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Mientras vivas
sé un hombre muerto,
absolutamente muerto;
y actúa como quieras
y todo está bien
[El maestro dijo una vez el siguiente sermón:] Lo que es requisito de los
aprendices del Camino es tener fe en ellos mismos. No buscar hacia afuera.
Cuando se hace esto, se es arrastrado por cosas externas inesenciales y
serán incapaces de distinguir el bien y el mal. Hay Budas, hay patriarcas,
pueden decir, pero éstos no son más que simples huellas verbales que deja
detrás el verdadero Dharma. Si un hombre aparece ante ustedes
desplegando una palabra o una frase en sus complicaciones dualistas,
ustedes quedan desorientados y empiezan a abrigar una duda. Sin saber qué
hacer, acuden a los vecinos y los amigos, inquiriendo en todas direcciones.
Se encuentran completamente perdidos. Los hombres de gran carácter no
deben perder el tiempo entregándose así a discusiones y conversaciones
ociosas sobre el huésped y el intruso, lo bueno y lo malo, la materia y la
riqueza.
Tan cierto como que yo 18 estoy aquí, no respeto a monjes ni laicos.
Cualquiera que se presente ante mí, sé de dónde viene el visitante. No
importa lo que trate de suponer, sé que se funda invariablemente en
palabras, actitudes, letras, frases, todo lo cual no es sino un sueño o visión.
Sólo veo al Hombre que viene cabalgando en todas las situaciones posibles;
es el tema misterioso de todos los Budas.
La situación de Buda no puede proclamarse como tal. Es el Hombre del
Camino [tao-jên o doin] de la no dependencia el que sale cabalgando a la
situación.
Si un hombre se me acerca y me dice: “Busco al Buda”, yo me
comporto de acuerdo con la situación de pureza. Si un hombre se me acerca
y me pregunta por el bodhisattva, actúo de acuerdo con la situación de
compasión (maitrĩ o karunã). Si un hombre viene y me pregunta por el
bodhi [o iluminación], actúo de acuerdo con la situación de belleza
incomparable. Si un hombre se me acerca y me pregunta por el Nirvana, me
comporto de acuerdo con la situación de serena quietud. Las situaciones
pueden variar infinitamente, pero el Hombre no varía. Así, [se dice],
“[Ello]19 toma formas de acuerdo con las condiciones, como la luna que se
refleja (diversamente) en el agua.”
[Es posible que se requieran algunas palabras de explicación. Dios,
mientras permanece en sí mismo, consigo mismo y para sí mismo es la
subjetividad absoluta, la sũnyatã misma. Tan pronto como empieza a
moverse, sin embargo, es un creador y se desarrolla el mundo con sus
situaciones o condiciones infinitamente variables. El Dios original o la
Divinidad no ha quedado detrás en su soledad, él es la multiplicidad de las
cosas. Es el razonamiento humano, que es tiempo, lo que con tanta
frecuencia nos inclina a olvidarlo y situarlo fuera de nuestro mundo de
tiempo, espacio y causalidad. La terminología budista difiere mucho
superficialmente de la del cristianismo, pero cuando profundizamos lo
suficiente las dos corrientes se entrecruzan o fluyen de la misma fuente.]
¡Oh seguidores del Camino, qué difícil es ser realmente fiel a uno
mismo! El Dharma-Buda es profundo, oscuro e insondable; pero cuando se
entiende ¡qué fácil es! Me paso el día entero diciendo a la gente lo que es el
Dharma, pero los estudiosos no parecen interesarse en absoluto por prestar
atención a lo que digo. ¡Cuántos miles de veces lo hollan bajo sus pies! Y
sin embargo es una oscuridad absoluta para ellos.
[El Dharma] no tiene ninguna forma y, sin embargo, cuán claramente se
manifiesta en su soledad. Pero como son deficientes en fe, tratan de
entender mediante nombres y palabras. Medio siglo de su vida se gasta
simplemente en llevar un cadáver sin vida de una puerta a otra. Corren de
aquí para allá por todo el país llevando todo el tiempo al hombro una bolsa
[cargada de palabras vacías de los maestros imbéciles]. Yamarāja, Señor del
Inframundo, les preguntará seguramente algún día por todas las sandalias
que han gastado.
¡Oh Venerables Señores! cuando les digo que no hay Dharma mientras
lo busquen afuera, los estudiosos no me entienden. Ahora quieren volverse
hacia dentro y buscar su significado. Se sientan contra la pared con las
piernas cruzadas, con la lengua pegada al paladar superior y en un estado de
inmovilidad. Piensan que esta es la tradición budista practicada por los
patriarcas. Aquí se comete un gran error. Si se confunde un estado de pereza
inmóvil con lo que se exige de uno, es reconocer [la oscuridad] de la
Ignorancia21 para su señoría22. Dice un antiguo maestro, “El más oscuro
abismo de la tranquilidad —esto es indudablemente lo que debe
estremecemos.” No es otra cosa que lo que ya hemos dicho. Si [por otra
parte] se toma la movilidad por lo justo, todo el mundo vegetal sabe lo que
es la movilidad. Pero esto no podría llamarse el Tao. La movilidad es la
naturaleza del viento, mientras que la inmovilidad es la naturaleza de la
tierra. Ni una ni otra tienen naturaleza propia.
Si se trata de captar [al Yo] mientras se mueve, permanecerá en un
estado de inmovilidad; si se trata de captarlo mientras permanece inmóvil,
empezará a moverse. Es como el pez que nada libremente sobre las olas en
la profundidad. ¡Oh Señores Venerables! el moverse y el no moverse son
dos aspectos [del Yo] cuando se le contempla objetivamente, mientras que
sólo el Hombre del Camino (tao-jên) no depende de nada, es él quien
libremente hace uso de [los dos aspectos de la realidad], unas veces móvil,
otras inmóvil… [La mayoría de los estudiosos son apresados en esta red
dicótoma.] Pero si hay un hombre que sea, sosteniendo una visión que va
más allá de los patrones de pensamiento ordinarios, 23 y se acercara a mí, yo
actuaría con todo mi ser24.
¡Oh Venerables Señores!: aquí está, sin duda, el punto al que los
estudiosos tienen que aplicarse de todo corazón, porque no hay sitio
siquiera para que atraviese un soplo de aire. Es como un relámpago o como
una chispa de pedernal que cae sobre acero. [Se pestañea] y todo pasa. Si
los ojos de los estudiosos se fijan en el vacío, todo está perdido. Tan pronto
como se le aplica el espíritu, se desvanece; tan pronto como se estimula el
pensamiento, voltea la espalda. Quien comprenda se dará cuenta de que lo
tiene precisamente enfrente25.
¡Oh Venerables Señores! que llevan la bolsa y el cuerpo llenos de
basura26, van de casa en casa con la esperanza de encontrar en alguna parte
al Buda y al Dharma. Pero El que busca así algo en este momento —¿saben
ustedes quién es? Es el más dinámico pero no tiene raíces, no tiene tronco
de ninguna especie. Pueden tratar de captarlo, pero se niega a ser apresado;
pueden tratar de apartarlo, pero no desaparece. Mientras más lo busquen,
más lejos estará. Cuando ya no se le persigue, entonces se encuentra
precisamente frente a ustedes. Su voz suprasensual llena sus oídos. Los que
no tienen fe están gastando su preciosa vida sin ningún fin.
¡Oh Seguidores del Camino! es [él] el que entra en un instante de
pensamiento en el mundo del Vientre de Loto, en la Tierra de Vairochana27,
en la Tierra de la Emancipación, en la Tierra de los Poderes Sobrenaturales,
en la Tierra de la Pureza, en el mundo del Dharma. Es el que entra en lo
impuro y en lo puro, en lo ordinario y en lo sabio. Es también el que entra
en el reino de los animales y los fantasmas hambrientos. Dondequiera que
pueda entrar, no podemos descubrir ninguna huella de su nacimiento y
muerte, por mucho que podamos tratar de localizarlo. Lo que tenemos no es
más que esos nombres vacíos; son como flores alucinantes en el aire. No
merecen que nos esforcemos por captarlos. Ganar y perder, sí y no, todas
las dicotomías deben olvidarse de inmediato.
En cuanto a la manera en que yo, el monje de la montaña, me manejo,
en la afirmación o la negación, es de conformidad con la verdad [el
conocimiento]. Deportiva y suprasensualmente entro con libertad en todas
las situaciones y me aplico como si no estuviera dedicado a nada. Las
transformaciones que pueden tener lugar en el medio que me rodea no
pueden afectarme. Si algo se me acercara con la idea de obtener algo de mí,
simplemente me adelanto y voy a su encuentro. No me reconoce. Me pongo
entonces muy distintas ropas y los estudiosos empiezan a dar sus
interpretaciones, inconcientemente cautivados por mis palabras y frases.
¡Carecen en absoluto del poder de distinción! Se atienen a las ropas que uso
y distinguen sus diversos colores: azul, amarillo, rojo y blanco. Cuando me
las quito y entro en un estado de absoluto vacío, se quedan sorprendidos y
perdidos, y corriendo sin sentido dirían que no tengo ropa. Me dirigiría
entonces a ellos y les diría: “¿Reconocen ustedes al Hombre que anda por
ahí usando toda clase de topas?” Ahora, por fin, voltean súbitamente sus
cabezas y me reconocen [en forma].
¡Oh Venerables Señores! cuídense de tomar las ropas [por las
realidades]. Las ropas no son autodeterminantes; es el Hombre el que se
pone diversas ropas, ropas de pureza, ropas de no-nacimiento, ropas de
iluminación [bodhi], ropas de nirvana, ropas de patriarcas, ropas de
budidad. ¡Oh Venerables Señores! lo que aquí tenemos son meramente
sonidos, palabras, y no son mejores que las ropas que mudamos. Los
movimientos surgen de las partes abdominales y el aliento que atraviesa los
dientes produce diversos sonidos. Cuando se articulan tienen sentido
lingüísticamente. Así comprendemos con claridad que son insustanciales.
¡Oh Venerables Señores! exteriormente mediante sonidos y palabras e
internamente mediante el cambio de modos de conciencia, pensamos,
sentimos, y éstas son todas las ropas con las que nos vestimos. No cometan
el error de tomar por realidades las ropas que usa la gente. Si lo hacen así,
aún después del paso de innumerables kalpas28, seguirán siendo expertos en
ropajes y nada más.
Tendrán que dar vueltas en el triple mundo y girar la rueda de
nacimientos y muertes. Nada es como vivir una vida de ocio, y un viejo
maestro afirma:
Lo encuentro [a él] y sin embargo no [lo] conozco. Converso [con él] y
sin embargo ignoro [su] nombre
La razón por la que en estos días los estudiosos son incapaces [de
acercarse a la realidad] es que su entendimiento no va más allá de nombres
y palabras. Lo que hacen es escribir en sus preciosos cuadernos de notas
palabras de maestros seniles e imbéciles y, después de envolverlas tres, no
cinco veces, ponerlas seguramente en una bolsa. Esto es mantener a los
demás alejados de su curiosa inspección. Pensando que estas palabras de los
maestros encarnan el tema profundo [del Dharma], las atesoran así de la
manera más respetuosa. ¡Qué grave error están cometiendo! ¡Oh los viejos
seguidores de vista ofuscada! ¿Qué clase de jugo esperan que salga de los
viejos huesos resecos? Hay algunos que no saben lo que es bueno y lo que
es malo. Revisando las diversas escrituras y después de mucha especulación
y cálculo, reúnen algunas frases [que utilizan para sus propios fines]. Es
como un hombre que, después de haberse tragado un pedazo de basura, lo
vomita y luego se lo da a otros. Los que, como un hablador, trasmiten el
rumor de boca en boca tendrán que pasarse toda la vida para nada.
Algunas veces dicen: “Somos humildes monjes”, y cuando les
preguntan otros el contenido de la doctrina budista, simplemente se callan y
no tienen nada que decir. Sus ojos son como si miraran en la oscuridad y su
boca cerrada parece un palo doblado de esos que se llevan sobre el
hombro29.
Aún cuando se produzca la aparición de Maitreya en este mundo, esos
están destinados a otro mundo; tendrán que irse al infierno a sufrir una vida
dolorosa.
¡Oh Venerables Señores! ¿qué buscan ustedes yendo tan atareados de un
lugar a otro? El resultado será simplemente que las plantas de sus pies estén
más planas que nunca. No hay Budas que puedan ser captados [mediante
sus esfuerzos mal dirigidos]. No hay Tao (es decir bodhi) que pueda ser
alcanzado [con sus vanos intentos]. No hay Dharma que pueda realizarse
[con su ocioso chapuceo]. Mientras ustedes buscan exteriormente un Buda
con forma [con las treinta y dos marcas de la gran humanidad], nunca
pueden comprender que no se parecen a ustedes [es decir, a su verdadero
Yo]. Si quieren saber cómo es su espíritu original, les diré que no es ni
integrador ni desintegrador. ¡Oh Venerables Señores! el verdadero Buda no
tiene forma, el verdadero Tao [o bodhi] no tiene sustancia, el verdadero
Dharma no tiene forma. Los tres se mezclan en la unidad [de la Realidad].
Los espíritus que son todavía incapaces de comprender esto están sujetos al
desconocido destino de la conciencia del karma.
IV. El koan
5) Llegamos ahora al último paso, Ken chu to. La diferencia entre éste y
el cuarto es el uso de to en vez de shi. Shi y to significan, en realidad, la
misma acción, “llegar”, “alcanzar”. Pero de acuerdo con la interpretación
tradicional, shi no ha completado todavía el acto de alcanzar, el viajero está
todavía en el camino hacia la meta, mientras que to indica el acto pleno. El
hombre dedicado al zen alcanza aquí su objeto, porque ha llegado a su
destino. Trabaja tan esforzadamente como siempre; permanece en este
mundo entre sus semejantes. Sus actividades diarias no varían; lo que se
modifica es su subjetividad. Hakuin, el fundador del moderno zen Rinzai en
Japón, dice lo siguiente sobre esto:
Después de todo, no hay mucho que decir sobre la vida del hombre que
se dedica al zen, porque su conducta exterior no significa mucho; está
plenamente dedicado a su vida interior. Exteriormente puede vestir harapos
y trabajar como un jornalero insignificante. En el Japón feudal, se
encontraban con frecuencia entre los mendigos desconocidos practicantes
del zen. Cuando menos hubo un caso de este tipo. Al morir este hombre, su
tazón de arroz, con el que pedía de comer, fue accidentalmente examinado y
se descubrió que tenía una inscripción en chino clásico que expresaba su
visión de la vida y su comprensión del zen. De hecho, Bankei, el gran
maestro zen, anduvo en una ocasión entre los mendigos hasta que fue
descubierto y consintió en enseñar a uno de los señores feudales de aquel
tiempo.
Antes de concluir, citaré uno o dos mondo que caracterizan al zen y
espero que arrojen alguna luz sobre las exposiciones anteriores acerca de la
vida del hombre que se dedica al zen. Quizá uno de los hechos más notables
en esta vida es que la noción de amor, tal como la entienden los budistas,
carece del rasgo de erotismo que, según observamos, se manifiesta con
tanta fuerza en algunos santos cristianos. Su amor se dirige de una manera
muy especial a Cristo, en tanto que los budistas no tienen prácticamente
nada que ver con Buda sino con sus semejantes, no creyentes y creyentes.
Su amor se manifiesta en forma de una labor sin reproches y caracterizada
por el sacrificio personal en favor de los demás, como hemos visto más
arriba.
Había una anciana que tenía una casa de té al pie del Monte Taisan,
donde se localizaba un monasterio zen conocido en toda China. Siempre
que un monje caminante le preguntaba cuál era el camino hacia Taisan, ella
decía: “Sigue derecho.” Cuando el monje seguía su consejo, observaba: “He
aquí otro que va por el mismo camino.” Los monjes zen no sabían cómo
interpretar su observación.
La noticia de esto llegó a Joshu, quien dijo: “Bien, iré a ver qué clase de
mujer es.” Se puso en camino y al llegar a la casa de té, le preguntó a la
anciana por el camino que conducía a Taisan. Por supuesto, le contestó que
siguiera derecho y Joshu hizo lo mismo que tantos otros monjes. Observó la
mujer: “Buen monje; hace lo mismo que los demás.” Cuando Joshu volvió a
su fraternidad, informó: “¡Hoy la he entendido perfectamente!”
Podemos preguntar: “¿Qué encontró el viejo maestro en la mujer
cuando su conducta no difirió en nada de la del resto de los monjes?” Ésta
es la interrogación que cada uno de nosotros tiene que resolver por sí solo.
Para resumir, lo que el zen nos propone hacer es: buscar la Iluminación
para uno mismo y ayudar a otros a alcanzarla. El zen tiene lo que puede
llamarse “oraciones”, aunque son muy distintas de las de los cristianos. Se
enumeran generalmente cuatro, las dos últimas de las cuales son una
especie de amplificación de las dos primeras:
1) Por innumerables que sean todos los seres, ruego que todos se
salven.
2) Por inexhaustibles que sean las pasiones, ruego que todas puedan
ser suprimidas.
3) Por inconmensurablemente diferenciado que sea el Dharma, ruego
que pueda ser estudiado por completo.
4) Por alto que pueda ser el Camino de Buda, ruego que pueda ser
absolutamente alcanzado.
El zen puede aparecer ocasionalmente demasiado enigmático, críptico y
lleno de contradicciones, pero es después de todo una disciplina y
enseñanza simples:
Hacer el bien,
Evitar el mal,
Purificar el propio corazón:
Éste es el Camino de Buda.
¿No puede aplicarse esto a todas las situaciones humanas, modernas y
antiguas, occidentales y orientales?
Psicoanálisis y budismo zen por
Erich Fromm
Al relacionar el budismo zen con el psicoanálisis se examinan dos
sistemas que se refieren a una teoría sobre la naturaleza del hombre y a una
práctica que lleva a su bienestar. Uno y otro son expresiones características
del pensamiento oriental y occidental, respectivamente. El budismo zen es
una mezcla de la racionalidad y la abstracción hindúes con el sentido de lo
concreto y el realismo chinos. El psicoanálisis es tan exquisitamente
occidental como el zen es oriental; es hijo del humanismo y el racionalismo
occidental y de la búsqueda romántica del siglo XIX en pos de las fuerzas
oscuras que escapan al racionalismo. Retrocediendo mucho más, la
sabiduría griega y la ética hebrea son los padrinos espirituales de esta forma
científico-terapéutica de comprender al hombre.
A pesar de que tanto el psicoanálisis como el zen se refieren a la
naturaleza del hombre y a una práctica que lleva a su transformación, las
diferencias parecen superar a estas semejanzas. El psicoanálisis es un
método científico, radicalmente areligioso. El zen es una teoría y una
técnica para lograr la “iluminación”, una experiencia que en Occidente se
llamaría religiosa o mística. El psicoanálisis es una terapia para la
enfermedad mental; el zen es un camino hacia la salvación espiritual.
¿Puede resultar la discusión sobre la relación entre psicoanálisis y budismo
zen en algo más que la afirmación de que no existe relación alguna salvo la
de una diferencia radical e insalvable?
Sin embargo, hay un interés indudable y creciente por el budismo zen
entre los psicoanalistas41. ¿Cuáles son las fuentes de este interés? ¿Cuál es
su significado? Este trabajo intenta dar una respuesta a estas preguntas. No
trata de ofrecer una exposición sistemática del pensamiento budista zen,
tarea que estaría más allá de mi conocimiento y mi experiencia; tampoco
trata de dar una presentación plena del psicoanálisis, lo estada más allá de
los límites de este trabajo. No obstante, expondré —en la primera parte de
este trabajo—, con algún detalle, aquellos aspectos del psicoanálisis que
tienen una importancia inmediata para la relación entre psicoanálisis y
budismo zen y que, al mismo tiempo, representan concepto básicos de esa
continuación del análisis freudiano que algunas veces he llamado
“psicoanálisis humanista”. Espero demostrar de esta manera por qué el
estudio del budismo zen ha tenido una significación vital para mí y es, en
mi opinión, importante para todos los estudiosos del psicoanálisis.
I. La crisis espiritual de hoy y el papel del
psicoanálisis
Como primer punto de nuestro tema, debemos considerar la crisis
espiritual que atraviesa el hombre occidental en esta época histórica crítica
y la función del psicoanálisis en esta crisis.
