Vacilante Juego Mortal
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La idea brusca, aclimatada en el odio, la lleva de pronto a una actividad de
reflexiones que hasta entonces había desconocido. ¿Y si lo envenenara?
«En realidad —medita su encono, como hablándole en voz alta a la otra
parte de su ser que se queja y que quiere ser vengada—, mi rencor, mi
indiferencia, no es más que una farsa física… una boca sobre otra boca. La
boca de alguien más sobre una boca que debiera pertenecerme, y que me
besa después sin darme sabor a nada, sin siquiera darle agilidad a mis
instintos para que presienta que acaso unos momentos antes, otra lo había
rozado. Pero ¿qué me importa? ¿Acaso no he sido una farsa física?».
Mira al hombre que duerme a su lado, en el lecho que comparten hace años.
Sus ojos comentan, con una larga mirada, la cabeza un poco mal hecha,
dormida. Deja de mirarlo, y su presencia cercana persiste en un ronquido
inicial, a medio hacer, en donde el sueño aún no se ha profundizado.
Diez años de vida así. Imposible de evasiones, vacía de afectos maternales.
Diez años de vida lisa, deliberada en el tedio, incómoda.
Lo había querido mucho, hasta que sus ojos, mal acostumbrados ya a no ver
nada que no fuese él, hallaron una carta en un bolsillo descuidado de
vigilancia. Supo que no le había sido fiel en esos primeros cinco años de
matrimonio, en los que ella siempre se acentuó en el cariño, creyéndose
sola.
Para su meditar sencillo, una infidelidad equivalía a un destrozo perpetuo
en su vida. En la congoja que sirvió a esa realización penosa, había un
enfriamiento de todo su ser, y una indiferencia, sospechosa de miedo y de
indolencia.
Ahora, la idea de envenenarlo constituye como un hecho incómodo que se
agrega a su personalidad. Discute consigo misma, es decir, con la autora de
esa perspectiva criminal. Al comienzo, siente un rubor de vergüenza.
Desechada esa actitud, vuelve el recuerdo a la carta y se le levantan los
nervios en una apurada sensación de venganza, un poco tardía y un poco
cansada.
Cuando se duerme, el problema de la eliminación de un hombre la persigue
hasta lo más íntimo de su sueño.
Al despertarse, ya bien entrada la mañana, la cabeza indefensa descansa
junto a su brazo desnudo, apenas rozándole la piel.
El odio le va marcando, despacio, ribetes desagradables en su rostro
castigado de indiferencia. Va acumulando los gestos del marido, pesándolos
para que apoyen bien su proyecto de envenenarlo. Lo mira en silencio, y
cuando Oscar le habla, no responde a sus preguntas, para satisfacer, en su
intimidad exaltada, el aspecto un poco desconcertante del hombre que busca
un apoyo en su propia conciencia impura y que ignora, en realidad, el
porqué de su encono y la maldad de su hastío repentino.
—¿Qué te pasa, Raquel? No me contestas cuando te hablo. No quieres salir
conmigo. Y hasta entre sueños noto tu alejamiento. ¿No podrías, al menos,
decirme la causa de esto? Hoy no me has hablado durante todo el almuerzo.
Esto es insostenible. Creo que, por lo menos, merezco una explicación,
¿verdad? ¿Quieres que salgamos esta noche? Tengo localidades para el
concierto de Rubinsky. ¿Vamos?
Deja de hablar y saca un pañuelo que desdobla con manos torpes. Se suena
la nariz. El ruido le produce a ella un nuevo resentimiento y piensa:
«Es demasiado simple. Tan simple como un pañuelo. Y sería tan fácil
parecer complicado. Un gesto. Un silencio. Una frase entrecortada. Una
salida brusca. Pero no simple como un pañuelo y tan poco interesante como
un pañuelo». Procura una tregua a su meditar hastiado y después: «Lo odio
cuando se saca las medias. Su exhibicionismo en esos ademanes de todos
los días, cuando tiene un cuarto donde puede desvestirse. Y cada día lo hace
con más ostentación, con más confianza. Yo nunca me desvisto frente a
él… No puedo sufrir ciertas palabras. Me avergüenza su sentido directo de
decir pan, para indicar pan. Me sucede lo mismo con los libros. Por eso no
me gusta la gente que tiene el “don del relato”, porque dicen pan, y quieren
decir pan, en el sentido más común, en toda su capacidad nutritiva. Por eso
prefiero los libros que solo sean bien escritos y los hombres complicados.
En el fondo, todo es lo mismo, pero uno se entretiene más. O será porque ya
no lo quiero, no lo puedo sufrir, todo me irrita…».
—Podríamos ir al concierto, siempre que no te duermas. Si lo prometes iré.
— Habla con voz monótona para no demostrar su entusiasmo súbito ante la
perspectiva de un programa musical.
Se arreglan rápidamente, ya en el automóvil oscuro, el hombre procura
alcanzarle una mano. Ella lo rechaza, erguida en su seguridad de que es un
gesto repetido y que ya no necesita para sí.
—¿Qué pasa, Raquelita? No podremos seguir así por mucho tiempo. Yo me
merezco muchas cosas, pero si hay algo que me desespera, es un silencio
sin salida, como el que usas ahora conmigo…
—Es cierto. No podremos seguir así por mucho tiempo —dice,
maquinalmente, y en seguida piensa: «¿Mañana? Estudiaré cuál es el mejor
medio para envenenarlo. Ya sé lo que vendrá después. Pero estoy tan
cansada, que nada podrá desesperarme ni amedrentarme». Segura de su
mañana, ya sola, sin el espectáculo cotidiano de un hombre que no necesita,
desliza su mano hacia el marido y la deja tomar entre las suyas.
