La Poesia en La Nueva España Durante El Siglo Xvi ( )
La Poesia en La Nueva España Durante El Siglo Xvi ( )
La Poesia en La Nueva España Durante El Siglo Xvi ( )
EL SIGLO XVI ( * )
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dime en el diálogo ecuménico que el espíritu occidental inicia
con el de este otro que desde ese dichoso contacto se llamará
Nuevo Mundo. Todo cambia, crece, se renueva: la experiencia,
el pensamiento, la ciencia, las artes y las letras. Nuevas religio-
nes, nuevas lenguas, costumbres, hábitos, actitudes y usos di-
ferentes, expresados en cada movimiento del diario vivir o en
las creaciones de una monumental arquitectura, en la danza
ritual, en la escultura, en las decoraciones policromadas, en el
calendario, en la escritura, en los juegos, en la pintura y la poe-
sía, frente al fuego mortal de los arcabuses, fueron impactos
más que inmemoriales en el alma del conquistador. De ahí
que, en cierto modo, al glorioso vencedor conquistó el vencido.
Y al "Denos Dios ventura en armas", que dijo Cortés, pudo
responderle el indio innominado, "sacerdote del viento, dueño
del rojo crepúsculo": "Yo taño mi atabal, a caza de cantos,
para despertar a aquéllos en cuyo corazón aún no amanece".
Con Cortés se inicia la colonización, que fue algo más que
"conquistar la tierra, y ganarla y sujetarla a la corona real".
En 1522, con el nombramiento de Cortés como Gobernador y
Capitán General de la Nueva España, México y todo lo que
fuera poco antes el Imperio Azteca, quedaba reconocido ofi-
cialmente como parte de la corona de España. De inmediato
empieza la magna empresa de la hispanización, que «resultó ser,
a la postre, la americanización de lo hispánico. Éste es un he-
cho reconocido ya por los mejores críticos y al margen de cual-
quier nacionalismo mal entendido. Prescindimos, por tanto, de
dar una documentación detallada sobre el origen, formación y
desarrollo del espíritu criollo y americano de nuestra cultu-
ra ( x ). Basten aquí los juicios serenos y hondamente elabora-
dos de dos de las mentes más universales y libres de suspica-
cias de la América hispánica del siglo X X : Alfonso Reyes y
Pedro Henríquez Ureña. El primero, después de afirmar que
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la "hispanización fue fecunda", concluye: "No ahogó la índo-
le nacional; no estorbó la precoz manifestación de la idiosin-
crasia mexicana en la nueva lengua" ( 2 ). Aún más: "En sólo
el primer siglo de la colonia, consta ya por varios testimonios
la elaboración de una sensibilidad y un modo de ser novohis-
panos distintos de los peninsulares, efecto del ambiente na-
cional y social sobre los estratos de las tres clases mexicanas:
criollos, mestizos e indios" ( 3 ).
No cabe duda de que España fue consciente del alto va-
lor de las culturas indígenas, como puede verse en las múlti-
ples declaraciones de conquistadores, cronistas y misioneros.
Razones propias de la emulación le obligaron, pues, a enviar
a México lo mejor que poseía. Y al par que España se daba en
la creación de instituciones, en el trasplante de la lengua, la
religión, las ciencias, las artes y las letras, cosechaba y se en-
riquecía tanto en lo material como en lo espiritual. La nueva
España, así surgida, fue eso precisamente: una nueva España,
lo nuevo en lo original de la fusión, la autenticidad que uni-
versaliza lo autóctono. Pedro Henríquez Ureña lo ha dicho con
inapelable convicción: "No: lo autóctono, en México, es una
realidad; y lo autóctono no es solamente la raza indígena, con
su formidable dominio sobre todas las actividades del país, la
raza de Morelos y de Juárez, de Altamirano y de Ignacio Ra-
mírez; lo autóctono es eso, pero lo es también el carácter pecu-
liar que toda cosa española asume en México desde los comien-
zos de la era colonial, así la arquitectura barroca en manos do
los artistas de Taxco o de Tepotzotlán como la comedia de Lo-
pe y Tirso en manos de Juan Ruiz de Alarcón" ( 4 ). Sabido es
que el mismo Pedro Henríquez Ureña ha señalado esos rasgos
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diferenciales ( 5 ), en momentos en que la Revolución mexicana
definía su carácter más específicamente nacional, ese "mero es-
piritual" ( 6 ) que Rodó adjudicaba a la América española y
que va a informar lo que Alfonso Reyes ha llamado "la inteli-
gencia americana" ( 7 ). En poesía, el caso más elocuente es el
de Sor Juana, cumbre a la vez de la poesía de América y de
la de España durante el siglo XVII, precisamente cuando en
la Península se empezaban a observar síntomas de decaimien-
to. Ni es menos significativo que Góngora haya tenido en His-
panoamérica tan fructífera resonancia ( 8 ) y una defensa co-
mo la del Apologético de Espinosa Medrano ( 9 ).
La poesía española entró en México por la doble vía de lo
popular y lo culto, dos formas que también se fusionaron aquí
como en la Metrópoli ( 10 ). Con Cortés, "que era algo poeta",
según Bernal Díaz del Castillo, llegó la tradición popular de
los romances, tipo siglo XV. En su comitiva, así como en la
de sus sucesores, conquistadores y soldados rasos, misioneros y
letrados, llegaron los ricos tesoros de cancioneros y refraneros:
poesía popular, con todas sus variantes, que se prodigó en la
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copla ocasional, el romance descriptivo, el villancico intencio-
nado, la décima narrativa, desde el tono lisonjero, la devoción
religiosa y el interés costumbrista o paisajístico, hasta la sá-
tira y la procacidad. Antonio Castro Leal, Pedro Henríquez
Ureña, Bertram D. Wolfe, Vicente T. Mendoza, S. Toscano,
Rubén M. Campos y Alfonso Méndez Planearte, entre los más
importantes, han estudiado, filiado, catalogado y valorado es-
ta producción, casi siempre anónima y variada en temas y con-
tenidos, aunque no tan abundante como en otras partes de
América ( n ) .
