través de los caminos montañosos. Pero actualmente se ha
convertido en un símbolo de autoridad en manos del maestro, quien con
frecuencia recurre a él para demostrar su opinión. Lo enseña a la
congregación y dice algo corno esto: “Éste no es un báculo, ¿cómo lo
llamarían ustedes?” Algunas veces puede hacer una declaración como ésta:
“Si ustedes dicen que es un báculo, ustedes ‘tocan’ [o niegan]. Aparte de la
negación y la afirmación ¿cómo lo llamarían?” En realidad, un koan como
éste es algo más que dialéctico.
He aquí una de las soluciones aportadas por un discípulo competente:
una vez, al hacer el maestro esta declaración, salió un monje de la
congregación y, quitándole el báculo al maestro, lo rompió en dos y tiró los
pedazos al suelo.
Hubo otro maestro que, sacando su báculo, hizo esta enigmática
declaración: “Cuando ustedes tengan un báculo, les daré uno; cuando no
tengan ninguno se los quitaré.”
Algunas veces el maestro preguntará con todo derecho: “¿De dónde
vienen?” o “¿A dónde van?”, pero puede de pronto cambiar de tema y
decir: “¡Cómo se parecen mis manos a las de Buda! ¡Y cómo se parecen
mis piernas a las de un burro!”
Uno puede preguntar: “¿Qué importa que mis manos se parezcan a las
de Buda? En cuanto a que mis piernas parezcan las de un burro, la
afirmación parece fantástica. Suponiendo que así sea, ¿qué tiene que ver
esto con el problema último de la existencia, que nos preocupa
seriamente?” Las preguntas o desafíos planteados por el maestro pueden ser
consideradas como “absurdos” si se quiere designar así.
Pondré uno o dos ejemplos más de estos “absurdos” formulados por
otro maestro. Al preguntar un discípulo: “¿Quién es el que esta solo, sin un
compañero entre las diez mil cosas?” El maestro respondió: “Cuando te
tragues de una sola vez el Río del Oeste te lo diré.” “Imposible” será
nuestra reacción inmediata. Pero la historia nos dice que esta observación
del maestro abrió lo que podríamos llamar la cámara oscura de la
conciencia del interrogador.
Fue el mismo maestro que pateó en el pecho a un monje cuyo delito fue
preguntar: “¿Cuál es el sentido del Bodhidharma que viene a China del
Oeste?”, lo que equivale a decir: “¿Cuál es el sentido último del Dharma?”
Cuando el monje se levantó y una vez recuperado, declaró audazmente,
aunque riéndose de todo corazón: “¡Qué extraño que toda forma posible de
samadhi30 que exista en el mundo esté en la punta de un pelo y que yo haya
dominado su significado secreto hasta su más profunda raíz!” ¿Qué posible
relación podría existir entre la patada del maestro y la atrevida declaración
del monje? Esto jamás podría entenderse en el plano de la intelección. Por
absurdo que pueda ser todo esto, es sólo nuestro hábito de
conceptualización el que nos impide enfrentarnos a la realidad última tal
como se muestra desnuda en sí misma. Lo “absurda” tiene en realidad
mucho significado y nos hace levantar el velo que existe mientras
permanezcamos de este lado de la relatividad.

Estas “preguntas y respuestas” (conocidas como mondo en japonés) y


las declaraciones de los maestros llamadas ahora koanes, no eran conocidas
como tales en los días en que se producían: eran simplemente la manera que
utilizaban los buscadores de la verdad para lograr la iluminación y a la que
recurrían los maestros del zen para responder a los monjes que los
interrogaban. Lo que podemos llamar una manera sistemática de estudiar el
zen, comenzó con los maestros de la época Sung, por el siglo XII. Uno de
ellos seleccionó lo que se conoce como el “¡Mu!” (wu en chino) de Jõshü
como un koan y lo entregó a sus discípulos para que meditaran sobre él. La
historia del “¡Mu!” de Joshu es la siguiente: Joshu Jushin (778-897, Chao-
chou Ts’ung-shên en chino) fue uno de los grandes maestros zen de la
dinastía T’ang. Una vez le preguntó un monje: “Tiene un perro la naturaleza
de Buda?” Respondió el maestro: “¡Mu!” “¡Mu!” (wu) significa
literalmente “no”. Pero cuando se le utiliza en un koan el significado no
importa, es simplemente “¡Mu!” Se pide al discípulo que concentre su
mente en el sonido sin sentido “¡Mu!” , independientemente de si significa
“si” o “no” o cualquier otra cosa. Sólo “¡Mu!”, “¡Mu!”, “¡Mu!”.
Esta monótona repetición del sonido “¡Mu!” se prolongará hasta que el
espíritu esté plenamente saturado y no quede espacio para ningún otro
pensamiento. Quien expresa el sonido, audible o inaudiblemente, está ahora
completamente identificado con el sonido mismo. No es ya una persona
individual la que repite: “¡Mu!”; es el “¡Mu!” que se repite solo. Cuando se
mueve no es como una persona consciente de sí misma sino como el
“¡Mu!”. El “¡Mu!” está de pie, se sienta o camina, come o bebe, habla o
permanece en silencio. Lo individual se desvanece del campo de la
conciencia, que está ahora absolutamente ocupada por el “¡Mu!” En
realidad, todo el universo no es sino el “¡Mu!”. “¡El cielo arriba, la tierra
abajo, yo sola soy el más honorable!”. El “¡Mu!” es este “Yo”. Ahora
podemos decir que el “¡Mu!”, el “Yo” y el Inconsciente Cósmico —los tres
son uno y el uno es tres. Cuando prevalece este estado de uniformidad o
identidad, la conciencia es una situación única, que llamo “conscientemente
inconsciente” o “inconscientemente consciente”.
Pero ésta no es todavía una experiencia de satori. Podemos considerarla
como correspondiente a lo que se conoce como samadhi, que quiere decir
“equilibrio”, “uniformidad”, “ecuanimidad” o “un estado de tranquilidad”.
Para el zen esto no basta; debe haber cierto despertar que rompe el
equilibrio y nos devuelve al nivel relativo de la conciencia, al producirse un
satori. Pero este llamado nivel relativo no es realmente relativo; es la
frontera entre el nivel consciente y el inconsciente. Una vez que se toca este
nivel, la conciencia ordinaria es revestida con los ropajes del inconsciente.
Este es el momento en que el espíritu finito comprende que está arraigado
en el infinito. Según términos del cristianismo, éste es el momento en que el
alma escucha directa o interiormente la voz del Dios viva. El pueblo judío
puede afirmar que Moisés estaba en este estado de ánimo en el Monte Sinaí
cuando oyó a Dios anunciar su nombre como “Yo soy quien soy”.

El problema es ahora: “¿Cómo descubrieron los maestros de la época


Sung que “¡Mu!” era un medio efectivo de conducir a la experiencia zen?”
No hay nada intelectual en el “¡Mu!” La situación es absolutamente
contraria a la que se produjo al intercambiarse el mondo entre maestros y
discípulos antes de la era Sung. En realidad, dondequiera que hay una
pregunta, el hecho mismo de preguntar implica una intelectualización.
“¿Qué es Buda?”, “¿Qué es el Yo?”, “¿Cuál es el principio último de la
doctrina budista?”, “¿Cuál es el sentido de la vida?”, “¿Vale la pena
vivir?...” Todas estas preguntas parecen exigir cierta respuesta “intelectual”
o inteligible. Al decírseles a estos interrogadores que volvieran a sus
habitaciones y se aplicaran al “estudio” del “¡Mu!” ¿cómo lo tomarían?
Simplemente se quedarían atontados y sin saber qué hacer con la
proposición.
Aunque todo esto es cierto, debemos recordar que la posición del zen es
ignorar todos los tipos de interrogación, porque la interrogación misma va
contra el espíritu del zen y lo que el zen espera de nosotros es que captemos
al interrogador mismo como persona y no como algo que salga de él. Uno o
dos ejemplos probarán ampliamente este punto.
Baso Do-ichi fue uno de los grandes maestros zen en la dinastía Yang;
en realidad, podemos afirmar que el zen se inició realmente con él. Su
tratamiento de quienes lo interrogaban fue muy revolucionario y muy
original. Uno de éstos fue Suiryo (o Sufro) que fue golpeado por el maestro
al preguntarle Suiryo sobre la verdad del zen31. En otra ocasión, Baso
golpeó a un monje que quería saber el primer principio del budismo. En un
tercera ocasión, dio una bofetada a uno cuya falta fue preguntar al maestro:
“¿Cuál es el significado de la visita de Bodhidharma a China32?” En
apariencia, estos malos tratos por parte de Baso no tienen nada que ver con
las preguntas formuladas, a no ser que deban entenderse como una especie
de castigo infligido a los que fueron lo bastante tontos como para formular
preguntas tan vitalmente interesantes. Y lo extraño es que los monjes en
cuestión, no se sintieron en absoluto ofendidos ni enojados. Por el contrario,
uno de ellos estaba tan lleno de alegría y júbilo que exclamó: “¡Qué extraño
que todas las verdades contenidas en los Sutras se manifiesten en la punta
de un pelo!” ¿Cómo pudo la patada de un maestro en el pecho de un monje
efectuar semejante milagro de naturaleza trascendental?
Rinzai, otro gran maestro zen, fue conocido por su expresión
ininteligible “¡Katz!” cuando se le hacía una pregunta. Toku-san, otro de los
grandes, acostumbraba a usar su báculo libremente aún antes de que un
monje abriera la boca. En realidad, la famosa declaración de Toku-san
decía: “Treinta golpes de mi bastón cuando tengas algo que decir; treinta
golpes, lo mismo, cuando no tengas nada que decir.” Mientras
permanezcamos en el nivel de la relatividad o la inteligibilidad no
podremos entender nada de estos actos por parte del maestro; no podremos
descubrir ninguna relación entre las preguntas que pueden formular los
monjes y lo que parece ser un estallido impetuoso de una personalidad
irascible, por no decir nada del efecto que este estallido tiene sobre los
interrogadores. La incoherencia e incomprensibilidad de todo esto es, por
decir lo menos, sorprendente.

La verdad es que la que comprende la totalidad de la existencia humana


no es cuestión de intelección sino de la voluntad en el sentido más primario
de la palabra. El entendimiento puede formular todo tipo de preguntas —y
es perfectamente correcto que lo haga—, pero esperar una respuesta
definitiva por parte del entendimiento es pedirle demasiado, porque esto
está en la naturaleza de la intelección. La respuesta está profundamente
oculta bajo el lecho de roca de nuestro ser. El abrirla requiere la más básica
tensión de la voluntad. Cuando ésta se siente, se abren las puertas de la
percepción y aparece una nueva visión basta entonces no soñada. El
entendimiento propone y lo que dispone no es lo mismo que propone.
Independientemente de lo que podamos decir acerca del entendimiento, de
todo superficial, es algo que flota en la superficie de la conciencia. Hay que
quebrar la superficie para llegar al inconsciente. Pero mientras el
inconsciente pertenezca al dominio de la psicología, no puede haber un
satori en el sentido zen. La psicología debe ser trascendida y debe captarse
lo que puede calificarse de “inconsciente ontológico”.
Los maestros de la época Sung deben haber comprendido esto en su
larga experiencia y también en el trato con sus discípulos. Querían romper
la aporía intelectual por medio del “¡Mu!” en el que no hay huella de
intelección sino sólo de la pura voluntad que domina al entendimiento. Pero
debo recordar a mis lectores que no deben tomarme por un
antiintelectualista absoluto. Lo que rechazo es considerar al entendimiento
como la realidad última. Es necesario para determinar, por vágamente que
sea, dónde está la realidad. Y la realidad sólo se capta cuando el
entendimiento renuncia a ella. El zen lo sabe y propone como koan una
formulación con cierto sabor de intelección, algo que, bajo disfraz, parece
como si exigiera un tratamiento lógico o parece más bien como si
permitiera ese tratamiento. Los siguientes ejemplos demostrarán lo que
quiero decir.
Se dice que Yeno, el Sexto Patriarca, pidió a su interrogador:
“Enséñame la cara original que tuviste antes de nacer.”
Nangalcu Yejo, uno de los discípulos de Yeno, le preguntó a uno que
deseaba ser iluminado: “¿Quién es el que así se acerca a mí?”
Uno de los maestros de la época Sung quería saber: “¿Dónde nos
encontramos después de muertos, después de ser cremados y de que todas
las cenizas se dispersan?”
Hakuin, un gran maestro zen del Japón moderno, levantaba una de sus
manos ante sus seguidores, diciendo: “Déjenme oír el sonido de una mano
palmeteando.”
Hay en el zen muchas exigencias imposibles como ésta: “Utiliza tu
espada que tienes en las manos vacías.” “Camina mientras cabalgas sobre
un burro.” “Habla sin usar la lengua.” “Toca el laúd sin cuerdas.” “Detén
este diluvio.” Estas paradójicas proposiciones llevarán sin duda a nuestro
entendimiento al más alto grado de tensión, haciendo que por último las
caracterice a todas como absolutamente absurdas y no merecedoras de
gastar en ellas las energías mentales.
Pero nadie negará la racionalidad de la siguiente pregunta que ha
confundido a filósofos, poetas y pensadores de todas las tendencias desde el
despertar de la conciencia humana. “¿De dónde venimos y hacia dónde
vamos?” Todas estas preguntas o formulaciones “imposibles” planteadas
por los maestros zen no son más que variedades “ilógicas” de la más
“racional” de las preguntas que acabamos de citar.
En realidad, cuando uno expone sus ideas lógicas sobre un koan, serán
rechazadas sin duda, categórica y aun sarcásticamente, por el maestro sin
dar ninguna razón para ello. Después de unas cuantas entrevistas puede que
no se sepa qué hacer salvo descartada como “un viejo iluso e ignorante” o
como “alguien que no sabe nada del ‘racionalismo moderno’”. Pero la
verdad es que el maestro zen sabe lo que se trae entre manos mucho mejor
de lo que ustedes creen. Porque el zen no es, después de todo, un juego
dialéctico ni intelectual de ningún tipo. Se refiere a algo que va más allá de
la lógica de las cosas, en donde él sabe que está “la verdad que libera”.
Cualquiera que sea la formulación que pueda hacerse sobre cualquier
tema, está sin remedio en la superficie de la conciencia en la medida en que
puede reducirse de alguna manera a un tratamiento lógico. El entendimiento
sirve a propósitos variados en nuestra vida diaria, hasta el punto de
aniquilar a la humanidad, individualmente o en masa. Sin duda es algo muy
útil, pero no resuelve el problema último con el que cada uno de nosotros
tropieza más tarde o más temprano en el curso de su vida. Este es el
problema de la vida y la muerte, que concierne al significado de la vida.
Cuando nos enfrentamos a él, el entendimiento tiene que confesar su
incapacidad para resolver el problema; porque indudablemente llega a un
impasse o aporía que, por su naturaleza, no puede evitar. El callejón sin
salida intelectual al que llegamos ahora es como “la montaña plateada” o
“el muro de hierro” que se levanta ante nosotros. No es la maniobra
intelectual ni el truco lógico, sino todo nuestro ser lo que es necesario para
lograr una penetración. Es, nos diría el maestro zen, como trepar hasta la
punta de un palo de cien pies de largo y ser instado, sin embargo, a trepar
cada vez más hasta que se ve uno obligado a dar un salto desesperado,
olvidando por completo la seguridad existencial. En el momento en que se
ejecuta este salto se encuentra uno seguro sobre el “pedestal florecido de
lotos”. Este tipo de salto nunca puede intentarse mediante la intelección ni
la lógica de las cosas. Ésta sólo abarca la continuidad y nunca un salto sobre
el abismo. Y esto es lo que el zen espera que realicemos cada uno de
nosotros a pesar de una aparente imposibilidad lógica. Por esta razón, el zen
siempre nos incita desde atrás a proseguir con nuestro hábito de racionalizar
para hacemos ver por nosotros mismos hasta dónde podemos ir en este
inútil intento. El zen sabe perfectamente bien dónde está su límite. Pero
generalmente no entendemos este hecho hasta que nos encontramos en un
callejón sin salida. Esta experiencia personal es necesaria para despertar la
totalidad de nuestro ser, porque por lo general nos satisfacen demasiado
fácilmente nuestros logros intelectuales que se refieren, después de todo, a
la periferia de la vida.
No fue su conocimiento filosófico ni su austeridad ascética o moral los
que finalmente llevaron a Buda a su experiencia de la iluminación. Buda la
alcanzó sólo cuando renunció a todas esas prácticas superficiales que
rodean a las exterioridades de nuestra existencia. La intelección, la
moralización o la conceptualización son necesarias sólo para comprender
sus propias limitaciones. El ejercicio del koan pretende hacernos
comprender toda esto íntimamente.
La voluntad en su sentido primario, como decía antes, es más básica que
el entendimiento, porque es el principio que está en la raíz de todas las
existencias y las une en la unidad del ser. Las rocas están donde están —
ésta es su voluntad. El río fluye —ésta es su voluntad. Los pájaros vuelan
—ésta es su voluntad. Los seres humanos hablan —ésta es su voluntad. Las
estaciones cambian, el cielo envía lluvia o nieve, la tierra tiembla en
ocasiones, las olas, las estrellas brillan —cada una de ellas sigue su propia
voluntad. Ser es querer y lo mismo es devenir. No hay absolutamente nada
en este mundo que no tenga su voluntad. La gran voluntad de la que fluyen
todas estas voluntades, infinitamente variadas, es lo que llamo el
“Inconsciente cósmico (u ontológico)”, que es el depósito a cero de
posibilidades infinitas. El “¡Mu!” se liga así al inconsciente actuando sobre
el plano conativo de la conciencia. El koan que parece intelectual o
dialéctico lo conduce también finalmente a uno, psicológicamente, al centro
conativo de la conciencia y a la Fuente misma.

Como dije antes, el estudiante del zen, después de permanecer con el


maestro durante algunos años —o únicamente algunos meses— llegará a un
estado de paralización absoluta. Porque no sabe hacia dónde ir; ha tratado
de resolver el koan en el nivel relativo pero sin ningún resultado. Ahora se
encuentra en un callejón sin salida, sin modo de escapar. En este momento,
el maestro puede decir: “Es bueno estar en un callejón sin salida, ha llegado
el momento de que hagas un viraje completo.” El maestro puede continuar
así: “No debes pensar con la cabeza sino con el abdomen, con el vientre.”
Esto puede sonar muy extraño. De acuerdo con la ciencia moderna, la
cabeza está llena de masas grises y blancas, células y fibras conectadas de
ésta y la otra manera. ¿Cómo puede ignorar el maestro zen este hecho y
recomendarnos que pensemos con el abdomen? Pero el maestro zen es un
hombre extraño. No los escuchará a ustedes ni a lo que ustedes puedan
decirle sobre las ciencias, modernas o antiguas. Él sabe lo que se trae entre
manos mucho mejor, a partir de su propia experiencia.
Yo tengo mi manera de explicar la situación, aunque quizá no sea
científica. El cuerpo puede dividirse en tres partes, es decir, funcionalmente:
la cabeza, las partes abdominales y los miembros. Las piernas son para la
locomoción, pero las manos se han diferenciado y se han desarrollado a su
manera. Ahora se dedican a obras de creación. Estas dos manos con sus
diez dedos modelan toda clase de cosas destinadas al bienestar del cuerpo.
Mi intuición me dice que las manos se desarrollaron primero y después la
cabeza, que gradualmente se convirtió en un órgano independiente de
pensamiento. Cuando las manos son utilizadas de esta o aquella manera,
deben separarse del suelo, diferenciándose de las de los animales inferiores.
Una vez que las manos humanas se liberan así del suelo, dejando sólo las
piernas para la locomoción, pueden seguir su propia línea de desarrollo, que
a su vez mantendrá la cabeza erecta y permitirá que los ojos contemplen un
medio más amplio. El ojo es un órgano intelectual, mientras que la oreja es
un órgano más primitivo. En cuanto a la nariz, es mejor que se mantenga
alejada de la tierra, porque el ojo ha empezado ahora a recoger un horizonte
más amplio. La ampliación del campo de visión significa que la mente se
desliga cada vez más de los objetos de los sentidos, convirtiéndose en un
órgano de abstracción y generalización intelectual.
Así, la cabeza simboliza la intelección y el ojo, con sus músculos
móviles, es su útil instrumento. Pero la parte abdominal donde se contienen
las vísceras es controlada por los nervios involuntarios y representa el
estadio más primitivo de evolución en la estructura del cuerpo humano. Las
partes abdominales están más cerca de la naturaleza, de la que todos
venimos y a la que todos volvemos. Están, pues, en más intimo contacto
con la naturaleza y pueden sentirla, hablar con ella y someterla a
“inspección”. La inspección, sin embargo, no es una operación intelectual;
es, si puedo decirlo, afectiva. “Sentimiento” puede ser una palabra mejor
cuando se usa el término en su sentido fundamental.
La inspección intelectual es la función de la cabeza y, por tanto, el
conocimiento que podamos tener de la naturaleza por esta fuente es una
abstracción o una representación de la naturaleza y no la naturaleza misma.
La naturaleza no se revela como es al entendimiento —es decir— a la
cabeza. Son las partes abdominales las que sienten la naturaleza y la
conocen en su mismidad. El tipo de conocimiento, que puede llamarse
afectivo o de connación, comprende todo el ser de una persona simbolizado
por las partes abdominales del cuerpo. Cuando el maestro zen nos dice que
retengamos el koan en el abdomen, quiere decir que el koan debe ser
asumido por todo el ser, que uno debe identificarse completamente con él,
no mirarlo intelectual ni objetivamente como si fuera algo de lo que
podríamos mantenemos alejados.
Un científico norteamericano visitó una vez a unas poblaciones
primitivas y cuando se les dijo que los occidentales pensaban con la cabeza,
los hombres primitivos pensaron que los norteamericanos estaban locos.
Dijeron: “Nosotros pensamos con el abdomen.” Los habitantes de China y
del Japón —no podría decir sí también los de la India—, cuando surgen
algunos problemas difíciles, dicen frecuentemente: “Piensa con el
abdomen”, o simplemente pregúntale a tu vientre”. Así, cuando surge
alguna pregunta en relación con nuestra existencia, se nos aconseja que
“pensemos” con el vientre, no con ninguna de las partes separables del
cuerpo. “El vientre” representa a la totalidad del ser, mientras que la cabeza,
que es la última parte que se desarrollé del cuerpo, representa la intelección.
El entendimiento nos sirve esencialmente para objetivar el tema sujeto a
consideración. Por tanto, sobre todo en China, la persona ideal es una
persona corpulenta, con un abdomen protuberante, tal como se pinta en la
figura de Hotei (Pu-tai en chino), considerado como la encarnación del
Buda futuro, Maitreya. 33
“Pensar” con el abdomen significa en realidad hacer descender el
diafragma a fin de dejar espacio para que los órganos torácicos funcionen
adecuadamente y mantener el cuerpo equilibrado y bien ajustado para la
recepción del koan. Todo el procedimiento consiste en no hacer del koan un
objeto de intelección; porque el entendimiento siempre mantiene a su objeto
alejado de si mismo, para contemplarlo a cierta distancia, como si temiera
mortalmente tocarlo, por no decir nada de agarrarlo y sostenerlo en las
manos desnudas. El zen, por el contrario, nos dice no sólo que agarremos
con las manos el koan, con el abdomen, sino que nos identifiquemos con él
de la manera más completa, de modo que cuando como o bebo no soy Yo,
sino el koan el que come o bebe. Al llegar a esto, el koan se resuelve sin
que yo haga ninguna otra cosa.
En cuanto a la importancia del diafragma en la estructura del cuerpo
humano, no sé nada desde el punto de vista médico, pero mi conocimiento
de sentido común, basado en ciertas experiencias, es que en relación con la
parte abdominal el diafragma tiene mucho que ver con el propio sentido de
seguridad, que procede de estar más íntimamente relacionado con el
fundamento de las cosas; es decir, con la realidad última. Establecer este
tipo de relación se llama en japonés kufū suru. Cuando el maestro zen dice
que debe uno proseguir el kufū sobre el koan con las partes abdominales, no
se refiere a otro acto que no sea al intento de establecer esta relación con
éxito. Es quizá una manera de hablar primitiva o precientífica, esto de tratar
de establecer una relación entre el diafragma, el abdomen y la realidad
última. Pero no hay duda, por otra parte, de que nos hemos vuelto
demasiado sensibles por lo que respecta a la cabeza y su importancia en
relación con nuestras actividades intelectuales. En todo caso, el koan no
puede resolverse con la cabeza; es decir, intelectual o filosóficamente.
Cualquiera que sea el método lógico que pueda parecer deseable o posible
en un principio, el koan está destinado a ser resuelto definitivamente con las
partes abdominales.
Veamos el caso del báculo en manos del maestro. Lo levanta y declara:
“No lo llamo un báculo. ¿Cómo lo llamarían ustedes?” Esto puede parecer
como si exigiera una respuesta dialéctica, porque la afirmación o desafío
equivale a decir: “Cuando A no es A ¿qué es?” o “Cuando Dios no es Dios
¿qué es?” Se viola aquí la ley lógica de la identidad. Cuando A se define
como A, debe seguir siendo A y nunca no-A, B o X. El maestro hace
algunas veces otro anuncio: “El báculo no es un báculo y sin embargo es un
báculo.” Cuando el discípulo se acerca al maestro con una mentalidad
lógica y afirma que el desafío es absurdo, recibirá sin duda un golpe de
báculo de manos del maestro. El discípulo no puede evitar ser llevado a un
callejón sin salida, porque el maestro es duro y se niega en absoluto a
rendirse a cualquier presión intelectual. Todo el kufū que el discípulo se ve
obligado a hacer, ahora debe realizarlo con sus partes abdominales y no con
su cabeza. El entendimiento debe ceder su lugar a la voluntad.
Veamos otro ejemplo. El Sexto Patriarca pidió ver “la cara que tienes
antes del nacimiento”. La dialéctica no es aquí de ninguna ayuda. La
exigencia corresponde a la afirmación de Cristo: “Antes que Abraham
fuese, yo soy.” Cualquiera que sea su interpretación tradicional por parte del
teólogo cristiano, el ser de Cristo desafía nuestro sentido humano del
tiempo serial. Lo mismo sucede con la “cara” del Sexto Patriarca. El
entendimiento puede hacer el mayor esfuerzo, pero el patriarca y Cristo lo
rechazarán indudablemente como irrelevante. La cabeza debe inclinarse
ahora ante el diafragma y la mente ante el alma. La lógica, lo mismo que la
psicología, debe ser destronada, para situarla más allá de todo tipo de
intelectualización.
Para proseguir con esta conversación simbólica: la cabeza es consciente
mientras que el abdomen es inconsciente. Cuando el maestro le pide a sus
discípulos que “piensen” con la parte inferior del cuerpo, quiere decir que el
koan debe ser sometido al inconsciente y no al campo consciente de la
conciencia. El koan debe “sumergirse” en todo el ser y no detenerse en la
periferia. Literalmente, esto no tiene sentido, no hace falta decirlo. Pero
cuando comprendemos que el fondo del inconsciente donde se “sumerge” el
koan es donde ni el alaya vijñana, la “conciencia que todo lo conserva”34
puede captarlo, vemos que el koan no está ya en el campo de la intelección,
sino que se identifica plenamente con el propio Yo. El koan está ahora más
allá de todos los límites de la psicología.
Al trascender todos estos límites —lo que significa ir más allá del
llamado inconsciente colectivo— se llega a lo que se conoce en budismo
como adarsanajñana, “conocimiento de espejo”. La oscuridad del
inconsciente se rompe y se ven todas las cosas como se ve la propia cara en
el espejo brillante.