—Perdóname. Estoy nerviosa y no sé lo que hago. Me portaré mejor,
mañana… Su apoyo verbal y mentido la entretiene hasta llegar al teatro. La
sala oscura la pone en contacto con él y no se anima a retirarse. La música
le distiende los nervios y casi le parece que comienza a quererlo otra vez.
De pronto, la cabeza del marido se inclina, vacila dos o tres veces, como si
la voluntad le flaqueara y luego descansa, determinada, tranquila, sobre el
hombro de su mujer.
«Se ha dormido —piensa, sin atreverse a hacer un movimiento—, prometió
no hacerlo. Su respiración me quita todo el entusiasmo por el concierto.
¿Por qué se habrá dormido? Ni siquiera este pequeño sacrificio, ahora que
comenzaba a acercárseme de nuevo. Los hombres construyen así su propio
destino. ¿Suponen que es suficiente amarnos de vez en cuando? ¿Y esta
intimidad que no es recíproca? ¿Y esto qué es? Un hombre dormido sobre
mi hombro, en plena sala, y a quien quiero envenenar…».
Antes de que se ilumine el salón, lo despierta y se retiran presurosos y
enconados.
—Perdóname, Raquelita. Hice un esfuerzo por no dormirme, pero la
oscuridad siempre me tienta, y tú no hiciste ninguna objeción cuando
descansé mi cabeza sobre tu hombro. Creí que volvías a ser como antes, y
me descuidé. Perdóname…
Vuelven en silencio. Se acuestan sin decir palabra. Cuando ella está bien
arropada, Oscar entra, se sienta sobre la cama y se quita las medias, con
gesto pausado y voluptuoso. Ella lo observa por el espejo y un
estremecimiento recorre su cuerpo: un estremecimiento que es pura
incomprensión y puro odio.
Al levantarse, desganada, para cumplir otro día igual a los demás (por
inercia, o por incapacidad de poner un distintivo a su sucesión monótona),
ve a Oscar que se acerca, desde el baño, para darle los buenos días. Se
abstiene de besarlo. Trae la cara a medio afeitar y una mejilla presenta ese
lodo blanco de espuma, tan inapetente como la capa espesa que los mozos
sacan con una paleta de los jarros desbordantes de cerveza.
—Sabes que no me gusta verte a medio afeitar, todo cubierto de jabón,
menos la boca. No es un sabor muy agradable para empezar la mañana.
Oscar levanta los hombros y se aleja hacia el baño. Una vez terminada su
toilette, que procura realizar con la mayor ostentación de ruidos y
pormenores, baja con ella para desayunarse.
—¿Qué es lo que quieres? ¿Un altercado? ¿Estás enamorada de alguien? —
le pregunta, esforzándose por hacerla hablar.
—No vale la pena. Todos deben ser iguales.
—Entonces, ¿ya no me quieres?
—No sé. ¿Es lo mismo, no?
—No. Porque todas las mujeres no son iguales. Yo necesito hablar con
alguien. Necesito que se interesen por todo lo que yo haga, por todo lo que
yo diga. Tú eras así antes. Ahora, todo te molesta.
—Estoy cansada. Serán los nervios. Pasará pronto, y además no puedo
sobreponerme. Déjame en paz.
Oscar se va. Queda sola. Piensa que tiene todo el día por delante para
cerciorarse de la exactitud de los venenos, de su término de acción, de su
eficacia mortífera. El odio, al ver su ropa tirada por el dormitorio, la
envuelve y la absorbe. Piensa en el pasatiempo —ilimitado y postergable,
hasta que ella lo quiera— de meditar su muerte.
La ausencia de material malbarata su mañana, en procura de libros y
folletos. Va presurosa de una librería a otra, y ante los rostros de los
empleados, apenas si puede murmurar lo que desea.
Pasa un mes así, sugestionada por términos nuevos, de cuya profundidad
solo alcanza a extraer dos palabras: reacción o muerte. Consulta análisis,
objeta cantidades y cuando Oscar vuelve, de noche, la halla casi alegre,
afirmada en una tranquilidad de la cual ella sola conoce la causa.
«La gente debiera hacer todas las cosas con un aire de despedida —piensa
la mujer—. A un tipo que está sentenciado a muerte le es fácil decir la
verdad, practicar el gesto generoso, la inquietud máxima. Pero todo debe
tener un movimiento, un vaivén de despedida. Por eso las estaciones y los
puertos contienen lo mejor de uno…».
Su cabeza es un conflicto de dosis y de recetas. Tiene una única indulgencia
que no es conmiseración, ni siquiera pena, sino una incapacidad de obrar
con rapidez. Entretiene las horas, imaginándose sola, aguardando luego la
más hermosa aventura, que es la muerte y que no puede construir para sí
misma.
Se apoya, por aberración, en los gestos del marido que más le desagradan.
En su indolencia existe una sola actividad aranosa, como si de pronto, a
punto de quitarle la vida, necesitara rodearse de esa fuerza odiosa, para
sustraerse a una última e inaudita emoción de afecto o de miedo.
FIN
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