De todo este trasplante nos interesa lo que en México co-
bró nueva vida y sirvió para dar memoria de las primeras vi-
cisitudes de Cortés. Dice Castro Leal: "La primera poesía en
español escrita en México es, seguramente, aquella adaptación
de un viejo romance que lamentaba la derrota que sufrieron
los conquistadores al salir de Tenochtitlán, después de la muer
le de Moctezuma:
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Vienen después los versos anónimos que los soldados des-
contentos escribían en los muros blancos de Coyoacán, pidien-
do al Conquistador su parte en el oro que, según suponían, te-
nía éste escondido. El primer poeta conocido es el propio Her-
nán Cortés, que todos los días, con ingenio y buen humor, con-
testaba en verso a los maliciosos, hasta que, cansado de tanta
impertinencia, puso fin a la justa poética con un epígrafe casi
latino por su concisión: "Pared blanca, papel de necios". Pe-
ro los atrevidos no callaron, y al día siguiente respondieron en
prosa llana: "aún de sabios, y su Majestad lo sabrá de pres-
to" ( 12 ). Menudean las alabanzas a México y las alusiones a
Cortés. Éste, en 1534, envía a Carlos V "una culebrina muy
ricamente labrada, de oro bajo y plata de Mechuacán, que la
llamaban el Ave Fénix", en la que había grabado estos versos:
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y "configurada al cauce español". Pero lo que resulta más sig-
nificativo es cómo las formas cultas se engarzaron en lo popu-
lar para dar carácter propio y distintivo a sus creaciones. El
pueblo, ese Juan mexicano transferido del español o del indio
que ya aparece con la conciencia del "coro" en las páginas del
Bernal Díaz del Castillo, fue, más que en otras partes de Amé-
rica, el verdadero protagonista y generador de la patria vital,
cultural y artística de los mexicanos. Dice Federico de Onis,
un gran español americanizado: "El pueblo mexicano había
recibido del de España los romances y canciones y todo género
de la rica cultura popular medieval que llega a su culminación
en el Renacimiento coincidente con la conquista de México. Pe
ro el pueblo de México no se limita a conservar pasivamente es-
ta cultura tradicional española sino que la transforma y la en-
riquece mediante creaciones propias en las que entra por mu-
cho la influencia de la literatura artística. El folklore mexica-
no, comparado con el español, se caracteriza por su tendencia
al cultismo, lo mismo que la lengua hablada por el pueblo de
México es más culta, refinada y escogida que la que habla el
pueblo español" ( 15 ). Según la tesis de Onís, el mexicano popu-
larizó las formas más artísticas y complicadas de la poesía es-
pañola del siglo de oro: la décima, por ejemplo, ( 16 ), y así per-
duró hasta nuestros días, con otra influencia, la del Romanti-
cismo, que fue casi nula en la poesía popular española. Y es
que la Nueva España hereda el cetro de la Vieja España para
proyectarlo hacia el futuro en el momento precisamente en que
el peninsular empieza a volverse sobre sí mismo y a encerrarse,
detenido por largo tiempo, en los límites de un tradicionalis-
mo conservador. Citamos otra vez a Onís: "La diferencia en-
tre la poesía popular española y la mexicana es que aquella ter-
minó su poder creador en el siglo XVI, al terminarse el pro-
ceso de formación de la nacionalidad. Todo lo que la poesía
popular española ha creado después son productos vulgares y
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decadentes, que constituyen una degeneración de la poesía an-
tigua. En cambio, el pueblo mexicano, que recibió esta poesía
española en el momento de su culminación, ha conservado el
poder de asimilación y de creación que el pueblo español tenía
antes y que después perdió. El poder creador del pueblo me-
xicano ha seguido aumentando conforme continuaba el proce-
so del desarrollo nacional y ha llegado a su culminación en
nuestro tiempo, durante la revolución que desde 1910 ha hecho
irrumpir al pueblo en la vida total de México. En estos cua
renta años se ha logrado en el terreno de la literatura y del
arte, en muy diversas formas, la fusión de lo popular y lo cul-
to como se logró en España en el siglo XVI" ( 1 7 ). De este te-
ma, y en especial de la evolución del romance al corrido, ha-
blaremos al estudiar la moderna poesía popular en México e
Hispanoamérica. Lo que ahora queremos es establecer un ne-
xo lógico y legítimo entre ambas expresiones de la poesía: la
popular y la culta, sin que podamos fijar límites precisos de
diferenciación desde el punto de vista estético, porque ambas
son igualmente obras de arte. ¿No es eso lo que hallamos en
los romances de Góngora o de García Lorca, lo mismo que en
una canción de Gorostiza o un romance de Pellicer?
En 1523 llegan a México los primeros misioneros. Ese mis-
mo año fue fundado el Colegio de San Francisco, para indios,
puesto bajo la dirección del fraile flamenco Pedro de Gante, y
en 1529, el de San Juan de Letrán, para niños mestizos. En
1534 parte de la Metrópoli el primer virrey de la Nueva Espa-
ña ( 18 ), don Antonio de Mendoza, hábil organizador y propul-
sor de cultura. En 1536, Fray Juan de Zumárraga, primer obis-
po de México, inicia oficialmente la enseñanza superior, al es-
tablecer el Colegio Imperial de Santa Cruz, en Tlaltelolco ( 19 ).
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E n 1539 se ordena a Mendoza que f u n d e u n a Universidad; la
cédula real que la autoriza es de 1551; se inauguró en 1553,
s e g ú n planes y estructura de la de Salamanca ( 2 0 ) . E n t r e 1533
y 1536 quedó instalada la imprenta ( 2 1 ) . E l primer libro im-
preso en México parece ser de 1537. Más de doscientos se im-
primieron en el siglo X V I , aunque n i n g u n o exclusivamente
poético ( 2 2 ) . E l primer periódico, La Gaceta de México y No-
ticias de la Nueva España, no verá l a luz hasta 1772 ( 2 3 ) . Pe-
ro con las instituciones de enseñanza que hemos mencionado,
perfectamente planificadas, puede asegurarse que y a en 1572
la conquista espiritual estaba concluida í 2 4 ) , y que, para esa
fecha, el florecimiento cultural del virreinato había llegado a
u n alto grado de esplendor, o, por lo menos, como a f i r m a A l -
fonso Reyes, "la hispanización f u e f e c u n d a " ( 2 5 ) .
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La importancia y fascinación de México fue tal que atra-
jo a eminentes figuras de las ciencias, las letras y las artes de
la Península, cuyo traslado a las Indias —salvo, al parecer, el
caso de Miguel de Cervantes ( 2 e )— fue oficialmente favoreci-
do ( 27 ). Esta concurrencia de ingenios creó un alto clima es-
piritual y dio singular relieve al movimiento literario de la
colonia, donde las más variadas formas y especies tradiciona-
les, populares y cultas —ya las antiguas medievales, las clási-
cas latinas o las de fresca innovación venidas de la Italia re-
nacentista— tuvieron aquí cultivo propicio. Ya hemos habla-
do de la poesía popular y tradicional. Veamos ahora como se
difundieron las formas cultas, al amparo y contralor de los or-
ganismos e instituciones legales (Estado, Iglesia, Universidad,
colegios, imprenta) y a propósito de celebraciones y festivida-
des (panegíricos a la llegada de un alto personaje, odas y epi-
tafios en exequias, túmulos, homenajes), competiciones en cer-
támenes universitarios, encuestas que van y vienen, justas co-
legiales y juveniles, en tentativas de poner la historia en ver-
so o en la íntima plegaria religiosa, la meditación reconcen-
trada, la sátira social, las descripciones de paisajes y ambientes
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o la efusión amorosa. El factor institucional y el humano co-
laboran por igual; el medio y la naturaleza, la cultura y el
hombre, el libro y los sucesos inmediatos, lo trascendente y lo
íntimo, motivos de toda índole, suscitan temas y promueven la
inspiración. Así la actividad poética llegó a ser tan variada e
intensa como correspondía al desarrollo y magnitud de un
gran centro civilizador. La calidad de lo producido era des-
igual, pero en sus mejores logros no deslucía visiblemente an-
te una confrontación con los modelos metropolitanos. La can-
tidad, eso sí, pareció alcanzar extremos alarmantes. Balbuena
revela que en el certamen convocado en 1585, con motivo del
Tercer Concilio Provincial Mexicano, concurrieron trescien-
tos individuos ( 28 ), y, de atenernos a "la cruda salida satírica
de Eslava (Reyes), llegó un momento en que los poetas fue-
ron "más abundantes que el estiércol" ( 20 ). Bernal Díaz del
Castillo, Grijalva, Motolinía, Solís y Haro, etc. dan testimo-
nios de este florecimiento auroral novohispano, en donde el ar-
tista de alcurnia o el más humilde poeta se amparaban en sus
virtudes creadoras para equipararse en los rangos de la consi-
deración social, privilegio que aún perdura, afortunadamente,
en México.