El método koan para estudiar el zen, como dije antes, comenzó en


China en el siglo XII, con los maestros de la época Sung, como Goso
Hoyen (muerto en 1104), Yengo Kokugon (1063-1135) y Daiye Soko
(1089-1163). Pero su sistematización se realizó en Japón, poco después de
la introducción del zen en el siglo XIII. Al principio, el koan se clasificó en
tres tipos: prjña-intuitivo (richi), activo (kikwan) y el último (kojo). Más
tarde, en el siglo XVII, Hakuin y sus seguidores lo ampliaron a cinco o seis,
pero en esencia los tres primeros siguen siendo válidos. Sin embargo, como
el esquema se completó, todos los estudiosos del zen que pertenecen a la
escuela Rinzai lo estudian actualmente de acuerdo con ese esquema, de tal
manera que el estudio es más o menos estereotipado y en esa medida
muestra signos de deterioro.
Los ejemplos típicos y clásicos de los estudiosos del koan son aportados
por Bukko Kokushi (1226-86) en China y por Hakuin (1685-1768) en
Japón35. El acercamiento al zen por quienes no practican el sistema del koan
puede ejemplificarse, hasta donde sé, por Rinzai (muerto en 867) en China
y Bankei (1622-93) en Japón36. Los estudiosos interesados en el estudio
psicológico del zen pueden consultar algunos de mis trabajos sobre este
tema.
Quiero añadir algunas palabras. Jñana se traduce corrientemente como
“conocimiento”, pero para ser exactos sería mejor “intuición”. Algunas
veces lo traduzco como “sabiduría trascendental”, en especial cuando tiene
el prefijo pra, como prajña37. El hecho es que, cuando tenemos una
intuición, el objeto sigue ante nosotros y lo sentimos, lo percibirnos o lo
vemos. Hay una dicotomía de sujeto y objeto. En el prajña, esta dicotomía
ya no existe. Prajña no se preocupa por los objetos finitos como tales; es la
totalidad de las cosas que cobran conciencia de sí como tales. Y esta
totalidad no está limitada en absoluto. Una totalidad infinita va más allá de
nuestra comprensión humana ordinaria.
Pero la intuición-prajña es esta intuición totalizadora “incomprensible”
de lo infinito, que es algo que nunca puede tener lugar en nuestra
experiencia diaria limitada a objetos o acontecimientos finitos. El prajña
por tanto, puede producirse, en otras palabras, sólo cuando objetos finitos
de los sentidos y del entendimiento se identifican con el infinito mismo. En
vez de decir que el infinito se ve a sí mismo en sí mismo, se acerca mucho
más a nuestra experiencia humana el decir que un objeto considerado como
finito, como perteneciente al mundo dicótomo de sujeto y objeto, es
percibido por prajña desde el punto de vista de lo infinito. Simbólicamente,
lo finito se ve reflejado entonces en el espejo de lo infinito. El
entendimiento nos informa que el objeto es finito, pero prajña lo contradice
y declara que es el infinito más allá del campo de la relatividad.
Ontológicamente, esto significa que todos los objetos o seres finitos son
posibles por el infinito subyacente, o que los objetos están relativa y por
tanto limitadamente expuestos en el campo del infinito sin lo cual no tienen
morada.
Esto nos recuerda la epístola de San Pablo a los Corintios (I Corintios
XIII, 12) donde dice38: “Ahora vemos por el espejo en la oscuridad; mas
entonces veremos cara a cara: ahora conozco en parte; mas entonces
reconoceré [a Dios] como soy conocido.” “Ahora” se refiere a una
secuencia de tiempo relativa y finita, mientras que “entonces” es la
eternidad que, en mi terminología, es intuición-prajña. En la intuición-
prajña o “conocimiento” veo a Dios como es en sí mismo, no “en
oscuridad” ni “en parte” —porque estoy frente a él “cara a cara”— no,
porque soy como es él.
El adarsanajñana que se revela cuando el fondo del inconsciente, es
decir, del alayavijñana, es traspasado, sólo es la intuición-prajña. La
voluntad primaria de la que surgen todos los seres no es ciega ni
inconsciente; lo parece por nuestra ignorancia (avidya) que oscurece el
espejo, haciéndonos olvidar aun el hecho de su existencia. La ceguera está
de nuestro lado y no del lado de la voluntad, que es primaria y
fundamentalmente no-ética tanto como connación. La voluntad es prajña
más karuna, sabiduría más amor. En el plano relativo, limitado, finito, la
voluntad es considerada como fragmentariamente revelada; es decir,
podemos tomarla como algo distinto de nuestras actividades mentales. Pero
cuando se revela en el espejo del adarsanajñana, es “Dios como es”. En él,
el prajña no se diferencia del karuna. Cuando se menciona uno, el otro
participa inevitablemente.
No puedo evitar añadir una o dos palabras más. Algunas veces se
menciona una relación interpersonal con referencia al ejercicio del koan
cuando el maestro hace una pregunta y el discípulo la recoge en su
entrevista con el maestro. En especial cuando el maestro se opone rígida e
irrevocablemente al enfoque intelectual del discípulo, éste, sin poder
determinar cómo plantear la situación, siente como si dependiera en
absoluto de la mano del maestro para ayudarlo a levantarse. El zen rechaza
este tipo de relación entre maestro y discípulo porque no conduce a la
experiencia de la iluminación por parte del discípulo. Porque es el koan
“¡Mu!”, que simboliza la última realidad misma y no el maestro, lo que
surgirá del inconsciente del discípulo. Es el koan “¡Mu!” lo que hace al
maestro golpear al discípulo quien, al despertar, a su vez abofetea al
maestro. No hay Yo en su fase finita limitada en este encuentro semejante a
una lucha. Es muy importante que esta se entienda sin ningún tropiezo en el
estudio del zen.
V. Los cinco pasos (Go-i)

Se han formulado algunas preguntas39 —preguntas que surgieron de


sesiones anteriores de este “seminario”— y a medida que las revisé
descubrí que la mayoría de ellas parecían olvidar el punto central en tomo al
cual gira el zen. Esto me decidió a decir algo más acerca de la vida y la
enseñanza zen.
El zen, podemos decir, es un tema extraño sobre el que podemos
escribir o hablar durante un tiempo indefinidamente largo, sin que podamos
agotar todo su contenido. Por otra parte, si lo deseáramos, lo podríamos
demostrar levantando un dedo, estornudando, guiñando los ojos o
pronunciando un sonido sin sentido.
Así se ha afirmado que aunque todos los océanos de la tierra se
convirtieran en tinta, todas las montañas en un pincel, y todo el mundo en
hojas de papel, y se nos pidiera que escribiéramos sobre el zen, no podría
darse plena expresión a él. No es raro que mi torpe lengua, tan distinta a la
de Buda, no haya podido hacer que los demás llegaran a una comprensión
del zen en las cuatro conferencias anteriores.
La siguiente exposición tabular de los cinco “pasos”, conocidos como
go-i, en el adiestramiento zen facilitará nuestra comprensión de éste. El
“go” en go-i significa “cinco” y el “i” significa “una situación”, “un
peldaño” o “un paso”. Estos cinco se dividen en dos grupos: no-éticos y
afectivos o de connación. El del medio, el tercer “paso” es el punto de
transición en el que lo noético empieza a ser de connación y el
conocimiento se convierte en vida. Aquí la comprensión noética de la vida
zen se hace dinámica. “La palabra” se encarna; la idea abstracta se
transforma en una persona viva que siente, quiere, espera, aspira, sufre y es
capaz de hacer cualquier cantidad de trabajo.
En el primero de los dos últimos “pasos”, el hombre dedicado al zen
trata de apresar su visión al máximo de sus capacidades. En el último
alcanza su destino, que en realidad no es ningún destino.
El go-i se lee en japonés como sigue:
1. Sho chu hen, “el hen en el sho”.
2. Hen chu sho, “el sho en el hen”.
3. Sho chu rai, “la venida del sho”.
4. Ken chu shi, “la llegada al ken”.
5. Ken chu to “el establecimiento en el ken”.
El sho y el hen constituyen una dualidad como el yin y el yang en la
filosofía china. Sho significa literalmente “bueno”, “derecho”, “justo”,
“equilibrado”; y hen es “parcial”, “unilateral”, “desequilibrado”,
“desviado”. Los equivalentes en castellano serían más o menos así:
El Sho El Hen
Lo absoluto Lo relativo
Lo infinito Lo finito
Lo uno Lo múltiple
Dios El mundo
Lo oscuro (indiferenciación) La luz (diferenciación)
Igualdad Diferencia
Vacío (sunyata) Forma y materia (namarupa)
Sabiduría (praiña) Amor (karuna)
Ri (li) “lo universal” Ji (shih) “lo particular”
(“A” representará a sho y “B” a hen.)
Veamos los pasos:
1) Sho chu hen, “el hen en el sho”, significa que lo uno es lo múltiple,
Dios en el mundo, lo infinito en lo finito, etc. Cuando pensamos, el sho y el
hen están en oposición y no pueden reconciliarse. Pero en realidad, el sho
no puede ser el sho ni el hen puede ser el hen cada uno por sí. Lo que hace
lo múltiple (hen), lo múltiple es que lo uno que está en ello. Si lo uno no
está allí, no podemos hablar siquiera de lo múltiple.
2) Hen chu sho, “el sho en el hen”, complementa el inciso 1) anterior.
Si lo uno está en lo múltiple, lo múltiple debe estar en lo uno. Lo múltiple
es lo que hace posible lo uno. Dios es el mundo y el mundo está en Dios.
Dios y el mundo están separados y no son idénticos en el sentido de que
Dios no puede existir fuera del mundo y que lo uno no se distingue de lo
otro. Son uno y, sin embargo, cada uno retiene su individualidad: Dios es
infinitamente particularizante y el mundo de particulares se encuentra
anidado en el regazo de Dios.
3) Llegamos ahora al tercer paso en la vida del hombre dedicado al zen.
Éste es el punto decisivo en el que la cualidad noética de los dos pasos
anteriores se transforma en la connación y se convierte realmente en una
personalidad viva, sensible y volitiva. Hasta este momento era la cabeza, el
intelecto, en el sentido más preciso que pudiera entenderse. Ahora se le
añade el tronco con todos sus contenidos viscerales y también con todos los
miembros, en especial las manos, cuyo número puede crecer hasta mil
(símbolo del infinito) como los de Kwannon, la Bodhisattva. Y en esta vida
interior se siente como el Buda niño, que hizo, tan pronto como salió del
cuerpo de su madre, esta afirmación: “El cielo arriba, la tiara abajo, yo solo
soy el más honorable.”
De paso, sé que cuando cito esta afirmación de Buda, las personas de
mente científica podrán sonreír y decir: “¡Qué tontería! ¿Cómo podría un
niño acabado de salir del cuerpo de su madre, hacer una afirmación
filosófica tan profunda? ¡Absolutamente increíble!” Creo que tienen razón.
Pero debemos recordar que aunque somos seres racionales —según espero
—, somos al mismo tiempo criaturas irracionales, aficionadas a todo tipo de
absurdos, llamados milagros. ¿No resucitó Cristo después de muerto y
subió al cielo, aunque no sabemos qué tipo de cielo era aquél? ¿No realizó
su madre, la Virgen María, aún en vida, el mismo milagro? La razón nos
dice una cosa, pero hay algo más allá de la razón en cada uno de nosotros y
aceptamos fácilmente los milagros. En realidad nosotros, que constituimos
el tipo de humanidad más común, realizamos también milagros a cada
momento de nuestras vidas, independientemente de nuestras divergencias
religiosas.
Fue Lutero quien dijo: “Aquí estoy, no puedo hacer otra cosa.” Fue
Hyakujo quien, al preguntársele qué era la cosa más maravillosa, replicó:
“Estoy sentado solo en la cumbre del Monte Daiyu.” El Monte Daiyu está
donde se encontraba su monasterio. En el original chino, no se hace
ninguna referencia a nada ni a nadie que esté sentado; es simplemente:
“Solo sentado en el Monte Daiyu.” El que está sentado no es separado de la
montaña. La soledad del hombre dedicado al zen, a pesar de encontrarse en
un mundo pletórico de multitudes, es muy notable.
El “verdadero hombre sin título” de Rinzai no es otro que el que está en
este momento frente a cada uno de nosotros, atendiendo seguramente a mi
voz cuando hablo o a mi palabra cuando escribo. ¿No es éste el hecho más
maravilloso que todos experimentamos? De ahí el sentimiento que el
filósofo tiene del “misterio del ser”, si lo ha sentido realmente.
Por lo común, hablamos del “yo”, pero “yo” es sólo un pronombre y no
es la realidad misma. Muchas veces me gustaría preguntar: “¿Qué
representa el ‘yo’?” Si “yo” es un pronombre como “tú”, “él”, “ella” o
“ello”, ¿qué hay detrás? ¿Puede alguien captarlo y decirme: “Esto es”? El
psicólogo nos informa que el “yo” no tiene existencia, que es un simple
concepto que designa una estructura o una integración de relaciones. Pero el
hecho extraño es que cuando el “yo” se llena de ira, quiere destruir al
mundo entero, junto con la estructura misma de la que es símbolo. ¿De
dónde deriva su dinámica un simple concepto? ¿Qué hace que el “yo” se
declare el único existente real? El “yo” no puede ser simplemente una
alusión ni una ilusión, debe ser algo más real y sustancial. Y es
verdaderamente real y sustancial, porque es “aquí” donde el sho y el hen se
unifican como una identidad viva de la contradicción. Toda la fuerza que
tiene el “yo” proviene de esta identidad. De acuerdo con Meister Eckhart, la
pulga en Dios es más real que el ángel por sí mismo. El “yo” ilusorio nunca
puede ser “el más honorable”.
El sho en Sho chu rai no es utilizado en el mismo sentido que en sho
chu hen o en hen chu sho. El sho en Sho chu rai debe leerse junto con el
siguiente chu como sho chu, lo que significa “desde el medio del sho como
hen y hen como sho”. Rai es “venir” o “provenir”. Por tanto, toda la
combinación sho chu rai, significa “el que sale precisamente del medio de
sho y hen en su identidad contradictoria”.
Si establecemos las siguientes fórmulas donde sho es A y hen es B, el
primer paso es:
y el segundo es
El tercero será
Pero como el tercero significa el cambio de lo noético a lo connativo y
de la lógica a la personalidad, debe formularse de la siguiente manera:
Es decir, cada línea recta debe transformarse en una curva que indica
movimiento; y debemos recordar que, como este movimiento no es algo
meramente mecánico sino vivo, creador e inexhaustible, no basta la flecha
curva. Quizá podríamos encerrar todo el símbolo en un círculo, haciendo
que represente el dharmacakra, la rueda cósmica en su revolución
interminable, así:
O podemos adaptar el símbolo chino de su filosofía del yin y el yang
como un símbolo delSho chu rai:
El rai en sho chu rai es significativo. Indica movimiento, junto con el
shi en el cuarto paso, hen chu shi. Rai es “provenir” y shi significa “en el
proceso de llegar al destino” o “moverse hacia la meta”. La abstracción
lógica, Logos, sale ahora de su encierro y se encarna, se personaliza y entra
en un mundo de complejidades como “el león de melena dorada”.
Este “león de melena dorada” es el “yo” que es a la vez finito e infinito,
transitorio y permanente, limitado y libre, absoluto y relativo. Esta figura
viviente me recuerda el famoso Cristo del “Juicio Final” de Miguel Ángel,
en la Capilla Sixtina. Pero el “yo” zen, por lo que se refiere a sus
manifestaciones exteriores, no es absoluto como el Cristo, tan enérgico y
poderoso y autoritario. Es apacible, discreto y lleno de humildad.
Algunos filósofos y teólogos hablan del “Silencio” oriental en contraste
con el “Verbo” occidental, que se convierte en “carne”. No entienden, sin
embargo, lo que Oriente realmente quiere decir con su “silencio”, porque no
se opone al “verbo”, es el verbo mismo, es el “silencio atronador” y no el
que se sumerge en las profundidades del no-ser, ni se absorbe en la
indiferencia eterna de la muerte. El silencio oriental se parece al ojo del
huracán; es el centro de la furiosa tormenta y sin él no es posible ningún
movimiento. Extraer este centro de inmovilidad de lo que lo rodea es
conceptualizarlo y destruir su significado. El ojo es lo que hace posible el
huracán. El ojo y el huracán constituyen juntos la totalidad. El pato que
flota apaciblemente en la superficie del lago no debe ser separado de sus
patas que se mueven de continuo, aunque en forma invisible, bajo el agua.
Los dualistas no ven generalmente el todo en su coherente totalidad
concreta.
Los que piensan en forma dualista pueden acentuar parcialmente el
aspecto móvil o el aspecto carnalmente visible de la realidad e, ignorando
todo lo demás, darle la mayor importancia. Por ejemplo, el ballet es un
producto occidental característico. El movimiento rítmico del cuerpo y los
miembros se produce vivamente en todas sus complejidades armónicas.
Compárese con la danza noo japonesa. ¡Qué contraste! El ballet es casi el
movimiento mismo, los pies apenas tocan el suelo. El movimiento está en el
aire: la estabilidad está notablemente ausente. En el noo, el escenario
presenta un espectáculo muy distinto. Equilibrada, solemnemente, como si
realizara un rito religioso, manteniendo los pies sólidamente sobre el suelo
y el centro de gravedad en las partes abdominales del cuerpo, el actor sale
del hanamichi a la mirada ansiosa del auditorio. Se mueve como si no se
moviera. Ilustra la doctrina laotsiana de la acción de la no-acción.
De una manera semejante, el hombre dedicado al zen nunca es
indiscreto, sino que siempre se borra a sí mismo y no es presuntuoso.
Aunque se declara “el más honorable”, no hay nada en su apariencia
exterior que muestre su vida interior. Es el que mueve sin moverse. Aquí es,
sin duda, donde surge el verdadero “yo”, no el “yo” que cada uno de
nosotros afirma ordinariamente, sino el “yo” que se descubre a sí mismo
sub specie aeternitatis, en medio del infinito. Este “yo” es el suelo más
seguro donde todos podemos encontrarnos y sobre el que todos podemos
sostenemos sin miedo, sin sensación de ansiedad, sin el atormentador
momento de indecisión. Este “yo” puede descartarse casi hasta la no
existencia, porque no es en absoluto presuntuoso y nunca proclama
ruidosamente que debe ser reconocido y apreciado. Los dualistas olvidan
esto; exaltan al bailarín de ballet y se aburren con el actor noo.
Al discutir la idea de la ansiedad de Sullivan (véase el Prefacio), se
desprendió que la ansiedad puede ser de dos tipos: la ansiedad neurótica y
la ansiedad existencial; que ésta era más básica y, además, que al resolverse
la ansiedad básica, la neurótica se resolvía por sí sola. Todas las formas de
ansiedad vienen del hecho de que en alguna parte de nuestra conciencia
existe el sentimiento de conocimiento incompleto de la situación y esta falta
de conocimiento conduce a una sensación de inseguridad y a la ansiedad,
con todos sus grados de intensidad. El “yo” está siempre en el centro de
cualquier situación con que podamos tropezar. Por tanto, cuando el “yo” no
se conoce plenamente, no dejan de atormentamos preguntas y pensamientos
como los siguientes:
“¿Tiene la vida algún sentido?”
“¿Es todo realmente ‘vanidad de vanidades’? Si es así ¿hay alguna
esperanza de captar lo que en verdad vale la pena alcanzar?”
“Estoy inmerso en el remolino de los meros hechos, todos dados, todos
limitados, todos absoluta y definitivamente invariables, etc. Estoy
indefenso; soy el juguete de la fatalidad. Y sin embargo afloro la libertad;
quiero ser dueño de mí mismo. No puedo elegir; sin embargo, es necesaria
una decisión en un sentido u otro. No se qué hacer. Pero ¿qué soy ‘yo’ que
estoy realmente detrás de todas estas preguntas enredadas y
atormentadoras?”
“¿Dónde está pues el suelo seguro en el que pueda sostenerme sin
ninguna sensación de ansiedad? O ¿qué es el “yo”? Porque yo sé que “yo”
puede ser ese suelo seguro. ¿Será éste el hecho que no había podido
descubrir hasta ahora? El “yo” debe ser descubierto. Y estaré bien!”

Sho chu rai ya ha dado la respuesta a todos estos pensamientos, pero


cuando lleguemos al cuarto paso, Ken chu shi, sabremos más acerca del
“yo” en su actividad intensa que, sin embargo, es no-actividad. Esto será
comprensible, espero, cuando lleguemos al quinto y último paso, cuando el
hombre dedicado al zen alcance su meta final. Allí se encuentra, sentado
inocentemente, cubierto de suciedad y cenizas.
4) Con estas observaciones vayamos al cuarto paso. En realidad, el
tercero y el cuarto están íntimamente relacionados y el uno no puede ser
dado sin el otro.
En la medida en que el hombre dedicado al zen tiene una conciencia
lógica y noética, tiene conciencia del sho y el hen y puede querer referirse a
su identidad contradictoria. Pero tan pronto como entra en el Ken chu shi,
sale del ojo del huracán y se sumerge en medio de la tormenta. Tanto el sho
como el hen son dispersados a los cuatro vientos. El hombre está ahora en
la tormenta misma.
Ken significa “ambos” y se refiere al dualismo de lo negro y los blanco,
lo oscuro y lo claro, el amor y el odio, el bien y el mal, que es la realidad
del mundo en que el hombre dedicado al zen conduce ahora su vida.
Mientras que Sho chu rai nos recuerda algo de los dos pasos anteriores, Ken
chu shi los ha dejado atrás, porque es la vida misma libre de sus paradojas
intelectuales o, más bien, incluye sin separación ni diferencias o, mejor, en
forma total, todo lo intelectual, afectivo o de connación. Es el mundo tal
como lo tenemos con todos sus “meros hechos” como los toman algunos
filósofos, que se nos enfrenta irrevocablemente. El hombre dedicado al zen
ha “puesto sus pies” (shi) justo en ellos. Su verdadera vida empieza aquí.
Éste es el sentido del Ken chu shi “ha entrado ahora en medio de las
dualidades (hen). Aquí de hecho, con toda realidad, empieza la vida de
amor (karuna) del hombre dedicado al zen.
Joshu Jushin, uno de los grandes maestros zen de la época T‘ang, tenía
su monasterio en unas montañas notables por un puente natural de piedra.
Un día un monje visitó a Joshu y le dijo: “Oh Maestro, tu puente de piedra
es famoso en todo el imperio pero yo veo que no es más que un
desvencijado puente de madera.” Joshu respondió: “Tú ves tu puente
desvencijado y no eres capaz de ver el verdadero puente de piedra.” El
monje preguntó: “¿Qué es el puente de piedra?”
El puente de Joshu se parece a las arenas del Ganges, que son
atravesadas por toda clase de animales que las ensucian y, sin embargo, las
arenas no se quejan. Todas las huellas dejadas por criaturas de todo tipo son
borradas enseguida; y las inmundicias son también absorbidas que las
arenas quedan tan limpias como siempre. Lo mismo sucede con el puente
de piedra de Joshu: actualmente no sólo caballos y burros, sino todo tipo de
transportes, aún camiones pesados y convoyes pasan sobre él, y siempre
está dispuesto a acomodarlos. Aún cuando lo maltratan, su complacencia no
varía. En el “cuarto paso”, el hombre dedicado al zen es como el puente.
Puede que no ofrezca la mejilla derecha para que la golpeen, cuando ya ha
sido lastimada en la izquierda, pero trabaja silenciosamente por el bienestar
de sus semejantes.
A Joshu le dijo una vez una anciana: “Soy mujer y la vida de la mujer es
muy dura. Cuando niña, tiene que obedecer a sus padres. Cuando ha crecido
lo suficiente, se casa y tiene que obedecer al marido. Cuando llega a vieja,
obedece a sus hijos. Su vida no es sino obedecer y obedecer. ¿Por qué tiene
que llevar semejante vida sin ninguna etapa de libertad e independencia?
¿Por qué no es como otros que ni siquiera tienen sentido de la
responsabilidad? Me rebelo contra el viejo modo de vida chino.” Joshu dijo
(Que tu plegaria sea): “otros pueden tener todo lo que quieran. En cuanto a
mí, sigo la suerte que se me ha asignado”.
El consejo de Joshu, podríamos protestar, lleva a una vida de absoluta
dependencia, en contraposición con el espíritu de la vida moderna. Su
consejo es demasiado conservador, demasiado negativo, demasiado
abnegado; no hay sentido de la individualidad. ¿No es esto típico de la
enseñanza budista de khsanti, la pasividad, la nada?
No soy el defensor de Joshu. Dejemos que él responda, de cierta
manera, a esta objeción, al expresar así su propia idea:
Alguien preguntó: “Eres tan santo. ¿Dónde te encontrarás después de la
muerte?”
Joshu, el maestro zen, respondió: “¡Me voy al infierno antes que todos
ustedes!”
El interrogador se sintió fulminado y dijo: “¿Cómo podría ser?”
El maestro no vaciló: “Si yo no me fuera primero al infierno ¿quién
estaría esperando allí para salvar a gente como tú?”
Ésta es, en efecto, una declaración fuerte, pero desde el punto de vista
zen de Joshu, estaba plenamente justificado. No hay aquí un motivo egoísta.
Toda su existencia se dedica a hacer bien a los demás. Si no fuera por esto,
no podría hacer una declaración tan directa sin ningún error. Cristo afirma:
“Yo soy el Camino.” Llama a otros para ser salvados a través de Él. El
espíritu de Joshu es también el de Cristo. En ellos no hay un espíritu
arrogante, centrado en sí mismo. Simple e inocentemente, de todo corazón,
expresan el mismo espíritu de amor.
Alguien preguntó a Joshu: “Buda es el iluminado y el maestro de todos
nosotros. Está, desde luego, absolutamente libre de todas las pasiones
(klesa) ¿no es así?” Joshu dijo: “No, es el que abriga la mayor parte de
todas las pasiones.” “¿Cómo es posible?” “¡Su mayor pasión es salvar a
todos los seres!” respondió.
Uno de los grandes maestros zen del Japón describe la vida del hombre
dedicado al zen en este punto como sigue40:
El bodhisattva haría girar la rueda de la identidad de los opuestos o
contradicciones: negro y blanco, oscuro y brillante, igualdad y diferencia,
uno y múltiple, finito e infinito, amor y odio, amigo y enemigo, etc.
Mientras está en medio de nubes y polvo, infinitamente jaspeadas, el
bodhisattva trabaja con la cabeza y con la cara cubierta de fango y de
cenizas. Donde la mayor confusión de pasiones ruge en sus indescriptibles
furias, el bodbisattva vive su vida en todas sus vicisitudes, como dice el
proverbio japonés: “siete veces rodando para arriba y para abajo y ocho
veces poniéndose derecho”. Es como la flor de loto en llamas, cuyo color
se vuelve cada vez más brillante a medida que atraviesa el bautismo de
fuego.
Rinzai describe así a su “hombre sin título”:
“Es el que está en la casa y, sin embargo, no permanece lejos del
camino, es el que está en el camino y, sin embargo, no permanece lejos de
la casa. ¿Es un hombre ordinario o un gran sabio? Nadie puede decirlo. Ni
el diablo sabe dónde localizarle. Hasta el Buda es incapaz de manejarlo
como se le antoje. Cuando tratamos de señalarlo, ya no está ahí; está del
otro lado de la montaña.”
En el Lotus Sutra tenemos esto: “Mientras una sola alma solitaria no
haya sido salvada, volveré a este mundo para ayudarla.” En el mismo sutra,
dice Buda: “Un bodhisattva nunca entraría en el nirvana final. Permanecería
entre todos los seres (sarvasattva) y trabajaría por su edificación e
iluminación. Cuidaría de no evitar ningún sufrimiento si éste pudiera
conducir al bienestar general”.
Hay un sutra mahayana llamado el Yuima-kyo (Vimalakirtisutra), en el
que el principal interlocutor es un discípulo laico de Buda, gran filósofo.
Una vez se supo que estaba enfermo. Buda quería que uno de sus discípulos
fuera a preguntar por su salud. Nadie aceptó porque Yuima era tan
invencible en los debates que ninguno de sus contemporáneos podía
derrotarlo. Monju (o Manjusri) se prestó a cumplir la comisión de Buda.
Cuando Monju le preguntó a Yuima sobre su enfermedad, éste
respondió: “Estoy enfermo porque todos los seres están enfermos. Mi
enfermedad será curable sólo cuando todos estén curadas. Todos son
constantemente asaltados por la Codicia, la Ira y la Locura.”
Como vemos, el amor y la compasión son la esencia de la condición de
Buda y de bodhisattva. Estas “pasiones” las hacen permanecer entre los
seres, mientras uno solo de ellos se encuentre todavía sin alcanzar la
iluminación. Un proverbio japonés dice: “A este mundo de paciencia vienen
y van ocho mil veces”, en el sentido que los Budas y bodhisattvas visitarían
un número indefinido de veces este mundo nuestro, lleno de insoportables
sufrimientos, sólo porque su amor no conoce límites.
Una gran contribución de los chinos al budismo es su idea del trabajo.
El primer esfuerzo consciente por establecer el trabajo como un aspecto del
budismo fue realizado hace unos mil años por Hyakujo, el fundador del
sistema monástico zen, a diferencia de otras instituciones budistas. Antes de
Hyakujo, los monjes budistas se dedicaban principalmente a aprender,
meditar y observar los preceptos del vinaya. Pero Hyakujo no se contentó
con esto; aspiraba a seguir el ejemplo de Yeno, el Sexto Patriarca, que era
un campesino en la China meridional y se ganaba la vida cortando madera y
vendiendo combustible. Cuando se permitió a Yeno unirse a la fraternidad,
se le asignó al patio trasero, donde molía el arroz, preparaba el combustible
y realizaba otras labores domésticas.
Cuando Hyakujo organizó un nuevo monasterio exclusivamente para
monjes zen, una de sus reglas fue el trabajo; cada monje, incluso el propio
maestro, debía realizar alguna labor manual, doméstica. Aun cuando
empezó a envejecer, Hyakujo se negó a abandonar su trabajo de jardinería.
Sus discípulos se preocupaban por su edad avanzada y escondían todos sus
implementos de jardinería, de modo que no pudiera trabajar tan duramente
como acostumbraba. Pero Hyakujo declaró: “Si no trabajo no comeré.”
Por esta razón, una característica de los templos y monasterios zen en
Japón, lo mismo que en China, es que se mantienen limpios y en orden, y
los monjes están dispuestos a desempeñar cualquier tipo de trabajo manual,
por sucio o indeseable que sea.
Este espíritu de trabajo está quizá hondamente arraigado en la
mentalidad china desde hace mucho tiempo porque, como va dije, el
campesino de Chuang-Tzé se negó a hacer uso de la palanca, sin importarle
realizar cualquier cantidad de trabajo, simplemente por gusto. Esto no está
de acuerdo con la idea occidental y, en general, con la idea moderna de
instrumentos de todo tipo, capaces de ahorrar trabajo. Una vez que se ha
ahorrado así trabajo y ganado mucho tiempo para sus diversiones y otras
ocupaciones, la gente moderna se dedica a quejarse sobre lo insatisfecha
que está de la vida, o a inventar armas que pueden matar a miles de seres
humanos, simplemente apretando un botón.
Y oigamos lo que dicen: “Ésta es la manera de preparar la paz.” ¿No es
realmente fantástico ver que mientras los males fundamentales que anidan
en la naturaleza humana no se destruyan y se da rienda suelta a la
intelectualidad para que actúe a su antojo, ésta se esfuerza por descubrir la
manera más fácil y más rápida de borrarse de la superficie de la tierra?
Cuando el campesino de Chuang-Tzé se negó a preocuparse por la máquina
¿previó todos los males que sobrevendrían poco mas de veintiuno o
veintidós siglos después? Confucio dice: “Cuando los hombres pequeños
tienen mucho tiempo disponible, sin duda proyectan toda clase de males”.
Antes de concluir, les expondré lo que pueden llamarse las virtudes
cardinales del bodhisattva un hombre dedicado al zen. Se conocen como las
seis paramitas:
1. Dana (caridad)
2. Sila (preceptos)
3. Ksanti (humildad)
4. Virya (energía)
5. Dhyana (meditación)
6. Prajña (sabiduría)
1) La caridad, o donación, es dar para beneficio y bienestar de todos los
seres (sarvasattva) cualquier cosa y todo lo que uno es capaz de dar: no
sólo bienes materiales, sino conocimiento, mundano así como religioso o
espiritual (el conocimiento que pertenece al Dharma, la verdad última). Los
bodhisattvas estaban dispuestos a dar inclusive su vida por salvar a los
demás. (En los Relatos de Jataka se cuentan historias fantásticas sobre los
bodhisattvas).
La historia del budismo japonés da un ejemplo notable de autosacrificio
por parte de un maestro zen. Fue durante el periodo político conocido como
la Era Guerrera en el siglo XVI cuando el Japón quedó desgarrado en varios
ducados independientes controlados por los señores feudales. Oda
Nobunaga resultó ser el más fuerte. Cuando derrotó a la vecina familia de
los Takeda, uno de éstos se refugió en un monasterio zen. El ejército de Oda
exigió que se lo entregaran, pero el abad se negó diciendo: “Es ahora mi
protegido y, como seguidor de Buda, no puedo entregarlo.” El general que
dirigía el sitio amenazó con quemar todo el monasterio, junto con sus
ocupantes. Como el abad se mantuvo firme, el edificio, formado de diversos
cuerpos, fue incendiado. El abad, con unos cuantos monjes dispuestos a
seguirlo, fue conducido al segundo piso de la torre, donde todos se sentaron
con las piernas cruzadas. El abad les pidió que expresaran lo que se les
ocurriera en ese momento y les dijo que se prepararan para la última hora.
Cada uno dio su opinión. Cuando le llegó el turno al abad, recitó
tranquilamente las siguientes líneas y después murió quemado vivo con los
demás:

¡Para la práctica apacible de la dhyana (meditación)


no es necesario ir al retiro de la montaña.
Ten la mente limpia de todas las pasiones,
y hasta las llamas son frescas y refrescantes.

