Fragmentos de un cosmonauta
Por Luis Torres
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Algo tan sencillo como una maqueta, tan nostálgico como un peculiar amigo de la infancia o tan impactante como romper lazos con quienes nos han dañado. De estos pequeños fragmentos se conforman los relatos que habitan en este libro.
Voces que letra a letra escriben un fragmento de su historia para hacer eco en la nuestra.
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Fragmentos de un cosmonauta - Luis Torres
© Derechos de edición reservados.
Letrame Editorial.
www.Letrame.com
© Luis Torres
Diseño de edición: Letrame Editorial.
Maquetación: Juan Muñoz Céspedes
Diseño de portada: Rubén García
Supervisión de corrección: Celia Jiménez
ISBN: 978-84-1181-775-2
Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.
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.
Me estás matando,
y estás evitando que muera.
Eso es amor.
Mahmoud Daréis
.
Para el lector:
Los hechos narrados a continuación son ficcionales.
La violencia y la tortura no deben ser toleradas en ninguna circunstancia.
Las enfermedades mentales tampoco deben ser tomadas a la ligera.
Si conoce algún caso relacionado, recomendamos acudir a las autoridades pertinentes.
1
Tengo la peculiar habilidad, o quizá discapacidad, para percatarme de los detalles en mi entorno. Por ejemplo, en el pasillo que conduce al apartamento de Juana, corre el murmullo de las aguas residuales, con todo su cloro, las bacterias coliformes y, por supuesto, la materia fecal que se acumula en las tuberías. De la misma manera, es de una cotidianidad alarmante el aullido de un perro en la vivienda de al lado. Rasca el suelo con sus uñas gruesas, como si intentara desenterrar un cadáver. Las moscas, los zancudos y las polillas protagonizan una disputa por el control de una bombilla moribunda. Esta parpadea cada vez más lento, como si su luz se extinguiera en el inexorable paso del tiempo, mientras el revoloteo de sus alas crea un eco extraño, confundiéndose con el retumbar de mis nudillos en el portón.
Espero ansioso, mordiendo mis uñas, a que responda. ¿Abrirá algún día? ¿Cuánto tiempo podré esperar aquí? Me parece que las paredes me cercan, que se llevan mi aire y que me desvaneceré, envuelto en una terrible asfixia; lo primero que llama la atención de Juana es que parece ajena al tiempo de los demás; ella vive a su ritmo, lento y sin preocupaciones. Se tarda cinco o diez minutos en abrir. Ni siquiera se molesta en avisar que viene en camino o que está ocupada. Tal vez esto ocurra en todas sus interacciones sociales (empiezo a creer que la gente la tolera solo porque es atractiva e ignoran sus malos hábitos al relacionarse con nosotros, los del común). O también podría ser que se comporte exclusivamente así conmigo y que yo no le importe ni un poco.
¿Qué más puedo decir de ella? Cruzamos destinos desde el comienzo del semestre, cuando se presentó en mi aula luciendo una minifalda y una blusa transparente que dejaba al descubierto su brasier de encaje. Fue imposible no enamorarse a primera vista de aquel ángel traído por el mismo Dios. No obstante, lo curioso detrás de su fachada es la extravagancia de su personalidad; a veces entra en euforia (habla a toda voz y se ríe con un estruendo que acalla cualquier ruido a su lado); y otras, deja de contestar durante semanas enteras. Su apartamento también cambia con ella: reorganiza los muebles de acuerdo con su estado de ánimo, hace dibujos en las paredes, que luego borra con acrílicos, y cuelga pinturas (cada vez más abstractas) de artistas que, según cree, reencarnaron en ella para transmitir un mensaje.
Cuestiono la estabilidad de nuestra relación. Si su entorno es tan volátil, ¿por qué me quiere entonces? ¿Debería mantenerme lejos? Si me lo preguntas, por mi cabeza no cruza la idea de separarnos: podría jugármelo todo por un minuto a su lado. A decir verdad, lo hago, pongo mi pellejo en la bandeja de plata solo por verla unos instantes. No me importa distanciarme de mi familia (he dejado de visitar a mis padres por Juana), y ni hablar de Luz, mi esposa. Nos distanciamos desde hace años: parecemos más dos compañeros de cuarto que una pareja amorosa.
De la misma forma, la invasiva de Juana en mi vida se ha hecho mella hasta la universidad, en la cual, antes de empezar a dar una clase, debo resguardarme en el lavado para contemplar la foto que me envió una noche que estaba borracha. Allá, en mi pantalla, está ella, abierta de piernas, mostrándome lo profundo de su carne. Sus ojos son de éxtasis: los mismos que pone cuando me la chupa. Me mira y me recuerda a un mártir: como cuando Jesús, en su lecho de muerte, observó al cielo buscando a Dios. Esa es Juana, la mujer de ensueño a la que le fascina la idea de complacerme.
