Sobre Lo Inconsistente y Lo Incompleto
Sobre Lo Inconsistente y Lo Incompleto
Sobre Lo Inconsistente y Lo Incompleto
Por un lado no deja ni rastros ni monumentos; por otro lado sólo produce, de manera directa e
inmediata, ruinas. O, si se prefiere, escombros.
Pero veamos el punto 2: el hecho de que el capitalismo neoliberal, que no deja ruinas, al
mismo tiempo sólo produce ruinas. En la guerra los cuerpos son desde el principio residuos
de un bombardeo; en la paz los edificios son desde el principio sobras de una operación
financiera. Cuando Marx escribía que “lo sólido se disuelve en el aire” no podía anticipar que
bajo el capitalismo financiero lo líquido, a su vez y al contrario, se convertiría en sólido: es
decir, en cemento. El proceso destituyente de nuestras ciudades, en las que la gentrificación y
la reconstrucción bélica van de la mano, ha convertido el cemento en medio de especulación.
Es terrible que el neoliberalismo, incapaz de medir, haga sus cálculos abstractos con trigo,
con cuerpos y con cemento; es contradictorio, y muy destructivo en términos ecológicos, que
la crematística, desbocada en algoritmos, necesite agua y piedras para acelerar
exponencialmente sus beneficios. Un dato: en 2007, en vísperas del pinchazo inmobiliario,
España utilizó en especulación sesenta millones de toneladas de cemento, el doble que
Francia ese mismo año.
Pues bien: esta combinación fatal de especulación y cemento es lo que los italianos llaman
“incompiuto”. Aclaremos que el término “incompiuto” recoge dos acepciones que en
castellano discurren por separado o sólo se unen desde fuera. Por un lado “incompiuto” es lo
que permanece incompleto, inacabado, sin terminar; por otro lado quiere decir “incumplido”,
en el sentido en que se incumple una esperanza o una promesa o una misión.
Que “lo incompleto” o ”lo incumplido” empezaran como “estilo” en Sicilia, y encontraran
allí su máxima expresión, puede relacionarse de manera espontánea con la mafia y sus
connivencias pringosas con la política. “El crimen hoy tiene estilo”, dice Wu Ming, “crea
estilo además de valor”. Pero ese estilo, inseparable de ese crimen, se acomoda muy bien a un
rasgo que el citado Leoluca Orlando considera muy “siciliano”: el hecho de que la lengua
siciliana no conjugue jamás los verbos en tiempo futuro –nunca dicen “iré”– sumerge a los
habitantes de Sicilia en un perpetuo presente. Ahora bien, “quien vive un eterno presente
–afirma Orlando– deja las obras incompletas. Los sicilianos, condenados al eterno presente,
son condenados a las obras incompletas. ¿Cómo vas a tener un proyecto si no sientes respeto
por el tiempo?”
Una casa deshabitada puede estar ocupada por fantasmas; y los fantasmas siempre tienen algo
que contar. Una casa sin habitar, incumplida e incompleta, es una ruina muy particular, pues
aparece ante nuestros ojos como una abstracción encarnada, como diría el crítico de arte
Robert Storr. Lo más parecido en la naturaleza a una abstracción encarnada es una medusa.
No sólo los mares de nuestro país; también nuestras tierras están llenas de medusas inmóviles
que recuerdan un fracaso estrepitoso y mortal; el esqueleto de un viento destructivo que dejó
a sus espaldas la inhumanidad pura, proclamada, de una ruina sin historia, sin memoria y sin
duración. Los aeropuertos de Castellón o de Ciudad Real, obras “incumplidas” o
“incompletas” donde las haya, son tan grandes que en ellos no cabe nadie. La combinación de
cemento y especulación ha dejado España mucho más vacía de lo que nunca lo ha estado:
pues mucho más vacío que un pueblo vacío es una urbanización que nunca llegó a estar llena.
El capitalismo, que gentrifica las ruinas, genera ruinas que lo son desde el principio; es decir,
nacidas como vacíos con caparazón o como caparazones vacíos.
En un momento en el que discutimos sobre los despojos de Franco y el destino del Valle de
los Caídos, hay que recordar la suerte de estas obras “incompletas” o “incumplidas” que
existen ya concretamente, deshabitadas incluso por la propia abstracción que las creó. En este
sentido, reflexionando sobre lo “incompiuto” en Italia, el arqueólogo Salvatore Settis se
pregunta: “El problema es: ¿qué hacemos con estos centenares y centenares de testimonios de
nuestra insensatez? ¿Los dejamos, justamente, como testimonios de nuestros errores? ¿O los
destruimos todos con las bombas y la dinamita? Porque para eliminarlos habría que hacer
precisamente eso. ¿O escogemos algunos para conservarlos como restos de una fase cultural,
de una fase histórica?”.