¿Quiénes eran los poetas y qué clase de poesía producían?
Contamos para su conocimiento con dos recopilaciones, ambas
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de la segunda mitad del siglo XVI (30): el Túmulo Impe-
rial... (31) ( 1 5 6 0 ) , de Francisco Cervantes de Salazar, y las
Flores de varia poesía ( 3 2 ) ( 1 5 7 7 ) , de autor no identificado.
E l Túmulo, como construcción en homenaje a Carlos V ,
tal vez p u e d a ser considerado "como monumento de la grande-
za a que había llegado México en t a n pocos años" (García Icaz-
balceta), pero como muestra de poesía apenas si tiene u n valor
histórico. Cervantes de Salazar era ( 3 3 ) u n humanista educado
en cánones latinos y retórica de aristotelismo italianizado. Con
él llega a la Universidad de México y se derrama por la Corte
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y los círculos cultivados un tipo de literatura erudita de diá-
logos, traducciones y versos latinos, que pretende un vuelo le-
vantado, de grupo selecto al cual sólo se entra por el camino
del saber, antes que por el de la gracia poética. El hábito de
versificar en latín le permite ser más diestro que en la lengua
romance, según Menéndez y Pelayo, quien concluye: "lo único
que importa advertir es que los pocos versos castellanos del
Túmulo son todos de la escuela italiana: sonetos y octavas rea-
les con algunos versos agudos, como solían practicarlos Bos-
cán y D. Diego de Mendoza ( 34 ). El Túmulo, palabra cuya an-
tigua eufonía resuena hoy a grandilocuencia y un poco a va-
cuidad, pudo haber representado ese "aire monumental" de la
"pléyade de España" ( 35 ), con todo lo que pudiera tener de
"abultado", académico y pomposo, pero se quedó en una "ver-
balidad parecida a la poesía" ( 30 ), por debajo del "gran tono"
de los maestros clásicos y del arte de su tiempo. Acaso su ma-
yor mérito radique en ser la primera presentación conjunta,
aunque muy deficiente, de la escuela antigua (clásica latina)
y la moderna (ítalo-renacentista).
El tono ideal de este momento de la poesía hispánica ha-
brá que hallarlo dentro de la corriente culta, humanista y re-
nacentista, procedente de Italia desde los tiempos de Boscán,
hispanizada y nacionalizada por Fernando de Herrera —tér-
mino de compromiso entre Garcilaso y Góngora— traída a
América por Gutiérrez de Cetina. El ya borroso petrarquismo
del célebre autor del madrigal a los "Ojos claros, serenos... ',
junto con ecos muy visibles de la vena lírica y los acentos épi-
cos de Camoens, alimentarán, en grado considerable, la inspi-
ración del primer poeta mexicano, Francisco de Terrazas, uno
de los puntales de las Flores de varia poesía. En este valioso
documento, que es realmente la primera coleccción poética re-
copilada en la Nueva España, aparecen unidos, en fraternidad
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de principios y fines estéticos, poetas de España y de América.
Entre los peninsulares se destacan, por su cantidad y calidad,
los representantes de la "escuela ítaloclásica".
GUTIERRE DE CETINA era y a f a m o s o c u a n d o llegó a Méxi-
co, primero en 1546 y luego posiblemente entre 1554 y 1557,
fecha en que murió, víctima de un alevoso atentado ( 37 ). Se-
gún Francisco Pacheco, (Libro de descripción de verdaderos
retratos de ilustres y memorables varones), Cetina escribió en
México "un libro de Comedias morales en prosa y otro de Co-
medias profanas en verso, con otras muchas cosas". Estas obras
nos son desconocidas, de modo que no podemos adivinar has-
ta qué grado el Nuevo Mundo pudo penetrar en la sensibili-
dad del sevillano; sólo contamos con unas pocas alusiones que
aparecen en su "Paradoja en alabanza de los cuernos". No obs-
tante, Amado Alonso lo llama "poeta hispanoamericano" ( 38 ),
acaso para señalar el sentido de fusión cultural que con su
influencia empieza a notarse en la Nueva España. Porque si
hay algo que llama particularmente nuestra atención en los
escritores del manuscrito de 1577 es el desarrollo inmediato
de un cierto principio de unidad hispánica, entre americanis-
ta y unlversalizante, que hará que un González de Eslava, un
Juan de la Cueva o un Eugenio Salazar de Alarcón recojan
(37) Sobre Gutierre Cetina véase: MENÉNDEZ Y PELA YO, op. cit., I,
pp. 21 ss., nota 1; FRANCISCO DE ICAZA, Sucesos reales que parecen ima-
ginados, de Gutierre de Cetina, Juan de la Cueva y Mateo Alemán (Ma-
drid: Imprenta Fortanet, 1919); LUCAS DE TORRE, Algunas notas para
la biografía de Gutierre de Cetina ("Boletín de la Real Academia Espa-
ñ o l a " , X I , 1 9 2 4 ) ; NARCISO ALONSO CORTÉS, Datos para la biografía de
Gutierre de Cetina ( I b i d , X X X I I , 1 9 5 2 ) ; RAFAEL LAPESA, GUTIERRE DE
CETINA: Disquisiciones biográficas (Estudios Hispánicos, Wellesley,
1 9 5 2 ) ; MARIO MÉNDEZ BEJARANO, Poetas españoles que vivieron en Amé-
rica (Madrid: Renacimiento [Compañía Ibero-Americana de Publicacio-
nes, S . A . ] ( 1 9 2 9 ) , p p . 53-70; VALENTÍN DE PEDRO, América en las letras
españolas del siglo de oro (Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 1954),
p p . 244-252; RAFAEL LAPESA, La poesía de Gutierre de Cetina (en " H o m -
mage a Ernest Martinenche); A. M. WITHERS, The Sources of the Poe-
try of Gutierre de Cetina (Philadelphia, 1923), Obras de Gutierre de Ce-
tina. Introducción de Joaquín Hazañas y La Rúa (Sevilla, 1895).
( M ) AMADO ALONSO, en Biografía de Fernán González de Eslava
(RFH, I I , 3, 1940), p. 277.