Si bien la mayoría de los occidentales no se sienten conscientemente
como si vivieran una crisis de la cultura occidental (es probable que nunca
haya tenido conciencia de la crisis la mayoría de la gente en una situación
radicalmente, crítica), hay un acuerdo, al menos entre algunos observadores
críticos, en cuanto a la existencia y la naturaleza de esta crisis. Es la crisis
que ha sido descrita como “malaise”, “ennui”, “mal du siècle”, la muerte de
la vida, la automatización del hombre, su enajenación de sí mismo, de su
semejante y de la naturaleza42. El hombre ha seguido al racionalismo hasta
el punto en que éste se ha transformado en irracionalidad absoluta. A partir
de Descartes, el hombre ha ido separando cada vez más el pensamiento del
afecto; sólo el pensamiento se considera racional, el afecto, por su
naturaleza misma, es irracional; la persona, Yo, se ha dividido en un
entendimiento, que constituye mi yo, y que debe controlarme como debe
controlar a la naturaleza. El control del entendimiento sobre la naturaleza y
la producción de más y más cosas, se han convertido en los fines
principales de la vida. En este proceso, el hombre se ha transformado en
una cosa, la vida ha quedado subordinada a la propiedad, “el ser” es
dominado por “el tener”. En tanto que las raíces de la cultura occidental, lo
mismo la griega que la hebrea, consideraban como el fin de la vida la
perfección del hombre, el hombre moderno se preocupa por la perfección de
las cosas y el conocimiento de cómo hacerlas. El hombre occidental está en
un estado de incapacidad esquizoide para experimentar afecto y, por lo
tanto, se siente angustiado, deprimido y desesperado. Elogia de labios para
afuera los fines de la felicidad, el individualismo y la iniciativa, pero en
realidad no tiene finalidad. Pregúntesele para qué vive, cuál es el fin de
todos sus esfuerzos y se sentirá embarazado. Algunos pueden decir que
viven para la familia, para los demás, “para divertirse”, y otros dirán que
para hacer dinero, pero, en realidad, nadie sabe para qué vive; no tiene
meta, salvo el deseo de evadirse de la inseguridad y la soledad.
Es verdad que la asistencia a la iglesia es actualmente más alta que
nunca antes, los libros sobre religión tienen gran éxito de venta y un
número mayor de gente habla de Dios. Sin embargo, este tipo de profesión
religiosa encubre una actitud profundamente materialista e irreligiosa y
debe entenderse como una reacción ideológica —provocada por la
inseguridad y el conformismo— a la tendencia del siglo XIX, que
Nietzsche caracterizó con su famoso “Dios ha muerto”. Como actitud
verdaderamente religiosa, no tiene realidad.
El abandono de las ideas teístas en el siglo XIX no fue —desde cierto
punto de vista— un logro pequeño. El hombre dio un gran salto hacia la
objetividad. La tierra dejó de ser el centro del universo; el hombre perdió su
papel central de criatura destinada por Dios a dominar a todas las demás
criaturas. Al estudiar las motivaciones ocultas del hombre con una nueva
objetividad, Freud reconoció que la fe en un Dios todopoderoso,
omnisciente, tenía su raíz en la indefensión de la existencia humana y en el
intento del hombre por resolverla mediante la existencia en un padre y una
madre dispuestos a socorrerlo, representados por el Dios de los cielos. Vió
que sólo el hombre puede salvarse a sí mismo; la enseñanza de los grandes
maestros, la ayuda amorosa de los padres, de los amigos y de los seres
amados pueden ayudarlo, pero sólo pueden ayudarlo a atreverse a aceptar el
desafío de la existencia y a reaccionar frente a él con toda su fuerza y todo
su corazón.
El hombre renunció a la ilusión de un Dios paternal como ayuda
paternal, pero también renunció a los verdaderos fines de todas las grandes
religiones humanistas: superar las limitaciones de un yo egoísta, alcanzar el
amor, la objetividad y la humildad, y respetar la vida de tal modo que el fin
de ésta sea ella misma y el hombre se convierta en lo que es
potencialmente. Estos fueron los fines de las grandes religiones
occidentales, lo mismo que de las grandes religiones orientales. Oriente, sin
embargo, no tenía la carga del concepto de un padre-salvador trascendente
en el que expresaban sus aspiraciones las religiones monoteístas. El taoísmo
y el budismo tenían una racionalidad y un realismo superiores a los de las
religiones occidentales. Podían ver al hombre en forma realista y objetiva,
sin tener a nadie que lo guiara salvo los “iluminados” y siendo capaz de ser
guiado porque cada hombre tiene dentro de sí mismo la capacidad de
despertar y ser iluminado. Ésta es precisamente la razón por la que el
pensamiento religioso oriental, el taoísmo y el budismo —y su mezcla en el
budismo zen— tienen tanta importancia para el Occidente actual. El
budismo zen ayuda al hombre a encontrar una respuesta a la pregunta de su
existencia, respuesta que es esencialmente la misma que la dada por la
tradición judeo-cristiana y, sin embargo, que no contradice la racionalidad,
el realismo y la independencia que son los logros inapreciables del hombre
moderno. Paradójicamente, el pensamiento religioso oriental resulta estar
más cercano al pensamiento racional occidental que el propio pensamiento
religioso occidental.
II. Valores y metas en los conceptos
psicoanalíticos de Freud
El psicoanálisis es una expresión característica de la crisis espiritual del
hombre occidental y un intento por encontrar una solución. Así se ve,
explícitamente, en los desarrollos más recientes del psicoanálisis, en el
análisis “humanista” o “existencialista”. Pero antes de examinar mi propio
concepto “humanista” quiero demostrar que, en contra de una suposición
ampliamente sostenida, el propio sistema de Freud trascendía el concepto
de “enfermedad” y “curación” y se preocupaba por la “salvación” del
hombre, más que sólo por una terapia para pacientes con una enfermedad
mental. En apariencia Freud fue el creador de una nueva terapia para la
enfermedad mental y éste fue el tema al que dedicó su interés principal y
todos los esfuerzos de su vida.
No obstante, sí mirarnos más de cerca, encontramos que detrás de este
concepto de una terapia médica para la cura de la neurosis, había una
interés enteramente diverso, rara vez expresado por Freud y probablemente
casi nunca consciente ni siquiera para él mismo. Este concepto escondido o
sólo implícito no se refería principalmente a la cura de la enfermedad
mental, sino a algo que trascendía el concepto de enfermedad y curación.
¿Qué era este algo? ¿Cuál era la naturaleza del “movimiento psicoanalítico”
que fundó? ¿Cuál era la visión de Freud sobre el futuro del hombre? ¿Cuál
era el dogma en el que se fundaba este movimiento?
Freud respondió a esta pregunta quizá más claramente con la frase:
“Donde estaba el Id allí debería estar el Ego43.” Su finalidad era el dominio
de las pasiones irracionales e inconscientes por la razón: la liberación del
hombre del poder del inconsciente, dentro de las posibilidades del hombre.
El hombre tenía que cobrar conciencia de las fuerzas inconscientes que
había en su interior, para dominarlas y controlarlas. El fin de Freud era el
conocimiento óptimo de la verdad y ése es el conocimiento de la realidad;
este conocimiento era para él la única luz orientadora que el hombre tenía
sobre la tierra. Estos fines eran los fines tradicionales del racionalismo, de
la filosofía de la Ilustración y de la ética puritana. Pero mientras que la
religión y la filosofía habían postulado estos fines del autocontrol en que
podría llamarse una manera utópica, Freud era —o creía ser— el primero
en colocar estos fines sobre una base científica (mediante la exploración del
inconsciente) y mostrar así el camino hacia su realización. Si bien Freud
representa la culminación del racionalismo occidental, su genio consistió en
superar al mismo tiempo los aspectos falsamente racionalistas y
superficialmente optimistas del racionalismo, y en crear una síntesis con el
romanticismo, en el movimiento mismo que, durante el siglo XIX, se opuso
al racionalismo por su propio interés y reverencia por el lado irracional y
afectivo del hombre44.
En relación con el tratamiento del individuo, Freud se preocupó más
también por un fin filosófico y ético de la que generalmente se creía. En las
Conferencias Introductorias, habla de las intentos que algunas prácticas
místicas hacen por producir una transformación básica dentro de la
personalidad. “Tenemos que reconocer —continúa— que los esfuerzos
terapéuticos del psicoanálisis han escogido un objetivo semejante. Su
intención es fortalecer al Ego, hacerlo más independiente del Super-Ego,
ampliar su campo de observación, de modo que pueda apropiarse nuevas
partes del Id.
Donde estaba el Id, allí deberá estar el Ego. Es una labor de cultura
como la reclamación del Zuy-der Zee.”
En el mismo sentido habla de la terapia psicoanalítica como algo que
consiste en “la liberación del ser humano de sus síntomas neuróticos,
inhibiciones y anormalidades de carácter45.” Ve también el papel del
analista bajo una luz que trasciende a la del médico que “cura” al paciente.
“El analista —dice— debe estar en una posición superior en cierto sentido,
si ha de servir como modelo al paciente en ciertas situaciones analíticas y en
otras debe actuar como su maestro46”. “Finalmente —escribe Freud— no
debemos olvidar que la relación entre el analista y el paciente se basa en un
amor a la verdad, es decir, en el reconocimiento de la realidad, que impide
cualquier tipo de fingimiento y engaño47”.
Hay otros factores en el concepto del psicoanálisis de Freud que
trascienden la noción convencional de enfermedad y cura. Los
familiarizados con el pensamiento oriental y en especial con el budismo zen
observarán que los factores que voy a mencionar no carecen de relación con
conceptos y pensamientos de la mente oriental. El principio que debemos
mencionar primero es el concepto de Freud acerca de que el conocimiento
conduce a la transformación, de que la teoría y la práctica no deben
separarse, de que en el acto mismo de conocerse a uno mismo, uno se
transforma. No es necesario acentuar cuán diferente es esta idea de los
conceptos de la psicología científica en la época de Freud o en la nuestra,
cuando el conocimiento en sí mismo sigue siendo un conocimiento teórico
y no tiene una función transformadora en el cognoscente.
También en otro aspecto, el método de Freud tiene una estrecha relación
con el pensamiento oriental y en especial con el budismo zen. Freud no
compartía la alta valoración de nuestro sistema de pensamiento consciente,
tan característico del hombre occidental moderno. Por el contrario, creía
que nuestro pensamiento consciente era sólo una pequeña parte de todo el
proceso psíquico que se produce en nosotros y, de hecho, una parte
insignificante en comparación con la tremenda fuerza de esas fuentes dentro
de nosotros mismos, oscuras e irracionales y, al mismo tiempo,
inconscientes. Freud, en su deseo de llegar a penetrar en la naturaleza real
de una persona, quería atravesar el sistema de pensamiento consciente con
su método de libre asociación. La libre asociación debía ir más allá del
pensamiento lógico, consciente, convencional. Debía conducir a una nueva
fuente de nuestra personalidad, es decir, el inconsciente. Cualquiera que sea
la crítica que pueda hacerse a los contenidos del inconsciente de Freud,
persiste el hecho de que, al acentuar la libre asociación frente al
pensamiento lógico, trascendió en un punto esencial el modo racionalista
convencional de pensar del mundo occidental y se siguió una dirección que
se había desarrollado mucho más y más radicalmente en el pensamiento del
Oriente.
Hay otro punto en el que Freud difiere por completo de la actitud
occidental contemporánea. Me refiero aquí al hecho que estaba dispuesto a
analizar a una persona durante uno, dos, tres, cuarto, cinco o más años. Este
procedimiento ha sido la razón, en realidad, de gran parte de la crítica
contra Freud. No hace falta decir que se debe intentar hacer el análisis lo
más eficaz posible, pero lo que quiero subrayar aquí es que Freud tenía el
valor de decir que era posible pasarse años con una persona, sólo para
ayudar a esa persona a entenderse. Desde el punto de vista de la utilidad,
desde el punto de vista de pérdidas y ganancias, esto no tiene mucho
sentido. Podría decirse más bien que el tiempo gastado en un análisis tan
prolongado no vale la pena, si se considera el efecto social del cambio de
una persona. El método de Freud sólo tiene sentido si se trasciende el
concepto moderno de “valor”, de la relación apropiada entre medios y fines,
de la hoja de balance como si dijéramos; si se toma la posición de que un
ser humano no puede medirse con ninguna cosa, que su emancipación, su
bienestar, su iluminación, o cualquier término que pudiéramos querer usar,
es una cuestión de “importancia definitiva” por sí misma, que ninguna
cantidad de tiempo ni de dinero puede relacionarse con este fin en términos
cuantitativos. Haber tenido la visión y el valor de descubrir un método que
implicaba esta preocupación prolongada por una persona, fue la
manifestación de una actitud que trascendió el pensamiento occidental
convencional en un aspecto importante.
Las observaciones anteriores no quieren implicar que Freud, en sus
intenciones conscientes, estuviera cerca del pensamiento oriental ni,
específicamente, del pensamiento del budismo zen. Muchos de los
elementos que he mencionado antes estaban más implícitos que explícitos y
eran más inconscientes que conscientes, en el propio pensamiento de Freud.
En Freud había demasiado de la civilización occidental y en especial del
pensamiento de los siglos XVIII y XIX, para estar cerca del pensamiento
oriental tal como se expresa el budismo zen, aunque hubiera estado
familiarizado con éste. El retrato que Freud hacía del hombre era, en sus
rasgos esenciales, el retrato que los economistas y filósofos de los siglos
XVIII y XIX habían esbozado. Estos veían al hombre como un ser
esencialmente competidor, aislado y relacionado con los demás sólo por la
necesidad de intercambiar la satisfacción de necesidades económicas e
instintivas. Para Freud, el hombre es una máquina, impulsada por la libido y
regulada por el principio de mantener en un mínimo la excitación de la
libido. Veía al hombre como un ser fundamentalmente egoísta y relacionado
con los demás sólo por la necesidad mutua de satisfacer deseos instintivos.
El placer, para Freud, era alivio de la tensión, no la experiencia de gozo. El
hombre estaba dividido entre su entendimiento y sus emociones; el hombre
no era el hombre íntegro, sino el ser intelectual de los filósofos de la
Ilustración. El amor fraternal era una demanda irracional, contraria a la
realidad; la experiencia mística, una regresión al narcisismo infantil.
Lo que he tratado de mostrar es que, a pesar de estas contradicciones
obvias con el budismo zen, había sin embargo, elementos en el sistema de
Freud que trascendían los conceptos convencionales de enfermedad y
curación, y el concepto racionalista tradicional de la conciencia, elementos
que condujeron a un desarrollo posterior del psicoanálisis que tiene una
afinidad más directa y positiva con el pensamiento budista zen.
No obstante, antes de entrar al examen de la relación entre este
psicoanálisis “humanista” y el budismo zen, quiero señalar un cambio
fundamental para la comprensión del futuro desarrollo del psicoanálisis: el
cambio en los tipos de pacientes que acuden al análisis y los problemas que
presentan.
A principios del siglo, las personas que acudían al psiquiatra eran,
principalmente, personas que sufrían síntomas. Tenían un brazo paralizado,
un síntoma obsesivo, por ejemplo, una compulsión a lavarse, o sufrían de
ideas obsesivas que no podían rechazar. En otras palabras, estaban enfermos
en el sentido en que la palabra “enfermedad” se emplea en medicina; algo
les impedía funcionar socialmente según funciona la persona llamada
normal. Si sufrían de esto, su concepto de la curación correspondía al
concepto de la enfermedad. Querían librarse de los síntomas y su concepto
del “bienestar” era no estar enfermos. Querían estar tan bien como la
persona media o, como podríamos decir también, querían no sentirse más
infelices o perturbados de lo que lo está la persona media en nuestra
sociedad.
Estas personas todavía vienen al psicoanalista en busca de ayuda y para
ellos el psicoanálisis sigue siendo una terapia que tiende a la supresión de
sus síntomas y a permitirles funcionar socialmente. Pero mientras que en
una época constituyeron la mayoría de la clientela de un psicoanalista,
ahora constituyen la minoría, quizá no porque su número absoluto sea más
pequeño ahora que entonces, sino porque su número es relativamente más
pequeño en comparación con los numerosos “pacientes” nuevos que
funcionan socialmente, que no están enfermos en el sentido convencional,
pero que sufren de la maladie du siècle, ese malestar, esa muerte interior a
la que me he estado refiriendo. Estos nuevos “pacientes” vienen al
psicoanalista sin saber de qué sufren realmente. Se quejan de estar
deprimidos, de insomnio, de ser infelices en su matrimonio, de no disfrutar
de su trabajo y otros trastornos semejantes. Generalmente creen que este o
aquel síntoma en particular constituye su problema y que, si pudieran
librarse de ese trastorno especial, se pondrían bien. No obstante, estos
pacientes no ven que su problema no es la depresión, el insomnio, el
matrimonio ni el trabajo. Estas quejas diversas son sólo la forma consciente
en que nuestra cultura les permite expresar algo que está mucho más
profundo y que tienen en común las distintas personas que consideran
conscientemente que sufren de este o aquel síntoma en particular. El
sufrimiento común es la enajenación de uno mismo, de nuestros semejantes
y de la naturaleza; la conciencia de que la vida se nos escapa de las manos
como arena y que moriremos sin haber vivido; que se vive en medio de la
abundancia y, sin embargo, no se siente alegría.
¿Cuál es la ayuda que puede ofrecer el psicoanálisis a los que sufren de
la maladie du siècle?
Esta ayuda es —y debe ser— diferente de la “curación” que consiste en
suprimir los síntomas y que se ofrece a los que no pueden funcionar
socialmente. Para los que sufren de la enajenación, la curación no consiste
en la ausencia de enfermedad, sino en la presencia del bienestar.
No obstante, si hemos de definir el bienestar, tropezamos con
dificultades considerables. Si permanecemos dentro del sistema freudiano,
el bienestar tendría que definirse en términos de la teoría de la libido, como
la capacidad para el pleno funcionamiento genital o, desde un punto de vista
diferente, como la conciencia de la oculta situación de Edipo definiciones
que, en mi opinión, sólo son tangenciales al problema real de la existencia
humana y al logro del bienestar por el hombre total. Cualquier intento de
dar una respuesta aproximada al problema del bienestar debe trascender el
marco freudiano y conducir a una discusión, por incompleta que pueda ser,
del concepto básico de la existencia humana, en que se funda el
psicoanálisis humanista. Sólo de esta manera podemos poner las bases para
la comparación entre el psicoanálisis y el pensamiento del budismo zen.
III. La naturaleza del bienestar — La
evolución psíquica del hombre
El primer intento de dar una definición del bienestar puede ser éste: el
bienestar es estar de acuerdo con la naturaleza del hombre. Si vamos más
allá de esta declaración formal surge la pregunta: ¿Qué es estar de acuerdo
con las condiciones de la existencia humana? ¿Cuáles son estas
condiciones?
La existencia humana plantea un problema. El hombre es lanzado a este
mundo sin su voluntad y retirado de este mundo también sin contar con su
voluntad. A diferencia del animal, que en sus instintos tiene un mecanismo
“innato” de adaptación a su medio y vive completamente dentro de la
naturaleza, el hombre carece de este mecanismo instintivo. Tiene que vivir
su vida, no es vivido por ella. Está en la naturaleza y, sin embargo,
trasciende a la naturaleza; tiene conciencia de sí mismo y esta conciencia
de sí como un ente separado lo hace sentirse insoportablemente solo,
perdido, impotente. El hecho mismo de nacer plantea un problema. En el
momento del nacimiento, la vida le plantea una pregunta al hambre, y él
debe responder a esta pregunta. Debe responderla en toda momento; no su
espíritu, ni su cuerpo, sino él, la persona que piensa y sueña, que duerme y
come, que llora y ríe, el hombre total.
¿Cuál es la pregunta que plantea la vida? La pregunta es: ¿cómo
podemos superar el sufrimiento, el aprisionamiento, la vergüenza que crea
la experiencia de separación; cómo podernos encontrar la unión dentro de
nosotros mismos, con nuestro semejante, con la naturaleza? El hombre tiene
que responder a esta pregunta de alguna manera; y aun en la locura se da
una respuesta, rechazando la realidad fuera de nosotros mismos, viviendo
completamente dentro de la concha de nosotros y superando así el miedo a
la separación.
La pregunta es siempre la misma. No obstante, hay diversas respuestas
o, básicamente, hay sólo dos respuestas. Una es superar la separación y
encontrar la unidad en la regresión al estado de unidad que existía antes de
que despertara la conciencia, es decir, antes del nacimiento del hombre.
La otra respuesta es nacer plenamente, desarrollar la propia conciencia,
la propia razón, la propia capacidad de amar, hasta tal punto que se
trascienda la propia envoltura egocéntrica y se llegue a una nueva armonía,
a una nueva unidad con el mundo.
Cuando hablamos de nacimiento nos referimos por lo general al acto de
nacimiento fisiológico que se produce para el infante humano alrededor de
los nueve meses después de la concepción. Pero en muchos sentidos se
valora demasiado la importancia de este nacimiento. En muchos aspectos
importantes, la vida del niño, una semana después de nacido, se parece más
a la existencia intrauterina que a la existencia de un hombre o una mujer
adultos. Hay, sin embargo, un aspecto único del nacimiento: se rompe el
cordón umbilical y el niño inicia su primera actividad: la respiración.