Esta es una pregunta a la que también deberíamos tratar de dar respuesta los arquitectos y los
filósofos. La dejo aquí, a sabiendas de que deviene un poco retórica si no somos capaces de
salvar algunas de estas ruinas insensatas al mismo tiempo que cuestionamos el modelo de
crecimiento económico que las construyó insensatamente –y desde el principio– como
edificios incompletos y como ruinas completas, un modelo que, en su doble vertiente siamesa
(licuefacción y cemento muerto), desmiente la definición del gran crítico de la aquitectura
Bruno Zevi: “el carácter que distingue la arquitectura de otras actividades artísticas tiene que
ver con el hecho de que opera con un vocabulario tridimensional que incluye al hombre: la
arquitectura es como un gran escultura excavada en cuyo interior el hombre penetra y
camina”. La arquitectura, en definitiva, es el hueco habitable del humanismo universal.
Es bueno deshacer las palabras de las que creemos saberlo todo para saber lo que nos están
robando. “Habitar”, que en latín quiere decir “ocupar un lugar”, tiene relación directa con –o
desprende por necesidad íntima– la idea de “hábito”; es decir, del gesto corporal repetido que
en términos individuales y colectivos llamamos ”costumbre”. Es importante llamar la
atención sobre el adjetivo “corporal”, pues la posibilidad misma de ocupar un lugar convierte
al cuerpo en el eje mismo de la acción. Ahora bien, “habitar” y “hábito” proceden ambos a su
vez del verbo “habere”, que significa, como todos sabemos, “tener”. ¿De qué cosas se puede
decir que las tenemos? ¿Qué propiamente tenemos? No tenemos un coche ni una televisión ni
una casa ni desde luego una mujer o un hombre; tampoco quizás, salvo asociado a esta
constelación del “habitar”, un hijo. Lo que tenemos –lo único que tenemos– es un cuerpo y
una costumbre. Tenemos cuerpo; tenemos costumbres; y la casa, alquilada o en propiedad, es
el lugar donde se reúnen nuestros cuerpos y nuestras costumbres; y solo por eso, aunque no la
“tengamos”, podemos llamarla “propia”. Como quiera que esa reunión de cuerpos y
costumbres –el “hábito” así lo indica– debe ser por fuerza una repetición, la casa es el lugar
de una repetición y ella misma debe repetirse; es decir debe esperarnos siempre en el mismo
sitio –en la misma calle, digamos– y albergar objetos reconocibles. Un marinero antiguo –el
capitán Achab, por ejemplo– puede habitar un barco, pero nadie puede habitar un avión y aún
menos la lanzadera de un parque de atracciones; un hombre religioso puede todavía hoy
habitar un templo y un rebelde puede habitar una comuna, pero nadie puede habitar una
página web o un chat de Whatsapp. De manera que si desde mi ignorancia me atreviera a
definir la arquitectura, diría que es la disciplina que garantiza la existencia de un lugar donde
puedan reunirse más de una vez el cuerpo y sus costumbres.
¿Dónde habitamos? Hasta hace pocas décadas habitábamos en nuestro cuerpo y sus
alrededores. En los alrededores de nuestros cuerpos había un fuego que rodeábamos
corporalmente, de manera que la casa se llamaba “hogar” (del “focare” latino) y en muchos
lugares de España –hasta hace poco en los Pirineos– el censo de población se hacía contando
los fuegos encendidos cuyo humo salía por las chimeneas. Habitamos cerca del fuego, gran
descubrimiento civilizatorio –atribuido a un robo liberador– que exige –o exigía– muchos
cuidados repetidos y a veces fatigosos. Cuando éramos aún víctimas de los depredadores
–cuenta la bióloga y socióloga Barbara Ehrenreich– el fuego permitió hacer paradas más
largas en la eterna fuga de los humanos; y permitió –añado yo– dormir más horas y con
menos inquietudes. El sueño, necesidad biológica, se convierte en costumbre y, por lo tanto,
en “casa” gracias al fuego, pero sólo a condición de que, mientras todos reposan, alguien
permanezca despierto, alimente la hoguera y vele el sueño de los demás. “Habitar” implica,
por tanto, un reparto de las tareas que, al mismo tiempo, acaba dividiendo el espacio
antropológico mismo: quiero decir que “habitamos” la casa, donde históricamente la mujer ha
encendido el fuego y lo ha mantenido encendido, pero “habitamos” también la polis, como
condición misma de la existencia del fuego civilizador. Cuando Aristóteles insiste en que la
polis es anterior a la casa, está señalando simplemente esta precedencia del fuego y sus
cuidados sobre la reunión del cuerpo y sus costumbres. Mientras la casa duerme la polis vela
–sus barrenderos, sus enfermeros, sus poetas, que hacen “habitable” la casa humana y que de
algún modo refundan cada noche la casa misma. Hoy –veremos después– no son las
instituciones debilitadas las que se mantienen despiertas mientras dormimos sino las redes
conectadas a internet, que –lo hemos dicho– no son “habitables”.