De un momento a otro, con cierta pereza, gira la llave para aparecer en el portal. Lleva una toalla enredada en su pelo, el resto del cuerpo lo tiene desnudo, pues acaba de salir la ducha. Me da un beso en la mejilla, recibe sonriente la flor que le llevo. Espero que entienda el simbolismo del color: el carmesí representa los deseos sexuales. Ella la pone sobre el comedor y no en un jarrón, como debería ser. Se mete al cuarto y me pide que la espere, pues justo quería hablar conmigo.
Esta mujer me hace sentir querido, en casa. Con mi esposa llevo una vida monocromática; en apariencia, somos asquerosamente perfectos, pero cuando llegan los silencios hogareños, nos quedamos sin nada que decir. Compartimos la cama como dos desconocidos que se cruzan palabras para tolerarse y, más allá de eso, no hay una interacción real. Por otro lado, con Juana tengo una conexión cósmica, traída de otro universo.
—Quiero que cumplas cualquier fantasía que tengas conmigo —me dice, al mismo tiempo que me invita hacia su habitación. Lleva puesta una tanga roja que hace juego con el color de mi regalo. ¿Acaso comprendió el mensaje detrás de la flor? Mi corazón bombea y empuja la sangre por todo mi cuerpo. Me siento más que listo para nuestro encuentro, así que le susurro (un poco inseguro) la idea que me ha rondado desde mi adolescencia: deseo utilizar su consolador, en una suerte de penetración doble en la que, por supuesto, yo tomaré la parte de atrás. Quiero que sea completamente mía, que todos sus orificios sean la víctima de mis fetiches.
—Pero me va a doler —replica con una voz inocente, al mismo tiempo que se pasa la lengua por los labios.
Seré gentil, seré bueno.
Una vez alcanzamos la alcoba, me empuja con fuerza a su cama. Reboto sobre el colchón y me es imposible incorporarme, pues Juana se sienta a horcajadas sobre mí. Su cuerpo, todavía empapado, se mece con un ritmo frenético sobre mi ropa. Desabrocho mi camisa con prisa a la vez que ella completa una danza con su cadera y levantando los brazos. Sus manos se acarician y sus pechos se balancean al unísono con mi respiración. Estoy absorto en lo perfecto de su piel, en los lunares que circundan su cuerpo como adornos que le dan vida a su cutis; y me vienen a la mente esos desiertos que desembocan en una playa paradisiaca; pienso en la travesía de un astronauta hasta llegar a un planeta desconcertante; imagino que toda mi vida es un largo camino que acaba aquí, en el paraíso.
—Tres dedos —dice de repente—, antes no.
Utiliza la lengua para lubricar mi índice y lo lanza contra ese agujero constreñido y apestoso. La saliva cumple su función haciendo que la punta del dedo entre sin esfuerzo.
Pero no es suficiente.
Seré gentil, seré bueno.
En un estado de trance, del que me cuesta mucho controlarme, la hago a un lado y me trepo sobre ella. Con un movimiento ágil, arranco lo que queda de mi ropa y la penetro de una sola embestida. Juana gime de dolor, pues no estaba preparada. No lo hago por detrás como quería: su vulva me absorbe como un agujero negro tragando cada átomo de mi cuerpo. Y, como cualquier superestructura del universo, me envuelve y me fascina. Aquí no importa la luz, así que cierro los ojos para concentrarme en los movimientos de sus músculos, masajeando mi falo, hasta que sucede: la gran erupción, el estallido volcánico. Me vacío en ella en un estertor furioso, gruño como el estallido de una supernova en el espacio. Entonces la miro a los ojos y me disculpo por hacerlo tan rápido.
Por terminar adentro.
Aunque intente seguir, mi cuerpo está cansado y flácido. Juana me da un comprensivo abrazo y plasma un beso húmedo en mi frente.
—¿Te gustó?
Ella asiente en silencio.
—¿Pasa algo? —la cuestiono inseguro, tal vez fue demasiado rápido.
Afuera pasa una ambulancia a toda velocidad. Estoy mirando su techo y esta versión me encanta. Pienso en todas las camas en que me he acostado y todas las bombillas que he visto. Ninguna me produce tanta tranquilidad como esta. Suspiro hondo: empieza mi lenta recuperación antes de volver a intentar no venirme dentro de ella. De repente, el silencio se quiebra con su voz en un tono bajo, casi inaudible:
—No quiero que te sientas mal —dice mientras dibuja círculos en mi pecho—, pero ya no nos podemos ver.