Cualquier rompimiento de los lazos primarios es posible, desde este
momento, sólo en la medida en que este rompimiento vaya acompañado de
una verdadera actividad.
El nacimiento no es un acto; es un proceso. El fin de la vida es nacer
plenamente, aunque su tragedia es que la mayoría de nosotros muere antes
de haber nacido así. Vivir es nacer a cada instante. La muerte se produce
cuando ese nacimiento se detiene. Fisiológicamente, nuestro sistema celular
está en un proceso de continuo nacimiento; psicológicamente, sin embargo,
la mayoría de nosotros dejamos de nacer en determinado momento.
Algunos nacen muertos; siguen viviendo fisiológicamente si bien,
mentalmente, su aspiración es volver al seno materno, a la tierra, a la
oscuridad, a la muerte; están locos, o muy cerca de estarlo. Otros muchos
van un poco más lejos por el —camino de la vida. No obstante, no pueden
romper el cordón umbilical del todo, como si dijéramos; permanecen
simbióticamente, ligados a la madre, al padre, a la familia, la raza, el
Estado, la posición social, el dinero, los dioses, etc.; nunca surgen
plenamente como ellos mismos y, en consecuencia, nunca nacen
plenamente48.
El intento regresivo de responder al problema de la existencia puede
asumir distintas formas; lo común a todas es que necesariamente fracasan y
conducen al sufrimiento. Una vez que el hombre es separado de la unidad
prehumana, de la unidad paradisíaca con la naturaleza, nunca puede volver
a donde vino; dos ángeles con fieras espadas le cierran el regreso. Sólo en la
muerte o en la locura puede realizarse esa vuelta, no en la vida ni en la
salud.
El hombre puede tratar de encontrar esta unidad regresiva en diversos
niveles, que son al mismo tiempo diversos niveles de patología e
irracionalidad. Puede sentirse poseído por la pasión de volver al seno
materno, a la madre tierra, a la muerte. Si este objetivo se apodera de él y
no es controlado, el resultado es el suicidio o la locura. Una forma menos
patológica de la busca regresiva de la unidad es el deseo de permanecer
ligado al pecho materno, a la mano materna o al mando paterno. Las
diferencias entre estos distintos deseos marcan las diferencias entre diversos
tipos de personalidades. El que permanece en el pecho de la madre es la
criatura que sigue mamando, eternamente dependiente, que tiene una
sensación de euforia cuando es amado, cuidado, protegido y admirado y se
siente lleno de insoportable ansiedad cuando lo amenaza la separación de la
madre amantísima. El que permanece ligado a la autoridad del padre puede
desarrollar bastante iniciativa y actividad y, sin embargo, siempre con la
condición de que haya una autoridad presente que dé órdenes, que elogie y
castigue. Otra forma de orientación regresiva está en la destructividad, en el
deseo de superar la separación a través de la pasión de destruirlo todo y a
todos. Puede perseguirse este fin mediante el deseo de conocerse e
incorporarse todo y a todos, es decir, de experimentar al mundo y a todo lo
que hay en el mundo como comida, o mediante la destrucción directa de
todo, salvo una cosa: él mismo. Otra forma de tratar de curar el sufrimiento
de la separación está en construir el propio Ego, como una “cosa” separada,
fortificada, indestructible. Se experimenta entonces a sí mismo como
propiedad propia, como fuerza, prestigio, intelecto propios.
La salida del individuo de la unidad regresiva va acompañada por la
superación gradual del narcisismo. Para el niño, poco después del
nacimiento, no hay ni siquiera conciencia de la realidad que existe fuera de
él mismo en el sentido de la percepción sensorial; él, el pezón de la madre y
el pecho de la madre son todavía la misma cosa; se encuentra en un estado
anterior al momento en que tiene lugar la diferenciación sujeto-objeto.
Después de algún tiempo, la capacidad de diferenciación sujeto-objeto se
desarrolla en todos los niños, pero sólo en el sentido obvio de conciencia de
la diferencia entre yo y lo que no es yo. Pero en un sentido afectivo, exige el
desarrollo de la plena madurez para superar la actitud narcisista de
omnisciencia y omnipotencia, suponiendo que se alcance alguna vez esta
etapa. Observamos esta actitud narcisista con toda claridad en la conducta
de los niños y las personas neuróticas, con la salvedad de que, en los
primeros es generalmente consciente, y en los segundos inconsciente. El
niño no acepta la realidad tal como es, sino tal como quiere que sea. Vive en
sus deseos y su visión de la realidad es lo que él quiere que sea. Si su deseo
no se cumple, se pone furioso y la función de esta furia es obligar al mundo
(a través del padre y la madre) a responder a su deseo. En el desarrollo
normal del niño, esta actitud varía lentamente hacia la actitud madura de
tener conciencia de la realidad y aceptarla, aceptar sus leyes y, por tanto, su
necesidad. En la persona neurótica encontrarnos invariablemente que no ha
llegado a este punto y no ha renunciado a la interpretación narcisista de la
realidad. Insiste en que la realidad debe conformarse a sus ideas, y cuando
reconoce que esto no es así, reacciona o bien con el impulso de forzar a la
realidad a responder a sus deseos (es decir, a hacer lo imposible) o con el
sentimiento de impotencia porque no puede realizar lo imposible. La noción
de libertad de esta persona es, tenga o no conciencia de ello, una noción de
omnipotencia narcisista, mientras que la noción de libertad de la persona
plenamente desarrollada es la de reconocer la realidad y sus leyes, y actuar
dentro de las leyes de la necesidad, relacionándose con el mundo en forma
productiva, captando al mundo con las propias capacidades de pensamiento
y afecto.
Estas distintas metas y los caminos para alcanzarlas no son
primariamente diferentes sistemas de pensamiento. Son diferentes modos de
ser, diferentes respuestas del hombre total a la pregunta que le hace la vida.
Son las mismas respuestas que han sido dadas en los diversos sistemas
religiosas que constituyen la historia de la religión.
Del canibalismo primitivo al budismo zen, la raza humana ha dado sólo
algunas respuestas a la cuestión de la existencia, y cada hombre da en su
propia vida una de estas respuestas, aunque por lo general no tiene
conciencia de su respuesta. En nuestra cultura occidental, casi todo el
mundo piensa que da la respuesta de las religiones cristiana o judía, o la
respuesta de un ateísmo ilustrado y, sin embargo, si pudiéramos tomar una
radiografía mental de cada uno, encontraríamos muchos adeptos al
canibalismo, muchos adoradores de tótem, muchos que veneran ídolos de
distintos tipos, y unos cuantos cristianos, judíos, budistas, taoístas. La
religión es la respuesta formal y elaborada a la existencia del hombre, y
como puede ser compartida en la conciencia y a través del ritual con otros,
hasta la religión más inferior crea una sensación de racionalidad y de
seguridad por la misma comunión con otros. Cuando no es compartida,
cuando los deseos regresivos están en contraposición con la conciencia y las
exigencias de la cultura existente, entonces la “religión” secreta, individual,
es una neurosis.
Para entender al paciente individual —o a cualquier ser humano— hay
que saber cuál es su respuesta a la cuestión de la existencia o, para decirlo
de otra manera, cuál es su religión secreta, individual, a la que se dedican
todos sus esfuerzos y pasiones. La mayoría de lo que uno considera como
“problemas psicológicos” son sólo consecuencias secundarias de esta
“respuesta” básica, y de ahí que resulte bastante inútil tratar de “curarlos”,
antes de haber entendido esta respuesta básica, es decir, su religión secreta,
privada.
Volviendo ahora al problema del bienestar ¿cómo vamos a definirlo a la
luz de lo que hemos dicho hasta ahora?
El bienestar es el estado de haber llegado al pleno desarrollo de la
razón: la razón no en el sentido de un juicio puramente intelectual, sino en
el sentido de captar la verdad “dejando que las cosas sean” (para usar el
término de Heidegger) tal como son. El bienestar es posible sólo en la
medida en que uno ha superado el propio narcisismo; en la medida en que
uno está abierto, en que responde, en que es sensible y está despierto, vacío
(en el sentido zen). El bienestar significa alcanzar una relación plena con el
hombre y la naturaleza afectivamente, superar la separación y la
enajenación —llegar a la experiencia de unidad con todo lo que existe— y,
sin embargo, experimentarse al mismo tiempo como el ente separado que
Yo soy, como el individuo. El bienestar significa nacer plenamente,
convertirse en lo que se es potencialmente; significa tener la plena
capacidad de la alegría y la tristeza o, para expresarlo de otra manera,
despertar del sueño a medias en que vive el hombre medio y estar
permanente despierto. Si es todo eso, significa también ser creador; es decir,
reaccionar y responder a sí mismo, a los otros —a todo lo que existe—
reaccionar y responder como el hombre real, total, que soy a la realidad de
todos y de todo tal como es. En este acto de verdadera respuesta está el área
de capacidad creadora, de ver al mundo tal como es y experimentarlo como
mi mundo, el mundo creado y transformado por mi comprensión creadora,
de modo que el mundo deje de ser un mundo extraño “allí” y se convierta
en mi mundo. El bienestar significa, por último, desprenderse del propio
Ego, renunciar a la avaricia, dejar de perseguir la preservación y el
engrandecimiento del Ego, ser y experimentarse en el acto de ser, no en el
de tener, conservar, codiciar, usar.
He tratado de señalar, en las observaciones anteriores, el desarrollo
paralelo en el individuo y en la historia de la religión. En vista del hecho de
que este trabajo trata de la relación del psicoanálisis con el budismo zen,
considero necesario elaborar más algunos aspectos psicológicos cuando
menos del desarrollo religioso.
He dicho que al hombre se le plantea una pregunta por el hecho mismo
de su existencia y que es una pregunta planteada por la contradicción dentro
de sí mismo, la de ser en la naturaleza y, al mismo tiempo, trascender a la
naturaleza por el hecho que es vida consciente de sí misma. Cualquier
hombre que escuche esta pregunta que se le plantea y que convierta en
cuestión de “importancia definitiva” el responder a esta pregunta y
responderla como un hombre total y no mediante ideas, es un hombre
“religioso”; y todos los sistemas que tratan de dar, enseñar y trasmitir esas
respuestas son “religiones”. Por otra parte, cualquier hombre —y cualquier
cultura— que traten de ser sordos a la pregunta existencial son irreligiosos.
No hay mejor ejemplo de hombres sordos a la pregunta formulada por
la existencia que nosotros mismos, que vivimos en el siglo XX. Tratamos
de evadir el problema con la preocupación por la propiedad, el prestigio, el
poder, la producción, la diversión y, en última instancia, tratando de olvidar
que nosotros —que yo— existimos. No importa con cuánta frecuencia
piense en Dios o vaya a la iglesia, o en qué medida crea en las ideas
religiosas, si él, el hombre total, es sordo a la pregunta de la existencia, si
no tiene una respuesta que ofrecerle, está agotando el tiempo, y vive y
muere como una cosa más del millón de cosas que produce. Piensa en Dios,
en vez de experimentar ser Dios.
Pero es engañoso pensar en las religiones como si tuvieran
necesariamente algo en común más allá de la preocupación por dar una
respuesta a la pregunta de la existencia.
Por lo que se refiere al contenido de la religión, no hay ninguna unidad;
por el contrario, hay dos respuestas fundamentales opuestas, que ya han
sido mencionadas, respecto del individuo; una respuesta es volver a la
existencia prehumana, preconsciente, descartar la razón, convertirse en un
animal y volver a ser uno solo con la naturaleza. Las formas en que se
expresa este deseo son múltiples. En un polo están fenómenos tales como
los que encontramos en las sociedades secretas germánicas de los
berserkers (literalmente: “camisas de oso”) que se identificaban con un oso;
en las que un joven, durante su iniciación, tenía que “trasmutar su
humanidad a través de un ataque de furia agresiva y aterradora, que lo
asimilaba al rabioso animal de presa”49.
(El hecho de que esta tendencia a volver a la unidad prehumana con la
naturaleza no se limita de ningún modo a las sociedades primitivas resulta
evidente si establecemos la relación entre los “camisas de oso” y los
“camisas pardas” de Hitler. Si bien un amplio sector de miembros del
Partido Nacional Socialista estaba compuesto por políticos mundanos,
oportunistas, despiadados, ávidos de poder, por junkers, generales,
hombres de negocios y burócratas, el núcleo representado por el triunvirato
de Hitler, Himmler y Goebbels no era esencialmente diferente de los
“camisas de oso” primitivos, impulsados por una furia “sagrada”, y por el
deseo de destrucción como la realización última de su visión religiosa.
Estos “camisas de oso” del siglo XX revivieron la leyenda de “asesinato
ritual” acerca de los judíos y, al hacerlo así, proyectaron uno de sus deseos
más profundos: el asesinato ritual. Cometieron asesinato ritual primero con
los judíos, después con los pueblos extranjeros, luego con el propio pueblo
alemán y, por último, asesinaron a sus propias mujeres e hijos y a sí
mismos en el rito final de destrucción completa.)
Hay otras muchas formas religiosas menos arcaicas que buscan la
unidad prehumana con la naturaleza. Se encuentran en cultos en los que la
tribu se identifica con el animal tótem, en los sistemas religiosos dedicados
a la adoración de árboles, lagos, cavernas, etc., en los cultos orgiásticos que
tienen como fin la eliminación de la lucidez, la razón y la conciencia. En
todas estas religiones, lo sagrado es aquello que pertenece a la visión de la
transmutación del hombre en una parte prehumana de la naturaleza; el
“hombre sagrado” (por ejemplo, el chamán) es el que ha ido más lejos en el
logro de su fin.
El otro polo de la religión está representado por todas aquellas
religiones que buscan la respuesta a la cuestión de la existencia humana por
medio de la emersión de la existencia prehumana, el desarrollo de la
específica capacidad humana de razón y amor, y el encuentro de una nueva
armonía entre el hombre y la naturaleza, y entre el hombre y el hombre.
Aunque esos intentos pueden encontrarse en individuos de sociedades
relativamente primitivas, la gran línea divisoria para la humanidad entera
parece estar en el período que va aproximadamente del año 2000 A.c. y el
inicio de nuestra era. El taoísmo y el budismo en el Lejano Oriente, las
revoluciones religiosas de Akenatón en Egipto, la religión de Zoroastro en
Persia, la religión de Moisés en Palestina, la religión de Quetzalcóatl en
México50, representan la nueva dirección que ha tomado la humanidad.
La unidad se busca en todas estas religiones, no la unidad regresiva que
se encuentra volviendo a lo pre-individual, a la armonía preconsciente del
paraíso, sino la unidad en un nuevo nivel: esa unidad que sólo puede
lograrse después de que el hombre ha experimentado su separación, después
de que ha atravesado la etapa de la enajenación de sí misma y del mundo y
ha nacido plenamente. Esta nueva unidad tiene como premisa el pleno
desarrollo de la razón del hombre, que conduce a una etapa en que la razón
ya no separa al hombre de su captación inmediata, intuitiva de la realidad.
Hay muchos símbolos de la nueva meta que está en el futuro, no en el
pasado: Tao, Nirvana, Iluminación, el Bien, Dios. Las diferencias entre
estos símbolos son provocadas por las diferencias sociales y culturales que
existen en los diversos países en donde surgieron. En la tradición occidental
el símbolo escogido como “meta” fue la figura autoritaria del rey o el jefe
tribal supremo. Pero ya en la época del Antiguo Testamento, esta figura
cambia de la de un gobernante arbitrario a la de un gobernante ligado al
hombre por la alianza y las promesas contenidas en ella. En la literatura
profética el fin es considerado como el de una nueva armonía entre el
hombre y la naturaleza en el tiempo mesiánico; en el cristianismo, Dios se
manifiesta como hombre; en la filosofía de Maimónides, como en el
misticismo. Los elementos antropomórficos y autoritarios están casi
completamente eliminados, aunque en las formas populares de las
religiones occidentales han permanecido sin mucho cambio.
Lo común al pensamiento judeo-cristiano y al budista zen es la
conciencia de que debo renunciar a mi “voluntad” (en el sentido de mi
deseo de forzar, dirigir, estrangular al mundo fuera de mí y dentro de mí)
para estar completamente abierto, capaz de responder, despierto, vivo. En la
terminología zen esto se llama con frecuencia “vaciarse a uno mismo”, lo
que no tiene un sentido negativo, sino que significa la apertura para recibir.
La terminología cristiana llama a esto por lo común “matarse a uno mismo
y aceptar la voluntad de Dios”. Parece haber pocas diferencias entre la
experiencia cristiana y la experiencia budista que están detrás de las dos
formulaciones diferentes. Sin embargo, por lo que se refiere a la
interpretación y la experiencia populares, esta formulación significa que en
vez de tomar las decisiones por sí mismo, el hombre deja sus decisiones a
un padre omnisciente, omnipotente, que vela por él y sabe lo que es bueno
para él.
Es evidente que en esta experiencia el hombre no se abre ni se vuelve
capaz de responder, sino que se hace obediente y sumiso. Seguir la voluntad
de Dios en el sentido de la verdadera renuncia al egoísmo, puede lograrse
mejor si no hay concepto de Dios. Paradójicamente, sigo efectivamente la
voluntad de Dios si me olvido de Él. El concepto de vacío del zen implica
el verdadero significado de renunciar a la propia voluntad, sin peligro, sin
embargo, de regresar al concepto idolátrico de un padre que ayuda.
IV. La naturaleza de la conciencia,
represión y des-represión
En el apartado anterior he tratado de esbozar las ideas del hombre y de
la existencia humana que fundan las metas del psicoanálisis humanista.
Pero el psicoanalista comparte estas ideas generales con otros conceptos
humanistas filosóficos o religiosos. Debemos proceder ahora a describir el
método específico a través del cual trata de alcanzar su meta el
psicoanálisis.
El elemento más característico del tratamiento psicoanalítico es, sin
duda alguna, su intento por volver consciente el inconsciente, o para decirlo
con las palabras de Freud, para transformar el Id en Ego. Pero si bien esta
formulación parece simple y clara, no lo es de ninguna manera. Surgen
inmediatamente las preguntas: ¿qué es el inconsciente? ¿Qué es la
conciencia? ¿Qué es la represión? ¿Cómo se vuelve consciente el
inconsciente? Y si esto sucede ¿qué efecto tiene?
En primer lugar debernos considerar que los términos consciente e
inconsciente son utilizados en varios sentidos diferentes. En un sentido, que
podría llamarse funcional, lo “consciente” y lo “inconsciente” se refieren a
una situación subjetiva dentro del individuo. Decir que es consciente de
esto o aquel contenido psíquico, significa que se da cuenta de afectos,
deseos, juicios, etc. El inconsciente, usado en el mismo sentido, se refiere a
un estado de ánimo en el que la persona no se da cuenta de sus experiencias
interiores. Si estuviera totalmente inconsciente de todas las experiencias,
incluyendo las sensoriales, sería precisamente como una persona que está
inconsciente. Decir que la persona es consciente de ciertos afectos, etc.,
significa que es consciente en lo que se refiere a estos afectos; decir que
ciertos afectos son inconscientes significa que es inconsciente por lo que se
refiere a estos contenidos. Debemos recordar que “inconsciente” no se
refiere a la ausencia de ningún impulso, sentimiento, deseo, temor, etc., sino
únicamente a la falta de conciencia de estos impulsos.
Muy diferente del uso del consciente y el inconsciente en el sentido
funcional que acabamos de describir, es otro uso por el que nos referimos a
ciertos sectores en la persona y a ciertos contenidos relacionados con ellos.
Tal es el caso, generalmente, citando se emplean las expresiones “el
consciente” y “el inconsciente”. Aquí “el consciente” es una parte de la
personalidad, con contenidos específicos, y “el inconsciente” es otra parte
de la personalidad, con otros contenidos específicos. En opinión de Freud,
el inconsciente es esencialmente la sede de la irracionalidad. En el
pensamiento de Jung, el significado parece casi el inverso; el inconsciente
es esencialmente la sede de las más profundas fuentes de la sabiduría,
mientras que lo consciente es la parte intelectual de la personalidad. De
acuerdo con esta visión de lo consciente y lo inconsciente, éste es percibido
como el sótano de una casa, en el que se acumula todo lo que no encuentra
lugar en la superestructura; el sótano de Freud contiene sobre todo los
vicios del hombre; el de Jung contiene esencialmente la sabiduría humana.