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lo mexicano como algo propio, para incorporarlo a la lengua
y a la cultura del Imperio, mientras que el novohispano Fran-
cisco de Terrazas se empeña en hacer trascender su esencial
mexicanidad hacia los más vastos horizontes de la europeiza-
ción. Se diría que una tenaz corriente de flujo y reflujo se des-
lizara, como un desafío, en el fondo de estos movimientos de
penetración y compensaciones. Por demás atractivo resulta
seguir esta especie de combate espiritual que se hará tan pa-
tente en los anónimos sonetos conservados por Dorantes. Pero
no estamos haciendo sociología ni historia política. Por otra
parte, "averiguar dónde el español se vuelve mexicano es enig-
ma digno de Zenón, y tan escurridizo en las letras como des-
pués lo ha sido a la hora de las reclamaciones diplomáti-
cas" ( 39 ). Importa, sí, destacar el impacto que las cosas de aquí
produjeron en el recién llegado y cómo este hecho se refleja
en la poesía ( 4 0 ).
Dos poetas nacidos en la Península en 1534, que estuvie-
ron y escribieron en la Nueva España por la misma época, pue-
den servir de ejemplo para marcar los extremos de esa relación
del artista con su medio. Nos referimos a Pedro de Trejo y a
Hernán González de Eslava. Pedro de Trejo, ( 41 ) quien se
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acostumbra a presentar como el primer poeta "criollo" de Mé-
xico, es ponderado por la variedad y desenvoltura de una ve-
na fácil y proteica, que va de las formas medievales a las nue-
vas italianizantes, de las preocupaciones teológicas y filosófi-
cas, al tema amatorio, la elegía, la sátira, lo tradicicnal y lo
popular, y hasta da entrada "al criollismo en algunas de sus
composiciones" (J. Campos). Verdad que ensaya innovaciones
preceptísticas, como "la serie de serventesios que sólo después
apunta en Fray Luis y Lope" (Méndez Planearte) o los "nue-
vos enlaces del soneto y mezclas de endecasílabos normales y
de gaita gallega (A. Reyes) ( 42 ) pero su actitud, el tono de
su voz, los motivos y modos de expresión están más cerca del
siglo XV y la grave copla de Manrique que del vitalismo rena-
centista o la fruición americana.
Muy diferente es Hernán González de Eslaya, llegado a
México hacia 1558, a los 24 años de edad, y de quien dice Ama-
do Alonso: "Los temas y el lenguaje de los Coloquios... son
mexicanísimos" ( 43 ) tanto que Eguiara y Beristáin lo declara-
ran nativo de la Nueva España, y Menéndez y Pelayo no titu-
beó en considerarlo "el primer dramaturgo mexicano", por más
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que su teatro pertenezca al momento prelopista. Por su parti-
cipación en la vida literaria de la Colonia ("la poesía era un
modo de vida social", dice A. Alonso en su biografía, p. 247),
por las alusiones a sucesos locales, por sus temas y lenguaje,
tan arraigados al suelo y afincados en el pueblo mismo, clase
a la que él pertenecía, González de Eslava resulta ser el más
mexicanizado de los españoles venidos a estas tierras en los
comienzos de la colonización. En su pluma, tan humana como
divina, refulgen por igual los resplandores de lo culto y de lo
popular, como una fusión natural del proceso integrador de lo
hispánico que con él adquiere carta de ciudadanía en el Nue-
vo Mundo.
Con Juan de la Cueva, quien sólo estuvo tres años en la
Nueva España —entre 1574 y 1577— la emoción de lo inme-
diato se bifurca en movimientos de ánimo que, por un lado se
desarrollan idealmente como expresión genérica de sorpresa,
admiración y goce, y por otro, apoyado en la sensación directa
del contorno físico y humano, acierta a dar una primera visión,
bien realista por cierto, minuciosa y cargada de aztequismos,
de la ciudad, su clima, árboles, frutas, comidas, fiestas, danzas
y hombres que acaba de conocer. Tal ocurre en su "Epístola
al Licenciado Sánchez de Obregón, primer Corregidor de Mé-
xico", donde "descríbese el asiento de la ciudad, el trato y las
costumbres de la tierra y condiciones de los naturales della":
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De aquestas cosas que sin arte expreso,
que admira el verlas y deleitan tanto,
de que puedo hacer largo proceso,
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mexicano, se destacan dos principalmente: la presencia de co-
lores fuertes y variados y una especie de aliento melancólico
que parece salir de la tierra misma, y que también está tras
esa vida apacible y tranquila que gustó con fruición el poeta
español" ( 4 4 ). ¿Iremos demasiado lejos si nos atrevemos a in-
sinuar que esa "gracia desenfrenada y amenos colores", enco-
miadas por Menéndez y Pelayo como virtudes "que fácilmente
hacen perdonar la dureza y desaliño de algunos versos" del
poeta, son el preludio que abre rutas a la sensación plástica y
la expresión visible, transferidas al sentimiento, ya con los in-
gredientes del matiz y la melancolía como anuncio de constan-
tes que serán propias de la literatura mexicana? Nos place des-
tacar estos tercetos:
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saba de los treinta años de edad—; al volver a España se de-
dicó al teatro; en 1579 estrenó su primera comedia; la colec-
ción más antigua de sus obras dramáticas data de 1583. Antes
se dio a conocer como poeta lírico (Obras, Sevilla, 1582), si-
guiendo módulos petrarquistas. Más tarde, en el Coro febeo de
romances historiales (Sevilla, 1587), se le ve transitar espo-
rádicamente por sendas tradicionales (el romance "Bachiller
de un solo libro", por ejemplo). Su teatro no puede ser más
español, aunque por lo general mediocre. Se lo suele considerar
como el último paso hacia la constitución de un teatro típica-
mente español, y, por tanto, como figura clave, con todas sus
limitaciones, en la dramaturgia peninsular. Su Exemplar poé-
tico (1606), primera poética original escrita en verso y en len-
gua vulgar en la Península Ibérica, según Walberg ( 4C ), ad-
quiere, por lo mismo, una importancia excepcional en la pre-
ceptiva dramática española. Su interés por lo nacional, lo con-
temporáneo y lo popular, su receptividad siempre abierta ha-
cia lo nuevo, lo típico de las costumbres y el lenguaje hablado
le dan un carácter singularmente distintivo entre los escritores
de su tiempo.
¿Se debió esta peculiaridad a la índole natural de su tem-
peramento o a la variedad de sus experiencias en el ancho
mundo por el visitado? Por momentos, este andaluz tan espon-
táneo como trivial e iluso, a la vez que tan recio en sus arran-
ques de entrañable franqueza, da la impresión del indiano que
vuelve para repartir sus ganancias en el predio natal. Y si es-
to no fuera así, ahí quedan para nosotros, los hispanoamerica-
nos, sus templadas notas de amor y reconocimiento a la tierra
que le abrió nuevas ventanas por donde asomarse a la vida y
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al arte. Lástima que el mérito de su poesía no pueda' compul-
sarse con la novedad de sus rumbos y la nobleza de sus inten-
ciones. De todos modos, su valor "representativo", de verdade-
ro hito señero en la estimación y aprovechamiento de primi-
cias novohispanas, es incuestionable. Lo consideramos bastan-
te, y no pretendemos asignarle más que lo que atinó a esbozar-
nos para futuros y mejores diseños. Sirva esta aclaración pa-
ra evitar confusiones. Juan de la Cueva supo hacer presente
en sus versos lo que ya existía como realidad inevitable en la
vida común de españoles y americanos. No logró separar sus
cuadros de la materia bruta a que estaban adheridos. Se que-
dó en las enumeraciones e inventarios, en los entes intactos de
la naturaleza, criaturas vivas pero a media voz, más evidentes
por su aspereza masiva que por cualquier accidente individua-
lizador. Salpicaduras de brocha gorda no dejan ver los trazos
del pincel artista. La naturaleza está antes que el paisaje. Lo
contemplado se traga al contemplador. Todo esto es cierto. Pe-
ro no hay más remedio que concederle, con A. Reyes: que
"adelanta una primera visión de nuestro ambiente" y que, a
veces, ofrece "la fidelidad de un buen retrato" ( 4 7 ).