Tardo unos segundos en comprender su mensaje.
Imagino que estoy en una nave espacial que está despegando. Soy un piloto que mira hacia el cielo y se pregunta si saldrá con vida de esta. La atracción de la tierra me lleva hacia atrás y siento que la gravedad me retiene en tierra. Cuento mentalmente de diez a uno; si supero ese conteo, significa que no exploté en el aire.
Diez. Esto no es real.
Diez. No me puedo mover.
Diez. La cama me traga.
—¿Qué? —digo, como si no la hubiera escuchado.
—Esto se terminó, Fabio. Cumplí tus fantasías y ya encontré a alguien, quiero estar firme con la relación.
Imagino la lista de hombres con los que se podría acostar. ¿Qué tienen ellos que yo no?, ¿juventud, dinero, un mejor cuerpo?, ¿se lo hacen mejor que yo? Me fijo, de reojo, en mi pene, pequeño y arrugado. ¿Lo tienen más grande? Juana me dice que va a tomar una ducha, que me puedo ir cuando quiera. La tomo de la mano antes de que se levante.
—No me dejes así, mi amor —le suplico evitando llorar—, yo te amo más que a mi vida.
Diez. Si lo patético tuviera un rostro, ese sería yo.
Juana me suelta con asco, se da la vuelta y alcanzo a notar que mi esperma se derrama por su entrepierna. Contengo la respiración mientras la dejo ir. Dejé mi ropa por toda la habitación, como diciendo «este lugar me pertenece», y me siento humillado si la tengo que recoger por última vez. La tensión se me sube, esto lo sé porque las manos me tiemblan sin parar y el rostro se me pone rojo. Con mis mejillas pintadas de rosado por el riego sanguíneo y los ojos atrofiados para parpadear, me grabo los detalles más insignificantes del techo.
Me quedo en su cama, intentando a toda costa caer en un llanto profundo. Además del techo, me grabo los detalles de su habitación para extender mi tortura; en la cabecera suele pegar estampitas que encuentra en las chocolatinas, son paisajes de todo el país. Arriba hay un cuadro que pintó hace unas semanas (demasiado abstracto para mi gusto), y en un escritorio exhibe, con cierto orgullo, todos sus peluches. Hay uno que me llama la atención: es un perro de pelaje rosado, suave y brillante. Este es un juguete que no había visto. Sobre el pecho tiene una nota.
Con amor, para mi bebé.
Arrugo la página entre mis manos. La frustración me supera y, al fin, lloro, como hace muchos años no lo hacía. Con la nariz mocosa e intentando evitar el gimoteo, busco mi ropa interior (que yace enredada en mis pantalones) y me la pongo con la misma prisa que me la quité. Estar vestido me sienta bien: recupero la confianza si no veo mi minúsculo problema.
Al dar dos pasos afuera de su apartamento, me siento en una larga pesadilla que se acaba de poner en movimiento. La realidad se nubla, mis ojos están cundidos por sombras, y mi cuerpo es un ser extraño que no me pertenece. Los detalles me aplastan: la tubería, que nunca voy a escuchar de nuevo, suena con más fuerza; el perro al que nunca voy a conocer rasca la puerta y chilla, como si estuviera a punto de ser asesinado. Las moscas me rondan la cara y se pegan a mi ropa. No estaría mal llevarme un par de sus huevos para que florezcan en mi casa. Las llamaría Juana, las moscas. Juana, el insecto.
Juana, el descenso del diez hasta el cero.
La puerta se cierra a mi espalda. Aquel portal que no volveré a abrir, el pasadizo hacia el pasado, hacia lo imposible. Emprendo mi camino como quien viaja en el tiempo y descubre una realidad alterna que no le pertenece. Meto la llave en el auto, me quedo viendo al vacío unos segundos y empiezo la marcha del descenso. En la carretera, pongo el celular entre mis piernas. Tal vez Juana cambie de opinión. Tal vez su nuevo amante la deje. Deseo que regrese a mí y que me ame, que me necesite.
Diez. Control a tierra: quisiera que cualquiera me amara.
Cualquiera que yo pueda amar de regreso. Le he dado vueltas a este asunto: me causan una enorme curiosidad mis deseos. Yo sé (de verdad lo sé) que no soy el mejor prospecto de hombre. Deberías verme, tengo este cuerpo viejo, ya arrugado y arruinado por los años. Estoy adornado por una personalidad sumamente frágil y extraña. Soy aquel