2) Sila es observar los preceptos, dados por Buda, que conducen a la


vida moral. En el caso de los que no tienen hogar, los preceptos tienden a
mantener el orden de la fraternidad (sangha). La sangha es una sociedad
modelo, cuyo ideal es conducir una vida pacífica, armoniosa.
3) Ksanti es entendida generalmente como “paciencia”, pero en realidad
significa atravesar pacientemente, o más bien con ecuanimidad, por actos
de humillación. Como dice Confucio: “El hombre superior no debe guardar
resentimientos ni aún cuando su trabajo o su mérito no sean reconocidos
por otros.” Ningún devoto budista se sentiría humillado por no ser
plenamente apreciado, ni aun por ser injustamente ignorado. Se mantendría
paciente bajo cualquier condición desfavorable.
4) Virya significa etimológicamente “virilidad”. Significa estar siempre
dispuesto a realizar todo la que está de acuerdo can el Dharma.
5) Dhyana es conservar el propio estado de ánimo tranquilo en
cualquier circunstancia, desfavorable o favorable, y no sentirse perturbado
ni frustrado en absoluto, aún cuando se presenten, una tras otra, situaciones
adversas. Esto requiere un gran entrenamiento.
6) Prajña. No hay una palabra occidental correspondiente, porque los
accidentales no tienen una experiencia que equivalga específicamente a la
prajña. Prajña es la experiencia que un hombre tiene cuando siente, en un
sentido más fundamental, la infinita totalidad de las cosas; es decir,
hablando en términos psicológicos, cuando el ego finito, rompiendo su dura
corteza, se refiere al infinito que envuelve todo lo finito y limitado y, por
tanto, transitorio. Podemos tomar esta experiencia como algo semejante a
una intuición totalizadora de algo que trasciende a todas nuestras
experiencias particularizadas, específicas.

5) Llegamos ahora al último paso, Ken chu to. La diferencia entre éste y
el cuarto es el uso de to en vez de shi. Shi y to significan, en realidad, la
misma acción, “llegar”, “alcanzar”. Pero de acuerdo con la interpretación
tradicional, shi no ha completado todavía el acto de alcanzar, el viajero está
todavía en el camino hacia la meta, mientras que to indica el acto pleno. El
hombre dedicado al zen alcanza aquí su objeto, porque ha llegado a su
destino. Trabaja tan esforzadamente como siempre; permanece en este
mundo entre sus semejantes. Sus actividades diarias no varían; lo que se
modifica es su subjetividad. Hakuin, el fundador del moderno zen Rinzai en
Japón, dice lo siguiente sobre esto:

Contratando a ese idiota sabio,


trabajemos juntos para llenar
el pozo de nieve.