Como lo ha subrayado H. S. Sullivan, el uso de “el inconsciente” en el
sentido de sector es desafortunado, y una representación pobre de los
hechos psíquicos en cuestión. Podría añadir que la preferencia por este tipo
de conceptos, sustantivo más que funcional, corresponde a la tendencia
general en la cultura occidental contemporánea a percibir en términos de
cosas que tenemos, más que a percibir en términos de ser. Tenemos un
problema de ansiedad, tenemos insomnio, tenemos una depresión, tenemos
un psicoanalista, lo mismo que tenemos un automóvil, una casa o un niño.
En el mismo sentido tenemos también un “inconsciente”. No es accidental
que mucha gente use la palabra “subconsciente” en vez de la palabra
“inconsciente”. Lo hacen obviamente por la razón que el “subconsciente” se
presta mejor al concepto localizado; puedo decir “soy inconsciente de” esto
o aquello, pero no puedo decir “soy subconsciente” de ello.
Existe otro uso de “consciente”, que algunas veces se presta a
confusión.
La conciencia es identificada con el intelecto reflexivo y el inconsciente
con la experiencia irreflexionada. No puede objetarse, por supuesto, este
uso de consciente e inconsciente, siempre y cuando que el significado sea
claro y no se confunda con los otros dos significados. No obstante, este uso
no parece afortunado; la reflexión intelectual es, por supuesto, siempre
consciente, pero no todo lo que es consciente es reflexión intelectual. Si
miro a una persona, tengo conciencia de esa persona, tengo conciencia de lo
que me sucede a mí en relación con la persona, pero sólo si me he separado
de ésa persona a una distancia de sujeto a objeto, es idéntica esa conciencia
a la reflexión intelectual. Lo mismo es cierto si tengo conciencia de mi
respiración, que de ninguna manera es lo mismo que pensar en mi
respiración; en realidad, cuando empiezo a pensar sobre mi respiración,
dejo de tener conciencia de mi respiración. Lo mismo es válido de todos
mis actos a través de los cuales me relaciono con el mundo. Más adelante
hablaremos más de esto.
Habiendo decidido hablar del inconsciente y lo consciente como estados
de conocimiento y falta de conocimiento, respectivamente, más que como
“partes” de la personalidad y contenidos específicos, debemos considerar
ahora el problema de qué es lo que impide que una experiencia llegue a
nuestro conocimiento, es decir, que se vuelva consciente.
Pero antes de empezar a examinar esta cuestión, surge otra que debe ser
respondida primero. Si hablamos en un contexto psicoanalítico de
conciencia e inconsciencia, se implica que la conciencia tiene un valor
superior al de la inconciencia. ¿Por qué habríamos de intentar ampliar el
dominio de la conciencia, si esto no fuera así? No obstante, es obvio que la
conciencia como tal, no tiene un valor particular; en realidad, gran parte de
lo que la gente tiene en su mente consciente es ficción y engaño; y es así, no
tanto porque la gente sea incapaz de ver la verdad sino por la función de la
sociedad. La mayor parte de la historia humana (con la excepción de
algunas sociedades primitivas) se caracteriza por el hecho de que una
pequeña minoría ha dominado y explotado a la mayoría de sus semejantes.
Para hacerlo, la minoría ha utilizado, por lo general, la fuerza; pero la
fuerza no es suficiente. A la larga, la mayoría ha tenido que aceptar su
propia explotación voluntariamente, y esto sólo es posible si su mente se ha
llenado de toda clase de mentiras y ficciones, que justifican y explican su
aceptación del dominio de la minoría.
No obstante, ésta no es la única razón del hecho de que la mayor parte
de lo que las personas tienen en la conciencia acerca de ellas mismas, de los
demás, de la sociedad, etc., sea ficción. En su desarrollo histórico, cada
sociedad queda apresada en su propia necesidad de sobrevivir en la forma
particular en la que se ha desarrollado y generalmente logra esta
supervivencia ignorando los fines humanos más amplios que son comunes a
todos los hombres. Esta contradicción entre el fin social y el universal
conduce también a la fabricación (en una escala social), de toda clase de
ficciones e ilusiones, que tienen la función de negar y racionalizar la
dicotomía entre las metas de la humanidad y las de una sociedad dada.
Podríamos decir, entonces, que el contenido de la conciencia es sobre
todo ficticio y engañoso y no representa a la realidad. Así pues, la
conciencia como tal no es nada deseable. Sólo si la realidad escondida (la
que es inconsciente), se revela y, en consecuencia, deja de estar escondida
(es decir, se vuelve consciente), se realiza algo valioso. Debemos volver a
este análisis más adelante. Por ahora sólo quiero subrayar que la mayor
parte de lo que hay en nuestra conciencia es “conciencia falsa” y que es la
sociedad, sobre todo, la que nos llena de estas nociones ficticias e irreales.
Pero el efecto de la sociedad no es sólo infundir ficciones a nuestra
conciencia sino, además, impedir la conciencia de la realidad. La
elaboración de este punto nos conduce directamente al problema central de
cómo se produce la represión o la inconciencia.
El animal tiene una conciencia de las cosas que lo rodean que, para usar
el término de R. M. Bucke, podemos llamar “conciencia simple”. La
estructura cerebral del hombre, por ser más amplia y más compleja que la
del animal, trasciende esta simple conciencia y es la base de la conciencia
de sí, conocimiento de sí mismo como sujeto de su experiencia. Pero quizá
por su enorme complejidad51, la conciencia humana se organiza de varias
maneras posibles, y para que una experiencia cualquiera penetre en la
conciencia, debe ser comprensible según las categorías en que está
organizado el pensamiento consciente. Algunas de las categorías, como el
tiempo y el espacio, pueden ser universales y pueden constituir categorías
de percepción comunes a todos los hombres. Otras, por ejemplo, la
causalidad, pueden ser una categoría válida para muchos, pero no para todas
las formas de percepción humana consciente. Otras categorías son aún
menos generales y difieren de cultura a cultura. Comoquiera que sea, la
experiencia puede entrar en la conciencia sólo a condición de que pueda ser
percibida, relacionada y ordenada en términos de un sistema conceptual52 y
de sus categorías. Este sistema es en sí un resultado de la evolución social.
Toda sociedad, por su propia práctica de vida y por su modo de
relacionarse, sentir y percibir, desarrolla un sistema de categorías que
determina las formas de conciencia. Este sistema funciona, como si
dijéramos, como un filtro socialmente condicionado; la experiencia no
puede entrar en la conciencia si no pasa por este filtro.
La cuestión está entonces en entender más concretamente cómo
funciona este “filtro social” y cómo permite que ciertas experiencias se
filtren, mientras que a otras se les impide que entren en la conciencia.
En primer lugar, debernos considerar que muchas experiencias no se
prestan fácilmente a ser percibidas por la conciencia. El dolor es quizás la
experiencia física que se presta mejor a ser conscientemente percibida; el
deseo sexual, el hambre, etc., son también fácilmente percibidos;
obviamente, todas las sensaciones importantes para la supervivencia del
individuo o del grupo tienen fácil acceso a la conciencia. Pero cuando se
llega a una experiencia más sutil o compleja, como: contemplar el capullo
de una rosa al amanecer, una gota de rocío en él, cuando el aire es todavía
frío, el sol sale y un pájaro canta… ésta es una experiencia que en algunas
culturas se presta fácilmente a la conciencia (por ejemplo, en Japón),
mientras que en la cultura occidental moderna esta misma experiencia no
entrará por lo común a la conciencia por no ser suficientemente
“importante” o “significativa” para ser advertida. El hecho de que las
experiencias afectivas sutiles puedan entrar en la conciencia depende del
grado en que tales experiencias son cultivadas en una cultura dada. Hay
muchas experiencias efectivas para las que no tiene palabras determinado
lenguaje, mientras que otro lenguaje puede ser rico en palabras que
expresan estos sentimientos. En inglés, por ejemplo, hay una sola palabra,
love, que cubre experiencias que van desde el gustar hasta la pasión erótica,
del amor fraternal al maternal. En un lenguaje en que diferentes
experiencias afectivas no se expresan con palabras distintas, es casi
imposible que las propias experiencias entren en la conciencia y a la
inversa. Por lo común, puede decirse que una experiencia casi nunca entra
en la conciencia si el lenguaje no tiene palabras para expresarla.
Pero éste es sólo un aspecto de la función de filtro del lenguaje. Los
distintos lenguajes difieren no sólo por el hecho de que varían en la
diversidad de palabras que usan para denotar ciertas experiencias afectivas,
sino por su sintaxis, su gramática y el significado original de las palabras.
Todo lenguaje contiene una actitud vital, es una expresión congelada de una
experiencia determinada de la vida53.
He aquí algunos ejemplos. Hay lenguajes en los que la forma verbal
“llueve”, por ejemplo, se conjuga de manera diferente según que yo diga
que llueve porque he estado bajo la lluvia y me he mojado, porque he visto
llover desde el interior de una choza o porque alguien me ha dicho que
llueve. Es obvio que el acento del lenguaje en estas fuentes distintas de
experimentar un hecho (en este caso, que llueve) tiene una profunda
influencia en la manera en que la gente experimenta los hechos.
(En nuestra cultura moderna, por ejemplo, con su acento en el aspecto
puramente intelectual del conocimiento, importa poco cómo conozco el
hecho, si por experiencia directa, indirecta o de oídas.)
En hebreo, por ejemplo, el principio fundamental de la conjugación es
determinar si una actividad es completa (perfecta) o incompleta
(imperfecta) mientras que el tiempo en que ocurre —pasado, presente,
futuro— se expresa sólo de una manera secundaria. En latín ambos
principios (tiempo y perfección) se usan juntos, mientras que el inglés se
orienta predominantemente en el sentido del tiempo. Una vez más, no hace
falta decir que esta diferencia en la conjugación expresa una diferencia en la
experiencia54.
Otro ejemplo se encuentra en el uso diferente de verbos y nombres en
diversos idiomas, y aún entre distintas personas que utilizan el mismo
idioma. El nombre se refiere a una “cosa”; el verbo se refiere a una
actividad. Un creciente número de personas prefieren pensar en términos de
tener cosas, en vez de ser o actuar; de ahí que prefieran los nombres a los
verbos.
El lenguaje, mediante sus palabras, su gramática, su sintaxis, mediante
todo el espíritu que está congelado dentro de él, determina cómo
experimentamos y qué experiencia penetra a nuestra conciencia.
El segundo aspecto del filtro que hace posible la conciencia es la lógica
que dirige el pensamiento de los hombres en determinada cultura. Así como
la mayoría de la gente supone que su lenguaje es “natural” y que otros
lenguajes sólo utilizan palabras diferentes para las mismas cosas, supone
también que las reglas que determinan el pensamiento adecuado son
naturales y universales; que lo que es ilógico en un sistema cultural es
ilógico en cualquier otro, porque entra en conflicto con la lógica “natural”.
Un buen ejemplo de esto es la diferencia entre la lógica aristotélica y la
paradójica.
La lógica aristotélica se basa en la ley de identidad que afirma que A es
igual a A, la ley de la no contradicción (A no es igual a no-A) y la ley del
tercero excluido (A no puede ser A y no-A, ni A ni no-A). Aristóteles lo
afirmó así: “Es imposible que la misma cosa pertenezca y al mismo tiempo
no pertenezca a la misma cosa y en el mismo respecto... Éste es, entonces,
el más seguro de todos los principios55.”
En oposición a la lógica aristotélica está lo que podríamos llamar lógica
paradójica, que supone que A y no-A no se excluyen entre sí como
predicados de X. La lógica paradójica predominó en el pensamiento chino y
de la India, en la filosofía de Heráclito, y una vez más con el nombre de
dialéctica en el pensamiento de Hegel y de Marx. El principio general de la
lógica paradójica ha sido claramente descrito en términos generales por
Lao-Tsé: “Las palabras que son estrictamente verdaderas parecen ser
paradójicas56”. Y por Chuang-Tzu: “Lo que es uno es uno. Lo que es no-
uno es también uno.”
En tanto que una persona vive en una cultura en la que la verdad de la
lógica aristotélica no es puesta en duda, es muy difícil, si no imposible, para
ella tener conciencia de las experiencias que contradicen la lógica
aristotélica, y que por tanto, desde el punto de vista de su cultura, carecen
de sentido. Un buen ejemplo es el concepto freudiano de la ambivalencia,
que afirma que puede experimentarse amor y odio por la misma persona al
mismo tiempo. Esta experiencia, que desde el punto de vista de la lógica
paradójica es bastante “lógica”, no tiene sentido desde el punto de vista de
la lógica aristotélica. Como resultado, es muy difícil para la mayoría de la
gente el tener conciencia de sentimientos de ambivalencia. Si tienen
conciencia de amor, no pueden tener conciencia del odio, porque carecería
de sentido tener dos sentimientos contradictorios al mismo tiempo y hacia
la misma persona57.
El tercer aspecto del filtro, aparte del lenguaje y la lógica, es el
contenido de las experiencias. Toda sociedad excluye ciertos pensamientos
y sentimientos de ser pensados, sentidos y expresados. Hay cosas que no
sólo “no se hacen” sino que ni siquiera “se piensan”. En una tribu de
guerreros, por ejemplo, cuyos miembros viven de matar y robar a los
miembros de otras tribus, podría haber un individuo que sintiera repulsión a
matar y robar. Sin embargo, es muy improbable que tuviera conciencia de
este sentimiento, porque seria incompatible con el sentimiento de toda la
tribu; tener conciencia de este sentimiento incompatible significaría el
peligro de sentirse completamente aislado y condenado al ostracismo. De
ahí que un individuo con tal sentimiento de repugnancia desarrollara
probablemente un síntoma psicosomático de vómito, en vez de dejar que el
sentimiento de repugnancia penetrara en su conciencia.
Exactamente lo contrario se encontraría en un miembro de una tribu
agrícola pacífica, que tuviera el impulso de salir a matar y a robar a los
miembros de otros grupos. Es probable que tampoco se permitiera cobrar
conciencia de sus impulsos sino que, en vez de ello, desarrollaría un
síntoma, quizá un terror intenso.
Otro ejemplo: Debe de haber muchos comerciantes en nuestras grandes
ciudades que tengan un cliente que necesite urgentemente, digamos, un traje
pero que no tenga dinero suficiente ni para comprar el más barato. Entre
esos comerciantes debe de haber unos cuantos con el impulso humano
natural de darle el traje al cliente por el precio que puede pagar. ¿Pero
cuántos de ellos se permitirán cobrar conciencia de semejante impulso?
Supongo que muy pocos. La mayoría lo reprimirá y podríamos encontrar
entre esos hombres alguna conducta agresiva hacia el cliente, que esconde
el impulso inconsciente, o un sueño a la noche siguiente que lo exprese.
Al plantear la tesis de que a los contenidos incompatibles con otros
socialmente permisibles no se les permite entrar en el campo de la
conciencia, planteamos otras dos preguntas. ¿Por qué son ciertos contenidos
incompatibles con una sociedad dada? Además, ¿por qué tiene el individuo
tanto miedo de tener conciencia de esos contenidos prohibidos?
En cuanto a la primera pregunta, debo referirme al concepto del
“carácter social”. Cualquier sociedad, para sobrevivir, debe moldear el
carácter de sus miembros de tal manera que quieran hacer lo que tienen que
hacer; su función social debe interiorizarse y transformarse en algo que
estén obligados a hacer. Una sociedad no puede permitir una desviación de
este patrón, porque si este “carácter social” pierde su coherencia y su
firmeza, muchos individuos dejarían de actuar como se espera que actúen y
la supervivencia de la sociedad en su forma dada estaría en peligro. Las
sociedades, por supuesto, difieren según la rigidez con que fortalecen su
carácter social y la observación de los tabúes para proteger este carácter,
pero en todas las sociedades hay tabúes, cuya violación tiene como
resultado el ostracismo.
La segunda pregunta se refiere a por qué el individuo tiene tanto miedo
al peligro de ostracismo implícito que no se permite tener conciencia de los
impulsos “prohibidos”. Para responder a esta pregunta, debo referirme
también a exposiciones más completas hechas en otra parte58. Para decirlo
brevemente, si no quiere volverse loco, tiene que relacionarse de alguna
manera con los demás. Carecer en absoluto de relaciones lo lleva a las
fronteras de la locura. Mientras que, en tanto que es un animal, tiene mucho
miedo de morir, en tanto que es un hombre tiene mucho miedo de estar
completamente solo. Este miedo, más que, como supone Freud, el miedo a
la castración, es el factor efectivo que no permite la conciencia de los
sentimientos y pensamientos tabú.
Llegamos, pues, a la conclusión de que la conciencia y la inconciencia
están socialmente condicionadas. Tengo conciencia de todos mis
sentimientos y pensamientos que pueden penetrar el triple filtro del
lenguaje (socialmente condicionado), la lógica y los tabúes (carácter social).
Las experiencias que no pueden filtrarse permanecen fuera de la conciencia;
es decir, permanecen inconscientes59.
Hay que hacer dos advertencias en relación con el acento en la
naturaleza social del inconsciente. Una, más bien obvia, es que además de
los tabúes sociales hay elaboraciones individuales de estos tabúes que
difieren de familia a familia; un niño, temeroso de ser “abandonado” por
sus padres porque tiene conciencia de experiencias que para ellos,
individualmente, son tabú, reprimirá también, además de la represión
socialmente normal, aquellos sentimientos a los que les impide llegar a la
conciencia el aspecto individual del filtro. Por otra parte, padres de una gran
apertura interior y con poca “tendencia a la represión” tenderán, por su
propia influencia, a hacer el filtro social (y el Superego) menos estrechos e
impenetrables.
La otra advertencia se refiere a un fenómeno más complicado.
Reprimimos no sólo la conciencia de aquellos impulsos que son
incompatibles con el patrón social de pensamiento, sino que tendemos
también a reprimir aquellos impulsos incompatibles con el principio de
estructura y desarrollo de todo el ser humano, incompatibles con la
“conciencia humanista”, esa voz que habla en nombre del pleno desarrollo
de nuestra persona.
Los impulsos destructivos, el impulso de regresar al seno materno o a la
muerte, el impulso de comerse a aquellos de los que se quiere estar cerca,
estos y otros muchos impulsos regresivos pueden o no ser compatibles con
el carácter social, pero no son de ningún modo compatibles con las metas
inherentes a la evolución de la naturaleza del hombre. Si un niño quiere
mamar, es normal, es decir, corresponde al estado de evolución en que se
encuentra el niño en ese momento. Si un adulto tiene los mismos fines, está
enfermo; en tanto que no sólo es impulsado por el pasado, sino también por
la meta inherente a su estructura total, siente la discrepancia entre lo que es
y lo que debería ser; empleando aquí “debería” no en el sentido de un
mandamiento, sino en el sentido de las metas evolucionistas inmanentes e
inherentes a los cromosomas de los que se desarrolla, así como su futura
constitución física, el color de sus ojos, etc., que están ya “presentes” en los
cromosomas.
Si el hombre pierde contacto con el grupo social en el que vive, se
asusta del aislamiento absoluto y por este miedo no se atreve a pensar la
que “no se piensa”. Pero el hombre teme también estar completamente
aislado de la humanidad, que está dentro de él y es representada por su
conciencia. Ser completamente inhumano es también aterrador, aunque,
según parece indicar la evidencia histórica, menos aterrador que sentirse
socialmente condenado al ostracismo, suponiendo que toda una sociedad
haya adoptado normas inhumanas de conducta. Cuanto más se aproxime
una sociedad a la norma de vida humana, menos conflicto habrá entre el
aislamiento de la sociedad y de la humanidad. Cuanto mayor es el conflicto
entre los fines sociales y los fines humanos, más se desgarra el individuo
entre los dos polos peligrosos de aislamiento. No hace falta añadir que en la
medida en que una persona —por su propio desarrollo intelectual y
espiritual— siente su solidaridad con la humanidad, puede tolerar más el
ostracismo social y a la inversa. La capacidad de actuar de acuerdo con la
propia conciencia depende del grado en que se hayan trascendido los límites
de la propia sociedad y se haya convertido uno en ciudadano del mundo, en
“cosmopolita”.
El individuo no puede permitirse tener conciencia de pensamientos o
sentimientos incompatibles con los patrones de su cultura y, por ello, se ve
obligado a reprimirlos. Formalmente hablando, pues, lo inconsciente y lo
consciente dependen (aparte de los elementos individuales, condicionados
por la familia y la influencia de la conciencia humanista) de la estructura de
la sociedad y de los patrones de sentimientos y pensamientos que produce.
En cuanto a los contenidos del inconsciente, no es posible ninguna
generalización. Pero puede hacerse esta afirmación: siempre representa al
hombre total, con todas sus posibilidades de oscuridad y de luz; siempre
contiene la base de las distintas respuestas que el hombre es capaz de dar a
la pregunta que plantea la existencia.