Un inciso. Si hay un paso de la casa a la polis y viceversa y está relacionado con el fuego y
sus cuidados, ha hecho falta una notable violencia –que podemos llamar patriarcado– para
olvidar el papel civilizador de la mujer: para no ver, digamos, ninguna relación entre el
“desvelo” que reconstruye cotidianamente la casa y el establecimiento de las instituciones
que protegen la polis. La polis es anterior a la casa porque es el fuego común el que garantiza
el del hogar, pero es el fuego del hogar, que alguien debe mantener con vida, el que explica,
como su extensión, el “desvelo” confiado a las instituciones. Esta necesidad de resuturar o
recoser la casa y la polis, separadas por el patriarcado, es lo que reivindica el feminismo más
sensato en nuestros días.
Hasta hace pocas décadas, decía, habitábamos el cuerpo y sus alrededores, de los que, en todo
caso, empezamos a huir hace –quizás– treinta mil años. De esta huida del cuerpo me he
ocupado en algunos de mis libros, donde la he inscrito en la consistencia ontológica del
cuerpo mismo. Uno de los procedimientos de fuga es la Historia, concebida precisamente
como la distancia que existe entre el lugar donde vivimos (o que habitamos) y el lugar donde
se deciden nuestras vidas (que es inhabitable). Esa Historia –esa distancia– ha aumentado a
velocidad acelerada en los últimos siglos a través también de una movilidad física aupada en
formatos tecnológicos cada vez más ”avanzados”. No siempre estoy de acuerdo con
Almudena Hernando y su obra La fantasía de la individualidad, pero sí creo con ella que si la
Historia –la distancia– es más masculina que femenina se debe a que la mujer se ha alejado
menos del hogar y sus cuidados, condición presupuesta y olvidada de la movilidad de los
hombres: Ulises puede viajar y correr aventuras y cambiar la historia –digamos– porque
Penélope mantiene su casa en pie. Podemos discutir sobre las razones de esta diferente
movilidad y reivindicar sin duda el derecho de las mujeres a correr al lado del hombre, pero
la pregunta más bien debería ser si la emancipación de la humanidad –que es también lucha
contra la Historia y sus distancias en favor del “habitar” y sus alrededores– pasa por que la
mujer se vuelva más histórica –más distante– o por que el hombre se vuelva más “hogareño”;
es decir, deje de huir –a expensas de la mujer– y pase a habitar una casa y una polis comunes;
y a alimentar y proteger un fuego común.
Pero a esto hay que añadir las dificultades tecnológicas. Sin cuerpos ni costumbres el verbo
“habitar” se vuelve irrealizable. Pensemos, por ejemplo, en cómo el teléfono móvil ha
consumado del modo más banal esa escisión entre cuerpo e individualidad: no sólo porque ya
no sabemos dónde están los cuerpos con los que hablamos (“¿dónde estás?” y no ya “¿cómo
estás?” es la primera pregunta dirigida a nuestro interlocutor) sino porque el teléfono móvil, y
no el número en el dintel de la vivienda ni el DNI, se ha convertido en el objeto y en el
vehículo de todo control (político y económico); y porque subroga además nuestra condición
ciudadana frente a la administración, a la que ya sólo podemos acceder –o casi– a través de
un dispositivo telefónico, con las consecuencias previsibles, en términos de incuria y
abandono, para la población ya vulnerable de mayor edad.
Esta escisión entre el cuerpo y la individualidad se hace aún mayor en las llamadas redes
sociales. Decía más arriba que internet es “inhabitable” y lo es porque, como recordaba la
escritora italo–estadounidense Silvia Federici, no permite la reproducción ni los cuidados:
“Durante demasiado tiempo se ha pensado lo común en una forma típicamente masculina”,
escribe, “por ejemplo la mirada que plantean Negri y Hardt, sobre todo en su primera obra,
donde lo común se piensa a través del trabajo digital y de internet como espacio comunitario.