Después de todo, no hay mucho que decir sobre la vida del hombre que
se dedica al zen, porque su conducta exterior no significa mucho; está
plenamente dedicado a su vida interior. Exteriormente puede vestir harapos
y trabajar como un jornalero insignificante. En el Japón feudal, se
encontraban con frecuencia entre los mendigos desconocidos practicantes
del zen. Cuando menos hubo un caso de este tipo. Al morir este hombre, su
tazón de arroz, con el que pedía de comer, fue accidentalmente examinado y
se descubrió que tenía una inscripción en chino clásico que expresaba su
visión de la vida y su comprensión del zen. De hecho, Bankei, el gran
maestro zen, anduvo en una ocasión entre los mendigos hasta que fue
descubierto y consintió en enseñar a uno de los señores feudales de aquel
tiempo.
Antes de concluir, citaré uno o dos mondo que caracterizan al zen y
espero que arrojen alguna luz sobre las exposiciones anteriores acerca de la
vida del hombre que se dedica al zen. Quizá uno de los hechos más notables
en esta vida es que la noción de amor, tal como la entienden los budistas,
carece del rasgo de erotismo que, según observamos, se manifiesta con
tanta fuerza en algunos santos cristianos. Su amor se dirige de una manera
muy especial a Cristo, en tanto que los budistas no tienen prácticamente
nada que ver con Buda sino con sus semejantes, no creyentes y creyentes.
Su amor se manifiesta en forma de una labor sin reproches y caracterizada
por el sacrificio personal en favor de los demás, como hemos visto más
arriba.
Había una anciana que tenía una casa de té al pie del Monte Taisan,
donde se localizaba un monasterio zen conocido en toda China. Siempre
que un monje caminante le preguntaba cuál era el camino hacia Taisan, ella
decía: “Sigue derecho.” Cuando el monje seguía su consejo, observaba: “He
aquí otro que va por el mismo camino.” Los monjes zen no sabían cómo
interpretar su observación.
La noticia de esto llegó a Joshu, quien dijo: “Bien, iré a ver qué clase de
mujer es.” Se puso en camino y al llegar a la casa de té, le preguntó a la
anciana por el camino que conducía a Taisan. Por supuesto, le contestó que
siguiera derecho y Joshu hizo lo mismo que tantos otros monjes. Observó la
mujer: “Buen monje; hace lo mismo que los demás.” Cuando Joshu volvió a
su fraternidad, informó: “¡Hoy la he entendido perfectamente!”
Podemos preguntar: “¿Qué encontró el viejo maestro en la mujer
cuando su conducta no difirió en nada de la del resto de los monjes?” Ésta
es la interrogación que cada uno de nosotros tiene que resolver por sí solo.
Para resumir, lo que el zen nos propone hacer es: buscar la Iluminación
para uno mismo y ayudar a otros a alcanzarla. El zen tiene lo que puede
llamarse “oraciones”, aunque son muy distintas de las de los cristianos. Se
enumeran generalmente cuatro, las dos últimas de las cuales son una
especie de amplificación de las dos primeras:
1) Por innumerables que sean todos los seres, ruego que todos se
salven.
2) Por inexhaustibles que sean las pasiones, ruego que todas puedan
ser suprimidas.
3) Por inconmensurablemente diferenciado que sea el Dharma, ruego
que pueda ser estudiado por completo.
4) Por alto que pueda ser el Camino de Buda, ruego que pueda ser
absolutamente alcanzado.
El zen puede aparecer ocasionalmente demasiado enigmático, críptico y
lleno de contradicciones, pero es después de todo una disciplina y
enseñanza simples:
Hacer el bien,
Evitar el mal,
Purificar el propio corazón:
Éste es el Camino de Buda.
¿No puede aplicarse esto a todas las situaciones humanas, modernas y
antiguas, occidentales y orientales?
Psicoanálisis y budismo zen por
Erich Fromm
Al relacionar el budismo zen con el psicoanálisis se examinan dos
sistemas que se refieren a una teoría sobre la naturaleza del hombre y a una
práctica que lleva a su bienestar. Uno y otro son expresiones características
del pensamiento oriental y occidental, respectivamente. El budismo zen es
una mezcla de la racionalidad y la abstracción hindúes con el sentido de lo
concreto y el realismo chinos. El psicoanálisis es tan exquisitamente
occidental como el zen es oriental; es hijo del humanismo y el racionalismo
occidental y de la búsqueda romántica del siglo XIX en pos de las fuerzas
oscuras que escapan al racionalismo. Retrocediendo mucho más, la
sabiduría griega y la ética hebrea son los padrinos espirituales de esta forma
científico-terapéutica de comprender al hombre.
A pesar de que tanto el psicoanálisis como el zen se refieren a la
naturaleza del hombre y a una práctica que lleva a su transformación, las
diferencias parecen superar a estas semejanzas. El psicoanálisis es un
método científico, radicalmente areligioso. El zen es una teoría y una
técnica para lograr la “iluminación”, una experiencia que en Occidente se
llamaría religiosa o mística. El psicoanálisis es una terapia para la
enfermedad mental; el zen es un camino hacia la salvación espiritual.
¿Puede resultar la discusión sobre la relación entre psicoanálisis y budismo
zen en algo más que la afirmación de que no existe relación alguna salvo la
de una diferencia radical e insalvable?
Sin embargo, hay un interés indudable y creciente por el budismo zen
entre los psicoanalistas41. ¿Cuáles son las fuentes de este interés? ¿Cuál es
su significado? Este trabajo intenta dar una respuesta a estas preguntas. No
trata de ofrecer una exposición sistemática del pensamiento budista zen,
tarea que estaría más allá de mi conocimiento y mi experiencia; tampoco
trata de dar una presentación plena del psicoanálisis, lo estada más allá de
los límites de este trabajo. No obstante, expondré —en la primera parte de
este trabajo—, con algún detalle, aquellos aspectos del psicoanálisis que
tienen una importancia inmediata para la relación entre psicoanálisis y
budismo zen y que, al mismo tiempo, representan concepto básicos de esa
continuación del análisis freudiano que algunas veces he llamado
“psicoanálisis humanista”. Espero demostrar de esta manera por qué el
estudio del budismo zen ha tenido una significación vital para mí y es, en
mi opinión, importante para todos los estudiosos del psicoanálisis.
I. La crisis espiritual de hoy y el papel del
psicoanálisis
Como primer punto de nuestro tema, debemos considerar la crisis
espiritual que atraviesa el hombre occidental en esta época histórica crítica
y la función del psicoanálisis en esta crisis.
Si bien la mayoría de los occidentales no se sienten conscientemente
como si vivieran una crisis de la cultura occidental (es probable que nunca
haya tenido conciencia de la crisis la mayoría de la gente en una situación
radicalmente, crítica), hay un acuerdo, al menos entre algunos observadores
críticos, en cuanto a la existencia y la naturaleza de esta crisis. Es la crisis
que ha sido descrita como “malaise”, “ennui”, “mal du siècle”, la muerte de
la vida, la automatización del hombre, su enajenación de sí mismo, de su
semejante y de la naturaleza42. El hombre ha seguido al racionalismo hasta
el punto en que éste se ha transformado en irracionalidad absoluta. A partir
de Descartes, el hombre ha ido separando cada vez más el pensamiento del
afecto; sólo el pensamiento se considera racional, el afecto, por su
naturaleza misma, es irracional; la persona, Yo, se ha dividido en un
entendimiento, que constituye mi yo, y que debe controlarme como debe
controlar a la naturaleza. El control del entendimiento sobre la naturaleza y
la producción de más y más cosas, se han convertido en los fines
principales de la vida. En este proceso, el hombre se ha transformado en
una cosa, la vida ha quedado subordinada a la propiedad, “el ser” es
dominado por “el tener”. En tanto que las raíces de la cultura occidental, lo
mismo la griega que la hebrea, consideraban como el fin de la vida la
perfección del hombre, el hombre moderno se preocupa por la perfección de
las cosas y el conocimiento de cómo hacerlas. El hombre occidental está en
un estado de incapacidad esquizoide para experimentar afecto y, por lo
tanto, se siente angustiado, deprimido y desesperado. Elogia de labios para
afuera los fines de la felicidad, el individualismo y la iniciativa, pero en
realidad no tiene finalidad. Pregúntesele para qué vive, cuál es el fin de
todos sus esfuerzos y se sentirá embarazado. Algunos pueden decir que
viven para la familia, para los demás, “para divertirse”, y otros dirán que
para hacer dinero, pero, en realidad, nadie sabe para qué vive; no tiene
meta, salvo el deseo de evadirse de la inseguridad y la soledad.
Es verdad que la asistencia a la iglesia es actualmente más alta que
nunca antes, los libros sobre religión tienen gran éxito de venta y un
número mayor de gente habla de Dios. Sin embargo, este tipo de profesión
religiosa encubre una actitud profundamente materialista e irreligiosa y
debe entenderse como una reacción ideológica —provocada por la
inseguridad y el conformismo— a la tendencia del siglo XIX, que
Nietzsche caracterizó con su famoso “Dios ha muerto”. Como actitud
verdaderamente religiosa, no tiene realidad.
El abandono de las ideas teístas en el siglo XIX no fue —desde cierto
punto de vista— un logro pequeño. El hombre dio un gran salto hacia la
objetividad. La tierra dejó de ser el centro del universo; el hombre perdió su
papel central de criatura destinada por Dios a dominar a todas las demás
criaturas. Al estudiar las motivaciones ocultas del hombre con una nueva
objetividad, Freud reconoció que la fe en un Dios todopoderoso,
omnisciente, tenía su raíz en la indefensión de la existencia humana y en el
intento del hombre por resolverla mediante la existencia en un padre y una
madre dispuestos a socorrerlo, representados por el Dios de los cielos. Vió
que sólo el hombre puede salvarse a sí mismo; la enseñanza de los grandes
maestros, la ayuda amorosa de los padres, de los amigos y de los seres
amados pueden ayudarlo, pero sólo pueden ayudarlo a atreverse a aceptar el
desafío de la existencia y a reaccionar frente a él con toda su fuerza y todo
su corazón.
El hombre renunció a la ilusión de un Dios paternal como ayuda
paternal, pero también renunció a los verdaderos fines de todas las grandes
religiones humanistas: superar las limitaciones de un yo egoísta, alcanzar el
amor, la objetividad y la humildad, y respetar la vida de tal modo que el fin
de ésta sea ella misma y el hombre se convierta en lo que es
potencialmente. Estos fueron los fines de las grandes religiones
occidentales, lo mismo que de las grandes religiones orientales. Oriente, sin
embargo, no tenía la carga del concepto de un padre-salvador trascendente
en el que expresaban sus aspiraciones las religiones monoteístas. El taoísmo
y el budismo tenían una racionalidad y un realismo superiores a los de las
religiones occidentales. Podían ver al hombre en forma realista y objetiva,
sin tener a nadie que lo guiara salvo los “iluminados” y siendo capaz de ser
guiado porque cada hombre tiene dentro de sí mismo la capacidad de
despertar y ser iluminado. Ésta es precisamente la razón por la que el
pensamiento religioso oriental, el taoísmo y el budismo —y su mezcla en el
budismo zen— tienen tanta importancia para el Occidente actual. El
budismo zen ayuda al hombre a encontrar una respuesta a la pregunta de su
existencia, respuesta que es esencialmente la misma que la dada por la
tradición judeo-cristiana y, sin embargo, que no contradice la racionalidad,
el realismo y la independencia que son los logros inapreciables del hombre
moderno. Paradójicamente, el pensamiento religioso oriental resulta estar
más cercano al pensamiento racional occidental que el propio pensamiento
religioso occidental.
II. Valores y metas en los conceptos
psicoanalíticos de Freud
El psicoanálisis es una expresión característica de la crisis espiritual del
hombre occidental y un intento por encontrar una solución. Así se ve,
explícitamente, en los desarrollos más recientes del psicoanálisis, en el
análisis “humanista” o “existencialista”. Pero antes de examinar mi propio
concepto “humanista” quiero demostrar que, en contra de una suposición
ampliamente sostenida, el propio sistema de Freud trascendía el concepto
de “enfermedad” y “curación” y se preocupaba por la “salvación” del
hombre, más que sólo por una terapia para pacientes con una enfermedad
mental. En apariencia Freud fue el creador de una nueva terapia para la
enfermedad mental y éste fue el tema al que dedicó su interés principal y
todos los esfuerzos de su vida.
No obstante, sí mirarnos más de cerca, encontramos que detrás de este
concepto de una terapia médica para la cura de la neurosis, había una
interés enteramente diverso, rara vez expresado por Freud y probablemente
casi nunca consciente ni siquiera para él mismo. Este concepto escondido o
sólo implícito no se refería principalmente a la cura de la enfermedad
mental, sino a algo que trascendía el concepto de enfermedad y curación.
¿Qué era este algo? ¿Cuál era la naturaleza del “movimiento psicoanalítico”
que fundó? ¿Cuál era la visión de Freud sobre el futuro del hombre? ¿Cuál
era el dogma en el que se fundaba este movimiento?
Freud respondió a esta pregunta quizá más claramente con la frase:
“Donde estaba el Id allí debería estar el Ego43.” Su finalidad era el dominio
de las pasiones irracionales e inconscientes por la razón: la liberación del
hombre del poder del inconsciente, dentro de las posibilidades del hombre.
El hombre tenía que cobrar conciencia de las fuerzas inconscientes que
había en su interior, para dominarlas y controlarlas. El fin de Freud era el
conocimiento óptimo de la verdad y ése es el conocimiento de la realidad;
este conocimiento era para él la única luz orientadora que el hombre tenía
sobre la tierra. Estos fines eran los fines tradicionales del racionalismo, de
la filosofía de la Ilustración y de la ética puritana. Pero mientras que la
religión y la filosofía habían postulado estos fines del autocontrol en que
podría llamarse una manera utópica, Freud era —o creía ser— el primero
en colocar estos fines sobre una base científica (mediante la exploración del
inconsciente) y mostrar así el camino hacia su realización. Si bien Freud
representa la culminación del racionalismo occidental, su genio consistió en
superar al mismo tiempo los aspectos falsamente racionalistas y
superficialmente optimistas del racionalismo, y en crear una síntesis con el
romanticismo, en el movimiento mismo que, durante el siglo XIX, se opuso
al racionalismo por su propio interés y reverencia por el lado irracional y
afectivo del hombre44.
En relación con el tratamiento del individuo, Freud se preocupó más
también por un fin filosófico y ético de la que generalmente se creía. En las
Conferencias Introductorias, habla de las intentos que algunas prácticas
místicas hacen por producir una transformación básica dentro de la
personalidad. “Tenemos que reconocer —continúa— que los esfuerzos
terapéuticos del psicoanálisis han escogido un objetivo semejante. Su
intención es fortalecer al Ego, hacerlo más independiente del Super-Ego,
ampliar su campo de observación, de modo que pueda apropiarse nuevas
partes del Id.
Donde estaba el Id, allí deberá estar el Ego. Es una labor de cultura
como la reclamación del Zuy-der Zee.”
En el mismo sentido habla de la terapia psicoanalítica como algo que
consiste en “la liberación del ser humano de sus síntomas neuróticos,
inhibiciones y anormalidades de carácter45.” Ve también el papel del
analista bajo una luz que trasciende a la del médico que “cura” al paciente.
“El analista —dice— debe estar en una posición superior en cierto sentido,
si ha de servir como modelo al paciente en ciertas situaciones analíticas y en
otras debe actuar como su maestro46”. “Finalmente —escribe Freud— no
debemos olvidar que la relación entre el analista y el paciente se basa en un
amor a la verdad, es decir, en el reconocimiento de la realidad, que impide
cualquier tipo de fingimiento y engaño47”.
Hay otros factores en el concepto del psicoanálisis de Freud que
trascienden la noción convencional de enfermedad y cura. Los
familiarizados con el pensamiento oriental y en especial con el budismo zen
observarán que los factores que voy a mencionar no carecen de relación con
conceptos y pensamientos de la mente oriental. El principio que debemos
mencionar primero es el concepto de Freud acerca de que el conocimiento
conduce a la transformación, de que la teoría y la práctica no deben
separarse, de que en el acto mismo de conocerse a uno mismo, uno se
transforma. No es necesario acentuar cuán diferente es esta idea de los
conceptos de la psicología científica en la época de Freud o en la nuestra,
cuando el conocimiento en sí mismo sigue siendo un conocimiento teórico
y no tiene una función transformadora en el cognoscente.
También en otro aspecto, el método de Freud tiene una estrecha relación
con el pensamiento oriental y en especial con el budismo zen. Freud no
compartía la alta valoración de nuestro sistema de pensamiento consciente,
tan característico del hombre occidental moderno. Por el contrario, creía
que nuestro pensamiento consciente era sólo una pequeña parte de todo el
proceso psíquico que se produce en nosotros y, de hecho, una parte
insignificante en comparación con la tremenda fuerza de esas fuentes dentro
de nosotros mismos, oscuras e irracionales y, al mismo tiempo,
inconscientes. Freud, en su deseo de llegar a penetrar en la naturaleza real
de una persona, quería atravesar el sistema de pensamiento consciente con
su método de libre asociación. La libre asociación debía ir más allá del
pensamiento lógico, consciente, convencional. Debía conducir a una nueva
fuente de nuestra personalidad, es decir, el inconsciente. Cualquiera que sea
la crítica que pueda hacerse a los contenidos del inconsciente de Freud,
persiste el hecho de que, al acentuar la libre asociación frente al
pensamiento lógico, trascendió en un punto esencial el modo racionalista
convencional de pensar del mundo occidental y se siguió una dirección que
se había desarrollado mucho más y más radicalmente en el pensamiento del
Oriente.
Hay otro punto en el que Freud difiere por completo de la actitud
occidental contemporánea. Me refiero aquí al hecho que estaba dispuesto a
analizar a una persona durante uno, dos, tres, cuarto, cinco o más años. Este
procedimiento ha sido la razón, en realidad, de gran parte de la crítica
contra Freud. No hace falta decir que se debe intentar hacer el análisis lo
más eficaz posible, pero lo que quiero subrayar aquí es que Freud tenía el
valor de decir que era posible pasarse años con una persona, sólo para
ayudar a esa persona a entenderse. Desde el punto de vista de la utilidad,
desde el punto de vista de pérdidas y ganancias, esto no tiene mucho
sentido. Podría decirse más bien que el tiempo gastado en un análisis tan
prolongado no vale la pena, si se considera el efecto social del cambio de
una persona. El método de Freud sólo tiene sentido si se trasciende el
concepto moderno de “valor”, de la relación apropiada entre medios y fines,
de la hoja de balance como si dijéramos; si se toma la posición de que un
ser humano no puede medirse con ninguna cosa, que su emancipación, su
bienestar, su iluminación, o cualquier término que pudiéramos querer usar,
es una cuestión de “importancia definitiva” por sí misma, que ninguna
cantidad de tiempo ni de dinero puede relacionarse con este fin en términos
cuantitativos. Haber tenido la visión y el valor de descubrir un método que
implicaba esta preocupación prolongada por una persona, fue la
manifestación de una actitud que trascendió el pensamiento occidental
convencional en un aspecto importante.
Las observaciones anteriores no quieren implicar que Freud, en sus
intenciones conscientes, estuviera cerca del pensamiento oriental ni,
específicamente, del pensamiento del budismo zen. Muchos de los
elementos que he mencionado antes estaban más implícitos que explícitos y
eran más inconscientes que conscientes, en el propio pensamiento de Freud.
En Freud había demasiado de la civilización occidental y en especial del
pensamiento de los siglos XVIII y XIX, para estar cerca del pensamiento
oriental tal como se expresa el budismo zen, aunque hubiera estado
familiarizado con éste. El retrato que Freud hacía del hombre era, en sus
rasgos esenciales, el retrato que los economistas y filósofos de los siglos
XVIII y XIX habían esbozado. Estos veían al hombre como un ser
esencialmente competidor, aislado y relacionado con los demás sólo por la
necesidad de intercambiar la satisfacción de necesidades económicas e
instintivas. Para Freud, el hombre es una máquina, impulsada por la libido y
regulada por el principio de mantener en un mínimo la excitación de la
libido. Veía al hombre como un ser fundamentalmente egoísta y relacionado
con los demás sólo por la necesidad mutua de satisfacer deseos instintivos.
El placer, para Freud, era alivio de la tensión, no la experiencia de gozo. El
hombre estaba dividido entre su entendimiento y sus emociones; el hombre
no era el hombre íntegro, sino el ser intelectual de los filósofos de la
Ilustración. El amor fraternal era una demanda irracional, contraria a la
realidad; la experiencia mística, una regresión al narcisismo infantil.
Lo que he tratado de mostrar es que, a pesar de estas contradicciones
obvias con el budismo zen, había sin embargo, elementos en el sistema de
Freud que trascendían los conceptos convencionales de enfermedad y
curación, y el concepto racionalista tradicional de la conciencia, elementos
que condujeron a un desarrollo posterior del psicoanálisis que tiene una
afinidad más directa y positiva con el pensamiento budista zen.
No obstante, antes de entrar al examen de la relación entre este
psicoanálisis “humanista” y el budismo zen, quiero señalar un cambio
fundamental para la comprensión del futuro desarrollo del psicoanálisis: el
cambio en los tipos de pacientes que acuden al análisis y los problemas que
presentan.
A principios del siglo, las personas que acudían al psiquiatra eran,
principalmente, personas que sufrían síntomas. Tenían un brazo paralizado,
un síntoma obsesivo, por ejemplo, una compulsión a lavarse, o sufrían de
ideas obsesivas que no podían rechazar. En otras palabras, estaban enfermos
en el sentido en que la palabra “enfermedad” se emplea en medicina; algo
les impedía funcionar socialmente según funciona la persona llamada
normal. Si sufrían de esto, su concepto de la curación correspondía al
concepto de la enfermedad. Querían librarse de los síntomas y su concepto
del “bienestar” era no estar enfermos. Querían estar tan bien como la
persona media o, como podríamos decir también, querían no sentirse más
infelices o perturbados de lo que lo está la persona media en nuestra
sociedad.
Estas personas todavía vienen al psicoanalista en busca de ayuda y para
ellos el psicoanálisis sigue siendo una terapia que tiende a la supresión de
sus síntomas y a permitirles funcionar socialmente. Pero mientras que en
una época constituyeron la mayoría de la clientela de un psicoanalista,
ahora constituyen la minoría, quizá no porque su número absoluto sea más
pequeño ahora que entonces, sino porque su número es relativamente más
pequeño en comparación con los numerosos “pacientes” nuevos que
funcionan socialmente, que no están enfermos en el sentido convencional,
pero que sufren de la maladie du siècle, ese malestar, esa muerte interior a
la que me he estado refiriendo. Estos nuevos “pacientes” vienen al
psicoanalista sin saber de qué sufren realmente. Se quejan de estar
deprimidos, de insomnio, de ser infelices en su matrimonio, de no disfrutar
de su trabajo y otros trastornos semejantes. Generalmente creen que este o
aquel síntoma en particular constituye su problema y que, si pudieran
librarse de ese trastorno especial, se pondrían bien. No obstante, estos
pacientes no ven que su problema no es la depresión, el insomnio, el
matrimonio ni el trabajo. Estas quejas diversas son sólo la forma consciente
en que nuestra cultura les permite expresar algo que está mucho más
profundo y que tienen en común las distintas personas que consideran
conscientemente que sufren de este o aquel síntoma en particular. El
sufrimiento común es la enajenación de uno mismo, de nuestros semejantes
y de la naturaleza; la conciencia de que la vida se nos escapa de las manos
como arena y que moriremos sin haber vivido; que se vive en medio de la
abundancia y, sin embargo, no se siente alegría.
¿Cuál es la ayuda que puede ofrecer el psicoanálisis a los que sufren de
la maladie du siècle?
Esta ayuda es —y debe ser— diferente de la “curación” que consiste en
suprimir los síntomas y que se ofrece a los que no pueden funcionar
socialmente. Para los que sufren de la enajenación, la curación no consiste
en la ausencia de enfermedad, sino en la presencia del bienestar.
No obstante, si hemos de definir el bienestar, tropezamos con
dificultades considerables. Si permanecemos dentro del sistema freudiano,
el bienestar tendría que definirse en términos de la teoría de la libido, como
la capacidad para el pleno funcionamiento genital o, desde un punto de vista
diferente, como la conciencia de la oculta situación de Edipo definiciones
que, en mi opinión, sólo son tangenciales al problema real de la existencia
humana y al logro del bienestar por el hombre total. Cualquier intento de
dar una respuesta aproximada al problema del bienestar debe trascender el
marco freudiano y conducir a una discusión, por incompleta que pueda ser,
del concepto básico de la existencia humana, en que se funda el
psicoanálisis humanista. Sólo de esta manera podemos poner las bases para
la comparación entre el psicoanálisis y el pensamiento del budismo zen.
III. La naturaleza del bienestar — La
evolución psíquica del hombre
El primer intento de dar una definición del bienestar puede ser éste: el
bienestar es estar de acuerdo con la naturaleza del hombre. Si vamos más
allá de esta declaración formal surge la pregunta: ¿Qué es estar de acuerdo
con las condiciones de la existencia humana? ¿Cuáles son estas
condiciones?
La existencia humana plantea un problema. El hombre es lanzado a este
mundo sin su voluntad y retirado de este mundo también sin contar con su
voluntad. A diferencia del animal, que en sus instintos tiene un mecanismo
“innato” de adaptación a su medio y vive completamente dentro de la
naturaleza, el hombre carece de este mecanismo instintivo. Tiene que vivir
su vida, no es vivido por ella. Está en la naturaleza y, sin embargo,
trasciende a la naturaleza; tiene conciencia de sí mismo y esta conciencia
de sí como un ente separado lo hace sentirse insoportablemente solo,
perdido, impotente. El hecho mismo de nacer plantea un problema. En el
momento del nacimiento, la vida le plantea una pregunta al hambre, y él
debe responder a esta pregunta. Debe responderla en toda momento; no su
espíritu, ni su cuerpo, sino él, la persona que piensa y sueña, que duerme y
come, que llora y ríe, el hombre total.
¿Cuál es la pregunta que plantea la vida? La pregunta es: ¿cómo
podemos superar el sufrimiento, el aprisionamiento, la vergüenza que crea
la experiencia de separación; cómo podernos encontrar la unión dentro de
nosotros mismos, con nuestro semejante, con la naturaleza? El hombre tiene
que responder a esta pregunta de alguna manera; y aun en la locura se da
una respuesta, rechazando la realidad fuera de nosotros mismos, viviendo
completamente dentro de la concha de nosotros y superando así el miedo a
la separación.
La pregunta es siempre la misma. No obstante, hay diversas respuestas
o, básicamente, hay sólo dos respuestas. Una es superar la separación y
encontrar la unidad en la regresión al estado de unidad que existía antes de
que despertara la conciencia, es decir, antes del nacimiento del hombre.
La otra respuesta es nacer plenamente, desarrollar la propia conciencia,
la propia razón, la propia capacidad de amar, hasta tal punto que se
trascienda la propia envoltura egocéntrica y se llegue a una nueva armonía,
a una nueva unidad con el mundo.
Cuando hablamos de nacimiento nos referimos por lo general al acto de
nacimiento fisiológico que se produce para el infante humano alrededor de
los nueve meses después de la concepción. Pero en muchos sentidos se
valora demasiado la importancia de este nacimiento. En muchos aspectos
importantes, la vida del niño, una semana después de nacido, se parece más
a la existencia intrauterina que a la existencia de un hombre o una mujer
adultos. Hay, sin embargo, un aspecto único del nacimiento: se rompe el
cordón umbilical y el niño inicia su primera actividad: la respiración.
Cualquier rompimiento de los lazos primarios es posible, desde este
momento, sólo en la medida en que este rompimiento vaya acompañado de
una verdadera actividad.
El nacimiento no es un acto; es un proceso. El fin de la vida es nacer
plenamente, aunque su tragedia es que la mayoría de nosotros muere antes
de haber nacido así. Vivir es nacer a cada instante. La muerte se produce
cuando ese nacimiento se detiene. Fisiológicamente, nuestro sistema celular
está en un proceso de continuo nacimiento; psicológicamente, sin embargo,
la mayoría de nosotros dejamos de nacer en determinado momento.
Algunos nacen muertos; siguen viviendo fisiológicamente si bien,
mentalmente, su aspiración es volver al seno materno, a la tierra, a la
oscuridad, a la muerte; están locos, o muy cerca de estarlo. Otros muchos
van un poco más lejos por el —camino de la vida. No obstante, no pueden
romper el cordón umbilical del todo, como si dijéramos; permanecen
simbióticamente, ligados a la madre, al padre, a la familia, la raza, el
Estado, la posición social, el dinero, los dioses, etc.; nunca surgen
plenamente como ellos mismos y, en consecuencia, nunca nacen
plenamente48.
El intento regresivo de responder al problema de la existencia puede
asumir distintas formas; lo común a todas es que necesariamente fracasan y
conducen al sufrimiento. Una vez que el hombre es separado de la unidad
prehumana, de la unidad paradisíaca con la naturaleza, nunca puede volver
a donde vino; dos ángeles con fieras espadas le cierran el regreso. Sólo en la
muerte o en la locura puede realizarse esa vuelta, no en la vida ni en la
salud.
El hombre puede tratar de encontrar esta unidad regresiva en diversos
niveles, que son al mismo tiempo diversos niveles de patología e
irracionalidad. Puede sentirse poseído por la pasión de volver al seno
materno, a la madre tierra, a la muerte. Si este objetivo se apodera de él y
no es controlado, el resultado es el suicidio o la locura. Una forma menos
patológica de la busca regresiva de la unidad es el deseo de permanecer
ligado al pecho materno, a la mano materna o al mando paterno. Las
diferencias entre estos distintos deseos marcan las diferencias entre diversos
tipos de personalidades. El que permanece en el pecho de la madre es la
criatura que sigue mamando, eternamente dependiente, que tiene una
sensación de euforia cuando es amado, cuidado, protegido y admirado y se
siente lleno de insoportable ansiedad cuando lo amenaza la separación de la
madre amantísima. El que permanece ligado a la autoridad del padre puede
desarrollar bastante iniciativa y actividad y, sin embargo, siempre con la
condición de que haya una autoridad presente que dé órdenes, que elogie y
castigue. Otra forma de orientación regresiva está en la destructividad, en el
deseo de superar la separación a través de la pasión de destruirlo todo y a
todos. Puede perseguirse este fin mediante el deseo de conocerse e
incorporarse todo y a todos, es decir, de experimentar al mundo y a todo lo
que hay en el mundo como comida, o mediante la destrucción directa de
todo, salvo una cosa: él mismo. Otra forma de tratar de curar el sufrimiento
de la separación está en construir el propio Ego, como una “cosa” separada,
fortificada, indestructible. Se experimenta entonces a sí mismo como
propiedad propia, como fuerza, prestigio, intelecto propios.
La salida del individuo de la unidad regresiva va acompañada por la
superación gradual del narcisismo. Para el niño, poco después del
nacimiento, no hay ni siquiera conciencia de la realidad que existe fuera de
él mismo en el sentido de la percepción sensorial; él, el pezón de la madre y
el pecho de la madre son todavía la misma cosa; se encuentra en un estado
anterior al momento en que tiene lugar la diferenciación sujeto-objeto.
Después de algún tiempo, la capacidad de diferenciación sujeto-objeto se
desarrolla en todos los niños, pero sólo en el sentido obvio de conciencia de
la diferencia entre yo y lo que no es yo. Pero en un sentido afectivo, exige el
desarrollo de la plena madurez para superar la actitud narcisista de
omnisciencia y omnipotencia, suponiendo que se alcance alguna vez esta
etapa. Observamos esta actitud narcisista con toda claridad en la conducta
de los niños y las personas neuróticas, con la salvedad de que, en los
primeros es generalmente consciente, y en los segundos inconsciente. El
niño no acepta la realidad tal como es, sino tal como quiere que sea. Vive en
sus deseos y su visión de la realidad es lo que él quiere que sea. Si su deseo
no se cumple, se pone furioso y la función de esta furia es obligar al mundo
(a través del padre y la madre) a responder a su deseo. En el desarrollo
normal del niño, esta actitud varía lentamente hacia la actitud madura de
tener conciencia de la realidad y aceptarla, aceptar sus leyes y, por tanto, su
necesidad. En la persona neurótica encontrarnos invariablemente que no ha
llegado a este punto y no ha renunciado a la interpretación narcisista de la
realidad. Insiste en que la realidad debe conformarse a sus ideas, y cuando
reconoce que esto no es así, reacciona o bien con el impulso de forzar a la
realidad a responder a sus deseos (es decir, a hacer lo imposible) o con el
sentimiento de impotencia porque no puede realizar lo imposible. La noción
de libertad de esta persona es, tenga o no conciencia de ello, una noción de
omnipotencia narcisista, mientras que la noción de libertad de la persona
plenamente desarrollada es la de reconocer la realidad y sus leyes, y actuar
dentro de las leyes de la necesidad, relacionándose con el mundo en forma
productiva, captando al mundo con las propias capacidades de pensamiento
y afecto.
Estas distintas metas y los caminos para alcanzarlas no son
primariamente diferentes sistemas de pensamiento. Son diferentes modos de
ser, diferentes respuestas del hombre total a la pregunta que le hace la vida.
Son las mismas respuestas que han sido dadas en los diversos sistemas
religiosas que constituyen la historia de la religión.
Del canibalismo primitivo al budismo zen, la raza humana ha dado sólo
algunas respuestas a la cuestión de la existencia, y cada hombre da en su
propia vida una de estas respuestas, aunque por lo general no tiene
conciencia de su respuesta. En nuestra cultura occidental, casi todo el
mundo piensa que da la respuesta de las religiones cristiana o judía, o la
respuesta de un ateísmo ilustrado y, sin embargo, si pudiéramos tomar una
radiografía mental de cada uno, encontraríamos muchos adeptos al
canibalismo, muchos adoradores de tótem, muchos que veneran ídolos de
distintos tipos, y unos cuantos cristianos, judíos, budistas, taoístas. La
religión es la respuesta formal y elaborada a la existencia del hombre, y
como puede ser compartida en la conciencia y a través del ritual con otros,
hasta la religión más inferior crea una sensación de racionalidad y de
seguridad por la misma comunión con otros. Cuando no es compartida,
cuando los deseos regresivos están en contraposición con la conciencia y las
exigencias de la cultura existente, entonces la “religión” secreta, individual,
es una neurosis.
Para entender al paciente individual —o a cualquier ser humano— hay
que saber cuál es su respuesta a la cuestión de la existencia o, para decirlo
de otra manera, cuál es su religión secreta, individual, a la que se dedican
todos sus esfuerzos y pasiones. La mayoría de lo que uno considera como
“problemas psicológicos” son sólo consecuencias secundarias de esta
“respuesta” básica, y de ahí que resulte bastante inútil tratar de “curarlos”,
antes de haber entendido esta respuesta básica, es decir, su religión secreta,
privada.
Volviendo ahora al problema del bienestar ¿cómo vamos a definirlo a la
luz de lo que hemos dicho hasta ahora?
El bienestar es el estado de haber llegado al pleno desarrollo de la
razón: la razón no en el sentido de un juicio puramente intelectual, sino en
el sentido de captar la verdad “dejando que las cosas sean” (para usar el
término de Heidegger) tal como son. El bienestar es posible sólo en la
medida en que uno ha superado el propio narcisismo; en la medida en que
uno está abierto, en que responde, en que es sensible y está despierto, vacío
(en el sentido zen). El bienestar significa alcanzar una relación plena con el
hombre y la naturaleza afectivamente, superar la separación y la
enajenación —llegar a la experiencia de unidad con todo lo que existe— y,
sin embargo, experimentarse al mismo tiempo como el ente separado que
Yo soy, como el individuo. El bienestar significa nacer plenamente,
convertirse en lo que se es potencialmente; significa tener la plena
capacidad de la alegría y la tristeza o, para expresarlo de otra manera,
despertar del sueño a medias en que vive el hombre medio y estar
permanente despierto. Si es todo eso, significa también ser creador; es decir,
reaccionar y responder a sí mismo, a los otros —a todo lo que existe—
reaccionar y responder como el hombre real, total, que soy a la realidad de
todos y de todo tal como es. En este acto de verdadera respuesta está el área
de capacidad creadora, de ver al mundo tal como es y experimentarlo como
mi mundo, el mundo creado y transformado por mi comprensión creadora,
de modo que el mundo deje de ser un mundo extraño “allí” y se convierta
en mi mundo. El bienestar significa, por último, desprenderse del propio
Ego, renunciar a la avaricia, dejar de perseguir la preservación y el
engrandecimiento del Ego, ser y experimentarse en el acto de ser, no en el
de tener, conservar, codiciar, usar.
He tratado de señalar, en las observaciones anteriores, el desarrollo
paralelo en el individuo y en la historia de la religión. En vista del hecho de
que este trabajo trata de la relación del psicoanálisis con el budismo zen,
considero necesario elaborar más algunos aspectos psicológicos cuando
menos del desarrollo religioso.
He dicho que al hombre se le plantea una pregunta por el hecho mismo
de su existencia y que es una pregunta planteada por la contradicción dentro
de sí mismo, la de ser en la naturaleza y, al mismo tiempo, trascender a la
naturaleza por el hecho que es vida consciente de sí misma. Cualquier
hombre que escuche esta pregunta que se le plantea y que convierta en
cuestión de “importancia definitiva” el responder a esta pregunta y
responderla como un hombre total y no mediante ideas, es un hombre
“religioso”; y todos los sistemas que tratan de dar, enseñar y trasmitir esas
respuestas son “religiones”. Por otra parte, cualquier hombre —y cualquier
cultura— que traten de ser sordos a la pregunta existencial son irreligiosos.
No hay mejor ejemplo de hombres sordos a la pregunta formulada por
la existencia que nosotros mismos, que vivimos en el siglo XX. Tratamos