En el caso extremo de las culturas más regresivas, inclinadas a volver a
la existencia animal, este deseo mismo es predominante y consciente,
mientras que todo impulso por salirse de este nivel es reprimido. En una
cultura que se ha movido de la meta regresiva a la espiritual-progresiva, las
fuerzas que representa la oscuridad son inconscientes. Pero el hombre, en
cualquier cultura, tiene todas las posibilidades; es el hombre arcaico, la
bestia de presa, el caníbal, el idólatra y es el ser con la capacidad para la
razón, el amor, la justicia. El contenido del inconsciente, entonces, no es ni
el bien ni el mal, lo racional ni lo irracional; es ambos; es todo lo humano.
El inconsciente es el hombre total —menos esa parte del hombre que
corresponde a su sociedad. La conciencia representa al hombre social, las
limitaciones accidentales establecidas por la situación histórica en la que
cae un individuo. El inconsciente representa al hombre universal, al hombre
total, arraigado en el Cosmos; representa la planta que hay en él, el animal
que hay en él, el espíritu que hay en él; representa su pasado hasta el alba de
la existencia humana y representa su futuro hasta el día en que el hombre
llegue a ser plenamente humano y la naturaleza se humanice lo mismo que
el hombre se “naturalice”.
Definiendo la conciencia y el inconsciente como lo hemos hecho ¿qué
significa hablar de hacer consciente el inconsciente, de des-represión?
Según el concepto freudiano, hacer consciente el inconsciente tenía una
función limitada, en primer lugar porque el inconsciente consistía
principalmente, según se suponía, de los deseos reprimidos, instintivos, en
tanto que son incompatibles con la vida civilizada. Se refería a simples
deseos instintivos, como los impulsos incestuosos, el miedo a la castración,
la envidia del pene, etc., cuya conciencia, se suponía, había sido reprimida
en la historia de un individuo determinado. La conciencia del impulso
reprimido debía conducir a su dominio por el ego victorioso. Cuando nos
liberamos del concepto freudiano limitado del inconsciente y seguimos el
concepto arriba expuesto, el fin de Freud, la transformación del
inconsciente en consciente (“Id en Ego”), adquiere un significado más
amplio y más profundo. Hacer del inconsciente consciente transforma la
mera idea de la universalidad del hombre en la experiencia viva de esa
universalidad; es la realización en la experiencia del humanismo.
Freud advirtió claramente cómo la represión interfiere con el sentido de
la realidad de una persona y cómo la supresión de la represión conduce a
una nueva apreciación de la realidad. Freud llamaba al efecto distorsionador
de los impulsos inconscientes “transferencia”; más adelante, H. S. Sullivan
llamó al mismo fenómeno “deformación paratáxica”. Freud descubrió,
primero en la relación del paciente con el analista, que el paciente no veía al
analista como éste es, sino como una proyección de sus (las del paciente)
propias aspiraciones, deseos y ansiedades, tal como se formaron
originalmente en sus experiencias con las personas importantes de su
infancia. Sólo cuando el paciente entra en contacto con su inconsciente
puede superar las distorsiones producidas por él mismo y ver a la persona
del analista, así como a la de su padre o su madre, tal como son.
Lo que Freud descubrió es el hecho de que vemos la realidad
deformada. Que creemos ver a una persona tal como es, mientras que en
realidad vemos nuestra proyección de una imagen de la persona sin tener
conciencia de ello. Freud vio no sólo la influencia deformadora de la
transferencia, sino también las numerosas influencias deformadoras de la
represión. En tanto que una persona es movida por impulsos desconocidos
para ella y en contraste con su pensamiento consciente (que representa las
demandas de la realidad social), puede proyectar sus propios deseos
inconscientes en otra persona y no tener conciencia de ellos, por tanto,
dentro de sí mismo sino —con indignación— en el otro (“proyección”). O
bien, puede inventar razones racionales de impulsos que en sí mismos
tienen una fuente totalmente diferente. Este razonamiento consciente, que
es una seudo explicación de fines cuyos verdaderos motivos son
inconscientes, fue llamado por Freud racionalización. Ya sea que hagamos
referencia a la transferencia, la proyección o las racionalizaciones, la mayor
parte de aquello de lo que tiene conciencia una persona es una ficción —
mientras que algo que reprime (es decir, que es inconsciente) es real.
Tomando en cuenta lo que hemos dicho sobre la influencia
entorpecedora de la sociedad y considerando además nuestro concepto más
amplio de lo que constituye el inconsciente, llegamos a un nuevo concepto
del inconsciente-consciente. Podemos empezar por decir que la persona
media, aunque piensa que está despierta, está en realidad medio dormida.
Por “medio dormida” quiero decir que su contacto con la realidad es muy
parcial; la mayor parte de lo que considera como realidad (fuera o dentro de
sí misma) es una serie de ficciones que su mente construye.
Tiene conciencia de la realidad sólo en la medida en que el
funcionamiento social lo hace necesario. Tiene conciencia de sus
semejantes en tanto que necesita cooperar con ellos; tiene conciencia de la
realidad material y social en tanto que necesita conocerla para manipularla.
Tiene conciencia de la realidad en la medida en que la meta de la
supervivencia hace necesaria esa conciencia.
(Haciendo la distinción inversa, en el estado de sueño, la conciencia de
la realidad exterior se suspende, aunque se recupera fácilmente en caso de
necesidad. En el caso de locura, la plena conciencia de la realidad exterior
está ausente y no es recuperable siquiera en una emergencia.)
La conciencia de la persona media es sobre todo “falsa conciencia”
integrada por ficciones e ilusión, mientras que justo de lo que no tiene
conciencia es de la realidad. Podemos diferenciar así entre aquello de lo que
es consciente una persona y aquello de la que se vuelve consciente. Es
consciente, principalmente, de ficciones; puede volverse consciente de las
realidades que están por debajo de estas ficciones.
Hay otro aspecto del inconsciente que se desprende de las premisas
analizadas antes. En tanto que la conciencia representa sólo al pequeño
sector de experiencia socialmente moldeada y el inconsciente representa la
riqueza y la profundidad del hombre universal, el estado de represión
resulta en el hecho de que yo, la persona accidental, social, estoy separado
de mí mismo, la persona total humana. Soy un extraño a mí mismo, y en la
misma medida todos las demás son extraños para mí. Estoy separado de la
vasta área de experiencia que es humana y soy un fragmento de hombre, un
inválido que experimenta sólo una pequeña parte de lo que es real en sí
mismo y de lo que es real en los demás.
Hasta aquí hemos hablado sólo de la función deformadora de la
represión; queda por mencionar otro aspecto que no conduce a una
deformación, sino a hacer que la experiencia sea irreal por cerebración. Me
refiero al hecho de que creo que veo —pero sólo veo palabras; creo que
siento, pero sólo pienso sentimientos. La persona cerebral es la persona
enajenada, la persona que está en la caverna y que, como en la alegoría de
Platón, sólo ve sombras y las confunde con la realidad inmediata.
Este proceso de cerebración se relaciona con la ambigüedad del
lenguaje. Tan pronto como he expresado algo en una palabra, se produce
una enajenación, y la experiencia plena ya ha sido sustituida por la palabra.
La experiencia plena existe sólo, en realidad, hasta el momento en que es
expresada por el lenguaje. Este proceso general de cerebración está
probablemente más difundido y es más intenso en la cultura moderna que
en ningún otro momento de la historia. Justo por el creciente acento sobre el
conocimiento intelectual, que es una condición de los logros científicos y
técnicos, y en relación con esto sobre la alfabetización y la educación, las
palabras sustituyen cada vez más a la experiencia. No obstante, la persona
afectada no tiene conciencia de ello. Piensa que ve algo; piensa que siente
algo; no obstante, no hay experiencia salvo la memoria y el pensamiento.
Cuando cree que capta la realidad es sólo su yo-cerebral el que la capta,
mientras que él, el hombre total, sus ojos, sus manos, su corazón, su
estómago, no capta nada —en realidad, no participa en la experiencia que él
considera suya.
¿Qué sucede entonces en el proceso en el que el inconsciente se vuelve
consciente? Para responder a esta pregunta sería mejor reformularla. No hay
algo que pueda llamarse “la conciencia” ni algo que pueda llamarse “el
inconsciente”. Hay grados de conciencia-conocimiento y de inconciencia-
desconocimiento. Nuestra pregunta debería ser más bien: ¿qué sucede
cuando cobro conciencia de lo que no había tenido conciencia antes? De
acuerdo con lo que ya se ha dicho, la respuesta general a esta pregunta es
que cada paso en este proceso tiende al conocimiento del carácter ficticio,
irreal, de nuestra conciencia “normal”. Cobrar conciencia de lo inconsciente
y ampliar así la propia conciencia significa entrar en contacto con la
realidad y, en este sentido, con la verdad (intelectual y afectivamente).
Ampliar la conciencia significa despertarse, quitar un velo, abandonar la
caverna, hacer luz en la oscuridad.
¿Podría ser ésta la misma experiencia que los budistas zen llaman
“iluminación”?
Aunque volveré más adelante sobre esta cuestión, quiero examinar un
poco más ahora un aspecto crucial del psicoanálisis, es decir, la naturaleza
de la visión y el conocimiento que debe afectar la transformación del
inconsciente en consciente60. Sin duda, en los primeros años de su
investigación psicoanalítica, Freud compartió la creencia racionalista
convencional de que el conocimiento era intelectual, teórico. Pensaba que
bastaba explicar al paciente por qué se habían producido ciertos procesos y
decirle lo que el analista descubría en su inconsciente. Este conocimiento
intelectual, llamado “interpretación”, debía efectuar un cambio en el
paciente. Pero pronto Freud y otros analistas habrían de descubrir la verdad
de la afirmación de Spinoza de que el conocimiento intelectual conduce a
un cambio en la medida en que es también conocimiento afectivo. Se hizo
evidente que el conocimiento intelectual como tal no produce ningún
cambio, salvo quizá en el sentido de que mediante el conocimiento
intelectual de sus propios conflictos inconscientes una persona puede ser
más capaz de controlarlos —lo que es más bien, sin embargo, el fin de la
ética tradicional, más que del psicoanálisis. Mientras el paciente permanece
en la actitud del observador científico imparcial, considerándose como el
objeto de su investigación, no está en contacto con su inconsciente, salvo al
pensar acerca de él; no experimenta la realidad más amplia, más profunda,
dentro de sí mismo. El descubrimiento del propio inconsciente no es, justo,
un acto intelectual, sino una experiencia afectiva, que sólo difícilmente
puede traducirse en palabras, si acaso puede hacerse. Esto no significa que
el pensamiento y la especulación no puedan preceder al acto de
descubrimiento; pero el acto mismo de descubrimiento es siempre una
experiencia total. Es total en el sentido de que toda la persona lo
experimenta; es una experiencia que se caracteriza por su espontaneidad y
su acaecer repentino. Se abren de pronto los ojos; uno y el mundo aparecen
a una luz distinta, son vistos desde un punto de vista diferente. Por lo
general, hay mucha angustia antes de que se produzca esta experiencia,
mientras que después se produce un nuevo sentimiento de fuerza y
certidumbre. El proceso de descubrir el inconsciente puede describirse
como una serie de experiencias cada vez más amplias, que son sentidas
profundamente y que trascienden el conocimiento teórico, intelectual.
La importancia de este tipo de conocimiento por la experiencia está en
el hecho de que trasciende al tipo de conocimiento y conciencia en que el
sujeto-intelecto se observa como un objeto y que en consecuencia,
trasciende el concepto occidental, racionalista, del conocimiento.
(Excepciones en la tradición occidental, cuando se trata del
conocimiento por la experiencia, se encuentran en la que Spinoza
consideraba como la más elevada forma del conocimiento: la intuición; en
la intuición intelectual de Fichte; o en la conciencia creadora de Bergson.
Todas estas categorías de la intuición trascienden el conocimiento dividido
entre sujeto y objeto. La importancia de este tipo de experiencia para el
problema del budismo zen se aclarará más adelante, en el análisis del zen.)
Debe mencionarse otro punto en nuestro breve esquema de los
elementos esenciales del psicoanálisis: el papel del psicoanalista.
Originalmente no difería del papel del médico que “trataba” a una
paciente. Pero después de algunos años la situación cambió radicalmente.
Freud reconoció que el analista mismo necesitaba ser analizado, es decir,
pasar por el mismo proceso al que habría de someterse después su paciente.
Esta necesidad del análisis del analista se explicaba como resultado de la
necesidad de liberar al analista de sus propias cegueras, tendencias
neuróticas, etc. Pero esta explicación parece insuficiente, por lo que se
refiere a la propia opinión de Freud, si consideramos sus primeras
afirmaciones, citadas más arriba, cuando hablaba de que el analista debía
ser un “modelo”, un “maestro”, capaz de conducir una relación entre él
mismo y el paciente basada en un “amor a la verdad” que impide cualquier
tipo de “impostura o engaño”. Freud parece haber sentido que el analista
tiene una función que trasciende a la del médico en su relación con el
paciente. Pero no modificó su concepto fundamental, el de que el analista
era el observador imparcial —y el paciente su objeto de observación. En la
historia del psicoanálisis, este concepto del observador desprendido se
modificó en dos sentidos: primero por Ferenczi, que en los últimos años de
su vida postuló que no bastaba con que el analista observara e interpretara;
que tenía que ser capaz de amar al paciente con ese amor que el paciente
había necesitado como niño y, sin embargo, nunca había experimentado.
Ferenczi no sostenía que el analista debiera sentir amor erótico por su
paciente sino, más bien, un amor maternal o paternal o, más generalmente,
una preocupación amorosa61. H. S. Sullivan trató el mismo punto desde un
aspecto diferente. Creyó que el analista no debía tener una actitud de
observador desprendido, sino de “observador participante”, tratando así de
trascender la idea ortodoxa de la separación del analista. En mi propia
opinión, quizá Sullivan no fue lo suficientemente lejos y sería preferible la
definición del papel del analista como el de un participante observador más
que el de un observador participante. Pero aun la expresión “participante”
no expresa exactamente lo que se quiere decir; “participar” sigue siendo
estar fuera. El conocimiento de otra persona requiere estar dentro de ella,
ser ella. El analista entiende al paciente sólo en tanto que él mismo
experimente todo lo que el paciente experimenta; de otra manera, sólo
tendrá un conocimiento intelectual acerca del paciente, pero nunca
conocerá realmente lo que él paciente experimenta, ni será capaz de
expresarle que comparte y entiende su experiencia (la del paciente). En esta
relación productiva entre analista y paciente, en el acto de comprometerse
plenamente con el paciente, de estar plenamente abierto y ser capaz de
responderle, de empaparse de él, como si dijéramos, en esta relación de
centro a centro, está una de las condiciones esenciales para la comprensión
psicoanalítica y la curación62. El analista debe convertirse en el paciente y,
sin embargo, debe ser él mismo; debe olvidarse que es el médico y, sin
embargo, debe permanecer consciente de ello. Sólo cuando acepta esta
paradoja, puede dar “interpretaciones” autorizadas por estar arraigadas en
su propia experiencia. El analista analiza al paciente, pero el paciente
también analiza al analista porque éste, al compartir el inconsciente del
paciente, no puede evitar aclarar su propio inconsciente. De ahí que el
analista no sólo cure al paciente, sino que también sea curado por él. No
sólo entiende al paciente, sino que eventualmente el paciente lo entiende.
Cuando se llega a esta etapa, se han alcanzado la solidaridad y la comunión.
Esta relación con el paciente debe ser realista y libre de todo
sentimentalismo. Ni el analista ni ningún hombre puede “salvar” a otro ser
humano. Puede actuar como guía —o como partera—, puede mostrar el
camino, quitar obstáculos y algunas veces prestar alguna ayuda directa,
pero nunca puede hacer por el paciente lo que sólo el paciente puede hacer
por sí mismo. Debe aclararse perfectamente esto al paciente, no sólo con
palabras, sino con toda su actitud. Debe subrayar también la conciencia de
la situación realista que es aún más limitada de lo que debe serlo
necesariamente una relación entre dos personas; si él, el analista, ha de vivir
su propia vida, y si debe servir a numerosos pacientes simultáneamente, hay
limitaciones de tiempo y espacio. Pero no hay limitación en el aquí y el
ahora del encuentro entre paciente y analista. Durante este encuentro,
durante la sesión analítica, cuando los dos se hablan entre sí, nada hay más
importante en el mundo que ese hablarse entre sí —para el paciente lo
mismo que para el analista. El analista, en años de trabajo común con el
paciente, trasciende el papel convencional del médico; se convierte en un
profesor, un modelo, quizás un maestro, siempre que él mismo nunca se
considere analizado mientras no haya alcanzado la plena conciencia de sí y
la plena libertad, mientras no haya superado su propia enajenación y
separación. El análisis didáctico del analista no es el fin, sino el principio de
un proceso continuado de análisis, es decir, de creciente lucidez.
V. Principios del budismo zen
En las páginas anteriores he hecho un breve esquema del psicoanálisis
humanista. Me he referido a la existencia del hombre y a la pregunta que
plantea; la naturaleza del bienestar definida como una superación de la
enajenación y la separación; el método específico por el cual el
psicoanálisis trata de alcanzar su meta, es decir, la penetración del
inconsciente. Me he referido a la naturaleza del inconsciente y de la
conciencia; y a lo que significan “conocer” y “cobrar conciencia” en el
psicoanálisis, finalmente, he examinado el papel del analista en el proceso.
Para preparar el terreno a un examen de la relación entre el psicoanálisis
y el zen, pudiera parecer necesario presentar un esquema sistemático del
budismo zen. Afortunadamente, no se necesita aquí, ya que las conferencias
del doctor Suzuki, contenidas en este libro (lo mismo que sus otros trabajos)
tienen precisamente el fin de trasmitir un conocimiento de la naturaleza del
zen en la medida en que puede transmitirse con palabras. No obstante, debo
referirme a aquellos principios del zen que tienen una importancia
inmediata para el psicoanalista.
La esencia del zen es la adquisición de la iluminación (satori). Quien no
haya tenido esta experiencia nunca podrá entender plenamente el zen.
Como no he experimentado el satori, sólo puedo hablar del zen
tangencialmente y no como debería hablarse —con la plenitud de la
experiencia. Pero esto no se debe, como ha sugerido C. G. Jung, a que el
satori “represente un arte y una forma de iluminación prácticamente
imposibles de ser apreciados por el europeo63”. En cuanto a esto, el zen no
es más difícil para el europeo que Heráclito, Meister Eckhart o Heidegger.
La dificultad está en el tremendo esfuerzo que se requiere para adquirir el
satori; este esfuerzo es más de lo que la mayoría de la gente está dispuesta a
realizar y por eso el satori es raro aun en Japón. No obstante, aunque no
puedo hablar con autoridad del zen, la buena fortuna de haber leído los
libros del doctor Suzuki, de haber oído muchas de sus conferencias y de
haber leído todo lo que he encontrado sobre budismo zen, me ha dado
cuando menos una idea aproximada de lo que constituye el zen, una idea
que espero me permita hacer un intento de comparación entre el budismo
zen y el psicoanálisis.
¿Cuál es el fin básico del zen? Para decirlo con las palabras de Suzuki:
“El zen es, en esencia, el arte de ver dentro de la naturaleza del propio ser y
señala el camino de la servidumbre a la libertad… Podemos decir que el zen
libera todas las energías acumuladas propia y naturalmente en cada uno de
nosotros, que en circunstancias ordinarias son constreñidas y deformadas de
modo que no encuentran un canal adecuado para su actividad... El objeto
del zen es, por tanto, salvarnos de la locura o la parálisis. A esto me refiero
cuando hablo de libertad, de dar libre juego a todos los impulsos creadores
y benevolentes que yacen en nuestro corazón. Por lo general, estamos
ciegos ante este hecho: que estamos en posesión de todas las facultades
necesarias para ser felices y que nos harán amarnos unos a otros64”.
Encontramos en esta definición numerosos aspectos esenciales del zen
que me gustaría subrayar: el zen es el arte de ver dentro de la naturaleza del
propio ser; es un camino de la servidumbre a la libertad; libera nuestras
energías naturales; impide la locura o la parálisis; y nos impulsa a
expresar nuestra facultad para la felicidad y el amor.
El fin último del zen es la experiencia de la iluminación, llamada satori.
El doctor Suzuki lo ha descrito en estas conferencias, y en sus otros
escritos, lo mejor que es posible hacerlo. En estas observaciones me
gustaría acentuar algunos aspectos que son de especial importancia para el
lector occidental, y en especial para el psicólogo. Satori no es un estado de
ánimo anormal; no es un trance en el que desaparezca la realidad. No es un
estado de ánimo narcisista, como puede verse en algunas manifestaciones
religiosas. “En todo caso, es un estado de ánimo perfectamente normal...”
Como dijo Joshu: “zen es nuestro pensamiento cotidiano”, “todo depende
del ajuste de la bisagra, para que la puerta abra hacia dentro a hacia fuera65”.