Algún lustro más de elaboración y pulimento será necesa-
rio para que las cosas se recorten y las siluetas se perfilen en
descripciones de deliberado interés artístico. Esta tarea va a ser
realizada por Eugenio Salazar de Alarcón ( 48 ), quien moró en
México entre 1581 y 1598. Salazar es escritor de educación
universitaria. Sabe sus latines, conoce su Erasmo y se ha en-
trenado en agudezas intelectuales y técnicas retóricas. Hom-
bre de casta y beneficiario de altos cargos burocráticos es, por
tradición familiar y por la frecuentación de refinados medios
sociales y círculos de cultura, un burgués hogareño con men-
191
talidad cortesana; en cierto modo un "clerc" que conoce su
"métier" como un renacentista y que gusta portarse como un
criollo aprovechado. Personalidad cambiante, diestra y empe-
ñosa, todo en él hace pensar que estaba bien preparado para
resolver el conflicto estético que "tuvo que surgir cuando la
raza y aun el habla de los españoles vinieron a troquelar con
su sello todos nuestros elementos nativos" ( 4 0 ); el de la musa
tradicional, impuesta por su validez histórica y como condición
operativa de la misión colonizadora, con el de la musa nativa,
latente siempre en el seno de la tierra y apenas oculta en el co-
razón de los hombres, dispuesta a vivir al primer soplo del ai-
re, un vuelo apercibido o una simple herida abierta en la cor-
teza del tronco indígena.
Si Eugenio de Salazar nació en 1530, tenía cuarenta y tres
años de edad cuando, en 1573, pasó a ocupar el cargo de Oi-
dor en Santo Domingo, y cincuenta y uno cuando llegó a Mé-
xico. Se había casado con Catalina Carrillo en 1557, y a su
esposa dedicó una parte muy nutrida de su producción lírica.
En España escribió cartas satíricas, con gracia y donaire (en
"gallarda prosa", dice A. Reyes), que no publicó por conside-
rarlas "cosa de burlas". Cabe suponer —y es lo más lógico—
que son del período de su felicidad familiar los muchos sone-
tos, canciones y otras "líricas" (como el autor gusta llamar-
las) consagrados a su esposa. En 1559 "dióse a pretender en
la Corte"; fue designado Fiscal de la Audiencia de Galicia,
hasta que, en 1567, obtiene la Gobernación de las islas de Te-
nerife y Palma, en las Canarias. Con cargos de tanta figura-
ción, el poeta de corte pastoril y delicias hogareñas y el pro-
sista de humor y chispeantes observaciones, se torna grave y
solemne (A. Reyes), escribe "versos para enumerar los cargos
que desempeñaba" ( 50 ), oculta sus poemas porque —dice— "te-
mí por causa de mi profesión y oficio no tuviesen algunos a
desautoridad mía publicar e imprimir obras en metro castella-
192
no" ( B1 ). A causa de tales escrúpulos, dejó ordenada, precedida
de minuciosas recomendaciones, el corpus de todas sus obras
de interés literario (por lo cual excluye los "puntos de Dere-
cho" que pensaba publicar en vida) para que se dieran a luz
después de su muerte. El manuscrito original (en folio de 533
hojas) que se conserva en la Biblioteca de la Academia de la
Historia de Madrid, fue preparado en la Nueva España y lle-
va por título el de Silva de poesía, compuesta por Eugenio Sa-
lazar, vecino y natural de Madrid.
La Silva de Poesía se compone de cuatro partes, con el si-
guiente contenido: Primera parte, donde reúne las "obras que
Eugenio de Salazar hizo a contemplación de Doña Catalina
Carrillo, su amada mujer", dividida en dos: a) obras pastori-
les; b) sonetos, canciones, etc. Segunda parte: "donde hay
obras que el autor compuso a contemplación de diversas per-
sonas y para diversos fines", sonetos, canciones, epístolas en
verso, etc. Es la parte que da referencias sobre la poesía en
Santo Domingo y reproduce todo lo que se relaciona con Mé-
xico. Tercera parte: "que contiene las obras de devoción del
autor", y está subdividida en otras tres; y la Cuarta parte:
"que contiene algunas de las cartas en prosa a muy particu-
lares amigos suyos". En la Primera parte hallamos una octa-
va rima —"La perpetuación de mayo", fol. 177-181—, con el
objeto de celebrar el aniversario de su matrimonio, en la cual
Catalina de Carrillo aparece luciendo, junto a una blanquísi-
ma azucena, "un lustroso íczotl de tierra ajena". El verso lle-
va una nota marginal que explica: "Iczotl es un pimpollo que
hay en la Nueva España a manera de palmito, que tiene las
cabezas de las pencas blanquísimas y lustrosísimas". Inmedia-
tamente después sigue la Segunda parte, la cual se inicia cotí
un soneto "A Doña Blanca Henríquez, marquesa de Villaman-
rique, virreina de Nueva España", que sirve de dedicatoria a
la "Bucólica: Albar-Blanca. Descripción de la Laguna de Mé-
xico" (fols. 182-196). En el folio 302 se inscriben los tercetos
193
"Al insigne poeta Hernando de H e r r e r a . . . y en el 305, el
"Romanee en voz de Catalina en una ausencia larga a Ultra-
mar del autor siendo desposados", que son las composiciones
que realmente interesan a nuestro estudio.
Empezaremos con la "Epístola a Herrera", porque en ella
lo cultural predomina sobre lo directamente experimentado. Se
ve que la misiva tiene más un carácter informante que estric-
tamente literario, y que, como tal, quiere dar cuenta de todos
los aspectos de la vida espiritual y civil de México; en un plan
minucioso, aunque sin detalls precisos, sin nombres ni obras
que lo ilustren, clasifica formas del saber, géneros y especies
preceptísticas, ciencias, filosofía, gobierno, religión, etc. Tan
vago y dilatado resulta todo, que si no fuera por las mencio-
nes de Moctezuma y Cortés, difícil sería adivinar que está ha-
blando de México. La misma entrada descriptiva es un aéreo
telón mental
donde el cielo
en círculo llevando su grandeza
pasa sobre occidente en presto vuelo,
194
Pasa revista a las influencias: las de la lengua toscana,
provenzal, griega..., y se detiene en este cuadro de égloga
convencional:
(Ibid., 355-356)
(Ibid, 357)
195
a las ovejas, a la sombra puestas,
y su zampoña, de malicia ajena,
y del ornato de ciudad curiosa,
con cuerda sencillez su son ordena.