Esta concepción del común tiene problemas muy grandes, porque internet no nos permite
reproducirnos”. La “casa”, decíamos al principio, es el lugar físico donde se reúnen el cuerpo
y sus costumbres; y toda verdadera “habitación” es, en este sentido, repetición. Desde los
años 50 del siglo pasado, pero sobre todo con el acelerón tecnológico de las tres últimas
décadas, se ha producido un viraje histórico decisivo en las entrañas del capitalismo; me
refiero al desplazamiento de la explotación del ámbito de la producción al ámbito del ocio.
Digamos que la explotación durísima de los cuerpos en lugares físicos (fábricas y talleres) en
el período llamado fordista iba acompañada de una sombra o espectro de “habitación”: el
trabajador “habitaba” la fábrica en la medida en que repetía gestos alienantes, sí, pero la
“habitaba” sobre todo porque en ella se construía una experiencia y una biografía, así como
una comunidad solidaria de cuidados recíprocos (que a veces se denominaba sindicato). Pues
bien, la deslocalización de las fábricas y los cuerpos coincide con la financiarización de la
economía y estos dos fenómenos a su vez con la explotación masiva, por vía tecnológica, del
tiempo libre. Es lo que el filósofo francés Bernard Stiegler ha calificado con acierto de
“proletarización del ocio”, que define como una extensión de la proletarización del trabajo:
del mismo modo –dice– que el trabajador proletarizado no es dueño de sus medios de
producción, el consumidor proletarizado no es dueño de sus medios de re–creación. No es
dueño, en definitiva, de su tiempo libre, que se traslada del espacio y sus objetos a esos flujos
tecnológicos sincrónicos que atraviesan y parasitan el tiempo mismo de nuestra conciencia.
De manera mucho menos filosófica podemos decir que el capitalismo neoliberal altamente
tecnologizado ha prohibido el aburrimiento, foco de resistencia corporal no rentable y no
controlable. La sedicente “industria del entretenimiento” mueve más beneficios que las
drogas y casi tantos como las armas; y es a través de ella que se obtiene además información
sobre los cuerpos y sus deseos.
Esta “proletarización del ocio”, volcada en las redes sociales, es de algún modo incompatible
con el concepto de “casa”. Antes hablábamos de la descentralización del fuego en pantallas
individuales periféricas como de una dispersión y volatilización de los cuerpos reunidos; y
asociada a su vez a la erosión de la frontera entre una polis virtual inhabitable y un “hogar”
ahora deshabitado. Pero es que el formato tecnológico mismo –que, por cierto, rechazan para
sus hijos y para sí mismos los artífices de la revolución digital de Sillicon Valley– impide de
una manera aún más radical la construcción de una “casa”.
Qué esté prohibida la hypomoné quiere decir que ahora está prohibido esperar. Y quiere decir
que ahora está prohibida la distancia.
Detengámonos aquí un instante para acabar. La atención es la decisión de poner el objeto allí
donde no puedo comérmelo: lejos en el tiempo y en el espacio. La decisión –es decir– de
esperar el objeto si aún no ha llegado y de renunciar a comérmelo si ha llegado ya. La
hipomoné tiene que ver, por tanto, con una ontología del “aún” o del “todavía”. En la espera
decimos: aún no ha llegado. En la mirada decimos: aún dura. Lo contrario de esta ontología
del “aún” es una necrología del “ya”. Siempre comemos en un ya. Siempre nos comemos un
ya. Lo que –reparemos en ello– nos devuelve a esa diferencia enunciada más arriba entre la
deuda y el ahorro o entre el presente de la destrucción y el futuro de la conservación.
En definitiva, las cosas –los cuerpos– tienen valor porque las esperamos y las cuidamos. Así
que hablar de un mundo sin tiempo de espera y sin atención (sin hypomoné weiliana) es
hablar de un mundo sin “aún”, un mundo sin “valor”, un mundo enteramente comestible. Un
mundo de incuria, descuidado, desatento, que pasa por encima de los cuerpos, descompuestos
en imágenes o en sistemas, para parasitar la abstracción del presente y sus ruinas
desahabitadas. Un mundo “inhabitable” en el que es imposible construir una verdadera
“casa”. Un mundo, en suma, del que hemos desalojado a los humanos, clave y condición de
toda arquitectura, y con ellos el mundo mismo.