Satori tiene un efecto peculiar sobre la persona que lo experimenta. “Todas
tus actividades mentales funcionarán ahora en un nivel diferente, que será
más satisfactorio, más apacible, más pleno de gozo que todo lo que hayas
experimentado antes. El tono de la vida se alterará. Hay algo rejuvenecedor
en la posesión del zen. La flor de primavera parecerá más bonita y el arroyo
en la montaña corre más fresco y más transparente66”.
Es claro que el satori es la verdadera realización del estado de bienestar
que el doctor Suzuki describió en el pasaje arriba citado. Si quisiéramos
tratar de expresar la iluminación en términos psicológicos, yo diría que es
un estado en el que la persona está completamente sintonizada con la
realidad fuera y dentro de ella misma, un estado en el que está plenamente
consciente de ella y la percibe con plenitud. La persona está consciente de
esa realidad —es decir, no su cerebro, ni ninguna otra parte de su
organismo, sino él, el hombre total. Tiene conciencia de ella; no como un
objeto allí afuera que capta con su pensamiento, sino como de eso, de la
flor, el perro, el hombre, en su plena realidad. El que despierta se abre y
responde al mundo, y puede estar abierto y responder, porque ha renunciado
a aferrarse a sí mismo como una cosa y así se ha quedado vacío y dispuesto
a recibir. Estar iluminado significa “el pleno despertar de la personalidad
total a la realidad”.
Es muy importante entender que el estado de iluminación no es un
estado de disociación ni de trance en el que uno se cree despierto, cuando
está en realidad profundamente dormido. El psicólogo occidental, por
supuesto, tenderá a creer que el satori no es sino un estado subjetivo, una
especie de trance autoinducido y hasta un psicólogo tan simpatizador del
zen como el doctor Jung no puede evitar el mismo error. Jung escribe: “La
imaginación misma es una ocurrencia psíquica y, por tanto, no importa que
una iluminación se llame real o imaginaria. El hombre que tiene la
iluminación, o afirma tenerla, piensa en todo caso que está iluminado…
Aunque mintiera, su mentira sería un hecho espiritual67”.
Esto es parte, por supuesto, de la posición relativista general de Jung en
relación con la “verdad” de la experiencia religiosa. Por el contrario, yo
creo que una mentira no es jamás “un hecho espiritual”, ni un hecho de
ninguna especie, salvo el de ser una mentira. Pero cualesquiera que sean los
méritos del caso, la posición de Jung no es compartida ciertamente por los
budistas zen. Por el contrario, para ellos tiene una importancia crucial
diferenciar entre la genuina experiencia del satori, en la que la adquisición
de un nuevo punto de vista es real y, por tanto, verdadera, y una seudo
experiencia que puede ser de naturaleza histérica o psicótica, en la que el
discípulo del zen está convencido de haber obtenido el satori, mientras que
el maestro zen tiene que advertirle que no ha sido así. Es precisamente una
de las funciones del maestro zen el estar en guardia contra la confusión de
su discípulo entre la iluminación real y la imaginaría.
El pleno despertar a la realidad significa, hablando otra vez en términos
psicológicos, haber alcanzado una “orientación plenamente productiva”.
Esto significa no relacionarse uno mismo con el mundo receptivamente, con
un sentido de explotación, de atesoramiento o con un sentido mercantil,
sino creadora, activamente (en el sentido de Spinoza). En el estado de plena
productividad no hay velos que me separen del “no yo”. El objeto deja de
ser un objeto; no se me opone, sino que está conmigo. La rosa que veo no
es un objeto para mi pensamiento, de tal manera que cuando digo “veo una
rosa” sólo afirmo que el objeto, una rosa, cae dentro de la categoría “rosa”,
sino de manera que “una rosa es una rosa es una rosa”. El estado de
productividad es, al mismo tiempo, el estado de más alta objetividad; veo el
objeto sin distorsiones debidas a mi codicia ni a mi miedo. Lo veo tal como
es, no tal como deseo que sea o no sea. En este modo de percepción no hay
distorsiones paratáxicas. Hay una cualidad vital completa y la síntesis es de
subjetividad-objetividad. Yo experimento intensamente —sin embargo, el
objeto sigue siendo lo que es. Lo hago vivir —y él me hace vivir. Satori
parece misterioso sólo a la persona que no tiene conciencia del grado en que
su percepción del mundo es puramente mental, a paratáxica. Si tenemos
conciencia de ello, también tenemos conciencia de una conciencia distinta,
que puede llamarse también una conciencia plenamente realista. Puede que
sólo hayamos experimentado destellos de esto —y, sin embargo, podemos
imaginar lo que es. Un niño que estudia piano no toca como un gran
maestro. Sin embargo, la manera de tocar del maestro no es nada
misteriosa; es sólo la perfección de la experiencia rudimentaria del niño.
El hecho de que la percepción no deformada y no cerebral de la realidad
es un elemento esencial de la experiencia zen, se expresa claramente en dos
relatos. Uno es la historia de la conversación de un maestro con un monje:
“—¿Haces alguna vez un esfuerzo por disciplinarte en la verdad?”
“—Si.”
“—¿Cómo te ejercitas?”
“—Cuando tengo hambre como, cuando estoy cansado duermo.”
“—Es lo que todo el mundo hace; ¿puede decirse que ellos se ejercitan
de la misma manera que tú?”
“—No.”
“—¿Por qué?”
“—Porque cuando comen no comen, sino que piensan en otras muchas
cosas, distrayéndose; cuando duermen no duermen, sino que sueñan mil
cosas. Por eso no se parecen a mi68”.
El relato apenas necesita explicación. La persona media, impulsada por
la inseguridad, la codicia, el temor, está constantemente inmersa en un
mundo de fantasías (sin tener necesariamente conciencia de ello) en el que
viste al mundo con cualidades que proyecta dentro de el, pero que no están
ahí. Esto era cierto en la etapa en que se produjo esta conversación; cuánto
más cierto resulta ahora, cuando casi todo el mundo ve, siente y gusta con
sus ideas, más que con aquellas facultades dentro de sí misma que pueden
ver, oír, sentir y gustar.
La otra declaración, igualmente reveladora, es la de un maestro zen que
decía: “Antes de la iluminación, los ríos eran ríos y las montañas eran
montañas. Cuando empecé a experimentar la iluminación, los ríos dejaron
de ser ríos y las montañas dejaron de ser montañas. Ahora, desde que estoy
iluminado, los ríos vuelven a ser ríos y las montañas son montañas.” Vemos
una vez más el nuevo enfoque de la realidad. La persona media es como el
hombre de la caverna de Platón, que sólo ve las sombras y las confunde con
la sustancia. Una vez que ha reconocido este error, sabe únicamente que las
sombras no son la sustancia. Pero cuando se ilumina, ha abandonado la
caverna y su oscuridad por la luz: allí ve la sustancia y no las sombras. Está
despierto.
Mientras está en la oscuridad, no puede entender la luz (como dice la
Biblia: “Y la luz en las tinieblas resplandece, mas las tinieblas no la
comprendieron.”). Una vez que sale de la oscuridad, entiende la diferencia
entre cómo veía el mundo como sombras y cómo lo ve ahora, como
realidad.
El zen tiende al conocimiento de la propia naturaleza. Busca el
“conocerse a si mismo”. Pero este conocimiento no es el conocimiento
“científico” del psicólogo moderno, el conocimiento del conocedor-
intelecto que se conoce a sí mismo como objeto; el conocimiento del yo en
el zen es un conocimiento no intelectual, no enajenado, es la plena
experiencia en la que el conocedor y lo conocido se vuelven uno solo.
Como ha dicho Suzuki: “La idea básica del zen es entrar en contacto con
los funcionamientos interiores del propio ser, y hacerlo de la manera más
directa posible, sin recurrir a nada extremo ni sobreañadido69”.
Esta visión de la propia naturaleza no es una visión intelectual, externa,
sino una visión experimentada, desde adentro como si dijéramos. Esta
diferencia entre el conocimiento intelectual y el conocimiento obtenido por
la experiencia es de importancia central para el zen y, al mismo tiempo,
constituye una de las dificultades básicas con que tropieza el estudioso
occidental cuando trata de entender el zen. Occidente, durante dos mil años
(y con muy pocas excepciones, como los místicos) ha creído que puede
darse a través del pensamiento una respuesta definitiva al problema de la
existencia; la “respuesta correcta” en religión y en filosofía es de
fundamental importancia. Esta insistencia preparó el camino al
florecimiento de las ciencias naturales. Aquí el pensamiento correcto,
aunque no da una respuesta final al problema de la existencia, es inherente
al método y necesario a la aplicación del pensamiento a la práctica, es decir,
a la técnica. El zen, por otra parte, se basa en la premisa de que la respuesta
última a la vida no puede darse en el pensamiento. “La rutina intelectual del
‘sí’ y el ‘no’ es muy cómoda cuando las cosas siguen su curso regular; pero
tan pronto como surge la cuestión última de la vida, el intelecto no logra
responder satisfactoriamente70”.
Por esta misma razón, la experiencia del satori nunca puede expresarse
intelectualmente. Es “una experiencia que ninguna medida de explicación
ni argumentación puede hacer comunicable a otros, a no ser que ellos
mismos la hayan tenido previamente. Si el satori puede reducirse al análisis
en el sentido de que, al hacerlo, resulta perfectamente claro para otro que
nunca lo ha experimentado, ese satori no será el satori. Porque un satori
convertido en concepto deja de serlo; y dejará de ser una experiencia zen71”.
No es sólo que la respuesta final a la vida no puede ser dada mediante
ninguna formulación intelectual; para lograr la iluminación, hay que
rechazar todas las elaboraciones de la mente que impiden la verdadera
visión. “Zen quiere que la propia mente sea libre y sin obstrucciones; hasta
la idea de unidad y totalidad es un obstáculo y un lazo que estrangula y que
amenaza la libertad original del espíritu72”. En consecuencia, el concepto de
participación o empatía, tan acentuado por los psicólogos occidentales, no
es aceptable para el pensamiento zen. “La idea de participación o empatía
es una interpretación intelectual de la experiencia primaria, mientras que,
por lo que se refiere a la experiencia misma, no hay lugar para ningún tipo
de dicotomía. El intelecto, sin embargo, se impone y rompe la experiencia
para reducirla a un tratamiento intelectual, que significa una separación o
bifurcación. El sentimiento original de identidad se pierde entonces y el
intelecto puede hacer pedazos la realidad a su manera característica. La
participación o empatía es el resultado de la intelectualización. El filósofo
que no tiene una experiencia original puede caer en ella73”.
No sólo el intelecto, sino cualquier concepto o imagen impuestos por
una autoridad previa restringen la espontaneidad de la experiencia; así el
zen “no atribuye importancia intrínseca a los sutras sagrados, ni a su
exégesis por los sabios e ilustrados. La experiencia personal actúa
vigorosamente contra la autoridad y la revelación objetiva...74”. En el zen,
no se niega a Dios ni se insiste en Él. “El zen pretende la libertad absoluta,
hasta en relación con Dios75”. Quiere la misma libertad, inclusive, en
relación con Buda; de ahí el dicho zen: “Lávate la boca cuando pronuncies
la palabra Buda.”
De acuerdo con la actitud zen hacia la visión intelectual, su fin de
enseñar no es, como en Occidente, una creciente sutileza del pensamiento
lógico, sino que su método “consiste en ponerlo a uno en un dilema, del
cual debe tratarse de escapar no a través de la lógica sino a través de un
espíritu elevado76”. En consecuencia, el maestro no es un maestro en el
sentido occidental. Es un maestro, en tanto que ha dominado su propio
espíritu, y por ello es capaz de comunicar al discípulo la única cosa que
puede ser comunicada: su existencia. “A pesar de todo lo que puede hacer
el maestro, es incapaz de hacer que el discípulo se apodere de la cosa, a no
ser que éste esté plenamente preparado para ello... La captación de la
realidad última debe ser hecha por uno mismo77”.
La actitud del maestro zen hacia su discípulo es desorientadora para el
lector occidental moderno quien se ve apresado en la alternativa entre una
autoridad irracional que limita la libertad y explota su objeto y una ausencia
de toda autoridad, un laissez-faire. El zen representa otra forma de
autoridad, la de la “autoridad racional”. El maestro no busca al discípulo;
no quiere nada de él, ni siquiera que logre la iluminación; el discípulo viene
por su propia voluntad y se va por su propia voluntad. Pero en la medida en
que quiere aprender del maestro, hay que reconocer el hecho de que el
maestro es un maestro, es decir, que el maestro sabe lo que el discípulo
quiere saber y no sabe todavía. Para el maestro “no hay nada que explicar
mediante palabras, no hay nada que pueda enseñarse como una doctrina
sagrada. Treinta golpes ya sea que afirmes o niegues. No permanezcas en
silencio, ni seas discursivo78”. El maestro zen se caracteriza, al mismo
tiempo, por la absoluta falta de autoridad irracional y por la afirmación
igualmente vigorosa de esa autoridad que nada demanda, cuya fuente es la
experiencia auténtica.
El zen no puede entenderse si no se toma en consideración la idea que el
alcanzar la verdad está indisolublemente ligado a un cambio de carácter.
Aquí el zen se atraiga en el pensamiento budista, para el que la
transformación del carácter es una condición de la salvación. Deben
abandonarse la codicia de posesión y todas las demás codicias, el amor
propio y la auto-glorificación. La actitud hacia el pasado es de gratitud,
hacia el presente de servicio y hacia el futuro de responsabilidad. Vivir en el
zen “significa tratarse a sí mismo y al mundo con la actitud más apreciativa
y reverente”, actitud que es la base de la “virtud secreta, un rasgo muy
característico de la disciplina zen. Significa no malgastar los recursos
naturales; significa hacer pleno uso, económico y moral, de todo lo que se
presenta.”
Como fin positivo, el objetivo ético del zen es lograr la “plena seguridad
y falta de temor”, ir de la servidumbre a la libertad. “El zen es una cuestión
de carácter y no de entendimiento, lo que significa que el zen emana de la
voluntad como primer principio de la vida79”.
VI. Des-represión e iluminación
¿Qué se desprende de nuestro examen del psicoanálisis80 y del zen en
cuanto a la relación entre ambos?
El lector debe haber advertido ya el hecho de que el supuesto de la
incompatibilidad entre el budismo zen y el psicoanálisis sólo es el resultado
de una visión superficial de ambos. Por el contrario, la afinidad entre ambos
parece ser mucho más notable. Este parágrafo se dedicará a una elucidación
detallada de esta afinidad.
Empecemos con las afirmaciones del doctor Suzuki, citadas
anteriormente, sobre la finalidad del zen. “El zen, en esencia, es el arte de
ver dentro de la naturaleza del propio ser y señala el camino de la
servidumbre a la libertad... Podemos decir que el zen libera todas las
energías acumuladas propia y naturalmente en cada uno de nosotros, que en
circunstancias ordinarias son constreñidas y deformadas de modo que no
encuentran un canal adecuado para su actividad... El objeto del zen, es por
tanto, salvarnos de la locura o la parálisis. A esto me refiero cuando hablo
de libertad, de dar libre juego a todos los impulsos creadores y benevolentes
que yacen en nuestro corazón. Por lo general, estamos ciegos ante este
hecho: que estamos en posesión de todas las facultades necesarias para ser
felices y que nos harán amarnos unos a otros.”
Esta descripción de la finalidad del zen podría aplicarse sin
modificaciones como una descripción de lo que el psicoanálisis aspira a
realizar; visión dentro de la propia naturaleza, realización de la libertad,
felicidad y amor, liberación de la energía, salvación de la locura o la
parálisis.
Esta última afirmación, la de que nos enfrentamos a la alternativa entre
la iluminación y la locura, puede sonar sorprendente, pero en mi opinión
surge de hechos observables. Mientras que la psiquiatría se preocupa de la
cuestión de por qué algunas personas se vuelven locas, el problema real es
por qué la mayoría de la gente no se vuelve loca. Considerando la posición
del hombre en el mundo, su separación, soledad, impotencia y su
conciencia de ello, podría esperarse que esta carga fuera más de lo que
puede soportar, de tal manera que, literalmente, “se desintegraría” bajo la
tensión. La mayoría de la gente evita este resultado mediante mecanismos
compensatorios como la rutina dominante de la vida, la conformidad con el
rebaño, la búsqueda del poder, el prestigio y el dinero, la dependencia de los
ídolos —compartida con otros en cultos religiosos— una vida masoquista
marcada por el autosacrificio, la inflación narcisista: en resumen, la
parálisis. Todos estos mecanismos compensatorios pueden mantener la
salud mental, suponiendo que funcionen, hasta cierto punto. La única
solución fundamental que realmente supera la locura potencial es la
respuesta plena, productiva al mundo que, en su forma más elevada, es la
iluminación.
Antes de llegar al problema central de la relación entre el psicoanálisis y
el zen quiero considerar algunas otras afinidades más periféricas:
La primera que debemos mencionar es la orientación ética común al
zen y al psicoanálisis. Una condición para lograr el fin del zen es la
superación de la codicia, ya sea la codicia de la posesión o de la gloria, o
cualquier otra forma de codicia (“codicia” en el sentido del Antiguo
Testamento). Este es, precisamente, el fin del psicoanálisis. En su teoría de
la evolución de la libido del nivel oral receptivo, a través del oral sadista,
el anal, al nivel genital, Freud afirmó implícitamente que el carácter sano
se desarrolla de lo codicioso, cruel, ruin hacia una orientación activa,
independiente. En mi propia terminología, que sigue las observaciones
clínicas de Freud, he hecho más explícito este elemento de valor hablando
de la evolución de lo receptivo, a través de la actitud de explotación, de
atesoramiento, de mercado, hacia la orientación productiva
81
. Cualquiera que sea la terminología que se emplee, el punto esencial
es que, en la concepción psicoanalítica, la codicia es un fenómeno
patológico; existe cuando una persona no ha desarrollado sus capacidades
activas, productivas. Sin embargo, ni el psicoanálisis ni el zen son
primordialmente sistemas éticos. La finalidad del zen trasciende la meta de
la conducta ética y lo mismo sucede con el psicoanálisis. Podría decirse
que ambos sistemas suponen que la realización de su fin trae consigo una
transformación ética, la superación de la codicia y la capacidad de amor y
compasión. No tienden a hacer que un hombre lleve una vida virtuosa
mediante la supresión del deseo “malo”, sino que esperan que el mal deseo
se desvanezca y desaparezca bajo la luz y el calor de la conciencia
ampliada. Pero cualquiera que sea la relación causal entre la iluminación y
la transformación ética, seria un error fundamental creer que la finalidad
del zen puede separarse de la finalidad de superar la codicia, la
autoglorificación y la locura o que el satori puede realizarse sin lograr la
humildad, el amor y la compasión. Sería igualmente un error suponer que
el fin del psicoanálisis se logra si no se produce una transformación
semejante en el carácter de la persona. Una persona que ha alcanzado el
nivel productivo no es codiciosa y, al mismo tiempo, ha superado su
grandiosidad y las ficciones de omnisciencia y omnipotencia; es humilde y
se ve tal como es. Tanto el zen como el psicoanálisis tienden a algo que
trasciende a la ética y, sin embargo, su fin no puede realizarse si no se
produce una transformación ética.
Otro elemento común a ambos sistemas es su insistencia en la
independencia frente a cualquier tipo de autoridad. Esta es la principal
razón de Freud para criticar a la religión. Consideraba como esencia de la
religión la ilusión de sustituir con la dependencia respecto a Dios la
dependencia original respecto a un padre que ayuda y castiga. La fe en
Dios prolonga, según Freud, la dependencia infantil, en vez de madurar, lo
que significa confiar sólo en su propia fuerza. ¿Qué habría dicho Freud a
una “religión” que afirma: “¡Cuando hayas mencionado el nombre de
Buda, lávate la bocal” ¿Qué habría dicho a una religión en la que no hay
Dios, ni autoridad irracional de ningún tipo, cuya meta principal es
precisamente la de liberar al hombre de toda dependencia, activándolo,
mostrándole que él, y nadie más, tiene la responsabilidad de su destino?
No obstante, podría preguntarse ¿no contradice esta actitud
antiautoritaria la importancia de la persona del maestro en el zen y del
analista en el psicoanálisis? Una vez más, esta cuestión señala un elemento
en que existe una profunda relación entre el zen y el psicoanálisis. En
ambos sistemas se necesita un guía, alguien que haya pasado por la
experiencia que el paciente (el discípulo) a su cuidado debe atravesar.