(Ibid, 356)
(Ibid, 358)
196
de las cargas de sus conocimientos clásicos y renacentistas, si
bien le siguen presionando, ahora buscan el modo de acomo-
darse a las nuevas experiencias. El mismo "aderezo retórico"
se afina para penetrar en la realidad concreta, desleírse en
ella y salir en el ensamble plástico, como en un forcejeo inco-
modo entre la aspereza de sus erizados aztequismos y su no del
todo abandonada "manera blanda y apacible de Garcilaso"
(Menéndez y Pelayo).
Diríase que Salazar se tonifica, se robustece y viriliza en
contacto con el aire y todos los elementos naturales de la "La-
guna de México", cuya descripción emprende partiendo de le-
janías mitológicas y, a paso lento, como con temor y cautela,
se allega y establece en el "fuerte pecho" del "cerro airoso" de
Chapultepec (Gallardo, 366). Salazar ha dejado atrás sus re-
sabios eróticos y petrarquistas, la empalagosa dulzura que to-
davía nos harta en la "Epístola", el desvaído eco de las "mu-
sas deleitosas", las inoperantes "claras fuentes sonorosas", dig-
nas de otra gloria en Garcilaso, y hasta la muy humana y per-
sonal temática que impregnaba con "ternura conyugal" su
"prosaísmo casero" (Menéndez y Pelayo). Su facilidad y va-
riedad de antaño se estrellan al dar con esos "peñoles" que se
llaman Tecpecingo, Tepcapulco y Xico; su inspiración se em-
papa como de un elemento disolvente ("su elemento y su licor
salado"), "por las entrañas de la firme tierra", en "este ejido
y valles tan extraños"; un estrépito de colores y de ruido exó-
tico le entra por los ojos, le atraviesa tercamente sus oídos y
le cuaja en las "profundas venas". Admirado, asienta:
197
a la bella ciudad, donde se cierra
de verdes cerros llenos de hermosura,
una espaciosa y muy gentil llanura.
(Ibid, 362)
198
de tosca piedra al parecer compuesto;
mas entre aquellas piedras muy vistoso
de árboles silvestres entrepuesto,
que visto da a los ojos gran contento
desde su calve hasta su cimiento.
(Ibid, 365-366)
199
berbio, el que es obedecido / de los peces más fieros y espanto-
sos, / y de los vientos bravos y furiosos" (Ibid, 363). Lo que
importa es la fusión de lo "literario" con la vivencia que, en el
impacto de las sensaciones, torna sensible y delicada la mate-
ria tosca que levanta. El pasaje que mejor ejemplifica ese en-
samble es el siguiente, por demás citado por lo obvio:
(Ibid, 364)
200
No creemos que sería ir demasiado lejos si reconocemos en
la poesía de Salazar tres elementos que deben ser potenciados
como ingredientes de futuras realizaciones en la poesía mexi-
cana: a) la fusión cultural de motivos y formas europeas (mi-
tología, visión de la realidad, actitud humana, modos de ex-
presión) con experiencias nuevas en contacto directo con la
materia novohispana. Ejemplo: en los pasajes ya citados y en
otros que citaremos, la ficción del mito clásico, que hace posi-
ble la entrada de Neptuno en la "Laguna de México", median-
te la construcción de "un acueducto secreto", "calando el mon-
te y cerro y dura sierra", y así "se pusiese por vistoso objeto
a la bella ciudad" (la de Tenoxtitlán "rica y populosa", poco
antes descripta). Terminado el viaje a través del acueducto,
empieza Neptuno — "cauto Capitán que va cubierto / a to-
mar fuerza por secreta mina" / a recorrer la laguna y el ce-
rro, con feliz acogida de éstos al verse honrados por tan ilus-
tre visitante:
(Ibid, 363)
201
Versos en los cuales cabe simbolizar la expansión de la al-
ta prosapia cultural de Occidente sobre la rústica naturaleza
del Nuevo Mundo como una acción de beneficio, pero también
por esa confesada admiración a los "comarcanos pueblos". De
inmediato el Dios se humaniza y, ya identificado con el medio,
aparece más terreno, en una descripción de nobleza patriarcal:
(Ibid, 369)
203
de esa tu cara la encarnada albura,
el Alba no me envíe
otra gala ni arreo;
albo me es todo, y alba mi ventura,
albea en tu figura
la alba y fresca rosa;
albea tu prudencia,
albea tu conciencia,
albea tu piedad maravillosa.
Mi Albár: ¡nunca Dios quiera
halle el Alba sin ti a tu compañera!
(Ibid, 370)
204
En el "Romance en voz de Catalina en una ausencia larga
a ultramar del autor, siendo desposados" (Gallardo, IV, co-
lumnas 371-374) se dan unidos los tres elementos antes men-
cionados. Además, el inventario vegetal de la "Bucólica" (que
en mucho nos recuerda lo que después hará, antes que Bello.,
el interesantísimo autor de la "Silva cubana", ¿Rubalcava?),
se completa con enumeraciones de pájaros cantores (¿debo ad-
mitir que no sólo se anticipa a Balbuena, sino también a Lu-
gones y al propio Neruda?) en una sinfonía de color y sonido
que hace pensar en las "bachianas" de Villalobos.
En conclusión: Eugenio de Salazar merece ser editado y
mejor conocido, porque su producción poética tiene particular
interés en sus relaciones con los comienzos de la poesía mexi-
cana.
No menos significativa es la producción mexicana del an-
dariego y satírico peninsular Mateo Rosas de Oquendo ( 5 4 ).
Este singular personaje, de quien poco se sabe, llegó a Amé-
rica después de haber viajado por Italia y Francia. Si se acep-
ta que había nacido en 1559 y que salió de España en 1582,
debió tener unos 23 años de edad cuando, según cierta carta
205
que se le atribuye ("Felisio, tu carta vide"), hizo escalas en
Cartagena y Panamá, desde donde fue al Perú. De Lima sa-
lió rumbo a la Argentina, como acompañante de Ramiro de
Velazco, designado Gobernador del Tucumán en 1584. Se le
ve figurar en documentos de Santiago del Estero, La Rioja y
Córdoba, y ocupar cargos oficiales, entre 1586 y 1593. De esta
última fecha es una declaración que se encuentra en el Archi-
vo Histórico de Córdoba (Argentina), por la cual nos entera-
mos de que escribió un poema descriptivo de la provincia de
Tucumán, desde su descubrimiento y conquista por Diego do
Rojas hasta el gobierno de Ramiro de Velazco, titulado Fama-
tina, hoy perdido. Volvió a Lima y acaso fuera "criado" del
Virrey Diego Hurtado de Mendoza, como dice Dorantes de Ca-
rranza. Lo cierto es que vivió en el Perú hasta 1598, año en
que fecha su conocida "Sátira... a las cosas que pasan en el
Pirú". Ese mismo año se fue a México, donde vivió al finali-
zar el siglo XVI, al parecer ya más sosegado, por lo menos en
los embistes de su pluma satírica.