de evadir el problema con la preocupación por la propiedad, el prestigio, el
poder, la producción, la diversión y, en última instancia, tratando de olvidar
que nosotros —que yo— existimos. No importa con cuánta frecuencia
piense en Dios o vaya a la iglesia, o en qué medida crea en las ideas
religiosas, si él, el hombre total, es sordo a la pregunta de la existencia, si
no tiene una respuesta que ofrecerle, está agotando el tiempo, y vive y
muere como una cosa más del millón de cosas que produce. Piensa en Dios,
en vez de experimentar ser Dios.
Pero es engañoso pensar en las religiones como si tuvieran
necesariamente algo en común más allá de la preocupación por dar una
respuesta a la pregunta de la existencia.
Por lo que se refiere al contenido de la religión, no hay ninguna unidad;
por el contrario, hay dos respuestas fundamentales opuestas, que ya han
sido mencionadas, respecto del individuo; una respuesta es volver a la
existencia prehumana, preconsciente, descartar la razón, convertirse en un
animal y volver a ser uno solo con la naturaleza. Las formas en que se
expresa este deseo son múltiples. En un polo están fenómenos tales como
los que encontramos en las sociedades secretas germánicas de los
berserkers (literalmente: “camisas de oso”) que se identificaban con un oso;
en las que un joven, durante su iniciación, tenía que “trasmutar su
humanidad a través de un ataque de furia agresiva y aterradora, que lo
asimilaba al rabioso animal de presa”49.
(El hecho de que esta tendencia a volver a la unidad prehumana con la
naturaleza no se limita de ningún modo a las sociedades primitivas resulta
evidente si establecemos la relación entre los “camisas de oso” y los
“camisas pardas” de Hitler. Si bien un amplio sector de miembros del
Partido Nacional Socialista estaba compuesto por políticos mundanos,
oportunistas, despiadados, ávidos de poder, por junkers, generales,
hombres de negocios y burócratas, el núcleo representado por el triunvirato
de Hitler, Himmler y Goebbels no era esencialmente diferente de los
“camisas de oso” primitivos, impulsados por una furia “sagrada”, y por el
deseo de destrucción como la realización última de su visión religiosa.
Estos “camisas de oso” del siglo XX revivieron la leyenda de “asesinato
ritual” acerca de los judíos y, al hacerlo así, proyectaron uno de sus deseos
más profundos: el asesinato ritual. Cometieron asesinato ritual primero con
los judíos, después con los pueblos extranjeros, luego con el propio pueblo
alemán y, por último, asesinaron a sus propias mujeres e hijos y a sí
mismos en el rito final de destrucción completa.)
Hay otras muchas formas religiosas menos arcaicas que buscan la
unidad prehumana con la naturaleza. Se encuentran en cultos en los que la
tribu se identifica con el animal tótem, en los sistemas religiosos dedicados
a la adoración de árboles, lagos, cavernas, etc., en los cultos orgiásticos que
tienen como fin la eliminación de la lucidez, la razón y la conciencia. En
todas estas religiones, lo sagrado es aquello que pertenece a la visión de la
transmutación del hombre en una parte prehumana de la naturaleza; el
“hombre sagrado” (por ejemplo, el chamán) es el que ha ido más lejos en el
logro de su fin.
El otro polo de la religión está representado por todas aquellas
religiones que buscan la respuesta a la cuestión de la existencia humana por
medio de la emersión de la existencia prehumana, el desarrollo de la
específica capacidad humana de razón y amor, y el encuentro de una nueva
armonía entre el hombre y la naturaleza, y entre el hombre y el hombre.
Aunque esos intentos pueden encontrarse en individuos de sociedades
relativamente primitivas, la gran línea divisoria para la humanidad entera
parece estar en el período que va aproximadamente del año 2000 A.c. y el
inicio de nuestra era. El taoísmo y el budismo en el Lejano Oriente, las
revoluciones religiosas de Akenatón en Egipto, la religión de Zoroastro en
Persia, la religión de Moisés en Palestina, la religión de Quetzalcóatl en
México50, representan la nueva dirección que ha tomado la humanidad.
La unidad se busca en todas estas religiones, no la unidad regresiva que
se encuentra volviendo a lo pre-individual, a la armonía preconsciente del
paraíso, sino la unidad en un nuevo nivel: esa unidad que sólo puede
lograrse después de que el hombre ha experimentado su separación, después
de que ha atravesado la etapa de la enajenación de sí misma y del mundo y
ha nacido plenamente. Esta nueva unidad tiene como premisa el pleno
desarrollo de la razón del hombre, que conduce a una etapa en que la razón
ya no separa al hombre de su captación inmediata, intuitiva de la realidad.
Hay muchos símbolos de la nueva meta que está en el futuro, no en el
pasado: Tao, Nirvana, Iluminación, el Bien, Dios. Las diferencias entre
estos símbolos son provocadas por las diferencias sociales y culturales que
existen en los diversos países en donde surgieron. En la tradición occidental
el símbolo escogido como “meta” fue la figura autoritaria del rey o el jefe
tribal supremo. Pero ya en la época del Antiguo Testamento, esta figura
cambia de la de un gobernante arbitrario a la de un gobernante ligado al
hombre por la alianza y las promesas contenidas en ella. En la literatura
profética el fin es considerado como el de una nueva armonía entre el
hombre y la naturaleza en el tiempo mesiánico; en el cristianismo, Dios se
manifiesta como hombre; en la filosofía de Maimónides, como en el
misticismo. Los elementos antropomórficos y autoritarios están casi
completamente eliminados, aunque en las formas populares de las
religiones occidentales han permanecido sin mucho cambio.
Lo común al pensamiento judeo-cristiano y al budista zen es la
conciencia de que debo renunciar a mi “voluntad” (en el sentido de mi
deseo de forzar, dirigir, estrangular al mundo fuera de mí y dentro de mí)
para estar completamente abierto, capaz de responder, despierto, vivo. En la
terminología zen esto se llama con frecuencia “vaciarse a uno mismo”, lo
que no tiene un sentido negativo, sino que significa la apertura para recibir.
La terminología cristiana llama a esto por lo común “matarse a uno mismo
y aceptar la voluntad de Dios”. Parece haber pocas diferencias entre la
experiencia cristiana y la experiencia budista que están detrás de las dos
formulaciones diferentes. Sin embargo, por lo que se refiere a la
interpretación y la experiencia populares, esta formulación significa que en
vez de tomar las decisiones por sí mismo, el hombre deja sus decisiones a
un padre omnisciente, omnipotente, que vela por él y sabe lo que es bueno
para él.
Es evidente que en esta experiencia el hombre no se abre ni se vuelve
capaz de responder, sino que se hace obediente y sumiso. Seguir la voluntad
de Dios en el sentido de la verdadera renuncia al egoísmo, puede lograrse
mejor si no hay concepto de Dios. Paradójicamente, sigo efectivamente la
voluntad de Dios si me olvido de Él. El concepto de vacío del zen implica
el verdadero significado de renunciar a la propia voluntad, sin peligro, sin
embargo, de regresar al concepto idolátrico de un padre que ayuda.
IV. La naturaleza de la conciencia,
represión y des-represión
En el apartado anterior he tratado de esbozar las ideas del hombre y de
la existencia humana que fundan las metas del psicoanálisis humanista.
Pero el psicoanalista comparte estas ideas generales con otros conceptos
humanistas filosóficos o religiosos. Debemos proceder ahora a describir el
método específico a través del cual trata de alcanzar su meta el
psicoanálisis.
El elemento más característico del tratamiento psicoanalítico es, sin
duda alguna, su intento por volver consciente el inconsciente, o para decirlo
con las palabras de Freud, para transformar el Id en Ego. Pero si bien esta
formulación parece simple y clara, no lo es de ninguna manera. Surgen
inmediatamente las preguntas: ¿qué es el inconsciente? ¿Qué es la
conciencia? ¿Qué es la represión? ¿Cómo se vuelve consciente el
inconsciente? Y si esto sucede ¿qué efecto tiene?
En primer lugar debernos considerar que los términos consciente e
inconsciente son utilizados en varios sentidos diferentes. En un sentido, que
podría llamarse funcional, lo “consciente” y lo “inconsciente” se refieren a
una situación subjetiva dentro del individuo. Decir que es consciente de
esto o aquel contenido psíquico, significa que se da cuenta de afectos,
deseos, juicios, etc. El inconsciente, usado en el mismo sentido, se refiere a
un estado de ánimo en el que la persona no se da cuenta de sus experiencias
interiores. Si estuviera totalmente inconsciente de todas las experiencias,
incluyendo las sensoriales, sería precisamente como una persona que está
inconsciente. Decir que la persona es consciente de ciertos afectos, etc.,
significa que es consciente en lo que se refiere a estos afectos; decir que
ciertos afectos son inconscientes significa que es inconsciente por lo que se
refiere a estos contenidos. Debemos recordar que “inconsciente” no se
refiere a la ausencia de ningún impulso, sentimiento, deseo, temor, etc., sino
únicamente a la falta de conciencia de estos impulsos.
Muy diferente del uso del consciente y el inconsciente en el sentido
funcional que acabamos de describir, es otro uso por el que nos referimos a
ciertos sectores en la persona y a ciertos contenidos relacionados con ellos.
Tal es el caso, generalmente, citando se emplean las expresiones “el
consciente” y “el inconsciente”. Aquí “el consciente” es una parte de la
personalidad, con contenidos específicos, y “el inconsciente” es otra parte
de la personalidad, con otros contenidos específicos. En opinión de Freud,
el inconsciente es esencialmente la sede de la irracionalidad. En el
pensamiento de Jung, el significado parece casi el inverso; el inconsciente
es esencialmente la sede de las más profundas fuentes de la sabiduría,
mientras que lo consciente es la parte intelectual de la personalidad. De
acuerdo con esta visión de lo consciente y lo inconsciente, éste es percibido
como el sótano de una casa, en el que se acumula todo lo que no encuentra
lugar en la superestructura; el sótano de Freud contiene sobre todo los
vicios del hombre; el de Jung contiene esencialmente la sabiduría humana.
Como lo ha subrayado H. S. Sullivan, el uso de “el inconsciente” en el
sentido de sector es desafortunado, y una representación pobre de los
hechos psíquicos en cuestión. Podría añadir que la preferencia por este tipo
de conceptos, sustantivo más que funcional, corresponde a la tendencia
general en la cultura occidental contemporánea a percibir en términos de
cosas que tenemos, más que a percibir en términos de ser. Tenemos un
problema de ansiedad, tenemos insomnio, tenemos una depresión, tenemos
un psicoanalista, lo mismo que tenemos un automóvil, una casa o un niño.
En el mismo sentido tenemos también un “inconsciente”. No es accidental
que mucha gente use la palabra “subconsciente” en vez de la palabra
“inconsciente”. Lo hacen obviamente por la razón que el “subconsciente” se
presta mejor al concepto localizado; puedo decir “soy inconsciente de” esto
o aquello, pero no puedo decir “soy subconsciente” de ello.
Existe otro uso de “consciente”, que algunas veces se presta a
confusión.
La conciencia es identificada con el intelecto reflexivo y el inconsciente
con la experiencia irreflexionada. No puede objetarse, por supuesto, este
uso de consciente e inconsciente, siempre y cuando que el significado sea
claro y no se confunda con los otros dos significados. No obstante, este uso
no parece afortunado; la reflexión intelectual es, por supuesto, siempre
consciente, pero no todo lo que es consciente es reflexión intelectual. Si
miro a una persona, tengo conciencia de esa persona, tengo conciencia de lo
que me sucede a mí en relación con la persona, pero sólo si me he separado
de ésa persona a una distancia de sujeto a objeto, es idéntica esa conciencia
a la reflexión intelectual. Lo mismo es cierto si tengo conciencia de mi
respiración, que de ninguna manera es lo mismo que pensar en mi
respiración; en realidad, cuando empiezo a pensar sobre mi respiración,
dejo de tener conciencia de mi respiración. Lo mismo es válido de todos
mis actos a través de los cuales me relaciono con el mundo. Más adelante
hablaremos más de esto.
Habiendo decidido hablar del inconsciente y lo consciente como estados
de conocimiento y falta de conocimiento, respectivamente, más que como
“partes” de la personalidad y contenidos específicos, debemos considerar
ahora el problema de qué es lo que impide que una experiencia llegue a
nuestro conocimiento, es decir, que se vuelva consciente.
Pero antes de empezar a examinar esta cuestión, surge otra que debe ser
respondida primero. Si hablamos en un contexto psicoanalítico de
conciencia e inconsciencia, se implica que la conciencia tiene un valor
superior al de la inconciencia. ¿Por qué habríamos de intentar ampliar el
dominio de la conciencia, si esto no fuera así? No obstante, es obvio que la
conciencia como tal, no tiene un valor particular; en realidad, gran parte de
lo que la gente tiene en su mente consciente es ficción y engaño; y es así, no
tanto porque la gente sea incapaz de ver la verdad sino por la función de la
sociedad. La mayor parte de la historia humana (con la excepción de
algunas sociedades primitivas) se caracteriza por el hecho de que una
pequeña minoría ha dominado y explotado a la mayoría de sus semejantes.
Para hacerlo, la minoría ha utilizado, por lo general, la fuerza; pero la
fuerza no es suficiente. A la larga, la mayoría ha tenido que aceptar su
propia explotación voluntariamente, y esto sólo es posible si su mente se ha
llenado de toda clase de mentiras y ficciones, que justifican y explican su
aceptación del dominio de la minoría.
No obstante, ésta no es la única razón del hecho de que la mayor parte
de lo que las personas tienen en la conciencia acerca de ellas mismas, de los
demás, de la sociedad, etc., sea ficción. En su desarrollo histórico, cada
sociedad queda apresada en su propia necesidad de sobrevivir en la forma
particular en la que se ha desarrollado y generalmente logra esta
supervivencia ignorando los fines humanos más amplios que son comunes a
todos los hombres. Esta contradicción entre el fin social y el universal
conduce también a la fabricación (en una escala social), de toda clase de
ficciones e ilusiones, que tienen la función de negar y racionalizar la
dicotomía entre las metas de la humanidad y las de una sociedad dada.
Podríamos decir, entonces, que el contenido de la conciencia es sobre
todo ficticio y engañoso y no representa a la realidad. Así pues, la
conciencia como tal no es nada deseable. Sólo si la realidad escondida (la
que es inconsciente), se revela y, en consecuencia, deja de estar escondida
(es decir, se vuelve consciente), se realiza algo valioso. Debemos volver a
este análisis más adelante. Por ahora sólo quiero subrayar que la mayor
parte de lo que hay en nuestra conciencia es “conciencia falsa” y que es la
sociedad, sobre todo, la que nos llena de estas nociones ficticias e irreales.
Pero el efecto de la sociedad no es sólo infundir ficciones a nuestra
conciencia sino, además, impedir la conciencia de la realidad. La
elaboración de este punto nos conduce directamente al problema central de
cómo se produce la represión o la inconciencia.
El animal tiene una conciencia de las cosas que lo rodean que, para usar
el término de R. M. Bucke, podemos llamar “conciencia simple”. La
estructura cerebral del hombre, por ser más amplia y más compleja que la
del animal, trasciende esta simple conciencia y es la base de la conciencia
de sí, conocimiento de sí mismo como sujeto de su experiencia. Pero quizá
por su enorme complejidad51, la conciencia humana se organiza de varias
maneras posibles, y para que una experiencia cualquiera penetre en la
conciencia, debe ser comprensible según las categorías en que está
organizado el pensamiento consciente. Algunas de las categorías, como el
tiempo y el espacio, pueden ser universales y pueden constituir categorías
de percepción comunes a todos los hombres. Otras, por ejemplo, la
causalidad, pueden ser una categoría válida para muchos, pero no para todas
las formas de percepción humana consciente. Otras categorías son aún
menos generales y difieren de cultura a cultura. Comoquiera que sea, la
experiencia puede entrar en la conciencia sólo a condición de que pueda ser
percibida, relacionada y ordenada en términos de un sistema conceptual52 y
de sus categorías. Este sistema es en sí un resultado de la evolución social.
Toda sociedad, por su propia práctica de vida y por su modo de
relacionarse, sentir y percibir, desarrolla un sistema de categorías que
determina las formas de conciencia. Este sistema funciona, como si
dijéramos, como un filtro socialmente condicionado; la experiencia no
puede entrar en la conciencia si no pasa por este filtro.
La cuestión está entonces en entender más concretamente cómo
funciona este “filtro social” y cómo permite que ciertas experiencias se
filtren, mientras que a otras se les impide que entren en la conciencia.
En primer lugar, debernos considerar que muchas experiencias no se
prestan fácilmente a ser percibidas por la conciencia. El dolor es quizás la
experiencia física que se presta mejor a ser conscientemente percibida; el
deseo sexual, el hambre, etc., son también fácilmente percibidos;
obviamente, todas las sensaciones importantes para la supervivencia del
individuo o del grupo tienen fácil acceso a la conciencia. Pero cuando se
llega a una experiencia más sutil o compleja, como: contemplar el capullo
de una rosa al amanecer, una gota de rocío en él, cuando el aire es todavía
frío, el sol sale y un pájaro canta… ésta es una experiencia que en algunas
culturas se presta fácilmente a la conciencia (por ejemplo, en Japón),
mientras que en la cultura occidental moderna esta misma experiencia no
entrará por lo común a la conciencia por no ser suficientemente
“importante” o “significativa” para ser advertida. El hecho de que las
experiencias afectivas sutiles puedan entrar en la conciencia depende del
grado en que tales experiencias son cultivadas en una cultura dada. Hay
muchas experiencias efectivas para las que no tiene palabras determinado
lenguaje, mientras que otro lenguaje puede ser rico en palabras que
expresan estos sentimientos. En inglés, por ejemplo, hay una sola palabra,
love, que cubre experiencias que van desde el gustar hasta la pasión erótica,
del amor fraternal al maternal. En un lenguaje en que diferentes
experiencias afectivas no se expresan con palabras distintas, es casi
imposible que las propias experiencias entren en la conciencia y a la
inversa. Por lo común, puede decirse que una experiencia casi nunca entra
en la conciencia si el lenguaje no tiene palabras para expresarla.
Pero éste es sólo un aspecto de la función de filtro del lenguaje. Los
distintos lenguajes difieren no sólo por el hecho de que varían en la
diversidad de palabras que usan para denotar ciertas experiencias afectivas,
sino por su sintaxis, su gramática y el significado original de las palabras.
Todo lenguaje contiene una actitud vital, es una expresión congelada de una
experiencia determinada de la vida53.
He aquí algunos ejemplos. Hay lenguajes en los que la forma verbal
“llueve”, por ejemplo, se conjuga de manera diferente según que yo diga
que llueve porque he estado bajo la lluvia y me he mojado, porque he visto
llover desde el interior de una choza o porque alguien me ha dicho que
llueve. Es obvio que el acento del lenguaje en estas fuentes distintas de
experimentar un hecho (en este caso, que llueve) tiene una profunda
influencia en la manera en que la gente experimenta los hechos.
(En nuestra cultura moderna, por ejemplo, con su acento en el aspecto
puramente intelectual del conocimiento, importa poco cómo conozco el
hecho, si por experiencia directa, indirecta o de oídas.)
En hebreo, por ejemplo, el principio fundamental de la conjugación es
determinar si una actividad es completa (perfecta) o incompleta
(imperfecta) mientras que el tiempo en que ocurre —pasado, presente,
futuro— se expresa sólo de una manera secundaria. En latín ambos
principios (tiempo y perfección) se usan juntos, mientras que el inglés se
orienta predominantemente en el sentido del tiempo. Una vez más, no hace
falta decir que esta diferencia en la conjugación expresa una diferencia en la
experiencia54.
Otro ejemplo se encuentra en el uso diferente de verbos y nombres en
diversos idiomas, y aún entre distintas personas que utilizan el mismo
idioma. El nombre se refiere a una “cosa”; el verbo se refiere a una
actividad. Un creciente número de personas prefieren pensar en términos de
tener cosas, en vez de ser o actuar; de ahí que prefieran los nombres a los
verbos.
El lenguaje, mediante sus palabras, su gramática, su sintaxis, mediante
todo el espíritu que está congelado dentro de él, determina cómo
experimentamos y qué experiencia penetra a nuestra conciencia.
El segundo aspecto del filtro que hace posible la conciencia es la lógica
que dirige el pensamiento de los hombres en determinada cultura. Así como
la mayoría de la gente supone que su lenguaje es “natural” y que otros
lenguajes sólo utilizan palabras diferentes para las mismas cosas, supone
también que las reglas que determinan el pensamiento adecuado son
naturales y universales; que lo que es ilógico en un sistema cultural es
ilógico en cualquier otro, porque entra en conflicto con la lógica “natural”.
Un buen ejemplo de esto es la diferencia entre la lógica aristotélica y la
paradójica.
La lógica aristotélica se basa en la ley de identidad que afirma que A es
igual a A, la ley de la no contradicción (A no es igual a no-A) y la ley del
tercero excluido (A no puede ser A y no-A, ni A ni no-A). Aristóteles lo
afirmó así: “Es imposible que la misma cosa pertenezca y al mismo tiempo
no pertenezca a la misma cosa y en el mismo respecto... Éste es, entonces,
el más seguro de todos los principios55.”
En oposición a la lógica aristotélica está lo que podríamos llamar lógica
paradójica, que supone que A y no-A no se excluyen entre sí como
predicados de X. La lógica paradójica predominó en el pensamiento chino y
de la India, en la filosofía de Heráclito, y una vez más con el nombre de
dialéctica en el pensamiento de Hegel y de Marx. El principio general de la
lógica paradójica ha sido claramente descrito en términos generales por
Lao-Tsé: “Las palabras que son estrictamente verdaderas parecen ser
paradójicas56”. Y por Chuang-Tzu: “Lo que es uno es uno. Lo que es no-
uno es también uno.”
En tanto que una persona vive en una cultura en la que la verdad de la
lógica aristotélica no es puesta en duda, es muy difícil, si no imposible, para
ella tener conciencia de las experiencias que contradicen la lógica
aristotélica, y que por tanto, desde el punto de vista de su cultura, carecen
de sentido. Un buen ejemplo es el concepto freudiano de la ambivalencia,
que afirma que puede experimentarse amor y odio por la misma persona al
mismo tiempo. Esta experiencia, que desde el punto de vista de la lógica
paradójica es bastante “lógica”, no tiene sentido desde el punto de vista de
la lógica aristotélica. Como resultado, es muy difícil para la mayoría de la
gente el tener conciencia de sentimientos de ambivalencia. Si tienen
conciencia de amor, no pueden tener conciencia del odio, porque carecería
de sentido tener dos sentimientos contradictorios al mismo tiempo y hacia
la misma persona57.
El tercer aspecto del filtro, aparte del lenguaje y la lógica, es el
contenido de las experiencias. Toda sociedad excluye ciertos pensamientos
y sentimientos de ser pensados, sentidos y expresados. Hay cosas que no
sólo “no se hacen” sino que ni siquiera “se piensan”. En una tribu de
guerreros, por ejemplo, cuyos miembros viven de matar y robar a los
miembros de otras tribus, podría haber un individuo que sintiera repulsión a
matar y robar. Sin embargo, es muy improbable que tuviera conciencia de
este sentimiento, porque seria incompatible con el sentimiento de toda la
tribu; tener conciencia de este sentimiento incompatible significaría el
peligro de sentirse completamente aislado y condenado al ostracismo. De
ahí que un individuo con tal sentimiento de repugnancia desarrollara
probablemente un síntoma psicosomático de vómito, en vez de dejar que el
sentimiento de repugnancia penetrara en su conciencia.
Exactamente lo contrario se encontraría en un miembro de una tribu
agrícola pacífica, que tuviera el impulso de salir a matar y a robar a los
miembros de otros grupos. Es probable que tampoco se permitiera cobrar
conciencia de sus impulsos sino que, en vez de ello, desarrollaría un
síntoma, quizá un terror intenso.
Otro ejemplo: Debe de haber muchos comerciantes en nuestras grandes
ciudades que tengan un cliente que necesite urgentemente, digamos, un traje
pero que no tenga dinero suficiente ni para comprar el más barato. Entre
esos comerciantes debe de haber unos cuantos con el impulso humano
natural de darle el traje al cliente por el precio que puede pagar. ¿Pero
cuántos de ellos se permitirán cobrar conciencia de semejante impulso?
Supongo que muy pocos. La mayoría lo reprimirá y podríamos encontrar
entre esos hombres alguna conducta agresiva hacia el cliente, que esconde
el impulso inconsciente, o un sueño a la noche siguiente que lo exprese.
Al plantear la tesis de que a los contenidos incompatibles con otros
socialmente permisibles no se les permite entrar en el campo de la
conciencia, planteamos otras dos preguntas. ¿Por qué son ciertos contenidos
incompatibles con una sociedad dada? Además, ¿por qué tiene el individuo
tanto miedo de tener conciencia de esos contenidos prohibidos?
En cuanto a la primera pregunta, debo referirme al concepto del
“carácter social”. Cualquier sociedad, para sobrevivir, debe moldear el
carácter de sus miembros de tal manera que quieran hacer lo que tienen que
hacer; su función social debe interiorizarse y transformarse en algo que
estén obligados a hacer. Una sociedad no puede permitir una desviación de
este patrón, porque si este “carácter social” pierde su coherencia y su
firmeza, muchos individuos dejarían de actuar como se espera que actúen y
la supervivencia de la sociedad en su forma dada estaría en peligro. Las
sociedades, por supuesto, difieren según la rigidez con que fortalecen su
carácter social y la observación de los tabúes para proteger este carácter,
pero en todas las sociedades hay tabúes, cuya violación tiene como
resultado el ostracismo.
La segunda pregunta se refiere a por qué el individuo tiene tanto miedo
al peligro de ostracismo implícito que no se permite tener conciencia de los
impulsos “prohibidos”. Para responder a esta pregunta, debo referirme
también a exposiciones más completas hechas en otra parte58. Para decirlo
brevemente, si no quiere volverse loco, tiene que relacionarse de alguna
manera con los demás. Carecer en absoluto de relaciones lo lleva a las
fronteras de la locura. Mientras que, en tanto que es un animal, tiene mucho
miedo de morir, en tanto que es un hombre tiene mucho miedo de estar
completamente solo. Este miedo, más que, como supone Freud, el miedo a
la castración, es el factor efectivo que no permite la conciencia de los
sentimientos y pensamientos tabú.
Llegamos, pues, a la conclusión de que la conciencia y la inconciencia
están socialmente condicionadas. Tengo conciencia de todos mis
sentimientos y pensamientos que pueden penetrar el triple filtro del
lenguaje (socialmente condicionado), la lógica y los tabúes (carácter social).
Las experiencias que no pueden filtrarse permanecen fuera de la conciencia;
es decir, permanecen inconscientes59.
Hay que hacer dos advertencias en relación con el acento en la
naturaleza social del inconsciente. Una, más bien obvia, es que además de
los tabúes sociales hay elaboraciones individuales de estos tabúes que
difieren de familia a familia; un niño, temeroso de ser “abandonado” por
sus padres porque tiene conciencia de experiencias que para ellos,
individualmente, son tabú, reprimirá también, además de la represión
socialmente normal, aquellos sentimientos a los que les impide llegar a la
conciencia el aspecto individual del filtro. Por otra parte, padres de una gran
apertura interior y con poca “tendencia a la represión” tenderán, por su
propia influencia, a hacer el filtro social (y el Superego) menos estrechos e
impenetrables.
La otra advertencia se refiere a un fenómeno más complicado.
Reprimimos no sólo la conciencia de aquellos impulsos que son
incompatibles con el patrón social de pensamiento, sino que tendemos
también a reprimir aquellos impulsos incompatibles con el principio de
estructura y desarrollo de todo el ser humano, incompatibles con la
“conciencia humanista”, esa voz que habla en nombre del pleno desarrollo
de nuestra persona.
Los impulsos destructivos, el impulso de regresar al seno materno o a la
muerte, el impulso de comerse a aquellos de los que se quiere estar cerca,
estos y otros muchos impulsos regresivos pueden o no ser compatibles con
el carácter social, pero no son de ningún modo compatibles con las metas
inherentes a la evolución de la naturaleza del hombre. Si un niño quiere
mamar, es normal, es decir, corresponde al estado de evolución en que se
encuentra el niño en ese momento. Si un adulto tiene los mismos fines, está
enfermo; en tanto que no sólo es impulsado por el pasado, sino también por
la meta inherente a su estructura total, siente la discrepancia entre lo que es
y lo que debería ser; empleando aquí “debería” no en el sentido de un
mandamiento, sino en el sentido de las metas evolucionistas inmanentes e
inherentes a los cromosomas de los que se desarrolla, así como su futura
constitución física, el color de sus ojos, etc., que están ya “presentes” en los
cromosomas.
Si el hombre pierde contacto con el grupo social en el que vive, se
asusta del aislamiento absoluto y por este miedo no se atreve a pensar la
que “no se piensa”. Pero el hombre teme también estar completamente
aislado de la humanidad, que está dentro de él y es representada por su
conciencia. Ser completamente inhumano es también aterrador, aunque,
según parece indicar la evidencia histórica, menos aterrador que sentirse
socialmente condenado al ostracismo, suponiendo que toda una sociedad
haya adoptado normas inhumanas de conducta. Cuanto más se aproxime
una sociedad a la norma de vida humana, menos conflicto habrá entre el
aislamiento de la sociedad y de la humanidad. Cuanto mayor es el conflicto
entre los fines sociales y los fines humanos, más se desgarra el individuo
entre los dos polos peligrosos de aislamiento. No hace falta añadir que en la
medida en que una persona —por su propio desarrollo intelectual y
espiritual— siente su solidaridad con la humanidad, puede tolerar más el
ostracismo social y a la inversa. La capacidad de actuar de acuerdo con la
propia conciencia depende del grado en que se hayan trascendido los límites
de la propia sociedad y se haya convertido uno en ciudadano del mundo, en
“cosmopolita”.
El individuo no puede permitirse tener conciencia de pensamientos o
sentimientos incompatibles con los patrones de su cultura y, por ello, se ve
obligado a reprimirlos. Formalmente hablando, pues, lo inconsciente y lo
consciente dependen (aparte de los elementos individuales, condicionados
por la familia y la influencia de la conciencia humanista) de la estructura de
la sociedad y de los patrones de sentimientos y pensamientos que produce.
En cuanto a los contenidos del inconsciente, no es posible ninguna
generalización. Pero puede hacerse esta afirmación: siempre representa al
hombre total, con todas sus posibilidades de oscuridad y de luz; siempre
contiene la base de las distintas respuestas que el hombre es capaz de dar a
la pregunta que plantea la existencia.
En el caso extremo de las culturas más regresivas, inclinadas a volver a
la existencia animal, este deseo mismo es predominante y consciente,
mientras que todo impulso por salirse de este nivel es reprimido. En una
cultura que se ha movido de la meta regresiva a la espiritual-progresiva, las
fuerzas que representa la oscuridad son inconscientes. Pero el hombre, en
cualquier cultura, tiene todas las posibilidades; es el hombre arcaico, la
bestia de presa, el caníbal, el idólatra y es el ser con la capacidad para la
razón, el amor, la justicia. El contenido del inconsciente, entonces, no es ni
el bien ni el mal, lo racional ni lo irracional; es ambos; es todo lo humano.
El inconsciente es el hombre total —menos esa parte del hombre que
corresponde a su sociedad. La conciencia representa al hombre social, las
limitaciones accidentales establecidas por la situación histórica en la que
cae un individuo. El inconsciente representa al hombre universal, al hombre
total, arraigado en el Cosmos; representa la planta que hay en él, el animal
que hay en él, el espíritu que hay en él; representa su pasado hasta el alba de
la existencia humana y representa su futuro hasta el día en que el hombre
llegue a ser plenamente humano y la naturaleza se humanice lo mismo que
el hombre se “naturalice”.
Definiendo la conciencia y el inconsciente como lo hemos hecho ¿qué
significa hablar de hacer consciente el inconsciente, de des-represión?
Según el concepto freudiano, hacer consciente el inconsciente tenía una
función limitada, en primer lugar porque el inconsciente consistía
principalmente, según se suponía, de los deseos reprimidos, instintivos, en
tanto que son incompatibles con la vida civilizada. Se refería a simples
deseos instintivos, como los impulsos incestuosos, el miedo a la castración,
la envidia del pene, etc., cuya conciencia, se suponía, había sido reprimida
en la historia de un individuo determinado. La conciencia del impulso
reprimido debía conducir a su dominio por el ego victorioso. Cuando nos
liberamos del concepto freudiano limitado del inconsciente y seguimos el
concepto arriba expuesto, el fin de Freud, la transformación del
inconsciente en consciente (“Id en Ego”), adquiere un significado más
amplio y más profundo. Hacer del inconsciente consciente transforma la
mera idea de la universalidad del hombre en la experiencia viva de esa
universalidad; es la realización en la experiencia del humanismo.
Freud advirtió claramente cómo la represión interfiere con el sentido de
la realidad de una persona y cómo la supresión de la represión conduce a
una nueva apreciación de la realidad. Freud llamaba al efecto distorsionador
de los impulsos inconscientes “transferencia”; más adelante, H. S. Sullivan
llamó al mismo fenómeno “deformación paratáxica”. Freud descubrió,
primero en la relación del paciente con el analista, que el paciente no veía al
analista como éste es, sino como una proyección de sus (las del paciente)
propias aspiraciones, deseos y ansiedades, tal como se formaron
originalmente en sus experiencias con las personas importantes de su
infancia. Sólo cuando el paciente entra en contacto con su inconsciente
puede superar las distorsiones producidas por él mismo y ver a la persona
del analista, así como a la de su padre o su madre, tal como son.
Lo que Freud descubrió es el hecho de que vemos la realidad
deformada. Que creemos ver a una persona tal como es, mientras que en
realidad vemos nuestra proyección de una imagen de la persona sin tener
conciencia de ello. Freud vio no sólo la influencia deformadora de la
transferencia, sino también las numerosas influencias deformadoras de la
represión. En tanto que una persona es movida por impulsos desconocidos
para ella y en contraste con su pensamiento consciente (que representa las
demandas de la realidad social), puede proyectar sus propios deseos
inconscientes en otra persona y no tener conciencia de ellos, por tanto,
dentro de sí mismo sino —con indignación— en el otro (“proyección”). O
bien, puede inventar razones racionales de impulsos que en sí mismos
tienen una fuente totalmente diferente. Este razonamiento consciente, que
es una seudo explicación de fines cuyos verdaderos motivos son
inconscientes, fue llamado por Freud racionalización. Ya sea que hagamos
referencia a la transferencia, la proyección o las racionalizaciones, la mayor
parte de aquello de lo que tiene conciencia una persona es una ficción —
mientras que algo que reprime (es decir, que es inconsciente) es real.
Tomando en cuenta lo que hemos dicho sobre la influencia
entorpecedora de la sociedad y considerando además nuestro concepto más
amplio de lo que constituye el inconsciente, llegamos a un nuevo concepto
del inconsciente-consciente. Podemos empezar por decir que la persona
media, aunque piensa que está despierta, está en realidad medio dormida.
Por “medio dormida” quiero decir que su contacto con la realidad es muy
parcial; la mayor parte de lo que considera como realidad (fuera o dentro de
sí misma) es una serie de ficciones que su mente construye.
Tiene conciencia de la realidad sólo en la medida en que el
funcionamiento social lo hace necesario. Tiene conciencia de sus
semejantes en tanto que necesita cooperar con ellos; tiene conciencia de la
realidad material y social en tanto que necesita conocerla para manipularla.
Tiene conciencia de la realidad en la medida en que la meta de la
supervivencia hace necesaria esa conciencia.
(Haciendo la distinción inversa, en el estado de sueño, la conciencia de
la realidad exterior se suspende, aunque se recupera fácilmente en caso de
necesidad. En el caso de locura, la plena conciencia de la realidad exterior
está ausente y no es recuperable siquiera en una emergencia.)
La conciencia de la persona media es sobre todo “falsa conciencia”
integrada por ficciones e ilusión, mientras que justo de lo que no tiene
conciencia es de la realidad. Podemos diferenciar así entre aquello de lo que
es consciente una persona y aquello de la que se vuelve consciente. Es
consciente, principalmente, de ficciones; puede volverse consciente de las
realidades que están por debajo de estas ficciones.
Hay otro aspecto del inconsciente que se desprende de las premisas
analizadas antes. En tanto que la conciencia representa sólo al pequeño
sector de experiencia socialmente moldeada y el inconsciente representa la
riqueza y la profundidad del hombre universal, el estado de represión
resulta en el hecho de que yo, la persona accidental, social, estoy separado
de mí mismo, la persona total humana. Soy un extraño a mí mismo, y en la
misma medida todos las demás son extraños para mí. Estoy separado de la
vasta área de experiencia que es humana y soy un fragmento de hombre, un
inválido que experimenta sólo una pequeña parte de lo que es real en sí
mismo y de lo que es real en los demás.
Hasta aquí hemos hablado sólo de la función deformadora de la
represión; queda por mencionar otro aspecto que no conduce a una
deformación, sino a hacer que la experiencia sea irreal por cerebración. Me
refiero al hecho de que creo que veo —pero sólo veo palabras; creo que
siento, pero sólo pienso sentimientos. La persona cerebral es la persona
enajenada, la persona que está en la caverna y que, como en la alegoría de
Platón, sólo ve sombras y las confunde con la realidad inmediata.
Este proceso de cerebración se relaciona con la ambigüedad del