¿Significa esto que el discípulo se vuelva dependiente del maestro (o del
psicoanalista) y que, en consecuencia, las palabras del maestro constituyan
para él la verdad? Sin duda, los psicoanalistas se enfrentan al hecho de
esta dependencia (transferencia) y reconocen la poderosa influencia que
puede tener. Pero la finalidad del psicoanálisis es entender y eventualmente
disolver este lazo y, en vez de ello, llevar al paciente a un punto en que
adquiera plena libertad frente al analista, porque ha experimentado en sí
mismo lo que era inconsciente y lo reintegra a su conciencia. El maestro
zen —y lo mismo puede decirse del psicoanalista— sabe más y por eso
puede tener convicción en su juicio, pero esto no significa en absoluto que
imponga su juicio al discípulo. No ha llamado al discípulo y no le impide
que lo abandone. Si el discípulo viene a él voluntariamente y quiere su guía
para emprender el difícil camino hacia la iluminación, el maestro está
dispuesto a guiarlo, pero sólo con una condición: que el discípulo entienda
que, por mucho que el maestro quiera ayudarlo, el discípulo debe tener la
responsabilidad de sí mismo. Ninguno de nosotros puede salvar el alma de
nadie. Sólo podemos salvarnos a nosotros mismos. Lo único que puede
hacer el maestro es desempeñar el papel de una partera, de un guía en las
montañas. Como dijo un maestro: “Realmente no tengo nada que
impartirte y si trato de hacerlo, tendrías ocasión de ridiculizarme. Además,
lo que yo pueda decirte es mío y nunca puede ser tuyo.”
Una ilustración muy notable y concreta de la actitud del maestro zen se
encuentra en el libro de Herrigel sobre el arte de la arquería82. El maestro
zen insiste en su autoridad racional, es decir, que sabe mejor cómo alcanzar
el arte de la arquería y, por tanto, debe acentuar determinada manera de
aprenderlo, pero no adquiere ninguna autoridad irracional, ningún poder
sobre el discípulo ni la dependencia continuada del discípulo en relación
con el maestro. Por el contrario, una vez que el discípulo se ha convertido a
su vez en maestro, sigue su propio camino y todo lo que el maestro espera
de él es un retrato que le muestre, cada cierto tiempo, cómo va el discípulo.
Podría decirse que el maestro zen ama a sus discípulos. Su amor es realista
y maduro, consiste en hacer todos los esfuerzos por ayudar al discípulo a
realizar su fin, sabiendo sin embargo que nada de lo que haga el maestro
puede resolver el problema para el discípulo, puede lograr para él ese fin.
Este amor del maestro zen no es sentimental, es un amor realista, un amor
que acepta la realidad del destino humano en el que ninguno de nosotros
puede salvar al otro y, sin embargo, en el que no podemos dejar de hacer
todos los esfuerzos por ayudar a otro a salvarse a sí mismo. Cualquier amor
que no conozca esta limitación y pretenda ser capaz de “salvar” otra alma es
un amor que no se ha desprendido de la grandiosidad y la ambición.
No hacen falta otras pruebas de que lo que se ha dicho del maestro zen
es válido en principio (o debería serlo) pata el psicoanalista. Freud
consideraba que la independencia del paciente en relación con el analista
podía establecerse mediante una actitud impersonal, de espejo, por parte del
analista. Pero otros analistas como Ferenczi, Sullivan, yo mismo y otros,
que acentuamos la necesidad de una relación entre analista y paciente como
condición para la comprensión esta tan absolutamente de acuerdo en que
esta relación debe estar libre de todo sentimentalismo, de deformaciones
poco realistas y, en especial, de cualquier interferencia —hasta la más sutil
e indirecta— del analista en la vida del paciente, aún la demanda de que el
paciente se ponga bien. Si el paciente quiere curarse y cambiar, es muy
bueno, y el analista está dispuesto a ayudarlo. Si su resistencia a cambiar es
demasiado grande, no se debe a la responsabilidad del analista. Su
responsabilidad está en prestar lo mejor de su conocimiento y de su
esfuerzo, en darse al paciente en la búsqueda del fin para cuya realización
lo ha buscado el paciente.
En relación con la actitud del analista, hay otra afinidad entre el
budismo zen y el psicoanálisis. El método de “enseñar” del zen es
arrinconar al discípulo, como si dijéramos. El koan hace imposible que el
discípulo busque refugio en el pensamiento intelectual; el koan es como una
barrera que hace imposible la escapatoria. El analista hace —o debería
hacer— algo semejante. Debe evitar el error de dar al paciente
interpretaciones y explicaciones que sólo le impiden dar el salto del
pensamiento a la experiencia. Por el contrario, debe eliminar una
racionalización tras otra, una muleta tras otra, hasta que el paciente no
pueda seguir escapando y, en vez de ello, atraviese las ficciones que llenan
su mente y experimente la realidad —es decir, cobre conciencia de algo de
lo que antes no había tenido conciencia. Este proceso produce con
frecuencia mucha angustia y algunas veces tal angustia impediría romper
con las ficciones, si no fuera por la presencia tranquilizadora del analista.
Pero la tranquilidad viene de que “está ahí”, no de palabras que tienden a
inhibir al paciente y a impedir que experimente lo que sólo él puede
experimentar.
Nuestro análisis se ha referido hasta ahora a puntos tangenciales de
semejanza o afinidad entre el budismo zen y el psicoanálisis. Pero la
comparación no puede ser satisfactoria si no se refiere claramente al punto
principal del zen, que es la iluminación, y al punto principal del
psicoanálisis, que es la superación de la represión, la transformación del
inconsciente en consciente.
Resumamos lo que se ha dicho acerca de este problema por lo que se
refiere al psicoanálisis. El fin del psicoanálisis es hacer consciente el
inconsciente. Sin embargo, hablar “del” consciente y “el” inconsciente
significa tornar las palabras por realidades. Debemos atenemos al hecho de
que el consciente y el inconsciente se refieren a funciones, no a lugares ni
contenidos. Con propiedad, sólo podemos hablar de estados de diversos
grados de represión, es decir, un estado en que sólo se permite que entren en
la conciencia aquellas experiencias que pueden penetrar a través del filtro
social del lenguaje, la lógica y el contenido. En la medida en que puedo
librarme de este filtro y puedo experimentarme como el hombre universal,
es decir, en la medida en que disminuye la represión, estoy en contacto con
las fuentes más profundas dentro de mí mismo y esto significa que estoy en
contacto con toda la humanidad. Si se ha suprimido toda la represión, no
hay más inconsciente frente a lo consciente; hay una experiencia directa,
inmediata; en tanto que no soy un extraño para mí mismo, nada ni nadie es
un extraño para mí. Además, en el grado en que una parte de mí se enajena
de mí mismo, y mi “inconsciente” se separa de mi conciencia (es decir, que
yo, el hombre total, estoy separado de mí, el hombre social), mi captación
del mundo se falsifica de distintas maneras. Primero, en forma de
distorsiones paratáxicas (transferencia); experimento a la otra persona no
con mi ser total, sino con mi ser dividido, infantil, y así otra persona es
experimentada como una persona importante de la propia infancia y no
como la persona que realmente es.
En segundo lugar, el hombre en el estado de represión experimenta al
mundo con una falsa conciencia. No ve lo que existe, sino que pone la
imagen de su pensamiento en las cosas y las ve a la luz de sus imágenes
pensadas y fantasías, más que en su realidad. Es la imagen pensada, el velo
deformador, lo que crea sus pasiones, sus ansiedades. Finalmente, el
hombre reprimido, en vez de experimentar las cosas y las personas,
experimenta por cerebración. Está bajo la ilusión de estar en contacto con el
mundo, mientras que sólo está en contacto con palabras. La distorsión, la
falsa conciencia y la cerebración, no son maneras estrictamente distintas de
irrealidad; son más bien aspectos distintos y a la vez coincidentes del
mismo fenómeno de irrealidad que existe mientras el hombre universal está
separado del hombre social. Sólo describimos el mismo fenómeno de una
manera distinta diciendo que la persona que vive en el estado de represión
es la persona enajenada. Proyecta sus propios sentimientos e ideas en
objetos y no se experimenta a sí mismo como el sujeto de sus sentimientos,
sino que es dominado por los objetos que están cargados con sus
sentimientos.
Lo opuesto de la experiencia enajenada, distorsionada, paratáxica, falsa,
cerebralizada, es la captación inmediata, directa, total del mundo que vemos
en el niño, antes de que la fuerza de la educación cambie esta forma de
experiencia. Para el niño recién nacido no hay todavía una separación entre
el yo y el no-yo. Esta separación se produce gradualmente y la realización
final se expresa por el hecho que el niño puede decir “Yo”. Pero todavía la
captación del mundo por el niño sigue siendo relativamente inmediata y
directa. Cuando el niño juega con una pelota, ve realmente cómo se mueve
la pelota, está plenamente en esta experiencia y por eso es una experiencia
que puede repetirse interminablemente y con la misma alegría. El adulto
cree también que ve la pelota que rueda. Esto es cierto, por supuesto, en
tanto que ve el objeto-pelota rodando en el objeto-suelo. Pero no ve
realmente cómo rueda. Piensa a la pelota rodando en la superficie. Cuando
dice “la pelota rueda”, confirma en realidad sólo: a) su conocimiento de que
el objeto redondo en cuestión se llama pelota y b) su conocimiento de que
los objetos redondos ruedan sobre una superficie lisa cuando se les impulsa.
Sus ojos operan con el fin de probar su conocimiento, dándole seguridad en
el mundo.
El estado de no represión es un estado en el que se adquiere nuevamente
la visión inmediata, no deformada de la realidad, la simpleza y la
espontaneidad del niño; no obstante, después de haber atravesado el proceso
de enajenación, de desarrollo del propio intelecto, la no represión es una
vuelta a la inocencia en un nivel superior; esta vuelta a la inocencia es
posible sólo después de haber perdida la propia inocencia.
Toda esta idea ha encontrado una expresión clara en el Antiguo
Testamento, en la historia de la Caída y en el concepto profético del Mesías.
El hombre, en la historia bíblica, se encuentra en un estado de unidad
indiferenciada en el Jardín del Edén. No hay conciencia, no hay
diferenciación, no hay opción, no hay libertad, no hay pecado. Es parte de
la naturaleza, y no tiene conciencia de ninguna distancia entre él mismo y la
naturaleza. Este estado de unidad primordial, pre-individual, es quebrantado
por el primer acto de opción, que es al mismo tiempo el primer acto de
desobediencia y de libertad. El acto produce el surgimiento de la
conciencia. El hombre tiene conciencia de sí mismo como él, de su
separación de Eva la mujer y de la naturaleza, los animales y la tierra.
Cuando experimenta esta separación siente vergüenza —como todos
sentimos todavía vergüenza (aunque inconscientemente) cuando
experimentamos la separación de nuestros semejantes. Abandona el Jardín
del Edén, y éste es el principio de la historia humana. No puede volver al
estado original de armonía y, sin embargo, puede esforzarse por alcanzar un
nuevo estado de armonía desarrollando su razón, su objetividad, su
conciencia y su amor plenamente, de modo que, como lo expresan los
profetas, la “tierra será llena del conocimiento de Dios, como las aguas
cubren la mar.”
La historia, en la concepción mesiánica, es el sitio en el que se
producirá este desarrollo de la armonía pre-individual, preconsciente a una
nueva armonía, una armonía basada en la conclusión y perfección del
desarrollo de la razón. Este nuevo estado de armonía se llama la época
mesiánica, en la que el conflicto entre el hombre y la naturaleza, el hombre
y el hombre, habrá desaparecido, en la que el desierto se convertirá en valle
fructífero, en la que el cordero y el lobo morarán juntos, y las espadas se
transformarán en rejas de arado. La época mesiánica es la época del Jardín
del Edén, y sin embargo, es su opuesto. Es la unidad, la inmediatez, la
totalidad, pero del hombre plenamente desarrollado que ha vuelto a ser niño
y, sin embargo, ha dejado de serlo.
La misma idea se expresa en el Nuevo Testamento: “De cierto os digo,
que cualquiera que no recibiere el Reino de Dios como un niño, no entrará
en él83”. El significado es claro: tenernos que volver a ser niños, a
experimentar la visión des-enajenada, creadora del mundo; pero al volver a
ser niños, al mismo tiempo, no somos niños sino adultos plenamente
desarrollados. Tenemos entonces la experiencia que el Nuevo Testamento
describe así: “Ahora vemos por espejo, en oscuridad; mas entonces veremos
cara a cara: ahora conozco en parte; mas entonces conoceré como soy
conocido84”.
“Cobrar conciencia del inconsciente” significa superar la represión y la
enajenación de mí mismo y, por tanto, del extraño. Significa despertar,
descartar las ilusiones, las ficciones, las mentiras, ver la realidad tal como
es. El hombre que despierta es el hombre liberado, el hombre cuya libertad
no puede ser restringida ni por los demás ni por él mismo. El proceso de
cobrar conciencia de aquello de lo que no se tenía conciencia constituye la
revolución interior del hombre. Es el verdadero despertar que está en la raíz
del pensamiento intelectual creador y de la visión intuitiva inmediata.
Mentir sólo es posible en un estado de enajenación, en el que la realidad no
se experimenta salvo corno pensamiento. En el estado de apertura a la
realidad que existe al despertar, mentir es imposible porque la mentira se
desvanecería bajo la fuerza de la experiencia plena. En último análisis,
hacer consciente el inconsciente significa vivir en la verdad. La realidad ha
dejado de estar enajenada; estoy abierto a ella; dejo que sea; por eso mis
respuestas a ella son “verdaderas”. El último análisis, hacer consciente el
inconsciente significa vivir en la verdad. La realidad ha dejado de estar
enajenada; estoy abierto a ella; dejo que sea; por eso mis respuestas a ella
son “verdaderas”.
Este fin de la captación inmediata, plena del mundo es el objetivo del
zen. Como el doctor Suzuki ha escrito un capítulo sobre el inconsciente en
este libro, puedo referirme a su exposición y tratar así de aclarar más la
relación entre los conceptos psicoanalíticos y los conceptos zen.
En primer lugar, me gustaría señalar una vez más la dificultad
terminológica que, a mí parecer, complica innecesariamente las cosas; el
uso de la conciencia y el inconsciente en vez del término funcional de
mayor o menor conocimiento de la experiencia en el hombre total. Creo
que, si liberáramos nuestra exposición de esos obstáculos terminológicos,
podríamos reconocer más fácilmente la relación entre el verdadero
significado de volver consciente el inconsciente y la idea de iluminación.
“El método zen consiste en penetrar directamente en el objeto mismo y
verlo, como si dijéramos, desde dentro85”. Esta captación inmediata de la
realidad “puede llamarse también de connación o creadora86”. Suzuki habla
entonces de esta fuente de capacidad creadora como “el inconsciente del
zen” y sigue diciendo que “el inconsciente es algo que debe sentirse, no en
el sentido ordinario, sino en lo que yo llamaría el sentido más primario o
fundamental87”. La formulación habla aquí del inconsciente como de un
campo dentro de la personalidad, que la trasciende y, como sigue diciendo
Suzuki, “el sentimiento del inconsciente es… mucho más básico (y)
primario88”. Traduciéndolo a términos funcionales, no hablaría de sentir
“el” inconsciente, sino más bien de tener conciencia de un área más
profunda y no convencionalizada de experiencia o, para decirlo de otra
manera, de disminuir el grado de represión, reduciendo así la deformación
paratáxica, las proyecciones de imágenes y la cerebración de la realidad.
Suzuki dice que el hombre dedicado al zen está “en comunión directa con el
gran inconsciente89”.
Yo preferiría formularlo así: tener conciencia de su propia realidad y de
la realidad del mundo en su plena profundidad y sin velos. Poco después,
Suzuki emplea el mismo lenguaje funcional cuando afirma: “En realidad,
[el inconsciente] es, por el contrario, lo que nos resulta másíntimo y
precisamente por esta intimidad resulta difícil captarlo, de la misma manera
que el ojo no puede verse a sí mismo. Cobrar conciencia, pues, del
inconsciente requiere un entrenamiento especial por parte de la
conciencia90”.
Aquí Suzuki opta por una formulación que sería exactamente la
escogida desde el punto de vista psicoanalítico: la finalidad es cobrar
conciencia del inconsciente y, para lograrlo, hace falta cierto entrenamiento
por parte de la conciencia. ¿Implica esto que el zen y el psicoanálisis tienen
el mismo fin y que difieren sólo en el entrenamiento de la conciencia que
han desarrollado?
Antes de volver sobre este punto, me gustaría analizar algunos otros que
necesitan aclararse.
El doctor Suzuki, en su análisis, se refiere al mismo problema que
mencioné más arriba en el examen del concepto psicoanalítico, el del
conocimiento frente al estado de inocencia. Lo que se llama en término
bíblicos la pérdida de la inocencia, por la adquisición del conocimiento, se
llama en el zen y en el budismo en general la “contaminación afectiva
(klesha)” o la “interferencia de la mente consciente con predominio de la
intelección (vijñana).” El término intelección plantea un problema muy
importante. ¿Es la intelección lo mismo que la conciencia? En este caso,
hacer del inconsciente consciente, implicaría acrecentar la intelección y
conduciría a un fin precisamente opuesto al del zen. Si esto fuera así, el fin
del psicoanálisis y del zen serían diametralmente opuestos, tendiendo el uno
a una mayor intelección y el otro a superar la intelección.
Hay que reconocer que Freud, en los primeros años de su obra, cuando
todavía creía que la información dada al paciente por el psicoanalista
bastaba para curarlo, tenía una concepción de la intelección como meta del
psicoanálisis; hay que reconocer además que en la práctica muchos
analistas no han salido todavía de esta concepción de la intelección y que
Freud nunca se expresó con plena claridad sobre la diferencia entre
intelección y la experiencia afectiva, total, que se produce en el genuino
trabajo psicoanalítico”. No obstante, es precisamente esta visión
experimental y no intelectual la que constituye el fin del psicoanálisis. Tal
como lo afirmé antes, tener conciencia de mi respiración no significa
pensar en mi respiración. Por el contrario, cuando pienso en mi respiración
o en el movimiento de mi mano, no tengo yo conciencia de mi respiración
ni del movimiento de mi mano. La mismo es válido de mi conciencia de
una flor o una persona, de mi experiencia de la alegría, el amor o la paz. Es
característico de toda verdadera visión en el psicoanálisis que no pueda
formularse un pensamiento, mientras que es característico de todo mal
análisis que la “visión” se formule en teorías complicadas que no tienen
nada que ver can la experiencia inmediata. La auténtica visión
psicoanalítica es súbita, sobreviene sin ser forzada, ni siquiera premeditada.
Comienza no en el cerebro sino, para utilizar una imagen japonesa, en el
vientre. No puede formularse adecuadamente en palabras y se escapa si
tratamos de hacerlo; no obstante, es real y consciente, y deja a la persona
que la experimenta como una persona cambiada.
La captación inmediata del mundo por el niño es anterior al pleno
desarrollo de la conciencia la objetividad y un sentido de realidad como
distintivos del yo. En este estado el inconsciente es instintivo, no va más
allá del de los animales o los niños. No puede ser el del hombre maduro91.
Durante el paso del inconsciente primitivo a la conciencia de sí, el
mundo es experimentado como un mundo enajenado sobre la base de la
separación entre sujeto y objeto, de la separación entre el hombre universal
y el hombre social, entre el inconsciente y la conciencia. Sin embargo, en el
grado en que la conciencia esta adiestrada para abrirse, para suprimir el
triple filtro, desaparece la discrepancia entre la conciencia y el inconsciente.
Una vez que ha desaparecido plenamente, hay una experiencia directa, no
refleja, consciente, justo el tipo de experiencia que existe sin intelección ni
reflexión. Este conocimiento es lo que Spinoza llamó la forma superior de
conocimiento, la intuición; el conocimiento que Suzuki describe como el
método que consiste en penetrar directamente en el objeto mismo y verlo,
como si dijéramos, desde dentro”; es la manera de connación o creadora de
ver la realidad. En esta experiencia de la captación inmediata, no refleja, el
hombre se convierte en “el artista creador de la vida”, que todos somos y,
sin embargo, hemos olvidado que somos. “Para esa persona (artista creador
de la vida), cada uno de sus actos expresa originalidad, capacidad creadora,
su personalidad viva. No hay en ello convencionalismo, conformidad, ni
motivación inhibitoria… No tiene un yo encasillado en su existencia
fragmentaria, limitada, restringida, egocéntrica. Ha salido de su prisión92.
El “hombre maduro”, si se ha limpiado de la “contaminación afectiva” y
de la interferencia intelectual, puede realizar “una vida de libertad y
espontaneidad donde no puedan asaltarlo sentimientos perturbadores cómo
el temor, la angustia o la inseguridad93”. Lo que dice Suzuki de la función
liberadora de esta realización, es en verdad, lo que desde el punto de vista
psicoanalítico se diría del efecto esperado de la plena visión.