En México siento la atracción del medio ambiente, y si
no abandona la sátira por completo, lo que más distingue sus
composiciones de este período son sus descripciones del paisa-
je, su preferencia por las alabanzas, la crónica y aün el regis-
tro de formas propias del habla de los indios. México —el "es-
tanque mexicano"— le resulta un "apacible albergue", canta al
"Indiano volcán famoso", a las "Montañas de Guadalupe",
al paisaje de Yucatán y Campeche (aunque no haya visitado
esa región, según confesión propia), y en el "Romance a Mé-
xico" da una visión de gentes y costumbres cuyo interés, como
afirma Alfonso Reyes, no radica en "la excelencia de su obra,
sino por el testimonio que ella nos da sobre la vida americana
en el siglo XVI" ( 5 5 ).
Rosas de Oquendo es, ante todo, un observador de la vida
en sociedad y un analista del alma individual. Sus sátiras y
romances descriptivo-autobiográficos dejan ver, en sumo gra-
206
do, los resentimientos del español que choca con el medio y la
nueva actitud que el criollo va asumiendo con respecto al pro-
genitor peninsular. No parece casual que en el Cartapacio de
la Biblioteca Nacional de Madrid (Núm. 19.387) se hallen, jun-
to a sus obras originales, otras de índole crítica, como el famo-
so soneto "Minas de plata, sin verdad mineros", que, junto
con "Viene de España por el mar salobre" y "Niños soldados,
mozos capitanes" ( 56 ), se aducen como pruebas de la pugna
entre dos generaciones ya bien diferenciadas. Rosas de Oquen-
do, que tan duro había sido en su sátira contra los peruanos,
aparece mucho más suave (melancólico dice A. Reyes) en su
"Sátira que hizo un galán a una dama criolla que le alababa
mucho a México". Aquí también "desahogó su resentimiento
español contra la vida criolla que crecía cada vez más", como
afirma Anderson Imbert. "Sin embargo —sigo la cita— se ad-
vierte que, de tanto vivir en colonias, su primera animosidad
contra el criollo, su primera arrogancia de europeo, fueron dis-
minuyendo. En México llegó a expresar cierto entusiasmo. Con
los años parece que se encariñó con el nuevo mundo" ( 5 7 ). De
ese entusiasmo y cariño dan testimonio el "Romance a México"
y el "Indiano volcán famoso". En el primero, una tarde en que
está "contemplando mis desgracias, / dando guerra a la me-
moria / la ausencia de nuestra patria" . . . "considerando el si-
lencio / de aquesta ciudad loada", enumera:
207
unos suben y otros bajan;
muchos doctores de borla,
muchos letrados de fama,
licenciados canonistas
que a Bártulos aventajan;
teólogos de conciencia
que la conservan y amparan;
bachilleres y letrados,
casi más que Salamanca.
En estas diez excelencias
se encierra quien la levanta
sobre cuanto en sí contiene
Roma, España, Italia y Francia:
la plata, ganado y trigo,
ilustres puentes y plazas,
templos hermosos, famosos,
fuentes, caballos y casas.
208
Que aunque el morir es tan triste,
yo diré que muero alegre
con que reciba en su cielo
el alma que allá me tiene.
Y vosotros, entretanto,
altos pinos, rocas fuertes,
sentid el mal que me acaba
si acaso acabarme puede.
209
y sobre San Juan Bautista ( 59 ). Canciones, villancicos e him-
nos constituían la parte lírica y poética de estas obras, antece-
dentes de los muy bellos que Sor Juana pone en su auto sacra-
mental El Divino Narciso. Debió ser ésta también la parte en
que lograron mayor contacto los elementos cristianos con los
indígenas, como puede verse en la colección de Antiguos canta-
res mexicanos, manuscrito de la Biblioteca Nacional de México,
que es de 1570 ( 6 0 ). Toribio de Motolinía (Historia..., p. 67)
informa que los frailes españoles traducían himnos religiosos
a las lenguas indígenas y que esos himnos eran aprendidos y
cantados por los indios en sus danzas ceremoniales y otras fun-
ciones públicas. Pedro de Gante, llegado a la Nueva España en
1523, "aprovechó la fuerza pedagógica de la música y de los
gráficos para la instalación de la Doctrina Cristiana, acompa-
sando en breves frases cantables la explicación sumaria de sus
dibujos" ( 61 ). Agustín de Coruña escribió cantos para los in-
dios de Chilapa. Luis de Cáncer ponía en verso los misterios de
la fe para los indios de Vera Paz. El indio Pablo Nazareno,
educado en Tlaltelolco, fue un poeta que escribió toda clase de
versos. Juan de Gaona dedicó delicadas composiciones a la Vir-
gen (a María Inmaculada), en español, no en lengua indígena.
Abundan, como es de suponer, las poesías inspiradas en la Vir-
gen de Guadalupe ( 62 ).
El nombre más representativo de estos indios cristianiza-
dos es Francisco Plácido, autor de "cánticos" en honor a la
Virgen de Guadalupe, poco después de 1531 ( 6 3 ). Sobre este
poeta dice Pimentel (Historia crítica..., pp. 43-44): que era
210
un "noble mexicano, descendiente de los Sres. de Atzcapotzai-
co, el cual acompañado de Tepanecas, asistió a la colocación de
la Virgen de Guadalupe en su primera ermita, por el año de
3535, y allí recitó su obra que había compuesto intitulada
"Cánticos sobre las apariciones de la Virgen María al indio
Juan Diego". De estos cánticos habla el padre Florencia en su
Estrella del Norte, asegurando que fueron hallados manuscri-
tos por D. Carlos Sigüenza y Góngora entre los papeles del
indio Domingo Chimalpain".
El ya mencionado Pedro de Trejo escribió villancicos pa-
ra cantar al Niño Dios, y el más notable autor teatral anterior
a Juan Ruiz de Alarcón, Fernán González de Eslava, compu-
so "canciones divinas" siguiendo el estilo tradicional y popu-
lar, que distinguió de las formas italianizantes, reservadas pa-
ra sus "obras a lo humano". Apunta A. Reyes: "Según la tra-
dición y el estilo de Eslava se seguían cantando, en algunos ac-
tos eclesiásticos, chanzonetas y motetes, como los que componía
Corvera ( 64 ), o como la graciosa "Ensalada de San Miguel" del
P. Pedro de Hortigoza. Y sobre la difusión de los nuevos mo-
dos nos da idea el hecho de que, también en Guadalajara, apa-
rezca a fines del siglo [el XVI] el sonetista Palomino" ( 65 ).
En la segunda mitad del siglo XVI florece Fernando De
Córdoba y Bocanegra ( c c ) (nacido en México en 1565 y muer-
to en Puebla en 1589), el poeta más importante de la corriente
religiosa nuevomexicana de esta época. Sólo conocemos de él
una "Canción al amor divino" y una "Canción al santísimo
nombre de Jesús", recogidas por fray Alonso Remón en su Vi-
211
da del Siervo de Dios (Madrid, 1617). De noble familia y bue-
na educación clásica - renacentista, Córdoba y Bocanegra trae
a la Nueva España los primeros acentos de Fray Luis de León,
en endecasílabos y heptasílabos muy curiosos por la combina-
ción de sus acentos y rimas aconsonantadas. Además de esa no-
vedad cultista, se puede advertir que la mística española del
desasimiento carnal se queda más en lo humano, en una es-
pecie de diálogo o hablar directo al Niño Dios, y hasta de pro-
testa, que anuncian aquel "No me mueve, mi Dios, para que-
rerte", del célebre anónimo, la actitud espiritual y religiosa de
Guevara y la propia de Sor Juana. Es ésta una línea muy fi-
na y diferenciada qu da a la poesía religiosa de México una
inidividualidad propia.