lenguaje. Tan pronto como he expresado algo en una palabra, se produce
una enajenación, y la experiencia plena ya ha sido sustituida por la palabra.
La experiencia plena existe sólo, en realidad, hasta el momento en que es
expresada por el lenguaje. Este proceso general de cerebración está
probablemente más difundido y es más intenso en la cultura moderna que
en ningún otro momento de la historia. Justo por el creciente acento sobre el
conocimiento intelectual, que es una condición de los logros científicos y
técnicos, y en relación con esto sobre la alfabetización y la educación, las
palabras sustituyen cada vez más a la experiencia. No obstante, la persona
afectada no tiene conciencia de ello. Piensa que ve algo; piensa que siente
algo; no obstante, no hay experiencia salvo la memoria y el pensamiento.
Cuando cree que capta la realidad es sólo su yo-cerebral el que la capta,
mientras que él, el hombre total, sus ojos, sus manos, su corazón, su
estómago, no capta nada —en realidad, no participa en la experiencia que él
considera suya.
¿Qué sucede entonces en el proceso en el que el inconsciente se vuelve
consciente? Para responder a esta pregunta sería mejor reformularla. No hay
algo que pueda llamarse “la conciencia” ni algo que pueda llamarse “el
inconsciente”. Hay grados de conciencia-conocimiento y de inconciencia-
desconocimiento. Nuestra pregunta debería ser más bien: ¿qué sucede
cuando cobro conciencia de lo que no había tenido conciencia antes? De
acuerdo con lo que ya se ha dicho, la respuesta general a esta pregunta es
que cada paso en este proceso tiende al conocimiento del carácter ficticio,
irreal, de nuestra conciencia “normal”. Cobrar conciencia de lo inconsciente
y ampliar así la propia conciencia significa entrar en contacto con la
realidad y, en este sentido, con la verdad (intelectual y afectivamente).
Ampliar la conciencia significa despertarse, quitar un velo, abandonar la
caverna, hacer luz en la oscuridad.
¿Podría ser ésta la misma experiencia que los budistas zen llaman
“iluminación”?
Aunque volveré más adelante sobre esta cuestión, quiero examinar un
poco más ahora un aspecto crucial del psicoanálisis, es decir, la naturaleza
de la visión y el conocimiento que debe afectar la transformación del
inconsciente en consciente60. Sin duda, en los primeros años de su
investigación psicoanalítica, Freud compartió la creencia racionalista
convencional de que el conocimiento era intelectual, teórico. Pensaba que
bastaba explicar al paciente por qué se habían producido ciertos procesos y
decirle lo que el analista descubría en su inconsciente. Este conocimiento
intelectual, llamado “interpretación”, debía efectuar un cambio en el
paciente. Pero pronto Freud y otros analistas habrían de descubrir la verdad
de la afirmación de Spinoza de que el conocimiento intelectual conduce a
un cambio en la medida en que es también conocimiento afectivo. Se hizo
evidente que el conocimiento intelectual como tal no produce ningún
cambio, salvo quizá en el sentido de que mediante el conocimiento
intelectual de sus propios conflictos inconscientes una persona puede ser
más capaz de controlarlos —lo que es más bien, sin embargo, el fin de la
ética tradicional, más que del psicoanálisis. Mientras el paciente permanece
en la actitud del observador científico imparcial, considerándose como el
objeto de su investigación, no está en contacto con su inconsciente, salvo al
pensar acerca de él; no experimenta la realidad más amplia, más profunda,
dentro de sí mismo. El descubrimiento del propio inconsciente no es, justo,
un acto intelectual, sino una experiencia afectiva, que sólo difícilmente
puede traducirse en palabras, si acaso puede hacerse. Esto no significa que
el pensamiento y la especulación no puedan preceder al acto de
descubrimiento; pero el acto mismo de descubrimiento es siempre una
experiencia total. Es total en el sentido de que toda la persona lo
experimenta; es una experiencia que se caracteriza por su espontaneidad y
su acaecer repentino. Se abren de pronto los ojos; uno y el mundo aparecen
a una luz distinta, son vistos desde un punto de vista diferente. Por lo
general, hay mucha angustia antes de que se produzca esta experiencia,
mientras que después se produce un nuevo sentimiento de fuerza y
certidumbre. El proceso de descubrir el inconsciente puede describirse
como una serie de experiencias cada vez más amplias, que son sentidas
profundamente y que trascienden el conocimiento teórico, intelectual.
La importancia de este tipo de conocimiento por la experiencia está en
el hecho de que trasciende al tipo de conocimiento y conciencia en que el
sujeto-intelecto se observa como un objeto y que en consecuencia,
trasciende el concepto occidental, racionalista, del conocimiento.
(Excepciones en la tradición occidental, cuando se trata del
conocimiento por la experiencia, se encuentran en la que Spinoza
consideraba como la más elevada forma del conocimiento: la intuición; en
la intuición intelectual de Fichte; o en la conciencia creadora de Bergson.
Todas estas categorías de la intuición trascienden el conocimiento dividido
entre sujeto y objeto. La importancia de este tipo de experiencia para el
problema del budismo zen se aclarará más adelante, en el análisis del zen.)
Debe mencionarse otro punto en nuestro breve esquema de los
elementos esenciales del psicoanálisis: el papel del psicoanalista.
Originalmente no difería del papel del médico que “trataba” a una
paciente. Pero después de algunos años la situación cambió radicalmente.
Freud reconoció que el analista mismo necesitaba ser analizado, es decir,
pasar por el mismo proceso al que habría de someterse después su paciente.
Esta necesidad del análisis del analista se explicaba como resultado de la
necesidad de liberar al analista de sus propias cegueras, tendencias
neuróticas, etc. Pero esta explicación parece insuficiente, por lo que se
refiere a la propia opinión de Freud, si consideramos sus primeras
afirmaciones, citadas más arriba, cuando hablaba de que el analista debía
ser un “modelo”, un “maestro”, capaz de conducir una relación entre él
mismo y el paciente basada en un “amor a la verdad” que impide cualquier
tipo de “impostura o engaño”. Freud parece haber sentido que el analista
tiene una función que trasciende a la del médico en su relación con el
paciente. Pero no modificó su concepto fundamental, el de que el analista
era el observador imparcial —y el paciente su objeto de observación. En la
historia del psicoanálisis, este concepto del observador desprendido se
modificó en dos sentidos: primero por Ferenczi, que en los últimos años de
su vida postuló que no bastaba con que el analista observara e interpretara;
que tenía que ser capaz de amar al paciente con ese amor que el paciente
había necesitado como niño y, sin embargo, nunca había experimentado.
Ferenczi no sostenía que el analista debiera sentir amor erótico por su
paciente sino, más bien, un amor maternal o paternal o, más generalmente,
una preocupación amorosa61. H. S. Sullivan trató el mismo punto desde un
aspecto diferente. Creyó que el analista no debía tener una actitud de
observador desprendido, sino de “observador participante”, tratando así de
trascender la idea ortodoxa de la separación del analista. En mi propia
opinión, quizá Sullivan no fue lo suficientemente lejos y sería preferible la
definición del papel del analista como el de un participante observador más
que el de un observador participante. Pero aun la expresión “participante”
no expresa exactamente lo que se quiere decir; “participar” sigue siendo
estar fuera. El conocimiento de otra persona requiere estar dentro de ella,
ser ella. El analista entiende al paciente sólo en tanto que él mismo
experimente todo lo que el paciente experimenta; de otra manera, sólo
tendrá un conocimiento intelectual acerca del paciente, pero nunca
conocerá realmente lo que él paciente experimenta, ni será capaz de
expresarle que comparte y entiende su experiencia (la del paciente). En esta
relación productiva entre analista y paciente, en el acto de comprometerse
plenamente con el paciente, de estar plenamente abierto y ser capaz de
responderle, de empaparse de él, como si dijéramos, en esta relación de
centro a centro, está una de las condiciones esenciales para la comprensión
psicoanalítica y la curación62. El analista debe convertirse en el paciente y,
sin embargo, debe ser él mismo; debe olvidarse que es el médico y, sin
embargo, debe permanecer consciente de ello. Sólo cuando acepta esta
paradoja, puede dar “interpretaciones” autorizadas por estar arraigadas en
su propia experiencia. El analista analiza al paciente, pero el paciente
también analiza al analista porque éste, al compartir el inconsciente del
paciente, no puede evitar aclarar su propio inconsciente. De ahí que el
analista no sólo cure al paciente, sino que también sea curado por él. No
sólo entiende al paciente, sino que eventualmente el paciente lo entiende.
Cuando se llega a esta etapa, se han alcanzado la solidaridad y la comunión.
Esta relación con el paciente debe ser realista y libre de todo
sentimentalismo. Ni el analista ni ningún hombre puede “salvar” a otro ser
humano. Puede actuar como guía —o como partera—, puede mostrar el
camino, quitar obstáculos y algunas veces prestar alguna ayuda directa,
pero nunca puede hacer por el paciente lo que sólo el paciente puede hacer
por sí mismo. Debe aclararse perfectamente esto al paciente, no sólo con
palabras, sino con toda su actitud. Debe subrayar también la conciencia de
la situación realista que es aún más limitada de lo que debe serlo
necesariamente una relación entre dos personas; si él, el analista, ha de vivir
su propia vida, y si debe servir a numerosos pacientes simultáneamente, hay
limitaciones de tiempo y espacio. Pero no hay limitación en el aquí y el
ahora del encuentro entre paciente y analista. Durante este encuentro,
durante la sesión analítica, cuando los dos se hablan entre sí, nada hay más
importante en el mundo que ese hablarse entre sí —para el paciente lo
mismo que para el analista. El analista, en años de trabajo común con el
paciente, trasciende el papel convencional del médico; se convierte en un
profesor, un modelo, quizás un maestro, siempre que él mismo nunca se
considere analizado mientras no haya alcanzado la plena conciencia de sí y
la plena libertad, mientras no haya superado su propia enajenación y
separación. El análisis didáctico del analista no es el fin, sino el principio de
un proceso continuado de análisis, es decir, de creciente lucidez.
V. Principios del budismo zen
En las páginas anteriores he hecho un breve esquema del psicoanálisis
humanista. Me he referido a la existencia del hombre y a la pregunta que
plantea; la naturaleza del bienestar definida como una superación de la
enajenación y la separación; el método específico por el cual el
psicoanálisis trata de alcanzar su meta, es decir, la penetración del
inconsciente. Me he referido a la naturaleza del inconsciente y de la
conciencia; y a lo que significan “conocer” y “cobrar conciencia” en el
psicoanálisis, finalmente, he examinado el papel del analista en el proceso.
Para preparar el terreno a un examen de la relación entre el psicoanálisis
y el zen, pudiera parecer necesario presentar un esquema sistemático del
budismo zen. Afortunadamente, no se necesita aquí, ya que las conferencias
del doctor Suzuki, contenidas en este libro (lo mismo que sus otros trabajos)
tienen precisamente el fin de trasmitir un conocimiento de la naturaleza del
zen en la medida en que puede transmitirse con palabras. No obstante, debo
referirme a aquellos principios del zen que tienen una importancia
inmediata para el psicoanalista.
La esencia del zen es la adquisición de la iluminación (satori). Quien no
haya tenido esta experiencia nunca podrá entender plenamente el zen.
Como no he experimentado el satori, sólo puedo hablar del zen
tangencialmente y no como debería hablarse —con la plenitud de la
experiencia. Pero esto no se debe, como ha sugerido C. G. Jung, a que el
satori “represente un arte y una forma de iluminación prácticamente
imposibles de ser apreciados por el europeo63”. En cuanto a esto, el zen no
es más difícil para el europeo que Heráclito, Meister Eckhart o Heidegger.
La dificultad está en el tremendo esfuerzo que se requiere para adquirir el
satori; este esfuerzo es más de lo que la mayoría de la gente está dispuesta a
realizar y por eso el satori es raro aun en Japón. No obstante, aunque no
puedo hablar con autoridad del zen, la buena fortuna de haber leído los
libros del doctor Suzuki, de haber oído muchas de sus conferencias y de
haber leído todo lo que he encontrado sobre budismo zen, me ha dado
cuando menos una idea aproximada de lo que constituye el zen, una idea
que espero me permita hacer un intento de comparación entre el budismo
zen y el psicoanálisis.
¿Cuál es el fin básico del zen? Para decirlo con las palabras de Suzuki:
“El zen es, en esencia, el arte de ver dentro de la naturaleza del propio ser y
señala el camino de la servidumbre a la libertad… Podemos decir que el zen
libera todas las energías acumuladas propia y naturalmente en cada uno de
nosotros, que en circunstancias ordinarias son constreñidas y deformadas de
modo que no encuentran un canal adecuado para su actividad... El objeto
del zen es, por tanto, salvarnos de la locura o la parálisis. A esto me refiero
cuando hablo de libertad, de dar libre juego a todos los impulsos creadores
y benevolentes que yacen en nuestro corazón. Por lo general, estamos
ciegos ante este hecho: que estamos en posesión de todas las facultades
necesarias para ser felices y que nos harán amarnos unos a otros64”.
Encontramos en esta definición numerosos aspectos esenciales del zen
que me gustaría subrayar: el zen es el arte de ver dentro de la naturaleza del
propio ser; es un camino de la servidumbre a la libertad; libera nuestras
energías naturales; impide la locura o la parálisis; y nos impulsa a
expresar nuestra facultad para la felicidad y el amor.
El fin último del zen es la experiencia de la iluminación, llamada satori.
El doctor Suzuki lo ha descrito en estas conferencias, y en sus otros
escritos, lo mejor que es posible hacerlo. En estas observaciones me
gustaría acentuar algunos aspectos que son de especial importancia para el
lector occidental, y en especial para el psicólogo. Satori no es un estado de
ánimo anormal; no es un trance en el que desaparezca la realidad. No es un
estado de ánimo narcisista, como puede verse en algunas manifestaciones
religiosas. “En todo caso, es un estado de ánimo perfectamente normal...”
Como dijo Joshu: “zen es nuestro pensamiento cotidiano”, “todo depende
del ajuste de la bisagra, para que la puerta abra hacia dentro a hacia fuera65”.
Satori tiene un efecto peculiar sobre la persona que lo experimenta. “Todas
tus actividades mentales funcionarán ahora en un nivel diferente, que será
más satisfactorio, más apacible, más pleno de gozo que todo lo que hayas
experimentado antes. El tono de la vida se alterará. Hay algo rejuvenecedor
en la posesión del zen. La flor de primavera parecerá más bonita y el arroyo
en la montaña corre más fresco y más transparente66”.
Es claro que el satori es la verdadera realización del estado de bienestar
que el doctor Suzuki describió en el pasaje arriba citado. Si quisiéramos
tratar de expresar la iluminación en términos psicológicos, yo diría que es
un estado en el que la persona está completamente sintonizada con la
realidad fuera y dentro de ella misma, un estado en el que está plenamente
consciente de ella y la percibe con plenitud. La persona está consciente de
esa realidad —es decir, no su cerebro, ni ninguna otra parte de su
organismo, sino él, el hombre total. Tiene conciencia de ella; no como un
objeto allí afuera que capta con su pensamiento, sino como de eso, de la
flor, el perro, el hombre, en su plena realidad. El que despierta se abre y
responde al mundo, y puede estar abierto y responder, porque ha renunciado
a aferrarse a sí mismo como una cosa y así se ha quedado vacío y dispuesto
a recibir. Estar iluminado significa “el pleno despertar de la personalidad
total a la realidad”.
Es muy importante entender que el estado de iluminación no es un
estado de disociación ni de trance en el que uno se cree despierto, cuando
está en realidad profundamente dormido. El psicólogo occidental, por
supuesto, tenderá a creer que el satori no es sino un estado subjetivo, una
especie de trance autoinducido y hasta un psicólogo tan simpatizador del
zen como el doctor Jung no puede evitar el mismo error. Jung escribe: “La
imaginación misma es una ocurrencia psíquica y, por tanto, no importa que
una iluminación se llame real o imaginaria. El hombre que tiene la
iluminación, o afirma tenerla, piensa en todo caso que está iluminado…
Aunque mintiera, su mentira sería un hecho espiritual67”.
Esto es parte, por supuesto, de la posición relativista general de Jung en
relación con la “verdad” de la experiencia religiosa. Por el contrario, yo
creo que una mentira no es jamás “un hecho espiritual”, ni un hecho de
ninguna especie, salvo el de ser una mentira. Pero cualesquiera que sean los
méritos del caso, la posición de Jung no es compartida ciertamente por los
budistas zen. Por el contrario, para ellos tiene una importancia crucial
diferenciar entre la genuina experiencia del satori, en la que la adquisición
de un nuevo punto de vista es real y, por tanto, verdadera, y una seudo
experiencia que puede ser de naturaleza histérica o psicótica, en la que el
discípulo del zen está convencido de haber obtenido el satori, mientras que
el maestro zen tiene que advertirle que no ha sido así. Es precisamente una
de las funciones del maestro zen el estar en guardia contra la confusión de
su discípulo entre la iluminación real y la imaginaría.
El pleno despertar a la realidad significa, hablando otra vez en términos
psicológicos, haber alcanzado una “orientación plenamente productiva”.
Esto significa no relacionarse uno mismo con el mundo receptivamente, con
un sentido de explotación, de atesoramiento o con un sentido mercantil,
sino creadora, activamente (en el sentido de Spinoza). En el estado de plena
productividad no hay velos que me separen del “no yo”. El objeto deja de
ser un objeto; no se me opone, sino que está conmigo. La rosa que veo no
es un objeto para mi pensamiento, de tal manera que cuando digo “veo una
rosa” sólo afirmo que el objeto, una rosa, cae dentro de la categoría “rosa”,
sino de manera que “una rosa es una rosa es una rosa”. El estado de
productividad es, al mismo tiempo, el estado de más alta objetividad; veo el
objeto sin distorsiones debidas a mi codicia ni a mi miedo. Lo veo tal como
es, no tal como deseo que sea o no sea. En este modo de percepción no hay
distorsiones paratáxicas. Hay una cualidad vital completa y la síntesis es de
subjetividad-objetividad. Yo experimento intensamente —sin embargo, el
objeto sigue siendo lo que es. Lo hago vivir —y él me hace vivir. Satori
parece misterioso sólo a la persona que no tiene conciencia del grado en que
su percepción del mundo es puramente mental, a paratáxica. Si tenemos
conciencia de ello, también tenemos conciencia de una conciencia distinta,
que puede llamarse también una conciencia plenamente realista. Puede que
sólo hayamos experimentado destellos de esto —y, sin embargo, podemos
imaginar lo que es. Un niño que estudia piano no toca como un gran
maestro. Sin embargo, la manera de tocar del maestro no es nada
misteriosa; es sólo la perfección de la experiencia rudimentaria del niño.
El hecho de que la percepción no deformada y no cerebral de la realidad
es un elemento esencial de la experiencia zen, se expresa claramente en dos
relatos. Uno es la historia de la conversación de un maestro con un monje:
“—¿Haces alguna vez un esfuerzo por disciplinarte en la verdad?”
“—Si.”
“—¿Cómo te ejercitas?”
“—Cuando tengo hambre como, cuando estoy cansado duermo.”
“—Es lo que todo el mundo hace; ¿puede decirse que ellos se ejercitan
de la misma manera que tú?”
“—No.”
“—¿Por qué?”
“—Porque cuando comen no comen, sino que piensan en otras muchas
cosas, distrayéndose; cuando duermen no duermen, sino que sueñan mil
cosas. Por eso no se parecen a mi68”.
El relato apenas necesita explicación. La persona media, impulsada por
la inseguridad, la codicia, el temor, está constantemente inmersa en un
mundo de fantasías (sin tener necesariamente conciencia de ello) en el que
viste al mundo con cualidades que proyecta dentro de el, pero que no están
ahí. Esto era cierto en la etapa en que se produjo esta conversación; cuánto
más cierto resulta ahora, cuando casi todo el mundo ve, siente y gusta con
sus ideas, más que con aquellas facultades dentro de sí misma que pueden
ver, oír, sentir y gustar.
La otra declaración, igualmente reveladora, es la de un maestro zen que
decía: “Antes de la iluminación, los ríos eran ríos y las montañas eran
montañas. Cuando empecé a experimentar la iluminación, los ríos dejaron
de ser ríos y las montañas dejaron de ser montañas. Ahora, desde que estoy
iluminado, los ríos vuelven a ser ríos y las montañas son montañas.” Vemos
una vez más el nuevo enfoque de la realidad. La persona media es como el
hombre de la caverna de Platón, que sólo ve las sombras y las confunde con
la sustancia. Una vez que ha reconocido este error, sabe únicamente que las
sombras no son la sustancia. Pero cuando se ilumina, ha abandonado la
caverna y su oscuridad por la luz: allí ve la sustancia y no las sombras. Está
despierto.
Mientras está en la oscuridad, no puede entender la luz (como dice la
Biblia: “Y la luz en las tinieblas resplandece, mas las tinieblas no la
comprendieron.”). Una vez que sale de la oscuridad, entiende la diferencia
entre cómo veía el mundo como sombras y cómo lo ve ahora, como
realidad.
El zen tiende al conocimiento de la propia naturaleza. Busca el
“conocerse a si mismo”. Pero este conocimiento no es el conocimiento
“científico” del psicólogo moderno, el conocimiento del conocedor-
intelecto que se conoce a sí mismo como objeto; el conocimiento del yo en
el zen es un conocimiento no intelectual, no enajenado, es la plena
experiencia en la que el conocedor y lo conocido se vuelven uno solo.
Como ha dicho Suzuki: “La idea básica del zen es entrar en contacto con
los funcionamientos interiores del propio ser, y hacerlo de la manera más
directa posible, sin recurrir a nada extremo ni sobreañadido69”.
Esta visión de la propia naturaleza no es una visión intelectual, externa,
sino una visión experimentada, desde adentro como si dijéramos. Esta
diferencia entre el conocimiento intelectual y el conocimiento obtenido por
la experiencia es de importancia central para el zen y, al mismo tiempo,
constituye una de las dificultades básicas con que tropieza el estudioso
occidental cuando trata de entender el zen. Occidente, durante dos mil años
(y con muy pocas excepciones, como los místicos) ha creído que puede
darse a través del pensamiento una respuesta definitiva al problema de la
existencia; la “respuesta correcta” en religión y en filosofía es de
fundamental importancia. Esta insistencia preparó el camino al
florecimiento de las ciencias naturales. Aquí el pensamiento correcto,
aunque no da una respuesta final al problema de la existencia, es inherente
al método y necesario a la aplicación del pensamiento a la práctica, es decir,
a la técnica. El zen, por otra parte, se basa en la premisa de que la respuesta
última a la vida no puede darse en el pensamiento. “La rutina intelectual del
‘sí’ y el ‘no’ es muy cómoda cuando las cosas siguen su curso regular; pero
tan pronto como surge la cuestión última de la vida, el intelecto no logra
responder satisfactoriamente70”.
Por esta misma razón, la experiencia del satori nunca puede expresarse
intelectualmente. Es “una experiencia que ninguna medida de explicación
ni argumentación puede hacer comunicable a otros, a no ser que ellos
mismos la hayan tenido previamente. Si el satori puede reducirse al análisis
en el sentido de que, al hacerlo, resulta perfectamente claro para otro que
nunca lo ha experimentado, ese satori no será el satori. Porque un satori
convertido en concepto deja de serlo; y dejará de ser una experiencia zen71”.
No es sólo que la respuesta final a la vida no puede ser dada mediante
ninguna formulación intelectual; para lograr la iluminación, hay que
rechazar todas las elaboraciones de la mente que impiden la verdadera
visión. “Zen quiere que la propia mente sea libre y sin obstrucciones; hasta
la idea de unidad y totalidad es un obstáculo y un lazo que estrangula y que
amenaza la libertad original del espíritu72”. En consecuencia, el concepto de
participación o empatía, tan acentuado por los psicólogos occidentales, no
es aceptable para el pensamiento zen. “La idea de participación o empatía
es una interpretación intelectual de la experiencia primaria, mientras que,
por lo que se refiere a la experiencia misma, no hay lugar para ningún tipo
de dicotomía. El intelecto, sin embargo, se impone y rompe la experiencia
para reducirla a un tratamiento intelectual, que significa una separación o
bifurcación. El sentimiento original de identidad se pierde entonces y el
intelecto puede hacer pedazos la realidad a su manera característica. La
participación o empatía es el resultado de la intelectualización. El filósofo
que no tiene una experiencia original puede caer en ella73”.
No sólo el intelecto, sino cualquier concepto o imagen impuestos por
una autoridad previa restringen la espontaneidad de la experiencia; así el
zen “no atribuye importancia intrínseca a los sutras sagrados, ni a su
exégesis por los sabios e ilustrados. La experiencia personal actúa
vigorosamente contra la autoridad y la revelación objetiva...74”. En el zen,
no se niega a Dios ni se insiste en Él. “El zen pretende la libertad absoluta,
hasta en relación con Dios75”. Quiere la misma libertad, inclusive, en
relación con Buda; de ahí el dicho zen: “Lávate la boca cuando pronuncies
la palabra Buda.”
De acuerdo con la actitud zen hacia la visión intelectual, su fin de
enseñar no es, como en Occidente, una creciente sutileza del pensamiento
lógico, sino que su método “consiste en ponerlo a uno en un dilema, del
cual debe tratarse de escapar no a través de la lógica sino a través de un
espíritu elevado76”. En consecuencia, el maestro no es un maestro en el
sentido occidental. Es un maestro, en tanto que ha dominado su propio
espíritu, y por ello es capaz de comunicar al discípulo la única cosa que
puede ser comunicada: su existencia. “A pesar de todo lo que puede hacer
el maestro, es incapaz de hacer que el discípulo se apodere de la cosa, a no
ser que éste esté plenamente preparado para ello... La captación de la
realidad última debe ser hecha por uno mismo77”.
La actitud del maestro zen hacia su discípulo es desorientadora para el
lector occidental moderno quien se ve apresado en la alternativa entre una
autoridad irracional que limita la libertad y explota su objeto y una ausencia
de toda autoridad, un laissez-faire. El zen representa otra forma de
autoridad, la de la “autoridad racional”. El maestro no busca al discípulo;
no quiere nada de él, ni siquiera que logre la iluminación; el discípulo viene
por su propia voluntad y se va por su propia voluntad. Pero en la medida en
que quiere aprender del maestro, hay que reconocer el hecho de que el
maestro es un maestro, es decir, que el maestro sabe lo que el discípulo
quiere saber y no sabe todavía. Para el maestro “no hay nada que explicar
mediante palabras, no hay nada que pueda enseñarse como una doctrina
sagrada. Treinta golpes ya sea que afirmes o niegues. No permanezcas en
silencio, ni seas discursivo78”. El maestro zen se caracteriza, al mismo
tiempo, por la absoluta falta de autoridad irracional y por la afirmación
igualmente vigorosa de esa autoridad que nada demanda, cuya fuente es la
experiencia auténtica.
El zen no puede entenderse si no se toma en consideración la idea que el
alcanzar la verdad está indisolublemente ligado a un cambio de carácter.
Aquí el zen se atraiga en el pensamiento budista, para el que la
transformación del carácter es una condición de la salvación. Deben
abandonarse la codicia de posesión y todas las demás codicias, el amor
propio y la auto-glorificación. La actitud hacia el pasado es de gratitud,
hacia el presente de servicio y hacia el futuro de responsabilidad. Vivir en el
zen “significa tratarse a sí mismo y al mundo con la actitud más apreciativa
y reverente”, actitud que es la base de la “virtud secreta, un rasgo muy
característico de la disciplina zen. Significa no malgastar los recursos
naturales; significa hacer pleno uso, económico y moral, de todo lo que se
presenta.”
Como fin positivo, el objetivo ético del zen es lograr la “plena seguridad
y falta de temor”, ir de la servidumbre a la libertad. “El zen es una cuestión
de carácter y no de entendimiento, lo que significa que el zen emana de la
voluntad como primer principio de la vida79”.
VI. Des-represión e iluminación
¿Qué se desprende de nuestro examen del psicoanálisis80 y del zen en
cuanto a la relación entre ambos?
El lector debe haber advertido ya el hecho de que el supuesto de la
incompatibilidad entre el budismo zen y el psicoanálisis sólo es el resultado
de una visión superficial de ambos. Por el contrario, la afinidad entre ambos
parece ser mucho más notable. Este parágrafo se dedicará a una elucidación
detallada de esta afinidad.
Empecemos con las afirmaciones del doctor Suzuki, citadas
anteriormente, sobre la finalidad del zen. “El zen, en esencia, es el arte de
ver dentro de la naturaleza del propio ser y señala el camino de la
servidumbre a la libertad... Podemos decir que el zen libera todas las
energías acumuladas propia y naturalmente en cada uno de nosotros, que en
circunstancias ordinarias son constreñidas y deformadas de modo que no
encuentran un canal adecuado para su actividad... El objeto del zen, es por
tanto, salvarnos de la locura o la parálisis. A esto me refiero cuando hablo
de libertad, de dar libre juego a todos los impulsos creadores y benevolentes
que yacen en nuestro corazón. Por lo general, estamos ciegos ante este
hecho: que estamos en posesión de todas las facultades necesarias para ser
felices y que nos harán amarnos unos a otros.”
Esta descripción de la finalidad del zen podría aplicarse sin
modificaciones como una descripción de lo que el psicoanálisis aspira a
realizar; visión dentro de la propia naturaleza, realización de la libertad,
felicidad y amor, liberación de la energía, salvación de la locura o la
parálisis.
Esta última afirmación, la de que nos enfrentamos a la alternativa entre
la iluminación y la locura, puede sonar sorprendente, pero en mi opinión
surge de hechos observables. Mientras que la psiquiatría se preocupa de la
cuestión de por qué algunas personas se vuelven locas, el problema real es
por qué la mayoría de la gente no se vuelve loca. Considerando la posición
del hombre en el mundo, su separación, soledad, impotencia y su
conciencia de ello, podría esperarse que esta carga fuera más de lo que
puede soportar, de tal manera que, literalmente, “se desintegraría” bajo la
tensión. La mayoría de la gente evita este resultado mediante mecanismos
compensatorios como la rutina dominante de la vida, la conformidad con el
rebaño, la búsqueda del poder, el prestigio y el dinero, la dependencia de los
ídolos —compartida con otros en cultos religiosos— una vida masoquista
marcada por el autosacrificio, la inflación narcisista: en resumen, la
parálisis. Todos estos mecanismos compensatorios pueden mantener la
salud mental, suponiendo que funcionen, hasta cierto punto. La única
solución fundamental que realmente supera la locura potencial es la
respuesta plena, productiva al mundo que, en su forma más elevada, es la
iluminación.
Antes de llegar al problema central de la relación entre el psicoanálisis y
el zen quiero considerar algunas otras afinidades más periféricas:
La primera que debemos mencionar es la orientación ética común al
zen y al psicoanálisis. Una condición para lograr el fin del zen es la
superación de la codicia, ya sea la codicia de la posesión o de la gloria, o
cualquier otra forma de codicia (“codicia” en el sentido del Antiguo
Testamento). Este es, precisamente, el fin del psicoanálisis. En su teoría de
la evolución de la libido del nivel oral receptivo, a través del oral sadista,
el anal, al nivel genital, Freud afirmó implícitamente que el carácter sano
se desarrolla de lo codicioso, cruel, ruin hacia una orientación activa,
independiente. En mi propia terminología, que sigue las observaciones
clínicas de Freud, he hecho más explícito este elemento de valor hablando
de la evolución de lo receptivo, a través de la actitud de explotación, de
atesoramiento, de mercado, hacia la orientación productiva
81
. Cualquiera que sea la terminología que se emplee, el punto esencial
es que, en la concepción psicoanalítica, la codicia es un fenómeno
patológico; existe cuando una persona no ha desarrollado sus capacidades
activas, productivas. Sin embargo, ni el psicoanálisis ni el zen son
primordialmente sistemas éticos. La finalidad del zen trasciende la meta de
la conducta ética y lo mismo sucede con el psicoanálisis. Podría decirse
que ambos sistemas suponen que la realización de su fin trae consigo una
transformación ética, la superación de la codicia y la capacidad de amor y
compasión. No tienden a hacer que un hombre lleve una vida virtuosa
mediante la supresión del deseo “malo”, sino que esperan que el mal deseo
se desvanezca y desaparezca bajo la luz y el calor de la conciencia
ampliada. Pero cualquiera que sea la relación causal entre la iluminación y
la transformación ética, seria un error fundamental creer que la finalidad
del zen puede separarse de la finalidad de superar la codicia, la
autoglorificación y la locura o que el satori puede realizarse sin lograr la
humildad, el amor y la compasión. Sería igualmente un error suponer que
el fin del psicoanálisis se logra si no se produce una transformación
semejante en el carácter de la persona. Una persona que ha alcanzado el
nivel productivo no es codiciosa y, al mismo tiempo, ha superado su
grandiosidad y las ficciones de omnisciencia y omnipotencia; es humilde y
se ve tal como es. Tanto el zen como el psicoanálisis tienden a algo que
trasciende a la ética y, sin embargo, su fin no puede realizarse si no se
produce una transformación ética.
Otro elemento común a ambos sistemas es su insistencia en la
independencia frente a cualquier tipo de autoridad. Esta es la principal
razón de Freud para criticar a la religión. Consideraba como esencia de la
religión la ilusión de sustituir con la dependencia respecto a Dios la
dependencia original respecto a un padre que ayuda y castiga. La fe en
Dios prolonga, según Freud, la dependencia infantil, en vez de madurar, lo
que significa confiar sólo en su propia fuerza. ¿Qué habría dicho Freud a
una “religión” que afirma: “¡Cuando hayas mencionado el nombre de
Buda, lávate la bocal” ¿Qué habría dicho a una religión en la que no hay
Dios, ni autoridad irracional de ningún tipo, cuya meta principal es
precisamente la de liberar al hombre de toda dependencia, activándolo,
mostrándole que él, y nadie más, tiene la responsabilidad de su destino?
No obstante, podría preguntarse ¿no contradice esta actitud
antiautoritaria la importancia de la persona del maestro en el zen y del
analista en el psicoanálisis? Una vez más, esta cuestión señala un elemento
en que existe una profunda relación entre el zen y el psicoanálisis. En
ambos sistemas se necesita un guía, alguien que haya pasado por la
experiencia que el paciente (el discípulo) a su cuidado debe atravesar.
¿Significa esto que el discípulo se vuelva dependiente del maestro (o del
psicoanalista) y que, en consecuencia, las palabras del maestro constituyan
para él la verdad? Sin duda, los psicoanalistas se enfrentan al hecho de
esta dependencia (transferencia) y reconocen la poderosa influencia que
puede tener. Pero la finalidad del psicoanálisis es entender y eventualmente
disolver este lazo y, en vez de ello, llevar al paciente a un punto en que
adquiera plena libertad frente al analista, porque ha experimentado en sí
mismo lo que era inconsciente y lo reintegra a su conciencia. El maestro
zen —y lo mismo puede decirse del psicoanalista— sabe más y por eso
puede tener convicción en su juicio, pero esto no significa en absoluto que
imponga su juicio al discípulo. No ha llamado al discípulo y no le impide
que lo abandone. Si el discípulo viene a él voluntariamente y quiere su guía
para emprender el difícil camino hacia la iluminación, el maestro está
dispuesto a guiarlo, pero sólo con una condición: que el discípulo entienda
que, por mucho que el maestro quiera ayudarlo, el discípulo debe tener la
responsabilidad de sí mismo. Ninguno de nosotros puede salvar el alma de
nadie. Sólo podemos salvarnos a nosotros mismos. Lo único que puede
hacer el maestro es desempeñar el papel de una partera, de un guía en las
montañas. Como dijo un maestro: “Realmente no tengo nada que
impartirte y si trato de hacerlo, tendrías ocasión de ridiculizarme. Además,
lo que yo pueda decirte es mío y nunca puede ser tuyo.”
Una ilustración muy notable y concreta de la actitud del maestro zen se
encuentra en el libro de Herrigel sobre el arte de la arquería82. El maestro
zen insiste en su autoridad racional, es decir, que sabe mejor cómo alcanzar
el arte de la arquería y, por tanto, debe acentuar determinada manera de
aprenderlo, pero no adquiere ninguna autoridad irracional, ningún poder
sobre el discípulo ni la dependencia continuada del discípulo en relación
con el maestro. Por el contrario, una vez que el discípulo se ha convertido a
su vez en maestro, sigue su propio camino y todo lo que el maestro espera
de él es un retrato que le muestre, cada cierto tiempo, cómo va el discípulo.
Podría decirse que el maestro zen ama a sus discípulos. Su amor es realista
y maduro, consiste en hacer todos los esfuerzos por ayudar al discípulo a
realizar su fin, sabiendo sin embargo que nada de lo que haga el maestro
puede resolver el problema para el discípulo, puede lograr para él ese fin.
Este amor del maestro zen no es sentimental, es un amor realista, un amor
que acepta la realidad del destino humano en el que ninguno de nosotros
puede salvar al otro y, sin embargo, en el que no podemos dejar de hacer
todos los esfuerzos por ayudar a otro a salvarse a sí mismo. Cualquier amor
que no conozca esta limitación y pretenda ser capaz de “salvar” otra alma es
un amor que no se ha desprendido de la grandiosidad y la ambición.
No hacen falta otras pruebas de que lo que se ha dicho del maestro zen
es válido en principio (o debería serlo) pata el psicoanalista. Freud
consideraba que la independencia del paciente en relación con el analista
podía establecerse mediante una actitud impersonal, de espejo, por parte del
analista. Pero otros analistas como Ferenczi, Sullivan, yo mismo y otros,
que acentuamos la necesidad de una relación entre analista y paciente como
condición para la comprensión esta tan absolutamente de acuerdo en que
esta relación debe estar libre de todo sentimentalismo, de deformaciones