Queda una discusión de terminología que quiero mencionar sólo
brevemente, porque como todas las cuestiones terminológicas, no es de
gran importancia. Mencioné antes que Suzuki habla del entrenamiento de la
conciencia; pero en otras partes habla del “inconsciente adiestrado en el
que todas las experiencias conscientes por las que ha atravesado desde la
infancia son incorporadas como constituyentes de todo su ser94”. Podría
encontrarse una contradicción en el uso, una vez, de la “conciencia
adiestrada” y, en otro momento, del “inconsciente adiestrado”. Pero no creo
que nos encontremos aquí, en absoluto, con una contradicción. En el
proceso de hacer consciente el inconsciente, de llegar a la plena realidad, no
refleja, de la experiencia, tanto la conciencia como el inconsciente deben
ser adiestrados. La conciencia debe sur adiestrada para disminuir su
dependencia del filtro convencional, mientras que el inconsciente debe ser
adiestrado para salir de su existencia secreta, separada, a la luz. Pero en
realidad, hablar del entrenamiento de la conciencia y del inconsciente
significa emplear metáforas. Ni el inconsciente ni la conciencia deben ser
adiestrados (porque no hay ni una conciencia ni un inconsciente), sino que
el hombre debe ser adiestrado para suprimir su represión y experimentar la
realidad plena, claramente, con toda conciencia y, sin embargo, sin
reflexión intelectual, salvo cuando la reflexión intelectual es deseada o
necesaria, como en la ciencia y las ocupaciones prácticas.
Suzuki sugiere llamar a este inconsciente el “Inconsciente Cósmico”.
No hay, por supuesto, una argumentación válida contra esta terminología,
siempre y cuando se la explique tan claramente como en el texto de Suzuki.
No obstante, preferiría emplear el término “Conciencia Cósmica”, que
Bucke empleó para designar una forma nueva, naciente, de la conciencia95.
Preferiría este término porque en el caso de que el inconsciente se vuelva
consciente y en el grado en que lo haga, deja de ser inconsciente (teniendo
siempre en cuenta que no se convierta en intelección reflexiva). El
inconsciente cósmico es el inconsciente sólo en tanto que estamos
separados de él, es decir, mientras somos inconscientes de la realidad. En la
medida en que despertamos y estamos en contacto con la realidad, no hay
nada a la que permanezcamos inconscientes. Hay que añadir que, al
emplear el término Conciencia Cósmica, en vez de conciencia, se hace
referencia a la función de la conciencia, más que a un lugar dentro de la
personalidad.
¿A dónde conduce toda la exposición sobre la relación entre el budismo
zen y el psicoanálisis?
La finalidad del zen es la iluminación: la percepción inmediata, no
refleja, de la realidad, sin contaminación afectiva ni intelectualización, la
captación de la relación de mí mismo con el universo. Esta nueva
experiencia es una repetición de la percepción pre-intelectual, inmediata,
del niño, pero en un nuevo nivel, el del pleno desarrollo de la razón del
hombre, la objetividad, la individualidad. Mientras que la experiencia del
niño, la de inmediación y unidad, antecede a la experiencia de enajenación
y la separación entre sujeto y objeto, la experiencia de iluminación la sigue.
El fin del psicoanálisis, tal como fue formulado por Freud, es hacer
consciente el inconsciente, sustituir el Id por el Ego. Desde luego, el
contenido del inconsciente que había que descubrir se limitaba a un
pequeño sector de la personalidad, a aquellos impulsas instintivos vivos en
la primera infancia, pero sujetos a la amnesia. Sacarlos del estado de
represión era el fin de la técnica analítica. Además, el sector que debería
descubrirse, aparte de las premisas teóricas de Freud, estaba determinado
por la necesidad terapéutica de curar un síntoma en particular. Había poco
interés en recuperar el inconsciente fuera del sector relacionado con la
formación de síntomas. Lentamente la introducción del concepto del
instinto de la muerte y el eros, y el desarrollo de los aspectos del Ego en los
años recientes, han producido cierta ampliación de los conceptos freudianos
de los contenidos del inconsciente. Las escuelas no freudianas ampliaron
mucho el sector del inconsciente que debía descubrirse. Jung más que
nadie, pero también Adler, Rank y los otros autores más recientes llamadas
neofreudianos han contribuido a esta extensión. Pero (con la excepción de
Jung), a pesar de esa ampliación, la medida del sector descubierto ha
seguido siendo determinada por el fin terapéutico de curar este o aquel
síntoma; o este o aquel rasgo neurótico del carácter. No ha abarcado a la
persona entera.
No obstante, si se sigue el fin original de Freud, el de hacer consciente
el inconsciente, hasta sus últimas consecuencias, hay que liberarla de las
limitaciones impuestas por la propia orientación de Freud fundada en los
instintos y por la tarea inmediata de curar los síntomas. Si se persigue el fin
de la plena recuperación del inconsciente, esta tarea no se limita entonces a
los instintos, ni a otros sectores limitados de la experiencia, sino a la
experiencia del hombre total; entonces el fin es superar la enajenación y la
separación entre sujeto y objeto al percibir el mundo; el descubrimiento del
inconsciente significa entonces la superación de la contaminación afectiva y
la cerebración; significa la des-represión, la abolición de la separación
dentro de mí mismo entre el hombre universal y el hombre social; significa
la desaparición de la polaridad de conciencia frente al inconsciente;
significa llegar al estado de la percepción inmediata de la realidad, sin
distorsión ni interferencia de la reflexión intelectual; significa superar el
deseo de aferrarse al ego, de adorarlo, significa renunciar a la ilusión de un
ego separado indestructible, que debe ampliarse, preservarse, como los
faraones egipcios esperaban conservarse como momias por toda la
eternidad. Ser conscientes del inconsciente significa estar abiertos,
responder, no tener nada y ser.
Esta finalidad de la plena recuperación del inconsciente por la
conciencia es obviamente mucho más radical que el fin psicoanalítico
general. Las razones de ello son fáciles de advertir. Realizar este fin total
requiere un esfuerzo mucho mayor que el que están dispuestas a hacer la
mayoría de las personas de Occidente. Pero aparte de esta cuestión del
esfuerzo, hasta la visualización de este fin es posible sólo en ciertas
condiciones. En primer lugar, este fin radical puede verse sólo desde el
punto de vista de determinada posición filosófica. No hay necesidad de
describir esta posición en detalle. Baste decir que es una posición en la que
no se tiende al fin negativo de la falta de enfermedad, sino al fin positivo de
la presencia del bienestar y que el bienestar es concebido en términos de
plena unión, de la percepción inmediata e incontaminada del mundo. Este
fin no podría ser mejor descrito que como lo ha hecho Suzuki en función
del “arte de vivir”. Hay que recordar que todo concepto como el del “arte de
vivir”, surge del terreno de una dirección espiritual humanista, como la
fundamenta la enseñanza de Buda, de los profetas, de Jesús, de Meister
Eckhart, o de hombres como Blake, Walt Whitman o Bucke. Si no se ve en
este contexto, el concepto del “arte de vivir’ pierde todo lo que es
específico y decae en un concepto que actualmente lleva el nombre de
“felicidad”. No hay que olvidar tampoco que esta dirección incluye una
finalidad ética. Aunque el zen trasciende la ética, incluye los fines éticos
básicos del budismo, que son esencialmente los mismos que los de toda
doctrina humanista. La realización del fin del zen, como ha dejado en claro
Suzuki en las conferencias incluidas en este libro, implica la superación de
la codicia en todas sus formas, ya sea la codicia de posesión, de fama o de
afecto; implica superar la autoglorificación narcisista y la ilusión de
omnipotencia. Implica, además, la superación del deseo de someterse a una
autoridad que resuelva el propio problema de la existencia. La persona que
sólo quiere utilizar el descubrimiento del inconsciente para curarse de la
enfermedad no intentará siquiera, por supuesto, realizar el fin radical que
reside en superar la represión.
Pero sería un error el creer que el fin radical de la des-represión no tiene
relación con un fin terapéutico. Así como se ha reconocido que la cura de
un síntoma y la prevención de futuras formaciones de síntomas no es
posible sin el análisis y el cambio de carácter, hay que reconocer también
que el cambio de este o aquel rasgo neurótico del carácter no es posible, sin
perseguir el fin más radical de una completa transformación de la persona.
Puede ser muy bien que los resultados relativamente desalentadores del
análisis del carácter (que nunca han sido más honradamente expresados que
en “¿Es el análisis terminable o interminable?” de Freud), se deban
precisamente al hecho de que los fines de curación del carácter neurótico no
fueran lo suficientemente radicales; que el bienestar, la libertad de la
angustia y la inseguridad sólo puedan realizarse si se trasciende el fin
limitado, es decir, si se comprende que el fin limitado, terapéutico, no puede
realizarse mientras sea limitado y no se convierta en parte de un marco de
referencia más amplio, humanista. Quizá el fin limitado pueda realizarse
con métodos más limitados y que consuman menos tiempo, mientras que el
tiempo y la energía consumidos en el largo proceso analítico se empleen
fructíferamente sólo con el fin radical de “transformación” más que con el
fin estrecho de “reforma”. Esta afirmación podría fortalecerse haciendo
referencia a algo dicho más arriba. El hombre, mientras no ha alcanzado la
relación creadora cuya realización más plena es el satori, compensa en el
mejor de los casos la depresión potencial inherente con la rutina, la
idolatría, la destructividad, la codicia de la propiedad o la fama, etc. Cuando
cualesquiera de estas compensaciones se rompen, se amenaza su salud
mental. La cura de la locura potencial está sólo en el cambio de actitud de la
separación y la enajenación a la percepción creadora, inmediata, del mundo
y la respuesta a él. Si el psicoanálisis puede ayudar de esta manera, puede
contribuir a lograr la verdadera salud mental; si no puede, sólo podrá
contribuir a mejorar los mecanismos de compensación.
Para plantearlo de otra manera: alguien puede ser “curado” de un
síntoma, pero no puede ser “curado” de una neurosis de carácter. El hombre
no es una cosa96, el hombre no es un “caso” y el analista no cura a nadie
tratándolo como un objeto. Por lo contrario, el analista sólo puede ayudar a
un hombre a despertarse, en un proceso en el que el analista está
comprometido con el “paciente” en el proceso de su comprensión de cada
uno, lo que significa experimentar su unidad.
Al afirmar todo esto, sin embargo, debemos estar dispuestos a
enfrentamos a una objeción. Si, como dije más arriba, la realización de la
plena conciencia del inconsciente es un fin tan radical y difícil como la
iluminación ¿tiene sentido considerar este fin radical como algo con una
aplicación general? ¿No es mera especulación el plantear seriamente el
problema de que sólo este fin radical puede justificar las esperanzas de la
terapia psicoanalítica?
Si sólo hubiera la alternativa entre la plena iluminación y nada, esta
objeción sería válida. Pero no es así. En el zen hay muchas etapas de
iluminación, de las cuales el satori es el paso último y decisivo. Pero, por lo
que yo sé, se valoran las experiencias que son pasos en dirección del satori,
aunque nunca pueda alcanzarse éste. El doctor Suzuki ilustró una vez este
punto de la siguiente manera: si se lleva una vela a un cuarto absolutamente
oscuro, desaparece la oscuridad y hay luz. Pero si se añaden diez, cien o mil
velas, el cuarto se iluminará cada vez más. No obstante, el cambio decisivo
fue introducido por la primera vela que penetró en la oscuridad97.
¿Qué sucede en el proceso analítico? Una persona siente por vez
primera que es vana, que está atemorizada, que odia, aunque
conscientemente se había considerado modesta, valiente y amante. La
nueva visión puede lastimarla, pero abre una puerta; le permite dejar de
proyectar en los demás lo que reprime en sí misma. Sigue adelante;
experimenta al recién nacido, al niño, al adolescente, al criminal, al loco, al
santo, al artista, al hombre y la mujer que hay dentro de ella; entra en un
contacto más profundo con la humanidad, con el hombre universal; reprime
menos, es más libre, tiene menos necesidad de proyectar, de racionalizar;
entonces puede experimentar por vez primera cómo ve los colores, cómo ve
rodar una pelota, cómo sus oídos se abren de súbito plenamente a la música,
cuando hasta ahora sólo la oía; al sentir su unidad con otros, puede tener
una primera visión de la ilusión que su ego individual separado es algo a lo
que hay que aferrarse, cultivar, salvar; experimentará la futilidad de buscar
la respuesta a la vida por tenerse a sí mismo, en vez de ser y convertirse en
él mismo. Todas éstas son experiencias súbitas, inesperadas, sin contenido
intelectual; sin embargo, después la persona se siente más libre, más fuerte,
menos angustiada que nunca.
Hasta ahora hemos hablado de los fines, y he afirmado que si se lleva el
principio de Freud de la transformación del inconsciente en consciente a sus
últimas consecuencias, nos acercamos al concepto de iluminación. Pero en
cuanto a los métodos para lograr este fin, el psicoanálisis y el zen son, en
verdad, totalmente diferentes. El método del zen es, podría decirse, el de un
ataque frontal al modo enajenado de percepción mediante la
“contemplación”, el koan y la autoridad del maestro. Por supuesto, todo
esto no es una “técnica” que pueda aislarse de la premisa del pensamiento
budista, de la conducta y los valores éticos que encarnan en el maestro y en
la atmósfera del monasterio. Hay que recordar también que no es un asunto
de “cinco horas a la semana” y que por el hecho mismo de buscar la
instrucción del zen el discípulo ha tomado una decisión muy importante,
una decisión que es parte importante de lo que se produce después.
El método psicoanalítico es totalmente diferente del método zen.
Adiestra a la conciencia para percibir el inconsciente de una manera
distinta. Dirige la atención a la percepción deformada; conduce a un
reconocimiento de la ficción dentro de uno mismo; amplía la gama de la
experiencia humana suprimiendo la represión. El método analítico es
psicológico-empírico. Examina el desarrollo psíquico de una persona desde
la infancia y trata de recuperar experiencias previas para ayudar a la
persona a experimentar lo que ahora está reprimido. Va descubriendo
ilusiones dentro de uno mismo acerca del mundo, paso a paso, de modo que
las deformaciones paratáxicas y las intelectualizaciones enajenadas
disminuyan. Al convertirse en menos extraña a sí misma, la persona que
atraviesa este proceso se vuelve menos extraña al mundo; al abrir la
comunicación con el universo dentro de sí misma, ha abierto la
comunicación con el universo exterior. La falsa conciencia desaparece y
con ella la polaridad conciencia-inconsciente. Un nuevo realismo aparece
en el que “las montañas son montañas nuevamente”. El método
psicoanalítico es por supuesto sólo un método, una preparación; pero
también lo es el método zen. Por el hecho mismo de ser un método nunca
garantiza la llegada a la meta. Los factores que permiten esta realización
están profundamente arraigados en la personalidad individual y, para
cualquier fin práctico, sabemos poco de ellos.
He sugerido que el método de descubrir el inconsciente, si se lleva a sus
últimas consecuencias, puede ser un paso hacia la iluminación, siempre y
cuando se dé dentro del contexto filosófico que se expresa más radical y
realistamente en el zen. Pero sólo una mayor experiencia posterior en la
aplicación de este método demostrará hasta dónde puede llevar. La opinión
expresada aquí implica sólo una posibilidad y por eso tiene el carácter de
una hipótesis que debe ser comprobada.
Pero lo que puede afirmarse con más certidumbre es que el
conocimiento del zen, y la preocupación por él, puede tener una influencia
muy fértil y clarificadora sobre la teoría y la técnica del psicoanálisis. El
zen, a pesar de que su método es diferente del psicoanálisis, puede afilar el
enfoque, lanzar nueva luz sobre la naturaleza de la visión y elevar el sentido
de lo que es ver, de lo que es ser creador, de lo que es superar las
contaminaciones afectivas y las falsas intelectualizaciones que son los
resultados necesarios de la experiencia, basada en la separación sujeto-
objeto.
Por su radicalismo mismo con respecto a la intelectualización, la
autoridad y la ilusión del ego, por su acento en la meta del bienestar, el
pensamiento zen profundizará y ampliará el horizonte del psicoanalista y lo
ayudará a llegar a un concepto más radical de la percepción de la realidad
como fin último del conocimiento pleno, consciente.
Si es permisible especular más sobre la relación entre el zen y el
psicoanálisis, podríamos pensar en la posibilidad de que el psicoanálisis
pueda ser importante para el estudioso del zen. Me lo imagino como una
ayuda para evitar el peligro de una falsa iluminación (que no es, por
supuesto, iluminación), una iluminación puramente subjetiva, basada en
fenómenos psicóticos o histéricos o en un estado de trance autoinducido. La
clarificación analítica podría ayudar al estudioso del zen a evitar ilusiones,
cuya ausencia es la condición misma de la iluminación.
Cualquiera que pueda ser el uso que haga el zen del psicoanálisis, desde
el punto de vista de un psicoanalista occidental expreso mi gratitud por este
precioso regalo del Oriente, y en especial al doctor Suzuki, que ha logrado
expresarlo de tal manera que nada de su esencia se pierde en el intento de
traducir el pensamiento oriental al pensamiento occidental, de modo que el
occidental, si se toma el trabajo, puede llegar a entender el zen, en la
medida en que esto puede lograrse antes de alcanzar la meta. Esa
comprensión no sería posible si no fuera por el hecho de que “la naturaleza
de Buda está en todos nosotros”, de que el hombre y la existencia son
categorías universales y de que la captación inmediata de la realidad, el
despertar y la iluminación son experiencias universales.
Serie psicología y psicoanálisis
G. Bally — El juego como expresión de libertad
H. Baruk — Psiquiatría moral experimental
R. De la Fuente — Psicología médica
P. Diel — Psicoanálisis de la divinidad
P. Diel — Los principios de la educación y de la reeducación
S. Escalona y G. Moore Heider — Predicción y resultados (Un estudio
sobre el desarrollo del niño)
E. Fromm — La misión de Freud
E. Fromm — Psicoanálisis de la sociedad contemporánea
H. E. Garrett — Las grandes realizaciones en la psicología
experimental
E. R. Hilgard — Teorías del aprendizaje
K. Horney — El nuevo psicoanálisis
G. Klineberg — Psicología social
R. O. Laing — El yo dividido
F. L. Mueller — Historia de la psicología
A. S. Neill — Summerhill (Un punto de vista radical sobre la educación
de los niños)
CH. Odier — El hombre, esclavo de su inferioridad
CH. Odier — La angustia y el pensamiento mágico
J. Piaget — La formación del símbolo en el niño
E. G. Schachtel — Metamorfosis (El conflicto del desarrollo humano y
la psicología de la creatividad)
M. A. Sechehaye — La realización simbólica. Diario de una
esquizofrénica
C. H. Warren — Diccionario de psicología
Breviarios de psicología y filosofía
J. A. C. Brown — La psicología social en la industria
G. P. Conger y otros — Filosofía del Oriente
H. Frankfort y otros — El pensamiento prefilosófico. I. Egipto y
Mesopotamia
V. E. Frankl — Psicoanálisis y existencialismo
E. FROMM — Ética y psicoanálisis
W. A. Irwin y otros — El pensamiento prefilosófico. II. Los hebreos
C. Lévi—Strauss — El pensamiento salvaje
I. Mattuck — El pensamiento de los profetas
G. Pittaluga — Temperamento, carácter y personalidad
C. Thompson — El psicoanálisis
Radhakrishnan y otros — El concepto del hombre
A. Schweitzer — El pensamiento de la India
E. Weillenmann — El mundo de los sueños
W. Wolff — Introducción a la psicología
W. Wolff — Introducción a la psicopatología
Notas al pie
1. Al seminario asistieron cerca de quince psiquiatras y psicólogos de
México y los Estados Unidos la mayoría de ellos psicoanalistas). Aparte de
los trabajos publicados aquí, se presentaron y discutieron algunos otros:
Dr. R. de Martino, “The Human Situation and Zen Buddhism”
Dr. M. Creen, “The Roots of Sullivan’s Concept of Self”
Dr. J. Kirscb, “The Role of the Analyst in Jung’s Psychotherapy”
Dr. I. Progoff, “The Psychological Dynamism of Zen” — “The Concept
of Neurosis and Cure in Jung”
Miss C. Selver, “Sensory Awareness and Body Functioning”
Dr, A. Stunkard, “Motivation for Treatment”
Dr. E. Tauber, “Sullivan’s Concept of Cure”
Dr. P. Weisz, The Contribution of Ceorge W. Croddeck”
Publicamos en este libro sólo los que se relacionan más directamente
con el budismo Zen, en parte por razones de espacio y en parte porque, sin
la publicación de las discusiones sostenidas, los demás trabajos no tendrían
la suficiente unidad.
2. La versión española sería:
3.