Dentro de otra tesitura, con diferentes intenciones y va-
lores, el "Panegírico de la Anunciación" (anónimo del último
tercio del siglo XVI), la oda "Al glorioso P. Ignacio de Loyo-
la", de Cosme de Flores, y otras especies registradas por Mén-
dez Planearte (° 7 ), merecen aquí mención como antecedentes
del género que cultivarán los poetas salmistas del siglo XIX.
La nota más alta de toda la poesía mexicana del siglo XVI
la da Francisco De Terrazas, ilustre representante de la fami-
lia de poetas nacidos en la Nueva España ( 68 ) y producto di-
recto de la "pléyade de España", iniciadora en América, con
Gutierre de Cetina, de la corriente petrarquesca e ítalo-rena-
centista. Como tal, figura con cinco sonetos en las Flores de
varia poesía (1577). El resto de su obra dentro de la misma
línea, lo integran otros cuatro sonetos y una epístola, dados a
212
conocer por Pedro Henríquez Ureña, diez décimas, descubier-
tas y publicadas por E. O'Gorman y diversas octavas reales de
un poema incompleto que debió titularse "Nuevo Mundo y
Conquista", más cerca del lirismo de Camoens que del "realis-
mo histórico" de Ercilla ( 69 ).
Terrazas está ya juzgado y tiene su pedestal inamovible
como el primer poeta de categoría universal nacido en el Nue-
vo Mundo. Poco o nada podríamos agregar en cuanto a juicios
de valoración. Sus contemporáneos dan fe de su prestigio y
fama, tanto en América como en España. En 1574 el Virrey
Arzobispo don Pedro de Moya y Contreras lo señalaba como
"hombre de calidad, señor de pueblos... gran poeta". En 1584,
Cervantes, en el "Canto de Calíope", de La Galatea, al querer
"eternizar ingenios soberanos, / de la región antàrtica famosa",
asegura que " . . . Terrazas tiene / el nombre acá y allá tan co-
nocido. . . "Constan todavía dos elogios mucho más hiperbóli-
cos: uno puesto en su túmulo por Alonso Pérez, quien repi-
tiendo la equivalencia renacentista entre el poeta y el soldado,
asienta :
213
Y otro de José de Arráeola (poeta mexicano o que escri-
bió en México a fines del siglo XVI), quien caracteriza y exal-
ta el poema "Nuevo Mundo y Conquista" en la siguiente octa-
va, digna del destinatario:
214
"quiere ser" con lo europeo renacentista. Pero sin dejar de
ser novomundano.
¿ En qué consiste esa integración a que venimos aludiendo?
Difícil sería puntualizarla, gracias precisamente a la sutileza
del engarce, el cual, con toda felicidad, no deja ver las juntu-
ras específicas, que es la mejor evidencia de su rumbo cierto y
acabado arte. Terrazas es, ante todo, una sensibilidad de suma
interioridad lírica, con ciertas predominancias del juego inte-
lectivo que brillará en Sor Juana. No busquemos en él, por
tanto, las apariencias visibles, la localización intencionada o
restricta. Tampoco debemos juzgarle por sus menudas influen-
cias. Era un poeta de su tiempo, y lo que importa es la con-
densación que ese tiempo ha llegado a ser para la personalidad
poética de aquella entidad naciente que hoy llamamos México.
Petrarca distinguía al poeta del artista e identificaba a ésto
con el orfebre que domina las "artes" de su oficio por educa-
ción y experiencia. Terrazas es un artista cabal por este do-
minio del "métier" y el uso de las formas consagradas, estable-
cidas por la cultura literaria. De ahí que su inventiva sea li-
mitada, y más que a crear se dedicara a pulir y a "componer".
No se vea esto como un desmedro. Un hombre del Renacimiento
—y humanista por añadidura— debe saber "recibir" para po-
der "hacer". Y está claro que Terrazas tomaba de aquí y de
allí y que en ocasiones hasta mejoraba el modelo, como es el
caso del soneto "Dejad las hebras de oro ensortijado", en afir-
mación de Castro Leal que hace suya Méndez Planearte. Otras
veces de elegantes pasos sobre clásicos versos de Virgilio, Gar-
cilaso o Herrera, transcribe muy de cerca a Ercilla o la arre-
bata y aprieta el dilatado símil para enjoyarle con imágenes
líricas sus comparaciones homéricas ( 72 ). Lo personal, denso,
seguro y definitivo de su producción hay que buscarlo en sus
sonetos. Y no en "las hebras de oro ensortijado", ni en "las
215
perlas y el coral preciado" (a lo que nuestro poeta antepone
un "dejad" harto significativo), porque Terrazas no parece te-
ner la certeza del libre juego de la fantasía, sino en ese hallar
"extraño el gusto y amargoso" del "duro ramo seco en la mim-
brera", en las "columnas de alabastro que en el suelo / nos dais
del bien supremo claro indicio", en los "hermosos capiteles y
artificio / del arco que aun de mí me pone celo", y, en fin, en
"la fuerza del deseo que me adiestra / contino a lo imposible
y lo procura". Véase, por ejemplo, esta suprema organización
mental y lírica donde sería imposible desligar el contenido de
la expresión: "Si no os ofende el vivo que en mí mora / ¿cómo
os podrá ofender fuego pintado?", o el final de otro soneto en
donde busca la causa del efecto "que lleva un desear a lo im-
posible" :
216
No en menor estima debemos tener algunos fragmentos de
"Nuevo Mundo y Conquista". El tratamiento de las vicisitu-
des y el idilio que acaecen a Huitzel y Quetzal, así como el
episodio de la pesca del tiburón, revelan la maestría de Terra-
zas para dar una solución de equiilbrio entre lo interno y lo
externo, para asimilar la naturaleza al hombre, para cobijar
los hechos y las cosas en la transfiguración conscientemente
elaborada:
217
lizaciones descriptivas de Terrazas salen de su vera lírica, no
de la reproducción narrativa o el pormenor que busca el "color
local". Son suyas por más que el detalle gráfico se le imponga:
218
la carrera". El paisaje deja de ser decorativo y pasa a formar
parte del destino humano, de la interpretación de los hechos,
de los intereses que mueven al poeta: se hace vivencia histó-
rica:
219
En suma: si Eugenio de Salazar abrió rumbos al paisaje
estilizado, como juego de arte, usado luego por los modernis-
tas, Terrazas pone al hombre en la naturaleza y hace que el
paisaje viva con él, participe de la acción humana más que de
la función artística. Creemos que así el artista se une al hom-
bre, el arte a la vida, para dar la entidad definitiva del poeta.
Así nace la poesía de México.
ALFREDO A. ROGGIANO
University of Pittsburg, Estados Unidos
220