poco realistas y, en especial, de cualquier interferencia —hasta la más sutil
e indirecta— del analista en la vida del paciente, aún la demanda de que el
paciente se ponga bien. Si el paciente quiere curarse y cambiar, es muy
bueno, y el analista está dispuesto a ayudarlo. Si su resistencia a cambiar es
demasiado grande, no se debe a la responsabilidad del analista. Su
responsabilidad está en prestar lo mejor de su conocimiento y de su
esfuerzo, en darse al paciente en la búsqueda del fin para cuya realización
lo ha buscado el paciente.
En relación con la actitud del analista, hay otra afinidad entre el
budismo zen y el psicoanálisis. El método de “enseñar” del zen es
arrinconar al discípulo, como si dijéramos. El koan hace imposible que el
discípulo busque refugio en el pensamiento intelectual; el koan es como una
barrera que hace imposible la escapatoria. El analista hace —o debería
hacer— algo semejante. Debe evitar el error de dar al paciente
interpretaciones y explicaciones que sólo le impiden dar el salto del
pensamiento a la experiencia. Por el contrario, debe eliminar una
racionalización tras otra, una muleta tras otra, hasta que el paciente no
pueda seguir escapando y, en vez de ello, atraviese las ficciones que llenan
su mente y experimente la realidad —es decir, cobre conciencia de algo de
lo que antes no había tenido conciencia. Este proceso produce con
frecuencia mucha angustia y algunas veces tal angustia impediría romper
con las ficciones, si no fuera por la presencia tranquilizadora del analista.
Pero la tranquilidad viene de que “está ahí”, no de palabras que tienden a
inhibir al paciente y a impedir que experimente lo que sólo él puede
experimentar.
Nuestro análisis se ha referido hasta ahora a puntos tangenciales de
semejanza o afinidad entre el budismo zen y el psicoanálisis. Pero la
comparación no puede ser satisfactoria si no se refiere claramente al punto
principal del zen, que es la iluminación, y al punto principal del
psicoanálisis, que es la superación de la represión, la transformación del
inconsciente en consciente.
Resumamos lo que se ha dicho acerca de este problema por lo que se
refiere al psicoanálisis. El fin del psicoanálisis es hacer consciente el
inconsciente. Sin embargo, hablar “del” consciente y “el” inconsciente
significa tornar las palabras por realidades. Debemos atenemos al hecho de
que el consciente y el inconsciente se refieren a funciones, no a lugares ni
contenidos. Con propiedad, sólo podemos hablar de estados de diversos
grados de represión, es decir, un estado en que sólo se permite que entren en
la conciencia aquellas experiencias que pueden penetrar a través del filtro
social del lenguaje, la lógica y el contenido. En la medida en que puedo
librarme de este filtro y puedo experimentarme como el hombre universal,
es decir, en la medida en que disminuye la represión, estoy en contacto con
las fuentes más profundas dentro de mí mismo y esto significa que estoy en
contacto con toda la humanidad. Si se ha suprimido toda la represión, no
hay más inconsciente frente a lo consciente; hay una experiencia directa,
inmediata; en tanto que no soy un extraño para mí mismo, nada ni nadie es
un extraño para mí. Además, en el grado en que una parte de mí se enajena
de mí mismo, y mi “inconsciente” se separa de mi conciencia (es decir, que
yo, el hombre total, estoy separado de mí, el hombre social), mi captación
del mundo se falsifica de distintas maneras. Primero, en forma de
distorsiones paratáxicas (transferencia); experimento a la otra persona no
con mi ser total, sino con mi ser dividido, infantil, y así otra persona es
experimentada como una persona importante de la propia infancia y no
como la persona que realmente es.
En segundo lugar, el hombre en el estado de represión experimenta al
mundo con una falsa conciencia. No ve lo que existe, sino que pone la
imagen de su pensamiento en las cosas y las ve a la luz de sus imágenes
pensadas y fantasías, más que en su realidad. Es la imagen pensada, el velo
deformador, lo que crea sus pasiones, sus ansiedades. Finalmente, el
hombre reprimido, en vez de experimentar las cosas y las personas,
experimenta por cerebración. Está bajo la ilusión de estar en contacto con el
mundo, mientras que sólo está en contacto con palabras. La distorsión, la
falsa conciencia y la cerebración, no son maneras estrictamente distintas de
irrealidad; son más bien aspectos distintos y a la vez coincidentes del
mismo fenómeno de irrealidad que existe mientras el hombre universal está
separado del hombre social. Sólo describimos el mismo fenómeno de una
manera distinta diciendo que la persona que vive en el estado de represión
es la persona enajenada. Proyecta sus propios sentimientos e ideas en
objetos y no se experimenta a sí mismo como el sujeto de sus sentimientos,
sino que es dominado por los objetos que están cargados con sus
sentimientos.
Lo opuesto de la experiencia enajenada, distorsionada, paratáxica, falsa,
cerebralizada, es la captación inmediata, directa, total del mundo que vemos
en el niño, antes de que la fuerza de la educación cambie esta forma de
experiencia. Para el niño recién nacido no hay todavía una separación entre
el yo y el no-yo. Esta separación se produce gradualmente y la realización
final se expresa por el hecho que el niño puede decir “Yo”. Pero todavía la
captación del mundo por el niño sigue siendo relativamente inmediata y
directa. Cuando el niño juega con una pelota, ve realmente cómo se mueve
la pelota, está plenamente en esta experiencia y por eso es una experiencia
que puede repetirse interminablemente y con la misma alegría. El adulto
cree también que ve la pelota que rueda. Esto es cierto, por supuesto, en
tanto que ve el objeto-pelota rodando en el objeto-suelo. Pero no ve
realmente cómo rueda. Piensa a la pelota rodando en la superficie. Cuando
dice “la pelota rueda”, confirma en realidad sólo: a) su conocimiento de que
el objeto redondo en cuestión se llama pelota y b) su conocimiento de que
los objetos redondos ruedan sobre una superficie lisa cuando se les impulsa.
Sus ojos operan con el fin de probar su conocimiento, dándole seguridad en
el mundo.
El estado de no represión es un estado en el que se adquiere nuevamente
la visión inmediata, no deformada de la realidad, la simpleza y la
espontaneidad del niño; no obstante, después de haber atravesado el proceso
de enajenación, de desarrollo del propio intelecto, la no represión es una
vuelta a la inocencia en un nivel superior; esta vuelta a la inocencia es
posible sólo después de haber perdida la propia inocencia.
Toda esta idea ha encontrado una expresión clara en el Antiguo
Testamento, en la historia de la Caída y en el concepto profético del Mesías.
El hombre, en la historia bíblica, se encuentra en un estado de unidad
indiferenciada en el Jardín del Edén. No hay conciencia, no hay
diferenciación, no hay opción, no hay libertad, no hay pecado. Es parte de
la naturaleza, y no tiene conciencia de ninguna distancia entre él mismo y la
naturaleza. Este estado de unidad primordial, pre-individual, es quebrantado
por el primer acto de opción, que es al mismo tiempo el primer acto de
desobediencia y de libertad. El acto produce el surgimiento de la
conciencia. El hombre tiene conciencia de sí mismo como él, de su
separación de Eva la mujer y de la naturaleza, los animales y la tierra.
Cuando experimenta esta separación siente vergüenza —como todos
sentimos todavía vergüenza (aunque inconscientemente) cuando
experimentamos la separación de nuestros semejantes. Abandona el Jardín
del Edén, y éste es el principio de la historia humana. No puede volver al
estado original de armonía y, sin embargo, puede esforzarse por alcanzar un
nuevo estado de armonía desarrollando su razón, su objetividad, su
conciencia y su amor plenamente, de modo que, como lo expresan los
profetas, la “tierra será llena del conocimiento de Dios, como las aguas
cubren la mar.”
La historia, en la concepción mesiánica, es el sitio en el que se
producirá este desarrollo de la armonía pre-individual, preconsciente a una
nueva armonía, una armonía basada en la conclusión y perfección del
desarrollo de la razón. Este nuevo estado de armonía se llama la época
mesiánica, en la que el conflicto entre el hombre y la naturaleza, el hombre
y el hombre, habrá desaparecido, en la que el desierto se convertirá en valle
fructífero, en la que el cordero y el lobo morarán juntos, y las espadas se
transformarán en rejas de arado. La época mesiánica es la época del Jardín
del Edén, y sin embargo, es su opuesto. Es la unidad, la inmediatez, la
totalidad, pero del hombre plenamente desarrollado que ha vuelto a ser niño
y, sin embargo, ha dejado de serlo.
La misma idea se expresa en el Nuevo Testamento: “De cierto os digo,
que cualquiera que no recibiere el Reino de Dios como un niño, no entrará
en él83”. El significado es claro: tenernos que volver a ser niños, a
experimentar la visión des-enajenada, creadora del mundo; pero al volver a
ser niños, al mismo tiempo, no somos niños sino adultos plenamente
desarrollados. Tenemos entonces la experiencia que el Nuevo Testamento
describe así: “Ahora vemos por espejo, en oscuridad; mas entonces veremos
cara a cara: ahora conozco en parte; mas entonces conoceré como soy
conocido84”.
“Cobrar conciencia del inconsciente” significa superar la represión y la
enajenación de mí mismo y, por tanto, del extraño. Significa despertar,
descartar las ilusiones, las ficciones, las mentiras, ver la realidad tal como
es. El hombre que despierta es el hombre liberado, el hombre cuya libertad
no puede ser restringida ni por los demás ni por él mismo. El proceso de
cobrar conciencia de aquello de lo que no se tenía conciencia constituye la
revolución interior del hombre. Es el verdadero despertar que está en la raíz
del pensamiento intelectual creador y de la visión intuitiva inmediata.
Mentir sólo es posible en un estado de enajenación, en el que la realidad no
se experimenta salvo corno pensamiento. En el estado de apertura a la
realidad que existe al despertar, mentir es imposible porque la mentira se
desvanecería bajo la fuerza de la experiencia plena. En último análisis,
hacer consciente el inconsciente significa vivir en la verdad. La realidad ha
dejado de estar enajenada; estoy abierto a ella; dejo que sea; por eso mis
respuestas a ella son “verdaderas”. El último análisis, hacer consciente el
inconsciente significa vivir en la verdad. La realidad ha dejado de estar
enajenada; estoy abierto a ella; dejo que sea; por eso mis respuestas a ella
son “verdaderas”.
Este fin de la captación inmediata, plena del mundo es el objetivo del
zen. Como el doctor Suzuki ha escrito un capítulo sobre el inconsciente en
este libro, puedo referirme a su exposición y tratar así de aclarar más la
relación entre los conceptos psicoanalíticos y los conceptos zen.
En primer lugar, me gustaría señalar una vez más la dificultad
terminológica que, a mí parecer, complica innecesariamente las cosas; el
uso de la conciencia y el inconsciente en vez del término funcional de
mayor o menor conocimiento de la experiencia en el hombre total. Creo
que, si liberáramos nuestra exposición de esos obstáculos terminológicos,
podríamos reconocer más fácilmente la relación entre el verdadero
significado de volver consciente el inconsciente y la idea de iluminación.
“El método zen consiste en penetrar directamente en el objeto mismo y
verlo, como si dijéramos, desde dentro85”. Esta captación inmediata de la
realidad “puede llamarse también de connación o creadora86”. Suzuki habla
entonces de esta fuente de capacidad creadora como “el inconsciente del
zen” y sigue diciendo que “el inconsciente es algo que debe sentirse, no en
el sentido ordinario, sino en lo que yo llamaría el sentido más primario o
fundamental87”. La formulación habla aquí del inconsciente como de un
campo dentro de la personalidad, que la trasciende y, como sigue diciendo
Suzuki, “el sentimiento del inconsciente es… mucho más básico (y)
primario88”. Traduciéndolo a términos funcionales, no hablaría de sentir
“el” inconsciente, sino más bien de tener conciencia de un área más
profunda y no convencionalizada de experiencia o, para decirlo de otra
manera, de disminuir el grado de represión, reduciendo así la deformación
paratáxica, las proyecciones de imágenes y la cerebración de la realidad.
Suzuki dice que el hombre dedicado al zen está “en comunión directa con el
gran inconsciente89”.
Yo preferiría formularlo así: tener conciencia de su propia realidad y de
la realidad del mundo en su plena profundidad y sin velos. Poco después,
Suzuki emplea el mismo lenguaje funcional cuando afirma: “En realidad,
[el inconsciente] es, por el contrario, lo que nos resulta másíntimo y
precisamente por esta intimidad resulta difícil captarlo, de la misma manera
que el ojo no puede verse a sí mismo. Cobrar conciencia, pues, del
inconsciente requiere un entrenamiento especial por parte de la
conciencia90”.
Aquí Suzuki opta por una formulación que sería exactamente la
escogida desde el punto de vista psicoanalítico: la finalidad es cobrar
conciencia del inconsciente y, para lograrlo, hace falta cierto entrenamiento
por parte de la conciencia. ¿Implica esto que el zen y el psicoanálisis tienen
el mismo fin y que difieren sólo en el entrenamiento de la conciencia que
han desarrollado?
Antes de volver sobre este punto, me gustaría analizar algunos otros que
necesitan aclararse.
El doctor Suzuki, en su análisis, se refiere al mismo problema que
mencioné más arriba en el examen del concepto psicoanalítico, el del
conocimiento frente al estado de inocencia. Lo que se llama en término
bíblicos la pérdida de la inocencia, por la adquisición del conocimiento, se
llama en el zen y en el budismo en general la “contaminación afectiva
(klesha)” o la “interferencia de la mente consciente con predominio de la
intelección (vijñana).” El término intelección plantea un problema muy
importante. ¿Es la intelección lo mismo que la conciencia? En este caso,
hacer del inconsciente consciente, implicaría acrecentar la intelección y
conduciría a un fin precisamente opuesto al del zen. Si esto fuera así, el fin
del psicoanálisis y del zen serían diametralmente opuestos, tendiendo el uno
a una mayor intelección y el otro a superar la intelección.
Hay que reconocer que Freud, en los primeros años de su obra, cuando
todavía creía que la información dada al paciente por el psicoanalista
bastaba para curarlo, tenía una concepción de la intelección como meta del
psicoanálisis; hay que reconocer además que en la práctica muchos
analistas no han salido todavía de esta concepción de la intelección y que
Freud nunca se expresó con plena claridad sobre la diferencia entre
intelección y la experiencia afectiva, total, que se produce en el genuino
trabajo psicoanalítico”. No obstante, es precisamente esta visión
experimental y no intelectual la que constituye el fin del psicoanálisis. Tal
como lo afirmé antes, tener conciencia de mi respiración no significa
pensar en mi respiración. Por el contrario, cuando pienso en mi respiración
o en el movimiento de mi mano, no tengo yo conciencia de mi respiración
ni del movimiento de mi mano. La mismo es válido de mi conciencia de
una flor o una persona, de mi experiencia de la alegría, el amor o la paz. Es
característico de toda verdadera visión en el psicoanálisis que no pueda
formularse un pensamiento, mientras que es característico de todo mal
análisis que la “visión” se formule en teorías complicadas que no tienen
nada que ver can la experiencia inmediata. La auténtica visión
psicoanalítica es súbita, sobreviene sin ser forzada, ni siquiera premeditada.
Comienza no en el cerebro sino, para utilizar una imagen japonesa, en el
vientre. No puede formularse adecuadamente en palabras y se escapa si
tratamos de hacerlo; no obstante, es real y consciente, y deja a la persona
que la experimenta como una persona cambiada.
La captación inmediata del mundo por el niño es anterior al pleno
desarrollo de la conciencia la objetividad y un sentido de realidad como
distintivos del yo. En este estado el inconsciente es instintivo, no va más
allá del de los animales o los niños. No puede ser el del hombre maduro91.
Durante el paso del inconsciente primitivo a la conciencia de sí, el
mundo es experimentado como un mundo enajenado sobre la base de la
separación entre sujeto y objeto, de la separación entre el hombre universal
y el hombre social, entre el inconsciente y la conciencia. Sin embargo, en el
grado en que la conciencia esta adiestrada para abrirse, para suprimir el
triple filtro, desaparece la discrepancia entre la conciencia y el inconsciente.
Una vez que ha desaparecido plenamente, hay una experiencia directa, no
refleja, consciente, justo el tipo de experiencia que existe sin intelección ni
reflexión. Este conocimiento es lo que Spinoza llamó la forma superior de
conocimiento, la intuición; el conocimiento que Suzuki describe como el
método que consiste en penetrar directamente en el objeto mismo y verlo,
como si dijéramos, desde dentro”; es la manera de connación o creadora de
ver la realidad. En esta experiencia de la captación inmediata, no refleja, el
hombre se convierte en “el artista creador de la vida”, que todos somos y,
sin embargo, hemos olvidado que somos. “Para esa persona (artista creador
de la vida), cada uno de sus actos expresa originalidad, capacidad creadora,
su personalidad viva. No hay en ello convencionalismo, conformidad, ni
motivación inhibitoria… No tiene un yo encasillado en su existencia
fragmentaria, limitada, restringida, egocéntrica. Ha salido de su prisión92.
El “hombre maduro”, si se ha limpiado de la “contaminación afectiva” y
de la interferencia intelectual, puede realizar “una vida de libertad y
espontaneidad donde no puedan asaltarlo sentimientos perturbadores cómo
el temor, la angustia o la inseguridad93”. Lo que dice Suzuki de la función
liberadora de esta realización, es en verdad, lo que desde el punto de vista
psicoanalítico se diría del efecto esperado de la plena visión.
Queda una discusión de terminología que quiero mencionar sólo
brevemente, porque como todas las cuestiones terminológicas, no es de
gran importancia. Mencioné antes que Suzuki habla del entrenamiento de la
conciencia; pero en otras partes habla del “inconsciente adiestrado en el
que todas las experiencias conscientes por las que ha atravesado desde la
infancia son incorporadas como constituyentes de todo su ser94”. Podría
encontrarse una contradicción en el uso, una vez, de la “conciencia
adiestrada” y, en otro momento, del “inconsciente adiestrado”. Pero no creo
que nos encontremos aquí, en absoluto, con una contradicción. En el
proceso de hacer consciente el inconsciente, de llegar a la plena realidad, no
refleja, de la experiencia, tanto la conciencia como el inconsciente deben
ser adiestrados. La conciencia debe sur adiestrada para disminuir su
dependencia del filtro convencional, mientras que el inconsciente debe ser
adiestrado para salir de su existencia secreta, separada, a la luz. Pero en
realidad, hablar del entrenamiento de la conciencia y del inconsciente
significa emplear metáforas. Ni el inconsciente ni la conciencia deben ser
adiestrados (porque no hay ni una conciencia ni un inconsciente), sino que
el hombre debe ser adiestrado para suprimir su represión y experimentar la
realidad plena, claramente, con toda conciencia y, sin embargo, sin
reflexión intelectual, salvo cuando la reflexión intelectual es deseada o
necesaria, como en la ciencia y las ocupaciones prácticas.
Suzuki sugiere llamar a este inconsciente el “Inconsciente Cósmico”.
No hay, por supuesto, una argumentación válida contra esta terminología,
siempre y cuando se la explique tan claramente como en el texto de Suzuki.
No obstante, preferiría emplear el término “Conciencia Cósmica”, que
Bucke empleó para designar una forma nueva, naciente, de la conciencia95.
Preferiría este término porque en el caso de que el inconsciente se vuelva
consciente y en el grado en que lo haga, deja de ser inconsciente (teniendo
siempre en cuenta que no se convierta en intelección reflexiva). El
inconsciente cósmico es el inconsciente sólo en tanto que estamos
separados de él, es decir, mientras somos inconscientes de la realidad. En la
medida en que despertamos y estamos en contacto con la realidad, no hay
nada a la que permanezcamos inconscientes. Hay que añadir que, al
emplear el término Conciencia Cósmica, en vez de conciencia, se hace
referencia a la función de la conciencia, más que a un lugar dentro de la
personalidad.
¿A dónde conduce toda la exposición sobre la relación entre el budismo
zen y el psicoanálisis?
La finalidad del zen es la iluminación: la percepción inmediata, no
refleja, de la realidad, sin contaminación afectiva ni intelectualización, la
captación de la relación de mí mismo con el universo. Esta nueva
experiencia es una repetición de la percepción pre-intelectual, inmediata,
del niño, pero en un nuevo nivel, el del pleno desarrollo de la razón del
hombre, la objetividad, la individualidad. Mientras que la experiencia del
niño, la de inmediación y unidad, antecede a la experiencia de enajenación
y la separación entre sujeto y objeto, la experiencia de iluminación la sigue.
El fin del psicoanálisis, tal como fue formulado por Freud, es hacer
consciente el inconsciente, sustituir el Id por el Ego. Desde luego, el
contenido del inconsciente que había que descubrir se limitaba a un
pequeño sector de la personalidad, a aquellos impulsas instintivos vivos en
la primera infancia, pero sujetos a la amnesia. Sacarlos del estado de
represión era el fin de la técnica analítica. Además, el sector que debería
descubrirse, aparte de las premisas teóricas de Freud, estaba determinado
por la necesidad terapéutica de curar un síntoma en particular. Había poco
interés en recuperar el inconsciente fuera del sector relacionado con la
formación de síntomas. Lentamente la introducción del concepto del
instinto de la muerte y el eros, y el desarrollo de los aspectos del Ego en los
años recientes, han producido cierta ampliación de los conceptos freudianos
de los contenidos del inconsciente. Las escuelas no freudianas ampliaron
mucho el sector del inconsciente que debía descubrirse. Jung más que
nadie, pero también Adler, Rank y los otros autores más recientes llamadas
neofreudianos han contribuido a esta extensión. Pero (con la excepción de
Jung), a pesar de esa ampliación, la medida del sector descubierto ha
seguido siendo determinada por el fin terapéutico de curar este o aquel
síntoma; o este o aquel rasgo neurótico del carácter. No ha abarcado a la
persona entera.
No obstante, si se sigue el fin original de Freud, el de hacer consciente
el inconsciente, hasta sus últimas consecuencias, hay que liberarla de las
limitaciones impuestas por la propia orientación de Freud fundada en los
instintos y por la tarea inmediata de curar los síntomas. Si se persigue el fin
de la plena recuperación del inconsciente, esta tarea no se limita entonces a
los instintos, ni a otros sectores limitados de la experiencia, sino a la
experiencia del hombre total; entonces el fin es superar la enajenación y la
separación entre sujeto y objeto al percibir el mundo; el descubrimiento del
inconsciente significa entonces la superación de la contaminación afectiva y
la cerebración; significa la des-represión, la abolición de la separación
dentro de mí mismo entre el hombre universal y el hombre social; significa
la desaparición de la polaridad de conciencia frente al inconsciente;
significa llegar al estado de la percepción inmediata de la realidad, sin
distorsión ni interferencia de la reflexión intelectual; significa superar el
deseo de aferrarse al ego, de adorarlo, significa renunciar a la ilusión de un
ego separado indestructible, que debe ampliarse, preservarse, como los
faraones egipcios esperaban conservarse como momias por toda la
eternidad. Ser conscientes del inconsciente significa estar abiertos,
responder, no tener nada y ser.
Esta finalidad de la plena recuperación del inconsciente por la
conciencia es obviamente mucho más radical que el fin psicoanalítico
general. Las razones de ello son fáciles de advertir. Realizar este fin total
requiere un esfuerzo mucho mayor que el que están dispuestas a hacer la
mayoría de las personas de Occidente. Pero aparte de esta cuestión del
esfuerzo, hasta la visualización de este fin es posible sólo en ciertas
condiciones. En primer lugar, este fin radical puede verse sólo desde el
punto de vista de determinada posición filosófica. No hay necesidad de
describir esta posición en detalle. Baste decir que es una posición en la que
no se tiende al fin negativo de la falta de enfermedad, sino al fin positivo de
la presencia del bienestar y que el bienestar es concebido en términos de
plena unión, de la percepción inmediata e incontaminada del mundo. Este
fin no podría ser mejor descrito que como lo ha hecho Suzuki en función
del “arte de vivir”. Hay que recordar que todo concepto como el del “arte de
vivir”, surge del terreno de una dirección espiritual humanista, como la
fundamenta la enseñanza de Buda, de los profetas, de Jesús, de Meister
Eckhart, o de hombres como Blake, Walt Whitman o Bucke. Si no se ve en
este contexto, el concepto del “arte de vivir’ pierde todo lo que es
específico y decae en un concepto que actualmente lleva el nombre de
“felicidad”. No hay que olvidar tampoco que esta dirección incluye una
finalidad ética. Aunque el zen trasciende la ética, incluye los fines éticos
básicos del budismo, que son esencialmente los mismos que los de toda
doctrina humanista. La realización del fin del zen, como ha dejado en claro
Suzuki en las conferencias incluidas en este libro, implica la superación de
la codicia en todas sus formas, ya sea la codicia de posesión, de fama o de
afecto; implica superar la autoglorificación narcisista y la ilusión de
omnipotencia. Implica, además, la superación del deseo de someterse a una
autoridad que resuelva el propio problema de la existencia. La persona que
sólo quiere utilizar el descubrimiento del inconsciente para curarse de la
enfermedad no intentará siquiera, por supuesto, realizar el fin radical que
reside en superar la represión.
Pero sería un error el creer que el fin radical de la des-represión no tiene
relación con un fin terapéutico. Así como se ha reconocido que la cura de
un síntoma y la prevención de futuras formaciones de síntomas no es
posible sin el análisis y el cambio de carácter, hay que reconocer también
que el cambio de este o aquel rasgo neurótico del carácter no es posible, sin
perseguir el fin más radical de una completa transformación de la persona.
Puede ser muy bien que los resultados relativamente desalentadores del
análisis del carácter (que nunca han sido más honradamente expresados que
en “¿Es el análisis terminable o interminable?” de Freud), se deban
precisamente al hecho de que los fines de curación del carácter neurótico no
fueran lo suficientemente radicales; que el bienestar, la libertad de la
angustia y la inseguridad sólo puedan realizarse si se trasciende el fin
limitado, es decir, si se comprende que el fin limitado, terapéutico, no puede
realizarse mientras sea limitado y no se convierta en parte de un marco de
referencia más amplio, humanista. Quizá el fin limitado pueda realizarse
con métodos más limitados y que consuman menos tiempo, mientras que el
tiempo y la energía consumidos en el largo proceso analítico se empleen
fructíferamente sólo con el fin radical de “transformación” más que con el
fin estrecho de “reforma”. Esta afirmación podría fortalecerse haciendo
referencia a algo dicho más arriba. El hombre, mientras no ha alcanzado la
relación creadora cuya realización más plena es el satori, compensa en el
mejor de los casos la depresión potencial inherente con la rutina, la
idolatría, la destructividad, la codicia de la propiedad o la fama, etc. Cuando
cualesquiera de estas compensaciones se rompen, se amenaza su salud
mental. La cura de la locura potencial está sólo en el cambio de actitud de la
separación y la enajenación a la percepción creadora, inmediata, del mundo
y la respuesta a él. Si el psicoanálisis puede ayudar de esta manera, puede
contribuir a lograr la verdadera salud mental; si no puede, sólo podrá
contribuir a mejorar los mecanismos de compensación.
Para plantearlo de otra manera: alguien puede ser “curado” de un
síntoma, pero no puede ser “curado” de una neurosis de carácter. El hombre
no es una cosa96, el hombre no es un “caso” y el analista no cura a nadie
tratándolo como un objeto. Por lo contrario, el analista sólo puede ayudar a
un hombre a despertarse, en un proceso en el que el analista está
comprometido con el “paciente” en el proceso de su comprensión de cada
uno, lo que significa experimentar su unidad.
Al afirmar todo esto, sin embargo, debemos estar dispuestos a
enfrentamos a una objeción. Si, como dije más arriba, la realización de la
plena conciencia del inconsciente es un fin tan radical y difícil como la
iluminación ¿tiene sentido considerar este fin radical como algo con una
aplicación general? ¿No es mera especulación el plantear seriamente el
problema de que sólo este fin radical puede justificar las esperanzas de la
terapia psicoanalítica?
Si sólo hubiera la alternativa entre la plena iluminación y nada, esta
objeción sería válida. Pero no es así. En el zen hay muchas etapas de
iluminación, de las cuales el satori es el paso último y decisivo. Pero, por lo
que yo sé, se valoran las experiencias que son pasos en dirección del satori,
aunque nunca pueda alcanzarse éste. El doctor Suzuki ilustró una vez este
punto de la siguiente manera: si se lleva una vela a un cuarto absolutamente
oscuro, desaparece la oscuridad y hay luz. Pero si se añaden diez, cien o mil
velas, el cuarto se iluminará cada vez más. No obstante, el cambio decisivo
fue introducido por la primera vela que penetró en la oscuridad97.
¿Qué sucede en el proceso analítico? Una persona siente por vez
primera que es vana, que está atemorizada, que odia, aunque
conscientemente se había considerado modesta, valiente y amante. La
nueva visión puede lastimarla, pero abre una puerta; le permite dejar de
proyectar en los demás lo que reprime en sí misma. Sigue adelante;
experimenta al recién nacido, al niño, al adolescente, al criminal, al loco, al
santo, al artista, al hombre y la mujer que hay dentro de ella; entra en un
contacto más profundo con la humanidad, con el hombre universal; reprime
menos, es más libre, tiene menos necesidad de proyectar, de racionalizar;
entonces puede experimentar por vez primera cómo ve los colores, cómo ve
rodar una pelota, cómo sus oídos se abren de súbito plenamente a la música,
cuando hasta ahora sólo la oía; al sentir su unidad con otros, puede tener
una primera visión de la ilusión que su ego individual separado es algo a lo
que hay que aferrarse, cultivar, salvar; experimentará la futilidad de buscar
la respuesta a la vida por tenerse a sí mismo, en vez de ser y convertirse en
él mismo. Todas éstas son experiencias súbitas, inesperadas, sin contenido
intelectual; sin embargo, después la persona se siente más libre, más fuerte,
menos angustiada que nunca.
Hasta ahora hemos hablado de los fines, y he afirmado que si se lleva el
principio de Freud de la transformación del inconsciente en consciente a sus
últimas consecuencias, nos acercamos al concepto de iluminación. Pero en
cuanto a los métodos para lograr este fin, el psicoanálisis y el zen son, en
verdad, totalmente diferentes. El método del zen es, podría decirse, el de un
ataque frontal al modo enajenado de percepción mediante la
“contemplación”, el koan y la autoridad del maestro. Por supuesto, todo
esto no es una “técnica” que pueda aislarse de la premisa del pensamiento
budista, de la conducta y los valores éticos que encarnan en el maestro y en
la atmósfera del monasterio. Hay que recordar también que no es un asunto
de “cinco horas a la semana” y que por el hecho mismo de buscar la
instrucción del zen el discípulo ha tomado una decisión muy importante,
una decisión que es parte importante de lo que se produce después.
El método psicoanalítico es totalmente diferente del método zen.
Adiestra a la conciencia para percibir el inconsciente de una manera
distinta. Dirige la atención a la percepción deformada; conduce a un
reconocimiento de la ficción dentro de uno mismo; amplía la gama de la
experiencia humana suprimiendo la represión. El método analítico es
psicológico-empírico. Examina el desarrollo psíquico de una persona desde
la infancia y trata de recuperar experiencias previas para ayudar a la
persona a experimentar lo que ahora está reprimido. Va descubriendo
ilusiones dentro de uno mismo acerca del mundo, paso a paso, de modo que
las deformaciones paratáxicas y las intelectualizaciones enajenadas
disminuyan. Al convertirse en menos extraña a sí misma, la persona que
atraviesa este proceso se vuelve menos extraña al mundo; al abrir la
comunicación con el universo dentro de sí misma, ha abierto la
comunicación con el universo exterior. La falsa conciencia desaparece y
con ella la polaridad conciencia-inconsciente. Un nuevo realismo aparece
en el que “las montañas son montañas nuevamente”. El método
psicoanalítico es por supuesto sólo un método, una preparación; pero
también lo es el método zen. Por el hecho mismo de ser un método nunca
garantiza la llegada a la meta. Los factores que permiten esta realización
están profundamente arraigados en la personalidad individual y, para
cualquier fin práctico, sabemos poco de ellos.
He sugerido que el método de descubrir el inconsciente, si se lleva a sus
últimas consecuencias, puede ser un paso hacia la iluminación, siempre y
cuando se dé dentro del contexto filosófico que se expresa más radical y
realistamente en el zen. Pero sólo una mayor experiencia posterior en la
aplicación de este método demostrará hasta dónde puede llevar. La opinión
expresada aquí implica sólo una posibilidad y por eso tiene el carácter de
una hipótesis que debe ser comprobada.
Pero lo que puede afirmarse con más certidumbre es que el
conocimiento del zen, y la preocupación por él, puede tener una influencia
muy fértil y clarificadora sobre la teoría y la técnica del psicoanálisis. El
zen, a pesar de que su método es diferente del psicoanálisis, puede afilar el
enfoque, lanzar nueva luz sobre la naturaleza de la visión y elevar el sentido
de lo que es ver, de lo que es ser creador, de lo que es superar las
contaminaciones afectivas y las falsas intelectualizaciones que son los
resultados necesarios de la experiencia, basada en la separación sujeto-
objeto.
Por su radicalismo mismo con respecto a la intelectualización, la
autoridad y la ilusión del ego, por su acento en la meta del bienestar, el
pensamiento zen profundizará y ampliará el horizonte del psicoanalista y lo
ayudará a llegar a un concepto más radical de la percepción de la realidad
como fin último del conocimiento pleno, consciente.
Si es permisible especular más sobre la relación entre el zen y el
psicoanálisis, podríamos pensar en la posibilidad de que el psicoanálisis
pueda ser importante para el estudioso del zen. Me lo imagino como una
ayuda para evitar el peligro de una falsa iluminación (que no es, por
supuesto, iluminación), una iluminación puramente subjetiva, basada en
fenómenos psicóticos o histéricos o en un estado de trance autoinducido. La
clarificación analítica podría ayudar al estudioso del zen a evitar ilusiones,
cuya ausencia es la condición misma de la iluminación.
Cualquiera que pueda ser el uso que haga el zen del psicoanálisis, desde
el punto de vista de un psicoanalista occidental expreso mi gratitud por este
precioso regalo del Oriente, y en especial al doctor Suzuki, que ha logrado
expresarlo de tal manera que nada de su esencia se pierde en el intento de
traducir el pensamiento oriental al pensamiento occidental, de modo que el
occidental, si se toma el trabajo, puede llegar a entender el zen, en la
medida en que esto puede lograrse antes de alcanzar la meta. Esa
comprensión no sería posible si no fuera por el hecho de que “la naturaleza
de Buda está en todos nosotros”, de que el hombre y la existencia son
categorías universales y de que la captación inmediata de la realidad, el
despertar y la iluminación son experiencias universales.
Serie psicología y psicoanálisis
G. Bally — El juego como expresión de libertad
H. Baruk — Psiquiatría moral experimental
R. De la Fuente — Psicología médica
P. Diel — Psicoanálisis de la divinidad
P. Diel — Los principios de la educación y de la reeducación
S. Escalona y G. Moore Heider — Predicción y resultados (Un estudio
sobre el desarrollo del niño)
E. Fromm — La misión de Freud
E. Fromm — Psicoanálisis de la sociedad contemporánea
H. E. Garrett — Las grandes realizaciones en la psicología
experimental
E. R. Hilgard — Teorías del aprendizaje
K. Horney — El nuevo psicoanálisis
G. Klineberg — Psicología social
R. O. Laing — El yo dividido
F. L. Mueller — Historia de la psicología
A. S. Neill — Summerhill (Un punto de vista radical sobre la educación
de los niños)
CH. Odier — El hombre, esclavo de su inferioridad
CH. Odier — La angustia y el pensamiento mágico
J. Piaget — La formación del símbolo en el niño
E. G. Schachtel — Metamorfosis (El conflicto del desarrollo humano y
la psicología de la creatividad)
M. A. Sechehaye — La realización simbólica. Diario de una
esquizofrénica
C. H. Warren — Diccionario de psicología
Breviarios de psicología y filosofía
J. A. C. Brown — La psicología social en la industria
G. P. Conger y otros — Filosofía del Oriente
H. Frankfort y otros — El pensamiento prefilosófico. I. Egipto y
Mesopotamia
V. E. Frankl — Psicoanálisis y existencialismo
E. FROMM — Ética y psicoanálisis
W. A. Irwin y otros — El pensamiento prefilosófico. II. Los hebreos
C. Lévi—Strauss — El pensamiento salvaje
I. Mattuck — El pensamiento de los profetas
G. Pittaluga — Temperamento, carácter y personalidad
C. Thompson — El psicoanálisis
Radhakrishnan y otros — El concepto del hombre
A. Schweitzer — El pensamiento de la India
E. Weillenmann — El mundo de los sueños
W. Wolff — Introducción a la psicología
W. Wolff — Introducción a la psicopatología
Notas al pie
1. Al seminario asistieron cerca de quince psiquiatras y psicólogos de
México y los Estados Unidos la mayoría de ellos psicoanalistas). Aparte de
los trabajos publicados aquí, se presentaron y discutieron algunos otros:
Dr. R. de Martino, “The Human Situation and Zen Buddhism”
Dr. M. Creen, “The Roots of Sullivan’s Concept of Self”
Dr. J. Kirscb, “The Role of the Analyst in Jung’s Psychotherapy”
Dr. I. Progoff, “The Psychological Dynamism of Zen” — “The Concept
of Neurosis and Cure in Jung”
Miss C. Selver, “Sensory Awareness and Body Functioning”
Dr, A. Stunkard, “Motivation for Treatment”
Dr. E. Tauber, “Sullivan’s Concept of Cure”
Dr. P. Weisz, The Contribution of Ceorge W. Croddeck”
Publicamos en este libro sólo los que se relacionan más directamente
con el budismo Zen, en parte por razones de espacio y en parte porque, sin
la publicación de las discusiones sostenidas, los demás trabajos no tendrían
la suficiente unidad.
2. La versión española sería:

Cuando miro con cuidado


¡Veo florecer la Nazuna
Junto al seto!

3.

Flor en el muro agrietado,


te arranco de las grietas;
te tomo, con todo y raíces, en mis manos,
florecilla — pero si pudiera entender
lo que eres, con todo y tus raíces y, todo en todo,
sabría qué es Dios y qué es el hombre.

4. Los cristianos consideran a la iglesia como el medio de salvación, ya


que es la Iglesia la que simboliza a Cristo, el Salvador. Los cristianos se
relacionan con Dios no individualmente sino a través de Cristo, y Cristo es
la Iglesia y ésta es el lugar donde se reúnen para adorar a Dios y rogarle, a
través de Cristo, por la salvación. A este respecto, los cristianos tienen
conciencia de grupo, aunque socialmente adoptan el individualismo.
5. Véase infra, p.54, y los Essays en Zen Buddhism, 1ra.Serie, pp.227 ss.
6. Prajñā (sánscrito) o paññā (pali) se puede traducir como "sabiduría",
"comprensión", "discernimiento", "agudeza cognitiva" o "saber hacer". En
el budismo, se refiere especialmente a la sabiduría basada en la realización
directa de las Cuatro Nobles Verdades, Anicca (impermanencia),
surgimiento dependiente, Anatta (insustancialidad), Śūnyatā (vacío), etc.
Prajñā es la sabiduría que es capaz de extinguir las klesha (aflicciones) y
ocasionar la iluminación. (de Wikipedia)
7. Sakki significa literalmente “aire de asesinato”. El espadachín se
refiere con frecuencia a este tipo de incidente. Es algo indescriptible, que
sólo se siente en el interior como si emanara de una persona o de un objeto.
Se habla frecuentemente del hecho que algunas espadas están llenas de este
“aire de asesinato”, mientras que otras inspiran una sensación de miedo, de
reverencia o aun de benevolencia. Esto se atribuye por lo general al carácter
o al temperamento del artista que forjó la espada, porque las obras de arte
reflejan el espíritu de los artistas y en Japón la espada no es sólo un arma
mortífera sino una obra de arte. El sakki surge también de una persona que
abriga oculta o manifiestamente la idea de matar a alguien. Este “aire”,
según se dice, flota también sobre un destacamento de soldados con
intenciones de atacar al enemigo.
8. Man’s Western Quest – La búsqueda occidental del hombre.
9. En las religiones de origen hinduista, el ātma o ātman (del sánscrito)
es el término usado para referirse al alma, o la esencia espiritual, si bien
posee un significado específico para los hinduistas. El ātma es la parte de
Brahmā que está dentro del hombre, y que es necesario conocer para
concluir el ciclo de las reencarnaciones. Se dice que el conocimiento del
ātma propio conduce a la perfección, revelando la realidad eterna que
subyace detrás de la maya y superando así dicho ciclo. Cuando el ātma
individual se reintegra a Brahmā (de quien forma parte), mantiene toda su
individualidad propia y específica. Se podría comparar a Brahmā con una
casa, en cuyas habitaciones individuales viviría cada hombre, formando
parte de ella; es decir, una sola unidad con individualidades diferentes. (de
Wikipedia)
10. Mahāyāna (literalmente Gran vehículo) es una de las dos o tres
principales ramas del budismo. Algunas de las áreas en las que se practica
son China, Tíbet, Japón, Corea, Vietnam, y Taiwán. Del Mahāyāna se
desarrolló el Vajrayāna esotérico que afirma combinar todas las escuelas
previas. (de Wikipedia)
11. Dharma (en alfabeto devánagari) es una palabra sánscrita que
significa ‘ley natural’ o ‘realidad’. Se utiliza en casi todas las doctrinas y
religiones de origen védico (las religiones dármicas), como el hinduismo
(llamado por los hindúessanátan dharma, la ‘eterna religión’), el budismo,
el jainismo y el sijismo. En el budismo se dice que el término pali dama que
significa ‘camino de las grandes verdades’. En cambio el término sánscrito
dharma significa lo antes mencionado y también hace referencia a ‘orden
social’, ‘conducta adecuada’ o ‘virtud’. Los hindúes no llaman hinduismo a
su religión, sino sanatana dharma, que se traduce como ‘religión eterna’.
(de Wikipedia)
12. Literalmente, “un palo de basura reseca”. En japonés, kanshiketsu;
en chino, Kanshih-chueh. Kan= seco; shi= basura; ketsu= palo.
13. Muye (japonés) y wu-i (chino) significan “independiente”, así como
“sin ropas”. Ye (i) es en el primer caso “dependiente”, y en el segundo,
“ropas”.
14. La siguientes traducciones son de los Dichos, de Rinzai, conocidos
como Rinzi Roku.
15. Maitreya es un nombre que aparece en la religión budista para
referirse al próximo Buda histórico. Según la literatura sagrada budista, el
bodhisattva Maitreya nacerá en la tierra para lograr la completa iluminación
de un Buda y enseñar el dharma. El Buda Maitreya será el sucesor de
Siddhartha Gautama (el Buda histórico actual) el cual anunció a Maitreya
como el nombre del próximo Buda. (de Wikipedia)
16. Vairocana (también llamado Vairochana o Mahavairocana; 大日
如來 o 毘盧遮那佛, chino: Dàrì Rúlái o Piluzhe-nafo, japonés: Dainichi
Nyorai) es un Buda reencarnación de Dharmakaya, y que por lo tanto puede
considerarse el aspecto universal del Gautama Buda histórico. En la
concepción de los Cinco Budas de la sabiduría Vairocana es el central. La
estatua de Vairocana de Nara, Nara es la mayor representación de bronce de
Vairocana en el mundo. La mayor de las estatuas destruidas en Bamyan,
Afganistán por el gobierno talibán era también una representación de
Vairocana. Vairocana es la figura central de muchas escuelas antiguas de
budismo en Japón, como el esotérico budismo Shingon y el Kengon.
17. Naraka (del Sánscrito) ó Niraya (Pāli), chino: 那落迦 (variante 捺落
迦) Nàlùojiā ó 地獄 Dì Yù; japonés: Jigoku ó 奈落 Naraku; tibetano:
dmyal.ba; thai: nárók; malayo: neraka) es el nombre dado a uno de
los mundos de mayor sufrimiento de toda la cosmología budista. Naraka se
traduce generalmente al español como infierno o "purgatorio". Los Narakas
de la religión budista están estrechamente relacionados con 地獄 Di Yu, el
infierno en la mitología china. Un Naraka difiere de los infiernos de
tradición occidental en dos aspectos: primero, los seres no son enviados al
Naraka como resultado de un juicio divino con su correspondiente castigo;
y segundo, la estancia en el Naraka no es eterna, aunque suela ser muy
larga. Según el budismo, un ser nace en un Naraka como resultado directo
de su karma previo (consecuencia de sus pensamientos, sus palabras y sus
acciones), y reside en él por un período de tiempo determinado, hasta que
su karma haya alcanzado su resultado final. Después de que su karma
negativo termine y se agote, podrá renacer en alguno de los mundos
superiores como resultado de un karma anterior que no había madurado
todavía. La mentalidad de un ser en el infierno correspondería a un estado
de extremo terror, desamparo y angustia en un humano.
18. “Yo” equivale en todo el sermón al “Hombre” (jên) o la
“subjetividad absoluta”, para emplear mi terminología.
19. La palabra “Ello” se inserta aquí porque el original chino, como de
costumbre, omite e’ sujeto. “Ello” significa la Realidad, el Hombre, la
Persona o el Yo
20. “Ustedes” se utiliza aquí, como en otras partes, con el sentido de “el
Espíritu” que se manifiesta en el “Hombre”. “Ustedes” y “el Hombre” son
aquí intercambiables.
21. Avidyă en sánscrito
22. Inmovilidad, polea, serenidad o tranquilidad —todas se refieren a un
estado de conciencia donde todas las olas de pensamiento de todo tipo se
apaciguan uniformemente. A esto se le llama también el oscuro abismo de
la Ignorancia o del Inconsciente, y al hombre del zen se le dice que lo evite
por todos los medios y que no imagine que es el objeto último de la
disciplina zen.
23. Generalmente, se mencionan tres clases de personas —superiores,
medias e inferiores— en relación con sus dotes o capacidades inherentes
para entender las verdades budistas.
24. El término chino para el ‘yo’ y sus modificaciones es shan-séng
(san-zó en japonés), que significa un “monje de la montaña”, con lo que
Rinzai se refiere a si mismo. Este humilde título debe entenderse no sólo
como en relación con Rinzai como individuo que pertenece a este mundo
relativamente limitado de todos sentidos, sino a Rinzai como un hombre
iluminado que vive en el reino trascendente de la subjetividad absoluta o el
vacío. Un hombre o una persona en este reino no se mueve ni se conduce
como un ser parcialmente individualizado, como un yo psicológicamente
definido, ni como una idea abstracta, sino que se mueve con todo su ser o
personalidad. Esto se verá más claramente a medida que avancemos.
25. “Lo” es introducido por el traductor y se refiere al Dharma, la
Realidad, la Persona, el Hombre o el Tao (el Camino).
26. La bolsa es la que contiene un tazón para pedir alimentos, que lleva
siempre consigo el monje viajero. El cuerpo lleno de basura es un título
peyorativo que se da a un monje que no ha abierto todavía los ojos al
Dharma y cuyo espíritu está lleno de nombres y pensamientos vacíos. Se
comparan con los excrementos que no deben alojarse dentro del cuerpo. Un
monje dedicado a acumular ideas nada apropiadas a la realización es
llamado también “el saco de arroz” o “la bolsa maloliente de piel.
27. Vairocana es un Buda reencarnación de Dharmakaya, y puede
considerarse el aspecto universal del Gautama Buda histórico.
28. Kalpa es una palabra en sánscrito que significa Eón o largo período
de tiempo y es utilizado principalmente en Cosmología Budista e Hindú.
(Wikipedia)
29. Éste es un palo de madera y a veces de bambú, de unos seis pies de
largo, utilizado para llevar cosas sobre los hombros. Cuando el peso es
demasiado grande, el palo se dobla. Rinzai compara sarcásticamente la boca
cerrada del monje con el palo doblado.
30. En varias tradiciones religiosas y místicas del Extremo Oriente, se
denomina samādhi a un estado de conciencia de ‘meditación’,
‘contemplación’ o ‘recogimiento’ en la que el meditante siente que
trasciende las limitaciones fenoménicas y alcanza la unidad con el cosmos y
con lo divino. (Wikipedia)
31. Véase supra y también mi Living by Zen (Londres, Rider, 1950), p.
24.
32. Véanse mis Studies in Zen (Londres, Rider, 1955), pp. 8O ss.
33. Véase mi Manual of Zen Buddhism (Londres, Rider, 1950), lámina
II, frente a la p. 129, donde el hombre-zen ideal sale al mercado —es decir,
al mundo—, para salvar a todos los seres.
34. Véase The Lankãvatãra Sũtra (Londres, Routledge, 1932), pp. 38
40, 49, etc., y también mis Essays in Zen Buddhism, Serie 3 (Londres,
Rider, 1951), p. 314.
35. Véanse mis Essays in Zen Buddhism, 1ª serie (Londres, Rider,
1949), pp. 252 ss
36. Los Dichos de Rinzai (Rinzai Roku), compilados por sus discípulos,
contienen cerca de 13.380 caracteres y son considerados como una de las
mejores colecciones de proverbios zen, conocidos como Goroku. Se dice
que la edición de la época Sung del texto, que apareció en 1120, fue la
segunda, basada en una edición muy anterior que se ha perdido.
Véanse mis Studies in Zen, pp. 25 ss.
Sobre Bankei, véase mi Living by Zen, pp. 11 ss. Fue un vigoroso
opositor del método del koan en el estudio del zen, que prevalecía en su
tiempo. Fue un contemporáneo de mayor edad de Hakuin, que no lo
conoció, según nuestras noticias.
37. Prajñā (sánscrito) o paññā (pali) se puede traducir como
"sabiduría", "comprensión", "discernimiento", "agudeza cognitiva" o "saber
hacer". En budismo, se refiere especialmente a la sabiduría basada en la
realización directa de las Cuatro Nobles Verdades, anicca (impermanencia),
surgimiento dependiente, anatta (insustancialidad), Śūnyatā (vacío), etc.
Prajñā es la sabiduría que es capaz de extinguir las klesha (aflicciones) y
ocasionar la iluminación. (Wikipedia)
38. El texto español está tomado de la versión de Casiodoro de Reina,
revisada por Cipriano de Valera. [E.]
39.
1.¿Por qué en los escritos ten se expresa tan poca preocupación explícita
sobre las condiciones culturales, la organización de la sociedad y el
bienestar del hombre? Asociado esta pregunta está el uso del zen (para
encontrarse definitivamente) en la causa de la muerte, como en el arte de la
espada. ¿Hay, pues, en esa vuelta al yo algún peligro de des-sensibilización
de lo más precioso de cada hombre? ¿Participan los maestros zen en los
problemas sociales de la época?
2. ¿Cuál es la actitud del zen hacia la ética? ¿Hacia la privación política
y económica? ¿Hacia la posición y la responsabilidad del individuo
respecto de su sociedad?
3. ¿Cuál es la diferencia entre satori y conversión cristiana? En uno de
sus libros usted dice que considera que son diferentes. ¿Hay alguna
diferencia que no sean las diferencias culturales en las maneras de referirse
a esto?
4. El misticismo cristiano está lleno de imágenes eróticas. ¿Hay alguna
huella de esto en el satori? ¿O quizás en las etapas anteriores del satori?
5. ¿Tiene el zen un criterio para diferenciar las experiencias místicas
genuinas de las alucinatorias?
6. ¿Qué interés tiene el zen en la historia del individuo, las influencias
de la familia, la educación y las instituciones sociales en el desarrollo de la
enajenación del individuo en relación a sí mismo? Algunos de nosotros nos
hemos intensado en esto en relación con la prevención de la enajenación en
las nuevas generaciones mediante un mejoramiento de la formación
individual así como en las instituciones sociales. Si sabemos los que
determinan la mala salud, probablemente podemos hacer algo antes de la
crisis de la edad adulta.
7. ¿Se interesa el zen por los tipos de experiencias de desarrollo en la
infancia que más conducen a la Iluminación en la edad adulta?
8. En el zen, el maestro parece empezar con el discípulo sin prestar
atención al sentido de él como es, o cuando menos no reacciona a esto
explicita y directamente. No obstante, es concebible que ese hombre
pudiera entrar al zen por vanidad o por necesidad de encontrar un nuevo
Dios, de lo cual puede no tener conciencia. ¿Le ayudaría a encontrar su
camino si estuviera en contacto con la verdad del hecho de que su propia
dirección sólo convertirá en cenizas la experiencia?
¿Comunica un maestro zen su sentido de la persona y de los obstáculos
que podrían presentarse? Aunque esto no tienda a hacerse ¿es concebible
que si se hiciera fuera más fácil alcanzar la meta?
9. ¿Considera usted que el psicoanálisis, tal como usted lo entiende,
ofrece a los pacientes una esperanza de iluminación?
10. ¿Cuál es la actitud del zen respecto de las imágenes que podrían
aparecer en el proceso de meditación?
11. ¿Se preocupa el zen por el problema de la madurez emocional y la
realización personal en la existencia social del hombre, es decir, por las
“relaciones interpersonales”?
40. El lenguaje ha sido parcialmente modernizado.
41. Cf. la introducción de Jung a Zen Buddhism (Londres, Rider, 1949)
de D. T. Suzuki; la obra sobre budismo zen del psiquiatra francés Benoit,
The Supreme Doctrine (Nueva York, Pantheon Books, 1955). La fallecida
Karen Horney se interesó mucho por el budismo zen durante los últimos
años de su vida. El seminario realizado en Cuernavaca, México, donde se
presentaron los trabajos publicados en este libro, es otro síntoma del interés
de los psicoanalistas por el budismo zen. Existe también considerable
interés en Japón por la relación entre la psicoterapia y el budismo zen. Cf.
el trabajo de Koji Sato sobre “Psychotherapeutic Implications of Zen”, en
Psychologia, an International Journal of Psychology in the Orient, Vol.1,
Nº4 (1958) y otros trabajos en el mismo número.
42. Cf. los escritos de Kierkegaard, Marx y Nietzsche y, actualmente, de
filósofos existencialistas y de Lewis Mumford, Paul Tullich, Erich Kahler,
David Riesman y otros.
43. El “Ello” o “Id” es la parte primitiva, desorganizada e innata de la
personalidad, cuyo único propósito es reducir la tensión creada por
pulsiones primitivas relacionadas con el hambre, lo sexual, la agresión y los
impulsos irracionales. (Wikipedia)
44. Para detalles sobre el carácter semireligioso del movimiento
psicoanalítico creado por Freud, cf. mi La misión de Sigmund Freud,
México, FCE, 1960
45. “Analisis Terminable and Unterminable”, Collected Papers,
Hogarth Press, V, 316 (el subrayado es mío. E. F.)
46. Ibid., p. 351. (el subrayado es mío. E. F.)
47. Ibid., p. 352. (el subrayado es mío. E. F.)
48. La evolución del hombre desde la fijación en la madre y el padre,
hasta el punto de plena independencia e iluminación ha sido bellamente
descrita por Meister Eckart en “El libro de Benedictus”:
“En la primera etapa, el ‘hombre interior o nuevo, dice San Agustín,
sigue los pasos de personas buenas y piadosas. Es todavía un niño en el
pecho de su madre.”
“En la segunda etapa no sigue ya ciegamente el ejemplo, ni siquiera el
de la gente buena. Persigne con ardor la instrucción sólida, el consejo
divino, la sabiduría santa. Vuelve la espalda al hombre y el rostro a Dios,
abandona el regazo materno y sonríe a su Padre celestial.”
“En la tercera etapa se aleja mis y más de su madre, se sepan cada vez
más de su pecho. Rehuye la preocupación y rechaza el temor. Aunque
podría con impunidad tratar a todos con rudeza e injusticia, no encontraría
satisfacción en esto, pues en su amor a Dios lo ha comprometido con El y
con Él se ocupa de hacer el bien: Dios lo ha establecido tan firmemente en
la alegría, en la santidad y el amor, que todo lo que sea distinto y ajeno a
Dios le parece sin valor y repugnante.”
“En la cuarta etapa crece cada vez más y se arraiga en el amor, en Dios.
Está siempre dispuesto a aceptar cualquier lucha, cualquier prueba,
adversidad o sufrimiento y a hacerlo de buena voluntad, satisfecho, con
alegría.”
“En la quinta etapa está en paz y goza la plenitud de la sabiduría
suprema inefable.”
“En la sexta etapa es deformado y transformado por la naturaleza eterna
de Dios. Ha llegado a la plena perfección y, olvidando las cosas pasajeras y
la vida temporal, es arrastrado, transportado a la imagen de Dios y se
convierte en hijo de Dios. No hay otra etapa superior. Es el descanso y la
felicidad eternos. El fin del hombre interior y nuevo es la vida eterna.” —
Meister Eckhart, trad. Al ingl. de C. de B. Evans (Londres, John M.
Watkins, 1952) II, 80-81.57
49. Mircea Eliade, Birth and Rebirth (Nueva York, Harpa, 1958), p. 84.
50. Cf. Laurette Séjourné, Pensamiento y religión en el México antiguo
(México, F.C:E., Breviario 128, 1957).
51. Mucho me han ayudado en mis consideraciones las comunicaciones
personales del Dr. William Wolf sobre la base neurológica de la conciencia.
52. La misma idea ha sido expresada por E. Schachtel (en un trabajo
ilustrador sobre “Memory and Childhood Amnesia”, en Psychiatry, Vol.X,
Nº1, 1947) en relación con la amnesia de los recuerdos de la infancia.
Como indica el titulo, se refiere al problema más específico de la amnesia
de la infancia y la diferencia entre las categorías (“Esquemas”) empleadas
por el niño y las empleadas por el adulto. Concluye que: “La
incompatibilidad de la temprana experiencia infantil con las categorías y
organización de la memoria adulta se debe en gran medida a la
convencionalización de la memoria adulta.” En mi opinión, lo que dice
acerca de la memoria infantil y la adulta es válido, pero no sólo
encontramos diferencias entre las categorías infantiles y las adultas, sino
también entre diversas culturas y, además, el problema no es sólo de la
memoria, sino también de la conciencia en general.
53. Cf. la valiosa contribución de Benjamin Whorf en sus Collected
Papers on Metalinguistics (Washington, D. C., Foreign Service Institute,
1932).
54. La importancia de esta diferencia es evidente en las traducciones
inglesa y alemana del Viejo Testamento; con frecuencia, cuando el texto
hebreo utiliza el tiempo perfecto para una experiencia emocional como
amar, en el sentido de “Amo plenamente”, el traductor entiende mal y
escribe “Amé’.
55. Aristóteles, Metafísica, Г, 1005b 20.
56. Lao-Tsé: “The Tao-Teh King”, The Sacred Books of the East,
editado por E. Max Mueller, Vol.XXXIX (Oxford Universitv Press,
Londres, 1927, p. 120).
57. Cf. mi análisis más detallado de este problema en The Art of Loving,
World Perspectives Series (Harper & Bros., Nueva York, 1956, pp. 62 ss.)
[Hay traducción al Español]
58. Cf. mis descripciones de este concepto en El miedo a la libertad
(Buenos Aires, Editorial Paidos), Psicoanálisis de la sociedad
contemporánea (México, FCE, 1956).
59. Este análisis de la conciencia nos conduce a la misma conclusión a
la que llegó Karl Marx cuando formuló el problema de la conciencia: “No
es la conciencia del hombre lo que determina su existencia sino, al
contrario, es su existencia social la que determina su conciencia.” (Zur
Kritik der Politischen Oekonomie [Berlin, Dietz, 1924]. prólogo, p. LV).
60. No tenemos palabra para expresar esta transformación. Podríamos
decir “reversión de la represión”, o, más concretamente, “despertar”; yo
propongo el término “des-represión.”
61. Cf. S. Ferenczi, Collected Papers, editado por Clara Thompson
(Basic Books, Inc.) y el excelente estudio de las ideas de Ferenczi en The
Leaven of Love de lzette de Forest (Nueva York, Harper, 1954).
62. Cf. mi trabajo sobre “The Limitations and Dangers of Psychology”,
publicado por Religion and Culture, editado por W. Leibrecht (Nueva York,
Harper, 1959).
63. Prefacio a D. T. Suzuki, Introduction to Zen Buddhism (Londres,
Rider, 1949), pp. 9-10.
64. D. T. Suzuki, Zen Buddhism (Nueva York, Doubleday Anchor Book,
1956), p.3.
65. D. T. Suzuki, Introduction to Zen Buddhism, (Londres, Rider, 1949),
p. 97.
66. D. T. Suzuki, Introduction to Zen Buddhism, (Londres, Rider, 1949),
pp. 97-98.
67. Prefacio a Suzuki, Introduction to Zen Buddhism, p 15.
68. D. T. Suzuki, Introduction ta Zen Buddhism, p. 86.
69. Ibid.,p.44.
70. D. T. Suzuki, Introduction ta Zen Buddhism, p.67.
71. Ibid., p.92.
72. Ibid., p.41.
73. D. T. Suzuki, Mysticism, Christian and Buddhist, World Perspective
Series, editado por R. N. Anshen (Harper, Nueva York, 1957), p.105.
74. D. T. Suzuki, Introduction ta Zen Buddhism, p.34.
75. Ibid., p.97.
76. Ibid., p.40.
77. D. T. Suzuki, Zen Buddhism, p.96.
78. D. T. Suzuki, Introduction to Zen Buddhism, p.49.
79. Ibid., p.131.
80. Cuando hablo en este capitulo de ‘psicoanálisis”, me refiero al
psicoanálisis humanista como un desarrollo del análisis freudiano,
incluyendo, sin embargo, aquellos aspectos del análisis freudiano que están
en la raíz de este desarrollo.
81. Ética y psicoanálisis (México, FCE, Breviario 74, 1947), capitulo
III.
82. Eugen Herrigel, Zen in the Art of Archery (Nueva York, Pantheon
Books, 1953).
83. Lucas XVIII, 17
84. I Corintios XIII, 12.
85. D. T. Suzuki, supra, p. 20.
86. Ibid., p.20.
87. Ibid., p.22 s.
88. Idem., p.23.
89. Ibid., p.27.
90. Ibid., p.26 s. (el subrayado es mío E.F.)
91. Ibid., P.28.
92. Ibid., p.24.
93. Ibid., p.29.
94. Ibid., p.28. (el subrrayado es mío E.F.)
95. Ricbard R. Bucke, Cosmic Consciousness, A Study in the Evolution
of the Human Mind (Innes & Sons, 1901, New York, Dutton, 1923, 17ºEd.,
1954). Habría que mencionar, aunque sólo fuera de pasada, que el libro de
Bucke es quizás el más cercano a nuestro tema. Bucle, un psiquiatra de gran
conocimiento y experiencia, un socialista con una profunda creencia en la
necesidad y en la posibilidad de una sociedad socialista que “abolirá la
propiedad privada y liberará a la tierra al mismo tiempo de dos inmensos
males: la riqueza y la pobreza”, desarrolla en este libro una hipótesis de la
evolución de la conciencia humana. De acuerdo con esta hipótesis, el
hombre ha progresado de la “simple contienda” animal a la conciencia de sí
humana y está ahora en el umbral de alcanzar la Conciencia Cósmica, un
acontecimiento revolucionario que ya se ha producido en varias
personalidades extraordinarias en los últimos dos mil años. Lo que Bucke
describe como conciencia cósmica es, en mi opinión, precisamente la
experiencia que se conoce como satori en el budismo zen.
96. Cf. mi trabajo: “The Limitations and Dangers of Psychology”, en
Religion and Culture, editado por W. Leibrecht (Nueva York, Harper &
Brothers, 1959), pp. 31 ss.
97. En una conversación personal si recuerdo bien.

También podría gustarte